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T
odo empezó con una fiesta.
Pero no una fiesta cualquiera. Un bautizo. Y no un
bautizo cualquiera, sino el de los tres vástagos de dos
dioses que, de la misma forma que se odiaron y lucharon
entre sí por sus propios intereses, acabaron encontrando un
amor cegador en los brazos del otro. La clase de amor que
no presagiaba nada bueno, que impregnaba el aire de algo
dulzón y empalagoso, algo que se adhería a los invitados y
los hacía salivar, o parpadear, o removerse con inquietud.
Como justo antes de una gran guerra.
Al menos así lo recordaba Fionn. Y si bien algunas malas
lenguas estarían más que dispuestas a sugerir que sus
recuerdos podían haberse visto afectados por su sana
afición al whiskey, hay ciertos eventos que quedan
grabados a fuego en la memoria.
La manera en que Taraxis y Teutus se habían sostenido
las manos, con los dedos entrelazados, y se lanzaban
miradas de soslayo cada vez que podían, era ciertamente
uno de esos eventos. Así como la primera vez que Fionn se
asomó sobre el borde de la cuna de madera de fresno y
contempló a aquellas criaturas cuyo lugar (y propósito) en
el mundo nadie tenía claro. Alguien se había esforzado
mucho en enhebrar muérdago en cada uno de los barrotes
de la cuna, y una cascada de maderitas talladas caían sobre
las caras sonrosadas de los trillizos, entrechocando
melodiosamente entre sí y distrayendo su atención. Al
menos hasta que vieron a Fionn.
Cuando aquellos tres pares de ojos acuosos se clavaron
en los suyos, el inmortal juraría, y continuó jurando siglos
más tarde, que el suelo se movió bajo sus pies. Se tragó
aquella primera impresión para sí, ayudado de un buen
sorbo de whiskey. Que las estrellas los ayudaran. Aquellos
dos tontos habían traído al mundo algo prohibido. Hermoso,
pensó observando la naricilla respingona de uno, y la
asombrosa mata de pelo que ya exhibía otro, pero que
conllevaría desequilibrio.
Seguro que todos pensaban lo mismo que él, aunque no
se atrevieran a manifestarlo.
Hasta la irreverente Morrigan. Se había sentado a varias
mesas y a docenas de invitados de la cuna, aunque no iba a
poder postergarlo para siempre. Tendría que rendir lealtad y
mil paparruchadas más a los bebés. Lo mismo que todos los
presentes.
Paralda, el rey de los fae, ya había dejado caer su aliento
divino sobre los bebés, bendiciéndolos, seguro, con cosas
absurdas como belleza y habilidad para tocar instrumentos.
Justo la clase de cosas que te salvaban la vida en un
combate. Bah.
Luego se había acercado a la cuna Ghob, el rey de los
gnomos, seguido de su inseparable comitiva. Con la
fastuosidad que lo caracterizaba, Ghob se había carcajeado
por lo delgadas que estaban las criaturas, así que había
anunciado a los cuatro vientos que las apariencias
engañaban y que la fuerza latente de mil montañas correría
por sus venas.
Pero el colmo de la fiesta, y el motivo por el que
seguramente muchos y muchas habían aceptado la
invitación, había sido la llegada de Shirr, el rey de las
criaturas de fuego. Shirr, el Dragón Primigenio. Quienes
pretendían ver sus plumas iridiscentes o su cola de púas se
habían llevado un gran chasco, porque no traía consigo sus
alas. Incluso a tamaño reducido, cada una de ellas era más
ancha que la copa de un fresno, y un solo roce producía
quemaduras tremendamente difíciles de curar. Con toda
sinceridad, Fionn había suspirado de alivio cuando había
visto al rey desfilar por la sala en su forma humanoide. Alto,
musculoso, con púas sobresaliendo de sus hombros y codos,
altos cuernos negros de los que emanaba humo, y garras en
lugar de dedos. E incrustada en la cornamenta ostentaba su
famosa corona de gemas, un regalo especial de sus nueve
hijas e hijos. El propio Fionn tenía unas cuantas cicatrices
tan solo de la época en la que él y Shirr solían salir por ahí
juntos. Los buenos tiempos.
Algunos fae y banshees habían dado un respingo ante el
rey dragón, asustados. Se había encorvado alrededor del
cabecero de la cuna cuando se había inclinado para ver a
los bebés y, bajo la desconfiada mirada de Teutus, había
jurado no causarles jamás daño alguno. Taraxis estaba
reluciente, claro, gran amiga como era de Shirr.
Solo quedaba un reino por mostrar respeto. Y él estaba
justo donde menos le convenía.
—Ahí estás, viejo lobo —exclamó una voz femenina a su
derecha. «Meliflua», «chispeante» y «deliciosa» fueron las
primeras palabras que acudieron a su mente para describir
aquella voz, y eso ya era todo un poema para un bruto
como él.
—Nicksa —la saludó, hundiendo a continuación los labios
en la copa.
Maldición, estaba vacía.
Y para llegar a los cálices tendría que rodear a la dichosa
mujer. Cuando la observó, contrariado, supo por su amplia
sonrisa que ella sabía lo que estaba pensando. Bien, qué
demonios. No era conocido precisamente por su educación.
—Voy a arriesgarme a tus burlas y a reconocer que me
has sorprendido. —La reina de las gentes del agua atusó el
sinuoso vestido aguamarina que se apegaba a su curvilínea
figura como las escamas a un pescado. Se acercó a él hasta
que solo los separaba un paso—. Aposté a que no vendrías.
Lo cual era una verdadera sorpresa, teniendo en cuenta
las dotes adivinatorias de la reina Nicksa y su propensión a
meterse en las vidas ajenas. Sin embargo, ningún poder era
infalible, él lo sabía de buena tinta, y, además, él no había
tomado una decisión en firme hasta el último minuto. Las
predicciones se basaban en decisiones, al fin y al cabo.
Y Fionn ya estaba más que arrepentido de la suya.
—Espero que hayas perdido una fortuna. —Alzó la copa
vacía y esbozó lo que esperaba que fuera una sonrisa que
seguro quedaba oculta por su barba sin recortar. Más de un
invitado le había lanzado una mirada escandalizada por no
haberse acicalado para el evento del milenio. Ingenuos. Al
menos se había puesto pantalones—. Si me disculpas.
—Sé por qué estás aquí.
Fionn apretó tanto los dientes que le dolieron las sienes.
—Lo dudo, mi reina.
—Ah… Hacía mucho que no me llamabas así. Lo echaba
de menos.
—Eso lo dudo mucho más.
La risa de Nicksa descendió por su nuca como polvo de
estrellas, electrizándolo, estimulándolo; más de lo que el
alcohol podía conseguir. De haber sido posible, hasta su
barba se habría erizado. Pero bueno, aquello no era extraño;
todo con Nicksa siempre había sido acerca de su voz. Le
había cantado una vez junto al Muirdris, mucho tiempo
atrás, ambos recostados sobre suaves brezos color malva y
contemplando la luna y las estrellas, y su estúpido corazón
se había estremecido con las verdades de mil leyendas, las
ilusiones y luces de cientos de sueños.
Habían sido tan tontos como probablemente lo eran
ahora Taraxis y Teutus, ignorando la gran verdad: el amor
era cosa de mortales. Ellos no estaban en el mundo para
tales banalidades, ni mucho menos para dejarse llevar por
sus encantos y falacias. Debían ver más allá. Ser el hilo
conductor de los destinos.
Bla, bla, bla.
Suspiró para sí mismo cuando se dio cuenta de que el
poco humor que había podido reunir para aquella
celebración se había esfumado. Que la vana llama de
esperanza que había nacido en su pecho al oír hablar del
fruto del amor entre dos dioses solo había sido un
espejismo. Ni siquiera había llegado a caldearle un poquito.
Estaba dando la espalda a Nicksa, a la cuna, al estrado
con los dos tronos, cuando escuchó el jadeo de la reina. Y él
conocía los matices de ese sonido.
Había visto a los bebés.
Más que eso.
Había visto en los bebés.
Un silencio sepulcral cayó sobre la estancia. De la música,
la algarabía y los murmullos de las conversaciones, a la
nada. Solo el roce de algunos ropajes, y luego la voz de
Teutus:
—¿Qué está ocurriendo, mujer?
Fionn tenía una respuesta en la punta de la lengua para
ese bastardo. Se giró hacia él, hacia ambos dioses, y se
tambaleó un poco sobre sus talones. Bien, era probable que
hubiera bebido más de la cuenta. Teutus no le prestaba
ninguna atención, sus ojos estaban puestos sobre la figura
inmóvil de Nicksa. Y justo detrás de su flamante esposo, aún
sentada, Taraxis hizo un gesto a Fionn.
Los ojos verdes de la diosa suplicaban silencio.
Siglos de amistad fueron lo único que ataron a Fionn. Eso,
y el susurro angustiado de Nicksa, apenas un hilillo de aire
pasando a través de su garganta. Tan, tan bajo y ronco que
solo él pudo escucharlo.
—La hay… —empezó a decir la reina.
Sus ojos buscaron a Fionn, y solo su aplomo impidió que
este retrocediera con espanto. No era la primera vez que
era testigo del don de la reina; la manera en que las
sombras, ese preludio del futuro, se deslizaban alrededor de
sus ojos y los emponzoñaban, tiñendo de oscuridad las
escleróticas, los párpados y la parte superior de las mejillas
como las raíces de un árbol muerto. Una visión aterradora.
Teutus comenzó a gritar. Exigía algo, sin duda. Ese cabrón
siempre estaba exigiendo. Pero antes de que toda aquella
sala, la fiesta y la ira cayeran sobre ellos (y lo harían), Fionn
estrechó a la temblorosa Nicksa entre sus brazos.
—¿Qué es lo que hay, mi reina? —preguntaba Fionn.
Los labios siempre fríos de Nicksa le rozaron el lóbulo de
la oreja a Fionn, provocando un estremecimiento demasiado
familiar en el inmortal.
—Esperanza.
Y esa sería la última palabra que pronunciaría.
CAPÍTULO 1
El norte y las montañas, llenos de tesoros sin pulir,
para los habilidosos gnomos.
Los bosques y valles, con sus animales y criaturas, bajo el amparo
de los fae y sus drui.
Los mares, ríos y lagos, inescrutables y misteriosos, para los manan lir.
Y para Shirr y sus nueve hijos, las Islas de Fuego.
Del libro prohibido La Era de las Diosas
A
parté la mirada del cuervo que se había posado junto
al escaparate y me arranqué a mí misma una sonrisa
cordial. Y como cualquier otra cosa que uno se obliga a
sacar de donde no hay, dolió un poco. No importaba, claro.
Mi última gran interpretación consistía en fingir ser aprendiz
de panadera, una chica un poco tonta y pizpireta.
Perfecta para los habitantes chismosos y algo soberbios
de Grimfear.
—¿Quiere lo mismo que estos últimos días, señora Bolg?
Tanto la señora Bolg como su amiga me ignoraron.
—¿Estás segura? Te recuerdo que la semana pasada
confundiste el satén con la seda —dijo la amiga, que llevaba
el bonete rojo más estrafalario que había visto en mi vida.
No entendía de moda, no tenía problemas para admitirlo,
pero aquel amasijo de fieltro en forma de pirámide la había
obligado a inclinarse para entrar en la panadería.
Y no era lo más extraño que había visto en aquella
ciudad.
—Podría apostar todo lo que llevo encima a que eran… Ya
sabes. Eso —dijo la señora Bolg.
No tenía claro por qué consideraban apropiado acercarse
al mostrador solo para ponerse a parlotear sobre los últimos
escándalos de la ciudad. Si aquel fuera mi negocio, les
indicaría a gritos que movieran sus culos de humanas
ricachonas a un lado para poder atender a la gente que de
verdad quería comprar.
Pero ¿a aquella versión de mí? Le encantaba que le
hicieran el vacío. Es más, ni siquiera se daba cuenta.
No perdí ni un milímetro de sonrisa.
—Lo iré preparando.
Le hice la señal a mi hermana para que fuera a por los
dulces recién horneados de la señora Bolg. La dueña de la
panadería nos había contratado a ambas al darse cuenta de
que éramos rápidas y eficientes. Sin preguntas. Sin
intromisiones. Como a mí me gustaba: llegar a un lugar
nuevo, establecernos un tiempo sin llamar la atención, y
estar siempre preparadas para poner pies en polvorosa.
Estaba satisfecha por el simple hecho de estar en un
lugar calentito y que olía a mazapanes de frambuesa y
hojaldres de canela. Era un gran cambio respecto a nuestro
último hogar, Galsnan, en las puñeteras y heladas
montañas del norte.
Igual que Galsnan estaba lleno de animales y hombres
estúpidos cuyo único afán era sacar hematita de las minas
para el rey, Grimfear lo estaba de humanos que se habían
enriquecido gracias al puerto y su constante flujo de
mercancías y personas. Había sido el antiguo bastión de los
gnomos y el emplazamiento de la Corte del propio rey Ghob.
Tras la extinción del linaje ghobiense durante la guerra, la
ciudad había crecido hacia el mar, convirtiéndose con el
paso de los siglos en un puerto muy concurrido.
Me preguntaba qué dirían los gnomos si pudieran ver qué
había sido de la capital de su reino. Si las leyendas eran
ciertas y detestaban tanto al linaje de los manan lir, tal vez
hubieran preferido demoler la ciudad que verla como puerto
marítimo. Eso por no hablar de los edificios que se habían
construido por orden de la Corte. Todos aptos para
humanos, y muy parecidos a los de la capital, con sus
estructuras cupulares y sus blancas torres de aguja.
—¿Eso? —resopló la amiga de la señora Bolg. No parecían
soportarse, pero siempre estaban juntas—. Ni siquiera
puedes decir la palabra «sidhe». Te desmayarás como una
tonta delante de todos en el Teu Biadh en cuanto aparezca
el primer demonio.
Sentí mis orejas estirarse hacia ellas por voluntad propia,
deseosas de captar más información. No muchas personas
en Hibernia hablaban de sidhe abiertamente. Todos ellos, ya
fueran fae o manan lir, eran perseguidos por la Corte y sus
soldados con una fiereza bien conocida. La sola sugerencia
de que estabas relacionado de algún modo con un sidhe te
llevaba a la horca (o a lugares mucho peores).
—Los demonios son nuestros salvadores —farfulló la
señora Bolg, rebuscando en su abrigo para sacar su
monedero—. Me desmayaría por el honor de estar en
presencia de alguno; y jamás me perdería este Teu Biadh. El
quinto centenario de la victoria será un evento irrepetible. Y
Reann está en edad casadera.
Aquello sí que hizo gracia a su amiga, que se le carcajeó
en la cara. Aquellas dos no eran solo unas humanas
ricachonas. Eran parte de la nobleza de Hibernia.
¿Baronesas? ¿Vizcondesas? Solo ellos eran invitados a la
Corte para eventos como el Teu Biadh, el aniversario del
final de la guerra.
La guerra que el dios Teutus ganó y por la que los
humanos ahora lo gobernaban todo. Y por la que seres
como mi hermana y yo no podíamos permanecer mucho
tiempo en ningún lugar.
—Permite que lo adivine: crees que tu hija tiene alguna
posibilidad de encandilar a alguno de los príncipes.
Caeli apareció en ese momento con las dos bolsas llenas
de dulces y sus bonitos tirabuzones rebotando.
Intercambiamos una mirada rápida y le guiñé un ojo.
Coloqué el pedido sobre el mostrador con una floritura.
—Yo estoy segura de que ningún príncipe podrá obviar a
su hija si es la mitad de elegante que usted, señora Bolg —
dije.
La mujer se hinchó como un pavo, aunque continuó
ignorándome. Su amiga, sin embargo, me miró de arriba
abajo, anotando cada mechón de cabello oscuro que se me
escapaba del moño, cada parche de harina o miel en los
brazos, y el vestido tres tallas más grande bajo el delantal.
—Además de lenta, entrometida.
La señora Bolg estaba rebuscando en su bolsito de
terciopelo en busca de potines cuando la puerta de la
panadería se abrió de sopetón y golpeó la pared. Un
revoltijo de aguanieve barrió la estancia, haciendo titilar las
velas. Las señoras exclamaron.
Y se alborotaron mucho más cuando un hombre
ensangrentado tropezó y cayó al interior. Me puse tensa y
extendí una mano hacia atrás. Los dedos de Caeli se
enredaron con los míos sin dudar.
Iba vestido con ropajes oscuros y una fina túnica gris que
no ocultaba para nada sus múltiples heridas. Se agarraba
del pecho con dificultad, la sangre escurriéndose entre los
dedos como sirope. Era un hombre de mediana edad, de
ojos y cabello castaños. Era la clase de persona que me
hubiera pasado desapercibida de no ser por las
circunstancias.
Se encaminó hacia el mostrador a trompicones. Varias
damas gritaron y se aplastaron contra las estanterías. La
señora Bolg correteó para alejarse, tirando del brazo de su
amiga, que estaba ceñuda.
—Ayuda… —jadeó el hombre, casi desplomándose—. La…
trastienda…
Se escucharon más gritos provenientes de la calle.
Gracias al gran escaparate no me costó ver que había varias
figuras negras y encapuchadas fuera. Dos hombres estaban
señalando hacia la panadería. Uno de ellos se giró e, incluso
en la distancia, vi el brillo plateado en su pecho.
Se me heló la sangre en las venas.
Como nadie le contestaba, el hombre decidió actuar por
su cuenta rodando sobre el mostrador. Dejó manchas de
sangre por todas partes, pero me dio igual. Aquel no era mi
negocio y acababa de ser consciente de que nos iba a tocar
huir de nuevo. La dueña de la panadería estaba intentando
balbucear algo, pálida.
Arrastré a Caeli hacia la rebotica. Aunque noté que se
resistía un poco, solo tenía ocho años y yo seguía siendo
mucho más fuerte que ella, incluso cuando no empleaba
ninguno de nuestros poderes.
—Alanna’sa… —susurró—. Necesita ayuda.
—No es asunto nuestro. —Abrí la puerta y fui corriendo
hacia nuestros morrales. Cada mañana, cuando los revisaba
y me aseguraba de que tenían todo lo necesario por si nos
veíamos obligadas a desaparecer, rezaba para que no
fueran necesarios. Cualquiera que me hubiera visto habría
pensado que estaba exagerando, que era una paranoica.
Pero veinte años de miedo y persecuciones te moldeaban a
la fuerza—. Y no vuelvas a llamarme así cuando no estamos
solas.
—Pero…
La puerta volvió a abrirse. El hombre nos había seguido.
Mis ojos se encontraron con los suyos, llenos de pavor, e
hice todo lo que estuvo en mi mano para no sentir nada. Él
ya estaba muerto. Lo estaba persiguiendo la maldita
Cacería Salvaje e iba dejando un rastro que era imposible
de ignorar. Hasta un perro ciego y sin nariz podría
encontrarle.
—Vamos, rápido.
Conduje a mi hermana hacia el acceso por el que
llegaban las mercancías y por el que la dueña nos obligaba
a entrar y salir. La puerta principal era solo para los clientes.
Así funcionaba todo con los humanos de las grandes
ciudades.
Algunas voces llegaron desde la tienda. Estaba a punto
de alcanzar la puerta cuando pasos pesados y firmes
llenaron la rebotica. Miré por encima del hombro un
instante, mi corazón alborotado. Tres figuras oscuras
entraron en tropel haciendo que el espacio, ya pequeño y
abarrotado, se volviera minúsculo. El primero era tan alto y
ancho que hizo que sintiera un vacío en la boca del
estómago. Iba encapuchado y cubría la mitad inferior de su
rostro con una mascarilla de cuero. Todo en él era un
conjunto negro, grande, intimidante.
Nos señaló de manera infalible a mí y a Caeli, aunque
estaba girado hacia el hombre herido.
—Quietas. —Su voz sonaba profunda y un tanto molesta.
La oscuridad quiso asomarse de entre los pliegues de mi
ropa, curiosa. Tiró de mí con una fuerza que jamás había
sentido. Me costó mantenerla en su sitio.
Ni se te ocurra, le advertí. Enfurruñada, volvió a
esconderse.
Madre mía, ¿cuánto medía ese bárbaro? ¿Dos metros? Su
corpulencia se veía resaltada por su indumentaria oscura.
Tanto la armadura de cuero como las protecciones de los
antebrazos y las piernas parecían de muchísima calidad, y
de las correas que rodeaban su estrecha cintura colgaban
varias armas que fueron la segunda señal de alarma para
mí.
La primera había sido la brillante insignia de hematita en
la pechera. Un cuervo posado sobre un rayo, el símbolo de
la Cacería Salvaje. Los asesinos de sidhe por excelencia.
Yo tenía pesadillas en las que lo único que aparecía era
ese cuervo cubierto de sangre. Terrores nocturnos que me
dejaban tiritando, inutilizada durante horas.
La Cacería Salvaje estaba compuesta por varios
centenares de miembros, escogidos con mucho cuidado
entre los guerreros más destacados del ejército del rey. Se
dividían en dos escuadrones, cada uno capitaneado por uno
de los dos príncipes. Setanta Ruadh, el heredero de Hibernia
y primogénito del rey Nessia, lideraba el mejor. Su hermano
pequeño, Bran Ruadh, el otro. Había alguna clase de
rivalidad entre los príncipes, por lo que ambos escuadrones
tenían roces continuos en su lucha por la aprobación del rey.
Los cazadores pululaban por toda Hibernia masacrando a
los sidhe que no se escondieran bien. ¿Por qué estaban en
Grimfear? ¿Sería verdad lo que la señora Bolg estaba
chismorreando y había sidhe por la ciudad? ¿Y qué
probabilidades había de que nos viéramos involucradas?
No podíamos tener tan mala suerte, ¿verdad?
El hombre se había desplomado contra los barriles. Sacó
una almarada de su abrigo y la interpuso entre él y el
cazador. Le temblaba tanto el brazo que dudaba que fuera
capaz de lanzarla o defenderse con ella. Poco a poco, fui
retrocediendo hacia la puerta mientras mantenía a Caeli a
mi espalda.
—Basta de correr —masculló el cazador. Detrás de él, las
otras dos figuras encapuchadas se removieron. Por sus
complexiones debían ser mujeres. Llevaban las mismas
capuchas y mascarillas, y la más bajita tenía dos dagas de
empuñaduras rojas en las caderas. Me resultó curioso que
no las hubiera desenvainado. Tal vez porque sabía que el
fugitivo no tenía escapatoria—. Ya te he dicho que no…
No pudo terminar la frase. Para sorpresa de
absolutamente todos, el hombre no empleó la almarada
para protegerse… Sino para suicidarse. Apenas parpadeé
cuando se clavó la hoja, afilada y precisa, en el cuello. Aquel
tipo de arma también era conocida como chupasangre
porque no estaba hecha para dañar la piel, sino para causar
graves daños internos.
Con un leve jadeo final, el brazo del hombre cayó. Su
cuerpo se escurrió hacia el suelo.
Una de las cazadoras, la más alta, suspiró con fuerza.
—Fantástico.
La otra le dio un manotazo justo cuando mis dedos
agarraron el pomo de la puerta. Los goznes crujieron y tres
cabezas giraron de golpe hacia nosotras.
Joder.
No había podido pensar un plan, aunque tenía claro que
debíamos escapar y escondernos. Tenía que poner a salvo a
Caeli.
La cazadora alta rodeó a su compañero y se encaminó
hacia mí con decisión, así que cogí mis preciadas
boleadoras del morral y se las lancé directas al tronco. No la
vi caer, porque ya había echado a correr hacia el cazador.
Extraje dos cuchillos de las botas y le realicé dos cortes
perfectos en las corvas.
El tipo, pillado por sorpresa, cayó hacia delante con un
gruñido.
—¡Mierda! —gruñó.
Finté y fui directa hacia la mujer restante, la más baja y
delgada de los tres. Con ella ya no tenía factor sorpresa.
Echó mano a toda prisa al par de dagas de empuñadura roja
y adoptó una posición de defensa que hablaba de
experiencia y maestría. La oscuridad me tironeó de los
pelillos de la nuca, intentando llamar mi atención y que la
dejara actuar, pero la ignoré.
Aunque ella era una cazadora entrenada, me veía con
posibilidades. Sin embargo, ni me convenía ni tenía tiempo
de mostrar mis peculiares habilidades en ese momento.
En lo que duraba un parpadeo, tenía en la palma de la
mano una de mis mezclas más poderosas y difíciles de
elaborar. Y si había un buen momento para usarla, era ese.
Me paré en seco, extendí los dedos y soplé los polvos
directamente hacia ella. Suficiente.
Un segundo más tarde, Caeli y yo nos alejábamos de la
panadería y nos fundíamos con las sombras de la ciudad.
CAPÍTULO 2
No hubo, hay, ni habrá batalla
en la que no participe la Reina Espectral.
Su grito infunde un valor demencial en los guerreros,
pero ay de aquel que atisbe su sombra sobrevolándolo.
Será la última que vea.
Del libro prohibido La Era de las Diosas
H
oras más tarde me encontré serpenteando por las
estrechas calles de las afueras de Grimfear con Caeli a
la zaga. Ya había anochecido. Si nos desplazábamos
por zonas poco iluminadas, estaba segura de que podríamos
llegar a los muelles. Adónde iríamos, no lo sabía. Pero ya no
teníamos opciones.
¿Qué diría nuestra madre si nos viera?
Para empezar, esperaba que no nos reconociera. En eso
consistían las piedras de transmutación que había
elaborado con mucho cuidado justo después de huir de la
panadería. Incluso mientras cosía la de Caeli por dentro de
su camisa, para que estuviera en constante contacto con la
piel, no había podido quitarme de la cabeza la expresión de
asco y decepción con que nuestra madre me habría
observado por recurrir a la magia. Me habría dicho de todo
por atreverme a sugerir utilizar piedras fae.
Madre nunca había visto que la magia tenía dos caras,
como una moneda. Siempre había sentido resentimiento
hacia ella y, desde muy pequeña, me hizo saber que
nuestra vida era desgraciada por poseerla. Era lo más
parecido a una enfermedad crónica. Y si hubiera sido
posible, hubiera drenado aquella cosa de mí para
convertirme en una simple humana. «Tú, mi desdichada
Alanna… Tú eres la más peligrosa de todas nosotras».
Sin embargo, igual que los humanos no podían extraer ni
una gota de magia de su entorno ni aunque les fuera la vida
en ello, los linajes antiguos no podían evitarla.
Y yo, a pesar de haber filtrado el odio de mi madre
durante años, nunca había sido capaz de ver las cosas de la
misma manera que ella.
Y por eso ella había muerto.
Aun así, me estaba limitando a un uso muy leve, un tipo
de magia que apenas dejaba rastro porque su intención no
era distorsionar la realidad, sino al propio usuario. A pesar
de ello, el roce de las piedras de transmutación iba
drenándome poco a poco, hora tras hora. Nunca las había
utilizado durante tanto tiempo seguido.
Para cualquiera que pasara la vista sobre nosotras,
éramos dos ancianos de corta estatura, delgados y torpes,
vestidos con austeros pantalones y capas. Tristes,
decrépitos y muy poco llamativos. Tenía sus limitaciones,
claro; cuanto más tiempo pasaba, más energía perdía.
«Si no se tiene cuidado, absorben hasta la última brizna
de magia en tu interior», había leído en una ocasión. Las
piedras eran herramientas útiles pero sin inteligencia, al fin
y al cabo.
Yo no tenía muy claro cuál era mi límite. Jamás había
podido explorarlo por completo. Sabía que nuestro linaje era
el más maldito de todos y, por tanto, poseíamos mucha
magia.
Aun así, estaba asombrada de mí misma. Cargaba con el
peso de mi piedra y la de Caeli; ella todavía era muy joven
para emplear magia de transmutación. Además, no estaba
solo modificando nuestras apariencias, sino todo lo que
podría delatarnos: voces, olor, movimientos. Y eso requería
mucha magia.
La última vez que había empleado tanta, tenía casi doce
años y mi madre aún vivía. Y aunque aquella experiencia
era muy diferente, la sensación… era familiar. El cosquilleo
en el pecho. El calor en el estómago como si acabaras de
ingerir un caldo recién hecho. La certeza de estar haciendo
algo correcto.
Daba igual. Haría todo lo necesario para que, en caso de
que estuvieran siguiéndonos, les costara encontrar nuestro
rastro.
Mi mente bufó.
¿En caso de que estén siguiéndoos? Has herido a tres
cazadores del rey. Ahora habrá soldados en cada esquina.
Unos gritos se elevaron en alguna parte de la ciudad, no
muy lejos, y nos detuvimos hasta que nos aseguramos de
que solo era una pelea callejera.
No podíamos salir de Grimfear porque habían montado
controles de hematita muy exhaustivos en las puertas.
Apenas un roce, una o dos gotas de sangre, y que para un
humano era totalmente inofensivo, nos delataría.
Estábamos atrapadas.
Caeli me tomó de la mano.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó.
Suspiré. Mi frente estaba perlada de sudor y hacía rato
que había dejado de sentir las puntas de los dedos.
—¿Lo dices por los dientes que me faltan, o por los cuatro
pelos que me quedan? —bromeé. Siempre me asombraba
de lo precisa que era la magia. Había deseado parecer lo
más viejo e indeseable posible; y así había sido.
—No, es que yo… —dijo mi hermana removiéndose—.
Puedo ver a través del encantamiento. Te veo a ti.
Eso me alarmó.
—¿Qué? ¿Desde cuándo? —¿Acaso la magia había
comenzado a fallar? Se suponía que solo yo podía ver la
verdad, por eso veía sus tirabuzones y sus preciosos ojos
verdes.
—Desde el principio. —Caeli se mordió el labio inferior—.
Siento no habértelo dicho antes.
Suspiré.
—Estás creciendo, y tu magia también.
—Lo sé.
—Si no hubiera sido por todo esto…
—También lo sé. —Esbozando una pequeña sonrisa, Caeli
me dio un apretoncito—. No te preocupes tanto. Juntas
somos invencibles, ¿recuerdas? Todo saldrá bien.
Ah, diosas, ella era… Lo era todo para mí. Había auténtica
luz en su interior.
—Oye, oye, ¿desde cuándo eres tú la hermana mayor? Te
besaría, pero no sé si cuadra con nuestra tapadera.
—Guárdalo para cuando estemos a salvo.
La incertidumbre, al acecho como siempre, me apresó.
¿Podría ponernos a salvo una vez más? Luego la deseché
con fuerza. Esas preguntas no servían de nada. Tenía que
hacerlo. Caeli era mi leeki, mi única prioridad.
Para cuando llegamos a los muelles, estaba tan exhausta
que me desplomé detrás de una caja que apestaba a
salmuera. Cerré los ojos con fuerza, huyendo de las luces y
sombras que ahora no podía controlar, y luché contra las
ganas de vomitar.
—Alanna’sa… —Las manitas de Caeli me apartaron el
pelo del rostro, empapado en sudor—. Tenemos que
quitarnos las piedras. No tienes buen aspecto.
No tenía ni idea de cómo me veía por fuera, pero podía
afirmar que me sentía morir por dentro. Me relamí los labios
resecos. Si controlaba la respiración con mucho cuidado, el
estómago dejaba de intentar escalar por mi garganta y el
mundo giraba un poco más lento.
—No hasta que estés a salvo.
—Hasta que estemos a salvo —me corrigió, con un filo de
dureza extraño en su voz. Caeli rara vez se enfadaba. No
había tenido motivos para ello. Yo me había asegurado—.
Las dos.
—A eso me refería, leeki. Ahora dime cuál es la situación
en los muelles.
Aunque no contestó, me obedeció. Sentí como se movía
con cuidado tras las mercancías apiladas junto a uno de los
astilleros. Un movimiento por el rabillo del ojo me
sobresaltó, pero solo era un cuervo sacudiéndose sobre una
caja de madera. El ave parecía burlarse de mí por haberme
pillado en un momento de debilidad.
No tenía fuerzas ni para espantarlo.
La noche estaba muy avanzada, y ya había unos cuantos
marineros y comerciantes ultimando detalles para zarpar
con la primera marea. La corriente del Vah arrastraba la
escarcha contra los pilares de los muelles. La nieve se
acumulaba en los aparejos, mojaba las lonas que cubrían los
géneros, y se mezclaba con vísceras de pescado y
excrementos en los suelos de piedra. Los marineros
maldecían por cada resbalón, escupían y se frotaban las
manos heladas.
Sentí el susurro de las pisadas de Caeli al regresar. Me dio
la impresión de que volvía demasiado rápido, hasta que
pensé que era probable que hubiera perdido el sentido unos
minutos.
—No veo nada fuera de lo normal. Hay una patrulla
paseándose por los muelles, pero no hay controles con
hematita.
Esas eran buenas noticias. Raras, pero buenas.
Caeli me pasó un trozo de tela, probablemente parte de
su abrigo, por el rostro, limpiando el sudor frío.
—Tal vez esos cazadores no han dado la voz de alarma —
susurró, e intuí su sonrisa incluso sin verla—. Seguro que
están avergonzados.
Yo no era tan optimista como mi hermana y dudaba
mucho que los guerreros más sádicos y mejor entrenados
del rey dejaran escapar la oportunidad de vengarse. Había
empleado mezclas mágicas, además. El cazador tendría
suerte si recuperaba la capacidad de caminar, y la cazadora
a la que le había lanzado los polvos… Bueno, que su dios se
apiadase de ella.
—Entonces vamos a aprovechar esa ventaja.
La mera idea de levantarme me parecía insoportable,
pero apreté los dientes y acepté la ayuda de Caeli.
—Hay un cargamento de hematita entre el que podemos
ocultarnos. Lo malo es que he escuchado que el barco se
dirige a…
Todo sucedió muy deprisa. Al mismo tiempo que sentía
que apartaban a Caeli de mi lado, algo duro y grueso se
apretó contra mi cuello, cortándome la respiración. Una
mano enguantada y fría me tapó la boca.
—¿Adónde pensabais que ibais? —murmuró una voz
masculina junto a mi oído, con un deje burlón lleno de
malicia.
No, no, no. ¿Cómo nos habían encontrado? Teníamos otro
aspecto, había sido cuidadosa.
El instinto se hizo cargo, superando por unos segundos el
agotamiento. Encontré el puñal en mi cinturón, la única
herencia de mi familia. En lugar de ir a por el brazo que me
estaba dejando sin aire, lo llevé bajo mi propia axila
izquierda y lo enterré con ganas. Escuché un sonido
estrangulado, mitad dolor y mitad sorpresa, y de repente fui
liberada.
Tropecé hacia delante, jadeando en busca de oxígeno.
Unos inoportunos puntos negros empezaron a nublarme la
visión, parpadeé con rabia para hacerlos desaparecer.
La oscuridad subió por mis piernas, rauda, deseosa de
ayudar.
No, ordené tajantemente.
Más allá, otra figura estaba forcejeando con Caeli, que
lanzaba patadas al aire y emitía gemidos estrangulados. Me
lancé hacia ellos, lo cual tal vez debería haber pensado
mejor. Tropecé con un barril y me estampé sin ningún
control contra ambos, haciendo que todos nos
tambaleáramos y cayéramos.
Conseguí rodar sobre la espalda y, con los párpados
abriéndose y cerrándose sin permiso, tanteé en busca de
alguna de mis armas. Necesitaba… Necesitaba levantarme.
De pronto, el dolor explotó en mi costado derecho. El
golpe me robó el poco aire que me quedaba. Abrí la boca y
sentí los espasmos en el pecho.
—¡No! —gritó Caeli—. ¡No, dejadla!
La voz de mi hermana, temblorosa y llena de miedo, me
obligó a abrir los ojos incluso cuando sentía que la
inconsciencia estaba tirando de mí. Hacia un pozo, abajo,
abajo, abajo.
Distinguí un par de botas negras que se acercaban.
—Incluso a esta distancia, podrías engañarme —dijo el
dueño de las botas. Estaban tan lustrosas que no parecía
apropiado que las paseara por aquel muelle.
Era al que había herido. Se arrodilló a mi lado, con una
mano taponando la puñalada que había conseguido
asestarle. La sangre, espesa y oscura, goteaba de entre sus
dedos enguantados a la altura de las costillas. Lástima,
porque había apuntado al corazón.
—Vas a tener que explicar tantas cosas, asquerosa sidhe.
Uso de magia prohibida, posesión de acero ghobiense… —
Lanzó un jadeo que hizo que lo mirara a la cara.
Era, sin duda, otro cazador. Un chico joven. Llevaba el
uniforme y la insignia. Se había retirado la capucha.
Tampoco llevaba mascarilla. Su rostro, casi aniñado de tan
bonito que era y de piel pálida, estaba contraído por el
dolor. Su cabello parecía plateado con aquella luz escasa.
Tenía una curiosa cicatriz en un pómulo. Parecía una
estrella fugaz.
Y tal vez fuera porque había alcanzado mi límite y estaba
delirando, tal vez porque era un maldito cazador del rey,
pero esbocé una sonrisa llena de veneno.
—Quema, ¿verdad? —susurré.
Me miró con un odio que conocía de sobra. Lo había visto
con anterioridad. La frialdad con la que los humanos
trataban a los sidhe, como si no merecieran ni el respeto
que se le da a un animal. Me agarró por la pechera,
alzándome unos centímetros del suelo, y lo vi echar el brazo
hacia atrás. Bueno, ese iba a ser un buen golpe, sin duda.
Entonces, una mano apareció de la nada y se cerró sobre
la muñeca del cazador.
—No podrá dar muchas explicaciones si haces eso, ¿no
crees? —dijo otra voz masculina, profunda… ¿y familiar?
Caí otra vez al suelo cuando me soltó. Hubiera
aprovechado para moverme o sacar subrepticiamente otra
arma, pero… Me di cuenta de que no podía. El
entumecimiento empezaba a cubrirme, como serpientes de
hielo apretándose sobre mí. Definitivamente, había abusado
al emplear las piedras.
La oscuridad se asomó desde los recovecos del muelle,
impaciente, casi iracunda.
No. No pueden verte, le recordé.
Busqué con la mirada a Caeli. Nuestros ojos se cruzaron.
Seguía en manos del cazador y, aunque el tipo tenía una
espada contra su cuello, no parecía haberla herido.
—Con que las lleve vivas ante los wideru, es suficiente —
gruñó el de la cicatriz, deshaciéndose de la mano que le
agarraba—. Mi escuadrón y yo hemos llegado primero.
Largaos.
¿Su escuadrón?
Eso significaba…
No, no podía ser.
Una tercera voz, esta femenina, se unió a la
conversación.
—Siempre preocupado por ser el primero, alteza. Tiene
que trabajar esa inseguridad suya, no resulta nada
atractiva.
Alteza.
Es uno de los malditos príncipes.
Y yo… Le he asestado una puñalada.
Y si los rumores eran ciertos debía ser el pequeño, Bran.
Lo apodaban Pelo de Plata y siempre era alabado por su
belleza casi etérea. Me distraje cuando escuché una risa
baja y algo en mi pecho se agitó.
—Y si tanto te importa el orden, te aseguro que nosotros
ya tuvimos un pequeño revolcón con estas supuestas sidhe.
Venga, Sage, enseña esos moratones tan bonitos.
Alguien le contestó en forma de gruñido.
El de la cicatriz, es decir, el puñetero príncipe Bran, volvió
a dirigir su atención hacia mí. Por las diosas, lo que daría
por no sentir que estaba a punto de vomitar las entrañas
para poder partirle la tráquea.
—Oímos sobre vuestra escaramuza, sí. La historia de tres
cazadores derribados en una panadería corrió por toda la
ciudad en pocas horas. ¿A ti no te rajaron las piernas?
Lo hice. Corté sus tendones. Estoy segura.
—Me costaría una barbaridad estar de pie ahora mismo si
eso fuera cierto. No deberías creer todo lo que oyes.
El príncipe Bran esbozó una sonrisa irónica.
—Ya. ¿Has dicho «supuestas sidhe»? Resolvamos el
misterio. —Volvió a cernirse sobre mí, deslizando las manos
por mi cuerpo de manera brusca, carente de intimidad,
como si yo no fuera digna de ninguna clase de respeto—.
¿Dónde escondes tus truquitos, zorra?
Apreté los labios y cerré los ojos. Daba igual. Ni siquiera
estaba viendo o sintiendo mi verdadero cuerpo.
—¡Para! —gritó de pronto Caeli, y algo de su voz real se
filtró a través de la del anciano—. ¡No la toques!
Quería decirle que no se preocupara, que se mantuviera
quieta y callada. Para mi horror, Caeli empujó a su captor
con el hombro y este… Salió despedido. Voló varios metros
y se estrelló contra un amasijo de cuerdas apiladas.
En el estupor que siguió a eso, con todos los cazadores
mirando anonadados hacia su compañero, Caeli se llevó la
mano al pecho.
Cuando me percaté de lo que pretendía era demasiado
tarde.
—¡NO! —grité justo cuando Caeli tiraba al suelo la piedra
de transmutación. Al instante, sentí una parte de la magia
desvanecerse, aflojando el tirón en mis entrañas.
El príncipe esbozó una sonrisa desquiciada al contemplar
por primera vez a la niña que se ocultaba tras el disfraz.
—Ahí estás.
Mi hermana clavó su mirada, que en medio de la noche
parecía desprender auténtica luz esmeralda, en el príncipe.
Yo misma contuve el aliento, porque esa no era la Caeli de
siempre.
—Apártate de mi hermana.
Una de las tantas cajas del muelle se elevó, como si
pesara menos que el propio aire, y se arrojó contra el
príncipe. Cerré los ojos, pero solo sentí una ráfaga de aire
que pasaba a mi lado. Al volver a abrirlos, él ya no estaba.
Desde el suelo, impotente, contemplé como la magia se
hacía cargo de mi hermana. No se parecía en nada a la mía.
Mi magia y la suya casi parecían de dos linajes diferentes.
Caeli desprendía… luz. ¿Estaría sintiendo la misma energía
caliente corriendo por sus venas? ¿La sensación de
bienestar?
Los tres cazadores restantes estaban inmóviles.
—Eso ha sido… impresionante —intervino uno de ellos
con los brazos separados del cuerpo, como si quisiera dejar
en claro que iba en son de paz—. Muy, muy inoportuno, la
verdad, pero no te culpo. Se lo merecía.
Con movimientos lentos, se retiró la capucha y luego se
deshizo de la mascarilla. Ya con el rostro al descubierto,
esbozó una pequeña sonrisa. No era ladina, ni sádica, ni
malvada, ni ninguna de las expresiones que se podían
esperar de los hombres y mujeres del rey.
Era amable. Y la acompañaba con una clase de rostro que
estaba segura de no haber visto con anterioridad. No me
habría atrevido a decir que era hermoso, sino… atractivo.
Desprendía magnetismo, un aura vibrante que hacía
imposible mirarlo y no quedarse boquiabierto. Cabello y
cejas oscuros, pómulos altos, labios gruesos, mandíbula
firme. Todo junto a aquella sonrisa hermosa hacía que
resultara cruel pensar que se dedicaba a impartir la falsa
justicia de la Corte.
Caeli ni siquiera parpadeó.
—Tú serás el siguiente.
—Preferiría que no —contestó él—. No estoy aquí para…
Un cuervo graznó.
Se hizo el silencio.
Los tres cazadores se miraron entre sí, pero me fijé en la
expresión de él. Parecía inquieto. Y, para mi sorpresa, se
acercó a mí, colocando su cuerpo delante del mío como si
su intención fuera protegerme.
Una racha de viento barrió el muelle, removiendo
mercancías y haciendo crujir los barcos amarrados y gritar a
los marineros. La poca luz que llegaba desde las lámparas
de aceite de las fachadas se mitigó cada vez más, y más, y
más.
Unos pasos, tranquilos pero fuertes, se acercaban. El
viento, como si fuera un ente vivo, se derramó desde la
izquierda. Trepó por cajas, cabos, y bovinas de telas viejas,
levantó la nieve en polvo y arrastró la peste de los muelles.
Cuando se aproximó a mis botas, intenté encoger las
piernas por inercia. No respondieron.
Una mujer apareció junto con el viento, sin que este
pareciera tocarla en absoluto. Llevaba el cabello, del color
de la sangre, recogido en una apretada trenza que le caía
por encima de un hombro hasta la altura de las rodillas. Su
rostro, que parecía hecho de alabastro, era muy bello. Con
ojos pintados de negro y labios rojos y brillantes. Dos
cadenas le cruzaban el rostro en diagonal, formando una
equis sobre su nariz. Sus orejas, cuello y brazos estaban
llenos de joyas resplandecientes.
Nos recorrió con una mirada de desidia, como si no
encontrara nada digno de atención.
—¿Para esto me has hecho venir? —murmuró la mujer.
Hubiera pensado que estaba hablando sola de no ser por
el cuervo que se posó sobre su hombro derecho. El ave
restregó su cabeza de plumas negras contra la mejilla de la
mujer, en un movimiento afectuoso que parecía totalmente
fuera de lugar. Luego, de manera infalible, me miró.
Y entonces, por alguna razón, recordé a todos los cuervos
que había visto en los últimos días. Habían sido varios,
como el que parecía observarme desde el otro lado del
escaparate en la panadería, e incluso el que había visto solo
unos minutos atrás.
Sí, soy yo, parecía decir el animal, sosteniéndome la
mirada de una forma antinatural. Yo soy todos ellos. Ellos
son yo.
Y nunca tuviste ni una sola oportunidad.
El cuervo batió las alas y, graznando, revoloteó hacia
Caeli. Jadeé, pero mi hermana se limitó a apretar un puño
en el aire. Con un crujido desagradable, el cuervo cayó a
sus pies convertido en un amasijo de huesos y plumas.
Muerto.
—Mierda —farfulló una de las cazadoras.
En lugar de enfurecerse, la mujer de la trenza arqueó las
cejas. Del viento a su espalda surgió un cuervo nuevo, que
volvió a posarse en su hombro.
—Eso ha sido de muy mala educación, pequeña. —Luego
se dirigió a los cazadores—. Yo me encargo.
El cazador dio un paso adelante.
—Nosotros…
Un remolino venido de ninguna parte se lo tragó antes de
que pudiera decir algo más. A él y a las otras dos. ¿Qué
clase de poder era ese? ¿Seguíamos en los muelles, o esa
mujer nos había llevado a otro lugar?
No es una mujer, y lo sabes.
Sabes quién es… Lo que es.
—Lo primero es lo primero: veamos si el viaje ha
merecido la pena. —Con solo un movimiento de los dedos
de la mujer, sentí como la magia de transmutación
simplemente desaparecía. El peso de la piedra contra mi
cadera se esfumó. ¿La había desintegrado? ¿Sin necesidad
de acercarse?—. Es natural que no puedas moverte, nadie
emplea magia drui sin más. Y tú…
Ante otro gesto de sus dedos, la magia que hacía brillar
los ojos de Caeli y deformar su rostro, desapareció. Mi
hermana cayó de rodillas al suelo. En medio de todo aquel
caos, no pude evitar sentir alivio al verla volver en sí.
El cuervo se puso a graznar justo en el oído de la mujer.
—Sí, sí, te he oído. A ver, chica, enséñame esos ojos tan
extraordinarios que pareces tener.
Di por sentado que se estaba refiriendo a Caeli. Al fin y al
cabo, ella era la que siempre había llamado la atención por
el esmeralda de sus ojos. Una atención agradable, llena de
halagos. «Eres preciosa, hija mía, pero el destino ha sido
cruel contigo», solía decirme nuestra madre. «Tienes los
ojos del mal».
Sin embargo, la mujer se acercó a mí, con el vestido
negro ondulando a su alrededor, y se inclinó para
observarme de cerca.
Ni siquiera se me pasó por la cabeza cerrar los ojos. Podía
ser una inconsciente en muchas ocasiones, pero no era
idiota. Fuera lo que fuera lo que buscaba en nosotras, de
momento no parecía interesada en hacernos daño. Las
manos, apretadas en puños, me temblaban por la fuerza
que estaba ejerciendo para que la oscuridad no actuara.
Estaba desquiciada. Reconocía aquel peligro.
Una expresión pasó por el rostro de la mujer mientras me
sostenía la mirada, tan fugaz que no pude descifrarla. Tenía
un ojo azul y el otro tan negro como la brea.
Entonces, un movimiento me distrajo. Caeli se había
acercado a gatas, aunque le temblaba todo el cuerpecillo.
En un último alarde de fuerzas y valentía, intentó empujarla
lejos de mí.
—No… No le hagas daño.
La mujer chaqueó la lengua y la detuvo agarrándola del
brazo. En el punto en que sus pieles hicieron contacto,
explotó una cegadora luz blanca que cubrió todo el cuerpo
de Caeli.
El terror cayó de golpe sobre mí.
—¡Caeli! ¡Caeli! —grité una y otra vez—. ¡Suéltala!
¡Castígame a mí!
La mujer no contestó. Se había apartado y contemplaba
la luz con el ceño fruncido. Al cabo de unos segundos, que
para mí fueron una tortura interminable, el resplandor fue
apagándose. Hasta que reveló una pequeña forma
redondeada y temblorosa.
La miré.
Y la miré.
Y no era capaz de comprender qué había ocurrido.
Mi corazón se detuvo, sangró, lloró. Intenté mover los
brazos una vez más, olvidándome de que había agotado
todas mis reservas de energía.
Ajena a mi dolor, la mujer emitió un sonido como de
incredulidad. Luego, como si no pudiera evitarlo, estalló en
carcajadas.
Cada una de ellas se clavó en mí. Hondo, muy hondo. En
un lugar que no olvidaba ni perdonaba.
—¿Qué crees que hemos desatado? —Muy risueña, la
mujer acarició el cuello del cuervo—. ¿No te da curiosidad?
El pájaro graznó. Si era un sí o un no, solo ella podía
saberlo.
—Supongo que lo averiguaremos, como siempre. —
Sonriente, miró al osezno que ocupaba el lugar en el que
había estado Caeli, y luego, con un parpadeo perezoso, me
miró a mí—. Dame juego, chica. Hoy estoy apostando por ti.
Y para mi horror, con un chasquido de dedos creó un
hatillo de sombras que envolvió a mi hermana y la elevó en
el aire. No perdió la sonrisa satírica en ningún momento.
—¿Qué… qué haces? Suéltala.
La mujer hizo entonces un movimiento amplio con el
brazo, y un vendaval de plumas negras explotó junto con
una cacofonía de graznidos y chillidos, como si cientos de
cuervos hubieran aparecido de la nada y estuvieran
batiendo las alas al mismo tiempo. El torbellino de aire y
plumas se elevó hacia el cielo y desapareció. De la mujer y
de Caeli no quedó ni rastro.
Me quedé allí, en aquel suelo húmedo, temblando. Cerré
los ojos y volví a tener doce años. Estaba de nuevo en un
callejón, impotente, manipulada al antojo de personas más
fuertes que yo, como si ni mi vida ni mi muerte me
pertenecieran. Titiriteros moviendo mis hilos.
Y me habían arrebatado lo que más amaba.
—Leeki… —fui capaz de sollozar antes de que la
oscuridad, harta de esperar, me cubriera.
Un día, un poderoso pero solitario dragón descendió de las estrellas.
Sus escamas eran del oro más puro, sus pisotones provocaban temblores en
todo el continente, y de sus llamaradas brotaban islas.
Su poder no tenía parangón, así que decidió compartirlo.
Por cada isla que creó, surgió un orgulloso volcán; y de las ardientes
entrañas de cada volcán, salió un valiente dragón rodeado de hermosas gemas
de todos los colores. Verde, azul, rosa, amarillo, lila, turquesa,
naranja. Nueve volcanes fueron, nueve dragones nacieron.
Así, el solitario dragón ahora tenía hijos e hijas a los que cuidar y adorar. Les
enseñó el terrible poder que poseían y lo cuidadosos que debían ser con él. Les
habló de la paz y la guerra, de la Tríada y las otras razas que poblaban la tierra,
y que ser poderoso no significaba que tuvieran
derecho a gobernar, conquistar o doblegar. Que con sus islas, volcanes
y gemas debían sentirse satisfechos.
Y como no quería que ninguno se sintiera tan solo como él, les otorgó un
precioso regalo.
—Que mis hijos e hijas nunca tengan que experimentar la soledad que me llevó
a mí a surcar las estrellas en busca de algo mejor —dijo Shirr, el Dragón—. Que
aquellos unidos se encuentren y se adoren,
se impulsen y se fortalezcan. Que se amen.
Y así se creó el naidh nac.
Cuento popular prohibido
CAPÍTULO 3
Se sabe que el naidh nac siempre acierta.
Del libro prohibido Sobre el pueblo drakon
C
uando recuperé la consciencia, todo cayó de golpe
sobre mí. Como un alud de escenas, pensamientos,
voces, plumas negras y dolor.
Caeli, Caeli, Caeli.
Solo la experiencia me recordó que debía quedarme
quieta. Permanecer tan inmóvil como pudiera y aguzar el
oído.
Lo primero que examiné, por supuesto, fue a mí misma.
Tenía los músculos agarrotados y me dolían hasta las uñas.
Un pinchazo en las costillas me recordó la patada que había
recibido por parte del príncipe. Eso sí, el agotamiento que
me había tumbado en los muelles había desaparecido. Mi
cuerpo ya había curado la mayor parte. Era una de las
pocas ventajas del linaje al que pertenecía.
¿Cuánto tiempo había permanecido inconsciente?
El vaivén y los resoplidos me contaron que iba sobre un
caballo. Los cascos aplastando la nieve. Estaba atravesando
una zona boscosa. ¿Cerca de Grimfear? ¿O les había dado
tiempo de alejarse más? Por la calidez y el aroma a mi
espalda, alguien iba conmigo. Una mujer. Olía muy bien,
pero un cabello rojo sangre y una sonrisa cruel cruzaron por
mi mente.
El miedo quiso reaparecer y yo me obligué a pensar.
Capté un retazo de conversación a mi alrededor.
—… al menos medio día. —Era una chica, a poca
distancia. ¿En otro caballo? Y reconocía su voz: era la que
había hablado en los muelles.
Una de las cazadoras.
Estaba en manos de la Cacería Salvaje.
—Habrá que apretar el paso —contestó la que cabalgaba
conmigo. Su voz sonaba severa—. Si no la buscan los
sabuesos de Bran, lo hará ella.
—Eso no tiene sentido. ¿Por qué tomar solo a la niña
cuando se las podría haber llevado a ambas?
Caeli.
Ante la mención de mi hermana, no pude contener a la
oscuridad. Floreció de los recovecos de mi figura, de entre
los pliegues de mi ropa, y exigió movimiento,
consecuencias, actuar con rapidez. La obligué a regresar a
su lugar, pero supe que era casi imposible que la chica a mi
espalda no se hubiera dado cuenta de la tensión en mi
cuerpo.
Esperé un segundo, dos, tres… Pero no ocurrió nada.
La conversación entre las dos chicas derivó a temas
banales, como el frío que hacía en el bosque y lo que les
apetecería cenar esa noche. Por el sonido de los cascos,
había tres caballos.
Pero ¿podían ser ellos, a los que me enfrenté junto a la
posada? ¿Cómo podían haber estado también en los
muelles? Deberían haber quedado inutilizados en la
rebotica.
¿Fallé al cortar? ¿Me equivoqué al elaborar los polvos?
La primera chica dijo que necesitaba estirar las piernas.
El grupo redujo la marcha y, poco después, los caballos se
detuvieron. La mujer con la que cabalgaba apretó su agarre
sobre mí y me preparé para cualquier cosa, como que me
dejara caer al suelo sin miramientos.
—Dámela —dijo una voz masculina.
Era él. Al que le había cortado las piernas.
Para mi sorpresa, los brazos del cazador fueron gentiles al
recogerme. Su olor me recordaba al de la madera fresca
que entra en contacto con el fuego de un hogar; no era
desagradable. Procuró que mi cabeza quedara apoyada
contra la armadura helada de su pecho, que mordió mi
mejilla. Sus manos me rodearon la cintura y las piernas con
facilidad, sin temblores. Era fuerte.
Tranquila. Piensa. Siempre surgen oportunidades.
El cazador se quedó quieto y en silencio, conmigo en sus
brazos. No era la primera vez que fingía estar inconsciente o
dormida, pero me pregunté si estaría examinándome en
busca del engaño.
Finalmente, alguien carraspeó y él se puso en marcha.
Me recostó en el suelo con demasiada suavidad. Incluso
me sostuvo la cabeza. Y si bien me parecía que estaba
actuando de una forma muy extraña, no me distraje. Para
cuando él se alejó, yo ya tenía uno de sus cuchillos, el que
llevaba atado al muslo, escondido entre la ropa.
Luego presté mucha, mucha atención a la conversación.
Removieron sus alforjas, comieron (algo frío, puesto que no
encendieron ningún fuego), y las chicas siguieron hablando
de temas sin importancia. El último libro que una de ellas
había leído, lo mucho que odiaban pasar la noche al aire
libre. Una era mucho más gruñona que la otra. Él
permaneció en silencio.
Lo único de utilidad que averigüé fue que estábamos en
el bosque de Robabo; eso era al oeste de Grimfear, a medio
día de camino, tal vez. No me preocupaba, podía orientarme
y sabía buscar refugios y comida.
Esperé, y esperé, y esperé, sin atreverme a hacer ningún
movimiento o abrir los ojos. Mientras, aproveché para
buscar a mi hermana. Caeli, Caeli. Me concentré en ella
hasta que su energía, cálida y algo dulce, me acarició los
brazos. Casi podía sentir el calor que desprendía; me
pareció escuchar pequeños resoplidos. Estaba viva. Donde
fuera que estuviera, estaba viva.
Y yo iba a encontrarla.
Al cabo de un rato, por fin, llegó mi oportunidad.
Las chicas se levantaron para ir a por agua y echar un
vistazo por los alrededores; lógico, teniendo en cuenta que
los bosques eran los cotos de caza de demonios y bestias.
Solo quedamos él y yo. Lo escuché acomodarse y luego
quedarse en silencio. Conté todas sus respiraciones. Poco a
poco, fue quedándose dormido.
Pensé en aguardar un poco más para asegurarme de que
su sueño era profundo, pero, ¿y si volvían las chicas? No
creía que contara con mucho más tiempo. Sin embargo,
para alguien como yo, cinco minutos eran la diferencia entre
la vida y la muerte.
Abrí los ojos despacio, examinando a toda prisa mi
alrededor. Encontré al cazador recostado contra el tronco de
un fresno, de brazos cruzados y con la capucha sobre el
rostro. Solo veía la punta de su nariz y sus labios
entreabiertos. Sus piernas eran larguísimas, de muslos
contorneados.
Su respiración seguía siendo lenta y constante.
Me coloqué en cuclillas con un movimiento fluido y
silencioso, enarbolando el cuchillo.
La oscuridad reptó por mis nudillos y entrelazó mi mano y
la daga como si fueran una sola. Parecía pedirme que le
rebanara el cuello. Al fin y al cabo, era un cazador de sidhe.
Libraría a muchos de su crueldad.
Y era tentador, sí. Pero no. Aquella vez no iba a dejarme
convencer. Aquella vez, la prioridad sería Caeli, como
siempre debería haber sido.
Desencantada, la oscuridad se retiró.
Decidí abandonar el claro por el lado opuesto que habían
tomado las cazadoras. Cuando me alejara lo suficiente,
podría echar a correr. Era rápida. No tanto como tres
caballos, claro, pero podría escoger caminos no aptos para
cascos. Y cuando cayera la noche…
Un rumor a mi espalda, cuero y ropajes frotándose, me
detuvo en seco.
Por supuesto. No podía ser tan sencillo.
—En esa dirección, hay días y días de bosque, lleno de
bestias y demonios —dijo el cazador a mi espalda. La nieve
crujía bajo sus pisadas—. No te lo recomiendo.
Apreté los labios. ¿Había fingido estar dormido? ¿Con qué
motivo? ¿Burlarse de mí?
—¿Y si dejas que yo me preocupe por las bestias y los
demonios?
—Me temo que no puedo hacer eso. —Sonaba más cerca
todavía.
Bien. Sabía que no tenía muchas probabilidades si
luchaba contra él, pero reconocía un callejón sin salida
cuando lo tenía delante. Moví la cabeza para destensar un
poco el cuello y me preparé.
Me di la vuelta y lo encaré. Lo tenía a unos dos metros.
Se había retirado la capucha, así que me encontré de frente
con un par de ojos de extraordinario color ámbar. Bonitos,
enmarcados por pestañas oscuras y largas, un poco
rasgados y acompañando a aquel rostro dolorosamente
atractivo que, de pronto, se demudó por la sorpresa.
Aunque había unas cuantas cuestiones en las que debería
haberme fijado (como cuántas armas más llevaba encima
en ese momento), no pude.
PUM.
Lo primero que pensé fue que algo, un enorme artefacto
o una bestia de las grandes, había sacudido el suelo del
bosque. Algo no encajaba del todo. Los árboles no se
balancearon, sus ramas no temblaron. El hielo permaneció
intacto en las ramas y mi alrededor permaneció igual. Era
como si aquel temblor colosal hubiera surgido de mi
interior, lo cual era imposible.
¿No?
Saqué el cuchillo por inercia. El cazador se llevó una
mano al pecho. Había separado las piernas como si también
hubiera perdido el equilibrio.
—¿Qué está…? —mascullé.
Pum. Pum.
Me quedé sin aliento de esa manera brusca que se siente
cuando alguien te golpea en el estómago y sencillamente
no puedes hacer que el aire entre. Jadeé y jadeé, tragando
pequeños resuellos con dificultad.
Entonces, el cazador exhaló un grito ronco. Alcé la vista a
tiempo de ver algo… Algo que implosionaba. El aire que lo
rodeaba se tiñó de cientos de colores, luces y estrellas que
se apretaron contra su figura, como una sábana
incandescente que caía sobre él y se ceñía demasiado. Sus
brazos quedaron apretados contra su propio cuerpo,
encogido sobre sí mismo, incluso su pelo quedó aplastado.
Apretó y apretó, hasta que la presión fue demasiada. Y
entonces se rompió. Estalló en todas las direcciones.
Cerré los ojos para protegerme de esa ráfaga de aire
enrarecido, de esos colores y esas luces, y el olor a magia
pura me envolvió. Me azotó la ropa y el cabello, incluso me
arrancó el cuchillo de la mano. Me envió de culo al suelo y
pasó de largo. Los árboles a mi espalda se agitaron al paso
de aquel golpe de viento y magia. Los caballos, atados en el
otro extremo del claro, se encabritaron y relincharon.
Anonadada, abrí los ojos.
Y lo que vi…
Aquello era…
Mi pecho se contrajo y mi mente se vació de todo
pensamiento.
El cazador había caído de rodillas. Apoyaba los puños en
el suelo para sostenerse. Su cabeza colgaba como si no
tuviera fuerzas para levantarla. Mis ojos vagaron por los
mechones oscuros de su pelo, más largo en la parte
superior, pasaron por sus enormes hombros y siguieron
hacia arriba. Hacia las dos poderosas y enormes alas que
ahora surgían de su espalda y abarcaban casi toda mi
visión. Oscuras e imponentes, me hicieron pensar en
murciélagos, si los murciélagos alguna vez habían tenido
más de cuatro metros de envergadura y contado con
espolones del tamaño de cabezas.
Yo solo había oído hablar de una criatura que poseyera
aquellas alas, pero se suponía que su linaje también se
había extinguido durante la guerra. Igual que los gnomos y
otras tantas criaturas. Teutus había procurado que la época
en la que los sidhe convivían con los humanos fuera solo un
mal recuerdo. Los supervivientes de aquella masacre eran
sombras y susurros, hacían lo mismo que mi hermana y yo:
mentir, fingir, huir. Eludir la incansable mirada del rey
Nessia y sus armas de hematita.
Y desde luego no llevaban uniformes de la Cacería
Salvaje.
En estado de aturdimiento, dije la única certeza que
tenía:
—Eres un sidhe.
Él levantó la cabeza y volvimos a mirarnos. Había algo
diferente en sus ojos aquella vez, como si el ámbar hubiera
consumido sus pupilas de alguna forma.
Pum. Pum. Pum.
Las alas se agitaron de pronto y, como una tonta, recordé
a los búhos blancos de las montañas Helglaz sacudiéndose
la nieve de encima. Fue un movimiento casi hipnótico. Se
colocaron al trasluz, sumiéndome en sombras a mí y a todo
lo que me rodeaba. No eran completamente oscuras. En sus
extremos inferiores, la piel parecía hacerse más fina y se
volvía violácea.
Y eso, por algún motivo, me hizo pensar en mis ojos y me
inquietó muchísimo más.
La tercera vez que nos miramos, los dos jadeamos a la
vez.
PUM.
Entonces llegó el dolor. No podía describirlo como
insoportable, pero el no saber de qué se trataba hizo que
me llevara las manos al pecho, angustiada. Me aparté la
ropa con movimientos bruscos y noté la piel sobre las
clavículas ardiendo, inflamada. Palpé una y otra vez,
buscando la fuente de aquella reacción, pero no había nada.
Mi piel estaba pulsando por sí misma, pinchando la
superficie y provocándome una mezcla muy extraña de
sensaciones. Había calor y luego frío. Como si me picara
una avispa y, acto seguido, cayera agua fresca sobre la
zona.
¿Qué demonios estaba ocurriendo? La explosión de
magia, la aparición de las alas, y ahora…
Entonces, recordé.
«Si aparecía la marca estabas acabado. Aquí, justo aquí,
sobre el pecho. Entonces, no había lugar en el que pudieras
esconderte y esa bestia no pudiera encontrarte».
Había un hombre en Telmee, el último pueblo en el que
había vivido con mi madre, al que le encantaba contar
historias escalofriantes a los niños. Por supuesto, muchas de
ellas tenían como protagonistas a los seres más grotescos y
malvados de toda Hibernia: los sidhe. Porque, aunque casi
nadie había visto nunca a uno, eran los cuentos preferidos
para no dormir.
Aquel hombre se llamaba Ffodor y era tan delgado y
nudoso como un bastón de madera. Nos hablaba de las
terribles bestias aladas de las Islas de Fuego.
Contaba que si una de ellas venía a por ti, lo último que
veías era un manto de oscuridad. Te contaminaban con la
peor enfermedad existente, más cruel que la mismísima
muerte: el naidh nac. Era una especie de maleficio de los
drakon. Lo usaban para infectar a otras razas; incluso
marcaban sus pieles como ganado. Fae, gnomos, gentes del
agua o humanos, nadie había estado exento del maleficio.
Si un drakon lo expelía sobre ti, solo había una trágica
escapatoria.
Ffodor fue el único humano que yo conocí que se
atreviera a pronunciar palabras del idioma prohibido.
Con el tiempo, mucho después de que mi madre
falleciera, llegué a la conclusión de que no era posible que
en la antigüedad el naidh nac fuera algo que sidhe y
humanos temieran. Sin embargo, sí creía en su significado
básico: si eras tocado por esa magia, no había vuelta atrás.
Y si eso era lo que me estaba sucediendo, si lo que tenía
ante mí era a un maldito drakon de verdad…
Bueno, eso explicaría que él hubiera podido caminar poco
después de cortarle las piernas.
—¿Qué has hecho? —le exigí—. ¿Qué me has hecho?
Él no parecía capaz de responder. Parpadeaba con
lentitud, como si le supusiera un esfuerzo. Me gruñó algo
ininteligible.
Estaba débil.
Recogí el cuchillo del suelo y me lancé sobre él. Lo tumbé
de espaldas sobre la nieve y coloqué la hoja contra su
cuello. En un humano, la hematita haría un corte limpio y
saldría un hilillo de sangre. En su caso, la piel comenzó a
chisporrotear y a deformarse, como si se plegara y
desfigurara bajo la voluntad de la daga.
Estuve a punto de apartarme al recordar la sensación que
la hematita producía en los linajes mágicos.
—¡Deshazlo! —grité.
Aunque parecía aturdido, me observó fijamente. Sus
pupilas no estaban bien. En lugar de ser redondas, se
habían alargado y estrechado, como las de las serpientes.
No contestó, así que le sacudí el hombro con la mano libre.
—Rómpelo, ¿me oyes? Me da igual quién seas o lo que
seas. Rómpelo o lo haré yo.
Parpadeó un par de veces antes de tragar saliva.
Entonces, como si por fin estuviera volviendo en sí, habló.
—No se puede deshacer ni mucho menos romper —
murmuró. Su voz, ronca y un tanto rasgada, hacía vibrar la
daga y llegaba hasta mis dedos.
Apreté la mandíbula con fuerza.
—Eso no es verdad. La muerte lo deshace.
Durante un latido de corazón, él solo continuó
mirándome. Entonces, sus labios se retorcieron en una
sonrisa. No era la que le había visto en los muelles. Aquella
era forzada. No lo hacía más atractivo, sino que apagaba
sus rasgos.
—Hazlo, entonces.
No supe por qué, pero no me moví cuando cubrió mi
mano con la suya. No llevaba guantes, así que pude ver un
brillante anillo de gema roja.
Me llegó una imagen en un fogonazo de sombras.
Un niño de pelo oscuro llora desconsoladamente,
arrodillado en una habitación enorme, fría, vacía. Sus
rodillas…
Pestañeé con fuerza. No. Ni era el momento ni me
interesaba.
Lo haré, pensé, atascada en su sonrisa y sus extrañas
pupilas. No porque él me estuviera dando permiso, sino
porque ¿qué alternativa tenía? Apreté el mango con fuerza.
Nada tenía sentido. El hombre que había acabado con su
propia vida en la panadería, la aparición de aquella mujer y
sus cuervos, Caeli convertida en un animal, y ahora… ¿Un
drakon vestido de cazador que intentaba atraparme con una
maldición de la que solo se hablaba para dar miedo a los
niños?
Dudé demasiado tiempo, lo supe cuando sentí que él se
tensaba debajo de mí. Un instante después, estaba de
espaldas sobre la nieve y lo tenía encima. Como me había
colocado a horcajadas sobre él, ahora mis piernas abiertas
acunaban sus caderas y estaba totalmente expuesta. Era
grande y pesado, hizo que me quedara sin aliento. Debería
haber pensado en la forma de escabullirme.
Pero entonces, nuestras miradas volvieron a encontrarse.
No hubo sacudida aquella vez, y el ardor en mis clavículas
volvió a la vida. No fue… malo. Más bien fueron una especie
de cosquillas.
Sus pupilas fluctuaron, ensanchándose y estrechándose
una y otra vez. Fui consciente de cosas absurdas, como el
rubor en sus mejillas morenas, el pendiente plateado con
cadena en su oreja izquierda, o la forma en que la
respiración entrecortada salía de sus labios. El inferior era
bastante más grueso que el superior.
No debería estar observando sus labios.
Necesito alejarme de él.
De pronto, dejé de sentir parte de su peso. Seguía sobre
mí, pero había apartado las caderas y ahora estaba sobre
sus rodillas. Lo vi apretar los párpados con fuerza unos
cuantos segundos y, cuando volvió a abrir los ojos, sus
pupilas eran normales de nuevo.
—Ahora mismo estoy tan jodido como tú —gruñó.
Parpadeé.
Concéntrate.
—Si pretendes que sienta pena por ti, olvídalo. Quítate de
encima.
No me hizo caso, por supuesto. Parecía frustrado, incluso
un poco perdido, como si la situación lo hubiera
sobrepasado. Como si él no fuera el culpable de todo.
Observó el bosque a izquierda y derecha, buscando las
palabras.
—Hay muchas cosas que no sabes y que íbamos a
explicarte antes de que… esto… —Su mandíbula se
endureció—. No todo es lo que parece. Queremos ayudarte.
Mi mirada se desvió hacia la insignia de su uniforme.
Incluso si pusiera un solo dedo sobre ella, me quemaría.
Él se dio cuenta de lo que estaba mirando.
—Todo tiene una explicación —insistió.
—¿Puedo rechazar esa ayuda?
Hizo una pausa.
—No sería inteligente por tu parte.
Sonreí con ironía.
—Vaya. —Lo empujé con fuerza en el pecho, aunque era
casi lo mismo que intentar mover un muro—. Quítate de
encima.
—Necesito que me escuches.
—Y yo que te apartes de mí. Si tengo que pedírtelo una
tercera vez, me va a costar muchísimo más creerme eso de
la ayuda.
Mis palabras hicieron que él ladeara la cabeza,
observándome con intensidad, y sus pupilas se estrecharon
nuevamente. Estiró las alas hacia arriba y volvió a
desplegarlas a su alrededor, ensombreciendo todo. La
escarcha que se había quedado adherida ahí voló por los
aires y cayó a nuestro alrededor, brillando al contacto con el
sol.
Tenía alas de dragón a pocos centímetros del rostro.
—Fuiste tú quien me tiró al suelo y se me subió encima,
además de amenazar con degollarme. Y hace un momento
me has golpeado justo aquí. —Se dio toquecitos en el pecho
—. A cambio, yo solo te pido que me escuches, tanto por tu
bien, como por el de la niña que iba contigo y que voy a
suponer que es familia tuya. Así que ¿por qué no empiezas
a utilizar el cerebro y eres más amable?
No me importó su última frase, fue la mención de Caeli lo
que me sentó como una patada en el estómago. ¿Quién era
él para hablar de mi hermana?
Esbocé una sonrisa enorme.
—¿Y si comprobamos si los tendones de tus alas… —
Presioné el cuchillo en el punto exacto en el que el ala
izquierda se unía a su espalda, allí donde habían atravesado
la armadura—… se regeneran tan rápido como los de tus
piernas?
Él no se retiró. Ni siquiera parecía asustado o preocupado,
sino… ¿fascinado? Separó los labios un poco, y juraría que
sus colmillos eran mucho más grandes y afilados de lo
normal.
Entonces me di cuenta de que mi otra mano estaba en su
pecho, empujándolo con mucha menos fuerza de lo que
debería. También que la oscuridad estaba escurriéndose de
las mangas de mi abrigo. Hacia él.
Como si quisiera ¿tocarle? ¿Para defenderme o…?
Unas palmadas nos sobresaltaron.
—Bueno, creo que este es el momento adecuado para
intervenir. —Era una de las cazadoras—. Antes de que corra
la sangre y todo eso.
Al fin, él se apartó. Empleó las alas para impulsarse,
levantando una pequeña racha de aire que me secó los
ojos. Intenté rodar lejos de él, pero, como si presintiera mis
movimientos, me agarró de los brazos. Me puso en pie como
si pesara lo mismo que un saco de grano e hizo una extraña
presión en mi antebrazo derecho que me provocó un
calambre. Dejé caer el cuchillo.
Todavía estaba asimilando el latigazo de dolor y ya me
tenía de espaldas contra su pecho, sus brazos cerrados a mi
alrededor. Mierda. Era demasiado rápido y fuerte.
—Se regenerarían —gruñó contra mi oído, su respiración
acelerada y caliente—. Pero ya me has cortado suficiente
por un día, sliseag.
Tenía frente a mí a las cazadoras, ambas al borde del
claro, observándonos. ¿Cuánto tiempo llevaban ahí? La
chica más alta, de pelo oscuro recogido en lo alto de la
cabeza, estaba recostada contra uno de los árboles; parecía
una postura casual, pero no lo era.
La que nos había interrumpido, delgada y de corta
estatura, exhibía una sonrisa tan deslumbrante que me
resultó fuera de lugar. No se me ocurría una sola razón para
que pareciera tan genuinamente feliz. Algunos mechones de
cabello rubio se le escapaban y enmarcaban un rostro
aniñado, dulce. También reconocí al instante las
empuñaduras rojas de las dagas.
Busqué la insignia de la Cacería Salvaje en su pecho. Allí
estaba.
La cabeza me daba vueltas. Nunca había tenido tantos
problemas para comprender una situación y adaptarme a
ella.
Pero tenía experiencia de sobra enfrentándome a
hombres más grandes que yo que pretendían dominarme.
Levanté los pies del suelo, tomándolo por sorpresa y
desequilibrándolo un poco. Clavé el talón con todas mis
fuerzas en la parte superior de su rodilla, donde sabía que
no había protecciones. Con un bufido, su abrazo se aflojó lo
suficiente para que yo sacara una mano y le asestara un
codazo en el cuello.
Quedé libre. Me alejé a toda prisa, recuperé el cuchillo del
suelo y me posicioné a una buena distancia.
Con una mano en el cuello, jadeante, él me echó una
mirada que hubiera helado la sangre a cualquiera. No sabía
si era rabia exactamente lo que había allí. Parecía algo más
intenso. Más demoledor.
De pronto, él sonrió. Mostró una hilera de dientes
perfectos y blancos, y esos colmillos ligeramente afilados.
Sus ojos empequeñecieron, dándole un aspecto juvenil.
—Esto va a ser interesante.
El cambio en su rostro me dejó sin aliento, distraída, lo
cual fue un error de principiante. Un segundo después, me
habían apresado por la espalda, quitado el arma de nuevo, y
me estaban atando las muñecas con fuerza. Tardé unos
instantes en darme cuenta de que no emplearon hematita
para ello.
—No sé si corresponde dar felicitaciones o condolencias.
—Quien me había pillado por sorpresa era la chica alta.
La cazadora rubia la fulminó con la mirada, como si
hubiera dicho algo horrible. El cazador, en cambio, dejó caer
la cabeza hacia atrás, sus alas agitándose con impaciencia.
—Yo tampoco.
CAPÍTULO 4
Seres orgullosos y leales, los drakon.
Atesoran las gemas de sus volcanes con obstinación,
y son un pelín soberbios.
Pero si tienes la fortuna de que te consideren parte de su lach,
ah, entonces tendrás un amigo para toda la vida.
Anotación del héroe Fionn en Sobre el pueblo drakon
C
on la cabeza recostada contra el árbol, atada de pies y
manos, espié lo que hacían los cazadores. Se habían
pasado la última media hora, si no más, farfullando,
discutiendo, dando zancadas por el claro. La morena parecía
exigirle algo al drakon. En respuesta, este gruñía y sacudía
las alas una y otra vez. Me preguntaba si lo hacía a
propósito o eran apéndices independientes; tal vez
reaccionaban a los estímulos, como cuando las orejas se
estiraban para captar mejor un sonido.
La rubia parecía la más tranquila. Hasta la había
escuchado reír un par de veces, lo que consiguió que sus
compañeros la miraran como si estuviera loca. Me incluía, la
verdad.
En un momento dado, el drakon y la chica morena se
internaron en el bosque. Justo antes de desaparecer entre
los árboles, él había mirado por encima de su ancho hombro
y me había perforado con la mirada. Casi podía sentir la
intención en aquellos ojos, a pesar de que no nos
conocíamos. Adelante, intenta escapar. Me encantará
perseguirte. En respuesta, le guiñé un ojo y él se marchó
con pasos airados.
En cualquier otra ocasión menos estrambótica, no habría
tenido problemas para liberarme de las ataduras. Un simple
tirón y las rompería; un puñetazo certero y dejaría a la rubia
fuera de combate. Mi problema eran ellos, que no podían
ser simples cazadores del rey; él, que tenía alas de dragón;
y yo, que tenía esa marca en las clavículas.
La rubia se me acercó. Tenía un odre de piel en las
manos.
—He pensado que tendrías sed —dijo en tono suave—. Mi
nombre es Gwen, por cierto.
No contesté. Ella no dio señales de tomárselo mal.
Primero le dio un buen trago al odre, como para demostrar
que no había nada peligroso en su interior, y luego me
dirigió un gesto amable.
—¿Puedo?
¿Podía? Claro que sí. Creían tener la sartén por el mango.
Superioridad numérica, armas de hematita, parecían saber
algo que yo no.
Pero me estaba pidiendo permiso.
Parpadeé un par de veces, porque la verdad era que tenía
sed.
—Sí.
Con mucho tiento y procurando no tocarme más de lo
necesario, me dio de beber. Sí que era agua, fresca y dulce;
acabé tragando y tragando. Ignoré que el líquido caía en mi
estómago vacío como una piedra a un pozo seco a causa
del porrón de horas que habían transcurrido desde la última
vez que bebí algo.
Ya había anochecido cuando se escucharon pasos
aproximándose. La única que apareció fue la chica morena.
Gwen la miró de hito en hito, como si esperara que trajera
un venado listo para asar, pero la recién llegada negó con la
cabeza.
La decepción cayó sobre Gwen, y yo me pregunté cómo
alguien tan expresivo había sobrevivido hasta la edad
adulta.
—No puede controlarlas. Lo he intentado todo. Tal vez un
drui más poderoso podría contenerlo, pero creo que tiene
que tranquilizarse primero.
¿Un drui más poderoso? ¿Aquella chica era una drui? Eso
significaría que pertenecía al linaje fae; y, además, que
esgrimía la magia de su raza con mucha destreza.
Uno era un drakon, otra una fae. ¿Y la rubia?
—¿Nos vamos sin él, entonces?
—Digamos que… se resiste a alejarse. —Me lanzó una
mirada significativa, lo cual me hizo fruncir el ceño—. Es
evidente que no podemos permanecer mucho tiempo tan
cerca de Grimfear, pero eso supondría abandonar la
cobertura del bosque y viajar varios días hasta el refugio
más cercano.
Gwen suspiró.
—Estaríamos demasiado expuestos. Y aquí estamos
demasiado cerca de los sabuesos del príncipe. —Con las
manos en las caderas, lanzó una mirada hacia la
frondosidad, como si pudiera ver lo que había más allá de
los árboles y no le gustara lo más mínimo—. Entonces, ¿qué
habéis pensado?
Por primera vez, la chica de pelo oscuro reflejó una
expresión diferente aparte de fría altivez. Cerró los ojos un
instante, como si algo le doliera.
—Bueno…
De pronto, un chillido se elevó del mismísimo bosque.
Decenas de bandadas de pájaros levantaron el vuelo a la
vez, espantadas, y el batir desesperado de sus alas llenó el
aire de un denso rumor. Cuando se alejaron, se asentó un
silencio diferente. Algo había sido importunado en el bosque
de Robabo.
—No, Sage, por favor —protestó Gwen—. Otra vez no.
Tardé meses en volver a subirme a un caballo a la primera.
—A mí tampoco me hace gracia, pero no me dio ninguna
opción. Así que prepárate y, esta vez, seamos más listas
que él.
—Nada de aceptar bolsas de oro. Ni joyas. ¿Me has oído?
La joven alta, Sage, la miró con desdén.
—¿Cuánto tiempo estuviste con tierra en las uñas
después de que te engañara con un gran tesoro al final de
un arcoíris?
—Tenía siete años. Y después de eso…
Otro chillido veló sus palabras. Aquello, sumado a su
conversación, hizo que el recuerdo de una noche en un
bosque similar a aquel, más al sur, volviera a mi memoria.
Y no era un recuerdo agradable.
Maravilloso, pensé.
No tenía idea de por qué, pero aquellos locos querían
capturar a un leprechaun.
Tras otro grito, seguido de un bramido mucho más
humano, pensé que tal vez me había precipitado. Aquellos
locos querían intentar capturar a un leprechaun.
Percibí la inquietud de ambas chicas. Me aclaré la
garganta.
—Si vais a molestar a criaturas rabiosas, preferiría
marcharme —dije llamando la atención de ambas.
—No tienes de qué preocuparte. —Sage me sonrió con
acidez.
—Eso tal vez podrías decirlo tú, que no estás atada de
pies y manos. —Levanté un poco los tobillos unidos—. Yo no
tengo ese lujo.
—Estás atada porque no sabes manejar tu agresividad.
—Ah, vaya, lo siento muchísimo. Tiendo a olvidar mis
modales cuando recupero la consciencia rodeada de
cazadores del rey y a uno de ellos le salen alas y me lanza
un maleficio.
Gwen abrió los ojos como platos.
—¿Maleficio? Eso no es lo que…
Sage la detuvo con un gesto de la mano.
—No es momento de explicaciones. Lo primero es llegar a
un lugar seguro.
—¿Seguro para quién? —inquirí, arqueando las cejas
como si sintiera mucho interés.
—Para todos. En especial para ti.
Sonreí.
—No se me ocurre una sola razón por la que debería ir
con vosotros a ningún lado.
—Ah, ¿no? Pues a mí se me ocurren varias. Voy a decirte
la más urgente: anoche, por alguna razón que ninguno
comprendemos, la niña fue secuestrada mientras que tú
sobreviviste a un encuentro con la mismísima Morrigan. ¿Te
suena? También se la conoce como la Reina Espectral o el
Heraldo; la puñetera diosa de la guerra.
Mi corazón trastabilló, aunque me esforcé para no
demostrarlo. Sí, lo había sospechado. Su cabello, su piel, su
belleza imposible… Y los cuervos. Morrigan no era un
cuento para no dormir, ni leyendas, ni sombras. Fue la mano
derecha de Teutus durante la guerra, su fiel y sanguinaria
general, y durante quinientos años había dirigido los
ejércitos de los reyes humanos. Ni una sidhe ni una
demonia. Había traicionado a los primeros para unirse a los
segundos.
Había quien afirmaba que todavía mantenía contacto, de
alguna forma, con Teutus y el Otro Mundo.
Y Caeli estaba en sus manos.
Respira.
—Para colmo, después de que hirieras y cabrearas a uno
de los príncipes ahora eres la sidhe más buscada de toda
Hibernia.
Apreté ligeramente los muslos.
Gwen tocó el brazo de Sage.
—Dijiste que no era momento para explicaciones.
—Mírala, en cuanto nos demos media vuelta intentará
escapar, y ya tenemos bastante como para preocuparnos de
una tonta imprudente.
Lancé un bufido, a pesar de sentir que las náuseas subían
y bajaban por la garganta tentativamente, preparándose. Y
no me apetecía escupir bilis en mi propio regazo.
—¿Imprudente? ¿Acaso tú en mi lugar te fiarías de la
maldita Cacería Salvaje?
Farfullando para sí misma, Sage echó a andar hacia mí
mientras tironeaba de las correas de la armadura. Gwen no
movió ni un músculo, aunque parecía afligida.
Me aplasté contra el tronco del árbol cuando se detuvo
justo frente a mí, a pocos centímetros de mis pies. ¿Qué
narices estaba haciendo? ¿Desnudarse?
Apareció ante mis ojos una fracción de piel morena. Era la
parte baja del vientre; tan baja, que prácticamente era su
zona íntima. Pero no fue eso lo que me entrecortó la
respiración.
Allí, destacando contra su piel, había un símbolo pintado
con tinta azul. Tres líneas coronadas por tres puntos, todo
rodeado por un círculo.
Awen.
Ante mi silencio, Sage se impacientó.
—¿Sabes lo que es?
Toda Hibernia lo sabía; era un secreto a voces. Lo había
visto escondido en tapas de barriles, en suelas de botas, en
patrones de alfombras. A plena vista, pero sin que nadie se
atreviera a comentarlo. Porque lo curioso acerca de
tergiversar la historia y prohibir hablar del pasado, era que
creabas algo incluso peor que la verdad; las leyendas. Y
todos, humanos o sidhe, estaban siempre sedientos de eso.
Tomé aire.
—Eres parte de la Hermandad.
—Los tres lo somos —confirmó Sage—. Tal vez ahora
puedas creernos cuando te decimos que queremos
ayudarte.
No, no puedo.
—¿Acaso la Hermandad impone su ayuda a los sidhe que
se encuentra?
Tras unos cuantos segundos de silencio, en los que Sage
y yo no dejamos de desafiarnos con la mirada, se arrodilló.
Volvió a ocultar el tatuaje tras la armadura con dedos ágiles,
fuertes, de uñas romas. Las manos de una guerrera. Tenía
los pómulos altos y la piel oscura de las gentes del oeste,
aunque su constitución era mucho más robusta. No percibí
nada en ella propio del linaje fae. ¿Usaría una magia
parecida a la del drakon para ocultarse?
—En tu lugar, estaría revolcándome por el suelo,
maldiciendo y dando patadas a cualquiera que se me
acercara. En tu lugar, puede que incluso hubiera intentado
escapar dando saltos o rodando como un topo. No me
habría fiado de nadie, no habría escuchado ningún
razonamiento. Estaría enfadada, nerviosa y asustada —
admitió. Me quedé muy quieta, mientras una vocecita en mi
cabeza continuaba advirtiéndome de que no me dejara
engañar, que no fuera estúpida, que cerrara mis oídos y mi
corazón. Se parecía muchísimo a la voz de mi madre—. Creo
que eres una superviviente, pero, sobre todo, creo que no te
comportas así solo por ti, ¿no es cierto? Los que luchamos
con tanto ahínco, siempre lo hacemos porque tenemos algo
valioso que proteger.
Aquellos ojos oscuros brillaron, decididos. No estaba
hablando con amabilidad, todo lo contrario. Estaba siendo
dura, casi arrojándome las palabras a la cara, y tal vez por
eso me pareció sincera.
—No te voy a pedir que dejes de maldecirnos ni que
confíes en nosotros ciegamente, pero piensa en tus
opciones. Y aunque no me vas a creer, no me apetece
despertarme mañana y descubrir que has acabado en
manos de la Corte y sus wideru.
La vocecilla de Gwen sonó tras ella.
—Ni a mí.
—No es aprecio, es orgullo —aclaró Sage—. No quiero ni
un sidhe más en manos del rey Nessia.
A aquellas alturas, también había pensado en todo eso.
Eran varias de las razones por las que no me había
desatado y huido a la primera de cambio.
Sentí la boca seca, pastosa.
Sabía que debía haber muchas más razones detrás de
todo aquello. Pero…
Una vez más, lo más importante era Caeli.
—Queréis llevarme a un lugar seguro. ¿Y luego qué?
—A nosotros también nos intriga mucho lo que ha
ocurrido con Morrigan. No es propio de ella. Capturar a una
sidhe y dejar a otra con vida. —Sus ojos oscuros se
desviaron a lo lejos, pensativa—. Necesitamos averiguar
qué pretende, y estoy segura de que tú necesitas encontrar
a la niña. Eso nos pone en el mismo camino, ¿no crees?
Sí, y también sonaba a confraternizar con más sidhe, con
más miembros de la Hermandad. Sería peligroso, podría
exponerme. Recordé la forma redondeada de Caeli, sus
preciosos ojos asustados justo antes de que la envolviera
aquella luz, y supe que no había decisión que tomar.
Los utilizaría para reunir información y descubrir la
manera de encontrar a mi hermana. Ya me preocuparía por
el después cuando llegara.
—¿Y la única razón por la que sigo atada es porque quise
rajarle las alas a vuestro amable amigo?
Sage emitió un sonido nasal, casi como un bufido, y me
observó con curiosidad.
—Eres…
—Ahora ya no puedes retractarte, falsa cazadora. —Le
ofrecí los tobillos—. Me has convencido.
CAPÍTULO 5
No gires a la primera risa,
o de nada servirá tu pesquisa.
Tampoco te gires con la segunda,
o acabarás en una zanja profunda.
Entonces, sí, gírate con la tercera,
pues ellos recompensan al que espera.
Cantar popular prohibido sobre los leprechauns
L
a aparición del drakon con el leprechaun fue curiosa. A
decir verdad, no hubiera sabido decir quién había
capturado a quién. Sí, el drakon era más grande, más
fuerte y contaba con armas que afectaban a toda clase de
criaturas mágicas. Sin embargo, no parecía haber empleado
ni su superioridad física ni la hematita.
Tenía al leprechaun agarrado por una pierna y levantado
en el aire. Tardé unos segundos en ver la imagen completa,
porque el drakon entró a grandes zancadas en el claro,
resollando y con expresión de querer cometer un asesinato.
Iba dejando un rastro oscuro tras de sí, pero, al ser ya noche
cerrada, fue difícil identificar lo que era.
Al darme cuenta, arqueé las cejas. Sangre.
¿Del leprechaun?
Él se detuvo a unos metros de las dos chicas, que
parecían, a todas luces, tan pasmadas como yo. Incluso
cautelosas, por cómo Gwen se ocultaba detrás de una
ceñuda Sage.
—Lo tengo —gruñó el cazador.
Sage pestañeó con lentitud.
—¿Estás seguro?
Por toda respuesta, él zarandeó al leprechaun y este
chilló una vez más. Todos nos llevamos las manos a las
orejas. Aun así, mis oídos protestaron.
El hombrecillo medía menos que el brazo del drakon, al
que se agarraba con la pierna libre y los brazos. Iba
completamente vestido de verde, igual que el que había
visto de niña, tan impecable como un vizconde en
miniatura. Hasta conservaba su sombrero de copa, de
alguna forma todavía pegado a su cabello rojo. Lo único que
le faltaba era uno de sus zapatos negros de hebillas
doradas.
Al intentar fijarme en su rostro, averigüé de quién era la
sangre. El leprechaun había hincado sus afilados dientecillos
en el brazo del drakon, justo por encima del codo, rasgando
armadura y ropas. Su barba y su nariz regordeta estaban
empapadas de rojo. Sus ojillos iban de un lado para otro,
inquietos, fieros.
Empaticé con él. A mí también me hubiera gustado
morder a ese cretino unas horas atrás.
—¿Podéis daros prisa? —preguntó el drakon—. Me
gustaría conservar el brazo.
Gwen hizo un gesto.
—Adelante, Sage.
—¿Por qué yo?
—Eres la más inteligente de todos, sin duda. A ti no te
podrá engañar.
La joven entrecerró los ojos, consciente de lo que estaban
haciendo. Pero luego, como si hubiera aceptado su destino,
avanzó hacia el drakon. Tomó una buena bocanada de aire,
como si fuera a sumergirse en un lago en lugar de hablar
con una criatura del bosque. Desde mi posición deduje que
no era la primera vez que esos tres se veían obligados a
recurrir a un leprechaun. Tal vez habían descubierto cómo
obtener ayuda de esos escurridizos seres.
—Amable leprechaun, queremos hacer un trato contigo —
comenzó Sage, con tono monocorde.
Hice una mueca. El gesto del leprechaun se ensombreció
y, con un gruñido, se aplastó más contra su presa. Las gotas
de sangre que caían al suelo se multiplicaron.
El drakon siseó, pero mantuvo el brazo firme.
—¿De veras? —farfulló.
—No vamos a pedirte tres deseos, con uno nos basta —
añadió la joven—. Ni oro, ni encantamientos de amor, ni
maldiciones a antiguos amantes. Y en cuanto lo hagas, te
liberaremos.
El hombrecillo se apartó un instante y, con la boca llena
de sangre, gritó:
—¡No!
Luego volvió a enterrar los dientes, esta vez un poco más
a la izquierda. Para mi fastidio, el drakon apenas hizo un
mínimo gesto de dolor.
Sage lo intentó tres veces más, cada una más molesta y
agresiva que la anterior. Le recordó al leprechaun que solo
lo soltarían si se plegaba a sus peticiones, y yo sentí una
pizca de satisfacción cada vez que el hombrecillo se negaba
y destrozaba otra porción de piel del drakon. Era como
observar a un niño fallar una y otra vez en una sencilla
operación de sumas o restas.
En determinado momento, cambié el peso de pierna y la
nieve crujió bajo mis pies. Los ojillos del leprechaun, todavía
nerviosos, volaron hacia mí. Cuando nuestras miradas se
encontraron, el terror se apoderó de él. Entreabrí los labios,
sin parpadear.
La mejor manera de que un leprechaun obedeciera era
consiguiendo que te mirara a los ojos. Luego, era incapaz de
escapar y estaba obligado a conceder, como máximo, tres
deseos. Podían acabar siendo auténticas calamidades o
estafas si no se formulaban bien, pero, aun así, conocía a
mucha gente que los buscaba por bosques y valles. Yo
misma había sido una. E, igual que en aquel momento,
había conseguido captar su mirada casi sin pretenderlo.
Y cuando tuve el poder de doblegar la voluntad de la
criatura me arrepentí. Acabé con medio dedo colgando, a
punto de caerse, y mi madre me reprendió tanto que me
ardieron las orejas.
Los ojos del leprechaun brillaban, a la espera. Sabía que
era un esclavo mientras yo fuera capaz de sostenerle la
mirada. ¿Cuán viejo sería? ¿Su vida consistiría en huir y
esconderse de los viajeros para que no pudieran utilizarle?
¿Ante cuántos seres, humanos, sidhe o demonios se había
visto obligado a rendirse?
De manera deliberada, desvié la mirada. Percibí de refilón
el sobresalto del leprechaun.
Luego, rodeé al drakon con pasos lentos. Noté que su
gesto cambiaba al verme libre de cualquier atadura.
—¿Pretendéis que os haga caso por puro aburrimiento? —
indagué.
Sage resopló.
—Conseguir que te mire un leprechaun se considera tan
fortuito que es la forma en que las madres expresan buenos
deseos a sus hijos cuando se casan. Esta es la segunda
mejor alternativa. —Señaló el brazo del drakon, pero, al ver
el destrozo, puso los ojos en blanco—. Normalmente se
rinden mucho antes. No sé por qué este se resiste tanto.
Yo sí.
Ignorando la mirada inquisitiva del drakon, observé al
leprechaun. Sus ojos ahora eran más evasivos que nunca.
No se posaban en ninguna parte más que unas décimas de
segundo, y evitaban por completo mi figura.
—He notado que va muy bien vestido, señor —comenté.
Me incliné hacia delante y comencé a desatarme las
botas que la dueña de la panadería de Grimfear me había
conseguido al contratarnos. Habían pertenecido a uno de
sus sobrinos, y estaba claro que habían visto tiempos
mejores y que me quedaban grandes, pero las había
aceptado de buen grado. Unos zapatos viejos siempre eran
mejor que ir descalza.
—Sin embargo, creo que ha perdido un zapato. —Me dio
un poco de vergüenza mostrar los calcetines raídos que
llevaba, pero me tragué los remilgos. Tomé ambos zapatos y
los puse en el suelo, justo debajo del hombrecillo—.
Lamento no poder darle algo mejor, pero, si las acepta, aquí
tiene mis botas.
Durante un buen rato, el leprechaun no dijo ni hizo nada.
Yo notaba las miradas penetrantes de todos sobre mí.
Entonces, el leprechaun desenterró los dientes una vez
más. Tironeó de su pierna capturada un par de veces y el
drakon, antes de que yo pudiera decirle nada, lo soltó. Sentí
que Gwen contenía el aliento, seguramente esperando que
el hombrecillo desapareciera en un abrir y cerrar de ojos.
Con un grácil movimiento, el leprechaun aterrizó junto a
las botas. Eran casi del mismo tamaño que él. Las examinó,
las toqueteó, les dio la vuelta e incluso las olisqueó, lo cual
hizo que contuviera una mueca.
Sin alzar la cabeza hacia mí, masculló:
—¿Quieres que me las ponga en los pies o que las utilice
como casa?
—Estoy segura de que es usted un excelente sastre.
Podrá hacer con ellas lo que le plazca.
—Jum. —Tras examinar con ojos críticos las suelas
desgastadas, las soltó—. Bien. Las acepto. ¿Qué quieres a
cambio?
—Nada —respondí con rapidez.
El drakon, que se había girado despacio hacia mí, arqueó
una ceja. Hasta el leprechaun se mostró escéptico.
—¿Nada?
—Así es. Las botas son un regalo. Incluso una disculpa, si
prefiere verlo así, por lo bruto que ha sido con usted mi, eh,
acompañante.
—Jum. Las… las acepto como regalo y disculpa, pues.
—Me alegro. —Le dediqué una buena sonrisa, a pesar de
saber que no iba a mirarme—. Que tenga usted un buen día,
entonces.
—¿Un buen día? —preguntó el hombrecillo. La sangre en
su rostro y barba había empezado a secarse. No parecía una
criatura veleidosa capaz de maldecir a alguien durante diez
años sino, más bien, un niño que se había dado un atracón
de fresas—. ¿Me estás despachando, muchacha?
—No se me ocurriría, señor. Solo pensé que le gustaría
regresar a sus quehaceres después de que lo hayamos
molestado.
—Sí que lo habéis hecho, sí. —Dio pataditas al suelo que
apenas resonaron—. Pero si regreso a casa con un par
nuevo de botas, ¿qué dirá mi marido? ¿Qué explicación le
daré? ¿Quién creería que tres botarates y una hermosa
chica me las regalaron?
Se me escapó una sonrisa sincera.
—Entonces, ¿cómo puedo ayudarle? ¿Escribo una nota
para su marido?
—Tamaña estupidez. No funciona así. Un regalo se
compensa con un regalo.
—Si usted lo dice…
—¡Sí que lo digo! Y ahora, ¡habla! Un deseo te concedo,
solo uno y ni uno más.
Un tufillo a magia flotó en el aire. Algo parecido a la
madreselva que hizo que mi nariz cosquilleara.
—Es usted ciertamente justo, señor. Mi deseo es que
escuche y conceda el deseo de… —Levanté la vista hacia el
drakon y lo pillé mirándome fijamente.
Sus rasgos estaban relajados, la boca un poco abierta. No
había duda de que lo había sorprendido. Y yo me
preguntaba cómo habían lidiado las veces anteriores con
aquellos duendes. Debían tener cicatrices por todo el
cuerpo.
Ante su silencio, arqueé las cejas con énfasis.
Por la forma en que él cerró la boca y parpadeó, no se le
había pasado por alto mi intento no tan disimulado por
averiguar su nombre. Tras unos cuantos segundos,
murmuró:
—Maddox.
Asentí hacia el leprechaun.
—El deseo de Maddox.
—Concedido. —Con evidente disgusto, giró el cuerpecillo
hacia el drakon—. Te escucho.
El drakon continuó observándome unos segundos más.
Luego, con una mano taponándose el brazo herido, se
acuclilló frente al hombrecillo. Ahuecó las alas para que
estas no se doblaran contra el suelo.
—En primer lugar, lamento haberlo sorprendido de esa
manera. Merecía estos mordiscos y muchos más. Es usted
un buen luchador.
—Ya lo sé. Desembucha y no me hagas perder más
tiempo.
—Necesito que nos guíe hasta el cnoc más cercano lo
más rápido posible. —Su petición me dejó desconcertada;
desconocía qué era un cnoc. Era una palabra del idioma
prohibido—. Sin desvíos, sin atajos falsos. Le daré mis botas
también si así lo…
—¿Para qué iba yo a querer tus zapatos, so ordinario? —lo
interrumpió, agitando los bracitos—. ¿Parezco alguien que
necesite limosnas?
—No, yo solo…
—Bah. Agarrad vuestras pertenencias y seguidme si
podéis. —Sin esperar, cogió mis botas (las cuales sin
ninguna duda no eran limosna según sus estándares), y
enfiló hacia el bosque con pasitos rápidos. No dejaba
huellas sobre la nieve—. O llego antes de medianoche a
casa o todo Robabo escuchará la furia de mi marido.
CAPÍTULO 6
El naidh nac es el geis más poderoso conocido
hasta la fecha.
Y como tal, resistirse a él trae consecuencias.
Del libro prohibido Sobre el pueblo drakon
G
wen me guiñó un ojo.
—Muy ingeniosa —susurró. Luego se alejó corriendo a
por su caballo, y sentí una punzada de culpabilidad.
Sage ya había montado al suyo y trotaba en la dirección
por la que había desaparecido el leprechaun. Estos se
tomaban sus obligaciones con mucha literalidad. Si le
habían pedido que fuera lo más rápido posible, no
descansaría hasta llegar a su destino.
—Me adelantaré para no perderlo de vista. ¡Seguid mi
rastro! —gritó.
Los demás recogieron con rapidez las alforjas y mantas,
preparando sus propias monturas. Tanto Sage como Gwen
tenían dos sementales preciosos de colores oscuros, pero el
drakon fue hacia una yegua de pelaje dorado y crines casi
blancas. Solo había que echar un vistazo a su cuello esbelto
y a lo sedosa que parecía la cola para saber que era de pura
raza.
Los ojos del animal eran de un azul pálido que me
recordaron los trozos de escarcha que se quedaban
atrapados en los bordes del río Muirdris cuando empezaba
la primavera. Me vigiló estrechamente y, como yo ya
esperaba, sus ollares se dilataron y golpeó el suelo con
poderío.
Me encaminé hacia Gwen, sorteando piedrecillas y ramas,
pero un brazo musculoso y lleno de sangre se interpuso en
mi camino.
—Cabalgarás conmigo.
Curioseé los jirones de cuero y tela, a través de los cuales
ya no se veía herida alguna. Su piel había restaurado el
daño en minutos. Se recuperaba incluso más rápido que yo.
—No, gracias. —Hice ademán de rodearle, pero siguió mis
movimientos—. Date prisa, no querrás causarle problemas
maritales al pobre leprechaun.
—Entonces, monta.
—No le caigo bien. —Señalé a la yegua con el mentón.
La susodicha, como si supiera que estábamos hablando
de ella, dio un latigazo al aire con la cola. Su jinete esbozó
una sonrisilla.
—Epona es un poco selectiva, pero yo soy el que está al
mando.
—Iré con ella —insistí.
Luego, busqué la mirada de la rubia para que lo
confirmara. No iba a suplicarle ni mucho menos, iría
corriendo tras ellos si era necesario, pero ¿no era evidente
que era una pésima idea que estuviera cerca de él?
Gwen pareció entenderlo, porque murmuró:
—Lo importante es ponernos en marcha.
Maddox ya estaba metiendo un pie en el estribo. Se elevó
con asombrosa facilidad, sobre todo teniendo en cuenta las
alas. Se acomodó bien en la silla, deslizándose un poco
hacia atrás.
Palmeó el hueco entre sus piernas.
—O subes tú sola, o lo haces con mi ayuda. Yo estoy a
favor de la segunda opción, pero no creo que tú la
disfrutaras.
Lo observé con calma, esbozando una de mis sonrisas
indiferentes; era perfecta para muchas situaciones y hacía
que las personas no supieran qué estaba pensando.
Me preguntaba qué creía que conseguiría obligándome a
cabalgar con él. Me había convertido en una gran
adivinadora del carácter y las intenciones de las personas.
Al haber tratado con tantas a lo largo de mi vida, había
aprendido a determinar qué los movía, cuáles eran sus
deseos y miedos; y la manera más efectiva de manipularlos.
La mayoría eran simples, les gustaba sentirse superiores,
así que yo fingía estar indefensa; se sentían inseguros en su
fuero interno, así que yo alababa cualidades inexistentes.
No vi superioridad ni inseguridad en el drakon.
Vi desafío.
Vi curiosidad hacia mí, hacia mis reacciones.
No me gustó.
Gwen, ya montada en su caballo, suspiró.
—Ha aceptado venir con nosotros, no deberías…
Sin apartar la mirada de mí, él la interrumpió:
—Ya te alcanzaremos.
Ante la posibilidad de quedarme a solas con él, claudiqué.
No por miedo, sino por eso que todavía flotaba en el aire y
que hacía que la clavícula me picara como si me hubiera
dado demasiado el sol.
Ignoré su mano tendida y me aupé por mí misma. La silla
estaba pensada para un solo jinete, así que acabé
apretujada entre el pomo y sus caderas. La yegua se
inquietó al instante, pero él alargó una mano a mi alrededor
para acariciarle el cuello. Volví a fijarme en el anillo y la
gema roja.
Su pecho se aplastó contra mi espalda, y su aliento me
rozó la parte superior de la oreja al susurrar:
—Tranquila, mo peinh.
Me quedé petrificada, negándome a reaccionar. Me
recordé que él era más grande, más fuerte, con alas e
íbamos sobre su yegua. Enzarzarme en otra pelea no era
prudente.
Eso no me impidió fantasear con la clase de daños que
podía hacer en su apuesta cara antes de que tuviera tiempo
de reaccionar. Ni siquiera necesitaba armas o magia para
sacarle los ojos con dos sonoros pop.
Maddox chasqueó la lengua hasta que la yegua dejó de
relinchar, disgustada. Por fin, con un silbido, nos pusimos en
movimiento. Gwen iba unos cuantos metros por delante.
Había tenido pocas oportunidades de montar a caballo.
En primer lugar, porque nunca habíamos podido permitirnos
uno. Y, en segundo, porque siempre parecían percibir eso
que estaba en mi sangre. Había llegado a creer que, con un
solo vistazo, me veían de verdad. Daba igual cuántas
mentiras contara, cómo me vistiera, qué nombres me
inventara, la realidad era imposible de ocultar del todo.
Dejé que mis caderas siguieran el balanceo natural y me
concentré en mirar adelante sin que mi espalda volviera a
apoyarse contra su pecho. Me costaba. Estaba cansada. Lo
sucedido con él, aquella explosión de magia, me había
afectado más de lo normal. Era como si el movimiento del
caballo hiciera que mis huesos se asentaran, y el peso tirara
de mí hacia abajo.
Pero, por desgracia, no era momento de descansar.
Me fijé en la forma en que Maddox dirigía el caballo con
tirones suaves de las correas, el calor de su cuerpo
disipando el frío del mío, hasta cada una de las veces que
tragó saliva después de abrir la boca y no atreverse a
pronunciar palabra. Una actitud que procuré que no me
causara curiosidad, ni empatía, ni otra emoción aparte de
hartazgo.
—Di lo que tengas que decir —le solté al cabo de un rato
—. Para eso querías que cabalgara contigo, ¿no?
Su corpachón se tensó ligeramente, tal vez sorprendido
porque fuera al grano.
—Es una de las razones, sí —admitió. Luego se inclinó
hacia mí, susurrando—. También está el hecho de que le
hayas robado una daga a Gwen y no tenga muy claro qué
pretendes hacer con ella.
Mierda. ¿Cómo lo había sabido? Él ni siquiera estaba
presente.
—Tal vez no me gusta estar desarmada.
Eso lo sumió en un breve silencio. Colocó un bulto de tela
frente a mí. Con un impulso lo desenvolví, y me quedé sin
aliento al descubrir mis boleadoras y mi puñal. Los había
dado por perdidos, sobre todo el último, después de clavarlo
en el príncipe.
Deslicé un dedo por el nervio central de la hoja, de un
brillo tal que siempre parecía recién pulida. Había que
acercarse muchísimo para vislumbrar las filigranas que sus
creadores habían grabado allí; e incluso así era imposible de
descifrar. Era ghobiense antiguo, y ese idioma se había
perdido por completo. Había buscado libros que pudieran
servirme de referencia para leerlo, pero no había
encontrado nada.
—Cuando nos detengamos, devuelve la daga, por favor.
Tiene un gran valor sentimental para Gwen.
Me estaba sintiendo como una completa idiota, y ni
quería ni me convenía sentir lástima por la chica solo
porque hubiera sido amable conmigo.
—¿Por qué me los das?
Él se encogió de hombros.
—Son tuyos. Y si mis compañeras han decidido liberarte,
debo confiar en que, al menos de momento, no somos
enemigos. Es una especie de alianza temporal. —Muy
temporal—. Buen trabajo con el leprechaun, por cierto. No
sabía que adularlos o hacerles regalos fuera tan efectivo.
—Yo tampoco —admití.
—Pues se te veía muy segura ofreciéndole tus botas.
—Le faltaba un zapato. Al parecer, un bruto grandullón lo
había perseguido por medio bosque, y luego le exigieron su
magia a cambio de liberarlo. Solo fui considerada.
A lo lejos, se escuchó al leprechaun gritar algo, y a Sage
contestándole a voces.
—Ser considerados. ¿Cómo no se nos había ocurrido
nunca? —Se notaba la sonrisa en su voz.
Intenté no tomármelo como un cumplido. No lo había
hecho por ellos, al fin y al cabo.
Tras otro silencio, él volvió a la carga.
—Puedes hacerme preguntas. Debes tener muchas.
Las tenía. Y, pese a que no quería prolongar el roce o la
conversación con él, el conocimiento siempre era poder.
—¿Sois todos sidhe?
Él debía estar esperando aquello, porque no dudó al
responder.
—Gwen no. Ella es completamente humana.
Fruncí el ceño.
—Le lancé unos polvos muy fuertes, ¿cómo es posible que
no la afectaran si es humana?
—La protegen unos encantamientos poderosos, pero, aun
así, tardó un rato en recuperarse. Eres hábil con las hierbas.
Lo era. Había tenido que aprender a escondidas de mi
madre, y luego, tras su muerte, había reunido toda la
información posible de todas las fuentes imaginables. Para
tener siempre un as en la manga que pudiera salvarnos a
Caeli y a mí.
Y nada fue suficiente, pensé con amargura.
Si Gwen no hubiera tenido esos encantamientos encima,
estaría encamada, inútil, padeciendo dolores por el resto de
su vida. Y no podía sentirme mal por ello.
Maddox se removió en la montura, pero, si quería decir
algo, se contuvo. Aproveché entonces para formular una de
las preguntas que más me escocía.
—¿De verdad pertenecéis a la Cacería Salvaje y a la
Hermandad?
Había barajado la posibilidad de que fuera, de algún
modo, un fraude. Que tuvieran los uniformes y las insignias
y los utilizaran como disfraces. No se me ocurría el motivo,
pero eso era más plausible que pensar que hubiera sidhe
entre las filas del ejército del rey, bajo sus mismas narices, y
nadie los hubiera descubierto.
—Me temo que sí.
Le creí.
Pensé en sus pupilas verticales, en sus alas, y en ese
color ámbar que me había parecido excepcional.
—¿Eres un drakon?
Tras unos segundos en los que solo se escuchó los cascos
de los caballos golpear la nieve del bosque, respondió:
—Una vez más, me temo que sí.
Me aferré al pomo, buscando algo firme, algo que
sostener.
—¿Sabe el rey que hay sidhe en la Cacería Salvaje y que
los drakon no están extintos?
Maddox soltó una risa baja, llena de oscuridad y burla,
que revolvió el cabello de mi coronilla.
—No. —Y como si todo ese tiempo hubiera estado
clavando los talones en los estribos para mantenerse
alejado, de pronto, el peso real de su cuerpo cayó contra la
silla y lo sentí por completo. Desde la parte posterior de los
hombros, pasando por mi trasero, y ajustándose a mis
piernas, muslo contra muslo, pantorrilla contra pantorrilla.
Recibí un fogonazo de calor en la clavícula que me hizo
entreabrir los labios—. Y pretendemos que siga sin saberlo,
sliseag.
Continué observando a Gwen, asegurándome de que no
se alejaba. Notaba un tamborileo nervioso en el pecho.
¿Cómo evitarlo? Me aseguré de que mi voz sonara firme y
calmada.
—Si es un secreto tan importante, no deberías contárselo
a cualquier sidhe que te encuentras.
Su muslo derecho presionó el mío, levantándome un poco
la pierna.
—Te recuerdo que la verdad se mostró por sí sola.
Además, tú no eres cualquier sidhe.
—Ni siquiera sabes mi nombre.
—Acabarás diciéndomelo. Por ahora, sliseag será
suficiente.
Tras unos cuantos segundos, volvió a apoyarse en los
estribos y me liberó de gran parte de su peso.
Y al fin, como ya intuía, sacó el tema que colgaba entre
ambos de forma evidente, como una astilla sobresaliendo
de un trozo de madera pulida.
—En cuanto a lo sucedido…
Me apoyé en el pomo para girar medio cuerpo hacia él.
Incluso en la silla de montar, mi frente apenas le llegaba a
la nariz. Eso no me importó. Estaba acostumbrada a mi
corta estatura y me había sido de mucha utilidad para hacer
creer a los desconocidos que era inofensiva. Para mí, era
una fortaleza, no una debilidad.
Ignoré la marcada línea de su mandíbula, sus labios (un
poco crispados, como si estuviera conteniendo una mueca)
y su recta nariz. Busqué sus ojos y le sostuve la mirada
como no lo había hecho con el leprechaun; de frente, sin
parpadear, convencida.
—No hay nada que hablar —murmuré, bajando el tono
para que aquello quedara solo entre nosotros. No era una
cuestión de respeto hacia él, sino de principios—. Me da
igual por qué ha sucedido, su significado o sus
consecuencias. Solo hay una cosa que me importa en este
mundo y es mi hermana, la niña que Morrigan se llevó. La
encontraré y luego seguiremos nuestros caminos. Ya
averiguaré cómo deshacernos de esto.
De nuevo el aire se espesó. Se llenó del aroma que
desprende la leña quemada, y sus pupilas variaron. No lo
suficiente como para ser verticales de nuevo, solo un aviso,
una advertencia, una sombra moviéndose bajo la superficie
y dando a entender que seguía ahí.
Y aunque continuó observándome sin parpadear (lo cual
resultaba inquietante, por más que odiara admitirlo), no
contestó. Ni una sola palabra, ni un solo gesto. Y aquello me
puso mucho más nerviosa que cualquier otra cosa.
—No nos conocemos de nada —insistí, procurando sonar
lógica y razonable—. Y, créeme, no te interesa.
—Sería mejor que no especularas sobre lo que me
interesa.
Mientras buscaba con desesperación una buena
respuesta, algo que zanjara el asunto, mi cerebro se atascó
debido al cansancio. La voz de mi madre regresó.
«Si aparecía la marca, estabas acabado».
«Nosotras vivimos solas. Y si eres lista, no cometerás los
mismos errores que yo trayendo al mundo bebés cuyo
destino es estar solas y asustadas».
Convivía con el recuerdo de esa mujer, y era una lucha
constante. A veces la veía tomar forma a mi lado, casi como
un ente físico, y tomarme de la mano. Era un agarre del que
no me podía deshacer con facilidad. Y aunque en la mayoría
de las ocasiones lo conseguía y continuaba con mi vida,
siempre estaba ahí. A mi lado, censurando todo lo que hacía
y decía. Condenándome hasta por respirar.
El naidh nac se sentía como algo parecido. Algo de lo que
no tenía escapatoria.
Recordé el momento en el que me abandonaron en aquel
callejón con la flecha clavada; cuando mi madre murió y
sentí alivio y terror al mismo tiempo.
Cuando Caeli desapareció de mi vista.
Todos momentos clave, situaciones de las que no pude
escapar y que hicieron que mi vida cambiara sin que yo
pudiera hacer nada.
Él, intrigado por mi prolongado silencio, me recorrió el
rostro con la mirada. Fuera lo que fuera lo que vio, provocó
que el extraño aroma a quemado se desvaneciera.
Apretó la mandíbula con evidente disgusto y desvió la
vista hacia el bosque.
—Cuando te dije que estaba tan jodido como tú, lo decía
en serio. —Como para remarcar sus palabras, la parte
superior de sus alas se agitó. Los espolones sobresalían por
detrás de sus hombros como picas mortales—. Te aseguro
que nada de esto entraba en mis planes.
Parpadeé, centrándome en el presente. No tenía
problemas para creer eso. Tanto su reacción como la de las
chicas, desconcertadas, había sido genuina. Él se había
desplomado cuando sus alas habían aparecido, y estaba
segura de que las llevaba ocultas por una muy buena razón.
—Bien. Entonces estamos de acuerdo.
Él esbozó una media sonrisa que no llegó a sus ojos. Sin
mirarme, asintió.
—No te preocupes, no exigiré de ti más de lo que estoy
dispuesto a dar.
CAPÍTULO 7
Cnoc, cnoc, cnoc.
Puede que encuentres una fae despechada.
Cnoc, cnoc, cnoc.
O tal vez un héroe y su oreja cortada.
Cnoc, cnoc, cnoc.
Aquí coronan a los reyes.
Cnoc, cnoc, cnoc.
¿Te lo has creído? Qué bobo eres.
Cantiga olvidada
N
os internamos en el bosque de Robabo pero, por
suerte, no nos encontramos con ninguno de sus
peculiares habitantes. Eso sí, el frío se tornó peor y
peor. El ruido de los cascos cada vez sonaba más duro,
puesto que el suelo estaba congelado, y ni siquiera
seguíamos un sendero. Dudaba que debiéramos estar por
allí, lo que hizo que me preguntara una vez más qué era un
cnoc y si el leprechaun nos llevaba hacia una trampa.
El drakon y yo no volvimos a intercambiar palabra, lo cual
agradecí. Había averiguado (o constatado) algunas cosas, y
había dejado en claro otras. Para mí, eso era suficiente.
También esperaba que se le hubieran quitado las ganas
de volver a presionarme para compartir montura.
Rodeamos un promontorio rocoso lleno de musgo, el
saliente de un escarpado, y encontramos a Sage y al
leprechaun. El último estaba de brazos cruzados y
taconeaba el suelo con impaciencia. Mis botas habían
desaparecido.
—El cnoc —dijo teatralmente, señalando un lateral del
promontorio. Acto seguido se esfumó, dejando suspendidas
unas motas verde brillante donde antes estaba su diminuta
figura.
Mientras Sage examinaba la roca, saqué la daga roja de
mi cintura y se la tendí a la rubia, que abrió los ojos de par
en par.
—Cómo… —Se echó las manos a la cadera, hacia sus
correas y fundas. Una de ellas, claro, estaba vacía—. ¿Me
has robado?
No parecía enfadada, sino más bien asombrada. Me
resultó lógico. Alguien que llevaba habitualmente el
uniforme de la Cacería Salvaje no debía estar acostumbrado
a que le sisaran. Por su forma de moverse, el brillo de su
cabello o su piel de porcelana, estaba claro que pertenecía a
una clase social alta. No me explicaba cómo alguien así
podía pertenecer a la Hermandad.
—Enséñame.
—¿Cómo dices?
—Ni siquiera sabría decir cuándo me lo quitaste. No lo
sentí en absoluto. ¡Tienes manos de ghillie!
Me pregunté qué podía tener yo de un guardián de
árboles hecho de hojas y ramas. Ni siquiera estaba segura
de que tuvieran extremidades.
—Dudo mucho que te haga falta aprender a robar.
Pestañeó un par de veces como si estuviera confundida,
pero no dijo nada más. Sage estaba rebuscando en uno de
los morrales mientras murmuraba en voz baja. Sacó y
examinó varios botes y sacos que me resultaron familiares.
Sabía lo que eran. Yo misma había creado con el paso de los
años un inventario decente en Galsnan.
Eran hierbas y piedras de drui.
La voz grave de Maddox me distrajo. Le había quitado el
bocado y las bridas a su yegua y a los sementales, y estaba
acariciándole el morro con la mano.
—Llévalos a casa. Evitad ser vistos.
Para mi absoluto desconcierto, la yegua cabeceó, casi
como si estuviera afirmando, y emitió un poderoso relincho.
Salió al paso hacia el bosque, seguida de los otros dos, y
desaparecieron entre los árboles.
Maddox se echó su morral y sus alforjas al hombro y pasó
a mi lado sin mirarme. Gwen fue la que resolvió (más o
menos) la duda.
—Epona no es una yegua común.
Eso era evidente.
Sage había dibujado un círculo en el suelo, frente a la
pared de roca, y lo había dividido en cuatro secciones:
norte, sur, este y oeste. Me removí con interés. Yo usaba un
paño para el procedimiento, pero lo importante era que el
círculo estuviera bien orientado. Y ese no lo estaba del todo.
Miré de las estrellas al suelo como cinco veces antes de
constatar que sí, la cazadora se había equivocado unos
milímetros. Quien no supiera sobre el arte drui, creería que
una diferencia tan nimia no sería importante.
Error. Poner un solo gramo de más o de menos en una
poción ya era alterar su composición y convertirla en otra
completamente distinta.
Tras rebuscar en otro saco, sacó un huevo de ágata. Casi
parecía un trocito extraído de la propia luna, brillante y
pulido. Sin dejar de murmurar en ningún momento, se
inclinó y puso el ágata en el extremo (casi) sur. Empecé a
hacer cálculos. Las piedras blancas se utilizaban, en un
sentido amplio, como guías espirituales. Orientadas hacia el
sur, traían acción, cambio y percepción.
Muéstrame el camino.
El promontorio que había señalado el leprechaun
comenzó a temblar, y su piedra a resquebrajarse. Grandes
trozos se desprendieron del centro, convirtiéndose en polvo
antes incluso de tocar el suelo. Solo permaneció en pie la
estructura exterior, que formó un arco que daba paso a una
oscuridad absoluta. Parecía que la puerta se había
desperezado después de una larga siesta, sacudiéndose el
polvo y todo lo que le había caído encima con el paso del
tiempo. Medía unos tres metros de altura, y podrían pasar
por ella tres hombres corpulentos cogidos del brazo.
Estaba boquiabierta, pero no podía evitarlo. Nunca había
visto algo así. ¿Una puerta encantada? Aquella era una
magia arraigada, con un propósito que había perdurado
siglos. No creía que quedaran cosas así en Hibernia. Los dos
primeros reyes Nessia habían tenido como propósito
deshacerse de esa clase de vestigios. De hecho, Nessia III
era conocido como El Pisahuesos porque eso era lo que
quedaba a sus pies para el momento en el que subió al
trono.
Sage, con la frente perlada de sudor, fue la primera en
encaminarse hacia la oscura gruta.
—Vamos —llamó—. No permanecerá mucho tiempo
abierta.
Los seguí con un nudo en la garganta. Tenía tantas
preguntas. Sentí un hormigueo en el estómago cuando
traspasé el umbral. En la piedra del portal había muescas,
símbolos sueltos aquí y allá. Toqué la empuñadura de mi
puñal, que, junto con las boleadoras, volvían a estar en su
lugar.
Gnomos, pensé al reconocer algunos símbolos, parecidos
a los del puñal. Esto fue construido por gnomos.
Así que, como mínimo, tenía cinco siglos de antigüedad.
¿Cómo habría reaccionado Caeli de haberlo visto? Habría
chillado de emoción, sin duda.
El interior olía a tierra profunda, raíces y moho. El
ambiente estaba saturado como cuando un lugar ha
permanecido mucho tiempo cerrado a cal y canto, pero se
podía respirar. El suelo, de tierra compacta, dio un respiro a
mis pies descalzos.
Maddox, por su parte, empezó a estornudar en cuanto
cruzó el umbral. Una, dos, tres, cuatro veces… Hasta que
fue imposible seguir la cuenta. Bocanada de aire que
tomaba, estornudo que salía. Una de las veces, chocó con la
pared de tierra y acabó con polvillo en el pelo, rostro y
hombros.
—Maldita sea —gruñó, tosiendo sin parar.
Gwen, que había sido la última en entrar, sonrió y enarcó
las cejas hacia mí.
—Esto es lo que pasa cuando metes dragones bajo tierra.
Entonces la puerta, como Sage había dicho, volvió a
cerrarse. O a reconstruirse, de alguna manera. Los cascotes
desaparecidos volvieron a su lugar, de arriba hacia abajo, y
la poca luz de luna que entraba fue menguando hasta
extinguirse por completo.
Sage carraspeó.
—¿Maddox?
Un segundo después, una luz anaranjada y potente nos
iluminó a los cuatro y un buen tramo de túnel. Y la luz salía
del propio Maddox. De su mano, concretamente. No había
encendido un farol o una linterna, sino que tenía envuelta la
muñeca, palma y dedos en fuego. Danzante, crepitante y
doloroso de mirar. Y como todos estábamos apiñados en la
entrada, incluso pude sentir el calor que desprendía.
Tenía sentido, al ser descendiente de dragones. Si alguna
criatura debía tener el poder de invocar fuego con el
cuerpo, era él.
Aun así, era increíble presenciarlo.
Él parecía también un poco sobrecogido al verse la mano
así como si fuera la primera vez.
Gwen le palmeó el hombro con suavidad.
—Hacía mucho tiempo, ¿verdad?
Se limitó a asentir, en un gesto un tanto solemne. Acto
seguido volvió a estornudar y el fuego desapareció.
—Joder.
A oscuras, Sage suspiró como si llevara sobre sus
hombros el peso de todo el reino.
D
e los cuatro ducados que componían Hibernia, Annwyn
era el único que ni mi familia ni mis antepasados
habíamos pisado. También era el más pequeño desde
que el primer rey Nessia había partido el territorio por la
mitad. Al norte lindaba con las Helglaz y el nacimiento del
río Muirdris, que atravesaba el ducado y sus valles antes de
continuar hacia Éremonh. Según los mapas que había
podido revisar, en la orilla este del río había varios pueblos,
todos pequeños. No había ciudades como Grimfear o Reims,
ninguna ruta comercial importante, grandes cultivos ni
minas. Quienes habían decidido continuar viviendo en
Annwyn lo habían hecho porque no tenían los medios para
trasladarse a lugares mejores, o eso se decía. Si se diera a
elegir a la mayoría del reino entre vivir en las Helglaz o en
Annwyn, optarían por congelarse el trasero sin dudar.
Y la razón estaba en la orilla oeste: el Valle de la Muerte.
Donde todo empezó y terminó.
Ya he rebasado muchos de los límites, ¿qué más da uno
más?
Era bien entrada la madrugada cuando nos detuvimos en
lo alto de una loma, a las afueras de una villa llamada Ailm.
Gwen fue quien se adelantó para avisar de nuestra llegada.
Estaba claro que todos sus habitantes estaban durmiendo.
La paz y la nieve flotaban sobre los tejados de pizarra azul;
parecía que las casas estaban recubiertas por las escamas
de un pescado al que habían echado mucha sal. Casi todas
las paredes estaban encaladas de blanco, y había
enredaderas y musgo creciendo en las fachadas. Muchas de
las chimeneas estaban encendidas y algún que otro
resplandor anaranjado se derramaba en la nieve. Un perro
ladró y un gato le contestó con un bufido indignado. Al
fondo había varias edificaciones más altas que las demás.
Me pareció un lugar apacible y limpio, cuando esperaba
encontrarme con casuchas en mal estado, lúgubres y
tristes. El Muirdris serpenteaba brillando como carbón
líquido.
Pero al otro lado del río…
Nada.
Ni montañas, ni más colinas, árboles u otras
edificaciones. La vista se perdía en la lejanía, un horizonte
un tanto desolador. Entrecerrando los ojos, creí distinguir un
destello escarlata que podía ser una duna del desierto de
Varmaeth. Tal vez me lo estaba imaginando solo porque
sabía que debía estar por allí.
Eché un vistazo a mi espalda. El bosque había quedado
atrás, pero había evidencia de vida por todas partes. Los
bordes del camino estaban a rebosar de rastrojos y
florecillas, y se escuchaba el cantar de algún búho.
Me giré de nuevo. Era sobrecogedor pensar que un solo
acto de maldad varios siglos atrás continuaba teniendo
consecuencias, como si la tierra no olvidara el daño. O como
si, al haberle arrancado de raíz su esencia, ya no fuera
capaz de despuntar de nuevo.
El drakon se alejó unos pasos de Sage y del parapeto de
hojarasca tras el que esperaban, y se acercó a mí. Cada vez
que lo miraba, intentaba no sorprenderme por la
combinación imposible entre sus alas y su uniforme de
cazador.
—Eres sigilosa —murmuró.
Lo observé sin expresión, lo cual, por algún motivo que se
me escapaba, lo hizo sonreír.
—Algunos sidhe que trasladamos están tan nerviosos, o
acaban de pasar por situaciones tan complicadas, que Sage
los ha tenido que dormir para llevarlos a un lugar seguro sin
armar escándalo.
Una vez, en Telmee, una familia entera había
desaparecido en extrañas circunstancias casi sin llevarse
pertenencias y sin que nadie se diera cuenta. Los vecinos
los habían señalado por actitudes poco comunes, y a sus
espaldas se susurraba toda clase de cosas. La peor, por
supuesto, era la acusación de ser sidhe.
Al día siguiente de su desaparición, un grupo de soldados
apareció en el pueblo. Registraron la casa de arriba abajo,
interrogaron a los vecinos (mi madre incluida) y, al no ser
capaces de averiguar lo sucedido, enfurecieron y quemaron
la casa. Antes de marcharse, dejaron una clara advertencia:
si alguien allí sabía adónde habían huido y no había
hablado, lo mejor que podía sucederle era la horca.
La única razón por la que mi madre no puso pies en
polvorosa fue que Caeli era demasiado pequeña para viajar.
Estaba convencida de que aquello había sido cosa de la
Hermandad, y se había puesto enferma solo de pensar que
los habíamos tenido tan cerca.
En ese momento debía estar revolviéndose en su tumba.
—Cuando las situaciones complicadas son una constante
en tu vida, aprendes a resolverlas de la mejor manera
posible —contesté—. Boca cerrada, discreción y pies rápidos
suelen ayudar bastante.
No me gustaba su forma de observarme, con aquella
intensidad que se veía multiplicada por el color extraño de
sus ojos; ladeando la cabeza como si quisiera examinarme
desde todos los ángulos posibles. Por fortuna para mí, no
dijo nada más, solo se quedó a un brazo de distancia,
contemplando la villa de brazos cruzados. Mientras
intentaba no desplomarme por el cansancio, me encontré
dando un paso lateral, poniendo más distancia entre ambos.
Me pareció que la comisura de su labio se estiraba.
Gwen regresó, una sombra encapuchada moviéndose con
agilidad.
—Justo esta noche ha habido una reunión, pero ya se han
ido todos —dijo al llegar a nuestra altura—. Pwyl nos espera
en el establo.
Descendimos la colina y nos dirigimos a la parte sur de la
villa. Por la forma de actuar de todos y su necesidad de
utilizar un cnoc, era evidente que intentaban a toda costa
que nadie viera las alas de Maddox. ¿Sabrían todos los
miembros de la Hermandad que había un drakon entre sus
filas, o lo ocultaba igual que con la Cacería Salvaje?
Lo más lógico sería mantenerlo en secreto. No sabía qué
clase de personajes se unían a la organización; pero ¿cómo
confiar una información tan crucial a cualquiera? Un solo
desliz y llegaría a oídos del rey.
«Tú no eres cualquier sidhe».
Contuve un bufido. No, no lo era.
Era la chica con peor suerte de toda Hibernia. Había
acabado en el peor lugar, en el peor momento, con las
personas que menos me convenían, descubriendo secretos
que no me incumbían.
Aunque fueran la mar de suculentos.
Pero eso no creaba lealtad entre aquellas personas y yo.
No existía un lazo de unión y hermandad automático entre
todos los sidhe por el mero hecho de pertenecer a los linajes
mágicos. Y si alguno de ellos pensaba lo contrario, era un
imprudente.
Cuando me di cuenta del lugar al que nos dirigíamos,
apenas lo pude creer; se trataba de un castillo. De lejos me
habían parecido múltiples edificios juntos por los distintos
tejados, también azules. De un solo vistazo contaba, al
menos, ocho. Y con el movimiento, la luz de la luna incidió
en una cúpula de cristal. Al acercarnos, descubrí sus altos
muros de piedra que lo apartaban del resto de la villa.
Rodeamos la parte trasera hasta un postigo para la
entrada y salida de carromatos. Por cómo se acumulaba la
nieve a los lados era evidente que había sido utilizada hacía
poco. Gwen abrió y nos hizo pasar al interior, donde los
muros ocultaban por completo la luna y nos dejaban en
penumbra.
Caminamos hasta una edificación mucho más sencilla, de
una sola planta, ancha, adherida a un costado del castillo.
Se podía oler el estiércol y la presencia de animales. Me
apoyé en la fría pared un momento.
Muchas voces entremezcladas, como cuando se reúnen
decenas de personas y todas quieren hablar a la vez, y
alguien gritando: «¡Callaos ya, maldita sea!», seguido de
risotadas.
Una voz ajada y profunda me dice al oído «bienvenida».
Aparté la mano de golpe. Como siempre, me
impresionaba más cuando percibía sentimientos buenos y
alegres que cuando era testigo de dolor y muerte. No es que
la oscuridad siempre eligiera a propósito cosas cruentas que
mostrarme, sino que, por norma, los recuerdos más
profundos de los seres vivos y de ciertos objetos, aquellos
que quedaban impregnados de manera indeleble, no eran
los más felices.
Me froté la oreja contra el hombro, incómoda. No paraba
de escuchar «bienvenida» una y otra vez, como un eco.
Maddox me miró con el ceño fruncido.
—¿Todo bien?
Me apresuré a asentir, irguiéndome más, y algo refulgió
en aquellos ojos dorados.
—Vamos, aquí podrás descansar.
Doblamos la siguiente esquina. Un hombre nos esperaba
allí, en las sombras de la puerta del establo. Lo primero que
pensé al verle fue que un soplo de aire podría derribarlo sin
problemas, de tan delgado que era. Tenía una estatura
media, hombros estrechos y el cabello rubio y desgreñado,
pero lo que más resaltaba de él eran sus anteojos redondos
y la prominente nariz afilada sobre la que estos reposaban.
Nos examinó con ojos sagaces que, al llegar a Maddox y
sus alas, se asombraron. El cigarrillo que tenía en los labios
bailoteó al hablar.
—Por las escamas del salmón sagrado —maldijo—.
¡Pasad, rápido!
Tampoco perdió detalle de mí cuando me deslicé junto a
él, siguiendo a Sage y a Gwen, pero no dijo nada. El interior
del establo, mucho más cálido que el exterior, hizo que
sintiera de golpe todo el cansancio, el dolor y el
entumecimiento. Como si el aire helado de finales del
invierno hubiera actuado de barrera. Desde las plantas de
los pies hasta los pliegues tras las orejas, todo lo sentía
como un hematoma. No podía ver mucho, el lugar estaba a
oscuras, pero sí distinguí sin problemas la forma de un
inmenso carruaje, de esos que solo se veían en las grandes
ciudades. Escuché el relincho nervioso de varios caballos.
El hombre de la nariz afilada no paraba de murmurarle
cosas a Maddox, que permanecía en silencio.
Una puerta se abrió al fondo y derramó luz amarillenta
sobre el suelo cubierto de heno. Una figura inmensa, tan
alta como ancha, nos hizo aspavientos desde allí.
—Rápido —llamó un vozarrón ronco, intimidante, como si
quien hablara fuera una caverna abisal y no un hombre.
Al acercarnos, procuré no quedarme boquiabierta. Había
visto muchos hombres grandes en mi vida. El mismo
Maddox era alto y musculoso, pero ¿este? Todo en él era
masivo.
Largo pelo castaño medio atado con un lazo de cuero
enmarcaba un rostro de rasgos impresionantes. Cejas
anchas, ojos oscuros y una poblada barba que ocultaba la
mueca de sus labios. La camisa le dejaba los brazos al
descubierto, cada uno tan ancho como yo misma, y cada
centímetro desde los hombros hasta los dedos estaba
cubierto por intrincados tatuajes azules.
Cuando levanté la mirada de nuevo, estupefacta, él me
estaba observando. En lugar de ofenderse por cómo lo
había examinado, cabeceó con suavidad.
—Bienvenida, lailee.
Muchacha. Incluso a pesar de su vozarrón, consiguió
sonar amable, cálido. Algo en mí se sintió bien al
escucharle. Al entrar al pasillo iluminado, no me pareció
estar metiéndome en un lugar desconocido en el que debía
revisar cada rincón para no verme sorprendida. Tan absurdo
como sonaba, me sentí a salvo.
Por primera vez en no sabía ni cuánto.
Los dedos me temblaban, la culpabilidad llegó como un
alud, así que me crucé de brazos para intentar protegerme.
—Gracias.
Él me observó unos segundos más, para luego girarse de
nuevo hacia el granero. No parecía tan impresionado ante la
imagen de Maddox como el rubio.
—Puedes continuar agobiándolo y haciéndole preguntas
retóricas en la cocina, Py.
No alcancé a escuchar la respuesta; ya estaba subiendo
las estrechas escaleras de madera que había al fondo del
pasillo, siguiendo a las chicas. Salimos a un rellano poco
iluminado, donde la temperatura ya era la propia de un
lugar caldeado por chimeneas o braseros. Olía a una mezcla
de ajo y calabacín que provocó que mi estómago vibrara,
demandando atención.
Crucé los brazos sobre el abdomen, haciendo presión
para acallar el hambre. Donde fuera que estuviera Caeli, ¿le
estarían dando de comer? ¿Tendría frío? ¿Estaría asustada?
Gwen me dedicó una sonrisa suave.
—Por aquí.
Me guiaba hacia lo que suponía que era la cocina, pero
mis talones se clavaron en el suelo. Los dos hombres y
Maddox continuaban abajo, sus murmullos llegaban
amortiguados por la escalera.
Sage observó mi postura defensiva, mi rostro, mis pies
descalzos, y pareció comprender lo que ni yo misma era
capaz de expresar.
—Ven, te llevaré a una habitación libre.
Aunque Gwen frunció el ceño, no dijo nada cuando ambas
desaparecimos escaleras arriba. El castillo no solo era
grande, también estaba bien acondicionado. No olía a
humedad ni a mugre. Si aquello pertenecía a la Hermandad,
estaba claro que no eran la banda de forajidos que pintaban
los rumores.
Presté mucha atención al recorrido, más por defecto que
a propósito. En aquella planta el suelo de piedra estaba
enmoquetado y silenciaba nuestros pasos. Desde la
escalera se abrían tres pasillos. Todos me parecieron
eternos. Sage giró a la derecha sin vacilar y fuimos hasta el
final; pasamos por varias arcadas con robustas aldabas de
metal. Dos salas estaban abiertas y no pude evitar echar un
vistazo: una era algo parecido a un despacho. De la otra
solo vi el refilón de una estantería llena de libros. ¿Una
biblioteca?
¿Dónde me había metido? Podía contar con los dedos de
una mano, y me sobrarían la mayoría, las personas que
tenían el poder necesario para poseer tantos libros.
Sage abrió la última puerta y me invitó a pasar.
—Suelo dormir aquí cuando venimos, pero hoy sufriré la
somniloquia de Gwen.
Si fuera una persona más amable me habría negado a
quitarle su dormitorio. Pero permanecí con los labios
cerrados. En ese momento, lo único en lo que podía pensar
era en que Sage cerrara esa puerta al marcharse.
Necesitaba estar sola.
Necesitaba respirar sin sentirme observada.
Necesitaba…
Sage salió de nuevo al pasillo.
—Descansa. Mañana puedes bajar directamente. Siempre
hay alguien por allí.
Sin más, cerró la puerta y sus pasos, casi imperceptibles,
se alejaron.
No vi mucho del dormitorio. Localicé la cama, hinqué las
rodillas en el suelo y enterré la cara en el almohadón para
ocultar el grito que me subía por la garganta.
Dejé que las lágrimas salieran. No me refrené ni até en
corto mis sentimientos, sino que cedí ante todo el vendaval
de desesperación que se había creado desde que Morrigan
se había llevado a Caeli. Permití que me zarandeara, me
arañara y me vapuleara. La oscuridad salió de sus
escondrijos, de debajo de la cama y de los rincones, y
acudió a mí desesperada por consolarme. Trepó por mis
piernas y espalda, me arropó como un manto lúgubre, se
enredó en mi cabello como dedos fantasmales.
Las clavículas comenzaron a arderme, como si
reaccionaran al dolor, pero las ignoré con la misma
determinación con que apagué cada uno de mis sollozos. En
lugar de sentirme más aliviada, el peso de la culpabilidad
por no haber protegido a mi hermana y no saber qué
demonios estaba pasando me ahogó más.
No supe cuánto duró aquello, pero, al final, caí rendida
por puro agotamiento. Jirones de oscuridad me secaron las
mejillas y me arrullaron.
CAPÍTULO 9
E
s un día cualquiera en Galsnan, con ventiscas que
obligan a caminar con los ojos entrecerrados y la
bufanda hasta la nariz. Estoy particularmente contenta
porque sé que los comerciantes del oeste están a punto de
llegar, y su visita siempre es algo diferente, algo que se sale
de la fría y monótona rutina de las Helglaz.
Pero en lugar de los comerciantes, los que entran al
pueblo son un grupo de soldados para examinar el trabajo
en las minas y los cargamentos de hematita. Lo reconozco
al instante. Tal vez, si no hubiera protagonizado muchas de
mis pesadillas en los últimos seis años, habría olvidado su
rostro.
Y lo que es peor, al mirarlo vuelvo a sentirme indefensa y
aterrorizada.
Regreso a la cabaña temblando de arriba abajo. Caeli me
pregunta qué ocurre, arrastrándome hacia el fuego para que
entre en calor. La observo entumecida. Ha crecido sana y a
salvo gracias a mí; la rescaté de aquellos soldados, de él, y
hui de la capital en medio de la noche tapando su boquita
con la mano, angustiada por tener que acallar a una bebé
llena de heridas. Todos aquellos sentimientos repulsivos
regresan vívidos a mí. Sin familia, sin hogar, sin ropa de
abrigo, rateando a escondidas, caminando más y más y más
hacia el norte, donde nadie quisiera seguirnos, donde nadie
pudiera atraparnos.
La vorágine de odio y resentimiento amenaza con
consumirme, la oscuridad los empuja hacia mí con
entusiasmo. Pronto, mi cabeza idea varios planes. Puedo
vengarme. Ya no soy una niña desamparada. Tengo los
medios. Él no me ha reconocido, lo cual solo escarba más
en mis heridas. Para personas como él, mi hermana y yo no
somos nadie, no somos dignas de ser recordadas o temidas.
Puedo cambiar eso.
Sé que puedo llenar su cuerpo de miedo y luego extraerlo
gota a gota.
La oscuridad asiente a todo, relamiéndose.
Entonces Caeli me coloca una manta por encima y me
abraza. En lugar de continuar planeando cómo devolverle a
aquel hombre tan solo una milésima parte de todo el
sufrimiento que nos causó, me concentro en lo real. El dulce
olor de mi hermana. Sus delgados brazos sosteniéndome.
Su aliento contra mi cuello. La cabaña en la que vivimos,
pequeña y austera; el único lugar en el que hemos podido
estar realmente tranquilas y hemos conocido la felicidad.
Poco a poco, me sacudo las telarañas del pasado. La
oscuridad gimotea, porque quiere salir a jugar.
¿Estoy dispuesta a arriesgar todo aquello por un solo
hombre? ¿Tiraría por la borda mi vida por aliviar durante
unos instantes el odio y la rabia?
No.
No merece la pena. Él, la Corte y mi propio linaje ya nos
han arrebatado bastante.
Así que, en lugar de salir en plena noche para culminar
un asesinato que nos hará huir hacia Grimfear, me acurruco
junto a mi hermana y continúo la historia sobre guerreros
con alas, islas de fuego y gemas de todos los colores. Es su
preferida.
Por eso nunca llegamos a trabajar en una panadería de
Grim-fear. Ese hombre ensangrentado no entra, la Cacería
Salvaje no lo persigue y nos encuentra. No creo piedras de
transmutación y no acabo en los muelles a merced de la
Reina Espectral. Caeli nunca me es arrebatada y no me veo
obligada a asociarme con la Hermandad.
Y, por supuesto, no me encuentro con esos ojos color
ámbar que me parece que me van a cambiar la vida para
siempre.
M
e levanté de sopetón, la urgencia de huir me golpeó
con fuerza. Como resortes, casi todos los demás me
imitaron. Los únicos que permanecieron quietos fueron
el drakon, que no se movió de la pared, y la chica silenciosa,
Veleda.
La recién llegada se adentró en la cocina quitándose los
guantes oscuros.
—Limitemos las tonterías en la medida de lo posible. He
viajado cinco horas en una calesa y es probable que mis
nalgas jamás vuelvan a ser las mismas.
Con un gruñido de alivio, se retiró el sombrero. Sin él, era
una mujer más bien pequeña, con el pelo oscuro recogido
en un apretado moño repleto de canas. Tiró el bonete sin
miramientos sobre la mesa y, con los labios apretados, me
miró.
—Siéntate. Aquí no hay enemigos.
—La escuché hablar con su amiguita sobre sidhe. Sobre
que los demonios son los salvadores y…
La mujer se sentó como si mis palabras fueran muy
aburridas.
—Me enterraría una flecha en la sien antes de
considerarme amiga de una imbécil como Catriona Bolg.
Mira a tu alrededor y piensa un poco, chica.
Con las manos apretadas en puños y el abdomen tenso,
lo hice. Me estaban observando, expectantes. No se habían
puesto en pie porque, como yo, estuvieran sorprendidos de
ver a una humana antisidhe entrando en la cocina. Lo
habían hecho debido a mi reacción.
Por un largo momento solo se escuchó el crepitar del
fuego y el burbujeo de lo que fuera que se guisaba en el
caldero.
—Es parte de la Hermandad.
Sin mirarme, los labios de la mujer, pintados de un
intenso rojo, se curvaron.
—Algo así. Y ahora, siéntate.
En cualquier otra circunstancia, hubiera permanecido de
pie solo para dejar claro que no era un títere manipulable.
Pero pensé en mi sueño y en lo que me había mostrado, y
me senté en silencio.
Ahora tenía a la mujer a la izquierda y a Aberdeen a la
derecha. El hombretón apoyó los antebrazos en la mesa,
con las manos entrelazadas.
—Como creo que ya has descubierto, la Hermandad dista
mucho de la idea que corre por Hibernia. Eso nos beneficia,
desde luego. ¿Creen que vivimos escondidos en los bosques
o incluso que somos una leyenda? Bien. —Dio un golpe
contundente a la mesa con las manos—. Cuanto menos
llegue a oídos de la Corte, mejor.
Yo siempre había sabido que eran muy reales. Los
traumas que mi abuela había heredado a mi madre, y que
mi madre había querido incrustarme, eran palpables, desde
luego. Al parecer, mi abuela había empleado magia no
común, magia que no tenían los demás linajes, delante de
un grupo de sidhe. Estos la habían retenido en contra de su
voluntad, probablemente creyendo que ocultaba algo
importante, aunque nunca consiguieron que confesara
nada. Cuando logró escapar, ya estaba embarazada de mi
madre. Para dejar constancia de lo peligrosos que podían
llegar a ser los propios sidhe para nosotras, incluida la
Hermandad, no dejó que mi madre olvidara jamás que era
fruto de los abusos que había sufrido.
Y mi madre hizo lo propio conmigo.
—Si no queréis exponeros ante la Corte, ¿por qué os
codeáis con humanas como la señora Bolg? Es una mujer de
alta cuna.
La mujer, que se había apoderado de la jarra de cerveza
que me había traído Maddox, dio un largo sorbo antes de
responder.
—¿Nunca has oído eso de «ten a tus amigos cerca, pero a
tus enemigos aún más»?
Señalé hacia Gwen, Sage y el drakon.
—¿Por eso ellos están en la Cacería Salvaje?
—La infiltración en la Cacería vino de forma natural,
podríamos decir. —Habló con cuidado, como si midiera muy
bien las palabras. Solo por su forma de sentarse, moverse y
expresarse con las manos, supe que era una muy buena
mentirosa, una artista manipulando su discurso. Tal vez
porque me sentía identificada. En ese momento, no
obstante, percibí una honestidad cautelosa—. Ellos son los
únicos, y corren un gran riesgo todos los días.
¿Correr un gran riesgo? Habían puesto un pie en el
cementerio de forma voluntaria. Incluso me preguntaba
cómo podían estar allí tranquilamente, cuando deberían
estar cumpliendo órdenes en alguna otra parte.
—Bonitas alas —dijo ella de repente.
El drakon las agitó un poco. Sonaba como ropa tendida
mecida por el viento.
—Lo sé.
La mujer se giró hacia la chimenea, donde Pwyl seguía
pendiente del caldero.
—Espero que eso de ahí sea el encantamiento sàrach
más fuerte de tu repertorio. Hay que esconderlas y
asegurarnos de que no vuelven a salir sin permiso.
—Bueno, vieja amiga, eso no depende solo de mí.
—El dueño de las alas está presente —dijo Maddox—. Y es
el primer interesado en ocultarlas.
La mujer exhaló un largo, largo suspiro. Lleno de
impaciencia y, a la vez, resignación.
—Nunca pensé que diría esto, pero ni siquiera tu naidh
nac es el mayor de nuestros problemas ahora mismo. Aun
así, felicidades. —De forma sorprendente, el tono de voz de
la mujer se suavizó y luego esbozó una ligera sonrisa,
pequeña pero auténtica. Su semblante serio pareció
transformarse por completo—. A los dos.
Luego me miró. Me esforcé por no mostrar ninguna
reacción, pero no pude mantener la mirada de la mujer y
acabé clavando la vista en la mesa. ¿Qué se suponía que
debía hacer o decir? ¿Dar las gracias? ¿Por algo que ni
quería ni podía aceptar?
¿Acaso no sabían lo que se decía por Hibernia sobre el
naidh nac? Y fuera verdad o mentira…
El drakon tampoco dijo nada, pero podía sentir la
intensidad de su mirada, con gran cantidad de palabras y
emociones turbulentas escondidas. Seguro que él tampoco
agradecía las felicitaciones.
La mujer se recostó en la silla, cerveza en mano.
—Ahora vamos a lo que nos atañe. En primer lugar, creo
que debería presentarme en condiciones. Mi nombre es
Ignas Sutharlan, duquesa de Annwyn. —¿Qué?—. Sí, soy
humana, pertenezco a la nobleza y trabajo para la
Hermandad. Cuando el primer rey Nessia dividió Hibernia y
repartió títulos a los humanos que habían combatido por
Teutus en la guerra, cometió varios errores. El primer duque
de Annwyn nunca luchó realmente por el dios, por lo que se
puede decir que provengo de una larga estirpe de farsantes.
Desde entonces, el castillo de Sutharlan acoge la sede de la
Hermandad.
Bajo la mesa, alguien bufó con indignación.
—¿El castillo de Sutharlan?
—Por las diosas, sigue vivo —farfulló Ignas—. Sí, bien, el
castillo de Sutharlan y los buenos brownies de Sporain. Y
ahora, me gustaría saber quiénes sois tú y tu desaparecida
hermana, y qué ocurrió durante vuestro encuentro con
Morrigan.
Era el momento de decidir si utilizaba una identidad falsa,
además de las múltiples mentiras sobre mi linaje, pasado o
familia. ¿Nos beneficiaría? ¿Nos perjudicaría? Ya no
recordaba la última vez que había empleado mi verdadero
nombre. Había sido Anna, Rose, Tiny, Elma, Muriel y muchas
más. Había sido coqueta, divertida, tímida, atolondrada,
embaucadora.
Había sido todas y ninguna.
¿Quién era yo? ¿Qué más daba usar mi nombre y no
cualquier otro?
—Mi nombre es Alanna, y mi hermana se llama Caeli.
Somos semifae. —Aunque sentía todos los ojos sobre mí,
ignoré la sensación. Le conté con muy pocos detalles que
habíamos vivido en muchos sitios, huyendo siempre que
creíamos que alguien sospechaba de nosotras. Y le hablé de
lo sucedido con Morrigan.
—Cuéntanos todo sobre tu encuentro con ella, muchacha.
No se iban a creer que no había habido alguna
conversación, pero tampoco tenían por qué saber toda la
verdad.
—No recuerdo mucho. Estaba muy débil. Sé que deshizo
mi piedra de transmutación como quien rompe una hoja
seca. Luego mi hermana intentó defenderme, y entonces la
diosa la tocó y… La convirtió en una osezna.
Aquello sorprendió a todos.
Un sonido metálico me instó a girarme. Pwyl había
soltado el cucharón dentro del caldero.
—¿Cómo dices?
—En apenas unos segundos, mi hermana pasó de ser una
niña de ocho años a una cría de oso. Era muy pequeñita.
Como un cachorro.
No pienses en ella ahora. No invoques su imagen ni los
sonidos que hacía.
Ignas tenía un profundo ceño de concentración.
—¿Qué más?
—La diosa se rio. No paraba de hablar con el cuervo sobre
su hombro. Luego tomó a mi hermana y desaparecieron.
Había plumas por todas partes.
Sage, Ignas, Aberdeen, Pwyl y Veleda se quedaron en
silencio.
—Os dije que todo había sido muy extraño, y eso que no
sabíamos lo que había ocurrido cuando Morrigan las apartó.
Entonces comenzaron a debatir sobre el tema, intentando
desentrañar las razones de Morrigan. La duquesa de
Annwyn tenía la mirada perdida, sumida en sus
pensamientos.
—Obviamente no es alguien a quien podamos visitar y
preguntar.
—¿Creéis que ha podido ponerse en contacto con alguno
de los comandantes?
—Deberíamos comprobar primero a los wideru. ¿Gwen?
—Solo me conceden permiso cuando escolto a acusados.
Podríamos idear alguna pantomima, claro, pero me va a
llevar tiempo.
Algo en todo aquello (o tal vez todo) me inquietó. Era
lógico que estuvieran sorprendidos, pero más allá de eso,
parecían…
Confusos.
Tan perdidos como yo misma.
Me incliné hacia delante.
—No tenéis ni idea de dónde está Morrigan ni dónde
puede haber llevado a mi hermana, ¿verdad?
Ignas salió de su trance y se giró hacia mí despacio.
—¿Cómo?
—Sage me enseñó su tatuaje e hizo toda clase de
afirmaciones sobre lo mucho que os preocupáis por los
sidhe. Puedo ver que la Hermandad está mucho mejor
organizada de lo que creía y os agradezco infinitamente
vuestra hospitalidad. Pero la única razón por la que estoy
aquí es porque creía que podríais serme de ayuda para
encontrar a Caeli.
—Nosotros serte de ayuda a ti, ¿eh?
Igual que en la panadería, la mujer me recorrió con la
mirada, desde el cabello sin peinar y atado con un trozo de
calcetín, hasta los pies descalzos. No era una imagen
impresionante; sabía que nunca había sido una muchacha
que llamara la atención por bonita o simpática, y siempre
me había consolado pensando que estaba demasiado
ocupada sobreviviendo como para tener que preocuparme
de lo que los demás pensaran de mí. Sin embargo, allí,
delante de todos ellos, bajo la mirada insistente del drakon,
fue la primera vez que deseé tener un aspecto más…
«Te ves horrorosa».
Simplemente más. Algo que no inspirara lástima o
repugnancia estaría bien.
—Es increíble, porque ni siquiera pareces la misma chica
que vi en la panadería. Ella tenía la mirada perdida y una
sonrisa bobalicona. Tampoco habláis igual. Ni os movéis
igual. Es como si te pusieras en la piel de otra persona sin
tener que emplear magia alguna.
Los dientes casi me rechinaron.
—No cambie de tema.
—No lo hago. Voy a contarte algo sobre Morrigan; muy
pocas personas en este reino mantienen algún tipo de
contacto con ella. Es una deidad caprichosa y llena de
secretos, ni siquiera sabría decirte dónde vive cuando no
está emborrachándose o infundiendo valor y rabia en los
soldados. ¿Por qué se presentó en esos muelles? ¿Qué vio
en ti y en tu hermana? ¿Por qué a ella la transformó en un
animal y se la llevó, y a ti te dejó viva? No tengo respuestas
para ninguna de esas preguntas, y eso, créeme, me
perturba muchísimo. Como persona con un ligero acceso a
la Corte, me aseguraré de reunir toda la información que
pueda. Ellos, desde la Cacería Salvaje, también tratarán de
averiguar si alguien comenta algo extraño sobre la Reina
Espectral.
Gwen se inclinó hacia delante, mirándome con inquietud.
—Por supuesto.
¿Reunir información? ¿Tratar de averiguar? Mi respiración
se fue acelerando y se mezcló con la fatiga por la mala
noche que había pasado. Eso implicaba tiempo, mucho
tiempo. No podía dejar a mi hermana en las garras de
Morrigan indefinidamente.
—No puedo quedarme de brazos cruzados mientras
hacéis eso.
Aunque tampoco tenía los medios para recuperarla.
¿Había sonado jadeante? La mera idea de haber venido
hasta aquí y ponerme en manos de unos desconocidos para
nada, era como colocarme al borde de un precipicio y mirar
fijamente al vacío.
La oscuridad fluctuó detrás de un barril de cerveza, al
otro lado de la mesa. Se mostró en el momento exacto para
recordarme que sí tenía medios, solo que no quería afrontar
las consecuencias de recurrir a ellos. Que, si quisiera, podría
destrozar el palacio, la Corte, la capital entera si hiciera
falta. Para ella yo era invencible, estaba deseosa de ser
utilizada y de utilizarme a mí.
Y luego ¿qué?, le espeté. Destruyo todo, me convierto en
eso que mi madre siempre creyó que era. ¿Y qué ocurre
después? ¿Qué seré para el resto del mundo? ¿Qué vida le
daré a Caeli?
La oscuridad no contestó, por supuesto. A ella no le
importaban esas cuestiones. Con un movimiento discreto de
dedos, la envié de vuelta tras el barril.
Un cosquilleo en las clavículas me distrajo, alejándome un
momento de la frustración y la ansiedad. Eché un vistazo al
drakon, pero él tenía la vista clavada en Ignas y el ceño
fruncido.
—Yo en tu lugar tampoco podría —aseveró la mujer. Y tras
entrecerrar los ojos, como si buscara algo concreto en mi
rostro, asintió con firmeza. Parecía alguien que acababa de
tomar una decisión importante—. Por eso te propongo ir a
buscar las respuestas tú misma.
Maddox se acercó de repente a la mesa, ambas alas
estirándose.
—Duquesa —dijo en tono bajo, oscuro, admonitorio.
La mujer lo ignoró por completo.
—Resulta que tengo una sobrina muy tonta que entra en
sociedad este año. ¿Alguna vez has pensado en ser espía?
De pronto, el drakon golpeó la mesa con un puño que
volcó vasos y esparció trozos de comida por todas partes.
En el otro extremo, Veleda dio un respingo.
—¿¡Ha perdido la cabeza!?
Una vez más, la mujer demostró poca o ninguna
preocupación. Se dirigió a Aberdeen.
—¿Podéis sacar al drakon de la cocina para tener una
conversación con la muchacha?
—¿Sacarme? —Aquello encendió incluso más la
indignación de Maddox. ¿O era algo más que indignación?
Me recliné, pegando la espalda por completo al respaldo, al
entrever de nuevo las sombras extrañas que parecían
revolotear sobre su rostro. Aquellos ojos se encendieron; y
las pupilas fluctuaron—. Lo que sea que tenga que hablar
con ella, lo hará delante de mí.
—Oh oh —murmuró Gwen.
—¿Por qué? ¿Acaso tú tomas partido en sus decisiones?
—De ninguna manera —respondí al instante.
Nuestros ojos se encontraron. Su aspecto y su expresión
me hicieron recordarlo echado sobre mí en el bosque, las
mejillas sonrojadas, los labios entreabiertos.
Aberdeen se levantó y se le acercó, cauteloso.
—Necesito que respires hondo, hijo.
Las aletas de la nariz del drakon estaban hinchadas.
—Estoy respirando.
—Ya…
—La chica tiene un motivo y, si no me equivoco, la
habilidad —dijo Ignas—. Y todos sabéis que Plumeria estaba
a punto de convertirse en un problema.
Sage tenía el ceño fruncido, poco convencida.
—¿De verdad cree que podría hacerla pasar por ella?
La mirada de Ignas volvió a repasar mi figura.
—No dista mucho del papel que interpretó en la
panadería. ¿Cuántos años tienes?
—Veinte.
La mujer esbozó una sonrisa llena de dientes e
intenciones.
—Perfecto.
Maddox apartó con un solo brazo a Aberdeen, dejando
patente su extraordinaria fuerza. El hombretón le hizo un
gesto a Pwyl, que se alejó con pasos rápidos hacia el
almacén que había bajo el altillo.
El drakon estaba fulminando a Ignas con la mirada, y
parecía ¿más grande? ¿Era eso posible? Como si sus
hombros y brazos se hubieran ensanchado.
—Deja de maquinar planes. No irá. —Su voz también se
había engrosado, enronqueciendo como cuando habíamos
peleado en el bosque—. La Corte es una trampa mortal y
ella no sabe nada.
—La entrenaré primero, no te preocupes.
—Y si alguien la descubre, ¿qué hará? ¿Cómo la
protegerá?
—¿Protegerla yo a ella? ¿A la chica que, siendo una
mestiza corriente, os noqueó a los tres en menos de un
minuto? —Le dirigí una mirada de asombro—. Ya te he dicho
que la prepararé. Además, la entrada en sociedad de
Plumeria estaba prevista para dentro de un mes y medio. En
el Teu Biadh. Precisamente el único evento al que Morrigan
está obligada a asistir. Qué conveniente, ¿verdad?
—Lo haré.
Todos me miraron.
La expresión de Ignas era de pura satisfacción, pero el
drakon apretó tanto la mandíbula que le surgieron venas
hinchadas por todo el cuello.
—No te expondrás a ese peligro, sliseag.
Lo miré a los ojos sin parpadear. Las clavículas no habían
dejado de picarme en los últimos minutos, aunque me
negaba a tocarlas.
—Yo decido cuánto peligro puedo enfrentar.
El ámbar refulgió y, no como antes en el pasillo, no fue
algo sutil. Emitió auténtica luz.
Echó a andar hacia mí.
—Eso ya lo veremos. Tú…
Apenas había dado tres pasos cuando un chaparrón le
cayó encima. Bajo la mesa, Hop chilló de indignación.
Pwyl soltó el barril, ahora vacío.
De la cabeza, las alas y los hombros mojados de Maddox
se elevaban con un siseo nubes de vapor. Respiraba con
fuerza, casi jadeando, las manos apretadas en puños y la
vista clavada en el suelo. Aquella vez, cuando Aberdeen
intentó asirlo, no se resistió. Tanto él como Pwyl lo
condujeron fuera de la cocina, ambos murmurándole en voz
baja.
Sin decir una palabra, Veleda correteó tras ellos.
—Él no es así —se apresuró a aclarar Gwen, y era
evidente que se dirigía a mí—. El naidh nac…
—Da igual. —La corté en seco—. No pasa nada.
La duquesa de Annwyn soltó una risa seca.
—Ay, querida, sí que pasa, pero creo que me gusta tu
actitud. Ahora, debo advertirte algo: no hago promesas en
vano. —Se giró por completo hacia mí, mostrando el corsé
negro con flores brocadas que hablaba tanto de su alto
estatus como de algún luto que todavía guardaba—. Sé que
harás todo lo posible por recuperar a tu hermana, pero no
puedo prometerte que la encontrarás y que volveréis a
casa. El chico está un poco exaltado por las circunstancias,
pero no le falta razón. Éire es el lugar más traicionero de
todo el reino, y en la Corte siempre hay intereses ocultos. Y
cuanto más te codees con ellos, más te mancharás.
Manchas que tal vez no consigas limpiar nunca.
—Frotaré con fuerza —fue mi respuesta, porque esa era la
verdad. Nada importaba si estaba en juego la seguridad de
mi hermana.
La mujer me examinó con los ojos entrecerrados durante
unos segundos.
—Lo que veo en ti… —Inspiró hondo por la nariz—. Espero
no arrepentirme.
—Si me acerca a Morrigan y a mi hermana, le juro que, a
cambio, averiguaré lo que necesite.
Pero Ignas esbozó una sonrisa mordaz.
—No me refería a eso.
CAPÍTULO 11
«El mejor maldito estofado de mi puñetera existencia».
El héroe Fionn sobre el estofado de El bandido y el jabalí
U
nos toques en la puerta me sacaron de mis
pensamientos. Llevaba sentada en el diván del
dormitorio con la espalda contra la cama varias horas.
Después de nuestra conversación, Ignas se había retirado a
descansar, quejándose una vez más de sus pobres nalgas.
Me había dicho que meditara bien lo que habíamos hablado
y que, si cambiaba de opinión, no ocurriría nada. Me había
limitado a mirarla con estoicismo y ella se había marchado
soltando una risita.
Un mes y medio.
En un mes y medio, tendría a Morrigan cerca. ¿Qué haría
cuando la viera o cómo enfrentaría la situación para saber
dónde estaba Caeli y cómo recuperarla? No tenía ni idea.
Pero disponía de tiempo para planearlo. La historia de
Hibernia había demostrado que ni siquiera los dioses y los
seres supremos eran invencibles: todos tenían puntos
débiles.
¿Podría Caeli aguantar tanto?
Si me concentraba mucho, podía sentir el latido de su
corazón, su energía dulce. Estábamos lejos la una de la otra,
pero era fuerte. La había protegido, pero también la había
enseñado a sobrevivir. ¿Tal vez debería haberle explicado
más cosas? ¿Haberle brindado más herramientas?
Contuve un suspiro, abrí la puerta y me encontré con
Gwen. Tenía una bolsa de tela en las manos.
—Te he traído unas mudas y unos zapatos. Es todo mío,
así que creo que deberían estarte bien.
Esperaba que no hubiera ningún vestido entre aquellas
prendas, pero tampoco podría quejarme. Todo lo que me
rodeaba era prestado bajo la consideración de la duquesa
de Annwyn y de la Hermandad. Y aunque no me gustara
sentirme en deuda con nadie, diablos, sabía ser agradecida.
—Gracias, Gwen.
La rubia esbozó una gran sonrisa.
—De nada, Alanna.
El corazón me dio un vuelco. No estaba nada
acostumbrada a que me llamaran por mi nombre real. Se
sentía incorrecto, como si estuviera haciendo algo malo.
—Tu nombre y el de tu hermana son preciosos, por cierto.
Bueno, no sabía por qué mi madre me había puesto aquel
nombre, pero el de Caeli lo había decidido yo. Lo había
sabido en cuanto había sostenido a mi hermana en brazos
por primera vez, todavía llena de sangre y líquido amniótico.
Yo misma había cortado el cordón umbilical y luego la había
bañado junto al fuego. Había nacido pequeña y delgada,
pero se apropió de mi dedo índice con una fuerza
sorprendente. Caeli, había decidido entonces. De apariencia
frágil, pero con la misma resistencia que una hoja perenne.
Mi madre, todavía aturdida tras el parto, no se opuso.
En lugar de irse, Gwen se balanceó sobre sus pies.
—La casa está muy tranquila. Sage debe estar
practicando pociones con Pwyl, Aberdeen estará golpeando
la cabeza de Maddox contra algún árbol, y yo me aburro
muchísimo. He pensado que tal vez querrías dar un paseo
conmigo. A no ser… —me miró de arriba abajo, dudosa—
que seas de esas a las que les gusta estar a solas con sus
pensamientos.
Lo dijo como si fuera la peor característica del mundo, y
no pude evitar una sonrisa. No, no encontraba nada
divertido estar sola. Siempre había tenido a mi hermana
conmigo. Sin Caeli y sin nada que hacer, parecía dar más
cabida a que mis pensamientos me invadieran. Y estos casi
nunca eran agradables.
—Me cambiaré rápido.
El rostro de Gwen se iluminó.
—Sabía que eras de las mías. ¡Te espero en el vestíbulo!
Para mi sorpresa, Gwen había escogido de entre sus
prendas aquellas con las que me sentiría más cómoda.
Seguramente, al ver mis harapos, había deducido que no
utilizaba la típica ropa interior de una jovencita de su edad.
Por suerte, tampoco tenía la clase de pechos que
requerían de sujeción, y jamás había asistido a lugares
donde me hubieran sido necesarios.
Eso puede estar a punto de cambiar si voy a hacerme
pasar por la sobrina de una duquesa.
Respiré aliviada al encontrar unos pantalones negros de
cintura alta. Me puse una blusa verde que se anudaba por
delante, de una tela tan suave que parecía que me
acariciaba los brazos. No entendía de alta costura, pero
tendría que ser idiota para no apreciar el brillo que
desprendía al hacer contacto con la luz.
Los botines eran de cuero negro en muy buenas
condiciones. Me estaban un poco pequeños, pero servirían.
Incluso había añadido dos pares de calcetines de lana, sin
agujeros ni remiendos. Por último, me coloqué mi viejo
cinturón con la funda para el puñal.
En el vestíbulo, Gwen me esperaba con dos capas
oscuras. Con cierta cautela, tomé la que me tendía.
—No son las de nuestros uniformes —dijo como si hubiera
adivinado mis pensamientos. Se echó la suya sobre los
hombros con una floritura y la abrochó al cuello—. Odio
llevar esa insignia. Con todo mi ser.
Salimos al patio de armas sin cruzarnos con nadie, por lo
que debía ser cierto que todos estaban ocupados con sus
propios asuntos. Desde que el drakon había desaparecido
de la cocina tras su enfado desproporcionado, las clavículas
habían permanecido tranquilas. Aunque tampoco había
vuelto a mirármelas en el espejo.
Ya odiaba el hecho de asociar cada sensación en esa zona
con él.
El día continuaba despejado; estaba atardeciendo y una
brisilla helada que parecía venir desde los mismísimos
glaciares del norte corría por Ailm. Me arrebujé dentro de la
capa, de una lana suave y calentita.
Gwen se encaminó hacia el muro exterior, donde otras
puertas dobles estaban abiertas de par en par, como si
cualquiera de la villa pudiera tener acceso al castillo.
Descubrí el establo por el que habíamos llegado la noche
anterior a la izquierda, un pozo en el centro del patio y un
edificio independiente junto al muro con una gran chimenea
de la que salía humo. ¿La herrería, tal vez? Lo cierto era que
el castillo de Sutharlan tenía todo lo que se podía esperar
de un castillo. Excepto personas. No había jornaleros o
mozos de cuadra por allí y, ahora que lo pensaba, tampoco
había visto servicio en el interior. Ni mayordomos ni amas
de llaves o criados.
Solo Hop, el brownie, y dudaba que él se considerara a sí
mismo parte del servicio. Al parecer, era copropietario del
castillo.
Al cruzar el muro exterior, la villa se desplegó ante
nosotras como una alfombra blanca, azul y marrón.
Gwen aspiró hondo, como si no le importara que el frío
entrara en sus pulmones.
—Ailm es la población más grande de Annwyn, aunque te
habrás dado cuenta de que eso no significa mucho. —
Enfilamos un camino donde la nieve y el barro habían sido
machacados por el paso de carruajes y carromatos. Llevaba
directamente a la villa—. Una vez fue una ciudad tan
próspera como Éire o Grimfear, con granjas muy
productivas. Todo Annwyn poseía la mayor riqueza de
Hibernia. Ahora… —Exhaló un suspiró—. Tiene mucho
encanto, eso sí.
Yo también lo había oído. Lo ocurrido en el Valle de la
Muerte se consideraba una de las grandes hazañas de
Teutus, el lugar en el que todo había empezado. En las
escuelas se enseñaba a los niños cómo el dios había
declarado la guerra a la Tríada de la manera más brutal y
directa posible. Se había presentado en un banquete en
honor a Xena, la diosa de la vida, el hogar y la alegría. La
había asesinado sin miramientos y luego había arrastrado
su cuerpo desde el valle hasta las costas del oeste de
Hibernia. Luego tiró su cadáver al mar. Allí donde la sangre
de la diosa tocó el suelo, la vida pereció. De esa manera, la
mayor parte de Annwyn se convirtió en un desierto seco y
estéril.
Fue el primer rey Nessia el que dividió Annwyn y
proclamó que aquellas nuevas tierras desérticas se
llamarían Varmaeth, cuyo significado era «manto rojo».
—Una vez escuché que fue el bosque más grande de
Hibernia.
—Se llamaba Borestel, y era más extraordinario, bello y
exuberante de lo que te puedas imaginar —afirmó Gwen
con una suave sonrisa cruzando sus labios—. Hogar
ancestral de los fae, donde sidhe, humanos y toda clase de
criaturas convivían en perfecta armonía. Había árboles tan
altos como montañas en cuyo interior existían ciudades
completas, y sus raíces se utilizaban como puentes para
cruzar los múltiples afluentes del Muirdris. Había casas con
techos de cristal, luces que colgaban de las ramas, y
veneraban tanto la vida y sus frutos que, si prestabas
atención, siempre se podían escuchar celebraciones y
música en alguna parte.
La observé con perplejidad. La imagen que Gwen había
dibujado en mi mente con sus palabras era maravillosa.
Irreal, pero hermosa.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Podría mentirte y decir que leo mucho, pero la verdad
es que me duermo solo con ver la portada de un libro. Eso
sí, me encanta escuchar a Sage cuando divaga sobre sus
estudios.
—Pero no existen libros que traten temas anteriores a la
guerra —dije, a pesar de que yo misma había encontrado (y
sisado) unos cuantos. No era algo que fuera pregonando por
ahí—. Fueron todos destruidos.
Gwen chocó su hombro contra el mío juguetona.
—Prohibidos, sin duda. Destruidos, ni hablar.
Pensé en la biblioteca que me parecía haber visto la
noche anterior. Si ellos poseían libros de antes de la guerra,
¿qué contarían? ¿Más historias como las del bosque de
Borestel? ¿Algo relacionado con las Islas de Fuego y sus
gemas? ¿Tal vez la verdad que la Corte llevaba siglos
ocultando?
¿Hablarían de la profecía?
—Puedo preguntarle a Pwyl si te da permiso para leerlos
—propuso Gwen.
Mi corazón se aceleró. Eso sería…
«La curiosidad nunca lleva por buenos caminos, hija.
Recuerda este dolor la próxima vez que te sientas tentada a
ir donde no debes».
Esa había sido la filosofía de mi madre.
Pero el conocimiento siempre es poder.
Asentí.
—Me encantaría, gracias.
La villa de Ailm, como había dicho Gwen, era pequeña y
sin duda alguna con mucho encanto. Mientras caminaba por
las calles, limpias y llenas de colores, me encontré
respirando hondo como había hecho ella. Había flores
creciendo en las esquinas de los edificios y en macetas
junto a las puertas de casas y negocios. El camino desde el
castillo desembocaba en la única plaza. No estaba
pavimentada y había brotes de hierbajos por todas partes.
En el centro surgía una bonita fuentecilla.
Con las manos en el interior de la capa para mantener el
calor, miré de refilón a Gwen. La chica casi iba dando
saltitos, feliz solo por aquel paseo.
—Supongo que os estarán esperando en alguna parte —
aventuré.
—Todavía disponemos de algo de tiempo, con la excusa
de investigar lo sucedido en los muelles. Pero sí, siempre
debemos regresar para no levantar sospechas. Estos
momentos lejos de Éire, de la Academia y de la Cacería son
muy escasos.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
Gwen primero giró el rostro hacia mí como si estuviera
sorprendida, pero se apresuró a asentir.
—Claro.
—¿Qué fue primero, la Cacería Salvaje o la Hermandad?
—Ah. —La chica inspiró y luego soltó el aire despacio. Nos
detuvimos junto a la fuente y su constante borboteo. Había
trozos de hielo y ramitas flotando en la superficie. Al otro
lado, dos niños le hacían cosquillas a un perro—. Nadie me
había preguntado nunca eso, la verdad. Creo que… no
sabría decirte. Al fin y al cabo, siento que no elegí
conscientemente ninguna de las dos.
—Son dos organizaciones importantes y opuestas. ¿No
elegiste ninguna?
—Aunque te cueste creerlo, no. En mi familia, presentarse
a las pruebas de selección de la Cacería es un deber, no una
opción. Bueno, ellos lo llamarían «privilegio sagrado». —Se
rio de una forma que no le había adivinado. Sarcástica, sin
humor. Tenía la vista clavada en las ondas que se formaban
en la superficie del agua—. Así que siempre supe que iba a
acabar con la insignia del cuervo en el pecho, daba igual lo
que hiciera o dijera. Algunos días pensé que incluso si me
moría me enterrarían con el uniforme, como correspondía.
—Parece que tu familia es… obstinada.
Gwen bufó.
—Sí, digámoslo así. En cuanto a la Hermandad… ¿Puedo
decir que la escogí, cuando no me lo había planteado hasta
que supe de primera mano de lo que eran capaces la Corte
y el rey? No lo sé. Me vi en una encrucijada, con dos
caminos en los que había la misma cantidad de sangre,
dolor y sufrimiento. Me decanté por el que creía que me
haría dormir tranquila por las noches.
Había algo muy parecido a la culpa en su voz. Al
remordimiento. Habiendo nacido en el seno de una familia
rica, el simple hecho de que hubiera llegado a esa
encrucijada ya era insólito. Hibernia no criaba humanos que
pudieran tomar esa clase de decisiones, al rey no le
convenía. Y los que se atrevían a hacerlo, acababan
ahorcados o con sus cabezas clavadas en picas.
Entendía que hubiera sidhe que se unían a la Hermandad.
Ellos eran los oprimidos y los grandes despreciados de la
Corte. Pero ¿los humanos? Ellos nacían con privilegios por el
simple hecho de no poseer magia. Podían vivir en la feliz
ignorancia.
Me balanceé un poco hacia Gwen hasta apenas rozar su
hombro. No era entusiasta del contacto físico por motivos
evidentes, así que yo misma me sorprendí.
—A mí me parece una razón muy válida.
La rubia parpadeó con confusión. Sus pestañas eran
largas y rizadas, pero tenían el mismo tono dorado que su
cabello y apenas se distinguían de su piel pálida.
—¿Dormir tranquila?
—Tener la conciencia limpia.
Las mejillas de Gwen enrojecieron. Me observó con los
ojos bien abiertos, como si acabara de descubrir algo nuevo
y fascinante en mí.
—Tengo que confesarte algo —susurró.
—Por favor, no me digas que en realidad eres una selkie.
—Me pareces increíble.
Solté una carcajada al aire que provocó que muchas de
las personas de la plaza se giraran hacia nosotras. El sonido
me resultó extraño incluso a mí misma, porque solo había
habido dos personas que habían logrado hacerme reír sin
tapujos a lo largo de mi vida. Una de ellas era Caeli, aunque
lo cierto era que mi hermana solo tenía que levantarse de la
cama con los ojos llenos de legañas para divertirme.
Gwen arrastró los pies, como si estuviera limpiando las
suelas.
—No sé si debería ofenderme. —Una sonrisa reticente
curvó sus labios—. Te perdonaré porque tienes una risa
preciosa.
—Lo siento, no ha sido… No me he reído por lo que crees,
es solo que… —Me señalé a mí misma—. Te lancé unos
polvos que podrían haberte dejado inválida por el resto de
tu vida, me he mostrado desconfiada y reservada, e incluso
te robé. ¿Increíble? ¿De veras?
—Tal vez apreciamos cosas distintas de las personas. Yo
veo a una chica astuta, fuerte y capaz de cualquier cosa por
salvar a su hermana. Así que tienes razón. Increíble no
abarca por completo lo interesante que resultas.
Me guiñó un ojo y supe sin lugar a dudas que Gwen debía
dejar un rastro de corazones rotos allá por donde pasaba. Y
no es que pensara que me estaba engañando o endulzando
los oídos. Pero recibir halagos cuando yo misma guardaba
tantas partes de mí misma resultaba…
Incómodo.
Porque dudaba que opinara lo mismo si descubriera todas
las aristas del complicado prisma que era mi vida.
M
e crucé con Veleda de camino a la cocina. Llevaba una
cesta repleta de herbajes y frascos. Distinguí tiras de
corteza de abedul, bayas de acebo, artemisa en una
ampolla de vino, una copa de plata e incluso un capullo de
aulaga. Para un ojo familiarizado con las pociones y los
encantamientos, todo aquello tenía un sentido muy claro.
—Supongo que no funcionó.
Veleda negó con la cabeza, con las puntas castañas de su
cabello rozándole la mandíbula. Me llegó el aroma que ya
asociaba con ella, una mezcla de nueces y bayas negras
bastante peculiar. Debía de fabricarse sus propios jabones.
—La cerámica explotó y Gwen tuvo que tirarse al suelo
para no resultar herida.
Siempre hablaba en un tono más bajo de lo normal, sin
llegar a ser un murmullo, pero obligando a quienes la
rodeaban a prestar mucha atención para no perderse sus
palabras. Y no podía jurarlo, pero me dio la sensación de
que las comisuras de sus labios se elevaban un pelín.
Sonriendo, di unos toques en la copa.
—La plata tampoco ayuda. ¿Tenéis calderos de cobre?
—Junto a la chimenea.
—Bien. Yo lo subiré.
Se marchó sin decir nada, aunque sabía que le daba
pavor que corrigiera a Sage o le propusiera cambios en sus
elaboraciones. Desde que le había dicho que añadiendo
tanta retama a su brebaje para migrañas solo conseguiría
hacer de vientre como un conejo, se había mostrado muy
susceptible. Al parecer, la sanación era la materia en la que
peor se desempeñaba. Y, para ser un drui, había que
dominar a la perfección encantamientos, adivinación y
sanación. Todo sustentado en las herramientas que los fae
podían manejar: piedras y hierbas.
Tampoco ayudaba que yo hubiera dicho que lo había
aprendido por mí misma. Me había guardado la parte en la
que robaba libros prohibidos o ingredientes que no podía
pagar, claro.
—Los polvos que lanzaste a Gwen se llaman morc, y son
tan complicados de elaborar que no se permite intentarlo
hasta tener, al menos, quince años de estudios drui —me
había dicho, completamente iracunda—. ¿Y pretendes que
me crea que los fabricaste tú sola, sin guía, sin textos, y que
conservas todos los dedos?
Para intentar calmarla, le había mostrado las yemas de
tres de mis dedos, blancas y lisas por las profundas
cicatrices.
—No estoy diciendo que fuera sencillo o que tú estés
equivocada. Pero tal vez no haya un solo camino para
aprender.
Su respuesta fue un bufido y lanzarme un libro a la
cabeza. Hubiera pensado que había sido un ataque de no
ser por el título: El arte de ser un drui. Tan solo en el primer
pasaje se describía el arduo camino que emprendían los fae
que sentían esa llamada especial, esa necesidad de
comulgar con la naturaleza y la magia a un nivel superior.
Que a pesar de que todos los fae nacían con habilidades
innatas para manejar alguno de los cuatro elementos, solo
los más aplicados, los más perseverantes, podían llegar a
considerarse drui. Y un drui, según el propio libro, era el
pináculo de la sociedad fae. El rey Paralda había contado
con un consejo de seis drui que hacían las veces de
guardias personales, médicos reales y guerreros de élite.
Entendía lo que Sage había querido decirme al tirarme el
libro. Creía que me estaba burlando de una figura sagrada.
Lamentablemente, no podía explicarle que la verdadera
razón por la que me había resultado posible adquirir
habilidades drui sin un maestro era que mi linaje y el de
Caeli contenía regalos excepcionales. Para mi madre solo
eran una parte más de la maldición, pero yo siempre había
tenido en cuenta la noble intención detrás de aquellos
dones.
Así que no podía ser sincera, pero ¿evitar que la pobre
Veleda, que era el sujeto de experimentos de todos sus
ensayos, se pasara las próximas semanas abrazada a un
orinal? Eso sí podía hacerlo.
En la cocina no me costó encontrar a Hop. Estaba en su
habitación, en el altillo, sentado frente a su rueca en
miniatura. Me detuve al final de las escaleras.
—¿Puedo subir?
—No hay espacio para una ard.
Ard, «piernas largas», así era como muchas criaturas
diminutas nos llamaban a los sidhe y a los humanos.
—Me agacharé.
No replicó más, así que me lo tomé como una bienvenida
calurosa. Al llegar a la parte alta, tuve que gatear hasta el
rincón en el que estaba Hop, con mucho cuidado de no
tropezar ni tirar ninguna de sus pertenencias. Había cosas
que me hacían querer sonreír como una tonta, como una
sopera que hacía las veces de bañera, o el perchero lleno de
sombreros con cientos de botones de todas las formas y
colores.
Hop me observó sin dejar de trabajar en algo que parecía
una bufanda.
—Estás igual.
Por inercia, me eché un vistazo. Gwen había dejado otras
prendas de ropa en mi dormitorio hasta en dos ocasiones
más. A la tercera, tuve que devolverlas. No usaría jamás
tanta ropa. Solo me hacía falta tener una muda mientras
limpiaba y secaba la otra. Así que tal vez a eso era a lo que
se refería Hop, a que siempre optaba por pantalones
oscuros y blusas sencillas.
Saqué la talla del bolsillo e intenté no ponerme nerviosa
por aquella bobada. Era un detalle que había esculpido para
él. Una figurita de madera del tamaño de mi pulgar.
—Te he hecho algo.
Sus ojillos oscuros volaron con rapidez a mi mano y,
cuando vio lo que había allí, la rueca se detuvo. Como no
decía nada, me apresuré a explicar.
—He visto que te gusta mucho la cerveza, así que he
pensado que estaría bien que tuvieras una jarra que no te
cueste tanto levantar.
Todas las noches sin falta, alguien, daba igual quién, le
servía cerveza a Hop. Por lo que había entendido, era parte
de la antigua tradición entre los brownies y los dueños de la
casa; a cambio de todo el trabajo, le ofrecían su bebida
favorita. Y aunque ya hacía muchas generaciones que la
familia de Hop estaba asentada en el castillo de Sutharlan,
continuaban dándole su parte.
Hop se apartó de la rueca.
—¿Dices que lo has hecho tú? ¿Con esos dedos gordos?
—Ni más ni menos.
Por fin cogió la jarra. Al verla en sus manos de largas
uñas negras, me relajé. Era del tamaño perfecto.
Una racha de viento en el exterior hizo crujir toda la
cocina, haciéndola sonar como una bestia que se
desperezaba. Pasaba a menudo, al ser la única estancia de
todo el castillo hecha por entero de madera.
Pero, para mi sorpresa, Hop contestó aporreando el suelo
con un pie.
—¡Ya te escuché la primera vez!
Me quedé un poco perpleja. Estaba segura de que no
había nadie bajo el altillo. La duquesa se pasaba el día
haciendo visitas a los vecinos de Ailm, interpretando su
papel, y Gwen, Sage y Veleda estaban en la biblioteca.
—¿Con quién hablas?
—Para hablar sería necesario que las dos partes escuchen
y sean escuchadas. ¡Y eso no sucede aquí! —Dio otra
patada que apenas hizo vibrar el suelo.
Un tronco de la chimenea estalló y lanzó unas cuantas
chispas por los tres arcos. Aquello exasperó aún más a Hop.
—¡Eres una necia! —gritó a la chimenea.
A gatas, empecé a retroceder hacia la escalera.
—De acuerdo, creo que no he venido en un buen
momento. Debo volver a la biblioteca antes de que Sage
envenene a Veleda, así que… Sí… hasta más tarde.
Tomé a toda prisa un caldero de cobre y salí de allí sin
dejar de escuchar toda clase de improperios del brownie.
Sabía que tenía muy mal genio, pero no que hablara solo.
Llegué a la biblioteca a tiempo de evitar que Sage
añadiera la artemisa en la copa de plata y convirtiera toda
aquella planta en irrespirable durante horas.
Y aquella noche soñé por primera vez con un dragón.
Hay un dragón en el bosque.
¿O hay un bosque en el dragón?
Es tan grande que los altos robles parecen pequeños
arbustos en comparación con sus cuatro poderosas patas.
Se pasea de un lado para otro, aplastando todo aquello que
pisa, su larga cola agitándose con impaciencia. Las púas del
extremo crean unos surcos tan profundos en el suelo que
una persona necesitaría cuerdas para salir de ahí.
Entonces, los ojos de color ámbar, rasgados y de pupilas
verticales, se fijan en mí. Se detiene en seco.
Me aproximo, fascinada. La noche, la luna y las estrellas
hacen que la piel escamosa de la bestia parezca obsidiana
pulida. ¿Será frío o cálido? ¿Duro e inflexible, o viscoso
como las serpientes? Su envergadura me obliga a girar por
completo la cabeza de izquierda a derecha para
contemplarlo desde el morro hasta el final de la cola. No me
imagino lo que abarcaría si extendiera las alas.
El dragón se sienta sobre sus cuartos traseros y luego,
estirando las patas hacia delante, se acuesta por completo.
El morro, con ollares en los que yo cabría sin problemas de
pie, queda a menos de dos metros de mí.
Me olisquea, y cada vez que suelta aire me escuecen los
ojos. Es muy caliente y apesta a azufre. Toso, lo rodeo hasta
que puedo ver uno de sus ojos.
Y a pesar de una conciencia muy molesta que revolotea
por ahí, en alguna parte, diciéndome que ya he visto unos
ojos así con anterioridad, lo que de verdad me inquieta es el
desconsuelo que expresa.
El dolor.
Entonces caigo en la cuenta de que no se ha recostado
para descansar, sino porque no es capaz de permanecer en
pie más tiempo. Respira rápido y fuerte, su gran estómago
sube y baja una y otra vez.
—¿Qué te ocurre? —susurro—. ¿Estás enfermo?
Exhala un largo, largo gemido lleno de sentimiento en el
que parece querer expresar muchísimas cosas. Deseo con
todas mis fuerzas ser capaz de entenderle, de localizar cuál
es la fuente de su sufrimiento y ayudarlo. Y como no puedo
hacer otra cosa, lo abrazo. No, no está frío ni resulta
viscoso. Está muy caliente, aunque no quema, y sus
escamas son rugosas. Como si hubiera alguna clase de
patrón dibujado en ellas, pero suaves. Confortables.
Una de sus alas me envuelve y quedo ahí enclaustrada,
como una abeja dentro de un capullo. No siento ni una pizca
de agobio. Sé de una forma instintiva que, en cuanto quiera
irme, él me liberará.
Froto las escamas bajo su ojo con una mano,
preguntándome si notará una caricia tan leve. Su
respiración va ralentizándose y un sonido bajo y constante
empieza a salir de su pecho. Casi como un… ¿ronroneo?
Se me escapa una risa.
—Veo que te encuentras mejor. Como ya no me
necesitas…
Apenas doy un paso atrás cuando su ala me empuja
gentilmente por la espalda. Vuelvo a abrazarle, sonriente.
—Bien, de acuerdo. Solo un ratito más.
Continúo acurrucada contra él, acariciándolo, hasta que
ambos nos quedamos dormidos.
Desperté con una sensación desagradable e innombrable.
Era como si algo ardiente dentro de mí quisiera salir, como
si no tuviera cabida en mi propia piel. Corrí hacia la jofaina
para echarme agua en el rostro, y me empapé también el
cuello y…
—Aguanta. Respira. Por favor, hijo, no te olvides de…
Aparté los dedos de golpe. Me había tocado el tatuaje sin
querer y… ¿Aquella había sido la voz de Aberdeen? Por un
instante, me había parecido verlo agachado junto a mí,
iluminado por un resplandor anaranjado que resaltaba la
ansiedad cruda en su rostro, como si lo que estaba
contemplando fuera…
Me tambaleé hacia la cama y me enrosqué bajo las
mantas. De pronto, tenía mucho frío.
CAPÍTULO 13
Las gentes del agua no están jerarquizadas como otros linajes.
No se inclinan ante la autoridad, los títulos o las coronas.
Solo respetan el poder.
Su trono no se hereda, sino que se gana con sangre.
La primera y única capaz de gobernar a los manan lir
ha sido Nicksa La Roja.
Del libro prohibido La Era de las Diosas
G
wen se irguió en el diván y acercó el rostro al ventanal.
—Han regresado.
Tanto Sage como yo, sentadas en distintas mesas de la
biblioteca, la miramos. Ella fue la que hizo la pregunta más
obvia:
—¿Sin alas?
—Sin alas —confirmó Gwen.
Sage cerró el grueso tomo en el que estaba trabajando,
provocando que unas cuantas hojas sueltas sobre la mesa
revolotearan. Veleda, a su izquierda, las recogió a toda
prisa.
—Estoy segura de que fueron las esporas de selago.
Yo no estaba tan de acuerdo, pero me negaba a tener esa
discusión por cuarta vez. ¿Esporas de selago para un
encantamiento sárach? ¿Quería ayudar al drakon o enviarlo
a la tumba? Después de siete días de convivencia con Sage,
estaba convencida de que la chica jamás llegaría a ser una
drui y que todos a su alrededor también lo sabían, pero no
tenían las narices de decírselo. Lo único que dominaba con
soltura era el elemento aire, y porque había nacido con ello.
—Pobrecito. —Gwen tocó el cristal—. Ni siquiera ha
podido volar con ellas. Si ya duele ocultar una cola o unas
orejas puntiagudas, no imagino lo que debe ser contener
esas alas tan grandes todo el tiempo.
Sage, menos conmovida, abrió otro libro de los más de
veinte que había llevado a la mesa. Las pulseras de su
mano derecha tintinearon. Ahora sabía que entre todos esos
abalorios había uno muy importante escondido. Me habían
contado que algunos de los sidhe que pertenecían a la
Hermandad, sobre todo aquellos que llevaban a cabo tareas
complicadas, tenían uno igual. En su interior, entre piedras
muy bien seleccionadas y gracias a hierbas correctamente
elaboradas, se escondían toda clase de protecciones. Para
resistir la hematita, para esconder sus rasgos, como último
recurso…
—Es peor si aparecen y hay que rehacer los
encantamientos —musitó la fae. ¿Cómo sería sin las
protecciones? ¿Qué atributos de la naturaleza poseería?
Tanto Gwen como Veleda se giraron hacia mí. Yo, lejos de
darme por aludida, me puse en pie. Devolví a su sitio el libro
que había estado leyendo esa mañana, La Corte de Paralda.
En él se hablaba del bosque de Borestel, y había sido un
lugar incluso más increíble de lo que Gwen había descrito.
—Voy a revisar el morral.
—¡No te marches sin despedirte! —exclamó Gwen.
Vacilé en medio de la sala.
—Dijiste que es un lugar cercano y que solo se tarda dos
días en ir, y otros dos días en volver.
—Las despedidas son importantes. Haces saber a las
demás personas que piensas en ellos antes de marcharte y
que seguirás haciéndolo incluso si estás lejos.
Sage bufó.
—¿De dónde rayos has sacado esa ñoñería?
Las dejé discutiendo. En cuanto salí al pasillo, abandoné
el agradable aroma de la tinta, el papel y una ligera nota de
vainilla. Sentí la pérdida y las ganas de regresar casi al
instante. Aquella se había convertido en mi estancia favorita
de todo el castillo. Gwen me había mostrado el resto
durante aquellos días, a excepción del dormitorio de
Aberdeen y Pwyl, y el de Maddox (el cual estaba en el
mismo pasillo que el mío). La duquesa me había enseñado
ella misma el suyo, que constaba de tres estancias, balcón y
baño propio.
Todo hablaba de una riqueza antigua. Había una salita de
té al fondo del pasillo central que se iluminaba con el sol de
la tarde y hacía resplandecer el papel de pared con
filigranas doradas. La sala de banquetes era tan grande que
cabría todo Ailm. El gran salón con su galería para
trovadores me había hecho imaginar la clase de bailes que
podían haberse llevado a cabo allí cuando Annwyn era
relevante. Pero la biblioteca, con sus dos plantas de
estanterías, sus mullidos sofás, su bola del mundo pintada a
mano y la cúpula sobre el roble…
Creo que, si alguna vez soñé con un lugar favorito, se
parecía a ese.
Antes de poder dirigirme a mi dormitorio, escuché pasos
subiendo por las escaleras y el vozarrón inconfundible de
Aberdeen. Sin embargo, el primero que apareció en el
rellano fue Maddox. Noté enseguida la ausencia de las alas.
Por un momento pensé que parecía más pequeño, pero no
era eso… Se trataba de su postura. Tenía la cabeza gacha y
los brazos colgando a ambos lados del cuerpo, casi inertes.
Aberdeen vino justo detrás. Al verme, forzó una sonrisa
que no llegó a sus ojos castaños.
—Sigues aquí, lailee. ¿Ves, hijo? No se ha marchado sin ti.
—Bienvenidos —murmuré.
El hombretón se despidió y se fue hacia su dormitorio, no
sin antes lanzarle una última mirada a Maddox. Una mirada
de tristeza.
Entonces Maddox levantó la cabeza y me quedé
paralizada. Lo que más me llamó la atención no fueron los
surcos oscuros bajo los ojos o la palidez de su rostro,
normalmente moreno.
El ámbar…
¿Qué le ha pasado?
El color de sus ojos no era tan intenso; ahora parecían
normales. De un bonito color castaño parecido al de
Aberdeen, sí, pero…
Él apartó la vista apretando la mandíbula.
—Saldremos tan pronto como recoja mis cosas. Dame
unos minutos.
Se encaminó hacia mí y me hice a un lado, aturdida. No
se movía de la misma forma. En lugar de hacerlo con más
ligereza o agilidad sin las alas, parecía que alguien le había
puesto un peso sobre los hombros. Pasó junto a mí
arrastrando los pies contra la moqueta.
El eco del gemido del dragón resonó en mi mente. Dudé,
pero finalmente me di la vuelta.
—¿Te encuentras bien?
No se me pasó por alto cómo apoyó la mano en la pared
antes de girar el rostro para mirarme.
—¿Por qué lo dices?
Captaba una señal de «no quiero hablar del tema»
cuando la tenía delante. Aun así…
—Podemos salir mañana por la mañana.
Poco a poco, una sonrisa burlona curvó los labios del
drakon, mostrando uno de aquellos colmillos que a veces
parecían más afilados de lo normal.
—¿Estás preocupada por mí, sliseag?
Su intento de ser socarrón quedaba muy opacado por la
forma en que los mechones de cabello oscuro se le pegaban
al cuello y las sienes, apelmazados.
—Tienes aspecto de haber pasado por una terrible
enfermedad y luego haber sido arrastrado por un carromato.
Estoy preocupada porque te mueras a mitad de camino.
Lejos de ofenderse, su sonrisa se ensanchó y yo ignoré
con gran maestría el sinfín de sensaciones molestas que eso
me ocasionó. Era incluso ofensivo que pudiera seguir
resultando atractivo con aquella apariencia cadavérica.
—No te librarás de mí tan fácilmente.
D
efinitivamente, el bosque de Sporain no daba la
bienvenida a nadie que quisiera cruzarlo. En cuanto
empecé a caminar entre sus arces muertos, sentí que
ni veinte capas de lana podrían cobijarme de aquel frío.
Porque no era algo que hubiera traído el invierno, sino el
resultado de mucho resentimiento y salvajismo. Se
deslizaba más allá de los ropajes y penetraba la piel,
escarbando para llegar hasta los huesos.
Eso debía ser lo que les había ocurrido a los árboles. Se
habían muerto desde dentro hacia fuera.
Al fin y al cabo, eso era lo que hacía el odio con las
personas.
Maddox se detuvo, examinando los alrededores con los
ojos entrecerrados, buscando algo. Sus orejas se movían
hacia delante y hacia atrás como las de los animales,
tratando de captar más sonidos; incluso olisqueó un poco el
aire. La luz del sol que habíamos dejado atrás todavía
intentaba iluminarnos, aunque fuera inútilmente. En cuanto
nos adentráramos un poco más, nos sumiríamos en aquel
crepúsculo extraño.
—¿Qué ocurre? —pregunté en voz baja.
Tras unos instantes en los que él permaneció muy quieto,
con la vista clavada en la lejanía, parpadeó y sacudió la
cabeza.
—Siento que hay algo diferente, pero no logro determinar
qué es.
Entonces, al contrario que en el camino hasta allí,
extendió el brazo.
—Tú primero.
El arraigado instinto de supervivencia me hizo fruncir el
ceño.
—¿Por qué?
—Aquí necesito tenerte a la vista en todo momento.
—Una vez más, ¿por qué? Puedo seguirte sin problemas,
y dijiste que no había nada aquí que fuera a tomarte por
sorpresa.
—No me vas a pasar ni una, ¿verdad, sliseag? —masculló
entre dientes apretados. Sacudió el brazo con más énfasis
—. Voy a estar el doble de preocupado si tengo que
comprobar cada dos segundos que sigues detrás de mí. Así
que, por favor, ve tú primero.
Dejando a un lado el hecho de que su preocupación me
traía sin cuidado, confiar mi espalda a otra persona no era
algo que hiciera. Nunca.
Pero tampoco había cruzado antes un bosque muerto.
—Bien, pues sígueme tú a mí. —Pasé junto a él—. Te
aseguro que yo no voy a girarme cada dos segundos a
mirar.
—Me lo tomaré como que no puedes ignorar mi presencia
por mucho que lo intentes.
No respondí, pero me temía que era verdad. Para tener
un cuerpo tan pesado y unos pies tan grandes, él también
sabía moverse con sigilo. Aun así, sabía en todo momento
que él estaba ahí detrás, a menos de un metro,
seguramente viendo el camino sin problemas por encima de
mí. Era el ligero crujido del cuero de su armadura y el calor
antinatural que desprendía, como si llevara una hoguera
escondida bajo la ropa. Y si no supiera que era imposible,
juraría que hasta podía notar cada vez que posaba los ojos
en la parte posterior de mi cabeza.
Me forcé a prestar atención a mi alrededor para ignorar la
sensación. La luz se había vuelto tan brumosa, tan
fantasmal, que ahora parecía haber una capa lóbrega que lo
cubría todo, emborronándolo. Las ramas de los árboles se
encorvaban como garras sobre nosotros. Cada tocón o roca
era como una tumba sin nombre.
Por supuesto, allí no había pajarillos, ardillas o libélulas.
No había nada vivo, a excepción de nosotros dos. Y ese no
era un pensamiento nada alentador.
Avanzamos durante horas sin que el paisaje cambiara, sin
escuchar nada más que nuestros pasos y respiraciones; no
nos detuvimos ni para comer. Sacamos pan y queso de los
morrales y los mordisqueamos mientras continuábamos.
Según Maddox, llegaríamos a Ná Siog al mediodía del día
siguiente.
—Más o menos a mitad de trayecto hay un lugar seguro
en el que podemos pasar la noche.
—Es mejor si seguimos avanzando, así saldremos antes
de aquí.
Pero él se negó en redondo.
—Por la noche no se puede merodear por este bosque.
—¿Quieres decir que es mucho peor que ahora? —
Levanté la vista hacia el dosel de ramas negras y afiladas
que, si cayera sobre nosotros, nos convertiría en queso de
vaca—. Ni siquiera sabría decir qué hora es con esta luz tan
escasa.
Sus dedos me presionaron el hombro levemente, apenas
un roce, para apartarme de un montoncito de piedras. Solo
que cuando lo miré bien, me di cuenta de que no eran
piedras.
Eran huesos.
—Sabrás cuándo anochece, créeme —murmuró—. Es
cuando las bestias salen a jugar.
Después de aquella afirmación, no continué discutiendo.
Ahora entendía la calma inquietante del bosque; se parecía
a la de Ailm cuando la había visto desde lo alto de la loma
en plena madrugada.
Cada cierto tiempo, con mucho disimulo, vigilaba los
pasos del drakon. No podía evitarlo, llevaba toda la vida
analizando a los demás. Habíamos terminado caminando el
uno al lado del otro casi sin darnos cuenta y él se había
colocado la lanza sobre ambos hombros y la nuca, con las
manos colgando relajadamente de los extremos. Ya no
arrastraba los pies y, aunque bajo sus ojos seguían estando
aquellos círculos oscuros, iba atento a todo lo que nos
rodeaba, al camino que teníamos delante y al que íbamos
dejando atrás. A mí.
¿Se encontraba mejor o estaba exigiéndose de más por la
situación?
Sería lógico pensar que, si estuviera mal de verdad, ni
Aberdeen ni Pwyl, ni tal vez Gwen ni Sage, le hubieran
permitido marcharse.
Pero algo me decía que el drakon no era la clase de
persona que aceptaba órdenes sin más y que cuando quería
hacer algo, lo hacía. Sin permisos ni disculpas. Debía de
tener un carácter fuerte siendo un sidhe infiltrado en la
Cacería.
¿Qué lo habría llevado hasta allí? Dudaba muchísimo que
su historia se pareciera a la de Gwen, porque, para
empezar, ni siquiera era humano. Pero una cosa era
evidente: debía haber una muy buena razón detrás de sus
actos si pasaba por el trance de esconder sus alas todo el
tiempo.
Horas más tarde, descubrí a qué se refería con que sabría
cuándo llegaría la noche. No era tanto una cuestión de luz
como un cambio en el ambiente. El viento comenzó a soplar
a ras de suelo, enroscándose en raíces y piedras. Una
especie de niebla baja brotó de los árboles, como pus
escapándose de una herida infectada.
A lo lejos, pero no tanto como para no ser audible, se
elevó un grito. Muchos otros contestaron desde distintos
puntos.
Estridentes, molestos, hicieron que el vello de mis brazos
se erizara.
—Sluaghs —susurré, cambiando el puñal a la mano
dominante.
Aquellos seres eran los demonios por antonomasia, los
primeros que habían cruzado el portal desde el Otro Mundo
y habían convertido el día en noche con sus alas negras.
Habían conformado el grueso del ejército de Teutus y daba
igual cuántos mataras, porque siempre había más en alguna
otra parte. Cuando asesinaban a alguien, no se lo comían;
hacían algo mucho peor: se apropiaban de su alma, el oiw, y
la rompían en muchos pedazos. Cada uno de esos trozos
quedaba emponzoñado, expropiado de recuerdos o de la
esencia de la persona a la que había pertenecido, y de ellos
surgía un nuevo sluagh.
Durante la guerra habían sido los carroñeros que
revisaban los cadáveres tras la batalla. Un enemigo caído
suponía cinco, diez, veinte sluaghs más para las filas de
Teutus. Al estar hechos a partir de un oiw tan pequeño,
deformado y diluido, eran seres débiles y relativamente
fáciles de matar. Me había salpicado de su putrefacta sangre
en bastantes ocasiones. El problema era que nunca
llegaban solos.
Maddox apretó el paso.
—Sígueme, ya estamos cerca.
Me guio fuera del camino mientras los chillidos se
replicaban sin parar; algunos sonaban demasiado cerca. El
terreno se inclinó hacia arriba, hacia un cerro lleno de
afiladas lascas de piedra que, por sus caras lisas y la forma
en que estaban colocadas, no parecían estar ahí por
casualidad. No vi la apertura en la base hasta que Maddox
la señaló. Había que ponerse a gatas para entrar.
¿Un agujero pequeño y sombrío era su lugar seguro?
Otro chillido, seguido del sonido de una rama partiéndose
en un árbol cercano, me envió de rodillas al suelo. Antes de
darme cuenta estaba arrastrándome hacia el interior con el
mango del puñal entre los dientes.
El corredor apenas tenía un metro de largo y enseguida
pude volver a ponerme en pie. No veía nada. La poca luz del
bosque no entraba allí por ningún lado, pero la oscuridad
nunca había sido un problema para mí. Reculé con gesto
distraído hasta quedar pegada a la pared, donde mi espalda
quedaba protegida.
Estaba confundida por el leve soplo de magia que había
percibido al entrar y lo que eso había despertado dentro de
mí. Se deslizó por mis mejillas como una suave caricia, y
olía a tejo. Reconocía el aroma porque era un árbol muy útil
para elaborar pociones; sobre todo, las más venenosas. Los
polvos que había lanzado sobre Gwen contenían un
fragmento diminuto de hoja de tejo, de hecho. Su falso
fruto, sin embargo, se podía comer y era muy dulce.
No tenía sentido captar aquel olor allí dentro. No había
naturaleza viva en aquel bosque. Además, la sensación en
la boca de mi estómago…
Maddox tiró al interior algo que sonaba metálico, sin
ninguna duda su lanza, y luego lo escuché entrar.
No podía verle, pero sabía que lo tenía justo delante.
—Aquí estaremos a salvo —dijo—. Es un antiguo dolmen.
Bueno, aquello explicaba la forma exterior. No era algo
creado por la naturaleza, sino por manos humanas o sidhe.
Ambas razas, ya tuvieran magia o no, habían enterrado a
sus muertos en aquellos sepulcros sagrados que habían
servido, a su vez, como templos para Luxia, la diosa de la
muerte.
También daba sentido al olor. El tejo era conocido como el
árbol de la muerte.
Puedo estar notando un resquicio de la magia que una
vez hubo aquí.
La magia de la mismísima Luxia.
Me froté con suavidad el estómago. Eso no explicaba el
calambre que sentía, como si mis músculos estuvieran
retorciéndose sobre sí mismos, reaccionando a algo que yo
desconocía.
—Creía que habían sido todos destruidos por los primeros
reyes.
—Solo los que pudieran servir para que los humanos
recordaran que ellos mismos los habían construido en honor
a las diosas. —Su voz tenía un borde duro—. Algunos fueron
abandonados en lugares como este, donde nadie se atreve
a venir.
Tú sí.
—Me sorprende que sepas lo que es —añadió después de
una pausa—. No hay muchas personas en el reino que
sepan sobre cosas tan antiguas. Incluso dedujiste bastante
rápido que soy un drakon, cuando hace siglos que la Corte
pisoteó nuestra existencia.
Ya había abierto la boca para soltar una de mis muchas
mentiras cuando recapacité. ¿Era necesario? Siempre había
mantenido en secreto la mayoría de mis conocimientos y de
dónde los había obtenido, porque se castigaban con pena
de muerte. Había sido testigo de lo poco que necesitaban
los soldados del rey para condenar a una persona por
esparcir falacias y emponzoñar mentes.
Pero en ese momento estaba hablando con una falacia
vivita y coleando, y llevaba varios días conviviendo con
personas que tenían una biblioteca que haría que la Corte
ordenara quemar Ailm al completo.
—El pueblo de Hibernia recuerda más de lo que la Corte
cree —dije, porque era cierto. Mucho antes de tener la
habilidad de conseguir por mí misma la información que
tanto ansiaba, lo había bebido de mis interacciones con
humanos, lo había escuchado a escondidas en tabernas y
plazas, siempre curiosa por saber más sobre esa época
anterior a la guerra, ese periodo casi idílico en el que, tal
vez, alguien como yo o como Caeli no hubiera tenido que
vivir detrás de tantas mentiras—. Ni el Pisahuesos logró
borrarlo todo. Te sorprendería la cantidad de humanos que
escupirían en la cara a un sidhe y, al mismo tiempo,
esconden en sus casas todo tipo de objetos y textos
prohibidos. Trabajé para un comerciante en Reims que tenía
mapas anteriores a la guerra, y para un vizconde de Arrian
que organizaba subastas clandestinas de todo lo que te
puedas imaginar. Y te aseguro que quienes acudían no eran
meros granjeros.
—Cuando dijiste que habías vivido en muchos lugares, no
exagerabas —murmuró en tono divertido—. No sé si sabes
esas cosas por haber estado en el lugar indicado en el
momento correcto, o porque buscabas activamente.
Sorprendiéndome incluso a mí misma, decidí ser sincera
de nuevo.
—Lo segundo.
—Es bueno saberlo. —No veía ni a un palmo de distancia,
así que ¿cómo podía estar segura de que él estaba
sonriendo, y era esa sonrisa amplia que mostraba todos sus
dientes?—. Dame la mano.
Las cerré inconscientemente en puños.
—¿Por qué?
—Porque tenemos que adentrarnos más para llegar a la
cámara y no ves nada.
—¿Y tú sí?
—Sí —dijo sencillamente.
Mierda.
Debía de ser cosa de drakons. Y ahora que sabía que él sí
podía verme, relajé las manos y la expresión. Ser sincera ya
no parecía tan buena idea como cuando creía que estaba
protegida por la oscuridad. Levanté la izquierda a tientas,
puesto que en la derecha seguía sosteniendo el puñal.
Apenas la había movido unos centímetros cuando sus
dedos, ásperos y calientes, se cerraron sobre los míos.
Un niño de pelo oscuro llora desconsoladamente,
arrodillado en una habitación enorme, fría, vacía. Sus
rodillas están empapadas de sangre, todo a su alrededor
está teñido de rojo. Huele a hierro y a muerte. Frente a él,
una hermosa mujer de largos cabellos plateados yace en el
suelo, desmadejada. El corte en su cuello es tan profundo
que la cabeza está casi separada del resto del cuerpo.
Todavía tiene los ojos abiertos.
Todavía siente que lo mira.
Y él está lleno de dolor y furia, y algo salvaje en su
interior pide ser liberado. Una voz sombría resuena en su
cabeza, una bestia gutural. Es demasiado para alguien tan
pequeño.
El niño se lleva las manos a la cabeza. No puede, no
puede. Si lo deja salir, todo habrá sido en vano. Ha hecho
promesas, tantas, tantas promesas…
Abrumada, tironeé de nuestras manos unidas. Maddox
me soltó al instante.
—Muy bien. Entonces, agárrate a mi cinturón. Aquí…
Sentí un tirón en la manga del abrigo que me condujo
hasta las caderas de Maddox, hasta el borde duro de su
cinturón. Sin decir una palabra más, echó a andar y yo
procuré seguirle.
Lo que acababa de ver… Conocía esas emociones. Había
podido conectar con ese niño sin problemas; todavía sentía
las rodillas húmedas y las ganas de vomitar por el profundo
olor a sangre.
Cuando llegamos a la cámara, me pidió que lo soltara. Lo
escuché caminar de acá para allá, y luego parecía estar
sacando cosas del morral; pocos minutos más tarde, volvió
a por mí. Una vez más, agarró el extremo del abrigo para
conducirme y yo no sabía cómo sentirme; indignada porque
me tratara así, agradecida porque respetara lo que ni
siquiera le había pedido, y enfadada conmigo misma por ser
como era.
—Justo a tus pies he extendido las mantas.
Me senté en ellas, agradeciendo no tener que echarme
sobre el suelo frío. Bastante helada estaba ya, y el interior
del dolmen no suponía ninguna diferencia con el exterior.
Sus paredes de piedra no solo no parecían aislar el frío, sino
que había algo allí. No malévolo, ni negativo, simplemente
algo que rondaba el lugar y no permitía que el calor
floreciera. Algo que hacía que la oscuridad rebotara por
todos los rincones, como un perro correteando detrás de un
zorro.
—¿No vas a hacer fuego? —Estaba segura de que sería lo
primero que él haría—. Como cuando entramos al cnoc.
Tardó unos segundos en contestar.
—Mejor no. El humo o el olor podrían atraer visitantes
indeseados. Son incapaces de entrar, pero prefiero no
escucharlos revolotear y chillar a nuestro alrededor toda la
noche.
Comencé a frotarme las rodillas entumecidas y los
muslos. Me dije a mí misma que no preguntara, que no era
asunto mío, que no quería darle a entender que sentía
curiosidad por sus circunstancias.
Pero el maldito gemido del dragón de mis sueños volvió a
resonar en mi cabeza. Solo había sido eso, un sueño, la
forma en la que mi mente había gestionado varios
pensamientos erráticos sobre el drakon. Y, aun así…
—Los encantamientos no solo ocultan tus alas, ¿verdad?
Algo pesado cayó al suelo, tal vez uno de los morrales.
—En realidad, sí. Pero las alas de un drakon son el
epicentro de nuestro poder. Sin ellas… Solo tengo unos
sentidos un poco más desarrollados que un simple humano,
como ver en la oscuridad o escuchar sonidos lejanos.
Lo dijo con un tono de indiferencia tan perfecto, tan
modulado, que resultaba evidente que era falso. O tal vez
solo era evidente para mí, la reina de las mentiras.
—Debe de ser doloroso.
Lo escuché acomodar su enorme cuerpo bastante cerca.
Debía de haber colocado sus mantas junto a las mías.
—Es… —Vaciló, tal vez buscando las palabras correctas—.
Joder, no voy a mentir. Es una agonía constante. Con suerte,
en unos días olvidaré de nuevo la sensación de tenerlas y
no trataré de moverlas más.
Mi pecho se constriñó al escucharle. «Ni siquiera ha
podido volar con ellas».
Lo siento, estuve a punto de decir. Pero ¿por qué lo
sentía? No había sido culpa mía lo ocurrido en el bosque. Si
de mí dependiera, jamás se hubieran roto sus
encantamientos ni nada de lo que había ocurrido.
Pero tampoco era su culpa.
Cenamos unos bollos de mantequilla y un poco de leche
que, gracias a los odres, aún estaba templada. Pensé que
Hop se merecía una vajilla completa a medida solo por eso.
Me recosté sobre las mantas, tapándome hasta la nariz con
la capa, y me encogí tanto como pude sobre mí misma,
convirtiéndome en una bola humana. Sentí una punzada de
tristeza; incluso en mis peores momentos, siempre había
tenido a Caeli a mi lado. Habíamos podido acurrucarnos y
compartir el calor, y así ninguna situación había parecido
tan terrible.
Yo era la hermana mayor, y tal vez Caeli nunca
comprendería hasta qué punto ella, siendo solo una bebé y
más tarde una niña, me había salvado la vida.
Se lo diré cuando nos volvamos a encontrar, decidí.
Maddox, que seguramente era capaz de ver mi postura
sin problemas, suspiró.
—Amanecerás convertida en un trozo de hielo.
—No es la primera vez que duermo fuera de casa en
invierno. Sobreviviré.
—¿Y yo tengo que escuchar tus dientes castañetear toda
la noche? No, gracias. —De pronto, sentí que mis mantas
eran arrastradas sobre el suelo con fuerza—. No te muevas.
—¿Qué…?
Unos segundos más tarde, una enorme espalda se arrimó
a la mía. Incluso con varias capas de ropa de por medio, la
calidez que desprendía el cuerpo del drakon irradió el mío.
Un escalofrío me recorrió de arriba abajo, aunque, por
supuesto, me dije que era el calor combatiendo el frío.
—Créeme, aquí la única beneficiada eres tú —murmuró él
con indolencia.
Debería apartarme.
Debería.
Pero me quedé muy quieta y cerré los ojos. De vez en
cuando se escuchaban más chillidos, alas batiendo que
pasaban sobre el dolmen y continuaban de largo. Los
sluaghs no veían muy bien, se guiaban por un agudo olfato
que podía detectar una sola gota de sangre a kilómetros.
Pero incluso si nos descubrieran, como había dicho él, no se
acercarían a aquellas piedras sagradas.
Eran seres creados con oiw manipulado. ¿Qué les pasaría
si se acercaban a magia ancestral que había pertenecido a
una diosa?
Intenté que mi mente divagara, pensar en el bosque de
Borestel y cómo habría sido, pero sabía que me iba a costar
dormirme en aquellas circunstancias. Podía sentir todas y
cada una de las respiraciones del drakon; su espalda se
apretaba un poco contra la mía en cada inspiración. No
había dormido nunca con nadie que no fuera mi madre o mi
hermana, pero no era ajena a la intimidad con un chico.
Cuando nos establecimos en Galsnan ya tenía catorce años
y habían empezado a surgir toda clase de emociones
diferentes en mí. Emociones que nunca pedí y que, al
principio, había odiado gestionar.
Hasta ese momento no había tenido ninguna clase de
experiencia, ni con el sexo opuesto ni con el propio. No
había asistido a bailes, no pertenecía a grupos de amigos, ni
siquiera había ido a la escuela. Mi primera y última amistad
había sido con el viejo Ffodor, y las cosas habían acabado
como habían acabado. La conciencia de lo que era y el
peligro al relacionarme demasiado con otros estaba clavado
en mi mente. ¿Cómo iba a tomarme de la mano con alguien,
como veía a otras niñas hacer, si accedía a recuerdos
privados que a veces me hacían llorar? ¿Cómo iba a
enamorarme, casarme e incluso tener hijos, si lo mejor para
todos era que lo que llevaba dentro muriera conmigo?
No, era mejor que no me involucrara con hombres. La
mayoría de jóvenes con los que intentaron casarme en
Galsnan me habían parecido estrechos de mentes y brutos.
No me había costado nada cerrarles la puerta en las narices
y continuar con mi vida. Pero Dughall…
Todavía me costaba discernir qué era lo que me había
llamado la atención de él. Tal vez que no había parecido
nada interesado en desposarme. Era un año mayor, apenas
un poco más alto, y trabajaba en las minas como todos los
demás hombres del pueblo. Venía puntualmente una vez a
la semana a por las hierbas para su madre. No hablaba
mucho, pero me miraba como si mi ropa no estuviera sucia
y remendada, y le traía a Caeli las cornalinas y amatistas
que encontraba. Para la gente de las Helglaz, esas piedras
brillantes no tenían tanto valor como la hematita.
Ignoré la calidez de su mirada durante varios años, hasta
que un día supe que Dughall había presentado una solicitud
para entrar al ejército y que se marcharía en primavera.
Entonces, fui yo quien lo esperó una noche fuera de la
taberna. Pasamos juntos muchas noches de los siguientes
meses con el acuerdo tácito de despedirnos en buenos
términos cuando llegara el momento. Y así fue. No hubo
lágrimas por parte de ninguno, y si sentí algo al verlo
marchar fue…
Agradecimiento. Me hizo conocer el sexo, fue generoso y
me permitió explorar una parte de la vida que siempre
pensé que me estaría vedada. Si nunca iba a tener familia,
al menos sabría la intimidad que podía existir entre dos
personas que se gustaban y se respetaban.
La mejor parte de todo fue, sin duda, que no se quedó
con nada mío a cambio. Sus recuerdos eran agradables,
pero mi corazón nunca se estremeció por él. Su sola mirada
no me dejaba sin aliento, y desde luego que su sonrisa
jamás…
—¿Tu hermana es tan reservada como tú?
La voz del drakon, baja y profunda, me sobresaltó. Creía
que ya se habría dormido.
Eché a patadas todo lo que había estado pensando,
instando a mi cerebro a procesar aquella extraña pregunta.
—¿Reservada?
—Iba a emplear otro término, pero no quiero que te alejes
y se me congele el trasero.
Me contuve de darle un codazo, pero luego, casi sin
quererlo, invoqué la imagen de Caeli. Su forma de caminar
dando pequeños brinquitos, su entusiasmo cuando la nieve
se derretía en primavera, y lo ingeniosa que era para
replicar y dejar a todos pensando. Su sonrisa desdentada
cuando se le cayeron varios dientes, y cómo hacía salir la
leche a chorros por los huecos.
—No, Caeli no es como yo —dije finalmente, sonriendo—.
Es pura alegría, con una capacidad de asombro infinita. Me
he encargado de ella desde que era un bebé, y me
enseñaba cosas increíbles todos los días. Es buena.
—¿Y tú no lo eres?
No contesté. ¿Qué iba a decirle? La persona que más
debía conocerme siempre había afirmado que estaba hecha
de cosas malignas.
Movió un brazo y, por un segundo, me rozó la cadera.
—¿Qué le pasó a vuestra madre?
Esa pregunta. Podría centrarme en los hechos y contarle
que había sido la Cacería Salvaje. Relatarle todo lo sucedido
aquel fatídico día que nos había llevado a mí y a Caeli a
sufrir toda clase de penurias y acabar, casi dos años
después, en el norte. Solas.
Sin embargo, esa presencia extraña en el dolmen debía
de estar soltándome la lengua más de lo normal, porque
acabé por decir la verdad.
—Yo.
El silencio sepulcral a mi espalda hizo que apretara aún
más las rodillas contra el abdomen, luchando contra el vacío
en la boca del estómago, en el pecho, en el alma.
—No sé la historia que hay detrás y no voy a preguntarte
—dijo él con suavidad—, pero una mala persona capaz de
matar a su propia madre no cría a una niña tal y como has
descrito a tu hermana.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
Sonaba tan tajante, tan seguro, que quise creerle.
Al cabo de pocos minutos, él exhaló un largo y sonoro
suspiro.
—¿Qué hacías si Caeli no podía dormir?
—¿Me tomas el pelo?
—Hablo completamente en serio. Padezco de insomnio.
Probablemente era una mentira para cambiar de tema y
aligerar el ambiente, pero lo acepté con gusto. Prefería mil
veces aquello que rascar en viejas heridas.
—Le contaba historias. Leyendas, cuentos de viejas, ya
sabes.
—Cuéntame una.
Podría haberle recalcado que no era un niño de ocho
años, o haberle dicho que estaba cansada y quería dormir.
Sin embargo, me imaginé al viejo Ffodor sentado a las
puertas de su casa, con sus esqueléticas piernas estiradas
hacia el sol y un brillo travieso en los ojos.
—¿Has oído hablar de las bestias aladas de las Islas de
Fuego?
Maddox, sorprendido, se rio por lo bajo. Era un sonido
grave y rico, lleno de matices, que resonó por toda la
cámara. Sentí como si mi pecho vibrara en respuesta al
sonido. Sentí que, si había algo capaz de ahuyentar el frío
de aquel bosque, era esa risa.
El tatuaje me cosquilleó un poco.
—No, sorpréndeme.
Le recité toda la leyenda, palabra por palabra, dándole la
misma entonación que el viejo Ffodor, como si hubiera algo
terrorífico y, al mismo tiempo, fascinante en aquellas
criaturas.
—Se mostrarán como sueños y fantasías, y te
contaminarán con la peor enfermedad existente, más cruel
que la mismísima muerte: el naidh nac.
Él movió su corpachón con cuidado de no tocarme. Supe
que se había dado la vuelta porque lo sentí. La presión en la
nuca, la conciencia ineludible de que estaba siendo
observada. Una cascada de cosquillas se deslizó por mi
espalda, provocando que tuviera que hacer un enorme
esfuerzo para no retorcerme. Las cicatrices tiraron un poco.
—¿Eso es lo que crees que es el naidh nac? —Al estar
girado hacia mí, su voz sonaba más cercana, más íntima.
Casi parecía que me estaba hablando al oído, a pesar de
que ni siquiera estaba rozándome—. ¿Una enfermedad?
—Es lo que me enseñaron.
Él soltó una especie de bufido que sin lugar a dudas no
era de humor.
—Te aseguro que está muy lejos de ser algo maligno. Para
el pueblo drakon era sagrado. Fue el regalo de su creador,
Shirr, para todos sus hijos e hijas. Un regalo, sliseag, no una
enfermedad.
—Sea lo que sea, da igual. No puedo… —Rectifiqué con
rapidez—. No lo quiero.
—Lo sé —replicó con calma.
Entonces noté un tironcillo en la trenza, como si él
hubiera capturado alguno de los mechones sueltos que
siempre se escapaban. Fue tan breve que no dije nada,
segura de que me había equivocado. No me imaginaba al
drakon observando mi cabello y siendo incapaz de resistirse
a tocarlo.
—Pero si alguna vez sientes curiosidad por conocer el otro
lado de la historia, estaré encantado de contártela. —Hizo
una pausa—. Y, así, tú podrás contársela a Caeli cuando la
encuentres.
CAPÍTULO 15
Teutus llegó a Hibernia con todo un ejército
de demonios del Otro Mundo.
A sus órdenes estaban los Tres Jinetes Oscuros, los más brutales de todos.
Uno se encargaba de engrosar las filas del ejército.
Otro propagaba infecciones y epidemias entre los enemigos.
El último no tenía rostro ni cuerpo y, como los parásitos,
se alimentaba de sus huéspedes.
Del libro prohibido La Era de las Diosas
A
bandonamos el dolmen a primera hora de la mañana,
después de un rápido desayuno. No hablamos más de
la cuenta y no se mencionó en absoluto la
conversación de la noche anterior.
Mi cuerpo estaba agarrotado, con el hombro y la cadera
resentidos por mantener la misma postura tantas horas. En
medio de la noche se me había ocurrido la estúpida idea de
que, tal vez, si me daba la vuelta adormecida, terminaría
encaramándome sobre Maddox. Entre eso y las constantes
pesadillas en las que aparecían cuervos, serpientes y
tumbas sin nombre, había transcurrido la mayor parte de la
noche mirando a la nada. Por suerte, sabía que las
molestias y el cansancio desaparecerían en pocas horas.
Regresamos al camino y todo lucía de la misma manera
que el día anterior; silencioso, espeluznante, un enorme
animal dormido al que era mejor no incordiar.
Después de un buen rato en línea recta, el sendero
describió una ligera curva a la izquierda. Como la tierra
parecía haberse encogido sobre sí misma, las gruesas raíces
estaban a la vista y me llegaban a la altura de las caderas.
Un par de manos grandes y calientes se cerraron sobre
mi cintura y me levantaron en el aire. Pasé las piernas sobre
la raíz y me deslicé con suavidad por el otro lado. Cuando
mis botas tocaron el suelo, me giré con el ceño fruncido
para…
Jadeando, reculé.
—Por las diosas.
Maddox aterrizó de golpe y tendió los brazos hacia mí.
—¿Qué ocurre? ¿Estás bien?
Cuando se dio cuenta de que mis ojos estaban fijos en
algo a su espalda, me cubrió con el cuerpo y enarboló la
lanza, apuntando a…
Incluso él contuvo el aliento.
Allí, en el árbol, había una persona incrustada con el
pecho hacia el tronco. Y por la forma en que la piel
putrefacta se desprendía de los huesos, llevaba ahí muchos
días, si no semanas. Hilachas de cabello oscuro caían sobre
la espalda, medio ocultando el cuerpo. Tenía un brazo
extendido hacia un lado, suspendido en el aire de una forma
antinatural, pero el resto… La propia corteza abrazaba sus
hombros, caderas y piernas.
Como fauces de madera.
Sus faldas estaban llenas de sangre seca, tan negra como
la brea. Era, o había sido, una mujer. Tal vez una
adolescente, a juzgar por el tamaño.
Maddox bajó la lanza, sus rasgos suavizados por la pena.
—Este bosque está famélico.
Tuve que tragar saliva para hablar. No me espantaba la
muerte ni la sangre, el cielo sabía que estaba salpicada por
ambas, sino…
Con solo la punta del dedo índice, rocé la raíz
protuberante del árbol.
Una niña corriendo, mirando por encima de su hombro
con el miedo más absoluto. Tropieza. Desde el suelo,
escucha una risa despiadada que se acerca. Pronto lo tiene
encima. Cierra los ojos con fuerza, su corazón está a punto
de colapsar por el terror, y entonces su rostro y pecho
golpean contra algo rugoso que la apresa. Algo helado,
tanto que quema, que pronto se filtra a través de sus
mejillas y abdomen, y…
Ella grita, y grita, y grita, y piensa en una sonrisa que
siempre la hace sentir a salvo, en unos brazos que la
sostienen incluso en los peores momentos.
Rompí la conexión. Nadie debería morir así.
—Dudo que haya sido únicamente el bosque.
De pronto, una brisa venida de ninguna parte agitó
aquellos largos mechones de pelo, como si el bosque no
fuera a quedarse satisfecho hasta mostrarnos todo el horror.
Su ropa estaba destrozada desde los hombros hasta la
cintura, dejando la espalda a la vista. No tenía columna
vertebral.
Se la habían arrancado de cuajo, y yo sabía que había
estado viva hasta ese momento. Extendía una mano en
busca de alguna clase de ayuda.
—Joder —gruñó Maddox—. El Dullahan ha despertado.
Mi corazón se saltó un latido.
—¿Qué? ¿El Dullahan… descansa aquí?
Y como si su sola mención pudiera invocarlo, escruté mi
alrededor.
Al regresar al Otro Mundo, Teutus no había sido idiota.
Como buen estratega y conquistador que era, dejó tras de sí
a sus más fieles vasallos para que vigilaran su obra; el
Dullahan, el Nuckelavee y el Nadie, los Tres Jinetes Oscuros.
Pero al no haber guerras en las que participar, y no
pudiendo masacrar a los humanos por el pacto que Teutus
había hecho, se retiraron a dormir. Nadie en casi quinientos
años había vuelto a verlos, pero se sabía que estaban allí,
en Hibernia, en alguna parte. Listos para actuar si se
cometía algún acto que fuera en contra de los deseos de
Teutus o la Corte.
Sus ojos y sus oídos eran la mismísima Morrigan, y por
eso a la diosa también se la conocía como el Heraldo. Una
palabra suya y la muerte caería sobre el reino.
—Debe haber sido invocado ya para el Teu Biadh. —De
pronto sus cejas se alzaron—. Por eso notaba algo distinto.
—Se celebra todos los años, ¿por qué ahora…? —Caí en la
cuenta mientras lo decía—. Es el quinto centenario. Un
evento irrepetible. —Eso era lo que había dicho la señora
Bolg.
Él se agachó y toqueteó la base del árbol, teñida de
sangre. Se olisqueó los dedos y su expresión se
ensombreció todavía más.
—Vamos, debemos darnos prisa.
Me tomó del brazo y me arrastró a través de los árboles y
de aquel lecho fosilizado que, en lugar de hierba, parecía el
lomo erizado de algún animal. Lancé una última mirada al
cuerpo en el árbol y proyecté una plegaria por el oiw de
aquella niña.
Dejé que Maddox me condujera. Observé su perfil serio,
determinado.
—¿Cómo sabes que iban a invocarlo?
Su marcada mandíbula se apretó.
—No es un secreto para los que tienen acceso a la Corte.
Los preparativos para la fiesta comenzaron en verano.
Y él, al ser miembro de la Cacería y estar bajo el mando
del príncipe heredero, tenía el mismo rango que un
miembro de la nobleza, como la duquesa de Annwyn. La
Academia incluso estaba cerca del palacio; yo había entrado
a robar por encargo en una ocasión, cuando todavía era
demasiado pequeña para saber el riesgo que corría.
—¿Despertarán a los otros dos Jinetes también?
—De momento, solo al Dullahan y al Nuckelavee. Nunca
se ha tenido constancia de a dónde fue a descansar el
Nadie. Pero no sospeché… —Se giró y me miró. Parecía
profundamente enfadado, pero no conmigo. Consigo mismo.
Y aunque el color de sus ojos había perdido brillo, no iba a
mentirme. El efecto que causaba en mí era el mismo que
cuando habíamos tropezado en Grimfear—. Nunca te habría
traído de haberlo sabido. Nunca, sliseag. Lo juro.
Aparté la mirada, sofocada sin ninguna razón, y me
deshice de su agarre. ¿Por qué hablaba como si él fuera
responsable de haber acabado en esa situación? ¿O como si
mi seguridad fuera asunto suyo?
—Tú no me has traído, yo vine contigo voluntariamente.
Además…
El relincho de un caballo cortó mis palabras. Ambos nos
detuvimos en seco y nos quedamos muy quietos. Incluso
me tragué mis propias respiraciones, temerosa de que el
sonido pudiera viajar demasiado lejos. Con mucho cuidado,
de puntillas, di la vuelta sobre mí misma y escruté cada
arce muerto, cada rama ennegrecida, cada hueco.
Poco a poco, se empezaron a escuchar los cascos de un
caballo acercándose con tranquilidad. ¿Por dónde
aparecería? El sonido parecía venir de todas partes al
mismo tiempo. ¿Y si corría en la dirección equivocada y me
lo encontraba de frente?
Me giré hacia Maddox, pero la pregunta murió en mis
labios. No había nadie, el camino estaba vacío. Estaba sola.
Miré en derredor, desesperada. ¿Había huido sin mí?
Escuché el resoplido del caballo tan, tan cerca, que hubiera
jurado que casi lo tenía encima; y tan, tan lejos, que parecía
estar a kilómetros de allí.
La oscuridad salió de las suelas de mis botas y subió
rauda a mis brazos, enroscándose en mis muñecas y cada
uno de mis dedos. Podía utilizarla para cubrirme, pero esa
siempre era la última opción, el último recurso; y si era vista
haciéndolo…
—¡Drakon! —susurré frenéticamente—. Te voy a…
De pronto, el extremo de una lanza de metal apareció
ante mis ojos. La agarré con ambas manos sin pensar y fui
elevada en el aire como si pesara menos que un
almohadón. Acabé sentada a horcajadas sobre una rama, de
espaldas a Maddox, con uno de sus musculosos brazos
envolviéndome la cintura y la otra mano tapándome la
boca.
No me revolví ni me quejé, porque en ese momento
apareció el Dullahan. Los brazos del drakon se estrecharon
más sobre mí, fundiéndome con él; como si creyera que,
abrazándome más fuerte, nadie podría vernos.
No sabía decir qué era más terrorífico, si el caballo o su
jinete. Tal vez ni siquiera debería considerarlos como dos
criaturas diferentes, porque no lo eran. Poderosos cascos
negros iban rompiendo el suelo a su paso, esparciendo
sombras. No era pelo lo que cubría al caballo, sino algo
líquido, correoso, que goteaba sin cesar y brillaba al
contacto de la más mínima luz. Por cada gota negra que
caía, se escuchaba un siseo, como si fuera un veneno que
deshacía todo lo que tocaba. El animal mordisqueaba las
bridas con ansiedad, soltando espumarajos, y sus ojos eran
completamente blancos y brillantes.
Sobre él iba un jinete sin cabeza. Vestido de negro y con
una raída capa color borgoña; llevaba una espada corta en
la mano, y en la otra…
Jadeé en silencio, horrorizada, y Maddox me acarició con
suavidad la cintura, transmitiéndome sin palabras que él
había visto lo mismo.
A modo de látigo y arrastrándola por el suelo, dejando un
profundo surco tras de sí, portaba una columna vertebral.
Pasó por debajo de nosotros despacio, como quien está
dando un paseo por el bosque en una agradable mañana.
Un espantoso olor a podredumbre nos alcanzó e hizo que
los ojos se me llenaran de lágrimas.
Desapareció por el camino, el ruido de los cascos
desvaneciéndose en la distancia, pero ni el drakon ni yo nos
movimos o hicimos el más mínimo ruido hasta un buen rato
después. Y lo peor no fue la tensa espera, sino que mi
subconsciente fue dándose cuenta de lo cerca que estaban
nuestros cuerpos, de lo íntima que era aquella posición. El
miedo atroz por la barbaridad que acababa de ver se fue
transformando en otra cosa, algo que también hacía que
mis nervios estuvieran de punta, atentos, firmes, a la
espera de que sucediera algo. Quise dejar de prestarle
atención, pero no pude. Era como si mi piel, muy sensible, y
mi estómago, lleno de expectación, siguieran sus propias
normas.
Y el tatuaje ardía de una forma diferente. Enviaba oleadas
de ese mismo calor hacia otras partes del cuerpo,
propagando una fiebre.
Entonces la mano de Maddox resbaló de mi boca y, con
un movimiento casi perezoso, fue a parar a mi muslo. Mi
respiración, ya agitada, se atascó. El calor de sus dedos
traspasó el pantalón de tal manera que juraría que me iba a
dejar una marca en la piel. Un rayo de excitación corrió con
rapidez hacia mi entrepierna.
Aquel pinchazo placentero me puso rígida al instante.
¿Qué diablos le ocurre a mi cuerpo?
¿Por qué es como si no fuera mío del todo?
El aliento de Maddox me acarició el cuello.
—Sliseag…
No, no. No quería escuchar su profunda voz en aquel
momento. Aquello estaba mal.
Pasé una pierna por encima del tronco y me dejé caer. Me
importó muy poco si no medía bien las distancias y me
hacía daño. Aterricé agazapada, con una mano en el suelo
para mantener el equilibrio, y acto seguido eché a andar en
la dirección contraria por la que había desaparecido el
Dullahan; por suerte, era la misma que nos llevaría a la
salida de aquel bosque infernal.
Lo escuché saltar detrás de mí, y luego sus pesados
pasos siguiéndome.
Sentí su mirada en la espalda todo el maldito camino, y lo
ignoré con determinación.
Un regalo, ya.
CAPÍTULO 16
El valle parece retorcerse sobre sí mismo como un remolino
y en su centro está estancado, desde hace tantos siglos
que ya nadie puede recordarlo, el lago Glenn Ná Siog,
en cuyas entrañas, se dice, vive la reina de los manan lir.
Del libro prohibido La Era de las Diosas
N
á Siog debió haber sido precioso antes de la guerra. Si
cerraba los ojos, podía transformar aquellas tierras
secas y estériles en verdes pastos. Podía hacer que el
Muirdris atravesara toda aquella cuenca, llevando y
trayendo vida y salud, brillando más que las propias
estrellas. Su transparencia seguro que habría dejado
entrever el lecho de piedras blancas, y las orillas habrían
estado cubiertas de brezos y juncos. ¿Y aquel puente de
piedra que conectaba la orilla este con la oeste? Seguro que
habría sido cruzado constantemente por las gentes de
Annwyn y más allá; y las montañas que rodeaban el pueblo
habrían sido guardianes durmientes de roca desde las que
se escucharía el trabajo constante de los gnomos si uno
prestaba atención.
Pero hubo una guerra.
Y Ná Siog había salido muy perjudicado.
Era de día y, al salir del bosque, nos había recibido un
cielo despejado y un inmenso sol que me había tomado
desprevenida, ya acostumbrada a la penumbra. Tendríamos
que descender por un empinado camino entre el valle y las
montañas Helther hasta el pueblo, pero se podían ver las
casas apiñadas abajo.
Mi mirada se deslizó hacia el puente de piedra y más allá,
hacia donde sabía que estaban el lago, el Valle de la Muerte
y la última burla de Teutus hacia aquella tierra.
Una espesa bruma ocultaba el final del puente y todo lo
que había al otro lado. Mucho más allá, a días de distancia,
sí pude distinguir el inicio de las dunas rojas de Varmaeth.
Maddox se colocó a mi lado.
—Este es mi paisaje favorito de toda Hibernia —comentó,
y no parecía haber ironía en su voz.
No me apetecía lo más mínimo hablar con él; todavía me
sentía extraña conmigo misma, pero continuar ignorándolo
era absurdo. Teníamos muchas cosas que hacer y dependía
de él para casi todo.
—¿Te gusta el recuerdo patente del horror?
—No veo horror cuando miro este valle. Veo lo resilientes
que somos, lo mucho que podemos llegar a aferrarnos a lo
que es nuestro incluso en las peores circunstancias. Ná Siog
debería ser parte de la ruina y el abandono que lo rodea,
pero sus habitantes se negaron. ¿Sabes a qué Corte
pertenecía esta parte del reino?
Asentí.
—A la Corte de la reina Nicksa.
—Ná Siog era un pueblo de los manan lir, las gentes del
agua. Lo sigue siendo. —Trasladó su mirada a mí y, aunque
podía sentir que me observaba con cierta cautela,
transmitía calidez—. No encontrarás un solo humano ahí.
Aquello hizo que mi boca se entreabriera. Volví a mirar el
montoncito de tejados parduzcos, que desde allí parecía un
ramillete de manzanillas.
—¿Solo hay sidhe?
—Con el paso del tiempo, al ser un lugar de tan difícil
acceso y donde la vida es complicada porque la tierra no da
frutos, se convirtió en una especie de santuario lejos de la
atención de la Corte y el ejército. Nadie se molesta en venir,
probablemente fruto de la soberbia, así que aquí es adonde
traemos a los sidhe que rescatamos. Aquí pueden sanar,
vivir, estar tranquilos, y no necesitan emplear magia
constantemente para ocultarse. Cuando hay visitas
indeseadas…
Un sonido extraño, como el de una trompeta, cortó su
explicación. Ambos levantamos la vista a la vez para ver
llegar un ave de gran tamaño, de cuello larguísimo y pico
anaranjado.
—Justo a tiempo —murmuró él.
Aterrizó a unos cuantos metros y, al ver la posición que
adoptaba y la genuflexión tan elegante de su cuello, lo
reconocí. Solo los había visto revoloteando sobre la bahía de
Éire, porque se suponía que los jardines de palacio estaban
llenos de ellos.
—Es un cisne.
Maddox se acuclilló y dejó que el ave picoteara de su
mano, donde habían aparecido unas cuantas uvas.
—Se llama Phira. Ella y su bandada se encargan de dar la
voz de alarma en caso de que un desconocido cruce el
bosque o las montañas.
—¿Son los dos únicos puntos de acceso?
—Sí. De momento a nadie se le ha ocurrido intentar llegar
desde el otro lado del río —dijo, esbozando una sonrisa
divertida.
Cuando se terminó la última uva, Phira emprendió el
vuelo de nuevo, planeando con mucha desenvoltura sobre
el pueblo y, para mi sorpresa, desapareciendo entre la
bruma más allá del puente.
Comenzamos a descender bajo el sol del mediodía, que
rebotaba en las laderas de roca de la montaña y mantenía
el suelo caliente. El aire seguía siendo frío y había
montoncitos de aguanieve mezclados con barro, como si allí
el invierno estuviera ya en las últimas pero no se decidiera a
marcharse. Al cabo de un rato estaba sudando.
Casi una hora después, el terreno empezó a nivelarse y el
grupo de casas fue desplegándose hasta que me fue
imposible contarlas. Casi estábamos ahí. Iba a entrar a un
pueblo lleno de sidhe.
—Este es un lugar de reposo y sanación, al margen de la
Corte, el rey y las leyes humanas —dijo el drakon mirando la
firmeza con que agarraba mi puñal. Ni siquiera me había
dado cuenta. En respuesta, liberé la tensión de mis dedos
poco a poco—. ¿Preparada?
Me pregunté si él, de alguna forma rocambolesca e
imposible, sabía algo. Si podía leer el trasfondo de mis ojos,
si notaba lo mucho que se me había acelerado el corazón
solo por ver la bruma al otro lado del puente.
Pero era imposible.
Nadie conocía a la verdadera Alanna.
—Preparada.
M
e estaba gustando mucho el ambiente de la posada,
aunque ocurrían cosas extrañas. El padre de Higuel se
llamaba Tante, y se presentó frotando una cola plana y
azulada contra mi muslo. Me empapó el pantalón y me
plantó la llave de mi habitación en la mano. Apenas alcancé
a ver unos dedos palmeados.
—La tuya sigue libre —le dijo a Maddox antes de
desaparecer.
Era un hombre muy ocupado porque con él solo trabajaba
un cocinero en la posada. Se encargaba de la recepción, el
comedor, y la limpieza; en apenas una hora lo escuché
mentar a Higuel, al menos, ocho veces.
—En el pueblo hay muchas personas que lo ayudarían
encantados, pero se niega en redondo —me dijo Maddox—.
Dice que solo necesita la ayuda de su hijo.
—¿Su madre hace lo mismo?
—No. Ella siempre le dice a Higuel que no lo necesita.
Luego, si tiene la tremenda osadía de venir a ayudar a su
padre, sus trabajadores enferman, la cocina se incendia o
un techo se desploma.
Abrí los ojos como platos, pero no hice ningún
comentario.
El comedor debía de ser el espacio más amplio de todo el
lugar y, además, estaba en plena remodelación. Las vigas
que había visto desde fuera estaban ahora sobre mi cabeza,
con un enrejado de cuerdas y pasarelas provisionales sobre
las que se movían con agilidad tres obreros. Abajo, había
más de una treintena de mesas de madera oscura llenas de
personas, platos que desprendían un olor especiado y
potente, y farolillos con velas. La luz era una mezcla entre la
bruma azulada del exterior y pequeños puntos anaranjados.
El ambiente resultaba íntimo, familiar.
Maddox me condujo hasta una mesa libre. Luego
serpenteó por el salón hasta detenerse junto a un grupo de
seis o siete sidhe. Los saludó a todos afectuosamente y se
agachó para hablar con un niño de pelo oscuro y orejas
puntiagudas que tendría unos ocho o nueve años. El niño
asintió con entusiasmo y Maddox le dio dos potines que se
sacó del bolsillo.
—¿Le debías dinero a un niño pequeño? —le pregunté
cuando regresó.
—No. He contratado sus servicios.
Por el rabillo del ojo vi al niño despedirse del resto de
sidhe y salir pitando del comedor. Algunos intentaron darle
un pequeño azote en el culo al pasar o revolverle el pelo,
pero él se escabulló con facilidad. No me sorprendía por la
escena, porque yo había hecho trabajillos para toda clase de
personas desde que podía recordar. Solo sentí un pequeño
aleteo en el pecho al pensar que esa podría ser Caeli.
—¿Y qué vende?
Muy misterioso, me guiñó un ojo.
—Información.
Apenas nos habíamos sentado cuando Tante se plantó
delante de la mesa con dos jarras y por fin pude echarle un
buen vistazo. Era alto y delgado, y ese probablemente era
su único parecido con su hijo. Higuel había heredado la raza
y los rasgos de su madre. Tante, en cambio, tenía la piel de
un tono de azul muy ligero que se oscurecía hacia las
extremidades, como los dedos y la cola. Sus mejillas tenían
tres grandes rajas, branquias que se abrían y cerraban cada
vez que hablaba. Llevaba el largo cabello negro recogido en
una coleta alta.
—Oficialmente no hay comida para el público en La Barba
Escarlata —dijo, depositando las jarras frente a nosotros. Su
voz era melodiosa, con una dualidad que me hizo pensar en
los ecos que a veces escuchaba cuando hundía la cabeza en
la tina para lavarme el cabello.
Maddox meneó la mano con dejadez.
—Tráenos lo que te apetezca, todo es excelente. —Me
miró de reojo—. Te gusta el pescado, ¿verdad?
No lo había comido mucho. En Hibernia era una comida
que solo estaba disponible en lugares de costa y para
bolsillos pudientes.
—Sí, claro.
Al hablar, el merrow clavó sus ojos, de un profundo negro,
en mí.
—¿Eres su sha’ha?
—¿Su qué?
Maddox, que estaba dándole un trago a la jarra, se
escupió encima.
—Joder, Tante.
Sin inmutarse, el merrow sacó un paño de su cinturón y
se lo tiró a Maddox.
—Ya veo —murmuró antes de marcharse.
Observé al drakon limpiarse la barbilla y la pechera de la
camisa negra. Ambos nos habíamos quitado los abrigos al
entrar allí.
—¿A qué se refería?
Me pareció que rehuía mi mirada mientras limpiaba
gotitas inexistentes del borde de la mesa.
—A nada. Está chiflado.
Lo miré fijamente unos cuantos segundos, pero lo dejé
pasar por lo mismo por lo que no le hacía preguntas sobre
su condición de drakon y sus circunstancias. Aun así, mi
mente tenía vida propia y se puso a repasar todos los textos
antiguos que habían caído en mis manos, todos los términos
del idioma prohibido que había leído, todo lo que podía
recordar…
Y nada.
No recordaba haber leído o escuchado esa palabra con
anterioridad. Pero la forma en la que Tante lo había dicho…
Eché un discreto vistazo hacia abajo. Mi blusa cubría por
completo las clavículas, no se veía el…
Sacudí la cabeza.
Unos diez minutos más tarde, Tante nos sirvió dos
generosas raciones de pescado asado que olía delicioso,
acompañado de verduras y patatas.
—Oficialmente no os estoy sirviendo comida.
Ante mi mirada de confusión, Maddox explicó.
—Cuanto Tante y Mae se separaron, llegaron al acuerdo
de no inmiscuirse en los negocios del otro. Se supone que la
taberna se encarga de alimentar al pueblo, y la posada de
dar cama a quienes no tengan casa o decidan no
permanecer aquí mucho tiempo. Así que todo lo que ocurre
en este comedor es, de alguna retorcida manera, ilegal. Tú
síguele el juego, como hacemos todos.
No sabía qué clase de pescado me habían servido, pero
estaba exquisito. Para ser un lugar que no debía despachar
alimentos, lo hacían de maravilla. Estaba dando buena
cuenta de las patatas cuando la oscuridad me susurró una
advertencia rápida al oído. Sin pensarlo siquiera, estiré la
pierna y empujé con fuerza la silla de Maddox, haciéndole
perder el equilibrio y caer para atrás.
Medio segundo más tarde, un tablón de madera se
desplomó justo donde había estado el drakon. El suelo se
fragmentó por la fuerza del impacto, lanzando astillas por
todas partes.
Me quedé mirando el destrozo con el ceño fruncido. Antes
de que el polvo se asentara, Maddox había regresado a mi
lado.
—¿Te encuentras bien? —Tras comprobar que todo estaba
en orden, me observó con atención. E hizo ese gesto de
inclinar la cabeza hacia un lado que no me gustaba nada.
Abrí la boca para responder, pero un grito en las alturas
me interrumpió.
—¡Culpa mía!
Todo el comedor alzó la vista al mismo tiempo y me di
cuenta de cómo Maddox se tensaba de pies a cabeza. Uno
de los obreros se estaba descolgando gracias a unos
arneses, surcando el aire como si hubiera nacido para ello y
la gravedad no lo afectara. El sol recortaba su figura y me
impidió verlo con claridad hasta que aterrizó junto a
nosotros. Plantó los pies en el suelo y soltó la cuerda.
En primer lugar, me llamó la atención su sonrisa de oreja
a oreja, como si su descuido no hubiera estado a punto de
provocar un accidente. A nuestro alrededor, muchos
resoplaron y volvieron a concentrarse en sus platos. Una
mujer de una mesa cercana (fae, a juzgar por sus cuernos
de ciervo), se limpió la boca con una servilleta y se
acomodó mejor, observando con mucho interés tanto a
Maddox como al recién llegado. No fue la única.
Me fijé mejor. Algo estaba ocurriendo y no tenía ni idea de
qué era.
En apariencia, era un chico joven y completamente
humano. No había ni un solo rasgo sidhe a la vista. Tenía
una altura excepcional, casi tanto como Maddox, aunque
mucho más delgado. Una larga trenza color ceniza le caía
por encima de un hombro, y había algo en él…
Algo cautivador.
Vestía pantalones y camisa sencillos, llenos de polvo y
sudor, sin grandes abalorios ni distintivos, pero de buena
calidad. No había más armas a la vista que un par de
herramientas colgadas de su cinturón. ¿Dónde residía el
encanto? ¿Era su postura desenfadada? ¿La forma en la que
los pantalones le colgaban holgadamente y, al mismo
tiempo, parecían estar hechos a medida? ¿La picardía en su
expresión? Estaba tan concentrada en descifrarlo que,
cuando levanté la vista, él también se había fijado en mí. Me
encontré de frente con un par de ojos plateados. No grises,
ni de un azul pálido, sino tan brillantes como plata. Estaban
enmarcados por unas pestañas casi invisibles, del mismo
tono claro que su cabello y sus cejas. Todo aquello, sumado
a su piel pálida, no debería haberlo hecho atractivo. Pero lo
cierto es que lo era.
Mucho.
Y él lo sabía.
Aunque juraría que no era posible, su sonrisa aumentó.
—Bueno, hola. Óberon, de Óberon y Compañía. —Estiró
una mano hacia la mía y seguí el movimiento atentamente
—. Los mejores carpinteros y ebanistas de toda…
Entonces, por fin, pude descubrir por qué Maddox había
elegido una lanza como arma predilecta. Sin hacer ruido y
de un solo movimiento, golpeó la parte posterior de las
rodillas del tal Óberon. El joven acabó de espaldas en el
suelo, bien despatarrado.
Alguien silbó, impresionado. Varias personas se echaron a
reír.
—Por las tetas de Taraxis —se quejó Óberon, rodando de
costado—. ¿A qué ha venido eso?
—Mantén las manos para ti mismo. —Fue la seca
respuesta del drakon.
Un grito llegó desde las alturas.
—¿Se encuentra bien, jefe?
El chico gimoteó unas cuantas quejas, pero yo estaba
segura de que no se había hecho ningún daño. Había visto
su gesto justo antes de ser golpeado, cómo había girado el
rostro unos milímetros como si hubiera presentido el
movimiento. Se había dejado alcanzar.
Se puso en pie exhibiendo un puchero que jamás había
visto en alguien tan alto.
—Y yo que me he alegrado tanto al verte que hasta se
me ha caído lo que tenía en las manos.
Impertérrito, Maddox apoyó la lanza contra la mesa.
—Creía que habías encontrado la veta de oro entre los
ricos de Éremonh.
Óberon debió de darse cuenta de que su actuación no
estaba dando resultados, porque dejó de frotarse los brazos
y se echó las manos a las caderas.
—Vamos allá donde nos necesitan —dijo sin más.
—Claro. —Luego, el drakon exhaló un largo suspiro—.
Estoy seguro de que Higuel va a dar contigo en algún
momento.
—¿Ese bovino pluriempleado? ¿Por qué?
En el lapso que Maddox tardó en encontrar las palabras
adecuadas, recordé lo que Higuel nos había dicho acerca de
la niña desaparecida.
—Es sobre las hermanas a las que ayudaste hace poco. —
Bajó el tono de voz—. La pequeña… La hemos encontrado
en Sporain.
Algo pareció abandonar el cuerpo de Óberon. O tal vez
regresó. Para mí fue como si hasta ese momento hubiera
estado cubierto por un manto casi transparente, una
cobertura que ensuciaba todo aquello que él no quería
mostrar. Su postura pasó de ser desenfadada a rígida, casi
imperiosa, en segundos. El humor abandonó sus rasgos
como una bandada de pájaros asustados. Algo peligroso se
encendió en aquellos ojos.
—El Dullahan ha despertado —continuó Maddox.
Tras unos instantes de quietud, una sonrisa despiadada,
fría, cruzó los labios de Óberon. Un temblor le recorrió el
cuerpo, tenía las manos apretadas en puños con tanta
fuerza que debía estar haciéndose daño.
—El Dullahan —repitió con lentitud, empujando las
palabras a través de la sonrisa—. Veo que el rey tiene prisa
por reunir a los protagonistas de su adorada fiesta. Él y su
asquerosa corte humana.
Había puro veneno, mortal y sin edulcorar, en sus
palabras. Maddox no lo contradijo.
—Por lo que se comentaba, lo iban a postergar hasta el
último momento. No sé a qué se debe el cambio de planes,
pero lo averiguaré.
Óberon soltó una risa seca.
—Seguro que lo harás. —Tras intercambiar una mirada
con Maddox en la que había muchas (muchísimas) palabras
no dichas, el chico se giró de golpe hacia mí. La mueca que
me dedicó no tenía nada que ver con su sonrisa del
principio—. Me encantaría quedarme un rato a averiguar por
qué pierde el tiempo una chica tan bonita como tú con un
botarate como él, pero este humilde carpintero tiene trabajo
que hacer.
Asentí.
—Lo lamento.
Su cuerpo se congeló un instante, como si no se esperara
mis palabras. No me contestó. Tan solo tuvo que enroscar la
cuerda que oscilaba alrededor de su muñeca y fue elevado
de nuevo. Arriba lo recibieron los otros dos. Suponían muy
poco personal para llamarlo «compañía», la verdad.
Maddox recuperó su silla y volvimos a sentarnos. El resto
de los clientes ya habían regresado a sus propios asuntos,
con lo que se le dio poca o ninguna importancia a lo
sucedido. La siguiente vez que miré hacia arriba, Óberon y
los otros dos habían desaparecido.
—¿Pertenece a la Hermandad?
Maddox bufó.
—Él y sus amigos van a su aire y siempre han renegado
de nuestros métodos, por fortuna para nosotros. No
necesitamos camorristas ni charlatanes, sino gente que
quiera cambiar las cosas.
—Pero también ayuda a sidhe en problemas, ¿no?
Con la mandíbula apretada, apuñaló su pescado.
—La mayoría de las veces, sus ayudas se convierten en
mierda que los demás debemos limpiar. Como he dicho, no
necesitamos gente como él.
Alguien soltó una risotada al aire. Se escuchaba la suave
música de un arpa que se mezclaba con las conversaciones
y el murmullo de los platos y vasos. A un par de mesas de
distancia, Tante estaba soltando su discurso sobre no servir
comida oficialmente mientras dos mujeres fae lo
escuchaban con paciencia. Me pregunté qué ocurriría
cuando todo el pueblo supiera lo del Jinete Oscuro.
—¿A qué raza pertenece?
Me lanzó una mirada burlona, aunque había un filo áspero
en ella. No, aquellos dos no se llevaban bien.
—¿Tanta curiosidad te ha causado?
—Bueno, ha intentado matarte con una viga, ha volado
por los aires con una simple cuerda, he encontrado (al
menos) dos personalidades inquietantes bajo la misma
fachada, y hace el mismo trabajo que la Hermandad sin
pertenecer a ella. Es interesante, sí.
Por cómo estiró las largas y musculosas piernas bajo la
mesa, me dio la sensación de que no le había gustado mi
respuesta.
—Es fae puro. Desciende de una larga línea que no
consideraba digno casarse con cualquier otra raza, mucho
menos con humanos. Por suerte o por desgracia, él es el
último de su familia que queda vivo.
Sí, las historias sobre huérfanos eran muy comunes en
Hibernia.
—¿Por qué no muestra ninguno de sus rasgos sidhe? Al
menos mientras está en Ná Siog.
—Voy a citarte textualmente lo que pregona cada vez que
alguien le pregunta eso, y luego me darás las gracias por
haberte ahorrado escuchárselo a él. —Compuso una
expresión de hastío al mirarme—. En su forma fae es tan
hermoso y arrebatador que no podría caminar dos pasos sin
que alguien se desmayara a sus pies, alguna mujer quedara
embarazada o algún hombre eyaculara sin querer.
Pestañeé con fuerza. La imagen mental que aquello me
había creado era…
Uf.
Pensé en la extraña aura que lo rodeaba, y lo tenues que
me habían parecido todos sus rasgos. E incluso así era
hermoso. Tal vez no estuviera exagerando. Tal vez los fae
tan puros, aquellos cuya sangre se remontaba directamente
a la época anterior a la guerra y habían vivido en el
legendario bosque de Borestel, eran demasiado perfectos
para ser contemplados sin más.
Tal vez no, y solo era un charlatán.
—Gracias —murmuré.
Su bota rozó la mía.
—No hay de qué.
Bajo la mesa, la oscuridad se enroscó alrededor de mis
tobillos con suavidad, casi como un perro que se acurruca a
los pies de su dueño. Si hubiera podido lanzarla lejos de una
patada como había hecho con Maddox y la silla, lo hubiera
hecho.
CAPÍTULO 18
No pidas deseos a las estrellas fugaces.
Mejor a un drakon, son mucho más capaces.
Refrán popular olvidado
D
espués de comer, me aseé en la habitación que Tante
me había asignado. Era pequeña, pero también la
mejor habitación de posada en la que había estado en
mi vida. Los suelos de madera estaban pulidos, aunque la
atención se la llevaba una cama con un hermoso dosel
blanco. El colchón y la ropa de cama parecían tan mullidos
que tuve ganas de tirarme de cabeza. Una ventana
rectangular iluminaba desde un costado. Habían
entrecruzado trepadoras en las vigas expuestas, y el alféizar
de la ventana estaba lleno de pequeñas macetas con
crisantemos, peonías y caléndulas. También había un
escritorio con todo lo necesario para manejar la
correspondencia.
Todo estaba usado y había sido lavado muchas veces,
pero le habían dado el mejor uso a cada cosa. Incluso me
pregunté si Tante no habría cometido un error y aquellos
eran sus aposentos privados.
Estaba rehaciéndome la trenza cuando tocaron a la
puerta. La oscuridad me susurró de quién se trataba antes
de abrirla. E incluso así me vino el desagradable vuelco en
el estómago al verlo de pie en el pasillo. ¿Por qué? Acababa
de comer con él. Llevaba día y medio pegada a su costado.
¿Por qué se me aceleraba el pulso al verle, maldita sea?
Tuve el arrebato absurdo de rastrillar mis uñas por las
clavículas, pero me contuve.
—¿Qué?
Tenía las manos a la espalda y, al ver mi ceño fruncido,
esbozó una sonrisa.
—Pensé que tal vez podrías echarme de menos, así que…
¡Está bien! —Interpuso un pie a toda prisa para que no le
cerrara la puerta en las narices—. A no ser que quieras
descansar, hay un sitio que creo que podría gustarte.
Mi primer instinto fue negarme. Pero, en cuanto abrí la
boca, volví a cerrarla. La habitación era preciosa, pero no
me apetecía pasarme el resto del día allí metida. Tampoco
había sido chica de echarse siestas por más agotada que
estuviera. Para ser sincera, había pensado en pasear por el
pueblo por mi cuenta.
El único problema era que parecía una idea muy mala
continuar compartiendo tiempo con él. Más del necesario.
Dudé tanto que hasta a mí me pareció absurdo.
Apoyó una mano en el marco de la puerta, sobre mi
cabeza, y se inclinó hacia mí. No retrocedí por pura
obstinación. Me llegó un ligero olor a jabón, una mezcla de
lavanda y manzanilla, y me di cuenta de las pequeñas
gotitas de agua que tenía entre el cuello y el hombro. Él
también se había aseado.
Me horroricé cuando me entraron ganas de recogerlas
con los dedos.
Mis dedos.
—¿Cuál es el problema, sliseag? ¿Te pongo nerviosa?
Sus tácticas eran tan evidentes como un niño con la
mano metida en el tarro de las galletas. Y yo…
Yo era otra niña.
—Voy a por mi abrigo.
En aquella ocasión, Maddox me condujo por una calle
diferente, donde las casas se habían construido pegadas las
unas a las otras. Tenían toldos de colores que salían de las
fachadas y cestas de madera expositoras llenas de frutas,
verduras y especias. Había vendedores con orejas
puntiagudas mostrando el género, otros que ofrecían las
bolsas con las colas en lugar de con las manos; tuve que
contener una exclamación emocionada cuando descubrí a
una pareja de merrows que preparaban helados y batidos
empleando su magia natural. Solo tenían que soplar sobre
las copas de frutas para granizarlas; me sentí muy
identificada con la niña fae que saltaba sobre sus propios
pies mientras esperaba su turno.
Desde un puesto de instrumentos artesanales, varios fae
estaban tocando una canción improvisada; un ritmo
animado de tambores y flautines.
El mercado era estrecho, los sidhe se chocaban unos con
otros mientras iban de acá para allá; el ruido era
ensordecedor, pero la vida que se respiraba allí me
pareció…
A Caeli le hubiera encantado ver esto.
Gran parte de mi creciente felicidad se esfumó. Sentí el
peso en el pecho, la familiar culpa, y me centré en ella. Por
más extraordinario que fueran Ná Siog y sus gentes, no
estaba allí para pasear o disfrutar. Aparté la vista de los
helados. Ya tenía defectos bastante horribles, no quería
añadir «hermana de mierda» a la lista.
—¿Qué ocurre?
Pestañeé hacia Maddox. Maldición. El drakon me estaba
observando con interés, como si se hubiera dado cuenta de
mi cambio de actitud. O estaba perdiendo aptitudes o él me
prestaba demasiada atención. Por una vez, y sin que
sirviera de precedente, prefería que fuera lo segundo.
Señalé hacia los expositores.
—¿De dónde sacáis todo esto?
Aceptó el cambio de tema con el gesto torcido. Algo me
decía que no siempre tendría esa suerte, que el drakon no
solía hacer preguntas cuyas respuestas no quisiera saber y
exigir. Pensar que me estaba tratando con deferencia me
hizo sentir extraña. Si lo hacía porque éramos básicamente
desconocidos unidos por las circunstancias, lo entendía. Si,
en cambio, lo hacía porque creía que era como un
instrumento con cuerdas frágiles y no tenía claro hasta
dónde podía pulsar…
—Arriba, cerca del paso de montaña, hay unas cuantas
zonas de pasto muy fértiles, pequeños parches que se
libraron del veneno del valle. Supone mucho trabajo subir y
bajar a diario para mantener las cosechas, pero hay varias
familias que se encargan de ello encantadas.
—¿No sería mejor tener una vivienda arriba?
—Nadie quiere alejarse de aquí. Hay una cabaña y un
granero, pero solo lo utilizan como almacenamiento y para
dormir en casos puntuales. El resto de las cosas que ves se
fabrican aquí o las traemos los que vamos y venimos. El
verano pasado Gwen trajo varios sacos de cacao y
prácticamente se convirtió en una heroína.
Atravesamos todo el mercado, que tenía como unos
cincuenta metros de largo, y luego nos desviamos hacia una
calle de tierra apelmazada un poco más amplia. Maddox se
detuvo frente a una edificación rectangular con una
chimenea redonda gigantesca de la que salía una columna
de humo denso. No había ventanas a la vista, pero se
podían escuchar fuertes golpes en el interior, metal contra
metal. Por un lateral transcurría un canal de agua que
supuse que venía directamente del Muirdris y movía con
fuerza una rueda de madera.
Una herrería.
—Vuelvo enseguida —me dijo—. No siempre tiene tiempo
para visitas.
Asentí. Dio tres golpes bien sonoros en la puerta con una
aldaba gigantesca con forma de salmón chapoteando. Sin
esperar respuesta, entró.
Lo esperé sumida en mis pensamientos, hasta que noté
un tirón leve, casi imperceptible, en la bota. Bajé la vista a
tiempo de ver a la oscuridad escurrirse desde mi sombra
hasta un estrecho pasadizo entre dos casas. Apenas había
un metro entre ambas fachadas de madera y quedaba en
penumbra.
Pero ¿qué…?
¡Regresa!, le exigí.
No me obedeció. La sentí alejarse más, aunque lo hacía
despacio, como si…
Como si pretendiera que la siguiera.
Miré en derredor. En aquella calle no había nadie, todos
parecían estar en el mercado. Maddox podría volver en
cualquier momento. Dudé, balanceándome sobre mis
propios pies, pero acabé deslizándome yo también hacia el
pasadizo. Ni siquiera se merecía ese nombre; solo era un
espacio creado por la casualidad. Unos metros más allá
llegaba a las partes traseras de las casas.
Localicé la oscuridad en el alfeizar de una de las
ventanas, acumulándose en un rincón. Me hizo un gesto de
llamada, un dedo oscuro meneándose, y le fruncí el ceño.
Esto no funciona así. Tú me sigues a mí, no al revés.
Pero, como una idiota, fui hasta allí. Con cuidado, observé
lo que había más allá del cristal. Era una habitación
pequeña, llena de muebles y otros elementos. Había dos
camas, un baúl con un gato naranja dormitando encima, y
un jarrón con unas bonitas flores rosas de papel. Alguien se
movió y parpadeé con sorpresa al descubrir a Higuel. Estaba
un poco encogido, palmeándole la espalda a alguien
sentado frente a él.
La oscuridad se coló por una grieta y, de pronto, escuché:
—… en todo momento. No estás sola. Tienes mi palabra.
La voz de Higuel estaba acompañada de pequeños
sollozos femeninos, el sonido de alguien tan roto que es
difícil que vuelva a recomponerse.
Me quedé muy quieta mientras la pena de aquella chica,
cuyo nombre, rostro o edad no sabía, se filtraba hacia mi
interior. Casi no había diferencia entre lo que ella estaba
sintiendo y lo que me guiaba a mí desde hacía días. No nos
conocíamos de nada y, sin embargo, por un momento
fuimos iguales.
En lugar de hacerme sentir peor, aquella afinidad me
obligó a respirar hondo.
A Caeli no le ocurriría lo mismo.
Y, aunque ya no podía devolverle a su hermanita, alcé la
vista hacia el pequeño fragmento de montaña y bosque que
podía verse desde allí. Clavé la mirada en aquellos árboles
muertos y volví a visualizar a aquel ser de pesadilla cuyo
mero paseo me había aterrorizado. Los demonios como él
no sentían como lo haríamos humanos, sidhe u otras
criaturas de Hibernia. Para ellos, las vidas no eran nada. No
valían nada. No debían cuidarse ni protegerse porque solo
éramos herramientas, comida, e incluso accesorios.
No me di cuenta de que tenía los puños apretados con
fuerza hasta que sentí un pinchazo. Me había clavado las
uñas sin querer, aunque agradecí el dolor.
La oscuridad se había descolgado dentro de la casa y
ahora estaba enroscada alrededor de una de las patas de la
silla en la que estaba sentada la chica. A pocos centímetros
del tobillo desnudo; se detuvo y sentí su vacilación.
Sentí su pregunta.
No era la primera vez que actuaba así, aunque
normalmente la obligaba a regresar, a esconderse y a no
inmiscuirse. Las primeras veces, más pequeña, me había
sorprendido tanto que no había sabido qué hacer, porque se
suponía que aquel poder, dado su origen y naturaleza, era
peligroso. Era maligno.
Un poco como yo.
«Tú, mi desdichada Alanna… Tú eres la más peligrosa de
todas nosotras».
Apoyé la espalda contra la madera y cerré los ojos.
Adelante.
En cuanto la oscuridad rozó la piel de su tobillo, el aliento
de la muchacha se entrecortó. Evoqué lo poco que pude
rescatar de aquella niña. Separé el miedo y el tormento que
había sufrido y, en cambio, le entregué sus últimos
pensamientos. Esos pocos instantes de paz antes de que la
vida le fuera arrebatada, esas imágenes que le recordaron
su olor, sus canciones y las veces que iban juntas de la
mano a todas partes.
Poco a poco, los sollozos se fueron calmando.
—¿Querida?
Me sobresaltó tanto la segunda voz masculina que estuve
a punto de golpearme la cabeza contra la pared. Era
Óberon. Él también estaba en la habitación. Debía
encontrarse en un ángulo muerto. Escuché sus pasos,
bastante ligeros para su envergadura, y sus voz iracunda:
—Lo encontraré, ¿me oyes? Haré justicia. Él y los
asquerosos humanos a los que sirve pagarán por cada gota
de sangre que le arrebataron a Tali. Lo juro.
—Beron… —La voz de Higuel estaba llena de reproches.
Le ordené a la oscuridad que se retirara antes de
escuchar más o, peor, llevarnos algo de la muchacha,
alguna emoción o pensamiento que no nos perteneciera.
Bastante habíamos invadido su intimidad ya. Esperaba que
hubiera servido de algo. Había intentado darle solo
sensaciones agradables, como el calor del fuego de un
hogar en pleno invierno, aunque ni siquiera estaba segura
de que fuera a relacionar algo de todo aquello con su
hermanita.
Pero si aliviaba, aunque solo fuera una milésima parte,
algo del impacto por su pérdida…
Al volver conmigo, la oscuridad me acarició el mentón.
L
a noche cayó pronto sobre Ná Siog. Eso, o el tiempo se
me había pasado volando mientras Maddox me
mostraba más cosas del pueblo. No había conseguido
convencerme para comprarme nada en el mercado, ni
siquiera los deliciosos helados hechos con magia prohibida,
y había acabado sentada trenzando lazos junto a dos
merrows ancianas. Unas palmatorias de latón con velas
aromáticas nos iluminaban desde mesitas bajas. Ambas
bebían de unas tazas de té que olían fatal, como a raspas
de pescado, y que rechacé con toda la educación de la que
fui capaz. Mientras, una cabra intentaba comerse el
dobladillo de mi túnica y yo hacía todo lo posible por fingir
que no me daba cuenta.
Maddox me lanzaba sonrisas muy molestas desde su
propia silla, donde lo habían puesto a limar un tronco de
unos tres metros de largo.
—Nos preparamos para Beltane —me contó una de ellas,
que se había presentado como Sequana. Por su aspecto,
podía tener entre noventa y ciento cincuenta años. Su
cabello estaba hecho de algas rojas de tacto mucoso.
Tuve que echar mano de mis conocimientos más
profundos para recordar todo lo que sabía sobre Beltane.
Antiguamente, bajo el gobierno de la Tríada, había cuatro
fiestas sagradas: Samhain, Imbolc, Beltane y Lughnasadh.
Todas se habían abolido tras la guerra; su sola mención se
condenaba con la muerte. Se rumoreaba que Beltane era la
primera que Teutus había prohibido, como si hubiera algo en
esa fecha en concreto que lo llenaba de odio. Me pregunté
si habría libros sobre ese tema en la biblioteca del castillo
de Sutharlan.
—¿Celebráis el inicio del pastoreo? —aventuré. Si no
recordaba mal, era a medio camino entre la primavera y el
verano. Faltaban cerca de dos meses para ello, así que
estaban siendo bastante previsoras.
Las dos merrows se echaron a reír y yo sentí como si un
chorro de calidez y cosquillas se deslizara por mi cuerpo.
Sus voces, incluso un poco ajadas por la edad, eran tan
musicales que escucharlas era una delicia.
—Celebramos el fuego, la luz y las fuerzas reproductivas
de la naturaleza. —Sequana se echó el cabello por encima
del hombro, rociándome sin querer gotitas de agua (o eso
esperaba) y revelando que no tenía orejas, sino un agujero
liso.
—¿Se refiere a la época de cría de los animales?
Más risas.
—Me refiero a los deseos y pasiones que tenemos todos.
—Mientras yo intentaba hacerme a la idea de aquello, la
cabra consiguió por fin arrancarme un trozo de tela—.
Agradecemos todos los dones que nos da la naturaleza,
todos sus frutos y la abundancia. Cuando este valle no
había sido maldito por un dios loco, aquí se encendía la
mayor hoguera de todas y llegaban sidhe y humanos de
todas partes del reino para celebrar la vida juntos.
Su amiga, Ceto, exhaló un suspiro tan melancólico que
agitó la pequeña aleta que le recorría el cráneo desde la
frente hasta la nuca.
—Todavía recuerdo cómo intercambiábamos perlas de río
por manzanas. Ahora todo son potines, el sucio y vil oro.
Asombrada, examiné de arriba abajo a Ceto.
—¿Lo recuerda? ¿Vivía entonces?
—Solo era un alevín, pero esta cabeza no se ha olvidado
de aquellos tiempos.
Sequana se inclinó hacia mí.
—No recuerda dónde guarda su ropa interior, pero sí de
algo de hace más de quinientos años.
Apenas le presté atención, continuaba atascada en las
palabras de su amiga.
—¿Qué son manzanas?
Volvieron a reírse, y ya no estaba segura de si yo les
resultaba graciosa en el buen o mal sentido. Sentí un pálpito
en las clavículas y, sin querer, busqué la mirada de Maddox.
Nuestros ojos se encontraron.
—¡Thaltae!
El niño de la posada venía corriendo a tal velocidad que,
al doblar la esquina, estuvo a punto de resbalar y caerse. Se
detuvo delante de Maddox, que lo cogió por los hombros
para evitar que chocara contra sus piernas. Le susurró algo
al oído que hizo que Maddox esbozara una sonrisa suave.
—Bien hecho. Ya puedes irte a casa.
El niño bufó, como si la idea de ir a casa fuera
completamente absurda, y echó a correr de nuevo.
—¡Adiós, Ceto! ¡Adiós, Sequana! ¡Adiós, sha’ha de
Maddox!
Mientras el drakon mascullaba una maldición en voz baja,
las merrows dejaron de prestar cualquier atención a sus
cintas y me la dedicaron toda a mí. Recibir aquellas miradas
fijas sin escleróticas fue, cuanto menos, apabullante.
—Vaya, vaya —dijo Sequana.
—Eso digo yo. Vaya, vaya —añadió Ceto.
Antes de que se me ocurriera algo que decir, Maddox se
plantó a mi lado.
—Vamos, sliseag. Es la hora.
—¿Sliseag? —Sequana parecía escandalizada—. ¡Por las
escamas de la reina, muchacho!
El drakon prácticamente me quitó la silla de debajo del
trasero para obligarme a ponerme en pie. Le devolví las
cintas a Sequana, aunque mucho me temía que había hecho
un trabajo terrible y no les iba a servir de nada.
—¿Saben lo que significa? —susurré en voz baja antes de
erguirme.
Maddox hizo un gesto impaciente.
—Alanna.
Las merrows se miraron entre sí y esbozaron un par de
sonrisas que, si bien no decían nada, me hicieron sentir
como cuando de pequeña entraba en una habitación y
todos los adultos se quedaban callados de repente.
Sequana me tendió la mano, de uñas afiladas y dedos
palmeados.
—Vuelve para Beltane. Mi nieto celebra su matrimonio y
necesitamos contrarrestar de alguna manera la horrible
conmemoración de la guerra.
La acepté después de solo unos segundos de vacilación.
Contuve el aliento hasta que me di cuenta de que la
oscuridad no tenía (o no quería) nada que mostrarme de la
anciana.
—Lo intentaré.
—Debes venir. —Me arrastró con fuerza hacia ella y me
susurró al oído; su dulce voz me recordó al sonido que hace
el agua al chocar contra las piedrecillas del río—. Te diremos
entonces todo lo que quieras saber.
Seguí las rápidas zancadas de Maddox hacia el otro lado
del pueblo, donde estaba la taberna de la madre de Higuel.
Tras el anochecer habían colgado farolillos en los ganchos
junto a las puertas. La bruma ahora reptaba por el suelo,
envolviéndose alrededor de nuestras piernas y
convirtiéndose en hilachas cuando pasábamos. En el aire
había un olor dulzón.
Observé la nuca del drakon con el ceño fruncido. Si no
supiera de primera mano que hacía tiempo que no pasaba
por Ná Siog, hubiera pensado que había llegado primero
para repartir toda clase de chismes y luego hacer jurar a
todos que me gastarían una broma conjunta. No me
gustaba no saber algo que todos los demás sí.
Y no me gustaba no poder preguntar, porque eso
conllevaría conversaciones y situaciones que no me
interesaban.
La música, la luz y las voces salían en oleadas de El
Desatino del Pez. La melodía era triste, evocaba añoranza y
soledad. Después de aquel día, había calculado que vivían
cerca de mil sidhe en Ná Siog. Muy pocos si pensaba en lo
extensa que era Hibernia, pero muchos más de lo que
hubiera podido soñar en un principio. Había más, muchos
más en todo el reino. Escondidos y viviendo el día a día con
miedo a ser descubiertos.
Mientras nos acercábamos a la taberna, las voces
aumentaron y se mezclaron con abucheos y algún que otro
insulto muy colorido. Maddox detuvo sus pasos en mitad del
camino y alzó el rostro hacia las luces cálidas que salían de
los ventanales y se derramaban en la tierra y los rastrojos.
Al mismo tiempo, un taburete salió volando a través de una
de las ventanas directo hacia mí.
El drakon jaló de mi brazo y me estrellé contra él,
enterrando la nariz en su pecho. El taburete se hizo pedazos
contra el muro de piedra a nuestras espaldas.
—Ay —me quejé a propósito.
Apoyé las manos en su abdomen un instante para
separarme, solo para descubrir que no podía. Había cerrado
su brazo alrededor de mi cintura y me tenía apresada. Por si
no había captado el mensaje, empujé con más fuerza. Él
hizo más presión.
Apretando la mandíbula y recordándome que no era el
momento para incrustarle los testículos en la garganta,
eché la cabeza hacia atrás para mirarle y, por un instante,
por un pequeño instante, juraría que sus ojos habían
recuperado el brillo ambarino.
Entreabrí los labios y, al pestañear, se había ido.
—¿Por qué siempre hueles así? —me gruñó. Parecía
molesto, y había una dualidad en su voz que despertó mis
alarmas.
Siempre que hablaba así no parecía ser él mismo del
todo. Este chico que no parecía conocer lo que era el
espacio personal no era el mismo que había dormido
conmigo en el dolmen respetando mis reservas, desde
luego.
—Suéltame, Maddox.
Inclinó la cabeza hacia un lado. El pendiente osciló.
—Es la primera vez que te escucho decir mi nombre.
—Felicidades. Suéltame si no quieres que sea la última.
Sus ojos, serios y concentrados, se clavaron en mis
labios.
—Me pregunto si debo tomarme tus amenazas en serio.
Llevo preguntándomelo desde que me golpeaste en el
bosque de Robabo. Y me dolió.
Compuse mi mejor expresión de hastío, ignorando por
completo cómo su pulgar se estaba moviendo en mi cintura
arriba y abajo, como una caricia inconsciente. Y eso hacía
que mis pensamientos se dispersaran.
—¿Y te parece que este es el mejor momento para
comprobarlo?
El ruido de cristales rotos procedente de la taberna le hizo
girar la cabeza de repente. Me soltó. Retrocedió un par de
pasos mientras abría y cerraba las manos en puños, como si
no supiera qué hacer con ellas o las tuviera entumecidas.
Cuando me miró por debajo de sus largas pestañas
oscuras, estaba segura de que se iba a disculpar.
La puerta de la taberna se abrió con fuerza, golpeando la
fachada. Un hombre salió surcando el aire como un
escupitajo. Rodó por la ladera como un fardo y acabó
bocabajo a nuestros pies, con el rostro completamente
sepultado en la tierra fría y brazos y piernas desmadejados.
Hubiera pensado que estaba muerto de no ser por el
pedo que se le escapó.
—¡Vete a casa, viejo! —gruñó uno de los hombres.
—No me puedo creer que la vieja Mae siga fiándole. Yo no
le prestaría ni un trozo de chatarra.
Gruñendo entre sí, desaparecieron en el interior de la
taberna antes de que a Maddox o a mí se nos ocurriera algo
que decir. En su lugar apareció un agitado Higuel.
—Lo siento mucho —se disculpó como si hubiera sido él
quien había lanzado el hombre—. Hoy los chicos no están de
humor. La noticia de Tali…
Maddox levantó un brazo.
—No pasa nada, Higuel. Yo me ocupo.
El fae asintió como agradecimiento y, tras lanzar una
última mirada al hombre en el suelo, cerró la puerta. Las
voces y la música en el interior continuaron como si no
hubiera ocurrido nada.
—Bueno —exhaló Maddox, dando un pequeño puntapié
en las costillas del hombre—. Justo a tiempo.
¿Justo a tiempo?
Me quedé pensando. Pero era imposible. No podía ser él.
—No me jodas —susurré.
Con un gemido perezoso, el hombre empezó a removerse
en el suelo. Intentó ponerse en pie varias veces, una de
ellas aferrándose al pantalón de Maddox. Yo di varios pasos
atrás. Cuando por fin se irguió, descubrí que estaba lleno de
roña, desde las puntas de unos ralos cabellos blancos,
pasando por una barba desaliñada que le llegaba hasta el
pecho, hasta unas botas de las que sobresalía un dedo
pulgar renegrido. Con la escasa luz de la luna y la taberna a
su espalda, ni siquiera podía distinguir bien sus rasgos.
Se nos quedó mirando, balanceándose sobre unos pies
inestables. Sentí su mirada en mí.
De pronto, le eructó en la cara a Maddox.
El drakon apartó el rostro, arrugando la nariz.
—Maravilloso. Justo lo que tenía planeado para esta
noche.
Sin respuestas ni explicaciones, el hombre giró sobre los
talones y, evitando caerse por alguna clase de milagro, se
alejó.
—Será mejor que nos demos prisa. Cuando le quitan el
whiskey, se va a dormir la mona.
Yo apenas daba crédito. A nada.
—No puedes estar hablando en serio.
—Por desgracia, sí que lo hago.
—¿Ese es el legendario héroe Fionn El Inconmovible? —
Señalé la figura tambaleante y encorvada que iba dejando
tras de sí gotitas que esperaba que fuera whiskey—. ¿El que
montó a lomos de Shirr durante la guerra y le plantó cara al
mismísimo Teutus?
—El mismo. Aunque ahora se le conoce como Fionn El
Babas.
Apreté las manos con tanta fuerza que volví a clavarme
las uñas en el mismo sitio.
—¿Y crees que este desgraciado va a ayudarme de
alguna forma? Apenas se tiene en pie.
—En su defensa he de decir que nunca tuvo buen
equilibrio. Su técnica de combate estaba basada en el
alcohol, de hecho.
Tuve muchísimas ganas de clavarle el puñal en uno de
sus bonitos ojos, pero fui una chica buena y di media vuelta.
La rabia me bullía desde el estómago como un volcán a
punto de erupcionar. Me sentía tan…
Maddox me alcanzó y se interpuso en mi camino,
haciéndome frenar en seco.
—Mira, sé que no tiene buena pinta —admitió—. Ni
siquiera puedo decir que sea la sombra de lo que un día fue,
porque estaría insultando a su sombra. Pero es el último
inmortal, el último de los Fianna, la mismísima Taraxis le
concedió la vida eterna. Nació y vivió incluso antes de la
creación de Morrigan.
La mención a la diosa fue lo que me detuvo. Sí, estaba allí
para averiguar cosas sobre ella, lo que fuera necesario para
rescatar a Caeli. Pero, ¿aquel despojo podría decirme algo?
¿Y si había ido hasta allí, acercándome tanto al Valle de la
Muerte, para nada?
Lancé una mirada al cielo, ignorando al drakon.
Pensé en la hermana de Tali.
Solo por eso, el viaje había merecido la pena.
—Bien —ladré, dando media vuelta de nuevo y siguiendo
el rastro de mierda que iba dejando el magnífico héroe—.
Pero si se desnuda, me largo.
CAPÍTULO 20
Una vez una doncella fae se enamoró en sueños de un hermoso hombre.
Al encontrarlo, descubrió que este era, en realidad, un cisne.
Ella no dejó que eso fuera un obstáculo, pues lo amaba de verdad.
Tal era la fuerza del sentimiento, que ella misma
se transformó en cisne también.
Se dice que todos los cisnes del reino son su descendencia.
Del libro prohibido Leyendas y falacias
F
ionn El Babas se movió haciendo zigzag hacia el
Muirdris, directo hacia el puente de piedra sobre el que
había volado Phira aquella mañana. No se lo pensó dos
veces antes de empezar a cruzarlo, dando palmaditas en los
sillares y canturreando por lo bajini una canción dedicada a
las tetas de una tal Molly.
Igual que me había sucedido antes de entrar al bosque de
Sporain, observé mis propios pies antes de pisar el puente.
Me estaba imaginando la reverberación que me subía por
las piernas, como un estremecimiento de advertencia. La
bruma se convirtió en una densa niebla que se tragó a Fionn
a mitad del puente.
Maddox se me arrimó, aunque sin llegar a tocarme.
—La niebla se abrirá cuando lleguemos al otro lado —dijo.
—¿Cuántas veces has pisado la otra orilla?
—Varias.
Bueno, al menos él sabía eso que había allí y que no
aparecía en ningún mapa. Seguimos los canturreos
desafinados de Fionn hasta que dejé de sentir el suelo de
mampostería y mis botas tocaron tierra. Dos pasos más
adelante, la niebla, en efecto desapareció y un paisaje
completamente diferente se desplegó ante nosotros.
Al ser la parte central del valle, la planicie lo ocupaba
todo. Al sur estaban las montañas de Éremonh con sus
minas de nural, y el resto era una alfombra de tierra seca
que se extendía sin más. Iluminado por la luz mortecina de
la luna, el valle parecía un cementerio lo miraras por donde
lo miraras. Tal vez por eso las pocas cosas que había
destacaban muchísimo.
A un par de kilómetros, en la dirección hacia la que se
tambaleaba Fionn, se elevaban los restos de alguna clase de
estructura. Detrás había algo, un conjunto oscuro que no
podía distinguir desde allí. El suelo estaba tan seco y
resquebrajado como el de Sporain; surgían grietas allí
donde pisábamos como si fuera hielo quebradizo en lugar
de tierra. Seguimos los pasos de Fionn, que había creado
una especie de camino en sus idas y venidas. Un destello a
mi derecha me hizo darme cuenta de que un afluente del
Muirdris fluía hacia la estructura, y entonces recordé que
allí, en alguna parte de toda aquella esterilidad, debía de
estar el lago. Glenn Ná Siog. En cuyo centro…
—¿Estás bien? —preguntó Maddox de repente.
Sin darme cuenta, había vuelto a agarrar el puñal.
—No todos los días puedo pasearme por donde mataron a
tres diosas.
Asintió y contempló su alrededor con aire pensativo, tal
vez intentando verlo a través de mis ojos.
—Bueno, Teutus asesinó a Xena delante de muchos
testigos, y la muerte de Taraxis supuso el fin de la guerra.
Pero muchos afirman que nunca pudo echarle el guante a
Luxia.
—También está muerta.
Sentí su mirada sobre mí.
—¿Cómo estás tan segura?
—Si yo fuera una diosa y hubieran matado a mis
hermanas, Teutus no habría tenido un maldito lugar en el
que esconderse.
Se echó la lanza sobre los hombros.
—Eso me lo creo.
Unos metros por delante, Fionn se tropezó con sus
propias botas y estuvo a punto de caer de boca. Nos
detuvimos mientras recuperaba el equilibrio, se le escapaba
otro pedo y proseguía su camino.
—¿Sabe que lo estamos siguiendo? —pregunté.
—Oh, sí. —Esbozó una sonrisa leve—. No lo subestimes.
La estructura resultó ser las bases podridas de un edificio.
Solo quedaba un poco de techo agujereado y mohoso, el
resto se había caído. De las cuatro paredes, habían
aguantado tres. En su día debía de haber tenido al menos
tres plantas y albergado muchas habitaciones. ¿Habría sido
una especie de mansión? Había toda clase de desperdicios
alrededor: barriles tumbados, ruedas de carromatos rotas,
sacos vacíos, apliques abollados. Fionn fue sorteándolos
como si hubiera memorizado dónde estaban, dirigiéndose a
la abertura astillada que debió de ser una gran puerta.
Entonces se levantó una ligera brisa que hizo sonar…
Escruté la oscuridad tras el edificio y me quedé pasmada.
Mis ojos recorrieron la amplia extensión, constatando que
eran reales. Eran… cipreses. Un abultado y extenso grupo
de cipreses, que no estaban muertos como los arces del
bosque de Sporain. Nacían de una de las paredes rotas,
rozando los muros y hurgando sus resquicios, y se
extendían hacia una pequeña hondonada. En la distancia no
había visto aquel desnivel.
Di unos cuantos pasos para contemplar hasta dónde
llegaba el bosquecillo; el último de los árboles, el más alto y
vigoroso de todos, se situaba justo frente al lago. Casi como
si estuviera desafiándolo.
Observé el agua en calma, hermosa, plateada. Ni una
sola onda perturbaba la superficie, lo cual haría que algún
incauto pensara que no había nada que temer allí. El lago
tenía una forma redonda casi perfecta y en su centro había
un islote de tierra árida con unas pinceladas de verde. La
colina de Tintagel.
En cuanto puse los ojos en ella, lo sentí.
La falta de aliento.
El tirón.
La oscuridad revolviéndose, agitada.
Cerré los ojos con fuerza y conté hasta diez en silencio.
No. No.
No he venido para eso.
No es mi destino.
Sentí cómo Maddox se situaba a mi lado y me aferré a su
presencia con desesperación. Inspiré hasta que pude captar
su aroma a madera fresca que entra en contacto con el
fuego del hogar. Incluso pude sentir el calor que desprendía.
En aquel momento me dio igual todo: si hubiera tenido que
abrazarlo y encaramarme a él para alejarme de aquella
sensación imperiosa, lo habría hecho.
Me giré hasta dar la espalda al lago y señalé los cipreses.
—¿Cómo es que están vivos? —Por fortuna, mi voz no
sonó temblorosa ni tensa.
—Porque no son árboles. No del todo.
Fruncí un poco el ceño. A mí me lo parecían. Altos,
estrechos, llenos de hojas pequeñas y escamadas, tan
verdes como si recibieran lluvia a diario. Pero tenía sentido
que no fueran árboles comunes si habían enraizado en
aquel lugar.
—¿Qué son?
Maddox también los estaba contemplando.
—Esa es una historia larga y triste, y creo que no
tenemos tiempo.
Un golpe seguido de un crujido salieron del edificio. Fionn
había entrado y parecía con ganas de seguir rompiendo
cosas, como en la taberna.
Maddox y yo entramos a buscarlo. Aunque aquellas
ruinas no resguardaban del frío, Fionn había creado una
especie de hogar allí. Y estaba siendo muy generosa con el
término. Las paredes una vez estuvieron encaladas, pero
casi todo se había caído y dejaba las piedras, húmedas y
enmohecidas, a la vista. Las raíces de los cipreses habían
invadido parte del espacio y hecho más destrozos.
En un rincón donde el muro permanecía más entero había
un batiburrillo de mantas y almohadones. Justo detrás
estaban los restos de una escalera de caracol, y me
pregunté cómo podía dormir tranquilo con esos tablones
inestables pendiendo sobre su cabeza.
No había mesas, ni sillas, ni ningún tipo de mobiliario. Sí
que había pequeñas pilas de libros sobre bloques de piedra
resquebrajados. Me sentí inmediatamente atraída hacia
ellos, pero me contuve. La curiosidad ganó la batalla de
algún modo y rocé la pared helada con los dedos.
Decenas de risas. Hombres, mujeres y niños celebrando.
El crepitar de un enorme fuego y copas de cobre siendo
golpeadas sobre madera, exigentes, dichosas.
Cuando aparté la mano, el eco permaneció, rebotando en
aquel espacio y dejándome con un regusto amargo en la
boca.
Fionn estaba rebuscando algo entre las mantas de su
catre improvisado, pero la postura lo hacía eructar una y
otra vez. Maddox se le acercó.
—Me temo que hoy vas a tener que retrasar la hora de
acostarte. Hemos venido a…
De pronto, ese viejo sucio e inestable se movió rápido. Se
irguió y encaró a Maddox, e hizo algo que yo misma había
hecho muchas veces: abrió la palma de la mano y sopló
unos polvos directamente en su cara.
Medio segundo más tarde, el drakon cayó redondo hacia
atrás. Creí que el impacto de su corpachón contra el suelo
terminaría de tirar abajo aquellas ruinas.
—No sabes a qué has venido —gruñó Fionn. Su voz
sonaba como gravilla, áspera, poco usada. Arrastraba un
poco las palabras, pero eso podía ser por la borrachera.
Enarbolé el puñal y me puse en posición. Alternaba la
mirada entre él y Maddox. Algo muy parecido al miedo me
constriñó el pecho hasta que comprobé que todavía
respiraba. Aun así, eso podía no significar nada.
Dependiendo de los polvos, podía estar vivo y no despertar
nunca.
Tiene muchos encantamientos encima.
Es un drakon.
No puede…
—¿Qué le has hecho?
Me ignoró. Levantó una piedra plana, revelando un hueco
en el que había todo tipo de botellas. Escogió una medio
llena de un líquido oscuro.
—Te aseguro que si no vuelve a abrir los ojos…
—¿Qué harás? ¿Matarme? —Soltó una carcajada seca,
estridente como el canto de un gallo, que resonó en la parte
intacta del techo. Cuando se cansó de reírse, comenzó a
avanzar hacia mí, hacia la zona iluminada por la luna—. Solo
es un poco de lúpulo, pero los dragones son muy sensibles.
Se echará una buena siesta y cuando se despierte estará
muy cabreado.
Sabía que era un drakon. Quise creer que eso significaba
que era una persona de confianza. Maddox lo había visitado
más veces. Pero si así era, ¿por qué diablos lo había dejado
inconsciente?
—Tú y yo sabemos que es mejor que él no esté presente
en esta conversación —me dijo.
Mi corazón se aceleró.
—Podrías haberle pedido que nos dejara a solas.
Bufó.
—¿A un drakon recién emparejado? Sí, claro.
El alma se me cayó a los pies. Pestañeé varias veces; la
mano con la que sostenía el puñal dudó. Fionn, por
supuesto, se dio cuenta.
—Estás metida en un buen lío, ¿verdad?
Con la respiración agitada, alcé el puñal otra vez.
—No es asunto tuyo. He venido a preguntarte por
Morrigan.
—Ah, disculpa mi descortesía. Olvidaba que esto es una
oficina y que me dedico a resolver dudas a guapas
desconocidas —replicó con acritud.
Entonces, se arrastró dentro de la luz y pude echarle el
primer vistazo de verdad. Además de pelo y barbas tan
sucios que apenas se entreveía su color, ropa hecha jirones
y postura encogida, sus ojos eran peculiares y no sabría
decir por qué. Tenía los párpados caídos, como si le pesaran
mucho.
Me pareció que ya le había visto antes, aunque era
imposible.
Poco a poco, bajé el puñal.
Tenía delante a alguien que vio nacer y morir a la Tríada.
—Tienes los ojos de él —dijo entonces.
Aquello fue como una flecha directa al corazón.
«Sabía… Sabía que eran los ojos del mal».
Entonces, ¿ella había tenido razón siempre? Una pequeña
parte de mí había deseado que solo fuera por su inquina,
por el miedo que heredaba nuestra familia.
Tragué saliva con ganas; de pronto sentía que las paredes
eran mucho más grandes y que poco a poco me iban
envolviendo.
—Lo sé —susurré.
Me miró con atención una última vez antes de pasar por
mi lado, con la botella bien sujeta.
—Tranquila, muchacha, estás delante del hombre menos
interesado en profecías y bebés elegidos de toda Hibernia.
Vamos. Hablemos antes de que ese cabroncete despierte.
CAPÍTULO 21
Hibernia al completo tembló el día que
la Cacería Salvaje, los Fianna y Shirr, el Dragón,
entraron en El Tambor Estrecho.
El dueño nunca se recuperó.
Del libro prohibido Leyendas y falacias
S
eguí a Fionn cuando atravesó el bosquecillo
descendiendo hacia el lago. Iba dando tragos a la
botella sin parar, como si padeciera de una terrible sed
que solo podía ser saciada con alcohol. Yo, de brazos
cruzados, contemplaba los cipreses con el corazón en un
puño. Me sentía observada. Tenía una sensación parecida a
la que había percibido en el dolmen, como si hubiera algo
más en el ambiente. Algo intangible, poderoso, que se
arrastraba por mi piel y me hacía pensar que no era del
todo bienvenida.
Dudé varias veces con la oscuridad jaleándome, pero
cuando atisbé el final del bosquecillo me decidí. Alargué la
mano y rocé la corteza de uno de los cipreses.
Caí al suelo de rodillas con un alarido. Me llevé la mano al
pecho, la punta de los dedos me ardía como cuando tocas
un trozo de hielo demasiado tiempo, y un dolor punzante se
extendió por el brazo. Puntos negros me enturbiaron la
visión, todo daba vueltas.
El dedo renegrido de Fionn apareció junto a mi rodilla.
—Has conocido a Goll, ¿eh?
No podía contestarle. La agonía me había atenazado la
garganta. Él palmeó el ciprés con afecto mientras daba otro
trago a la botella.
—Dije que jamás os expondrían a los buitres, y lo he
mantenido. Al final me dije a mí mismo que lo único que no
podía aceptar, lo único que no dejaría que me arrebataran,
sería el descanso de mis amigos. —Soltó un hipido—.
Fuisteis buenos hombres y mujeres que no recibisteis dones
inmortales como yo, pero cuyas almas y corazones son
imperecederos. —Hipó—. Mirad. Mis uñas jamás se
recuperaron de tantos enterramientos.
Apoyé las manos en el suelo e inspiré hondo. El ramalazo
de dolor fluyó de nuevo desde mi brazo hacia la punta de
los dedos, casi como si regresara a la tierra. Si se trataba de
alguna clase de magia, tendría sentido.
Pero había sido como morir. Morir llena de sufrimiento,
odio y desesperanza.
Algo me rozó la barbilla. Fionn me alzó el rostro,
observándome con sombría diversión.
—Te presento a los Fianna, chica.
Tragué saliva, y entonces lo comprendí. Los cipreses,
árboles sagrados también, eran tumbas. Y bajo ellos
descansaba la cofradía de los Fianna. El edificio en ruinas
debió de ser su sede, el lugar en el que entrenaban, vivían y
eran solicitados por las Cortes para resolver conflictos. Una
organización llena de hombres y mujeres valientes e
intrépidos que, cuando la guerra se desató y Teutus los
reclamó para luchar a su lado, se negaron. A pesar de ser
humanos y mortales, combatieron junto a la Tríada.
Y habían acabado allí.
Un ciprés por cada Fianna. Y había un bosque entero de
ellos.
Con dificultad, me puse en pie. La oscuridad continuaba
tirando de mí hacia todas partes, curiosa, con un ímpetu
que rayaba la desesperación. Había algo allí que la atraía
sobremanera y no tenía que ver con el lago.
—¿Cómo es que hay tanta magia aquí? —Me froté los
dedos. Los tenía sensibles, como si fueran cicatrices
recientes—. Es como si sus oiw…
—¿Estuvieran llenos de tanto resentimiento que no han
podido descansar en quinientos años? —terminó por mí.
Retomó el camino, dándome la espalda—. Sí, es lo que pasa
cuando te arrebatan todo aquello por lo que has luchado y
luego lo pisotean ante tus ojos.
Mantuve las manos bien cerca del cuerpo mientras
terminaba de atravesar el bosquecillo. Sentí una mezcla de
respeto y pavor por lo que Fionn había construido allí. No
solo había enterrado a sus compañeros: había hecho todo lo
posible para que no se marcharan del todo. Y vivía justo al
lado de toda aquella… No sabía ni cómo llamarlo. Era peor
que los recuerdos. Era una tortura constante.
Fionn depositó la botella a los pies del último ciprés, que
estaba alejado unos cuantos pasos de los demás. El lago
quedaba a unos cincuenta metros de la hondonada grisácea
y vacía.
—Espera aquí —gruñó.
No tenía problema con eso. Aquella distancia ya era
peligrosa para mí, aunque evité por completo mirar hacia el
islote. Sobre todo cuando Fionn empezó a quitarse toda la
ropa de camino hacia el lago y, boquiabierta, vi un par de
nalgas pálidas antes de cerrar los ojos.
Pensé que solo se estaba haciendo el loco hasta que
escuché el chapoteo del agua. Volví a abrir los párpados
para observar como el hombre se introducía en el lago sin
ningún titubeo y metía la cabeza bajo la superficie. No sabía
si estaba más pasmada porque pusiera en riesgo su vida de
aquella manera o porque supiera nadar.
Pero, claro, él no podía morir, y había nacido en la época
en la que el Muirdris y el Vah eran seguros.
Acabé sentándome a una distancia prudencial del ciprés y
la botella. Me rodeé las piernas con los brazos y aparté la
vista cuando Fionn estaba saliendo del lago. No me apetecía
comprobar si la leyenda de los calzones de pluma de faisán
era cierta.
Cuando regresó, por suerte, se había vuelto a poner los
pantalones. La piel le brillaba por la humedad. Era un
hombre fornido. Si no fuera por su postura y actitud… Se
dejó caer a mi lado y recogió la botella, como si tuviera
miedo de recuperar la sobriedad sin querer.
—Sé que eres inmortal, pero creía que todas las aguas de
Hibernia estaban infestadas de manan lir salvajes.
Chasqueó la lengua.
—Si queda algo en ese lago, te puedo asegurar que no le
intereso lo más mínimo. —Luego se giró un poco hacia el
ciprés y levantó la botella en un brindis silencioso—. Diord
Fionn, daid.
Diord Fionn. El grito de guerra de los Fianna. Lo había
escuchado aquí y allá, incluso en algunos teatrillos y
parodias callejeras, aunque lo habían utilizado como burla y
no como el lema sagrado de unos héroes.
—Bien. —Clavó la botella entre los dos y se sacudió las
manos—. Vamos a quitarnos la costra de la herida. Eres el
eslabón perdido, ¿eh?
Nunca había estado perdida, pero así debían verlo él y el
resto del reino.
—Eso parece.
—Conocí a uno de tus antepasados, ¿sabes? —Me alarmé
—. Llegó hasta aquí lleno de dudas. Pensaba ir y cogerla. —
Señaló hacia el islote, pero resistí la tentación.
No lo sabía. Mi madre nunca me había contado nada;
estaba convencida de que todo nuestro linaje había seguido
las normas. Yo creía que era la primera en pisar el Valle de
la Muerte.
—¿Por qué no lo hizo?
—Porque habló conmigo. —Me dedicó una mueca extraña.
Tardé en darme cuenta de que era una sonrisa porque la
barba ocultaba la mitad de sus facciones—. Solo le recordé
a lo que se enfrentaría si lo hacía. Las consecuencias. La
responsabilidad. Son palabras mayores, así que le entendí
cuando puso pies en polvorosa.
Aun así, pensar que alguien de mi sangre, alguien como
yo, había llegado hasta allí con esa intención… ¿Qué se le
habría pasado por la cabeza?
El corazón me latía con fuerza en el pecho. Aquella era,
probablemente, la primera vez en toda mi vida que podía
hablar de aquel tema con total libertad. Que no tenía que
morderme la lengua ni inventar excusas. De la misma
manera que me había sentido extraña cuando Gwen me
había llamado por mi nombre real, aquello tampoco parecía
correcto. Toda una vida de duras y dolorosas lecciones hacía
que sintiera que estaba cometiendo un crimen.
—Entonces, ¿tú no crees en la profecía?
—Lo perdí todo en esa guerra, muchacha. ¿Que si creo
que vendrá un bastardito milagroso a sacar la espada de la
piedra y salvarnos a todos? —Se echó a reír en
estruendosas carcajadas que no tenían nada de humor.
Destilaban el dolor y el desengaño acumulados en cinco
siglos, y era desgarrador escucharlas—. La Era de las Diosas
está muerta y enterrada. ¡Y solo quedamos locos para bailar
sobre ella!
Algo en mi interior se sintió forzado al escucharle. Como
si dos piezas de un puzle no encajaran del todo, a pesar de
estar hechas para ello.
—Hibernia necesita mucho más que una esperanza vana
para que se produzca un cambio —añadió—. Tras la guerra,
un sinfín de idiotas desfilaron por aquí e intentaron sacar la
espada. Por supuesto, no funcionó. E incluso si lo hubieran
conseguido, ¿qué creían que iba a ocurrir? El que piense que
una sola persona nos salvará de siglos de odio y oscuridad
es un iluso.
Estaba de acuerdo. Yo misma lo había pensado siempre.
¿Cómo iba a recaer el peso de todo el reino, de todo lo que
había funcionado mal durante quinientos años, en una sola
persona? ¿En alguien como yo o como Caeli? No solo
éramos personas sin medios, éramos… Solo nosotras. Por
más dones que hubiéramos heredado, ¿qué íbamos a
conseguir? En el aislado caso de que nos convirtiéramos en
sombras sedientas de sangre, en asesinas despiadadas,
¿cómo ayudaría eso a los sidhe? No solo se trataba de que
hubiera un rey cruel en el trono, sino de todo un reino lleno
de humanos que estaban convencidos de que la Tríada
había querido subyugarlos y los sidhe eran los peores seres
jamás creados. Que con su magia y dones los habían
relegado a la oscuridad, a la servidumbre. Teutus y los
múltiples reyes Nessia habían inculcado mucho odio a sus
súbditos, y las nuevas generaciones crecieron con ese
sentimiento bien arraigado.
¿Y se suponía que alguien como yo cambiaría eso solo
por sostener una espada?
—Siento curiosidad —dijo Fionn—. ¿Qué sabes tú de la
profecía?
Inspiré, temblorosa.
—Hace muchos, muchos siglos, solo los humanos
poblaban Hibernia. Un día, tres diosas y un dragón
descendieron de las estrellas y trajeron la magia con ellos.
Así nacieron los cuatro linajes mágicos: los fae, que
cuidarían la tierra y la naturaleza; los gnomos, que
adoraban el norte y las montañas; los manan lir, dueños de
todas las aguas; y los drakons, criaturas de fuego
descendientes de los nueve hijos de Shirr. Hubo paz y
prosperidad durante mucho tiempo, hasta que un dios
demonio abrió una fisura en la tierra y llegó con su ejército
desde el Otro Mundo. —Pensé en Toll Glóir. Estaba segura de
que aquella invasión oscura debía de haberse sentido en
toda Hibernia. Fionn me escuchaba en silencio, taciturno—.
Aunque vino con intenciones de conquistar el reino, se
enamoró de una de las diosas, Taraxis. Hincó la rodilla ante
ella y sus hermanas, y tiempo después se casaron. Su amor
tuvo como fruto a unos trillizos especiales. Herederos
directos de la sangre de dos dioses muy diferentes.
»Nicksa, la reina de los manan lir, recibió la profecía el
mismo día del bautizo. Teutus enloqueció tanto, creyendo
que le ocultaban algo importante, que secuestró a la reina y
la torturó de mil formas para que le confesara lo que había
visto. Y como Nicksa jamás se rindió, le arrancó lo más
preciado, aquello que la había convertido en reina y que
mantenía a las gentes del agua unidas: su voz. —Por el
rabillo del ojo me di cuenta de que el cuerpo de Fionn había
entrado en tensión. Sus ojos, fríos y duros, estaban clavados
en el lago, y sostenía la botella con tanta fuerza que era un
milagro que no la hubiera roto todavía—. La profecía
aseguraba que Teutus moriría a manos de sus propios
descendientes, así que ordenó matar a los trillizos. Una de
las tías de los bebés, la diosa Xena, consiguió salvar a uno
de ellos.
—No fue Xena —me interrumpió Fionn, brusco—.
Continúa.
Pestañeé.
—Bueno, pues alguien consiguió salvar a uno de los
trillizos, y de ahí surgió mi linaje. Tras aquello se desató la
guerra. Teutus asesinó a las diosas, decapitó a Shirr, el
Dragón, hundió las Islas de Fuego. Acabó con todo y todos.
Cuando estuvo satisfecho, vino aquí, al Valle de la Muerte, y
clavó su espada en los restos del lugar en el que había
contraído nupcias con Taraxis. Y dijo…
—Ya no me es necesaria, puesto que me he deshecho de
todos los que procuraban mi destrucción. Como prueba de
mi gesta, aquí la dejo. Y solo podrá empuñarla alguien que
posea mi sangre.
Lo observé, un poco abrumada.
—No sabía las palabras exactas.
—Estaba presente cuando las pronunció.
Nos quedamos en silencio un buen rato. El sonido de una
trompeta surcó el aire y Phira apareció por encima de los
cipreses, planeando hacia el lago. La seguían decenas de
cisnes. Se posaron en las tranquilas aguas, deslizándose con
gracilidad.
Al fin, pregunté algo que siempre me había reconcomido.
—¿Por qué se casó con Taraxis y tuvo hijos con ella si no
iba a fiarse de su propia descendencia? ¿Cómo pudo
asesinar a unos bebés solo por una profecía?
Fionn le dio un largo trago a la botella antes de responder.
—Teutus era un dios conquistador venido del Otro Mundo.
Siempre fue lo que fue. Para cuando llegó, tanto la Tríada
como Shirr ya estaban asentados aquí. La magia pululaba
por Hibernia. Y aunque no a todos los humanos les había
hecho gracia tener que compartir el reino, la mayoría eran
felices bajo el gobierno de la Tríada.
»Entonces, por alguna clase de destino retorcido, Teutus
quedó obnubilado por Taraxis. Y ella por él. Eran la luz y la
oscuridad danzando el uno alrededor de la otra, y todos los
que los mirábamos sabíamos que era imposible que eso
saliera bien. La propia Luxia estuvo punto de no asistir al
bautizo de sus sobrinos porque presentía la desgracia
inminente. Y al final tuvimos razón. —Con la mirada perdida,
contempló el poco líquido que quedaba en el fondo de la
botella—. Ojalá no hubiera sido así. Ojalá nos hubiéramos
equivocado todos y ellos nos hubieran demostrado que el
amor es más poderoso que cualquier otra cosa.
No contesté. Apoyé el mentón en las rodillas, pensativa.
—En fin, dioses estúpidos aparte, no pareces tan indecisa
como tu antepasado, así que no has venido hasta aquí por
nada relacionado con la profecía. Mencionaste a Morrigan.
Le conté todo lo sucedido. Le hablé de Caeli, de nuestras
vidas huyendo de un lado para otro y de nuestro encuentro
fatal con Morrigan en Grimfear. No oculté nada. Con él no
era necesario.
Meditó mi historia con el ceño fruncido, lo que podía ser
signo de concentración, disgusto, o ambos.
—¿Sabes quién lideraba la primera Cacería Salvaje, la
auténtica? —El cambio de tema me hizo pestañear. Negué
con la cabeza—. Morrigan. Se podría decir que estaba en su
naturaleza. Ella y sus amigos eran conocidos en toda
Hibernia por montar juergas que duraban semanas. De ahí
obtuvieron el nombre. Lo mismo podían acabar con todo el
whiskey de un pueblo y quedarse dormidos en unas
pocilgas, que soltar en un bosque a ciertos individuos a
quienes consideraban malos y luego cazarlos uno a uno.
No sabía qué narices tenía eso que ver con lo que le
acababa de contar, pero decidí ser paciente. Necesitaba sus
respuestas, todo lo que pudiera contarme.
—Suena divertido. El reino debía quererlos mucho —dije
con sarcasmo.
—Pues, aunque cueste creerlo, tenían bastantes adeptos.
Sidhe y humanos que consideraban que limpiaban más de
lo que ensuciaban, ya sabes. Y cuando llegó la guerra, la
Cacería Salvaje luchó por la Tríada.
—¿Qué? Pero si Morrigan fue… es parte del ejército de
Teutus.
—Sí, imagínate las caras de sus amigos y seres queridos
cuando cambió de bando. —Su barba tembló. De un último
trago, se terminó la botella y me pregunté si eso era mala
señal—. Mucho antes de eso, la Cacería Salvaje se metió en
bastantes líos. A veces caían en gracia, a veces no. En una
ocasión en especial, Morrigan molestó a quien no debía y
fue castigada con no poder volver a tocar, perjurar o dañar
un oso en toda su existencia. Ni directa ni indirectamente.
Algunos dirían que fue un geis de mierda.
Osos. Caeli se había transformado en una osezna. Pero…
—No lo entiendo. ¿Qué tiene que ver eso con mi
hermana? ¿Cómo pudo transformarla en oso si le estaba
prohibido?
El hombre me miró con esos pesados párpados
ocultándole los ojos.
—¿Quién dice que fuera cosa de Morrigan?
—¿Quieres decir que mi hermana… que fue ella? —Solo
pensarlo hacía que la cabeza me diera vueltas. Pensé en la
potente luz blanca que había cubierto el cuerpo de Caeli,
una luz pura—. ¿Se transformó a sí misma para protegerse?
No tiene sentido, Caeli no sabía nada del castigo de
Morrigan.
—La magia a veces actúa por voluntad propia para
proteger a su invocador. Por no hablar de vuestro singular y
puñetero linaje, del cual ni siquiera yo sé mucho.
Sí, nuestro singular y puñetero linaje. Me dio vergüenza
admitir que yo tampoco sabía demasiado. Mi familia nunca
había llevado ninguna clase de registro por miedo a que
cayera en manos equivocadas. Solo sabía lo que mi madre
me había contado, y ella lo que le había contado la suya. Y
el cielo sabía que mi abuela había perdido la cabeza mucho
antes de morir. ¿Cuánto de eso podía estar tergiversado?
—Que yo sepa, nadie en mi familia ha tenido esa clase de
poder de transformación. Hemos utilizado piedras de
transmutación muchas veces para ocultarnos.
—Taraxis y sus hermanas lo tenían.
Ah. Taraxis, la diosa del amor y la caza. A veces olvidaba
que ella era la otra mitad que había creado mi linaje. Y si
había alguien que debía heredar sus magníficos dones, esa
era Caeli, sin ninguna duda.
—¿De qué color eran los ojos de la diosa?
—Verdes, como esmeraldas pulidas.
Sonreí. Los ojos me quemaban, aunque sabía que no
derramaría ninguna lágrima. Busqué la energía dulce de
Caeli y, al sentirla, deseé con todas mis fuerzas poder
transmitirle algo. ¿Ves? Yo tenía razón. Tú eres buena. Estás
hecha de cosas preciosas.
Ella era la heredera de una diosa creadora y generosa.
Yo, del dios que vino a destruirlo todo.
—Dime cómo puedo rescatar a Caeli. Dime dónde
encontrar a Morrigan, cuáles son sus puntos débiles. Dime…
—No puedo —me cortó Fionn. Algo en mi rostro no le hizo
ninguna gracia, porque masculló una maldición—. No me
mires así, joder. Tu antepasado debería haberte advertido
que yo ya no resuelvo problemas, ¿entiendes? Llevo cinco
siglos sin salir de este puto valle. El resto de Hibernia podría
haber sido tragada por un maremoto y no me habría dado
cuenta.
Entonces, yo tenía razón. La visita a Fionn no había
servido de nada. Eché el rostro hacia atrás y dejé que mi
mirada vagara por los miles de estrellas que titilaban en la
noche. Debería estar sintiendo desilusión, pero guardaba
toda clase de sentimientos amargos.
La duquesa se va a llevar una alegría, pensé.
—No sé nada —murmuró en voz baja, casi con renuencia
—. Morrigan… Ten en cuenta que nunca mueve ficha sin
más. No se hubiera llevado a tu hermana de esa manera
simplemente para matarla o torturarla. Dudo que sepa
quién es, pero debió llamarle la atención que se
transformara.
Debería enfurecerme con él, mucho más que con Maddox
por haber ido hasta Ná Siog en vano, pero no pude. Tal vez
en ese momento no tenía fuerzas para un sentimiento tan
potente como la furia. No cuando estaba sintiendo tanto
miedo. Miedo a que Morrigan descubriera quién era Caeli.
Miedo a que se lo contara al rey y este se frotara las manos
con regocijo. Miedo a lo que podrían hacernos.
Está viva. Y es fuerte. Aguantará hasta que la encuentre.
—Hay muchas historias acerca de cómo te convertiste en
inmortal —comenté, obligando a mi mente a ir por otros
caminos.
Por la forma en que soltó el aliento, supe que él también
agradecía el cambio de tema.
—¿Tú cuál crees que es la verdadera?
—La del salmón te aseguro que no.
Fionn me dedicó una mirada de reojo cargada de ironía.
—¿De veras? ¿Tan… fácil?
—¿Fácil? Ese puñetero oso casi acaba conmigo. Su
zarpazo me perforó la tripa e hizo que todos mis intestinos
se desparramaran. Allí, justo en aquella orilla. —Señaló
hacia un recodo del lago—. Estaba casi muerto cuando
Taraxis y Xena decidieron aparecer.
—¿Supiste que tenías delante a dos diosas?
—Supe que no podían ser mortales, eso estaba
rematadamente claro. Xena todavía tenía la piel de un
salmón, y lo único que llevaba encima Taraxis era un arco y
un carcaj de flechas doradas. Lo único.
Pensar en mi antepasada paseándose desnuda ante
hombres moribundos estuvo a punto de hacerme sonreír.
—Debió de ser una imagen muy dulce, dadas las
circunstancias.
Emitió un murmullo.
—No tengo quejas.
—Así que el salmón al que salvaste de ser comido por un
oso era la mismísima Xena, diosa de la vida. ¿Lo
sospechaste? ¿Por eso te jugaste la vida?
—En absoluto. Tiempo después descubriría que todo fue
parte de una prueba para medir el valor de mi corazón. No,
yo solo vi a un pobre e incauto pez que era arrastrado por la
corriente, directo a las garras de un oso hambriento. Y la
visión de eso me indignó. De repente decidí que no iba a
permitir que el salmón muriera solo porque no era capaz de
aletear con más fuerza. ¿Qué oportunidad real tenía contra
la corriente de un río o contra un oso? ¿Qué tenía eso de
justo?
Algo me decía que Fionn sí sabía qué lo había llevado a
cometer un acto tan estúpido. Tal vez el hombre no vio solo
a un salmón luchando contra la corriente aquel día. Y eso
fue lo que las diosas recompensaron.
—¿Qué sentiste cuando te otorgaron la inmortalidad?
Sacudió la cabeza. Su cabello y barba habían ido
secándose, limpios de los tropezones de roña que habían
tenido encima; ahora podía ver su verdadero color: blanco.
Absolutamente blanco. Teniendo en cuenta que Fionn no
debía tener más de cuarenta años cuando su vida se
detuvo, me costó creer que se tratara de canas.
—Nada. No hubo ningún cambio palpable. Y no ha vuelto
a haberlo jamás. Eso es la inmortalidad, chica. Permaneces
tal y como eres, día tras día, siglo tras siglo. Inalterable.
Me puse un poco en su lugar y pensé que nadie mantenía
la esperanza y la alegría después de un golpe tan
devastador. Era lógico que se hubiera vuelto un ermitaño y
un cínico. Algo en mi interior conectó con su historia y se
acomodó en ella, reconociendo un lugar familiar.
Sin embargo, también sentí una profunda tristeza, la
sensación de que todo aquello estaba mal, mal, mal.
Las clavículas me cosquillearon. De pronto, un rugido se
elevó en el valle, cruzó el bosquecillo de cipreses y llegó
hasta nosotros. En el lago, los cisnes se alborotaron y
batieron las alas.
—Joder, ya era hora —farfulló Fionn—. Pensé que me lo
había cargado.
Entrecerré los ojos.
—Dijiste que el lúpulo solo lo haría dormir.
—Y así es, pero es un drakon encerrado bajo muchas
capas de magia. Está tan mermado que da pena mirarlo. —
Se puso en pie y escuché como le crujían los huesos—. Si no
fuera por eso, ahora mismo estaría buscando un buen
escondite para evitar que me convirtiera en un montón de
cenizas.
Yo también me levanté. Estaba deseosa de alejarme del
lago.
—¿Cómo supiste que nosotros…? Bueno, el naidh nac… —
Mierda. ¿Por qué preguntaba eso?
Por suerte, Fionn no hizo ningún comentario sobre mis
balbuceos.
—Creo que sabes sorprendentemente poco sobre el naidh
nac y los guerreros drakon emparejados.
—Y parece que tú sabes mucho.
—Hubo un tiempo en Hibernia en el que no podías alzar la
vista y no ver a un drakon surcando el cielo. Si ese día te
había sonreído un leprechaun, te cruzabas con uno de Los
Nueve. Si eras un bastardo afortunado, tal vez vieras de
lejos las legendarias escamas doradas del mismísimo rey de
las criaturas de fuego.
Inspiré hondo. Eso sonaba maravilloso.
—Shirr, el Dragón. ¿Tú llegaste a verlo?
—Sostuve la cabeza de ese mierdecilla mientras
vomitaba su primera papilla más veces de las que puedo
recordar.
¿Y eso qué narices significaba? ¿Habían sido amigos?
Sabía que Shirr había sido capaz de adoptar forma
humanoide, pero de ahí a que se emborrachara y fuera
vomitando por las esquinas…
—¡FIONN!
Los pisotones iracundos de Maddox se acercaban. El
estómago me dio un vuelco por razones que no entendía.
Antes de que nos alcanzara, el inmortal se inclinó hacia
mí para susurrarme al oído:
—No sé cuáles son tus planes ni me interesan, pero
buena suerte si intentas guardar secretos a un macho
drakon recién emparejado.
CAPÍTULO 22
Atención, atención.
Se hace saber que el hijo mayor del Quinto, Addanc,
y su poderosa compañera, la guerrera Noxia, han vuelto a tener gemelos.
Lo primero que ha comentado la matrona al recibir
a los bebés ha sido:
«Nos estamos quedando sin nombres».
Del libro prohibido Leyendas y falacias
C
ostó un buen rato calmar a Maddox, sobre todo porque
yo era la única que lo intentaba. Fionn permitió que el
drakon lo zarandeara de un lado a otro, le bramara en
la cara y lo insultara de maneras muy variopintas. Todo ello
con una sonrisa y dedicándome miraditas que me pusieron
los nervios aún más de punta. Lo que más me llamó la
atención fue que Maddox no utilizara su lanza en ningún
momento; quería desahogarse, pero no hacer daño de
verdad.
Entremedias de su espectáculo, el drakon se me acercó y
comprobó que estaba bien. No parecía creerme cuando le
decía que solo habíamos hablado y que el inmortal se había
comportado (preferí omitir que se había desnudado). Me
examinó de arriba abajo, pero cuando me rodeó para
observarme también por detrás, lo amenacé con el puñal.
Sus ojos tenían un punto de ardor al mirarme, casi como
si quisieran encenderse y no pudieran. Eso me hizo pensar
que, tal vez, aquello ponía en riesgo los encantamientos y el
duro trabajo de Pwyl. Vi movimiento por detrás de Maddox.
—Estás perdiendo los papeles de nuevo —le recordé—.
Dijiste que odiabas mostrar esa parte de ti mismo,
¿recuerdas?
Apretó los puños con fuerza, su mandíbula tan tensa que
resultaba doloroso verlo.
—Dije que lamentaba que tú lo hubieras visto.
—Lo siento, pero estoy cansada y no me apetece esperar
a que te calmes.
Su ceño se estrechó.
—¿Por qué…?
Di un paso atrás justo cuando Fionn lanzaba el balde de
agua contra la espalda de Maddox. El drakon cerró los ojos y
apretó los labios. Al contrario que la vez anterior, no
salieron volutas de vapor de su piel. Tal vez porque, como
había dicho Fionn, estaba encerrado bajo muchas capas de
magia.
—No era una ríastrad —refunfuñó con los labios
escupiendo gotitas—. Solo estoy cabreado porque me has
drogado.
Fionn se encogió de hombros.
—No corro riesgos con las fiebres draconianas.
Aunque lo fulminó con la mirada, Maddox no se acercó al
inmortal. Después de limpiarse el rostro con la capa, me
hizo un gesto.
—Vamos, sliseag. Y ten en cuenta que por más cansada
que estés, no pienso dejarte ir hasta que me cuentes todo lo
que ha pasado, palabra por palabra. —Dedicó una última
mirada desdeñosa a Fionn—. Eructo por eructo, si es
necesario.
Alcé la mano, un poco dudosa, para despedirme de Fionn.
El inmortal farfulló algo ininteligible y se refugió en sus
ruinas.
—¿Estás segura de que estás bien? —insistió Maddox.
Observaba mis manos con suspicacia.
Joder, no se le escapaba una.
—Tenías razón.
—Lo sé —contestó al instante, molesto—. ¿Sobre qué?
—Solo es un lugar lamentable lleno de escombros y
recuerdos.
Le relaté a grandes rasgos lo que había sucedido,
guardándome para mí, por supuesto, todo lo relacionado
con mi linaje y la profecía. Si alguien averiguara qué clase
de poderes tenía, no tardarían en atar cabos. No había
ninguna otra raza que manipulara la oscuridad como lo
hacía yo. E incluso yo había sido una anomalía en mi
familia.
Cruzamos el puente y suspiré de alivio al pisar la orilla
este y dejar atrás la extraña bruma, el Valle de la Muerte y
la colina de Tintagel.
La reunión parecía continuar en El Desatino del Pez, pero
nosotros enfilamos el camino que llevaba a la posada, al
otro lado del pueblo.
Y tal vez por todo lo que había pasado, la curiosidad se
me escapó de entre los dedos.
—¿Qué es una ríastrad?
Echó un vistazo a su alrededor antes de contestarme, y
eso ya me dio muchas pistas. Caminábamos a la par, él
reduciendo el paso para adaptarse al mío. Cuanto más nos
alejábamos de la taberna mayor era el silencio. Pasamos
junto a la casa de Ceto y Sequana; las sillas continuaban en
el exterior, esperando a sus dueñas para otra tarde
trenzando lazos.
—Todas las criaturas que pertenecían a la Corte de Shirr
poseían el mismo problema; cuanto más grande fuera el
fuego que guardaban en su interior, más difícil les era
gobernar sus emociones. Sentimientos como la ira, el miedo
o el deseo hacían que la temperatura subiera muy rápido. —
Sentí sus ojos sobre mí, pero me concentré en el Muirdris y
en el reflejo de las estrellas—. Los más propensos eran los
drakons varones, los descendientes directos de los Nueve.
Es una especie de fiebre que hace que entres en un frenesí.
Puede ser un frenesí guerrero, como cuando debían entrar
en batalla, o…
Se interrumpió. Le lancé una mirada y lo pillé esbozando
una sonrisilla que mostraba uno de sus colmillos. Algo se
removió en mi pecho. Las clavículas empezaron a latir de un
modo tenue, casi agradable.
Sabía que no debía hacerlo, sabía qué era lo que iba a
decir a continuación y que era mejor dejarlo así, pero…
—¿O…?
Nos detuvimos. La luna arrancaba destellos azulados a su
pelo y hacía brillar el pendiente cuando inclinó su rostro
hacia el mío.
—O un frenesí sexual —susurró, su aliento fresco
chocando contra mi nariz, sus anchos hombros opacándolo
todo—. Se dice que podían durar días, dependiendo de cuál
hubiera sido el catalizador. Días en los que sus familiares
tenían que asegurarse de que comían, porque lo único en lo
que podía pensar la pareja era en continuar satisfaciendo al
otro. Hay una leyenda que afirma que después del frenesí
de un drakon su compañera siempre acababa embarazada
de gemelos.
La curva de sus labios me dijo que lo último era una
broma. El problema era la imagen mental que mi
desbordante imaginación me había brindado. Una imagen
en la que había unas gigantescas alas negras con bordes
violáceos extendidas sobre una cama. ¿Olvidarse de comer?
Yo sabía lo que era el sexo, lo había disfrutado, pero jamás
había sentido un ímpetu parecido a ese frenesí. Me había
gustado descubrir lo que podía suceder en la intimidad,
pero jamás había mirado a Dughall y sentido que deseaba
satisfacerlo a toda costa.
Entreabrí los labios al pensar, al imaginar…
Los ojos de Maddox se clavaron en mi boca. Sin darme
cuenta, mi respiración se había vuelto superficial. Había
algo cálido y voraz en mi estómago, algo que, si descendía
un poco más…
El drakon dio otro paso hacia mí. Estaba tan cerca que
sus muslos rozaron los míos.
—Sliseag… —murmuró.
«Buena suerte si intentas guardar secretos a un macho
drakon recién emparejado».
Las palabras de Fionn me ayudaron a apartarme de un
brinco. Miré a todas partes excepto a él, como un
leprechaun.
—¿Eso fue lo que te pasó en el castillo? ¿Una ríastrad?
Me pareció que él se balanceaba, como si todavía se
sintiera atraído hacia el lugar en el que yo había estado.
Tan, tan cerca, que si yo hubiera levantado el rostro un poco
más…
—Sí —dijo con un suspiro. Me miró con la cabeza ladeada,
examinando la distancia que había puesto entre ambos. Tras
unos segundos, echó a andar de nuevo—. El método más
efectivo para que salgamos del trance es el agua fría. Y
alejarnos de aquello que nos ha afectado.
Asentí, pero estaba demasiado ocupada flagelándome
mentalmente como para contestar algo. No hablamos más
el resto del camino, y él ya no se molestó en disminuir sus
zancadas. Me dio la sensación de que ya habían ocurrido
demasiadas cosas ese día y esa noche, así que no miré su
prieto trasero ni una sola vez.
Tras desearles buenas noches a Tante e Higuel, nos
dirigimos a nuestras habitaciones, que estaban, por suerte,
en pasillos distintos. Al separarnos murmuré un «Que
descanses» que ni yo misma escuché con claridad, y me
escabullí.
—Alanna —me llamó.
Me giré a medias. No se había movido del sitio. Los
apliques de las paredes iluminaban tenuemente el pasillo,
otorgándole una tonalidad miel a la madera.
—Lamento que no encontraras respuestas. De verdad.
Bueno, había descubierto muchas cosas interesantes que
él no sabía, aunque era cierto que las cambiaría todas por
una sola pista certera sobre cómo recuperar a Caeli.
—No voy a rendirme.
Inclinó la cabeza.
—Lo sé. Y, siempre que me lo permitas, te ayudaré.
—Sabes que nada te obliga a ello, ¿verdad? —dije
arqueando las cejas—. Ni a ti ni al resto de la Hermandad.
Porque llegaré hasta donde haga falta para salvar a mi
hermana, y me da igual si eso llama atenciones indebidas,
me expone ante la Corte y el rey o me convierte en un
objetivo. Tal vez no sea tan discreta como vosotros.
Soltó una risilla.
—La discreción está sobrevalorada a veces. Y tienes
razón.
—¿En qué?
—En que nada me obliga.
Tras una última mirada, desapareció hacia su habitación.
Yo me quedé contemplando los apliques del pasillo un buen
rato.
C
onforme más nos alejábamos del valle, empecé a ver
signos de vida y vegetación de nuevo. Los afilados
escarpados de las Helther a nuestro alrededor se
llenaron de avellanos, serbales y pinos. Algún que otro
pájaro trinaba en la distancia, y el olor a follaje me invadió
las fosas nasales y me hizo darme cuenta de lo que le
faltaba a Ná Siog.
Al anochecer, el cielo se tiñó de rosa y púrpura. Debíamos
de estar atravesando la parte central de las montañas,
porque el terreno se niveló y mis muslos y rodillas, ardiendo
por el esfuerzo de tanta escalada, gritaron de alivio. Aquel
camino añadía otros dos días más al viaje de regreso, pero
el bosque había quedado vedado.
—Un poco más adelante hay un buen lugar para
detenernos —dijo Maddox, que parecía estar atento al más
mínimo gesto por mi parte—. Hay un…
Sus palabras se interrumpieron cuando hundió la bota en
un charco de fango oculto por la hierba baja. Salpicó agua
lodosa por todas partes y me aparté de un salto.
—Uf. —Me cubrí la nariz con la mano y, con cuidado,
rodeé el charco hasta el otro lado—. Hoy dejaremos al
menos veinte metros entre tus mantas y las mías.
No me contestó. Estaba observando el fango con mucha
concentración.
—Ya puedes sacar el pie.
Su cuerpo se tambaleó como si alguien lo hubiera
empujado. Del fango brotaron burbujas de aire que, al
explotar, esparcieron más de ese olor nauseabundo.
—Mierda —masculló Maddox—. Aléjate, sliseag, creo que
son peist.
—¿Peist? —Arqueé las cejas—. ¿En las montañas? ¿No
viven en pantanos costeros?
El drakon se sujetaba ahora la pierna con las dos manos y
tiraba con todas sus fuerzas. Con un sonoro pop, consiguió
liberarla. El problema fue que, junto con ella, vinieron los
peist.
Naturales de Hibernia, los peist eran engendros a medio
camino entre gusanos gigantes putrefactos y serpientes
coléricas. Medían más o menos lo mismo que un brazo
humano, tenían el cuerpo blanco cubierto de pústulas y un
lomo lleno de púas venenosas que apuntaban a todas
partes. No eran mortales, pero conocía personas que habían
sido infectadas por peist y que habían deseado la muerte.
Para completar la hermosa visión, sus dos cabezas se abrían
y revelaban fauces llenas de dientes triangulares. Siempre
me había preguntado por dónde cagaban.
Al menos seis u ocho salieron del fango, dos aferrados a
la bota de Maddox. Bueno, parecía que había llegado el
momento de estrenar mis armas nuevas.
Lancé la daga recta y clavé un peist al suelo. Su chillido
de dolor se parecía al de un zorro. No era nada agradable de
escuchar. Recuperé el arma y la lancé de nuevo, y descubrí
que ya tenía dos peist a menos de medio metro de mí. Eran
rápidos, y si se enterraban de nuevo me sería muy difícil
adivinar por dónde saltarían.
Con la daga curva, seccioné limpiamente una de las
cabezas, intentando esquivar por todos los medios cualquier
líquido que segregaran. Por el rabillo del ojo comprobé que
Maddox no tenía problemas para encargarse de su parte.
Pestañeé, sorprendida, cuando un extremo de la lanza se
deslizó con un zumbido y reveló un cabezal en forma de
flecha. Empezó a acribillar a los peist como si estuviera
picoteando de un plato.
Un par de minutos más tarde, había muchas partes de
peist repartidas a nuestro alrededor, y el hedor era
insoportable. Ambos respirábamos trabajosamente.
—Mis dagas nuevas —gimoteé, contemplando sus hojas
llenas de residuos apestosos.
Al mirar a Maddox al otro lado del charco, apoyado en su
lanza y con una de las botas llena de baba de peist, no pude
evitarlo. Solté una risita.
—Voy a tener que ir muy atenta o acabarás muerto.
Con reticencia, los labios del drakon también se curvaron.
—No me quejaré si eso significa que… ¡Alanna!
Él y la oscuridad me gritaron a la vez, por lo que fui más
lenta de lo normal al reaccionar. El chillido vino desde mi
izquierda. Un peist había trepado por el tronco de un árbol y
venía directo hacia mi cara, sus fauces tan abiertas que era
probable que se tragara mi cabeza de una sentada.
Alcé la daga, pero supe que no iba a llegar antes de que
me alcanzara. Cerré los ojos con fuerza.
Noté una pequeña ráfaga de aire, y entonces hubo un
chasquido bajo. El chillido fue extinguiéndose hasta morir.
Al levantar los párpados de nuevo, me encontré con ese
orificio baboso a pocos centímetros de la nariz, y una flecha
plateada atravesándolo de lado a lado. El otro extremo
todavía daba coletazos.
Jadeando, Maddox apartó la lanza y la apoyó en el suelo
entre ambos. Lo tenía tan cerca que no me explicaba cómo
había llegado hasta mí tan rápido.
—Por poco —resopló.
Entonces, el peist dio una última sacudida y un intento de
chillido. Y ante nuestras narices, explotó.
Sentí las pestañas tan pegajosas que casi no pude
abrirlas. Me pasé la manga por la boca, pero las náuseas ya
estaban de camino, subiendo como una bola de fuego por
mi esófago.
Frente a mí, Maddox estaba igual o peor, porque estaba
escupiendo como si algo le hubiera entrado en la boca.
—¡Esa mierda nos ha envenenado! —exclamé—. Déjame
pensar. La raíz de jergón es útil para la mayoría de venenos,
pero…
—Vamos. —El drakon me enganchó de un brazo y me
arrastró—. Démonos prisa.
Intenté seguirle, pero acabé clavando los talones en el
suelo y apoyándome en un serbal para vomitar. Me hubiera
avergonzado por los ruidos que estaba haciendo de no ser
por el escozor que comenzaba a sentir en aquellas partes
de mi piel en las que me había caído la sangre.
Maddox no me dio tiempo ni a terminar. Me cogió en
brazos y echó a correr, tragándose mis protestas e
ignorando que tuve que taparme la boca con la mano para
no vomitarle encima. ¿Cómo estaba él aguantando?
Empecé a escuchar un rumor entre los árboles. Unos
metros más adelante, los serbales y avellaneros se abrieron
para dar paso a una pequeña laguna.
Maddox me apoyó con cuidado contra una roca y enredó
los dedos en el broche de mi capa.
—Quítate la ropa.
Me sentía como si alguien me hubiera obligado a
beberme un barril completo de cerveza ardiente y luego me
hubiera hecho rodar por una cuesta. Aun así, le di un par de
manotazos.
—¿Qué diablos haces? —Mi boca parecía llena de paja.
—Debemos lavarnos inmediatamente. ¿O quieres sufrir
vómitos, diarreas y tener la piel destrozada el resto de tu
vida?
Su rostro ya mostraba hinchazones y pupas que parecían
llenas de pus, sobre todo en la frente y los pómulos.
—No podemos entrar ahí —dije, señalando la laguna—. Es
peligroso.
—Yo estoy aquí.
Intenté decirle con una sola mirada lo que opinaba sobre
eso, pero una punzada en el abdomen me cortó el aliento.
Me doblé sobre mí misma, mareada por el repentino dolor y,
al inclinarme hacia delante, las náuseas regresaron.
Noté los dedos del drakon tironeando de mi ropa.
—Ya te están saliendo ampollas. O te desvistes tú y te
metes en el agua, o lo hago yo. Elige.
Me tragué lo que fuera que estaba subiendo por mi
garganta, que probablemente era lo que quedaba de la
merienda, y lo empujé. Tambaleándome, le di la espalda.
—No mires.
Siseé cuando me rocé el cuello al quitarme la capa.
Notaba la piel en carne viva. Me deshice de las botas a
patadas. Al quitarme la blusa y dejar los pechos al aire, fue
la primera vez en mi vida que deseé tener ropa interior.
Podría haber aceptado el ofrecimiento de Gwen y haberme
comprado una camisola y unas medias.
Para cuando me quité los pantalones y me quedé solo con
unos calzones de algodón, sentía que la piel del rostro
estaba hinchada, ardiente, y los labios parecían a punto de
reventar como lo había hecho aquel peist. No sentía el frío
del ambiente, y eso era mala señal.
Escuché el sonido de salpicaduras y me giré a tiempo de
ver a un Maddox completamente desnudo entrando a la
laguna. El dolor desapareció el breve instante que vi sus
nalgas, sin pantalones de por medio, antes de que se
hundiera en el agua. Al sacar la cabeza, se pasó las manos
por el rostro y el cabello, pero permaneció de espaldas a la
orilla.
—Entra —ordenó.
No me quejé por la temperatura del agua, la normal en lo
alto de una montaña y a finales de invierno. Caminé con
decisión, apretando los dientes, hasta que me cubrió los
pechos. Allí me planté. No solo no sabía nadar, sino que
prefería tener la orilla cerca. Antes de pensarlo mucho,
aspiré una buena bocanada de aire y hundí la cabeza.
El alivio fue instantáneo, como aplicar un bálsamo drui
directamente sobre las heridas. La quemazón fue
menguando, y el agudo dolor en el abdomen se diluyó.
Aguanté todo lo que pude antes de volver a la superficie.
—Diosas —jadeé—. Es fantástico.
Hice un cuenco con ambas manos y bebí unos cuantos
sorbos. El agua dulce calmó la batalla que se estaba
gestando en mi estómago, y cuando me palpé el cuello
arranqué las ampollas que habían empezado a formarse. Ya
sabía que las aguas dulces del Muirdris tenían propiedades
increíbles, pero nunca había experimentado algo tan rápido
y directo.
Maddox continuaba dándome la espalda; hacía gárgaras
con brío. A él el agua le cubría hasta las caderas. Deslicé la
mirada por sus amplios hombros mojados y contemplé la
forma en que la humedad delineaba todos aquellos
músculos tan definidos. Luego recordé que, en líneas
generales, era una persona respetuosa y yo también me di
la vuelta.
Me rocié el rostro una y otra vez, frotándome las pestañas
con cuidado y asegurándome de que no quedaba nada de
esos bichos asquerosos en mi piel. La siguiente vez que
hundí las manos, un rostro alargado de ojos blancos me
devolvió la mirada.
Solté una maldición y retrocedí, resbalándome en el suelo
arcilloso de la laguna.
Maddox me alcanzó al instante y me puso a su espalda
con un barrido de su brazo. En ese momento concreto no
me importó, y me dio igual lo que eso me hiciera parecer. El
agua no era mi elemento y mis armas estaban junto a las
rocas.
—¿Qué ocurre? —Me lanzó una mirada breve por encima
de su hombro—. ¿Estás bien?
—Creo que es un afanc.
—Es posible.
Los afancs parecían castores gigantes llenos de escamas,
solo que mucho peor. Se apropiaban de una extensión de
agua y mataban todo aquello que ingresara en sus
dominios.
Me acerqué un poco más a Maddox sin llegar a tocarle y
sin dejar de escrutar a mi alrededor.
—¿Este es el lugar al que te referías? ¿Para pasar la
noche?
—Sí, hay una cuevecita junto a los escarpados en la que
he estado otras veces.
—Con nuestra suerte, estará habitada por una
bheathacht.
Resopló por la nariz, como si le hubiera hecho gracia.
—Venga, date el último chapuzón y sal. Yo vigilaré.
Hundí la cabeza por última vez a una velocidad
espeluznante y, mientras escurría todo el pelo húmedo
sobre el hombro, observé la inmensa espalda de Maddox.
—No mires.
—Eso ya lo has dicho.
—Es un recordatorio.
—Ahora me estás generando auténtica curiosidad —
admitió, echándose las manos a las caderas—. ¿Tienes algo
distinto a otras mujeres?
¿Aparte de una oscuridad sedienta de sangre que me
sigue a todas partes?
Si me colocara delante de él completamente desnuda y
dejara salir a la oscuridad, envolviéndome los brazos y
descendiendo como látigos, dudaba que le interesaran mis
pechos. Y ese pensamiento, por algún motivo, me puso de
mal humor.
Me deslicé hacia la orilla, esperando no ver de nuevo el
ros-
tro monstruoso del afanc. Tenía ganas de darle un puñetazo
a algo.
Escuché una inspiración brusca seguida de una maldición.
Miré por encima del hombro y descubrí que el capullo del
drakon no me había hecho ningún caso y estaba
mirándome. El agua apenas me cubría la mitad de los
calzones, que lo transparentaban todo, aunque él tenía la
mirada prendida más arriba, en mi espalda. Y entonces
recordé que me había colocado el cabello hacia delante y lo
había dejado todo a la vista.
Sus fosas nasales se dilataron.
—¿Quién te hizo eso?
Apreté los labios con fuerza y resistí la tentación de
devolver el pelo a su sitio. Ya las había visto. Ya daba igual.
—Un compañero tuyo, un soldado.
La comprensión se apoderó de sus rasgos. Tenía los
puños tan apretados que todos los músculos de los brazos
se le pusieron en tensión.
—¿Qué ocurrió?
Bajé la vista un segundo hacia las líneas azules que había
en su clavícula, pero la visión de ello me incomodó y volví a
darle la espalda. Con los brazos cruzados sobre el pecho,
me concentré en el goteo de mi cabello sobre la superficie.
Su sola pregunta me trajo recuerdos desagradables, el
llanto de un bebé, mis súplicas.
—Intenté escapar de un control de hematita en Éire, pero
unos soldados nos descubrieron. Creía que había
conseguido despistarlos en un callejón cuando sentí el
impacto en la espalda. Me quitó a Caeli y me dejó allí para
que me desangrara.
Escuché el sonido del agua cuando Maddox avanzó hacia
mí. No me moví ni un milímetro. A pesar de la temperatura
congelante del agua, él seguía desprendiendo calor. Me
cubrió la nuca, la espalda, las cicatrices. Sentí su mirada.
Sabía que eran feas, un entresijo de tejidos desgarrados y
rosáceos que cubrían la parte alta de mi espalda, desde el
omóplato izquierdo hacia el centro de la columna, todo lo
que la hematita había logrado expandirse antes de que me
arrancara la flecha. Ni siquiera pertenecer a mi linaje había
podido curar todo el daño; bastante milagro había sido que
sobreviviera. Y yo sola, huyendo con Caeli, no había podido
atender bien las heridas.
La voz del drakon sonó baja, oscura, cuando dijo:
—Son cicatrices viejas.
—Tenía doce años, y Caeli apenas unos meses. Nuestra
madre acababa de morir y había llegado a Éire buscando
refugio. Está claro que me equivoqué.
—¿Cómo recuperaste a tu hermana?
No podía contarle que había interceptado a los soldados
antes de que la llevaran a palacio y que los había cegado
con la oscuridad. Para siempre. Si aquel cabrón hubiera
estado con ellos también hubiera muerto en aquel
momento. Pero había entregado a mi hermana y había
seguido patrullando en busca de más sidhe. Como si dos
niñas asustadas no hubieran sido suficientes.
—Se me da bien colarme en lugares. Aproveché un
despiste. Los soldados de la capital están tan pagados de sí
mismos que jamás pensaron que nadie fuera tras ellos.
—Estabas gravemente herida —recalcó.
—Me aguanté. Y al que me hirió y se llevó a Caeli me lo
encontré no hace mucho en el norte. Llegó al pueblo en el
que vivíamos, Galsnan. Yo lo reconocí, pero él a nosotras no.
—¿Y qué hiciste? —No detecté ni el más mínimo reproche
en su voz.
—Ajustar cuentas.
Se quedó callado unos cuantos segundos, y esperé
conteniendo el aliento a que tocara las cicatrices. Pero no lo
hizo. En cambio, se inclinó un poco sobre mi hombro para
susurrarme al oído.
—Hiciste bien. De lo contrario, ahora perdería un tiempo
que no tengo en ir a buscarlo y recrear tus heridas en su
espalda. Solo que él, al final, no sobreviviría.
Sus labios me rozaron brevemente la parte superior de la
oreja, y tuve que esforzarme mucho para disimular el
escalofrío que descendió por mi cuerpo y endureció mis
pezones.
No debería estar sintiendo calidez y las rodillas débiles
por sus palabras. Al fin y al cabo, eran solo una ilusión. No
había ningún motivo para que él se enfureciera por mí de
esa manera, excepto la magia antigua que nos había unido.
Y eso no era real.
Por tanto, sería una idiota si me sintiera bien creyendo
que había alguien que pelearía por mí. Que él de verdad iría
a por aquel soldado en ese mismo momento si todavía
estuviera vivo.
Por suerte, yo me encargaba de mis propios muertos.
—Lo mismo podría decir de ti, si tuviera mis dagas a
mano —murmuré. Sin esperar respuesta, salí de la laguna y
no me molesté en cubrirme ni aceleré el paso—. Tienes el
afanc justo detrás.
Era una trola tan grande y evidente que me sorprendió
escuchar el chapoteo brusco del agua, como si hubiera
girado en redondo.
D
ecir que la duquesa de Sutharlan se emocionó por mi
regreso sería quedarme corta. En cuanto la misiva de
Pwyl llegó a su mansión en Grimfear, tardó solo día y
medio en regresar al castillo lista para, como ella lo
llamaba, «la batalla de seda». Si bien me repitió una y otra
vez que sentía que el viaje a Ná Siog no hubiera dado
frutos, sus ojos tenían un brillo asesino, como si estuviera
contemplando un arma vieja que había que pulir y engrasar.
Gwen y Veleda habían sobrevivido en manos de Sage y
sus aprendizajes drui, y Pwyl y Aberdeen acecharon a
Maddox en cuanto regresamos para comprobar que se
encontraba bien. Hop, el brownie, me arrebató el morral con
muy mala cara y se marchó a su cocina sin decir nada, lo
cual supuse que era su forma de decir «cuánto me alegro de
que hayas vuelto, estaba muy preocupado».
Al día siguiente del regreso de la duquesa, tocó a la
puerta de mi habitación bastante temprano. Iba vestida con
ropajes que estaba segura que solo utilizaba allí; un
conjunto de camisón y bata negros con flores bordadas en
dorado, y unas zapatillas de seda que susurraban al
caminar. Continuaba llevando el cabello recogido en un
apretado y pulido moño, pero su aspecto me resultó mucho
menos amenazante gracias a la ropa de cama.
Eché un vistazo a lo que yo llevaba puesto; los
pantalones y blusa usuales, solo que muy arrugados
después de toda la noche bajo las mantas.
—Sí —suspiró la duquesa, examinándome con ojo crítico
—. También arreglaré eso. Vamos, querida. Tienes visita.
La duquesa me condujo hasta la salita de té del pasillo
central, la de las paredes empapeladas con filigranas
doradas. Todas las velas seguían encendidas. El gran
candelabro del centro se reflejaba en un ornamentado
espejo en la pared y pendía sobre dos hermosos sofás de
nogal tapizados en terciopelo dorado. Estaban colocados
frente a frente, con una mullida mesa entre ambos, cuya
superficie también era de terciopelo. En los respaldos de los
sofás habían tallado duendes traviesos con grandes
sonrisas.
Había una chica sentada en el sofá que miraba hacia la
puerta que se puso en pie en cuanto entramos. La luz de las
velas hacía que su cabello pareciera de oro puro. Las dos
nos examinamos sin pudor, aunque ella no dejaba de
retorcerse las manos enguantadas con nerviosismo. Debía
de ser más o menos de mi edad, pero ahí terminaban las
similitudes. Donde yo era bajita, ella era alta. Mi cabello
descuidado y despeinado no tenía nada que ver con el
complicado recogido de ella, lleno de bucles dorados.
Llevaba un exquisito vestido color crema, de mangas largas
y con un corsé brocado en tonalidades rosas que elevaba
tanto sus pechos que me sorprendía que pudiera respirar. La
amplia falda del vestido resaltaba su diminuta cintura y la
extrema delgadez de sus muñecas.
Si le quitaba el peinado y la falda, era como una ramita.
Frágil, fácil de partir en dos.
La duquesa se internó en la estancia y nos miró a ambas.
—Haré las presentaciones. Mi querida sobrina, esta es
Alanna, la muchacha de la que te he hablado. Alanna, esta
es Plumeria. Tu otra tú.
Volví a examinar a la chica. No sabía si llevaba tacones,
pero me sacaba una cabeza con facilidad.
—Es un placer, señorita Alanna —susurró, su voz apenas
un suspiro tembloroso.
—Empiezo a dudar de su plan, duquesa.
—Tonterías. Vamos, sentaos. Hablemos.
Yo tomé asiento en el sofá libre y la duquesa se colocó a
mi lado. Plumeria se atusó las faldas varias veces antes de
dejarse caer con la mayor elegancia posible, porque no
había manera de sentarse sin más con aquel vestido. Sentía
una mezcla de respeto y miedo por lo arreglada que iba a
aquellas horas.
—No te dejes llevar por el aspecto de Plumeria. Nadie en
la Corte la ha visto desde que era pequeña, y todos
sabemos que a muchos niños se les oscurece el cabello al
crecer.
Eso era cierto, pero…
—¿Y las gentes de Ailm? ¿Y si alguien de aquí acude al
Teu Biadh y ve que la sobrina de la duquesa…?
—Aquí tampoco la conocen —me cortó la mujer.
Pero ¿cómo era eso posible? Volví a examinar a la chica.
Si bien todo su exterior era como un envoltorio perfecto, se
notaba a kilómetros que no quería estar allí. A pesar de ser
el hogar de su tía y de que se suponía que era parte de su
legado familiar, estaba más incómoda que yo, como si la
intrusa fuera ella.
Solo sabía que la duquesa la consideraba una tonta y que
estaba deseosa de intercambiarla por mí. Y ahora me
parecía que podía haber más de un motivo.
—Imagino que llevas toda la vida esperando el momento
de tu presentación en sociedad —le comenté. Tenía la vista
fija en las manos, en el regazo, y se sobresaltó por ser
increpada directamente—. ¿Esto no te arruinará las
posibilidades para siempre?
Nunca había estado tan cerca de la alta sociedad como
en aquella sala, pero sabía lo básico. Las vidas de todas las
hijas de familias nobles giraban en torno a la puesta de
largo y encontrar un buen marido. No tenían que
preocuparse por el trabajo, el dinero o la comida, ni por si
pasaban frío o la Cacería Salvaje andaba cerca, pero debían
casarse rápido y bien para comenzar a engendrar bebés
cuanto antes. Jamás las había envidiado.
Tras dudar unos instantes, la chica abrió la boca. La
duquesa la interrumpió.
—Era algo que ya habíamos barajado. No te preocupes
por el futuro de Plumeria. Está todo pensado.
A continuación, se lanzó a enumerar todo lo que
necesitaba que yo aprendiera de su sobrina; cómo se
movía, las reverencias, los bailes, las respuestas permitidas
y las que no, los modales en la mesa, el protocolo, e incluso
la forma de mirar. Al parecer, las damas jóvenes utilizaban
un lenguaje secreto con sus pestañas.
Nada de ello me suponía un problema.
—Solo necesito pasar tiempo con ella y observarla. Se me
da bien imitar.
La duquesa esbozó una sonrisa ladina.
—Eso ya lo sé. Pero, como ya sabes, me gusta ser muy
sincera. En esta ocasión no estarás actuando para un
público común y corriente. No serás una dependienta
atontada a la que nadie presta atención. Serás la heredera
de una duquesa, destinada a gobernar uno de los cuatro
ducados del reino, y el lugar al que vamos está más lleno de
bestias sedientas de sangre que el mismísimo Sporain. Un
solo paso en falso y ni siquiera yo podré recoger los
pedacitos que queden de ti.
-H edisimularán
estado trabajando en las protecciones que
el tatuaje. También te cambiarán el color
de ojos y te ayudarán contra la hematita, si se diera el caso.
—Pero te está ayudando Pwyl, ¿no?
Sage se giró hacia mí muy, muy despacio. Sus ojos
oscuros contenían promesas de muerte al mirarme.
El cuerpo esbelto de Veleda se coló entre las dos, con
más de seis libros entre los brazos.
—Disculpad —murmuró, soltándolos sobre la mesa.
Desde el diván junto a la ventana, su lugar predilecto en
la biblioteca, Gwen sonrió.
—No siempre vas a poder evitar el derramamiento de
sangre, Vel.
Para mi sorpresa, la chica replicó.
—Mientras no sea en la biblioteca.
Sage y yo nos miramos una última vez (yo sin fiarme un
pelo de sus habilidades drui, ella ofendidísima por ese
mismo motivo) antes de curiosear los libros. Estaba La Corte
de Paralda, el cual me encantaría continuar si el
entrenamiento de la duquesa me lo permitiera. El más
delgado, que parecía más un cuadernillo que un libro, se
titulaba Leyendas y falacias, y en la portada había una
ilustración con cuatro jinetes a lomos de caballos con largos
cuernos en la frente. El libro más grande…
Contuve el aliento.
La Era de las Diosas.
El libro más prohibido de los libros prohibidos. Era en sí
mismo un mito. Escrito por uno de los drui más poderosos
jamás existentes, Ogmios, quien también murió en la guerra
defendiendo a la Tríada. Se suponía que relataba todos los
sucesos importantes desde que las diosas y el dragón
descendieron de las estrellas.
Había escuchado que solo había un ejemplar en toda
Hibernia y que estaba en posesión del rey. Acaricié la
cubierta casi con reverencia. Estaba hecha de cuero marrón
y solo tenía dos símbolos grabados en dorado: el awen y el
oiw.
La puerta de la biblioteca se abrió con un chirrido y
entraron Aberdeen, Pwyl y la duquesa.
—Buenos días, señoritas —proclamó Aberdeen con su
vozarrón—. ¿Interrumpimos?
—¿Qué más da si así es? —replicó la duquesa—. Poneos
cómodas, hoy tenemos unas cuantas cuestiones históricas
que repasar.
Gwen se escabulló más rápido que un gato, y Sage se
abalanzó sobre la butaca más mullida. Pwyl se acercó a la
mesa y me sonrió.
—Magnífico, ¿verdad? —dijo, señalando el libro.
—¿Es auténtico?
Sacudió la cabeza. Su cabello siempre desgreñado se
movió en todas las direcciones. Llevaba un cigarrillo sujeto
tras la oreja.
—Una copia no muy fiel, me temo. Pero al menos
tenemos la suerte de conocer parte de su contenido. Venga,
toma asiento.
Todos nos acomodamos alrededor de la mesa, cuya
superficie estaba llena de papeles, tinteros, plumas y
palmatorias apagadas. La luz de la mañana entraba a
raudales por la cúpula de cristal sobre nuestras cabezas; era
un día despejado y bonito en Annwyn, que casi anunciaba la
primavera. Gwen había estado convenciéndome para ir a
dar un paseo por los alrededores cuando la duquesa me
ordenó que fuera a la biblioteca.
Pwyl y Aberdeen se sentaron hombro con hombro y se
tomaron las manos bajo la mesa; Veleda se dio cuenta y
esbozó una sonrisilla. ¿Cómo sería criarse con dos personas
que se querían tan abiertamente?
La duquesa se sentó a la cabecera y yo sentí unas
pequeñas punzadas en las clavículas. Aunque mi primer
reflejo fue rascarme, me contuve. Dudaba muchísimo que el
hecho de tocarlas y los extraños sueños tuvieran relación,
pero prefería no tentar a la suerte.
—En realidad no sé por qué estáis todos. ¿Dónde se ha
metido Gwen? Dichosa muchacha, no puede ni oír hablar de
historia y huye espantada. En fin, mi intención hoy es
esclarecer cualquier duda sobre el Teu Biadh. Este año va a
ser diferente a los anteriores y ni siquiera yo conozco los
detalles, puesto que el rey en persona ha preparado unas
cuantas sorpresas, pero la fiesta siempre sigue unos
patrones. Y soy de las que piensan que el conocimiento es
poder. ¿Estás de acuerdo, querida?
El conocimiento siempre es poder. La voz de Ffodor
resonó en mi memoria. Mi corazón se agitó.
—Sí —murmuré.
Pwyl se inclinó hacia delante.
—Creo que sería apropiado empezar por el principio.
La duquesa hizo un gesto vago con la muñeca justo
cuando la puerta volvía a chirriar.
—Todo tuyo, entonces. Ah, Maddox, has regresado.
Todas las sillas, excepto la mía, crujieron cuando se
giraron para recibir al drakon. Después de dos semanas,
estaba de vuelta. Desconocía el motivo exacto de su
partida, solo que era algo relacionado con la Cacería. Tal vez
había tenido que reportarse en la Academia o acudir a
alguna llamada de sus superiores. Sin embargo, Gwen y
Sage no se habían marchado con él.
Y aunque podría haber preguntado a las chicas por los
detalles, no lo hice.
—Me he encontrado con Gwen en el vestíbulo y me ha
dicho que todos ibais a desperdiciar la mañana aquí
metidos.
—¿Todo bien, hijo? —le preguntó Aberdeen.
Si el drakon contestó algo, no lo escuché. Él ocupó la silla
a mi derecha, su corpachón se tragaba el espacio con
avidez y era imposible de ignorar. ¿Por qué se quedaba?
¿Por qué no se iba a descansar?
—Hola, sliseag —murmuró.
«La próxima vez que te aparezcas en mis sueños, no seré
un caballero ni dejaré que mantengas ese vestido mucho
tiempo sobre tu cuerpo».
Carraspeé. Maldito cerebro.
—Hola.
—¿Cómo van tus clases para morir como una señorita en
la Corte? —El sarcasmo rezumaba por todas partes. Seguía
sin gustarle la idea de que me hiciera pasar por Plumeria,
eso estaba claro.
—Muy bien. Ahora ya sé cómo palmarla en una cena
elegante, cómo morir asfixiada por un corsé demasiado
apretado, cómo podría clavarme la varilla de un abanico en
un ojo y…
Alguien se aclaró la garganta con fuerza. Todos, en
especial Pwyl, nos estaban observando con las cejas
arqueadas. Aberdeen, en concreto, tenía una expresión a
medio camino entre la diversión y la resignación.
—Disculpad —musitó Maddox.
Apenas habían dejado de prestarnos atención cuando
volvió a murmurar:
—Pues yo creo que me has echado de menos.
Ignórale.
No le des más juego.
—Ah, ¿sí? ¿Y a qué se debe eso?
Su mirada descendió una milésima de segundo a mis
labios, como en el sueño.
—Llámalo intuición.
Lo observé con mi versión más refinada e infalible de
apatía. Iba completamente vestido de negro, como siempre,
y olía a alguien que ha pasado días y días de viaje; a
caballo, a sudor y a aire libre. Debería haberme resultado
apestoso, pero…
No era así.
Pwyl comenzó a relatar de forma muy concisa lo mismo
que yo había hablado con Fionn: la llegada de la Tríada y
Shirr a Hibernia, la creación de los cuatro linajes sidhe,
cómo floreció la magia en el reino, y cómo se tambaleó
cuando llegó Teutus desde el Otro Mundo dispuesto a
subyugarlos a todos. Mi estómago se encogió cuando tocó
el tema de la profecía y lo que se había desencadenado
después.
Recordé las amargas palabras de Fionn. «Todos los que
los mirábamos sabíamos que era imposible que eso saliera
bien».
Pwyl hizo una pausa, con la boca abierta sin que saliera
ningún sonido. Dudó unos cuantos segundos, sus largos y
esbeltos dedos rozando la pila de libros. Aberdeen le
acarició la parte posterior del muslo.
—Sucedieron muchas cosas terribles durante la guerra —
relató Pwyl—. Al final, Taraxis se rindió ante Teutus,
suplicándole clemencia. Y así, con la muerte de la Tríada,
terminó todo. Los supervivientes fueron perseguidos, y lo
siguen siendo. Tal y como habían acordado en los pactos,
Teutus coronó al hijo de la reina Luachra, Nessia I. Lo
nombró rey de toda Hibernia, y la Corte humana sería la
única existente. Dejó que los demonios vagaran por
Hibernia como siempre había deseado y prohibió cualquier
cosa relacionada con los linajes. No solo determinó que él
sería el único dios al que se veneraría, sino que dejó
instrucciones claras en los pactos sobre cómo quería que
fuera la nueva Hibernia: nada de sidhe, nada de magia de
los linajes y ni un solo recuerdo de la Tríada. Luego,
satisfecho, se retiró al Otro Mundo. —Se reclinó contra la
silla con un suspiro—. La Era de las Diosas había terminado
y había llegado la Era de los Reyes.
Escuchar la historia, sin tener que leerla aquí y allá, era
sobrecogedor. Estar en aquella sala mientras se relataba el
nacimiento de mi linaje, y la razón por la que tantas
generaciones habíamos sido desgraciadas, era surrealista.
Aunque nadie me estaba prestando ninguna atención
especial, para mí era como si observaran cada uno de mis
movimientos y tuviera que esforzarme por aparentar
normalidad. ¿Cómo podía sentirme culpable por algo que
había sucedido quinientos años atrás?
Mi familia era una consecuencia más. Caeli y yo éramos
tan víctimas de lo sucedido como el resto de sidhe.
Excepto que tú podrías hacer algo y los demás no.
Ojalá me hubiera escabullido con Gwen. Ahora podríamos
estar bien lejos del castillo, disfrutando del sol y el aire
fresco.
—Sin embargo, un rumor ha persistido —intervino la
duquesa. Se había hecho con Leyendas y falacias y lo
agitaba en el aire—. Algo que solo se susurra, puesto que
decirlo en voz alta te puede llevar a la horca; no todos los
bebés murieron a manos de Teutus. Uno se salvó. No se
sabe cómo, ni adónde fue a parar la criatura, solo existe la
esperanza de que su linaje haya sobrevivido hasta estos
días y que decida cumplir la profecía, salvando así a toda
Hibernia.
No parpadeé, ni tragué saliva, ni me atreví a respirar
durante los siguientes segundos.
Tras un silencio lleno de pensamientos y tensión, Sage
escupió:
—Absurdo. Si existiera tal linaje, habría dejado huellas. Se
sabría.
—Bueno, hay quien dice que esa fue la razón por la que la
primera en morir fue Xena —dijo Aberdeen—. Teutus
impregnó el valle con su sangre porque fue ella quien salvó
a uno de los bebés.
—Gran teoría. Tiene sentido —terció Pwyl.
Sage los miró como si se hubieran vuelto locos.
—No, no lo tiene. Eso querría decir que la llave de la
salvación de Hibernia está por ahí, en alguna parte, y que
no le da la gana mostrarse.
Aberdeen inclinó la cabeza hacia un lado.
—Tal vez no lo sabe.
—¿Tú no sabrías si tienes sangre de dioses corriendo por
tus venas?
El hombre flexionó sus enormes brazos, haciendo ondular
los músculos y los tatuajes.
—¿La tengo? ¿Tú qué crees? —bromeó.
Su sonrisa descarada me recordó a Maddox, el cual se
echó a reír. Pwyl levantó las gafas y se frotó el puente de la
nariz.
—No hagas que me avergüence, cariño.
—¿Y usted qué piensa? —preguntó Sage a la duquesa—.
¿Cree que existe un quinto linaje con sangre divina por ahí,
o que solo fue un cuento para mantener el ánimo de los
sidhe?
Observé con atención a la mujer. La luz caía a chorros
sobre su cabeza y destacaba el sinfín de canas de su moño,
además de acentuar las líneas de expresión de su rostro. A
pesar de su portentosa energía, ya no era una jovencita. No
solo había heredado un ducado, sino un alto puesto en la
Hermandad y la amenaza perpetua de ser descubierta y
asesinada, así que me pregunté si alguna vez el peso de
todo aquello le habría resultado excesivo.
Si le hubiera gustado tener otra vida.
Ignas Sutharlan frotó el lomo del libro, ensimismada.
—¿Sangre divina o un cuento? Mmm… —Y de pronto,
como si saliera de un trance, parpadeó y devolvió el libro
junto a los demás—. Creo que da lo mismo. Exista o no,
nuestra situación no cambia. Nuestro pasado, intenciones y
planes no cambian. Mi abuelo solía decir que las personas
inteligentes se concentran en aquello que tienen entre las
manos, y los necios pierden el tiempo anhelando más. La
Hermandad ha sobrevivido todo este tiempo sin esperar la
ayuda de ningún linaje milagroso. Los cuentos no salvan
vidas.
Sage dio una palmada en la mesa, sonriente.
—¡Exacto!
Aberdeen y Pwyl intercambiaron una mirada divertida.
—Nosotros optamos por creer. Es bonito.
—Yo también —dijo Maddox de pronto—. Me vendría de
perlas que apareciera alguien y nos quitara todo el trabajo,
la verdad.
La duquesa y Sage pusieron los ojos en blanco al mismo
tiempo. Yo apoyé los antebrazos en la mesa y arqueé las
cejas.
—Disculpe, duquesa, pero ¿no íbamos a hablar del Teu
Biadh?
Por fin, la conversación se desvió hacia temas menos
peliagudos para mí. El aniversario de la guerra, como ya
sabía, duraba tres días. Tres días en los que todos los
cortesanos, los guerreros de élite (como la Cacería Salvaje)
y algunos demonios ilustres, se daban cita en palacio con la
familia real. Se alojaban allí durante las tres noches, y al
cuarto día todos peregrinaban a Toll Glóir. Las celebraciones
terminaban con un breve discurso del rey junto al portal al
Otro Mundo.
—Cada día las celebraciones gira en torno a una de las
tres diosas —explicó la duquesa—. El primero para Xena,
diosa de la vida; el segundo para Luxia, diosa de la muerte;
y el tercero, siempre dejando lo mejor para el final, para
Taraxis, diosa del amor y esposa fallida de Teutus.
—No les rinden honor, ni mucho menos —aclaró Pwyl—.
Es una burla anual a sus muertes, inventando mentiras y
exagerando o tergiversando muchos de los hechos de la
guerra.
Asentí.
—Lo sé. Lo había oído.
L
os días y las noches se pisaron los talones
mutuamente mientras continuaba mi entrenamiento.
El invierno por fin dio paso a la primavera un día de
viento que hizo que Maddox fuera estornudando por las
esquinas. Faltaban menos de dos semanas para el Teu
Biadh. Los vestidos ya habían llegado al castillo. Mis ojos
estuvieron a punto de salirse de las órbitas al descubrir que
eran más de diez. Eso sin contar las prendas interiores, la
ropa de cama, los accesorios y las joyas.
—Creía que la fiesta solo duraba tres días —dije ante el
montón de baúles abiertos y telas desparramadas en el
dormitorio de la duquesa. Hop ya se había puesto manos a
la obra para crear los famosos bolsillos asesinos.
—Cuatro. No olvides el peregrinaje. ¿Por qué?
—¿Cuándo espera que me ponga todo esto?
—Ay, querida. Lo usarás. Créeme.
Una mañana en la que el cielo amaneció cubierto de
nubarrones negros, Veleda y yo salimos a practicar a los
jardines posteriores del castillo. No estaban tan cuidados
como correspondería a la residencia de una duquesa. Los
setos no tenían formas concretas, aunque había uno que me
recordaba sospechosamente a una dearg-due robándole la
sangre a un pobre hombre; y las malas hierbas habían
empezado a comerse las patas de los bancos de mármol.
Nuestras botas aplastaban hojas secas al pasar y el aire olía
a humedad. En lo que en su día debió ser otra zona de baile
y reuniones, un área libre de árboles y esculturas, estaba el
campo de tiro.
Había distintas dianas de paja en un extremo. Alguien
(sospechaba que Gwen) había decorado una de ellas, que
tenía forma humanoide, con una corona de ramitas.
Ya había enseñado a Veleda cómo sostener las dagas sin
cortarse a sí misma. La coloqué en la mitad del campo,
mucho más cerca de las dianas de lo normal, y empecé a
mostrarle cómo se lanzaba. La chica tenía eso que me hacía
pensar que dominaría la técnica sin problemas. No todo el
mundo lo poseía, como me ocurría a mí con la danza. Y pese
a su actitud siempre apocada y a que rehuía los conflictos,
estaba claro que Veleda escondía sangre guerrera. Sobre
todo por su soberano golpe a los testículos de Óberon, que
tardó varios días en recuperar su andar engreído.
Desde entonces, el fae había permanecido en el castillo,
alojado en otra ala. No sabía las razones exactas por las que
había veni-
do, sobre todo teniendo en cuenta lo que Maddox me había
contado sobre él. Un par de días atrás, había escuchado sin
querer las voces que salían del despacho que había en mi
pasillo. No era la primera vez. Había visto ir y venir a
multitud de personas, todos miembros de la Hermandad.
Traían información, mantenían reuniones,
disfrutaban de la excelente comida de Hop y continuaban su
trabajo.
Sin embargo, aquel día había escuchado el tono de
Maddox y no me había podido resistir. La oscuridad se había
colado bajo la puerta y lo escuché todo.
—¿Podéis explicarme vuestros remilgos? —había dicho
Óberon, arrastrando las palabras con ironía—. La mayoría
de los que se unen a la Hermandad lo hacen por los mismos
motivos. O peores.
—Independientemente de los motivos, no alentamos
actos estúpidos como lo haces tú. —La voz de Maddox
estaba cargada de acidez.
—Disiento. He escuchado que la muchacha de los ojos
bonitos va a hacerse pasar por cortesana. ¿Eso no os parece
una locura?
Entonces había escuchado un golpe fuerte, seguramente
contra la mesa, y Maddox había gruñido.
—Quítatela de la boca. No es asunto tuyo.
Óberon solo se rio, lo cual me hizo pensar que era tan
idiota como lo habían pintado. Aberdeen y la duquesa
también parecían muy molestos. Me había retirado poco
después porque la discusión solo parecía ir en aumento y no
quería que me pillaran con las manos en la masa.
Un balbuceo me sacó de mis pensamientos.
—¿V-Vel?
Ambas nos giramos. Pwyl estaba de pie en el irregular
camino con una cesta entre los brazos. Por su cara, acababa
de ver un afanc comiéndose un caballo, y no a nosotras.
La chica estuvo a punto de dejar caer las dagas, pero
sujeté sus muñecas con firmeza.
—Papá —susurró.
—¿Qué estás…? —Tragó saliva, con el cigarrillo bailando
en sus labios, y luego pareció recordar que yo estaba justo
al lado—. Buenos días, Alanna.
—Buenos días. ¿Ocurre algo?
—No, no, claro que no. —Tomó el cigarrillo entre los dedos
y expulsó el humo con una sonrisa nada convincente—. Me
habéis tomado por sorpresa. No todos los días ve uno a su
hija aprendiendo a manejar un arma, supongo.
Había un doble filo en sus palabras. Algo que no
conseguía captar del todo. ¿Sobreprotección, tal vez?
De pronto, los dedos de Veleda recuperaron la firmeza.
Sostuvo mi daga curva con confianza, e incluso me dio la
sensación de que erguía la espalda.
—Son solo unas nociones básicas de defensa.
—Claro, claro. Solo… —Sus ojos, protegidos por los
cristales de las gafas, observaron las manos de su hija—.
Ten cuidado, ¿de acuerdo?
Decidí intervenir, tal vez porque me sentía responsable.
La idea había sido mía y nunca se me hubiera ocurrido que
podía meter a Veleda en un problema. Tampoco me habría
imaginado que Pwyl sería la clase de padre que les pone
dobles calzas a sus hijos para que no se resfríen.
—Estamos yendo muy despacio —aseguré.
—Muy bien, yo continúo con mis cosas. La melisa ya
debería estar lista para recolectar, y Maddox la necesita o lo
tumbará la astenia primaveral. ¡Ay, estos dragones!
Se alejó con una sonrisa y paso alegre, balanceando la
cesta como lo haría un niño que va a hacer los recados. Sin
embargo, la sensación que dejó tras de sí fue muy extraña.
Miré a Veleda, que también observaba la marcha de su
padre.
—¿Todo bien?
La chica exhaló un suspiro y luego esbozó media sonrisa.
—Sabes que Aberdeen y Pwyl no son mis padres,
¿verdad?
—Bueno… Pensaba que tal vez uno de los dos sí lo era.
—No. —Sacudió la cabeza. Aquel día se había trenzado el
cabello todo lo que su tamaño lo permitía y algunos
mechones castaños se escapaban—. Mi padre era fae y mi
madre humana. Vivían aislados al norte de Annwyn, casi
rozando la frontera con las Helglaz. Cuando yo no tenía ni
un año, murieron por unas fiebres sidhe. Los hubiera
seguido por inanición o frío si Aberdeen no hubiera
escuchado mi llanto.
Contó la historia en un tono desapasionado y con rapidez,
pero no la juzgué. Si yo tuviera que narrar las circunstancias
de la muerte de mi madre, lo haría como quien se quita una
espina clavada en el dedo.
—Como soy mestiza, tengo tan poca magia en mis venas
que no manejo ningún elemento; jamás podría ser una drui.
Para todo lo que importa, soy humana —dijo, señalando sus
orejas redondeadas—. El caso es que Ab y Pwyl se hicieron
cargo de mí sin dudar. Para mí son mis padres, no recuerdo
nada anterior a ellos. Me han criado con tanto amor, con
tanta calidez, que no podría desear nada mejor. Siempre he
estado en este castillo con ellos. Nunca he salido siquiera de
Ailm, y juro que he sido feliz aquí. Soy feliz, soy…
—Oye. —Con cuidado, le acaricié el hombro. Su rostro era
la viva imagen de la incertidumbre, de alguien que no
quiere sentirse como se siente—. No estás haciendo nada
malo. Creo que Pwyl ha estado a punto de sufrir un infarto
porque has pasado de ordenarle las hojas de estudio a Sage
a apuñalar a un hombre de paja. Yo no soy nadie para dar
consejos, mucho menos familiares, pero es maravilloso que
te sientas agradecida con ellos por haberte acogido. Pero si,
como tú misma dices, para ti son tus verdaderos padres, tal
vez podrías probar a ser sincera sobre tus sentimientos.
Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Un trueno
retumbó en la distancia, haciendo vibrar el suelo.
—Ni yo misma tengo claro qué sentimientos son esos.
Su tono ligeramente gruñón me hizo sonreír.
—Bueno, de momento a mí me parece que te sientes un
poco atrapada.
Abrió los párpados y contempló el toldo color carbón que
adornaba el cielo.
—Atrapada —susurró.
Al mirarme, lo hizo como si acabara de caer en la cuenta
de con quién estaba hablando.
—¿Esto puede quedar entre nosotras?
—Claro, Vel. —Me percaté de que la había llamado por su
diminutivo después de decirlo, pero no le di importancia.
Retrocedí y señalé las dianas—. Veamos cómo estiras el
brazo una vez más.
Resultó que a las dos se nos daba de perlas fingir que no
había sucedido nada. Veinte minutos después, un trueno
estalló cerca y los cielos se abrieron sobre nosotras. Veleda
se apresuró a cubrirse la cabeza con la capucha y echamos
a correr hacia el castillo. Para cuando llegamos a los
escalones de piedra de la entrada, estábamos empapadas.
En el vestíbulo nos cruzamos con Plumeria, que o
acababa de entrar o estaba a punto de salir. Iba tan
exquisita como siempre, con un sencillo vestido azul cobalto
que resaltaba su piel clara y su pelo rubio. Las mangas
largas terminaban justo donde empezaban unos elegantes
guantes blancos.
—Bendita sea Xena —exclamó con delicadeza, dando
varios pasos atrás cuando comencé a sacudirme el agua
como un perro.
—Voy a mi dormitorio —murmuró Veleda—. Necesito
cambiarme.
Yo me escurrí el pelo sobre las bonitas losetas de
heliotropo, prometiéndome fregarlo luego para que Hop no
me echara pimienta de más en la comida como hizo con
Aberdeen por embarrar la cocina.
—Alanna, te estaba buscando.
Me giré hacia Plumeria.
—Ah, ¿sí? ¿La duquesa quiere que practiquemos las
reverencias de nuevo? —Mi espalda todavía no se había
recuperado del todo de la última clase.
—No. Se trata de mí. Me gustaría hablar contigo.
Pese a que su voz seguía poseyendo esa cualidad trémula
que hacía pensar que estaba a dos segundos de
desmayarse, las semanas que habíamos pasado juntas la
habían hecho sentirse más cómoda en mi presencia. O eso
me gustaba pensar.
—Claro. Dime.
Hizo un gesto hacia la puerta.
—¿Damos un paseo?
Pestañeé.
—Pues…
—Tengo una sombrilla —añadió, agitando lo que llevaba
en las manos. Al ser del mismo tono que su vestido, me
había pasado desapercibida.
Me daba perfecta cuenta de que no era normal que
Plumeria quisiera hablar conmigo a solas y que, además,
quisiera hacerlo bajo una lluvia torrencial. Pensé en Veleda y
me pregunté si los días así soltaban la lengua a las personas
y yo era la excepción, porque solo me daban ganas de
acurrucarme frente al fuego y sorber uno de los deliciosos
cacaos con leche de Hop.
La sombrilla de Plumeria estaba pensada para una sola
persona, así que acabamos apretujándonos más de lo
previsto. Si ella estaba incómoda (y debía de estarlo), lo
disimuló con maestría. El ruido de la lluvia cayendo sobre la
tela formaba una especie de manto a nuestro alrededor que
nos aislaba del mundo. Enfilamos hacia la herrería.
Mis botas salpicaban agua por todas partes y vi que el
bajo del vestido de Plumeria ya estaba empapado, así que
deseé que la chica no llevara sus habituales zapatitos de
tacón.
Fui paciente y dejé que iniciara la conversación cuando
quisiera.
—Falta poco para el Teu Biadh y hoy he pensado que de
verdad vas a ir allí, a la Corte, a hacerte pasar por mí.
—Eso parece.
Pasamos junto a una ventana de la que salía una intensa
luz anaranjada. Debía de ser la chimenea del salón que
había al otro lado del pasillo de la cocina, donde Aberdeen
solía quedarse dormido a todas horas.
—¿Recuerdas cuando me preguntaste si el plan de mi tía
no me arruinaría las posibilidades en la Corte?
—Sí.
También recordaba que la duquesa no la había dejado
responder.
—Pues la respuesta es que no. No arruina nada. Al
contrario, me quitas un terrible peso de encima.
La respiración se me atascó en la garganta, tosí.
—¿Q-qué?
—Yo quería hablarte de esto desde el principio, pero mi
tía me lo prohibió. Es un tema doloroso para ambas, pero
ella… —Sus bonitos labios, de un perfecto tono rosa,
formaron una fina y apretada línea—. No me parece justo
enviarte a la Corte sin que lo sepas. Estoy segura de que
alguien sacará el tema en algún momento, aunque sea de
forma soterrada, y debes estar preparada.
Si era algo necesario para construir adecuadamente mi
tapadera, ¿por qué no me lo contaría la duquesa? ¿De
verdad era algo tan grave como para poner en riesgo el
plan?
Caminamos hasta el cobijo de un roble que crecía junto a
los muros. Bajo su copa había un antiguo banco de madera
tallada. Nos sentamos aprovechando que estaba seco. Los
ojos de Plumeria se desviaron hacia las alturas del castillo,
cuyas piedras mojadas ahora parecían negras.
—Lo que te voy a contar lo saben muy pocas personas
fuera de la Corte. El rey se preocupó mucho de que la
verdad no saliera a la luz, ya fuera por vergüenza o por
orgullo. La nobleza tiene prohibido hablar del tema, pero sé
que lo comentan. Lo noto en el rostro de mi tía cuando
regresa de Grimfear o Éire y algunas arpías han clavado sus
garras en ella. —Tenía las manos enguantadas en el regazo,
y de repente arrugó el vestido con los dedos. Era el mayor
arrebato de emoción que le había visto desde que la
conocía—. Hace quince años se anunció que la reina
Dectera y algunos cortesanos habían fallecido a causa de
una terrible epidemia. La capital al completo entró en
cuarentena hasta que pasó el peligro.
Yo era muy pequeña cuando aquello había sucedido, pero
había escuchado la historia. Se suponía que el fallecimiento
repentino de la reina había sumido al rey en una tristeza
que duró meses. Luego, como tenía dos hijos varones sanos
y aptos para sucederle, se negó a volver a casarse. Muchos
lo tomaban como un acto de amor de un hombre que no
había podido superar a su esposa.
Yo dudaba que un Nessia supiera lo que era el amor.
—Tal epidemia nunca existió —afirmó Plumeria—. El rey
llevaba tiempo sospechando de su propia esposa. La
fidelidad nunca le había importado, pero sí la lealtad. Había
oído rumores de que Dectera simpatizaba con la causa
sidhe, que ayudaba a los rebeldes a escondidas, así que
buscó pruebas que la incriminaran. Y las encontró. A ella, y
a varios cortesanos del séquito de la reina. Incluidos mis
padres.
Estaba boquiabierta. La forma en que su voz se rompió
con las últimas palabras me hizo observarla con
detenimiento. No había humedad en sus ojos, sino algo
mucho peor; un vacío profundo y oscuro, un lugar que no se
creaba de la noche a la mañana, sino tras muchos años de
dolor, soledad y resentimiento. Si aquello había sucedido
quince años atrás, Plumeria debía tener tan solo cinco por
aquel entonces. Tan solo una niña. Y yo sabía muy bien qué
hacía aquella clase de traumas a los niños tan pequeños.
—Poco antes de que todo se supiera, avisaron a mi tía de
las pesquisas del rey. Como sabía que no había nada que
hacer, ni lugar en el que esconderse sin poner a más
personas en peligro, mi madre le pidió que fuera ella quien
los delatara. Así, quedaría como una cortesana leal a ojos
del rey, y tanto ella como yo podríamos salvarnos.
Cerré los ojos con fuerza.
—Por las diosas, Plumeria…
—Mi tía se negó hasta que vio lo mismo que mi madre, y
es que la causa siempre es más grande que todo lo demás.
No tenía sentido que muriéramos todos y el ducado de
Annwyn pasara a otras manos, lo que pondría en riesgo la
sede de la Hermandad.
Me incliné hacia delante, llevándome las manos al rostro.
¿La duquesa había tenido que acusar a su propia hermana
ante el rey? Entonces, recordé lo que la oscuridad me había
mostrado de ella, arrodillada ante el trono, llena de ira y sin
poder expresar ni un gramo.
«Has hecho bien, Ignas. Has sido inteligente y leal».
«Hay cosas más importantes que una venganza fútil».
—El rey la felicitó por cortar las ramas podridas para
proteger el árbol —continuó Plumeria—. Luego, reunió a los
acusados y a las familias de estos y llevó a cabo un castigo
ejemplar. Mis padres… —Inspiró de forma temblorosa, su
pecho sufrió una sacudida—. Ellos… Ellos fueron…
No lo pensé dos veces y la rodeé con los brazos. Sí, era
demasiado delgada. Sí, siempre olía a flores y a cosas que
evocaban fragilidad. Pero si alguna vez había pensado que
Plumeria Sutharlan era una persona débil, estaba muy
equivocada. Con solo cinco años había sobrevivido a más
tormento del que la mayoría de las personas padecen en
toda su vida.
—¿El rey te obligó a presenciarlo?
Su cabello se frotó contra mi mentón cuando asintió.
—Todos los familiares de los traidores estuvimos allí.
Fue… Había… —Se enredó con sus propias palabras,
incapaz de expresarlas. Se separó y buscó mi mirada—. No
puedo volver a la Corte. Apenas puedo salir de mi casa sin
sentir que me falta el aire. Ya llevaba dos años postergando
mi entrada en sociedad, y hace unos meses llegó una carta
con el sello de palacio, una invitación formal al Teu Biadh. Mi
tía estaba buscando una alternativa cuando Maddox y las
chicas te trajeron. —Sus dedos buscaron los míos y me
alegré de que llevara puestos unos guantes. No sabía si
podría soportar hurgar en sus miserias en ese momento—.
Gracias. Sé que lo haces por tu hermana. Rezo todas las
noches para que seas capaz de recuperarla. Pero quiero que
sepas que, al ocupar mi lugar, me has salvado la vida.
Porque habría muerto en la Corte, lo sé. No habría podido
soportarlo. Solo de pensarlo…
Notaba sus estremecimientos filtrándose de sus manos a
las mías. Tal y como sospechaba, la duquesa tenía más de
una razón para querer sustituir a su sobrina. Una real. Yo
había llegado en el momento preciso y con las motivaciones
adecuadas.
No me atreví a sentirme mal por su interés oculto y por
cómo había manipulado la situación. Lo había hecho para
proteger a la única familia que le quedaba, y eso lo entendía
y lo respetaba.
Tú eres la primera que oculta cosas.
Apreté las manos de Plumeria, recordando aquella casa
en la villa que Gwen me había mostrado y que me había
dado la sensación de estar vacía. De muchas formas, lo
estaba.
—Si alguien en la Corte se atreve a hacer un solo
comentario sobre tu familia, te prometo que lo pagará.
—Oh, no. No debes ponerte en riesgo.
—Tranquila, querida, sé cómo hacer que alguien se
arrepienta de haber decidido salir de la cama esa mañana
sin que me salpique.
Abrió los ojos como platos.
—Ahora te pareces a mi tía.
CAPÍTULO 27
Los drakons ven un único color cuando están recién emparejados:
a su compañero o compañera.
Del libro prohibido Sobre el pueblo drakon
L
a tormenta azotó Ailm varios días más, dejando tras de
sí árboles caídos, vallas rotas, casas inundadas y barro.
También dejó en mí una sensación de impaciencia
constante. Por primera vez entendí por completo a Gwen.
Cuando más falta me había hecho tener la libertad de salir a
dar una vuelta y tomar aire, me había visto obligada a
deambular por el castillo y ordenarle a la oscuridad que
vigilara cada esquina como una cobarde. Por suerte, el
drakon parecía tan poco interesado como yo en que nos
encontráramos, porque solo habíamos coincidido en las
comidas con el resto.
Por suerte, justo después de una tempestad así era el
mejor momento para salir a buscar nochds, hongos
perfectos para pociones reveladoras.
Así que Sage, Gwen, Veleda y yo acabamos con barro
hasta las espinillas, siguiendo a la primera porque juraba y
perjuraba que habría nochds junto a los robles que crecían
más allá de la colina de Ailm. Dedalera nos había seguido
gruñendo y dejando un rastro de pezuñas junto a nuestras
huellas; hacía rato que había desaparecido, seguramente en
busca de algo más entretenido que nosotras.
—Cuando os canséis de escarbar en esta pocilga, puedo
conduciros a donde están los hongos —dije—. Los reales,
me refiero. Los que se pueden ver y tocar.
Sage inspiró hondo de una forma que resultaba un poco
aterradora, la verdad.
—¿Queréis iros con ella? —dijo mirando a Gwen y Veleda
—. Adelante. Si no os fiais de mí, hacedle caso a la chica
que no ha tocado un libro drui en su vida.
—No, no, por favor. Seguidla a ella. Sabe lo que hace. Por
eso solo llevamos tres horas enfangándonos.
Las cabezas de Gwen y Vel giraban de un lado a otro. A
aquellas alturas debían estar muy arrepentidas de haberse
apuntado a la salida campestre.
—Yo solo quería sentir el aire en el rostro y conseguir… —
gimoteó Gwen.
Algo se removió entre los arbustos, a los pies de los
robles, justo cuando Veleda le plantó la mano a Gwen en la
boca. Sonó como una bofetada.
—No lo digas.
Arqueé las cejas.
—¿Qué? ¿Trufas? —pregunté.
La chica se había pasado el desayuno lamentándose
porque el invierno se había terminado y, con él, la
posibilidad de seguir dándose atracones de trufas.
—Oh, no —susurró Veleda.
Con un rebudio poderoso, algo grande y oscuro saltó de
entre los arbustos directo hacia mí. La única razón por la
que no eché mano de mis dagas fue que lo reconocí justo a
tiempo.
Lo siguiente que supe fue que estaba tirada en el barro, y
que Dedalera estaba olisqueándome de arriba abajo. Agarré
uno de sus colmillos para alejarlo de mí, pero era como
intentar mover una vaca.
—¡No me lo puedo creer! —grité.
La cara socarrona de Sage apareció sobre mí. A su
alrededor, Gwen y Veleda hacían todo lo posible por no
echarse a reír.
—¿Ahí es donde están esos hongos reales de los que
hablabas? Vaya, no veo ninguno.
—En cuanto salga de aquí, me moriré de risa por lo
graciosa que eres —repliqué con sequedad.
Para mi sorpresa, su expresión se suavizó. Una sonrisa
sincera y muy bonita curvó sus labios mientras me
observaba tendida en el fango, con Dedalera dándome
golpes por todas partes. Quién lo diría. Solo hacía falta que
un jabalí me embistiera para que esa chica bajara las
defensas.
Me tendió la mano, cubierta por gruesos guantes de
jardinería.
—Anda, levanta. Y no vuelvas a decir la palabra que
empieza por «t» delante de Dedalera. Se vuelve loco.
—No me digas.
Al aceptar su mano, no fui buena ni pensé en su bonita
sonrisa. De un firme tirón, la envié conmigo al barro,
excepto que ella cayó de costado y acabó con medio rostro
cubierto de una mezcla de fango, ramitas y, probablemente,
algún que otro bicho. La visión de ella, siempre tan estirada
e inflexible, manchada de aquella manera, hizo que se me
escapara una risa.
Me miró con ojos desorbitados.
—Ni se te ocurra.
Le dediqué una amplia sonrisa e, inclinándome hacia ella,
dije:
—Trufas.
No sabría decir quién se desquició más, si Dedalera o
Sage. Esta última intentó tirarme una bola de barro, yo
quise esquivarla, y acabamos revolcándonos para ver quién
acababa peor. O al menos así lo interpreté yo. En algún
momento, Gwen intentó separarnos y terminó de la misma
manera, y como decretó que aquello no era del todo justo,
empujó a Veleda también.
No supe cómo ni cuándo, pero me encontré riendo a
carcajadas, casi sin respiración, mientras hacía bolas de
barro y las lanzaba hacia las demás. Recibí varios impactos
a traición por la espalda. Uno de ellos acertó en mi nuca e
hizo que el fango helado resbalara por toda mi espalda.
Gwen se puso a chillar.
—¡Tengo un gusano en las tetas! —Intentaba despegarse
la blusa mientras daba saltitos, pero solo conseguía
ensuciarse más. Mientras, Veleda estaba muy concentrada
en meterle chorros de fango por las aberturas de las botas
—. ¡Lo siento moverse! ¡Lo juro!
Recibió una bola en la cabeza de parte de Sage. Era
estratégica, ya se estaba haciendo un fuerte con el barro
para atrincherarse detrás. Fue la primera vez que temí por
sus compañeros de la Cacería.
—¿Estás segura de que no es una trufa? —le grité.
Veleda y Sage volvieron a desternillarse de la risa. En
algún momento Dedadera debía haber averiguado que solo
éramos cuatro lunáticas y no había trufas en realidad,
porque se había echado en medio de un charco, con las
patas estiradas hacia un lado, ignorándonos. Yo estaba a
punto de terminar mi obra maestra, una pelota de barro del
tamaño de una sandía, cuando una sombra alta y ancha
opacó la mía y se extendió por nuestro campo de batalla.
—¿Esta es vuestra idea de lo que es buscar hongos? No
sabía que era tan divertido.
Aberdeen. Me giré, pero entre lo alto que era, que yo
estaba arrodillada y que el sol estaba justo a su espalda, no
pude interpretar su expresión.
—Que levante la mano aquella de las cuatro a la que he
criado, por favor.
Veleda alzó el brazo con timidez. Comprendía que
Aberdeen le hubiera pedido que se identificase. Éramos
cuatro figuras de barro informes.
—No me esperaba esto de ti —la amonestó el hombre—.
¿Qué haces en el centro? Una posición defensiva hubiera
sido mucho mejor. Mira a Sage: le falta fabricar catapultas.
—Dame tiempo.
Vel se puso en pie con un suspiro.
—Me he dejado llevar por la emoción. No volverá a
ocurrir.
—¿Y se puede saber qué haces tú? —Me encogí cuando
dirigió su vozarrón hacia mí—. ¿Una montaña de barro?
¿Cómo pensabas levantar eso?
Otra voz le respondió.
—Está claro que no estaban pensando mucho.
Maddox. Lo localicé junto a uno de los robles, bien lejos
del lodazal. Lo primero que me llamó la atención fue que
llevaba el uniforme negro de pies a cabeza, incluida la
armadura. No se la había visto puesta desde Ná Siog. Su
expresión era impertérrita.
Tanto Sage como Gwen se levantaron a duras penas,
ambas percatándose de lo mismo que yo.
—¿Qué ocurre?
—Siento aguaros la fiesta, pero me temo que se nos han
acabado las vacaciones.
Estoy recostada en un prado, observando un cielo azul
decorado con esponjosas nubes blancas que se deslizan con
suavidad. La brisa mece pequeños cabellos sobre mi frente,
haciéndome cosquillas. Se oye música a lo lejos y risas a mi
alrededor. Me parece reconocer la de Gwen y la de Veleda, y
el vozarrón de Aberdeen. La duquesa está regañando a
alguien, y Sage seguro que está leyendo a la sombra de
algún árbol.
Este podría ser un buen lugar, pienso.
Un lugar para nosotras.
Para…
Una voz a mi espalda me sobresalta. Una voz familiar,
llena de amargura y resentimiento.
—Ya te has olvidado de tu hermana, ¿no?
Me yergo y miro hacia atrás.
—Madre.
Está de pie en el umbral de la única casa en la que
llegamos a convivir las tres, en Telmee, con uno de sus
característicos vestidos negros y las ojeras que siempre
llevaba consigo como una prenda más. Es imposible que esa
estructura de madera podrida esté en pie porque yo misma
me encargué de derribarla.
Pero, claro, tampoco es posible que mi madre esté allí,
mirándome con desaprobación. Yo misma cavé su tumba.
—Mírate. Ya no recuerdas nada de lo que te enseñé.
El corazón se me agita dolorosamente.
—Sí que lo recuerdo.
Mi madre niega con la cabeza, sacudiendo aquel bonito
cabello rojizo lleno de bucles. Igual que el de Caeli.
—Siempre supe que tú serías nuestra perdición, pero al
menos pensé que querrías lo bastante a tu hermana, que a
ella sí la protegerías. Como no me protegiste a mí.
—Yo no… Lo intenté, pero…
La casa ya no está. Mi madre, mucho más delgada,
camina hacia mí. Jadeo, sobresaltada, al ver toda la sangre
que le empapa el pelo, gotea por su hermoso rostro y le
mancha los dientes.
—¿Cometiste otro error y también lo sientes mucho? ¿Eso
es lo que le dirás a Caeli mientras observas cómo se muere?
Retrocedo, huyendo de ella y de esas manos decrépitas
de uñas negras. Huyendo de sus palabras, que escarban en
heridas que nunca han cerrado del todo. Ya no hay música,
ni risas, ni lugar en el que pueda esconderme.
Mi madre me captura y me zarandea con fuerza.
—¿Llorarás sobre su tumba lo que no lloraste sobre la
mía, al menos?
—Lo siento…
Chasquea la lengua, sobre la que desfilan gusanos.
—No has hecho ni más ni menos que lo que siempre
esperé de ti.
Luego, me empuja con fuerza hacia la nada.
H
abía olvidado que Éire era preciosa.
Normal, teniendo en cuenta que la última vez que
visité la capital estaba mucho más preocupada por
sobrevivir que por apreciar la belleza de sus calles y
edificios.
El carruaje de la duquesa traqueteaba por los adoquines,
perfectamente alineados, de camino a la plaza de la
Concordia, el punto de salida del desfile para la nobleza.
Habíamos llegado a la ciudad unos días atrás para ultimar
detalles, y desde entonces no había salido de la modesta
mansión que la duquesa poseía en el mejor barrio. Ella
prefería que hiciera mi gran entrada el primer día del Teu
Biadh. Todo lo que había visto desde las ventanas me había
asombrado, pero no tenía ni punto de comparación con el
lujo y la elegancia que se respiraba en el palacio y sus
alrededores.
Las calzadas eran amplias y había faroles de hierro a
cada lado. No había ni una fachada un poco desvencijada, ni
caminos de tierra, ni animales paseándose libremente.
Todas las calles que tomamos estaban llenas de casas y
comercios, pegados las unas a los otros. Eran de dos, tres o
cuatro plantas, con balcones curvos de balaustradas de
mármol, postigos dorados y tejados de mampostería de
colores. Los árboles tampoco crecían sin ton ni son, sino que
habían sido plantados en jardineras redondas, con pequeños
muros blancos. Había uno después de dos edificaciones.
Dos edificios, un árbol, dos edificios, un árbol, y así siempre.
Nada existía por casualidad en Éire.
Me había codeado en alguna ocasión con gente rica.
Estaba, hasta cierto punto, acostumbrada a vestiduras
recargadas y zapatos relucientes. Y, aun así, el nivel de
riqueza y ostentación de los habitantes de Éire me hacía un
nudo en el estómago. Vi muchos de esos establecimientos
que solo existían allí y que me parecían el culmen de la
pompa: cafeterías. No tenían nada que ver con las tabernas
clásicas de Hibernia, en las que el suelo estaba pegajoso y
la gente iba a distraerse después de una dura jornada de
trabajo. Las cafeterías tenían mesas y sillas de hierro fino, y
solo servían delicias como chocolates, pastelitos y, claro,
café. Uno de los productos más caros de toda Hibernia, ya
que solo se cultivaba en una zona concreta de Éremonh.
Los nobles y ricos se sentaban allí no porque estuvieran
cansados o tuvieran hambre, sino para compartir chismes y
consumir por gula. No me parecía una mala idea. Lo que me
reconcomía era que solo estuviera al alcance de los
lameculos del rey.
Para colmo, habían engalanado las calles para la ocasión.
Había banderines y carteles con el emblema de la familia
real (el cuervo coronado dorado sobre fondo rojo) y sus
colores por todas partes. Puestos de comida ambulante
vendían toda clase de detalles para la ocasión, desde
bufandas rojas y doradas hasta galletas con la forma del
cuervo. Había niños y niñas dando saltos de felicidad
mientras esperaban que sus padres (o niñeras) les
compraran algo. Trovadores en distintas plazoletas cantaban
las canciones permitidas por la Corte, aquellas que
alababan a Teutus y a los reyes Nessia. La gente sonreía.
Había risas por todas partes.
Yo me había pasado semanas y semanas preparándome
para aquello como si fuera a ir a la guerra, y para ellos era
un día de fiesta. Un día feliz. Me pareció tan rocambolesco
que me quedé en blanco varias veces.
En el asiento frente a mí, acomodada entre cojines de
seda, la duquesa suspiró.
—Lo sé. Aquí existe una realidad completamente
diferente a la del resto del reino. Y si te estás preguntando
si ellos son conscientes —dijo, señalando con la cabeza
hacia las calles—, la respuesta es no. No la mayoría, al
menos.
Asentí con cuidado. Las doncellas de la duquesa me
habían hecho un bonito recogido, un moño bajo que parecía
sencillo a simple vista, pero que les había llevado más de
dos horas y me había dejado a mí con una ligera migraña.
No sabía que una mujer podía llevar tantas horquillas en la
cabeza y no caerse por el peso, pero así era.
Todo para lucir los largos pendientes de oro, para los
cuales me habían tenido que agujerear las orejas.
Ignas acercó el rostro a la ventanilla.
—Estamos a punto de llegar. Bien. —Tomó mis manos.
Como me habían puesto unos guantes cortos transparentes,
adornados con pequeños diamantes, las acepté sin dudar—.
Interpreta tu papel y averigua todo lo que puedas sobre tu
hermana sin levantar sospechas. Debes salir de ese palacio
exactamente como entraste; siendo mi sobrina. Y si
descubres algo interesante, lo comentaremos cuando
estemos a solas y lejos de las metijonas.
Le di un suave apretón, sonriente.
—Si vuelve a repetírmelo una vez más, la mataré.
Mi amenaza no surtió ningún efecto, por supuesto. Ella se
concentró en comprobar que tanto mi vestido como mi
peinado estaban perfectos. El carruaje dejó atrás los
adoquines y, por fin, el traqueteo. Estábamos rodando por
un suelo mucho más liso, y la velocidad disminuyó.
Mi estómago se retorció. Si todo salía bien, estaría más
cerca de Caeli de lo que lo había estado en casi dos meses.
Mi hermana podía estar allí mismo. Todo dependía de los
planes de Morrigan, quien, por lo que me había contado la
duquesa, hacía lo que le daba la gana incluso en eventos
formales.
Me estoy acercando, leeki.
Solo dame un poquito más de tiempo.
A través de los cortinajes del carruaje descubrí que la
plaza de la Concordia ya estaba a rebosar. A la hora
indicada, la nobleza se dividiría en distintos carruajes reales
para comenzar el desfile. La duquesa haría el recorrido con
las otras mujeres de su mismo rango. Yo debía hacer lo
mismo, así que no nos reuniríamos hasta llegar a palacio.
Noté la mano de la duquesa en mis clavículas, donde no
había ni rastro del tatuaje. ¿Le temblaban un poco los dedos
o era cosa mía?
—No pierdas este collar bajo ninguna circunstancia.
Me llevé la mano al camafeo. Como las señoritas solteras
no tenían permitido llevar anillos, habían decidido
colocarme las protecciones en el collar. Era una pieza muy
antigua que había pertenecido a la familia Sutharlan
durante generaciones. Cuando Plumeria me lo vio puesto,
antes de salir de Ailm, había esbozado una sonrisa
compungida y asegurado que me sentaba bien.
Si las cosas fueran distintas, ella sería su portadora.
Como no era así, el camafeo había sido encantado por Pwyl.
Siempre que lo tuviera puesto, mis ojos serían simplemente
oscuros, el tatuaje no sería visible y podría resistir tocar o
ser cortada por la hematita. Aunque aquello último tenía su
truco, claro, puesto que el efecto solo sería temporal. Me
daría el tiempo suficiente para no levantar sospechas y
alejarme, y luego recibiría de golpe todo el dolor acumulado.
«Será un tormento, pero no te matará», me había
asegurado Pwyl.
La puerta del carruaje se abrió y apareció la mano
enguantada de uno de los sirvientes.
—Duquesa de Annwyn.
Tras dirigirme una última mirada firme, ella descendió
primero, con todo el porte que daba una vida entera
interpretando aquel papel. Iba de negro, como era habitual
en ella por el luto por su hermana, pero con un precioso
vestido que llegaba hasta sus tobillos y la cubría de encaje
desde el cuello hasta las muñecas. Sobre la cabeza lucía
uno de sus habituales bonetes, con una hilera de perlas en
el borde. Para mí resultaba espantoso, pero parecía ser que
estaban muy de moda entre las señoras de la Corte.
La mano volvió a aparecer.
—Señorita Sutharlan.
Esa era yo. Por lo menos durante tres noches y cuatro
días.
Respiré hondo, calmando la vorágine que estaba
creciendo en mi estómago. Acepté la mano tal y como me
habían enseñado. Apenas posando los dedos, procurando
prolongar lo menos posible el contacto con los sirvientes.
Descendí los tres escalones con la cabeza un poco gacha
y una mano sujetando el bajo del vestido. Mis tacones
repiquetearon contra el suelo de la plaza y me dio la
sensación de que el barullo había disminuido un tanto. Al
alzar la vista, descubrí por qué.
La práctica totalidad de la nobleza de Hibernia estaba
mirándome. Bueno, no a mí. A Plumeria Sutharlan. La hija
de los traidores. La niña que se había encerrado en Annwyn
hacía más de quince años y que no había querido saber
nada más de la Corte.
Sí, eso era lo que estaban observando. Y no eran nada
sutiles.
El festín de rostros desdeñosos, vestidos, plumas y joyas
me abrumó un poco, pero no dejé que se notara. Acepté el
brazo de la duquesa con una sonrisa suave y enseguida me
condujo hacia un grupito de damas. Los murmullos se
propagaron de nuevo. Fui consciente de cómo examinaban
cada parte de mi persona en busca de cualquier fallo, y por
primera vez me alegré de que me hubieran levantado de
madrugada para prepararme.
El borde de mi vestido se arrastraba por el suelo, y las
gasas flotaban a mi alrededor al caminar. Todo era
demasiado. El peinado, el vestido, las joyas. Y sin el
característico tono violáceo de mis ojos, ni siquiera parecía
yo. Sin embargo, ahora que podía echar un vistazo a las
demás jóvenes, me daba cuenta de que, en realidad, mi
atuendo era discreto. Al menos yo no llevaba plumas de
pavo real en el peinado, ni había escogido un color que
hacía que mi piel pareciera cenicienta.
Ignas había decidido que para aquella primera aparición
debía llevar el vestido rojo, para agradar a la familia real. Al
verlo sobre la cama, me había quedado sin respiración. Por
un lado, odiaba lo que representaba y la función que iba a
cumplir. Por otro, no podía negar que era una pieza
exquisita.
El corpiño tenía forma de corazón y dejaba buena parte
de mis pechos al aire (que, gracias al corsé, parecían mucho
más de lo que eran en realidad), además de los hombros y
brazos. En la espalda, el escote se acentuaba y caía hasta
las caderas. Un sinfín de pequeñas joyas adornaban todo el
corpiño formando delicadas filigranas que caían hacia la
falda y se perdían entre los pliegues. Había cosidas capas
de gasa de un rojo más claro, más pequeñas alrededor de
mi cintura y que aumentaban de tamaño hasta
desparramarse por el suelo. Gracias a los tacones, parecía
un poco más alta y mi cintura se volvía casi inexistente.
Las doncellas habían asegurado que estaba preciosa. A
mí la falda me parecía un clavel rojo gigante, pero me
abstuve de comentarlo.
La duquesa me presentó a quienes denominó «amigas
del alma». Dos condesas que parecían gemelas, con narices
afiladas y profundas arrugas alrededor de los labios, una
marquesa regordeta cuya sonrisa se me asemejó a la de un
lobo, y, por supuesto, Catriona Bolg. La reconocí tanto por
su forma de mirar con la barbilla alzada como por el
prominente lunar en el bigote.
Cuando Ignas me instruyó sobre las distintas familias
nobles, descrubrí que la señora Bolg era la duquesa de
Grimfear. Apenas me lo había podido creer. ¿Por qué diablos
alguien como ella iba en persona a hacer los recados?
Siempre había ido acompañada de sirvientas, sí, pero…
Si bien todas las damas me saludaron como correspondía,
y yo me deshice en reverencias, la tensión se podía cortar
con un cuchillo. O con una de mis dagas.
La señora Bolg me examinó de arriba abajo con
escepticismo.
—¿Esta es Plumeria? La recordaba menos… En fin,
menos.
Alguien soltó una risita. En lugar de expulsar fuego por la
boca, como me tenía acostumbrada, Ignas esbozó una
plácida sonrisa.
—Es normal, era muy pequeñita la última vez que la
viste, y todas sabemos que tu memoria baila un poco,
querida. Oh, Brigit, ¿eso son zafiros? ¡Qué resplandor!
La tal Brigit, una de las condesas, estiró tanto la mano
que pensé que podría sufrir una lesión en el codo. La
conversación se centró en abalorios, y yo ignoré todas las
miradas que parecían estar clavándose en mi piel como
dardos envenenados. ¿Aquello era lo que habría tenido que
soportar Plumeria?
Pronto se hizo la hora de subir a los carruajes. La duquesa
me indicó cuál era el mío y me dio un beso en la mejilla.
—Disfruta del paseo, mi querida Plum.
—Gracias, tía. Lo mismo digo.
Todos los carruajes reales para el desfile eran iguales.
Tirados por dos caballos blancos, con un cochero y un
lacayo en el pescante, y espacio para cuatro personas
dentro. No había cortinas y los cristales eran más amplios
de lo normal. Imaginé que era tanto para que viéramos
como para ser vistas.
Otro sirviente me ayudó a subir. Ya había dos chicas
dentro, sentadas juntas, así que ocupé el banco restante,
orgullosa por cómo recogí el vestido para no pisarlo, y
conseguí que el peinado no se me moviera del sitio. Había
dejado de sentir las costillas y los pechos hacía más de una
hora.
La chica que había justo frente a mí era preciosa. Tenía
todo lo que se podía esperar de alguien de su clase; rasgos
delicados, ojos llenos de pestañas rizadas, piel de porcelana
y labios finos. Su largo pelo rubio caía en ligeras ondas
sobre sus hombros, y su vestido era de un precioso tono
marfil. Sin embargo, su mirada estaba vacía. Era como
asomarse al borde de un precipicio y saber que lo único que
te separaba de la muerte era un solo paso en falso.
También me observó como si fuera un trozo de
excremento. Qué bien. A su lado había una chica igual de
hermosa, pero con ojos más redondeados que, al menos de
primeras, la hacían más amable. Su piel era mucho más
morena, como la mía, con cejas gruesas y largo cabello
negro estirado hacia atrás con broches.
Como ninguna parecía dispuesta a hacer gala de esos
excelentes modales que se suponía que tenían, tomé la
iniciativa.
—Buenos días. Soy…
—Sabemos quién eres —me cortó la chica frente a mí—. Y
me asombra que hayas tenido la poca vergüenza de venir.
¿No estabas dejando trascurrir los años y pudriéndote
tranquilamente en Annwyn?
Me había preparado para algo así, pero me maravilló la
ponzoña que guardaban sus palabras. Gracias a Plumeria,
no me tomaban por sorpresa.
—No sé cómo podría considerarse una vergüenza que la
heredera del ducado de Annwyn acuda al Teu Biadh —
repliqué con tranquilidad—. Y, como creo que es evidente,
estoy lejos de pudrirme.
Sus labios se torcieron con crueldad. Tenía los dientes
blancos y rectos.
—Es increíble con qué facilidad te proclamas heredera,
teniendo en cuenta las circunstancias que te llevaron a
serlo. Aunque, ahora que lo pienso, ¿no fue todo muy
afortunado para ti? —Se giró hacia la otra muchacha, que
me observaba con mucha atención. Como si esperara que
me pusiera a hacer malabares en cualquier momento—. Si
sus padres no hubieran sido desollados vivos por traidores,
ahora no estaría aquí, con nosotras. De hecho, ¿la hija de la
hermana de una duquesa tendría permiso para ir al Teu
Biadh?
La morena esbozó una sonrisilla que eliminó por completo
mis dudas. No era amable. Estaba cortada por el mismo
patrón que la otra.
—Sí, pero iría la última de la fila.
Desollados vivos.
Plumeria presenció cómo arrancaban la piel a sus padres.
No entres en su horrible juego, pensé observándolas a las
dos. Sería tremendamente fácil dejar que la oscuridad se
deslizara desde el techo de terciopelo del carruaje y rodeara
sus frágiles cuellos. Un movimiento brusco y adiós. Más
satisfactorio sería sacar mis dagas y clavarlas en sus
corazones. ¿Su sangre sería roja o negra como las de las
bestias?
No podía hacer ninguna de esas cosas, claro, así que
parpadeé y sonreí.
—Sin embargo, aquí estoy. Con vosotras. Y nos os
preocupéis por presentaros, el tiempo apropiado para ello
ya pasó. Me encargaré de averiguar quiénes sois más
adelante.
No dijeron nada más, si bien sus miradas me asesinaron
de mil formas diferentes. No tenía problemas con el silencio;
de hecho, dadas las circunstancias, lo prefería. Me contenté
con mirar por la ventana cómo se llenaban los demás
carruajes.
Al cabo de unos minutos, el lacayo cerró la puerta y se
empezaron a escuchar las voces de los cocheros llamando
al orden y jaleando a los caballos para que se pusieran en
marcha.
La Calzada Luachra era espectacular. Podrían desfilar
hasta cuatro carruajes en paralelo y sobraría espacio entre
ellos. Estaba dedicada a la reina que, según las creencias
humanas, había negociado con Teutus para salvarlos de la
tiranía de los sidhe. Para ellos era una heroína.
Los bordes de la calzada estaban a rebosar de
ciudadanos que agitaban las manos efusivamente y
gritaban alabanzas. Por encima de aquellos edificios, que
debían ser de los más exclusivos de la capital, alcancé a ver
las torres dentadas de la Academia. Intenté averiguar en
qué posición íbamos, pero solo veía nuestros caballos y la
parte trasera del carruaje que teníamos justo delante. Sabía
por la duquesa que se seguía un orden jerárquico, así que
mi carruaje, en el que íbamos las hijas de las familias nobles
más relevantes, no debía de ir muy atrás. Y me constaba
que quienes abrían el desfile eran los dos escuadrones de la
Cacería Salvaje, montados a caballo. Así que en algún punto
de aquel largo paseo estaban Maddox, Gwen y Sage.
Un grupo de niños intentó correr junto a los carruajes,
molinillos en ristre, hasta que unos cuantos soldados los
hicieron regresar junto al gentío. Al contrario de lo que había
conocido de ellos, fueron cordiales al…
Con un estallido ensordecedor, el carruaje se sacudió
violentamente y los cristales de las ventanas reventaron
hacia dentro. Sin nada a lo que agarrarme, acabé en el
suelo entre los bancos, mis rodillas enredadas en la falda
del vestido y una mano contra la puerta para evitar
golpearme la cabeza. Las otras dos lanzaron exclamaciones,
aferrándose la una a la otra.
Nos habíamos detenido. Me llegó el olor a pólvora. ¿Una
explosión? La feliz algarabía se transformó con rapidez en
algo más oscuro, más escalofriante. Empezó con un grito de
pánico y derivó en toda una serie de chillidos que se
propagaron por todas partes. Se escuchó el rumor de
cientos de pasos queriendo alejarse al mismo tiempo.
Nuestro cochero vociferó algo, pero no le entendí. Intenté
levantarme, pero el maldito vestido no estaba hecho para
eso.
La puerta se abrió de un tirón. Me aferré al marco para no
caer y me encontré de frente con un par de ojos oscuros y el
filo de una espada. El hombre llevaba una capucha bien
calada sobre la cabeza, y su expresión fue de perversa
satisfacción al verme.
—Tú te vienes con nosotros.
Me aferró la muñeca con tanta fuerza que consiguió
hacerme daño e intentó arrastrarme hacia fuera. Me resistí,
claro, buscando liberar mis pies para poder plantarlos a
cada lado de la puerta y hacer palanca.
No llegué tan lejos. Un fuerte golpe en la espalda me
envió directa al exterior y a los brazos de aquel hombre.
No olía muy bien, fue lo primero de lo que me percaté.
Apestaba a pólvora, a algo ácido y a miedo. Lo noté en la
forma en la que sus brazos no parecían ponerse de acuerdo
sobre la manera de apresarme, y en como sus ojos saltaban
a todas partes.
El carruaje que iba delante de nosotras había volcado y
salían gritos de ayuda de su interior; los caballos tiraban de
los atalajes con desesperación. Un denso humo negro salía
de una de las fachadas de la derecha, lo que parecía haber
sido alguna clase de establecimiento. Su toldo blanco
estaba en llamas y había cristales rotos por todas partes. La
gente continuaba corriendo y chillando.
Aquello no formaba parte del plan para nada, por lo que
dudé en cómo actuar. Si revelaba en aquel momento mis
armas o mi capacidad para defenderme, lo echaría todo a
perder. Sería vista por muchísimas personas. Pero la verdad
era que no me apetecía ser secuestrada, o lo que fuera que
tenía pensado aquel tipo, mientras me hacía pasar por
Plumeria.
El asaltante finalmente decidió ponerme de rodillas frente
a él, sujetándome del moño con violencia. Otros dos tipos
vestidos con ropajes oscuros, holgados y mugrientos se
acercaron. También portaban armas e intentaban ocultarse
bajo las capuchas. Al verme en el suelo frenaron en seco.
—¿Qué cojones haces? —exclamó uno.
—Darles a probar su propia medicina. —Me zarandeó con
tanta fuerza que juraría que me arrancó varios mechones—.
Que pierdan algo que consideran valioso.
Entonces colocó la espada contra mi garganta. No era de
hematita, pero incluso los linajes mágicos moríamos si nos
decapitaban con acero normal. La oscuridad se movió con
impaciencia bajo la falda, recordándome que podía terminar
con ellos antes de que el polvo terminara de asentarse.
Por primera vez, no estaba segura de que no fuera a
necesitarla.
—Debemos irnos —dijo el tercero—. No pienso quedarme
a…
No fue capaz de terminar la frase. Una flecha impactó en
su espalda y le salió por el pecho. Cuando cayó hacia
delante, ya estaba muerto.
—¡Mierda! —El otro echó a correr.
En lugar de soltarme e intentar salvar su vida, el que
quedaba retrocedió hacia el carruaje, tal vez buscando
cubrirse las espaldas, y me llevó consigo. Me empujó contra
la rueda y luego colocó la punta de su espada contra mi
pecho.
—¡La mataré! —bramó—. ¡Lo juro por la sangre sagrada
de las tres diosas, que mataré a esta usurpadora!
¿La sangre sagrada… de las tres diosas? ¿Quiénes eran
esos hombres y qué estaban intentando hacer?
A través del humo se entrevieron figuras que caminaban
en nuestra dirección. Las clavículas comenzaron a
cosquillear; las protecciones las ocultaban de la vista para el
resto, pero no anulaban su efecto. Nervioso, el hombre se
removió y la punta de su espada se clavó un poco en mi
esternón, sacándome un jadeo. Si ese idiota no tenía
cuidado, me mataría sin darse cuenta.
—¿¡Me habéis oído!?
Su respuesta surcó el aire con un silbido. Pensé que se
trataba de otra flecha, y tanto el hombre como yo la
esperamos de frente. Sin embargo, vino desde arriba. Todo
lo que yo noté fue un empellón cuando su cuerpo chocó
contra el mío y resbaló junto a la rueda. Tomé su espada
antes de que cayera en mi regazo y me alejé todo lo que
pude.
Al echar un vistazo, descubrí que no había sido una
flecha. El hombre tenía una lanza plateada ensartada en el
vientre. La estaba agarrando con ambas manos, no estaba
segura de si para arrancarla o por mero instinto, y
balbuceaba incoherencias mientras la sangre le llegaba a la
barbilla.
Por un instante, me recordó a mi madre en mi último
sueño y se me revolvieron las tripas.
La primera figura en atravesar el humo me hizo entrar en
tensión. Un miembro de la Cacería Salvaje desconocido se
encaminó hacia mí con paso firme, observando el alrededor
con ojos impertérritos. Le dio una patada al hombre que
había muerto por la flecha y luego me miró.
—¿Se encuentra bien, señorita?
—Eso creo. —¿Debería llorar? Plumeria a aquellas alturas
estaría desmayada—. No logro entender qué ha sucedido.
—Un desafortunado incidente, sin duda.
Esa voz… Mi corazón, ya trastornado por el altercado, se
sobresaltó. Nunca olvidaría aquella voz. Tampoco lo
dispuesto que había estado a acabar con mi hermana y
conmigo y disfrutar de todo el proceso.
El príncipe Bran resultó toda una aparición. Si no supiera
lo que sabía, su belleza me dejaría demasiado aturdida para
reaccionar. Con su cabello blanquecino perfectamente
peinado y su piel de alabastro, me recordó a las estatuas de
mármol que había en la plaza de Reims. Había una
perfección en sus rasgos que resultaba turbadora, como si
sus ojos fueran demasiado ovalados, sus labios demasiado
llenos, su mandíbula demasiado perfilada. Lo único que
estropeaba todo el conjunto era la extraña cicatriz en su
pómulo.
Portaba los ropajes de la familia real, con botas de vestir
negras, calzas blancas y un conjunto de chaleco y chaqueta
de un elegante terciopelo rojo. Los botones y las charreteras
en sus hombros eran de oro, con los flecos moviéndose al
compás de su distinguido paso. Una espada se balanceaba
en sus caderas.
Dedicó un gesto indiferente al hombre caído y el charco
de sangre a su alrededor. El cazador se apresuró a apartarse
cuando él se lo indicó, por lo que deduje que pertenecía a
su escuadrón y sería un sabueso. Me contempló tanto a mí,
desmadejada en el suelo con una espada en las manos,
como al hombre que, por alguna clase de milagro,
continuaba vivo.
La última vez que habíamos estado en una posición
similar, me había prometido mucho sufrimiento.
Extendió su elegante brazo hacia mí.
—Arriba, mi querida dama. La gente de nuestro talante
no debe estar junto a semejantes canallas.
Solté la espada para aceptar su mano. Cualquier temblor
o gesto extraño podría ser atribuido a que acababa de ser
atacada, y no a que tenía frente a mí al príncipe
responsable de que mi hermana hubiera acabado en garras
de Morrigan. Escuché cuchicheos exaltados saliendo del
carruaje a mi espalda.
—Os lo agradezco, alteza —contesté, aunque él estaba
prestando atención de nuevo al moribundo.
—No se merecen, el desfile estaba siendo
tremendamente aburrido. —Luego giró el rostro para hablar
por encima de su hombro—. ¿No crees, hermano?
¿Hermano? Busqué al príncipe heredero. La primera a la
que vi fue a Gwen, daga roja en mano. Esquivó mi mirada y
se dirigió hacia donde estaba el otro cazador. Justo detrás
de ella venía otra chaqueta roja a juego con la del príncipe
Bran y contuve el aliento.
Era alto, mucho más corpulento de lo que habría
imaginado, y…
Al alzar la vista hacia su rostro, mi mundo al completo
dejó de girar por un instante. Fue como si el eje que lo
componía todo se hubiera roto, y el cielo, el suelo y todo lo
que me rodeaba se hubiera sacudido. ¿O había habido otra
explosión? Tal vez ni siquiera me había recuperado de la
primera. Tal vez sí que me había acabado golpeando la
cabeza y estaba tirada en el carruaje, soñando locuras.
Porque el que venía hacia mí, vestido como si fuera el
príncipe heredero de Hibernia, era Maddox.
CAPÍTULO 30
Para crearlo, utilizaron el material que les recordaba
a su antiguo hogar,
más allá de las estrellas. El impoluto mármol blanco.
Del libro prohibido La Era de las Diosas
-A burrido
sincero.
no sería el término que yo emplearía, si te soy
Me concentré en respirar.
De la mano del príncipe Bran, y mirando a Maddox, no, al
príncipe Setanta, a los ojos, en todo lo que pude pensar fue
en respirar.
Y decidí que en ese momento no tenía tiempo para nada
más.
Ni para intentar adivinar qué estaba pasando.
Ni para mirar a Gwen en busca de una explicación.
Ni mucho menos para exigírsela a él.
Me concentré en la oscuridad, que se había enroscado a
lo largo de todas mis piernas, y en sobrevivir. Como había
hecho siempre.
El príncipe heredero desfiló como si hubiera nacido para
llevar aquellas galas y no el uniforme de la Cacería Salvaje.
Aunque ¿en qué estaba pensando? Así era. Al contrario que
Bran, él portaba una fina tiara dorada de intrincado diseño
que destacaba sobre su cabello negro. Al ver a ambos
hermanos juntos, recordé lo que se solía decir de ellos.
Donde Bran era elegante y de una belleza casi etérea, su
hermano mayor era musculoso y con un atractivo crudo,
oscuro.
A Bran solían llamarlo Pelo de Plata.
A Setanta, el Sierravientres debido a su arma.
Gwen extrajo la lanza del moribundo, que cayó hacia un
lado. Luego se la devolvió a su capitán, quien examinaba la
escena sin emoción alguna en el rostro.
«¿Cómo se llama?».
«¿Sabes? Prefiero guardarme algunas cosas para mí,
aunque solo sea para equilibrar un poco la balanza».
Para equilibrar la balanza o para ocultarme quién era en
realidad.
Mis dedos se crisparon contra los del príncipe Bran, pero
este estaba concentrado en el cazador que yo no conocía.
Se había arrodillado junto al hombre y le estaba retirando la
capucha de la cabeza. Todo pareció ralentizarse cuando
surgieron un par de orejas que recordaban a las de un
ciervo.
Un fae. Aquello había sido un ataque planeado por sidhe.
La sonrisa de Bran habría podido alumbrar toda la ciudad
en plena noche.
—¿Qué tenemos aquí? ¿Y los demás? —preguntó al
cazador.
—Eran un grupo pequeño y desorganizado. Estamos
persiguiendo a los que han huido. No llegarán muy lejos, mi
capitán.
—Claro que no. En pleno Teu Biadh, a quién se le ocurre…
¿Qué me dices, hermano? No hay mejor decoración para
esta fiesta que un par de orejas sidhe recién cortadas.
Él… su hermano, estaba muy ocupado retirando la sangre
de la lanza con un pañuelo. Con desidia, murmuró:
—Que decida la dama.
Los brillantes ojos de Bran cayeron sobre los míos. Eran
tan azules, tan límpidos, que sentí que me perforaban el
alma. Me recordé que no sabía quién era, que nunca había
visto mi rostro en realidad.
¿Qué haría Plumeria en mi lugar?
No, más importante aún, ¿qué haría una dama de la Corte
en mi lugar?
Tras tragar saliva, dediqué una mirada despectiva al
sidhe, rezando por él en silencio y recordándome que ya
estaba muerto, y sentencié:
—Mientras no manche mi vestido.
Me dio la sensación de que el príncipe heredero apretaba
la mandíbula, pero no podía estar segura. Gwen me había
dado la espalda y estaba observando la multitud, donde
decenas de soldados intentaban calmar el pánico y
asegurar que todo estaba controlado.
Bran soltó una carcajada al aire, un sonido atrayente
lleno de matices inhumanos, y al volver a mirarme parecía
estar haciéndolo con otros ojos. Me examinó con verdadero
interés, aunque mi apariencia no era tan pulcra como unos
minutos atrás. Su mirada se detuvo, sobre todo, en mi
escote. Quise creer que se había fijado en la pequeña
punción que me había hecho la espada.
—Ha captado mi atención, señorita…
—Sutharlan. Plumeria Sutharlan.
La comprensión llenó sus rasgos.
—Annwyn todavía esconde algún que otro tesoro,
¿verdad?
¿Eso era un cumplido? A aquellas alturas sentía que mi
cuerpo no era mío del todo. Tenía que hacer soberanos
esfuerzos para no desviar la mirada constantemente hacia
Gwen y hacia él. Siempre pendiente, la oscuridad me
acarició las rodillas y me inyectó un poco de adrenalina, lo
que me espabiló.
Retiré la mirada de la del príncipe, avergonzada.
—Me halagáis, alteza.
—Esa era, sin ninguna duda, mi intención. ¿Qué le parece
si la escolto personalmente a palacio? Me gustaría resarcir
el daño que estas bestias han causado para que disfrute del
resto del desfile.
«Mientras estés en palacio, mantente lo más alejada
posible del príncipe Bran».
Bueno, todavía no estábamos allí.
—Eso… Eso sería… —Fingí quedarme sin aire un instante
—. No imagino mayor honor.
Su sonrisa fue pura vanidad.
—Elphin, encárgate de él, ¿quieres? —dijo señalando al
sidhe—. Añádelo a mis regalos para mi padre. Lo siento,
hermano, me estoy llevando todo el mérito y el favor de la
dama. Espero que no te importe.
No lo miré para ver cuál era su expresión al responder. No
me sentía capaz de soportarlo.
—Para nada. Siempre hay una primera vez para todo.
Un músculo tembló en la mejilla de Bran ante aquellas
palabras, pero su sonrisa no disminuyó. Me ofreció el brazo
y, cuando lo acepté, me dirigió hacia la parte delantera del
desfile. No desvié la mirada del camino en ningún momento,
ni siquiera cuando pasamos justo al lado de Gwen, y Bran le
susurró:
—Hoy os toca a vosotros limpiar el estropicio.
Estábamos rodeando el carruaje volcado cuando escuché
los aullidos de dolor del sidhe. Al parecer, no estaba lo
bastante malherido como para no darse cuenta de que iban
a cortar una parte de su anatomía. Respiré hondo varias
veces con disimulo para aliviar la pelota de angustia y
horror en mi estómago, para no pensar en que yo había
dictaminado que le hicieran aquello.
Algo debía de haber cambiado en mí sin que me diera
cuenta, porque, aunque nunca había buscado ni aplaudido
el sufrimiento ajeno, jamás me había afectado de aquella
forma. Era la primera vez que sentía tanta empatía hacia un
desconocido por el mero hecho de ser sidhe, como si ahora
yo me hubiera metido en su mismo saco. Como si
compartiéramos causa.
Al pasar junto a otro de los carruajes, vi el rostro de Ignas
pegado al cristal junto al de más damas. Su expresión pasó
de la curiosidad al espanto al verme del brazo del príncipe
Bran.
Quise creérmela, pero solo sentí un regusto amargo bajo
la lengua.
Unos cuantos soldados mantenían a los caballos sin jinete
a la vanguardia del desfile. No debían de haber considerado
que la amenaza era grave, porque la mayoría de la Cacería
Salvaje seguía allí, vestidos de negro, aguardando sobre sus
monturas. Me paseé entre decenas de cazadores que
intentaron disimular su interés al ver a su príncipe regresar
con una dama.
Dos soldados me ayudaron a subir al caballo del príncipe,
un semental de pelo marrón brillante con trenzas en la crin.
Por supuesto, tuve que sentarme de lado, porque una dama
no montaba a horcajadas.
Cuando Bran se subió detrás, se me erizó todo el vello del
cuerpo por la repulsión. Las clavículas me estaban ardiendo,
pero yo estaba convencida de que era por la cólera que
bullía en mi interior. No quise contemplar otra cosa, no me
interesaba.
—¿Es la primera vez que monta a caballo? —preguntó,
demasiado cerca de mi oído para mi gusto.
—Sí.
—No tiene de qué preocuparse, está a salvo conmigo.
—Por supuesto, alteza.
Nos pusimos en marcha de nuevo, aunque me percaté de
que buena parte de los cazadores se quedaban atrás y se
retiraban a un lado para permitir que los carruajes
continuaran su camino. Debían de pertenecer al otro
escuadrón.
Había muchísimos menos espectadores debido a la
explosión, pero muchos rostros continuaban asomándose
desde ventanas y balcones, o desde el interior de los
negocios. Conforme más nos acercábamos a palacio y nos
alejábamos de lo sucedido, la multitud aumentaba. Y con
ellos, los dedos que nos señalaban y se preguntaban quién
era la dama que cabalgaba con el príncipe. A mi espalda,
Bran se dedicó a saludar, sonreír y reírse con deleite bajo
toda aquella atención.
Sin las restricciones del carruaje, pude contemplar que el
palacio se desplegaba ante mí poco a poco. La Calzada
Luachra se fue estrechando hasta que solo había espacio
para que los carruajes pasaran en fila. Dejamos atrás las
casas y negocios. Jardines muy bien cuidados se
extendieron a izquierda y derecha, con arbustos de
ligustrina bordeando el camino. Los adoquines se
convirtieron en baldosas marrones y blancas que dibujaban
hermosos patrones. Más adelante había unas enormes
puertas de hierro abiertas de par en par. No dudé que
fueran de hematita, al ser el primer acceso a palacio. El
príncipe fue describiéndome todo en voz baja, señalando
aquí y allá, con un tinte de pedantería en la voz imposible
de ocultar.
Al atravesarlas, entramos al patio de armas y pude ver el
hogar de la familia real en todo su esplendor por primera
vez, una maravilla de muros y torres de mármol blanco con
delicados ventanales que reflejaban la luz del sol, hermosos
arcos grabados y columnas por doquier. Había dos enormes
estanques de agua a cada lado, con una fuente en el centro
de la que brotaba agua constantemente. Otros dos senderos
se desviaban y parecían rodear la estructura, con setos de
distintas formas adornándolo todo. Los cisnes pululaban por
todas partes. Bran continuó en línea recta hacia la puerta de
arco apuntado que daba acceso al mismísimo palacio.
A pocos metros detuvo el caballo y desmontó. Sus manos
me rodearon la cintura para ayudarme a bajar. Me apoyé en
sus hombros porque eso era lo lógico. Me sentía totalmente
repugnada y no solo porque se tratara de él. Al contrario
que otras personas, su cuerpo no desprendía ningún tipo de
calor. Era como tocar a un cadáver.
—Habrá venido acompañada de la duquesa de Annwyn,
imagino.
El resto de su escuadrón también desmontó y sendos
lacayos comenzaron a llevarse a todos los caballos. Los
carruajes venían justo detrás.
—Así es.
—En ese caso, puede esperarla aquí, no tardará en llegar.
Me temo que yo tengo asuntos de los que encargarme con
urgencia —dijo observando a sus cazadores.
¿Iba a unirse a quienes estaban persiguiendo a los sidhe?
¿Los convertiría también en regalos para el rey?
—Por supuesto. No me gustaría robaros más tiempo.
Me dedicó un gesto condescendiente.
—Al contrario, ha sido un agradable giro en la
programación. —Sin esperar a que yo se la ofreciera, tomó
mi mano y se inclinó para besarme los nudillos. Tensé tanto
el abdomen que se me contrajeron los músculos—. Espero
verla en el baile de bienvenida esta noche, señorita
Sutharlan.
—Yo también, alteza.
Cuando se alejó junto a su escuadrón, pude expulsar un
aliento que no sabía que estaba conteniendo. Si me
estuvieran observando, pensarían que estaba abrumada por
haber acabado en compañía de uno de los príncipes.
La nobleza comenzó a descender de los carruajes, y la
duquesa no tardó en localizarme y venir hacia mí tan rápido
como lo permitía el protocolo.
—¡Oh, mi Plum! ¡Mi querida Plum! —Se lanzó a
abrazarme, aprovechando la proximidad para susurrar—. No
sé qué has hecho, pero ahora eres la comidilla de toda la
Corte.
No se dio cuenta de que no le correspondía el abrazo.
Cuando se separó, la miré a los ojos.
—Unos sidhe rebeldes intentaron atacar el desfile. Uno de
ellos me sacó de mi carruaje y vi mi vida pasar ante mis
ojos por lo que hubiera planeado hacer conmigo. Por suerte,
los príncipes llegaron justo a tiempo. Los dos príncipes.
Un parpadeo de más, esa fue toda la demostración de
que había entendido perfectamente mis palabras. Mantuve
mi papel mientras sus amigas del alma nos rodeaban e
intentaban que les relatara con mucho detalle lo sucedido.
Lo hice como lo haría cualquier otra dama, llena de una
mezcla de desasosiego y emoción. Estaba segura de que
aquello era lo más interesante que les había ocurrido en
años.
Mis agradables compañeras de carruaje se unieron poco
después. La señora Bolg atrajo hacia sus brazos a la rubia.
—Mi dulce, dulce Reann. Dime, ¿pasaste miedo? ¿Tu
vestido ha sufrido algún desperfecto?
—Oh, madre, fue terrible. Cuando vi cómo aquella bestia
se llevaba a Plumeria…
Sus ojos se llenaron de lágrimas repentinas y todas se
apresuraron a consolarla como si la víctima hubiera sido
ella. Y al ver que su vestido estaba rasgado por la lluvia de
cristales, la histeria alcanzó cotas insoportables.
Claro, cómo no. Era la hija de Catriona Bolg y heredera
del ducado de Grimfear. La fruta nunca caía muy lejos del
árbol.
Sin dejar de parlotear, el grupo entró en palacio. Nadie
podría sospechar que yo observara todo como si fuera la
primera vez que lo veía, pues se suponía que no pisaba la
Corte desde que tenía cinco años. Sin embargo, no fui capaz
de prestar toda la atención que debería. Sabía que estaba
en una antesala magnífica llena de escaleras curvas; a
simple vista parecía haber más de diez, todas dirigiéndose
hacia las plantas más altas y hacia distintos sectores. La luz
entraba a raudales por los ventanales del fondo, incidiendo
en los pasamanos dorados y rebotando en el mármol blanco
de las columnas.
Una doncella se acercó a nosotras con rapidez. Se trataba
de Jora, quien me había ayudado a prepararme aquella
mañana y trabajaba para la duquesa.
—Ay, madre mía —susurró al verme, llevándose las
manos al rostro.
La duquesa movió la mano con impaciencia.
—No tenemos tiempo. ¿Nuestras habitaciones están
listas?
—Sí, por supuesto. Síganme.
Jora no era la única doncella. Había varias, vestidas con
sus discretos vestidos blancos, pululando entre los nobles,
buscando a sus empleadores. Muchas personas ya estaban
subiendo por las distintas escaleras. El instinto me hizo
buscar la cabellera rubia de Reann Bolg y la localicé en la
escalera opuesta a la nuestra. También me estaba
observando, y me dedicó una sonrisa que me dijo todo lo
que necesitaba saber.
Jora nos condujo a una tercera planta y, si no iba
demasiado distraída, hacia el ala derecha del palacio. Me
dije a mí misma que examinara el alrededor, que al menos
memorizara el camino entre mi habitación y la puerta
principal. Sin embargo, aunque estaba observando mi
reflejo en los suelos pulidos y escuchaba el eco de nuestros
tacones, no estaba allí realmente. Había un borde negro en
mi visión ganando terreno, la urgencia recorriéndome las
venas.
Estaba en muchas otras partes, en muchos otros
momentos.
Sintiéndome estúpida, herida, culpable, ahogada. Todo a
la vez.
«Es mejor si piensas que todos en la Corte tienen
sorpresas bajo la ropa. Armas, intenciones, cadáveres,
secretos. Todos ocultan algo, querida».
—Aquí es —dijo Jora por fin—. La habitación de la
duquesa de Annwyn y la habitación de la señorita Sutharlan.
Parpadeé varias veces.
—¿Esta es la mía?
—Sí, señorita.
Abrí la puerta con brusquedad. Por supuesto, no chirrió;
se deslizó tan fácilmente que por poco se me escapó de
entre los dedos.
—Querida…
Alcé una mano para detener a Ignas antes de que se
atreviera a seguirme al interior.
—No. Ahora no.
Con los labios apretados, le lanzó una mirada a Jora. La
muchacha hizo una profunda reverencia.
—Iré a hablar con cocina para prepararles un desayuno
tardío.
Antes de que sus pasos se desvanecieran del todo, la
mujer dio un paso hacia mí. La altivez abandonó su rostro.
—Entonces, ¿lo has visto? ¿Has visto al príncipe
heredero?
Me quedé estupefacta.
—¿Se burla de mí?
—Necesito que contestes a la pregunta, muchacha. Él…
Bueno, ¿sabes…? —Se tropezaba con sus propias palabras
como nunca antes lo había hecho. La miré con una mezcla
de rabia e insensibilidad. ¿Acaso conocía a aquella mujer en
realidad?—. ¿Sabes quién es? ¿El príncipe?
Le cerré la puerta en las narices. Corrí un grueso pestillo
bajo el pomo y me encerré. Por supuesto, no hubo aporreos
ni gritos exigiéndome que la dejara pasar. Aquel no era el
lugar. Como me constaba, aquellas habitaciones solían
tener más puertas. Encontré una en la pared a mi derecha y
me apresuré a cerrarla también. Mientras buscaba otros
accesos, el alrededor era un borrón de objetos dorados,
telas, muebles y la cama más grande que había visto en mi
vida. La oscuridad me señaló el balcón que había en el
extremo opuesto de la habitación. Poco interesada en sus
vistas, comprobé también las puertas dobles de cristal y
corrí las cortinas.
Cuando estuve segura de que no iba a entrar nadie sin mi
permiso, me dejé caer justo donde estaba. Las alfombras y
el vestido amortiguaron el golpe. Mi respiración era
irregular, había un dolor sordo en mi pecho que llevaba
ignorando un buen rato. Con movimientos torpes, me
deshice de los tacones y luego me llevé la mano al
abdomen.
Respirar sería más fácil sin aquel maldito corsé, pero era
necesario todo un regimiento tanto para ponérmelo como
para quitármelo.
Concentré la mirada en dos espadas entrecruzadas que
estaban bordadas en la alfombra, y me propuse ordenar mis
pensamientos.
En primer lugar, no iba a caer en una espiral de ansiedad
como me había sucedido al llegar a Ailm. Me negaba a
pensar que ellos fueran capaces de herirme como lo había
hecho el secuestro de mi hermana. No tenían ni punto de
comparación.
En segundo lugar, repasé con cuidado todo lo que sabía
sobre el drakon. Nuestro encuentro en Grimfear, lo sucedido
en el bosque de Robabo.
«¿De verdad pertenecéis a la Cacería Salvaje y a la
Hermandad?»
«Me temo que sí».
«¿Sabe el rey que hay sidhe en la Cacería Salvaje o que
los drakon no están extintos?».
«No. Y pretendemos que siga sin saberlo, sliseag».
Nada de todo aquello era mentira. Por alguna razón que
no comprendía, que ni siquiera conseguía vislumbrar, él era
un drakon que pertenecía a la Cacería Salvaje y a la
Hermandad… Y también era el príncipe heredero.
Y la familia real no lo sabía. No podía saberlo, iba en
contra de todo en lo que se basaba su tiranía y su reinado
del terror. El príncipe Bran, con aquella forma sádica que
tenía de mirar a los sidhe, ¿cómo podría aceptar que su
hermano mayor era uno de ellos?
«Setanta es el heredero y no tiene nada que demostrar».
Nada tenía sentido. Asfixiada, jalé del corpiño y escuché
un rasguido a mi espalda y en mi mano aparecía medio
vestido. Observé la hermosa tela entre mis dedos, la
pedrería formando espirales que me recordaban al tatuaje
en mis clavículas, y me puse en pie de un salto para
terminar de salir del vestido. Hice lo mismo con el corsé,
agarrándolo por la parte delantera, ignorando la molestia de
los cordones y las ballenas al clavarse en mi piel cuando tiré
con toda esa fuerza que escondía. Escuché muchos más
sonidos de desgarrones de los que debería, algo que en
circunstancias normales me habría servido de advertencia,
pero en lo único en lo que podía pensar era en alejar de mi
piel aquellas capas de tela.
Arrojé todo al suelo y, jadeando, lo contemplé. La
oscuridad estaba por todas partes, dándose un auténtico
festín. Dedos negros parecidos a los míos convertían las
piezas de ropa en trapos irreconocibles, partían las ballenas
del corsé en dos, hacían saltar la pedrería por los aires.
Cuando se dio cuenta de que la estaba contemplando, se
giró hacia mí. Se elevó como pocas veces le había permitido
hacer y tomó forma a mi lado. Era de mi misma altura, tenía
mi misma complexión, estaba tan furiosa como yo.
Porque era yo.
Solo con el camafeo, las medias y las correas en los
muslos, fui hasta la sala adyacente, la única que no tenía
puerta, solo un hermoso arco dorado. Corrí hacia el agua
preparada en la jofaina y hundí el rostro en ella. Si la tina
hubiera estado preparada, me habría metido entera. Me
empapé el cuello, la nuca y el escote, y siseé cuando la
humedad alcanzó la herida y escoció.
Me contemplé en el espejo, semidesnuda y empapada.
Aun sin los ojos del mal, las sombras a mi espalda eran
imposibles de ignorar. Eran muchas. En algún momento
había dejado de contarlas.
Una de las sombras gimió junto a mi oído. Era la clase de
sonido gutural que nunca querrías escuchar, venía de la
mismísima muerte, sonaba a condenación eterna. Era el
lamento de una persona que, al morir, no había hallado
ningún descanso. Porque yo no se lo había permitido.
—Lo sé —le contesté. Con las manos a ambos lados de la
jofaina, dejé caer la cabeza hacia delante. Las gotas se
escurrían de mi cabello y rostro sobre la superficie—. Sé que
yo soy la gran mentirosa y que no tengo derecho a sentirme
así.
Sin embargo, lo curioso acerca de los sentimientos y las
emociones era que no seguían patrones lógicos. Por más
que yo me recordara a mí misma que seguía siendo (que
tenía que seguir siendo) la misma Alanna que había salido
corriendo de aquella panadería, no me sentía yo del todo.
No como estaba acostumbrada.
No podía olvidarme de las cenas en el castillo.
De la sonrisa secreta de Hop cuando le servía cerveza en
su jarra a medida.
De los ronquidos suaves de Gwen en el diván de la
biblioteca mientras Sage, Veleda y yo leíamos en silencio.
De las miradas de amor entre Aberdeen y Pwyl.
De la forma en la que Maddox me había besado, como si
el mundo empezara y terminara conmigo.
¿Existía Maddox, en realidad?
«Te aseguro que esto no es lo que tenía planeado». Me
había dicho dos veces algo similar: en el bosque de Robabo,
cuando me obligó a cabalgar con él, y aquella tarde en el
gran salón.
No sé cuánto tiempo pasé en el baño. Cuando regresé a
la habitación y descorrí las cortinas, estaba atardeciendo. La
espectacular visión de la desembocadura del Muirdris en el
Vah, con la ajetreada ciudad de Reims a lo lejos, no me
asombró tanto como lo habría hecho en otras
circunstancias.
Había sacado en claro una cosa. Independientemente de
todo lo demás, la Hermandad y yo nos habíamos asociado
para beneficio mutuo, pero no habían ni pestañeado al
enviarme a la jaula de los leones sin darme una información
vital.
Si yo no hubiera hecho de tripas corazón, todo se habría
destapado allí, en el desfile, delante de cientos de personas
y con el príncipe Bran a medio metro de mí.
Habrían arruinado mis posibilidades de recuperar a Caeli.
Y eso sí que no podía perdonarlo.
CAPÍTULO 31
Qué ética de trabajo la de estos gnomos.
En lugar de alternar trabajo y descanso como hacemos los demás,
ellos prefieren hacer todo de golpe.
Trabajan de golpe
y descansan de golpe.
No sé cuál de los dos me da más miedo.
Anotación de Paralda Brisa de la Mañana en el libro prohibido
El legado de un rey
M
etí lo poco que la oscuridad y yo habíamos dejado del
vestido en uno de los tres armarios de la habitación.
Estaban llenos de mantas, almohadones y jabones
aromatizados. Escondí las evidencias de mi pequeña crisis
lo más al fondo que pude. Mientras me vestía con un
camisón de seda que daría de comer a una familia humilde
durante un mes, examiné por primera vez la habitación.
Se podría celebrar un baile en el espacio entre la cama y
los sofás que hacían las veces de salita. La cama era tan
alta que tendría que ejecutar una pirueta para tenderme
sobre ella. Había dos tocadores, uno frente a los ventanales,
con una estrecha mesa de dos cajones, y otro en la pared
junto a la cama, con otra jofaina, vasos y toallitas bordadas.
La oscuridad me chistó desde un rincón. Estaba rondando
un fragmento de pared con molduras doradas en cuyo
centro habían colgado un cuadro de uno de los reyes
Nessia, a juzgar por la corona. Por la forma en la que lo
habían retratado, con una pierna flexionada sobre un
montón de ruinas y huesos deformes, imaginé que se
trataría de El Pisahuesos.
La oscuridad estaba recorriendo los bordes del cuadro y,
de pronto, desapareció.
Extendí una mano hacia el marco barnizado justo cuando
sonaron unos discretos toques.
Me encaminé hacia la segunda puerta que había cerrado
al entrar, la que conectaba mi habitación con la de la
duquesa. Descorrí el cerrojo y esta se abrió
automáticamente.
La mujer ocupó el umbral con rapidez, casi como si
esperara que yo hubiera cometido un error y fuera a echarla
de nuevo. Aunque me miró de arriba abajo, no dijo nada
sobre mi vestimenta o el desastre húmedo que era mi
cabello. Al mirarnos a los ojos, ella vio todo lo que
necesitaba en los míos.
Hizo un gesto hacia su habitación.
—Aprisa. El baile de bienvenida es en una hora.
Jora y dos doncellas más estuvieron a punto de elevar
una plegaria al ver todo el trabajo que tenían por delante;
durante los siguientes sesenta minutos me convertí en un
maniquí de carne y hueso. En cierto momento, Ignas me
puso delante una bandeja con té, pastas y un par de
emparedados, y yo me obligué a comer. Un estómago vacío
no ayudaba a nadie, y sabía que iba a necesitar todas las
fuerzas que me quedaban para afrontar esa primera noche
en palacio.
Una de las chicas se desplazó por la habitación
encendiendo los distintos apliques en las paredes. Solo
tenía que girar una perilla y la tecnología robada a los
gnomos hacía su magia. El gas de nural, un combustible
cuya invención se atribuía al rey Ghob y su corte, y del que
los humanos se apropiaron sin miramientos. Más
concretamente, el rey y sus más allegados. Yo solo había
visto calles y casas iluminadas por nural en Éire y Reims.
Debido a ello y a la acumulación de negocios que nunca
cerraban sus puertas, Reims era conocida como la ciudad
sin noche.
Sin que yo lo pidiera, Jora movió el espejo de cuerpo
entero que había junto al armario y lo puso frente a mí
mientras sus compañeras ultimaban los detalles. Para el
baile de bienvenida habían escogido el vestido plateado y
azul. Estaba compuesto por una primera falda plateada que
se ajustaba en mi cintura, con diamantes formando soles de
arriba abajo.
Justo encima iba lo que yo denominaría la chaqueta más
larga del mundo. Se entallaba a mi torso con una hilera de
pequeños botones que iban desde el inicio de mis pechos
(al parecer, las señoritas nunca podían dejar escapar una
oportunidad para mostrar escote) hasta la cintura. La
duquesa me advirtió más de veinte veces que los botones
eran de hematita y que los tocara lo menos posible. En las
caderas, la tela se abría y caía sobre la falda como una
segunda capa y formaba una pequeña cola a mi espalda.
Era de un tono azul pálido lleno de ribetes que, al caminar,
dejaba entrever la plata y los diamantes.
Me ajusté las mangas, que terminaban en forma de pico
sobre mis nudillos, mientras Jora retocaba los dos rizos en
mis sienes.
Cuando la duquesa se dio por satisfecha, despachó a las
doncellas y nos quedamos a solas. El silencio se extendió
por la habitación. A lo lejos se podía escuchar el rumor de
voces, risas y una leve música, dando fe de la fiesta que
estaba a punto de comenzar.
Ignas se colocó a mi lado y juntas nos reflejamos en el
espejo.
Dos grandes mentirosas y un montón de sombras a
nuestro alrededor.
Encontré su mirada en el reflejo y pensé: Dame una
razón. Algo que pueda creer y no haga que me sienta tan
mal por todo esto.
Tras unos cuantos segundos, abrió la boca y mi corazón
se agitó, segura de que iba a hacerlo. Entonces giró sobre
sus talones y se dirigió a la puerta.
—Vamos. Nadie nos perdonará que lleguemos tarde el
primer día.
D
espués del anuncio del rey, se reanudó la música, se
despejó el centro del salón y las parejas salieron a
bailar. Reann se mostraba exultante porque ningún
hombre la dejaba descansar ni una pieza. Pasó de unos
brazos a otros, y eso para ella parecía ser lo más increíble
que le podía ocurrir esa noche.
La duquesa rechazó todas las proposiciones de los
distintos jóvenes que se me acercaron y no supe
exactamente por qué. Tal vez era porque, ahora, muchos
cortesanos se nos acercaban y me miraban con otros ojos;
era la señorita que había captado la atención de uno de los
príncipes. Tal vez lo hizo por consideración, ahorrándome
ese suplicio después de todo lo que había sucedido ese día.
No tenía muchas esperanzas en lo último; la mujer había
dejado claro cuáles eran sus prioridades.
El rey bajó del estrado para hablar con los Jinetes, que se
habían colocado junto a la pared, acompañado de sus tres
wideru. En cuanto a los príncipes…
—Señorita Sutharlan.
La duquesa y yo nos detuvimos en seco. Nos habíamos
estado dirigiendo con disimulo hacia la zona en la que
estaba el rey, con la esperanza de escuchar algo.
El príncipe Bran me sonrió. No se molestó en ser discreto
cuando recorrió mi cuerpo con la mirada y la apreciación
brilló en sus ojos.
—Si bien esta mañana la encontré encantadora, a pesar
de las circunstancias, he de decir que ahora me ha dejado
sin aliento.
Lo miré como si el sol saliera y se pusiera sobre su
cabeza.
—Oh, vaya… Yo… —Lancé una mirada a la duquesa tal y
como lo haría una sobrina a la que acaban de piropear
descaradamente.
Ignas hizo una reverencia magistral.
—Su alteza. Jamás hubiera creído que tendría el honor de
hablar con vos, mucho menos que tuvierais tal deferencia
con mi sobrina esta mañana. No sé qué hacer para
agradecéroslo.
El príncipe estaba esperando justo esas palabras, lo noté
en la forma en que sus cejas se movieron.
—¿Qué le parece cederme a su sobrina para el próximo
baile?
—Me parece otro honor. —Me dio un empujoncito suave
en la espalda—. Adelante, Plumeria. Muestra tus mejores
dotes al príncipe.
No había ni una pizca de ironía en sus palabras, pero lo
percibí igualmente. Nunca sería una excelente bailarina, eso
estaba claro, pero Veleda se había dejado su sudor (y casi
sus pies) para que fuera decente. Sabía bailar todos los
estilos de la Corte sin caerme ni hacer caer a mi
acompañante, y eso era todo un logro.
Para cuando el príncipe me tomó en sus brazos, todos
estaban pendientes de la pista de baile. Examiné la postura
engreída de Bran y decidí que podría sacarle provecho.
—Antes de que empecemos, debo confesaros un terrible
secreto, alteza. —Su mirada se estrechó sobre mí mientras
yo tomaba aire—. Soy una bailarina nefasta.
Como yo ya esperaba, su pecho se hinchó.
—Eso no será problema. Si deja que la guíe, todo saldrá
bien.
—Entonces estoy en vuestras manos.
Eso le agradó incluso más. Por la Tríada, aquel chico era
como un libro que alguien dejaba sobre una mesa
descuidadamente, abierto de par en par, para que
cualquiera que pasara pudiera echar un vistazo a sus
páginas.
Para mi consternación, el príncipe no mintió. Sus pasos
eran ligeros, no se saltó ni un solo acorde, y sus brazos
fueron firmes y gentiles al conducirme. Con su dirección no
me costó seguir el hilo de la música. Hasta me atrevería a
decir que cualquiera que nos viera juntos pensaría que yo
llevaba toda la vida bailando. Cada vez que mi falda
superior se abría, la luz incidía en los diamantes del interior
y se reflejaba por todas partes.
Y como no había ido hasta allí solo para bailar con
príncipes faltos de amor paternal, decidí tentar mi suerte.
—¿Puedo haceros una pregunta?
—Por supuesto.
—Como creo que sabéis, es mi primer Teu Biadh. Estoy
extasiada por todo lo que he visto, apenas me creo tanta
magnificencia. Y cuando han entrado los demonios, ha
sido… —Fingí quedarme sin palabras—. Sin embargo, había
una en particular por la que sentía mucha curiosidad, y no
está aquí.
Apretó los labios para contener una sonrisa burlona.
—Morrigan. Sí, parece ser que ha declinado la petición
expresa de mi padre de llegar junto con los Jinetes.
Pestañeé, compungida.
—Entonces, ¿no podré verla? Se cuentan tantas
maravillas sobre la Reina Espectral…
La mano que estaba en mi cintura me empujó un poco
hacia delante, acortando la distancia reglamentaria entre
los bailarines y haciendo más evidente que no había nada
de esa calidez que se formaba entre personas que estaban
muy próximas. A pesar de sus guantes y los míos, notaba la
gelidez de sus dedos.
—Yo no perdería la esperanza, señorita Sutharlan. No hay
nada que le guste más a Morrigan que una entrada triunfal,
y aún queda tiempo para eso.
Eso esperaba, porque no sabía qué haría si la puñetera
diosa decidía no aparecer.
—Espero no ser atrevida, pero… Podéis tutearme si así lo
deseáis, alteza.
El príncipe inclinó la cabeza hacia un lado y la cicatriz de
su pómulo resaltó. Aprovechó una de las florituras para
murmurar en voz baja:
—Entonces, te llamaré Plumeria. Y cuando estemos a
solas, tú puedes llamarme Bran.
Cuando estuviéramos a solas. Una certeza.
Gracias a las tres diosas, me atormentó tanto su cercanía
que un rubor de asco me subió desde el pecho hasta las
mejillas en el momento preciso. La sonrisa del príncipe fue
de pura satisfacción.
Otra pareja se acercó demasiado y nos empujó. No fue un
golpe muy fuerte, pero Bran jadeó y se retorció sobre sí
mismo. Presionó una mano contra el costado, cerca de la
axila.
Mi puñalada.
Por supuesto, aún lo atormenta.
Me llevé las manos al pecho, preocupada.
—Oh, alteza…
—Vaya, cuánto lo siento, hermanito —dijo el bailarín que
lo había embestido—. Como todo el mundo sabe, tengo dos
pies izquierdos.
Al escuchar esa voz, mi corazón se contrajo como si a él
también le hubieran incrustado una daga. Empezó a latirme
tan fuerte que la sangre me tronó en los oídos. Todas mis
terminaciones nerviosas, que durante el baile habían
permanecido tranquilas, volvieron a la vida.
Maddox… Quería decir, Setanta observaba a su hermano
pequeño con parsimonia, como si al otro no se le hubiera
perlado la frente por el sudor y su piel blanquecina hubiera
adoptado un tono verdoso.
Y el sufrimiento debía ser espantoso, porque no pudo ni
contestar a la pulla.
La acompañante de Setanta dio un paso adelante y sus
ondas rubias se balancearon. Reann. ¿Ella y Setanta habían
estado bailando?
—¿Os encontráis bien? ¿Necesitáis que llamemos a un
médico?
Setanta agitó la mano en el aire.
—Ah, no, mi hermano odia a los médicos. ¿No es así? Con
un poco de aire fresco y un trago de whiskey se sentirá
mucho mejor. Usted no estaría dispuesta a asistirlo,
¿verdad, señorita Bolg?
La chica se apresuró a asentir.
—Por supuesto que sí.
Y tras dedicarme lo que sin ninguna duda era una mirada
de suficiencia, se interpuso entre Bran y yo y lo agarró del
brazo contrario al costado herido. El príncipe tenía los
dientes apretados y sin ninguna duda odiaba muchísimo lo
que estaba sucediendo entre tantos testigos. Tal vez por eso
se dejó conducir por Reann, que no paraba de murmurarle
tonterías, hacia una de las puertas de cristal. Antes de
llegar allí vi varias figuras de negro que los seguían.
Cazadores. Seguramente velando por su capitán.
De reojo vi aparecer otra mano enguantada y el corazón
se me subió a la garganta.
No se atreverá.
No es tan imbécil.
—¿Me concede el siguiente baile, señorita Sutharlan?
Observé su mano como si fuera una serpiente. No podía
negarme y él lo sabía, y cuando deposité mi mano en la
suya y una sensación electrizante se deslizó hasta mi
hombro, le hice saber con mi mirada cuál era mi verdadera
respuesta.
En cualquier otro lugar y en cualquier otra ocasión, ya
estarías muerto.
La forma en que bajó los párpados y tragó saliva… Fue
como si me contestara «lo sé», y eso fue lo que más
aturdida me dejó. Aun sin quererlo, fui consciente de las
profundas ojeras que tenía. ¿Algo relacionado con los
encantamientos o tal vez el peso de la culpa no lo había
dejado dormir bien aquellos días?
Igual que Bran, él tampoco había mentido. El baile no era
su especialidad. Eso, sumado a mis nulas aptitudes y a lo
tensa que estaba, hizo que, más que deslizarnos por la
pista, pareciera que estábamos batallando vestidos de
etiqueta. Por suerte, tanto por respeto como por precaución,
el resto de parejas se había alejado de nosotros.
La pieza que estaban tocando en ese momento era
mucho más lenta, mucho más dulce, y yo forcé a mi mente
a desconectar de los estímulos externos. Intenté no notar la
calidez que desprendía su cuerpo y que ahora sentía con el
doble de intensidad debido a lo fría que me había quedado
antes. Omití su aroma, que incluso allí seguía siendo el
mismo. Eso me parecía injusto. Yo debería notarlo
completamente diferente, puesto que era otra persona.
Y mi cuerpo debería reaccionar diferente, sabiendo lo que
sabía.
Su mano derecha estaba mucho más abajo de lo debido,
justo en la costura que separaba el corpiño de la falda, pero
ninguna dama que se preciara corregiría al príncipe
heredero.
Tras un giro, me atrajo de vuelta a sus brazos con
demasiada fuerza y choqué contra su pecho. La seda roja no
hacía nada por ocultar los músculos que había debajo, fue
como caer contra un mueble.
—¿Cómo estás? —murmuró.
Los matices en su voz… Joder, parecía que de verdad
quería saberlo.
Respondí sin mirarlo, alejándome y recuperando la
posición correcta.
—Enhorabuena por vuestra próxima coronación, alteza.
Por la forma en que echó un poco la cabeza hacia atrás,
parecía que acababa de llamarlo «bestia inmunda». Apretó
los labios y observó la sala por encima de mi cabeza.
—Muy bien. Si he de bailar contigo toda la noche hasta
que me digas cómo estás, lo haré. La banda tiene prohibido
dejar de tocar hasta que la familia real al completo se retira,
así que no tengo prisa.
Y supe que lo haría. Ese desgraciado no tendría ningún
reparo en crearme problemas o generar especulaciones. El
matiz obstinado y sarcástico en su voz me fue tan, tan
familiar que estuve a punto de hacerme sangre por
morderme la lengua.
Cuando fui capaz de hablar sin soltar una sarta de
maldiciones y obscenidades, dije:
—Eso no sería muy buena idea.
—¿Lo dices por ellos? —Con un movimiento de cabeza,
señaló sutilmente el corrillo de cortesanos que tenían los
ojos fijos en nosotros. No me extrañaría encontrar a Ignas
desmayada junto a la señora Bolg por toda la atención que
estaba granjeándome—. Tranquila, en estos momentos tu
valor para todos estos desgraciados está aumentando
exponencialmente. Así que, de nada.
—Creo que mi valor ya estaba en alza gracias a mi baile
con el príncipe Bran.
Sentí cómo sus dedos me apretaban la espalda ante la
mención de su hermano.
—¿Has olvidado todo lo que te dije cuando nos
despedimos?
—¿Despedirnos? Pero si es la primera vez que hablo con
vos, alteza.
Su máscara de perfecta indiferencia principesca cayó un
momento cuando me fulminó con la mirada.
—Ya basta.
—¿Basta? ¿A qué os referís? —Pestañeé con desconcierto
—. Lo lamento, mi educación no me permite dirigirme de
otra manera al próximo rey.
Hubo algo, una chispa en el fondo de aquellos ojos. Una
chispa dorada.
Y por más que sintiera un fiero regodeo por haberlo
provocado, no era idiota. No quería incitar una ríastrad en
medio del salón de baile.
—Aléjate de él —dijo una octava más grave que un
instante antes.
—¿Sabéis? Si fuera una dama inocente y apocada, incluso
pensaría que lo que os mueve son los celos, alteza.
Se me quedó mirando unos segundos antes de que una
lenta sonrisa, una expresión vacía de humor y llena de
muchas otras cosas, se extendiera por su rostro.
—No sabes lo irónico de que pienses siquiera que soy yo
quien siente celos de Bran.
Fruncí el ceño ante sus palabras. La pieza estaba a punto
de terminar. Con un último giro, me susurró al oído:
—No me importa con cuántos bailes primero, siempre y
cuando yo sea el último.
A
l llegar a mi habitación había una bandeja con comida
no edulcorada, pero pasé de largo y fui directa al baño,
de donde salía una nubecilla de vaho. Jora y otra
doncella estaban terminando de llenar la bañera y, cuando
me vieron (y, sobre todo, vieron mi expresión), me dejaron a
solas.
Atrapé el brazo de Jora antes de que se marchara.
—Desata el vestido lo más rápido que puedas, por favor.
No podía seguir escondiendo vestidos rotos en el armario.
En algún momento los encontrarían y preguntarían. Los
dedos de Jora se movieron con agilidad por mi espalda y
caderas, deshaciendo todos los lazos y broches ocultos. Al
terminar, me hizo una reverencia y se marchó.
Me hundí en la bañera con el puñal en la mano. Procesé,
o lo intenté al menos, todo lo que había visto y oído aquella
noche. Dos cosas destacaban: la abdicación del rey y la
ausencia de Morrigan. De momento, parecía que había ido
hasta allí para nada, solo para constatar hasta dónde
llegaba la crueldad de la Corte.
Me vi obligada a ponerme otro de los camisones de seda,
aquel negro, porque la duquesa se había negado en rotundo
a que llevara nada que no pudiera asociarse con una
señorita. Lo único realmente mío allí eran las armas, pensé
contemplándolas.
Por último, apagué todos los apliques y lámparas de nural
y dejé la luz de la luna como única iluminación. Mientras la
oscuridad se repartía por todas partes, abrí de par en par
las puertas del balcón. Un golpe de brisa marina helada me
dio de lleno y me devolvió a la realidad, al aquí y al ahora,
con más fuerza que el agua del baño. Como suponía, desde
allí Reims parecía una galaxia en medio de la oscuridad que
solía reinar en Hibernia por las noches. La música de la
fiesta flotaba hasta el balcón, muy amortiguada. Me pareció
escuchar risotadas que venían de los jardines.
Lo esperé apoyada contra la pared de la habitación, junto
al balcón. La brisa movía las cortinas y hacía titilar la luz de
las velas. Si no hubiera estado muy, muy atenta, no hubiera
escuchado el leve susurro de sus botas aterrizando. Mi
corazón se aceleró cuando las cortinas aletearon y una
sombra alta y ancha sustituyó a las demás.
En cuanto puso un pie en el dormitorio, lo ataqué.
—Maldita sea —gruñó cuando cayó al suelo conmigo
encima.
No se defendió, no como lo había hecho en el castillo. No
intentó invertir posiciones, no aprovechó la ventaja de su
superioridad física. No hizo nada. Su expresión, al menos lo
que podía ver de ella entre las sombras, era de pura
expectativa cuando coloqué la daga curva contra su mentón
y le eché la cabeza hacia atrás. Muy hacia atrás.
A pesar de la postura, se las arregló para hablar.
—Voy a suponer que estás enfadada.
Parpadeé varias veces. Había una parte de mí que, de
algún modo, estaba contenta porque él continuara haciendo
las mismas bromas estúpidas, porque así era reconocible.
La otra parte se enfureció todavía más porque, para mí, esto
era serio.
Nadie me hacía daño y vivía para contarlo.
Me incliné sobre su rostro.
—Hay una única razón por la que no te mato ahora
mismo. ¿Sabes cuál es?
—¿Que el reino se perdería este increíble atractivo? —
Presioné con más fuerza—. Vale, nada de bromas. Lo siento.
Nos miramos a los ojos, la leve luz del exterior apenas
iluminaba su perfil. No me gustó el rictus arrepentido de sus
labios, ni cómo las sombras oscuras bajo sus ojos lo hacían
parecer más vulnerable. No me gustó la forma en que su
mano se curvaba alrededor de la parte alta de mi muslo,
porque no sabía si lo hacía para contenerme o era un gesto
posesivo.
—Defiéndete —gruñí.
—No —contestó sin una pizca de la ira que yo sentía.
Me levanté de un salto. Le di la espalda.
—Todo mi esfuerzo para llegar hasta aquí se iría al traste.
Por no hablar de que Ignas está dando la cara por mí y,
aunque también me ha engañado, preferiría que su muerte
no cayera sobre mi conciencia. —Y apareciera en los
espejos detrás de mí para siempre—. Si no fuera por eso,
alteza, te aseguro que la Corte amanecería mañana con un
grave problema de sucesión al trono.
Escuché como se ponía en pie con pesadez, despacio.
—Nunca he tenido intenciones de ponerme esa maldita
corona.
Mis dedos se flexionaban una y otra vez alrededor de las
empuñaduras, la oscuridad pulsando desde todas partes,
desde todos los rincones, bailoteando al ritmo de mi agitado
corazón. Tenía ganas de hacerle daño y de hacérmelo a mí
al mismo tiempo. Y todavía me sentía peor por todo el dolor
y la rabia que bullían en mi interior como un caldero
hirviendo, pero en la bañera había pensado…
Como yo también había mentido, ¿eso nos convertía en lo
mismo? ¿Nada de lo que habíamos vivido hasta ese
momento había sido verdadero?
No debería haberme afectado tanto, pero, joder, verlo
vestido con los colores de la realeza y que me hubieran
dejado expuesta de esa manera…
—Quise contártelo —dijo él con voz ronca—. Lo intenté en
muchas ocasiones, pero no es un secreto que me
pertenezca solo a mí. Y yo…
—He llegado hasta aquí por mi hermana, persiguiendo a
Morrigan de cualquier manera. La Hermandad, Fionn,
incluso Ignas. Me has hecho dar vueltas cuando tú tenías
acceso directo a ella.
Sus pesados pasos se acercaron.
—No es tan sencillo.
Me giré de golpe, lo que hizo que se detuviera en seco.
—Es tu puñetera madrina —gruñí—. ¿No es así? La Reina
Espectral amadrina a todos los primogénitos Ruadh.
Él cerró los ojos un instante.
—Eso es una pantomima para tranquilizar a la Corte, es
parte de los pactos entre Teutus y Luachra. No sé nada
sobre ella, nada útil. Por eso estuve semanas buscando
información cuando regresamos de Ná Siog.
Aquello me hizo parpadear, pero una parte de mí no
podía creerse del todo sus palabras. Estaba segura de que
nada de lo que dijera me parecería real. Ahora todo en él,
desde sus expresiones hasta sus movimientos, me
generaba desconfianza. Se había cambiado de atuendo y
volvía a vestir de negro, pero el rojo y el dorado destellaban
en el fondo de mi mente.
Parecía que no era ni Maddox ni Setanta. No por
completo.
Ante mi silencio, continuó intentando explicarse.
—Lo único que te he ocultado es mi identidad aquí, en la
Corte. Y, sí, he mentido para encubrir eso, pero todo lo
demás es verdad. Jamás haría nada que pudiera impedirte
encontrar a tu hermana, te lo juro. —Sus ojos estaban
clavados en mí. Nos separaban casi dos metros y me
parecía demasiado cerca y demasiado lejos a la vez; no
sabía cómo debía sentirme. La oscuridad se deslizó sobre el
dosel de la cama, a su espalda. Silenciosa, leal, mortal, solo
esperaba una señal de mi parte para hacerle pagar por
aquella sensación asquerosa—. Si hubiera estado en mi
mano, habría hecho lo que fuera para entregarte a Caeli. Y
llegados a este punto… —Exhaló un suspiro que me pareció
trémulo, como si le faltara el aire—. A la mierda esta historia
sin fin, a la mierda las reglas que he seguido a rajatabla
desde que tengo uso de razón. Nada tiene sentido si, a
cambio, hago daño a los míos. Ya lo he vivido y no quiero
repetirlo, sliseag.
La imagen de un niño pequeño llorando, arrodillado en un
charco de sangre, me alcanzó de nuevo. «El niño se lleva las
manos a la cabeza. No puede, no puede. Si lo deja salir,
todo habrá sido en vano. Ha hecho promesas, tantas, tantas
promesas…».
Sus palabras se deslizaron por todo mi cuerpo, o al
menos esa fue mi sensación. Desde las mejillas, que sentí
ardiendo, hasta las puntas de los pies. Lucharon contra la
quemazón en mi estómago, intentando aliviarla, e hicieron
que la oscuridad se quedara muy quieta, vigilando.
Sin embargo…
—Unas palabras muy bonitas, sin duda, pero ¿no habría
sido más fácil contarme la verdad antes de darme de bruces
con ella? Sabías todo lo que estaba en juego, me advertiste
en varias ocasiones lo peligrosa que era la Corte, ¿y
esperaste a que descubriera quién eres en pleno desfile?
Observé con atención su rostro, buscando la más mínima
fractura en aquella perfecta máscara de consternación y de
emociones a flor de piel. Era buena midiendo el rasero de
las personas. Mi intuición nunca me había fallado antes.
Esa misma intuición te dijo que era alguien de fiar.
¿Y si estaba cegada por el naidh nac?
¿Y si en aquel momento también estaba mintiendo?
¿Significaría eso que todos los demás, Sage, Aberdeen,
Pwyl, incluso Gwen, tampoco eran de fiar? Porque también
me habían mentido.
Mi cabeza era un mar de dudas razonables, y mi corazón
iba por otros derroteros. La una recordaba con dolorosa
claridad todas las lecciones de mi madre, todos los
momentos de terror, soledad y tristeza. El otro, en cambio,
evocaba el aroma de la vainilla en la biblioteca, la sensación
de seguridad que me embargó en cuanto puse un pie el
castillo.
Se llevó las manos a la cabeza, revolviéndose el cabello
negro. Ya no quedaba nada del perfecto peinado de aquella
mañana.
—No creo que me perdone nunca por eso —admitió. En
lugar de mirarme, bajó la vista al suelo—. Te juro por las tres
diosas que lo intenté. El día que nos despedimos te buscaba
con la intención de contártelo todo; Pwyl y Ab me animaron
a ello. Incluso me dijeron que lo peor que podía pasar era
que me cortaras los huevos y los colgaras junto a las
hierbas secas de Hop. —Una sonrisa sin humor curvó sus
labios—. Pero entonces te vi jugando en el barro con las
chicas. Estabas riendo por primera vez desde que te
conocía, tan hermosa y desinhibida que sentí el mundo
abrirse a mis pies solo por pensar en arruinártelo. Así que
no lo hice. Fui un puñetero cobarde y me marché sabiendo
que acabaríamos así. —Extendió los brazos, abarcando el
dormitorio, la distancia que nos separaba—. Por eso no me
defiendo, sliseag. Merezco tu rabia.
Entreabrí los labios cuando continuar respirando por la
nariz se volvió imposible. Era como si de pronto mi pecho
necesitara mucho más aire porque él me lo había
arrebatado.
Busqué las palabras, busqué los reproches. ¿Dónde
estaban? ¿Justificaba lo que había sucedido solo porque me
había visto reír?
—Yo…
Un movimiento por encima de su hombro me distrajo.
Una hilacha de oscuridad se había estirado desde uno de los
postes de la cama y estaba a punto de tocarlo. Entré en
pánico a pesar de percibir algo parecido a la ¿alegría? en
ella. Daba igual cuáles fueran sus intenciones, no podía
permitir que él la descubriera.
Lancé la daga con fuerza. Maddox no se movió ni un
milímetro, ni siquiera cuando pasó tan cerca de su rostro
que removió los cabellos de su sien. Se clavó en el poste
con un ruido sordo y la oscuridad se desvaneció.
Él giró levemente el rostro y contempló la piedra roja que
quedó a un palmo de su nariz.
Poco a poco, esbozó una media sonrisa que me hizo
tragar saliva.
—Sé que nunca fallas, así que me lo voy a tomar como un
progreso.
La ironía de que acabara de lanzar un arma para ocultar
al monstruo que vivía en mí me alcanzó de lleno.
—Te escucho.
Aunque el alivio le relajó los hombros, se limitó a asentir.
—Acompáñame a un lugar seguro para hablar. Tal vez
quieras cambiarte.
A pesar de sus palabras, no parecía desagradarle lo que
veía. El camisón solo tenía dos finas tiras en los hombros y
exponía más escote incluso que los vestidos.
—¿De veras crees que Ignas me ha traído algo mejor? —
gruñí.
Emitió un murmullo ininteligible. Luego se dirigió a la
pared en la que estaba el cuadro del Pisahuesos. Pasó los
dedos por la esquina superior derecha, y la pieza se abrió
para nosotros como una puerta. Su interior estaba oscuro
como boca de lobo; desprendía un olor mohoso.
Así que aquello era lo que había querido mostrarme la
oscuridad antes del baile. Entrecerré los ojos.
—¿Todas las habitaciones tienen entradas secretas?
Sacudió la cabeza.
—En esta ala, solo esta.
—Tú orquestaste que me alojara aquí, ¿verdad?
Dudó un poco antes de responder.
—Solo yo o gente de confianza, como Gwen o Sage,
conocen estos pasadizos. No están ni siquiera bajo el
conocimiento del rey.
—¿Cómo no va a saber el rey lo que hay en su propio
palacio?
Me hizo un gesto hacia la abertura.
—Te aseguro que contestaré todas tus dudas. Se
acabaron las mentiras, sliseag, lo juro. Pero aquí no.
Cogí aire con fuerza.
—Bien. Tú primero. Y más vale que no empieces con la
cantaleta de la seguridad y la preocupación.
Intentó ocultar una leve sonrisa moviendo la cabeza.
—No se me ocurriría. Pero no está iluminado y hay
escalones. ¿Quieres…?
Antes de que se le ocurriera señalar su cinturón, negué.
—Me las apañaré. Vamos.
No parecía convencido, pero se adentró en el hueco y
escuché la aspereza de sus botas al rozar piedra.
Guía mis pasos, por favor. Discretamente, le pedí a la
oscuridad. Juraría que noté un sobresalto por su parte.
Nunca le pedía que hiciera cosas, sino que las dejara de
hacer. Un minuto antes le había lanzado una daga. Y ni
siquiera sabía si era posible, así que seguí a Maddox con
cautela.
Al instante noté cierta ingravidez en las piernas. Mi pie
frenó antes de chocar contra lo que debía ser un escalón y
me salvé de caerme de bruces. Noté el calor de Maddox a
mi alrededor cuando se estiró para cerrar el cuadro a
nuestras espaldas. Me recordó a cuando estuvimos en el
dolmen.
—¿Lista?
—Te sigo.
Y así fue. Yo me movía, pero no tomaba ninguna decisión
consciente para ello. Estiré las manos hacia las paredes,
rezando para que la historia que guardaban no se me
revelara. Subimos varios niveles por una escalera de
caracol. Varios minutos más tarde escuché el suave chirrido
de una cerradura y una luz plateada se desparramó sobre
nosotros. La luna.
Salimos a una terraza en semicírculo cuyo suelo se
inclinaba un poco hacia abajo, como una rampa. No tenía
barandillas y no tuve que aproximarme al borde para
descubrir que estábamos muy alto. Había muros
triangulares, más anchos junto a la pared y que disminuían
hasta desaparecer en el borde, a izquierda y derecha. Nos
parapetaban y me impedían ver qué teníamos a los lados;
aunque eso significaba que tampoco podíamos ser vistos.
Me quedé bien pegada a la pared. Un paso en falso y
caería desde una altura incalculable. No tenía miedo a las
alturas, pero aquello era excepcional.
—¿Dónde estamos?
—En una de las torres.
Eso explicaba la extraña forma. Por suerte, no habían
hecho aquel tejado de mármol, sino de un material algo más
rugoso.
Maddox dejó la puerta abierta y me miró. Él no parecía en
absoluto preocupado.
—Nunca dejaría que te cayeras.
—Esa afirmación no me alivia.
Nos sentamos con la espalda pegada a la pared y,
quitando el miedo a una muerte inminente y que el camisón
no me protegía para nada del frío, las vistas eran
espectaculares. Aquella especie de parapeto estaba
orientado hacia el sur, hacia los campos de Hibernia, los
pueblos que poblaban la costa y el mar Vah. Si ponía
empeño, podría señalar con el dedo Telmee. Y también las
minas de nural junto a las que me había escondido con
Caeli. La luz de la luna teñía todo con un velo grisáceo que,
lejos de parecerme triste, me dio un poco de paz.
Tras un silencio que se alargó más de lo debido, me di
cuenta de que al elocuente Maddox le costaba encontrar el
modo de empezar aquella conversación. Decidí abrir yo la
veda, aunque me dije que no lo hacía para ayudarlo.
—Entonces, ¿cómo es posible que el rey humano tenga
un hijo drakon?
Lo escuché aspirar en profundidad.
—Para explicar eso, tengo que remontarme bastante
tiempo atrás.
Extendí un brazo hacia la noche.
—Tenemos hasta el amanecer.
Asintió con lentitud.
—Creo que ya sabes que la Hermandad no está solo
compuesta por sidhe. Si bien son las grandes víctimas de la
Corte, hay humanos que no consideran a Teutus su rey,
humanos que en su día adoraban a la Tríada. —Pensé en
Ignas y su familia, en los traidores que el rey había
encontrado entre sus propios cortesanos, en Gwen, y en los
rostros horrorizados que había visto aquella noche en el
baile—. Hace muchos años que la Hermandad consideró
llevar a cabo un plan muy arriesgado, y no fue hasta que
cierta familia humana y su hermosa hija captaron la
atención del príncipe heredero, cuando todo se puso en
marcha. Antes de subir al trono, el rey actual se llamaba
Niamh. Se enamoró perdidamente de una muchacha cuya
familia había hecho mucho oro con el descubrimiento de
una nueva mina de sal. No eran nobles, pero se habían
vuelto relevantes. Niamh solo tenía ojos para Dectera, y
decidió que ella sería su esposa y se convertiría en la
próxima reina. Lo único que Niamh no sabía, era que
Dectera y su familia formaban parte de la Hermandad y que
todo había sido orquestado meticulosamente. Su cortejo,
sus nupcias, e incluso el nacimiento de su primer hijo.
Aquella revelación me dejó helada, pero no tuve tiempo
para asimilarlo. Maddox continuó, las manos apoyadas
sobre los muslos y las piernas estiradas hacia el vacío.
—Otra mujer se quedó embarazada al mismo tiempo que
Dectera, y dieron a luz alrededor de las mismas fechas. En
una noche tormentosa y confusa, en este palacio hubo dos
bebés al mismo tiempo. Pero, al final, solo quedó uno.
Abrí la boca y no salió ningún sonido.
Le miré.
Y comprendí.
Por las diosas.
Me llevé una mano a la boca.
—Eres un niño cambiado.
Sin darse cuenta de la forma en la que lo miraba, o
ignorándolo a propósito, asintió. Aquella era una leyenda
muy antigua, algo que algunas criaturas mágicas habían
hecho por diversión o maldad y que hacía siglos que no se
escuchaba. Y, al parecer, había ocurrido tan solo un par de
décadas atrás.
—Antiguamente se llamaban ile, pero sí, lo soy.
—Entonces, tus verdaderos padres… Tú… ¿De dónde se
supone que vienes?
Giró el rostro hacia mí, sus ojos apagados observándome
con cierta burla.
—Has estado allí, ¿sabes? En Dagarth.
Dagarth. Junto con el nombre, vino el recuerdo de aquella
playa, sus aguas transparentes, su arena blanca. Él, sus
alas, el vestido.
—Eso era un sueño —susurré.
—Sabes que era mucho más. Pero voy a ser el caballero
que no he sido últimamente y a dejar eso para otro
momento. —Me guiñó un ojo. Sin embargo, todo estaba mal
en sus expresiones, no eran auténticas. Tal vez debido al
peso de lo que estaba contando—. Dagarth es la capital de
las Islas de Fuego, la isla de la que surgió el primer volcán,
Rih, en el que el mismísimo Shirr anidaba.
—Pero…
—No se hundieron. Teutus lo intentó, por supuesto, pero
antes de conseguirlo Taraxis se rindió y la guerra terminó.
Shirr y Los Nueve habían muerto, el propio Teutus les había
cortado la cabeza, y la gran mayoría de drakons también
habían perecido en las batallas. Antes de largarse al Otro
Mundo, debió de pensar que no quedaba nada allí de lo que
preocuparse. Pero sí que lo había. —Sus manos se cerraban
en puños, arrugando los pantalones. Por primera vez me di
cuenta de que no llevaba el anillo que siempre le había visto
—. Los supervivientes emplearon la magia de las gemas y
los volcanes para ocultar las islas de los sentidos humanos;
eran pocos y temían no resistir otro ataque. Gracias a esa
magia, el Vah expulsa a los barcos que intentan siquiera
acercarse a la zona. Con el paso de los años y las décadas,
y gracias a la arrogancia humana, se creó la leyenda del
hundimiento. Pero están ahí. —Me miró con firmeza—.
Existen. Yo nací allí.
Una pelota de congoja involuntaria se había asentado en
mi garganta. Tragué saliva para intentar deshacerla, pero
fue inútil. Tenía tantas preguntas que no era capaz de
escoger ninguna.
—La barrera que protege las islas no se puede romper. De
ocurrir, por lo que me han contado, sería muy difícil
rehacerla y quedarían expuestas de nuevo. Y no lo harán
hasta que las posibilidades estén a su favor. Así que la
comunicación solo era posible gracias a dos poderosos drui
que sacrificaron su vida para traerme hasta aquí. Airmid, la
abuela de Pwyl, y Durmas, el padre de Óberon. Con su
magia y su último aliento, me trajeron desde Dagarth la
misma noche que nací. La reina Dectera dio a luz solo un
día más tarde, y entonces hicieron el cambio.
Óberon, su padre… ¿Había sido parte de la Hermandad?
¿Parte de aquel intrincado plan?
—¿Y qué ocurrió con el verdadero príncipe?
Maddox apoyó la cabeza contra la pared.
—El riesgo de dejarlo crecer era demasiado.
¿Qué?
—¿Asesinaron a un bebé humano?
Mi pregunta le hizo cerrar los ojos con fuerza.
—Tampoco es mi parte favorita de la historia, créeme.
Permanecí mucho rato contemplando el paisaje de
Hibernia sin ver nada en realidad. Nunca, jamás, se me
hubiera pasado por la cabeza que la Hermandad podría
emprender aquella locura, que aquello estaba sucediendo
en el reino a espaldas de todos. Tampoco podía creer que,
hasta aquel momento, hubiera funcionado. Que Maddox
hubiera pasado desapercibido en la Corte, que el rey lo
mirara con tanto orgullo.
¿Y la existencia de las Islas de Fuego? Diosas, iba a
necesitar todo un mes para hacerme a la idea. Para asimilar
que más allá de la costa este, al otro lado de aquellas olas
gigantescas y profundidades llenas de peligros, continuaban
existiendo las islas, las gemas y los guerreros alados de los
que le había hablado a Caeli.
Al fin, me surgió una duda poderosa.
—¿Qué hay detrás de todo esto? Es imposible que se
haya puesto en marcha un plan tan grande y arriesgado sin
un objetivo concreto.
Su sonrisa agridulce me dijo que había estado esperando
la pregunta.
—¿Nunca te has preguntado cómo es posible que ningún
rey Nessia haya sido asesinado, o al menos herido, desde su
instauración?
—No. Simplemente pensaba que eran intocables.
—Tienes razón, son intocables. Pero no solo por sus
soldados y estos muros. Cuando Teutus nombró al primer
rey, tanto él como Luachra sabían que los humanos eran la
raza más débil de todas. Dentro de los pactos, Luachra
exigió inmunidad absoluta para los reyes. Con ayuda de los
wideru, crearon un objeto que haría que, siempre que el rey
lo llevara puesto, fuera invulnerable ante cualquier ataque o
amenaza.
Un destello dorado vino a mi memoria.
—Su corona.
Maddox asintió.
—Teutus arrancó las escamas doradas de Shirr una a una,
las entregó a sus wideru e hizo que estos las fundieran y las
convirtieran en una corona. Las gemas que lleva
engarzadas son algunas de las que Shirr lucía con orgullo en
sus alas.
—No me puedo creer que el rey lleve un objeto mágico y
se aproveche de lo que queda del poder de Shirr.
—Luachra fue inteligente. Sabía que habría disidentes
que estarían en contra de la Corte humana.
—¿Entonces?
—Entonces… El rey come, duerme, se baña y vive con su
corona. Solo hay un momento en todo el reinado de un
Nessia en el que este se la quita.
«Me llena de felicidad poder informaros de que, dentro de
unos meses, en el solsticio de otoño…».
Ah, por supuesto.
—El nombramiento de un nuevo rey.
—Se hace en privado, en los aposentos reales, y tanto el
rey como el heredero están rodeados de wideru y soldados.
Si hay más príncipes, esperan en una sala adyacente en
caso de que algo salga mal. Todas las precauciones
necesarias para asegurar la línea sucesoria.
—Así que ¿ese es el plan maestro de la Hermandad?
¿Cambiar al heredero humano por un sidhe para que se crie
en la Corte durante años, escondiendo su condición y
llevando una doble vida hasta que llegue el momento de
que sea coronado?
Una vez más, parecía una historia de borrachos en una
taberna. Algo que contarías para causar carcajadas o para
entretener a unos niños en la calle. No una realidad.
—Ese es un resumen muy exacto, sí.
—Pero ¿por qué tenía que ser un drakon? ¿Por qué
arriesgarse a que descubrieran que las islas aún existen?
—Porque un drakon era la única criatura capaz de resistir
tantos encantamientos y hacerse pasar por un humano
durante el tiempo necesario.
Porque eran el linaje sidhe más poderoso. Entonces, ¿él
había llevado encantamientos tan fuertes encima desde que
había nacido? Recordé su expresión cuando, al entrar al
cnoc, había invocado el fuego en su mano. Y cómo había
observado sus propias alas en el castillo cuando estas se
habían acercado a mí.
No se conocía a sí mismo.
Como yo, pensé sin querer.
Aspiré aire, abrumada, e intenté expulsar esos
pensamientos.
—¿Y qué pasará si consigues asesinar al rey cuando se
quite la corona? Has dicho que están presentes los wideru y
muchos soldados.
Él se quedó en silencio. No se movió, ni me miró. Imaginé
ese momento, esa sala, al rey quitándose la corona y siendo
asesinado por su propio hijo. La reacción natural de quienes
estuvieran allí sería…
Escogí mis palabras con cuidado.
—Eso es un suicidio, Maddox.
—Creo que la palabra correcta es sacrificio.
Sacrificio.
Y el tono en el que lo había dicho… Como si fuera un
hecho. Algo que iba a ocurrir sí o sí y que tenía más que
asumido.
De pronto, no pude permanecer más tiempo sentada. Al
levantarme, la brisa me azotó el camisón contra el cuerpo,
pero sentía de todo menos frío.
—No. No puedes. No es… No es justo. ¿Te pasas años
fingiendo ser lo que no eres, rodeado de enemigos, liberas
Hibernia, y mueres?
Él también se puso en pie, mucho más despacio que yo, e
intentó tocarme. Lo rehuí.
—Alanna…
—¿Y qué pasa con Bran? Él será el heredero natural
después de ti, podrían coronarlo sin problemas.
Vi su pecho subir y bajar con pesadez.
—Hay un plan secundario para eso también.
—Ya, claro. ¿Cómo no se me había ocurrido? —Su mano
intentó rodear mi brazo de nuevo, pero retrocedí hasta que
choqué con el muro—. No. No tiene ninguna clase de
sentido. Te han criado solo para llevarte al matadero. Como
a un cerdo.
Su mandíbula se apretó con fuerza.
—Hago esto porque quiero.
—Lo haces porque es lo único que has conocido. De otra
manera, verías que te están utilizando. Escalarás la
montaña, allanando el camino para todos, y cuando llegues
arriba… ¿Nada? ¿De verdad eso te parece justo?
Entonces, por fin, dejó de contenerse. En lugar de
intentar tocarme con suavidad, soltó una maldición y me
atrajo hacia él con fuerza. Me rodeó la cintura con un brazo.
La otra mano se plantó en el centro de mi espalda, como si
quisiera evitar incluso que me inclinara hacia atrás.
Me sentí demasiado expuesta. Era imposible que la seda
ocultara el alboroto que había bajo mi pecho.
—Nunca, en veinticuatro años de vida, me he planteado
si algo de todo esto era justo para mí o no, porque en el
gran esquema de las cosas yo no soy importante. En la
guerra hay peones prescindibles, ¿entiendes? Se lucha por
una causa mayor y todos perdemos algo en el camino. Y lo
tenía clarísimo. Lo había asumido sin problemas, estaba
preparado para que llegara este momento y el rey
anunciara su abdicación. Y entonces apareciste tú. Por
alguna razón que desconozco, el destino te tenía reservada
para mí y te trajo a mi lado en el peor momento. Eres
tozuda, desconfiada, arrastras un pasado oscuro y ocultas
demasiadas cosas. Y, aun así… daría todo lo que tengo por
disponer de más tiempo y conocerte. Por descubrir la razón
de que el naidh nac nos haya unido. Ahora no paro de
hacerme preguntas que antes nunca me habría hecho, y eso
sí que no es justo.
Una sensación cosquillosa me subió por la garganta, se
extendió por mi mandíbula y me llenó los ojos de lágrimas.
Era un sentimiento que partía de la boca del estómago, algo
visceral que había reaccionado a sus palabras y a la idea de
que, cuando llegara el otoño, sería asesinado.
Le odié por pensar así. Le odié por tener una causa a la
que había entregado su corazón de tal manera que no le
importaba morir por ella. Le odié por ser justo lo contrario a
mí y creer que el reino tenía salvación.
Le odié por no poder continuar odiándolo, también.
¿Cómo hacerlo?
Su mano subió por mi espalda hasta aferrarse a mi nuca,
y automáticamente descansé el peso allí. Sin darme cuenta,
le había clavado los dedos en los brazos.
Solo para sentirme un poco mejor, arrastré la palma de la
mano hasta su pecho. Un latido apresurado, fuerte, me
recibió. Al menos yo no era la única que sentía que se me
iba a salir el corazón de su sitio.
Cuando se inclinó hacia mí, pensé en ese antepasado que
había ido hasta el Valle de la Muerte dispuesto a sacar la
espada. ¿Y si lo había hecho por algo así? ¿Y si había
encontrado a alguien, o a un grupo de personas, que casi le
habían hecho creer que merecería la pena?
Sus labios rozaron los míos y el fuego se propagó al
instante por todo mi cuerpo. Sí, alguien podría replantearse
todo aquello en lo que creía, toda una vida de represión y
huidas, por una emoción así. No tenía dudas.
En el último instante, Maddox se desvió y besó la parte
alta de mi mejilla. No entendí del todo el gesto hasta que
me di cuenta de que las lágrimas habían empezado a caer.
Y él las estaba besando.
«Nunca te cambiaré por nadie, Alanna’sa».
Tal vez, si yo estuviera sola en aquel mundo…
Tal vez. Pero no era así.
Me alejé de él respirando agitadamente y, aunque sus
brazos me apretaron con más fuerza un instante, como si
planeara retenerme, acabó dejándome ir.
Me dije a mí misma que los pezones duros podían
asociarse al frío al que estaba expuesta, y que el latido que
notaba entre las piernas acabaría por extinguirse. Nada
duraba para siempre.
Me abracé y pensé en cualquier cosa que disolviera la
tensión entre ambos. Maddox había apoyado una mano en
la pared, junto a la puerta, y tenía los ojos cerrados. Sabía
que era imposible, pero me imaginé que, al abrirlos,
estaban allí las pupilas verticales o el color ámbar.
Carraspeé con suavidad.
—Antes de venir, Plumeria me contó lo que les sucedió a
sus padres y a otros cortesanos hace quince años. Las
sospechas del rey acerca de la reina y la ejecución de todos
ellos. ¿Fue por algo relacionado contigo y con el plan?
Él tardó unos segundos en responder, todavía con los ojos
cerrados.
—No. Por suerte, no. Pero el rey sí que descubrió la
afiliación de la reina y otros cortesanos con los sidhe. Y
aunque la torturó de muchas formas antes de matarla, ella
no dijo ni una palabra sobre mí. No podía.
Su dolor estaba oculto detrás de tantas capas que era
casi imposible de detectar. Me acaricié los brazos con gesto
distraído. El deseo estaba desapareciendo en oleadas; por
momentos parecía que regresaba con fuerza, pero cada vez
se alejaba más. Diosas, aquello tenía que ser cosa del
vínculo. No era normal.
—¿A qué te refieres?
—Todos los que saben que soy un ile están bajo un
poderoso geis que les impide revelar la verdad. Lo
dictaminaron por sí mismos. Aunque todos fueran de
confianza, nadie sabía si cedería bajo determinada presión.
Y, como te he dicho, la causa es más importante.
Un geis… Una de las magias más misteriosas. Se suponía
que cuando los sidhe eran mucho más numerosos, los geis
también lo eran. Se sucedían de forma natural, sin que
nadie tuviera que emplear magia conscientemente para
ello, como si esta estuviera en el aire, escuchando, y tomara
partido en ciertos momentos. Daba igual si pertenecías a un
linaje o no. Una vez escuché una historia sobre un hombre
que tenía dos geis contradictorios; por un lado, no podía
comer carne de perro, y por otro, no podía negarse a comer
cualquier cosa que le entregara una mujer.
De pronto, pensé en la duquesa. En las preguntas que me
había hecho después del desfile y que para mí habían sido
como una burla.
—¿Quiénes están bajo ese geis?
Su mano se arrastró por la pared antes de separarse y
sus pestañas aletearon. Me miró con gravedad desde unos
ojos oscuros y atormentados.
—Solo ciertas personas imprescindibles. Aberdeen, Pwyl y
la duquesa, por supuesto. Sage y Gwen juraron el secreto
más tarde, después de la muerte de la reina y cuando se
hizo evidente que iba a necesitar aliados en la Cacería
Salvaje y en la Corte. Fionn… Esa es otra historia, pero
también fue partícipe. Y Óberon, debido a su padre. No
pueden revelarlo a menos que estén completamente
seguros de que la otra persona también lo sabe.
Una ráfaga de alivio inoportuna me azotó cuando
constaté que Gwen, Sage y los demás no me habían
mentido vilmente. Si en algún momento hubieran querido
contarme la verdad, no hubieran podido. Y ahora que lo
sabía todo, entendía y respetaba que jamás lo hubieran
hecho. Lo que estaba en juego era mucho más importante.
Ahora entendía muchos de sus comportamientos
extraños. Si eso me convertía en una tonta, que así fuera.
—Ahora que yo también lo sé, ¿el geis me hará efecto?
Maddox se encogió de hombros.
—No lo sé. ¿Piensas ir a contárselo a alguien?
—¿Sabes? Dudo que nadie me creyera.
Eso le hizo esbozar una sonrisa circunspecta.
—Tienes razón.
El siguiente golpe de viento que subió por aquel suelo
inclinado y se coló debajo de mi camisón me hizo temblar.
Maddox señaló hacia la puerta.
—Vamos, hace frío y deberías descansar. Mañana no será
un día mejor que este, eso te lo puedo asegurar.
Ya lo daba por sentado. Una última duda surgió.
—Tu nombre, Maddox…
Sus dedos se apretaron sobre el picaporte un instante.
—Fue el que me dieron mis padres. Los verdaderos.
Estaba bordado en la manta con la que aparecí.
Un nombre en una manta. ¿Eso era lo único que tenía de
ellos?
Deshicimos el camino, la oscuridad de nuevo
ayudándome con los escalones. Al pasar por su lado para
entrar en la habitación, noté sus dedos acariciándome
levemente el codo, llamando mi atención. Levanté la
barbilla para mirarlo y, sí, en aquella ocasión no tuve duda
alguna de a qué se debían sus ojeras.
—Lo siento. Por todo. Ojalá haber tenido los huevos para
hacer las cosas mejor.
Me limité a asentir.
Al menos él había puesto remedio a sus engaños.
CAPÍTULO 34
Nadie en Hibernia, excepto Su Majestad, puede poseer objetos del listado de
«Enseres prohibidos» redactado por la Corte.
Si un ciudadano es descubierto ocultando alguno, sea noble o plebeyo, será
ejecutado.
Ley 3, p. 76 del libro Leyes para la regulación de la vida pública y
privada
L
a mañana del segundo día en palacio transcurrió con
mucha más tranquilidad de la que esperaba. Sabía que
lo que me rodeaba no había variado, que los enemigos
seguían estando por todas partes y me hallaba en territorio
peligroso, pero algo en mi interior sí había sufrido un
cambio.
Cuando Ignas se reunió conmigo para desayunar,
aproveché que Jora estaba preparando la bandeja con
pastelitos para susurrarle:
—Sé que Maddox es un ile.
Se desplomó sobre la silla, desmadejada.
—Oh, por la Tríada. Menos mal. —Echó una miradita
discreta a la doncella y luego murmuró—. ¿Entró por el
cuadro?
Ah, así que ella también lo sabía.
—No. Quería hablar conmigo, no desangrarse sobre las
alfombras. Utilizó el balcón.
Al notar el humor mordaz en mis palabras, inspiró con
suavidad.
—Es un chico listo. Y tú también, ¿sabes?
—Sí, lo sé. —Posé los dedos con suavidad sobre su brazo
—. Y usted está haciendo las cosas muy bien, Ignas.
Retiró la mano al instante, turbada.
—Sí, bueno, mejor dejamos eso para más tarde. Hoy
estrenarás uno de tus vestidos de día, perfecto para el
refrigerio de media mañana con el resto de damas. —Alzó la
voz mientras yo escondía una sonrisa—. ¿Jora?
—¿El melocotón, señora?
—Sí. Con el sombrero a juego. Quiero que deslumbre a
todas. Al fin y al cabo, es la señorita que bailó con los dos
príncipes anoche.
Resultó que los vestidos de día eran mucho más
aparatosos que los de noche, por razones que se escapaban
a mi comprensión. No solo debía llevar corsé, medias,
enaguas y toda la parafernalia, sino un aparato de tortura
que se llamaba polisón que me hacía aparentar el trasero
de diez personas. Rebotaba al caminar y me obligaba a
sentarme en los extremos de las sillas.
Lo único que me gustó era que el vestido estaba hecho
de gasa y dejaba los hombros al aire. Solo tenía dos
estrechas tiras rodeándome la parte superior de los brazos,
un simple adorno.
Como era de día me dejaron el cabello suelto, pero
incluso así lo llenaron de horquillas para sujetar el sombrero
en su sitio y que ni un vendaval fuera capaz de llevárselo.
Era espantoso. Parecía que llevaba un florero en la cabeza.
—Encantadora —determinó la duquesa.
Hice una mueca ante el espejo, pero ella era la experta.
Era plena mañana cuando nos encaminamos por los
pasillos de palacio hacia lo que denominaban el Jardín de la
Reina. El sol entraba a raudales por cada una de las
ventanas y hacía que todo pareciera una fantasía de
blancos, dorados, lana, madera y marfil. Una de las galerías
tenía vistas hacia otro jardín, este lleno de setos y cisnes y
un tanto laberíntico. Algo allí llamó mi atención y detuvo mis
pasos.
La duquesa se giró con impaciencia.
—Vamos, querida. Nos esperan.
—Adelántate, tía. Hay algo que debo hacer primero.
Eso la hizo fruncir el ceño, claro.
—Pero…
—Confía en mí.
Tras un breve instante, asintió.
—Llévate a Jora, ella sabrá conducirte hasta el refrigerio.
No tardes.
Esperé a que la duquesa se alejara antes de señalarle a
Jora la ventana.
—¿Sabes cómo entrar a ese jardín?
—Claro, señorita. Por aquí.
Los setos que desde arriba tenían formas inidentificables
resultaron ser una serie de sátiras hacia los sidhe. A ambos
lados de un sendero de guijarros blancos había gnomos
aplastados bajo pies humanos, una representación bastante
gráfica de una merrow servida como si fuera un pescado,
fae utilizados como animales de tiro.
Me llegó el murmullo de una conversación no muy lejos.
—Espérame aquí —le dije a Jora—. Vuelvo enseguida.
Por su expresión quería protestar, pero no lo hizo. Yo
continué sorteando setos escabrosos, acercándome cada
vez más a las voces. Vi una fuente con cisnes remojándose
un poco más adelante, y al doblar un arbusto con forma de
dragón decapitado, nos encontramos de frente. La sonrisa
de Reann al darse cuenta de quién acababa de cruzarse en
su camino podría haber competido con la de un peist
desquiciado. Intercambió una mirada de anticipación con su
amiga, la morena cuyo nombre aún desconocía.
—Plumeria, qué deliciosa casualidad. Te estábamos
buscando.
Sonreí con amplitud.
—Al contrario. Yo te buscaba a ti.
Antes de que pudiera siquiera asimilar mi respuesta, ya la
había agarrado por la nuca y la arrastraba hasta la fuente.
Le di tiempo a tomar una sola respiración entrecortada
antes de hundirle la cabeza en el agua. Su pecho y caderas
golpearon el muro de piedra que rodeaba el estanque. Sus
delicadas manos forcejearon inútilmente.
Escuché un jadeo horrorizado. Observé a la amiga.
—No, por favor. Una dama debe ser recatada, y no
queremos que nadie venga y se inmiscuya en nuestros
asuntos, ¿verdad?
Negó con la cabeza con rapidez.
Tras casi diez segundos, dejé que Reann sacara la cabeza
del agua. Tosió y tosió, sofocada. Una de sus manos había
conseguido aferrarse a mi antebrazo y me estaba clavando
las cinco uñas. Surcos rojos corrieron hacia abajo, goteando
en la superficie y tiñendo el agua cristalina de rosa.
La agarré con fuerza del moño mojado y la forcé a
mirarme. Había una buena dosis de miedo en sus bonitos
ojos, sí, pero también una furia asesina que me indicó que
aquella chica estaba acostumbrada a ser la abeja reina y a
hacer y deshacer a su antojo. Y que yo no había sido la
primera a la que había lanzado a los lobos para ver cómo la
destrozaban.
En definitiva, era alguien a tener en cuenta, pero yo había
prometido sobrevivir en aquel lugar y no permitir que
mancillaran el nombre de los Sutharlan.
—He pensado que tal vez no tuvimos tiempo de
conocernos bien en el carruaje —le dije—. Estábamos
nerviosas por el desfile, y luego llegaron aquellos rebeldes y
la situación degeneró con bastante rapidez. Los príncipes, el
baile de bienvenida… En fin, no había tenido tiempo de
darte las gracias.
Reann bufó, esparciendo gotitas de agua.
—¿Por qué diablos…?
Volví a hundirle la cabeza.
—Menudo vocabulario para la hija de una duquesa —
musité, chasqueando la lengua.
Esperé con paciencia mientras pateaba, se revolvía y
rastrillaba las uñas hasta mi codo. Ignoré el murmullo de
inquietud de la otra chica. Cuando una burbuja de aire de
considerable tamaño rompió la superficie del agua, la
levanté. En aquella ocasión, apenas se movió. El agua salió
a borbotones de sus labios y su pecho convulsionó un par
de veces.
Con calma, me acerqué a su oreja.
—Tu patada propició un encuentro con los príncipes que
tal vez no hubiera sido posible de otro modo para una
desvergonzada como yo. Así que solo quería asegurarme de
devolverte el favor.
Al soltarla, se desplomó y resbaló dentro de la fuente. Su
amiga corrió a socorrerla, tirando de su brazo para ayudarla
a ponerse en pie. Me hice a un lado y contemplé con las
cejas arqueadas como su abultado vestido se convertía en
una sábana empapada y en un lastre.
Reann Bolg clavó sus fríos ojos en mí y sentí todas y cada
una de sus intenciones. Todo lo que me haría si en aquel
momento tuviera el poder necesario para ello.
—No sabes… Me… Me…
—¿No sé con quién me he metido y te las voy a pagar?
Estaré encantada, señorita Bolg. Ahora ya sabes que me
gusta devolver el doble de lo que recibo. Buenos días,
chicas.
Desfilé por el sendero de guijarros blancos con las manos
a la espalda, la oscuridad corría a mi lado saltando entre los
setos y con una sonrisa de oreja a oreja.
L
a segunda velada, dedicada a burlarse de Luxia,
consistió en otra representación; esta vez, de cómo
Teutus había matado a la diosa. Cuando varios
soldados acarrearon dentro del salón una plataforma sobre
la que había una pira, la duquesa fingió encontrarse mal por
culpa de la gelatina (aunque no había comido nada) y me
tomó de la mano para conducirme fuera. Iba cubriéndose la
boca con un pañuelo para contener unas arcadas
imaginarias.
Le había mostrado la nota de Maddox y determinó que no
era necesario contemplar aquella masacre, en la que seguro
que sacrificarían a otra sidhe delante de la Corte. Pasé un
buen rato con ella y con Jora en su habitación y, aunque era
evidente que la duquesa había notado mi creciente
nerviosismo e intentaba distraerme, no funcionó. Lo único
en lo que podía pensar era en que las horas no transcurrían
lo bastante rápido.
Al día siguiente, comí y paseé con la mente en otra parte.
Por suerte, las conversaciones con las demás damas no
requerían de mucho esfuerzo mental. Si alguna tenía
verdadera inteligencia, la ocultaba con mucha destreza.
Por la noche, me vistieron con lo más parecido a una
armadura que la duquesa había escogido para mí; el vestido
negro. Tirantes tan finos que eran casi inexistentes, guantes
hasta los codos, un escote que mostraba mucho más de lo
que ocultaba, y largas capas de gasa negra que caían en
picado hasta el suelo. Había brillantes dorados aquí y allá,
pero el diseño era mortalmente sencillo. Con un recogido
que dejaba expuesta la gargantilla dorada y mucho
maquillaje negro alrededor de los ojos, me sentí muy
extraña al mirarme al espejo.
Parecía como si hubiera dejado que la oscuridad me
cubriera y permitiera que las sombras actuaran de capa, lo
cual llevaba evitando toda la vida.
—Este te sienta particularmente bien —admitió Ignas—.
Pareces hecha para llevar el negro, querida.
La oscuridad asintió, vehemente.
Tras casi tres noches en palacio, ya todo me era familiar
de un modo incómodo. No quería sentir que conocía ese
lugar o a aquellas personas. Aun así, parecía que el
ambiente en el salón de baile era distinto, más recargado,
más tenso, seguramente por ser la última velada y el
broche del Teu Biadh. Por lo que había escuchado aquellos
días, muchos cortesanos se ausentaban en el peregrinaje a
Toll Glóir por no recuperarse de los excesos. ¿Tres noches
consumiendo belladona? No me extrañaba.
Vi tanto a las dearg-due como a un par de banshees. Los
dos Jinetes Oscuros habían adoptado sus posiciones
habituales junto a la pared, cerca del trono. El rey estaba de
pie en el estrado, rodeado de cortesanos y con los wideru
contemplándolo todo desde el fondo. Si Óberon continuaba
por allí, no se dejó ver.
Aunque busqué una figura alta de cabello moreno y tiara
dorada, no lo encontré por ninguna parte. De hecho, no
había vuelto a verle desde lo de la nota. ¿Cómo lo habría
averiguado? Además, juraría que todavía podía sentir su
caricia en el muslo, lo cual no había contribuido nada a
calmar mi inquietud.
Y por fin, cerca de la medianoche, noté que algo ocurría.
La sentí. La energía dulce de Caeli.
Estaba cerca.
Estaba aquí.
El cambio en mí debió ser muy evidente, porque Ignas
comenzó a abanicarme mientras se quejaba, para quien
quisiera escucharlo, del calor que hacía. Mientras, yo
luchaba contra la respiración acelerada y la ansiedad
enroscándose por todo mi cuerpo. No iba a arruinarlo todo
ahora, eso lo tenía claro. Tomé el abanico y, a pesar de
sentir que tenía arena en la boca, sonreí.
—Estoy bien, tía.
Entonces, igual que cuando habían aparecido los
demonios la primera noche, los presentes dirigieron su
atención hacia la entrada. Los murmullos se extendieron por
encima de la música. Se estaba formando un pasillo y no
dudé en abrirme paso para llegar y ver de qué se trataba.
No era más que otra cortesana cotilla más.
Sin pretenderlo, acabé justo al lado de Reann, codo con
codo. Nos lanzamos una mirada tensa, pero no tenía tiempo
para ella. Alguien venía por el pasillo. Alguien que vestía de
negro, como yo, y que llevaba un cuervo en el hombro. Y no
era una de las decoraciones del salón, sino uno real que
dirigía su pico hacia todas partes, examinándolo todo.
Era ella. Al fin había venido.
Un movimiento a sus pies me hizo bajar la mirada.
Y entonces aquel salón, el palacio, Éire y el mundo entero
se me vinieron encima. Creo que alguien me tomó de la
mano. Mi corazón había dejado de latir, los sonidos a mi
alrededor se habían consumido, lo único que existía en ese
momento era la cría de oso que caminaba por delante de
Morrigan con un collar negro y una correa de la que tiraba la
diosa.
Le han puesto otro grillete.
No puede ser.
No, no, no, no, no.
La oscuridad se deslizó por mi visión como tinta
manchando un trozo de papel. El poder me escaló desde los
pies, me envolvió las piernas y me cruzó el pecho. Al
acumularse en las manos, percibí pequeños tirones que
venían de muchísimos lugares distintos. De la estúpida de
Reann, de la duquesa, de las mujeres que cuchicheaban
sobre la nueva mascota de Morrigan como cuando habían
hablado de gatos el día anterior; incluso de más allá, de
otras partes del palacio. Al flexionar los dedos, fue como si
manipulara cientos de cuerdas al mismo tiempo.
Un jadeo colectivo sacudió el salón. Las dearg-due y las
banshees chillaron. La tinta pareció disolverse un poco.
Una voz desesperada estaba susurrando justo en mi oído.
—… lo sé. Pero ahora no puedes fallar. Debes pensar.
Pensar.
Sí.
Caeli. Está aquí. Está viva.
Necesita mi ayuda.
Sacudí la cabeza y el mundo volvió a ser algo estable y
nítido. Me quedé muy quieta, los dedos enredados en los de
la duquesa, mientras la diosa de la guerra se paseaba
delante de mí con mi hermana. Odié sus rasgos perfectos, la
belleza que no le correspondía, la cadena entrecruzando su
rostro, sus ojos ¿negros? En los muelles tenía uno azul.
Estaba segura porque me había llamado mucho la atención.
Fue directa hacia el estrado y, conforme avanzaba, se
cerró el pasillo a sus espaldas. Todos los cortesanos estaban
obnubilados por su presencia, casi babeando tras ella.
Procuré quedar en primera fila cuando finalmente se
detuvo ante el rey.
—Su majestad —murmuró sin hacer ninguna reverencia.
El rey, bien respaldado por sus wideru, forzó una sonrisa
imposible de creer.
—Morrigan. Estaba empezando a preocuparme.
La Reina Espectral subió al estrado con languidez, con su
traje de sombras aleteando a su alrededor. Cuando se dio
cuenta de que la osezna se quedaba atrás, tironeó de la
correa. Con un gruñido bajo, mi hermana la siguió.
La tenía justo ahí. A menos de quince metros. Recorrí su
cuerpo de osezna con la mirada, ansiosa buscando heridas,
pero no encontré nada. Eso confirmó lo que me había
contado Fionn.
«Morrigan molestó a quien no debía y fue castigada con
no poder volver a tocar, perjurar o dañar un oso en toda su
existencia. Ni directa ni indirectamente». Eso era lo único
que me había consolado todo aquel tiempo, la certeza de
que no podía tocarle ni un pelo. Tal vez a eso se debía la
correa.
Al escuchar un leve crujido, supe que me había dislocado
algún dedo por apretar las manos con demasiada fuerza.
Oprimí el dorso de la mano contra mi pierna hasta que este
regresó a su sitio. El dolor me inyectó más cólera, más
concentración.
El príncipe Bran apareció junto al rey, seguido de Maddox.
Si habían estado en el estrado también, no los había visto
hasta entonces. El primero contemplaba a mi hermana con
una mezcla de repugnancia y fascinación. El segundo…
¿Aquello en su mandíbula era un hematoma?
—Es ella, ¿verdad? —dijo Bran, gozoso—. Entonces los
rumores eran ciertos. La convertiste en animal.
Morrigan apenas movió los labios al responder, cortante.
—Sí, algo así. Pensé que sería más divertido de lo que en
realidad ha sido, la verdad.
El rey, al que seguro que no le hacía ninguna gracia ser
ignorado, le dedicó una mirada de puro aborrecimiento a mi
hermana.
—Supongo que habláis del altercado en los muelles.
De pronto, Bran dio un paso hacia Morrigan.
—Regálamela. Si ya te has aburrido de ella, deja que yo la
examine.
¿Examinarla? ¿Como habían hecho con los sidhe cuyos
restos estaban en la sala de trofeos?
—No sé, he llegado a tenerle cariño a este saco de pulgas
apestoso —dijo Morrigan.
Entonces Bran lanzó una mirada a su padre, casi como si
le pidiera ayuda. No creía que el rey fuera a hacerlo. Pero no
contaba con que, entre la diosa y su hijo, el rey iba a
favorecer al segundo solo por molestarla a ella.
—Sería un detalle por tu parte. Dentro de poco es el
cumpleaños de Bran, ¿y qué mejor regalo que una de las
sidhe culpables de dejarlo tullido?
Tullido. La palabra se repitió por el salón entre susurros.
La pálida piel del príncipe no logró ocultar su rubor.
Morrigan no era la clase de ser al que podías manipular
sin más, pero me sorprendió al verla suspirar.
—Muy bien —dijo—. Te la enviaré como regalo por tu
cumpleaños, pues; si eso me exime de más compromisos
aburridos en lo que resta de década.
—¡Hecho! —exclamó el príncipe al instante. Solo le
faltaba frotarse las manos.
Como si ya hubiera cumplido con su cometido, Morrigan
abandonó el estrado tirando de la correa y toda la Corte se
apresuró a crear otro pasillo para ella. Pasó tan cerca de mí
que tuve que ocultar el rostro porque ella sí que me había
visto sin las piedras de transmutación.
Dejé que abandonara el salón con mi hermana,
llevándose mi corazón con ella.
Justo después de que desaparecieran, sentí que la
energía de Caeli se alejaba muchísimo. La diosa debía de
haber utilizado sus poderes para salir del palacio y,
probablemente, de la ciudad.
Con la mandíbula apretada, giré hacia el estrado. A mi
lado, la duquesa siguió la línea de mi mirada y susurró:
—No hagas ninguna…
Me encaminé hacia allí con decisión. Capté la atención de
todos al momento. La mirada de Maddox hubiera podido
quemar un bosque entero al verme, pero lo ignoré. De
cerca, su rostro estaba mucho peor. Era como si alguien lo
hubiera utilizado como práctica de puñetazos.
Hice la mayor reverencia de todas.
—Buenas noches, su majestad. Sus altezas.
Bran fue el primero en devolverme el saludo.
—Señorita Sutharlan. Esta noche está especialmente
hermosa.
—¿Sutharlan? —repitió el rey.
Sentí que la duquesa se situaba a mi lado.
—Así es, majestad. Esta es mi sobrina, Plumeria. No sé si
la recordaréis.
—Por supuesto que sí. La fruta que sobrevivió a la cesta
podrida, ¿no es así?
El regocijo en la voz de la duquesa fue muy evidente.
—En efecto, majestad. Yo misma la he criado, como os
aseguré.
—Y ha resultado en una bella adquisición para la Corte,
sin duda. —El rey me examinó de arriba abajo, falto de
cualquier interés—. ¿Querías algo, muchacha?
—Solo preguntar al príncipe Bran si me honraría con su
compañía esta noche.
El aludido descendió los escalones para encontrarse
conmigo.
—¿Tan impaciente estaba que ha decidido venir a
buscarme usted misma? —Sonrió y bajo un poco la voz—.
Me gusta tu atrevimiento.
Me llevó hasta la pista de baile, como esperaba. En
cuanto me tomó entre sus brazos, lo miré a los ojos y sonreí.
—No sabéis cuánto me alegro de que vayáis a recuperar
a una de las sidhe de las que me hablasteis.
Tal vez había sacado el tema demasiado rápido, pero no
me importó lo más mínimo. Mi hermana iba a cambiar de
manos y yo iba a asegurarme de estar ahí.
Una expresión pasó por el rostro del príncipe, tan fugaz
que no pude interpretarla.
—Y yo. Qué sorpresa tan inesperada, ¿verdad?
Las sorpresas siempre lo son, so necio.
—¡Y que lo digáis! Y justo como regalo de cumpleaños…
Disculpadme, no sabía que estaba tan próxima la fecha.
—Es dentro de una quincena. —A pesar de que el insulto
no velado de su padre lo había dejado en ridículo, la alegría
por haberse salido con la suya era mayor—. Espero que
estés desocupada ese día.
—¿Qué…? —Abrí la boca de par en par—. ¿Yo? ¿Invitada a
su cumpleaños?
—No me irás a rechazar, ¿verdad?
—¡Ja-jamás se me ocurriría, alteza!
Uno de sus pulgares escaló más de lo debido y tocó la
piel desnuda de mi espalda.
—Llámame por mi nombre, Plumeria. Aunque solo sea
una vez.
Conteniéndome para no hacerle tragar ese pulgar
extraviado, susurré:
—Como desees, Bran.
H
oy la fiesta me resulta extraña. Es como si yo también
hubiera tomado belladona. Los colores de los vestidos
se mezclan unos con otros y siento la cabeza liviana.
La música es estridente. Creo que uno de los músicos tiene
el arpa rota y, aun así, sigue tocando. Sus dedos
ensangrentados han teñido todas las cuerdas de rojo.
El rey nos hace llamar, nos anima a acercarnos al
estrado, dice que esa noche el espectáculo será inolvidable.
No para de decir:
—Quinientos años, algo especial, quinientos años, la luz
de mi corazón, quinientos años…
Al moverse, su corona se superpone con la calavera de
Shirr y parece que el dragón ha recobrado la vida y está a
punto de tragárselo de un bocado.
A los pies del rey hay una serie de cuerpos. El horror me
sacude, porque los reconozco a todos. Veo el pequeño
cuerpo rollizo de Randa, a la panadera de Grimfear que nos
dio trabajo, a Gwen con su uniforme de la Cacería y el
cuervo de hematita clavado en un ojo. Sage, Pwyl,
Aberdeen, Veleda e incluso el diminuto Hop están ahí,
amontonados, rotos, cubiertos de sangre. En la parte
superior están Maddox y Caeli.
Lo que les han hecho…
Sus pechos…
Caigo de rodillas frente a ellos, y una sola pregunta ronda
una y otra vez por mi mente.
¿Por qué no estoy ahí con todos ellos?
Entonces el rey clava sus enloquecidos ojos en mí, ¿o es
el príncipe Bran? El cabello oscuro y el rubio parpadean.
—Porque para ti tenemos preparado algo mucho peor.
M
addox, Gwen y Sage llegaron al castillo cinco días más
tarde.
Yo había pasado gran parte del tiempo con Veleda
practicando. Como era la única que no había estado en la
cocina cuando les había asestado una puñalada invisible a
todos, también era la única que no me miraba como una
niña que ha tirado al suelo la vajilla favorita de la familia y
los ha decepcionado a todos.
E incluso así, no me trataban mal. Pwyl me retiró el
camafeo y las protecciones con cuidado, evitando hacerlas
estallar, y me advirtió que el tatuaje y el color de mis ojos
podría tardar un rato en restaurarse. Luego había insistido
en que los acompañara a él y a su hija al invernadero. La
primavera era una época maravillosa para suministrar una
despensa drui. Para no hacer sospechar a Veleda, acepté. Y
aunque había permanecido en silencio todo el rato, había
aprendido cosas muy valiosas del drui. Su conocimiento era
increíble.
Una tarde que había intentado pasar un rato con Hop y
ayudarlo en sus quehaceres (llevada por los
remordimientos, sin duda), una de las vigas del techo había
rechinado con fuerza y el brownie me había sacado de allí a
escobazos, gritando «¡largo, largo!, ¡ya la has molestado
suficiente!».
Las chicas me encontraron en la biblioteca. Gwen me
abrazó con tanta fuerza que estuvo a punto de
estrangularme.
—Quería hacer esto mismo cuando te vi en el desfile —
me aseguró—. Lo siento, lo siento por todo. Maddox ya nos
ha puesto al corriente y, aunque sé lo que sabes, yo…
Le tapé la boca con la mano.
—Una disculpa más y me largo.
—Lo mismo digo —musitó Sage, que estaba estirando los
brazos por encima de la cabeza. Cabalgar hasta allí desde
Éire debía de haber sido un auténtico suplicio. Luego me dio
una palmadita en el hombro y esbozó una sonrisilla
perversa—. Bien hecho. Me llegó el rumor de que estuviste
a punto de ahogar a Reann Bolg en una fuente.
La duquesa soltó de golpe los documentos que estaba
leyendo, acompañada de una copa de whiskey.
—¿Que hiciste qué? —Hizo una pausa—. ¿Has dicho Bolg?
Mmm.
—Reann es lo peor —aseguró Gwen—. Fuimos juntas a la
escuela para señoritas y se convirtió en el terror de todas
las demás niñas. Disfruta haciendo daño.
—Ya, me di cuenta.
Les conté que había sido ella quien me había pateado
para sacarme del carruaje, además de sus comentarios
maliciosos sobre los Sutharlan. Tras escucharlo, la duquesa
me observó con una perspicacia que me incomodó.
—Creo que lo único positivo de pertenecer a la Cacería
Salvaje es que me exime de participar en todos esos
eventos con las demás damas —dijo Gwen.
—Y te libera del mercado matrimonial —añadió Sage.
La rubia esbozó una amplia sonrisa.
—Uy, sí. Pocos hombres quieren a una soldado de élite
como esposa. Pero ¿como amante? Estoy bastante
solicitada, la verdad.
Maddox fue el último en entrar a la biblioteca. Sus ojos
registraron la estancia hasta dar conmigo y, entonces, como
si fuera un hombre con una misión, vino hacia mí. Su rostro
estaba mucho mejor. Aunque los encantamientos impedían
que se curara con la rapidez de un drakon, el hematoma de
la mandíbula apenas tenía ya un tono amarillento, y el corte
en el labio solo era una línea rosada.
Me llegó su olor y algo dio un brinco en mi estómago.
—Si esta vez te pregunto cómo estás, ¿volverás a
atacarme?
—Prueba.
Sus ojos empequeñecieron un poco, divertidos.
—¿Cómo estás, sliseag?
Mal. Me gustaría no hacer daño a las personas que me
caen bien.
Me gustaría ver otro final posible a todo esto.
Extendí los brazos.
—De una pieza, como te prometí.
—Bien. Yo… ¡Ay! —Fulminó con la mirada a Gwen cuando
esta le dio un codazo—. Iba a ello, desesperada.
Arqueé las cejas.
—¿Qué ocurre?
Maddox se cruzó de brazos y separó las piernas, lo cual
me pareció un movimiento muy defensivo. A lo mejor creía
que no me iba a gustar lo que iba a decir.
—Hay algo que hemos pensado… —Un carraspeo
exagerado lo interrumpió—. Algo que Gwen ha pensado.
Solo déjame terminar antes de mandarme a la mierda, ¿de
acuerdo?
Cada vez más intrigada, apoyé el trasero contra la mesa.
—Vale.
—¿Recuerdas cuando estuvimos en Ná Siog y hablamos
con Ceto y Sequana?
Asentí. Era imposible olvidar a aquellas dos merrows
ancianas y a la cabra que me había masticado la túnica.
—Te hablaron de Beltane, una de las antiguas fiestas que
se celebraban cuando gobernaba la Tríada. —También
mencionaron muy subrepticiamente cosas que me habían
dejado llena de curiosidad, las muy bandidas—. El caso es
que será dentro de tres días. Higuel se casa entonces, y
tanto Gwen como Sage y yo prometimos asistir si nos era
posible. Iríamos y volveríamos mucho antes de la fecha en
la que estás pensando, y aunque sé que no te gusta perder
el…
—Sí.
Maddox se quedó en silencio. Noté que el rostro de Gwen,
medio asomado tras él, se iluminaba poco a poco; también
la mirada punzante de Ignas en mi espalda.
Nunca había visto al drakon quedarse así sin palabras.
Movió los labios en silencio un par de veces hasta que se
recobró.
—¿Sí? ¿Te apetece ir?
Apetecerme no era la palabra exacta. Más bien había
sentido una ráfaga de impulsividad invadiéndome, una
especie de viento que me había susurrado al oído: Hazlo.
Vive una experiencia más. Descubre más cosas para
contarle a Caeli.
Y, como él había dicho, aún teníamos tiempo. Quedarme
en el castillo pensando una y otra vez en lo que se
avecinaba sería inútil.
—Le dije a Sequana que lo intentaría. Y me muero por
saber quién llevará a Higuel al altar.
E
l regocijo y las ganas de festejar flotaban sobre Ná
Siog. El día estaba despejado, a pesar de la inmutable
bruma que llegaba desde el río, y si permanecías un
rato bajo el sol acababas sudando. Todo el mundo se alegró
muchísimo de ver a Gwen y Sage, que además traían
regalos (como el famoso cacao). A la primera la perdimos
rápidamente dentro de la taberna, donde al parecer tenía
cuentas y apuestas que saldar, mientras que Sage fue
reclutada para ayudar a llevar toda la comida que los
vecinos habían preparado al comedor al aire libre.
Sequana y Ceto no tardaron en raptarme también para
sus propios fines, que eran terminar la labor que empezaron
semanas atrás. Las seguí sin mirar atrás ni preocuparme de
qué haría Maddox; el resto del trayecto hasta allí lo había
hecho con Gwen, quien tenía preguntas por todo su bonito
rostro. Por fortuna, se las había guardado para sí.
Ceto me encargó atar los lazos trenzados, que tenían
metros y metros de largo, al extremo superior de un tronco.
Ese luego se clavaría en alguna parte y serviría para algo
llamado Palo de Beltane. Al parecer, consistía en bailar a su
alrededor tirando de las cintas.
—Así que Higuel es su nieto —comenté mientras
martilleaba—. No puedo decir que se le parezca mucho.
La anciana sonrió. Ella y Ceto estaban terminando de
coser flores amarillas a los lazos. El amarillo debía ser el
color protagonista durante aquella celebración, puesto que
iban a honrar al sol y toda la vida que provocaba. Por tanto,
era una fiesta dedicada a la diosa Xena. Vi el símbolo de
esta por todas partes, desde cuencos de comida hasta
mantitas de bebé y puños de camisas. Soles por todas
partes.
—Lo hace en el corazón, que es lo que importa. Es bueno,
tal vez demasiado, y su prioridad es su familia. Como la
abuela Sequana.
Calmé mi propio corazón y mis entrañas mientras
trabajaba con las merrows y las escuchaba parlotear. Me
convencí a mí misma, o al menos lo intenté con ahínco, de
que no podía hacerme responsable por los sentimientos de
Maddox. Le ocultaba muchas cosas, pero siempre había sido
sincera respecto a todo lo relacionado con el naidh nac. Y
después de saber lo que le deparaba a él…
Todo era absurdo.
Y desgarrador, de un modo que sentía que estaba siendo
dividida en dos. Era una locura. Y no querer que ocurriera,
por supuesto, no estaba sirviendo de nada.
¿Por qué rayos había decidido cabalgar con él?
¿Qué creía que iba a pasar?
—Queremos que los lazos no se caigan cuando la gente
tire de ellos —dijo Ceto—, no que partas el tronco en dos.
Detuve los martillazos. Sí, tal vez había empleado más
fuerza de la necesaria. En determinado momento pasó por
allí Maddox cargando con más mesas, barriles y sacos de lo
que parecía ser arroz. Nuestras miradas conectaron un
instante antes de que, con el pulso acelerado, retomara mi
tarea.
A primera hora de la tarde, Gwen me vino a buscar.
—Vamos, debemos prepararnos.
Me limpié las manos en los pantalones y fruncí el ceño.
—¿Prepararnos?
—¿Piensas asistir a Beltane así vestida? ¿Quieres que te
cumplan un deseo o que te maldigan durante tres años?
—Ah, no. He llevado suficientes vestidos aparatosos para
toda una vida.
—Este te va a gustar, te lo prometo. ¡Vamos!
Antes de seguirla, la mano fría y siempre húmeda de
Sequana me tomó del brazo para que me pusiera a su
altura. Igual que la vez anterior, cuando me exigió que
regresara.
—Sha’ha significa algo así como «mi último sueño» —
murmuró en voz baja—. Era la palabra que se utilizaba
antiguamente para expresar que habían encontrado a la
persona con la que querían pasar el resto de sus días.
Mi corazón se saltó un latido.
¿Por qué habían deducido allí que yo era eso para
Maddox? Lo había dicho Tante, y luego aquel niño, como si
se hubiera repartido por el pueblo. No sabían que era un
drakon, por lo que no sabían lo del naidh nac. E incluso de
saberlo… Un vínculo no nos convertía automáticamente en
pareja para toda la vida. No para mí, al menos.
La anciana me tironeó con suavidad de la trenza.
—Solo hay que ver cómo te mira, muchacha. Y su voz al
dirigirse a ti. Ah, para un merrow es como escuchar un
canto de devoción.
Todavía estaba tratando de procesar todo aquello cuando
Ceto, sentada al lado de su amiga, añadió:
—Y sliseag significa «rebanadora». Me encantaría saber
qué le hiciste para que decidiera ponerte ese mote.
Aturdida, no dudé en responderles.
—Le corté las dos piernas para que no pudiera
perseguirme.
Las risas estrepitosas y cantarinas de ambas merrows me
acompañaron mientras alcanzaba a Gwen.
S
entía las piernas débiles, inestables.
Me acerqué a la puerta con una mezcla de anhelo y
agonía. Por un instante deseé que se abriera por sí sola
y no tener que tomar ninguna clase de decisión más. De
todas maneras, como había dicho Sage, el naidh nac no se
trataba de elegir.
Me detuve cuando mis pies descalzos rozaron la madera
de la puerta. Él debió percibirme de alguna manera, porque
lo escuché suspirar con fuerza.
—Abre.
—No es buena idea.
Hubo una pausa cargada de cientos de cosas.
—¿Por qué has puesto la cerradura? ¿No te fías de mí? —
Parecía que se había atragantado con las palabras.
Y como me había ocurrido en muy contadas ocasiones,
sobre todo con él, decidí ser completamente sincera.
—No me fío de mí misma.
Su respuesta fue una mezcla de gemido de derrota y risa,
aunque sin una pizca de humor.
—Mierda, Alanna.
Apoyé la mano contra la madera y esbocé una sonrisa
irónica.
Al principio de todo, había estado convencida de que
podría luchar contra lo que fuera para no sucumbir al
vínculo. Contra mí misma y mis absurdos deseos y sueños,
contra aquellos lazos que nunca pedí y que, sin embargo, se
habían ido envolviendo poco a poco a mi alrededor, suaves
y reconfortantes. Como una prenda que se asentaba a la
perfección sobre la piel y prácticamente no sentías.
Enroscándose, acomodándose, haciéndome sentir bien.
Ahora sabía que había sido una estúpida. ¿Tendría fuerzas
para enfrentarme a aquello? ¿Para mantenerme firme?
¿Para…?
La voz de Maddox, suave y suplicante, rasgó mis
defensas más secretas.
—Por favor, sha’ha.
Gran parte de mi resistencia se esfumó. Todo mi cuerpo
se derrumbó contra la puerta, mi frente ardiendo rozó la fría
madera.
—No me llames así —gimoteé.
Maddox hizo una pausa.
—No lo volveré a hacer, si así lo deseas. Pero abre la
puerta. Déjame ayudarte. No me… —Se enredó en sus
propias palabras, como si le costara soltarlas—. No me
obligues a sentir tu sufrimiento durante toda la noche.
Mis dedos, como si tuvieran vida e intenciones propias,
revolotearon sobre la cerradura antes de que recuperara la
cordura y cerrara la mano en un puño. Otra oleada
devastadora me atravesó desde la coronilla hasta las
plantas de los pies, como si alguien me hubiera echado por
encima un balde lleno de magma.
Aquellas lenguas y chispas regresaron, envolviendo mis
muslos y el bajo vientre. Jadeé y apreté las piernas con
tanta fuerza que mis rodillas protestaron.
En respuesta, la puerta traqueteó. Escuché un gemido
ronco, masculino, y las bisagras de hierro gimieron bajo la
fuerza del drakon.
Me sentía loca de dolor, placer, frustración, deseo y odio
hacia mí misma y hacia todo.
—Podrías romper esta puerta y entrar por ti mismo en
cualquier momento, ¿verdad?
—No lo haré —fue la respuesta instantánea, tan densa
que supe que estaba apretando los dientes.
—Pero podrías.
—Tu voluntad siempre va primero. Siempre. Que jodan a
las diosas, que jodan a al puñetero Shirr, porque nadie me
obligará a olvidar eso. —Contuve el aliento, y la nebulosa de
electricidad que me envolvía se disipó un poco ante la
promesa en la voz de Maddox. Ante su resolución y fiereza,
a pesar de estar sufriendo el mismo tormento que yo—. El
día que te haga mía, no será bajo los términos de nadie más
que los nuestros. No habrá una pizca de duda o
remordimiento en ti, nada que te haga poner una cerradura
entre nosotros.
Aquella declaración me aturdió. Bajo toda la vorágine de
emociones que me gobernaban, se coló un sentimiento. No
se trataba de algo que un vínculo divino o las energías de
Beltane pudieran crear, era algo propio. Un cosquilleo en el
estómago.
Y lo que era peor, le creía. Desde que lo conocía, había
visto múltiples facetas en Maddox. Algunas de ellas seguían
sin gustarme del todo, como la manía que tenía de
buscarme las cosquillas o su falta de respeto por el espacio
personal. Sin embargo, a la hora de la verdad, él nunca me
había defraudado. E incluso cuando me mintió, tenía
razones de peso. Había mantenido lo que había dicho aquel
día en Robabo: «No te preocupes, no exigiré de ti más de lo
que estoy dispuesto a dar». Lo que en aquel entonces me
había parecido un insulto soterrado, una forma irónica y
endulzada de decirme que él también aborrecía el naidh
nac, ahora tenía un significado completamente distinto.
¿Lo había sabido Maddox en aquel entonces?
¿Había sido una promesa, en lugar de un rechazo?
Dejé que mis dedos se posaran sobre la cerradura. El
hierro chirrió de la manera más leve, tanto que un oído
humano no habría podido percibirlo. ¿El oído de un drakon?
Prácticamente pude sentir cómo él contenía el aliento, cómo
apoyaba las manos en el marco de piedra y dejaba caer la
cabeza hacia delante, vencido.
—Pareces muy convencido de que ese día llegará —
murmuré—. Que es algo que acabará ocurriendo sí o sí.
Él solo tardó décimas de segundo en responder, como si
no tuviera que pensárselo.
—Porque así es. Con o sin vínculo, nunca sería tan idiota
como para dejar escapar a una chica como tú. Diosas,
Alanna, si me puse duro como una piedra solo por luchar
contra ti en el castillo.
—¿Qué te hace pensar…?
Me interrumpió.
—No lo hagas. Hoy no me apetece jugar a que yo soy el
tonto que va por todas partes babeando por ti y tú no
sientes absolutamente nada.
¿Había una gota de abatimiento en sus palabras?
Tal vez me estaba desquiciando por culpa de aquel
vínculo e interpretando más de lo que debería. En cualquier
caso, solo se hizo más evidente todavía que Sage tenía
razón y yo no era la única víctima en todo aquello.
De pronto, tomé una resolución. Una de la que sabía que
no me arrepentiría, pero que sabía que tendría
consecuencias. Cuáles serían, eso estaba por ver, pero al
diablo. A veces incluso yo me cansaba de luchar.
Descorrí la cerradura en dos movimientos secos y luego
abrí la puerta con decisión. Supe que había tomado a
Maddox por sorpresa por la forma en que sus ojos rasgados
se ampliaron y sus labios se entreabrieron.
Tal y como había imaginado, estaba apoyado en la piedra
sobre la puerta y en aquella posición sus hombros parecían
mucho más amplios. Solo llevaba puesta una camisa negra
de cuello abierto, arremangada hasta los codos, y unos
pantalones oscuros. Iba descalzo.
Me recordó al primer sueño, el de la playa en Dagarth.
Puede que así fuera como vestía en la intimidad.
No pienses en él en su dormitorio, gritó mi mente, pero
ya era tarde. Una imagen decadente parpadeó ante mí, una
en la que Maddox no llevaba nada excepto una ligera
sábana negra que le cubría la pelvis. Acostado bocarriba,
con las alas acomodadas y ocupando casi todo el espacio,
extendió una mano hacia mí como una invitación oscura.
Mierda, ¿por qué lo había imaginado con las alas?
Otra oleada llegó. La peor hasta el momento. Tuve que
aferrarme con fuerza a la puerta para no desplomarme, la
energía caliente enroscándose en todas partes; en mis
pechos, que sentía más pesados que nunca; en el vientre,
donde parecía estarse gestando una fiesta de cosquillas
diabólicas; y entre las malditas piernas, convirtiendo la
necesidad en una tortura.
Diosas, si supiera cómo detener aquello.
Maddox debía de estar pasando por algo similar, porque
las venas de sus manos y brazos se hincharon por la fuerza
con que aferraba la piedra.
Cuando pude volver a hablar sin miedo a gemir, farfullé:
—Nunca te he visto babear, ni por mí ni por nadie.
Él todavía tenía los ojos cerrados con fuerza, pero sus
labios esbozaron una de sus sonrisillas.
—A lo mejor no estabas prestando atención.
—Y nunca he dicho que no sintiera absolutamente nada.
Hubo una pausa, justo lo que él necesitó para asimilar
mis palabras. Su amplio pecho subía y bajaba en
respiraciones pesadas y, cuando abrió los ojos y me miró,
sentí como si de pronto fuera de día y el sol se
desparramara por la habitación.
Había una última defensa, algo así como una muralla en
mi interior, que no podía permitirme perder. Incluso con
aquella puerta abierta y aquellos ojos consumiéndome,
como si ya estuviera imaginando todo lo que quería
hacerme, tenía que dejar algo claro o perdería mucho más
que el orgullo aquella noche.
—Sigo sin querer este vínculo —proclamé.
Él no se movió en el sitio, apenas parpadeó.
—Lo entiendo.
Aspiré aire, temblorosa.
¿Lo entiende? ¿Por qué no dice «yo tampoco» para que
sea equitativo?
—Y creo que hablo por los dos cuando digo que, si
pudiéramos, aliviaríamos esta… esta…
—¿Picazón? —me ayudó, sus ojos brillando.
—Tortura, era la palabra que estaba buscando. La
aliviaríamos de cualquier otra manera, incluso con cualquier
otra persona.
Supe que había dicho algo equivocado por el cambio sutil
en la atmósfera. Todavía con los brazos en alto, inclinó la
cabeza hacia un lado, como un depredador examinando a
su presa, y de pronto el aire comenzó a volverse mucho más
denso, mucho más difícil de aspirar. Estaba cargado de algo
más que la energía de aquel vínculo. Algo que olía
poderosamente a carbón.
—Te he dicho que me pones duro y que babeo por ti, ¿y
crees que buscaría a alguien más para saciar mi deseo? Más
interesante aún… —Bajó los brazos y dio un paso hacia el
interior de la habitación—. ¿De veras crees que permitiría
que tú buscaras a otra persona que te aliviara?
Al estar más cerca, me di cuenta de la forma en que sus
ojos estaban intentando cambiar. Fluctuaban de una
manera casi hipnótica. La sangre de dragón en su interior
estaba tratando de imponerse, luchando una batalla de
voluntades con los encantamientos.
Pero eso no era suficiente para que sintiera inquietud, no,
eso desde luego. Si acaso, la parte más cruda de Maddox
conectó conmigo de una forma descabellada. Me calmó, en
lugar de preocuparme.
Las comisuras de mis labios se estiraron casi por inercia.
—No sabía que necesitara tu permiso.
Me contempló durante unos instantes antes de que otra
sonrisa de su propio arsenal surcara su apuesto rostro. Me
obligué a no demostrar cuánto me afectaba la visión de sus
dientes, esos colmillos que en lugar de aterradores me
parecían demasiado atractivos, o cómo, cuando cerró la
puerta tras él, volviendo a poner la cerradura en su lugar,
mi corazón tartamudeó.
—Entonces me alegro de haber venido en el momento
justo. —Volvió a encararme y, paso a paso, comenzó a
acercarse—. Así podré dejar unas cuantas cosas claras y
evitar una tragedia.
No me di cuenta de que estaba retrocediendo hasta que
la parte baja de mi espalda chocó contra el escritorio.
Escuché algo pesado caer, tal vez el candelero. Me interesó
poco la posibilidad de provocar un incendio, la verdad. Nada
era más importante que Maddox acechándome, su hipnótica
mirada fija en mí como si tampoco fuera capaz de prestar
atención a nada más.
Tragué saliva y tanteé hacia atrás con las manos,
buscando asidero. Por la humedad fría que encontré, supe
que había derramado el tintero.
—¿Qué tragedia?
—Tener que hacerme cargo del pobre tipo que se
atreviera a tocarte.
Se plantó delante de mí, sus pies rodeando los míos. Pasó
las manos junto a mis hombros y las apoyó también en el
escritorio. Me encerró con calma y, a pesar de no estar
tocándome en ningún punto todavía, sentía por todas partes
el calor que desprendía su cuerpo. Y su olor…
—¿Estás amenazando de muerte a cualquiera que yo
eligiera? ¿Dónde quedó eso de que mi voluntad siempre va
primero?
Soltó una risa baja, ronca, un sonido lleno de humo y
ascuas. Inclinó el rostro hacia mí, y me negué a retroceder
una sola pulgada. Nuestras narices se rozaron, tentativas, y
pude sentir su aliento sobre los labios. Él se movió hacia un
lado y entreabrí la boca, expectante.
Sentí su respiración en el cuello, justo bajo la oreja.
—Quizá debería haber sido más concreto desde un
principio. Yacerás conmigo cuando así lo desees, ni antes ni
después. —Su voz grave consiguió que se me enroscaran
los dedos de los pies—. Siempre tendrás la primera y la
última palabra en lo referente a mí. Te ayudaré a pasar a
través de lo que nos traiga este vínculo, sea indeseable o
no, porque soy un completo idiota y estoy a tus pies. Pero
no dejaré que otro se lleve lo que la naturaleza ha reservado
para mí porque la bestia que habita en mi interior jamás lo
permitiría.
—Eso suena… primitivo. —No quería sonar sin aliento,
pero, ¿cómo evitarlo?
—Lo sé. Créeme que lo sé, llevo luchando contra ello
bastante tiempo. —Aquella vez su risa sonó amarga—. Sabía
que te espantaría si acudía a ti y mostraba este lado. Pero
esto… Esto también soy yo. Los instintos drakon…
Parecía querer decir más, mucho más, pero se contuvo.
Una parte secreta de mí, muy en mi interior, quería
animarlo a continuar. Escuchar todo acerca de él, de su
raza, de cómo lo afectaba, qué parte de todo ello estaba
relacionada conmigo. Sin embargo, no lo hice. Por supuesto
que no.
Supe que venía otra oleada porque toda mi piel se erizó
de golpe, haciéndome jadear. Tomé aire con brusquedad
cuando el fuego volvió a atacarme, y mis pechos le rozaron.
Él separó el rostro de mi cuello y nos miramos. Una
mezcolanza de castaño y dorado contra violeta. El alma de
un poderoso dragón contra los restos de un linaje maldito.
Mis manos temblorosas resbalaron en la tinta y toparon
con los dedos de Maddox. En lugar de evitar el contacto, le
recorrí la muñeca con el pulgar.
—Creo que ninguno de los dos tenemos la culpa de lo que
nos está ocurriendo —susurré—. Y hasta que esta necesidad
pase, acepto tus primitivos términos. Con una condición.
—Lo que sea —gruñó él.
—Debe ser recíproco. No exijas de mí más de lo que estás
dispuesto a dar. ¿Recuerdas?
Por un instante, juraría que sus ojos brillaron incluso más,
como si hubiera comprendido exactamente lo que había
querido decirle.
—Hecho.
Un latido después, sus labios estaban sobre los míos. Sus
caderas se arrimaron, empujándome todavía más contra el
escritorio. Por la forma en que su boca encajó con la mía,
me dio la sensación de que solo estábamos retomando lo
que habíamos empezado semanas atrás. Que todo ese
tiempo entremedias no había sido una forma estúpida de
torturarnos y que aquello iba a acabar sucediendo sí o sí,
como él había dicho.
Se reclinó contra mí de tal forma que acabé con la cabeza
apoyada en la pared. Sus grandes manos se aferraron a mis
caderas, tirando del vestido, clavando los dedos justo allí,
en el inicio de mi trasero. Tiró de mí hacia él y abrí las
piernas sin dudar, dejando que se introdujera en medio y
que levantara la falda del vestido con él. Su erección, dura e
innegable, se presionó contra mí y puede que derramara un
gemido en su boca.
Deslicé las manos por su mandíbula, manchándola de
tinta a mi paso, mientras él invadía mi boca como un
conquistador, como alguien que no tiene ninguna duda de lo
que está haciendo porque lleva demasiado tiempo
deseándolo. Apenas podía creer cómo respondía a la más
mínima de mis caricias, cómo sus hombros se tensaban, la
piel del cuello se le erizaba. Su mano ascendió por mi muslo
desnudo, subiendo más y más el vestido. Se derramaron
toda clase de escalofríos por mis hombros y espalda. En
aquel momento no era la niña nacida con una desgracia, no
era aquella a quien ni su propia madre había podido querer
por lo que realmente era. No me sentía sola, ni culpable, ni
gobernada por titiriteros superiores a mí.
Solo era yo, con Maddox, y la sensación de nosotros dos
juntos era…
Con un último beso profundo, su boca se deslizó hacia un
lado, dejando un rastro de placer sobre mis mejillas. Cuando
capturó el lóbulo de mi oreja entre los dientes, sentí que las
piernas me temblaban incluso a pesar de estar sentada.
—He imaginado este momento cientos de veces —
murmuró—, e incluso así resultas ser mucho más receptiva
y sensible. Eso me hace pensar en toda clase de
perversiones, ¿entiendes? Tantas que debería
avergonzarme.
Poco a poco, como tanteando el terreno, sus dedos iban
subiendo por mi muslo. El pulgar rozó exactamente el
mismo punto que aquel día en palacio, y fue como si mi piel
tuviera memoria y ambas caricias se sumaran la una a la
otra. Se me escapó un suspiro trémulo y, casi sin querer, lo
aferré por la nuca y tiré de él.
Con una risa baja, tocó el borde de mi ropa interior. Yo
misma había estado ahí minutos atrás. Él había estado ahí,
si el dichoso puente que creaban los nudos también
permitía obtener sensaciones, además de sonidos.
—Me pregunto qué es lo que voy a encontrar cuando te
toque aquí —dijo, trazando el borde de la tela de arriba
hacia abajo. Estaba tan, tan cerca… El siguiente escalofrío
que me recorrió fue como un relámpago, tan poderoso que
brinqué entre sus brazos y, de pronto, sus dedos estaban
justo ahí, justo donde más los necesitaba—. Mierda, se
supone que debo ir despacio. Se supone…
Mientras murmuraba idioteces para sí mismo, apartó mi
ropa interior a un lado y me acarició por primera vez sin
nada que se interpusiera. La sensación de sus dedos, casi
tan calientes como yo misma, deslizándose por mi
abertura… Nada se comparaba a eso. Nada.
—Diosas, Alanna, estás muy húmeda. Dime que no te has
paseado así por el pueblo —masculló con voz ronca—. Dime
que no lo estabas cuando te has encontrado con Óberon y
su panda.
No dejaba de explorar mis partes más íntimas mientras
hablaba, sus dedos tejiendo una serie de sensaciones que
hacían que clavara las rodillas con fuerza en sus caderas.
Me arrancó varios sonidos que no sabía que era capaz de
hacer, y cuando una luz casi blanquecina explotó detrás de
mis ojos, lo aferré de la muñeca para detener sus
movimientos.
—Te preguntas cosas muy obvias e incorrectas —susurré
jadeante—. ¿Quieres saber cuándo fue la última vez que
estuve así de húmeda?
Me observó casi con dureza, aunque yo sabía que todo lo
que había en él era ardor y anhelo contenidos. Si estaba
sintiendo tan solo la mitad del ansia que yo, era todo un
milagro que todavía estuviéramos sobre la mesa.
—No. Sí. No. Joder.
Cerró los ojos ante su propia indecisión y yo decidí que
iba a añadir a mis escasas aficiones la de confundir a
Maddox con frases subidas de tono. Clavé un poco las uñas
en el nacimiento de su pelo y me acerqué a su oído.
—En palacio, cuando me dejaste la nota dentro del
vestido.
Masculló una maldición que jamás le había escuchado y
enterró la cabeza en mi cuello. Y casi a modo de castigo,
hizo dos cosas a la vez que me dejaron con el corazón
martillando: me mordió justo en la curva en la que el cuello
y el hombro se unen, y deslizó un dedo en mi interior. Entró
con facilidad, con decisión, y todos mis músculos internos se
aferraron a él como si les fuera la vida en ello. Solté su
muñeca y me colgué de sus hombros, perdida, maravillada.
—Claro, también tenías que estar así de apretada —se
quejó.
Entonces su dedo salió con lentitud, casi luchando contra
mi propio deseo de seguir teniéndolo dentro. Acarició los
labios exteriores un segundo, una tentativa, y volvió a
entrar, y mi piel se sentía como si estuviera en llamas,
como si todo fuera demasiado y muy poco a la vez. Sus
movimientos se hicieron constantes, firmes, un ritmo que
hizo imposible que dejara de temblar.
—¿Quieres mostrarme cómo te gusta exactamente? —
preguntó, sin dejar de embestir con la mano—. Dímelo.
Enséñame.
¿Hablar? ¿Ahora? ¿Era tonto?
—Vas… vas bien —conseguí farfullar.
Su sonrisa jactanciosa estuvo a punto de destruirme,
provocando en mí una mezcla de necesidad absoluta y
ganas de aporrearle. Sin embargo, cuando su pulgar
encontró el nudo de nervios y empezó a prestarle atención,
ni siquiera podía decir que todavía estuviera en la mesa.
Estaba encaramada a él, no podía estarme quieta, e intenté
seguir su ritmo, aumentarlo, levantando mis propias
caderas. Sin embargo, él parecía tener otros planes.
Con una última caricia, alejó sus dedos de mí y me sentí
automáticamente vacía. Sabía que solo había estado
utilizando un dedo, y aun así mi interior parecía exigir a
gritos que regresara. Ya nada se sentía igual. ¿Qué pasaría
si…?
Cualquier pregunta, duda o pensamiento racional
desapareció de mi mente cuando vi cómo caía de rodillas
delante de mí. Era tan alto que eso no suponía ningún
problema incluso conmigo subida al escritorio, pero pensé
que el corazón se me iba a escapar por la boca cuando sus
manos se apropiaron de mi trasero y tiró de mí hasta que
estuve en el mismísimo filo. Hasta que lo que él había
estado tocando y provocando quedó a pocos centímetros de
su rostro.
La inercia me hizo intentar cerrar las piernas, pero debía
tenerlo previsto porque me rodeó las rodillas con las manos
y me frenó con suavidad. No llevaba ninguna clase de
medias ni enaguas y toda la falda se había acumulado en
mis caderas. Fue entonces cuando me di cuenta de que el
vestido estaba echado a perder, con lamparones de tinta
por todas partes, y que mi piel tenía huellas negras allí
donde él me había tocado.
En lugar de disgustarme, como seguro que le habría
ocurrido a una muchacha normal, el torbellino de
sensaciones me sacudió con más fuerza. Pensé que mi
cuerpo estaba contando una historia, como los libros que
tanto me gustaban.
Los ojos de Maddox me estaban acechando como si
tuviera toda clase de ideas pasando por su cabeza y no
supiera cuál escoger primero.
—¿Qué haces? —grazné.
No era tonta, había oído hablar de aquella clase de
prácticas, pero nunca las había experimentado. Estaba
empezando a darme cuenta de que muy probablemente mi
experiencia en Galsnan se quedaba cortísima. Hasta
entonces pensaba que lo que había descubierto era
suficiente, estaba muy satisfecha conmigo misma cuan-
do me deshice de la aparatosa virginidad y, por así decirlo,
cumplí algo de la lista de cosas que se suponía que no debía
hacer.
Ahora descubría que había sido una ilusa y que había
mucho más en el horizonte de lo que me había molestado
en explorar.
Sin dejar de observarme allí abajo, Maddox inclinó la
cabeza hacia un lado y me estremecí entera. Tuvo que
emplear verdadera fuerza contra mis piernas para
mantenerlas en su sitio.
—No quiero salir de esta habitación sin hacer un par de
cosas —dijo. Si antes su voz había sido ronca, ahora era casi
gutural—. Esta es una.
Y acto seguido, posó su boca allí. Arqueé la espalda por
completo debido a la intensa sensación, mis manos errantes
buscando dónde sostenerme, lo que me llenó los dedos de
más tinta hasta que encontré el borde de la mesa. Su
lengua era caliente y húmeda cuando recorrió mis pliegues;
y yo cedí por completo. Aflojé la presión en las piernas, con
lo cual quedaron apoyadas en sus hombros, y entonces él
pudo dedicarse por completo a rendirme pleitesía. No había
otra forma de describirlo. La manera en que me besó ahí,
los gruñidos satisfechos que salían de su garganta, nuestros
olores, la callosidad de sus manos en mi piel… Todo me
invadió, y no tuve ni una sola queja.
Por fin, empecé a vislumbrar el final de aquella espiral de
calor denso y apretado. Sin darme cuenta, balanceé las
caderas contra su rostro, en busca de más. Un gemido
ahogado se escapó de mis labios.
—Muy bien, sliseag —murmuró con aprobación. Justo
entonces, su dedo regresó a mi interior y mi pulso se alocó
por completo—. Joder, esto es… Eres gloriosa, ¿sabes?
Cómo me aprietas, lo blanda y mojada que estás… —
Aquella tensión palpitante subió y subió, y no pude hacer
otra cosa excepto jadear y suplicar—. Ah, no. Si vas a
correrte, lo harás en mi boca.
Sin dejar de mover el dedo, su boca se cerró sobre mi
clítoris y juraría que la posada al completo se sacudió y que
Tante se iba a endeudar por las reformas que tendría que
hacer después de aquello. La espiral de placer al fin se
desató, y fue como si toda la tirantez en mi cuerpo, todo lo
que me había mantenido erguida y fuerte, se esfumara.
Oleada tras oleada, creo que mascullé una serie de
incoherencias entre las que se encontraba su nombre. Y
mientras los últimos estremecimientos me destrozaban y él
lamía todas las pruebas del placer que me acababa de dar,
enredé los dedos en su cabello y tiré hacia arriba.
Obediente, vino hacia mi boca y me besó como si todavía
estuviera muy hambriento, a pesar del festín que se
acababa de dar. Saborearme a mí misma en él fue más
poderoso que un afrodisiaco. Extraño, pero adictivo. Pude
entenderle e hizo que me preguntara si él sabría igual de
bien. Hizo que tuviera ganas de comprobar por mí misma si
podía dejar su mente y su cuerpo hecho un caos como él
había hecho conmigo.
Noté su erección contra el muslo y deslicé una mano
hacia allí. Al acariciarlo por encima del pantalón, la
curiosidad fue ganando fuerza. Era más grande de lo que
esperaba, y eso que todavía no lo había visto.
Con un gemido atormentado, Maddox abandonó mis
labios.
—Si haces eso, va a ser muy difícil que me concentre en
la otra cosa que quiero hacer.
Todavía no había recuperado el resuello y mi respiración
volvió a entrecortarse. Sí, había hablado de dos cosas. Pero
a no ser que su miembro estuviera involucrado, mi atontada
mente no era capaz de imaginar de qué podría tratarse.
—¿Y qué…? ¿Qué es?
—Esto.
Su mano tironeó de la pañoleta amarilla que todavía
estaba sobre mi pecho, sacándola del vestido y lanzándola
lejos. El aire chocó contra mi piel, sudada y sensible, e hizo
que el vello de los brazos se me pusiera de punta. Se inclinó
hacia mí, su cabello rozándome las mejillas y luego el
cuello, y entonces…
Depositó un beso suave, apenas un aleteo sobre mi piel,
en un extremo de los nudos. Me estremecí por razones muy
distintas a las anteriores. Los restos del clímax aún no
habían abandonado mi cuerpo del todo, y de repente sentí
que podría alcanzar otra cima diferente. Una que hacía que
mi garganta se sintiera obstruida y que mi estómago se
llenara de cosquillas. Que todo aquello tomara un cariz que
no tenía solo que ver con la atracción física y el deseo.
Eres una ilusa si crees que esto ha sido solo físico alguna
vez .
Maddox recorrió los nudos a besos con calma, su
respiración flotando contra mi clavícula, sus manos
tomando mi cintura con suavidad.
—No sabes lo que me hace ver esto en tu piel —susurró
—. La cantidad de pensamientos primitivos y deleznables
que tengo por que esta marca te haga mía. La bestia que
hay en mí…
Se detuvo, no sabía si porque se había dado cuenta de
que estaba hablando más de la cuenta y creía que aquella
parte de sí mismo, como él había dicho, me asustaría. No lo
hacía. Oh, diosas, claro que no lo hacía. ¿Una bestia en él?
Eso solo me hizo pensar en la oscuridad, a quien mi madre
siempre había llamado «monstruo». No podía decírselo de
ninguna de las maneras, pero…
De pronto sus dedos se enredaron en las tiras del vestido
y las deslizaron por mis hombros hacia abajo. Con solo dos
pequeños tirones, la ropa cayó y mis pechos quedaron al
aire. Excepto por toda la tela acumulada en las caderas,
estaba completamente desnuda.
El sonido retumbante que salió de su pecho resonó por
toda la habitación.
—Por las estrellas sagradas —gruñó—. Eres…
Me rozó la parte inferior de uno de los pechos, pero yo lo
empujé para apartarlo un poco. Me acompañó en el
movimiento sin dudar, buscando mi mirada al instante.
—¿Qué? ¿Qué ocurre, sliseag?
—Que yo estoy muy poco vestida y tú demasiado.
Una sonrisa lenta, llena de sensualidad y sombras, se
deslizó por su rostro.
—Bueno, ojalá ese sea el mayor problema esta noche.
Sus dedos empezaron a destrenzar la camisa, pero, una
vez más, lo detuve.
—Quiero hacerlo yo.
Sus ojos centellearon, la chispa del ámbar queriendo
surgir. Era increíble que los encantamientos no hubieran
saltado ya por los aires.
—Soy todo tuyo.
No intenté disimular el pulso inestable, hubiera sido
absurdo. A aquellas alturas me temblaban hasta las
pestañas. Cuando sus nudos quedaron a la vista y pude
verlos bien (sin sentirme horrible por ello por primera vez),
vi que eran muy parecidos a los míos. Si los examinaba en
profundidad, tal vez descubriera que eran idénticos. Lo
ayudé a terminar de quitarse la camisa por encima de la
cabeza abrumada por la cantidad de músculos y piel dura y
morena que dejó a la vista.
Cuando la camisa cayó al suelo, tomé una bocanada de
aire. Él era… Extraordinario. No solo tenía el cuerpo de un
guerrero, sino el de un guerrero drakon. Tan alto y ancho
que no sabía ni por dónde empezar.
O sí. En realidad, sí. Con cuidado, posé los dedos justo
debajo de los nudos. Él había dicho que se suponía que el
patrón se asemejaba a los dibujos de las escamas de los
dragones. Recorrí una de las espirales con la punta del
dedo, asombrada por como sus músculos se tensaron.
Recordé algo.
—En los primeros días en el castillo, tuve un sueño muy
extraño. Me pregunto cuánto de aquello fue real.
—Lo fue —confirmó con voz ronca, intensa—. Sin saberlo,
me ayudaste a pasar por el trance de absorber y soportar
los encantamientos de Pwyl. Sin ti, es probable que me
hubiera vuelto loco por la agonía.
—Pero no fue a ti a quien vi. Era un dragón. —Lo
recordaba todo con meridiana claridad; el bosque, el
tamaño colosal del dragón, su aliento lleno de azufre—. Un
dragón inmenso, de escamas negras.
Las manos de Maddox, negras por la tinta como las mías,
se movieron con parsimonia por mis muslos desnudos.
—Era yo. Él vive en mí. Todos los drakons tenemos una
bestia dentro. No somos capaces de transformarnos en un
dragón completo como Shirr o Los Nueve, pero están ahí,
con nosotros, desde que nacemos.
Intenté imaginarme aquello, vivir con la conciencia de
que nunca estás solo, y no me costó demasiado.
—Lo sientes en tu interior, pero ¿has podido verlo alguna
vez? —Sus dedos se detuvieron un instante, y luego negó
con la cabeza—. Pues que sepas que es magnífico.
A pesar de que sus ojos se habían oscurecido un poco,
esbozó una leve sonrisa.
—Sabes que al llamarlo magnífico a él, me lo llamas a mí,
¿no?
Sonreí.
—Para eso va a ser necesario que te quites los pantalones
también. Y ya veremos.
De pronto él se quedó muy quieto, observándome como
si nunca hubiera visto nada igual.
—No hagas eso, maldita sea. —Cerró los ojos mientras se
llevaba las manos a la cinturilla del pantalón—. Cuando
sonríes así, juro que haría cualquier cosa que me pidieras.
Cada parte de mí que había sido estimulada y adorada
reaccionó a sus palabras con alegría. El alboroto en mi
interior se tradujo en una clara dificultad para tragar saliva.
Aun así, enrosqué los tobillos en sus piernas y lo acerqué
todavía más.
—¿Cualquier cosa?
—Cualquiera —afirmó con rotundidad justo cuando
deslizaba el cinturón fuera de su sitio—. ¿Y sabes por qué lo
sé? Porque sea lo que sea lo que pase por esa cabecita, yo
ya he estado ahí cientos de veces.
Su forma de mirarme hizo que no me atreviera a dudar
de sus palabras. Y lo supe. Supe que daba igual lo que mi
cuerpo o mi mente quisieran, él me lo daría porque estaba
ahí, conmigo, a la par, ambos presos del mismo deseo
arrollador. Nada sería demasiado, nunca habría nada por lo
que avergonzarse.
Y cuando se bajó los pantalones y su miembro apareció,
supe que estábamos en problemas. Porque imaginé
muchas, muchas cosas.
CAPÍTULO 40
Si deseas experimentar una exaltación ciega y arrolladora
monta sobre un dragón.
En su lomo, me refiero.
Anotación del héroe Fionn en el libro prohibido
Sobre el pueblo drakon
L
o miré con una mezcla de avidez y curiosidad. En mis
encuentros en graneros a oscuras, había poco que se
pudiera observar con claridad. Y aunque palpé e intuía
muchas cosas gracias a ciertas experiencias en mis trabajos
ilícitos en Reims, también conocida como la capital del
placer de Hibernia, nada se comparaba a ver a un hombre
desnudo en su totalidad.
Tampoco creía que Maddox fuera una referencia
adecuada para todo el género masculino, la verdad.
—Si vas a mirarme así, será mejor que nos pongamos
cómodos.
Me tomó en brazos y me llevó a la cama. Mi piel sufrió
toda clase de cortocircuitos y sensaciones al entrar en
contacto con la suya. Me depositó sobre la colcha y luego se
encargó de quitarme el embrollo de telas amarillas y negras
que era el vestido, que acabó en el suelo. Se quedó a los
pies de la cama mirándome allí tendida, desnuda, y creo
que por un instante su mirada se opacó como si se alejara,
como si la visión que tenía ante él fuera demasiado que
asimilar.
Y yo creía que no había nada más atractivo que él.
Entonces plantó las manos en el colchón y se arrastró sobre
mí.
—Esto sí que es un sueño —murmuró.
Acuné su rostro con las manos y lo atraje para besarlo.
Tenerlo cerca era todo lo que me preocupaba, sentir su
peso, su calor, todo era embriagador e intenso. El profundo
roce de su lengua resbalando contra la mía desbocó mi
corazón, y poco a poco, beso a beso, empecé a sentir que
todo volvía a enroscarse en mi interior. Como si lo de antes
no hubiera existido; mi cuerpo exigía más. Más de Maddox,
de sus manos, de todo lo que me hacía sentir. Tal vez lo
había murmurado en lugar de solo pensarlo, porque su
mano se cerró sobre uno de mis pechos y masajeó un pezón
con el pulgar, estimulándolo.
Se me escapó un gemido suave, sin aliento, ansiosa por
más.
Doblé una rodilla y la empujé contra su cadera. Su
miembro presionaba contra mi pierna y la verdad era que yo
quería tenerlo más a la izquierda, justo en…
Su boca se apartó con un gruñido.
—De acuerdo, creo que es momento de… Diosas, sliseag,
dame un segundo —dijo huyendo de mis intentos por
acercarlo. Se sentó sobre los talones allí, entre mis piernas
abiertas, con toda la prueba de su deseo apuntando
directamente al lugar en el que yo lo anhelaba. ¿Qué más
pistas necesitaba?—. Tenemos que hablar.
Intenté fulminarlo con la mirada, pero me fue muy difícil.
Él estaba siendo difícil, cuando todo era sencillo.
—¿Hablar? ¿Estás seguro?
Balanceé las caderas y rocé por un efímero instante la
punta de su miembro, lo que hizo que siseara y su mirada
cayera una vez más. Al relamerse los labios, como si
estuviera evocando mi sabor o preparándose para algo
mejor, descubrí que entre el deseo y el dolor apenas había
una fina línea.
—No. Sí —rectificó con rapidez—. Es importante, lo juro
por la Tríada.
Debía de serlo, si se detenía de aquella manera. Me erguí
sobre los codos, sus ojos no perdieron ni un solo movimiento
de mis pechos.
—Bueno, como al parecer no tengo nada mejor que
hacer… Te escucho.
Esbozó una sonrisa oscura ante la burla.
—Me lo agradecerás, créeme. Esto… —Sus manos se
apropiaron de mis muslos abiertos, aplastándolos aún más
contra la colcha y exponiéndome a él. Había una expresión
casi desquiciada en su rostro cuando movió las caderas
hacia delante y su miembro se deslizó por mis pliegues. Los
dos gemimos al mismo tiempo, yo sintiendo que cada
centímetro de mi cuerpo se dilataba—. Si hago esto… Si lo
hago estaremos más unidos, ¿entiendes? Joder, me
encantaría poder contarte más cosas, pero tú… —Clavó una
mano en el colchón mientras tomaba mi rostro con la otra,
obligándome a mirarlo. A contemplar su deseo, su desazón,
su avidez completa—. Alanna, hay varios pasos para sellar
el vínculo del naidh nac. Nosotros ya dimos el primero al
besarnos. El segundo es esto. —Empujó contra mí y volvió a
resbalar de arriba abajo, presionando mi clítoris y
haciéndome jadear—. Que entre en ti. Que nos volvamos
uno solo.
Eso era…
Sí, eso se merecía una pausa para hablar, debía
reconocerlo.
A todo lo que estaba sintiendo, a toda aquella batalla de
emociones e instintos, se sumó la incertidumbre. Quería
hacerlo. Era probable que no hubiera querido nada para mí
misma, solo para mí, tanto como a él. Nunca se me había
permitido, todo lo que había anhelado siempre había
quedado en un segundo plano. La supervivencia y la
seguridad de mi hermana siempre habían estado primero.
—Cualquier cosa que decidas estará bien —dijo él.
Observándome con tanto ímpetu era imposible que no viera
parte de mi conflicto interno—. Incluso si quieres que nos
detengamos en este preciso instante. Si eso es lo que
deseas, eso es lo que pasará. Solo quiero que hagas aquello
con lo que te sientas cómoda, ¿de acuerdo?
Le escuché, claro, pero también estaba escuchando a mi
cuerpo y lo segurísimo que estaba de lo bien que él se iba a
sentir en mi interior.
De lo mucho que eso me cambiaría.
Tal vez para siempre.
Noté una caricia en la mejilla.
—¿De acuerdo, sliseag?
—Sí. Yo… Creo que no estoy preparada.
Sabía que debería haber sido más contundente, más
asertiva. «No estoy preparada» solo parecía algo temporal,
no un rechazo completo.
No hubo ni un solo gesto de molestia en él, ni siquiera un
parpadeo que indicara que estaba negándole algo que los
dos deseábamos abiertamente. Al contrario, se acercó para
besarme con tanta suavidad que sentí que todo el revoltijo
de nervios en mi estómago podría convertirse en lágrimas.
Cuando se separó, balbuceé:
—Pero eso no significa que quiera parar. Es decir… Yo…
Soltando una risa baja que a mí me sonó despiadada, sus
caderas volvieron a balancearse. La erección seguía ahí,
preparada para lo que yo quisiera.
—Lo sé. Y tengo una idea. ¿Confías en mí?
No dudé en asentir. Nos recostamos y él me abrazó por la
espalda, presionando su pecho contra mí, sus caderas
acomodándose en mi trasero. La sensación fue intrigante.
Tal y como sospechaba, no sabía nada del sexo. Y aquella
posición en la que no podía verle pero sí sentirle, me
provocó una oleada de placer perversa.
Uno de sus brazos acabó debajo de mí, enroscado de tal
manera que me sujetaba al mismo tiempo que tenía acceso
a mis pechos. La otra mano aterrizó sobre mi cadera.
Sus labios y nariz se deslizaron por mi nuca y cuello,
expuestos y vulnerables. Luego bajó un poco más, hacia las
cicatrices. Se me escapó un suspiro cuando noté cómo me
daba un beso allí y aspiraba aire en profundidad.
—Océano y fresno —musitó—. Llevo tu aroma conmigo
desde el día en que te cogí en brazos en Robabo.
Yo también había captado su olor entonces y me había
resultado cautivador; madera fresca y fuego. A aquellas
alturas la habitación estaba saturada con la mezcla de
ambos, algo que solo podía determinarse como pecaminoso.
La mano en mi cadera desapareció, y un segundo más
tarde noté algo duro y caliente que se introducía entre mis
nalgas. Me estremecí de la cabeza a los pies, tensa, hasta
que noté su mano colándose entre mis piernas.
—Si te abres para mí, te prometo que se sentirá muy
bien.
Lo hice. Levanté un poco la pierna y entonces su miembro
encontró mis pliegues desde atrás. Me acarició con él como
lo había hecho antes, solo que ahora no podía verlo. Y
aunque la punta jugueteaba con la entrada cada vez que
pasaba, no hizo ningún amago por atravesar esa barrera.
Con cada embestida y retirada, fui comprendiendo aquello,
fui amoldándome más y más a él, hasta que no hubo ni un
resquicio entre nuestros cuerpos sudorosos. Entonces, la
punta comenzó a chocar contra mi clítoris cada una de las
veces.
—Por las tres diosas —jadeé.
—Sí, a eso me refería.
Sus dedos juguetearon con mis pezones y, aunque
sonaba muy satisfecho consigo mismo, me fijé en lo rápida
y superficial que se había vuelto su respiración. Iba al
compás con la mía y sonaba como una canción incendiaria.
No aguantaría mucho más así, no con todos esos
estímulos al mismo tiempo. Y cuando intenté bajar una
mano, me lo impidió.
—No es justo. Yo también quiero tocarte.
—Tal vez en otra ocasión —replicó con aspereza—.
Necesito mantener todo el control que pueda.
¿Lo decía por los encantamientos? ¿Porque si era él quien
recibía todas aquellas caricias y provocaciones, todo se iría
al traste?
Dejé de hacerme preguntas cuando sus dientes
empezaron a mordisquearme el cuello. Los gemidos se
derramaron de mis labios sin querer, casi sin darme cuenta,
mientras continuaba sintiéndolo una y otra vez, casi
deseando que hubiera algún error y se introdujera en mí de
golpe. Los sonidos que hacía parecieron espolearlo, sus
caderas ganaron intensidad y fuerza, chocando contra mis
nalgas y haciendo toda clase de ruidos obscenos. Sentirlo
así, desatado y tan fuera de control por mí, fue demasiado.
Con un último grito, el placer se transformó en palpitaciones
y llamas, llevándome consigo por el borde. Me arqueé y
eché el brazo hacia atrás para agarrarlo del cabello, para
sostenerme a algo que prolongara aquella caída vertiginosa.
—Joder, sha’ha —gruñó contra mi oído.
Todo su enorme cuerpo se estremeció a mi alrededor y,
tras una última y poderosa embestida, se retiró y noté
chorros calientes impactando contra la parte baja de mi
espalda y mi trasero.
Durante un largo rato, lo único que se escuchó fueron
nuestras respiraciones pesadas, satisfechas. Los brazos de
Maddox ahora me rodeaban por completo, reteniéndome
contra él, y lo que con cualquier otro se hubiera convertido
en un momento incómodo y en ganas irreprimibles de
alejarme, con él fue… Cálido. Acogedor.
Sensación de hogar.
Y ese fue el pensamiento que me confirmó que nunca
volvería a ser la misma.
A
los dos días de regresar a Ailm, tanto Maddox como las
chicas se vieron obligados a volver a sus funciones con
la Cacería y el ejército. Al parecer, lo sucedido en el
desfile no había sido el único ataque planeado, y en Éire
estaba empezando a cundir el pánico. Habían derrumbado
una estatua de Teutus y alguien había provocado un
incendio en una de las urbanizaciones de los nobles. Lo que
hizo saltar la voz de alarma fue que un vizconde de
Éremonh apareció muerto en su mansión en la capital.
—Si es quien pienso, ese hombre estuvo disfrutando de la
compañía de una dearg-due durante el Teu Biadh —dije—.
Puede que su muerte no tenga nada que ver con rebeldes.
Sage asintió.
—Creemos lo mismo, pero el rey no quiere ni una rata en
su preciada capital, así que ahora nos toca investigar y, de
paso, intentar salvar el cuello de quienesquiera que estén
jugando a derrotar el reino.
Gwen, quien siempre veía el otro lado de las cosas,
suspiró.
—Luchan por lo que creen que es correcto, como
nosotros.
—Con unos métodos de mierda.
Aunque su compañera estaba en claro desacuerdo, no
añadió nada más.
Me encontré con Maddox en el pasillo de nuestros
dormitorios. Iba con el morral colgado al hombro y la lanza
en su sitio, cruzándole la espalda. Llevaba el uniforme
completo de cazador. Solo le faltaba la insignia.
Aquella era la primera vez que estábamos solos desde lo
sucedido en Ná Siog. Después de indicarle que prefería
dormir sola aquella noche, no había vuelto a insistir. Sabía
que estaba dejando la decisión en mis manos.
El problema era que sabía que el tiempo se nos había
acabado, y no veía el sentido a seguir entregándole
sentimientos y emociones a quien, cuando recuperase a
Caeli, no tenía intenciones de volver a ver.
Ni siquiera me permitía pensar ya en lo que ocurriría en
otoño. La opresión que sentía en el pecho era intolerable.
Maddox soltó el morral y se acercó. Yo me quedé de pie
junto a la puerta de mi dormitorio, plantada por la
indecisión.
—Recuerda, cuando Morrigan entregue a tu hermana,
todavía tendremos que averiguar a qué parte de palacio la
lleva —dijo, repitiendo lo mismo que ya habíamos hablado
hasta la saciedad el día anterior—. Una vez lo sepamos,
Gwen, Sage y yo elaboraremos un plan rápido. Tenemos los
pasadizos secretos, tenemos mi acceso a los aposentos
reales, tenemos todo lo necesario para recuperarla antes de
que pueda tocarle ni un pelo. Cuando él sople las jodidas
velas, tu hermana ya estará lejos de sus garras.
Asentí. Días atrás lo habría interrumpido y le habría
recordado que ya sabía todo eso, pero hoy lo dejé hablar.
Percibí lo que no decía en su forma de mirarme, en la
manera en la que tragó saliva.
—A la mierda —exhaló antes de salvar la distancia que
nos separaba.
Envolvió un brazo alrededor de mi cintura y tiró de mí
hasta tenerme de puntillas, hasta que nuestros cuerpos se
tocaron todo lo posible a pesar de su armadura. Su beso fue
duro, exigente, y aprovechó cuando intenté aspirar un poco
de aire para profundizarlo y deslizar su lengua contra la mía.
Se me escapó un gemido cuando un torrente de escalofríos
placenteros me recorrió entera y, rendida, le rodeé el cuello
con los brazos.
Tan pronto como empezó, terminó. Con un último roce de
sus labios, Maddox permitió que me estabilizara y me soltó.
Su pecho subía y bajaba con fuerza, y había un leve rubor
en sus pómulos. Yo sentía ondas de calor subiendo desde la
blusa hacia el rostro.
—No desaparezcas sin más, por favor —dijo. No era un
ruego exactamente lo que había en su voz, era algo más
crudo. Más afilado—. Al menos déjame verte antes de
marcharos. Deja que…
Deja que me despida, fue lo que imaginé que quería
decir.
«Las despedidas son importantes. Haces saber a las
demás personas que piensas en ellas antes de marcharte, y
que seguirás haciéndolo incluso si estás lejos».
Me daba pánico la sola perspectiva, pero mirando
aquellos ojos no pude negarme.
—De acuerdo.
Pasé mis últimos días en el castillo de Sutharlan leyendo
todo lo que podía de la biblioteca, nutriéndome de todo el
conocimiento prohibido que almacenaban allí y del que
podría no volver a disponer. Veleda me ayudó a crear un
pequeño diario drui en el que apunté todo lo que no sabía, o
lo que creía saber y había estado haciendo mal hasta el
momento.
Si aquella chica tuviera magia, no dudaba que sería mejor
drui que la propia Sage. Y no, jamás se me ocurriría decirle
eso a la guerrera fae.
—Un miembro de la Hermandad trajo hace unos días un
pequeño saco con granos de café del sur. ¿Lo probamos? —
sugirió Veleda.
—Si consigo que Hop me permita estar más de cinco
minutos en la cocina…
Salimos debatiendo cuál sería el mejor curso de acción
para ablandar el resentido corazón del brownie. Al llegar a
las escaleras, por poco arrollamos a quien venía
subiéndolas. Veleda, a mi izquierda, tuvo que detenerse en
seco tras incrustar el hombro en su pecho. Un rápido vistazo
a aquellos largos mechones cenizos y mis cejas se
arquearon. Como un rehén en medio de una negociación,
separé un poco los brazos del cuerpo y di un paso atrás.
Evalué la escena con cuidado. Extrañamente, Veleda no
había retrocedido de golpe como yo. Alzó sus preciosos ojos
hasta encontrarse con Óberon.
Hubo silencio. Óberon parecía… Vaya, parecía un ciervo
sorprendido por un cazador en medio del bosque. Tenía una
mano en el aire, como si hubiera pretendido agarrar a
Veleda tras tropezar, pero se lo hubiera pensado un poco
mejor; la otra sostenía un libro.
Y justo cuando estaba abriendo la boca para romper
aquel momento tan raro, Veleda se me adelantó.
—¿Necesitas anteojos? —No hubo acidez en su tono, ni
burla, solo curiosidad.
Óberon parpadeó y bizqueó un poco, como si hasta ese
momento no se hubiera dado cuenta de que llevaba unos
anteojos de montura ovalada.
—No —farfulló, quitándoselos con rapidez.
Lo cual fue del todo absurdo. Primero, porque había
farfullado, y yo nunca había escuchado al soberbio fae
farfullar. Y, segundo, porque era evidente que sí los
necesitaba.
Veleda cabeceó.
—Ah. —Se encogió de hombros y señaló los anteojos que
Óberon aplastaba dentro de su puño—. Te sentaban bien.
¿Qué lees?
Mientras el fae, que en aquel momento parecía un niño
siendo reprendido por un maestro, abría y cerraba la boca
sin decir nada en realidad, me pregunté si no debería salir
corriendo para avisar a alguien de lo que estaba ocurriendo.
Fuera lo que fuese aquello, claro.
La última vez que aquellos dos habían estado tan cerca,
Veleda le había dado un rodillazo en los testículos.
Ella acabó suspirando.
—Está bien, Óberon, no voy a volver a agredirte. No me
malinterpretes, te merecías aquello y no me arrepiento.
Pero, por mi parte, estamos en paz.
Para mi sorpresa, el fae me lanzó una mirada de soslayo.
¿Eso qué significaba? ¿Debería marcharme y dejarlos solos?
¿O decir algo y sacarlo de ahí?
—Éramos críos —continuó la chica, en vista de la falta de
palabras de Óberon. Quien nunca se quedaba sin palabras
—. Fue… No le des más vueltas.
Ante aquello, Óberon se envaró y dejó caer las cejas.
Pareció recuperar algo de normalidad cuando apretó el libro
y murmuró:
—Sí que éramos críos, pero no… No me fui por las
razones que tú crees.
Una expresión de absoluta incomodidad pasó por el rostro
de Veleda.
—Da igual, eso ya no importa. Fue hace muchos años y,
como te he dicho, para mí el asunto está zanjado.
El ceño de Óberon no dejaba de fruncirse cada vez más y
más. Yo estaba casi segura de que lo que debía hacer era
retroceder lentamente y dejarlos solos, por muy interesante
que fuera aquella conversación. Yo había sacado ciertas
conclusiones acerca de lo que podía haber ocurrido entre
ambos. Tal vez Óberon no se había portado como un
caballero o había habido alguna clase de malentendido.
No podía estar segura y jamás me atrevería a preguntar
algo tan personal, pero lo que sí estaba claro era que el aire
crepitaba cada vez que aquellos dos interactuaban. Por más
que Veleda insistiera en que el asunto estaba zanjado.
Ante el nuevo silencio de Óberon, Veleda se giró hacia mí.
—¿Todavía te apetece probar los granos de café?
—Por supuesto.
La chica se adelantó y bajó las escaleras. Aproveché ese
momento para observar a Óberon, quien no pareció
percatarse de nada. Estaba mirando el suelo enmoquetado
con una concentración que asustaba un poco. Nunca lo
había visto tanto rato sin una sonrisa o una broma.
Tal vez estaba agradeciendo por haberse librado de otro
golpe en sus partes nobles.
Tal vez estaba rumiando las palabras de Veleda.
A
penas estaba amaneciendo y yo ya estaba en el
carruaje de camino a Éire. Serían varias horas de
trayecto y la idea era llegar para el mediodía, cuando
estaban emplazados los invitados. Según me había dicho
Pwyl el día anterior, la última misiva de la duquesa era de
varios días atrás, pero confirmaba que todo marchaba
según lo previsto. Todas las señoritas nobles estaban
invitadas, además de varios amigos cercanos del príncipe.
Sería una reunión dedicada exclusivamente a las personas
ajenas a la familia, puesto que se suponía que Bran tendría
otra fiesta privada con su padre y su hermano. Otra mentira
de cara a la galería, por supuesto.
Durante las largas horas de trayecto, pensé en lo que
había contado Maddox sobre la infancia de ambos en la
Corte. En que el príncipe Bran no siempre había sido así y
las terribles circunstancias lo habían moldeado hasta dejarlo
deforme por dentro. Sea como fuere no excusaba su
comportamiento, pero sí me hizo pensar en las elecciones
que todos hacíamos y en que algunas no tenían vuelta
atrás.
De pronto, pensé que tal vez yo no era el monstruo que
siempre había creído ser. A mí las circunstancias también
habían intentado moldearme. Mis experiencias con los
humanos habían sido terribles, pero no los odiaba por el
simple hecho de serlo. No veía sus orejas redondeadas y sus
rasgos simples y sonreía con sadismo como hacía el
príncipe ante un sidhe.
Siempre que había hecho daño a alguien, había sido en
defensa propia. No tenía claro hasta qué punto eso me
hacía mejor o peor que nadie, pero no era un monstruo.
No lo era.
Y conforme me lo iba repitiendo, la oscuridad asentía.
Cuando el cochero me avisó de que quedaba menos de
una hora para llegar, me aseguré de que mis armas estaban
bien aseguradas en las correas bajo el que esperaba que
fuera el último vestido de aquella clase que me pusiera en
la vida. Era otra elección personal de Ignas, una exquisita
pieza de tul bordado en tonos que iban desde el rosa más
suave hasta el violeta más intenso. Tenía un escote en
forma de corazón y pequeños guantes a juego. Si no llevara
de nuevo el camafeo con las protecciones, haría juego con
mis ojos.
Me pregunté si la duquesa lo habría escogido por eso.
Todas las decoraciones del Teu Biadh habían sido
retiradas de Éire, pero la capital no dejaba de ser una joya.
Era bien entrada la mañana cuando desfilamos por la
Calzada Luachra. Sin la multitud de la otra vez, pude ver
todas las fachadas y negocios, las cafeterías a rebosar de
humanos tomando desayunos tardíos con bonitos abrigos y
aparatosos sombreros.
Dejamos atrás los arbustos de ligustrina y las puertas de
hierro. El carruaje se detuvo frente a la entrada principal del
palacio con una pequeña sacudida. En lo que tardó el lacayo
en colocar la escalerilla y abrirme la puerta, respiré hondo y
me recordé a mí misma que todo acabaría ese mismo día.
Mi actuación debía ser impecable para que, cuando Caeli
desapareciera, nadie pudiera sospechar de Plumeria y, por
ende, de la duquesa. Solo debía confraternizar con el resto
de señoritas en la fiesta, agasajar al príncipe una vez más, y
no mostrar ni una sola emoción cuando…
La sentí.
Caeli.
¡Ya está aquí!
Su energía dulce era inconfundible, y me alcanzó como
rayos de sol después de una larga temporada de frío y
oscuridad. Se deslizó por mi piel y caldeó mi corazón.
Estaba allí y estaba viva; todo lo demás daba igual. Una
sonrisa apabullante surgió en mi rostro.
Podía hacerlo.
Solo era cuestión de horas.
Acepté la mano del sirviente y bajé del carruaje con el
corazón desbocado. El palacio continuaba siendo tan
hermoso y prístino como semanas atrás, pero yo ya sabía
los horrores que aquellas paredes de mármol eran capaces
de albergar. A mi espalda, escuché la sacudida de las
riendas y el carruaje alejándose hacia las cocheras.
Estaba sola.
Me adentré en el palacio ignorando a los sirvientes de la
puerta, como haría una buena señorita. Apenas había dado
dos pasos en el amplio vestíbulo lleno de escaleras cuando
dos figuras de negro me cerraron el paso. Mi pulso ya
alterado se disparó al reconocer las insignias de hematita
en sus pechos.
Debían recibirme sirvientes, no cazadores.
—¡Oh! —Fingí una exclamación aguda mientras me
llevaba la mano al pecho—. ¿Ocurre algo?
La voz del príncipe, alegre y condescendiente, respondió
desde más allá, al fondo del vestíbulo.
—No, no, muchachos, dije que quería ser el primero en
recibirla, no en aterrorizarla.
Los cazadores se hicieron a un lado para que el príncipe
Bran se me acercara a paso ligero. Iba tan impecable como
siempre, solo que en aquella ocasión no llevaba ninguna
prenda roja. Con la camisa de seda y el pañuelo al cuello,
estaba para ser retratado.
—Plumeria —dijo tendiéndome ambas manos.
Ofrecí las mías sin dudar y besó ambos nudillos. Su
cicatriz estaba especialmente resaltada ese día, de un tono
apenas más oscuro que su pálida piel. Yo esbocé la sonrisa
más radiante de mi repertorio, intentando ahuyentar el
pavor por haber visto a los cazadores.
—Alteza. Mis más sinceras felicitaciones por su
cumpleaños. Espero que haya recibido el regalo de parte de
la casa Sutharlan. —La duquesa había asegurado que ella se
encargaría de todo.
Las comisuras de sus labios temblaron, como si mis
palabras le hubieran hecho gracia.
—Oh, sí. Lo recibí. Solo faltabas tú para que este día
estuviera completo.
Aleteé las pestañas.
—Me halagáis, alteza, como siempre.
—Vamos, querida. —Tiró de una de mis manos para
engancharla a su brazo y echó a andar con premura, casi
arrastrándome con él—. Hay tanto que quiero mostrarte.
Los cazadores nos siguieron, respetando la distancia
habitual. Intenté relajarme. Solo era la escolta que el
príncipe siempre llevaba a todas partes. Nada más.
En lugar de dirigirnos hacia los jardines o en la dirección
en la que estaba el salón de baile, el príncipe me llevó
escaleras arriba, hacia la segunda planta. Y luego a la
tercera, por pasillos que no había explorado durante mi
anterior visita. No tenía ni la más remota idea de dónde se
solían celebrar aquella clase de fiestas, pero la inquietud
comenzó a crecer.
Cuanto más caminábamos, más vacío y silencioso estaba
el palacio. Eso era todo lo contrario a lo que esperaría del
cumpleaños de un príncipe.
—No reconozco esta zona —dije con la mezcla perfecta
de intriga y complacencia—. ¿Nos dirigimos a una sala
especial para vuestra celebración?
La expresión de regocijo no había abandonado su rostro.
Sin mirarme, asintió.
—Precisamente.
Enfilamos un pasillo más estrecho y corto que los
anteriores, con una alfombra roja que conducía a una única
puerta. No había ventanas que me ayudaran a orientarme. Y
cuando el príncipe sacó una llave de su bolsillo como
aquella otra vez, el instinto me gritó que saliera de allí
corriendo. La oscuridad se mantuvo alerta.
Me deshice de su brazo con suavidad.
—Alteza, lo cierto es que me siento un poco acalorada, tal
vez por los nervios. ¿No sería posible que fuera a
refrescarme un momento?
Las damas se refrescaban a todas horas, uno de sus
pasatiempos favoritos era reunirse en los salones de los
baños femeninos a chismorrear.
—Estoy seguro de que todos esos nervios desaparecerán
cuando veas lo que he preparado. Además, fuiste la primera
persona en la que pensé cuando llegó.
Abrió la puerta y apareció una escalera de mármol que
subía en espiral. Estaba iluminada por apliques dorados, al
contrario que el pasadizo secreto que Maddox me mostró.
Una corriente de aire descendió por los escalones y me
removió las faldas y el cabello.
El aroma que me trajo estuvo a punto de tirarme de
rodillas al suelo.
Era Caeli.
Mi hermana estaba al final de aquellas escaleras.
Tragué saliva mientras obligaba a todos mis músculos
faciales a aparentar asombro en lugar de espanto. Gusto, en
lugar de desesperación.
—Oh, alteza, no me digáis que Morrigan ya ha entregado
su regalo.
Soltó una risa congratulada.
—Apenas pasada la medianoche. Muy puntual para
tratarse de ella, ¿no crees?
Apenas pasada la medianoche.
Caeli lleva en sus manos horas. Horas.
Me reí con él, mi pecho pesaba y dolía.
Bran señaló hacia las escaleras.
—¿Vamos?
Me levanté las faldas, sonriente.
—Después de vos, alteza.
Mis tacones y tres pares de botas iban resonando
conforme subíamos. Yo refrenaba a la oscuridad en todo
momento para que no saliera. En el primer descansillo que
pasamos había un pequeño ventanuco que me dio la pista
necesaria para saber dónde nos encontrábamos: era una de
las torres puntiagudas. «Tal vez la lleve a su torre de
juegos», había dicho aquella mujer en el Jardín de la Reina.
Cuando llegamos a la parte superior, mis muslos ardían
un poco por el esfuerzo, aunque lo ignoré por completo.
Solo era consciente de lo fuerte que se había vuelto el olor
de Caeli, su energía estaba por todas partes. Daba igual lo
extraña que fuera aquella situación y que todos mis
instintos me dijeran que aquello era una mala idea.
Mi hermana…
El príncipe abrió una puerta arqueada y me invitó a pasar.
Con las manos agarrando la falda a puñados, entré en una
enorme estancia circular de paredes de piedra sin vestir y
un techo que se perdía en las alturas.
Lo primero que noté fue que hacía mucho frío, el brasero
empotrado en el suelo apenas desprendía un hilo de humo.
Vi movimiento en el extremo opuesto, donde había otra
puerta. Allí había otros dos cazadores apostados. ¿Aquello
que colgaba a su lado era una jaula?
Entonces escuché un pequeño gruñido. Tan leve que, de
no haber sido por el eco, ni siquiera hubiera resonado.
Sobre una larga mesa de madera en mitad de la estancia,
había un bulto marrón. Vi cuatro patitas estiradas y toda
clase de herramientas horrorosas a su alrededor; cepos,
grilletes, pinzas, tijeras… Y había sangre por todas partes.
Demasiada sangre.
—Sí —comentó Bran a mi espalda, arrastrando la voz—,
puede que se me haya ido un poco la mano.
Todo se volvió un borrón de oscuridad. Corrí hacia allí sin
que hubiera un solo pensamiento de por medio, solo la
necesidad más absoluta de comprobar por mí misma que
ella… Que mi hermana…
Mis caderas chocaron contra la mesa. Mis ojos recorrieron
toda aquella monstruosidad, todo aquel despliegue de
maldad y barbarie. Con dedos temblorosos apenas fui capaz
de tocar el pelo apelmazado por la sangre. Estaba cubierta
de lamparones con heridas abiertas, los ojos cerrados, el
hocico entreabierto y el pecho apenas moviéndose. Le
habían arrancado todas las garras. Y su pequeña cola…
El aire no me llegaba a los pulmones. Todo empezó a
balancearse a mi alrededor. Igual que aquella noche en el
salón de baile, mi visión se vio enturbiada por manchas
negras que fueron opacándolo todo. El mismo poder
caliente subió por mis piernas, la oscuridad acompañándolo,
directo hacia mis manos, directo a…
Un brazo me rodeó con fuerza el cuello y arrancó el
camafeo sin piedad. Las protecciones presionaron con
fuerza contra mi cuerpo, apretando y apretando, hasta que
estallaron en una onda de luces resplandecientes que
iluminaron toda la torre. Solo un segundo más tarde, un
dolor frío y lacerante se incrustó en mi espalda. Me quedé
atrapada. Sin aire, sin magia, sin nada. El calor y la
oscuridad se esfumaron. Una debilidad aplastante se
apoderó de mis huesos.
El camafeo rebotó sobre la mesa, junto a Caeli.
El príncipe Bran me inmovilizó contra su pecho cuando
las fuerzas me abandonaron; el puñal de hematita
firmemente clavado entre mis costillas.
—La primera vez que nos vimos estabas escondida bajo
un aspecto no muy favorecedor, ¿cierto? —murmuró en mi
oído.
Lo sabía. Sabía quién era yo, que Caeli era mi hermana.
Despacio, mientras me permitía sentir cada uno de los
centelleos que emitía la hematita, buscando pudrir y
deformar mi piel y huesos, extrajo el puñal. Lo examinó
delante de mí.
—También roja…
Luego me soltó y dejó que resbalara hasta el suelo.
Mientras jadeaba y luchaba por respirar, sentí que la
oscuridad intentaba regresar, saltando desde mi sombra.
Pensé que había recibido una herida peor de hematita
anteriormente y que podría sobrevivir. Él no sabía que me
curaba rápido, si lo distraía el tiempo suficiente…
Sin dejar de observar el puñal ensangrentado, el príncipe
musitó.
—Encadénala, Elphin.
Entre dos cazadores me arrastraron por el suelo y me
elevaron sin tener ningún tipo de cuidado con la herida. Me
arrancaron varios gemidos al estirarme los brazos. Me
cruzaron las muñecas y las ataron con una cadena
hematita, con tanta fuerza que sentí que la sangre
abandonaba mis manos. La oscuridad y todo rastro de mi
magia desaparecieron.
Apenas rozaba el suelo con la punta de los tacones.
Estaba colgada en el aire a apenas unos metros de la mesa.
La estocada en mis costillas lanzaba oleadas de dolor
punzante a todo mi cuerpo. Con la hematita tocando mi piel,
no se curaría.
Mi hermana y yo íbamos a morir en aquella torre, a
manos de aquel bárbaro.
Aparte del dolor, sentía pulsaciones constantes en las
clavículas. Latidos desesperados que parecían intentar
enviarme alguna clase de mensaje.
Los nudos, pensé vagamente. No tardarían en mostrarse.
Bran soltó el puñal junto al resto de herramientas de la
mesa. La madera estaba oscura y húmeda por toda la
sangre que había absorbido.
—Te lo dije. Te dije que te encontraría. Lo único que nunca
esperé fue que tuvieras el descaro de esconderte bajo mi
propio techo —admitió, esbozando una mueca—. Eso me ha
sorprendido, debo reconocerlo.
Se apoyó relajadamente contra la mesa, como si no
tuviera sobre ella a un ser vivo herido de gravedad, y se
cruzó de brazos.
—Tendrás curiosidad por saber cómo he descubierto tu
engaño, ¿no? —En ningún momento esperaba que yo le
contestara—. Lógico. Traedlos, por favor.
Tres cazadores desaparecieron por la otra puerta y, al
cabo de unos minutos, regresaron arrastrando consigo tres
figuras. Dos de ellas estaban inertes, pero la última se
revolvía con ímpetu.
La barbilla me tembló.
Era la duquesa. Había sido golpeada y maltratada;
llevaba el moño deshecho y el rostro amoratado. Una
mordaza negra le impedía hablar.
El príncipe la ignoró, haciendo un gesto para que
acercaran primero a los otros dos. Cuando los cazadores los
tiraron sin miramientos delante de Bran, ni siquiera me
esforcé por respirar o pensar. Por un momento me sentí
flotar y no tenía nada que ver con las cadenas.
Plumeria y Dughall habían sufrido toda clase de
perversidades antes de morir, eso podía saberlo con solo
echar un vistazo. No habían mostrado dignidad hacia
ninguna parte de sus cuerpos. A ella la reconocí por el
cabello y los guantes blancos. A él, porque todavía llevaba
el uniforme de soldado. El resto era una pulpa informe que
me llenó la garganta de bilis.
—Me temo que el buen soldado Dughall no fue muy
discreto a la hora de mostrar interés por ti. Mis sabuesos no
dudaron en informarme de las miradas que te lanzaba.
Imagínate mi sorpresa cuando te siguió a los jardines
aquella noche y te increpó como si te conociera de tiempo
atrás. ¿Cómo era posible? ¿Qué podían tener en común un
analfabeto de las Helglaz con la sobrina de una duquesa? La
respuesta es simple: nada. —Contempló con ojos inocuos
los cuerpos a sus pies, como si no hubiera ninguna clase de
relación entre él y aquella bestialidad—. Tardó un poco, pero
acabó confesando. Imagínate, creía que Plumeria Sutharlan
era en realidad una muchacha llamada Elma que había
vivido con él en Galsnan. Y que tenía una hermana
pequeña. Si eso era cierto, hizo que me preguntara dónde
estaba la verdadera Plumeria. Mis sabuesos la encontraron
en la casa que heredó de sus traidores padres, haciendo las
maletas para huir cuando tú, misteriosamente,
desaparecieras.
Intenté respirar, pero el aire no fue a ninguna parte. Me
dolía la garganta mientras pensaba en Plumeria, feliz al
creer que estaba a punto de alcanzar su nueva vida. Lo que
debía haber sentido al ver aparecer a los cazadores…
¿Cómo no lo supimos? ¿Se la habían llevado de noche, en
silencio? ¿Nadie en Ailm se había dado cuenta?
—A mi padre le ha encantado saber que toda la rama
Sutharlan está podrida y que la duquesa de Annwyn lleva
años defraudándole. ¿Verdad, duquesa?
El príncipe le dedicó una sonrisa sesgada a Ignas. Sus
palabras calaron en mí.
¿El rey estaba enterado de todo?
Pero ¿cuánto sabía? Aberdeen, Pwyl, Veleda, incluso Hop
estaban en el castillo, ignorantes de todo. ¿Estaban en
inminente peligro?
—Por cierto, para ser tan escuálida y sensible al dolor,
Plumeria resistió muy bien mi interrogatorio. Tuve que
involucrarme bastante hasta que se le escapó dónde
estabas. Ná Siog. —Desplacé la mirada hacia él con rapidez.
Mi reacción lo emocionó—. Exacto. Mientras tú estabas de
viaje, haciendo vete a saber qué, ella estaba aquí,
disfrutando de mi hospitalidad. Me costó un poco convencer
a mi padre de que aguardara, que no enviara huestes
inmediatamente a investigar qué diablos hay en Ná Siog
cuando se supone que no quedan más que ruinas. Le dije
que, si esperábamos solo un poco, atraería a la impostora
que se había reído en nuestra cara. No había forma de que
no vinieras a buscar a tu querida hermana, ¿verdad? —Se
inclinó un poco hacia mí y bajó la voz—. Se suponía que
tenía que llevarte ante él en cuanto pisaras el palacio, pero
creo que, después de destapar toda esta conspiración, me
perdonará por querer tener una conversación contigo en
privado.
Con un gesto de muñeca, el cazador que sostenía a Ignas
se sacó un puñal del cinturón y se lo clavó sin miramientos
en el pecho, justo en su corazón. Los ojos de la duquesa se
abrieron de par en par mientras se le escapaba un sonido
estrangulado. Cuando se desplomó en el suelo,
desmadejada, no volvió a moverse.
Cerré los ojos con fuerza, tan afligida que no pude hacer
otra cosa que lamentarme. Nada de aquello debería haber
sucedido. Yo tenía razón. Mi sueño se estaba haciendo
realidad de la forma más macabra posible.
Escuché un ruido metálico.
—Y ahora vamos a asegurarnos de que no llevas
escondido algún truquito.
Se acercó con las tijeras en la mano. Sentí el metal
rozarme la piel, pero Bran se concentró en cortar el vestido
desde el escote hasta la cintura. Hizo jirones el último
regalo de la duquesa, tirándolo todo al suelo hasta que
quedé solo con el corsé, las enaguas, las medias… y las
armas.
Silbó al descubrirlas. Como si tuviera todo el derecho del
mundo, me toqueteó los muslos, examinando las correas.
—Mirad esto, muchachos. Venía bien preparada.
Hubo risas. Cortó las correas y luego desenfundó las
dagas. Las movió e hizo que la luz incidiera en ellas, en sus
preciosas filigranas e incrustaciones. Su pulgar acarició la
piedra roja.
—La manufactura es exquisita. Tal vez demasiado para
una asquerosa sidhe.
Cuando descubrió el puñal de acero ghobiense, en
cambio, su rostro se demudó por el desprecio. Contempló el
arma que le había provocado dolencias de por vida. Luego
me echó un vistazo a mí.
Vi un odio tan puro en el fondo de aquellos ojos azules
que me causó un escalofrío. Las cadenas tintinearon cuando
se abalanzó sobre mí y me agarró el cabello. Con la otra
mano hurgó en la herida de las costillas y me sacó un
alarido.
—¿Duele? Bien. Antes de entregarte a mi padre me
aseguraré de que entiendes el error que cometiste en los
muelles de Grimfear.
Con mi propio puñal, continuó rajando la poca ropa que
me quedaba, como si no quisiera que ninguna quedara
intacta. Se deshizo de mis zapatos y mis medias, y luego
agujereó mis enaguas. Más de una vez cortó piel, sin querer
o queriendo, y las telas se tiñeron de rojo. Me mordí los
labios para no pronunciar ni una sola queja.
Cuando terminó, su respiración era agitada.
—Es increíble lo humana que pareces… Incluso aquí
abajo. —Su mano, fría y despiadada, me ahuecó el pubis.
Se me escapó un jadeo, tanto por la sorpresa como por el
ramalazo de dolor. La cruel risa de Bran hizo eco en las
paredes desnudas de la torre.
—Tranquila, no podría estar menos interesado en follarme
a una sidhe. —Me palmeó un par de veces y luego retiró la
mano despacio, presionando hacia arriba para que pudiera
sentir todos sus anillos—. He oído que atraéis a los hombres
con esa promesa y que luego se les cae la polla a trozos.
Yo también había escuchado esas historias, pero con un
contexto muy diferente; hombres humanos que se
internaban en bosques o lagos en busca de hermosas sidhe,
las engañaban y luego las violaban. En represalia, estas se
tomaban la justicia por su mano.
Bran retrocedió un par de pasos y me observó con la
cabeza ladeada.
—Supongo que por eso eres tan hermosa. Un bonito
envoltorio para ocultar al monstruo que hay debajo.
Forcé los labios a sonreír.
—Lo dice el príncipe que oculta a un puto sádico. ¿Tu
apodo no es Pelo de Plata?
—¡Cállate!
Una bofetada. Noté una profunda quemazón en la mejilla
y que la piel se rasgaba. Uno de los anillos se había
enganchado en mi labio. La sangre comenzó a gotear.
Me reí por lo bajo.
—Eres tan, tan fácil de leer, príncipe. Solo hay que mirar
el circo que has montado conmigo. ¿Esto te hace sentir que
la tienes gran-
de, que eres algo más que un mindundi incluso en tu propia
Corte?
Sus ojos se volvían más y más fríos, el rictus de sus labios
era puro aborrecimiento, pura cólera. Uno de los cazadores
junto a la puerta se removió, inquieto. Tal vez no era buena
idea buscarle las cosquillas a un desequilibrado, pero me
había arrebatado toda mi magia, mis armas, la posibilidad
de moverme y defenderme. Había torturado a mi hermana y
asesinado a Dughall, Plumeria e Ignas.
Todo eso me sobrepasó.
Me llenó de tanta ira que supe que, si en aquel momento
tuviera a la oscuridad, ya no habría forma de ocultar lo que
era y el linaje del que descendía.
Por suerte para mí, me quedaba la maravillosa capacidad
de tocar los puntos débiles de una persona solo con las
palabras. Había tenido la oportunidad de conocerle, sabía
exactamente qué lo motivaba y de dónde venían esas
carencias tan evidentes.
—Debes haber ido corriendo a papi en cuanto te ha
surgido esta oportunidad, ¿a que sí? Ha sido la excusa
perfecta para recuperar su atención. Dime, ¿te ha dejado
entrar a sus aposentos? ¿Siquiera te ha mirado a la cara
mientras le contabas todo?
Otra bofetada.
Me reí con más fuerza, casi desquiciada.
—Y, por cierto, príncipe, la dignidad de una mujer no está
ligada a su sexo. ¿Crees que por desnudarme y
manosearme me estás humillando? —Bufé por la nariz,
burlona—. Si tus sabuesos no sabían que eres un virgen
inexperto, ahora sí.
Cuando enarboló el puñal aquella vez, supe que no era
para cortar más ropa. Me preparé para la siguiente
estocada, pero uno de los cazadores exclamó:
—¡Capitán!
Me estaba señalando. El príncipe se quedó muy quieto
mientras, poco a poco, el estupor se revelaba en su rostro.
Tardé unos segundos en comprender que no me estaba
mirando al rostro, sino más abajo.
Se me entrecortó el aliento. Los nudos. No habían cesado
de pulsar una y otra vez, jamás los había sentido actuar con
tanto frenesí, casi como si quisieran salirse de mi piel.
Bran se detuvo a pocos centímetros, los ojos fijos en mi
pecho.
—Sé lo que es esto —susurró—. Pero es imposible.
Dejaron de surgir con la extinción del linaje drakon.
No, no, no…
No podía averiguar aquello también.
El príncipe comenzó a pasearse en círculos hablando
consigo mismo, sacando deducción tras deducción. El
pánico iba a consumirme. Sabía que se llamaban nudos y
que eran una conexión entre dos individuos, uno de ellos
drakon. Su sed de sangre sidhe lo había llevado a querer
averiguar todo lo posible sobre los linajes mágicos. Me lo
había demostrado en la sala de trofeos.
Sus sabuesos lo escuchaban atentamente, lanzándome
miradas de soslayo a mí y a los nudos. La inquietud flotaba
en el aire mientras su capitán daba vueltas y vueltas,
frotándose la barbilla, ajeno a todo lo demás.
Sus pasos se detuvieron. Miró mis nudos una vez más
desde la distancia.
—Si toco el punto exacto… Y le entrego algo tan
extraordinario a mi padre…
Se acercó a mí de nuevo, puñal en mano. Con dedos
bruscos, toqueteó los nudos y me hizo apretar los dientes.
—Están ardiendo, ¿es eso una señal? ¿Hemos provocado
a tu compañero? ¿Ya? —No había burla o desprecio en su
voz como antes, solo intriga. Profunda y maliciosa intriga—.
De todas maneras, prefiero estar seguro de que recibe el
mensaje y se da prisa.
Entonces, antes de que pudiera reaccionar, empuñó el
acero ghobiense contra mí. Al principio no sentí nada. El
corte había sido tan limpio y rápido que la piel tardó unos
segundos en reaccionar.
Pero acabó haciéndolo.
Cerré los ojos cuando un dolor desgarrador me embargó.
La sangre comenzó a manar a borbotones, bajó por mi
pecho y abdomen y llevó ríos rojos hacia mis piernas
colgantes.
Intenté respirar a través de la agonía, apenas escuchando
los murmullos de Bran. Me había… Me había cortado allí.
Justo en los nudos.
Juraría que entonces escuché la voz oscura y llameante
de Maddox.
Aguanta, sha’ha. Casi estoy ahí.
¿Había sido real? ¿Me lo había imaginado? No sabía si
podía haber comunicación sin tocar los nudos. Aun así, solo
por pura desesperación, contesté.
No vengas. Es una trampa.
Pasos veloces llegaron por la segunda puerta. Un soldado
se apresuró a murmurarle a uno de los cazadores. Antes de
que este tuviera tiempo de repartir el mensaje, algo
poderoso sacudió la torre.
Las piedras gimieron, la estructura al completo se
tambaleó. Yo me mecí por culpa de las cadenas mientras
algunas herramientas de la mesa caían al suelo. Escuché
por segunda vez el ligero gemido que emitía mi hermana.
El príncipe Bran había separado las piernas y los brazos
para mantener el equilibrio. Su rostro era la viva imagen de
la estupefacción.
—¿Qué cojones ha sido eso!
La sacudida se repitió. Era como si algo colosal estuviera
impactando contra el exterior de la torre. El soldado de la
puerta corrió hacia el príncipe. Estaba pálido.
—Es… es su hermano, alteza.
—¿Qué? —ladró Bran, mirándolo como si fuera estúpido.
—El príncipe Setanta. Con… con alas. Ha entrado al patio
de armas y luego ha echado a volar hacia aquí.
Se me encogió el corazón. Una clase de oscuridad muy
diferente a la que siempre me había acompañado se estaba
apoderando de mí, arrastrándome como me había sucedido
en Grimfear. El borde del precipicio estaba justo ahí,
aguardándome, pero yo…
No podía.
No podía caer.
Maddox… ¿Se había vuelto loco? No me lo quería creer,
no del todo. Veinticuatro años de esfuerzo…
—¿Has dicho alas? —repitió Bran.
Dos cazadores más entraron como una exhalación,
sofocados, espadas en ristre. Al mirar a su capitán, todo en
sus expresiones parecía confirmar lo que el soldado había
anunciado.
Entre luces y sombras parpadeantes, vi como Bran se
apoyaba en la mesa para no caer. La realidad se asentó
sobre él y entonces sus hombros comenzaron a temblar.
Una risa histérica se escapó de sus labios. Ante todos
nosotros, el príncipe Bran se dejó llevar definitivamente por
la locura y se deshizo en estridentes carcajadas.
El cazador llamado Elphin se acercó con cautela. Las
sacudidas no dejaban de sucederse.
—Capitán, debemos salir de aquí. Debemos ponerlo a
salvo.
Cuando por fin pudo hablar sin reír, el príncipe se secó las
lágrimas y asintió.
—Claro. Por supuesto. —Tras inspirar en profundidad,
como si fuera alguien que acababa de quitarse un gran peso
de encima, me miró con auténtico júbilo—. Tengo mucho
que contarle a mi padre.
CAPÍTULO 43
Los humanos y sidhe del oeste tienen particularidades en su lenguaje que han
llegado a otras partes de Hibernia. Si hay una mujer
en tu familia a la que admiras profundamente, añades ‘sa al final
de su nombre. ¿Y qué me decís de la deliciosa palabra sha’ha?
Por sí sola, sha habla de un final. Pero, junto con ‘ha, se convierte
en el término más romántico del reino.
Del libro prohibido El enigma de las palabras
A
penas reaccioné a nada de lo que sucedió después del
ataque de risa del príncipe. La cabeza se me iba hacia
delante en contra de mi voluntad; volvía a sentir el frío
deslizándose sobre mí poco a poco, inexorable. Solo que
aquella vez, si caía mientras estaba maniatada con
hematita, nada me aseguraba que volvería.
No me sentía a mí misma del todo. Colgué, o floté en
aquella torre un tiempo indeterminado. Todo me pareció
oscuridad y vacío hasta que un chorro de luz dorada se
desparramó sobre aquella estancia de los horrores. Las
sacudidas a la torre se detuvieron, me pareció ver polvo y
piedrecillas cayendo, y entonces sentí un poderoso ciclón de
aire que lo envolvía todo. Y me llegó su aroma, llevándose
consigo el hedor de la muerte que estaba por todas partes.
Fui liberada de las cadenas en las muñecas al mismo
tiempo que unos brazos familiares me acogían.
—No, no, no, sha’ha. Por favor, no…
Su voz contenía tanta desesperación, tanta agonía, que
hice un esfuerzo titánico por abrir los ojos, a pesar de sentir
que los párpados pesaban tanto como toda aquella torre. Vi
su rostro, un tanto borroso, pero lo vi. Y sus ojos… Mi pecho
quiso removerse al contemplar el ámbar en todo su
esplendor, brillante, excepcional, el alma del dragón
contenida en aquellas pupilas verticales.
Sin embargo, algo andaba mal.
No era capaz de determinar qué, pero había algo extraño
en su contorno.
—Mi hermana… Mi hermana… —conseguí sollozar.
Vi movimiento por el rabillo del ojo y entonces algo cálido
me tapó.
—Está viva —dijo la voz de Sage. Sonaba tan solemne
como siempre, pero había perdido algo de firmeza. El miedo
se había filtrado—. Debéis iros ya. Nosotras nos las
arreglaremos.
Escuché a Maddox responder como un látigo,
contundente, pero el significado se perdió entre unos
susurros molestos en mi cabeza. Sonaba como el siseo de
una serpiente.
De repente estábamos en el aire. Notaba el cuello de
Maddox contra mi nariz, su aroma esforzándose por alejar el
frío y la negrura, y la energía de Caeli justo ahí, con
nosotros. Y aunque me hubiera encantado disfrutar de la
primera vez que lo veía volar, no pude. Me contenté con
escuchar el vigoroso batir de sus alas.
Si eso fuera lo último que oyera… Estaría bien.
El aire cortante de Hibernia me dio fuerzas para susurrar:
—No debiste venir.
Sus brazos se tensaron a mi alrededor.
—Ahora ya no hay nada en este reino que me impida
proteger lo que es mío —fue su oscura respuesta, llena de
promesas de muerte y dolor.
Luego, no sé si mucho o poco tiempo después, escuché
sus lamentos junto a mi sien.
—Lo siento. Siento no haber llegado antes. Siento
haberos dejado en garras de ese hijo de puta. Siento…
—Para. Yo… —Sentía que mi cabeza iba y venía—. Si me
voy… Salva a Caeli. Cuídala.
—No te vas a ninguna parte, sha’ha —dijo, una orden
absoluta, como si creyera que podía ordenar a mi cuerpo
que dejara de desangrarse, restaurar el daño de la hematita
sin más—. Estás aquí, conmigo. ¿Me oyes?
Sentí los labios, los ojos, incluso la lengua, fríos. Helados.
—He arruinado tu gran plan.
Lo último que oí antes de caer definitivamente fue su
susurro.
—Tú me has salvado.
C
uanto más nos alejábamos del castillo y de Ailm, más
se asentaba en mí la convicción de que lo estaba
haciendo todo mal. Era una sensación nauseabunda
que retorcía mis tripas con cada paso que daba, que me
hacía mirar por encima del hombro constantemente como si
hubiera cometido un crimen y estuviera huyendo de la
justicia. Pero cuando alcanzamos el bosquecillo más cercano
a la villa, cerca de donde Sage se había empeñado en
buscar nochds, continuábamos solas. Los nudos no habían
latido, ni un solo cosquilleo había salido de ellos.
Y no tenía ningún derecho a sentirme desilusionada.
Alivio, me dije. Debería sentir alivio. Así todo sería más
fácil, un corte limpio.
Caeli iba a mi lado, soltando gruñidos y gemidos a cada
poco, pero yo no podía entenderla. Diosas, me moría de
ganas por volver a escuchar su dulce voz, sus ocurrencias,
que me contara todo lo que había vivido, consolarla y, tal
vez, que ella me consolara a mí.
—Ahora estamos solas, ¿por qué no intentas
transformarte? —le pregunté.
Me contestó una ristra de gruñidos ininteligibles. Aunque
por la forma en la que sus patitas iban golpeando las
piedrecillas del camino, entendí el mensaje. Seguramente lo
había intentado varias veces y nada.
No quise dejarme llevar por el pánico. Todavía teníamos
mucho camino por delante. Y estaba segura de que, de la
misma forma que había ido de niña a osezna, regresaría a
niña. Tal vez necesitaba un tiempo prolongado de descanso
y estabilidad. Si era así, yo se lo daría. Haría lo que hiciera
falta, como si tenía que construir una casa con mis propias
manos para ella.
Al atardecer, reconocí la zona del bosque por la que
estábamos pasando. No muy lejos de allí nos había
expulsado el cnoc que habíamos tomado en Robabo. Si
encontraba las mismas rocas y los mismos arbustos, dudaba
que hubiera nada allí. Las entradas cambiaban de ubicación
y, aunque conquistara a un leprechaun para que me lo
revelara, nos perderíamos en los intrincados túneles.
Para huir del agobiante silencio, le conté todo sobre los
cnocs a Caeli, incluida la leyenda de Ragman’dar.
—… pero no murió. Creció sola en aquella inmensa
oscuridad y…
Un viento llegó de ninguna parte y lo removió todo a
nuestro alrededor. Traía magia consigo y, al aspirarlo,
percibí el olor del tejo y una sutil sensación deslizándose por
mis mejillas. Mi estómago se acalambró y la oscuridad se
alteró como en el dolmen de Sporain.
Pero allí había tenido sentido porque era un templo en
honor a la diosa de la muerte.
A mis pies, Caeli emitió una especie de aullido y se sentó
sobre los cuartos traseros. Parecía dispuesta a esperar algo.
Yo saqué la daga recta y el puñal y me coloqué de tal modo
que ella quedó entre mis piernas abiertas, lo más protegida
posible.
Al principio, el ruido del viento entre las ramas me
despistó. Pero luego lo escuché. El susurro de unos pies
sobre la hojarasca. Apareció una luz azul entre dos robles.
Era…
Una mujer. De rostro maduro, con una belleza dura en su
mandíbula definida y sus impenetrables ojos verdes. Iba
vestida como una antigua guerrera, con una armadura de
semiesferas de acero que se ajustaban a sus hombros, y
una túnica negra que caía hasta los tobillos y delineaba una
figura alta, fuerte. Su cabello, salvaje y oscuro, enmarcaba
sus facciones y le caía por la espalda. Si bien todo en ella
desprendía majestuosidad, había pequeños detalles que me
llamaron la atención; el acero de sus hombros estaba
abollado y corroído en los extremos. Su túnica estaba raída.
Dos luces flotantes de un bello tono azul, como el de las
campanillas, oscilaban cerca de su rostro, dotando a su piel
de una cualidad espectral. ¿Fuegos fatuos? No los veía
desde que había intentado recolectar lirios de agua de los
pantanos de las Helglaz.
En cualquier otra situación ya hubiera lanzado la daga.
Pero el instinto me dijo que me estuviera quieta. Eso, y que
mi hermana estaba lanzando gemidos felices a la
desconocida.
Un siseo me hizo mirar los pies descalzos de la mujer. La
serpiente iridiscente de mis sueños estaba allí.
El pulso se me disparó.
—Eres tú —susurré.
—Lo soy —afirmó la mujer—. Y vengo a por lo que me
prometiste.
«Puedo salvaros. Pero, a cambio, me la llevaré conmigo
un tiempo».
—No —barboté antes de pensarlo—. No puedes
quitármela.
—Curioso término, cuando fuiste tú quien me lo suplicó.
—Era… Pensé que era un sueño, estaba inconsciente.
—En los sueños e inconsciencias ocurren infinidad de
cosas importantes. Deberías estar más atenta la próxima
vez. —Agitó una mano llena de anillos frente a ella—. Ven,
niña.
Aunque intenté capturar a Caeli, su pelaje se me escapó
de entre los dedos. Fui tras ella, pero la serpiente se deslizó
hacia delante, dibujando una especie de línea en el suelo, y
se alzó entre nosotras. La luz del atardecer y de los fuegos
fatuos hacía que su piel pareciera un arcoíris.
Demasiado hermosa para una criatura que estaba
interponiéndose entre mi hermana y yo. ¿Qué ocurriría si le
separaba la cabeza del resto de su largo cuerpo? La
oscuridad quiso venir a mi mano para ayudarme, pero la
refrené casi más por costumbre que a propósito.
La última vez que había estado en una situación similar,
no había podido mover un dedo mientras me arrebataban a
Caeli. Ahora, cuando apenas llevaba unas horas con ella…
—Puedes atacar a Cerridwen, pero solo retrasarás lo
inevitable —murmuró la mujer como si me hubiera leído los
pensamientos—. Y me parece que tienes mejores cosas que
hacer que deambular por estos bosques, ¿cierto?
—Lleguemos a un trato. Haré lo que sea. Puedo…
—Ya hicimos un trato, Alanna. Y si supieras lo muy
generosa que estoy siendo, no pondrías tantas objeciones.
Mis pensamientos eran un caos.
—¿Cómo sabes mi nombre?
Sus ojos parecieron relampaguear, o tal vez fue un efecto
causado por los fuegos fatuos.
—Conozco el nombre de todos aquellos que han llevado
mi sangre y la de mis hermanas.
Su sangre.
Caí de rodillas mientras el impacto por lo que ya sabía,
por lo que ya había deducido, me pasaba por encima con la
fuerza de un huracán. La mujer que estaba ante mí,
magnífica incluso en su decadencia, era la mismísima Luxia,
diosa de la muerte. Hermana de Taraxis y, de una manera
lejana pero innegable, pariente mía y de Caeli.
Cuando fui capaz de hablar, mi voz fue apenas un hilo.
—Entonces Teutus no te mató.
—Dejemos los recuerdos de batallitas para otro momento.
Desvié la mirada hacia Caeli, que tenía el hocico alzado
hacia la mujer.
—¿Volveré a verla?
—¿En algún momento dije que pretendiera quedármela
para siempre? Créeme, no me gustan los niños. —Luego
bajó la mirada hacia sus pies—. Despídete.
Caeli correteó hacia mí y la abracé con toda la fuerza de
la que fui capaz. Inspiré su olor, las lágrimas ardientes
aguijoneándome los ojos. Al separarnos, acaricié su cabecita
peluda; la pena y el dolor apenas me dejaban respirar.
—Durante mucho tiempo, has sido todo mi mundo. Mi día
empezaba y acababa con tu sonrisa, y lo único que me
motivaba para seguir adelante, para resistir, eras tú.
Capturaste mi corazón en el mismo instante en el que
naciste y te aferraste a mi dedo, y me… Perderte es lo que
más miedo me da en este mundo, y a veces estoy
convencida de que es solo por razones egoístas. Siento no
haberte protegido, leeki. Ojalá todo esto desapareciera y
estuviéramos de nuevo solas, juntas, acurrucadas frente al
fuego.
Me contestó con otra sarta de gemidos y gruñidos.
—Ella quiere que sepas que no hay un solo hueso egoísta
en tu cuerpo, que solo estás asustada —dijo entonces Luxia.
La miré con sorpresa—. Y que es feliz porque ha visto que
ahora ya no estás sola. Tienes amigos y un guerrero alado,
tal y como ella deseaba para ti.
—¿Tenerlos? —solté con sequedad, riéndome de mí
misma—. Los he engañado a todos. No sería lo mismo si
supieran lo que soy. El mal que guardo dentro.
El chasquido de su lengua tenía algo de sonido de
serpiente.
—Nunca pensé que una de nuestras descendientes
pudiera ser tan tonta —masculló con frustración.
De pronto, estaba frente a mí y me agarraba del brazo sin
miramientos, con una fuerza extraordinaria que me hizo
jadear. Al instante, me sobrevinieron imágenes y sonidos.
Una amplia sala de paredes blancas atestada de gente,
arpas, laúdes y gaitas tocando con alegría, la incertidumbre
flotando en el ambiente. Una mujer de rasgos duros y labios
tensos se inclina sobre la cuna y contempla los tres retoños
con reprobación. Son hermosos, sí, pero calamidades en
potencia. Al otro lado de la cuna, su hermana Xena pone los
ojos en blanco.
—Esa no es la forma en que una tía amorosa mira a sus
sobrinos por primera vez.
Luxia gruñe.
—Para las ñoñerías ya te tienen a ti.
—Es cierto —concede la otra con una sonrisa—. Así que
¿qué les darás tú?
Es una buena pregunta. Tras contemplarlos largo rato,
sabiendo que la madre de las criaturas las está vigilando
con atención desde el trono, casi clavándose las uñas en las
piernas por la ansiedad, suspira.
—Algo que tal vez no arraigue en todos ellos.
Se inclina y recoge algo junto a la suela de sus zapatos.
Lo estira entre los dedos, dándole forma a la hilacha de
oscuridad y dividiéndola en tres.
Xena abre la boca de par en par.
—¿Qué…?
Luego deja caer las tres nubecillas oscuras sobre los
bebés. Dos de ellos estornudan y se ponen a llorar, lo que
llama la atención de su madre. El tercero, en cambio,
mueve la naricilla una, dos, tres veces, y luego suelta un
gorgojeo satisfecho.
Taraxis se acerca con rapidez a la cuna e intenta calmar a
los dos llorones, a los que Luxia les dedica una mirada
desdeñosa. Luego toca los piececillos del tercer bebé con un
solo dedo. Son suaves. Puede que no estén tan mal.
Tras comprobar que sus hijos se encuentran bien, Taraxis
abofetea el hombro de su hermana mayor.
—¿No podías contentarte con regalarles una manta negra
con hilos de hueso, como una diosa de la muerte normal?
—Porque eso los hará sobrevivir en un mundo hostil.
Mientras Xena se echa a reír, Taraxis abre los brazos para
señalar a su alrededor.
—¿Mundo hostil? ¿De veras?
Refunfuñando, Luxia se aleja de la cuna.
—Algún día me lo agradecerás.
La diosa de la muerte me soltó con menos brusquedad de
la que había empleado para agarrarme.
Me quedé en el suelo, derrotada, unos cuantos segundos.
—La oscuridad… ¿No viene de Teutus? Es… Es por ti.
—Mi regalo para su error. —Ahora no parecía ser capaz de
mirarme, como si hubiera algo en mí que la hacía sentir
incómoda—. No lo sabía entonces, ¿sabes? Lo que estaba
por venir… No entregué la oscuridad para que sirviera como
arma, sino como protectora.
Soltó la última palabra como si fuera un trozo de pan que
se le había quedado atascado en la garganta.
Yo estaba…
No sabía cómo estaba.
La oscuridad, ¿una protectora?
¿No una maldición?
Me observé las manos, permití que subiera alrededor de
mi cuerpo y se enroscara alrededor de mis diez dedos. Tiñó
mis uñas de negro, las hizo parecer garras. Siempre había
estado cerca cuando había tomado mis peores decisiones,
animándome a caer por precipicios y chapotear en la sangre
que derramaba. Y si bien había sentido alivio en muchas de
esas ocasiones y la había utilizado cuando había sido
necesario, luego me había sentido tremendamente
culpable. Mi madre…
Luxia me observó por encima de su imponente nariz,
disgustada.
—Te crio una mujer asustada a la que, a su vez, habían
manipulado con miedo y dolor. Te educaron para temerte a
ti misma porque no conocían otra cosa. Pero estaban
equivocadas. —Me ladró como un animal herido, un animal
al que han pinchado y perseguido mucho tiempo y ya no
conoce otra cosa—. No todas las cosas oscuras son
malvadas, ni todo lo que resplandece es bueno.
Pensé en las alas negras de Maddox y en el brillante
cabello de Bran.
—Lo sé —susurré—. Pero mis ojos…
La diosa chasqueó la lengua con fuerza.
—Son suyos, sí, pero también tuyos. Te miro y no veo
nada de ese monstruo en ti. Y, créeme, llegué a conocerle
en profundidad. ¡Levanta de una vez, por las estrellas!
Le hice caso, aunque me temblaba todo el cuerpo. Me
había pasado toda la vida luchando conmigo misma y con
esa parte de mí. Obligando a la oscuridad a esconderse por
muchos motivos, pero sobre todo por vergüenza. Porque era
la huella del mal, porque yo había sido tan desafortunada
que había nacido cargando con los dones del dios que había
destruido aquella tierra e instaurado un reinado del terror.
Sus ojos, sus poderes, innegablemente un vástago de
Teutus…
Luxia se plantó delante de mí. Todo en ella era duro,
cortante, frío.
—Como ya has visto, la oscuridad no cala ni florece en
cualquiera. De los tres retoños de mi hermana, solo uno la
aceptó, y solo uno sobrevivió. Y a lo largo de muchas
generaciones, se desarrolló en unos pocos de tus
antepasados. Se necesita una resiliencia y una robustez en
el alma muy difíciles de encontrar. Créeme, te lo dice
alguien que ha recibido millones de ellas. —Me tendió una
mano con la palma hacia arriba y yo, por instinto, acerqué la
mía con mis dedos ennegrecidos. Me aferró con decisión.
Noté como la oscuridad serpenteaba hacia ella con alegría,
como si no hubiera diferencia alguna entre ambas—. Será
tan despiadada o tan piadosa como tú misma. No alberga
sentimientos que tú no le hayas mostrado. Por eso jamás
dañará a tus seres queridos. Y tampoco perdonará a quien
te haya herido.
Me quedé mirándola abrumada, con el corazón encogido.
—No viene de Teutus. —Sus dedos se apretaron los míos
y su voz sonó grave y ominosa—. Ni lo más mínimo.
Al retirarse la diosa, la oscuridad se quedó conmigo. No la
obligué a replegarse con rapidez como siempre. Dejé que
revoloteara por mis hombros, caderas y rodillas.
Aspiré una temblorosa bocanada de aire.
—Si este poder es tuyo, ¿por qué te llevas a Caeli y no a
mí?
—Porque tú solo estás un poco desorientada. Ella, en
cambio, heredó mucho más de las tontas de mis hermanas
y, por ende, necesita mucha más ayuda. —Una nota de
humor se coló en su voz.
Asentí, casi más para mí misma que para ella. Caeli me
observaba con calma desde el suelo.
—Nuestro linaje ha huido durante demasiado tiempo,
¿verdad?
Gimoteó con fuerza, lo que me hizo sonreír.
—Hasta pronto, leeki —musité.
Por un instante, no estaba viendo a la osezna, sino a la
niña. Con su sonrisa traviesa, sus hermosos ojos verdes y
sus tirabuzones rojizos.
Hasta pronto, Alanna’sa, juraría que escuché.
—Cuídala, por favor —le rogué a Luxia.
Impávida, se limitó a parpadear.
—Haré algo mejor que eso. Le enseñaré a cuidarse por sí
misma.
De pronto, giró el rostro hacia su izquierda, escrutando el
bosque con los ojos entrecerrados. Los fuegos fatuos
cuchichearon algo. La imité, pero no había nada que llamara
mi atención ni pusiera en alerta ninguno de mis sentidos.
Nada aparte de la maldita diosa de la muerte en sí misma,
claro.
—¿Qué ocurre?
La diosa arqueó las cejas con apatía, a medio camino
entre sorprendida y aburrida.
—Alguien quiere asegurarse de que encuentras el camino
—murmuró.
—¿Qué?
Luxia giró sobre sus talones y comenzó a alejarse,
llevándose consigo todo: a mi hermana, la serpiente, los
fuegos fatuos y un enorme pedazo de mi corazón.
—Sobrevive hasta que regresemos —me ordenó.
—¡Vosotras también! —grité a su espalda.
Luego me quedé sola en medio del bosque, sintiéndome
vacía y revitalizada al mismo tiempo. Me sentía como un
cántaro de agua que habían volcado, para luego volver a
llenarlo. Pero yo era dueña de aquel contenido nuevo. Yo
decidía lo que había allí; y vergüenza hacia mí misma no iba
a ser una de ellas.
Extendí ambos brazos y la oscuridad me confeccionó
mangas negras a través de las cuales podía ver mi piel.
—Eres mía —susurré.
Una hilacha subió por mi cuello para acariciarme el
mentón. Me provocó un escalofrío que me hizo sonreír
levemente. Casi pude oírla decir ya era hora.
Por fin, escuché aquello que Luxia había detectado mucho
antes que yo. El trote de unos poderosos cascos venía hacia
mí, pero aun así me sorprendí cuando Epona apareció como
una exhalación y derrapó a pocos metros.
De sus ollares salió un vaho blanquecino que se elevó en
el aire, y sus elegantes patas levantaron nubes de tierra,
piedra y hojas.
Sin embargo, lo que hizo que estuviera a punto de volver
a caer al suelo por la impresión fue el largo cuerno blanco
que le salía de la frente y apuntaba directamente hacia mí.
—Eso explica algunas cosas.
CAPÍTULO 45
El cuerno de los unicornios les permite ver directamente
nuestros corazones.
Determinarán entonces si somos puros y cuál es nuestro
verdadero carácter.
A no ser que sea hembra.
Si es hembra, huid. Son volátiles.
Eso sí, obedecerán a su jinete durante toda su existencia.
Del libro prohibido La Corte de Paralda
E
pona no cabalgaba como un caballo común, lo cual
tenía todo el sentido del mundo ahora que sabía que
era un maldito unicornio. El trayecto que en cualquier
otra ocasión debería habernos llevado días, lo hicimos en
horas. Al terminar de atravesar Sporain, ya había
anochecido. Casi esperé que un nubarrón de sluaghs cayera
sobre nosotras, pero nadie vino a nuestro encuentro. Eso no
me tranquilizó.
Abandonamos el bosque para revelar un cielo negro
plagado de estrellas y la luna en cuarto menguante. No fue
hasta que la yegua enfiló el paso de montaña hacia abajo,
obligándome a casi fundirme con las riendas y la montura
para no caer, cuando empecé a ver… El horror.
Había fuego por todas partes. Unas cuantas alas negras
revoloteaban por allí. Sus chillidos eran inconfundibles. Los
sluaghs habían salido de Sporain, pero era imposible que
solo ellos hubieran causado todo. Conforme más nos
acercábamos, mayor y mayor era la destrucción. Y para
cuando Epona redujo el ritmo hasta un trote, mi alma
estaba hecha jirones.
No había casa que no hubiera sido atacada, sus paredes
resquebrajadas, sus techos hundidos. El olor acre del fuego
lo impregnaba todo, los caminos de tierra estaban
pisoteados por cientos de cascos, había flechas clavadas
por todas partes. Encima de la pequeña ladera en la que se
había elevado la taberna de la vieja Mae, solo quedaba un
montón de escombros entre los que despuntaba los restos
de una columna.
Al pasar junto al cartel carbonizado de El Desatino del
Pez, escuché unos murmullos apagados. Enarbolé la daga y
Epona resopló con nerviosismo. Más allá del murete de
piedra no había enemigos.
—Para, para —le pedí a Epona—. Necesito bajarme.
Fue mucho menos amable para ayudarme a desmontar
que cuando se había arrodillado para que subiera en ella.
Estaba claro que, aunque Maddox la había enviado a por mí,
no le gustaban aquella clase de encargos y yo seguía sin ser
de su agrado. Se revolvió con brusquedad y prácticamente
me tiró al suelo, pero conseguí aterrizar sobre los dos pies y
correr hacia el grupo de gente parapetada tras una pared
intacta.
Se giraron hacia mí con espanto al escuchar los pasos,
pero se calmaron al reconocerme. Vi rostros heridos,
asustados, sangre, cenizas… Diosas, fue como una
representación de lo que el cnoc me había mostrado meses
atrás. Las consecuencias de la guerra.
Unos lamentos desgarradores me condujeron hasta dos
figuras en el suelo. Una de ellas era Sequana, la reconocí
por las algas rojas que componían su cabello. La anciana
estaba arrodillada, abrazando a alguien contra sí mientras
gemía y gemía. Solo vi unas piernas inertes y una cola con
la punta llena de pelo rojizo.
—Mi muchacho… —La pena de Sequana era tal, que
apresó mi pecho con fuerza y apenas me dejó respirar—. Mi
niño, mi niño…
Me llevé las manos a la boca. Higuel. ¿Higuel había
muerto? No. ¿Qué sentido tenía aquello? Acababa de
casarse. Le había tirado arroz encima hacía solo unos días.
La oscuridad se deslizó por mi cuello, haciéndome
pestañear. Me giré hacia la primera persona que vi y que no
estaba desmoronada. Era una fae joven, con la mirada viva,
ardiente, y un arco en las manos.
—La Hermandad venía hacia aquí, ¿dónde están?
—La batalla cruzó el puente, hacia el valle. Después de
dejar que sus cazadores y demonios se cebaran con el
pueblo, el rey proclamó que no iba a permitir que los restos
de la Era de las Diosas siguieran en pie más tiempo.
Contuve el aliento.
—¿El rey en persona ha venido?
La fae asintió.
—Con el príncipe, la Cacería Salvaje, los dos Jinetes
Oscuros y estos hijos de… —Enarboló el arco y lanzó una
flecha hacia arriba. Unos segundos más tarde, un sluagh
cayó a pocos metros de donde estábamos— su mala madre.
Sin ejército. Tal vez por eso en Éire no se habían
percatado de que aquel grupo había abandonado la capital.
Al descubrir un pueblo activo y lleno de sidhe, me los
imaginé relamiéndose. Pensé en el Nuckelavee y el Dullahan
y algo se agitó en mi estómago. Pensé en el príncipe Bran
cabalgando junto a su padre, contento por tener toda su
atención y por una perspectiva tan sangrienta, y aquella
energía que solo había sentido un par de veces se acumuló
en mis piernas.
Observé Ná Siog. Casi no habían dejado nada en pie.
Higuel no era el único fallecido. Entre la bruma y el humo,
descubrí muchos más cuerpos en el suelo. Los chillidos de
los sluaghs que revoloteaban por allí eran de felicidad,
tenían mucho oiw con el que saciarse.
Entonces me di cuenta de que me encontraba justo
donde habían creado la hoguera grande. Recordé la sonrisa
loca de Sage, a Óberon y sus peculiares socios, y lo que
pedí antes de atravesar las llamas.
«Desearía que tanto mi hermana como yo seamos
dueñas de nuestros destinos».
No tenía por qué esperar a que deidades muertas
vinieran a cumplirlo. Aquello podía conseguirlo yo misma.
Debía hacerlo yo. Llevaba toda la vida convencida de que
daba igual lo que sintiera o lo mucho que deseara ciertas
cosas, no eran para mí solo por mi sangre.
«Sabía… sabía que eran los ojos del mal».
Lo verdaderamente angustiante sobre mi madre no había
sido la forma en que había vomitado sobre mí todo su
rencor y miedo, sino en que tenía razón sobre muchas
cosas. Había sido una experta para enhebrar odios
infundados con hechos reales. No, yo no había sido testigo
de su horrible infancia y cómo su propia madre, mi abuela,
era vapuleada y ahorcada en público. De pequeña no sabía
si era verdad que nuestra sangre estaba maldita y que por
ello no teníamos ninguna salvación. ¿Era cierto que solo
éramos cabezas de turco para el resto de Hibernia? No era
posible, ¿verdad? Debía de haber gente buena en alguna
parte del reino, aunque fueran minoría.
Pero por cada duda que tuve, madre me entregó una
certeza. ¿Nuestra sangre estaba maldita? Sí, cada una de
las veces que utilicé la magia empeoré nuestras vidas.
¿Éramos cabezas de turco para Hibernia? A la madre de mi
madre la habían encadenado unos sidhe al sospechar que
ocultaba algo, desesperados por ese resquicio de
esperanza, sin importarles su voluntad o deseos. Y a mí y a
Caeli nos habían capturado en Éire, a mí dándome por
muerta y a ella engrilletándola.
Cuanto más me empujaba mi madre hacia su verdad,
hacia su oscuridad, más clavaba yo los talones para
evitarlo. Me sentía estúpida por no creerla, y hundida si la
creía.
Ahora me daba cuenta de que, si bien sus vivencias y las
de nuestros antepasados habían sido reales y aterradoras,
eso no lo era todo. Sí, era apabullante pensar en lo que
ocurriría si el reino descubría que Caeli y yo existíamos,
pero eso no tenía por qué convertirnos en monstruos o
peones.
No tenía por qué ser ninguno de los dos.
Podía ser yo incluso con esta herencia, este poder.
Tal vez incluso podía creer lo que otras personas veían en
mí y que se suponía que me definía. Desconfiada, astuta,
hermana, vengativa, sliseag, ladrona… Incluso sha’ha,
gloriosa, océano y fresno. Tal vez era todo eso, y no solo
parte de un linaje maldito.
«Nosotras vivimos solas. Y si eres lista…»
No.
Dejé que la voz de mi madre se hiciera cada vez más y
más y más pequeña en mi interior. Tal vez nunca me
abandonara del todo, pero haría que fuera tan insignificante
que apenas contara.
Volví a girarme hacia la fae.
—Los que os encontréis bien y estéis dispuestos a luchar,
cruzad el puente. Seguro que sois necesarios.
No esperé a que respondieran. Corrí hacia Epona y me
ayudé del murete de piedra para saltar sobre su lomo. Sin
tener que decirle nada, emprendió la carrera hacia el
puente.
Al despejarse la bruma, descubrí que el Valle de la Muerte
ya no estaba tan yermo como la última vez. Cientos de
huellas sobre la tierra seca iban en dirección a las ruinas. A
lo lejos vi caballos y jinetes, cazadores con sus uniformes
negros e infinidad de sluaghs sobrevolándolo todo. El
número de hombres y demonios que había traído el rey no
era el de un batallón, pero sí mucho más de lo que era
necesario para un pueblo como Ná Siog.
Una llamarada de fuego gigantesca ascendió en espiral
hacia el cielo. Maddox. Sin encantamientos y con todo su
poder desatado; no podía ni imaginar lo que era capaz de
hacer. Muchos sidhe, probablemente habitantes del pueblo,
estaban peleando. Tante y la vieja Mae se encontraban
espalda con espalda, luchando juntos después de haber
perdido lo único que los había unido. Un poco más allá, vi a
Aberdeen desplazándose junto a varios torbellinos de tierra
que le acompañaban. Había espadas restallando,
explosiones de agua, más fuego, enredaderas saliendo de la
tierra reseca e inmovilizando a los cazadores. Incluso así, la
magia a veces no tenía nada que hacer con la experiencia
en batalla.
Mis clavículas cosquillearon por primera vez en horas.
Las toqué mientras me aferraba a las crines de Epona con
fuerza.
Estoy aquí. Voy a ayudar. Y más te vale que tengas
cuidado.
Su respuesta, una mezcla de humo y satisfacción, no se
hizo de rogar. Me llegó una ráfaga de poder sin control, de
calor, de lava ardiente.
Has tardado más de lo que creía, sliseag.
Epona me condujo directamente al grupo más cercano de
cazadores. No tenía armas largas ni flechas, pero mi daga
curva hizo un trabajo excelente cercenando dos gargantas
al pasar por su lado.
—Os presento a Sutharlan —susurré.
Los cazadores no tardaron en darse cuenta de que un
nuevo contendiente se había unido a la batalla. Varios de
ellos intentaron acorralarme, así que salté de Epona y le di
un manotazo en la grupa por el que estaba segura que
pagaría más tarde.
—Ve. Yo me encargo.
Fue bastante glorioso contemplar cómo la yegua utilizaba
su cuerno para llevarse a cuantos enemigos pudiera por
delante. Uno se quedó enganchado por el hombro y lo
arrastró bastantes metros, su grito perdiéndose entre el
fragor de la batalla.
Enfrenté a los cinco que se me acercaban, optando por el
puñal de acero ghobiense en la izquierda y la daga curva en
la derecha. Cuando dos de ellos se abalanzaron sobre mí,
espadas en ristre, no contuve ni uno solo de esos dones
malditos que siempre me había esforzado por ocultar. Fui
más veloz, más fuerte y más hábil, y antes de que hubieran
siquiera movido los brazos, yo ya les había asestado cortes
mortales. Lancé el puñal hacia un tercero y acerté en la
garganta, y antes de que se desplomara ya había ganado la
espalda del cuarto.
El último llamó a más cazadores, los sluaghs intentando
darse un festín con los cuerpos de sus propios aliados.
Sonreí y les hice un gesto con los dedos.
—Vamos. Menos remilgos, chicos.
Me encargué de todos los que se me ponían por delante,
uno a uno, la energía fluyendo por mi cuerpo como un río
caudaloso, con la fuerza del mismísimo Muirdris dando vida
a mis brazos, a mis piernas, despejando mi mente. Todas y
cada una de las esencias de los caídos corrían hacia mis
pies, una detrás de otra, y fue la primera vez que sentí que
aquello me revitalizaba. Probablemente porque era la
primera vez que mataba a tanta gente seguida.
Si esperaba sentir algún remordimiento por ello, no llegó.
La oscuridad se carcajeaba a mi alrededor, a pesar de no
estar empleándola. Era una espectadora fiel, el arma
secreta que solo pretendía utilizar si no quedaba más
remedio. Haberla aceptado no quería decir que no supiera
de lo que era capaz si la dejaba libre.
De pronto, algo negro me cayó sobre una mejilla. La piel
me escoció, un graznido lo invadió todo. Caí de espaldas,
dando cortes a diestro y siniestro. Golpeé algo blando. Rodé
sobre mi costado y contemplé el cuervo caído.
A menos de un metro, vi el bajo de un sinuoso vestido
negro. La tela no era tal: eran sombras deslizándose sobre
el suelo resquebrajado.
Alcé el rostro con rapidez para encontrarme con Morrigan.
Tan innegablemente hermosa, con su trenza de pelo rojo
sangre, las cadenas cruzadas sobre su nariz, y sus ojos…
¿Azules? Sí. Aquel día ambos eran de un azul pálido.
No tuve tiempo de analizarlo. La diosa de la guerra me
estaba contemplando como si fuera un escupitajo en su
camino.
—¿Qué haces aquí, niña estúpida? —espetó.
La forma en la que hizo la pregunta me resultó rara. Fue
como si ella y yo nos hubiéramos sentado a charlar
previamente y hubiéramos acordado que yo me quedaría en
casa mientras ella salía a batallar.
Salté sobre mis pies y me puse en guardia apretando las
dagas. Por su culpa, mi hermana había pasado horas en las
garras de Bran y había estado a las puertas de la muerte.
—Vamos a ver si lo adivinas.
Arrojé la otra daga, la que ella no estaba mirando, y fue
directa hacia su estómago. Y sí, dio en el blanco. Sentí un
parpadeo de sorpresa cuando se hundió en la diosa hasta la
empuñadura, arrancándole un gemido.
Morrigan apretó los labios con tanta fuerza que estos
perdieron el color. Al hablar, sonó sin aliento.
—Deberías estar escondida en algún agujero con la
mocosa, muy lejos de aquí.
La vigilé con desconfianza. Si era un truco para que
bajara la guardia, era el peor que había visto. Toda Morrigan
exudaba poder y magia.
—Supongo que eso es lo que te gustaría, sí.
—Niña tonta.
La diosa echó el cuerpo hacia atrás y un rayo de luz
pareció rebotar en su rostro. Como el brillo del metal. Se
llevó las manos a la cara con un alarido, enterrándolas en la
piel como si quisiera arrancar todo lo que encontrara a su
paso, los ojos, la nariz. Entre sus garras, creí ver…
Pero era imposible.
¿Por qué algo que siempre llevaba puesto le haría daño?
Decidí que no iba a esperar a que alguien me lo explicara.
Los resuellos agónicos de la diosa no parecían fingidos, y yo
estaba más preocupada por su rostro que por lo que tenía
delante.
Con movimientos fluidos y certeros, lancé la otra daga.
Conseguí asestarle en un hombro, justo bajo la clavícula. La
fuerza del impacto la tiró de espaldas; y yo ya estaba ahí,
sobre ella, enarbolando el puñal. Le rodeé el mentón con la
mano libre y le estiré el cuello. No creía que el acero
ghobiense hiriera a una diosa como hacía con los humanos,
así que no pensaba correr riesgos. Era mejor decapitarla. No
conocía seres que sobrevivieran a eso.
Entonces Morrigan se apartó las manos del rostro.
El impacto de lo que había debajo me robó el aire de los
pulmones.
Las cadenas que se entrecruzaban sobre su nariz se
habían vuelto líquidas, como hierro fundido, y se habían
introducido en la piel. Y como la marea comiéndose la orilla,
cubría sus mejillas, labios, ojos… Parecía querer abarcarlo
todo, dejarla sin rostro. El único ojo que seguía libre estaba
tan abierto que parecía que iba a saltar de la cuenca, y
hubiera jurado que había auténtico pánico en ese azul.
La diosa de la guerra estaba aterrorizada.
¿Por qué?
Tragué saliva y me concentré en el puñal que tenía contra
su garganta. Un movimiento y se acabó. Solo debía…
En lugar de intentar detenerme, de protegerse, me
empujó sin fuerzas, torpe, errática. La aparté sin problemas
y sentí que poco a poco el cuerpo de la diosa se quedaba
flácido. Al mismo tiempo, el hierro terminó de cubrir hasta el
último centímetro de su rostro. Pasó de líquido a sólido en
un solo parpadeo, convirtiéndose en una máscara que
delineaba todos sus rasgos. Perfecta, pulida, brillante,
incluso reflejaba mi propia expresión.
Respiraba con fuerza, anonadada.
¿Estaba muerta?
¿Sus propias cadenas la habían matado?
¿Le habría quemado y fundido los huesos?
Con cuidado, extendí la mano hacia aquella máscara.
Cuando estaba a punto de tocarle el pómulo, un golpe en el
costado me envió al suelo.
Morrigan se levantó. Sin torpeza, sin dolor, como si un
instante atrás no hubiera parecido estar luchando por su
vida. ¿Me había engañado, entonces?
Otra persona, una voz masculina y chirriante, habló.
—Quinientos años después, aquí seguimos. —Chasqueó la
lengua con desaprobación, el sonido era un eco metálico.
Cuando un cuervo intentó posarse sobre su hombro, lo
aplastó a toda velocidad, exprimiendo huesos y plumas
como había hecho Caeli aquella vez en los muelles—. Si no
fuera por la obsesión de nuestro señor, nunca habría pisado
dos veces esta tierra de mierda.
Salía de ella. La voz había salido de Morrigan, pero no era
ella.
Me puse en pie, aturdida. Aquella máscara grisácea no
revelaba absolutamente nada.
—¿Quién eres?
—No soy. No tengo nombre, ni cuerpo, ni rostro. No los
necesito.
Ni cuerpo, ni rostro…
Me tragué un jadeo horrorizado.
—El Nadie.
CAPÍTULO 46
Lo único que se sabe con certeza sobre
el antiguo hogar de las diosas es su nombre, Tintagel.
Por eso, la colina sobre la que aparecieron
al caer de las estrellas recibió su nombre.
Del libro prohibido La Era de las Diosas
T
enía ante mí al tercero de los Jinetes Oscuros, el que se
suponía que estaba en paradero desconocido. El que
actuaba como un parásito con sus huéspedes…
—Y tú eres aquella cosa de los muelles, la que Morrigan
decidió no llevarse consigo por razones que no me
parecieron relevantes. Pero esa perra sibilina siempre tiene
un plan, ¿verdad?
Hablaba de Morrigan como si fuera alguien
completamente ajena a él, a pesar de que compartían un
mismo cuerpo. Como si tomaran decisiones distintas. ¿Sería
verdad? Fionn había dicho que la diosa nunca hacía nada sin
más.
Entonces pensé en sus ojos.
En los muelles habían sido de ambos colores. En palacio,
cuando se paseó con Caeli, negros. Y ese mismo día, antes
de que apareciera el Nadie, habían sido azules.
¿Y si esos cambios habían sido pistas de quién tenía el
dominio del cuerpo?
—¿Por qué apareces ahora? Te convocaron para el Teu
Biadh.
—Yo no sigo órdenes de un falso rey. —Escucharle con el
cuerpo de Morrigan era escalofriante—. Pero ahora debo
cumplir con la última orden de nuestro señor. Si un solo
enemigo se levanta en esta tierra con intención de malograr
toda su gran obra, será aplastado.
¿Ese enemigo era yo? ¿O todos nosotros?
—Mira a tu alrededor, ¿esto te parece una gran obra? —le
espeté, llena de ira—. Solo dejó caos y desgracia tras de sí,
porque eso era lo único de lo que era capaz. Él y vosotros,
sus vasallos de mierda, destruisteis algo que ya era
perfecto.
Antes de escuchar su respuesta, un grito se alzó sobre los
demás.
—¡Alanna!
Gwen. Ella y Aberdeen se habían separado de la batalla y
venían hacia aquí. Cuando el Nadie se giró hacia ellos
descubrieron que no se trataba de Morrigan. Se detuvieron
en seco.
—Una humana y un sidhe, juntos —murmuró el demonio
con asco—. Parece que las cosas se han torcido más de lo
que pensaba.
Entonces, encorvándose hacia delante, emitió un gruñido
mientras la piel de la espalda y los jirones del vestido se
rompían. De ahí surgieron dos sombras alargadas. Con
crujidos y estallidos repulsivos, unas alas hechas de huesos
negros se desplegaron.
—Ahora haré lo que Morrigan no me permitió aquel día.
Despegó hacia mí, en paralelo al suelo, y lo único que
pude hacer fue recibirlo con los brazos abiertos y el puñal
en la mano. Me atrapó contra su cuerpo y nos convertimos
en un revoltijo de brazos, piernas, jirones de sombras y
acero. Acerté a cortarle un brazo, pero su agarre no
disminuyó. Su risa era chirriante.
—El acero de los gnomos, ¿eh? Buen intento. Lástima que
no fueran lo bastante listos como para crear algo que hiriera
a sus verdaderos enemigos. —El aire y la velocidad de su
vuelo apenas me dejaban abrir los ojos, pero continué
intentándolo. Continué desgarrando, clavando y
revolviéndome—. Te demostraré lo absurda que es tu lucha.
No será necesario que yo acabe contigo, lo hará tu tierra
perfecta.
Y entonces me soltó. Me encontré surcando el cielo,
ingrávida, alejándome de aquel borrón negro apenas
distinguible sobre la noche. Me encogí sobre mí misma y me
preparé para el impacto. Y entonces recordé. No estaba
sola. Tenía una protectora conmigo.
Ayúdame.
La sentí envolverme en un capullo de oscuridad. Me
resguardó del aire y, cuando llegamos abajo, también me
protegió del choque contra el agua. Había caído en el lago.
Glenn Ná Siog era una inmensidad sombría y gélida, como
estar flotando en medio de la nada. Comencé a patalear
hacia arriba, angustiada. La oscuridad impulsó mis manos y
pies y, a pesar de no saber nadar, fui directa hacia aquella
luz plateada de la superficie.
Hasta que algo apresó mi pie y tiró en dirección contraria.
Se me escapó el aire en enormes burbujas. Aún tenía el
arma en la mano, así que asesté puñaladas a ciegas. Solo
corté el agua. El dolor en el tobillo era agudo, me quemaba;
tuve que retorcerme sobre mí misma para saber qué era lo
que me tenía atrapada. Una fila de dientes amarillentos se
había cerrado sobre mi bota, la sangre se esparcía
alrededor. En la parte superior de un morro alargado
distinguí dos ojos completamente blancos y brillantes.
Un kelpie. Un puñetero kelpie.
Pateé el morro con la pierna libre y logré que me soltara.
Pero no se alejó mucho. Volvió a por mí. Tenía que acabar
rápido con él, los pulmones ya me ardían.
Algo pasó a toda velocidad entre nosotros y me hizo dar
varias vueltas en el agua. Braceé desorientada, la oscuridad
una vez más deslizándose por mi cuerpo y ayudándome a
llegar a la superficie. El kelpie me había arrastrado mucho
más al fondo de lo que había creído.
Fui perdiendo fuerzas, mi pecho daba sacudidas. La
oscuridad chilló.
No podría…
No iba a…
Algo mucho más frío que aquellas aguas me tomó de la
mano.
Ella… Ya no es nada.
Ha perdido su esencia, lo que la hace diferente, lo que
consigue que se reconozca y ame a sí misma.
Alguien está gritando a viva voz, suplicando en su
nombre. Apenas tiene fuerzas para alzar un poco la cabeza
y ver a la muchacha de rodillas, el largo cabello rojo
esparcido encima de sus sucias botas.
—Por favor. Por favor, te lo ruego. Basta. Ya es suficiente.
—¿Lo es? —contesta el dueño de las botas, pensativo—.
Es posible. Perdonaré a esa embustera si, a cambio, tú
ocupas su lugar.
—Sí —dice la muchacha sin atisbo de duda—. Toma mi
vida. Libérala a ella.
Intenta impedirlo, pero no puede. No sale nada de entre
los labios.
—¿Tu vida? —Se carcajea él—. Ah, sí. Lo haré. Pero no de
la forma que piensas. Tú serás…
Boqueé con fuerza cuando rompí la barrera de la
superficie. El aire de la noche entró a raudales en mis
pulmones. Me aferré a aquello sólido que mis brazos
encontraron, mis uñas enterrándose en el suelo. Tierra.
Estaba en la orilla.
Un chapoteo a mi espalda hizo que me diera la vuelta,
resollando.
La mitad del rostro de una mujer asomaba del lago, a
menos de un metro de mí. Veía el leve resplandor de su
cuerpo bajo el agua. Aquello que se agitaba bajo ella no
eran dos piernas, sino una larga cola verdeazulada.
La luna arrancó destellos rojos a su pelo.
—¿N-Nicksa? —balbuceé, todavía escupiendo agua.
Si era ella, no hubiera podido contestarme. Tras una
última mirada indescifrable, se hundió en el lago con su
hermosa cola agitando la superficie tras ella. Su brillo se
perdió en las profundidades.
Algo me rozó la pierna, tal vez un pececillo, pero el susto
me obligó a arrastrarme fuera del agua. Cuando estuve
segura de que ni un centímetro de mi cuerpo estaba en el
lago, me dejé caer, agotada. Al fin, solté el puñal. Estaba
segura de que los símbolos ghobienses se habían quedado
grabados en mi palma para siempre.
Los nudos estaban como locos. Cuando estaba a punto de
tocarlos, me llegó una pulsión que solo había sentido una
vez en toda mi vida.
La falta de aliento.
El tirón.
La oscuridad reaccionó, agitada. Solo que ahora sabía
que no era porque se sintiera atraída hacia aquello, dos
iguales llamándose el uno al otro, sino porque sabía el
peligro que suponía para mí.
Rodé hasta quedar bocabajo y, temblorosa, me puse en
pie en la maldita colina de Tintagel. No quedaba mucho del
sitio en el que Teutus y Taraxis habían contraído nupcias, lo
cual me pareció una metáfora perfecta sobre cómo había
terminado su historia de amor. La podredumbre generada
por la muerte de Xena había alcanzado aquel islote, pero no
había conseguido matarlo todo. En el centro se extendía un
pequeño parche de hierba y maleza. Entre brezos, juncos y
salicarias de pétalos púrpuras, había un único tocón de
piedra. Bajo aquella luz parecía casi blanco, pulido, de forma
ovoide.
Y clavada en él, estaba la espada.
Sabía por Fionn que yo era la única de mi linaje que había
estado tan cerca. El chico que vino hasta el valle y se fue
tras hablar con el inmortal tan solo debía haberla intuido
desde la orilla, haber sentido la pulsión. Entonces me había
preguntado qué lo habría llevado hasta allí lleno de tantas
dudas.
Ahora lo sabía.
Y como le había dicho a mi hermana, se había acabado el
huir.
Miré a mi alrededor un segundo; el lago, la orilla y más
allá. El fragor de la batalla resonaba incluso a aquella
distancia, y multitud de chillidos de sluaghs salían del
bosquecillo de cipreses.
Pensé en las consecuencias de la guerra que continuaban
latentes quinientos años después, en el miedo que obligaba
a muchos sidhe a cometer locuras, en la hermana que ya no
tenía quien le hiciera flores de papel, en Fionn y su soledad
inmortal. Mi corazón se estremeció. La certeza me sacudió.
Cojeando por culpa de la herida que me dejó el kelpie, me
acerqué a la piedra. La pulsión aumentaba cuanto más me
aproximaba. Era como si la piedra y la espada vinieran a mí
en lugar de al revés. Como si ellas tuvieran muchos más
deseos de reunirnos que yo. Probablemente así era, porque
empezaron a filtrarse en mis pensamientos. Asegurándome
lo mucho que mi mano deseaba agarrar esa empuñadura, la
agradable sensación al hacerlo. Atrayéndome.
Me detuve a pocos pasos y miré fijamente la espada.
—Haré esto, pero seguiré siendo yo —proclamé. No era
nada probable que estuviera escuchándome, pero
necesitaba decirlo. Convencerme de que no iba a desatar un
apocalipsis o a convertirme en un demonio más de Teutus,
que era lo que mi madre siempre había creído—. Sé quién te
empuñó por última vez y no encontrarás en mí ni una sola
semejanza, ¿me has entendido?
Tal vez fue a causa de mi determinación, pero me pareció
que la espada… Que sus bordes se desdibujaban un poco.
Como si emitiera algo. Como si me respondiera.
Desde allí, todo lo que podía ver y sentir era la espada.
Un sonido agudo, como un grito perpetuo, opacó los demás
sonidos. Como un metal que golpeaba otro metal y cuya
vibración ascendía y ascendía y ascendía…
Alargué la mano hacia la empuñadura negra. Tenía dos
discos con círculos concéntricos, uno en el medio y otro más
grande en el extremo, actuando de pomo. Estaban
decorados con gemas traslúcidas. Doble filo y una simple
acanaladura que recorría el metal hasta donde la piedra me
permitía ver. Sin grabados, sin filigranas.
Nada que dijera que esa espada llevaba el peso de tantas
vidas.
A punto de alcanzarla, los nudos cobraron vida de nuevo.
Latieron y latieron, llenándome de angustia, un pavor
absoluto y muchas, muchas preguntas. Me estaban
transmitiendo emociones.
Dudé.
Los toqué con las yemas.
Sha’ha. La voz grave y agitada de Maddox llenó mi
mente. No te veo. Gwen y Aberdeen dijeron…
Estoy bien. El Nadie me lanzó al lago.
¿El Nadie? Bien, está muerto. Su gruñido, junto con una
ráfaga de furia asesina, me sacudió. ¿Dónde estás? Voy a
por ti.
Cerré los ojos.
Yo… Hay algo que quiero que sepas.
Puedes decírmelo en persona.
No, porque si lo tuviera delante la vergüenza me
aplastaría y me haría tan pequeñita como un guisante. Por
mentirosa. Por mirarlo a los ojos una y otra vez, incluso
cuando me di cuenta de que el naidh nac estaba lejos de
ser una enfermedad o una maldición, y negarle la
posibilidad que él y su gente llevaban siglos buscando.
Maddox se impacientó.
No estás bien. Dime dónde estás. Te ayudaré.
Estoy segura de que lo harías, le dije, apoyando ahora los
diez dedos en los nudos. Estás a punto de descubrir algo
sobre mí, y merezco cualquier cosa que venga después. Tu
ira, tu decepción, tu resentimiento… Solo quiero que sepas
que lo aceptaré todo. Todo de ti. Lo que me des, lo que no, y
si después de todo todavía sigues viéndome de la misma
manera, también quiero que me exijas y que no te quedes
solo con lo que crees que estoy dispuesta a dar. Quiero
seguir conociendo al hombre y al drakon, y me da igual
quién tome el control porque sé que, en el fondo, siempre
eres tú… Y eres jodidamente magnífico.
No sabía si era posible o no, pero hubiera jurado que los
nudos estaban absorbiendo la energía de Maddox y
expandiéndose hacia mis dedos, como si trataran de
capturarlos, de encontrarme. Noté un tirón en mi propio
corazón, un vuelco, y supe instintivamente que Maddox se
había lanzado al aire.
No sabes lo que pienso hacerte por atreverte a decirme
eso en medio de una batalla, gruñó. Aunque puedo asegurar
que te va a gustar.
No me estás escuchando.
Sí que lo hago. Me muero por saber qué es lo que crees
que va a alejarme de ti.
Su sarcasmo, con un filo de dulce humor, consiguió
caldearme un poco, alejando el empalagoso frío del lago.
Abrí los ojos. La espada estaba más cerca. ¿O había sido yo
quien se había aproximado?
Me siento honrada de que algo, fuera Shirr o el destino,
me haya unido a alguien como tú. Y con esto, espero
empezar a enmendar mis errores.
Rompí la conexión sin darle tiempo a contestar.
Luego, antes de pensarlo mucho más, rodeé la
empuñadura con los dedos y tiré con decisión.
La espada quemaba.
Fue lo primero que percibí cuando salí de aquellos
extraños recuerdos. En lugar de soltarla, la agarré con
ambas manos y apreté los dientes. Lo que antes había sido
un filo insulso ahora estaba repleto de líneas brillantes,
como rasgaduras en el metal de las que intentaba escapar
luz. Y las piedras dentro de los círculos se habían teñido de
violeta. Como mis ojos.
Como los ojos de Teutus.
Había salido de la piedra con mucha facilidad, tanta que
era difícil creer que cientos de seres antes que yo lo
hubieran intentado y fracasado. Sin embargo, la verdadera
prueba estaba siendo sostenerla.
No pesaba gran cosa, otro dato sorprendente, pero un
dolor lacerante estaba ascendiendo por mis brazos, que
temblaban tanto que sacudían todo mi cuerpo. La espada
misma parecía estar gritando: «¡Suéltame, maldita sea!
¡Aparta tus sucias y traidoras manos de mí!».
Oh.
Aguarda.
Sí que estaba gritando de verdad.
Aquello casi hizo que la dejara caer, pero me contuve.
Tenía que encargarme de aquello, y tenía que hacerlo rápido
para poder ayudar a mis amigos.
Un tirón especialmente fuerte me hizo girar sobre mí
misma y golpear la espada contra la piedra que la había
contenido durante siglos. La roca se resquebrajó,
esparciendo escombros y polvillo blanco.
Terminé por clavar el filo en el propio islote, buscando un
asidero desde el que poder hacer presión y controlarla.
Mientras tanto, la espada no dejaba de... ¿quejarse?
—… mi dolor, como si yo no fuera más que un objeto
prescindible y…
—Para ya, maldita seas —gruñí.
—¿Malas palabras también? ¿Después de todo lo que he
sufrido? —La voz de la espada era sin ninguna duda
femenina, resabiada y absolutamente colérica—. ¡No
prestaré mi poder de nuevo a los ingratos demonios! ¡Nadie
se vanagloriará a mi costa nunca más!
—¡No soy un demonio!
—A mí no me engañas, percibo tu sangre con total
claridad. Eres de él, y eso te convierte en una niña demonio.
—Ha pasado mucho tiempo desde que Teutus paseó por
esta tierra, y yo soy parte de lo último de su linaje. Eso es lo
que percibes en mí. Nada más.
La vibración, que me hacía sentir como si fuera a
quedarme sin brazos en cualquier momento, se amortiguó
un poco.
—¿Mucho tiempo? ¿Cuánto?
—Más de quinientos años.
Debí dar la respuesta equivocada, porque empezó a
berrear de nuevo.
—¡Quinientos años en completa oscuridad! ¡Después de
acompañarlo desde mucho antes de que su rey lo retara a
combate, desde mucho antes de que cualquier demonio
empezara a considerarlo digno de su lealtad! ¡Yo fui la
primera! Y le dieron igual mis súplicas.
Su último lamento se entremezcló en mi mente junto con
las imágenes que había vislumbrado. Aquella sucesión de
extraños escenarios y emociones que sentí como algo
propio, como algo que me estaba ocurriendo a mí.
«Le dan igual mis súplicas, mi horror, el tiempo que
estuvimos juntos…».
—Te abandonó —susurré, comprendiendo—. Tú estabas
con él en el Otro Mundo, luchaste a su lado durante eones, y
cuando conquistó Hibernia te dejó aquí. Sola.
Por fin, la espada dejó de dar tirones y se quedó quieta en
mis manos. La vibración seguía allí, pero era soportable.
—Tú… ¿lo viste? —dijo con un tono mucho más apagado.
Agotada por aquel enfrentamiento, me arrodillé sin soltar
la empuñadura y extendí la espada ante mí. Para haberse
pasado medio milenio enterrada en un trozo de piedra,
estaba en perfectas condiciones. Como si el habilidoso Oisin
la hubiera forjado y pulido el día anterior.
—Siento mucho que hayas tenido que sufrir por los malos
actos de Teutus. Como comprobarás en breve, dejó toda
clase de destrucción y dolor a su paso. Sé que te empuñó
contra la Tríada y los sidhe, y sé que lo ayudaste de buena
fe. Eso es lo que hacen las espadas por sus dueños.
Refulgió con fuerza un instante.
—Le traje muerte, como me ordenó.
—¿Y si yo solo te pido ayuda?
La espada quedó en completo silencio tanto rato que creí
que algo había fallado.
—¿Pedir? —murmuró finalmente, como si jamás hubiera
escuchado esa palabra.
Ah, diosas.
—Hagamos un trato. Tú no volverás a considerarme un
demonio ni a relacionarme con los actos de Teutus, y yo te
trataré como una compañera a la que voy a necesitar para
ayudar a mis amigos.
—Conque un trato… —Poco a poco, el mango bajo mis
dedos se empezó a calentar y, lejos de ser doloroso, alivió
las molestias de mis brazos, se extendió por mi pecho frío y
húmedo, e hizo que el tobillo dejara de enviar oleadas de
agonía. Como miel caliente derramándose por mi piel—.
¿Pides una compañera que te ampare en tu gesta?
No sabía si debía llamar gesta a lo que fuera que había
desatado al sacar la espada. Ni siquiera sabía lo que había
en mi futuro más allá de aquella batalla, de aquel momento.
—Sí, eso me encantaría.
—A mí… A mí también. Trato hecho.
—Solo hay un problema. No sé manejar una espada.
La espada soltó una risita que no tenía nada de divertida
y que me erizó el vello de la nuca.
—Tú no me sueltes hasta que la batalla termine —me
ordenó—. Mi nombre es Orna, por cierto.
—Yo soy Alanna. —La balanceé, asombrada de nuevo por
lo ligera que era—. ¿Preparada para masacrar demonios?
—Tengo cinco siglos de resentimiento en el filo. Tú
señálalo y yo lo extermino.
Estaba planteándome cómo salvar la distancia de aguas
peligrosas hasta la orilla cuando un guerrero drakon de alas
negras completamente furioso aterrizó justo delante de mí.
CAPÍTULO 47
Espadas mágicas he visto muchas.
Pero ¿Orna, la espada que Teutus trajo del Otro Mundo?
Ella es especial.
Sí, dota de fuerza a su dueño. Y sí, lo ayuda en las grandes batallas.
Pero lo más importante es lo que guarda: historias.
Y esas sí son herramientas poderosas en las guerras.
Del libro prohibido La Era de las Diosas
C
on una rodilla y la lanza clavados en el islote, Maddox
alzó el rostro hacia mí. Y por primera vez desde que
me conocía, me vio realmente. Toda yo, a pesar de
estar empapada y herida. Expuesta. Desnuda, para todo lo
que importaba. Sus ojos dorados se deslizaron por mi figura
y cayeron sobre la espada. Vibrante y destilando aquella luz
púrpura era imposible de ignorar.
Se puso en pie con lentitud, sus alas crujiendo al
estirarse. No podía deducir nada por su expresión. Era la
viva imagen del hermetismo.
—Esto explica muchas cosas —comentó con voz ronca.
Esbocé una sonrisa temblorosa. No valía la pena
mentirme a mí misma. Su reacción era muy importante para
mí: le estaba mostrando mi parte más oculta, aquella que
más insegura me hacía sentir, a sabiendas de que él tendría
todo el derecho a pisotearme.
—Eso es justo lo que dije sobre tu yegua hace un rato.
No se me acercó, pero señaló mi espada con su lanza.
—¿Eso es lo que iba a desatar toda mi ira?
Orna vibró.
—¿Eso? ¿Dónde quedó el respeto por las armas
encantadas?
Maddox se quedó de piedra con el brazo todavía estirado.
Lo vi pestañear dos veces.
—Me ha parecido que la espada habla.
—¡La espada no solo habla! ¡Fue bendecida con el don de
narrar las mayores hazañas de…!
—Orna, para —le pedí—. No es el momento.
Me hizo caso, aunque a regañadientes. Maddox tenía la
boca entreabierta. Tal vez aquello era demasiado incluso
para un drakon supuestamente extinto que se había hecho
pasar por un príncipe humano.
—Debes tener muchas dudas ahora mismo —le dije.
Poco a poco, bajó la lanza.
—Muchas.
—Caeli y yo somos las últimas descendientes del linaje de
Taraxis y Teutus —solté a bocajarro.
El aire se le escapó entre los dientes con un silbido.
—Sí, eso había empezado a deducirlo por el tema de la
espada parlante.
—Os he mentido mucho durante todo este tiempo; por
razones egoístas.
Me observó con una calma perturbadora, en cierto
sentido.
—¿Por eso dijiste que ibas a empezar a enmendar tus
errores?
Asentí débilmente, con el corazón hecho un nudo.
—No soy una heroína, y estoy segura de que me alejo
bastante de lo que los sidhe y el reino necesitan. Solo sé
que no soy la misma persona que tropezó contigo en
Grimfear. Todo lo sucedido en estas semanas ha sido… La
Hermandad, las chicas, Aberdeen, Pwyl… Ya sabía que el
mal anidaba en la Corte, pero ahora he ido más allá y sé
que no basta con huir y esconderse. Que lo que le ha
ocurrido a Tali, a Plumeria, a Ignas, Dughall, Higuel… —La
voz se me entrecortó—. Seguirá ocurriendo. Una y otra vez,
durante otros quinientos años hasta que no quede ni un
sidhe. Y ya no quiero seguir siendo la que mira hacia otro
lado sabiendo que puede hacer algo. Esto… —Alcé la
espada y, al mismo tiempo, dejé que la oscuridad fluyera a
mi alrededor. Envolvió mis brazos, mis piernas, mi cintura—.
Esto ya no me da miedo. No volveré a avergonzarme de
ella. O de mí.
Un jirón oscuro me acarició la mejilla. Maddox siguió el
movimiento con ojos penetrantes. Enfundó la lanza en su
espalda, entre las alas, y se acercó a mí.
El pulso se me disparó todavía más.
La punta de sus botas rozó las mías. Si con los
encantamientos ya desprendía un calor inusual, sin ellos era
como estar al lado de una chimenea. Sus ojos dorados
estaban clavados en la oscuridad, que revoloteaba en mi
hombro, curiosa. Ella siempre había sentido ganas de
estirarse hacia él. Ahora que sabía que éramos una en todos
los sentidos, y que era un fiel reflejo de mis emociones,
tenía todo el sentido.
Maddox no se inmutó cuando la oscuridad se le acercó.
Dejó que merodeara por su armadura sucia, que curioseara
las alas. Arqueó una ceja cuando se enroscó alrededor de
uno de sus cuernos. Sentí un ramalazo de celos. Yo no había
podido tocarlos todavía.
—Eso hace cosquillas —murmuró.
—No seas tan entrometida —la reprendí, alzando la mano
para que regresara.
Mientras me aseguraba de que se comportaba, Maddox
atrapó mi barbilla y me obligó a mirarlo. Tenía los ojos
clavados en mí y la cabeza inclinada. Mi corazón dio un
brinco.
Asustada y excitada a partes iguales, dije:
—No soy lo que esta gente necesita.
Eso lo hizo resoplar con un atisbo de sonrisa en sus
labios.
—Y, sin embargo, tienes la espada.
—Eso no lo es todo.
—Bueno, por algo se empieza.
—Diosas, Maddox, no me estás…
Sus labios me callaron. Me besó con un hambre y una
voracidad familiares, y le respondí con cada fibra de mi ser.
Clavé la mano libre en su nuca, y sus brazos me rodearon
por completo, estrechándome contra él tanto como las
armaduras lo permitían. Por el leve roce en mi trasero, supe
que sus alas se habían curvado a nuestro alrededor.
Maddox me mordisqueó el labio inferior y abrí la boca
para él. Su lengua entró, exigente, implacable, y un gemido
surgió desde el fondo de mi garganta. Al instante, su pecho
retumbó.
Al separarnos, todavía rozándonos la nariz y la frente,
resollé:
—Pensé que estarías enfadadísimo.
—¿Quién dice que no lo esté? Tenemos mucho de lo que
hablar, sha’ha.
Deposité un beso muy suave en su labio inferior.
—Si esta es la clase de conversaciones que mantienes
cuando estás enfadado, tienes toda mi atención.
Orna vibró.
—Un naidh nac. Puaj. —Parecía genuinamente asqueada.
Si tuviera una, seguro que hubiera sacado la lengua.
Maddox soltó una risa baja que traspasó de su pecho al
mío.
—Hay algo que tienes que entender. Por mucho que me
haya gustado tu declaración antes de que sacaras la espada
y planeo hacer que la repitas más tarde, me duele que
creyeras por un solo momento que existe algo que pueda
hacer que me separe de ti.
—Eso es lo mismo que decir que no tienes ningún límite,
y es una locura.
—Hay límites —me aseguró y algo en su expresión me
dijo que eran muy, muy específicos—. Pero eres mía, mi
compañera, mi naidh nac. Si hay una persona en este
mundo que merezca que escuche y trate de comprender,
eres tú. Y te olvidas de algo muy importante: he visto cómo
eres. Sé que nos queda mucho camino por recorrer, pero he
sido testigo de tu amor incondicional por Caeli, cómo
disfrutas de la compañía de Gwen, Sage y Veleda, la forma
en que observas tu alrededor con la mente abierta y llena
de empatía. Así que cuando terminemos de patear traseros
aquí y volvamos a casa, me encantará escuchar lo difícil
que habrá sido para ti ocultar lo que eres en realidad y las
razones, egoístas o no, detrás de todo ello.
Aquello no era real. No era posible que, después de todo,
él se comportara así. No solo no era real, sino que no era
justo. Hacía que me temblara el pecho, que mi corazón se
apretase y calentase, que en mi estómago hubiera
trescientos kelpies coceando. Yo quería gritos, tal vez un
conato de ríastrad. Algo que rebajara mi culpabilidad, no
que la aumentara.
No que me hiciera sentir, una vez más, que no lo
merecía.
Su pulgar trazó mi pómulo.
—Sé lo que estás pensando y estás equivocada.
—El naidh nac no te permite leer los pensamientos sin
más, ¿verdad?
—No, pero no escondes tus emociones tan bien como
crees.
Exhalé un pequeño suspiro.
—Hace unos meses era una maestra. Lo juro.
Luego, al contemplar la forma en que la comisura de sus
labios se rizaba al sonreír, no pude evitarlo y me puse de
puntillas para darle otro beso. Sus manos apretaron mi
cintura.
—¿Vamos a anunciar que la espada no está en la piedra
porque, de hecho, ya ni siquiera hay piedra?
—Lo saben. Un pulso de magia bestial ha atravesado todo
el Valle de la Muerte, por eso he sabido dónde estabas.
Puede que se haya sentido en otras partes de Hibernia.
Eso sonaba terrorífico. Pero ya no había vuelta atrás.
Los brazos de Maddox se estrecharon con fuerza a mi
alrededor.
—¿Lista para un vuelo corto?
—Lista.
Flexionó las rodillas y, con una poderosa batida de alas,
despegamos. El Valle no era nada cuando podías volar. No
tardamos en dejar atrás el lago y el bosquecillo. Desde allí
detecté un par de capas rojas bien protegidos por los Tres
Jinetes Oscuros. La batalla parecía haberse detenido. Los
bandos estaban a la espera de algo. Maddox aterrizó a no
mucha distancia de los sidhe sudorosos y sucios entre los
que se encontraban Gwen, Pwyl, Aberdeen, Oisin, Tante con
la vieja Mae e incluso Veleda. Verla allí me resultó chocante.
Entre todos no sumaban ni la mitad de los cazadores
presentes.
Todos fueron conscientes de la espada que sostenía. El
estupor se multiplicó por todas partes. Pwyl y Aberdeen
intercambiaron una mirada indescifrable, el primero
sujetándose del brazo de su compañero como si necesitara
apoyo. Gwen estaba pasmada, mirándome justo como no
quería que hiciera: como si no me conociera. No podía
culparla.
Antes de que nadie pudiera decir algo, una voz se elevó
en el valle y llamó la atención de todos.
—¿Pueden los perritos falderos del rey salir a saludar?
Era Óberon. Estaba entre nuestro grupo y los cazadores.
Tenía una bolsa de lona colgando de la mano.
La fila de armaduras negras e insignias de hematita se
abrió para dejar pasar al rey, montado en un corcel negro.
Su manto rojo cubría la grupa del animal y la corona refulgía
incluso bajo la escasa luz de la luna. Podríamos lanzarle
flechas o armas, pero nada lo dañaría.
No me hacía falta estar cerca para darme cuenta de que
algo no andaba bien con el rey. Su postura un poco
encogida, la forma en la que el manto estaba torcido,
incluso su cabello y su barba. Todo estaba mal. No era el
hombre imponente de la fiesta.
—Óberon y Meadow desaparecieron poco después de
llegar a Ná Siog —me explicó Maddox con el ceño fruncido
—. Creía que habían decidido que era más interesante ir a
Éire, aprovechando la ausencia del rey.
Justo detrás del monarca venía el príncipe Bran a pie,
escoltado por los Jinetes Oscuros; no sabía por qué el Nadie
era considerado un jinete si no tenía montura. A no ser que
tuviera un sentido del humor muy retorcido y considerara
los cuerpos que ocupaba como animales de monta. No lo
descartaba.
—Ahora ya sabemos dónde ha estado el Nadie estos
quinientos años —dijo Aberdeen.
Eso me hizo pensar en la reina Nicksa y en lo que me
había mostrado.
Mis ojos se encontraron con los del príncipe. Al verme
junto a Maddox, con sus alas y sus cuernos, sus hombros se
tensaron y su boca se deformó en una mueca horrenda. Al
parecer ya no tenía ganas de echarse a reír ante la verdad
que había ocultado su hermano. Portaba un arco de madera
oscura. Supe, no sabría decir cómo, que había sido él quien
había lanzado la flecha a Phira.
—¿Un mestizo se atreve a plantarse ahí en medio? —dijo
el rey. Por el desprecio en sus palabras, los mestizos le eran
incluso más desagradables que los sidhe. Las manos no
paraban de temblarle sobre las riendas, haciendo que el
corcel se removiera con inquietud.
Óberon lanzó una carcajada al aire.
—¿Mestizo? Tienes suerte de que considere que esta
tierra no está preparada para contemplar mi belleza. De lo
contrario, estarías en graves problemas. —Luego, poco
interesado en una posible respuesta del rey, alzó la bolsa—.
No hace mucho hice una promesa, y hoy voy a cumplirla.
Entonces sacó lo que había en el interior y la inquietud se
desplegó sobre todos los presentes. Era una cabeza. Óberon
tenía entre sus dedos un buen puñado de pelo oscuro. Me
dio la sensación de que lo que caía al suelo era tierra en
lugar de sangre. Todos los caballos cocearon, pero el que
más loco se volvió fue la bestia negra del Dullahan. No
entendí lo que estaba ocurriendo hasta que Óberon
desenvainó su espada y ensartó el cráneo con ella.
El caballo del Dullahan se encabritó y tiró a su jinete.
Cuando intentó alejarse al galope, sus patas comenzaron a
derretirse. Cada vez eran más y más cortas, hasta que su
lomo tocó el suelo y allí se convirtió en un charco negro
humeante. Más allá, el Dullahan se retorció de un lado a
otro, silencioso porque no tenía boca, hasta que Óberon
curvó la espada dentro del cráneo y, con un último
espasmo, todo terminó.
Hubo un silencio tras aquello. Todos iban comprendiendo
con lentitud lo ocurrido.
Uno de los Jinetes Oscuros, el que se rumoreaba que se
había dedicado a recolectar muertes en la guerra para crear
y alimentar más sluaghs, había dejado de existir. Los que se
suponía que eran sus compañeros, el Nuckelavee y el Nadie,
no reaccionaron. El primero observó los restos con
desinterés; el segundo siguió de brazos cruzados. Era
imposible saber hacia dónde estaba mirando por culpa de la
máscara.
Óberon lanzó la cabeza hacia el rey. Si este no se hubiera
inclinado hacia un lado, le hubiera golpeado en el pecho.
Rodó por el suelo hasta detenerse a pocos pasos del
príncipe.
Una ira nueva, nacida de la vergüenza y mezclada con
una pizca de incertidumbre, se apoderó del rey.
—¿Acaso…? —Se tropezó con sus propias palabras—.
¿Acaso sabes lo que has hecho?
—¿Hacer que te des cuenta de lo insignificante que eres,
tal vez? Hoy te has dejado a los wideru en casa y resulta
que los afamados Jinetes Oscuros no son invencibles. ¿No
notas que tu trono cojea un poco, Niamh?
—¡Ese no es mi nombre! —rugió el monarca. Su rostro
estaba adquiriendo un tono escarlata, las venas de su cuello
se hinchaban.
Estaba tan concentrada en la escena que no me di cuenta
de que Maddox se había acercado a Óberon.
—Pero sí que lo es. Nessia no significa nada. Solo eres el
remanente de una serie de títeres de Teutus.
Al observar a Maddox, el rey casi habría podido expulsar
espuma por la boca. Ahí. Ahí estaba la razón detrás de todo.
—Ah, mi amado hijo. La luz de mi corazón. —La voz le
temblaba tanto que resultaba penoso, en cierto modo. No
podía ocultar el dolor. No hacía falta que lo hubiera amado
de verdad. Solo el hecho de que alguien de su propia
familia, alguien a quien había proclamado sangre de su
sangre, fuera parte del enemigo, era suficiente traición—.
Debí sospecharlo. Cuando esa zorra de Dectera me
traicionó, debí figurarme que había extendido su veneno
mucho más lejos.
—Lo que tú y tus antepasados le habéis hecho a Hibernia,
cómo has dejado morir esta tierra… —Las manos de Maddox
se apretaron en puños—. Tienes tanta sangre en las manos
que no mereces una muerte rápida.
La carcajada del rey sonó falsa, hueca. El corcel relinchó,
nervioso.
—¿Merecer? —Entonces, sorprendiendo incluso a Bran,
desmontó y encaró a ambos, al fae y al drakon. Era tan alto
como ellos, pero estaba desquiciado. Le temblaban las
manos, no parecía apto para llevar aquella armadura y
aquellos galones. Su mirada… Había locura allí. Tal vez
siempre la había habido y solo había sido un maestro
ocultándola—. ¿Sabes qué es lo más curioso de todo? Que
precisamente eso fue lo que acabó con Shirr hace
quinientos años. No entraba en su cabezota con cuernos
que Teutus, el esposo de su gran amiga, el tipo con el que
había compartido mesa y risas, fuera capaz de ir en contra
de su gran creación. Así que fue a verlo. Y le lanzó un
afectadísimo discurso sobre sus pecados y la clase de
muerte que merecía. El gran Shirr, rey de las criaturas de
fuego, el dragón que cayó de las estrellas fue dominado por
absurdos sentimientos. ¿Y sabes qué hizo Teutus? Le cortó
la cabeza. Luego extirpó todas sus preciadas escamas
doradas e hizo que crearan esta sublime corona para mí.
Se llevó una mano a la cabeza y, con movimientos torpes,
se la quitó. La mostró ante Maddox, ante Óberon, ante todos
nosotros y sus propios hombres.
—¿Un títere? —repitió histérico—. ¡Soy un rey! ¡Mi sangre
es la única con el poder necesario para gobernar este reino!
¡No soy Niamh, soy el rey Ne…!
Sus palabras se extinguieron al mismo tiempo que se
tambaleaba. Antes de escuchar el silbido, la flecha ya había
alcanzado su objetivo. La punta de acero sobresalía del ojo
derecho del rey, llevándose consigo buena parte de los
tejidos blandos de su cabeza.
Un silencio atronador se extendió por el valle en el corto
espacio de tiempo en el que aquel hombre grande y temido
se balanceó sobre sus propios pies. Su boca flácida, la
pátina de nada que cubrió el ojo que le quedaba… Todos lo
vimos. Todos supimos que acabábamos de ser testigos de
algo no improbable, sino imposible.
El rey había muerto.
Nessia VIII, quien había gobernado Hibernia con la misma
mano de hierro que todos sus antecesores, ya no estaba.
Por primera vez en quinientos años, un Ruadh había muerto
antes de poder pasar la corona al siguiente tirano.
Como por instinto, Maddox extendió los brazos para
recoger al que había sido, para bien o para mal, su padre.
Se arrodilló en el suelo con él, sus alas extendidas impedían
que viéramos nada excepto el manto rojo del monarca.
El príncipe Bran preparó otra flecha con una calma
escalofriante.
—Qué tragedia tan inesperada, el rey Nessia VIII ha sido
asesinado por la Hermandad intentando defender Hibernia
de sus malvados planes —dijo sin pasión. Echó el brazo
hacia atrás y supe con exactitud quién sería su siguiente
víctima—. Sobre lo que no cabe ninguna duda es quién será
el siguiente en subir al trono.
Alcé el brazo libre y extendí los dedos.
Ni en tus malditos sueños.
La oscuridad serpenteó por el suelo, ya sin ampararse en
sombras ni recovecos. Ignoré las exclamaciones a mi
alrededor. Los sidhe y rebeldes que me rodeaban se
apartaron a toda prisa. Fui directa hacia el príncipe. Cuando
mi magia lo alcanzó se enrolló a su alrededor como cuerdas
muy, muy, muy apretadas. Más incluso que las cadenas que
me habían puesto en su torre.
Dedos negros se incrustaron en su garganta. Juraría que
sentí su pulso acelerado y lleno de miedo contra mis propias
yemas. Se le escapó un sonido estrangulado.
Si lo exprimiera un poco más…
Justo al mismo tiempo, un destello pasó junto a él y dos
objetos volaron por los aires. Uno era un puñal. El otro, una
mano cercenada.
Inmóvil, el príncipe chilló como una banshee mientras la
sangre descendía a chorros sobre su pecho y salpicaba la
tierra seca. El arco y la flecha cayeron al suelo.
Busqué el origen del puñal y el corazón me dio un vuelco
al descubrir a Veleda. La chica todavía tenía el cuerpo
ligeramente inclinado hacia delante por la fuerza del
lanzamiento. Pwyl y Aberdeen ya estaban corriendo hacia su
hija.
Mi sorpresa fue tal que mi brazo dudó. La oscuridad se
deslizó hacia mí de nuevo.
—¡Matadlos! —empezó a vociferar Bran. Una vez libre,
retrocedió para esconderse tras los cazadores y los
demonios. A su paso iba dejando un rastro de sangre—.
¡Destruidlos a todos!
Al fin, el Nadie reaccionó.
—Si no obedezco a un falso rey, imagínate al pusilánime
de su vástago.
Luego echó a volar y, describiendo una curva en el aire,
fue directo hacia el bosquecillo de cipreses, de donde
continuaban saliendo los chillidos de los sluaghs. Tuve un
mal presentimiento. ¿Qué podía haber allí que llamara su
atención y la de aquellas bestias?
El caos se desató. Muchos sidhe volvieron a levantar las
armas y su magia contra los cazadores que quedaban. El
pasmo y la incertidumbre flotaban sobre la mayoría,
dejándolos demasiado estupefactos para actuar, demasiado
indecisos para saber si debían proteger lo que quedaba de
su, hasta ahora, rey o correr tras su príncipe. Un pequeño
grupo de ellos acompañaba al príncipe; estaban alejándose
en dirección al Muirdris.
El último Jinete Oscuro, por su parte, lanzó una mirada al
rey muerto. La cabeza desollada del caballo se inclinó para
tomar entre los dientes la corona, que había rodado lejos.
Luego, en medio de una nube oleosa y pestilente,
desapareció.
Mi mano vibró.
—¿Y ya está? —protestó Orna—. ¡No he masacrado ni un
solo demonio!
Lancé una mirada hacia el bosquecillo.
—No lo des todo por perdido.
Primero, me acerqué con rapidez a Maddox. Había dejado
el cuerpo del rey en el suelo, aunque se había quedado de
pie a su lado, mirándolo. Óberon señaló hacia el grupo que
desertaba.
—¿No lo vas a perseguir? ¡Es el último Ruadh! ¡Torturó a
tu compañera!
Con suavidad, deslicé mi mano por la de Maddox.
—Oye…
Pareció salir de una ensoñación. Se giró al instante hacia
mí.
—Sha’ha.
Lo miré a los ojos. Dorados, un tanto alicaídos. No pude
juzgarle por ello. Acababa de ver morir a la persona que lo
había criado, y eso marcaba. Daba igual que hubiera hecho
un trabajo pésimo o que en su mente siempre hubiera
planeado derrocarle. Una pequeña parte de él se había ido
con esa persona.
Óberon se cansó de esperar una respuesta y se apropió
del corcel del rey. Con un poderoso grito, se lanzó al galope
hacia el Muirdris tras el príncipe. Meadow robó otro caballo y
lo siguió.
Por el rabillo del ojo vi que Pwyl finiquitaba a un cazador
despistado. Sus delgados brazos se habían recubierto de
afilados pedruscos, convirtiendo sus nudillos en armas
mortales. Un poco más allá, Aberdeen hizo un movimiento
con ambas manos hacia arriba con muchísima fuerza. La
tierra a sus pies se levantó como una alfombra y lanzó por
los aires a varios cazadores.
Las tornas habían cambiado.
—Esta es una buena oportunidad para acabar con todo —
le dije a Maddox—. No por mí, sino por ti.
Sus ojos volvieron a caer hacia el cuerpo a sus pies.
—Ya ha acabado, solo que Bran no lo sabe.
Su forma de decirlo hizo que mirara al rey. De todos
aquellos que podrían haber acabado con él, sidhe, rebeldes,
humanos o criaturas mágicas, había sido su propio hijo,
sangre de su sangre, quien había puesto punto y final a su
reinado. Aquel hombre siempre había mirado hacia fuera en
busca de monstruos, sin darse cuenta de que uno mucho
peor estaba criándose en su propia casa.
Me pareció triste.
Me pareció justo.
Definitivamente, algo había acabado aquel día en el Valle
de la Muerte. Pero algo también había comenzado. Algo más
allá de la profecía y la espada.
—Pagará por lo que te hizo, Alanna, que no te quepa
ninguna duda.
Le apreté la mano con fuerza. Aquello no me había
preocupado en ningún momento. Podría haber enviado a la
oscuridad tras Bran de nuevo, haber impedido que huyera.
¿Se merecía morir allí mismo, junto a su padre, por las
atrocidades que había cometido? ¿Por lo que le había hecho
a Caeli?
Sin ninguna duda.
La antigua Alanna tal vez no se lo hubiera pensado dos
veces antes de convertirlo en un guiñapo de piel y huesos.
Pero…
«Durante un tiempo estuve seguro de que podría
protegerle de la podredumbre, que podría salvarle».
No me correspondía.
Justo entonces escuchamos un grito enfurecido, el sonido
de alguien roto y desgarrado.
Venía del bosquecillo.
CAPÍTULO 48
Dulce, dulce Molly.
No por su olor, claro, la pobre vendía mariscos.
Pero su belleza y espíritu alegre siempre serán recordados.
Y sus pechos. Sagradas estrellas, qué pechos.
Anotación del héroe Fionn en el libro prohibido Leyendas y falacias
M
addox me llevó volando, lo que nos ahorró valiosos
minutos. Lo poco que quedaba en pie de las ruinas ya
no existía. Ni el quicio de la puerta, ni los tablones de
la escalera de caracol, ni las mantas sucias de Fionn.
Nos internamos a toda prisa entre los árboles y empecé a
ver cosas que me dejaron estupefacta. Al principio pensé
que los troncos de los cipreses estaban, de algún modo,
moviéndose. Paré en seco cuando reconocí los chillidos
bajos y un sonido como de succión. Eran los sluaghs. Todos
los que no estaban revoloteando en las copas se habían
adherido a los troncos y tenían las bocas pegadas a la
madera. Y estaban…
Diosas, estaban alimentándose. Estaban recogiendo el
oiw de los Fianna, de todos los guerreros y guerreras que
Fionn había enterrado siglos atrás para que descansaran en
paz.
Alrededor de donde clavaban los dientes, la madera
empezaba a pudrirse con chasquidos que sonaban como
lamentos.
Otro grito como el anterior recorrió el bosquecillo.
Reconocí la voz de Fionn. Corrimos a su encuentro con
cuidado de no tropezar con todos los cadáveres de sluaghs
que sembraban la zona. ¿Se había encargado él solo de
todos ellos? Eran decenas, por no decir cientos. ¿Por eso no
había estado en la batalla?
—¡Ni uno más! ¡No podéis! —gritaba Fionn. Estaba medio
encorvado, sudado y lleno de sangre, enarbolando una
espada corta—. ¡Esta tierra es sagrada! ¿Me oyes?
El Nadie esquivaba sus espadazos sin problemas,
riéndose. Puede que Fionn fuera inmortal, pero eso no le
libraba de cansarse. Y estaba claro que ya no tenía la
misma energía que cuando había empezado a luchar contra
todos aquellos parásitos.
—Lo era cuando Morrigan tenía cierto control —contestó
el Jinete, dándose toquecitos en la máscara de acero. Ante
sus palabras, Fionn echó la espada hacia atrás y se detuvo
—. Ah, no lo sabías. Ella me impedía venir aquí, y prohibió a
cualquier otra criatura acercarse a tu preciado valle. ¿Acaso
crees que habrías tenido el lujo de emborracharte y cagarte
encima todos estos siglos de no ser por ella?
El rostro de Fionn era puro desconcierto.
—Eso no es posible.
—Lo es. No te preocupes, tendrás tiempo de pensar en
ello cuando consiga que te pudras en alguna parte menos
idílica.
—No lo creo —comentó Maddox.
Alzó un puño envuelto en llamas. En un solo parpadeo,
estaba sobre el Nadie y le había asestado tal golpe en la
máscara que lo envió volando varios metros más allá. El
demonio apenas había caído y el drakon estaba otra vez
sobre él, soltándole puñetazo tras puñetazo, sin dejarlo
reaccionar.
El fuego se propagó por sus alas y cuernos.
—¿Eres tú el que tiró a mi compañera al lago? —gruñó.
Me habría encantado sentarme a disfrutar del despliegue
de fuerza y venganza de un drakon, pero tenía algo más
urgente que hacer.
—¡Vamos! —le grité a Fionn—. ¡A los cipreses!
Orna no me decepcionó. Incluso sin tener ni idea de la
técnica necesaria para utilizar una espada, ella guio mi
mano. Y lo más asombroso era que con un solo toque de su
filo, los sluaghs se deshacían en polvo negro. Dejaban de
existir por completo, como había sucedido con el Dullahan.
Así no servirían de alimento para otros sluaghs, ni saldrían
más bestias con oiw corrompido de ellos.
—Cuidado con los árboles —le dije a Orna—. Son…
—Sé lo que son —replicó. Al contrario que yo, ella no
jadeaba. Claro, no tenía pulmones—. Puedo sentirlos. Yo
misma los maté.
La ironía de todo aquello no se me escapaba. Fui
liberando ciprés tras ciprés, escuchando las quejas
angustiadas de Fionn a mi alrededor.
—Al final lo has hecho —dijo. Parecía haberse recuperado
de la conmoción por las palabras del Nadie y ya había caído
en la cuenta del arma que yo tenía en la mano—. Espero
que estés preparada para todo lo que conlleva.
—No pareces muy contento.
—Ya te lo dije. No creo en milagros. Una niña y una
espada no marcarán la diferencia. Cuando el árbol está
podrido hasta la raíz…
—¡Pero no lo está! —le solté indignada. Me dediqué a
clavar la punta de la espada en todos los sluaghs que él iba
a dejando a su paso, haciéndolos desaparecer—. ¿No lo ves?
—Señalé hacia los cipreses que nos rodeaban—. Dijiste que
la Era de las Diosas había muerto, y creo que tienes razón.
Pero no necesitamos a los dioses, Fionn. Dejaron este
mundo envuelto en caos. Ahora es nuestro para
contemplarlo morir en la oscuridad o para rescatarlo. No sé
tú, pero yo me he cansado de refugiarme en las excusas y el
miedo.
No me contestó. Cuando me detuve un momento para
recuperar el resuello, la oscuridad llamó mi atención. Estaba
enroscada en el brazo que tenía libre. Parecía estar pidiendo
permiso para algo.
Adelante.
Sentí aquella energía caliente subir por mis piernas e ir
directa hacia la mano. Al instante, noté la tirantez en los
dedos y recordé vagamente lo sucedido en palacio. Estaba
ciega por la ira aquel día, pero algo había sucedido cuando
los había flexionado. Lo había sentido como si…
Probé a hacerlo y cientos de hilos invisibles, hilos que
iban en todas las direcciones y que solo yo percibía, se
movieron. Todos los sluaghs del bosquecillo chillaron al
mismo tiempo. El rumor de tantísimas alas batiendo a la vez
lo invadió todo. Abandonaron los troncos y salieron
revoloteando, buscando la causa de su molestia. Ah, vaya.
Parecía que los había enfadado.
La oscuridad me animó y, poco a poco, empecé a
enroscar los dedos contra la palma de mi mano. Los chillidos
se intensificaron, tanto que el propio Fionn tuvo que soltar la
espada y taparse los oídos. Un sluagh cayó, luego otro, y
otro más. Yo continué cerrando la mano, sintiendo cómo me
apropiaba de todos los hilos como si, por una vez, yo fuera
la titiritera. Ya no venían solo del bosquecillo, sino de más
lejos. De Ná Siog, de Sporain, todos los sluaghs en los
alrededores del Valle de la Muerte se convirtieron en mis
presas. El suelo retumbó al recibir las caídas de tantos
cuerpos, las ramas se estremecieron.
Cuando noté que me estaba clavando las uñas en la
palma, me detuve. Ya no había chillidos. El suelo del
bosquecillo era un manto negro de alas, feas bocas abiertas
y garras inmóviles.
Me miré los dedos. La oscuridad estaba retirándose,
parecía un entramado de venas negras. La magia que
acababa de emplear debería haberme dejado agotada. Era
mucho más que utilizar piedras de transmutación tres días.
Fionn miró a su alrededor, estupefacto.
—Por las tetas de Molly Malone.
Orna bufó.
—¿Los hombres todavía suspiráis por Molly? Qué cutres.
—¡Cállate! Juré que si volvía a escuchar tu odiosa voz…
—¿Qué harás, Cumhaill? ¿Matarme? ¡Creo que tenemos el
mismo problema!
—Veo que os conocéis —murmuré.
—Por desgracia —replicaron los dos a la vez.
En el bosquecillo todavía se escuchaban los sonidos de
otra lucha. No fue difícil encontrar el rastro que habían ido
dejando; la tierra humeaba y estaba carbonizada allí donde
el fuego del drakon había hecho contacto. Encontré a
Maddox más allá de los cipreses, en la hondonada que
llevaba hacia el lago.
Tenía al Nadie contra el suelo y, aunque vi heridas en su
cuerpo, estaba claro quién iba ganando. Sus dos poderosos
brazos estaban al descubierto, como si se hubiera
arrancado las mangas. Los músculos relucían por el sudor.
No, no era el sudor. Hebras de fuego le reptaban desde los
brazos hacia las manos, que rodeaban con fuerza el cuello
del Nadie. Este ya ni siquiera oponía resistencia.
—¡Espera! —exclamé corriendo hacia allí. Fionn me
siguió.
El fuego se detuvo. Maddox giró la cabeza hacia mí. Tenía
un corte profundo y feo en la mejilla que se estaba curando
conforme lo miraba.
—¿Estás bien?
—No lo mates. Quiero comprobar una cosa.
No me cuestionó. Apartó las manos y se puso en pie,
colocándose a mi lado.
—Quiero ver si esta espada también es buena
desparasitando.
Alcé a Orna por encima de mi cabeza y, describiendo un
arco perfecto, la estrellé contra la máscara de acero. Una
onda de magia maloliente explotó y nos empujó a todos.
Maddox me rodeó con los brazos antes de caer al suelo,
amortiguando la caída con su cuerpo.
Al abrir los ojos, me encontré dentro del capullo que
formaban sus alas. Igual que en el cnoc, las había
desplegado a mi alrededor para protegerme. Nos miramos a
los ojos. La comisura de sus labios se elevó, divertida.
—Es la última vez que te dejo probar algo.
Lo aparté chasqueando la lengua. Cuando movió un ala
fuera de mi camino, me levanté para comprobar qué había
ocurrido. Contuve el aliento al ver el rostro de Morrigan y su
larga trenza roja. Abría y cerraba los ojos con dificultad. La
máscara de acero estaba partida en dos, cada mitad a un
lado de su cabeza.
Me coloqué sobre ella. Cuando por fin pudo enfocarme,
cerrando los ojos como si hasta las estrellas despidieran
demasiada luz para ella, exhaló un gemido.
—Eres… Eres una insensata. —Bueno, no esperaba que
eso fuera lo primero que me dijera después de librarla del
demonio que llevaba quinientos años subyugándola—. Lo
que has hecho aquí se sabrá en el Otro Mundo, y él… Él
vendrá.
No tuve dudas acerca de a quién se refería.
Esbocé una sonrisa fiera.
—Que venga. Tiene muchas cuentas pendientes aquí.
Mientras Fionn se arrodillaba junto a la diosa e
intercambiaban una mirada indescifrable para mí, yo me
giré hacia Maddox. Todavía me faltaba el aliento. Todavía
tenía muchísimas cosas que asimilar sobre todo lo que
había ocurrido.
Sin embargo, me contenté con mirarlo. Me daba igual que
no estuviera en su mejor momento. Su armadura había
recibido múltiples golpes, por no hablar de las partes que él
mismo había incinerado con su propio fuego. Su pelo era un
amasijo de sudor y ondas negras del que sobresalían los
cuernos, y la sangre seca del pómulo le caía hasta el
mentón.
Me pareció tan arrebatadoramente atractivo que mi
corazón tropezó, el mundo fluctuó, e incluso el ambiente
cambió. Sus alas se agitaron como si él también lo hubiera
sentido, desperdigando más sudor y sangre.
¿Y lo mejor? Lo mejor era que no quería alejarse de mí.
Que no lo había asustado ni repugnado. Que seguía
mirándome exactamente de la misma forma.
—¿Lista para ir a casa?
Casa…
Pensé en Caeli, pero sabía que iba a estar bien. Como
mínimo, era tan dura como yo. Aspirando una gran
bocanada de aire, ensarté a Orna en el suelo. La
empuñadura vibró.
—¿Cumplirás nuestro trato? —me preguntó la espada.
—Por supuesto.
—Entonces suéltame, ambas necesitamos descansar. Y
gracias. Por liberarme.
Resoplé una risa.
—Lo mismo digo.
Deslicé los dedos lejos de la empuñadura. De la misma
forma que había caído sobre mi cuerpo al blandirla, aquella
miel caliente comenzó a deslizarse lejos de mí. El tobillo
volvió a latir, pero ahora era mucho peor. Algo poderoso
estaba justo ahí, esperándome. Y aunque sentía los dedos
entumecidos y una percepción extraña en la lengua, me
obligué a terminar de soltar la espada.
Di un paso hacia Maddox sin molestarme en ocultar las
lágrimas que acudían a mis ojos.
—Estoy…
Un instante después, el mundo entero se desvaneció,
deshaciéndose en hilachas de oscuridad y niebla. Lo último
que alcancé a vislumbrar fue el gesto de Maddox
demudándose por el terror.
EPÍLOGO
Hace mucho, mucho tiempo…
L
a fiesta estaba resultando decente. Sobre todo, si se
tenía en cuenta que era en honor a tres trocitos de
carne feos, ruidosos y con claros problemas en los ojos
de los que nadie quería hacerse responsable. Porque ¿quién
iba a ser lo bastante audaz (o mentecato) como para decirle
a Teutus que sus vástagos tenían algún defecto?
Morrigan no tenía ningún interés en tocar sensibilidades
divinas. Ya tenía bastante con la absurda maldición que
Taraxis le había lanzado solo por un divertido día de caza
con amigos. ¿Y qué si habían matado unos cuantos osos?
Sus pieles habían resultado muy útiles, así como sus
colmillos y garras. Además, ella no era la única que iba a
volverse loca con tanta paz y tanta cortesía. Los guerreros
necesitaban combatir o, en su defecto, perseguir, torturar y
matar cosas. En opinión de Morrigan, había sido muy
responsable al llevar a la Cacería Salvaje hacia los bosques
y no hacia las ciudades. Mejor pagar la frustración con
animales que con sidhe o humanos, ¿no?
Taraxis no opinaba lo mismo; y cuando vio las pieles de
oso, había estado a punto de estallar.
No había sido agradable de ver. Morrigan no tenía
problemas para admitir que ser objeto de la furia de la diosa
daba auténtico miedo. Por suerte para ella, era bondadosa
incluso cuando impartía castigos. Teutus la habría desollado
viva y luego echado sal por encima. Taraxis, en cambio, se
conformó con prohibirle volver a tocar, perjurar o dañar un
oso durante el resto de su existencia.
Morrigan puso los ojos en blanco mientras le daba un
buen trago al hidromiel. Que se quedara con sus malditos
osos y su estilo de vida pacífico y salvador de bosques y
lagos. No le iba a durar mucho tiempo: cualquiera con un
mínimo de inteligencia podía verlo, sentirlo, saborearlo.
Solo con un vistazo a la sala atestada de invitados,
Morrigan podía apreciar frustraciones, odios mal
disimulados, resentimientos, rabias contenidas… Estaba ahí,
palpitando en el ambiente como un ente vivo, como un
heraldo listo para señalar el inicio de una masacre. ¿Paz?
Solo era una ilusión. La paz no se podía sentir, porque no
era real. Todas las criaturas de Hibernia anhelaban cosas
que hacían imposible que lo fuera; más poder, más tierras,
más, más, más. Lo teñía todo con una ligera bruma de
oscuridad, un rastro de sombras en movimiento que rozaba
la cabeza de Shirr, la cintura de Ghob e incluso…
La mano de Morrigan se congeló con la copa a punto de
tocar sus labios.
Al otro lado de la sala, justo en el estrado donde los
embelesados dioses habían colocado la ancha cuna, estaba
teniendo lugar un encuentro tan fortuito como improbable.
Fionn Cumhaill y la mismísima Nicksa, reina de las gentes
del agua, se estaban mirando con la cuna de por medio.
Mientras que la hermosa reina sonreía como si le estuvieran
contando una historia la mar de graciosa, el inmortal
parecía desear estar en cualquier lugar excepto allí.
Pero lo que hizo que el corazón de Morrigan se acelerara,
provocándole toda clase de sensaciones a las que no estaba
acostumbrada, fue el jirón de sombras que rodeaba,
serpenteante, la garganta de Nicksa. La reina, por supuesto,
no era consciente de ello. Echó la cabeza hacia atrás, con su
largo cabello rojo ondulado, y soltó una risa cantarina que
llamó la atención de más de un invitado. El extremo de las
sombras le rozó el cuello tentativamente.
Morrigan tardó demasiado en soltar la jarra y abrirse
camino a través de la sala. Todos parecían querer algo de
ella. En tiempos de paz, los alborotadores como ella estaban
muy solicitados.
Un susurro casi a gritos se extendió por todas partes,
silenciando a todos. Las cabezas se giraron en la misma
dirección, y la voz de Teutus restalló como un trueno:
—¿Qué está ocurriendo, mujer?
Para cuando alcanzó la cuna, era demasiado tarde. Nicksa
estaba en brazos de Fionn con los ojos velados por eventos
que no habían sucedido y que no deberían estar al alcance
de nadie. Y aunque resultaba escalofriante la piel teñida de
negro alrededor de sus ojos, para Morrigan el verdadero
terror llegó cuando vio que las sombras se habían
apoderado por completo de su garganta, envolviéndola casi
como un grillete intangible e ineludible.
Nicksa perdió fuerzas. Fionn la llevó hacia el suelo con
delicadeza, sosteniéndola por la cabeza y la cintura.
Morrigan se arrodilló junto a la reina odiando sus manos
temblorosas.
Teutus se acercaba a grandes zancadas, seguido por una
preocupada Taraxis, y Fionn se puso en pie para encararlo.
Los dedos blancos de Nicksa rozaron la pierna de
Morrigan. Sus ojos seguían nublados, pero, por un instante,
fue capaz de mirar a la joven. A esta solo le dio tiempo a ver
alguna clase de aro luminiscente lleno de luces de colores y
un albor violáceo.
La joven tomó la mano de la reina.
—No lo entiendo, madre —susurró.
Le hubiera encantado tener más tiempo, más pistas, más
poder.
Pero Teutus llegó.
Y entonces se desató el caos.
GLOSARIO
DIOSES, REYES Y HÉROES
LINAJES
E
mpecé esta historia con una sola cosa en mente: voy a
escribir exactamente lo que a mí me gustaría leer. Lo
primero que tuve claro fue el prota con alas, la
mitología celta y el fated mates, lo demás vino solo. ¿Sabía
que iba a ser una bilogía? Qué va. Ya sabéis que tengo la
brújula rota. Pero ¿sabía que iba a haber mucho romance,
escenitas spicy, personajes gruñones y alguna escena con
un kelpie cabrón? POR SUPUESTO.
Si esta fantasía romántica os ha hecho suspirar alguna
vez, habéis querido gritarles para que se besen, y os
moríais de ganas por matar a alguien, me doy por
satisfecha.
Gracias a mis compañeras incansables, Nana
(@nanaliteraria) y Yaiza (@yaiza_ser). Madre mía, la de
audios de agobio y crisis que me habéis aguantado. Mi viaje
como escritora no sería lo mismo, en absoluto, sin vosotras.
Gracias a mi editora, Marina, a la que creo (CREO) que ya
puedo llamar amiga y que ha sido comprensiva y paciente
con mis preguntitas hasta el infinito. Eres la mejor, debería
bañarte en Kitkats.
Gracias a Javi por arremangarse para ayudar y que este
libro pasara de gordito nivel «ni para nivelar una mesa» a
«hay que buscarle hueco en la estantería». Todavía me
pregunto qué hubiera pasado si se nos hubiera escapado la
palabra «chocho» en las correcciones.
Y, por supuesto, gracias a quienes amáis esta clase de
historias, como yo.
Ojalá no nos falten nunca.
Edición en formato digital: 2024
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
CAPÍTULO 34
CAPÍTULO 35
CAPÍTULO 36
CAPÍTULO 37
CAPÍTULO 38
CAPÍTULO 39
CAPÍTULO 40
CAPÍTULO 41
CAPÍTULO 42
CAPÍTULO 43
CAPÍTULO 44
CAPÍTULO 45
CAPÍTULO 46
CAPÍTULO 47
CAPÍTULO 48
EPÍLOGO
GLOSARIO
AGRADECIMIENTOS
Créditos