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Primera corrección

El choque de las llaves resonó claro y estridente una vez Judy estaba de vuelta en su hogar. La
madre zorra del vecindario volvía más allá de la medianoche, cubierta de un gran abrigo que la
envolvía hasta las pantorrillas. Cerró la puerta, cuidando no hacer mayor sonido del que ya había
generado las llaves. Una vez dispuso sus tacones en una mano, subió las escaleras hacia los
dormitorios. Se encontraba arriba, así que se puso a andar de puntillas por el pasadizo hasta llegar
a su cuarto. Esa era la rutina desde que comenzó el trabajo nocturno, que exigía en el regreso
mantener un sonido muy bajo.
Encontró en la cuna a su hija Ronnie, durmiendo aferrada a su pequeña manta. Le sonrió. Dejó
lo que llevaba en las manos a un lado de la cómoda, y abrió la ventana hasta no poder más. El
viento ingresó con un soplido gentil que mecía las cortinas y refrescaba esa noche de verano.
Encontró al vecindario dormido, sin alguna luz en sus ventanas o jardines. Nada se movía ni hacía
ruido en la oscuridad.
Entonces, desajustó su abrigo y lo dejó caer a sus pies, revelando la lencería de azul profundo
que ajustaba su cuerpo. Quizá fue muy apresurado decir que no había nadie. En realidad, tenía
una observadora. Sea por coincidencia o no, se había presentado. Sin nube que la ocultase o
sombra que la amenguara, la luna yacía llena y brillante a su vista. La bañaba con su toque azul,
como todo a su alrededor.
Fue a acomodar su largo espejo y lo ubicó donde pudiese verse a sí misma, frente a su cómoda.
Vio como su otra yo se deshizo de las ataduras superiores. Ahora podía sentir el toque gentil del
aire en sus tetas. Llevó cada mano a cargarlas y posó frente a su reflejo, mientras relamía sus
labios. Algunas risas escaparon de ella y las tuvo que silenciar con ambas manos en su rostro.
Verse tan lasciva le parecía divertido. Continúo moviéndose como recordaba de las anteriores
prácticas. Llevaba las caderas de un lado a otro, mostrando el grueso de sus piernas; cargaba sus
pechos en cada mano y los apretaba hasta dejar que finos chorros de leche se derramasen por el
aire. Volvieron las leves risas. Su otra yo terminó mojada de su leche.
Quizá le parecía gracioso estar bailándole a su reflejo, pero en el momento que se presentó, la
reacción del público fue lo que más temía. Cuando veía a las otras chicas frente a hombres que se
mantenían en silencio, sabía que estaban contemplándola con agua en la boca. Pero una vez estuvo
en el escenario, ese silencio la confundía. Les podía parecer aburrida, simple, como si no se tratase
de una verdadera novedad, como también podía ser que el asombro los ahogara dejándolos mudos.
Cuando cruzo el telón, la gente gritaba de locura y otros silbaban con entusiasmo. Luego hubo
silencio mientras bailaba en el tubo. Pero eso terminó cuando se quitó el sostén, y el griterío
regresó. Ella era el show principal, y no esperaban menos que lo estaban viendo, justo al frente
de ellos.
Una vez desapareció detrás del escenario, la jefa, con muchos billetes en su escote, le pidió
que repitiese el acto alguna noche de esas. Regresó en un taxi, con los labios que moldeaban una
ligera tristeza en su rostro. Tratar de ocultar su sonrisa era complicado cuando sientes que tuviste
un excelente día. Pero consiguió no despertar mayor curiosidad del que ya causaba su presencia
a esa hora de la madrugada.
Limpió la leche de su otra yo, y notó que aún faltaba algo que la transportase de vuelta al
escenario. Ya se tenía enfrente suya, pero esa misma era Judy: la zorra madre con una voluptuosa
carga entre sus brazos. Lo que separaba su vida nocturna de la hogareña estaba a un movimiento
de distancia. Sacó del bolso un antifaz de azul vibrante, adornado de estrellas en su fondo, y se lo
llevó al rostro. Posaba mientras gritaba dentro de un susurro su nombre artístico: Marian. Aquella
imitación del presentador la divirtió un rato, antes de dejarse caer en su cama, haciendo a un lado
el antifaz.
Sin duda, era su día. Nadie estaba gozando tanto como ella ese momento. Si hubiese algún
vecino fisgoneando con unos binoculares su dormitorio, lo más seguro es que no viera nada. Y en
caso sí, que se deleite. Una mujer que cumplió su fantasía de ser una bailarina exótica y llevar, a
su vez, una maternidad funcional como soltera, era una muestra de su liberación. El tiempo que
se le otorgó luego de que naciera su cuarto hijo era algo corto. Pero logró sacarle provecho a pesar
de todo lo ocurrido meses atrás. Esa casa, ese vecindario, resguardado por la decencia y la buena
conducta, fueron un gran tiro de suerte para su familia. Lo necesitaban más que nunca.
Sus pensamientos del día la abordaron sin parar, dejándola tendida en su colchón con una
ligera sonrisa. Por más extraña forma de verlo, sintió que, antes de quedarse dormida, sus días no
harán que mejorar.
Primer borrador
El choque de las llaves resonó claro y estridente una vez Judy estaba de vuelta en su hogar. La
madre zorra del vecindario volvía más allá de la medianoche, cubierta de un gran saco que la
envolvía hasta las pantorrillas. Desde hace semanas salía por la tarde para regresar cuando la
mayoría estaba durmiendo. Dispuso sus tacones en una mano mientras subía las escaleras que la
conducían hasta los dormitorios. A altas horas de la noche era cuidaba de no irrumpir el descanso
de sus hijos, en especial de su bebé, que acababa de llegar a su vida hace no más de mes y medio.
Cruzó en puntas el pasillo común hasta llegar a su cuarto, donde lo encontró a un lado, en su cuna,
justo como esperaba. Fue hacia las cortinas y las recogió, dejando a la noche bañar su cuerpo de
un suave azul. El joven vecindario descansaba frente a ella, somnoliente, sin luces que brillaran
si quiera por la calle, más la única que lo hacía era la luna sobre ella. Incluso una noche de verano,
agobiante y fastidiosa, fue una ventaja para esa noche. Con un movimiento dejó pasar el viento,
que aún guardaba un leve recuerdo del calor de la tarde. Aunque para ese momento era más
agradable. Frente a la noche, se desprendió de su ropa dejándola sentir el toque gentil del aire en
sus pechos. Una zorra en lencería negra se asomó a la visa de la luna, y a cualquiera que anduviese
en la oscuridad de la calle. Pero nadie estaba despierto y asechando por la acera. Era un vecindario
resguardado por la decencia y la buena conducta, y tuvo la suerte de conseguir un hogar justo allí.
Lo necesitaban más que nunca.
De vuelta, la casa la recibía a oscuras, como era usual, pero aquella madrugada no era como
las otras. Acaba de ser espectacular. Enseguida, con los tacones en la mano subió hasta su cuarto,
descalza, dejando sus cosas aún lado de su cama. Arregló la posición del espejo completo que
tenía y se vio así misma en su vestido, bajo la tenue luz de la luna que entraba por su ventana. La
noche era su aliada en ese momento de la noche, pues si se quitase la ropa y anduviese
complemente desnuda, nadie la vería con tanta oscuridad. O simplemente, si alguien desde la
acera la viese en su ventana, dudaría entre ver una mujer desnuda o con prendas ligeras. Una
situación que agradecía mucho más en esa ocasión. Así, con las cortinas recogidas a los lados y
una luna brillante, se deshizo del vestido para verse en el espejo cargando prominentes tetas tras
su lencería. También se lo quitó y ahora compartía la habitación con su otra yo, de pelaje naranja
con negro, imitando los movimientos de caderas y sonrisas que estuvo practicando para el show
principal: ella. Pero aún no era completamente ella. De su bolso sacó un antifaz celeste, con brillo
como estrellas, y adornó su rostro con misterio y color. Sostuvo sus grandes tetas antes de
sacudirlas y derramar chorros finos de leche materna a su sonriente otra yo que hacía exactamente
lo mismo. Ahogaba el grito de su nombre artístico en un susurro mientras la leche seguía goteando
de sus pezones con facilidad. Sin duda, salía menos de ella que antes, cuando se presentó, pero
aun así era suficiente que mojaba todo lo que estuviese debajo de ella. Y como en el escenario,
las llevó a su boca en un acto de controlar la fuga y, lo más importante, excitar a todo el público
presente. Resonaron los silbidos y halagos en su memoria, tan fuertes como recordaba. Aquella
escena no sólo le ganó que su jefe la quisiera como estrella principal para las siguientes noches,
sino que, viéndose reflejada en ese momento por su espejo, una ligera excitación la abordaría
escapándole ahogados gemidos antes de dejarse caer al borde de su cama. Aunque le calentasen
los hombres, resultaba que también las mujeres, en un grado menor. Pero verse así misma
tocándose le resultaba extrañamente lujurioso y… divertido. ¿Se habrá excitado por chuparse las
tetas o por verse haciéndola? No importaba la respuesta: ambas la hicieron reír. Dejó sus pezones
tranquilos antes de caer a la cama mientras soltaba unas suaves risas, que eran lo único que le
costó controlar no hacer más ruido. No quería despertar a su bebe que descansaba en el cuarto
frente al suyo, ni a su hijo mayor, Jerry, cuya puerta estaba al otro extremo del pasadizo, muy
cerca de las escaleras. Pero esa noche Judy acababa de llegar a un escalón alto en su libertad como
madre y mujer con dos divorcios. No quería restringirse el placer de andar con las tetas al aire en
su propia casa, como años atrás solía hacer. Había logrado presentarse como bailarina principal y
sobrevivir sin hacer el ridículo. Sólo fue ella misma, reconociendo lo que la hacía diferente y
explotándolo, como los pantalones y bolsillos de todo el público. Se volvió mirando sus jugosas
tetas descansar a sus costados de la cama. No ignoraba que toda la atención que atraía era por su
gran pecho. Desde muy joven era objeto de miradas y señalamientos con el dedo muy fastidiosos
por su inusual proporción. Con el tiempo aprendió a reírse de su dote, aunque ahora no sólo lo
ignoraba, sacaba provecho. Otras chicas tenías pechos muy grandes, quizá tanto o más que ella,
pero un simple hecho la ponía en la preferencia del público conocedor: eran naturales. Más aún:
producían leche como ubre de vaca (sin ánimos de presumir ante amigas vacas que conoce). Sus
pensamientos del día la abordaron sin parar, dejándola tendida en su colchón con una ligera
sonrisa que mantuvo hasta que no pudo más y cerró los ojos, asegurándose antes de dormir que,
por más extraña forma de verlo, a partir de ese momento sus días no harán más que mejorar.

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