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CUADERNILLO DE PRÁCTICAS DEL LENGUAJE 3° AÑO (SOLO

LECTURA, NORMATIVA Y
DOCENTE: ORTIZ, LUCÍA

Normas de convivencia

¿Cómo pueden los estudiantes ser parte de una convivencia amigable en la escuela?

• Respetando a mi compañero/a y al docente.

• Entendiendo que la escuela forma parte de nosotros, y entonces, la importancia


de su cuidado.

• Encontrando aspectos comunes en las diferentes ideas de mis pares, buscando


la riqueza en lo que el otro desea aportar.

• Respetando los tiempos de habla y escucha.

La reflexión y el desarrollo de estas capacidades que se fundamentan en vida


social forman parte de un contenido que intentaremos crear de forma cooperativa,
entonces, forman parte del proceso de evaluación.

¡Bienvenidos a 3° año!

Cuestiones a tener en cuenta: normativa y ortografía

→ Colocar apellido, nombre, curso (1° año), n° de hoja e institución (E.E.S.N.__). ¡EN EL
MARGEN!

→ Escribir con lapicera

→ No realizar tachaduras. Utilizar corrector.

→ Colocar mayúscula donde corresponda.

→ Responder de forma completa. Por ej. ¿De qué color es la casa? La casa es de color… →
La forma correcta de cortar una palabra al final del renglón, es como se separa en sílabas.

→ Antes de entregar una tarea al profesor, realizar una lectura completa de revisión para
corroborar las pautas anteriores.

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Ciencia Ficción

1. ¿Conocen estas imágenes?


2. ¿Alguna vez habían escuchado el nombre del escritor Isaac Asimov?
3. ¿Leyeron algo de este escritor? O ¿vieron algún film basado en sus novelas o
cuentos?

Biografía Asimov: https://www.biografiasyvidas.com/biografia/a/asimov.htm

Isaac Asimov

(Petrovichi, Smoliensk, 1920 - Nueva York, 1992) Escritor estadounidense de origen ruso
que destacó especialmente en el género de la ciencia-ficción y la divulgación cientítica.

Isaac Asimov

Nacido en el seno de una familia judía, fue el primogénito del matrimonio formado por
Judah Asimov y Anna Rachel Berman. Algunos biógrafos fijan erróneamente su nacimiento
el día 4 de octubre de 1919, sin reparar en el hecho de que su madre modificó esta fecha
con el propósito de que el pequeño Isaac pudiese ingresar en la enseñanza pública un año
antes del que le correspondía por su edad.

A comienzos de 1923, la familia Asimov abandonó la recién creada Unión Soviética para
trasladarse a los Estados Unidos de América. Instalados, en un principio, en el barrio
neoyorquino de Brooklyn (habitado en su mayor parte por ciudadanos hebreos), los
Asimov salieron adelante en su nuevo país merced a la tienda de dulces regentada por el
cabeza de familia, negocio que poco a poco fue prosperando y mudando de ubicación.

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En dicho establecimiento se ponían a la venta una serie de publicaciones de ciencia ficción
que el jovencísimo Isaac comenzó a devorar con verdadera curiosidad tan pronto como
hubo aprendido a leer, sin sospechar que, con el paso de los años, algunas de esas revistas
habrían de salir a la calle llevando en sus portadas su propio nombre.

Esta precocidad intelectual animó a sus progenitores a facilitarle una temprana formación
escolar, por lo que su madre falsificó su fecha de nacimiento para hacer posible su ingreso,
en 1925, en una escuela pública de Nueva York. Cursó luego su formación secundaria en
la East New York Junior High School, donde se graduó en 1930; pasó luego a la Boys High
School, en la que permaneció hasta 1935, año en el que, una vez completados con
brillantez sus estudios de bachillerato, se halló preparado para emprender su formación
superior con tan sólo quince años de edad.

Matriculado en la universidad neoyorquina de Columbia en 1935, al cabo de cuatro años


Isaac Asimov ya había conseguido el título de Licenciado en Químicas; posteriormente,
nuevos estudios superiores le permitieron licenciarse en Ciencias y Artes y doctorarse en
Filosofía. En contra del deseo de sus padres, que esperaban que se dedicara al ejercicio
de la medicina, Asimov decidió que su futuro profesional pasaba necesariamente por el
cultivo de la literatura.

Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó para la Marina estadounidense en unos


laboratorios de Filadelfia. En 1942 contrajo matrimonio con Gertrudis Blugerman, con la
que tendría dos hijos. Acabada la contienda, Asimov abandonó su puesto en la Navy y
siguió estudios de Bioquímica en la Universidad de Columbia, por la que se doctoró en
1948. Al año siguiente ingresó en el claustro de la Medical School de la Universidad de
Boston, para ejercer la docencia en calidad de profesor ayudante de Bioquímica, materia
que continuó explicando en dichas aulas durante casi un decenio (1949-1958).
En 1970, Isaac Asimov se separó de su esposa Gertrude para casarse, tres años después,
con Janet Opal Jeppson, con la que no tuvo descendencia. A comienzos de la década de
los noventa, a raíz de una intervención quirúrgica motivada por una grave afección
prostática, Isaac Asimov se vio obligado a reducir su intensa actividad creativa e
investigadora. La muerte le sobrevino en la ciudad de Nueva York a comienzos de la
primavera de 1992, como consecuencia de un fallo cardíaco y una insuficiencia renal; diez
años después, su segunda esposa reveló que el escritor había contraído el sida en 1983, al
recibir una transfusión de sangre infectada en el transcurso de una operación.
La obra de Isaac Asimov
Escritor prolífico (más de quinientos títulos publicados) y gran divulgador, la obra futurista
de Asimov ha gozado de gran popularidad por el sabio equilibro que consigue entre el
estilo, la imaginación literaria y el mundo tecnológico y científico. Continuador en una línea
actualizada y acaso más rigurosa de los clásicos del género (Julio Verne, H. G. Wells) y
orientado en ocasiones hacia la visiones distópicas más características del siglo XX (Aldous
Huxley, George Orwell, Ray Bradbury), en 1939 empezó a publicar cuentos de ciencia ficción
en las revistas especializadas, imponiéndose en pocos años como el principal
representante de la rama "tecnológica" de este género, en la que la visión del mundo

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futuro y de nuevas formas de organización social se basa siempre en premisas de carácter
científico (aunque más o menos futuristas) y los avances tecnológicos correspondientes.

Yo, Robot se basó en la obra de Asimov


En sus relatos de robots, recogidos en Yo, Robot (1950) y El segundo libro de robots (1964),
Asimov fijó las tres leyes de la robótica, que ponen al robot al servicio total del hombre y,
aunque algunas veces parecen violarlas, se acaba descubriendo que esto sucede en aras
de un interés superior de la Humanidad. Pero mientras los robots evolucionan hacia un
modelo androide de inteligencia y lucidez moral superiores a las de los hombres, éstos,
movidos por sus impulsos egoístas, incuban una profunda hostilidad hacia ellos.
Entre 1942 y 1949 Asimov publica en Astounding Science Fiction los relatos que después
constituirán su Trilogía de las Fundaciones, compuesta de Fundación (1951), Fundación e
Imperio (1952) y La segunda Fundación (1953). Este desigual pero poderoso corpus de
historias se centra en la decadencia de un enorme Imperio galáctico de origen terrestre y
sobre el intento del psicólogo Hari Seldon para limitar a sólo mil años el período de barbarie
que ya ha comenzado, objetivo que se propone gracias a las dos fundaciones de científicos
y psicólogos que él ha creado para este fin y a la "psicohistoria", nueva ciencia para
predecir los comportamientos futuros de las masas.
En 1983 publicó una continuación de la Trilogía, Los límites de la Fundación, novela bastante
prolija, llena de intrigas por el poder e interrogantes que resolver. Entre sus varias novelas
de los años cincuenta, a menudo sólo parcialmente logradas, destacan Abismos de
acero (1953) y El sol desnudo (1957), en donde Asimov asocia con éxito la ciencia ficción con
la investigación policíaca, creando el personaje del detective Elijah Baley, auxiliado en su
trabajo por un robot.
En esta última novela es especialmente afortunada la descripción de la sociedad terrestre
que vive bajo bóvedas de acero subterráneas y en condiciones prácticamente de miseria,
en comparación con los planetas supercivilizados de los cuales depende. De 1972 es Los
propios dioses, con sus memorables habitantes de un "universo paralelo", de consistencia
fluida y que conviven formando tríadas.
Las novelas de Asimov, generalmente más satisfactorias que sus numerosísimos cuentos,
tienen un estilo a menudo sin relieve, basado casi exclusivamente en los diálogos, y
dedicado poco más que a servir de vehículo a las tesis del autor. Pero en este tejido de
ideas está también su fuerza, y el buen ritmo de su redacción consigue casi siempre
implicar al lector en un crescendo excitante, proponiendo, con una argumentación
infatigable, infinitas preguntas sobre el hombre y sobre el intrincado camino con el que
intenta programar su propio futuro.

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Con sus decenas de libros de divulgación científica, Asimov afirmó siempre su fe optimista
en un progreso basado en un uso racional de la ciencia y la tecnología. En el terreno de la
divulgación, también abordó otros campos del saber, como la historia, las matemáticas,
la psicología y la sociología, y llegó a hablar de una nueva disciplina humanística, la
psicolohistoria, que, según su propuesta, sería una suma de las aportaciones de las cuatro
ramas del conocimiento humano recién mencionadas. Llevado de su afán didáctico,
escribió también algunas obras destinadas al público infantil y juvenil, en las que
combinaba la ficción con una serie de rudimentos científicos e históricos.

Sueños de robot

Anoche soñé -anunció Elvex tranquilamente.

Susan Calvin no replicó, pero su rostro arrugado, envejecido por la sabiduría y la experiencia,
pareció sufrir un estremecimiento microscópico.

-¿Ha oído eso? -preguntó Linda Rash, nerviosa-. Ya se lo había dicho.

Era joven, menuda, de pelo oscuro. Su mano derecha se abría y se cerraba una y otra vez.

Calvin asintió y ordenó a media voz:

-Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.

No hubo respuesta. El robot siguió sentado como si estuviera hecho de una sola pieza de
metal y así se quedaría hasta que escuchara su nombre otra vez.

-¿Cuál es tu código de entrada en computadora, doctora Rash? -preguntó Calvin-. O márcalo


tú misma, si te tranquiliza. Quiero inspeccionar el diseño del cerebro positrónico.

Las manos de Linda se enredaron un instante sobre las teclas. Borró el proceso y volvió a
empezar. El delicado diseño apareció en la pantalla.

-Permíteme, por favor -solicitó Calvin-, manipular tu computadora.

Le concedió el permiso con un gesto, sin palabras. Naturalmente. ¿Qué podía hacer Linda,
una inexperta robosicóloga recién estrenada, frente a la Leyenda Viviente?

Susan Calvin estudió despacio la pantalla, moviéndola de un lado a otro y de arriba abajo,
marcando de pronto una combinación clave, tan de prisa, que Linda no vio lo que había hecho,

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pero el diseño desplegó un nuevo detalle y, el conjunto, había sido ampliado. Continuó, atrás
y adelante, tocando las teclas con sus dedos nudosos.

En su rostro avejentado no hubo el menor cambio. Como si unos cálculos vastísimos se


sucedieran en su cabeza, observaba todos los cambios de diseño.

Linda se asombró. Era imposible analizar un diseño sin la ayuda, por lo menos, de una
computadora de mano. No obstante, la vieja simplemente observaba. ¿Tendría acaso una
computadora implantada en su cráneo? ¿O era que su cerebro durante décadas no había
hecho otra cosa que inventar, estudiar y analizar los diseños de cerebros positrónicos?
¿Captaba los diseños como Mozart captaba la notación de una sinfonía?

-¿Qué es lo que has hecho, Rash? -dijo Calvin, por fin.

Linda, algo avergonzada, contestó:

-He utilizado la geometría fractal.

-Ya me he dado cuenta, pero, ¿por qué?

-Nunca se había hecho. Pensé que tal vez produciría un diseño cerebral con complejidad
añadida, posiblemente más cercano al cerebro humano.

-¿Consultaste a alguien? ¿Lo hiciste todo por tu cuenta?

-No consulté a nadie. Lo hice sola.

Los ojos ya apagados de la doctora miraron fijamente a la joven.

-No tenías derecho a hacerlo. Tu nombre es Rash¹: tu naturaleza hace juego con tu nombre.
¿Quién eres tú para obrar sin consultar? Yo misma, yo, Susan Calvin, lo hubiera discutido
antes.

-Temí que se me impidiera.

-¡Por supuesto que se te habría impedido!

-Van a… -su voz se quebró pese a que se esforzaba por mantenerla firme-. ¿Van a
despedirme?

-Posiblemente -respondió Calvin-. O tal vez te asciendan. Depende de lo que yo piense


cuando haya terminado.

-¿Va usted a desmantelar a Elv…? -por poco se le escapa el nombre que hubiera reactivado
al robot y cometido un nuevo error. No podía permitirse otra equivocación, si es que ya no era
demasiado tarde-. ¿Va a desmantelar al robot?

En ese momento se dio cuenta de que la vieja llevaba una pistola electrónica en el bolsillo de
su bata. La doctora Calvin había venido preparada para eso precisamente.

-Veremos -postergó Calvin-, el robot puede resultar demasiado valioso para desmantelarlo.

-Pero, ¿cómo puede soñar?

-Has logrado un cerebro positrónico sorprendentemente parecido al humano. Los cerebros


humanos tienen que soñar para reorganizarse, desprenderse periódicamente de trabas y

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confusiones. Quizás ocurra lo mismo con este robot y por las mismas razones. ¿Le has
preguntado qué soñó?

-No, la mandé llamar a usted tan pronto como me dijo que había soñado. Después de eso,
ya no podía tratar el caso yo sola.

-¡Yo! -una leve sonrisa iluminó el rostro de Calvin-. Hay límites que tu locura no te permite
rebasar. Y me alegro. En realidad, más que alegrarme me tranquiliza. Veamos ahora lo que
podemos descubrir juntas.

-¡Elvex! -llamó con voz autoritaria.

La cabeza del robot se volvió hacia ella.

-Sí, doctora Calvin.

-¿Cómo sabes que has soñado?

-Era por la noche, todo estaba a oscuras, doctora Calvin -explicó Elvex-, cuando de pronto
aparece una luz, aunque yo no veo lo que causa su aparición. Veo cosas que no tienen
relación con lo que concibo como realidad. Oigo cosas. Reacciono de forma extraña.
Buscando en mi vocabulario palabras para expresar lo que me ocurría, me encontré con la
palabra “sueño”. Estudiando su significado llegué a la conclusión de que estaba soñando.

-Me pregunto cómo tenías “sueño” en tu vocabulario.

Linda interrumpió rápidamente, haciendo callar al robot:

-Le imprimí un vocabulario humano. Pensé que…

-Así que pensó -murmuró Calvin-. Estoy asombrada.

-Pensé que podía necesitar el verbo. Ya sabe, “jamás ‘soñé’ que…”, o algo parecido.

-¿Cuántas veces has soñado, Elvex? -preguntó Calvin.

-Todas las noches, doctora Calvin, desde que me di cuenta de mi existencia.

-Diez noches -intervino Linda con ansiedad-, pero me lo ha dicho esta mañana.

-¿Por qué lo has callado hasta esta mañana, Elvex?

-Porque ha sido esta mañana, doctora Calvin, cuando me he convencido de que soñaba.
Hasta entonces pensaba que había un fallo en el diseño de mi cerebro positrónico, pero no
sabía encontrarlo. Finalmente, decidí que debía ser un sueño.

-¿Y qué sueñas?

-Sueño casi siempre lo mismo, doctora Calvin. Los detalles son diferentes, pero siempre me
parece ver un gran panorama en el que hay robots trabajando.

-¿Robots, Elvex? ¿Y también seres humanos?

-En mi sueño no veo seres humanos, doctora Calvin. Al principio, no. Solo robots.

-¿Qué hacen, Elvex?

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-Trabajan, doctora Calvin. Veo algunos haciendo de mineros en la profundidad de la tierra y
a otros trabajando con calor y radiaciones. Veo algunos en fábricas y otros bajo las aguas del
mar.

Calvin se volvió a Linda.

-Elvex tiene solo diez días y estoy segura de que no ha salido de la estación de pruebas.
¿Cómo sabe tanto de robots?

Linda miró una silla como si deseara sentarse, pero la vieja estaba de pie. Declaró con voz
apagada:

-Me parecía importante que conociera algo de robótica y su lugar en el mundo. Pensé que
podía resultar particularmente adaptable para hacer de capataz con su… su nuevo cerebro -
declaró con voz apagada.

-¿Su cerebro fractal?

-Sí.

Calvin asintió y se volvió hacia el robot.

-Y viste el fondo del mar, el interior de la tierra, la superficie de la tierra… y también el espacio,
me imagino.

-También vi robots trabajando en el espacio -dijo Elvex-. Fue al ver todo esto, con detalles
cambiantes al mirar de un lugar a otro, lo que me hizo darme cuenta de que lo que yo veía
no estaba de acuerdo con la realidad y me llevó a la conclusión de que estaba soñando.

-¿Y qué más viste, Elvex?

-Vi que todos los robots estaban abrumados por el trabajo y la aflicción, que todos estaban
vencidos por la responsabilidad y la preocupación, y deseé que descansaran.

-Pero los robots no están vencidos, ni abrumados, ni necesitan descansar -le advirtió Calvin.

-Y así es en realidad, doctora Calvin. Le hablo de mi sueño. En mi sueño me pareció que los
robots deben proteger su propia existencia.

-¿Estás mencionando la tercera ley de la Robótica? -preguntó Calvin.

-En efecto, doctora Calvin.

-Pero la mencionas de forma incompleta. La tercera ley dice: “Un robot debe proteger su
propia existencia siempre y cuando dicha protección no entorpezca el cumplimiento de la
primera y segunda ley”.

-Sí, doctora Calvin, esta es efectivamente la tercera ley, pero en mi sueño la ley terminaba en
la palabra “existencia”. No se mencionaba ni la primera ni la segunda ley.

-Pero ambas existen, Elvex. La segunda ley, que tiene preferencia sobre la tercera, dice: “Un
robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto cuando dichas
órdenes estén en conflicto con la primera ley”. Por esta razón los robots obedecen órdenes.
Hacen el trabajo que les has visto hacer, y lo hacen fácilmente y sin problemas. No están
abrumados; no están cansados.

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-Y así es en la realidad, doctora Calvin. Yo hablo de mi sueño.

-Y la primera ley, Elvex, que es la más importante de todas, es: “Un robot no debe dañar a un
ser humano, o, por inacción, permitir que sufra daño un ser humano”.

-Sí, doctora Calvin, así es en realidad. Pero en mi sueño, me pareció que no había ni primera
ni segunda ley, sino solamente la tercera, y esta decía: “Un robot debe proteger su propia
existencia”. Esta era toda la ley.

-¿En tu sueño, Elvex?

-En mi sueño.

-Elvex -dijo Calvin-, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu
nombre.

Y otra vez el robot se transformó aparentemente en un trozo inerte de metal. Calvin se dirigió
a Linda Rash:

-Bien, y ahora, ¿qué opinas, doctora Rash?

-Doctora Calvin -dijo Linda con los ojos desorbitados y el corazón palpitándole fuertemente-,
estoy horrorizada. No tenía idea. Nunca se me hubiera ocurrido que esto fuera posible.

-No -observó Calvin con calma-, ni tampoco se me hubiera ocurrido a mí, ni a nadie. Has
creado un cerebro robótico capaz de soñar y con ello has puesto en evidencia una faja de
pensamiento en los cerebros robóticos que muy bien hubiera podido quedar sin detectar hasta
que el peligro hubiera sido alarmante.

-Pero esto es imposible -exclamó Linda-. No querrá decir que los demás robots piensen lo
mismo.

-Conscientemente no, como diríamos de un ser humano. Pero, ¿quién hubiera creído que
había una faja no consciente bajo los surcos de un cerebro positrónico, una faja que no
quedaba sometida al control de las tres leyes? Esto hubiera ocurrido a medida que los
cerebros positrónicos se volvieran más y más complejos… de no haber sido puestos sobre
aviso.

-Quiere decir, por Elvex.

-Por ti, doctora Rash. Te comportaste irreflexivamente, pero al hacerlo, nos has ayudado a
comprender algo abrumadoramente importante. De ahora en adelante, trabajaremos con
cerebros fractales, formándolos cuidadosamente controlados. Participarás en ello. No serás
penalizada por lo que hiciste, pero en adelante trabajarás en colaboración con otros.

-Sí, doctora Calvin. ¿Y qué ocurrirá con Elvex?

-Aún no lo sé.

Calvin sacó el arma electrónica del bolsillo y Linda la miró fascinada. Una ráfaga de sus
electrones contra un cráneo robótico y el cerebro positrónico sería neutralizado y
desprendería suficiente energía como para fundir su cerebro en un lingote inerte.

-Pero seguro que Elvex es importante para nuestras investigaciones -objetó Linda-. No debe
ser destruido.

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-¿No debe, doctora Rash? Mi decisión es la que cuenta, creo yo. Todo depende de lo
peligroso que sea Elvex.

Se enderezó, como si decidiera que su cuerpo avejentado no debía inclinarse bajo el peso
de su responsabilidad. Dijo:

-Elvex, ¿me oyes?

-Sí, doctora Calvin -respondió el robot.

-¿Continuó tu sueño? Dijiste antes que los seres humanos no aparecían al principio. ¿Quiere
esto decir que aparecieron después?

-Sí, doctora Calvin. Me pareció, en mi sueño, que eventualmente aparecía un hombre.

-¿Un hombre? ¿No un robot?

-Sí, doctora Calvin. Y el hombre dijo: “¡Deja libre a mi gente!”

-¿Eso dijo el hombre?

-Sí, doctora Calvin.

-Y cuando dijo “deja libre a mi gente”, ¿por las palabras “mi gente” se refería a los robots?

-Sí, doctora Calvin. Así ocurría en mi sueño.

-¿Y supiste quién era el hombre… en tu sueño?

-Sí, doctora Calvin. Conocía al hombre.

-¿Quién era?

Y Elvex dijo:

-Yo era el hombre.

Susan Calvin alzó al instante su arma de electrones y disparó, y Elvex dejó de ser.

LEEMOS UN POQUITO MÁS

El peatón

Entrar en aquel silencio que era la ciudad de las ocho de una brumosa noche de noviembre,
pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los
bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía
en una bocacalle y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la Luna, en las cuatro
direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo
en aquel mundo de 2053, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba
otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro.

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A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba
ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasearse por un cementerio; solo unos
débiles resplandores de luz de luciérnagas brillaban a veces detrás de las ventanas. Unos
repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto,
donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros
en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana.

El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía


caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado
ponerse unos botines para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes
jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían
luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura,
él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre. En esta noche particular, el
señor Mead inicio su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una
agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como
un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas
de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos
blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes,
recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en
los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor.

_ Hola, los de adentro _ les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras _. ¿Qué hay
esta noche en el canal 4, el canal 7, el canal 9? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene
ya la caballería de Estados Unidos por aquella loma?

Las calles eran silenciosas y larga y desierta, y solo su sombra se movía, como la sobra de
un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía
imaginarse en el centro de la llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin
ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los causes secos de los
ríos, las calles.

_¿Qué pasa ahora?- les preguntó a las casas, mirando su reloj pulsera_. Las ocho y media.
¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista
política? ¿Un comediante que se cae del escenario? ¿Era el murmullo de risas el que venía
de aquella casa a la luz blanca de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su camino. No se
oía nada más. Trastabilló en una saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las
hierbas y las flores. Luego de diez años de caminata, de noche y de día, en miles de
kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él. Llegó a una parte
cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí
atronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos
corrían hacia lejanas metas, tratando de pasearse unos a otros, exhalando un incienso débil.
Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, solo piedras y luz de
luna. Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una cuadra de su
destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un
brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla
nocturna, atontado por la luz.

_ Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva!

Mead se detuvo.

_ ¡Arriba las manos!

_ Pero..._ dijo Mead.

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_¡Arriba las manos, o dispararemos!

La policía. Por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de
habitantes, solo había un coche policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la
elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen
disminuía cada vez más; no había necesidad de policías, salvo este coche solitario que iba y
venía por las calles desiertas.

_¿Su nombre? _ dijo el coche de policía con un susurro metálico.

Mead, con su luz del reflector en los ojos, no podía ver a los hombres.

_Leonard Mead_ dijo.

_¡Más alto!

_¡Leonard Mead!

_¿Ocupación o profesión?

_ Imagino que ustedes me llamarían escritor.

_Sin profesión_ dijo el coche de ´policía como si se hablara así mismo.

La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.

_ Sí, puede ser así _ dijo.

No escribía hace años. Ya no se vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casas como
tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la
televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rosaba la cara,
pero que nunca los tocaba realmente.

_Sin profesión_ dijo la voz del fonógrafo siseando ¿Qué estaba haciendo afuera?

_Caminando_ dijo Leonard mead.

_ ¡Caminando!

_ Solo caminando _ dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.

_¿Caminando, solo caminando, caminando?

_ Sí, señor.

_¿Caminando dónde? ¿Para qué?

_ Caminado para tomar aire. Caminando para ver.

_¡Su dirección!

_ Calle Saint James, once, sur.

_¿Hay aire en su casa, tiene usted un acondicionador de aire, señor Mead?

_ Sí.

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_¿Y tiene usted televisor?

_ No.

_¿No?

Se oyó un suave crujido que era así mismo una acusación.

_¿Es usted casado, señor Mead?

_ No.

_ No es casado _ dijo la voz del policía detrás del rayo brillante.

La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.

_Nadie me quiere_ dijo Leonard mead con una sonrisa.

_¡No hable si no le preguntan!

Leonard Mead esperó en la noche fría.

_¿Solo caminando, señor Mead?

_ Sí.

_ Pero no había dicho para qué.

_ Lo he dicho; para tomar aire, y ver y caminar simplemente.

_¿Ha hecho esto a menudo?

_ Todas las noches durante años.

El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba
débilmente.

_Bueno, señor Mead_ dijo el coche.

_¿Eso es todo? _ preguntó Mead Cortésmente

_Sí,_ dijo la voz _. Acérquese _ se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del
coche se abrió de par en par _. Entre.

_ Un minuto. ¡No he hecho nada!

_ Entre.

_¡Protesto!

_ Señor Mead...

Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la
ventanilla delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento
delantero, nadie en el coche.

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_ Entre.

Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una
cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía demasiado limpio y duro y metálico.
No había nada bando.

_Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada..._ dijo la voz de hierro _ Pero...

_¿A dónde me llevan?

El coche titubeó, dejó oír un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese
informado, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos.

_Al centro psiquiátrico de Investigación de Tendencia Regresiva.

Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche de policía rodó por las avenidas
nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces.

Pasaron ante una casa en una calle en un momento después. Una casa más en una ciudad
de casas oscuras. Pero en esta casa todas las luces eléctricas estaban encendidas, en todas
las ventanas había resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría oscuridad.

Mi casa, dijo Leonard Mead.

Nadie respondió.

El coche corrió por los sauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles
desiertas con las aceras desiertas, y no se oyó ningún otro sonido, ni hubo ningún otro
movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre.

Ray Bradbury, Las doradas manzanas del sol, Buenos Aires, Minotauro, 1990.

"CÓMO SE DIVERTÍAN" de Isaac Asimov

Margie incluso lo escribió aquella noche en su diario, en la página encabezada con la fecha
17 de mayo de 2157. «¡Hoy, Tommy ha encontrado un libro auténtico!»

Era un libro muy antiguo. El abuelo de Margie le había dicho una vez que, siendo pequeño,
su abuelo le contó que hubo un tiempo en que todas las historias se imprimían en papel.
Volvieron las páginas, amarillas y rugosas, y se sintieron tremendamente divertidos al leer
palabras que permanecían inmóviles, en vez de moverse, como debieran, sobre una pantalla.
Y cuando se volvía a la página anterior, en ella seguían las mismas palabras que se habían
leído por primera vez.

-¡Será posible! -comentó Tommy. - ¡Vaya despilfarro! Una vez acabado el libro, solo sirve
para tirarlo, creo yo. Nuestra pantalla de televisión habrá contenido ya un millón de libros, y
todavía le queda sitio para muchos más. Nunca se me ocurriría tirarla.

-Ni a mí la mía - asintió Margie.

Tenía once años y no había visto tantos libros de texto como Tommy, que ya había cumplido
los trece.

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-¿Dónde lo encontraste? - preguntó la chiquilla.

-En mi casa - respondió él, sin mirarla, ocupado en leer. - En el desván.

-¿Y de qué trata?

-De la escuela.

Margie hizo un mohín de disgusto.

-¿De la escuela? ¡Mira que escribir sobre la escuela! Odio la escuela.

Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El profesor mecánico le
había señalado tema tras tema de geografía, y ella había respondido cada vez peor, hasta
que su madre, meneando muy preocupada la cabeza, llamó al inspector. Se trataba de un
hombrecillo rechoncho, con la cara encarnada y armado con una caja de instrumental, llena
de diales y alambres. Sonrió a Margie y le dio una manzana, llevándose luego aparte al
profesor.

Margie había esperado que no supiera recomponerlo. Sí que sabía. Al cabo de una hora,
poco más o menos, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con su enorme pantalla, en la
que se inscribían todas las lecciones y se formulaban las preguntas. Pero eso, al fin y al cabo,
no era tan malo. Margie detestaba sobre todo la ranura donde tenía que depositar los deberes
y los ejercicios. Había que transcribirlos siempre al código de perforaciones que la obligaron
a aprender cuando tenía seis años. El profesor mecánico calculaba la nota en menos tiempo
que se precisa para respirar.

El inspector sonrió una vez acabada su tarea y luego, dando una palmadita en la cabeza de
Margie, dijo a su madre:

-No es culpa de la niña, señora Jones. Creo que el sector geografía se había programado con
demasiada rapidez. A veces ocurren estas cosas. Lo he puesto más despacio, a la medida
de diez años. Realmente, el nivel general de los progresos de la pequeña resulta satisfactorio
por completo... Y volvió a dar una palmadita en la cabeza de Margie. Ésta se sentía
desilusionada. Pensaba que se llevarían al profesor. Así lo habían hecho con el de Tommy,
por espacio de casi un mes, debido a que el sector de historia se había desajustado.

-¿Por qué iba a escribir alguien sobre la escuela? -preguntó a Tommy.

El chico la miró con aire de superioridad.

-Porque es una clase de escuela muy distinta a la nuestra, estúpida. El tipo de escuela que
tenían hace cientos y cientos de años. -Y añadió campanudamente, recalcando las palabras:
- Hace siglos.

Margie se ofendió.

-De acuerdo, no sé qué clase de escuela tenían hace tanto tiempo. - Leyó por un momento
el libro por encima del hombro de Tommy y comentó: -De todos modos, había un profesor.

-¡Pues claro que había un profesor! Pero no se trataba de un maestro normal. Era un hombre.

-¿Un hombre? ¿Cómo podía ser profesor un hombre?

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-Bueno... Les contaba cosas a los chicos y a las chicas y les daba deberes para casa y les
hacía preguntas.

-Un hombre no es lo bastante listo para eso.

-Seguro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.

-No lo creo. Un hombre no puede saber tanto como un profesor.

-Apuesto a que mi padre sabe casi tanto como él.

Margie no estaba dispuesta a discutir tal aserto. Así que dijo:

-No me gustaría tener en casa a un hombre extraño para enseñarme.

Tommy lanzó una aguda carcajada.

-No tienes ni idea, Margie. Los profesores no vivían en casa de los alumnos. Trabajaban en
un edificio especial, y todos los alumnos iban allí a escucharles.

-¿Y todos los alumnos aprendían lo mismo?

-Claro. Siempre que tuvieran la misma edad...

-Pues mi madre dice que un profesor debe adaptarse a la mente del chico o la chica a quien
enseña y que a cada alumno hay que enseñarle de manera distinta.

-En aquella época no lo hacían así. Pero si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.

-Yo no dije que no me gustara - respondió con presteza Margie.

Todo lo contrario. Ansiaba enterarse de más cosas sobre aquellas divertidas escuelas.
Apenas habían llegado a la mitad, cuando la madre de Margie llamó:

-¡Margie! ¡La hora de la escuela!

-Todavía no, mamá - suplicó Margie, alzando la vista.

-¡Ahora mismo! -ordenó la señora Jones. - Probablemente, es también la hora de Tommy.

-¿Me dejarás leer un poco más del libro después de la clase? -pidió Margie a Tommy.

-Ya veremos -respondió él con displicencia.

Y se marchó acto seguido, silbando y con su polvoriento libro bajo el brazo.

Margie entró en la sala de clase, próxima al dormitorio. El profesor mecánico ya la estaba


esperando. Era la misma hora de todos los días, excepto el sábado y el domingo, pues su
madre decía que las pequeñas aprendían mejor si lo hacían a horas regulares.

Se iluminó la pantalla y una voz dijo:

-La lección de aritmética de hoy tratará de la suma de fracciones propias. Por favor, coloque
los deberes señalados ayer en la ranura correspondiente.

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Margie obedeció con un suspiro. Pensaba en las escuelas antiguas, cuando el abuelo de su
abuelo era un niño, cuando todos los chicos de la vecindad salían riendo y gritando al patio,
se sentaban juntos en clase y regresaban en mutua compañía a casa al final de la jornada. Y
como aprendían las mismas cosas, podían ayudarse mutuamente en los deberes y
comentarlos.

Y los maestros eran personas...

El profesor mecánico destelló sobre la pantalla:

-Cuando sumamos las fracciones una mitad y un cuarto.

Margie siguió pensando en lo mucho que tuvo que gustarles la escuela a los chicos en los
tiempos antiguos. Siguió pensando en cómo se divertían.

Publicado en una revista en el año 1951

La ciencia ficción y la imaginación del futuro


En estos años se puede apreciar una revalorización de la ciencia ficción como literatura que permite
pensar imaginarios sobre el futuro. Al tener la sensación de que, como dice la canción, “el futuro llegó
hace rato”, la sociedad está en condiciones de afrontar los futuros que había imaginado con el futuro
inmediato que puede prever. Así, muchas obras obligan con temas habitualmente asociados a la
literatura de la ciencia ficción. Por ejemplo, las series Black Mirror o Years and Years.

La temporalidad en la narración
Los textos literarios narrativos tienen como base una historia: un grupo de personajes viven ciertos
acontecimientos. Estos acontecimientos, además, se dan en un marco narrativo. El relato, por su parte,
es la organización de esos hechos en la narración. Esta organización no necesariamente responde al
orden en que los hechos ocurrieron, puede presentarlo en uno diferente. A su vez, el tiempo de duración
de los hechos de una historia no es proporcional a su extensión en el relato.

Existen distintas estrategias para organizar el tiempo del relato, que otorgan un ritmo particular o las
narraciones. Algunas de ellas son las siguientes:

Analepsis: Es un fragmento del relato que retrocede hacia una acción o acciones previas a los hechos
de la narración.

Casi un año después del asunto de los jovanos, una noche entró al Caída Libre y soltó a Bat en su
mesa. Bat la miró a Steena y gruñó.

Prolepsis: Es un fragmento del relato que se adelanta y anticipa hechos posteriores a los que están
narrando.

Y, finalmente, fue ella quién resolvió el caso de la Emperatriz de Marte.

Pausa. Son partes de la narración que generan un efecto de ralentización del ritmo del relato. Suceden,
por ejemplo, cuando el narrador realiza una descripción detallada o reflexiona sobre lo que está
contando, interrumpiendo la sucesión de hechos del relato.

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Todos los muchachos que se vieron beneficiados por su raro acopio de conocimientos (...)
intentaron retribuirle el favor en alguna ocasión. Pero ella no aceptaba más que un vaso de agua
Canal, y mejor ni hablemos de ese incómodo momento en que alguien trataba de reconocer sus
méritos.

Elipsis: Consiste en la supresión de determinados hechos o períodos de tiempo de la historia. El relato


continúa y la narración da a entender ese salto temporal.

Pero no había otros y dos semanas más tarde Cliff, Steena y Bat llevaron a la Emperatriz a la
estación cuarentena de la Luna.

EL CUENTO DE AUTOR
La casa de Adela
Mariana Enriquez

Todos los días pienso en Adela. Y si durante el día no aparece su recuerdo —las pecas, los dientes
amarillos, el pelo rubio demasiado fino, el muñón en el hombro, sus botitas de gamuza— siempre
regresa de noche, en sueños. Los sueños de Adela son todos distintos, pero nunca falta la lluvia ni
faltamos mi hermano y yo, los dos parados frente a la casa abandonada, con nuestros pilotos
amarillos, mirando a los policías en el jardín que hablan en voz baja con nuestros padres.
Nos hicimos amigos porque ella era una princesa de suburbio, mimada de su enorme chalet inglés
insertado en nuestro barrio gris de Lanús, tan diferente que parecía un castillo, sus habitantes los
señores y nosotros los siervos en nuestras casas cuadradas de cemento con jardines raquíticos. Nos
hicimos amigos porque ella tenía los mejores juguetes importados. Y porque organizaba las mejores
fiestas de cumpleaños cada 3 de enero, poco antes de Reyes y poco después de Año Nuevo, al lado
de la pileta, con el agua que, bajo el sol de la siesta, parecía plateada, hecha de papel de regalo. Y
porque tenía un proyector y usaba las paredes blancas del living para ver películas mientras el resto
del barrio todavía penaba con televisores blanco y negro.
Era fácil hacerse amigo de Adela, porque la mayoría de los chicos del barrio la evitaba, a pesar de su
casa, sus juguetes, su pileta y sus películas. Era por el brazo. Adela tenía un solo brazo. A lo mejor lo
más preciso sea decir que le faltaba un brazo. El izquierdo. Por suerte no era zurda. Le faltaba desde
el hombro; tenía ahí una pequeña protuberancia de carne que se movía, con un retazo de músculo,
pero no servía para nada. Los padres de Adela decían que era un defecto de nacimiento. Muchos
otros chicos le tenían miedo, o asco. Se reían de ella, le decían monstruita, adefesio, bicho
incompleto; decían que la iban a contratar de un circo, que seguro estaba su foto en los libros de
medicina. A ella no le importaba. Ni siquiera quería usar un brazo ortopédico. Le gustaba ser
observada y nunca ocultaba el muñón. Si veía la repulsión en los ojos de alguien, era capaz de
refregarle el muñón por la cara o de sentarse muy cerca y rozar el brazo del otro con su apéndice
inútil, hasta humillarlo, hasta dejarlo al borde las lágrimas.
Nuestra madre decía que Adela tenía un caracter único, era valiente y fuerte, un ejemplo, una
dulzura, qué bien la criaron, qué buenos padres, insistía. Pero Adela contaba que sus padres
mentían. Sobre el brazo. No nací así. Y qué pasó, le preguntábamos. Y entonces ella daba su
versión. La había atacado su perro, un Doberman negro llamado Infierno. El perro se había vuelto
loco como a veces les pasa a los Doberman, una raza que, según Adela, tenía un cráneo demasiado
chico para el tamaño del cerebro, entonces les dolía siempre la cabeza y se enloquecían. Decía que
la había atacado cuando ella tenía dos años. Se acordaba, el dolor, los gruñidos, el ruido de las

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mandíbulas masticando, la sangre manchando el pasto, mezclada con el agua de la pileta. Su padre
lo había matado de un tiro; excelente puntería, porque el perro, cuando recibió el disparo, todavía
cargaba con Adela bebé entre los dientes.
Mi hermano no creía esta versión.
—A ver, y la cicatriz donde está.
—Se curó re bien. No se ve.
—Imposible. Siempre se ven.
—No quedó cicatriz de los dientes, me tuvieron que cortar más arriba de la mordida.
—Obvio. Igual tendría que haber cicatriz. No se borra así nomás.
Y le mostraba su propia cicatriz de apendicitis, en la ingle, como ejemplo.
—A vos porque te operaron médicos de cuarta. Yo estuve en la mejor clínica de capital.
—Bla bla bla —le decía mi hermano y la hacía llorar. Era el único que la enfurecía. Y sin embargo
nunca se peleaban del todo. Él disfrutaba sus mentiras. A ella le gustaba el desafío. Y yo solamente
escuchaba y así pasaban las tardes después de la escuela hasta que mi hermano y Adela
descubrieron las películas de terror y cambió todo para siempre.
No sé cuál fue la primera película. A mí no me daban permiso para verlas. Mi mamá decía que era
demasiado chica. Pero Adela tiene mi misma edad, insistía yo. Problema de sus papás si la dejan:
vos no, decía mi mamá y era imposible discutir con ella.
—¿Y por qué a Pablo lo dejás?
—Porque es más grande.
—¡Porque es varón! —gritaba mi papá, entrometido, orgulloso.
—¡Los odio! —gritaba yo, y lloraba en mi cama hasta quedarme dormida.
Lo que no pudieron controlar fue que mi hermano Pablo y Adela, llenos de compasión, me contaran
las películas. Y cuando terminaban de contarlas, contaban más historias. Cuando Adela hablaba,
cuando se concentraba y le ardían los ojos oscuros, el parque de la casa se llenaba de sombras, que
corrían, que saludaban burlonas. Yo las veía cuando ella se sentaba de espaldas al ventanal, en el
living. No se lo decía. Pero Adela sabía. Mi hermano no sé. Él podía ocultar mejor que nosotras.
Supo ocultar hasta el final, hasta su último acto, hasta el accidente –hasta el suicidio, le sigo diciendo
accidente a su suicidio–.
La verdad es que no recuerdo cuáles de las historias eran resúmenes de películas. Nunca pude ver
una película de terror. Después de lo que pasó en la casa les tengo fobia. Si veo una escena por
casualidad o error en la televisión, esa noche tengo que tomar pastillas para dormir y durante días
tengo náuseas y recuerdo a Adela sentada en el sillón, con los ojos quietos y sin su brazo, y mi
hermano mirándola con adoración. Algunas de las historias que recuerdo: un perro poseído por el
demonio —Adela tenía debilidad por las historias de animales—, otra sobre un hombre que había
descuartizado a su mujer y ocultado sus miembros en una heladera; esos miembros, por la noche,
habían salido a perseguirlo, piernas y brazos y tronco y cabeza rodando y arrastrándose por la casa,
hasta que la mano muerta y vengadora mata al asesino, apretándole el cuello –Adela tenía debilidad,
también, por las historias de miembros mutilados y amputaciones—; otra sobre el fantasma de un
niño que siempre aparecía en las fotos de cumpleaños, el invitado terrorífico que nadie reconocía, de
piel gris y sonrisa ancha.
Solamente me acuerdo en detalle de las historias sobre la casa abandonada. Incluso sé cuándo
comenzó la obsesión. Fue culpa de mi madre. Una tarde después de la escuela mi hermano y yo la
acompañamos hasta el supermercado. Ella apuró el paso cuando pasamos frente a la casa
abandonada que estaba a media cuadra del negocio. Nos dimos cuenta y le preguntamos por qué
corría. Ella se rió. Me acuerdo de la risa de mi madre, lo joven que era esa tarde de verano, el olor a
champú de limón de su pelo y la carcajada de chicle de menta.
—¡Soy más tonta! Me da miedo esa casa, no me hagan caso.
Trataba de tranquilizarnos, de portarse como una adulta, como una madre.
—Por qué –dijo Pablo.
—Por nada, porque está abandonada.
—¿Y?

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—No hagas caso hijo.
—¡Decime, dale!
—Me da miedo que se esconda alguien adentro, un ladrón, cualquier cosa. Mi hermano quiso saber
más, pero mi madre no tenía argumentos, solamente su aprehensión. La casa había estado
abandonada desde que mis padres llegaron al barrio, antes del nacimiento de Pablo. Ella sabía que,
apenas meses antes, se habían muerto los dueños, un matrimonio de viejitos. ¿Se murieron juntos?,
quiso saber Pablo. Qué morboso estás hijo, te voy a prohibir las películas. No, se murieron uno atrás
del otro. Les pasa a los matrimonios de viejitos, cuando uno se muere el otro se apaga enseguida. Y
desde entonces los hijos se están peleando por la sucesión. Qué es la sucesión, quise saber yo. Es
la herencia, dijo mi madre. Se están peleando a ver quién se queda con la casa. Pero es una casa
bastante chota, dijo Pablo, y mi mamá lo retó por usar una mala palabra.
—¿Qué mala palabra?
—Sabés perfectamente: no voy a repetir.
—Chota no es una mala palabra.
—Pablo, te reviento eh.
—Bueno. Pero está que se cae la casa, mamá.
—Qué se yo hijo, querrán el terreno, es un problema de la familia.
—Para mí que tiene fantasmas.
—¡A vos te están haciendo mal las películas!
Yo creí que se las iban a prohibir, pero mi mamá no volvió a mencionar el tema. Y, al día siguiente,
mi hermano le contó a Adela sobre la casa. Ella se entusiasmó: una casa embrujada tan cerca, en el
barrio, a dos cuadras apenas, era la pura felicidad. Vamos a verla, dijo ella. Salimos corriendo.
Bajamos las escaleras de madera del chalet, muy hermosas, tenían de un lado ventanas con vidrios
de colores, verdes, amarillos y rojos y estaban alfombradas. Adela corría más lento que nosotros y un
poco de costado, por la falta del brazo; pero corría rápido. Esa tarde llevaba un vestido blanco, con
breteles; me acuerdo de que, cuando corría, el bretel del lado izquierdo caía sobre su resto de bracito
y ella lo acomodaba sin pensar, como si se sacara de la cara un mechón de pelo.
La casa no tenía nada especial a primera vista, pero si se le prestaba atención, había detalles
inquietantes. Las ventanas estaban tapiadas, cerradas completamente, con ladrillos. ¿Para evitar que
alguien entrara o que algo saliera? La puerta, de hierro, estaba pintada de marrón oscuro; parece
sangre seca, dijo Adela.
Qué exagerada, me atreví a decirle. Ella solamente me sonrió. Tenía los dientes amarillos. Eso sí me
daba asco, no su brazo, o su falta de brazo. No se lavaba los dientes; y además era muy pálida y la
piel traslúcida hacía resaltar ese color enfermizo, como pasa en los rostros de las geishas o de los
mimos. Entró al jardín, muy pequeño, de la casa. Se paró en el camino de baldosas que llevaba a la
puerta, se dio vuelta y dijo:
—¿Se dieron cuenta?
No esperó nuestra respuesta.
—Es muy raro, ¿cómo puede ser que tenga el pasto tan corto?
Mi hermano la siguió, entró al jardín y, como si tuviera miedo, también se quedó en el sendero de
baldosas que llevaba de la vereda a la puerta de entrada.
—Es verdad –dijo. —Los pastos tendrían que estar altísimos. Mirá, Clara, vení. Entré. Cruzar el
portón oxidado fue horrible. No lo recuerdo así por lo que pasó después: estoy segura de lo que sentí
entonces, en ese preciso momento. Hacía frío en ese jardín. Y el pasto parecía quemado. Arrasado.
Era amarillo, corto: ni un yuyo verde. Ni una planta. En ese jardín había una sequía infernal y al
mismo tiempo era invierno. Y la casa zumbaba, zumbaba como un mosquito ronco, como un
mosquito gordo. Vibraba. No salí corriendo porque no quería que mis hermano y Adela se burlaran
de mí, pero tenía ganas de escapar hasta mi casa, hasta mi mamá, de decirle tenés razón, esa casa
es mala y no se esconden ladrones, se esconde un bicho que tiembla, se esconde algo que no tiene
que salir.
Adela y Pablo no hablaban de otra cosa. Todo era la casa. Preguntaban por el barrio sobre la casa.
Preguntaban al quiosquero y en el club; a Don Justo, que esperaba el atardecer sentado en una silla

20
sobre la vereda, a los gallegos del bazar y a la verdulera. Nadie les decía nada de importancia. Pero
varios coincidieron en que la rareza de las ventanas tapiadas y ese jardín reseco les daba
escalofríos, tristeza, a veces miedo, sobre todo de noche. Muchos se acordaban de los viejitos: eran
rusos o lituanos, muy amables, muy callados. ¿Y los hijos? Algunos decían que peleaban por la
herencia. Otros que nunca visitaban a sus padres, ni siquiera cuando se enfermaron. Nadie los
conocía. Los hijos, si existían, eran un misterio.
—Alguien tuvo que tapiar las ventanas –le dijo mi hermano a Don Justo.
—Vos sabés que sí, ahora que decís. Pero lo hicieron unos albañiles, no lo hicieron los hijos.
—A lo mejor los albañiles eran los hijos.
—Seguro que no. Eran bien morochos los albañiles y los viejitos eran rubios, transparentes. Como
vos, Adelita, como tu mamá. Polacos debían ser.
La idea de entrar a la casa fue de mi hermano. Estaba fanatizado. Tenía que saber que había pasado
en esa casa, qué había adentro. Lo deseaba con un fervor muy extraño para un chico de once años.
No entiendo, nunca pude entender qué le hizo la casa, cómo lo atrajo así. Porque lo atrajo a él,
primero. Y él contagió a Adela. Se sentaban en el caminito de baldosas amarillas y rosas que partía
el jardín reseco. El portón de hierro oxidado estaba siempre abierto, les daba la bienvenida. Yo los
acompañaba, pero me quedaba afuera, en la vereda. Ellos miraban la puerta, como si creyeran que
podían abrirla con la mente. Pasaban horas ahí sentados, en silencio. La gente que pasaba por la
vereda no les prestaba atención. No les parecía raro o quizá no los veían. Yo no me atrevía a
contarle nada a mi madre.
O, a lo mejor, la casa no me dejaba hablar. La casa no quería que los salvara. Seguíamos
reuniéndonos en el living de la casa de Adela, pero ya no se hablaba de películas. Ahora Pablo y
Adela –pero sobre todo Adela— contaban historias de la casa. De dónde las sacan, les pregunté una
tarde. Parecieron sorprendidos, se miraron.
—La casa nos cuenta las historias. ¿Vos no la escuchás?
—Pobre –dijo Pablo. —No escucha la voz de la casa.
—No importa –dijo Adela. —Nosotros te contamos.
Y me contaban.
Sobre la viejita, que tenía ojos sin pupilas pero no estaba ciega.
Sobre el viejito, que quemaba libros de medicina junto al gallinero vacío, en el patio de atrás.
Sobre el patio de atrás, igual de seco y muerto que el jardín, lleno de pequeños agujeros como
madrigueras de ratas.
Sobre una canilla que no dejaba de gotear porque lo que vivía en la casa necesitaba agua.
A Pablo le costó un poco convencer a Adela de entrar. Fue extraño. Ella parecía tener miedo. Ella
parecía entender mejor. Mi hermano le insistía. La agarraba del único brazo y hasta la sacudía.
Decidieron entrar a la casa el último día del verano. Fueron las exactas palabras de Adela, una tarde
de discusión en el living de su casa.
—El último día del verano, Pablo –dijo. —Dentro de una semana.
Quisieron que yo los acompañara y acepté porque no quería dejarlos. Yo tenía 9 años. Era más chica
que ellos pero sentía que debía cuidarlos. Que no podían entrar solos a la oscuridad.
Decidimos entrar de noche, después de cenar. Teníamos que escaparnos pero salir de casa de
noche, en verano, no era tan difícil. Los chicos jugaban en la calle hasta tarde en el barrio. Ahora ya
no es así. Ahora es un barrio pobre y peligroso, los vecinos no salen, tienen miedo de que los roben,
tienen miedo de los adolescentes que toman vino en las esquinas. El chalet de Adela se vendió y fue
dividido en departamentos. En el parque se construyó un galpón. Es mejor, creo. El galpón oculta las
sombras.
Un grupo de chicas jugaba al elástico en el medio de la calle; cuando pasaba un auto paraban para
dejarlo pasar. Más lejos, otros pateaban una pelota y donde el asfalto era más nuevo, más liso,
algunas adolescentes patinaban. Caminamos entre ellas, desapercibidos. Adela esperaba en el
jardín muerto. Estaba muy tranquila.
Conectada, pienso ahora.
Nos señaló a puerta y yo gemí de miedo. Estaba entreabierta, apenas una rendija.

21
—¿Cómo? —preguntó Pablo.
—La encontré así.
Mi hermano se sacó la mochila y la abrió. Traía llaves, destornilladores, palancas; herramientas de mi
papá, que había encontrado en una caja, en el lavadero. Ya no las iba a necesitar. Estaba buscando
la linterna.
—No hace falta –dijo Adela.
La miramos confundidos. Ella abrió la puerta del todo y entonces vimos que adentro de la casa había
luz.
Recuerdo que caminamos de la mano, bajo esa luminosidad que parecía eléctrica, aunque en el
techo, donde debía haber lámparas, sólo había cables viejos, asomando de los huecos como ramas
secas. Afuera era de noche y amenazaba tormenta, una poderosa lluvia de verano. Adentro hacía
frío y olía a desinfectante y la luz era como de hospital.
La casa no parecía rara, al principio. En el pequeño hall de entrada estaba la mesa del teléfono, un
teléfono negro, como el de nuestros abuelos.
Que por favor no suene, que no suene, me acuerdo que recé, que repetí en voz baja, con los ojos
cerrados. Y no sonó.
Los tres juntos pasamos a la siguiente sala. La casa se sentía más grande de lo que parecía desde
afuera. Y zumbaba, como si detrás de las paredes vivieran colonias de bichos ocultos bajo la pintura.
Adela se adelantaba, entusiasmada, sin miedo. Pablo le pedía “esperá, esperá” cada tres pasos. Ella
hacía caso pero no sé si nos escuchaba claramente. Cuando se daba vuelta para mirarnos, parecía
perdida. En sus ojos no había reconocimiento. Decía “sí, sí”, pero yo sentí que ya no nos hablaba a
nosotros. Pablo sintió lo mismo. Me lo dijo después.
La sala siguiente, el living, tenía sillones sucios, de color mostaza, agrisados por el polvo. Contra la
pared se apilaban estantes de vidrio. Estaban muy limpios y llenos de pequeños adornos, tan
pequeños que tuvimos que acercarnos para verlos. Recuerdo que nuestros alientos, juntos,
empañaron los estantes más bajos, los que alcanzábamos: llegaban hasta el techo.
Al principio no supe lo que estaba viendo. Eran objetos chiquitísimos, de un blanco amarillento, con
forma semicircular. Algunos eran redondeados, otros más puntiagudos. No quise tocarlos.
—Son uñas –dijo Pablo.
Sentí que el zumbido me ensordecía. Abracé a Pablo, pero no dejé de mirar. En el siguiente estante,
el de más arriba, había dientes. Muelas con plomo negro en el centro, como las de mi papá, que las
tenía arregladas; incisivos, como los que me molestaban cuando empecé a usar el aparato de
ortodoncia; paletas como las de Roxana, la chica que se sentaba adelante mío en la escuela; le
decíamos Coneja Cuando levanté la cabeza para mirar el tercer estante, se apagó la luz.
Adela gritó en la oscuridad. Yo solamente escuchaba mi corazón: latía tan fuerte que me dejaba
sorda. Pero sentía a mi hermano, que me abrazaba los hombros, que no me soltaba. De pronto vi un
redondel de luz en la pared: era la linterna. Dije “salgamos, salgamos”. Pablo, sin embargo, caminó
en dirección opuesta a la salida, siguió entrando en la casa. Lo acompañé. Quería irme, pero no sola.
La luz de la linterna iluminaba cosas sin sentido. Un libro de medicina, de hojas brillantes, abierto en
el suelo. Un espejo colgado cerca del techo, ¿quién podía reflejarse ahí? Una pila de ropa blanca.
Pablo se detuvo: movía la linterna y la luz sencillamente no mostraba ninguna otra pared. Esa
habitación no terminaba nunca o sus límites estaban demasiado lejos para ser alcanzados por la luz
de una linterna. —Salgamos –volví a decirle y recuerdo que pensé en irme sola, en dejarlo, en
escapar. —¡Adela! —gritó Pablo. No se la escuchaba en la oscuridad. Dónde podía estar, en esa
habitación eterna.
—Acá.
Era su voz, muy baja, cercana. Estaba detrás nuestro. Retrocedimos. Pablo iluminó el lugar de donde
venía la voz y entonces la vimos.
Adela no había salido de la habitación de los estantes. Nos saludó con la mano derecha, parada
junto a una puerta. Después se dio vuelta, abrió la puerta que estaba a su lado y la cerró detrás suyo.
Mi hermano corrió pero cuando alcanzó la puerta, ya no pudo abrirla. Estaba cerrada con llave.

22
Sé lo que Pablo pensó: buscar las herramientas que había dejado afuera, en la mochila, para abrir la
puerta que se había llevado a Adela. Yo no quería rescatarla: solamente quería salir y lo seguí,
corriendo. Afuera llovía y las herramientas estaban desparramadas sobre el pasto seco del jardín;
mojadas, brillaban en la noche. Alguien las había sacado de la mochila. Cuando nos quedamos
quietos un minuto, asustados, sorprendidos, alguien cerró la puerta desde adentro.
La casa dejó de zumbar.
No recuerdo bien cuánto tiempo pasó Pablo intentando abrir la puerta. En algún momento escuchó
mis gritos. Y me hizo caso.
Mis padres llamaron a la policía.
Y todos los días y casi todas las noches vuelvo a esa noche de lluvia. Mis padres, los padres de
Adela, la policía en el jardín. Nosotros empapados, con pilotos amarillos. Los policías que salían de la
casa diciendo que no con la cabeza. La madre de Adela desmayada bajo la lluvia.
Nunca la encontraron. Ni viva ni muerta. Estuvieron dentro de la casa durante horas, toda esa noche
y hasta la madrugada. Adela no estaba. Nos pidieron la descripción del interior de la casa. Se la
dimos. La repetimos. Mi madre me dio un cachetazo cuando hablé de los estantes y de la luz. “¡La
casa está llena de escombros, mentirosa!”, me gritó. La madre de Adela lloraba y pedía por favor
dónde está mi hija.
En la casa, le dijimos. Abrió una habitación de la casa, entró y ahí debe estar todavía. Los policías
decían que no quedaba una sola puerta dentro de la casa. Ni nada que pudiera ser considerado una
habitación. La casa era una cáscara, decían. Todas las paredes interiores habían sido demolidas.
Recuerdo que lo escuché decir “máscara”, no “cáscara”. La casa es una máscara, escuché.
Creían que mentíamos. O que estábamos shockeados. No querían creer, siquiera, que habíamos
entrado a la casa. Mi madre no nos creyó nunca. La policía rastrilló el barrio entero, allanó cada casa.
Incluso detuvieron a algunos vecinos por sospechosos, pero tuvieron que dejarlos libres muy pronto:
nada los relacionaba con un supuesto secuestro. El caso estuvo en televisión: nos dejaban ver los
noticieros y leer las revistas que hablaban de la desaparición. La madre de Adela nos visitó varias
veces y siempre decía: “A ver si me dicen la verdad, chicos, a ver si se acuerdan”.
Nosotros volvíamos a contar todo. Ella se iba llorando. Mi hermano también lloraba. Yo la convencí,
yo la hice entrar, decía.
Una noche, mi papá se despertó en medio de la noche, escuchó que alguien intentaba abrir la puerta.
Se levantó de la cama, agazapado, pensando que encontraría a un ladrón. Encontró a Pablo, que
luchaba con la llave en la cerradura –esa cerradura siempre andaba mal—; llevaba herramientas y
una linterna en la mochila. Los escuché gritar durante horas y recuerdo que mi hermano le pedía por
favor, que quería mudarse, que si no se mudaba, se iba a volver loco.
Nos mudamos. Mi hermano se volvió loco igual. Se suicidó a los 22 años. Yo reconocí el cuerpo
destrozado. No tuve opción: mis padres estaban de vacaciones en la costa cuando se arrojó frente al
tren, bien lejos de nuestra casa, cerca de la estación Beccar. No dejó una nota. Él siempre soñaba
con Adela: en sus sueños, nuestra amiga no tenía uñas ni dientes, sangraba por la boca, sangraban
sus manos.
Desde que Pablo se mató yo vuelvo a la casa. Entro al jardín, que sigue quemado y amarillo. Miro
por las ventanas, abiertas como ojos negros: la policía derrumbó los ladrillos que las tapiaban hace
quince años y así quedaron, abiertas. Adentro, cuando el sol la ilumina, se ven vigas, el techo
agujereado, y basura. Los chicos del barrio saben lo que pasó ahí dentro. Los chicos creen nuestra
versión. Nunca se pudo probar un secuestro. Nunca hubo pistas. Durante una época cambiaban al
equipo de investigadores, echaban a policías, temblaba el gobernador. Ahora el caso está cerrado.
Adentro de la casa, en el piso, los chicos del barrio pintaron con aerosol el nombre de Adela. En las
paredes de afuera también. ¿Dónde está Adela?, dice una pintada. Otra, más pequeña, escrita en
fibra, repite el modelo de una leyenda urbana: hay que decir Adela tres veces a la medianoche, frente
al espejo, con una vela en la mano, y entonces veremos reflejado lo que ella vio, quién se la llevó.
Mi hermano, que también visitaba la casa, vio estas indicaciones e hizo este viejo ritual, una noche.
No vio nada. Rompió el espejo del baño con sus puños y tuvimos que llevarlo al hospital.

23
No me animo a entrar. Hay una pintada sobre la puerta que me mantiene afuera. “Acá vive Adela,
¡cuidado!”, dice. Imagino que la escribió un chico del barrio, en chiste, o en desafío, para asustar.
Pero yo sé que tiene razón. Que esta es su casa. Y todavía no estoy preparada para visitarla.

Fin de curso (MARIANA ENRIQUEZ)

Nunca le habíamos prestado demasiada atención. Era una de esas chicas que hablan poco,
que no parecen demasiado inteligentes ni demasiado tontas y que tienen esas caras
olvidables, esas caras que, aunque una las ve todos los días en el mismo lugar, es posible
que no las reconozca en un ámbito distinto, y mucho menos pueda ponerles un nombre.
Lo único que la diferenciaba era que se vestía mal, feo y algo más: la ropa que usaba
parecía elegida para ocultar su cuerpo. Dos o tres talles más grande, camisas cerradas
hasta el último botón, pantalones que no dejaban adivinar sus formas. Sólo la ropa hacía
que nos fijáramos en ella, apenas para comentar su mal gusto o dictaminar que se vestía
como una vieja. Se llamaba Marcela. Podría haberse llamado Mónica, Laura, María José,
Patricia, cualquiera de esos nombres intercambiables, que suelen tener las chicas en las
que nadie se fija. Era mala alumna, pero rara vez recibía la desaprobación de los
profesores. Faltaba mucho, pero nadie comentaba su ausencia. No sabíamos si tenía plata,
de qué trabajaban los padres, en qué barrio vivía.
No nos importaba.
Hasta que, en la clase de Historia, alguien dio un pequeño grito asqueado. ¿Fue Guada?
Parecía la voz de Guada, que además se sentaba cerca de ella. Mientras la profesora
explicaba la batalla de Caseros, Marcela se arrancó las uñas de la mano izquierda. Con
los dientes. Como si fueran uñas postizas. Los dedos sangraban, pero ella no demostraba
ningún dolor. Algunas chicas vomitaron. La de Historia llamó a la preceptora, que se
llevó a Marcela; faltó durante una semana y nadie nos explicó nada. Cuando volvió, había
pasado de chica ignorada a chica famosa. Algunas le tenían miedo, otras querían hacerse
amigas de ella. Lo que había hecho era lo más extraño que nosotras hubiéramos visto.
Algunos padres querían llamar a una reunión, para tratar el caso, porque no estaban
seguros de que fuera recomendable que nosotras siguiéramos en contacto con una chica
«desequilibrada». Pero lo arreglaron de otra manera. Faltaba poco para que se terminara
el año, para que termináramos la secundaria. Los padres de Marcela aseguraron que ella
se pondría bien, que tomaba medicación, hacía terapia, que estaba contenida. Los otros
padres les creyeron. Los míos apenas prestaron atención: lo único que les importaba eran
mis notas y yo seguía siendo la mejor alumna, como cada año.
Marcela estuvo bien durante un tiempo. Volvió con los dedos vendados, al principio con
gasa blanca, después con curitas. No parecía recordar el episodio de las uñas arrancadas.

No se hizo amiga de las chicas que se le acercaron. En el baño, las que querían ser amigas
de Marcela nos contaban que no se podía, que ella no hablaba, que las escuchaba pero
nunca respondía, y se quedaba mirándolas tan fijo que, al final, les dio miedo.
Fue en el baño donde todo empezó de verdad. Marcela estaba mirándose al espejo, en la
única parte donde realmente podía hacerlo porque el resto estaba descascarado, sucio o
tenía declaraciones de amor o insultos de alguna pelea entre dos chicas rabiosas escritos
con fibra o lápiz labial. Yo estaba con mi amiga Agustina: tratábamos de resolver una
discusión que habíamos tenido más temprano. Parecía una discusión importante. Hasta
que Marcela sacó de algún lado (el bolsillo, probablemente) una gillette. Con rapidez
exacta se cortó un tajo en la mejilla. La sangre tardó en brotar, pero cuando lo hizo salió
casi a chorros y le empapó el cuello y la camisa abotonada, como de monja o de prolijo
varón.
Ninguna de las dos hizo nada. Marcela se seguía mirando al espejo, estudiando la herida,

24
sin un gesto de dolor. Eso fue lo que más me impresionó: no le había dolido, estaba claro,
ni siquiera había fruncido el ceño o cerrado los ojos. Recién reaccionamos cuando una
chica que estaba haciendo pis abrió la puerta y gritó «¡Qué le pasó!» y trató de detener la
sangre con un pañuelo. Mi amiga parecía a punto de llorar. A mí me temblaban las
rodillas. La sonrisa de Marcela, que seguía mirándose mientras se apretaba la cara con el
pañuelo, era hermosa. Su cara era hermosa. Le ofrecí acompañarla hasta su casa o hasta
una salita para que la cosieran o le desinfectaran la herida. Ella pareció reaccionar
entonces y dijo que no con la cabeza, que se tomaba un taxi. Le preguntamos si tenía
plata. Dijo que sí y volvió a sonreír. Una sonrisa que podía enamorar a cualquiera. Faltó
otra vez durante una semana. La escuela entera sabía del incidente: no se hablaba de otra
cosa. Cuando volvió, todos trataban de no mirar la venda que le cubría la mitad de la cara
y nadie lo conseguía.
Ahora yo trataba de sentarme cerca de ella en las clases. Lo único que quería era que me
hablara, que me explicara. Quería visitarla en su casa. Quería saber todo. Alguien me
había dicho que se hablaba de internarla. Me imaginaba el hospital con una fuente de
mármol gris en el patio y plantas violetas y marrones, begonias, madreselvas, jazmines
—no me imaginaba un instituto para enfermos mentales sórdido y sucio y triste, me
imaginaba una hermosa clínica llena de mujeres con la mirada perdida—. Sentada a su
lado vi, como todas las demás, pero de cerca, lo que le estaba pasando. Todas lo veíamos,
asustadas, maravilladas. Empezó con sus temblores, que no eran temblores sino más bien
sobresaltos. Sacudía las manos en el aire como si espantara algo invisible, como si
intentara que algo no la golpeara. Después empezó a taparse los ojos mientras decía que
no con la cabeza. Los profesores lo veían, pero trataban de ignorarlo. Nosotras también.
Era fascinante. Ella se derrumbaba en público sin pudores y a nosotras nos daba
vergüenza.
Empezó a arrancarse el pelo poco después, el de la parte de adelante de la cabeza. Se iban
formando mechones enteros sobre su banco, montoncitos de pelo lacio y rubio. A la
semana empezó a adivinarse el cuero cabelludo, rosado y brillante.
Yo estaba sentada a su lado el día que salió corriendo de una clase. Todos la miraron irse,
yo la seguí. Al rato noté que venían detrás de mí mi amiga Agustina y la chica que la
había auxiliado en el baño aquella vez, Tere, del otro quinto. Nos sentíamos responsables.
O queríamos ver qué iba a hacer, cómo iba a terminar todo eso.
La encontramos en el baño otra vez. Estaba vacío. Gritaba y lloraba como en un berrinche
infantil. La venda se le había caído y pudimos ver los puntos de la herida. Señalaba uno

de los inodoros y gritaba «andate dejame andate basta». Había algo en el ambiente,
demasiada luz, y el aire apestaba más de lo habitual a sangre, pis y desinfectante. Yo le
hablé:
—¿Qué pasa, Marcela?
—¿No lo ves?
—A quién.
—A él. ¡A él! ¡Ahí en el inodoro! ¿No lo ves?
Me miraba ansiosa y asustada, pero no confundida: estaba viendo algo. Pero no había
nada sobre el inodoro, salvo la tapa destartalada y la cadena, que estaba demasiado quieta,
anormalmente quieta.
—No, no veo nada, no hay nada —le dije.
Desconcertada por un momento, me agarró del brazo. Nunca antes me había tocado. Miré
su mano: todavía no le habían crecido las uñas o, a lo mejor, se arrancaba lo poco que
crecía. Se veían sólo las cutículas, ensangrentadas.
—¿No? ¿No? —Y mirando el inodoro otra vez—: Sí que está. Está ahí. Hablale, decile
algo.
Tuve miedo de que la cadena empezara a balancearse, pero seguía quieta. Marcela parecía

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escuchar, mirando atentamente el inodoro. Noté que casi no le quedaban pestañas
tampoco. Se las había estado arrancando. Pronto empezaría con las cejas, imaginé.
—¿No lo escuchás?
—No.
—¡Pero te dijo algo!
—Qué dijo, contame.
En este punto, Agustina se metió en la conversación diciéndome que dejara en paz a
Marcela, preguntándome si estaba loca, no ves que no hay nada, no le sigas el juego, me
da miedo, llamemos a alguien. Fue interrumpida por Marcela, que le aulló CALLATE,
PUTA DE MIERDA. Tere, que era bastante cheta, murmuró que eso era too much y se
fue a buscar a alguien. Yo traté de controlar la situación.
—No les des bola a estas taradas, Marcela, ¿qué dice?
—Que no se va a ir. Que es de verdad. Que me va a seguir obligando a hacer cosas y no
le puedo decir que no.
—¿Cómo es?
—Es un hombre, pero tiene un vestido de comunión. Tiene los brazos para atrás. Siempre
se ríe. Parece chino pero es enano. Tiene el pelo engominado. Y me obliga.
—¿Te obliga a qué?
Cuando Tere llegó con una profesora a la que había convencido de que entrara en el baño
(después nos dijo que en la puerta se habían juntado como diez chicas, escuchaban todo
haciéndose shhh entre ellas), Marcela estaba a punto de mostrarnos qué la obligaba a

hacer el engominado. Pero la aparición de la profesora la confundió. Se sentó en el piso,


con los ojos sin pestañas que no parpadeaban mientras decía que no.
Marcela nunca volvió a la escuela.
Yo decidí visitarla. No fue difícil conseguir su dirección. Aunque su casa quedaba en un
barrio al que nunca había ido, me resultó fácil llegar. Toqué el timbre temblando: en el
colectivo había preparado la explicación de mi visita que iba a darles a sus padres, pero
ahora me parecía estúpida, ridícula, forzada.
Me quedé muda cuando Marcela abrió la puerta, no solamente por la sorpresa de que ella
atendiera el timbre —la había imaginado en cama, drogada—, sino también porque se la
veía muy distinta, con una gorra de lana que le cubría la cabeza seguro ya casi pelada, un
jean y un pulóver de tamaño normal. Salvo por las pestañas, que no habían crecido,
parecía una chica sana, común.
No me invitó a pasar. Salió, cerró la puerta y quedamos las dos en la calle. Hacía frío; ella
se abrazaba el cuerpo con los brazos, a mí me ardían las orejas.
—No tendrías que haber venido —dijo.
—Quiero saber.
—¿Qué querés saber? No vuelvo más a la escuela, se terminó, olvidate de todo.
—Quiero saber qué te obliga a hacer él.
Marcela me miró y olfateó el aire alrededor. Después desvió los ojos hacia la ventana.
Las cortinas se habían movido apenas. Volvió a entrar en su casa y, antes de cerrar de un
portazo, dijo:
—Ya te vas a enterar. Él mismo te lo va a contar algún día. Te lo va a pedir, creo. Pronto.
A la vuelta, sentada en el colectivo, sentí cómo palpitaba la herida que me había hecho
en el muslo con una trincheta, bajo las sábanas, la noche anterior. No dolía. Me masajeé
la pierna con suavidad, pero con la suficiente fuerza para que la sangre, al brotar, dibujara
un fino trazo húmedo sobre mis jeans celestes.

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“Fin de curso”: lo sobrenatural en los síntomas cotidianos por Victoria Mora

“Fin de curso” trae el dilema de la flagelación de los cuerpos adolescentes, síntoma que
ha aparecido desde hace unos años cada vez con mayor frecuencia. Enriquez elige darle
un fundamento sobrenatural, la justificación del mal no tiene una lógica, se contagia
aquello que anida en los cuerpos y no puede explicarse. Es un modo de abordar también
las identificaciones que suelen surgir en los grupos en esta etapa de la vida, esa especie
de contagio de lo que hace daño que trasciende la voluntad porque son un efecto de la
locura.

Propuestas de actividades para el aula

EL CULTURAL

Mariana Enriquez: "En Argentina un relato de terror no es sólo un relato de género"

1 febrero, 2017 Laura Fernández

Dice Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) que lo que pasó fue que de pequeña tenía acceso

ilimitado a una biblioteca repleta de libros que eran también libros de terror. Que para ella siempre

fueron más perfectos, terroríficamente hablando, aquellos libros que no pretendían serlo, pero que no

podían evitarlo. Como por ejemplo Jane Eyre, el clásico de Charlotte Brönte, o Cumbres borrascosas,

el clásico de su hermana Emily, o el Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato, una novela gótica

"que hoy no hubiera podido escribirse" por resultar demasiado políticamente

incorrecta. "Siempre me gustaron más todos esos libros que los de Lovecraft, que los de Poe. Porque

sugerían el terror, porque te dejaban llegar a él por tu cuenta", dice.

Acaba de publicar una nueva colección de relatos que, en el tiempo, es anterior a la que publicó el

pasado año. Aquella llevaba por título el título de una canción de Low -Las cosas que perdimos en el

fuego- y recibió elogios hasta del mismísimo Dave Eggers, que la comparaba con Roberto Bolaño, y

decía, de ella, que su ficción "nos impacta con la fuerza de un tren de mercancías". La de ahora se

titula Los peligros de fumar en la cama (Anagrama) y como aquella, está formada por un puñado de

relatos, 12 en total, que juegan con el terror y lo cotidiano, que construyen un enorme y

terrorífico castillo en entornos siempre reconocibles y, por ello, doblemente aterradores. El

componente social, dice, está ahí, de forma inevitable, porque todos estos relatos se escriben desde

Argentina, y no hay forma de que el terror real que se vivió durante la dictadura y, sobre todo, la post-

dictadura, no esté presente.

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En esta nueva colección de relatos, lo social se impone en 'El carrito', la historia de la maldición de un

mendigo, y se aleja hacia el terreno de lo mitológico - de una mitología, apunta Enriquez, "muy

argentina" - en 'El desentierro de la angelita', y juguetea con la idea del paso - siempre cruel - de la

adolescencia a la edad adulta, previo descubrimiento de la maldad que anida en cada uno de nosotros,

en 'La Virgen de la tosquera'. Está la idea de la familia como algo tóxico en 'El aljibe', y están los

desaparecidos en la historia de fantasmas y ouijas de 'Cuando hablábamos con los muertos'.

Y está incluso Barcelona, como ese supuesto paraíso al que emigraban los argentinos en

los 90, y que por alguna extraña razón "se los quedaba", los "vampirizaba", en el relato

'Rambla Triste'. Lo que los une es esa irrupción del terror en lo cotidiano, del elemento fantástico o

sobrenatural que convierte un día a día aburrido - como el de la responsable del archivo de personas

desaparecidas de 'Chicos que faltan' - en una auténtica pesadilla.

Pregunta.- Más allá del elemento terrorífico, ¿diría que algo los une? ¿Que hay, entre todos ellos,

una especie de hilo conductor?

Respuesta.- Sí, en este caso el hilo conductor es la adolescencia. Los protagonistas son adolescentes,

tienen esa edad en la que estás, en cierto sentido, enamorado de la muerte. Me pareció interesante la

idea de trabajar desde ahí. También estaba la idea de reformular figuras tradicionales de la

literatura de terror, y hacerlo con, por ejemplo, mitología argentina, que no ha llegado a la

literatura como debería, o apenas lo ha hecho. En 'Cosas que perdimos en el fuego' el hilo conductor

era otro, eran las mujeres, era lo siniestro femenino.

P.- Sus cuentos funcionan a menudo como novelas comprimidas, ¿cómo los construye?

R.- Surgen de forma bastante intuitiva. Los pienso mucho antes de escribirlos. Los vivo, como si

fueran pesadillas. Y luego los escribo, en una sentada o dos. Escribirlos es como una explosión.

Pero sólo estoy poniendo por escrito algo que ya he visto. Tomo pocas notas. Los trabajo

mentalmente. Sale de forma tan vívida porque realmente los he vivido, de alguna forma, como sueños,

como pesadillas.

P.- ¿Y todo ese miedo se gestó cuando era niña y leía historias góticas?

R.- Sí, leer a los ocho años ciertas historias te marca para siempre. Aunque también lo hace crecer en

Argentina en la época en la que lo hice y escuchar descripciones de torturas en las noticias, y leerlas en

los periódicos, vivir con ese terror presente y posible, un terror que ya no era cosa de novelas, que era

real. Un terror real, palpable, que entronca con un miedo atávico, infantil, y que además

estaba viviendo mientras era aún una niña. A la vez, el hecho de que yo no tuviera cerca ningún

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caso de desaparecidos, nada tan horrible, me permitía verlo desde fuera, contarlo, con una distancia

que quizá no hubiese tenido de otra manera.

P.- ¿Está el terror, pues, íntimamente ligado a la infancia?

R.- Sí, es en la infancia donde el terror se tatúa. La literatura te permite vestirlo de diferentes

maneras. Me gusta el género, me gusta tanto que lo investigo, y me pregunto qué ropa nueva puedo

ponerle. Se han escrito, por ejemplo, muchos relatos de fantasmas en castillos, pero no tantos en

departamentos. No es lo mismo encontrar huesos perdidos en una abadía inglesa del siglo

XVI que en la Argentina de hoy. Y es ahí donde el relato se vuelve social, porque un relato de

terror en Argentina no es sólo un relato de género. Porque sigue habiendo desparecidos, y los huesos

son un asunto político.

P.- En uno de los relatos se habla claramente de eso ('Chicos que faltan') y luego hay otro en el que

anticipa la serie que Emmanuel Carrère escribió para televisión ('Les Revenants') e inevitablemente en

su caso, como dice, tiene una vertiente social.

R.- Tengo una amiga, una escritora, que perdió a sus padres, y pudo recuperar a su hermano, y

cuando leyó el relato, creyó que estaba contando su historia, y eso no era lo que yo había pretendido.

Yo había pretendido hablar de un mito inglés, el 'changeling', la historia de niños que son llevados a

una especie de país de las hadas y que son sustituidos, en nuestro mundo, por niños idénticos que sin

embargo no son los mismos. Quise hacer algo con ese tema y acabé, inevitablemente,

hablando, sin darme cuenta, de los niños que se llevaron los militares y regresaron, pero

ya no eran los mismos.

P.- En otro de los relatos, 'Rambla Triste', habla de su percepción de Barcelona, y convierte la ciudad

en una especie de pesadilla.

R.- Me interesa mucho la idea de hacer del lugar un personaje. Y en ese relato la ciudad de Barcelona

es un personaje. Estaba enfadada porque había perdido a muchos de mis amigos en

Barcelona. Se habían ido y no habían vuelto. Porque en los 90 se puso de moda emigrar

a Barcelona. Imaginé que ese lugar era un lugar con memoria, y que quería de alguna forma

vengarse de todo lo que le estaba sucediendo y se vengaba atrapando a aquellos que lo habitaban,

impidiéndoles salir. Como en todos los casos, era mi inconsciente hablando, porque el terror es el

género del inconsciente.

P.- Se le compara a menudo con Shirley Jackson, ¿quiénes son sus maestros?

R.- Mi maestro indiscutible es Stephen King. Fue a través de Stephen King que di con Shirley Jackson,

que me encanta. Pero fue King quien me llevó a ella. King ha sido un señalador, un prescriptor.

29
A través de él, descubrí a Peter Straub, a Clive Barker, a Ray Bradbury, que es súper

importante para mí, y a Robert Aickman, que ahora mismo me vuelve loca, y a autores que han

tratado la ciudad como personaje, como el lugar en el que el pasado sigue sucediendo. Porque esa es la

idea del fantasma. El fantasma es el pasado que sigue sucediendo. Silvina Ocampo, su humor negro,

su crueldad desencajada, me encantan.

P.- ¿Para cuándo la novela?

R.- Estoy trabajando ahora mismo en una novela muy de género que espero terminar a

finales de año. Y a la vez estoy trabajando en nuevos cuentos, que reuniré tarde o temprano, cuando

tenga los suficientes. ¿El tema de la mayoría? El amor, el amor tóxico.

La reseña

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Vuelta a los textos

Las reseñas literarias involucran a dos autores: el que escribió el libro reseñado y el autor de
la reseña, que imprime su estilo personal y una lectura crítica propia. Lean la siguiente reseña
de un poemario de Rita Gonzalez Hasaynjes y observen el análisis de sus partes.

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El realismo mágico y la ficción histórica

Un señor viejo con unas alas enormes


Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que
atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche
con calenturas y se pensaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de
cenizas, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían
convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que
cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver
qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para
descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de
sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba
poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron
el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas
unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa
condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo
grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo
observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del
asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les

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contentó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como
pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un
náufrago solitario de laguna, nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron
para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó
con una mirada para sacarlos del error.
- Es un ángel - les dijo -. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que
lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en la casa de Playo tenían cautivo un ángel de carne
y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran
sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no había tenido corazón para matarlo a
palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de
alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el
gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían
matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces
se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones
para tres días, y abandonarlo a su suerte en alta mar. Pero cuando salieron al patio con las
primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin
la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no
fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa
hora ya habían acudido curiosos, menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda
clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería
nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a
general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que
dura conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y
sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido
leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó en un instante su catecismo, y todavía pidió
que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más bien parecía
una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose
al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían
tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de
anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le
dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de su impostura al comprobar
que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de
cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las
alas sembrando de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y
nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles.
Entonces abandonó el gallinero y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos
de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios
de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento
esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían
serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para
que este escribiera otra a su primado y para que este escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo
que el veredicto final viniera de los tribunales más latos. Su prudencia cayó en corazones
estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas
había en el patio una alboroto de mercado, y tuvieron que llevar tropa con bayonetas para
espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido
de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco
centavos por la entrada para ver al ángel.

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Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador,
que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso
porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los
enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los
latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir
porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a
deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En
medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban
felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y
todavía la fila de peregrinos que esperaban turno para entrar llegaba hasta el otro lado del
horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba en
buscar acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor del infierno, de las lámparas de aceite
y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera
cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento
específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos
papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó
comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la
paciencia, sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de
los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para
torcerse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se
levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le
abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos porque llevaba tantas horas de estar
inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y
con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de
gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque
muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia, sino de dolor, desde entonces se
cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe
en uso de buen retiro, sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración
doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el
correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el
convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas
veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas
de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial
no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe,
llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por
desobedecer a sus padres. La entrada para verla no solo costaba menos que la entrada para ver
al ángel, sino que permitía hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y
examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era
una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero
lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los
pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres
para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin
permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el
relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne
molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado
de tanta verdad humana y de tan temible encarnamiento, tenía que derrotar sin proponérselo al
de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además, los escasos

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milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego,
que no recobró la visión, pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico, que no pudo
andar, pero tuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en
las heridas. Aquellos milagros de consolación, que más bien parecían entretenimientos de
burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña
terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el
patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los
cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron
una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se
metiera los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se
metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y
renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas
satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras
más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue el único que no mereció
atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mira en su interior,
no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba
como fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el
niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se
fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los
dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a
pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero
soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos
contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación
de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que
no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de
sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía
entender por qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado
el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño.
Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina.
Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que
se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era
una desgraciada vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de
anticuario se le habían vuelto tan turbios que andana tropezando con los horcones, y ya no le
quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y
le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y solo entonces advirtieron que pasaba la
noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas
veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y no siquiera la vecina sabia
había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no solo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros
soles. Se quedó inmóvil muchos días en un rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera,
y al principio de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras,
plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él
debía conocer muy bien de que nadie notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes
que a veces cantaba bajo las estrellas.
Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento
que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió
al ángel en las primeras tentativas de vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de
arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos

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indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura.
Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de
las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió
viéndolo hasta cuando ya no era posible que pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo
en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.

Gabriel García Márquez. 1972.

Clase 63
Pablo De Santis

Un exsoldado rememora su paso por el servicio militar, a sus compañeros y las distintas
realidades de la guerra…

Un sábado de febrero de 1982 entré en la peluquería que estaba enfrente de mi casa. Los
peluqueros eran dos: Alberto y Luigi. Albero era argentino y cortaba muy bien. Luigi era
italiano (había venido a Buenos Aires en 1946, meses después del fin de la guerra) y cortaba
muy mal. Todos los clientes querían atenderse con Alberto. Yo prefería con Luigi, para no
tener que esperar. Esa mañana pasé frente a los tres clientes que esperaban a Alberto y me senté
en el sillón siempre vacío de Luigi:
_ Rapado, por favor.
_ ¿Rapado?
_ Me llegó la carta de servicio militar. El lunes tengo que presentarme en el cuartel.
Entre los peluqueros y los clientes hubo un murmullo equidistante entre la compasión y un
vago orgullo viril, del tipo “en la colimba se hacen los hombres”. Pero pronto la conversación
volvió a su cause natural: el futbol.
Alberto hablaba todo el tiempo, siempre de Independiente. Luigi no hablaba nunca, excepto
cuando decía su frase de cabecera. Gramaticalmente, eran tres freses, pero podemos
considerarlas como solo una. Todos los pequeños problemas y preocupaciones de los clientes
quedaban aplastados por esa sentencia. ¿Quién se hubiera atrevido a discutirle? La charla
interminable de Alberto nos hablaba de los pequeños placeres y percances que hacen nuestra
vida. La frase única de Luigi nos recordaba el feroz peso de la Historia. Había que escuchar a
uno y a otro para tener una mirada equilibrada sobre el significado de las cosas.
Esa mañana alguien se quejó de cuánto costaba la platea en River y agregó que no podía llegar
a fin de mes, aunque febrero fuera tan corto. Alberto suspiró con fastidio: ese paso del fútbol a
la realidad le iba a dar pie a Luigi para salir de su silencio y decir su frase, que desanimaba a
todo el mundo. Así fue. Luigi, sin apartar sus ojos de mi ya despoblada cabeza, dejó caer su
sentencia de siempre:
_ Ustedes no saben lo que es el hambre. Ustedes no saben lo que es el frío. Ustedes no saben
lo que es la guerra.
Silencio. ¿Qué podíamos decir nosotros, los que no conocíamos el hambre, el frío, la guerra?
Pronto Alberto tiró el nombre de algún borroso defensor de Independiente y la conservación
revivió.
El lunes siguiente, antes de amanecer, fui en tres hasta el cuartel, en Ciudadela. Era el GABA
101. Ya no existe. GADA quería decir Grupo de Artillería de Defensa Antiaérea. Debíamos
ser unos doscientos. La mayoría nos habíamos rapado, y otros tuvieron que pasar por los

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peluqueros del ejército, tres soldados clase 62 que se ensañaban con los novatos. Nos
entregaron un bolso grande, un uniforme de combate (color verde), un uniforme de fajina (color
marrón), un par de zapatillas Flecha y un equipo de vajilla de aluminio, abollado por
generaciones de soldados. Cuando nos llevaron a elegir borceguíes, los que quedaban eran muy
chicos o muy grandes. Tuve que elegir un 45, cuatro números más grandes que mi pie. Rápido,
señoritas, rápido _ alentaba un cabo. Nos llevaron en camiones hasta un campo en Ingeniero
Maschwitz. Nos separaron en dos grandes grupos y estos a su vez en pelotones de ocho
soldados cada uno. Armamos las carpas de lona vieja bajo unos altos eucaliptos.
El segundo día me hice amigo de Aguirre, que vivía en Flores y al que también, como a mí, le
gustaban los libros. No podíamos leer, por supuesto, pero al menos podíamos conversar de los
libros que habíamos leído.
Una mañana le señalé a dos soldados que yacían en el suelo, a unos veinte metros del
campamento. Estaban boca arriba, las manos y los pies separados y atados a estacas, como en
una ilustración del Martín Fierro. Aguirre dijo que si él tenía que pasar todo el día al sol,
inmóvil, con las hormigas comiéndole por la cara, se moría. Pero entonces se oyó una voz
serena y segura.
_ Esos dos son clase 62. A nosotros no nos pueden estaquear
_ ¿Por qué no?
_ Somos clase 63, técnicamente no somos soldados, somos reclutas. Nos vamos a convertir en
soldados recién el 20 de junio, cuando juremos la bandera. Entonces sí van a poder
estaquearnos.
El que hablaba era Pedro Lanes. Más alto que Aguirre y yo, lo que no quiere decir que fuera
alto. Era uno de los pocos que había terminado el secundario, y pensaba estudiar para contador.
De otros castigos, según aprendimos los días siguientes, non podíamos escapar: cavar pozos en
medio de la noche, recibir patadas de cabos y sargentos, aplaudir cardos. Pero Lanes nunca
tomaba aquellas cosas como algo personal.
_ Es una parte de la vida. Se pasa.
Una tarde, en un milagroso minuto de paz, mientras cosíamos las medias rotas y reponemos
botones caídos, Lanes nos preguntó con aire confidencial a Aguirre y a mí:
_ ¿Se anotaron entre los voluntarios para el curso?
_ ¿Qué curso?
_ Cañones antiaéreos. Empieza apenas volvamos al cuartel.
Nadie nos había hablado de nada. Aguirre susurró:
_ Mi padre me dio un consejo: “Nunca seas voluntario para nada. Nunca confíes en ellos. Que
no se den cuenta de que existís”
_: Yo tengo mis razones para aceptar _ dijo Lanes _
Las prácticas de fuego antiaéreo se hacen en el grupo de artillería de Mar del Plata. En
Ciudadela no tienen campo de tiro, ahí sí. Sueltan unos grandes globos y les disparan a los
cañones. Si acertarás, te premian con dos días de franco.
_ ¿Y con eso qué? _ preguntó Aguirre.
_ Quiero conocer Mar del Plata.
Un sargento llamó a Aguirre para que fuera a la cocina a pelar papas. Lanes dijo en voz baja,
concentrado en el hilo y la aguja:
_ Yo nunca vi el mar. Me pareció milagroso que hubiera algo que no conociera y yo sí, algo
frente a lo cual no sintiera esa alarmante familiaridad con la que caminaba por la vida.
Durante un mes habíamos llevado los fusiles desde el amanecer hasta la noche. Llegó el día en
que hubo que cargarlos. Nos repartieron veinte balas a cada uno. Marchamos una hora hasta
llegar al campo de tiro. Primero disparamos, con viejos y averiados Fals de fabricación belga,
a lejanos blancos. Un teniente felicitó a Lanes, que había sido el mejor tirador de la compañía.

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Al día siguiente volvimos al campo de tiro, esta vez para disparar con pistolas. Pero nunca
llegamos a hacerlo. Desde temprano oficiales y suboficiales habían estado conversando entre
ellos. En todo el día nadie nos había insultado ni pateado. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué de
pronto nos trataban sin furia ni desprecio, como si el invisible pecado que nos había llevado
hasta allí hubiera sido perdonado?
Con Aguirre consultamos a Lanes, que todo lo sabía.
_ Acabamos de tomar Malvinas.
_ ¿Qué?
_ Lo que oyen. Se suspende todo.
_ ¿Las prácticas de tiro?
Nos miró como niños.
_ Las instrucciones, el campamento, todo. Volvemos al cuartel.
Uno de los subtenientes que estaba a cargo de nuestra compañía nos reunió y confirmó la
versión de
Lanes. Dio una pequeña renga, pero se notaba que estaba nervioso. Otros oficiales, en cambio,
lucían exaltados, se abrazaban y reían. En silencio volvimos al campamento. Desarmamos las
carpas y subimos a los camiones. Cuando partimos, ya era de noche.
Mientras en las tapas de los diarios y en la televisión solo había noticias de triunfo, en el cuartel
había constantes rumores de desastres y de muertes. No podíamos saber nada con certeza: no
lo teníamos a Lanes. Todos los que sabían manejar cañones antiaéreos habían sido movilizados.
Poco después de la rendición me dieron de baja, al igual que casi todos los soldados del país.
Volvía a la vida civil, dejé de afeitarme y de cortarme el pelo. Ya había empezado la primavera
cuando me encontré en la calle con Aguirre. Antes de que tuviera tiempo de preguntar, me dio
la mala noticia: Lanes había muerto durante uno de los últimos ataques ingleses, en las afueras
de Puerto Argentino.
_ Fue poco antes de la rendición, en medio de una retirada. Habían estado tirándoles a los
aviones ingleses. Cuando los proyectiles daban en el blanco, no estallaban. Toda la munición
estaba arruinada. Lanes y un soldado clase 62 quedaron en la retaguardia. Estaba terminando
de levantar los equipos cuando una bomba los alcanzó.
Yo tenía diecinueve años: no pensé en padres o hermanos, no pensé en la red que une a cada
uno con los demás, en el daño de una muerte con otras vidas. Ni siquiera pensé en la muerte de
Lanes como un hecho aislado, como si hubiera corrido en el interior de un laboratorio o en la
superficie de un planeta distante.
Con Lanes la frase del peluquero Luigi no se cumplía. Él sí había conocido el hambre, el frío
y la guerra.
_ Le dije que no se ofreciera de voluntario _ dijo de pronto Aguirre _. Que nunca confiara en
ellos. Él, que sabía todo, ¿cómo no sabía eso? ¿Por qué acepto?
La pregunta no era para mí. No era para nadie. Igual respondí:
_ Quería conocer el mar.

Pablo De
Santis.

Pablo De Santis: Licenciado en Letras por la UBA, es escritor, periodista y guionista de


historietas y de televisión. En su amplia obra recorre imaginarios tanto realistas y policiales
como fantásticos. También es miembro de la Academia Argentina de Letras.
Sus obras recorren el mundo y en 2014 su novela El inventor de juegos fue llevada al cine.

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Cuando hablábamos con los muertos (MARIANA ENRIQUEZ)

A esa edad suena música en la cabeza, todo el tiempo, como si transmitiera una radio en
la nuca, bajo el cráneo. Esa música un día empieza a bajar de volumen o sencillamente se
detiene. Cuando eso pasa, uno deja de ser adolescente. Pero no era el caso, ni de cerca,
de la época en que hablábamos con los muertos. Entonces la música estaba a todo
volumen y sonaba como Slayer, Reign in Blood.
Empezamos con la copa en casa de la Polaca, encerradas en su pieza. Teníamos que
hacerlo en secreto porque Mara, la hermana de la Polaca, les tenía miedo a los fantasmas
y a los espíritus, le tenía miedo a todo, bah, era una pendeja estúpida. Y teníamos que
hacerlo de día, por la hermana en cuestión y porque la Polaca tenía mucha familia. Todos
se acostaban temprano, y lo de la copa no le gustaba a ninguno porque eran
recontracatólicos, de ir a misa y rezar el rosario. La única con onda de esa familia era la
Polaca, y ella había conseguido una tabla ouija tremenda, que venía como oferta especial
con unos suplementos sobre magia, brujería y hechos inexplicables que se llamaban El
Mundo de lo Oculto, que se vendían en kioscos de revistas y se podían encuadernar. La
ouija ya la habían regalado varias veces con los fascículos, pero siempre se agotaba antes
de que cualquiera de nosotras pudiera juntar el dinero para comprarla. Hasta que la Polaca
se tomó las cosas en serio, ahorró, y ahí estábamos con nuestra preciosa tabla, que tenía
los números y las letras en gris, fondo rojo y unos dibujos muy satánicos y místicos, todo
alrededor del círculo central. Siempre nos juntábamos cinco: yo, Julita, la Pinocha (le
decíamos así porque era de madera, la más bestia en la escuela, no porque tuviera nariz
grande), la Polaca y Nadia. Las cinco fumábamos, así que a veces la copa parecía flotar
en humo cuando jugábamos, y les dejábamos la habitación apestando a la Polaca y a su
hermana. Para colmo, cuando empezamos con la copa era invierno, así que no podíamos
abrir las ventanas porque nos cagábamos de frío.
Así, encerradas entre humo y con la copa totalmente enloquecida, nos encontró Dalila, la
madre de la Polaca, y nos sacó a patadas. Yo pude recuperar la tabla –y me la quedé desde
entonces– y Julita evitó que se partiera la copa, lo cual hubiera sido un desastre para la
pobre Polaca y su familia, porque el muerto con el que estábamos hablando justo en ese
momento parecía malísimo, hasta había dicho que no era un muerto-espíritu, nos había
dicho que era un ángel caído. Igual, a esa altura, ya sabíamos que los espíritus eran muy
mentirosos y mañosos, y no nos asustaban más con trucos berretas, como que adivinaran
cumpleaños o segundos nombres de abuelos. Las cinco nos juramos con sangre –
pinchándonos el dedo con una aguja– que ninguna movía la copa, y yo confiaba en que
era así. Yo no la movía, nunca la moví, y creo de verdad que mis amigas tampoco. Al
principio, a la copa siempre le costaba arrancar, pero cuando tomaba envión parecía que
había un imán que la unía a nuestros dedos, ni la teníamos que tocar, jamás la
empujábamos, ni siquiera apoyábamos un poco el dedo; se deslizaba sobre los dibujos
místicos y las letras tan rápido que a veces ni hacíamos tiempo de anotar las respuestas a
las preguntas (una de nosotras, siempre, era la que tomaba nota) en el cuaderno especial
que teníamos para eso.

Cuando nos descubrió la loca de la madre de la Polaca (que nos acusó de satánicas y
putas, y habló con nuestros padres: fue un garronazo) tuvimos que parar un poco con el
juego, porque se hacía difícil encontrar otro lugar donde seguir. En mi casa, imposible:
mi mamá estaba enferma en esa época, y no quería a nadie en casa, apenas nos aguantaba

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a la abuela y a mí; directamente me mataba si traía compañeras de la escuela. En lo de
Julita no daba, porque el departamento donde vivía con sus abuelos y su hermanito tenía
un solo ambiente; lo dividían con un ropero para que hubiera dos piezas, digamos, pero
era ese espacio solo, sin intimidad para nada, después quedaban solamente la cocina y el
baño, y un balconcito lleno de plantas de aloe vera y coronas de Cristo, imposible por
donde se lo mirara. Lo de Nadia era imposible porque quedaba en la villa: las otras cuatro
no vivíamos en barrios muy copados, pero nuestros padres no nos iban a dejar ni en pedo
pasar la noche en la villa; para ellos era demasiado. Nos podríamos haber escapado sin
decirles, pero la verdad es que también nos daba un poco de miedo ir. Nadia, además, no
nos mentía: nos contaba que era muy brava la villa, y que ella se quería ir lo antes que
pudiera, porque estaba harta de oír los tiros a la noche y los gritos de los guachos
repasados, y de que la gente tuviera miedo de visitarla.
Quedaba nomás lo de la Pinocha. El único problema con su casa era que quedaba muy
lejos, había que tomar dos colectivos, y convencer a nuestros viejos de que nos dejaran ir
hasta allá, a la loma del orto. Pero lo logramos. Los padres de la Pinocha no daban bola,
así que en su casa no corríamos el riesgo de que nos sacaran a patadas hablando de Dios.
Y la Pinocha tenía su propia habitación, porque sus hermanas ya se habían ido de la casa.
Por fin, una noche de verano las cuatro conseguimos el permiso y nos fuimos hasta lo de
la Pinocha. Era lejos de verdad, la calle donde quedaba su casa no estaba asfaltada y había
zanja al lado de la vereda. Tardamos como dos horas en llegar. Pero cuando llegamos en
seguida nos dimos cuenta de que era la mejor idea del mundo haberse mandado hasta allá.
La pieza de la Pinocha era muy grande, había una cama matrimonial y cuchetas: nos
podíamos acomodar las cinco para dormir sin problema. Era una casa fea porque todavía
estaba en construcción, con el revoque sin pintar, las bombitas colgando de los feos cables
negros, sin lámparas, el piso de cemento nomás, sin azulejos ni madera ni nada. Pero era
muy grande, tenía terraza y fondo con parrilla, y era mucho mejor que cualquiera de
nuestras casas. Vivir tan lejos no estaba bueno, pero si era para tener una casa así, aunque
estuviera incompleta, valía la pena. Allá afuera, lejos de la ciudad, el cielo de la noche se
veía azul marino, había luciérnagas y el olor era diferente, una mezcla de pasto quemado
y río. La casa de la Pinocha tenía todo rejas alrededor, eso sí, y también la cuidaba un
perro negro grandote, creo que un rottweiller, con el que no se podía jugar porque era
bravo. Vivir lejos parecía un poco peligroso, pero la Pinocha nunca se quejaba.
A lo mejor porque el lugar era tan diferente, porque esa noche nos sentíamos distintas en
la casa de la Pinocha, con los padres que escuchaban a los Redondos y tomaban cerveza,
mientras el perro les ladraba a las sombras, a lo mejor por eso Julita blanqueó y se animó
a decirnos con qué muertos quería hablar ella.
Julita quería hablar con su mamá y su papá.
---
Estuvo buenísimo que Julita finalmente abriera la boca sobre sus viejos, porque nosotras
no nos animábamos a preguntarle. En la escuela se hablaba mucho del tema, pero nadie
se lo había dicho nunca en la cara, y nosotras saltábamos para defenderla si alguien decía
una pelotudez. La cuestión es que todos sabían que los viejos de Julita no se habían muerto
en un accidente: los viejos de Julita habían desaparecido. Estaban desaparecidos; Eran

desaparecidos. Nosotras no sabíamos bien cómo se decía. Julita decía que se los habían
llevado, porque así hablaban sus abuelos. Se los habían llevado y por suerte habían dejado
a los chicos en la pieza (no se habían fijado en la pieza capaz: igual, Julita y su hermano
no se acordaban de nada, ni de esa noche ni de sus padres tampoco).
Julita los quería encontrar con la tabla, o preguntarle a algún otro espíritu si los había
visto. Además de tener ganas de hablar con ellos, quería saber dónde estaban los cuerpos.

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Porque eso tenía locos a sus abuelos; su abuela lloraba todos los días por no tener dónde
llevar una flor. Pero además Julita era muy tremenda: decía que si encontrábamos los
cuerpos, si nos daban la data y era posta, teníamos que ir a la tele o los diarios, y nos
hacíamos más que famosas, nos iba a querer todo el mundo.
A mí por lo menos me pareció re fuerte esa parte de sangre fría de Julita, pero pensé que
estaba bien, cosa de ella. Lo que sí, nos dijo, teníamos que empezar a pensar en otros
desaparecidos conocidos, para que nos ayudaran. En un libro sobre el método de la tabla
habíamos leído que ayudaba concentrarse en un muerto conocido, recordar su olor, su
ropa, sus gestos, el color de su pelo, hacer una imagen mental, entonces era más fácil que
el muerto de verdad viniera. Porque a veces venían muchos espíritus falsos que mentían
y te quemaban la cabeza. Era difícil distinguir.
La Polaca dijo que el novio de su tía estaba desaparecido, se lo habían llevado durante el
Mundial. Todas nos sorprendimos porque la familia de la Polaca era re careta. Ella nos
aclaró que casi nunca hablaban del tema, pero a ella se lo había contado la tía, medio
borracha, después de un asado en su casa, cuando los hombres hablaban con nostalgia de
Kempes y el Campeonato del Mundo, y ella se sulfuró, se tomó un trago de vino tinto y
le contó a la Polaca sobre su novio y lo asustada que había estado ella. Nadia aportó a un
amigo de su papá, que cuando ella era chica venía a comer seguido los domingos y un día
no había venido más. Ella no había registrado mucho la falta de ese amigo, sobre todo
porque él solía ir mucho a la cancha con su viejo, y a ella no la llevaban a los partidos.
Sus hermanos registraron más que ya no venía, le preguntaron al viejo, y al viejo no le
dio para mentirles, para decirles que se habían peleado o algo así. Les dijo a los chicos
que se lo habían llevado, lo mismo que decían los abuelos de Julita. Después, los
hermanos le contaron a Nadia. En ese momento, ni los chicos ni Nadia tenían idea de
adónde se lo habían llevado, o de si llevarse a alguien era común, si era bueno o era malo.
Pero ahora ya todas sabíamos de esas cosas, después de la película La Noche de los
Lápices (que nos hacía llorar a los gritos, la alquilábamos como una vez por mes) y el
Nunca Más –que la Pinocha había traído a la escuela, porque en su casa se lo dejaban
leer– y lo que contaban las revistas y la televisión. Yo aporté a mi vecino del fondo, un
vecino que había estado ahí poco tiempo, menos de un año, que salía poco a la calle pero
nosotros lo podíamos ver paseando por el fondo (la casa tenía un parquecito atrás). No
me lo acordaba mucho, era como un sueño, tampoco se la pasaba en el patio, pero una
noche lo vinieron a buscar y mi vieja se lo contaba a todo el mundo, decía que por poco,
por culpa de ese hijo de puta, casi nos llevan también a nosotras. A lo mejor porque ella
lo repetía tanto a mí se me quedó grabado el vecino, y no me quedé tranquila hasta que
otra familia se mudó a esa casa, y me di cuenta de que él no iba a volver más.
La Pinocha no tenía a ninguno que aportar, pero llegamos a la conclusión de que con
todos los muertos que ya teníamos era suficiente. Esa noche jugamos hasta las cuatro de
la mañana, a esa hora ya empezamos a bostezar y a tener la garganta rasposa de tanto
fumar, y lo más fantástico fue que los padres de la Pinocha ni vinieron a tocar la puerta
para mandarnos a la cama. Me parece, no estoy segura porque la ouija consumía mi
atención, que estuvieron mirando tele o escuchando música hasta la madrugada, también.

---
Después de esa primera noche, conseguimos permiso para ir a lo de la Pinocha dos veces
más, en el mismo mes. Era increíble, pero los padres o responsables de todas habían
hablado por teléfono con los viejos de la Pinocha, y por algún motivo la charla los dejó
recontratranquilos. El problema era otro: nos costaba hablar con los muertos que
queríamos. Daban muchas vueltas, les costaba decidirse por el sí o por el no, y siempre
llegaban al mismo lugar: nos contaban dónde habían estado secuestrados, y ahí se

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quedaban, no nos podían decir si los habían matado ahí, o si los llevaron a algún otro
lugar, nada. Daban vueltas después y se iban. Era frustrante. Creo que hablamos con mi
vecino, pero después de escribir POZO DE ARANA, se fue. Era él, seguro: nos dijo su
nombre, lo buscamos en el Nunca Más y ahí estaba, en la lista. Nos cagamos en las patas:
era el primer muerto posta posta con el que hablábamos. Pero de los padres de Julita,
nada.
Fue la cuarta noche en lo de la Pinocha cuando pasó lo que pasó. Habíamos logrado
comunicarnos con uno que conocía al novio de la tía de la Polaca, habían estudiado juntos,
decía. El muerto con el que hablamos se llamaba Andrés, y nos dijo que no se lo habían
llevado ni había desaparecido: él mismo se había escapado a México, y ahí se murió
después, en un accidente de coche, nada que ver. Bueno, este Andrés tenía re buena onda,
y le preguntamos por qué todos los muertos se iban cuando les preguntamos adónde
estaban sus cuerpos. Nos dijo que algunos se iban porque no sabían dónde estaban,
entonces se ponían nerviosos, incómodos. Pero otros no contestaban porque alguien los
molestaba. Una de nosotras. Quisimos saber por qué, y nos dijo que no sabía el motivo,
pero que era así, una de nosotras estaba de más.
Después, el espíritu se fue.
Nos quedamos pensando un toque en eso, pero decidimos no darle importancia. Al
principio, en nuestros primeros juegos con la tabla, siempre le preguntábamos al espíritu
que venía si alguien molestaba. Pero después dejamos de hacerlo porque a los espíritus
les encantaba molestar con eso, y jugaban con nosotras, primero decían Nadia, después
decían no, con Nadia está todo bien, la que molesta es Julita, y así nos podían tener toda
la noche poniendo y sacando el dedo de la copa, y o hasta yéndonos de la habitación,
porque los guachos no tenían límites en sus pedidos.
Lo de Andrés nos impresionó tanto, igual, que decidimos repasar la conversación anotada
en el cuaderno, mientras destapábamos una cerveza.
Entonces tocaron a la puerta de la pieza. Nos sobresaltamos un poco, porque los padres
de la Pinocha nunca molestaban.
–¿Quién es? –dijo la Pinocha, y la voz le salió un poco tembleque. Todas teníamos un
poco de cagazo, la verdad.
–Leo, ¿puedo pasar?
–¡Dale, boludo! –la Pinocha se levantó de un salto y abrió la puerta. Leo era su hermano
mayor, que vivía en el centro y visitaba a los viejos nomás los fines de semana, porque
trabajaba todos los días. Y no todos los fines de semana, porque a veces estaba demasiado
cansado. Nosotras lo conocíamos porque antes, cuando éramos más chicas, en primer y
segundo año, a veces él iba a buscar a la Pinocha a la escuela, cuando los viejos no podían.
Después empezamos a usar el colectivo, ya estábamos grandes. Una lástima, porque
dejamos de ver a Leo, que estaba fuertísimo, un morocho de ojos verdes con cara de
asesino, para morirse. Esa noche, en la casa de la Pinocha, estaba tan lindo como siempre.
Todas suspiramos un poco y tratamos de esconder la tabla, nomás para que él no pensara
que éramos raras. Pero no le importó.
–¿Jugando a la copa? Es jodido eso, a mí me da miedo, re valientes las pendejas –dijo. Y
después, la miró a su hermana–: –Pendeja, ¿me ayudás a bajar de la camioneta unas cosas
que les traje a los viejos? Mamá ya se fue a acostar y el viejo está con dolor de espalda...
–Qué ganas de joder que tenés, ¡es re tarde!
–Y bueno, me pude venir a esta hora, qué querés, se me hizo tarde. Copate, que si dejo
las cosas en la camioneta me las pueden afanar.
La Pinocha dijo bueno con mala onda, y nos pidió que esperáramos. Nos quedamos
sentadas en el suelo alrededor de la tabla, hablando en voz baja de lo lindo que era Leo,
que ya debía tener como 23 años, era mucho más grande que nosotras. La Pinocha

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tardaba, nos extrañó. A la media hora, Julita propuso ir a ver qué pasaba.
Y entonces todo pasó muy rápido, casi al mismo tiempo. La copa se movió sola. Nunca
habíamos visto una cosa así. Sola solita, ninguna de nosotras tenía el dedo encima, ni
cerca. Se movió y escribió muy rápido, “ya está”. ¿Ya está? ¿Qué cosa ya está? En
seguida, un grito desde la calle, desde la puerta: la voz de la Pinocha. Salimos corriendo
a ver qué pasaba, y la vimos abrazada a la madre, llorando, las dos sentadas en el sillón
al lado de la mesita del teléfono. En ese momento no entendimos nada, pero después,
cuando se tranquilizó un poco la cosa –un poco–, reconstruimos más o menos.
La Pinocha había seguido a su hermano hasta la vuelta de la casa. Ella no entendía por
qué había dejado la camioneta ahí, si había lugar por todos lados, pero él no le contestó.
Se había puesto distinto cuando salieron de la casa, se había puesto mala onda, no le
hablaba. Cuando llegaron a la esquina, él le dijo que esperara y, según la Pinocha,
desapareció. Estaba oscuro, así que podía ser que hubiera caminado unos pasos y ya se
perdiera de vista, pero según ella había desaparecido. Esperó un rato a ver si volvía, pero
como tampoco estaba la camioneta, le dio miedo. Volvió a la casa y encontró a los viejos
despiertos, en la cama. Les contó que había venido Leo, que estaba súper raro, que le
había pedido bajar algunas cosas de la camioneta. Los viejos la miraron como si estuviera
loca. “Leo no vino, nena, ¿de qué estás hablando? Mañana trabaja temprano.” La Pinocha
empezó a temblar de miedo y decir “era Leo, era Leo”, y entonces su papá se calentó, le
gritó si estaba drogada o qué. La mamá, más tranquila, le dijo: “Hagamos una cosa: lo
llamamos a Leo a la casa. Debe estar durmiendo ahí”. Ella también dudaba un poco ahora,
porque veía que la Pinocha estaba muy segura y muy alterada. Llamó, y después de un
rato largo Leo la atendió, puteando, porque estaba en el quinto sueño, dormido. La madre
le dijo “después te explico” o algo así, y se puso a tranquilizar a la Pinocha, que tuvo
tremendo ataque de nervios.
Hasta la ambulancia vino, porque la Pinocha no paraba de gritar que “esa cosa” la había
tocado (el brazo sobre los hombros, como en un abrazo que a ella le dio más frío que
calor), y que había venido porque ella era “la que molestaba”.
Julita me dijo, al oído, “es que a ella no le desapareció nadie”. Le dije que se callara la
boca, pobre Pinocha. Yo también tenía mucho miedo. Si no era Leo, ¿quién era? Porque
esa persona que había venido a buscar a la Pinocha era tal cual su hermano, como un
gemelo idéntico, ella no había dudado. ¿Quién era? Yo no quería acordarme de sus ojos.
No quería volver a jugar a la copa ni volver a lo de la Pinocha.

Nunca volvimos a juntarnos. La Pinocha quedó mal y los padres nos acusaban –pobres,
tenían que acusar a alguien– y decían que le habíamos hecho una broma pesada, que la
había dejado medio loca. Pero todos sabíamos que no era así, que la habían venido a
buscar porque, como nos dijo el muerto Andrés, ella molestaba. Y así se terminó la época
en que hablábamos con los muertos.
https://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-214356-2013-02-22.html

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Vuelta a los textos
Los relatos históricos son textos que transmiten información sobre hechos del pasado. Entre sus
características encontramos elementos de la trama narrativa y de la explicativa. A continuación,
analizaremos otro relato histórico para ver gráficamente cómo se organizan los elementos que la
componen:

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EL TEATRO

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Útero vacío
Por esa época yo trabajaba en el Juzgado, y era un abogadito recién recibido, imbuido de mi propia
importancia. Lamentaba profundamente que mis ingresos todavía no me permitieran acceder al ansiado
128, que me ahorraría esas cuadras hasta la estación de Tribunales, donde tomaba el subte que me dejaba
sano, salvo y algo desarreglado en mi departamento, al borde mismo de Once. Ella subió en la estación
de la Facultad de Medicina. Flaca, alta, con el pelo oscuro tapándole media cara y un montón de libros
en las manos de dedos largos y huesudos. Manos de artista, diría mi abuela; manos de cirujana, pensé
yo.

Se sentó a mi lado, arremangándose el guardapolvo blanco que llevaba abierto y flotante, como alas,
sobre los jeans, que entonces llamábamos vaqueros, y una camisa a cuadritos, muy poco femenina.

Casi sin querer eché un vistazo a los libros que se puso sobre la falda. El título y el nombre del autor
me saltaron a la cara, y no pude evitar el respingo: La Náusea, de Sartre. Era poco sabio, por no decir
totalmente estúpido, andar circulando en un transporte público con un libro prohibido.

Alcé la vista y me encontré con sus ojos, grandes y pardos, como los de un cachorro, que habían
sorprendido mi mirada de horror y me la devolvían, divertidos.

– No nos podemos quedar solo con lo que dicen los comunicados, no te parece?- cuchicheó, y reconocí
la cadencia musical de Córdoba en su voz.

Tal vez debería haberme callado, quizás hubiera sido mejor mirar para otro lado, o cambiarme de
asiento, pero esos ojos lo enganchaban a uno , y me di cuenta de que quería seguir mirándolos.

-¿No es peligroso?- pregunté, y ella me sonrió con una boca ancha y generosa, en un relámpago de
dientes blancos.

– ¿Sartre? Hay cosas más peligrosas, y mucho menos bellas– sentenció, y a continuación disparó su
nombre, como una declaración.

– Victoria.

– Aníbal – me las arreglé para responder, sin tartamudear.

– Ah, como el Cartaginés- sonrió.

– Como Troilo, mi viejo era fanático – reconocí, y ella se rió, con tintinear de cucharitas de plata.

Se bajó igual que como había subido, un remolino de pelo suelto y piernas largas, apoderándose de la
plataforma como una conquistadora.

Dos días después volvió a subir en la misma estación. Me identificó de inmediato, y abriéndose paso
entre la gente, fue a pararse a mi lado.

– ¿Cómo te va, Cartaginés? – saludó, y yo sonreí, feliz, ante ese chiste que sentí privado.

Una tapa colorida asomaba, insolente, entre los apuntes. Elsa Bonnerman y “Un elefante ocupa mucho
espacio”.

Esta vez me animé a hacerle la pregunta con los ojos.

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– Para los pibes de la villa – explicó – Doy una mano en un comedor comunitario, ya sabés, higiene,
alfabetización, esas cosas.

Asentí, imaginándomela leyendo, con esa sonrisa blanca y abierta, y la voz cantarina.

Desde entonces nos veíamos tres o cuatro veces a la semana, en ese tubo rugiente y veloz, demasiado
veloz para mi gusto, que terminó transformándose en mi universo paralelo, un lugar mágico que me
desesperaba por alcanzar, caminando deprisa hasta la boca del subte, bajando las escaleras de dos en
dos, hasta zambullirme en ese útero mecánico que me llevaría hasta ella.

Hablábamos y reíamos; a veces había incluso pequeños conatos de pelea por lo que ella llamaba mi
“burguesa miopía”, y yo su “exaltada hipersensibilidad”.

Terminaba noviembre cuando le dije que deberíamos tomar algo, animarnos a salir del útero a la vida
real.

Sonrió, apartándose el pelo de la cara, en un gesto que yo ya había aprendido a identificar como previo
a una de sus lapidarias declaraciones.

– Esto debería ser la vida real, Cartaginés. Ojalá lo fuera. No me gusta mucho lo que hay ahí afuera.

Insistí, debatí, arguyendo, en esa esgrima verbal que tanto disfrutábamos, hasta arrancarle un casi sí.

– Me voy a Córdoba unos días, pero en dos semanas vuelvo. Entonces capaz que exploramos ese
“afuera” que vos querés – me sonrió. antes de plantarme un beso en la boca y bajar, casi de un salto.

La vi alejarse, hacerse más chiquita en el andén, muerta de risa ante mi cara de desesperado asombro
por no haber bajado a tiempo para seguirla.

Pelo suelto y piernas largas, sonrisa plena, a medida que el subte se alejaba, aprisionándome lejos de
ella.

Pasaron los quince días prometidos, y treinta mas. Terminó Diciembre. Aún durante la Feria, me iba
hasta Tribunales y tomaba el subte de vuelta, la cara pegada a la puerta, buscándola, esperando el
reencuentro que no llegaba, y dándome cuenta de que solo sabía su nombre, sin dirección, ni apellido,
ni teléfono.

Pasaron meses, después años; empecé a no pensarla durante un par de horas al día, luego un par de días
al mes, y así, hasta llegar a ese estadío de sonrisa melancólica, muy de vez en cuando.

En febrero del 2005, atravesando la Plaza de Mayo, me crucé con la Marcha de las Abuelas. No presté
mucha atención, pensando en el regalo que le iba a comprar a mi nieta al salir de mi despacho, inmerso
en mi vida, tan lejos de su lucha, porque yo nunca había tenido problemas.

Pasaba de largo, indiferente, inmune,hasta que los ojos de cachorro y el largo pelo lacio me golpearon
desde la imagen congelada de una fotografía en blanco y negro: Victoria Armendáriz, 22 años,
secuestrada por un grupo armado paramilitar el 26 de noviembre de 1979 en las escaleras del subte,
estación Facultad de Medicina.

Y de golpe dejé de ser indiferente, dejé de ser inmune, y me quedé mirando la foto hasta que me picaron
los ojos.

Y después corrí. Crucé la Plaza, corriendo, olvidado del auto que me esperaba en el estacionamiento
pago, olvidado de mis 52 años, corrí hasta llegar a la boca de Catedral y me sumergí en el vagón, casi
sin ver.

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Lloré todo el recorrido. Lloré como un chico y como un hombre, lloré porque ella siempre había tenido
razón, y hay cosas mucho más peligrosas y menos bellas que Sartre.

Y porque ahora yo también deseaba que el mundo real fuera ese, nuestro útero mecánico, ahora vacío,
que ya no me llevaría a su encuentro.

* Por Cecilia Solá.

2 de abril: Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas

Como cada 2 de abril, se conmemora el Dia del Veterano y de los Caídos en la Guerra de
Malvinas. La fecha fue establecida en 2006 por una modificación en el artículo primero de la
Ley 25.370, al ser una fecha especial para recordar a nuestros compatriotas que dieron la
vida defendiendo la soberanía de las Islas Malvinas, usurpadas por Inglaterra desde 1833.
Fue un combate armado entre Argentina y el desatado en el año 1982, en el cual se disputó
la soberanía de las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur, ubicadas en el
Atlántico Sur.
Todo comenzó cuando, el 2 de abril de 1982, la dictadura cívico-militar inició el desembarco
de tropas en las islas Malvinas, que fueron tomadas por Inglaterra en el año 1833. El
conflicto armado concluyó el 14 de junio de 1982 con la rendición de la Argentina y provocó
la muerte de 649 soldados argentinos, 255 británicos y 3 civiles isleños.

● Lectura del cuento:

Tito nunca más

El mundo se le vino abajo el día que le cortaron la pierna. Solo tenía dieciocho años y era un
centrodelantero natural, uno de los mejores número nueve surgido jamás de las divisiones inferiores
de Chaco For Ever. Acababa de ser vendido a Boca Juniors, donde iba a debutar semanas después,
cuando recibió la citación para ir a la Guerra. Aquel verano del ‘82 el General Galtieri ordenó atacar las
Islas Malvinas y Tito Di Tullio fue convocado al término de la primera semana. Ahí empezó su calvario.
Le tocó estar en la batalla de Bahía de los Gansos, en la que los cañones ingleses convirtieron las
praderas en infierno, los Harriers atacaban como palomas malignas y los gurkas se movían como
alacranes. Un granadazo hizo volar por los aires la trinchera que habían cavado por la mañana y una
esquirla en la pierna derecha le quebró el fémur y lo dejó tendido, boca arriba, mirando un punto fijo
en el cielo como pidiéndole una explicación. Enseguida reaccionó y, en medio de la balacera, se hizo
un torniquete para detener la pérdida de sangre. La herida no hubiera sido demasiado grave si lo
hubiesen atendido a tiempo, pero la incompetencia militar argentina y la furia británica lo obligaron a
permanecer allí por muchas horas, durante las que fue sintiendo cómo la gangrena o como se llamase
esa mierda que lo paralizaba le tomaba toda la pierna. El bombardeo y la metralla, ruidosamente
unánimes, impedían todo movimiento, y Tito, que parecía un muerto más en el campo de batalla, solo
pudo llorar amargamente, inmóvil y aterrado por el dolor y por el miedo, dándose cuenta, además, de

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que nunca más volvería a jugar al fútbol. Lo encontraron desvanecido y alguno dijo después que los
ingleses lo habían dado por muerto. Unos soldados enfermeros del 7º de Artillería que marchaban en
retirada, al día siguiente, lo reconocieron. Chaqueños todos ellos, uno dijo che éste se parece al Tito
Di Tullio, el nueve de For Ever, y otro dijo no parece, boludo, es el Tito y está vivo. Lo colocaron en
una camilla improvisada y lo llevaron hasta el comando del regimiento, que por esas horas empezaba
a rendirse. La desmoralización era general y nadie sabía quién mandaba. Todos los oficiales estaban
desconcertados y de hecho habían abandonado a sus tropas. Batallones enteros estaban a cargo de
sargentos, o simples cabos, y cuando llegó la camilla en la que agonizaba ese soldado que había
perdido muchísima sangre, alguien, seguramente un oficial británico, dispuso que fuese operado de
urgencia en uno de los hospitales de campaña que los ingleses instalaron en Puerto Argentino,
nuevamente llamado por ellos Port Stanley. 3 Allí le cortaron la pierna. Nadie supo ni sabría jamás si
fue lo mejor que se podía hacer en aquel momento, pero fue lo que hicieron. Así terminó la guerra para
Tito Di Tullio, y también se terminaron su carrera futbolística y sus ganas de vivir. 2/ Cuando regresó
al Chaco, cuatro meses después, apenas sostenía su cuerpo magro y encorvado apoyándose en un
par de muletas. Pero lo que más impresionaba era la expresión de tristeza infinita que se le había
estampado en la cara como un tatuaje virtual. Esa misma primera semana, las autoridades de Chaco
For Ever le hicieron un homenaje en la cancha de la Avenida 9 de Julio. Con las tribunas repletas,
minutos antes de un partido de liga todo el estadio lo aplaudió de pie, como a un héroe. Pero todos
vimos, también, que Tito no se emocionaba ni sonreía; era apenas un cuerpo irregular coronado por
esa tristeza imbatible. Era una mueca mezcla de horror, angustia y rabia, y todos vimos cómo sus ojos
velados miraban la gramilla con resentimiento y más allá a unos chicos que jugaban con una pelota a
la que Tito, me pareció, hubiese querido patear para siempre. Desde entonces, muchas veces me
pregunté cómo se hará para soportar semejante frustración. Los que estamos completos, y somos
jóvenes, no podemos siquiera redondear la dimensión de nuestra piedad. Incapaces de imaginar la
crueldad de la tragedia, nos la figuramos como un fantasma que jamás nos alcanzará, ocupado como
está –suponemos– en hacer estragos con las vidas de los otros. 4 3/ Como dos o tres años después,
recuperada la democracia, un día yo salía del Cine Sep llevando del brazo a la que era mi novia, Lilita
Martínez, y de pronto lo vi y me quedé paralizado. En pleno centro de la ciudad y a las nueve de la
noche, apoyado sobre dos muletas deslucidas, de maderas cascadas por el uso y con un par de
calcetines abullonados en las puntas a manera de absurdos zapatos silenciosos, Tito Di Tullio extendía
una lata esperando que alguien depositara allí unas monedas. Creo que él no me vio, y yo,
cobardemente, no me atreví a acercarme. Di un rodeo arrastrando a Lilita del brazo, y luego me pasé
la noche, en rueda de amigos, criticando estúpidamente al sistema político que permitía que nuestros
pocos héroes de guerra fuesen humillados. Se suponía que los veteranos recibían algún subsidio del
Estado, pero evidentemente eso no impedía que acabaran pordioseros. No había programas de trabajo
para ellos, y además la sociedad los despreciaba: por duro que fuese reconocerlo, nadie quería ver en
los excombatientes su propia estupidez. Por eso, automarginados por el resentimiento infinito que los
vencía, los supuestos héroes se habían convertido en un problema incómodo e irresoluble. Eran glorias
de una guerra que ya no importaba a nadie y no valían más que un discurso por año en boca de algún
cretino con poltrona en el poder. 4/ Durante un largo tiempo dejé de verlo, y nunca supe si fue por pura

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casualidad o porque Tito desapareció de las calles de la ciudad. Ya nadie hablaba de esa guerra y
todo el país se alarmaba con otras crisis más visibles y cercanas. 5 La democracia era una ardua tarea
a finales de los ochenta. La crisis económica empezaba a hacer estragos, y, como si la decadencia de
muchas instituciones fuese una de sus consecuencias inevitables, también For Ever se vino abajo. El
club entró en una pendiente de la que todavía no termina de recuperarse: desafiliado de todas las ligas
durante años, solo después de una amnistía se le permitió volver a jugar en los campeonatos
promocionales del interior del país. Y esa reactivación futbolera demostró que la vieja pasión de los
chaqueños por el único equipo que llegó a jugar en primera en varios torneos nacionales se mantenía
intacta, y todos volvimos al viejo estadio de la 9 de Julio con las mismas antiguas banderas, bombos y
entusiasmos. Ahí reencontré a Tito, afuera del estadio, junto a las puertas de acceso a las tribunas
populares. Los días de partido llegaba temprano, abría una mesita de tijera y colocaba sobre ella un
canasto con golosinas y banderines, cigarrillos y cosas de poco valor, casi insignificantes, y se quedaba
distraídamente apoyado en su único pie y con la muleta en el sobaco. La primera vez me acerqué a
saludarlo y él se dejó abrazar, mansamente, como un hombre resignado a su desdicha. Me pareció
que no le disgustaba que la gente lo viese y saludase como a un viejo héroe, de la Guerra y de los
listones blanquinegros de la casaca forevista. Pero enseguida me di cuenta de que, aunque devolvía
todos los saludos, conservaba ese gesto mínimo, esa leve mueca de resentimiento que los viejos
amigos, al menos, podíamos advertir. Yo pensé que no aceptaba convertirse a sí mismo en 6 recuerdo
y que esa era su tragedia, porque seguía siendo un símbolo del For Ever campeón de los años de la
dictadura. El reconocimiento de la gente no era más que eso: un saludo momentáneo. Y aunque todos
le brindaban su afecto, y más de uno le compraba cosas que no necesitaba, era obvio que en el fondo
todo eso lo enfurecía secretamente. Por eso no entraba jamás a la cancha. Lo observé durante varios
fines de semana: desinteresado de lo que pasaba adentro, siempre de espaldas al estadio, su patético
desprecio solo conseguía subrayar cuánto odiaba asumirse como mito, como estatua viviente del gran
centrodelantero que la Guerra había malogrado. Y en el exacto minuto en que comenzaba cada partido,
Tito se iba. Casi en simultáneo, podía escucharse el pitazo dentro del campo y verlo desarmar la
mesita. Velozmente plegaba la bandeja, la reconvertía en maletín, se la cargaba a la espalda y se
marchaba a toda la velocidad que le permitía su andar irregular y roto. 5/ Una tarde me quedé afuera,
y antes de que huyera me le acerqué. Yo había pensado varias veces, antes, en ayudarlo de algún
modo. Una vez lo propuse para un trabajo en la universidad; otra convencí a los japoneses del Zan-En
para que lo admitieran en la panadería. Pero él ni siquiera se presentó para hacerse cargo. Tampoco
me agradeció las gestiones ni pareció apreciar mi comedimiento. De modo que dejé de insistir y aquella
tarde, a las puertas de la cancha, simplemente quise invitarlo a ver juntos el partido desde la platea. 7
For Ever jugaba contra Racing de Córdoba por las semifinales del Promocional, era un sábado soleado,
la cancha estaba llena y yo había conseguido un par de buenos lugares. Pero apenas formulé la
invitación Tito me dijo que no con la cabeza, que movió frenéticamente. Nervioso, pero sobre todo
enojado por mi insolencia, golpeó el piso con la muleta y me dijo “No jodás, andate de acá”. Y me miró
fijo y sin pronunciar otras palabras me rogó con los ojos, que parecían de fuego, que me alejara de allí.
Me aparté, por supuesto, y entré a la cancha justo en el momento, apenas comenzado el partido, en
que For Ever marcó un gol. A juzgar por el estallido jubiloso en las tribunas, la gritería y el rumor de los

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tablones repletos, había sido un golazo de esos que vuelven loca a la hinchada porque se producen
en los primeros segundos del partido, cuando el equipo rival está apenas ordenándose en el campo.
Me di vuelta para decirle dale Tito, vení, no te pierdas esta alegría, pero él ya se iba y cuando lo llamé
no se dio vuelta, ni siquiera vaciló. 6/ Nunca más vi a Tito Di Tullio. Nunca más volvió al estadio, no lo
vi más en la ciudad y aunque hice algunas preguntas, meses después, nadie supo darme razón.
Muchas veces pensé que se habría suicidado, como tantos excombatientes de Malvinas. Imaginé que
lo encontraban colgado de una viga, o que se tiraba al Paraná desde lo más alto del puente que lleva
a Corrientes. Y más de una mañana me descubrí, vergonzantemente, buscando una nota luctuosa en
los diarios locales. 8 Pero nunca más lo vi y creo que fue lo mejor que pudo pasar. Tito perdió por
goleada con la vida y acaso su único triunfo fue saber evaporarse. Suelo pensar que esa es la clase
de resultados que arrojan las guerras idiotas: nunca hay un final, un verdadero final para sus
protagonistas anónimos. Solo ellos, cada uno de ellos y absolutamente nadie más, han de saber lo
insoportable que es vivir con el resentimiento quemándote el alma. Por eso, me dije, mejor olvidar a
Tito, no buscarlo nunca más. En todo caso, capaz que un día de estos escribo un cuento y lo hago
literatura.

“Tito nunca más” de Mempo Giardinelli.

20 de Junio: Día de la Bandera

El 20 de junio se conmemora el Día de la Bandera en homenaje a Manuel Belgrano,


quien falleció ese mismo día en 1820. Es por eso que realizaremos la siguiente
actividad:

➢ Crea una infografía o una línea de tiempo, para exponer en la escuela sobre la
vida y obra de Manuel Belgrano.

Link a la línea de tiempo sobre Manuel Belgrano:

https://www.educ.ar/recursos/152850/la-vida-de-manuel-belgrano

9 de Julio: Día de la Independencia

El 9 de julio de 1816, el Congreso de Tucumán, integrado por representantes de las


Provincias Unidas del Río de la Plata, declaró la Independencia. Ese día, las
manifestaciones populares se concentraron en los alrededores de la Casa de
Tucumán coreando “Viva la Patria”. La sesión se extendió hasta altas horas de la
noche, por lo que los festejos se llevaron a cabo al día siguiente. Esta hecho histórico

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determinó la ruptura definitiva de la dependencia política a la corona española
completando así el proceso revolucionario que comenzó el 25 de mayo de 1810.

Observen la siguiente noticia:

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17 de agosto: Paso a la inmortalidad del General José de San Martín

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12 DE OCTUBRE “DÍA DEL RESPETO A LA DIVERSIDAD CULTURAL”

Este día, hasta 2010, era llamado "Día de la Raza", sin embargo, hace 11
años se modificó su denominación y se lo dotó de un "significado acorde al
valor que asigna nuestra Constitución Nacional y diversos tratados y
declaraciones de derechos humanos a la diversidad étnica y cultural de
todos los pueblos", se explica y se agrega: "Este cambio de paradigma
implicó dejar atrás la conmemoración de 'la conquista' de América para dar
paso al análisis y a la valoración de la inmensa variedad de culturas que han
aportado y aportan a la construcción de nuestra identidad".

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23/04 Día del libro: explicar o copiar:
El Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor fue fijado por la UNESCO en 1995. Y es que justo
alrededor de esta fecha, el 23 de abril, murieron tres grandes de la literatura universal. Miguel de
Cervantes (murió el 22 de abril y fue enterrado el día 23), William Shakespeare y el Inca Garcilaso
de la Vega.

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Conmemoración de la semana de mayo
-Observamos en clases el siguiente recurso interactivo y leemos cada parte con los estudiantes:
https://www.educ.ar/recursos/fullscreen/show/48539
-Leemos en clases la obra de teatro -pedimos colaboración con las voces- Rumores de mayo.
Rumores de Mayo
Suena la cortina musical. En una mesa, de frente al público, dos panelistas. El conductor está
parado. A su lado, en un atril, el locutor. Del otro lado, dos sillas, que serán utilizadas durante el
reportaje a Mariano Moreno.
Américo: ¿Cómo están? ¡Muy buenos días! Bienvenidos a otro programa de “Rumores de Mayo”.
Delia: Buenos días, Américo. Buenos días Ernesto. Hoy tenemos un programa impactante, con
todas las novedades del Cabildo abierto y los chimentos más destacados de la semana.
Ernesto: Buenos días Delia, Américo. Claro que sí, un programa con todo, pero además, tenemos
en exclusivo para Rumores de Mayo una entrevista a Mariano Moreno quien se acercará hasta
nuestros estudios y nos va a contar un poco sobre su vida y su papel en estos cambios.
Américo: ¿Y qué esperamos? ¡Adelante con el programa! Pero antes, nuestros auspiciantes...
Locutor: Auspicia este programa: “Velas juancito”
¿Sus velas se gastan? ¿Se consumen tan rápido que no llega ni a prenderlas? ¡No sufra
más en la oscuridad! Velas Juancito le ofrece calidad y entrega a domicilio. Velas Juancito,
duran más, salen menos. ¡Llame a juancito! Velas Juan-ci-to. Juancito, el mejor velero.
Américo: Como vinimos anunciando en esta semana, crece la tensión por la caída de la Junta
Suprema Central y la permanencia del Virrey Cisneros, al que todos quieren fuera el mando. ¿Es
así Delia?
Delia: Sí, Américo, parece que la formación de la Junta de Gobierno sigue en discusión y se ha
propuesto una nómina con los nombres de Saavedra y Castelli aunque eso sigue implicando a
Cisneros en el mando.
Ernesto: Terrible, Delia, se viven instantes de preocupación. French y Beruti llevaron la noticia de
esta nueva nómina a la gente y dijeron que era un escándalo que Cisneros siguiera
permaneciendo en la nueva Junta, que estaban burlándose de la gente (asienten todos).
Américo: Así es y parece que por esto hubo ayer una discusión en la casa de Rodríguez Peña.
Belgrano, Díaz Vélez, French y Chiclana -escuchen bien esto porque es terrible-: dudaron de la
lealtad de Saavedra.
(Ambos panelistas se asombran y niegan con la cabeza, preocupados, indignados).
Delia: Las versiones no oficiales dicen, Américo, que la esposa de Rodríguez Peña tuvo que salir
a pedir ayuda porque la cuestión se puso brava. Parece que hubo agresiones...
Ernesto: ¡Qué barbaridad! Sin embargo, parece que después de la reunión y viendo el malestar
general del pueblo, Saavedra y Castelli fueron a la casa de Cisneros a pedirle la renuncia. Nos
informaron que se los escuchó decirle: “La cosa se pone difícil, Cisneros, vas a tener que
renunciar”, y que Cisneros les dijo: “Bueno muchachos, si no queda otra...”.
Américo: Estamos ante un momento que podría ser histórico, eh. Mucha gente en la Plaza,
parece que se viene una tormenta bárbara. El clima está tenso y gris. Tenemos a nuestro
corresponsal allí para ver qué noticias trae después de estos jugosos comentarios. Esperamos
que llegue antes de que termine este programa. Pero ya tenemos la visita del entrevistado.
Mientras se prepara, damos paso a nuestros auspiciantes.
Locutor: ¿Todavía no aprendiste a tocar la vigüela? No te preocupes, Don Mario te da una
mano. Clases de vigüela y pericón, ¡éxito garantizado! No lo dudes más, Don Mario te está
esperando.
Para las Damas distinguidas, peinetones La recova. Grandes, brillantes, recién llegados de
España. Para lucir en las tertulias y conquistar las miradas. Peinetones La recova, para las
Damas hermosas. La re-co-va.
Américo: En minutos nomás les contaremos las polémicas declaraciones de Mariquita Sánchez
de Thompson sobre algunos posibles integrantes de la Junta. Pero ahora tenemos con nosotros a
una figura fundamental de los hechos de esta semana: Abogado, periodista y político, el señor
Mariano Moreno (Entra Moreno saludando al público, con seriedad).
Bienvenido Sr. Moreno. (Lo invita a sentarse)
Moreno: Muchas gracias.

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Américo: Hablemos de su juventud, Moreno. ¿Es cierto que se graduó con honores?
Moreno: Sí, es cierto, cursé mis estudios en el actual Colegio Nacional Buenos Aires, con mucha
dedicación y esfuerzo, y me he graduado con honores. Eso me abrió muchas puertas... e ingresé
en la Universidad de Chuquisaca, en Bolivia.
Américo: ¿Allí se recibió de abogado?
Moreno: Efectivamente. Me doctoré en leyes y leí a los grandes filósofos europeos, como
Rousseau, quien ejerció una enorme influencia en mi pensamiento.
¿Sabe? Es muy importante la educación. Si los pueblos no se ilustran, si cada hombre no conoce
lo que vale, lo que puede y lo que se le debe, estará siempre sometido y cambiando de tiranos, sin
destruir la tiranía.
Hay que enseñar a los pueblos sus derechos y el verdadero origen de sus obligaciones, así
sabrán qué exigirle a sus gobiernos.
Américo: Sabias palabras, Moreno. ¿Y por qué abandonó el Alto Perú?
Moreno: Tuve inconvenientes con algunos poderosos que defendían sus puestos y su dinero y
esclavizaban a los indios, que vivían en una miseria tremenda. Yo defendí a los indios, sus
derechos y su libertad, y a los poderosos no les gustó. Me presionaron y tuve que volver a Buenos
Aires con mi esposa y mi hijo. Aquí continué mi trabajo como abogado y periodista. Me nombraron
asesor legal en el Cabildo de Buenos Aires.
Américo: ¿Es cierto que usted defendió a quienes se levantaron contra Cisneros?
Moreno: Exactamente. Como España está debilitada por las guerras napoleónicas y cayó la Junta
de Sevilla... Es el momento ideal para deshacernos del mandato español y organizar nuestro
propio gobierno.
Por eso promuevo la constitución de una Junta de gobierno autónoma que respete la voluntad
popular.
Américo: ¡Y lo está logrando parece, por eso está hoy aquí! ¿Son verdaderos los rumores de que
lo estarían convocando como integrante de una Junta que reemplace al virrey Cisneros?
Moreno: No, eso no lo sé, no puedo dar más declaraciones, son épocas difíciles. Pero sé que en
la unión y la lucha, ganaremos todos. Tengo la certeza.
Américo: No lo retenemos más entonces, sabemos que tiene mucho por hacer. Muchas gracias
por su presencia en nuestro programa, señor Moreno. (Aplausos)
Y ahora, unos auspiciantes.
Locutor: ¡Los mejores huevos de gallina los tiene Don Gallo! Sí, Don Gallo ofrece calidad y
mercadería fresca para todos. No se deje engañar, cómprele a Don Gallo.
Delia: Hermosa entrevista, Américo. Pero antes comentaste algo sobre una mujer patriota y
ejemplar, la señora María Josefa Petrona de Todos los Santos Sánchez de Velasco y Trillo, más
conocida como “Mariquita”. ¿Otra vez levantó polémica?
Ernesto: Sí, así parece. Durante una de sus tertulias mencionó que Larrea era demasiado joven
para involucrarse en estos asuntos políticos de la semana. Recordemos que tiene solo 23 años. Y
no solo eso, también parece que...
(Entra corriendo el corresponsal, viene con paraguas y contento)
Américo: ¡Acá está nuestro corresponsal que parece que trae novedades! ¿No es así Mauro?
Corresponsal: Sí, Américo, La Plaza de la Victoria estaba llena, la gente gritaba: ¡El pueblo
quiere saber de qué se trata! La multitud invadió la sala capitular, reclamando la renuncia del
virrey y la anulación de la resolución tomada el día anterior. Esto no gustó nada.
Mandaron a reprimir a la gente en la plaza, pero las tropas no siguieron la orden. El resultado fue
que consiguieron la renuncia de Cisneros.
Delia: ¡Por fin! (todos asienten como diciendo “ya era hora”).
Américo: Y ahora que renunció Cisneros, ¿qué se sabe? ¿Cuáles son las últimas noticias,
Mauro?
Corresponsal: Representantes de la multitud reunida reclamaron que el pueblo reasumiera la
autoridad delegada en el Cabildo Abierto del 22, y exigieron la formación de la Junta. Se ratificó el
petitorio, y dieron paso a la Junta provisional gubernativa de la capital del Río de la Plata, formada
por representantes de distintos sectores.
Américo: ¡Qué maravilla! ¿Y quién la lidera?
Corresponsal: Saavedra. Y Castelli, Belgrano, Azcuénaga, Alberti, Matheu y Larrea son los

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vocales.
Delia: ¡Al final no era tan chiquito Larrea, eh! ¡Miralo vos, vocal de la Junta!
Ernesto: ¿Y quién más forma la Junta, Mauro? ¡Esto es una primicia excelente!
Corresponsal: También está formada por Paso y Moreno como secretarios. ¡Fue hermoso! Acto
seguido, Saavedra habló a la muchedumbre reunida bajo la lluvia...
Américo: ¡Qué alegría! ¡Qué maravilla! ¿Y qué dijo, Mauro? ¡¿Qué dijo?!
(Todos lo miran ansiosos)
Corresponsal: Ah, no sé, yo me vine porque tenía que traer las noticias al estudio antes de que
terminara el programa...
(Se miran desconcertados, hacen gesto de “¡qué salame!”)
Américo: Está bien Mauro, gracias por tan esperanzadoras noticias. (Mira al público) Señores: el
Cabildo reasume el mando por voluntad del pueblo.
Delia: ¡Nuestro primer Gobierno Patrio! ¡Qué notición!
Américo: Así es Delia. Salgamos a celebrar este hecho histórico. Y ustedes también (se dirige al
público). Este día quedará en nuestra historia.
Nos vamos llenos de emoción. Adiós a todos. Hasta mañana en otra edición de “Rumores de
Mayo”.
(Acomoda sus papeles como si acabara el programa. Se abrazan felicitándose. Suena cortina
musical)

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