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Philip Larkin, Inglaterra, 1922-1985

XVI (El barco del Norte)


A la una la botella está vacía;
a las dos, el libro fue cerrado;
a las tres, los amantes yacen separados,
ya realizado el comercio del amor.
Y ahora las luminosas manecillas del reloj
indican que son más de las cuatro,
esa hora nocturna en que los vientos vagabundos
sacuden la oscuridad.
Y me muero de ganas por dormir;
tanto que apenas puedo creer
que el río silencioso que sale de la cueva
no sea poderoso ni profundo;
sólo una imagen elegida para presumir.
Me acuesto y espero la llegada de la mañana y de los pájaros,
los primeros pasos bajando por las calles todavía sin barrer,
las voces de las niñas abrigadas con bufandas.
XIX (La hermana fea)

Subiré los treinta peldaños hasta mi pieza


y me acostaré en mi cama;
dejaré que la música, el violín, la trompeta y el tambor
lentamente duerman mi cabeza.
Ya que en la juventud no fui embrujada
ni conducida hacia el amor,
escucharé a los árboles en su amable silencio,
al viento que se agita.
XXIV

Amor, debemos separarnos: que no sea


terrible ni amargo. En el pasado
hubo demasiada luna y autocompasión:
dejemos que esto termine así: nunca antes el sol
atravesó el cielo de manera más intrépida,
nunca antes los corazones tuvieron más ganas
de ser libres, de acabar con mundos y devastar bosques;
tú y yo ya no los llevamos; somos cáscaras que miran
cómo el grano se emplea para un uso diferente.
Hay arrepentimiento, siempre hay arrepentimiento.
Pero es mejor que nuestras vidas se desaten,
como dos barcos llevados por el viento, húmedos de luz,
partiendo del estuario con sus cursos ya fijados,
y que saludándose se distancian, y se pierden de vista a lo lejos.
Los árboles
Los árboles comienzan a dar sus hojas
como algo que apenas ha sido dicho;
los últimos brotes descansan y se abren,
su verdor es una especie de tormento.
¿Acaso vuelven a nacer mientras nosotros
nos hacemos viejos? No, ellos mueren también.
Su truco de verse nuevos con los años
queda escrito en los anillos del fruto.
Aún sigue la trilla de los castillos derruidos
cada mayo en su maduro espesor.
El año anterior ha muerto, parecieran decir,
empieza otra vez, empieza otra vez.
Ventanas altas

Cuando veo a una pareja de jóvenes


y adivino que él se la tira y que ella
usa un dispositivo o toma pastillas,
sé que ése es el paraíso
que todo viejo ha soñado a lo largo de su vida.
Gesticulaciones y ataduras dejadas a un lado
como una anticuada segadora,
y cada joven deslizándose por una larga pendiente,
hacia la felicidad. Dudo que si alguien
me hubiese visto hace cuarenta años
habría pensado: esto debe ser la vida;
ya no hay Dios, ni exudaciones en la oscuridad
por el infierno y todo eso, o la necesidad de ocultar
lo que piensas sobre el cura. El y los suyos
se deslizarán por la pendiente como libres
pájaros miserables. Y de inmediato, aún sin palabras,
llega el pensamiento de las ventanas altas:
el sol retenido en los vidrios, y más allá
el aire profundo y azul, que nada muestra
y que no tiene término ni lugar.
Dinero

Es así: periódicamente el dinero me reprocha


por qué lo dejo aquí sin utilizar.
Soy lo que nunca tuviste, el sexo y las cosas buenas.
Tú puedes conseguirlas firmando unos cuantos cheques.
Entonces miro qué hacen los demás con el suyo:
seguramente no lo dejan debajo del colchón.
Ellos ya tienen una casa en la playa, un auto y una mujer:
está claro que el dinero alguna relación guarda con la vida
-en efecto, tienen mucho que ver si lo averiguas:
no puedes postergar la juventud hasta que jubiles
y por más que deposites tu sueldo, al final
tus ahorros apenas te permitirán pagar una afeitada.
Escucho el canto del dinero. Es como mirar
desde lo alto de un ventanal una ciudad de provincia,
sus barrios, el canal, las iglesias adornadas y locas
bajo el sol de la tarde. Es intensamente triste.
Los lugares amados

No, nunca he encontrado un lugar


del que pudiera decir
Esta tierra es mía,
Aquí debería quedarme;
Tampoco he conocido a ese alguien especial
Que me exigiera al tiro
Todo lo que es mío
Hasta mi nombre;
Encontrar algo así parece probar
Que no quieres tener que elegir dónde
Echar raíces, o a quien amar;
Les pides que te echen fuera
Irrevocablemente,
De modo que no sea tu culpa
Si la ciudad se vuelve monótona
Y la muchacha una tonta.
Con todo, incluso perdiéndolas
Quedas obligado a actuar
Como si lo que te tranquilizara
De hecho, te destrozara;
Así que será más sabio que dejes
De pensar que aún podrías hallar
Lo que hasta ahora no has llamado
Tu mujer, tu lugar.
Necesidades

Más allá de todo esto, está el deseo de estar solo:


Aunque el cielo se cubra de invitaciones
Aunque sigamos las explícitas instrucciones del sexo
Aunque la familia se fotografíe al pie de la bandera –
Más allá de todo esto, está el deseo de estar solo.
En el fondo de todo, fluye el deseo de olvidar:
A pesar de las tensiones artificiales del calendario,
Del seguro de vida, de los ritos de fertilidad programados,
De la costosa aversión de los ojos a la muerte –
En el fondo de todo, fluye el deseo de olvidar.
Días

¿Para qué son los días?


Los días son donde vivimos.
Vienen, nos despiertan
Una y otra vez
Son para que estemos felices en ellos:
¿Dónde podríamos vivir sino en los días?
Ah, contestar esa pregunta
Hace que venga el cura y el doctor
Con sus abrigos largos
Que corran por los campos.
Decepciones
“Por supuesto que estaba drogada, como sería que no recuperé el conocimiento sino
hasta el otro día. Me aterraba la idea de descubrir que estaba arruinada y por algunos
días nada podía consolarme; y lloraba como una niñita pidiendo que me mataran o me
enviaran de vuelta con mi tía”. Mayhew, London labour and the London poor.

Aun a la distancia puedo sentir el dolor


Amargo y punzante como estaca, te hace tragar saliva.
La huella ocasional del sol, la breve y enérgica
Preocupación de las ruedas allá fuera en la calle
Donde el Londres nupcial hace una reverencia para el otro lado,
Y la luz, incontestable, alta y amplia
Prohíbe a las heridas cicatrizar, y saca
A la vergüenza de su escondite. Todo el día, sin apuros,
Tu mente ha permanecido abierta como el cajón de los cuchillos.
Los suburbios, los años, finalmente han terminado por hundirte.
Aunque pudiera, no te consolaría. Qué podría decirte,
Salvo que el sufrimiento es exacto, aunque si
el deseo interviene, ¿podrían volverse erráticas las lecturas?
Porque a ti difícilmente te importaría
Haber estado menos engañada, allá fuera sobre esa cama,
De lo que él lo estaba, tropezando sin aliento con los escalones
Hasta irrumpir en el ático desolado de la satisfacción.
Llegando

En las tardes más largas


La luz, fría y amarilla,
Baña los serenos
Frontis de las casas.
Un zorzal canta
Alrededor de un laurel
En el jardín completamente abandonado,
Su voz fresca y clara
Toma las paredes por sorpresa.
Pronto llegará la primavera.
Pronto llegará la primavera,
Y yo, para quien la infancia
Es un olvidado aburrimiento,
Me siento como un niño
Que llega a una escena
De adultos reconciliándose,
Y no puede entender nada
Como no sea la inusual sonrisa
Y comienza a ser feliz.
Annus Miserabilis

El intercambio sexual comenzó


en mil novecientos sesenta y tres
(un poco tarde para mí)
cuando le levantaron la censura al Chatterley
y los Beatles grabaron su primer Long Play.
Hasta entonces sólo había existido,
Algo así como un regateo,
peleas por un anillo,
un bochorno que empezaba a los dieciséis
y se extendía sobre todo.
Entonces paró de golpe la pelea:
todos sintieron lo mismo
y vivir se transformó para cada uno
en un brillante saltar sobre una pata,
en un juego imposible de perder.
Así que la vida nunca fue mejor
que en mil novecientos sesenta y tres
(un poco tarde para mí):
cuando le levantaron la censura al Chatterley
y los Beatles grabaron su primer Long Play.
XXV

Amanece otra vez


en las calles,
Y de nuevo somos dos desconocidos;
De volver a encontrarnos
¿cómo podré decirte que
la última noche viniste,
de sorpresa, como en un sueño?
Y cómo olvidar
que gastamos el amor de buena gana,
hablando sin parar
como los amigos, como sólo llegarán a serlo
quienes hayan dejado morir la pasión en sus corazones.
Ahora, mientras contemplo el crepúsculo
me pregunto cómo pudo el amor
venir a ponerse en sueños, si las veces que nos vimos
puedo contarlas con los dedos de una mano.
XXVI

Esto es lo primero
que yo aprendí:
el tiempo es el eco de un hacha
adentro de un bosque.
El mundo literario

I
“Finalmente, después de cinco meses de mi vida durante los cuales no pude escribir nada
que me dejara satisfecho, y por los cuales ningún poder me compensará…”
Querido Kafka:
Cuando hayas pasado cinco años, no cinco meses,
cinco años con una presión irresistible juntándose con
un objeto inamovible justo en tu abdomen,
entonces sabrás lo que es depresión…
II
La esposa de Alfred Tenysson
respondía
cartas de súplica
cartas de admiración
cartas de insultos
cartas de preguntas
cartas de negocios
y cartas de los editores.
También
le preparaba la ropa
se encargaba de sus comidas y bebidas
recibía a las visitas
lo protegía de los chismes y la crítica.
Y finalmente
(además de administrar la casa)
criaba y educaba a los niños.
Mientras todo esto sucedía
el señor Alfred Tenysson estaba sentado como bebé
ocupado en sus asuntos poéticos.
Los viejos tontos

¿Qué creen que ha pasado, los viejos tontos,


que los ha dejado como están? ¿Supondrán acaso
que se es más adulto cuando tu boca permanece abierta y babea,
y te meas continuamente, y no puedes recordar
quién llamó esta mañana? ¿O que, con solo quererlo,
pudieran cambiar las cosas y regresar a aquella vez en que bailaron toda la noche,
o fueron a su boda, o llevaron las armas al hombro algún septiembre?
¿O se imaginan que en realidad no ha habido ningún cambio,
y que siempre se han comportado como si fueran inválidos o tiesos,
o han tenido que soportar días de leve, continuo ensueño,
viendo cómo se mueve la luz? Si no es así (y no puede ser así), es extraño:
¿por qué no gritan?
Con la muerte, te disuelves: los pedazos que eran tú
comienzan a alejarse uno del otro, para siempre,
sin que nadie los vea. Es solo olvido; cierto:
lo tuvimos antes, pero entonces iba a acabar,
y todo el tiempo se confundía con el exclusivo empeño
de hacer crecer la flor de un millón de pétalos
de estar aquí. La próxima vez no puedes hacer
como que habrá algo más. Y estos son los primeros síntomas:
no saber nada, no oír a nadie, haber perdido
el poder de la elección. Sus caras muestran que están listos:
pelo ceniciento, manos de sapo, el rostro, como pasa, seco…
¿Cómo pueden ignorarlo?
Acaso ser viejo sea tener habitaciones alumbradas
dentro de tu cabeza, con gente que en ellas actúa.
Gente que conoces, pero a la que no puedes nombrar; cada cual surge
como una profunda pérdida recuperada, volviendo de una puerta conocida,
colocando una lámpara, sonriendo desde una escalera, sacando
un libro conocido de los estantes. O a veces simplemente
las habitaciones solas, con sillas y un fuego encendido,
el arbusto que el viento sacude a través de la ventana,
o la tenue simpatía del sol sobre la pared de una solitaria
tarde de verano en que la lluvia se ha interrumpido. Es ahí donde viven:
no aquí y ahora, sino donde todo ya ha sucedido.
Es por eso por lo que tienen
un aire de perpleja ausencia, como si intentaran estar allá
mientras están aquí, pues las habitaciones se vuelven más lejanas, y dejan
tras de sí un frío incompetente, el desgaste constante
del aliento que han respirado, y a ellos de cuclillas,
ante la cordillera de la extinción, los viejos tontos, que nunca perciben
cuán cerca está. Debe ser esto lo que los mantiene tranquilos:
la cima que se mantiene visible adondequiera que vayamos
para ellos crece del suelo. ¿Podrán nunca darse cuenta
de qué los arrastra, de cómo acabará? ¿Tal vez de noche?
¿Tal vez cuando los extraños vengan? ¿O acaso nunca,
durante toda esa espantosa niñez invertida? Bueno,
hemos de averiguarlo.
Un estudio sobre los hábitos de lectura

Cuando meter la nariz en un libro


me libraba de casi todo –menos del colegio–,
valía la pena arruinar mis ojos
para probar que podía estar en onda
y repartir el buen gancho derecho
a matones que doblaban mi talla.
Luego, con lentes de fondo de botella,
la maldad fue lo mío:
yo, con mi capa y con mis colmillos,
tuve momentos de muerte en lo oscuro.
¡La de mujeres que aporreé con sexo!
Las desbarataba como merengues.
No leo demasiado ahora: el tipo
que decepciona a la muchacha antes
de que se aparezca el héroe, o el otro
que lleva el almacén y es un pendejo
me son muy familiares. Emborráchate:
los libros son un gran montón de mierda.
La mejor compañía

Cuando era niño, pensaba,


Casualmente, que la soledad
Nunca precisa de ser buscada.
Era algo que todo el mundo tenía,
Como la desnudez, estaba a la mano,
Ni especialmente buena ni especialmente mala,
Una cosa abundante y obvia,
De ningún modo difícil de entender.
Entonces cumplí los veinte, se volvió
Más difícil de conseguir
Y más deseada, aunque a la vez
También más indeseable; porque
Estar solo requiere, para alcanzar
El rango de los hechos, ser expresado
En términos de los otros, si no, es sólo
Un artificio compensatorio.
¡Mucho mejor estar acompañado!
Para amar debes tener a alguien más,
El acto de dar requiere un legatario,
Los buenos vecinos necesitan otros vecinos
Sobre quienes serlo –en resumen,
Nuestras virtudes son todas sociales, si
Privado de la soledad te enfadas,
Es claro que no eres de los virtuosos.
Entonces con violencia, cierro mi puerta con llave.
El calentador de gas respira. Afuera, el viento
Anuncia la lluvia nocturna. Una vez más
La incontrovertible soledad
Me sostiene en su enorme palma;
Y como una anémona de mar
O un simple caracol, allí, con cautela,
Se despliega, se asoma, lo que soy.
Alborada

Trabajo todo el día y al llegar la noche ya estoy ebrio.


Despierto desde las cuatro y, en la oscuridad silenciosa, observo:
dentro de poco la luz se extenderá por el borde de las cortinas.
Hasta entonces, veo lo que siempre ha estado allí:
la muerte incansable, cada día más próxima.
Imposible pensar en otra cosa, salvo en cómo,
cuándo y dónde he de morir.
Una pregunta estéril. Sin embargo, el miedo
a morir y estar muerto
relampaguea de nuevo, atrapa y horroriza.
Ante el resplandor, la mente se confunde. No por remordimientos
-el bien que no se hizo, el amor que no se entregó, el tiempo
desgarrado y sin usar- ni míseramente, porque una sola vida
toma mucho tiempo para librarse
de un mal comienzo, y tal vez no lo consiga,
sino en el imperecedero vacío total,
la extinción segura hacia la cual viajamos
y en la que nos perderemos para siempre. No estar aquí
ni en ninguna parte y rápido;
nada más terrible ni más cierto.
Ningún truco disipa esta particular manera
de sentir miedo. La religión lo intentó,
ese enorme brocado musical lleno de polillas,
creado para pretender que no morimos nunca,
y el plausible argumento, ningún ser racional
puede temer algo que no sentirá, sin percibir
que esto es lo que tememos -sin vista, oído,
tacto, olfato o gusto-; nada con qué pensar,
nada para ser amado o para relacionarse,
el anestésico del cual nadie regresa.
Y de este modo, en el borde de la visión, se mantiene
un pequeño borrón desenfocado, un escalofrío constante
que retarda cada impulso hasta la indecisión.
La mayoría de las cosas puede que no ocurra, pero ésta sí,
y darse cuenta nos enfurece y aterra
cuando somos sorprendidos solos o sin tragos.
Tener valor es inútil: sólo significa
no asustar a los demás. Ser valiente
no es bastante para escapar de la tumba.
La muerte es igual si gemimos o resistimos.
Poco a poco la luz se hace más fuerte
y el cuarto va tomando forma, simple como un armario,
lo que sabemos, lo sabemos desde siempre, que no hay escape,
pero no podemos aceptarlo. Una parte tendrá que irse.
Mientras, los teléfonos agazapados, se preparan para repicar
en oficinas todavía cerradas. Y el intrincado mundo, alquilado
y descuidado se comienza a despertar.
El cielo, sin sol, es blanco como la tiza,
los carteros, como médicos, van de casa en casa.
Explosión

El día de la explosión
las sombras apuntaban hacia la puerta de la mina;
la escoria dormía bajo el sol.
Los hombres avanzaban con sus botas,
tosiendo, maldiciendo y fumando pipa,
envueltos en un fresco silencio.
Uno de ellos persiguió unos conejos y se le escaparon,
pero regresó con una cesta de huevos de alondra,
los mostró y los guardó entre la hierba.
Así pasaron, con sus barbas y pantalones de pana,
padres, hermanos, sobrenombres, risas,
a través de las altas puertas abiertas de la mina.
A mediodía se sintió un temblor. Las vacas
dejaron de comer por unos segundos. El sol,
envuelto en la calina, oscureció.
“Los muertos marchan delante de nosotros,
cómodamente sentados en la casa de dios,
ya los veremos cara a cara.”
Tan simple, se decía, como inscripciones
de capillas. Y por un instante, las esposas
vieron a los hombres de la explosión.
Más altos que en la vida real, dorados,
como en una moneda, caminando
desde el sol hacia ellas.
Uno mostraba los huevos de alondra sin quebrar.
Altos ventanales

Cuando veo un par de muchachos


y pienso que él se la está tirando y que ella
toma píldoras o usa un diafragma,
sé que ese es un paraíso
con el que los viejos han soñado toda la vida,
cuando ataduras y remilgos son puestos a un lado
como una segadora anticuada,
y los jóvenes se deslizan por la larga pendiente
rumbo a la felicidad, sin parar. Me pregunto si
alguien me miró hace cuarenta años
y pensó: Así se le irá la vida;
ya no existirá Dios, ni sudores en la oscuridad
a causa del infierno y todo eso, ni necesidad de ocultar
al sacerdote lo que se piensa. Él
y sus amigos se deslizarán por la larga pendiente
como malditos pájaros en libertad. Y al instante,
más que palabras, llegan a mi mente altos ventanales:
el cristal que abarca el sol,
y más allá, el aire azul y profundo que nada
revela y está en ningún lugar y es infinito.
Partida

Hay una noche que llega


A través de los campos, una nunca antes vista,
Que no enciende ninguna lámpara.
Parece de seda a cierta distancia, pero
Cuando se detiene sobre las rodillas y el pecho
No trae ningún consuelo.
¿A dónde ha ido el árbol que unía
La tierra con el cielo? ¿Qué hay bajo mis manos
Que no puedo sentir?
¿Qué carga abruma mis manos?
Un domingo de abril trae la nieve

Un domingo de abril trae la nieve


Volviendo verdes las flores del ciruelo,
No blancas. Una hora o dos y desaparecerá.
Extraño que yo pase esa hora yendo de
Aparador en aparador, cambiando de lugar la mermelada
Que tú hiciste con las frutas de esos mismos árboles:
Cinco lotes –cien libras o más–
Más que suficiente para todos los tés del próximo verano.
En los que ahora tú no te sentarás ni comerás.
Bajo el cristal, debajo del celofán,
Permanece tu último verano –dulce
Y sin sentido y que no vendrá de nuevo.
La vida con un agujero

Cuando echo la cabeza hacia atrás y aúllo


La gente (sobre todo las mujeres) dice
Pero siempre has hecho lo que has querido,
Siempre has ido a la tuya:
Una rematadamente vil y sucia
Inversión de la realidad.
Lo que quieren decir esos estúpidos
Es que nunca he hecho lo que no he querido.
Así que el capullo enclaustrado en el castillo
Que escribe sus quinientas palabras y luego
Divide el resto del día
Entre la piscina, la botella y los pajaritos
Me queda más lejos que nunca, pero también
El maestrillo pelagatos con gafitas
(seis críos y la mujer preñada,
Y los padres de ella al caer)…
La vida es una lucha inmóvil, trabada
Y a tres bandas entre tus deseos,
Lo que el mundo te desea a ti y (peor aún)
La imbatible y lenta máquina
Que te da lo que vas a conseguir. Neutralizados,
Luchan alrededor de un punto muerto y hueco
De obligaciones, miedos y caras.
Los días se filtran sin tregua a través de él. Los años.
El cortacesped

El cortacésped se atascó, dos veces, me arrodillé


Y encontré un erizo entre las cuchillas,
Muerto. Estaba entre las hierbas altas.
Lo había visto antes, y hasta le había dado de comer,
Una vez. Ahora había destrozado su discreta existencia
Sin remedio. Enterrarlo no me ayudó:
A la mañana siguiente yo me levanté y él no.
El primer día después de una muerte, la nueva ausencia
Es siempre lo mismo; deberíamos cuidar
Unos de otros, deberíamos mostrar amabilidad
Mientras aún haya posibilidad.
Querido Charles, mi musa, dormida o muerta

Querido Charles, Mi Musa, dormida o muerta,


Te ofrece estos ripios desde mi puerta
En el gélido norte del país, con saludos afectuosos
Para el veinticuatro del afortunado agosto, el más gozoso
Para todos de los meses del año
Igual que lo fue para ese romano de antaño;
Pues eres leo, igual que yo
(¿Es que no te resulta confortador
Ser tan altivo, egoísta, poderoso y vital?
¿O crees que lo han interpretado mal?)
Y que sus horas doradas presagien
Que durante muchos años te agasajen.
Creo que pocas cosas me entristecen tanto
Como el que nuestros cumpleaños se vayan olvidando.
Los regalos y las fiestas desaparecen,
Y años tras año las tarjetas decrecen,
Hasta que al llegar a los sesenta y cinco,
¿a quién le importa si estás muerto o vivo?
¡Pero, CHARLES, tú tranquilo! Pues tu manera de ser
Crea amistades que no han de perecer,
Y todo lo que escribes también; con tu verdad y sensatez
Contamos para pararles los pies
A los modernos y a los chalados,
A los estúpidos y a los directamente malvados.
Espero que pases un día excepcional
Aclamado por las gaviotas en su revolotear
Y los gritos de las focas, ágiles y perezosas
(mi idea de Cornualles es bastante borrosa),
Y los humanos que no lo consideren pecado moral
Que cojan una castaña monumental.
Aunque hago un esfuerzo extraordinario
Para que esto parezca una tarjeta de aniversario,
Ya no doy para más: no eches a faltar
Todo lo que te queremos comunicar:
Admiración y también amistad
Con la esperanza de que el futuro te traerá
Cada vez más prosperidad.
Tardes

El verano se desvanece:
solitarias o en parejas, caen las hojas
de los árboles que bordean
el nuevo parque infantil.
En los huecos de las tardes
las jóvenes madres se reúnen
junto al columpio y al arenero
soltando a sus hijos.
Detrás de ellas, a intervalos,
aguardan maridos de oficios especializados,
montones que lavar
y los álbumes con la leyenda
Nuestra Boda, colocados
cerca de la televisión:
frente a ellas, el viento
arruina sus lugares de cortejo,
que aún son lugares de cortejo
(pero los amantes están en la escuela),
y sus hijos, tan resueltos a
encontrar más bellotas verdes,
esperan que los lleven a casa.
Su belleza se ha abultado.
Algo las empuja
al margen de sus propias vidas.
Política de guateque

No recuerdo haber llevado nunca un vaso lleno.


La primera vez que miro ya está por la mitad.
¿Y ahora? ¿Intentar pensar, mientras racionas el resto,
En cosas elevadas, hasta que el anfitrión muestre su amabilidad?
Mejor que vean el vaso vacío, dicen unos:
Ya te lo llenarán. Bueno, eso también lo he probado.
A lo mejor te emborrachas, o pasan horas y no te dan ni un zumo.
Depende de dónde estás. O de quién eres. O eso he pensado.
El siguiente, por favor

Siempre demasiado impacientes por el futuro, adquirimos


la mala costumbre de la esperanza.
Siempre hay algo que se acerca; cada día
decimos Hasta entonces,
desde un acantilado observamos cómo se aproxima
la ínfima, nítida y centelleante flota de promesas.
¡Qué lenta es! ¡Y cuánto tiempo pierde
evitando darse prisa!
Y ahí nos tiene, sujetando los tristes tallos
de la decepción, pues, aunque nada frustra
cada gran aproximación, con ostentación de bronce,
cada maroma definida,
con su pendón, y el mascarón con sus tetas doradas
arqueándose hacia nosotros, nunca echa el ancla;
en cuanto se hace presente ya es pasado.
Hasta el final
pensamos que la nave se pondrá al pairo y descargará
todo lo bueno en nuestras vidas, todo lo que nos deben
por esperar tanto y con tanto fervor.
Pero nos equivocamos:
Solo un barco nos busca, desconocido,
de velas negras que remolca un silencio
inmenso y sin pájaros. A su estela
ni nacen ni rompen las aguas.
Ignorancia

Es extraño no saber nada, nunca estar seguro


de lo que es verdadero o correcto o real,
sino obligados a matizar o así lo creo,
o Bueno, así parece:
alguien debe saber.
Es extraño ignorar el modo en que funcionan las cosas:
su habilidad para hallar lo que necesitan,
su sentido de la forma, su puntualidad para esparcir la semilla
y su disposición para cambiar;
sí, es extraño,
incluso portar tal conocimiento —pues nuestra carne
nos rodea con sus propias decisiones—
y sin embargo pasar la vida entera en imprecisiones,
pues cuando empezamos a morir
no tenemos idea por qué.
sea este el verso

Te joden, tu mamá y papá


quizá no es su intención, pero lo hacen.
Te llenan con sus defectos
y añadieron algún extra, sólo para ti.
Pero ellos estuvieron jodidos a su vez
por tontos de capa y sombrero al viejo estilo,
quienes la mitad del tiempo estaban sentimentalmente severos
y la otra matándose mutuamente.
Las manos del hombre amargan al hombre.
Se estrechan como un litoral abandonado.
Sal lo más pronto que puedas,
y no tengas hijos propios.
Señor Bleaney

“Este era el cuarto del señor Bleaney. Aquí se quedó


todo el tiempo que estuvo en Bodies, hasta
que se lo llevaron”. Cortinas floreadas, delgadas, deshilachadas,
caen unas cinco pulgadas bajo el alféizar,
cuya ventana muestra una franja de tierra en construcción,
con maleza y basura. “El señor Bleaney mantenía
mi pedacito de jardín muy bien cuidado”.
Una cama, una silla recta, un foco de sesenta watts, no hay gancho
detrás de la puerta, ni espacio para libros o bolsas…
“Lo tomo”. De modo que me acuesto
donde el señor Bleaney solía acostarse y apago los pitillos
en el mismo platito de recuerdo, y trato
de taparme los oídos con algodón para sofocar
el parloteo del televisor que él la alentó a comprar.
Conozco sus hábitos: la hora en que bajaba,
que prefería la salsa al gravy, la razón por la que
permanecía pegado a los cuatro rincones,
como a su plan de cada año: sus amigos los Frinton,
que lo hospedaban en las vacaciones de verano,
y las navidades en casa de su hermana en Stoke.
Pero si se levantaba y miraba el frío viento
encrespando las nubes, se acostaba en la mohosa cama
diciéndose que éste era su hogar y sonreía,
y se estremecía, incapaz de sacudirse el temor de que
la forma en que vivimos es la medida de nuestra naturaleza,
y de que a su edad no tener nada que mostrar
más que un cuarto alquilado debía dejarle muy claro
que no tenía mejor explicación. No lo sé.
Libros de David Pérez Pol

Letraheridos
Textos de David Pérez Pol

Resumen

Título del artículo

Philip Larkin, Inglaterra, 1922-1985

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