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A la memoria de Rubén, Rody, Cata y Ernesto

con quienes encendí tantos fogones,

seguí tantas pistas

y descubrí tantos tesoros…

FOTO DE PORTADA: MIGUEL NAVARRO

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NOTA DEL AUTOR

Es probable que estas breves líneas, por lo menos en parte, deberían haber
aparecido antecediendo la narración de la primera historia de las tres que
componen la trilogía de las experiencias scouts de Rubén, Guía de la Patrulla
Águila; la que da comienzo con El Campamento de los Águilas, continúan en
Ahora Vuelan las Cóndores y culminan con La Patrulla Zorro y el Tesoro de los
Incas. Sin embargo aparecen ahora a causa de uno de esos hechos fortuitos que
vamos viviendo día a día y que nos permiten tomarnos un momento de análisis
y reflexión.

Al asistir a una Experiencia de Formación encontré a un hermano scout de


otra ciudad a quien no veía de meses atrás. A manera de saludo recibí aquella
caricia al ego que toca a todo autor: “La semana pasada compré un libro tuyo”,
si bien a esta frase la siguió otra que, no digo que me desconcertó, pero sí que
me hizo meditar en los motivos por los cuales escribo historias.

Con un toque de desilusión, quizá similar al que sintió mi interlocutor en el


momento de leer las primeras páginas del libro en cuestión, dijo: “¡Es una
historia! Yo leí algo de –Marcha- en el título y lo compré… Como soy dirigente
de Caminantes… Pero lo voy a leer”

Mi hermano hacía referencia al libro Ritmo de Marcha, la historia de Yagui, un


rover que, superado por la situación familiar abandona el hogar sin dejar rastro
aparente de hacia dónde se dirigió. Pero Ritmo de Marcha ¡no es un Manual o
una Guía de trabajo para educadores de Rama Caminantes! Es una novela. Una
historia que intenta, no digo “enseñar” pero sí ayudar a zambullirnos en lo
profundo del espíritu que da vida a nuestro Movimiento, introducirnos en la piel
de cada personaje y vivir sus vidas, compartiendo desventuras y regocijándonos
con sus éxitos.

Estoy convencido que nuestra tarea como educadores scouts necesita de una
capacitación que va mucho más allá del aprendizaje “académico” que ofrece un
Esquema de Formación. Porque nuestra capacitación se nutre con las vivencias
personales y con las vivencias de los demás. Con los momentos de encuentro
y de diversión. Con las sonrisas y con los cuestionamientos que realizan los
niños y los jóvenes. Con la charla mano a mano que se plantea ante un Plan de
Desempeño o un Plan de Vida. Con saber observar, con animarse a imitar lo
imitable y a desechar lo perjudicial. Con lo que podemos atesorar gracias a la
lectura de esos escritos que no llevan el título de “reglamento, manual, normas
o estatuto”

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Al escribir, al armar una historia, cuento hechos y construyo personajes por
medio de los cuales expreso mis ideas… sobre lo que es para mí el Movimiento
Scout y cómo lo siento. Sobre aquello que entiendo debe ser un dirigente y lo
que no puede siquiera parecer. Sobre cómo esperan a esos chicos y jóvenes
que ansían un instante mágico y no reniegan del esfuerzo ni la responsabilidad.
Sobre cada cosa que se puede hacer y cómo hacerlo; el sábado en el Grupo, el
fin de semana en campamento o el día de mañana, cuando sea más lo que tenga
para dar que aquello que pueda aprender…

Además, al igual que en un juego, creo que leer por placer, que es lo que nos
lleva a leer un cuento o una novela, ayuda a despertar la fantasía, el deseo de
algo distinto, la intención de construir otra cosa, nueva, diferente, mejor, más
perfecta. Porque estas palabras, las que disfruto y no preciso “saberlas de
memoria” son palabras que traspasan la mente y se alojan en el corazón.

No escribo con la intención de decirle a nadie “te aconsejo esto o aquello” para
que realices con la Rama que tenés a cargo. ¡No! No es esa mi intención. Pero
es verdad, lo admito, que mantengo la secreta esperanza que una frase, alguna
actividad, una idea, despierte algo que estaba dormido en vos y que sea
espléndido lo puedas compartir.

Cóndor Aguerrido

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LA PATRULLA ZORRO

La caminata llevaba una hora a paso firme. El terreno llano por el que atravesaba
el camino de tierra nos daba la posibilidad de una marcha ágil y segura, sin
contratiempos, y nos permitía condimentarla con los expectantes comentarios
que nacen al vivir nuevas y sabrosas aventuras.

A las ocho de la mañana transcurría ese maravilloso momento que guardan


los frescos días de verano; el instante perfecto para la marcha. El rocío de la
noche no terminaba de evaporarse. Por ese motivo, la tierra suelta del camino,
el calor y la sed todavía no significaban molestia alguna. Cantimploras y botellas
con agua se mantenían repletas, aguardando su turno. El sol tampoco nos
mostraba su rostro. Sin poder vencer a las cumbres que se dibujaban frente a
nosotros, las bañaba por detrás, coloreándolas con un peculiar tono azulado que
contrastaba fuertemente con el límpido celeste del cielo que iluminaba a su
alrededor.

Quien pudiera mirarnos a la cara en ese instante, estoy seguro,


completamente seguro, descubriría de inmediato dos cosas: gozo y decisión.

-Esa tranquera que se ve adelante es Puesto Glorieta. Ahí paramos unos diez
minutos.

Cacho, uno de los dirigentes que nos acompañaba, nos indicó el tiempo y
lugar del descanso, el primero desde que partiéramos del casco de la estancia
Funke.

-Estamos bien Cacho. Sigamos- propuso Félix.

-¡Sí, sigamos!- aprobamos el resto de los Zorros con más o menos fervor pero
con auténtica determinación.

-No chicos. Sé que podemos seguir adelante, pero es preferible darnos un


descanso. Tomar agua, comer algo, ajustar la mochilas- sentenció Cacho.

-Ponerse las gorras…-agregó Marina, dirigente también, en alusión a Paula y


a Mario que habían elegido dejarlas en el bolsillo de la mochila.

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-La gorra no- se quejó Paula.

-¡La gorra sí!- retrucó Marina –No quiero volver al campamento con uno de
ustedes insolado.

El Campamento del Grupo lo levantamos en Villa Ventana, un pequeño


pueblito de las serranías bonaerenses, si bien al mencionar sus encantos
naturales el tamaño del pueblo se multiplica por mil. Enclavada al pie de los
Cerros Colorados, con la imponente vista del cerro Napostá Grande, enmarcada
por el arroyo Las Piedras por un lado, y el arroyo Belisario por otro, forma un
cuadro de tantos y tan variados verdes como la frondosa forestación que lo cubre
por completo. Así, Villa Ventana nos regalaba a los scouts todo su encanto y
tranquilidad.

Los Zorros formamos la Patrulla de Guías y Sub Guías. Águilas, Cóndores,


Panteras y Tigres, la Unidad Aconcagua, llevaba dos años con los Zorros como
su Patrulla de Guías y Sub. Cinco de los ocho Zorros que participamos del
Campamento en Villa Ventana estábamos compartiendo nuestra última gran
aventura como integrantes de la Unidad. Los cuatro Guías y uno de los Sub
Guías, pasaríamos a la Comunidad de Caminantes entre marzo y abril próximos.
Como Zorros, entonces, propusimos vivir algo especial. Una actividad con la cual
culminar aquello que atesoramos como scouts… ¡Y planeamos tres días de
campamento volante, con sus dos noches, dentro de la estancia Funke!

La idea del campamento volante surgió por lo que hicieron los Caminantes
durante invierno pasado: explorar y acampar el mismo sitio al que nos dirigíamos
ahora, el cerro Tres Picos, el punto más alto de la geografía de la provincia de
Buenos Aires.

Claro que nosotros cargábamos una cantidad menor de equipo, no había


nieve para atravesar ni viento helado que soportar, pero teníamos la misma sed
de aventura que experimentaron los Caminantes. Por esa razón nuestro
programa suponía poner la firma en los 1239 metros del Tres Picos, hacer noche
en la misteriosa cueva cercana a la cima, la cueva de Los Guanacos, y transitar
la sierra hasta dar con el cerro Napostá. Tres días y dos noches diferentes y
únicas.

Al despuntar el sol, después de haber dejado el cobijo de las carpas de


Patrulla en Villa Ventana y de acomodar en la panza un desayuno bien nutritivo
y caliente, subimos a una combi que nos depositó en la estancia Funke, paso
obligado para ascender al Tres Picos por su cara oeste, único ascenso permitido
sin contravenir leyes o meterse en problemas.

Un par de perros amistosos nos recibieron al llegar a la Estancia. No ladraron,


solo movían la cola de un lado para otro en señal de alegría. Bajamos de la combi
guardando el mismo silencio que los perros. Mónica, la encargada del lugar,

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dormía confiada en que los scouts que llegarían temprano esa mañana conocían
la dirección en la que debían dirigir sus pasos.

El inicio de la marcha nos llevó por el camino que se adentra en los campos
de cultivo de la estancia, pasando por delante de galpones y tinglados. Girasoles
dormidos y una bandada de tordos renegridos nos acompañaron hasta el potrero
en donde aparecía la tranquera del Puesto Glorieta, primera parada y punto
donde da comienzo el ascenso propiamente dicho.

Tal como nos lo indicaron Marina y Cacho el breve descanso sirvió para
asegurarnos de no dejar nada colgado de las mochilas; ajustar las correas,
comer unas barritas de cereal y tomar bastante agua a pesar de no encontrarnos
para nada sedientos.

-¿Seguimos?

La pregunta de Cacho nos invitó a continuar la marcha. Con las mochilas al


hombro, una gorra cubriéndonos la cabeza y más entusiastas que nunca,
traspasamos la tranquera para enfilar por la senda que se dibujaba adelante.

Nos dominaba el silencio. Las sierras habían dejado el pintoresco azul lejano
para comenzar a mostrar sus verdes, grises y marrones. El sol ya se perfilaba
en la cima. Una tropilla de caballos que pastaba en la misma dirección hacia la
que nos dirigíamos nos descubrió a la distancia. Uno a uno los pingos
comenzaron a levantar la cabeza y mover las nerviosas orejas de un lado hacia
otro. Los miramos con admiración, de la misma manera que apreciábamos las
profundas quebradas en los pliegues de las sierras y las inquietantes sombras
que se escondían a su amparo.

Apenas si habíamos recorrido unos centenares de metros cuando dimos con


un arroyo que nos recibió con su cantarina y transparente presencia. Era la
primera muestra de lo que tendríamos por delante Lo atravesamos gracias a
unas tablas bamboleantes. Ninguno titubeó al hacerlo; las tablas eran tan
confiables como el espíritu que nos elevaba hacia lo alto de las sierras que
soñábamos conquistar… ¡Qué caminata nos esperaba!

Días antes, en compañía del Grupo Scout, ascendimos hasta la famosa


Ventana que da su nombre a toda la Comarca Serrana. Caminata por momentos
agotadora, si bien accesible para cualquiera que se anime con ella, lobeznas y
lobatos incluidos. Resultaron seis horas de excursión contando la laboriosa
subida, la sobrecogedora contemplación del paisaje desde la Ventana y el
cuidadoso y lento descenso hasta la base del Parque Provincial Ernesto
Tornquist. Ahora, enfrentados al Tres Picos, la caminata se mostraba bien
diferente. El sendero que recorríamos hacia la cima no tenía una subida inicial
tan pronunciada como el del monte de pinos del cerro Ventana, pero la falta de
una subida empinada se compensaba con la mayor distancia a recorrer y con el

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peso de la mochila a la espalda que, a cada paso, parecía convertirse en más
pesada.

-Cuando pasemos aquel eucalipto- nos señalaba Cacho desde la cabeza de


la hilera –Empieza un montecito en el que vamos a parar a descansar.

Esta vez nadie lo contradijo. Creo que todos ansiábamos el descanso, al igual
que agua. Cuando el sol traspuso la sierra y nos impactó con toda la potencia de
su luz, la necesidad de agua comenzó a hacerse presente; a cada minuto con
mayor insistencia.

El pequeño eucalipto que teníamos por delante se había convertido en una


esperanzadora promesa de alivio. Los eucaliptos que crecen en la sierra nada
tienen que ver en su tamaño con los que estamos acostumbrados a ver en medio
del campo o en los parques. La escasa capa de tierra que aparece entre las
grandes rocas y las piedras sueltas no permite árboles altos y frondosos. Solo
un puñado de unos pocos metros de alto, troncos delgados y ramas flacuchas,
pero en cantidad suficiente para ayudarnos a escaparle al sol y deleitarse con
mantener la espalda libre de carga.

-¡Agua! ¡Agua!- se escuchó con deleite.

-Cuiden el agua, chicos. Recuerden que no tenemos dónde cargar más hasta
que lleguemos a la cueva.

Cacho y Marina nos explicaron una y otra vez esta cuestión del agua. La
cantimplora que transportaba cada uno era todo lo que podíamos cargar y la
única provisión durante las dos o tres horas que nos llevaría realizar el ascenso
desde la tranquera hasta la cueva. Y no es que en la cueva nos íbamos a
encontrar con una bomba de mano a la que simplemente había que hacer
funcionar… ¡No!... Después de la cueva, descendiendo unos cien metros,
daríamos con una pequeña vertiente que, eso esperábamos, mantendría su
constante provisión del preciado líquido. De no ser así, había que seguir
descendiendo hasta llegar al arroyo Napostá, cauce que cortaba la sierra con su
refrescante corriente.

A medida que ascendíamos se nos presentaban cosas y sensaciones que no


conocíamos o que pocas veces logramos experimentar. La piedra horadada por
miles de años de brindar su cauce al agua del deshielo; el resurgir de la
vegetación después de un incendio, el cual, se mantenía presente en la negra
huella posterior al fuego; la brisa fugaz convirtiéndose en aullante ventarrón tan
solo traspasar una subida; los brillantes colores de una culebra esquiva por el
temor que le despertaríamos esos diez “gigantes” aparecidos de la nada; los
solitarios guanacos, tan pacíficos e inalcanzables…

Este maravilloso conjunto de cosas y de hechos, cada uno de los secretos que
la sierra nos iba revelando, cada metro que ascendíamos no sin esfuerzo. La

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sed, el calor, la fatiga. La meta que nos esperaba desafiante… Todo ello, era el
combustible ideal para impulsarnos a dar un paso detrás de otro con absoluta
convicción y satisfacción.

-¡Falta poco chicos! ¡Ya falta poco!

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MAIÑQUELÉN

Maiñquelén ascendió a lo alto de la sierra sin dar ninguna señal de esfuerzo o


cansancio. Trepó la roca que coronaba la cima, una peculiar saliente maciza que
afloraba como la cabeza de un cóndor en su nido, para clavar las poderosas
piernas en la piedra, estirar el cuerpo en toda su extensión hacia el cielo y hundir
la vista en el vasto territorio que se abría ante sus ojos.

Erguido como el pehuén, dominaba el panorama, vigilándolo. Atento como el


puma, buscaba el menor indicio de cambio en la naturaleza. Firme como la roca,
no temía a las inclemencias del tiempo. Sereno como los hijos de la tierra,
rebozaba confianza y seguridad.

Los hombres a su mando, a pesar de ser tan fuertes y resistentes como su


jefe, no pudieron seguir el veloz paso de Maiñquelén retrasándose varios
minutos hasta dar con la cumbre de la mahuida. Eran todos guerreros jóvenes y
decididos. Fortaleza, arrojo y juventud se volvían virtudes imprescindibles para
llevar a cabo lo que tenían por delante.

También resultaba una virtud estar al mando de un toqui intrépido y astuto,


alguien capaz de llegar hasta donde nadie pudiera hacerlo; de vencer el miedo
a lo desconocido, enfrentarse a cualquier escollo, natural o sobrenatural, y de
guiarlos con brazo firme en la lucha, hasta la muerte si fuera necesario. Un
auténtico toqui, un jefe, que sea como un cóndor. Ese jefe, esa persona, era
Maiñquelén, “el que era como el cóndor”

El joven toqui, primogénito del lonko Maiñquepal, encabezó a su grupo de


conas hasta la cima de la mahuida porque era preciso contar con un punto
estratégico. Un sitio desde el cual visualizar con amplitud el intrincado sendero
que serpenteaba entre las montañas y más allá, hacia el territorio extendiéndose
al oeste.

Por aquel camino, tarde o temprano, una importante partida llegada del norte
parecía tener la intención de atravesar la tierra de los cóndores. Aquí estaba la
cuestión: cualquier hombre, con un mínimo de respeto hacia los demás, sabía
que nadie, jamás, podía pisar la mapu que no le era propia sin contar con el
permiso de sus habitantes. Y todo indicaba que a esta partida no le preocupaba
pedir permiso por nada.

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Quizá no lo hacían porque no eran hombres…, eran algo desconocido, y
temible. Muchas historias se contaban entre las Tribus sobre los seres que se
acercaba a la tierra de los cóndores. Los “demonios barbudos”. Individuos de
caras pálidas, llenas de pelos, y con cuerpos plateados como la luz de la luna.
Se decía que estos demonios barbudos poseían un palo de fuego con el que
mataban desde lejos y que un gualicho muy poderoso, mucho más poderoso que
los gualichos de la mapu, les permitía someter a una extraña fiera que los
trasladaba sobre su lomo para que puedan recorran grandes distancias sin
cansarse jamás.

Los demonios barbudos… ¿Eran hombres como los hijos de la tierra? Quizá
otra clase de hombres… ¿Tal vez un pillán?, un espíritu maligno, venido de muy
lejos para unirse a los demonios de estas tierras y conquistar juntos a los
huarpes, diaguitas, puelches, huiliches, mapuches, tehuelches…

Maiñquepal y su Tribu no tenía seguridad de nada. El viejo lonko reunió a su


Consejo. La mayoría de los integrantes se inclinaba por abandonar la tierra del
Maiñque y dirigirse hacia el sur, alejándose de la amenaza que significaba los
demonios barbudos, a pesar de tener que iniciar una nueva vida en tierras que
no les pertenecían.

Maiñquepal los escuchó con paciencia infinita pero con un fuego abrasador en
el medio del pecho: nunca, nadie, desde que el padre de su padre y aún antes,
desde que el padre de éste llegara hasta estas montañas y fundara una nueva
dinastía de hombres de la tierra, nadie, había siquiera osado atravesar el
territorio de la Tribu sin su consentimiento ¡Y qué hablar de intentar quitarle sus
montañas, sus campos y sus lagunas! Aquella era su mapu ancestral. Mapu
sagrada del Maiñque. De hijos de cóndores. En ella crecieron y en ella morirían,
luchando si era preciso hacerlo, ya fuere que se enfrenten a hombres, gualichos
o demonios barbudos.

Las historias que se escuchaban de los demonios barbudos los presentaban


como invencibles. Venían de doblegar a los descendientes de Inti, los incas, la
nación más grande y poderosa que existía en la tierra. Esa misma nación que no
logró expulsarlos cuando se dieron cuenta que querían doblegarlos. Los incas
recibieron a los demonios barbudos como a dioses, ofreciéndoles todo lo que
sus ricas manos podían ofrecer: vicuñas, llamas, chicha, maíz, papa, algodón…
Los demonios barbudos aceptaron todo de buen grado. Se saciaron con la carne,
se emborracharon con el alcohol, se vistieron con el fino algodón… pero no les
fue suficiente. Para ellos parecía no ser importante comer, tomar o vestirse. Solo
ansiaban una cosa: las piedras amarillas que los Incas ofrecían a Inti, el dios sol.

¡Los demonios barbudos estaban locos! El oro los cegaba. Por el oro mataban
a una persona de la misma manera que un hombre de la tierra mata a un
guanaco para subsistir. ¡Y lo hacían con tanta facilidad! Solo necesitaban apuntar
su palo de fuego hacia lo que querían matar y ¡pum! Otro muerto. Toda defensa
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era inútil. Si alguien todavía se animaba a enfrentarlos los demonios barbudos
usaban sus fieras de cuatro patas: atropellaban a quien tuvieran delante
pasándolo por encima o aún peor, ataban a los pobres desdichados de manos y
pies a cuatro fieras para descuartizarlos con la misma facilidad que se desgrana
un piñón de pehuén…

Si el Inca, siendo tan poderoso, no pudo oponerse a los demonios barbudos,


cómo podría hacerlo el hombre de la mapu a pesar de su bravura y entereza.

-Nosotros no tenemos piedras de milla. El oro es alimento de las montañas


del Inca… ¿Para qué venir a nuestra tierra?- preguntó Maiñquelén a su padre.

-No solo quieren las piedras amarillas, también querrán llenarse de la piedra
plateada del lien que tienen nuestras mahuidas. Y querrán nuestros animales…
y cuanto poseemos. Nos quieren doblegar de la misma manera que quisieron
hacerlo los Incas.

-Padre, los incas no pudieron doblegarnos- intentó razonar Maiñquelén.

-Estos demonios barbudos no son incas hijo. Son wincas…

-¿Qué dijiste padre? ¿Cómo los llamaste? ¿Wincas?

-Sí, wincas. Nuevos incas. Ladrones de tierras y de personas. Hijo, tenemos


que impedirlo- El tono de Maiñquepal mostraba su preocupación.

-¿Qué podemos hacer padre?

-En primer lugar conocerlos mejor. El mensajero llegado del norte dice que se
nos acerca un grupo no muy numeroso de ellos. Vienen sobre sus fieras de
cuatro patas y tienen esos palos de fuego… Dirigen una columna de llamas y
gente de las montañas del norte. También están acompañados de otra fiera más
pequeña, una que parece zorro pero que camina a su lado, obedeciéndole en
todo.

-¿Un guer que los acompaña y obedece? Nunca supe de un zorro como
esos…- la extrañeza de Maiñquelén ante la información del guer que obedece
solo duró un breve instante. De inmediato se despertó en él una nueva
preocupación.

-¿Es cierto que los…wincas, tienen el cuerpo recubierto de lien?- preguntó


azorado.

-No lo sé hijo. Escuché que también cubren sus cabezas con algo parecido al
lien, algo que se pueden poner y sacar a su antojo. Quizá hagan lo mismo con
el pecho y con la espalda… Una protección. Algo para defenderse.

-Entonces, no es como las escamas de los peces o el caparazón de la tortuga-


razonó Maiñquelén –Si aquello con lo que cubren el cuerpo se pone y se saca a
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su antojo… puede que sean parecidos a nosotros…, que no se trate
de demonios, a pesar de los pelos que le cubren la cara.

-Yo tampoco creo que sean demonios, hijo. Imagino que son
gente, igual que nosotros- afirmó Maiñquepal –Lo mismo sus grandes
fieras de cuatro patas…, tal vez se trate de animales como los
guanacos o las llamas, pero más rápidos y poderosos.

-¿Qué hay de sus palos de fuego?- dijo Maiñquelén ahora evidentemente


preocupado por lo que pudiera responderle su padre -¿Es cierto que matan a un
hombre de la tierra desde tan lejos, como cuentan?

-Puede ser… Puede ser… Tenemos que averiguarlo.

-¿Cómo lo haremos?- el interés de Maiñquelén era palpable.

-El Consejo de la Tribu quiere dejar nuestras tierras para dirigirse al sur- solo
dijo Maiñquepal.

-¡¿Cómo pueden querer eso?!- estalló Maiñquelén, indignado.

-Tranquilo hijo, tranquilo. Por esa razón te hice venir a mi toldo. Tengo un plan
y necesito lo lleves adelante para derrotar a los wincas.

-Lo que me digas padre. Al igual que el maiñque que guía a nuestro pueblo
volaré más alto que los wincas. No me podrán alcanzar, ni siquiera con sus palos
de fuego.

-¡Tranquilo Maiñquelén, tranquilo! Bien sabés que es malo andar a las


atropelladas aunque la presa se vea fácil de cazar. Estos demonios barbudos
son diferentes a cuanto conocemos. No solo necesitarás volar más alto, o
demostrar valor… Precisamos mucho más que eso… Este es mi plan hijo.
Escuchá…

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RAFAEL BERNAL

Extremadura, en el confín de Castilla, España, le dio al Nuevo Mundo, para bien


o para mal, su más preciado tesoro: una amplia diversidad de personajes en
busca de fama y fortuna. Hombres de todo tipo de catadura y condición. Grandes
Señores de noble cuna, portadores de apellidos ilustres y bolsillos llenos de
doblones de oro. Plebeyos, venidos de diminutas villas y provistos solo con lo
puesto. Hidalgos, de grandes pretensiones y escasos medios. Militares,
soldados y capitanes, ansiosos de sangre y fuego. Comerciantes y cambistas,
dispuestos a dar con el negocio de sus vidas. Hombres doctos y estudiosos, los
menos, movidos por revelar al Viejo Mundo los secretos de las Tierras de Indias;
y otros muchos, la gran mayoría de ellos, gentes duras, embrutecidas por la
miseria y desesperados por cambiar su suerte.

Extremeños como Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Pedro de Valdivia o


Francisco de Orellana; navegantes, exploradores y conquistadores. Más una
inmensa cantidad de paisanos anónimos, ignorados en su nombre y profesión.
Unos y otros, famosos y desconocidos, ricos y pobres, todos, en definitiva,
soñadores y aventureros, portando idéntica esperanza y guiados por la misma
fiebre de oro, prestigio y poder.

Rafael Bernal era uno de esos tantos extremeños seducidos por las leyendas
de gloria que los aguardaba más allá de la mar océano. Nacido y criado en la
tierra que los Pizarro poseían en Trujillo no tenía más educación que aquella que
enseña el trabajo duro y pesado. Ocupando el fondo de una larga escalera de
hermanos debía contentarse con las sobras, ya fuere de la comida o de las pocas
comodidades de la insignificante casa familiar. Pero gracias al trabajo rudo,
gracias a ser el hermano menor, gracias a vivir con poco y nada, fortaleció el
cuerpo, contentándose con lo que pudiera conseguir y descubrió que antes que
actuar es necesario pensar.

Pensó que si quería lograr algo grande e importante en su vida tendría que
hacerlo por sí mismo, con su esfuerzo, con su inteligencia. Gracias a ellos
vencería cualquier contratiempo. El castillo de los Pizarro dominaba las tierras
de Trujillo y la mente de Rafael Bernal. Como simple plebeyo sabía que le era
imposible aspirar a un castillo, ni siquiera a un buen trozo de tierra propia. Pero
si fuera un hombre acaudalado, provisto de bienes y riquezas, no solo podría
pretender un castillo. Tal vez daría con un noble venido a menos, un gran señor

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necesitado de dinero para pagar sus deudas… y un marido para su hija. Con ello
Rafael Bernal lograría cuanto esperaba: el castillo, las tierras, una mujer y, por
qué no, un título de conde o marqués…

¡El Nuevo Mundo! ¡La Tierra de Indias! Esa era la solución a sus sueños y
deseos.

Cuando supo que el señor Pizarro cruzó la mar océano para multiplicar su
fortuna, él no le dio más vueltas al asunto. Sin un maravedí en el bolsillo con el
que pagarse un pedazo de pan, calzando las estropeadas botas que le quitó a
su hermano mayor y vistiendo un conjunto de ropas viejas y gastadas, un día
dejó la insignificante casa familiar y partió hacia Sevilla dispuesto, como fuere, a
embarcarse hacia el Nuevo Mundo, hacia su Nueva Fortuna.

Tuvo suerte desde un principio. Le fue preciso siete días de caminata pero
nunca le faltó algo que llevarse al buche: una vez pidiendo, otra robando, siempre
tuvo alimento y sitio donde pasar la noche. Sevilla lo cautivó. Jamás imaginó que
existiera un sitio donde pudiera vivir tanta gente junta y que reúna tal cantidad
de casas, iglesias y paseos. Hacia donde dirigiera su vista se encontraba con
hombres y mujeres que iban y venían apurados, bien vestidos y mejor comidos.

Nunca antes, tampoco, sintió tanta vergüenza por sí mismo. Sucio,


hambriento, desaliñado. ¿Qué hacer? ¿Con quién hablar para saber cómo ir
hacia las Indias? ¿A quién dirigirse? Si es necesario un barco para embarcarse
a las Indias el puerto sobre el río Guadalquivir era la mejor posibilidad… Y hacia
allí se dirigió.

El capitán de un galeón con el que se topó al segundo día de estar en Sevilla


fue la respuesta a sus preguntas y la confirmación de su corazonada. El hombre
gritaba dando órdenes de apuro a los pocos trabajadores que trasladaban la
carga desde el muelle hacia la bodega del navío. Todavía no se había podido
completar la carga y el barco debía partir de inmediato.

Cuando el capitán vio al vagabundo que merodeaba los muelles le ofreció un


par de monedas por el trabajo de estiba. Cualquier infeliz podía con la labor de
trasladar fardos y toneles, por más sucio y desaliñado que se pudiera estar.
Rafael Bernal aceptó de inmediato.

En tanto subía y bajaba del muelle al galeón con los toneles al hombro
escuchó la conversación de los marinos que acomodaban la carga en las
bodegas. El barco partía hacia las Indias. En ese mismo momento el extremeño
supo que esa era su oportunidad… no iba a desaprovecharla.

Nada sabía de marinería y menos aún de sus penurias. De días enteros


caracoleando sobre las olas; mareado y enfermo por el constante movimiento
del barco, por la imposibilidad de conservar algo en el estómago. De jornadas
largas y monótonas, solo esperando la llegada de otra jornada larga y monótona.

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De horizontes infinitos e idénticos, hacia adelante y hacia atrás, hacia un lado y
hacia otro. De olores nauseabundos, los que imaginaba semejantes a los del
infierno. De comer gusanos con las galletas y tomar agua fétida y verdosa.
Conoció en carne propia cada una de ellas. No le preocupó, al extremeño solo
le importaba una cosa: ¿Cuánto falta para llegar a las Indias?

Rafael Bernal pudo con cuanto le deparó la travesía en la mar océano, pero
cada día que pasaba veía aumentar sus ansias por afirmar sus piernas
nuevamente en tierra firme.

-Pocas jornadas más- respondió Ursicio, el robusto marinero con el que Rafael
hiciera buenas migas desde que dejaran atrás el río Guadalquivir y enfrentaran
al mar abierto.

La amistad de los hombres se inició en el momento que las calmas aguas del
río murieron en las impetuosas mareas del océano. Es en ese momento, en el
que comienzan a demostrarse las agallas de los hombres, cuando se pierde la
estabilidad del suelo y hasta se llora la desgracia de los vómitos y las fiebres.

Ursicio, como cualquier viejo lobo de mar, tenía buen ojo para distinguir entre
un hombre de valía y uno que no lo era. En medio de la tormenta más impetuosa,
cuando los dioses y las bestias marinas descargan toda su furia, solo puede
confiarse en los verdaderos hombres. Para el robusto Ursicio Rafael Bernal era
uno de esos hombres en los que se podía confiar.

-Tres días a los sumo y la riqueza de las Indias se pondrán a tus pies, Rafael.

-No me hagas burlas con eso Ursicio. Tú no me crees pero volveré a


Extremadura lleno de riquezas y en mi propio galeón. Te prometo que si dejas
de molestarme te contrataré como contramaestre. No serás mi capitán porque
eres demasiado grande para sentarte a mi mesa.

El robusto Ursicio largó una profunda risotada. Le agradaba el extremeño. Le


gustaba la confianza que tenía en sí mismo; la seguridad en que se convertiría
en hombre rico y poderoso. Quizá nunca lo logre, se decía en silencio, pero no
dejaba de admirar su determinación. Eso le encantaba. De la misma manera se
ilusionaba con la posibilidad de aventuras y lugares exóticos. Después de todo,
esa fue la razón por la que se convirtió en marinero.

-Antes que galeón propio necesitas a quien te cuide las espaldas entre los
salvajes…

-¿Es eso una aceptación a mi propuesta que me acompañes en la aventura?

-¿Por qué no?- respondió Ursicio como quien no le da demasiada importancia


a las cosas. –Creo que ya llegó el momento de dejar de hamacarme en medio
del agua.

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-¡Te prometo que lo conseguiremos! ¡Lo prometo por la Virgen de
la Victoria! ¡Va mi vida en ello!- prometió el extremeño absoluta
determinación.

Rafael y Ursicio estrecharon las manos en un pacto de amistad.


A partir de aquel instante la suerte de uno estaría firmemente ligada
a la del otro. La mente y la inteligencia de Rafael encontraban en
Ursicio lo que les faltaba para estar completas, un cuerpo grande y poderoso,
dócil para Rafael y que imponga respeto en los demás.

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Como lobato y como scout tuve la suerte de asistir a muchos campamentos. La
mayoría de ellos en los alrededores de Mar del Plata, donde vivo, aunque
también tuve la oportunidad de hacerlo en el Campo Scout de Necochea, en
Sierra de la Ventana, en Córdoba e inclusive en el Parque Nacional Lanín.

Viví campamentos de una sola noche y otros en los que disfruté de una
semana y hasta de diez días inolvidables. Como lobato compartí un gran carpón
que albergó a toda la Manada y como scout construí mi primer refugio en esa
maravillosa estancia de Santa María de la Armonía de Cobo, en el partido de
Mar Chiquita. Tampoco me faltaron las caminatas. Entre las más lindas que hice
recuerdo la del Distrital de Patrullas en Laguna de los Padres, donde bordeamos
bordeamos la laguna por entero, construimos un puente de sogas y troncos para
cruzar el arroyo que desagua en ella, realizamos una actividad con los
Guardaparques sobre la flora y fauna del lugar y merendamos en medio del
monte, todos juntos y entusiasmados.

Otra caminata hermosa, de la que ya conté, fue el ascenso al cerro Ventana


en compañía de todo el Grupo ¡Y no me olvido aquella que realizamos con la
Unidad Aconcagua en la base del Volcán Lanín! Todas estas caminatas y
campamentos fueron sensacionales, únicos. Pero hasta el día de hoy nunca
antes había vivido lo que ahora: combinar una caminata tan exigente con un
campamento diferente a todos, acompañado por un pequeño grupo de amigos y
de personas a las que aprecio y respeto. Y para que mi dicha sea completa,
ascendiendo hacia la cima del cerro Tres Picos. Sepan que me siento la persona
más afortunada del mundo.

No sé si solo porque nací en el llano o porque me crie a orillas de la


inmensidad del mar que siento una fascinación especial por la montaña. O
porque jamás vi a las alturas como algo imposible, todo lo contrario, siempre me
representaron un desafío a la vez que una invitación. Si por un instante me
detengo a contemplar las cimas de las sierras me parece escucharlas hablar…
que me dicen “Vení, vení, que te espero. ¿No te animás a escalarme? Vení, vení”

Me encanta el mar. Nadar, jugar a la pelota en la arena, dejarme llevar por las
olas montado en una tabla; incluso subirme a un bote para hacerle compañía a
mi papá cuando va a pescar… Todo eso me gusta, y mucho. Pero la montaña…
¡Cuántas veces hinchando a mamá y a papá para que me lleven a Colinas
Verdes para subir la Sierra de los Difuntos o La Barrosa de Balcarce! Y eso que
las sierras que tenemos por Mar del Plata y Balcarce son bajitas, diminutas si las
comparo con el Tres Picos. Por eso ahora, en este preciso instante, parece que
estoy viviendo todas las cosas hermosas de una misma vez. Los scouts, mis
amigos, la caminata, el campamento, el embrujo de las sierras, la aventura.

No puedo negar que estoy cansado. La subida que estamos recorriendo en


este momento no es demasiado empinada, pero ya dejamos atrás unas cuantas,

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y cada una de ellas nos deparó una cuota más de esfuerzo. Cacho nos animó
indicando que casi llegamos a la próxima parada, Paso Dinamitado, el último
descanso que necesitaremos antes de dar con la cueva de Los Guanacos.

Es cierto, Cacho tiene razón. Alzando la vista, tan cerca que seguro podemos
alcanzarlo con un piedrazo bien lanzado, se distingue un paso muy peculiar en
medio de las grandes paredes de piedra que coronan la cima de la colina que
ascendemos. Paso Dinamitado.

-¡Qué alivio! ¡Parece que estoy flotando en el aire! Carolina, la más delgada y
en apariencia la más frágil entre los integrantes de la Patrulla, encontró en la
expresión “flotar en el aire” las palabras exactas para explicar lo que sentimos al
quitarnos la mochila de la espalda.

Paso Dinamitado es una abertura en la roca de dos metros y medio de ancho.


De corte perfecto, la hendidura se alza los cinco metros de altura que alcanza en
ese punto la imponente pared de piedra. Da la idea de un portal hacia el corazón
de la sierra.

Sentados entre las piedras para recobrar el aire, apreciábamos el Tres Picos
que se presentaba como un ser altivo e imperturbable.

-¡Hacia allá vamos!- anunció Félix en un grito desafiante, señalando al Tres


Picos con el brazo extendido.

Voces de apoyo y aplausos de aliento respaldaron el anuncio de Félix. Yo no


expresé palabra alguna. Me contenté con mirar hacia la cima y contemplar esos
tres puntos alzándose hacia el cielo, imaginándome en compañía de los Zorros
haciendo pie en el punto más alto que se puede pisar en Buenos Aires.

-Cacho, ¿cuánto falta para llegar a la cueva?- preguntó Paula.

-Me parece que la Sub Guía de Patrulla está más cansada que ansiosa ¿o me
equivoco?

El tono amistoso y burlón que utilizó Cacho para dirigirse a Paula lo pintaba
de cuerpo entero: simpático, accesible, siempre atento a lo que pudiéramos
necesitar; nunca con cara de enojo y mucho menos mostrando una actitud seria
o distante. Con él a nuestro lado nos sentíamos seguros y acompañados, y
sabíamos que la íbamos a pasar bien, muy bien.

Marina era algo menos divertida, por momentos algo cortante; pero tan bien
dispuesta hacia cada uno de nosotros que no molestaba para nada su mayor
seriedad. Incluso, en algún instante, necesitábamos de su seriedad. De muestra,
lo que nos ocurrió en la parada de descanso que realizamos en un punto
denominado La Tranquera.

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A pesar que desde lejos pasan desapercibidos, los alambrados también
imperan en las sierras. Delimitando propiedades, dividiendo potreros, campos de
pastores y de siembra. Solo podemos librarnos de ellos en los Parques
Nacionales, Provinciales o las reservas Naturales. El camino hacia el Tres Picos
traspasa los alambrados varias veces. En cada ocasión se los cruza por medio
de una tranquera que no es necesario abrir ni cerrar porque dispone de un
ingenioso zigzag que no permite el paso de los animales; solo el de una persona,
de perfil y sin la mochila en la espalda, de lo contrario, te quedás atascado en la
mitad del zigzag.

Traspuesta La Tranquera que designa a uno de los puntos de descanso


aconsejados, nos detuvimos sobre una gran piedra que aparece metros
después. Por primera vez nos sentábamos de espaldas al Tres Picos.
Acomodados en la piedra notábamos a las sierras con nitidez fundiéndose con
la llanura y al camino que recorrimos desde Puesto Glorieta con todos sus
recovecos.

En tanto disfrutábamos del descanso y de un buen trago de agua, Mario, el


más inquieto y bromista de los Zorros, dejó la piedra y caminó unos cuantos
pasos más allá de nosotros buscando cualquier cosa digna de descubrir. En un
instante lo vi agacharse y buscar algo con la mano.

“Habrá encontrado una piedra rara”, pensé. Después ya no hice caso de lo


que hacía o dejaba de hacer, continué con lo que más me atraía, las montañas.

Un griterío me sacó del ensueño de las alturas. Los chillidos de Carolina


sobresalían por sobre el estrépito de los demás:

-¡Sacá eso de acá! ¡Ni te acerques! Gritaba dirigiéndose a Mario que,


habiendo dejado el lugar en el que lo vi explorando el suelo, apareció por detrás
de Carolina con… ¡una culebra en la mano!

La sostenía de la punta de la cola, con la cabeza hacia abajo. El animalito,


brillante y hermoso, pendía de la mano de su captor haciendo eses y sacando la
lengua con la misma intensidad que lo hacemos nosotros al pestañar.

-¡¡¡Mario!!!- el grito de Marina superó los de Carolina y nos sumergió en un


silencio absoluto. -¡Dejá esa culebra en el suelo! ¡Ya mismo!

Mario obedeció en el acto. Aunque no lo hizo simplemente abriendo la mano


y dejando que la culebra caiga al suelo. Por el contrario, con toda delicadeza,
acercó la víbora hasta que tocó tierra y alcanzó a reptar. Recién en ese instante
la soltó.

Embobados, Zorros y Dirigentes, presenciamos la urgente y zigzagueante


huida de la culebra resplandeciendo bajo el sol.

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-Es inofensiva- atinó a decir Mario –No tiene veneno

-Fue perfecta la manera en que dejaste la culebra en el suelo pero no tenés


derecho a molestarla, y mucho menos a molestar a los demás- Marina no gritó,
ni siquiera alzó demasiado la voz.

El tono medido y las palabras justas fueron suficiente ¿A caso podemos creer
que por gritar mucho y fuerte los demás nos harán caso? A lo sumo al principio
prestarán atención, pero finalmente solo quedarán con el recuerdo de los
alaridos por sobre las cosas que dijimos.

Más de una vez en vísperas del campamento volante tocamos el tema de las
víboras en el Tres Picos. De la yarará y de la culebra. De las diferencias de una
y otra. Del veneno de la yarará y de la mordedura sin colmillos de la culebra. Y
del respeto que se merece una y otra; no solo por lo que pueda significar para
nuestra salud, sino también, para vivir plenamente aquello que bien expresa la
Ley Scout: amar y defender la vida y la Naturaleza.

El episodio de la culebra fue un buen momento para conocer de cerca a estos


animalitos tan especiales… y temidos. Si bien es cierto que por vivir en Mar del
Plata uno tiene la posibilidad de encontrarse con una de ellas en las
inmediaciones de la ciudad, no es lo más común.

Sí lo era para Mario. Fue su propio padre quien le enseñó cómo atraparla por
la cola y a mantenerla en el aire, separada del cuerpo lo suficiente para evitar su
mordedura, que si bien no era letal ni tan peligrosa como la de cualquier perro,
podía ser muy ardiente y molesta.

También fue un buen momento para reforzar lo que significa Marina para
nosotros como Dirigente. Esa persona que jamás nos impediría que disfrutemos,
que exploremos e incluso que arriesguemos con ciertas decisiones que
pudiéramos tomar como scouts; pero siempre nos pondría el límite preciso, nos
diría hasta dónde podíamos llegar y nos explicaría el porqué.

-Con los gritos de Caro ya no creo que se nos aparezca ningún bicho por
delante- las bromas de Cacho siempre ayudaban a bajar la tensión. –A seguir
adelante ¡Vamos!

Caro fue la primera en ponerse la mochila al hombro y salir detrás de Cacho.


Podía tenerle miedo a las víboras, ¿quién no después de todo? Mario, claro. El
único de los Zorros que se mostraba indiferente con el tema.

Pero a pesar del miedo Carolina era decidida y perseverante. Cuando atacaba
algo apretaba la boca, fruncía el ceño y encaraba hacia adelante, nunca aflojaba.
Así lo hacía ahora. Daba gusto ver su resolución.

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Uno a uno nos fuimos enfilando detrás de Cacho y Carolina. Paula, la Sub
Guía de la Patrulla Zorro, despierta, inteligente, intrépida y… preciosa. Rikki, mi
amigo y mayor adversario en todo juego o actividad. Adrián, el más callado y
bonachón, el que no tenía problemas con nadie. Víctor, el gran luchador, fuere
en el escalpo o en cualquier desafío que se pusiere por delante. Félix, el alumno
destacado de su curso, pensante y reflexivo. Mario, el bromista amante de las
culebras y yo, Rubén, Guía de los Zorros, cerrando la marcha delante de Marina,
que ocupaba ese sitio para observar mejor a todos y a cuanto nos rodeaba.

El llamado de Cacho a finalizar el descanso en Paso Dinamitado me tuvo de


regreso a la marcha desde el fondo de la hilera, solo con Marina detrás de mi
espalda. Emprendimos el camino descendiendo hacia El Corral, el último hito
señalado en el mapa previo a la cueva de Los Guanacos. La senda que
seguíamos, hasta unos 500 metros más adelante, era la misma que llevaba a la
cima del Tres Picos.

En determinado punto, una serie de estacas no siempre sencillas de visualizar,


indicaban los distintos caminos.

-¡Allá hay una!

Descubrir las estacas se convirtió en un juego de observación. Jugar a


encontrarlas antes que los demás nos ayudaba a mitigar el esfuerzo de la
marcha. Ya nos movíamos por el tramo final del recorrido, por un terreno que
formaba un corredor entre las sierras. Amplio y abierto, recibía de lleno la
presencia del viento sur que barría las matas de pasto mientras nos aliviaba de
la intensidad del sol.

Siempre ascendiendo, si bien con suave desnivel, dimos con la bifurcación


que dividía la senda en dos al pie de una pared de piedra. Nuestro camino
atravesaba la pared viboreando entre rocas y salientes. En contra de lo que nos
esperábamos, al dar con la parte más alta de la pared, dimos con una meseta
verde y llena de afloramientos rocosos; en ese momento no lo sabíamos, pero
estábamos sobre el techo de la ansiada Cueva de los Guanacos, primera meta
importante del campamento volante y magnífico alimento para el espíritu.

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El canto monocorde, de palabras guturales e
incomprensibles, se elevaba en la noche junto a las
desfiguradas volutas de humo y al acompasado sonido del
cultrún. La Machi de los Maiñque, en estado de trance,
mantenía un diálogo ancestral con los dioses invocando la
iluminación espiritual.

Las llamas que producía el fuego de ramas sagradas del canelo era la única
luz dentro del lúgubre rewe ceremonial. La tenue luminosidad escondía la cara
reseca y arrugada de la Machi. Su enmarañada cabellera, asiento de grasa y
suciedad, descolgaba hasta debajo de la cintura. Sus uñas larguísimas, le
conferían a las manos el aspecto de garras humanas que rasguñaban la nada
delante del rostro. El aroma del foyel, el canelo, al quemarse lentamente, tapaba
el fétido olor de las vísceras desparramadas en el suelo y a punto de ser
interpretadas.

Si alguien entre los Maiñque hubiere osado ingresar al rewe prohibido de la


Machi, quedaría pasmado de terror ante la visión de la ceremonia. Solo la
pequeña niña, futura Machi, que golpeteaba el cultrún al ritmo del canto ritual,
disponía de ánimo suficiente para presenciar el momento en el que la mujer logre
conectarse con el newen, la fuerza de los espíritus.

Quizá porque el rewe se encontraba en el límite mismo de la toldería, nadie


entre los Maiñque merodeaba en la noche. Nadie, tampoco, era capaz de
abandonar la seguridad que brindaba su propio toldo. Ni siquiera el lonko
Maiñquepal o el valiente toqui Maiñquelén estaban fuera del suyo. Cuando la
Machi mediaba con los espíritus, éstos rondaban inquietos…

La misma Naturaleza mostraba su respeto manteniéndose en silencio,


acallando a grillos y ranas, apaciguando al viento y cubriendo la luna con un
grueso manto de nubes. Permitiendo que los espíritus del agua, de la piedra y
del cóndor transiten la Toldería libres, sin molestias.

Si los Maiñque guardaban temor al poder de la Machi, mucho mayor el que


tenían a los espíritus que gobiernan la noche.

El repentino chistido de una lechuza quebró el silencio y alertó a la Tribu ¿Era


la señal que la Machi finalizó su diálogo espiritual? Maiñquelén, recostado sobre
las pieles que solían cobijar su sueño, se mantenía atento y expectante, con los
ojos bien abiertos. Al escuchar a la lechuza percibió que el viento cobraba vida,
haciendo que los cordones de tiento suenen en la pared del toldo. Por un hueco
del cuero distinguió la forma redonda y plateada de kuyen escapándole a las
nubes.

En ese instante la noche estalló con el chirriar de los grillos y el lejano croar
que lanzaban las ranas desde la aguada. El joven toqui no pudo con su inquietud.

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Al sentir que la noche cobraba vida pensó que los espíritus habían regresado a
sus posesiones. Dubitativo, corrió levemente el cuero que cubría la entrada del
toldo y miró hacia afuera. No distinguió fantasmas ni seres espectrales
recorriendo la Toldería. Todo era quietud.

Otra vez el chistido de chiwed. Maiñquelén lo escuchó más fuerte, más cerca.
Algo inseguro, el joven sacó la cabeza fuera del toldo y descubrió a chiwed
posado en su propia vivienda. El ave contemplaba al maiñque con ojos inmensos
y penetrantes. Sin apartar la mirada volvió a emitir su agudo chistido; luego, dejó
el toldo descendiendo como una saeta hacia Maiñquelén que, creyéndose
atacado, levantó el brazo para defenderse del poderoso picotazo de la lechuza,
pero chiwed, en lugar de clavar el pico en el brazo del maiñque lo rozó apenas
con una de sus alas y se elevó en suave planeo en dirección del rewe de la
Machi.

Cuando Maiñquelén pensó que el ave no detendría su vuelo hasta ingresar al


lugar prohibido, distinguió que la lechuza daba dos vigorosos aleteos, enfilaba el
cuerpo hacia el cielo y, convirtiéndose en un cóndor, majestuoso y fantástico, se
perdía entre las sombras difusas de la noche.

Erguido delante de su toldo, el joven toqui presenció el orgulloso vuelo del


maiñque dirigiéndose hacia las lejanas cumbres que se adivinaban en el
horizonte. Recién en el momento que la visión de Maiñquelén confundió la noche
con la negrura de las plumas del cóndor, presintió a la Machi observándolo desde
el rewe. De inmediato giró el cuerpo hacia a ella y la descubrió con la mirada
clavada en él, estudiándolo de la misma manera que antes lo hizo chiwed.
Estaba de pie fuera del rewe. La pequeña futura Machi a su lado, de cuclillas y
sosteniendo el cultrún en las manos. La Machi hundió sus larguísimas uñas en
la cabellera de la niña sin apartar la vista de Maiñquelén.

El joven y la mujer se observaron de frente. La mirada de la Machi atravesó el


espacio como lo hacen los rayos en las furiosas tormentas de verano.
Maiñquelén sintió que la atrapante visión lo embrujaba de tal manera que se
petrificó en el acto. Con toda la fuerza de su mente intentó cerrar los ojos para
quebrar el hechizo; no lo consiguió. La Machi, que parecía haberse adueñado
por completo de la voluntad del joven toqui, alzó la mano libre y apuntó sus
increíbles uñas hacia la cara de Maiñquelén. Lo hizo solo por unos breves
segundos, como la luz del rayo, y tan impactante.

Sin retirar la mano de la cabellera de la niña, la Machi rompió el contacto con


Maiñquelén, volteó el cuerpo hacia el rewe, e ingresó en su mundo prohibido
arrastrando con ella a la niña.

Maiñquelén acusó el efecto del quiebre. En el momento que las uñas de la


Machi apuntaron hacia él percibió un súbito ardor que le abrasó la cara. El calor
le encendió las mejillas. Casi al instante sintió que el fuego bajaba a la garganta,

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le recorría el pecho y se le alojaba en el corazón. Sus músculos se tensaron. Por
un instante se notó poderoso e invencible.

Luego, cuando la Machi rompió el embrujo, el joven trastabilló hacia adelante,


de tal forma que le fue preciso agarrarse al puntal que sostenía la entrada al
toldo para no caer de cara al suelo. Recobrado el equilibrio presenció a la Machi
ingresando al rewe junto con la niña. Pasado el momento, lo inundó un inusual
estado de paz y fortaleza, tal como se lo anunciara su padre antes de que la
Machi inicie la mediación con los dioses.

El lonko Maiñquepal cargaba una bien ganada fama de guerrero duro e


inteligente. Gracias a su previsión y estrategia la tribu de los Maiñque nunca
corrió peligro ante otras tribus más belicosas o ante un lonko demasiado
avaricioso y siempre dispuesto en poseer más y mejores tierras de caza.

Los Maiñque ocupaban una superficie de terreno mucho más grande de lo que
era habitual entre las distintas tribus de mapuches, tehuelches, puelches y
pampas que habitaban aquella inmensa planicie rebosante de presas grandes y
valiosas: guanacos, ciervos y ñandúes o la infinidad de animales más chicos
pero muy sabrosos como lo son la vizcacha, la mara, la perdiz o el peludo.

Tampoco había que olvidar a fieras peligrosas, y por ello, mucho más
excitantes de abatir, tal el caso del pangui o el nahuel, el puma y el yaguareté.
La colosal llanura de tierras fértiles y buenas aguadas estaba rasgada por
grandes mahuidas que se alzaban quebrando la monotonía del llano.

No eran sierras tan altas como las imponentes montañas de hielos eternos
que acunaban al sol, aunque resultaron igual de bellas para la estirpe de los
cóndores que, en el lejano horizonte del tiempo, dejó las altas cumbres del oeste
para internarse en la pampa. Ahora, que señoreaba en ellas, el Maiñque se
mantenía atento a cualquiera que quisiera atreverse en conquistarlas.

Maiñquepal bien sabía lo que representaba defender a su tierra y a su gente.


Lo aprendió de muchacho. Y no le resultó sencillo. Ser el más fuerte, el más
valiente, el más locuaz, el más sacrificado, el más aguerrido, el más inteligente,
el más respetado, y…, el más sabio…, nunca es fácil.

Eso significaba ser lonko, estar preparado para luchar por sus sierras y por los
suyos. Para Maiñquepal ya habían quedado atrás aquellos días de aprendizaje
jugando palín, mientras atravesaba defensas a pura habilidad y amor propio.
Ejercitando con el arco y la flecha hasta lograr abatir a cuanta presa se ponga a
tiro. Venciendo el miedo a lo desconocido y el temor al entrar en combate.
Confiando en las habilidades y virtudes propias. Dominándose a sí mismo.
Descubriendo el valor que representa el ejemplo, cuando se tiene la
responsabilidad de conducir a la tribu.

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Al morir su padre nadie entre los Maiñque encontró nada para impedir que
Maiñquepal se convierta en el nuevo lonko de la tribu. Su bien ganada fama lo
respaldaba. Y lo confirmó en cada Consejo de la tribu con palabras acertadas y
floridos discursos. En el peligro, mostrándose siempre decidido, seguro. En las
cacerías, como en la batalla, guiando las partidas con ímpetu e inteligencia,
logrando que jamás falte alimento en los buches de los cóndores y que nunca,
nadie, logre arrebatarles un trozo de su nido serrano.

Pero el tiempo, en la misma medida que regala sabiduría, roba energía. El


viejo lonko ya no corría a las veloces presas del llano; tampoco destrozaba
defensas con el palo y la bocha de palín; hasta su voz, antes sonora y
envolvente, ya no retumbaba de la misma manera en las cálidas rondas de
cuentos y leyendas alrededor del fuego.

Con menos energía, mayores silencios y con la misma seguridad de siempre,


Maiñquepal estaba dispuesto a enfrentar lo que se les avecinaba. Una lucha por
su propia existencia. No lucharía con sus brazos, ese era el trabajo de su hijo,
pero nadie como él para ayudar a que Mainquelén derrote a los demonios
barbudos.

En primer lugar Maiñquepal debía convencer a los indecisos y a quienes


querían dejar las sierras con sus llanos para trasladarse al sur…, vaya a saber a
qué lugar del sur. Para lograrlo tendría que utilizar con astucia los buenos
augurios de la Machi y toda su capacidad narrativa dentro del Consejo de la
Tribu. Hubieron de pasar cinco horas hasta que todos los Maiñque se expresaran
libremente, escucharan las opiniones del resto y se entrecruzaran en las idas y
vueltas propias e las discusiones.

Maiñquepal fue el último en hablar. Su discurso comenzó nombrando y


recordando a cada uno de los ancestros que formaron la estirpe de los cóndores;
el lento traslado de la Tribu, desde las faldas de las montañas del oeste, hasta
anidar en las suaves sierras pampeanas; las luchas de los valerosos conas por
la subsistencia, y la presencia constante de Nguenechén, la fuerza del bien. Tocó
la fibra más íntima de los hombres recordándoles viejas glorias, elevándolos
hacia grandes proezas vividas. Luego, en el momento preciso, con colorida
fascinación cautivó al Consejo con el relato del sueño que la sagrada mujer tuvo
antes de llevar a cabo la rogativa.

En el pewma o sueño, un we-küfe, un espíritu de destrucción y muerte, se


acercaba desde las montañas de los incas. Era un poderoso pillán con la cara
llena de pelos y provisto de un cuerpo tan deformado que le era preciso cubrirlo
con ropajes relucientes. Venía acompañado de seres nunca vistos por la gente
de la tierra, a los que dominaba a su antojo. Ya había esclavizado a otros pueblos
transportando codicia, odio y traición. Pero al poner un pie sobre el territorio de
los Maiñque un cóndor fabuloso se alzó sobre su deformado cuerpo, lo atrapó

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con sus temibles garras para luego hundir el poderoso pico, destruyendo carne,
nervios y huesos hasta destrozarlos.

Finalizó la narración detallando la manera en que el espíritu del cóndor se


presentó a Mainquelén transformado en lechuza, y de su nueva transfiguración
en cóndor mientras se elevaba hacia el oeste para vigilar de cerca a quienes
osaban manchar sus tierras. Por último, demostrando sus cualidades de
guerrero, explicó la manera en la que se detendría al pillán de los demonios
barbudos: había que frenarles el paso. Por cierto, no a tontas ni a locas, sino
empleando las armas del cóndor al planear desde lo alto, donde es inalcanzable.
Observando, acechando. Estudiando al desconocido y buscando sus
debilidades. Y esperando la mejor oportunidad de atacarlo… Entonces, solo
entonces, caer sobre ellos para que se cumpla el sueño de la Machi.

-Elegí a mi propio hijo, a Maiñquelén, para que guíe a una partida de conas a
vigilar a los wincas- pronunció Maiñquepal al término de su discurso.

-¿Cómo sabemos que Maiñquelén se limitará a vigilar a los wincas? Quizá


intente enfrentarlos para demostrar su valor. Los wincas no deben saber nunca
que los acechamos y que podemos atacarlos.

Uno de los toquis más importantes del Consejo, era el que transmitía las dudas
de los jefes.

-Cualquiera de nosotros es capaz de estar al frente de una partida de conas.


Ya lo hemos demostrado- agregó un hombre de piel curtida y mirada
impenetrable.

-Wentru Nowel… Tu nombre demuestra lo que eres- comenzó respondiendo


Maiñquepal –Hombre Bravo sin duda. Un gran hombre y el más bravo de los
guerreros de la Tribu. Capaz de conducir a una partida de conas contra la culebra
gigante, la mismísima Trenten, sin el menor temor… Pero, son muchos los soles
que cargamos en la espalda. Nuestras piernas perdieron firmeza, y a pesar que
aún sentimos bullir la sangre en las venas, ya no poseemos la fuerza del volcán
ni el andar sin descanso del río. Los Maiñque necesitamos alguien joven, alguien
capaz de moverse rápido y con sigilo. Alguien que trepe las mahuidas una, dos
y tres veces. Que las baje y las vuelva a trepar sin descanso.

Un breve respiro en las palabras del lonko hicieron posible que cale hondo en
Wentru Nowel, y en el resto de los toquis de mayor edad, lo profundo del sentido
de ellas. Cuando el silencio logró su cometido, Maiñquepal habló en defensa de
su propuesta:

-Confío en Maiñquelén. Sé que es el mejor hombre para volar como el cóndor.

-Maiñquelén es valiente como el más valiente entre los toqui. Y tan astuto
como su padre- la voz de Wentru Nowel rompió el silencio.

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El Consejo se mantenía a la expectativa. La palabra del viejo jefe
Wentru era escuchada y muy respetada. Si el hombre aceptaba la
propuesta de Maiñquepal nadie se animaría a mostrarse en
desacuerdo. Lo escuchaban con atención:

–Yo también confío en Maiñquelén. Los augurios de la Machi son


buenos.

Maiñquepal tomó las palabras finales de Wentru Nowel como dando por
sentado que el Consejo estaba en completo de acuerdo con su propuesta.

–En agradecimiento a que el espíritu del cóndor no nos haya abandonado y


que se mantenga siempre con nosotros, realizaremos cinco días de festejos y
rogativas como acostumbra a hacerlo nuestro pueblo: con juegos de palín,
abundante muday para beber y sabrosas picanas de choique para llenarnos la
barriga. Al quinto día realizaremos el eluwün de preparación antes de la partida
de los guerreros.

-¿Cómo recompensamos a la Machi? Durante las rogativas se convertirá en


la persona más importante de la Tribu, por encima del Consejo y del propio lonko
Maiñquepal- agregó Wentru Nowel.

-Debemos ofrecerle regalos apropiados… pulseras y colgantes de lien. No


serán para ella. La Machi los destinará a la pequeña niña que está preparando y
que el día de mañana ocupará su lugar.

-Que así sea- aceptó el Hombre Bravo en tanto el resto de los toqui asentían
moviendo la cabeza.

–Y que Nguenechén acompañe a Maiñquelén- concluyó el curtido jefe


buscando con la mirada al joven que, henchido de orgullo, se mantenía inmóvil
a la derecha de su padre.

Maiñquepal, satisfecho por el resultado del Consejo, cerró la reunión


invocando la ayuda sagrada para su gente:

-¡Que el espíritu del cóndor siga planeando sobre nuestro pueblo!

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Las historias que llegaban a España sobre el Nuevo Mundo estaban coloreadas
por la fantasía y agrandadas por la imaginación.

Así, se propagó por doquier que en medio de la selva infranqueable se


encontraba la fuente de la juventud: misterioso manantial de agua prodigiosa del
que bastaba solo tomar unas gotas para lograr la juventud eterna. La no menos
mítica ciudad de El Dorado: a la que se arribaba por un camino secreto solo
conocido por unos pocos nativos, construida enteramente en oro y adornada con
cuantiosas piedras preciosas. La montaña de plata: resplandeciente en el centro
de los Andes, solitaria, a la espera de aquellos que quisieran tomarla. Y el
maravilloso País de Jauja: donde los ríos eran de leche y miel, los gansos
volaban ya asados, la comida estaba a pedir de boca y donde se podía pasar el
día sin necesidad de hacer nada más que holgazanear.

Los Reyes de España, más interesados que nadie en conocer la verdad de


tantas historias y leyendas, y sobre tan fabulosos tesoros, propiciaban la
conquista de tierras tan abundantes.

Otorgándose un título que no tenía la Corona española se proclamó dueña del


Nuevo Mundo. De esta manera, permitían y propiciaban que sus súbditos se
embarquen a tomar posesión de parajes vírgenes e inexplorados.

Embarcar hacia la aventura de las Indias no era barato. Era preciso contar con
una flota de galeones, galeras y naos de combate para cruzar la mar océano en
una travesía de dos meses de duración. Oficiales, marineros, comida, armas,
soldados. ¡Los gastos eran enormes! Y poco era lo aportado por la Corona, tan
solo las naos de guerra. El resto era financiado por los bolsillos de armadores y
banqueros, quienes confiaban en multiplicar las ganancias con el comercio
producido entre las manufacturas españolas y las riquezas de Indias.

A pesar de los riesgos corridos por los aventureros no cualquiera podía


dirigirse al Nuevo Mundo. Necesitaba el permiso expreso de la Corona. Los
Reyes de España disponían de una institución que les hacía más fácil la decisión
de quiénes eran aquellos que tendrían permitido embarcarse hacia las Indias:
los Adelantados.

Persona perteneciente a familia noble, con respaldo económico, el


Adelantados tenía la autorización de la Corona a explorar, conquistar, gobernar
y explotar determinadas tierras. Luego, podía designar a otras personas, quienes
tenían la facultad de internarse en “sus dominios” para actuar en su nombre.

Francisco Pizarro fue uno de ellos. Llegado de España cumplía funciones a


las órdenes del Gobernador de Panamá, donde vivía. Asociado con otros
castellanos decide conquistar el Birú (luego llamado Perú) del que se contaban
decenas de historias debido a sus grandes riquezas en oro.

29
Después de dos años internándose hacia el sur, sufriendo todo tipo de
inclemencias, llegan a la isla del Gallo. El grueso de los soldados, descontentos
y desilusionados por continuar con las manos vacías, se niega en redondo a
seguir adelante. En ese momento Pizarro realiza una acción dramática: traza
una línea en el suelo con la espada arengando a los soldados: “Por este lado se
va a Panamá, a ser pobres. Por este otro al Perú, a ser ricos”.

Tan solo trece son los hombres que se animan a seguirlo, los “Trece de Fama”
o los “Trece caballeros de la isla del Gallo”. Pizarro y los Trece se convierten en
los primeros castellanos en pisar Tahuantinsuyo, el país de los Incas.
Deslumbrado ante la civilización incaica, viéndose como el más afortunado entre
los mortales, Pizarro se vale de las creencias y de las divisiones entre los Incas
para tomar prisionero al Inca Atahualpa (el gobernante del Imperio) en
Cajamarca y dar el primer paso para convertirse él mismo en amo y señor.

Los Incas creían que los españoles eran enviados del dios Viracocha, el sumo
creador. La imagen de los castellanos cubiertos los cuerpos con armaduras, los
caballos, el yelmo en la cabeza, el tronar de los arcabuces, las barbas… Seres
extraordinarios, llegados desde otro mundo, el de los dioses, desde el mismo
trono de Viracocha y por lo tanto, inmortales.

De igual manera, el Imperio estaba viviendo una cruenta lucha por el poder
entre los Incas Atahualpa y Huáscar, que se decidió en batalla a favor de
Atahualpa. En cuanto los españoles se adueñaron de Atahualpa quedó
demostrada su verdadera naturaleza. Pizarro prometió liberar al Inca si se
llenaban dos habitaciones con plata y una con oro. Pagado el rescate, enjuicia
al Inca acusándolo de “traición” a la Corona española y de asesinar a su hermano
Huáscar. Lo encuentran culpable y es sentenciado a muerte por estrangulación.

A continuación, los españoles ocupan el Cuzco, al que posteriormente dejan


desolada, y más tarde Pizarro funda la Ciudad de los Reyes (por encontrase
cercana la fecha de la celebración de los Reyes Magos) en la zona conocida
como Limaq, donde la Corona de España crea la Gobernación de Nueva Castilla
y nombra a Pizarro como su Gobernador.

La fama del oro no terminaba en Nueva Castilla. Se decía que más al sur
existía abundante oro y plata. El Rey de España bautiza a estas tierras como
Gobernación de Nueva Toledo, a pesar de que ningún español había puesto un
pie en la zona, nombrando Gobernador y Adelantado al tuerto Almagro, viejo
socio de Pizarro en la conquista y a quien el paso de los siglos volvió famosa su
expresión “este negocio me ha costado un ojo de la cara”, haciendo alusión al
flechazo recibido por los indios y por el que perdió el ojo.

A diferencia de lo ocurrido con Pizarro y sus Trece caballeros, Almagro


fácilmente reúne a 500 españoles. Lleva consigo a 100 esclavos africanos y a
10.000 yanaconas, es decir, diez mil personas nativas obligadas a

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desempeñarse como porteadores para el transporte de armas, pólvora y
alimentos necesarios para la nueva conquista.

Desde el Cuzco, la ruta a seguir por Almagro es el magnífico Camino del Inca,
una red vial que unía Cuzco con todos los confines del Imperio y que hacia el sur
atravesaba Tupiza, Tilcara y Famatina, culminando en Cuyun, Cuyo, en las
lagunas de Guanacache.

Transcurre el invierno. Almagro y la gran columna de hombres parte de Cuzco


hacia el lago Titicaca. El Gobernador y Adelantado ingresa a “su territorio” y sigue
camino hacia el sur. Arribados a Tupiza, punto que los españoles tomaron como
centro neurálgico para la conquista, la expedición se detiene a la espera que se
derrita la nieve que cubre los altos pasos de montaña en dirección a Chile. Será
en Tupiza donde Almagro tendrá la única satisfacción en su desastrosa marcha:
intercepta un cargamento de oro recolectado como tributo y destinado a Pizarro.

-¡Tú Bernal!- gritó Almagro señalando al astuto soldado extremeño que


permanecía boquiabierto contemplando el oro.

-¡Sí mi Gobernador!- respondió al punto Bernal.

-Elige a cuatro soldados y pon el oro a buen recaudo dentro del tambo. Te
hago personalmente responsable de este oro. Sabes bien lo que eso significa…,
¿no?

-¡Sí señor Gobernador! ¡Claro que sí señor! ¿Qué hacemos con la gente que
está en el tambo?

-Me importa un bledo lo que hagas con ellos. Sácalos de allí, guarda el oro y
protégelo con tu propia vida- gruñó Almagro con acento frío y cortante como el
acero de su espada.

Los tambos incaicos formaban un conjunto de postas que se alzaban en


distintos puntos del Camino del Inca. La distancia que separaba a uno de otro
era la que necesitaba un chasqui, un mensajero, para recorrer una jornada de
marcha. El tambo ofrecía comida y descanso antes de reiniciar la marcha en la
jornada siguiente. Solo eran destinados para los chasquis o representantes del
Inca y era habitado por un personal selecto que tenía la función de atender con
el mayor esmero a sus ocasionales huéspedes.

El tambo de Tupiza era aún mayor a los que se esparcían por los miles de
kilómetros del Camino; además, la importancia de la ciudad le daba al tambo la
función de almacén de granos y vestimenta de quienes habitaban en la ciudad
en caso de extrema urgencia o necesidad.

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En tanto uno de los soldados fue asignado a encerrar las llamas que
transportaron el oro en el corral de piedra, Bernal, su fiel compañero Ursicio y
otros dos hombres depositaban el oro en una de las habitaciones del tambo.

-Cuarenta kilos de oro por animal- comentó Bernal en voz alta sin dirigirse a
nadie en particular. A esta altura de su andar por el Perú conocía de sobra la
capacidad de transporte que tenían las llamas.

-¿Con cuántos kilos de oro se alzó el Tuerto?- preguntó el analfabeto y


perspicaz soldado que iba y venía con el oro.

-¡Son cuatrocientos kilos, so bestia! ¡Cuatrocientos kilos de oro!- respondió


Ursicio fascinado.

-¡Qué fortuna hombre!- dijo el soldado acariciando el reluciente y suave metal


amarillo.

-¡Ya basta de tanto tocar y a trancar bien la puerta!- rugió Bernal.

-Aquí no hay puerta Rafael…

-Ya lo sé hombre ¿A caso te crees que soy ciego? Hay que construir una
¡Vamos! ¡A trabajar! Que por aquí hay mucho pillo suelto.

El intenso frío andino no aplaca. Pasados dos meses de espera, y ante la


desazón de Almagro al descubrir que los porteadores indios huyen hacia la
libertad, el explorador toma dos desdichadas decisiones: esclaviza porteadores
entre los chibchas, collas y diaguitas de la zona y se interna en las montañas,
deseoso de arribar a Chile.

De aquí en más, las penalidades sufridas en la marcha se pagan de mil


maneras. Los españoles destruían las suelas del calzado y las herraduras de las
cabalgaduras en las afiladas piedras de los senderos. Mientras tanto, el gélido
clima reinante hacía lo suyo: mata a indios y a negros que andan a pie desnudo.
A los castellanos, se les cae los congelados dedos de los pies cuando se quitan
las botas. La falta de ánimo detiene el avance.

Almagro está desesperado. Acompañado por veinte hombres continúa la


marcha dejando atrás al grueso de la expedición, hambrienta y medio muerta de
frío. Su constancia le permite entrar al valle de Copayapu, Copiapó, donde
recoge víveres y regresa a rescatar a los retrasados.

En Almagro, la fortaleza de espíritu venció las dificultades, pero a costa de


muertes, sufrimientos indecibles y… ¡Nada de oro! Decide dar marcha atrás,
hasta Tupiza, cargar el tributo que a buen resguardo dejó en el tambo y volver al
Perú.

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Un castellano algo enfermo pero con mayor rango militar que Bernal quedó a
cargo del tambo y del oro ante la partida del Gobernador hacia “sus dominios”.
Es este mismo hombre quien le da la noticia a Almagro que desapareció el oro,
desaparecieron las llamas, desaparecieron los caballos y desaparecieron las
armas.

-¡¿Quiénes osaron traicionar a su Majestad el Rey y a la Corona de España?!


¡¿Quién?!- bramó Almagro con su único ojo escapándose de la órbita.

-Bernal y sus secuaces- respondió acobardado el castellano. –Son seis o


siete.

-¿Por qué no los hiciste perseguir?

El tono de los gritos de Almagro, se comentó más tarde, cruzó las montañas
hasta el Perú.

-No tenía cómo, mi señor… Bernal se llevó todos los caballos…

-¡Inútil! ¡Imbécil! ¡No sirves para nada!- volvió a estallar Almagro -¡Cien azotes
es lo que te mereces! ¿Hacia dónde partieron? ¿Cuántos días hace que se
fueron?

-Ha… ha…hacia el sur- respondió el hombre tartamudeando por el miedo –


Ba…bajan por el Camino del Inca… Lo supe por unos indios a quienes cruzaron.-

-¡Idiota!- replicó Almagro con furia -¡Yo vengo del sur! De Shimka, de Tastil,
¡Y no he cruzado a nadie con mi oro! ¿Cuánto hace de eso?- insistió Almagro
sin bajar el tono de sus gritos.

-Poco menos de veinte días… quince quizá…- las últimas palabras del
castellano fueron pronunciadas casi en un susurro.

-¡¿Cuánto?! ¡¿Quince días?! ¡Malditos rufianes!

Al momento de descubrir la ausencia del oro Almagro fue informado de una


noticia que trastocó la idea de perseguir a Bernal y recuperar el botín. Era
imprescindible que regrese de inmediato al Perú para dirimir cuestiones con
Pizarro de vieja data. Al partir de Cuzco Almagro dejó atrás una gran disputa
con Pizarro sobre cuáles eran los territorios a gobernar por uno y por otro. Junto
a ello también debía resolverse cuál sería la ganancia que le correspondía a
cada explorador por la conquista del Imperio incaico. La cuestión se tornó tan
seria y discutida que el Rey de España, Carlos V, envió al Obispo de Panamá
para que arbitre una solución sobre el asunto.

Al momento de perder el oro con Bernal Almagro supo que el Eclesiástico ya


había sentado sus reales en la Ciudad de los Reyes y quizá estuviera intimando

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con su adversario, Pizarro. Ante esto, Almagro no veía otra solución
que apurar su vuelta y ganar al Obispo a su causa.

Repleto de ira y frustración Almagro desgarró el cielo con un solo


alarido:

-¡Que el diablo te lleve Bernal!-

Y apuntó su único ojo en dirección del Perú.

¡Llegamos!

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La cueva de Los Guanacos nos abría su inmensa boca permitiendo el paso
hacia su interior. Descolgamos las mochilas de inmediato, y con la misma
presteza, ingresamos a la cueva para explorarla.

El lugar era sumamente amplio, aunque no tan profundo como podríamos


suponer. Con forma de cono gigante, su espacio iba reduciéndose al igual que
un cucurucho; así, solo era posible tocar las paredes del vértice del fondo, un
sitio lleno de sombras, agachándose lo suficiente hasta quedar de rodillas o en
cuclillas.

En la gran abertura de entrada, dando resguardo a las ventiscas invernales,


una frágil pared de piedras superpuestas servía como cortadera y rincón propicio
para instalar los mecheros con los que era preciso ascender al Tres Picos, ya
que existe la prohibición de hacer fuego en cualquier sector de la sierra.

-¿Van a dar el Grito de Patrulla?- propuso Marina con su pregunta.

Siempre que damos el Grito de Patrulla es en respuesta al llamado a


formación, en señal que la Patrulla está lista y completa, al finalizar un juego o
indicando su presencia al resto de los scouts con los que se comparte una
determinada actividad. En aquel instante, dentro de la Cueva de Los Guanacos,
resultó la posta final de una meta cumplida. El aviso que dábamos con el corazón
que habíamos logrado el objetivo propuesto. La mayor expresión de alegría que
nos podíamos brindar ante el esfuerzo vivido.

-¡Patrulla Zorro!- grité con firmeza.

-¡Con ingenio y perseverancia!- pronunciaron seguros los Patrulleros.

-¡Scouts Siempre!- agregó Paula

-¡Listos!- Culminamos todos.

El Grito de Patrulla explotó con una sola voz de entusiasmo y satisfacción. Las
paredes de la cueva, actuando como caja de resonancia, hicieron posible que el
sonido nos envolviera por completo y que la caverna nos regale su saludo de
bienvenida. De golpe nos sentimos como afortunados exploradores
conquistando una tierra nueva y lejana.

La primera actividad que enfrentamos fue la de armar las carpas igloo en el


interior de la cueva. La diferencia de temperatura con el exterior era notable.
Afuera sumamente caluroso. Dentro de la cueva, fresco y placentero.

-Pasemos la noche sin armar las carpas- suplicó Félix, de la misma forma que
lo hiciera cuando Cacho nos comentó en Villa Ventana que armaríamos las
carpas a pesar de dormir en el interior de la cueva.

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-Los bichitos que anidan en la cueva no se ven- repitió Cacho, utilizando el
mismo argumento que días atrás. –Pero luego se sufren. Se los digo por
experiencia.

Ascendiendo la sierra nos cruzamos con gente que descendía. Con algunos
de ellos intercambiamos comentarios sobre la distancia a recorrer hasta la cueva
y el tiempo necesario en hacerlo. Fueron seis o siete personas. Ellos también
habían hecho noche en la cueva. Eso nos hizo pensar que podíamos
encontrarnos con compañía, pero al llegar, y dar con la cueva vacía,
aprovechamos para armar las carpas con libertad allí donde nos pareció más
conveniente hacerlo.

Si al espacio ocupado por los igloo le sumamos el rinconcito que


acondicionamos como cocina y comedor, no está demás decir que, en gran
medida, nos adueñamos del interior de la cueva. Dejamos mucho espacio libre
hacia el fondo, aunque poco propicio para levantar carpas: era escaso el suelo
de tierra y abundante la piedra viva que impedía clavar estacas.

Iniciar la caminata bien temprano por la mañana hizo posible que fuéramos
los primeros en arribar a la cueva aquel día. Y subrayo lo de primeros porque
con el correr de las horas se fue sumando gente al embrujo de la cueva de Los
Guanacos. Cada uno que llegaba descubría nuestro “campamento” y decidía
armar su carpa fuera de la cueva, lo que después de todo no era tan grave. Pero
dos muchachos a quienes les faltaba de todo, ascendieron sin carpa, por lo que
desplegaron aislantes y bolsas de dormir más allá de nuestro campamento.
¡Pobres! A la mañana siguiente, con las caras hinchadas y coloradas, se
acercaron preocupados a Marina y Cacho pidiéndoles cualquier tipo de
medicamento con el que pudieran contrarrestar las diminutas picaduras que le
marcaban el rostro.

Armado el campamento moríamos por refrescarnos y por almorzar. Para


satisfacer las dos cosas era imprescindible descender hasta un arroyito cercano:
agua para empapar la cabeza y para cocinar una ración de tallarines.

Bajando por un senderito que delataba el continuo ir y venir de quienes


visitaban la cueva nos internamos en el pastizal que abundaba en aquella parte
de la sierra y que escondía la presencia del arroyo, aunque podíamos adivinar
su cercanía por el sonido continuo del agua corriendo entre las piedras.

Producto del crudo invierno y la fuertes nevadas que trajo el año anterior;
seguido de una lluviosa primavera, las entrañas de la sierra actuó como una
esponja gigante que absorbió incontables litros y litros de agua. Con la aparición
de las altas temperaturas de verano el agua comenzó a exudar de las
profundidades abriéndose camino por entre las piedras haciendo florecer
innumerables y pequeños manantiales. Cada manantial era el nacimiento de un
hilacho de agua pura y transparente que, por fuerza de la gravedad, descendía

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buscando un cauce mayor que lo contenga: un arroyito como el que nos permitía
calmar la sed y llenar hasta el borde cantimploras y botellas de plástico.

-Cacho, el agua está bárbara, pero vos nos prometiste un lugar donde
podríamos bañarnos y nadar…- recordó Víctor – ¡Acá apenas si nos mojamos
los pies!

-Ya vamos a ir. A su debido momento. No te apures- respondió Cacho


sonriendo.

El arroyito que teníamos como fuente de provisión de agua mientras


estuviéramos en la cueva era uno más de los varios afluentes del arroyo Napostá
que, fortalecido y crecido como lo estaba aquel verano, combinaba espléndidas
ollas de aguas mansas, fantásticas cascadas y tramos de corrientes rápidas, tan
peligrosas como fascinantes.

-¿Vamos hoy, después de comer?- Víctor llegó a Villa Ventana convencido


que tendría su oportunidad para recibir la Especialidad de Nadador, y quería
demostrarlo en cuanta ocasión tuviere por delante.

-Antes de seguir pensando en meternos al agua hay que volver a la cueva y


preparar el almuerzo… ¿No tienen hambre?

-¡Grande Marina!- grité animado por el estómago vacío – ¡A comer!

La suma de, alimentos más descanso, dio como resultado reponer fuerzas y
redoblar la expectativa en conquistar la cima del Tres Picos. Si para nosotros la
cueva de Los Guanacos se transformó en símbolo de fantasía y misterio, la cima
del Tres Picos lo era de triunfo y superación.

Transcurrida la batalla del esfuerzo durante la caminata de acenso, traspuesta


la lucha del cuerpo por agua y comida, solo nos quedaba vencer la cima de
Buenos Aires y nuestra dicha sería completa. Estábamos cerca. Sin la mochila
al hombro las piernas se mostraban ágiles, la espalda erguida y el corazón más
calmo. Eso ayudaba al espíritu de la caminata a pesar que las señales que
delineaban la senda de ascenso se volvieron difusas al principio e inexistente
después. No era problema. La huella se adivinaba fácil entre las grandes rocas
que, en muchos casos, resultaban algo así como barandas o pasamanos con los
cuales nos guiábamos y apoyábamos.

Estábamos cerca.

La senda dejó atrás la sierra abierta para introducirse en medio de un abra


que separaba dos de los tres picos de la cima. Una quebrada bastante cerrada
que convertía la subida en más pronunciada y a los hermosos helechos que se
multiplicaban por doquier, gracias a las húmedas sombras de las piedras, en más
grandes y verdes, llenos de vida.

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Si bien el peso de la espalda era menor, el trajín al que sometimos los
músculos durante el día comenzaba a cobrarnos el gasto. Llegados al pie de la
cima necesitábamos un descanso, el último, el que nos permitiría atacar la pared
de piedra que se alzaba justo frente a nosotros como la muralla de una fortaleza
inexpugnable.

-¡Vamos! ¡Que estamos cerca!

Superar la muralla de piedra resultó lo más emocionante e intrépido de la


jornada. Aquí no se demarcaba senda ni huella alguna para seguir. Era un
camino a puro instinto por donde se viera mejor escalar. Nos era preciso utilizar
manos y pies a la vez. Agarrarnos firmemente a las rocas empleando los diez
dedos de las manos. Elevar una pierna, apoyar el pie allí donde aparecía un buen
sitio para asentarlo, y luego, con seguridad, elevar la otra pierna un poco más
lejos, más alto y más adelante…

Dando mi mejor esfuerzo, viéndome rodeado de compañeros y amigos, atento


a que los filosos bordes de las rocas no me lastimen, guiado por el silencio de la
sierra y las voces de aliento de mis dirigentes…, así ascendiendo con los cinco
sentidos puestos en este maravilloso momento, atravesando la recta final de uno
de mis sueños, me vino a la mente las palabras que nos dedicara Jorge, nuestro
Jefe de Unidad, la noche anterior a la partida.

-Saben chicos…- nos comentaba Jorge con ese tono tan claro y amigable que
yo tanto adoraba y que sinceramente desearía tener cuando llegue a ser un
hombre hecho y derecho -…Baden Powell hablaba mucho de la montaña y de lo
que ella representaba para las personas. Le gustaba mencionar lo que él llamaba
el lema de una gran montaña de África, “su” Monte Kenya: “Mira más lejos; más
alto y más adelante, y se verá una senda” Un lema que puede ser la guía de
cualquiera de nosotros. Mañana, con la caminata, van a experimentar esa
sensación. Lo mismo va a ocurrir cada día de sus vidas, si es que están siempre
dispuestos en mirar hacia adelante.

A punto de conquistar el Tres Picos recordé a Jorge y la noche anterior


reunidos con él y los Zorros. Recordé a B-P y el lema del Monte Kenya. Recordé
el consejo de los dirigentes para escalar la roca: un movimiento a la vez; las
manos bien asidas, los pies firmes en la piedra…

Después del último envión, elevé el cuerpo y apoyé el pie izquierdo en el techo
de mi Provincia, ¡y me sentí invencible! Lo que desde lejos aparenta una punta,
un pico rocoso, al estar sobre él se transforma en lo que es: una amplia corona
de piedras con espacio suficiente para dar cabida a un gran número de personas.

Sobre el suelo pedregoso del centro de la corona se alza una estructura de


hierro, como un banquito gigante, que señala la altura máxima de la sierra;
subirse al banquito, de uno a la vez, para otear el horizonte desde lo más alto,

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fue la primera experiencia que vivimos los Zorros en la cima después de recibir
el impacto del viento que, allá arriba, no sabe de frenos que le impidan marcar
su eterna presencia.

Fotografiarnos todos juntos, en parejas o en grupitos e incluso solos fue otra


de las infaltables actividades a compartir. Actividad que abandonamos
parcialmente cuando descubrimos, en un punto de la cima guarecido por una
gran roca, una gruesa caja de hierro adosada a una piedra. Dentro de la caja, a
la espera de los interesados, varios recordatorios de los más variados y un
cuaderno que recogía los mensajes de quienes, al igual que nosotros, logramos
dar con la cima del Tres Picos.

Por supuesto, dejamos nuestro mensaje, firmado por los diez, un recuerdo –
la Insignia de Grupo- y saludamos a la Unidad Aconcagua que permanecía en el
campamento de Villa Ventana: Cacho se comunicó con Jorge por medio del
teléfono celular. Algo pactado de antemano. Una comunicación breve, lo
suficientemente larga como para comentar que estábamos en la cima, saber que
en ese momento la Unidad miraba hacia el Tres Picos intentando distinguirnos y
repetir el Grito de Patrulla que viajó por el celu hasta Villa Ventana.

Pasada la excitación inicial, la del triunfo por el ascenso, la del descubrimiento


de lo nuevo y diferente, la de vivir las pequeñas ceremonias propias de la
montaña, como las fotos o la firma del cuaderno, ya más sosegados y
satisfechos, nos dedicamos a contemplar la inmensidad de la Naturaleza. A
regalarnos ese placer alimentando el espíritu.

Gracias a la altura también nos permitimos reflexionar sobre lo diferente que


se puede ver el mundo. Como cambia la perspectiva de las cosas. Lo diminuto
que puede ser aquello que se observa con otra mirada…, montes, campos,
casas, pueblos, caminos. Y que somos nosotros, simples muchachos, los que
parecemos gigantes e inalcanzables.

-¡Vamos volviendo chicos! Marina nos fue reuniendo uno por uno para
descender juntos. Cualquier excursionista experimentado (y los Zorros nos
sentíamos parte de ese grupito selecto) sabe que bajar es más complicado que
subir. Hay que mostrarse muy cuidadoso al momento de soltarse de una roca o
de cambiar el cuerpo de posición al bajar por entre una grieta. Los resbalones,
el exceso de confianza, la aparente facilidad. Con Cacho abriendo camino,
fijándonos de ocupar el mismo espacio que ocupó quien nos precedía,
descendimos por la muralla de piedra hasta dar nuevamente con la ausencia del
viento, el silencio y la temperatura que templaba las rocas y nos regresaba el
sudor al pie de la cima.

-Sentémonos un momento en aquella sombra- nos indicó Cacho –Queremos


darles una cosita antes de regresar a la cueva.

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Obedientes e intrigados nos sentamos en semicírculo donde nos lo señaló
Cacho. Nos acomodamos rápido; cuando se trata de una invitación a recibir algo,
lo que fuere, generalmente se actúa con premura y sin realizar demasiadas
preguntas.

-Estas sierras están llenas de historias y leyendas- comenzó Marina con


acento pausado, cargado de expectación –Historias y leyendas que se remontan
muy atrás en el tiempo e incluyen a todo tipo de personajes, reales y ficticios…

La pequeña pausa, tan significativa para cualquier narración, allanó el camino


de la motivación ¡Adiós cansancio! Ya estábamos dispuestos por completo… No
necesitábamos nada más.

-Entre las más antiguas de las leyendas que se conocen de estas sierras
existe la que cuenta lo que ocurrió por culpa de un tesoro incaico…

Marina nos miró a la cara, uno a uno, quizá queriendo saber si habíamos
entendido correctamente aquello de tesoro incaico en medio de estas sierras.

-Sí- dijo Marina, como si me hubiera leído la mente –Un tesoro incaico por el
que lucharon dos bandos: el de los españoles, por un lado, y el de los aborígenes
por otro.

-Pero, no es la historia de lo que pasó con el tesoro lo que vas a contar ahora
¿Es así Marina?- intervino Cacho.

-Tenés razón. Esa historia la vamos a dejar para esta noche. Porque mañana,
ya conocida la leyenda, vamos a realizar un juego en el que intervendrán los dos
bandos, los aborígenes y los españoles- confirmó Marina.

-Lo que vamos a hacer ahora- retomó Cacho descolgándose la mochilita que
transportó durante el ascenso –Es entregarles un pequeño mensaje en el que
cada uno de ustedes va a descubrir qué bando va a integrar durante el juego.

-¡Ojo!- se apresuró a decir Marina -¡No tienen que decirle a nadie a qué equipo
pertenecen!

-¿Cómo? No entiendo- comentó Mario.

-Cada uno recibe un mensaje. Con el mensaje, si lo descifran, claro, van a


descubrir a qué equipo pertenecen. Si bien ahora van a saber en qué equipo
están y la historia la vamos a conocer esta noche, el juego lo jugamos mañana-
remarcó Marina con toda paciencia –Cuando descubran qué equipo integran no
tienen que decir nada ¡Absolutamente nada! ¡Y a nadie! Se lo guardan bien para
ustedes ¿Entendido?

-¡Siempre Listo!- nos apuramos a responder haciendo alusión a que realmente


habíamos comprendido tan extraña situación.

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-Cacho-

Solo escuchar su nombre en boca de Marina sirvió para que sacar de la


mochilita ocho sobres con sus correspondientes nombres. Recibí el mío. Lo abrí
con cuidado y quité el mensaje que había dentro. Todos sabíamos bien, y no era
necesario que nos lo estén recordando, que quedaba en cada uno revelar lo que
escondía el mensaje. Solo podíamos valernos de nuestro ingenio, constancia y
paciencia. En ese preciso instante Cacho nos dio una ayudita. Era todo lo que
podíamos esperar:

-¡Atención chicos! Solo les daremos una pista, después de eso a comenzar a
descifrar el mensaje. ¿Entendieron?

-¡Siempre Listo!

-Escuchen: el mensaje que tienen que encontrar está formado con todas las
letras. Absolutamente todas las letras.

Y me zambullí en el desafío de descifrarlo.

No era una sopa de letras. Tampoco un crucigrama o algo parecido… Me


pareció descubrir algunas palabras sueltas… y algo que me llamó la atención…

Miré al resto de los Zorros. Todos estaban enfrascados en el mensaje. Unos


con el dedo sobre el papel, otros con la mirada clavada en las letras como un
cuchillo. En ese instante descubrí a Paula que me miró y sonrió. ¿Por qué? Volví
a mi mensaje. Imitando a Víctor y a Paula apoyé la punta del dedo en el punto
preciso del mensaje y comencé a interpretar su contenido. Era sencillo, y me
reveló que jugaría en el equipo de los aborígenes.

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¿Te parece que ya podemos sentirnos seguros, Rafael? Recorrimos bastante
camino…

-No lo sé Ursicio, no lo sé.

-Almagro es un hombre despiadado- agregó Ursicio.

42
No estaba claro si las palabras de Ursicio era una simple descripción del
carácter de Almagro o demostraba el temor que le provocaba caer en manos del
vengativo Gobernador de Nueva Toledo. La fama precede al hombre y la de
Almagro llevaba a pensar en una muerte cruel.

-Los indios aseguran que ya no nos persigue ningún castellano- agregó Bernal
sin demostrar preocupación alguna –Cuando el Gobernador se dé cuenta que
los hombres que envió a perseguirnos no van a regresar nunca, se hará a la idea
que perdió su oro para siempre.

-No sé si haces bien en confiar en estos indios- le reprochó Ursicio.

-Hasta ahora no nos han fallado- razonó con seriedad el jefe de la pandilla –
Nos guiaron por otro camino para evitar al Gobernador, nos alertaron que éramos
perseguidos… ¡Y están seguros que le quitamos el oro al tuerto para esconderlo
y devolverlo al Inca! ¡¡¡Ja, ja, ja!!!-

Bernal lanzó una gruesa y sarcástica risotada para agregar luego con gran
picardía:

-¡Me gustan estos indios! Tan crédulos e inocentes.

El Cápac Ñan o Camino del Inca era una espléndida obra de ingeniería vial.
Recorría el Imperio incaico de punta a punta, surcando majestuosas montañas,
atravesando valles y grandes quebradas, cruzando ríos caudalosos y desafiando
precipicios que quitaban el aliento.

Con una ruta principal de 5200 kilómetros de largo y una red caminera de
cerca de 30.000 kilómetros de extensión, era posible unir los cuatro Suyos o
regiones en las que se dividía el Tahuantinsuyo del sur al norte y del este al
oeste.

De Tupiza partían las dos rutas más importantes hacia el sur: la primera de
ellas es la que tomó Almagro con su expedición, bajando por Tastil y Shinkal,
antes de cruzar el macizo andino hacia Copayapu, en Chile. La segunda ruta fue
la que siguió Bernal conducido por un puñado de chibchas anteriormente
sojuzgados por los incas. El camino, que recorría la inmensa quebrada de los
omahuacas, los condujo a Tilcara para luego internarse en el corazón de Tucma,
girar hacia el oeste, en dirección a Yokavil, pasar por Andalgalá y continuar por
la ruta que descendía transitando cuestas y bordeando precipicios.

Si bien Almagro regresó de inmediato al Perú para reunirse con el enviado del
Rey para dirimir sus cuitas con Pizarro, destacó una partida de soldados en
persecución de Bernal y sus secuaces. Diez castellanos bien armados, aunque
mal montados; solo dos corceles flacos y cansados. Alertado por los chibchas
Bernal emboscó a sus perseguidores en uno de los peligrosos pasos de altura
que atravesaba el Camino. Un paso que iniciaba en una garganta formada entre

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dos grandes riscos: cien metros en los que solo se veía las paredes de piedra a
los costados y el cielo límpido de los Andes sobre las cabezas.

La garganta producía una extraña sensación de encierro que era liberada al


momento de salir de ella y dar con un pequeño balcón natural sobre el camino.
Era un magnífico mirador hacia el imponente escenario que se abría adelante:
montañas colosales, varias de ellas con la cresta salpicadas de blanca nieve, y
hermanadas en una cadena infinita de más y más montañas, hacia la derecha y
hacia la izquierda, hasta que se perdía la vista.

Justo debajo, muy al fondo del paso, se hundía un valle majestuoso, en el que
viboreaba la gruesa cinta marrón de un gran río. El singular mirador formaba una
curva cerrada que conducía al camino por detrás de una de las paredes de la
garganta, dando comienzo al suave descenso hacia lo profundo del valle.
Garganta y balcón fue el sitio elegido por Bernal para convertirlo en el punto
perfecto de la emboscada…, y para que los aborígenes que lo acompañaban
aprendan que, la maldad del castellano, bien podía dirigirla hacia los suyos con
la misma despreocupación que lo hacía con cualquiera de ellos.

La partida de Almagro no tuvo oportunidad de defenderse, ni ocasión en


empuñar sus armas. Atrapados en el centro de la garganta, la que era preciso
transitar en una sola hilera, completamente indefensos y desprevenidos, se
vieron envueltos por una cerrada descarga de mosquetes y ballestas españolas,
más una eficaz lluvia de piedras nativas que los fulminó desde arriba, por detrás
y por ambos flancos a la vez.

Los tres pobres infelices que se mantuvieron con vida corrieron consternados
hacia la única salida posible, la que se adivinaba al frente, el final de la garganta,
el estrecho balcón hacia el valle. El temor a la muerte cercana, los ayes de dolor,
el estrépito de las detonaciones, las flechas siseando en el aire, las piedras
estallando en la espalda, no hicieron más que acentuar el peligro y azuzar una
corrida desesperada.

El castellano que corría a la cabeza lo hacía mirando hacia atrás, sin prestar
mayor atención a lo que pudiera aparecer adelante. Impulsado por el pánico,
cuando se creyó libre sobre el balcón, descubrió aterrorizado que ya no existía
suelo debajo de sus botas… Cayó al precipicio en medio de un alarido
desgarrador que solo escuchó él mismo.

Los otros dos hombres que lograron salvar la garganta montaban a caballo.
Venían detrás en la hilera y si bien no cayeron abatidos tampoco resultaron
indemnes. Uno de ellos, con una saeta incrustada en la pierna y otra en un brazo,
salió disparado por sobre la cabeza de su montura cuando el corcel frenó su
carrera de golpe en el borde mismo del abismo; el hombre ni siquiera gritó su
muerte.

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El tercer español presenció la aterradora caída de su compañero y tuvo el
ánimo suficiente para apretarse al cogote de su caballo y lograr mantenerse en
la montura. En otro momento de lucidez, descubrió el camino que descendía a
su derecha y una columna de llamas que aguardaban cargadas formando una
fila extendida e inmóvil ¡El oro!

En ese instante una fuerza sobrenatural lo derribó de la montura al mismo


tiempo que sintió hundírsele en el cuerpo una estocada mortal. No supo que
sucumbió al hercúleo brazo de Ursicio, solo le quedó un resquicio de conciencia
para admirar el escenario andino y darle un poco de gracia al final de su
desdichada vida.

La tormenta de muerte acabó con los diez hombres que componían la partida
de Almagro en menos de treinta segundos, aunque uno de los castellanos,
malherido, imploraba auxilio caído entre los restos de sus camaradas.

Un perro, animal desconocido en tierras incaicas y acompañante de la partida,


ladraba a la nada ante la muerte de sus amos. El can era un bravo alano, propio
de España, especialmente adiestrado para la batalla y que llegó a convertirse en
mano derecha de los castellanos, gracias a sus impiadosos y destructivos
colmillos, y terror para los aborígenes, incapaces de defenderse ante sus
mordidas en un ataque cuerpo a cuerpo. El perro se veía desamparado y
desprotegido a pesar de lo cual no callaba su ladrido, el que volvía más fuerte
cada vez que el pobre infeliz lanzaba un nuevo aullido de dolor.

Consumado el fugaz ataque, Bernal dejó el risco en el que estaba emboscado


y descendió hacia la matanza junto a sus hombres. Los indios se mantuvieron
quietos en su escondite, el perro los alarmaba y los rostros satisfechos y
asesinos de los castellanos los intimidaba. Cuando Bernal se plantó en el centro
de la tragedia empleó un breve movimiento de cabeza para dar la orden de
acabar con los quejidos del moribundo, lo que uno de sus secuaces realizó
utilizando la espada, sin siquiera alterar el semblante. En ese momento el perro
dejó de ladrar, bajó la cola y se mantuvo expectante a la reacción del castellano.

El antiguo campesino de una villa olvidada de Extremadura recorrió con la


mirada los cuerpos de los españoles desparramados en la garganta. Después,
casi con indiferencia, como un auténtico rey, miró al alano. Se estudiaron. Bernal
se agachó en cuclillas, chasqueó los dedos y dirigió un silbido hacia el perro. El
alano se acercó con timidez. Su pelaje, corto y grueso, no podía ocultar el
temblor del cuerpo; quedó tendido a los pies del hombre, sacudiendo la cola en
señal de amistad y servidumbre. Bernal le acarició la cabeza y le habló, a
sabiendas que poco y nada es lo que entendería el animal:

-Alano, ahora te vienes con nosotros. ¡Vamos! ¡Arriba! Que todavía tenemos
mucho por andar.

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Puede que a raíz del cambio del tono de voz del hombre
al impartir la orden. Quizá respondiendo a esa atávica
relación que une a canes y humanos. Posiblemente por
ambos motivos, el alano, con un salto elástico, se puso en
cuatro patas, dirigió al hombre dos ladridos de aceptación y
partió al trote pegado a las patas de Bernal, dejándose llevar
por la misma suerte que conducía a su nuevo amo.

La estirpe de los Maiñque, entre las tribus de origen araucano, fue la primera
que, pacíficamente y después de años de desplazamientos, arribó a las
mahuidas de Casuhatí, tal el nombre que daban a estas sierras quienes vivían a
sus alrededores, los cheche-het, a quienes los araucanos denominaban
puelches.

Con el lento paso de los años, la vecindad de la tribu mapuche con los cheche-
het, fue propiciando un entrelazar de culturas que se vio reflejado en el idioma,

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las costumbres y las tradiciones. Así, con absoluta naturalidad, mapuches y
cheche-het intercambiaron armas para la caza y tácticas para la guerra.
Animales y plantas comenzaron a designarse con las mismas palabras.
Bautizaron con otros nombres a los mismos demonios y deidades, se sumaron
ritos prestados a ceremonias ancestrales y surgió, como resultado de tal
intercambio, un pueblo nuevo descendiente directo de uno y de otro…, los
pampas.

A diferencia de los araucanos, de físico retacón, si bien muy fornidos, los


serranos destacaban por su mayor estatura, extremidades musculosas y
flexibles, signo distintivo de un pueblo de brazos potentes, piernas veloces y
pecho poderoso. Aunque los cheche-het no solo sobresalían por sus atributos
físicos. Valerosos y determinados, no eran amantes de la conquista de otras
tribus, pero luchaban fieramente defendiendo su tierra. Apreciaban que su vida
transcurra apacible, entre la alegría de la caza abundante y la felicidad de contar
con una Naturaleza generosa y sumamente bondadosa.

El hombre mapuche, impresionado con la gente de la sierra y sus cualidades,


encontró en la mujer cheche-het al más preciado tesoro que podía llevar a su
toldo. Los lonko mapuches comenzaron a desposar a hijas de caciques serranos,
propiciando cambios en las tradiciones y las costumbres. Fue la mujer cheche-
het el auténtico germen de los cambios más profundos, quizá porque fue ella
quien amamantó a la nueva estirpe que nació en las sierras de Casuhatí.

Un joven Maiñquepal descubrió en Shubun, hija del cacique Shaktshal, al


águila pequeña con la que compartir su toldo. Para gran pesar de los Maiñque,
en Casuhatí no anidaban cóndores, por lo que dar con un águila, la más digna
de las aves de la sierra, fue el mejor de los augurios y compensaba con creces
los cuantiosos presentes que, como parte de la dote, el joven toqui entregó a
Shaktshal por desposar a su pequeña águila: fina plata labrada, traída desde el
oeste; delicados quillangos tejidos por las amorosas manos maternas; plumas
de choique y cueros de guanaco trabajosamente conseguidos por el
esperanzado pretendiente. Todos ellos, los bienes más preciados hasta
entonces para mapuches y cheche-het.

Maiñquelén, llegó al mundo nueve meses después de los grandes festejos


organizados en honor de la unión de Maiñquepal y Shubun, convirtiéndose en el
primer Maiñque nacido de mujer serrana. El primer pampa que aprendería
secretos solo conocidos por cóndores y águilas para vivir cambios que lo
marcarían para siempre a él y a los suyos. Misterios y aprendizajes que se le
fueron revelando desde niño y que lo moldearon hasta que se convirtió en un
joven altivo y aguerrido, digno sucesor de la estirpe de los cóndores en tierra de
águilas.

Llegado el momento de la Ceremonia de Iniciación, dos ancestrales


costumbres se combinaron en una nueva tradición. Así, cumplió con el rito
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cheche-het de su madre, que imponía tatuarse el interior del brazo izquierdo con
la imagen de su linaje, y también realizó la costumbre mapuche de su padre, que
le determinaba conferenciar delante de todos los adultos de la Tribu, sin
vacilaciones y con marcada precisión.

De golpe, Maiñquelén dejó de liderar la pandilla de pequeños muchachitos


que exhibía su pericia boleando maras y ostentaba valor agarrando víboras con
la mano. Ya no solo escuchaba y memorizaba los viejos relatos de abuelos y
antepasados. Ahora, cazaba para alimentar el cuerpo y relataba epopeyas para
avivar el espíritu. Era un hombre, era un pampa.

Más adelante, en la plenitud de la juventud, levantó su propio toldo para cobijar


el apasionado amor brindado a una mujer. Se convirtió en toqui, en uno de los
jefes de la Tribu; el menos experimentado, pero a quien le esperaba el mejor de
los futuros. Para ese tiempo los Maiñque se multiplicaban poblando las sierras y
los llanos circundantes. La Naturaleza se les presentaba pródiga. Nadie había a
quien temer o de quien cuidarse.

Hasta ahora.

Cuando el círculo brillante de cuyén apareció detrás de Casuhatí, la suave luz


de la luna se esparció con libertad por entre las hondonadas de las sierras y el
llano infinito de la pampa. En ese instante el canto ininterrumpido de grillos y
ranas quedó acallado por el retumbar del cultrún y el agudo pitido de los pífanos
construidos de cañas y huesos humanos conocidos con el nombre de pufillca.
La gutural voz de la Machi se unió al sonido de los instrumentos musicales
interpretando una canción cargada de lamento y congoja.

Con la cara dirigida hacia el cielo y sin quebrar el canto, la mujer sagrada se
encaminó hasta quedar enfrentada al fuego que ardía en el centro del círculo
formado por los Maiñque. Las grandes llamas iluminaron a la Machi de lleno,
resaltando su piel seca y rugosa; los rasgos deformes, los ojos perdidos en el
fondo de un rostro viejo y gastado, cruzado por un incontable número de arrugas.

La Tribu, expectante, asistía al canto de la mujer con ojos admirados, incapaz


de moverse, temerosos de perturbar la oración de la Machi o el ánimo de los
dioses.

Apenas un paso dentro del círculo formado por la Tribu, enfrentados al fuego
del lado contrario al que ocupaba la Machi, se alineaban Maiñquelén junto a los
seis conas que componían la patrulla de exploración. Ellos eran los protagonistas
centrales de la noche. El motivo de la rogativa y los destinatarios a que la gracia
de Nguenechén se derrame con abundancia entre los Maiñque.

El canto lastimero de la Machi cesó de golpe. La pufillca y el cultrún se


llamaron a silencio. Tan solo el crepitar del fuego, con la misma vivacidad que al
inicio, rompía el silencio en el que se sumergió la ceremonia. La mujer miró a los

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conas invitándolos a que se acerquen al fuego con un pequeño gesto de su
cabeza. Los jóvenes acataron la invitación al instante, moviéndose con pasos
lentos y seguros hasta quedar ubicados a solo unos centímetros de las llamas.

Siguiendo las viejas costumbres, nacidas con la experiencia de siglos de


luchas y competencias, antes de enfrentar la misión que tenían por delante, los
siete elegidos ejercitaron sus cuerpos de manera metódica y constante desde el
mismo instante en que fueron designados por el Consejo de la Tribu.
Entrenamiento que no dejarían de realizar durante los ocho días de ceremonias
y festejos de la rogativa.

La preparación de los conas combinaba varias actividades bien diferentes.


Requería de ayunos diarios, para aplacar ansias y fortalecer la voluntad. Trotar
a campo traviesa, surcando sierras y pastizales durante jornadas enteras, para
ensanchar los pulmones y darle elasticidad a los músculos. Utilizar el arco
lanzándose entre sí a la carrera flechas sin punta o bolazos certeros, para ganar
en puntería y destreza en tanto vencían a sus miedos.

Los siete se entregaron con ahínco, dando lo mejor de sí, olvidándose de


sacrificios o penurias y cumpliendo con entereza la oblación final: rasgarse las
piernas, sangrándolas sin misericordia. Ahora, erguidos delante del fuego, la luz
de las llamas reflejaba sus cuerpos, haciendo destacar los hilos de sangre seca
que les recorría las musculosas piernas, desde los muslos hasta los pies.

La Machi les dirigió una mirada inquisidora, examinándolos hasta el fondo del
alma con ojos fríos y penetrantes. Solo Maiñquelén no desvió la vista de la mujer.
El temor, la inquietud y el silencio llevaron a que los otros seis jóvenes escapen
de la escrutadora vista de la Machi para refugiarse en la tranquilizadora magia
del fuego o en la repentina aparición de la pequeña ayudante de la mujer sagrada
que lentamente se acercó hasta ella para ubicarse a su lado.

La guerra era uno de los cuatro momentos en el cual los pampas pintaban sus
cuerpos utilizando distintos colores y figuras. Marcadamente diferentes a los
empleados durante la ceremonia de imposición del nombre en la niñez, de la
iniciación masculina o femenina al pasar a la juventud, y del tiempo en el que
formaban pareja siguiendo el llamado del amor, la pintura que preparaba a los
conas para la guerra señalaba la proximidad del enfrentamiento y lo sagrado de
aquel momento en la vida de la Tribu.

Erguida a un costado de la Machi, la muchacha sostenía entre sus manos un


cuenco de madera que a modo de ofrenda elevó cuatro veces en dirección del
fuego. Cumplida la ofrenda sostuvo el cuenco a la altura de su rostro, delante de
la Machi. Recién entonces la mujer sacó de entre sus ropas una varita de canelo,
el árbol sagrado de los pueblos de la tierra. Introdujo la varita en el cuenco, la
mantuvo adentro unos segundos para luego sacarla y exhibirla a todos los
Maiñque.

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Un goteo incesante se desprendía de la varita…, la pintura de color negro con
la que serían marcados los siete conas. Cuando la Machi juzgó que la Tribu
contempló por completo la pintura, volvió a introducir la varita en el cuenco. En
ese instante, empleando un idioma solo conocido por los dioses, la mujer inició
una oración en tanto hacía girar la varita de canelo dentro del cuenco.

Lo hizo ceremoniosamente, cuatro veces a la derecha y cuatro veces a la


izquierda. Al terminar el octavo giro también finalizó la oración. Lentamente sacó
la vara del cuenco y se la colocó delante de los ojos, contemplando la pintura
que, gota a gota, caía dentro del recipiente. Cuando finalizó el goteo, en un
mismo movimiento, la Machi miró al cielo acompañándose de un nuevo grito
invocando a Nguenechén, arrojó la vara dentro de la fogata y dirigió sus ojos al
fuego apreciando las llamas que envolvieron la vara de canelo.

Luego, uno a uno, los siete elegidos fueron llamados por la Machi para recibir
la marca de la guerra. Los conas se fueron acercando a la mujer con idéntico
orgullo y marcada prestancia, plantándose a un metro escaso de la Machi con la
vista clavada en el fuego, los hombros erguidos, el pecho recio, los brazos
cómodamente dispuestos al lado del cuerpo, las piernas abiertas y los pies
asentados con la misma firmeza que las sierras en el llano.

La mujer indicó al primer cona que se acerque hasta ella. Introdujo los tres
dedos medios de la mano izquierda en el cuenco, los embadurnó en pintura y los
usó como pincel. Con habilidad y presteza la Machi fue dibujando las figuras de
líneas rectas que se iniciaban en la frente, surcaban las mejillas, bajaban por los
brazos y terminaron marcando cada uno de los siete poderosos torsos pampas.
Maiñquelén fue el último en recibir la pintura ritual. Al dar el trazo final de pintura
negra que culminó la obra se reinició el tan-tan del cultrún y el pitido de la pufillca.

Con el sonido de los instrumentos musicales como fondo la Machi alzó los
brazos y miró a Maiñquepal transmitiéndole la orden esperaba. En el acto, el
Cacique dispuso los brazos desplegándolos del cuerpo y alzándolos unos
centímetros. Estiró los antebrazos. Quebró las muñecas dejando las palmas de
las manos en dirección al suelo y observó a la Tribu hasta que todos dispusieron
sus cuerpos en la misma posición que lo hiciera Maiñquepal.

El sonido de la pufillca y el cultrún no dejaban de marcar el ritmo.


Acompasados brazos y pies se convirtieron en alas y patas que comenzaron a
balancearse, unos hacia arriba, unos hacia abajo; otros para adelante o para
atrás. Los siete jóvenes se desperdigaron dentro del gran círculo que formaba la
Tribu planeando como los cóndores cuando reinan en el cielo. Era la danza con
la que los Maiñque se unían a los espíritus de sus ancestros. Con la que
celebraban su identidad y ofrecían sus cuerpos. La danza con la que despedían
a los valientes conas que, si fuera necesario, presentarían batalla por ellos.

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“En estas sierras habrá un gran enfrentamiento por un tesoro entre dos bandos:
el de los aborígenes y el de los españoles. Cuando iniciemos la contienda vos
vas a integrar el equipo de los aborígenes. Éxitos"

-¿Todos pudieron descifrar el mensaje?

-¡Siempre Listo!- respondimos a coro a la pregunta de Marina.

-¿Tienen en claro qué equipo integra cada uno?

-¡Siempre Listo!

-¿Somos cuatro por equipo?- preguntó Paula.

-Sí, cuatro jugadores en el equipo de los aborígenes y cuatro en el de los


españoles- respondió Marina, para agregar antes que se lo pregunten:

-Ya van a saber cómo reconocerse… -¿Vamos regresando?

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Bajaremos haciendo una sola hilera. Yo voy a ir adelante- nos preparó Cacho.
–Tenemos que movernos con comodidad y seguros de dónde ponemos los pies.
Descender parece más fácil que subir, sin duda es más descansado, por eso
puede convertirse en peligroso: nos confiamos, apoyamos el pie en una piedra
que aparenta estar firme y terminamos doblándonos un tobillo o dándonos un
resbalón que nos hace caer sentados… ¿Saben lo que es golpearse el “huesito
dulce”? ¿No?

Las sonrisas que nos arrancó Cacho al representar el dolor que significaba
golpearse aquel punto tan sensible del cuerpo, el sitio donde la espalda cambia
de nombre, nos predispuso a escuchar con la debida atención las últimas
recomendaciones para el descenso:

-Tampoco debemos molestar a quien va caminando delante nuestro- continuó


Cacho. –Es común, al descender en hilera que vaya uno pegadito a la espalda
del otro. Eso es molesto y peligroso. Tenemos que movernos algo separados, a
un metro por lo menos. Así manejaremos el cuerpo con soltura hacia adelante o
hacia los costados ¿Se entiende?

Asentimos en silencio, Cacho estaba por finalizar sus consejos antes de iniciar
el regreso a la Cueva de Los Guanacos.

-Otra cosa que generalmente no se tiene en cuenta es cómo apoyar el pie


cuando descendemos. No hay que hacerlo como si estuviéramos caminando
normalmente, con la punta del pie hacia adelante- Aquí Cacho dio un par de
pasos como lo haría cualquiera cuando recorre un camino plano. –Es necesario
ubicar los pies de costado y moverse en zig-zag. Incluso hacerlo algo agachados,
flexionando un poco las rodillas. Eso nos permitirá mantener mejor el equilibrio y
frenarnos con premura si caemos hacia adelante. Además, ayuda a no
lastimarnos los dedos de los pies porque el peso del cuerpo descansa en toda la
planta del pie.

Cacho realizó cada uno de los movimientos que nos aconsejaba en la medida
que explicaba su conveniencia, la de caminar en zig-zag por sobre hacerlo en
línea recta; de los pies dispuestos de costado, en lugar de utilizarlos con la punta
de los dedos hacia adelante. Lo bueno de bajar el centro de gravedad del cuerpo
al movernos con las rodillas algo flexionadas, lo que nos haría disminuir las
posibilidades de una caída.

-¿Está entendido chicos? ¿Alguna pregunta?

Como nos mantuvimos en silencio Cacho pasó a organizar la hilera de marcha


y así iniciar el descenso desde la base de la cima del Tres Picos en dirección a
la Cueva.

Prestando mucha atención al sitio en donde asentábamos los pies, a las


grandes rocas que nos ayudaban a mantener el equilibrio y en no molestar a la

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persona que teníamos por delante, era imposible dejar de admirar el estupendo
cuadro de las sierras que se abría ante nosotros.

El Tres Picos es uno de los puntos de mayor interés para scouts, aventureros,
amantes de la naturaleza y afectuosos de los retos a los que nos invita dentro de
la provincia de Buenos Aires. Es probable que la única ocasión de encontrarse
absolutamente solo en la zona sea durante los días de semana y fuera de la
época de vacaciones. En pleno enero nos resultó llamativo no encontrarnos con
nadie acampando en la Cueva cuando arribamos por la mañana. Pero desde el
mismo instante en que iniciamos nuestro medido descenso en hilera, tres veces
debimos interrumpir la marcha para cumplir la sentencia de la montaña: “el que
sube tiene el derecho de paso”. De esa manera permitimos que varios
excursionistas continúen su marcha tras el mismo objetivo, la misma cima que
un ratito antes habíamos conquistado los Zorros.

-¿Falta mucho? Preguntaron los menos habituados a los esfuerzos de la


caminata.

-¡Hola! ¡Buen día! ¿Qué tal?

Indefectiblemente nos saludamos con cuanta persona nos cruzamos haciendo


realidad una de las maravillas de la naturaleza: ser más humanos. O por lo
menos, recordar que la cortesía y los buenos modales son cosas que llevamos
dentro y, como dice la canción, “hay que sacarlo afuera”

A diferencia de lo que ocurre cuando se arriba a la Cueva de Los Guanacos


siguiendo la ruta de ascenso desde la Estancia Funke: descubrir la Cueva
cuando aparece de improviso delante; al descender desde el Tres Picos, luego
de traspasar la estrecha garganta que encierra el camino hacia la cima, la oscura
entrada de la Cueva surge a la vista en toda su plenitud desde varios cientos de
metros, destacando su sólido techo, las infranqueables paredes y esa boca
inmensa, oscura y sugerente.

A pesar de no dejarse ver por dentro, lo que nos impidió saber si había carpas
o gente guareciéndose en la Cueva, pudimos observar desde lejos toda la zona
circundante, eso nos trajo la noticia que eran varios quienes pasarían la noche
en el lugar: contamos cuatro carpas armadas y una quinta que en ese momento
era levantada por dos personas.

-Espero que no nos molestemos con nadie- fue el comentario de Marina a la


decepción que me llevé al comprender que no íbamos a ser los únicos aquella
noche en la Cueva de Los Guanacos.

-Chicos, atentti, que no estaremos solos- dijo Cacho.

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Si bien yo esperaba tener la sierra entera para la Patrulla Zorro –deseo que
no había dado a conocer- sabía de antemano que no seríamos los únicos en la
Cueva y mucho menos en el Tres Picos.

Partir temprano por la mañana nos permitió ser los primeros del día en
ascender las sierras, plantar las carpas en la Cueva, eligiendo donde hacerlo a
nuestra entera preferencia, y disponer de la cima del Cerro en exclusividad. Pedir
más era exagerado.

Por suerte para todos, la gente con la que nos cruzamos durante la caminata
y la que encontramos acampando alrededor de la Cueva –nadie armó la carpa
adentro porque quedaban demasiado pegaditas a las nuestras- era gente muy
macanuda y atenta: un grupito de cuatro muchachos entrenándose para
ascender el Lanín en febrero, con quienes compartimos lo que nosotros vivimos
y conocimos del Volcán cuando acampamos a orillas del Huechulafquen dos
años atrás. Dos parejas jóvenes que admiraron nuestra “corta edad” para
animarnos a la aventura de acampar en el Tres Picos. Y dos muchachos que
resultaron ser Rovers de un Grupo Scout de Buenos Aires, quienes nos
enseñaron un par de danzas muy divertidas durante la velada que realizamos en
la noche, todos juntos, como compañeros de siempre.

La experiencia de la velada en medio de la sierra nos encantó por igual a


scouts y no scouts. A cualquiera le gusta divertirse. Escuchar música gracias a
una linda voz acompañada de una guitarra. Contemplar las estrellas, admirar la
luna y cobijarse del fresco aire nocturno con la presencia de una buena
compañía. ¡Y cuánto nos gusta, dentro de este cuadro mágico, escuchar una
buena historia! Una leyenda que hable de hechos sobrenaturales y apariciones,
que relate misterios y secretos jamás revelados.

Compartir con otra gente, en definitiva, fue enriquecedor y memorable. A pesar


de la falta del fuego, debido a las precauciones y prohibiciones que rigen en la
sierra, el calor de las llamas lo dimos quienes nos sentamos en círculo alrededor
del farol a batería que ofició de fogata. Grandes y chicos, reunidos aquella noche
alrededor del farol, quedamos cautivados con lo que vivimos y sentimos.

Sin duda el momento culminante se produjo cuando Marina nos condujo hacia
el reino de la fantasía y la imaginación. Qué sencillo nos resultó cruzar el mar
desde España hasta el Perú. Maravillarnos ante el imponente Cuzco. Conocer a
los Incas y sufrir la misma traición. Padecer el resultado de la avaricia del
hombre, más que el hambre y el frío. Quedar hipnotizado ante ceremonias
místicas y legendarias. Saber de Araucanos, Tehuelches y Pampas. Descubrir
costumbres, presenciar batallas, soñar con riquezas…

Quienes compartimos la velada en la sierra; los muchachos que en febrero


escalarían el Lanín, como la pareja de la guitarra en las manos y el Tres Picos
en la mente, hasta los Rovers de Buenos Aires, que tanto aprecian el valor de la

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aventura y el embrujo de la naturaleza, todos ellos, tras el último
canto de la noche, la oración del Kumbayá, nos hundimos en las
carpas para entregarnos a un sueño reparador, agradecidos de
haber vivido aquel encuentro y de haber disfrutado con la leyenda del
Tesoro Inca y de la melodía de la canción. Fue algo que
guardaríamos para siempre como recuerdo de una noche distinta,
especial, placentera.

Los Zorros nos acostamos con otro ingrediente en el corazón. Éramos


conscientes que durante la mañana tendríamos la oportunidad de continuar con
lo que Marina dejó inconcluso. A pesar de no haberlo dicho abiertamente al
finalizar con la leyenda, la Patrulla sabía que faltaba “algo”. Aquello que iniciamos
al descifrar el mensaje al pie de la cima del Tres Picos. El enfrentamiento entre
aborígenes y españoles, que era lo mismo que decir “ir detrás del Tesoro de los
Incas”

Una nueva apacheta que se divisaba adelante en el camino hizo explotar en


Rafael Bernal un bufido de agotamiento. Ursicio, impulsivo y extravagante, lanzó
un alarido a cielo maldiciendo la suerte de la pandilla. El resto de los castellanos,
sin ánimo siquiera para hablar, solo esperaban la orden de tenderse en el suelo
en busca de alivio y descanso.

Los apilamientos de piedras con los que el Inca señalaba los puntos
escarpados del camino, conocidos como apachetas, luego de duras jornadas de
caminatas, los españoles las tomaban como puntos de parada y descanso. Más
allá de su presencia, el sendero se volvía doblemente empinado, duro y difícil de
transitar.

Los hijos de España sentían el cambio en cada fibra del cuerpo; la vista se les
ponía vidriosa, faltaba el aire, pesaban las piernas y la cabeza parecía girarles
sin cesar hacia uno y otro lado. Para los europeos era imposible acometer una
nueva cuesta sin antes haber recobrado fuerzas, serenar el corazón, enfocar la
vista y lograr mantener la cabeza en su lugar.

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A diferencia de ellos, los diaguitas, que se vieron forzados a reemplazar al
puñado de chibchas, y que ahora guiaba a la partida y conducía las llamas, daba
la impresión de no hacerles mella el esfuerzo, como tampoco sufrir la imponente
altura de la cordillera. Al igual que los gráciles animales de carga, se encontraban
en su elemento.

-¡Malditos animales!- estalló Ursicio sin que nadie pueda asegurar si el gigante
se refería a las llamas o a los aborígenes. -¡¿Cómo pueden aguantar?!- finalizó
gritando de impotencia.

-Son esas hojas mágicas que mastican continuamente. Apenas si comen o


beben, pero no dejan de masticar esas hojas- agregó Bernal contemplando a los
diaguitas en tanto acariciaba el lomo del alano que, rendido a sus pies, respiraba
con idéntica agitación que su amo.

-¡Tú! ¡Ven aquí!- Ursicio señaló al diaguita más cercano indicándole con la
mano que se acerque hasta él.

El diaguita, de nombre Wari, miró impasible al grandulón. El rostro del


aborigen era un calco de la geografía que los rodeaba. Piel cobriza, semejante
a las rocas. Ojos negros, al igual que las sombras de las oquedades. Cuerpo
delgado, tal un cardón. Distante, como las cimas de las montañas, de espíritu
sereno como el halcón y mirada calculadora tal el puma al contemplar su presa.

El diaguita no entendió los gritos del gigante que se multiplicaban gracias al


eco de la quebrada, pero comprendió enojo en el tono de voz y la imperiosa
orden de acercarse hasta él en el gesto nervioso de su mano. Wari se acercó al
gigantón con prontitud aunque sin demostrar servilismo alguno. El blanco
infundía temor en los diaguitas por el tamaño de su cuerpo, la voz de trueno; por
esas manos como mazas y por la cara fea y peluda como los monos que habitan
el chaco.

Por todo eso, y por la total falta de escrúpulos que demostraba a cada instante,
sumada a la facilidad con la que decidía sobre la vida y la muerte de los demás,
fueran éstos incas, diaguitas o blancos, Wari se mostró atento a los deseos y
caprichos del hombre barbudo aunque sin olvidar la esencia de su propio
nombre…, indomable.

Al diaguita también lo impresionaba el trato que el gigantón guardaba para con


el hombre que, serio y silencioso, encabezaba al grupo en solitario, como el
mejor de los sinchi, es decir, de los jefes. Para con él demostraba respeto y
consideración. Era a la única persona a la que se dirigía con voz marcadamente
discreta y a quien escuchaba con atención cuando éste lo indicaba. El gigantón
no era sinchi principal, pero no quedaba duda que era el segundo en importancia,
algo así como el general de un inka o el asesino de un líder renegado.

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Parado delante de Ursicio, con la mirada clavada en el gigantón, Wari temía
por lo que podría hacer el blanco que se mostraba frustrado y furioso a la vez.
Indefenso, Wari dejó escapar un vistazo hacia el jefe del grupo. Si algo estaba a
punto de sucederle era ese el hombre al que debía recurrir pidiendo compasión.

-¿Qué son esas hojas que se meten en la boca?- preguntó Ursicio tocando el
pómulo de la cara de Wari, en el cual se le destacaba la gruesa bola de hoja de
coca que el diaguita acuyaba lentamente y sin pausa.

Wari no entendió las palabras de Ursicio, si bien creyó comprender que ellas
algo tenían que ver con las hojas sagradas. Los blancos no las masticaban. No
conocían su poder. Montados sobre las grandes bestias de cuatro patas escasa
era la fatiga de la marcha para ellos. Pero ante los esfuerzos de la altura, con
sus empinadas cuestas y sus traicioneros caminos de cornisa, los blancos
debieron caminar al lado de sus bestias para no matarlas de cansancio o para
no desbarrancarse juntos en las profundidades de una quebrada.

Tomados por seres parecidos a los dioses venidos desde muy lejos, incas,
chibchas o diaguitas entendieron que los barbudos blancos no necesitaban las
hojas sagradas de coca. Pero en este momento los supuestos dioses blancos
comenzaron a mostrarse débiles de piernas, el pecho vacío de aire, la piel
sudorosa y la lengua hinchada por la sed. Estos no eran dioses.

Poco tenían de divino, pero eran hombres poderosos y decididos que quizá
ganarían más poder si acuyaban en la boca las hojas sagradas.

Con movimientos medidos Wari levantó la pequeña bolsa de algodón en la


que transportaba sus hojas coca. La abrió con cuidado y sacó unas cuantas de
ellas, las que le ofreció al gigantón. Ursicio lo miró a los ojos con suspicacia,
buscando descubrir cualquier engaño que el diaguita quisiera hacerle. La mirada
sencilla del diaguita lo convenció que no había nada malo que esperar. Agarró
las hojas, las olfateó como hace un perro antes de alimentarse y las llevó a la
boca.

Masticó con energía, de la misma manera que mordía y comía un pedazo de


carne. Lo hizo unos segundos, casi al instante escupió las hojas maldiciéndolas
a ellas, a Wari y los diaguitas. A los incas y a las montañas. Con mayor ímpetu,
alimentado por las carcajadas de sus compañeros, desparramó a Wari por el
suelo luego de un tremendo bofetón en medio de la cara. El alano, rápido y atento
para la lucha, saltó sobre el diaguita dispuesto a clavarle los colmillos en la
garganta, lo que hubiera logrado a no ser por el silbido de Bernal que lo detuvo
en el aire, cuando saltaba hacia su presa.

-¡Por todas las bestias que habitan este país del infierno!- gritó Ursicio -¡Esas
hojas son más amargas que la hiel de satanás! Ahora entiendo por qué estas

57
gentes son paganos adoradores del sol y de la tierra. ¡Son hijos del diablo! ¡Y
comen hojas amargas que solo alimentan a los demonios y a las brujas!

-Tranquilo Ursicio, tranquilo- Bernal no dejaba de sonreír ante la explosión


verbal de su amigo y la comparación de las hojas de coca con el alimento del
diablo. –No he visto que se coman esas hojas. Las mastican incansablemente
hasta secarlas. Después las tiran y comienzan a masticar un puñado de hojas
nuevas. Quizá algo del jugo que a ellas les quitan sea lo que los mantiene mejor
de lo que estamos nosotros.

-¿Quieres decir que nosotros también tenemos que masticar esas hojas del
demonio?

-No es eso lo que digo Ursicio, aunque quizá no fuera mala idea…

-Pues no cuentes conmigo Rafael. Ya somos hombres ricos y no necesito


llevarme a la boca esas hojas endemoniadas.

-Ricos- repitió Bernal.

Dejándose llevar por algo que le vino a la mente y que guardó para sí, Rafael
volvió a sonreír. Miró al diaguita, todavía con el terror marcado en el rostro por el
ataque del alano, y le señaló la bolsita de hojas de coca que quedó en el suelo.
Wari tomó la bolsita indeciso.

Cuando tuvo la bolsita en la mano Bernal le indicó que se acerque, que no


tenga miedo. El diaguita lo hizo con evidente recelo, pero no tenía otra opción.
Al llegar junto al blanco vio como el jefe de los barbudos sacaba unas hojas
sagradas, las palpaba brevemente y las llevaba a la boca. Temió lo peor: otro
griterío, otro golpe.

Nada malo ocurrió.

Wari presenció consternado como el blanco masticaba las hojas


detenidamente sin la menor muestra de desagrado. El extremeño era hombre
capaz de adaptarse a cualquier terreno y situación. Criado en las rudas tareas
del campo, educado en las fatigas del trabajo desde que tuvo la capacidad de
hacerlo, lo que sucedió en el mismo momento que adquirió conciencia. Llevando
a la panza lo que hubiere para comer, jamás con la posibilidad de elegir y solo
una vez por día. La mayoría de las veces vestido con andrajos. Las manos
continuamente sucias, como el pelo, y la piel envejecida antes de tiempo. Si bien
con la suerte de haber nacido más fuerte o empecinado que sus hermanos, por
lo que le tocó presenciar la muerte de tres que lo antecedieron en nacimiento y
de la única hermana menor, con quien compartió las infelicidades del mundo
apenas unos días.

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-Así es nuestra vida chaval. Es lo que Dios quiere y lo que nosotros solo
tenemos que aceptar. Tú, agradécele a la Virgen de la Victoria por estar vivo.

La resignación de la madre de Rafael era lo que mantenía en pie a la mujer.


Rezaba pidiendo perdón por sus pecados -¿por qué otra razón Dios le quitó a
cuatro hijos y no le permitía tener otros si no era por sus pecados?

-Yo rezo pidiendo perdón por los dos- le decía la madre a Rafael –Tú Rafael,
reza pidiendo riquezas. Convertirte en un señor con una gran casona donde vivir
con tu madre, rodeada de magníficas tierras y de muchos sirvientes que las
trabajen para ti. Esta era la única esperanza que podía infundir en su hijo: rezar
por algo que ella sabía que Rafael jamás alcanzaría lograr.

-Aquí nacimos y aquí moriremos Rafael. No te hagas ilusiones. No alientes


sueños estúpidos como los que quiere meterte tu madre en la cabeza. Nuestro
destino no se puede cambiar. Es la miseria y el trabajo. Siempre será igual- el
padre del chaval, cínico y realista, le daba su propia versión de la vida, aunque
bien se cuidaba de hacerlo cuando no lo escuchaba la mujer.

Los recuerdos de la infancia de Bernal se agolpaban en la mente del


extremeño infundiéndole tesón. Contemplar la magnífica geografía que tenía por
delante lo conducía a descubrir la razón de lo que hacía y a sopesar su suerte
en lo que estaba por afrontar. Allí estaban las altas montañas dibujándose en el
oeste. Los llanos del este perdiéndose en la inmensidad. El camino inhóspito,
otra vez en subida, serpenteando hacia el sur. El país entero al que estaba
domando.

Observó las bestias de carga que transportaba su recién adquirido tesoro. A


Ursicio y a los castellanos, sus hombres. A los indios, sus sirvientes. El sueño
por el que de continuo lo alentaba su madre a rezar. Pero allí, en medio de la
nada, el oro representaba solo el inicio de la ilusión y los rezos de la infancia.
Extremadura era la meta. Era en las suaves colinas de su tierra donde se pararía
en frente de su padre, si es que aún lo encontraba con vida, para echarle a la
cara que estaba equivocado. Que siempre lo estuvo. Que él, Rafael Bernal, fue
capaz de torcer su destino.

Por un instante el extremeño dejó de masticar las amargas hojas de los indios.
No le resultó agradable mantenerlas en la boca. En cuanto las saboreó sintió un
picor que nunca había experimentado y que, tras masticarla y masticarla, se fue
transformando en un jugo amargo que sentía abarcarle la boca por entero,
deslizarse a través de la lengua recorriéndole lentamente la garganta. Nada
poseían aquellas hojas de sabroso, pero si de alguna manera lo ayudaban a
mantener el cuerpo firme y el buen ánimo para seguir adelante, las seguiría
masticando, día y noche si fuere necesario.

-¡Vamos Ursicio! ¡Que no veo la hora de regresar a España!

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-Espero tengamos mejor camino por delante Rafael…- comentó Ursicio
inquieto.

-¿Qué puede ser más difícil de lo que pasamos hombre? Dejamos atrás al
Tuerto y los suyos, a estas cumbres que no debe haberlas más altas en todo el
mundo… ¡No te muestres tan pesimista! ¡Mira el tesoro que conquistamos! Si
fuera por ti seguiríamos cuidando la fortuna del Tuerto.

-Tienes razón en ello, Rafael. Pero no te dejes llevar por la euforia. Ni siquiera
tú sabes cuánto camino tenemos por recorrer hasta dar con la Mar Océano.

-Por mucha que sea la distancia ya pasamos lo peor. Estoy seguro que solo
tenemos por delante buenas tierras y gentes tan inocentes y sencillas como
éstas- dijo Bernal señalando a Wari y al grupo de diaguitas que conducían las
llamas.

-Espero que así sea, Rafael- aceptó a regañadientes el grandulón.

-Hasta ahora no te he fallado compañero.

-¿Cómo puedes soportar esas hojas del demonio en la boca?- agregó Ursicio
cambiando de tema y guardándose para sí las dudas que se le presentaban ante
la travesía para dar con la Mar Océano.

-Es cuestión de soportarlo primero y acostumbrarse luego. ¡Como todo en la


vida hombre! ¡Vamos! A dejar la cháchara y sigamos adelante.

Traspuesta la apacheta y después de dos días de marcha el grupo de Bernal


ingresó al territorio de Kuyun, Cuyo. Tras una semana de marcha daban con el
punto extremo sur del Imperio Inca.

Wari, al igual que el resto de los diaguitas, desapareció durante esa misma
noche aprovechando el pesado sueño de los blancos. Bernal tomó la huida de
los indios como un simple contratiempo de la marcha.

La búsqueda de la libertad por parte de los nativos era un hecho constante en


cada paso de la conquista española que se resolvía con mano firme: a la mañana
siguiente Ursicio en persona doblegó y esclavizó al grupo de huarpes que se
acercaron solícitos a ofrecerles comida.

Ahora serían ellos, los huarpes, quienes guiarían a los blancos y atenderían a
las llamas que transportaban el tesoro.

-Era como decías, Rafael- comentó Ursicio al reiniciar la marcha en dirección


del este, hacia el sitio que los indios denominaban pampa. –Esto será fácil, muy
fácil- aulló el hombretón -¡España! ¡Aquí vamos los nuevos ricos!

Una alocada exclamación de vítores coronó las palabras del gigantón. Entre
los castellanos todo era sonrisas y satisfacción. Cada uno de ellos, a su manera,
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se veía en la Patria rodeado de oro y de placeres, dándose
la gran vida, la que se merecían después de tanto esfuerzo.

La fila de hombres y llamas comenzó el descenso hacia


la pampa. El camino se allanaba. “Ahora es la parte más
sencilla”, dijeron.

Pero ninguno entre los españoles, en algún recodo de su mente, imaginaba lo


que les esperaba.

Los siete conas recibieron el amanecer después de pasar la noche


compartiendo un toldo nuevo, especialmente construido para albergar a la
patrulla de jóvenes guerreros.

El interior de la casa pampa los recibió con siete lechos de mantas, las que
fueron confeccionadas con los quillangos más suaves y finos que pudieran tejer
las hábiles manos de las mujeres de la tribu. En el centro del toldo brillaba el
rescoldo de ramas de canelo esparciendo una tenue cortina de humo y el
característico aroma de la madera al quemarse.

Los conas guardaron el sueño respirando la fragancia del árbol sagrado, la


que les llenó el pecho infundiendo fortaleza, brindando la presencia de los
espíritus y quitando de la piel cualquier vestigio de duda o temor. De toda la tribu,
Maiñquelén y sus hombres fueron los únicos que dejaron la noche de la
ceremonia de despedida con el estómago vacío, producto del ayuno que
cumplían como parte de la ejercitación para la batalla. Al despertar, pasada la

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excitación de la ceremonia nocturna, vencidos los temores y con los cuerpos
relajados por el descanso, las tripas rugían pidiendo que las atiendan.

-Tuve un sueño en el que siete cóndores descendían hasta nosotros


ofreciéndonos alimentos- comentó Lihue, el más joven de los siete conas. –Nos
entregaban picanas de choique, pan de harina de langosta, carne de guanacos
pasadas por el fuego… ¡Todavía me parece oler la comida!

-La hueles de la misma manera que lo estoy haciendo yo- le dijo Maiñquelén.
–No soñé con comida, pero sé qué es lo que nos está esperando en la puerta
del toldo- agregó el toqui señalando con la cabeza en dirección a la entrada de
la vivienda.

–La última comida que disfrutaremos sin apuros antes de partir a cumplir con
nuestra misión- culminó el toqui.

De acuerdo a la tradición, transcurrido el tiempo de preparación física, vivida


la ceremonia de despedida y la noche de purificación dentro del toldo, la tribu de
los Maiñque agasajaba a los valientes jóvenes con los más deliciosos manjares
que eran capaces de preparar. Los conas no perdieron el tiempo. En cuanto
estuvieron dispuestos, comieron dentro del rewe, a solas. Lo hicieron con deleite
y con esa capacidad que solo poseen los cuerpos jóvenes, de músculos
poderosos y andar elástico. No se privaron de probar cuanto manjar tuvieron por
a su disposición, aunque se cuidaron de comer solo lo estrictamente necesario.

Parte de las sobras del banquete, las que cupieron, fueron a parar a la
trongtrong, la pequeña bolsa de provisiones confeccionada con la ubre de
guanaco; cada cona portaba la suya. Era el alimento que consumirían durante el
camino. Con la patrulla lista para emprender la misión, como adivinando el
instante exacto de la partida, el cacique Maiñquepal, al igual que el cóndor al
planear en el cielo, se acercó lentamente hasta su hijo contemplándolo con
orgullo y dignidad, en tanto los conas al mando de Maiñquelén se mantenían
apartados respetando la intimidad del encuentro.

-Tienes en tus manos mucho del destino de la Tribu- Maiñquepal extendió las
manos para atenazar en ellas los brazos de Maiñquelén.

Padre e hijo se admiraron brevemente. Luego, con palabras cargadas de


emoción, aunque con tono limpio y seguro, Maiñquepal transmitió el mensaje de
despedida al joven toqui:

–Confío en que actuarás con sabiduría. Lo sé.

Maiñquelén compartió los sentimientos de su padre. Sintió el amor paterno,


percibió la confianza del Cacique, la esperanza de la Tribu y la fortaleza de su
propia determinación. Las palabras que dirigió en respuesta así lo demostraron:

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-Tú lo has dicho padre. Cuidaremos que los Maiñque nos mantengamos libres
del winca ¡Lo prometo!- la voz de Maiñquelén resonó como el rugido de un felino
al defender a sus cachorros. Su ardiente mirada, posada en los ojos de
Maiñquepal, acentuó la potencia de las palabras.

-¡Haremos lo que se espera de nosotros!

-¡Adelante hijo! Que el cóndor los acompañe.

Devorando distancias al trote la patrulla pampa se internó en lo profundo de la


sierra. La dirección de la marcha los llevaba en continuo ascenso, hasta dar, al
cumplir la meta, con el punto desde el cual se dominaba en su totalidad el
extenso territorio que se abría hacia el oeste. La escasa carga transportada por
cada guerrero: armas, arco, flechas y boleadoras, sumada a la trongtrong con
alimentos, no constituía mayor peso para los entrenados y jóvenes cuerpos de
los Maiñque.

Siempre guiados por el toqui Maiñquelén, los conas se movían sin esfuerzo
aparente y sin detenerse jamás. La carrera de la patrulla hacia la cima precisó
dejar atrás los pastizales de la llanura y la alfombra de flores que tapizaba el pie
de la mahuida. Se internó en la sierra cruzando los arroyos que bajaban desde
las vertientes y pisando las piedras que se calentaban por los rayos del sol. Subió
infatigable, disminuyendo la intensidad del ritmo pero no el trote, por los
pequeños senderos solo conocidos por la gente de la sierra. Más adelante,
valiéndose de manos y rodillas, escaló sin pausa las grandes paredes de roca
que cruzaban al camino.

En todo el recorrido los conas iban sumergidos en el silencio de la mahuida,


sin pronunciar una sola palabra, tan solo haciendo retumbar el suelo a su paso
con sonido grave y profundo. La briosa carrera de la patrulla de Maiñquelén
culminó después de atravesar la última muralla de piedra y dar con un sitio llano,
un lütum, al que solo atravesaba la furia del viento que descendía libre por la
garganta formada entre las sierras. Allí, impasibles, una manada de guanacos
observó la fila de hombres que apreció detrás de la roca. Uno de los guanacos,
el macho de la manada, levantó la cabeza y clavó la vista en los pampas. Al
entender que los hombres seguían su camino sin prestarles atención, el macho
y la manada entera de guanacos volvieron a hundir la trompa en los yuyos para
continuar alimentándose de los tiernos pastos del lütum.

A diferencia de la costumbre ancestral de las tribus que vivían en las sierras y


en los llanos, la patrulla de conas no hizo caso a la manada, si bien entre ellos
se destacaban dos guanacos que hubiere resultado un apetitoso alimento para
toda la Tribu. A pesar de la carrera, más allá de la importancia de la misión que
perseguía, Maiñquelén no dejó de advertir la excelencia de la caza que tenía por
delante y el sitio exacto donde encontrarla. Guardó los datos en su mente e
imaginó a los Maiñque reconstruyendo los toldos con cueros nuevos, a las

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mujeres entregadas a la preparación del festín y a la Tribu
empachándose con carne fresca en tanto celebraba eufórica verse
libre del winca.

Alentado por tan hermoso sueño Maiñquelén aceleró el paso, de


por sí rápido y sostenido. Los conas no pudieron mantener el ritmo,
distanciándose marcadamente de su jefe. La meta en la sierra
estaba al alcance de la mano. Pocos metros adelante una gran roca coronaba el
inmenso balcón de la mahuida kelü, la sierra colorada, que los esperaba para
transformarlos en guardianes de la tradición y del destino de su pueblo.

El sol de la mañana nos recibió desplegando su calidez desde la entrada de la


cueva. Allí dentro, con el calorcito de las bolsas de dormir, dejamos olvidado el
desgaste físico que nos provocó el ascenso a la sierra durante el día anterior.

Cuidándonos de guardar silencio para no molestar a nuestros ocasionales


acompañantes en el Tres Picos, abandonamos las carpas y salimos de la cueva.
Así, calladitos, nos encaminamos en dirección del arroyo bajo un cielo
despejado; tan solo unas escasas nubes se vislumbraban muy hacia el sur, las
que decoraban con sus puntitos blancos el inmenso y profundo celeste. Todo
presagiaba una jornada espectacular, especial para vivir la actividad que
teníamos por delante.

-¿Cacho no se lava la cara?- preguntó Félix al ver que solo caminábamos


acompañados por Marina.

-Está preparando una actividad en la sierra- respondió de inmediato Marina.

-¿El juego?- agregó Félix.

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Con los últimos resplandores del día anterior Cacho dejó la Cueva y se internó
en la sierra. Portaba la mochila y su eterna y cordial sonrisa ¡Qué buen tipo era
Cacho! Los scouts ansiábamos su grata compañía de la misma manera que
deseábamos divertirnos viviendo las aventuras que siempre nos proponía
gracias a sus actividades.

Si bien intuíamos la razón por la qué desapareció ayer o por qué no estaba
ahora, la pregunta de Félix tenía la intención de confirmar nuestras suposiciones,
y la mirada cómplice que nos brindó Marina fue suficiente para lograrlo.

Cuanto más descendíamos hacia el arroyo mayor era el contraste entre la


parte alta de la sierra, inundada de luz, y las sombras que cubrían los sitios en
los que el sol no se había hecho presente. Otro tanto sucedía con el sonido. El
silencio de las paredes de roca, del vuelo de un águila solitaria que nos
sobrevolaba a la distancia, resaltaba la música producida por el arroyo saltando
piedras, rozando las curvitas de las riberas, entrelazando el canto del agua que,
sin pausa, descendía por su cauce.

Fue el arroyo quien nos borró las últimas señales de sueño que permanecían
en los rostros. Remojarnos la cara recurriendo a lo que nos regaló la naturaleza,
en lugar de abrir la canilla del baño de casa, posee por sí mismo una magia que
convierte aquella acción en una experiencia fascinante. Instante que gracias al
agua fresca y vivificante alimenta esas ansias de seguir adelante, de querer más,
de dar con cosas nuevas.

-¡Escuchen chicos! ¿Qué es ese ruido que viene desde allá?- Paula señalaba
con el cuerpo entero en dirección río abajo.

Con el barullo que realizamos al dar con el arroyo, y momento después,


cuando cada uno buscó el pedacito de orilla propio en donde asearse, no
percibimos el murmullo que subía a contracorriente desde más allá de la curva
que nos impedía mantener la visión en el curso de agua.

-Más adelante hay una cascada- explicó Marina. –Si hacemos silencio la
podemos escuchar con claridad…

Era cierto. Poco a poco, en la medida que acostumbramos el oído al medio


ambiente, se nos hizo patente la caída de agua. El evidente sonido del agua
despeñándose con fuerza desde cierta altura atrapó nuestra imaginación.
Recordé la Cascada Escondida del Lanín y soñé con algo similar. Paula se nos
adelantó y dejando en el suelo los elementos de aseo comenzó a moverse en
dirección de la cascada.

-¿Podemos ir a verla?- lanzó la pregunta de compromiso. No llegó a dar dos


pasos cuando Marina frenó su entusiasmo y el de toda la Patrulla Zorro.

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-Ya tendremos tiempo más tarde. Ahora terminemos de asearnos y volvemos
a la cueva a desayunar. Tampoco olviden de llenar las cantimploras y las
botellas. Cuando terminemos el desayuno seguimos con el juego

-¿Después podemos ir a la cascada?- insistió Paula.

-Sí. Después la cascada… Si es que no se pierden antes en la sierra…

Ese comentario me hizo pensar que el juego entre Aborígenes y Españoles


podía ser el motivo del presunto extravío al que hacía referencia Marina ¿A caso
íbamos a internarnos solos en las sierra? Miré las laderas elevándose alrededor.
Alturas que encajonaban al cielo en una franja estrecha. Montañas eternas,
intactas, tan solo cruzadas por sendas imaginarias que conducían hasta las
crestas irregulares de la cima ¿Cuántos secretos guardarían? ¿A quién no le
fascinaría develarlos, recorrerlas explorando sus misterios? Pero… ¿Solo?

Finalizábamos de desayunar chocolatada caliente con barritas de cereal


cuando apareció Cacho como de la nada. Al encontrarse la boca de la Cueva
ubicada en dirección opuesta al terreno en el que nos enfrentaríamos Aborígenes
y Españoles, no vimos a Cacho hasta que estuvo en medio de nosotros. El sector
de las Sierras Coloradas en el que se desarrollaría el juego es el que conduce al
Cerro Napostá. Si bien el Napostá es el cuarto en altura del Sistema posee, a
decir de Cacho, la mejor vista panorámica de todas las sierras.

-¿Listos para comenzar?- preguntó Cacho.

-¡Siempre Listo!- respondimos con entusiasmo.

-Tomo un jarro de chocolate y empezamos. Aprovechen para asegurarse que


no olvidan nada de lo que deben llevar.

Junto al desayuno tardío de Cacho y nuestra revisión del equipo nos dimos
tiempo para despedir a los futuros escaladores del Lanín que iniciaban el
descenso hacia el casco de la estancia Funke; como así también con la pareja
de enamorados que acondicionaba las mochilas para seguir el mismo camino
que los escaladores. En ambos casos abundaron las palabras de afecto y los
sinceros deseos de éxito. Con los Rovers de Buenos Aires la despedida sumó el
intercambio del Pañuelo de Grupo de Mario, quien a partir de ese instante lució
en su cuello los hermosos colores de la hermandad scout.

Más tarde, ese mismo día, comentamos con la Patrulla lo que sentimos por
nuestros ocasionales compañeros de la Sierra ¡Pensar que horas antes éramos
perfectos desconocidos! Esas mismas personas, al principio extrañas, después
de compartir una experiencia diferente a las que realizamos comúnmente,
pasaron a convertirse en auténticas compañeras de ruta.

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Transcurrido el tiempo, al recordar con nostalgia los días vividos en el Tres
Picos, descubrí en aquellos circunstanciales amigos auténticos ejemplos a
imitar… ¡Me encantaría estar de novio con una chica con la que cual explorar un
sitio desconocido! ¡Escalar el Lanín! ¡Ser Rover, y recorrer el País con una
mochila al hombro! Es muy probable que nunca más me cruce con los
ocasionales exploradores serranos. Quizá con los Rovers de Buenos Aires en
algún Encuentro Scout, un Jamboree o algo por el estilo, pero con los demás lo
veo tan difícil como que pueda caminar sobre la luna (lo que sería sensacional).

A pesar de esta realidad estoy seguro que siempre los recordaré. Que en
algún momento me encontraré soñando con cada uno de ellos y su magnífica
actitud ante la vida.

Sobre el techo de la Cueva recibimos las consignas del juego. Cada uno de
los Zorros formábamos parte de uno de los dos equipos a enfrentarse,
Aborígenes o Españoles, si bien todavía lo manteníamos en secreto aunque sin
conocer el motivo. Sentados en semicírculo escuchamos la idea general del
juego: encontrar el Tesoro de los Incas. Como así también las distintas reglas
para jugarlo.

La búsqueda suponía un comienzo individual, luego reunir al equipo durante


su transcurso y tenerlo completo para el momento de dar con el Tesoro…, si es
que teníamos éxito en lo anterior. Marina y Cacho nos entregaron un mapa a
cada uno y pidieron que saquemos las brújulas, uno de los elementos con los
que nos acompañábamos de forma personal junto a una birome y agua.

El mapa abarcaba desde la Cueva de Los Guanacos hasta la cima del


Napostá. Gracias a las curvas de nivel estaban indicadas las distintas alturas del
terreno, y provisto de una escala que aparecía en su parte inferior, las distancias
aproximadas hasta dos puntos señalados con un triángulo que en su interior
incluía el signo de fin de pista:

En ese instante aprendimos que antiguamente al oro se lo representaba con


el mismo símbolo que utilizamos los scouts para señalar que hemos cumplido
con nuestra meta.

También aparecían otros dos triángulos, cada uno de señalado con números
diferentes: 1 y 2. Representaban un banderín rojo que encontraríamos en el
terreno y señalándonos el camino hacia el Tesoro de los Incas.

Los mapas eran diferentes entre sí. La razón de ello era que la primera parte
del juego se realizaba individualmente y constaba en interpretar el mapa para

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luego iniciar la búsqueda de los banderines rojos. El primer objetivo era dar con
el banderín 1 (cada banderín rojo tenía escrito el símbolo del oro y el número
correspondiente, 1 o 2) A continuación podíamos seguir hacia el banderín 2.

En este punto nos encontraríamos con los restantes jugadores del equipo y
con un sobre que encerraban las indicaciones para proseguir con la búsqueda
del Tesoro de los Incas. Si interpretábamos correctamente el mapa no
tendríamos inconvenientes de ningún tipo; de no ser así, si de pronto eran cinco
los que se encontraban en el banderín 1, alguien estaba perdido…, y su equipo
dando una importante ventaja al equipo contrario.

Recibidos los mapas, los ocho jugadores rompimos el semicírculo y nos


ubicamos en distintos lugares para tener privacidad. Bajo ninguna condición
estaba permitido “compartir” los mapas o comentar cualquier aspecto sobre su
interpretación. Era importante que guardemos cautela en este aspecto. Así
mismo, debíamos considerar una cuestión con el banderín número 1: Existían
varios banderines 1 en el terreno, por lo que era preciso tener cuidado de no
equivocarnos, de dirigirnos al que nos correspondía.

En silencio, solos y muy concentrados, los Zorros estudiamos el mapa,


comparando el papel con el terreno que teníamos por delante aplicando la brújula
para decidir el camino hacia el primer banderín.

-¿Ya podemos salir?- Rikki no hubiera realizado esa pregunta sin haber
interpretado el mapa y decidido el camino a seguir.

Yo estaba en veremos. Creía tener identificado el sitio al que dirigirme, pero


las ondulaciones de la sierra le restaban certeza a la dirección en la cual
encaminarme.

-Si ya lo tenés resuelto, sí- respondió Cacho con naturalidad.

Los siete Zorros que continuábamos interpretando nuestro destino vimos


como Rikki cerraba la brújula, doblaba el mapa e iniciaba la caminata hacia el
primer banderín. La dirección que tomó era similar a la que deducía debía seguir
yo. Me apresuré a confirmar la lectura. Miré en dirección a la meta invisible,
busqué un punto de referencia para no torcer el sentido de la marcha, y
dispuestas las pocas herramientas que me ayudarían en la navegación, me
abandoné a la seguridad que me ofrecían mis conocimientos sobre orientación.

El desafío de valerme por mí mismo era el mayor impulso con el que podía
contar. Aquello que en su momento aprendí jugando en otros campamentos hoy
sentía que lo ponía en práctica de manera diferente. Otro juego, sí, pero
reuniendo condimentos únicos que lo volvían especial: el terreno majestuoso,
amplio, desconocido. Los escasos puntos de referencia próximos, como ser
árboles, postes o edificaciones. La posibilidad latente de equivocar el camino, de
perderse en la inmensidad de la sierra. Saber que no basta lo que pueda lograr

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uno solo sino que dependíamos de lo que realicemos los cuatro que
integrábamos el equipo. La incógnita de quiénes eran mis compañeros de equipo
y de cuál sería el “oro” del Tesoro.

Estos pensamientos llegaron todos juntos, en una fracción de segundo,


estallándome como una explosión, impulsándome con su potencia… Luego
partieron con la misma rapidez con la que hundí los pies en el suelo, traspasé la
suave ondulación por la que transitaba mi ruta y contemplé el horizonte que
albergaba mi objetivo.

Al cruzar la elevación distinguí, a unos cien metros de distancia, un banderín


que se destacaba en solitario como los guanacos que habitan las sierras. Mi
banderín rojo. Al acercarme me percaté que el banderín era sostenido por una
estaca de madera. En ese instante solo pensé en Cacho y su mochila: con razón
la traía tan cargada ¡trasladaba los elementos para el juego!

Tal como lo esperaba, el banderín rojo con el símbolo del oro tenía escrito el
número 1. Con el mapa y la brújula en la mano marqué la dirección hacia el
segundo banderín y seguí mi camino.

Llevaba recorridos un centenar de pasos cuando crucé a Paula que daba la


impresión de encaminarse en dirección diferente a la mía.

-¿Vas hacia el segundo banderín?- pregunté interesado.

-Sí. ¿Vos?

-Yo también. Parece que está más allá de aquella lomada- señalé una
pequeña cuesta atravesada por lo que asemejaba un paso natural entre las
rocas.

-Entonces vos sos del equipo de los Aborígenes. Yo soy Española- anunció
su deducción a manera de desafío.

-Lo lamento- expresé con ironía. –Sos parte del equipo que perdió el Tesoro.

-Eso cuenta la leyenda. Vas a ver que en la realidad será muy diferente- Con
tono doblemente desafiante y seguro Paula dejó sentada su posición con
respecto a quién ganaría el juego.

-No estés tan segura…

Estaba a punto de manifestarle mi propia confianza en encontrar el Tesoro


cuando vi a Caro que bordeaba la misma lomada que enfrentaba mi camino. Ya
se disponía a cruzarla cuando la llamé con un grito:

-¡Caro! ¡Esperame!

Después me despedí de Paula:

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–Si vos sos Española y caminás en dirección contraria a la mía Caro tiene
que ser Aborigen ¡Nos vemos luego!

Expresé el saludo convencido que Caro y yo nos dirigíamos hacia el mismo


banderín.

-¡Ya somos dos! ¡Y espero que vos no te hayas perdido!- finalicé de comentar
antes de correr en pos de mi objetivo.

Paula respondió diciendo algo que no entendí. No volví la vista atrás pidiendo
me lo repita; troté subiendo la elevación, cuidando dónde apoyar los pies, lo
único que me faltaba era doblarme el tobillo. Alcancé a Caro que me esperaba
dubitativa en lo más alto.

-¡Soy Aborigen!- le dije en cuanto estuve a su lado. –Voy hacia el segundo


banderín.

-Yo también- dijo Caro con entusiasmo.

-Mi camino señala hacia allá- apunté el dedo hacia una quebrada.

-¡Igual que el mío! ¡Ahí se ve el banderín!

Miré detenidamente pero no lo distinguí. Caro se dio cuenta y me ayudó con


un par de indicaciones para que pueda verlo.

-Al pie de esa piedra grande con forma cuadrada…

-¡Lo veo! ¡Vamos!

-Ahí viene Víctor- Caro lo descubrió caminando despacio, concentrado, en


línea recta hacia el mismo banderín que lo hacíamos nosotros dos.

-¿Quién será el cuarto? ¿Félix o Mario? -Tiene que ser Félix- comencé a
explicar con seguridad. –Así, cada equipo tiene dos Guías y dos Sub Guías.

Cuando nos encontramos próximos al banderín Víctor se dio cuenta de


nuestra existencia dedicándonos una amplia sonrisa. Ser parte de un mismo
equipo, tanto para Víctor como para mí, era un gran aliciente; la confianza mutua
era recíproca.

-¿Aborigen?- preguntó Caro con la necesidad de confirmar mis palabras.

-Aborigen. Nos falta uno… ¿Félix?

-Seguro- respondí en el acto.

Entre Víctor y yo no era necesario darnos explicaciones, guardábamos el


mismo pensamiento.

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-¿Se habrá perdido?- Caro miraba hacia la inmensidad de las sierras que
teníamos detrás preocupada por la suerte de nuestro cuarto compañero de
equipo.

Antes de que pudiéramos responder a su inquietud ella misma nos indicó otra
presencia que nos observaba desde lejos con la ayuda de unos prismáticos.

-¿Quién es?- quise saber. Veía la figura pero no me era posible darme cuenta
de mucho más, ni siquiera si se trataba de uno de nosotros.

-Es Marina- la vista de Caro sin duda era mejor que la mía y que la de Víctor.

-¿Seguro?- preguntó Víctor que haciendo visera con la mano intentaba


distinguir a nuestra dirigente.

-Es Marina. Nos está mirando- replicó Caro.

-¡Allá viene Félix!- esta vez me tocó a mí descubrir a nuestro último jugador.

La amplitud de las cuestas y la abertura de los cañadones permitían distinguir


a las personas desde lejos. Félix también nos distinguió a la distancia. Levantó
el brazo señalando que nos veía y se lanzó a un trote rápido que en pocos
minutos lo tuvo con nosotros y con el segundo banderín del juego.

Víctor lo esperaba con el sobre que encontramos al lado del banderín en la


mano.

-¡Abrilo!- fue lo único que dijo Félix a manera de saludo.

También él daba por sentado que éramos todos del mismo equipo. El sobre
contenía otro mapa. Similar al que recibimos de manera individual. Pero éste
tenía marcado un solo triángulo con el símbolo del oro y con una nota pegada en
la parte de atrás. La nota nos informaba que al dar con el tercer banderín
encontraríamos un nuevo mapa con otro destino señalado en él.

La dirección al tercer banderín era en ascenso, camino a la cima del Cerro


Napostá. Entre el punto que señalaba nuestra posición actual, el segundo
banderín, y el próximo objetivo, el tercero, aparecían marcados en el mapa
distintos puntos que debíamos atravesar antes de llegar a destino. Eran dos
postas. Cada una señala da de manera peculiar. La primera marcada con la
imagen de una carita sonriente en fondo blanco: ☺ La segunda, la misma carita
pero en fondo negro: ☻ Era preciso que la navegación nos lleve a estas postas
antes de dar con el tercer banderín.

-Si nos perdemos ahora por lo menos no vamos a estar solos, los cuatro juntos
ya es distinto- comenté medio en broma medio en serio.

-¡Qué nos vamos a perder! ¿Quieren que yo vaya adelante?

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La confianza de Caro era contagiosa. Ese es el primer atributo que
necesita quien emprende una tarea. No importa la edad, los
conocimientos, las dificultades. Es necesario tenerse confianza. Y si
a los Aborígenes todavía nos faltaba algo de confianza la actitud de
Caro la brindó con creces. Con toda convicción podíamos decir:
“Tesoro de los Incas… ¡Por vos vamos!”

La estupenda obra de ingeniería conocida con el nombre de Qhapaq Ñan, el


Camino del Inca, finalizó de improviso su dirección sur para internarse en las
altas cumbres que se alzaban hacia el oeste. Los huarpes de kuyun indicaron a
Bernal que el Qhapaq Ñan ingresaba a los dominios de los araucanos, un pueblo
bravo y belicoso al que los incas no pudieron derrotar.

-Crucemos las montañas hacia el poniente, en dirección al Mar del Sur-


propuso Ursicio.

-No es bueno ese camino- fue la lacónica respuesta de Bernal.

-¿Les tienes miedo a esos araucanos? ¡No hay indio que pueda con nosotros!

-No es por los indios, compañero.

Rafael Bernal empleó para con su amigo y camarada un tono calmo y


persuasivo. La forma más efectiva de disuadir al gigantón era mediante la
palabra; jamás con órdenes alocadas, gritos o amenazas. Nada de esto
impresiona a un hombre que debe su fama a un cuerpo monumental, la fuerza
de sus músculos, la potencia de su voz y la infinidad de palabrotas que era capaz
de repetir por dos minutos sin repetirse en una sola.

De la misma manera que Ursicio despreciaba a los débiles y miedosos,


respetaba a las personas que utilizaba la palabra con holgura y prolijidad. Bernal

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era uno de esos hombres. También era su compañero de aventuras, quien ideó
cómo apropiarse del oro del Tuerto, la ruta de escape hacia el sur y la forma de
terminar con aquellos que osaron perseguirlos. El grandulón perseguía sus
propios sueños de gloria pero sin duda que ellos adquirieron mayor grandeza
después de haber escuchado los de su amigo.

Bernal confiaba que la Mar Océano, hacia el este de las montañas, era la
mejor opción para embarcar hacia Castilla. Dirigiéndose hacia el oeste, hacia el
Mar del Sur, no solo deberían cruzar armas con los araucanos sino que luego de
enfrentarlos y vencerlos, si es que ello era posible, la única alternativa que tenían
significaba bordear el mar hacia el norte, hacia el Perú, a las vengativas fauces
del Tuerto o las oportunistas de Pizarro… En todo caso no solo perderían el oro,
también derrocharían sus poco apreciadas vidas.

El destino les señalaba hacia el este, aunque los escollos no eran pocos. El
primero de ellos era el territorio que se abría por delante que, a decir de los
huarpes, era extenso, inhóspito y desconocido. A ello se le sumaba el
inconveniente de no disponer de mapas o relaciones que indiquen el camino
hacia la Mar. Los nativos eran tan analfabetos como los castellanos, si bien para
los aborígenes no significaba ninguna contrariedad ya que no poseían ningún
tipo de escritura, pero los datos que daban nunca coincidían entre lo que decía
uno u otro.

Ante estos problemas Bernal pensó en seguir utilizando a los naturales como
guías después de tomarlos a la fuerza… Confiaba que estos guías sabrían dar
con la ruta a la Mar Océano, si bien arribar a sus playas no resolvía todas las
dificultades. Una vez en la Mar debían embarcar hacia España, pero…, ¿cómo?
¿En qué? Resultaba imprescindible disponer de un barco. Un galeón o una
carabela de aquellas que constituían las expediciones de exploración y conquista
enviadas por el Rey de España hacia el Nuevo Mundo. Echar mano a la nave de
un Capitán necesitado de proveerse de víveres o de agua potable, quizá que
haya desembarcado en la costa buscando refugio o realizando la reparación de
la nave luego de sufrir la furia de una tormenta. Bernal estaba convencido de
disponer de suficiente oro para comprar la voluntad de cualquier persona que el
azar le pusiera por delante, sin importar la promesa o el contrato que esta
persona hubiera asumido con el Rey, Gobernador, Adelantado o con autoridad
alguna.

-Tenemos que valernos de estos indios- Bernal hacía referencia a los huarpes
de Kuyun. –Y continuar nuestro camino hacia el este. Tú sabes como yo que
para regresar a Castilla debemos navegar la Mar Océano-

Rafael resaltó con dicha afirmación los innegables conocimientos marinos de


Ursicio.

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–Si intentamos hacerlo por el Mar del Sur deberíamos dar vuelta al Globo, tal
como lo hizo el Capitán Elcano. Tarea arriesgada en extremo, por no llamarla
imposible.

El Nuevo Mundo, América, está rodeado por dos Océanos. Hacia el este el
Atlántico (nombrado por los europeos del siglo XVI la Mar Océano) y hacia el
oeste el Pacífico (el Mar del Sur). Los reyes españoles, interesados en abrir una
nueva ruta comercial entre Lejano Oriente y España, propiciaron la búsqueda de
un paso que una a la Mar Océano con el Mar del Sur (el Atlántico con el Pacífico).

La meta era dar con ese paso para arribar a las Islas de las Especias (las
Molucas, en Indonesia) y regresar a España con las bodegas de los barcos
repletas de condimentos exóticos luego de evitar, por un lado, a los marinos
portugueses que dominaban el Océano Índico y la travesía marina bordeando
África, y por otro, al Imperio Otomano que señoreaba en las rutas terrestres que
cruzaban Arabia y el oeste de Europa.

Magallanes, navegante contratado por la Corona española, comandó una


expedición que encontró el ansiado paso bien al sur del Nuevo Mundo, en Tierra
del Fuego, lugar que más tarde fuera bautizado en su honor Estrecho de
Magallanes. La expedición de Magallanes contó con cinco naves y un total de
234 hombres. Se vivieron todo tipo de peripecias: un barco naufragó en la boca
del río santa Cruz, otro desertó en la boca del Estrecho y regresó a España, un
tercero fue abordado por los portugueses, y otro es abandonado y quemado por
falta de tripulantes. El mismo Magallanes murió en Filipinas. Elcano, ahora al
frente de lo que quedaba de la expedición, con la única nave cargada de
especias, decide navegar el Océano Índico y arriesgarse ante los portugueses.

Tuvo éxito. Arribó a España pocos días antes que se cumplan los tres años
de navegación, acompañado por sólo 16 hombres a bordo del Victoria. La carga
que logró transportar fue suficiente para pagar los inmensos gastos de la
expedición y arrojar ganancia. Ante semejante resultado la Corona de España
duplicó su interés y redobló la apuesta enviando nuevas expediciones por todos
los mares.

-No sabemos cuántas leguas nos separan de la Mar Océano pero confío que
siguiendo el cauce de este río llegaremos hasta él-

Bernal terminó de expresar su breve y clara idea indicando la caudalosa


corriente que bajaba impetuosa desde las montañas y señalando que su
dirección la llevaba hacia el este, hacia el mar.

-Tienes razón Rafael. No se hable más- sentenció Ursicio con determinación.


–Hay que hacer mover a nuestros paisanos…, aunque no los veo tan seguros
como antes.

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El grupo de castellanos que comandaba Bernal comenzaba a mostrar los
primeros signos de nerviosismo y desconfianza. Los caminos de altura, el sol
oprimiendo el pecho debajo del peto de la armadura, la inmensidad infinita de las
montañas, la falta de descanso, sumados a la tonta creencia de un pronto
regreso a España y a la seguridad de que no había Santo que los asista, hacía
flaquear los ánimos y generar disputas y peleas.

Ursicio acabó con la primera pelea golpeando a los dos contrincantes con
tanta vehemencia que uno de ellos quedó sin sentido por varios minutos,
mientras el alano mordisqueaba a gusto al segundo. Bernal y su labia pudieron
con el resto. Los hombres, más calmos, se prometieron seguir adelante. El
sacrificio de hacerlo se pagaba con oro, y gloria.

Tres elementos mantenían el liderazgo de Bernal sobre el grupo de


castellanos. El carácter de los soldados de fortuna que componían la partida, el
primero: su marcada ignorancia, falta de educación y la barbarie imperante en la
época que ayudaba a convertirlos en un puñado de hombres toscos, con escasas
o ninguna idea propia. El segundo elemento era Ursicio: sus músculos y
presencia, sumados a una obediencia ciega y fiel. El tercero era el propio Bernal:
su ingenio, convicción y voluntad. Seguro del plan que ideó en el Perú nada ni
nadie lo haría claudicar, en especial el grupo de soldados de fortuna que, ya
fuere por miedo, indecisión o simplemente por la necesidad de creer en aquel
que los lideraba, aceptaron que la única posibilidad de disfrutar del oro en
España se llamaba Rafael Bernal.

Los huarpes, al igual que lo hicieron todos los pueblos nativos del Nuevo
Mundo, recibieron a los españoles con timidez pero siempre dispuestos a
demostrar amabilidad, ofreciendo sustento y brindando hospitalidad. Alarmados
ante el poder de las armas, sorprendidos por la presencia de los caballos,
temerosos ante la apariencia de semidioses (en el caso de los huarpes creyeron
que podían ser enviados de su dios, Hunuc Huar, quien habitaba en las
montañas), resultaron presa fácil de la codicia, la brutalidad y el desprecio de los
hombres de Castilla.

Los aborígenes acabaron sojuzgados, divididos, asesinados, convertidos en


simples esclavos. Dos de ellos, los huarpes Guaimaré y Guanizuil, padre e hijo,
pertenecientes a la pequeña comunidad que se alzaba en las cercanías de las
lagunas de Guanacache, sitio propicio que encontraron los españoles cuando
iniciaron la marcha hacia el oeste, se vieron obligados a dejar la paz de la vida
de la comunidad para actuar como guías de Bernal y su gente.

El castellano no los eligió al boleo. La partida con el tesoro de los Incas se


instaló durante una semana entera en la comunidad huarpe donde se
alimentaron y repusieron fuerzas para seguir adelante. Hombres y animales
precisaban de unos días de tranquilidad, de devorar choclos y hartarse de

75
pescado y patay, de beber abundante aloja para aflojar el espíritu mediante el
alcohol de las semillas del algarrobo, y dormir a pata suelta.

Bernal hizo descargar las llamas y agregarlas a la majada de la comunidad.


Los caballos, a los que los huarpes tenían enorme recelo, los dejó a cargo de
sus hombres. Al oro lo atesoró en la misma vivienda semi-subterránea en la que
se alojó junto a Ursicio, luego de obligar a sus moradores, el cacique de la
comunidad y su familia, a que la deshabite de inmediato.

A pesar de la comida, la bebida y el descanso Bernal no permitió que sus


hombres se relajen en extremo. Dispuso una rutina de guardias que comprendía
a los caballos y a la propia seguridad física del grupo; eso los mantendría atentos
y ocupados. Organizó una partida de caza que abatió a un par de guanacos con
una misma cantidad de disparos de arcabuz y derribó a un kuntur en pleno vuelo
mientras el espléndido animal planeaba por sobre las cabezas de los cazadores.
Los huarpes, obligados a acompañar a los españoles para encargarse de
transportar el producto de la caza, quedaron impresionados al ver abatidos los
guanacos a la distancia, pero completamente petrificados de terror al contemplar
cómo fue derribado el cóndor.

Kuntur, el señor del cielo, el inalcanzable, el que en un instante señoreaba el


espacio, altivo, majestuoso, de repente cayó al suelo como una piedra, pesado,
sin gracia alguna, perdiendo por completo todo signo de esplendor y dignidad.
Ese mismo cóndor que en la vejez, incapaz ya de planear, de alimentarse por sí
mismo, elije el camino del suicidio: erguido en la cima de una quebrada otea por
última vez sus dominios y se lanza en un vertiginoso vuelo final cayendo en
picada hasta el fondo del precipicio.

Guaimaré, quien dirigió a la partida de caza hasta la verde pampita que se


abría detrás de los cerros, sitio propicio para que se alimente el guanaco y se
distinga al cóndor, es a quien eligió Bernal para que los guíe hacia el este. Él y
su hijo Guanizuil, a quien daría la tarea de cuidar las llamas que transportaban
el oro. Las mismas llamas que lo acompañaban desde el norte, además de las
que le quitaría a los huarpes para asegurarse de no tener que dejar en el camino
una sola onza del oro que transportaba.

Bernal dibujó un mapa en la tierra y le indicó a Guaimaré que lo mire en tanto


el castellano explicaba cada parte del mismo: el Imperio Inca, el camino que
descendía desde Cuzco hasta las lagunas de Guanacache, las grandes
montañas del oeste, el terreno llano del este y la Mar Océano. También señaló
el río que descendía entre los macizos andinos, penetraba en las lagunas para
continuar después en dirección al mar (según creía Bernal ese debía ser el
derrotero del río) Como pudo, con señas en un momento, con palabras
castellanas pronunciadas con detenimiento en otros, o con las pocas que
guardara en la memoria de los pueblos nativos que conoció desde que pisó el

76
Nuevo Mundo, preguntaba al huarpe sobre el trayecto del río y la distancia que
lo unía con el mar.

Completamente confundido, Guaimaré esperaba complacer al blanco.


Contemplaba el singular dibujo que Bernal hizo en la tierra intentando
comprender el significado de las distintas formas. Unas parecían grandes xpuh,
pechos de mujer listos para amamantar. Se veían dos líneas que cruzaban las
xpuh moviéndose como namzata, como dos víboras, dirigiéndose a tres huevos
de hussu; la forma de los huevos le recordaba a los de ñandú.

Las siluetas dibujadas en el suelo eran muy extrañas… tanto como las
palabras que escuchaba sin entender. Al parecer, algunas de ellas eran más
importantes que otras porque se las pronunciaba lentamente, con la boca
completamente abierta, y asistidas de peculiares gestos de la cara y de las
manos. Guaimaré decía que sí agitando la cabeza con decisión cuando intuía
que eso era lo que se esperaba de él.

Finalmente creyó entender el dibujo: los pechos de mujer representaban


montañas, las víboras, una al potu, al río, que descendía hasta las tres lagunas,
los huevos de hussu. La otra serpiente al camino descendiendo del norte, del
país del Inca. Junto a las tres lagunas había dos líneas que se cruzaban entre sí
representando el sitio en el que vivía su comunidad. En ese momento Bernal
alargó el dibujo de la víbora que simbolizaba al río, en tanto le hablaba y lo miraba
con ojos ansiosos.

Guaimaré no se animó a realizar gesto alguno. ¿Qué quería el blanco? ¿Qué


buscaba? No pudo sostenerle la mirada. Los ojos del blanco estaban cargados
de algo que no pudo adivinar. Bajó la vista. Miró cómo Bernal marcaba una nueva
línea en el suelo y junto a ella dibujaba pequeñas montañitas, muchas a la vez,
en tanto volvía a decir algo con insistencia y señalaba con un dedo el trecho de
tierra que existía entre la víbora y las montañitas que dibujó hacia el este.

Ser huarpe significaba formar parte de un pueblo que parecía haber sido
concebido para recorrer las montañas y navegar las lagunas. Altos y espigados,
de brazos largos y ancho pecho, poseían un paso rápido y ágil. Eran incansables
en las alturas e infatigables con los remos de sus canoas. Pacientes y pertinaces,
tenían el mérito de correr detrás de un guanaco por horas enteras y vencerlo por
cansancio. Tejían laboriosamente las plantas de totora hasta construir una canoa
liviana y resistente con la que se internaban en las lagunas detrás de la apetitosa
carne de pescado. Como las nieves eternas de las altas cumbres que se
distinguían desde Guanacache, parecía que nada los conmovía y que por sobre
todo, sabían esperar.

Guaimaré se destacaba entre los suyos por ser quien mejor conocía los sitios
más apartados y distantes. Recorrió parte de aquel río que demarcó Bernal en
la tierra. Conocía perfectamente dónde comenzaba el río, por dónde se internaba

77
y qué camino seguía hacia el este, pero no conocía cuál era su final... También
tenía la certeza que más allá del Kuyun, en la misma dirección que llevaba el río,
en medio de las pampas, se elevaban pequeñas montañas. Lo escuchó decir de
viajeros de otros pueblos, quienes también le hablaron de gentes más altas y
fuertes que vivían hacia el sur. Guaimaré no podía creer que existiera gente más
alta y fuerte que los huarpes, ni siquiera los araucanos, pero si se lo hubieran
dicho antes tampoco hubiera creído que existían ñuchum, gente de piel blanca
provistos de palos largos a los que hacían vomitar fuego y matar a la distancia.

El hombre blanco debe querer ir hacia aquellas montañas, pensó Guaimaré.


Un tanto más seguro después de haber comprendido los deseos de Bernal,
levantó la vista y sonrió. Movió la cabeza expresando una afirmación y se animó
a utilizar sus propios dedos para dibujar la continuación del río señalando su
curso hasta las montañas. Con gran satisfacción Guaimaré presenció cómo se
transfiguraba el rostro de Bernal. El blanco acarició al zorro de cola delgada que
lo seguía a sol y sombra y pronunció otro montón de palabras incomprensibles.
Las palabras venían acompañadas de nuevos gestos realizados con las manos
y de grandes carcajadas que contagiaron al gigantón y al resto de los hombres
blancos que hasta ese momento se habían mantenido expectantes y en silencio.

¡Esos gestos sí los entendió! Le indicaron que él, Guaimaré, tuvo el valor y la
sabiduría de completar el dibujo en la tierra. El dedo del blanco tocándole el
pecho para luego dirigirlo hacia la línea que unía al río con las pequeñas
montañas de la pampa así lo indicaban. Por primera vez Guaimaré miró a Bernal
a los ojos sin temor. Contemplándose abiertamente, le brindó una sonrisa y
movió la cabeza hacia arriba y hacia abajo reafirmando su deducción.

-¿Te das cuenta Ursicio? No me equivoqué en la elección. Este indio es


menos bruto que los otros. Por lo menos logró entenderme- comentó Bernal
pasando el brazo por sobre los hombros de Guaimaré y satisfecho de sí mismo.

–El indio me asegura que el río termina en el mar. Él recorrió su cauce y nos
certifica el camino ¡La Mar Océano está cerca, Ursicio!

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Existen experiencias que el ser humano vive desde siempre de igual manera,
fuere cuando formaba pequeñas tribus diseminadas por el planeta, al comenzar
a reunirse en comunidades más grandes y organizadas o mucho después,
cuando se aglutinó en ciudades inmensas y despersonalizadas. Experiencias
que no cambiaron, aunque el paso de los siglos logró refinarlas de la misma
manera en que la civilización logró desarrollarse y multiplicarse.

Son las experiencias nacidas en las entrañas, pensadas con el corazón más
que con el cerebro y expresadas en la irresistible necesidad de compartirlas con
los otros: el rumor, los chismes, las malas noticias, el escándalo que se propaga
con ritmo propio.

Corren de tal manera que son imposibles parar; veloces como la luz e
impactantes como el rayo. Tienen la misma capacidad de abrirse camino que la
corriente de agua construyendo su cauce, de expandirse en todas direcciones
como los tentáculos de un pulpo, posándose implacable en aquellos a quienes
alcanza. Además, lo realizan con la extraordinaria particularidad que nunca es
posible dar con la primera voz e incluso con quienes se hicieron eco del mensaje.
Siempre es anónimo. A veces mentiras, otras realidades a medias y también las
hay, por supuesto, verdades crudas y dolorosas.

La llegada de los españoles al Nuevo Mundo al principio fue un simple rumor


que viajó de comunidad en comunidad. Cuando su presencia se convirtió en
muerte y destrucción, el escándalo ganó al rumor y la mala noticia se desprendió
como una avalancha. Poblaciones separadas por cientos y cientos de kilómetros
de distancia escucharon el lamento de los afligidos, y guardaron con recelo la
idea que ellos podían ser los próximos en sufrir la misma desgracia.

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El Imperio Inca, poderoso y organizado como ningún otro pueblo en el Nuevo
Mundo, disponía de un excelente sistema de comunicaciones que abarcaba
desde el Ecuador, al norte, hasta las lagunas de Guanacache al sur. Los
chasquis, mensajeros que recorrían el Camino del Inca siguiendo las órdenes
imperiales primero, y su conciencia después, al ser sojuzgado el Inca por el
conquistador español, tuvieron la misión de informar sobre aquello que se
avecinaba.

Entre Kuyun, los llanos del este y la estepa del sur, territorios conocidos por
los aborigen con el nombre quichua de pampa, la noticia de la caída del Inca a
mano de los invasores se propagó de inmediato debido a las chilcas, a los
mensajes, enviados entre caciques y a las historias que hicieron circular los
viajeros de las distintas tribus de uno y otro lado del territorio. Fue así que se
corrió la voz de la aparición de la columna de hombres blancos transportando un
Tesoro perteneciente de los Incas, y presagiando para los aborígenes un futuro
oscuro y triste.

El cacique Maiñquepal recibía continuamente chilcas enviadas por las Tribus


del oeste. Desde el mismo momento que los Maiñque habitaron las mahuidas de
la pampa el intercambio de información y de aquellos bienes que abundaban en
uno y otro lado fue constante y beneficioso. Así, las mujeres pampas
mantuvieron la costumbre araucana de trabajar el lien, el metal de plata,
inexistente en la pampa, mientras la gente de los llanos enviaba plumas de
choique, tan apreciadas para los habitantes de la montaña.

Las chilcas no eran mensajes escritos. Ningún pueblo aborigen del Nuevo
Mundo conoció la escritura hasta la llegada de los europeos. El chilcatuve, el
mensajero, llevaba el recado en su memoria. Lo transmitía utilizando las palabras
exactas del cacique que lo enviaba. Para araucanos y pampas el valor de la
palabra y la capacidad para transmitirla era tan importante como la habilidad para
la caza, la pericia para jugar palín o la destreza para la guerra.

Maiñquepal y su Consejo escuchó el mensaje transmitido por el chilcatuve.


Impresionados por la historia y temerosos a perder la vida o aquello que podía
ser peor, ser dominados por los demonios blancos, varios en el Consejo querían
dejar las sierras para internarse en la inmensidad de la pampa. Otra parte del
Consejo, encabezada por el propio Cacique y algunos de los toqui más
respetados de la Tribu, insistían en no abandonar Casuhatí.

Proponían aprovechar la cobertura que brindaban la sierras para estudiar al


winca y acecharlo; luego decidirían el siguiente paso. Ganó la postura
Maiñquepal, de igual manera que prevaleció su consejo de enviar a Maiñquelén,
su hijo, a cargo del grupo de valientes que avistaría a los wincas.

Maiñquelén y los seis conas que formaron la patrulla enviada por los Maiñque
contemplaban el horizonte hacia el oeste en busca de alguna señal que denote

80
la presencia de cualquiera acercándose a Casuhatí. Se mantenían erguidos en
el balcón de la mahuida kelü, la sierra colorada, el sitio más alto y propicio para
observar el terreno, no solo hacia el oeste –por donde presumían se acercaría el
winca- sino también hacia el norte y hacia el sur, direcciones probables ya que
nadie sabía el camino exacto que tomó la columna de hombres y de llamas
cargadas con el Tesoro.

Los siete conas atisbaban el horizonte utilizando el “larga vista” del pampa:
una piedra larga y fina, como la punta de una lanza, que se coloca en forma
plana delante de los ojos. De esta manera podían descubrir el más mínimo
movimiento que quebrara la quietud de la llanura.

-No se ve nada extraño.

Maiñquelén, como Toqui de la patrulla de exploración no solo disponía de la


última palabra en cualquier cuestión que se presente con los conas, también
reunía aquellas condiciones que lo sostenían como líder indiscutible entre ellos:
inteligencia, voluntad, astucia, capacidad física.

-¿Qué es esa polvareda que se distingue hacia el sur?- preguntó a Maiñquelén


uno de los conas.

-Un choique con los charitos.

Los ñandúes tienen la particularidad que en un mismo nido, construido por el


macho, depositan los huevos varias hembras. Es el macho quien incuba y luego
protege a toda la camada de charitos, los que pueden llegar fácilmente a
cuarenta pichones. Choique y charitos forman una estupenda bandada en
continua caminata para procurarse alimento. Ante un mínimo peligro se defiende
con lo que mejor sabe hacer: correr. La vertiginosa carrera de los ñandúes va
dejando atrás mediante la polvareda el rastro de su presencia, lo que también
señala terreno abierto y pastos escasos, el sitio más seguro para el choique y
los charitos.

-¿Qué los asustó? -Se alejan del pajonal.

-Un pangui o un nahuel que va a tener que buscar comida en otro lugar-
sentenció el toqui.

Sopesando que todavía no existía nada por qué inquietarse Maiñquelén dejó
de observar el horizonte y organizó a la patrulla para cumplir con la tarea de
vigilancia.

-Auca y Raiquen, vigilan desde aquí. Yamai y Aukan bajen a la cueva a


descansar. Nosotros tres- dirigiéndose a Eluney y a Ankatu. –Vamos a meternos
a la quebrada a estudiar el abra que van a seguir los wincas y dónde
escondernos para acecharlos.

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Sin necesidad de pronunciar palabra cada pampa se hizo cargo de su
consigna asintiendo con premura. Por sobre todo, cada integrante de la patrulla
comprendía perfectamente que estaban ante una situación límite que solo
podían superar dando lo mejor de sí, cumpliendo la tarea asignada sin
vacilaciones.

Durante dos jornadas la patrulla se mantuvo atenta a la aparición de la


columna de wincas. Acataba una rutina estricta de vigilancia y aprovechaba la
cueva para descansar. Maiñquelén ubicó los sitios precisos en el cual
emboscarse a ambos lados del valle que dividía las dos grandes cadenas
serranas. Se situarían en ellos cuando tuvieran la certeza que los wincas
entraban al abra.

Eluney cumplía la guardia nocturna junto a Raiquen. Maiñquelén designó a


dos conas por guardia para que uno de ellos, dado el caso de divisar algo fuera
de lo común, pueda dar pronto aviso al resto de la patrulla en tanto el restante
no quitaba el ojo a lo que ocurría adelante. Un quillango cubría los cuerpos de
los vigías en la fresca noche serrana. Los Maiñque tuvieron la previsión de dejar
quillangos y alimentos dentro de la cueva mientras los conas de la patrulla de
exploración se adiestraban para cumplir con su misión.

Era verano. La temperatura en lo alto de las sierras descendía


considerablemente pero estaba lejos de las heladas y las nieves del invierno. La
noche, engalanada por la presencia de la luna, era clara y serena. El viento fuerte
que sopló por la tarde se había convertido en una suave brisa silenciosa que
acariciaba la mahuida. Las estrellas, opacadas por la presencia de cuyén, se
abrían camino lentamente, solo el lucero que brillaba con fuerza debajo de la
magnífica esfera de plata ocupaba nítido su lugar en el cielo, como un príncipe
a los pies de su reina.

Con el paso de las horas cuyén prosiguió su ascenso, a cada paso más blanca
y redonda. El manto de estrellas se desplegó por completo ocupando el
firmamento en todas direcciones. El espectáculo de la noche serena era
sobrecogedor. Una estrella fugaz se desprendió del manto de puntitos luminosos
y cayó en la inmensidad de la pampa perdiéndose en la oscuridad.

-¿Es posible ver en la tierra una estrella caída del cielo?- preguntó Eluney, el
más joven e inexperto de los conas que integraba la patrulla.

-¿Por qué lo dices?- los músculos de Raiquen se tensaron de inmediato.

-Mira allí- Eluney indicó en dirección a la entrada del abra que formaba el valle.

-Eso no es una estrella. Es la luz de un fuego. Se ve más amarillo y… fíjate


como sube y baja… Es la llama de un fuego. Si fuera de día veríamos el humo.

-¿Los wincas?- la voz de Eluney denotó alarma.

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-Puede ser… ¡Ve a buscar a Maiñquelén! ¡Rápido!

La claridad de la luna llena ayudó al joven cona a recorrer con facilidad la


pequeña huella que se fue demarcando en la sierra con el ir y venir de la patrulla.
En cuanto Eluney ingresó a la cueva Maiñquelén supo que sucedía algo fuera
de lo común. Avisado de la luz producida por el fuego que se distinguía a la
distancia el Toqui marchó hacia el balcón acompañado por Aukan; Eluney quedó
en la cueva, con la orden de descansar hasta nuevo aviso.

-Un fuego. Lo alimentan con totora. Por esa razón las llamas crecen de golpe
y bajan con la misma rapidez- comentó Maiñquelén después de examinar la luz
que destacaba la oscuridad de la pampa.

-Si son los wincas, ¿no les importa que los puedan descubrir?

-Más que importarles si los descubren les preocupa la seguridad de los


animales que transportan el oro. Las llamas son presa fácil para el pangui o para
el nahuel.

-¿Por qué no usan sus palos largos que escupen fuego contra ellos?

-Quizá porque el winca no tenga tiempo de usarlos si el pangui o el nahuel


atacan por la espalda… Sin embargo el temor al fuego los mantiene en raya.

-¿Estás seguro que se trata de los wincas? Puede que se trate de paisanos u
otro chilcatuve con una nueva chilca para Maiñquepal.

-¡No! ¡Jamás!- respondió Maiñquelén convencido. –Un chilcatuve hubiese


calculado su marcha para llegar a nuestra Tribu justo antes de la caída del sol.
Y cualquier paisano se hubiere refugiado en lo alto de las mahuidas, nunca se
quedaría cerca de los pajonales; conoce el peligro que representa hacer noche
cerca de los pajonales.

-¿Qué hacemos?

-Aukan, vigila el fuego con atención. Raiquen, te quedas aquí, descansando.


Si se presenta cualquier novedad corre a la cueva a dar aviso, allí estará Eluney.
Voy a enviar a Auca y a Ankatu a que ocupen las posiciones en las que
acecharemos a los wincas. Cuando ellos estén en su posición yo volveré hasta
aquí… Hermanos, se acerca el momento. Tenemos que estar preparados.
Confiemos en nuestras fuerzas.

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Tal como lo aprendimos y practicamos, dispusimos al equipo para dar con el
próximo banderín de manera práctica y eficiente. Uno de los cuatro, en este caso
Víctor, se ubicó en el sitio en que estaba el banderín 2 y el mensaje que él nos
reveló. El mensaje y un nuevo mapa del cerro Napostá, nos indicaba la posición
de un tercer banderín y de las postas intermedias que encontraríamos hasta dar
con él. Para lograrlo disponíamos de la distancia aproximada en la que se
encontraban las postas y el banderín y, obviamente, la dirección en la que
buscarlos.

Con Víctor en su sitio, luego de realizar la medición correspondiente, divisó un


punto de referencia en el camino; Félix, Caro y yo nos dirigimos hacia ese punto
contando los pasos andados hasta cubrir el trayecto. Una vez en el sitio elegido
se nos unió Víctor, quien hizo una nueva medición con la brújula; buscó otro
punto de referencia, y nos lanzarnos hacia él como lo hiciéramos la vez anterior.

Era importante contar los pasos porque era nuestra medida de longitud. La
primera posta se ubicaba a la friolera de ¡1.100 pasos! Para nuestras piernas
estábamos al corriente que significaba alrededor de 600 metros. Pero al dar con
el segundo punto de referencia contamos entre 980 y 992 pasos…, cada uno de
los tres de acuerdo a su propio paso… 100, 120 pasos más, la posta estaba
cerquita…

-¡Apurate Víctor que está por acá nomás!- le grité, alentándolo.

Con Víctor otra vez junto a nosotros esperamos ansiosos la orientación del
camino a tomar. El navegante no se dejó ganar por el apuro; ubicó la brújula
sobre una piedra plana, de la que abundan en la sierra, y miró atentamente hacia
dónde señalaba la aguja imantada.

-¡Hacia allá!- nos indicó señalando con toda la mano extendida

-¿Qué es eso? Son tres piedras apiladas… -¡Vamos!- Tiene que ser la posta.

No me equivoqué. Mi cuenta finalizó en 1108 pasos. Y allí estaba la primera


posta con la señal de la carita sonriente enfondo blanco. Ahora a buscar la
segunda, a 900 pasos de distancia.

84
Si bien el método que empleábamos podía parecer lento teníamos presente
que era esta la técnica más precisa y segura para seguir una pista o dar con un
punto en una dirección determinada cuando el terreno era amplio y solo se
contaba con la orientación mediante el uso de una brújula. Experiencias
anteriores, menos duchos en lo que hacíamos y más ansiosos por la búsqueda,
así nos lo indicaban. Con los Águilas, Patrulla de la cual era el Guía en la Unidad
Aconcagua, ya había vivido lo que significa perder un Tesoro equivocándonos al
seguir una pista por apurados y desorganizados: corríamos todos juntos,
queriendo dar con el tercer signo de pista antes de encontrar el segundo y
compitiendo entre nosotros mismos al hacerlo.

-¿Hacia dónde Víctor?- preguntó Caro entusiasmada como ninguno.

-Hasta aquellas piedras que parecen formar un triángulo.

-¡Vamos!- Y me lancé a caminar contando mis pasos hacia el triángulo de


piedras formado por dos rocas que parecían mantenerse en equilibrio
sosteniéndose mutuamente entre sí.

La segunda posta la encontramos con la misma precisión que la primera. La


carita sonriente en fondo negro parecía alentarnos en el camino que teníamos
por delante. Restaban otros 700 pasos, menos de 300 metros; allí se encontraba
el tercer banderín y su próximo destino.

-¡Allá está el banderín!-

Sin duda Caro era a quien mejor se le daba descubrir lo que buscábamos a la
distancia. A 200 pasos, traspuesta una lomada, se distinguía un banderín de
color amarillo. La orientación era la correcta. El tercer banderín, a diferencia de
los anteriores, era de color del sol. Junto a la estaca que lo mantenía erguido nos
esperaba el consabido sobre en el que pendía un mapa, el último, indicándonos
la orientación y la distancia para dar con el próximo banderín y un mensaje.

-Hay que descifrarlo- Félix desplegó el mensaje colocándolo en el centro del


pequeño círculo que formamos los cuatro. Así, chocándonos las cabezas, nos
abocamos a revelarlo.

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Víctor explicó en voz alta lo que todos conocíamos. Ya en otros juegos
utilizamos la misma clave, si bien los símbolos a descifrar eran diferentes. Al final
del escrito aparecía una ayuda: el símbolo que representaba a siete de las letras
del mensaje.

Comenzamos por esas siete letras, ubicándolas debajo del símbolo


correspondiente. Ahora venía el trabajo de deducción.

-¡Éxitos! ¡Así finalizan los mensajes de Jorge y de Cacho!

Víctor se percató de inmediato de esa “ayudita” extra que, involuntaria o no,


significaba el desearnos éxitos al final de cada mensaje. La cuestión que gracias
a ello supimos los símbolos de otras cuatro letras. De a poco, con los cerebros
del equipo entero dentro del mismo mensaje, fuimos reemplazando cada letra
hasta que descifrarlo.

Al releerlo comprendimos que estábamos cerca del Tesoro. El mensaje nos


decía lo siguiente:

“El cuarto y último banderín les señala la dirección del Tesoro de los
Incas. Recorran quinientos metros para encontrarlo” ¡Éxitos!

-¿Quinientos metros hasta el próximo banderín o del banderín hasta el


Tesoro? No me queda claro…- expresó Caro.

-A mí tampoco- dije dubitativo. –Pero..., creo que se refiere al banderín del


Tesoro…

-¡Seguro!- concluyó Víctor. La distancia desde acá hasta el cuarto banderín


es la que figura en el mapa.

-¿Los Españoles habrán llegado al Tesoro?- preguntó Félix preocupado.

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Hasta el momento nada sabíamos de ellos. El único instante en el que nos
cruzamos fue al principio del juego, cuando cada jugador iba por su cuenta detrás
del banderín 1. Si en este momento estaban a la par de nosotros o desenterrando
el Tesoro era algo que ignorábamos por completo.

La respuesta del equipo a la pregunta de Félix fue reiniciar la navegación hasta


el último banderín atendiendo el método que nos aseguraba hacerlo con
precisión. A partir de este punto la travesía hacia el Tesoro se realizaba en
descenso, conduciéndonos a la garganta de la quebrada del arroyo Napostá.

La bajada era suave pero constante. Nuestro horizonte se transformó en un


inmenso telón de pared serrana que se elevaba más alto a cada paso. El viento
que nos refrescaba el rostro con delicadeza al caminar en la sierra abierta
desapareció en el mismo momento de internarnos en la garganta. El silencio
pasó a dominar el ambiente, pero al poco de andar lo rompió el eco de nuestras
voces al adentrarnos en la quebrada.

Llegamos hasta el banderín número cuatro sin contratiempos. También era de


color amarillo. Sin pensarlo, los tres adelantados nos arrojamos al banderín
buscando un sobre similar a los anteriores. No lo encontramos.

-Estará debajo de alguna piedra o dentro de una grieta…realicé el comentario


mirando en los resquicios de una roca enorme que estaba a escasos metros del
banderín.

Caro y Félix me imitaron y de inmediato se pusieron a inspeccionar en el


pedregal alrededor del banderín.

-¿Qué buscan?- gritó Víctor a la distancia, viéndonos examinar el lugar con


ahínco. -¿Qué hay que encontrar?

-No estamos seguros- le contesté sin dejar la búsqueda. –Quizá un sobre. No


había nada al lado del banderín… Debe estar por acá, en algún lado.

-¿Vieron la estaca?- nos preguntó Víctor con un acento que escondía una
burla.

-¿Qué tiene…?-

No terminé de formular la pregunta cuando observé la inscripción que nos


señalaba Víctor con un dedo. Escrito con fibrón negro podíamos leer:

“La orientación es ENE”

Este Noreste. Hasta el momento, cada rumbo que debimos seguir nos fue
expresado en grados. Por primera vez durante el juego en lugar de números nos
topamos con las letras. Y estas señalaban uno de los puntos colaterales de la
rosa de los vientos. Así expresado, el rumbo era más sencillo de seguir pero, esa

87
aparente sencillez, puede resultar fatal para dar con el sitio exacto donde
encontrar el Tesoro de los Incas.

Continuamos descendiendo por la garganta en dirección del arroyo. Por


momentos, cuando nos manteníamos en silencio, podíamos escuchar el sonido
que producía el agua al descender sobre las piedras, chocando con las rocas
chicas y zigzagueando las más grandes al momento de poder dirigir su cauce.
La garganta era más quebrada a cada metro que avanzábamos. Calcular la
distancia que recorrida se hizo algo complicado; en varios sitios nos fue preciso
dejar la línea recta para rodear obstáculos imposibles o riesgosos de atravesar
de otra manera. Lo hacíamos con precaución, tanto por no errar el rumbo como
no sufrir ningún accidente tonto, de esos que se producen por mostrarse confiado
y suficiente.

-¡Miren! Marina está con Víctor-

Félix se dio vuelta para confirmar nuestra dirección y la descubrió.

-¿Nos habremos perdido?

-¡Marina!- llamé sin perder tiempo. -¿Vamos bien?

-¡Sí! ¡Excelente!- contestó en el acto. -¡Sigan con cuidado!

En determinado momento nos topamos con una barrera de piedra la cual era
necesario traspasar, hecho que redoblaba la probabilidad de desviarnos del
camino sin que nos diéramos cuenta. Era imposible subir la pared. Debíamos
rodearla y regresar al mismo punto pero del otro lado de la roca. Por esa razón
decidimos que Víctor se establezca en el sitio de la pared que nos marcaba el
rumbo ENE. Los tres restantes intuimos era más rápido hacerlo hacia la izquierda
y nos dirigimos en esa dirección contando los pasos que realizábamos. De esta
manera, cuando diéramos con el paso que nos permitiría superar la pared,
regresaríamos la misma cantidad de pasos por el otro lado. Si lográbamos
hacerlo con exactitud, al completar la caminata estaríamos parados en el mismo
lugar en el que se ubicaba Víctor del lado contrario del paredón.

Al dar con el paso buscado regresamos al punto ENE preocupándonos en


recorrer exactamente la misma cantidad de pasos. Para nuestra sorpresa, la
pared descendía hacia donde nos encontrábamos de la misma manera que el
techo de un chalet con una amplia pendiente. Subimos la piedra y caminamos
por ella casi hasta el borde. Al estar de pie teníamos a la vista a Víctor y a Marina
esperando del otro lado.

-¡Víctor! ¡Ya estamos en el lugar! ¡Vení!

Víctor no esperó un segundo para ponerse en marcha y reunirse con el equipo.


Con nuestro navegante en posición continuamos con el método que tan bien nos

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permitió llegar a donde estábamos. Ubicado el ENE, proseguimos el
descenso por la quebrada y la búsqueda del sitio donde se
encontraba el Tesoro.

De repente, unas voces, que no eran las nuestras, hacían eco en


la garganta cada vez más nítidas y fuertes. Nos preocupamos. Con
gritos y señas avisamos a Víctor que se nos una mientras nosotros
continuamos adelante. No veíamos a nadie aunque escuchábamos con claridad
lo que decían:

-“¡Acá! ¡Acá! ¡El Tesoro está acá!

Guaimaré se encontraba inquieto. Bernal lo puso al frente de su partida camino


al sur para que indique la senda que acompañaba el cauce del río. No pudo
negarse por varias razones: presenciar la forma en que el gigantón sacó a la
familia del Cacique de su vivienda, apropiándose de ella, era la primera. El vuelo
del cóndor interrumpido por un arma mágica, la segunda. Pero la que lo
aterrorizaba, aquella situación que lo llevó a mantenerse en completo silencio,
sin protestar si quiera, era que su hijo, Guanizuil, fue obligado a conducir las
llamas cargadas de llol llol, del oro de los Incas.

El río descendía desde Guanacache en dirección sureste. Encajonado entre


barrancos de seis a ocho metros de altura, los cincuenta metros de ancho de
agua se convertían en una amplia cinta cristalina que cortaba la pedregosa y
seca tierra cuyana. La senda era sencilla de transitar, siempre pegada al río. A
Guaimaré le fascinó hacer mapas en la tierra con la ayuda de un dedo o de un
palo puntiagudo. Era una maravillosa manera de comunicarse con Bernal y
demostrar sus conocimientos sobre el territorio y aquello que lo circundaba.

Si bien nunca había llegado más allá de la unión de los dos ríos más grandes
de la región, el que seguía la partida y aquel que se le unía a tres días de marcha,
quizá cuatro por la carga que transportaban, el guía huarpe señaló con profusión
en el suelo la marca con la que representó al río que seguían, (con el paso de
los siglos nombrado Desaguadero) la unión con aquel que lo alimentaba llegando
desde el oeste (luego llamado Atuel) y cómo ambos grandes brazos de agua se
transformaban en otro río más robusto y poderoso (el Salado o Chalideuvu)

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Guaimaré explicó a Bernal la importancia de encaminarse siguiendo la margen
izquierda del río y también señaló, a pesar que nunca pasó más allá de la unión
del Desaguadero y del Atuel, la dirección que tomaba el Salado hasta tocar las
faldas de las sierras que se erguían en la pampa (hoy en día conocidas como
sierras de Lihué Calel) de las que escuchó hablar a viajeros y exploradores de
otros pueblos.

No sabía lo que existía pasadas las sierras. Quizá el río continuara su marcha;
tal vez moría en las sierras. No lo sabía. Pero contempló la felicidad del blanco
cuando dibujó la llegada del río hasta las sierras. ¿Qué importaba si el río no
terminaba en las sierras? Los blancos igual darían con ellas y eso era lo que
parecía que querían lograr. Tenía la esperanza que la alegría de Bernal sea una
muestra que estaba ganándose su confianza, en tanto se convertía en una ayuda
para mantener la seguridad de su hijo y la suya.

A pesar de ser obligado a marchar con los blancos, Guaimaré se mostró


consolado al ver que Bernal permitió al Cacique regresar a su vivienda y decidir
marcharse llevándose unas pocas llamas de la comunidad y parte de las
provisiones que alimentaban a la gente, si bien su propia mujer quedó triste y
afligida al ver que su esposo y el mayor de los hijos partían con los blancos. La
comprendía, arrastraba un gran temor ante la suerte que pudieran correr y la
posibilidad de no volverlos a ver. Intentó serenarla explicando que no debía
preocuparse por ellos. Iban a regresar.

Desconocía el tiempo necesario para alcanzar las sierras a las que se dirigían
los blancos, y más aún el que tardarían en regresar a Guanacache, pero tenía
por seguro que volverían. Y cuando lo hicieran habrían ganado en fama y
prestigio delante de toda su comunidad. Eso era importante.

-¿Seguro que vamos bien, compañero?-

Ursicio dejaba de buena gana que las decisiones importantes, las que
excedían su flaco entender, las tome Rafael. Elegir la mejor ruta para arribar a la
Mar Océano era una de ellas, pero quería saber. El camino era más duro y más
largo de lo que creyó en un principio.

-Has visto que nuestro guía sabe por dónde nos conduce. Dibujó ese mapa
en donde marcó el otro río y su cauce hasta el mar. Vamos bien.

Los dos castellanos cabalgaban al paso, uno al lado del otro y con la presencia
del perro alano atento a su amo y a las tantas curiosidades que se le presentaban
en forma de un quirquincho, una iguana o una mara. Delante de ellos, con firme
andar, los guiaba Guaimaré. El sol era abrasador. Durante las horas más
calientes, hacia el mediodía, detenían la marcha para refrescarse en el agua y
buscar un poco de sombra entre los algarrobos que crecían cerca de la ribera.
No tenían problemas de comida; dos de las llamas que arrebataron a la

90
comunidad iban cargadas de maíz, zapallo, papa, poroto y pescado seco.
Productos propios del Nuevo Mundo que ganaron el paladar de los europeos en
tanto llenaban las necesidades de sus estómagos.

-¿Es que no sufren el calor?- comentó Ursicio haciendo alusión a la infatigable


marcha del huarpe que los precedía.

-Tienen el cuero color del bronce y van livianos de vestimenta.

Bernal estaba convencido que los indios, al igual que los negros de África, se
adaptaban mejor al calor por el color de su piel y por la ausencia de las pesadas
y cargadas vestimentas europeas.

–Será mejor que de una vez por todas dejemos de usar estos petos de metal-
se golpeó la coraza que le revestía completamente el torso y gritó en voz alta lo
que todos sufrían:

–¡Nos estamos cocinando!

El marino Ursicio jamás necesitó colocarse peto, yelmo o cualquier tipo de


coraza de metal que le comprima el cuerpo. Tuvo que hacerlo cuando se
incorporó a las huestes de Almagro como soldado de fortuna, pero ahora no
formaba parte de ningún ejército. Solo la costumbre de los últimos años y el
temor a recibir un flechazo le hacía mantener el cuerpo cubierto de trapos y
metal. No solo él se cubría el cuerpo de tal manera, lo mismo ocurría con el resto
de los castellanos, Bernal incluido.

-Detengámonos en una sombra y saquémonos esto de encima de una buena


vez- rezongó el gigantón.

-Buena idea, Ursicio. Buena idea- aprobó Bernal, quien detuvo el paso, giró el
cuerpo sobre la montura y gritó la orden de parada.

Era hora de escaparle por un momento al sol y así aprovechar para librarse
del metal que aplastaba los cuerpos a la vez que los identificaba con algo que
ya no eran. La marcha durante la tarde resultó infinitamente placentera. Los
hombres expandían el pecho gozando de la brisa que traspasaba las camisas
vigorizando el espíritu de la marcha. Menos pesados, se sentían cómodos y
ágiles. Nacieron las bromas y las sonrisas. Por primera vez desde que huyeran
con el tesoro del Tuerto se vieron así mismos como españoles ya alejados de la
milicia, como comerciantes prósperos que supieron ganarse un lugar en el
mundo gracias a su propio esfuerzo y decisión.

Siguiendo el ejemplo de Ursicio arrojaron al camino petos y yelmos,


despidiéndose al hacerlo del servicio al Rey, a una vida de acatar órdenes y
sumar miserias. En la noche, con ánimo diferente a los diez días transcurridos
desde que partieron de Guanacache, se reunieron alrededor del fuego después

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de una comida que se nutrió con la carne de cinco maras que cazaron con
llamativa facilidad.

Los confiados animales, parecidos a conejos o liebres, no tuvieron chance


alguna ante los hombres. Asadas a las brasas hicieron relamer a los castellanos
con su sabor.

-¡El agua es un asco! ¡No se puede tomar!- protestó uno de los españoles
pasándose el dorso de la mano por sobre la boca para eliminar los rastros de sal
que le quedaron impregnados en los labios.

El río, del que no se apartaron al internarse en la pampa, dejó de ser una


corriente de agua dulce y cristalina. La composición del suelo, una zona en la
que proliferaban las salinas, depositaba el mineral de cloruro de sodio en el agua
cambiándole por completo el sabor y el color. No lo hacía al punto de
transformarla en un líquido imposible de tomar pero el cambio se notaba, se
notaba bastante, y más aún cuando debía soportarse el calor agotador que
desgastaba el físico y la mente.

-¡Qué buena que nos resultó para sazonar las liebres!-

Bernal conservaba un espíritu elevado y hacía todo lo posible para contagiarlo.


Comprendía que el ánimo y la fuerza de voluntad, eran los elementos más
valiosos con los que se podía contar. La empresa en la que estaban metidos no
era cosa sencilla. Debían atravesar un territorio completamente desconocido.
Región que a cada instante los sorprendía con algo nuevo, como el caso de las
maras, que al encontrarlas tan parecidas a las liebres europeas así las
nombraron, de la misma manera que hablaban de avestruces cuando distinguían
un ñandú o de algarrobo cuando descansaban bajo la sombra de un viñal o de
un caldén.

-El indio cree que estamos cerca del mar- continuó Bernal dejando de lado el
tema del agua salada. –Hizo un mapa en la tierra. Allí me señaló que la distancia
a recorrer es de dos o tres días de marcha.

-¿Qué va a pasar cuando lleguemos a la mar? ¿Nos estará esperando una


nave en la costa para regresar a España?- el hombre que protestó por el agua
salada no confiaba de la explicación que les diera Bernal sobre cómo conseguir
un barco que los lleve a la patria.

-No creo que tengamos tanta suerte- Bernal respondió con suficiencia,
jugando con un palito con el que reunía brasas del fuego, restándole importancia
a la inquietud de su hombre. –Tendremos que esperar. Es sabido que el Rey
envía expediciones a explorar sus dominios y fundar ciudades antes de que le
gane de manos el Rey de Portugal. Cuando avistemos un barco lo haremos
atracar en la costa. ¡Y les aseguro que esa será nuestra nave para volver a
España con todo nuestro oro a cuestas!

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La perorata de Bernal fue recibida en silencio. Tanto significaba el oro para los
castellanos que se guardaron de expresar nada. No querían saborear el triunfo
por anticipado, era de mal agüero.

-¡Qué caras largas!- les lanzó Ursicio con una risotada de mofa. -¿Acaso no
son capaces de festejar que son libres, que son ricos y que en poco tiempo más
estarán gozando de la vida como nunca lo hubieran soñado? ¡Vamos! ¡A cantar!
¡A festejar!- y entonó con el poderoso vozarrón que los distinguía una de esas
pícaras canciones de cantina tan apreciadas entre los marinos y los soldados de
fortuna.

Con Bernal a la cabeza los castellanos imitaron a Ursicio dando palmadas y


cantando a viva voz. Las sonrisas brotaron de manera espontánea. De golpe se
habían olvidado de la mala suerte por cantar victoria, del agua salada, de la
incertidumbre por el camino a recorrer o la inseguridad de poder contar de
inmediato con un barco que los lleve de regreso a España. La noche pampeana
estalló en un festival de voces desconocidas para aquellas tierras. Voces que
fueron elevándose al cielo junto a las llamas del fuego y despabilando a las
bestias que transportaban el oro obligadas a interrumpir su descanso.

-¿Qué les pasa a los blancos?- preguntó Guanizuil.

-Están felices. Hoy le anuncié a su jefe que al término de tres días llegaremos
a las sierras.

-¿Cómo estás tan seguro de eso? Nunca recorriste estas tierras.

-No puede faltar mucho más, hijo- Guaimaré bajó la cabeza al terminar la
frase.

No sabía con exactitud cuántas jornadas restaban hasta alcanzar las sierras.
Su cálculo se basó en aquellos dichos realizados por los viajeros que llegaban a
Guanacache provenientes del sur. Y hasta el momento no habían fallado.

-¿Estarán festejando? ¿O será la manera que los blancos celebran a sus


dioses?- razonó Guanizuil.

-Es probable... Sí, debe tratarse de una celebración en honor a sus dioses
¿Por qué otra razón tanta alegría y alboroto?

93
Debo confesar que al escuchar las voces de los Españoles dejé de contar los
pasos que nos aproximaban al Tesoro, de la misma manera que me desentendí
del rumbo que seguíamos. Mal hecho.

En primer término porque el resto del equipo de los Aborígenes me imitó, y en


segundo lugar porque dimos por sentado que nuestros adversarios dieron con el
sitio correcto en el que teníamos que registrar. La cuestión que, apurado por la
ventaja que estábamos regalando, quise compensarlo olvidando todo aquello
que nos permitió ir cumpliendo con cada parte del juego con precisión.

Así, esquivando rocas, busqué la manera más fácil de descender en dirección


de las voces para encontrarme, de golpe, en medio de los Españoles que
buscaban y rebuscaban entre las piedras, helechos y los pajonales que crecían
con profusión en la zona. Pisándome los talones llegaron Caro y Félix. Víctor se
retrasó porque estaba más lejos, al pie de la pared de piedra que rodeamos para
atravesarla. Cuando vio que corríamos sin prestarle atención nos persiguió sin
pensarlo más.

-¿Seguro que este es el lugar del Tesoro?- nos preguntó.

-Creo que sí- respondí. –Ellos ya estaban buscando.

La mirada que me dirigió me hizo dudar… ¿Y si había dos Tesoros? Marina,


que llegó junto a Víctor y a Cacho, quien se dedicó a seguir a los Españoles, nos
contemplaba buscar sin decir nada. Pensé que, por las dudas, lo mejor que podía
hacer era quitarme la duda en relación a la cantidad de Tesoros:

-¿Hay dos Tesoros o es uno solo?

-Uno solo. Y es para el primer equipo que lo encuentre- respondió Cacho.

-Si es que lo encuentran…- agregó Marina con ironía.

94
Los Aborígenes nos lanzamos a la búsqueda del Tesoro con verdadero
ahínco. El área que revisábamos, tanto Españoles como Aborígenes, era
limitada. Nos agolpamos en un radio de aproximadamente veinte o veinticinco
metros. Por espacio de quince minutos examinamos la zona extendiendo de
apoco el radio de acción, pero sin el resultado esperado.

Lentamente nos alejábamos del rumbo del último mensaje…, siempre y


cuando estuviéramos buscando en el sitio correcto.

Las caprichosas formas que adquirió la roca con el paso de los millones de
años desde que surgieran las sierras, presentaban innumerables escondites
para el Tesoro. Paula, jugadora de los Españoles, se disponía a revisar debajo
de una saliente rocosa que creaba algo así como una pequeña cueva o refugio.
Al instante pensé que el lugar se prestaba como pocos para esconder lo que
buscábamos los dos equipos.

-¡Yo llegué primera!- Paula me aclaró quién de los dos tenía el derecho de
iniciar la búsqueda.

Asentí callado, serio y ansioso. El espacio era pequeño, por lo que me


contenté examinando la piedra que teníamos sobre la cabeza mientras Paula,
previsora, se valió de un palo con el cual escarbaba meticulosamente la tierra
del piso del refugio.

La sombra permanente oscurecía y refrescaba la diminuta cueva y la


permanente humedad que impregnaba la piedra la regaba con nueva vida. Algo
llamó mi atención. Musgo y hongos se mantenían aferrados a la roca, salpicando
de tonos marrones, verdes y anaranjados el tosco gris del granito. Pasé el dedo
por sobre las diminutas plantas que se multiplicaban en gran parte de la bóveda
de la cueva. Allí donde la vista percibió lo diferente rasgué el musgo para
descubrí un matiz de color negro que no era producto de ninguna planta. Volví a
tocarlo con suavidad. El color negro se destacaba por sobre la piedra, creando
una forma…, algo que se asemejaba a un par de dedos unidos por una línea.

Una tercera imagen, con aspecto curvo, aparecía por sobre los dedos
imaginarios. ¿Qué era? ¿Una pintura rupestre? Nos hablaron de ellas; sabíamos
que existían en varios sitios de la zona. ¿Era posible que estas extrañas formas
de color negro fueran una?

-¡Paula, mirá esto!- me resultaron tan llamativas que me olvidé del juego y del
Tesoro de los Incas.

-¿Qué cosa?

Paula ni siquiera se dio vuelta para ver lo que le señalaba. Seguía enterrando
la punta del palo en el suelo para cavar más profundo.

95
-Parecen pinturas rupestres…

Las mención a las pinturas y rupestres actuaron como por arte de magia. Sin
dejar el lugar en el que estaba, Paula miró hacia la piedra en la que apoyé la
mano. Dejó el palo en el suelo y se alzó cuanto pudo para ver más de cerca mi
hallazgo. Lo estudió tocándolo con delicadeza, de la misma manera que lo
hiciera yo momentos antes. Me miró con asombro. Irradiaba un sin número de
emociones.

-¡Pinturas rupestres! ¡Seguro!- dijo alborozada.

-¡Rubén! ¡Rubén!

Escuché mi nombre gritado con vehemencia. Era Víctor llamándome para que
le preste atención.

-¡Mirá estas marcas en la piedra, Víctor!

-Después. Ahora escúchame- la voz de mi amigo escondía alguna cosa que


no estaba dispuesto a decir delante de Paula, pero no le di mayor importancia.

-Son muy extrañas- agregué.

-¡Dejá las marcas! ¡Vení acá!-

Hasta Paula se sobresaltó con la orden de Víctor.

-¿Qué pasa?- pregunté preocupado.

Víctor me apartó del refugio por la presencia de Paula, que quedó admirando
las formas que acabábamos de descubrir. Recién me habló cuando estuvimos a
distancia suficiente para que no nos escuche, aunque mantuvo bajo el tono de
voz:

-Estoy seguro que no estamos buscando en el lugar correcto. Ustedes se


torcieron del camino cuando corrieron hacia los Españoles.

Caro y Félix se mantenían atentos a nuestra conversación. Seguí con la vista


a los Españoles que continuaban examinando el terreno; se los notaba
defraudados. En ese momento creo que capté lo que quería decir Víctor.

-¿Seguro?

-Regresemos a la pared de piedra y marquemos el rumbo. Vas a ver que nos


torcimos- respondió Víctor con total seguridad.

De la misma manera que solía meter la pata, fuera en el cole, en casa o en un


juego, también había vivido algunas experiencias que me hicieron comprender
que más vale aceptar los errores y comenzar de nuevo. Después de todo,

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equivocarse no era una desgracia, era un tropiezo. La desgracia comienza
cuando no aceptamos la equivocación y seguimos por el mismo camino.

-¡Rápido entonces! Aprovechemos que los Españoles están buscando en el


lugar equivocado- sin alzar la voz, para que no me escuchen los adversarios
apuré al equipo a que retomemos el camino correcto con la mayor prontitud
posible.

El rumbo ENE, seguido como era debido, nos condujo cerca del sitio en el que
perdimos el tiempo por culpa de nuestra ansiedad. Si hubiéramos medido la
distancia descubriríamos que no estaríamos a más de treinta metros de la
pequeña cueva con las llamativas marcas de color negro. El principal error que
cometimos no fue tanto con el rumbo sino con la distancia que recorrimos desde
la pared de piedra: nos pasamos de largo siguiendo las voces del equipo
contrario. ¡Qué tontos!

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Bernal estaba hecho una furia. Despectivo como no se había mostrado nunca
hasta el momento, golpeó a Guaimaré en la espalda hundiéndole la suela de la
bota, con saña. Guaimaré cayó de cara al suelo, aturdido e indefenso. El alano
ladraba con ferocidad a sus pies, mostrando los colmillos, esperando la orden de
lanzarse al ataque. Guanizuil se apartó de los animales que conducía movido
por el sufrimiento que padecía su padre tras los gritos y la patada que le propinó
Bernal. Se acercó cuanto pudo, hasta que Ursicio lo detuvo lanzándole una
mirada endemoniada; el mensaje que transmitió con los ojos fue claro, mucho
más potente que las palabras: quieto o mueres.

-¡Idiota! ¡Imbécil!- Bernal daba alaridos de impotencia sobre el indefenso


huarpe que lo contemplaba desde el suelo aterrorizado. -¡Me indicaste que el río
moría en el mar! ¡Tú eres ahora el que va a morir!

Con la luz del amanecer las sierras pampeanas se proyectaron lentamente en


el horizonte. A pesar de su escasa altura, su punto más alto no alcanza los 600
metros, se erguían en el llano cual gigantes. Al distinguirlas, Guanizuil lanzó un
suspiro de alivio. Daba comienzo la tercera jornada de marcha desde que su
padre indicara a los blancos que los separaba tres días de camino hasta las
sierras y él temía que eso no sucediera.

Su padre calculó el trayecto guiado por la experiencia de otros como él, pero
no por la propia. No se equivocó. Admiraba a su padre. No conocía a nadie tan
sabio. Observar esos pequeños cerros a la distancia, además de tranquilizarlo,
alimentó su admiración y respeto hacia Guaimaré.

El guía huarpe mantenía el paso firme. La dirección del río era marcadamente
hacia el sur. Eso le bastó para darse cuenta que no finalizaba en las sierras,
seguía más allá, quizá hasta dar con otro río o con una laguna como las de
Guanacache. A media mañana, con el río Salado en el punto más cercano a las
sierras, Guaimaré detuvo el paso. Se paró de cara a los cerros y los señaló con
las manos, el rostro pleno de satisfacción. Pronunció una sola palabra, la que
salió de su boca con intensa alegría:

98
-¡Gualta!-, ¡los cerros!

Los castellanos miraron las sierras sin demostrar mayor interés. Las colosales
cumbres del macizo andino que recorrieron desde el Perú convertían en
insignificantes cualquier altura. A Bernal le resultó llamativa la peculiar actitud
del indio. Siendo seres simples e incultos, adoradores de las montañas y del sol,
no era de extrañar que al tener a la vista una elevación apuntando al cielo la trate
con devoción propia guardada para los dioses. Incluso era probable que se haya
detenido para realizar algún tipo de ofrenda u oración. Pocos minutos después
Bernal comprendió el verdadero significado de la situación y estalló en un sinfín
de gritos y maldiciones.

Guaimaré dibujó en el suelo la línea que simulaba al río y los pequeños


triangulitos que, según el huarpe, no eran otra cosa que las sierras que tenía
delante de sus ojos. Los castellanos jamás fueron conducidos hacia el mar. En
todo momento el huarpe los llevó hacia aquellas insignificantes sierras en medio
de la nada. Tentado a que el alano hunda sus colmillos en la carne del indio,
Bernal se contentó en presenciar la cara de terror de Guaimaré cuando el perro
le ladraba a centímetros de la piel, en tanto sopesaba la utilidad del hombre para
el futuro y escuchaba los bramidos de sus hombres:

-¡Que el alano se saque las ganas de carne fresca!- gritaba uno de los
españoles.

-¡Muerda alano! ¡Muerda!- decía otro.

A Ursicio, igual que al resto de los castellanos, le bastó con su escasa lucidez
para entender lo que sucedía. Supuestamente aquel punto perdido del mundo
era la Mar Océano. No se encontraban donde esperaban hacerlo. Puede que el
indio se hubiese equivocado… Si bien cabía otra posibilidad…

-Este indio roñoso nos tendió una trampa. Nos trajo hasta aquí para atacarnos,
asesinarnos y quitarnos el oro ¡Deben de estar siguiéndonos!- uno de los
castellanos imaginó el peor escenario que podían tener por delante.

-¡Lárgale el alano, Rafael! -insistieron.

-¡Alano! ¡Conmigo!

En el acto el perro acabó con los ladridos y con paso altivo se acercó hasta su
amo. Movió la cola en busca de aprobación, lanzó un gruñido lastimero, como
de desencanto por no haber terminado con su tarea, y se arrojó a los pies de
Bernal echándose en el suelo.

-Acamparemos aquí hasta decidir por dónde proseguir- a continuación,


mirando a Guaimaré y usando el mismo tono despectivo que minutos atrás,
sentenció el destino del huarpe: -Por ahora lo dejaremos vivir. Que atienda a las

99
bestias de carga con su hijo. Quizá nos sean útiles… Si vemos que se convierten
en un peso dejaremos que el alano se haga el festín.

Tras aproximarse a las sierras de Lihué Calel, el Salado mantiene el cauce en


dirección sur, hasta desaguar en el río Colorado, límite natural entre la llanura
pampeana y la Patagonia. Navegando aquellos cursos se culminaría en la Mar
Océano, en el Atlántico, pero tanto Guaimaré como Bernal lo desconocían. Solo
los tehuelches, habitantes de la región y nómades por naturaleza eran quienes
lo sabían.

A diferencia de lo que ocurrió con incas, chibchas, diaguitas o huarpes, los


blancos no tuvieron oportunidad ni siquiera de distinguir a los tehuelches o saber
de su existencia. Sin embargo los gennaken, que es como ellos mismos se
denominan, estaban alertas a la presencia de los blancos: siguieron los
movimientos de la partida desde el mismo instante que ingresó a su territorio. No
deseaban enfrentarlos, solo dejarlos en manos de la soledad de la pampa, sería
ella quien decidiría por la vida de los barbudos.

Bernal y sus hombres se encontraban varados en medio de la nada, indecisos


con el rumbo a elegir. El río corría hacia el sur; puede que hasta dar con el mar…
o no. Hacia el este la tierra parecía bravía… pero más allá estaba el mar, seguro.
¿Cuánto tiempo? ¿Cuántas leguas habría que recorrer para dar con él?

En la noche, luego de discutir sobre las dos opciones, se decidieron por la ruta
del este, aquella que atravesaba las sierras y se internaba en la pampa.
Presumían que darían con agua para apagar la sed y que no les faltaría caza
con la cual alimentarse. Tomada la decisión se entregaron al sueño y al
descanso. Necesitarían de toda la energía posible para enfrentar lo desconocido.

Guaimaré y Guanizuil no pudieron aplacar el miedo que los embargó a lo largo


del día. Cuando un blanco se acercaba al sitio en el que cuidaban las llamas
sentían que les había llegado la hora. Solo pedían no morir en las fauces del
zorro de los blancos. Pero el sol dio paso a la luna y nada les sucedió. Eso no
significaba que al día siguiente tendrían la misma suerte.

-Vamos a escapar esta misma noche, cuando los blancos se entreguen al


sueño ¡Eso es lo que vamos a hacer!-

La afirmación de Guaimaré fortaleció la confianza de Guanizuil de regresar a


las lagunas de Guanacache. No le preocupaba cuál era el plan ideado por su
padre para lograr escapar, pero era un joven tan curioso que no pudo dejar de
preguntar:

-¿Cómo vamos a hacerlo, padre?

-Quizá no te hayas dado cuenta pero hace dos días que nos observan…

100
-¿Quién?- preguntó Guanizuil sorprendido.

-Tehuelches. Nos siguen por la otra margen del río, estudiando el movimiento
de los blancos. No se fían. De lo contrario se hubieran dado a conocer.

-¿Son peligrosos? Se cuenta que son más grandes que los blancos…

-Es verdad. Son inmensos y buenos guerreros pero no creo que quieran
enfrentar a los blancos. Pudieron ver cómo usaban sus palos de fuego para cazar
ñandúes y guanacos.

-¿Cuál es el plan?- insistió Guanizuil.

-Cruzamos el río y corremos directamente hacia ellos. Nos darán refugio. Los
blancos no saben que están aquí. Cuando amanezca habremos desaparecido.
Si bien, hay una cosa que me preocupa…

Guanizuil no pronunció palabra. No era necesario hacerlo, sabía que su padre


comentaría la preocupación abiertamente.

-Me preocupa el zorro de los blancos. Si nos escucha comenzará con esos
guau, guau… Guaza… Como lo llamara tu hermano. Tenemos que huir en
silencio, sin alertarlo. El viento sopla en dirección al río. Guaza no podrá
olfatearnos, y cuando logremos nadar hasta la otra orilla estaremos con los
tehuelches.

-¿Nos ayudarán, nos darán refugio?

-No tengo dudas. Los tehuelches también tienen fama de nobles y serviciales.

La salida del sol iluminó a pleno las sierras de Lihué Calel, entrevió la senda
sin marcar que transitarían los castellanos y avivó el corazón de Guaimaré y de
Guanizuil al caminar junto a los tehuelches de regreso a la libertad.

101
Wünyelfe pendía del cielo brillante y solitario, aguardando
la explosión de luz resplandeciendo desde el este, la que lo
obligaría a ocultarse hasta que el sol desaparezca por el poniente, luego de una
extensa y lenta carrera recorrida en el firmamento.

La desaparición del lucero del alba era la señal para que los conas ocupen las
posiciones asignadas por el toqui. Solo Eluney, joven e inexperto, si bien el más
ágil de los integrantes de la patrulla pampa, aguardaría vigilante en el atalaya
que formaba el balcón de las sierras coloradas, observando el movimiento de los
wincas. Cuando tuviera la certeza que los blancos ingresarían a la quebrada,
bajaría al puesto de Maiñquelén a ponerlo sobre aviso.

Los conas se emboscaban en cuatro puntos estratégicamente ubicados de la


huella que atravesaba el abra. Durante siglos los pies de los pueblos que
habitaban Casuhatí fueron marcando un surco que corría por el centro del valle
de las cadenas serranas. Era una senda estrecha en la que la tierra pisoteada
no permitía que se desarrollen pastos o pajonales, los que en algunos sitios
crecían hasta dos o tres metros de alto, convirtiéndose en las plantas más altas
de la zona ante la total inexistencia de árboles. Cortando la huella, tanto en tanto
la atravesaban pequeños hilos de agua, sitio donde los pajonales disminuían de
altura al punto de desaparecer casi por completo abriéndose a la vista todo el
esplendor de la naturaleza.

Maiñquelén optó por cuatro puntos en los cuales el faldeo de la sierra


culminaba en grandes peñones que estaban a tiro de piedra de la huella;
distancia desde la cual era imposible que un cona bien adiestrado no acierte el
bolazo o que sus flechas pierdan precisión. El objetivo de la patrulla no era entrar
en combate con los wincas, solo acecharlos y asegurarse de que pasaban de
largo, pero en caso de una refriega había que aprovechar la ventaja que
dispondrían los Maiñque desde atrás de las rocas.

Emboscarse con el propósito de acechar la caza o a un adversario no solo


requiere de un sitio que permita observar sin ser visto. Idéntica importancia
adquiere la capacidad de aguardar pacientemente, con los músculos tensos,
dominando los nervios; ser capaz de mantener el sigilo, estar completamente
quieto por largos períodos de tiempo. Un cazador o un guerrero son hábiles en
hacerlo gracias a la práctica y a los pequeños trucos de los que se valen ante
cada situación.

102
A mil metros de altura, con menor humedad, temperaturas más bajas y la
presencia constante del viento, a veces como una brisa otras como un furioso
ventarrón, la aparición de mosquitos y tábanos es casi inexistente. Pero al pie de
las sierras, entre arroyos y pajonales, los molestos y ávidos insectos proliferan
por miles, formando verdaderas nubes de aguijones alados que se lanzan sobre
su presa una y otra vez.

La patrulla Maiñque recurrió a uno de los trucos pampas para defender el


cuerpo de los persistentes ataques aéreos: embadurnarse de pies a cabeza con
una mezcla de hierbas y arcilla colorada formando una película delgada que
mantiene alejados a tábanos y mosquitos sin agregarle peso al cuerpo ni quitarle
movilidad. Tan original armadura contra insectos también ayudaba a mimetizar
la figura de los conas entre las rocas en las que se guarecían. Cuando cada uno
ocupó su posición, en absoluto silencio, con total inmovilidad, se asemejaban a
los arbustos que se desperdigaban en abundancia en el faldeo de la sierra.

Eluney, que conocía con anticipación el escondite de Maiñquelén, pudo dar


con él en cuanto descendió de lo alto con la noticia de que los wincas estaban
ingresando al abra. El chistido nocturno de un búho en pleno día era la señal
convenida para alertar a los pampas. Anoticiado del movimiento de los wincas
Maiñquelén subió a lo alto de la peña que lo resguardaba y emitió el llamado del
búho anunciando la proximidad de los demonios barbudos. Tres chistidos,
provenientes de otros tres lugares, dieron respuesta al llamado sin hacerse
esperar. Complacido, el toqui regresó a su escondite e inició la lenta y
trascendental espera del paso de los blancos y el Tesoro de los Incas.

103
Utilizando el mismo método para dar con cada uno de los
banderines, el que nos condujo hasta la estaca con rumbo ENE, y
el que nos permitió alcanzar la pared de piedra que fue necesario
rodear, designamos a Víctor para que vuelva a ocupa su posición
en el paredón mientras los tres restantes nos dejábamos llevar por sus
indicaciones, en tanto contábamos los pasos que íbamos recorriendo.

Caminé delante de mis compañeros, Félix y Caro lo hacían a la par, uno a


cada lado. Los pasos que daba eran un chiquitín más extensos que los de ellos,
quizá por esa razón fui el primero en alcanzar el punto en el que supuestamente
se encontraba el Tesoro.

-Busquemos con cuidado- aconsejé al equipo en cuanto me detuve en el punto


que los pasos coincidían con la cantidad de metros que nos fueron dados.

–Miremos en todas direcciones a partir de aquí. A no más de diez pasos


tendríamos que dar con algo…

No esperamos a Víctor. Alcé la mano para señalarle que estábamos donde


debíamos hacerlo, para que se reúna lo antes posible con nosotros, y nos
desperdigamos en tres direcciones diferentes a fin de apurar la búsqueda.

-Esta cuevita parece un buen lugar- señaló Caro acercándose a la pared de la


sierra en la que un alero de roca formaba un sitio similar al que distinguí las
pinturas rupestres.

-Debajo de ese montón de piedras- dijo Félix haciendo alusión a una pirámide
de rocas que evidentemente no llegaron hasta ese lugar de manera casual.

Caro se lanzó a desarmar el montículo de piedras con decisión. No había


espacio para que dos personas trabajen a la vez. Félix tapaba la visión mía y de
Víctor que acababa de integrarse a la búsqueda.

Claramente escuchamos una voz de alerta:

-¡Aquí hay algo!- gritó Caro

-¡Sí! ¡Es verdad!- reafirmó Félix con voz excitada.

–Es una bolsa…

En el preciso momento que el equipo de los Españoles llegaba hasta el punto


en el que buscábamos, rectificando el error que cometieron a tomar el último
rumbo, Caro levantaba una bolsa de tela gris que, se veía a las claras, estaba
completamente llena.

104
-¡Es el Tesoro!- anunció Caro mostrándonos los círculos con el
punto en el centro, el antiguo símbolo del oro, pintados a ambos lados
de la bolsa.

La alegría que demostramos los Aborígenes contrastó con la


decepción de nuestros adversarios. Se habían quedado a las puertas
del Tesoro por un pequeño error, y eso les dolía. En tanto que
nosotros, felices de por más, abríamos la bolsa para develar su contenido.

¡Guau! Un Tesoro variado y abundante.

El valor del Tesoro, a diferencia del que los españoles robaron a los Incas, no
se valuaba en piezas de oro o de arte ceremonial, sino en riquezas solo
apreciadas por aventureros y golosos: chocolates y garrapiñadas de almendras
en cantidad suficiente para los ocho jugadores, más un significativo recuerdo
para cada jugador compuesto por un colgante de metal grabado en ambas caras:
el signo de Fin de Pista (el antiguo símbolo del oro) en el anverso y en el reverso
el diseño aborigen de un cóndor, un maiñque, un kuntur.

Los ganadores del juego, quienes hallamos el Tesoro, nos llevamos algo más
solo para nosotros cuatro, algo que quedó en quedó dentro del corazón de los
cuatro Aborígenes: satisfacción y orgullo.

Satisfacción por haber cumplido con aquello que ansiábamos y orgullo por
lograrlo gracias nuestro propio esfuerzo.

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El ánimo de los castellanos iba decayendo con el transcurso de los días y la
suma de dificultades que tuvieron que enfrentar desde que atravesaron las
sierras de Lihué Calel. Del grupo de siete que inició la correría por el oro en el
corazón del Imperio Inca cuatro permanecían con vida: Bernal, Ursicio y los
hermanos Miranda, Media Oreja, quien perdió la mitad de la oreja izquierda
durante una riña callejera en España y Corto, el más bajo de los hermanos y de
todo el grupo de castellanos de Bernal, aunque cruento y despiadado como
ninguno.

La muerte sorprendió por primera vez a la partida al atravesar Lihué Calel. El


castellano que soportó el infeliz final debió su suerte a una yarará. No recibió la
tortura de soportar el fatal veneno subiéndole por las venas… Lo tumbó su propio
caballo cuando el animal sufrió la mordedura de la víbora en la pata delantera
derecha. Asustado y dolorido, el caballo se alzó en dos patas de golpe,
desprendiéndose de la yarará, que voló hacia adelante, y lanzando al
desprevenido jinete de la montura. El hombre no logró aferrarse de las riendas,
cayó pesadamente al suelo y dio con la cabeza de pleno en una roca. Murió
instantáneamente. El caballo debió ser sacrificado ese mismo día, tras caerse
por tercera vez por la acción del veneno.

El segundo castellano murió al hacer noche en un achaparrado y cerrado


monte de caldenes, guarida de “leones”, tal como los españoles llamaron al
puma. Temiendo el ataque de los felinos los hombres encendieron una gran
fogata y durmieron a su alrededor, en tanto uno de ellos montaba guardia con el
arcabuz en la mano. El guardián de turno padeció un descuido y un tremendo
accidente… La bandolera que transportaba con las bolsitas de pólvora para el
arma cayó al fuego…, la explosión le produjo terribles quemaduras en la cara,
las manos y el pecho… Murió pocos días después…, dando terribles alaridos por
el dolor.

Tercero en la lista resultó el más enérgico, perseverante y solitario de los


castellanos. Hastiado de la mala fortuna; con escasez de agua al transitar una
zona sumamente seca y polvorienta; impactado ante la muerte de sus
camaradas y de otros dos caballos debido a la fatiga; nervioso por la inseguridad
de llegar a ningún lado si continuaban con la travesía hacia el este, el hombre se
plantó ante Bernal revelándose a su liderazgo y a los músculos de Ursicio. Exigió
su parte del botín y develó su plan de regresar al río y seguir su curso hasta
donde fuere que este lo lleve. Como toda respuesta recibió la traicionera daga
de Corto en medio de la espalda.

Ninguna de las muertes fue sentida por los sobrevivientes. Ahora todos eran
más ricos. Esta condición les dio nuevos bríos para sobrellevar la falta de agua,
soportar el calor, ver disminuido el número de caballos y seguir soñando con el

106
mar y el pronto regreso a España. La posibilidad de contar con las llamas, que
soportaban las fatigas mejor que hombres y caballos, era un buen indicio, si bien
una de las agregadas en Cuyo para transportar la comida terminó en las brasas,
como alimento fresco y a la mano.

Seguían en dirección al este, con el sol como único punto de referencia. Así,
tras avanzar durante tres semanas con más penurias que satisfacciones, dieron
con una zona de campos fértiles y abundante agua. Rodearon un grupo de
grandes lagunas demasiados profundas para hacerlo de otra manera y se
internaron por aquellas que adivinaban no lo eran tanto.

Cruzar las lagunas los sumergió en una lucha desigual contra sanguijuelas,
mosquitos y jejenes; unas porque se prendían al cuerpo para chuparles la sangre
con fruición, lo que provocaba inmenso dolor; otros, por las impiadosas picaduras
que les dejaba la cara colorada y grotescamente hinchada. A pesar de ello la
marcha ganó en confianza gracias a la tierra húmeda que pisaban, a la buena
agua con la cual refrescarse, a contar por doquier con piezas de caza e incluso,
porque dieron con una aparente huella de pastizales aplanados que seguía la
misma dirección en la que encaminaban sus pasos.

Caballos y llamas sufrían marcadamente más que los hombres. Necesitaban


del constante auxilio de los castellanos para liberarse de las sanguijuelas. Pero
era una batalla perdida la que enfrentaban contra las moscas que pululaban las
heridas y los miles de aguijones incrustándose en todo el cuerpo. Dos llamas y
un caballo murieron debido a las infecciones y a la debilidad. Las cabalgaduras
que quedaron en pie no fueron montadas hasta que recobraran sus fuerzas. Las
llamas no corrieron la misma suerte por ser el único transporte para trasladar el
oro.

Bernal dispuso reducir la jornada de marcha y cuidar los animales con mayor
dedicación. A pesar de los recaudos otra llama quedó vencida en el suelo
soportando los últimos golpes y empujones que le propinaron para que se
levante. El Tesoro Inca que inició el trayecto sobre diez llamas se reacomodó en
las ocho que quedaron de pie.

La vista de las sierras trajo nueva esperanza. Al paso que llevaban, si los
animales no recuperaban energías seguirían muriendo y el oro quedaría
diseminado por el camino, imposible trasladarlo hasta el mar. Las sierras podían
convertirse en el sitio que brinde reparo y descanso. En esta situación pasaba a
no tener mayor importancia el tiempo necesario para que los animales vuelvan
a verse fuertes y sanos. Lo que verdaderamente importaba era contar con ellos,
especialmente con las llamas.

Descansando, fortaleciéndose, también los hombres ganarían en ánimo y


salud. Ignorar la distancia que faltaba recorrer se convertía en un escollo al que
vencer con el físico robustecido y la mente despejada. La última noche, antes de

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que ingresen al valle que se abría adelante, los castellanos vivieron una velada
sin tensiones. Encendieron una gran fogata que se obligaron alimentar
continuamente ya que no disponían de madera para emplear como leña, solo
contaban con yuyos secos y las cañas de unas hermosas plantas que finalizaban
en lo que parecía una magnífica cola de zorro.

La luz y el calor del fuego mantenía seguro a los animales, a los que apretaron
en un cuadrado compacto, cercano a los hombres; la experiencia de ver rondar
a los leones les había enseñado la manera de cuidar de las llamas y de los
caballos ante las poderosas garras de los pumas.

Al día siguiente, cuando se presentó el sol iluminando la senda que viboreaba


hacia el abra, la disminuida partida de cuatro castellanos, dos caballos y ocho
llamas cargadas de oro iniciaban la marcha. Caballos y llamas lo hacían
lentamente, demostrando fatiga; los hombres, con la ilusión de dar con un refugio
cómodo y acogedor, se encaminaron hacia su destino sin preocuparse de nada
ni de nadie.

No se cruzaron con indios desde la desaparición de los huarpes a orillas del


río Salado, tampoco vieron ninguna señal que pudiera indicar una presencia
humana, humo, casas o restos de fogones. Era obvio que la totalidad del territorio
estaba a su disposición. Solo el alano, como buen perro, se mantenía tenso ante
lo desconocido y atento a lo que se movía a su alrededor. Iba y venía olfateando
aquí y allá; se movía hacia un costado, luego hacia el otro, perdiéndose en los
pastizales, dejando su marca en las piedras.

Fue el alano, para alarma de españoles y aborígenes, quien puso a los dos
Mundos frente a frente en Casuhatí.

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CASUHATÍ

Lentamente, a paso cansino, los castellanos marchaban en hilera atravesando


el valle entre las cadenas serranas. Al frente Bernal, examinando a la distancia
recodos y quebradas, con la idea fija de hallar un sitio que los invite al descanso
dándoles refugio ante las fieras y los elementos. Un escondite a miradas
indiscretas, si fuera el caso que en aquellas sierras pudiera advertirse alguna.
Un lugar que les permita contar con una vista panorámica de la zona y ubicado
próximo a una buena aguada. Los pastos para los animales eran abundantes,
crecían por doquier, por lo que el alimento para ellos en ningún momento se
volvería una inquietud.

Detrás de Rafael caminaba Ursicio, contemplando despreocupadamente las


hermosas cumbres y las desiguales crestas que los rodeaban, perdida la vista
en los picos más elevados que se distinguían adelante y el recuerdo de sus días
de juventud, en Tornavacas, entre los cerros de la Sierra de Béjar, donde creció
pobre pero feliz, subiendo las peñas y soñando el mar dese sus cimas. Intentó
hacer memoria de los años pasados desde que dejó Tornavacas y sus sierras
para llegar a las que hoy admiraba…, pero no logró hacerlo.

Media Oreja y los dos caballos se movían a continuación en la hilera. El


peleador callejero resultó el mejor entre los cuatro para tratar con los animales.
El cariño que dedicara al borrico familiar cuando niño lo impulsó a ser quien
cuidara y guiara las cabalgaduras durante la marcha. Los corceles eran los
utilizados por los españoles para la batallas, animales grandes de cuerpo y
corajudos de temperamento, pero a éstos dos se los veía débiles y algo abatidos.
Necesitaban del afecto y cuidado constante que les brindara el castellano.
Unidos por una sola rienda marchaban solos, siguiendo fielmente el paso del
hombre que los precedía.

Las ocho llamas portando el Tesoro de los Incas pisaban los cascos a los
caballos. Dóciles y adiestradas, no era necesario amarrarlas entre sí; el instinto
las guiaba hacia adelante, moviéndose al paso de la que iba al frente, a
detenerse cuando ella lo hacía y a volver a caminar cuando retomaba la marcha.
Aunque varias tenían el lomo lastimado por la carga. El metal fue desgastando
los aguayos que lo envolvían y las puntas que florecían por la tela cortaban las
ligaduras, hería la carne y raspaban los lienzos que les protegían el cuerpo.

109
Cerrando la hilera se desplazaba Corto, con la tarea de vigilar la carga de las
llamas. En un descuido los castellanos casi pierden parte del oro, lo que los
indujo a que uno de ellos marche siempre al final, con la vista fija en el valioso
tesoro. El hombre caminaba varios metros detrás de los animales, el arcabuz al
hombro, medio preparado para ser disparado.

La partida se mantenía atenta a un guanaco o cualquier otra pieza de caza


que se pusiera a tiro. Pero usar de manera rápida y efectiva un arcabuz no era
sencillo. En primer lugar era necesario apoyar el fusil en vertical con la culata en
el suelo. Luego colocar pólvora por el cañón, seguidamente el proyectil y tela
para evitar que el tiro salga para cualquier lado. Apretarlo todo con una baqueta
de hierro; poner pólvora en la cazoleta y encender la mecha valiéndose de un
chispero. Levantar el arma, apuntar y apretar el gatillo, con lo que se logra que
la mecha sea guiada hasta la cazoleta, la hace explotar y esa explosión impulsa
el proyectil produciendo el disparo.

Desde el mismo momento que se comenzaba a preparar el arma hasta lograr


el disparo transcurrían extensos cinco minutos… Corto, solo podía llevar la
pólvora, el proyectil y la tela bien apretada dentro del cañón, no más que eso. La
mecha iba apagada porque se consumiría en no más de quince o veinte minutos
y puede que no se fuera a usar el arcabuz en todo el día. Razón por la cual el
arcabucero iba “medio preparado”.

Maiñquelén situó a su patrulla en un espacio que cubría unos cien metros de


distancia entre la primera y la cuarta posición de acecho y observación. La
dispuso en un tramo de la senda ubicado exactamente al pie del hueco que se
abría en la cima de la sierra: el ojo Nguenechén, dios de todo lo creado. Con él
de testigos, el toqui afrontaba la misión más trascendente de su vida, la que
confiaba a su auxilio, de igual manera que lo hacía a su capacidad.

Estudió las tres posiciones de sus conas buscando algo que delate su
presencia. No vio nada fuera de lugar. Los siete maiñque estaban listos,
entregados a la espera, fundidos con las rocas, con los pajonales, con el cielo,
con la paz de la pampa.

La Naturaleza irradiaba armonía. Cada ser, cada manifestación del ambiente,


cada centímetro de la geografía de Casuhatí seguía su propio ritmo u ocupaba
inamovible el lugar que parecía haber habitado desde siempre, con la sierra en
el trono, como una reina.

Dos copos de algodón pintaban el cielo en forma de nubes. Una pareja de


benteveos hacía piruetas en el aire detrás de las libélulas que surgían con el
calor y la humedad anunciando la proximidad de la lluvia. En medio de la senda,

110
de cara al sol, retozaba un lagarto entregándose a la imperiosa necesidad de
calor que tienen los reptiles. Las langostas se hacían su festín saltando de una
planta a otra mientras los pájaros se hacían un festín con ellas.

La suave brisa atravesando el abra emitía la música que hacía bailotear a las
colas de zorro de las cortaderas y desparramar los finísimos copitos de los
cardos en flor. Una pequeña manada de guanacos se distinguía en el faldeo de
la sierra; pastaba, caminaba, pastaba, caminaba, acercándose indiferentes a la
senda del abra.

Los siete conas en sus refugios se mantenían atentos, con la vista clavada
hacia el oeste y a la huella que transitaban los demonios barbudos. El primer
indicio de la cercanía de los wincas llegó en el viento, con el fuerte y rancio aroma
de suciedad y transpiración. Casi al instante se dejaron escuchar los sonidos
característicos de la marcha: pies arrastrándose por el suelo, el sordo repercutir
de los pasos sobre la tierra y una voz humana, empleando un claro tono de
fastidio, acompañando los manotazos de quien intenta matar a tábanos y
mosquitos. A coro con ellos, natural para los castellanos pero indescriptible para
los pampas, se escuchó el peculiar relincho de un caballo.

-¿Qué fue eso?- preguntó Eluney a su compañero, desconcertado y


quebrando la orden de silencio.

Auca sintió idéntico desconcierto pero se cuidó de expresarlo con palabras.


Tapó la boca de Eluney con su propia mano y con la mirada de ojos centelleantes
le señaló la importancia de guardar silencio.

Los insectos mantenían su constante y molesta presencia rasgando la piel de


hombres y animales. Los castellanos proferían maldiciones y golpeaban con
fuerza aquella parte del cuerpo elegida por los bichos para picarla. Los caballos
revoleaban crines y colas intentando alejar a los insectos o relinchaban y
sacudían la cabeza como pobre defensa al impiadoso ataque. El alano no
claudicaba en su afán de olfatear, explorar y marcar aquellos sitios en los que
algún zorro dejó su marca con anterioridad. Llevaba el hocico pegado al suelo e
interpretaba los olores que impregnaban la tierra y el pasto.

Una roca de la altura de dos Ursicio, uno arriba del otro, y otros tres de ancho,
se erguía pocos pasos a la derecha del sendero. El perro se detuvo de golpe
frente a la roca. Alzó el hocico dirigiéndolo directamente hacia la piedra en tanto
su cerebro estudiaba y comparaba los aromas. Lanzó un ladrido. Quedó
expectante, absolutamente quieto. Volvió a ladrar. Comenzó a gruñir y a mostrar
los dientes. Solo esperaba la orden de atacar.

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Maiñquelén se ubicó en el centro de los cien metros de distancia que separaba
a los conas. Desde esa posición tenía el mejor panorama que pudiera ofrecer
aquel tramo de la senda.

La primera impresión que le causaron los wincas fue muy diferente a lo que
esperaba. En lugar de cubrir el cuerpo con láminas de metal, los blancos
utilizaban telas sucias y desgastadas por encima del pecho y de los brazos.
También se tapaban las piernas con una tela aparentemente más gruesa, y un
extraño atuendo, inflado como el buche de los sapos, cubría sus partes delicadas
por delante y por atrás.

De la misma manera que los pampas ataban las boleadoras alrededor de la


cintura, los wincas usaban una tira ancha de cuero que sostenía un palo largo y
puntiagudo de metal. Quizá fuere el “palo de fuego” del que hablaron los
mensajeros… Los pies los llevaban cubiertos de forma parecida a como lo
hacían los Maiñque durante el invierno. Los pelos de la cara les cubrían la piel y
les infundía la imagen que tienen los demonios que habitan las montañas: feos,
olorosos y barbudos.

El hombre que marchaba al frente parecía estar buscando algo en las sierras,
quizá un sitio para levantar sus toldos o tal vez descubrir si alguien los vigilaba.
Justo cuando pasaba delante del escondite de Maiñquelén el winca le habló al
gigante que venía detrás señalándole el ojo de Nguenechén en lo alto de la
mahuida

¿Creerán los wincas en los mismos dioses en los que creían los pampas?

El gigantón tenía un cuerpo pesado y poderoso. A pesar de sufrir las picaduras


de los tábanos no les prestaba mayor atención; tampoco protestaba, solo miraba
hacia la cresta de la sierra con una amplia sonrisa en la cara y la mirada cargada
de admiración.

El tercer winca que apareció a la vista era más feo que los otros dos; de un
lado de la cara le faltaba media oreja y al abrir la boca mostró un hueco grande
como el de Casuhatí. Pero algo interesante ocurría con este winca. Tiraba de un
tiento, como el que se usa para sujetar los toldos, que estaba atado a las
fabulosas criaturas de cuatro patas que poseían los blancos.

Más grandes que los guanacos, y a diferencia de ellos, no eran de un mismo


color de pelaje. El primero era marrón, con una hermosa franja blanca entre los
ojos; el segundo, negro como la noche más oscura. Se los veía flacos y
cansados. A pesar de ello quedó prendado por su presencia. Por la manera en
que ondeaban la cola y lucían la cabellera que les crecía detrás de la cabeza.

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Los imaginó nobles, confiables, enérgicos. Si era verdad que los
wincas se sentaban sobre sus lomos para que los lleven a donde
quieran, él deseaba poseer uno para cruzar la pampa más rápido y
más lejos…

Atrás de esos maravillosos seres distinguió el inicio de las


columnas de llamas que cargaban el Tesoro de los Incas. Jamás
había visto a estos animales similares a los guanacos. En tanto contemplaba el
avance de las ocho llamas meditó un breve instante lo que significaría para su
Tribu poseer animales tan dóciles. En primer lugar no necesitarían correr durante
jornadas enteras para cazarlos… Vuelta la vista hacia las llamas y su carga
recordó la pregunta que le hiciera a su padre y a la cual aún no le encontró
respuesta, ¿por qué los wincas le daban tanta importancia a la piedra amarilla?

Compenetrado en sus pensamientos, en la visión de los wincas y los animales;


sopesando las intenciones de los demonios barbudos e intentando deducir cuál
sería el resultado de un enfrentamiento con sus conas, el estallido que rasgó el
aire repercutiendo con el eco formado por las sierras lo tomó por total sorpresa.
Instintivamente miró hacia el cielo, que se distinguía celeste, tan solo unas
pequeñas nubes que de ninguna manera podían ser presagio de tormenta
alguna. Desconcertado, buscó con la vista el motivo del estampido.

Al descubrir al cuarto winca, bajito como la machi de la Tribu, conoció al palo


de fuego y el estruendo que producía… Y por primera vez durante la misión sintió
miedo.

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-La emoción por el tesoro no les dejó ver lo que hay en el alero…- nos comentó
Cacho en cuanto vaciamos la bolsa y repartimos el tesoro.

Sin hacer comentario alguno volvimos hasta el alero y buscamos aquello de


lo que podía estar hablando Cacho.

¡Pinturas rupestres!

Una imagen perfecta, colorada como las sierras, de cuatro líneas gruesas y
simétricas aparecía en la parte superior del alero, libre de musgo y humedad.

El juego que nos permitió recorrer aquel sector de las sierras, el que va de la
Cueva de Los Guanacos hasta el Cerro Napostá, resumió en un par de horas
cientos de años de historia atravesados por la leyenda. Si bien no todo era parte
del mito. Las piedras, los guanacos, las vertientes, el abra extendiéndose hacia
el oeste, el Hueco del Cerro Ventana, las cortaderas; realidades de hoy que nos
motivaron a vivir una hermosa fantasía basada en el ayer.

Descubrir el tesoro fue la frutilla del postre que saboreamos Aborígenes y


Españoles. Y si en verdad existe alguien a quien no le guste las frutillas, lo que
no es del todo alocado, como aquellos a quienes no les gusta el helado, la crema,
el chocolate o el dulce de leche (les doy la libertad de pensar en aquel postre
para ustedes irresistible), pero el postre fueron las pinturas rupestres de
Casuhatí.

Tanto Paula como yo no nos equivocamos con las figuras que encontramos
en la cueva en donde rastreamos el tesoro por equivocación ¡Auténticas pinturas
rupestres! Cacho conocía su existencia, de la misma manera que conocía las
que se pintaron en el alero, por esa razón el juego nos trajo en esta dirección.

-Imaginé que las pinturas que descubrieron Paula y Rubén las veríamos
después- dijo Cacho al explicarnos cómo planearon el juego, en tanto
estudiábamos las pinturas rupestres de la cueva y señalábamos las diferencias
en forma y color que tenían con las del alero.

Aquellos antiquísimos rastros dejados por nuestros antepasados nos


plantearon una variedad de incógnitas que no alcanzamos a revelar por
completo. Marina y Cacho nos respondieron lo más elemental: quiénes las
pintaron, con qué lo hacían, en qué fecha aproximada fueron pintadas. Cada una
de estas cuestiones está al alcance de la ciencia de hoy por los estudios que
pueden aplicarse directamente sobre ellas. Pero las razones y la actividad de

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aquellos aborígenes que las realizaron es un
misterio solo en parte develado. ¿Eran artistas?
¿Machis? ¿Exploradores? ¿Caciques? ¿Fueron
hombres o mujeres? ¿Representaban la vida de la
tribu o algún tipo de acontecimiento especial? ¿Eran
símbolo de comunión con sus dioses? ¿Señalaban un sitio de caza o de
descanso? ¿Eran una expresión del alma o la simple necesidad y el gusto por
hacerlas?

Más preguntas que respuestas.

Contemplar las pinturas nos ayudó a considerar y reflexionar lo que significa


dejar huella en lo que hacemos o en aquellas personas con las que compartimos
la vida. Y en esta ocasión, un buen momento para meditar sobre qué huellas
dejamos a nuestro paso por la Unidad Aconcagua…

Charlamos libre y abiertamente, con el corazón. La reflexión me llevó a


sumergirme en un instante en los recuerdos de mi experiencia scout. En los
recuerdos más lindos y en los que no lo fueron tanto. Los que me colmaron de
alegría y satisfacción y aquellos otros que hubiera deseado terminen diferente.
Del día de mi llegada a la Unidad y de la Patrulla por la que di lo mejor de mí.
Los campamentos, las excursiones, los viajes.

Reviví las sonrisas compartidas con mis amigos, las noches de fogón y los
desafíos del Zorro. Reconocí a mis dirigentes, narrándonos una historia o
acompañándonos en otra aventura. Volví al día de mi Promesa y a las caras de
orgullo de mis Viejos…

En verdad, quizá no son muy importante las huellas que dejé en la Unidad…
¡Pero cuánto lo son la que los scouts dejaron en mí!

No pudimos bajar hasta el arroyo Napostá sin dejar de curiosear un poco por
los alrededores de la cueva y el alero de las pinturas rupestres. ¿Pueden ser la
señal de algo que enterraron los pampas?, preguntó Adrián imaginando a los
aborígenes enterrando flechas o boleadoras.

-¡El Tesoro de los Incas!, gritó Caro. -¿Miren si encontramos el Tesoro?

-La próxima vez que anden por aquí pueden dedicarse a escarbar un poco…
quizá tenga razón- Apuntó sonriendo Marina con la ocurrencia de Caro.

-Ahora bajemos al arroyo que ya tenemos que ir preparándonos para pegar la


vuelta.- Cacho culminó la inspección junto a las pinturas señalándonos el último
sitio para explorar antes de regresar a la Cueva y preparar los equipos para la
marcha. Las nuevas experiencias parecían no tener fin.

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Corto miró al alano gruñendo hacia la gran roca que se encontraba unos metros
adelante. Pensó que atrás de la piedra se escondía un animal. Quizá una de
esas liebres o un venado. Se relamió la boca imaginando el cuarto trasero del
ciervo cociéndose lentamente a las brasas… Decidió mirar detrás de la roca.

Comenzó a dirigirse hacia la piedra cuando un movimiento fugaz se produjo a


su izquierda, llamándole la atención. Allí los pajonales eran bajos y permitían
observar a la distancia ¡Venados! Siete u ocho de ellos. Estaban alejados para
lograr un tiro que logre derribar a uno, pero acercándose lo suficiente podría
disparar con éxito.

Con la mente puesta en la caza dejó de prestar atención a la partida que


seguía la marcha por el sendero. Agachado, sigilosamente, se dedicó a finalizar
de cargar el arcabuz que ya tenía con pólvora y munición. Llenó la cazoleta con
otra medida de pólvora y tomó el yesquero para encender la mecha. De todos
los pasos para cargar el arma y dejarla lista para disparar, encender la mecha
es lo que requería más práctica, tiempo y paciencia.

Cuando la mecha logró encender Corto se irguió para estudiar la posición de


los animales. Veinticinco, treinta metros, la distancia óptima para el disparo. El
guanaco macho que dirigía la manada se acercaba hacia la senda, comiendo,
deteniéndose, vigilando el entorno, comiendo otra vez. La mira del arcabuz se
posaba en el pecho del animal. Solo debía acercarse unos metros más…

Los desaforados ladridos del alano quebraron el silencio y alertaron al


guanaco que, asustado, corrió en dirección contraria a los ladridos llevando
consigo a la manada. Corto maldijo al perro, y se dio vuelta con el arcabuz al
hombro, toda rabia y decepción. Lo que presenció lo estremeció tanto como el
susto que corrió a los guanacos.

Una figura espectral, casi humana, se enfrentaba al alano con una cuerda que
hacía girar delante de su hocico. La extraña forma tenía el cuerpo
completamente cubierto por algo parecido a barro colorado y llevaba marcas
negras surcándole la cara, los brazos, el pecho y las piernas.

Antes de poder siquiera entender si estaba delante de una persona o de un


demonio otra aparición salió detrás de la roca. También llevaba una soga en la
mano que lanzó hacia el alano con tremenda puntería. La soga ataba algo en la
punta, una piedra, porque golpeó al perro en medio de la cabeza y lo dejó seco
en el acto. La tensión, el desconcierto, el miedo y la sensación de peligro
endurecieron las manos de Corto en torno al arcabuz. Apuntó al espectro que
acabó con el alano y apretó el gatillo desviando la cara por temor a ser presa de
un hechizo que lanzara el demonio.

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La bola de plomo se incrustó de lleno en el cuerpo de la aparición lanzándolo
con fuerza de espalda hacia la roca. Al verlo caer supo que su arcabuz era
suficiente para acabar con la otra figura y comenzó a recargar el arma con manos
sudorosas y corazón desbocado.

Maiñquelén dejó el escondite y vio caer a Yamai contra la roca en la que se


resguardaba junto a Raiquen. Del otro lado de la senda el winca alimentaba su
palo de fuego para lanzarlo contra el cona que, petrificado de espanto, no hacía
más que mirar a su compañero muerto. No son dioses, son hombres, pensó el
toqui y con la destreza propia de los pampas tensó el arco y lanzó el grito de
batalla que hubiere deseado callar.

-¡Hoooooooo! ¡Hooooooo!

Bernal, como Ursicio y Media Oreja, no presintieron el peligro hasta que un


extraño alarido retumbó en la sierra y la primera flecha se clavó en el pecho del
gigantón. Los tres castellanos habían visto la manada de guanacos y tomaron
por seguro que el disparo de arcabuz de Corto significaba la comida para el final
de la jornada. Nunca hubieran imaginado una lucha a vida o muerte.

Cada uno desenvainó la espada, incluso Ursicio logró hacerlo a pesar de la


flecha ensartada en el cuerpo. Disponían de dos arcabuces. El de Corto y otro
que viajaba atravesado en la montura del caballo alazán, aunque en ese instante
ya no eran de gran ayuda. El principal efecto que causaban las armas de fuego
entre los aborígenes era psicológico. Si bien un disparo de arcabuz a veinte
metros de distancia resultaba fatal, era difícil apuntar con precisión. Además, en
el tiempo requerido para recargarlo los aborígenes eran capaces de disparar 20
flechas, y de hacerlo con mayor exactitud e idéntico efecto.

La temeridad de Maiñquelén demolió las dudas y el temor de la patrulla pampa


llevándolos a la acción como había sido planeado si era necesario pelear. Corto
murió atravesado por tres flechazos mientras hundía la baqueta de hierro en el
cañón del arcabuz para comprimir pólvora y munición.

Media Oreja recibió un bolazo en la cabeza que lo puso de rodillas en el suelo;


un par de flechas terminaron dejándolo con la cara en la tierra, sin vida. Ursicio
murió con los ojos vueltos al Hueco de la Ventana, con el rostro sereno y una
inusual sonrisa en los labios.

Rafael Bernal, espada en mano, intento desandar sus pasos para defender el
oro y guarecerse entre las llamas. Corría con una flecha clavada en un brazo y
otra en la pierna, sangrando y aturdido por el dolor. No llegó a refugiarse. Cayó
pensando que moría rico, fabulosamente rico.

Dos días después de enfrentar a los wincas la patrulla pampa regresó a la


toldería. Lo hizo satisfecha de haber logrado su cometido, pero cargando el dolor
por la muerte de uno de los conas. La Tribu celebró verse librada de los blancos

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y lloró la muerte de Yamai, ofreciéndole a su espíritu un lugar privilegiado entre
las ánimas de los antepasados.

Fascinados, los Maiñque escucharon una y otra vez el relato del


enfrentamiento con los wincas. La manera que los esperaron al acecho en la
senda. El estruendo del Palo de Fuego. La certeza de los bolazos lanzados por
los conas y la efectividad de sus arcos. Orgullosos, disfrutaron por partida doble
con la historia de cómo la patrulla de valientes guerreros derrotó a los demonios
barbudos a pesar de la magia de sus armas.

Con recelo al principio, más tarde con admiración y ojo crítico, se acercaron
llamas y caballos apreciando su estampa y valor. Maiñquelén cumplió su deseo
de galopar a lomos del negro y del alazán. Los nombró por su color porque no
sabía de qué otra forma hacerlo. El valiente toqui se convirtió en el primer pampa
en montar a caballo y cabalgar libre por la llanura infinita. Tal su entusiasmo que
de inmediato lo contagió a la Tribu, revelando uno nuevo gran amor entre los
pampas.

Las llamas, todos machos castrados, por ser más resistentes y efectivos a la
hora de ser utilizados como transporte de carga, no tenía sentido las conserven
para formar una manada dócil. Así, unas fueron parte de la comida del festejo y
otras, más adelante en el tiempo, siguieron el mismo fin.

-¿Qué pasó con los palos de fuego?- preguntó Maiñquepal a su hijo cuando
quedaron solos en el toldo del Cacique.

-Los enterramos en el mismo lugar que cayeron. Son cosa endemoniada. La


tierra los comerá.

-¿Dónde dejaron las piedras amarillas?- la voz del cacique denotaba


preocupación -¡El millan vuelve locos a los blancos!

-En la mahuida- respondió Maiñquelén –Era demasiado millan, y muy pesado,


tanto que no pudimos enterrarlo en un solo lugar.

-¿Podrás recordar dónde lo hicieron? Algún día puede que sea importante
para los Maiñque saberlo…

-Donde Nguenechén dibujó la mahuida. Cavamos, movimos piedras, rocas


grandes para cubrir a las más pequeñas. Está bien oculto. Mis conas hicieron la
promesa de jamás revelar a nadie el lugar donde lo hicimos.

-¿Confiás en ellos?

-¡Con mi vida!

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Las chicas y los chicos de la Unidad Aconcagua escuchábamos a Paula
totalmente compenetrados en la historia que nos narraba. El fuego que nos
congregaba a su alrededor iluminaba el hermoso rostro de nuestra narradora
resaltando cada uno de los gestos con los que acompañaba la historia,
multiplicando el embrujo que nos provocaban sus palabras.

Yo conocía la historia. La viví junto a Paula y a los Zorros en el campamento


volante al Tres Picos, pero nada sabía de las dotes de Paula para narrar. Me
dejé llevar con admiración por aquello que día a día iba surgiendo en mi corazón
y que aún no me animaba a nombrar… Estaba embobado.

Águilas, Cóndores, Panteras y Tigres compartíamos la experiencia que los


Guías y Su Guías pasamos en lo alto de la sierra. La caminata, el ascenso a la
cima del Tres Picos, la noche en la Cueva de Los Guanacos, el juego en la sierra,
la vista desde el Napostá, las pinturas rupestres y la leyenda del Tesoro de los
Incas… Paula pasó muy rápido y por arriba la historia de cómo los españoles
robaron el tesoro a los incas, arribaron a Cuyo y bajaron hasta Lihué Calel. Pero
ahondó con dramatismo las penurias que padecieron al cruzar la pampa y los
preparativos de los aborígenes de Casuhatí para acecharlos y combatirlos, si es
que ello fuere necesario.

Para finalizar la leyenda, Paula aprovechó el comentario que realizó Caro


cuando charlábamos de las pinturas rupestres en la sierra, al decir que esas
pinturas podían estar señalando el lugar donde los pampas enterraron el Tesoro
de los Incas.

-¿De verdad?- preguntó Palito, patrullero de los Tigres, con voz asombrada y
mirándonos alternativamente a Paula y a mí que estaba sentado a su lado.

-¡De verdad!- afirmó Paula.

Palito volvió a mirarme pidiéndome que le confirme las palabras de la Guía de


las Cóndores.

-¿El tesoro está enterrado donde encontraron las pinturas rupestres? ¿Y


ustedes no lo buscaron?

El tono de Palito dejaba entrever que los Zorros no fuimos lo suficientemente


persistentes en la búsqueda y que quizá no dispusimos del espíritu de aventura
necesario para estos casos. El resto de la Unidad aguardó con expectación la
respuesta que Paula o yo pudiéramos brindar. No me intimidé. Acudí de
inmediato en respaldo de Paula respondiendo con todo el aplomo que me fue
posible transmitir.

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-¡Claro que lo buscamos! Revolvimos la sierra cerca de una hora- exageré
defendiendo la historia de Paula. –Se nos acabó el tiempo y no pudimos seguir
buscando.

-Pero, ¿es verdad que el tesoro está ahí?- insistió Palito.

-Así cuenta la leyenda… Yo sé que algún día voy a regresar para buscarlo…

No sé si mi último comentario lo dije para justificar el interés y el misterio por


el tesoro o porque en verdad soñaba con regresar al Tres Picos para seguir
viviendo la aventura de sentirme libre y dueño de trazar las huellas de mi propio
camino.

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