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y ser solicitado para nuevos proyectos cinematográficos.

A todo esto bien se le


Crear la realidad podía llamar: su utopía.
Fue durante esos días cuando se le apareció Jack el Destripador. No obstante, dudaba. ¿En qué lo transformaría el éxito? ¿No lo arrojaría de bruces
Fernando Castelli acababa de cumplir treinta años, escribía guiones irremisiblemente al mundo de los imbéciles ostentosos? Le sobraban ejemplos
cinematográficos y nunca le habían filmado uno. Lejos, todavía, estaba de para demostrarse que el triunfo, el éxito —en el sistema mundial del fin del
sospechar que para que tal cosa ocurriese —es decir, para que le filmasen uno, al siglo— imbecilizaba a la gente, la tornaba vanidosa e insustancial. Y esta
menos uno— debería convertirse en un infalible y brillante asesino serial. Por el posibilidad lo aterraba.
contrario, lo que solía asiduamente sospechar era que ya caminaba por el filo de la Aunque no menos lo aterraba la otra. No quería ser el hombre del subsuelo. No
navaja, que se le acababa el tiempo y, con el tiempo, las justificaciones. quería estar en la vereda de enfrente, del lado de la sombra, desdibujándose en su
¿Transcurriría el resto de sus días entre el rencor y la tristeza? insignificancia, mirando el desfile rumboso de los triunfadores, el circo de la
En caso de ser así —se decía— su existencia no sería muy diferente a la de sus happy band. ¿Era una cosa o la otra?
compatriotas. (He aquí una palabra que Fernando aborrecía usar: compatriotas). ¿Tan maniquea era la realidad? ¿Tan torpemente dual?
Vivía, al fin y al cabo, en un país de tristes y resentidos. En un país que se Aquí, entonces, se delineaba aquello que bien podía llamarse la verdadera utopía
acercaba al fin del siglo agitándose entre la jarana superficial, imbécil y de Fernando Castelli: abrir un nuevo espacio en la realidad. Un espacio hasta
obscenamente ostentosa de unos pocos y la tristeza, el resentimiento y la ahora inexistente. Un espacio que sólo se abriría para cobijarlo a él, su creador. Un
impotencia de los restantes. De aquí que Fernando no quisiera identificarse con espacio entre los presuntuosos triunfadores y los sombríos fracasados.
unos ni con otros. De aquí que Fernando aborreciera la palabra compatriotas. Pensó: crear la realidad.
Porque nada tenía que ver con él. Porque él no quería sumarse al bando de los Y este pensamiento lo llenó de felicidad y de orgullo.
ostentosos imbéciles ni al de los resignados impotentes. Porque él era él, Fernando Fue durante esos días cuando se le apareció Jack el Destripador.
Castelli, un solitario. Y un solitario no tiene compatriotas.
También, y no sin cierta frecuencia, solía considerarse algo más que un solitario.
Solía considerarse un escritor, condición que, posiblemente, fuera otro de los Jack el Destripador
rostros de la soledad, pero, qué duda podía caber, su mejor rostro, el más
fascinante, el único capaz de abrirle brechas al muro asfixiante de la realidad Primero fue una bruma leve que surgió de algún punto insondable de la irrealidad
cotidiana para buscar algo más allá. ¿Una utopía?, gustaba preguntarse con una y fue a reposar sobre una de las sillas de la habitación. Permaneció en ella apenas
sonrisa íntima, irónicamente. un par de minutos. No adquirió forma alguna ni emitió el menor ruido. Sólo fue
Le divertía utilizar esta palabra —utopía— tan transitada, tan bastardeada en boca eso, lo que había comenzado siendo —y lo que terminó de ser no bien se
de sociólogos televisivos, periodistas y políticos para hacer referencia a algo tan esfumó—: una bruma leve.
delicado, tan tenue y errático como su destino. Por eso insistía en plantearse, con Pero Fernando no tuvo duda alguna: esa bruma leve, esa mera densidad que
esa bastardeada palabra, una pregunta que expresaba sus más dramáticas buscaba una forma, había sido convocada por su deseo y por su imaginación, tan
obsesiones. fuertes el uno como la otra. Él mismo —se dijo— era su lámpara de Aladino.
¿Cuál era la utopía de Fernando Castelli? Podía ensayar un par de respuestas. ¿Cuánto demoraría en hacerse presente el genio?
Una era ésta: quería escribir un gran guión, una gran historia, ¿la más grande Demoró una semana, ya que lo segundo —es decir, lo que vino después de la
historia jamás contada?, y quería que con esa historia se hiciese una película, ¿la bruma leve— fue abiertamente una corporización. Esto sorprendió a Fernando,
más grande película jamás filmada?, y quería tener éxito, y triunfar como escritor que esperaba algún paso intermedio, una sombra perfilada, una silueta, algo así.
Lo segundo —si bien no dentro de la habitación, sino fuera— ya fue —Un actor.
inequívocamente Jack el Destripador. Jack sonrió entre dientes, con jactancia.
Fernando lo vio durante un crepúsculo rojizo que ya comenzaba a ennegrecerse —Yo no soy un actor, Fernando —dijo—. Soy un asesino. Una aparición
con las primeras sombras de la noche. Lo vio en ese instante mágico, cuando el día maléfica. —Detuvo su marcha. Apretaba la pipa entre sus dientes. Miró con fijeza
se entrega, cuando el fuego del atardecer se vuelve ceniciento y frío para dibujar a Fernando, quien, más que nunca, advirtió esa llama ardiente, satánica, en la
su final, cuando el día ya quedó atrás, pero aún no es, unívocamente, la noche; allí, profundidad de sus ojos. Dijo—: Tengo un antecedente, sí. El Fausto
Fernando vio, por primera vez, a Jack el Destripador, que fumaba su pipa, no sin de Goethe.
cierta solemnidad, de pie en mitad de la calle, con su pequeño sombrero, su capa Un escalofrío recorrió el cuerpo sensible de Fernando. Preguntó:
con esclavina, su maletín de médico y su bigote esmeradamente recortado. —¿Usted es el Demonio, Jack?
—Uno de sus rostros.
Una bruma rojiza circundó la silueta de Jack. Un rayo quebró las nubes negras que
cubrían el cielo. Y estalló un trueno ensordecedor.
Un rostro del Demonio —Si es así, Jack. Si es usted uno de los rostros del Demonio, el honor que me hace
al estar junto a mí, es infinito —confesó, emocionado, Fernando.
Caminaban sin apuro. ¿Qué apuro podrían tener? Fernando, recurriendo al amado —¿Qué harás para merecerlo? —preguntó Jack el Destripador—. ¿Qué harás, tú,
lenguaje de los filmes de acción, se dijo: «Todo está muy quieto allí. Algo terrible Fernando Castelli, para merecer tal honor?
está por ocurrir». Se dijo: «Éste es el silencio que anuncia las grandes tormentas». Por toda respuesta, con deliberada lentitud, Fernando llevó su mano hacia un
A su lado, Jack el Destripador lucía más irreal que nunca. La noche lo tornaba bolsillo de su saco y extrajo de él algo, algo que un terciopelo rojo envolvía casi
irreal. La noche y la niebla. Fernando nunca había visto tanta niebla en su ciudad. reverencialmente.
¿Era Jack el que la convocaba a su alrededor? Lo extendió hacia Jack, quien, con sus manos hábiles y pulcras, desenvolvió el
Decidió decirle algo —una incómoda confesión— que había logrado callar hasta terciopelo hasta dejar expuesto el objeto que allí se ocultaba.
ese momento. Dijo: Era una navaja. Jack la abrió y el brillo de la hoja fue aún más terrible que el rayo
—Debo confesarle algo terrible, Jack. que había quebrado la noche sólo hacía unos instantes.
Durante un prolongado momento, Fernando y el Destripador, extasiados,
Jack fumaba su pipa serenamente. Había deseado esta salida. La noche, había contemplaron la navaja.
dicho, el aire y las sombras de la noche, la quietud misteriosa de la noche, la —Un maravilloso aliado de la Muerte —dijo Jack el Destripador. Miró con el
niebla, todo esto era bueno para él. Un alimento esencial que su espíritu brillo rojizo de sus ojos los de Fernando y añadió—: Nadie que empuñe esta
reclamaba. navaja puede… no matar.
Tan abstraído caminaba Jack que Fernando tuvo que repetir su intranquilizadora —Se la compré a un anticuario —narró Fernando—. Un hombre muy viejo, casi
frase. ciego, casi muerto. Jamás podría reconocerme. —Se detuvo. Vaciló. Luego dijo—:
Dijo una vez más: Necesito su consejo, Jack.
—Debo confesarle algo terrible, Jack. —Para eso estoy a tu lado, Fernando. Fernando, entonces, le formuló a Jack el
—Qué. Destripador una pregunta mortalmente decisiva:
—Lo nuestro no es original. Ya lo hizo Woody Allen en Sueños de un Seductor. A —¿Cuál de todos los asesinatos posibles de este mundo elijo cometer primero?
él se le aparecía Humphrey Bogart. Jack el Destripador no pensó en exceso su respuesta. Casi de inmediato, muy
—¿Quién es Humphrey Bogart? seguro, dijo:
—Yo maté sólo mujeres, Fernando. Prostitutas. Podrías empezar con algo así.
Digamos… como para homenajearme. —Decidido, propuso—: ¿Qué tal una
bailarina de can can?
—Lo siento, Jack. Ya no hay bailarinas de can can —respondió Fernando. Y,
luego, sombrío, con un odio creciente, un odio que presagiaba inminentes
ceremonias de muerte, dijo—: Sin embargo, hay mujeres que se sacan la ropa en
público. Que excitan a los hombres con su paulatina pero inexorable desnudez.
Hacen strip- tease, Jack. Son desdichadas que enardecen a desdichados, pero que
nunca los sacian.
Jack depositó la navaja en manos de Fernando.
—Que no vacile tu mano —dijo.
Y Fernando sintió que el Demonio en persona acababa de bendecirlo.
Continuaron caminando. Pocas palabras. Había salido la luna. No llovería.
—¿Sabe, Jack? —dijo, por fin, Fernando—.
Desde niño anhelaba conocerlo. Cierto día, no recuerdo qué edad tendría entonces,
pero no más de siete años, supongo, encontré, en una librería de viejos libros, un
libro que se llamaba Los crímenes de Jack el Destripador- ¡Ah, Jack, qué lectura
deslumbrante! Era un libro traducido del inglés. Un libro español, de tapas
amarillas, de la Editorial Molino, creo. Pero la traducción no era buena, eh,
Hablaba usted más como un caballero de Felipe II que como un súbdito de la reina
Victoria.
-¿Recuerdas quién era ese traductor, Fernando?.
-Lo olvidé por completo, Jack.
Jack el Destripador apagó su pipa. Con algún fastidio, dijo:
-Diantres, qué pena. Me hubiera gustado arreglar cuentas con ese granuja.
Se perdieron en la noche.

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