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Traducción de Xavier Beltrán

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Estados Unidos • México • Perú • Uruguay
Título original: The Forest of Vanishing Stars
Editor original: Gallery Books
Traducción: Xavier Beltrán

1.ª edición: octubre 2022

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U.S.A.
© de la traducción 2022 by Xavier Beltrán
© 2022 by Ediciones Urano, S.A.U.
Plaza de los Reyes Magos, 8, piso 1.º C y D – 28007 Madrid
www.umbrieleditores.com

ISBN: 978-84-19251-28-2

Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.


Para Kathy Trocheck (Mary Kay Andrews),
Kristy Woodson Harvey, Patti Callahan Henry,
Mary Alice Monroe, Meg Walker, Shaun Hettinger
y para todos los miembros de nuestra comunidad de Friends & Fiction.
Llenasteis un año oscuro con luz, amor y amistad,
y siempre os agradeceré todas las maneras en que me salvasteis.
CAPÍTULO UNO

1922

L a anciana observaba desde las sombras el n.º 72 de la calle


Behaimstraße, a la espera de que se apagaran las luces del interior. El
balcón del piso rebosaba de rosas carmesíes y la hiedra trepaba por las
barandillas de hierro, pero la joven pareja que vivía allí —el ambicioso
Siegfried Jüttner y su distante esposa, Alwine— no se encargaba de las
plantas. Eso era tarea de su criada, pues nutrir y dar vida era algo que solo
podían hacer aquellos en quienes hubiera cierta bondad.
La anciana llevaba ya un par de años vigilando a los Jüttner y sabía cosas
sobre ellos, cosas que resultaban muy importantes en la misión que iba a
emprender.
Sabía, por ejemplo, que Herr Jüttner fue uno de los primeros berlineses en
unirse al partido nacionalsocialista obrero alemán, un nuevo movimiento
político que poco a poco iba ganando terreno en aquel país destrozado por
la guerra. Sabía que lo que lo motivó a apuntarse tuvo lugar tres años antes,
en unas vacaciones en Múnich, después de ver a un joven airado llamado
Adolf Hitler dando un emocionante discurso en el restaurante
Hofbräukeller. Sabía que, tras haber escuchado el discurso, Herr Jüttner
anduvo veinte minutos de vuelta hasta el elegante hotel Vier Jahreszeiten,
despertó a su joven esposa e hicieron el amor, aunque al principio ella se
opuso, puesto que acababa de soñar con un muchacho del que estuvo
enamorada, un hombre que había muerto en la Gran Guerra.
La anciana sabía, además, que el bebé que concibieron en Baviera aquella
noche con aromas de otoño, una niña a la que los Jüttner llamaron Inge,
tenía una mancha de nacimiento con forma de paloma en el dorso de la
muñeca izquierda.
También sabía que al día siguiente era el segundo cumpleaños de la niña,
el seis de julio de 1922. Y sabía, con la misma certeza con que sabía que los
capullos en forma de campana de los lirios de los valles y los pétalos
violáceos del acónito eran mortales, que a la niña no había que permitirle
que permaneciera con los Jüttner.
Por eso estaba ella allí.
La anciana, que se llamaba Jerusza, siempre había sabido cosas que los
demás ignoraban. Por ejemplo, supo el momento preciso de 1849 en que
murió Frédéric Chopin, pues se despertó de una profunda duermevela y en
su cabeza sonaron las notas del «Estudio revolucionario» del compositor en
forma de apesadumbrada procesión. Percibió cómo tembló la tierra cuando
nacieron Marie Curie en 1867 y Albert Einstein en 1879. Y en un sofocante
día de finales de junio de 1914, dos meses después de haber cumplido
setenta y cuatro años, notó en las profundidades de la vena yugular,
semanas antes de que le llegara la noticia, que al heredero al trono
austrohúngaro lo había matado la bala de un asesino, rompiendo así el frágil
equilibrio del mundo. Supo que se avecinaba la guerra entonces, igual que
lo sabía ahora. Lo veía en las imponentes nubes oscuras que se
arremolinaban en el horizonte.
La madre de Jerusza, que se había suicidado con un brebaje en 1860, a
menudo le decía que el hecho de que conociera cosas imposibles era un don
de Dios, que solo heredaban del linaje materno las mujeres judías más
afortunadas. Jerusza, la última de una estirpe que abarcaba varios siglos, a
veces estaba convencida de que era una maldición, pero, fuera lo que fuere,
había tenido que soportar de por vida la carga de seguir las voces que
resonaban entre los bosques. Las hojas susurraban desde los árboles, las
flores contaban historias viejas como el mundo, los ríos fluían con noticias
de lugares muy lejanos. Si uno escuchaba con suficiente atención, la
naturaleza siempre revelaba sus secretos, que eran, por supuesto, los
secretos de Dios. Y ahora era Dios quien había llevado a Jerusza allí, a la
esquina de una calle berlinesa envuelta en niebla, donde iba a ser la
responsable de cambiar el destino de una criatura, y quizá también de una
parte del mundo.
Jerusza llevaba ochenta y dos años con vida, casi el doble de lo que solían
vivir los alemanes. Cuando alguien la miraba, en caso de que alguien se
molestara en hacerlo, se quedaba claramente sorprendido por sus facciones
arrugadas, por sus manos retorcidas tras décadas de dura existencia. La
mayor parte del tiempo, sin embargo, los desconocidos se limitaban a
ignorarla, como habían hecho Siegfried y Alwine Jüttner cada una de los
cientos de veces en que se la habían cruzado por la calle. Su edad la volvía
especialmente invisible para aquellos a quienes lo que más les importaba
eran el aspecto y el poder; suponían que para ellos era inútil, una pérdida de
tiempo, una pérdida de espacio. Al fin y al cabo, era evidente que una mujer
tan anciana como ella moriría pronto. Pero Jerusza, que se había pasado la
vida entera alimentándose con las plantas y las hierbas de los lugares más
oscuros de los bosques más profundos, sabía que iba a vivir casi veinte años
más, hasta los ciento dos, y que moriría un martes de primavera justo
después del último deshielo de 1942.
La criada de los Jüttner, la tímida hija de un marinero fallecido, hacía dos
horas que se había marchado a casa, y pasaban unos pocos minutos de las
diez de la noche cuando los Jüttner por fin apagaron las luces. Jerusza soltó
un suspiro. La oscuridad era su capa protectora, siempre lo había sido.
Entornó los ojos delante de las ventanas cerradas y vislumbró la forma de la
cuna de la niña en la habitación de la derecha, detrás de unas cortinas de un
pálido color crema. Sabía exactamente dónde se encontraba: había entrado
muchas veces en el cuarto cuando la familia no estaba en la casa. Había
pasado las manos por los barrotes de pino, había notado el poder que se
astillaba desde las curvas. La madera tenía memoria, por supuesto, y la
primera vez que Jerusza tocó la cama donde dormía la pequeña, casi la
había abrumado un cálido y blanco destello de luz.
Fue la misma luz que dos años atrás la había llevado hasta allí desde el
bosque. La vio por primera vez en junio de 1920, brillando entre las copas
de los árboles como una aurora boreal personal que le indicara el norte.
Detestaba la ciudad, odiaba encontrarse en un lugar construido por los
hombres y no por Dios, pero supo que no tenía alternativa. Sus pies la
guiaron directamente hacia el n.º 72 de Behaimstraße para que fuera testigo
de cómo la joven Frau Jüttner, de pelo azabache, daba el pecho a la bebé
por vez primera. Jerusza vio brillar a la bebé, ya entonces; una luz en la
oscuridad que nadie sabía que se avecinaba.
Ella no quería tener hijos, nunca había querido. Tal vez por eso tardó
tanto en actuar. Pero la naturaleza no se equivoca y ahora, con el cielo lleno
de una nube de silenciosos mirlos sobre la ciudad resplandeciente, supo que
había llegado la hora.
Le resultó fácil subir la moderna escalera de incendios del edificio, más
fácil aún abrir la ventana sin pestillo de los Jüttner y colarse sigilosa en el
interior. La niña estaba despierta, la miraba en silencio; sus extraordinarios
ojos, uno azul crepúsculo y el otro verde bosque, centelleaban en la
oscuridad. Su cabello era negro como la noche; sus labios, del sorprendente
rojo de las amapolas.
—Ikh bin gekimen dir tzu nemen —susurró Jerusza en yidis, un idioma
que la bebé todavía no conocía. He venido a buscarte a ti. La sorprendió
darse cuenta de que se le había acelerado el corazón.
No esperaba recibir una respuesta, pero la niña separó los labios y
extendió la mano izquierda, con la palma hacia arriba, de modo que la
mancha de nacimiento en forma de paloma brillaba en la penumbra. Dijo
algo muy bajito, algo que una persona menos avezada habría considerado el
balbuceo sin sentido de una niña pequeña, pero a Jerusza le pareció
inconfundible.
—Dus zent ir —dijo la niña en yidis. Eres tú.
—Yo, dus bin ikh —asintió Jerusza. Dicho esto, levantó a la bebé, que no
se echó a llorar, y, meciéndola contra las frágiles curvas de su cuerpo, salió
por la ventana y bajó las escaleras de hierro. Sus pies aterrizaron en la acera
sin proferir ni un solo ruido.
Desde los pliegues del abrigo de Jerusza, la pequeña la contemplaba
silenciosa, con los ojos oceánicos y dispares abiertos de par en par,
conforme Berlín se desvanecía tras ellas y el bosque del norte las engullía
por completo.
CAPÍTULO DOS

1928

L a chica de Berlín tenía ocho años cuando Jerusza le enseñó a matar a


un hombre.
Seis años antes, en cuanto alcanzaron el extremo definido del bosque, la
anciana había descartado el nombre que le habían puesto a la niña, por
supuesto. Inge significaba «la hija de un padre heroico», y eso era mentira.
La niña ahora no tenía más padre que el mismo bosque.
Asimismo, Jerusza supo, en el instante en que vio la luz sobre Berlín, que
la niña debía llamarse Yona, que significa «paloma» en hebreo. Lo supo
antes incluso de ver la mancha de nacimiento de la pequeña, que con el
tiempo no solo no había desaparecido, sino que se había agrandado y
oscurecido, una señal de que era especial, de que estaba destinada a hacer
algo muy grande.
Tener el nombre adecuado era vital, y la anciana solo podía llamar a Yona
lo que era. Esperaba lo mismo a cambio, claro, que respetaran su verdadera
identidad. Jerusza significaba «en posesión de una herencia», una referencia
a la magia que había recibido por parte de su madre, además de un
homenaje al bosque, del que se sentía una posesión; y era la única forma
que le permitía a Yona llamarla. «Madre» significaba otra cosa, una cosa
que Jerusza nunca sería, que nunca quiso ser.
—Hay cientos de maneras de arrebatar una vida —le dijo Jerusza a la
chica a última hora de una tarde de julio poco después de su octavo
cumpleaños—. Y debes conocerlas todas.
Yona levantó la mirada de la diminuta figura que estaba tallando en
madera. Se había acostumbrado a esculpir animales para que la
acompañaran, algo que la anciana no comprendía, ya que ella valoraba la
soledad por encima de todo, pero le parecía un propósito bastante
inofensivo. El pelo de Yona, del color de la noche sin estrellas más oscura,
le caía sobre la espalda y le cubría esos hombros como de pájaro. Sus ojos,
interminables e inquietantes, se nublaron con la confusión. El sol estaba
bajo en el cielo, y su sombra se alargaba hasta el borde del claro, como si
intentara huir hacia los árboles.
—Pero siempre me has dicho que la vida es preciosa, que es el don que le
da Dios a un ser humano, que debemos protegerla —comentó la muchacha.
—Sí. Pero la vida más importante que hay que proteger es la propia. —
Jerusza abrió la mano y se la colocó encima de la tráquea—. Si alguien
viene a por ti, un golpe fuerte dado aquí, si lo das correctamente, puede ser
mortífero.
Yona parpadeó varias veces; las largas pestañas le limpiaban las mejillas,
que eran preternaturalmente pálidas, siempre pálidas, aunque el sol
incidiera en ellas, inexorable. Al dejar la talla de madera en el suelo a su
lado, le temblaron las manos.
—Pero ¿quién iba a venir a por mí?
Jerusza se quedó mirando a la niña con repugnancia. Su cabeza estaba en
las nubes, a pesar de las lecciones que le impartía.
—¡Niña tonta! —le espetó. La chica se encogió para apartarse de ella. Era
positivo que estuviera asustada; se avecinaban cosas horribles—. Haces
preguntas inadecuadas, como siempre. Llegará el día en que darás gracias
por que te haya enseñado lo que sé.
No le había respondido, pero la chica no quería enfadarla. Jerusza era
fuerte como una gamuza montesa, lista como una corneja cenicienta,
rencorosa como una urraca. Había habitado el planeta durante ya casi nueve
décadas, y sabía que la niña estaba asustada por su edad y por su sabiduría.
A la anciana le gustaba así: la pequeña debía saber que Jerusza no era su
madre. Era su profesora, nada más.
—Pero, Jerusza, no sé si podría quitarle la vida a alguien —dijo Yona al
fin en voz baja—. ¿Cómo lo superaría?
Jerusza resopló. Le costaba creer que la chica fuera todavía tan ingenua.
—Yo he matado a cuatro hombres y a una mujer, niña. Y lo he superado
sin problemas.
Yona abrió los ojos como platos, pero no volvió a tomar la palabra hasta
que la luz desapareció del cielo y las lecciones del día llegaron a su fin.
—¿A quién mataste, Jerusza? —susurró en la oscuridad cuando se
tumbaron de espaldas en el suelo del bosque bajo un techo de corteza de
pícea que se habían construido hacía apenas una semana. Se movían cada
uno o dos meses y erigían un nuevo refugio con los regalos que el bosque
les daba, dejando siempre una grieta en el techo de corteza de pícea para ver
las estrellas cuando no amenazaba lluvia. Esa noche, los cielos estaban
despejados, y Jerusza veía la Osa Menor, la Osa Mayor y Draco, el dragón,
arrastrarse por el firmamento.
—A un granjero, a dos soldados, a un herrero y a la mujer que asesinó a
mi padre —respondió la anciana sin mirar a Yona—. Todos ellos me
habrían matado si les hubiera dado la ocasión. Nunca le des a nadie la
oportunidad de matarte, Yona. Si olvidas esta lección, morirás. Y, ahora,
descansa.
Cuando llegó la siguiente luna llena, Yona había aprendido que una
patada a la derecha de la base de la columna podía perforar un riñón. Un
golpe horizontal con la mano de lado en el puente de la nariz podía romper
huesos faciales y hundirlos en el cráneo para provocar una hemorragia
cerebral. Una fuerte patada en la sien de un hombre, una vez que estuviera
en el suelo, podía poner fin rápidamente a su vida. Una llave de cabeza
detrás de un hombre sentado, combinada con un potente tirón hacia atrás,
podía partirle el cuello. Deslizar un cuchillo desde la muñeca hasta el codo
siguiendo la arteria radial podía hacer que un hombre se desangrara en
cuestión de minutos.
Pero el universo se basaba en el equilibrio, y de ahí que, con cada método
para dar muerte, Jerusza le enseñara a la chica también una forma de sanar.
Los arándanos podían restablecer la circulación de un corazón en paro o
resucitar un riñón moribundo. La menta gatuna, en forma de cataplasma,
podía detener un sangrado. La raíz de bardana podía eliminar el veneno del
riego sanguíneo. Las bayas de saúco machacadas podían bajar una fiebre
letal.
Vida y muerte. Muerte y vida. Dos cosas que importaban poco, pues al
final las almas sobrevivían a los cuerpos y se fundían con un Dios infinito.
Pero Yona no lo comprendía, todavía no. No sabía que estaba predestinada a
reparar el mundo, a llevar a cabo el tikkun olam, y que cada mitzvah que le
pidieran hacer provocaría el ascenso de divinas chispas de luz.

***

Ojalá el bosque bastara por sí mismo para sustentarlas, pero la chica, al


crecer, necesitaba ropa, leche para fortalecer los huesos, zapatos para que el
suelo del bosque no le despedazara los pies en verano ni se los congelara en
invierno. Cuando Yona era pequeña, Jerusza a veces la dejaba a solas en el
bosque durante un día y una noche, asustándola para que prestara atención a
las historias de hombres lobo que devoraban a niñas pequeñas, mientras ella
se acercaba a algún pueblo para conseguir cuanto necesitaban. Pero cuando
la muchacha empezó a formular más preguntas, no le quedó alternativa y le
permitió que la acompañara para mostrarle los peligros del mundo exterior,
para recordarle que no debía fiarse de nadie.
Era una fría noche de invierno de 1931, y la nieve caía de un cielo negro,
cuando Jerusza guio a la joven con expresión anonadada hacia un pueblo
llamado Grajewo, al noreste de Polonia. Y aunque la anciana le había dicho
explícitamente que permaneciera en silencio, Yona parecía incapaz de
guardarse las palabras. A medida que avanzaban en la penumbra hacia una
granja, la chica la avasalló con preguntas: «¿De qué está hecho ese tejado?
¿Por qué los caballos duermen en un establo y no en el campo? ¿Cómo han
construido estos caminos? ¿Qué aparece en esa bandera?».
Al final, Jerusza se giró hacia ella.
—¡Ya basta, niña! ¡Aquí no hay nada para ti, nada que no sea
desesperación y peligro! Anhelar una vida que no comprendes es como
mirar fijamente al sol; tu estupidez te va a destruir.
Sorprendida, Yona se quedó en silencio un rato, pero, después de que
Jerusza se hubiera colado por la puerta trasera de la casa y hubiese
regresado con un par de botas, pantalones y un abrigo de lana que a Yona le
duraría por lo menos varios inviernos, la muchacha se negó a seguirla
cuando la anciana se lo indicó.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó esta, irritada.
—¿Qué están haciendo? —Yona señalaba hacia la ventana de la granja,
hacia la mesa alrededor de la cual se reunía la familia. Era la primera noche
del Janucá, y esa familia era judía; por eso Jerusza había escogido esa casa,
porque sabía que estarían ocupados mientras se llevaba sus cosas. En ese
momento, el padre de la familia se alzó, su rostro iluminado por la vela que
ardía en la menorá de la familia, y, aunque no les llegaba su voz, era obvio
que estaba cantando, con los ojos cerrados. A Jerusza no le gustó la
expresión de Yona al contemplar la escena; era una expresión de deseo y de
ilusión, y esa clase de sentimientos tan solo conducían a pésimas ideas para
huir.
—La práctica de los bobos —le aseguró al fin—. Allí no hay nada para ti.
Vamos.
—Pero se les ve felices. —Yona no se movía del sitio—. ¿Están
celebrando el Janucá?
Por supuesto que la chica sabía quiénes eran. Año tras año, la anciana
tallaba una menorá en madera, simplemente porque su madre se lo había
ordenado años atrás. El Janucá no era una de las festividades judías más
importantes, pero celebraba la supervivencia, y era algo respetable para
alguien que vivía en el bosque. Aun así, Yona estaba diciendo tonterías.
Jerusza entornó los ojos.
—Están repitiendo palabras que seguramente para ellos han perdido todo
significado, Yona. Repetir es para la gente que no quiere pensar por sí
misma, para la gente que no tiene imaginación. ¿Cómo vas a encontrar a
Dios en momentos que suceden de memoria?
Ninguna de las dos dijo nada durante unos instantes, mientras siguieron
observando a la familia.
—Pero ¿y si en la repetición encuentran consuelo? —preguntó Yona al
cabo de poco en voz baja—. ¿Y si encuentran magia?
—¿Cómo diantres va a haber magia en la repetición? —Todavía debían
procurarse varias jarras de leche del establo, y Jerusza estaba perdiendo la
paciencia.
—Bueno, Dios bien que da vida todos los años a los mismos árboles,
¿verdad? —terció Yona suavemente—. Hace que las mismas estaciones
lleguen y se marchen, que las mismas flores florezcan, que los mismos
pájaros canten. Y en todo eso hay magia, ¿no?
Perpleja, Jerusza se quedó en silencio. La chica nunca le había ganado en
su propio juego.
—Nunca cuestiones lo que te digo —le espetó—. Ahora cierra la boca, y
vámonos.
Era inevitable que Yona empezara a preguntarse acerca del mundo que
existía fuera del bosque. Jerusza siempre supo que llegaría ese momento, y
ahora de ella dependía asegurarse de que, cuando la muchacha pensara en la
civilización, se la imaginara con el debido miedo.
Desde que se la llevó, la anciana le había enseñado a Yona todos los
idiomas que conocía, y la niña hablaba con soltura yidis, polaco, bielorruso,
ruso y alemán, y tenía nociones de francés y de inglés. «Hay que conocer
las palabras del enemigo», le decía siempre Jerusza, y le agradaba el miedo
que veía en los ojos de la muchacha.
Pero debía enseñarle mucho más, así que en sus incursiones en los
pueblos comenzó a robar libros también. Le enseñó a leer, a entender la
ciencia, a operar con los números. Le insistió para que conociera la Torá y
el Talmud, pero también la introdujo en la Biblia cristiana y hasta en el
Corán musulmán, pues Dios estaba en todas partes, y la tarea de buscarlo
era infinita. Una tarea que había obsesionado a Jerusza a lo largo de toda su
vida, y que la había llevado a la esquina de la oscura calle berlinesa en el
verano de 1922, cuando vio necesario robar a la pequeña, que había
acabado convirtiéndose en un fastidio.
Y aunque Yona la irritaba las más de las veces, hasta ella debía admitir
que era una chica inteligente, sensible e intuitiva. Bebía de los libros como
si fueran agua fría y escuchaba con suma atención cuando la anciana se
dignaba a revelarle sus secretos. Cuando cumplió catorce años, Yona sabía
más del mundo que la mayoría de los hombres que se habían formado en la
universidad. Y lo más importante era que conocía los misterios del bosque,
todas las formas de sobrevivir.
A medida que la chica abría los ojos al mundo, la anciana le insistió en
tan solo dos cosas: primero, que Yona siempre debía obedecerle; y segundo,
que siempre debía permanecer escondida en el bosque, lejos de aquellos que
tal vez quisieran hacerle daño.
En ocasiones, Yona le preguntaba por qué. ¿Quién iba a querer hacerle
daño? ¿Qué iban a intentar hacerle?
Pero Jerusza nunca respondía, pues lo cierto era que no estaba segura.
Solamente sabía que la madrugada del seis de julio de 1922, mientras corría
con una niña de dos años rumbo al bosque, oyó una voz desde el cielo, alta
y clara. «Un día», dijo la voz, «su pasado regresará… y alterará el curso de
muchas vidas, quizá incluso se llevará la suya. El único lugar seguro es el
bosque».
Era la misma voz que la impulsó a llevarse a la pequeña, la voz que
siempre le había suspirado desde los árboles. La anciana se había pasado
buena parte de su vida pensando que aquella voz pertenecía a Dios. Pero
ahora, en el ocaso de su existencia, ya no estaba segura. ¿Y si la voz de su
cabeza solo le pertenecía a ella? ¿Y si era el legado de la locura de su
madre, un destello de demencia, en lugar de una voz divina?
Cuando aquellas preguntas emergían hasta la superficie, sin embargo,
Jerusza las apartaba de su mente. La voz de las alturas había hablado, y
¿quién sabía qué destino la aguardaba si se negaba a hacerle caso?
CAPÍTULO TRES

F ue dos años más tarde, y 150 kilómetros al sur, cuando Yona


finalmente se atrevió a desobedecer las órdenes de Jerusza.
En ese momento, la anciana y ella se encontraban en las profundidades
del bosque de Białowieża, el Bosque de la Torre Blanca, y, aunque el otoño
se tambaleaba ante la llegada del invierno, el suelo seguía repleto de setas,
los martilleos de los pájaros carpinteros y los balidos de los ciervos lentos y
pesados interrumpían el día, y los aullidos de las manadas de lobos
nómadas rompían la quietud de la noche. Era un lugar mágico, y a Yona, a
quien ya le encantaban los pájaros, le costaba concentrarse con tantas
cigüeñas blancas y avetoros manchados planeando por encima de ella. Se
imaginaba elevándose hacia el cielo, abarcando kilómetros con la mirada,
teniendo la capacidad de volar desde allí hasta cualquier lugar al que
quisiera ir. Pero no era más que un sueño.
Era un día de finales de octubre, el aire era frío y cortante, y Yona había
salido a recoger bellotas con una cesta enorme. Jerusza y ella las
almacenarían durante el largo invierno que les esperaba; las secarían y las
molerían casi todas para disponer de harina, pero también asarían algunas
con miel de las colmenas que la anciana tenía suma facilidad para encontrar
en árboles desmoronados. La distrajo tanto el repentino carcajeo de un
carricerín cejudo, un ave que casi nunca se dejaba ver, que bajó la guardia.
El hombre estaba a tan solo cien metros de ella cuando lo vio, y con un
grito de sorpresa se adentró entre los sauces.
No la había visto, no la había oído. Yona se había acostumbrado a
moverse con los árboles, tan en calma sincronía con ellos que sus pasos
fluían con el viento. En un acto reflejo, se llevó una mano al cuchillo que
siempre portaba atado en el tobillo, el que Jerusza le insistía en afilar cada
semana, por si acaso, y se le aceleró el corazón al observarlo.
El hombre no era tan viejo como le había parecido en un principio. De
hecho, a duras penas era un muchacho, quizá uno o dos años mayor que
ella. Su cabello era de un rubio tan blanco como de ébano era el de Yona, su
piel estaba bronceada como el cuero. Tenía los hombros anchos y caminaba
con una seguridad que dejaba claro que conocía el bosque.
Pero ¿de dónde había salido? La anciana y ella llevaban semanas
acampadas allí y no habían visto señales de que hubiera otra gente.
¿También viviría entre los árboles? El corazón le golpeaba la caja torácica
cuando se permitió valorar la posibilidad de que fuera un alma gemela, solo
durante un segundo. El dolor que sintió en el pecho al pensarlo era una
sinfonía de deseo y de soledad y de miedo, y la volvió imprudente. Poco a
poco, antes de que tuviera tiempo de pensárselo bien, alejó la mano de la
empuñadura del cuchillo, se irguió y emergió de su escondite entre los
árboles.
—Hola —dijo, pero el hombre no se giró, y Yona se dio cuenta de que, en
realidad, no lo había dicho en voz alta, aunque sus labios hubieran formado
la palabra en el aire. La segunda vez, respiró hondo y, al repetir el saludo, lo
soltó con brusquedad, y el joven se giró para mirarla.
—Hola —le respondió al cabo de unos segundos. Tenía la voz grave, los
ojos abiertos por la curiosidad. Yona se preguntó qué vería. Era consciente,
tras haber visto de vez en cuando su reflejo en los arroyos burbujeantes, que
sus ojos —uno de cada color— eran enormes para su rostro, que tenía la
nariz alargada, los pómulos altos y unos labios de rosa. Su piel era de un
blanco imposible, aunque se pasara la vida al aire libre, y su cabellera era
una cortina de humo negro, que le llegaba hasta la cintura. Desde que había
cumplido dieciséis años en julio, había germinado como un hierbajo, y sus
piernas ya eran tan largas y desgarbadas como las de un cervatillo. Era la
primera vez que tomaba conciencia de su cuerpo, que hasta el momento no
había sido más que funcional.
Al parecer, el chico esperaba a que añadiera algo, así que Yona tosió para
aclararse la cerrada garganta y se obligó a pronunciar las primeras palabras
que se le ocurrieron.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó.
El joven enarcó las cejas, que de tan rubias eran casi invisibles, y se echó
a reír.
—Supongo que lo mismo que tú. Recolectar comida para el invierno.
Un millón de preguntas cruzaron la cabeza de Yona. ¿De dónde era? ¿A
dónde iba? ¿Cómo era el mundo fuera del bosque? Pero todos los
interrogantes peleaban entre sí para ocupar un espacio en su mente, y lo
único que dijo fue:
—No te había visto nunca.
El chico se rio de nuevo, y ella se dio cuenta de que le gustaba aquel
sonido. Era diferente a la risa de Jerusza, que era abrupta, áspera y estaba
empapada de omnisciencia. No había nada que hiciera Yona que pudiera
sorprender a la anciana, y ahora comprendía que había poder, quizá incluso
alegría, en el hecho de sorprender a alguien.
—Yo tampoco te había visto nunca —contestó el muchacho. Dio un paso
adelante e, instintivamente, ella se echó hacia atrás. El chico se detuvo de
inmediato y levantó las manos—. Lo siento. No pretendía asustarte.
—Ah. No me has asustado. —Se obligó a sonreír. La mentira que acababa
de decir le dejó un regusto salado en la boca.
Hubo unos instantes de silencio mientras él la observaba.
—¿Vives por aquí?
—Sí. —Al instante, corrigió la respuesta—. Eh… No. —Notaba cómo se
le calentaban las mejillas.
—Muy bien. —El joven vaciló al contemplarla—. Bueno, pues yo vivo
en Hajnówka.
—Ya veo. —Yona no tenía ni idea de lo que significaba.
—En la linde del bosque —le aclaró—. A un día a pie desde aquí.
—Claro. —Fingir saber algo que desconocía le supo a otra mentira.
Jerusza le había hecho aprender todos los países del mundo; era capaz de
situar Brasil, Nepal y Tripura en un mapa, y a veces soñaba con echar a
volar como un pájaro y planear lejos, muy lejos, hacia otra tierra. Pero sabía
poca cosa de los pueblos que circundaban el bosque, y sospechó que era la
intención de Jerusza. El conocimiento era una tentación, y la negativa de la
anciana a mostrarle mapas de la región en que vivían era una manera de
asegurarse de que no había ningún lugar tangible al que Yona pudiera ir.
—¿Y tú? —le preguntó el muchacho—. ¿Dónde vives?
—Pues… —De pronto, se detuvo. Había estado a punto de soltar que
vivía en el bosque, pero ¿acaso Jerusza no le había repetido que no se lo
dijera a nadie? ¿Que quizá acudieran hombres a hacerles daño? No creía
que el joven que tenía delante fuera a hacerle nada, pero debía ser precavida
—. Soy de Berlín.
No sabía por qué había respondido eso. La anciana jamás había
mencionado que Yona fuera de otro lugar que del bosque. Pero de noche,
cuando dormía, la chica soñaba con una ciudad, una cama de madera,
sábanas mullidas, padres que la querían y leche que sabía distinto a lo que
Jerusza conseguía extraerles a veces a cabras extraviadas. La palabra
«Berlín» no le supo a sal, sin embargo, y Yona se preguntó si en cierto
modo sería verdad.
—¿De Berlín? —Las cejas del joven dieron un brinco—. Pero eso está a
seiscientos o setecientos kilómetros al este de aquí.
Avergonzada, Yona se encogió de hombros. Por supuesto que lo sabía
gracias a los mapas que había estudiado, pero ¿por qué había hablado de
Berlín? Era otro mundo, un lugar que solo veía en su imaginación, un lugar
al que Jerusza no la llevaría jamás. Menuda estupidez había cometido al
comentarlo.
—Lo sé —murmuró.
El joven frunció el ceño, con la frente arrugada por las dudas.
—Bueno, quizá te vuelva a ver.
Yona sabía que iba a perderlo, que pretendía marcharse, y de repente la
desesperaba la necesidad de que se quedara allí.
—¿Quién eres? Cómo te llamas, quiero decir.
El chico sonrió, pero esta vez solo levemente. Seguía mostrando arrugas
en la frente que indicaban la falta de confianza que sentía hacia ella.
—Marcin. ¿Y tú?
—Yona.
—Yona. —Era como si enrollara el nombre con la lengua. A ella le gustó
cómo sonaba—. Bueno, Yona, pues volveré mañana, si estás por aquí. Mi
padre y yo hemos acampado cerca.
—Muy bien. —Y, como no sabía qué más decir, se retiró lentamente y se
fundió con el bosque, hasta que dejó de ver al joven por completo. A
continuación, dio media vuelta y echó a correr. Tardó una hora en volver
sobre sus pasos y dirigirse hacia la choza que compartía con Jerusza;
aunque Marcin la intrigara, quería estar segura de que no la hubiera
seguido.
Aquella noche, mientras cenaban setas dulces con miel y ajo de oso, Yona
tuvo que morderse la lengua. Sabía que, si mencionaba al chico, se irían de
allí de inmediato.
—Esta noche estás muy callada —dijo Jerusza mientras se encaminaban
hacia el arroyo para lavar los platos, que habían robado tiempo atrás de una
granja de las afueras del bosque. La mayoría de las cosas las habían
acumulado de la misma forma: la ropa, las botas, las cacerolas, el hacha, los
cuchillos.
—No, no es verdad —saltó Yona enseguida, lo cual hizo que la anciana
entornara los ojos con suspicacia, claro. A la joven le entraron ganas de
pegarse una patada por ser tan descuidada y transparente.
—Normalmente me cuentas cómo te ha ido el día: los animales a los que
has visto, las cosas que has recopilado. Normalmente hablas sin parar; de
hecho, todavía no eres lo bastante lista como para saber que las mejores
historias se cuentan en silencio.
Yona se obligó a sonreír, aunque le escocían las palabras.
—¡Un carricerín cejudo! —exclamó demasiado rápido y demasiado
alegre—. He visto un carricerín cejudo.
—Ah. —Los ojos de Jerusza eran oscuras grietas de escepticismo—.
Igual que tú, es un pájaro que no puede encerrarse en una jaula. Señal,
quizá, de que te has acercado demasiado a la civilización, y, si no tienes
cuidado, te arrebatarán la libertad.
—Yo… —Yona levantó la mirada con un sobresalto—. No me he
acercado a la civilización. —De nuevo notaba el regusto salado.
La expresión de Jerusza se tornó cómplice cuando la forma de sus ojos
por fin volvió a la normalidad.
—Por supuesto que no. Estamos en medio del bosque. No conseguirías
llegar a un pueblo y regresar sin…
—¡Berlín! —gritó, desesperada por cambiar de tema.
—¿Perdón? —De pronto, la anciana estaba muy rígida.
—Berlín —repitió con menos confianza que antes—. ¿Vivimos allí
cuando era pequeña, Jerusza? ¿En una casa con camas y sábanas y leche
fresca?
Yona hizo un mohín con los labios, el gesto que le provocaba una baya
ácida.
—Qué tonta eres, niña. ¿Me imaginas a mí viviendo en Berlín?
A la joven se le cayó el alma a los pies. A veces los sueños no eran más
que sueños.
—No.
—Pues no me hagas esas preguntas.
Aquella noche, Yona no soñó con Berlín. Soñó con un chico llamado
Marcin que se le acercaba y le tocaba la mejilla. Pero entonces, antes de que
pudiera decirle nada, el muchacho se convertía en un carricerín y echaba a
volar, planeando por encima de las copas de los árboles, mientras que ella
se quedaba plantada en el suelo.

***

Fue tres días antes de que Yona viera a Marcin de nuevo. Cuando el chico
levantó la mirada y la vio aproximarse entre una arboleda de robles, el
alivio le transformó la expresión.
—Vaya, pensaba que habías desaparecido para siempre —le dijo cuando
se acercó.
—No desaparecí para siempre. —Era una respuesta estúpida, y Yona lo
supo en cuanto la pronunció. Se llevó una alegría cuando lo oyó reír.
—Sí, ya lo veo. ¿Dónde has estado, pues? ¿Has regresado a Berlín,
alemana?
Yona vio diversión en los ojos del muchacho, así que se permitió esbozar
una sonrisilla mientras lo observaba. Llevaba ropas raídas, una camisa
demasiado pequeña y desgarrada en los codos. A Yona la sorprendió el
impulso que la atravesó, la necesidad de remendarle las mangas. También
sintió otra cosa, algo que la inquietó todavía más: el deseo de tocar su piel,
de comprobar si le ardía tanto como a ella.
—No, no he regresado a Berlín —le respondió secamente.
—Era una broma. —La sonrisa del joven menguó un poco.
—Claro. Es que… Yo no he… —Sin que pudiera hacer nada, se le fue
apagando la voz. ¿Cómo iba a explicarle que jamás había hablado con nadie
que no fuera Jerusza? ¿Que no comprendía del todo las bromas porque la
anciana nunca las hacía? ¿Que las únicas ocasiones en que había atisbado el
mundo al otro lado del bosque había sido la vez al año en que Jerusza le
permitía seguirla hasta un pueblo en plena noche?
—No pasa nada. —El tono de Marcin ahora era más amable—. De todos
modos, ha sido una broma muy mala. Berlín no sería un buen sitio en el que
estar.
—¿Por qué no?
—Seguro que has oído las cosas que están sucediendo allí. —El joven
parpadeó varias veces en su dirección.
—¿Qué cosas? —De repente, tenía un mal presentimiento, un destello de
nubes de tormenta que se acercaban, la sensación de que lo que le fuera a
decir el muchacho era algo que ella ya sabía en el fondo de su ser.
—No tendría que haberlo supuesto. —Había dejado de sonreír, pero sus
ojos seguían irradiando amabilidad—. Ha salido en los periódicos. ¿Sabes
leer, Yona? —No era una pregunta cruel. Creía que era una chica sencilla y
analfabeta del bosque que había mentido anunciando la única ciudad lejana
de la que había oído el nombre.
Pero se equivocaba. El problema era que los libros que Jerusza robaba de
las bibliotecas de los pueblos y de las ciudades más allá del bosque, o de las
iglesias y de las sinagogas, estaban seleccionados según un plan que Yona
no comprendía. Su educación se había limitado a historias del mundo y a
textos científicos sobre plantas, hierbas y biología, así como a numerosas
lecturas de textos de varias religiones. En palabras de Jerusza, la vida era
una búsqueda interminable del verdadero significado de Dios.
—Sí, sé leer.
—Lo siento. Claro que sabes… Es que he pensado que… —La voz de
Marcin se fue apagando, y el joven compuso una mueca triste.
—No pasa nada. Me… me gustan mucho casi todos los libros. Son… —
Dudó con las palabras adecuadas bailándole sobre la punta de la lengua—.
Los libros son mágicos, ¿verdad?
—Bueno, ahora mismo, en Alemania, los que están al mando disentirían.
Dirían que los libros son peligrosos.
—Pero ¿cómo iba a ser peligroso un libro?
—No lo sé. —Marcin se encogió de hombros—. Los están quemando, en
tu Berlín, ¿sabes? Es lo que intentaba decirte.
—¿Están quemando libros? —Yona parpadeó varias veces—. Pero ¿por
qué iba alguien a hacer tal cosa?
—Supongo que no creen que la gente deba leer libros con los que ellos no
están de acuerdo, escritos por personas con las que ellos no están de
acuerdo.
Se parecía un poco a la forma de pensar de Jerusza, el recto sentido de
merecer el control sobre los pensamientos de los demás, pero Yona dudaba
de que la anciana fuera a llegar tan lejos como para incinerar el
conocimiento.
—Es horrible.
Una voz queda se alzó en algún punto de la lejanía, la llamada de la voz
grave de un hombre; Yona se puso tensa y, de inmediato, se llevó una mano
al cuchillo del tobillo. Marcin también lo oyó, pues ladeó la cabeza en
dirección a la voz y suspiró.
—Mi padre —dijo—. ¿Quieres…?
—Me tengo que ir —lo interrumpió Yona. Y aunque quería quedarse,
aunque quería preguntarle a Marcin qué más estaba ocurriendo en el mundo
y cómo era su vida y qué había leído en los libros y en los periódicos, de
repente estaba aterrorizada. Marcin parecía un amigo. Pero ¿y si su padre
era una de las personas contra las cuales la advertía Jerusza? Había pasado
demasiado tiempo con él—. Vo-volveré mañana.
—Yona, por favor, no salgas corriendo otra vez —le pidió Marcin
mientras daba un paso adelante.
Pero ella ya se había marchado, esfumándose entre los árboles como una
ráfaga de viento, hasta que fue como si en realidad nunca hubiera estado
allí.

***

Cuando aquella tarde regresó al lugar donde estaban instaladas, el corazón


de Yona latía con arrepentimiento. ¿Por qué no se había quedado más
tiempo con él? ¿Por qué no había tenido la valentía de preguntar más cosas?
Estaba tan sumida en sus propios pensamientos que tardó varios segundos
en darse cuenta de que Jerusza estaba desmontando el refugio que había
sido su hogar durante las tres últimas semanas, rompiendo la corteza del
techo y arrancando las estacas de madera con furiosos tirones. Yona se
detuvo y se la quedó mirando.
—¿Por qué…? —empezó a decir.
—¿Creías que no me enteraría de lo del chico? —La anciana se giró hacia
ella—. ¿Cómo te atreves a desobedecerme? No sabes nada del mundo y no
eres lo bastante sabia para tomar tus propias decisiones. Eres una incauta y
una tonta. ¿Y si te hubiera seguido?
—Yo no…
—¡Basta! —la interrumpió Jerusza, su voz afilada como un cuchillo de
decepción—. ¿Qué has hecho?
Callada y avergonzada, Yona recogió sus casas y procuró no llorar, pero
no lo consiguió. Mientras recorrían el bosque y se alejaban del lugar donde
Marcin la esperaría al día siguiente, las lágrimas se deslizaron por sus
mejillas y cayeron al suelo, humedeciéndolo sin hacer ruido alguno.
—Era amable, Jerusza —le aseguró luego de que pasaran una hora en
silencio—. No quería hacerme ningún daño.
—No sabes nada —le espetó la anciana—. Los hombres pueden ser
crueles y desalmados y fríos. Y los errores que cometemos nos persiguen de
por vida.
—Era mi amigo —susurró Yona.
—¿Seguro? ¿O quería conseguir algo de ti?
La joven estaba confundida. No le pareció que Marcin quisiera más que
conversación.
—¿El qué?
—En este mundo, mantienes el poder siempre y cuando mantengas las
piernas cerradas —le escupió Jerusza.
Yona se la quedó mirando, totalmente perdida.
—No… no entiendo.
—Venga, niña. —Jerusza la contempló, incrédula—. Los chicos quieren
cosas de las chicas. Es la historia más antigua del mundo.
Y entonces, de golpe, lo comprendió, y el calor le subió hasta las mejillas.
—Pero ¡no ha sido para nada eso! —Estaba al corriente de la mecánica
del sexo («una desafortunada necesidad para perpetuar la raza humana», lo
describía la anciana), pero en su cabeza no estaba relacionado con sentir
que alguien tenía intereses comunes con otra persona. Solo habían hablado,
y eso no tuvo nada que ver con sus cuerpos.
Aunque sí que había deseado acercarse a él, ¿verdad que sí? ¿Era obra de
la naturaleza? ¿O acaso era la simple desesperación por que alguien viera
que estaba viva y que era un todo?
Más tarde, pasados los años, cuando la anciana y ella se dirigieron
primero al norte y luego al este, Yona a veces recordaba a Marcin y deseaba
haber sido lo bastante valiente como para tocarle la piel del brazo para
saber, por lo menos durante unos segundos, qué se sentía al conectar con
otro ser humano.
Pero donde se hallaban no había más seres humanos a su alcance, y
durante cierto tiempo la vida transcurrió en una predecible monotonía. Día
tras día, buscaban comida y hierbas. Noche tras noche, en una pequeña
hoguera cocinaban cuanto hubieran encontrado. Se movían por lo menos
una vez al mes, así que apenas dejaban rastro en caso de que alguien fuera a
buscarlas. A finales del verano y durante el otoño, recopilaban y ahumaban
comida para el invierno; cuando las hojas comenzaban a caer, empezaban a
construirse un cobijo, bien hundido en la tierra arenosa y apoyado sobre
mástiles tallados de los troncos. En invierno, se apiñaban junto a un fuego
dentro de su escondrijo, y tan solo salían para llenar su escasa despensa con
lochas, larvas y bayas congeladas en cuanto se les acababan las provisiones,
y para guardar la nieve recién caída en botes, para disponer de agua. En
primavera, Jerusza se atrevía a ir a los pueblos a robar ropa, zapatos,
sábanas, cuchillos y hachas, y ahora dejaba atrás a Yona con la férrea
indicación de que no se moviera, o de lo contrario habría graves
consecuencias; de cada expedición regresaba con libros, que Yona olía con
voracidad mientras deseaba imaginarse cómo sería la vida fuera del bosque.
En verano, se acercaban a los campamentos vacíos que habían abandonado
los rusos después de la Gran Guerra y removían la tierra hasta encontrar
tesoros como tiras de magnesio y varas de hierro, que les facilitaban la tarea
de encender un fuego. Con el tiempo acumularon una buena cantidad, que
llevaban consigo allá donde fueran, pues les proporcionarían luz y calor
fácil durante años.
Pero algo estaba sucediendo y, cuando Yona cumplió los veinte, el mundo
alrededor del bosque se había vuelto furioso. La tierra rugía y los aviones
cruzaban el cielo cada vez con mayor frecuencia, rompiendo así la
tranquilidad del firmamento. En ocasiones oían explosiones a lo lejos, y
ruidos que Jerusza le explicó que eran disparos de las pistolas de los
soldados; y, por más que Yona le rogara que le contara qué pasaba, las
respuestas de la anciana eran enrevesadas.
—Dios está enfadado —respondía con un brillo de temor en los ojos.
O quizá:
—Nos está poniendo a prueba.
Siempre que la chica insistía, la anciana la agarraba por los hombros y le
siseaba advertencias como:
—Siempre que permanezcas aquí, Yona, estarás a salvo. No lo olvides.
Y también:
—El bosque te protegerá. —Pero ¿cómo iba a encontrar protección frente
a algo que no conocía, que no comprendía?
Asimismo, había más gente en el bosque, y eso parecía asustar a Jerusza,
que por lo general era imperturbable.
—Esos hombres nos harán daño si nos encuentran —susurró una noche
en que se ocultaron en la oscuridad de un sombrío roble de trescientos años,
cada una aferrada a un cuchillo y atenta a los pesados pasos que sonaban
cerca.
—¿Quiénes son? —preguntó Yona.
—Hombres malvados. Acaba de iniciarse el horror. —Pero Jerusza no le
explicó nada más. Esa misma noche, después de que los pasos hubieran
dejado de oírse, volvieron a cambiar de lugar, ahora hacia el este.
—¿A dónde vamos? —preguntó Yona en voz baja mientras intentaba por
todos los medios seguirle el ritmo a la anciana, que caminaba en la negrura
con un propósito.
—Al este, por supuesto —contestó sin disminuir el paso, sin girarse para
mirar a Yona—. Cuando hay problemas, siempre debes avanzar en
dirección al comienzo del día, no hacia el final. Ya lo sabes, niña. ¿Es que
no te he enseñado nada?
Una radiante mañana del verano de 1941, del cielo cayeron unos leños
negros hinchados que sacudieron el suelo firme, espantaron a los pájaros de
los árboles y asustaron a los conejos en las madrigueras cuando la tierra se
zarandeó y crujió.
—Bombas —dijo Jerusza con tono tan hueco como un roble muerto—.
Están bombardeando Polonia.
Yona sabía qué eran las bombas, claro, pues también habían caído dos
años antes. Pero nunca las había visto así, cubriendo de nubes un radiante
cielo azul.
—¿Quién? —Tenía frío, a pesar del calor del sol. A lo lejos, se oyeron
más explosiones—. ¿Quién está bombardeando Polonia?
—Los alemanes. —La anciana no miró a Yona al responder—. Ven. No
hay tiempo que perder, o de lo contrario acabaremos en medio del camino
de los guerrilleros rusos.
—¿Cómo? —se extrañó Yona, totalmente confundida, pero Jerusza no
contestó. Se limitó a recoger sus cosas, lanzó varias mochilas a los brazos
de la muchacha y se apresuró a recorrer el bosque más rápido de lo que
Yona la había visto moverse nunca.
Les llevó dos días y dos noches de caminata, durante los cuales se
detuvieron solo para dormir unas cuantas horas cuando los pies ya no las
sostenían, llegar a la linde de un pantano que parecía interminable, ubicado
justo al oeste del corazón del bosque.
—¿Dónde estamos? —preguntó Yona.
—En un lugar seguro. Ahora quítate los zurrones y prepárate para
ponértelos encima de la cabeza. Tu cuchillo también.
Callada por la sorpresa, Yona escrutó el horizonte. El pantano se extendía
más allá de lo que percibían sus ojos, y le dio la impresión de que era una
ilusión óptica; estaba salpicado de islas, pero desde el exterior resultaba
imposible saber qué zonas eran de tierra firme y qué zonas estaban
formadas por agua profunda y turbia. ¿Fue imaginación de Yona o había
oído al agua sisear la palabra que acababa de pronunciar Jerusza? Seguro,
parecía decir. Seguuuuuro.
—Pero ¿no caerás enferma? —le preguntó la chica cuando la anciana
comenzó a avanzar hacia las profundidades del pantano, ya con el agua a la
altura de la cintura. Al fin y al cabo, Jerusza tenía cien años, y la semana
anterior había empezado a toser y a sacudirse por la noche.
Jerusza soltó una carcajada sin alegría.
—¿Acaso no te he enseñado ya que el bosque cuida de su gente?
—Pero ¿por qué estamos haciendo esto, Jerusza? —le preguntó Yona al
cabo de una hora, cuando el agua les llegaba por el cuello. A su alrededor,
el pantano seguía siseando. Transportaban los zurrones sobre la cabeza para
que el agua turbia no empapara sus pertenencias.
—Porque debes conocer el bosque por dentro y por fuera, su corazón, su
alma. Ahora estás en su barriga, y su barriga te mantendrá a salvo.
Tardaron dos días en llegar a la isla que se alzaba en el centro del
pantano, donde encontraron setas, arándanos y sorprendidos erizos que eran
fáciles de cazar. Pasaron un mes viviendo allí, hasta que arrasaron con el
sustento de toda la isla, y hasta que dejaron de oír las explosiones ni el
traqueteo de los disparos en la lejanía.
Cuando a principios de agosto regresaron a una zona del bosque que le
resultaba más familiar, Yona reunió la valentía de formular una pregunta
que llevaba muchísimo tiempo pesándole.
—¿Cuáles son tus creencias, Jerusza? —le preguntó mientras caminaban,
la anciana varios pasos por delante de ella, abriéndole el camino—. Dices
que eres judía y celebramos las fiestas judías, pero también te burlas de
ellas.
La anciana no se giró para mirar hacia Yona ni disminuyó el ritmo.
—Creo en todo y en nada. Yo busco la verdad, busco a Dios. —No era
una respuesta. Al final, Jerusza suspiró—. Como bien sabes, mi madre era
judía, así que según la ley judía yo también lo soy. Esas cosas ya las sabes,
niña. ¿Por qué me obligas a quedarme sin aliento?
—Yo… supongo que me lo preguntaba por mí.
—¿El qué te preguntabas por ti?
—Bueno… ¿Qué soy yo? No eres mi madre, pero me has criado tú. ¿Eso
me convierte en judía también?
Entre ambas se instaló un intenso silencio mientras seguían avanzando.
—Eres lo que te aguarda desde el nacimiento —respondió Jerusza al fin.
Yona apretó los puños con frustración. Debería haber sido una pregunta
sencilla, pero en cierto modo, incluso después de tantos años, no lo era.
—Pero ¿a qué te refieres? —insistió—. ¿Por qué nunca me das una
respuesta clara? ¿Qué me aguarda desde el nacimiento?
—Ojalá lo supiera —le soltó Jerusza—. Ojalá entendiera por qué el
bosque me llevó hasta ti. Ojalá pudiera entender por qué he pasado los
últimos años de mi vida con una niña desagradecida. Supongo que estás
destinada para algo grande, pero al ritmo que llevas habré muerto muchos
años antes de que alcances ese destino que te aguarda.
—Pero si me contaras algo del lugar donde nací… —A Yona le palpitaba
la cabeza con confusión y dolor.
—¡Por el amor de Dios, basta! —La anciana finalmente se giró para
fulminar a Yona con la mirada. Se mordió el labio hundido durante un buen
rato antes de añadir—: Haces las preguntas equivocadas, niña. Nunca
olvides que la verdad siempre reside en tu interior. Si no eres capaz de
encontrarla, quizá el bosque se haya equivocado contigo. Quizá, después de
todo, no seas más que una chica normal y corriente.
CAPÍTULO CUATRO

C uando clareó el año 1942, gélido y vacío, Yona se había acostumbrado


a su propia compañía, pues Jerusza, con sus ciento dos años, ya
apenas hablaba. La joven tenía casi veintidós y sabía todo lo que había que
saber de la tierra que pisaba y de las cosas que brotaban de ella, pero apenas
sabía nada de los hombres. Hacía casi tres años que no veía a ningún ser
humano, más allá de los ocasionales destellos de los hombres malvados
desde las profundidades de los árboles. Mantenía conversaciones con las
ardillas rojizas y con las liebres de la montaña. Cocinaba, limpiaba, hablaba
con un Dios al que no entendía. Sin embargo, aventurarse fuera del bosque
se había vuelto demasiado peligroso, incluso para Jerusza. Cuanto más se
adentraban en Nalibocka, más desaparecía el mundo exterior.
Antes de que se diera cuenta, llegó el mes de marzo, y el frío se filtró en
la tierra, la nieve se derritió y la escarcha liberó el bosque. Un día en que el
sol se asomaba alto por encima de las copas de los árboles en un cielo frío
sin nubes, Jerusza, que no se había movido de su cama de juncos, llamó a
Yona.
—Hoy —dijo la anciana con voz áspera, sin apenas aliento— es el día en
que voy a morir.
Los ojos de Yona se llenaron del lágrimas. Era consciente de que se
acercaba el momento, puesto que el cuerpo de Jerusza se detenía y se
enfriaba. Los pájaros, que reemergían en busca de indicios de la primavera,
se habían mantenido a cierta distancia como nunca antes, y Yona percibió
cómo una sombra que se cernía sobre su hogar se hundía en la tierra.
Llevaban desde noviembre viviendo allí, el período más largo que habían
pasado en un mismo lugar.
—¿Qué puedo hacer? —le preguntó Yona, arrodillada a su lado.
—Prepárame una tila. —La anciana soltó un tembloroso suspiro.
Parpadeando para contener las lágrimas, Yona se dispuso a hacer lo que le
había pedido Jerusza y preparó un fuerte brebaje con las flores secas de los
tilos, que las dos habían recopilado durante el verano anterior. El té le
bajaría la fiebre y la ayudaría con el dolor, pero no ralentizaría su transición
al otro lado. Mientras esperaba a que las flores infusionaran, Yona intentó
concentrarse en mantener cómoda a Jerusza, aunque en los confines de su
mente no paraban de agolparse pensamientos: ¿qué sería de ella una vez que
la anciana se hubiera ido?
Cuando al cabo de unos minutos se puso de nuevo de rodillas junto a
Jerusza con una humeante taza en las manos, la respiración de la anciana se
había vuelto aún más superficial, pero siguió recitando el vidui, la oración
de confesión, antes de aceptar la taza con las manos temblorosas.
—Jerusza, ¿qué voy a…? —empezó a preguntarle Yona, pero la anciana
la interrumpió.
—Hay cosas que debo decirte. —Jerusza dio un largo sorbo al té.
Pestañeó varias veces y, cuando dirigió los ojos vidriosos hacia Yona,
parecía más fuerte y despierta de lo que la chica la había visto en meses.
—Aquí estoy. —Yona se inclinó y puso las manos sobre las de Jerusza en
un gesto de compasión, pero la anciana la apartó.
—En primer lugar, jamás debes salir del bosque. No mientras el mundo
siga en guerra. Debes prometérmelo, Yona.
Era el pacto al que habían llegado cuando las bombas empezaron a caer,
dos años y medio atrás, y Yona había cumplido con su palabra. Pero cuando
Jerusza muriera se encontraría a solas en la oscuridad. ¿Y si de tanto en
tanto anhelaba el contacto humano?
—Pero si necesito comida…
—¡El bosque proveerá, niña! —A la anciana le sobrevino un fuerte
ataque de tos que le sacudió el cuerpo por completo—. El bosque siempre
proveerá. Tienes que darme tu palabra.
Le habría resultado muy fácil asentir, pero Jerusza le había enseñado
tiempo atrás que nunca debía mentir, a no ser que su vida corriera peligro y
una mentira fuera la única manera de salvarse.
—No puedo —susurró.
Con suma dificultad, Jerusza se incorporó para sentarse. Sus ojos ardían,
a pesar de que la vida lentamente abandonaba su cuerpo.
—Pues eres tonta y vas a correr un gran peligro.
—Pero tal vez un gran peligro sea la única manera de alcanzar una vida
mejor —terció Yona—. ¿No es acaso lo que me has contado sobre nuestra
existencia? La vida en un pueblo sería más sencilla, pero nos arriesgamos a
vivir en el bosque porque así logramos una vida mejor, aquí, debajo de las
estrellas.
El labio superior de Jerusza se curvó.
—Por lo visto, la alumna por fin se ha convertido en profesora. —Su voz
sonaba bronca y cada vez más débil—. En ese caso, pues, supongo que hay
otra cosa que deberías saber. Obviamente, ya eres consciente de que no soy
tu auténtica madre.
—Obviamente. —Una repentina punzada de soledad recorrió a Yona. A
lo largo de los años, en varias ocasiones había intentado preguntar quién era
su familia, pero Jerusza siempre se ponía hecha un basilisco y la llamaba
«desgraciada» y «desagradecida». Con el tiempo, Yona había terminado
creyendo que sus desalmados padres debían de haberla abandonado en el
bosque, y que la anciana le había salvado la vida.
—Te robé —prosiguió Jerusza con voz firme—. Como ves, no tuve
elección.
Yona se sentó sobre los talones. Seguro que la había oído mal.
—¿Me robaste?
—Sí. De un piso de Berlín. De una mujer y de un hombre a quienes no
debías pertenecer. —Se lo soltó con la misma calma con que habría hablado
del tiempo.
—¿Cómo? —De repente, Yona se levantó, entre temblores, la
incredulidad mezclada con el pálpito de que una pequeña parte de ella ya
conocía esa historia. Berlín.
—Siéntate, niña. No hay tiempo para tu dramatismo.
Yona aspiró varias bocanadas de aire, con el cuerpo tenso para salir
huyendo por el bosque, donde no iba a tener que tragarse el dolor de cuanto
fuera a contarle Jerusza. Pero no podía. Sabía que no podía irse, porque la
mujer habría muerto antes de que regresara, y entonces jamás oiría lo que
necesitaba saber.
—¿Qué hiciste, Jerusza? —susurró mientras se desplomaba de nuevo.
—¿Que qué hice? Te salvé, niña. —El sudor le perlaba la frente y su
respiración se volvía más dificultosa, una serie de jadeos y siseos
entrecortados—. Debes saber que tus padres eran malas personas.
—¿Cómo es posible que lo supieras?
—Del mismo modo en que lo sé todo. —Las palabras de la anciana la
golpearon como un látigo—. El bosque me lo dijo. El bosque y el cielo.
—Pero…
—Se llamaban Siegfried y Alwine Jüttner —continuó Jerusza
interrumpiendo la protesta de Yona, embargada por la pena—. Vivían en
Berlín, en un piso del n.º 72 de la calle Behaimstraße.
El piso con la cama de madera y las sábanas calientes que la había
perseguido en sueños. Yona tragó saliva varias veces; en su interior bullían
mil preguntas. Hubo una que se abrió paso a la fuerza hacia la superficie:
—¿Ahora se supone que debo volver con ellos? ¿Por eso me lo estás
contando?
—¡No! —Los ojos de la anciana se encendieron, y se incorporó. Su torso
se agitaba sin parar, como una brizna de trigo en el viento, y Yona contuvo
el impulso de ayudarla. No se lo merecía—. ¡No! —repitió Jerusza con una
voz tan fuerte y afilada que la muchacha oyó cómo una bandada de
sobresaltados cuervos echaban a volar y graznaban furiosos—. No debes
volver.
—Entonces, ¿por qué me lo cuentas? Y ¿por qué ahora?
—Porque… —La voz de Jerusza se apagó y sus palabras se disolvieron
en una húmeda tos que le zarandeó el cuerpo—. Puede que saberlo algún
día te salve la vida… o salve a otro.
—¿A qué te refieres? —Yona se inclinó hacia delante.
—Todos estamos interconectados, Yona. A estas alturas, ya lo sabes. En
cuanto los destinos se entrelazan, quedan hilvanados para siempre. Las
vidas son círculos que giran por el mundo, y, cuando están predestinadas a
interconectarse, lo hacen. No hay nada que podamos hacer para evitarlo.
—¿Me estás diciendo que voy a ver a mis padres otra vez?
—El universo constantemente brinda oportunidades para la vida y para la
muerte. —La anciana apartó la mirada—. Ahora te doy la ocasión de vivir,
como hice cuando te fui a buscar.
—No… no lo entiendo. —Yona notaba la desesperación que le cerraba la
garganta. Quería sacudir a la anciana, quien, incluso en su lecho de muerte,
hablaba con confusos e indescifrables acertijos—. ¿La ocasión de vivir? ¿A
qué te refieres, Jerusza?
—Ya lo sabrás. —Jerusza respiró con dificultad antes de toser y tumbarse
sobre los juncos—. Vivirás hasta la luna nueva de tu año número cien,
Yona, si no olvidas las cosas que te he enseñado. Ya lo sabrás.
Yona se sentó y se la quedó mirando. La predicción de la anciana, tan
precisa y tan segura, le habría parecido extravagante si no hubiera sabido
que el don de Jerusza era infalible. La tierra le hablaba en un modo que
Yona jamás comprendió, pero nunca mentía, y la anciana tampoco. Y por
eso Yona supo que debía formularle la pregunta que llevaba años
quemándola por dentro.
—¿Me quieres, Jerusza? —preguntó en voz baja, avergonzada de que le
importara tanto—. Por favor, necesito saberlo.
Jerusza se la quedó mirando, y su expresión no era de ternura ni tan
siquiera de arrepentimiento. Era de repulsa, de repugnancia.
—El amor es una emoción inútil —dijo al fin con voz débil—. Te vuelve
débil. ¿Acaso no te he enseñado nada? El amor es para los tontos.
Yona apartó la mirada antes de que Jerusza percibiera el dolor que
irradiaban sus ojos.
—Pero ¿y si esos padres de quienes me robaste me querían?
—¿Qué más da que te quisieran? —La voz de la anciana ya no era más
que un susurro—. ¿Habrías cambiado la vida que has vivido conmigo por
una con padres malvados solo porque en esa había amor?
—No lo sé —respondió—. No me diste la oportunidad de escoger. —En
ese momento, Jerusza cerró los ojos y exhaló el último suspiro, y una única
lágrima se deslizó por la mejilla de Yona al pensar en todo lo que había
perdido y que jamás encontraría.

***

Yona no se había recuperado de la revelación de sus orígenes, pero aun así


llevó a cabo diligentemente cuanto Jerusza le había pedido hacer, los
rituales que la anciana le había enseñado, una combinación de tradiciones
judías y brujería eslava tan misteriosa como la propia Jerusza.
—Baruch atah Adonai, eloheinu melech ha-olam, dayan ha-emet —
murmuró sobre el cuerpo de la mujer que la había criado, una mujer a la que
en absoluto había llegado a conocer. «Bendito seas, Dios nuestro Señor, rey
del universo, juez de la verdad». Encendió velas elaboradas con cera de
abejas y ortigas, y las colocó encima de la cabeza de la anciana. Recitó el
salmo 23 y, acto seguido, se sentó junto a Jerusza, la única madre que había
tenido, durante un día y una noche.
Cuando el sol se alzó al día siguiente, Yona limpió con suavidad y
minuciosidad el cuerpo de la anciana con agua helada de un estrecho
riachuelo cercano, escurriendo los paños en los cántaros, antes de verter el
agua en una tumba vacía, lo mejor que podía hacer mientras la tierra
siguiera tan fría. A continuación, envolvió a Jerusza con un sudario blanco
y colocó con cuidado su cuerpo en el hoyo. Después cubrió de tierra la
tumba de la anciana y la aplastó con esmero, pues sabía que los fantasmas
lograban escaparse de los terrenos que no eran compactos. Esperaba que el
alma de Jerusza encontrara el camino hacia su nuevo hogar, fuera el que
fuere, pero que volara lejos de allí, ya que, aunque le diera miedo estar sola,
más miedo le daba aún la idea de que Jerusza la persiguiera.
Durante siete días guardó shivá y no se bañó, no se cambió la ropa,
apenas se movió del sitio sobre la fría tierra y recitó las oraciones de duelo
tres veces al día, como Jerusza le había enseñado. Cuando el período de luto
prescrito hubo terminado, destrozó el tejado de su escondite, recopiló las
pocas cosas que podría acarrear —dos bolsas con harina de bellota, tres
camisas, tres pares de pantalones y un abrigo de lana raído que Jerusza
había robado para ella en un pueblo años atrás, una taza, un plato, una
cacerola, un hacha y el cuchillo que siempre llevaba atado en el tobillo— y
se alejó sin mirar atrás, dejando para siempre a Jerusza y a todo lo que había
pertenecido a la vida que habían vivido juntas.

***

Durante dos meses Yona deambuló sola por el bosque, cambiando de


asentamiento cada poco tiempo, como Jerusza le había enseñado, pero poco
a poco iba acercándose a la linde del bosque, coqueteando con el peligro de
tal manera que le aceleraba el corazón. ¿Y si se aventurase a ir a un pueblo,
a una ciudad? ¿Podría elegir una vida distinta de la que Jerusza le había
proporcionado? Al fin y al cabo, ¿quién era Jerusza para elegir el destino de
Yona, su futuro? Pero el temor la refrenaba, el temor y el recuerdo de las
explosiones que habían sacudido el bosque el verano anterior. Las palabras
de la anciana seguían retumbándole en los oídos. «Acaba de iniciarse el
horror».
A finales de abril, el sol de primavera quemaba las tardes, y Yona,
acostumbrada ya al predecible silencio de su propia compañía, se había
desplazado a las profundidades del norte del bosque, dejando atrás tanto el
misterioso pantano como sus sueños de civilización. En verano y en otoño,
uno nunca estaba totalmente solo entre los árboles, pues era en ese
momento cuando las criaturas del bosque se volvían más activas. Día tras
día, se adentraba más en el bosque, y, cuando se avecinaba un nuevo ocaso,
se construía un sencillo campamento bajo las estrellas. Cuando las noches
eran templadas, no había ninguna necesidad de disponer de un techo; el
cielo era su tejado, y el mundo, sus paredes. Por las mañanas, hablaba con
suaves suspiros con los gallinagos de pico largo que se acercaban a beber en
los arroyos claros, y a veces, si se quedaba lo suficientemente quieta, podía
mirar a los ojos a un elegante lince moteado durante un buen rato antes de
que los dos emprendieran caminos separados en silencioso acuerdo.
Por la noche, cuando cerraba los ojos, hurgaba en su mente en busca de
las imágenes olvidadas de sus padres hasta que conseguía atisbarlos entre la
neblina del tiempo, sus rostros familiares cerniéndose sobre una cuna.
Siegfried y Alwine Jüttner. ¿Quiénes serían? ¿Qué creerían que le había
ocurrido a la hija a la que habían perdido? ¿Todavía pensarían en ella, en
cuál habría sido su destino?
A finales de mes, en una mañana fría tras una lluvia abundante, Yona se
disponía a salir del tronco de roble hueco en el que había buscado refugio
de la tormenta de la noche cuando oyó un crujido entre los árboles. La tarde
anterior había visto una bandada de grullas y pensó que tal vez habrían
regresado, así que contuvo la respiración y prestó atención para oír sus
distintivos graznidos. Pero el destello de color que se encendió detrás de los
árboles no era el blanco sucio de una grulla, y de inmediato el pecho de
Yona se tensó por el temor. Era demasiado pequeño para ser un ciervo o un
oso. Demasiado pequeño incluso para ser un zorro. Yona tardó varios
segundos de asombro en identificar a la criatura que se movía en el claro
como una niña delgada, de cabellera oscura, con un vestido hecho jirones,
el pelo revuelto, los brazos y las piernas cubiertos de barro y el rostro tan
blanco como un cúmulo.
Yona se agachó enseguida detrás de un árbol y observó cómo la pequeña
se acercaba entre tambaleos. Hacía años que no veía a un niño; los seres
humanos a los que vislumbraba en el bosque siempre eran hombres o chicos
mayores que se habían aventurado a abandonar sus pueblos para cazar, o los
hombres malvados sobre los cuales la advirtió Jerusza, los que vestían
uniformes andrajosos y gorro de piel, y fruncían el ceño. Yona no sabía qué
edad tendría la niña —quizá fuera lo bastante mayor para saber hablar, pero
claramente no lo bastante para vagar por el bosque a solas—, pero sí que
supo al instante que ocurría algo. Los ojos de la niña estaban abiertos como
dos lunas llenas, desenfocados, y sus piernas parecían incapaces de sostener
su cuerpecito mientras trastabillaba sin parar.
Yona dio un paso adelante, pero luego se quedó paralizada. Seguro que
cerca habría una madre protectora. Esperó un minuto, y luego dos, y no vio
a ningún progenitor. La niña siguió tambaleándose antes de poner los ojos
en blanco y desplomarse con un ruido que fue tanto un suspiro como un
jadeo, y se golpeó la cabeza con el abrupto tocón de un árbol.
Yona echó a correr hacia ella antes de poder evitarlo, impulsada por un
instinto que no sabía nombrar y que le hizo bajar la guardia. Antes de que se
diera cuenta, estaba arrodillada junto a la niña, la incorporaba y buscaba
pulso en su minúscula e inerte muñeca; suspiró de alivio al percibir el fuerte
traqueteo de la arteria radial de la pequeña. Le puso una mano en la frente y
la apartó de inmediato mientras tomaba una bocanada de aire. Estaba
ardiendo. Yona la levantó con suavidad y, acto seguido, titubeó. ¿Qué hacer
a continuación? La niña necesitaba algo que le bajara la fiebre, pero ¿dónde
estaba su familia? Los padres no dejaban que sus hijos pequeños
merodearan al aire libre, pues allí desaparecerían para siempre. Esperó solo
un segundo antes de exclamar:
—¿Hola? ¿Hay alguien?
Dos pájaros carpinteros de lomo blanco echaron a volar de un árbol
cercano y sus sobresaltados trinos perforaron la calma del bosque, pero no
se movió nada más. Yona miró de nuevo hacia la niña que sostenía en los
brazos. Tenía el pelo recogido con un lazo; el jerseicito azul, aunque
deshilachado, lucía una estrella amarilla de tela que habían cosido con
esmero. En algún lugar había alguien a quien le importaba la pequeña.
—¡Por favor! —gritó una vez más—. ¡La niña está herida! —Pero la
única respuesta que recibió fue el susurro de las ramas y el débil eco de su
propia voz.
Allí no había nadie. Finalmente, con la niña en brazos, Yona dio media
vuelta y corrió hacia el árbol donde se había cobijado la noche anterior, un
roble gigantesco, de varios cientos de años, con un agujero en el tronco lo
bastante grande como para tumbarse y permanecer de pie sin tener que
agachar la cabeza. Después de haberse asegurado de que el corazón de la
niña seguía latiendo con fuerza, Yona la estiró sobre una cama de hojas y
salió para arrancar un buen pedazo de corteza de un sauce. Corrió hacia el
arroyo que fluía a un kilómetro de su asentamiento, hundió la corteza en el
agua fría y corrió hacia el refugio, donde se arrodilló al lado de la niña y le
colocó la compresa sobre la cabeza.
—Venga —murmuró—, pronto estarás mejor. —Se sentó sobre los
talones y examinó el rostro inmóvil y pálido de la pequeña—. Aguanta, por
favor —añadió con un suspiro.
Después de comprobar el pulso de la niña de nuevo, esta vez en un lateral
del cuello, Yona volvió a levantarse y salió. Encendió una hoguera como
hacía siempre, con una de las tiras de magnesio rusas que atesoraba, arrancó
un nuevo trozo de corteza del sauce, llenó el cazo en el río y puso el agua a
hervir para preparar un té de sauce. El humo del fuego quizá atrajera a
alguien y revelara la ubicación de Yona, pero era un riesgo que debía correr.
Además, si había gente en el bosque, tal vez fuera la familia de la niña.
Pero ¿y si la pequeña había escapado de alguien? Aquella posibilidad
hizo que a Yona se le entrecortara la respiración. La ropa de la niña estaba
raída, tenía el cuerpo magullado y rasguñado, casi macilento. ¿Y si no había
sido el bosque quien le había hecho daño? ¿Y si el bosque la protegía de los
demonios del exterior de los cuales Jerusza la había avisado siempre, esos
en los que Yona no estaba segura de creer?
En cuanto el agua empezó a hervir, Yona se apresuró a verterla en una
taza, añadió la corteza de sauce y apagó las llamas. Puede que nadie las
hubiera visto. Corrió de nuevo hacia el hueco del árbol y se arrodilló junto a
la pequeña, pero ahora con todos los sentidos en alerta. Creía en su
capacidad para protegerse a sí misma —a fin de cuentas, buena parte de su
infancia se había centrado en aprender el arte de autodefensa letal—, pero
nunca había pensado en tener que proteger a otra persona, ni siquiera
cuando Jerusza se encontraba ante las puertas de la muerte, pues incluso
entonces Yona creyó en la magia protectora de la anciana.
—Despierta —murmuró mientras acariciaba la mejilla de la niña, que
notó un poco más fría, señal de que la corteza sobre la frente le estaba
ayudando a bajar la fiebre—. Por favor, bonita, despierta.
Y en ese momento, como si Dios la hubiera estado escuchando, la
pequeña se despertó, batió las pestañas, abrió los ojos —que eran del
intenso color del pelaje de un osezno— y con los labios formó una diminuta
«O» de sorpresa al reparar en la presencia de una desconocida a su lado. La
niña se incorporó y chilló, pero el sonido apenas llegó a oírse, y el esfuerzo
de gritar pareció agotarla por completo.
Yona le puso una mano en el brazo con amabilidad.
—Aquí estás a salvo —le dijo—. No te voy a hacer daño.
Pero la niña se limitó a mirarla confundida, y Yona supo que no la había
entendido. Había hablado en bielorruso porque sabía que muchos de los
pueblos que circundaban el bosque utilizaba ese idioma, pero quizá la
pequeña fuera polaca. Lo intentó de nuevo en esa otra lengua, pero recibió
la misma mirada vacía y asustada. Probó con el alemán, con el ruso, pero no
hubo manera.
Al final, la pequeña tomó la palabra.
—Ver bisti? Vu zenen maane eltern.
Sorprendida, Yona le contestó en yidis.
—Soy amiga tuya. Y no sé dónde están tus padres, pero te prometo que
haré todo lo que pueda para encontrarlos. Mientras tanto, te mantendré a
salvo.
—¿Tú también eres judía? —La niña se quedó boquiabierta.
Yona dudó. Las enrevesadas palabras que Jerusza le había comentado el
verano anterior seguían brillando en su mente. «Eres lo que te aguarda
desde el nacimiento». Pero ¿qué era eso? La anciana la había sumido en las
tradiciones judías, se aseguró de que conociera la ley judía de cabo a rabo,
le había leído fragmentos de la Torá antes incluso de que ella aprendiera a
leer. Yona creía en Dios y lo veía en todas partes, y creía en las enseñanzas
de los eruditos y sabios judíos, pero aquello no bastaba, sobre todo para
alguien que jamás había puesto un pie en una sinagoga, aunque Jerusza
insistía en que uno podía venerar a Dios en cualquier lugar.
—No lo sé —confesó, impotente.
—Pero… hablas el idioma de los judíos.
—Hablo muchos idiomas.
La niña la miraba, perpleja.
—Tus… tus ojos son muy curiosos. Son de diferente color.
—Sí. —Yona parpadeó varias veces—. Supongo que sí. —Nadie, aparte
de Jerusza, se le había acercado tanto como para fijarse, ni siquiera el chico
al que conoció en el bosque años atrás. Le parecía extraño estar cara a cara
con otra persona, y de pronto se sintió cohibida, aunque la pequeña no fuera
más que una niña—. Me llamo Yona —añadió al cabo de una pausa—. ¿Y
tú?
La niña dudó y examinó los ojos de Yona.
—Chana —respondió al fin.
—Muy bien, Chana, te he preparado té de sauce. Si te lo bebes, hará que
te sientas mejor.
Chana observó la taza de las manos de Yona, pero no hizo amago de
agarrarla.
—¿No me va a hacer daño?
—Te doy mi palabra. —Yona le ofreció la taza y, después de otro segundo
de vacilación, la niña la aceptó y la olisqueó, insegura—. Hará que te baje
la fiebre y que se te vaya el dolor —le aseguró.
La pequeña dio un pequeño y dudoso sorbo y arrugó un poco la nariz,
pero después volvió a beber.
—¿Cómo sabes que tengo dolor?
—Te has caído. —Yona se tocó el centro de su propia frente—. Te has
golpeado la cabeza, justo aquí. ¿Notas el chichón? Y tienes muchas heridas
y moratones. —Vaciló mientras contemplaba cómo la niña volvía a beber
—. ¿Qué te ha pasado, Chana? ¿De qué huías?
El rostro de la pequeña cambió, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Huía de… de la gente que nos quiere matar.
—Pero ¿quién iba a querer matarte?
La niña miró por encima del hombro de Yona y escaneó el bosque en
busca de un cazador invisible. Cuando su mirada se centró de nuevo en la
cara de Yona, la tristeza que desprendía casi la arrolló.
—Los alemanes —dijo—. Los alemanes que se presentaron en Volozhin.
Yona no lo entendía. Por más que supiera mucho sobre el bosque, casi no
sabía nada acerca del ser humano. Aun así, sabía lo suficiente para ser
consciente de que, si había gente que pretendía matar a una niña inocente,
en el mundo estaban pasando cosas horribles.
—¿Por qué? —preguntó al fin—. ¿Por qué iban a intentar matarte,
Chana?
—Porque soy judía. —La voz de la pequeña era apagada y triste. Se tocó
la estrella amarilla cosida en su jersey—. Intentan matarnos a todos los
judíos.
CAPÍTULO CINCO

D urante dos días, Yona alimentó a Chana con un reconfortante guiso


con espinas de pescado, rebozuelos y harina de bellota, y por la noche
esperaba a que la pequeña durmiera como un lirón antes de permitirse
derramar lágrimas.
Si un adulto le hubiera contado lo que le había relatado la niña, habría
creído que esa persona le estaba mintiendo. Pero Chana solo tenía seis años
y era inocente. En voz baja y sombría, le había explicado a Yona entre
titubeos las cosas horribles que les habían ocurrido a los judíos que vivían
en los pueblos que rodeaban el bosque. Arrestos y deportaciones de los
hombres más fuertes. Guetos cuyas calles rebosaban de excrementos y
basura. Enfermedades descontroladas, hambruna, huérfanos sin lugar al que
ir que morían congelados en invierno, con las manos tendidas hacia un pan
que jamás les llegaba.
Tener conocimiento de lo que sucedía fuera del bosque arrasó a Yona
como si de un virus se tratara. Vomitaba por las mañanas, lejos de la niña. Y
cuando sonreía y le aseguraba que al final todo iría bien, notaba un sabor
salado en la boca, similar al que le sobrevino cuando tantos años atrás le
había mentido a Marcin en el bosque.
Los alemanes le habían hecho daño a la niña, y Yona no podía dejar de
pensar en las cosas que Jerusza le había dicho en su lecho de muerte. La
anciana la había robado a unos padres alemanes. «Gente mala», los había
llamado. «Padres malvados». ¿A eso se había referido Jerusza? ¿La gente
podía ser tan cruel con el prójimo? ¿La anciana había actuado bien al hacer
lo que hizo?
—Por favor, ¿me ayudarás a encontrar a mi madre y a mi padre? —le
preguntó la niña cuando al tercer día salió el sol. Había recuperado una
parte de sus fuerzas y le había dicho a Yona que se había separado de ellos
una semana atrás, cuando huyeron del gueto junto a una docena de judíos a
través de un túnel que habían cavado con las manos. Los alemanes los
habían perseguido gritando palabras que ella no comprendía, y cuando
empezaron los disparos se asustó tanto que corrió sin mirar atrás. Cuando le
fallaron las piernas y no pudo avanzar más, se detuvo y se vio completa y
espantosamente sola.
Yona temía que los padres de la pequeña estuvieran muertos, pero asintió
y se obligó a sonreír.
—Empezaremos a buscarlos hoy mismo. Pero el bosque es enorme,
Chana. Es posible que no seamos capaces de encontrarlos. Debes prepararte
para esa posibilidad.
—Ellos también me estarán buscando —replicó Chana con rotundidad—.
Están ahí fuera.
Y por eso, aunque fuera en contra de los instintos de Yona, ese día
comenzaron a encaminarse hacia la civilización del extremo norte del
bosque, en dirección hacia el lugar desde el que había llegado Chana.
Tardaron un día y medio, andando bajo la luz de la luna llena y
durmiendo de día, en llegar a ver un rastro. Yona atisbó un par de huellas
hacia el este, lejos del banco de un río, y uno de los pares era demasiado
pequeño para pertenecer a un hombre. ¿Serían las huellas de la madre de
Chana? Eran recientes, hacía menos de un día que las habían dejado allí.
Seis horas más tarde, justo cuando el sol empezaba a asomar, encontraron
el final de las pisadas. Entre dos robles habían erigido pobremente un
cobertizo con un techo inexperto de ramas desperdigadas que jamás habrían
logrado guarecer de la lluvia ni del sol. En cuanto lo divisó, Yona tiró de
Chana hacia un árbol y le hizo un gesto para que guardara silencio y se
quedara quieta. Debía asegurarse de que quienes lo habían alzado no fueran
a hacerles daño. Chana la miró con ojos asustados y mostró su conformidad
con un asentimiento, pero al cabo de unos minutos apareció una mujer con
una larga cabellera castaña que le caía sobre los hombros como una cortina,
y Chana salió disparada hacia delante.
—¡Mami! —gritó.
La mujer se giró y Chana se lanzó a sus brazos. Las dos lloraban y
hablaban al mismo tiempo, y cuando Yona salió de su escondite entre la
maleza descubrió, sorprendida, que tenía los ojos anegados en lágrimas. Era
la clase de reencuentro que ella jamás viviría, no había nadie que la
esperara.
Cuando la mujer la soltó, Chana se giró y señaló hacia Yona, y la
expresión de la mujer pasó en un instante de alegría pura a precavida
curiosidad.
—Me salvó, mami —oyó Yona que decía la pequeña, y al cabo de un
segundo el rostro de la mujer se suavizó, y le hizo un gesto para que se
acercase.
—¿Es cierto? —le preguntó con voz grave y fuerte. Hablaba polaco,
como su hija—. ¿Tú salvaste a mi Chana?
—Estaba herida —respondió Yona en yidis, el idioma con el que la mujer
debía de estar más cómoda, pues era el que le había enseñado a su hija—.
Le prometí que la ayudaría a encontraros.
—Hablas yidis. —La mujer la observó durante unos segundos—. ¿Tú
también estabas en el gueto? No te había visto.
—No. —Yona negó con la cabeza—. Yo solo soy del bosque.
La mujer se la quedó mirando durante otro minuto.
—¿Sabes ayudar a los heridos, entonces? Por favor. Es mi marido,
necesita ayuda. ¿Podrías venir?
Yona asintió y, con la cabeza gacha, siguió a la mujer hacia la endeble
construcción, con Chana pisándoles los talones.
—Gracias —añadió la mujer sin mirar a Yona—. Gracias por haber
salvado a mi hija.

***

El padre de Chana se estaba muriendo; su torso era una masa sanguinolenta


y su rostro estaba empapado en sudor. Estaba tumbado de espaldas y
respiraba aceleradamente, los ojos medio abiertos y vidriosos. Cuando
Chana se le acercó, gimoteando, fue como si el hombre no la reconociera, y
su madre enseguida la apartó para estrecharla en un abrazo.
—¿Quién… tú? —consiguió preguntarle a Yona. Intentó sentarse, pero
Yona le puso una mano firme en el hombro y lo animó a tumbarse.
—Me llamo Yona —dijo—. He traído a vuestra hija hasta vosotros. Y
voy a intentar ayudarte.
Se la quedó mirando unos segundos antes de cerrar los ojos.
—Ya estoy muerto.
—Estás vivo. Y haré todo lo que pueda para que sigas así. —Yona
hablaba con una confianza que no sentía, pero era necesario. Era la única
manera de convencerse a sí misma de que tal vez fuera capaz de salvarlo.
Miró hacia el cielo y deseó que Jerusza estuviera allí para ayudarla,
puesto que la anciana sabría qué hacer. Aunque el hecho de que estuviese
allí iba en contra de todo lo que pregonaba la mujer. Le habría dicho a Yona
que estaba poniéndose en peligro. Y Yona lo sabía, sabía que, cuanto más se
quedara con ellos, mayor era el riesgo que corría. Pero no podía abandonar
a esa familia a su suerte.
—Es la herida de un disparo, ¿verdad? —preguntó con amabilidad
después de examinar el agujero que le perforaba el abdomen al hombre.
Había visto animales muertos con la misma herida, provocada por
cazadores sin escrúpulos.
Al parecer, el padre de Chana no la oyó debido a su trabajosa respiración.
Fue la madre quien, desde su lado, respondió con un áspero susurro.
—Sí. Le dispararon.
—Muy bien. —A Yona le costaba fingir que tenía controlada la situación
y que no estaba aterrorizada—. ¿Te suena la planta de la bardana? —Chana
lloraba con la cara escondida entre los deshilachados pliegues del vestido de
su madre.
—Sí, sé cuál es —dijo la mujer.
—Chana y tú debéis traerme unas cuantas lo antes posible.
Chana y su madre salieron al bosque a toda prisa, y Yona se dio cuenta
demasiado tarde de que había olvidado advertirles que no hicieran ruido.
Sin embargo, Chana y ella no habían encontrado rastro alguno de hombres
en su trayecto hasta allí, y no había indicios de que les observara nada que
no fueran las criaturas del bosque. Enseguida barrió la zona en busca de
algo que pudiera utilizar para ayudar al padre de Chana mientras esperaba a
que la pequeña y su madre regresaran, y su mirada se posó en unas
florecillas blancas que crecían a treinta metros de allí. Achillea millefolium,
milenrama. Con el corazón acelerado, se apresuró a agarrar un puñado de
capullos. Corrió hacia el arroyo, escogió un palo largo y molió las flores
hasta formar una pasta, a la que añadió un poco de agua. A continuación,
con la rugosa cataplasma en las manos, se dio prisa en regresar junto al
padre de Chana.
En el interior del precario cobertizo, su respiración se había vuelto aún
más trabajosa. Cuando Yona se arrodilló a su lado, ni siquiera la miró.
—Te va a doler —murmuró—. Lo siento.
El hombre gruñó y se retorció de dolor cuando Yona lo giró suavemente
para asegurarse de que la bala hubiera salido de su cuerpo, en lugar de
permanecer en sus entrañas. Sí: había un limpio agujero circular en la
espalda por donde lo había atravesado el disparo. Extendió la pasta
alrededor del perímetro de la herida de salida, y después le dio la vuelta
para cubrirle también el borde dentado del abdomen destrozado, y se
encogió al oír sus aullidos.
—Te vas a poner peor antes de ponerte mejor —murmuró cuando lo hubo
dejado tumbado en un estado de semiinconsciencia—. Pero será tu única
posibilidad de sobrevivir.
Cuando Chana y su madre regresaron, con las manos llenas de flores
rosas y hojas verdes, el padre se había quedado dormido. Su pecho subía y
bajaba bajo la palma de Yona mientras la muchacha contemplaba cómo la
sangre alrededor de la herida había empezado a coagularse, iniciando así la
lenta tarea de volver a unir el cuerpo desgarrado.
—¿Isaac sigue vivo? —preguntó la madre de Chana mirando a Yona con
una mezcla de miedo y respeto—. ¿Ahora qué hacemos?
—Ahora rezamos —contestó Yona.

***

Yona esperó a que la sangre dejara de manar de la barriga de Isaac antes de


frotarle la herida con un preparado formado por las hojas, los tallos y las
flores de la bardana para desinfectarla. Lo giró suavemente, y el hombre
gruñó en sueños cuando le cubrió la herida de la espalda.
Fue dos días antes de que se despertara, con la mirada clara, y preguntara
por Esta, su mujer.
—¿Vivirá mi marido? —pregunto Esta con un susurro al pasar por
delante de Yona y entrar en la choza. Yona había colocado techo y paredes
de corteza de pícea, apoyadas en postes de pino, una estructura que los
refugiaría del viento y se fundiría mejor entre los árboles. Deberían
permanecer allí una semana como mínimo para que el padre de Chana
pudiera recuperarse y volver a caminar.
—Creo que sí —respondió Yona, pero, al clavar la mirada en los ojos de
la mujer, se entendieron a la perfección. Aquellas palabras no eran una
promesa; Yona se había limitado a ocuparse lo mejor que sabía.
Sus cuidados bastaron, sin embargo, y al cabo de ocho días Isaac, que
había trabajado en un banco judío antes de que los alemanes lo obligaran a
cerrar, caminaba, si bien con dificultad, y reía con Chana, cuyo rostro se
había transformado por el alivio.
Aunque la alegría de la sonrisa del hombre no le llegaba a los ojos, y en
su mirada Yona percibía el dolor y el miedo. La forma en que todos vivían
en ese momento, concentrados en la sanación del padre, no era más que una
suspensión de la realidad. No se habían adentrado lo suficiente en el bosque
como para escapar de aquellos que tal vez los persiguieran.
—Chana me ha contado cosas del gueto de vuestra ciudad —dijo Yona en
voz baja el undécimo día al examinar las heridas de Isaac, mientras Esta y
Chana esperaban fuera—. ¿Son ciertas?
El hombre hizo una mueca de dolor al frotarse con una nueva cataplasma
la herida del torso, que todavía corría serio peligro de infectarse. No habló
durante unos instantes, y al tomar la palabra su voz estaba teñida de tristeza.
—Los soviéticos llegaron primero, hace tres años, y nos arrebataron el
derecho de practicar nuestra religión, cualquier religión. Eso me rompió el
corazón, porque la yeshivá era una parte vital de nuestras vidas, de nuestro
pueblo. Llevaba más de cien años en pie, desde 1803, y los impíos
soviéticos convirtieron la escuela en un bar. Creímos que la situación ya no
podría empeorar más. —Soltó un tembloroso suspiro—. Nos equivocamos.
»El verano pasado llegaron los alemanes —prosiguió con un tono tan
plano que se volvió monótono—. Cuando hubo pasado un mes desde su
aparición, trasladaron a todos los judíos de nuestra ciudad a un gueto
diminuto en pésimas condiciones. No nos proporcionaban más que un trozo
de pan al día. Y luego empezaron a asesinarnos al azar.
Se quedó en silencio de nuevo, y Yona intentó reprimir las lágrimas.
—No… no lo entiendo.
Isaac se encogió de hombros enérgicamente y evitó la mirada de la joven
al continuar.
—En octubre, mataron a trescientos judíos porque sí. No fue ningún
secreto. Querían que lo supiéramos, que tuviéramos miedo. Querían que
fuéramos conscientes de que, para ellos, nuestras vidas no tenían ningún
valor, que viviríamos o moriríamos a su antojo. Pero entonces la masacre se
detuvo durante un tiempo, y pensamos que quizá habrían saciado su sed de
sangre. Quizá ya estuviéramos a salvo. Quizá solo desearan
menospreciarnos, humillarnos, mantenernos en la miseria absoluta, lo cual
es horrible, Yona, pero por lo menos seguiríamos vivos.
»Pero hace unas pocas semanas un policía bielorruso al que conozco
desde siempre me contó que se había organizado un gigantesco plan de
acción. Pretendían matar a más de los nuestros, a miles, tal vez a todos. Se
lo dije a mi mujer, y no me creyó. Yo quería que huyéramos, que
intentáramos escapar con nuestra hija, porque al permanecer allí parecíamos
estar esperando a que nos sobreviniera la muerte, ahora o más adelante. Aun
así, Esta recelaba: “No es verdad. ¿Cómo iban a matarnos a miles? ¿Dónde
nos dejarían? ¿Qué ganarían ellos?”. Y un día, hace solamente dos semanas,
volvía a casa a pie después de trabajar limpiando los lavabos de los
alemanes cuando pasé por delante de una joven madre con un bebé. Un
soldado alemán la estaba provocando. No comprendí las palabras que decía,
pues hablaba en su idioma, y era evidente que ella tampoco lo comprendía.
El soldado alargó los brazos hacia el bebé, una niñita, y la madre se apartó,
pero el hombre consiguió hacerle cosquillas, y la pequeña se rio. Nunca
olvidaré el sonido de esa risa, Yona, puesto que lo cambió todo. Hizo que la
madre se relajara. Que pensara que era un tipo amable. De mala gana, le
permitió agarrar a la niña, que no debía de tener más de seis meses. Con una
carcajada, el soldado aferró a la pequeña por los pies y la lanzó hacia la
pared del edificio que tenían detrás. Le destrozó la cabecita.
Yona soltó un débil gemido de incredulidad.
—El sonido del aullido de la madre no me abandonará jamás —concluyó
Isaac mirando, ahora sí, a Yona—. El rostro del alemán no se inmutó
cuando se dio la vuelta, disparó a la mujer entre las cejas y se marchó. —
Respiró hondo—. Fui a buscar a mi esposa y a mi hija, y esa misma noche
nos escabullimos hacia el bosque a través de un túnel que habían cavado en
una pared. Nos unimos a una huida que ya estaba organizada. Fuimos once
los que intentamos escapar, y nos vieron. Abrieron fuego contra nosotros, y
la mayoría cayó. Puede que pensaran que nos habían abatido a todos,
porque no nos siguieron. Y ahora aquí estamos.
Al parecer, Isaac era consciente de que después de aquello no era
necesario seguir hablando: cerró los ojos y se reclinó en la cama de juncos
que Yona había construido para que estuviera cómodo. Luego de unos
quince minutos, su respiración se acompasó, y Yona supo que se había
quedado dormido; el dolor de narrar su espeluznante historia lo había
dejado exhausto. Por más que él hubiera encontrado paz conciliando el
sueño, Yona no se podía mover. Sabía que las palabras de Isaac eran la
verdad, pero ¿cómo era posible? Aun después de que Jerusza le contara
durante años que no debía confiar en los hombres, aquel relato le había
comprimido el corazón. Siempre prefirió creer en las cosas que veía en los
pueblos: las risas, los abrazos, la cercanía, el amor. Pero ¿acaso la anciana
también había tenido razón en eso?
Durante dos noches, Yona apenas consiguió dormir. En su cabeza no
paraba de reproducirse la voz de Isaac, y al soñar veía con asombrosa
claridad todo cuanto el padre de Chana le había contado. La decimocuarta
mañana que compartía con la familia, se despertó con un aciago
presentimiento en las entrañas de la barriga. Algo los acechaba en la
oscuridad, algo que estaba cada vez más cerca, y ya no estaban a salvo allí.
—Tenemos que marcharnos hoy mismo —anunció Yona cuando la
familia se sentó junto a las ascuas del fuego de la noche anterior para tomar
un frugal desayuno con café de bellota y bayas. Isaac mejoraba día tras día,
y Yona confiaba en que pudiera mantener un ritmo lento a través del bosque
si se apoyaba en Esta y en ella—. Lo noto en los huesos. Es el momento de
irse.
Isaac asintió con un gesto solemne, pero Esta tensó la espalda y miró a su
esposo con incredulidad antes de girarse hacia Yona.
—Aquí estamos perfectamente a salvo. Y mi marido no está lo bastante
bien como para viajar.
—Sí que lo estoy, Esta —protestó—. Tengo que estarlo. Yona lleva razón.
—¿Porque lo nota en los huesos? Es absurdo. Ya no nos persigue nadie.
¿Qué les iba a importar? Tres judíos que huyeron de su criba, tanto da.
Ahora estamos a salvo.
—Yo creo que no —dijo Yona después de un largo silencio. No había
reflexionado acerca del futuro ni del tiempo que iba a pasar con aquella
familia, pero sabía que no podía abandonarlos. «Todos estamos
interconectados», le dijo Jerusza en su lecho de muerte. «En cuanto los
destinos se entrelazan, quedan hilvanados para siempre»—. Estamos
demasiado cerca del lugar del que llegasteis. Debemos adentrarnos más en
el bosque. Podemos ir poco a poco, pero tenemos que empezar a irnos.
—¿Tenemos? —repitió Esta con un matiz tan resentido que Isaac se
encogió y pasó los ojos de su esposa a Yona y viceversa, confundido—. Nos
has ayudado, Yona, pero no eres una de los nuestros. ¿Cómo sabemos que
podemos fiarnos de ti?
—Esta, cariño, Yona me salvó la vida —se quejó Isaac—. Nos devolvió a
Chana. Nos ha dado dos milagros. ¿Cómo es posible que dudes de ella?
Los labios de Esta formaban una línea apretada. Se giró hacia su esposo.
—¿Acaso no nos fiamos también de que los alemanes nos dejarían vivir?
Y, aun así, mataron a mi madre y a la tuya, por ninguna razón en absoluto.
Nosotros también estaríamos muertos si nos hubiéramos quedado. No,
Isaac, a partir de ahora no nos fiaremos más que de nosotros mismos.
Hicimos una promesa. Y ella no es como nosotros.
Yona parpadeó varias veces. Aquellas palabras le hicieron daño, aunque
eran ciertas, por supuesto. Qué estúpida había sido al imaginar un mundo
donde pudiera protegerlos, un mundo donde la soledad fuera un recuerdo
lejano. Pero de momento la necesitaban, por lo menos durante un tiempo,
porque no conocían el bosque como ella. Abrió la boca para verbalizarlo,
pero Isaac habló antes que ella.
—Esta, por favor, no le faltes al respeto. Yona puede mostrarnos a dónde
ir, dónde escondernos. Puede ayudarnos con qué comer hasta que sepamos
qué haremos por nuestra cuenta.
Los ojos de Chana estaban abiertos por el miedo al presenciar la
discusión de sus padres.
La mirada de Esta se fijó de nuevo en Yona y, entonces, apretó la
mandíbula antes de girarse hacia su esposo.
—No. No volveré a cometer el mismo error de fiarme de la persona
equivocada. —Miró a Yona con los ojos ardientes por la furia, y acto
seguido se volvió hacia Isaac—. Además, ¿crees que no lo veo, Isaac? ¿Que
no veo cómo habláis entre susurros mientras te cura las heridas?
—Le estaba contando las atrocidades cometidas contra nuestro pueblo —
le espetó Isaac—. Difícilmente son palabras para seducir a nadie, Esta.
—Es una mujer solitaria del bosque. Nos ha ayudado y le estamos
agradecidos, pero ahora debemos marcharnos. Es nuestro destino, no el
suyo.
A Yona se le aceleró el corazón al observar indistintamente al hombre y a
la mujer, ambos enojados.
—Por favor, dejad que os ayude. —Se levantó y, aunque no sabía por qué
se lo imploraba, continuó—: Yo… me he encariñado con Chana. Con los
tres. Por favor, debemos ir hacia el sur.
—Lo siento, Yona —dijo Esta con brusquedad—. Pero tengo que
proteger a mi familia.
—¿De una mujer que no nos ha mostrado más que amabilidad? —le
preguntó Isaac levantando la voz al fin.
—¿Mami? —se atrevió a intervenir Chana, pero Esta la ignoró.
—Sobreviviremos sin ella —aseveró Esta—. Ya no la necesitamos.
—Yo… —empezó a decir Yona.
—Gracias por todo lo que has hecho para ayudarnos —le dijo Esta
mientras Isaac suspiraba y se recostaba, mascullando para sí mismo. Era
obvio que Esta había ganado, pero ¿a qué precio?—. Tú puedes marcharte
cuando quieras, Yona. Debes de tener ganas de regresar a lo que sea que
estuvieras haciendo cuando irrumpimos en tu vida.
Yona se la quedó contemplando durante un buen rato. Visualizaba una
docena de futuros para esa familia, ninguno de ellos halagüeño. No podía
dejarlos indefensos.
—Me quedaré el tiempo que paséis aquí.
—Pues entonces nos iremos —saltó Esta secamente—. Chana, ayúdame a
recoger nuestras cosas.
—Por favor, estás cometiendo un error. —Yona esperó a que Esta le
sostuviera la mirada—. El bosque es cruel si no lo conoces y…
—Gracias por preocuparte, Yona. —Esta apartó los ojos—. Nos
marcharemos dentro de una hora. Agradecemos todo lo que has hecho, pero
podemos cuidar de nosotros.

***

Yona intentó una vez más convencer a Esta para que cambiara de opinión,
pero era evidente que la mujer había tomado una decisión, motivada por
una honda desconfianza que Yona era incapaz de eliminar. No comprendía a
Esta y no sabía cómo persuadirla; también se le escapaba si acaso tenía
derecho a intentarlo. Como había dicho Esta, cuanto les ocurriera más
adelante sería el destino de ellos, no el suyo. Y, así, cuando la familia
recogió las cosas —Isaac le lanzaba miradas intranquilas, Chana lloraba y
Esta la evitaba por completo—, Yona se obligó a alejarse y abandonó el
claro del bosque, para no tener que rogarles de nuevo que se quedaran ni
verlos partir.
—¿Nos tenemos que ir, mami? —oyó que preguntaba Chana—. ¿Yona no
puede venir con nosotros?
—Yona debe quedarse aquí, cielo —respondió Esta—. No es de los
nuestros. Tu padre y yo te mantendremos a salvo.
Un buen rato después de que los pasos de la familia se hubieran perdido
en la distancia, Yona se preguntó si debía perseguirlos, convencerlos de que
se quedaran con ella un poco más, quizá incluso darle a la niña un último
abrazo de despedida.
Pero el destino es en parte suerte y en parte elección, y Yona comprendía
que Esta había elegido un camino para su familia que no la incluía a ella. La
indecisión la dejó paralizada durante tanto tiempo que, cuando por fin se
levantó, con dolor en el corazón, ya hacía rato que la familia se había
marchado.
Yona se pasó los cuatro días siguientes diciéndose que había tomado la
decisión adecuada, aunque por la noche soñaba que el alma de Chana se
desprendía de su cuerpo y se elevaba como una mariposa incandescente
hacia la noche oscura, y todas las mañanas se despertaba con un mal
presentimiento. El quinto día, a regañadientes, comenzó a moverse hacia el
este, en la misma dirección que había tomado la familia, si bien sabía que
no volvería a verlos. El bosque era demasiado extenso.
Era media mañana cuando oyó tres disparos a lo lejos, cada uno
rompiendo la quietud del bosque, y al correr rumbo a aquellos espantosos
sonidos y encontrar los cuerpos de la familia en un claro, supo que había
cometido un tremendo error. Observó desde las sombras cómo dos soldados
alemanes se alejaban con los zapatos de Isaac, riendo y dándose palmadas
en la espalda. Y entonces, cuando hubieron desaparecido y el bosque se
quedó en silencio de nuevo, Yona emergió de la oscuridad y suavemente
giró a Chana para que los ojos vacíos de la niña miraran hacia el cielo.
Estaba tumbada, inmóvil, entre su madre y su padre, los tres en fila. Los
habían ejecutado a quemarropa, un único disparo en la nuca.
Yona dejó que le cayeran las lágrimas al contemplar el rostro destrozado
de la pequeña. No había sido la responsable directa de la muerte de Chana,
pero le había fallado, ¿verdad? Había permitido que Chana y su familia se
adentraran en la naturaleza sin conocer los peligros, y, como ella no había
hecho nada, habían terminado muertos.
—Lo siento —le susurró a la niña—. Te prometo que no volveré a
cometer el mismo error.
Pero era demasiado tarde para esa familia. Los tres dormirían eternamente
y se fusionarían con la tierra implacable.
CAPÍTULO SEIS

A lo largo del mes siguiente, a medida que el sol de verano hacía madurar
al bosque, Yona vivió a oscuras, perseguida en sueños por la imagen del
rostro inerte de Chana en el claro y el olor metálico de la sangre. Pensó en
el muchacho al que había conocido y en cómo le había advertido que
quemaban libros en Berlín. Pensó en las cosas espantosas que Isaac le había
contado acerca del gueto de Volozhin. En el silencio del bosque, hablaba
con Jerusza y a veces oía una respuesta en el viento. Observaba su propio
rostro en los riachuelos que atravesaban el bosque y se preguntaba por los
padres a los que la habían arrebatado hacía tanto tiempo. ¿Volvería a verlos
algún día? Parecía imposible, pues se encontraban a kilómetros de distancia,
en un país que intentaba apoderarse del continente. Pero recordaba las
palabras susurradas por Jerusza en su lecho de muerte:
—Las vidas son círculos que giran por el mundo, y, cuando están
predestinadas a interconectarse, lo hacen. No hay nada que podamos hacer
para evitarlo.
Yona se las había repetido un millón de veces, preguntándose si
significaban que su órbita en algún punto se cruzaría de nuevo con las de
sus padres. Lo anhelaba, aunque no sabía nada de ellos, no sabía nada de la
clase de personas que eran. Aun así, eran su familia, un lugar al que
pertenecer.
Conforme se desplazaba de árbol hueco en árbol hueco, buscando un
lugar diferente para dormir por la noche, en ocasiones oía el zumbido de un
avión en el cielo y el movimiento de hombres en la lejanía del bosque. Los
alemanes a veces se aventuraban a atravesar las lindes de la maleza en
busca de judíos, pero hasta ese momento había estado a salvo en el corazón
del bosque. Pero ¿los alemanes lo invadirían algún día con su ejército?
¿Arrasarían el bosque, le arrebatarían a Yona el único refugio que había
conocido? Parecía una locura, pero también lo parecía el asesinato
sistemático de personas inocentes que le había contado Isaac. Tal vez el
mundo se había vuelto totalmente loco.
Había caminado muchos kilómetros a fin de dejar cuanta más distancia
mejor entre ella y el modo en que había fallado a la familia de Chana, y en
el mes de julio se encontraba en el área sureste del bosque. Una mañana
nublada, había empezado a moverse de nuevo cuando vio a un hombre más
adelante, de pie junto a un río, de espaldas a ella. Yona enseguida se
escondió detrás de un árbol y se quedó inmóvil, observándolo.
Sus ropas estaban raídas, llevaba una camisa manchada y harapienta que
le cubría los anchos hombros y que se había arremangado hasta los codos, y
pantalones que se le ceñían a las pantorrillas. Era mayor que ella, pensó
Yona, pero no demasiado. Su pelo era del color del limo del río y
resplandecía bajo la luz del sol que se filtraba entre los árboles.
Estaba totalmente quieto y contemplaba el agua, y Yona contuvo la
respiración mientras lo examinaba. Parecía fuerte, pero tenía una cintura
demasiado estrecha para ese cuerpo; era alguien que estaba acostumbrado a
comer en abundancia, pero que recientemente había debido aprender a vivir
con poca comida, supuso la muchacha. Pero ¿qué estaba haciendo?
¿Observaba su propio reflejo en el plácido arroyo?
Su pregunta quedó respondida al cabo de un segundo cuando, con un
gruñido, el hombre se zambulló en el agua. Chapoteó durante unos
instantes, y luego refunfuñó.
—¡Se ha escapado! —gritó en yidis al emerger del agua mientras
meneaba la cabeza para sacudirse las gotas del pelo. Yona se encogió aún
más tras el árbol, inmóvil. A juzgar por el idioma, era judío, igual que la
familia de Chana.
—Ya te lo he dicho —dijo otra voz masculina, esta desde más lejos. Yona
se quedó sin aliento. ¿Había dos hombres allí?—. No vas a poder atrapar a
un pez con las manos.
Acto seguido, oyó el ruido de pasos que rompían las ramas del suelo, y
entonces el segundo hombre apareció en el claro, en la margen del río
opuesta a donde estaba primero. Era más joven, más delgado, y tenía los
rasgos de la cara más marcados y el pelo tan negro como el de Yona.
—Supongo que se te ocurre una idea mejor, ¿no? —preguntó el primero
observando el agua otra vez.
—¿Bayas? —propuso el segundo con un encogimiento de hombros—.
¿Setas?
—No podemos darle de comer a la gente bayas toda la vida, y tú y yo no
sabemos diferenciar las setas venenosas de las inofensivas —replicó el
primero—. Dame un minuto, Leib. Cazaré algo.
—De acuerdo, pero armarás tal escándalo que llamarás la atención de
todos los guerrilleros soviéticos que haya en el bosque.
—Aquí no hay nadie —gruñó el primero. Pero Yona detectó la sonrisa
que subyacía tras su voz.
El que se llamaba Leib se incorporó y observó, con una ceja arqueada,
cómo el tipo de hombros anchos se quedaba callado y quieto una vez más.
Se lanzó de nuevo hacia algo en el agua, y, como antes, salió con las manos
vacías, rumiando para sí.
—Necesitamos una mejor solución, Aleksander —dijo Leib, y ahora ya
sin ningún dejo de burla—. Están muertos de hambre.
Cuando el que se llamaba Aleksander volvía a emerger del vacío arroyo y
se sacudía el agua de encima, Yona vio, incluso desde la distancia, que su
expresión había recobrado la seriedad. No se creyó la sonrisa que forzó al
girarse hacia Leib.
—Yo me encargo, Leib. Todo irá bien.
Yona contempló en silencio cómo Leib se marchaba con la cabeza gacha.
Al dirigir de nuevo la mirada hacia Aleksander, la sorprendió oírlo empezar
a rezar en voz baja, primero preguntando si Dios estaba allí y después
diciéndole al cielo que daría lo que fuera por tener un poco de suerte, un
poco de comida.
—Cuentan conmigo —terminó con voz apenada mientras se disponía a
observar de nuevo el agua.
No había nada que Yona quisiera más en esos instantes que salir del
bosque y ser la respuesta a las plegarias de ese hombre, la prueba de que al
fin y al cabo, después de las cosas horribles que hubiera tenido que vivir
para acabar allí, Dios existía. Pero ¿quién era ella para pensar que podría
salvar a alguien de la oscuridad? Había fallado a la familia de Chana.
Probablemente se había equivocado al querer ayudarlos; ¿acaso Jerusza no
le había enseñado que estaba mejor sola? Aunque ¿cómo iba a ignorar aquel
sentimiento de su corazón, la parte de ella que se negaba a dejar atrás a una
persona necesitada? ¿Y si el camino elegido por Jerusza no hubiera sido el
apropiado? ¿Quién era la anciana para seguir manejando los hilos de la vida
de Yona?
El tal Aleksander se sumergió un par de veces más en el agua para
intentar apresar a un pez con las manos, pero al final se sentó en la orilla del
río con un fuerte suspiro. Le daba la espalda a Yona, y ella veía la tensión
que transmitía la camisa empapada. El agua le caía del pelo sobre el cuello,
y, al alzar una mano para rascarse la cabeza, soltó un gemido de
desesperación casi inhumano.
—Dios mío, ¿qué voy a hacer?
—Yo… yo puedo ayudar. —Yona oyó su propia voz antes de haber
decidido incluso que iba a salir de entre los árboles. Habló en yidis porque
era el idioma que había hablado él antes. El hombre se puso en pie
enseguida y se giró, barriendo el bosque con la mirada en busca del origen
de aquella voz, y entonces sus ojos se clavaron en ella.
Parpadeó varias veces con expresión de suma sorpresa cuando Yona se
obligó a abandonar los árboles. Ya no había vuelta atrás. Se miraron durante
varios largos segundos. Yona notaba cómo el corazón le golpeaba el pecho.
—Amkha? —preguntó él al cabo de un rato con rostro cauto e inseguro.
Era una palabra hebrea, una que básicamente significaba «la nación de la
gente». Quería saber si era de los suyos, una compañera judía, pero la
pregunta era la que tanto la había atormentado, la que no sabía responder,
así que se Yona limitó a encogerse de hombros.
—¿De dónde vienes? —inquirió finalmente.
Yona dudó. Había sido un error. El amigo de aquel hombre regresaría en
cualquier momento, y ¿entonces qué? Pero al instante vio la cara de Chana
en su mente y sintió el peso de su fracaso. No podía darse media vuelta, otra
vez no.
—Vengo del bosque —dijo sin más.
—Eso ya lo veo. —Una débil sonrisa tiró de la comisura izquierda de su
boca—. Me refiero a de dónde venías antes del bosque.
—Del bosque —repitió, y vio cómo él fruncía el ceño.
—Del bosque. —Se rascó la cabeza—. Pero hablas yidis. —Yona supo
que intentaba encajar todas las piezas.
—Tú también —respondió, pero no le ofreció ninguna explicación—.
Necesitas ayuda.
—Yo… —empezó a decir, y se detuvo—. Tengo gente a la que alimentar.
Gente que cuenta conmigo. Yo… antes de esto era contable. Si necesitas
que te lleve las cuentas, no hay problema, pero sobrevivir en el bosque… —
Se obligó a sonreír, aparentemente para restar gravedad al momento, pero
sus ojos lo delataron, y, al final, bajó la mirada—. Es que me necesitan, y no
sé qué hacer.
Yona asintió. Se miraron durante un buen rato, y entonces Yona respiró
hondo y comenzó a avanzar; la sangre le corría ardiente por las venas.
—Intentas atrapar un lucio porque es más grande, pero solo con las
manos es difícil. En el agua también hay daces, peces muy pequeños, muy
numerosos, más fáciles de capturar. Solo debes saber cómo.
Se la quedó mirando cuando se le acercó, tanto que notaba cómo su
presencia hacía ondular el aire entre ambos. Esa corriente hizo que Yona
quisiera echar a correr, pero también que deseara aproximarse aún más.
Petrificada, no se movió.
—¿Quién eres? —le preguntó el hombre.
Era una pregunta simple, pero la paralizó durante unos instantes. ¿Cómo
iba a contestar si ni siquiera ella sabía cuál era la respuesta? Se permitió
apartar la mirada.
—Soy la persona que te ayudará a darle de comer a tu gente esta noche.
¿De acuerdo?
Se pasó un minuto observándola antes de soltar una risilla, aunque no
descortés. Dio un paso atrás.
—De acuerdo.
Se miraron a los ojos durante varios segundos; acto seguido, Yona se dio
la vuelta y, de espaldas a él, se quitó las botas, se enrolló las perneras del
pantalón varias veces, se quitó la camisa y se dejó solo la fina camiseta
interior. Oyó cómo respiraba él cuando se giró y se adentró en el riachuelo.
El agua estaba helada y, al correr junto a sus tobillos, la vigorizó. Yona
metió la camisa en el agua para formar una red opaca. Se agachó sin que le
importara mojarse la ropa. El sol calentaba mucho y se secaría enseguida, y
de todos modos ya era hora de lavarla. Se quedó quieta, casi sin respirar,
hasta que los peces se olvidaron de que estaba allí y revolotearon a su
alrededor, sus escamas plateadas resplandecientes bajo el sol al recibir la
luz. Y entonces, tan deprisa que si él hubiera parpadeado se lo habría
perdido, levantó la camisa con un movimiento muy veloz y con ella formó
una semiesfera para que nada escapara por los extremos mientras se filtraba
el agua. En el interior de la tela, siete pececillos boqueaban y se
convulsionaban. Yona se los mostró y sonrió.
—¿Ves?
Boquiabierto, su mirada iba de Yona a los peces y de los peces a Yona.
—¿Cómo has…?
—Debes fundirte con el agua.
Él parpadeó varias veces antes de meter los pies en el río, a su lado. Se
quitó la camisa, dejando al descubierto una piel firme, bronceada por el sol,
que cubría unos músculos marcados. De pronto, Yona fue muy consciente
de su presencia al notar las olas que rompían contra sus piernas debido a los
movimientos de ese hombre. Permaneció quieto varios segundos, con la
camisa hundida en el agua, pero no fue suficiente tiempo, y, cuando levantó
la improvisada red, los peces huyeron, y no pescó ninguno.
—Haces que parezca fácil —dijo mirando a Yona con una sonrisa.
—Llevo casi toda la vida haciéndolo. —Tan pronto como las palabras
salieron de sus labios, supo que le había confiado algo, que le había contado
algo de sí misma. No había sido su intención—. Ya aprenderás. —Se sentía
expuesta ante la mirada de él, pero la sorprendió darse cuenta de que no le
importaba, no como pensaba que le importaría. Ese hombre la miraba
fijamente, y había algo en el hecho de que repararan en ella que le recordó
que no era tan solo un fantasma, un espíritu del bosque—. ¿A cuántas
personas debes dar de comer? —le preguntó.
Él dudó, y Yona supo que sopesaba sus opciones y decidía si debía ser
sincero o no. Buena señal; era precavido. Hacía bien en no fiarse
inmediatamente de una desconocida, y Yona lo respetó por ello.
—A trece, yo incluido —respondió después de una larga pausa—. A
catorce si cuentas al bebé.
Trece personas y un bebé, escondidas en algún lugar cerca de allí.
Resultaba casi incomprensible.
—Sois muchos.
Él asintió mientras la examinaba con atención.
—¿Venís del gueto de Volozhin?
—¿De Volozhin? —Todavía intentaba hacer encajar todas las piezas, pero
al cabo de un segundo negó con la cabeza—. No. Venimos del gueto de Mir,
hacia el sur del bosque.
—Y ¿habéis escapado? —Yona cerró los ojos durante varios segundos.
—Sí, pero ¿para qué? —preguntó en voz baja—. Ahora es verano y hay
suficientes plantas que comer, pero ¿qué pasará cuando llegue el invierno?
¿Cómo les daré de comer a todos? Los convencí para que se marcharan
conmigo. Les prometí que cuidaría de ellos. ¿Y si no puedo? ¿Y si
estábamos mejor donde estábamos?
—No lo estabais. —La inmediatez de su respuesta los sorprendió a ambos
—. El bosque cuidará de vosotros mejor que el gueto. Y aprenderéis a
sobrevivir.
De nuevo daba la impresión de que él intentaba leer los ojos de ella.
—¿Conoces el gueto, pues? ¿El de Volozhin? ¿De ahí es de donde
vienes?
—No. —Sabía que pretendía recabar más información, pero no estaba
preparada para que la sorprendiera—. Atraparemos suficientes daces para
que esta noche des de comer a los tuyos. Mañana vuelve y te enseñaré a
hacer una kryha.
—¿Una kryha?
—No conozco otra palabra para designarlo. Es… es una red. Con ella
capturarás a muchos más peces. Más que suficientes, y a algunos lucios
también, de los grandes.
—No sé qué decir.
Yona tampoco, así que deslizó los siete peces de su camisa y se los tendió
al hombre, que dudó unos instantes antes de sujetar su empapada camisa
como si fuera una cesta. Yona dispuso los peces sobre la tela. Intentó no
fijarse en cómo brillaban los músculos del pecho y de los hombros de él a
causa del sudor. Su cuerpo era distinto al del padre de Chana y provocaba
en ella una reacción que no comprendía.
En un momento, apresó a otros seis peces y se los ofreció en silencio,
apartando la mirada al ver que él la observaba con la boca abierta. Dos
nuevos intentos y capturó a media docena, hasta que le hubo entregado un
total de veinticinco ejemplares. Eran pequeños, pero bastarían hasta el día
siguiente.
—También puedes recoger pollos del bosque —le dijo mientras él ataba
los peces con su camisa para formar un saco. Yona salió del agua y se
acercó a un árbol cercano, en cuyo tronco crecían setas de un amarillo
intenso, una encima de otra—. En esta época del año, los encontrarás por
todo el bosque. Podéis comerlos sin problemas y sabrán muy ricos en un
guiso con el pescado. Estate atento por si alguien de tu grupo se pone
enfermo; las setas son sustanciosas y os ayudarán a subsistir, pero a veces
cuesta digerirlas. —Enseguida cerró la boca. ¿Había hablado demasiado?
Se afanó en arrancar dos puñados de setas del árbol y se las entregó con los
brazos tendidos.
—No sé cómo darte las gracias —dijo él mientras aceptaba las setas y las
contemplaba casi con devoción antes de mirarla a ella. Cuando le sostuvo la
mirada, Yona vio asombro en sus ojos, y la sorprendió y le gustó saber que
era capaz de despertar tal emoción—. Me llamo Aleksander —añadió.
—Lo sé. —Como se mostró confundido, añadió—: He oído cómo te
llamaba tu amigo.
—Ah, Leib.
—No le hables de mí. Por favor. —Se lo comentó antes siquiera de
pensarlo. Sabía que debía de ser una petición extraña, pero ya se sentía
suficientemente expuesta. Si Aleksander le daba su palabra y guardaba su
secreto un poco más, quizá con el tiempo Yona sería capaz de reunir el
valor para presentarse a su amigo. Pero ahora no, todavía no. Ya era
demasiado para ella.
—Te lo prometo. Aunque se quedará perplejo al ver que vuelvo con
tantos peces, teniendo en cuenta la poca destreza de la que he hecho gala
hasta el momento. —Aleksander sonrió.
Le respondió con una tímida sonrisa.
—No me has dicho cómo te llamas —terció él después de que
transcurrieran varios segundos.
—Yona —respondió tras respirar hondo.
—Tienes nombre judío. —Parpadeó unas cuantas veces.
—Sí.
—Es precioso —dijo Aleksander, y Yona supo que se había ruborizado de
nuevo—. Gracias, Yona. Por todo. Volveré mañana.
Y se marchó, y ella se quedó preguntándose si debería haberle dicho más
cosas, si debería haberse asegurado de que supieran limpiar y preparar el
pescado. Pero era demasiado tarde, tanto para eso como para viajar atrás en
el tiempo. Aunque Aleksander y su gente se alejaran al cabo de unos días,
aunque no volviera a verlo, Yona había cruzado una línea hacia una nueva
vida, una en la cual ver el cuerpo inerte de Chana, así como oír las
atrocidades del gueto, la había cambiado para siempre.
—Lo siento, Jerusza —susurró al viento, pero no recibió respuesta, ni
siquiera un crujido de los árboles. De todas formas, poco importaba. El
bosque ya no era un refugio en que pudiera vivir sola el resto de sus días,
ocupándose únicamente de sí misma. Debía hacer algo para ayudar a la
gente como Aleksander, que tan solo intentaba sobrevivir.
CAPÍTULO SIETE

A quella noche, Yona apenas durmió, y se despertó antes de que saliera


el sol. Después de rezar en busca de consejo, y de hablar nuevamente
con Jerusza sin que la anciana le respondiera, se encaminó hacia el arroyo
en la grisácea oscuridad, con la intención de empezar a construir la kryha.
Cuando se aproximó a la orilla del río, sin embargo, sintió un hormigueo
en la piel y se le erizó el vello. Ya había alguien allí, esperando en la
negrura. Yona percibía una presencia que olía a cenizas, algo que no debía
estar allí. Se tensó y se agachó detrás de un árbol, mientras contenía la
respiración y prestaba atención, lista para echar a correr.
Al principio no hubo nada, ningún movimiento. Al cabo de unos
instantes, una ramita crujió, y oyó pasos. En silencio, extrajo el cuchillo de
la funda que llevaba en el tobillo. Y entonces una voz se alzó entre la
oscuridad.
—¿Yona? ¿Eres tú?
Era un tono grave e inseguro, y ella lo reconoció de inmediato. Respiró
hondo y salió de detrás del árbol, todavía aferrada al cuchillo.
—Aleksander.
Hacia el este, por encima de las espesas copas de los árboles, el cielo
comenzaba a palidecer a medida que la tierra giraba lentamente hacia el
alba. Había suficiente luz como para que lo viera de pie junto al agua,
buscándola. Cuando sus ojos se cruzaron, esbozó una ligera sonrisa, pero
Yona decidió no guardar el cuchillo todavía.
—¿Qué haces aquí? —Dio un paso adelante, y luego otro—. Creía que
estabas con los tuyos.
—Estaba con ellos. —Avanzó hacia la joven, pero se detuvo de pronto
cuando la vio retroceder. Levantó las manos—. Lo siento. No pretendía
asustarte. Es que tenía muchas ganas de empezar esta mañana.
Yona se lo quedó mirando unos instantes antes de relajarse. ¿Qué le
pasaba? ¿Por qué recelaba de un hombre que tan solo tenía ganas de
encontrar comida? En sus oídos sonaron las palabras de advertencia de
Jerusza —«Los hombres pueden ser crueles y desalmados y fríos»—, pero
las expulsó de su cabeza. La anciana se equivocaba. Los seres humanos
tenían una responsabilidad para hacer algo que fuera más allá de protegerse
a sí mismos. Ante el mal, estaban obligados a salvarse unos a otros. Era la
única manera de que la humanidad pudiera sobrevivir.
—¿Anoche hubo suficiente pescado para alimentar a todos? —le
preguntó mientras guardaba el cuchillo en la funda de su tobillo.
—Te habría dado la impresión de que estábamos disfrutando del banquete
de nuestra vida. —Le sonrió—. Estaban muy agradecidos, Yona. Me
pareció mal aceptar sus alabanzas. Quería hablarles de ti.
Yona asintió. Llegaría el momento en que tendría que hablarles de ella. Si
de verdad quería ayudarlos, debería ir hasta ellos y enseñarles a subsistir.
Pero todavía no.
—¿Qué llevas allí? —preguntó obligándose a dar otro paso adelante.
Aleksander alzó un pequeño bulto con timidez.
—Cuerdas. Dijiste que haríamos una red. Se me ocurrió que a lo mejor
nos eran útiles.
—¿Cuerdas? —Yona lo miró fijamente. Tenía intención de enseñarle a
formar una cuerda con ortigas, que abundaban en el bosque. Tardaría todo
el día en aprenderlo, pero sería una lección que le daría buenos resultados
en el futuro—. ¿De dónde has sacado cuerdas?
—Al partir hacia el bosque, nos llevamos algo de ropa. —Apartó la
mirada—. No demasiada, pero la suficiente para prepararnos para el
invierno, donada por aldeanos que ya contaban con mucha. Anoche
decidimos como grupo que valía la pena sacrificar un jersey si nos servía
para pescar. Moshe es sastre, se pasó la noche deshilándolo y trenzando
cuerdas. —De repente, vaciló—. ¿Nos hemos equivocado?
—No. —Yona sintió cómo se disipaba la tensión de su pecho—. Las
usaremos. Pero en el futuro guardad los jerséis para el invierno. Vais a
necesitar todo el calor posible. Te enseñaré a armar una cuerda con lo que te
proporciona el bosque.
Los dos habían dado inseguros pasos adelante mientras hablaban, y ahora
estaban frente a frente en el claro junto al río, que se encontraba a solo dos
metros de ellos.
—¿Cómo sabes todas esas cosas, Yona? ¿Quién eres?
—Ojalá lo supiera. —Apartó la mirada—. Venga. Vamos a construir una
red para pescar.

***

Cuando el sol brillaba alto en el cielo, Yona le había enseñado a Aleksander


a construir una kryha básica, y luego, como les sobraba mucha cuerda,
también le enseñó a hacer una red de enmalle. Le indicó cómo encontrar
dos árboles próximos a la orilla del arroyo, unirlos mediante una cuerda y
atar trozos de cuerda desde la horizontal con esmero para formar un patrón
en forma de diamante que creara una malla. Utilizaron el resto de las
cuerdas para fijar la red en el fondo del río con piedras para que el peso la
mantuviera en su sitio.
En cuanto terminaron, salieron del agua, juntos, y se colocaron al sol para
calentarse la piel y secarse la ropa. Aleksander observó anonadado el
resultado de su labor.
—Y ¿ahora qué hacemos? —preguntó.
—Ahora esperamos —dijo Yona—. Ya llegarán los peces.
—Yona, eres un regalo de Dios. —Aleksander meneaba la cabeza,
asombrado.
—No. —La joven apartó los ojos—. Solo intento hacer lo correcto.
Notó cómo la contemplaba.
—Bueno, de todos modos le doy las gracias a Dios por haberte enviado
hasta nosotros. —Guardó silencio durante varios minutos más. Yona
percibía su propia respiración en la quietud del bosque, tan fuerte que era
audible. ¿Qué le pasaba?—. Te pongo nerviosa —murmuró él amablemente
al cabo de unos instantes—. No es mi intención.
—No… no estoy acostumbrada a la gente. —Agachó la cabeza.
—Y yo no estoy acostumbrado a las mujeres bellas que conocen el
bosque. Pero creo que podría acostumbrarme si tú también.
Yona levantó la vista, confundida, y lo vio sonriéndole. Le ardían las
mejillas, así que apartó los ojos y se afanó en recoger ramitas de tilo.
—¿Qué haces? —le preguntó Aleksander al cabo de un rato—. ¿Puedo
ayudar?
—Sí. —Se le quebró la voz. Se notaba extraña, temblorosa—. Ve a ver si
encuentras corteza de abedul. Haré una gran cesta para que le lleves los
peces a tu gente.
Aleksander la observó mientras empezaba a entrelazar las ramitas más
flexibles que halló; sus dedos se movían con rapidez y maestría, pues lo
había hecho cientos de veces.
—Seguro que no necesitamos una cesta tan grande.
—¿Tan claro lo tienes? —Asintió hacia la red de enmalle—. Mira.
Aleksander se giró para contemplar el río, y, cuando sus ojos se clavaron
de nuevo en los de Yona, estaban abiertos de par en par por la sorpresa.
—Ya hay decenas de peces.
—Sí. —Yona se permitió sonreír débilmente.
—Pero… Con algo tan simple, podré darle de comer a todo el mundo en
todo momento.
—Hasta que llegue el invierno.
Conforme la sonrisa desaparecía de los ojos de Aleksander, Yona se
arrepintió de haber dicho aquello. Debería haberle dejado que se regocijara
con la certeza de que, a fin de cuentas, iba a poder alimentar a los suyos.
—No te preocupes —le dijo al poco con amabilidad—. Hay otras formas.
Te enseñaré a buscar alimento. A conservar el pescado y la carne. Tampoco
podéis quedaros en el mismo lugar demasiado tiempo.
Vio cómo le bailaba la nuez a Aleksander mientras la observaba. Al
hablar, había seguido trenzando los palitos y moviendo los dedos con
destreza para atarlos. Cuando él le entregó en silencio una rama larga y ella
la colocó entre la maleza para construir una cesta cónica que fuera muy útil,
lo vio buscando las palabras.
—¿Por qué me ayudas? —quiso saber cuando recibió la cesta de las
manos de la joven. Como no le respondió, añadió—: Tú también eres judía,
¿verdad?
Era lo mismo que Chana y sus padres habían inquirido, una pregunta cuya
respuesta Yona temía no conocer nunca.
—¿Acaso importa?
—Suele ser algo que la gente quiere saber.
—Pero quizá no debería ser así. —Yona reflexionó—. Quizá solo
necesiten saber si eres amable, decente, capaz, y si tienes buenas
intenciones. Es dentro de tu propio corazón donde encuentras a Dios. Y
todos recorremos nuestro propio camino hacia él. ¿No?
Aleksander no contestó, y en aquel silencio Yona notó cómo le ardían las
mejillas. Había sido un pensamiento ridículo, uno que indicaba una falta
absoluta de comprensión acerca de la sociedad y del modo en que
funcionaba. Seguro que él pensaba que hablaba como una niña boba.
Pero, al tomar Aleksander la palabra, en su tono no había más que sincera
admiración.
—Yona, el mundo que describes sería un paraíso.
—Pero no es la realidad.
Él negó con la cabeza, pero de nuevo tardó en responder. A Yona le
gustaba el silencio, la tranquila sensación de que existía un espacio sin
palabras, y le agradecía que no llenara el vacío.
—Mis padres murieron hace años. Conmigo, tuvieron seis hijos —dijo al
fin, con voz tan baja que a duras penas se oía—. Todos están muertos
menos yo. Todos luchamos en el ejército. Tres regresamos con vida.
Después de que el año pasado nos invadieran, los alemanes fueron a por los
judíos de mi ciudad y nos obligaron a vivir en un gueto. En noviembre, se
comentaba que algo se avecinaba, una ejecución en masa. Intenté convencer
a los demás para que se marcharan conmigo, pero solo accedieron unos
pocos. Mis hermanos no me creyeron y se quedaron. Oímos los disparos
desde el lugar del bosque en el que nos escondimos. Pasamos días entre los
árboles antes de que nos arriesgáramos a volver; una anciana murió de frío,
o quizá de un ataque al corazón, no lo sé. Pero teníamos que regresar
porque no sabíamos cómo sobrevivir. Cuando hace una semana nos
marchamos otra vez, porque oímos rumores de que iban a reubicar el gueto,
quizá a masacrarlo, prometí a quienes me siguieran que yo los protegería. Y
quizá con tu ayuda, Yona, podré por lo menos asegurarme de que coman.
Pero ¿cómo voy a…, cómo va nadie a protegerlos de un mundo que los odia
por lo que corre en sus venas, por lo que habita en sus corazones?
A Yona la sorprendió notar el escozor de las lágrimas.
—No… no entiendo cómo alguien puede sentir eso.
La sonrisa de Aleksander era amable, amarga y triste, todo al mismo
tiempo.
—Por dinero. Para arrebatar pertenencias. Para quitarle a un grupo y
llenar los bolsillos de otro.
—Pero el odio…
—Es su forma de dormir por las noches, supongo. Si se convencen de que
no merecemos siquiera el aire que respiramos, entonces es más fácil
deshacerse de nosotros, ¿verdad?
Se hizo el silencio de nuevo, y esta vez era tan cómodo y lleno de
palabras que no vieron necesidad de decir nada. Cuando Yona levantó la
vista, Aleksander clavó la mirada en sus ojos y se la sostuvo un buen rato.
Ella no la apartó hasta que los dos oyeron una voz a lo lejos que llamaba a
Aleksander.
Él se puso en pie de inmediato.
—Es Leib —le dijo mientras escrutaba el bosque.
Yona sabía, por el espacio entre los ecos, que todavía faltaban varios
minutos para que el joven apareciera. Podría huir, esconderse. Aún disponía
de tiempo para desaparecer en el bosque.
Pero Aleksander la miró con una pregunta en los ojos, y algo en ella
cambió.
—Me quedo —le aseguró—. Quiero conocerlo.
—¿Estás segura?
—No. —Pero en cierto modo sí lo estaba. Lo presentía en el corazón; la
profunda certeza, de repente, de que el destino la había llevado hasta allí, de
que formaba parte de un plan superior que todavía no comprendía. El viento
susurraba entre los árboles—. Pero es lo correcto.
Aleksander la observó durante unos segundos antes de asentir.
—Voy a buscarlo, pues, y le diré dónde estamos.
Yona estuvo de acuerdo, y, aunque él le sostuvo la mirada unos segundos
más, como si esperara a que ella desapareciera si parpadeaba, al final dio
media vuelta y se encaminó hacia los árboles.
En el silencio que produjo su partida, Yona oía su propia respiración y
percibía la calma que la rodeaba. Se oía un ligero chapoteo del agua contra
la orilla, los peces que se retorcían para liberarse de la red. El susurro volvió
a dejarse oír entre los árboles, pero no fue la voz de Jerusza la que llegó
hasta sus oídos. «Este es tu camino», decía. Yona respiró hondo y se puso
de pie.
En los diez minutos que Aleksander tardó en regresar con Leib, Yona se
había adentrado en el arroyo y enseguida, y con suma pericia, había
agarrado la mayoría de los peces cuyas branquias se habían atascado en la
red. Sujetaba la cesta cuando ambos llegaron hasta el claro, y, cuando los
ojos de Leib se fijaron antes en la red que en ella, Yona supo al instante que
estaba muy hambriento. De cerca, parecía más joven de lo que había
imaginado de lejos, quizá solo tendría dieciséis o diecisiete años. Era
delgado, de extremidades alargadas, con la nariz tan afilada como el pico de
un cuervo y una pizca de barba incipiente en la estrecha barbilla.
—Peces —dijo para saludarlo, y, cuando la mirada de él se desplazó hacia
ella, irradiaba confusión—. Es demasiado peligroso hacer un fuego ahora,
porque en un día claro como hoy el humo se vería desde kilómetros de
distancia, pero esta noche tendréis mucho que comer, lo prometo.
Leib parpadeó, miró a Aleksander con inseguridad y luego volvió a
centrarse en Yona. Se aclaró la garganta.
—Aleksander me dice que nos has ayudado. Que a los peces de ayer los
atrapaste tú.
—Sí. —Yona no elaboró la respuesta. Se limitó a hacerle un gesto para
que se sentara.
—Gracias —murmuró Leib cuando se acomodó en el suelo delante de
ella.
Yona asintió sin levantar la vista, avergonzada por la gratitud del
muchacho.
—Leib, te presento a Yona —dijo Aleksander—. Yona, él es Leib.
—Hola. —Leib la contemplaba con curiosidad.
—Hola. —No supo qué más decir, así que se apresuró a apartar la mirada
antes de centrarse en Aleksander, que la estaba observando. Le dedicó una
sonrisa débil y alentadora.
Yona se giró hacia Leib.
—Mmm, pareces hambriento. Iré a buscar unas cuantas bayas. ¿Sabes
desescamar un pescado? —En cuanto lo preguntó, sin embargo, dudó de si
tendría un cuchillo. Al fin y al cabo, ¿por qué iba a tener uno ese chico de la
ciudad que no conocía los bosques? Pero la sorprendió al extraer una navaja
del bolsillo y levantarla.
—Claro.
—¿De dónde la has sacado? —No pretendía acusarlo de nada, pero supo
que lo había hecho cuando vio que Leib se encogía—. Lo siento —masculló
—. Solo quería decir que me has sorprendido. No habría dicho que en el
gueto os permitirían tener armas.
—En el gueto, no. —El joven miró a Aleksander—. Pero, cuando nos
alejamos de Mir, él insistió en que fuéramos a varios pueblos para conseguir
lo que necesitábamos —le explicó evitando su mirada.
—Pero solo lo que necesitábamos —lo interrumpió Aleksander—. Los
aldeanos también viven tiempos difíciles. Pero había cosas que nos hacían
falta para sobrevivir.
Yona asintió para mostrarse de acuerdo, perpleja por que se le hubiera
ocurrido hacer tal cosa, y al parecer con cierta ética.
—¿Has desescamado alguna vez un pescado, Leib?
—He visto hacerlo a mi madre. Lo intentaré. —Agarró uno de los
pececillos por la cola y colocó la punta roma del cuchillo en la sección
central. Al agitar la hoja, las escamas plateadas salieron volando por los
aires como chispas de luz—. Así, ¿no?
—Sí, sí —respondió Yona sonriéndole para motivarlo—. Llega hasta las
escamas justo debajo de la cabeza. Bien, bien.
El joven sonrió al levantar el pescado para examinarlo. Con unas cuantas
sacudidas más, lo dejó limpio.
—Tienes un don, Leib. —Yona le sonrió.
Leib bajó la mirada, y de repente la sonrisa desapareció de su rostro.
—Ojalá pudiera verme mi padre. Se burlaba de mí porque siempre me
veía con un libro en las manos. Me decía que yo jamás sobreviviría si
alguien me apartaba de mis historias.
Un breve silencio se instaló entre ellos, y entonces Aleksander le dio una
palmada en el hombro.
—Estaría muy orgulloso de ti, Leib —dijo con voz grave y cálida. Yona
asintió, pero, aun así, Leib no los miró. Cuando al fin se giró, Yona vio que
tenía los ojos anegados en lágrimas, que rápidamente se secó con expresión
avergonzada.
—Lo siento —murmuró mientras se levantaba. Se encaminó hacia los
árboles sin pronunciar más palabras, y Aleksander, sentado junto a Yona,
suspiró al verlo partir.
—La pena va y viene en oleadas —se limitó a decir al cabo de unos
instantes.
—Lo siento mucho. —De pronto, Yona se sintió extraña al haberse
adentrado de nuevo en el silencio—. Los otros que están con vosotros…
¿Su pena es parecida? —le preguntó.
—Sí. —Aleksander la miró.
—Y ¿alguno de ellos ha pasado alguna vez un invierno en plena
naturaleza?
Aleksander soltó una carcajada que Yona no había oído jamás, una risa
desprovista de alegría y tan solo llena de incredulidad y de dolor.
—No. Todos procedemos de vidas cómodas en los pueblos de las afueras
del bosque. Éramos sastres y contables, tenderos y estudiantes. Ninguno de
nosotros podría haber imaginado un día en que perderíamos nuestras casas
y nos veríamos obligados a huir para salvar la vida hacia las profundidades
de un bosque que no conocemos en absoluto.
No era justo, nada de aquello lo era, y, aunque la idea de estar rodeada de
más que de unas cuantas personas después de haberse pasado la vida entera
sola le aceleraba el pulso por el miedo, Yona se preguntó si aquel sería su
camino, el destino del que le había hablado Jerusza.
—Vuestro grupo —terció bruscamente, antes de respirar hondo y saltar
del precipicio hacia la desconocida hondonada—. Me gustaría que me
llevaras hasta ellos. Mañana. Si te parece bien. Me… me gustaría ayudar.
—No quiero que hagas nada con lo que no estés cómoda, Yona. —
Aleksander arqueó las cejas.
—No me quedaré mucho tiempo. Pero el bosque puede ser peligroso. —
Recordó a Chana y a su familia, y tragó saliva con dificultad—. Os
enseñaré a sobrevivir… y a desaparecer.
—Gracias, Yona. —La mirada de Aleksander no se apartó de los ojos de
ella mientras asentía lentamente—. Pero yo… —Se detuvo de pronto y
negó con la cabeza—. Yo no quiero desaparecer. Yo quiero sobrevivir para
que podamos contarle al mundo lo que ha ocurrido.
—Yo tampoco quiero desaparecer. —La sorprendió la vehemencia con
que lo había afirmado—. Y por eso mismo debéis fundiros con el bosque
para sobrevivir. —Como una manada de animales salvajes, necesitarían
moverse sin parar siempre que el tiempo fuera clemente, puesto que, cuanto
más tiempo permanecieran en un mismo lugar, más vulnerables serían a los
depredadores (tanto humanos como animales). Y Yona no podía permitir
que les sucediera eso.

***

Esa noche, después de llenar la cesta hasta que rebosaba de pescado, Yona
se despidió de Aleksander y de Leib cuando ambos se adentraron en el
bosque con sus nuevas redes de pescar. Los observó alejarse, en cierto
modo segura, antes siquiera de que pasara, de que Aleksander se girara no
una sino dos veces para ver si ella seguía allí. A continuación, Yona se
escabulló entre los árboles hacia el refugio al que había considerado su
hogar durante la última semana.
No transportaba demasiadas cosas, así que tardó muy poco en recogerlo
todo y guardarlo en el zurrón de piel que llevaba años utilizando, el que olía
a la humedad del bosque incluso en los días más áridos. Y en ese preciso
instante, cuando la luna brillaba en lo alto y bañaba el bosque con su luz,
levantó la vista hacia el cielo estrellado, atenta al ruido de su propia
respiración, al ritmo cómodo de la soledad. Al día siguiente todo iba a
cambiar.
Pero por el momento estaba a solas con sus pensamientos. Encima de ella
las estrellas iluminaban el firmamento, un dosel familiar que la
acompañaría dondequiera que fuese.
CAPÍTULO OCHO

P or la mañana, Aleksander estaba esperando junto al arroyo, con la cesta


trenzada a su lado, cuando Yona llegó. La contempló acercarse y,
cuando ella ya podía oírlo, le sonrió y pronunció su nombre. Dos águilas se
alzaron de un pino cercano y un cuervo graznó en protesta por la
interrupción.
Yona siguió caminando en silencio hacia él. En cuanto estuvo ya a solo
unos metros de distancia, examinó su rostro durante unos segundos antes de
tomar la palabra.
—Hola, Aleksander —lo saludó. Su voz le sonó extraña y muy aguda.
Estaba nerviosa y, cuando dio un pasito adelante, se preguntó si él se habría
dado cuenta. ¿Comprendía hasta qué punto su mundo iba a cambiar
totalmente?
—¿Has dormido bien? —se interesó él, una pregunta que resultaba un
tanto formal.
Yona asintió, aunque a duras penas había dormido; sus sueños se habían
visto alterados por unas extrañas imágenes de Jerusza gritando en silencio
en la oscuridad.
—¿Y tú?
—Si te digo la verdad, estaba preocupado por ti. —Le sonrió con tristeza.
—¿Por mí?
—Por si te estoy obligando a hacer algo que no quieres hacer.
Yona pensó en la anciana. En que durante toda la vida le había dicho qué
hacer y cómo sentirse. En la infancia que le robó, en la vida de soledad que
ella no solicitó.
—No. Es mi decisión. —Le gustó decirlo en voz alta, recordarse que
tenía el derecho de elegir el camino que quisiera tomar.
—Yona… —dudó mientras la observaba con atención—. ¿Alguna vez
has vivido fuera del bosque?
Ella abrió la boca para responder que no, pero entonces recordó Berlín y
los sombríos destellos que a veces acudían a su memoria, de antes de la
llegada de Jerusza. Una cuna de madera. Ondeantes cortinas del color del
sol en primavera. Una madre con los labios pintados de rojo intenso, un
padre con un bigote muy cuidado y el pelo engominado. ¿Cómo era posible
que todavía los viera con tanta nitidez? Mientras intentaba hacerla olvidar,
¿acaso Jerusza había congelado esas imágenes en el tiempo? Eran rostros
que parecían pertenecer a un sueño, pero Yona sabía que eran reales,
vestigios de la vida que debería haber vivido.
—Sí —respondió al cabo de un rato—. Hace muchísimo tiempo.
—Y ¿ahora? —le preguntó—. ¿Estás sola?
—Sí. Desde hace ya casi medio año. —Respiró hondo.
—Ya veo. —Algo en la expresión de él se alteró ligeramente al ser
consciente del dolor que padecía ella—. Perdiste a alguien hace muy poco.
Lo siento. ¿Ahora está muerto?
Que dedujera que Yona había compartido la vida con un hombre era casi
razón para echarse a reír, porque esa idea estaba muy alejada de la realidad.
Aleksander era el primer hombre, sin contar al padre de Chana, con el que
había entablado una relación, en caso de no incluir a Marcin, que no había
sido más que un muchacho y que ahora solo existía como un recuerdo
lejano.
—Era una mujer llamada Jerusza. Fue la que me crio. Murió poco antes
de la llegada de la primavera.
—Oh. Yona, lo siento mucho.
—Era su momento. Vivió hasta cumplir los ciento dos.
—¿Ciento dos? —Confundido, frunció el ceño—. Es imposible. La gente
no vive tanto. Y menos aún en la naturaleza.
—Ella sí. —Le sostuvo la mirada y se giró antes de que le preguntara más
cosas. ¿Cómo iba a hablarle de Jerusza? No podía ser.
—Bueno. —Aleksander se aclaró la garganta tras una ausencia temporal
de palabras—. ¿Te gustaría ir ya a ver a mi gente, Yona?
—No. Primero atrapemos a unos cuantos peces más. Así cuando
lleguemos podremos darles de comer.
Él asintió y se afanó en ayudarla a desenrollar y colocar la red de enmalle
que había elaborado el día anterior. Mientras la transportaban sobre el agua,
al principio guardaron silencio, concentrados en la colocación de la red. En
cuanto salieron a la orilla y Yona levantó la vista, vio que Aleksander
estudiaba las curvas de su cuerpo. Dio un traspié y se ruborizó. El hombre
apartó la mirada de inmediato y carraspeó.
—Has dicho que solo has vivido una vez fuera del bosque —dijo.
—Sí.
—¿Cuántos años tenías cuando te mudaste al bosque?
—Era una niña pequeña. —Notó cómo la observaba y ella miró hacia el
oeste, donde el sol se ponía noche tras noche, donde en algún punto había
una familia que le pertenecía—. Casi no me acuerdo.
—Pero ¿dónde…? —empezó a decir.
—¿Y tú? —lo interrumpió antes de que le formulara más preguntas que
no supiera responder—. ¿De dónde eres? Me dijiste que eras contable, ¿no?
—Sí —asintió lentamente—. Crecí en Mir, y mis padres fueron muy
estrictos con que mis hermanos y yo recibiéramos una buena educación
judía. En la escuela aprendimos latín, polaco, física, química, historia,
evidentemente religión, y hasta psicología. Pero nada nos preparó para lo
que se avecinaba. Cuando los rusos llegaron, fue horrible. Se lo llevaron
todo; de repente, éramos muy pobres. Y aunque algunos refugiados del
oeste nos hablaban de guetos en Alemania, casi no nos lo creíamos. De
hecho, pensábamos que sería mejor que los alemanes expulsaran a los
soviéticos. Por lo menos entonces podríamos ganar algo de dinero,
supusimos. ¿Quién habría dicho que, en lugar de dinero, nos traerían
muerte? Al cabo de unas pocas semanas de llegar, se aliaron con la policía
local, y juntos se llevaron a varios judíos eminentes de nuestro pueblo al
interior del bosque y los lapidaron después de obligarlos a cavar sus propias
tumbas. Fue una advertencia para todos nosotros.
De pronto, la luz del sol se había vuelto fría.
—Oh, Aleksander…
—¿Te lo puedes imaginar? —Era como si hablara consigo mismo—. No
hacía tanto tiempo que tenía un buen negocio, una vida ante mí, una familia
a la que quería. Y ahora… ahora todo se ha ido. Me da miedo que quienes
decidieran quedarse en el gueto vayan a morir, pero ¿qué garantía tenemos
de que nosotros vamos a sobrevivir?
—No hay garantía para ninguno de nosotros —comentó Yona cuando al
fin encontró la voz—. Pero sí que vais a sobrevivir. —Tragó saliva y notó
en la boca el sabor amargo de la imposible promesa—. Os esconderéis aquí,
en el bosque, y aprenderéis a encontrar comida y cobijo, y viviréis.
—¿Cómo voy a creer tal cosa? —susurró.
Yona lo miró a los ojos. Era una mirada cálida que parecía penetrarla.
Nadie la había mirado nunca así, con una mezcla de agradecimiento, temor
y otra cosa que no sabía describir.
—Cree en mí —dijo—. Cree en que quizá Dios me ha conducido hasta
aquí para ayudaros.
—A lo mejor resulta que es lo que creo, Yona. —La miró durante largos
instantes.
Y entonces, como las mejillas le ardían como si estuvieran en llamas y
como le dio la impresión de que los ojos de él creaban un agujero en su
interior, se levantó de golpe y dio media vuelta rumbo al arroyo. Tenía la
intención de revisar la red, pero el agua fría la recibió y Yona terminó
adentrándose en el río hasta que le llegó por la cintura. Respiró hondo y se
sumergió. El calor que le embargaba el cuerpo solo desapareció cuando se
alejó de la superficie del agua.

***

Al cabo de una hora, con el pelo y la ropa ya casi secos gracias al sol
implacable, Yona llenó otra cesta con peces, y, después de recoger la red y
entregársela a Aleksander, se colocó el zurrón a la espalda y se obligó a
sonreír, aunque el corazón le palpitaba aterrorizado. Ese era el momento en
que su vida iba a cambiar. ¿Qué pensaría esa gente de ella? ¿Cómo
reaccionarían? ¿Querrían alejarse de ella, como la madre de Chana, porque
no era de su pueblo?
—Estoy preparada —le mintió a Aleksander tras respirar hondo.
Él buscó sus ojos, asintió y le respondió con una sonrisilla.
—¿Vamos?
Durante los primeros treinta minutos, caminaron en un cómodo silencio.
Al parecer, Aleksander comprendía que Yona iba a necesitar por lo menos
unos instantes de soledad antes de abrirse al mundo.
—¿Quién está contigo? —le preguntó de pronto cuando se detuvieron
antes de atravesar el agua poco profunda de un riachuelo. Decenas de
pececillos se alejaron de sus pies, un estallido de temor plateado bajo la
superficie—. En vuestro campamento, quiero decir.
—Estás intentando prepararte.
—Supongo que sí.
—No tengas miedo, Yona. Se mostrarán tan agradecidos como yo. —Le
lanzó una ligera sonrisa—. A ver, a Leib ya lo conoces. Su madre también
está con nosotros. Miriam. Es una mujer amable, pero ahora tiene la mirada
perdida; los otros miembros de su familia, el padre de Leib y sus dos hijos
pequeños, fueron asesinados. A veces… es como si estuviera en trance,
como si se encontrara en otro lugar.
—Lo siento mucho —dijo Yona, y Aleksander le tendió una mano para
ayudarla a cruzar el río. No lo necesitaba, pero la aceptó de todos modos, y
le gustó cómo los dedos de él se entrelazaron con los suyos, la fuerza que
desprendían, pero también la amabilidad. No quería soltarse, pero lo hizo,
pues ¿para qué iban a tomarse de la mano en suelo firme?
—Oscher y Bina son marido y mujer —siguió diciendo cuando
comenzaron a avanzar de nuevo entre los árboles—. Es un milagro que
sobrevivieran los dos con relativa buena salud, aunque Oscher sufre una
cojera que lo ralentiza. Son abuelos, pero sus hijos y sus nietos se han ido
todos. Asesinados. —Hablaba con tono plano, inexpresivo—. Todos ellos.
Seis hijos. Trece nietos.
Se detuvo durante unos segundos y, en el espacio que había entre sus
palabras, Yona intentó comprender que dos generaciones enteras habían
desaparecido, que un futuro se había detenido antes siquiera de empezar,
que ese legado familiar jamás prosperaría.
—Moshe es el sastre del que te he hablado, un anciano mayor de lo que
era mi padre. Sulia tiene veinticinco años o así. Hace mucho tiempo, su
hermano mayor y yo éramos amigos, así que la conozco desde que era
pequeña. Ruth tiene la misma edad y tres hijos con ella: Pessia, Leah y el
pequeño Daniel, que es un bebé. Su marido murió el año pasado; le
dispararon mientras Leah y los niños estaban visitando a su madre. También
está Luba, que tiene sesenta años, y Leon, de setenta. Los dos perdieron a
sus cónyuges a manos de los nazis y hablan muy poco, pero colaboran con
la comida y con la construcción del refugio. Leon hace años era zapatero,
así que nos ayuda a reparar el calzado. Y luego está Rosalia. Nos ha
ayudado a Leib y a mí a montar guardia por la noche. No sé gran cosa de
ella, pero es una mujer fuerte, resiliente. —Hizo una pausa y miró a Yona
de reojo—. Te caerá bien, creo.
Yona estaba nerviosa. Resultaba estremecedor oír los nombres de las
personas de las que había prometido hacerse cargo. Eran seres humanos a
los que querían cazar, personas que ya habían perdido cosas
incomprensibles. Y la mayoría de ellos eran ancianos y niños, los dos
grupos más difíciles de mantener con vida en el bosque.
—¿Cuántos años tienen los niños?
—Pessia tiene cuatro, creo, y Leah es un año más pequeña. Daniel quizá
tenga un añito, o menos.
Yona asintió mientras lo asimilaba todo.
—Y ¿la cojera de Oscher? ¿Es grave?
—Cuando huimos del gueto, le pedí a Leib que guiara al resto hacia el
bosque. —Aleksander suspiró—. Me quedé atrás con Oscher y avanzamos a
un ritmo más lento. No podía ir más rápido. Pero se esfuerza, Yona. Y es
uno de los nuestros.
La muchacha asintió nuevamente. Era otro problema. Si el grupo debía
abandonar el campamento deprisa, ese hombre los retrasaría. Pero Jerusza
al final también había sido muy lenta y Yona tan solo se había vuelto más
precavida, más observadora con el entorno, más atenta al peligro. Le
enseñaría a Aleksander a hacer lo mismo con Oscher.
—¿Algo más? ¿Hay alguien que quizá sea un problema si debéis moveros
deprisa?
Aleksander reflexionó unos instantes al respecto.
—Los hijos de Ruth son lentos, pero es que son pequeños. Cuando
huimos del gueto, Leib y Rosalia llevaban a las niñas en volandas y Ruth, al
bebé en brazos. Fueron veloces.
—Muy bien.
Los dos guardaron silencio un rato hasta que Aleksander tomó la palabra
de nuevo.
—No hace falta que vengas conmigo, Yona, si no quieres. Sé que debe de
ser mucho para ti.
—Sí. —Yona miró al cielo, donde una bandada de cuervos acababa de
echar a volar—. Pero tal vez Dios nos dé las respuestas antes de que
sepamos cuáles serán las preguntas. Tal vez mi destino era ayudaros, si
puedo.
Aleksander lo aceptó en silencio y, cuando al fin habló, fue con voz
emocionada.
—Gracias, Yona —murmuró. Al mirarla a los ojos, los suyos estaban
humedecidos por la gratitud y el dolor.
Tardaron otros veinte minutos en desplazarse al campamento, y Yona lo
olió antes de llegar, lo cual hizo que se le erizara el vello de los brazos,
alarmados. En el aire flotaban los aromas a pescado asado, ascuas ardientes
y sudor. Era señal de que había seres humanos viviendo allí, de que
llevaban tanto tiempo viviendo en ese lugar que habían bajado la guardia.
Serían vulnerables si los alemanes algún día se adentraban en esa zona del
bosque.
—Debéis mover el campamento de sitio, Aleksander —le murmuró—.
Esta misma noche.
—¿Cómo? —Sobresaltado, se la quedó mirando—. Pero ya es mediodía.
No hay tiempo de…
—Aquí no estáis a salvo. —Ahora caminaba más deprisa, preocupada por
esas personas, que corrían peligro porque no sabían ser cautas. Se
concentraban solo en sobrevivir, no en eliminar todo rastro de su paso. Sin
embargo, no se daban cuenta de que las dos cosas eran lo mismo.
Por primera vez desde que se conocieron, la voz de Aleksander se tiñó de
aspereza.
—Yona, no puedo. No van a…
—Aleksander. —Una vez más, lo interrumpió—. Por favor, confía en mí.
Debemos movernos ya.
Él se detuvo y la observó. Al cabo de un segundo, ella también dejó de
caminar y lo miró a los ojos.
—¿Debemos? —repitió Aleksander.
Yona parpadeó varias veces, sorprendida por la pregunta.
—Me quedaré con vosotros el tiempo suficiente como para ayudaros a
estar a salvo. Y entonces me marcharé. Pero ahora debes creerme, por favor.
Aleksander permaneció varios segundos en silencio, aunque Yona
percibió la tormenta que le nublaba la vista.
—De acuerdo.
Atravesaron una hilera de árboles y, de pronto, el pequeño campamento
se alzaba ante ellos, una caótica sucesión de chozas construidas con
inexperiencia a partir de ramas inclinadas y hojas, con un fuego en el
centro, rodeado de barro, y una gran cazuela encima. Dos ancianos estaban
sentados con la espalda apoyada en sendos árboles, hablando con los ojos
medio cerrados, los rostros inclinados hacia el sol, mientras unas pocas
mujeres lavaban ropa en un riachuelo que fluía en el extremo del claro. A
Yona le hormigueó la piel. Aunque fuera conveniente, era muy mala idea
intentar esconderse junto a un río: lo primero que harían quienes fueran a
por ellos sería seguir los cauces de los ríos. Dos niñas pequeñas se
perseguían en las afueras del asentamiento, riendo, y una mujer que
amamantaba a un bebé las observaba con mirada triste. Leib salió de uno de
los precarios cobertizos, seguido por tres mujeres y un anciano, y
organizaron una reunión. Todos los ojos se dirigieron a Aleksander y luego,
de inmediato, a Yona.
—Escuchadme todos —dijo Aleksander mientras salía al claro.
Enseguida resultó evidente la autoridad que ostentaba en aquel pequeño
grupo. Hasta el bebé dejó de mamar y giró la cabeza para mirar. La joven
madre (Yona recordó que era Ruth) se tapó rápidamente y se levantó
mientras se colocaba al pequeño al hombro—. Os presento a Yona. Ha
venido a ayudarnos.
—Amkha? —preguntó una de las mujeres que estaba con Leib, con
expresión impenetrable. Era la misma palabra que Aleksander le había
dicho a Yona el primer día que lo vio intentando pescar.
—Sí, es de los nuestros, Sulia —respondió Aleksander con firmeza.
Los ojos de la mujer se clavaron de nuevo en Yona. Tenía el pelo del
color de las bellotas chamuscadas, que le llegaba hasta media espalda, y una
cintura estrecha debajo de unos pechos generosos. Después de hacer una
pausa, sonrió.
—Yona, ¿verdad?
Yona asintió. Se había preparado para la extrañeza que sentiría al estar
rodeada de un grupo de personas, pero no había esperado ver tantos ojos
que la juzgaban. La analizaban, intentaban leer sus facciones, intentaban
saber si era de fiar, incluidas las dos niñas, que habían dejado de jugar y se
susurraban al oído mientras la contemplaban.
Sin embargo, fue la mirada de Sulia la que pareció calar más hondo, así
que Yona se alivió cuando la mujer finalmente se alejó de Leib y cruzó el
claro. Le tendió una mano.
—Bienvenida —le dijo.
Yona había visto a personas estrechándose la mano a lo lejos, pero jamás
lo había hecho. Cuando alargó el brazo y dejó que Sulia le rodeara la mano
con la suya, la sorprendió la fuerza con que la apretaron los dedos de la
mujer, que doblaron los de Yona hasta formar una extraña «U». Yona
intentó responder con la misma intensidad y Sulia parpadeó rápido varias
veces antes de apartarse.
—Dime, Yona, ¿tú también eres de la zona cerca de Mir? —le preguntó
Sulia.
—No.
Al parecer, Sulia esperaba que Yona dijera algo más, pero no lo hizo.
—Yona, ven a conocer a Ruth. —Aleksander asintió hacia la joven, que
respondió asintiendo a su vez y dedicándole a Yona una sonrisa tan pequeña
como llena de luz—. Él es Daniel, y las de allí son Pessia y Leah, sus otras
hijas. Apoyados en los árboles están Leon y Oscher.
Los ancianos alzaron una mano para saludar.
—A Leib ya lo conoces —prosiguió Aleksander—, y las mujeres que
están con él son Miriam, su madre; Bina, la esposa de Oscher; y Luba.
Una mujer de unos cuarenta años con pelo oscuro y mechones canos —
que debía de ser Miriam— asintió hacia Yona. Las otras dos —una con
cabellera larga y blanca, la otra con el pelo ondulado del color de los
pececillos de plata— sonrieron y la saludaron.
—Y el que está con ellas es Moshe —concluyó Aleksander. El hombre
junto a las mujeres asintió hacia Yona, con los brazos llenos de ropa. Debía
de tener unos sesenta años y estaba casi calvo, con unos gruesos anteojos
colocados sobre la punta de la nariz. Era el sastre, recordó Yona. Lo saludó
con un asentimiento—. ¿Rosalia sigue patrullando? —le preguntó
Aleksander a Leib, quien se lo confirmó con un movimiento de cabeza—.
¿Puedes ir a buscarla y traerla hasta aquí?
—¿Por qué? —Los ojos de Leib volaron hasta Yona.
Aleksander vaciló mientras barría el pequeño asentamiento con la mirada.
Todo el mundo se quedó inmóvil, a la expectativa. A Yona le dio la
sensación de que contenían el aliento al mismo tiempo.
—Porque debemos irnos —dijo Aleksander finalmente, y se produjo un
coro de exhalaciones, acompañadas de varios grititos—. Ahora. Aquí no
estamos a salvo.
—¿Habéis visto a alemanes? —Leib se tensó—. ¿Dónde? ¿Muy cerca?
—No. No es por eso. Aun así, debemos marcharnos lo antes posible.
Con el ceño fruncido, Leib miró a Yona antes de asentir y desaparecer
entre los árboles sin articular palabra.
—¿Cómo dices, Aleksander? —preguntó uno de los ancianos, el que
Aleksander había presentado como Oscher, utilizando el árbol en que estaba
apoyado para levantarse. La mujer de pelo blanco, Bina, su esposa, fue a su
lado, le agarró la mano y se la apretó—. ¿Debemos irnos? —preguntó—.
¿De este lugar en el que estamos cómodos y a salvo? ¿Por qué?
Aleksander dudó y observó a Yona.
—Porque aquí estamos demasiado expuestos.
—Pero dijiste que los alemanes no vendrían —murmuró Ruth con los
ojos abiertos por el miedo mientras mecía a Daniel. Los párpados del
pequeño iban cayendo, ya casi estaban cerrados, y había abierto ligeramente
la boca; Yona sintió una repentina punzada de furia al pensar que había
gente dispuesta a aniquilar a ese bebé indefenso.
—Quizá hoy no. —La voz de Aleksander era grave por la pena y la
extenuación, y, antes de que pudiera evitarlo, Yona extendió una mano y le
rozó el brazo. Ese gesto de consuelo pareció sorprenderlo; pestañeó varias
veces antes de asentir y lanzarle una débil sonrisa—. Pero vendrán —
aseguró con tono decidido—. Vendrán, y no podemos quedarnos aquí a
esperarlos.
—Estáis siendo demasiado precavidos. Aquí estamos bien —dijo Sulia.
Se dirigió a Yona y añadió—: Aleksander a veces se preocupa demasiado y
es demasiado cuidadoso.
Sus palabras dejaban entrever cierta intimidad entre ambos, pero eso
apenas importaba, pues no tenían razón.
—Es imposible ser demasiado cuidadoso en el bosque —terció Yona—.
Siempre hay peligro.
—Ah. —Sulia cruzó los brazos y miró al resto de los miembros del
grupo. Sus ojos se posaron sobre Aleksander unos segundos antes de fijarse
en Yona—. Entonces, es cosa tuya, ¿no? ¿Tú le has dicho a Aleksander que
debemos mover el campamento? Y él te cree porque lo ayudaste a pescar
unos cuantos peces.
—Sulia —murmuró una de las mujeres como advertencia, pero nadie más
habló.
Yona notó cómo volvían a calentársele las mejillas. Le sudaban las
palmas. Quería echar a correr, pero si lo hiciera estaría abandonando a esa
gente a la misma suerte que había sobrevenido a la familia de Chana.
Respiró hondo.
—Ahora mismo, lleváis demasiado tiempo aquí. Si por casualidad
vuestros enemigos se acercan, os encontrarán.
—¿Nuestros enemigos? —repitió Sulia—. ¿Lo has oído, Aleksander?
Tengamos en cuenta sus palabras. Nos dice qué debemos hacer, pero no
cree ser una de los nuestros.
—Pues claro que lo es, Sulia. —Era Ruth la que había hablado. Había
dejado de mecer al bebé y reunía a las niñas—. Intenta ayudarnos, y eso la
convierte en nuestra amiga. Tan solo estamos tratando de sobrevivir. ¿Por
qué no aceptar los consejos de alguien que puede ayudarnos?
—Pero ¿quién es esta muchacha? —preguntó uno de los ancianos—. No
la conocemos del gueto ni de nuestros pueblos.
—¿Qué más da? —exclamó otro hombre—. Conoce el bosque.
—Bueno, pues ¡nosotros también! —respondió el primero.
—Ah, sí, Leon, ahora tú nos vas a guiar entre los árboles, ¿verdad? —
protestó el segundo—. ¿Tú nos vas a dar de comer a todos? ¿Qué hay de
cena, pues?
—¡Basta! —Aleksander interrumpió la discusión alzando una mano—.
Yona, ¿qué debemos hacer?
—Debéis… —Yona titubeó, de pronto insegura; no sobre la necesidad de
irse, sino sobre su derecho a dar instrucciones a gente a la que acababa de
conocer. Pero Aleksander la animó con un asentimiento y ella respiró hondo
antes de proseguir—: Debemos destruir los refugios, recoger vuestras cosas.
—Miró hacia Ruth—. ¿Tus hijas saben recolectar bayas?
—Sí —asintió Ruth—. Pero no sé cuáles son venenosas, así que no me he
atrevido a permitírselo.
—Yo se lo enseñaré. —Así estarían entretenidas, pero también era algo
que deberían saber si pensaban vivir en el bosque durante cierto tiempo. Las
bayas adecuadas los ayudarían a sobrevivir. Las bayas inadecuadas los
matarían, lenta y dolorosamente.
Yona les hizo un gesto a las pequeñas, que se acercaron poco a poco.
Detrás de ellas, los ancianos y los adultos habían empezado a recoger las
cosas desperdigadas —una sartén, un par de pantalones que se secaban
sobre una roca, un par de botas, un libro raído con tapas de piel— para
meterlas en zurrones. Yona vio a Oscher cruzar el claro cojeando, y su
preocupación se acrecentó; su pierna estaba en peor estado del que había
imaginado.
—Tu nombre significa «paloma», ¿lo sabías? —le dijo la mayor de las
pequeñas cuando Yona se arrodilló para ponerse a su altura. Tenía el pelo
liso y sedoso, aunque lo más probable era que no hubiera visto un peine en
meses. El pelo de su hermana era rizado, y las dos tenían las mejillas
rosadas, los labios cortados y la nariz quemada por el sol. Pero sus ojos
oscuros eran brillantes e irradiaban interés.
—Lo sé. —Yona sonrió y giró la muñeca izquierda para mostrarles la
mancha de nacimiento. Las dos niñas se inclinaron hacia la marca,
fascinadas, y la mayor se la tocó—. Por eso me pusieron ese nombre.
—Se parece a una paloma de verdad —dijo la mayor.
—¿Queréis que os cuente un secreto? —les preguntó Yona, y las niñas se
inclinaron con los ojos como platos—. A veces noto la presencia de la
paloma, cuando tengo hambre o estoy triste o asustada. Es como si intentara
echar a volar.
—Vaya —susurró la pequeña.
—Yona —murmuró la mayor sin dejar de contemplar la mancha de un
granate oscuro—. Me encanta tu nombre. Yo no sé por qué me pusieron el
mío.
—¿Cómo te llamas?
—Pessia. —La pequeña sonrió, indecisa—. Y ella es Leah. Mi hermana.
Yo soy mayor. Pero solo por diez meses.
Yona sonrió mientras Leah pateaba el suelo.
—Es un placer conoceros, Leah y Pessia. ¿Os cuento otro secreto?
Pessia abrió mucho los ojos y asintió mientras se inclinaba hacia ella.
—¿Cuál? —Leah seguía un tanto insegura.
—El bosque está lleno de buenas cosas que comer… y que beber —
susurró.
—Pero mami dice que es peligroso comer del bosque —dijo Leah.
—Vuestra madre tenía razón cuando vivíais en el pueblo. Pero ahora vivís
en el bosque, y yo os enseñaré a encontrar alimentos seguros. Solo hay una
norma. Jamás debéis comer nada que encontréis sin mostrárnoslo a mí o a
vuestra madre, hasta que aprendáis. Si me lo prometéis, os enseñaré. ¿Trato
hecho?
Leah asintió, pero Pessia la miró con escepticismo.
—¿Eso significa que vas a quedarte con nosotros, señorita Yona?
Yona observó tras las niñas hacia el lugar en que Aleksander conversaba
con Oscher, Moshe y el otro anciano, Leon. Vio cómo Sulia ayudaba a Ruth
a guardar las cosas del bebé y cómo Miriam, Bina y Luba empezaban a
arrancar las hojas y la corteza que habían utilizado para improvisar el
refugio. ¿De verdad iba a poder hacerlo? ¿Abandonar la soledad,
seguramente su seguridad, para ayudar a ese grupo a sobrevivir? Iba en
contra de todo lo que Jerusza le había enseñado, pero debía hacerlo,
¿verdad?
—Sí, Pessia —respondió Yona. En ese momento, la paloma de su muñeca
batió las alas contra su piel, aunque ella no supo si por la alegría o por la
turbación—. Voy a quedarme por ahora.
Pessia se la quedó mirando durante unos cuantos segundos antes de que
una sonrisa se abriera paso lentamente en su cara.
—Bien. Me alegro.
—Sí. —Yona se incorporó y les hizo un gesto a las niñas para que la
siguieran—. Creo que yo también me alegro.
CAPÍTULO NUEVE

C uando Leib regresó con Rosalia, una mujer alta de unos treinta años,
de constitución fuerte y con el pelo castaño y mechones rojizos, ojos
oscuros, paso confiado y un rifle, el campamento ya casi estaba desmontado
del todo, las pertenencias del grupo recogidas y las chozas destrozadas.
Yona les había enseñado a las pequeñas a recolectar rápida y eficientemente
los arándanos oscuros y gorditos que crecían alrededor del asentamiento y a
diferenciarlos de los frutos venenosos de la hierba de París, de los cuales
crecía solo uno en cada planta. Las niñas llenaron sendas cestas que Yona
había tejido en un abrir y cerrar de ojos con ramitas y corteza de tilo, y no
les quitó la vista de encima mientras cruzaba el claro para conocer a
Rosalia.
Rosalia le estrechó la mano con fuerza pero con medida, y sus ojos se
volvieron amables al escrutar a Yona.
—Leib me ha dicho que has venido a ayudarnos. Y que eres la
responsable del banquete de pescado de anoche.
—También fue cosa de Aleksander y de Leib. —Yona agachó la cabeza.
—Fue muy bien recibido, Yona. Hemos pasado mucha hambre.
A Yona le dio la impresión de que había superado una especie de prueba.
—Tienes un rifle —dijo señalando el arma que llevaba Rosalia en las
manos.
La mujer bajó la vista, casi como si la sorprendiera darse cuenta de que la
portaba.
—Ah, sí. Es de Aleksander. Él y yo nos turnamos para vigilar el
campamento. Leib también.
—Sabia decisión. —Yona miró a su alrededor—. Ruth está con sus hijos,
claro, pero ¿qué me dices de Sulia y de Miriam? Son jóvenes, gozan de
buena salud. ¿Por qué no vigilan también?
—Recelan de las armas. —La voz de Rosalia era un sereno canturreo—.
Mejor así. Quienes protejan al grupo deben estar seguros.
Yona asintió. Rosalia no había aprovechado la oportunidad para criticar a
las otras dos mujeres, y ella lo tuvo en cuenta.
—¿Alguna vez has usado un rifle, Yona? —le preguntó Rosalia.
—No.
—Pero, entonces, ¿cómo te proteges en el bosque? Leib me ha dicho que
llevas mucho tiempo viviendo aquí.
—Evito a la gente.
—Pero ahora seguro que el bosque está atestado de guerrilleros.
Yona pensó en los pasos que Jerusza y ella oían en el bosque, en cómo la
anciana le advertía que se ocultara, en el trayecto hacia el pantano en el
verano de 1941 para evitar a los soldados rusos que huían de una masacre
alemana.
—He aprendido a mantenerme alejada. A cuidar de mí misma.
—Suena muy solitario.
Yona inclinó la cabeza. ¿Cómo iba a explicarle que, en realidad, jamás se
había sentido sola porque no sabía cómo era estar con gente? Ahora
comprendía, sin embargo, que su deseo de visitar los pueblos que
circundaban el bosque tal vez hubiera sido precisamente eso, un profundo
deseo de su alma, una soledad para la cual no tenía nombre.
—Quizá.
—Y, aun así, aquí estás ahora. Con nosotros. Ya no estás sola. —Aquellas
palabras no eran del todo una pregunta, pero Yona percibió la curiosidad
que destilaban. La mujer intentaba entenderla. Yona quiso poder
explicárselo, pero a duras penas era capaz de asimilar las decisiones que
había tomado en las últimas veinticuatro horas, que iban en contra de todo
lo que sabía.
—Estuve con una familia —empezó a decir, pero pronto no supo cómo
relatar lo ocurrido con Chana y la extraña dinámica con los padres de la
niña, ni cómo les había fallado tan estrepitosamente—. Con ellos no lo
logré. Yo… no hice suficiente. Y los mataron.
—Eran como nosotros. Judíos. —Los ojos de Rosalia brillaron al atar
cabos.
—Sí.
—¿Tú también eres judía?
—Me crio una judía. —Apartó la mirada al sentir una punzada de culpa.
¿Cómo iba a contarle a alguien qué significaba formar parte de una religión
que tal vez jamás fuera la suya?—. Pero todos somos hijos del mismo Dios,
¿no crees?
—Creo que los alemanes estarían en desacuerdo. Creo que ellos querrían
saber qué corre por tus venas. —Rosalia parecía querer añadir algo más,
pero Aleksander las interrumpió al dirigirse hacia ellas.
—Diría que estamos listos para marcharnos —anunció.
Yona examinó el asentamiento. Era cierto que lo habían desmantelado y
que habían recogido las cosas, y las niñas habían vuelto con su madre, que
hurgaba con atención en las cestas de bayas. Pero todavía no podían irse; el
campamento seguía lleno de indicios de que allí había vivido y cocinado
gente. Sería una flecha venenosa en manos de los alemanes, que señalaría la
dirección que había tomado el grupo.
—Antes —dijo— debemos borrar todo rastro de que hemos estado aquí,
lo mejor que podamos.
Aleksander asintió y miró hacia el cielo.
—Pero dentro de pocas horas se hará de noche. Deberíamos salir ya para
así avanzar lo máximo posible.
Yona comprendió a qué se refería. Con un grupo en su mayoría formado
por ancianos y niños, sería difícil moverse sin la luz del sol. Iban a necesitar
aprender a orientarse con las estrellas, a caminar bajo la luz de la luna, pero
esa noche no.
—Haremos lo que podamos aquí, rápido, y luego nos marcharemos.
Caminaremos hasta el crepúsculo y buscaremos un lugar donde asentarnos.
Pasaron varios segundos hasta que él asintiera.
—Muy bien.
Al cabo de varios minutos, con Rosalia haciendo guardia y las dos niñas
sentadas sobre un árbol caído comiendo bayas con Leon, Oscher y Bina,
Aleksander se dirigió al grupo.
—Debemos limpiar el claro de indicios de que hemos estado aquí.
—Ahora se ve vacío —dijo Leib mirando en torno a sí.
—No para quienes están acostumbrados a perseguir a alguien —replicó
Yona.
—Dinos qué hacer, Yona —le pidió Aleksander.
Yona respiró hondo e intentó ignorar los labios apretados de Sulia, la
mirada que intercambiaron Oscher y Moshe, las dudas con que la
observaban Miriam y Luba.
—Luba y Miriam, id a buscar ramas grandes y barred todas las huellas
que veáis en la tierra de los alrededores mientras volvéis hasta el claro, pero
aseguraos de borrar vuestras pisadas conforme retrocedéis. León y Oscher,
si podéis, revisad por favor el campamento en busca de leños quemados,
ascuas y cenizas, cualquier señal de que aquí ha habido fuegos prendidos
por el ser humano, y formad una montaña justo allí. Leib, tú lo llevas todo
al río y lo sumerges. Sulia, por favor, barre los lugares donde habéis
dormido para eliminar cualquier rastro de que habéis estado aquí: huellas en
el suelo, hojas en pilas poco naturales, incluso mechones de pelo caídos.
Moshe, Aleksander y tú agarráis la corteza que utilizasteis para cobijaros y
la esparcís por el bosque para que parezca que nadie la ha tocado.
—¿Y yo qué hago? —preguntó Ruth. Estaba meciendo a Daniel con
delicadeza; el bebé tenía los ojos cerrados y los labios fruncidos en pleno
sueño.
—Tú sostienes al bebé —dijo Yona.
—Pessia puede encargarse. —Ruth echó una mirada a su hija mayor, que
asintió, se limpió los dedos manchados de bayas en la camisa y alargó los
brazos hacia su hermano pequeño. El bebé se acomodó en los brazos de
Pessia con un arrullo y un suspiro, y Ruth se giró hacia Yona—. Estoy lista.
—Ven conmigo, pues —asintió Yona.
De la montaña con las pertenencias del grupo, Yona extrajo dos grandes
cazos. Era asombroso que hubieran logrado adueñarse de esas herramientas,
pero dio gracias por ello. Las ollas les permitirían hervir agua para preparar
remedios de hierbas, y sopas cuando el tiempo se volviera frío. Y ahora le
permitirían a Ruth y a ella llevar a cabo una tarea necesaria, aunque
desagradable.
—Debemos limpiar los deshechos —dijo entregándole uno de los cazos a
Ruth.
—¿Los deshechos?
Los ojos de Yona se dirigieron a la zona que se encontraba en la linde del
círculo, que el grupo obviamente había utilizado como letrina. Estaba oculta
debajo de un roble gigantesco para proporcionar intimidad, y había dos
grandes agujeros en el suelo. Un perro de rastreo, o un hombre con
experiencia en buscar a gente en el bosque, los reconocería de inmediato.
—Ah —murmuró Ruth al fijarse en el mismo sitio que Yona.
Pero la siguió y las dos juntas, en un amigable silencio, llenaron cazo tras
cazo del agua del río, vertieron tierra nueva en los dos agujeros y utilizaron
palos largos como azadas. Terminaron con unos cuantos cazos más de agua,
yendo y viniendo del río, y taparon los agujeros con hojas y ramas hasta
que, al final, la tierra parecía intacta. Acto seguido, se encaminaron hacia el
río para limpiarse la suciedad de debajo de las uñas.
—¿Has vivido aquí sola? —le preguntó Ruth mientras se frotaban las
manos con el agua fría.
—Sí.
—¿Te importa si te pregunto qué le pasó a tu familia? —Su tono era
amable—. Seguro que tenías padres.
—No sé qué les ocurrió —respondió Yona tras hacer una pausa. Se
preguntaba dónde estarían ahora Siegfried y Alwine Jüttner. Eran unos
desconocidos—. La mujer que me crio murió a principios de este año.
—Lo siento. —Al ver que Yona no decía nada, Ruth añadió—: Me alegra
que estés aquí. Con nosotros.
Yona buscó en su interior antes de contestar:
—A mí también.

***

Tres horas antes de que anocheciera, se pusieron en marcha, avanzando


lentamente entre los árboles en dirección noreste. Iban adentrándose en el
corazón de Nalibocka, caminando a un ritmo con el que Oscher, que se
apoyaba en Leib, estaba cómodo. Ruth llevaba a Daniel y Miriam, a Leah, y
Pessia caminaba agarrada a la mano de Luba, después de anunciar al grupo
que era mayorcita y podía andar sola. Ruth y Yona intercambiaron una
mirada dubitativa, pero la niña por ahora se las arreglaba, con una expresión
de férrea determinación en su carita de mejillas sonrosadas, y Yona estaba
impresionada.
Aleksander y ella iban delante del grupo para guiarlos, mientras que
Rosalia se encargaba de la retaguardia, con el arma en las manos, y
escrutaba el bosque en busca de peligro.
—Nos estamos alejando de la civilización —comentó Aleksander en un
momento dado. Todos se agacharon para pasar por debajo de una rama de
roble muy baja. Sus botas crujían sobre la maleza, mientras que Yona se
movía casi en silencio, con el peso sobre los antepiés, como siempre le
había enseñado Jerusza. «Muévete como un lince», sonó la voz de Jerusza
en su cabeza. «Piensa como un zorro. Rastrea como un lobo».
—Sí.
—¿Estás segura de esto, Yona? —Aleksander se aclaró la garganta—. Al
principio tomé la decisión de quedarnos a un día de distancia de alguno de
los pueblos que rodean el bosque.
Yona lo miró. Apretaba la mandíbula, más afilada después de varios días
sin afeitarse.
—¿Por qué?
—Para que pudiéramos ir a uno si necesitábamos algo.
—¿Por ejemplo?
—Comida… Unas cuantas gallinas, patatas, mermelada. Gafas para
Moshe. —Hizo una pausa—. Es de donde sacamos los cazos con los que
cocinamos, de una granja que no quedaba lejos del primer lugar en el que
acampamos las primeras semanas.
—Lo robasteis —lo comprendió.
Aleksander se giró y la miró a los ojos.
—Algunas cosas, sí. Era supervivencia, Yona. Nosotros… Al principio
nos costaba encontrar comida. Y un alemán le rompió a Moshe las gafas
semanas antes de que huyéramos. Está casi ciego sin ellas. Y el rifle. Yona,
necesitábamos un rifle.
—¿Eso también lo robasteis?
La conversación se vio interrumpida cuando llegaron a un riachuelo.
Yona fue la primera en entrar y acto seguido asintió para que todos
avanzaran. Con las manos en forma de cuenco, bebieron el agua; en
particular, Leib la tragó en grandes sorbos desesperados.
—Poco a poco —dijo Yona con el brazo extendido para tocarle el hombro
—. Todos tenemos sed. Pero beber demasiado rápido hará que te pongas
malo.
Leib asintió, pero siguió tragando el líquido frío con avidez, y Yona
regresó a su lugar en la orilla, junto a Aleksander.
—Se está haciendo de noche —dijo.
Yona miró al cielo, que iba desvaneciéndose en un tono de azul oscuro
que a veces le recordaba al lago Kroman de la región sureste del bosque,
donde nadaban besugos, percas y lucios. Jerusza y ella lo habían visitado
dos veces un verano en que era pequeña, y la anciana incluso le permitió
nadar mientras pescaba. El agua era fría y vigorizante, y se movía a su
alrededor de una forma que parecía distinta a las corrientes suaves y
constantes de los ríos en los que solía bañarse. Los peces que pescaron eran
grandes y estaban salados. Pero entonces el lago se convirtió en un lugar en
donde los aldeanos buscaron comida cuando las cosechas menguaron y la
economía empeoró, y Jerusza nunca volvió a llevarla hasta allí.
—Todavía faltan cuarenta y cinco minutos para que se vaya la luz —
respondió Yona.
Aleksander le hizo un gesto al grupo y, en silencio, todos llenaron las
cantimploras y los odres con agua —al parecer, todos tenían uno—, y
retomaron la marcha dejando atrás el río y caminando en fila al adentrarse
en las profundidades del bosque.
—Me has preguntado por el rifle —comentó Aleksander al cabo de un
rato. El cielo se iba volviendo negro, y Yona sabía que pronto iban a tener
que detenerse. Más adelante había un claro que ella esperaba que les
sirviera—. Necesitábamos uno. Y cerca de Mir vivía un agricultor que yo
sabía que guardaba un rifle en su bodega de sal. Un día dejé al grupo y
esperé junto a su establo hasta que lo vi marcharse hacia los campos. Me
encontraba en la bodega con el rifle en las manos cuando apareció en lo alto
de la escalera de repente apuntándome con un arma. «¿Quién anda ahí?»,
preguntó intentando verme la cara. Me levanté la gorra y se me quedó
mirando durante un largo minuto hasta que le dije mi nombre. Me
reconoció; yo apenas lo podía creer. Trabajé en su granja un verano cuando
era adolescente. Por eso sabía que el arma estaba allí.
»Le pedí que no me disparara y, aunque no bajó el arma, de alguna forma
supe que no iba a hacerlo. Alcé el rifle y dije: «Lo siento, pero la necesito».
Su mirada pasó de mí al arma y luego de vuelta a mí. «¿Dónde están tus
padres?», me preguntó. Le conté que estaban muertos. «¿Y tus hermanos?».
Muertos también, le dije. Me preguntó dónde vivía. En el bosque, le dije. Al
final, asintió, bajó el arma y se apartó para dejarme subir la escalera. Trepé
hasta llegar a su lado. «Debes hacerme una promesa», me dijo. Jamás
olvidaré cómo me miró. «Si dejo que te lleves el arma, debes prometerme
que vas a sobrevivir y que vas a contar historias con las cosas que has visto.
Que no vas a dejar que las muertes de tus familiares queden impunes». Se
lo prometí y, cuando empecé a alejarme, me giré y le formulé la pregunta
cuya respuesta necesitaba conocer. Le pregunté por qué…, por qué dejaba
que me llevara un arma que seguramente iba a necesitar él. Por qué me
ayudaba cuando la mayoría de los agricultores de los pueblos cercanos se
alegrarían de entregarme para cobrar una recompensa.
Aleksander hizo una pausa cuando salieron al claro, y Yona miró al cielo.
Ya casi estaba oscuro del todo y aquel lugar era tan bueno como otro
cualquiera; había suficiente espacio para el grupo, y estaba oculto tras
espesas hileras de robles, lo bastante lejos del arroyo como para no ser un
sitio obvio en el que buscar. Yona asintió hacia Aleksander, y él se giró
hacia los demás y les dijo que comenzaran a preparar el asentamiento.
—¿Qué respondió el agricultor? —le preguntó Yona cuando los dos
empezaron a arrancar grandes pedazos de corteza de los árboles. Detrás de
ellos, en el claro, oyó las arcadas de Leib. Le dolía el estómago por haber
ingerido agua tan deprisa, pero ella no se giró.
—Me respondió que, cuando él y mi padre eran jóvenes, mi padre le
había salvado la vida. No me lo explicó, pero me dijo que sus padres no le
permitieron darle las gracias a mi padre porque era judío. Ni siquiera
dejaron que le contara a nadie que Andrzej Gorodinsky le había salvado la
vida. Pero nunca lo olvidó y siempre había esperado que llegara un día para
devolverle el favor. —Aleksander se detuvo y sorbió con la nariz, y a Yona
se le estrujó el corazón—. Era demasiado tarde para devolverle el favor a
mi padre, claro. Pero el agricultor dijo que esperaba que ayudándome a mí
le estuviera dando a mi familia una oportunidad de seguir adelante.
Yona le acarició un brazo.
—Siento lo de tus padres, Aleksander. Y lo de tus hermanos. No hay
suficientes palabras para expresar lo que debiste de sentir.
Se giró hacia ella y le sostuvo la mirada durante mucho rato.
—Gracias. Pero el agricultor llevaba razón. Tengo que seguir viviendo.
Tengo que seguir adelante. De lo contrario, todo rastro de nosotros, de la
familia Gorodinsky, de lo que éramos, de lo que podríamos haber sido,
habrá desaparecido. Los alemanes no solo eliminan a nuestra gente.
Eliminan nuestro futuro. Y no puedo permitirlo.
Yona asintió. Si había palabras que añadir tras ese relato, ella no las
conocía. Nunca había mantenido una conversación tan larga con nadie,
nunca se había enterado tanto del impacto personal de lo que estaban
haciendo los alemanes, y notó un nudo en el estómago por la pena. De ahí
que le rozara el brazo de nuevo, para que Aleksander supiera todo lo que no
le estaba diciendo y comprendiera que estaba con él.
Cuando terminaron de construir tres improvisadas chozas con corteza y
hojas, y cuando Leon y Moshe hubieron reunido leña para hacer una
hoguera, la mitad del grupo ya estaba dormido, incluidos los tres niños y su
madre. Aleksander se ofreció a hacer la primera ronda de vigilancia, y Yona
se quedó sentada junto al fuego en la profunda oscuridad del bosque,
observando cómo Sulia y Miriam hervían agua y sacaban patatas de uno de
los zurrones. Nunca se había sentido tan vacía ni tan llena de emociones, y
se preguntó cómo era posible sentir ambas cosas al mismo tiempo.
CAPÍTULO DIEZ

L a noche era clara y templada, por lo que el grupo no se molestó en


construir más que las protecciones básicas antes de llenarse la barriga
con sopa diluida e irse a dormir. Leib se encargó del primer turno de
guardia, seguido de Aleksander, y, cuando Yona se despertó por la mañana,
el cielo empezaba a iluminarse por los extremos; se quedó tumbada unos
instantes observándolo dar lentos pero firmes círculos alrededor del
perímetro del campamento.
Aleksander caminaba sigilosamente; no tan sigilosamente como ella
después de haber pasado la vida entera entre árboles, pero lo suficiente
como para mostrarle que aprendía rápido. Había reconocido que el bosque
jamás fue su hogar, pero enseguida aprendía sus misteriosas costumbres.
Aquella idea llenó a Yona de una extraña mezcla de alivio y tristeza; alivio
porque significaba que podría enseñarle suficientes cosas para ayudar al
grupo a sobrevivir al invierno, tristeza porque significaba que no siempre
iban a necesitarla. Había pasado menos de un día con ellos y ya
experimentaba un inesperado vínculo con todos.
No le había faltado razón al insistir en que se movieran —cuanto más se
quedaban en el mismo sitio durante el verano, más peligrosa se volvía su
situación—, pero Yona también debía admitir que el grupo se las había
arreglado bien por su cuenta. Habían descubierto una manera de buscar
comida, de diferenciar los frutos venenosos de los inocuos, de construir un
refugio rudimentario, incluso de armarse. Eso hablaba muy bien de
Aleksander, Rosalia, Leib y los demás: implicaba que eran conscientes de lo
que necesitaban conseguir en los pueblos y de lo que debían hacer para
seguir vivos. Yona los ayudaría a que superar el invierno que se avecinaba
fuera fácil, pero incluso sin ella era posible que pudieran sobrevivir todos si
eran lo bastante afortunados de permanecer alejados del camino de aquellos
que los perseguían.
Cuando se levantó, Yona se estremeció, si bien el día de verano ya era
cálido. «Los perseguían». Aquellas palabras se colaron en su pecho y
palpitaron peligrosamente. Ella había perseguido a animales. A ella la
habían perseguido animales. La idea de que seres humanos persiguieran a
seres humanos para cazarlos… Le costaba entenderlo, y le dejaba mal
cuerpo.
Se encaminó hacia Aleksander, quien se giró y la vio acercarse.
—Deberías dormir —le dijo él—. Descansa un poco.
—No duermo demasiado. —Era verdad. Jerusza le había enseñado
tiempo atrás que dormir, aunque fuera necesario, equivalía a ser débil. El
sueño lo dejaba a uno vulnerable, inútil. Con la excepción de sus últimos
meses, durante los cuales pasó lentamente de este mundo al siguiente, la
anciana nunca durmió más de cuatro horas seguidas, y a menudo había
apretado los dientes y regañado a Yona por dormir más de ese lapso. La
noche anterior, a pesar de estar cansado por la desconocida presión del
contacto humano, el cerebro de Yona se había acelerado con ideas de todas
las cosas que quería hacer en los días siguientes. Iba a necesitar enseñarle al
grupo a conservar el pescado, a secar los arándanos para el invierno, a
recopilar y almacenar bayas de fresno. Debía enseñarles a cazar sin armas,
qué animales salvajes les alimentarían más, qué ranas y serpientes podían
comer, qué hierbas podían recoger para que la comida fuera más sabrosa,
cuáles podían guardar para tratar dolencias. Necesitaría enseñarles a
construir refugios en invierno y a cazar cuando el hielo hubiera congelado
los estanques y los ríos. Eran los secretos del bosque que los aldeanos
desconocían, secretos que supondrían la diferencia entre la vida y la muerte.
—Te veo preocupada —dijo Aleksander al cabo de un rato.
Lo estaba, claro. Se sentía responsable del grupo entero. Pero entonces
observó el asentamiento —donde Ruth estaba tumbada junto a sus tres hijos
dormidos, donde Oscher y Bina se abrazaban, donde Miriam dormía con un
brazo en modo protector por encima de Leib, que roncaba— y una gran paz
se instaló en su interior, y todas las preguntas y las preocupaciones se
convirtieron en un susurro.
—Todo irá bien —dijo, tanto para sí misma como para Aleksander.
—Me alegro mucho de que estés aquí, Yona. De que nos hayamos
encontrado.
Se giró hacia él. El modo en que la miraba la dejaba sin aliento.
—Ya lo estabas haciendo muy bien mucho antes de que llegara yo. Todos
están vivos y bien alimentados.
—No me refería a la supervivencia, Yona. —Le sonrió ligeramente—.
Doy las gracias por ti. —Sus ojos se clavaron en los de ella durante otro
segundo antes de que bajara la mirada—. Por tu compañía, quiero decir.
Las mejillas de ella se calentaron, y, cuando volvió a contemplar al grupo,
tuvo el presentimiento de que en las palabras de él había un significado más
profundo.
—Y yo me alegro de tener tu compañía, Aleksander.
Media hora más tarde, el cielo se iluminó y el grupo empezó a
desperezarse, en primer lugar el bebé con sus lloros. Cuando Ruth se lo
llevó al pecho, dio un empujoncito a las niñas, que se despertaron
mascullando palabras procedentes de sus sueños. Rosalia se despertó a
continuación, seguida de Oscher y de Bina. Yona observó en silencio cómo
bostezaban y se estiraban, se levantaban y caminaban hasta el extremo del
claro; algunos daban sorbos a las cantimploras que habían llenado la noche
anterior, otros se turnaban para aliviarse en la intimidad de las sombras al
otro lado del perímetro.
Para cuando el sol hubo ascendido por encima de los árboles, Rosalia
montaba guardia, Aleksander se había ido con Moshe y Leon para
mostrarles cómo utilizar la red de enmalle en el arroyo que habían cruzado
por la noche, las niñas recogían bayas alegremente con su madre y Yona les
enseñaba a Sulia, Miriam y Luba a recopilar las rosadas flores de la planta
jabonera que crecía en verano en las laderas de las colinas, a machacar las
raíces con piedras pequeñas y a mezclarlas con un poco de agua para
preparar un sencillo jabón.
—¿No deberíamos hacer algo más útil? —preguntó Sulia, lo bastante
fuerte como para que su voz llegara a los oídos de los demás, mientras
estaba inclinada junto a Yona para arrancar un puñado de flores de la tierra
—. Esto parece innecesario.
Miriam y Luba se la quedaron mirando, pero no dijeron nada. Yona notó
cómo se le comprimía el pecho de igual modo que cuando sabía que un
depredador había detectado su olor.
—Sin jabón, contraeréis enfermedades y piojos —respondió Yona—.
Tenemos suerte de que ahora sea verano, pero en otoño estas plantas se
marchitarán. Antes, os habré enseñado a elaborar jabón con cenizas de
madera de árbol y grasa animal.
Sulia emitió un ruidito gutural, pero no añadió nada más.
—Leib dice que se te da muy bien pescar, Yona —dijo Miriam al cabo de
un rato. Se había acercado hasta colocarse a su lado y se había levantado la
falda hacia delante para que hiciera las veces de cesta para los cientos de
flores que había reunido. Era una mujer callada y trabajaba muy duro, algo
que Yona respetaba. Sulia y Luba se alejaron colina abajo mientras
hablaban entre sí.
—Llevo toda la vida pescando —contestó Yona—. Tu hijo tiene buen
instinto. Será un gran pescador cuando aprenda, y un buen cazador también.
—No era la vida que quería para él —dijo Miriam tras una larga pausa—.
Cuando los niños son pequeños, las madres imaginamos todas las cosas que
harán algún día, las personas en que se convertirán. Nunca pensé, cuando
Leib era pequeño, que sería lo último que me quedaría. Nunca pensé que
mis sueños para él se reducirían tanto. Ahora solo sueño con verlo
sobrevivir. Imaginar más me parece excesivo. —Se detuvo, y luego añadió
—: Me parece imposible.
Yona parpadeó varias veces para que Miriam no viera las lágrimas que le
anegaban los ojos. No sabía qué decir, así que murmuró:
—Lo siento mucho. Por todo lo que os ha ocurrido.
—Pero debe de ser el plan de Dios, ¿no? La cosa es que no puedo
entenderlo.
—Yo tampoco lo entiendo —coincidió Yona, y sintió una punzada de
culpa. «Nunca debemos cuestionar a Dios», le había dicho siempre Jerusza.
«En la vida es nuestra tarea intentar comprenderlo, jamás dudar de su
voluntad». Pero era una locura, y Yona tenía la impresión de que la verdad
estaba fuera de su alcance.
Miriam no respondió y, después de unos instantes, retomó la labor de
recopilar flores.
—¿Cómo escapasteis Leib y tú del gueto? —le preguntó Yona al cabo de
unos minutos.
Miriam suspiró de nuevo y se incorporó con los ojos vidriosos.
—Leib es joven, fuerte. Eso significa que los alemanes lo utilizaban para
trabajar, para construir cosas. Un día trasladaron a muchos de los hombres
del gueto a un claro del bosque. Los obligaron a cavar una zanja. Y luego
les dispararon a todos. —Temblando, soltó una exhalación—. Mi marido se
encontraba entre los asesinados. Pero Leib sobrevivió, igual que
Aleksander, porque era mano de obra, y los alemanes los necesitaban. Pero
después de eso se nos cayó la venda. Sabíamos que solo sería cuestión de
tiempo que nos mataran a nosotros también. Y Leib y Aleksander, a quien
conocíamos de nuestro pueblo, empezaron a hablar de huir.
»Un día, corrió el rumor de que nos iban a trasladar a todos al castillo
abandonado en las afueras del pueblo, un lugar fortificado del que sería
imposible escapar. En cuanto estuviéramos allí, podrían matarnos cuando
quisieran; no habría escapatoria posible. En el gueto se rumoreaba que
había judíos juntándose en el bosque. «Consigue salir del gueto y nosotros
te encontraremos», decían. Así que Leib y yo urdimos un plan. Se
marcharía corriendo del trabajo. Sabíamos que era peligroso. Cuando esa
mañana le di un beso de despedida, pensé que era probable que jamás
volviera a verlo. Pero los alemanes estaban ocupados ese día porque se
preparaban para matar a otro grupo de judíos en el bosque, y Leib consiguió
escapar. Yo me escondí en el gueto, debajo de una letrina, hasta que
creyeron que me había marchado. Y entonces me fui, varios días después,
cuando dejaron de buscar. Si Leib hubiera perdido la fe en mí, creo que no
habría sobrevivido. Pero estaba allí, en el bosque, a la espera, un pequeño
milagro entre tanta pérdida.
—Siento mucho lo de tu marido y lo de tus otros hijos, Miriam —
murmuró Yona al poco.
—Ahora son libres. —Miriam negó con la cabeza—. Y sigo teniendo a
Leib. —Pero su voz se quebró con la última palabra y se volvió un sollozo.
El silencio que siguió era un espacio vacío que jamás se llenaría.

***
El grupo permaneció en aquel claro dos días. En ese tiempo, Yona fue con
Leib hacia el riachuelo con la red de enmalle, y juntos apresaron a cientos
de peces. Cuando cayó la noche del segundo día, Aleksander prendió una
hoguera y Yona les enseñó a secar y ahumar el pescado para conservarlo
para el invierno, a construir una estructura en forma de tienda-trípode con
ramas altas y robustas, a atarlas con vides en lo alto y a utilizar cuerdas
hechas con briznas de hierba entrelazadas para colgar el pescado. Tapó las
ramas superiores con corteza de árbol para impedir que el humo saliera del
todo y dejó tan solo una pequeña abertura en la cumbre; a continuación, les
enseñó a Leon y a Oscher a hacer un fuego con ramas rotas de aliso verde.
En cuanto las ascuas prendían, debían traspasarlas al agujero del centro de
la tiendecita, que iban a tener que vigilar por lo menos hasta el día siguiente
para asegurarse de que siguieran humeando y que no llamearan. Era
arriesgado hacer humo en pleno día, pero estaban en un lugar tan profundo
del bosque que era poco probable que los vieran, y la débil columnilla que
se alzaba de la tienda ahumadora era mucho menos visible que las nubes
que ascendían de las hogueras que encendían en la oscuridad para cocinar la
comida. En un día claro, podían verse a millas de distancia, pero no en la
oscuridad, pues el cielo nocturno absorbía el humo.
Por la noche, Yona dormía sola bajo un dosel de hojas en el borde del
claro, lo bastante alejada del resto como para poder vigilarlos. Después de
haberse pasado casi toda la vida en el bosque, su instinto estaba tan aguzado
que el mínimo ruido desconocido la despertaba; y aunque Leib, Aleksander
y Rosalia siguieron patrullando el perímetro con el rifle, se sentía mejor al
saber que ella también les proporcionaba una pequeña capa de protección.
Llegado el cuarto día, sin embargo, empezó a ponerse inquieta.
—Debemos movernos de nuevo —le dijo a Aleksander al acercarse a él
mientras hacía la ronda matutina en las afueras del campamento justo antes
de que saliera el sol, con el rifle apoyado en el hombro y los ojos clavados
en la oscuridad que los rodeaba. Aquella mañana, Yona se había despertado
con un temor que no sabía describir, y apenas se detuvo a ponerse las botas
antes de correr a buscarlo.
—¿Movernos? —Él se detuvo y la miró.
—No lo puedo explicar. Llevamos demasiado tiempo aquí.
—Pero solo han pasado cuatro días. Acabamos de acostumbrarnos a esto.
Y aquí hay comida…
—Ya lo sé.
—Entonces, ¿por qué?
—A veces presiento cosas, cosas malas que se avecinan. —Levantó la
vista antes de agacharla—. Lo presiento ahora. La oscuridad se cierne sobre
nosotros.
Alzó la mirada de nuevo, y Aleksander se la quedó mirando en silencio.
Su mandíbula, firme y cuadrada bajo la barba, se tensó varias veces, y Yona
vio cómo se le movía la nuez del cuello al tragar saliva. Sintió la rarísima
necesidad de tender una mano y colocar los dedos allí, de notar el pulso de
él y el ritmo de su respiración, así que apartó los ojos antes de que
Aleksander pudiera leerlos.
—¿Yona? —murmuró.
Se giró hacia él. El corazón seguía latiéndole a un peligroso ritmo de
tamborileo como ocurría a veces antes de una furibunda tormenta. Pero
también percibió otra cosa, un calor, una inquietante calidez.
—¿Sí?
Aleksander dio un paso adelante. Yona sintió un escalofrío, el cambio en
el aire, y esa vez no evitó que sus ojos fueran adonde querían ir. A los
brazos de él. A los músculos tirantes que le recorrían el cuello. A la camisa
raída que se ceñía sobre su ancho pecho. Cuando lo miró a la cara,
Aleksander la observaba atentamente, y ella vio algo en su expresión que
antes no estaba allí. No sabía qué era, pero le removió algo en la barriga,
algo cuya existencia desconocía.
—Yona, yo… —empezó a decir.
En ese momento, sin embargo, el lastimero y grave aullido de un lobo
perforó la quietud, y bastó para zarandear el corazón de Yona y devolverlo a
su lugar, para recordarle el peligro, para que apartara todo lo demás.
Aleksander también pareció percibir el cambio, pues dio un paso atrás y se
aclaró la garganta.
—Voy… voy a avisar al grupo que ha llegado el momento de irse —dijo.
Yona se obligó a sonreírle, pero, ahora que ya no le ardía la barriga, la
tensión que había dado un vuelco a sus entrañas había vuelto. Algo se
avecinaba, lo presentía.
—Gracias.
Después de que Aleksander hubiera despertado a todos, le hubiera cedido
el rifle a Rosalia y la hubiera mandado a patrullar con la advertencia de que
estuviera muy atenta, todos se dieron cuenta al mismo tiempo de que Leib
había desaparecido.
—¿Dónde está? —le preguntó Aleksander a Miriam, que lo miraba con
ojos abiertos y asustados.
—No tengo ni idea —dijo Miriam—. Estaba a mi lado cuando nos fuimos
a dormir.
Yona enseguida barrió el claro. La noche anterior había dejado la red de
enmalle junto a la ahumadora, pero ya no estaba allí. El humo se elevaba
perezosamente desde la abertura superior de la tienda, y se le erizaron los
vellos del brazo de nuevo.
—Ha ido al río a pescar, creo —le dijo a Aleksander—. Voy yo.
—Voy contigo.
—No. Quédate aquí con los demás. Desmontad el campamento y
preparaos para irnos.
Se marchó entre los árboles tan rápido como le permitían las piernas,
antes de darle la oportunidad de protestar.
Ya había sentido aquello previamente, aquel nudo en el estómago, aquel
hormigueo en la piel. Un día, cuando no era más que una niña, consiguió
trepar a un árbol justo antes de que un trío de lobos emergieran del bosque y
corrieran hacia ella. Cuando tenía doce años, presintió que un roble
gigantesco caería encima de ellas durante una tormenta segundos antes de
que ocurriera, con lo cual dispuso del tiempo suficiente para despertar a
Jerusza y apartarse. La última vez había sido cuatro años atrás, cuando
encontró a la anciana, con el tobillo torcido por una caída, acorralada por un
oso pardo que gruñía. Yona le disparó al animal una flecha en la espalda y
arrastró a Jerusza mientras el oso yacía moribundo.
«Tienes un sexto sentido», le dijo la anciana en ese momento. «Después
de todo, hay algo de mí en ti». Yona protestó e insistió en que simplemente
había estado en el lugar adecuado en el momento adecuado. Pero había sido
algo más, y ya lo supo entonces, así como lo sabía ahora.
Conforme se acercaba al arroyo, ralentizó el ritmo hasta avanzar muy
poco a poco hacia el agua. Su cuerpo palpitaba con algo desconocido, algo
peligroso. Primero divisó a Leib, en la misma orilla que ella, de espaldas.
Estaba inclinado sobre la red de enmalle y atrapaba peces en un recodo
salpicado por la luz de la mañana. Durante un segundo, se permitió respirar
más tranquila. El muchacho estaba bien. Se había imaginado el peligro.
Y entonces detectó movimiento en los matojos a varios metros de allí, a
su derecha. Se recostó en un árbol y contuvo la respiración, vigilante.
El tiempo pareció congelarse cuando dos hombres emergieron del bosque,
uno delgado como una rama, el otro fornido como el tronco de un viejo
roble, los dos vestidos con el mismo uniforme harapiento que Yona vio
llevar a los hombres a los que atisbó de lejos el año anterior con Jerusza,
antes de que huyeran hacia el pantano, los que según la anciana eran
guerrilleros rusos. Los dos portaban rifles, los dos se movían con la calma
de los cazadores experimentados en dirección a Leib.
—Ey, ty! —chilló de pronto el más corpulento. Sobresaltó a Leib hasta el
punto de que el muchacho perdió el equilibrio y cayó al río. Se incorporó de
inmediato y se giró, abriendo los ojos como platos al reparar en los dos
hombres.
El delgado lo estaba mirando con maldad.
—Ey, mne kazhetsya, on yevrey —gruñó—. Eto tak? Ty yevrey?
Leib los contemplaba sin comprender, con miedo en los ojos. Hacía bien
en tener miedo; lo estaban apuntando con los rifles y le preguntaban si era
judío. Lentamente, con el corazón acelerado, Yona retrocedió para poder
acercarse a los hombres por detrás. Debía moverse poco a poco para no
hacer ruido, pero debía llegar hasta ellos a la mayor brevedad, antes de que
uno de los dos apretara el gatillo.
—Ja ciabie nie razumieju —tartamudeó Leib, «No entiendo» en
bielorruso, al levantarse empapado en el agua, que le llegaba hasta la
cintura. Había muchas coincidencias entre los idiomas ruso y bielorruso,
pero Leib estaba tan aterrorizado que no lograba interpretar unas palabras
que no le resultaban familiares de inmediato. Se encontraba en la peor
situación posible: el agua le impedía huir. No podría girarse y echar a correr
y esperar que los hombres fallaran si disparaban hacia él. Era un objetivo
acorralado. Yona se aproximó en silencio.
—Ty yevrey? —repitió el delgado más alto, con los ojos entornados, y
Leib negó con la cabeza, claramente espantado.
—Pues claro que es judío, Vadim —dijo el fornido en ruso cuando Leib
empezó a retroceder—. Mira esa nariz. Mira lo sucio que está. Seguro que
es uno de los desgraciados que nos están robando.
—Sucio judío. —El enclenque escupió en el suelo.
—Creo que se lo haremos pagar. Que sirva de ejemplo para los demás.
—Lo colgaremos como advertencia después de haberle metido un balazo
en la cabeza, ¿sí?
Los dos se echaron a reír, y los ojos de Leib volaban desesperados de uno
a otro. Era obvio que no comprendía lo que decían, pero que se había dado
cuenta de que corría peligro. Yona se acercó, lo suficiente como para oler a
los soldados. No se habían lavado y apestaban a sudor y a sal, a barro y a
adrenalina. Estaban tan concentrados en el muchacho al que querían cazar
que no repararon en que a ellos también los iban a cazar.
Lenta y cuidadosamente, Yona bajó la mano hacia el cuchillo que llevaba
atado al tobillo, pero para su terror vio que no estaba allí. Recordó de pronto
que lo había dejado donde se había levantado esa mañana con el cuerpo
inundado por el pánico. Nunca lo había hecho, ni siquiera cuando era
pequeña; dormía con el cuchillo al alcance de la mano y se lo guardaba en
la funda en cuanto se despertaba. Se le congeló la sangre, pero no había
tiempo de maldecir la mala fortuna.
—Muy bien, pues. ¿Quieres hacer los honores, Tikhomirov? —preguntó
el delgado mientras seguía fulminando a Leib con la mirada.
El grandullón levantó el rifle y apuntó hacia Leib, que había empezado a
temblar. Al instante, Leib alzó las manos por encima de la cabeza. Yona
tenía que hacer algo. Su mente repasaba las lecciones de Jerusza.
—Shis mikh nisht. Ikh bet aykh! —dijo Leib en yidis, tan asustado que
había vuelto al idioma que hablaba en el bosque. «No disparéis, por favor».
—¿Ahora habla el idioma de los judíos? —preguntó el corpulento.
—Creo que sí —se rio el otro.
—Es la última vez que va a…
Pero el hombre alto no terminó la frase, porque Yona había saltado hacia
delante en silencio y deprisa hasta subirse sobre su espalda y rodearle de
inmediato el torso con las piernas.
—Pero ¿qué…? —empezó con voz entrecortada, y fue lo único que llegó
a decir, pues Yona, estabilizándose sobre los músculos internos de los
muslos, trepó hasta que su cabeza quedó encima de la de él, le colocó el
brazo izquierdo bajo la barbilla a la velocidad del rayo, le rodeó la nuca con
la mano izquierda y tiró hacia arriba y hacia atrás lo más fuerte posible.
Oyó el crujido y saltó de la espalda cuando el cuerpo se desplomó. Cayó al
suelo al mismo tiempo que él y lo utilizó como escudo para protegerse del
otro, cuyo rostro estaba blanco por el terror mientras dirigía el rifle hacia
ella.
—¡Corre, Leib! —gritó Yona, y, como había imaginado, fue suficiente
distracción para aquel hombre confundido, que se giró hacia el arroyo. En el
instante previo a que se hubiera dado la vuelta del todo, Yona atacó. Se
impulsó hacia delante para arrancarle los ojos con las uñas afiladas de los
dedos índice y corazón de la mano izquierda, y entonces, en cuanto el
soldado inclinó la cabeza hacia arriba para gritar de dolor, le asestó un golpe
con el dorso de la mano derecha en el desprotegido cuello para destrozarle
la tráquea. El hombre cayó al suelo junto a su compañero.
Al instante, Yona se llevó la dolorida mano derecha a la boca. ¿Qué había
hecho? Había actuado por instinto y llevado a cabo lo que Jerusza le hizo
practicar mil veces, empezando cuando era una niña pequeña. «Llegará el
día en que darás las gracias por que te haya enseñado todo lo que sé», le
dijo la anciana. Yona no lo había creído en ese momento, no había creído
que fuera necesario arrebatarle la vida a un hombre. Pero ahora… ahora lo
entendía. No había tenido alternativa; si ella no hubiera actuado, habrían
matado a Leib sin ningún motivo. Aun así, eso no eliminaba la culpa que la
embargaba, ardiente y palpitante. Cayó de rodillas junto a los dos cuerpos;
con la mano todavía sobre los labios, los ojos le escocían por las lágrimas.
Oía que Leib la llamaba por su nombre, pero sonaba muy lejos de allí.
—Los he matado —susurraba observando a los cuerpos. Le daba la
impresión de que estaba en trance, flotando por encima del riachuelo,
viendo la aterradora escena desde las alturas—. He arrebatado dos vidas. —
Notaba cómo unos ojos la contemplaban, unos ojos que en realidad no
estaban allí—. Jerusza —murmuró—. Los he matado.
—¡Yona! —La voz de Leib ahora sonaba más fuerte, y al poco la mano
de él estaba en su espalda y la empujaba—. Yona, nos tenemos que ir. ¿Y si
hay más soldados?
Yona se giró hacia él, mareada. El rostro del chico, a solo unos
centímetros del suyo, aparecía borroso.
—¡Yona! —exclamó de nuevo con la voz teñida por el pánico—. ¡Yona!
Notaba cómo iba regresando a la realidad, pero todavía le parecía
encontrarse bajo el agua, en la zona más profunda del lago Kroman.
—Creo que estaban solos. Pero tienes razón. No podemos estar seguros
—dijo débilmente. Había escuchado con atención al bosque antes de atacar
y no había detectado más movimientos humanos. No eran una unidad
soviética, estaban merodeando por el bosque por su cuenta. ¿Estarían
tratando de regresar a casa? ¿Tendrían esposas e hijos con los que esperaban
volver? No deberían haber estado allí, y estaban muertos—. Los he matado
—dijo más alto ahora que sus ojos por fin enfocaban la cara de Leib.
—Lo has hecho para salvarme —respondió él. Tenía los ojos rojos y
vidriosos, y Yona vio que estaba esforzándose por no echarse a llorar.
—Yo… —Yona miró una vez más hacia los cuerpos de los dos hombres.
Salió del trance y agarró el rifle que permanecía junto al más bajo. Se
levantó y se lo entregó a Leib—. Vuelve al campamento. Cuéntale a
Aleksander lo que ha ocurrido. Asegúrate de que estén preparados para irse.
El muchacho agarró el arma con incertidumbre, con los ojos clavados en
ella.
—¿Y tú?
—Yo iré en breve. Vete, Leib. Corre.
Leib dudó solo un segundo antes de asentir y salir disparado hacia el
bosque, con el arma en la mano derecha.
El bosque se había quedado callado; incluso los pájaros habían dejado de
cantar. En cuanto el ruido de las pisadas de Leib se hubo esfumado, Yona se
arrodilló de nuevo junto a los hombres. Los dos tenían los ojos del color de
la hierba de un pantano, ojos que jamás volverían a ver nada. Con suavidad,
les bajó los párpados con la palma de las manos, las mismas que les habían
arrebatado la vida, y entonces, en el silencio que la rodeaba, lloró. Lloró por
sus familias, por el pequeño y asustado grupo de refugiados a quienes se
había comprometido a ayudar, por Jerusza, por sus propios padres, cuyos
corazones debieron de romperse años atrás cuando les robaron a su hija.
Finalmente, se incorporó y, con una mueca, se dispuso a desvestir a los
hombres para llevarse sus ropas y sus botas, pero les dejó la ropa interior,
pues no soportaba cometer con ellos una última injusticia y entregarlos
desnudos al bosque. Reunió sus pertenencias en una montaña para
llevárselas al asentamiento. Las botas, sobre todo, resultarían muy útiles
cuando se adentraran en las profundidades del bosque y empezara a
azotarlos el frío del otoño y del invierno.
A continuación, hizo rodar ambos cuerpos hasta el arroyo, el único
entierro que podía proporcionarles. El bosque los absorbería en silencio, y,
cuando alguien encontrara sus huesos, cualquier rastro de ella haría tiempo
que se habría borrado. Mientras los observaba hundirse en el líquido azul,
se enjugó los ojos. Después, agarró la ropa y las botas, el arma del ruso
corpulento y la red de enmalle que Leib había dejado, y echó a correr. Sus
pies la guiaron hacia la oscuridad del bosque.
CAPÍTULO ONCE

D urante los siguientes dos meses, el grupo se movió aproximadamente


cada semana; se adentraban más y más en el bosque, cambiando
siempre de ubicación y sin dejar rastro tras de sí. Yona les enseñó a
localizar fuentes de agua bajo tierra y a construir sencillos pozos. Les
enseñó a cazar, despellejar, eviscerar y cocinar una culebra, a elaborar un
plato con larvas de escarabajo, a encontrar erizos, ranas y huevos de pato,
que eran relativamente fáciles de hallar cuando hacía buen tiempo. Les
mostró cómo atrapar y desangrar animales pequeños, cómo despellejar un
ciervo, cómo construir sus propias camas a partir de raíces, cómo entrelazar
las ramas de los árboles para erigir la estructura de un refugio temporal,
cómo disponer los improvisados tejados de corteza de pino y de roble en un
ángulo de cincuenta grados para evitar el viento y la lluvia cuando
amenazaba mal tiempo. Y poco a poco todos empezaron a prepararse para
el inminente frío.
Su intención inicial era quedarse solo unas cuantas semanas, hasta
asegurarse de que sobrevivirían sin ella. Pero de algún modo las semanas se
convirtieron en meses y, cuando las hojas comenzaron a cambiar y el otoño
empezó a enseñar los colmillos, Yona seguía con el grupo.
—Debéis encontrar un lugar donde cobijaros —le dijo a Aleksander un
día a finales de septiembre. El sol pendía bajo en el cielo y un frío viento
soplaba desde el oeste. Estaban atravesando una zona pantanosa de las
profundidades del bosque y a veces borraban su rastro avanzando por el
agua, que les llegaba por los tobillos, mientras buscaban un lugar donde
pasar la noche.
Ya se habían acostumbrado a moverse, a subsistir con pocas provisiones,
a quemar casi todas las calorías que ingerían. Todos se habían estilizado y
vuelto más fuertes, incluso los niños. Daniel perdió los mofletes demasiado
pronto y ahora tenía la carita tan delgada como sus hermanas, que a menudo
trotaban por el bosque entre susurros, tomadas de la mano. Todos estaban
demasiado delgados, pero por lo menos estaban sanos y vivos. Yona daba
gracias por ello.
—Sí —dijo Aleksander mirando a Yona con una sonrisa—. Es casi de
noche. Busquemos un claro en la tierra más seca.
—Sí. Pero también me refiero a que debéis encontrar un hogar para el
invierno, un lugar que os mantenga escondidos, seguros y calientes hasta la
primavera.
—Pero hay que seguir moviéndose. —Ahora su expresión era de
confusión—. Lo has dicho tú misma. Es así como hemos sobrevivido. —La
noche anterior, en una rápida incursión en un pueblo a las afueras del
bosque para conseguir unas gafas para Moshe, y esa vez también unas para
Oscher, Aleksander y Yona oyeron una conversación entre dos aldeanas que
hablaban acerca de un pequeño asentamiento judío a un kilómetro en el
bosque que los alemanes habían descubierto la semana anterior. Dispararon
a bocajarro a los dieciséis refugiados, incluidas dos niñas pequeñas. Yona
notó cómo le subía la bilis por la garganta y tuvo que taparse la boca
mientras oía reír a las mujeres. El escalofrío no se le había marchado de los
huesos.
—En invierno es más importante seguir vivos que seguir moviéndonos —
lo informó. Guardaron silencio durante unos instantes al acercarse a un área
de tierra plana escondida en el corazón de un cúmulo de píceas. En un
acuerdo tácito, se detuvieron e indicaron al grupo que ese iba a ser el sitio
donde pasarían la noche. Sin que se lo pidieran, Rosalia y Leib
desaparecieron para inspeccionar la zona en busca de actividad humana con
sendas armas preparadas.
—Pero si nos detenemos en un lugar demasiado tiempo nos volveremos
una presa fácil, ¿no? —le preguntó Aleksander cuando dejaron los zurrones
en el suelo y comenzaron a recopilar leños y palos para construir el refugio
para los próximos días.
—Es más peligroso hacer frente al frío. —Enseguida extrajo el hacha de
su bolsa y comenzó a cortar algunos de los árboles muertos que los
rodeaban. Sin decir nada, Aleksander también agarró su hacha y se dispuso
a cortar los leños secos y largos para formar mástiles. Desde que Yona se
uniera al grupo y empezara a instruirlos, habían establecido una rutina.
Ahora, los dos juntos eran capaces de construir una choza lo bastante
grande para seis o siete personas en menos de tres horas, y le sumaban un
tejado de corteza de roble o de pícea cuando amenazaba lluvia o frío, y
Rosalia también sabía. Los demás habían aprendido a erigir refugios
también, aunque eran más lentos. A Yona le gustaba que todos hubieran
desarrollado un ritmo, una serie de responsabilidades intrínsecas. Con
Jerusza nunca había sido así; las dos habían compartido todo lo que debían
hacer, salvo al final. Pero Yona había aprendido que un grupo tan grande
como ese trabajaba mejor si las tareas estaban bien asignadas—. Además —
añadió al cabo de unos minutos cuando Aleksander y ella estaban
terminando sus propios cobertizos individuales, el uno al lado del otro,
como tenían por costumbre. Él era casi siempre la primera persona a la que
veía ella por la mañana, y se dio cuenta de que eso le gustaba mucho—.
Estamos a suficiente profundidad del bosque y nadie irá a buscaros cuando
empiece a nevar. —En el otro lado del claro, Sulia (que a menudo
compartía refugio con Luba y Rosalia) los observaba mientras entrelazaba
las ramas de su propia choza.
—Pero ¿no dejaremos huellas en la nieve? —preguntó Aleksander—.
Estaremos más desprotegidos si vienen a buscarnos.
—Construiréis refugios en la tierra, tanto para buscar calor como para
esconderos. Y solo os moveréis cuando esté nevando y borraréis vuestro
rastro. Las noches son largas y los días, grises. En pleno frío es más fácil
desaparecer.
Aleksander no dijo nada mientras terminaba de rematar la estructura, que
acabó cubriendo con un tejado de corteza.
—Cuando hablas del invierno, Yona, nunca utilizas la palabra nosotros —
dijo al fin mirándola a los ojos—. ¿Te vas a marchar?
Yona permaneció callada mucho rato, pues no sabía cuál era la respuesta
adecuada.
—Ese había sido el plan, ¿no? Que me quedaría hasta que ya no me
necesitarais.
Aleksander esperó hasta que la vio levantar la vista hasta sus ojos.
—Todavía te necesitamos, Yona —murmuró.
—Aleksander…
—Por favor. No te vayas.
—Sobreviviréis sin mí.
—Pero creo que te echaría demasiado de menos. —Se aclaró la garganta
—. Todos te echaríamos de menos, quiero decir. Ya eres una de los
nuestros. Quédate…, a no ser que no quieras.
Le sostuvo la mirada un buen rato y, en ella, Yona vio un futuro que
jamás se había imaginado, un futuro lleno de risas y de amistad, en lugar de
silencio y de soledad. Quizá incluso un futuro lleno de amor.
—Sí que quiero —respondió en voz baja—. Quiero quedarme. —Pero,
nada más decirlo, el viento se levantó, y Yona lo oyó susurrarle una
advertencia.
Dos días más tarde, encontraron un paraje en el corazón del bosque, a dos
horas de caminata del arroyo más cercano. Yona se pasó otro día buscando
una fuente de agua subterránea antes de excavar un pozo poco profundo y
regresar a anunciarles al grupo que había hallado el lugar donde guarecerse
en invierno. Nadie lo discutió.
Comenzaron a construir chozas cubiertas con corteza de árboles, pero
llegado el segundo día todos estaban cavando con palas improvisadas, todos
menos los niños. Las pequeñas corrían por las afueras del claro fingiendo
ser hadas del bosque, mientras que Daniel reía desde su cama de juncos. Su
risilla hizo sonreír a Yona, por más que le ardieran los músculos. Era lo que
pretendían conservar: un futuro de sonrisas para los tres pequeños, y tal vez
también para los hijos que Pessia, Leah y Daniel fueran a tener algún día.
Por millonésima vez, Yona se preguntó cómo era posible que un mundo
permitiera que alguien les arrebatara la vida a seres como ellos con tanta
violencia.
A finales de la semana siguiente, siguiendo las instrucciones de Yona, el
grupo había acabado dos grandes zemliankas y una mucho más pequeña. A
diferencia de las chozas temporales que habían construido a lo largo de los
últimos meses, diseñadas para montarlas y desmontarlas con rapidez, esas
cabañas eran sólidas y permanentes, y estaban protegidas. Estaban
excavadas en la tierra, con paredes hechas con troncos de cinco dedos de
grosor, suelos de madera y un techo subterráneo cubierto de tierra y
apuntalado por vigas de leños, cada una de ellas con una estrecha escalera
hacia la entrada sobre el suelo. Ahora, antes de la primera nevada, las
puertas de los cobertizos eran visibles, pero, en cuanto un manto de nieve
cayera sobre el bosque, desaparecerían. El grupo tardaría aún unas cuantas
semanas en construir estufas con ladrillos de barro y chimeneas para el
calor, y Yona les enseñaría cómo; las había preparado año tras año mientras
vivía con Jerusza, cuando se preparaban para el frío invernal.
El grupo también construyó un búnker subterráneo separado y más
pequeño para almacenar comida, que Yona deseaba empezar a llenar antes
de que el frío dificultara la recolección de alimentos, y una pequeña letrina.
Al final, al cabo de dos semanas, todos disponían de hogares verdaderos y
semipermanentes por primera vez en años.
Mientras Leib, Aleksander y Moshe cazaban y pescaban, las mujeres
recogían plantas y bayas, y Leon y Oscher construían una gran ahumadora,
Yona salía todos los días al bosque y recogía hierbas para secarlas. Pronto el
suelo estaría congelado y las medicinas naturales se encontrarían bajo tierra
hasta que llegara la primavera.
Cuando vivía con Jerusza, todos los años había secado las plantas que
recogían, pulverizado algunas para preparar tés y ungüentos, y almacenado
otras enteras. Pero para un grupo de quince personas, todas de diferentes
edades, la necesidad era mayor. Así, pues, Yona recogió milenrama, ajenjo,
achicoria y camomila. Atesoró hojas de hipérico para curar las heridas, lilas
negras y milenramas para la fiebre, tusilagos para la tos, hojas de ortigas
para la debilidad muscular, romero para los problemas de corazón, cola de
caballo para las hinchazones y consuelda para tratar los huesos rotos y la
artritis. Cuando el viento supo ya a nieve, había almacenado un verdadero
arsenal de hierbas secas y machacadas que los ayudaría a pasar el invierno.
Una mañana a principios de diciembre, Yona se despertó antes del alba e,
incluso desde su refugio bajo tierra, detectó el cambio en el aire. Se puso el
abrigo de lana y subió a la superficie, donde caían copos de nieve que
permanecían sobre el suelo solo un segundo o dos antes de desaparecer para
siempre. Pronto la nieve empezaría a cuajar, pero durante los primeros
minutos fue como si el cielo y el suelo se encontraran y se fundieran en uno.
Ladeó la cabeza y notó cómo los copos le besaban las mejillas. La
primera nevada del año en las profundidades del bosque siempre era
mágica, y, aunque Yona había vivido casi dos docenas de inviernos, la
emoción nunca desaparecía. Por más que supiera que los delicados copos
eran la antesala del inminente invierno, de un invierno que pondría a prueba
la resistencia de todos ellos, era innegable su belleza al verlos caer
suavemente desde el cielo silente.
—Yona. —Oyó la voz de Aleksander tras ella y se giró saliendo de su
ensoñación. Su compañero estaba ante la entrada de la zemlianka más
grande, observándola.
—Aleksander. —Se puso una mano sobre el acelerado corazón—. No te
he oído. ¿Qué haces levantado?
—No podía dormir. —Dudó antes de acercarse para colocarse junto a
ella. Como Yona, llevaba un abrigo de lana, pero de algún modo ella
percibía el calor que irradiaba su cercanía cuando el brazo de él la rozó—.
Es precioso, ¿verdad?
Los dos contemplaron el cielo y, durante unos instantes, fue como si
estuvieran solos en el bosque. Los otros miembros del grupo dormían y
todos los animales habían buscado refugio del frío. El único movimiento era
el de la nieve. Cuando Yona se giró para mirar de nuevo a Aleksander, los
ojos de él ya la observaban.
—¿Está mal que me guste tantísimo la primera nevada? —preguntó.
—¿Mal?
—La nieve trae consigo un gran peligro. Darle la bienvenida me parece
en cierto modo extraño. Solo significa que la vida se volverá más
complicada.
No estuvo segura de que Aleksander entendiera lo que le decía hasta que
lo vio moverse para agarrarle la mano. Ninguno de los dos llevaba guantes,
así que tenían los dedos helados, pero cuando los entrelazaron
experimentaron un calor instantáneo.
—Quizá las cosas más complicadas sean también las más bonitas —
murmuró Aleksander. En cuanto Yona se volvió de nuevo hacia él,
descubrió que durante un buen rato no podía apartar la mirada. Cuando al
fin se centraron una vez más en la magia del cielo, tuvieron la impresión de
que, durante unos instantes, el mundo estaba en paz.
Más tarde, cuando los otros se despertaron y salieron a un mundo pintado
de blanco, Yona sintió cómo la inundaba una inesperada oleada de calor.
Ver la sorpresa, la alegría, en los rostros de los demás era cautivador en sí
mismo. Las niñas corrieron por el claro, riendo e intentando capturar copos
con la lengua, mientras Daniel se limitaba a contemplar el cielo con los ojos
como platos y sin parpadear. Oscher y Bina se abrazaban y se mecían, y
hasta Rosalia levantó la vista al firmamento con lágrimas en los ojos.
Pero la nieve tarde o temprano los obligaría a permanecer en el interior de
sus búnkeres durante largos períodos. De ahí que esa noche, cuando se
despidieron y se fueron todos a sus zemliankas, el silencio que se instaló
entre ellos fuera espeso y sombrío, por más que a su alrededor el mundo
estuviera adoptando el color de la esperanza y de la paz.
Aleksander, Leib, Miriam, Bina, Oscher, Luba y Sulia compartían una de
las chozas más grandes, mientras que Moshe, Leon, Rosalia, Ruth y los
niños compartían la otra. Yona disponía de una para sí misma, la más
pequeña y simple de todas, que había construido sola mientras los demás
descansaban. La decisión no había desembocado en una discusión —una
división parecida a cómo se refugiaban por la noche cuando solo tenían
cobijo temporal— y a Yona le agradó que nadie intentara instalarse con ella.
Vivir con un grupo después de una vida entera sola seguía siendo
inquietante y raro, y necesitaba esas noches oscuras de soledad para
respirar.
Acababa de quedarse dormida la noche de la primera nevada cuando oyó
un golpeteo en la puerta de su pequeña zemlianka. Se incorporó y escrutó la
oscuridad con los ojos bien abiertos. Acto seguido, justo cuando iba a
agarrar el cuchillo que siempre dejaba cerca al dormir, oyó un susurro desde
el otro lado:
—¿Yona? Yona, ¿estás despierta?
Al instante, pasó de asustada a confundida.
—¿Aleksander? —preguntó.
—¿Puedo entrar?
Sin responder, se levantó de la cama de juncos y cruzó la casita hasta la
viga de madera que atrancaba la puerta. A las otras zemliankas las habían
diseñado con techos más altos para que esos hogares se parecieran más a las
casas normales, pero a Yona le gustaba la sensación de meterse bajo tierra, a
salvo del mundo exterior. Solamente necesitaba suficiente espacio para su
cama, sus pocas pertenencias y su estufa para obtener calor.
En cuanto abrió la puerta, el viento se adentró en la choza y un aluvión de
copos de nieve llegó arrastrado por la brisa. El fuego de la estufa del rincón
parpadeó y arrojó sombras que bailaron sobre el rostro de Aleksander.
Estaba en cuclillas junto a la puerta, su cara roja por el frío. Instintivamente,
Yona inspeccionó la oscuridad tras él, pero estaba solo.
—Rápido, entra —le indicó, y se apartó para dejarlo pasar. A
continuación, cerró la puerta tras él para expulsar el invierno.
Era la primera vez que Aleksander estaba allí, que compartía su espacio.
Miró alrededor unos segundos, y Yona tuvo que reprimir la necesidad de
sonreír; el techo solo se alzaba a un metro y medio del suelo de madera, y el
cuerpo de él estaba curvado como un signo de interrogación.
—¿Te gustaría sentarte? —le ofreció, y Aleksander asintió agradecido
antes de tomar asiento en el único lugar disponible, en el límite de la cama.
Yona dudó antes de dejarse caer a su lado—. ¿Todo bien? ¿Alguien está
herido?
—No, no, todo bien —se apresuró a tranquilizarla. Se quitó la gorra y la
estrujó con las manos. Sorprendida, se dio cuenta de que estaba nervioso—.
Tu zemlianka. Es bonita, Yona.
Se echó a reír, pero la preocupación anidó en su pecho como una
mariposa insegura.
—¿Has venido en plena noche para decirme eso?
Cuando se giró para mirarla, el fuego iluminó los rasgos de él. Tenía una
expresión seria y el rostro a pocos centímetros de ella.
—No. He… he venido a darte las gracias.
—¿Las gracias?
—Por todo esto. Por todo lo que has hecho por nosotros. Por quedarte. Sé
que dijiste que te irías en cuanto nos las arregláramos por nuestra cuenta.
Pero ahora espero… espero que no quieras irte.
Un espeluznante aullido del exterior acompañó sus palabras. El viento
soplaba entre la arboleda y la tormenta arreciaba. Yona intentó sonreír.
—Es obvio que no voy a irme a ninguna parte con este tiempo,
Aleksander.
Él apretó la gorra varias veces antes de mirarla de nuevo. Era como si
inspeccionara su rostro, pues primero se fijó en sus ojos y luego reparó en
sus labios.
—No me refiero a hoy. Me refiero a… siempre. Espero que te quedes con
nosotros, Yona. Lo que quiero decir es que espero que te quedes conmigo.
Yona no esperaba que Aleksander se moviera, que le rozara los labios con
los suyos. Cuando lo hizo, sin embargo, sintió lo que sabía que debía sentir,
aunque nunca la hubiera besado nadie. Se tensó durante un segundo,
sorprendida, y luego exhaló, y su aliento se mezcló con el de él al inclinarse
hacia delante y cerrar los ojos.
Los labios de Aleksander al principio solo la tanteaban, pero, cuando notó
que le correspondía, le puso una mano en la nuca y la empujó con suavidad
hacia él; y, mientras le separaba los labios con la lengua, Yona percibió la
vibración del grave gemido que surgió del fondo del pecho de Aleksander.
Lo notaba en todas las partes de su cuerpo, aunque solo la tocara con los
labios y con la mano. Le hormigueó la piel y la embargó el calor. Cuando él
se apartó, ella lo agarró para que volviera a su lado.
Sin aliento, abrió los ojos y se lo encontró mirándola fijamente.
—¿Te parece bien, Yona? No sabía…
Yona no hallaba las palabras, así que posó los labios sobre los de él
frenética y desesperadamente para acallarlo. Aleksander solo dudó unos
instantes antes de atraerla hacia sí y colocársela sobre el regazo, las piernas
de ella a ambos lados de su cuerpo. Gimió de nuevo, y Yona lo notó en su
propio pecho cuando Aleksander le puso las manos bajo las caderas, la
apretó más y empezó a besarla con mayor voracidad. Con la izquierda
todavía sobre su nuca, pasó la derecha debajo de la camisa de ella, y los dos
jadearon cuando los fríos dedos de él rozaron uno de sus pezones,
mandando así un estremecimiento por todo el cuerpo de Yona.
—¿Sigue pareciéndote bien? —murmuró él contra sus labios.
—Mmm. —Fue lo único que logró articular. Pero, en lugar de volver a
besarla, Aleksander se detuvo y la miró a los ojos.
—¿Lo has hecho alguna vez?
Yona estaba sin aliento y se preguntó si sus pupilas estarían tan dilatadas
como las de él. Se lo quedó observando unos segundos antes de susurrar:
—Aleksander, nunca he estado con ningún hombre.
—No hace falta que…
—Ya lo sé —murmuró cortándolo de nuevo—. No pares.
Él dudó solo un segundo antes de volver a poner la boca sobre la de ella,
mientras movía ambas manos hasta sus caderas. Y luego las pasó bajo la
camisa, y se la quitó, y se quitó la suya; en el frío de la diminuta zemlianka
de Yona, ambos cuerpos ardían, piel contra piel.
No quedaban palabras que decir cuando él se colocó encima de ella y la
tocó lentamente por todas partes haciéndole sentir cosas que jamás había
experimentado, guiando sus manos por su propio cuerpo, muy desconocido
para Yona, hasta que al final llegó a su interior. Cuando la oyó soltar un
grito, Aleksander se detuvo, suspendido encima de ella, y susurró:
—¿Quieres que pare?
—No —contestó de inmediato, tirando de él hacia abajo y cerrando los
ojos para que las emociones la embargaran de la cabeza a los pies.
Cuando terminaron, se quedaron tumbados de espalda, la cabeza de Yona
sobre el pecho de él, el brazo de Aleksander acariciándola. Escuchó los
latidos de su corazón y notó cómo su propio pulso estaba acelerado al
mismo ritmo. Cerró los ojos y respiró hondo, mientras se preguntaba qué
significaba lo ocurrido. Había leído suficiente en los textos de ciencia que
Jerusza le había proporcionado como para comprender la biología de cuanto
había sucedido entre ambos, pero nadie le había advertido que sentiría que
su corazón iba a estallar, su cuerpo estaría vacío y lleno al mismo tiempo y,
en tanto el silencio los envolviera, su mente se afanaría en llenarlo con
preguntas y temores.
Pero entonces Aleksander la besó en la coronilla y murmuró:
—Yona, creo que te quiero. —Y las voces dudosas que sonaban en la
cabeza de Yona por fin se quedaron calladas.
Enterró la cabeza en el pecho de él. Más tarde ya habría tiempo de
formularse preguntas. De momento, lo único que importaba era el presente.
—Creo que yo también te quiero, Aleksander. —¿Lo quería? ¿Esa era la
emoción que sentía? Sonrió contra su piel, perpleja al ser capaz de
pronunciar aquellas palabras—. Yo también te quiero.
CAPÍTULO DOCE

L a mañana siguiente, en el campamento, nadie pareció sorprenderse al


ver a Alexander saliendo de la choza de Yona, y Rosalia incluso le
puso una mano en el brazo cuando fueron a preparar trampas para animales.
—Me alegro por ti —dijo la mujer de pelo ardiente con una débil sonrisa
—. Te mereces encontrar la felicidad. Los dos os lo merecéis.
—¿Eso es lo que es? ¿Felicidad? —A la luz del día, Yona sintió una
extraña mezcla de euforia y miedo. Si uno abría el corazón, podía perder
muchísimo, y ella no lo había entendido hasta la noche anterior, cuando las
puertas del suyo se habían abierto de par en par. Ahora se sentía desnuda,
expuesta, como si hubiera despertado en una madriguera de osos dormidos
sin un arma, sin un plan. Miró a Rosalia sintiéndose una boba—. Quizá para
él no haya significado nada.
—Solo un idiota rompería un corazón en una situación parecida a la
nuestra. Si Aleksander ha ido hasta ti, es porque quiere estar contigo y
espera que tú también.
Yona lo asimiló en silencio.
—Creo que sí —dijo al fin.
—Todos hemos perdido mucho. Cuando encontramos felicidad, sobre
todo allá donde no la esperamos, debemos aferrarla con toda nuestra fuerza,
¿no crees? —Yona percibió tristeza en la voz de Rosalia cuando le agarró
las manos y añadió—: No te preocupes, por favor.
Pero Yona sí que estaba preocupada, y no podía evitarlo. Estaba contenta
de haber recogido flores de zanahoria y persicarias junto a las demás
provisiones medicinales, pero jamás pensó que sería ella la que las iba a
necesitar. Era consciente de que las hierbas no eran infalibles, y eso le
preocupaba. Un embarazo en mitad del oscuro bosque podría ser mortal
para la madre y para el bebé, y, teniendo en cuenta que los perseguían, el
grito inocente de un recién nacido traicionaría a todo el grupo. En
resumidas cuentas, Yona no podía quedarse embarazada, y prometió ser más
cuidadosa en el futuro…, si acaso había un futuro para Aleksander y para
ella.
Después de aquella primera noche, sin hablarlo en ningún momento,
Aleksander se mudó a la choza de Yona, y todas las noches dormía
rodeándola fuerte con los brazos, como si, aun durmiendo, le aterrorizara la
posibilidad de soltarla. Siguió con los turnos de vigilancia y patrullaba el
perímetro cada tres noches, intercambiándose con Leib y Rosalia, y cuando
su lado de la cama de juncos estaba vacío, Yona sentía una curiosa mezcla
de libertad y soledad. Todavía no se había acostumbrado a compartir la
vida, ni siquiera después de haber pasado varios meses con el grupo, así que
disponer de espacio para respirar era reconfortante. Pero lo echaba de
menos cuando él se iba y a menudo le costaba dormir, porque al cerrar los
ojos se imaginaba todos los horribles destinos que podrían sobrevenirle en
la oscuridad. Era la primera vez que se preocupaba tanto por alguien como
para temer perderle; siempre supo que Jerusza cuidaría de sí misma. Pero
ahora comprendía que el amor lo dejaba a uno vulnerable. Era una
sensación que no le gustaba.
A principios de un gélido diciembre, con la barriga vacía tras un día
frustrante de caza, Aleksander recordó en susurros que la noche siguiente
empezaría el Janucá. Estaban tumbados en la oscuridad, y Yona dio gracias
por que él no viera las inesperadas lágrimas que le anegaban los ojos.
Conocía bien la historia del milagro del aceite ritual que los macabeos
quemaron durante ocho días, pero jamás lo había celebrado. Jerusza
siempre tallaba una menorá y encendían velas como era debido, pero lo
hacían rápida y sigilosamente, y la anciana se lo había saltado en las noches
en que tenía otras cosas que hacer. Yona pensó durante unos instantes en el
deseo que la había embargado un frío viernes por la noche de 1931 al
observar por la ventana a una familia que celebraba la primera noche del
festival de las luces. «La práctica de los bobos», la había llamado la
anciana, pero Yona deseó la magia que vio reflejada en los rostros
iluminados por las velas al otro lado del cristal. ¿Era posible que por fin
participara en una de las tradiciones que más ansiaba vivir?
—Mi madre sabía preparar latkes y sufganiás. ¿Sabes lo que son?
Buñuelos rellenos de mermelada —susurró Aleksander en la oscuridad,
ajeno a las lágrimas de ella. En su voz, Yona detectaba su sonrisa, pero
también su tristeza, la pena por cuanto había perdido—. Encendíamos la
menorá todas las noches y cantábamos Ma’oz Tzur.
Yona conocía la canción gracias a los libros que había leído y a que
Jerusza la recitaba en voz alta con un tono sin emoción. Fue lo más cerca
que estuvo la anciana de festejar una celebración.
—Ma’oz Tzur Yeshu’ati, lekha na’eh leshabe’akh —murmuró Yona.
Aleksander sonrió y terminó el verso por ella en hebreo, entonando con
su voz grave una melodía evocadora que Yona no había oído nunca.
—«¡Mi refugio, mi roca de salvación! Me agrada cantar tus alabanzas»
—cantó—. «Deja que se restaure nuestra casa de oración. Y allí te
ofreceremos nuestro agradecimiento. Cuando hayas matado a nuestro airado
enemigo. Entonces veneraremos tu altar con canciones y salmos».
Yona cerró los ojos y recostó la cabeza en el pecho de él.
—Es precioso. —Oyó cómo a Aleksander le latía el corazón más rápido
que de costumbre—. Debes de echar mucho de menos a tu familia.
Aleksander guardó silencio durante unos instantes, con la respiración
entrecortada y cálida, y Yona notó cómo se derramaba una lágrima de su ojo
derecho y caía sobre la áspera tela de la camisa de él. Si Aleksander reparó
en ello, no lo dio a entender.
—Nos lo robaron todo, Yona. Todo. ¿Cómo vamos a olvidarlo? ¿Cómo
voy a sentir algo en el corazón que no sea odio por la gente que me odia,
que odia a mi pueblo lo suficiente como para matarnos a todos?
La frialdad de su voz hizo que ella se estremeciera.
—Quizá no puedes —dijo al cabo de un rato—. Quizá no deberías. Quizá
no podamos librarnos de las cosas que nos torturan. Tal vez lo único que
podamos hacer sea avanzar lo mejor posible con ellas a cuestas.
—No sé cómo ponerle fin —murmuró él—. A esta rabia. —Hizo una
pausa—. A veces me odio por haber sobrevivido. Y ¿qué hago con ese
odio?
El dolor que teñía su voz hizo que a Yona le doliera el corazón. No podía
decir nada para cambiar cómo se sentía Aleksander. Las palabras a veces
movían montañas y a veces no significaban nada en absoluto.
—Hay una razón por la que creo que sigues aquí, Aleksander —dijo al
cabo de un buen rato, cuando por fin encontró las palabras que le parecían
adecuadas—. Has sobrevivido porque Dios te está utilizando para salvar a
otros.
Pero Aleksander ya se había quedado dormido y respiraba con calma
mientras las sombras continuaban devorándole el alma.
Al día siguiente, mientras la nieve se iba acumulando y Aleksander había
ido con Leib a comprobar algunas de las trampas y cepos que habían
colocado a medio día a pie desde el campamento, Yona salió a la superficie
con el hacha, rebanó un largo pedazo de madera congelada y se lo llevó a su
pequeña zemlianka. No tallaba madera desde que era una niña pequeña,
desesperada por compañía, aunque fuera de criaturas imaginarias, pero la
destreza regresó a ella de pronto. Casi sintió las manos de Jerusza alrededor
de las suyas al extraer el cuchillo y empezar a esculpir la madera lentamente
con maestría, rebanando las vetas. Acto seguido, hizo cortes más pequeños
moviendo el cuchillo hacia su propio corazón, hasta que hubo terminado la
forma básica, y a continuación pulió y refinó la madera durante varias
horas, hasta que quedó satisfecha con el resultado. Mientras esperaba a que
Aleksander volviera, se dirigió a la despensa del grupo, ubicada en la
zemlianka de mayor tamaño, y extrajo nueve velas que había elaborado con
ortigas y cera de abejas. Lo habitual era que el grupo guardara las velas para
marcar el inicio del Sabbath todos los viernes, pero había de sobra.
Ya de nuevo en su propia zemlianka, Yona esperó hasta que Aleksander
cruzó la puerta junto con una oleada de nieve de la tarde. Le mostró el
objeto que solo unas horas atrás era un trozo de madera y él lo contempló y
luego la miró, incrédulo.
—¿Has tallado una menorá? —le preguntó.
—Sé que no es la celebración judía más importante —dijo—. Pero
significa que hay luz en la oscuridad. La esperanza de un milagro. La
liberación de la muerte. He pensado que esta noche podría ser importante
para el grupo.
Aleksander asintió lentamente y, sin quitarse el abrigo, se le acercó y
examinó las vetas de la madera, los huecos para ocho velas en fila, y el
lugar más elevado en el centro para el shamash, la vela acompañante.
—Yona, es perfecta. —Levantó la vista con los ojos abiertos por el
asombro—. No… no sé cómo darte las gracias.
Quince minutos más tarde, cuando el sol ya se hundía en el horizonte,
todo el grupo se reunió en la zemlianka principal, la que compartían Moshe,
Leon, Rosalia, Ruth y los niños. Yona estaba contenta por que hubieran
hecho refugios con más espacio del que necesitaban, el suficiente como
para moverse; les permitía reunirse como grupo, aunque debieran estar
apiñados.
—Mirad lo que ha hecho Yona —exclamó Alexander mientras sostenía la
menorá para que la vieran. Hubo varios gritos de sorpresa, y Yona sacó las
velas del bolsillo y las colocó en los agujeros correspondientes, nerviosa—.
Luz en la oscuridad —dijo Aleksander con los ojos clavados en ella—. La
esperanza de un milagro.
Varios de los presentes murmuraron palabras de perpleja gratitud, y las
voces callaron cuando Leon, el mayor de todos, dio un paso adelante para
encender el shamash en la estufa y lo utilizó para prender la primera vela.
Moshe recitó la bendición de la menorá, que honraba a Dios por sus
mandatos y por los milagros de sus antepasados, por haberles dado la vida y
el sustento. Pero al mirar hacia las cabezas gachas de los demás y percibir la
expresión sombría de los adultos, en cierto modo Yona sintió soledad y
también tristeza. Era difícil imaginar un milagro allí, cuando habían perdido
tanto, cuando su mera supervivencia parecía más una casualidad que una
parte de los planes de Dios.

***

Dos meses después del comienzo de un gélido año nuevo, la temperatura


ascendió varios grados, y lo que había sido una tormenta de vientos
torrenciales se transformó en una suave nevada, el tiempo perfecto para
aventurarse a salir después de casi un mes entero bajo tierra. Aunque el
grupo seguía disponiendo de una buena cantidad de rebozuelos secos,
pescado y carne ahumados, y bayas, Yona estaba ansiosa por ver si las
trampas habían capturado a algún animal y por enseñarles cómo pescaba en
invierno, cuando las superficies de los estanques estaban congeladas. La
nieve seguía cayendo con suficiente fuerza como para borrar sus pisadas,
pero el día era templado, con lo cual podrían salir unas cuantas horas sin
morir de frío.
Rosalia aceptó patrullar el perímetro del asentamiento, mientras que
Aleksander decidió ir con Leib a visitar las trampas que habían dispersado
por el bosque. Luba y Sulia se ofrecieron voluntarias para derretir nieve y
utilizar jabón de sebo para lavar algunas prendas del grupo, y Moshe, Leon
y Oscher le preguntaron a Yona si podían ir con ella a la expedición de
pesca invernal.
Cuando salieron del campamento, avanzaron a paso lento, con cuidado,
rumbo a un pantano congelado. La cojera de Oscher los retrasaba, pero
Moshe se quedó rezagado con él y le ofreció el hombro para que se
apoyara, mientras Leon caminaba unos pasos por delante con Yona.
—Tuvimos suerte de conocerte, Yona —le dijo Leon después de que
hubieran caminado un rato en un cómodo silencio. Era un hombre callado,
un viejo profesor que solo hablaba cuando tenía algo importante que decir,
que jugaba con las cartas pegadas al pecho. Yona lo respetaba, respetaba el
silencio, respetaba que solo empleara la voz cuando importaba.
—Yo pienso lo mismo —respondió—. De todos vosotros.
—Debe de ser difícil para ti. —Ladeó la cabeza para observarla—.
Estando acostumbrada a la soledad.
Yona asintió, y de nuevo regresó la quietud conforme la nieve crujía bajo
las suelas de sus botas. Llevaba cestas de tilo a la espalda, las que utilizaba
para atrapar los peces y transportarlos, y en parte hicieron que le pareciera
que tenía alas. Miró atrás y redujo un poco el ritmo para que Oscher, que
por lo visto estaba apurado, los alcanzara. Sintió una oleada de
preocupación por él. ¿Había sido un error permitirle que fuera con ellos?
¿Acaso ella lo había puesto en peligro? Aunque seguramente habría sido
peor dejarlo en el campamento sintiéndose inútil.
—Para mí es justo lo contrario —le confesó Leon al cabo de un rato,
retomando así la conversación. A su alrededor, la nieve seguía cayendo
suavemente entre árboles esqueléticos que llevaban cientos de años
montando guardia en el bosque. El mundo estaba callado, quieto, en paz—.
Estoy acostumbrado a estar con gente; con mi familia, con mis amigos, con
los comerciantes, con el rabino, con mis vecinos. Aquí me siento muy solo.
—¿No te ayuda compartir techo con Moshe, Rosalia, Ruth y los niños?
—Yona intentaba entenderlo.
—Ha sido bonito tener a los niños alrededor. —Leon suspiró—. No saben
lo suficiente del mundo como para comprender de verdad lo que está
ocurriendo, y eso nos permite fingir durante unos instantes que no estamos
huyendo para sobrevivir, que no vivimos bajo tierra como si fuéramos
conejos. Pero Pessia a menudo se despierta con pesadillas, y me pregunto
qué demonios irrumpirán en los sueños de alguien tan joven. Los demás han
sido un consuelo, sin duda, pero en cierto modo estar juntos no hace sino
acrecentar nuestra soledad. Se han convertido en una especie de familia,
pero realmente no son mi familia, ¿verdad que no? Mi auténtica familia está
muerta, del primero al último, y notar cómo otros respiran por la noche es
recordar la respiración que ya no está allí, la que nunca estará. —Suspiró de
nuevo y apartó la mirada—. Me da miedo que, cuanto más tiempo pasemos
juntos bajo tierra, tanto más lejos me parecerá mi vieja vida. Y todavía no
estoy preparado para soltar esa vida.
Yona nunca había oído a Leon hablar tanto, y aquellas duras palabras le
encogieron el corazón.
—No creo que debas soltar tu vieja vida para vivir una nueva —dijo al
cabo de un rato.
—Pues claro que sí. —Sonreía con tristeza—. ¿Eres la misma persona
que eras antes de que decidieras unirte a nosotros? No lo creo. Debemos
evolucionar, todos nosotros, o nos marchitaremos, pero eso también
significa que día tras día nos alejamos más del pasado. Y a mí me gustaba
mi pasado, Yona. Lo echo muchísimo de menos, echo de menos la vida que
construí, la gente a la que quería.
—Lo siento, Leon. —Su disculpa era desgraciadamente inapropiada.
—No es tu culpa, claro —dijo Leon, pero ¿y si se equivocaba? ¿Y si su
sangre alemana la volvía culpable? Era algo en lo que últimamente pensaba
mucho. Si la sangre judía lo volvía a uno judío, ¿en qué la convertía su
sangre alemana? Si el legado de milagros formaba parte de los derechos de
una persona, ¿el legado de pecados también?—. Como te he dicho —
añadió, ajeno a la tormenta que arreciaba en el interior de ella—, damos las
gracias por tu presencia.
Tardaron una hora en llegar al estanque pantanoso, que estaba, como
había augurado Yona, congelado en la superficie y cuyo hielo estaba
salpicado de hebras de hierba seca. Les indicó a los demás que se acercaran
y Oscher, con la respiración entrecortada, reunió una montaña de hojas y se
sentó con un gesto de dolor al tocarse la pierna y acariciársela entre
murmullos.
—¿Estás bien? —le preguntó Yona con suavidad.
—Ah, sí, bien, bien —se apresuró a responder, pero tenía el rostro
colorado y aún no respiraba con normalidad. Cuando Leon se inclinó para
ponerle una mano en el hombro, Moshe y Yona intercambiaron una mirada
de preocupación—. Venga, Yona —añadió Oscher unos segundos más tarde
—. Estoy bien, de verdad que sí.
Yona vaciló antes de asentir, descolgarse las cestas de tilo de la espalda y
agacharse junto al hielo. Oscher enseguida recuperaría el aliento, y le daría
vergüenza verla preocupada. Más valía concentrarse en los peces.
—El secreto para pescar lochas en invierno es simple —empezó a decir
—. Veréis, cuando la superficie está totalmente congelada, por debajo hay
poco oxígeno, y los peces se desesperan por conseguir más. Si perforamos
un agujero en el hielo, aunque sea pequeño, vendrán hacia nosotros.
Observada por los hombres, utilizó el hacha para abrir un agujero de
cinco dedos de diámetro en la resbaladiza superficie. Todos se inclinaron a
observar y Oscher, cuya respiración por fin se iba volviendo regular, frunció
el ceño.
—Pero no ocurre nada —dijo.
—Espera —lo alentó Yona. Puso derecha una de las cestas y le hizo un
agujero en el fondo, que encajó a la perfección en el del hielo. Se levantó y
les hizo un gesto a los hombres—. Mirad.
Los tres prestaron atención, y Yona sonrió cuando oyó el jadeo de Moshe.
Sabía qué estaban viendo exactamente, aun cuando no lo mirara ella, pues
en invierno Jerusza y ella habían pescado con esa técnica incontables veces.
Uno a uno, motivados por la disponibilidad de oxígeno, los peces gordos y
serpenteantes se deslizaban por el agujero con la esperanza de disfrutar del
aire. Pero, en cuanto abandonaban el agua, la abertura de la cesta les
impedía zambullirse de nuevo, así que se convulsionaban sobre las secas
ramas de tilo hasta que se quedaban inertes.
Durante la siguiente hora, Yona agarró las lochas que dejaban de moverse
y las colocó en la cesta más grande mientras la pequeña seguía llenándose.
Cuando ya casi no cabían más peces, apartó la primera cesta del agujero del
hielo y vio cómo un último pez intentaba tragar aire fresco, aterrizando
sobre el hielo y resbalando por la superficie, agitándose frenético. Yona
tapó el agujero con el pedazo de hielo para cerrar la abertura y que ningún
otro animal perdiera la vida innecesariamente, y entonces se irguió y vio
que los hombres la contemplaban anonadados.
—¿Qué pasa? —les preguntó, de pronto cohibida.
—Comeremos bien durante días, todos nosotros —murmuró Moshe—.
Yona, eres un milagro.
La muchacha apartó la mirada, avergonzada.
—No es tan difícil cuando conoces el terreno. Pero no podremos pescar
así cuando haga más frío; los peces no saldrán. Y no podemos salir si no
nieva, porque nuestras pisadas serían demasiado evidentes. Hoy ha sido un
día de suerte.
Los hombres mascullaron entre sí, y Moshe se ofreció a llevar una de las
cestas, y Leon la otra. Yona asintió y les entregó las cestas; a continuación,
cuando comenzaron el camino de vuelta al campamento, recorriendo sus
propias huellas, ya apenas visibles, se quedó rezagada con Oscher y le
ofreció un hombro para que se apoyara. Aunque al principio se negó, al
cabo de unos minutos respiraba ya con dificultad, y cuando tropezó y
estuvo a punto de caer, Yona le puso una firme mano en el antebrazo
izquierdo y no lo soltó, y lo tuvo agarrado conforme avanzaban entre el
níveo bosque.
—Vosotros adelantaos —les dijo a Moshe y a Leon cuando se
aproximaron al campamento. Sus pisadas anteriores seguían ligeramente
visibles, y Yona sabía que podrían conducirlos hasta su asentamiento—.
Oscher y yo os seguimos.
Leon y Moshe los miraron, inseguros, pero apretaron el paso con las
pesadas cestas sobre la espalda.
—Lo siento —dijo Oscher unos minutos más tarde, cuando los hombres
ya se habían esfumado en el bosque—. Te estoy retrasando, Yona. No
tendría que haber venido.
—No, me alegro de que estés aquí. Y no te preocupes. No hay prisa.
Pero ahora la nieve caía con más fuerza, la tarde se volvía más oscura y
las nubes se arremolinaban en el cielo para tapar el sol. Un intenso viento
zarandeaba el bosque, y Yona notó cómo Oscher temblaba a su lado. Sin los
otros dos hombres delante a los cuales seguirles el ritmo, su paso se había
ralentizado más incluso, y por primera vez Yona empezó a preguntarse qué
haría si él no podía continuar. Estaba segura de que era lo bastante fuerte
como para llevarlo sobre la espalda, pero ¿se lo permitiría Oscher? Sería un
claro golpe a su orgullo. Jerusza no había querido que la tratara como a una
inválida, ni siquiera al final, y Yona sospechaba que Oscher tampoco lo
querría. Pero no podía dejarlo a la intemperie, puesto que moriría por salvar
las apariencias.
Mientras él resollaba y caminaba más lento, Yona seguía repasando
mentalmente sus opciones…, y ese debió de ser el motivo por el cual tardó
tanto en reconocer la desconocida voz. Solía estar en sintonía con el bosque,
pero al prestar atención a Oscher se había permitido bajar la guardia. Se
detuvo de inmediato y le puso una mano a él en el pecho para que también
se quedara quieto. Se llevó un dedo a los labios y entonces, en el silencio,
escuchó.
La voz sonaba lejana, demasiado como para que Yona captara las
palabras, pero era un hombre, y era agresivo. Quizá fuera un cazador. Quizá
Oscher y ella podrían dar un rodeo y evitar al desconocido por completo.
Pero entonces se le cayó el alma a los pies al oír otra voz: la de Moshe,
alta y preocupada. El desconocido del bosque le gritaba algo a Moshe, y, de
repente, todas las células del cuerpo de Yona se pusieron en alerta.
—Espera aquí —dijo Yona—. Detrás de este árbol. —Al cabo de un
segundo, extrajo el cuchillo de la funda del tobillo y se lo entregó a Oscher.
—Pero lo vas a necesitar para protegerte —protestó con el semblante
pálido por el miedo.
—No me pasará nada. —Claro que despojarse de su arma le dio un
vuelco en el estómago, pero Oscher estaba mucho más indefenso que ella,
y, si alguien se le acercaba en su ausencia, el cuchillo le daría una
posibilidad de luchar—. Volveré lo antes que pueda. —Sin añadir nada más,
corrió hacia la voz de Moshe, avanzando sobre la nieve con los pulmones
inundados de terror.
Redujo el paso en cuanto las voces se volvieron más nítidas; si podía
mantener el factor sorpresa, contaría con una ventaja, aunque el
desconocido estuviera armado. Ahora ya estaba lo bastante cerca como para
captar las palabras, y vaciló al oír la voz del desconocido, que hablaba en
bielorruso.
— … No hay ninguna razón para estar en el bosque —decía el hombre,
con tono firme y voz grave—. Os voy a preguntar una última vez qué hacéis
aquí. No estáis persiguiendo a judíos, ¿verdad?
Yona se acercó lentamente hasta que pudo ver a Moshe y a Leon, el uno
al lado del otro, acorralados por un hombre con mandíbula cuadrada, barba,
hombros anchos y un rifle. Apuntaba en dirección a sus dos compañeros,
pero había algo en su expresión, en el modo cauto en que hablaba, que
rebajó un poco el pánico de Yona. Pronunciaba el bielorruso lento, como si
no fuera el idioma con el que se sentía más cómodo, y Yona vio que Moshe
intentaba hacer lo mismo, intentaba pronunciar palabras en bielorruso,
cuando llevaba meses que no articulaba más que yidis.
—No, no perseguimos a judíos —consiguió decir—. Solo hemos ido a
pescar. ¿Ves? Aquí están los peces. —Hizo un gesto hacia la cesta que
portaba a la espalda, y el hombre dio un paso adelante para mirar, bajando
ligeramente el arma.
—¿De dónde los habéis sacado? —El hombre llevaba lo que parecía un
andrajoso uniforme militar ruso, botas militares y un abrigo raído, pero la
camisa y los pantalones le iban demasiado justos. Obviamente, su acento no
era ruso.
—De un riachuelo a un kilómetro de aquí. —Moshe señaló hacia un
punto alejado del campamento y del lugar del que volvían, con la esperanza
de enviar al desconocido en una dirección que no lo llevara a descubrir a
Yona y a Oscher, ni su oculto asentamiento en el bosque.
—Por allí no hay ningún riachuelo. —El hombre entornó los ojos—. ¿Por
qué me mientes?
Algo se movió en las sombras detrás del hombre, y en ese instante a Yona
se le congeló la sangre. No era un animal; era otra persona, otro hombre
entre los árboles. ¿Por qué se escondía? ¿Quiénes eran? Durante un
segundo, recordó a los dos soldados rusos que estuvieron a punto de matar a
Leib para divertirse. Pero al observar fijamente hacia la oscuridad que
envolvía las ramas, sus ojos se acostumbraron a la negrura y divisó también
la forma de una mujer joven con el pelo largo y oscuro recogido en una
trenza, agachada y con la respiración entrecortada.
Yona se colocó una mano sobre la boca al comprender qué sucedía. Ese
hombre no estaba allí para hacerles daño. Ese hombre lideraba un grupo
como el suyo, Yona estaba casi segura. Al parecer, no entendía que Moshe y
Leon estaban en la misma situación que él, y, cuando lo vio apuntarlos
nuevamente con el arma, supo que no podía esperar más.
—¡Un momento! —exclamó en yidis mientras salía de entre unos
matorrales. El desconocido se giró hacia ella; su rostro irradió, en una
rápida sucesión, miedo, rabia y confusión—. Por favor —dijo en yidis—.
Somos como vosotros.
Miró hacia Moshe y Leon, que la observaban aterrorizados, y luego hacia
el hombre, que todavía no había contestado. Conforme se aproximaba al
cañón del arma, que ahora apuntaba en su dirección, se preguntó si habría
cometido un grave error.
—Eres judío, ¿verdad?
El hombre despedía incertidumbre, pero Yona estaba lo bastante cerca
como para leerle la mirada. Vio que la entendía, y eso le hizo estar más
segura de que llevaba razón. Un aldeano bielorruso no sabría yidis, y
tampoco un guerrillero ruso.
—¿Quiénes sois? —preguntó el desconocido aún en bielorruso, pero con
un acento un poco más marcado.
—Amkha. —Era la primera palabra que Aleksander le había dirigido en el
bosque, la palabra hebrea que significaba que formaba parte de la nación
del pueblo.
El hombre al fin bajó el arma y se la quedó mirando.
—¿Qué hacéis aquí? ¿Los tres? —Hizo un gesto hacia Moshe y Leon,
pero sus ojos seguían clavados en Yona. Ahora hablaba en yidis, y eso
quería decir que la creía… y que ella tenía razón. Percibió cómo la tensión
abandonaba su cuerpo como el agua entre los dedos—. ¿Sois de uno de los
guetos?
Contarle su historia era demasiado enrevesado, así que se limitó a asentir.
—Nuestro grupo sí. ¿Tú también?
—Sí. —Titubeó y miró tras de sí. De las sombras emergieron el otro
hombre al que Yona había visto en la oscuridad y la mujer con la larga
trenza, que era más joven de lo que le había parecido, quizá tuviera solo
dieciséis o diecisiete años. Detrás de ellos, Yona vio más movimiento, otras
personas ocultas entre los árboles—. Llevamos muchos días caminando.
Estamos hambrientos. ¿Podríais…?, ¿os importaría compartir una parte de
los peces con nosotros? Después de eso, no seremos ninguna carga.
—Por supuesto. —La respuesta de Yona fue inmediata—. ¿Cuántos sois?
El hombre dio un nuevo paso adelante y escrutó sus rasgos. Tenía unos
treinta años, ojos amables y bondadosos, aunque seguía algo receloso. Yona
supo que estaba intentando decidir si podía fiarse de ella. Miró de nuevo
hacia Moshe y Leon, y su rostro al fin se suavizó.
—Once. Con dos niños. ¿Vosotros?
—Quince —respondió Yona. Había optado por confiar también en él.
Algo en sus ojos resultaba amable pero firme. Yona se dio cuenta ahora de
que no había querido hacerles daño a Leon ni a Moshe, pero que los dos
representaban una amenaza para su gente, y habría hecho cuanto hubiera
sido necesario a fin de protegerlos.
—¿Cuánto lleváis aquí? Vuestro grupo —quiso saber el desconocido.
—Varios meses. —Una vez más, era demasiado complicado contarle que
su historia era diferente, que siempre había vivido en el bosque.
—¿Habéis sobrevivido todo este tiempo? —El hombre parpadeó varias
veces—. ¿Al invierno? Pero ¿cómo? Nosotros escapamos del gueto de Lida
hace solo dos semanas. Creía que conocía bien el bosque, pero… estamos
muriendo de hambre. Nunca he estado aquí en invierno, y pensaba que… —
Su voz se quebró en una impotente derrota.
Yona observó a Moshe y a Leon, y este último asintió lenta y
solemnemente.
—Venid —les indicó—. Os lo enseñaremos. —Leon asintió una vez más,
y Yona miró al hombre con ojos amables pero también asustados. Ahora lo
veía: había confundido el miedo con la agresividad.
El hombre le sostuvo la mirada unos instantes antes de hacer un gesto
hacia el bosque tras él. Cinco hombres y una mujer con dos niños de las
manos salieron para unirse a los dos desconocidos y a la joven. Lucían
expresiones agotadas, turbadas, y sus mejillas estaban hundidas por el
hambre. A Yona le dio un vuelco el corazón, sobre todo al ver a los niños,
que solo eran un poco mayores que las hijas de Ruth. Estaban espantados y
débiles, y Yona sabía que debía ayudarlos. Se permitió dirigirse de nuevo
hacia el líder del grupo, que seguía contemplándola, antes de girarse hacia
Moshe y Leon.
—Guiadlos hasta nuestro campamento —dijo—. Voy a buscar a Oscher.
—Miró hacia el desconocido y asintió—. Hay suficiente pescado para
todos. Leon y Moshe os mostrarán el camino. Pronto me reuniré con
vosotros.
Dicho esto, se adentró en el bosque con el corazón agitado al pensar en
qué acababa de poner en marcha.
CAPÍTULO TRECE

C uando Yona llegó al campamento con Oscher casi una hora más tarde,
ya se habían hecho las presentaciones, y resultó que, casualmente, el
líder de los recién llegados había conocido a Ruth y a sus padres diez años
atrás, cuando el padre de ella lo contrató para construir un nuevo tejado de
la casa de la familia.
Se llamaba Zusia Krakinovski pero le decían Zus, parecido al dios griego.
La mayoría del grupo que iba con él eran miembros de su familia: su
hermano, Chaim; Sara, la esposa de Chaim; y tres primos, Israel, George y
Wenzel. Los dos niños, de seis y siete años, eran los hijos de Chaim y de
Sara; y luego había dos hombres que no estaban emparentados con ellos,
Lazare y Bernard, y una huérfana de quince años llamada Ester que les
había implorado ir con ellos cuando oyó el plan de huida.
Todos procedían de pueblos cerca de Lida, en el extremo occidental del
bosque. A diferencia de Aleksander y del grupo que llegó con él en
primavera, Zus y sus acompañantes conocían el terreno, conocían el
bosque. Antes de la guerra, habían sido agricultores o ganaderos, cazaban y
pescaban en el bosque en busca de sustento en verano, cultivaban cosechas
de patatas y de remolacha para el invierno.
—Por eso pensé que podría cuidar de ellos —le explicó Zus, con voz
grave por la preocupación, a Aleksander, mientras hacía un gesto hacia su
grupo: todos se metían bocados de pescado humeante en la boca y chupaban
las espinas hasta dejarlas secas. En el bosque se habían muerto de hambre,
algo que Yona comprendió con mayor claridad ahora que la luz del fuego de
la estufa iluminaba las caras hundidas, las manos ensangrentadas, las
clavículas marcadas que parecían más bien propias de pájaros que de
humanos. Se encontraban todos en la zemlianka más grande, donde dormían
Moshe, Leon, Rosalia, Ruth y los niños, y donde el grupo original había
pasado no hacía tanto las ocho noches del Janucá, y, aunque no había
demasiado espacio para moverse, el calor corporal colectivo y la calidez del
fuego parecían distender a los recién llegados. Ester, la muchacha con larga
trenza, se había colocado junto a Rosalia y murmuraba algo con los ojos
abiertos y tristes, y los dos hijos de Chaim, Jakub y Adam, se turnaban para
jugar con las muñecas de Pessia y Leah, hechas con juncos, mientras las
niñas los observaban con tímidas sonrisas.
—Hiciste lo correcto —afirmó Aleksander mientras agarraba otro
pescado del cuenco que Sulia había dispuesto ante ellos. Se lo metió en la
boca y sorbió la carne antes de lanzar la resbaladiza espina al suelo, de
donde Sulia la recogió sin articular palabra.
—No estoy tan seguro. —Zus suspiró—. En el gueto, por lo menos
teníamos comida.
—Pero no mucha, hermano —terció Chaim. Era más delgado y unos
centímetros más bajo que Zus, ancho de espaldas. Estaba sentado espalda
contra espalda con su hermano y acariciaba el hombro de Sara mientras con
la otra mano agarraba el pescado para metérselo en la boca. Hizo una pausa
para masticar y desechó las espinas—. Y en el gueto también nos
disparaban.
—No lo he olvidado. —Zus se rascó la mandíbula y miró a Yona durante
unos segundos antes de bajar la mirada bruscamente—. Pero si no consigo
que en el bosque sigamos con vida, quizá estaríamos mejor allí.
—¿Apiñados como el ganado de alguien? —le preguntó Chaim—.
Prefiero morir aquí según nuestras normas.
—No vais a morir. —Yona tomó la palabra sin poder evitarlo, pues estaba
inquieta al sentir la mirada de Aleksander clavada en ella, así como las de
Chaim y Zus. Observó a Aleksander, pero la expresión de él era
inescrutable—. No vais a morir —repitió, y se dirigió de nuevo a Chaim y
luego a Zus, que la contemplaba de una forma que hacía que le diera un
vuelco en el estómago—. No os lo vamos a permitir.
—Yona —murmuró Aleksander con un matiz de advertencia en el tono.
Ella lo miró de nuevo, y vio qué quería decirle: que no podían alimentar a
once nuevas bocas famélicas. Pero tampoco podía despachar a esas
personas y dejarlas morir durante el duro invierno. La naturaleza le había
concedido un don, y no podía darle la espalda a la gente que solamente
quería vivir.
—Os quedaréis hasta la primavera —dijo con la mirada fija en Zus—.
Todos.
A su lado, Aleksander volvió a murmurar su nombre, con más aspereza
esa vez, pero ella no lo miró. También tenía voz y voto.
Los ojos de Zus pasaron de Yona a Aleksander, y luego de vuelta a Yona.
—Gracias —dijo con voz profunda y cálida, pero también incierta. Su
mirada regresó a Aleksander—. Gracias —repitió, pero ahora una parte de
la calidez había desaparecido.
Aleksander asintió en su dirección y aceptó la gratitud, pero a
continuación se levantó de pronto y se fue sin comentar nada,
desapareciendo por la puerta de la zemlianka rumbo a la fría y ventosa
noche. Yona lo observó irse y se preguntó si quizá habría podido gestionar
el asunto de otro modo. Más tarde la entendería, era preciso que entendiera
su decisión. Yona defendía hablar con el corazón, pero en un grupo era
obvio que había papeles que se esperaba que todos adoptaran, papeles que
habían sido repartidos mucho antes de que llegara ella, y todavía no los
comprendía por completo. Tuvo la impresión de que había cometido un
grave error.
—Lo siento —dijo Zus al cabo de un rato. Cuando Yona se giró hacia él,
Chaim había iniciado una conversación con Sara y uno de sus primos, y a
Yona le dio la sensación de que, de pronto, estaba a solas con Zus, aunque
estaban codo con codo con dos docenas de personas.
—No hace falta que te disculpes por nada —respondió Yona apartando la
mirada.
—No quería causar problemas.
Yona se giró hacia él. Sus ojos eran verdes como las hojas de roble en
pleno verano, y estaban tan llenos de tristeza que mirarlos durante más de
unos segundos le provocaba una pena que le volvía el alma pesada. Aun así,
se los sostuvo en silencio.
—Aleksander está preocupado por que todos sobrevivamos, nada más,
pero lo lograremos. Todos nosotros. Te lo prometo.
Zus se la quedó mirando. Al parecer, intentaba interpretar sus ojos, sus
pensamientos, y Yona quiso saber qué veía.
—Gracias, Yona.
Ella asintió y, conforme la luz del fuego titilaba sobre su rostro, arrojando
así sombras que bailaban en los ojos de él, descubrió que no podía apartar la
mirada de aquel hombre.

***

Aleksander no se encontraba en la choza de Yona cuando esta regresó una


hora más tarde después de haber ayudado a solucionar cómo iban a dormir
todos los miembros del grupo. Al día siguiente iban a tener que seguir
hablando al respecto, pero por el momento los recién llegados ocuparían la
segunda zemlianka y el grupo original, la más grande de todas. En la
pequeña casita de Yona apenas había suficiente espacio para ella y
Aleksander, así que no valoraron dar cabida a nuevos ocupantes.
Yona tardó más de una hora en quedarse dormida y, antes de que
conciliara el sueño, salió a dar un paseo alrededor del campamento para ver
si encontraba a Aleksander. No había vuelto a su refugio, y estaba
preocupada.
—Está en la zemlianka de nuestro grupo —le anunció Leib mientras
detenía la patrulla alrededor del asentamiento para llevarse las manos
enguantadas a la fría y roja cara. Soltó vaho a la noche y miró al cielo, que
estaba nublado y sin estrellas. Se avecinaba una nevada, Yona lo saboreaba
en el aire—. Algunos estaban molestos con las nuevas disposiciones.
Yona asintió y regresó a su refugio con un nudo en el estómago. ¿Por qué
tenía la sensación de que debía pedir disculpas por algo? El grupo anterior
no gozaba de mayor derecho de supervivencia que los recién llegados.
¿Acaso no estaban todos obligados a ayudarse?
Un día, Jerusza le habló a Yona sobre sus viajes al sur, hacia el imperio
austrohúngaro, hacia Bosnia y Herzegovina, hasta llegar a Serbia y,
finalmente, al imperio otomano. Era joven entonces, y Yona escuchó con
fascinación aquellos retazos de la vida de la anciana antes de su propia
existencia. Jerusza había llegado a los bosques cerca de Prizren, en los
montes Šar, donde los albaneses de allí habían jurado un besa para
preservar la integridad de su tierra, y ese besa terminó convirtiéndose, con
el tiempo, en una palabra de honor, una obligación para ayudar al prójimo
en momentos de necesidad.
A Yona le había gustado eso, la idea de que hubiera un término para la
sensación de integridad, de responsabilidad para con todos los que
compartían el planeta. A lo largo de los últimos meses, había descubierto
aquella palabra en su propia boca; la paladeaba, se recordaba a sí misma
que, aunque era un concepto que pertenecía a los albaneses, también era una
creencia que debería aplicarse a toda la humanidad. La gente siempre
debería ayudar a los que lo necesitaban, no había otro modo de que la raza
humana sobreviviera. Y ahora no había otra opción que extender el besa, la
protección, a Zus y a su grupo. Aleksander tendría que entenderlo.
Por la mañana, el lado de la cama de él seguía frío y vacío, y, cuando
Yona salió a la tenue y neblinosa alba, sus pisadas de la noche anterior
habían sido cubiertas por un nuevo manto de nieve prístina. Inhaló una
buena bocanada de aire frío y húmedo, y miró al cielo unos instantes,
preguntándose si volvería a llover, si podrían regresar al estanque a pescar
más peces. Necesitaban comida. En cuanto bajó la mirada hacia el claro, sus
ojos se clavaron en los de Aleksander, que se encontraba en el bosque, con
uno de los rifles colgado sobre el pecho. Yona notó un vuelco en el corazón,
pero respiró hondo de nuevo para armarse de valor y avanzó sobre la nieve
hacia él.
Aleksander se inclinó para darle un beso, pero sus labios se posaron en la
mejilla de Yona y no en su boca, y los notó fríos sobre la piel.
—Creía que le tocaba vigilar a Leib —dijo.
—No estaba cansado. Me he ofrecido a hacer su turno.
—Podrías haber vuelto a la cama.
Se quedó callado durante un momento. Sus exhalaciones eran nubes que
flotaban entre ellos antes de esfumarse.
—Necesitaba tiempo para pensar.
Había algo en cómo lo dijo, algo en cómo apartaba los ojos, que la puso
nerviosa.
—¿Pensar sobre qué?
—¿Pensar sobre qué? ¡Sobre nuestra supervivencia, Yona! Sobre toda la
gente a la que intento proteger. ¡Sobre cómo los has puesto a todos en
peligro! —Las palabras salieron despedidas de él, una serie de diminutas
explosiones.
—No podemos dejar que le ocurra nada a ninguno de ellos, Aleksander.
—Dio un paso atrás y la nieve crujió bajo sus pies—. Ya lo sabes.
—Lo dices como si tuvieras el control, Yona. —Emitió un ruido con la
garganta que era mitad gruñido, mitad risa—. Como si hubieras hecho una
especie de pacto con Dios. Pero no tienes esa clase de poder, y ni siquiera
estoy seguro de que Dios esté escuchando. Estamos solos en medio del
bosque, y pasarán semanas, quizá meses, hasta que la nieve remita. No
tenemos suficiente comida.
—Iremos a buscar más —murmuró con suavidad.
—¡No tenemos bastante espacio!
—Anoche todos cupimos. Quizá no sea muy cómodo, pero sí que hay
suficiente.
—Y ¿qué pasará cuando lleguen los alemanes? —le espetó—. ¿Qué
pasará? Siendo quince, podríamos ocultarnos, movernos. Pero ¿siendo
veintiséis? Será el doble de difícil. Nos has puesto a todos en peligro, Yona.
Ella se quedó mirando su propio aliento en el aire durante unos instantes,
con una desconocida bola de rabia rodando lentamente en su estómago.
Nunca se había sentido así con Aleksander, pero ahora quería agarrarlo por
el cuello y zarandearlo.
—¿Qué habrías hecho sin mí? —le preguntó en voz baja.
—¿Cómo?
—¿Qué habrías hecho sin mí? Eres un intelectual, Aleksander. Un
contable. Tú mismo lo has dicho: no conoces el bosque. ¿Habrías sabido
qué comida almacenar para el invierno? ¿Habrías sabido cazar o pescar
cuando hay mayor escasez de animales? ¿Esconderte? ¿Estar caliente en
invierno? ¿Construir hogares seguros bajo tierra? —Detestaba sacarlo a
colación, pero lo cierto era que él solo había sobrevivido porque ella le
había ofrecido ayuda, besa. Ahora era su turno de hacer lo mismo.
—Muy bien, Yona. —Sus ojos eran ardientes ascuas al mirarla—.
Supongo que me has puesto en mi lugar, ¿verdad? Soy un inútil, ¿no? ¿Eso
es lo que estás diciendo? Bien, me alegro de que por fin lo hayas dicho en
voz alta.
—Claro que no me refería a eso. —Dio un paso atrás—. En absoluto.
—No, Yona, tus palabras han sido muy elocuentes. —Cuando se rio, la
carcajada fue cruel—. Eres nuestra salvadora, y yo debería cerrar la boca y
dar las gracias.
—No es lo que…
—En fin, supongo que deberías regresar a tu refugio. —Dijo «tu refugio»,
no «nuestro refugio», y en cierto modo eso constituyó un golpe para ella,
más que cualquiera de las otras cosas de las que la había acusado—. Hace
frío y, ya que por lo visto no podemos sobrevivir sin ti, deberías ir a
descansar para seguir haciéndote la heroína en el futuro.
—Aleksander…
Pero ya se estaba alejando de ella y se dirigía a la negra extensión del
bosque para defender al grupo de los peligros que tal vez acecharan en la
oscuridad.
Pero ¿qué pasaba con el peligro que no se veía, el agua helada y
traicionera de sus propias decisiones? Quizá no hubiera manera de
protegerse de eso.

***

—Lo siento, Yona. —Las palabras de Aleksander eran suaves y estaban


teñidas de remordimiento cuando dos horas más tarde entró en la zemlianka
que compartían, con el rostro rojo por el frío y copos de nieve, congelados y
resistentes, pegados aún en las pestañas. Yona ya había ido a visitar los
otros refugios, primero a ver cómo estaban los recién llegados, que
agradecían haber superado una noche más, y luego a ver a los miembros
originales del asentamiento, que estaban apiñados pero de buen humor.
Luba tenía un poco de fiebre y tos, y Yona había regresado a su propia
zemlianka, después de una breve visita a la despensa, con un puñado de
hierbas secas para prepararle un té.
Yona no respondió, porque ¿qué iba a decir? Cuando una persona pedía
disculpas, debías perdonarla, ya lo sabía. Pero no podía hacerlo, porque lo
que Aleksander había querido no estaba bien. No era en absoluto aceptable
permitir que gente inocente terminara muerta porque su presencia no
encajaba con tus necesidades. Era lo que los habitantes de Polonia permitían
que los nazis hicieran con los judíos, ¿no era así?
—Lo siento —repitió—. Tan solo pensaba en la gente a la que yo mismo
saqué del gueto porque me siento responsable por ellos.
—Lo entiendo. —Bajó la mirada—. Pero los otros también te necesitan.
—Lo sé. —Con la respiración acelerada, dio un paso hacia ella—. Tienes
un gran corazón, Yona.
Pero cuando le cubrió los labios con los suyos, cuando tiró de ella,
cuando se quitó el abrigo y le apartó bruscamente el jersey con las manos
heladas para acariciarle los pechos con un grave gemido, Yona supo que sus
palabras no habían sido una galantería, y el nudo que tenía en el estómago
se tensó aún más, aunque cerrara los ojos y le devolviera los besos.
Apenas era mediodía cuando Yona salió del refugio, seguida de
Aleksander. El sol se colaba entre las espesas nubes, y Sulia estaba al otro
lado del claro, observando a Yona con la mandíbula apretada mientras
recogía bayas. Antes de que Yona pudiera evitarlo, la mujer se alejó sobre la
nieve. A pesar de los meses que Yona había vivido con el grupo, Sulia
seguía sin ser agradable con ella. Quizá hubiera llegado el momento de
intentar cambiar la situación.
—¿Te ayudo? —le preguntó Yona mientras agarraba un puñado de bayas.
—Vaya —Sulia la miró de reojo—, y ¿mancharte las manos con una labor
propia de mujeres?
Yona parpadeó varias veces sin dejar de recoger un par de bayas que se
habían marchitado y habían empezado a pudrirse. Era importante quitar de
forma periódica las podridas, antes de que destrozaran las demás.
—No te caigo bien —comentó con voz suave pero firme. Nunca había
experimentado ese tipo de malicia, y no la comprendía, aunque le recordaba
ligeramente a la extraña reacción de la madre de Chana después de que
Yona la ayudara a curar a su esposo.
El rostro de Sulia se puso rojo, y se caló el abrigo para afanarse con las
bayas y evitar los ojos de Yona.
—No me caes mal.
—Yo… creo que sí.
Sulia apretó y relajó la mandíbula varias veces, y entonces, tan
repentinamente como un disparo, levantó la cabeza.
—¡Es que tu lugar no está aquí! —exclamó—. ¿Quién eres? ¿Eh? ¿Qué
clase de persona crece en el bosque sin contacto humano? Es contra natura.
Yona se sentó sobre los talones.
—Yo no…
—A veces te observo con Aleksander, ¿sabes? Cómo le hablas, cómo
consigues que haga lo que quieres que haga… Lo siento, pero no eres
normal, Yona. Tramas algo, y no voy a dejar que te salgas con la tuya.
Alguien debe proteger al grupo, aunque hayas engañado a todos los demás.
Yona sintió una desconocida presión en el pecho, confusión. Toda su vida
había sido clara y directa, incluso sus interacciones con la asombrosa
Jerusza. Aunque la anciana a menudo decía las cosas con unos rodeos que
resultaban irritantes, siempre había sido sincera. Yona sabía cuál era su
lugar y por qué, aunque no siempre le gustara ni estuviese de acuerdo. Pero
esa sensación era ajena a ella, esa sensación de que debía defenderse contra
acusaciones infundadas.
—Yo no… No sé a qué te refieres, Sulia.
—No eres como nosotros, Yona, y tarde o temprano Aleksander también
se dará cuenta. Te comportas como un hombre, como si pensaras que eres
mejor que yo, que las demás mujeres. Pero no lo eres. Y hay algo más. Me
da igual quién te haya criado. No eres una de los nuestros. Dices que eres
judía, pero la nuestra es una religión que se hereda por la sangre o por la
tradición…, y en tu caso no hay ni lo primero ni lo segundo.
—Sulia, yo…
Pero Sulia ya se estaba levantando y se sacudía la nieve de las manos. Le
dio la espalda y se encaminó hacia su zemlianka sin pronunciar palabra.
Yona se irguió y se manchó los dedos de rojo al apretar los puños en que
agarraba bayas. ¿En el campamento todos pensarían lo mismo? Se había
limitado a ofrecerles su conocimiento, su habilidad para sobrevivir.
Seguía paralizada, viendo cómo Sulia se alejaba, cuando Zus se le acercó
desde los árboles del este.
—Aquí estás —dijo con voz grave y cálida. Sus zancadas eran confiadas
y largas, y el modo en que avanzaba le recordaba a Yona a un león de las
montañas, orgulloso y fuerte y seguro—. Te estaba buscando.
Yona se giró, todavía un poco afectada, y procuró sonreír.
—Zus.
El hombre la miró a los ojos cuando llegó junto a ella.
—¿Estás bien?
Yona asintió, y enseguida se sintió ridícula. No tenía nada de lo que
arrepentirse, nada de lo que avergonzarse.
—Sí, sí, claro. —Tosió y se agachó para recoger la cesta de bayas que
Sulia había dejado tras de sí. Debía devolverla a la despensa. Empezó a
caminar en esa dirección, y Zus echó a andar a su lado.
—¿Qué pasa? —le preguntó después de un minuto—. No estás como
siempre.
Yona habría sonreído de no haber estado tan molesta. ¿Cómo era posible
que ya la conociera tanto?
—No es nada. —Pero, cuando lo miró, vio que no la había creído—. Es
Sulia —confesó tras hacer una pausa—. Me ha dicho que yo no debería
estar aquí. No… no entiendo por qué parece que me odia.
—Está celosa de ti. —La respuesta de Zus fue tan inmediata y
transparente que trastabilló. Él la agarró por el codo con una sonrisa y se
colocó delante de ella.
—¿Celosa? ¿Por qué iba a estar celosa?
Zus la contempló, divertido, y al parecer los dos repararon al mismo
tiempo en que sus dedos seguían sobre el brazo de Yona. Se apartó
enseguida.
—Bueno, si te digo la verdad, creo que de tu relación con Aleksander.
—¿Cómo? —Al oírlo, Yona se detuvo en seco.
—¿De veras no lo ves? —Zus se mostraba tan confundido como lo estaba
ella—. ¿No ves cómo se comporta con él?
—Supongo que es agradable. —Yona parpadeó varias veces.
—Es una manera de decirlo. —Zus se echó a reír. La observó y se puso
serio al ver que ella lo miraba sin comprender.
A medida que caminaban unos instantes en silencio, la mente de Yona
empezó a dar vueltas. Enamorarse de Aleksander había ocurrido sin más.
¿Cómo iba nadie a envidiar algo que le había resultado tan natural? A fin de
cuentas, si Sulia y Aleksander hubieran sentido lo mismo, ¿no habrían
estado juntos igual que antes de conocer a Yona? Nada de aquello tenía
sentido, y la frustración de Yona se incrementó; ¿cómo era posible que
fuera tan capaz de sobrevivir sin problemas pero que estuviera tan
confundida con lo que debería haber sido una interacción social básica?
Meneó la cabeza y suspiró.
—¿Decías que me estabas buscando?
—Ah, sí. —Zus vaciló—. De hecho, se trata de Aleksander. Es el que está
a cargo del grupo, ¿verdad?
Yona asintió. Ciertamente, era el líder de facto, el que tomaba las
decisiones, por más que las acusaciones de Sulia sobre que ella lo
controlaba siguieran repicando en sus oídos.
—Sí. Él los sacó del gueto. Confían en él.
—Bien. Muy bien. Se me ha ocurrido que quizá debería reunirme con él,
de hombre a hombre, para hablar de lo que debemos hacer en lo que queda
del invierno. Sé que somos una carga para vosotros.
—No sois una carga.
—Por supuesto que sí. —Le dedicó una sonrisa cansada. Luego vaciló—.
¿Te puedo hacer una pregunta?
Yona asintió.
—Tú no saliste del gueto con ellos, ¿verdad?
Negó con la cabeza, pero de pronto estaba agotada. ¿Zus también iba a
decirle que ella no pertenecía a ese lugar?
—¿Tan obvio es? Yo… creía que se habían convertido en mi familia. Pero
ahora creo que quizá solo veía lo que quería ver.
Él alargó una mano hacia la cesta de bayas y, sin decir nada, se ofreció a
llevarla a través de la nieve, hacia la despensa.
—Todos somos familia —dijo al cabo de unos minutos—. No creo que
los detalles sean importantes.
Yona dudó.
—A mí me crio una mujer judía, pero mis padres no eran judíos —soltó
—. Por lo tanto, quizá te equivoques con lo de que soy vuestra familia.
Quizá no debería estar aquí con vosotros. Quizá solo esté haciendo el
ridículo.
Zus asimiló sus palabras en silencio. Cuando llegaron a la despensa, Yona
abrió la puerta y él se la sostuvo para que entrara. La siguió al interior y,
cuando los ojos de ella se adaptaron a la oscuridad, vio que la estaba
mirando fijamente.
—Sí que eres nuestra familia —le dijo de pronto—. Lo que importa es lo
que hay en tu corazón, creo, y eso es mucho más complejo y personal que la
mera forma en que veneras a Dios. Conozco a un granjero, cristiano como
pocos, que lleva una gran cruz al cuello y que tiene un hermano cura.
Cuando llegaron los alemanes, refugiaron a veinte judíos en el establo y a
otros cinco en el sótano, sin pensárselo dos veces. Ayudó porque su ayuda
era necesaria, y no podía darle la espalda al prójimo. Él también era su
familia.
—Besa —murmuró Yona—. Un buen hombre.
—Y un hombre muerto, me temo. Los alemanes encontraron a los judíos.
Los mataron a todos, y luego lo asesinaron a él sin miramientos.
Yona vio que los ojos de él brillaban en la oscuridad.
—Es horrible, Zus. Lo siento mucho.
—Yo también. —Titubeó—. Siempre que muere un alma buena, creo que
el mundo se oscurece un poco.
Yona pensó en Chana, en sus ojos inocentes, en el agujero de bala en su
cabeza, en la áspera carcajada que había oído en el bosque.
—En ese caso, ahora se ha oscurecido mucho.
—Sí. —Zus asintió—. Pero también hay luz. En las épocas en que reina
una gran oscuridad, la luz siempre consigue brillar, porque hay gente que
decide ser valiente y decente. Lo que intento decir, Yona, es que, en
momentos como este, no importa el destino que te esperaba al nacer.
Importa en qué hayas elegido convertirte.
Yona le sostuvo la mirada durante un buen rato. No sabía qué decir. ¿De
verdad había escogido o acaso su vida la habían dictado las decisiones de
otras personas? ¿Todo lo que era ella era un producto de la decisión de
Jerusza de haberla secuestrado más de dos décadas atrás en una cálida
noche berlinesa?
Aun así, la mirada firme de Zus y la confianza que mostraba le
provocaron un inesperado consuelo, y Yona asintió, incapaz de hablar por
culpa del nudo que de pronto le atenazaba la garganta.
CAPÍTULO CATORCE

C onforme avanzaba el invierno, el nuevo grupo fue adoptando poco a


poco el ritmo del viejo grupo, y, cuando comenzaron a asomar los
primeros brotes de la primavera, eran una familia inseparable. El tiempo
que pasaron en las chozas había sido extremadamente complicado; las dos
zemliankas grandes estaban atestadas, con demasiada gente y sin
ventilación. Pero las bocas adicionales que alimentar fueron contrarrestadas
por el instinto cazador del nuevo grupo. Zus y Chaim, en especial, tenían un
sexto sentido para encontrar y atrapar a animales que Yona había sido
incapaz de cazar, y en pleno invierno el grupo disfrutó en tres ocasiones de
banquetes de fibrosa carne de ciervo, seguidos de dos días de guiso acuoso
de venado. Bastó para que todos sobrevivieran al invierno.
La llegada de los nuevos miembros del grupo también cambió el ánimo
de Pessia y Leah; ver a las niñas más alegres, riendo por las cosas que
decían los hijos de Chaim, fue un bálsamo para los demás. Cuando los
corazones de los niños eran más livianos, las noches se encendían con risas
y suspiros de felicidad, y no tanto con mudos sollozos y silenciosas
pesadillas.
Incluso Sulia parecía descongelarse con el cambio del tiempo, y, aunque
no le pidió disculpas a Yona por lo que le había dicho en el claro, la buscaba
menos con la mirada, si bien resultaba evidente que se apartaba de su
camino para evitarla. A veces, si Aleksander se detenía a ayudar a Sulia con
algo, o si se marchaba con ella al bosque para enseñarle algunas técnicas de
caza rudimentarias, Yona reparaba en que la mujer la miraba con una
sonrisa triunfal. Pero ella no perdía la compostura y se limitaba a esbozar
una sonrisa almibarada. Nunca serían amigas, pero al parecer la tensión se
había relajado. Por más que siguiera sin comprenderlo en absoluto, Yona
estaba contenta.
El grupo se animó enormemente cuando comenzaron a salir de las casas
subterráneas, y, aunque Yona sabía que la llegada de la primavera también
significaba que el peligro de que los descubrieran aumentaba, pues habría
más patrullas enemigas por el bosque, le alegraba deleitarse con la alegría
de haber sobrevivido para ver otro año. El de mil novecientos cuarenta y
tres era un regalo, y no fue hasta que a los árboles empezaron a salirles
hojas de nuevo cuando todos se dieron cuenta de que habían logrado lo
imposible: habían dejado atrás el crudo invierno sin perder ni a un alma por
el camino.
Sin embargo, por la noche, mientras todos se sentaban alrededor de una
hoguera, rodeados por los últimos retazos de nieve, y entonaban canciones
yidis y se pasaban cigarrillos hechos con raíces secas de girasol, Yona, que
a menudo se sentaba a solas mientras Aleksander patrullaba el bosque,
percibía un presentimiento que se cernía sobre los bordes de aquella alegría.
Algo se avecinaba, algo oscuro, y era incapaz de descifrarlo. Por la noche,
con Aleksander roncando a su lado, el brazo de él sobre su cuerpo y la
cabeza de lado, cerraba los ojos y veía demonios en la negrura.
Una semana después de que la última nieve se hubiera derretido, Yona se
despertó con un sobresalto de una pesadilla justo antes del alba y zarandeó a
Aleksander, con el corazón todavía acelerado por el miedo y por la
incertidumbre.
—Debemos irnos —le dijo cuando él abrió los ojos y lentamente se
concentraba en ella, regresando del sueño en que hubiera vivido sin Yona.
—Nos marchamos dentro de una semana. —Parpadeó varias veces—. Ya
lo sabes. Todavía estamos recogiendo provisiones.
—No, tenemos que irnos antes. —No podía explicarlo, no podía describir
el sexto sentido que a veces le anunciaba cosas. Incluso después de tanto
tiempo, era capaz de oír la voz de Jerusza susurrar, en ocasiones reírse de
ella, en el viento.
—¿Cómo se lo voy a explicar a los demás? —le preguntó Aleksander, y
Yona vio en sus ojos que no la creía.
—Diles que estás preocupado. Que los alemanes podrían estar de camino
hacia aquí ahora que el terreno lo vuelve a permitir.
—Pero ¿es cierto? Sigue haciendo bastante frío.
—¿Crees que eso los va a detener? —Cerró los ojos durante un minuto, y
lo único que vio fueron hombres uniformados que salían de los árboles,
disparos que estallaban como pequeñas explosiones de llamaradas desde
unas metralletas diseñadas para eliminarlos de la faz de la Tierra en
cuestión de pocos segundos—. No los va a detener, Aleksander.
—Pero solo somos veintiséis. No les merecerá la pena adentrarse tanto en
las profundidades del bosque para venir a buscarnos.
—Eso da igual. Ya lo sabes. Y ahora que la nieve se ha fundido, sus
perros serán capaces de rastrearnos de nuevo. Estamos en peligro y
debemos irnos. Por favor, tienes que creerme.
—Hoy no, Yona. Mañana. —Se la quedó mirando un buen rato, sus labios
en forma de una fina línea—. Necesitamos tiempo para prepararnos,
también mentalmente. Hemos pasado todo el invierno aquí. ¿Tienes idea de
lo que significa volver a sentir que estás en casa? No, no lo sabes, porque tú
nunca has tenido una casa, ¿verdad?
—Yo también siento que esto es mi casa, Aleksander. —Las palabras de
él le hicieron daño—. Este lugar significa algo para mí.
—Entonces, entenderás por qué no puedo pedirle al grupo que lo
abandone sin más.
—No les estás pidiendo eso —murmuró, en voz tan baja que él pareció
no oírla mientras se incorporaba y se ponía un jersey por encima de la
cabeza—. Les estás pidiendo que confíen en ti. Que confíen en mí. Que
sobrevivan.
La única respuesta de Aleksander fue levantarse de la cama, ponerse el
abrigo y desaparecer sin pronunciar palabra a través de la puertecita de su
zemlianka. Mientras permanecía sentada en silencio tras la marcha de él,
Yona miró alrededor unos instantes y se fijó en el suelo ligeramente
inclinado, en las paredes de madera, en el refugio que les había ayudado a
estar a salvo y con vida, en un tiempo que parecía prestado. Lo echaría de
menos, pero lidiaría con el dolor del corazón.
Se pasó media hora guardando sus pertenencias; a continuación, salió de
la casita y barrió el claro con la mirada. Algunos ya estaban despiertos y
disfrutaban de la primera mañana templada en meses. Los cuatro niños se
perseguían unos a otros, riendo; Daniel, por su parte, los observaba desde el
regazo de Ruth y aplaudía, contento. A Yona la sorprendió notar las
lágrimas que acudieron a sus ojos cuando se detuvo unos segundos a
contemplarlos.
Zus se acercó desde la otra punta del claro, donde se había afanado con
Chaim en limpiar el pequeño arsenal de armas del grupo.
—¿Dice Aleksander que debemos marcharnos antes de lo previsto? —
preguntó, y su brazo rozó el de ella al colocarse a su lado para ver cómo
jugaban los más pequeños.
—Sí. —Todavía notaba tensión en el cuello, una sensación provocada por
la conversación que había mantenido apenas una hora antes con Aleksander
—. Sé que no es conveniente. Pero es para que el grupo esté a salvo. Lo
siento.
—¿Que lo sientes? —Zus esperó hasta que ella lo miró a los ojos, que
estaban llenos de incredulidad—. Yona, no lo sientas. Haces lo que puedes
para protegernos. Todos deberíamos besar la tierra que pisas.
—¿Tú me crees? —Se mordió el labio y apartó la mirada.
—Por supuesto que sí. A estas alturas, es evidente que tu instinto ha
ayudado a salvarnos. ¿Por qué diablos íbamos a ignorarlo ahora?
—No lo sé. —Yona negó con la cabeza. Las palabras de Aleksander, la
idea de que nunca hubiera conocido una casa de verdad, seguían
perforándole el pecho, ardientes—. Aleksander dice que no puedo entender
cómo os sentís los demás porque mi pasado es muy diferente. Y
probablemente tenga razón.
—Yona. —La voz de Zus sonaba grave, y a ella la sorprendió que le
tocara el brazo con dedos insistentes. Notó escalofríos allá donde la piel de
él se encontró con la suya—. No tiene razón. No la tiene.
En cuanto levantó la vista, le asombró el verde de sus ojos, que parecían
cambiar con el tiempo, con su estado de ánimo. Ese día eran brillantes,
estaban vivos.
—Tal vez tú no lo sepas, en realidad.
—O tal vez estés haciendo caso a la persona equivocada —murmuró con
suavidad—. No olvides escucharte a ti, Yona. Nadie más que tú sabe qué
anida en tu corazón. —Se alejó antes de que pudiera responderle.
Esa noche, Yona apenas durmió, preocupada por el día que les aguardaba
y también por las palabras tanto de Aleksander como de Zus. El grupo se
puso en marcha poco antes del alba siguiente. Su rastro en el bosque —las
zemliankas y la tierra en la cual, o debajo de la cual, habían vivido durante
meses— era demasiado considerable como para borrarlo, así que Yona solo
podía rezar por que el grupo estuviera lo bastante lejos cuando un perro de
rastreo alemán encontrara su asentamiento.
Los guio por un camino enrevesado, alrededor de unos espesos
matorrales, por encima de trozos de hielo, a través incluso de un pantano
medio congelado, que les empapó las botas y les hizo castañetear los
dientes. Iban a tener que calentarse los pies y secarse la ropa junto al fuego
donde se instalaran por la noche, pero merecía la pena, pues ni un hombre
ni un animal iban a poder seguir sus huellas por allí. Los llevó hacia
direcciones que no tenían sentido, intentando pensar en los caminos que
tomarían los rastreadores y emprendiendo los contrarios. Finalmente, antes
de que la luz desapareciera del cielo de principios de primavera, los condujo
hasta un pequeño claro rodeado de pinos, que haría las veces de un buen
campamento para esa noche.
Todos estaban agotados; después de un largo período de hibernación, se
habían sosegado con un falso sentido de seguridad, y nadie estaba
acostumbrado a moverse como aquel día. Su paso había sido lento, en gran
parte por Oscher y por los niños, pero Yona sabía que debían seguir
avanzando, que no podían permitirse parar. Ahora las pesadillas la asaltaban
siempre que cerraba los ojos, con soldados sombríos que merodeaban en las
lindes de su conciencia. El peligro seguía estando demasiado cerca.
Se desplazaron cada dos días. Cazaban y recolectaban los días que no se
movían, remendaban ropas, se curaban las ampollas provocadas por la
caminata, se calentaban los pies y las manos helados con el fuego por la
noche, cuando estaba demasiado oscuro como para que el viento revelara su
posición. Estaban cansados de un modo en que no lo habían estado durante
el largo invierno, pero estaban mucho mejor nutridos ahora que la tierra
había vuelto a proporcionarles sustento. Día tras día, el bosque se volvía
más frondoso con hongos blancos, los arbustos con arándanos, los arroyos
con peces. Los animales emergían y se sacudían el invierno de encima, y
quedaban atrapados en los rudimentarios cepos que los tres primos de Zus
—Israel, George y Wenzel— habían aprendido a colocar, y la mayoría de
las noches todo el grupo disponía de mucha comida.
En abril, celebraron la Pascua Judía con matzoh hecho con la harina
robada en un pueblo, y, aunque Ruth y Luba quemaron el pan desigual en el
provisional horno con ladrillos de barro que Yona las ayudó a construir,
festejar una tradición familiar fue un consuelo para todos. Leah, Pessia y los
dos hijos de Chaim preguntaron las Ma Nishtana, las cuatro preguntas sobre
la Pascua Judía, y Leon y Oscher se turnaron para contarles la historia del
éxodo judío de Egipto. Fue una noche de paz que hizo que Yona se sintiera
parte de una familia, y eso hizo que todos creyeran que, después de todo, la
supervivencia quizá fuera posible.
Pero a finales de mayo padecieron una plaga de piojos en el campamento,
que congeló la sangre de Yona. Los insectos diminutos eran un fastidio —
por su culpa, todos tenían la piel seca y les picaba—, pero lo más
importante era que suponían un peligro. A menudo contagiaban el tifus, y,
si uno solo en el grupo contraía la enfermedad, todos quedarían expuestos.
Algunos morirían. Yona sabía que debían hacer algo… y deprisa.
—Necesitamos mercurio —anunció con suavidad una mañana en que se
llevó a Aleksander y a Zus aparte del grupo, reunido alrededor de una
pequeña hoguera. Era peligroso arrojar humo en pleno día, pero necesitaban
quemar a los piojos, así que no tuvieron opción. Se arrancaban los insectos
de los cuerpos unos a otros, del pelo, incluso de las cejas y las pestañas, y
los lanzaban a las llamas. Yona vio llorar a Ruth mientras buscaba entre los
rizos de Daniel.
—¿Mercurio? —preguntó Zus sosteniéndole la mirada.
—¿De una farmacia, quieres decir? —se extrañó Aleksander—. Pero eso
será peligroso, Yona.
—Ya lo sé. —Respiró hondo—. Pero creo que es la única manera.
Los tres se miraron mutuamente durante unos instantes. Uno de ellos iba
a tener que arriesgarse a salir a la civilización para robar algo en una misión
peligrosa, y luego desaparecer en el bosque sin dejar rastro. Pero ya habían
probado todo lo que Yona sabía hacer: sujetar las pertenencias por encima
de las llamas, lavar la ropa en agua hirviendo, incluso bañarse con su propia
orina con la esperanza de que el ácido matara a los piojos. Pero los insectos
eran tercos, se cobijaban alegremente en los poros para resistir los sucesivos
ataques y saltaban de unos a otros para multiplicarse.
—¿Qué hará el mercurio? —se interesó Aleksander.
—Hace mucho tiempo, la mujer que me crio me enseñó un truco que
aprendió de unos soldados rusos a los que ayudó a alimentarse durante un
mes en plena Gran Guerra —respondió Yona. De hecho, Jerusza la había
obligado a repetir la información varias veces y le advirtió que algún día iba
a necesitarla, porque los piojos eran invasores peligrosos e implacables—.
Mezclar mercurio con un huevo, empapar una tela en el mejunje y pasárselo
por el cuerpo. Es lo único que los elimina para siempre.
—A mí eso me suena a balbuceos de una vieja. —Aleksander se rascaba
la cabeza.
—A mí eso me suena más prometedor que todo lo que estamos haciendo
ahora. —Zus lo fulminó con la mirada—. Iré yo. Conozco un pueblo con
una farmacia.
Yona le lanzó una sonrisa de agradecimiento.
—Pues yo iré contigo. —Su respuesta fue inmediata y sobresaltó a Zus,
pero él no se negó.
—No, tú deberías quedarte aquí, Yona —terció Aleksander—. Iré yo con
Zus.
—Zus conoce los pueblos, Aleksander, y yo conozco el bosque. —Se giró
hacia él—. Es lo que tiene más sentido. Tú quédate y protege a los demás.
—No, Yona. —La miró a los ojos unos instantes—. Es demasiado
peligroso. Si te ocurre algo… —Vaciló y negó con la cabeza—. No. No te
lo puedo permitir.
Yona no estaba segura de si se negaba porque la quería o porque sabía lo
importante que era para el grupo. Quizá tan solo intentaba establecer que
era él quien dictaba las normas. Sin embargo, estaba equivocado. Ir rápido a
un pueblo bajo la protección de la oscuridad y desaparecer en el bosque en
pleno día sería peligroso y requeriría a alguien que supiera a la perfección
cómo esfumarse entre los árboles. Abrió la boca para explicarse, pero Zus
tomó la palabra antes:
—Yona, creo que Aleksander tiene razón —dijo mientras le dirigía una
cálida mirada—. Sí que serías la mejor persona para ir, pero por eso debes
quedarte; por si ocurre algo. El grupo te necesita. Iré con Chaim. Los dos
conocemos la zona. Incluso conozco la farmacia que iremos a visitar, a no
ser que ya no esté allí. En Lubcha hay un químico que hace muchos años
contrató a mi padre para reparar las ventanas después de un robo. Mi padre
hizo un buen trabajo, como siempre, y después el hombre se negó a pagarle.
Le soltó que era un sucio judío, lo acusó de hacer una chapuza, y luego dijo
que en realidad ni siquiera había hecho el trabajo. —Zus sonrió levemente,
pero había tristeza en las comisuras de su boca, había rabia en sus ojos—.
Será bonito hacerle una visita por los viejos tiempos. Creo que Chaim
pensará lo mismo que yo.
Miró a Aleksander, y este asintió.
—Está decidido, pues. ¿Cuándo podéis ir?
—Dentro de una hora. Deberíamos regresar a medianoche. ¿Puedes
preparar un campamento aquí para un par de días para que encontremos la
manera de regresar? —Zus miraba a Yona.
Ella reflexionó durante unos cuantos segundos, con su mente todavía
intranquila al pensar en todos los destinos que podían sobrevenir a Zus y a
Chaim en el bosque, sobre todo si los descubrían. Pero se habían encargado
de guiar a nueve personas, niños incluidos, y sacarlas del gueto hacia el
bosque sin que los detectaran. Sobrevivirían siempre y cuando todo fuera
bien.
—Sí —accedió—. Nos quedaremos aquí salvo que algo nos obligue a
irnos. Creo que estaremos a salvo unos cuantos días.
—Iré a informar a Chaim. —Zus asintió.
Yona lo vio alejarse y, acto seguido, se giró hacia Aleksander.
—Debería ir con ellos, de verdad. Así aumentarán las posibilidades de
regresar con vida.
—Eres más necesaria aquí. —En su tono había cierta frialdad, algo que la
pilló con la guardia baja y que le hizo levantar la vista para mirarlo a los
ojos. Él los apartó—. Está decidido. Conocen el bosque. No les pasará nada.
Cuando él también se marchó de su lado, Yona se frotó la nuca para
intentar calmar la tensión que le agarrotaba los músculos, el presentimiento
de que se acercaba algo horrible. En cuanto Zus salió de una de las chozas
del claro, con Chaim pisándole los talones, sus ojos buscaron los de Yona y,
durante unos segundos, percibió que compartían el mal presentimiento.

***

Zus y Chaim partieron al cabo de una hora, los dos armados con los rifles
que Yona les había robado a los rusos muertos el verano anterior. Antes de
que se fueran, Zus se detuvo delante de ella y murmuró:
—Volveremos con el mercurio. Te lo prometo. —Sus palabras eran
amables, y Yona las sintió sobre las mejillas.
—Tened mucho cuidado. Por favor.
Zus asintió, y tras eso los dos hermanos se marcharon. El bosque los
engulló por completo.
La noche siguiente, Aleksander patrullaba el asentamiento y Yona se fue
a dormir sola en el cobertizo que habían erigido el día anterior. Como
habían hecho en el verano y el otoño previos, el grupo volvía a dormir en
pequeñas chozas, ahora que habían emergido de la hibernación, con dos o
tres personas por cabaña; algunos de ellos, como Rosalia y Zus, escogían
construirse su propio refugio individual y dormían solos.
Yona seguía sin poder sacudirse de encima la sensación de que se
avecinaba algo peligroso, pero se le daba bien dormir durante varias horas
del tirón aun cuando la cabeza le diera vueltas, pues el sueño protegía
contra enfermedades y era esencial para la supervivencia. Aunque estaba
preocupada por Zus y por Chaim, se quedó dormida cuando la luna alcanzó
su cenit en el cielo; no amenazaba lluvia, así que Aleksander y ella habían
abierto el techo improvisado para observar las estrellas, que le daban paz.
Se despertó con un sobresalto unas horas más tarde. Había soñado con
una gran bandada de cuervos, tan grande que la luna y las estrellas
desaparecieron bajo un dosel negro. Cuando graznaron al unísono y sus
chillidos reverberaron, Yona se incorporó de pronto con el corazón
acelerado. Soñar con cuervos significaba muerte inminente. Saltó de la
cama y salió corriendo hacia el claro antes de poder evitarlo.
—¡Aleksander! —siseó en la oscuridad. Sus ojos tardaron varios
segundos en acostumbrarse a la negrura y, cuando al fin se adaptaron, vio
las siluetas de las chozas del grupo, iluminadas por una luna casi llena. Oyó
a alguien suspirando dormido, a alguien girándose sobre la cama de juncos.
Por lo demás, la noche era silenciosa, siniestra. Todavía oía el eco de la
llamada de los cuervos en su mente.
Se quedó quieta y escuchó hasta oír pasos, dos pies que rodeaban el
perímetro y que se movían en un firme círculo. Era Aleksander, que
patrullaba el campamento; Yona necesitaba encontrarlo enseguida y decirle
que algo iba mal. El corazón seguía martilleándole el pecho cuando echó a
correr rumbo a las pisadas.
—¡Aleksander! —susurró de nuevo.
Cuando llegó al perímetro y vio la sombra de un hombre avanzando hacia
ella, sin embargo, se detuvo, sorprendida. No era Aleksander.
—¿Leib? —preguntó, confundida, al verlo acelerar el ritmo para
acercarse.
—¿Yona? ¿Qué pasa? —El miedo contaminaba su voz—. ¿Ha ocurrido
algo?
Negó con la cabeza cuando se colocó a su lado.
—¿Dónde está Aleksander, Leib?
Cuando los ojos de Leib se posaron en ella, eran oscuros, opacos.
—No está aquí.
—Pero hoy le tocaba turno de vigilancia. Si no está aquí, ¿dónde está? —
Parpadeó y volvió a ver a los cuervos, que la llamaban mentalmente con
una clara advertencia. Barrió el bosque con la mirada, pero nada se movía
en la oscuridad—. ¿Leib?
—Está… —Pero no terminó la frase. Se removió, incómodo, y la
observó. Cuando Yona levantó la vista y lo miró a los ojos, la profundidad
de la lástima que vio la dejó sin aliento, y de repente lo supo. Aleksander no
corría peligro. No era eso lo que había pronosticado su sueño.
—Él no… —susurró.
—Yona… —empezó a decir Leib.
Pero ella ya retrocedía hacia el campamento, y supo exactamente lo que
iba a encontrar antes incluso de llegar a la choza que compartían Sulia y
Luba, la que tenía una red trenzada con hebras de hierba tapando la puerta
para proporcionar intimidad. Poco a poco, con el corazón golpeándole las
costillas, apartó la cortina verde y echó un vistazo.
En un lado de la casita inclinada, Luba estaba de costado, roncando
suavemente. En el otro estaba Sulia. Y encima de ella, con la espalda
desnuda y moviéndose a un ritmo que Yona reconoció con una dolorosa e
inmediata certeza, estaba Aleksander.
—¡Ah! —Aun sin quererlo, Yona soltó un jadeo, que bastó para que
Aleksander se girara y rodara junto a Sulia.
—¡Yona! —gritó al incorporarse, mientras se apresuraba a subirse los
pantalones hasta las caderas.
Todo parecía ocurrir a cámara lenta. Sulia protestaba y tendía los brazos
hacia Aleksander, aunque él se había distanciado de ella con el rostro pálido
entre las sombras. Sulia agarró el vestido, su rostro era una máscara de rabia
al pasárselo por encima de la cabeza y pronunciar el nombre de Aleksander.
Pero él ya se alejaba y se movía hacia Yona mientras tartamudeaba una
explicación. En el rincón, Luba seguía roncando, ajena a todo.
Yona no se quedó a oír cuanto Aleksander fuera a decirle. Dio varios
pasos atrás, hacia el claro, antes de dar media vuelta y echar a correr rumbo
a su choza, la que había compartido hasta la noche anterior con un hombre
que creía que la quería.
Pero no había significado nada y ahora, en tanto levantaba un trozo de
corteza de pino con manos temblorosas y se apresuraba a recoger sus cosas,
las lágrimas cayeron por sus mejillas como si de ríos se tratara. Ignoró a
Aleksander, que entró tras ella.
—¡Deja que te lo explique, Yona! —dijo acercándosele, pero Yona se
apartó.
—¿Qué me vas a decir? —No lo miró. Estaba temblando, y no confiaba
en no derrumbarse allí mismo. Nunca se había sentido así y no tenía ni idea
de qué hacer.
—No lo sabes porque no has vivido en sociedad como nosotros —
empezó a decir.
—¡Ya basta! ¡Deja de intentar que me sienta una marginada! ¡Ya sé que
soy una marginada, Aleksander! ¡Pensaba que a ti no te importaba!
—¡No quería decir eso, Yona! —Le rozó el brazo de nuevo, y de nuevo
ella se apartó—. Es que eres diferente a nosotros.
—Y, como soy diferente, probablemente no comprenda qué se siente
cuando me traicionan, ¿no? —bufó.
—¡No me refiero a eso! Me refiero a que no es como habrás leído en tus
libros, Yona. Ahí afuera hay un mundo totalmente distinto. Solo intentaba
buscar un poco de felicidad durante unos minutos, olvidar las desgracias…
—Y ¿eso no podías hacerlo conmigo?
Aleksander abrió y cerró la boca varias veces antes de apartar la mirada.
—Tú ya no me miras como Sulia. Ella me necesita para que la salve.
—Es decir, ¿no me quieres porque no soy una inútil?
La miró a la cara con la mandíbula apretada.
—Es que… —Se pasó las manos por el pelo—. Contigo es más
complicado. Y con Sulia es fácil. ¿Acaso la vida no es ya lo bastante difícil?
—¿Yo te hago la vida más difícil? —De pronto, le pareció que tenía el
corazón vacío.
—No quería decir eso, Yona. Por favor, deja de recoger tus cosas y
escúchame un momento. No lo entiendes.
En efecto, Yona tenía poca experiencia con el modo en que se suponía
que la gente interactuaba. Pero sabía lo suficiente para tener la certeza de
que, cuando un hombre amaba a una mujer, no hacía eso. Un buen hombre
no, por lo menos. Y sabía, de la misma forma en que conocía su propia
alma, que no iba a permanecer allí ni un solo segundo más. Quizá hubiera
ayudado al grupo a encontrar un camino, a sobrevivir durante el invierno,
pero a esas alturas ya sabían lo mismo que ella. Y era el grupo de
Aleksander, no el suyo, como Sulia y él habían dejado meridianamente
claro. Yona había ignorado las advertencias de Jerusza, había abierto el
corazón como una incauta y había cometido el gigantesco e impensable
error de creer que, en realidad, era un miembro de esa familia. Incluso ahora
oía la risa de la anciana, baja y cruel en sus recuerdos.
Había llegado el momento de irse.
Solo tardó cinco minutos en recoger sus pertenencias y meterlas en su
zurrón. Se giró hacia Aleksander, que seguía detrás de ella, sin parar de
hablar, diciendo cosas que no importaban. Yona se llevó un dedo a los
labios y él calló por fin. Sus ojos brillaron con desesperación en la
oscuridad.
—¿Yona? —imploró con voz aguda—. Estamos en el bosque. Las reglas
no son las mismas. Solo intentamos sobrevivir.
—No debería haberme quedado tanto tiempo —murmuró. Cuando
Aleksander abrió los ojos como platos y comenzó a protestar, ella levantó
una mano y esperó hasta que lo vio guardar silencio—. Ha sido mi error.
Cuando Zus y Chaim regresen con el mercurio, juntad varios huevos de
nidos que haya cerca. Utilizad solo las claras. Mezcladlas con el mercurio y
hundid jirones de tela en la solución para que todos los lleven en el pecho
durante un día, y luego en la espalda otro día. Así deberíais libraros de los
piojos. Ahora ya sabéis cómo cazar, cómo poner cepos, cómo pescar y
cómo moveros. Zus y Chaim están con vosotros y conocen el bosque mejor
que tú, así que no dejes que tu orgullo se entrometa, o moriréis aquí. Hazles
caso. Y no bajéis la guardia nunca, puesto que los alemanes os encontrarían.
Que Dios cuide de todos vosotros.
Se giró para marcharse y, cuando él le agarró la muñeca para detenerla, el
dolor que sentía burbujeó hasta la superficie con un cegador estallido de
rabia. Dio media vuelta y le clavó las uñas en el antebrazo, y apretó hasta
que lo oyó gemir de dolor y la soltó.
—No vas a volver a tocarme —le dijo.
—Pero en el bosque…
—Es donde descubrimos quiénes somos en realidad. —A continuación,
sopló para apagar la vela de pino, se colocó la mochila en la espalda y salió
a la oscura noche.
Al otro lado del claro, Sulia se encontraba delante de su refugio con el
vestido mal colocado y una débil sonrisa en el rostro, como si creyera que al
fin había ganado al expulsar a Yona. Pero no había sido Sulia la que la había
hecho partir. Yona debería haberse ido meses atrás, pero había sido tan
estúpida como para abrir el corazón a la persona equivocada, y eso le hizo
ignorar todas las cosas que sabía con certeza. Ahora era más sabia. Ahora
regresaría al mundo que conocía, el mundo en el que volaba sola. Una
paloma en la naturaleza, indómita. La muñeca le palpitaba con fuerza
cuando se giró y echó a correr hacia los árboles.
Más tarde, cuando la rabia se hubo disipado y el corazón roto ocupó su
lugar, lo que más le dolió de todo fue el hecho de que, al irse, Aleksander
no la siguió ni intentó detenerla. Yona no se giró para mirar atrás, pero se lo
imaginó junto a Sulia, viendo cómo se marchaba la mujer que los había
ayudado a sobrevivir, y que ya no era más que una nota a pie de página en
su historia.
CAPÍTULO QUINCE

Y ona llevaba solo treinta minutos caminando —con regueros de


lágrimas en las mejillas y sin saber por qué parte del espeso bosque
iba, ya que la luz de la luna casi había desaparecido— cuando oyó pasos
que se aproximaban. Su pena se vio de inmediato sustituida por el miedo, y
se escondió deprisa tras un árbol, conteniendo la respiración. Por las pisadas
sabía que solo eran dos las personas que avanzaban en la oscuridad, dos
hombres, a juzgar por el ruido, y su mente comenzó a dar vueltas. Si eran
alemanes, era posible que hubiera más no demasiado lejos. Tenía la
posibilidad de detener a aquellos dos, pues contaba con el factor sorpresa,
pero ¿y si se trataba de un destacamento alemán al completo? ¿Sería
demasiado tarde para proteger al grupo?
Cuando los hombres se acercaron, sin embargo, oyó sus voces y las
reconoció enseguida con una gran oleada de alivio. Eran Chaim y Zus, que
regresaban de su misión. Yona cerró los ojos y apoyó una mano en el árbol
para recomponerse, debilitada por la gratitud que sentía por que estuvieran
bien. Durante unos segundos, valoró dejarlos pasar. A fin de cuentas, la
avergonzaba el dolor que sabía que llevaba escrito en la cara. Pero
necesitaba saber si lo habían conseguido, porque, si tenían el mercurio, ella
dormiría mejor al estar segura de que el grupo sería capaz de eliminar la
inminente amenaza del tifus. De lo contrario, tendría que volver con ellos,
¿no?
Tras respirar hondo, salió de detrás del árbol cuando solo estaban a unos
metros de ella, y le agradó comprobar que reaccionaban al instante: al poco
la apuntaban con las armas, aunque solo unos segundos atrás habían
caminado con la guardia baja. Con un instinto tan aguzado, tendrían una
posibilidad de luchar.
—Soy yo —murmuró, y los dos se la quedaron mirando, desconcertados
y con alarma en los ojos mientras bajaban las armas.
—¿Yona? —preguntó Zus dando un paso adelante. Extendió un brazo
como si fuera a tocarle la cara, pero luego pareció pensarlo mejor y apartó
la mano con rapidez—. ¿Qué pasa? ¿Todo bien? ¿Ha ocurrido algo?
—El grupo está bien. —Negó con la cabeza—. Es que yo… no podía
quedarme más.
En el silencio que se instaló entre ellos, aquellas palabras parecían
desenrollarse sin emitir ningún ruido. Después de hacer una pausa, Zus
parpadeó al comprenderlo.
—Aleksander. ¿Qué ha hecho? —Al ver que no le respondía, apretó la
mandíbula—. ¿Estaba con Sulia?
—¿Tú lo sabías? —Otra oleada de desesperación amenazaba con
derribarla.
—No, Yona, no lo sabía. Ha sido…, ha sido una suposición. Lo siento.
Yona sentía vergüenza por tener de nuevo los ojos anegados en lágrimas.
—Sí, bueno, me ha dicho que yo no lo entendía porque no soy como él.
Que con ella las cosas eran fáciles. —Lo dijo con voz monótona,
avergonzada por la fiereza con que le habían hecho daño.
—Esas no son las palabras de un hombre con agallas —saltó Zus de
inmediato, y Yona detectó la furia que impregnaba su tono—. Y solo dan fe
de cómo es el, no de cómo eres tú.
—¿Es normal que me duela tanto? —Yona bajó la vista al suelo.
—Sí, me temo que sí. —Zus frunció el ceño antes de girarse hacia Chaim
y asentir. Los dos hermanos se entendieron sin hablar y Chaim se alejó
varios metros para no oír la conversación. Zus se giró hacia Yona—. No lo
sabía, Yona. No habría guardado el secreto. No me parece bien traicionar a
las personas que se preocupan por nosotros.
—Ya lo sé. —Y sí que lo sabía. Entendía, aun con las pocas veces en que
había estado rodeada de gente, que Zus era un hombre diferente que
Aleksander, con un tipo diferente de corazón. Lo notó desde el momento
mismo en que lo conoció, y la confundió entonces tanto como la confundía
ahora. Aleksander le había parecido todo lo que necesitaba: seguridad,
tranquilidad, un lugar al que pertenecer. Al final, no había sido ninguna de
esas cosas, y Yona se preguntó cuán ciega había estado. Sin duda, era
pésima juzgando a la gente, y pésima también entendiendo qué anidaba en
su propio corazón. Se enjugó las lágrimas. Dentro de su corazón, la tristeza
mantenía una larga batalla con la rabia—. ¿Habéis conseguido el mercurio?
Zus asintió y se abrió el abrigo para mostrarle una bolsa enorme con
frascos. El alivio la embargó y le volvió inestables las rodillas. Zus se
adelantó para agarrarla, y sus ojos se clavaron en los de ella.
—Gracias a Dios —murmuró sin apartar la vista—. Gracias a ti, Zus, por
haberlo hecho. Sé que era peligroso.
Al parecer, él apenas la había oído.
—¿A dónde vas, Yona?
—Lejos.
Se sostuvieron la mirada, y, por primera vez, Yona tuvo la impresión de
que Zus la leía como si fuera un libro abierto, de que quizá siempre había
sido capaz de hacerlo. Aquella idea debería haberla puesto nerviosa, pero,
en cambio, la llenó de una extraña paz, una desconocida sensación de ser
comprendida totalmente.
—No te vayas. Por favor —le dijo.
—Me tengo que ir. Debería haberme ido hace mucho. Ha sido un error
acomodarme, ha sido un error quedarme. No encajé en el grupo. Ahora lo
veo.
—Te equivocas. No puedes permitir que Aleksander te obligue a
marcharte, Yona. —Zus se acercó un paso más y, en esa ocasión, cuando
alargó una mano para rozarle la cara, ella no se resistió, y él no se detuvo.
La caricia sobre su mejilla era áspera y suave al mismo tiempo—. No lo
veías, pero nunca te mereció.
—O quizá dentro de mí haya algo que está roto. —En cierto modo,
pronunciar las palabras en voz alta era como soltar a una bandada de
pájaros al cielo—. Tal vez no sepa cómo querer a nadie.
—Lo sabrás, Yona. Cuando sea la persona adecuada, lo sabrás. —Zus
respiró hondo—. Y dentro de ti no hay nada roto. Son las heridas las que
nos convierten en quienes somos, y tú… tú eres más fuerte que nadie a
quien haya conocido antes, creo. Quédate, Yona. Por favor. Te necesitamos.
—Lo siento, Zus —murmuró mientras se apartaba. La mano de él se
separó de su cara, y la tristeza que vio en sus ojos era tan profunda como un
pozo en la tierra.
—Yona…
—Soy una paloma, Zus. —Le sonrió con tristeza. Levantó la muñeca, que
latía con un claro objetivo ahora, advirtiéndole—. Y las palomas deben
volar. —Dio otro paso para alejarse de él—. Protégelos, Zus. Sé que lo
harás. Ahora te escuchan, todos ellos. Te respetan. Yo también.
—Pero…
—Cuídate, Zus. —Se giró porque, si le permitía mirarla a los ojos un
segundo más, a lo mejor terminaba quedándose para siempre. A
continuación, echó a correr, trastabillando entre la maleza, consciente de
que él no iba a seguirla; no porque no quisiera, sino porque sabía que la
decisión era de ella.

***

Jerusza siempre le había enseñado a Yona a dirigirse hacia el este cuando


había problemas, a ir siempre hacia el amanecer, nunca hacia el anochecer.
«Siempre ve hacia el comienzo el día, no hacia el final». Las palabras de la
anciana sonaban ahora en sus oídos al tomar la dirección equivocada,
porque quería alejarse de Aleksander. Debía aclararse la cabeza, huir de la
culpa por abandonar al grupo, aunque algunos ya no la quisieran allí.
Había hecho cuanto podía por ellos y les había dado las herramientas que
necesitarían para sobrevivir. De todos modos, quizá incluso habrían
sobrevivido al invierno sin ella; no conocían el bosque tan bien, pero eran
inteligentes y resolutivos. Era probable que hubieran podido averiguar por
su cuenta cómo comer, cómo refugiarse, cómo ocultarse de los alemanes.
Tal vez Yona no había significado nada para ellos, al fin y al cabo.
Además, aunque sabía ahora que no debía confiar en él, Aleksander había
guiado bien al grupo, había tomado buenas decisiones para su
supervivencia. Zus también se había convertido en un líder, y los dos
comprendían lo que el bosque les pediría.
Yona no era una salvadora. ¿Cómo se había permitido creer que sostenía
el futuro del grupo en las manos? Había sido estúpida, egoísta. No la
necesitaban, independientemente de lo que había dicho Zus. Entonces, ¿por
qué ahora lo oía a él? «Quédate, Yona. Por favor».
Durante tres semanas, Yona deambuló por el bosque y de vez en cuando
se aventuró a salir por la linde del suroeste, con la esperanza de divisar a
gente y apaciguar su soledad. Le costaba creer que, después de una vida con
la única compañía de Jerusza, ya no supiera estar sola. Echaba de menos la
sensación de pensar que era importante, aunque fuera un poco, para los
demás. Echaba de menos las sonrisas de las otras personas, oír sus risas,
compartir la comida. Echaba de menos hasta el reconfortante calor de
Aleksander a su lado por las noches. No se había dado cuenta de que,
cuando uno abría la puerta del corazón, era imposible volver a cerrarla del
todo. Por la noche, en aquellos borrosos momentos previos a que se quedara
dormida en los huecos de árboles viejos y solitarios, a menudo oía las voces
de los niños —Pessia, Leah, Daniel, Jakub y Adam—. Eran a los que más
echaba de menos, pues eran quienes necesitaban más su protección. Los
otros eran quienes la acechaban cuando intentaba descansar.
En dos ocasiones valoró la posibilidad de regresar, pero se obligó a seguir
adelante, aunque avanzara con ritmo lento. Si estaba sola, solía ser veloz
como un águila, pero se entretuvo y se quedó a pocos días a pie del grupo,
por si acaso. Aunque no podría vivir en ese limbo para siempre. Debía
poner distancia entre el grupo y ella para no dar la vuelta y no seguir los
latidos de su corazón, que la impulsaban hacia el este.
Ahora, al dirigirse hacia el oeste, la dirección desde la que había llegado
en un principio, también la perseguían las palabras de Jerusza. «El n.º 72 de
la calle Behaimstraße. Siegfried y Alwine Jüttner». Sus padres. Jerusza le
había dicho que no debía volver con ellos, pero ¿y si la anciana se hubiera
equivocado, se hubiera equivocado estrepitosamente, y le hubiera
arrebatado a Yona la vida que siempre había sido su destino? ¿Y si
encontrar a sus padres ahora destruía la desoladora sensación de soledad
que amenazaba con sobrepasarla?
Pero aquella idea era absurda, y Yona lo sabía. Europa estaba en guerra.
No podía cruzar Polonia y saltar la frontera alemana sin más, ¿verdad que
no? Y quién sabía si, después de que veintiún años atrás les hubieran robado
a su hija, los Jüttner seguirían viviendo allí. ¿Y si se habían mudado o, peor,
habían muerto? Pero cuando Yona le preguntó a Jerusza en su lecho de
muerte si los vería de nuevo, Jerusza no lo había negado; tan solo había
respondido con otra confusa afirmación. «El universo constantemente
brinda oportunidades para la vida y para la muerte». Pero ¿qué quería decir?
¿Encontrar a sus padres era una oportunidad para la vida? ¿Por eso sus pies
no paraban de llevarla hacia el oeste? Le dio la sensación de que una fuerza
mayor que ella la arrastraba por el continente, y por una vez dejó que la
corriente la llevara.
Se encaminaba hacia el bosque de Białowieża, el Bosque de la Torre
Blanca, donde vivió con Jerusza una temporada, el bosque donde conoció a
un joven llamado Marcin casi diez años antes, que la sacó del aislamiento
con un sobresalto. Era un sitio que le parecía una especie de hogar, y ahora
anhelaba su abrazo, si bien eso significaba que debía cruzar una tierra que
estaba el doble de habitada tanto por aldeanos como por soldados que
cuando Jerusza y ella la atravesaron en el pasado. Aunque sabía cómo
desaparecer en público: no debía agachar la cabeza sino caminar con la
barbilla erguida, mirar a la gente a los ojos unos segundos en lugar de
apartar la mirada con timidez. Así parecía que no tuviera nada que temer,
nada que esconder, pero también sabía evitar el tipo de contacto visual
prolongado que hacía que los osos, los lobos y los hombres creyeran que era
un peligro para ellos.
Se lavó en un arroyo, se frotó la cara hasta enrojecer, se quitó la suciedad
de los nudillos y de las uñas, se enjabonó el pelo con planta jabonera hasta
que le brilló. Se cambió la camiseta y los pantalones habituales por un
vestido que ocupaba el fondo de su zurrón, el que solo utilizaba como una
capa extra en pleno invierno. Jerusza lo había robado para ella hacía
muchos años y le había dicho que lo guardara porque, si necesitaba visitar
algún pueblo, su ropa andrajosa y raída enseguida la convertiría en una
sospechosa. Como Yona iba a tener que cruzar por varios lugares
civilizados antes de llegar a la seguridad del bosque del oeste, iba a tener
que aparentar ser una más.
Estaba recorriendo las afueras de un gran pueblo que no conocía,
agradecida por haber sido casi capaz de adentrarse en otra arboleda, cuando
oyó el estallido de una detonación, un grito y, a continuación, después de
que una bandada de cuervos asustados hubiera echado a volar para alejarse
del peligro que se avecinaba, tan solo un frío e inquietante silencio. Yona se
quedó paralizada.
De pronto, detectó movimiento más adelante, cerca de una vieja iglesia
casi fuera del pueblo. Bastó para que Yona saliera de su trance y, al fin, se
apresurara hacia una hilera de árboles en una colina para ocultarse detrás de
un gran roble cuando vio correr a una mujer. Era una monja que vestía
hábito negro, pero la cogulla y la capucha blanca distintivas estaban
manchadas de sangre. Llevaba a un crío, a una niña pequeña con largos
rizos rubios cuyos pies colgaban inertes de los brazos de la monja.
Llorando, la monja se acercó a una casita que se alzaba detrás de la
iglesia.
—¡Padre Tomasz! ¡Padre Tomasz! —gritó—. Por favor, ¿está ahí? —La
mujer no podía llamar a la puerta, pues debía sostener a la pequeña, pero si
hubiera alguien dentro seguro que la habrían oído. No apareció nadie, y el
gemido de desesperación que emitió la monja al poco removió a Yona por
completo. Clavó las uñas en el árbol, a la espera. Si la niña estaba muerta,
ella no podría hacer nada. Pero si seguía viva…
En ese momento, la niña se movió de repente, y Yona había descendido el
montículo antes siquiera de pensarlo dos veces. La monja se giró al oír
pasos y se asustó, pero debió de ver algo en los ojos de Yona que resultaba
muy transparente, puesto que le sostuvo la mirada y le dijo en bielorruso:
—Le han disparado. ¿Tú nos puedes ayudar? No sé cómo salvarla, y
morirá si no hacemos nada.
—Haré lo que esté en mi mano —dijo Yona, y la monja asintió antes de
entregarle la niña herida a Yona y hacerle un gesto para que la siguiera hasta
la iglesia, a varios metros de la casa. Las dos atravesaron la puerta y
llegaron a un sombrío vestíbulo. La monja encendió una vela, y luego otra,
mientras Yona tendía a la niña con cuidado sobre el suelo y le ponía una
mano en el cuello. Todavía tenía pulso, un pulso firme, y Yona soltó un
suspiro de alivio.
—Agua —dijo volviéndose hacia la monja—. Necesito agua, y alcohol
para la herida, si tiene. Y milenrama para impedir que siga sangrando. ¿La
milenrama crece por aquí?
—Una de las hermanas tiene una cestita con hierbas medicinales. Iré a ver
qué hay. —La monja se levantó y se limpió la sangre de las manos en la tela
de su hábito, donde parecía desaparecer, borrada por Dios—. Por favor. No
dejes que muera.
—No lo haré. —Yona no supo por qué había prometido algo que quizá no
fuera a lograr, pero sus palabras tranquilizaron a la monja, que asintió y se
marchó a toda prisa.
Yona se concentró en la niña, cuyos labios se movían, como si intentara
decir algo, aunque seguía inconsciente. Estaba muy pálida y, cuando Yona
le puso una mano en la frente, la notó fría y húmeda, cubierta por una capa
de sudor. Yona desabotonó el vestido de la niña y vio la herida donde la bala
había entrado en su cuerpecito y se lo había desgarrado justo debajo de la
clavícula izquierda. Dos o tres centímetros a la derecha y le habría
destrozado el corazón.
Con tanta delicadeza como pudo, Yona la levantó ligeramente e inclinó la
cabeza para ver la espalda de la niña. Había un agujero de salida, lo cual era
una bendición, pero sangraba abundantemente. Yona la tumbó de nuevo y la
pequeña gimió contrayendo la cara.
La monja regresó al cabo de unos minutos con todo lo que Yona le había
pedido; sin decir ni una palabra, Yona enseguida se puso a ello, primero
desinfectando la herida con el vodka que la monja le había proporcionado
—alentada por la mueca de dolor de la pequeña— y después extendiéndole
rápidamente una pasta de milenrama en el pecho y en la espalda. Poco a
poco, el sangrado se redujo, y, cuando Yona puso la mejilla sobre el pecho
de la niña, oyó un latido fuerte y una respiración regular. Con un suspiro, se
levantó y miró a los ojos a la preocupada monja.
—Sigue viva —dijo la mujer, y Yona vio que estaba llorando. Asintió.
—Alguien debería ir a buscar a sus padres.
—Sus padres están muertos. —La monja se enjugó los ojos, pero nuevas
lágrimas brotaron en el lugar de las que habían desaparecido—. Los
alemanes les dispararon. Creyeron que a ella también la habían matado.
—¿Son judíos? —Yona notó el nudo que se le formaba en el pecho. La
monja negó con la cabeza.
—Creían que sus padres eran comunistas. —Las lágrimas fluían ahora
con mayor rapidez—. A casi todos los judíos del pueblo se los han
llevado…, se los han llevado o los han asesinado. —Se puso ambas manos
en las mejillas y soltó un profundo suspiro. Sus ojos, de un azul cristalino y
enmarcados por arrugas que no sonreían desde hacía tiempo, se clavaron en
los de Yona—. Es probable que algunos de esos soldados se creyeran
buenos cristianos. Pero disparar a una familia inocente… ¿Cómo iba nadie a
creer que Dios lo aprueba? Llevo tiempo indagando en mi alma y estoy tan
cerca de una respuesta como el día en que llegaron.
—Yo no… no soy cristiana —soltó Yona, y de inmediato se sintió
estúpida y expuesta. ¿Por qué había dicho eso? Es que no soportaba cómo la
miraba la mujer, con ojos que rogaban una explicación.
La monja asintió lentamente.
—¿Judía, pues? —Lo dijo con tono calmado, y Yona no supo decir qué
pensaba.
Durante varios largos segundos de pesado silencio, Yona sopesó aquella
pregunta. En el bosque, aunque había tenido la impresión de que no era
como los demás, también había sentido una gran afinidad con las personas
que creían en las mismas cosas que ella, aunque no siempre estuviera al
corriente de sus costumbres.
—Sí, creo que sí —susurró, aunque seguramente fuera absurdo admitir tal
cosa, incluso a una monja que parecía amable. Era imposible saber ya de
quién fiarse, pero de Dios sí debía fiarse, ¿verdad? Y no podría traicionarlo
con una mentira, no en una iglesia, donde la gente iba a venerarlo.
Yona esperó a que la expresión de la monja cambiara al juzgarla, pero la
mujer se limitó a mostrar alivio.
—Bien. En ese caso, crees en Dios.
—Por supuesto que sí. —Yona parpadeó varias veces.
—Bueno, pues eso es lo importante, ¿no te parece? —La monja suspiró y
miró a la niña—. Yo creo en lo que creo, pero todos acudimos a Dios de
distintas formas, ¿verdad? Aunque este… este no es el camino.
En ese preciso instante, la niña se removió. Sus párpados temblaron antes
de que parpadeara varias veces y mirara entre Yona y la monja, con una
expresión de miedo que se acrecentaba cada vez que sus ojos se abrían de
nuevo.
—¿Quiénes sois? —preguntó en bielorruso, su voz apenas era un suspiro
cuando posó la mirada en Yona.
—Yo me llamo Yona. Y ella es la hermana…
—La hermana Maria Andrzeja —se presentó la monja en voz baja.
—Estamos aquí para ayudarte —dijo Yona—. ¿Cómo te llamas?
De nuevo, la pequeña pasó de observar a Yona a la monja, y una parte del
terror abandonó su rostro.
—Anka —susurró.
—Anka —repitió Yona, consciente de cómo le temblaba la voz—. Es
importante que ahora mismo te quedes muy quieta. Estás herida y te
estamos ayudando.
La niña se miró el pecho y sus ojos se abrieron como platos al ver toda la
sangre. Su mirada voló hacia Yona una vez más.
—¿Y mi madre y mi padre?
Yona no podía hablar por culpa del nudo que tenía en la garganta, así que,
sin apartar los ojos de los de la pequeña, negó con la cabeza.
Anka pestañeó unos instantes mientras asimilaba la noticia, y entonces su
rostro se transformó al empezar a llorar.
—Los he visto, ¿sabéis?, cuando cerraba los ojos. Mi madre me estaba
diciendo adiós.
Yona ahogó un sollozo y tuvo que girarse unos instantes para recuperarse.
La hermana Maria Andrzeja se puso a su lado para agarrarle la mano a la
pequeña.
—Ahora estás con nosotros, y te protegeremos.
—Pero ¿dónde estamos?
—En la iglesia de Santa Helena —respondió la monja—. Aquí ayudamos
a gente necesitada.
—Pero yo no soy católica —susurró Anka—. Mi padre… no creía en
Dios.
—Pero Dios cree en ti, querida —se apresuró a contestar la hermana
Maria Andrzeja. Levantó la vista y le sostuvo la mirada a Yona—. Y eso
nos vuelve a todos iguales en todo el mundo.

***
Más tarde, con la niña escondida en una pequeña estancia debajo de la
iglesia, dormida al fin, aunque gimoteaba mientras soñaba, Yona se sentó en
uno de los bancos de la nave central y observó el crucifijo de oro que se
alzaba por encima del altar. Nunca había entrado en una iglesia, nunca había
visto una imagen tan detallada del judío que se decía que había sacrificado
la vida en la cruz para la salvación del mundo. Mientras lo estudiaba, en una
penumbra iluminada con velas, Yona sintió una gran oleada de tristeza. ¿La
fe era fútil en épocas como aquella? ¿Dónde estaba Dios en esos momentos,
en un mundo en que la gente se moría de hambre o perecía a manos de
hombres crueles y desalmados? ¿Dónde estaba Dios cuando los vecinos se
enfrentaban unos con otros?
—Es fácil cuestionarse la fe —dijo la hermana Maria Andrzeja tomando
asiento al lado de Yona. Se había cambiado, y ahora el cuello que le
enmarcaba la cara era de un blanco inmaculado; atrás quedaban las
manchas de la sangre de la pequeña—. Y mucho más difícil mantenerla.
—No entiendo cómo Dios permite que ocurran estas cosas —susurró
Yona observando primero a la monja y luego el altar, donde un dorado Jesús
la miraba en silencio—. Todo esto. Tanto dolor. Tanta muerte. Tanto
sufrimiento. La mujer que me crio me enseñó a no poner nunca a Dios en
tela de juicio, pero últimamente a veces no lo puedo evitar.
La hermana Maria Andrzeja guardó silencio durante unos instantes.
—A lo largo de la historia de la humanidad, Dios nos ha puesto a prueba,
ha puesto a prueba nuestra fe. ¿Conoces la historia de Job?
Yona asintió.
—Entonces, sabrás que Dios protegió a Job y que Job prosperó. Era un
buen hombre; el Antiguo Testamento lo describe como intachable y recto,
un hombre que temía a Dios y que rehuía el mal. Satanás fue a ver a Dios y
Dios le dio permiso para que pusiera a prueba a Job, para que pusiera a
prueba su fe, arrebatándole todo menos su propia vida. Y Satanás lo hizo y
le arrebató a Job todo lo que quería. Job maldijo el día en que nació, pero en
ningún momento maldijo a Dios. No comprendía por qué Dios lo ponía a
prueba, pero seguía creyendo en el Altísimo.
Yona negó con la cabeza, frustrada.
—Pero, al final de la vida de Job, Dios se lo devolvió todo. Eso no va a
ocurrir aquí. Dios permite que mueran personas inocentes, muchísimas, a
manos del mal. La niña del sótano, ¿qué ha hecho? ¿Por qué iba Dios a
permitir que pusiera a prueba a tanta gente como ella?
—No abandones la fe, hija mía. —Los ojos de la monja eran profundos
pozos de pena—. Solo podemos rezar para ser sus sirvientes, para hacer lo
posible para aliviar el sufrimiento y salvar a los inocentes.
—¿Y si no lo estoy consiguiendo? —Yona bajó la mirada. Pensó en cómo
el destino la había colocado en el camino de los refugiados del bosque. Dios
le había dado la oportunidad de ayudarlos, y al principio ella había
respondido a la llamada. ¿Había fallado a Dios al dar media vuelta?
—Tú solo puedes cumplir con tu parte. Puedes procurar encender una
cerilla en la oscuridad para iluminar el camino. Dios está contigo siempre y
ve lo que hay en tu corazón. —La monja tomó la mano de Yona—. Hoy has
salvado la vida de la niña. Ha sido obra de Dios a través de ti. Mañana quizá
ayudes a otra persona. Mientras hagas el bien, harás la obra de Dios. Harás
que la situación cambie.
—Quienquiera que salve una vida será considerado el salvador de todo un
mundo —murmuró Yona para sí misma.
—El Talmud.
—¿Usted conoce el Talmud? —Yona levantó la vista sorprendida.
—Así como todos aquellos que buscamos pasar la vida intentando
encontrar a Dios, conocerlo, comprenderlo. —La hermana Maria Andrzeja
sonrió ligeramente—. Tal vez lo oigamos donde menos lo esperamos. Pero
siempre debemos prestar atención. Nunca debemos dar la espalda.
Yona notó lágrimas en los ojos al asentir. La monja, con una férrea fe
católica, estaba tan espiritualmente alejada de Jerusza como era posible. Y,
aun así, las dos habían emprendido el mismo viaje hacia la comprensión.
—No sé de dónde vienes ni a dónde vas —prosiguió la monja al cabo de
un rato—. Pero hay una habitación en el desván. ¿Por qué no te quedas una
noche, por lo menos?
—Ah. —A Yona se le aceleró el corazón—. No podría…
—Probablemente sea peligroso que te pida quedarte aquí. Pero no es por
mí. Ni por ti. Es por la niña. Quizá yo necesite tu ayuda.
Yona inclinó la cabeza. La monja llevaba razón. No podría irse sin
asegurarse de que la pequeña tuviera posibilidades de vivir.
—Sí, por supuesto.
—Bien. —La monja se levantó y le dio una palmada en la mano—. No
tengas miedo de hacer preguntas. Pero asegúrate siempre de abrir el corazón
para oír las respuestas.
CAPÍTULO DIECISÉIS

Y ona durmió a ratos en el suelo de madera del pequeño desván de la


iglesia, en algún punto debajo de la torre y de la cruz que se alzaban
en lo alto. Era la primera vez en más de dos décadas que pasaba la noche en
un lugar que no fuera el bosque, y la inmovilidad del aire y la quietud del
viejo edificio la pusieron nerviosa. Se había levantado dos veces para irse,
pero entonces olía la sangre de Anka en su propia ropa y volvía a tumbarse
a regañadientes.
Se puso a pensar en la última vez en que había dormido bajo un techo de
verdad. Solo tenía dos años cuando Jerusza se la llevó, y quizá fue aquel
repentino y drástico cambio el que había grabado a fuego para siempre en
su mente algunos de sus recuerdos de la vida previa al bosque. Veía
momentos como fotografías lejanas, que siempre aparecían fuera de su
alcance. Los rizos oscuros de su madre. Los ángulos rectos de las paredes
de su habitación. Los rasgos suaves de la cara de su padre. Recorrió las
imágenes con un ritmo familiar y se durmió pensando en los padres que
había tenido una vez, en otro mundo y en otra vida.
Mucho antes del alba, se levantó y bajó en silencio la escalera hacia el
vestíbulo de la iglesia, y luego descendió al sótano, donde estaba escondida
la pequeña. La hermana Maria Andrzeja estaba con ella, dormida en una
silla junto al catre de la niña. Anka también estaba dormida, su pecho subía
y bajaba de forma regular, y Yona vio que le había regresado algo de color
en las mejillas. Si conseguían evitar una infección, podría salir adelante.
Pero ¿luego qué? ¿A dónde iría la pobre?
Yona le puso una mano en la frente y se calmó al notarla cálida pero no
ardiendo. La pequeña era una luchadora, aunque todavía no lo supiera. Pero
iba a necesitar más para sobrevivir, la clase de atenciones que Jerusza le
había enseñado a Yona, y la monja había comentado que las provisiones de
hierbas medicinales de la hermandad se estaban agotando.
Yona se escabulló antes de que se despertara la hermana Maria Andrzeja
y salió de la iglesia en plena mañana, sin que todavía hubiera salido el sol.
La monja seguramente le habría dicho que no era seguro adentrarse en el
bosque, pero la mujer no sabía que Yona podía moverse con el viento y
desaparecer entre los árboles. No sabía que, sin el bosque, Yona no podía
respirar.
La luna llena brillaba aún y le iluminaba el camino, si bien el horizonte
todavía no había empezado a palidecer. En el pueblo no había ni una sola
luz, no titilaba ni una sola vela. En la quietud, parecía desértico, de otro
mundo. En el bosque, aunque no los vieras, siempre oías a animales
moverse, hurgar, asentarse, despertar. Allí, sin embargo, era como si todo el
pueblo estuviera conteniendo la respiración, a la espera.
Al dirigirse hacia las afueras del pueblo, que se difuminaban con el
bosque, vio a dos soldados alemanes a lo lejos fumando en una esquina; la
punta de los cigarrillos eran diminutas chispas en la oscuridad. Yona abrazó
las sombras y se movió en silencio y, justo antes de alcanzar la comodidad
de los árboles, divisó a una docena de jóvenes soldados apiñados, todos
ellos con bandas rojas en el brazo decoradas con esvásticas. Se les acercó,
pero no se dieron cuenta de su presencia. Ella, en cambio, sí que los oía
hablar con voces graves y sombrías. Prestó atención a lo que decían, pero se
estaban alejando, y no se atrevió a seguirlos. Un escalofrío le recorrió el
cuerpo al adentrarse al fin en los árboles y ver cientos de casquillos de balas
en el suelo y una gigantesca porción de tierra recién removida a varios
metros de allí. Tardó unos cuantos segundos en darse cuenta de que solo
podía ser una fosa común, y se atragantó con la bilis que de pronto había
subido por su garganta. Casi oía cómo la llamaban los espíritus y le rogaban
ayuda. Con el corazón acelerado y los ojos anegados en lágrimas, dio media
vuelta y corrió hacia el bosque.
A lo largo de la siguiente hora, conforme el alba hacía acto de presencia
de mala gana, Yona recogió milenrama, flores de tilo, bardana e hipérico;
saludó a los pájaros que despertaban como si fueran viejos amigos;
recolectó bayas maduras y setas, y, con el cuchillo y un poco de sigilo, mató
a una liebre grande para preparar una buena sopa para la monja y la niña. Se
había dado cuenta nada más verlas: las dos se morían de hambre. La
pequeña, en particular, sería incapaz de sobrevivir si no se alimentaba. Yona
guardó las provisiones en los profundos bolsillos de su vestido.
Cuando regresó al pueblo, las calles comenzaban a despertar, pero ella ya
estaba acostumbrada a ser invisible. Se fundió con las sombras y mantuvo
la cabeza gacha. No era nadie, no era nada, una mujer anodina del pueblo
que salía a hacer recados por la mañana.
—Sie! —Un áspero alemán rompió la tranquila mañana con un grito, y
Yona fue lo bastante prudente como para no reaccionar demasiado rápido.
Quizá no se dirigía a ella—. Halt! —añadió.
Lentamente, Yona levantó la vista con una expresión neutra en el rostro y
con ojos tranquilos.
—Dobraj ranicy —dijo con calma. El alemán que la miraba desde unos
pocos metros era mayor, tendría unos cuarenta o cincuenta y pocos años, y
su uniforme era distinto al que había visto en los jóvenes; debía de ser un
oficial, dedujo. Con cuidado, añadió con deferencia—: Guten morgen. —
Pronunció las palabras en alemán con lentitud e inseguridad, como si
acabara de aprenderlas.
—¿Qué haces? —preguntó él en incierto bielorruso, acentuando las
sílabas incorrectas y pronunciándolo todo mal. Yona supuso, por el modo en
que el hombre había echado mano de aquella frase con tanta rapidez, que
llevaba un tiempo por allí, pero que no contaba con la inteligencia ni el
interés de haberse empapado de verdad con el desconocido idioma.
—Vuelvo de casa de mi madre. —Se alegró de haberse escondido en los
pliegues y en los bolsillos del vestido lo que había conseguido en el bosque;
¿cómo se lo habría explicado?
—¿Tan temprano?
—A veces duermo con ella cuando tiene miedo. Y últimamente tiene
miedo todo el tiempo.
El alemán la examinó. Yona también a él, negándose a parpadear. Al
final, el hombre bajó la mirada y, cuando la observó de nuevo, sus ojos eran
fríos y afilados.
—¿Y tu madre? ¿Dónde vive exactamente?
—En Gesia Street —respondió con calma. Se había fijado en el nombre
de una calle de las afueras del pueblo por si en algún momento lo necesitaba
—. En la casita con los postigos azules. Los pintó ella misma cuando yo era
pequeña, al poco de que muriera mi padre. Se ocupa a diario de las rosas del
jardín, pero este año todavía no han florecido. Noche tras noche, se pone de
rodillas y le pregunta a Dios cuándo le mandará las flores.
Siguió contemplándolo mientras él intentaba traducir aquella larga
sucesión de frases en bielorruso. Jerusza le había enseñado que nunca debía
embaucar a nadie si podía evitarlo, pero que, si alguna vez se sentía
acorralada, conservar la calma y contar una historia con detalles sin
importancia era la mejor manera de dar aparente veracidad a una mentira.
Por lo general, alguien que procurase evitar la verdad hablaría menos, no
más. Sazonar el relato con datos absurdos lo volvía más creíble de
inmediato. El hecho de que al oficial le costara aquella lengua hizo que la
treta resultara mucho más efectiva.
—Bueno. No deberías salir tan temprano —dijo dando un paso atrás. Pero
entonces, al observarla, algo en su rostro cambió. Se le acercó de nuevo, y a
Yona se le desbocó el pulso. ¿Había metido la pata? Aun así, lo contempló
en silencio sin querer bajar la vista, pues apartarla sería señal de que sentía
miedo. Tenía la sensación de que era la clase de hombre que se crecería al
percibir temor—. Tus ojos —murmuró al final—. Uno azul, el otro verde…
Yona parpadeó. No era lo que esperaba que dijera, y aquella observación
la despistó durante unos segundos. Sus ojos eran su mayor debilidad, el
único detalle que le impedía pasar inadvertida si alguien se le acercaba
demasiado. Casi lo había olvidado; había pasado mucho tiempo desde la
última vez que alguien se lo comentó.
—Sí, es correcto —respondió al cabo de un rato.
Como el hombre no añadió nada, al final Yona levantó la vista al cielo. El
soldado volvió a inspeccionarle los ojos.
—Es que… —Se detuvo y negó con la cabeza—. Nada. Es una tontería.
Eres polaca, claro, ¿verdad? O bielorrusa o comoquiera que ahora se llame
tu gente. Vuestras fronteras cambian tan a menudo que no consigo estar al
día.
Yona asintió.
—Claro que lo eres —murmuró, más para sí mismo que para ella—.
Claro. Bueno, sigue adelante. —Y entonces, de forma brusca, se giró y se
alejó. Yona no se quedó allí porque no quería que el soldado cambiara de
opinión. Mientras se marchaba apresuradamente, la extraña reacción de
aquel hombre daba vueltas en su cabeza.
Corrió hacia la iglesia, con la cabeza gacha, y atravesó la misma puerta
trasera por la que se había escabullido unas horas antes. Fue directa hacia el
sótano, donde encontró a la hermana Maria Andrzeja cuidando a Anka,
cuyos ojos seguían cerrados.
La monja se giró cuando Yona entró en la estancia con expresión
precavida.
—Creía que nos habías abandonado.
—No. —Yona extrajo la liebre, las setas y los frutos, además de la
milenrama y las hierbas que había recogido—. La niña necesitaba
medicinas para bajar la fiebre. Y he pensado que quizá tendría hambre.
La mujer se quedó mirando la liebre durante un buen rato antes de
levantar la vista hacia Yona con los ojos como platos.
—¿Has ido al bosque?
Yona asintió.
—Mala decisión. Ejecutan a las personas que parecen merodear por ahí,
¿sabes? Podrían haberte atrapado.
—Necesitan comer. —Yona no confesó que habían estado a punto de
atraparla—. Lo veo en su cara. La niña y usted.
—No estoy sola. —La monja respiró hondo—. Hay otras también. Somos
ocho monjas en total, además de un cura.
—Entonces esta noche volveré al bosque y conseguiré más comida.
—No. De ninguna de las maneras. Es demasiado peligroso. —La monja
dudó echando un nuevo vistazo a la liebre—. Pero esta noche cenaremos
juntas. Gracias, Yona. Pero no te arriesgues a salir de nuevo, por favor.
Yona agachó la cabeza. ¿Cómo iba a decirle a la monja que correr al
bosque no había sido para nada un riesgo? Lo que le parecía peligroso era
regresar a la iglesia.

***
Aquella noche, una de las hermanas, una mujer llamada Maria Imelda, se
quedó con Anka mientras la niña dormía, y las demás se reunieron
alrededor de una mesa estrecha y astillada en el interior de la casita de
madera que se alzaba tras la iglesia. Una mujer delgada con los hombros
hundidos y el pelo gris que se hacía llamar la hermana Maria Teresa había
preparado una deliciosa sopa de liebre y patatas, y otra monja, la más joven
de todas, una chica rubia con ojos azules enormes y una naricilla delicada,
había horneado un pan que, aunque olía a virutas de madera, le hizo a Yona
la boca agua.
—Un festín —murmuró la madre Bernardyna, la monja rolliza de pelo
cano con ojos amables que parecía estar a cargo de la comunidad—. Te
estamos agradecidas, Yona. ¿Vienes del bosque de Nalibocka?
Yona asintió, y todas las monjas de la mesa —seis en total, incluida la
hermana Maria Andrzeja, que estaba sentada a su lado— la observaron con
curiosidad. Pero en ninguna de esas miradas detectó juicio alguno, y por
primera vez Yona tuvo la sensación de que la rodeaban personas que la
veían por lo que era y que la aceptaban. No era lo que habría esperado en el
seno de una iglesia católica.
—Y ¿la hermana Maria Andrzeja dice que eres judía? —prosiguió la
monja más anciana, sin cambiar la expresión.
—Sí —dijo Yona con precaución. Le lanzó una mirada a la hermana
Maria Andrzeja. Por la mesa solo hubo asentimientos de comprensión y
algunas sonrisas—. Lo siento. No pretendía atraer el peligro hasta su puerta
con mi presencia. Entiendo cómo están las cosas. Si lo prefieren, me iré…
La hermana Maria Teresa empezó a colocar cuencos de sopa humeante
sobre la mesa, uno delante de Yona antes de servir a las demás monjas.
—Querida, el peligro ya está en nuestra puerta. Y aquí siempre serás
bienvenida.
—Hemos ayudado a muchos como tú —dijo la monja rubia, aunque una
de las ancianas la acalló.
—Pero las vidas que han arrebatado los alemanes son mucho más
numerosas que las que hemos salvado nosotras —dijo la madre Bernardyna
en voz baja, y las demás monjas se pusieron serias—. Rezamos a diario por
que el terror llegue a su fin, pero los asesinatos continúan. —Miró a todas
las monjas antes de posar los ojos al final sobre Yona cuando la hermana
Maria Teresa depositó los últimos cuencos de sopa y se sentó también.
Juntas, las monjas bendijeron la mesa en latín, y Yona agachó la cabeza y
se preguntó si Dios era capaz de oírlas.
—Benedic, Domine, nos et haec tua dona, quae de tua largitate sumus
sumpturi. Per Christum Dominum nostrum. Amen.
Cuando la oración hubo terminado, Yona levantó la mirada y vio lágrimas
en los ojos de la madre Bernardyna.
—Me temo que traigo noticias —dijo la monja más anciana.
—¿Sí? —La voz de la hermana Maria Andrzeja era hueca y parecía
resonar en el repentino silencio.
—Los alemanes han detenido a cien aldeanos —dijo la madre
Bernardyna, tranquila, sin alterar la voz—. Los van a ejecutar.
El grito de Yona se adueñó de la estancia y, de repente, los ojos de todas
las monjas estaban clavados en ella. Cuando nadie añadió nada, susurró:
—Pero ¿por qué?
La madre Bernardyna miró a la hermana Maria Andrzeja antes de
dirigirse a Yona de nuevo:
—La semana pasada, un soldado alemán sufrió una emboscada en las
afueras del pueblo y los golpes lo dejaron inconsciente. Los alemanes han
expresado muy claro en anteriores ocasiones que habrá consecuencias
frente a tales hechos.
Aquellas palabras calaron en Yona, y la muchacha tragó con dificultad;
tenía la garganta seca.
—Y ¿pretenden matar a cien personas?
—Como advertencia. —La voz de la hermana Maria Andrzeja era plana
—. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes. Elegidos al azar.
—Pero… no lo podemos permitir.
—Querida, tu corazón está donde debe estar, pero no es una batalla que
debas emprender tú. —La monja más anciana le sonrió con amabilidad.
—Pero no podemos dejar que maten a gente inocente —protestó—.
Seguro que hay algo que podamos hacer. —Vio cómo la madre Bernardyna
y la hermana Maria Andrzeja intercambiaban una mirada otra vez y
hablaban sin pronunciar palabra—. ¿Qué pasa? —preguntó al ver que nadie
decía nada.
—Por la mañana, intentaré llegar a un acuerdo con el comandante alemán
—respondió la madre Bernardyna después de un largo y pesado silencio.
—Pero si no escucha… —La voz de Yona se fue apagando por la
desesperación. No se imaginaba que la clase de hombre que iba a ordenar la
ejecución de cien personas inocentes fuera a dejarse convencer por los
ruegos de una monja.
—Por eso debemos rezar por que escuche. —El tono de la monja más
anciana era firme. Le sostuvo la mirada a Yona durante un buen rato, y
luego sonrió con tristeza—. Espero que reces por nosotras también, Yona. Y
ahora comamos todas, antes de que se enfríe la sopa.
Pero nadie tocó el plato, y en la mesa el guiso dejó de humear, la sopa se
enfrió y un incómodo silencio se instaló de nuevo entre ellas.

***

A primera hora de la mañana siguiente, Anka se despertó en el sótano de la


iglesia, y Yona le dio un poco de té de hojas de tilo para reducir el dolor y la
inflamación. Después, mientras la hermana Maria Andrzeja se ocupaba de
las heridas de la niña y canturreaba una evocadora canción para sí misma,
Yona preparó el resto de las hierbas y las ató en bolsitas de tela para
dárselas a la esposa del granjero de las afueras que había aceptado cuidar de
la niña.
—Es una buena mujer —le dijo la hermana Maria Andrzeja a Yona
cuando Anka se quedó dormida otra vez—. Conoce a gente que podrá
trasladar a la pequeña. La protegerá. —Pero Yona sabía tan bien como la
monja que en ningún lugar de Polonia, quizá en ningún lugar de toda
Europa, había garantía de protección.
—Y ¿qué pasará con ustedes? —le preguntó Yona en voz baja—. ¿Quién
las protegerá a ustedes? ¿Y si el plan de la madre Bernardyna de hablar hoy
con el oficial alemán las pone a todas en peligro?
La hermana Maria Andrzeja no dijo nada.
—¿Quién las protegerá? —insistió Yona en la quietud del sótano.
—Creemos en el plan de Dios —respondió la monja al cabo de un rato—.
Y, si ese plan significa el fin de nuestra vida en la Tierra, creemos en el
cielo. Y creemos que, con su muerte y resurrección, Jesús nos ha abierto las
puertas de ese cielo. Creemos que en el cielo encontraremos un paraíso que
no somos capaces de concebir. En el cielo nos reuniremos de nuevo.
Yona sintió una oleada de desesperación.
—Pero no creen que los judíos vayamos allí, ¿verdad? —Pensaba en la
pequeña Chana, en las familias asesinadas del grupo del bosque, e incluso
en Jerusza. ¿Qué había para ellos en el más allá si el cielo estaba reservado
solamente para quienes veneraran a Jesús?
—Por supuesto que sí. —La respuesta de la hermana Maria Andrzeja era
rotunda, categórica, y a Yona la sorprendió notarse los ojos llenos de
lágrimas cuando la monja siguió hablando—. Yo creo que los judíos que
viven una vida buena y sagrada alcanzarán la salvación porque ellos
también están siguiendo la luz de Dios.
—Pensaba que los católicos creían que la gente debe aceptar a Jesús para
encontrar la salvación.
—Veo que has leído bastante sobre teología, Yona. —La mujer sonrió
levemente—. Y ojalá tuviera una mejor respuesta para contarte cómo
funcionan los designios de Dios. Pero en nuestro interior reside la realidad
de Dios. Si buscan esa realidad y se aferran a ella, creo que aquellos que
viven una buena vida a su imagen se reunirán en el más allá. —Hizo una
pausa y puso las manos sobre las de Yona. Sus palmas irradiaban calor y
consuelo—. Ahora vete, hija mía. Vete antes de que sea demasiado tarde. La
mujer que la protegerá se llama Maja Yarashuk, es una de nuestras
feligresas. La reconocerás por la cicatriz de la mejilla, en forma de cruz.
Los alemanes mataron a su esposo, y Maja lucha contra ellos con fiereza.
Vive en el extremo oriental del pueblo, a poca distancia de aquí, en una
granja pintada de blanco con los marcos de las ventanas rojos, los colores
de la bandera polaca. Hay una veleta con un águila, y al águila le falta un
trozo del ala izquierda. Así sabrás que estás en el lugar correcto. Cuando te
pregunte quién te manda, dile que «el lirio de Siberia», y sabrá que se trata
de mí.
—¿El lirio de Siberia?
—Es mi flor favorita, del tono azul más espléndido que existe. —La
hermana Maria Andrzeja sonrió. Durante unos instantes, se quedó
ensimismada, pero al final pareció regresar al presente—. ¡Un momento! —
exclamó antes de salir de allí y regresar al cabo de poco con un puñado de
papeles—. Mis documentos de identidad —dijo entregándoselos a Yona—.
Quizá te resulten útiles.
—No me los puedo llevar. —Yona dio un paso atrás—. ¿Y si los
necesita?
—No los voy a necesitar —le aseguró la monja mientras le abría las
manos y le colocaba los folios antes de que Yona pudiera alejarse—. No
voy a ir a ninguna parte que no sea esta iglesia, y las demás responderán por
mí. Pero quizá te ayuden si te detienen cuando vayas a entregar a la niña. —
Yona bajó la mirada y encima de todo vio un carné de identidad con una
foto de la monja. En ella, aparecía más joven, y sin el hábito parecía una
persona totalmente distinta. Tenía el pelo tan oscuro como Yona, y, aunque
sus rostros poseían rasgos diferentes, aquellos papeles quizá resultaran
convincentes en una simple ojeada.
Yona dudó un segundo más antes de asentir, aceptar los papeles y
metérselos en el bolsillo con un murmullo de agradecimiento.
—Se los devolveré —le prometió.
—No hace falta. —La monja sonrió—. Después de haber entregado a
Anka, debes marcharte, Yona. Aquí están pasando cosas, cosas muy malas.
—Pero… —empezó a protestar Yona, pero la interrumpió Anka, que
gemía en pleno sueño.
—Ha llegado el momento —dijo la hermana Maria Andrzeja.
No esperó la respuesta de Yona; se limitó a zarandear suavemente a la
pequeña para que se despertara. Cuando la niña abrió los ojos, la hermana
Maria Andrzeja le explicó, con un tono lo más alegre posible, que Yona la
llevaría a un lugar donde se curaría y estaría a salvo hasta que terminara la
guerra. Anka parecía insegura, pero, cuando la hermana Maria Andrzeja le
besó la frente, la pequeña levantó la cabeza y besó a la monja en ambas
mejillas.
—Gracias —murmuró—. Gracias por haberme salvado.
La monja se giró antes de que Anka reparara en sus lágrimas, y acto
seguido le dio a Yona un breve y fuerte abrazo.
—Que Dios te bendiga, hija —le susurró al oído antes de dar media
vuelta y salir a toda prisa del sótano de la iglesia sin mirar atrás.
CAPÍTULO DIECISIETE

E n los brazos de Yona, Anka era liviana como un pájaro; demasiado


liviana. Con aquella preciosa carga, Yona dejó atrás a toda prisa a un
grupo de soldados alemanes que no le prestaron ninguna atención, dejó
atrás a una cola de aldeanos de mirada vacía que esperaban fuera de una
carnicería con telas de araña en las ventanas, dejó atrás una escuela desierta.
Por el pueblo, las cortinas estaban corridas, la mayoría de las tiendas
estaban cerradas y las pocas personas que caminaban por las calles
avanzaban con la cabeza gacha, con sus ropas tan grises como los edificios
que las rodeaban, como si intentaran desaparecer.
Por algún milagro, Anka y ella llegaron a las afueras del pueblo sin que
nadie las detuviera. El municipio estaba silencioso, a la espera. Con el
corazón acelerado y los brazos doloridos por el peso de la niña, Yona
incrementó el ritmo y se dirigió hacia el este por un camino embarrado
hacia la seguridad del bosque, hasta que divisó la granja que le había
descrito la hermana Maria Andrzeja, la casita blanca con los marcos rojos y
una veleta con un águila con un ala rota.
—¿Es aquí? —preguntó Anka débilmente. Se había ido durmiendo y
despertando a ratos, y ahora abría los ojos y observaba con atención a
medida que Yona recorría el sendero de barro hacia la granja. Al otro lado
vieron un desgastado establo grisáceo que se alzaba terco contra el
desapacible cielo de la mañana, de espaldas a los árboles que se extendían
más allá. Contemplarlo y contemplar el extremo del bosque hizo que a Yona
le diera un inesperado vuelco el corazón. Era donde estaba su hogar, en el
bosque, no en ese pueblo. Pero Jerusza le había dicho que jamás debía
cuestionar el plan de Dios, que siempre había una razón y un motivo para
todo, aun cuando parecía que la situación se estaba desmoronando.
La puerta de la granja se abrió y una mujer alta y delgada de unos
cincuenta años se las quedó mirando durante uno o dos segundos antes de
echar a correr hacia ellas. Miró a los ojos de Yona una vez, asintió y le puso
una mano a Anka en la frente. Enseguida la retiró, como si se la hubiera
quemado.
—¿Quién os envía?
—Pues… el lirio de Siberia. ¿Es usted Maja?
La mujer apretó los labios y asintió.
—Entrad en la casa antes de que os vea alguien —dijo. Aunque no
parecía haber ni un alma en las proximidades, Yona la siguió y se dio cuenta
de que en ese mundo, como ocurría en el suyo, podían vigilarlas ojos
invisibles desde la oscuridad.
En el interior, la granja estaba tenuemente iluminada y olía a levadura y a
paja. Las sillas y la mesa estaban cubiertas de polvo. Sin decir ni una
palabra, la mujer guio a Yona, que todavía cargaba a Anka, hacia una
habitación de la parte trasera y cerró la puerta.
—En el suelo hay una trampilla, debajo de la alfombra —les confesó
cuando al fin se giró hacia ellas. Sus palabras sonaban tensas, entrecortadas
—. No es una buena solución a largo plazo, pero necesaria para que sepáis
si hoy os han seguido hasta aquí.
—No nos han seguido.
Los ojos de la mujer volaron hasta Anka y luego hasta Yona de nuevo.
—Deberías bajar a la niña —dijo sin esperar respuesta. Hizo un gesto
hacia un pequeño y deshilachado sofá de un rincón de la estancia, y Yona
depositó con cuidado a la pequeña, que gimió ligeramente—. Está herida,
ya veo. —La frente de Maja se frunció por la preocupación—. De gravedad.
—Sí. Le dispararon. Hemos limpiado la herida y la bala desapareció, pero
necesita recobrarse.
La mujer masculló algo entre dientes, un improperio ininteligible, y a
continuación observó a la niña en silencio durante un rato antes de girarse
hacia Yona.
—La ayudaré. Te doy mi palabra. Pero ¿tú quién eres? ¿Por qué me la
traes? No eres su madre.
Yona se preguntó cómo lo había sabido Maja con tanta seguridad.
—Yo… —empezó a decir, pero se detuvo. ¿Cómo iba a explicarle quién
era y qué hacía allí? A duras penas era capaz de entenderlo ella misma—.
Sus padres están muertos —dijo al final.
En la expresión de Maja, algo se tensó y se suavizó después.
—Muchos lo están hoy por hoy. Hay muchos niños sin padres. —Negó
con la cabeza—. ¿Cómo se llama?
—Anka. Vivirá si usted consigue mantenerle limpia la herida y bajarle la
fiebre. He traído milenrama, que…
—Ya lo sé —la interrumpió. Le dedicó una leve sonrisa—. Yo también
conozco los secretos del bosque. Antes de casarme con mi esposo, antes de
venir a vivir aquí, era enfermera. Por eso las hermanas me envían gente de
vez en cuando, gente que necesita que la cure. —Se inclinó sobre Anka, que
las observaba con los ojos abiertos y confundidos, y se presentó—: Hola,
Anka. Soy Maja Yarashuk. Conmigo estarás a salvo.
Anka parpadeó, pero no contestó.
—¿Qué hará con ella? —le preguntó Yona.
—Tengo amigos. Amigos que ayudan a la gente a desaparecer. Pero
esperaré a que esté estable y recuperada. —Se levantó de pronto.
—¿Aquí, en esta casa? —Yona miró las ventanas con incertidumbre. Si
alguien tenía el presentimiento de que allí ocurría algo sospechoso, no
podrían esconderse en ninguna parte.
Maja se la quedó mirando un buen rato para evaluarla.
—Hay otra trampilla en una de las casetas del establo. Es lo único que
necesitas saber. Y, ahora, vete. Cuanto antes te hayas marchado, más a salvo
estará ella.
Yona sabía que las palabras no pretendían hacerle daño, pero le dolieron.
¿Acaso su destino era salvar vidas unos instantes antes de que la
expulsaran? Era un extraño papel, y la removió con una gran sensación de
soledad, de no pertenecer a ningún lado. Pero Maja llevaba razón: era mejor
para la niña encerrarse en esa casa, escondida y curada, antes de empezar
una nueva vida en otro sitio, según la voluntad de Dios.
Yona se arrodilló junto a Anka y puso una mano en la frente de la
pequeña. Seguía fría, buena señal.
—Aquí estarás a salvo —murmuró mientras le tocaba una de las hundidas
mejillas.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Anka en un susurro.
Yona miró a Maja, que las estaba observando.
—Lo sé —le aseguró a la pequeña—. Debemos confiar en la hermana
Maria Andrzeja. Ha arriesgado la vida para salvarte, y ella se fía de Maja.
Nosotros también debemos fiarnos de ella.
Anka miró a Yona a los ojos antes de asentir.
—Muy bien. —Levantó la vista hacia Maja y luego la bajó hasta Yona—.
Muy bien.
Yona se levantó y asintió en dirección a Maja.
—¿Quiere que le traiga más hierbas? ¿Algo de comer?
Maja miró a Anka y luego condujo a Yona fuera de la habitación.
Mientras avanzaba, Yona levantó una mano, una muda despedida a Anka.
La pequeña levantó la suya a su vez y rozó el aire donde había estado Yona
hacía unos segundos.
—Te lo voy a repetir: no debes regresar aquí —le dijo Maja con firmeza
cuando se hubieron alejado lo suficiente de la niña para que no las oyera—.
Es por el bien de la pequeña. Y por tu propio bien.
—Pero yo…
—Te agradezco que la hayas traído hasta aquí. Pero no vas a poder salvar
a todo el mundo por tu cuenta. Confía en mí, cumpliré con mi parte. —La
voz de Maja era firme; de no haber visto amabilidad en sus ojos, Yona quizá
habría ido de inmediato hasta la niña y se la habría llevado de allí. Pero
detectaba honestidad en la cara de Maja, determinación y cansancio, y supo
que Anka estaría allí tan a salvo como podía estarlo cualquiera en medio de
una guerra—. Ahora, márchate.
Yona respiró hondo y a continuación, sin permitirse mirar atrás, salió por
la puerta principal y escrutó la sigilosa mañana. Iba a tener que atravesar el
centro del pueblo para llegar al bosque del otro lado. Anka estaría bien.
Maja tenía razón: no podría salvar a todo el mundo por su cuenta. Y ahora,
como le había dicho la monja, había llegado el momento de que se fuera.
Solo había pasado una hora y media desde que había recorrido el camino
embarrado hacia la granja. En ese mismo punto, un joven soldado alemán
que antes no estaba allí bloqueaba el sendero.
—Alto —exclamó en bielorruso—. ¿Quién eres y de dónde vienes?
Durante unos instantes, en lugar de temor, Yona sintió una gran punzada
de tristeza. El acento del hombre era extranjero, pero pronunciaba
perfectamente las palabras; a diferencia del oficial al que había conocido
antes, este era listo. Sin embargo, en vez de extender las alas en alguna
universidad y utilizar su inteligencia para hacer del mundo un lugar mejor,
estaba allí y era un soldado anónimo apostado en un camino embarrado que
no iba a ninguna parte, llevando a cabo tareas diabólicas en tierra foránea.
—¿No hablas bielorruso? —le preguntó cuando el silencio de Yona había
durado demasiado, y ahora ella se compadeció menos de él, pues detectó
brusquedad en su tono—. Maldita sea, la gente de estos pueblos me
desconcierta sin parar. ¿Eres polaca? ¿Entre tantos campesinos no hay ni
uno solo que sepa de dónde es? Da igual, pronto todos hablaréis en alemán.
Yona levantó la vista y le sostuvo la mirada. El hombre tenía los ojos azul
claro y la nariz estrecha y afilada como el pico de un pájaro.
—Solo voy a rezar a la iglesia —respondió en un bielorruso impecable.
—Y ¿de dónde vienes? —El soldado arqueó una ceja.
—De buscar leche. He ido a ver si alguno de los granjeros de las afueras
del pueblo tenía leche de sobra. —Fue lo primero que se le ocurrió.
—¿Leche? ¿Para quién?
—Para mi hija. —Enseguida pensó en Anka.
Los ojos del hombre se fijaron en su barriga, plana como una tabla, y
luego en su cara.
—¿Para tu hija?
—Tiene cuatro años y se muere de hambre. —Se negó a apartar la
mirada.
—Pero no llevas leche. —El soldado seguía estudiándola.
—A ninguno de los granjeros les sobraba. Yo… no tengo dinero.
—¿Y esperabas que alguien te la diera en un acto de bondad? —bufó—.
Señorita, por aquí ya no hay bondad. ¿No lo sabías?
—Por eso voy a la iglesia. Voy a pedirle a Dios que provea.
—Dios no está allí esta mañana, señorita, te lo aseguro. —Negó con la
cabeza y miró en lontananza—. Vete a casa si sabes lo que te conviene.
—¿Ha ocurrido algo? —El corazón se le desbocó en el pecho. Recordó la
conversación de las monjas la noche anterior, a los cien aldeanos inocentes,
la intención de la madre Bernardyna de tratar ese tema con los alemanes.
El rostro del soldado se tiñó de angustia, sustituida enseguida por la rabia.
—Por favor, acepta el consejo que te doy y vete a casa con tu hija, ¿de
acuerdo?
—Sí, señor —respondió. Se obligó a relajarse, y él asintió, al parecer
satisfecho de haberla puesto en el lugar que le correspondía—. Gracias. —
Se alejó deprisa, aliviada por que la hubiera dejado ir sin pedirle
documentación. Contaba con los papeles que la hermana Maria Andrzeja le
había insistido en llevarse, pero sospechaba que solo engañarían a alguien
menos inteligente.
—¡Espera! —la llamó, y Yona se quedó paralizada. ¿Al final habría
descubierto que le había mentido?
Se giró poco a poco y procuró componer una expresión inocente.
El soldado se encaminó hacia ella, y Yona contuvo el aliento, petrificada.
El hombre le observó la cara de nuevo, como si estuviera indeciso. Al final,
se apresuró a sacar un pequeño objeto del bolsillo y se lo entregó.
—Toma. Para tu hija.
Yona lo agarró. Antes de que viese qué era, el soldado ya se alejaba para
regresar a su puesto. Era una barrita de chocolate con letras alemanas en el
envoltorio. Para él, debía de ser una porción de hogar, y aun así se la había
dado, preocupado por una niña de cuatro años famélica. Yona notó un nudo
en el corazón. Era un gesto de decencia en un mundo que se había vuelto
loco.
—¡Gracias! —le gritó, pero él no se giró. Tan solo levantó la mano
derecha para despedirse, y al cabo de una breve pausa ella también se puso
en marcha.
El camino hasta la iglesia estaba en silencio, en un silencio antinatural. A
aquella hora de la mañana, el pueblo debería hervir de actividad. A medida
que se acercaba, empezó a oír gritos y murmullos de una multitud, y sintió
una oleada de terror en el aire como el que presiente la llegada de una
tormenta. Quería echar a correr, pero resultaría sospechoso, así que se limitó
a caminar lo más deprisa que le permitían las piernas, hasta que dobló una
esquina y se encontró de frente con la plaza que se abría delante de la
iglesia. Tuvo que ponerse una mano sobre la boca de inmediato para no
gritar.
La plaza estaba atestada de aldeanos, por lo menos doscientas personas,
apiñadas codo con codo, algunas susurrando, otras llorando. A ambos lados
de la muchedumbre, los vigilaban soldados alemanes con rifles. Más allá,
en los escalones de la iglesia, se encontraban las monjas, las ocho, con la
hermana Maria Andrzeja a un lado y la madre Bernardyna en el otro.
Formaban una fila y contemplaban en silencio el cuerpo inerte de un joven
cura que colgaba de un patíbulo rudimentario e inclinado que obviamente
habían construido con varios bancos arrancados de la iglesia. A Yona se le
revolvió el estómago, y notó el ascenso de la bilis en la garganta. ¿Qué
había ocurrido en el poco tiempo en que se había ausentado?
—¡Esto es lo que pasa cuando decidís resistiros a nosotros! —vociferaba
un fornido oficial alemán a la muchedumbre con un fuerte acento—. ¡Es
culpa vuestra y solo vuestra! ¿Lo entendéis? ¡Tenéis las manos manchadas
con la sangre de este cura!
Paralizada, Yona observaba el rostro de la hermana Maria Andrzeja. Los
ojos de la monja miraban hacia delante, tenía la mandíbula apretada y la
barbilla levantada, desafiante, airada. ¿Cómo habían acabado las hermanas
en esa posición? Yona debía hacer algo, pero ¿el qué?
Respiró hondo para tranquilizarse y comenzó a avanzar sigilosamente
entre el gentío, que se separaba con facilidad, puesto que ese día nadie
quería ser visible; todo el mundo procuraba esconderse detrás de los demás.
Un minuto más tarde, se encontró al frente de la multitud, que estaba
formada en su mayoría por mujeres jóvenes, con niños ocultos tras ellas. La
valentía de la que hacían gala llevó a Yona a respirar hondo de nuevo;
habían ocupado ese lugar para proteger a los pequeños. No comprendían
que su carne y sus huesos no ofrecerían protección alguna contra una
descarga de balazos.
—¡Este cura ha muerto por vosotros! —decía el oficial alemán mientras
caminaba de un lado a otro con la cara roja por la ira—. Hace una semana,
un soldado alemán sufrió un ataque, y el asaltante huyó. Ayer detuvimos a
cien habitantes de este pueblo con la intención de hacerles pagar las
consecuencias, y que sirviera de ejemplo para todos vosotros. Pero esta
mañana el cura ha dado un paso adelante y ha ofrecido su vida por la de los
cien aldeanos. También lo han hecho las ocho monjas.
Yona soltó un grito, aunque el sonido fue absorbido por el angustioso
murmullo de la muchedumbre. De repente, lo comprendió todo. Era el plan
de las monjas desde un principio; cuando la noche anterior la madre
Bernardyna había comentado el acuerdo al que pretendía llegar, se refería a
eso. Esa misma mañana, la hermana Maria Andrzeja le había dado a Yona
sus documentos porque sabía que no iba a necesitarlos nunca más.
—No —susurró.
—Hemos aceptado su propuesta —continuó gritando el alemán a la
multitud—. Todos debéis ser castigados hoy para que aprendáis bien la
lección, y por eso estáis aquí reunidos para contemplar el espectáculo. Sois
como niños, todos vosotros, y esta es la única manera de que los niños
aprendan. Quizá mañana lo entenderéis.
Yona intentó llamar la atención de la hermana Maria Andrzeja, pero la
monja seguía con la mirada perdida en el horizonte. Yona estaba tan
concentrada en mirar a la monja que tardó unos cuantos segundos en darse
cuenta de que también había ojos clavados en ella. Se giró y vio al oficial
alemán al que se había encontrado el día anterior, el que pareció
sorprenderse tanto con el color de sus ojos, en pie junto a un grupo de otros
oficiales. La estaba observando con una extraña expresión en el rostro.
Cuando sus miradas se cruzaron, le murmuró algo al oficial que tenía al
lado, un hombre alto con pelo oscuro que empezaba a encanecerse, que
estaba de espaldas a la gente allí reunida.
El alemán alto se giró lentamente y, al hacerlo, el tiempo pareció
detenerse para Yona. De fondo seguía oyendo a los alemanes en los
peldaños y el rumor de la multitud asustada, pero fue como si su campo de
visión de pronto se hubiera estrechado cuando vio la cara de aquel hombre
y sus ojos se clavaron en los de él.
Tenía el rostro arrugado como una tela usada, y, aunque su boca
languidecía en las comisuras, aunque sus ojos se habían hundido con la
edad, lo reconoció de inmediato, y verlo activó fragmentos de recuerdos
muy latentes y envueltos en aroma de leche. Una cabeza encima de su
antigua cuna. Una sonrisa al dar su primer paso. Una mano enorme y cálida
que agarraba la suya para estabilizarla.
Y, aunque fuera imposible, ahí estaba ahora, más de dos décadas después,
a más de novecientos kilómetros del piso de la berlinesa calle Behaimstraße
donde lo había visto por última vez.
Era Siegfried Jüttner, el hombre que mucho tiempo atrás había sido su
padre.
CAPÍTULO DIECIOCHO

S in dejar de apartar los ojos de los de ella, Jüttner empezó a bajar los
escalones en su dirección, seguido por el oficial que había hablado con
Yona el día anterior; sin dejar de moverse, paralizada, se dio cuenta de que
era un oficial de alto rango, cuyo uniforme estaba decorado con elaborados
parches plateados en los hombros y en las solapas de la chaqueta. Ya casi
había llegado hasta ella cuando Yona salió del trance y empezó a alejarse de
aquel hombre con el que compartía sangre. Le temblaba todo el cuerpo y las
piernas apenas la sostuvieron cuando se mezcló con la multitud, sin dejar de
mirarlo a los ojos.
«Las vidas son círculos que giran por el mundo, y, cuando están
predestinadas a interconectarse, lo hacen», le había dicho Jerusza en su
lecho de muerte. De pronto, Yona lo comprendió. La anciana había
augurado un momento como aquel, un espantoso reencuentro. Quizá la
corriente la hubiera llevado hacia el oeste para eso. Pero ¿por qué?
«Creemos en el plan de Dios», le había dicho la hermana Maria Andrzeja
aquella mañana, pero ¿cómo iba a ser nada de eso el plan de Dios?
En lo alto de la escalera de la iglesia, el airado oficial seguía gritando.
—¿Lo veis? ¡Ahora vais a presenciar la muerte de estas ocho monjas! —
vociferó, y el consiguiente pánico del gentío bastó para que Yona se
adentrara en la multitud, oculta a su padre, que ahora inspeccionaba rostros
a la desesperada mientras se acercaba. Con el corazón desbocado y lágrimas
escociéndole los ojos, Yona se hizo más y más pequeña, y permitió que la
histérica muchedumbre se la tragara—. ¡Y quizá os acordaréis de esto la
próxima vez que penséis en ofrecernos resistencia!
La multitud se revolvió; las madres se inclinaban sobre sus hijos
pequeños, los ancianos se ponían de rodillas para rezar, los adolescentes
hablaban entre dientes sobre la rebelión y la impotencia. En las escaleras de
la iglesia, el oficial hizo un gesto a ocho soldados, uno para cada monja,
para que dieran un paso adelante con sus armas. De repente, Yona se detuvo
en seco. Todavía veía a su padre, pero él a ella no, aunque barría la
muchedumbre sin parar. Yona se encontraba mal, y, aunque ya no estaba en
un lugar ventajoso para ver a las monjas, notaba cómo el miedo que sentían
las mujeres incidía sobre los asistentes.
Y en ese instante, antes de que los soldados alemanes alzaran las pistolas,
antes de que se diera la orden, Yona supo que todo lo que había vivido hasta
el momento había servido para conducirla hasta allí, hasta ese lugar, donde
quizá fuera la única persona con el poder de detener lo que iba a suceder.
No sabía por qué, pero sabía qué debía hacer. Mientras otros agachaban la
cabeza y se acobardaban, mientras las monjas levantaban la vista hacia
Dios, ella respiró hondo, se irguió y se giró hacia el hombre que le había
dado la vida.
—¡Parad! —gritó en alemán—. ¡Siegfried Jüttner! ¡Por favor, detén esto!
Al oír el nombre del oficial superior, el hombre de los escalones se giró y
buscó entre la multitud para dar con el origen de la voz. Pero Yona no lo
miraba a él. Estaba mirando a su padre, que por fin la había hallado entre el
gentío. La observaba fijamente, boquiabierto.
—Detenlo, por favor —dijo, y ahora, mientras se le acercaba, se dirigió
solo a él—. Puedes detenerlo, ¿verdad? Por favor. Te ruego que les
perdones la vida a las monjas.
—¿Inge? —Cuando Jüttner habló, hasta su voz le resultó familiar, tanto
que tiró de un rincón de su corazón que Yona creyó cerrado desde hacía
tiempo. Sin mirar tras de sí, le hizo un gesto al oficial de las escaleras para
comunicarle con un solo movimiento que se detuviera. Yona había estado
en lo cierto: él era el oficial de mayor rango allí. Mientras negaba con la
cabeza, incrédulo y disgustado, el oficial señaló a los ocho soldados cuando
Jüttner echó a caminar de nuevo hacia Yona, quien tuvo que obligarse a
permanecer inmóvil, aunque fuera en contra de su instinto. Pero, si echaba a
correr, las monjas morirían.
En silencio, la multitud se dividió como el mar Rojo cuando el alto oficial
nazi avanzó entre la gente, hasta detenerse a pocos centímetros de Yona. El
otro oficial, el que la había visto el día anterior, trastabillaba tras él.
—¿Lo ve? ¡Es lo que le dije! ¡Sus ojos! Igual que…
—Basta. —El mundo a su alrededor guardó silencio cuando Jüttner se le
acercó tanto que Yona sintió su aliento en la mejilla. Su uniforme no lucía
arrugas, su mirada era apreciativa y atenta. La observó directamente a los
ojos, como si intentara ver en su alma, y entonces, sin pronunciar palabra, le
agarró la muñeca izquierda y se la giró con suavidad. Mientras la
contemplaba, ella lo miraba a él. La oscura paloma palpitó cuando su padre
la rozó con el pulgar, como si quisiera asegurarse de que era real. Algo
cambió en sus ojos, la duda se desvaneció. Cuando levantó la vista hasta
ella, sus ojos estaban anegados en lágrimas—. ¿Inge? —susurró—. ¿Eres tú
de verdad?
Había sido su nombre tiempo atrás, antes de que Jerusza emergiera de
entre las sombras y se la llevara. Lentamente, Yona asintió.
—Papá —murmuró, la primera palabra que dijo de niña, una palabra que
no había pronunciado en más de dos décadas. Le costaba saber qué pensar
del hombre que tenía delante; en su memoria, era su padre, pero ahora era
un desconocido con uniforme nazi, un desconocido que había permitido el
asesinato de un cura, que había estado a punto de autorizar la ejecución de
ocho monjas inocentes.
—¿Cómo es posible que estés aquí? —le preguntó. Cuando Yona miró
hacia la iglesia, los ojos de él siguieron los suyos, en dirección al oficial de
rostro colorado que los contemplaba con confundida repulsa y a la hermana
Maria Andrzeja, que los observaba con la boca abierta—. ¿Has estado viva
durante todos estos años?
—Te lo contaré todo. —Yona respiró hondo—. Pero primero debes
detener esto. Por favor. Las monjas no han hecho nada. Vuestro mensaje ha
quedado claro con lo del cura.
Jüttner asintió lentamente, como si estuviera aturdido, y se giró hacia el
oficial que se encontraba detrás de él, que había presenciado la
conversación con los ojos como platos. Le murmuró algo y, aunque el
hombre pareció sorprenderse, asintió y corrió hacia la iglesia, donde repitió
la orden al oficial de rostro colorado que había estado a punto de iniciar la
ejecución. El oficial estaba furioso, pero asintió brevemente y les ordenó a
los soldados que se retiraran. A continuación, le pidió a uno a voz en grito
que acompañara a las monjas hasta el interior de la iglesia y que las vigilara
hasta que la situación se resolviera.
Yona no perdió detalle hasta que la hermana Maria Andrzeja desapareció
en el interior, no sin antes lanzarle a Yona una última mirada de confusión y
terror. Y entonces, cuando el oficial de las escaleras se adentró también en
la iglesia y la multitud empezó a alejarse de ella, se giró hacia Jüttner.
—Danke —se lo agradeció, en alemán.
—Es solo temporal, hasta que entienda qué haces aquí. —Se la quedó
mirando un buen rato—. Hija mía —murmuraba para sí mismo. Al agarrar
su mano entre las suyas y al aferrar sus dedos con aquellos dedos tan largos
para tirar de ella, a Yona se le revolvió el estómago. Las monjas habían
logrado un indulto, pero ¿durante cuánto tiempo? Y ¿cuál sería el precio de
su salvación? Esa vez, cuando Jerusza le habló a través del viento, las
palabras eran inequívocas. «Serás tonta. ¿Qué has hecho?».

***

La mano de Jüttner era áspera y fría. Cuando miró a Yona, debió de percibir
el miedo que desprendía, pues dejó de apretarle la mano tan fuerte.
—Todo saldrá bien —dijo conduciéndola al otro lado de la fila de
soldados que habían estado a punto de ejecutar a las monjas hacía unos
instantes. Ahora la miraban confundidos.
—Espera —le pidió, y se detuvo de pronto, obligándolo a hacer lo
mismo.
En cuanto se dio la vuelta, su expresión era una extraña mezcla entre
ternura e impaciencia.
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—Las monjas. ¿Cómo sé que estarán a salvo si voy contigo?
Jüttner miró a los soldados, que los estaban observando, y Yona vio una
sombra que le cruzaba la cara.
—Porque aquí mando yo. Mis hombres hacen lo que les digo.
—Las monjas no han hecho nada malo. No merecen morir.
Daba la sensación de que él iba a protestar, pero se limitó a fruncir el
ceño y a apretarle más la mano.
—Todavía no lo entiendes. —Se giró bruscamente y subió las escaleras
de la iglesia con ella. Abrió las puertas de madera y permitió la entrada de
luz en un santuario que había sido destruido.
Los bancos estaban arrancados y destrozados, y en el aire reinaba el olor
a ceniza. En un rincón, las ocho monjas se daban la mano y rezaban,
mientras el oficial que había estado a punto de ordenar su ejecución las
observaba desde varios metros; su rostro seguía mostrando el color de la
remolacha en verano. Un soldado montaba guardia cerca de allí, y su
intranquila mirada iba de las monjas al crucifijo de oro que pendía sobre el
altar.
Yona notó los ojos de la hermana Maria Andrzeja clavados en ella cuando
Jüttner la guio para dirigirse al oficial, dejando atrás las hileras de bancos
destrozados.
—¿Qué está pasando? —preguntó el hombre fulminando a Yona con la
mirada.
—Es mi hija —dijo Jüttner, la voz emocionada con la última palabra. La
hermana Maria Andrzeja abrió los ojos como platos, y unas cuantas monjas
intercambiaron una mirada.
—¿Tu hija es polaca? —El oficial curvó el labio superior—. ¿Qué pasa,
Jüttner? ¿Hace veintipico años te tiraste a una polaca o qué?
—Mi hija es alemana —le espetó Jüttner, y el otro dio un paso atrás y
bajó la vista al suelo—. No nos faltarás al respeto a ninguno de los dos.
Cuando levantó la vista, la duda que sentía era evidente.
—Sí, bueno, pero ¿qué tiene que ver con todo esto?
—Hasta que yo regrese, haz que las monjas estén a salvo. —No le había
respondido—. No vas a llevar a cabo la ejecución. —Se lo dijo con la
misma tranquilidad con que le diría que no pidiera la cena sin él.
—Pero…
—¿Ha quedado claro? —Jüttner alzó la voz hasta gritar, y el oficial apartó
los ojos—. Te he dado una orden.
—Sí, señor.
Satisfecho, Jüttner asintió y se dirigió a Yona, cuya mano seguía
agarrando.
—Ven conmigo.
Yona miró una última vez a la hermana Maria Andrzeja, que ahora
entrecerraba los ojos. Imaginaba qué debía de estar pensando la monja: que
la había engañado, que le había mentido con su nombre y con todo lo
demás. Quizá algún día tuviera la oportunidad de contárselo todo, de
hacerle entender que no había sido una mentira, que era posible ser dos
personas al mismo tiempo, y que lo único que importaba era lo que residía
en su corazón. Pero ahora no había tiempo para eso, así que Yona se dio la
vuelta para salir junto a Jüttner de la iglesia y hacia el sol, donde la plaza
ahora estaba vacía; el gentío se había dispersado enseguida después de
haber presenciado un indulto que no comprendía.
Sin decir nada, Yona siguió a Jüttner, que continuaba apretándole la mano
como si de un tornillo se tratara.

***

Jüttner la guio aprisa por un camino serpenteante hasta una gran casa de
piedra que se alzaba en el centro del pueblo y que, obviamente, habían
expropiado a un aldeano que antes era rico.
—Es mi casa —dijo con aspereza sin mirarla. Asintió a dos soldados
apostados en la puerta y la soltó; acto seguido, abrió la puerta principal y la
acompañó hasta el interior. Las ventanas estaban cubiertas de espesas
cortinas carmesís, las paredes estaban pintadas de blanco roto y los
muebles, también blancos, eran robustos e inmaculados. Unas alfombras
que parecían proceder de otra tierra cubrían el suelo de madera pulida, y en
las paredes que delimitaban la escalera había rectángulos descoloridos,
donde Yona supuso que colgarían retratos de la familia. ¿Qué le había
pasado a la gente que antes había considerado esa casa su hogar?
Jüttner vaciló después de cerrar la pesada puerta tras ellos y sumirlos en
la tenue luz del recibidor.
—Necesitas darte un baño —dijo, y Yona fue consciente, por primera
vez, de la fina capa de suciedad que le tapaba la piel, y que normalmente no
la molestaba. Miró al suelo cuando él añadió—: Encontrarás una bañera en
el cuarto del fondo, justo allí, que ya ha preparado mi criada para el baño
que me iba a dar yo. El agua estará fría, pero un baño frío fortalece la
constitución. Te iré a buscar ropa del armario. Aquí antes vivía una chica,
más o menos de tu talla.
—Estoy bien. No necesito…
—Cenarás conmigo. Debes estar presentable. —Suavizó un poco el tono
—. Es lo mejor para ti. Así te sentirás mejor.
—Muy bien —dijo Yona, pero no se movió, y Jüttner tampoco.
—¿De verdad eres tú, Inge? —susurró al cabo de unos instantes.
Yona lo miró. Lo vio inspeccionar sus extraños ojos para confirmar
cuanto ya sabía.
—Sí —asintió, y la mirada de él se desplazó de nuevo hasta la paloma de
su muñeca—. Ahora me llamo Yona. —Si bien Jüttner le contemplaba la
muñeca, no pareció prestar atención a sus palabras.
—Ve. Date un buen baño. —Era una orden, y Yona acabó marchándose
por el pasillo.
Al cabo de veinte minutos salió del cuarto de baño, donde se había
metido en una bañera profunda y blanca, con patas de garra, dejando tras de
sí un reguero de suciedad, aunque había intentado frotarse bien. Envuelta en
una toalla blanca, abrió la puerta y encontró una silla justo al otro lado, y
encima un vestido de diario de color crema. Lo levantó con cuidado y lo
examinó con asombro, pues jamás se había puesto nada parecido. La tela
ondeaba como una cascada y era incómoda en todos los sentidos, pero,
cuando regresó al baño y se lo puso por la cabeza, vio que le iba
perfectamente y que caía hasta el suelo, tapando sin problemas la funda del
cuchillo que llevaba al tobillo. Aun así, con algo tan femenino y absurdo, se
sintió desnuda, expuesta.
Todavía tenía el pelo mojado cuando al cabo de unos minutos entró en el
salón. Jüttner, ataviado aún con el uniforme, caminaba de un lado a otro con
el ceño fruncido, y se sobresaltó cuando la vio entrar.
—He preparado un poco de café. ¿Bebes café? Y he conseguido unas
galletas hechas por mi ama de llaves, Marya. Viene todos los días. Mañana
lavará tus cosas. Dormirás en el cuarto al final de las escaleras. —Al
parecer, se dio cuenta de que estaba hablando sin parar, puesto que
enseguida cerró la boca con fuerza y señaló hacia uno de los sofás, que era
tan rígido que daba la sensación de que nadie se había sentado nunca—.
Inge, ven conmigo. ¿Quieres leche con el café?
Yona negó con la cabeza al cruzar la estancia y sentarse con cuidado. Las
numerosas capas de su vestido se mecieron igual que ella. Cuando Jüttner le
sirvió una taza de un café oscuro y humeante, y otra para sí mismo, con una
generosa cantidad de leche y azúcar, Yona se maravilló ante la informal
decadencia del momento. Probablemente, la mayoría de los aldeanos no
habían tomado un café con leche ni habían degustado el azúcar desde el
inicio de la guerra.
Al llevarse la taza hasta los labios, a Jüttner le temblaban las manos.
—No sé por dónde empezar.
Yona tampoco, así que ganó tiempo dando un sorbo a su café. No se
parecía a nada que hubiera probado antes —amargo e intenso y fragante—,
y tosió, escupiéndolo. Solo había bebido un aguado café de bellota en el
bosque.
—¿Cómo has sabido quién era yo? —le preguntó él al fin—. Después de
tantos años.
Yona analizó su rostro. Quería odiarlo por quién era ahora, pero no podía
impedir que su mente regresara al pasado, a una época distinta, a un lugar
distinto. Hasta su olor, a cedro con un toque de lavanda, estimulaba
recuerdos latentes. Intentó rechazar la familiaridad, pero era imposible.
—Nunca te he olvidado.
Jüttner apartó la mirada y, cuando se giró hacia ella al cabo de unos
segundos, tenía los ojos vidriosos.
—Uno de los oficiales me dijo que había visto a alguien con tus ojos, de
tu misma edad… —Hizo una pausa y negó con la cabeza—. Nunca imaginé
que pudieras ser tú de verdad. Creía que se había vuelto loco. El primer año
después de tu desaparición, tu madre juró haberte visto muchas veces. Pero
siempre se equivocaba.
Aquellas palabras provocaron una punzada de dolor que le atravesó el
corazón. En sus borrosos recuerdos, su padre había sido un hombre distante
y secundario, pero el rostro de su madre había brillado con calidez. Mucho
tiempo atrás, a Yona la habían querido.
—Mi madre. —Lo pronunció con tiento mientras paladeaba la extrañeza
de esas palabras sobre la lengua—. ¿Sigue en Berlín?
—Murió dos años después de que te robaran. —La expresión de Jüttner
se endureció—. El doctor dijo que había muerto de pena, con el corazón
roto.
Las lágrimas acudieron a los ojos de Yona.
—Lo siento mucho —dijo. Y, aunque nada había sido su culpa, sintió la
pesada carga de la responsabilidad.
—Pero ¿dónde estabas, Inge? —le preguntó Jüttner un minuto más tarde
con la voz rota—. ¿Dónde has estado todos estos años? —El final había
sido un desesperado susurro.
—Ahora me llamo Yona —le repitió, y de nuevo él pareció no oírla—.
Me llevó una mujer llamada Jerusza.
Jüttner la observó mientras digería aquella información, y se le demudó el
rostro por la confusión.
—Y ¿te trajo hasta aquí? ¿Hasta Polonia?
—Con el tiempo, sí.
—Pero ¿dónde vivías? ¿Dónde has estado?
—En ninguna parte. En todas partes. En el bosque.
—¿En un pueblo cerca del bosque, quieres decir? —Tenía la frente
perlada de sudor.
—No. Nunca en un pueblo. Ella… no se fiaba de la gente. Vivíamos sin
asentarnos en ningún sitio, construíamos refugios donde dormir por la
noche, buscábamos nuestra comida.
—Pero ¿cómo es posible que hables un alemán tan perfecto si te crio una
salvaje en plena naturaleza?
—Jerusza no era una salvaje. Era… —La voz de Yona se fue apagando;
¿cómo iba a describir a la anciana? Las palabras nunca serían suficientes—.
Creía que, cuanto más conocimiento tengamos, mejor preparados estamos
para enfrentarnos al mundo. Me enseñó cosas. Cómo sobrevivir. Muchos
idiomas.
—Y esta… esta mujer ¿te hizo daño, Inge? —Apenas podía controlar la
rabia—. ¿Dónde está ahora?
—Murió. Y no, no me hizo daño nunca. —Pero ¿acaso no era mentira?
La había robado a una familia cariñosa de su hogar y la había convertido en
una guerrera desesperada y hambrienta.
—Pero, entonces, ¿cuál era su objetivo? —Su rostro se enrojeció, y ahora
le latía una abultada vena en el cuello—. ¿Por qué a nosotros? ¿Por qué a ti?
—Yona no dijo nada durante unos instantes, y ante su silencio su padre se
sentó en uno de los sofás y se colocó la cabeza entre las manos—. ¿Por
qué? —susurró—. Explícame por qué.
—No lo sé. —Yona dudó antes de añadir—: Siempre me decía que me
había salvado.
—¿Que te había salvado? —Sorprendido, alzó la vista—. ¿De qué? ¿De
una casa segura y cálida con padres que te querían?
Aquellas palabras se clavaron en lo más hondo de su ser.
—¿Me queríais? —preguntó con voz débil.
—Por supuesto. Soy tu padre. —Se le quebró la voz, y se puso en pie de
pronto. Comenzó a recorrer la estancia—. Esa mujer nos destruyó, Inge.
Nos dejó en ridículo.
—Jerusza decía… —Yona hizo una pausa y tragó saliva con dificultad—.
Decía que erais malas personas.
—¿Que nosotros éramos malas personas? —Ahogó una tensa carcajada
—. ¡Fue ella la que secuestró a nuestra hija! Eso es ver la paja en el ojo
ajeno y no la viga en el propio, ¿no te parece?
—Pero aquí estás, supervisando el asesinato de muchos inocentes. Quizá
no estuviera tan equivocada.
—Las órdenes no son mías, Inge. —La angustia se adueñó de sus rasgos
—. Debes comprenderlo.
—Pero las acatas.
—¿Qué alternativa tengo?
—Siempre hay una alternativa. —Le sostuvo la mirada.
—No. Para ti es fácil decirlo. Tú no sabes lo que es. Oponerme a las
órdenes que me dan significaría morir.
—Y, a cambio, ¿miles de personas deben morir?
—¡No lo entiendes! —Tenía los ojos encendidos, casi febriles, al girarse
hacia ella—. ¡No lo comprendes! ¡Aquí habrá paz en el momento en que
dejen de resistirse!
—¿Y los judíos? —preguntó Yona con suavidad—. ¿También habrá paz
para los judíos en ese mundo que imaginas?
—¿Los judíos? —Pareció atragantarse con aquella palabra, como si el
sabor que le dejara fuese repugnante. Volvió a pasearse por la habitación—.
Los judíos conspiraron contra Alemania durante la Gran Guerra, Inge. ¿Lo
entiendes? El ejército alemán iba ganando, y fueron los judíos los que lo
destruyeron todo desde dentro. Fueron los judíos también quienes nos
trajeron la guerra desde un principio, ¿sabes? Lo controlan todo, los bancos,
dentro y fuera de Europa. ¿Lo comprendes? Si les permitimos que vuelvan
a tomarnos la delantera, destruirán Alemania. Los judíos son una raza
venenosa que se alimenta de la riqueza alemana y que nos debilita.
Debemos aniquilarlos antes de que ellos nos aniquilen.
—Todo lo que dices es absurdo. —Yona lo fulminó con la mirada—.
¿Crees que miles, quizá millones, de personas merecen morir para que
Alemania renazca? ¿Crees que hay algún dios que lo aprobaría?
—Te crio una loca en el bosque. No sabes nada de Dios.
—Sí, sí que sé. —Esperó hasta que la miró a los ojos—. Tú también lo
sabes. Sabes en el fondo de tu corazón que lo que hacéis va en contra de
Dios. Lo veo en tu mirada. —Yona era consciente de que había ido
demasiado lejos, pero siguió insistiendo—: ¿Por qué no haces lo correcto y
liberas a las monjas?
—¿Otra vez con las monjas? —Se la quedó mirando con incredulidad—.
Lo pides como si cualquiera de nosotros tuviera elección. Lo pides como si
el destino estuviera en tus manos o en las mías.
—Pero es que lo está. ¿O no?
Jüttner abrió la boca para responder, pero al final la cerró de nuevo y salió
bruscamente de la estancia hacia las escaleras. Al cabo de unos instantes,
Yona oyó el portazo de un dormitorio.
Contempló la puerta de la casa. Si se marchaba ahora, si de alguna forma
lograba escabullirse de los soldados que montaban guardia, podría correr
hacia el bosque y desaparecer antes de que Jüttner se enterara de que no
estaba allí. Pero si se iba condenaría a las monjas. Jüttner le había dicho
que, si iba a casa con él, las monjas estarían a salvo. Debía quedarse, por lo
menos hasta que descubriera un modo de convencerlo para que las liberara.
Pero ¿y luego, qué?
Al cabo de un rato, subió las escaleras y entró en la habitación que
supuestamente era la suya, un pequeño cuarto con una cama pequeña
cubierta de una colcha blanca de encaje. Justo encima, dispuesto con
elegancia, se encontraba un camisón que parecía de su talla. Yona cerró la
puerta tras ella y levantó el camisón para sentir cómo la tela vaporosa se
escurría entre sus dedos; a continuación, volvió a dejarlo sobre la cama. No
se imaginaba un mundo en que fuera a ponerse algo tan poco práctico,
incluso para dormir. En la mesita de noche vio una esfera con varios árboles
en el interior y una capa de nieve en el suelo. Cuando la alzó para
observarla más de cerca, la nieve se movió. En trance, sacudió la bola a un
lado y al otro, y contempló cómo la nieve se posaba lenta y silenciosamente
sobre la hierba de la cúpula. Aquel objeto hizo que, de repente, anhelara la
seguridad de su querido bosque.
Al final, dejó la bola, se sentó sobre la cama y comprobó su robustez. No
había dormido en una cama desde la noche previa a cumplir dos años, y le
pareció extraño, desconocido. La tierra que uno pisaba debía ser sólida y
reconfortante, no suave y mullida, pues eso no era más que falsa
comodidad. Aunque, claro, todo aquello era falso. Cuando varios minutos
habían pasado con estruendo en el reloj de pared junto a la ventana, se
tumbó sobre la colcha y apoyó la cabeza en una de las almohadas, que
estaba rellena de plumas. Al cabo de unos segundos, salió de la cama y se
tumbó en el suelo boca arriba.
Más tarde, estaba observando el techo cuando oyó un suave golpecito en
la puerta.
—Adelante —dijo, y se incorporó cuando el pomo de la puerta se giró y
entró Jüttner.
—Te pido disculpas —gruñó. Durante medio segundo, Yona creyó que
quizá lo hubiera convencido de algo, pero entonces añadió—: Debo
recordar que te crio una demente en el bosque. Tardarás algo de tiempo en
comprenderlo todo. Pero eres mi hija y yo te enseñaré.
Yona no contestó. Tras hacer una pausa, Jüttner se aclaró la garganta.
—¿Qué haces en el suelo?
—La cama es demasiado blanda.
La miró como si estuviera loca. Quizá lo estuviera.
—¿Qué pasará con las monjas? —preguntó ella.
—Todavía no lo sé. Pero esta noche no se tomará ninguna decisión. Te
doy mi palabra.
Yona lo miró a los ojos en busca de indicios de que mentía, pero tan solo
encontró una profunda tristeza y temor.
—Muy bien.
—Duerme un poco. Seguiremos hablando cuando te despiertes.
Yona asintió y él le dedicó una extraña media sonrisa antes de cerrar la
puerta tras de sí. Al cabo de un segundo, Yona oyó un chasquido, y supo,
sin levantarse siquiera para girar el pomo, que la había cerrado con llave.
Cruzó la habitación y fue hasta la ventana, que se abrió sin problemas. La
cerró de nuevo, aliviada al saber que disponía de una fácil vía de escape si
la necesitaba. Aun así, la inquietaba el hecho de que su padre pensara no
solo que podía encerrarla, sino que tenía el derecho a hacerlo.
Se tumbó en el suelo y cerró los ojos. Iba a necesitar toda la energía que
pudiera recuperar para lo que se avecinara. Sabía que no dormiría bien, sin
embargo, pues compartía techo con un enemigo, aunque fuera carne de su
carne.
CAPÍTULO DIECINUEVE

Y ona tardó una hora en relajarse, pero al final se adentró en una extraña
duermevela y soñó con Jerusza. En el sueño, Jerusza caminaba hacia
ella desde el bosque, con los ojos ardiendo por la rabia, y al hablar el fuerte
viento se llevaba sus palabras. Cada vez que Yona daba un paso hacia ella,
desesperada por oír lo que le decía, la anciana se volvía más y más
translúcida, hasta que desapareció por completo en un rayo de sol. Se
esfumó y sus palabras, seguramente una advertencia, también. Yona se
despertó con un sobresalto, con el corazón a mil y la frente húmeda de
sudor, y durante unos borrosos segundos no recordó dónde estaba. Miró
frenética a su alrededor y asimiló los muebles elegantes, las cortinas
bordadas, la cama mullida que se alzaba a su lado. Se le tranquilizó el pulso
al acordarse de todo lo que había sucedido.
Así era como podría haber sido su vida si Jerusza no se la hubiera llevado
tantos años atrás. ¿Su madre estaría viva? ¿En qué clase de persona se
habría convertido Yona?
Pero, cuando la vida abre una puerta, las demás se cierran de golpe. Era
imposible saber qué habría sido, qué podría haber sido, porque las
decisiones que tomó Jerusza alteraron su futuro. No servía de nada mirar
atrás. Y el fantasma de la anciana podía gritar cuanto quisiera en el viento,
pero no pertenecía a ese mundo, no pertenecía a ese momento. No podría
salvar a Yona del pasado.
Más tarde, en algún punto Yona se durmió de nuevo, pero ya no tuvo
ningún sueño, y, cuando se despertó por la luz que entraba por las ventanas,
se sintió descansada por primera vez en semanas. Se sentó, sorprendida por
haber dormido tan profundamente. ¿Cómo había podido bajar la guardia?
Enseguida se puso en pie, se alisó el vestido y se peinó, y se dirigió hacia la
puerta, que se abrió con facilidad; Jüttner debía de haberla abierto al
levantarse esa mañana.
—¿Y las monjas? —le preguntó sin saludarlo al entrar en la cocina—.
¿Están bien?
Jüttner vestía uniforme y sorbía una taza de café en la mesita. Levantó la
vista y sonrió, indulgente, como si fuera un niño que pedía una porción
extra de tarta. El día anterior parecía que iba a desmoronarse. Ese día estaba
inmaculado y sereno. La rápida transición la inquietó.
—Buenos días, Inge. ¿Cómo has dormido?
—¿Y las monjas? —repitió.
—Están bien, Inge.
Pero los ojos de Jüttner eran fríos y duros, y Yona no lo creyó.
—Enséñamelo. Por favor. Debo ir a verlas.
Jüttner le hizo un gesto para que se sentara delante de él y, cuando Yona
tomó asiento lentamente y de mala gana, Jüttner se levantó para ir a por la
cafetera plateada. Sirvió una taza humeante y volvió a sentarse.
—Ahora yo mismo iba para allá.
—Llévame contigo. —Yona le sostuvo la mirada.
—¿Eso te haría feliz? —El hombre dudó—. Muy bien. Pero primero
bébete el café y come un poco. Eres mi invitada. —Jüttner no esperó a que
le respondiera para empujar hacia ella un pedazo de pan y un buen trozo de
mantequilla. Yona se lo quedó mirando, incrédula; no creía que ningún
ciudadano de Polonia hubiera probado la mantequilla desde el inicio de la
guerra. También había queso y un pequeño plato con salchichas frías. Yona
no había comido nada desde el día anterior, pero aquella comida, la
descomunal cantidad, le revolvió el estómago. Empezó a alejar el pan, pero
al ver la expresión de Jüttner lo agarró y le dio un mordisco, con el que se
ganó un asentimiento de aprobación.
—Gracias —dijo después de tragar, aunque aquella palabra le resultó tan
amarga como el pan.
—De nada. —Jüttner apartó la mirada—. Creía que podrías intentar
escapar durante la noche.
Yona se mordió el labio antes de preguntarle si por eso la había encerrado
en su cuarto como si fuera una prisionera.
—¿Sabes, Inge? —dijo, sus ojos de nuevo clavados en ella. Desprendía
algo más amable, algo más familiar—. Me habrías dejado devastado.
Yona sintió un poco de lástima por él, pero no podía olvidar quién era ni
en qué se había convertido.
—Sigo aquí.
—No te puedes ir. —Agachó la cabeza—. No estoy bien desde que… —
Hizo una pausa y entonces, de repente, se levantó y se entretuvo llevando el
plato y la taza hasta la encimera de la cocina—. Sería una humillación. —
Se aclaró la garganta varias veces, de espaldas a ella, pero guardó silencio.
—Las monjas —murmuró ella tras unos cuantos minutos—. Por favor.
¿Me llevas a verlas?
Jüttner se enjugó los ojos antes de girarse.
—Saldremos dentro de quince minutos. Termínate el pan, Inge. —Se
limpió las migas de la comisura de la boca y sonrió—. Ahí fuera hay gente
que se muere de hambre.

***

Bajo la intensa luz de la mañana, el barrio donde vivía Jüttner era tan bonito
como inquietante y desértico. Conforme caminaban en silencio hacia la
plaza de la iglesia situada en la zona norte del pueblo, sus pasos eran un
constante traqueteo sobre los adoquines, y Yona imaginó a gente
mirándolos desde detrás de las cortinas de las ventanas, preguntándose
quién sería, qué haría con un oficial nazi. Deducirían que era como él. No
sabrían que solo estaba allí para salvar a las mujeres de la iglesia.
Pero no era solo por eso, ¿verdad? También la mantenía allí la
familiaridad del rostro de Jüttner. Era una parte de ella, por más que Yona
detestara el papel que desempeñaba en aquella guerra. Yona nunca había
sabido qué se sentía al formar parte de una familia, y ahí tenía a un hombre
que, a pesar de sus gigantescos defectos, la había querido. Quizá todavía la
quisiera. Pero ¿acaso anhelar aquel amor, aunque fuera un poco, no suponía
aprobar tácitamente las decisiones que había tomado él? ¿O quizá no fuera
más que la naturaleza humana? Y, si lo era, ¿cómo podría apagar aquellas
emociones? No iba a quedarse para siempre, pero cuando se fuera volvería
a estar sola, y en el proceso tal vez rompería de nuevo el corazón de su
padre. ¿Era responsable del dolor que llegaría inevitablemente?
—Ten cuidado —murmuró Jüttner tocándole el brazo para ayudarla a
sortear un charco de la calle. Solo cuando lo dejó atrás se dio cuenta de que
el agua tenía un color rosado por la sangre seca y que había manchas de
sangre en la acera y en la parte inferior del edificio de la derecha, una
carnicería que parecía sellada y abandonada. Se le revolvieron las tripas, y
se apartó de Jüttner; odió que la preocupación de él la reconfortara un poco.
Allí habían asesinado a gente, y no hacía demasiado; todavía percibía el
olor metálico de la muerte—. No hace falta que corras, Inge —dijo Jüttner
con una sonrisa en la voz al acelerar el paso para alcanzarla. Pero Yona no
podía mirarlo siquiera, no podía admitir aquella alegre regañina, porque de
hecho había numerosas razones para correr, para huir hacia el bosque lo
más rápido que la llevaran los pies, sin mirar atrás.
La iglesia estaba vigilada por dos soldados, que se irguieron y saludaron a
Jüttner con el gesto de los alemanes: levantando el brazo con la palma hacia
abajo, como si quisieran esconderle la cara a Dios. Él los saludó y guio a
Yona hacia la iglesia. Ella notó los ojos de ambos agujereándole la espalda
hasta que la pesada puerta de la iglesia se cerró, expulsando así la luz del
sol.
Sus ojos tardaron medio segundo en adaptarse a la penumbra de aquel
lugar y otro medio segundo en fijarse en que las ocho monjas formaban una
fila en el altar, las ocho vivas y sentadas con las manos atadas a la espalda.
Yona soltó un suspiro, y el oficial nazi del día anterior, que estaba junto a
ellos, la fulminó con la mirada antes de saludar a Jüttner, que le devolvió el
gesto.
—¿Lo ves? —dijo Jüttner con orgullo mientras le daba una palmada a
Yona y recorría el pasillo de la iglesia hacia las prisioneras. Ella se encogió
ante el contacto, pero él no pareció darse cuenta—. ¿Qué te había dicho?
Están perfectamente.
Yona asintió, pero fue incapaz de hablar. En cualquier caso, Jüttner estaba
equivocado. Aunque las monjas estaban vivas, lo cual era un gran alivio,
estaban aterrorizadas, todas menos la hermana Maria Andrzeja, que lucía un
moratón y un corte en la mejilla, y que irradiaba rabia y determinación.
Cuando Yona se dirigió hacia ella, el oficial nazi se adelantó para detenerla,
pero Jüttner levantó una mano.
—No, deja que se acerque, Schneider —dijo—. Está unida a ellas.
El oficial entornó los ojos, que pasaron de Jüttner a Yona y viceversa.
—No lo entiendo.
—No hace falta que lo entiendas —terció Jüttner—. Hablará con las
monjas ahora. Es una orden.
El hombre la fulminó con la mirada, pero se retiró y empezó a hablar en
voz baja con Jüttner mientras Yona se acercaba al lado de la hermana Maria
Andrzeja. Las otras monjas se apartaron para dejarle un sitio.
Ni Yona ni la hermana Maria Andrzeja dijeron nada durante los primeros
segundos. La monja buscó los ojos de Yona, como si intentara responder
una pregunta, antes de decir con un áspero susurro:
—¿Eres hija de un oficial alemán?
—Solo de sangre. —Yona agachó la cabeza.
Nuevamente se instaló un silencio entre ellas. A poca distancia, Yona oía
los airados murmullos de Jüttner y del otro oficial nazi.
—Deberías habérmelo contado —dijo la hermana Maria Andrzeja al
final, y Yona levantó la vista, aliviada al comprobar que una parte de la
rabia y la suspicacia de la monja había desaparecido, aunque la confusión
seguía allí—. ¿Por qué no me lo contaste?
—Ni yo misma lo sabía.
—¿A qué te refieres? —El desconcierto de la expresión de la monja se
incrementó.
—Me arrebataron a mis padres cuando era pequeña.
Al cabo de unos segundos, la monja asintió.
—Pero, entonces, ¿por qué estás aquí? En esta iglesia.
—Necesitaba estar segura de que todas estuvieran a salvo. Necesitaba
saber lo que había ocurrido. Yo… quiero ayudarlas.
Las demás monjas la observaban, algunas con desconfianza, otras con
lástima y tristeza. La hermana Maria Andrzeja no dijo nada.
—¿Es verdad? —preguntó Yona al cabo de un rato—. El oficial alemán
que estaba en las escaleras dice que se ofrecieron a morir a cambio de los
cien aldeanos a quienes pretendían ejecutar.
La hermana Maria Andrzeja guardó silencio durante bastante tiempo.
Cuando finalmente levantó la vista para mirar a Yona, sus ojos estaban tan
impregnados por la desesperación que la joven sintió cómo el aire
abandonaba sus pulmones.
—Hemos rezado por esto, las ocho, desde hace tiempo —murmuró la
monja—. Hemos rezado por la seguridad del pueblo. Hemos rezado por que
los alemanes nos dejaran vivir en paz. Primero fueron a por los judíos, e
hicimos poca cosa para detenerlos. Y luego, el año pasado, ejecutaron a
sesenta aldeanos sin motivo alguno, entre ellos los dos pastores de la iglesia
de la otra punta del pueblo, que ahora está cerrada. Desde entonces, el
pueblo ha contenido la respiración, a la espera. Pero en el silencio Dios se
dirigió a nosotras.
—Pero sacrificarse…
—Es la única respuesta. Así salvaremos vidas inocentes. Y los alemanes
pensarán que han obtenido una recompensa, porque seguro que el pueblo se
quedará asustado al ver cómo asesinan a ocho monjas en sus hábitos delante
de todo el mundo. —Cuando la monja alzó la vista y miró a Yona a los ojos,
los suyos resplandecían con determinación. Bajó la voz hasta hablar en un
feroz susurro—. Pero también pensamos que así quizá podamos prender la
mecha de la resistencia. Los alemanes no creen que los polacos y los
bielorrusos contemos con las agallas para defendernos. Pero se equivocan,
ya lo ves. Todos tenemos agallas. Tal vez nuestra muerte promueva un
cambio, obligue a la gente a preguntarle a Dios cuál es su papel.
—Pero ¿no morirán más personas, entonces?
—La gente morirá igualmente. —Los ojos de la monja se llenaron de
lágrimas—. Tengo la esperanza, sin embargo, de que algunas de esas
muertes no serán en vano.
—Debe de haber otra manera. —Yona tocó el brazo de la hermana Maria
Andrzeja.
—No la hay. Vinimos aquí a ayudar a la gente de este pueblo, a salvar a
cuantos pudiéramos salvar, a recordarles que Dios siempre los ama. Dios
por fin nos ha dado una respuesta sobre el papel que debemos interpretar en
todo esto. Los nazis necesitan a alguien con quien dar ejemplo. ¿Quiénes
mejor que nosotras, si nuestras ocho vidas evitan la muerte de cien? Es el
camino que Dios nos ha mostrado.
—Pero…
—¿Te acuerdas, Yona? Quienquiera que salve una vida será considerado
el salvador de todo un mundo.
Yona se sentó sobre los talones y miró primero a la hermana Maria
Andrzeja y luego, al resto. Vio determinación en los ojos de todas, pero
también cierto miedo.
—No permitiré que ocurra —afirmó—. ¿Y si Dios me ha enviado aquí
para salvarlas?
La hermana Maria Andrzeja esperó hasta que Yona volvió a mirarla a
ella.
—O quizá sea nuestro destino recordarte a ti tu propia bondad, tu
responsabilidad hacia el prójimo.
—Pero…
—Aceptamos nuestro destino. Todas nosotras. Tú debes hacer lo mismo.
—Una solitaria lágrima recorrió la mejilla de la monja y desapareció en la
herida que le iba desde la nariz hasta la oreja—. No lo olvides nunca, Yona:
Dios es tu padre y siempre está contigo.
Los ojos de Yona también se llenaron de lágrimas. No respondió. Jerusza
siempre le enseñó que el bosque era su padre y su madre, y ¿qué había sido
el bosque sino la creación de Dios, al fin y al cabo? Tal vez, aun cuando se
había sentido más sola, siempre hubiera estado acompañada de un padre
que la quería por cómo era.
—¿Y la niña? —le preguntó la hermana Maria Andrzeja al cabo de unos
instantes, bajando la voz hasta un débil susurro—. ¿Está a salvo?
—Sí.
La hermana Maria Andrzeja cerró los ojos unos segundos.
—Alabado sea el Señor. —Los abrió y los clavó en Yona—. Gracias,
Yona. Has sido valiente y amable, pero ha llegado el momento de que te
marches. Deja que cumplamos con nuestro destino. Todas lo aceptamos.
Yona contempló a las demás monjas. Algunas la observaban, otras habían
cerrado los ojos y parecían rezar.
—Pero no deben rendirse. Haré lo que pueda para ayudar. Hablaré con
Jüttner. Con… mi padre.
La sonrisa de la monja irradiaba tristeza, y no miró a Yona a los ojos.
—La falsa esperanza es peligrosa, Yona. No nos van a liberar. Recuerda
que hemos hecho un pacto. Nuestras vidas por cien. Si los alemanes nos
permiten vivir, otros tendrán que pagar.
—Debe de haber una…
—¡Inge! —La voz impaciente de Jüttner se alzó tras ella, y al girarse vio
que la contemplaba. El otro oficial se había retirado y se encontraba a
medio camino del altar, de espaldas a ellos y con los puños apretados—.
¿Nos vamos? —le preguntó con tono alegre, como si hubiera olvidado por
completo que cerca había ocho rehenes.
Yona miró atrás una última vez hacia la hermana Maria Andrzeja, pero la
monja había cerrado los ojos y movía los labios, y por alguna razón Yona
supo que estaba rezando por ella, lo cual era incorrecto e inmerecido.
—Vámonos, va —dijo Jüttner con cierta impaciencia. Antes de que Yona
pudiera responder, le había agarrado el brazo y tiraba de ella.
—Que tengas un buen día, hija alemana —masculló el otro oficial cuando
pasaron por su lado. Yona detectó el sarcasmo y la irritación que teñían sus
palabras. Jüttner asintió en su dirección, el hombre le devolvió el saludo, y
acto seguido Yona se vio arrastrada hacia el sol que brillaba fuera de la
iglesia.

***

—¿No puedes ordenar que las liberen? —le preguntó Yona cuando Jüttner y
ella volvían a casa.
—No es tan sencillo. —No la miró.
Yona pensó en lo que le había dicho la hermana Maria Andrzeja.
—Porque si las liberaras tendrías que ejecutar a cien aldeanos —comentó.
—Sí. —Jüttner asintió lentamente—. Fueron las propias monjas las que
acudieron a nosotros con ese acuerdo. Intentas salvar a personas que no
desean ser salvadas.
—Todos deseamos ser salvados.
—Algunos deben sacrificarse por el bien común. —Ahora sí que la
observaba.
—Es decir que pretendes llevar a cabo la ejecución de todos modos. —
Con un nudo en la garganta, Yona intentó tragar saliva.
—Sé que las monjas te importan. Pero no sé qué hacer. —La miró cuando
doblaron una esquina. Los surcos que tenía debajo de los ojos eran
pronunciados, su frente estaba cuarteada por la fatiga—. Debes comprender
que no soy más que un eslabón de la cadena, Inge.
—Pero aquí estás al mando. Seguro que puedes hacer algo. Seguro que
puedes…
—¡Basta! —Aunque lo había murmurado, Yona percibió la furia en su
tono, la frustración—. No sabes nada. ¿Crees que me apetece vivir en este
pueblo polaco dejado de la mano de Dios? ¿Crees que no preferiría estar en
Berlín? No, Inge, estoy aquí por una razón, y no puedo permitirme
distracciones. Si me permito olvidar, fracasaré. Y esa no es una opción. Hay
trabajo que hacer, y pronto, pero primero debemos controlar los pueblos. Y
eso significa que la gente debe comprender las consecuencias de
subestimarnos.
—¿Por qué estáis aquí? —le preguntó Yona cuando giraron otra esquina.
Ya estaban cerca de la casa de Jüttner, pero al final de la larga avenida el
bosque se cernía a lo lejos. Cuando Jüttner lo miró fijamente antes de
apartar la mirada enseguida, como si no hubiera querido que sus ojos
repararan en ese lugar, Yona lo entendió en un rápido instante de claridad.
Estaban allí en busca de los guerrilleros rusos (y los judíos) que se
ocultaban en el bosque. De repente, no podía respirar—. El bosque —
consiguió pronunciar.
—Allí hay gente que nos está causando problemas, que nos destroza las
vías del tren, que mata a nuestros hombres. —Su expresión se endureció—.
Y ¿quiénes son? Desertores rusos y judíos que huyen de su destino como
cobardes. No merecen vivir.
A Yona le pareció que se le congelaba la sangre, y se estremeció.
—¿Quién eres tú para decidir eso?
Jüttner se detuvo y se giró para mirarla a la cara. Sus ojos la analizaron y
retiraron capas como si fueran de una cebolla.
—Allí era donde estabas antes de venir aquí, ¿verdad? Con uno de esos
grupos.
Yona no respondió y, al cabo de unos instantes, él la agarró por el brazo y
se lo apretó tanto que ella gimió de dolor y de sorpresa.
—¿Judíos o rusos? —le siseó. Cuando no le respondió, la zarandeó con
fuerza, y Yona notó cómo la quemaban sus ojos ardientes—. ¡¿Judíos o
rusos?!
Siguió guardando silencio, y unos segundos más tarde Jüttner le soltó el
brazo con un chasquido de repulsa.
—Judíos, supongo. Los rusos utilizan a sus putas y luego las despachan.
Yona se mordió el labio con tanta fuerza que notó el sabor de la sangre.
—Bueno, pero ahora estás aquí. —Jüttner intentaba consolarse—. Quizá
no tuvieras opción cuando estabas sola, pero ahora me tienes a mí. Y,
obviamente, no sabes que los judíos son vagos y mentirosos. Nos minan a
todos. Si sientes alguna empatía por ellos, es que te han embaucado.
—No, te han embaucado a ti. —Al fin había recuperado la voz—. Te han
lavado el cerebro, y eres tan estúpido que no lo ves.
Jüttner se puso rojo, y todo su cuerpo pareció engarrotarse.
—Cómo te atreves. —Hablaba con voz plana e inexpresiva, pero Yona
detectó la rabia que irradiaba en oleadas cuando le aferró el brazo y empezó
a caminar de nuevo, tirando de ella. Yona trastabilló un poco, pero Jüttner
no redujo el paso; se limitó a incrementar la presión. Permanecieron en
silencio cuando giraron hacia su calle y él saludó al soldado apostado frente
a su casa. Ninguno de los dos dijo nada hasta que hubieron entrado y la
puerta se cerró tras ellos—. No vas a volver a hablarme de esa manera —le
espetó en voz baja y siniestra.
—¿Cuándo? —le preguntó con suavidad ignorando sus palabras, aunque
le hicieron sentir como si se hubiera zambullido en el río Niemen en pleno
invierno—. ¿Cuándo iréis a por ellos? —En su cabeza veía a Ruth y a sus
tres hijos, a Oscher y su cojera, a los hijos de Chaim. Los veía a todos, uno
a uno. Pero el rostro que duró más en mente fue el de Zus. «Quédate,
Yona», le había dicho, clavándole una mirada mientras le acariciaba la cara.
«Por favor. Te necesitamos».
—No se te habrá ocurrido volver, ¿verdad? —Jüttner arqueó una ceja tan
arriba que casi desapareció debajo de su pelo. Soltó una carcajada de
burlona incredulidad—. No, nadie sería tan tonto como para volver.
—¿Cuándo? —repitió, negándose a reaccionar a la provocación.
Jüttner apretó la mandíbula y, acto seguido, sonrió levemente.
—Dentro de dos semanas.
—Por favor, no. —Detestaba que le temblara la voz, que sonara tan
desesperada—. Por favor, páralo. —Él no respondió y, al cabo de unos
segundos, añadió—: Por favor, padre. Papá.
Le dolió llamarlo así, pero vio lo que eso provocaba en él. Jüttner se
encogió como si le hubiera asestado un golpe, y Yona supo que aquella
palabra había sido muy efectiva. Suspiró, y al final la miró a los ojos.
—No tiene nada que ver conmigo, Inge. El bosque está lleno de
guerrilleros rusos que desean destruirnos. Son nuestro primer objetivo.
También se esconde allí un hombre llamado Bielski. Un judío, un cerdo de
Stankiewicze. Ha guiado a cientos de judíos por el Nalibocka, y procuran
causar destrozos en las líneas ferroviarias alemanas, en el transporte
alemán. ¿Ves por qué no tenemos opción? ¿Ves por qué debemos
defendernos? También hay otro grupo de judíos, liderados por un tal Zorin,
que hace lo mismo. No son inocentes, Yona. Están luchando contra
nosotros. Es la guerra.
—Solo intentan sobrevivir —protestó, avergonzada por la egoísta
esperanza que la embargó cuando se dio cuenta de que el objetivo eran los
grupos grandes, grupos cuya ubicación ella desconocía.
—Pero no tienen derecho a sobrevivir, Inge —contestó tras hacer una
pausa larga.
—¿Quién eres tú para decidir eso? —quiso saber.
Antes de que le respondiera, echó a correr escaleras arriba, desesperada
por poner distancia entre ambos. Su mente daba vueltas sin parar. Debía
advertir a Zus, a Aleksander y a los demás de que los alemanes iban a
peinar el bosque. También debía encontrar una manera de llegar a los
grupos de Zorin y de Bielski, un modo de decirles que se prepararan. Pero
¿cómo podría abandonar a las monjas? Las ejecutarían en el momento en
que se fuera. ¿Cómo iba a decidir entre una vida en favor de otra? ¿Quién
era ella para elegir?
Aquella noche se negó a cenar con Jüttner y lloró hasta quedarse dormida,
a salvo en una cálida habitación proporcionada por el enemigo, mientras
una inevitable oscuridad avanzaba por el cielo nocturno, cerniéndose más y
más cerca sobre las personas que le importaban y tapando las estrellas.
CAPÍTULO VEINTE

A l día siguiente, Jüttner se negó a llevar a Yona hasta la iglesia, pero al


regresar por la noche, cuando el crepúsculo se instalaba sobre el
pueblo, las primeras palabras que le dirigió fueron una promesa de que las
monjas seguían a salvo.
—Hoy he hablado con tu querida hermana Maria Andrzeja —le anunció
con frialdad—. Me ha pedido que te dijera que reza por ti.
Yona no se imaginaba a los dos manteniendo una conversación, y se
preguntó qué habría motivado a Jüttner para hablar con la monja.
—Gracias. —No le resultó fácil obligarse a hablar, a mostrarle gratitud
por nada en absoluto.
Jüttner se sentó en el salón y le hizo un gesto para que lo imitara. Yona
tomó asiento en la otra punta de la estancia, con el estómago revuelto. Ese
día parecía más animado, más contento. Eso la inquietó.
—He encontrado una solución, creo. —Le estaba sonriendo de oreja a
oreja con orgullo cuando Yona al final se atrevió a mirarlo.
—¿Una solución?
—Llevaremos a las monjas al bosque. Dispararemos ocho balas. Y luego
las conduciremos en camión a otra parte de Polonia, lejos de aquí. Les
ordenaremos que no regresen, o recibirán un balazo a bocajarro. Nadie del
pueblo tiene por qué saber que no se ha llevado a cabo el castigo.
—¿Les vas a perdonar la vida? —Yona lo miraba fijamente.
—Con dos condiciones. Cuando me vaya al bosque dentro de dos
semanas, tú regresarás a mi casa de Berlín, donde debes estar. Ya he
arreglado tu traslado. —Esperó a que respondiera, pero siguió al ver que no
decía nada—: La segunda condición es que me digas dónde se esconden los
judíos. Me vas a llevar hasta el asentamiento de Bielski.
—No he visto nunca a ese grupo —respondió con sinceridad.
—No me mientas, Inge. Intento ayudarte.
—No es mentira.
—Entonces, ¿con quién estabas? ¿Con el grupo de Zorin? —Había
empezado a alzar la voz.
—No. Estaba sola. —¿Acaso era mentira? A fin de cuentas, aun cuando
hubiera estado con el grupo, se había limitado a mirarlos desde el exterior,
tanto daba lo que se dijera a sí misma—. Pero en la zona oeste de Nalibocka
hay un grupo, justo al sur de la gran carretera que cruza el río. Los vi.
Era una zona del bosque en la que estaba casi segura de que no se
escondía nadie, pues hacía solo una semana que la había atravesado y no
vio rastro alguno de vida humana. Tampoco habría sido un lugar demasiado
lógico donde ocultarse; los árboles eran más jóvenes y delgados, había
pocos animales que cazar, pocos arroyos en que pescar, pocos lugares donde
esconderse. Pero Jüttner no sabía nada de eso, evidentemente.
Aun así, se la quedó mirando unos instantes con los ojos entrecerrados.
—Mientes.
—Intento salvar a las monjas —le espetó—. Estamos haciendo un trato,
¿no? —Respiró hondo e invocó a Jerusza inventándose detalles para que su
historia fuera creíble—. ¿Crees que me siento bien al traicionar a gente que
no ha hecho nada malo? Pero allí hay por lo menos treinta personas, con
tiendas hechas con lianas. Unos cuantos están armados; cuando pasé cerca
de allí, los oí cazando a un ciervo.
Al cabo de unos largos segundos, la expresión de Jüttner se relajó.
—Bien. Me alegro de que opines lo mismo que yo. Estás haciendo lo
correcto.
—¿Seguro?
—Entiendo que esto, el vínculo que nos une, ahora mismo es muy frágil.
Me estoy esmerando, Inge. —Frunció el ceño—. Mantendré a salvo a tus
monjas.
Aquellas palabras se asentaron entre ambos, y a Yona se le secó la
garganta. La emoción la inundaba a oleadas: alivio por las monjas, culpa
por el hecho de que se iría en cuanto las monjas estuvieran fuera de peligro,
puesto que necesitaba avisar al grupo del bosque. Estaba arrancándole
valiosa información a Jüttner con mentiras, y lo sabía.
—¿Schneider está de acuerdo?
—Lo he organizado sin que lo sepa. En lo que a él respecta, estarán
muertas en breve.
—¿No insistirá en llevar a cabo él mismo las ejecuciones?
—Como bien has señalado, aquí mando yo. —Jüttner calló unos instantes
antes de aclararse la garganta—. Espero que te des cuenta de que intento
darte lo que quieres.
—Ya lo sé. —Yona se tragó el nudo de la garganta.
—Sé que crees que soy cruel. Pero espero que, cuando tengas la
oportunidad de conocerme, entiendas que solo hago lo que debo hacer.
Para la sorpresa de Yona, aquellas palabras le ofrecieron cierto consuelo,
porque ella también tenía cosas que hacer, cosas que le harían daño a él.
—Ya sé que lo crees.
Más tarde, mientras cenaban un potente guiso de venado preparado por la
silenciosa criada bielorrusa de Jüttner, Yona soltó la pregunta que llevaba
días royéndola por dentro:
—¿Cómo lo soportas?
Jüttner se detuvo con la cuchara a medio camino de la boca. Le tembló la
mano cuando la dejó de nuevo en el plato. Se tomó su tiempo para limpiarse
los labios con la servilleta.
—¿Cómo soporto el qué?
—Las cosas que has hecho. Las muertes de las que eres responsable.
Jüttner entornó los ojos, y sus mejillas se tiñeron de rubor. Durante unos
segundos, Yona creyó que había ido demasiado lejos, pero entonces él bajó
los hombros y negó con la cabeza.
—Si te digo la verdad, todavía no he encontrado la manera de soportarlo,
Inge.
—Entonces, ¿por qué sigues adelante? —lo presionó al poco. En el
silencio, el reloj del vestíbulo marcaba los segundos con un estruendo,
recordándole que se les acababa el tiempo: a ella, a los grupos del bosque y
a las monjas. Iba a tener que marcharse en cuanto las monjas estuvieran a
salvo—. ¿Por qué no renuncias al cargo e intentas redimirte?
La carcajada de Jüttner fue triste y hueca.
—No es tan sencillo. ¿No lo ves? Si renuncio al cargo, como sugieres, me
detendrán y me ejecutarán por traidor. ¿Es lo que quieres que me pase?
—Claro que no. —Se lo quedó mirando, sorprendida por la rotundidad de
su propia respuesta. Quizá fuera un hombre espantoso, pero no quería verlo
muerto.
—En ese caso, verás que no tengo elección.
Comieron en silencio. Yona solo dio pequeños sorbos a la sopa para ser
educada, pues había vuelto a perder el apetito.
—¿Es culpa mía que te hayas convertido en esta persona? ¿El secuestro
de tu hija y la muerte de tu esposa te han hecho ser así?
—No entiendo tu pregunta. —Parpadeó varias veces en su dirección.
Pero Yona vio en sus ojos que sí la había entendido. ¿Habría tomado otro
camino, el de la bondad, si hubiera experimentado el amor incondicional de
una hija? ¿Si su esposa y él hubieran envejecido juntos? ¿Acaso Jerusza
había sellado su destino, y el de todos los que murieron por órdenes de
Jüttner, con su decisión de llevarse a Yona? O, si Jüttner hubiera sido una
persona distinta, ¿otro hombre se habría puesto sus botas y habría ordenado
las mismas muertes que él? Las respuestas eran espeluznantes e
inescrutables.
—Lo siento mucho —murmuró Yona.
—No tienes nada que sentir. —Se aclaró la garganta—. Has sido una
víctima, igual que yo. —Hizo una pausa para dar otro bocado. Aunque el
espacio que los separaba estaba lleno de tristeza y de arrepentimiento, había
un hilo de comprensión también, un puente que los conectaba por fin.

***

Esa noche Yona soñó con el bosque, pero los arroyos que conocía no
contenían agua clara y burbujeante, sino cauces rojizos de sangre. En medio
de la noche, se despertó sudando, convencida de haber oído disparos y una
sucesión de crujidos en la distancia, pero cuando se incorporó en la cama se
dio cuenta de que no había sido más que un sueño. Se acercó a la ventana y
la abrió para que entrara el aire fresco de la noche, y se asomó al callejón.
En lo alto, el cielo estaba salpicado de estrellas y una luna llena bañaba los
tejados de las casas. Prestó atención, y el silencio la convenció de una vez
por todas de que los ruidos no habían sido reales. Aun así, cuando volvió a
tumbarse, tardó horas en conciliar el sueño.
Se despertó tarde, todavía aturdida por aquella noche sin descanso, y
cuando bajó a la cocina vio que Jüttner ya se había ido y que Marya, la
criada, estaba fregando los platos.
—Buenos días. —Yona la saludó en bielorruso. Supuso que era el idioma
que hablaba la mujer, aunque no la había oído pronunciar ni una sola
palabra—. ¿Está Jüttner por aquí?
Marya se giró con las cejas arqueadas.
—¿Su padre, dice? —le preguntó en bielorruso con una voz que
disimulaba muy mal el odio que sentía—. Sí, se ha ido. Veo que ha dormido
plácidamente. Cuánto me alegro por usted.
Yona quería protestar que Jüttner no era su padre; en realidad, no. Que
ella no era responsable de los pecados que hubiera cometido él. Pero dormía
bajo el mismo techo que un oficial nazi y comía los alimentos que su cargo
le proporcionaba.
—Yo no soy él —murmuró.
—Y ¿por qué habla nuestra lengua, entonces? —Marya la miró con
suspicacia—. Es usted alemana, ¿no?
—No crecí allí.
—Sí, lo sé. Es la hija desaparecida. Y ¿cómo es que ha llegado aquí justo
ahora? —Sus ojos brillaban, desconfiados—. ¿En este preciso instante? ¿En
este pueblo? Es todo muy sospechoso.
—Quizá sea el plan de Dios. —Yona pensó en las palabras de la hermana
Maria Andrzeja.
La criada bufó, pero no añadió nada más.
—¿Vivías aquí? —le preguntó Yona al cabo de un momento—. ¿Antes de
que llegaran los alemanes?
—No. —Marya se detuvo, como si valorara cuánto iba a contarle a Yona
—. Pero trabajaba para la gente que vivía aquí.
—¿Qué les pasó?
—Al padre le dispararon en la calle. —Ahora sus ojos desprendían una
emoción diferente: rabia—. A la madre y a los hijos, en la cama. El más
pequeño tenía solo cuatro años. Simpatizaban con los rusos, según los
alemanes. ¿Me puede explicar cómo va a simpatizar con los rusos un niño
de cuatro años?
—La habitación en la que he dormido… —Yona se tapó la boca con una
mano.
—La de la hija adolescente. Czesława. Murió justo donde ha dormido. —
Marya cruzó los brazos sobre el pecho, con expresión tan petulante como
devastada—. ¿La bola de nieve de la mesita de noche? Esa tan bonita con el
bosque y la nieve. La contemplaba todas las noches y soñaba con un futuro
lejano. Y ahora, por culpa de gente como su padre, está muerta, enterrada
por aquí. Ni siquiera salió del pueblo en el que nació.
Yona enseguida cruzó la cocina y vomitó sobre el fregadero. Cuando se
incorporó, la criada seguía mirándola.
—Lo siento —dijo.
—Eso no les devuelve la vida, Fräulein Inge —gruñó la criada.
Oír ese nombre en boca de Marya le pareció raro y erróneo, peor incluso
que cuando lo pronunciaba Jüttner, quien por lo menos la había conocido
siendo otra persona.
—Yona —murmuró—. Ahora me llamo Yona.
—¿Cree que puede escapar de su destino? —Marya frunció el ceño—. No
podemos. ¿No lo ve? —Se giró sin añadir nada más y salió de la estancia,
dejando a Yona sola, con sabor a bilis y a remordimientos en la boca.
Se vistió deprisa, nuevamente con la ropa de la joven muerta. Sus otras
prendas estaban limpias y dobladas en el rincón; Marya había lavado su
vestido, su camisola, sus pantalones, su ropa interior, y hasta había
remendado los agujeros de sus calcetines. Ahora parecían mofarse de ella,
le recordaban que no era el momento de jugar a los disfraces, pero tenía que
ser así. Si conseguía interpretar el papel de hija abnegada un poco más,
podría salvar a todo el mundo. ¿No sería absurdo no intentarlo?
La alivió no ver a Marya al bajar a la planta inferior, pero el alivio
enseguida se disipó cuando se asomó a la puerta principal y vio a los dos
soldados, que se giraron para observarla con curiosidad hasta que cerró la
puerta de nuevo.
Tardó un minuto entero en darse cuenta de que, si había dos soldados
frente a la casa, uno de ellos debía de ser el que en teoría vigilaba el
callejón. Corriendo, cruzó la casa y se dirigió a la puerta trasera. Miró a
izquierda y a derecha, y no vio a nadie. Sin dudar, salió al callejón, cerró la
puerta con cuidado tras de sí y, a continuación, oculta entre las sombras,
caminó deprisa hacia el final de la manzana, donde un vistazo le confirmó
que la calle estaba desierta. No esperó ni un segundo más para echar a
correr, para poner tanta distancia entre ella y la casa robada de Jüttner como
le fuera posible.
En la calle principal, para no levantar sospechas, redujo el paso hasta
limitarse a andar rápido. ¿Cuál era su plan allí? Al aproximarse a la iglesia,
se detuvo. Se acercaría a uno de los sucios cristales de las ventanas junto al
altar y ojearía el interior; había una puerta lateral con una hoja
especialmente translúcida. Si apoyaba la cara en el cristal, debería ver el
interior, aunque de forma borrosa. Pero bastaría para contar ocho monjas,
sentadas y vivas. Acto seguido, regresaría a la casa de Jüttner a toda prisa
antes de que él reparara en su ausencia, y una vez allí se atormentaría con su
siguiente movimiento. Iba a tener que prepararse para huir al bosque en
cuanto las monjas estuvieran a salvo.
Justo antes de doblar la esquina que daba a la plaza delante de la iglesia,
oyó gritos y se quedó paralizada. Tardó unos segundos en reconocer una de
las voces, la de Jüttner, que vociferaba palabras duras, amenazantes y
coléricas. Yona estaba demasiado lejos para captar lo que decía, pero
cuando se acercó para comprender qué ocurría, en todo momento oculta en
las sombras, lo vio de pie enfrente de la puerta de la iglesia, al lado de un
acobardado Schneider. Señalaba al oficial con el dedo mientras chillaba
algo. El rostro de Schneider estaba rojo, e intentaba articular palabra, pero
Jüttner no dejó de hablar abroncándolo con furia.
Yona se mordió el labio y retrocedió, permitiendo que las sombras la
engulleran de nuevo. Algo pasaba. Con el corazón desbocado, recorrió la
estrecha calle, dobló por un callejón y se encaminó hacia la puerta de la
iglesia cercana al altar. Solo echaría un vistazo, se aseguraría de que las
monjas estuvieran bien y se marcharía tan rápido como había llegado.
En la puerta lateral no había ningún guardia, lo cual no la sorprendió. Las
últimas veces tampoco había habido ningún soldado apostado allí, y Yona
había deducido que la puerta estaba cerrada con llave. Lo que no esperaba
era encontrarse con una puerta sin vigilancia que estaba ligeramente
entornada. El ritmo de sus latidos se aceleró.
Dudó antes de colarse en la iglesia, sigilosa como una brisa. En el interior
reinaban el silencio y la oscuridad, y en la quietud Yona olió la sangre y las
balas antes de ver los cuerpos. Se colocó una mano sobre la boca cuando
sus ojos se acostumbraron a la penumbra. En el altar, formando una fila y
de espaldas, vio a siete de las ocho monjas con un agujero de bala en la
cabeza y los ojos abiertos que miraban hacia arriba, hacia Dios, sin ver. La
octava monja se encontraba a unos metros de allí, de rodillas y desplomada
hacia la derecha, delante del crucifijo que colgaba sobre el altar, con un
agujero de bala en la espalda. Había muerto rezando y mirando a Jesús.
Yona supo, antes de acercarse y darle la vuelta al cuerpo con suavidad, que
se trataba de la hermana Maria Andrzeja.
Los ojos amables de la monja estaban abiertos y vacíos, sus labios
ligeramente separados. Yona se la imaginaba susurrándole a Dios,
pronunciando a toda prisa sus últimas palabras, por más que oyera disparos.
¿O quizá había sido Maria Andrzeja la primera en morir?
—Lo siento mucho —susurró, pero no había perdón en la cara arrugada
de la monja, no había absolución en sus ojos. Ya no se encontraba allí; su
alma había echado a volar. La paloma de la muñeca de Yona palpitó cuando
ella se arrodilló para darle un beso a la monja en la fría frente. Con la palma
de la mano, cerró suavemente los ojos de la hermana Maria Andrzeja y se
quedó unos instantes paralizada. Al final, se irguió y volvió a taparse la
boca con una mano al observar a las otras siete monjas, que guardarían
silencio eternamente. Yona retrocedió y murmuró una débil oración en la
oscuridad, y luego salió por donde había entrado y tomó una bocanada del
frío aire del exterior. Seguía oyendo los airados gritos de Jüttner,
procedentes de la entrada principal de la iglesia, y supo que aquello no era
lo que él quería.
Había intentado detener la ejecución, pero tal vez aquel final siempre
había sido inevitable. Yona había sido una ilusa al pensar que podría
cambiar las cosas.
Pero todavía podría ayudar al grupo del bosque.
Jüttner le había dicho que los planes para entrar en el bosque ya estaban
en marcha, pero ¿y si no era demasiado tarde para hacer algo? «Quienquiera
que salve una vida será considerado el salvador de todo un mundo». Era
capaz de oír aún la cita del Talmud con la voz suave y agradable de la
hermana Maria Andrzeja. Cuando se giró y echó a caminar deprisa,
intentando aparentar tranquilidad en lugar de la sollozante desesperación
que la embargaba, la voz de Jüttner fue quedándose atrás, y Yona se alejó
del pasado para siempre.
Sabía que nunca volvería a ver a su padre.

***
Veinte minutos más tarde, Yona entraba de nuevo en casa de Jüttner por la
puerta de atrás, se cambió para ponerse su propio vestido y las botas
robustas, y agarró lo que pudo del armario de la joven fallecida: dos pares
de zapatos, una docena de calcetines, dos jerséis y un precioso abrigo de
lana roja que era demasiado llamativo para el bosque pero que
proporcionaría una necesitadísima protección durante el helador invierno.
Salió como había entrado y, mientras se enjugaba unas lágrimas que no se
interrumpían, se apresuró a recorrer el camino hacia la granja que se
encontraba en las afueras del pueblo, la de los marcos rojos en las ventanas
y la veleta de águila con el ala rota. Debía asegurarse de que Anka estuviera
bien antes de marcharse para siempre. Le daría paz saber que, entre tanta
locura, por lo menos se había salvado una vida, que uno de los últimos actos
de la hermana Maria Andrzeja pudiera ser su legado.
—¡Alto! —exclamó una voz en el camino, y un soldado alemán le
bloqueó el paso, con varias migas de pan en las comisuras de sus labios
finos. Había estado comiendo mientras ella se acercaba, una obvia
negligencia de su deber, y el sobresalto que se llevó al verla era evidente.
Yona solo tardó un segundo en reparar en que era el mismo alemán al que
se había encontrado tres días atrás, y él pareció darse cuenta al cabo de unos
segundos—. Ah, eres tú —dijo con su suave bielorruso—. ¿Vas a buscar
más leche para tu hija?
Yona esbozó una avergonzada sonrisa, que servía para ocultar su alivio.
El soldado no había estado en la plaza cuando ella alzó la voz para hablar
con Jüttner, no sabía que no era una simple aldeana.
—Tiene mucha hambre, señor. —Inclinó la cabeza y añadió—: Gracias
por la chocolatina.
Cuando lo miró a la cara, los ojos azul claro de él eran profundos pozos
de desesperación.
—No hace falta que me lo agradezcas. Ojalá pudiera darte más cosas.
Yona contempló el trozo de pan que yacía en un lado del camino, a medio
comer. El soldado siguió su mirada y luego clavó los ojos en los suyos, con
cierta culpa y un poco de fastidio en su expresión.
—Yo también tengo hambre, ya ves.
Parecía estar muy bien alimentado, y, aunque apreciaba lo amable que
había sido con la chocolatina, Yona supo de qué se trataba: una forma de
dormir por la noche, de fingir que había marcado la diferencia.
—Siento preguntárselo, señor —dijo envolviendo sus palabras de miel
para que el hombre no detectara el veneno ni la tristeza—. ¿Le importa si
paso? Necesito dar de comer a mi hija.
—¿Esta vez llevas dinero? —Frunció el ceño—. Para la leche.
—Un poco —vaciló.
El soldado se lamió los labios y se retiró las migas. Durante unos
instantes, Yona temió que le pidiera que le mostrara el dinero, algo que
claramente no podría hacer, porque no llevaba. Pero el hombre se limitó a
asentir y se apartó.
—Te veré cuando vuelvas.
—Quizá tardo un poco —comentó ella—. Como ve, no tengo gran cosa, y
me tocará negociar con los granjeros.
El hombre asintió y enarcó una ceja; sus labios formaban una cómplice
sonrisilla. La miró de arriba abajo, valorándola, y estaba claro que se
preguntaba de qué disponía para negociar. Yona lo odió por aquella
insinuación.
—Ya veo —dijo, devorándola ahora con la mirada.
—Le veo dentro de unas horas. —Se obligó a sonreír.
—Aquí te espero. —Con paso más vivo, se giró y regresó a su puesto y al
pan.
Yona caminó durante media hora para asegurarse de que no la siguiera
antes de acercarse al fin a la granja blanca de los marcos rojos, en silencio
en las afueras del pueblo. Había un perro en el patio, todo piel y huesos, que
debía de ser la única razón por la cual todavía no lo habían matado para
comérselo. El animal levantó la cabeza cuando Yona se acercó, sus ojos
eran vidriosos y malignos. Ella apartó la mirada y llamó suavemente a la
puerta principal.
No recibió respuesta, así que llamó de nuevo, esa vez con más fuerza.
Quizá Maja tan solo estuviera siendo precavida, pero, cuando Yona miró
por la ventana, la estancia parecía petrificada, intacta, con partículas de
polvo bailando en el aire enrarecido. Se tragó el miedo que le subía por la
garganta y retrocedió en dirección al establo y a la trampilla del suelo.
Ya estaba corriendo cuando llegó a la endeble estructura en la linde de la
propiedad, y al adentrarse la inundó el terror por si veía a Maja y a Anka
tumbadas sobre la paja, una escena parecida a la de la iglesia. Cuando sus
ojos se adaptaron a la oscuridad, sin embargo, soltó un suspiro de alivio. No
había cuerpos, no había sangre, no había aroma metálico en el aire. Solo
había silencio.
A toda prisa, fue de un lado a otro, retirando la paja, hasta que encontró
un cuadrado en el suelo del establo. Era la trampilla. Utilizó la punta de una
pala para abrirla antes de barrer sus pisadas para que, si se acercaba alguien,
no pudiera seguir sus huellas. Se introdujo en el agujero y cerró la puerta
sobre su cabeza, sumiendo el lugar en la negrura.
A tientas, recorrió las paredes con las manos y caminó en la oscuridad
más absoluta. Había supuesto que la trampilla conduciría a una estancia
oculta, pero no, parecía un túnel estrecho muy largo. Se puso tensa a
medida que avanzaba sin ver nada. ¿A dónde la llevaría aquel camino
invisible?
Estaba a punto de dar media vuelta cuando trastabilló con algo pesado y
cálido.
—Ay —dijo una voz aguda en el silencio, y Yona empezó a retroceder.
—¿Quién anda ahí? —exclamó una voz más segura, y en la negrura se
encendió una cerilla, que iluminó el rostro desafiante de Maja Yarashuk,
que se erguía protectora junto a una Anka agachada. La niña debía de ser
con lo que se había chocado Yona. Pareció reconocerla en el mismo instante
en que ella reconocía a la pequeña, y las dos suspiraron, aliviadas—. ¿Qué
estás haciendo aquí? —preguntó Maja. Se metió una mano en el bolsillo y
extrajo un trozo de corteza de pino, que prendió. Al cabo de unos pocos
segundos, había suficiente luz para divisar la longitud del túnel, que parecía
terminar unos cientos de metros más adelante—. No tendrías que haber
venido.
Yona miró a Anka, que la observaba con ojos brillantes y asustados. No
era necesario que la niña supiera qué les había pasado a las monjas, así que
Yona se acercó a Maja y le susurró al oído:
—Necesitaba advertirla.
Maja asintió una vez, y luego miró a Anka con preocupación.
—Gracias. Pero creo que aquí de momento estamos a salvo. Anoche la
traje a este túnel. Mi contacto debería llegar esta misma noche para
llevársela a otro pueblo.
—¿Y usted? —quiso saber Yona.
—Yo me quedaré aquí. Hay que seguir con el trabajo.
—Pero si los alemanes la descubren…
—Pues entonces veré a mi esposo antes de lo que esperaba. Acepto mi
destino. Pero ahora debes irte. Si te vieron con las monjas, seguramente ya
no estés a salvo en el pueblo.
Yona apartó la mirada. Maja no sabía lo que había ocurrido.
—Tengo que regresar al bosque de Nalibocka. Se ha organizado una
represalia contra algunos de los grupos que se esconden allí. Debo
advertirles. —Maja y Anka la miraban con los ojos como platos.
—Será peligroso —dijo Maja—. Podría enviarte con Anka, ayudarte a
desaparecer.
—Es algo que necesito hacer. —Yona negó con la cabeza.
—Entiendo. —Maja asintió hacia el final del túnel—. Camina hasta
recorrerlo entero. Verás una puerta arriba que comunica con el bosque.
—¿Una puerta que comunica con el bosque? —Yona estaba boquiabierta.
—Así es como movemos a los niños sin que nos vean. Mi esposo lo
construyó durante la última guerra. Algún día los alemanes lo encontrarán,
y será mi fin. Pero no creo que sea hoy. Y ahora vete, con cuidado. Cuando
salgas al bosque, dirígete al norte durante una hora, y luego hacia el este.
Tarde o temprano te hallarás en el Nalibocka.
—¿Y Anka?
—Ella irá en dirección contraria. Estará a salvo.
Yona se inclinó sobre la pequeña, que había presenciado la conversación
con los ojos muy abiertos.
—¿Cómo te encuentras, Anka? —le preguntó.
—Mejor. —En efecto, sus mejillas tenían más color y su voz sonaba más
fuerte—. ¿Dónde está la hermana Maria Andrzeja?
—No está aquí —murmuró Yona con suavidad—. Pero está aquí. —Le
dio un golpecito a la pequeña en el pecho, en el lado izquierdo, justo encima
del corazón.
Anka lo entendió.
—Como mi madre y mi padre —dijo al cabo de unos instantes.
Yona tan solo pudo asentir.
—Entonces, estaré a salvo. —Aun así, la niña parecía insegura.
—Teniendo en cuenta que tanta gente cuida de ti, ¿cómo no ibas a
estarlo? —Yona le agarró las manos y se las apretó.
Anka esbozó una débil sonrisa, y luego Maja le dio un golpecito a Yona
en el hombro y le indicó el final del túnel.
—Vete —dijo—. Buena suerte.
—Igualmente —asintió Yona. No miró atrás cuando avanzó por el túnel,
ascendió la escalera y salió a una densa arboleda. En ese momento, echó a
correr hacia el Nalibocka. Sus pies la llevaban hacia el único hogar que
había conocido de verdad.
CAPÍTULO VEINTIUNO

E l bosque absorbió a Yona enseguida y la engulló en su oscuridad. Pero


conforme avanzaba entre los árboles para adentrarse y dirigirse al este
con la rapidez que le permitían las piernas, no se sintió cómoda con la
familiaridad. Se le revolvió el estómago. Las monjas estaban muertas. No
había podido detenerlo. Y no había hecho nada para vengar sus muertes.
Pero la venganza solo sería dulce durante un segundo, y luego sería un
borrón permanente en su alma. No, iba a hacer lo más importante: correr a
avisar a Aleksander, a Zus y a los demás. Pero ¿sería capaz de encontrarlos
a tiempo? Ya le daba la impresión de que los minutos se le escurrían como
los granos de arena de un reloj.
Se detuvo a menudo y respiró en la quietud, a la espera de oír pasos que
no llegaban. Debía asegurarse de que no la siguieran, de que no estuviera
llevando a los alemanes directos hacia su objetivo. Caminaba sobre hojas y
hierba, avanzaba por arroyos para que sus huellas se esfumaran. Y, aunque
la embargaba la pesada pena, pues no daba un solo paso sin ver los ojos
vacíos de la hermana Maria Andrzeja, también se sentía más ligera, liberada
por fin de un pasado que siempre había sido una carga invisible. No era hija
de Jerusza, siempre lo había sabido. Pero tampoco era hija de su padre
alemán. Yona era solo de ella misma, una paloma en el oscuro bosque, un
bosque que ahora la llamaba.
Caminó durante tres días y se detuvo solo unas pocas horas aquí y allá
para dormir en los huecos de árboles caídos cuando el sol ascendía en el
cielo. Comió bayas y hojas, pescó peces en los arroyos, recogió setas de
color verde y poco a poco volvió a ser ella al poner distancia entre su
cuerpo y la masacre alemana. En el segundo día, empezó a hablar con la
hermana Maria Andrzeja, primero para pedirle disculpas y luego para
rogarle consejo, alguna señal de qué camino tomar. Pero la monja no le
respondió. Jerusza había seguido con ella después de morir, de tanto en
tanto le susurraba en el viento, pero el alma de la monja ya estaba muy
lejos. En el tercer día, Yona comenzó a hablar directamente con Dios y le
preguntó por qué permitía que en el mundo ocurrieran cosas tan espantosas.
¿Acaso no las oía?
Pero fue la voz de Jerusza en la brisa la que respondió a su pregunta. «En
el universo siempre hay equilibrio», le decía. «Verano e invierno. Día y
noche. Sustento y veneno. Bien y mal. Para saber qué es la luz, también
debes saber qué es la oscuridad».
—¡Ya he visto demasiada oscuridad! —contestó Yona en un colérico
susurro, y el viento se llevó sus palabras hacia el firmamento—. ¡Como
todos! ¿Cuándo va a terminar, Jerusza?
No recibió respuesta.
Supo que se acercaba a un grupo nómada cuando encontró varios arbustos
sin un solo arándano y tres píceas sin la corteza. Vio leños quemados y
espinas de pescado en un claro, y cuando las inspeccionó supo que no hacía
más de un día que los habían dejado allí. A juzgar por la cantidad de
espinas, era un grupo del tamaño de ese del que había huido, y se
encontraba en la misma zona del bosque donde los había dejado un mes
atrás. Sintió una punzada de esperanza. ¿Tan fácilmente los había
encontrado? Pero también sintió miedo, puesto que al tirar las espinas en
lugar de enterrarlas, al dejar rastros de una hoguera y de comida, habían
dibujado un mapa para quienes los persiguieran. A Yona se le aceleró el
pulso; necesitaba hacerlo desaparecer todo.
No fue hasta que hubo avanzado medio día más por el bosque cuando se
le ocurrió: en cuanto encontrara al grupo, debería enfrentarse a Aleksander
por primera vez desde su partida. Aquella idea bastó para hacerla
trastabillar y casi caer, a pesar de que el suelo que pisaba era plano y
regular. Recuperó el equilibrio gracias a un arbusto, con los pulmones
constreñidos. No había pensado demasiado en él durante las últimas
semanas, pero la distracción no era una presa impenetrable.
Se obligó a seguir avanzando. No importaba, ¿verdad que no? Aleksander
no podría hacer nada para herirla más de lo que ya la habían herido. «Son
las heridas las que nos convierten en quienes somos», le había dicho Zus, y
quizá no le faltara razón. Cuando un tilo se partía, a menudo volvía a nacer,
más fuerte y más bello en los lugares rotos. ¿Y si con los seres humanos
ocurría lo mismo?
Así que fue la grave voz de Zus, y no la de Aleksander, la que oyó cuando
al final encontró huellas que apenas llevaban media hora allí; las huellas de
un hombre solo en un lugar donde el camino formaba un amplio arco.
Seguramente se trataba de uno de los vigilantes del grupo, y, si Yona se las
había encontrado nada más dirigirse al este, serían muy fáciles de hallar
cuando los alemanes entraran en el bosque. Cerró los ojos unos instantes y
los abrió de inmediato, porque la imagen que veía en su cabeza era la de
una carnicería.
En ese momento, oyó pasos, y enseguida se escondió detrás de un árbol.
Al cabo de un minuto, vio la figura de un hombre de hombros anchos
acercarse desde la oscuridad unos segundos más tarde. Le dio un vuelco el
corazón. Era Zus, con el ceño fruncido, mascullando algo para sí mismo
mientras hacía la ronda de vigilancia, con el rifle colgado en el hombro.
Yona se quedó paralizada unos segundos y se limitó a observarlo, fijándose
en cuánto le había crecido la barba y en los dispersos cabellos blancos que
habían surgido entre la oscuridad de su pelo. ¿Cómo era posible que nunca
hubiera reparado en ellos? Y entonces, haciendo acopio de valentía, salió de
detrás del árbol con las manos en alto en un gesto de rendición.
Zus se giró hacia ella de inmediato, el arma levantada y preparada con
tanta facilidad como si fuera una extensión de su propio cuerpo. Pero en
cuestión de medio segundo la sospecha se transformó en alivio, el temor en
sorpresa, la rabia en una especie de ternura y tristeza que Yona no supo
cómo describir. Bajó el arma y dijo:
—Yona.
Y ella supo que era el sonido más bonito que hubiera oído jamás, su
propio nombre, no el que unos desconocidos le habían puesto años atrás,
pronunciado por una voz grave que se quebraba por la emoción.
—Zus —lo saludó cuando lo vio correr hacia ella.
—Eres tú de verdad —dijo. Se detuvo a unos pocos dedos de distancia,
como si hubiera pensado en abrazarla pero enseguida hubiera cambiado de
opinión—. Yona, me temía que estuvieras… —No llegó a terminar la frase
—. Gracias a Dios —añadió, con voz tan grave y baja que casi se
desvaneció en la brisa.
Yona quería quedarse a vivir en ese momento, rodeada por el peso
familiar de la mirada de Zus, pero no podía ser.
—Debemos movernos, Zus —dijo, y él parpadeó varias veces, como si
regresara de un lugar muy lejos de allí—. Los alemanes —añadió— están
de camino.

***

Mientras se dirigían hacia el grupo, Yona repitió lo que sabía acerca de la


misión organizada para peinar el bosque, aunque no consiguió explicar
cómo se había enterado de aquel secreto. Zus lo aceptó sin preguntárselo,
sin embargo, y guardó silencio un buen rato mientras asimilaba la noticia y
lo que significaba para todos. Conforme se acercaban al asentamiento del
grupo, le contó lo que había sucedido en el último mes, y a Yona la
sorprendió saber que, en el poco tiempo en que se había ausentado, eran
siete personas más. Dos familias al completo llegaron de un pueblo en el
que se habían ocultado durante meses, en un almacén subterráneo bajo el
establo de un granjero, hasta que al granjero lo mataron en una redada de la
policía local, pues sospechaban que daba amparo a fugitivos. Las familias
habían buscado un grupo liderado por un hombre llamado Tuvia Bielski,
que se rumoreaba que era lo bastante grande para funcionar como una
pequeña sociedad. Era el grupo sobre el que Jüttner le había comentado, el
que escondía a cientos de judíos. En lugar de llegar hasta ese, los recién
llegados se habían encontrado con otro, en el que fueron bien recibidos de
inmediato.
Zus, al parecer, había adoptado más el papel de cabecilla en las semanas
en que Yona no había estado con ellos.
—Todos creemos que te debemos la supervivencia a ti —le confesó con
voz gruesa por la calidez y por algo más potente—. Y ver a Aleksander y a
Sulia haciendo lo que hicieron nos pareció una traición a todos.
Aquellas palabras provocaron un martilleo en el corazón de Yona, lleno
de confusa gratitud.
—Nadie tenía que librar mi batalla con Aleksander.
—No hay ninguna batalla —dijo Zus sin más—. Tan solo se aclaró qué
clase de hombre es Aleksander.
No siguieron hablando del tema, y al cabo de diez minutos, cuando se
adentraron en un ajetreado campamento, se le llenaron los ojos de lágrimas
al ver a los niños persiguiéndose unos a otros y a los primos de Zus —
Israel, George y Wenzel— arrodillados junto a un leño para moler bellotas.
Oscher estaba remendando una bota y la joven Ester seleccionaba
metódicamente las bayas de una cesta. La pequeña Pessia fue la primera en
ver a Yona, y su rostro se iluminó con una sonrisa.
—¡Yona! —gritó mientras se levantaba y echaba a correr hacia ella, y
Yona olvidó durante unos segundos el peligro que la había llevado a
regresar tan rápido. Había pensado que se trataba de la familia de
Aleksander, que era una intrusa, pero cuando Pessia se lanzó a sus brazos,
seguida de inmediato por Leah, supo que marcharse había sido un error. Su
lugar estaba allí, en el corazón del bosque, en el corazón de aquella familia,
que después de todo era la suya.
—Me alegro mucho de verte —le susurró a Pessia al oído, y luego le dio
un beso a Leah antes de erguirse para saludar a los demás. Todos habían
salido de las chozas o se habían acercado de entre los árboles para ver a qué
venía tanto alboroto, y se encontró con un mar de rostros conocidos y
sonrientes, acompañados de unos cuantos desconocidos, y se le llenaron los
ojos de lágrimas de gratitud—. Lo siento —dijo alzando la voz para que la
oyeran en todo el claro—. Siento mucho haberme ido.
—No tienes por qué disculparte. —La voz grave de Zus sonó tras ella, y
mientras se enjugaba una lágrima vio que algunas de las mujeres asentían.
Aleksander no había aparecido y Sulia tampoco, pero Yona vio muchas
miradas dirigidas a una pequeña cabaña, lo bastante grande para albergar a
dos personas.
—Nos alegramos de que hayas vuelto a casa, Yona —dijo Ruth. Sostenía
a Daniel, que había crecido en el mes en que Yona se había ausentado. La
vida había seguido adelante sin ella, y pensarlo hizo que se le acelerara el
corazón al arrepentirse de lo que se había perdido.
—Yo también me alegro —respondió ella, y en ese momento Aleksander
salió de la pequeña estructura, seguido de cerca por Sulia, que quiso
agarrarle la mano, pero Aleksander la ignoró.
—¿Yona? —preguntó, y en su expresión vio tanto alivio como inquietud
—. No esperaba que volvieras.
A Yona la sorprendió que aquellas palabras no le hicieran daño.
Aleksander ya no era nadie para ella, no era más que cualquiera de los
otros. Era alguien cuya vida necesitaba salvar, como las de los demás.
—Sí, bueno, la vida está llena de cosas que no esperamos, ¿verdad? —
contestó con serenidad mirando a Sulia, quien por lo menos tuvo la
decencia de apartar la mirada. Zus se aclaró la garganta, y Yona estaba
segura de que aquel sonido disimulaba una carcajada.
—Yona nos trae noticias —anunció Zus, y cuando todos los ojos se
clavaron en él, expectantes, ella se sobresaltó al darse cuenta de la facilidad
con que atraía la atención del grupo. Antes de que ella se marchase, Zus
parecía contentarse con un papel secundario, pero en su ausencia había
llenado un vacío. Era más de lo que habría esperado; era un buen hombre
con un gran instinto en el bosque. Había logrado proteger al grupo—. Yona,
enseguida conocerás a los Sokolowski y a los Gulnik también —prosiguió
—. Son las nuevas familias que se han unido a nosotros. —En la pequeña
multitud, los recién llegados la saludaron con asentimientos—. Pero ahora
debemos escucharte a ti.
Yona asintió en su dirección, agradecida, antes de girarse hacia los demás.
—Los alemanes pronto van a entrar en el bosque —dijo sin preámbulos, y
unos cuantos soltaron un grito. Vio que los hijos de Chaim enseguida
miraban a su padre, y él les puso una mano en la cabeza, como si pudiera
protegerlos con sus caricias—. Debemos irnos. Ahora.
—¿Irnos a dónde? —preguntó Sulia con voz áspera y aguda—. Vivimos
aquí. —Aleksander dio un paso para apartarse de ella.
Yona respiró hondo. Había reflexionado al respecto durante el trayecto
que la había llevado hasta allí. ¿A dónde podrían ir para que los alemanes
no los persiguieran ni los encontraran?
—Iremos al gigantesco pantano que está en el oeste del corazón del
bosque. —«A salvo», susurró la voz de su cabeza, un eco del pasado.
—¿A un pantano? —repitió Sulia con repulsa en la voz, y esa vez
Aleksander se giró y la mandó callar con un grito.
Yona se giró hacia Zus, que asentía pensativo. Él levantó la vista y la
miró a los ojos, que mostraban que estaba de acuerdo.
—Los alemanes no pensarán que vayamos a escondernos allí, ya que se
trata de un entorno inhóspito. Y no se arriesgarán a ir a por nosotros.
—Y ¿allí es adonde quieres que vayamos? Nos llegará el agua por los
hombros, ¿no? —intervino Israel, el primo de Zus—. Dios sabe qué
criaturas nos atacarán.
—Las sanguijuelas no os matarán —les aseguró Yona.
—No sé nadar —murmuró Miriam, y unos cuantos asintieron.
—Nos ayudaremos unos a otros —dijo Yona—. En el pantano hay zonas
que son demasiado profundas como para caminar, y las evitaremos. Los
adultos cargaremos con los niños. Los más fuertes ayudarán a los que estén
en apuros. En el centro hay una isla en la que he estado, pequeña pero llena
de árboles. —Recordó la vez que Jerusza la llevó hasta allí, donde el agua
les ofrecía comodidad—. Es lo bastante grande como para que todos la
ocupemos una temporada. Nos refugiaremos hasta que los alemanes pasen
de largo.
—¿Quién dice que pasarán de largo? —preguntó uno de los hombres.
—No somos muchos —dijo Yona—. No somos el grupo al que buscan.
Están buscando a guerrilleros rusos y a grandes grupos liderados por dos
hombres llamados Zorin y Bielski.
—Tuvia Bielski —aclaró uno de los hombres de las nuevas familias—.
Tenía una tienda en Subotniki. El suyo era el campamento al que nos
dirigíamos cuando entramos en el bosque.
Yona asintió, aunque solo conocía a los Bielski por lo que le había
contado Jüttner.
—¿Sabes más o menos dónde se encuentra el asentamiento de Bielski?
—Sí. Primero nos topamos con el vuestro, pero creo que debe de estar a
unos pocos días a pie hacia el sur.
—Pero en ese pantano del que hablas, ¿cómo nos alimentaremos? —
preguntó una de las mujeres de las nuevas familias.
—Llevaremos la comida que ya hemos conservado. —Fue Zus quien dio
un paso adelante junto a Yona para responder—. Hay suficiente para varias
semanas, como mínimo.
—Esa comida es para el invierno. —La voz de Aleksander era firme—.
Ese era el plan.
—Pues ahora el plan es otro. —Zus no se dignó ni a mirarlo—.
Empezaremos a prepararnos para el invierno cuando estemos a salvo. Pero
primero debemos sobrevivir a esto.
—Es probable que en las islas del pantano también haya comida, aunque
no la suficiente. Zus tiene razón: debemos llevar lo que tengamos. Pero
debemos irnos ya —dijo Yona—. Los alemanes tienen ventaja. Creo que
falta una semana aún para que irrumpan en el bosque, pero recorrerán el
doble de terreno que nosotros en el mismo tiempo. No hay tiempo que
perder.
La mayoría del grupo asintió para mostrarse de acuerdo.
—Recogeremos nuestras cosas ahora y nos pondremos en marcha dentro
de una hora —dispuso Zus. Se inclinó hacia Yona, le puso una mano en el
hombro y añadió en voz baja—: ¿Puedo hablar contigo un momento?
—Por supuesto. —Cuando lo siguió hacia la otra punta del claro, detectó
que Aleksander la observaba, pero no le importó tanto como pensaba—.
¿Qué pasa, Zus?
Sus ojos irradiaban tristeza cuando la miró a la cara.
—Creo que debemos intentar encontrar al grupo de Bielski, de avisarle.
También al de Zorin, si podemos. De lo contrario, seremos tan culpables
como los que colaboran en las lindes del bosque.
—Estaba pensando lo mismo. —Yona suspiró—. Pero será peligroso.
—Ya lo sé. Y es lo último que quiero decir, Yona, pero creo que
deberíamos separarnos. Tú conoces el bosque mejor que cualquiera de
nosotros, así que creo que deberías guiar al grueso del grupo hasta el
pantano. Y yo conozco la zona cerca de los límites del bosque donde es
probable que se escondan los grupos de Bielski y de Zorin, así que iré con
unos cuantos de los nuestros para advertirles. Es lo que tiene más sentido.
—Somos más fuertes cuando estamos juntos, pero ahora mismo no
necesitamos ser fuertes. —Yona asintió con un nudo en el corazón—.
Necesitamos ser rápidos y capaces de desaparecer. Y debemos asegurarnos
de que los otros grupos del bosque tengan tiempo de hacer lo mismo.
—Sí —dijo Zus—. Vayamos a contárselo a los demás. —Pero ninguno de
los dos se movió. Al cabo de unos segundos, Zus se aclaró la garganta—.
Yo… Ojalá las cosas fueran diferentes, Yona.
—Sí. Ojalá. —Levantó la vista y lo miró a los ojos—. Pero los dos
estaremos a salvo. Dios nos protegerá. Es su deber, ¿verdad?
Zus no respondió, pero Yona supo por su mirada que no creía del todo en
sus palabras. Ella tampoco estaba segura de creerlas. Codo con codo,
regresaron junto a los demás, que murmuraban unos con otros cuando se les
aproximaron. Zus miró a Yona de nuevo.
—A ver, Yona y yo hemos tomado una decisión. Lo mejor será que nos
dividamos.
—¿Que nos dividamos? Eso no tiene ningún sentido —saltó Aleksander,
y varias personas del grupo le lanzaron gélidas miradas.
—Déjalo hablar, Aleksander —dijo Moshe, el sastre, antes de girarse
hacia Zus y asentir—. Adelante. Sé que no nos lo sugieres a la ligera.
Yona miró a Zus, cuyos ojos estaban tristes.
—Es demasiado peligroso que los niños y algunos de los miembros
mayores del grupo intenten encontrar a los Bielski antes de hallar seguridad,
pero no podemos ignorar nuestra responsabilidad para con nuestros
hermanos y hermanas escondidos en el bosque. Y uno o dos de nosotros no
deberíamos ir solos; sería demasiado peligroso, y demasiado fácil
superarnos en número. Yona liderará el grupo que se dirigirá al pantano y
yo conduciré al otro a buscar los campamentos de Bielski y de Zorin. —Se
giró hacia Yona—. Chaim irá contigo. —No era una pregunta. Ella asintió,
Zus se volvió y se dirigió a su hermano, que estaba en el medio del claro—.
Tú, Sara y los niños iréis con Yona.
Chaim estuvo de acuerdo, y Yona sonrió a Jakub y a Adam, que parecían
inseguros, y a Sara, que respondió con un solo asentimiento.
Yona miró alrededor y enseguida analizó al resto del grupo.
—También vendrán conmigo Oscher y Bina, Leon, Moshe, Ruth y sus
hijos, así como los Sokolowski y los Gulnik, porque en las dos familias hay
niños.
—Llévate a Rosalia —dijo Zus—. Te ayudará. Yo iré con Aleksander y
Leib, la madre de Leib, mis primos, Bernard y Lazare. Sulia también
debería venir conmigo, es rápida.
—Cuenta conmigo —terció Luba—. No tengo prisa por que las
sanguijuelas me dejen seca.
Yona y Zus se miraron a los ojos. Luba era mayor, pero estaba sana y
podía avanzar deprisa. Y un par de manos capaces serían de gran ayuda en
el grupo más pequeño. Zus asintió.
—Muy bien, está decidido, pues —anunció Yona—. Ahora debemos
irnos enseguida. Recoged las cosas y llenad vuestros zurrones y bolsillos
con toda la comida posible.
—Id todos —dijo Zus. A continuación, le puso una mano en el hombro y
la guio hacia los recién llegados, los Sokolowski y los Gulnik, que seguían
paralizados, contemplándola como si fuera una visitante de otro planeta. De
hecho, es justo lo que debió de parecerles: una mujer a la que no habían
visto nunca, que llegaba de ninguna parte y ordenaba que se separaran.
Se detuvieron delante de los siete desconocidos: dos hombres, dos
mujeres y tres niños. Fue entonces cuando Yona reparó en que una de las
mujeres estaba embarazada. Sin pretenderlo, soltó una exhalación al ver la
barriga hinchada de la mujer, y lamentó ver que a la mujer se le llenaban los
ojos de lágrimas. Yona la protegería, era su deber. Pero era muy peligroso
escoltar a una mujer embarazada por el bosque ahora que los alemanes les
iban a la zaga.
—Te presento a Shimon Sokolowski y a su mujer, Elizaveta —dijo Zus
en dirección a la mujer embarazada—. Y a Nachum, su hijo. —Un niño de
unos seis años, con los ojos muy abiertos, miró hacia Yona y asintió—. Y
ellos son los Gulnik, Leonid y Masha, y sus hijos Sergei y Maia. —Sergei
debía de tener unos quince años y Maia era una niña de cinco o seis con el
pelo oscuro y las mejillas hundidas por el hambre, pero con una mirada
brillante que mostraba determinación. A Yona le cayó bien de inmediato y
le sonrió antes de saludar al resto de la familia—. A Yona le confiaría mi
vida —añadió Zus—, y vosotros también deberíais.
—Pero no es más que una muchacha. —Leonid la analizó con
escepticismo.
—Conoce mejor el bosque que todos nosotros juntos —le aseguró Zus al
instante—. Creo más en ella que en cualquier otra cosa.
Yona levantó la vista hacia Zus y vio lágrimas en sus ojos. Su compañero
apartó la mirada.
—Gracias, Zus —murmuró—. Yo también creo en ti.
Él asintió y se marchó antes de que pudiera decirle nada más. Se giró
hacia los recién llegados, que la contemplaban con curiosidad.
—¿De cuánto estás? —le preguntó a Elizaveta, que se agarraba la barriga
en un gesto protector.
Los ojos de la mujer desprendían preocupación cuando parpadearon en
dirección a Yona.
—Debería dar a luz dentro de un par de meses. Lo… lo siento. No era
nuestra intención que sucediera.
Yona le agarró las manos, aunque ella también tenía un nudo en la
garganta por la inquietud.
—Nunca te disculpes por traer una nueva vida al mundo. Nos las
apañaremos. —Sonrió una vez más hacia Maia, la niña pequeña, y luego
asintió a Leonid, Shimon y sus esposas—. Hay cosas que hacer. Nos vemos
en breve.

***

Al cabo de dos horas, el campamento estaba recogido y los adultos


cargaban todas las provisiones que podían en la espalda. Dejaban muchas
cosas tras de sí —telas, ropa extra, cacerolas, sartenes, tazas—, pero
albergaban la esperanza de que, cuando los alemanes se hubieran ido del
bosque, el grupo regresaría a por sus pertenencias. Lo guardarían todo en
hoyos cavados en la tierra para que a los soldados les costara más
expropiárselo si llegaban hasta allí.
Shimon Sokolowski había dibujado un mapa detallado con la ubicación
donde le habían contado que se había establecido el grupo de Bielski, pero
se negó a unirse al grupo de la ruta hacia el sur; quería quedarse con su hijo
y con su esposa embarazada.
Zus se acercó a Yona en el claro y le puso una mano en el hombro.
—¿Vienes a dar un paseo? —le preguntó al oído, y ella asintió. Miró una
vez más hacia el asentamiento, donde todo el mundo se removía,
preocupado. Había un ambiente de emoción, de ansiedad. Al girarse y
encaminarse hacia el bosque con Zus, percibió que los ojos de todos se
clavaban en ellos, y cuando se giró vio que Aleksander estaba inmóvil,
observándola. Yona apartó la mirada.
Cuando se quedaron a solas, lo bastante lejos entre los árboles como para
que no los vieran, Zus tomó la palabra:
—Yona, tengo que contarte algo.
Se le quebró la voz. En cuanto Yona levantó la vista hacia él, la
sorprendió verlo tan intranquilo. ¿Acaso dudaba del plan?
—¿Qué ocurre, Zus?
—Yo… lamenté no decirte algo antes de que te marcharas el mes pasado.
—Zus… —Abrió la boca para decirle que, fuera lo que fuere, podía
esperar, que sabía que lo vería al cabo de unos días, cuando se reunieran
todos en la isla en las profundidades del pantano, pero algo en la mirada de
él se lo impidió.
—Yona, te ves diferente a como te vemos nosotros, quizá porque has
pasado tanto tiempo sola. —Sus palabras salían apresuradas, como si se
obligara a pronunciarlas antes de cambiar de opinión—. Solo quiero que
sepas, en el caso de que acabemos separados, que creo que eres una persona
extraordinaria.
—Zus…
Levantó una mano para detenerla, y prosiguió con voz más grave:
—Quizá sigas enamorada de Aleksander. Pero yo… Ojalá no tuviera el
corazón tan roto, Yona, porque si estuviera entero creo que lucharía por ti.
Te diría que me niego a dejarte ir, que no permitiré que desaparezcas en el
bosque sin mí. Pero no creo que sea capaz de eso, de soportar lo que
conlleva esa clase de sentimientos. Y quizá no quieras oír estas cosas, así
que tan solo te desearé buena suerte. Y quiero que sepas, por si no nos
volvemos a ver, que creo que eres mucho más especial de lo que pareces.
Los ojos de él no se apartaron de los suyos mientras esperaba una
respuesta, y en el silencio que los rodeaba Yona oyó las profundas
respiraciones de ambos.
—Nos volveremos a ver —dijo al fin—. Nos reuniremos dentro de unos
días en el pantano, y los alemanes se marcharán, y juntos encontraremos la
manera de volver aquí.
—Rezo a Dios por que tengas razón. —Zus le sostuvo la mirada.
—¿Puedo decirte algo yo también? —Vaciló y resistió la necesidad de
apartar los ojos de él—. Yo no sé mucho sobre esos asuntos. Pero creo que
los corazones rotos sanan. Creo que tal vez la única forma de superar ese
tipo de dolor es pasar página. Creo que perder a la gente a la que quieres te
cambia para siempre, pero que Dios encuentra el modo de permitir que la
luz regrese a nosotros.
—Tal vez —asintió él después de parpadear varias veces. Dudó unos
segundos antes de acercarse y darle un suave beso en la mejilla derecha, y
sus labios permanecieron allí un buen rato. Cuando Yona abrió los ojos, Zus
ya se estaba alejando, rumbo al campamento, rumbo al bosque que se
extendía ante ellos.
CAPÍTULO VEINTIDÓS

Y ona solo había ido una vez al pantano —con Jerusza en el extraño
verano de 1941— y, al avanzar por el bosque, adentrándose cada vez
más y más en la oscuridad, se preguntó si la anciana la había llevado allí
porque sabía que llegaría ese momento. Aunque, si había augurado que el
mundo descendería a aquella locura, ¿por qué no la había advertido? ¿Por
qué no le había dicho que al cabo de dos años iba a tener que guiar a un
grupo de personas inocentes hacia el corazón invisible del bosque para
ayudarlos a salvar la vida?
Yona iba a la vanguardia, mientras que el resto del pequeño grupo la
seguía lentamente: Oscher se esforzaba para que la cojera no lo retrasara,
Bina caminaba a su lado para ayudarlo, Rosalia se ocupaba de la
retaguardia y avanzaba un poco tras ellos, con un arma en el hombro y
escaneando el bosque en silencio. A Yona le agradó que Zus hubiera
sugerido que Rosalia la acompañara; se fiaba más de ella que de cualquier
otra persona del asentamiento a excepción del propio Zus, y se sentía más
protegida al saber que estaba allí. Chaim, Leonid Gulnik y Shimon
Sokolowski también empuñaban un arma; las dos nuevas familias habían
llegado con una cada una.
Conforme conducía al grupo hacia el punto más hondo del oscuro bosque,
Yona no dejaba de pensar en Zus y en lo que debería haberle dicho antes de
que se separaran. Él le había dicho que era más especial de lo que pensaba,
pero ¿por qué había dejado escapar ella la oportunidad de decirle lo mismo?
A fin de cuentas, fue en Zus en quien pensó durante la larga caminata desde
el pueblo y fueron su voz y sus palabras las que la llevaron hasta casa. El
modo en que se granjeaba el respeto de los demás gracias a su amable
compasión la afectaba, pero no sabía cómo describirlo con palabras. Ahora,
sin embargo, lo que no le había dicho le constreñía el corazón.
Al cabo de aproximadamente una hora, Chaim alcanzó a Yona, mientras
su esposa y sus hijos los seguían a varios pasos. Se dirigían poco a poco
hacia el noreste, hacia las profundidades del corazón del bosque, avanzando
bajo el sol del atardecer. Cuando se hiciera de noche, Yona planeaba
detenerse y dejarles descansar tres horas antes de ponerse en marcha de
nuevo. Para evitar a los alemanes, a partir de ese momento iban a tener que
refugiarse durante el día y avanzar por la noche.
—Mi hermano es un buen hombre, ¿sabes? —le dijo Chaim con voz
ronca después de que hubieran pasado casi treinta minutos andando juntos
en silencio.
Aquellas palabras la sobresaltaron.
—¿Cómo sabías que estaba pensando en él?
—No lo sabía. —Le sonrió—. Pero esperaba que fuera así. Creo que él
está pensando en ti.
—Ve en mí algo que no hay, creo. —Yona negó con la cabeza.
—No. Ve en ti exactamente lo que hay. Y eso es muy complicado para él.
—¿Complicado?
Chaim se rascó la mandíbula y se detuvo antes de volver a hablar.
—Quedó destrozado cuando murieron Shifra y Helena, su esposa y su
hija. No soy quién para decírtelo, Yona, pero todavía no ha podido hablar de
eso. Y creo… creo que le gustaría que lo supieras.
—¿Qué les ocurrió, Chaim?
Chaim se quedó callado durante mucho tiempo, y no fue hasta que Yona
giró la cabeza cuando se dio cuenta de que intentaba no echarse a llorar.
—Shifra se había casado con Zus cuando eran adolescentes, y estuvieron
juntos más de diez años. Era una buena mujer, y Helena, su hija, solo tenía
cuatro años. Era inteligente. Divertida. Amable. Se habría convertido en una
buena persona, como su padre. Zus las quería con todo su corazón, y yo
también las quería.
—Lo siento mucho. —A Yona no se le ocurría otra cosa que decir,
aunque eso nunca sería suficiente. Chaim no pareció oírla.
—Llegaron los alemanes. Zus se había erigido en alguien respetado por la
gente. Creemos que por eso fueron a por él, para eliminar a cualquiera que
se alzara contra ellos, a cualquiera que pudiera alentar la resistencia. —
Chaim respiró hondo y guardó silencio de nuevo. Sus pasos crujían sobre
las hojas caídas, y los pájaros también habían dejado de cantar, como si el
bosque aguardara para conocer el resto de la historia. Cuando tomó la
palabra, su voz era hueca—. El día que fueron a trasladarnos a todos al
gueto, a Zus le engrillaron las manos y lo ataron al hogar para que no
pudiera moverse. Le dieron una paliza a Shifra hasta dejarla inconsciente
delante de él, y después les dispararon a ella y a la pequeña Helena mientras
él rogaba por sus vidas. Se marcharon entre risas y dijeron que, cuando
alguien lo encontrara, habría muerto también, pero mientras tanto él solo
pensaba que era su culpa que su familia hubiera muerto. Debieron de pensar
que nadie iría a salvarlo, puesto que habían expulsado a todos los judíos.
Pero cinco días más tarde pude escabullirme del trabajo y conseguí regresar
a nuestro pueblo. Encontré a Zus delirando, atado todavía al hogar. Había
dejado de intentar escapar, se había rendido. Lo llevé de regreso al gueto
porque no podía abandonar a mi propia familia, y no sabía a qué otro lugar
llevarlo para cuidar de él y que se recuperara. Su cuerpo poco a poco se
recobró, pero el resto…
Yona ahogó un sollozo cuando Chaim hizo una pausa.
—Antes era diferente, Yona —dijo al cabo de unos instantes—. Se reía
constantemente. Amaba a su mujer, pero los alemanes lo destrozaron. Lo
rompieron.
—Como a todos —murmuró Yona, pero ahora sabía que a Zus lo habían
destruido de forma diferente que a ella. No se puede curar un corazón al que
han hecho añicos; solo se puede tirar para adelante, hacer lo imposible para
sujetar las esquirlas hasta que tarde o temprano formen algo nuevo.
—Le importas, Yona —añadió unos minutos más tarde—. Al principio no
me di cuenta, quizá porque Zus se preocupaba por respetar el hecho de que
ya estuvieras con Aleksander. Pero cuando te marchaste el mes pasado lo vi
perder un poco de luz. Si somos lo bastante afortunados como para
sobrevivir, debes prometerme que nunca lo abandonarás, no sin avisarlo.
Por favor. Ahora somos tu familia. Todos nosotros. Pero Zus… Da igual lo
que sientas por él: debes saber que, en un rincón de su corazón, algo ha
empezado a florecer por ti.
Yona agachó la cabeza. Quería darle su palabra a Chaim de que no se iría,
pero no sabía qué les depararía el futuro.
—A mí también me importa, Chaim. —Fue lo único que le pudo decir.
Él debió de percibir la verdad de su afirmación, pues asintió y, al cabo de
poco, se rezagó para volver con su familia. Yona se quedó caminando sola
una vez más.

***

El grupo de Yona acababa de comenzar la segunda noche de caminata,


después de una larga pausa por la tarde para comer y descansar, cuando
oyeron los primeros indicios de la incursión alemana. Se había preguntado
cómo le iría al grupo de Zus mientras guiaba a los demás por un camino de
barro abandonado que nadie parecía haber utilizado durante meses, pero
ahora, en pleno crepúsculo, la cálida quietud de la noche fue interrumpida
por el rugido de camiones que se acercaban. De inmediato, Yona hizo callar
al grupo y los conminó a esconderse entre los árboles. Al cabo de menos de
dos minutos, frente a ellos pasaron dos grandes vehículos, cada uno con
varios soldados alemanes y una bandera con una esvástica que ondeaba al
viento.
—Están aquí de verdad —susurró Rosalia cuando los camiones
desaparecieron en la distancia. Los vehículos se dirigían al sureste, y Yona
tuvo que tragarse un nudo de miedo antes de responder. ¿Y si el grupo de
Zus se cruzaba con el camino del convoy? ¿Y si ella le había permitido ir
directamente hacia el peligro? Jamás se lo perdonaría.
—Solo nos separa un día más o menos del pantano —dijo Yona
intentando ocultar su temor. Miró a Rosalia y se obligó a esbozar una
sonrisa de determinación—. Debemos seguir avanzando.
Rosalia asintió, pero Yona supo, por cómo evitaba mirarla a los ojos, que
dudaba del plan; quizá incluso dudara de que hubiese un pantano donde
decía Yona.
La noche siguiente, el grupo se detuvo junto a un arroyo para beber y
recolectar unas cuantas bayas. Todos estaban cansados y hambrientos.
Habían comido muy poco para que les duraran las provisiones, puesto que
no sabían cuánto iban a tener que esperar a que se fueran los alemanes ni
cuánta comida estaría a su alcance en el pantano. Ya casi habían llegado,
Yona estaba convencida. La tierra que pisaban iba perdiendo firmeza y el
musgo y los helechos eran ya más abundantes.
Yona acababa de agacharse para beber junto a Maia, la hija pequeña de
los Gulnik, cuando sonaron los primeros disparos, una lluvia de balas, una
de las cuales pasó tan cerca de Yona que notó cómo sobrevolaba su cabeza.
Al instante se tumbó en el suelo y tiró de la pequeña. Rosalia también se
dejó caer, pero algunos de los demás tan solo estaban confundidos; Oscher,
de hecho, dio un paso hacia el claro y alargó el cuello para examinar el
bosque con curiosidad.
—¡Agachaos! —siseó ella mientras se arrastraba hacia delante y tiraba de
los pantalones del anciano, y luego de Bina también. Los dos se la quedaron
mirando, sorprendidos y desorientados, pero al poco se agacharon junto a
ella y se tumbaron en el suelo—. ¿Estáis todos bien?
Hubo un coro de murmullos de asentimiento, una mirada aterrorizada
para cerciorarse de que nadie estuviera herido. Gracias a Dios, estaban
todos ilesos, y Yona les hizo un gesto en silencio para que la siguieran sin
levantarse. Más balas atravesaron el bosque, antes de que un soldado
alemán gritara en la distancia:
—Juden, Juden, kommt raus, wo immer ihr seid! —Seguido de una
sucesión de carcajadas. «¡Judíos, judíos, salid de donde estéis!», repetía la
voz en un sonsonete en alemán, mientras los rodeaba un nuevo aluvión de
disparos. Yona comprendió de inmediato que no les estaban disparando: los
alemanes no sabían dónde estaban. No era más que una pose de los
soldados, una diversión. Interpretaban el papel de cazadores de seres
humanos.
Al cabo de un minuto, Yona y Rosalia condujeron al grupo hacia un
racimo de arbustos que se alzaban a doscientos metros del riachuelo. No era
el escondite perfecto, pero tendría que bastar; conforme se acercaban al
pantano, el área que los rodeaba estaba desprovista de la numerosa cantidad
de árboles de los que Yona había terminado dependiendo para ocultarse
para dar paso a matojos a los cuales les costaba crecer en una tierra tan
blanda.
—¿De dónde procedían los disparos? —susurró Rosalia moviéndose
hasta Yona, con la pequeña Maia entre ambas. Los ojos de la niña estaban
cerrados, y gimoteaba.
—De unos cientos de metros de distancia —dijo Yona—. Debemos
esperar para ver si se acercan.
—Nos van a matar, ¿verdad? —lloró Maia, y Yona la abrazó con fuerza.
—No, están jugando a un juego —le dijo con el tono más alegre posible.
Rosalia la miró a los ojos por encima de la cabeza de la pequeña, con ojos
oscuros por la preocupación y el mal presentimiento—. Es un juego
bastante estúpido, ¿no? —añadió Yona con más ligereza forzada.
Maia tardó varios segundos en digerirlo.
—Mamá dice que no digamos estúpido —comentó al final con voz débil
e insegura—. No está bien.
—Y tu mamá tiene razón —susurró Yona—. Pero creo que haría una
excepción con estos chicos alemanes tan tontos.
Maia asintió solemnemente y enterró el rostro en el brazo de Yona. Sus
padres, a varios metros de allí, estaban agachados detrás de otro arbusto y
las observaban en silencio. Masha, la madre, se aferraba al brazo de su hijo
Sergei y lloraba en silencio.
Se sucedieron nuevos disparos, pero más distantes; se estaban alejando de
allí. Las voces también se difuminaban, pero nadie experimentó alivio. Los
alemanes podrían dar media vuelta e ir a por ellos en cualquier momento.
No debían hacer ruido, sino permanecer callados y ocultos. Maia siguió
sollozando bajito; los demás guardaban silencio, a la espera.
—El Señor es mi pastor —murmuró Rosalia al cabo de unos segundos.
Maia la miró a los ojos y Rosalia le dedicó una reconfortante sonrisa—.
Nada me faltará.
Yona se la quedó observando mientras Rosalia seguía recitando con
suavidad el salmo 23.
—En lugares de delicados pastos me hará descansar, junto a aguas de
reposo me pastoreará.
Chaim también la escuchaba y se animó a cantar al unísono con Rosalia:
—Confortará mi alma. Me guiará por sendas de justicia por amor de su
nombre.
Cuando llegaron al siguiente verso, eran más los que susurraban: Shimon
y Elizaveta Sokolowski, el primero agarrado a la mano de su hijo Nachum y
la segunda con las manos sobre su hinchada barriga. Las balas habían
dejado de volar y las voces de los alemanes se habían esfumado.
—Aunque pase por el valle de sombra de la muerte, no temeré mal
alguno, porque tú estás conmigo; tu vara y tu cayado me infunden aliento.
—La esposa y los dos hijos de Chaim también entonaban el salmo, así
como Oscher y Bina, Leon y Moshe. Yona se unió, igual que los padres y el
hermano de Maia, y todos exclamaron—: Tú preparas la mesa delante de mí
en presencia de mis enemigos, has ungido mi cabeza con aceite, mi copa
está rebosando.
Ruth estrechó a sus hijos, los tres sanos y salvos, y susurró con el resto:
—Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi
vida, y en la casa del Señor moraré durante largos años.
—Amén —musitó la pequeña Pessia, y entonces entre ellos volvió a
hacerse el silencio, que los envolvía con seguridad, hasta que uno a uno
todos repitieron aquella palabra al ser conscientes de que, una vez más,
habían sobrevivido contra todo pronóstico. Aun así, se quedaron donde
estaban, inmóviles y asustados, durante otra hora, hasta que pasó cierto
tiempo desde que los alemanes se hubieran marchado.

***

A última hora de la noche siguiente, cuando el sol se hundía ya en el


horizonte, el grupo llegó al fin hasta la linde del pantano, que nacía desde el
suelo más sólido del bosque sin que el ojo humano advirtiera dónde
comenzaba uno y terminaba el otro. A medida que avanzaban, sin embargo,
de pronto el barro les llegaba por los tobillos, los engullía, tiraba de ellos, y
Yona sonrió aliviada, por más que el frío húmedo le calara los zapatos.
—Hemos llegado —dijo, casi incapaz de creérselo.
Oyó un débil estallido de alegría colectiva en el grupo, y unos cuantos se
abalanzaron hacia delante a pesar del lodo. Yona levantó una mano para
detenerlos.
—El terreno se vuelve más profundo a partir de aquí, y pronto el agua nos
llegará por la cintura. Debemos movernos con precaución y permanecer
unidos.
—Es un maldito lago —dijo Leonid veinte minutos más tarde cuando
emergieron de una arboleda con los pies ya sumergidos. Hubo unos cuantos
jadeos de sorpresa cuando todos llegaron al extremo del pantano y vieron el
agua lodosa que se extendía ante ellos, salpicada de árboles caídos, islas
diminutas y troncos rotos hasta donde les alcanzaba la vista.
—No os preocupéis —respondió Yona, aunque su propio corazón
palpitaba con incertidumbre. El pantano había crecido desde la última vez
que había estado allí, y ya no estaba segura de que fuera tan fácil
atravesarlo—. No es profundo, y ya veis que hay árboles a los que agarrarse
durante todo el camino. —Hizo una pausa con la mente dando vueltas—.
Sacad todos cualquier prenda de ropa extra que llevéis en vuestros zurrones,
por favor. Debemos avanzar deprisa, antes de que se vaya toda la luz.
Utilizaremos la ropa para atarnos unos a otros en grupos de dos o tres
personas. No se hundirá nadie.
Se pasaron la siguiente media hora afanándose en convertir camisas y
pantalones en cuerdas improvisadas, y luego Yona y Rosalia los dividieron
en parejas o tríos, dejando suficiente espacio entre los niños para que
pudieran llevarlos sobre los hombros cuando fuera necesario. La ropa que
sobró la devolvieron a las mochilas, y se dispusieron a avanzar.
Ya era noche cerrada, pero el cielo estaba despejado, una media luna
iluminaba el paisaje y las estrellas eran diminutos puntitos de luz en el
negro firmamento. Los niños levantaron la vista, asombrados, y también
Leon, que con setenta años era el mayor de ellos, suspiró, animado.
—Hacía muchos meses que no veíamos las estrellas así de bien —dijo, y
el grupo se mostró de acuerdo a través de murmullos—. Entre los árboles
casi nunca se ven. Desaparecen en las profundidades del bosque, ¿verdad?
—Como haremos nosotros si tenemos suerte —añadió Moshe, y unos
cuantos se echaron a reír.
—Sí —dijo Leon dándose un golpecito en el hombro, donde tiempo atrás
una estrella de David lo había marcado como un ciudadano de segunda, un
objetivo que debía ser eliminado. Pero el bosque no diferenciaba entre
razas, religiones ni sexos; les sonreía y les fruncía el ceño a todos por igual,
proporcionándoles a veces protección, a veces peligro—. Que por la gracia
de Dios todos seamos estrellas evanescentes.
A pesar del frío del barro, y del hecho de que ahora también el agua les
empapara las pantorrillas, y luego las rodillas, el grupo progresó bastante
durante la primera hora.
—¿Creéis que pronto veremos a los otros? —preguntó Bina al cabo de un
rato. Intentaban guardar silencio, pero de tanto en tanto era muy difícil no
tomar la palabra, aunque solo fuera para recordarse a sí mismos que, aun en
esa oscuridad, seguían existiendo—. Quizá ya estén en la isla.
—Quizá sí —dijo Oscher—. Si encontraron a los Bielski enseguida,
puede que hayan llegado antes que nosotros.
—Enseguida lo veremos. —Yona esperaba que los nudos de su estómago
solo fueran miedo a lo desconocido y no el presentimiento de que se
avecinaban problemas. Jerusza siempre le había enseñado a estar atenta a su
propio cuerpo, a los mensajes que le enviaba antes incluso de que sucediera
nada, y ahora, aunque intentaba razonar para evitar aquella sensación de
incomodidad, no podía ignorarla.
—¿Ya casi estamos? —preguntó Maia una hora más tarde con una
vocecilla.
—Me temo que no —contestó Yona. No era el momento de informarles
que iban a tener que avanzar por el agua, de distinta profundidad, un día
más antes de llegar a la isla—. Pero mira allí delante. Creo que hemos
encontrado un poco de tierra firme. Descansemos.
El grupo avivó el paso y comprobó que, si bien la tierra que Yona había
divisado estaba hecha de barro, parecía estable. A duras penas era lo
bastante grande para que cupieran todos, y Yona les aconsejó que no se
desataran y que utilizaran la ropa extra de los zurrones para asegurarse a
árboles y arbustos, a cuanto pudieran encontrar, para que pudiesen dormir
tranquilos sin preocuparse por ahogarse. Aun así, y aunque le palpitaran las
sienes y le pesaran los ojos por el cansancio, ella se negó a dormir. Montó
guardia mientras los demás dormían con la ropa y el pelo llenos de barro,
los labios resecos por la sed y los cuerpos sacudidos por la agonía de los
sueños profundos.
Llegada el alba, los despertó y les urgió a moverse de nuevo. Ahora que
estaban en el pantano, no hacía falta que evitaran avanzar durante el día; los
alemanes deberían vadear tras ellos para verlos de lejos, y Yona estaba
convencida de que eso no ocurriría a no ser que los soldados tuvieran algún
indicio de que se encontraban allí.
—¿Estás bien? —murmuró Rosalia situándose a su lado mientras el
grupo se desataba de los árboles y se aseguraba de que los nudos que los
unían unos a otros fueran firmes para el camino que les aguardaba—. No
has dormido.
—Estoy bien —le aseguró, pero, cuando comenzaron a vadear de nuevo,
Yona notó la extenuación en los huesos, y le preocupó que sus instintos se
relajaran y la volvieran menos capaz de atisbar los peligros. Empezó
liderando al grupo, pero al cabo de unas horas, Chaim, que había caminado
justo detrás de ella, se ofreció a tomar el relevo, y Yona se lo agradeció.
A mediodía, el agua les llegaba por el pecho, y todos los niños estaban
sentados sobre los hombros de los adultos para no resbalar en el barro. Yona
se desató y se colocó al final de la línea, donde Rosalia soportaba casi todo
el peso de Oscher, a quien le costaba mucho avanzar.
—No lo conseguiremos —gimió el anciano mientras el sol implacable los
ponía rojos y les abrasaba la piel. En las profundidades del bosque había
suficiente sombra para que no se quemaran, pero allí la luz los devoraba, y,
aunque Yona detuvo al grupo para que se pusieran ropas encima de la
cabeza para protegerse de los rayos solares, no eran un gran consuelo.
—¿Falta mucho? —susurró Leon a comienzos de la tarde, y a Yona la
sorprendió que se hubiera quedado tan atrás, que se tambaleara y jadeara sin
aliento—. ¿Podemos descansar un poco?
Estaban hundidos ya casi por el cuello, tan hondo que era imposible tener
perspectiva sobre la distancia que los separaba de la tierra. Lo único que
veían era una interminable sucesión de árboles caídos, de vides retorcidas y
de musgo. Pero algo le hormigueaba a Yona en la barriga, la sensación de
que estaban cerca. Oyó a Jerusza susurrarle en el viento. «Sigue
avanzando», y casi quiso gritarle a la anciana que se callara, pues no tenían
alternativa.
Se limitó a rezagarse para caminar junto a Leon, pasarle un brazo por la
espalda y sujetarlo con fuerza, obligándolo a que se apoyara en ella, aunque
fuera demasiado orgulloso para hacerlo.
Un nuevo crepúsculo se cernía sobre ellos y unas cuantas estrellas
brillantes se encendían en el cielo a medida que el sol bajaba en el horizonte
cuando Chaim, que seguía a la vanguardia del grupo, soltó un grito
amortiguado.
Yona irguió la cabeza de pronto. ¿Era posible que al fin hubieran llegado
a la isla? Casi no se lo podía creer, pero ante sí vio cómo la fila de
refugiados ojerosos empezaban a alzarse del barro, paso a paso, hasta que se
encontraron de pie en una amplia porción de tierra sólida.
—Dios mío, ¿es real? —preguntó Leon antes de dedicarle a Yona una
mirada de culpabilidad—. No es que no te creyera.
—A mí también me costaba creerme —admitió Yona cuando dieron los
primeros pasos sobre tierra firme. Enseguida todo el grupo estaba en la
orilla de la isla, que era más grande de lo que Yona recordaba, y por primera
vez en varios días se sintió a salvo. Los alemanes no los hallarían allí.
Habían llegado al refugio del centro del pantano que les daría cobijo hasta
que pasara la tormenta—. Rápido —dijo—, dirijámonos hacia los árboles
para ser menos visibles, por si acaso.
Al hacerlo, sin embargo, se le cayó el alma a los pies, puesto que su grupo
por ahora estaba a salvo, pero la isla no era lo bastante grande para ocultar a
un segundo contingente. Zus y los demás no habían vuelto todavía.
Cuando la noche cayó sobre la isla y los extenuados viajeros comieron
deprisa una parte de las provisiones, se instalaron y conciliaron el sueño
donde estaban, Yona levantó la vista hacia Chaim y Rosalia, que estaban tan
alerta como ella, a pesar del cansancio. Bajo la luz de la luna,
intercambiaron una mirada de preocupación, y supo que se preguntaban,
como hacía ella, si los demás estarían bien.
Era medianoche cuando Yona se quedó dormida al fin. Durmió
profundamente hasta que la despertaron, justo antes del alba, los
desgarradores gritos de una mujer.
CAPÍTULO VEINTITRÉS

Y ona se despertó con un sobresalto y enseguida se puso en pie y


blandió el cuchillo antes siquiera de que sus ojos se acostumbraran a
la oscuridad. Pero Rosalia, que había dormido a su lado, le posó una mano
en el brazo para tranquilizarla.
—Es Elizaveta Sokolowski —dijo—. Se ha puesto de parto.
Y aunque aquello debería haber consolado a Yona, ya que los gritos no se
referían a la llegada de los alemanes ni al ataque de un animal salvaje en
plena noche, la llenó de miedo.
—Es demasiado pronto —le susurró a Rosalia bajando el arma—. Dijo
que no saldría de cuentas hasta dentro de dos meses.
—Sí, bueno, pues parece que el bebé tiene otros planes —respondió
Rosalia con la cara blanca bajo la luz de la luna.
Juntas, se colocaron al lado de Elizaveta. Su esposo, Shimon, estaba
arrodillado junto a ella, llorando, y Masha se había llevado a su hijo a un
punto a varios metros de allí, detrás de un arbusto, para que no viera ni
oyera la aflicción de su madre.
—Debe bajar la voz —siseó Chaim en la negrura—. Ahí afuera hay
demasiado silencio.
—Lo sé —murmuró Yona. Le puso una mano a Shimon en el brazo—.
Shimon, debes ayudarme. Debes tranquilizar a Elizaveta —le pidió, y vio
que los ojos de aquel hombre se llenaban de una peligrosa mezcla de rabia y
terror.
—¡Se va a morir! —Había pánico en su voz—. ¿La he salvado solo para
dejarla morir en la naturaleza?
—No. —Yona fue firme—. La protegeremos. Pero primero ayúdanos a
calmarla o moriremos todos. Piensa en ella y piensa en tu bebé. Piensa en
vuestro hijo, en Nachum.
Shimon pareció buscar en los ojos de Yona antes de asentir enseguida y
moverse para murmurarle algo a su esposa al oído. La mujer se retorcía de
dolor con el rostro rojizo, la frente llena de sudor y los labios apretados en
un sufrimiento que Yona era incapaz de imaginar, pero al parecer
comprendió lo que le estaba contando su esposo.
—No era mi intención que sucediera —le dijo a Yona, una frase que
empezó siendo un susurro y terminó siendo un jadeo de angustia cuando
una contracción le zarandeó el cuerpo y se esforzó por no ponerse a gritar
—. Lo siento.
—No tienes que pedir disculpas por nada —le aseguró Yona cuando la
mujer se quedó quieta de nuevo—. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?
Elizaveta no estaba en disposición de dar consejos médicos, pero de todos
modos gimoteó:
—Esterilizar lo que puedas, creo. Es lo que hizo la comadrona cuando
tuve a Nachum.
Aquellas palabras pusieron a Yona en acción. Había leído acerca de los
partos porque Jerusza le había insistido en que sus conocimientos debían ser
vastos y profundos. Entendía las infecciones y los riesgos que supondrían
para el bebé y para la madre. Pero no podía dejar que ni Elizaveta ni el bebé
murieran solo porque estaban atrapados en medio de un pantano mugriento.
Debía haber algo que pudiera hacer.
—¿Alguien tiene alcohol? —preguntó Yona a los miembros del grupo,
que ya se habían despertado y miraban con los ojos como platos por el
miedo. Nadie respondió y Yona repitió la pregunta. En el asentamiento a
menudo había licores y whiskies destilados de modo rudimentario después
de hacer una incursión en pueblos cercanos (casi todos los granjeros tenían
varias botellas), y, aunque siempre había desaconsejado beber en el
asentamiento porque el alcohol emborronaba los sentidos, sabía que seguía
extendiéndose, una manera tanto de sobrellevar la situación como de
asegurarse de que el líquido fuera depurado—. Sé que no debíais llevarlo
con vosotros. Pero que alguien me diga que uno de vosotros desobedeció
mis indicaciones. Por favor.
Fue Bina quien tomó la palabra.
—En mi zurrón —murmuró—. Lo siento. Es que… es para el dolor de
Oscher. El trayecto ha sido difícil.
—Bina —masculló Oscher, pero no había tiempo para decidir si pretendía
explicarse o disculparse, pues no disponían de tiempo.
—Lo necesito ya —dijo Yona, y al cabo de unos segundos Bina le colocó
en la mano una botella medio llena. Era una especie de milagro que,
después de haber atravesado el bosque y el pantano, la botella siguiera
intacta, pero Yona no tenía tiempo de dar las gracias a Dios por ello. Se
vertió un poco de licor en las manos para esterilizárselas cuanto pudo y
empapó un trozo de cuerda que Moshe le entregó. Se colocó entre las
piernas abiertas de Elizaveta y, para su terror, vio que ya asomaba la cabeza
del bebé. Elizaveta tendría que empujar, o el bebé quizá no pudiera respirar.
—¡Que alguien nos dé una tela limpia! —gritó Rosalia, y de la nada
aparecieron paños y una bufanda. Yona colocó la bufanda con cuidado
debajo de las caderas de Elizaveta cuando las levantó y movió, y los
pedazos de tela se los entregó a Rosalia para cuando saliera el bebé.
Elizaveta chilló de nuevo, un grito ahogado, y entonces, con una oleada
de líquido, un bebé —una niña— se escurrió de su cuerpo y cayó sobre los
brazos de Yona, diminuto e inmóvil y azulado, con la carita silenciosa
cubierta como si de una mortaja se tratara.
—No —susurró Yona, paralizada, incapaz de aceptar que el bebé de
Elizaveta hubiera nacido muerto. Fue Ruth quien se puso a su lado y habló
con una voz firme y autoritaria que nadie le había oído a la tímida madre de
tres niños.
—Es el cordón —dijo—. Está rodeando el cuello del bebé.
Yona también lo vio, pero fue Ruth quien se apresuró a desenrollar el
cordón umbilical. Yona se quedó mirando al bebé, petrificada, antes de
recordar que había que cortar el cordón. ¿Verdad? ¿Por eso el bebé no se
había movido aún? Respiró hondo y fue a por su cuchillo.
—¡No! —exclamó Ruth alargando una mano para detener a Yona—. ¡No!
No cortes el cordón aún. Es la única fuente de oxígeno del bebé hasta que
logremos que respire.
Aterrorizada, Yona soltó el cuchillo, y durante un largo segundo Ruth y
ella contemplaron al bebé inmóvil. A continuación, se liberó del trance de
pánico y agarró a la pequeña, que a duras penas era más grande que un
gorrión.
—Asegúrate de que Elizaveta esté bien —le dijo a Rosalia, y esta asintió,
se apartó de ella y regresó al lado de la madre, que gimoteaba, un sonido
que llenó a Yona de alivio, pues significaba que estaba viva y lo bastante
alerta como para estar asustada.
Yona rezó cuando se desgarró su propia camisa y tumbó a la pequeña
sobre la tela, boca arriba. Le frotó el estómago y el pecho, y luego le dio
golpecitos en la planta de los pies. Nada. Yona dejó de hablar con Dios al
respirar hondo e inclinarse hacia la niñita. Iba a tener que respirar por ella
como Jerusza le había enseñado tantos años atrás, en uno de los
innumerables escenarios para los cuales la había preparado la anciana, por
si acaso. ¿Recordaría cómo? La voz de Jerusza le susurró desde la distancia
cuando puso los labios sobre la boca y la nariz del bebé y le insufló una
pequeña bocanada de aire en los pulmones.
A su alrededor, la pequeña isla y el pantano en el cual flotaban parecían
haberse quedado en silencio. Las estrellas contenían el aliento, la luna se
ocultó detrás de un cúmulo de nubes y hasta Elizaveta dejó de sollozar. Fue
en esa quietud cuando sonó el sonido más bello que Yona hubiera oído
nunca: un balbuceo, seguido de una tos, y luego de un maullido que se
parecía al de un gatito, procedentes de los pulmones de la bebé diminuta
que tenía delante.
Y, de ese modo, en medio de una naturaleza inhóspita, otra vida llegó al
mundo, un milagro imposible y minúsculo que les recordaba a todos que,
aun cuando había gente que pretendía borrarlos de la faz de la Tierra,
podrían sobrevivir por la gracia de Dios y por la pura fuerza de voluntad.
Antes de entregar a la pequeña a su madre, Yona miró a los ojos de la
criatura y vio un futuro largo y precioso y resplandeciente, un futuro que
seguiría después de que Yona se hubiera ido del mundo, un futuro todavía
por escribir. Yona juró que se ocuparía de que aquella niña viviera y que
lucharía hasta morir por aquellos que estaban allí reunidos aquella noche,
debajo de las estrellas.

***

Elizaveta y Shimon le pusieron al bebé el nombre de Abra, que significaba


«madre de naciones», pues llevaba consigo la esperanza de todos ellos.
Aunque era pequeñísima y las primeras semanas tuvo que esforzarse por
seguir con vida, los adultos del grupo cedieron una parte de sus escasas
provisiones a Elizaveta sin que se lo pidieran para que la mujer comiera lo
suficiente como para producir leche y alimentar a la bebé. Por la noche, la
pequeña lloraba, y Elizaveta sofocaba el ruido para que pareciera poco más
que los gruñidos de un osezno en busca de su propia voz.
Contra todo pronóstico, Abra empezó a crecer, pero el resto del grupo se
iba debilitando; en la isla casi no había comida más allá de las flores
comestibles y las setas que ya habían recogido, y, aunque había suficiente
agua a su alrededor, por lo visto hacía enfermar a algunos. No podían
quedarse allí para siempre, y a todos les preocupaban Zus y los demás.
Cuando llevaban ya un mes en el pantano, Rosalia y Chaim se dispusieron a
salir al pueblo más cercano para saber si los alemanes se habían marchado.
Cinco días después, regresaron con ocho rebanadas de pan seco, una
botella de vodka y buenas noticias. Los alemanes se habían ido una semana
atrás, y, aunque habían atrapado a unos cuantos judíos huidos y a un puñado
de guerrilleros rusos en las afueras del bosque, sus incursiones habían
tenido poco éxito y no habían encontrado a los grupos de Bielski ni de
Zorin; por lo tanto, habían abandonado el bosque y habían prendido fuego a
muchos de los pueblos como venganza por su fracaso.
—Regresaremos a nuestro asentamiento —dijo Yona una hora después de
que todos hubieran comido el pan y dado un sorbo a la botella—. Recemos
por que los demás nos esperen allí.
El silencio fue su respuesta, y se dio cuenta de que los demás temían,
igual que ella, que la otra mitad de su grupo hubiera muerto, que fueran
aquellos a quienes los alemanes se habían llevado de la seguridad del
bosque antes de esfumarse. Pero no iba a pronunciar esas palabras ni a
permitir que nadie lo hiciera, pues quizá, si creían con suficiente fuerza en
un Dios que los ayudaría, él los escucharía. Era un pensamiento estúpido e
infructuoso, Yona lo sabía, pero era lo único que tenía, y se puso en pie
junto a Chaim y, tomándolo de la mano, animó a sus compañeros:
—Estarán allí esperándonos —dijo con firmeza.
—Pero en teoría debían encontrarse con nosotros aquí —vaciló Chaim.
—Y debe de haber un motivo por el que hayan decidido no hacerlo —
respondió Yona—. Es lo que creo yo. ¿Tú no?
—Yo ya no sé qué creo. —Chaim apartó la mirada.
Sin embargo, cuando emprendieron el camino de regreso a través del
pantano hacia el campamento que habían abandonado unas semanas atrás,
Yona lo oyó más de una vez decirles a sus hijos lo bien que se lo pasarían
con el tío Zus cuando se reunieran todos. Y supo que Chaim no ofrecería
una esperanza que considerara totalmente falsa; había una mínima
posibilidad de que los demás siguieran vivos.
Yona pensó mucho en Zus durante los largos momentos de silencio a
medida que avanzaban, lenta y sigilosamente, por el barro. Desde la
conversación que había mantenido con Chaim el mes anterior al dirigirse
hacia el pantano, había pensado mucho en él, de hecho. La traición de
Aleksander le había hecho creer que no era merecedora de amor, que era tan
desechable como los refugios que utilizaban solo durante unos días. Pero en
los ojos de Zus, antes de que se separaran, se vio distinta. Todavía sabía
muy poco acerca de las interacciones con otras personas, y se había culpado
a sí misma por lo complicadas que se habían vuelto las cosas con
Aleksander. Pero quizá las cosas no tenían por qué ser en absoluto
complicadas.
—Tenemos suerte de haberte encontrado, Yona —le dijo Chaim mientras
caminaban lado a lado durante la cuarta noche del trayecto de vuelta, la
primera en que ya habían salido del pantano, después de que se hubieran
detenido unas horas para descansar, beber y comer las bayas que
encontraron en tierra seca. Al día siguiente pararían para pescar, y al cabo
de dos días sabrían si los demás habían regresado. Yona era casi incapaz de
echar a correr para descubrirlo cuanto antes, pero el grupo la necesitaba.
—Yo también tengo suerte de haberos encontrado. —Yona titubeó—.
Nunca he sabido qué se siente al estar en casa. Y aunque nos movamos a
menudo…
—Tu casa no es un lugar, sino la gente a la que eliges querer —respondió,
terminando así el pensamiento que ella no había sabido traducir en palabras.
Y sí que quería a esa gente, desde la dura Rosalia hasta al callado y sincero
Chaim, pasando por el aplicado Moshe y por los niños cuya supervivencia
día a día era un triunfo contra todo pronóstico.
—Aunque me da un poco de miedo —confesó al cabo de un rato—.
Porque cuando quieres a alguien puedes perder mucho. —Recordó a la
monja, cuyos ojos vacíos había cerrado. Recordó a la pequeña Chana y la
bala que la había atravesado, recordó a Anka y a los padres que le habían
arrebatado con tanta violencia. Y recordó a Zus y cómo lo habían
transformado para siempre los hechos espantosos que le habían ocurrido a
su familia.
—Pero creo que puedes perder muchísimo más si cierras el corazón —
terció Chaim—. Eso no es vida.
Yona pensó en Jüttner, el padre a quien la pérdida de su hija y luego de su
esposa había vuelto frío y duro, y sintió una punzada de culpabilidad por el
dolor que seguramente le había infligido al marcharse.
—Tienes razón —murmuró.
Al cabo de dos días, después de haber dormido sobre todo durante el día y
caminar bajo la luz de la luna, el grupo por fin se acercaba al campamento
que habían abandonado seis semanas antes. Yona lo percibía, lo notaba;
Chaim, que caminaba a la vanguardia, y ella avivaron el paso. Ya era casi el
alba, y, si los demás los esperaban allí, se estarían levantando para empezar
el día. Si el asentamiento estaba ocupado, en cualquier momento iban a ver
indicios de una ronda de vigilancia.
Pero el bosque estaba en silencio, los únicos sonidos eran los desperezos
de los animales que emergían para saludar al día y el crujido de las hojas y
de la hierba por el viento. Chaim le lanzó a Yona una mirada de
desesperación, y ella tragó saliva con dificultad. Estaban pensando lo
mismo: demasiada quietud, demasiado abandono. Era imposible que el
grupo perdido estuviera allí.
Sin embargo, en ese momento la recién nacida rompió el silencio que se
había instalado entre ellos y soltó un largo gimoteo, y de repente hubo
movimiento en los árboles. Y fue entonces cuando Yona supo que Dios
había estado con ellos durante el viaje, pues Zus salió del bosque
apuntándolos con el arma. Se detuvo de pronto, parpadeando y confundido
al reconocerlos, y, cuando Yona corrió hacia delante sin detenerse a pensar,
bajó el rifle y la atrapó entre los brazos, aferrándose a ella como si jamás
fuera a dejarla ir de nuevo.
—Estáis vivos —murmuraba junto a su pelo, su voz áspera por la
emoción, y tuvieron que separarse por la oleada de los otros, que se
abalanzaban para saludar a Zus con abrazos y apretones de manos y
lágrimas de gratitud—. ¿Y esto? —preguntó con una sonrisa al ver a la
bebé, y los hijos de Chaim empezaron a contarle a su tío una rápida y
desordenada historia sobre sus aventuras, y él levantó la vista para clavar
los ojos en los de Yona y no apartarlos. Cuando los chicos terminaron de
hablar y Zus había dado la bienvenida a la recién nacida con suaves besos
en las diminutas mejillas, y también en las de Elizaveta, les hizo un gesto a
Yona, Chaim y Rosalia para que fueran aparte con él—. Hemos perdido a
cuatro —dijo, abatido. Rosalia jadeó y Chaim gruñó como si le hubieran
asestado un puñetazo en el estómago—. Lo siento mucho. He intentado
proteger a todos lo mejor posible…
—Sea lo que fuere lo que haya pasado, no es culpa tuya —dijo Yona—.
La culpa es mía por haber accedido a que os marcharais sin oponerme. —La
consecuencia de aquella decisión llevaba semanas pesándole en el alma.
—Yona, no eres culpable de nada. —Zus la miró—. Era la única forma.
No podíamos solo protegernos a nosotros si había la posibilidad de salvar
otras vidas. ¿Vosotros habéis sobrevivido todos?
Yona asintió.
—Gracias a Dios. —Suspiró y bajó la mirada durante un rato antes de
alzar la cabeza—. A Lazare y a Leib los mataron los alemanes cuando
salieron a buscar comida —dijo con voz plana. Yona se puso una mano
sobre la boca y parpadeó para contener las lágrimas. El pobre y amable
Leib, de solo dieciocho años, un hombre adelantado a su tiempo, que no
había tenido la oportunidad de llegar a adulto. Miriam debía de estar
destrozada—. Lo siento. Nos moríamos de hambre. Me ofrecí a ir yo, pero
me quedé para ayudar a proteger al grupo… —Se aclaró la garganta—.
También perdimos a Luba. Una enfermedad. Es lo que nos ha retrasado y
nos ha impedido llegar hasta el grupo de Bielski a tiempo. Se puso enferma
un par de días después de salir del campamento, y tuvimos que avanzar más
lento. El tercer día, no se despertó. —Volvió a clavar los ojos en Yona y le
sostuvo la mirada al añadir—: También hemos perdido a Aleksander. Lo
siento, Yona. Murió con valentía; dos policías bielorrusos nos sorprendieron
en el bosque, y se precipitó para proteger a mis primos, que estaban
pescando y no los oyeron aproximarse. Les salvó la vida, pero en el tiroteo
recibió un disparo, y falleció al día siguiente. Fue un héroe al final.
Por las mejillas de Yona rodaban lágrimas, y la profundidad de su pena la
confundió. Aleksander la había herido, la había rechazado, pero aun así
había compartido con él una temporada de su vida. Lo había amado, aunque
aquel amor hubiese sido equivocado. Se enjugó las lágrimas, se irguió cuan
alta era y miró a Zus a los ojos.
—Creo que estaría orgulloso de saber que piensas así. —Respiró hondo
—. ¿Cómo está Sulia? ¿Llorando su muerte?
—Eso parece —vaciló Zus.
—Lo siento por ella. —Yona lo sentía de verdad. Nadie debería
experimentar el dolor de una pérdida parecida—. ¿Llegasteis al grupo de
Bielski?
—No. —Zus negó con la cabeza—. Llegamos a su campamento, que
estaba justo donde Shimon dijo que estaría. Pero lo habían abandonado; por
lo visto, se habían marchado uno o dos días antes. Era una sociedad entera
en el bosque, Yona. Debían de ser cientos de personas. Era increíble. Desde
entonces rezamos por su supervivencia. Será difícil ocultar a un grupo tan
grande.
Yona asintió. Era lo que le había dicho Jüttner.
—Cuando Rosalia y Chaim salieron a visitar algunos pueblos, se
enteraron de que la misión de los alemanes no había tenido éxito. No
encontraron al grupo de Bielski.
—Nosotros hemos oído lo mismo. Nos da esperanza de que sigan con
vida.
—¿Y el grupo de Zorin? ¿Llegasteis hasta ellos?
Una vez más, Zus negó con la cabeza.
—Lo hemos intentado. Es lo que nos ha llevado a avanzar tanto tiempo
en la dirección equivocada. Pero no los hemos encontrado, y luego supimos
que los alemanes se habían retirado. Después de perder a Aleksander,
decidimos regresar aquí con la esperanza de encontraros. —Zus miró a
Chaim y a Rosalia antes de dirigirse a Yona—. Y hay más. Tenemos a
nuevos miembros en el grupo. Ocho recién llegados, seis hombres y dos
mujeres. Están muy bien armados y merodeaban por el bosque a solas
buscando una manera de enfrentarse a los alemanes.
—¿Son judíos? —preguntó Chaim.
—Sí. —Había asombro en la voz de Zus al añadir—: Proceden del gueto
de Nowogródek. Como los Sokolowski y los Gulnik, pretendían llegar hasta
Bielski, pero no hallaron a su grupo. Se toparon con nosotros, y, cuando les
hablamos de nuestro campamento, nos preguntaron si podían quedarse.
Quieren ayudarnos. Tienen metralletas y municiones robadas a los
alemanes, a quienes prepararon una emboscada en el bosque.
—Si traen sus propias armas, son más que bienvenidos para quedarse —
dijo Chaim, y su hermano y él intercambiaron una sonrisa de complicidad.
—Venid —los animó Zus alzando la voz para dirigirse a todo el grupo—.
Os tenemos que contar muchas cosas, y quiero escuchar todo lo que os haya
pasado a vosotros también. ¿Preparamos una comida?
Entre risas y charlas, mientras las nubes del cielo se separaban
temporalmente para permitir la llegada de la luz, el grupo que había seguido
a Yona hasta el pantano comenzó a caminar en dirección al lugar al que
habían acabado considerando su hogar.

***

Esa noche, después de conocer a los ocho recién llegados —todos entre
dieciocho y veinticuatro años, con miradas brillantes por la rabia y la pena
por sus seres queridos, asesinados por los alemanes—, Yona se alejó cien
metros del asentamiento y se encontró sola en el bosque por primera vez en
semanas. En el campamento estaban a salvo, tan a salvo como era posible, y
hasta Chaim y Rosalia habían bajado la guardia y se habían quedado
dormidos. Israel y Wenzel, que habían regresado una semana antes con el
grupo de Zus y estaban muy descansados, patrullaban aquella noche, y
Yona oía sus distantes pasos moviéndose entre los árboles. Pero era capaz
de cerrar los ojos y aislarse del sonido, sentada en la orilla de un
burbujeante arroyo.
El suave fluir del agua la tranquilizaba, le daba la posibilidad de dejarse
ir, y antes de darse cuenta le caían lágrimas por la cara, estaba sollozando y
zarandeándose por el esfuerzo de tomar aire. La luna brillaba, calmada y
silenciosa, y las estrellas parpadeaban en el firmamento; Yona por fin lloró
por todo lo que había perdido: por las personas que todavía deberían seguir
allí, por el padre al que nunca volvería a ver, por la muerte de Aleksander,
por la pérdida sin sentido del joven Leib, incluso por Jerusza, que parecía
más lejos de ella que nunca. «Los alemanes no solo eliminan a nuestra
gente», le había dicho Aleksander tiempo atrás. «Eliminan nuestro futuro».
Todo el linaje de Aleksander, y de Leib, estaba borrado para siempre.
¿Cuántos futuros habían aniquilado los alemanes del mismo modo?
Lloraba con tanta intensidad que no oyó que se le acercaba alguien hasta
que unos dedos callosos y cálidos le tocaron el brazo. Dio un brinco, se giró
y se encontró cara a cara con Zus. El grito apresado en su garganta se
fundió en un gemido, y sin decir nada él la estrechó y se limitó a abrazarla
mientras se sacudía. Cuando al final se apartó, Yona sabía que tenía la cara
manchada con sal y suciedad, y los ojos rojos, pero, cuando Zus alargó una
mano y recogió con suavidad un mechón de pelo para colocárselo detrás de
la oreja, se vio reflejada en los ojos de él, y no vio ninguna de esas cosas.
—Siento lo de Aleksander —dijo Zus rompiendo el silencio con voz
ronca—. Sé qué se siente al perder a alguien.
—No solo lloro por él —murmuró Yona, y en el modo en que él irguió
ligeramente los hombros con alivio vio algo que le aceleró un poco el
corazón—. Mis lágrimas son por todas las personas a las que hemos
perdido. Por todas las vidas que no deberían haberse extinguido.
Zus asintió, y los dos levantaron la vista al cielo al mismo tiempo. Yona
observaba cómo una salpicadura de estrellas, una infinita galaxia muy
lejana, desaparecía detrás de una nube oscura, y acto seguido se giró hacia
él.
—Me arrebataron a mi esposa y a mi hija —le anunció sin inmutarse.
Seguía mirando al lugar donde deberían brillar las estrellas—. En mis
propias narices. Yo… no pude evitarlo. ¿Te lo ha contado Chaim?
—Sí —asintió Yona—. Lo siento mucho, Zus.
Fue a agarrarle la mano y él entrelazó los dedos con los suyos. Al cabo de
unos instantes de silencio, ella también miró al cielo.
—Estoy roto, Yona —dijo sin mirarla—. Siempre lo estaré,
independientemente de lo que haga y de cuántas vidas ayude a salvar.
Ella dudó antes de acercarse y apoyarle la cabeza en el hombro.
—Yo también estoy rota. Pero a veces son los cantos afilados los que nos
permiten encajar. A veces son las grietas las que nos vuelven más fuertes.
Zus no respondió, y durante unos segundos ella estuvo segura de que
había dicho algo inapropiado, que al intentar hacer que se sintiera menos
solo había logrado que pensara que estaba comparando sus pérdidas con las
de él. Pero entonces le puso un dedo debajo de la barbilla y le inclinó la
cabeza hacia arriba con amabilidad. Observó los ojos de ella un rato con sus
ojos tormentosos, y sin decir nada se inclinó y la besó, con tanta suavidad
que al principio sus labios apenas rozaron los de ella. Cuando Yona le
devolvió el beso, Zus giró un poco el cuerpo para atraerla hacia sí.
En el momento en que al final se separaron, la luz había regresado a los
ojos de él. Parecía que iba a decir algo, pero no era necesario pronunciar
palabra. Al cabo de unos segundos, Yona le puso de nuevo la cabeza en el
hombro, y Zus apoyó la suya en la de ella. Yona se preguntó entonces si sus
contornos rotos habían encajado perfectamente desde el principio.
CAPÍTULO VEINTICUATRO

A lo largo del mes siguiente, fue como si aquella noche no hubiera


ocurrido, como si no se hubieran abrazado bajo la luz de las estrellas hasta
el alba ni hubieran abierto el corazón unos instantes para permitir la entrada
de un poco de luz. Yona reprodujo en su cabeza mil veces lo sucedido y se
preguntó si debería haberse apartado en los segundos previos a que la
besara. Zus le había hablado de su esposa y de su hija, y quizá su pena le
había nublado el pensamiento durante unos minutos. Quizá habría tenido
que evitar ella que cometiera un error, quizá habría tenido que impedir que
su propio corazón de pronto deseara algo que no debería desear.
Pero a menudo lo sorprendía mirándola, sus ojos tiernos y penetrantes, y
a veces, cuando ella levantaba la vista, tenía la sensación de que eran los
únicos ojos del mundo. Aquella sensación la confundía, igual que la
confundía el hormigueo que se apoderaba de su piel cuando la tocaba, algo
que nunca le había sucedido con Aleksander. Pero fingía que no pasaba
nada, porque ¿de qué serviría insistir en sentimientos que no comprendía
cuando se estaban jugando la supervivencia?
Por lo tanto, se dispuso a ocuparse de la pequeña Abra, que gracias a Dios
era una niña callada, y de los ocho recién llegados: los hermanos
Rozenberg, Benjamin, Maks, Michal y Joel; Regina y Paula, que eran las
esposas de Benjamin y Michal; y los dos hombres que se habían presentado
con ellos, Rubin Sobil y Harry Feinschreiber. Todos eran jóvenes, estaban
enfadados y dispuestos para defenderse, y su llegada ya había cambiado el
estado de ánimo del campamento. Ahora todo estaba impregnado de
agitación, una sensación de estar a la espera.
Los alemanes de momento se habían retirado y a su paso habían dejado
un silencio espeluznante, el presentimiento de que lo peor estaba por venir.
El problema más inmediato, sin embargo, era que el invierno se acercaba
deprisa y las provisiones de comida del grupo se habían reducido casi a la
nada, puesto que al huir al pantano se habían llevado una gran parte de los
alimentos conservados. Ahora había más bocas que alimentar y mucha
menos comida. No iban a sobrevivir al invierno con lo poco que les
quedaba, y, cuando Benjamin y Maks Rozenberg se ofrecieron a hacer una
emboscada a un convoy de provisiones alemán para robarles la comida y las
armas, Yona no pudo negarse, aunque detestaba la idea de que alguno de
ellos corriera tanto peligro directo.
—No hay alternativa —murmuró Zus un día en que se sentó en el claro
junto a Yona, Chaim y Rosalia—. Debemos comer.
—Y los pueblos ya están secos —dijo Chaim. En el tiempo que había
transcurrido desde que regresaran al asentamiento, varios de ellos se habían
turnado para salir a los pueblos que circundaban el bosque para ver qué
habían dejado allí. Estaban desesperados por encontrar comida, pero lo
único que hallaron fueron cadáveres y edificios arrasados por el fuego
dondequiera que fuesen. Los alemanes habían incendiado granjas y matado
al ganado para evitar que los refugiados encontraran alimento. Aun así,
todavía había unas cuantas remolachas en los campos, y Chaim y Zus
hallaron un pequeño búnker subterráneo lleno de patatas, que trasladaron
hasta el campamento con grandes sacos. Era un comienzo, pero la comida
no duraría todo el invierno; necesitaban más.
—Hay que hacer algo —respondió Rosalia—. Nos han obligado a
refugiarnos en el bosque, han asesinado a nuestra gente, nos han robado
todo lo que apreciábamos. Ha llegado el momento de que lo paguen.
Yona no conocía la historia de Rosalia ni qué la había llevado hasta el
bosque, pero por primera vez comprendió que le había ocurrido algo
horrible. Percibió una grieta en la fría coraza de la mujer y se estremeció.
—¿Por qué ahora? —le preguntó.
Cuando Rosalia se giró hacia ella, sus ojos ardían.
—Porque ya no basta con limitarnos a sobrevivir. ¿Cuánto tiempo se
supone que vamos a seguir así? El cuerpo quizá lo resista, pero ¿y el alma?
¿Qué pasa con nuestro orgullo? ¿Qué pasa con las cosas que nos hacen ser
quienes somos más allá de la carne y los huesos?
Los demás asintieron, todos menos Yona. Cuando miró hacia Zus, vio que
la estaba observando.
—¿Tú qué opinas, Yona?
—Creía que hablábamos de robarles comida a los alemanes, que ya es lo
bastante peligroso —dijo lentamente—. Pero ¿vengarnos? Creo que, en el
mejor de los casos, vengarnos sería un bálsamo a corto plazo, y, en el peor,
muy arriesgado. —No había respuesta adecuada en el mundo, así que buscó
argumentos en otro lugar—. «No te vengarás ni guardarás rencor a los hijos
de tu pueblo» —dijo al final—. «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
Zus se quedó afectado.
—Levítico, 19. —Respiró hondo—. «No odiarás a tu compatriota en tu
corazón» —citó, del mismo versículo, sin apartar los ojos de los de ella.
—Pero no son nuestros compatriotas. —La voz de Rosalia se había vuelto
fría, y Chaim asentía lentamente con un destello oscuro en los ojos—. Los
soldados alemanes no son nuestros vecinos. Han invadido nuestra casa. Han
puesto a nuestra gente en nuestra contra. El mismo Moisés lideró la
venganza contra quienes mataron a los hijos de Israel. «Id a la guerra contra
los madianitas para que sufran la venganza del Señor», dijo.
—Pero Dios habló con Moisés y se lo ordenó —terció Yona—. A
nosotros no nos ha hablado. Lo único que nos puede guiar es nuestra
conciencia.
—Yo no perdería ni un instante de sueño por hacerles daño a quienes
quieren eliminarnos de la faz de la Tierra. —Los ojos de Rosalia eran tan
duros como su tono cuando se giró hacia Yona—. No sabes qué se siente
cuando matan a tus seres queridos delante de ti. No sabes qué se siente al
acarrear esa rabia en tu interior durante meses que acaban siendo años —
dijo, y suavizó la voz—. Eres amable y buena, pero creo que quizá no lo
entiendas nunca si no eres como nosotros, si no has padecido las mismas
cosas que nosotros.
—¿Cómo puedes decir eso, Rosalia? —exclamó Zus—. ¿Acaso no ha
arriesgado la vida por la tuya un centenar de veces? ¿Por todos nosotros? —
Pero, en el silencio que siguió a esas palabras, a Yona le dolió el corazón.
Comprendía a qué se refería Rosalia, y no estaba desencaminada.
—Lo siento, Yona —se disculpó agachando la cabeza y, acto seguido,
mirándola con remordimiento—. No debería haber dicho eso.
—Pero tienes razón. —Yona no era quién para entrometerse en aquella
decisión porque no había perdido lo mismo que ellos, así que miró a Zus,
cuya expresión era atribulada—. Confiaré en lo que decidáis.
Se sostuvieron la mirada durante un buen rato, y Yona percibió la
angustia y el conflicto que brillaban en los ojos de él.
—Iremos a por los alemanes —anunció al fin—. Lejos de aquí, para que
no puedan localizarnos. No con el propósito de arrebatar vidas, sino con el
fin de obtener comida y las provisiones que necesitamos. No es venganza.
Es tomar lo que necesitamos a la gente que nos ha robado, y quizá hacerles
saber de paso que pensamos defendernos, que somos orgullosos y libres.
¿Estamos de acuerdo?
Chaim fue el primero en asentir y se acercó a Zus para estrecharle la
mano. A continuación, Rosalia murmuró su consentimiento, y los tres
miraron a Yona. Ella conocía el bosque mejor que nadie, y si debían
preparar una emboscada tendría que decidir dónde ubicarla.
—La carretera que va al bosque desde Nowogródek —dijo al fin—. Está
a dos días a pie desde aquí, así que no sabrán de dónde hemos salido. Es
una de las vías de transporte que utilizan los alemanes. —Había visto los
camiones cuando huyó de la casa de Jüttner y regresó al bosque—. Si
conseguimos detener un camión de transporte, podremos quitarles las armas
y las municiones, así como las provisiones para el grupo.
—Y se las quitaremos a los alemanes de la boca —asintió Chaim—. Pero
¿no se encolerizarán?
—Por eso organizaron las incursiones del verano —informó Yona—. El
grupo de Bielski y los guerrilleros rusos habían lanzado ataques como ese.
Los alemanes intentaron contraatacar, pero fracasaron. Creo que es muy
probable que todavía estén lamiéndose las heridas. Si detenemos un solo
camión y logramos huir, el impacto será tan pequeño que no irán a por
nosotros. —Sabía que sonaba más confiada de lo que se sentía, pero
contaba con el hecho de que los alemanes querrían guardar las apariencias
por encima de todo.
—Pero seguiría siendo peligroso. —Zus observaba a Yona con el ceño
fruncido—. Podrían matarnos.
Yona miró primero a Rosalia, luego a Chaim y, por último, a Zus, quien
ya había perdido mucho.
—Pero Rosalia tiene razón. Por fin nos estaríamos defendiendo. Quizá
haya llegado el momento.
Zus asintió finalmente y se giró hacia su hermano, y enseguida elaboraron
una lista de quiénes podrían ir con ellos y con qué rapidez podrían moverse.
Mientras hablaban, Rosalia se acercó a Yona y le puso una mano en el
hombro.
—Lo siento —le repitió—. No debería haber dicho que no eres como
nosotros.
—Tenías razón. —Yona parpadeó y vio la cara de Jüttner en su mente; no
el rostro frío y ajado de ahora, sino el de un hombre más joven que se
asomaba a la cuna y la miraba con ternura cuando era pequeña. Parpadeó de
nuevo, y la imagen desapareció—. ¿A quién perdiste, Rosalia? Siento no
habértelo preguntado nunca.
Rosalia apartó la mirada y, cuando se giró hacia ella de nuevo, tenía los
ojos llenos de lágrimas. Yona nunca la había visto llorar.
—A todo el mundo. Incluidos mi esposo y nuestros dos hijos.
—Lo siento mucho —murmuró Yona. Quiso agarrarle la mano a Rosalia,
pero esta se apartó—. No… no sabía que habías tenido hijos.
—Eso quedó en el pasado. —Su voz sonaba crispada, pero Yona notó que
le temblaba, y comprendió al instante que Rosalia había vivido mucho más
de lo que ella sabía.
—¿Cuántos años tenían vuestros hijos?
—Dos y cuatro. —Rosalia respiró hondo—. Tenían toda la vida por
delante. Y ahora soy la única que sigue con vida. Ya no se trata
simplemente de vivir, Yona. Esto debe terminar, todo esto. Estoy cansada de
huir. Estoy cansada de esconderme. Quiero rescatar una vida de las ruinas.
Quiero honrar a mis hijos.
—Los honrarás sobreviviendo —le dijo.
—Quizá —accedió Rosalia—. Pero también debo hacer que estén
orgullosos. —Y así, antes de que Yona le dijera nada más, Rosalia dio
media vuelta y desapareció en las profundidades del bosque.

***
Al cabo de dos días, Zus y Chaim habían reunido a un equipo; Leonid
Gulnik se uniría a ellos, igual que Bernard, Rosalia, seis de los recién
llegados y Yona. Israel y Wenzel se quedarían al mando del campamento
mientras se ausentaban. Sulia les imploró ir con ellos, pero Zus y Chaim se
negaron; debían confiar en las personas que participaran en la misión, y
ninguno de ellos creía que Sulia diera más importancia a la seguridad del
grupo que a la suya propia. Se había enfadado cuando le impidieron que los
acompañara y, aunque seguía lanzando miradas sombrías a Zus y a Yona,
parecía haber aceptado la decisión y coqueteaba con Harry Feinschreiber, a
quien le desorientaba ser objeto de las atenciones de la mujer.
Se marcharían la mañana siguiente antes del alba, llevándose con ellos
todas las ametralladoras menos una y todos los rifles menos dos; iban a
necesitar todas las armas posibles para vencer a los alemanes, armados
hasta los dientes, pero no podían dejar indefenso al grupo del campamento,
por supuesto. Habían urdido el plan con precisión: dispararían a las ruedas
de un transporte alemán; después, en pleno caos, saldrían de todas las
direcciones y dispararían a todos los soldados posibles antes de que los
alemanes abrieran fuego contra ellos. Sería peligroso y probablemente los
superarían en número, así que el factor sorpresa era esencial. Y después,
importantísimo, debían desaparecer con la misma rapidez con la que habían
llegado, fundiéndose con el bosque, ya que era evidente que los alemanes
irían a por ellos.
Yona acababa de tumbarse en su pequeña choza, con la esperanza de
tranquilizarse y dormir por lo menos unas cuantas horas, cuando oyó ruidos
junto a su cabaña y a alguien aclarándose la garganta.
—¿Yona? —Era Zus, y Yona se levantó de inmediato para recibirlo.
El resto del grupo estaba oculto, el fuego de la cena se había apagado, la
noche era silenciosa. La luna era apenas una curva y el cielo estaba oscuro,
así que no era más que una sombra en la oscuridad.
—¿Todo bien, Zus? —le preguntó.
—¿Puedo entrar?
Asintió y se apartó. Cuando encendió una vela en la negrura, la luz
inundó aquel estrecho espacio, y Yona tuvo que contenerse para no
acariciarle la cara. Esperó en silencio a que él tomara la palabra.
—Yona, tengo miedo —dijo al fin con voz grave y profunda, que le
recordaba a un lejano trueno, reconfortante y peligroso al mismo tiempo.
Dio un paso hacia ella. Estaban a pocos centímetros de distancia, tan cerca
como la noche en que la había besado—. ¿Y si estamos cometiendo un
error? No podría soportar que algo le ocurriera a Chaim. —Titubeó antes de
mirarla a los ojos—. O a ti.
Yona parpadeó varias veces e intentó escapar del poder de la mirada de él.
—Chaim toma sus propias decisiones, igual que yo. No eres responsable
de ninguno de nosotros, Zus.
—Pero es mi hermano. Le quiero, y no deseo perderlo. Y tú eres… —Su
voz se apagó—. Tú eres tú. Eres… —No supo cómo terminar la frase, pero
ella oyó el final en el temblor de su voz, lo vio en el dolor que reflejaban
sus ojos—. Lo que dijiste sobre los fragmentos rotos, Yona, yo… Sé que
tienes razón. Estoy intentando encontrar la manera de renacer, ¿sabes? Solo
que me está llevando más tiempo del que esperaba.
Yona quería inclinarse y besarlo, pero se contuvo. Respiró hondo y le
hizo un gesto para que tomara asiento a su lado. Se dejaron caer sobre su
cama de juncos, y Zus buscó su rostro.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—He estado pensando en lo que ha dicho Rosalia —empezó a decir en
voz baja—. Hay algo que debería contarte.
—No es necesario. —Zus le rozó la mejilla.
—Pero es que debería. —Respiró hondo—. Cuando en verano me
marché, conocí a mi padre.
—¿A tu padre? —Parpadeó varias veces—. Creía que te había criado una
mujer mayor. Que no conocías a tus padres.
—Viví con ellos hasta que cumplí dos años. A veces por la noche veía sus
caras en mi mente, congeladas, como un retazo de mi pasado que no podía
tocar pero que siempre recordaría.
Se había quedado desconcertado, pero asintió y la animó a continuar.
—Y por eso reconocí a mi padre, creo, aunque nunca lo había esperado.
Siempre estaba allí, fuera de mi alcance. —Se atrevió a mirar a Zus antes de
agachar la cabeza, avergonzada—. Es un oficial alemán, Zus. Fue él quien
me dijo que los alemanes iban a entrar en el bosque.
Zus no se movió, pero pareció que le había dado una bofetada.
—Yona…
—Como ves, después de todo no soy como vosotros. Tu familia está
muerta. La mía quizá sea responsable de eso. Tal vez… Tal vez yo haya
nacido para hacer algo horrible —concluyó con un susurro.
Zus no dijo nada. Mientras miraba al suelo, Yona temió que estuviera de
acuerdo, que se hubiese quedado consternado. Pero entonces alargó las
manos y tomó las suyas. Esperó a que ella levantara la cabeza antes de
hablar.
—Todos llegamos a este mundo con el destino por escribir, Yona. Tu
identidad no queda determinada por tu nacimiento. Lo único que importa es
en qué nos convertimos, qué elegimos hacer con nuestra vida. Tú eres tan
nazi como yo soy una criatura del espacio que vuela entre las estrellas.
A pesar de las lágrimas que le anegaban los ojos, a pesar de la gravedad
de la conversación, Yona no pudo evitar ahogar una carcajada. Zus le
acarició el rostro y le alzó la barbilla para que tuviera que mirarlo a los ojos.
—Tú eres tú, Yona, y eres extraordinaria. No importa quiénes sean tus
padres, ni siquiera quién te crio. ¿Quién eres aquí? —Le dio un golpecito en
el pecho, justo en la parte izquierda, y su mano permaneció allí, apoyada
sobre su piel. Notaba cómo su corazón latía contra la palma de él.
—No lo sé —susurró.
—Yo sí que lo sé. Eres una guerrera. Eres una heroína, y una luchadora, y
una salvadora. Eres una cuidadora y una fuente de vida. —Respiró hondo y
esperó hasta que vio que ella lo miraba a la cara—. Y eres la mujer que ha
despertado un corazón que creía que iba a dormir para siempre. —Le agarró
la mano y se la puso en el lado izquierdo del pecho para que los dos
estuvieran sentados, en aquella quietud, con la mano sobre el corazón del
otro, notando el ritmo regular de la vida—. Eres una mujer que espero que
pueda perdonar mis defectos, una mujer que espero que algún día encuentre
un lugar en su corazón para mí.
Al oírlo, se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Ya estás en mi corazón, Zus. ¿No lo notas?
La palma de él le apretó el pecho y absorbió sus latidos, que parecían
acompasarse con los suyos. Lentamente, asintió.
—Solo que no estoy segura de que llegue a haber espacio en tu corazón
—murmuró—. Y comprenderé si es que no.
—Tú también estás ya en mi corazón, Yona. —La miró a los ojos.
Y, acto seguido, posó los labios sobre los suyos, y fue diferente a la vez
anterior. No había dudas, no había preguntas ocultas tras las caricias, no
había nada que no se hubieran dicho. Zus ahora sabía que Yona comprendía
su pasado, y ella sabía que él comprendía el suyo. Nada de aquello
importaba, no en ese momento. Después de apagar la vela, notó el peso de
él encima de ella, un cuerpo que cubría el suyo y unas manos que se
enredaban en su pelo, y cerró los ojos y soltó el miedo que sentía. Lo único
que quedó entre ellos fue lo único que importaba: el amor, la clase de amor
que uno encontraba en la oscuridad cuando todos los fingimientos habían
desaparecido, la clase de amor que nacía del dolor y de la desesperación y
de la esperanza, la clase de amor que era un refugio en plena tormenta.
CAPÍTULO VEINTICINCO

P or la mañana, Zus se había marchado, pero cuando Yona lo vio en el


claro una hora después del alba, sus ojos irradiaban calidez, y, cuando
él extendió una mano para tocarle la cara y sus dedos le acariciaron la piel
con amabilidad, ella notó la corriente que pasaba entre ambos, una energía
compartida que jamás sintió con Aleksander.
—¿Estamos seguros de esto? —le preguntó Zus inclinándose hacia
delante, y durante unos instantes Yona creyó que se refería a si estaba
convencida acerca de lo que habían compartido la noche anterior. Cuando lo
miró a los ojos, sin embargo, comprendió de inmediato que se refería a la
misión en la que estaban a punto de embarcarse. Chaim, Rosalia, Leonid y
Bernard Zuk ya estaban reunidos junto a los restos del fuego de la noche,
hablando con los hermanos Rozenberg y con sus respectivas esposas,
Regina y Paula, que empuñaban sendas armas. Shimon se encontraba en la
otra punta del claro con Rubin Sobil y Harry Feinschreiber.
—Es muy arriesgado. —La mirada de Yona se posó sobre Rosalia—.
Pero creo que es algo que debemos hacer.
—Entonces, ha llegado el momento. —Zus asintió lentamente.
Se alejó de ella y llamó a los demás. A su alrededor, los miembros del
campamento salieron de las chozas uno a uno para escucharlos.
—Si todo va bien —empezó diciendo Zus—, volveremos dentro de
cuatro días y medio con suficiente comida para superar el invierno. Nuestro
grupo es pequeño, pero no podemos sobrevivir con lo que hemos recogido
del bosque, y como bien sabéis los alemanes nos han robado la opción de
conseguir comida en los pueblos y en las granjas. Ha llegado la hora de que
nos defendamos.
Un murmullo de aprobación recorrió la congregación. Todo el mundo
asentía y estaba de acuerdo, incluso aquellos que estaban asustados.
—Aunque será peligroso —prosiguió Zus—. Pero los que vamos a
arriesgar la vida para vencer a los alemanes, para dar de comer al
asentamiento, somos conscientes del peligro. Todos estamos dispuestos a
pelear por lo que es nuestro.
—Ahora nos alzaremos, por aquellos que ya no están aquí para alzarse
por sí mismos —dijo Rosalia dando un paso adelante.
Algo se removió en la barriga de Yona, un nudo de nervios. No era el
propósito de la misión, pero los murmullos del grupo crecieron hasta ser
vítores, y algunos aplaudieron y silbaron.
—¡Alzaos por mi madre! —exclamó Elizaveta, que tenía a la pequeña
Abra dormida contra el pecho—. Se puso de rodillas a implorar piedad
cuando los alemanes le dispararon.
—¡Alzaos por nuestro hijo Natan y por su esposa e hijos! —gritó Oscher.
Bina estaba junto a él y asentía con lágrimas en los ojos.
—¡Por mi hija Ryka y por mi esposa Sosia! —dijo Rubin Sobil.
—¡Por mi hija Dolca! —gritó Moshe.
Ruth aferró la mano de Leah y se colocó al pequeño Daniel sobre los
hombros.
—Por Chiel, el padre de mis hijos.
—¡Por Aleksander, Leib, Luba y Lazare! —chilló Ester.
Por todo el asentamiento se pronunciaron nombres. Esposos, esposas,
madres, padres, hijos, amigos, seres queridos. Todos habían perdido a más
personas de las que podían contar, y por eso había llegado el momento.
Yona y Zus intercambiaron una mirada y la verdad que los rodeaba voló en
silencio entre uno y otro.
—¡Tomad lo que es nuestro! —exclamó Sara, la mujer de Chaim, con la
voz afectada por las lágrimas—. Pero regresad todos hasta nosotros. La
mejor venganza es vuestra supervivencia.
Chaim asintió solemnemente y los demás hicieron lo propio, todos menos
Rosalia, cuyo rostro era duro como una piedra tallada. En cuanto la pena
por haber perdido a su familia al fin había salido a la superficie, se instaló
allí, pesada e inamovible, volviéndola casi irreconocible ante los demás.
Al cabo de diez minutos, después de darse abrazos y besos y apretones
con los que se quedaban allí, el pequeño grupo se dirigió hacia el oeste. A
su alrededor, el bosque iba perdiendo el verde y se preparaba para el
invierno. El mundo que los rodeaba pronto adquirió los colores del fuego y
las llamas, y todos olieron el humo de las ruinas de algunos de los pueblos
de las afueras del bosque. También olía a otoño, a hojas medio secas, a
hierba transformada en paja, a setas que respiraban por última vez antes de
que el bosque se congelara. Los conejos y las ardillas salieron corriendo en
cuanto vieron avanzar al grupo, y los cuervos echaron a volar con sonoros
graznidos de advertencia.
Se detuvieron al anochecer y comieron un poco de lo que llevaban en los
zurrones, los cuales estaban repletos de mantas sacadas de los pueblos
colindantes, que Moshe enseguida había utilizado para elaborar unos sacos
gigantescos para transportar toda la comida que consiguieran. Esa noche no
se molestaron en erigir un refugio; tan solo prepararon una cama con palos
y juncos, la cubrieron de hojas caídas y permitieron que el cansancio los
embargara. En algún punto durante la noche, Zus, que dormía en la cama
improvisada al lado de Yona, le agarró la mano, y no se la soltó hasta que
los primeros rayos del alba atravesaron el cielo. Había llegado el momento
de ponerse en marcha de nuevo.
El grupo caminó hasta media tarde del segundo día, cuando Yona
enseguida se colocó a la vanguardia de la fila agotada que formaban y
levantó una mano para detenerlos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Rosalia, que había liderado el avance por el
bosque.
—Nos estamos aproximando —dijo Yona. Al cabo de una hora, llegaron
cerca de la carretera—. Descansemos hasta la medianoche. —Señaló unos
cuantos robles caídos a unos cien metros de distancia—. Allí encontraremos
algo de cobijo. Volveremos a movernos cuando se haga de noche y
buscaremos lugares por el camino para sorprender a los alemanes por la
mañana.
Se reunieron para compartir las patatas y las bayas secas que habían
traído del campamento. Se pasaron la botella de licor de los hermanos y
hablaron en voz baja acerca del plan para la mañana siguiente. Iban a
posicionarse para rodear de inmediato un camión que se acercara. Serían
precavidos y no dispararían a un vehículo que contuviera solamente
soldados, pues no les proporcionaría comida y sería más peligroso. También
evitarían los convoyes formados por muchos vehículos, y esperarían a que
pasara un camión solo.
Mientras el grupo se preparaba para unas cuantas horas de descanso,
cantando en voz baja canciones de la zona que todos conocían menos Yona,
Zus se sentó a su lado y le pasó un brazo por la cintura. Aunque algunos los
miraron con curiosidad, nadie dijo nada. En cuanto se hizo de noche, en
lugar de preparar camas, la mayoría del grupo encontró refugio en los
huecos de los troncos caídos y durmieron a solas, a excepción de Zus y de
Yona, que durmieron juntos en una cama de hojas, la cabeza de ella sobre el
pecho de él.
Pasada la medianoche, Chaim, que se había ocupado del segundo turno de
guardia, zarandeó a Yona con suavidad para que se despertara.
—Es la hora.
En efecto, la luna casi llena brillaba y bañaba el bosque de más luz de la
que a Yona le habría gustado. Estaban cerca de la civilización, así que los
árboles no eran tan densos como en las partes más frondosas del bosque ni
las copas eran tan espesas. Las estrellas que a menudo se ocultaban en las
profundidades del bosque allí parecían granos de azúcar derramados sobre
la negrura del firmamento.
—¿Estás preparado? —le susurró Yona a Chaim antes de ayudarlo a
despertar a los demás.
—¿Para tender una emboscada a un convoy alemán? No, creo que no lo
estaré nunca. Pero nuestra situación es desesperada, ¿verdad? —Suspiró—.
Solo quiero dar de comer a mi familia y regresar junto a ellos. Quiero vivir
para ver a Jakub y a Adam convertidos en adultos. ¿Es mucho pedir?
—No —respondió Yona. A su lado, Zus se desperezó y se sentó—. Es lo
mínimo que merecemos todos.
Quince minutos más tarde, el grupo estaba despierto, los zurrones
recogidos y las armas cargadas, y la adrenalina fluía entre ellos.
—Llegaremos a la carretera dentro de una hora —dijo Yona mirando a los
allí reunidos uno a uno. A su lado, Zus observaba a su hermano con
preocupación. Yona lo vio acercarse a Chaim, ponerle una mano en el
hombro y decirle algo al oído. Chaim asintió y levantó la vista,
compartiendo un instante de callada comprensión con Zus. Acto seguido,
Zus miró a Yona y asintió, solemne.
Avanzaron por el bosque en la oscuridad, su camino iluminado solo por la
luna y las estrellas del cielo, en silencio salvo por el crujido de las hojas
bajo sus pies. La luz desapareció detrás de las nubes durante unos minutos y
los sumió en la negrura más absoluta justo cuando debían cruzar un
riachuelo, pero regresó a tiempo de iluminarles la ancha carretera que se
extendía ante ellos, que parecía partir el bosque en dos.
—Hemos llegado —susurró Rosalia casi con reverencia.
—Hemos llegado —repitió Chaim, pero su tono era distinto, teñido de
turbación.
—Muy bien —dijo Zus cuando todos empezaban a murmurar entre sí—.
Debemos ponernos en posición. No sabemos a qué hora cruzarán por aquí.
Rosalia, vete cien metros al este con Leonid. Recordad que solo
detendremos a un vehículo de carga y solo si no está acompañado de otros,
o de lo contrario será demasiado peligroso. Vosotros dos dispararéis los
primeros para inutilizar el vehículo. Apuntad a las ruedas; nuestra mejor
esperanza es que giren sin control y desorienten a los soldados durante unos
segundos. Después de eso, perdemos el factor sorpresa. Joel, Maks y tú iréis
hacia allí, delante mismo de Rosalia. Si aparece otro vehículo justo detrás,
vais a tener que inutilizarlo rápido para que la situación no se nos vuelva en
contra. Los demás nos dividiremos aquí, allí y allí. —Señaló dos puntos al
otro lado de la carretera—. Deberemos estar preparados en cuanto Rosalia y
Leonid empiecen a disparar porque solo pasarán unos segundos hasta que
los alemanes abran fuego. ¿Algo más, Yona?
Ella negó con la cabeza lentamente. La certeza del plan le recordaba lo
poco que sabía del pasado de Zus; hablaba como un hombre que hubiera
liderado misiones militares en el pasado.
—Hace muchos años, me preparé para entrar en el ejército —le contó
leyéndole la mente cuando el grupo empezó a dispersarse hacia las
ubicaciones asignadas—. Algún día te lo explicaré todo. —Aquellas
palabras eran una tácita promesa de que los dos iban a sobrevivir.
Yona se agachó junto a Zus y a Chaim en la sombra de un roble
gigantesco que se extendía por encima de la carretera. Al otro lado,
Benjamin y Michal se ocultaban detrás de dos árboles a varios metros de
distancia, cada uno acompañado de su esposa. A medida que las nubes
comenzaban a tapar la luna, Yona solamente vio el blanco de los ojos en la
oscuridad, hasta que el sol empezó a salir y pintó de rosa el cielo hacia el
este.
Podrían haber transcurrido horas hasta que pasara el primer vehículo,
pero oyeron el quedo retumbo de un coche a lo lejos en cuanto el sol se
asomó en el horizonte. Rosalia se levantó y le hizo un gesto a todo el
mundo. A Yona le martilleaba el corazón contra las costillas; lo que hacía
unos instantes había sido una buena idea ahora parecía algo destinado al
desastre.
El tiempo pareció congelarse conforme el ruido se incrementaba más y
más. Una sombra apareció por la curva del camino y, al cabo de unos
segundos, un camión enorme surgió ante ellos. Era un Opel Blitz alemán,
un camión de carga con una docena de soldados sentados en la parte trasera
abierta. Con tantos hombres, era imposible que transportaran provisiones, y
Yona supuso que Rosalia se daría cuenta y no abriría fuego. Pero entonces,
en un abrir y cerrar de ojos, Rosalia se irguió entre los matorrales, levantó el
arma y disparó una sola vez, con calma y precisión, hacia el neumático
delantero izquierdo del Blitz.
Sonó un potente estallido y el camión derrapó hasta adentrarse en los
arbustos y estamparse de frente contra un árbol. Zus soltó una maldición;
mientras algunos de los soldados caían del camión y otros se arrastraban por
el suelo con las armas dirigidas hacia un enemigo invisible, no había otra
opción que abrir fuego, aunque fuera el vehículo equivocado, un vehículo
que no les proporcionaría en absoluto comida para el invierno, un vehículo
que tan solo estaba lleno de soldados.
Yona corrió con los demás, y todos dispararon hacia los alemanes.
Algunos de los soldados habían empuñado las armas, otros simplemente se
quedaron inmóviles, sorprendidos. Un soldado estaba tumbado en el medio
de la carretera, quieto y ensangrentado, al parecer inconsciente después de
haber caído del camión. El conductor bajó de la cabina con la gorra torcida
y barrió el bosque con la mirada, desesperado. Una bala le atravesó el
cuello antes de que sus pies aterrizaran en el suelo, y cayó de bruces.
La mayoría de los soldados fueron derribados, uno a uno, y se
desplomaron en el suelo entre charcos de su propia sangre, pero hubo dos
que permanecieron en pie el suficiente tiempo para abrir fuego. Las balas
perforaron los árboles y zumbaron como alocados abejorros cuando
dispararon veloces hacia una amenaza que no veían, mientras el pánico los
volvía imprudentes. Pero era demasiado tarde; una bala se dirigió a la
cabeza de uno de ellos y el aluvión de una metralleta de uno de los
hermanos le acribilló el pecho al otro. Y, entonces, cuando todos los
alemanes yacieron muertos, el bosque quedó en silencio.
Yona bajó el arma poco a poco. Le temblaron las piernas cuando empezó
a asimilar la realidad de lo que acababan de hacer. Habían asesinado a esos
soldados sin ningún motivo; no había garantía de que transportaran nada de
valor más allá de las armas y la ropa que llevaban.
—Eso ha sido por nuestros padres —dijo Maks Rozenberg dándole una
patada a uno de los alemanes. Su hermano Joel escupió en la cara del
muerto.
—Venid, rápido —dijo Zus con el arma al hombro y agarrado a la mano
de Yona—. Venid todos. Debemos llevarnos lo que podamos y desaparecer
antes de que aparezca otro camión.
Había sido temerario, y Yona se mareó. Rosalia había actuado sin pensar
en las consecuencias, dejándose llevar por un miedo que temporalmente
había anulado su sentido común. Yona observó la carretera buscándola con
la mirada cuando el grupo se reunió. Se le aceleró el corazón al darse cuenta
de que la mujer de cabellera ardiente no estaba allí.
—¿Rosalia? —la llamó.
Los demás dejaron de hacer lo que estuvieran haciendo y se giraron para
buscarla también. Fue Yona la primera que la vio, tumbada boca abajo en el
suelo con el precioso pelo rojizo a su alrededor como la melena de un león.
—¡Rosalia! —gritó, y corrió hacia ella para arrodillarse a su lado. Le
puso una mano en la espalda: Rosalia seguía respirando con huecos jadeos.
Yona supo antes siquiera de darle la vuelta que la mujer estaba muriéndose.
Su rostro ya no era una expresión pétrea. Mientras intentaba tomar aire en
vano, lucía una ternura que Yona jamás le había visto. Zus se puso de
rodillas al lado de Yona, seguido enseguida de Chaim, y los tres observaron
impotentes cómo Rosalia abría los ojos y se esforzaba por enfocarlos. Yona
oyó que uno de los hermanos Rozenberg exclamaba haber encontrado algo
en el camión y que una de las esposas les pedía que se dieran prisa. Pero
aquellas voces sonaban muy lejos de allí. Rosalia tenía un agujero en el
pecho, y Yona vio cómo le manaba sangre cada vez que respiraba.
—Tenía que hacerlo —consiguió decir entre jadeos—. Nos han
arrebatado demasiado. Mis hijos estarían orgullosos de que me haya alzado
por ellos.
Yona notó las lágrimas que le anegaban los ojos cuando aferró la mano de
Rosalia. Zus le apretó el pecho para intentar detener la hemorragia, pero
Yona negó con la cabeza con tristeza. No serviría de nada.
—Sí, sí que lo estarían —dijo Yona, y Rosalia esbozó una débil sonrisa.
—Se lo contaré —susurró, y entonces soltó un último y tembloroso
aliento, y se apagó la luz de sus ojos.
Yona ahogó un sollozo, pero antes de que pudiera decir nada Chaim los
había agarrado a Zus y a ella por el brazo y los empujaba.
—Tenemos que irnos —dijo con voz grave por la pena y por la urgencia
—. Ya. Llevamos demasiado tiempo aquí.
Aturdida, Yona levantó la vista y vio que los demás esperaban en el borde
de la carretera con los sacos que les había preparado Moshe llenos hasta
reventar. Parpadeó para reprimir las lágrimas; el camión transportaba más
provisiones de las que imaginaba. Los Rozenberg habían sido muy rápidos.
A los alemanes muertos en la carretera les faltaban las armas, las botas y los
abrigos, una cantidad de ropa impresionante para sobrevivir al invierno.
—Vamos —los apremió Chaim de nuevo, ahora con tono asustado, y Zus
le agarró la mano a Yona y tiró de ella hacia el bosque.
—¿Qué pasa con Rosalia? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.
—No podemos perder más tiempo —dijo Zus apretándole la mano.
Chaim asintió—. Debemos honrarla sobreviviendo. Y, cuando los alemanes
la encuentren, quizá piensen que ya tienen a quién hacérselo pagar. Puede
que nos salve la vida una última vez.
Tenía razón, por supuesto, pero Yona no pudo resistirse a mirar a Rosalia,
que yacía en silencio entre los alemanes muertos, con los ojos vacíos
mirando hacia el cielo. Yona susurró una oración a Dios y, a continuación,
siguió a Zus y a los demás para huir a través del bosque en dirección al río,
para no dejar huellas y para que perseguirlos fuera imposible.

***

Corrieron durante una hora y vadearon por el río durante otro kilómetro
antes de emerger en una zona del bosque que resultaba desconocida para
todos menos para Yona. Se habían alejado lo suficiente como para que los
alemanes no pudieran seguirles la pista. El grupo finalmente se detuvo a
descansar bajo la sombra de unos cuantos robles. Sin decir nada, los
Rozenberg empezaron a desenrollar los fardos que llevaban, y Yona y Zus,
que habían acarreado un gran bulto entre los dos, hicieron lo mismo. Chaim
y Leonid transportaban un pequeño fardo cada uno, y al cabo de unos
instantes el botín del que se habían apoderado estaba en el suelo ante ellos.
Yona se quedó boquiabierta al ver el tesoro. No tenía ni idea de lo que
llevaban, pero ahora, viéndolo desplegado, pensó que quizá la muerte de
Rosalia no había sido totalmente en vano, después de todo.
Había una docena de ametralladoras, cuatro pistolas y mucha munición.
En la bolsa que Zus y ella transportaban, la sorprendió encontrar dos
docenas de rebanadas de pan duro, cajas de cigarrillos, por lo menos un
centenar de chocolatinas y decenas de latas en cuyas etiquetas se leía
Rinderbraten, Truthahnbraten y Hähnchenfleisch. Chaim y Leonid tenían
un botín parecido, igual que Regina y Paula, quienes también llevaban
paquetes alargados con la palabra Erbswurst y paquetes de galletas saladas
duras. El pan y los cigarrillos estaban empapados, pero lo demás estaba casi
todo intacto.
—¿Qué es todo esto? —preguntó uno de los hermanos Rozenberg.
—Las latas son de carne de ternera, pollo y pavo —dijo Yona en voz baja
leyendo las etiquetas al examinar el inesperado tesoro—. Y los paquetes
alargados son para hacer sopa de guisantes.
—Las raciones de los soldados —murmuró Zus, y Yona asintió. Ahora
odiaba a los nazis un poco más, puesto que arrasaban en los pueblos y
destrozaban las cosechas cuando tenían garantizada su propia
supervivencia.
—Esto es suficiente para superar el invierno —comentó Yona—. Es lo
que buscábamos.
Se miraron unos a otros mientras el peso de lo que habían conseguido se
instalaba entre ellos. Fue Chaim quien rompió el silencio.
—Deberíamos irnos —dijo—. La distancia que tenemos que recorrer es
muy grande.
Todos asintieron con un murmullo y se apresuraron a guardar las
provisiones de nuevo en fardos y sacos. Caminarían hasta que ya no
pudieran dar un paso más, y entonces descansarían unas horas y se pondrían
en marcha antes del alba.
—¿Estás bien? —le preguntó Zus en voz baja al situarse junto a Yona,
que guiaba la comitiva por el bosque.
—No —susurró al cabo de unos instantes.
Él asintió, y ella supo que Zus tampoco estaba bien. Todos eran
conscientes del peligro que corrían, pero perder a Rosalia los había afectado
en gran medida.
—Yitgadal v’yitkadash sh’mei raba b’alma di-v’ra chirutei —empezó a
decir Zus después de hacer una pausa, y Yona notó que le daba un vuelco el
corazón—. V’yamlich malchutei b’chayeichon uvyomeichon uvchayei
d’chol beit yisrael, ba’agala uvizman kariv, v’im’ru: amen.
Era el kaddish de duelo, pronunciado en arameo para honrar a los
muertos. Yona respiró hondo.
—Y’hei sh’mei raba m’varach l’alam ul’almei almaya —dijeron al
unísono. Yona susurró mientras Zus seguía recitando el resto de la oración,
y supo, por cómo se le quebró la voz, que la había entonado muchas veces,
porque había perdido a mucha gente. Pronunciarla ahora, solos en el bosque
con un grupo de diez personas, no era lo que mandaba la tradición, pero
consoló a Yona. Ya la repetirían más tarde como era debido, como habían
hecho por Aleksander y los demás. Pero por el momento bastó para que
Yona siguiera avanzando y guiando a los supervivientes hacia casa.
CAPÍTULO VEINTISÉIS

A quel año, el invierno se presentó pronto y congeló el bosque antes de


que el grupo hubiera tenido la oportunidad de terminar de construir
las zemliankas. Aun así, consiguieron cavar en la tierra antes de que el hielo
se hubiera extendido, por lo que fueron afortunados; lo único que les faltaba
por erigir eran los techos y las estufas, y eso lo lograron cuando cayó la
primera gran nevada.
Habría suficiente comida para que el grupo superara el frío gracias al
asalto al camión alemán, así como a las varias misiones que habían hecho
en pueblos vecinos para aprovisionarse. Como ahora los alemanes en su
mayoría se habían dispersado de la zona, era más fácil aventurarse a salir y
recopilar la comida que habían dejado tras de sí. Antes de que el mundo se
congelara, habían recogido patatas medio podridas, una docena de gallinas
que por alguna razón habían conseguido escapar a la matanza nazi e incluso
algunos sacos de grano de un sótano oculto de un establo.
Con el frío del invierno también apareció una calidez que Yona jamás
había conocido. Sin decir una palabra al respecto, Zus y ella se habían ido
acercando, pasando más y más tiempo juntos, hasta que al final ocuparon la
misma zemlianka, donde se abrazaban por la noche bajo una manta
compartida para absorber el calor del otro. Ese año no habían tenido tiempo
de construir refugios más pequeños, así que vivían con otras ocho personas,
pared con pared. El recato les impedía hacer algo más que abrazarse por la
noche, pero a ella le bastaban los besos que le daba y cómo la acariciaba,
como si fuera un tesoro. Yona sabía cómo se sentía Zus, y su propio corazón
experimentaba las mismas emociones.
—Has encontrado el amor en plena locura —le dijo Ruth un día con una
ligera sonrisa cuando vigilaban en el claro a Leah, Pessia y Daniel, que
jugaban con Maia, la hija pequeña de los Gulnik. Daniel se tambaleaba ya,
inseguro sobre sus delgadas piernecitas, y a las niñas les encantaba hacer de
maestras y enseñarle a poner un pie delante del otro, y se reían cuando lo
veían caerse sobre la nieve—. Menuda bendición.
Yona se rodeó con los brazos y observó el asentamiento. Era un día
relativamente cálido para encontrarse en el bosque en invierno; no soplaba
como siempre el viento demoledor, aunque la nieve caía para borrar sus
pisadas cuando regresaran bajo tierra. Elizaveta había salido y hacía saltar a
Abra sobre sus rodillas, mientras que Nachum chutaba una pelota hecha con
el hilo de Moshe hacia los hijos de Chaim. Cuatro de los adultos jugaban a
cartas con un árbol caído a modo de mesa, y unos cuantos reían mientras se
pasaban una botella de licor. Era una situación extrañamente normal. La
amenaza no había desaparecido y la presencia de los alemanes seguía
flotando por la zona, pero ese día nadie pensaba en la supervivencia. Se
limitaban a disfrutar del momento, un auténtico lujo en el bosque, y era
precioso.
—Creo que todos hemos encontrado el amor —dijo al fin Yona con una
sonrisa contemplando a los niños. No se había dado cuenta de que había
sucedido, pero en algún punto del camino se habían convertido en una
familia, todos y cada uno de aquellos refugiados. Les había enseñado a
vivir, pero ahora sabía que, en muchas cosas, había sido ella la alumna.
Ruth asintió y le puso una mano en el brazo.
—Gracias, Yona. No sé si te lo he dicho antes, pero no creo que
hubiéramos sobrevivido sin ti.
—Seguro que sí. —Yona apartó la mirada, avergonzada—. Solo he
ayudado un poco.
—Yona, nos has salvado. —Ruth se aclaró la garganta—. Eres un
verdadero regalo de Dios, y le doy las gracias a diario por ti.
Yona observó de nuevo la escena que se desarrollaba ante ella,
normalidad en medio de la locura.
—Yo doy gracias a Dios por todo.
Aquella noche, todo el grupo ocupó la zemlianka más grande, y en ese
escondrijo subterráneo cantaron las canciones hebreas que Yona había
terminado aprendiendo, y Ruth les contó a los niños cuentos de hadas con
criaturas parecidas a elfos llamadas shretelekh, que llevaban bondades a
quienes eran buenos con ellas. Fue una velada que debería haber sido
mágica, pero Yona recordó de pronto la primera noche del invierno anterior,
cuando el grupo había encendido una menorá. El Janucá empezaría al cabo
de unos días, pero muchas de las personas con quienes lo celebraron por
última vez ya no estaban allí. Le dolía el corazón por todo lo que habían
perdido.
Sulia ahora estaba con Harry Feinschreiber. Había pasado página de
Aleksander como si nunca hubiera existido, pero el pasado nunca
desaparecía del todo, ¿verdad? Aquella noche había fantasmas en el bosque
—Rosalia, Aleksander, Leib y Luba—, pero no eran los únicos. Se
percibían las incontables vidas que se habían apagado, la impotente cascada
de futuras generaciones perdidas. Yona miró a Zus, que estaba sentado en
las sombras, y cuando él se giró para observarla tuvo la extraña sensación
de que estaban pensando lo mismo.
Y si bien la noche de celebración acabó con Zus en la cama de Yona
como siempre, con el cuerpo caliente de él contra el suyo en la quietud del
refugio, no le dijo nada, y fue como si una nube se hubiera colocado delante
de las estrellas para oscurecer toda la luz del mundo.

***

Más tarde, mucho después de que el sol se hubiera puesto, en el


campamento todos se quedaron dormidos, refugiados en sus hogares
invernales bajo tierra. Yona se despertó con un sobresalto en la cerrada
oscuridad y enseguida reparó en que estaba sola en la cama de juncos. Zus
se había ido.
Se incorporó y parpadeó en la negrura. Sus ojos se adaptaron lentamente,
pero solo divisó unas sombras vagas en la zemlianka, y Zus no se
encontraba entre ellas. Se envolvió en la manta, se puso las botas y se
dirigió hacia la puerta, que abrió en silencio antes de salir al frío mundo
exterior.
La nieve caía con suavidad, sigilosa bajo la débil luz de la luna, desde
unas nubes dispersas que atravesaban el firmamento sin prisa, permitiendo
destellar a las estrellas. Todavía faltaban unas cuantas horas para que saliera
el sol. El cielo se movía mientras la naturaleza dormía, y durante unos
segundos Yona se quedó quieta asimilando la quietud y la paz, dejando que
los copos de nieve le besaran las mejillas. Al poco, bajó la vista y descubrió
las pisadas de Zus, apenas visibles por la nieve que estaba cayendo.
Preocupada, se dirigió en la misma dirección que él y lo siguió hacia los
árboles.
Caminó durante veinte minutos, y empezaba a sentir pánico cuando al fin
lo vio, de espaldas a ella, los puños apretados a ambos lados, contemplando
las negras profundidades del bosque. Aliviada, suspiró. Mientras avanzaba
hacia él, Zus la oyó y se giró con una mirada agitada y desconocida. No
empuñaba ningún arma, pero estaba encorvado en una posición de defensa,
dispuesto a pelear.
—¿Yona? —preguntó al cabo de unos segundos. Se irguió y la sombra
que le cubría el rostro se retiró, pero no del todo—. ¿Qué haces aquí?
—Estaba preocupada por ti. —En cuanto se le aproximó, Zus dio un paso
atrás para apartarse, y fue entonces cuando se dio cuenta de que había
estado llorando. Había rastros de lágrimas en sus mejillas y tenía los ojos
rojos—. ¿Zus?
—No quería que me vieras así. —Retrocedió de nuevo para poner
distancia entre ellos, y, aunque Yona quería abrazarlo y prometerle que todo
iba a salir bien, sabía que tal vez fuera mentira.
—¿Qué ha pasado, Zus? —le preguntó intentando no sonar asustada—.
¿Estás herido?
Él negó con la cabeza, y otra lágrima se vertió de su ojo izquierdo. Se la
enjugó con rabia.
—Es por Helena —dijo con voz extraña y tensa, y Yona tardó unos
instantes en darse cuenta de que se refería a su hija. Nunca había
pronunciado su nombre en alto delante de Yona; aun cuando le había
preguntado con tiento acerca de su pasado, Zus había negado con la cabeza,
había apretado los labios y le había dicho que no podía abrir aquella puerta
sin derrumbarse. Conoció la verdad por Chaim.
—Ay, Zus —murmuró.
Zus le dio la espalda de nuevo y se quedó observando el bosque una vez
más. Encima de ellos, el cielo los vigilaba en silencio. Al cabo de unas
horas, saldría el sol y el bosque renacería, el mundo se iluminaría. Pero en
ese momento estaban los dos solos bajo la luz de la luna.
Pasó un buen rato antes de que Zus se girara.
—Hoy habría cumplido seis años. Debería haber sido su cumpleaños.
Pero yo… no pude salvarla. ¿Cómo es posible que yo siga vivo y ella haya
desaparecido del planeta hace dos años?
Empezó a llorar de nuevo con amargos sollozos, y Yona titubeó antes de
acercarse y ponerle una cuidadosa mano en el hombro. Zus se encogió, pero
no se apartó, así que ella avanzó y lo estrechó. Él no se resistió y, al cabo de
unos instantes, la rodeó con los brazos y lloró contra su pelo. Yona absorbió
los temblores de su pena.
—No hay palabras para decirte lo mucho que lo siento, Zus —susurró
cuando finalmente dejó de llorar—. Ojalá la hubiera conocido.
Zus respiró hondo y se apartó para crear un repentino vacío entre ambos.
Estaba desorientado, a la defensiva.
—Pero ¿no lo entiendes? Si no la hubiera perdido, si no hubiera perdido a
Shifra, mi esposa, nunca te habría conocido. Esta vida que tengo ahora
contigo, estos sentimientos… —Negó con la cabeza—. Solo se deben a que
están muertas. ¿Cómo voy a aceptarlos? ¿Acaso no las estoy traicionando?
Yona parpadeó cuando lo vio dar otro paso atrás para alejarse y ensanchar
la distancia. No era solo la tristeza lo que lo consumía; era la culpa, y ella
estaba en el centro.
—Zus, yo…
—No hay nada que puedas decir, Yona. No hay nada que nadie pueda
decir.
Era la primera vez que lo oía hablarle con frialdad, y eso le provocó un
escalofrío en la columna vertebral. Sabía que era la pena la que hablaba por
él, pero aun así fue un golpe. Sabía que con Zus las cosas eran distintas que
con Aleksander, que lo que tenía con él era verdadero y real. Pero ¿era
transitorio el amor? ¿Podía recorrer su camino y desaparecer en un
momento dado? ¿Y si era lo que estaba sucediendo ahora? ¿Podía una
persona decidir simplemente apagar su corazón? Había tanto que
desconocía; una vida entera leyendo libros en las profundidades de un
bosque solitario no la habían preparado para abrir el corazón como lo había
hecho.
—Lo siento —susurró al fin, y cuando él la miró su expresión se suavizó
un poco.
—Yona, no quería decir… —Se le quebró la voz y se detuvo de pronto.
Yona veía la tormenta que se desarrollaba en sus ojos, la confusión, y
detestó ser su causa. Aun así, cuando Zus le agarró la mano, se la apretó, y
cuando la abrazó para que apoyara la cabeza sobre su corazón, ella lo
estrechó con fuerza—. Ojalá las hubieras conocido, sí. Ojalá la vida fuera
diferente. Ojalá hubiera transcurrido por otros derroteros. Ninguno de
nosotros debería morir de frío en un maldito bosque. La gente no debería
odiarnos en nombre de Dios. Pero nos odian. Y aquí estamos.
Sobreviviendo. Viviendo para honrar a nuestros muertos. —Su voz se
rompió de nuevo—. Es nuestro deber. ¿Verdad?
Yona se quedó escuchando sus latidos antes de responder. El corazón de
Zus palpitaba rápido e insistente, golpeaba la caja torácica como si intentara
liberarse.
—Conocí a una monja —susurró—. Me dijo que los que viven una vida
buena se reunirán en el más allá. ¿Lo crees? ¿Crees que volverás a ver a
Helena y a Shifra algún día?
Zus no respondió enseguida, y en el silencio Yona lo oyó sollozando de
nuevo, sintió los temblores de pena que le zarandeaban el cuerpo.
—Sí que lo creo —dijo al final.
—Pues quizá estén más cerca de lo que piensas, Zus. —Se imaginó el
fantasma de su esposa observándolos en el bosque, como Jerusza a veces la
observaba a ella, y aquella imagen bastó para que se apartara de él. ¿La
mujer que lo había amado la envidiaría por estar allí, en sus brazos? ¿La
odiaría por ocupar un lugar que ella nunca sería capaz de llenar?—.
Siempre estarán contigo —añadió al cabo de poco—. Como siempre
deberían estarlo.
Zus suspiró, pero no se le acercó, no la rodeó de nuevo con los brazos; en
cierto modo, por más que ella había puesto distancia entre ambos, a Yona le
dolió que no reaccionara.
Apartó la mirada de nuevo, en dirección a la impenetrable oscuridad del
bosque.
—Te quiero, Yona —murmuró sin mirarla—. Te quiero, pero ese amor
me parte el corazón. Cuanto más me adentro en esta vida contigo, más atrás
dejo a mi esposa y a mi hija.
Y así, sin avisar, dio media vuelta y echó a correr con pesadas zancadas
sobre el polvo de nieve. Los árboles lo engulleron antes de que Yona
pudiera quitarse el nudo que le atenazaba la garganta. Cuando fue capaz de
tomar la palabra y superar la conmoción y la tristeza, Zus había
desaparecido, y, con él, su recién descubierta sensación de pertenencia.
Se enjugó las lágrimas que no sabía que estaba llorando y se rodeó el
cuerpo con los brazos. La nieve seguía cayendo y, cuando levantó la cabeza
hacia el cielo, unos cuantos copos aterrizaron en sus mejillas y deshicieron
los ríos salados.
Detrás de ella, el campamento seguía dormido y en la noche reinaba la
quietud. No podía regresar, todavía no, así que caminó en la dirección
contraria a la que había tomado Zus.
Delante de ella se alzaba un grupo de árboles caídos, y se sentó en uno de
los troncos derribados para examinar el tocón por donde se había partido.
Por el aspecto que tenía, llevaba tiempo así, y con el tiempo las líneas
afiladas del árbol se habían suavizado. Ahora estaban congeladas, eran
duras y despiadadas, y Yona se preguntó si se había equivocado al
comentarle a Zus que sus contornos rotos estaban destinados a encajar.
Quizá los fragmentos quebrados nunca volvían a juntarse con nada. Quizá
tan solo debían suavizarse en los extremos y congelarse, impenetrables e
incompatibles. ¿Se había engañado al creer que Zus y ella podrían llenar los
vacíos del otro?
Sentada en el árbol, perdió la noción del tiempo observando la suave
nieve y el cielo nocturno y oscuro, así como el dosel de ramas que se alzaba
sobre ella. Al final, cerró los ojos y suspiró. Iba a tener que seguir adelante,
y Zus también. Su pasado siempre estaría con ellos, pero eso no significaba
que no hubiera una especie de futuro ante sí. El alba se acercaba y el cielo
empezaba a iluminarse por el este mientras las estrellas seguían vigilando
en paciente silencio. Estaba a punto de levantarse para volver al
asentamiento —seguro que el grupo se preocuparía si se despertaba y
descubría la ausencia de Zus y de ella— cuando oyó claros pasos por el
oeste que hacían crujir la nieve. Yona se puso en pie con todos los sentidos
alerta de repente mientras observaba las sombrías e inescrutables
profundidades del bosque intentando ver la fuente de los ruidos. Era algo
grande, tan grande como un ser humano. ¿Sería un oso? ¿Un lobo
gigantesco? No tenía una pistola con ella, pero agarró el cuchillo que
escondía en la bota, el que siempre llevaba atado alrededor del tobillo.
Acababa de cerrar la mano sobre la empuñadura cuando una voz le habló
desde detrás.
—¿Yona?
Se giró y vio a Zus allí, con los ojos abiertos por la preocupación. Se lo
quedó mirando, confundida. La pena le había hecho bajar la guardia; había
pensado que las pisadas procedían de la dirección contraria, pero el sonido
debía de haber hecho eco por los árboles y despistado su entrenado oído.
Parpadeó varias veces y Zus frunció el ceño.
—Yona, ¿estás bien? ¿Qué pasa?
—Me ha… Me ha parecido oír algo. —Negó con la cabeza y se obligó a
reírse—. Quizá he pasado demasiado tiempo al aire libre con este frío.
Zus sonrió y dio un paso hacia el grupo de árboles caídos. Seguía estando
a varios metros de distancia, iluminado por la débil luz del alba inminente.
—Lo siento —dijo con voz ronca—. Siento haberte dicho esas cosas. No
pretendía hacerte daño.
—Claro que no lo pretendías, Zus. Eso ya lo sé.
A su alrededor, las estrellas titilaban y la nieve siguió cayendo
suavemente. Durante unos instantes, Yona pensó que estaban suspendidos
en un mundo que no era el suyo, como los árboles diminutos de la bola de
nieve del dormitorio de la casa que Jüttner había ocupado.
—Zus… —empezó a decir.
Él dio otro paso adelante y levantó una mano para interrumpirla. Su rostro
estaba teñido de ternura y de angustia.
—Por favor. Yona, hay algo que quiero decirte. No debería haber…
Pero sus palabras se perdieron en la nada, pues a media frase algo crujió
entre los árboles tras ellos y los dos se giraron, alarmados, esperando ver a
un animal salvaje.
Sin embargo, se trataba de un hombre, agachado como una bestia. Tenía
los ojos ardientes, el pelo alborotado y la barba descuidada. Llevaba un
raído abrigo de lana con esvásticas bordadas en las solapas.
—Hola, hija. —Su voz era un gruñido. Con un destello de terror, Yona lo
reconoció detrás de la barba, la furia y la desesperación.
—Jüttner —murmuró. En el silencio que siguió, oyó cómo su padre
amartillaba la pistola, que ahora apuntaba directamente al corazón de Zus.
CAPÍTULO VEINTISIETE

Y ona oyó la exhalación de Zus, percibió la sorpresa y el miedo que


sentía al dar un paso hacia ella y detenerse en seco cuando Jüttner
movió el arma y gruñó como advertencia.
—Así que ¿por eso regresaste al bosque? ¿Por este sucio judío? Me
apuesto lo que quieras a que no le has hablado de mí —le dijo Jüttner en
alemán señalando a Zus con un movimiento de cabeza. Escupía saliva desde
las comisuras de sus labios resecos y agrietados. ¿Cuánto tiempo llevaba
merodeando por el bosque? Se le habían hundido las mejillas y su abrigo le
cubría el cuerpo como una prenda colgada de una percha—. Me apuesto lo
que quieras a que no le has dicho que tu padre es un nazi.
Zus se acercó un poco a Yona como si pudiera protegerla, pero seguía a
varios metros de distancia.
—Yona no se parece en nada a ti —le dijo con un cuidado alemán. Yona
no sabía siquiera que hablara ese idioma.
—Se llama Inge —le espetó Jüttner con mirada sombría.
—¿Qué haces aquí, papá? —le preguntó Yona enseguida, intentando
sonar serena. Utilizó el apelativo cariñoso con la esperanza de relajarlo, y
pareció funcionar un poco.
—He venido a por ti, Inge. —Su voz se suavizó un tanto, y una parte de
la rabia desapareció de sus ojos. Bajó la pistola, y Yona suspiró, aliviada.
Solo la miraba a ella, como si al instante hubiera olvidado que Zus se
encontraba allí—. Te marchaste por lo de las monjas, pero no fue culpa mía.
Seguro que lo sabes. Yo intenté salvarlas por ti.
A Yona le dolió el corazón. Todavía veía a la hermana Maria Andrzeja
muerta frente al altar, frente a Dios.
—Me marché porque mi lugar no estaba allí contigo —dijo con suavidad
—. No podía quedarme.
—Solo piensas eso por la mujer que te robó. Te hizo olvidar quién eres,
Inge. Pero eres mi hija. Tu lugar está conmigo. —Fue alzando la voz, un
grave lamento—. Me humillaste, Inge. ¿Cómo crees que los demás
interpretaron que mi hija saliera huyendo tan poco después de haber
regresado? Se burlaron de mí, Inge. Llevo meses buscándote. He venido a
salvarte, a enseñarle a todo el mundo cuál es tu lugar de verdad. A llevarte a
casa.
—Pero esta es mi casa.
Jüttner se quedó confundido, como si no fuera la respuesta que esperaba.
Sus ojos volaron hasta Zus, de vuelta a Yona y hasta Zus de nuevo.
—¿Este judío? Es él quien te obliga a quedarte, ¿no? —Volvió a levantar
el arma y apuntó hacia él. Yona notaba cómo su propio corazón le golpeaba
las costillas.
—No. —Respiró hondo. Podría fingir que Zus no significaba nada para
ella, y entonces quizá su padre lo dejara irse. Pero ¿y si lo mataba de todos
modos? No podía permitir que el último recuerdo que tuviera Zus fuera un
rechazo. Por lo tanto, se irguió y miró a Zus al murmurar—: Se llama Zus.
Y lo amo. Si le haces daño, nunca te lo perdonaré.
—Pero ¡es un judío! —La furia de la voz de Jüttner se arremolinaba como
las nubes antes de una espantosa tormenta—. ¡Te ha engañado! Es lo que
hacen los judíos, Yona. Solamente está utilizándote.
—Él también me ama —susurró Yona.
—No digas tonterías, Inge. Los judíos son incapaces de tal cosa. ¡Son
animales! ¿Cómo has dejado que te embaucara de esta manera, que te
alejara de la vida que podrías vivir con tu familia?
—Él es mi familia ahora. Es mi futuro. —Yona sabía que debería
detenerse. Jüttner blandía un arma y parecía trastornado. Pero fue como si
toda la luz y el dolor que le inundaban el corazón por fin hubieran
encontrado una salida, y no podía contenerlo más—. ¿Cómo es posible que
pienses que volvería contigo? ¿No ves en qué te has convertido?
—¡Ya basta! —rugió su padre. Toda la rabia que sentía había estallado.
Agitó la pistola con movimientos frenéticos, y Yona experimentó una
punzada de temor. Jüttner estaba demacrado, exhausto. Si Zus y ella daban
media vuelta para echar a correr, había una posibilidad de que se hubieran
alejado antes incluso de que abriera fuego, y en cuestión de minutos se
habrían esfumado en el bosque. Pero si seguía con los sentidos aguzados los
dos acabarían muertos antes de dar un par de pasos. Era demasiado
arriesgado—. Eres mi hija —dijo su padre, cuya voz se hundió hasta ser un
grave gruñido—. Vas a dejar atrás todas estas tonterías y vas a venir
conmigo ahora.
—No irá a ninguna parte contigo. —Las palabras de Zus eran firmes y
tranquilas.
—¿Crees que me vas a decir qué debo hacer? Es de mi propia sangre —le
escupió Jüttner trastabillando para girarse hacia él—. ¿Acaso vuestro
pueblo no le da importancia a eso también? ¿No sois judíos porque es lo
que corre por vuestras venas?
Zus no respondió.
—¿Qué pasa? Ahora no puedes decir nada, ¿eh, sucio perro judío?
¡Contéstame! ¿Qué te convierte en judío? En tu maravillosa religión, con
vuestras normas y planes para tomar el mando de la humanidad, ¿qué es lo
único que os convierte en judíos?
Yona notaba cómo se intensificaba la tensión.
—Según la halajá, el niño de una madre de sangre judía siempre será
judío —respondió Zus, imperturbable—. ¿Te refieres a eso?
—Para, Zus —murmuró Yona. Estaba empeorando las cosas. Ya veía a
Jüttner fuera de control, los ojos inyectados en sangre, sus movimientos
más erráticos. Estaba delirante, y, con un arma cargada y mucho odio
acumulado contra los judíos, aquello solo podía terminar de una manera.
—Y ¿crees que por engañar a mi hija para que te ame vas a purificar tu
sucia alma? ¿Que si tenéis hijos no serán judíos como tú? ¿Es eso? ¿Es ese
tu plan?
—Yo… —empezó a decir Zus, pero Jüttner lo interrumpió.
—Pues te va a salir el tiro por la culata, judío. ¿Quieres que te cuente mi
sucio secretillo? Yo me casé con una judía. —Se giró hacia Yona con
expresión perturbada y ojos febriles—. Me mintió, pero tu madre era una
puta medio judía, la hija de una mujer judía y de un hombre católico.
Intentó ocultar quién era, pero eso no se puede ocultar así como así. En
Alemania, no. Ni siquiera me lo contó, la muy desagradecida. Llevaba
tiempo muerta cuando aquello salió a la superficie. Y mejor que fuera así,
porque quizá la habría matado con mis propias manos. Me podría haber
arruinado, Inge. Lo entiendes, ¿verdad?
—¿Mi madre era judía? —susurró. Le daba la impresión de que todo el
aire había abandonado su cuerpo.
—Bueno, se arrodillaba todos los domingos en la iglesia, como todos los
demás. —La carcajada de Jüttner era cruel—. Nunca habrías dicho que
tenía la sangre manchada. Lo escondía, Inge. Me lo escondió a mí.
A Yona le daba vueltas la cabeza. ¿Por eso Jerusza la había elegido a ella?
¿No había sido un deseo aleatorio de robarle el bebé a un futuro nazi, sino
una premonición sobre el día en que saliera a la luz la verdad? ¿Acaso la
anciana sabía que, si todo hubiera transcurrido sin que ella alterara el curso
de los acontecimientos, quizá Yona y su madre algún día habrían muerto a
manos del hombre que debía quererlas más?
—Siempre he sido judía —masculló Yona.
—No —se opuso Jüttner con rotundidad—. ¡No! Tú eres una Mischling
de segundo grado, no una judía. Mi sangre es fuerte, Inge. He hecho
suficiente por Alemania para borrar la mancha de las mentiras de tu madre.
Por eso tenía que recuperarte. Por eso llevo meses vagando por el bosque,
para dar contigo. Debo salvarte, Inge, antes de que alguien vea qué eres en
realidad.
—No necesito que nadie me salve. —Por fin encontró su propia voz—.
Tú tampoco.
—¡Sí que lo necesitas! —Abrió los brazos, desesperado—. ¡Ahora es
obvio! ¿No lo comprendes? En cuanto te unas a ese hombre, te volverás
judía del todo por ley.
Yona dio otro paso atrás. ¿Por qué Zus no retrocedía?
—Papá. —Buscó de nuevo el efecto de aquella palabra para suavizar la
tensión, pero era demasiado tarde. Jüttner no parecía oírla siquiera.
—¡Te robaron una vez! —Ahora ya casi gritaba—. ¡No permitiré que
ocurra una segunda vez!
Dicho eso, levantó la pistola, decidido, y apuntó hacia Zus con los ojos de
pronto enfocados, con la mirada dura y afilada. Ya no era un loco fuera de
control; era un resuelto oficial alemán dispuesto a llevar a cabo una
ejecución que consideraba necesaria.
—No mires, Inge —dijo con voz inexpresiva—. Será mejor así.
—No lo hagas.
—Es lo mejor. Algún día lo entenderás.
Zus retrocedía lentamente con las manos levantadas, pero cuando el
tiempo se detuvo Yona supo que no bastaría. Jüttner no fallaría.
Habían sido sus decisiones, y quizá también la guerra que se libraba en su
sangre, las que los habían llevado a todos ellos allí, hasta ese momento, y
no podía dejar que ocurriera. No podía ser la responsable de la muerte de la
única persona del planeta que la amaba por quien era, no por en quién
podría convertirse. Sus padres casi no la habían conocido, y, si su madre
había intentado ocultar su pasado a su padre, quizá un bebé no había sido
más que un arrepentimiento, una complicación. Jerusza siempre había
querido más de ella, una aprendiz a su imagen y semejanza en lugar de una
niña con sus propias esperanzas y miedos y sueños. Su padre quería que
fuera nazi como él, y hasta Aleksander había querido que cambiara, que se
volviera más dócil, más servicial. Pero ella solo podía ser ella, y Zus lo
sabía y la quería no a pesar de eso, sino precisamente por eso. Yona lo veía
cada vez que lo miraba a los ojos, incluso más allá de la pena que sentía,
incluso ahora, más allá del miedo.
El mundo se paralizó, los segundos caían como los suaves copos de nieve
a su alrededor. Cuando Jüttner movió la pistola y dio un paso adelante,
luego dos, hacia Zus, que seguía retrocediendo, Yona se abalanzó, zancada
tras zancada, y sus piernas se alargaron con la fuerza de un lince hasta que
al final saltó y se colocó entre los dos hombres en el momento exacto en
que Jüttner disparaba.
Y, entonces, el tiempo se reanudó. Los copos de nieve cayeron, los
cuervos graznaban agónicos, los conejos cercanos al claro salieron huyendo
atemorizados. Y bajo la luz de la luna que se perdía ya a consecuencia del
alba, Yona se desplomó, y la nieve que la abrazó enseguida se tiñó de
carmesí con su sangre.
—¿Qué has hecho, Inge? —De repente, la voz de Jüttner sonaba
angustiada, y muy lejos de allí—. Dios, ¿qué has hecho? —Se arrodilló
junto a ella, cerca de su hombro izquierdo, y su rostro surgió entre el
borroso mundo, con los ojos llenos de pena. Seguía aferrando la pistola,
pero no parecía consciente de nada que no fuera el cuerpo de Yona sobre la
nieve, la sangre que se derramaba lenta, seguramente por el agujero de su
torso.
—¡Yona! —exclamó Zus antes de arrodillarse a su lado en el costado
derecho, separado solo por Yona del hombre que hacía unos segundos había
intentado matarlo. Yona quería decirle que huyera, porque en cuanto Jüttner
volviera en sí terminaría lo que había empezado. Pero no conseguía mover
la lengua, no conseguía pronunciar aquellas palabras. Lo único que podía
hacer era inspirar y espirar, inspirar y espirar, mientras la nieve a su
alrededor se fundía y ella se hundía hacia el suelo congelado.
—Yona, no, no, no puedes abandonarme —dijo Zus, que ahora lloraba.
Todo su cuerpo se sacudía, y le rogaba a Yona que se quedase con él.
—Por favor —logró decir Yona, y entonces fue el rostro de su padre el
que se cernía sobre ella, como había hecho tiempo atrás sobre la cuna, uno
de los pocos recuerdos que guardaba de la vida previa a que Jerusza se la
llevara. Intentó escuchar la voz de Jerusza, pero no estaba allí. Nada estaba
allí. El mundo guardaba silencio, aunque veía cómo se movían los labios de
ambos hombres para implorarle que no muriera. Notaba cómo la luz
escapaba de su cuerpo, fluyendo con su sangre, y ya pesaba menos que el
aire. Era una paloma, preparada para echar a volar.
Pero había un último hecho que la ataba a la Tierra: en cuanto ella
muriera, Jüttner mataría a Zus, y ella no podía permitirlo, no podía permitir
que su legado fuera la muerte de un hombre bueno, un hombre que merecía
vivir. Y así hizo acopio de la poca fuerza que le quedaba y agarró lenta,
muy lentamente, el cuchillo que llevaba en el tobillo. Cuando su padre se
inclinó sobre ella, derramando lágrimas para llorar la muerte de la hija a la
que no había llegado a conocer, Yona le sostuvo la mirada y, antes de caer
en el pozo profundo de pena y odio y temor que vio en los ojos de él, le
puso el cuchillo sobre la muñeca izquierda y se la rajó, en un movimiento
limpio y perfecto, hasta arrastrar el filo hacia la arteria radial y sajarla por
completo, cerca del codo, como Jerusza le había enseñado hacía tanto
tiempo, el verano en que ella tenía ocho años, cuando dijo que jamás se
imaginaría arrebatándole la vida a un hombre.
En ese momento, el mundo recuperó el sonido y el hombre que había sido
su padre cayó de espaldas sobre la nieve, y su sangre roja y furiosa se
mezcló con la de ella. Jadeó en busca de aire, en busca de vida, y Yona
consiguió hablar por fin.
—Lo siento —susurró, y utilizó sus últimas energías para girar la cabeza
hacia él. Estaba tumbado en la nieve, a su lado, con la cabeza ladeada hacia
ella, y sus ojos se encontraron de nuevo, y Yona vio incredulidad y un gran
y hondo terror ante lo que se avecinaba—. Lo siento —murmuró de nuevo,
y entonces Jüttner soltó un último jadeo y la luz de sus ojos se apagó para
siempre, abandonando así una cáscara vacía y destrozada.
Yona cerró los ojos, exhausta. Zus estaba a salvo, aunque era imposible
saber si su padre había viajado solo. ¿Y si se había presentado con otros
desertores? ¿Y si algún otro alemán colérico había oído el disparo y ya se
encaminaba hacia allí?
—Huye —susurró, y se obligó a abrir los ojos. Zus estaba encima de ella,
llorando—. Peligro… Debes huir —consiguió decir.
—No. —Tenía la voz quebrada, pero firme—. No, Yona. No he tenido la
oportunidad de decirte lo que había venido a decirte. He venido a decirte
que estaba equivocado. Que quiero volver a abrir el corazón. Que quiero
pasarme el resto de la vida contigo.
Yona vio el futuro que lo aguardaba, precioso y brillante. Hijos. Un hogar
sólido. Comida en la mesa y flores en el jardín. Pero no era el futuro de ella,
no era su vida. Era la de él, y Yona deseaba que la viviera, que fuera feliz.
—Vete, Zus —susurró—. Si no te vas, morirás.
—Pues que así sea. —Sonaba rotundo entre lágrimas—. Pero no te voy a
perder, Yona.
—Zus —empezó, pero no pudo decir nada más, pues ya no era capaz de
mantener el aire en los pulmones, de recordar cómo bombear la sangre por
las venas. Por lo tanto, lo miró a la cara, esa cara tan bonita, cuando él la
levantó en brazos. No pesaba nada, flotaba suspendida en el aire, y
entonces, porque le dolía demasiado ver el dolor en los ojos de Zus, miró
tras él, hacia el vasto cielo que se divisaba entre los árboles. Allí, la noche
se extendía hacia la eternidad, un camino hacia un firmamento que siempre
había estado en el mismo sitio.
Cuando la última de las luces se apagó, Zus la sacó del claro rumbo al
campamento, mientras derramaba cálidas lágrimas sobre el rostro
congelado de Yona. En ese momento, el mundo alrededor de ella se esfumó
y las estrellas desaparecieron del cielo.
CAPÍTULO VEINTIOCHO

S iete meses más tarde, miles de refugiados a los que habían marcado
para eliminarlos salieron de los bosques de Polonia, vivos y libres,
aunque el mundo que habían conocido estaba en ruinas. Las últimas
semanas escondidos habían sido las peores; por todo el bosque, los
alemanes los atacaron al retroceder frente al avance del Ejército Rojo, que
iba ganando terreno, y muchos judíos inocentes que habían sobrevivido a la
guerra terminaron pereciendo en los coletazos de la contienda. Shimon y
Leonid fueron dos de las víctimas del tramo final. Estaban montando
guardia cuando una docena de nazis huidos se habían acercado al
campamento; lograron abrir fuego y mataron a cuatro soldados antes de que
les dispararan. Los hermanos Rozenberg, a quienes despertaron los ruidos,
echaron a correr hacia el bosque y rodearon a los alemanes desde detrás
para acabar con ellos antes de que llegaran al campamento principal.
En los meses que habían pasado desde que Jüttner le disparó a Yona, el
grupo había crecido, y cuando llegó el deshielo de la primavera eran
cincuenta y tres. Cuando reemergieron al mundo, con Chaim como su líder,
junto a su esposa y sus hijos, sintieron alegría por el fin de la guerra, pero
también una gran tristeza por todo lo que habían perdido. En Nowogródek,
en Pinsk, en Lachowicze, en Lida, en Mir, en todos los pueblos de los que
provenían, encontraron ocupadas las casas donde habían vivido. Supieron
de incontables seres queridos que no habían regresado y nunca lo harían.
Vieron sinagogas arrasadas por el fuego y aldeanos boquiabiertos al
constatar que había judíos que habían sobrevivido. Encontraron un mundo
que ya no parecía tener un lugar para ellos.
Quienes habían sobrevivido a la guerra, sin embargo, eran conscientes de
que debían encontrar una manera de seguir adelante. Así que vivieron y
prosperaron tanto como les fue posible, algunos empezando de cero en los
pueblos que habían sido su hogar, y la mayoría dejando atrás sus desolados
pueblos eslavos para encontrar una nueva vida en otra parte. Chaim, Sara y
sus hijos se dirigieron a Israel, igual que Miriam, Oscher y Bina, y también
las familias de Shimon y Leonid, cuyas esposas juraron empezar de nuevo a
construir una nueva vida, una vida más segura, para sus hijos. Ruth, Pessia,
Leah y Daniel emigraron asimismo a Israel con la esperanza de un nuevo
comienzo, y dieciséis años más tarde, cuando Daniel murió durante una
misión de represalia después de un ataque sufrido en su país de adopción,
Ruth y sus hijas lloraron mucho su muerte, pero estuvieron orgullosas de
que hubiese muerto con valentía para defender los derechos de los judíos a
vivir en paz. Era una guerra que no parecía tener fin.
Algunos que habían sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial en aquel
gran bosque se pasaron el resto de su vida intentando olvidar lo que habían
sufrido, lo que habían perdido. Comenzaron de cero, perdieron el contacto,
procuraron pasar página. Otros se quedaron allí, siempre conscientes de la
imposibilidad de enmendar la situación, de recuperar los momentos que les
habían robado. Todos ellos, sin embargo, estuvieron atados eternamente a
los oscuros bosques del este de Europa, bosques que habían guardado sus
secretos y que habían presenciado sus muertes.
Muchos años más tarde, ya entrado el nuevo milenio, los niños seguían
contando historias de la anciana que había vivido en las profundidades del
bosque de Nalibocka, la que tenía un ojo verde y el otro azul. Algunos se
preguntaban si de verdad había existido, mientras que otros juraban haberla
visto cantar a las estrellas, hablar con las ardillas, moverse con los árboles.
Creían que era una bruja y susurraban historias de miedo y terror sobre ella
en los pasillos de las escuelas donde los niños de todas las razas y religiones
hoy aprendían codo con codo.
Pero no conocieron a la anciana en absoluto. No sabían que se había
casado con un hombre que había abierto el corazón de nuevo, a pesar de sus
contornos afilados, y que había permanecido a su lado hasta morir,
tranquilamente, a los ochenta y nueve años. No sabían que era la madre de
dos hijos que rondaban los sesenta años y que —a pesar de que habían
salido del bosque tiempo atrás, uno hacia Israel y el otro hacia Francia— la
quisieron con todo el corazón y que la visitaban siempre que podían. No
sabían que era la orgullosa heroína judía que había descubierto quién era en
la oscuridad y que había ayudado a dar vida a muchos que de lo contrario
no habrían vivido.
Y a ella no le importaba. Su lugar estaba allí, entre los árboles, en la
noche que siempre la abrazaba, debajo de un techo de cielo salpicado de
estrellas infinitas. Y el dieciséis de julio de 2019 murió sigilosamente en la
pequeña cabaña que había construido con sus propias manos, rodeada de
sus hijos, bajo la luz de la primera luna llena de su centenario, como cierta
anciana le había prometido tantos años antes.
NOTA DE LA AUTORA

E l 5 de diciembre de 1941, la vida de Aron Bielski cambió para


siempre.
El menor de doce hermanos, Aron, con catorce años, estaba haciendo
recados en su pueblecito polaco de Stankiewicze cuando vio que un
vehículo policial aparcaba frente a su casa. Lo dejó todo, corrió y se ocultó
en el establo.
Tenía buenos motivos para asustarse. Los Bielski eran los únicos judíos
del pueblo, y los alemanes —que meses atrás habían ocupado Polonia—
llevaban meses persiguiendo a sus hermanos mayores, acompañados de las
autoridades locales, que colaboraban con ellos. De hecho, Aron no había
pronunciado ni una sola palabra desde el día de verano en que la policía
había intentado arrancarle el paradero de su hermano obligando al
aterrorizado muchacho a cavar su propia tumba, y luego a tumbarse en ella,
a punta de pistola.
Mientras lo observaba todo desde su escondrijo, los hombres arrestaron a
Beila y a David, sus padres, y se los llevaron. Era un viernes, y el lunes por
la mañana ya estaban muertos, asesinados junto a más de cuatro mil judíos
y arrojados a una fosa común a las afueras del vecino pueblo de
Nowogródek. Aquel día también mataron a las esposas de dos de los
hermanos mayores de Aron, así como a su sobrina pequeña.
«Mi marido no se lo puede perdonar», me contó Henryka, la esposa de
Aron, en julio de 2020, unos días antes de que él cumpliera noventa y tres
años. «Los mataron a todos, y él sobrevivió».
Aron huyó al bosque, donde se reunió con dos de sus hermanos. En el
mes de marzo, siete personas se les unieron y, en verano, su grupo había
crecido hasta la treintena, incluido un cuarto hermano, Tuvia Bielski, el
mayor de todos.
Durante los dos años siguientes, conforme los alemanes trasladaban a los
judíos primero a guetos y luego a campos de concentración, el grupo fue
creciendo y se fue adentrando más en la densidad del bosque, hasta que
llegaron a ser mil doscientos. Aunque parezca increíble, casi todos
sobrevivieron a la guerra.
Su historia aparece descrita con asombroso detalle en la película Defiance
de Edward Zwick de 2008 (protagonizada por Daniel Craig y Liev
Schreiber), así como en el libro de no ficción de 1993 del mismo título, de
Nechama Tec, en el cual se basa la película. Fueron dos de las fuentes que
utilicé para escribir En el corazón del bosque, cuya protagonista, Yona,
entra a formar parte de un grupo parecido al de los Bielski en verano de
1942, antes de que creciera de tamaño. Es importante aclarar que, aunque el
grupo de la ficción de esta novela se parece por ubicación al de los Bielski,
los personajes inventados no están basados directamente en personas reales;
de hecho, escribí el borrador de la primera mitad del libro antes incluso de
conocer a Aron y a Henryka.
Aun así, era sumamente importante para mí conocer bien los detalles, y
ese es el motivo que me llevó a leer y a investigar muchísimo, y por eso
estoy tan agradecida de haber hablado con Aron (que se cambió el apellido
a Bell después de trasladarse a los Estados Unidos). Las conversaciones que
mantuve con él —y con Henryka, también nacida en Polonia— le dieron
vida a la vasta colección de detalles que había acumulado. «La pena», me
dijo en nuestra primera conversación, «le enseña a una persona cómo vivir,
cómo sobrevivir y qué hacer a continuación».
Pero la vida no siempre fue triste para Aron ni para los numerosos judíos
que vivieron en Polonia antes de la ocupación alemana. Los Bielski
tuvieron una buena vida. Eran los propietarios de un molino y Aron cuenta
con felices recuerdos de infancia, de cuando montaba a caballo, jugaba en el
bosque cercano e incluso caminaba seis millas para ir a la escuela. «Era un
rey», me dijo con un encogimiento de hombros. «Estaba empezando a ser
un rey».
Pero entonces la vida cambió, por supuesto. «Llegaron los alemanes»,
dijo Henryka, «y lo pusieron todo patas arriba».
En el corazón del bosque de Naliboki, el mismo donde Yona pasa buena
parte de la novela, los Bielski no solo instalaron un campamento, sino una
sociedad. «Tenían su propio hospital, su propia cárcel, un lugar que hacía de
cocina y un taller donde cosían y remendaban la ropa, porque eran mil
doscientas personas», me explicó Henryka.
Pero lo más importante es que se tuvieron unos a otros. Hallaron una
comunidad y sobrevivieron a la guerra porque encontraron confianza, vida
y esperanza en la oscuridad.

***

Después de hablar con Aron, a menudo pensaba en sus padres, a quienes


condujeron a un destino terrible, igual que a seis millones de judíos por toda
Europa. Henryka me contó que todavía hoy, cuando Aron se despierta por la
mañana, a menudo ve a su padre. «Pasó mucho miedo en el bosque», decía.
«Pero su padre siempre está con él, siempre».
Cuando pensé en la culpa con la que Aron ha vivido toda la vida, la culpa
de sobrevivir mientras que tantos otros murieron, me pregunté qué habrían
dicho sus padres si hubieran sabido que su hijo más joven viviría hasta los
noventa y pico. Su mera supervivencia es un triunfo sobre el mal, y toda su
vida es prueba de ello, igual que la existencia de sus tres hijos, catorce
nietos y trece bisnietos.
Durante nuestra conversación, Aron hizo una pausa en un punto y me dijo
con voz temblorosa: «Debes recordar una cosa el resto de tu vida: las
adversidades le enseñan a uno a vivir». No se me ocurre un mensaje más
importante mientras salimos de la sombra de 2020, el año en que escribí
este libro. Creo que muchas novelas de la Segunda Guerra Mundial nos
recuerdan que siempre hay una luz al final del túnel y que los seres
humanos podemos triunfar por encima de la oscuridad. Pero durante ese año
necesité oír eso —e internalizarlo, para asegurarme de que calara en mi vida
y en mi escritura—, más que nunca. Oírlo en boca de un superviviente fue
todavía más impactante.
A título personal, me gustaría añadir que, de hecho, buena parte de la
rama judía de mi familia, por parte de padre, procede de una zona del este
de Europa que no está muy lejos de la región donde transcurre En el
corazón del bosque, algo de lo que no me di cuenta hasta que mi hermano
me mandó un enlace a un árbol genealógico que estaba elaborando en
www.ancestry.com. (¡Gracias, Dave!). Fue increíble descubrir que mis
tatarabuelos, Rudolph y Rose Harmel, emigraron de Polonia a los Estados
Unidos en agosto de 1888, cincuenta y un años antes de que el ejército de
Hitler invadiera su país de origen. Rudolph murió en 1932, pero Rose vivió
hasta 1941, lo suficiente como para enterarse de las atrocidades que
empezaban a sufrir las personas a las que había dejado atrás. No sé si tengo
familiares lejanos —quizá hermanas, hermanos o primos de mis
tatarabuelos— que se hayan visto atrapados en el terror de los nazis, pero
imagino que sí. Es asombroso pensar en el destino y en cómo las decisiones
que tomaron nuestros antepasados —en mi caso, la de irse de Polonia en
1888, por ejemplo— nos han afectado mucho hasta la actualidad.
En En el corazón del bosque, como en la vida real, muchos judíos de
Polonia tomaron decisiones que impactaron también en el futuro. Se
alzaron. Se defendieron. Sobrevivieron. Y cuando piensas a lo que tuvieron
que hacerle frente en Polonia, es verdaderamente increíble.
Según Yad Vashem, el centro israelí erigido en memoria de las víctimas
del Holocausto, más de 3,3 millones de judíos vivían en Polonia en vísperas
de la Segunda Guerra Mundial, más que en ningún otro país europeo. De
hecho, llegaron a ser el 10 % de la población de Polonia, el mayor
porcentaje de judíos en toda Europa. Según el museo en memoria del
holocausto de los Estados Unidos, entre 2,8 y 3 millones de judíos polacos
fueron asesinados durante la guerra. Es decir, entre el 84 y el 91 % de la
población judía de todo el país.
Piénsalo unos instantes. «Aproximadamente tres millones de judíos
fueron asesinados en un solo país». Los judíos muertos en Polonia superan
con mucha diferencia a los que perecieron en cualquier otro país durante la
guerra, y aun así hubo gente que encontró una forma de sobrevivir contra
todo pronóstico. Es asombroso e inspirador, y cuando hablé con Aron
Bielski me dio casi la impresión de que estaba hablando con un superhéroe
de carne y hueso. Durante la guerra, era joven, y obviamente fueron sus
hermanos mayores quienes hicieron más para construir una sociedad que se
salvara en el bosque. De todos modos, Aron desempeñó un papel también, y
sigue aquí para contárnoslo. Es un inmenso regalo para todos nosotros.

***

Me gustaría contarte un poco la base histórica real que hay detrás de En el


corazón del bosque. He cambiado ligeramente algunas fechas y algunos
detalles geográficos mínimos para que la historia encajara, pero todo está
basado en lo que sucedió en esa zona.
La familia de Chana, a la que Yona conoce hacia el comienzo de la
novela, huyó del gueto de Volozhin, situado al norte del bosque de Naliboki.
Como los demás guetos mencionados en el libro, el de Volozhin fue real. En
agosto de 1941, más de tres mil judíos de Volozhin y de pueblos cercanos
fueron trasladados a un gueto diminuto. Les disparaban a menudo y al azar,
como durante la misión de octubre de 1941, durante la cual llevaron a
trescientos judíos, de diez en diez, a un campo fuera del gueto para
matarlos. En mayo de 1942, los alemanes supervisaron una ejecución en
masa, llevada a cabo por colaboradores locales, en la que asesinaron de un
disparo a más de mil quinientos judíos, a los que después incineraron en un
prado. Reunieron a otros ochocientos en un edificio y los acribillaron a
balazos. En agosto de 1942, quemaron vivos a trescientos judíos. El gueto
fue «liquidado» en 1943.
El grupo de Aleksander procede del gueto de Mir, a unas cincuenta millas
al sur de Minsk. Allí, los asesinatos empezaron pronto. El 20 de julio de
1941, los alemanes reunieron a diecinueve judíos y a tres intelectuales no
judíos y los asesinaron en el bosque. En octubre y noviembre del mismo
año, mataron a otros dos mil judíos, y el resto de los judíos de la zona
terminaron en guetos. Los judíos de allí recibían una ración diaria de pan de
solo 125 gramos. En mayo de 1942, a los judíos supervivientes los
trasladaron al gran castillo de Mir, que solo disponía de una entrada, para
dificultarles así la huida. Pero un judío polaco llamado Oswald Rufeisen
consiguió infiltrarse en la comisaría de la policía local como intérprete de
alemán. Avisó a los prisioneros del gueto que estaban preparando su
ejecución y ayudó a distraer a la policía mientras algunos escapaban. Más
de doscientos huyeron al bosque, como hizo el mismo Rufeisen, que más
tarde se convirtió al catolicismo, se hizo fraile y se fue a Israel. Los
quinientos sesenta judíos que quedaban en el gueto fueron asesinados en
agosto de 1942.
El grupo de Zus proviene del gueto de Lida, que se estableció en
septiembre de 1941. En mayo de 1942, separaron a alrededor de mil
trabajadores y sus familias, y asesinaron al resto de los judíos, un total de
cinco mil seiscientos setenta. Enseguida los judíos de otros lugares fueron
trasladados al gueto de Lida, y en marzo de 1943 hubo otra ronda de
asesinatos; dispararon a unos dos mil judíos en las afueras del pueblo. El
gueto se llenó nuevamente con judíos de otros sitios, hasta que al final
llegaron a ser cuatro mil, y el gueto se cerró en julio de 1943, cuando a los
últimos prisioneros los mandaron al campo de Majdanek.
La gente huyó de los tres guetos, así como de otros cercanos. Muchos de
los judíos que llegaron hasta el asentamiento de los Bielski habían huido de
guetos. De hecho, algunos miembros del grupo de Bielski, como el propio
Aron, llevaron a cabo misiones de rescate a los guetos para convencer a la
gente de que se marchara, y les enseñaron cómo. «Aron era muy bajito y
enclenque», recordó Henryka durante nuestra conversación. «Pasaba por un
agujero debajo de la puerta del gueto para ayudar a escapar a la gente. Un
día, hicieron una gran misión. Ciento cincuenta personas huyeron a través
de un túnel que habían cavado utilizando cucharas. Recorrieron ciento
cincuenta metros, quizá doscientos, por debajo de la valla, hasta que al final
salieron del gueto».
Aquellas huidas eran milagrosas, casi imposibles. La gran mayoría de los
judíos no consiguió escapar; y los que huyeron también tuvieron que
enfrentarse a una situación muy hostil en el exterior. Llegar hasta los grupos
más grandes, donde los refugiados pudieran aportar sus conocimientos y
recursos, era clave.
Me gustaría comentar otros elementos históricos de En el corazón del
bosque.
Las monjas a las que Yona conoce hacia la mitad de la novela están
ligeramente inspiradas en un grupo de once monjas conocidas hoy como las
beatas mártires de Nowogródek. En verano de 1943, la vida se había vuelto
muy complicada en el pueblo de Nowogródek, cerca del bosque de
Naliboki. A los judíos los habían ejecutado o deportado, y acababan de
asesinar a sesenta aldeanos, incluidos dos curas. Durante el mes de julio, los
alemanes detuvieron a ciento veinte aldeanos para ejecutarlos, y las monjas,
lideradas por la hermana Maria Stella, decidieron ofrecerse a cambio de los
prisioneros. Los alemanes aceptaron la oferta de las monjas y el 1 de
agosto, domingo, a las once hermanas, de entre veintiséis y cincuenta y
cuatro años, las llevaron al bosque, les dispararon y las enterraron en una
fosa común.
Cincuenta y seis años más tarde, las monjas obtuvieron el estatus de
mártires por el papa Juan Pablo II, y fueron beatificadas el 5 de marzo de
2000, lo cual significa que la Iglesia católica las considera «bendecidas» y
que tienen, por tanto, la habilidad de interceder en favor de las personas que
les rezan. «Antes de la guerra y durante la ocupación, sirvieron con
entusiasmo a los habitantes de Nowogródek y participaron activamente en
los cuidados pastorales y en la educación, además de llevar a cabo obras de
caridad», dijo el papa Juan Pablo II en el momento de la beatificación. «Su
amor por aquellos con quienes cumplían su misión tuvo una especial
relevancia durante el terror de la invasión nazi. Juntas y de forma unánime,
ofrecieron sus vidas a Dios y pidieron a cambio que perdonaran las de las
madres y los padres de familia, así como la del pastor del pueblo. El Señor
aceptó su sacrificio y creemos que las ha recompensado en su gloria». Su
festividad se celebra en la Iglesia católica cada 1 de agosto, el aniversario
de su muerte.
Las monjas de En el corazón del bosque no pretenden simular a las
mártires de Nowogródek, cuya historia se desarrolla de otra manera, pero sí
espero que su vida sirva para recordar que, incluso en los momentos de
muerte y desesperación durante la guerra, Dios estuvo presente, y que hubo
personas de todos los estratos sociales que se levantaron para detener las
injusticias.
Otro aspecto histórico que quiero comentar es el pantano donde la mitad
del grupo de Yona huye durante la operación Hermann (la incursión
alemana en el bosque durante el verano de 1943). En la realidad, el grupo
de Bielski escapó de las fuerzas alemanas durante el verano de 1943 de un
modo parecido. Abandonaron su asentamiento y se dirigieron a un gran
pantano gigantesco en mitad del bosque llamado Krasnaya Gorka, donde
sabían que los alemanes difícilmente los seguirían. Mientras avanzaban por
el barro, se ataron unos con otros para no hundirse y, por la noche, se
aseguraron a los árboles para no ahogarse. Comieron setas y bayas, y harina
hecha con corteza de árbol, y estuvieron a punto de morir de hambre hasta
que los alemanes al fin se retiraron, prendiendo fuego a muchos pueblos a
su paso.
He intentado ser lo más rigurosa posible con qué habrían podido comer
los refugiados en el bosque, con cómo se refugiaron y cómo se defendieron.
Cualquier error u omisión es solo culpa mía.

***

Durante el proceso de documentación, he utilizado lo que me ha parecido


que era un millón de libros de no ficción, entre los cuales quiero citar los
siguientes: Defiance (Nechama Tec), Fugitives of the Forest (Allan Levine),
Polish Customs, Traditions & Folklore (Sophie Hodorowicz Knab), How to
Eat in the Woods (Bradford Angier), Amos de la muerte (Richard Rhodes),
Fighting Back (Harold Werner), Kabbalah: The Mystic Quest in Judaism
(David Ariel), Do Not Go Gentle (Charles Gelman), Jack & Rochelle (Jack
y Rochelle Sutin, con Lawrence Sutin), Cuando a la gente buena le pasan
cosas malas (Harold Kushner), They Fought Back (Yuri Suhl), The Cruel
Hunters (French L. MacLean), Kill or Get Killed (Rex Applegate), Slavic
Witchcraft (Natasha Helvin), Fairy Tales of the Russians and Other Slavs
(Ace y Olga Pilkington), Survival Wisdom & Know-How (de los editores de
Stackpole Books), Smithsonian WWII Map by Map e Historical Atlas of the
Holocaust (United States Holocaust Memorial Museum).
Quizá uno de los libros que más útil me resultó fue Nalibocka Forest:
Land, Wildlife and Human, de Vadim Sidorich, un zoólogo y doctor en
Biología. Pero la colaboración de Vadim fue mucho más allá del libro de
consulta que escribió; también trabaja como guía de ecoturismo en el
bosque de Naliboki, y acudí a él en busca de ayuda. Me dio información
muy detallada para muchas de las escenas de la novela y respondió a todas
las preguntas que le formulé para dar vida a la flora y la fauna del bosque de
Naliboki, igual que Aron Bielski dio vida para mí a los apuros que debieron
soportar los refugiados judíos durante la guerra. Su colaboración, así como
su disposición a contestar hasta las preguntas más precisas, ha sido
inestimable, y no podría haber escrito este libro sin él ni habría podido
describir con tanto detalle las profundidades del bosque, cuyo frondoso
corazón alberga tantas vidas.
Vadim fue tan lejos que incluso se aventuró en el bosque para enviarme
fotos de abandonados búnkeres de la Primera Guerra Mundial donde
podrían refugiarse mis personajes, troncos de robles huecos lo bastante
grandes para cobijar a varias personas y moldes que mis protagonistas
podrían haber utilizado para formar ladrillos de barro. Gracias a Vadim, sé
cosas que de lo contrario no habría aprendido nunca, como el hecho de que,
durante la guerra, entre las principales variedades de setas que comieron los
refugiados se incluyen los rebozuelos y los pollos del bosque. Ahora sé que,
si quieres construir un techo para tu cabaña, deberías utilizar corteza de
roble de un árbol muerto o corteza de pícea de un árbol viejo, y que los
erizos —una gran fuente de alimento— son más fáciles de capturar durante
el crepúsculo en temporadas cálidas y debajo de grandes troncos de pícea en
temporadas frías. Ahora sé que las larvas de escarabajo fueron fáciles de
encontrar durante la guerra y que podían utilizarse para preparar pan graso,
y que los refugiados a menudo también las recopilaban y freían. Vadim fue
increíblemente generoso con su vasto conocimiento, y siempre le estaré
agradecida. Si algún día visitas Bielorrusia y quieres ver el bosque por ti
mismo, ve a buscar la Naust Eco Station, regentada por Vadim y por Irina,
su esposa. También puedes encontrarlos en internet, en la web
www.wolfing.info, una página que incluye muchas fotografías y artículos.
Es una fuente espléndida si, después de leer esta novela, estás interesado en
aprender más acerca de la zona.
Si te estás preguntando por qué en el libro el bosque se llama Nalibocka,
mientras que en el libro de Vadim (y en algunas de mis notas) lo llamo
Naliboki, es porque la primera es la palabra polaca, mientras que la segunda
es bielorrusa. Cuando tuvieron lugar los hechos de esta historia, el bosque
estaba dentro de la frontera polaca y se conocía por el nombre polaco;
ahora, se encuentra en el interior de Bielorrusia a consecuencia del cambio
de fronteras nacionales que hubo en el siglo veinte. Del mismo modo, el
pueblo llamado Nowogródek (el nombre polaco) en la novela ahora se
llama Navahrudak o Novogrudok. Hay otros muchos casos, pero en el libro
he intentado respetar las denominaciones polacas siempre que era posible,
pues habría sido lo más correcto en la década de 1940.
En cuanto a las transcripciones, me gustaría dar las gracias a Jens
(traductor de alemán), Anna (traductora de ruso y bielorruso) y a Arisk
(traductor de yidis). Me ha costado sobre todo con las transcripciones del
yidis porque implican una transliteración (en este caso, de las letras hebreas
al alfabeto latino), que nunca es un arte perfecto, pero que además han
dificultado mucho los dialectos regionales y el hecho de que el yidis es en
gran medida un lenguaje coloquial. En ese sentido, también he consultado
con la rabbanit Hindel Levitin de Chabad House Palm Beach y con mi
amiga (y agente de derechos internacionales) Heather Baror-Shapiro, así
como con Shiri Shapira, que hace traducciones para Armchair Publishing,
mi querida editorial israelí, y con Arun Schaechter Viswanath, colega de
Shiri. Al final, las transcripciones que he utilizado han sido básicamente las
de Shiri y Arun, porque tuvieron en cuenta el dialecto regional y el acento
que mejor encajaba en la historia. Todos los hablantes de yidis que he
mencionado me han dado muchísima información, y si he cometido algún
error es solo mío —aunque te prometo que no ha sido por falta de
implicación—. Me pasé varias noches en vela, ¡y hasta tuve pesadillas!, por
culpa de las tres breves frases en yidis del capítulo uno. La rabbanit Hindel
también me ayudó a precisar algunos fragmentos, por lo cual le estoy muy
agradecida.
También debo darle las gracias a Tamara Vershitskaya, investigadora y
curadora del Museo de Resistencia Judía de Novogrudok, que me respondió
a varias preguntas, así como a mi amiga Pam Kancher, la directora del
Holocaust Memorial Resource & Education Center de Maitland (Florida,
EE. UU.), que siempre está dispuesta a ayudarme y a contestarme cuando lo
necesito. Es de valorar que la gente quiera invertir tiempo, energía y
recursos para echar una mano, y se lo agradezco muchísimo.

***

Cuando hablé con Aron Bielski, le pregunté qué creía que llevaba a
hombres normales y corrientes como él y sus hermanos a levantarse y hacer
algo tan extraordinario. Guardó silencio durante un buen rato y al final tan
solo respondió: «Dios».
Me sorprendió especialmente porque, al oír a Henryka y a Aron contarlo,
en los años que pasaron en el bosque no hubo demasiado tiempo para la
religión; debían concentrarse en la supervivencia. «No la puedes practicar,
tienes que luchar, tienes que ir a buscar comida», me explicó Henryka.
«Pero había un rabino que enseñaba religión y también celebraban las
grandes festividades. Lo hacían lo mejor que podían». Aron dijo que no
recordaba si habían encendido alguna vela para el Sabbath. «No me
acuerdo», dijo. «Pero, si no tenías una vela, agarrabas un trozo de madera».
Aquella luz brilló incluso en la oscuridad. Dios estuvo con ellos todo el
tiempo, en los grandes momentos y en los pequeños. Creo que todos lo
sintieron entonces, y que Aron lo sigue sintiendo ahora.
Hoy, ocho décadas después de que los alemanes invadieran Polonia y
mataran a tantísima gente, a Aron y a Henryka les preocupa que a veces
parezca que el mundo se parte en dos de nuevo. «Nos inquieta lo que ocurre
en el mundo en la actualidad con el odio entre naciones, entre religiones,
entre razas», dijo Henryka. Aron añadió: «Así fue, así es y así será
siempre».
¿Qué mensaje le gustaría a Aron compartir con el mundo de hoy? «Sé
amable siempre que sea posible y ayuda a los más pobres y débiles. Con
suerte, no volverá a haber ninguna guerra, aunque sigue habiendo
demasiado odio, y nunca se sabe qué va a pasar… Esperamos que no suceda
de nuevo, pero no hay ninguna garantía».
No olvidemos el pasado. No olvidemos a los héroes que lucharon para
que otros pudieran sobrevivir. No olvidemos ser amables con el prójimo.
«Sé amable siempre que sea posible». Es un consejo muy simple, pero si
lo conseguimos, día tras día, quizá podamos ser el cambio. Quizá podamos
permanecer unidos. Quizá podamos construir un mejor futuro para el
mundo. Encendamos una vela o un trozo de madera en la oscuridad… y
dejemos que la luz nos ayude a seguir hacia delante.
AGRADECIMIENTOS

E scribí En el corazón del bosque por completo en 2020, el año más


extraño que cualquiera de nosotros podría haber imaginado.
Podría haber sido un año de tristeza, y de muchas maneras lo fue. Pero
para mí también fue un año definido por una comunidad. Y en el corazón de
la comunidad se encontraba Friends & Fiction, el grupo de Facebook, un
directo semanal y pódcast que cofundé con Mary Kay Andrews, Kristy
Woodson Harvey, Patti Callahan Henry y Mary Alice Monroe durante las
primeras semanas del confinamiento pandémico.
Nuestra comunidad ha crecido y ya somos decenas de miles, y me ha
brindado consuelo y una sensación de pertenencia a diario. Mary Kay,
Kristy, Patti y Mary Alice se han convertido en muy buenas amigas mías (es
probable que nos mandemos cien mensajes al día), igual que Meg Walker
(nuestra directora) y Shaun Hettinger (nuestro gurú con el audio y el vídeo).
Cada semana, entrevistamos a escritores (por ejemplo, a Kristin Hannah,
Delia Owens, Brit Bennett, Lisa See y William Kent Krueger) y, día tras
día, me he sentido un poco menos sola. Me he dado cuenta de que estamos
todos en el mismo barco. Y he encontrado un gran consuelo al formar parte
de una vibrante comunidad de lectores activos, comprometidos y
apasionados que están en sintonía con nosotras, que se dan consejos unos a
otros, que comparten lo que les ocurre y hablan de los libros que les
encantan.
También me gustaría dar las gracias a nuestras asistentes de Friends &
Fiction, Rachel Jensen y Grace Walker; a nuestras líderes de los clubes de
lectura, Lisa Harrison y Brenda Gardner (y a Michelle Marcus, la
cofundadora del club de lectura); a nuestra empresa de producción,
Audivita Studios; y a todos los maravillosos miembros de la comunidad,
incluida Annissa Joy Armstrong. (¡Sois tantos a los que dar las gracias!
¿Por dónde podría empezar?). Os damos las gracias de corazón. Nos
cambiasteis por completo el año 2020 a las cinco y esperamos que, en cierto
modo, nosotros también os hayamos ayudado un poco.
Por supuesto, como siempre estoy muy en deuda con Abby Zidle, que ha
sido mi querida editora y amada amiga desde 2011 (¡feliz décimo
aniversario, Abby!) y a Holly Root, la agente literaria más maravillosa y
milagrosa del mundo. A Michelle Podberezniak y a Kristin Dwyer: no
podría pedir dos publicistas o amigas que fueran mejores y más amables. Y
a Kathie Bennett (de Magic Time Literary Publicity): estoy segura de que te
has clonado, porque no entiendo cómo puedes hacer tantas cosas al mismo
tiempo. ¡Eres increíble! A Danielle Noe: millones de gracias por tu amistad
y por tus consejos de marketing. A todos vosotros, gracias por ser el mejor
de los mejores equipos con el que podría soñar; es un honor y un privilegio
trabajar con vosotros.
A mi agente de derechos internacionales, Heather Baror-Shapiro: has
cambiado mi vida de tantas formas, y te estaré eternamente agradecida. A
mi agente audiovisual, Dana Spector: gracias por tus consejos (¡y por leer
mi guion en un solo fin de semana!). Tengo muchísima suerte de trabajar
con vosotras. Este año también me ha traído dos regalos tan grandes como
inesperados: Anna Gerb (una de las personas más generosas y aplicadas que
he conocido; es un absoluto placer trabajar contigo) y Jonathan Baruch (con
quien conecté de inmediato), a quienes ahora tengo el placer de llamar
«amigos».
A Jen Bergstrom: ¿te puedes creer que ya lleve una década siendo una
autora de Gallery? No podría estar más orgullosa de trabajar contigo. Una
de las mejores cosas que me enseñó 2020 fue que en Gallery formo parte de
una familia de maneras que jamás habría imaginado antes de ese año. Jen,
junto a Abby, Michelle, Jen Long y Eliza Hanson, me has apoyado en cada
paso del camino cuando debíamos hacer frente a un problema con un envío
en plena pandemia, y nunca olvidaré el amor y la dedicación que sentí de
todos vosotros. Gracias también a Sara Quaranta, Molly Gregory, Sally
Marvin, Anabel Jimenez, Lisa Litwack, Chelsea McGuckin, Nancy Tonik,
la correctora Susan Bishansky, Wendy Sheanin y al resto del maravilloso
equipo de ventas de Simon & Schuster, y, por supuesto, a Jonathan Karp. Y
gracias también a mi fantástico equipo de S&S en Canadá, a Catherine
Whiteside, Gregory Tilney, Adria Iwasutiak, Shara Alexa y Felicia Quon.
¡Sonrío cada vez que leo uno de vuestros nombres en mi bandeja de
entrada!
El año pasado, en The Book of Lost Names, escribí un poco en mis
agradecimientos acerca de la magia de los libros, de cómo los libreros y los
bibliotecarios pueden cambiar una vida. Cuando tecleé esas palabras, antes
de la pandemia, no tenía ni idea de lo importante que sería ese sentimiento.
En cuanto el mundo se cerró a principios de 2020, muchísimas librerías y
bibliotecas se vieron afectadas, a menudo con consecuencias devastadoras;
pero, aun así, incontables libreros y bibliotecarios de gran corazón
superaron las adversidades y descubrieron nuevas y creativas maneras de
conectar con los lectores. Fuisteis un salvavidas para todos nosotros;
necesitábamos los libros más que nunca para anclarnos al mundo que se
encontraba al otro lado de nuestras puertas. Seguisteis poniéndonos libros
en las manos, enviándonos a aventuras dentro de nuestra imaginación, y nos
disteis motivos para conectar con otras personas acerca de las historias que
nos encantan.
Quiero dar las gracias especialmente a algunas de mis queridas amigas
escritoras: Linda Gerber, Alyson Noël, Allison van Diepen, Emily Wing
Smith, Wendy Toliver, Kristina McMorris, Fiona Davis, Lauren Elkin y Jay
Asher. Este año he tenido la gran suerte de conocer a otros amigos autores,
entre los cuales incluyo a Susan Meissner, Kristin Hannah, Stephanie Dray,
Melanie Benjamin, Nguyễn Phan Quế Mai, Heather Webb, Hazel Gaynor,
Susan Elizabeth Phillips, Rachel McMillan, Julia Kelly, Alison Hammer,
Christina Lauren, Kelly Rimmer, Lauren Willig, David James Poissant,
Larry Loftis, Genevieve Graham, Caroline Leavitt y a muchos más. Creo
que es extraordinario que, en un gremio que podría ser tan competitivo,
haya tantos novelistas amables, generosos y dispuestos a animarse unos a
otros. Como Mary Kay Andrews dice a menudo, «una marea alta hace que
todos los barcos se eleven». Es un auténtico honor navegar por estas aguas
con todos vosotros.
Mil gracias a todos los blogueros, bookstragrammers, bibliotecarios,
libreros, críticos, presentadores, locutores de pódcast y, en general, a los
magos que hacéis un trabajo brillante para homenajear a la comunidad de
autores y lectores; en especial, a Ron Block, Laura Taylor, Lauren
Zimmerman, Cathy Graham, Serena Wyckoff, Linda Kass, Melissa Amster,
Kristy Barrett, Robin Kall, Susan McBeth, Robin Hoklotubbe, Andrea
Peskind Katz y a más.
En Friends & Fiction todas las semanas formulamos esta pregunta:
«¿Cuáles eran los valores de tu infancia en lo que respecta a la lectura y la
escritura y cómo moldearon esos valores al autor en el que te has
convertido?». Así que, como siempre, mamá (Carol Harmel), gracias por
abrirme el mundo de los libros a una edad muy temprana y por permitirme
que me rodeara de palabras. Gracias también por las veces que leíste
pacientemente mis cuentos infantiles o cuando asistías muy atenta a las
«obras» que escribía para que las representaran mis hermanos. Y, hablando
de hermanos, gracias a Karen y a Dave (¡las estrellas de aquellas obras tan
ridículas!) y a vuestras familias, a papá (Rick Harmel) y a Janine, que
siempre me animan y muestran entusiasmo por mis libros. Gracias a Wanda
(que dio un paso adelante para ayudarme mucho en algunas de mis semanas
más locas del pasado año), a Mark y a todos los Trouba, Lietze y Riverse
(las mejores familias políticas del mundo), y a todos los Sullivan
(especialmente a la tía Donna Foley, que hizo que leer molara mucho
cuando yo era pequeña) y a los Harmel (en especial a Courtney Harmel, que
me ha prestado un hogar en Nueva York, tan lejos de mi casa durante más
de dos décadas). De verdad que me tocó la lotería familiar con todos
vosotros.
Este año, el mayor agradecimiento, sin embargo, va para mi marido Jason
y para mi hijo Noah. Sacamos a Noah de la escuela por la pandemia durante
casi todo el curso 2020-2021. Fui su maestra en casa, pues en su escuela no
había una opción virtual para preescolar, y eso cambió enormemente
nuestras vidas. Por lo general trabajo cuando Noah está en la escuela, pero
como ya no iba, y como ahora trabajaba con él en el currículo de preescolar
como mínimo dos horas al día, todo nuestro horario se vio modificado.
Jason, te encargaste de dejarme las primeras horas de la mañana y los findes
libres para que escribiera, y Noah, fuiste un campeón cuando tuve que
perderme la hora de acostarse por tener alguna cita por internet o cuando
tenía que aceptar llamadas o reuniones por Zoom los días que estábamos
juntos. No podría haberlo logrado sin la comprensión y el amor de vosotros
dos. Gracias por ser los mejores esposo e hijo que podría imaginar. Os
quiero con locura. Y Noah: es probable que te deba un montón de LEGO.
Por último, a todos los lectores: muchísimas gracias por vuestro apoyo.
Uno de los grandes privilegios de Friends & Fiction, además de los eventos
virtuales que hice en 2020-2021, fue conoceros e interactuar con muchos de
vosotros. Sed conscientes, por favor, de lo importantísimos que sois para
mí. Escribir es una actividad solitaria, pero todos los días me recordáis el
poder y el alcance de las palabras. Gracias por escoger este libro, por
quedaros conmigo y por ser la clase de personas que encuentran mundos en
las páginas de una novela y que abren la mente y el corazón a las historias.
Espero conoceros a muchos de vosotros en los chats virtuales y quizá en
eventos en persona. Y no dudéis en pasaros por Friends & Fiction
(www.facebook.com/groups/friendsandfiction), mi página web
(www.kristinharmel.com) o mi página en Facebook
(www.facebook.com/kristinharmelauthor) para saludar; siempre es un
placer hablar con vosotros. Muchas gracias por leer En el corazón del
bosque, y cuidaos mucho, por favor.

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