Está en la página 1de 37

Contenido

Sentipensar con la Tierra. Nuevas lecturas sobre desarrollo, territorio y diferencia ....................................................... 2
México, regiones que caminan hacia la sustentabilidad ................................................................................................... 2
Sustentabilidad desde abajo, luchas desde el género y la etnicidad ................................................................................. 3
Hacia la conformación de nuevas perspectivas socio-ecológicas: una lectura desde el caso de la Ecología Política ....... 5
Educación para el desarrollo sostenible ............................................................................................................................ 6
Manifiesto por la vida. Por una Ética para la Sustentabilidad ........................................................................................... 8
La Devastación biocultural de México ............................................................................................................................. 10
Procesos de planificación participativa para la sustentabilidad ...................................................................................... 11
How not what: teaching sustainability as process ........................................................................................................... 14
Sustainability science: a review, an analysis, and some empirical lessons ...................................................................... 15
Introduction: Sustainability, transdisciplinarity and the complexity of knowing ............................................................ 16
Regenerative Development and Design. A Framework for Evolving Sustainability......................................................... 16
Sustainability by Design. A Subversive Strategy for Transforming Our Consumer Culture ............................................. 20
Ecofeminismo, una propuesta para repensar el presente y construir el futuro.............................................................. 23
Alcances y limitaciones de los conceptos de sustentabilidad e interculturalidad en nuestras asimétricas sociedades . 24
Pensamiento ambiental latinoamericano. Patrimonio de un saber para la sustentabilidad .......................................... 27
Saber ambiental. Sustentabilidad, racionalidad, complejidad, poder ............................................................................. 28
Sustentabilidad o sostenibilidad en la arquitectura y en la ciudad ................................................................................. 29
La Naturaleza en contexto. Hacia una ecología política mexicana .................................................................................. 32
Mujeres, trabajo de cuidado y agroecología: hacia la sustentabilidad de la vida a partir de experiencias en diferentes
eco-regiones de Bolivia .................................................................................................................................................... 33
El uso del tetralema como una herramienta para abordar una segunda reflexividad inclusiva. La experiencia aportada
por la investigación participativa sobre las miniqueserías artesanales de Tenerife........................................................ 35
Sentipensar la sustentabilidad: decolonialidad y afectos en el pensamiento latinoamericano reciente ....................... 36
Sentipensar con la Tierra. Nuevas lecturas sobre desarrollo, territorio y diferencia
Arturo Escobar, 2014

Una noción de sustentabilidad fuerte tendrá que ir mucho más allá de lo económico y lo cultural para
incorporar lo epistémico y lo ontológico. Una versión fuerte de la sustentabilidad tendrá que ser
descolonizadora en lo epistémico, liberadora en lo económico y lo social y despatriarcalizante;
además, tendrá que proponerse construir alternativas al “desarrollo” desde perspectivas que:
alberguen lo comunal, tanto como lo individual; refuercen los entramados socio-naturales
construidos y defendidos por la gente común; contribuyan a devolverle al mundo la profunda
posibilidad civilizatoria de la relacionalidad; y, auguren mejores condiciones de existencia para el
pluriverso. En la sustentabilidad, podría decirse, convergirían las líneas de trabajo, rápidamente
expuestas y, sin duda, otras más. Es una oportunidad para el diálogo entre perspectivas.

Si estamos de acuerdo en que la globalización neoliberal es una guerra contra los mundos
relacionales —un renovado ataque a todo lo colectivo y un intento cada vez más de consolidar el
Universo definido por el entramado ontológico individuo-mercado— debemos igualmente estar
dispuestos a pensar que la activación política de la relacionalidad y la lucha por el pluriverso tiene
que convertirse, al menos, en una de las formas principales de la práctica política. Así, nos lo
demuestran las luchas de los pueblos más duramente golpeados por esta guerra; así, nos lo
sugieren algunas tendencias importantes en la academia y el pensamiento crítico. Si las transiciones
son un signo de los tiempos, esto es quizás porque es un momento importante en la lucha de los
pueblos en muchas partes del planeta. A esto también apuntan las tendencias reseñadas en el
presente trabajo.

México, regiones que caminan hacia la sustentabilidad


Victor Toledo y Benjamín Ortíz-Espejel, 2014

En los últimos años han aparecido y se han analizado y discutido nuevas propuestas alternativas al
concepto de desarrollo, que fue durante décadas el paradigma dominante impulsado desde los
centros de poder y llevado a todos los rincones del mundo. En la actualidad, la búsqueda de una
modernidad alternativa integra propuestas tan variadas como la del descrecimiento (Europa), el buen
vivir (Ecuador y Bolivia), el ecosocialismo (Francia) y la sustentabilidad o sociedad sustentable
(ambientalismo). Este último concepto, surgido en 1992 como desarrollo sustentable o sostenible,
concebido en su forma más elemental como el equilibrio entre la salud ambiental o ecológica, una
alta calidad de vida y la eficiencia económica, ha proliferado y multiplicado sin que se logre llegar a
un acuerdo sobre su contenido, sus principios teóricos o filosóficos y los métodos para su
implementación (Gutiérrez y González, 2010).

En este periodo se han invocado los vocablos sustentabilidad, desarrollo sustentable o sociedad
sustentable, como fórmulas casi mágicas para superar la crítica situación del planeta. Estas
expresiones se han difundido de manera explosiva y se han adoptado y reproducido en los más
dispares ámbitos del quehacer humano. Una prueba de lo anterior es que al consultar la web (30 de
noviembre de 2013. www.google.com), los términos sustentabilidad y desarrollo sustentable o
sostenible alcanzan un total de 930 mil resultados, mientras que sus equivalentes en inglés logran
¡246 millones! respuestas.

Todos estos términos y sus equivalentes en cada idioma han sido utilizados con tal frecuencia e
intensidad por voceros gubernamentales, científicos, medios de comunicación, tecnócratas,
empresas, corporaciones, pedagogos y filósofos, que su proliferación y sobreuso los han convertido
en conceptos polisémicos, abstractos, inviables, incongruentes, cosméticos, superficiales, y hasta
perversos. En nombre de la sustentabilidad se han armado programas de gobierno demagógicos o
fraudulentos o campañas de lavado de imagen por gran parte de las grandes corporaciones que hoy
dominan la economía del mundo. En los diversos campos de la ciencia, la sustentabilidad se ha
convertido en un nuevo paradigma, sin que exista un acuerdo teórico, metodológico o conceptual.
Basta señalar que hay más de 90 revistas explícitamente dedicadas al tema. También se esconden
bajo su nombre investigaciones (biotecnológicas, genéticas, geotecnológicas, etc.), cuyos efectos
son contrarios a sus tesis centrales, o se organizan distintos estudios sin que exista garantía de que
los logros que enlistan sean alcanzados realmente. Del mito del desarrollo se ha pasado al mito de
la sustentabilidad.

Dado ese descrédito, en la presente obra se utiliza un concepto de sustentabilidad, que es definido
desde una perspectiva ecopolítica, y se aplica y se hace operativo como equivalente o sinónimo al
concepto de poder social, ciudadano o civil. Esta definición parte de la evidencia acumulada que
muestra que ni los gobiernos, ni las empresas y corporaciones ni las principales organizaciones
internacionales han sido capaces de tomar medidas y acciones en la dirección que marcan los
principios más obvios de la sustentabilidad. Por el contrario, parece evidente que sólo desde la
sociedad civil, no importa el país o la región de que se trate, existen y se extienden experiencias
efectivas de sustentabilidad. Las siguientes secciones están dedicadas a desarrollar esta idea de
sustentabilidad como poder social, a partir de un conjunto de premisas basadas en una cierta “teoría
de los tres poderes”.

Sustentabilidad desde abajo, luchas desde el género y la etnicidad


Markus Rauchecker y Jennifer Chan, 2016

En el informe Brundtland de 1987, las Naciones Unidas postulan por primera vez un desarrollo
sostenible en tres áreas: económica, social y ambiental, para combatir las múltiples crisis en el
mundo. Desde el Informe Brundtland, pasando después por la Declaración de Río en 1992 y otros
hasta llegar a los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS) de 2015, la sustentabilidad o, mejor
dicho, el desarrollo sostenible ha ganado más relevancia y aceptación en la política internacional.
Esto se manifiesta también en innumerables proyectos realizados a nivel local en todo el mundo.
Con todo, todavía se trata de una perspectiva ‘desde arriba’ que es implementada en el ámbito local.
En este volumen contradecimos esta perspectiva criticando su mirada con respecto a la sociedad, la
economía y la naturaleza. Esto es necesario para ampliar el debate acerca de la sustentabilidad en
su contenido, pero también en sus participantes, dando voz a actores que no han sido escuchados,
tales como actores femeninos e indígenas. Por lo tanto, postulamos una sustentabilidad ‘desde
abajo’ que opera con otras interpretaciones de la sociedad, la economía y la naturaleza. Esta
sustentabilidad desde abajo se constituye a través de las luchas de los actores femeninos e
indígenas por lograr que sus perspectivas sean escuchadas en el debate, que necesariamente
incluyen otras formas de construirla y definirla. Por ende, enfocamos nuestro análisis en estas
luchas.

El presente volumen propone principalmente los Estudios de Género pero también los Estudios
Indígenas como base para elaborar una nueva agenda de investigación, criticando el concepto de
sustentabilidad o desarrollo sostenible que proviene del debate político y académico internacional y
que está estructurado por las interpretaciones occidentales y modernas del mundo. Ambas áreas de
estudio ponen en duda las relaciones antropocéntricas entre sociedad y naturaleza, las relaciones
etnocéntricas dentro de la sociedad y las relaciones androcéntricas de género que forman las bases
del sistema económico y del debate del desarrollo sostenible. “[…] [A] la fecha, la mayoría de las
acciones puestas en marcha dentro del marco de la sustentabilidad, han sido de carácter técnico y
dirigidas principalmente a la población masculina”.

Los Estudios de Género critican las bases naturalizadas de la sociedad y de su relación con la
naturaleza. En sus críticas apuntan a la necesidad de una transformación de la sociedad en
equitativa como base para el debate de la sustentabilidad. Un gran eje de los Estudios de Género es
la investigación del dualismo entre trabajo productivo y reproductivo. A partir de la discusión acerca
de la relación entre el trabajo reproductivo y la meta de una sociedad sustentable se introduce el
concepto de cuidado. Éste constituye una forma de englobar tanto las prácticas y valores que
involucra el trabajo no remunerado del cuidado de las personas y el propio entorno —usualmente
relegado a la esfera de lo privado— como su importancia de camino a una sociedad más justa y
sustentable, no sólo desde la perspectiva del medio ambiente, sino también en las áreas social y
económica. Una sociedad sustentable, por tanto, tiene que partir de una cultura del cuidado. Desde
esta perspectiva, la esfera del cuidado incluye no sólo el cuidado de los humanos sino también de la
naturaleza aspecto que recientemente se introdujo en el debate acerca de la sustentabilidad desde
una perspectiva de género.

La ciencia que estudia la sustentabilidad es un sitio adecuado para la integración de los postulados
de los Estudios de Género precisamente porque se enfoca en las relaciones e interacciones entre
sociedad, naturaleza y economía: el conocimiento sobre la naturaleza no puede ser generado de
forma independiente de los contextos históricos y sociales y la solución a los problemas de
sustentabilidad sólo pueden alcanzarse de forma interdisciplinaria en la comunión de las Ciencias
Técnicas y Naturales con las Sociales y Culturales. Esta relación entrecruzada y terrenos que se
traslapan hacen también que la unión entre las interrogantes científicas y las políticas resulte
inescapable: “[Los] problemas que se articulan en el mundo real y cotidiano sobre el trasfondo de
concepciones y principios normativos no tienen que ser de tipo científico, sino aquellos que se
articulan, se aprehenden y trabajan en el espacio político”.

Así, la investigación que busque reconciliar los aspectos de género y sustentabilidad debe estudiar
las estructuras socioeconómicas y políticas en las que están implícitos los roles de género. La
feminización de la pobreza, el menor acceso de las mujeres a la propiedad, menor movilidad y
menor acceso a la información son algunos factores que deben tomarse en cuenta dentro de la
dimensión social-ecológica de las catástrofes naturales, más no sólo en este ejemplo, sino en
cualquier estudio sobre el área de la sustentabilidad social. Otro aspecto importante de este tipo de
investigación radica en la necesidad de problematizar la relación entre sustentabilidad y equidad
social como afirma Schultz “el significado que tiene el poder en todas sus facetas resulta un
elemento importante en el análisis, lo cual conduce a investigar acerca de la participación ciudadana
en la creación de realidades sociales”.

Con todo, como sugiere McKenzie (2004) un concepto de sustentabilidad que engloba las
dimensiones social, ambiental y económica resulta demasiado amplio para ser aplicado en contextos
específicos. Es por esto que sugiere la utilización del concepto de sustentabilidad social (social
sustainability) proponiendo como definición “una condición positiva en las comunidades y un proceso
mediante el cual las comunidades pueden alcanzar tal condición”

Hacia la conformación de nuevas perspectivas socio-ecológicas: una lectura desde


el caso de la Ecología Política
Gian Carlo Delgado, 2017

En tanto que diferentes tipos de sociedades conforman distintos perfiles metabólicos, con variables
biofísicas, socio-políticas, económicas, e histórico-culturales diversas, puede entonces señalarse
que el estudio del metabolismo social solo puede ser efectuado de manera integral si es visto como
un sistema complejo y heterogéneo con implicaciones multiescalares y multidimensionales, aunque
por supuesto, las asimetrías en términos de acceso, gestión y usufructo en los territorios concretos
demanda revisiones paralelas a tales escalas.

Resulta importante recordar que la complejidad de los sistemas radica en la heterogeneidad de los
subsistemas o elementos que los componen, además de haber una inter-definibilidad y mutua
dependencia de las funciones, de ahí que este tipo de sistemas no puedan ser analizados
fraccionando las partes si es que se quiere dar cuenta de las interacciones entre la totalidad y las
partes, es decir, la dinámica del sistema difiere de las dinámicas de los componentes (García, 1994).
Así entonces, la resiliencia del metabolismo social dependerá de la viabilidad de tales o cuales
perfiles metabólicos, su temporalidad y las constricciones biofísicas imperantes, aunque desde luego
también de la deseabilidad social de una gestión adaptativa de los recursos y ecosistemas de tal
modo que no se transgredan las fronteras ecológicas planetarias.

Consecuentemente es claro que el reto cognitivo de las nuevas perspectivas ecológicas críticas
radica, de entrada, en sobrepasar la separación analítica entre sociedad y naturaleza, apuntando en
cambio hacia nociones más holísticas en las que el ser humano es y se asume parte de la
naturaleza misma, ello con el objetivo de construir –normativamente hablando– una genuina
sustentabilidad con memoria histórica y visión de futuro, de ahí que sea necesario recurrir entonces
–como ya se ha dicho– a enfoques interdisciplinarios de tal suerte que se habilite pensar de otra
manera, esto es, nuevas maneras de producir conocimiento que, como advierte García (1994),
partan del ejercicio de poner en tela de juicio las mismas preguntas que tradicionalmente han servido
para definir el problema y sus alcances.
Educación para el desarrollo sostenible
UNESCO, 2012

El desarrollo sostenible es el paradigma general de las Naciones Unidas. El concepto de desarrollo


sostenible fue descrito por el Informe de la Comisión Bruntland de 1987 como “el desarrollo que
satisface las necesidades actuales sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones de
satisfacer sus propias necesidades”.
La sostenibilidad es un paradigma para pensar en un futuro en el cual las consideraciones
ambientales, sociales y económicas se equilibran en la búsqueda del desarrollo y de una mejor
calidad de vida. Estos tres ámbitos –la sociedad, el medio ambiente y la economía– están
entrelazados. Por ejemplo, una sociedad próspera depende de un medio ambiente sano que provea
de alimentos y recursos, agua potable y aire limpio a sus ciudadanos.
El paradigma de la sostenibilidad constituye un cambio importante desde el paradigma anterior del
desarrollo económico con sus nefastas consecuencias sociales y ambientales, que hasta hace poco
tiempo eran consideradas como inevitables y aceptables. Sin embargo, ahora comprendemos que
estos graves daños y amenazas al bienestar de las personas y del medio ambiente como
consecuencia de la búsqueda del desarrollo económico, no tienen cabida dentro del paradigma de la
sostenibilidad.

Podríamos preguntarnos entonces, ¿cuál es la diferencia entre desarrollo sostenible y


sostenibilidad? La sostenibilidad suele considerarse como un objetivo a largo plazo (es decir, un
mundo más sostenible), mientras que el desarrollo sostenible se refiere a los muchos procesos y
caminos que existen para lograr ese objetivo (por ejemplo, la agricultura y silvicultura sostenible, la
producción y consumo sostenible, el buen gobierno, la investigación y transferencia tecnológica, la
educación y formación, etc.).

Todos los programas para el desarrollo sostenible deben considerar los tres ámbitos de la
sostenibilidad –medio ambiente, sociedad y economía– así como también una dimensión
subyacente de la cultura. Puesto a que el desarrollo sostenible se adecúa a los contextos locales de
estos tres ámbitos, adoptará formas muy variadas en todo el mundo. Los ideales y principios que
constituyen la sostenibilidad incluyen conceptos amplios tales como equidad entre las generaciones,
equidad de género, paz, tolerancia, reducción de la pobreza, preservación y restauración del medio
ambiente, conservación de los recursos naturales y justicia social. La Declaración de Río1 contiene
27 principios entre los que se incluyen los siguientes:
• Los seres humanos tienen derecho a una vida saludable y productiva en armonía con la naturaleza.
El derecho al desarrollo debe ejercerse en forma tal que responda equitativamente a las
necesidades ambientales y de desarrollo de las generaciones actuales y futuras.
• Erradicar la pobreza y reducir las disparidades en los niveles de vida en los distintos pueblos del
mundo es indispensable para el desarrollo sostenible.
• La protección del medio ambiente constituye parte integrante del proceso de desarrollo y no puede
considerarse en forma aislada.
• Las medidas internacionales que se adopten con respecto al medio ambiente y el desarrollo deben
considerar también los intereses y necesidades de todos los países.
• Para alcanzar el desarrollo sostenible y una mejor calidad de vida para todas las personas, los
Estados deberán reducir y eliminar las modalidades de producción y consumo insostenibles y
fomentar políticas demográficas apropiadas.
• Las mujeres desempeñan un papel fundamental en la gestión ambiental y el desarrollo. Por lo
tanto, es imprescindible contar con su plena participación para lograr el desarrollo sostenible.
• La guerra es intrínsecamente destructiva para el desarrollo sostenible. La paz, el desarrollo y la
protección del medio ambiente son interdependientes e inseparables.
Estos principios pueden guiar las acciones de los gobiernos, las comunidades y las organizaciones
para definir los objetivos de sostenibilidad y crear programas para ayudar a lograr estos objetivos.

No todos los conceptos asociados con la sostenibilidad están incorporados en los 27 principios del
desarrollo sostenible de la Declaración de Río. Los principios que acompañan al desarrollo
sostenible son perspectivas que han llegado a ser parte del diálogo mundial sobre sostenibilidad,
como:
• Se debe usar un enfoque del pensamiento sistémico, más que un enfoque que mire los problemas
de manera aislada. Los temas de sostenibilidad están vinculados y son parte de un “todo”.
• Entender los temas locales en un contexto global y reconocer que las soluciones a los
problemas locales pueden tener consecuencias mundiales.
• Comprender que las decisiones individuales de los consumidores afectan y dan origen a la
extracción de recursos y a procesos de manufactura en lugares distantes.
• Tomar en cuenta los diferentes puntos de vista antes de llegar a una decisión o hacer un juicio.
• Reconocer que los valores económicos, religiosos y sociales compiten en importancia cuando
las personas con distintos intereses y orígenes interactúan.
• Ver que todas las personas poseen atributos universales.
• Saber que la tecnología y la ciencia por sí solas no pueden resolver nuestros problemas.
• Poner énfasis en el papel que juega la participación pública en la comunidad y en las decisiones
de los gobiernos. Las personas cuyas vidas se verán afectadas por las decisiones que se tomen
deben participar en el proceso que llevará a las decisiones finales.
• Exigir mayor transparencia y responsabilidad en las decisiones gubernamentales.
• Emplear el principio cautelar –actuar para evitar la posibilidad de un daño ambiental o social
grave o irreversible incluso cuando el conocimiento científico sea incompleto o sea poco
concluyente.
Es importante que los educadores, los líderes y los ciudadanos reconozcan que el desarrollo
sostenible es un concepto en evolución y que la lista de perspectivas de sostenibilidad puede, por
ende, aumentar o cambiar.

A lo largo de su historia, la Organización de las Naciones Unidas ha defendido los valores


relacionados con la dignidad humana, las libertades fundamentales, los derechos humanos, la
equidad y el cuidado del medio ambiente. El desarrollo sostenible lleva estos valores un paso
adelante, ampliándolos más allá de la generación actual a las generaciones futuras. Desarrollo
sostenible significa valorar la biodiversidad y la conservación, junto con la diversidad humana, la
inclusión y la participación. En el ámbito económico, hay quienes defienden la satisfacción de las
necesidades para todos, mientras que otros prefieren la igualdad de oportunidades económicas.
Otro medio para transmitir los valores inherentes al paradigma de la sostenibilidad es la Carta de la
Tierra, una declaración de principios éticos fundamentales para construir una sociedad mundial
justa, sostenible y pacífica.

Manifiesto por la vida. Por una Ética para la Sustentabilidad


Ambiente & Sociedades – Año V - No 10 – 1er Semestre de 2002

La crisis ambiental es una crisis de civilización. Es la crisis de un modelo económico, tecnológico y


cultural que ha depredado a la naturaleza y negado a las culturas alternas. El modelo civilizatorio
dominante degrada el ambiente, subvalora la diversidad cultural y desconoce al Otro (al indígena, al
pobre, a la mujer, al negro, al Sur) mientras privilegia un modo de producción y un estilo de vida
insustentables que se han vuelto hegemónicos en el proceso de globalización.

La crisis ambiental es la crisis de nuestro tiempo. No es una crisis ecológica, sino social. Es el
resultado de una visión mecanicista del mundo que, ignorando los límites biofísicos de la naturaleza
y los estilos de vida de las diferentes culturas, está acelerando el calentamiento global del planeta.
Este es un hecho antrópico y no natural. La crisis ambiental es una crisis moral de instituciones
políticas, de aparatos jurídicos de dominación, de relaciones sociales injustas y de una racionalidad
instrumental en conflicto con la trama de la vida.

El discurso del desarrollo sostenible parte de una idea equívoca para alcanzar sus objetivos. Las
políticas del desarrollo sostenible buscan armonizar el proceso económico con la conservación de la
naturaleza favoreciendo un balance entre la satisfacción de necesidades actuales y las de las
generaciones futuras. Sin embargo, pretende realizar sus objetivos revitalizando el viejo mito
desarrollista, promoviendo la falacia de un crecimiento económico sostenible sobre la naturaleza
limitada del planeta. Mas la crítica a esta noción del desarrollo sostenible no invalida la verdad y el
sentido del concepto de sustentabilidad para orientar la construcción de una nueva racionalidad
social y productiva.

El concepto de sustentabilidad se funda en el reconocimiento de los límites y potenciales de la


naturaleza, así como la complejidad ambiental, inspirando una nueva comprensión del mundo para
enfrentar los desafíos de la humanidad en el tercer milenio. El concepto de sustentabilidad promueve
una nueva alianza naturaleza-cultura fundando una nueva economía, reorientando los potenciales
de la ciencia y la tecnología, y construyendo una nueva cultura política fundada en una ética de la
sustentabilidad en valores, creencias, sentimientos y saberes. que renuevan los sentidos
existenciales, los mundos de vida y las formas de habitar el planeta Tierra.

Las políticas ambientales y del desarrollo sostenible han estado basadas en un conjunto de
principios y en una conciencia ecológica que han servido como los criterios para orientar las
acciones de los gobiernos, las instituciones internacionales y la ciudadanía. A partir del primer Día
de la Tierra en 1970 y de la Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente Humano
(Estocolmo, 1972) y hasta la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y
Desarrollo (Río 92) y en el proceso de Río+10; desde La Primavera Silenciosa, La Bomba
Poblacional y Los Límites del Crecimiento, hasta Nuestro Futuro Común, los Principios de Río y la
Carta de la Tierra, un cuerpo de preceptos ha acompañado a las estrategias del ecodesarrollo y las
políticas del desarrollo sostenible.

Los principios del desarrollo sostenible parten de la percepción del mundo como una sola tierra con
un futuro común para la humanidad; orientan una nueva geopolítica fundada en pensar globalmente
y actuar localmente; establecen el principio precautorio para conservar la vida ante la falta de
certezas del conocimiento científico y el exceso de imperativos tecnológicos y económicos;
promueven la responsabilidad colectiva, la equidad social, la justicia ambiental y la calidad de vida
de las generaciones presentes y futuras. Sin embargo, estos preceptos del desarrollo sostenible no
se han traducido en una ética como un cuerpo de normas de conducta que reoriente los procesos
económicos y políticos hacia una nueva racionalidad social y hacia formas sustentables de
producción y de vida.

En la década que va de la Cumbre de Río (1992) a la Cumbre de Johannesburgo (2002), la


economía se volvió economía ecológica, la ecología se convirtió en ecología política, y la diversidad
cultural condujo a una política de la diferencia. La ética se está transmutando en una ética política.
De la dicotomía entre la razón pura y la razón práctica, de la disyuntiva entre el interés y los valores,
la sociedad se desplaza hacia una economía moral y una racionalidad ética que inspira la solidaridad
entre los seres humanos y con la naturaleza. La ética para la sustentabilidad promueve la gestión
participativa de los bienes y servicios ambientales de la humanidad para el bien común; la
coexistencia de derechos colectivos e individuales; la satisfacción de necesidades básicas,
realizaciones personales y aspiraciones culturales de los diferentes grupos sociales. La ética
ambiental orienta los procesos y comportamientos sociales hacia un futuro justo y sustentable para
toda la humanidad.

La ética para la sustentabilidad plantea la necesaria reconciliación entre la razón y la moral, de


manera que los seres humanos alcancen un nuevo estadio de conciencia, autonomía y control sobre
sus mundos de vida, haciéndose responsables de sus actos hacia sí mismos, hacia los demás y
hacia la naturaleza en la deliberación de lo justo y lo bueno. La ética ambiental se convierte así en
un soporte existencial de la conducta humana hacia la naturaleza y de la sustentabilidad de la vida.

La ética para la sustentabilidad es una ética de la diversidad donde se conjuga el ethos de diversas
culturas. Esta ética alimenta una política de la diferencia. Es una ética radical porque va hasta la raíz
de la crisis ambiental para remover todos los cimientos filosóficos, culturales, políticos y sociales de
esta civilización hegemónica, homogeneizante, jerárquica, despilfarradora, sojuzgadora y
excluyente. La ética de la sustentabilidad es la ética de la vida y para la vida. Es una ética para el
reencantamiento y la reerotización del mundo, donde el deseo de vida reafirme el poder de la
imaginación, la creatividad y la capacidad del ser humano para transgredir irracionalidades
represivas, para indagar por lo desconocido, para pensar lo impensado, para construir el porvenir de
una sociedad convivencial y sustentable, y para avanzar hacia estilos de vida inspirados en la
frugalidad, el pluralismo y la armonía en la diversidad.

La ética de la sustentabilidad entraña un nuevo saber capaz de comprender las complejas


interacciones entre la sociedad y la naturaleza. El saber ambiental reenlaza los vínculos indisolubles
de un mundo interconectado de procesos ecológicos, culturales, tecnológicos, económicos y
sociales. El saber ambiental cambia la percepción del mundo basada en un pensamiento único y
unidimensional, que se encuentra en la raíz de la crisis ambiental, por un pensamiento de la
complejidad. Esta ética promueve la construcción de una racionalidad ambiental fundada en una
nueva economía moral, ecológica y cultural. como condición para establecer un nuevo modo de
producción que haga viables estilos de vida ecológicamente sostenibles y socialmente justos.

La pobreza y la injusticia social son los signos más elocuentes del malestar de nuestra cultura, y
están asociadas directa o indirectamente con el deterioro ecológico a escala planetaria y son el
resultado de procesos históricos de exclusión económica, política, social y cultural. La división
creciente entre países ricos y pobres, de grupos de poder y mayorías desposeídas, sigue siendo el
mayor riesgo ambiental y el mayor reto de la sustentabilidad. La ética para la sustentabilidad
enfrenta a la creciente contradicción en el mundo entre opulencia y miseria, alta tecnología y
hambruna, explotación creciente de los recursos y depauperación y desesperanza de miles de
millones de seres humanos, mundialización de los mercados y marginación social. La justicia social
es condición sine qua non de la sustentabilidad. Sin equidad en la distribución de los bienes y
servicios ambientales no será posible construir sociedades ecológicamente sostenibles y
socialmente justas.

La Devastación biocultural de México


Narciso Barrera-Bassols y Víctor Toledo, 2018

Obnubilados por las corrientes dominantes del conservacionismo biológico o por las tendencias
estrictamente arqueológicas o folkloristas que buscan solamente preservar pasados culturales o
apropiarse con fines mercantiles las culturas tradicionales, aunque contemporáneas, se ha
soslayado la existencia de lo biocultural como una expresión concreta en el espacio. A través de la
historia, las culturas originarias con antigüedades de cientos, miles y decenas de miles de años han
dado lugar a expresiones paisajísticas derivadas de su continuo accionar con sus naturalezas
locales y regionales. El resultado es la existencia de territorios donde prevalece un cierto equilibrio o
balance entre lo humano y lo natural, que se expresa por ejemplo en los llamados mosaicos de
paisaje cuyo rasgo central es la heterogeneidad espacial, la variedad de hábitats y una alta
diversidad biológica y genética.
Entre los autores que han llamado la atención, a veces tangencialmente, sobre este aspecto
largamente olvidado, se pueden citar al ecólogo R. Margalef, para quien “…los paisajes agro-
forestales
tradicionales en mosaico son una buena forma de explotación de la naturaleza que incluso
incrementan la biodiversidad del territorio porque mantienen integrados distintos niveles de
disipación de energía antrópica por unidad de superficie en una estructura compleja capaz de
combinar producción con conservación”. Desde una perspectiva que combina la ecología del paisaje
con los flujos metabólicos de materia, energía e información y los cambios históricos de uso del
suelo de un cierto territorio, E. Tello ha explorado con cierto detalle lo que el mismo llama la
“Hipótesis Margalef”, confirmándola y abonándola con nuevas propiedades: “…por ello se debe
entender la sustentabilidad de un paisaje no como una situación estática, sino como la sostenibilidad
de una coevolución dinámica que es función directa de la complejidad e inversa a la disipación de la
energía”.

Lo anterior le ha llevado a postular el concepto de eficiencia territorial, definido como la síntesis de la


eficacia del metabolismo social, el uso del suelo y la dinámica, biológica y ecológica del paisaje. Por
su parte Halffter (2010) arriba a conclusiones semejantes mediante la identificación de lo que llama
el “uso rustico” de la naturaleza, que “…corresponde a una visión heterogénea del paisaje, a una
visión que es conservacionista sin proponérselo. Se cultivan distintas plantas. También se conjuga la
agricultura con la cría de animales y el uso de recursos silvestres (madera, caza, pesca,
recolección). El uso de agroquímicos es reducido. Igual el uso de maquinaria pesada. Por el
contrario, el empleo humano es el mayor posible, incluso a costa de cierta eficiencia económica.
Dominan las empresas familiares, comunales o cooperativas. Las cosechas se venden en los
mercados locales y regionales, aunque puede haber exportación de productos de especial valor. Se
busca más una producción estable a largo plazo que maximizar la cosecha en el inmediato”

En la misma tesitura se sitúa Del Castillo (2015) en su reflexión teórica sobre la ecología de los
paisajes fragmentados, y buena parte de los biólogos conservacionistas que se han atrevido a
explorar las relaciones entre la biodiversidad de los paisajes modificados y los grupos o culturas
rurales. Mas recientemente, el tema de los paisajes que funcionan para “producir conservando y
conservar produciendo” se ha examinado desde una óptica meramente operativa o funcional por
Kremen y Merenlender (2018). Ejemplo concreto es el mosaico de paisajes en la Sierra Norte de
Puebla, México, resultado del manejo de las masas de vegetación y las especies de plantas
silvestres y cultivadas que realizan las comunidades nahuas, las cuales combinan sistemas
agroforestales para la producción de café y otras 300 especies de plantas útiles, potreros, milpas y
cana de azúcar.

Procesos de planificación participativa para la sustentabilidad


Tomás R. Villasante, 2006

Por “desarrollo sostenible” ya hemos oído todo tipo de interpretaciones, que incluso en muchas
ocasiones son directamente contradictorias entre sí. En el mejor de los casos, como el original
Informe Burtland, son interesantes pero imprecisas. Está bien que se haga referencia a las
generaciones futuras pero estaría mejor que se precisara cómo se mide tal referencia, y quienes son
los llamados a realizar tales mediciones. Está bien que se hable de “desarrollo” mejor que de
“crecimiento”, y mejor que el proceso pueda ser “sostenible” que “sostenido”, porque en algunas
interpretaciones aún se puede oír el despropósito de crecimiento sostenido. Desde luego si
seguimos con este crecimiento sostenido que los actuales indicadores (tipo PIB, etc.) dan para
China, USA, etc. ya se sabe que el agotamiento de recursos, y la repercusión de la contaminación,
traerá cambios dramáticos no solo para el clima, sino también para la propia economía y para los
procesos sociales y de calidad de vida del planeta.

Lo primero que se nos ocurre es aclarar que el desarrollo puede ser interpretado como
“desarrollismo”, y por lo mismo un concepto equívoco. Mejor sería hablar de “reequilibrio
sustentable”, o simplemente de “sostenibilidad” o “sustentabilidad” como sujeto y no como adjetivo.
Argumenté hace años que se trata de establecer un nuevo reequilibrio entre los componentes de la
producción y el consumo, que seguramente hay que producir menos de los elementos más dañinos
de los procesos (algunos productos químicos contaminantes) y a un ritmo más pausado
(agotamiento de recursos), mientras son sustituidos por otras producciones (energías y tecnologías
más “blandas”), que puedan significar un reequilibrio de los indicadores de producción y consumo.
No significa bajar la “calidad de vida”, sino reorientarla con otros referentes, y esto seguramente si
afectará a los indicadores de “nivel de vida”.

Los indicadores de nivel de vida suelen ser cuantitativos y poco desagregados, por lo que nos
indican poco para quién son los beneficios del llamado desarrollo, y si tales beneficios son de calidad
(mejores y más adecuados productos y servicios) y no solo de cantidad (más producción sin atender
a la calidad y adecuación a cada sector de uso o de consumo). Incluso podríamos ver, como en el
caso del incremento del uso del automóvil en las ciudades, cómo el índice de nivel de vida se
contrapone directamente a la calidad de vida de las mismas (contaminación, accidentes, atascos,
barreras, etc.) La calidad de vida requiere ser considerada con otro tipo de referentes, que atienden
más y mejor a grupos y sectores específicos y no tanto a estadísticas que engloban todo en los
valores medios de la población (como si su distribución fuese equilibrada), y sobre todo a los
criterios cualitativos más que a los cuantitativos.

Tampoco parece que sea igual sostenible que sustentable, o mejor aún sostenibilidad que
sustentabilidad. En primer lugar porque en ambos casos pasar de adjetivo a sujeto le da a los
conceptos un entidad por sí mismos, y no solo aparecer como unos complementos al desarrollo. La
sustentabilidad debe pasar a ser, no un elemento corrector, sino el elemento central de los procesos
ecológicos, económicos y sociales. Para que estos procesos puedan ser sistemas autorregulados y
que proporcionen calidad de vida a sus habitantes, desde sus aportaciones y según sus
necesidades. Lo sustentable hace referencia a sustentar, alimentar, construir, cada proceso, y no
solo a sostener como parece indicar lo sostenible. Sostenible parece hacer referencia a medidas
más técnicas y desde arriba (aunque sean ecológicas) mientras que sustentable parece que hace
referencia a medidas más de base, culturales, de estar asumido el proceso por la propia población.
Y en ese sentido nos parece más interesante. Esta parece ser una de las ventajas del castellano
sobre el inglés a la hora de precisar estos conceptos.

Pero aún con todas estas delimitaciones no conseguimos precisar a qué nos estamos refiriendo en
cada caso como concreción de lo que sea la sustentabilidad, y qué tiene que ver con los indicadores
de calidad de vida. Precisamos salir de tantas ambigüedades conceptuales y para ello será
necesario pasar de los conceptos a los índices que puedan medir lo que estamos planteando. Pero
ya hemos indicado que los índices cuantitativos pueden contener también demasiados trucos que
oculten el verdadero significado de la sustentabilidad del proceso. Por ejemplo, habrá que precisar
que la distribución del 20% superior e inferior de la renta (quintiles extremos) es una medida más
significativa que los valores medios de toda la población. Y sobre todo cómo evoluciona en una serie
de varios años, es decir, si los valores extremos se están alejando entre sí, o si se reducen las
diferencias entre las rentas consideradas. El problema no es que circule más dinero y ya está, sino
por dónde circula, y si esto contribuye a la desigualdad creciente, o a una mejor integración social.

Los indicadores universales tienen algún sentido para los grandes números entre países y
continentes, pero cuando se trata de llegar a conocer la calidad de vida de las ciudades o comarcas
rurales, o barrios o pueblos pequeños, estas grandes cifras dejan de tener tanto sentido. Lo que es
calidad de vida tiene mucho que ver con los ecosistemas concretos de cada lugar, pues la vivienda o
la accesibilidad o las zonas verdes son usos y valores muy diferentes en climas cálidos que
húmedos, concentrados que dispersos, etc. Y además hay que añadir la importancia de la
percepción por los valores culturales propios de cada etnosistema. Todo lo cual implica un tipo de
medidas o de referencias mucho más locales, más adaptadas a lo que cada comunidad considere
que es lo más importante para su propia calidad de vida, y en cada momento. Todo lo que se pueda
ganar en adaptar los índices a los criterios más cercanos a cada población, y a los sectores
concretos que se mueven en ella, serán ventajas para atender mejor la calidad de vida en lo
concreto de cada situación.

¿Para qué se quiere comparar unos países con otros, unas ciudades con otras? Puede tener un
cierto
sentido de estímulo, pero también puede servir para rivalidades no muy justificadas o para aumentar
los desequilibrios primando a aquellas zonas que se sepan vender mejor en un mercado competitivo
de inversiones. ¿Por qué no dar primacía a las comparaciones de cada lugar consigo mismo? Es
decir,
establecer series de índices que establezcan cómo esa ciudad o región va mejorando o no, respecto
a los datos de sus años precedentes, respecto a su ecosistema y sus cambios de aspiraciones de
calidad de vida. Para esto hay formas en que se construyen los criterios mediante Foros Cívicos
(como en la Agenda 21 de Seattle y otras semejantes), y luego se mide cada indicador cada dos
años. Como son locales y provisionales, se pueden renovar participativamente e irse adaptado a lo
que planteen en cada caso los movimientos sociales locales.

En los procesos para la sustentabilidad no podemos quedarnos una vez más en las grandes
declaraciones de intenciones. Tenemos que identificar los indicadores de los impactos
transformadores o reequilibradores de los crecimientos despilfarradores en que estamos sumidos
actualmente. La aparente objetividad de muchas cifras que se suelen manejar esconden la
insustentablidad de muchos procesos, pero eso lo saben sobre todo los movimientos locales de
crítica y propuestas de alternativas, que por eso mismo hay que escuchar y confrontar sus
argumentos. Cada cual puede tener razones parciales para resaltar sus intereses, pero en un
proceso con metodologías participativas se consigue que no pueda prevalecer unos intereses
sectoriales o corporativos sobre otros. Por eso tiene un interés democrático y pedagógico muy alto el
tema de la construcción de los criterios y los índices de sustentabilidad mediante sistemas
auto‐regulados.

Los sistemas convencionales de auto‐regulación mediante el mercado de capitales, de libre


competencia entre poseedores desiguales de fortunas, viene demostrando que lejos de reequilibrar
la sustentabilidad la desequilibra y agrava los procesos sociales y los daños al medioambiente. Por
lo mismo hemos de construir “sistemas emergentes e inteligentes” capaces de hacer un seguimiento
de los indicadores de sustentabilidad y calidad de vida. Sistemas que sean capaces de poner
señales de alerta, y también unos indicadores de creatividad, para que cada comunidad se pueda
auto‐orientar en la toma de decisiones participativa. No se trata de imponer la planificación de
manera vertical y autoritaria ni aún en los temas ecológicos, sino de construir participativamente,
desde los distintos sectores sociales en juego, unos criterios y unos índices que vayan orientando
todo proceso de auto‐regulación. Los procesos de planificación participativa han de demostrar que
son capaces de aportar estos sistemas de eco‐organización responsable, es decir, de organizarse
como un eco‐sistema que va generando creatividad para su propio desenvolvimiento natural ante los
cambios que le puedan amenazar.

How not what: teaching sustainability as process


Melanie DePuis y Tamara Ball, 2007

Defining sustainability is not taken as a problem that needs to be “solved,” but an opportunity to raise
new ways of thinking about the world. This approach recognizes sustainability as an intrinsically
unstable concept, a dynamic idea that can never be pinned down to a particular technology, set of
behaviours, or even worldview and set of values. Our approach follows sociocultural theories of
learning and teaching that focus on alternative options for participation in “joint activity” call “Mode 2”
forms of knowledge and revive ideas about those kinds of knowledge that escape codification, or
what Karl Polanyi called “tacit” knowledge. We characterize all of these under standings as “know
how” modes of knowing. According to this perspective, leaving the definition of sustainability open,
interdisciplinary, and emergent enables a focus on the “how” of technical and social processes
informing sustainable designs.
Curriculum design that enables the “what” of sustainability to continually emerge and be redefined
through group interaction around intersubjective knowledge-production practices prepares students
for the kind of experimental creativity, reflexivity, and collaboration that will be required to produce
new sustainable ways of knowing and living. Gibbons et al. (1994) describe this kind of knowing as
always in the making. It is experiential, discursive, processual, social, tacit, contextual
transdisciplinary, open to different worldviews, collaborative, practice-based, and informal.
In this kind of “new knowledge production”, discursive processes are not seen as separate from
scientific research but rather as integral to it. This leads to a more dynamic and decentered view of
knowledge-creation as emergent and historically “contextualized,” based in practices and distributed
across agents and artifacts.
Such a counterview is based on acceptance of coexisting multiple ontologies, in which codified
knowledge exists with other marginalized knowledge processes that are contingent on context and
exist only so far as they are “in use”—that is, applied through interpretation, experience, and practice.

Sustainability science: a review, an analysis, and some empirical lessons


Joachim H. Spangenberg, 2011

Sustainable development is a global development concept giving overriding priority to the satisfaction
of human needs, in particular of the global poor, while respecting environmental limits (WCED [World
Commission on Environment and Development] 1987). The International Union for the Conservation
of Nature (IUCN) et al. (1991) defined it as the capacity to maintain a certain process or state for
improving the quality of human life, while living within the carrying capacity of supporting ecosystems.
Thus, sustainability is not a positive analytical concept, but a normative ethically justified utopia,
describing a state of economy, society and environment considered optimal (Morus 1517).

In systems science terms, sustainable development requires synchronizing a metasystem and its
nested, complex and evolving subsystems nature, economy and society (Bossel 1998) over the long
term and including distant interferences (WCED 1987). Sustainable development must deal with non-
linear effects and delayed responses driving the system beyond cause-effect logic, with feedback
loops and extensive temporal-spatial heterogeneity (Allen 2001). It focuses on the interlinkages
among dimensions (Weaver & Rotmans 2006) and ensures that each of these systems is sustainable
in itself, being able to reproduce and deal with the dynamics of the system environment (Bossel
1996), while not impinging on the other systems’ ability to do the same. Only then can development
of the metasystem be sustained. Systems science is a promising approach to developing a coherent
description of sustainability, but its application is still in its infancy and fraught with problems
(Weinstein 2011).

Sustainable development strategies are essentially attempts to answer one vital question: ‘At multiple
scales and over succeeding generations, how can the earth, its ecosystems, and its people interact
towards the mutual benefit and sustenance of all?’ (Weinstein 2011). They have to address multiple
levels and scales,and must be aware of the fact that what is sustainable at one level might contribute
to unsustainability at a higher level (Martens 2006).

Most countries of the world now have sustainable development strategies, but with different priorities
and conceptual approaches (Spangenberg 2008). This owes not only to the different socioeconomic
and biogeophysical situations, but also to conflicts of interest between competing powers in each
society, as sustainable development affects their partisan interests. Struggling for social hegemony,
interest groups try to define sustainability in their own particular way. The seminal paper of Kates et
al. (2001) emphasized that a key challenge is the resolution of competing interests; there is rarely a
solution maximizing gains for all, thus satisfying all stakeholders. Trade-offs are unavoidable and
must be compensated for by complementary measures; there is no single simple solution and waiting
for what economists call win-win-win situations to emerge is senseless. Sustainability exists at all
levels, from the national (see for example Moran et al. 2008) to the local (Hartmuth et al. 2008).
Introduction: Sustainability, transdisciplinarity and the complexity of knowing
Katri Ilona Huutoniemi, 2014

Sustainability is the potential for long-term maintenance of wellbeing, and refers to the interaction
between the dynamics of nature and dynamics of society (e.g. Kates et al. 2001). The sustainability
issue consists of how humans will use the resources and dynamics of nature, and whether such
usage will compromise the ability of other people, other species, or future generations to meet their
own needs. The issue is tricky, as sustainability is a complex concept that consists of both values and
material conditions, neither of which can be defined in unambiguous terms.

Conditions of sustainability, and thereby the threshold between sustainable and unsustainable trends,
vary in time and space, have both socio-cultural and biophysical dimensions, and depend on complex
interrelationships between them (e.g. Ostrom 2009; Scholz 2011). Implications of complexities
include that consequences of unsustainable practices are distant in both time and space, that
successful local attempts at sustainability often run into difficulty when tried on the mass scale
necessary for sustainability, and that sustainability threats are embedded in cultural and social
structures as well as in physical infrastructures that can only be changed in the long run (Murphy
2012).

At the same time, sustainability is also a value-laden concept, entailing assumptions of what is worth
sustaining, and by what costs. This is already indicated by the difficulties in integrating the ‘three
pillars’ of sustainability – environmental, economic, and socio-cultural – which are not mutually
compatible, as a gain in one dimension is easily a loss in another. There is a tension between
sustainability and economic development, between environmental requirements and socio-cultural
desires, between needs of the present generation and those of future generations, and so on
(Murphy 2012). Even deeper tensions can be found between sustaining what is, and developing the
capacity to bounce back after a collapse and to adapt to change. Thus, sustainability issues involve a
profound lack of agreement on values, and an endless argument on framing the problems. Combined
with a high degree of uncertainty, this causes wicked problems (e.g. Balint et al. 2011; Brown et al.
2010; Murphy 2012).

Regenerative Development and Design. A Framework for Evolving Sustainability


Pamela Mang y Ben Haggard, 2016

Sustainability is no longer an issue of altruism or responsibility; it has become one of survival.


“Nature,” notes pioneer ecologist Lawrence Slobodkin, “doesn’t die. But the planet may no longer be
a welcome place for human habitation.”

What Is Sustainab ility—Really?


The sustainability movement continues to be handicapped, decades after its emergence, by a
lingering lack of clarity about what sustainability actually means. When pressed, most people agree
that sustainable human endeavors are those that can be maintained over a long period of time
without causing problems for future generations. They also generally agree that sustainability is going
to require fundamental changes in the ways humans live. But then the conversation goes straight to
strategizing. What’s usually missing is an adequate understanding of what sustainability is actually
supposed to achieve.

The Urban Learning Group has observed that, “When tools and strategies are the initial focus of
efforts to seed fundamental change, people tend to end up in the same place as they started, with
little or no fundamental change.” In our action-oriented modern culture, we jump to devise a solution
as soon as we see a problem. We try to discover the way to sustainability through a process of
elimination—pick a strategy, pursue it until its usefulness has been exhausted, then switch to
another. Or worse, we stand around and argue about which strategy to choose in the first place.
Because we don’t know where we’re going, any path will do. We can continue like this, but the risk of
arriving too late increases every day.

Two Models of Nature


A lack of clarity is hardly surprising, given that the rubric of sustainability has expanded over time to
include everything from eliminating pollution to raising nations out of poverty. Practitioners might work
on mitigating damage from the past or on generating radical new insights into how biological
processes can inform design.

To define sustainability—what we are trying to sustain, and the ability that is therefore required—we
need to begin by looking at our assumptions about how the world works. In his seminal work,
Regenerative Design for Sustainable Development, John Tillman Lyle wrote, “All design of the human
environment is based on some fundamental model of the essential character of nature deeply
imbedded in the culture—the nature of nature.” Underlying most sustainability debates in the past 50
years are two distinct models of nature.

The first of these models coalesced in the seventeenth and eighteenth centuries around the ideas of
Francis Bacon, Sir Isaac Newton, and Renee Descartes. In it, nature is finite, linear, and subject to
the same laws as mechanical systems. Humans stand apart from and hold stewardship over nature
for the purpose of maintaining and growing human welfare. Although this mechanistic image has
been largely discredited by the changing science of the twentieth and twenty-first centuries, it
continues to dominate efforts to define sustainability and articulate its tools, strategies, and goals.

The second model is drawn from the insights of ecology. In it nature works as a dynamic organic
web, within which interdependent entities organize and maintain themselves, exchange information
and energy, and evolve in harmony with their local environments. This model is biocentric, based on
the principle that all life forms have intrinsic value and the right to exist. Humans are simply one
species among many, equal rather than superior.

The philosophy of reciprocity, interdependence, and the sacredness of life is threaded throughout
human history. It can be found in indigenous cultures, permeates the works of eighteenth- and
nineteenth-century romantic naturalists, and informs a growing number of contemporary philosophers
and scholars.

From the perspective of mechanistic thinking, our current environmental crisis is the result of
mismanagement and failure to understand and observe planetary limits while pursuing human ends.
It can be managed by eco-efficiency and clean technologies, increasingly accurate scientific analyses
and predictions, and more enlightened oversight mandated by new, globally enforced standards,
policies, and regulations.

In contrast, ecological thinking posits that the challenges to sustainability are as much psychological
and spiritual as they are technical and environmental. Humans brought about the current crisis when
we forgot that we belonged to and depended upon the infinitely complex web of life. In the words of
David Suzuki, we stopped “seeing ourselves as physically and spiritually connected to family, clan
and land.” From this perspective, sustainability depends on rediscovering our role as a part of nature.
Thus, it requires a profound shift in our values and behaviors and new ways of seeing ourselves.

These two models appear to contradict one another. However, one can view them instead as
developmental stages toward a conscious integration of humans into the community of all living
beings. With this insight, the tools of the mechanistic model can be reconceived as instruments for
creating a truly sustainable future.

The Changing Meaning of Sustainability


The New Oxford American Dictionary defines evolution as “the gradual development of something,
especially from a simple to a more complex form.” Our understanding of sustainability is evolving as
practitioners search for ways to engage with the full complexity of a living world. One can discern
three overlapping phases in this evolution, each folding into and providing a platform for the
subsequent phase, and each shaped by a different scope, frame of reference, and implied definition
of sustainability.

Equilibrium
Initially, sustainability was viewed as a steady state of equilibrium. From this perspective, there is a
threshold limit below which we can stay by achieving the right balance of inputs and outputs. If
humans can maintain this state, then we can go on forever, generation after generation. Most
sustainability approaches of the last couple of decades are grounded in this vision, which attempts to
figure out the right mix of activities to keep things running smoothly. This way of thinking about
sustainability is reflected in the wellknown definition contained in the 1987 Brundtland Report,
commissioned by the United Nations to rally countries to work on sustainable development together:
“Sustainable development is development that meets the needs of the present without compromising
the ability of future generations to meet their own needs.”

Design strategies for achieving sustainable equilibrium began by focusing on efficiency and the
minimization of the negative impacts of resource and energy use. As the power and reach of green
technologies has grown, the goal has been extended to net-neutral or net-zero—buildings, cities, and
industries that have no negative effect on their environment. Because bringing human activities into
balance with natural systems doesn’t correct past damage, a new goal has been articulated in recent
years: net-positive, where the result of our activities yields a surplus, for example, of clean energy or
renewed resources.

Over the last two decades, the green design movement has become an effective instrument for
creating physical structures and products that do less and less harm to living systems. There is no
question that this is a critically important step toward halting the degeneration of the biosphere. At the
same time, living systems science is providing mounting evidence that the goal of steady-state
equilibrium in a living world is technically and philosophically untenable. Living systems simply don’t
exist in steady states. They survive by changing and adapting, seeking dynamic equilibrium within
their evolving environments.

Biologically, life is not maintenance or restoration of equilibrium but is essentially maintenance of


disequilibria . . . Reaching equilibrium means death and consequent decay . . . [A] living organism
becomes a body in decay when tensions and forces keeping it from equilibrium have stopped.

Living systems require disruption to remain healthy—for example, many forests need to be renewed
periodically by fire. Basing our sustainability strategies on achieving equilibrium, no matter how
powerful and sophisticated our technologies become, fails to take into account the critical role of
disequilibrium in living processes.

Resilience
This realization has paved the way for a second phase, in which sustainability is viewed as resilience.
Design for resilience seeks to maintain the health and productivity of systems in the face of
unpredictable changes arising in the environment. The resilience approach acknowledges that
change is nonlinear, that it emerges from complex relationships among multiple actors. Living entities
sustain themselves through constant adaptation to their environments. Humans and ecosystems are
interdependent, and the resilience of human communities requires the resilience of the natural
communities that we depend upon.

This compelling idea is growing in popularity and influence. For most of the twentieth century,
resilience was the province of conservation-minded ecologists, concerned about preservation and
restoration of natural systems. In the early twenty-first century, the increasing occurrence of costly,
high visibility natural disasters has brought the need for resilience into sharp focus. In the process it is
providing a new definition of sustainability, based not on achieving a steady state but rather on being
able to regroup and move forward when equilibrium has been disrupted.

However, the resilience approach arises from the metaphor of a world spinning out of control and can
result in a complex game of avoidance and rapid recovery. In such a world, politics and economics
are defensive. Think of the sophisticated engineering currently under consideration to help coastal
cities survive and work around the new realities of storm surge. Proposals to protect New York from
future weather disasters include an eight-mile, 10-foot-high stretch of concrete, grass-topped
protective barriers around the southern half of Manhattan, a “necklace” of breakwaters around Staten
Island, and a $5.9 billion floodgate spanning the shallow gap of water between Long Island and New
Jersey.

Ironically, this bunker mentality can actually contribute to the instability it is intended to address, as
the integrity of larger systems gets sacrificed to immediate local needs. After Hurricane Katrina, New
Orleans looks to a 130-mile system of levees, walls, and gates to keep out a 100-year storm surge.
Yet, as geology professor Anne Jefferson notes, “The extensive leveeing of the Lower Mississippi
River made the 1927 floods worse, just as all levees today carry consequences for current and future
floods. While levees are good for individual communities in small- to moderate-sized events, levees
are bad for the river system’s overall capacity to deal with flood flows.”

Co-evolution
In its third phase, sustainability is coming to be understood as co-evolution, wherein humans
contribute to the abundance of life. Human communities have often been able to prosper when they
worked in partnership with nature. We are gradually rediscovering this fundamental truth and
imagining ways to apply it in the post-industrial age. From the perspective of coevolution, instead of
being outsiders, we humans have our own distinctive value-adding role to play within nature. This
image of the role of humans has recently begun to move from the margins of the sustainability
conversation to its center.

Prior to contact with industrial culture, many indigenous communities interacted with their
environments in ways that increased biodiversity and productivity. John Muir believed that much of
California was a pristine, untouched wilderness before the arrival of Europeans. Kat Anderson, the
national ethnoecologist of the U. S. Department of Agriculture’s Natural Resources Conservation
Service, reveals a very different story in her book Tending the Wild: Native American Knowledge and
the Management of California’s Natural Resources. Beautiful vistas that Muir mistook for wilderness
were actually fertile gardens created and carefully tended over centuries by the Sierra Miwok and
Valley Yokuts Indians. Reweaving natural and human communities allows us to pursue this same
kind of abundance, while incorporating twenty-first-century advances and insights.

Partnering for co-evolution requires a whole-systems reorientation that connects human activities
with the evolution of natural systems. In the words of Raymond Cole, an eminent theorist at the
University of British Columbia, this means moving from designing things to designing “the ‘capability’
of the constructed world (and of human activities) to support the positive coevolution of human and
natural systems.” For example, oyster reefs are excellent storm surge protectors, water filters, habitat
providers, and food producers. But renewing these vital and hardworking living systems will require
many changes, from how we maintain and navigate our ports to the kinds of chemicals we flush into
waterways to new technologies for seeding and harvesting the reefs themselves. Although these
changes will pose challenges, they will also become opportunities for new forms of economic and
cultural activity.

Sustainability by Design. A Subversive Strategy for Transforming Our Consumer


Culture
John R. Ehrenfeld, 2008

I define sustainability as the possibility that humans and other life will flourish on the Earth forever.
You will notice some circularity here since I use one “-ity” to define another. But possibility is perhaps
the only “-ity” that cannot be made into a thing. It is just the opposite: possibility is no-thing. Possibility
has no material existence in the world of the present. Possibility is always only a word. It means
bringing forth from nothingness something we desire to become present. Possibility may be the most
powerful word in our language because it enables humans to visualize and strive for a future that
neither is available in the present nor may have existed in the past. Possibility is like a time warp,
allowing one to escape from the limits of our past experience into an unshackled future.

Flourishing can occur only if we pay close attention to the three critical domains that the forces of
modernity have dimmed:

• Our sense of ourselves as human beings: the human domain.


• Our sense of our place in the [natural] world: the natural domain.
• Our sense of doing the right thing: the ethical domain.

These three domains form a set of overlapping fields that underlie any activity designed to produce
sustainability (Figure).

Sustainability can emerge only if we address all three domains simultaneously. Preserving nature will
not suffice if we lose our human distinctiveness in the process, and vice versa. And without taking
responsibility for our actions, attaining sustainability would be highly improbable if not impossible.
Sustainability is an emergent property of a complex system; we can observe it only if all the
relationships on which it depends are functioning correctly.

The first two areas of concern are obvious components of flourishing. Sustainability has emerged in
public discourse largely because ecological upsets have become explicitly threatening, and this
awareness has been followed by attention being paid to subsequent effects on the social and
economic spheres. Many of the threats have come unexpectedly, often in spite of our efforts to avoid
them. We will have to address the natural domain directly with new forms of production and strong
constraints over the consumptive patterns that now characterize all affluent and rapidly developing
economies. Reducing consumption by some factor X, where X ranges from 4 to 50 depending on the
writer’s calculus, is necessary in the short run but cannot work forever and may even fool us into
thinking that we have our arms around the “real” problem.

The second domain relates to the human dimension of flourishing. For human beings, flourishing
means that everyone on the planet must be free and able to lead dignified, authentic lives. Being free
means more than simply being able to make choices in the marketplace or even at the polling booth.
It means that these choices must be unconstrained and domination-free. The results of the choices
should lead to authentic satisfaction and the quenching of the momentary thirst for whatever
motivated the choice.

My intention of presenting a framework for sustainability in this way is to make the human dimension
explicit. It is only indirectly and imperfectly captured in the everyday sense of sustainable
development. Focusing on the human is not the same as the emphasis on the “social” as expressed
in the usual definition of sustainable development. Although taking care of nature is imperative and
has been the primary motivating force for action, it is just as critical to include action toward the
human dimension of sustainability. Sustainability is an existential problem, not an environmental or
social one. In fact, in the course of working on this book I have become all the more convinced of the
primacy of restoring the human dimension. I believe that we cannot and will not begin to take care of
the world until we become whole ourselves.

The third domain is not so apparent. In the United States and other modern democracies, we live
under a rule of law. Ethical issues are important in almost all aspects of daily life. Historians argue
that the most important legacies from the Greco-Roman roots of our civilization are the moral and
ethical teachings from that past. What, then, is missing? One critical aspect related to this historical
cultural sense of ethics is responsibility, the idea of being accountable for one’s actions, especially
the act of avoiding harm knowingly. Modern technological life has diminished the ability to know the
consequences of actions taken by individuals or by collective social entities, because those
consequences are often displaced in time and space, and as such have made responsibility
problematic.

One result is the emergence of unintended consequences, which have become a characteristic
feature of modernity. If we do not take this domain into account in designing a new, sustainable
world, our efforts are ultimately likely to exhibit the same kind of unforeseen outcomes that diminish
or negate our original intentions. Ethics is a human construction and, as such, belongs inherently
within the human category. I have, however, assigned it a domain of its own because ethical
responsibility is critical in creating sustainability. Ethics belongs to one of the three root domains of
care: taking care of others. The other areas in the Tao are congruent with the other two domains:
taking care of self and nature.

These three aspects of sustainability form a new framework for the redesign of tools, physical
infrastructure, and social institutions that can restore our consciousness, thereby enabling us to
continue our deliberate transformation of our way of living from its unsustainable path to one that
allows the vision of flourishing to bloom. Awakened consciousness can increase the likelihood that
our designs will work the way we intend them to and also help us identify the causes of our problems.

I use causes in the plural sense, following Aristotle’s identification of four separate categories of
cause. One of Aristotle’s most famous writings connected (manmade) things and rationality—the way
we understand objects. His analysis pointed to four categories (or causes). The first referred to that
out of which the thing was formed (the material cause), and the second to its form, such as an urn or
a bowl (formal cause). The third spoke of the maker or the process by which the thing came into
being (efficient cause), and the last told of the meaningful purpose or end to which the thing was
put—the sake of its existence (final cause).
These four elements of reason bestow meaning and were invoked as the ground on which objects
made sense, as distinct from the general background of the world in which they appeared. Our
present mentality exposes only his “efficient cause,” that is, the one that connects a surface
phenomenon (effect) to its proximate cause. Such causes are the essence of the reductionism of
modern science and are the basis for the dominant forms of modern technology. In Aristotle’s terms,
the causes related to sustainability may have more to do with the “final cause,” that is, the end toward
which one acts or uses some form of technological artifact.

Ecofeminismo, una propuesta para repensar el presente y construir el futuro


Martha Pascual Rodríguez y Yayo Herrero López, 2010

El ecofeminismo es una filosofía y una práctica feminista que nace de la cercanía de mujeres y
naturaleza, y de la convicción de que nuestro sistema “se constituyó, se ha constituido y se mantiene
por medio de la subordinación de las mujeres, de la colonización de los pueblos “extranjeros” y de
sus tierras, y de la naturaleza”.

Todos los ecofeminismos comparten la visión de que la subordinación de las mujeres a los hombres
y la explotación de la naturaleza son dos caras de una misma moneda y responden a una lógica
común: la lógica de la dominación patriarcal y la supeditación de la vida a la prioridad de la obtención
de beneficios. El capitalismo patriarcal ha desarrollado todo tipo de estrategias para someter a
ambas y relegarlas al terreno de lo invisible. Por ello las diferentes corrientes ecofeministas buscan
una profunda transformación en los modos en que las personas nos relacionamos entre nosotras y
con la naturaleza, sustituyendo las fórmulas de opresión, imposición y apropiación y superando las
visiones antropocéntricas y androcéntricas.

El ecofeminismo cuestiona aspectos básicos que conforman nuestro imaginario colectivo:


modernidad, razón, ciencia, productividad… Estos han mostrado su incapacidad para conducir a los
pueblos a una vida digna. El horizonte de guerras, deterioro, desigualdad, violencia e incertidumbre
es buena prueba de ello. Por eso es necesario dirigir la vista a un paradigma nuevo que debe
inspirarse en las formas de relación practicadas por las mujeres.

Desde parte del movimiento feminista, el ecofeminismo se ha percibido como un posible riesgo,
dado el mal uso histórico que el patriarcado ha hecho de los vínculos entre mujer y naturaleza. Esta
relación impuesta se ha venido usando históricamente como argumento para mantener la división
sexual del trabajo. Puesto que el riesgo existe, conviene acotarlo. No se trataría de exaltar lo
interiorizado como femenino, de encerrar de nuevo a las mujeres en un espacio reproductivo,
negándoles el acceso a la cultura, ni de responsabilizarles, por si les faltaban ocupaciones, de la
ingente tarea de rescate del planeta y la vida. Se trata de hacer visible el sometimiento, señalar las
responsabilidades y corresponsabilizar a hombres y mujeres en el trabajo de la supervivencia.
Si el feminismo se dio pronto cuenta de cómo la naturalización de la mujer era una herramienta para
legitimar el patriarcado, el ecofeminismo comprende que la alternativa no consiste en desnaturalizar
a la mujer, sino en “renaturalizar” al hombre, ajustando la organización política, relacional, doméstica
y económica a las condiciones de la vida, que naturaleza y mujeres conocen bien. Una
“renaturalización” que es al tiempo “reculturización” (construcción de una nueva cultura) que
convierte en visible la ecodependencia para mujeres y hombres. No hay reino de la libertad que no
deba atravesar el reino de la necesidad. No hay reino de sostenibilidad si no se asume la equidad de
género.

Mujeres y naturaleza comparten el mismo lado de las dicotomías del pensamiento moderno y
también han compartido destinos cercanos en la cultura patriarcal y mercantil. La invisibilidad, el
desprecio, el sometimiento, la explotación, tanto de las mujeres como de la naturaleza han ido a la
par en las sociedades industriales. La sostenibilidad de la vida es incompatible con estas relaciones
de dominio.

La historia de las mujeres les ha abocado a realizar aprendizajes, recreados y mejorados generación
tras generación, que sirven para enfrentarse a la destrucción y hacer posible la vida. Las mujeres –
gran parte de las mujeres- se han visto obligadas a vivir más cerca de la tierra, del barrio y del
huerto, de la casa. Se han hecho responsables de sus hijos e hijas y por ellos han aprendido a
prever el futuro y mantener el abastecimiento de la familia. No han caído fácilmente en las promesas
del enriquecimiento rápido que les ofrecían con la venta de tierras o los negocios arriesgados. Han
mantenido la previsión que impone la responsabilidad sobre el cuidado de otras personas y por eso
han desarrollado habilidades de supervivencia que la cultura masculina ha despreciado.

Su posición de sometimiento también ha sido al tiempo una posición en cierto modo privilegiada para
poder construir conocimientos relativos a la crianza, la alimentación, la salud, la agricultura, la
protección, los afectos, la compañía, la ética, la cohesión comunitaria, la educación y la defensa del
medio natural que permite la vida. Sus conocimientos han demostrado ser más acordes con la
pervivencia de la especie que los construidos y practicados por la cultura patriarcal y por el mercado.
Por eso la sostenibilidad debe mirar, preguntar y aprender de las mujeres. La cultura del cuidado
tendrá que ser rescatada y servir de inspiración central a una sociedad social y ecológicamente
sostenible.

Alcances y limitaciones de los conceptos de sustentabilidad e interculturalidad en


nuestras asimétricas sociedades
Gerardo Alatorre Frenk, 2018

De manera sintética, podríamos decir que una sociedad sustentable es aquella que reconoce los
límites de la naturaleza y los derechos de los seres humanos, los animales y las plantas; que
promueve la diversidad biológica y cultural y el diálogo entre distintos sistemas de saberes; que
permanentemente distribuye poder y promueve corresponsabilidad evitando relaciones de
dominación, sujeción e indolencia; que busca conciliar las tensiones y conflictos que surgen entre los
individuos o entre los colectivos humanos; y que asegura equidad entre las distintas culturas, entre
los hombres y las mujeres, y entre niños, jóvenes, adultos y ancianos.
Concebimos a la sustentabilidad como un horizonte al que vale la pena tener más o menos ubicado
o como una brújula que puede orientarnos y ayudarnos a saber hacia dónde dirigir nuestros pasos.
No estamos, pues, pensando en un destino al que hay que llegar; podemos estar prácticamente
seguros de que no llegaremos a ver o a vivir en una sociedad sustentable. Lo importante es tener
elementos para saber si estamos o no avanzando en la dirección correcta, para poder de esa
manera evitar frustraciones y desgastes innecesarios. El camino hacia la sustentabilidad y la
interculturalidad es largo e importa mantener los ánimos y las esperanzas. Además, como
acertadamente acota Enrique Leff:

La sustentabilidad […] no podrá plantearse como un objetivo a ser alcanzado por la vía de la
racionalidad cognitiva e instrumental. La sustentabilidad no es decidible desde el conocimiento (de la
interdisciplinariedad, de la prospectiva tecnológica, de la gestión científica). El futuro sustentable,
como construcción social, es un campo abierto a lo posible, generado en el encuentro de otredades
en un diálogo de saberes. (2003, p. 28)

Difícilmente los conceptos de sustentabilidad y de interculturalidad pueden desplegar todo su


potencial teórico y práctico sin una lectura política de la realidad. Cabe aquí detenerse un momento,
ya que el término política es objeto, como los dos conceptos que aquí nos ocupan, de múltiples
tergiversaciones. Frecuentemente, cuando se habla de política se la asocia a los partidos políticos, a
la manipulación, a las negociaciones “en lo oscurito”, a la dominación y a la imposición. Cuando aquí
hablamos de política nos referimos a la distribución o concentración del poder y a la gestión de los
asuntos públicos. En esta medida, lo político atraviesa la cultura, y tiene incidencia directa sobre los
fenómenos sociales, económicos y ambientales, en diversas escalas.

Cuando no logramos percibir o pasamos por alto los entresijos del ejercicio del poder, nuestras bien
intencionadas búsquedas de interculturalidad y de sustentabilidad pueden acabar nutriendo
tendencias contrarias a las que pretendemos fortalecer. Para poner un ejemplo: un mediador – 39 –
intercultural políticamente ingenuo puede estar inadvertidamente contribuyendo al despojo de
conocimientos tradicionales.

Como anteriormente planteamos, no hay sustentabilidad sin descentralización del poder, sin una
democracia rizomática, sin equidad y justicia para todos y todas. Por eso llaman la atención las
convergencias discursivas entre actores no sólo muy distintos, sino con intereses contrapuestos.
Hoy día, hablan de sustentabilidad los gobiernos, las grandes empresas privadas, las organizaciones
de la sociedad civil (OSC), las instituciones académicas y numerosas organizaciones y redes
populares, indígenas y campesinas.

Coincidir en el discurso no significa de ninguna manera que resulte fácil, en los hechos, sumar
esfuerzos con miras a la construcción de sociedades sustentables. La colaboración puede resultar
complicada, por diferencias políticas y por las ya mencionadas diferencias culturales entre los
distintos tipos de entidades (organizaciones, instituciones, etc.). Cada una tiene su lógica, su visión
de los problemas, sus maneras de organizar el tiempo, sus constricciones, sus lealtades, sus
prioridades, su estilo de trabajo, y suele haber tensiones e incluso incompatibilidades entre ellos
(Alatorre, 2016). El enfoque intercultural ofrece elementos teórico-metodológicos para avanzar hacia
una mayor intercomprensión entre los diversos actores o sectores, y una mayor capacidad de actuar
de manera articulada. En particular, nos ayuda a estar alertas ante nuestros propios prejuicios y
estereotipos; nos recuerda que lo que consideramos natural o normal puede solamente serlo en
nuestra propia cultura y que aquellos valores que creíamos universales pueden ser válidos
únicamente en un ámbito restringido. Nuestra forma de ser, de pensar y de actuar es sólo una entre
muchas otras, igualmente válidas, al menos en principio.

El hecho de que se trate de conceptos transdisciplinarios y multidimensionales tiene un doble fi lo:


por un lado, abre posibilidades de aproximarnos a la realidad, intrínsecamente compleja; pero por
otro hace a estos conceptos muy susceptibles a las sobresimplificaciones y distorsiones,
inadvertidas o premeditadas. En el caso de la sustentabilidad podemos poner como ejemplo el
abuso que algunas instituciones, empresas y OSC hacen del adjetivo sustentable, buscando
“barnizar de verde” sus programas o productos. Existe, por otro lado, una tendencia a banalizar el
término, reduciéndolo a los aspectos ambientales, cuando, como hemos señalado, éstos son sólo
una parte de lo que implica la sustentabilidad. En el extremo opuesto, existe también el riesgo de
concebir a la sustentabilidad (y al – 40 – buen vivir) como utopías inalcanzables (Giraldo, 2014). El
discurso de la sustentabilidad, cuando no brinda pistas para su posible operacionalización, puede
ser descalifi cado por resultar excesivamente romántico e iluso.

Un sesgo adicional, que puede observarse en los posicionamientos ideológicos de algunas


organizaciones ciudadanas y grupos de base, tiene que ver con la relación entre la sustentabilidad y
los pueblos originarios. Ciertamente, en la mayoría de las cosmovisiones indígenas hay elementos
favorables para el tránsito hacia la sustentabilidad; por ejemplo, se reconoce en ellas el estrecho
lazo que vincula a los grupos humanos con la naturaleza y ésta es frecuentemente concebida como
un ente sagrado (Lazos y Paré, 2000). Sin embargo, no demos por hecho que los sistemas de
producción o las modalidades de convivencia y organización social de los pueblos indígenas son,
per se, sustentables. Es únicamente con base en la observación de las prácticas concretas de una
comunidad (indígena o no, rural o urbana) como puede valorarse hasta qué punto son realmente
sustentables.

En el caso de la interculturalidad, existe la tendencia a concebirla como una situación de armonía,


convivencia, respeto, tolerancia, sin tomar plenamente en cuenta que para avanzar en esa dirección
se requiere gestionar los conflictos presentes en toda sociedad. En algunos ámbitos predomina,
como nos dice Sandoval (2013), una visión institucional de la interculturalidad, que la circunscribe al
ámbito educativo, centrándose en los elementos artísticos, lingüísticos y folclóricos de las culturas y,
en esa medida, soslaya las desigualdades sociales, económicas y políticas. En contraste, hemos
abogado por una interculturalidad crítica, decolonial; nos interesa una interculturalidad concebida
como un proyecto socio-político que “busca romper con la historia hegemónica de una cultura
dominante y otras subordinadas y, de esa manera, reforzar las identidades tradicionalmente
excluidas para construir un con-vivir de respeto y legitimidad entre todos los grupos de la sociedad”
(Walsh, 2009, p. 41). La interculturalidad, aparece así, como un compromiso ético que implica
trabajar por el reconocimiento político de un amplio conjunto de actores, saberes y culturas que han
sido invisibilizadas por la colonialidad.

Frecuentemente el discurso de la interculturalidad no ve más allá de las relaciones interétnicas y cae


en posturas paternalistas o folclorizantes del rescate de las tradiciones. Indudablemente nuestras
sociedades necesitan avanzar hacia una más armónica convivencia y un verdadero diálogo entre los
diversos grupos socioculturales, pero la perspectiva romántica soslaya – 41 – el tratamiento de los
conflictos, en la medida en que no ayuda a diseñar estrategias para enfrentar situaciones de tensión
sociopolítica en las que entran en contacto valores y/o intereses contradictorios.

Considero en suma que, si bien es necesario reivindicar el diálogo como principio, a la vez se
requiere desarrollar estrategias de presión política para lograr que se sienten a dialogar quienes, por
su poder económico o político, pueden carecer de tener interés o disposición para el diálogo.
Palabras de cierre

Finalizo este texto sugiriendo cautela en el uso del adjetivo sustentable. Considero que se lo puede
adjudicar a un sistema de producción de bienes o servicios, pero no a alguno de dichos bienes o
servicios. También creo que hay que despedirnos del concepto de desarrollo sustentable: el término
desarrollo, si bien alude a un derecho humano fundamental –el de acceder a un bienestar material
mínimo–, tiende a transmitir la idea de que existe sólo una vía hacia dicho bienestar.

Sugiero, asimismo, dejar de pensar a la interculturalidad como algo asociado únicamente a los
pueblos indígenas. Hay interculturalidad en todos los espacios sociales, al establecerse relaciones
entre actores culturalmente diversos. Y, como arriba señalamos, nuestras adscripciones nacionales
o étnicas no son las únicas fuentes de diversidad cultural en nuestras dinámicas y cada vez más
globalizadas sociedades.

Ambos conceptos necesitan dotarse de una serie de criterios e indicadores, que los vuelvan asibles,
mensurables, operativos. En el texto que aquí finaliza hemos mostrado algunos avances en ese
sentido, que necesitan profundizarse.

Pensamiento ambiental latinoamericano. Patrimonio de un saber para la


sustentabilidad
Enrique Leff, 2009

Cuando emerge la problemática ambiental y se cuestiona al crecimiento económico y a la economía


misma por su incidencia y responsabilidad en la degradación ambiental, la economía responde
afirmando que “el ambiente es una externalidad del sistema económico”. En su afán justificatorio, la
economía confiesa su falla fundamental: el haberse constituido en franco divorcio y desconocimiento
de las condiciones naturales, ecológicas, geográficas y termodinámicas dentro de las cuales opera;
es decir, sus condiciones de sustentabilidad.
La epistemología ambiental permite una demarcación entre estas vertientes del ecologismo y el
ambientalismo latinoamericano, desde donde es posible marcar la diferencia entre el concepto de
sustentabilidad y el discurso del desarrollo sostenible. Así, en el contexto de los discursos de la
descolonización del conocimiento, la externalidad y radicalidad del concepto epistemológico de
ambiente ofrece un punto de apoyo para la desconstrucción de la racionalidad insustentable de la
modernidad y para la construcción de una racionalidad alternativa: una racionalidad ambiental.
Una de las vertientes más ricas del ambientalismo latinoamericano es el estudio de las relaciones
entre cultura y naturaleza. Frente a las perspectivas que se fueron delineando en el Norte, desde las
diferentes ecosofías, la ecologización de la economía y las innovaciones tecnológicas orientadas a la
desmaterialización de la producción, en América Latina va cobrando fuerza una visión de la
sustentabilidad fundada en la relación que guardan las sociedades tradicionales, indígenas y
campesinas, con su ambiente. Más allá de una cultura ecológica genérica, y de la necesidad de dar
sustentabilidad a las sociedades rurales, se plantea la idea de un desarrollo sustentable fundado en
el conocimiento y los saberes culturales sobre la riqueza biológica y los potenciales ecológicos de la
región.
Los estudios etnoecológicos abrieron perspectivas para ir más allá del estudio de la cultura en sí, de
la cultura como objeto de indagatoria etnológica, para considerarla como un patrimonio biocultural de
las poblaciones indígenas y fuente de nuevas perspectivas se sustentabilidad. De allí ha derivado
uno de los campos prácticos más promisorios para el arraigo en la tierra y en las prácticas de
sustentabilidad de ese pensamiento ambiental latinoamericano. Me refiero a las teorías y prácticas
de la agroecología y la agroforestería, que se han convertido en un campo de debates teórico-
prácticos en el terreno de la ecología política, en la confrontación de los modelos productivistas con
estas nuevas estrategias de una agricultura sustentable, que están constituyendo nuevos
paradigmas y actores sociales en la construcción de la sustentabilidad.

Aquí se plasma la propuesta teórico-filosófico-política de construcción de una racionalidad ambiental


en un campo práctico, donde el potencial ecológico, la productividad tecnológica y la creatividad
cultural se amalgaman en nuevas estrategias agroecológicas y agroforestales, en un diálogo de
saberes entre las ciencias ecológicas y agronómicas con los saberes indígenas y campesinos, en un
proceso de reapropiación cultural, técnica y social de la naturaleza.

Saber ambiental. Sustentabilidad, racionalidad, complejidad, poder


Enrique Leff, 1998

El principio de sustentabilidad emerge en el contexto de la globalización como la marca de un límite


y el signo que reorienta el proceso civilizatorio de la humanidad. La crisis ambiental vino a cuestionar
la racionalidad y los paradigmas teóricos que han impulsado y legitimado el crecimiento económico,
negando a la naturaleza. La sustentabilidad ecológica aparece como un criterio normativo para la
reconstrucción del orden económico, como una condición para la sobrevivencia humana y un
soporte para lograr un desarrollo durable, problematizando las bases mismas de la producción. La
visión mecanicista que produjo la razón cartesiana se convirtió en el principio constitutivo de una
teoría económica que ha predominado sobre los paradigmas organicistas de los procesos de la vida,
legitimando una falsa idea de progreso de la civilización moderna. De esta forma, la racionalidad
económica desterró a la naturaleza de la esfera de la producción, generando procesos de
destrucción ecológica y degradación ambiental. El concepto de sustentabilidad emerge así del
reconocimiento de la función que cumple la naturaleza como soporte, condición y potencial del
proceso de producción.
La degradación ambiental, el riesgo de colapso ecológico y el avance de la desigualdad y la pobreza
son signos elocuentes de la crisis del mundo globalizado. La sustentabilidad es el significante de una
falla fundamental en la historia de la humanidad; crisis de civilización que alcanza su momento
culminante en la modernidad, pero cuyos orígenes remiten a la concepción del mundo que funda a la
civilización occidental. La sustentabilidad es el tema de nuestro tiempo, del fin del siglo XX y del
paso al tercer milenio, de la transición de la modernidad truncada e inacabada hacia una
posmodernidad incierta, marcada por la diferencia, la diversidad, la democracia y la autonomía.

El desarrollo sostenible fue definido como "un proceso que permite satisfacer las necesidades de la
población actual sin comprometer la capacidad de atender a las generaciones futuras" El discurso de
la "sostenibilidad" lleva así a propugnar por un crecimiento sostenido, sin una justificación rigurosa
sobre la capacidad del sistema económico para internalizar las condiciones ecológicas y sociales (de
sustentabilidad, equidad, justicia y democracia) de este proceso. La ambivalencia del discurso de la
sustentabilidad surge de la polisemia del término sustainability, que integra dos significados: uno,
traducible como sustentable, que implica la internalización de las condiciones ecológicas de soporte
del proceso económico; otro, que aduce a la durabilidad del proceso económico mismo. En este
sentido, la sustentabilidad ecológica se constituye en una condición de la sostenibilidad del proceso
económico.

El Informe Bruntland ofrece una perspectiva renovada a la discusión de la problemática ambiental y


del desarrollo. Con base en él se convocó a todos los jefes de estado del planeta a la Conferencia
de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, celebrada en Río de Janeiro en junio de
1992. Allí fue elaborado y aprobado un programa global (conocido como Agenda 21) para normar el
proceso de desarrollo con base en los principios de la sostenibilidad. De esta forma se fue
prefigurando una política para el cambio global que busca disolver las contradicciones entre medio
ambiente y desarrollo. En este proceso, la noción de sostenibilidad se ha ido divulgando y
vulgarizando hasta formar parte del discurso oficial y del lenguaje común. Empero, más allá del
mimetismo discursivo que ha generado el uso retórico del concepto, no ha definido un sentido
teórico y praxeológico capaz de unificar las vías de transición hacia la sustentabilidad. En este
sentido, surgen los disensos y contradicciones del discurso del desarrollo sostenible (Redclift, 1987/
1992); sus sentidos diferenciados y los intereses contrapuestos en la apropiación de la naturaleza
(Martínez Alier, 1995; Leff, 1995).

Sustentabilidad o sostenibilidad en la arquitectura y en la ciudad


Manuel Lerín Gutiérrez, 2008

La crisis ambiental vino a cuestionar la racionalidad y los paradigmas teóricos que han impulsado y
legitimado el crecimiento económico, que niega a la naturaleza. La crisis ambiental en los años
sesenta da inicio al debate teórico y político. En este debate crítico surgen las estrategias del
denominado ecodesarrollo que promueve nuevas formas de desarrollo, fundamentadas en las
condiciones y potencialidades de los ecosistemas y el manejo conveniente de los recursos. La
economía fue concebida como un proceso gobernado por las leyes de la termodinámica que rigen la
degradación de energía en todo proceso de producción y consumo; así los nuevos paradigmas de la
economía ecológica buscan integrar el proceso económico con la dinámica ecológica y poblacional.

La sustentabilidad ecológica aparece entonces como un criterio normativo para la reconstrucción del
orden económico, como una condición para la sobrevivencia humana y un soporte para lograr un
desarrollo perdurable. Antes la racionalidad económica había desterrado a la naturaleza de la esfera
de la producción, generando procesos de destrucción ecológica y degradación ambiental; ahora el
concepto de sustentabilidad emergía del reconocimiento de la función que la naturaleza cumple
como soporte, condición y potencial del proceso de producción.

La conciencia ambiental emerge en los años sesenta con la Primavera silenciosa de Rachel Carson
y se expande en la década de 1960, posteriormente a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre
el Medio Ambiente Humano, celebrada en Estocolmo en 1972. Décadas más tarde, el discurso del
desarrollo sostenible se difunde en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y
Desarrollo, en la ciudad de Río de Janeiro, en 1992. A partir de este momento se señalan los límites
de la racionalidad económica y los desafíos que genera la degradación ambiental al proyecto
civilizatorio de la modernidad.

El concepto de ambiente se propone a partir de una nueva visión del desarrollo humano, que
reintegra los valores y potencialidades de la naturaleza, los saberes relacionados y la complejidad
del mundo, todo lo que ha sido negado por la racionalidad mecanicista, simplificadora,
unidimensional y fraccionaria que ha conducido el proceso de modernización. El concepto de
ambiente emerge como parte del saber que integra a la naturaleza valores éticos y estéticos, y de
los potenciales que genera la articulación de procesos ecológicos, tecnológicos y culturales. La
degradación ambiental se manifiesta como síntoma de una crisis de civilización, marcada por el
modelo de modernidad regido por el predominio del desarrollo de la razón tecnológica sobre la
naturaleza.

La postura ambiental cuestiona el soporte de la producción; se orienta hacia la modificación del


paradigma económico de la modernidad y a la construcción de futuros posibles, y encuentra su
fundamento en los límites de las leyes de la naturaleza, los potenciales ecológicos y en la
producción con sentido social y humano. El futuro se propone como un terreno común donde
plantear una política de consenso, una estrategia política para la sustentabilidad ecológica del
proceso de globalización, como condición para la sobrevivencia del género humano y como esfuerzo
compartido de todas las naciones del orbe. El desarrollo sostenible fue definido como “un proceso
que permite satisfacer las necesidades de la población actual sin comprometer la capacidad de
atender a las generaciones futuras” (Castro, 1998; Brudtland, 1972).

El discurso de la “sustentabilidad” propugna por un crecimiento permanente, sin una justificación


rigurosa sobre la capacidad del sistema económico para internalizar las condiciones ecológicas y
sociales (equidad, justicia y democracia) de este proceso y afirma el propósito y la posibilidad de
lograr un crecimiento económico sostenible a través de los mecanismos del mercado, sin justificar su
capacidad de internalizar las condiciones de sustentabilidad ecológica. En la conferencia de las
Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, celebrada en Río de Janeiro en junio de 1992,
fue elaborado y aprobado un programa global (conocido como Agenda 21) para normar el proceso
de desarrollo con base en los principios de la sostenibilidad.
En el trasfondo de estos acuerdos están en juego las estrategias y derechos de apropiación de la
naturaleza; en estas negociaciones, los países del norte defienden los intereses de las empresas
trasnacionales de biotecnología para apropiarse los recursos genéticos localizados en el Tercer
mundo a través de los derechos de propiedad intelectual. A un tiempo, grupos indígenas y
campesinos defienden su diversidad biológica y étnica, su derecho a apropiarse su patrimonio
histórico de recursos naturales, así se conforma una nueva conciencia entre los pueblos indígenas
de sus derechos de autogestionar los recursos naturales y el entorno ecológico asiento de sus
culturas.

A contracorriente de estos últimos esfuerzos, los mecanismos de mercado se convierten en el medio


más certero y eficaz para internalizar las condiciones ecológicas y los valores ambientales como
parte del proceso de crecimiento económico. De acuerdo con la propuesta neoliberal, habría que
asignar derechos de propiedad y precios a los bienes y servicios de la naturaleza para que las leyes
del mercado se encarguen de ajustar los desequilibrios ecológicos y las diferencias sociales para
alcanzar un desarrollo sostenible con equidad y justicia. El discurso dominante de la sostenibilidad
promueve un crecimiento económico permanente, soslayando las condiciones ecológicas y
termodinámicas que establecen límites y condiciones a la apropiación y transformación capitalista de
la naturaleza. Esto se da mediante una doble operación: internalizar los costos ambientales del
progreso e instrumentar una operación simbólica que recodifica al hombre, la cultura y la naturaleza
como formas de una misma esencia: el capital.

De este modo, los procesos ecológicos y simbólicos son reconvertidos en capital natural humano y
cultural, para ser asimilados al proceso de reproducción y expansión del orden económico,
reestructurando las condiciones de la producción mediante una gestión económica y racional del
ambiente. La ideología del desarrollo sostenible desencadena un delirio, una inercia incontrolable de
crecimiento. El discurso de la sostenibilidad monta un simulacro que, al negar los límites del
crecimiento, acelera la carrera desenfrenada del proceso económico hacia la muerte entrópica.
Además, la racionalidad económica desconoce toda ley de conservación y reproducción social para
dar curso a una degradación del sistema y desborda toda norma referente y sentido para controlarlo:

Estamos gobernados por una sociedad excrecente cuyo desarrollo es incontrolable, que ocurre sin
considerar su autodefinición, donde la acumulación de efectos va de la mano con la desaparición de
las causas (Borja, 2002, 42).

La retórica del desarrollo sostenible ha convertido el sentido crítico del concepto de ambiente en una
proclama de políticas neoliberales que habrán de conducirnos hacia los objetivos del equilibrio
ecológico y la justicia social por la vía más eficaz: el crecimiento económico guiado por el libre
mercado y la posible sustentabilidad del capitalismo como sistema que no puede escapar al impulso
hacia el crecimiento irrefrenable, que es incapaz de detener la degradación entrópica que genera. El
discurso del desarrollo sostenible va engullendo el ambiente como concepto que orienta la
construcción de una nueva racionalidad social. Desde esa óptica, los potenciales de la naturaleza
son simplificados a su valorización en el mercado como capital natural: todo es reducible a un valor
de mercado, representable en los códigos del capital, que simplifica la complejidad de los procesos
naturales y destruye las identidades culturales para asimilarlas a una lógica, a una razón, a una
estrategia de poder para la apropiación de la naturaleza como medio de producción y fuente de
riqueza.

El capital, en su fase ecológica, está pasando de las formas tradicionales de apropiación primitiva y
salvaje de los recursos de los países del Tercer mundo, de los mecanismos económicos del
intercambio desigual entre materias primas de los países subdesarrollados y los productos
tecnológicos del primer mundo, a una nueva estrategia que legitima la apropiación económica de los
recursos naturales a través de los derechos privados de propiedad intelectual. Esta estrategia se
complementa con la definición de la biodiversidad como patrimonio de la humanidad y recodifica a
las comunidades del Tercer mundo como parte del capital humano del planeta.

El discurso de la globalización aparece como una mirada glotona que engulle el planeta, más como
una visión holística capaz de integrar los potenciales sinergéticos de la naturaleza y los sentidos
creativos de la diversidad cultural; de este modo, quedan planteados como los contrarios de la
dialéctica del desarrollo: el ambiente natural vs. el crecimiento económico. Con esa lógica, la
tecnología, que ha contribuido al agotamiento de los recursos, resolverá el problema de la escasez
global y los demonios de la muerte entrópica serán exorcizados por la eficiencia tecnológica.
Además, los sistemas ecológicos reciclarán los desechos y la biotecnología inscribirá la vida en el
campo de la producción; por último, el ordenamiento ecológico permitirá relocalizar y dispersar los
procesos productivos, extendiendo el soporte territorial para mayor crecimiento económico.

Así, el desarrollo sostenible se convierte en la nueva piedra filosofal que asegurará el movimiento
perpetuo del crecimiento económico. El discurso del desarrollo sostenible presupone que la
economía ha entrado en una fase de posescasez, en la cual la producción como base de la vida
social ha sido superada por la modernidad. Pero el deterioro de las condiciones para la vida de la
mayoría de la población no permite suponer que ha sido superada la producción sólo como
condición de vida. La operación simbólica del discurso del desarrollo sostenible funciona como una
ideología para legitimar las nuevas formas de apropiación de la naturaleza a las que ya no podrán
oponerse los derechos tradicionales a la tierra, el trabajo y la cultura. El neoliberalismo ambiental
busca legitimar la desposesión de los recursos naturales y culturales de las poblaciones dentro de
un esquema concertado, globalizado, donde sea posible dirimir los conflictos en un campo neutral.

La Naturaleza en contexto. Hacia una ecología política mexicana


Leticia Durand, Fernanda Figueroa y Mauricio Guzmán, 2015

El ámbito ambiental, es decir, el espacio de interacción social donde se decide sobre la vocación de
los espacios naturales y sus componentes, sobre los derechos de acceso a los recursos naturales y
sobre nuestras intervenciones en el entorno es, como casi toda interacción humana, un espacio de
tensión y contienda. Sin embargo, este hecho no siempre es bien reconocido y, por razones
históricas y epistemológicas, se tiende a pensar que no hay defecto en tratar de contener el deterioro
ambiental y preservar la naturaleza, sus especies y paisajes. Por lo tanto, a veces sorprende que
haya quienes con actos o dichos manifiesten su desacuerdo o prioricen intereses individuales sobre
algo que se considera bien común. Ésta, no obstante, es una interpretación bastante simplificada de
la situación, y oculta la infinidad de tensiones, conflictos y contradicciones que cotidianamente se
suceden alrededor de las decisiones que tomamos sobre la naturaleza o el entorno.

Debido a lo anterior, puede resultar difícil comprender por qué las comunidades rurales se oponen al
establecimiento de áreas naturales protegidas, o la existencia de fuertes críticas a amplios
programas nacionales de reforestación, o que ejidatarios y comuneros continúen talando bosques y
selvas para abrir nuevas tierras al cultivo y a la ganadería extensiva, o que aún exista quienes
venden y compran especies en peligro de extinción. Del mismo modo, es inconcebible que grandes
empresas mineras trasnacionales obtengan permisos para explotar yacimientos de formas por
demás riesgosas para la población local y con graves efectos para los ecosistemas; que los ríos y
lagos continúen recibiendo de manera indiscriminada y legal descargas de aguas residuales hasta
transformarlos en cauces venenosos; o que playas y otras zonas y recursos de nuestro territorio
sean cercados y convertidos en propiedad de unos cuantos, mientras otros son expulsados y
marginados. No obstante, todo esto y mucho más forma parte de la realidad socioambiental en
México, caracterizada, además, por procesos severos de daño ambiental (CONABIO, 2009) que, a
pesar de los avances logrados en materia de gestión, aún no hemos logrado revertir (Guevara
Sanginés, 2005; Provencio, 2004).

En este volumen cuestionamos la utilidad de continuar planteando el problema de la degradación


ambiental y la conservación como situaciones que nos perjudican o benefician a todos por igual,
considerando la búsqueda de la tan ansiada sustentabilidad, como un problema básicamente de
conocimiento, acuerdos, sensibilidad y responsabilidad. El panorama ambiental en México, como en
muchos otros países, nos muestra una situación más compleja: las estrategias de conservación
tienen costos y éstos no siempre son compensados por los beneficios y tampoco distribuidos
equitativamente. Del mismo modo, la degradación y la exclusión en el acceso a los recursos
constituyen la riqueza de algunos y la pobreza y vulnerabilidad de muchos. Siempre existe alguien
que gana y otro que pierde, y la forma en que esta cuestión se resuelve no depende sólo de la
carencia de información científica, de los patrones demográficos o del uso de técnicas obsoletas de
producción y su sustitución por otras más modernas. Es necesario considerar la forma en que el
acceso a los recursos es normado, preguntarnos quién decide qué puede o no hacerse y lo que es o
no correcto en relación con el entorno, considerar la capacidad de ciertos actores para imponer sus
decisiones y, en la toma de decisiones, conocer quién participa, cómo lo hace, y al final de cuentas
quién resulta favorecido y quién perjudicado. Es decir, hablamos fundamentalmente, de relaciones
de poder, de inequidad y de conflicto, elementos que constituyen el eje de análisis de la ecología
política.

Mujeres, trabajo de cuidado y agroecología: hacia la sustentabilidad de la vida a


partir de experiencias en diferentes eco-regiones de Bolivia
Aymara Llanque, Ana Dorrego, Giulia Coztanzo,
Bishelly Elías y Georgina Catacora-Vargas, 2018

La noción de sustentabilidad utilizada en la economía feminista incluye muchos aspectos,


principalmente ecológicos, sociales y económicos. Utilizamos el término “sustentabilidad” y no
“sostenibilidad” por el carácter integral y político del primero. En este sentido, Víctor Toledo (2014)
argumenta que el concepto de sustentabilidad no puede incluir sólo cuestiones ecológicas, sino
también bioculturales. Es decir, los procesos colectivos de construcción de realidades sociales y
ecológicas de bienestar, que logren mantenerse en el tiempo a través del fortalecimiento y agencia
de la diversidad e interconexión de los actores locales y de éstos con su contexto. Con base a lo
anterior, entendemos por sustentabilidad de la vida a la capacidad creadora y regeneradora de los
seres vivos —humanos y no humanos— en la interrelación con las sociedades y entorno ecológico,
que interactúan y co-evolucionan juntos como una integralidad viva (Howard 2010; Norgaard y Sikor
1999; Toledo y Barrera-Bassols 2008). Desde esta perspectiva se reconoce el respeto y el cuidado
de lo común y de la comunidad a través de dinámicas de conservación y gestión integral de los
procesos socio-ecológicos y políticos.

La economía feminista mira la economía de manera integral a fin de visibilizar lo ignorado e incluir lo
excluido en el análisis de las actividades productivas y reproductivas de las mujeres, esenciales para
lograr la sustentabilidad de la vida. Esto como una respuesta legítima a la perspectiva de economía
clásica, en la que el trabajo del cuidado —conocido como trabajo doméstico o del hogar— queda
subestimado, invisibilizado, calificado como una actividad no económica e, incluso en algunos casos,
como improductiva. Desde esta visión, el trabajo de las mujeres generalmente de la categoriza como
de “subsistencia básica” como si fuera un aporte menor. En contraposición, la economía feminista
visualiza el valor integral de este trabajo contribuyendo a una visión más realista y completa al
permitir el análisis de las interrelaciones entre los distintos sectores —monetarios y no monetarios—
de la economía dinamizada por el trabajo productivo y reproductivo protagonizado por las mujeres
(Carrasco 2012).

Por tanto, la economía feminista o “del cuidado” aporta en la construcción de tejidos sociales
integradores y socialmente sustentables a partir de tres premisas descritas por Cristina Carrasco y
Carmen Díaz (2017): 1. La economía va más allá de lo que circunscribe el mercado lucrativo, sino
que también engloba el trabajo de los cuidados no asalariados como parte fundamental del circuito
económico. 2. El trabajo no remunerado de cuidados es como fundamental para la vida y su
reconocimiento permite comprender las relaciones desiguales de género y, consecuentemente, la
división sexual del trabajo y el funcionamiento del sistema económico ortodoxo. 3. La economía
feminista aporta al compromiso político para la construcción de sistemas socioeconómicos justos y
respetuosos. De esta forma, la economía feminista ubica en el centro a la economía del cuidado,
ofreciendo una mirada que va más allá de la igualdad formal, sino una postura para repensar los
procesos sociales (Carrasco 2012). Este enfoque, nos permite problematizar la tendencia sistémica
de invisibilización del aporte de las mujeres en general y de las rurales en específico, desde el
trabajo de cuidados. Desde este posicionamiento, todos los trabajos de las mujeres en el medio rural
son indispensables para la sustentabilidad de la vida, dado que ellas son responsables de la
alimentación de familias y actores clave en el cuidado de las comunidades campesinas a través de
la atención a las personas, animales y territorios, así como de su participación en la producción
agrícola ya sea como agricultoras principales o trabajadoras familiares no remuneradas (Lastarria-
Cornhiel 2008).

La diversificación de la producción con fines de restaurar y conservar la base productiva como los
suelos al tempo de reducir en riesgos y mejorar la estabilidad del sistema; el uso de saberes,
energías e insumos locales; la provisión de alimentos variados y saludables; y la no dependencia de
elementos tóxicos (Altieri y Nicholls 2000; Altieri et al. 2011; Gliessman 2015; Nicholls et al. 2013;),
son algunos de los principios y características que hacen a la agroecología particularmente
adecuada y factible dentro del trabajo de cuidado realizado por las mujeres. Con base a lo anterior,
la perspectiva agroecológica representa una estrategia que además de diseñar procesos
sustentables, gesta proyectos epistemológicos para la transformación de la realidad (Siliprandi y
Zuluaga Sánchez coord. 2014). Desde este abordaje, la agroecología y la economía feminista se
complementan para visualizar realidades sustentables, capaces de forjar procesos bioculturales en
los cuales el respeto a la vida se extienda hacia las mujeres, hombres y la interacción entre ambos.
Desde esta visión, se describen los hallazgos sobre cómo mujeres rurales desde distintos
ecosistemas de Bolivia, pero similares políticos y socioculturales, participan en el cuidado y
sustentabilidad de la vida a partir de una producción, comercialización y acción socio-política de
base agroecológica.

El uso del tetralema como una herramienta para abordar una segunda reflexividad
inclusiva. La experiencia aportada por la investigación participativa sobre las
miniqueserías artesanales de Tenerife
Pilar González Rodríguez, 2006

¿Por qué hablamos de desarrollo sustentable y no simplemente de desarrollo, o de desarrollo


sostenible? El modelo convencional de desarrollo ha demostrado suficientemente su ineficiencia. No
pasa la prueba del sometimiento a los problemas de la realidad, a los problemas reales. Es urgente
una revisión del mismo y la búsqueda de alternativas. El modelo de desarrollo que buscamos es
sustentable, es el que parte de las personas, y que tiene en cuenta el paradigma coevolucionista. La
definición de la palabra sustentabilidad implica al menos a tres conceptos: personas, territorio y
cultura. No existe la sustentabilidad aislada, sino que la relación entre estos actores define a un
desarrollo como sustentable o no. Así, entendemos el desarrollo como un proceso dependiente del
sistema social y del sistema ambiental, puesto que estos elementos se combinan e interactúan unos
con otros. Las relaciones entre el sistema social y el ambiental no pueden dar como fruto un
desarrollo sustentable sin que sea participativo: lo sustentable tiene que ser participativo. Los
trabajadores de campo, sin justificar teóricamente lo que decimos, aportamos muchas veces
aseveraciones como estas: Las experiencias en gestión de los recursos naturales en otros espacios
naturales protegidos no hacen más que demostrar la misma realidad incuestionable: que la gestión
de dichos espacios debe contar tanto con la iniciativa y el interés de las administraciones públicas,
como con la imprescindible colaboración de las poblaciones humanas directamente afectadas, sin
las cuales no hay conservación ni desarrollo posible». Bermejo Asensio et al. (2003). Detrás hay dos
ideas básicas: la necesaria búsqueda del desarrollo sustentable y de la democracia real. Estas dos
ideas incluyen un cambio sustantivo en el propio concepto de Administración y un trabajo
fundamental sobre el sistema social, representado por los conocimientos, los valores, las formas de
organización y las tecnologías de la gente, lo que llamamos cultura, en suma. Estas dos ideas las
desglosamos en cuatro para atender específicamente aquí aquellas que nos parecen tener más que
ver con nuestras ideas: la sustentabilidad, la administración de los recursos, la democracia real y la
cultura. Entendemos la sustentabilidad como algo que viene desde abajo, desde la gente. El
protagonismo real de las personas y las comunidades en los distintos espacios y ámbitos, es
indispensable para impulsar procesos de desarrollo con efectos amplificados y sinérgicos en la
satisfacción de las necesidades. Las redes que se generan, la autodependencia entre unas y otras,
es una forma de interdependencia equitativa que fomenta la participación en las decisiones, la
creatividad social, la autonomía política, la justa distribución de la riqueza y el respeto —más que la
tolerancia— frente a la diversidad de identidades. El desarrollo sustentable tiene como estrategia
basar su acción en la apropiación individual y comunitaria de los problemas comunes, en la creación
de organizaciones de participación y concertación (el acuerdo entre distintos actores asumiendo
responsabilidades) que redunden en un verdadero aumento de la calidad de vida de las personas.
Una comunidad con bolsas de población hambrienta no puede vanagloriarse de poseer calidad de
vida y mucho menos de estar inmersa en un proceso de desarrollo sustentable. La sustentabilidad
no es medioambiental —que es a lo que se alude cuando se utiliza el concepto en ámbitos políticos
y técnicos en nuestra región— es humana. Las personas son su mismo centro y abarca todos los
ámbitos del desarrollo humano: la organización socioeconómica y política, las relaciones intra-
sistema biológico, los valores culturales, el aumento de las capacidades personales y colectivas y el
uso de la tecnología. No por situar a las personas en el centro del desarrollo sustentable estaremos
obviando el mantenimiento y desarrollo del planeta. La participación ciudadana organizada tiene que
partir del reconocimiento de las capacidades de las personas, con algunas exigencias previas: la
redefinición y articulación de «lo femenino» y «lo masculino»; la prolongación de la infancia y de la
juventud como un mecanismo para ampliar el entendimiento, ese tener una mentalidad de niña/o, de
descubrimiento, de querer comprender los procesos y la realidad en la que estamos inmersas; y la
recuperación del principio del anciana/o de la tribu como fuente de sabiduría, la revalorización de la
experiencia vital. A la hora de gestionar los recursos del sistema biológico y/o social, las/os
responsables administrativos tienen que tener en cuenta estos conceptos. Estar despierta/o, y en
actitud de escucha activa con la gente, precisa de cambios de escala y profundidad diversa en
nuestro sistema administrativo —y en prácticamente todas las administraciones del mundo.

Sentipensar la sustentabilidad: decolonialidad y afectos en el pensamiento


latinoamericano reciente
Juan G. Ramos, 2020

Sentipensar con las ontologías propias de nuestros territorios de origen implicaría tener la voluntad
de adentrarnos en lo más profundo de los conocimientos, cosmovisiones y formas mucho más
complejas de entretejer lo no-humano con lo humano y así privilegiar lo comunitario en el sentido
más amplio por sobre lo individual. Puesto de otra forma, el llamado a sentipensar no solamente
representa un quiebre radical con la forma tan marcada de privilegiar ciertos conocimientos
occidentales por sobre los ancestrales y autóctonos, sino que nos invita a repensar y a cuestionar
seriamente categorías como economía, desarrollo, crecimiento y hasta el desarrollo sustentable ya
que se nutren de una lógica que obedece al ímpetu capitalista. Vale aclarar que cierta
conceptualización del término sustentabilidad ha sido cooptada tanto por la lógica como por la
práctica del consumismo desenfrenado y, consecuentemente, estos mecanismos han conllevado al
uso popularizado de la sustentabilidad como un ejercicio retórico y como estrategia para mercadear
tanto productos como proyectos supuestamente sustentables. Es este sentido de la sustentabilidad
en su uso retórico como parte de un ímpetu capitalista que se cuestiona tanto en el presente ensayo
como en varias de las contribuciones al presente número especial de esta revista.

También podría gustarte