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La literatura religiosa con frecuencia ha sido más osada que la poesía secular

en sus imágenes, su retórica, hasta sus materiales.


Donne compuso sus «Devotions upon Emergent Occasions» al recuperarse de
una seria enfermedad en el invierno de 1623, a pesar de que el lector tiene la
impresión de que los acontecimientos sucedieran en el momento mismo en
que el narrador los describe. Las veintitrés «Devociones» constituyen una
narración del progreso de la enfermedad, repasan las etapas del mal y su
recuperación. Cada etapa comprende tres secciones: una «meditación sobre
nuestra condición humana», una «expostulación y debate con Dios» y
finalmente una plegaria. En la edición que nos ocupa, como en la mayoría de
las selecciones de la obra de Donne en inglés, solamente aparece la primera
de las secciones.

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John Donne

Devociones
ePub r1.0
Titivillus 25.11.2022

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Título original: Devotions upon Emergent Occasions
John Donne, 1623
Traducción: Alberto Girri

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Prólogo

Aunque el núcleo principal de la obra en prosa de John Donne (1573-


1631), constituido por 120 sermones, «todos escritos con su propia mano»,
según su contemporáneo y biógrafo Izaak Walton, data de los últimos años de
su vida, desde que fuera designado Deán de San Pablo[1], ya se había valido
Donne en diversas oportunidades de «that other harmony of prose», como él
mismo la calificara. Así, quedan algunos textos de carácter doctrinario en
torno de cuestiones religiosas, el Pseudo Martyr (1610), donde, a pesar de sus
simpatías por la iglesia católica inglesa, Donne se lanza en contra de los
jesuitas; el Ignatius His Conclave (1611), escrito en latín y en inglés; el
Biathanatos, «ese amplio y laborioso tratado sobre el suicidio, en el que son
diligentemente examinadas y juiciosamente criticadas todas las leyes violadas
por ese acto» (Walton), publicado quince años después de la muerte de
Donne, y las Devotions, compuestas en el invierno de 1623, durante una grave
enfermedad que entonces padeció el autor. Y lo que de inmediato sorprende
en estas prosas es una doble y casi completa identidad con la labor del Donne,
poeta. Identidad de experiencia y pensamiento, que inspira a unas y otra, y de
lenguaje y recursos técnicos. Los sermones y las Devotions nos devuelven a la
misma sensación, son poseídos por el mismo sentido, que emana como lo más
típico de tantos poemas de este hombre, a horcajadas entre el Renacimiento y
la poesía isabelina, y la Edad Media y San Agustín y la concepción de un
amor y una muerte trascendentes; de un espíritu cuya tónica es lo paradojal, la
voluntad de poner de acuerdo las apetencias mundanas con la fe, las
convicciones religiosas con la seducción de lo temporal, lo efímero y
corruptible de nuestros pasos aquí abajo con la necesidad de hacer que tales
pasos nos conduzcan a ese otro, nuevo, definitivo nacimiento, que anuncia en
uno de sus grandes poemas: «… will yearley celébrate thy second birth» (An
Anatomy of the World); la Urbs Mundi como punto de partida para llegar a la
Urbs Beata.
Formalmente, y aunque podría sostenerse, quizás, que en general a
ninguna prosa le ha sido dable jamás alcanzar el grado de concentración e

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intensidad que permite un poema, Donne continúa siendo el artista refinado y
audaz de sus versos; cada línea de las Devotions, apasionada y viva, está
calculada con la sabiduría y la destreza que un consumado poeta pone para
graduar la sorpresa, el choque, la precisión y el orden con que se busca y
logra el efecto, emocional o intelectual, a veces majestuoso, o irónico, las más
de las veces simultáneamente aleccionador y patético. Aún más, la condición
de Donne, de ser por sobre todo un poeta (y muy peculiar, en quien la poesía
es la resolución de conflictos internos, el medio de conciliar fuerzas
discordantes), lo lleva a crear esta prosa rítmica y armónica. Algunos
sermones[2] son, en efecto, verdaderos poemas; Donne los planeó bajo el
influjo de una fuerte emoción, y su estructura es la del poema. En otro
sentido, cabe señalar también hasta qué punto ha obrado decisivamente el tipo
de formación de Donne. En primer lugar, es una prosa que demuestra un
conocimiento a fondo del latín, lengua que —como Milton, o Thomas
Browne— manejaba con igual fluidez que la inglesa, y de lo cual las
Devotions suministran un ejemplo admirable, en la utilización de largas
sentencias, en la maestría para el control y dominio de series, frecuentemente
muy extensas, de cláusulas subordinadas, característica del período latino.
Asimismo, su familiar manejo del Antiguo Testamento, y que no proviene
meramente de la Vulgata, sino de la versión latina y del original hebreo, se
refleja en la manera cómo el libro sagrado ha influido sobre algunos de sus
procedimientos retóricos —por así llamarlos— más constantes. Tal, el
paralelismo de los temas, tan común en las páginas del Antiguo Testamento,
en los textos de los salmos y de los profetas; un dispositivo o artificio
expresivo que da a las Devotions especial vigor, pues todo se organiza para
que la atención del lector sea, gradual e implacablemente, dirigida hacia lo
que el autor desea subrayar, en este caso lo ineluctable y omnipresente de la
muerte terrena, del timor mortis conturbat me, tema capital en la obra de
Donne. Pero además, se trata de una técnica de composición que responde
muy bien a lo que parece exigir de cada uno de sus textos en prosa o en verso:
que oscilen entre la música y la elocuencia; una música más cercana,
ciertamente, del tono de poetas medievales como Guido Guinizelli o Guido
Cavalcanti, que de las cadencias decorativas de los isabelinos,
contemporáneos de Donne, con sus «song-books»; una elocuencia que, como
lo observara Herbert Grierson, a quien se le debe la primera edición completa
de los poemas de Donne, en 1912, nace del hecho de que quizás sea éste el
único caso de gran poeta y al mismo tiempo orador notable, cuyas
exposiciones, aunque por instantes casi fantásticas y aun caprichosas, vuelven

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y aplican tenazmente cada palabra a la conciencia de sus lectores (como otra
vez a la de su audiencia en San Pablo) y, mediante un estilo que sugiere, la
presencia de alguien que habla, argumenta, discute, juega con sus
pensamientos, se eleva y cae, con notas de advertencia o de esperanza, de
acuerdo con los vaivenes de ese pensamiento.

Alberto Girrí

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I

Insultus Morbi Primus


La primera alteración,
el primer gruñido de la enfermedad

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Variable, y por consiguiente desdichada, es la condición del hombre; en
este minuto estaba bien, y en este minuto estoy enfermo. Me sorprende un
repentino cambio, una alteración para peor, y a ninguna causa puedo
atribuirlo, ni darle algún nombre. Estudiamos la salud y reflexionamos acerca
de nuestras comidas, y la bebida, y el aire, y los ejercicios, y labramos y
pulimos cada piedra para ese edificio; y así, nuestra salud es un largo y
uniforme trabajo; pero en un minuto un cañón lo golpea todo, echa abajo
todo, demuele todo; una enfermedad imprevisible para toda nuestra solicitud,
insospechada por toda nuestra curiosidad, más aún, inmerecida, si
consideramos sólo el desorden, nos intima, nos apresa, nos posee, nos
destruye en un instante. ¡Oh miserable condición del hombre, que no fue
impresa por Dios, quien, como es él mismo inmortal, había puesto una brasa,
un destello de inmortalidad en nosotros, que pudimos haber transformado en
llama, pero que apagamos por nuestro primer pecado; nos arruinamos
atendiendo a falsas riquezas, y nos infatuamos atendiendo a falsos
conocimientos! De modo que ahora no solamente morimos sino que morimos
en el potro de tormento, morimos en el tormento de la enfermedad; no
solamente eso, sino que estamos atribulados de antemano, sobremanera
atribulados con esos recelos y suspicacias, y aprensiones de la enfermedad,
antes de que podamos llamarla enfermedad; no estamos seguros de estar
enfermos; una mano toma el pulso de la otra, y nuestros ojos preguntan a
nuestra orina cómo estamos. ¡Oh multiplicada calamidad!; morimos y no
podemos gozar de la muerte porque morimos en este tormento de la
enfermedad; estamos atormentados por la enfermedad, y no podemos
aguardar hasta que el tormento llegue, sino que las previas aprensiones y
presagios profetizan esos tormentos que causan la muerte antes de que ésta
llegue; y nuestra disolución es concebida por esos primeros cambios, la
primera señal de la enfermedad en sí misma, y nace en la muerte, que ya
asoma en esos primeros cambios. ¿Es ese el honor que le toca al hombre por
ser un pequeño mundo, que tiene en sí estos terremotos, súbitos temblores;
estos rayos, súbitos relámpagos; estos truenos, súbitos ruidos; estos eclipses,
súbitas ofuscaciones y oscurecimiento de sus sentidos; estos cometas, súbitas

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exhalaciones ardientes; estos ríos de sangre, súbitas aguas rojas? Él es, por
tanto, un mundo solamente para sí mismo, tiene lo suficiente en sí mismo, no
sólo para destruirse, y matarse, sino para vaticinar esa ejecución de sí mismo;
para asistir a la enfermedad, anticipar la enfermedad, hacer la enfermedad
más irremediable por tristes aprensiones, como si quisiera producir un fuego
más vehemente asperjando agua sobre las brasas, de manera de envolver una
ardiente fiebre en una fría melancolía, no sea que la fiebre sola no destruya lo
bastante rápidamente sin esa contribución, ni cumpla su tarea (que es la
destrucción), salvo que agreguemos una enfermedad artificial, la de nuestra
propia melancolía, a nuestra natural, nuestra innatural fiebre. ¡Oh confusa
descomposición, oh enigmática destemplanza, oh miserable condición del
hombre!

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II

Actio Laesa
El vigor y la función de los sentidos,
y otras facultades, se modifican y decaen

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Los cielos no son menos constantes, a pesar de que se mueven
continuamente, porque se mueven continuamente en un mismo y único
camino. La tierra no es la más constante porque está continuamente quieta,
puesto que continuamente cambia y se disuelve en todas sus partes. El
hombre, que es la parte más noble de la tierra, también se disuelve, como si
fuera una estatua, no de tierra sino de nieve. Vemos que su propia envidia lo
disuelve, eso lo hace débil; dirá a otros que la belleza lo disuelve; pero siente
que una fiebre no lo disuelve como nieve, sino que lo funde como plomo,
como hierro, como bronce en un horno: no solamente lo disuelve sino que lo
calcina, lo reduce a átomos, y a cenizas; no a agua sino a limo. ¿Y con qué
rapidez? Antes de que puedas recibir una respuesta, antes de que puedas
expresar la pregunta; la tierra es el centro de mi cuerpo, el cielo es el centro
de mi alma; estos dos son las sedes naturales de aquellos dos; pero aquéllos
no vienen a estos dos con igual paso: mi cuerpo cae sin empujarlo, mi alma
no sube sin ser empujada; la ascensión es la marcha y medida de mi alma;
pero la de mi cuerpo es la caída; y, aun los ángeles, cuyo hogar es el cielo, y
que también son alados, poseían una escala para ir hasta el cielo, por pasos. El
sol que recorre tantas millas en un minuto, las estrellas del firmamento, que
hacen muchas más, no marchan tan rápido como mi cuerpo hacia la tierra. En
el mismo instante en que siento la primera tentativa de la enfermedad, siento
su victoria; en un abrir y cerrar de ojos, apenas puedo ver; instantáneamente
el gusto se toma insípido, e ilusorio; instantáneamente el apetito está
embotado y sin deseo; instantáneamente las rodillas están flojas y sin fuerza;
y en un instante el sueño, que es la imagen, la copia de la muerte, se aleja para
que el original, la muerte misma, pueda sucedería, y así pueda yo traer la
muerte a la vida. Fue parte del castigo de Adán: «Ganarás el pan con el sudor
de tu frente»; es multiplicado para mí, he ganado el pan con el sudor de mi
frente, con el trabajo de mi vocación, y lo tengo; y sudo una y otra vez, desde
la frente, hasta la planta del pie, pero no como pan, no gusto de ningún
sustento: miserable distribución de la humanidad, donde una mitad carece de
comida, y la otra de estómago.

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III

Decubitus sequitur tandem


El enfermo se mete en cama

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Atribuimos al cuerpo del hombre sólo un privilegio y ventaja, sobre las
otras criaturas dueñas de movimiento, y es el de no ser como las otras, que se
arrastran, sino que está naturalmente hecho en forma vertical, erguida, y
dispuesto para la contemplación del cielo. En verdad es una forma agradecida,
y recompensa a esa alma de la cual viene, conduciendo a esa alma tantos pies
por arriba, hacia el cielo. Otras criaturas miran a la tierra, e incluso ésta no es
un objeto impropio, una impropia contemplación para el hombre, pues allí
debe ir; pero puesto que el hombre no ha de permanecer allí, como otras
criaturas, el hombre en su condición natural es llevado a la contemplación de
aquel sitio, que es su hogar, el cielo. Esta es la prerrogativa del hombre; ¿pero
qué situación tiene él en su dignidad? Una fiebre puede voltearlo de un
capirotazo, una fiebre puede deponerlo; una fiebre puede humillar esa cabeza,
que ayer llevaba una corona de oro, a cinco pies en dirección a una corona de
gloria, tan bajo como sus propios pies, hoy. Cuando Dios vino a insuflar en el
hombre el hálito de la vida, lo halló abatido en tierra; cuando vuelve para
quitarle ese hálito, lo prepara para ello tendiéndolo en su cama. Casi no hay
prisión tan estrecha que no permita al prisionero dar dos o tres pasos. Los
anacoretas que se encerraban, en árboles huecos, y se emparedaban en muros
ahuecados; aquel hombre perverso que se encerró en una cuba; todos podían
ponerse de pie, o sentarse, y gozar de algún cambio de postura. Un lecho de
enfermedad es una tumba; y todo lo que el paciente dice allí no son más que
variaciones de su propio epitafio. La cama de cada noche es un modelo de la
tumba; por la noche decimos a nuestros servidores a qué hora nos
levantaremos; aquí no podemos decimos en qué día, qué semana, qué mes.
Aquí la cabeza yace a tan bajo nivel como los pies; la Cabeza del pueblo, tan
bajo como éste, sobre quien esos pies pisaron; y aquella mano que firmaba
perdones, está demasiado débil como para rogar por el propio perdón, si
pudiera obtenerlo levantando aquella mano; singulares grillos para los pies,
singulares esposas para las manos, cuando pies y manos están ligados tanto
más firmemente cuanto más flojas están las cuerdas; tanto menos aptas para
cumplir sus funciones, cuanto más libres están los tendones y ligamentos. En
la tumba podré hablar a través de las piedras sepulcrales, en las voces de mis

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amigos, y en las inflexiones de aquellas palabras, que su amor podrá deparar a
mi recuerdo; aquí soy mi propio espectro, y más bien aterrorizo a quienes me
contemplan, antes que aleccionarlos; se imaginan ahora lo peor de mí, y sin
embargo me temen más; me dan ahora por muerto, y sin embargo se
preguntan cómo estoy, cuando se despiertan a medianoche, y preguntan
mañana cómo estoy. Miserable (aunque común a todos), e inhumana postura,
donde debo practicar mi yacer en la tumba, yaciendo inmóvil, y no practicar
mi resurrección, alzándome otra vez.

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IV

Medicusque vocatur
Se envía por el médico

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Es demasiado poco llamar al hombre un pequeño mundo; fuera de Dios, el
hombre no es diminutivo de nada. El hombre consiste en más piezas, más
partes, que el mundo; de lo que el mundo debería ser, no de lo que el mundo
es. Y si estas piezas se ampliaran y desarrollaran en el hombre como lo están
en el mundo, el hombre sería el gigante y el mundo el enano, el mundo
solamente el mapa, y el hombre el mundo. Si todas las venas de nuestros
cuerpos se extendieran en ríos, y todos los tendones en vetas de minerales, y
todos los músculos, que se disponen unos sobre otros, en colinas, y todos los
huesos en canteras de piedras, y todas las otras piezas, en la proporción de
aquellas que les corresponden en el mundo, el aire resultaría demasiado
escaso para que por él se moviera este orbe-hombre, el firmamento apenas si
sería suficiente para esta estrella; pues, así como todo el mundo nada posee
que no tenga su equivalente en el hombre, así el hombre tiene muchas piezas
de las que en todo el mundo no hay representación. Ampliemos esta
meditación sobre este gran mundo, el hombre, en la medida de considerar la
inmensidad de criaturas que ese mundo genera; nuestras criaturas son
nuestros pensamientos, criaturas que nacieron gigantes; que abarcan desde el
este al oeste, de la tierra al cielo; que no sólo cruzan de un tranco todo el mar,
y la tierra, sino que rodean a la vez al sol y al firmamento; mis pensamientos
lo alcanzan todo, lo abarcan todo. Inexplicable misterio; yo soy su creador y
estoy en una estrecha prisión, en un lecho de enfermo, y en cualquier parte,
una cualquiera de mis criaturas, mis pensamientos, está en el sol, y más allá
del sol, da alcance al sol, y sobrepasa al sol de una zancada, de un paso, por
doquier. Y entonces, tal como el otro mundo engendra serpientes, y víboras,
malignas y venenosas criaturas, y gusanos, y orugas, que se esfuerzan en
devorar ese mundo que los engendra, y monstruos compuestos y complicados,
de diferentes orígenes, y clases, así este mundo, nosotros mismos, engendra
todo eso en nosotros, engendrando afecciones, y enfermedades, de todo
orden; afecciones venenosas, infecciosas; afecciones que se ceban y
consumen, y afecciones múltiples e intrincadas, hechas de muchas otras. ¿Y
puede el otro mundo dar nombre a tantas venenosas, tantas devoradoras,
tantas monstruosas criaturas, como nosotros podemos hacerlo con afecciones

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de todas clases? ¡Oh miserable abundancia, oh pordiosera riqueza!; ¿cuántos
remedios no nos han de faltar para cada afección, si ni siquiera tenemos aún el
nombre para todas ellas? Pero poseemos un Hércules contra esos gigantes,
esos monstruos, es decir, el médico; él alista a todas las fuerzas del otro
mundo para socorrer a éste; a toda la naturaleza para aliviar al hombre.
Tenemos al médico, pero no somos el médico. Aquí nos encogemos en
nuestra proporción, nos rebajamos en nuestra dignidad, respecto de muchas y
variadas criaturas, que son sus propios médicos. El ciervo que es perseguido,
dicen, conoce una hierba que, al comerla, arroja fuera la flecha; extraña clase
de vómito. El perro que lo persigue, aunque está sujeto a la enfermedad,
proverbialmente conoce la hierba que lo restablece. Y puede ser verdad que la
droga esté tan cerca del hombre como de otras criaturas, puede ser obvia y
común, fácil de conseguir, y que lo cure; pero el boticario no está tan cerca de
él, ni el médico está tan cerca de él, como los dos lo están de otras criaturas;
el hombre no tiene ese instinto innato para aplicar esos remedios naturales a
su peligro presente, tal como lo poseen dichas criaturas inferiores; él no es su
propio boticario, su propio médico, como lo son ellas. Vuelve, pues,
nuevamente a tu meditación, y síguela; ¿qué se ha hecho de la gran extensión
y proporción del hombre cuando él mismo se consume y reduce a un puñado
de polvo?; ¿qué se ha hecho de sus encumbrados pensamientos, sus
extendidos pensamientos, cuando él mismo a sí mismo se conduce a la
ignorancia, a la irreflexión que es la tumba? Sus afecciones son de él, pero no
del médico; las tiene en su casa, pero debe enviar por el médico.

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V

Solus adest
Llega el médico

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Así como la enfermedad es la más grande miseria, la más grande miseria
de la enfermedad es la soledad; cuando lo infeccioso de la dolencia disuade de
venir a los que deberían asistirnos; aun el médico rara vez se atreve a venir.
La soledad es un tormento con el que ni siquiera el infierno amenaza. El mero
vacío no será admitido por el agente primero, Dios, ni por el instrumento
primero de Dios, la naturaleza; nada puede estar totalmente vacío, ni siquiera
un grado hacia el vacío, como lo es la soledad, que es con aquél una sola cosa,
es amada por ellos. Cuando estoy muerto, y mi cuerpo puede infectar, tienen
un remedio, pueden enterrarme; pero cuando sólo estoy enfermo, y puedo
infectar, no tienen más remedio que su ausencia, y mi soledad. Es una excusa
para quienes son grandes, y aparentan serlo, y sin embargo están poco
dispuestos a venir; es un impedimento para aquellos que sinceramente
pudieran venir, porque podrían convertirse en instrumentos y agentes de la
pestilencia, e infectar a otros por haber venido. Y es una proscripción, una
excomunión para el paciente, y lo segrega de todas las funciones, no sólo de
la civilidad sino también de la caridad activa. Una larga enfermedad cansará
finalmente a los amigos, pero una enfermedad pestilente los apartará desde el
comienzo. Dios mismo admitirá una imagen de la sociedad, pues hay en Dios
una pluralidad de personas, aunque haya un solo Dios; y todos sus actos
exteriores testimonian un amor de la sociedad y de la comunión. Hay en el
cielo jerarquías de ángeles y ejércitos de mártires, y en esa casa, muchas
moradas; en la tierra, familias, ciudades, iglesias, colegios, todas cosas
plurales; y en el caso de que una u otra de éstas no fuera compañía suficiente,
hay una asociación de todas, una comunión de los santos que hace de la
iglesia militante, y de la triunfante, una sola parroquia; de manera que Cristo
no estaba fuera de su diócesis cuando se hallaba sobre la tierra, ni fuera de su
templo cuando se hallaba en nuestra carne. Dios, que vio que todo lo que
había hecho era bueno, no alcanzó a ver más que un defecto en alguna de sus
obras cuando comprendió que no era bueno para el hombre estar solo, y en
consecuencia le hizo un asistente; alguien que pudiera ayudarlo a aumentar en
número, y darle la propia y más sociedad. Los ángeles, que no se propagan, ni
se multiplican, fueron creados desde el principio en abundante número; y así

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las estrellas; pero para las cosas de este mundo su bendición fue aumentar;
porque pienso, y no necesito pedir licencia para pensarlo, que el fénix no
existe; no hay nada singular, nada hay solo; los hombres, inherentes sólo a la
naturaleza, están tan lejos de pensar que hay algo singular en este mundo,
como de pensar que este mundo es singular, sino que cada planeta, y cada
estrella, es otro mundo como éste; hallan razón en concebir no sólo una
pluralidad en cada una de las especies del mundo, sino una pluralidad de
mundos; de modo que los que abominan de la soledad no están solos; Dios, y
la naturaleza, y la razón se unen en contra de aquélla. Ahora bien, un hombre
puede hacer, fraudulentamente, de la peste un voto, y confundir una
enfermedad con una religión; y recluirse, y separarse de todos los hombres,
hasta no hacer el bien a ningún hombre, ni platicar con ningún hombre. Dios
tuvo dos Testamentos, dos voluntades; pero esto es una cédula, y no de él, un
codicilo, y no de él; y no está en el cuerpo de sus Testamentos, sino
interlineado, y escrito después por otros, que el camino hacia la comunión de
los santos lo es mediante tal soledad, y conforme se excluye toda buena
acción aquí en la tierra. Esta es una enfermedad de la mente; ya que el apogeo
de una enfermedad infecciosa del cuerpo es la soledad, ser dejado solo; pues
esto hace un lecho infeccioso, peor aun que una tumba, ya que aunque en
ambos estaré igualmente solo, en mi lecho lo sé, y lo siento, y no lo haré en
mi tumba; y más aún, en mi lecho mi alma estará todavía en un cuerpo
infectado, y en mi tumba no será así.

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VI

Metuit
El médico tiene miedo

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Observo al médico con la misma diligencia que él a la enfermedad; veo
que tiene miedo, y yo me atemorizo con él; le doy alcance, lo excedo en su
miedo, y voy más rápido, porque él va con paso mesurado; temo más porque
él enmascara su miedo, y lo veo con más perspicacia porque él no quiere que
yo lo vea. Él sabe que su miedo no perturbará la práctica y el ejercicio de su
arte, pero sabe que mi miedo puede perturbar el efecto y la obra de su
práctica. Así como las afecciones dañinas del bazo se complican, y se
mezclan con cada enfermedad del cuerpo, el miedo se insinúa en cada acción,
o pasión de la mente; así como los gases del cuerpo imitarán cualquier
enfermedad, y se asemejarán a los cálculos, y se asemejarán a la gota, el
miedo imitará cualquier enfermedad de la mente; se asemejará al amor, un
amor de posesión, y no es sino miedo, un celoso, suspicaz miedo de perder; se
asemejará al valor, despreciando y desestimando el peligro, y no será más que
miedo; una sobrevaloración de la reputación, y de la estima, y el miedo de
perderlas. El hombre que no teme a un león, teme a un gato; no teme morir de
hambre, y sin embargo tiene temor de un trozo de carne que se le presenta en
la mesa para que se alimente; no teme el sonido de tambores, y trompetas, y
disparos, y aquellos que pretenden ahogar los últimos gritos de los hombres, y
teme a algún armonioso instrumento en particular; lo teme tanto que con
cualquiera de ellos el enemigo podría arrojar del campo de batalla a ese
hombre, de otro modo bastante valiente. No sé lo que es el miedo, ni sé lo que
ahora temo; no temo el apresurarse de mi muerte, y sin embargo temo el
incremento de la enfermedad; desmentiría a la naturaleza si negara que temo
esto, y si dijera que temo a la muerte desmentiría a Dios; mi debilidad
proviene de la naturaleza, que no tiene sino su medida; mi fuerza proviene de
Dios, quien la posee y distribuye infinitamente. Así como no todo aire frío es
deletéreo, ni todo escalofrío es pasmo, no todo temor es miedo, no toda
desviación es huida, no toda discusión es solución, no todo deseo de que algo
no sea de este modo es una queja, ni desaliento, aunque así lo fuere; y así
como el temor de mi médico no lo aparta de su práctica, el mío no me priva
de recibir de Dios, del hombre y de mí mismo, asistencia espiritual, y civil, y
moral, y consuelos.

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VII

Socios sibi jungier instat


El médico quiere tener junto a él
otros colegas

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Hay más temor, por consiguiente más motivos. Si el médico desea ayuda
es que la carga se hace más pesada; hay, pues, un incremento de la
enfermedad; pero también debe de haber un otoño; pero que sea un otoño de
la enfermedad o de mí mismo no está en mí el elegirlo; pero si es de mí, lo es
de ambos; mi enfermedad no puede sobrevivirme, yo puedo sobreviviría. De
cualquier modo, su deseo de tener junto a él a otros demuestra su candor, y su
ingenuidad; si el peligro es grande, él justifica sus procedimientos y no
disfraza nada que exija testigos; y si el peligro no es grande, él no se muestra
ambicioso, pues está pronto para compartir el agradecimiento y el honor de
ese trabajo, que empezó solo, con otros. No disminuye la dignidad de un
monarca el que derive parte de sus cuidados hacia otros; Dios no hizo muchos
soles, pero hizo muchos cuerpos, que reciben y dan luz. Los romanos
comenzaron con un rey; llegaron a dos cónsules; volvieron en casos extremos
a un dictador; sea en uno, sea en muchos, la soberanía es la misma en todos
los Estados, y el peligro no es mayor, y es mayor la previsión donde hay más
médicos; así como es más feliz un estado donde los asuntos son llevados por
más deliberaciones que las que puede haber en un solo pecho, por muy
amplio que sea. Las enfermedades mismas hacen consultas, y conspiran
acerca de cómo multiplicarse, y se unen entre sí, y de esta manera promueven
mutuamente su fuerza; ¿y nosotros no llamaremos a los médicos para
consultas? La muerte está a las puertas de un anciano, aparece y se lo dice, y
la muerte está a espaldas de un joven y no le dice nada; la vejez es una
enfermedad, y la juventud es una emboscada; y necesitamos tantos médicos
cuantos puedan vigilar y reconocer cualquier molestia. Hay escasamente cosa
alguna que no haya matado a algún cuerpo; un cabello, una pluma, lo han
hecho; más aun, lo ha hecho lo que constituye el mejor antídoto en contra de
ello; el mejor cordial ha sido mortal veneno; hay hombres que han muerto de
alegría, y casi han impedido a sus amigos llorarlos, al tiempo que los veían
morir así, riendo. Hasta aquel tirano Dionisio (pienso en el mismo que
después sufrió tanto), que no pudo morir de la pena de aquella gran caída de
pasar de rey a ser un despreciable hombre común; murió de una alegría tan
humilde como la de ser proclamado por el pueblo, en un teatro, como buen

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poeta. Decimos a menudo que un hombre puede vivir con poco; pero, ay, ¡con
cuánto menos un hombre puede morir! Y, en consecuencia, cuantos más
asistentes, mejor; ¿quién, en el día de la audiencia, en una causa de alguna
importancia, va con un solo abogado? En nuestros funerales, nosotros mismos
no tenemos interés; allí no podemos aconsejar, no podemos dirigir; y aunque
en algunas naciones (en particular entre los egipcios), se edificaron mejores
tumbas que casas, porque iban a ser habitadas más largo tiempo que aquéllas,
sin embargo, entre nosotros, el más grande hombre de guerra que hemos
tenido, el Conquistador, fue dejado, tan pronto su alma lo abandonó, no sólo
sin gente para asistir su tumba, sino también sin tumba. Quién nos cuidará
entonces, no lo sabemos; tanto como nos sea posible, aceptemos tanta ayuda
cuanto podamos; uno, y otro médico, no son otra, y otra indicación, y síntoma
de muerte, sino otro, y otro asistente, y procurador de vida; ni tampoco
alimentan ellos la imaginación con la aprensión del peligro, cuanto la
comprensión con el alivio; que no traiga uno conocimiento, otro diligencia,
otro religión, sino que cada cual traiga todo, y, así como en una receta entran
muchos ingredientes, que sean muchos los hombres que elaboren la receta.
¿Pero por qué ejercito tanto mi meditación sobre esto de tener abundante
ayuda en época de necesidad? ¿No debiera mi meditación más bien inclinarse
hacia otro camino, condolerse y apiadarse por la desdicha de los que no tienen
ninguna ayuda? ¿Cuántos están más enfermos (acaso), que yo, y yacen en su
ruin jergón en su casa (si ese rincón es una casa), y no tienen más esperanza
de ayuda, aunque mueran, que de mejorar, aunque vivan? ¿Ni esperan más
ver a un médico entonces, que ser dignatarios después?; a ellos, el primero
que los conoce es el sepulturero que los entierra, quien los sepulta también en
el olvido. Porque lo que hacen no es sino completar el número de muertos en
la Cuenta, pero nunca escucharemos sus nombres hasta que los leamos en el
Libro de la Vida, junto con el nuestro. ¿Cuántos están más enfermos (acaso),
que yo, y son arrojados a hospitales, donde (como un pez abandonado en la
arena debe aguardar la marea), deben aguardar la hora de visita de los
médicos, y no pueden ser visitados más que entonces? ¿Cuántos están más
enfermos (acaso) que nosotros, y carecen de ese hospital para albergarlos, y
de ese jergón para yacer, para morir en él, y debajo de ellos sólo tienen su
lápida, y exhalan sus almas en los oídos y ante los ojos de los viandantes, más
duros que su lecho, la piedra de las calles? No prueban de nuestra medicina
sino una dieta frugal; para ellos el potaje común sería suficiente jarabe, lo que
nuestros sirvientes desdeñan, suficiente antídoto, y las sobras de la mesa de
nuestra cocina, suficiente cordial. ¡Oh, alma mía, cuanto no estás lo bastante

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despierta como para bendecir a tu Dios por su copiosa misericordia al
brindarte muchos asistentes, recuerda cuántos carecen de ellos, y asístelos en
estas cosas, u otras que les hacen tanta falta como éstas!

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VIII

Et Rexi ipse suum mittit


El Rey envía a su propio médico

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Todavía, cuando retornamos a esa meditación de que el hombre es un
mundo, realizamos nuevos descubrimientos. Que sea él un mundo, y él
mismo será la tierra, y la miseria el mar. Su miseria (puesto que la miseria es
de él, propia; de las dichas de este mundo él es sólo el inquilino, pero de la
miseria es el propietario; de la felicidad él es sólo el arrendatario, el
usufructuario, pero de la miseria es el Señor; el amo), su miseria, como el
mar, se embravece hasta más arriba de las colinas y llega a las más remotas
partes de esta tierra, el hombre, quien en sí mismo no es sino polvo, y
coagulado y amasado como tierra por las lágrimas; su materia es la tierra, su
forma la miseria. En este mundo, que es la humanidad, el territorio más
elevado, las colinas más eminentes, son reyes; ¿y poseen ellos hilo y plomo
suficientes como para sondear este mar y decir: Esta profundidad no es sino
mi miseria? Apenas si hay alguna miseria comparable a la enfermedad; y a
ella están sujetos por igual, como el más humilde de sus súbditos. Un cristal
no es menos frágil porque en él esté representada la cara de un rey; ni un rey
menos frágil porque Dios se represente en él. Los reyes tienen continuamente
médicos alrededor de ellos, y, en consecuencia, enfermedades, o la peor de las
enfermedades: el miedo continuo de ellas. ¿Son los reyes dioses? Quien así
los llame no los lisonjeará. Son dioses, pero dioses enfermos; y Dios se nos
presenta bajo muchas afecciones humanas, en lo que tienen de enfermedades;
Dios es denominado Colérico, y Pesaroso, y Fatigado, y Riguroso; pero nunca
un Dios enfermo; porque entonces podría morir como los hombres, como lo
hacen nuestros dioses. Lo peor que podría decirse como reproche, y escarnio
de los dioses paganos, era que acaso estaban dormidos; pero los dioses que
están tan enfermos que no pueden morir se hallan en una más enfermiza
condición. ¿Un dios, y necesita un médico? ¿Un Júpiter, y necesita un
Esculapio? Que debe tomar ruibarbo para purgar su cólera, o de lo contrario
estará demasiado furioso, y agárico para purgar su flema, o de lo contrario
estará demasiado soñoliento; que, como decía Tertuliano de los dioses
egipcios de las plantas y las hierbas: «Dios obligó al hombre a la gratitud por
crecer en su jardín», del mismo modo debemos decir de estos dioses que su
eternidad (una eternidad de setenta años) está en la tienda del boticario, y no

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en la divinidad metafórica. Pero su divinidad está mejor expresada en su
humildad que en su elevación; cuando, abundando y desbordando, como
Dios, en medios para hacer el bien, los reyes descienden, como Dios, a una
participación de sus abundancias entre los hombres, de acuerdo con sus
necesidades, entonces son dioses. No hay hombre que hallándose bien no
comprenda, no valore su bienestar; no tenga en ello una dicha y un gozo; y
quienquiera tuviere esa dicha, tendrá el deseo de comunicarla, de difundir
aquello que ocasiona su felicidad, y su alegría, a otros; porque cada hombre
ama tener testigos de su felicidad; y los mejores testigos son los testigos por
su propia experiencia; los que han probado en sí mismos lo que a nosotros nos
hace dichosos. En consecuencia, completa y perfecciona la felicidad de los
reyes el otorgar, el transferir, honor, y riquezas, y (como pueden hacerlo)
salud, a aquellos que lo necesiten.

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IX

Medicamina scribunt
Después de su consulta, recetan

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Me han visto, y me han escuchado, me han sometido a proceso engrillado,
y han recibido la evidencia; han cortado mi anatomía, disecado mi ser, y van a
leer sobre mí. ¡Oh, qué múltiple, e intrincada cosa, más aún, qué proterva y
varia es la ruina y la destrucción! Dios las obsequió a David de tres clases,
guerra, hambre, y pestilencia; Satanás dejó éstas a un lado y trajo fuegos del
cielo, y vientos del desierto. Si se trata no de ruina sino de enfermedad, vemos
que los maestros de este arte apenas pueden enumerar, no nombrar, todas las
enfermedades; todo lo que perturba una facultad y su función, es una
enfermedad; no les serán de ninguna utilidad los nombres tomados del lugar
afectado, como la pleuresía; ni los tomados de los efectos causados, como la
epilepsia; no tienen nombre suficientes, ni de lo que la enfermedad produce ni
de dónde está localizada, sino que deben sacar nombres de aquello a lo que se
parece, a lo que se asemeja, por algún rasgo, pues de otra manera les faltarían
nombres; y así ocurre con el Lupus, el Cáncer, los Pólipos; y esa cuestión
acerca de si hay más nombres que cosas es tan intrincada en las enfermedades
como en cualquier otra cosa, con la excepción de que es fácil resolverla
diciendo que hay más enfermedades que denominaciones. Si la ruina
estuviera reducida a esa única forma, y el hombre sólo pudiera sucumbir por
enfermedad, los peligros, no obstante, serían infinitos; y si la enfermedad
estuviera reducida a una única forma, y no hubiera más enfermedad que la
fiebre, las formas de ésta, sin embargo, aún serían infinitas; sobrecargaría y
agobiaría cualquier naturaleza, desordenaría y turbaría cualquier memoria
artificial para dar los nombres de diversas fiebres; qué intrincado trabajo
tienen, pues, los que han ido a hacer una consulta sobre cuál de esas
enfermedades es la mía, y luego cuál de esas fiebres, y luego cómo actuará, y
luego cómo puede ser contrarrestada. Pero aun en la enfermedad hay, hasta
cierto punto, algo de bueno, cuando el mal admite consultas. En muchas
enfermedades, lo que no es sino un accidente, sólo un síntoma de la
enfermedad principal, es tan violento que el médico debe atender a curarlo,
aunque postergue (tanto como pueda interrumpirla) la curación de la
enfermedad en sí. ¿No sucede también esto con los Estados? Algunas veces la
insolencia de los grandes produce conmoción en el pueblo; la gran

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enfermedad, y el gran peligro para la Cabeza, es la insolencia de los grandes;
y sin embargo ponen en práctica la ley marcial y realizan ejecuciones en el
pueblo, cuya conmoción no era más que un síntoma, sólo un accidente de la
enfermedad principal; pero este síntoma, habiéndose vuelto tan violento, no
da tiempo para consultas. ¿No es también así en los accidentes de nuestras
enfermedades mentales? ¿No es evidente en nuestros afectos, en nuestras
pasiones? ¿Si un hombre colérico está listo para golpearme,' debo purgar su
cólera o parar el golpe? Pero cuando hay ocasión de hacer consultas las cosas
no son desesperadas. Se hace la consulta; de modo que nada es hecho
imprudentemente ni inconsideradamente; y luego ellos recetan, ellos escriben,
de manera que nada es hecho en forma secreta, embozada, inevitable. En las
enfermedades corporales no siempre es así: algunas veces, tan pronto como el
médico pone el pie en la habitación, su lanceta está en el brazo del paciente;
la enfermedad no permitiría abstenerse ni un minuto de la sangre, ni de
prescribir otros remedios. En los Estados y en cuestiones de gobierno también
es así; a veces los hechos son tan sorpresivos, que el magistrado no pregunta
lo que por ley ha de hacerse, sino que hace lo que debe hacerse
necesariamente en tal caso. Pero hay un grado de bien en el mal, un grado que
trae consigo esperanza y consuelo, cuando podemos recurrir a lo que está
escrito, y los procedimientos pueden ser abiertos, e ingenuos, y sinceros, pues
ello implica satisfacción y aquiescencia. Los que han recibido mi anatomía,
consultan, y terminan su consulta recetando, y recetando un purgante;
remedio apropiado y conveniente; pues si debieran volver, y regañarme por
alguna perturbación que hubiera ocasionado, inducido, o que hubiera
acelerado y exaltado esta enfermedad, o si debieran comenzar ahora a escribir
las indicaciones para mi dieta, y ejercicios para cuando esté bien, esto sería
anticipar, o postergar su consulta, y no me darían purgante. Sería más bien
una vejación que un alivio, decirle a un condenado: «Habrías vivido si
hubieras hecho esto; y si obtienes el perdón, harás bien en tomar esto, o seguir
este método después». Me alegro de que sepan (nada les he ocultado), me
alegro de que consulten (nada se ocultan entre sí), me alegro de que escriban
(nada ocultan al mundo), me alegro de que escriban y receten purgante; de
que haya remedios para el caso presente.

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X

Lente et Serpenti
satagunt ocurrere Morbo
Hallan que la enfermedad se
desliza insensiblemente,
y se esfuerzan en ir a su encuentro

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Este es el juego de cajas de la naturaleza; los cielos contienen la tierra, la
tierra, ciudades, las ciudades, hombres. Y todos son concéntricos; el centro
común a todo es decadencia, ruina; sólo es excéntrico lo que nunca fue hecho;
sólo aquel lugar, o más bien ropaje, que podemos imaginar pero no demostrar.
Esa luz que es la verdadera emanación de la luz de Dios, en la que morarán
los santos, con la cual los santos serán vestidos, sólo ella no se somete a este
centro, a la ruina; lo que no fue hecho con nada, no está amenazado por esa
aniquilación. Todas las demás cosas lo están; aun los ángeles, aun nuestras
almas; éstas se mueven entre los mismos polos, se inclinan hacia el mismo
centro; y si no fueron hechas inmortales por la conservación, su naturaleza no
podría guardarlas de hundirse en este centro, en la aniquilación. En todos
éstos (el marco de los cielos, los Estados sobre la tierra, y los hombres en
ellos, todo comprendido), son esos los más grandes daños, los menos
discernibles; los más insensibles en sus medios llegan a ser los más sensibles
en sus fines. Los cielos tuvieron su hidropesía, ahogaron al mundo, y tendrán
su fiebre, e incendiarán al mundo. De la hidropesía, el diluvio, el mundo supo
120 años antes de que sucediera, por lo que algunos se previnieron contra ello
y fueron salvos; la fiebre estallará en un instante, y lo consumirá todo; la
hidropesía no dañó los cielos, de donde cayó, no apagó esas luces, no
extinguió esos calores; pero la fiebre, el fuego, devorará al horno mismo,
aniquilará a esos cielos que lo han exhalado; aunque Sirio, la estrella, posea
un aliento pestilente, como sabemos cuando aparecerá, nos abrigamos; y nos
ponemos a dieta, y nos refugiamos con adecuada prevención; pero los
cometas y meteoros, cuyos efectos, o significado, nadie puede interrumpir o
anular, ningún hombre los previó; ningún calendario nos dice cuándo estallará
un meteoro, la cuestión es mantenida en secreto; ningún astrólogo nos dice
cuándo se cumplirán los efectos, porque ése es un secreto de una esfera más
elevada que el otro; y lo más secreto es lo más peligroso. Lo mismo ocurre
aquí en las sociedades humanas, en los Estados, y en las repúblicas. Veinte
tambores rebeldes no producen un estruendo tan peligroso como unos pocos
murmuradores, y conspiradores secretos por los rincones. El cañón no causa
tanto daño a una muralla como una mina por debajo de ésta; ni tanto mil

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enemigos que amenazan cuanto unos pocos que se juramentan para no decir
nada. Dios conoció muchos graves pecados del pueblo, en el desierto y
después de él, pero sólo lo acusa de este: de murmurar, murmurar en sus
corazones secretas desobediencias, secretas repugnancias en contra de su
voluntad declarada; y éstos son los más mortales, los más perniciosos. Y así
es también con las enfermedades del cuerpo; y ese es mi caso. El pulso, la
orina, la transpiración, todos han jurado no decir nada, no dar ninguna
indicación acerca de cualquier enfermedad peligrosa. Mis fuerzas no están
debilitadas, no hallo declinación en mi vigor; mis abastecimientos no están
cortados, no encuentro repugnancias en mi apetito; mi consejo no está
corrompido o entontecido, no encuentro falsas aprensiones que actúen sobre
mi entendimiento; y sin embargo ellos ven que, invisiblemente, y yo siento
que, insensiblemente, la enfermedad predomina. La enfermedad ha instaurado
un reino, un imperio en mí, y seguramente tendrá algunos Arcana Imperii,
secretos de Estado, de acuerdo con los cuales obrará sin estar obligada a
declararlos. Pero aun en contra de esas secretas conspiraciones en el Estado,
el juez dispone del potro de tormento; y en contra de las enfermedades
insensibles, los médicos tienen a sus examinadores; y es a éstos a quienes
ahora emplean.

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XI

Nobilibusque trahunt, a
cincto Corde, venemum,
Succis et Gemmis, et quae
generosa, Ministrant Ars,
et Natura, instillant
Apelan al cordial, para
preservar al corazón del
veneno y la virulencia
de la enfermedad

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¿De dónde extraeremos un argumento mejor, una demostración más clara,
de que toda la grandeza de este mundo está fundada sobre la opinión ajena, y
no tiene en sí ser real, ni facultad de existir, sino del corazón del hombre?
Siempre está en acción, y en movimiento, aun ocupado, aun pretendiendo
hacerlo todo, supliendo todos los poderes y facultades con todo lo que éstos
suponen; pero si un enemigo se atreve a levantarse en contra de él, él es el que
más prontamente está en peligro, el que más pronto es derrotado. El cerebro
resistirá más que él, y el hígado más que éste; ambos soportarán un asedio,
pero una calentura innatural, una calentura rebelde, hará estallar el corazón,
como una mina, en un minuto. Pero como quiera que sea, puesto que el
corazón tiene el mayorazgo y la primogenitura, y es en nosotros el hijo mayor
de la naturaleza, la parte que primero nace a la vida en el hombre, y puesto
que las demás partes, como hermanos menores y sirvientes en esta familia,
dependerán de él, esa es la razón por la cual el principal cuidado ha de ser
para él, ya que no es el órgano más fuerte, así como el mayor no es a menudo
el más vigoroso de la familia. Y puesto que el cerebro, y el hígado, y el
corazón, no constituyen un triunvirato en el hombre, una soberanía
igualmente distribuida entre ellos, para su bienestar, como lo hacen los cuatro
elementos para su propio existir, sino que sólo el corazón es el soberano, y
está en el trono, como un rey, los otros, como súbditos, aunque en lugar y
cargos eminentes, deben cooperar con aquél, como los hijos con sus padres,
como las personas de toda condición con sus superiores, aunque a menudo
esos padres, o esos superiores, no sean más fuertes que quienes los sirven y
obedecen; ni recae esta obligación sobre nosotros por idénticos dictados de la
naturaleza, por consecuencias o conclusiones nacidas de la naturaleza, o
derivadas de la naturaleza, por raciocinio (así como muchas cosas nos obligan
aun por la ley de la naturaleza, pero no por la ley primera de la naturaleza;
como todas las leyes de propiedad sobre lo que poseemos están en la ley de la
naturaleza, que consiste en dar a cada cual lo suyo, no obstante que en la ley
primera de la naturaleza no había propiedad, ni mío ni tuyo, sino una
universal comunidad sobre todo; así, la obediencia a los superiores está en la
ley de la naturaleza, y sin embargo en la ley primera de la naturaleza no había

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ni superioridad ni magistratura); pero esta cuota de asistencia de todos al
soberano, de todas las partes al corazón, emana de los primerísimos dictados
de la naturaleza; que son, en primer lugar, cuidar de nuestra propia
conservación, ocuparnos ante todo de nosotros mismos; y en consecuencia el
médico debe interrumpir el cuidado presente del cerebro, o del hígado, porque
existe una posibilidad de que subsistan aunque no se tenga un presente y
particular cuidado de ellos, pero no hay posibilidad de que subsistan si el
corazón perece; y así, cuando parece que comenzamos por los otros en tal
asistencia, en realidad comenzamos por nosotros, y nosotros somos nuestra
principal contemplación; y así, todas estas oficiosas y mutuas asistencias no
son sino complementarias para con los demás, y nosotros mismos es nuestro
verdadero fin. Y esta es la recompensa de las penas de los reyes; a veces
necesitan el poder de la ley para ser obedecidos; y cuando parece que son
obedecidos voluntariamente, quienes lo hacen, lo hacen por ellos mismos.
¡Oh, qué poca cosa es la grandeza del hombre, y mediante qué falsos cristales
la tergiversa para multiplicarla y aumentarla ante sí mismo! Y sin embargo,
esta es otra miseria de ese rey del hombre, el corazón, aplicable también a los
reyes de este mundo, grandes hombres: el veneno y la virulencia de toda
enfermedad maligna se dirige al corazón, lo afecta (perniciosa afección), y la
malignidad de los malvados se dirige también en contra de los más grandes, y
de los mejores; y no sólo la grandeza, sino la bondad, pierden el poder de ser
un antídoto, o un cordial, en contra de ello. Y así como los más nobles, y más
generosos cordiales que la naturaleza o el arte pueden proporcionar, o
preparar, si se toman a menudo, y se vuelven familiares, dejan de ser
cordiales, no producen ningún efecto especial, así el cordial más grande del
corazón, la paciencia, si se ejerce demasiado exalta el veneno y la virulencia
del enemigo, y cuanto más sufrimos, más somos injuriados. Cuando Dios hizo
esta tierra de la nada, poca ayuda fue que tuviera que hacer las otras cosas con
esta tierra: nada está más cerca de la nada que esta tierra; y sin embargo, ¡qué
poco de esta tierra es el más grande de los hombres! El piensa que pisa esta
tierra, que ésta se halla bajo sus pies, y el cerebro que así piensa no es sino
tierra; su región más alta, la carne que la cubre, no es sino tierra; y aun el
coronamiento de aquélla, del que tantos Absalones se enorgullecen, no es más
que un arbusto creciendo sobre ese césped de tierra. ¡Qué poco es la tierra en
el mundo!; y sin embargo es todo lo que el hombre es. Qué poco es en un
hombre el corazón, y sin embargo es todo aquello por lo cual es; y está
continuamente sujeto, no sólo a venenos extraños, trasmitidos por otros, pero
también a venenos internos, engendrados en nosotros por las enfermedades

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malignas. ¿Oh, quién, si ante sí tuviera un ser, y tuviera sentido de esta
miseria, compraría un ser aquí, en esas condiciones?

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XII

Spirante Columba Supposita


pedibus, Revocantur
ad ima vapores
Aplican pichones de paloma,
para extraer los vapores
de la cabeza

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¿Qué no matará a un hombre, si un vapor lo hace? ¡Qué grande es el
elefante, qué pequeño el ratón que lo destruye! Morir por una bala es el
cotidiano pan del soldado; pero pocos hombres mueren por una salva de
artillería; un hombre vale más que para ser vendido por simple dinero; una
vida es para ser valorada por encima de una bagatela. Si hubiera una violenta
conmoción del aire por el trueno, o por el cañón, en ese caso el aire se
condensa sobre el espesor del agua, de agua endurecida en hielo, casi
petrificada, casi convertida en piedra, y no hay que extrañarse de que eso sea
mortal; pero que aquello que no es más que un vapor, y un vapor no forzado
sino respirado, deba matar, que nuestra nodriza nos abrigue y que el aire que
nos nutre pueda destruirnos, así como es sólo ateísmo a medias el murmurar
en contra de la naturaleza, que es la comisionada inmediata de Dios, ¿quién
no se sentiría miserable de hallarse en manos de la naturaleza, que no sólo lo
erige como un blanco para que los demás disparen sobre él, sino que se
complace en soplarlo como a un cristal, hasta verlo romperse con su propio
aliento?; más aún, si este vapor infeccioso fuera buscado ávidamente, o con
afán, como Plinio fue tras los vapores del Etna, y se atrevió a desafiar a la
muerte, bajo la forma de un vapor, a que causase su daño, y sintió el daño, y
murió; o si este vapor nos sorprendiera en una emboscada, saliendo de un
pozo largo tiempo cerrado, o de una mina recién abierta, quién se lamentaría,
quién sería acusado, cuando a nadie podríamos acusar sino a la fortuna, que es
menos que un vapor; pero cuando nosotros mismos somos el pozo que exhala
esa emanación, el homo que escupe esa ardiente humareda, la mina que
vomita esa sofocante, y asfixiante humedad, ¿quién después de esto no
agravará su dolor por esta circunstancia, que fue su vecino, su familiar amigo,
su hermano, que lo destruyó, y lo destruyó con un susurrante, un injurioso
hálito, cuando vemos que nosotros mismos nos hacemos lo propio por
similares medios, y nos matamos con nuestros propios vapores? O si estas
ocasiones de autodestrucción tienen alguna contribución de nuestras propias
voluntades, alguna asistencia de nuestras propias intenciones, más aún, de
nuestros propios errores, podríamos repartir la reprimenda y reprendemos a
nosotros mismos tanto como a aquéllos. Las fiebres sobre los

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intencionadamente intemperantes en la bebida, y la comida, las consunciones
sobre los desenfrenados, y los licenciosos, la locura por el extravío y los
excesos de nuestras facultades naturales, proceden de nosotros, y es así que,
estando nosotros mismos en la trama, somos no solamente pasivos, sino
también activos, en nuestra propia destrucción; ¿pero qué he hecho yo, sea
para engendrar, sea para respirar estos vapores? Me dicen que se deben a mi
melancolía; ¿infundí yo, bebí yo melancolía en mí mismo? Es mi condición
de meditativo; ¿no fui hecho para pensar? Es mi estudio; ¿no me inclina a él
mi vocación? Nada he hecho voluntariamente, perversamente, para ello, y sin
embargo, debo sufrirlo, morir de ello; hay demasiados ejemplos de hombres
que han sido sus propios verdugos, y que han caído en penosos desvíos para
serlo; algunos han llevado siempre veneno consigo, en un anillo hueco
colocado en su dedo, y algunos en la pluma con que solían escribir; algunos
se han destrozado los sesos contra los muros de su prisión, y algunos han
tragado el fuego de sus chimeneas; y de uno se dice que está más próximo aun
a nuestro caso, por haberse estrangulado, atadas las manos, quebrando su
cuello entre las rodillas; pero yo en nada atento contra mí mismo, y sin
embargo soy mi propio verdugo. Y hemos oído de muertes por circunstancias
menudas, y por instrumentos despreciables: un alfiler, un peine, un cabello,
arrancado, que se ha gangrenado y ha matado; pero cuando he dicho vapor, si
nuevamente me preguntaran qué es un vapor, no sabría decirlo, tan insensible
cosa es, tan cercana a la nada, que nos reduce a la nada Pero derramemos este
vapor, rarifiquémoslo; desde una habitación tan estrecha como nuestros
cuerpos naturales, hasta un cuerpo político, un Estado. Lo que en nosotros es
emanación, en un Estado es rumor, y estos vapores en nosotros, que aquí
consideramos malignas e infecciosas emanaciones, en un Estado son rumores
infecciosos, detractores y deshonrosas calumnias, libelos. El corazón en este
cuerpo es el Rey; y el cerebro su Consejo; y la magistratura íntegra, que todo
lo conserva unido, son los tendones, que de esa forma actúan; y la vida de
todo ello es el Honor, y el justo respeto, y la debida reverencia; y en
consecuencia, cuando estos vapores, estos venenosos rumores, son dirigidos
en contra de esas partes nobles, el cuerpo todo sufre. Pero no obstante todos
sus privilegios, no tienen prerrogativas contra nuestra miseria; que así como
los vapores más perniciosos para nosotros salen de nuestros propios cuerpos,
así también los más deshonrosos rumores, y aquellos que más hieren a un
Estado, nacen de él mismo. ¿Qué aire maligno, que pude haber tomado en la
calle, qué canal, qué matadero, qué muladar, qué bóveda, podría herirme tanto
como estos vapores engendrados en mí mismo? ¿Qué fugitivo, qué parásito

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de cualquier Estado extranjero puede hacer tanto daño como un difamador, un
libelista, un despreciable bufón en el propio país? Pues, así como los que
escriben de venenos, y de criaturas naturalmente dispuestas para la ruina del
hombre, mencionan también a la pulga junto a lá serpiente, porque la pulga,
aunque no mata a nadie, hace tanto daño como puede, así también esos
libelistas y licenciosos bufones emiten el veneno que tienen, aunque a veces
la virtud, y siempre el Poder, sea un buen pichón para extraer ese vapor de la
Cabeza, e impedirle cumplir allí un daño mortal.

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XIII

Ingeniumque malum, numeroso


stigmate, fassus Pellitur
ad pectus, Morbique
Suburbia, Morbus
La enfermedad manifiesta su
infección y malignidad por
medio de manchas

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Decimos que el mundo está hecho de mar, y tierra, como si fueran iguales;
pero sabemos que hay más agua en el hemisferio occidental que en el oriental.
Decimos que el firmamento, está colmado de estrellas, como si se hallase
equitativamente colmado, pero sabemos que hay más estrellas bajo el Polo
Norte que bajo el Polo Sur. Decimos que los componentes del hombre son
miseria y felicidad, como si él tuviera igual proporción de ambas, y que sus
días son alternados, como si tuviera tantos días buenos como malos, y viviera
bajo una perpetua noche equinoccial y un día equivalente, la buena y la mala
fortuna en la misma medida. Pero lejos está él de eso; él bebe miseria, y
prueba la felicidad; él siega miseria, y espiga felicidad; viaja por la miseria,
sólo pasea por la felicidad; y, lo que es peor, su miseria es categórica y
dogmática, y su felicidad es sólo discutible y problemática. Todos los
hombres llaman miseria a la miseria, pero la felicidad cambia de nombre con
el gusto de cada hombre. En este accidente que ahora me sobreviene, de que
esta enfermedad manifieste por sus manchas ser una enfermedad maligna y
pestilente, si existe algún consuelo en la declaración, ya que con eso los
médicos ven más claramente lo que han de hacer, puede haber igual
desconsuelo en ello, en que la malignidad sea tan grande que con todo lo que
pueden hacer nada hagan. Que un enemigo se manifieste, pues, cuando es
capaz de subsistir, y de perseguir, y de llevar a cabo sus fines, no es gran
consuelo. En las conspiraciones intestinas, las confesiones voluntarias son
mejores que las confesiones en el potro de tormento; en estas infecciones,
cuando la naturaleza misma confiesa, y vocea por estas declaraciones externas
que es capaz de expresar por sí misma, proporciona consuelo; pero cuando lo
hace por la fuerza de los cordiales, es como una confesión en el potro del
tormento, por la cual, aunque conozcamos la malicia de ese hombre, no
sabemos, sin embargo, si habrá tanta malicia después en su corazón como
antes de confesar; estamos seguros de su traición, pero no de su
arrepentimiento; seguros de él, pero no de sus cómplices. Es débil consuelo
saber lo peor cuando lo peor es irremediable; y más débil consuelo aún es el
saber de un mucho mal y no saber que es el peor. Una mujer es consolada por
el nacimiento de su hijo, su cuerpo es aliviado de una carga; pero si ella

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pudiera proféticamente leer su historia, saber cuán malvado será como
hombre, acaso como hijo, ella experimentaría, recibiría una carga más grande
en su espíritu. Apenas hay alguna adquisición que no esté obstaculizada por
secretos estorbos; apenas alguna felicidad que no tenga en sí tanto de la
naturaleza de una moneda falsa y baja, en que hay más aleación que metal.
Más aún, ¿no es también así (al menos muy propicio a ello), en el ejercicio de
las virtudes? Debo ser pobre, y necesitado, antes de poder ejercer la virtud de
la gratitud; miserable y atormentado antes de poder ejercitar la virtud de la
paciencia. ¿A qué profundidad cavamos, y por qué oro tan tosco? ¿Y qué otra
prueba tenemos de nuestro oro, sino la comparación? Así seamos tan felices
como otros, o como nosotros mismos en otro tiempo; ¡oh pobre paso hacia la
mejoría, cuando estas manchas sólo nos dicen que estamos peor de lo que
antes creíamos estar con seguridad!

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XIV

Idque notant Criticis,


Medici evenisse Diebus
Los médicos observan por
esos accidentes que han
comenzado los días críticos

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Yo no haría al hombre peor de lo que es, ni su condición más miserable de
lo que es. ¿Pero podría, aunque lo quisiera? Así como el hombre no puede
lisonjear a Dios, ni sobrevalorarlo, tampoco puede el hombre agraviar al
hombre, ni menospreciarlo. De modo que mucho debe hacérsele tener
presente a su memoria que aquellas falsas felicidades, que tiene en este
mundo, poseen sus tiempos, y sus estaciones, y sus días críticos, y son
juzgadas, y denominadas de acuerdo con los tiempos, cuando nos
sobrevienen. ¡De qué pobres elementos están hechas nuestras dichas, si el
tiempo, el tiempo que apenas podemos considerarlo cosa alguna, es parte
esencial de nuestra felicidad! Todas las cosas se hacen en algún lugar; pero si
consideramos que el lugar no es más que las huecas superficies del aire, ¡ay,
qué delgada, y fluida cosa es el aire, qué delgada película es una superficie, y
una superficie de aire! Asimismo, todas las cosas son hechas en el tiempo;
pero si consideramos que el tiempo no es sino la medida del movimiento,
como quiera que parezca tener tres estaciones: pasado, presente y futuro, y la
primera y la última de ellas no existen (una no existe ya, y la otra no existe
todavía), y que lo que llamáis presente no es ahora lo mismo que era cuando
empezasteis a llamarlo así en esta frase (antes de que pronunciéis esa palabra,
presente, o esa palabra, ahora, el presente y el ahora ya son pasado); si este
imaginario medio-nada, el tiempo, es la esencia de nuestras dichas, ¿cómo
pensar que puedan ellas ser duraderas? El tiempo no lo es, ¿cómo podrían
serlo ellas? El tiempo no lo es; no lo es, considerado en cualquiera de sus
partes. Si consideramos la eternidad, en ella nunca entró el tiempo; la
eternidad no es un interminable fluir de tiempo; pero el tiempo es un pequeño
paréntesis en un largo período; y la eternidad sería la misma que es, aunque el
tiempo nunca hubiera sido; si consideramos, no la eternidad sino la
perpetuidad, no aquella que no tuvo tiempo para comenzar en él, sino la que
sobrevivirá al tiempo y seguirá siendo cuando el tiempo ya no sea más, ¡qué
minuto es la vida de la criatura más duradera, comparada con aquélla! ¡Y qué
minuto es la vida del hombre comparada con la de los soles, o la de un árbol!,
y sin embargo, qué pequeña parte de nuestra vida es la ocasión, la
oportunidad de acoger en ella al bien; ¡y qué poco de esa ocasión

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aprehendemos, y retenemos! ¡Qué laboriosa y complicada telaraña es la
felicidad del hombre aquí, que debe ser hecha con cuidado para asir esa
ocasión, que no es más que un trocito de lo que es nada, el tiempo! Y sin
embargo, las mejores cosas son nada sin eso. Los honores, los placeres, las
posesiones, que nos son presentados fuera de tiempo, en nuestra decrépita, y
desabrida, y torpe edad, pierden su destino y pierden su nombre; no son para
nosotros honores los que nunca aparecerán, ni se divulgarán ante los ojos del
pueblo, que recibe el honor de quien se los otorga; ni son placeres para
nosotros, que hemos perdido la facultad de gustarlos; ni posesiones para
nosotros, que ya nos apartamos de su posesión. La juventud es el día crítico
de ellos, la que los juzga, la que los denomina, la que los anima, y hace de
ellos honores y placeres, y posesiones; y cuando ellos llegan en una edad
avanzada, llegan como el cordial cuando ya dobla la campana, como un
perdón cuando la cabeza ya ha sido cortada. Nos regocijamos con el bienestar
del fuego, ¿pero permanece alguien junto a él en mitad del verano? Nos
alegramos de la frescura, y la calma de una bóveda, ¿pero celebra alguien su
Navidad allí, o son los placeres de la primavera bien recibidos en otoño? Si la
felicidad reside en la estación, o en el clima, cuánto más dichosos que el
hombre son los pájaros, que pueden cambiar de clima, y acompañan, y gozan
de la misma estación siempre.

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XV

Interea insomnes noctes Ego


duco, Diesque
No duerme ni de día
ni de noche

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Los hombres corrientes han concebido un doble uso del sueño; que es un
alivio del cuerpo en esta vida; que es una preparación del alma para la
próxima; que es una fiesta, y la gracia de esa fiesta; que es nuestro
esparcimiento, y nos regocija, y es nuestro catecismo y nos instruye; y
yacemos en la esperanza de que nos levantaremos más fuertes; y yacemos en
la inteligencia de que no hemos de alzamos más. El sueño es un opio que nos
da descanso, pero un opio que, acaso, sometido a él, no nos despertaremos
más. Pero aunque los hombres corrientes, que han inducido consideraciones
secundarias y metafóricas, han hallado este segundo, este emblemático uso
del sueño, de que es una representación de la muerte; Dios, quien forjó y
perfeccionó su obra, antes de que la naturaleza comenzara (porque la
naturaleza no fue sino su aprendiz, que aprendió en los primeros siete días, y
ahora es su capataz, y trabaja bajo sus órdenes), Dios, decía, destinó el sueño
solamente para alivio del hombre mediante su descanso corporal, y no como
imagen de la muerte, porque todavía no había pensado en la muerte. Pero
habiendo el hombre provocado la muerte sobre sí mismo, Dios ha tomado esa
criatura del hombre, la muerte, en sus manos y la ha mejorado; y por cuanto
tuvo temible forma y aspecto, y el hombre se horrorizó de su propia criatura,
Dios se la presentó en una familiar, en una asidua, en una agradable y
aceptable forma, como sueño, de modo que cuando el hombre despierta, y se
dice a sí mismo: «No estaré de otra manera, cuando haya muerto, que como
estuve ahora, mientras dormía», puede avergonzarse de sus sueños al
despertar, y de su melancólica fantasía de una horrible y espantosa figura de
esa muerte que tanto se asemeja al sueño. Así como necesitamos del sueño
para vivir nuestros setenta años, también necesitamos de la muerte para vivir
esa vida que no podemos sobrevivir. Y así como, siendo la muerte nuestro
enemigo, Dios nos permite defendemos en contra de ella (ya que nos
avituallamos en contra de la muerte dos veces por día, cuando comemos),
también Dios, habiendo dulcificado, como lo ha hecho, nuestra muerte en
sueño, nos pone en manos de nuestro enemigo una vez por día; en la medida
en que el sueño es muerte; y el sueño es tan muerte como el alimento es vida.
Tal es, pues, la miseria de mi enfermedad, que la muerte, conforme es creada

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por mí mismo, y es mi propia criatura, está ahora ante mis ojos, pero en la
forma en que Dios la ha mitigado para nosotros, y la ha hecho aceptable, en
sueño, no puedo verla; ¡cuántos prisioneros, que han cavado ellos mismos sus
tumbas en esta tierra, sobre la que han yacido tanto tiempo bajo fuertes
grillos, sin embargo en esta hora están dormidos, aunque todavía trabajen
sobre sus propias tumbas con su propio peso! El que ha visto a su amigo
morir hoy, o sabe que lo verá morir mañana, se hunde sin embargo en un
sueño intermedio. Yo no puedo; y, oh, si ahora estoy entrando en la eternidad,
donde ya no habrá diferencias de horas, ¿por qué me ocupo ahora de la
marcha de los relojes?; ¿por qué ninguna de las opresiones de mi corazón le
son ahorradas a mis párpados, para que puedan caer como caerá mi corazón?
¿Y por qué, puesto que he perdido mi placer en todas las cosas, no puedo
interrumpir la facultad de verlas, cerrando mis ojos en el sueño? Pero ¿por
qué, ya que estoy entrando en esa presencia, donde estaré continuamente
despierto y nunca más dormiré, no interpreto mi estar continuamente
despierto aquí, como una parasceve, y una preparación para aquello?

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XVI

Et properare meum clamant,


e Turre propinqua,
Obstreperae Campanae
aliorum in funere, funus
Las campanas de la iglesia
vecina diariamente me
recuerdan mi entierro en los
funerales de los demás

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Tenemos a mano un autor que escribió un discurso sobre las campanas
cuando estuvo prisionero en Turquía. Cuánto pudo haberse extendido, si
hubiera sido mi compañero de prisión, en este lecho de enfermedad, tan cerca
de ese campanario, que nunca cesa de tañer, no más que la armonía de las
esferas, pero más oído. Cuando los turcos tomaron Constantinopla, fundieron
las campanas en cañones; he oído las campanas y los cañones, pero ninguna
de ellas me ha impresionado tanto como estas campanas. He yacido cerca de
un campanario, en el cual se dice que hay más de treinta campanas; y cerca de
otro, donde hay una tan grande que se dice que el badajo pesa más de
seiscientas libras, y sin embargo nunca me sentí tan impresionado como aquí.
Aquí apenas si pueden las campanas solemnizar el funeral de alguna persona,
pero yo ya sé que la conocí, o sé que era vecina mía; vivimos una vez en
casas cercanas una de la otra, pero ahora él se ha ido a esa casa a la que debo
seguirlo. Hay una manera de corregir a los hijos de grandes personajes, y es
que otros niños sean castigados en lugar de ellos, y en sus nombres, y esto
obra sobre ellos, que por cierto merecían más el castigo. Y cuando estas
campanas me dicen que, ya uno, ya otro, son enterrados, ¿no debo reconocer
que han recibido el castigo que yo merezco, y pagado la deuda que yo debo?
Hay un cuento sobre la campana de un monasterio, la cual, cuando alguien de
los de la casa estaba enfermo de muerte, sonaba siempre voluntariamente, y
así se sabía lo inevitable del hecho. Sonó una vez, cuando nadie estaba
enfermo; pero al día siguiente uno de los de la casa se cayó del campanario,
murió, y la campana conservó la reputación de profética. Si estas campanas
que llaman ahora a un funeral, no estuvieran destinadas a nadie, ¿no podría
ser yo, a la hora del funeral, quien les proporcionara su finalidad? ¿Cuántos
hombres que asisten a una ejecución, si preguntaran por qué muere ese
hombre, no escucharían condenar sus propias faltas, y se verían ellos mismos
ejecutados por procuración? Apenas oímos de un hombre que se destaca
pensamos en nosotros, que muy bien podríamos haber sido ese hombre; ¿por
qué no podría haber sido yo ese hombre, que ahora es conducido a su tumba?
¿Podría yo aprestarme a estar de pie, o sentado en el lugar de cualquier
hombre, y no para yacer en la tumba de alguno? Puedo carecer de muchas de

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las partes buenas de los más humildes, pero no me falta nada de la mortalidad
de los más débiles; ellos pueden haber adquirido mayores talentos que yo,
pero yo nací destinado a tantos achaques como ellos. Ser un beneficiario
acostado en una tumba, ser un doctor enseñando mortificación con el ejemplo,
muriendo; aunque yo tenga antecesores, y otros sean mayores que yo, sin
embargo yo he cursado aceleradamente en una buena universidad, y avanzado
un gran trecho en poco tiempo, mediante la ayuda de una vehemente fiebre; y
quienquiera fuese el que estas campanas entierran hoy, si él y yo hubiésemos
sido comparados ayer, acaso yo hubiera sido estimado, entonces, el más a
propósito para adelantármele. Dios ha conservado en sus propias manos el
poder de la muerte, para que nadie pueda sobornar a la muerte. Si el hombre
conociera el beneficio de la muerte, el alivio de la muerte, solicitaría,
provocaría a la muerte para que lo auxilie, por cualquier medio que pudiera
emplear. Pero tal como, cuando los hombres ven a muchos de su misma
profesión ensalzados, brota la esperanza de que eso pueda ocurrirle a ellos, así
también, cuando estas frecuentes campanas me dicen de tantos funerales de
hombres como yo, me manifiestan, no un deseo de que venga, sino un
consuelo cuando quiera que el mío llegue.

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XVII

Nunc lento sonitu dicunt,


Morieris
Ahora, esta campana doblando
suavemente por otro, me
dice: Debes morir

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Acaso aquel por quien esta campana dobla, esté tan enfermo que no sepa
que dobla por él; y acaso yo creo estar mucho mejor de lo que estoy, tanto que
los que me rodean, y ven mi estado, pueden haberla hecho doblar por mí, y yo
lo ignoro. La iglesia es católica, universal, y así lo son sus acciones; todo lo
que ella hace, pertenece a todos. Cuando bautiza a un niño, esa acción me
concierne; pues ese niño está ahora unido a esa Cabeza que también es mi
cabeza, e injertado en ese cuerpo, del cual yo soy un miembro. Y cuando
entierra a un hombre, esa acción me concierne; toda la humanidad pertenece a
un solo autor, y es un solo volumen; cuando un hombre muere, un capítulo no
es arrancado del libro, sino traducido a un idioma mejor; y cada capítulo debe
ser traducido así; Dios emplea muchos traductores; algunos trozos son
traducidos por la edad, algunos por la enfermedad, algunos por la guerra,
algunos por la justicia; pero las manos de Dios están en cada traducción; y su
mano encuadernará nuevamente todas nuestras hojas dispersas, para aquella
Biblioteca donde cada libro yacerá abierto junto a otro; así como la campana
que dobla para un sermón, no llama solamente al predicador, sino a la
congregación para que acuda, también esta campana nos llama a todos; pero
cuánto más a mí, que soy llevado tan cerca de la puerta por esta enfermedad.
Hubo una disputa, y hasta una petición (en las que se mezclaron piedad y
dignidad, religión y estima), sobre cuál de las órdenes religiosas debía tañer
para oraciones primero en la mañana; y se determinó que tañerían primero las
que se levantaran antes. Si entendemos rectamente la dignidad de esta
campana que dobla para nuestra oración matutina, nos alegraríamos de
hacerla nuestra, levantándonos temprano con esa petición, de que pueda ser
tan nuestra como de aquel a quien realmente pertenece. La campana debe
doblar por aquel que piensa en ello; y aunque se interrumpa de nuevo, sin
embargo, por ese minuto que en esta ocasión obró, él se une a Dios. ¿Quién
no dirige la mirada al sol cuando éste se alza?; ¿pero quién aparta sus ojos de
un cometa cuando éste aparece? ¿Quién no presta oídos a cualquier campana,
en cualquier circunstancia en que ésta dobla?; ¿pero quién puede alejarse de
esa campana que da paso a un trozo de él mismo fuera de este mundo?
Ningún hombre es una isla, completa en sí misma; cada hombre es un trozo

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del continente, una parte del todo; si un terrón fuese arrastrado por el mar (y
Europa es el más pequeño), sería lo mismo que si fuese un promontorio, que
si fuese una finca de tus amigos o tuya propia; la muerte de cualquier hombre
me disminuye, porque yo estoy involucrado en la humanidad; y, en
consecuencia, no envíes nunca a preguntar por quién doblan las campanas;
doblan por ti. Ni podemos tampoco llamar a esto un pedido de miseria o un
préstamo de miseria, como si no fuéramos lo bastante miserables en nosotros
mismos, sino que debiéramos ir a buscar más a la casa de al lado,
haciéndonos cargo de la miseria de nuestros vecinos. Verdaderamente sería
una disculpable avidez si lo hiciéramos; porque la aflicción es un tesoro, y
apenas si cada hombre tiene bastante. Ningún hombre tiene aflicción bastante
sin estar maduro, y en sazón, y hecho para Dios por esa aflicción. Si un
hombre acarrea un tesoro en metálico, o en un lingote de oro, y no tiene Dada
acuñado en moneda corriente, su tesoro no será gastado mientras él viaja. La
tribulación es un tesoro en su naturaleza, pero no es moneda corriente en su
empleo, excepto que nos ayuda a estar cada vez más cerca de nuestro hogar,
el cielo. Otro hombre puede también estar enfermo, y enfermo de muerte, y
esta aflicción puede yacer en sus entrañas, como el oro en una mina, y ser
inútil para él; pero esta campana, que me habla de su aflicción, extrae, y me
administra a mí ese oro, si por esta consideración del peligro en otros
contemplo el mío propio, y me aseguro a mí mismo, recurriendo a mi Dios,
que es nuestra sola seguridad.

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XVIII

At inde Mortuus es, Sonitu


celeri, pulsuque agitato
La campana dobla, y a través
del otro me dice que estoy muerto

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La campana dobla; por lo tanto el pulso ha cambiado; el tañido fue un
débil, e intermitente pulso, por un lado; éste es más fuerte, indica más y mejor
vida. Su alma se ha ido; y como un hombre que tuviese un arrendamiento por
mil años después de haber expirado otro breve, o una herencia después de una
vida de apuros, él ha entrado ahora en posesión de su mejor estado. Su alma
se ha ido; ¿adonde? ¿Quién la vio entrar, quién la vio salir? Nadie; y sin
embargo todos están seguros de que tenía un alma, y no tiene ninguna. Si
preguntase a los puros filósofos qué es el alma, encontraría entre ellos a
quienes me dirían que no es nada más que el temperamento y la armonía, y la
justa y equitativa composición de los elementos en el cuerpo, que produce
todas aquellas facultades que atribuimos al alma; de modo que en sí misma no
sería nada, ni una sustancia separable que sobrevive al cuerpo. Ellos ven que
el alma no es nada en otras criaturas, y afectan la impía humildad de pensar
tan bajo del hombre. Pero si mi alma no fuese más que el alma de una bestia,
yo no podría ni pensarlo; por cuanto el alma que puede reflexionar sobre sí
misma, tomarse en cuenta a sí misma; es más que eso. Si yo preguntase, no a
los meros filósofos, sino a los hombres mixtos, a los filosóficos divinos, cómo
el alma, siendo una sustancia diferente, entra en el hombre, encontraré
algunos que me dirán que es por generación, y por procreación de los padres,
porque piensan que es difícil cargar al alma con la culpa del pecado original,
si el alma fuese infundida en un cuerpo, en el que necesariamente debe
ensuciarse, y contraer el pecado original, lo quiera o no; y encontraré algunos
que me dirán que es por instantánea infusión de Dios, porque piensan que es
difícil mantener la inmortalidad en un alma así, que sería engendrada y
derivaría del cuerpo de padres mortales. Si yo preguntase, no a algunos
hombres, sino a corporaciones enteras, a iglesias enteras, qué es de las almas
de los justos cuando se separan del cuerpo, algunos me dirán que aguardan
una expiación, una purificación en un lugar de tormentos; algunos, que
aguardan el goce de la vista de Dios, en un lugar de descanso, pero, sin
embargo, de expectativa; algunos, que pasan a una inmediata posesión de la
presencia de Dios. San Agustín estudió la naturaleza del alma, tanto como
otras cosas, excepto la salvación del alma; y envió expresamente un

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mensajero a San Jerónimo para consultarlo acerca de algunas cosas
concernientes al alma; pero se satisfacía con esto: «Que la partida de mi alma
hacia la salvación sea evidente para mi fe, y me importará menos cuán oscura
sea para mi razón la entrada de mi alma en mi cuerpo». Es más lo que nos
concierne la salida que la entrada. Esta alma, me dice esa campana, se ha ido;
¿adonde? ¿Quién me lo dirá? No sé quién es; mucho menos lo que fue; la
condición del hombre y el curso de su vida, que deberían decirme adonde se
ha ido, los ignoro. No estuve en su enfermedad, ni en su muerte; no vi su
camino, ni su fin, ni puedo preguntarles a quienes lo vieron, por lo tanto, para
concluir, o discutir, adonde se ha ido. Pero sin embargo tengo a alguien más
próximo a mí que todos ellos: mi propia caridad; le pregunto eso; y me dice:
«Él ha ido al descanso, la alegría, la gloria eternos»; le debo una buena
opinión; no es sino agradecida caridad en mí, porque recibí beneficio e
instrucción de él cuando su campana dobló; y yo, siendo el más adecuado
para orar por esa inclinación, en la que fui asistido por su oportunidad, oré por
él; y no oré sin fe; y creo, caritativamente, y fielmente, que esa alma ha ido
hacia el descanso, la alegría y la gloria eternos. Pero el cuerpo, ¿qué mísera es
cosa tan despreciable?, no podemos expresarlo con la misma rapidez con que
empeora más y más. Ese cuerpo que hace apenas tres minutos era una casa tal
que esa alma, que no dio sino un paso desde allí al cielo, estaba poco contenta
de dejarla por el cielo; ese cuerpo ha perdido el nombre de morada, porque
nadie mora en él, y se da prisa en perder el nombre de cuerpo, y disolverse en
la putrefacción. ¿A quién no le afectaría ver un claro y dulce río en la mañana,
convertirse en un desagüe de aguas cenagosas por la tarde, y ser condenado a
la salinidad del mar por la noche? ¡Y qué imperfecto cuadro, qué débil
representación es esa, del apresuramiento del cuerpo humano hacia la
disolución! Ahora todas las partes construidas, unidas por un alma hermosa,
no son sino una estatua de yeso, y al instante esos miembros se disuelven,
como si el yeso fuera nieve; y al instante toda la casa no es sino un puñado de
arena, otro tanto de polvo, y nada más que un montón de desperdicios, y otro
tanto de huesos. Si aquel que, como la campana me dice, ya se ha ido, fuera
algún excelente artífice, ¿quién vendría ahora a él por un reloj, o por un
adorno?, ¿o por un consejo, si fuera un abogado?, ¿o por justicia, si fuera un
magistrado? El hombre, antes de poseer su alma inmortal, tuvo un alma de los
sentidos, y antes de ésta, un alma vegetativa; esta alma inmortal no prohibió a
las demás almas permanecer en nosotros antes, pero cuando esa alma se
marcha arrastra todo con ella; no más lo vegetativo, no más los sentidos; tal
suegra es la tierra, en relación con nuestra madre natural; en su vientre

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crecimos, y cuando nos dio a luz fuimos colocados en algún sitio, en algún
oficio en el mundo; en el vientre de la tierra nos reducimos, y cuando ella nos
da a luz, y nuestra tumba se abre para otro, no somos trasplantados, sino
aventados, soplado nuestro polvo junto con el polvo profano, por cualquier
viento.

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XIX

Oceano tandem emenso,


aspicienda resurgit Terra;
vident, justis, medici, jam
cocta mederl se posse, indiciis
Por fin, los médicos
después de un largo y
tormentoso viaje, ven tierra;
tienen tan buenos signos de
la trama de la enfermedad,
que pueden proceder a purgar
con seguridad

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Todo esto mientras los médicos mismos han sido pacientes, esperando
pacientemente el momento de ver alguna tierra en este mar, algún suelo,
alguna nube, algún indicio de huellas en estas aguas. Cualquier desorden de
mi parte, cualquier omisión de la de ellos refuerza la enfermedad, acelera sus
furores; ninguna diligencia acelera el curso, la maduración de la enfermedad;
deben quedarse hasta que la estación de la enfermedad llegue y por sí misma
entre en sazón, y entonces podrán poner las manos en acción para recogerla
antes que caiga, pero no pueden apresurar la maduración. ¿Por qué lo
buscaríamos en una enfermedad, que es el desorden, la discordia, la
irregularidad, la conmoción y rebelión del cuerpo? Apenas si sería
enfermedad, si pudiera dársele órdenes y hacerla obediente a nuestras edades.
¿Por qué buscaríamos aquello en un desorden, en una enfermedad, cuando no
podemos tenerlo en la naturaleza, que es tan regular, y tan fértil, tan pronta a
llevar su trabajo a la perfección y a la luz? Sin embargo, no podemos
despertar en enero las flores de julio, ni retardar las flores de la primavera
hasta el otoño. No podemos pedir a los frutos que aparezcan en mayo, ni a las
hojas que asomen en diciembre. Una mujer que está débil no puede diferir su
noveno mes para un décimo, con el fin de parir, ni decir que esperará hasta
hallarse más fuerte; ni una reina puede apresurarlo para el séptimo, con el fin
de estar pronta para otros placeres. La naturaleza (si buscamos duraderos y
vigorosos efectos) no admitirá sobre ella obstáculos, ni anticipaciones, ni
obligaciones; porque éstas son contractuales, y ella debe ser dejada en
libertad. La naturaleza no puede ser espoleada, ni forzada a enmendar su
paso; ni el poder, ni el poder del hombre; la grandeza tampoco ama esta clase
de violencia. Están aquellos que han de dar, los que han de hacer justicia, los
que han de perdonar, pero tienen sus propias estaciones para todo esto, y
quien no lo sepa morirá de hambre antes de que ese don llegue, y se arruinará
antes de que la justicia llegue, y morirá antes de que el perdón lo salve;
algunos árboles no dan frutos, a menos que se les dé mucho estiércol; y de
algunos no viene la justicia si no están ricamente abonados; algunos árboles
requieren muchas inspecciones, mucho riego, mucho trabajo; y algunos
hombres no dan sus frutos sino por la insistencia; algunos árboles requieren

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incisiones, y podas, y cortes; algunos hombres deben ser intimidados y
sindicados por comisiones, antes de que entreguen los frutos de la justicia;
algunos árboles requieren el temprano y frecuente acceso al sol; algunos
hombres no se abren sino por los favores y las cartas de los mediadores de las
cortes; algunos árboles deben ser puestos a cubierto y conservados en el
interior de las casas; algunos hombres encierran no solamente su liberalidad,
sino su justicia, y su compasión, hasta que el ruego de una esposa, o de un
hijo, o de un amigo, o de un sirviente, da vuelta la llave. Para un hombre, la
recompensa es la estación, para otro, lo es la insistencia; el temor, la estación
de un hombre, y el favor la de otro; la amistad, es la estación de un hombre, y
el afecto natural la de otro; y el que no conozca sus estaciones, ni pueda
estarse en ellas, deberá perder los frutos; así como la naturaleza no lo hará,
tampoco el poder y la grandeza cambiarán sus estaciones; ¿y buscaremos su
indulgencia en una enfermedad, o pensaremos en desembarazarnos de ella
antes de que esté en sazón? En todo este tiempo, por consiguiente, estamos en
una guerra defensiva, y éste es un estado dudoso; especialmente donde los
que están sitiados conocen lo mejor de sus defensas, y no conocen lo peor del
poder de sus enemigos; cuando no pueden componer sus armas dentro, y el
enemigo puede aumentar su número afuera.
¡Oh, cuántos, muchos más míseros, y mucho más dignos de ser menos
míseros que yo, están sitiados por esta enfermedad, y carecen de centinelas,
de médicos que vigilen, y carecen de municiones, de cordiales que los
defiendan, y perecen antes de que la debilidad del enemigo pueda invitarlos a
intentar una salida, antes que la enfermedad muestre alguna declinación, o
admita alguna forma de arreglo con ella! En mí, el sitio es tan poco firme que
podemos salir a pelear, y a morir así en el campo de batalla, si muero, y no en
la prisión.

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XX

Id agunt
Bajo estos indicios de materia
digerida, proceden a purgar

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Aunque la deliberación parece consistir más bien de partes espirituales
seguidas de acción, sin embargo la acción es el espíritu y el alma de las
deliberaciones. Las deliberaciones no siempre se definen en resoluciones; no
podemos siempre decir: «Esto fue concluido»; las acciones siempre se
resuelven en efectos; no podemos decir: «Esto fue hecho». Las leyes poseen
su reverencia, y su majestad, cuando vemos al juez en su tribunal
ejecutándolas. Los consejos de guerra poseen sus lemas, y sus operaciones,
cuando vemos el sello de un ejército que les es aplicado. Era una antigua
costumbre la de celebrar la memoria de los que merecían el reconocimiento
del Estado, brindándoles esa clase de representación escultórica que entonces
era llamada Hermes; la cual consistía en la cabeza y hombros de un hombre,
puestos sobre un cubo, pero que no tenían ni brazos ni manos. En conjunto
representaba a un leal defensor del Estado por su consejo; pero en este
jeroglífico, que hacían sin manos, se simbolizaba que el consejero no debía
tener manos, para así no extenderlas hacia tentativas extranjeras de soborno
en cuestiones de Consejo, y que no era necesario que la cabeza empleara sus
propias manos; que los mismos hombres sirvieran para la ejecución, los que
asistían al Consejo; pero que no pertenecieran manos a cada cabeza, y acción
a cada consejo, nunca se propuso, tanto en imagen cuanto simbólicamente. Ya
que, así como el matrimonio apenas puede denominarse matrimonio cuando
existe un propósito en contra de los frutos del matrimonio, en contra del
nacimiento de hijos, así los consejos no son consejos, sino ilusiones, cuando
desde el comienzo no existe el propósito de ejecutar las resoluciones de esos
Consejos. Las artes y las ciencias están más propiamente referidas a la
cabeza; que es su propio elemento y esfera; pero, sin embargo, el arte de
demostrar, la lógica, el arte de persuadir, la retórica, son inferidos por una
mano; aquélla, expresada por una mano que se cierra en un puño, y ésta, por
una mano extendida, y abierta; y permanentemente el poder del hombre y el
poder de Dios mismo se expresan así: «Todas las cosas están en su mano»; ni
siquiera Dios es presentado tan a menudo a nosotros con nombres que llevan
nuestra consideración al Consejo, como a la ejecución del Consejo; él es más
a menudo denominado el Señor de los Ejércitos, que mediante cualquier otro

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nombre que pueda referirse a otra significación. Aquí, en consecuencia,
adaptamos a nuestra meditación la resbaladiza condición del hombre, cuya
felicidad, de cualquier clase, puede ser arruinada por la imperfección de una
sola cosa que conduzca a esa felicidad; él debe disponer de todas las piezas
para alcanzarla. Sin consejo, yo no habría llegado tan lejos; sin acción y
práctica, no avanzaré hacia la salud. ¿Pero cuál es la acción necesaria ahora?:
purgar; una retirada, una violación de la naturaleza, un debilitamiento mayor:
oh caro precio, y oh extraña manera de adicionar, sustrayendo; de restaurar a
la naturaleza, violando a la naturaleza; de probar la fuerza, aumentando la
debilidad. ¿No estuve enfermo antes? Y es una demanda de consuelo el
preguntarme ahora: ¿Fue tu físico el que te enfermó? ¿Fue eso lo que mi
físico me prometió, enfermarme? Este es otro paso sobre el que podemos
sostenernos, y ver más allá en la miseria del hombre, el tiempo, la estación de
su miseria; debe ser dado ahora: ¡Oh, súper-astuta, súper-vigilante, súper-
diligente, y súper-sociable miseria del hombre, que raramente llega sola, pero
que cuando puede acompaña a otras miserias, y así se colocan mutuamente en
la más elevada exaltación, y en el mejor corazón! Soy terreno hasta para una
disminución, y debo proceder a la evacuación, caminos todos para la
inanición y la aniquilación.

Página 69
XXI

Atque annuit Ille, Qui, per


eos, clamat, Linquas jam,
Lazare, lectum
Dios enriquece sus prácticas,
y Él, por medio de ellas,
llama a Lázaro de su tumba
y a mí de mi cama

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Si el hombre hubiera sido dejado solo en este mundo, en un principio,
¿podría yo pensar que no hubiera caído? Si no hubiera habido mujer, ¿no se
habría encargado él de ser su propio tentador? Cuando lo veo ahora, sujeto a
infinitas debilidades, caído en infinitos pecados, sin ninguna tentación
extraña, ¿podría pensar que no hubiera tenido ninguna, de haber estado solo?
Dios vio que el hombre necesitaba un asistente para estar bien; pero para
hacer dañina a la mujer, el Diablo vio que no necesitaba de un tercero.
Cuando Dios y nosotros estábamos solos, en Adán, no era bastante; cuando el
Diablo y nosotros estábamos solos, en Eva, fue suficiente. ¡Oh, qué gigante es
el hombre cuando combate en contra de sí mismo, y qué enano cuando
necesita o ejercita su propia ayuda para sí mismo! No puedo alzarme de mi
lecho hasta que el médico me lo permita, ni puedo decirle que soy capaz de
levantarme hasta que él me lo diga. No hago nada, no sé nada de mí mismo;
¡qué pequeño, y qué impotente trozo del mundo es un hombre solo!; ¡y cuánto
menos un trozo de sí mismo es ese hombre! Tan pequeño, que cuando sucede
(como sucede en algunos casos) que más miseria, y más opresión, fueran un
alivio para el hombre, él no puede darse a sí mismo esa miserable adición de
más miseria; un hombre que es apretado hasta morir, y que podría ser aliviado
mediante más pesos, no puede echarse esos pesos sobre sí mismo; puede
pecar solo, y sufrir solo, pero no arrepentirse, no ser absuelto, sin otro. Otro
me dice que puedo levantarme; y así lo hago. ¿Pero es cada levantarse una
promoción?; ¿o es cada promoción actual una estación? Estoy más pronto
para caer en tierra ahora, que me encuentro de pie, que cuando yacía en el
lecho; ¡oh, perversa manera, irregular movimiento del hombre!; aun su
levantarse es camino hacia la ruina. ¿Cuántos hombres son levantados, y no
llenan el lugar hacia el que son alzados? Ningún rincón de sitio alguno puede
estar vacío; no puede haber vacío; si este hombre no ocupa el lugar, otros
hombres lo harán; los lamentos por su incapacidad lo llenarán; más aún, hay
tal horror de la naturaleza al vacío, que si tan sólo hubiera una imaginación en
cualquier hombre de que no ocupa lugar, lo llenará lo que no es sino
imaginación, esto es, los rumores y las voces, y se proclamará (sin más apoyo
que la imaginación, y nadie sabe la imaginación de quién) que se ha

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corrompido en su cargo, o que es incapaz de su cargo, y habrá otro preparado
para sucederlo en su cargo. Un hombre se levanta, algunas veces, y no
permanece, porque no llena, o cree no llenar, su lugar; y algunas veces no
permanece porque llena con exceso su lugar; puede aportar tanta virtud, tanta
justicia, tanta integridad en el cargo, que echará a perder el cargo, agobiará al
cargo; su integridad puede ser una difamación para su predecesor, y arrojar
infamia sobre él, y un peso sobre su sucesor, para obrar según su ejemplo, y
podrá desvalorizar el caigo en sí mismo, y llevar incertidumbre al mercado.
Estoy levantado, y parezco detenido, y doy vueltas; y soy un nuevo
argumento de la nueva filosofía de que la tierra se mueve en círculo; ¿por qué
no he de creer yo que toda la tierra se mueve en círculo, aunque a mí me
parezca detenida, cuando parezco estar inmóvil a quienes me acompañan, y
sin embargo soy arrastrado en un vertiginoso, y circular movimiento cuando
me detengo? El hombre no tiene más centro que la miseria; allí y solamente
allí está fijo, y seguro de hallarse a sí mismo. Por poco que de allí se levante,
se mueve, y se mueve en círculo, vertiginosamente; y así como en los cielos
no hay sino unos pocos círculos, que giran por todo el mundo, pero muchos
epiciclos, y otros círculos menores, pero sin embargo círculos, así de aquellos
hombres que son elevados y puestos en círculos, pocos de ellos se mueven de
un lugar a otro, y pasan a través de muchos y benéficos lugares, sino que caen
en pequeños círculos, y luego de un paso o dos se encuentran con su fin, y no
tan bien como cuando estaban en el centro, del que fueron elevados. Cada
cosa sirve para ejemplificar, ilustrar la miseria del hombre. Pero no necesito ir
más allá de mí mismo; por largo tiempo fui incapaz de levantarme; al cabo,
debí ser alzado por otros; y ahora que estoy en pie, estoy listo para hundirme
más abajo que antes.

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XXII

Sit morbi fomes tibi cura


Los médicos consideran los
orígenes y la oportunidad,
los rescoldos y los carbones,
y el combustible de la
enfermedad, y se esfuerzan
por purgar o corregir

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¡Qué propiedad tan ruinosa ha adquirido el hombre al adquirirse a sí
mismo! ¡Qué pronta está la casa para derrumbarse diariamente, y está todo el
terreno cubierto de malezas, y todo el cuerpo de enfermedades!; donde no
solamente cada terrón, sino cada piedra, tiene cizaña; no solamente cada
músculo de la carne, sino cada hueso del cuerpo, tiene alguna dolencia; cada
piedrita sobre la superficie de este suelo tiene alguna hierba mala; cada diente
en nuestra cabeza sufre de dolores tales que un hombre valeroso los teme,
aunque se avergüence de ese temor, de ese sentido del dolor. ¡Qué elevado, y
qué frecuente es el alquiler que paga el hombre por esta propiedad!; lo paga
dos veces al día, en dobles comidas; ¡y qué poco tiempo tiene para aumentar
su renta! ¡Cuántos feriados lo apartan de su trabajo! Cada día es medio
feriado, la mitad consumida en el sueño. ¡Cuántas indemnizaciones, y
subsidios, y contribuciones debe entregar, además de su alquiler! ¡Cuántas
medicinas al lado de su dieta! ¡Y cuántos huéspedes está dispuesto a recibir,
además de su propia familia, cuántas enfermedades infecciosas, de otros
hombres! Adán pudo haber tenido el Paraíso para abonarlo y cuidarlo; y en
ese caso su alquiler no hubiera sido aumentado hasta un trabajo tal que le
hiciera sudar su frente; y sin embargo lo abandonó; ¡cuánto mayor alquiler
debemos pagar por esta propiedad, este cuerpo, que nos paga a nosotros
mismos, que paga por la propiedad en sí, y no podemos vivir en ella! Ni está
nuestra labor finalizada cuando hemos arrancado alguna cizaña tan pronto
ésta creció, enmendando algún violento y peligroso síntoma de una
enfermedad, que nos hubiera destruido rápidamente; ni cuando hemos
arrancado esa cizaña de raíz, recobrándola totalmente y firmemente de esa
particular enfermedad; pero todo el terreno es de naturaleza dañina, todo el
suelo está mal dispuesto; hay inclinaciones, hay una propensión a las
enfermedades del cuerpo, de la cual, sin ningún otro desorden, se producirán
las enfermedades, y así estamos expuestos a una continua labor en esta
propiedad, a un continuo estudio de toda la complexión y constitución de
nuestro cuerpo. En las perturbaciones y enfermedades de los suelos,
fermentación, sequedad, filtración, cualquier clase de aridez, el remedio y el
purgante están, en gran parte, algunas veces en ellos mismos; a veces la

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misma situación los alivia; el declive de una colina purgará y ventilará su
propia maligna humedad; y la quemazón del césped de un terreno (como la
cura mediante la cauterización), le da una nueva y vigorosa juventud al suelo,
y se levanta allí una especie de Fénix de las cenizas, una fertilidad de lo que
antes era árido, y mediante aquello que es lo más árido de todo; las cenizas. Y
donde el terreno no puede purgarse a sí mismo, recibe, no obstante, la purga
de otros terrenos, de otros suelos, que no devienen peores por haber
contribuido con esa ayuda, mediante greda de otras colinas, o limo de otros
litorales; las tierras se ayudan a sí mismas, o no hieren otras tierras, de las que
reciben ayuda. Pero he tomado una propiedad con este duro alquiler, y bajo
este pesado contrato, que no puede ayudarse a sí misma (ninguna parte de mi
cuerpo, si fuera cortada, podría curar a otra parte; en algunos casos, podría
preservar a una parte sana, pero en ningún caso restablecer a una enferma); y
si mi cuerpo pudiera obtener algún purgante, alguna medicina salida de otro
cuerpo, y un hombre obtenerlo de la carne de otro (de momia, o cualquier
compuesto semejante), debe ser de un hombre que está muerto, y no, como en
otros suelos, que nunca empeoran por contribuir con su greda, o su rico limo a
mi terreno. Nada hay en el mismo hombre que pueda ayudar al hombre, nada
en la humanidad para ayudarse mutuamente (de esta suerte, por vía de la
medicina), sino que quien suministra la ayuda está tan enfermo como el que la
recibe hubiera estado de no haberla recibido; pues aquel de cuyo cuerpo
proviene el remedio, está muerto. Cuando, en consecuencia, tomé esta finca,
me encargué de este cuerpo, lo tomé para desecar, no una marisma sino un
foso, donde no había agua mezclada para ofender, sino que todo era agua; lo
tomé para perfumar estiércol, en el que no una parte sino todo es por igual
hediondo; lo tomé para hacer tal cosa con el todo, que no era venenoso por
alguna cualidad manifiesta, intenso calor, o frío, sino que era veneno toda la
sustancia, y su específica forma. Curar los agudos síntomas de la enfermedad,
es un gran trabajo; curar la enfermedad en sí es uno mayor; pero curar el
cuerpo, la raíz, la oportunidad de las enfermedades, es un trabajo reservado
para el Gran Médico, que no lo hará de otra manera sino glorificando a estos
cuerpos en el otro mundo.

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XXIII

Metusque, relabi
Me advierten del terrible
riesgo de recaer

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No sucede en el cuerpo del hombre lo que en la ciudad, que cuando ha
sonado la campana para dominar el fuego, y apagar las ascuas, uno puede
acostarse y dormir sin temor. Aunque mediante el purgante y la dieta haya
uno apagado las ascuas de la enfermedad, existe todavía el miedo de una
recaída; y en ello está el mayor peligro. Aun en los placeres y en los dolores
hay una propiedad, un mío y un tuyo; y el hombre es afectado más por ese
placer que es suyo, suyo por goce anterior y experiencia, y es más intimidado
por aquellos dolores que son suyos, suyos por un funesto sentido de ellos en
anteriores aflicciones. Una persona codiciosa que ha puesto en uso todos sus
sentidos, colmado todas sus capacidades con la delectación de atesorar, se
maravilla de que algún hombre pueda hallar algún gusto de algún placer en
alguna generosidad, o liberalidad; así también en las dolencias corporales, en
un ataque de cálculos, el paciente se pregunta por qué alguien llamará dolor al
de la gota; y el que no haya experimentado ninguno de esos dos, sino el dolor
de dientes, está tan temeroso de un ataque de éste como cualquiera de los
otros de cualquiera de los otros. Las enfermedades que nunca hemos
experimentado, no producen sino compasión hacia aquellos que las han
soportado; más aún, la compasión misma no tiene mayor cuantía, si no hemos
experimentado en algún grado, en nosotros mismos, lo que lamentamos y
compadecemos en otros. Pero cuando nosotros mismos hemos padecido esos
tormentos en su forma extrema, temblamos por una recaída. Cuando debemos
jadear a través de todas esas feroces calenturas, y navegar a través de todos
esos excesivos sudores, cuando debemos velar a través de todas esas largas
noches, y lamentamos durante todos esos largos días (días y noches tan
largos, que la naturaleza misma parecerá haberse pervertido y haber puesto al
día más largo, y la noche más larga, que deberían estar separados por seis
meses, incluidos en un solo, antinatural día), cuando debemos permanecer
ante el mismo tribunal, aguardar que los médicos vuelvan de sus consultas, y
no estar seguros del mismo veredicto por medio de algunas buenas
prescripciones, cuando debemos andar nuevamente el mismo camino, y no
ver la misma salida, este es un estado, una condición, una calamidad respecto
de la cual toda otra enfermedad sería una convalecencia, y cualquiera más

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grave lo sería menos. Se agrega a la aflicción, el que las recaídas son (y en su
mayor parte justamente) achacables a nosotros mismos, como provocadas por
algún desorden en nosotros; de manera que no somos solamente pasivos, sino
activos, en nuestra propia ruina; no solamente ocupamos una casa que se
derrumba, sino que la demolemos sobre nosotros; y no solamente somos
ejecutados (lo cual implica culpabilidad), sino que somos verdugos (lo que
implica ignominia), y verdugos de nosotros mismos (y esto implica
impiedad). Y caemos de ese consuelo que pudimos tener en nuestra primera
enfermedad, de esta meditación: «Ay, qué miserable es en general el hombre,
y qué sujeto está a las enfermedades» (ya que en esto hay cierto grado de
consuelo, que no estamos sino en el estado común a todos); caemos, digo, en
este desconsuelo, y autoacusación, y autocondenación; «Ay, qué imprevisor
y, en esto, qué ingrato con Dios y sus instrumentos soy, al hacer uso tan
dañino de beneficios tan grandes, al destruir tan pronto labor tan larga, al
recaer, por mi desorden, en eso de lo cual me habían liberado»; y así mi
meditación es temerosamente trasladada del cuerpo a la mente, y de la
consideración de la enfermedad a la de ese pecado, esa culpable negligencia,
con la que he provocado mi recaída. Y entre los muchos pesos que agravan
una recaída, éste también es uno, que una recaída obra con más violenta
prontitud, y más irremediablemente, porque encuentra al país debilitado, y ya
despoblado. En una enfermedad, que aún no se ha mostrado como tal, apenas
si podemos experimentar temor, porque no sabemos qué temer; pero así como
el miedo es la más activa, y la más fastidiosa de las afecciones, también lo es
una recaída (que todavía está pronta para venir), en ella, que recién se ha ido,
el objeto más cercano, el más inmediato ejercicio de esa afección del miedo.

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JOHN DONNE (Londres, 1572 - id., 1631) Poeta inglés. Considerado el
mejor poeta en lengua inglesa del siglo XVII, John Donne nació en el seno de
una familia de honda tradición católica. Estudió en las universidades de
Oxford y Cambridge, aunque no obtuvo título alguno, pues su condición de
católico se lo impedía. Viajó durante algunos años, y en 1598 conoció a sir
Thomas Egerton, guardasellos del rey, quien lo nombró su ayudante
particular, cargo que desempeñó durante los cinco años siguientes.
Sin embargo, parece que se mantuvo en el puesto más por su relación con
Egerton, con quien le unía una buena amistad, que por la eficiencia de su
trabajo, pues Donne huía de las responsabilidades para refugiarse en sus
versos, por aquellas fechas ya numerosos y siempre dirigidos a alguna dama a
la que conocía. Inspirado en parte en Ovidio, sus versos se alejan del
petrarquismo en boga para dirigirse a la mujer de carne y hueso a través de
una poesía de gran intensidad emocional, que evita las fórmulas en busca de
un lenguaje más directo.
Una de estas damas, Anne More, iba a convertirse en 1601 en su esposa, pero
el matrimonio debió celebrarse en secreto a causa de la férrea oposición del
padre de la novia. Éste, una vez conoció la unión de Donne con su hija, a la
que dejó sin dote, hizo encarcelar al poeta, al tiempo que obligó a su protector
a despedirlo inmediatamente.

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Vetado asimismo para ejercer cualquier cargo público, los diez años
siguientes fueron para Donne y su familia —su esposa le dio doce hijos— de
extrema pobreza. Sobrevivieron merced a la caridad de la familia de su esposa
y a los trabajos ocasionales que Donne conseguía. A pesar de la miseria, el
poeta produjo durante estos años una vasta obra tanto en verso como en prosa.
En 1609, una grave enfermedad le acercó a la religión y empezó a escribir sus
primeros poemas de corte religioso. Dos años más tarde entró a trabajar al
servicio de sir Robert Drury, impresionado éste por una elegía compuesta por
Donne a la muerte de su hija. Con Drury, para quien escribió La anatomía del
mundo, reflexión poética sobre la decadencia espiritual de la humanidad,
viajó por Francia y los Países Bajos.
A su vuelta, y tras negarle el rey un puesto de trabajo en la corte, Donne se
convenció de su fe religiosa y se ordenó sacerdote de la Iglesia Anglicana
(1615). Posteriormente se doctoró en teología y se convirtió en profesor de
dicha disciplina en Lincoln’s Inn. Durante estos años se especializó en la
redacción de sermones, cuyo éxito le valió ser nombrado, en 1621, deán de la
catedral londinense de San Pablo. Una nueva enfermedad, ésta en 1623, le
inspiró nuevos poemas religiosos; a partir de entonces redactó sobre todo
sermones, gracias a los cuales fue conocido popularmente y lo convirtieron en
el predicador favorito de los reyes Jacobo I y Carlos I.

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Notas

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[1]Llamado Donne para que se presentase ante el rey Jaime I, éste le dijo: «Lo
he invitado a cenar y, aunque no se siente junto a mí, trincharé para usted un
plato que sé que le gusta mucho: puesto que usted ama a Londres, lo haré
Deán de San Pablo». <<

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[2]
Evelyn M. Simpson; The Literary Value of Donne’s Sermons, Twentieth
Century Views Series, Vol. 19, Prentice Hall Inc., 1982. <<

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