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En El Corazón Del Bosque - Kristin Harmel
En El Corazón Del Bosque - Kristin Harmel
ISBN: 978-84-19251-28-2
1922
1928
***
***
Fue tres días antes de que Yona viera a Marcin de nuevo. Cuando el chico
levantó la mirada y la vio aproximarse entre una arboleda de robles, el
alivio le transformó la expresión.
—Vaya, pensaba que habías desaparecido para siempre —le dijo cuando
se acercó.
—No desaparecí para siempre. —Era una respuesta estúpida, y Yona lo
supo en cuanto la pronunció. Se llevó una alegría cuando lo oyó reír.
—Sí, ya lo veo. ¿Dónde has estado, pues? ¿Has regresado a Berlín,
alemana?
Yona vio diversión en los ojos del muchacho, así que se permitió esbozar
una sonrisilla mientras lo observaba. Llevaba ropas raídas, una camisa
demasiado pequeña y desgarrada en los codos. A Yona la sorprendió el
impulso que la atravesó, la necesidad de remendarle las mangas. También
sintió otra cosa, algo que la inquietó todavía más: el deseo de tocar su piel,
de comprobar si le ardía tanto como a ella.
—No, no he regresado a Berlín —le respondió secamente.
—Era una broma. —La sonrisa del joven menguó un poco.
—Claro. Es que… Yo no he… —Sin que pudiera hacer nada, se le fue
apagando la voz. ¿Cómo iba a explicarle que jamás había hablado con nadie
que no fuera Jerusza? ¿Que no comprendía del todo las bromas porque la
anciana nunca las hacía? ¿Que las únicas ocasiones en que había atisbado el
mundo al otro lado del bosque había sido la vez al año en que Jerusza le
permitía seguirla hasta un pueblo en plena noche?
—No pasa nada. —El tono de Marcin ahora era más amable—. De todos
modos, ha sido una broma muy mala. Berlín no sería un buen sitio en el que
estar.
—¿Por qué no?
—Seguro que has oído las cosas que están sucediendo allí. —El joven
parpadeó varias veces en su dirección.
—¿Qué cosas? —De repente, tenía un mal presentimiento, un destello de
nubes de tormenta que se acercaban, la sensación de que lo que le fuera a
decir el muchacho era algo que ella ya sabía en el fondo de su ser.
—No tendría que haberlo supuesto. —Había dejado de sonreír, pero sus
ojos seguían irradiando amabilidad—. Ha salido en los periódicos. ¿Sabes
leer, Yona? —No era una pregunta cruel. Creía que era una chica sencilla y
analfabeta del bosque que había mentido anunciando la única ciudad lejana
de la que había oído el nombre.
Pero se equivocaba. El problema era que los libros que Jerusza robaba de
las bibliotecas de los pueblos y de las ciudades más allá del bosque, o de las
iglesias y de las sinagogas, estaban seleccionados según un plan que Yona
no comprendía. Su educación se había limitado a historias del mundo y a
textos científicos sobre plantas, hierbas y biología, así como a numerosas
lecturas de textos de varias religiones. En palabras de Jerusza, la vida era
una búsqueda interminable del verdadero significado de Dios.
—Sí, sé leer.
—Lo siento. Claro que sabes… Es que he pensado que… —La voz de
Marcin se fue apagando, y el joven compuso una mueca triste.
—No pasa nada. Me… me gustan mucho casi todos los libros. Son… —
Dudó con las palabras adecuadas bailándole sobre la punta de la lengua—.
Los libros son mágicos, ¿verdad?
—Bueno, ahora mismo, en Alemania, los que están al mando disentirían.
Dirían que los libros son peligrosos.
—Pero ¿cómo iba a ser peligroso un libro?
—No lo sé. —Marcin se encogió de hombros—. Los están quemando, en
tu Berlín, ¿sabes? Es lo que intentaba decirte.
—¿Están quemando libros? —Yona parpadeó varias veces—. Pero ¿por
qué iba alguien a hacer tal cosa?
—Supongo que no creen que la gente deba leer libros con los que ellos no
están de acuerdo, escritos por personas con las que ellos no están de
acuerdo.
Se parecía un poco a la forma de pensar de Jerusza, el recto sentido de
merecer el control sobre los pensamientos de los demás, pero Yona dudaba
de que la anciana fuera a llegar tan lejos como para incinerar el
conocimiento.
—Es horrible.
Una voz queda se alzó en algún punto de la lejanía, la llamada de la voz
grave de un hombre; Yona se puso tensa y, de inmediato, se llevó una mano
al cuchillo del tobillo. Marcin también lo oyó, pues ladeó la cabeza en
dirección a la voz y suspiró.
—Mi padre —dijo—. ¿Quieres…?
—Me tengo que ir —lo interrumpió Yona. Y aunque quería quedarse,
aunque quería preguntarle a Marcin qué más estaba ocurriendo en el mundo
y cómo era su vida y qué había leído en los libros y en los periódicos, de
repente estaba aterrorizada. Marcin parecía un amigo. Pero ¿y si su padre
era una de las personas contra las cuales la advertía Jerusza? Había pasado
demasiado tiempo con él—. Vo-volveré mañana.
—Yona, por favor, no salgas corriendo otra vez —le pidió Marcin
mientras daba un paso adelante.
Pero ella ya se había marchado, esfumándose entre los árboles como una
ráfaga de viento, hasta que fue como si en realidad nunca hubiera estado
allí.
***
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***
***
***
Yona intentó una vez más convencer a Esta para que cambiara de opinión,
pero era evidente que la mujer había tomado una decisión, motivada por
una honda desconfianza que Yona era incapaz de eliminar. No comprendía a
Esta y no sabía cómo persuadirla; también se le escapaba si acaso tenía
derecho a intentarlo. Como había dicho Esta, cuanto les ocurriera más
adelante sería el destino de ellos, no el suyo. Y, así, cuando la familia
recogió las cosas —Isaac le lanzaba miradas intranquilas, Chana lloraba y
Esta la evitaba por completo—, Yona se obligó a alejarse y abandonó el
claro del bosque, para no tener que rogarles de nuevo que se quedaran ni
verlos partir.
—¿Nos tenemos que ir, mami? —oyó que preguntaba Chana—. ¿Yona no
puede venir con nosotros?
—Yona debe quedarse aquí, cielo —respondió Esta—. No es de los
nuestros. Tu padre y yo te mantendremos a salvo.
Un buen rato después de que los pasos de la familia se hubieran perdido
en la distancia, Yona se preguntó si debía perseguirlos, convencerlos de que
se quedaran con ella un poco más, quizá incluso darle a la niña un último
abrazo de despedida.
Pero el destino es en parte suerte y en parte elección, y Yona comprendía
que Esta había elegido un camino para su familia que no la incluía a ella. La
indecisión la dejó paralizada durante tanto tiempo que, cuando por fin se
levantó, con dolor en el corazón, ya hacía rato que la familia se había
marchado.
Yona se pasó los cuatro días siguientes diciéndose que había tomado la
decisión adecuada, aunque por la noche soñaba que el alma de Chana se
desprendía de su cuerpo y se elevaba como una mariposa incandescente
hacia la noche oscura, y todas las mañanas se despertaba con un mal
presentimiento. El quinto día, a regañadientes, comenzó a moverse hacia el
este, en la misma dirección que había tomado la familia, si bien sabía que
no volvería a verlos. El bosque era demasiado extenso.
Era media mañana cuando oyó tres disparos a lo lejos, cada uno
rompiendo la quietud del bosque, y al correr rumbo a aquellos espantosos
sonidos y encontrar los cuerpos de la familia en un claro, supo que había
cometido un tremendo error. Observó desde las sombras cómo dos soldados
alemanes se alejaban con los zapatos de Isaac, riendo y dándose palmadas
en la espalda. Y entonces, cuando hubieron desaparecido y el bosque se
quedó en silencio de nuevo, Yona emergió de la oscuridad y suavemente
giró a Chana para que los ojos vacíos de la niña miraran hacia el cielo.
Estaba tumbada, inmóvil, entre su madre y su padre, los tres en fila. Los
habían ejecutado a quemarropa, un único disparo en la nuca.
Yona dejó que le cayeran las lágrimas al contemplar el rostro destrozado
de la pequeña. No había sido la responsable directa de la muerte de Chana,
pero le había fallado, ¿verdad? Había permitido que Chana y su familia se
adentraran en la naturaleza sin conocer los peligros, y, como ella no había
hecho nada, habían terminado muertos.
—Lo siento —le susurró a la niña—. Te prometo que no volveré a
cometer el mismo error.
Pero era demasiado tarde para esa familia. Los tres dormirían eternamente
y se fusionarían con la tierra implacable.
CAPÍTULO SEIS
A lo largo del mes siguiente, a medida que el sol de verano hacía madurar
al bosque, Yona vivió a oscuras, perseguida en sueños por la imagen del
rostro inerte de Chana en el claro y el olor metálico de la sangre. Pensó en
el muchacho al que había conocido y en cómo le había advertido que
quemaban libros en Berlín. Pensó en las cosas espantosas que Isaac le había
contado acerca del gueto de Volozhin. En el silencio del bosque, hablaba
con Jerusza y a veces oía una respuesta en el viento. Observaba su propio
rostro en los riachuelos que atravesaban el bosque y se preguntaba por los
padres a los que la habían arrebatado hacía tanto tiempo. ¿Volvería a verlos
algún día? Parecía imposible, pues se encontraban a kilómetros de distancia,
en un país que intentaba apoderarse del continente. Pero recordaba las
palabras susurradas por Jerusza en su lecho de muerte:
—Las vidas son círculos que giran por el mundo, y, cuando están
predestinadas a interconectarse, lo hacen. No hay nada que podamos hacer
para evitarlo.
Yona se las había repetido un millón de veces, preguntándose si
significaban que su órbita en algún punto se cruzaría de nuevo con las de
sus padres. Lo anhelaba, aunque no sabía nada de ellos, no sabía nada de la
clase de personas que eran. Aun así, eran su familia, un lugar al que
pertenecer.
Conforme se desplazaba de árbol hueco en árbol hueco, buscando un
lugar diferente para dormir por la noche, en ocasiones oía el zumbido de un
avión en el cielo y el movimiento de hombres en la lejanía del bosque. Los
alemanes a veces se aventuraban a atravesar las lindes de la maleza en
busca de judíos, pero hasta ese momento había estado a salvo en el corazón
del bosque. Pero ¿los alemanes lo invadirían algún día con su ejército?
¿Arrasarían el bosque, le arrebatarían a Yona el único refugio que había
conocido? Parecía una locura, pero también lo parecía el asesinato
sistemático de personas inocentes que le había contado Isaac. Tal vez el
mundo se había vuelto totalmente loco.
Había caminado muchos kilómetros a fin de dejar cuanta más distancia
mejor entre ella y el modo en que había fallado a la familia de Chana, y en
el mes de julio se encontraba en el área sureste del bosque. Una mañana
nublada, había empezado a moverse de nuevo cuando vio a un hombre más
adelante, de pie junto a un río, de espaldas a ella. Yona enseguida se
escondió detrás de un árbol y se quedó inmóvil, observándolo.
Sus ropas estaban raídas, llevaba una camisa manchada y harapienta que
le cubría los anchos hombros y que se había arremangado hasta los codos, y
pantalones que se le ceñían a las pantorrillas. Era mayor que ella, pensó
Yona, pero no demasiado. Su pelo era del color del limo del río y
resplandecía bajo la luz del sol que se filtraba entre los árboles.
Estaba totalmente quieto y contemplaba el agua, y Yona contuvo la
respiración mientras lo examinaba. Parecía fuerte, pero tenía una cintura
demasiado estrecha para ese cuerpo; era alguien que estaba acostumbrado a
comer en abundancia, pero que recientemente había debido aprender a vivir
con poca comida, supuso la muchacha. Pero ¿qué estaba haciendo?
¿Observaba su propio reflejo en el plácido arroyo?
Su pregunta quedó respondida al cabo de un segundo cuando, con un
gruñido, el hombre se zambulló en el agua. Chapoteó durante unos
instantes, y luego refunfuñó.
—¡Se ha escapado! —gritó en yidis al emerger del agua mientras
meneaba la cabeza para sacudirse las gotas del pelo. Yona se encogió aún
más tras el árbol, inmóvil. A juzgar por el idioma, era judío, igual que la
familia de Chana.
—Ya te lo he dicho —dijo otra voz masculina, esta desde más lejos. Yona
se quedó sin aliento. ¿Había dos hombres allí?—. No vas a poder atrapar a
un pez con las manos.
Acto seguido, oyó el ruido de pasos que rompían las ramas del suelo, y
entonces el segundo hombre apareció en el claro, en la margen del río
opuesta a donde estaba primero. Era más joven, más delgado, y tenía los
rasgos de la cara más marcados y el pelo tan negro como el de Yona.
—Supongo que se te ocurre una idea mejor, ¿no? —preguntó el primero
observando el agua otra vez.
—¿Bayas? —propuso el segundo con un encogimiento de hombros—.
¿Setas?
—No podemos darle de comer a la gente bayas toda la vida, y tú y yo no
sabemos diferenciar las setas venenosas de las inofensivas —replicó el
primero—. Dame un minuto, Leib. Cazaré algo.
—De acuerdo, pero armarás tal escándalo que llamarás la atención de
todos los guerrilleros soviéticos que haya en el bosque.
—Aquí no hay nadie —gruñó el primero. Pero Yona detectó la sonrisa
que subyacía tras su voz.
El que se llamaba Leib se incorporó y observó, con una ceja arqueada,
cómo el tipo de hombros anchos se quedaba callado y quieto una vez más.
Se lanzó de nuevo hacia algo en el agua, y, como antes, salió con las manos
vacías, rumiando para sí.
—Necesitamos una mejor solución, Aleksander —dijo Leib, y ahora ya
sin ningún dejo de burla—. Están muertos de hambre.
Cuando el que se llamaba Aleksander volvía a emerger del vacío arroyo y
se sacudía el agua de encima, Yona vio, incluso desde la distancia, que su
expresión había recobrado la seriedad. No se creyó la sonrisa que forzó al
girarse hacia Leib.
—Yo me encargo, Leib. Todo irá bien.
Yona contempló en silencio cómo Leib se marchaba con la cabeza gacha.
Al dirigir de nuevo la mirada hacia Aleksander, la sorprendió oírlo empezar
a rezar en voz baja, primero preguntando si Dios estaba allí y después
diciéndole al cielo que daría lo que fuera por tener un poco de suerte, un
poco de comida.
—Cuentan conmigo —terminó con voz apenada mientras se disponía a
observar de nuevo el agua.
No había nada que Yona quisiera más en esos instantes que salir del
bosque y ser la respuesta a las plegarias de ese hombre, la prueba de que al
fin y al cabo, después de las cosas horribles que hubiera tenido que vivir
para acabar allí, Dios existía. Pero ¿quién era ella para pensar que podría
salvar a alguien de la oscuridad? Había fallado a la familia de Chana.
Probablemente se había equivocado al querer ayudarlos; ¿acaso Jerusza no
le había enseñado que estaba mejor sola? Aunque ¿cómo iba a ignorar aquel
sentimiento de su corazón, la parte de ella que se negaba a dejar atrás a una
persona necesitada? ¿Y si el camino elegido por Jerusza no hubiera sido el
apropiado? ¿Quién era la anciana para seguir manejando los hilos de la vida
de Yona?
El tal Aleksander se sumergió un par de veces más en el agua para
intentar apresar a un pez con las manos, pero al final se sentó en la orilla del
río con un fuerte suspiro. Le daba la espalda a Yona, y ella veía la tensión
que transmitía la camisa empapada. El agua le caía del pelo sobre el cuello,
y, al alzar una mano para rascarse la cabeza, soltó un gemido de
desesperación casi inhumano.
—Dios mío, ¿qué voy a hacer?
—Yo… yo puedo ayudar. —Yona oyó su propia voz antes de haber
decidido incluso que iba a salir de entre los árboles. Habló en yidis porque
era el idioma que había hablado él antes. El hombre se puso en pie
enseguida y se giró, barriendo el bosque con la mirada en busca del origen
de aquella voz, y entonces sus ojos se clavaron en ella.
Parpadeó varias veces con expresión de suma sorpresa cuando Yona se
obligó a abandonar los árboles. Ya no había vuelta atrás. Se miraron durante
varios largos segundos. Yona notaba cómo el corazón le golpeaba el pecho.
—Amkha? —preguntó él al cabo de un rato con rostro cauto e inseguro.
Era una palabra hebrea, una que básicamente significaba «la nación de la
gente». Quería saber si era de los suyos, una compañera judía, pero la
pregunta era la que tanto la había atormentado, la que no sabía responder,
así que se Yona limitó a encogerse de hombros.
—¿De dónde vienes? —inquirió finalmente.
Yona dudó. Había sido un error. El amigo de aquel hombre regresaría en
cualquier momento, y ¿entonces qué? Pero al instante vio la cara de Chana
en su mente y sintió el peso de su fracaso. No podía darse media vuelta, otra
vez no.
—Vengo del bosque —dijo sin más.
—Eso ya lo veo. —Una débil sonrisa tiró de la comisura izquierda de su
boca—. Me refiero a de dónde venías antes del bosque.
—Del bosque —repitió, y vio cómo él fruncía el ceño.
—Del bosque. —Se rascó la cabeza—. Pero hablas yidis. —Yona supo
que intentaba encajar todas las piezas.
—Tú también —respondió, pero no le ofreció ninguna explicación—.
Necesitas ayuda.
—Yo… —empezó a decir, y se detuvo—. Tengo gente a la que alimentar.
Gente que cuenta conmigo. Yo… antes de esto era contable. Si necesitas
que te lleve las cuentas, no hay problema, pero sobrevivir en el bosque… —
Se obligó a sonreír, aparentemente para restar gravedad al momento, pero
sus ojos lo delataron, y, al final, bajó la mirada—. Es que me necesitan, y no
sé qué hacer.
Yona asintió. Se miraron durante un buen rato, y entonces Yona respiró
hondo y comenzó a avanzar; la sangre le corría ardiente por las venas.
—Intentas atrapar un lucio porque es más grande, pero solo con las
manos es difícil. En el agua también hay daces, peces muy pequeños, muy
numerosos, más fáciles de capturar. Solo debes saber cómo.
Se la quedó mirando cuando se le acercó, tanto que notaba cómo su
presencia hacía ondular el aire entre ambos. Esa corriente hizo que Yona
quisiera echar a correr, pero también que deseara aproximarse aún más.
Petrificada, no se movió.
—¿Quién eres? —le preguntó el hombre.
Era una pregunta simple, pero la paralizó durante unos instantes. ¿Cómo
iba a contestar si ni siquiera ella sabía cuál era la respuesta? Se permitió
apartar la mirada.
—Soy la persona que te ayudará a darle de comer a tu gente esta noche.
¿De acuerdo?
Se pasó un minuto observándola antes de soltar una risilla, aunque no
descortés. Dio un paso atrás.
—De acuerdo.
Se miraron a los ojos durante varios segundos; acto seguido, Yona se dio
la vuelta y, de espaldas a él, se quitó las botas, se enrolló las perneras del
pantalón varias veces, se quitó la camisa y se dejó solo la fina camiseta
interior. Oyó cómo respiraba él cuando se giró y se adentró en el riachuelo.
El agua estaba helada y, al correr junto a sus tobillos, la vigorizó. Yona
metió la camisa en el agua para formar una red opaca. Se agachó sin que le
importara mojarse la ropa. El sol calentaba mucho y se secaría enseguida, y
de todos modos ya era hora de lavarla. Se quedó quieta, casi sin respirar,
hasta que los peces se olvidaron de que estaba allí y revolotearon a su
alrededor, sus escamas plateadas resplandecientes bajo el sol al recibir la
luz. Y entonces, tan deprisa que si él hubiera parpadeado se lo habría
perdido, levantó la camisa con un movimiento muy veloz y con ella formó
una semiesfera para que nada escapara por los extremos mientras se filtraba
el agua. En el interior de la tela, siete pececillos boqueaban y se
convulsionaban. Yona se los mostró y sonrió.
—¿Ves?
Boquiabierto, su mirada iba de Yona a los peces y de los peces a Yona.
—¿Cómo has…?
—Debes fundirte con el agua.
Él parpadeó varias veces antes de meter los pies en el río, a su lado. Se
quitó la camisa, dejando al descubierto una piel firme, bronceada por el sol,
que cubría unos músculos marcados. De pronto, Yona fue muy consciente
de su presencia al notar las olas que rompían contra sus piernas debido a los
movimientos de ese hombre. Permaneció quieto varios segundos, con la
camisa hundida en el agua, pero no fue suficiente tiempo, y, cuando levantó
la improvisada red, los peces huyeron, y no pescó ninguno.
—Haces que parezca fácil —dijo mirando a Yona con una sonrisa.
—Llevo casi toda la vida haciéndolo. —Tan pronto como las palabras
salieron de sus labios, supo que le había confiado algo, que le había contado
algo de sí misma. No había sido su intención—. Ya aprenderás. —Se sentía
expuesta ante la mirada de él, pero la sorprendió darse cuenta de que no le
importaba, no como pensaba que le importaría. Ese hombre la miraba
fijamente, y había algo en el hecho de que repararan en ella que le recordó
que no era tan solo un fantasma, un espíritu del bosque—. ¿A cuántas
personas debes dar de comer? —le preguntó.
Él dudó, y Yona supo que sopesaba sus opciones y decidía si debía ser
sincero o no. Buena señal; era precavido. Hacía bien en no fiarse
inmediatamente de una desconocida, y Yona lo respetó por ello.
—A trece, yo incluido —respondió después de una larga pausa—. A
catorce si cuentas al bebé.
Trece personas y un bebé, escondidas en algún lugar cerca de allí.
Resultaba casi incomprensible.
—Sois muchos.
Él asintió mientras la examinaba con atención.
—¿Venís del gueto de Volozhin?
—¿De Volozhin? —Todavía intentaba hacer encajar todas las piezas, pero
al cabo de un segundo negó con la cabeza—. No. Venimos del gueto de Mir,
hacia el sur del bosque.
—Y ¿habéis escapado? —Yona cerró los ojos durante varios segundos.
—Sí, pero ¿para qué? —preguntó en voz baja—. Ahora es verano y hay
suficientes plantas que comer, pero ¿qué pasará cuando llegue el invierno?
¿Cómo les daré de comer a todos? Los convencí para que se marcharan
conmigo. Les prometí que cuidaría de ellos. ¿Y si no puedo? ¿Y si
estábamos mejor donde estábamos?
—No lo estabais. —La inmediatez de su respuesta los sorprendió a ambos
—. El bosque cuidará de vosotros mejor que el gueto. Y aprenderéis a
sobrevivir.
De nuevo daba la impresión de que él intentaba leer los ojos de ella.
—¿Conoces el gueto, pues? ¿El de Volozhin? ¿De ahí es de donde
vienes?
—No. —Sabía que pretendía recabar más información, pero no estaba
preparada para que la sorprendiera—. Atraparemos suficientes daces para
que esta noche des de comer a los tuyos. Mañana vuelve y te enseñaré a
hacer una kryha.
—¿Una kryha?
—No conozco otra palabra para designarlo. Es… es una red. Con ella
capturarás a muchos más peces. Más que suficientes, y a algunos lucios
también, de los grandes.
—No sé qué decir.
Yona tampoco, así que deslizó los siete peces de su camisa y se los tendió
al hombre, que dudó unos instantes antes de sujetar su empapada camisa
como si fuera una cesta. Yona dispuso los peces sobre la tela. Intentó no
fijarse en cómo brillaban los músculos del pecho y de los hombros de él a
causa del sudor. Su cuerpo era distinto al del padre de Chana y provocaba
en ella una reacción que no comprendía.
En un momento, apresó a otros seis peces y se los ofreció en silencio,
apartando la mirada al ver que él la observaba con la boca abierta. Dos
nuevos intentos y capturó a media docena, hasta que le hubo entregado un
total de veinticinco ejemplares. Eran pequeños, pero bastarían hasta el día
siguiente.
—También puedes recoger pollos del bosque —le dijo mientras él ataba
los peces con su camisa para formar un saco. Yona salió del agua y se
acercó a un árbol cercano, en cuyo tronco crecían setas de un amarillo
intenso, una encima de otra—. En esta época del año, los encontrarás por
todo el bosque. Podéis comerlos sin problemas y sabrán muy ricos en un
guiso con el pescado. Estate atento por si alguien de tu grupo se pone
enfermo; las setas son sustanciosas y os ayudarán a subsistir, pero a veces
cuesta digerirlas. —Enseguida cerró la boca. ¿Había hablado demasiado?
Se afanó en arrancar dos puñados de setas del árbol y se las entregó con los
brazos tendidos.
—No sé cómo darte las gracias —dijo él mientras aceptaba las setas y las
contemplaba casi con devoción antes de mirarla a ella. Cuando le sostuvo la
mirada, Yona vio asombro en sus ojos, y la sorprendió y le gustó saber que
era capaz de despertar tal emoción—. Me llamo Aleksander —añadió.
—Lo sé. —Como se mostró confundido, añadió—: He oído cómo te
llamaba tu amigo.
—Ah, Leib.
—No le hables de mí. Por favor. —Se lo comentó antes siquiera de
pensarlo. Sabía que debía de ser una petición extraña, pero ya se sentía
suficientemente expuesta. Si Aleksander le daba su palabra y guardaba su
secreto un poco más, quizá con el tiempo Yona sería capaz de reunir el
valor para presentarse a su amigo. Pero ahora no, todavía no. Ya era
demasiado para ella.
—Te lo prometo. Aunque se quedará perplejo al ver que vuelvo con
tantos peces, teniendo en cuenta la poca destreza de la que he hecho gala
hasta el momento. —Aleksander sonrió.
Le respondió con una tímida sonrisa.
—No me has dicho cómo te llamas —terció él después de que
transcurrieran varios segundos.
—Yona —respondió tras respirar hondo.
—Tienes nombre judío. —Parpadeó unas cuantas veces.
—Sí.
—Es precioso —dijo Aleksander, y Yona supo que se había ruborizado de
nuevo—. Gracias, Yona. Por todo. Volveré mañana.
Y se marchó, y ella se quedó preguntándose si debería haberle dicho más
cosas, si debería haberse asegurado de que supieran limpiar y preparar el
pescado. Pero era demasiado tarde, tanto para eso como para viajar atrás en
el tiempo. Aunque Aleksander y su gente se alejaran al cabo de unos días,
aunque no volviera a verlo, Yona había cruzado una línea hacia una nueva
vida, una en la cual ver el cuerpo inerte de Chana, así como oír las
atrocidades del gueto, la había cambiado para siempre.
—Lo siento, Jerusza —susurró al viento, pero no recibió respuesta, ni
siquiera un crujido de los árboles. De todas formas, poco importaba. El
bosque ya no era un refugio en que pudiera vivir sola el resto de sus días,
ocupándose únicamente de sí misma. Debía hacer algo para ayudar a la
gente como Aleksander, que tan solo intentaba sobrevivir.
CAPÍTULO SIETE
***
***
Esa noche, después de llenar la cesta hasta que rebosaba de pescado, Yona
se despidió de Aleksander y de Leib cuando ambos se adentraron en el
bosque con sus nuevas redes de pescar. Los observó alejarse, en cierto
modo segura, antes siquiera de que pasara, de que Aleksander se girara no
una sino dos veces para ver si ella seguía allí. A continuación, Yona se
escabulló entre los árboles hacia el refugio al que había considerado su
hogar durante la última semana.
No transportaba demasiadas cosas, así que tardó muy poco en recogerlo
todo y guardarlo en el zurrón de piel que llevaba años utilizando, el que olía
a la humedad del bosque incluso en los días más áridos. Y en ese preciso
instante, cuando la luna brillaba en lo alto y bañaba el bosque con su luz,
levantó la vista hacia el cielo estrellado, atenta al ruido de su propia
respiración, al ritmo cómodo de la soledad. Al día siguiente todo iba a
cambiar.
Pero por el momento estaba a solas con sus pensamientos. Encima de ella
las estrellas iluminaban el firmamento, un dosel familiar que la
acompañaría dondequiera que fuese.
CAPÍTULO OCHO
***
Al cabo de una hora, con el pelo y la ropa ya casi secos gracias al sol
implacable, Yona llenó otra cesta con peces, y, después de recoger la red y
entregársela a Aleksander, se colocó el zurrón a la espalda y se obligó a
sonreír, aunque el corazón le palpitaba aterrorizado. Ese era el momento en
que su vida iba a cambiar. ¿Qué pensaría esa gente de ella? ¿Cómo
reaccionarían? ¿Querrían alejarse de ella, como la madre de Chana, porque
no era de su pueblo?
—Estoy preparada —le mintió a Aleksander tras respirar hondo.
Él buscó sus ojos, asintió y le respondió con una sonrisilla.
—¿Vamos?
Durante los primeros treinta minutos, caminaron en un cómodo silencio.
Al parecer, Aleksander comprendía que Yona iba a necesitar por lo menos
unos instantes de soledad antes de abrirse al mundo.
—¿Quién está contigo? —le preguntó de pronto cuando se detuvieron
antes de atravesar el agua poco profunda de un riachuelo. Decenas de
pececillos se alejaron de sus pies, un estallido de temor plateado bajo la
superficie—. En vuestro campamento, quiero decir.
—Estás intentando prepararte.
—Supongo que sí.
—No tengas miedo, Yona. Se mostrarán tan agradecidos como yo. —Le
lanzó una ligera sonrisa—. A ver, a Leib ya lo conoces. Su madre también
está con nosotros. Miriam. Es una mujer amable, pero ahora tiene la mirada
perdida; los otros miembros de su familia, el padre de Leib y sus dos hijos
pequeños, fueron asesinados. A veces… es como si estuviera en trance,
como si se encontrara en otro lugar.
—Lo siento mucho —dijo Yona, y Aleksander le tendió una mano para
ayudarla a cruzar el río. No lo necesitaba, pero la aceptó de todos modos, y
le gustó cómo los dedos de él se entrelazaron con los suyos, la fuerza que
desprendían, pero también la amabilidad. No quería soltarse, pero lo hizo,
pues ¿para qué iban a tomarse de la mano en suelo firme?
—Oscher y Bina son marido y mujer —siguió diciendo cuando
comenzaron a avanzar de nuevo entre los árboles—. Es un milagro que
sobrevivieran los dos con relativa buena salud, aunque Oscher sufre una
cojera que lo ralentiza. Son abuelos, pero sus hijos y sus nietos se han ido
todos. Asesinados. —Hablaba con tono plano, inexpresivo—. Todos ellos.
Seis hijos. Trece nietos.
Se detuvo durante unos segundos y, en el espacio que había entre sus
palabras, Yona intentó comprender que dos generaciones enteras habían
desaparecido, que un futuro se había detenido antes siquiera de empezar,
que ese legado familiar jamás prosperaría.
—Moshe es el sastre del que te he hablado, un anciano mayor de lo que
era mi padre. Sulia tiene veinticinco años o así. Hace mucho tiempo, su
hermano mayor y yo éramos amigos, así que la conozco desde que era
pequeña. Ruth tiene la misma edad y tres hijos con ella: Pessia, Leah y el
pequeño Daniel, que es un bebé. Su marido murió el año pasado; le
dispararon mientras Leah y los niños estaban visitando a su madre. También
está Luba, que tiene sesenta años, y Leon, de setenta. Los dos perdieron a
sus cónyuges a manos de los nazis y hablan muy poco, pero colaboran con
la comida y con la construcción del refugio. Leon hace años era zapatero,
así que nos ayuda a reparar el calzado. Y luego está Rosalia. Nos ha
ayudado a Leib y a mí a montar guardia por la noche. No sé gran cosa de
ella, pero es una mujer fuerte, resiliente. —Hizo una pausa y miró a Yona
de reojo—. Te caerá bien, creo.
Yona estaba nerviosa. Resultaba estremecedor oír los nombres de las
personas de las que había prometido hacerse cargo. Eran seres humanos a
los que querían cazar, personas que ya habían perdido cosas
incomprensibles. Y la mayoría de ellos eran ancianos y niños, los dos
grupos más difíciles de mantener con vida en el bosque.
—¿Cuántos años tienen los niños?
—Pessia tiene cuatro, creo, y Leah es un año más pequeña. Daniel quizá
tenga un añito, o menos.
Yona asintió mientras lo asimilaba todo.
—Y ¿la cojera de Oscher? ¿Es grave?
—Cuando huimos del gueto, le pedí a Leib que guiara al resto hacia el
bosque. —Aleksander suspiró—. Me quedé atrás con Oscher y avanzamos a
un ritmo más lento. No podía ir más rápido. Pero se esfuerza, Yona. Y es
uno de los nuestros.
La muchacha asintió nuevamente. Era otro problema. Si el grupo debía
abandonar el campamento deprisa, ese hombre los retrasaría. Pero Jerusza
al final también había sido muy lenta y Yona tan solo se había vuelto más
precavida, más observadora con el entorno, más atenta al peligro. Le
enseñaría a Aleksander a hacer lo mismo con Oscher.
—¿Algo más? ¿Hay alguien que quizá sea un problema si debéis moveros
deprisa?
Aleksander reflexionó unos instantes al respecto.
—Los hijos de Ruth son lentos, pero es que son pequeños. Cuando
huimos del gueto, Leib y Rosalia llevaban a las niñas en volandas y Ruth, al
bebé en brazos. Fueron veloces.
—Muy bien.
Los dos guardaron silencio un rato hasta que Aleksander tomó la palabra
de nuevo.
—No hace falta que vengas conmigo, Yona, si no quieres. Sé que debe de
ser mucho para ti.
—Sí. —Yona miró al cielo, donde una bandada de cuervos acababa de
echar a volar—. Pero tal vez Dios nos dé las respuestas antes de que
sepamos cuáles serán las preguntas. Tal vez mi destino era ayudaros, si
puedo.
Aleksander lo aceptó en silencio y, cuando al fin habló, fue con voz
emocionada.
—Gracias, Yona —murmuró. Al mirarla a los ojos, los suyos estaban
humedecidos por la gratitud y el dolor.
Tardaron otros veinte minutos en desplazarse al campamento, y Yona lo
olió antes de llegar, lo cual hizo que se le erizara el vello de los brazos,
alarmados. En el aire flotaban los aromas a pescado asado, ascuas ardientes
y sudor. Era señal de que había seres humanos viviendo allí, de que
llevaban tanto tiempo viviendo en ese lugar que habían bajado la guardia.
Serían vulnerables si los alemanes algún día se adentraban en esa zona del
bosque.
—Debéis mover el campamento de sitio, Aleksander —le murmuró—.
Esta misma noche.
—¿Cómo? —Sobresaltado, se la quedó mirando—. Pero ya es mediodía.
No hay tiempo de…
—Aquí no estáis a salvo. —Ahora caminaba más deprisa, preocupada por
esas personas, que corrían peligro porque no sabían ser cautas. Se
concentraban solo en sobrevivir, no en eliminar todo rastro de su paso. Sin
embargo, no se daban cuenta de que las dos cosas eran lo mismo.
Por primera vez desde que se conocieron, la voz de Aleksander se tiñó de
aspereza.
—Yona, no puedo. No van a…
—Aleksander. —Una vez más, lo interrumpió—. Por favor, confía en mí.
Debemos movernos ya.
Él se detuvo y la observó. Al cabo de un segundo, ella también dejó de
caminar y lo miró a los ojos.
—¿Debemos? —repitió Aleksander.
Yona parpadeó varias veces, sorprendida por la pregunta.
—Me quedaré con vosotros el tiempo suficiente como para ayudaros a
estar a salvo. Y entonces me marcharé. Pero ahora debes creerme, por favor.
Aleksander permaneció varios segundos en silencio, aunque Yona
percibió la tormenta que le nublaba la vista.
—De acuerdo.
Atravesaron una hilera de árboles y, de pronto, el pequeño campamento
se alzaba ante ellos, una caótica sucesión de chozas construidas con
inexperiencia a partir de ramas inclinadas y hojas, con un fuego en el
centro, rodeado de barro, y una gran cazuela encima. Dos ancianos estaban
sentados con la espalda apoyada en sendos árboles, hablando con los ojos
medio cerrados, los rostros inclinados hacia el sol, mientras unas pocas
mujeres lavaban ropa en un riachuelo que fluía en el extremo del claro. A
Yona le hormigueó la piel. Aunque fuera conveniente, era muy mala idea
intentar esconderse junto a un río: lo primero que harían quienes fueran a
por ellos sería seguir los cauces de los ríos. Dos niñas pequeñas se
perseguían en las afueras del asentamiento, riendo, y una mujer que
amamantaba a un bebé las observaba con mirada triste. Leib salió de uno de
los precarios cobertizos, seguido por tres mujeres y un anciano, y
organizaron una reunión. Todos los ojos se dirigieron a Aleksander y luego,
de inmediato, a Yona.
—Escuchadme todos —dijo Aleksander mientras salía al claro.
Enseguida resultó evidente la autoridad que ostentaba en aquel pequeño
grupo. Hasta el bebé dejó de mamar y giró la cabeza para mirar. La joven
madre (Yona recordó que era Ruth) se tapó rápidamente y se levantó
mientras se colocaba al pequeño al hombro—. Os presento a Yona. Ha
venido a ayudarnos.
—Amkha? —preguntó una de las mujeres que estaba con Leib, con
expresión impenetrable. Era la misma palabra que Aleksander le había
dicho a Yona el primer día que lo vio intentando pescar.
—Sí, es de los nuestros, Sulia —respondió Aleksander con firmeza.
Los ojos de la mujer se clavaron de nuevo en Yona. Tenía el pelo del
color de las bellotas chamuscadas, que le llegaba hasta media espalda, y una
cintura estrecha debajo de unos pechos generosos. Después de hacer una
pausa, sonrió.
—Yona, ¿verdad?
Yona asintió. Se había preparado para la extrañeza que sentiría al estar
rodeada de un grupo de personas, pero no había esperado ver tantos ojos
que la juzgaban. La analizaban, intentaban leer sus facciones, intentaban
saber si era de fiar, incluidas las dos niñas, que habían dejado de jugar y se
susurraban al oído mientras la contemplaban.
Sin embargo, fue la mirada de Sulia la que pareció calar más hondo, así
que Yona se alivió cuando la mujer finalmente se alejó de Leib y cruzó el
claro. Le tendió una mano.
—Bienvenida —le dijo.
Yona había visto a personas estrechándose la mano a lo lejos, pero jamás
lo había hecho. Cuando alargó el brazo y dejó que Sulia le rodeara la mano
con la suya, la sorprendió la fuerza con que la apretaron los dedos de la
mujer, que doblaron los de Yona hasta formar una extraña «U». Yona
intentó responder con la misma intensidad y Sulia parpadeó rápido varias
veces antes de apartarse.
—Dime, Yona, ¿tú también eres de la zona cerca de Mir? —le preguntó
Sulia.
—No.
Al parecer, Sulia esperaba que Yona dijera algo más, pero no lo hizo.
—Yona, ven a conocer a Ruth. —Aleksander asintió hacia la joven, que
respondió asintiendo a su vez y dedicándole a Yona una sonrisa tan pequeña
como llena de luz—. Él es Daniel, y las de allí son Pessia y Leah, sus otras
hijas. Apoyados en los árboles están Leon y Oscher.
Los ancianos alzaron una mano para saludar.
—A Leib ya lo conoces —prosiguió Aleksander—, y las mujeres que
están con él son Miriam, su madre; Bina, la esposa de Oscher; y Luba.
Una mujer de unos cuarenta años con pelo oscuro y mechones canos —
que debía de ser Miriam— asintió hacia Yona. Las otras dos —una con
cabellera larga y blanca, la otra con el pelo ondulado del color de los
pececillos de plata— sonrieron y la saludaron.
—Y el que está con ellas es Moshe —concluyó Aleksander. El hombre
junto a las mujeres asintió hacia Yona, con los brazos llenos de ropa. Debía
de tener unos sesenta años y estaba casi calvo, con unos gruesos anteojos
colocados sobre la punta de la nariz. Era el sastre, recordó Yona. Lo saludó
con un asentimiento—. ¿Rosalia sigue patrullando? —le preguntó
Aleksander a Leib, quien se lo confirmó con un movimiento de cabeza—.
¿Puedes ir a buscarla y traerla hasta aquí?
—¿Por qué? —Los ojos de Leib volaron hasta Yona.
Aleksander vaciló mientras barría el pequeño asentamiento con la mirada.
Todo el mundo se quedó inmóvil, a la expectativa. A Yona le dio la
sensación de que contenían el aliento al mismo tiempo.
—Porque debemos irnos —dijo Aleksander finalmente, y se produjo un
coro de exhalaciones, acompañadas de varios grititos—. Ahora. Aquí no
estamos a salvo.
—¿Habéis visto a alemanes? —Leib se tensó—. ¿Dónde? ¿Muy cerca?
—No. No es por eso. Aun así, debemos marcharnos lo antes posible.
Con el ceño fruncido, Leib miró a Yona antes de asentir y desaparecer
entre los árboles sin articular palabra.
—¿Cómo dices, Aleksander? —preguntó uno de los ancianos, el que
Aleksander había presentado como Oscher, utilizando el árbol en que estaba
apoyado para levantarse. La mujer de pelo blanco, Bina, su esposa, fue a su
lado, le agarró la mano y se la apretó—. ¿Debemos irnos? —preguntó—.
¿De este lugar en el que estamos cómodos y a salvo? ¿Por qué?
Aleksander dudó y observó a Yona.
—Porque aquí estamos demasiado expuestos.
—Pero dijiste que los alemanes no vendrían —murmuró Ruth con los
ojos abiertos por el miedo mientras mecía a Daniel. Los párpados del
pequeño iban cayendo, ya casi estaban cerrados, y había abierto ligeramente
la boca; Yona sintió una repentina punzada de furia al pensar que había
gente dispuesta a aniquilar a ese bebé indefenso.
—Quizá hoy no. —La voz de Aleksander era grave por la pena y la
extenuación, y, antes de que pudiera evitarlo, Yona extendió una mano y le
rozó el brazo. Ese gesto de consuelo pareció sorprenderlo; pestañeó varias
veces antes de asentir y lanzarle una débil sonrisa—. Pero vendrán —
aseguró con tono decidido—. Vendrán, y no podemos quedarnos aquí a
esperarlos.
—Estáis siendo demasiado precavidos. Aquí estamos bien —dijo Sulia.
Se dirigió a Yona y añadió—: Aleksander a veces se preocupa demasiado y
es demasiado cuidadoso.
Sus palabras dejaban entrever cierta intimidad entre ambos, pero eso
apenas importaba, pues no tenían razón.
—Es imposible ser demasiado cuidadoso en el bosque —terció Yona—.
Siempre hay peligro.
—Ah. —Sulia cruzó los brazos y miró al resto de los miembros del
grupo. Sus ojos se posaron sobre Aleksander unos segundos antes de fijarse
en Yona—. Entonces, es cosa tuya, ¿no? ¿Tú le has dicho a Aleksander que
debemos mover el campamento? Y él te cree porque lo ayudaste a pescar
unos cuantos peces.
—Sulia —murmuró una de las mujeres como advertencia, pero nadie más
habló.
Yona notó cómo volvían a calentársele las mejillas. Le sudaban las
palmas. Quería echar a correr, pero si lo hiciera estaría abandonando a esa
gente a la misma suerte que había sobrevenido a la familia de Chana.
Respiró hondo.
—Ahora mismo, lleváis demasiado tiempo aquí. Si por casualidad
vuestros enemigos se acercan, os encontrarán.
—¿Nuestros enemigos? —repitió Sulia—. ¿Lo has oído, Aleksander?
Tengamos en cuenta sus palabras. Nos dice qué debemos hacer, pero no
cree ser una de los nuestros.
—Pues claro que lo es, Sulia. —Era Ruth la que había hablado. Había
dejado de mecer al bebé y reunía a las niñas—. Intenta ayudarnos, y eso la
convierte en nuestra amiga. Tan solo estamos tratando de sobrevivir. ¿Por
qué no aceptar los consejos de alguien que puede ayudarnos?
—Pero ¿quién es esta muchacha? —preguntó uno de los ancianos—. No
la conocemos del gueto ni de nuestros pueblos.
—¿Qué más da? —exclamó otro hombre—. Conoce el bosque.
—Bueno, pues ¡nosotros también! —respondió el primero.
—Ah, sí, Leon, ahora tú nos vas a guiar entre los árboles, ¿verdad? —
protestó el segundo—. ¿Tú nos vas a dar de comer a todos? ¿Qué hay de
cena, pues?
—¡Basta! —Aleksander interrumpió la discusión alzando una mano—.
Yona, ¿qué debemos hacer?
—Debéis… —Yona titubeó, de pronto insegura; no sobre la necesidad de
irse, sino sobre su derecho a dar instrucciones a gente a la que acababa de
conocer. Pero Aleksander la animó con un asentimiento y ella respiró hondo
antes de proseguir—: Debemos destruir los refugios, recoger vuestras cosas.
—Miró hacia Ruth—. ¿Tus hijas saben recolectar bayas?
—Sí —asintió Ruth—. Pero no sé cuáles son venenosas, así que no me he
atrevido a permitírselo.
—Yo se lo enseñaré. —Así estarían entretenidas, pero también era algo
que deberían saber si pensaban vivir en el bosque durante cierto tiempo. Las
bayas adecuadas los ayudarían a sobrevivir. Las bayas inadecuadas los
matarían, lenta y dolorosamente.
Yona les hizo un gesto a las pequeñas, que se acercaron poco a poco.
Detrás de ellas, los ancianos y los adultos habían empezado a recoger las
cosas desperdigadas —una sartén, un par de pantalones que se secaban
sobre una roca, un par de botas, un libro raído con tapas de piel— para
meterlas en zurrones. Yona vio a Oscher cruzar el claro cojeando, y su
preocupación se acrecentó; su pierna estaba en peor estado del que había
imaginado.
—Tu nombre significa «paloma», ¿lo sabías? —le dijo la mayor de las
pequeñas cuando Yona se arrodilló para ponerse a su altura. Tenía el pelo
liso y sedoso, aunque lo más probable era que no hubiera visto un peine en
meses. El pelo de su hermana era rizado, y las dos tenían las mejillas
rosadas, los labios cortados y la nariz quemada por el sol. Pero sus ojos
oscuros eran brillantes e irradiaban interés.
—Lo sé. —Yona sonrió y giró la muñeca izquierda para mostrarles la
mancha de nacimiento. Las dos niñas se inclinaron hacia la marca,
fascinadas, y la mayor se la tocó—. Por eso me pusieron ese nombre.
—Se parece a una paloma de verdad —dijo la mayor.
—¿Queréis que os cuente un secreto? —les preguntó Yona, y las niñas se
inclinaron con los ojos como platos—. A veces noto la presencia de la
paloma, cuando tengo hambre o estoy triste o asustada. Es como si intentara
echar a volar.
—Vaya —susurró la pequeña.
—Yona —murmuró la mayor sin dejar de contemplar la mancha de un
granate oscuro—. Me encanta tu nombre. Yo no sé por qué me pusieron el
mío.
—¿Cómo te llamas?
—Pessia. —La pequeña sonrió, indecisa—. Y ella es Leah. Mi hermana.
Yo soy mayor. Pero solo por diez meses.
Yona sonrió mientras Leah pateaba el suelo.
—Es un placer conoceros, Leah y Pessia. ¿Os cuento otro secreto?
Pessia abrió mucho los ojos y asintió mientras se inclinaba hacia ella.
—¿Cuál? —Leah seguía un tanto insegura.
—El bosque está lleno de buenas cosas que comer… y que beber —
susurró.
—Pero mami dice que es peligroso comer del bosque —dijo Leah.
—Vuestra madre tenía razón cuando vivíais en el pueblo. Pero ahora vivís
en el bosque, y yo os enseñaré a encontrar alimentos seguros. Solo hay una
norma. Jamás debéis comer nada que encontréis sin mostrárnoslo a mí o a
vuestra madre, hasta que aprendáis. Si me lo prometéis, os enseñaré. ¿Trato
hecho?
Leah asintió, pero Pessia la miró con escepticismo.
—¿Eso significa que vas a quedarte con nosotros, señorita Yona?
Yona observó tras las niñas hacia el lugar en que Aleksander conversaba
con Oscher, Moshe y el otro anciano, Leon. Vio cómo Sulia ayudaba a Ruth
a guardar las cosas del bebé y cómo Miriam, Bina y Luba empezaban a
arrancar las hojas y la corteza que habían utilizado para improvisar el
refugio. ¿De verdad iba a poder hacerlo? ¿Abandonar la soledad,
seguramente su seguridad, para ayudar a ese grupo a sobrevivir? Iba en
contra de todo lo que Jerusza le había enseñado, pero debía hacerlo,
¿verdad?
—Sí, Pessia —respondió Yona. En ese momento, la paloma de su muñeca
batió las alas contra su piel, aunque ella no supo si por la alegría o por la
turbación—. Voy a quedarme por ahora.
Pessia se la quedó mirando durante unos cuantos segundos antes de que
una sonrisa se abriera paso lentamente en su cara.
—Bien. Me alegro.
—Sí. —Yona se incorporó y les hizo un gesto a las niñas para que la
siguieran—. Creo que yo también me alegro.
CAPÍTULO NUEVE
C uando Leib regresó con Rosalia, una mujer alta de unos treinta años,
de constitución fuerte y con el pelo castaño y mechones rojizos, ojos
oscuros, paso confiado y un rifle, el campamento ya casi estaba desmontado
del todo, las pertenencias del grupo recogidas y las chozas destrozadas.
Yona les había enseñado a las pequeñas a recolectar rápida y eficientemente
los arándanos oscuros y gorditos que crecían alrededor del asentamiento y a
diferenciarlos de los frutos venenosos de la hierba de París, de los cuales
crecía solo uno en cada planta. Las niñas llenaron sendas cestas que Yona
había tejido en un abrir y cerrar de ojos con ramitas y corteza de tilo, y no
les quitó la vista de encima mientras cruzaba el claro para conocer a
Rosalia.
Rosalia le estrechó la mano con fuerza pero con medida, y sus ojos se
volvieron amables al escrutar a Yona.
—Leib me ha dicho que has venido a ayudarnos. Y que eres la
responsable del banquete de pescado de anoche.
—También fue cosa de Aleksander y de Leib. —Yona agachó la cabeza.
—Fue muy bien recibido, Yona. Hemos pasado mucha hambre.
A Yona le dio la impresión de que había superado una especie de prueba.
—Tienes un rifle —dijo señalando el arma que llevaba Rosalia en las
manos.
La mujer bajó la vista, casi como si la sorprendiera darse cuenta de que la
portaba.
—Ah, sí. Es de Aleksander. Él y yo nos turnamos para vigilar el
campamento. Leib también.
—Sabia decisión. —Yona miró a su alrededor—. Ruth está con sus hijos,
claro, pero ¿qué me dices de Sulia y de Miriam? Son jóvenes, gozan de
buena salud. ¿Por qué no vigilan también?
—Recelan de las armas. —La voz de Rosalia era un sereno canturreo—.
Mejor así. Quienes protejan al grupo deben estar seguros.
Yona asintió. Rosalia no había aprovechado la oportunidad para criticar a
las otras dos mujeres, y ella lo tuvo en cuenta.
—¿Alguna vez has usado un rifle, Yona? —le preguntó Rosalia.
—No.
—Pero, entonces, ¿cómo te proteges en el bosque? Leib me ha dicho que
llevas mucho tiempo viviendo aquí.
—Evito a la gente.
—Pero ahora seguro que el bosque está atestado de guerrilleros.
Yona pensó en los pasos que Jerusza y ella oían en el bosque, en cómo la
anciana le advertía que se ocultara, en el trayecto hacia el pantano en el
verano de 1941 para evitar a los soldados rusos que huían de una masacre
alemana.
—He aprendido a mantenerme alejada. A cuidar de mí misma.
—Suena muy solitario.
Yona inclinó la cabeza. ¿Cómo iba a explicarle que, en realidad, jamás se
había sentido sola porque no sabía cómo era estar con gente? Ahora
comprendía, sin embargo, que su deseo de visitar los pueblos que
circundaban el bosque tal vez hubiera sido precisamente eso, un profundo
deseo de su alma, una soledad para la cual no tenía nombre.
—Quizá.
—Y, aun así, aquí estás ahora. Con nosotros. Ya no estás sola. —Aquellas
palabras no eran del todo una pregunta, pero Yona percibió la curiosidad
que destilaban. La mujer intentaba entenderla. Yona quiso poder
explicárselo, pero a duras penas era capaz de asimilar las decisiones que
había tomado en las últimas veinticuatro horas, que iban en contra de todo
lo que sabía.
—Estuve con una familia —empezó a decir, pero pronto no supo cómo
relatar lo ocurrido con Chana y la extraña dinámica con los padres de la
niña, ni cómo les había fallado tan estrepitosamente—. Con ellos no lo
logré. Yo… no hice suficiente. Y los mataron.
—Eran como nosotros. Judíos. —Los ojos de Rosalia brillaron al atar
cabos.
—Sí.
—¿Tú también eres judía?
—Me crio una judía. —Apartó la mirada al sentir una punzada de culpa.
¿Cómo iba a contarle a alguien qué significaba formar parte de una religión
que tal vez jamás fuera la suya?—. Pero todos somos hijos del mismo Dios,
¿no crees?
—Creo que los alemanes estarían en desacuerdo. Creo que ellos querrían
saber qué corre por tus venas. —Rosalia parecía querer añadir algo más,
pero Aleksander las interrumpió al dirigirse hacia ellas.
—Diría que estamos listos para marcharnos —anunció.
Yona examinó el asentamiento. Era cierto que lo habían desmantelado y
que habían recogido las cosas, y las niñas habían vuelto con su madre, que
hurgaba con atención en las cestas de bayas. Pero todavía no podían irse; el
campamento seguía lleno de indicios de que allí había vivido y cocinado
gente. Sería una flecha venenosa en manos de los alemanes, que señalaría la
dirección que había tomado el grupo.
—Antes —dijo— debemos borrar todo rastro de que hemos estado aquí,
lo mejor que podamos.
Aleksander asintió y miró hacia el cielo.
—Pero dentro de pocas horas se hará de noche. Deberíamos salir ya para
así avanzar lo máximo posible.
Yona comprendió a qué se refería. Con un grupo en su mayoría formado
por ancianos y niños, sería difícil moverse sin la luz del sol. Iban a necesitar
aprender a orientarse con las estrellas, a caminar bajo la luz de la luna, pero
esa noche no.
—Haremos lo que podamos aquí, rápido, y luego nos marcharemos.
Caminaremos hasta el crepúsculo y buscaremos un lugar donde asentarnos.
Pasaron varios segundos hasta que él asintiera.
—Muy bien.
Al cabo de varios minutos, con Rosalia haciendo guardia y las dos niñas
sentadas sobre un árbol caído comiendo bayas con Leon, Oscher y Bina,
Aleksander se dirigió al grupo.
—Debemos limpiar el claro de indicios de que hemos estado aquí.
—Ahora se ve vacío —dijo Leib mirando en torno a sí.
—No para quienes están acostumbrados a perseguir a alguien —replicó
Yona.
—Dinos qué hacer, Yona —le pidió Aleksander.
Yona respiró hondo e intentó ignorar los labios apretados de Sulia, la
mirada que intercambiaron Oscher y Moshe, las dudas con que la
observaban Miriam y Luba.
—Luba y Miriam, id a buscar ramas grandes y barred todas las huellas
que veáis en la tierra de los alrededores mientras volvéis hasta el claro, pero
aseguraos de borrar vuestras pisadas conforme retrocedéis. León y Oscher,
si podéis, revisad por favor el campamento en busca de leños quemados,
ascuas y cenizas, cualquier señal de que aquí ha habido fuegos prendidos
por el ser humano, y formad una montaña justo allí. Leib, tú lo llevas todo
al río y lo sumerges. Sulia, por favor, barre los lugares donde habéis
dormido para eliminar cualquier rastro de que habéis estado aquí: huellas en
el suelo, hojas en pilas poco naturales, incluso mechones de pelo caídos.
Moshe, Aleksander y tú agarráis la corteza que utilizasteis para cobijaros y
la esparcís por el bosque para que parezca que nadie la ha tocado.
—¿Y yo qué hago? —preguntó Ruth. Estaba meciendo a Daniel con
delicadeza; el bebé tenía los ojos cerrados y los labios fruncidos en pleno
sueño.
—Tú sostienes al bebé —dijo Yona.
—Pessia puede encargarse. —Ruth echó una mirada a su hija mayor, que
asintió, se limpió los dedos manchados de bayas en la camisa y alargó los
brazos hacia su hermano pequeño. El bebé se acomodó en los brazos de
Pessia con un arrullo y un suspiro, y Ruth se giró hacia Yona—. Estoy lista.
—Ven conmigo, pues —asintió Yona.
De la montaña con las pertenencias del grupo, Yona extrajo dos grandes
cazos. Era asombroso que hubieran logrado adueñarse de esas herramientas,
pero dio gracias por ello. Las ollas les permitirían hervir agua para preparar
remedios de hierbas, y sopas cuando el tiempo se volviera frío. Y ahora le
permitirían a Ruth y a ella llevar a cabo una tarea necesaria, aunque
desagradable.
—Debemos limpiar los deshechos —dijo entregándole uno de los cazos a
Ruth.
—¿Los deshechos?
Los ojos de Yona se dirigieron a la zona que se encontraba en la linde del
círculo, que el grupo obviamente había utilizado como letrina. Estaba oculta
debajo de un roble gigantesco para proporcionar intimidad, y había dos
grandes agujeros en el suelo. Un perro de rastreo, o un hombre con
experiencia en buscar a gente en el bosque, los reconocería de inmediato.
—Ah —murmuró Ruth al fijarse en el mismo sitio que Yona.
Pero la siguió y las dos juntas, en un amigable silencio, llenaron cazo tras
cazo del agua del río, vertieron tierra nueva en los dos agujeros y utilizaron
palos largos como azadas. Terminaron con unos cuantos cazos más de agua,
yendo y viniendo del río, y taparon los agujeros con hojas y ramas hasta
que, al final, la tierra parecía intacta. Acto seguido, se encaminaron hacia el
río para limpiarse la suciedad de debajo de las uñas.
—¿Has vivido aquí sola? —le preguntó Ruth mientras se frotaban las
manos con el agua fría.
—Sí.
—¿Te importa si te pregunto qué le pasó a tu familia? —Su tono era
amable—. Seguro que tenías padres.
—No sé qué les ocurrió —respondió Yona tras hacer una pausa. Se
preguntaba dónde estarían ahora Siegfried y Alwine Jüttner. Eran unos
desconocidos—. La mujer que me crio murió a principios de este año.
—Lo siento. —Al ver que Yona no decía nada, Ruth añadió—: Me alegra
que estés aquí. Con nosotros.
Yona buscó en su interior antes de contestar:
—A mí también.
***
***
El grupo permaneció en aquel claro dos días. En ese tiempo, Yona fue con
Leib hacia el riachuelo con la red de enmalle, y juntos apresaron a cientos
de peces. Cuando cayó la noche del segundo día, Aleksander prendió una
hoguera y Yona les enseñó a secar y ahumar el pescado para conservarlo
para el invierno, a construir una estructura en forma de tienda-trípode con
ramas altas y robustas, a atarlas con vides en lo alto y a utilizar cuerdas
hechas con briznas de hierba entrelazadas para colgar el pescado. Tapó las
ramas superiores con corteza de árbol para impedir que el humo saliera del
todo y dejó tan solo una pequeña abertura en la cumbre; a continuación, les
enseñó a Leon y a Oscher a hacer un fuego con ramas rotas de aliso verde.
En cuanto las ascuas prendían, debían traspasarlas al agujero del centro de
la tiendecita, que iban a tener que vigilar por lo menos hasta el día siguiente
para asegurarse de que siguieran humeando y que no llamearan. Era
arriesgado hacer humo en pleno día, pero estaban en un lugar tan profundo
del bosque que era poco probable que los vieran, y la débil columnilla que
se alzaba de la tienda ahumadora era mucho menos visible que las nubes
que ascendían de las hogueras que encendían en la oscuridad para cocinar la
comida. En un día claro, podían verse a millas de distancia, pero no en la
oscuridad, pues el cielo nocturno absorbía el humo.
Por la noche, Yona dormía sola bajo un dosel de hojas en el borde del
claro, lo bastante alejada del resto como para poder vigilarlos. Después de
haberse pasado casi toda la vida en el bosque, su instinto estaba tan aguzado
que el mínimo ruido desconocido la despertaba; y aunque Leib, Aleksander
y Rosalia siguieron patrullando el perímetro con el rifle, se sentía mejor al
saber que ella también les proporcionaba una pequeña capa de protección.
Llegado el cuarto día, sin embargo, empezó a ponerse inquieta.
—Debemos movernos de nuevo —le dijo a Aleksander al acercarse a él
mientras hacía la ronda matutina en las afueras del campamento justo antes
de que saliera el sol, con el rifle apoyado en el hombro y los ojos clavados
en la oscuridad que los rodeaba. Aquella mañana, Yona se había despertado
con un temor que no sabía describir, y apenas se detuvo a ponerse las botas
antes de correr a buscarlo.
—¿Movernos? —Él se detuvo y la miró.
—No lo puedo explicar. Llevamos demasiado tiempo aquí.
—Pero solo han pasado cuatro días. Acabamos de acostumbrarnos a esto.
Y aquí hay comida…
—Ya lo sé.
—Entonces, ¿por qué?
—A veces presiento cosas, cosas malas que se avecinan. —Levantó la
vista antes de agacharla—. Lo presiento ahora. La oscuridad se cierne sobre
nosotros.
Alzó la mirada de nuevo, y Aleksander se la quedó mirando en silencio.
Su mandíbula, firme y cuadrada bajo la barba, se tensó varias veces, y Yona
vio cómo se le movía la nuez del cuello al tragar saliva. Sintió la rarísima
necesidad de tender una mano y colocar los dedos allí, de notar el pulso de
él y el ritmo de su respiración, así que apartó los ojos antes de que
Aleksander pudiera leerlos.
—¿Yona? —murmuró.
Se giró hacia él. El corazón seguía latiéndole a un peligroso ritmo de
tamborileo como ocurría a veces antes de una furibunda tormenta. Pero
también percibió otra cosa, un calor, una inquietante calidez.
—¿Sí?
Aleksander dio un paso adelante. Yona sintió un escalofrío, el cambio en
el aire, y esa vez no evitó que sus ojos fueran adonde querían ir. A los
brazos de él. A los músculos tirantes que le recorrían el cuello. A la camisa
raída que se ceñía sobre su ancho pecho. Cuando lo miró a la cara,
Aleksander la observaba atentamente, y ella vio algo en su expresión que
antes no estaba allí. No sabía qué era, pero le removió algo en la barriga,
algo cuya existencia desconocía.
—Yona, yo… —empezó a decir.
En ese momento, sin embargo, el lastimero y grave aullido de un lobo
perforó la quietud, y bastó para zarandear el corazón de Yona y devolverlo a
su lugar, para recordarle el peligro, para que apartara todo lo demás.
Aleksander también pareció percibir el cambio, pues dio un paso atrás y se
aclaró la garganta.
—Voy… voy a avisar al grupo que ha llegado el momento de irse —dijo.
Yona se obligó a sonreírle, pero, ahora que ya no le ardía la barriga, la
tensión que había dado un vuelco a sus entrañas había vuelto. Algo se
avecinaba, lo presentía.
—Gracias.
Después de que Aleksander hubiera despertado a todos, le hubiera cedido
el rifle a Rosalia y la hubiera mandado a patrullar con la advertencia de que
estuviera muy atenta, todos se dieron cuenta al mismo tiempo de que Leib
había desaparecido.
—¿Dónde está? —le preguntó Aleksander a Miriam, que lo miraba con
ojos abiertos y asustados.
—No tengo ni idea —dijo Miriam—. Estaba a mi lado cuando nos fuimos
a dormir.
Yona enseguida barrió el claro. La noche anterior había dejado la red de
enmalle junto a la ahumadora, pero ya no estaba allí. El humo se elevaba
perezosamente desde la abertura superior de la tienda, y se le erizaron los
vellos del brazo de nuevo.
—Ha ido al río a pescar, creo —le dijo a Aleksander—. Voy yo.
—Voy contigo.
—No. Quédate aquí con los demás. Desmontad el campamento y
preparaos para irnos.
Se marchó entre los árboles tan rápido como le permitían las piernas,
antes de darle la oportunidad de protestar.
Ya había sentido aquello previamente, aquel nudo en el estómago, aquel
hormigueo en la piel. Un día, cuando no era más que una niña, consiguió
trepar a un árbol justo antes de que un trío de lobos emergieran del bosque y
corrieran hacia ella. Cuando tenía doce años, presintió que un roble
gigantesco caería encima de ellas durante una tormenta segundos antes de
que ocurriera, con lo cual dispuso del tiempo suficiente para despertar a
Jerusza y apartarse. La última vez había sido cuatro años atrás, cuando
encontró a la anciana, con el tobillo torcido por una caída, acorralada por un
oso pardo que gruñía. Yona le disparó al animal una flecha en la espalda y
arrastró a Jerusza mientras el oso yacía moribundo.
«Tienes un sexto sentido», le dijo la anciana en ese momento. «Después
de todo, hay algo de mí en ti». Yona protestó e insistió en que simplemente
había estado en el lugar adecuado en el momento adecuado. Pero había sido
algo más, y ya lo supo entonces, así como lo sabía ahora.
Conforme se acercaba al arroyo, ralentizó el ritmo hasta avanzar muy
poco a poco hacia el agua. Su cuerpo palpitaba con algo desconocido, algo
peligroso. Primero divisó a Leib, en la misma orilla que ella, de espaldas.
Estaba inclinado sobre la red de enmalle y atrapaba peces en un recodo
salpicado por la luz de la mañana. Durante un segundo, se permitió respirar
más tranquila. El muchacho estaba bien. Se había imaginado el peligro.
Y entonces detectó movimiento en los matojos a varios metros de allí, a
su derecha. Se recostó en un árbol y contuvo la respiración, vigilante.
El tiempo pareció congelarse cuando dos hombres emergieron del bosque,
uno delgado como una rama, el otro fornido como el tronco de un viejo
roble, los dos vestidos con el mismo uniforme harapiento que Yona vio
llevar a los hombres a los que atisbó de lejos el año anterior con Jerusza,
antes de que huyeran hacia el pantano, los que según la anciana eran
guerrilleros rusos. Los dos portaban rifles, los dos se movían con la calma
de los cazadores experimentados en dirección a Leib.
—Ey, ty! —chilló de pronto el más corpulento. Sobresaltó a Leib hasta el
punto de que el muchacho perdió el equilibrio y cayó al río. Se incorporó de
inmediato y se giró, abriendo los ojos como platos al reparar en los dos
hombres.
El delgado lo estaba mirando con maldad.
—Ey, mne kazhetsya, on yevrey —gruñó—. Eto tak? Ty yevrey?
Leib los contemplaba sin comprender, con miedo en los ojos. Hacía bien
en tener miedo; lo estaban apuntando con los rifles y le preguntaban si era
judío. Lentamente, con el corazón acelerado, Yona retrocedió para poder
acercarse a los hombres por detrás. Debía moverse poco a poco para no
hacer ruido, pero debía llegar hasta ellos a la mayor brevedad, antes de que
uno de los dos apretara el gatillo.
—Ja ciabie nie razumieju —tartamudeó Leib, «No entiendo» en
bielorruso, al levantarse empapado en el agua, que le llegaba hasta la
cintura. Había muchas coincidencias entre los idiomas ruso y bielorruso,
pero Leib estaba tan aterrorizado que no lograba interpretar unas palabras
que no le resultaban familiares de inmediato. Se encontraba en la peor
situación posible: el agua le impedía huir. No podría girarse y echar a correr
y esperar que los hombres fallaran si disparaban hacia él. Era un objetivo
acorralado. Yona se aproximó en silencio.
—Ty yevrey? —repitió el delgado más alto, con los ojos entornados, y
Leib negó con la cabeza, claramente espantado.
—Pues claro que es judío, Vadim —dijo el fornido en ruso cuando Leib
empezó a retroceder—. Mira esa nariz. Mira lo sucio que está. Seguro que
es uno de los desgraciados que nos están robando.
—Sucio judío. —El enclenque escupió en el suelo.
—Creo que se lo haremos pagar. Que sirva de ejemplo para los demás.
—Lo colgaremos como advertencia después de haberle metido un balazo
en la cabeza, ¿sí?
Los dos se echaron a reír, y los ojos de Leib volaban desesperados de uno
a otro. Era obvio que no comprendía lo que decían, pero que se había dado
cuenta de que corría peligro. Yona se acercó, lo suficiente como para oler a
los soldados. No se habían lavado y apestaban a sudor y a sal, a barro y a
adrenalina. Estaban tan concentrados en el muchacho al que querían cazar
que no repararon en que a ellos también los iban a cazar.
Lenta y cuidadosamente, Yona bajó la mano hacia el cuchillo que llevaba
atado al tobillo, pero para su terror vio que no estaba allí. Recordó de pronto
que lo había dejado donde se había levantado esa mañana con el cuerpo
inundado por el pánico. Nunca lo había hecho, ni siquiera cuando era
pequeña; dormía con el cuchillo al alcance de la mano y se lo guardaba en
la funda en cuanto se despertaba. Se le congeló la sangre, pero no había
tiempo de maldecir la mala fortuna.
—Muy bien, pues. ¿Quieres hacer los honores, Tikhomirov? —preguntó
el delgado mientras seguía fulminando a Leib con la mirada.
El grandullón levantó el rifle y apuntó hacia Leib, que había empezado a
temblar. Al instante, Leib alzó las manos por encima de la cabeza. Yona
tenía que hacer algo. Su mente repasaba las lecciones de Jerusza.
—Shis mikh nisht. Ikh bet aykh! —dijo Leib en yidis, tan asustado que
había vuelto al idioma que hablaba en el bosque. «No disparéis, por favor».
—¿Ahora habla el idioma de los judíos? —preguntó el corpulento.
—Creo que sí —se rio el otro.
—Es la última vez que va a…
Pero el hombre alto no terminó la frase, porque Yona había saltado hacia
delante en silencio y deprisa hasta subirse sobre su espalda y rodearle de
inmediato el torso con las piernas.
—Pero ¿qué…? —empezó con voz entrecortada, y fue lo único que llegó
a decir, pues Yona, estabilizándose sobre los músculos internos de los
muslos, trepó hasta que su cabeza quedó encima de la de él, le colocó el
brazo izquierdo bajo la barbilla a la velocidad del rayo, le rodeó la nuca con
la mano izquierda y tiró hacia arriba y hacia atrás lo más fuerte posible.
Oyó el crujido y saltó de la espalda cuando el cuerpo se desplomó. Cayó al
suelo al mismo tiempo que él y lo utilizó como escudo para protegerse del
otro, cuyo rostro estaba blanco por el terror mientras dirigía el rifle hacia
ella.
—¡Corre, Leib! —gritó Yona, y, como había imaginado, fue suficiente
distracción para aquel hombre confundido, que se giró hacia el arroyo. En el
instante previo a que se hubiera dado la vuelta del todo, Yona atacó. Se
impulsó hacia delante para arrancarle los ojos con las uñas afiladas de los
dedos índice y corazón de la mano izquierda, y entonces, en cuanto el
soldado inclinó la cabeza hacia arriba para gritar de dolor, le asestó un golpe
con el dorso de la mano derecha en el desprotegido cuello para destrozarle
la tráquea. El hombre cayó al suelo junto a su compañero.
Al instante, Yona se llevó la dolorida mano derecha a la boca. ¿Qué había
hecho? Había actuado por instinto y llevado a cabo lo que Jerusza le hizo
practicar mil veces, empezando cuando era una niña pequeña. «Llegará el
día en que darás las gracias por que te haya enseñado todo lo que sé», le
dijo la anciana. Yona no lo había creído en ese momento, no había creído
que fuera necesario arrebatarle la vida a un hombre. Pero ahora… ahora lo
entendía. No había tenido alternativa; si ella no hubiera actuado, habrían
matado a Leib sin ningún motivo. Aun así, eso no eliminaba la culpa que la
embargaba, ardiente y palpitante. Cayó de rodillas junto a los dos cuerpos;
con la mano todavía sobre los labios, los ojos le escocían por las lágrimas.
Oía que Leib la llamaba por su nombre, pero sonaba muy lejos de allí.
—Los he matado —susurraba observando a los cuerpos. Le daba la
impresión de que estaba en trance, flotando por encima del riachuelo,
viendo la aterradora escena desde las alturas—. He arrebatado dos vidas. —
Notaba cómo unos ojos la contemplaban, unos ojos que en realidad no
estaban allí—. Jerusza —murmuró—. Los he matado.
—¡Yona! —La voz de Leib ahora sonaba más fuerte, y al poco la mano
de él estaba en su espalda y la empujaba—. Yona, nos tenemos que ir. ¿Y si
hay más soldados?
Yona se giró hacia él, mareada. El rostro del chico, a solo unos
centímetros del suyo, aparecía borroso.
—¡Yona! —exclamó de nuevo con la voz teñida por el pánico—. ¡Yona!
Notaba cómo iba regresando a la realidad, pero todavía le parecía
encontrarse bajo el agua, en la zona más profunda del lago Kroman.
—Creo que estaban solos. Pero tienes razón. No podemos estar seguros
—dijo débilmente. Había escuchado con atención al bosque antes de atacar
y no había detectado más movimientos humanos. No eran una unidad
soviética, estaban merodeando por el bosque por su cuenta. ¿Estarían
tratando de regresar a casa? ¿Tendrían esposas e hijos con los que esperaban
volver? No deberían haber estado allí, y estaban muertos—. Los he matado
—dijo más alto ahora que sus ojos por fin enfocaban la cara de Leib.
—Lo has hecho para salvarme —respondió él. Tenía los ojos rojos y
vidriosos, y Yona vio que estaba esforzándose por no echarse a llorar.
—Yo… —Yona miró una vez más hacia los cuerpos de los dos hombres.
Salió del trance y agarró el rifle que permanecía junto al más bajo. Se
levantó y se lo entregó a Leib—. Vuelve al campamento. Cuéntale a
Aleksander lo que ha ocurrido. Asegúrate de que estén preparados para irse.
El muchacho agarró el arma con incertidumbre, con los ojos clavados en
ella.
—¿Y tú?
—Yo iré en breve. Vete, Leib. Corre.
Leib dudó solo un segundo antes de asentir y salir disparado hacia el
bosque, con el arma en la mano derecha.
El bosque se había quedado callado; incluso los pájaros habían dejado de
cantar. En cuanto el ruido de las pisadas de Leib se hubo esfumado, Yona se
arrodilló de nuevo junto a los hombres. Los dos tenían los ojos del color de
la hierba de un pantano, ojos que jamás volverían a ver nada. Con suavidad,
les bajó los párpados con la palma de las manos, las mismas que les habían
arrebatado la vida, y entonces, en el silencio que la rodeaba, lloró. Lloró por
sus familias, por el pequeño y asustado grupo de refugiados a quienes se
había comprometido a ayudar, por Jerusza, por sus propios padres, cuyos
corazones debieron de romperse años atrás cuando les robaron a su hija.
Finalmente, se incorporó y, con una mueca, se dispuso a desvestir a los
hombres para llevarse sus ropas y sus botas, pero les dejó la ropa interior,
pues no soportaba cometer con ellos una última injusticia y entregarlos
desnudos al bosque. Reunió sus pertenencias en una montaña para
llevárselas al asentamiento. Las botas, sobre todo, resultarían muy útiles
cuando se adentraran en las profundidades del bosque y empezara a
azotarlos el frío del otoño y del invierno.
A continuación, hizo rodar ambos cuerpos hasta el arroyo, el único
entierro que podía proporcionarles. El bosque los absorbería en silencio, y,
cuando alguien encontrara sus huesos, cualquier rastro de ella haría tiempo
que se habría borrado. Mientras los observaba hundirse en el líquido azul,
se enjugó los ojos. Después, agarró la ropa y las botas, el arma del ruso
corpulento y la red de enmalle que Leib había dejado, y echó a correr. Sus
pies la guiaron hacia la oscuridad del bosque.
CAPÍTULO ONCE
***
C uando Yona llegó al campamento con Oscher casi una hora más tarde,
ya se habían hecho las presentaciones, y resultó que, casualmente, el
líder de los recién llegados había conocido a Ruth y a sus padres diez años
atrás, cuando el padre de ella lo contrató para construir un nuevo tejado de
la casa de la familia.
Se llamaba Zusia Krakinovski pero le decían Zus, parecido al dios griego.
La mayoría del grupo que iba con él eran miembros de su familia: su
hermano, Chaim; Sara, la esposa de Chaim; y tres primos, Israel, George y
Wenzel. Los dos niños, de seis y siete años, eran los hijos de Chaim y de
Sara; y luego había dos hombres que no estaban emparentados con ellos,
Lazare y Bernard, y una huérfana de quince años llamada Ester que les
había implorado ir con ellos cuando oyó el plan de huida.
Todos procedían de pueblos cerca de Lida, en el extremo occidental del
bosque. A diferencia de Aleksander y del grupo que llegó con él en
primavera, Zus y sus acompañantes conocían el terreno, conocían el
bosque. Antes de la guerra, habían sido agricultores o ganaderos, cazaban y
pescaban en el bosque en busca de sustento en verano, cultivaban cosechas
de patatas y de remolacha para el invierno.
—Por eso pensé que podría cuidar de ellos —le explicó Zus, con voz
grave por la preocupación, a Aleksander, mientras hacía un gesto hacia su
grupo: todos se metían bocados de pescado humeante en la boca y chupaban
las espinas hasta dejarlas secas. En el bosque se habían muerto de hambre,
algo que Yona comprendió con mayor claridad ahora que la luz del fuego de
la estufa iluminaba las caras hundidas, las manos ensangrentadas, las
clavículas marcadas que parecían más bien propias de pájaros que de
humanos. Se encontraban todos en la zemlianka más grande, donde dormían
Moshe, Leon, Rosalia, Ruth y los niños, y donde el grupo original había
pasado no hacía tanto las ocho noches del Janucá, y, aunque no había
demasiado espacio para moverse, el calor corporal colectivo y la calidez del
fuego parecían distender a los recién llegados. Ester, la muchacha con larga
trenza, se había colocado junto a Rosalia y murmuraba algo con los ojos
abiertos y tristes, y los dos hijos de Chaim, Jakub y Adam, se turnaban para
jugar con las muñecas de Pessia y Leah, hechas con juncos, mientras las
niñas los observaban con tímidas sonrisas.
—Hiciste lo correcto —afirmó Aleksander mientras agarraba otro
pescado del cuenco que Sulia había dispuesto ante ellos. Se lo metió en la
boca y sorbió la carne antes de lanzar la resbaladiza espina al suelo, de
donde Sulia la recogió sin articular palabra.
—No estoy tan seguro. —Zus suspiró—. En el gueto, por lo menos
teníamos comida.
—Pero no mucha, hermano —terció Chaim. Era más delgado y unos
centímetros más bajo que Zus, ancho de espaldas. Estaba sentado espalda
contra espalda con su hermano y acariciaba el hombro de Sara mientras con
la otra mano agarraba el pescado para metérselo en la boca. Hizo una pausa
para masticar y desechó las espinas—. Y en el gueto también nos
disparaban.
—No lo he olvidado. —Zus se rascó la mandíbula y miró a Yona durante
unos segundos antes de bajar la mirada bruscamente—. Pero si no consigo
que en el bosque sigamos con vida, quizá estaríamos mejor allí.
—¿Apiñados como el ganado de alguien? —le preguntó Chaim—.
Prefiero morir aquí según nuestras normas.
—No vais a morir. —Yona tomó la palabra sin poder evitarlo, pues estaba
inquieta al sentir la mirada de Aleksander clavada en ella, así como las de
Chaim y Zus. Observó a Aleksander, pero la expresión de él era
inescrutable—. No vais a morir —repitió, y se dirigió de nuevo a Chaim y
luego a Zus, que la contemplaba de una forma que hacía que le diera un
vuelco en el estómago—. No os lo vamos a permitir.
—Yona —murmuró Aleksander con un matiz de advertencia en el tono.
Ella lo miró de nuevo, y vio qué quería decirle: que no podían alimentar a
once nuevas bocas famélicas. Pero tampoco podía despachar a esas
personas y dejarlas morir durante el duro invierno. La naturaleza le había
concedido un don, y no podía darle la espalda a la gente que solamente
quería vivir.
—Os quedaréis hasta la primavera —dijo con la mirada fija en Zus—.
Todos.
A su lado, Aleksander volvió a murmurar su nombre, con más aspereza
esa vez, pero ella no lo miró. También tenía voz y voto.
Los ojos de Zus pasaron de Yona a Aleksander, y luego de vuelta a Yona.
—Gracias —dijo con voz profunda y cálida, pero también incierta. Su
mirada regresó a Aleksander—. Gracias —repitió, pero ahora una parte de
la calidez había desaparecido.
Aleksander asintió en su dirección y aceptó la gratitud, pero a
continuación se levantó de pronto y se fue sin comentar nada,
desapareciendo por la puerta de la zemlianka rumbo a la fría y ventosa
noche. Yona lo observó irse y se preguntó si quizá habría podido gestionar
el asunto de otro modo. Más tarde la entendería, era preciso que entendiera
su decisión. Yona defendía hablar con el corazón, pero en un grupo era
obvio que había papeles que se esperaba que todos adoptaran, papeles que
habían sido repartidos mucho antes de que llegara ella, y todavía no los
comprendía por completo. Tuvo la impresión de que había cometido un
grave error.
—Lo siento —dijo Zus al cabo de un rato. Cuando Yona se giró hacia él,
Chaim había iniciado una conversación con Sara y uno de sus primos, y a
Yona le dio la sensación de que, de pronto, estaba a solas con Zus, aunque
estaban codo con codo con dos docenas de personas.
—No hace falta que te disculpes por nada —respondió Yona apartando la
mirada.
—No quería causar problemas.
Yona se giró hacia él. Sus ojos eran verdes como las hojas de roble en
pleno verano, y estaban tan llenos de tristeza que mirarlos durante más de
unos segundos le provocaba una pena que le volvía el alma pesada. Aun así,
se los sostuvo en silencio.
—Aleksander está preocupado por que todos sobrevivamos, nada más,
pero lo lograremos. Todos nosotros. Te lo prometo.
Zus se la quedó mirando. Al parecer, intentaba interpretar sus ojos, sus
pensamientos, y Yona quiso saber qué veía.
—Gracias, Yona.
Ella asintió y, conforme la luz del fuego titilaba sobre su rostro, arrojando
así sombras que bailaban en los ojos de él, descubrió que no podía apartar la
mirada de aquel hombre.
***
***
***
Zus y Chaim partieron al cabo de una hora, los dos armados con los rifles
que Yona les había robado a los rusos muertos el verano anterior. Antes de
que se fueran, Zus se detuvo delante de ella y murmuró:
—Volveremos con el mercurio. Te lo prometo. —Sus palabras eran
amables, y Yona las sintió sobre las mejillas.
—Tened mucho cuidado. Por favor.
Zus asintió, y tras eso los dos hermanos se marcharon. El bosque los
engulló por completo.
La noche siguiente, Aleksander patrullaba el asentamiento y Yona se fue
a dormir sola en el cobertizo que habían erigido el día anterior. Como
habían hecho en el verano y el otoño previos, el grupo volvía a dormir en
pequeñas chozas, ahora que habían emergido de la hibernación, con dos o
tres personas por cabaña; algunos de ellos, como Rosalia y Zus, escogían
construirse su propio refugio individual y dormían solos.
Yona seguía sin poder sacudirse de encima la sensación de que se
avecinaba algo peligroso, pero se le daba bien dormir durante varias horas
del tirón aun cuando la cabeza le diera vueltas, pues el sueño protegía
contra enfermedades y era esencial para la supervivencia. Aunque estaba
preocupada por Zus y por Chaim, se quedó dormida cuando la luna alcanzó
su cenit en el cielo; no amenazaba lluvia, así que Aleksander y ella habían
abierto el techo improvisado para observar las estrellas, que le daban paz.
Se despertó con un sobresalto unas horas más tarde. Había soñado con
una gran bandada de cuervos, tan grande que la luna y las estrellas
desaparecieron bajo un dosel negro. Cuando graznaron al unísono y sus
chillidos reverberaron, Yona se incorporó de pronto con el corazón
acelerado. Soñar con cuervos significaba muerte inminente. Saltó de la
cama y salió corriendo hacia el claro antes de poder evitarlo.
—¡Aleksander! —siseó en la oscuridad. Sus ojos tardaron varios
segundos en acostumbrarse a la negrura y, cuando al fin se adaptaron, vio
las siluetas de las chozas del grupo, iluminadas por una luna casi llena. Oyó
a alguien suspirando dormido, a alguien girándose sobre la cama de juncos.
Por lo demás, la noche era silenciosa, siniestra. Todavía oía el eco de la
llamada de los cuervos en su mente.
Se quedó quieta y escuchó hasta oír pasos, dos pies que rodeaban el
perímetro y que se movían en un firme círculo. Era Aleksander, que
patrullaba el campamento; Yona necesitaba encontrarlo enseguida y decirle
que algo iba mal. El corazón seguía martilleándole el pecho cuando echó a
correr rumbo a las pisadas.
—¡Aleksander! —susurró de nuevo.
Cuando llegó al perímetro y vio la sombra de un hombre avanzando hacia
ella, sin embargo, se detuvo, sorprendida. No era Aleksander.
—¿Leib? —preguntó, confundida, al verlo acelerar el ritmo para
acercarse.
—¿Yona? ¿Qué pasa? —El miedo contaminaba su voz—. ¿Ha ocurrido
algo?
Negó con la cabeza cuando se colocó a su lado.
—¿Dónde está Aleksander, Leib?
Cuando los ojos de Leib se posaron en ella, eran oscuros, opacos.
—No está aquí.
—Pero hoy le tocaba turno de vigilancia. Si no está aquí, ¿dónde está? —
Parpadeó y volvió a ver a los cuervos, que la llamaban mentalmente con
una clara advertencia. Barrió el bosque con la mirada, pero nada se movía
en la oscuridad—. ¿Leib?
—Está… —Pero no terminó la frase. Se removió, incómodo, y la
observó. Cuando Yona levantó la vista y lo miró a los ojos, la profundidad
de la lástima que vio la dejó sin aliento, y de repente lo supo. Aleksander no
corría peligro. No era eso lo que había pronosticado su sueño.
—Él no… —susurró.
—Yona… —empezó a decir Leib.
Pero ella ya retrocedía hacia el campamento, y supo exactamente lo que
iba a encontrar antes incluso de llegar a la choza que compartían Sulia y
Luba, la que tenía una red trenzada con hebras de hierba tapando la puerta
para proporcionar intimidad. Poco a poco, con el corazón golpeándole las
costillas, apartó la cortina verde y echó un vistazo.
En un lado de la casita inclinada, Luba estaba de costado, roncando
suavemente. En el otro estaba Sulia. Y encima de ella, con la espalda
desnuda y moviéndose a un ritmo que Yona reconoció con una dolorosa e
inmediata certeza, estaba Aleksander.
—¡Ah! —Aun sin quererlo, Yona soltó un jadeo, que bastó para que
Aleksander se girara y rodara junto a Sulia.
—¡Yona! —gritó al incorporarse, mientras se apresuraba a subirse los
pantalones hasta las caderas.
Todo parecía ocurrir a cámara lenta. Sulia protestaba y tendía los brazos
hacia Aleksander, aunque él se había distanciado de ella con el rostro pálido
entre las sombras. Sulia agarró el vestido, su rostro era una máscara de rabia
al pasárselo por encima de la cabeza y pronunciar el nombre de Aleksander.
Pero él ya se alejaba y se movía hacia Yona mientras tartamudeaba una
explicación. En el rincón, Luba seguía roncando, ajena a todo.
Yona no se quedó a oír cuanto Aleksander fuera a decirle. Dio varios
pasos atrás, hacia el claro, antes de dar media vuelta y echar a correr rumbo
a su choza, la que había compartido hasta la noche anterior con un hombre
que creía que la quería.
Pero no había significado nada y ahora, en tanto levantaba un trozo de
corteza de pino con manos temblorosas y se apresuraba a recoger sus cosas,
las lágrimas cayeron por sus mejillas como si de ríos se tratara. Ignoró a
Aleksander, que entró tras ella.
—¡Deja que te lo explique, Yona! —dijo acercándosele, pero Yona se
apartó.
—¿Qué me vas a decir? —No lo miró. Estaba temblando, y no confiaba
en no derrumbarse allí mismo. Nunca se había sentido así y no tenía ni idea
de qué hacer.
—No lo sabes porque no has vivido en sociedad como nosotros —
empezó a decir.
—¡Ya basta! ¡Deja de intentar que me sienta una marginada! ¡Ya sé que
soy una marginada, Aleksander! ¡Pensaba que a ti no te importaba!
—¡No quería decir eso, Yona! —Le rozó el brazo de nuevo, y de nuevo
ella se apartó—. Es que eres diferente a nosotros.
—Y, como soy diferente, probablemente no comprenda qué se siente
cuando me traicionan, ¿no? —bufó.
—¡No me refiero a eso! Me refiero a que no es como habrás leído en tus
libros, Yona. Ahí afuera hay un mundo totalmente distinto. Solo intentaba
buscar un poco de felicidad durante unos minutos, olvidar las desgracias…
—Y ¿eso no podías hacerlo conmigo?
Aleksander abrió y cerró la boca varias veces antes de apartar la mirada.
—Tú ya no me miras como Sulia. Ella me necesita para que la salve.
—Es decir, ¿no me quieres porque no soy una inútil?
La miró a la cara con la mandíbula apretada.
—Es que… —Se pasó las manos por el pelo—. Contigo es más
complicado. Y con Sulia es fácil. ¿Acaso la vida no es ya lo bastante difícil?
—¿Yo te hago la vida más difícil? —De pronto, le pareció que tenía el
corazón vacío.
—No quería decir eso, Yona. Por favor, deja de recoger tus cosas y
escúchame un momento. No lo entiendes.
En efecto, Yona tenía poca experiencia con el modo en que se suponía
que la gente interactuaba. Pero sabía lo suficiente para tener la certeza de
que, cuando un hombre amaba a una mujer, no hacía eso. Un buen hombre
no, por lo menos. Y sabía, de la misma forma en que conocía su propia
alma, que no iba a permanecer allí ni un solo segundo más. Quizá hubiera
ayudado al grupo a encontrar un camino, a sobrevivir durante el invierno,
pero a esas alturas ya sabían lo mismo que ella. Y era el grupo de
Aleksander, no el suyo, como Sulia y él habían dejado meridianamente
claro. Yona había ignorado las advertencias de Jerusza, había abierto el
corazón como una incauta y había cometido el gigantesco e impensable
error de creer que, en realidad, era un miembro de esa familia. Incluso ahora
oía la risa de la anciana, baja y cruel en sus recuerdos.
Había llegado el momento de irse.
Solo tardó cinco minutos en recoger sus pertenencias y meterlas en su
zurrón. Se giró hacia Aleksander, que seguía detrás de ella, sin parar de
hablar, diciendo cosas que no importaban. Yona se llevó un dedo a los
labios y él calló por fin. Sus ojos brillaron con desesperación en la
oscuridad.
—¿Yona? —imploró con voz aguda—. Estamos en el bosque. Las reglas
no son las mismas. Solo intentamos sobrevivir.
—No debería haberme quedado tanto tiempo —murmuró. Cuando
Aleksander abrió los ojos como platos y comenzó a protestar, ella levantó
una mano y esperó hasta que lo vio guardar silencio—. Ha sido mi error.
Cuando Zus y Chaim regresen con el mercurio, juntad varios huevos de
nidos que haya cerca. Utilizad solo las claras. Mezcladlas con el mercurio y
hundid jirones de tela en la solución para que todos los lleven en el pecho
durante un día, y luego en la espalda otro día. Así deberíais libraros de los
piojos. Ahora ya sabéis cómo cazar, cómo poner cepos, cómo pescar y
cómo moveros. Zus y Chaim están con vosotros y conocen el bosque mejor
que tú, así que no dejes que tu orgullo se entrometa, o moriréis aquí. Hazles
caso. Y no bajéis la guardia nunca, puesto que los alemanes os encontrarían.
Que Dios cuide de todos vosotros.
Se giró para marcharse y, cuando él le agarró la muñeca para detenerla, el
dolor que sentía burbujeó hasta la superficie con un cegador estallido de
rabia. Dio media vuelta y le clavó las uñas en el antebrazo, y apretó hasta
que lo oyó gemir de dolor y la soltó.
—No vas a volver a tocarme —le dijo.
—Pero en el bosque…
—Es donde descubrimos quiénes somos en realidad. —A continuación,
sopló para apagar la vela de pino, se colocó la mochila en la espalda y salió
a la oscura noche.
Al otro lado del claro, Sulia se encontraba delante de su refugio con el
vestido mal colocado y una débil sonrisa en el rostro, como si creyera que al
fin había ganado al expulsar a Yona. Pero no había sido Sulia la que la había
hecho partir. Yona debería haberse ido meses atrás, pero había sido tan
estúpida como para abrir el corazón a la persona equivocada, y eso le hizo
ignorar todas las cosas que sabía con certeza. Ahora era más sabia. Ahora
regresaría al mundo que conocía, el mundo en el que volaba sola. Una
paloma en la naturaleza, indómita. La muñeca le palpitaba con fuerza
cuando se giró y echó a correr hacia los árboles.
Más tarde, cuando la rabia se hubo disipado y el corazón roto ocupó su
lugar, lo que más le dolió de todo fue el hecho de que, al irse, Aleksander
no la siguió ni intentó detenerla. Yona no se giró para mirar atrás, pero se lo
imaginó junto a Sulia, viendo cómo se marchaba la mujer que los había
ayudado a sobrevivir, y que ya no era más que una nota a pie de página en
su historia.
CAPÍTULO QUINCE
***
***
Más tarde, con la niña escondida en una pequeña estancia debajo de la
iglesia, dormida al fin, aunque gimoteaba mientras soñaba, Yona se sentó en
uno de los bancos de la nave central y observó el crucifijo de oro que se
alzaba por encima del altar. Nunca había entrado en una iglesia, nunca había
visto una imagen tan detallada del judío que se decía que había sacrificado
la vida en la cruz para la salvación del mundo. Mientras lo estudiaba, en una
penumbra iluminada con velas, Yona sintió una gran oleada de tristeza. ¿La
fe era fútil en épocas como aquella? ¿Dónde estaba Dios en esos momentos,
en un mundo en que la gente se moría de hambre o perecía a manos de
hombres crueles y desalmados? ¿Dónde estaba Dios cuando los vecinos se
enfrentaban unos con otros?
—Es fácil cuestionarse la fe —dijo la hermana Maria Andrzeja tomando
asiento al lado de Yona. Se había cambiado, y ahora el cuello que le
enmarcaba la cara era de un blanco inmaculado; atrás quedaban las
manchas de la sangre de la pequeña—. Y mucho más difícil mantenerla.
—No entiendo cómo Dios permite que ocurran estas cosas —susurró
Yona observando primero a la monja y luego el altar, donde un dorado Jesús
la miraba en silencio—. Todo esto. Tanto dolor. Tanta muerte. Tanto
sufrimiento. La mujer que me crio me enseñó a no poner nunca a Dios en
tela de juicio, pero últimamente a veces no lo puedo evitar.
La hermana Maria Andrzeja guardó silencio durante unos instantes.
—A lo largo de la historia de la humanidad, Dios nos ha puesto a prueba,
ha puesto a prueba nuestra fe. ¿Conoces la historia de Job?
Yona asintió.
—Entonces, sabrás que Dios protegió a Job y que Job prosperó. Era un
buen hombre; el Antiguo Testamento lo describe como intachable y recto,
un hombre que temía a Dios y que rehuía el mal. Satanás fue a ver a Dios y
Dios le dio permiso para que pusiera a prueba a Job, para que pusiera a
prueba su fe, arrebatándole todo menos su propia vida. Y Satanás lo hizo y
le arrebató a Job todo lo que quería. Job maldijo el día en que nació, pero en
ningún momento maldijo a Dios. No comprendía por qué Dios lo ponía a
prueba, pero seguía creyendo en el Altísimo.
Yona negó con la cabeza, frustrada.
—Pero, al final de la vida de Job, Dios se lo devolvió todo. Eso no va a
ocurrir aquí. Dios permite que mueran personas inocentes, muchísimas, a
manos del mal. La niña del sótano, ¿qué ha hecho? ¿Por qué iba Dios a
permitir que pusiera a prueba a tanta gente como ella?
—No abandones la fe, hija mía. —Los ojos de la monja eran profundos
pozos de pena—. Solo podemos rezar para ser sus sirvientes, para hacer lo
posible para aliviar el sufrimiento y salvar a los inocentes.
—¿Y si no lo estoy consiguiendo? —Yona bajó la mirada. Pensó en cómo
el destino la había colocado en el camino de los refugiados del bosque. Dios
le había dado la oportunidad de ayudarlos, y al principio ella había
respondido a la llamada. ¿Había fallado a Dios al dar media vuelta?
—Tú solo puedes cumplir con tu parte. Puedes procurar encender una
cerilla en la oscuridad para iluminar el camino. Dios está contigo siempre y
ve lo que hay en tu corazón. —La monja tomó la mano de Yona—. Hoy has
salvado la vida de la niña. Ha sido obra de Dios a través de ti. Mañana quizá
ayudes a otra persona. Mientras hagas el bien, harás la obra de Dios. Harás
que la situación cambie.
—Quienquiera que salve una vida será considerado el salvador de todo un
mundo —murmuró Yona para sí misma.
—El Talmud.
—¿Usted conoce el Talmud? —Yona levantó la vista sorprendida.
—Así como todos aquellos que buscamos pasar la vida intentando
encontrar a Dios, conocerlo, comprenderlo. —La hermana Maria Andrzeja
sonrió ligeramente—. Tal vez lo oigamos donde menos lo esperamos. Pero
siempre debemos prestar atención. Nunca debemos dar la espalda.
Yona notó lágrimas en los ojos al asentir. La monja, con una férrea fe
católica, estaba tan espiritualmente alejada de Jerusza como era posible. Y,
aun así, las dos habían emprendido el mismo viaje hacia la comprensión.
—No sé de dónde vienes ni a dónde vas —prosiguió la monja al cabo de
un rato—. Pero hay una habitación en el desván. ¿Por qué no te quedas una
noche, por lo menos?
—Ah. —A Yona se le aceleró el corazón—. No podría…
—Probablemente sea peligroso que te pida quedarte aquí. Pero no es por
mí. Ni por ti. Es por la niña. Quizá yo necesite tu ayuda.
Yona inclinó la cabeza. La monja llevaba razón. No podría irse sin
asegurarse de que la pequeña tuviera posibilidades de vivir.
—Sí, por supuesto.
—Bien. —La monja se levantó y le dio una palmada en la mano—. No
tengas miedo de hacer preguntas. Pero asegúrate siempre de abrir el corazón
para oír las respuestas.
CAPÍTULO DIECISÉIS
***
Aquella noche, una de las hermanas, una mujer llamada Maria Imelda, se
quedó con Anka mientras la niña dormía, y las demás se reunieron
alrededor de una mesa estrecha y astillada en el interior de la casita de
madera que se alzaba tras la iglesia. Una mujer delgada con los hombros
hundidos y el pelo gris que se hacía llamar la hermana Maria Teresa había
preparado una deliciosa sopa de liebre y patatas, y otra monja, la más joven
de todas, una chica rubia con ojos azules enormes y una naricilla delicada,
había horneado un pan que, aunque olía a virutas de madera, le hizo a Yona
la boca agua.
—Un festín —murmuró la madre Bernardyna, la monja rolliza de pelo
cano con ojos amables que parecía estar a cargo de la comunidad—. Te
estamos agradecidas, Yona. ¿Vienes del bosque de Nalibocka?
Yona asintió, y todas las monjas de la mesa —seis en total, incluida la
hermana Maria Andrzeja, que estaba sentada a su lado— la observaron con
curiosidad. Pero en ninguna de esas miradas detectó juicio alguno, y por
primera vez Yona tuvo la sensación de que la rodeaban personas que la
veían por lo que era y que la aceptaban. No era lo que habría esperado en el
seno de una iglesia católica.
—Y ¿la hermana Maria Andrzeja dice que eres judía? —prosiguió la
monja más anciana, sin cambiar la expresión.
—Sí —dijo Yona con precaución. Le lanzó una mirada a la hermana
Maria Andrzeja. Por la mesa solo hubo asentimientos de comprensión y
algunas sonrisas—. Lo siento. No pretendía atraer el peligro hasta su puerta
con mi presencia. Entiendo cómo están las cosas. Si lo prefieren, me iré…
La hermana Maria Teresa empezó a colocar cuencos de sopa humeante
sobre la mesa, uno delante de Yona antes de servir a las demás monjas.
—Querida, el peligro ya está en nuestra puerta. Y aquí siempre serás
bienvenida.
—Hemos ayudado a muchos como tú —dijo la monja rubia, aunque una
de las ancianas la acalló.
—Pero las vidas que han arrebatado los alemanes son mucho más
numerosas que las que hemos salvado nosotras —dijo la madre Bernardyna
en voz baja, y las demás monjas se pusieron serias—. Rezamos a diario por
que el terror llegue a su fin, pero los asesinatos continúan. —Miró a todas
las monjas antes de posar los ojos al final sobre Yona cuando la hermana
Maria Teresa depositó los últimos cuencos de sopa y se sentó también.
Juntas, las monjas bendijeron la mesa en latín, y Yona agachó la cabeza y
se preguntó si Dios era capaz de oírlas.
—Benedic, Domine, nos et haec tua dona, quae de tua largitate sumus
sumpturi. Per Christum Dominum nostrum. Amen.
Cuando la oración hubo terminado, Yona levantó la mirada y vio lágrimas
en los ojos de la madre Bernardyna.
—Me temo que traigo noticias —dijo la monja más anciana.
—¿Sí? —La voz de la hermana Maria Andrzeja era hueca y parecía
resonar en el repentino silencio.
—Los alemanes han detenido a cien aldeanos —dijo la madre
Bernardyna, tranquila, sin alterar la voz—. Los van a ejecutar.
El grito de Yona se adueñó de la estancia y, de repente, los ojos de todas
las monjas estaban clavados en ella. Cuando nadie añadió nada, susurró:
—Pero ¿por qué?
La madre Bernardyna miró a la hermana Maria Andrzeja antes de
dirigirse a Yona de nuevo:
—La semana pasada, un soldado alemán sufrió una emboscada en las
afueras del pueblo y los golpes lo dejaron inconsciente. Los alemanes han
expresado muy claro en anteriores ocasiones que habrá consecuencias
frente a tales hechos.
Aquellas palabras calaron en Yona, y la muchacha tragó con dificultad;
tenía la garganta seca.
—Y ¿pretenden matar a cien personas?
—Como advertencia. —La voz de la hermana Maria Andrzeja era plana
—. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes. Elegidos al azar.
—Pero… no lo podemos permitir.
—Querida, tu corazón está donde debe estar, pero no es una batalla que
debas emprender tú. —La monja más anciana le sonrió con amabilidad.
—Pero no podemos dejar que maten a gente inocente —protestó—.
Seguro que hay algo que podamos hacer. —Vio cómo la madre Bernardyna
y la hermana Maria Andrzeja intercambiaban una mirada otra vez y
hablaban sin pronunciar palabra—. ¿Qué pasa? —preguntó al ver que nadie
decía nada.
—Por la mañana, intentaré llegar a un acuerdo con el comandante alemán
—respondió la madre Bernardyna después de un largo y pesado silencio.
—Pero si no escucha… —La voz de Yona se fue apagando por la
desesperación. No se imaginaba que la clase de hombre que iba a ordenar la
ejecución de cien personas inocentes fuera a dejarse convencer por los
ruegos de una monja.
—Por eso debemos rezar por que escuche. —El tono de la monja más
anciana era firme. Le sostuvo la mirada a Yona durante un buen rato, y
luego sonrió con tristeza—. Espero que reces por nosotras también, Yona. Y
ahora comamos todas, antes de que se enfríe la sopa.
Pero nadie tocó el plato, y en la mesa el guiso dejó de humear, la sopa se
enfrió y un incómodo silencio se instaló de nuevo entre ellas.
***
S in dejar de apartar los ojos de los de ella, Jüttner empezó a bajar los
escalones en su dirección, seguido por el oficial que había hablado con
Yona el día anterior; sin dejar de moverse, paralizada, se dio cuenta de que
era un oficial de alto rango, cuyo uniforme estaba decorado con elaborados
parches plateados en los hombros y en las solapas de la chaqueta. Ya casi
había llegado hasta ella cuando Yona salió del trance y empezó a alejarse de
aquel hombre con el que compartía sangre. Le temblaba todo el cuerpo y las
piernas apenas la sostuvieron cuando se mezcló con la multitud, sin dejar de
mirarlo a los ojos.
«Las vidas son círculos que giran por el mundo, y, cuando están
predestinadas a interconectarse, lo hacen», le había dicho Jerusza en su
lecho de muerte. De pronto, Yona lo comprendió. La anciana había
augurado un momento como aquel, un espantoso reencuentro. Quizá la
corriente la hubiera llevado hacia el oeste para eso. Pero ¿por qué?
«Creemos en el plan de Dios», le había dicho la hermana Maria Andrzeja
aquella mañana, pero ¿cómo iba a ser nada de eso el plan de Dios?
En lo alto de la escalera de la iglesia, el airado oficial seguía gritando.
—¿Lo veis? ¡Ahora vais a presenciar la muerte de estas ocho monjas! —
vociferó, y el consiguiente pánico del gentío bastó para que Yona se
adentrara en la multitud, oculta a su padre, que ahora inspeccionaba rostros
a la desesperada mientras se acercaba. Con el corazón desbocado y lágrimas
escociéndole los ojos, Yona se hizo más y más pequeña, y permitió que la
histérica muchedumbre se la tragara—. ¡Y quizá os acordaréis de esto la
próxima vez que penséis en ofrecernos resistencia!
La multitud se revolvió; las madres se inclinaban sobre sus hijos
pequeños, los ancianos se ponían de rodillas para rezar, los adolescentes
hablaban entre dientes sobre la rebelión y la impotencia. En las escaleras de
la iglesia, el oficial hizo un gesto a ocho soldados, uno para cada monja,
para que dieran un paso adelante con sus armas. De repente, Yona se detuvo
en seco. Todavía veía a su padre, pero él a ella no, aunque barría la
muchedumbre sin parar. Yona se encontraba mal, y, aunque ya no estaba en
un lugar ventajoso para ver a las monjas, notaba cómo el miedo que sentían
las mujeres incidía sobre los asistentes.
Y en ese instante, antes de que los soldados alemanes alzaran las pistolas,
antes de que se diera la orden, Yona supo que todo lo que había vivido hasta
el momento había servido para conducirla hasta allí, hasta ese lugar, donde
quizá fuera la única persona con el poder de detener lo que iba a suceder.
No sabía por qué, pero sabía qué debía hacer. Mientras otros agachaban la
cabeza y se acobardaban, mientras las monjas levantaban la vista hacia
Dios, ella respiró hondo, se irguió y se giró hacia el hombre que le había
dado la vida.
—¡Parad! —gritó en alemán—. ¡Siegfried Jüttner! ¡Por favor, detén esto!
Al oír el nombre del oficial superior, el hombre de los escalones se giró y
buscó entre la multitud para dar con el origen de la voz. Pero Yona no lo
miraba a él. Estaba mirando a su padre, que por fin la había hallado entre el
gentío. La observaba fijamente, boquiabierto.
—Detenlo, por favor —dijo, y ahora, mientras se le acercaba, se dirigió
solo a él—. Puedes detenerlo, ¿verdad? Por favor. Te ruego que les
perdones la vida a las monjas.
—¿Inge? —Cuando Jüttner habló, hasta su voz le resultó familiar, tanto
que tiró de un rincón de su corazón que Yona creyó cerrado desde hacía
tiempo. Sin mirar tras de sí, le hizo un gesto al oficial de las escaleras para
comunicarle con un solo movimiento que se detuviera. Yona había estado
en lo cierto: él era el oficial de mayor rango allí. Mientras negaba con la
cabeza, incrédulo y disgustado, el oficial señaló a los ocho soldados cuando
Jüttner echó a caminar de nuevo hacia Yona, quien tuvo que obligarse a
permanecer inmóvil, aunque fuera en contra de su instinto. Pero, si echaba a
correr, las monjas morirían.
En silencio, la multitud se dividió como el mar Rojo cuando el alto oficial
nazi avanzó entre la gente, hasta detenerse a pocos centímetros de Yona. El
otro oficial, el que la había visto el día anterior, trastabillaba tras él.
—¿Lo ve? ¡Es lo que le dije! ¡Sus ojos! Igual que…
—Basta. —El mundo a su alrededor guardó silencio cuando Jüttner se le
acercó tanto que Yona sintió su aliento en la mejilla. Su uniforme no lucía
arrugas, su mirada era apreciativa y atenta. La observó directamente a los
ojos, como si intentara ver en su alma, y entonces, sin pronunciar palabra, le
agarró la muñeca izquierda y se la giró con suavidad. Mientras la
contemplaba, ella lo miraba a él. La oscura paloma palpitó cuando su padre
la rozó con el pulgar, como si quisiera asegurarse de que era real. Algo
cambió en sus ojos, la duda se desvaneció. Cuando levantó la vista hasta
ella, sus ojos estaban anegados en lágrimas—. ¿Inge? —susurró—. ¿Eres tú
de verdad?
Había sido su nombre tiempo atrás, antes de que Jerusza emergiera de
entre las sombras y se la llevara. Lentamente, Yona asintió.
—Papá —murmuró, la primera palabra que dijo de niña, una palabra que
no había pronunciado en más de dos décadas. Le costaba saber qué pensar
del hombre que tenía delante; en su memoria, era su padre, pero ahora era
un desconocido con uniforme nazi, un desconocido que había permitido el
asesinato de un cura, que había estado a punto de autorizar la ejecución de
ocho monjas inocentes.
—¿Cómo es posible que estés aquí? —le preguntó. Cuando Yona miró
hacia la iglesia, los ojos de él siguieron los suyos, en dirección al oficial de
rostro colorado que los contemplaba con confundida repulsa y a la hermana
Maria Andrzeja, que los observaba con la boca abierta—. ¿Has estado viva
durante todos estos años?
—Te lo contaré todo. —Yona respiró hondo—. Pero primero debes
detener esto. Por favor. Las monjas no han hecho nada. Vuestro mensaje ha
quedado claro con lo del cura.
Jüttner asintió lentamente, como si estuviera aturdido, y se giró hacia el
oficial que se encontraba detrás de él, que había presenciado la
conversación con los ojos como platos. Le murmuró algo y, aunque el
hombre pareció sorprenderse, asintió y corrió hacia la iglesia, donde repitió
la orden al oficial de rostro colorado que había estado a punto de iniciar la
ejecución. El oficial estaba furioso, pero asintió brevemente y les ordenó a
los soldados que se retiraran. A continuación, le pidió a uno a voz en grito
que acompañara a las monjas hasta el interior de la iglesia y que las vigilara
hasta que la situación se resolviera.
Yona no perdió detalle hasta que la hermana Maria Andrzeja desapareció
en el interior, no sin antes lanzarle a Yona una última mirada de confusión y
terror. Y entonces, cuando el oficial de las escaleras se adentró también en
la iglesia y la multitud empezó a alejarse de ella, se giró hacia Jüttner.
—Danke —se lo agradeció, en alemán.
—Es solo temporal, hasta que entienda qué haces aquí. —Se la quedó
mirando un buen rato—. Hija mía —murmuraba para sí mismo. Al agarrar
su mano entre las suyas y al aferrar sus dedos con aquellos dedos tan largos
para tirar de ella, a Yona se le revolvió el estómago. Las monjas habían
logrado un indulto, pero ¿durante cuánto tiempo? Y ¿cuál sería el precio de
su salvación? Esa vez, cuando Jerusza le habló a través del viento, las
palabras eran inequívocas. «Serás tonta. ¿Qué has hecho?».
***
La mano de Jüttner era áspera y fría. Cuando miró a Yona, debió de percibir
el miedo que desprendía, pues dejó de apretarle la mano tan fuerte.
—Todo saldrá bien —dijo conduciéndola al otro lado de la fila de
soldados que habían estado a punto de ejecutar a las monjas hacía unos
instantes. Ahora la miraban confundidos.
—Espera —le pidió, y se detuvo de pronto, obligándolo a hacer lo
mismo.
En cuanto se dio la vuelta, su expresión era una extraña mezcla entre
ternura e impaciencia.
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—Las monjas. ¿Cómo sé que estarán a salvo si voy contigo?
Jüttner miró a los soldados, que los estaban observando, y Yona vio una
sombra que le cruzaba la cara.
—Porque aquí mando yo. Mis hombres hacen lo que les digo.
—Las monjas no han hecho nada malo. No merecen morir.
Daba la sensación de que él iba a protestar, pero se limitó a fruncir el
ceño y a apretarle más la mano.
—Todavía no lo entiendes. —Se giró bruscamente y subió las escaleras
de la iglesia con ella. Abrió las puertas de madera y permitió la entrada de
luz en un santuario que había sido destruido.
Los bancos estaban arrancados y destrozados, y en el aire reinaba el olor
a ceniza. En un rincón, las ocho monjas se daban la mano y rezaban,
mientras el oficial que había estado a punto de ordenar su ejecución las
observaba desde varios metros; su rostro seguía mostrando el color de la
remolacha en verano. Un soldado montaba guardia cerca de allí, y su
intranquila mirada iba de las monjas al crucifijo de oro que pendía sobre el
altar.
Yona notó los ojos de la hermana Maria Andrzeja clavados en ella cuando
Jüttner la guio para dirigirse al oficial, dejando atrás las hileras de bancos
destrozados.
—¿Qué está pasando? —preguntó el hombre fulminando a Yona con la
mirada.
—Es mi hija —dijo Jüttner, la voz emocionada con la última palabra. La
hermana Maria Andrzeja abrió los ojos como platos, y unas cuantas monjas
intercambiaron una mirada.
—¿Tu hija es polaca? —El oficial curvó el labio superior—. ¿Qué pasa,
Jüttner? ¿Hace veintipico años te tiraste a una polaca o qué?
—Mi hija es alemana —le espetó Jüttner, y el otro dio un paso atrás y
bajó la vista al suelo—. No nos faltarás al respeto a ninguno de los dos.
Cuando levantó la vista, la duda que sentía era evidente.
—Sí, bueno, pero ¿qué tiene que ver con todo esto?
—Hasta que yo regrese, haz que las monjas estén a salvo. —No le había
respondido—. No vas a llevar a cabo la ejecución. —Se lo dijo con la
misma tranquilidad con que le diría que no pidiera la cena sin él.
—Pero…
—¿Ha quedado claro? —Jüttner alzó la voz hasta gritar, y el oficial apartó
los ojos—. Te he dado una orden.
—Sí, señor.
Satisfecho, Jüttner asintió y se dirigió a Yona, cuya mano seguía
agarrando.
—Ven conmigo.
Yona miró una última vez a la hermana Maria Andrzeja, que ahora
entrecerraba los ojos. Imaginaba qué debía de estar pensando la monja: que
la había engañado, que le había mentido con su nombre y con todo lo
demás. Quizá algún día tuviera la oportunidad de contárselo todo, de
hacerle entender que no había sido una mentira, que era posible ser dos
personas al mismo tiempo, y que lo único que importaba era lo que residía
en su corazón. Pero ahora no había tiempo para eso, así que Yona se dio la
vuelta para salir junto a Jüttner de la iglesia y hacia el sol, donde la plaza
ahora estaba vacía; el gentío se había dispersado enseguida después de
haber presenciado un indulto que no comprendía.
Sin decir nada, Yona siguió a Jüttner, que continuaba apretándole la mano
como si de un tornillo se tratara.
***
Jüttner la guio aprisa por un camino serpenteante hasta una gran casa de
piedra que se alzaba en el centro del pueblo y que, obviamente, habían
expropiado a un aldeano que antes era rico.
—Es mi casa —dijo con aspereza sin mirarla. Asintió a dos soldados
apostados en la puerta y la soltó; acto seguido, abrió la puerta principal y la
acompañó hasta el interior. Las ventanas estaban cubiertas de espesas
cortinas carmesís, las paredes estaban pintadas de blanco roto y los
muebles, también blancos, eran robustos e inmaculados. Unas alfombras
que parecían proceder de otra tierra cubrían el suelo de madera pulida, y en
las paredes que delimitaban la escalera había rectángulos descoloridos,
donde Yona supuso que colgarían retratos de la familia. ¿Qué le había
pasado a la gente que antes había considerado esa casa su hogar?
Jüttner vaciló después de cerrar la pesada puerta tras ellos y sumirlos en
la tenue luz del recibidor.
—Necesitas darte un baño —dijo, y Yona fue consciente, por primera
vez, de la fina capa de suciedad que le tapaba la piel, y que normalmente no
la molestaba. Miró al suelo cuando él añadió—: Encontrarás una bañera en
el cuarto del fondo, justo allí, que ya ha preparado mi criada para el baño
que me iba a dar yo. El agua estará fría, pero un baño frío fortalece la
constitución. Te iré a buscar ropa del armario. Aquí antes vivía una chica,
más o menos de tu talla.
—Estoy bien. No necesito…
—Cenarás conmigo. Debes estar presentable. —Suavizó un poco el tono
—. Es lo mejor para ti. Así te sentirás mejor.
—Muy bien —dijo Yona, pero no se movió, y Jüttner tampoco.
—¿De verdad eres tú, Inge? —susurró al cabo de unos instantes.
Yona lo miró. Lo vio inspeccionar sus extraños ojos para confirmar
cuanto ya sabía.
—Sí —asintió, y la mirada de él se desplazó de nuevo hasta la paloma de
su muñeca—. Ahora me llamo Yona. —Si bien Jüttner le contemplaba la
muñeca, no pareció prestar atención a sus palabras.
—Ve. Date un buen baño. —Era una orden, y Yona acabó marchándose
por el pasillo.
Al cabo de veinte minutos salió del cuarto de baño, donde se había
metido en una bañera profunda y blanca, con patas de garra, dejando tras de
sí un reguero de suciedad, aunque había intentado frotarse bien. Envuelta en
una toalla blanca, abrió la puerta y encontró una silla justo al otro lado, y
encima un vestido de diario de color crema. Lo levantó con cuidado y lo
examinó con asombro, pues jamás se había puesto nada parecido. La tela
ondeaba como una cascada y era incómoda en todos los sentidos, pero,
cuando regresó al baño y se lo puso por la cabeza, vio que le iba
perfectamente y que caía hasta el suelo, tapando sin problemas la funda del
cuchillo que llevaba al tobillo. Aun así, con algo tan femenino y absurdo, se
sintió desnuda, expuesta.
Todavía tenía el pelo mojado cuando al cabo de unos minutos entró en el
salón. Jüttner, ataviado aún con el uniforme, caminaba de un lado a otro con
el ceño fruncido, y se sobresaltó cuando la vio entrar.
—He preparado un poco de café. ¿Bebes café? Y he conseguido unas
galletas hechas por mi ama de llaves, Marya. Viene todos los días. Mañana
lavará tus cosas. Dormirás en el cuarto al final de las escaleras. —Al
parecer, se dio cuenta de que estaba hablando sin parar, puesto que
enseguida cerró la boca con fuerza y señaló hacia uno de los sofás, que era
tan rígido que daba la sensación de que nadie se había sentado nunca—.
Inge, ven conmigo. ¿Quieres leche con el café?
Yona negó con la cabeza al cruzar la estancia y sentarse con cuidado. Las
numerosas capas de su vestido se mecieron igual que ella. Cuando Jüttner le
sirvió una taza de un café oscuro y humeante, y otra para sí mismo, con una
generosa cantidad de leche y azúcar, Yona se maravilló ante la informal
decadencia del momento. Probablemente, la mayoría de los aldeanos no
habían tomado un café con leche ni habían degustado el azúcar desde el
inicio de la guerra.
Al llevarse la taza hasta los labios, a Jüttner le temblaban las manos.
—No sé por dónde empezar.
Yona tampoco, así que ganó tiempo dando un sorbo a su café. No se
parecía a nada que hubiera probado antes —amargo e intenso y fragante—,
y tosió, escupiéndolo. Solo había bebido un aguado café de bellota en el
bosque.
—¿Cómo has sabido quién era yo? —le preguntó él al fin—. Después de
tantos años.
Yona analizó su rostro. Quería odiarlo por quién era ahora, pero no podía
impedir que su mente regresara al pasado, a una época distinta, a un lugar
distinto. Hasta su olor, a cedro con un toque de lavanda, estimulaba
recuerdos latentes. Intentó rechazar la familiaridad, pero era imposible.
—Nunca te he olvidado.
Jüttner apartó la mirada y, cuando se giró hacia ella al cabo de unos
segundos, tenía los ojos vidriosos.
—Uno de los oficiales me dijo que había visto a alguien con tus ojos, de
tu misma edad… —Hizo una pausa y negó con la cabeza—. Nunca imaginé
que pudieras ser tú de verdad. Creía que se había vuelto loco. El primer año
después de tu desaparición, tu madre juró haberte visto muchas veces. Pero
siempre se equivocaba.
Aquellas palabras provocaron una punzada de dolor que le atravesó el
corazón. En sus borrosos recuerdos, su padre había sido un hombre distante
y secundario, pero el rostro de su madre había brillado con calidez. Mucho
tiempo atrás, a Yona la habían querido.
—Mi madre. —Lo pronunció con tiento mientras paladeaba la extrañeza
de esas palabras sobre la lengua—. ¿Sigue en Berlín?
—Murió dos años después de que te robaran. —La expresión de Jüttner
se endureció—. El doctor dijo que había muerto de pena, con el corazón
roto.
Las lágrimas acudieron a los ojos de Yona.
—Lo siento mucho —dijo. Y, aunque nada había sido su culpa, sintió la
pesada carga de la responsabilidad.
—Pero ¿dónde estabas, Inge? —le preguntó Jüttner un minuto más tarde
con la voz rota—. ¿Dónde has estado todos estos años? —El final había
sido un desesperado susurro.
—Ahora me llamo Yona —le repitió, y de nuevo él pareció no oírla—.
Me llevó una mujer llamada Jerusza.
Jüttner la observó mientras digería aquella información, y se le demudó el
rostro por la confusión.
—Y ¿te trajo hasta aquí? ¿Hasta Polonia?
—Con el tiempo, sí.
—Pero ¿dónde vivías? ¿Dónde has estado?
—En ninguna parte. En todas partes. En el bosque.
—¿En un pueblo cerca del bosque, quieres decir? —Tenía la frente
perlada de sudor.
—No. Nunca en un pueblo. Ella… no se fiaba de la gente. Vivíamos sin
asentarnos en ningún sitio, construíamos refugios donde dormir por la
noche, buscábamos nuestra comida.
—Pero ¿cómo es posible que hables un alemán tan perfecto si te crio una
salvaje en plena naturaleza?
—Jerusza no era una salvaje. Era… —La voz de Yona se fue apagando;
¿cómo iba a describir a la anciana? Las palabras nunca serían suficientes—.
Creía que, cuanto más conocimiento tengamos, mejor preparados estamos
para enfrentarnos al mundo. Me enseñó cosas. Cómo sobrevivir. Muchos
idiomas.
—Y esta… esta mujer ¿te hizo daño, Inge? —Apenas podía controlar la
rabia—. ¿Dónde está ahora?
—Murió. Y no, no me hizo daño nunca. —Pero ¿acaso no era mentira?
La había robado a una familia cariñosa de su hogar y la había convertido en
una guerrera desesperada y hambrienta.
—Pero, entonces, ¿cuál era su objetivo? —Su rostro se enrojeció, y ahora
le latía una abultada vena en el cuello—. ¿Por qué a nosotros? ¿Por qué a ti?
—Yona no dijo nada durante unos instantes, y ante su silencio su padre se
sentó en uno de los sofás y se colocó la cabeza entre las manos—. ¿Por
qué? —susurró—. Explícame por qué.
—No lo sé. —Yona dudó antes de añadir—: Siempre me decía que me
había salvado.
—¿Que te había salvado? —Sorprendido, alzó la vista—. ¿De qué? ¿De
una casa segura y cálida con padres que te querían?
Aquellas palabras se clavaron en lo más hondo de su ser.
—¿Me queríais? —preguntó con voz débil.
—Por supuesto. Soy tu padre. —Se le quebró la voz, y se puso en pie de
pronto. Comenzó a recorrer la estancia—. Esa mujer nos destruyó, Inge.
Nos dejó en ridículo.
—Jerusza decía… —Yona hizo una pausa y tragó saliva con dificultad—.
Decía que erais malas personas.
—¿Que nosotros éramos malas personas? —Ahogó una tensa carcajada
—. ¡Fue ella la que secuestró a nuestra hija! Eso es ver la paja en el ojo
ajeno y no la viga en el propio, ¿no te parece?
—Pero aquí estás, supervisando el asesinato de muchos inocentes. Quizá
no estuviera tan equivocada.
—Las órdenes no son mías, Inge. —La angustia se adueñó de sus rasgos
—. Debes comprenderlo.
—Pero las acatas.
—¿Qué alternativa tengo?
—Siempre hay una alternativa. —Le sostuvo la mirada.
—No. Para ti es fácil decirlo. Tú no sabes lo que es. Oponerme a las
órdenes que me dan significaría morir.
—Y, a cambio, ¿miles de personas deben morir?
—¡No lo entiendes! —Tenía los ojos encendidos, casi febriles, al girarse
hacia ella—. ¡No lo comprendes! ¡Aquí habrá paz en el momento en que
dejen de resistirse!
—¿Y los judíos? —preguntó Yona con suavidad—. ¿También habrá paz
para los judíos en ese mundo que imaginas?
—¿Los judíos? —Pareció atragantarse con aquella palabra, como si el
sabor que le dejara fuese repugnante. Volvió a pasearse por la habitación—.
Los judíos conspiraron contra Alemania durante la Gran Guerra, Inge. ¿Lo
entiendes? El ejército alemán iba ganando, y fueron los judíos los que lo
destruyeron todo desde dentro. Fueron los judíos también quienes nos
trajeron la guerra desde un principio, ¿sabes? Lo controlan todo, los bancos,
dentro y fuera de Europa. ¿Lo comprendes? Si les permitimos que vuelvan
a tomarnos la delantera, destruirán Alemania. Los judíos son una raza
venenosa que se alimenta de la riqueza alemana y que nos debilita.
Debemos aniquilarlos antes de que ellos nos aniquilen.
—Todo lo que dices es absurdo. —Yona lo fulminó con la mirada—.
¿Crees que miles, quizá millones, de personas merecen morir para que
Alemania renazca? ¿Crees que hay algún dios que lo aprobaría?
—Te crio una loca en el bosque. No sabes nada de Dios.
—Sí, sí que sé. —Esperó hasta que la miró a los ojos—. Tú también lo
sabes. Sabes en el fondo de tu corazón que lo que hacéis va en contra de
Dios. Lo veo en tu mirada. —Yona era consciente de que había ido
demasiado lejos, pero siguió insistiendo—: ¿Por qué no haces lo correcto y
liberas a las monjas?
—¿Otra vez con las monjas? —Se la quedó mirando con incredulidad—.
Lo pides como si cualquiera de nosotros tuviera elección. Lo pides como si
el destino estuviera en tus manos o en las mías.
—Pero es que lo está. ¿O no?
Jüttner abrió la boca para responder, pero al final la cerró de nuevo y salió
bruscamente de la estancia hacia las escaleras. Al cabo de unos instantes,
Yona oyó el portazo de un dormitorio.
Contempló la puerta de la casa. Si se marchaba ahora, si de alguna forma
lograba escabullirse de los soldados que montaban guardia, podría correr
hacia el bosque y desaparecer antes de que Jüttner se enterara de que no
estaba allí. Pero si se iba condenaría a las monjas. Jüttner le había dicho
que, si iba a casa con él, las monjas estarían a salvo. Debía quedarse, por lo
menos hasta que descubriera un modo de convencerlo para que las liberara.
Pero ¿y luego, qué?
Al cabo de un rato, subió las escaleras y entró en la habitación que
supuestamente era la suya, un pequeño cuarto con una cama pequeña
cubierta de una colcha blanca de encaje. Justo encima, dispuesto con
elegancia, se encontraba un camisón que parecía de su talla. Yona cerró la
puerta tras ella y levantó el camisón para sentir cómo la tela vaporosa se
escurría entre sus dedos; a continuación, volvió a dejarlo sobre la cama. No
se imaginaba un mundo en que fuera a ponerse algo tan poco práctico,
incluso para dormir. En la mesita de noche vio una esfera con varios árboles
en el interior y una capa de nieve en el suelo. Cuando la alzó para
observarla más de cerca, la nieve se movió. En trance, sacudió la bola a un
lado y al otro, y contempló cómo la nieve se posaba lenta y silenciosamente
sobre la hierba de la cúpula. Aquel objeto hizo que, de repente, anhelara la
seguridad de su querido bosque.
Al final, dejó la bola, se sentó sobre la cama y comprobó su robustez. No
había dormido en una cama desde la noche previa a cumplir dos años, y le
pareció extraño, desconocido. La tierra que uno pisaba debía ser sólida y
reconfortante, no suave y mullida, pues eso no era más que falsa
comodidad. Aunque, claro, todo aquello era falso. Cuando varios minutos
habían pasado con estruendo en el reloj de pared junto a la ventana, se
tumbó sobre la colcha y apoyó la cabeza en una de las almohadas, que
estaba rellena de plumas. Al cabo de unos segundos, salió de la cama y se
tumbó en el suelo boca arriba.
Más tarde, estaba observando el techo cuando oyó un suave golpecito en
la puerta.
—Adelante —dijo, y se incorporó cuando el pomo de la puerta se giró y
entró Jüttner.
—Te pido disculpas —gruñó. Durante medio segundo, Yona creyó que
quizá lo hubiera convencido de algo, pero entonces añadió—: Debo
recordar que te crio una demente en el bosque. Tardarás algo de tiempo en
comprenderlo todo. Pero eres mi hija y yo te enseñaré.
Yona no contestó. Tras hacer una pausa, Jüttner se aclaró la garganta.
—¿Qué haces en el suelo?
—La cama es demasiado blanda.
La miró como si estuviera loca. Quizá lo estuviera.
—¿Qué pasará con las monjas? —preguntó ella.
—Todavía no lo sé. Pero esta noche no se tomará ninguna decisión. Te
doy mi palabra.
Yona lo miró a los ojos en busca de indicios de que mentía, pero tan solo
encontró una profunda tristeza y temor.
—Muy bien.
—Duerme un poco. Seguiremos hablando cuando te despiertes.
Yona asintió y él le dedicó una extraña media sonrisa antes de cerrar la
puerta tras de sí. Al cabo de un segundo, Yona oyó un chasquido, y supo,
sin levantarse siquiera para girar el pomo, que la había cerrado con llave.
Cruzó la habitación y fue hasta la ventana, que se abrió sin problemas. La
cerró de nuevo, aliviada al saber que disponía de una fácil vía de escape si
la necesitaba. Aun así, la inquietaba el hecho de que su padre pensara no
solo que podía encerrarla, sino que tenía el derecho a hacerlo.
Se tumbó en el suelo y cerró los ojos. Iba a necesitar toda la energía que
pudiera recuperar para lo que se avecinara. Sabía que no dormiría bien, sin
embargo, pues compartía techo con un enemigo, aunque fuera carne de su
carne.
CAPÍTULO DIECINUEVE
Y ona tardó una hora en relajarse, pero al final se adentró en una extraña
duermevela y soñó con Jerusza. En el sueño, Jerusza caminaba hacia
ella desde el bosque, con los ojos ardiendo por la rabia, y al hablar el fuerte
viento se llevaba sus palabras. Cada vez que Yona daba un paso hacia ella,
desesperada por oír lo que le decía, la anciana se volvía más y más
translúcida, hasta que desapareció por completo en un rayo de sol. Se
esfumó y sus palabras, seguramente una advertencia, también. Yona se
despertó con un sobresalto, con el corazón a mil y la frente húmeda de
sudor, y durante unos borrosos segundos no recordó dónde estaba. Miró
frenética a su alrededor y asimiló los muebles elegantes, las cortinas
bordadas, la cama mullida que se alzaba a su lado. Se le tranquilizó el pulso
al acordarse de todo lo que había sucedido.
Así era como podría haber sido su vida si Jerusza no se la hubiera llevado
tantos años atrás. ¿Su madre estaría viva? ¿En qué clase de persona se
habría convertido Yona?
Pero, cuando la vida abre una puerta, las demás se cierran de golpe. Era
imposible saber qué habría sido, qué podría haber sido, porque las
decisiones que tomó Jerusza alteraron su futuro. No servía de nada mirar
atrás. Y el fantasma de la anciana podía gritar cuanto quisiera en el viento,
pero no pertenecía a ese mundo, no pertenecía a ese momento. No podría
salvar a Yona del pasado.
Más tarde, en algún punto Yona se durmió de nuevo, pero ya no tuvo
ningún sueño, y, cuando se despertó por la luz que entraba por las ventanas,
se sintió descansada por primera vez en semanas. Se sentó, sorprendida por
haber dormido tan profundamente. ¿Cómo había podido bajar la guardia?
Enseguida se puso en pie, se alisó el vestido y se peinó, y se dirigió hacia la
puerta, que se abrió con facilidad; Jüttner debía de haberla abierto al
levantarse esa mañana.
—¿Y las monjas? —le preguntó sin saludarlo al entrar en la cocina—.
¿Están bien?
Jüttner vestía uniforme y sorbía una taza de café en la mesita. Levantó la
vista y sonrió, indulgente, como si fuera un niño que pedía una porción
extra de tarta. El día anterior parecía que iba a desmoronarse. Ese día estaba
inmaculado y sereno. La rápida transición la inquietó.
—Buenos días, Inge. ¿Cómo has dormido?
—¿Y las monjas? —repitió.
—Están bien, Inge.
Pero los ojos de Jüttner eran fríos y duros, y Yona no lo creyó.
—Enséñamelo. Por favor. Debo ir a verlas.
Jüttner le hizo un gesto para que se sentara delante de él y, cuando Yona
tomó asiento lentamente y de mala gana, Jüttner se levantó para ir a por la
cafetera plateada. Sirvió una taza humeante y volvió a sentarse.
—Ahora yo mismo iba para allá.
—Llévame contigo. —Yona le sostuvo la mirada.
—¿Eso te haría feliz? —El hombre dudó—. Muy bien. Pero primero
bébete el café y come un poco. Eres mi invitada. —Jüttner no esperó a que
le respondiera para empujar hacia ella un pedazo de pan y un buen trozo de
mantequilla. Yona se lo quedó mirando, incrédula; no creía que ningún
ciudadano de Polonia hubiera probado la mantequilla desde el inicio de la
guerra. También había queso y un pequeño plato con salchichas frías. Yona
no había comido nada desde el día anterior, pero aquella comida, la
descomunal cantidad, le revolvió el estómago. Empezó a alejar el pan, pero
al ver la expresión de Jüttner lo agarró y le dio un mordisco, con el que se
ganó un asentimiento de aprobación.
—Gracias —dijo después de tragar, aunque aquella palabra le resultó tan
amarga como el pan.
—De nada. —Jüttner apartó la mirada—. Creía que podrías intentar
escapar durante la noche.
Yona se mordió el labio antes de preguntarle si por eso la había encerrado
en su cuarto como si fuera una prisionera.
—¿Sabes, Inge? —dijo, sus ojos de nuevo clavados en ella. Desprendía
algo más amable, algo más familiar—. Me habrías dejado devastado.
Yona sintió un poco de lástima por él, pero no podía olvidar quién era ni
en qué se había convertido.
—Sigo aquí.
—No te puedes ir. —Agachó la cabeza—. No estoy bien desde que… —
Hizo una pausa y entonces, de repente, se levantó y se entretuvo llevando el
plato y la taza hasta la encimera de la cocina—. Sería una humillación. —
Se aclaró la garganta varias veces, de espaldas a ella, pero guardó silencio.
—Las monjas —murmuró ella tras unos cuantos minutos—. Por favor.
¿Me llevas a verlas?
Jüttner se enjugó los ojos antes de girarse.
—Saldremos dentro de quince minutos. Termínate el pan, Inge. —Se
limpió las migas de la comisura de la boca y sonrió—. Ahí fuera hay gente
que se muere de hambre.
***
Bajo la intensa luz de la mañana, el barrio donde vivía Jüttner era tan bonito
como inquietante y desértico. Conforme caminaban en silencio hacia la
plaza de la iglesia situada en la zona norte del pueblo, sus pasos eran un
constante traqueteo sobre los adoquines, y Yona imaginó a gente
mirándolos desde detrás de las cortinas de las ventanas, preguntándose
quién sería, qué haría con un oficial nazi. Deducirían que era como él. No
sabrían que solo estaba allí para salvar a las mujeres de la iglesia.
Pero no era solo por eso, ¿verdad? También la mantenía allí la
familiaridad del rostro de Jüttner. Era una parte de ella, por más que Yona
detestara el papel que desempeñaba en aquella guerra. Yona nunca había
sabido qué se sentía al formar parte de una familia, y ahí tenía a un hombre
que, a pesar de sus gigantescos defectos, la había querido. Quizá todavía la
quisiera. Pero ¿acaso anhelar aquel amor, aunque fuera un poco, no suponía
aprobar tácitamente las decisiones que había tomado él? ¿O quizá no fuera
más que la naturaleza humana? Y, si lo era, ¿cómo podría apagar aquellas
emociones? No iba a quedarse para siempre, pero cuando se fuera volvería
a estar sola, y en el proceso tal vez rompería de nuevo el corazón de su
padre. ¿Era responsable del dolor que llegaría inevitablemente?
—Ten cuidado —murmuró Jüttner tocándole el brazo para ayudarla a
sortear un charco de la calle. Solo cuando lo dejó atrás se dio cuenta de que
el agua tenía un color rosado por la sangre seca y que había manchas de
sangre en la acera y en la parte inferior del edificio de la derecha, una
carnicería que parecía sellada y abandonada. Se le revolvieron las tripas, y
se apartó de Jüttner; odió que la preocupación de él la reconfortara un poco.
Allí habían asesinado a gente, y no hacía demasiado; todavía percibía el
olor metálico de la muerte—. No hace falta que corras, Inge —dijo Jüttner
con una sonrisa en la voz al acelerar el paso para alcanzarla. Pero Yona no
podía mirarlo siquiera, no podía admitir aquella alegre regañina, porque de
hecho había numerosas razones para correr, para huir hacia el bosque lo
más rápido que la llevaran los pies, sin mirar atrás.
La iglesia estaba vigilada por dos soldados, que se irguieron y saludaron a
Jüttner con el gesto de los alemanes: levantando el brazo con la palma hacia
abajo, como si quisieran esconderle la cara a Dios. Él los saludó y guio a
Yona hacia la iglesia. Ella notó los ojos de ambos agujereándole la espalda
hasta que la pesada puerta de la iglesia se cerró, expulsando así la luz del
sol.
Sus ojos tardaron medio segundo en adaptarse a la penumbra de aquel
lugar y otro medio segundo en fijarse en que las ocho monjas formaban una
fila en el altar, las ocho vivas y sentadas con las manos atadas a la espalda.
Yona soltó un suspiro, y el oficial nazi del día anterior, que estaba junto a
ellos, la fulminó con la mirada antes de saludar a Jüttner, que le devolvió el
gesto.
—¿Lo ves? —dijo Jüttner con orgullo mientras le daba una palmada a
Yona y recorría el pasillo de la iglesia hacia las prisioneras. Ella se encogió
ante el contacto, pero él no pareció darse cuenta—. ¿Qué te había dicho?
Están perfectamente.
Yona asintió, pero fue incapaz de hablar. En cualquier caso, Jüttner estaba
equivocado. Aunque las monjas estaban vivas, lo cual era un gran alivio,
estaban aterrorizadas, todas menos la hermana Maria Andrzeja, que lucía un
moratón y un corte en la mejilla, y que irradiaba rabia y determinación.
Cuando Yona se dirigió hacia ella, el oficial nazi se adelantó para detenerla,
pero Jüttner levantó una mano.
—No, deja que se acerque, Schneider —dijo—. Está unida a ellas.
El oficial entornó los ojos, que pasaron de Jüttner a Yona y viceversa.
—No lo entiendo.
—No hace falta que lo entiendas —terció Jüttner—. Hablará con las
monjas ahora. Es una orden.
El hombre la fulminó con la mirada, pero se retiró y empezó a hablar en
voz baja con Jüttner mientras Yona se acercaba al lado de la hermana Maria
Andrzeja. Las otras monjas se apartaron para dejarle un sitio.
Ni Yona ni la hermana Maria Andrzeja dijeron nada durante los primeros
segundos. La monja buscó los ojos de Yona, como si intentara responder
una pregunta, antes de decir con un áspero susurro:
—¿Eres hija de un oficial alemán?
—Solo de sangre. —Yona agachó la cabeza.
Nuevamente se instaló un silencio entre ellas. A poca distancia, Yona oía
los airados murmullos de Jüttner y del otro oficial nazi.
—Deberías habérmelo contado —dijo la hermana Maria Andrzeja al
final, y Yona levantó la vista, aliviada al comprobar que una parte de la
rabia y la suspicacia de la monja había desaparecido, aunque la confusión
seguía allí—. ¿Por qué no me lo contaste?
—Ni yo misma lo sabía.
—¿A qué te refieres? —El desconcierto de la expresión de la monja se
incrementó.
—Me arrebataron a mis padres cuando era pequeña.
Al cabo de unos segundos, la monja asintió.
—Pero, entonces, ¿por qué estás aquí? En esta iglesia.
—Necesitaba estar segura de que todas estuvieran a salvo. Necesitaba
saber lo que había ocurrido. Yo… quiero ayudarlas.
Las demás monjas la observaban, algunas con desconfianza, otras con
lástima y tristeza. La hermana Maria Andrzeja no dijo nada.
—¿Es verdad? —preguntó Yona al cabo de un rato—. El oficial alemán
que estaba en las escaleras dice que se ofrecieron a morir a cambio de los
cien aldeanos a quienes pretendían ejecutar.
La hermana Maria Andrzeja guardó silencio durante bastante tiempo.
Cuando finalmente levantó la vista para mirar a Yona, sus ojos estaban tan
impregnados por la desesperación que la joven sintió cómo el aire
abandonaba sus pulmones.
—Hemos rezado por esto, las ocho, desde hace tiempo —murmuró la
monja—. Hemos rezado por la seguridad del pueblo. Hemos rezado por que
los alemanes nos dejaran vivir en paz. Primero fueron a por los judíos, e
hicimos poca cosa para detenerlos. Y luego, el año pasado, ejecutaron a
sesenta aldeanos sin motivo alguno, entre ellos los dos pastores de la iglesia
de la otra punta del pueblo, que ahora está cerrada. Desde entonces, el
pueblo ha contenido la respiración, a la espera. Pero en el silencio Dios se
dirigió a nosotras.
—Pero sacrificarse…
—Es la única respuesta. Así salvaremos vidas inocentes. Y los alemanes
pensarán que han obtenido una recompensa, porque seguro que el pueblo se
quedará asustado al ver cómo asesinan a ocho monjas en sus hábitos delante
de todo el mundo. —Cuando la monja alzó la vista y miró a Yona a los ojos,
los suyos resplandecían con determinación. Bajó la voz hasta hablar en un
feroz susurro—. Pero también pensamos que así quizá podamos prender la
mecha de la resistencia. Los alemanes no creen que los polacos y los
bielorrusos contemos con las agallas para defendernos. Pero se equivocan,
ya lo ves. Todos tenemos agallas. Tal vez nuestra muerte promueva un
cambio, obligue a la gente a preguntarle a Dios cuál es su papel.
—Pero ¿no morirán más personas, entonces?
—La gente morirá igualmente. —Los ojos de la monja se llenaron de
lágrimas—. Tengo la esperanza, sin embargo, de que algunas de esas
muertes no serán en vano.
—Debe de haber otra manera. —Yona tocó el brazo de la hermana Maria
Andrzeja.
—No la hay. Vinimos aquí a ayudar a la gente de este pueblo, a salvar a
cuantos pudiéramos salvar, a recordarles que Dios siempre los ama. Dios
por fin nos ha dado una respuesta sobre el papel que debemos interpretar en
todo esto. Los nazis necesitan a alguien con quien dar ejemplo. ¿Quiénes
mejor que nosotras, si nuestras ocho vidas evitan la muerte de cien? Es el
camino que Dios nos ha mostrado.
—Pero…
—¿Te acuerdas, Yona? Quienquiera que salve una vida será considerado
el salvador de todo un mundo.
Yona se sentó sobre los talones y miró primero a la hermana Maria
Andrzeja y luego, al resto. Vio determinación en los ojos de todas, pero
también cierto miedo.
—No permitiré que ocurra —afirmó—. ¿Y si Dios me ha enviado aquí
para salvarlas?
La hermana Maria Andrzeja esperó hasta que Yona volvió a mirarla a
ella.
—O quizá sea nuestro destino recordarte a ti tu propia bondad, tu
responsabilidad hacia el prójimo.
—Pero…
—Aceptamos nuestro destino. Todas nosotras. Tú debes hacer lo mismo.
—Una solitaria lágrima recorrió la mejilla de la monja y desapareció en la
herida que le iba desde la nariz hasta la oreja—. No lo olvides nunca, Yona:
Dios es tu padre y siempre está contigo.
Los ojos de Yona también se llenaron de lágrimas. No respondió. Jerusza
siempre le enseñó que el bosque era su padre y su madre, y ¿qué había sido
el bosque sino la creación de Dios, al fin y al cabo? Tal vez, aun cuando se
había sentido más sola, siempre hubiera estado acompañada de un padre
que la quería por cómo era.
—¿Y la niña? —le preguntó la hermana Maria Andrzeja al cabo de unos
instantes, bajando la voz hasta un débil susurro—. ¿Está a salvo?
—Sí.
La hermana Maria Andrzeja cerró los ojos unos segundos.
—Alabado sea el Señor. —Los abrió y los clavó en Yona—. Gracias,
Yona. Has sido valiente y amable, pero ha llegado el momento de que te
marches. Deja que cumplamos con nuestro destino. Todas lo aceptamos.
Yona contempló a las demás monjas. Algunas la observaban, otras habían
cerrado los ojos y parecían rezar.
—Pero no deben rendirse. Haré lo que pueda para ayudar. Hablaré con
Jüttner. Con… mi padre.
La sonrisa de la monja irradiaba tristeza, y no miró a Yona a los ojos.
—La falsa esperanza es peligrosa, Yona. No nos van a liberar. Recuerda
que hemos hecho un pacto. Nuestras vidas por cien. Si los alemanes nos
permiten vivir, otros tendrán que pagar.
—Debe de haber una…
—¡Inge! —La voz impaciente de Jüttner se alzó tras ella, y al girarse vio
que la contemplaba. El otro oficial se había retirado y se encontraba a
medio camino del altar, de espaldas a ellos y con los puños apretados—.
¿Nos vamos? —le preguntó con tono alegre, como si hubiera olvidado por
completo que cerca había ocho rehenes.
Yona miró atrás una última vez hacia la hermana Maria Andrzeja, pero la
monja había cerrado los ojos y movía los labios, y por alguna razón Yona
supo que estaba rezando por ella, lo cual era incorrecto e inmerecido.
—Vámonos, va —dijo Jüttner con cierta impaciencia. Antes de que Yona
pudiera responder, le había agarrado el brazo y tiraba de ella.
—Que tengas un buen día, hija alemana —masculló el otro oficial cuando
pasaron por su lado. Yona detectó el sarcasmo y la irritación que teñían sus
palabras. Jüttner asintió en su dirección, el hombre le devolvió el saludo, y
acto seguido Yona se vio arrastrada hacia el sol que brillaba fuera de la
iglesia.
***
—¿No puedes ordenar que las liberen? —le preguntó Yona cuando Jüttner y
ella volvían a casa.
—No es tan sencillo. —No la miró.
Yona pensó en lo que le había dicho la hermana Maria Andrzeja.
—Porque si las liberaras tendrías que ejecutar a cien aldeanos —comentó.
—Sí. —Jüttner asintió lentamente—. Fueron las propias monjas las que
acudieron a nosotros con ese acuerdo. Intentas salvar a personas que no
desean ser salvadas.
—Todos deseamos ser salvados.
—Algunos deben sacrificarse por el bien común. —Ahora sí que la
observaba.
—Es decir que pretendes llevar a cabo la ejecución de todos modos. —
Con un nudo en la garganta, Yona intentó tragar saliva.
—Sé que las monjas te importan. Pero no sé qué hacer. —La miró cuando
doblaron una esquina. Los surcos que tenía debajo de los ojos eran
pronunciados, su frente estaba cuarteada por la fatiga—. Debes comprender
que no soy más que un eslabón de la cadena, Inge.
—Pero aquí estás al mando. Seguro que puedes hacer algo. Seguro que
puedes…
—¡Basta! —Aunque lo había murmurado, Yona percibió la furia en su
tono, la frustración—. No sabes nada. ¿Crees que me apetece vivir en este
pueblo polaco dejado de la mano de Dios? ¿Crees que no preferiría estar en
Berlín? No, Inge, estoy aquí por una razón, y no puedo permitirme
distracciones. Si me permito olvidar, fracasaré. Y esa no es una opción. Hay
trabajo que hacer, y pronto, pero primero debemos controlar los pueblos. Y
eso significa que la gente debe comprender las consecuencias de
subestimarnos.
—¿Por qué estáis aquí? —le preguntó Yona cuando giraron otra esquina.
Ya estaban cerca de la casa de Jüttner, pero al final de la larga avenida el
bosque se cernía a lo lejos. Cuando Jüttner lo miró fijamente antes de
apartar la mirada enseguida, como si no hubiera querido que sus ojos
repararan en ese lugar, Yona lo entendió en un rápido instante de claridad.
Estaban allí en busca de los guerrilleros rusos (y los judíos) que se
ocultaban en el bosque. De repente, no podía respirar—. El bosque —
consiguió pronunciar.
—Allí hay gente que nos está causando problemas, que nos destroza las
vías del tren, que mata a nuestros hombres. —Su expresión se endureció—.
Y ¿quiénes son? Desertores rusos y judíos que huyen de su destino como
cobardes. No merecen vivir.
A Yona le pareció que se le congelaba la sangre, y se estremeció.
—¿Quién eres tú para decidir eso?
Jüttner se detuvo y se giró para mirarla a la cara. Sus ojos la analizaron y
retiraron capas como si fueran de una cebolla.
—Allí era donde estabas antes de venir aquí, ¿verdad? Con uno de esos
grupos.
Yona no respondió y, al cabo de unos instantes, él la agarró por el brazo y
se lo apretó tanto que ella gimió de dolor y de sorpresa.
—¿Judíos o rusos? —le siseó. Cuando no le respondió, la zarandeó con
fuerza, y Yona notó cómo la quemaban sus ojos ardientes—. ¡¿Judíos o
rusos?!
Siguió guardando silencio, y unos segundos más tarde Jüttner le soltó el
brazo con un chasquido de repulsa.
—Judíos, supongo. Los rusos utilizan a sus putas y luego las despachan.
Yona se mordió el labio con tanta fuerza que notó el sabor de la sangre.
—Bueno, pero ahora estás aquí. —Jüttner intentaba consolarse—. Quizá
no tuvieras opción cuando estabas sola, pero ahora me tienes a mí. Y,
obviamente, no sabes que los judíos son vagos y mentirosos. Nos minan a
todos. Si sientes alguna empatía por ellos, es que te han embaucado.
—No, te han embaucado a ti. —Al fin había recuperado la voz—. Te han
lavado el cerebro, y eres tan estúpido que no lo ves.
Jüttner se puso rojo, y todo su cuerpo pareció engarrotarse.
—Cómo te atreves. —Hablaba con voz plana e inexpresiva, pero Yona
detectó la rabia que irradiaba en oleadas cuando le aferró el brazo y empezó
a caminar de nuevo, tirando de ella. Yona trastabilló un poco, pero Jüttner
no redujo el paso; se limitó a incrementar la presión. Permanecieron en
silencio cuando giraron hacia su calle y él saludó al soldado apostado frente
a su casa. Ninguno de los dos dijo nada hasta que hubieron entrado y la
puerta se cerró tras ellos—. No vas a volver a hablarme de esa manera —le
espetó en voz baja y siniestra.
—¿Cuándo? —le preguntó con suavidad ignorando sus palabras, aunque
le hicieron sentir como si se hubiera zambullido en el río Niemen en pleno
invierno—. ¿Cuándo iréis a por ellos? —En su cabeza veía a Ruth y a sus
tres hijos, a Oscher y su cojera, a los hijos de Chaim. Los veía a todos, uno
a uno. Pero el rostro que duró más en mente fue el de Zus. «Quédate,
Yona», le había dicho, clavándole una mirada mientras le acariciaba la cara.
«Por favor. Te necesitamos».
—No se te habrá ocurrido volver, ¿verdad? —Jüttner arqueó una ceja tan
arriba que casi desapareció debajo de su pelo. Soltó una carcajada de
burlona incredulidad—. No, nadie sería tan tonto como para volver.
—¿Cuándo? —repitió, negándose a reaccionar a la provocación.
Jüttner apretó la mandíbula y, acto seguido, sonrió levemente.
—Dentro de dos semanas.
—Por favor, no. —Detestaba que le temblara la voz, que sonara tan
desesperada—. Por favor, páralo. —Él no respondió y, al cabo de unos
segundos, añadió—: Por favor, padre. Papá.
Le dolió llamarlo así, pero vio lo que eso provocaba en él. Jüttner se
encogió como si le hubiera asestado un golpe, y Yona supo que aquella
palabra había sido muy efectiva. Suspiró, y al final la miró a los ojos.
—No tiene nada que ver conmigo, Inge. El bosque está lleno de
guerrilleros rusos que desean destruirnos. Son nuestro primer objetivo.
También se esconde allí un hombre llamado Bielski. Un judío, un cerdo de
Stankiewicze. Ha guiado a cientos de judíos por el Nalibocka, y procuran
causar destrozos en las líneas ferroviarias alemanas, en el transporte
alemán. ¿Ves por qué no tenemos opción? ¿Ves por qué debemos
defendernos? También hay otro grupo de judíos, liderados por un tal Zorin,
que hace lo mismo. No son inocentes, Yona. Están luchando contra
nosotros. Es la guerra.
—Solo intentan sobrevivir —protestó, avergonzada por la egoísta
esperanza que la embargó cuando se dio cuenta de que el objetivo eran los
grupos grandes, grupos cuya ubicación ella desconocía.
—Pero no tienen derecho a sobrevivir, Inge —contestó tras hacer una
pausa larga.
—¿Quién eres tú para decidir eso? —quiso saber.
Antes de que le respondiera, echó a correr escaleras arriba, desesperada
por poner distancia entre ambos. Su mente daba vueltas sin parar. Debía
advertir a Zus, a Aleksander y a los demás de que los alemanes iban a
peinar el bosque. También debía encontrar una manera de llegar a los
grupos de Zorin y de Bielski, un modo de decirles que se prepararan. Pero
¿cómo podría abandonar a las monjas? Las ejecutarían en el momento en
que se fuera. ¿Cómo iba a decidir entre una vida en favor de otra? ¿Quién
era ella para elegir?
Aquella noche se negó a cenar con Jüttner y lloró hasta quedarse dormida,
a salvo en una cálida habitación proporcionada por el enemigo, mientras
una inevitable oscuridad avanzaba por el cielo nocturno, cerniéndose más y
más cerca sobre las personas que le importaban y tapando las estrellas.
CAPÍTULO VEINTE
***
Esa noche Yona soñó con el bosque, pero los arroyos que conocía no
contenían agua clara y burbujeante, sino cauces rojizos de sangre. En medio
de la noche, se despertó sudando, convencida de haber oído disparos y una
sucesión de crujidos en la distancia, pero cuando se incorporó en la cama se
dio cuenta de que no había sido más que un sueño. Se acercó a la ventana y
la abrió para que entrara el aire fresco de la noche, y se asomó al callejón.
En lo alto, el cielo estaba salpicado de estrellas y una luna llena bañaba los
tejados de las casas. Prestó atención, y el silencio la convenció de una vez
por todas de que los ruidos no habían sido reales. Aun así, cuando volvió a
tumbarse, tardó horas en conciliar el sueño.
Se despertó tarde, todavía aturdida por aquella noche sin descanso, y
cuando bajó a la cocina vio que Jüttner ya se había ido y que Marya, la
criada, estaba fregando los platos.
—Buenos días. —Yona la saludó en bielorruso. Supuso que era el idioma
que hablaba la mujer, aunque no la había oído pronunciar ni una sola
palabra—. ¿Está Jüttner por aquí?
Marya se giró con las cejas arqueadas.
—¿Su padre, dice? —le preguntó en bielorruso con una voz que
disimulaba muy mal el odio que sentía—. Sí, se ha ido. Veo que ha dormido
plácidamente. Cuánto me alegro por usted.
Yona quería protestar que Jüttner no era su padre; en realidad, no. Que
ella no era responsable de los pecados que hubiera cometido él. Pero dormía
bajo el mismo techo que un oficial nazi y comía los alimentos que su cargo
le proporcionaba.
—Yo no soy él —murmuró.
—Y ¿por qué habla nuestra lengua, entonces? —Marya la miró con
suspicacia—. Es usted alemana, ¿no?
—No crecí allí.
—Sí, lo sé. Es la hija desaparecida. Y ¿cómo es que ha llegado aquí justo
ahora? —Sus ojos brillaban, desconfiados—. ¿En este preciso instante? ¿En
este pueblo? Es todo muy sospechoso.
—Quizá sea el plan de Dios. —Yona pensó en las palabras de la hermana
Maria Andrzeja.
La criada bufó, pero no añadió nada más.
—¿Vivías aquí? —le preguntó Yona al cabo de un momento—. ¿Antes de
que llegaran los alemanes?
—No. —Marya se detuvo, como si valorara cuánto iba a contarle a Yona
—. Pero trabajaba para la gente que vivía aquí.
—¿Qué les pasó?
—Al padre le dispararon en la calle. —Ahora sus ojos desprendían una
emoción diferente: rabia—. A la madre y a los hijos, en la cama. El más
pequeño tenía solo cuatro años. Simpatizaban con los rusos, según los
alemanes. ¿Me puede explicar cómo va a simpatizar con los rusos un niño
de cuatro años?
—La habitación en la que he dormido… —Yona se tapó la boca con una
mano.
—La de la hija adolescente. Czesława. Murió justo donde ha dormido. —
Marya cruzó los brazos sobre el pecho, con expresión tan petulante como
devastada—. ¿La bola de nieve de la mesita de noche? Esa tan bonita con el
bosque y la nieve. La contemplaba todas las noches y soñaba con un futuro
lejano. Y ahora, por culpa de gente como su padre, está muerta, enterrada
por aquí. Ni siquiera salió del pueblo en el que nació.
Yona enseguida cruzó la cocina y vomitó sobre el fregadero. Cuando se
incorporó, la criada seguía mirándola.
—Lo siento —dijo.
—Eso no les devuelve la vida, Fräulein Inge —gruñó la criada.
Oír ese nombre en boca de Marya le pareció raro y erróneo, peor incluso
que cuando lo pronunciaba Jüttner, quien por lo menos la había conocido
siendo otra persona.
—Yona —murmuró—. Ahora me llamo Yona.
—¿Cree que puede escapar de su destino? —Marya frunció el ceño—. No
podemos. ¿No lo ve? —Se giró sin añadir nada más y salió de la estancia,
dejando a Yona sola, con sabor a bilis y a remordimientos en la boca.
Se vistió deprisa, nuevamente con la ropa de la joven muerta. Sus otras
prendas estaban limpias y dobladas en el rincón; Marya había lavado su
vestido, su camisola, sus pantalones, su ropa interior, y hasta había
remendado los agujeros de sus calcetines. Ahora parecían mofarse de ella,
le recordaban que no era el momento de jugar a los disfraces, pero tenía que
ser así. Si conseguía interpretar el papel de hija abnegada un poco más,
podría salvar a todo el mundo. ¿No sería absurdo no intentarlo?
La alivió no ver a Marya al bajar a la planta inferior, pero el alivio
enseguida se disipó cuando se asomó a la puerta principal y vio a los dos
soldados, que se giraron para observarla con curiosidad hasta que cerró la
puerta de nuevo.
Tardó un minuto entero en darse cuenta de que, si había dos soldados
frente a la casa, uno de ellos debía de ser el que en teoría vigilaba el
callejón. Corriendo, cruzó la casa y se dirigió a la puerta trasera. Miró a
izquierda y a derecha, y no vio a nadie. Sin dudar, salió al callejón, cerró la
puerta con cuidado tras de sí y, a continuación, oculta entre las sombras,
caminó deprisa hacia el final de la manzana, donde un vistazo le confirmó
que la calle estaba desierta. No esperó ni un segundo más para echar a
correr, para poner tanta distancia entre ella y la casa robada de Jüttner como
le fuera posible.
En la calle principal, para no levantar sospechas, redujo el paso hasta
limitarse a andar rápido. ¿Cuál era su plan allí? Al aproximarse a la iglesia,
se detuvo. Se acercaría a uno de los sucios cristales de las ventanas junto al
altar y ojearía el interior; había una puerta lateral con una hoja
especialmente translúcida. Si apoyaba la cara en el cristal, debería ver el
interior, aunque de forma borrosa. Pero bastaría para contar ocho monjas,
sentadas y vivas. Acto seguido, regresaría a la casa de Jüttner a toda prisa
antes de que él reparara en su ausencia, y una vez allí se atormentaría con su
siguiente movimiento. Iba a tener que prepararse para huir al bosque en
cuanto las monjas estuvieran a salvo.
Justo antes de doblar la esquina que daba a la plaza delante de la iglesia,
oyó gritos y se quedó paralizada. Tardó unos segundos en reconocer una de
las voces, la de Jüttner, que vociferaba palabras duras, amenazantes y
coléricas. Yona estaba demasiado lejos para captar lo que decía, pero
cuando se acercó para comprender qué ocurría, en todo momento oculta en
las sombras, lo vio de pie enfrente de la puerta de la iglesia, al lado de un
acobardado Schneider. Señalaba al oficial con el dedo mientras chillaba
algo. El rostro de Schneider estaba rojo, e intentaba articular palabra, pero
Jüttner no dejó de hablar abroncándolo con furia.
Yona se mordió el labio y retrocedió, permitiendo que las sombras la
engulleran de nuevo. Algo pasaba. Con el corazón desbocado, recorrió la
estrecha calle, dobló por un callejón y se encaminó hacia la puerta de la
iglesia cercana al altar. Solo echaría un vistazo, se aseguraría de que las
monjas estuvieran bien y se marcharía tan rápido como había llegado.
En la puerta lateral no había ningún guardia, lo cual no la sorprendió. Las
últimas veces tampoco había habido ningún soldado apostado allí, y Yona
había deducido que la puerta estaba cerrada con llave. Lo que no esperaba
era encontrarse con una puerta sin vigilancia que estaba ligeramente
entornada. El ritmo de sus latidos se aceleró.
Dudó antes de colarse en la iglesia, sigilosa como una brisa. En el interior
reinaban el silencio y la oscuridad, y en la quietud Yona olió la sangre y las
balas antes de ver los cuerpos. Se colocó una mano sobre la boca cuando
sus ojos se acostumbraron a la penumbra. En el altar, formando una fila y
de espaldas, vio a siete de las ocho monjas con un agujero de bala en la
cabeza y los ojos abiertos que miraban hacia arriba, hacia Dios, sin ver. La
octava monja se encontraba a unos metros de allí, de rodillas y desplomada
hacia la derecha, delante del crucifijo que colgaba sobre el altar, con un
agujero de bala en la espalda. Había muerto rezando y mirando a Jesús.
Yona supo, antes de acercarse y darle la vuelta al cuerpo con suavidad, que
se trataba de la hermana Maria Andrzeja.
Los ojos amables de la monja estaban abiertos y vacíos, sus labios
ligeramente separados. Yona se la imaginaba susurrándole a Dios,
pronunciando a toda prisa sus últimas palabras, por más que oyera disparos.
¿O quizá había sido Maria Andrzeja la primera en morir?
—Lo siento mucho —susurró, pero no había perdón en la cara arrugada
de la monja, no había absolución en sus ojos. Ya no se encontraba allí; su
alma había echado a volar. La paloma de la muñeca de Yona palpitó cuando
ella se arrodilló para darle un beso a la monja en la fría frente. Con la palma
de la mano, cerró suavemente los ojos de la hermana Maria Andrzeja y se
quedó unos instantes paralizada. Al final, se irguió y volvió a taparse la
boca con una mano al observar a las otras siete monjas, que guardarían
silencio eternamente. Yona retrocedió y murmuró una débil oración en la
oscuridad, y luego salió por donde había entrado y tomó una bocanada del
frío aire del exterior. Seguía oyendo los airados gritos de Jüttner,
procedentes de la entrada principal de la iglesia, y supo que aquello no era
lo que él quería.
Había intentado detener la ejecución, pero tal vez aquel final siempre
había sido inevitable. Yona había sido una ilusa al pensar que podría
cambiar las cosas.
Pero todavía podría ayudar al grupo del bosque.
Jüttner le había dicho que los planes para entrar en el bosque ya estaban
en marcha, pero ¿y si no era demasiado tarde para hacer algo? «Quienquiera
que salve una vida será considerado el salvador de todo un mundo». Era
capaz de oír aún la cita del Talmud con la voz suave y agradable de la
hermana Maria Andrzeja. Cuando se giró y echó a caminar deprisa,
intentando aparentar tranquilidad en lugar de la sollozante desesperación
que la embargaba, la voz de Jüttner fue quedándose atrás, y Yona se alejó
del pasado para siempre.
Sabía que nunca volvería a ver a su padre.
***
Veinte minutos más tarde, Yona entraba de nuevo en casa de Jüttner por la
puerta de atrás, se cambió para ponerse su propio vestido y las botas
robustas, y agarró lo que pudo del armario de la joven fallecida: dos pares
de zapatos, una docena de calcetines, dos jerséis y un precioso abrigo de
lana roja que era demasiado llamativo para el bosque pero que
proporcionaría una necesitadísima protección durante el helador invierno.
Salió como había entrado y, mientras se enjugaba unas lágrimas que no se
interrumpían, se apresuró a recorrer el camino hacia la granja que se
encontraba en las afueras del pueblo, la de los marcos rojos en las ventanas
y la veleta de águila con el ala rota. Debía asegurarse de que Anka estuviera
bien antes de marcharse para siempre. Le daría paz saber que, entre tanta
locura, por lo menos se había salvado una vida, que uno de los últimos actos
de la hermana Maria Andrzeja pudiera ser su legado.
—¡Alto! —exclamó una voz en el camino, y un soldado alemán le
bloqueó el paso, con varias migas de pan en las comisuras de sus labios
finos. Había estado comiendo mientras ella se acercaba, una obvia
negligencia de su deber, y el sobresalto que se llevó al verla era evidente.
Yona solo tardó un segundo en reparar en que era el mismo alemán al que
se había encontrado tres días atrás, y él pareció darse cuenta al cabo de unos
segundos—. Ah, eres tú —dijo con su suave bielorruso—. ¿Vas a buscar
más leche para tu hija?
Yona esbozó una avergonzada sonrisa, que servía para ocultar su alivio.
El soldado no había estado en la plaza cuando ella alzó la voz para hablar
con Jüttner, no sabía que no era una simple aldeana.
—Tiene mucha hambre, señor. —Inclinó la cabeza y añadió—: Gracias
por la chocolatina.
Cuando lo miró a la cara, los ojos azul claro de él eran profundos pozos
de desesperación.
—No hace falta que me lo agradezcas. Ojalá pudiera darte más cosas.
Yona contempló el trozo de pan que yacía en un lado del camino, a medio
comer. El soldado siguió su mirada y luego clavó los ojos en los suyos, con
cierta culpa y un poco de fastidio en su expresión.
—Yo también tengo hambre, ya ves.
Parecía estar muy bien alimentado, y, aunque apreciaba lo amable que
había sido con la chocolatina, Yona supo de qué se trataba: una forma de
dormir por la noche, de fingir que había marcado la diferencia.
—Siento preguntárselo, señor —dijo envolviendo sus palabras de miel
para que el hombre no detectara el veneno ni la tristeza—. ¿Le importa si
paso? Necesito dar de comer a mi hija.
—¿Esta vez llevas dinero? —Frunció el ceño—. Para la leche.
—Un poco —vaciló.
El soldado se lamió los labios y se retiró las migas. Durante unos
instantes, Yona temió que le pidiera que le mostrara el dinero, algo que
claramente no podría hacer, porque no llevaba. Pero el hombre se limitó a
asentir y se apartó.
—Te veré cuando vuelvas.
—Quizá tardo un poco —comentó ella—. Como ve, no tengo gran cosa, y
me tocará negociar con los granjeros.
El hombre asintió y enarcó una ceja; sus labios formaban una cómplice
sonrisilla. La miró de arriba abajo, valorándola, y estaba claro que se
preguntaba de qué disponía para negociar. Yona lo odió por aquella
insinuación.
—Ya veo —dijo, devorándola ahora con la mirada.
—Le veo dentro de unas horas. —Se obligó a sonreír.
—Aquí te espero. —Con paso más vivo, se giró y regresó a su puesto y al
pan.
Yona caminó durante media hora para asegurarse de que no la siguiera
antes de acercarse al fin a la granja blanca de los marcos rojos, en silencio
en las afueras del pueblo. Había un perro en el patio, todo piel y huesos, que
debía de ser la única razón por la cual todavía no lo habían matado para
comérselo. El animal levantó la cabeza cuando Yona se acercó, sus ojos
eran vidriosos y malignos. Ella apartó la mirada y llamó suavemente a la
puerta principal.
No recibió respuesta, así que llamó de nuevo, esa vez con más fuerza.
Quizá Maja tan solo estuviera siendo precavida, pero, cuando Yona miró
por la ventana, la estancia parecía petrificada, intacta, con partículas de
polvo bailando en el aire enrarecido. Se tragó el miedo que le subía por la
garganta y retrocedió en dirección al establo y a la trampilla del suelo.
Ya estaba corriendo cuando llegó a la endeble estructura en la linde de la
propiedad, y al adentrarse la inundó el terror por si veía a Maja y a Anka
tumbadas sobre la paja, una escena parecida a la de la iglesia. Cuando sus
ojos se adaptaron a la oscuridad, sin embargo, soltó un suspiro de alivio. No
había cuerpos, no había sangre, no había aroma metálico en el aire. Solo
había silencio.
A toda prisa, fue de un lado a otro, retirando la paja, hasta que encontró
un cuadrado en el suelo del establo. Era la trampilla. Utilizó la punta de una
pala para abrirla antes de barrer sus pisadas para que, si se acercaba alguien,
no pudiera seguir sus huellas. Se introdujo en el agujero y cerró la puerta
sobre su cabeza, sumiendo el lugar en la negrura.
A tientas, recorrió las paredes con las manos y caminó en la oscuridad
más absoluta. Había supuesto que la trampilla conduciría a una estancia
oculta, pero no, parecía un túnel estrecho muy largo. Se puso tensa a
medida que avanzaba sin ver nada. ¿A dónde la llevaría aquel camino
invisible?
Estaba a punto de dar media vuelta cuando trastabilló con algo pesado y
cálido.
—Ay —dijo una voz aguda en el silencio, y Yona empezó a retroceder.
—¿Quién anda ahí? —exclamó una voz más segura, y en la negrura se
encendió una cerilla, que iluminó el rostro desafiante de Maja Yarashuk,
que se erguía protectora junto a una Anka agachada. La niña debía de ser
con lo que se había chocado Yona. Pareció reconocerla en el mismo instante
en que ella reconocía a la pequeña, y las dos suspiraron, aliviadas—. ¿Qué
estás haciendo aquí? —preguntó Maja. Se metió una mano en el bolsillo y
extrajo un trozo de corteza de pino, que prendió. Al cabo de unos pocos
segundos, había suficiente luz para divisar la longitud del túnel, que parecía
terminar unos cientos de metros más adelante—. No tendrías que haber
venido.
Yona miró a Anka, que la observaba con ojos brillantes y asustados. No
era necesario que la niña supiera qué les había pasado a las monjas, así que
Yona se acercó a Maja y le susurró al oído:
—Necesitaba advertirla.
Maja asintió una vez, y luego miró a Anka con preocupación.
—Gracias. Pero creo que aquí de momento estamos a salvo. Anoche la
traje a este túnel. Mi contacto debería llegar esta misma noche para
llevársela a otro pueblo.
—¿Y usted? —quiso saber Yona.
—Yo me quedaré aquí. Hay que seguir con el trabajo.
—Pero si los alemanes la descubren…
—Pues entonces veré a mi esposo antes de lo que esperaba. Acepto mi
destino. Pero ahora debes irte. Si te vieron con las monjas, seguramente ya
no estés a salvo en el pueblo.
Yona apartó la mirada. Maja no sabía lo que había ocurrido.
—Tengo que regresar al bosque de Nalibocka. Se ha organizado una
represalia contra algunos de los grupos que se esconden allí. Debo
advertirles. —Maja y Anka la miraban con los ojos como platos.
—Será peligroso —dijo Maja—. Podría enviarte con Anka, ayudarte a
desaparecer.
—Es algo que necesito hacer. —Yona negó con la cabeza.
—Entiendo. —Maja asintió hacia el final del túnel—. Camina hasta
recorrerlo entero. Verás una puerta arriba que comunica con el bosque.
—¿Una puerta que comunica con el bosque? —Yona estaba boquiabierta.
—Así es como movemos a los niños sin que nos vean. Mi esposo lo
construyó durante la última guerra. Algún día los alemanes lo encontrarán,
y será mi fin. Pero no creo que sea hoy. Y ahora vete, con cuidado. Cuando
salgas al bosque, dirígete al norte durante una hora, y luego hacia el este.
Tarde o temprano te hallarás en el Nalibocka.
—¿Y Anka?
—Ella irá en dirección contraria. Estará a salvo.
Yona se inclinó sobre la pequeña, que había presenciado la conversación
con los ojos muy abiertos.
—¿Cómo te encuentras, Anka? —le preguntó.
—Mejor. —En efecto, sus mejillas tenían más color y su voz sonaba más
fuerte—. ¿Dónde está la hermana Maria Andrzeja?
—No está aquí —murmuró Yona con suavidad—. Pero está aquí. —Le
dio un golpecito a la pequeña en el pecho, en el lado izquierdo, justo encima
del corazón.
Anka lo entendió.
—Como mi madre y mi padre —dijo al cabo de unos instantes.
Yona tan solo pudo asentir.
—Entonces, estaré a salvo. —Aun así, la niña parecía insegura.
—Teniendo en cuenta que tanta gente cuida de ti, ¿cómo no ibas a
estarlo? —Yona le agarró las manos y se las apretó.
Anka esbozó una débil sonrisa, y luego Maja le dio un golpecito a Yona
en el hombro y le indicó el final del túnel.
—Vete —dijo—. Buena suerte.
—Igualmente —asintió Yona. No miró atrás cuando avanzó por el túnel,
ascendió la escalera y salió a una densa arboleda. En ese momento, echó a
correr hacia el Nalibocka. Sus pies la llevaban hacia el único hogar que
había conocido de verdad.
CAPÍTULO VEINTIUNO
***
***
Y ona solo había ido una vez al pantano —con Jerusza en el extraño
verano de 1941— y, al avanzar por el bosque, adentrándose cada vez
más y más en la oscuridad, se preguntó si la anciana la había llevado allí
porque sabía que llegaría ese momento. Aunque, si había augurado que el
mundo descendería a aquella locura, ¿por qué no la había advertido? ¿Por
qué no le había dicho que al cabo de dos años iba a tener que guiar a un
grupo de personas inocentes hacia el corazón invisible del bosque para
ayudarlos a salvar la vida?
Yona iba a la vanguardia, mientras que el resto del pequeño grupo la
seguía lentamente: Oscher se esforzaba para que la cojera no lo retrasara,
Bina caminaba a su lado para ayudarlo, Rosalia se ocupaba de la
retaguardia y avanzaba un poco tras ellos, con un arma en el hombro y
escaneando el bosque en silencio. A Yona le agradó que Zus hubiera
sugerido que Rosalia la acompañara; se fiaba más de ella que de cualquier
otra persona del asentamiento a excepción del propio Zus, y se sentía más
protegida al saber que estaba allí. Chaim, Leonid Gulnik y Shimon
Sokolowski también empuñaban un arma; las dos nuevas familias habían
llegado con una cada una.
Conforme conducía al grupo hacia el punto más hondo del oscuro bosque,
Yona no dejaba de pensar en Zus y en lo que debería haberle dicho antes de
que se separaran. Él le había dicho que era más especial de lo que pensaba,
pero ¿por qué había dejado escapar ella la oportunidad de decirle lo mismo?
A fin de cuentas, fue en Zus en quien pensó durante la larga caminata desde
el pueblo y fueron su voz y sus palabras las que la llevaron hasta casa. El
modo en que se granjeaba el respeto de los demás gracias a su amable
compasión la afectaba, pero no sabía cómo describirlo con palabras. Ahora,
sin embargo, lo que no le había dicho le constreñía el corazón.
Al cabo de aproximadamente una hora, Chaim alcanzó a Yona, mientras
su esposa y sus hijos los seguían a varios pasos. Se dirigían poco a poco
hacia el noreste, hacia las profundidades del corazón del bosque, avanzando
bajo el sol del atardecer. Cuando se hiciera de noche, Yona planeaba
detenerse y dejarles descansar tres horas antes de ponerse en marcha de
nuevo. Para evitar a los alemanes, a partir de ese momento iban a tener que
refugiarse durante el día y avanzar por la noche.
—Mi hermano es un buen hombre, ¿sabes? —le dijo Chaim con voz
ronca después de que hubieran pasado casi treinta minutos andando juntos
en silencio.
Aquellas palabras la sobresaltaron.
—¿Cómo sabías que estaba pensando en él?
—No lo sabía. —Le sonrió—. Pero esperaba que fuera así. Creo que él
está pensando en ti.
—Ve en mí algo que no hay, creo. —Yona negó con la cabeza.
—No. Ve en ti exactamente lo que hay. Y eso es muy complicado para él.
—¿Complicado?
Chaim se rascó la mandíbula y se detuvo antes de volver a hablar.
—Quedó destrozado cuando murieron Shifra y Helena, su esposa y su
hija. No soy quién para decírtelo, Yona, pero todavía no ha podido hablar de
eso. Y creo… creo que le gustaría que lo supieras.
—¿Qué les ocurrió, Chaim?
Chaim se quedó callado durante mucho tiempo, y no fue hasta que Yona
giró la cabeza cuando se dio cuenta de que intentaba no echarse a llorar.
—Shifra se había casado con Zus cuando eran adolescentes, y estuvieron
juntos más de diez años. Era una buena mujer, y Helena, su hija, solo tenía
cuatro años. Era inteligente. Divertida. Amable. Se habría convertido en una
buena persona, como su padre. Zus las quería con todo su corazón, y yo
también las quería.
—Lo siento mucho. —A Yona no se le ocurría otra cosa que decir,
aunque eso nunca sería suficiente. Chaim no pareció oírla.
—Llegaron los alemanes. Zus se había erigido en alguien respetado por la
gente. Creemos que por eso fueron a por él, para eliminar a cualquiera que
se alzara contra ellos, a cualquiera que pudiera alentar la resistencia. —
Chaim respiró hondo y guardó silencio de nuevo. Sus pasos crujían sobre
las hojas caídas, y los pájaros también habían dejado de cantar, como si el
bosque aguardara para conocer el resto de la historia. Cuando tomó la
palabra, su voz era hueca—. El día que fueron a trasladarnos a todos al
gueto, a Zus le engrillaron las manos y lo ataron al hogar para que no
pudiera moverse. Le dieron una paliza a Shifra hasta dejarla inconsciente
delante de él, y después les dispararon a ella y a la pequeña Helena mientras
él rogaba por sus vidas. Se marcharon entre risas y dijeron que, cuando
alguien lo encontrara, habría muerto también, pero mientras tanto él solo
pensaba que era su culpa que su familia hubiera muerto. Debieron de pensar
que nadie iría a salvarlo, puesto que habían expulsado a todos los judíos.
Pero cinco días más tarde pude escabullirme del trabajo y conseguí regresar
a nuestro pueblo. Encontré a Zus delirando, atado todavía al hogar. Había
dejado de intentar escapar, se había rendido. Lo llevé de regreso al gueto
porque no podía abandonar a mi propia familia, y no sabía a qué otro lugar
llevarlo para cuidar de él y que se recuperara. Su cuerpo poco a poco se
recobró, pero el resto…
Yona ahogó un sollozo cuando Chaim hizo una pausa.
—Antes era diferente, Yona —dijo al cabo de unos instantes—. Se reía
constantemente. Amaba a su mujer, pero los alemanes lo destrozaron. Lo
rompieron.
—Como a todos —murmuró Yona, pero ahora sabía que a Zus lo habían
destruido de forma diferente que a ella. No se puede curar un corazón al que
han hecho añicos; solo se puede tirar para adelante, hacer lo imposible para
sujetar las esquirlas hasta que tarde o temprano formen algo nuevo.
—Le importas, Yona —añadió unos minutos más tarde—. Al principio no
me di cuenta, quizá porque Zus se preocupaba por respetar el hecho de que
ya estuvieras con Aleksander. Pero cuando te marchaste el mes pasado lo vi
perder un poco de luz. Si somos lo bastante afortunados como para
sobrevivir, debes prometerme que nunca lo abandonarás, no sin avisarlo.
Por favor. Ahora somos tu familia. Todos nosotros. Pero Zus… Da igual lo
que sientas por él: debes saber que, en un rincón de su corazón, algo ha
empezado a florecer por ti.
Yona agachó la cabeza. Quería darle su palabra a Chaim de que no se iría,
pero no sabía qué les depararía el futuro.
—A mí también me importa, Chaim. —Fue lo único que le pudo decir.
Él debió de percibir la verdad de su afirmación, pues asintió y, al cabo de
poco, se rezagó para volver con su familia. Yona se quedó caminando sola
una vez más.
***
***
***
***
Esa noche, después de conocer a los ocho recién llegados —todos entre
dieciocho y veinticuatro años, con miradas brillantes por la rabia y la pena
por sus seres queridos, asesinados por los alemanes—, Yona se alejó cien
metros del asentamiento y se encontró sola en el bosque por primera vez en
semanas. En el campamento estaban a salvo, tan a salvo como era posible, y
hasta Chaim y Rosalia habían bajado la guardia y se habían quedado
dormidos. Israel y Wenzel, que habían regresado una semana antes con el
grupo de Zus y estaban muy descansados, patrullaban aquella noche, y
Yona oía sus distantes pasos moviéndose entre los árboles. Pero era capaz
de cerrar los ojos y aislarse del sonido, sentada en la orilla de un
burbujeante arroyo.
El suave fluir del agua la tranquilizaba, le daba la posibilidad de dejarse
ir, y antes de darse cuenta le caían lágrimas por la cara, estaba sollozando y
zarandeándose por el esfuerzo de tomar aire. La luna brillaba, calmada y
silenciosa, y las estrellas parpadeaban en el firmamento; Yona por fin lloró
por todo lo que había perdido: por las personas que todavía deberían seguir
allí, por el padre al que nunca volvería a ver, por la muerte de Aleksander,
por la pérdida sin sentido del joven Leib, incluso por Jerusza, que parecía
más lejos de ella que nunca. «Los alemanes no solo eliminan a nuestra
gente», le había dicho Aleksander tiempo atrás. «Eliminan nuestro futuro».
Todo el linaje de Aleksander, y de Leib, estaba borrado para siempre.
¿Cuántos futuros habían aniquilado los alemanes del mismo modo?
Lloraba con tanta intensidad que no oyó que se le acercaba alguien hasta
que unos dedos callosos y cálidos le tocaron el brazo. Dio un brinco, se giró
y se encontró cara a cara con Zus. El grito apresado en su garganta se
fundió en un gemido, y sin decir nada él la estrechó y se limitó a abrazarla
mientras se sacudía. Cuando al final se apartó, Yona sabía que tenía la cara
manchada con sal y suciedad, y los ojos rojos, pero, cuando Zus alargó una
mano y recogió con suavidad un mechón de pelo para colocárselo detrás de
la oreja, se vio reflejada en los ojos de él, y no vio ninguna de esas cosas.
—Siento lo de Aleksander —dijo Zus rompiendo el silencio con voz
ronca—. Sé qué se siente al perder a alguien.
—No solo lloro por él —murmuró Yona, y en el modo en que él irguió
ligeramente los hombros con alivio vio algo que le aceleró un poco el
corazón—. Mis lágrimas son por todas las personas a las que hemos
perdido. Por todas las vidas que no deberían haberse extinguido.
Zus asintió, y los dos levantaron la vista al cielo al mismo tiempo. Yona
observaba cómo una salpicadura de estrellas, una infinita galaxia muy
lejana, desaparecía detrás de una nube oscura, y acto seguido se giró hacia
él.
—Me arrebataron a mi esposa y a mi hija —le anunció sin inmutarse.
Seguía mirando al lugar donde deberían brillar las estrellas—. En mis
propias narices. Yo… no pude evitarlo. ¿Te lo ha contado Chaim?
—Sí —asintió Yona—. Lo siento mucho, Zus.
Fue a agarrarle la mano y él entrelazó los dedos con los suyos. Al cabo de
unos instantes de silencio, ella también miró al cielo.
—Estoy roto, Yona —dijo sin mirarla—. Siempre lo estaré,
independientemente de lo que haga y de cuántas vidas ayude a salvar.
Ella dudó antes de acercarse y apoyarle la cabeza en el hombro.
—Yo también estoy rota. Pero a veces son los cantos afilados los que nos
permiten encajar. A veces son las grietas las que nos vuelven más fuertes.
Zus no respondió, y durante unos segundos ella estuvo segura de que
había dicho algo inapropiado, que al intentar hacer que se sintiera menos
solo había logrado que pensara que estaba comparando sus pérdidas con las
de él. Pero entonces le puso un dedo debajo de la barbilla y le inclinó la
cabeza hacia arriba con amabilidad. Observó los ojos de ella un rato con sus
ojos tormentosos, y sin decir nada se inclinó y la besó, con tanta suavidad
que al principio sus labios apenas rozaron los de ella. Cuando Yona le
devolvió el beso, Zus giró un poco el cuerpo para atraerla hacia sí.
En el momento en que al final se separaron, la luz había regresado a los
ojos de él. Parecía que iba a decir algo, pero no era necesario pronunciar
palabra. Al cabo de unos segundos, Yona le puso de nuevo la cabeza en el
hombro, y Zus apoyó la suya en la de ella. Yona se preguntó entonces si sus
contornos rotos habían encajado perfectamente desde el principio.
CAPÍTULO VEINTICUATRO
***
Al cabo de dos días, Zus y Chaim habían reunido a un equipo; Leonid
Gulnik se uniría a ellos, igual que Bernard, Rosalia, seis de los recién
llegados y Yona. Israel y Wenzel se quedarían al mando del campamento
mientras se ausentaban. Sulia les imploró ir con ellos, pero Zus y Chaim se
negaron; debían confiar en las personas que participaran en la misión, y
ninguno de ellos creía que Sulia diera más importancia a la seguridad del
grupo que a la suya propia. Se había enfadado cuando le impidieron que los
acompañara y, aunque seguía lanzando miradas sombrías a Zus y a Yona,
parecía haber aceptado la decisión y coqueteaba con Harry Feinschreiber, a
quien le desorientaba ser objeto de las atenciones de la mujer.
Se marcharían la mañana siguiente antes del alba, llevándose con ellos
todas las ametralladoras menos una y todos los rifles menos dos; iban a
necesitar todas las armas posibles para vencer a los alemanes, armados
hasta los dientes, pero no podían dejar indefenso al grupo del campamento,
por supuesto. Habían urdido el plan con precisión: dispararían a las ruedas
de un transporte alemán; después, en pleno caos, saldrían de todas las
direcciones y dispararían a todos los soldados posibles antes de que los
alemanes abrieran fuego contra ellos. Sería peligroso y probablemente los
superarían en número, así que el factor sorpresa era esencial. Y después,
importantísimo, debían desaparecer con la misma rapidez con la que habían
llegado, fundiéndose con el bosque, ya que era evidente que los alemanes
irían a por ellos.
Yona acababa de tumbarse en su pequeña choza, con la esperanza de
tranquilizarse y dormir por lo menos unas cuantas horas, cuando oyó ruidos
junto a su cabaña y a alguien aclarándose la garganta.
—¿Yona? —Era Zus, y Yona se levantó de inmediato para recibirlo.
El resto del grupo estaba oculto, el fuego de la cena se había apagado, la
noche era silenciosa. La luna era apenas una curva y el cielo estaba oscuro,
así que no era más que una sombra en la oscuridad.
—¿Todo bien, Zus? —le preguntó.
—¿Puedo entrar?
Asintió y se apartó. Cuando encendió una vela en la negrura, la luz
inundó aquel estrecho espacio, y Yona tuvo que contenerse para no
acariciarle la cara. Esperó en silencio a que él tomara la palabra.
—Yona, tengo miedo —dijo al fin con voz grave y profunda, que le
recordaba a un lejano trueno, reconfortante y peligroso al mismo tiempo.
Dio un paso hacia ella. Estaban a pocos centímetros de distancia, tan cerca
como la noche en que la había besado—. ¿Y si estamos cometiendo un
error? No podría soportar que algo le ocurriera a Chaim. —Titubeó antes de
mirarla a los ojos—. O a ti.
Yona parpadeó varias veces e intentó escapar del poder de la mirada de él.
—Chaim toma sus propias decisiones, igual que yo. No eres responsable
de ninguno de nosotros, Zus.
—Pero es mi hermano. Le quiero, y no deseo perderlo. Y tú eres… —Su
voz se apagó—. Tú eres tú. Eres… —No supo cómo terminar la frase, pero
ella oyó el final en el temblor de su voz, lo vio en el dolor que reflejaban
sus ojos—. Lo que dijiste sobre los fragmentos rotos, Yona, yo… Sé que
tienes razón. Estoy intentando encontrar la manera de renacer, ¿sabes? Solo
que me está llevando más tiempo del que esperaba.
Yona quería inclinarse y besarlo, pero se contuvo. Respiró hondo y le
hizo un gesto para que tomara asiento a su lado. Se dejaron caer sobre su
cama de juncos, y Zus buscó su rostro.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—He estado pensando en lo que ha dicho Rosalia —empezó a decir en
voz baja—. Hay algo que debería contarte.
—No es necesario. —Zus le rozó la mejilla.
—Pero es que debería. —Respiró hondo—. Cuando en verano me
marché, conocí a mi padre.
—¿A tu padre? —Parpadeó varias veces—. Creía que te había criado una
mujer mayor. Que no conocías a tus padres.
—Viví con ellos hasta que cumplí dos años. A veces por la noche veía sus
caras en mi mente, congeladas, como un retazo de mi pasado que no podía
tocar pero que siempre recordaría.
Se había quedado desconcertado, pero asintió y la animó a continuar.
—Y por eso reconocí a mi padre, creo, aunque nunca lo había esperado.
Siempre estaba allí, fuera de mi alcance. —Se atrevió a mirar a Zus antes de
agachar la cabeza, avergonzada—. Es un oficial alemán, Zus. Fue él quien
me dijo que los alemanes iban a entrar en el bosque.
Zus no se movió, pero pareció que le había dado una bofetada.
—Yona…
—Como ves, después de todo no soy como vosotros. Tu familia está
muerta. La mía quizá sea responsable de eso. Tal vez… Tal vez yo haya
nacido para hacer algo horrible —concluyó con un susurro.
Zus no dijo nada. Mientras miraba al suelo, Yona temió que estuviera de
acuerdo, que se hubiese quedado consternado. Pero entonces alargó las
manos y tomó las suyas. Esperó a que ella levantara la cabeza antes de
hablar.
—Todos llegamos a este mundo con el destino por escribir, Yona. Tu
identidad no queda determinada por tu nacimiento. Lo único que importa es
en qué nos convertimos, qué elegimos hacer con nuestra vida. Tú eres tan
nazi como yo soy una criatura del espacio que vuela entre las estrellas.
A pesar de las lágrimas que le anegaban los ojos, a pesar de la gravedad
de la conversación, Yona no pudo evitar ahogar una carcajada. Zus le
acarició el rostro y le alzó la barbilla para que tuviera que mirarlo a los ojos.
—Tú eres tú, Yona, y eres extraordinaria. No importa quiénes sean tus
padres, ni siquiera quién te crio. ¿Quién eres aquí? —Le dio un golpecito en
el pecho, justo en la parte izquierda, y su mano permaneció allí, apoyada
sobre su piel. Notaba cómo su corazón latía contra la palma de él.
—No lo sé —susurró.
—Yo sí que lo sé. Eres una guerrera. Eres una heroína, y una luchadora, y
una salvadora. Eres una cuidadora y una fuente de vida. —Respiró hondo y
esperó hasta que vio que ella lo miraba a la cara—. Y eres la mujer que ha
despertado un corazón que creía que iba a dormir para siempre. —Le agarró
la mano y se la puso en el lado izquierdo del pecho para que los dos
estuvieran sentados, en aquella quietud, con la mano sobre el corazón del
otro, notando el ritmo regular de la vida—. Eres una mujer que espero que
pueda perdonar mis defectos, una mujer que espero que algún día encuentre
un lugar en su corazón para mí.
Al oírlo, se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Ya estás en mi corazón, Zus. ¿No lo notas?
La palma de él le apretó el pecho y absorbió sus latidos, que parecían
acompasarse con los suyos. Lentamente, asintió.
—Solo que no estoy segura de que llegue a haber espacio en tu corazón
—murmuró—. Y comprenderé si es que no.
—Tú también estás ya en mi corazón, Yona. —La miró a los ojos.
Y, acto seguido, posó los labios sobre los suyos, y fue diferente a la vez
anterior. No había dudas, no había preguntas ocultas tras las caricias, no
había nada que no se hubieran dicho. Zus ahora sabía que Yona comprendía
su pasado, y ella sabía que él comprendía el suyo. Nada de aquello
importaba, no en ese momento. Después de apagar la vela, notó el peso de
él encima de ella, un cuerpo que cubría el suyo y unas manos que se
enredaban en su pelo, y cerró los ojos y soltó el miedo que sentía. Lo único
que quedó entre ellos fue lo único que importaba: el amor, la clase de amor
que uno encontraba en la oscuridad cuando todos los fingimientos habían
desaparecido, la clase de amor que nacía del dolor y de la desesperación y
de la esperanza, la clase de amor que era un refugio en plena tormenta.
CAPÍTULO VEINTICINCO
***
Corrieron durante una hora y vadearon por el río durante otro kilómetro
antes de emerger en una zona del bosque que resultaba desconocida para
todos menos para Yona. Se habían alejado lo suficiente como para que los
alemanes no pudieran seguirles la pista. El grupo finalmente se detuvo a
descansar bajo la sombra de unos cuantos robles. Sin decir nada, los
Rozenberg empezaron a desenrollar los fardos que llevaban, y Yona y Zus,
que habían acarreado un gran bulto entre los dos, hicieron lo mismo. Chaim
y Leonid transportaban un pequeño fardo cada uno, y al cabo de unos
instantes el botín del que se habían apoderado estaba en el suelo ante ellos.
Yona se quedó boquiabierta al ver el tesoro. No tenía ni idea de lo que
llevaban, pero ahora, viéndolo desplegado, pensó que quizá la muerte de
Rosalia no había sido totalmente en vano, después de todo.
Había una docena de ametralladoras, cuatro pistolas y mucha munición.
En la bolsa que Zus y ella transportaban, la sorprendió encontrar dos
docenas de rebanadas de pan duro, cajas de cigarrillos, por lo menos un
centenar de chocolatinas y decenas de latas en cuyas etiquetas se leía
Rinderbraten, Truthahnbraten y Hähnchenfleisch. Chaim y Leonid tenían
un botín parecido, igual que Regina y Paula, quienes también llevaban
paquetes alargados con la palabra Erbswurst y paquetes de galletas saladas
duras. El pan y los cigarrillos estaban empapados, pero lo demás estaba casi
todo intacto.
—¿Qué es todo esto? —preguntó uno de los hermanos Rozenberg.
—Las latas son de carne de ternera, pollo y pavo —dijo Yona en voz baja
leyendo las etiquetas al examinar el inesperado tesoro—. Y los paquetes
alargados son para hacer sopa de guisantes.
—Las raciones de los soldados —murmuró Zus, y Yona asintió. Ahora
odiaba a los nazis un poco más, puesto que arrasaban en los pueblos y
destrozaban las cosechas cuando tenían garantizada su propia
supervivencia.
—Esto es suficiente para superar el invierno —comentó Yona—. Es lo
que buscábamos.
Se miraron unos a otros mientras el peso de lo que habían conseguido se
instalaba entre ellos. Fue Chaim quien rompió el silencio.
—Deberíamos irnos —dijo—. La distancia que tenemos que recorrer es
muy grande.
Todos asintieron con un murmullo y se apresuraron a guardar las
provisiones de nuevo en fardos y sacos. Caminarían hasta que ya no
pudieran dar un paso más, y entonces descansarían unas horas y se pondrían
en marcha antes del alba.
—¿Estás bien? —le preguntó Zus en voz baja al situarse junto a Yona,
que guiaba la comitiva por el bosque.
—No —susurró al cabo de unos instantes.
Él asintió, y ella supo que Zus tampoco estaba bien. Todos eran
conscientes del peligro que corrían, pero perder a Rosalia los había afectado
en gran medida.
—Yitgadal v’yitkadash sh’mei raba b’alma di-v’ra chirutei —empezó a
decir Zus después de hacer una pausa, y Yona notó que le daba un vuelco el
corazón—. V’yamlich malchutei b’chayeichon uvyomeichon uvchayei
d’chol beit yisrael, ba’agala uvizman kariv, v’im’ru: amen.
Era el kaddish de duelo, pronunciado en arameo para honrar a los
muertos. Yona respiró hondo.
—Y’hei sh’mei raba m’varach l’alam ul’almei almaya —dijeron al
unísono. Yona susurró mientras Zus seguía recitando el resto de la oración,
y supo, por cómo se le quebró la voz, que la había entonado muchas veces,
porque había perdido a mucha gente. Pronunciarla ahora, solos en el bosque
con un grupo de diez personas, no era lo que mandaba la tradición, pero
consoló a Yona. Ya la repetirían más tarde como era debido, como habían
hecho por Aleksander y los demás. Pero por el momento bastó para que
Yona siguiera avanzando y guiando a los supervivientes hacia casa.
CAPÍTULO VEINTISÉIS
***
S iete meses más tarde, miles de refugiados a los que habían marcado
para eliminarlos salieron de los bosques de Polonia, vivos y libres,
aunque el mundo que habían conocido estaba en ruinas. Las últimas
semanas escondidos habían sido las peores; por todo el bosque, los
alemanes los atacaron al retroceder frente al avance del Ejército Rojo, que
iba ganando terreno, y muchos judíos inocentes que habían sobrevivido a la
guerra terminaron pereciendo en los coletazos de la contienda. Shimon y
Leonid fueron dos de las víctimas del tramo final. Estaban montando
guardia cuando una docena de nazis huidos se habían acercado al
campamento; lograron abrir fuego y mataron a cuatro soldados antes de que
les dispararan. Los hermanos Rozenberg, a quienes despertaron los ruidos,
echaron a correr hacia el bosque y rodearon a los alemanes desde detrás
para acabar con ellos antes de que llegaran al campamento principal.
En los meses que habían pasado desde que Jüttner le disparó a Yona, el
grupo había crecido, y cuando llegó el deshielo de la primavera eran
cincuenta y tres. Cuando reemergieron al mundo, con Chaim como su líder,
junto a su esposa y sus hijos, sintieron alegría por el fin de la guerra, pero
también una gran tristeza por todo lo que habían perdido. En Nowogródek,
en Pinsk, en Lachowicze, en Lida, en Mir, en todos los pueblos de los que
provenían, encontraron ocupadas las casas donde habían vivido. Supieron
de incontables seres queridos que no habían regresado y nunca lo harían.
Vieron sinagogas arrasadas por el fuego y aldeanos boquiabiertos al
constatar que había judíos que habían sobrevivido. Encontraron un mundo
que ya no parecía tener un lugar para ellos.
Quienes habían sobrevivido a la guerra, sin embargo, eran conscientes de
que debían encontrar una manera de seguir adelante. Así que vivieron y
prosperaron tanto como les fue posible, algunos empezando de cero en los
pueblos que habían sido su hogar, y la mayoría dejando atrás sus desolados
pueblos eslavos para encontrar una nueva vida en otra parte. Chaim, Sara y
sus hijos se dirigieron a Israel, igual que Miriam, Oscher y Bina, y también
las familias de Shimon y Leonid, cuyas esposas juraron empezar de nuevo a
construir una nueva vida, una vida más segura, para sus hijos. Ruth, Pessia,
Leah y Daniel emigraron asimismo a Israel con la esperanza de un nuevo
comienzo, y dieciséis años más tarde, cuando Daniel murió durante una
misión de represalia después de un ataque sufrido en su país de adopción,
Ruth y sus hijas lloraron mucho su muerte, pero estuvieron orgullosas de
que hubiese muerto con valentía para defender los derechos de los judíos a
vivir en paz. Era una guerra que no parecía tener fin.
Algunos que habían sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial en aquel
gran bosque se pasaron el resto de su vida intentando olvidar lo que habían
sufrido, lo que habían perdido. Comenzaron de cero, perdieron el contacto,
procuraron pasar página. Otros se quedaron allí, siempre conscientes de la
imposibilidad de enmendar la situación, de recuperar los momentos que les
habían robado. Todos ellos, sin embargo, estuvieron atados eternamente a
los oscuros bosques del este de Europa, bosques que habían guardado sus
secretos y que habían presenciado sus muertes.
Muchos años más tarde, ya entrado el nuevo milenio, los niños seguían
contando historias de la anciana que había vivido en las profundidades del
bosque de Nalibocka, la que tenía un ojo verde y el otro azul. Algunos se
preguntaban si de verdad había existido, mientras que otros juraban haberla
visto cantar a las estrellas, hablar con las ardillas, moverse con los árboles.
Creían que era una bruja y susurraban historias de miedo y terror sobre ella
en los pasillos de las escuelas donde los niños de todas las razas y religiones
hoy aprendían codo con codo.
Pero no conocieron a la anciana en absoluto. No sabían que se había
casado con un hombre que había abierto el corazón de nuevo, a pesar de sus
contornos afilados, y que había permanecido a su lado hasta morir,
tranquilamente, a los ochenta y nueve años. No sabían que era la madre de
dos hijos que rondaban los sesenta años y que —a pesar de que habían
salido del bosque tiempo atrás, uno hacia Israel y el otro hacia Francia— la
quisieron con todo el corazón y que la visitaban siempre que podían. No
sabían que era la orgullosa heroína judía que había descubierto quién era en
la oscuridad y que había ayudado a dar vida a muchos que de lo contrario
no habrían vivido.
Y a ella no le importaba. Su lugar estaba allí, entre los árboles, en la
noche que siempre la abrazaba, debajo de un techo de cielo salpicado de
estrellas infinitas. Y el dieciséis de julio de 2019 murió sigilosamente en la
pequeña cabaña que había construido con sus propias manos, rodeada de
sus hijos, bajo la luz de la primera luna llena de su centenario, como cierta
anciana le había prometido tantos años antes.
NOTA DE LA AUTORA
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Cuando hablé con Aron Bielski, le pregunté qué creía que llevaba a
hombres normales y corrientes como él y sus hermanos a levantarse y hacer
algo tan extraordinario. Guardó silencio durante un buen rato y al final tan
solo respondió: «Dios».
Me sorprendió especialmente porque, al oír a Henryka y a Aron contarlo,
en los años que pasaron en el bosque no hubo demasiado tiempo para la
religión; debían concentrarse en la supervivencia. «No la puedes practicar,
tienes que luchar, tienes que ir a buscar comida», me explicó Henryka.
«Pero había un rabino que enseñaba religión y también celebraban las
grandes festividades. Lo hacían lo mejor que podían». Aron dijo que no
recordaba si habían encendido alguna vela para el Sabbath. «No me
acuerdo», dijo. «Pero, si no tenías una vela, agarrabas un trozo de madera».
Aquella luz brilló incluso en la oscuridad. Dios estuvo con ellos todo el
tiempo, en los grandes momentos y en los pequeños. Creo que todos lo
sintieron entonces, y que Aron lo sigue sintiendo ahora.
Hoy, ocho décadas después de que los alemanes invadieran Polonia y
mataran a tantísima gente, a Aron y a Henryka les preocupa que a veces
parezca que el mundo se parte en dos de nuevo. «Nos inquieta lo que ocurre
en el mundo en la actualidad con el odio entre naciones, entre religiones,
entre razas», dijo Henryka. Aron añadió: «Así fue, así es y así será
siempre».
¿Qué mensaje le gustaría a Aron compartir con el mundo de hoy? «Sé
amable siempre que sea posible y ayuda a los más pobres y débiles. Con
suerte, no volverá a haber ninguna guerra, aunque sigue habiendo
demasiado odio, y nunca se sabe qué va a pasar… Esperamos que no suceda
de nuevo, pero no hay ninguna garantía».
No olvidemos el pasado. No olvidemos a los héroes que lucharon para
que otros pudieran sobrevivir. No olvidemos ser amables con el prójimo.
«Sé amable siempre que sea posible». Es un consejo muy simple, pero si
lo conseguimos, día tras día, quizá podamos ser el cambio. Quizá podamos
permanecer unidos. Quizá podamos construir un mejor futuro para el
mundo. Encendamos una vela o un trozo de madera en la oscuridad… y
dejemos que la luz nos ayude a seguir hacia delante.
AGRADECIMIENTOS