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Begoña Rojo
Hiram había edificado el templo de acuerdo con las medidas que Salomón había
recibido del Gran Arquitecto del Universo. Pero siendo un creador nato, necesitaba
emplearse en algo más que elaborar una copia de encargo y quiso añadir al templo algo
de su propia cosecha: un receptáculo que contenía «un mar de metales en fusión», o sea,
quería trabajar directamente con el elemento Fuego, que en el ámbito simbólico
representa la espiritualidad.
Con este fin mandó traer los más preciosos minerales de la tierra, que sus obreros
fundieron para esta obra magna. Ese mar simbólico debía servir para la purificación de
los sacerdotes del templo, para una mejor conexión con el Gran Arquitecto.
Hiram finalizó esta obra con la presteza y la perfección que le caracterizaban. Pero al
poner tanta atención en los aspectos sublimes de su tarea descuidó los elementos
puramente emocionales y surgieron a su alrededor tres traidores. Eran tres Compañeros
que querían que los elevaran al supremo conocimiento (a la maestría) sin estar
preparados y, al serles negado el pase, concibieron la idea de un desquite. Para ello
contaron con la complicidad de Salomón, celoso y enfadado por haber perdido los
favores de la reina de Saba.
La venganza de los Compañeros consistía en mezclar agua en los conductos que debían
llevar los metales de fusión (el Fuego y el Agua siempre se repelen, aunque están
condenados a trabajar juntos). El día de la inauguración de la obra, cuando los metales
fluyeron hacia el recipiente, la mezcla de magma ardiente con el agua produjo una
explosión que estuvo a punto de destruir el templo. En medio de la catástrofe, Hiram
oyó la voz de su antepasado Tubal-Caín que le ordenaba que se sumergiera en el
recipiente ahora sin fondo para ir a su encuentro. Obedeció, y así Hiram se vio
transportado al centro de la tierra, donde el fundador de su estirpe, Caín, le reveló el
secreto que permite reunir, en un combinado armónico, el Agua con el Fuego.
Las dos tendencias, hasta entonces enemigas, iban por fin a poder conciliarse, aunque
Caín le anunció al mismo tiempo que moriría sin poder ver realizado este ideal. En
efecto. Al volver a la superficie, los tres traidores aguardaban a Hiram y le solicitaron la
palabra de pase; él respondió que para que les aumentara el salario (que en simbología
masónica significa elevarse de grado) debían seguir trabajando en el perfeccionamiento
de la obra (de su propia construcción interna).
Cuenta la crónica hermética que cuando Lázaro (el hijo de la viuda) fue resucitado por
Cristo, se dirigió al lugar en que Hiram Abiff enterrara el disco y el martillo. Al pie de
aquella acacia encontró lo que buscaba, pero el disco se había transformado en una rosa
y el martillo en una cruz. Así la Rosa y la Cruz serían el signo de llamada de los obreros
al templo psíquico, inacabado, que sin ruido de martillos va construyendo el ser
humano.
Este relato ofrece a la meditación amplias perspectivas. Por un lado, vemos que cuando
alguien trata de trabajar solamente el aspecto espiritual le acaban invadiendo las
emociones, porque son demasiado importantes para que podamos dejarlas fuera de
nuestra gran obra. Es necesario proporcionarles un espacio.
Por otro lado, la traición de los Compañeros nos ilumina sobre la realidad de que todo
conocimiento que trate de obtenerse por anticipado, fuera de su tiempo ordinario,
conduce a la muerte del maestro que ha de facilitarlo. Anticiparnos al final de un
proyecto, desvelar las claves de un trabajo antes de tiempo, mostrar nuestras cartas antes
de que se acabe la partida... siempre nos perjudicará.
Tres son los traidores, como tres son los pasos con los que el Aprendiz se acerca al Este,
como tres son las luces, tres los oficiales que ponen en movimiento la logia. Ese número
3, que tan frecuentemente aparece en los rituales, es el símbolo de las tres fuerzas
integradas en nuestra naturaleza humana: la mental, la emotiva y la física.
Cuando las tres se conjuran para obtener algo, sea sublime o perverso, ninguna fuerza
del universo puede oponerse a esa resolución. La empresa que los tres Compañeros
habían abordado en el Templo de Salomón consistía en obtener la clave, la fórmula que
les permitirla acceder a un linaje superior. El Maestro les hace observar que la única
fórmula posible es la del trabajo, el trabajo humano constante, para pasar de un nivel
evolutivo al inmediato superior.
En nuestra sociedad, son muchas las personas que piden «la fórmula» para ejercer una
función sin realizar el trabajo humano que la justificaría. Cuando esto sucede, el
Maestro tiene que morir, porque si esos aspirantes ya son aquello que pretendían ser (o
ellos lo creen) es inútil la figura del instructor que debía ayudarles a realizar los trabajos
de acceso a la suprema dignidad. Así, vemos a menudo que el mundo, en lugar de estar
regido por los Maestros con capacidad de ordenar las cosas según las reglas del real
arte, se rige por los Compañeros traidores que han dado muerte al Maestro.
Pero antes de que esto suceda en la dinámica social, ocurre en nuestro interior. Un día
decimos que ya somos suficientemente sabios, justos, perfectos y, cortando las amarras
que nos ataban a nuestra conciencia, que es el trono en que se sienta el Venerable
Maestro (el que dirige la logia), instalarnos a nuestras tendencias inmaduras en el puesto
de mando. Entonces el desorden aparece en nuestras vidas, y lo blanco empieza a
parecernos gris y lo negro menos negro, y acabamos aceptando como plausible lo que el
auténtico Maestro rechazaría por falso. Si esa tendencia prospera, si nos sentimos
cómodos en el reino de lo injusto, lo que hasta determinado momento ha sido vida
interior se derramará en nuestro entorno humano y nos convertiremos en exportadores
de lo injusto, y seremos tan inconscientemente ciegos en lo que respecta a nuestra
auténtica naturaleza que el día que se presente un tirano, nos sorprenderemos como si
fuéramos criaturas inocentes. Pero la verdad es que ese tirano lo habremos estado
fabricando en nuestro fuero interno, ya que en esa dinámica interna el personaje habrá
encontrado la fuerza necesaria para existir.
La enseñanza que deberíamos sacar del drama escenificado por Hiram Abiff en el
templo del rey Salomón sería, en primer lugar, nunca matar al Maestro, dejando que
todo en nosotros alcance su plenitud por los procesos naturales de maduración. Si ya
hemos matado al Maestro, el ritual nos señala que debemos buscar su tumba y
resucitarlo, porque el Maestro puede yacer sepultado y como muerto, pero su cadáver
está en nosotros, siempre dispuesto a resucitar. Su tumba, ya lo hemos dicho, es la
conciencia. Es allí donde el Maestro mora, junto a la acacia, ese árbol inmortal, cuyas
hojas permanecen frescas tanto en invierno como en verano, símbolo por excelencia de
lo que permanece, de lo que nunca se altera.
Es por ello que esos hermanos enemigos están destinados a reencontrarse y a trabajar
juntos en la gran obra del mundo.
Los grandes Maestros enseñaron a sus discípulos una serie de reglas muy sencillas. La
simplicidad siempre es compañera de la verdad. Allí donde se vea una complicación, un
razonamiento confuso que sólo los peritos pueden entender, podemos pensar que la
verdad brilla por su ausencia.
Si tenemos problemas de convivencia con el cónyuge, con los hijos, con los padres, con
los amigos, en el trabajo, mal podremos contribuir a que se establezca una perfecta
convivencia social. De acuerdo con estas premisas los constructores dejaron a sus
sucesores, los masones, una serie de utensilios que les permitían la edificación de una
sociedad justa: la Escuadra, el Compás, el Mallete, el Cincel, el Nivel, la Plomada, la
Llana.
http://www.masoneriadelmundo.com/2016/06/el-asesinato-de-hiram-abiff.html