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Contigo

—“Y morirme contigo si te matas y matarme contigo si te mueres porque el amor


cuando no duele mata y es que amores que matan nunca mueren”—sonaba “Contigo”
cantada por Alejandro Sanz en un loop interminable. La que había sido su habitación
durante más de 7 años, la que había escuchado sus secretos y celebrado sus risas, la
que se había sonrojado cuando ellos hacían el amor, hoy lucía sin vida. Las persianas
estaban cerradas, no dejaban entrar el sol, apenas la alumbraba una lámpara tenue, el
papel tapiz de gaviotas con fondo crema ya no era cálido, había botellas de licor vacías
tiradas en el suelo, toda la ropa de Sole estaba sobre la cama como si fueran hojas
caídas de un árbol en otoño, mientras que Carlos se despedía uno a uno de sus
vestidos, les daba un beso, los mojaba con sus lágrimas, buscaba su olor como quien
busca oxígeno antes de ahogarse. Luego los metía en bolsas negras que iba apilando al
pie de la cama. Era un funeral en el que un muerto se despedía de otro. Yo solo estaba
ahí, porque él me pidió un último favor, el psicólogo le pidió que hiciera este ritual
acompañado, habían pasado 2 años desde que Sole se fue y era momento de decir
adiós.

Sole era bipolar, tenía semanas en las que era el sol de todos los que la rodeábamos,
era la que daba los mejores consejos, amaba vivir, amaba el mar, amaba las flores y
bailar, le encantaba hacer caminatas por la playa y acampar frente a un atardecer.

La última vez que la vi con vida estábamos los cuatro, Claudia, mi ex; Carlos, Sole y yo,
sentados en la arena a orillas de una playa escondida al sur de Lima, Sole la había
descubierto en una de sus caminatas sin rumbo y decía que era su refugio. Estaba
sentada dejando que la arena se escapara entre sus puños apretados, como un reloj
antiguo que no volvería a dar la vuelta. Miraba fijamente el horizonte, como si
estuviera hipnotizada, sonreía a media asta, sus rodillas encogidas parecían abrazar su
pecho. Y es que siempre un atardecer le regalaba paz. No se veía mal. Esa tarde antes
de que el sol se escondiera nos miró y nos dijo —¿Nos vamos? El sol estaba a punto
de hacer su gran despedida, estampando el cielo con naranjas y violetas y ella se paró,
se dio media vuelta y arrancó unas lágrimas que colgaban de sus largas pestañas y, se
marchó.

—Se me hace tarde —dijo.

Todos sabíamos de su condición y la queríamos en sus veranos y en sus inviernos, esos


en donde un aguacero se apoderaba de sus hermosos ojos azules, esos, en los que no
cosechábamos sus abrazos, ni florecían sus sonrisas.

Carlos se despidió y en un abrazo me dijo que tal vez no sería una buena noche.
Cuando llegaron a casa ella dijo que todo estaba bien, que solo estaba cansada, se
acostó como nunca alrededor de las 8 de la noche, como estaba, sus pies con arena,
su faldón de flores y un polo holgado. Mientras, Carlos preparaba la receta que el
psiquiatra le tenía para los momentos de crisis, él le administraba los medicamentos,
puesto que ella ya había tratado de deshacerse de sus crisis para siempre. Esa misma
noche mientras Carlos dormía en su lado de la cama, junto a la ventana, ella se
levantó y cerró las persianas, tomó las llaves del pequeño cajón donde Carlos
guardaba los medicamentos y se encerró en el baño. Carlos se despertó a la mañana,
el sol intentaba entrar por entre las persianas, —creo que buscaba los ojos de Sole,
creo que quería despedirse de su niña— me dijo Carlos cuando me contó lo sucedido.

Carlos encontró a Sole tendida en el suelo con espuma en la boca y un cóctel de todo
lo que encontró en el cajón, desparramado por el suelo, su piel estaba fría, e iba
poniéndose gris desde las manos, el tiempo se le había acabado. Carlos gritó, lloró, se
destruyó, se culpó durante mucho tiempo por lo sucedido. Sole se fue.

Él siempre había sido un gran tipo, un corazón enorme, en él cabían las dos Soles. La
de los ojos tristes y la que bailaba como si fuera la última canción. Ella lo amaba
porque él era el cómplice de sus locuras, y era un soplo de vida cuando se sentía
morir. Carlos siempre me decía que el amor todo lo curaba.

Cuando Sole murió, Carlos murió, se encerró en el pequeño lugar donde vivían, bebió
y bebió, hasta destruirse el estómago, estuve muchas noches y días esperando a que
mi hermano me abriera la puerta, pero yo sabía lo que le dolía. Después de todo
todos nos conocíamos desde niños. Habíamos crecido juntos, Carlos, Sole y yo éramos
como hermanos.

Luego de un tiempo Carlos cayó enfermo, al año de lo de Sole le detectaron un cáncer


al estómago, en estadio avanzado, no recuerdo cuánto tiempo de vida le dieron pero
recuerdo su cara de alivio, como si hubiera recibido una buena noticia.

No quiso recibir tratamiento alguno, jamás le contó al psicólogo sobre su enfermedad,


solo hablaba de Sole. Hace unos días quedamos en encontrarnos en la playa de Sole,
me pidió que viniera, para arreglar el cuarto y despedirnos. Me dijo —hermano, sabes
que yo voy a morir pronto, y que mis dolores son más intensos cada día, pero nada se
compara con no tenerla, necesito que me ayudes a dormir, ya no hay nada para mí en
este mundo, solo dolor, tal vez si hay algo después de esta vida vuelva a verla libre
caminando entre las estrellas.

Luego se arrodilló y me suplicó, luego me arrodillé y lo abracé, lloramos. Lo abracé, y


me di cuenta de que él ya no estaba ahí, solo quedaban huesos y pellejo. Que sus ojos
ya no miraban con esperanza a ningún lado, y que era un alma en pena que no se
había separado de su cuerpo. Esa noche no pude dormir, ni las siguientes.
Son las 9 de la mañana, Carlos abrió las persianas, el cuarto está reluciente, las
gaviotas del papel tapiz se ven más libres que nunca, el sol entra como si hubiera
extrañado estar entre esas paredes, Carlos se ha afeitado, sus pómulos hundidos
dejan ver lo deteriorado que está, se ha puesto una camisa celeste y un pantalón
blanco, en la cama sobre el edredón blanco se encuentra el vestido favorito de Sole,
un vestido de lirios rojos fue la ropa que usaron el día que se comprometieron.
Pareciera que por un momento la tristeza hubiera salido del cuarto. Hasta que él se
acostó en la cama y me llamó con su voz adolorida. —Hazlo ahora —me dijo. Yo lo
abracé, le lloré, le besé las manos. Vi el sol reflejado en sus ojos y le dije: —Buen viaje.
—Sabes que yo soy muy cobarde para hacerlo —me respondió. Te voy a extrañar.
Luego le inyecté la dosis de benzodiacepina que su cuerpo necesitaba para dormir, lo
suficiente como para ya no extrañar, como para ya no sentir dolor. Sujeté sus manos
esqueléticas hasta que el sol no pudo calentarlas más. Y lloré mientras seguía sonando
su canción.

—“Y morirme contigo si te matas y matarme contigo si te mueres porque el amor


cuando no duele mata y es que amores que matan nunca mueren”—.

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