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Textos de Dolores Aleixandre.

I. COMO PAN QUE SE PARTE

Memorias de una discípula

Me llamo Susana que en hebreo significa "lirio" y junto con los doce, María de Magdala, Juana, mujer de
Cusa, mayordomo de Herodes, y otras muchas, pertenecí al grupo que seguía a Jesús desde Galilea. (Cf. Lc
8,1-3) Éramos un movimiento extraño, muy distinto de los que solían agruparse en torno a los rabbis o
maestros. Estos no aceptaban nunca mujeres en su seguimiento y elegían sus discípulos sólo entre varones
cultivados y de buena fama, cosa que no ocurría entre nosotros.

Llevábamos una vida itinerante, recorriendo aldeas y poblados en los que Jesús iba anunciando la llegada del
Reino. El contacto con él era como una ráfaga de libertad que, a su paso, hacía que todo recobrara vida y
novedad. Eran tiempos de recreación, tiempos de entusiasmo desbordante, como si el vino que él había
derrochado en Caná nos embriagase un poco a todos. "Algo nuevo está naciendo, la fiesta de bodas ha
comenzado", decía él.

Desde que se corrió la noticia de que había curado a algunos enfermos, la gente acudía donde él estaba y, si
no podía entrar en la casa, esperaba a la puerta el tiempo que fuera necesario, con tal de poder verle y
tocarle o, al menos, desahogar ante él el peso de sus sufrimientos. Los que vivíamos cerca de él, no
podíamos comprender cómo tenía tiempo para todos, cómo podía abarcar con su atención y con su afecto a
cada una de aquellas personas agitadas o abatidas por su enfermedad, empapadas de sudor y de polvo,
agotadas por la caminata y la espera, hambrientas de su presencia y de su palabra.

Pan al final de la jornada

Un día, llegamos a una aldea al atardecer, después de una larga caminata a pleno sol que nos había dejado
extenuados. No habíamos probado bocado en todo el día y, cuando entramos en la casa de los conocidos
que nos ofrecieron cobijo, las mujeres nos pusimos a preparar la masa del pan y a cocerlo, mientras otros
iban a comprar dátiles y aceitunas que lo acompañarían en la cena.

Jesús, entretanto, se había quedado fuera, rodeado de la gente que había ido llegando. Escuchaba a cada
uno, le preguntaba su nombre, tocaba sus heridas y se interesaba por sus fiebres, con la misma ternura con
que una madre acariciaría y curaría las de su hijo enfermo. El contacto de sus manos, decía la gente,
comunicaba sosiego y alivio; el aliento de sus palabras contagiaba ánimo y esperanza para seguir viviendo y
luchando contra las fuerzas de la muerte.

Cuando le llamamos para comer, no hizo caso y continuó hablando, escuchando, acariciando. No parecía
tener prisa, ni hambre, ni cansancio, y no entró en la casa hasta que despidió al último enfermo.

Cuando tomó el pan aquella noche para partirlo y repartirlo, según su costumbre, todos nos dimos cuenta de
que así era él: un pan partido y repartido, una vida devorada por todos los que tenían hambre de vivir, de ser
amados, escuchados, comprendidos, sanados. Con la misma naturalidad con que repartía aquel pan, se
repartía a sí mismo sin reservarse nada, sin guardarse nada, y entregaba a todos su tiempo, su afecto, su
interés, su amistad.
Las palabras de la oración de bendición nos parecieron nuevas aquella noche: "Bendito seas Señor nuestro,
Rey del universo, que nos sostienes y das pan a todo viviente, porque tu misericordia es eterna. Tú preparas
el sustento para todos los seres que has creado. Bendito seas, Señor, que sostienes a todos."

II. LEVÍ Y SUS AMIGOS

Cuando comencé a ejercer el oficio de publicano, sentía vergüenza y esquivaba el trato con los que antes
habían sido mis amigos. Notaba sobre mí su desprecio y sus críticas, y me humillaba darme cuenta de que
evitaban mi compañía; pero me decía a mí mismo que me importaba poco todo aquello, en comparación
con el dinero fácil que estaba ganando.

Por aquel entonces hice amistad con Leví, otro recaudador de impuestos que vivía situaciones muy parecidas
a las mías y, juntos, junto a una jarra de vino, simulábamos reírnos del vacío que sentíamos a nuestro
alrededor, aunque nuestras burlas no conseguían esconder nuestra amargura, ni disimular cuánto nos hería
sentirnos tratados así.

Hacía mucho que no veía a Leví, cuando un día vino a buscarme dando muestras de agitación y de una
intensa emoción, y se puso a contarme, entrecortadamente, su encuentro con un tal Jesús de Nazaret:
-"Desde que le conocí, me dijo, me di cuenta de que él era distinto de los demás, de que para él no contaba
ni una sola de las distinciones que crean clasificaciones y separaciones entre nosotros. Y lo supe cuando vi
que se sentaba a la mesa con todos: mujeres junto a hombres, libres junto a esclavos, gente de altos cargos
junto a los que todos miran como inferiores, personas de reconocida pureza según los ritos de nuestro
pueblo, al lado de impuros como nosotros, gente respetada junto a muertos de hambre.

Ayer estaba yo sentado, como de costumbre, detrás de mi mesa, repasando mi lista de la gente que hacía
cola delante de mí para pagar, cuando, al levantar los ojos para atender al siguiente, vi que era él quien
estaba allí parado, mirándome. No puedo explicarte lo que sentí, era como si su sola presencia deshiciera
barreras y derritiera distancias. Esperaba que me dirigiera una sarta de reproches por colaboracionista y
explotador pero, en lugar de eso, escuché con asombro: - Leví, me haces falta ¿quieres venirte conmigo?

¡Irme con él! ¿Te das cuenta de la locura que supone? Me vas a decir que estoy trastornado, y seguramente
no te falta razón, pero, por favor, ven tú mismo a conocerle; esta noche doy una cena en su honor, antes de
liquidar mi negocio para seguirle."

Una cena inolvidable

Sin salir de mi estupor, acudí a aquella cena en la que nos reuníamos todos los amigos de Levi, es decir, lo
peorcito de Jerusalén: recaudadores, prostitutas, soldados romanos, comerciantes de todas clases,
cambistas, traficantes y más de alguno ya borracho antes de comenzar la cena.

Jesús participaba de la alegría general, que iba creciendo según circulaba el excelente vino que Leví había
sacado de su bien surtida bodega. Pero algo sentíamos los comensales que nos embriagaba mucho más que
aquel vino: estar allí, rodeando a Jesús, hacía caer el fardo del "personaje" que cada uno llevábamos a
cuestas y empezábamos a experimentar la libertad de no estar atados a ninguna jerarquía social, religiosa ni
económica, ni a normas de pureza o de legalidad. Era como si él estuviera convencido de que esa comunidad
de mesa podía romper las líneas divisorias que nos separaban a unos de otros, y su convicción nos
contagiaba a todos la sensación de que algo absolutamente nuevo estaba comenzando.

En la sobremesa, se puso a contar la historia de un hombre que tenía cien ovejas y, al contarlas por la noche,
antes de hacerlas entrar en el redil en una noche de tormenta, se dio cuenta de que se le había perdido una.
Se echó al monte bajo el aguacero para buscarla, y recorrió muchas leguas sin conseguir dar con ella. Casi de
madrugada la oyó balar en lo hondo del barranco por el que se había despeñado, enredándose en unas
zarzas; bajó a toda prisa, se la cargó a los hombros contentísimo y, a la vuelta, convocó a sus vecinos para
celebrarlo y les dijo: - ¡Felicitadme! ¡He encontrado la oveja que había perdido!

Al terminar el relato, sacó la siguiente conclusión: - Así es Dios, vuestro Padre, y así se alegra cuando
encuentra a uno de sus hijos perdidos.

Uno de los comensales, que fue durante un tiempo discípulo de un rabino y conocía la historia, le recordó: -
No has dicho que la oveja perdida era la mejor del rebaño y que por eso la quería tanto el pastor. Jesús le
contestó: - No, las cosas con Dios no son así. Para El nadie necesita estar cargado de méritos ni de cualidades
para ser querido, sino que su amor es como el de una madre que, entre todos sus hijos, prefiere al pequeño
hasta que crezca, al enfermo hasta que sane, al que está de viaje, hasta que vuelva a casa.

Era una manera de hablar justo al revés de todo lo que habíamos oído muchos, cuando aún frecuentábamos
la sinagoga y escuchábamos que Dios se complace en los justos y rechaza a los pecadores. Nos dimos cuenta
de que estábamos ante otra manera de interpretar la vida, la ley, las tradiciones, la relación con Dios y el
futuro de nuestro pueblo. Todo estaba cambiando vertiginosamente y el centro de la espiral era aquella
mesa en la que un grupo de gente que nos creíamos perdidos, empezábamos a darnos cuenta de que
habíamos sido encontrados.

III. CON LA TOALLA CEÑIDA

Nací en Cafarnaúm, un pueblo a la orilla del lago, y allí viví y trabajé muchos años hasta que me trasladé a
Jerusalén e invertí mis ahorros comprando una casa en el barrio de los queseros. Era una vivienda amplia,
con una gran sala en la planta alta y otra abajo donde instalé mi negocio de quesos, el oficio que había
aprendido desde niño con mi padre.

En mis años de Cafarnaúm vivía cerca de la casa de Zebedeo el pescador, y me crié y jugué desde pequeños
con sus hijos, Santiago y Juan. Dejé de verlos cuando me trasladé a Jerusalén, pero supe que habían dejado
la pesca y a su padre, y que los habían visto en compañía de un tal Jesús, otro galileo de Nazaret, del que
unos decían que era el profeta Jeremías redivivo, otros que Elías, y otros que era un loco revolucionario que
acabaría malamente en manos de los romanos.

Un día volví a encontrarme con los dos hermanos en el mercado, y me hablaron con entusiasmo del
Maestro, como ellos le llamaban, y del cambio que había dado su vida desde que lo conocieron. Era cierto
que habían cambiado: tenían un fulgor nuevo en la mirada, como el de quien posee un secreto que le quema
por dentro, y no hablaban de negocios, ni de mujeres, ni de cómo vengarse de los romanos que nos
dominaban, sino de una nueva manera de vivir que su Maestro llamaba "Reino".
Nunca he sido amigo de novedades, y bastantes preocupaciones tenía con sacar adelante mi familia y mi
negocio, así que no les presté demasiada atención, pero me enteré otro día de que, por culpa de su Maestro,
se había armado un tremendo alboroto en la ciudad: había irrumpido en el templo y había echado de él a los
vendedores y a los cambistas, y en Jerusalén no se hablaba de otra cosa.

UN GESTO SORPRENDENTE

Al llegar la fiesta de Pascua de ese año, recibí la visita de los dos Zebedeos: su maestro, que debía haberles
oído hablar de mí, me pedía la sala superior de mi casa para celebrar en ella la cena pascual. Intuí una
situación de peligro en la que podía quedar implicado, y accedí a regañadientes, sólo por no negar
hospitalidad a mis paisanos.

Llegaron al atardecer y subí yo también con ellos, por ver si necesitaban algo, y también por cierta curiosidad
de conocer a Jesús. Puse como pretexto que tenía que disponer la jofaina, el jarro de agua y la toalla para
que, según la costumbre, alguna mujer de las que les acompañaban, o un esclavo, les lavara los pies.
Ninguno parecía dispuesto a hacerlo, e incluso, antes de reclinarse en torno a la mesa y escoger los puestos,
vi que discutían entre ellos sobre quiénes debían ocupaban los lugares de mayor importancia.

Ya iba a retirarme, cuando vi que uno de ellos, que supuse era el que les acompañaba en calidad de servidor,
se quitaba el manto, se ceñía la toalla, y comenzaba a arrodillarse delante de uno del grupo para lavarle los
pies. Se hizo un silencio repentino en la sala que sólo rompió la protesta de uno de ellos, que decía con
fuerte acento galileo: - ¡Maestro! ¿Lavarme los pies tú a mi?

Me quedé perplejo: ¿Maestro? ¿Era entonces el famoso Jesús aquél hombre que se había ceñido la toalla?
¿Era verdad entonces lo que había oído comentar que él decía: - En el Reino el más importante es el que
sirve, y los grandes son los que se hacen servidores de los otros?

A medida que seguía contemplando la escena, el asombro y el desconcierto se iban apoderando de mí: ¿qué
modo de vida era el que enseñaba y practicaba aquél rabbi, y cómo se atrevía a sustituir los principios de
honra o deshonra, de pureza o impureza, de patrocinio y preminencia que regían nuestro pueblo, por estos
gestos de participación igualitaria, de ruptura de discriminaciones y jerarquías?

Dejé la sala sin comprender nada. Entrada la noche, los oí cantar el himno de acción de gracias y los vi salir
juntos en dirección al torrente Cedrón. Lo que ocurrió después lo conocemos todos y, los que más tarde nos
decidimos a participar del Camino, seguimos recordándolo cada vez que nos reunimos a partir el Pan. Y
también intentamos hacer, en memoria suya, lo mismo que él hizo: ceñirnos la toalla del perdón y del
servicio mutuos, y tener como lugar de preferencia el que nos pone a los pies unos de otros.

IV. EN LOS MÁRGENES DEL CAMINO

Hace ya muchos años que no sé lo que es dormir bajo techo. Una racha de malas cosechas arruinó a mi
familia, y yo me vine solo a Jerusalén, siendo aún joven, atraído por el lujo de la ciudad y esperando
encontrar algún trabajo para sobrevivir. Las cosas me fueron mal también aquí, y ahora vivo pidiendo
limosna y haciendo, de vez en cuando, algún trabajo duro y mal pagado. A pesar de ello no he perdido la fe
en Dios, y hasta solía acudir el sábado a la sinagoga, asistiendo al culto desde un rincón, hasta que un día
escuché estas palabras de un salmo:
"El Señor alza de la basura al pobre,

levanta del polvo al humilde

para sentarlo con los príncipes,

los príncipes de su pueblo..."(Sal 113,7-8)

Ese día sonreí con amargo escepticismo, porque no es ése el Dios que yo conozco: a mí me deja seguir
hundido en el estiércol de la pobreza, y creo que es así como voy a morir; por eso no he vuelto a pisar la
sinagoga ni el templo, ni creo que haya nadie capaz de hacerme retornar a ellos.

Una tarde, oí revuelo en la Puerta Hermosa: había llegado a Jerusalén el rabí de Galilea que estaba dando
tanto que hablar. Lleno de curiosidad, me mezclé con la multitud para ver cómo era y qué decía, y me senté
entre los que escuchaban la historia que estaba contando: - "Se parece el reino de los cielos a un rey que
quiso celebrar un banquete de bodas para su hijo, y envió a sus servidores a convidar a los invitados..."

(Como siempre, pensé yo. Otro que nos va a repetir la misma cantinela de que Dios premia ya en esta vida a
los buenos colmándolos de agasajos y riquezas y deja en la cuneta a los pobres diablos como yo, llenos de
pecados y miserias.)

Pero el cuento que él contaba empezó a interesarme cuando oí que la gente importante que había sido
invitada (fariseos, escribas, sacerdotes y gente de dinero sin duda), se negaban a participar en el banquete y
ponían pretextos para acudir. Y el anfitrión se encontró con la cena preparada y el comedor vacío. (¿Qué
hará ahora el rey?, me pregunté. Seguramente aplazará el convite mientras convence a los invitados para
que asistan. Suspiré con envidia y de nuevo me asaltó la rebeldía: ¿por qué mientras a unos les sobraba,
otros pasábamos hambre? ¿Por qué más fiestas y banquetes para los que ya estaban saciados?...)

Un final sorprendente

Volví a prestar atención a la historia, y me quedé sorprendido ante el desenlace: el rey decidió sustituir a los
convidados ausentes por los desconocidos de la calle, y envió a sus servidores a las plazas y calles de la
ciudad para que trajeran al banquete a pobres, lisiados, ciegos y cojos. Salieron los siervos a las encrucijadas
de los caminos y veredas, reunieron a cuantos encontraron y la sala quedó llena de convidados. Y comenzó
la mejor fiesta que el dueño hubiera podido soñar. (Cf. Mt 22,2-10; Lc 14,15-24)

En un sector de la multitud hubo un rumor de protesta, y muchos se levantaron del corro y se fueron
indignados: eran fariseos que siempre proclamaban convencidos que eran ellos los primeros invitados al
banquete del Reino, y que los demás no tendríamos derecho ni a las migas que cayeran de la mesa. Estaban
indignados de que los invitados definitivos fueran gente de las encrucijadas de los caminos, y no les faltaba
razón porque, de todos es sabido, el tipo de gente que deambulamos por esos lugares... Oí a uno decir: - "A
este hombre habría que denunciarle y pararle los pies: su doctrina es peligrosa y contradice claramente lo
que sabemos por la Ley..."

Sentados en torno al rey

Sólo nos quedamos con él un pequeño grupo, entre los que reconocí a los que pedían limosna conmigo, a
algún ladronzuelo del mercado, y a los que cada noche se arrimaban como yo a la muralla, buscando
protección del relente de la noche. Quizá se habían sentido también aludidos por la parábola, y estaban tan
sorprendidos como yo al saberse destinatarios, al menos imaginarios, del banquete de un rey.

Jesús siguió hablando, ahora más relajado porque sólo le rodeábamos hombres y mujeres sin importancia,
gente de los caminos, sin más posesiones que la túnica vieja y el par de sandalias que llevábamos puestas, y
quizá con sólo un mendrugo de pan en la alforja.

A medida que le escuchaba, algo iba cambiando dentro de mí, como si aquellas palabras me enderezaran y
tuvieran el poder de devolverme mi dignidad. Todo lo que yo creía que era valioso y que daba categoría e
importancia a un hombre: el dinero, la fama, el poder, la ciencia..., aparecía de pronto hueco y sin brillo, y
Jesús nos lo hacía ver con la misma facilidad con que hasta el más ignorante sabe descubrir si una calabaza
está vacía o un árbol sin savia.

"Dios no le da importancia a nada de eso", decía, -"es el corazón lo que cuenta para él, y la verdadera dicha
está en que vuestros nombres están escritos en el Reino de los cielos. Porque el Padre se revela a los que
son humildes, los sienta a su mesa y les confía sus secretos..."

Y yo me iba sintiendo libre, humano, digno, como el hombre abatido del salmo, alzado de la basura e
invitado a sentarse entre príncipes.

Había anochecido y los hombres y mujeres que acompañaban a Jesús trajeron panes y aceitunas, y los
repartieron entre todos. También nosotros sacamos las provisiones que llevábamos en nuestros zurrones y
lo compartimos todo.

Era un extraño festín con unos extraños invitados. Pero aquel anochecer al raso, mientras salían las primeras
estrellas, los que rodeábamos a Jesús nos sabíamos huéspedes de un rey.

Un rey sentado entre nosotros, que llevaba unas sandalias tan polvorientas como las nuestras, dormía
también a la intemperie y, cuando hablaba, tenía el acento inconfundible de los campesinos de Galilea.

V. UN MENDIGO A LA PUERTA

- ¡Vamos, Andreas, saca más vino del que reservas en la bodega para las grandes ocasiones! Recuerdo aquel
momento en que, riendo, salí a buscarlo, contento de hacer ver a mis huéspedes hasta qué punto era capaz
de agasajarlos en mis fiestas. Me gustaban esas muestras de ostentación, le iban bien a mi deseo de
disfrutar de las riquezas con que Dios me había bendecido. Al pasar cerca de la entrada, vi. a uno de mis
criados empujando a un mendigo cubierto de harapos que estaba sentado en el umbral de la puerta. -
¡Vamos, fuera! dije también yo con desagrado, porque no me gustaba ver a aquella gentuza rondando mi
casa... -¡Sólo quiero que me deis algo de las sobras de vuestro banquete, aunque sean las migajas que caen
al suelo!- gemía él con voz lastimera. -¡Échale fuera!-, ordené secamente a mi criado, mientras entraba de
nuevo en la sala de la fiesta olvidándome del incidente...

Cuando entré, uno de mis invitados contaba dichos de un tal Jesús, un galileo de mala fama que estaba esos
días en Jerusalén: - Imaginaos el cuento que le he oído contar: a la puerta de la casa de un hombre rico, que
daba banquetes espléndidos (como éste, Andreas, que, por cierto, está siendo inmejorable...), se sentaba un
mendigo andrajoso llamado Lázaro, molestando siempre al dueño con sus quejas. Murieron los dos y ¿quién
diréis que fue a parar al seno de Abraham? ¡El mendigo! En cambio el otro se abrasaba en el seol, y clamaba
pidiendo a Abraham que Lázaro le diera un poco de agua para apagar su sed... Y Abraham contestaba que
era ya demasiado tarde para cambiar su suerte...(Cf.Lc 16,19-31)¿Qué os parecen las ideas del galileo?

Todos reímos, porque sabíamos de sobra que las riquezas eran una recompensa de Dios por nuestra justicia,
mientras que la pobreza del mendigo era, sin duda, merecida por sus malas acciones.

Una historia con consecuencias

Cuando se despidió el último invitado, me fui a dormir pero tuve una terrible pesadilla: me ardía la garganta
de sed, mi lengua seca se me pegaba al paladar, y, desde el lugar pavoroso en que me encontraba, veía con
claridad el rostro iluminado del mendigo que había expulsado de mi puerta, sonriendo y mirando en
dirección a un resplandor que yo no veía, pero que supuse provenía del rostro de Abraham. Y lo más
aterrador es que me daba cuenta de que la situación era irreversible y no podía hacer nada por cambiarla...

Me desperté sobresaltado, inundado de sudor y de angustia, y no pude volver a conciliar el sueño. Al


amanecer, me eché a la calle buscando quien pudiera decirme dónde podía encontrar a Jesús, sin saber aún
hasta qué punto aquél encuentro iba a transformar mi vida...

Han pasado muchos años y, aunque a él lo mataron, lo sabemos vivo entre nosotros. Ahora en el grupo de
los que intentamos vivir haciendo lo que él hizo, nadie se sienta la puerta mendigando las migajas, porque
en la comida fraterna en la que partimos el Pan, nadie es más que nadie, en ella se comparten el alimento y
los bienes, y es imposible acumular porque siempre hay hermanos que necesitan ser socorridos.

La fracción del Pan es para nosotros la manera concreta de crear fraternidad y de suprimir las barreras que
las posesiones crean entre los hombres. Es entre nosotros mucho más que un rito, es nuestra manera de
recordar a Jesús y con ese gesto, que nos reúne cada domingo para celebrar su Resurrección, expresamos
nuestra preocupación porque coman los pobres y desposeídos de la comunidad. Y lo hacemos, no sólo por
razones humanitarias, sino, sobre todo, por una exigencia de vivir lo que llamamos la koinonía, es decir, la
comunidad de vida y de bienes que sabemos está en lo más hondo de la razón de ser de nuestra Iglesia. Y
sabemos que, sólo cuando tratamos de vivir y compartir así, tienen sentido cantar los himnos de alabanza y
de acción de gracias al Padre que brotan del corazón de nuestra asamblea."

VI. UNA MISMA COPA, UNA MISMA SUERTE

-"¡Santiago, rema más aprisa! ¡Vamos, recoged esa red! ¡Tirad más fuerte muchachos...!" Desde pequeño
me acostumbré a escuchar los gritos y las órdenes de mi padre, Zebedeo, y, junto con mi hermano Juan,
aprendí de él el oficio de pescador. Nunca fuimos a la escuela y, como nos criamos en un ambiente de gente
ruda, mi carácter se fue volviendo hosco y, a veces, hasta violento.

Nunca podría explicar por qué nos decidimos a seguir a Jesús cuando él nos llamó, ni de dónde sacamos
fuerza para abandonar todo lo que hasta ese momento había sido nuestra vida, para emprender junto a él
una aventura incierta.

Como era muy aficionado a bromear con nuestros nombres, un día, después de presenciar una bronca entre
nosotros, comenzó a llamarnos "hijos del trueno" y a los otros del grupo les hizo gracia nuestro nuevo
nombre.
Nuestra familia no comprendía en absoluto la vida que llevábamos, y nos preguntaban en qué iba a parar
todo aquello, si íbamos a conseguir algún beneficio económico, o si en aquél Reino del que Jesús hablaba
con frecuencia, íbamos a ejercer algún puesto de importancia. La verdad es que, por aquel entonces,
tampoco nosotros entendíamos demasiado lo que estábamos viviendo, y por eso, cuando nuestra madre se
plantó un día delante de Jesús y le pidió con descaro que nos diera a Juan y a mí lugares relevantes junto a él
en el gobierno de su reino, no nos importó demasiado porque, en el fondo, nosotros mismos lo estábamos
deseando.

También Jesús debía darse cuenta porque, en vez de contestarla a ella, se dirigió a nosotros y nos dijo algo
que no pude olvidar nunca: - ¡No sabéis lo que pedís! ¿Podéis beber la copa que voy a beber yo?

-¡Podemos!, contestamos a la par Juan y yo. El rostro de Jesús se volvió entonces sombrío y, mirándonos
fijamente, dijo: - Sí, vais a beber de mi copa, pero el sitio a mi derecha y a mi izquierda es al Padre a quien
corresponde concederlo...(Cf Mt 20,20-23)

En muchas ocasiones, cuando estábamos a la mesa, yo me acordaba de aquellas palabras sobre "beber de la
misma copa" que era un dicho frecuente en nuestro pueblo y significaba la comunicación de un don único, la
participación en una misma suerte, la vinculación en un idéntico destino. Pero, según pasaba el tiempo,
pensar en ello me producía un escalofrío: me iba dando cuenta de que el cerco se estrechaba en torno a
Jesús, y de que su vida, y quizá la nuestra, corrían ya peligro.

LA HORA DE COMPARTIR SU SUERTE

La última vez que cenamos juntos, pronunció la bendición sobre el pan y sobre el vino con una especial
gravedad y, al irnos pasando la copa unos a otros y bebiendo de ella, todos lo hicimos sabiendo que
estábamos comprometiéndonos, solemnemente, a compartir la suerte del Maestro.

Lo que ocurrió después, lo recuerdo como momentos de vértigo: la guardia irrumpió en el huerto, lo
prendieron y se lo llevaron, mientras nosotros huíamos despavoridos, como ovejas que se dispersan cuando
el pastor cae herido.

No fuimos capaces de mantener nuestro juramento, y la copa del sufrimiento y de la muerte tuvo que
beberla él sólo. Y ¡cómo lloramos por ello después, encerrados en el cenáculo durante aquel sábado
interminable...!

Cuando se dejó ver y tocar por nosotros, paralizados por el asombro y la incredulidad en la mañana del
primer día de la semana, empezamos a comprenderlo todo: había sido constituído Señor, y nos ofrecía de
nuevo y de manera definitiva, participar en su suerte de Resucitado, en su vida misma, en la nueva creación
que estaba inaugurando. Seguía brindándonos su copa e invitándonos a entrar en comunión con él, a vivir
también una existencia entregada por todos.

Hoy estoy en Roma y corren ya rumores de persecución contra nosotros, pero he perdido el miedo: sé de
quién me he fiado y estoy convencido de que me dará fuerza cuando llegue la hora de beber, por fin, la
misma copa que él bebió. Porque entonces tendré la alegría de entregar mi vida derramándola como él, y mi
suerte, como la suya, estará segura entre las manos del Padre.

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