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Experiencia y ficción

-fragmento-
Shirley Jackson
(Traducción de Paula Kuffer)

Ser escritor de ficción es de lo más agradable por varias razones; una de las más
destacadas, por supuesto, es que puedes persuadir a la gente de que se trata de un trabajo
de verdad, si tienes un aspecto lo bastante demacrado. Pero quizá una de las cosas más
prácticas de ser escritor de ficción es que no se desaprovecha nada; cualquier
experiencia sirve para algo; tiendes a verlo todo como una estructura potencial de
palabras. Esto me lo hizo comprender de pronto una de mis hijas cuando, hace poco,
vino a la cocina, donde yo estaba intentando abrir la puerta de nuestra viejísima nevera.
Siempre que había humedad, se quedaba atascada, y uno de los placeres de un día frío
de lluvia era abrir la nevera. Mi hija me estuvo observando mientras yo luchaba con ella
y al cabo de un momento me dijo que era ridículo aporrear así la puerta de la nevera;
¿por qué no usar la magia para abrirla? Me quedé pensando en eso. Me serví otra taza
de café, encendí un cigarrillo, me senté un rato y reflexioné sobre ello; y un poco
después decidí que tenía razón. Dejé la nevera donde estaba y me dirigí a mi máquina
de escribir y escribí una historia sobre la imposibilidad de abrir la puerta de la nevera y
la capacidad de los niños para abrirla con magia. Cuando una revista compró la historia,
yo me hice con una nevera nueva. De esto me gustaría hablar ahora: la aplicación
práctica de la magia o ¿de dónde vienen las historias?
La gente siempre me pregunta —y al resto de escritores que conozco— de dónde
proceden las ideas para las historias. ¿De dónde sacas las ideas?, me plantean, ¿cómo es
posible que se te ocurran? Sin duda, es la pregunta más difícil de responder del mundo,
ya que las historias tienen su origen en las acciones y emociones cotidianas, y cualquier
escritor que intentara responder a semejante pregunta, se encontraría a sí mismo
contando, en algún punto, la historia de su vida. La ficción se vale de tantas cuestiones
menores, de tantos gestos pequeños y hechos recordados y rostros inolvidables, que
intentar discernir la inspiración concreta de una historia concreta es extremadamente
difícil, aunque en lo esencial, por supuesto, el origen de cualquier obra de ficción es la
experiencia humana. Esta traducción de la experiencia a la ficción no pasa por la
mística. En parte es, creo, reconocimiento, y en parte, análisis. La pura descripción de
un hecho difícilmente puede considerarse ficción, pero el mismo incidente, después de
desmontarlo con esmero, de haber examinado su estructura emocional y su equilibrio, y
luego haberlo vuelto a ensamblar con cuidado del modo más efectivo, sesgado y pulido
y sopesado, muy bien podría ser una historia.
Esto lo he tomado de una historia escrita muchos años atrás por una estudiante
universitaria a la que conocí; me ha quedado grabado en la memoria como el ejemplo
más perfecto de no-historia que jamás haya leído. El argumento reza así: en un pueblo
pequeño están haciendo una feria de la iglesia, cuyo punto culminante es el sorteo de
una colcha especialmente bonita hecha por una de las señoras de la comunidad; la
colcha ha sido el tema de conversación en el pueblo durante semanas, y objeto de
admiración y envidia de todas las mujeres; todas ellas la anhelan con vehemencia. Se
hace la rifa y la colcha la gana una visita veraniega, una señora pudiente que no necesita
la colcha ni la desea. Manda a su chófer hasta el estrado para que la recoja y la lleve al
coche.
Bien, esta historia escrita sin rodeos, tal y como la he leída, casi no tiene sentido.
Es una mera anécdota, y solo cuenta que las mujeres de este pequeño pueblo están

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resentidas con la visita veraniega y que les desagrada que haya ganado la colcha; su
único impacto real es la ironía que supone que la mujer que gana la colcha de la rifa sea
la única que no tenía ningún interés en ella. Bien, supongamos que desmontamos la
historia y la volvemos a montar. Tendríamos que examinar más a fondo a las cuatro o
cinco personas implicadas: la visita veraniega, el chófer, la mujer que hizo la colcha, el
pastor que la rifó y quizá una de las mujeres del lugar —creo que siempre hay una—
que expresó su desacuerdo de una manera más alta y clara. Tal y como están ahora las
cosas, estas personas no tienen rostro, solo representan un papel. Supongamos que
vamos a dotarlos de una personalidad, que dibujaremos a la gente, al principio a la
ligera, a modo de prueba; supongamos que la visita veraniega es una persona tímida,
amable, que solo quiere gustar y piensa que al aceptar la colcha se ganará el cariño de
los autóctonos; ¿podemos suponer que es lo bastante tonta para intentar devolver la
colcha después? ¿Podemos suponer que el pastor ha organizado la rifa de la iglesia para
intentar poner paz entre las peleonas señoras del pueblo, y ahora ve que las peleas llegan
a su fin cuando se ven unidas por su odio a la forastera? Luego tomemos al chófer; tal y
como está ahora la historia, le tocan los dos o tres minutos más angustiosos, el camino
desde el coche, entre la gente del pueblo hasta el estrado para recoger la colcha y
llevársela. Si el chófer procediera el mismo de un pequeño pueblo y conociera a este
tipo de gente, ¿cómo se sentiría durante esos minutos? ¿Podemos suponer que el chófer
es un muchacho del pueblo al que han contratado para que conduzca durante el verano
el coche de la pudiente visita? Y más allá de todo esto, ¿cómo se sienten los hombres
del pueblo ante la contienda por la colcha?
Si la historia va a ser un cuento, solo es necesario, por supuesto, centrarse en uno
de estos personajes—en cuánto a mí, me gusta el chófer— y seguirlo desde el comienzo
hasta el final. En un cuento, el tiempo quedaría limitado al momento concreto de la rifa,
y el trasfondo se bosquejaría a partir de las conversaciones y los incidentes pequeños: el
modo en que las mujeres del pueblo observan el sofisticado coche, quizá, o el
nerviosismo del pastor cuando tiene que sacar el número. El sentido de la historia
debería indicarse desde el principio, telegrafiarse, como, por ejemplo, abriendo la
historia con la visita veraniega comprando un pastel en uno de los puestos, mientras las
mujeres del pueblo la observan y hacen comentarios a escondidas. Sigo llamándolas
«mujeres del pueblo», dicho sea de paso. Con ello no estoy queriendo decir que sean
primitivas ni iletradas o poco refinadas; pienso en ellas como un grupo muy unido,
interesado en sus propias preocupaciones y resentido con los forasteros, como
cualquiera de nosotros.
Si fuera una historia más larga, examinaríamos a la gente con más detenimiento
y tendría que haber más sucesos —todos ellos simultáneos al acontecimiento final—,
los personajes deberían dibujarse con más firmeza y habría que dotar de más vigor la
escena de la rifa como trasfondo. Una historia más larga podría empezar con las mujeres
decorando por la mañana la zona de la feria, con sus riñas y discusiones sobre qué
caseta dispondría de la mejor ubicación, y la mujer que hizo la colcha debería estar allí,
con un personaje bien definido; ¿quizá todas la odian pero la defenderán, a ella y a su
colcha, porque la visita veraniega es la forastera?
Sobra decir que nadie leerá una historia que no le interese. Sin embargo muchos
escritores lo olvidan. Escriben una historia que les interesa a ellos, olvidando que la
inversión emocional concreta que supuso el acontecimiento no llegó hasta el lector
porque, al redactar la historia, solo contaron lo que sucedió y no lo que sintieron. En la
historia de nuestra colcha, la chica que la escribió originalmente, al ser la hija de la
mujer que había hecho la colcha, compartía tanto la excitación como la indignación,
pero en la historia no había nada de ello. Solo describió lo que había sucedido cuando

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una forastera ganó la colcha en una rifa de la iglesia. Dijo que no quería que la historia
fuera autobiográfica, y por ese motivo se mantuvo al margen por completo. De hecho,
se mantuvo tan al margen que la historia quedó irremediablemente sosa; no tenía nada
salvo un pequeño punto irónico; el resto de la historia eran migajas y palabrería. Las
señoras del pueblo se llamaban señora Smith y señora Jones y era imposible distinguir a
una de la otra. Incluso el pastor se mezclaba con un paisaje general plano, y solo era
reconocible por su nombre. Ella dijo que se trataba de gente real, y que si la describía
con más precisión podrían leer la historia y ofenderse. Y no podía cambiar nada porque
había sucedido realmente así. Qué sentido tenía, pensó ella, cambiar los acontecimientos
si este pequeño incidente irónico realmente había sucedido, ella había estado allí y lo
había visto, y siempre había querido escribirlo, dijo, porque simplemente le parecía un
material perfecto para una historia.
Aquí hay tres elementos, tres concepciones erróneas que siempre impedirán que
esta anécdota se convierta en una historia. Creo que hay que subrayar una y otra vez que
en la escritura de cualquier tipo de ficción no debe permitirse que ninguna escena ni
ningún personaje vague por su cuenta; la historia debe avanzar a cada frase, e incluso
los personajes secundarios más fugaces tienen que formar parte de la historia de algún
modo; deben ser personajes peculiares de esta historia y no de otra. Un muchacho que
está trepando a un manzano para ver el sorteo de la colcha es solo una pérdida de
tiempo y de atención si eso es todo lo que hace. La mente del lector se aleja de la
historia mientras observa a ese muchacho trepando al árbol justo por encima del
sofisticado coche de la visita y divirtiéndose arrojando manzanas verdes al techo del
coche mientras ríe con disimulo; sigue siendo un personaje secundario pero hace una
aportación a la historia al reforzar la actitud del pueblo frente a la forastera. El lector,
presumiblemente, ya ha visto antes a algún niño trepando a un manzano, pero este
muchacho no existe en ningún otro lugar del mundo salvo en esta historia y en este
pueblo, y hay que dejar claro que es allí adonde pertenece.
El segundo punto que quisiera destacar es que en las historias a las personas se
las llama personajes porque eso es precisamente lo que son. No son gente real. Se
puede, por supuesto, elegir a un personaje y describirlo de un modo tan terminante que
el lector lo vea como una personalidad global, definida y reconocible. El único
problema es que eso lleva miles de páginas de descripción sólida, que incluyen mucha
lectura muy aburrida. La mayoría de nosotros tenemos suficientes problemas para
entendernos a nosotros mismos y a nuestras familias y amigos para querer saberlo todo
de un personaje de ficción. En una historia, una persona queda identificada a partir de
cuestiones menores, pequeños gestos, turnos de palabra, reacciones automáticas.
Supongamos que una de las mujeres de nuestra historia de la colcha es modesta en un
grado excesivo y estúpido; supongamos que cuando alguien elogia sus pasteles
responde que en realidad no son muy ricos, que el año pasado hizo pasteles mucho
mejores para la feria de la iglesia, que lo único que desea es que nadie pruebe siquiera
una porción del pastel de este año, porque en realidad no está rico en absoluto; o si
alguien destaca la delicadeza de sus bordados, dirá que no llegan ni a la suela de los
zapatos de los de cualquier otra y que podría hacerlo mucho mejor si tuviera más tiempo
aunque, por supuesto, nada de lo que ella hiciera ni siquiera podría acercarse a lo que
hace la señora Smith, a pesar de que, por supuesto, si ella tuviera tanto tiempo para
bordar como la señora Smith solo podría hacerlo la mitad de bien. Esa mujer queda
identificada para el lector de un modo permanente. Si más adelante el lector llega a una
conversación y lee el comentario «Oh, esto no está nada bien; cualquiera podría hacerlo
mejor, de verdad; me incomoda incluso que alguien mire este triste trabajo», sabrá al
instante quién está hablando. No es necesario describir más a esta mujer; todo el mundo

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ha oído hablar así a alguien, y cualquier lector sabrá al instante cómo es exactamente.
Todo personaje menor debe destacarse en el segundo plano de este modo, y la
personalidad de los personajes principales, por supuesto, adquirirá nuevas
profundidades al ser identificados con tanta claridad. Supongamos que el pastor de
nuestra historia tiene un gesto nervioso o cansado que repite una y otra vez sin darse
cuenta —supongamos que se cubre los ojos con la mano con un aire de fatiga cuando
está preocupado—, un pequeño gesto como este será más efectivo para describirlo que
toda una biografía.
También debo detenerme un instante en la afirmación que sostiene que este
acontecimiento no puede mejorar porque así es como sucedió realmente. El único modo
de convertir algo que sucedió realmente en algo que sucede en el papel es atacarlo desde
el comienzo del mismo modo que un cachorro ataca un zapato viejo. Hay que sacudirlo,
gruñirle, abalanzarse sobre ello desde distintos ángulos. Quizá el pequeño y sencillo
incidente que estás ansioso por convertir en ficción cobrará una fuerza del todo nueva si
la escribes dándole la vuelta, o de dentro hacia fuera, o empezando por el final; muchas
de las historias que no funcionan como un relato lineal fluyen a la perfección si
comienzas por el final; me estoy refiriendo a explicar el final en primer lugar y luego
dejar que la historia se despliegue, dando las explicaciones que hagan plausible la
historia. En la historia de la colcha, por supuesto, todo el montaje se desmoronaría si
intentáramos escribirla empezando por el final; a no ser que el final sea realmente la
chica que escribió la historia en primer lugar, y no introduciría a gente real porque ella
era uno de ellos. Veamos qué sucede con la historia en este caso: se convierte en una
historia sobre un conflicto de lealtades, la historia de una chica que ama su pueblo natal
y, sin embargo, después de dejarlo atrás, también siente cierta simpatía por la forastera,
la melancólica mujer que no pertenece a ningún lugar. Si hacemos que la historia vaya
de dentro hacia fuera, como yo lo llamo, podemos abandonar por un momento la feria
de la iglesia y la rifa, darle dos hijos a la visita veraniega, colocar a estos dos niños
pequeños en los márgenes de la multitud, digamos, por ejemplo, en el riachuelo,
jugando con algunos de los niños del pueblo y dejar que su amigable juego quede en un
primer plano frente a la rifa en un segundo plano, contrastando el juego de los niños con
el recelo y el odio que va gestándose entre los mayores. O supongamos que queremos
que la historia vaya de fuera hacia dentro: ¿qué tal hacer que la visita veraniega sea una
mujer bastante estúpida que está decidida a ganar la colcha y hacer algunas maniobras
despóticas para asegurarse de que la gana? Al cambiar el foco de atención y el ángulo
de este pequeño argumento podemos hacerle decir prácticamente cualquier cosa que
queramos. No hay ninguna necesidad de preocuparse por si algo de todo esto es verdad
o sucedió en realidad; es tan verdadero como tú lo construyas. Lo importante es que sea
verdad en la historia, y que en efecto suceda allí.

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