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Pulgarcita: un tesoro compartido

Escrito por: Salette Olvera

En los albores de mi infancia, cuando el mundo se presentaba como un lienzo en blanco a


mis ojos curiosos y ávidos de descubrimiento, mi madre tomó el papel de maestra en el
gran teatro del aprendizaje. Apenas tenía tres años, pero ella entendía que la semilla del
conocimiento podía germinar temprano si se le brindaba el cuidado adecuado. Así comenzó
el ritual de las letras, un ballet de palabras que bailaba entre los rayos dorados del sol de la
tarde y las suaves sombras de la noche.
Cada día, sin importar el cansancio que la hubiera asaltado durante sus quehaceres, mi
madre me sentaba en su regazo. Con paciencia infinita, guiaba mis dedos diminutos sobre
las páginas de un libro, deletreando las sílabas en un susurro cálido que se fundía con el
murmullo del viento acariciando las cortinas.
Era un día soleado de primavera cuando supe que había llegado la hora de pasar de las
simples sílabas a un territorio más profundo y emocionante: mi primer libro. Esa tarde, mi
madre apareció con un objeto misterioso envuelto en papel colorido. Sus ojos brillaban con
anticipación mientras mis manos nerviosas desgarraban el papel, revelando la portada de
"Pulgarcita". Era como si un mundo nuevo y fascinante se abriera ante mí.
Pulgarcita, la diminuta heroína, se convirtió en mi compañera constante. Me perdía en sus
aventuras, vibrando con cada desafío y sintiendo cada emoción como si fueran propias. Los
días se sucedían en un ir y venir de imaginación y aprendizaje, y mi amor por las palabras
se acrecentaba a medida que mi conocimiento del mundo se expandía.
Sin embargo, como en toda historia que vale la pena contar, llegó un momento de cambio
inesperado.
Caro, la hija de la vecina también tenía mi edad y estaba embarcándose en el emocionante
viaje de las palabras. Aquella mañana, mi madre vino a mí con una propuesta que reverberó
a través de mis emociones como una onda en un estanque tranquilo.
- ¿Qué te parecería si le regalas el libro de 'Pulgarcita' a Caro? - preguntó mi madre con una
sonrisa tierna en los labios. Me tomó un momento asimilar sus palabras. Mis ojos se
abrieron como platos, y sentí cómo una oleada de resistencia y aferramiento se apoderaba
de mí. Era un pensamiento que jamás había cruzado por mi mente. Mi libro de "Pulgarcita",
mi amiga y confidente, estaba a punto de abandonar mis manos.
- No, mamá, no puedo- murmuré con los ojos a punto de llenarse de lágrimas. Mi voz
temblaba con la incertidumbre de la separación. Aquel libro era un tesoro que había
acompañado mi crecimiento, y la idea de desprenderme de él me provocaba una especie de
pérdida anticipada.
Mi madre se sentó a mi lado, con su mirada llena de empatía. Acarició mi cabello con
ternura antes de hablar con una voz suave pero firme.
"Compartir es una de las cosas más hermosas que podemos hacer, mi amor. Imagina cuánta
alegría podría traerle a Caro tener su propio libro, el mismo que tú disfrutaste tanto. Piensa
en cómo podrían intercambiar historias, aventuras y secretos a través de las páginas, igual
que lo hicimos tú y yo".
Me limpié las lágrimas con el dorso de la mano y miré a mi madre, sintiendo la importancia
de sus palabras. Me di cuenta de que el regalo no era solo el libro, sino también el acto de
compartir una parte de mí con otra persona. Una vez más, mi madre había tejido una
lección en el tapiz de mi vida, guiándome hacia una comprensión más profunda.
Finalmente, accedí con una mezcla de nostalgia y generosidad en mi corazón. Tomé el libro
de "Pulgarcita" entre mis manos y caminé hacia la casa de Caro con mi madre a mi lado.
La timidez y la emoción se mezclaban mientras le entregaba el libro que había sido mi
confidente durante tantos momentos solitarios. Caro recibió el regalo con los ojos brillantes
y una sonrisa que iluminó su rostro.
Mientras miraba cómo Caro hojeaba las páginas de "Pulgarcita" con asombro, sentí una
mezcla de pérdida y satisfacción. Había dejado atrás una parte de mi infancia, pero también
había compartido una parte de mí con alguien más. La lección de mi madre se había
asentado en mi corazón de manera indeleble: la generosidad y el compartir eran actos
poderosos que podían enriquecer nuestras propias vidas y las de los demás. En ese día,
aprendí que las historias y los tesoros compartidos tienen el poder de unir a las personas de
maneras profundas y significativas, y que el verdadero valor de un regalo no reside en lo
que se da, sino en el amor con el que se ofrece.

Instantes congelados
Escrito por: Salette Olvera

Tras el lente, mi mundo se transforma,


un instante congelado en el tiempo,
capturando emociones, luces que deslumbran,
un latido del alma, un momento sublime.

La cámara en mis manos es mi pincel,


pinto con luz, sombras y colores,
formo historias que se entrelazan,
en cada imagen, hay secretos y rumores.

A través del visor, mi perspectiva se ensancha,


el mundo cobra vida en cada encuadre,
detalles ocultos emergen como joyas,
la belleza se revela sin ninguna máscara.
En el silencio del obturador, encuentro calma,
como un espectador que mira sin ser visto,
soy un observador, un testigo del alma,
cada foto es un testimonio, un momento distinto.

Las emociones fluyen en cada disparo,


risas, lágrimas, amores y despedidas,
capturados para siempre en un acto,
un recuerdo eterno en un solo latido.

En cada imagen, siento la magia palpitar,


el poder de detener el tiempo fugaz,
cada foto es un viaje en el tiempo, un lugar,
donde las emociones y memorias se entrelazan.

Así, tras el lente, encuentro mi voz,


una forma única de expresión y pasión,
cada foto es un fragmento de mi ser,
una ventana abierta hacia mi corazón.

Mi madre la Tierra
Escrito por: Salette Olvera

Había una vez una pequeña gota de agua que decidió emprender un viaje. Deslizándose por
el camino de la montaña, saltando de piedra en piedra, encontró su camino hacia el río que
la llevó al océano vasto y profundo. En ese océano, se encontró con un mundo asombroso y
diverso, lleno de criaturas marinas, corales y misteriosos abismos. Pero a pesar de la belleza
de este mundo acuático, su corazón vibraba con un eco suave pero persistente. Era un
recordatorio constante de que, a pesar de los encantos del mundo submarino, su verdadera
esencia residía en la frescura de la montaña. En cada reflejo del sol en la superficie del
agua, en cada remolino que formaba, reverberaba el eco de su origen y el anhelo de
regresar.
En un mundo cada vez más urbanizado y tecnológico, a menudo olvidamos el poder y la
importancia de la naturaleza que nos rodea.
La naturaleza tiene el poder de revivir nuestras almas y recargar de energía el cuerpo.
Mis experiencias son un claro ejemplo de todo lo bueno que recibimos cuando entramos en
contacto directo con la madre tierra.
Cuando era pequeña, cada fin de semana, como un ritual sagrado, mi familia y yo
emprendíamos un viaje hacia la naturaleza.
Los días soleados nos recibían con los brazos abiertos, mientras que los cielos nublados nos
envolvían en una atmósfera misteriosa. El bosque se convertía en nuestro santuario, y las
tiendas de campaña en nuestros hogares temporales. Era como si el mundo urbano quedara
atrás y nos sumergiéramos en un oasis de tranquilidad y armonía.
Es en esos días de acampar que comprobé la veracidad de la afirmación de que estar en
contacto con la naturaleza nos da vida. Las horas se alargaban como si el tiempo se
deslizara en cámara lenta. El canto de los pájaros nos despertaba por las mañanas, y el
suave susurro del viento entre los árboles nos arrullaba por las noches. Nos aventurábamos
a explorar senderos desconocidos, descubriendo riachuelos cristalinos y prados salpicados
de flores.
Cada día de acampar nos conectaba con la tierra de manera profunda y significativa. A
medida que nos alejábamos de las comodidades modernas, abrazábamos la simplicidad y
encontrábamos placer en las cosas más básicas. Preparar una fogata se convertía en un rito
de comunidad, donde todos aportábamos y nos uníamos alrededor del fuego para compartir
infinidad de historias. Las conversaciones fluían, como el agua del arroyo, y nos
conectábamos con la esencia misma de lo humano y lo natural.
La naturaleza se volvía nuestra maestra, enseñándonos lecciones sobre adaptación y
resiliencia. Aprendíamos a construir refugios improvisados, a identificar rastros de animales
y a confiar en nuestros sentidos para navegar por el bosque. Nos sumergíamos en el ciclo
de la vida, observando cómo las hojas caían en otoño y las flores brotaban en primavera.
Cada detalle del entorno nos recordaba que somos parte de un tejido interconectado, y que
nuestra presencia también tiene un impacto en este delicado equilibrio.
Los días de acampar se convirtieron en mi fuente de renovación. A decir verdad, no hubo
ningún día en que yo llegara al bosque y me sintiera triste o cansada. Cada visita estaba
marcada por un sentimiento de serenidad y fortaleza interior. Comprendí que la naturaleza
es mucho más que un paisaje; es un bálsamo para el alma, una pausa en la vorágine de la
vida moderna y un recordatorio de nuestra conexión intrínseca con el mundo que nos rodea.
Mi experiencia personal me ha llevado a abrazar la convicción de que estar en contacto con
la naturaleza es esencial para nuestra salud física, mental y espiritual. Los días de acampar
en mi infancia no solo me permitieron escapar de la rutina y las preocupaciones, sino que
también me enseñaron lecciones profundas sobre humildad, aprecio y conexión. Al igual
que la pequeña gota de agua que recorrió el camino desde la cima de la montaña hasta el
océano, nosotros también podemos encontrar vida y vitalidad al sumergirnos en los tesoros
que la naturaleza tiene para ofrecer.
Vámonos al balcón
Escrito por: Salette Olvera

Era la tarde del viernes y estábamos en el depa. El sol estaba por apagarse y hacía un calor
infernal, de esos que suelen sentirse en mi bello Monterrey.

- ¿Y si nos salimos al balcón? - Le dije a Ulises, mi novio, quien estaba husmeando en el


refrigerador de la cocina, deseando encontrar una limonada bien fría o tal vez una cerveza
(aunque él sabía que era muy poco probable que encontrara).

Ulises: ¿Al balcón? ¡Ja! ¿Con este tremendo calorón?

Salette: ¡Sí, ¡qué tiene! Al cabo ahí se siente fresco

Ulises: Mmm…no sé, no se me antoja. Mejor hay que ver una peli

Salette: ¡Ash! Bueno, yo sí voy a ir, bye.

Importándome muy poco el calor, me salí al balcón y me senté en una silla mecedora que
hay ahí.
Ese día traía muchas ganas como de contemplar. Me quedé mirando fijamente el cielo, las
casas de en frente, los coches que iban pasando y a la gente que se veía a lo lejos corriendo
en el parque.
Me sentía tan cansada y a la vez relajada después de un largo día de escuela y trabajo.

- Órale, tenías razón, no se siente tan caliente aquí- escucho decir a Ulises, mientras lo veo
que se acomoda para sentarse ahí al lado mío.

Salette: ¿Ves? Te dije que no era tan malo. Además, la vista está bien bonita. Parece que
todo se ralentiza y podemos simplemente disfrutar del momento.

Ulises: Exacto. A veces siento que por trabajar tanto olvidamos disfrutar de estos pequeños
momentos.

Salette: ¡Sí, justo! Además, este lugar tiene un encanto especial. Recuerdo cuando nos
mudamos aquí, y este balcón era uno de los detalles que más nos gustaron del depa.

Ulises: Sí, me gusta esto de vivir juntos. De hecho, justo este mes cumplimos ya un año en
este depa, ¿verdad?

Salette: ¿En serio? Wow, qué rápido pasó el tiempo.

Ulises: ¡Demasiado rápido!


Salette: ¿Y qué onda? ¿Entonces estás listo para disfrutar de este atardecer y ver cómo el
sol se esconde detrás del cerro de la silla?

Ulises: ¡Claro, mi amor! Suena como un buen plan, eh.

Salette: ¿Y si había limonada en el refri?

Ulises: No, pero me tomé la michelada que dejé ayer.

Salette: Hmm… ¡Era mía!

Ulises: Ni modo, te tocó soportar.

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