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IGNACIO: Ay, señora. Señora, señora. Si viera usted lo que le han hecho a su casa.

Ésta no
sería la comida de una fiesta suya. Pura pretensión. Solamente eso. ¿Quién iba a pensar
que
ya pasó tanto desde que nos dejó? Sesenta días exactos. Y digo que nos dejó porque no
sólo
lo dejó a él, señora. Nos dejó a todos. A mí, a las criadas, a Adelina. A Don Rogelio, que
poco le ha valido todo el dinero del mundo para encontrarla. Como si ese tren que se la
llevó
se hubiera despegado de la tierra sin dejar rastro. Usted siguió su vida y aquí la vida sigue.
Igual… todo igual… pero diferente.

No. Ésta no sería una comida de una fiesta suya. Está buena, ¿para qué negarlo?
Pero nada como su toque de hierbas finas para todo. Nada como el olor de sus manos en
cada
plato. Nada como usted apareciendo por los rincones como si huyera de algo. Ja. ¿Pa qué
nos
hacemos tarugos? Si usted como yo, como todos en esta casa sabemos de lo que estaba
huyendo. Lo sabíamos todos, pero todos nos callábamos. Todos, menos Adelina. Esa criada
tonta que se encaprichó con el patrón. Y mírela ahora. Tan ella. Pero que no le llegará ni a
los talones a usted. Nunca, por lo que le quede de vida, le llegará ni a los talones.

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