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Capitulo tres:

Dolor burocratizado y conocimiento envenenado

“Una cuestión de distancia, a eso me quiero referir cuando hablo sobre el

terror, una cuestión de encontrar la distancia adecuada, manteniéndolo alejado para

que no se vuelva en contra de nosotros…pero, sin embargo, no alejándolo tanto que

terminemos por colocarlo dentro de una realidad aséptica y por sustituir un tipo de

terror por otro. Término de enunciar esto y ya me encuentro perdido, podría decirse

que me encuentro entregado al terror, embarcado en alguno de esos ejercicios fútiles

de estética liberal, esforzándome por establecer un sentido único y totalmente

incapacitado de comprender que el lenguaje del terror siempre se nos vuelve en contra,

al ser un diálogo superacelerado, con su lenguaje que presupone, si no anticipa, mi

respuesta, que subvierte el sentido y depende de él al mismo tiempo, forzando al

sistema nervioso tanto hacia la histeria como hacia una aparente y apática aceptación,

ambas, las dos caras del terror, el arte político de lo arbitrario, como de costumbre”

( Taussig, 1995: 166-167)

Proponer la reflexión sobre el dolor ha sido el pretexto para hablar de mi como un


agente institucional. Las narrativas del horror, del miedo, de las sensaciones de olvido y
abandono que han tenido las víctimas y que han sido registradas en formatos, analizadas
y resueltas son el caldo del cultivo de este documento, a través de éstas mi ser se ha
visto afectado. Hablo de dolor como esa dimensión afectiva producida por un factor
externo, en este caso, las afectaciones o hechos victimizantes que sufren las víctimas.
Pero también hablo de la tramitología de la ley y la burocracia en el Estado en donde la
carga afectiva del dolor es desestimada al intentar estandarizar la manera como el
acontecimiento es analizado. Sin embargo, lo que quiero evidenciar es que los
trabajadores estatales no son sujetos pasivos, no se restringen a ser testigos modestos.

Si bien hacemos parte del engranaje del sistema y estamos atravesados por la
institucionalidad somos sujetos sensibles en constante construcción a los cuales, estas
narrativas de dolor también nos interpelan. Es así como el dolor que producen los hechos
victimizantes transita, primero en forma de narración, para pasar a ser un formulario que
posteriormente será objeto de análisis y finalmente una decisión, pero este tránsito que
aparentemente ocurre en una línea de producción no deja ilesos a quienes hacen posible
que el aparataje funcione.

Este capítulo expone finalmente los tránsitos, movimientos liminales y de frontera


que como agente del Estado he caminado desde que inicié el ejercicio de mi profesión. La
escritura de este texto ha sido difícil porque expongo uno de los ámbitos más internos de
mi sensibilidad y las contradicciones que he tenido a lo largo de este proceso. He sido
sujeto de una gubernamentalidad de los afectos y de las emociones; he sido operaria de
una gran maquila, he intentado desde mis posibilidades de existencia contradecir
cabalmente la noción del empleado público paquidérmico, para demostrar que esa
representación parasitaria sobre el servicio público no me ha interpelado a mí, así como
no ha atravesado a muchos otros servidores públicos que, como yo, han hecho de este
oficio una vocación y de este trabajo, la vida misma. Por tal razón en un primer momento
hablo de la palabra sucia y el conocimiento envenenado para poder darle forma al
transitar del dolor. Posteriormente develo mi vulnerabilidad, y me relato como un agente
del Estado lo que implica cargar con el peso de la vicitmización. El dolor será el gozne
que une esta narrativa. Quisiera saber a quién le pertenece el dolor entre los tres actores
que se ven implicados en proceso de reconocimiento de un hecho violento. La víctima, la
institución y el funcionario público serán los protagonistas de esta indagación. Y así, es
como quiero hablar sobre la palabra sucia, el conocimiento envenenado y la
burocratización del dolor.

3.1 De la palabra sucia al conocimiento envenenado

Un encuentro con una mujer del pueblo wayuu con quien pude conversar de
manera informal posterior al desarrollo de un grupo focal cuando tuve mi primer trabajo
como antropóloga se convirtió en la motivación para escribir sobre las víctimas y los
mecanismos institucionales para administrar el dolor, la vulnerabilidad, incluso la identidad
étnica. En ese entonces estaba trabajando para una Organización no gubernamental y
debía recolectar la percepción que algunas poblaciones indígenas y afrocolombianas
tenían sobre la implementación de los decretos con Fuerza de Ley por parte de las
instituciones del Ministerio Público1.

Su nombre puede ser A, pudo haber sido del clan Ipuana, Apuchaina o Epiayú, su
relato recoge el sentir no solo de las mujeres sino de muchas de las víctimas de su pueblo
1
Las entidades del ministerio público son La Defensoria del Pueblo, las Personerías Municipales y
las procuradurías.
que se negaban a declarar los hechos de los cuales habían sido víctimas. Esta
experiencia fue una ventana de la relación entre trabajadores estatales y población étnica,
la resistencia que existía para interactuar con la institucionalidad, la poca credibilidad que
las entidades tenían frente a las comunidades indígenas y la manera como los
trabajadores estatales representaban a las víctimas y a las poblaciones étnicas.

Una vez terminado el ejercicio de grupo focal con las mujeres, me reuní fuera de
las instalaciones del hotel con esta mujer líder de una organización de mujeres wayuu que
se ha dedicado a instaurar acciones en contra del Estado y busca visibilizar las
afectaciones que han tenido las mujeres wayuu en el marco del conflicto armado. Le
pregunté por qué razón no quiso participar en el grupo focal si era ella una de las voces
autorizadas por la comunidad.

Su descontento con las organizaciones no gubernamentales y con el Estado era


notorio, pero se mostraba aún más inconforme con las trabajadoras de las entidades ya
que esperaba de ellos un trato digno y más posibilidad de hacer algo por las victimas
porque como dice ella: para eso están los funcionarios y los contratistas, no solo para
cobrar la plata que les dan y estar sentados en las oficinas tomando tinto.

Para esta mujer, quienes hacen parte del trabajo con las víctimas deben estar
capacitados para entender las dimensiones culturales de las personas y tener un
tratamiento preferente y diferencial. Denunciaba que los funcionarios al ser alijunas
(mestizos no indígenas wayuu) nunca iban a poder entender las implicaciones de los
hechos que sufrían y lo más preocupante y frustrante para ella, era la falta de empatía
para abordar la atención de las personas de su pueblo, por eso ella, no había ido a
declarar, como tampoco lo hacían otras mujeres de su pueblo.

Mire, yo no he ido a declarar, yo creo que no voy a ir a la Defensoría ni a la


Personería a contar nada. Yo solo salgo de la ranchería para hacer vueltas de
salud a veces, pero no voy a salir a declarar ni a contar nada, todavía no es el
tiempo, yo todavía no puedo hablar. No cuento porque esa palabra es sucia,
cuando se habla de cosas así en nuestra forma de pensar, es como si se volviera
a repetir, por eso usted no puede andar por ahí preguntando a las personas que
fue lo que les pasó, así sin nada porque usted tiene que tener en cuenta que eso
necesita una preparación. (Alvarez, 2013. Entrevista lideresa Wayuu)
En ese entonces las personas se acercaban a las oficinas de la personería, por
ejemplo y de acuerdo al turno asignado, realizaban la diligencia frente a un funcionario
que condensaba en un formato, lo que para ellas significaba revivir la tragedia de algo que
muy seguramente sería motivo de vergüenza o estigma. La carga emotiva del relato sobre
el hecho, la sensación de imposibilidad frente al acontecimiento, generaron que muchas
personas, en su mayoría mujeres, asumieron como práctica, abstenerse de declarar.
Como bien indica esta líder wayuu:

Uno necesita esperar un tiempo, sentir que uno puede contar y que no se repite.
Hay ciertas cosas que contaminan de nuevo, al que cuenta y al que escucha.
Hablar por hablar de lo que pasó hace que uno pase de nuevo por la tragedia y
algunas cosas en el mundo wayuu hacen mal a la comunidad. Un hecho, una
matanza dirá usted, una masacre como dicen, es una cosa gravísima, y si pasa en
el territorio es peor para todos. Si se profana un cementerio es muy grave y si hay
una desaparición de una persona es un desequilibrio para la comunidad, por
ejemplo, pero si se habla de eso, nuevamente es como si estuviera pasando otra
vez. Eso es lo que muchas veces las personas como usted no ven, no entienden y
no sienten.

Ahora bien, ¿qué pasaba si una persona declaraba? ¿Qué sucedía cuando
decidían, por fin hablar, traer el acontecimiento a las palabras, darle cuerpo en castellano
y contarlo ante un trabajador estatal del Ministerio Público sentado en un cubículo frente a
un computador cuya cara inversa era a la cual se iba a enfrentar la víctima? Lo que la
lideresa wayuu era el sentir de una víctima frente a un ejercicio narrativo que implicaba
revivir el dolor, pero no era es sólo el acontecimiento sino también la visión que tiene de
quien la escucha. Su declaración manifiesta una fuerte inconformidad con lo que lo
ofrecen, tanto la institución como el funcionario público, lo que pone de manifiesto los
límites del lenguaje respecto a los afectos.

La palabra sucia es de cuidado tanto para el que cuenta como para el que
escucha. Por eso no se va hablando así frente a un computador ni frente a un
desconocido que nada sabe de cómo vive uno.

¿Contar lo que pasó para que me den una ayuda humanitaria? ¿para que me den
una reparación? Yo no soy un carro y mi pueblo no es un carro para que nos
anden reparando. ¿Si yo cuento a cambio de la ayuda humanitaria, que hago con
el desequilibrio? Pero ha pasado un tiempo y cuento, y la persona no me cree y
me dice que me vaya, o solo tengo palabras en mi lengua para contar ¿cómo la
persona que escucha mi palabra sucia me puede entender? No entienden mi
costumbre, no puede entender mi dolor.

Pero si por fin intento hablar y me escuchan, esa persona que me escucha se va
a contaminar y por eso después tratan mal a la gente porque es que ellos también
se ensucian. Si yo le contara a usted lo que a mí me pasó usted también se va a
ensuciar, se va a llevar mi palabra, mi dolor, el sucio ¿qué va a hacer con eso?

El relato de la lideresa wayuu me hizo pensar en la relación que existe en la forma


en como la víctima siente el dolor, en cómo su mundo no alcanza a ser determinado por
quien la escucha, pues ella manifiesta que el servidor público no alcanza a entender su
mundo. ¿Qué significa entonces el dolor del otro? ¿Cómo entenderlo?

Saber qué le duele al otro es un ejercicio de traducción que ha sido llevado a cabo
desde tiempos milenarios por diferentes áreas del saber. Antaño, el médico aprendió que
dolor del paciente era el síntoma de la enfermedad, entendió que debía entender el origen
del padecimiento a pesar de no experimentar el dolor del enfermo. De igual manera, a
través de la palabra se entendió que había otros males, los del alma. Estos se vuelven
aún más complejos porque están aferrados a las tradiciones, a los sistemas de valores, a
las visiones de mundo, a las violencias de las que somos víctimas.

La queja sobre la labor de la institución y del antropólogo por parte de la lideresa


wayuu me hizo indagar sobre el dolor. En el proceso de investigación las propuestas
teóricas van cobrando relevancia a partir de la capacidad que tienen para darle un
significado a los hechos, a nuestros pensamientos, en el trasegar encontré la reflexión
que Veena Das realiza sobre el conocimiento envenenado. Das trae a colación la figura
de Antígona, heroína de la tragedia griega escrita por Sófocles. Antígona es la mujer que
encarna el dolor de la perdida de su hermano y es capaz de enfrentarse con la ley de los
hombres. A Das le interesa mostrar cómo Antígona a partir de su actuar trata de mostrar
el dolor que siente por la perdida de su hermano, un dolor que es incapaz de ser
comprendido por los hombres, para ella, el lazo que la une con su hermano es
irremplazable. En el caso de Antígona su actuar la convierte en heroína al ser honorable y
digno de admiración, pero esto desde la mirada de un Sófocles que rompe con la tradición
de la protagonista masculina de la obra literaria, en el caso de la lideresa wayuu el camino
es otro.

El hecho de haber estudiado antropología me permite conocer los usos y


costumbres de su pueblo. No significa que yo pueda ser más cercana a su dolor, sino que
me da el privilegio del conocimiento del que puede carecer otro empleado público. Para
ella recordar lo vivido significa volver a sentir el dolor del acontecimiento trágico, traducir
en palabras la perdida que se vivió en su territorio se convierte en una trasgresión a la
cosmovisión de su mundo.

Ahora bien, lo que ella concibe como palabra sucia, esa que relata el hecho
violento se convierte en lo que Veena Das llama conocimiento envenenado, pues este
conocimiento surge en un contexto especifico, el de violencia. En este contexto, el que
sería mi par, el otro que puede compartir el mundo conmigo se convierte en un ser
aterrador capaz de perpetrar un hecho violento contra el mundo conocido. Lo que señala
Das es que nuestra concepción ideal del mundo se ve trastocada, nuestros usos y
costumbres se ven trasgredidos, tal cual como le sucedió a Antígona que reclamaba ante
la imposibilidad de enterrar a su muerto. La pregunta de Das es contundente respecto a la
situación: ¿Cómo se habita nuevamente el mundo después de una perdida?

En el caso de esta lideresa había muchas cuestiones que me llevaban a


reflexionar sobre sus declaraciones porque no sólo estaba de por medio su resistencia a
los aparatos estatales, que resultaban ser una crítica a mi labor como antropóloga, el
hecho de ser mujer también me coloca en un lugar de vulnerabilidad respecto a las
violencias, y el desconocimiento de la víctima respecto a mi pasado, lo que me vea como
un sujeto despojado de sensibilidad. Desde mi perspectiva, cada víctima tiene su propio
proceso de duelo, en el caso de la líderesa wayuu dignificar a seres queridos significaba
guardar silencio, porque con ellos se honraba su memoria y no se manchaba con la
palabra sucia. Con este encuentro entendí que cada relato de violencia se convertía en un
conocimiento envenenado, que a esto se refería ella cuando hablaba de la palabra sucia.

Por otro lado, la desconfianza que siente ante el funcionario público atraviesa a
toda una institución. La cuestión es que muchas veces las personas que reciben a las
víctimas para que hagan el relato de los hechos no pueden comprender el mundo del otro
porque no hacen parte de su comunidad, mucho menos va a sentir que es comprendido
por alguien que se encuentra a miles de kilómetros en la frontera que impone la pantalla
del computador. Lo que me lleva de nuevo a la reflexión que hace Ludwing Wittgeinstein

sobre el dolor, quien según Juan José Sanguineti (2017):

Nuestro autor reconoce que podemos nombrar a nuestras vivencias, pero cuando
referimos esos nombres a los demás tienen otro sentido -no son “simétricas”-,
porque el acceso a nuestros estados interiores no es igual a la aprehensión de lo
que sienten los demás. Prefiere no llamar saber a la convicción de nuestras
sensaciones -convicción que además no es absoluta-, salvo contextos dialógicos.

La lideresa wayuu reconoce el límite de dos mundos, el del funcionario público despojado
de sus costumbres y de su imposibilidad de comprender su palabra porque no hace parte
de su mundo, por eso sus reservas a la hora de contar el suceso trágico, pero también
reconoce que cuando cuenta está envenenando al otro, por tal motivo prefiere el silencio.

El propósito de dar a conocer las percepciones de las líderes wayuu es mostrar las
reservas que puede tener una víctima con la institución. Es mostrar que muchas veces las
víctimas entienden que la burocracia estatal es incapaz de comprender su dolor, que sus
herramientas son insuficientes para entender qué significa la violencia según cada
territorio. De igual manera, retomo el relato de don Carlos Sixto quien esperaba ser
reparado de manera material por parte del Estado debido a su vulnerabilidad, en
contraposición esta lideresa se oponía a pensar que objetos materiales pudieran
devolverle lo perdido. Por lo tanto, cada víctima es un mundo diferente con intereses
particulares. La institución se ve enfrentada a suplir diferentes necesidades una vez las
víctimas la interpelan. Ahora quisiera continuar con el recorrido de la palabra sucia una
vez deja a la víctima y pasa a manos del servidor público. No está de más decir que mi
intención no es mostrar qué tan capacitado se encuentra el servidor público para tomar la
declaración sino entender las dimensiones afectivas que produce el conocimiento
envenenado. De modo que, podría considerarse que a través de mi indagación surge a la
par un relato sobre cómo viaja el dolor.

3.2 Burocratizando la noción del dolor

Lina Palma es una mujer que empezó a trabajar como asistente de una personería
municipal en el departamento del Cesar, cuando el personero se ausentaba ella quedaba
a cargo de recepcionar las declaraciones. El personero se ausentaba para irse a
capacitarse a otras ciudades, recibía capacitación de cómo abordar un relato de una
víctima, pero nunca compartía esta información con sus subalternas quienes debían
recepcionar la declaración.

cuando recién empecé, fue tomando declaraciones, al principio a mí me daba


muy duro escuchar a esas personas. Yo paraba por ratos y me iba al baño a
llorar porque eran muchas cosas muy complicadas. Terminaba de escuchar a
una persona y seguía otra con una situación igual o peor. Muchas veces no
llevaban documento de identidad, eso complejiza las cosas porque toca mirar
otras maneras para poder identificar a esa persona en el sistema. A parte de
eso muchas veces he tenido acá personas que están declarando y de una
reciben una llamada, uno va a ver y un actor armado amenazando a la
persona para que no diga nada, a veces las extorsionan. Si le dan algún tipo
de ayuda esta termina en manos de otras personas. Eso lo tienen que vivir
mucho uno acá, uno está en medio de esas situaciones. Con el personal
étnico es complicado porque uno ya sabe que ellos tienen sus derechos
especiales, pero a veces vienen muy alebrestados, pisando duro, se paran en
la puerta y lo primero que dicen es que son víctimas y representan a alguna
organización de esas. De entrada, te van diciendo cosas y a exigir que uno
los tiene que atender como sea. No siempre es así, pero sí ha pasado.
También he entrevistado mujeres bien tranquilitas que cuentan lo que les
pasa, unas vienen y ni una lagrima. Es que después de haber vivido lo que
esa gente cuenta es tenaz. Y pues uno también tiene sus presiones del día a
día, toca entregar informes a veces, hacer de todo porque toca cuidar el
puesto. Una vez me paré del puesto por un café y me pusieron abandono del
cargo, y yo soy contratista, imagínese que fuera funcionaria. Cosas como
esas, que uno se hace cargo acá de todo hasta de responder derechos de
petición que no son para uno y además de todo lo que a uno le toca pues
también toca estar pendiente de las declaraciones y de las víctimas que
vienen no solo a declarar sino a que les asesoren en cosas. A veces uno no
tiene paciencia para esperar a esas personas, yo si les digo que hablen y que
me digan bien a qué vienen. Y pues ya me he acostumbrado a que las
declaraciones digan cosas pesadas, yo a veces no le pongo atención ya a
eso, como que miro que la cédula esté bien que lo de tiempo, modo y lugar
esté y ya, me tocó aprender a hacer las cosas en automático, ya ni me
acuerdo de las personas cuando vienen varias veces y me saludan, yo no
tengo idea quien es así le haya llevado el caso. Con el tiempo uno como que
aprende a no dejarse afectar, uno ignora esas cosas porque hay más
presiones y muchas veces estas personas lo maltratan a uno, le hablan mal a
uno, vienen y pelean con uno como si uno tuviera la culpa de que el gobierno
no los reparó o no los repara como ellos quieren, que es el problema de los
indígenas, que para todo quieren refrescamientos o esos eventos así con
cosas rituales, pero es muy difícil trabajar con víctimas, escucharlas y tratar
de hacer sentir que uno si las está escuchando, al final de día créame que así
uno venga acostumbrado es duro, no le voy a negar que llego a mi casa y por
un momento me acuerdo de cosas, veo a mis hijos y pienso en los hijos de
esas mujeres, que se los mataron o que se los secuestraron.

La impronta del sufrimiento genera en el funcionario un posicionamiento y es así


como el relato del dolor contenido en las declaraciones, la palabra sucia, se instala y entra
a constituir las prácticas de quien trabaja en estos asuntos. Lo cual es descrito por Das:
“la pena se articula a través del cuerpo, infligiéndose un golpe doloroso, “objetivando” y
haciendo presente el estado interno y, finalmente, se le da un hogar en el lenguaje.”
( Das, 2008: 345-346)

Para Wittgestein, el dolor habita, al menos por un momento en el cuerpo del otro,
en el caso los funcionarios que tramitan con los relatos de dolor, se podría decir que este
no solo habita por un momento o por una fracción de tiempo en el cuerpo. El relato sobre
el dolor de la víctima étnica, el relato de la palabra sucia se fija, se adhiere cuerpo del
funcionario.

Si bien muchas veces la construcción sobre la palabra sucia está asociada a


contaminación, el sucio de la muerte que debe ser retirado de la persona, animal o
superficie donde esté. El sucio que desarmoniza como si se tratara de una suerte de
espectro adherido a la vida de quienes tramitan con esas existencias. Hay una
construcción conceptual sobre lo que implica el sufrimiento del otro. Hay siempre una
respuesta así está sea la naturalización del mismo, el relato de Lina continua así:

A esta gente le pasa mucho eso. Como viven en el campo y por donde hay
actores armados y minería, cultivos ilícitos, como esas personas están en
medio de todo les pasa eso. Los actores armados han controlado los
territorios de las comunidades de muchas maneras, ya las personas también
han tenido que aprender a vivir con eso. Entonces cuando uno se encuentra
con una situación de esas pues uno ya sabe que así son las cosas y que esas
cosas les tienden a pasar a esas personas. Por ejemplo, lo que tiene que ver
con violencia sexual. Es una situación que poco se declara, pero de la que
mucho se sabe, hay un estigma respecto a eso, pero se sabe que por lo
menos en las comunidades afrocolombianas eso ha sido una constante. La
violencia sexual como un control de las poblaciones. Eso en esas poblaciones
afro pasa mucho. Uno tiene que estar preparado para lo que le venga

Otra vía es cuando inevitablemente somos afectados por la noción de dolor que ha
construido. La manera como he construido la representación de la víctima nace desde la
percepción que yo misma tengo respecto a ciertos eventos. Esta lectura respecto al dolor
está atravesada por mi formación, el peso de la responsabilidad de incurrir en alguna
acción que afectara la entidad, aun cuando las decisiones se tomen en el marco de los
derechos humanos hay siempre un riesgo de generar precedentes, de “abrir las puertas”.

El relato de la experiencia de Lina me hace pensar en varios aspectos. En primer


lugar, que la imagen que yo me he formado de la institución como paquidérmica e
inoperante no está lejos de ser verdad. Esa imagen se ha ido formando debido a esos
funcionarios públicos que son incapaces de compartir el conocimiento que se les provee.
El hecho de que se Lina quien recibiera los relatos de los hechos víctimizantes me hace
pensar que los funcionarios públicos no se comprometen con el proceso de verdad y
reparación. No intento denunciar la incapacidad de Lina, sino a irresponsabilidad de su
superior al no entender las dimensiones que tiene la palabra y la responsabilidad que se
tiene con la memoria para poder dignificar.

Por otro lado, la lideresa wayuu, previamente, me había permitido entender que la
palabra también envenena y Lina confirmaba su hipótesis al reconocer que muchos de los
relatos eran muy fuertes. ¿Qué hace el servidor público con ese conocimiento envenado?
La pregunta sobre cómo debe asumir la palabra sucia al servidor público me hace
repensar la figura del testigo modesto y me cuestiona de si es posible quedar ileso
después de un relato plagado de tragedia. Lo que surge es un conocimiento atrincherado,
uno también es leído como un sujeto inmerso en la guerra porque tiene que entender
desde su cubículo al otro. El análisis de su caso, clasificado a través de hechos violentos
en un formato pareciera un conocimiento despojado, en el que sólo se clasifican sucesos.
No obstante, no puedo despojarme del conocimiento adquirido en la academia, ni
satanizar el conocimiento antropológico a pesar de reconocer que es un conocimiento
colonial y eurocéntrico. En otras palabras, me debato en una frontera en la que debo
aprender a entender la valioso de la construcción que ha hecho el hombre blanco europeo
para leer el mundo, sin ese lenguaje las instituciones no serían posibles y no podrían
hacer el intento de traducir al otro, pero sus alcances son deficientes para alcanzar a
comprender el contexto, la materialidad desborda sus alcances. En la posición en la que
se encuentra Lina, el funcionario público representa al Estado. Para muchos colombianos,
solo cuando se reconocen víctimas sienten su presencia, por tanto, es a ese padre
indolente al que le piden asistencia. Su posición aparentemente es la del testigo modesto
a través de los formularios que va diligenciando, así las cosas, se supondría que su
interés por el conocimiento de los sucesos es meramente objetivo y que no debe ser
presa de sus afectos.

No obstante, como señala Lina, en la cotidianidad queda el recuerdo de la palabra


viciada, entonces entendí que nuestra posición no es la de testigos modestos, que es otro
el tipo de conocimiento el que quise construir cuando tuve la oportunidad de valorar
nuevamente el caso de don Carlos Sixto Muñoz, mi intención era mostrar que el proceso
de reconocimiento de víctimas no era en vano, que la burocracia estatal se encontraba
viciada por su lentitud y falta de competencia, pero que en medio de las vicisitudes era
posible el reconocimiento de una víctima étnica a la que se le podría discursivamente
reconocer como tal, no niego que conocer la conclusión del proceso fue decepcionante,
pero también pude comprender que efectivamente había otras formas de generar
conocimiento, que en mi ejercicio profesional estaba tejiendo una nueva relación con la
teoría porque sin los conocimientos que tenía acerca de las comunidades étnicas sería
imposible que sus memorias fueran contadas por la institución. De nuevo, mi papel de
gozne unía a dos mundos que difícilmente lograban traducirse, por lo tanto, la imagen del
científico moderno con sus métodos para determinar al otro tomaba un nuevo significado.
La teoría me permitía darle validez a la historia de vida del otro, usaba sus herramientas,
pero mi intención fue crear una ética sobre el conocimiento, una donde la víctima se
sintiera como un sujeto posible. Este conocimiento atrincherado me sirvió para crear una
frontera con el conocimiento envenenado que muchas veces logra traspasar los límites y
se vuelve parte de mi sensaciones y sentimientos.
De acuerdo a lo anterior, quisiera hacer un acercamiento a la forma como yo he
sentido y aprendido a través del dolor del otro que he ido apropiando. Al encontrarme con
narraciones donde las personas han tenido que ver a sus parientes ser mutilados,
desaparecidos, asesinados, secuestrados, heridos o torturados, se pasa por mi cabeza la
imagen de las escenas. Recuerdo la sensación de saber a una persona en el limbo de la
desaparición forzada. ¿Dónde se ubica el dolor? En las vísceras, en esa dimensión
corpórea de la que emanan las emociones. El dolor por una pérdida debido a una muerte
a veces es descrito como dolor en el vientre. Por otro lado, el dolor de las desapariciones
se manifiesta con una sensación de angustia o incertidumbre, en la garganta o en el
estómago. En mi caso, todo mi cuerpo es un manojo de emociones donde los dolores no
tienen un espacio predilecto.

Pero más allá de esa posibilidad de corporizar el dolor, es preciso decir que éste
mismo se inscribe dentro de los códigos de interacción de las estructuras estatales. Es
percibido y significado en el marco de la dimensión social, por lo que el dolor de una
víctima no solo reside en el cuerpo de la víctima. El dolor tiene una realización cuando
sale de la esfera individual y se transmite a otros sujetos. La palabra sucia es un
mecanismo para hacer partícipe al otro de mi dolor, de darle un lugar transitorio para ser
aliviado. El dolor es para Das no es estrictamente personal:

He defendido que con el propósito de crear una comunidad moral


compartiendo el dolor, como lo contempló Durkheim, el dolor individual debe
experimentarse en forma colectiva. Sin embargo, si el dolor destruye la
capacidad de comunicarse, ¿cómo puede alguna vez trasladarse a la esfera
de la articulación en público? Mi hipótesis es que la expresión del dolor es
una invitación a compartirlo. Incluso cuando el dolor se inflige con crueldad y
sin ninguna razón aparente, ese dolor que destruye mi cercanía con mi propio
cuerpo no puede tratarse como una experiencia estrictamente personal(Das,
2008: 43).

Pensar en cómo el dolor es institucionalizado implica considerar un sujeto sufriente


sobre el que recae el relato y la representación de la vulnerabilidad, adhiriéndose así a las
maneras como el funcionario opera. Ahora, el interés es analizar cómo esos relatos de
dolor, no siempre de un dolor individual por un evento, sino del relato decantado,
apropiado y/o producido por el Estado, el cual funciona como moneda de trámite que
actúa en los sujetos y afecta cada uno de los ámbitos objetivos de la existencia. Esto no
solo se circunscribe al ámbito del dolor contenido en el sujeto sufriente, sino como en esa
interacción con esa construcción de víctima y funcionario reproductores o creadores de la
continuidad a las categorías.

Tal vez sea una consecuencia de la clase de acontecimientos críticos que


hemos elegido para estudiar que la encarnación del dolor como comentario
sobre el terror o como un componente de este parece estar más cerca de la
realidad social en la cual vivimos que las memorias nostálgicas en las cuales
el dolor puede verse como un testigo de la vida moral compartida. Los
cuerpos de las mujeres marcados por la violación, o las víctimas de los
desastres industriales cuyo dolor crónico los hace incapaces de mantener sus
mundos morales, o las víctimas de la tortura cuya cercanía con sus propios
cuerpos se ha visto destruida son evidencias de que el cuerpo es la superficie
sobre la cual se inscriben los programas políticos del Estado y del capital
industrial (Das, 2008: 427).

Entre el año 2016 y 2018, eran muy recurrentes mis entradas a urgencias, tenía
seguidas crisis de dolor sin causa aparente. Pasaba por radiografías, exámenes como
electromiografías, se dictaminaba problemas de postura y actitudes escolioticas pero no
había otra causa aparente para mis episodios. Debía tomar incapacidades y usar
analgesia, sin embargo, no me tomaba los días y trabajaba desde mi cama.

Las incapacidades médicas se volvieron rutina, los diagnósticos de escoliosis,


fibromialgia y estrés emocional eran atribuidos a la carga de trabajo, que muchas veces
parece se centra en un ejercicio operativo y técnico al servicio de salvaguardar una ficción
de papel, aun cuando tienen implicaciones reales sobre las poblaciones, se trata de
historias de vida, de proyectos y de historias de tragedia que derivan finalmente en un
formato que condensa historia del horror de la violencia sufrida por las víctimas, donde la
materia prima son relatos de dolor, el cual era objeto de un trámite administrativo. Por lo
que muchas veces pensaba: si esto me pasa a mí, que sólo escucho el relato, no es
posible pensar como las sensaciones de dolor se producen cuando la dignidad es
violentada. Cada una de las víctimas étnicas en Colombia vieron cómo su mundo
cotidiano sucumbía ante la barbarie. Yo, como servidora pública fui receptora de su dolor,
el cual debía institucionalizar, pero no por eso me dejé de compadecer, de entender que
mi construcción como persona ética estaba de por medio, cuando el horror se hace
presente empezamos a entender que ciertos valores son una apuesta política, la mía fue
la verdad a través de la palabra del otro para reparar la dignidad. Solo a través de la
escritura de este texto es que puedo ver la potencialidad y los contrastes de la labor de
muchos servidores, funcionarios y colaboradores de entidades del Estado, siento que si el
“deber ser” se cumpliera, la institución sería capaz de comprender a la víctimas y hacer
una lectura más contextual de la violencia en Colombia, se alejaría de los prejuicios
paternalistas en los que pareciera que el Estado asiste a las personas étnicas desde su
nacimiento, desconociendo contextos como la ruralidad y el conflicto armado, posición
que parece incoherente, cuando se trabaja en una Institución que se creó como respuesta
a la necesidad de atender a aquellos ciudadanos que han experimentado los hechos de
violencia de primera mano.

En otro momento mis maneras de representar al funcionario público se


relacionaban con la mediocridad y la indolencia frente al dolor de los demás. Un sujeto
que cumple la voluntad hegemónica y que hace parte de un engranaje de atropellos y de
dominación; que han mecanizado procesos y procedimientos por medio de los cuales se
decide quien es o no víctima. Pero una vez del otro lado, cuando soy yo quien encarna
los “intereses del Estado” y debo “desempeñar una función pública”, resolví por asumir
que estaba observando desde un lugar privilegiado. Comprendí que es relevante entender
la situación de muchas personas que hicieron de esta labor su mecanismo de
subsistencia.

Por mi parte, reconozco mi situación como la de una mujer culturalmente


construida, como mestiza, si se quiere, pese a ser de una periferia. Mi formación
académica fue en el centro de la misma, tuve la posibilidad de estudiar, la cual me facultó
para poder ingresar a trabajar como antropóloga en espacios institucionales, adquirir los
mecanismos de representación, descripción e intervención de las poblaciones, de
acuerdo a las políticas públicas, en este caso la Ley 1448 o Ley de Víctimas, la cual ha
venido conversando con la jurisprudencia en materia de los derechos colectivos y de las
poblaciones étnicas. De esta manera es como pude ingresar a la ciudad burocratizada,
respaldada por un sistema de blancura que me configura y desde el cual, muchas veces
tuve que hablar para designar los sujetos étnicos y víctimas del conflicto armado el marco
de la institucionalidad.

Este ejercicio de describir, designar y darle una identidad étnica a la declaración o


al formato con código alfanumérico, devenía de una práctica institucional que buscaba
también de estandarizar el proceso de análisis de las declaraciones lo cual permitía
clasificarlas por marco normativo y generar un marcador de vulnerabilidad, en este caso el
de la etnicidad. Aparentemente se estaba dando alcance a la ley y a los informes de
seguimiento de la defensoría del Pueblo donde uno de los principales hallazgos era que
no se identificaba la procedencia étnica de las personas. Se hicieron modificaciones, se
impulsaron espacios de capacitación para dar a entender la importancia del
reconocimiento de la procedencia étnica de las víctimas, lo cual también implicaba la
articulación institucional con entidades como el Ministerio del Interior para que desde sus
procedimientos aportara censos de poblaciones y hacer cruces con el registro y así
subsanar la información sobre la etnicidad, y así se robustecía el mecanismo que le daba
estatus de sujeto étnico a las víctimas. Y con esas herramientas operábamos, desde una
perspectiva estatalizada, desde nuestros prejuicios, y desde nuestra dimensión afectiva.

Así las cosas, creamos sujetos sufrientes de los cuales nos hacíamos
responsables, responsabilidad no dimensionada e incierta. Una de las dimensiones poco
exploradas era lo que sucedía con la víctima, pero lo más incierto era lo que sucedía con
nosotros y la narrativa que producíamos sobre los sujetos que interveníamos y como esta
a su vez nos atravesaba.

Una vez dicho lo anterior, desde mi cansancio emocional, mis dilemas éticos y la carga
que estas decisiones generaron sobre mí, también exploré los relatos y percepciones de
otras funcionarios y colaboradores. Lo anterior desde mi postura como un testigo
modesto, que más bien se tornaba a un sujeto informado, alguien que también padecía
los rigores de la institucionalidad.

Me enuncio entonces como un sujeto funcionario público en constante


contradicción y tensión interna debido a todas las fronteras y grietas que me constituyen.
Sin embargo, tras años de cargar estos fantasmas y tensiones internas, comprendí que
como agente del Estado todo el tiempo estaba en la búsqueda de entender cómo, cuál
era el desempeño adecuado en este rol. Mientras me preguntaba esto fui encontrando
también mi propio dolor, mi agotamiento físico y mental; finalmente toda revelación duele.
Así que, como con los dolores de los demás, también debía hacerme cargo y administrar
los propios hasta que se convirtieran en dolores que abrieran paso a la creatividad, una
especie de dolor de vida que me impulsaba a romper las fronteras imaginarias creadas
por el aparato estatal entre las víctimas y yo, desmarcarme de la tanatopolítica que
administra y doméstica el dolor ajeno y abrirme al trabajo inmaterial afectivo.
Seguramente este es el potencial que me muestra que puedo ir más allá de mi propia
subjetividad creada por el aparato burocrático, y que parte de ese impulso es el que me
lleva a escribir este documento.

Una vez dicho lo anterior, desde mi cansancio emocional, mis dilemas éticos y la
carga que estas decisiones generaron sobre mí, también exploré los relatos y
percepciones de otras personas con las que trabajé o interactué de alguna manera en el
ámbito institucional. A riesgo de caer en los determinismos de mi disciplina de base,
siento que generé representaciones de las personas cuya labor es la en la función
pública. No es que mi percepción se haya transformado de manera radical después de ser
atravesada por estas lógicas institucionales o de haber hecho consciente como
generamos y reforzamos las categorías de la vulnerabilidad. No puedo negar que
después de esta experiencia puedo leer con otras consideraciones la noción de la función
pública, sobre todo este tipo de función que integra la configuración de otredades
multiculturales y administra la noción de la victimización. Todo lo que hablo de la función
pública es desde una perspectiva critica porque mi devenir es ser el del intelectual
orgánico.

Recuerdo cuando inicié mi vida profesional, las expectativas respecto a trabajar en


el sector humanitario eran muchas. De estudiante siempre quise hacer parte de una
entidad. Había idealizado totalmente la figura de las personas que intervienen población
víctima los veía como héroes o sujetos resilientes dignos de admirar porque han
soportado el conflicto armado. Eran personas diferentes, el hecho de tener acceso a
quienes estaban atravesados por un acontecimiento las hacía especiales. De cierta
manera se exoticé este campo laboral y romanticé esa dimensión de la victimización
étnica.

Cuando empecé con los viajes, a recopilar relatos, sentía la energía


intrépida que daba la jovialidad, me entregaba sin descanso a las labores porque
como decía una líder indígena “para los derechos humanos no hay descanso” así
fue como muchas veces, renunciaba a dormir y a comer para participar de
espacioes de concertación con comunidades. Muchas veces me encontré comiendo
sobre el teclado revisando documentos, en el puesto de trabajo, con este sacrificio
yo creía que estaba siendo profesional, comprometida y ética
Creía que mi actuación comprometida, legalista y garantista que estaba
cambiando algo, pero también porque tenía que asegurar el contrato. En esa época
yo era contratista y debía mostrar mi trabajo, pero al final eso no sirvió de nada.
Cuando hay cambios de directores, o de gobierno cambian a los contratistas y los
lineamientos, así estos hayan sido resultado de concertación. Yo decía que en un
trabajo de estos uno no puede tener una vida normal. Trabajar con víctimas y sobre
todo con comunidades étnicas implica dar la milla de más”.

El imaginario del trabajo humanitario genera cierto estatus, muchas veces se


construye un capital simbólico y un halo de experticia fundamentado en la arrogancia de
pretender hablar y entender la lógica de los demás. Estas prácticas promovidas en el
marco del mercado humanitario generaron procesos en los que la expectativa profesional
en Colombia sobre todo en el mercado de las ciencias sociales y jurídicas han puesto a
disponibilidad de las instituciones un gran número de profesionales que cautivados por las
historias del conflicto o porque no había más opciones laborales, se enlistaron en las filas
estatales para decidir quiénes son víctimas, qué tipo de víctima y cómo se deben
intervenir. Muchas veces estas decisiones se hacen desde un esencialismo exacerbado o
desde una indolencia funesta, en todo caso estos extremos derivan del racismo
institucional que nos atraviesa y también lo constituyen.

Finalmente, el dolor como motivación

Después de haber pasado por el mundo de las organizaciones no


gubernamentales atacando lo que años después iba a ser yo, atacando los discursos que
iban a ser mi capital simbólico y que iban a garantizar mi trabajo en este espacio. Operé
con las categorías que criticaba todos estos años, muchas veces las legitimé porque más
allá de un protocolo de identificación de poblaciones y de inyectar la idea de la
vulnerabilidad étnica para que fuera apropiada y administrada desde las entidades.
Elaborar este capítulo especialmente significó estar inmersa en un coctel de emociones,
de repensar mis tareas como antropóloga que se inscribe en su labor como traductora.
Muchas veces me decía que estaba en un ejercicio de resistencia desde adentro, en mis
conversaciones con esas personas indígenas y afrocolombianas muchas con las que
muchas veces tuve que concertar procesos, no podía continuar con frases de cajón para
contender de manera momentánea sus reclamos. A mí el dolor me lo estaba generando
yo y las maneras como debía mentir, más allá de los relatos que compartieron conmigo o
que debí leer todos los días durante tres años y medio, mi malestar estaba por fin
ubicado. No podía seguir pretendiendo que estaba resistiendo dentro de la matriz colonial
del Estado, porque no era lo que hacía, realmente mis tareas y mis posturas legitimaban y
alimentaban lo que yo criticaba. Generaba herramientas para cerrar las fisuras por donde
desde un afuera, las estructuras podían ser atacadas. Entonces mi función crítica no
estaba enfocada en salvaguardar la existencia de los individuos, como llegué creer, sino a
hacer legitimas las practicas racializantes y violentas de las instituciones.

El dolor de las etnovictímas me habitaba en tanto yo misma, como operaria del


estado lo fabricaba, porque fabricarlo y demostrar que existía era parte de mis informes y
de demostrar mi gestión. En se sentido, tampoco viví del dolor de las víctimas como
alguna vez una líder me lo dijo al referirse a los trabajadores del estado como carroñeros,
viví de la idea del dolor del de las víctimas, de lo que pensamos debe dolerle a una
persona que pasa por un evento tan trágico. Fui carroñera de las propias categorías
producidas estatalmente porque los sujetos sin cara nunca me traspasaron. Nos
construimos desde un adentro y el dolor hizo parte de esa construcción porque emanaba
de las mismas estructuras que me construyeron todos estos años. Así terminé siendo una
operaria de maquila que construía categorías como construir camisas que algunas
personas se verían obligadas a usar.

Esto no es más que una sinécdoque de un sistema enfermo, contaminado de


relatos de dolor, de palabras sucias que tienen su asidero en las practicas burocráticas y
que no sabe qué hacer con el dolor real de las personas que reclaman algo de atención
por parte de las entidades que se suponen existen con el fin de mejorar de alguna manera
la vida de los pobladores de un país históricamente destruido por la violencia, el racismo,
el clientelismo. Por una burocracia enferma y envenenada que construye sujetos
sufrientes a los cuales debe intervenir, valiéndose de sujetos envenenados también
sufrientes que de alguna u otra manera somos víctimas del conflicto y también de una
institucionalidad indolente.

Referencias

Sanguineti, J. J. (2016). Vivencia y objetivación. El lenguaje del dolor en Wittgenstein. Tópicos, (52),
239–276. https://doi.org/10.21555/top.v0i52.711

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