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NOTA DEL AUTOR
Es probable que estas breves líneas, por lo menos en parte, deberían haber
aparecido antecediendo la narración de la primera historia de las tres que
componen la trilogía de las experiencias scouts de Rubén, Guía de la Patrulla
Águila; la que da comienzo con El Campamento de los Águilas, continúan en
Ahora Vuelan las Cóndores y culminan con La Patrulla Zorro y el Tesoro de los
Incas. Sin embargo aparecen ahora a causa de uno de esos hechos fortuitos que
vamos viviendo día a día y que nos permiten tomarnos un momento de análisis
y reflexión.
Estoy convencido que nuestra tarea como educadores scouts necesita de una
capacitación que va mucho más allá del aprendizaje “académico” que ofrece un
Esquema de Formación. Porque nuestra capacitación se nutre con las vivencias
personales y con las vivencias de los demás. Con los momentos de encuentro
y de diversión. Con las sonrisas y con los cuestionamientos que realizan los
niños y los jóvenes. Con la charla mano a mano que se plantea ante un Plan de
Desempeño o un Plan de Vida. Con saber observar, con animarse a imitar lo
imitable y a desechar lo perjudicial. Con lo que podemos atesorar gracias a la
lectura de esos escritos que no llevan el título de “reglamento, manual, normas
o estatuto”
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Al escribir, al armar una historia, cuento hechos y construyo personajes por
medio de los cuales expreso mis ideas… sobre lo que es para mí el Movimiento
Scout y cómo lo siento. Sobre aquello que entiendo debe ser un dirigente y lo
que no puede siquiera parecer. Sobre cómo esperan a esos chicos y jóvenes
que ansían un instante mágico y no reniegan del esfuerzo ni la responsabilidad.
Sobre cada cosa que se puede hacer y cómo hacerlo; el sábado en el Grupo, el
fin de semana en campamento o el día de mañana, cuando sea más lo que tenga
para dar que aquello que pueda aprender…
Además, al igual que en un juego, creo que leer por placer, que es lo que nos
lleva a leer un cuento o una novela, ayuda a despertar la fantasía, el deseo de
algo distinto, la intención de construir otra cosa, nueva, diferente, mejor, más
perfecta. Porque estas palabras, las que disfruto y no preciso “saberlas de
memoria” son palabras que traspasan la mente y se alojan en el corazón.
No escribo con la intención de decirle a nadie “te aconsejo esto o aquello” para
que realices con la Rama que tenés a cargo. ¡No! No es esa mi intención. Pero
es verdad, lo admito, que mantengo la secreta esperanza que una frase, alguna
actividad, una idea, despierte algo que estaba dormido en vos y que sea
espléndido lo puedas compartir.
Cóndor Aguerrido
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LA PATRULLA ZORRO
La caminata llevaba una hora a paso firme. El terreno llano por el que atravesaba
el camino de tierra nos daba la posibilidad de una marcha ágil y segura, sin
contratiempos, y nos permitía condimentarla con los expectantes comentarios
que nacen al vivir nuevas y sabrosas aventuras.
-Esa tranquera que se ve adelante es Puesto Glorieta. Ahí paramos unos diez
minutos.
Cacho, uno de los dirigentes que nos acompañaba, nos indicó el tiempo y
lugar del descanso, el primero desde que partiéramos del casco de la estancia
Funke.
-¡Sí, sigamos!- aprobamos el resto de los Zorros con más o menos fervor pero
con auténtica determinación.
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-La gorra no- se quejó Paula.
-¡La gorra sí!- retrucó Marina –No quiero volver al campamento con uno de
ustedes insolado.
La idea del campamento volante surgió por lo que hicieron los Caminantes
durante invierno pasado: explorar y acampar el mismo sitio al que nos dirigíamos
ahora, el cerro Tres Picos, el punto más alto de la geografía de la provincia de
Buenos Aires.
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dormía confiada en que los scouts que llegarían temprano esa mañana conocían
la dirección en la que debían dirigir sus pasos.
El inicio de la marcha nos llevó por el camino que se adentra en los campos
de cultivo de la estancia, pasando por delante de galpones y tinglados. Girasoles
dormidos y una bandada de tordos renegridos nos acompañaron hasta el potrero
en donde aparecía la tranquera del Puesto Glorieta, primera parada y punto
donde da comienzo el ascenso propiamente dicho.
Tal como nos lo indicaron Marina y Cacho el breve descanso sirvió para
asegurarnos de no dejar nada colgado de las mochilas; ajustar las correas,
comer unas barritas de cereal y tomar bastante agua a pesar de no encontrarnos
para nada sedientos.
-¿Seguimos?
Nos dominaba el silencio. Las sierras habían dejado el pintoresco azul lejano
para comenzar a mostrar sus verdes, grises y marrones. El sol ya se perfilaba
en la cima. Una tropilla de caballos que pastaba en la misma dirección hacia la
que nos dirigíamos nos descubrió a la distancia. Uno a uno los pingos
comenzaron a levantar la cabeza y mover las nerviosas orejas de un lado hacia
otro. Los miramos con admiración, de la misma manera que apreciábamos las
profundas quebradas en los pliegues de las sierras y las inquietantes sombras
que se escondían a su amparo.
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peso de la mochila a la espalda que, a cada paso, parecía convertirse en más
pesada.
Esta vez nadie lo contradijo. Creo que todos ansiábamos el descanso, al igual
que agua. Cuando el sol traspuso la sierra y nos impactó con toda la potencia de
su luz, la necesidad de agua comenzó a hacerse presente; a cada minuto con
mayor insistencia.
-Cuiden el agua, chicos. Recuerden que no tenemos dónde cargar más hasta
que lleguemos a la cueva.
Cacho y Marina nos explicaron una y otra vez esta cuestión del agua. La
cantimplora que transportaba cada uno era todo lo que podíamos cargar y la
única provisión durante las dos o tres horas que nos llevaría realizar el ascenso
desde la tranquera hasta la cueva. Y no es que en la cueva nos íbamos a
encontrar con una bomba de mano a la que simplemente había que hacer
funcionar… ¡No!... Después de la cueva, descendiendo unos cien metros,
daríamos con una pequeña vertiente que, eso esperábamos, mantendría su
constante provisión del preciado líquido. De no ser así, había que seguir
descendiendo hasta llegar al arroyo Napostá, cauce que cortaba la sierra con su
refrescante corriente.
Este maravilloso conjunto de cosas y de hechos, cada uno de los secretos que
la sierra nos iba revelando, cada metro que ascendíamos no sin esfuerzo. La
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sed, el calor, la fatiga. La meta que nos esperaba desafiante… Todo ello, era el
combustible ideal para impulsarnos a dar un paso detrás de otro con absoluta
convicción y satisfacción.
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MAIÑQUELÉN
Por aquel camino, tarde o temprano, una importante partida llegada del norte
parecía tener la intención de atravesar la tierra de los cóndores. Aquí estaba la
cuestión: cualquier hombre, con un mínimo de respeto hacia los demás, sabía
que nadie, jamás, podía pisar la mapu que no le era propia sin contar con el
permiso de sus habitantes. Y todo indicaba que a esta partida no le preocupaba
pedir permiso por nada.
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Quizá no lo hacían porque no eran hombres…, eran algo desconocido, y
temible. Muchas historias se contaban entre las Tribus sobre los seres que se
acercaba a la tierra de los cóndores. Los “demonios barbudos”. Individuos de
caras pálidas, llenas de pelos, y con cuerpos plateados como la luz de la luna.
Se decía que estos demonios barbudos poseían un palo de fuego con el que
mataban desde lejos y que un gualicho muy poderoso, mucho más poderoso que
los gualichos de la mapu, les permitía someter a una extraña fiera que los
trasladaba sobre su lomo para que puedan recorran grandes distancias sin
cansarse jamás.
Los demonios barbudos… ¿Eran hombres como los hijos de la tierra? Quizá
otra clase de hombres… ¿Tal vez un pillán?, un espíritu maligno, venido de muy
lejos para unirse a los demonios de estas tierras y conquistar juntos a los
huarpes, diaguitas, puelches, huiliches, mapuches, tehuelches…
Maiñquepal los escuchó con paciencia infinita pero con un fuego abrasador en
el medio del pecho: nunca, nadie, desde que el padre de su padre y aún antes,
desde que el padre de éste llegara hasta estas montañas y fundara una nueva
dinastía de hombres de la tierra, nadie, había siquiera osado atravesar el
territorio de la Tribu sin su consentimiento ¡Y qué hablar de intentar quitarle sus
montañas, sus campos y sus lagunas! Aquella era su mapu ancestral. Mapu
sagrada del Maiñque. De hijos de cóndores. En ella crecieron y en ella morirían,
luchando si era preciso hacerlo, ya fuere que se enfrenten a hombres, gualichos
o demonios barbudos.
¡Los demonios barbudos estaban locos! El oro los cegaba. Por el oro mataban
a una persona de la misma manera que un hombre de la tierra mata a un
guanaco para subsistir. ¡Y lo hacían con tanta facilidad! Solo necesitaban apuntar
su palo de fuego hacia lo que querían matar y ¡pum! Otro muerto. Toda defensa
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era inútil. Si alguien todavía se animaba a enfrentarlos los demonios barbudos
usaban sus fieras de cuatro patas: atropellaban a quien tuvieran delante
pasándolo por encima o aún peor, ataban a los pobres desdichados de manos y
pies a cuatro fieras para descuartizarlos con la misma facilidad que se desgrana
un piñón de pehuén…
-No solo quieren las piedras amarillas, también querrán llenarse de la piedra
plateada del lien que tienen nuestras mahuidas. Y querrán nuestros animales…
y cuanto poseemos. Nos quieren doblegar de la misma manera que quisieron
hacerlo los Incas.
-En primer lugar conocerlos mejor. El mensajero llegado del norte dice que se
nos acerca un grupo no muy numeroso de ellos. Vienen sobre sus fieras de
cuatro patas y tienen esos palos de fuego… Dirigen una columna de llamas y
gente de las montañas del norte. También están acompañados de otra fiera más
pequeña, una que parece zorro pero que camina a su lado, obedeciéndole en
todo.
-¿Un guer que los acompaña y obedece? Nunca supe de un zorro como
esos…- la extrañeza de Maiñquelén ante la información del guer que obedece
solo duró un breve instante. De inmediato se despertó en él una nueva
preocupación.
-No lo sé hijo. Escuché que también cubren sus cabezas con algo parecido al
lien, algo que se pueden poner y sacar a su antojo. Quizá hagan lo mismo con
el pecho y con la espalda… Una protección. Algo para defenderse.
-Yo tampoco creo que sean demonios, hijo. Imagino que son
gente, igual que nosotros- afirmó Maiñquepal –Lo mismo sus grandes
fieras de cuatro patas…, tal vez se trate de animales como los
guanacos o las llamas, pero más rápidos y poderosos.
-El Consejo de la Tribu quiere dejar nuestras tierras para dirigirse al sur- solo
dijo Maiñquepal.
-Tranquilo hijo, tranquilo. Por esa razón te hice venir a mi toldo. Tengo un plan
y necesito lo lleves adelante para derrotar a los wincas.
-Lo que me digas padre. Al igual que el maiñque que guía a nuestro pueblo
volaré más alto que los wincas. No me podrán alcanzar, ni siquiera con sus palos
de fuego.
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RAFAEL BERNAL
Rafael Bernal era uno de esos tantos extremeños seducidos por las leyendas
de gloria que los aguardaba más allá de la mar océano. Nacido y criado en la
tierra que los Pizarro poseían en Trujillo no tenía más educación que aquella que
enseña el trabajo duro y pesado. Ocupando el fondo de una larga escalera de
hermanos debía contentarse con las sobras, ya fuere de la comida o de las pocas
comodidades de la insignificante casa familiar. Pero gracias al trabajo rudo,
gracias a ser el hermano menor, gracias a vivir con poco y nada, fortaleció el
cuerpo, contentándose con lo que pudiera conseguir y descubrió que antes que
actuar es necesario pensar.
Pensó que si quería lograr algo grande e importante en su vida tendría que
hacerlo por sí mismo, con su esfuerzo, con su inteligencia. Gracias a ellos
vencería cualquier contratiempo. El castillo de los Pizarro dominaba las tierras
de Trujillo y la mente de Rafael Bernal. Como simple plebeyo sabía que le era
imposible aspirar a un castillo, ni siquiera a un buen trozo de tierra propia. Pero
si fuera un hombre acaudalado, provisto de bienes y riquezas, no solo podría
pretender un castillo. Tal vez daría con un noble venido a menos, un gran señor
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necesitado de dinero para pagar sus deudas… y un marido para su hija. Con ello
Rafael Bernal lograría cuanto esperaba: el castillo, las tierras, una mujer y, por
qué no, un título de conde o marqués…
¡El Nuevo Mundo! ¡La Tierra de Indias! Esa era la solución a sus sueños y
deseos.
Cuando supo que el señor Pizarro cruzó la mar océano para multiplicar su
fortuna, él no le dio más vueltas al asunto. Sin un maravedí en el bolsillo con el
que pagarse un pedazo de pan, calzando las estropeadas botas que le quitó a
su hermano mayor y vistiendo un conjunto de ropas viejas y gastadas, un día
dejó la insignificante casa familiar y partió hacia Sevilla dispuesto, como fuere, a
embarcarse hacia el Nuevo Mundo, hacia su Nueva Fortuna.
Tuvo suerte desde un principio. Le fue preciso siete días de caminata pero
nunca le faltó algo que llevarse al buche: una vez pidiendo, otra robando, siempre
tuvo alimento y sitio donde pasar la noche. Sevilla lo cautivó. Jamás imaginó que
existiera un sitio donde pudiera vivir tanta gente junta y que reúna tal cantidad
de casas, iglesias y paseos. Hacia donde dirigiera su vista se encontraba con
hombres y mujeres que iban y venían apurados, bien vestidos y mejor comidos.
En tanto subía y bajaba del muelle al galeón con los toneles al hombro
escuchó la conversación de los marinos que acomodaban la carga en las
bodegas. El barco partía hacia las Indias. En ese mismo momento el extremeño
supo que esa era su oportunidad… no iba a desaprovecharla.
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De horizontes infinitos e idénticos, hacia adelante y hacia atrás, hacia un lado y
hacia otro. De olores nauseabundos, los que imaginaba semejantes a los del
infierno. De comer gusanos con las galletas y tomar agua fétida y verdosa.
Conoció en carne propia cada una de ellas. No le preocupó, al extremeño solo
le importaba una cosa: ¿Cuánto falta para llegar a las Indias?
Rafael Bernal pudo con cuanto le deparó la travesía en la mar océano, pero
cada día que pasaba veía aumentar sus ansias por afirmar sus piernas
nuevamente en tierra firme.
-Pocas jornadas más- respondió Ursicio, el robusto marinero con el que Rafael
hiciera buenas migas desde que dejaran atrás el río Guadalquivir y enfrentaran
al mar abierto.
La amistad de los hombres se inició en el momento que las calmas aguas del
río murieron en las impetuosas mareas del océano. Es en ese momento, en el
que comienzan a demostrarse las agallas de los hombres, cuando se pierde la
estabilidad del suelo y hasta se llora la desgracia de los vómitos y las fiebres.
Ursicio, como cualquier viejo lobo de mar, tenía buen ojo para distinguir entre
un hombre de valía y uno que no lo era. En medio de la tormenta más impetuosa,
cuando los dioses y las bestias marinas descargan toda su furia, solo puede
confiarse en los verdaderos hombres. Para el robusto Ursicio Rafael Bernal era
uno de esos hombres en los que se podía confiar.
-Tres días a los sumo y la riqueza de las Indias se pondrán a tus pies, Rafael.
-Antes que galeón propio necesitas a quien te cuide las espaldas entre los
salvajes…
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-¡Te prometo que lo conseguiremos! ¡Lo prometo por la Virgen de
la Victoria! ¡Va mi vida en ello!- prometió el extremeño absoluta
determinación.
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Como lobato y como scout tuve la suerte de asistir a muchos campamentos. La
mayoría de ellos en los alrededores de Mar del Plata, donde vivo, aunque
también tuve la oportunidad de hacerlo en el Campo Scout de Necochea, en
Sierra de la Ventana, en Córdoba e inclusive en el Parque Nacional Lanín.
Viví campamentos de una sola noche y otros en los que disfruté de una
semana y hasta de diez días inolvidables. Como lobato compartí un gran carpón
que albergó a toda la Manada y como scout construí mi primer refugio en esa
maravillosa estancia de Santa María de la Armonía de Cobo, en el partido de
Mar Chiquita. Tampoco me faltaron las caminatas. Entre las más lindas que hice
recuerdo la del Distrital de Patrullas en Laguna de los Padres, donde bordeamos
bordeamos la laguna por entero, construimos un puente de sogas y troncos para
cruzar el arroyo que desagua en ella, realizamos una actividad con los
Guardaparques sobre la flora y fauna del lugar y merendamos en medio del
monte, todos juntos y entusiasmados.
Me encanta el mar. Nadar, jugar a la pelota en la arena, dejarme llevar por las
olas montado en una tabla; incluso subirme a un bote para hacerle compañía a
mi papá cuando va a pescar… Todo eso me gusta, y mucho. Pero la montaña…
¡Cuántas veces hinchando a mamá y a papá para que me lleven a Colinas
Verdes para subir la Sierra de los Difuntos o La Barrosa de Balcarce! Y eso que
las sierras que tenemos por Mar del Plata y Balcarce son bajitas, diminutas si las
comparo con el Tres Picos. Por eso ahora, en este preciso instante, parece que
estoy viviendo todas las cosas hermosas de una misma vez. Los scouts, mis
amigos, la caminata, el campamento, el embrujo de las sierras, la aventura.
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y cada una de ellas nos deparó una cuota más de esfuerzo. Cacho nos animó
indicando que casi llegamos a la próxima parada, Paso Dinamitado, el último
descanso que necesitaremos antes de dar con la cueva de Los Guanacos.
Es cierto, Cacho tiene razón. Alzando la vista, tan cerca que seguro podemos
alcanzarlo con un piedrazo bien lanzado, se distingue un paso muy peculiar en
medio de las grandes paredes de piedra que coronan la cima de la colina que
ascendemos. Paso Dinamitado.
-¡Qué alivio! ¡Parece que estoy flotando en el aire! Carolina, la más delgada y
en apariencia la más frágil entre los integrantes de la Patrulla, encontró en la
expresión “flotar en el aire” las palabras exactas para explicar lo que sentimos al
quitarnos la mochila de la espalda.
Sentados entre las piedras para recobrar el aire, apreciábamos el Tres Picos
que se presentaba como un ser altivo e imperturbable.
-Me parece que la Sub Guía de Patrulla está más cansada que ansiosa ¿o me
equivoco?
El tono amistoso y burlón que utilizó Cacho para dirigirse a Paula lo pintaba
de cuerpo entero: simpático, accesible, siempre atento a lo que pudiéramos
necesitar; nunca con cara de enojo y mucho menos mostrando una actitud seria
o distante. Con él a nuestro lado nos sentíamos seguros y acompañados, y
sabíamos que la íbamos a pasar bien, muy bien.
Marina era algo menos divertida, por momentos algo cortante; pero tan bien
dispuesta hacia cada uno de nosotros que no molestaba para nada su mayor
seriedad. Incluso, en algún instante, necesitábamos de su seriedad. De muestra,
lo que nos ocurrió en la parada de descanso que realizamos en un punto
denominado La Tranquera.
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A pesar que desde lejos pasan desapercibidos, los alambrados también
imperan en las sierras. Delimitando propiedades, dividiendo potreros, campos de
pastores y de siembra. Solo podemos librarnos de ellos en los Parques
Nacionales, Provinciales o las reservas Naturales. El camino hacia el Tres Picos
traspasa los alambrados varias veces. En cada ocasión se los cruza por medio
de una tranquera que no es necesario abrir ni cerrar porque dispone de un
ingenioso zigzag que no permite el paso de los animales; solo el de una persona,
de perfil y sin la mochila en la espalda, de lo contrario, te quedás atascado en la
mitad del zigzag.
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-Es inofensiva- atinó a decir Mario –No tiene veneno
El tono medido y las palabras justas fueron suficiente ¿A caso podemos creer
que por gritar mucho y fuerte los demás nos harán caso? A lo sumo al principio
prestarán atención, pero finalmente solo quedarán con el recuerdo de los
alaridos por sobre las cosas que dijimos.
Más de una vez en vísperas del campamento volante tocamos el tema de las
víboras en el Tres Picos. De la yarará y de la culebra. De las diferencias de una
y otra. Del veneno de la yarará y de la mordedura sin colmillos de la culebra. Y
del respeto que se merece una y otra; no solo por lo que pueda significar para
nuestra salud, sino también, para vivir plenamente aquello que bien expresa la
Ley Scout: amar y defender la vida y la Naturaleza.
Sí lo era para Mario. Fue su propio padre quien le enseñó cómo atraparla por
la cola y a mantenerla en el aire, separada del cuerpo lo suficiente para evitar su
mordedura, que si bien no era letal ni tan peligrosa como la de cualquier perro,
podía ser muy ardiente y molesta.
También fue un buen momento para reforzar lo que significa Marina para
nosotros como Dirigente. Esa persona que jamás nos impediría que disfrutemos,
que exploremos e incluso que arriesguemos con ciertas decisiones que
pudiéramos tomar como scouts; pero siempre nos pondría el límite preciso, nos
diría hasta dónde podíamos llegar y nos explicaría el porqué.
-Con los gritos de Caro ya no creo que se nos aparezca ningún bicho por
delante- las bromas de Cacho siempre ayudaban a bajar la tensión. –A seguir
adelante ¡Vamos!
Pero a pesar del miedo Carolina era decidida y perseverante. Cuando atacaba
algo apretaba la boca, fruncía el ceño y encaraba hacia adelante, nunca aflojaba.
Así lo hacía ahora. Daba gusto ver su resolución.
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Uno a uno nos fuimos enfilando detrás de Cacho y Carolina. Paula, la Sub
Guía de la Patrulla Zorro, despierta, inteligente, intrépida y… preciosa. Rikki, mi
amigo y mayor adversario en todo juego o actividad. Adrián, el más callado y
bonachón, el que no tenía problemas con nadie. Víctor, el gran luchador, fuere
en el escalpo o en cualquier desafío que se pusiere por delante. Félix, el alumno
destacado de su curso, pensante y reflexivo. Mario, el bromista amante de las
culebras y yo, Rubén, Guía de los Zorros, cerrando la marcha delante de Marina,
que ocupaba ese sitio para observar mejor a todos y a cuanto nos rodeaba.
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El canto monocorde, de palabras guturales e
incomprensibles, se elevaba en la noche junto a las
desfiguradas volutas de humo y al acompasado sonido del
cultrún. La Machi de los Maiñque, en estado de trance,
mantenía un diálogo ancestral con los dioses invocando la
iluminación espiritual.
Las llamas que producía el fuego de ramas sagradas del canelo era la única
luz dentro del lúgubre rewe ceremonial. La tenue luminosidad escondía la cara
reseca y arrugada de la Machi. Su enmarañada cabellera, asiento de grasa y
suciedad, descolgaba hasta debajo de la cintura. Sus uñas larguísimas, le
conferían a las manos el aspecto de garras humanas que rasguñaban la nada
delante del rostro. El aroma del foyel, el canelo, al quemarse lentamente, tapaba
el fétido olor de las vísceras desparramadas en el suelo y a punto de ser
interpretadas.
En ese instante la noche estalló con el chirriar de los grillos y el lejano croar
que lanzaban las ranas desde la aguada. El joven toqui no pudo con su inquietud.
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Al sentir que la noche cobraba vida pensó que los espíritus habían regresado a
sus posesiones. Dubitativo, corrió levemente el cuero que cubría la entrada del
toldo y miró hacia afuera. No distinguió fantasmas ni seres espectrales
recorriendo la Toldería. Todo era quietud.
Otra vez el chistido de chiwed. Maiñquelén lo escuchó más fuerte, más cerca.
Algo inseguro, el joven sacó la cabeza fuera del toldo y descubrió a chiwed
posado en su propia vivienda. El ave contemplaba al maiñque con ojos inmensos
y penetrantes. Sin apartar la mirada volvió a emitir su agudo chistido; luego, dejó
el toldo descendiendo como una saeta hacia Maiñquelén que, creyéndose
atacado, levantó el brazo para defenderse del poderoso picotazo de la lechuza,
pero chiwed, en lugar de clavar el pico en el brazo del maiñque lo rozó apenas
con una de sus alas y se elevó en suave planeo en dirección del rewe de la
Machi.
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le recorría el pecho y se le alojaba en el corazón. Sus músculos se tensaron. Por
un instante se notó poderoso e invencible.
Los Maiñque ocupaban una superficie de terreno mucho más grande de lo que
era habitual entre las distintas tribus de mapuches, tehuelches, puelches y
pampas que habitaban aquella inmensa planicie rebosante de presas grandes y
valiosas: guanacos, ciervos y ñandúes o la infinidad de animales más chicos
pero muy sabrosos como lo son la vizcacha, la mara, la perdiz o el peludo.
Tampoco había que olvidar a fieras peligrosas, y por ello, mucho más
excitantes de abatir, tal el caso del pangui o el nahuel, el puma y el yaguareté.
La colosal llanura de tierras fértiles y buenas aguadas estaba rasgada por
grandes mahuidas que se alzaban quebrando la monotonía del llano.
No eran sierras tan altas como las imponentes montañas de hielos eternos
que acunaban al sol, aunque resultaron igual de bellas para la estirpe de los
cóndores que, en el lejano horizonte del tiempo, dejó las altas cumbres del oeste
para internarse en la pampa. Ahora, que señoreaba en ellas, el Maiñque se
mantenía atento a cualquiera que quisiera atreverse en conquistarlas.
Eso significaba ser lonko, estar preparado para luchar por sus sierras y por los
suyos. Para Maiñquepal ya habían quedado atrás aquellos días de aprendizaje
jugando palín, mientras atravesaba defensas a pura habilidad y amor propio.
Ejercitando con el arco y la flecha hasta lograr abatir a cuanta presa se ponga a
tiro. Venciendo el miedo a lo desconocido y el temor al entrar en combate.
Confiando en las habilidades y virtudes propias. Dominándose a sí mismo.
Descubriendo el valor que representa el ejemplo, cuando se tiene la
responsabilidad de conducir a la tribu.
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Al morir su padre nadie entre los Maiñque encontró nada para impedir que
Maiñquepal se convierta en el nuevo lonko de la tribu. Su bien ganada fama lo
respaldaba. Y lo confirmó en cada Consejo de la tribu con palabras acertadas y
floridos discursos. En el peligro, mostrándose siempre decidido, seguro. En las
cacerías, como en la batalla, guiando las partidas con ímpetu e inteligencia,
logrando que jamás falte alimento en los buches de los cóndores y que nunca,
nadie, logre arrebatarles un trozo de su nido serrano.
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con sus temibles garras para luego hundir el poderoso pico, destruyendo carne,
nervios y huesos hasta destrozarlos.
-Elegí a mi propio hijo, a Maiñquelén, para que guíe a una partida de conas a
vigilar a los wincas- pronunció Maiñquepal al término de su discurso.
Uno de los toquis más importantes del Consejo, era el que transmitía las dudas
de los jefes.
Un breve respiro en las palabras del lonko hicieron posible que cale hondo en
Wentru Nowel, y en el resto de los toquis de mayor edad, lo profundo del sentido
de ellas. Cuando el silencio logró su cometido, Maiñquepal habló en defensa de
su propuesta:
-Maiñquelén es valiente como el más valiente entre los toqui. Y tan astuto
como su padre- la voz de Wentru Nowel rompió el silencio.
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El Consejo se mantenía a la expectativa. La palabra del viejo jefe
Wentru era escuchada y muy respetada. Si el hombre aceptaba la
propuesta de Maiñquepal nadie se animaría a mostrarse en
desacuerdo. Lo escuchaban con atención:
Maiñquepal tomó las palabras finales de Wentru Nowel como dando por
sentado que el Consejo estaba en completo de acuerdo con su propuesta.
-Que así sea- aceptó el Hombre Bravo en tanto el resto de los toqui asentían
moviendo la cabeza.
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Las historias que llegaban a España sobre el Nuevo Mundo estaban coloreadas
por la fantasía y agrandadas por la imaginación.
Embarcar hacia la aventura de las Indias no era barato. Era preciso contar con
una flota de galeones, galeras y naos de combate para cruzar la mar océano en
una travesía de dos meses de duración. Oficiales, marineros, comida, armas,
soldados. ¡Los gastos eran enormes! Y poco era lo aportado por la Corona, tan
solo las naos de guerra. El resto era financiado por los bolsillos de armadores y
banqueros, quienes confiaban en multiplicar las ganancias con el comercio
producido entre las manufacturas españolas y las riquezas de Indias.
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Después de dos años internándose hacia el sur, sufriendo todo tipo de
inclemencias, llegan a la isla del Gallo. El grueso de los soldados, descontentos
y desilusionados por continuar con las manos vacías, se niega en redondo a
seguir adelante. En ese momento Pizarro realiza una acción dramática: traza
una línea en el suelo con la espada arengando a los soldados: “Por este lado se
va a Panamá, a ser pobres. Por este otro al Perú, a ser ricos”.
Tan solo trece son los hombres que se animan a seguirlo, los “Trece de Fama”
o los “Trece caballeros de la isla del Gallo”. Pizarro y los Trece se convierten en
los primeros castellanos en pisar Tahuantinsuyo, el país de los Incas.
Deslumbrado ante la civilización incaica, viéndose como el más afortunado entre
los mortales, Pizarro se vale de las creencias y de las divisiones entre los Incas
para tomar prisionero al Inca Atahualpa (el gobernante del Imperio) en
Cajamarca y dar el primer paso para convertirse él mismo en amo y señor.
Los Incas creían que los españoles eran enviados del dios Viracocha, el sumo
creador. La imagen de los castellanos cubiertos los cuerpos con armaduras, los
caballos, el yelmo en la cabeza, el tronar de los arcabuces, las barbas… Seres
extraordinarios, llegados desde otro mundo, el de los dioses, desde el mismo
trono de Viracocha y por lo tanto, inmortales.
De igual manera, el Imperio estaba viviendo una cruenta lucha por el poder
entre los Incas Atahualpa y Huáscar, que se decidió en batalla a favor de
Atahualpa. En cuanto los españoles se adueñaron de Atahualpa quedó
demostrada su verdadera naturaleza. Pizarro prometió liberar al Inca si se
llenaban dos habitaciones con plata y una con oro. Pagado el rescate, enjuicia
al Inca acusándolo de “traición” a la Corona española y de asesinar a su hermano
Huáscar. Lo encuentran culpable y es sentenciado a muerte por estrangulación.
La fama del oro no terminaba en Nueva Castilla. Se decía que más al sur
existía abundante oro y plata. El Rey de España bautiza a estas tierras como
Gobernación de Nueva Toledo, a pesar de que ningún español había puesto un
pie en la zona, nombrando Gobernador y Adelantado al tuerto Almagro, viejo
socio de Pizarro en la conquista y a quien el paso de los siglos volvió famosa su
expresión “este negocio me ha costado un ojo de la cara”, haciendo alusión al
flechazo recibido por los indios y por el que perdió el ojo.
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desempeñarse como porteadores para el transporte de armas, pólvora y
alimentos necesarios para la nueva conquista.
Desde el Cuzco, la ruta a seguir por Almagro es el magnífico Camino del Inca,
una red vial que unía Cuzco con todos los confines del Imperio y que hacia el sur
atravesaba Tupiza, Tilcara y Famatina, culminando en Cuyun, Cuyo, en las
lagunas de Guanacache.
-Elige a cuatro soldados y pon el oro a buen recaudo dentro del tambo. Te
hago personalmente responsable de este oro. Sabes bien lo que eso significa…,
¿no?
-¡Sí señor Gobernador! ¡Claro que sí señor! ¿Qué hacemos con la gente que
está en el tambo?
-Me importa un bledo lo que hagas con ellos. Sácalos de allí, guarda el oro y
protégelo con tu propia vida- gruñó Almagro con acento frío y cortante como el
acero de su espada.
El tambo de Tupiza era aún mayor a los que se esparcían por los miles de
kilómetros del Camino; además, la importancia de la ciudad le daba al tambo la
función de almacén de granos y vestimenta de quienes habitaban en la ciudad
en caso de extrema urgencia o necesidad.
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En tanto uno de los soldados fue asignado a encerrar las llamas que
transportaron el oro en el corral de piedra, Bernal, su fiel compañero Ursicio y
otros dos hombres depositaban el oro en una de las habitaciones del tambo.
-Cuarenta kilos de oro por animal- comentó Bernal en voz alta sin dirigirse a
nadie en particular. A esta altura de su andar por el Perú conocía de sobra la
capacidad de transporte que tenían las llamas.
-Ya lo sé hombre ¿A caso te crees que soy ciego? Hay que construir una
¡Vamos! ¡A trabajar! Que por aquí hay mucho pillo suelto.
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Un castellano algo enfermo pero con mayor rango militar que Bernal quedó a
cargo del tambo y del oro ante la partida del Gobernador hacia “sus dominios”.
Es este mismo hombre quien le da la noticia a Almagro que desapareció el oro,
desaparecieron las llamas, desaparecieron los caballos y desaparecieron las
armas.
El tono de los gritos de Almagro, se comentó más tarde, cruzó las montañas
hasta el Perú.
-¡Inútil! ¡Imbécil! ¡No sirves para nada!- volvió a estallar Almagro -¡Cien azotes
es lo que te mereces! ¿Hacia dónde partieron? ¿Cuántos días hace que se
fueron?
-¡Idiota!- replicó Almagro con furia -¡Yo vengo del sur! De Shimka, de Tastil,
¡Y no he cruzado a nadie con mi oro! ¿Cuánto hace de eso?- insistió Almagro
sin bajar el tono de sus gritos.
-Poco menos de veinte días… quince quizá…- las últimas palabras del
castellano fueron pronunciadas casi en un susurro.
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con su adversario, Pizarro. Ante esto, Almagro no veía otra solución
que apurar su vuelta y ganar al Obispo a su causa.
¡Llegamos!
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La cueva de Los Guanacos nos abría su inmensa boca permitiendo el paso
hacia su interior. Descolgamos las mochilas de inmediato, y con la misma
presteza, ingresamos a la cueva para explorarla.
El Grito de Patrulla explotó con una sola voz de entusiasmo y satisfacción. Las
paredes de la cueva, actuando como caja de resonancia, hicieron posible que el
sonido nos envolviera por completo y que la caverna nos regale su saludo de
bienvenida. De golpe nos sentimos como afortunados exploradores
conquistando una tierra nueva y lejana.
-Pasemos la noche sin armar las carpas- suplicó Félix, de la misma forma que
lo hiciera cuando Cacho nos comentó en Villa Ventana que armaríamos las
carpas a pesar de dormir en el interior de la cueva.
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-Los bichitos que anidan en la cueva no se ven- repitió Cacho, utilizando el
mismo argumento que días atrás. –Pero luego se sufren. Se los digo por
experiencia.
Ascendiendo la sierra nos cruzamos con gente que descendía. Con algunos
de ellos intercambiamos comentarios sobre la distancia a recorrer hasta la cueva
y el tiempo necesario en hacerlo. Fueron seis o siete personas. Ellos también
habían hecho noche en la cueva. Eso nos hizo pensar que podíamos
encontrarnos con compañía, pero al llegar, y dar con la cueva vacía,
aprovechamos para armar las carpas con libertad allí donde nos pareció más
conveniente hacerlo.
Iniciar la caminata bien temprano por la mañana hizo posible que fuéramos
los primeros en arribar a la cueva aquel día. Y subrayo lo de primeros porque
con el correr de las horas se fue sumando gente al embrujo de la cueva de Los
Guanacos. Cada uno que llegaba descubría nuestro “campamento” y decidía
armar su carpa fuera de la cueva, lo que después de todo no era tan grave. Pero
dos muchachos a quienes les faltaba de todo, ascendieron sin carpa, por lo que
desplegaron aislantes y bolsas de dormir más allá de nuestro campamento.
¡Pobres! A la mañana siguiente, con las caras hinchadas y coloradas, se
acercaron preocupados a Marina y Cacho pidiéndoles cualquier tipo de
medicamento con el que pudieran contrarrestar las diminutas picaduras que le
marcaban el rostro.
Producto del crudo invierno y la fuertes nevadas que trajo el año anterior;
seguido de una lluviosa primavera, las entrañas de la sierra actuó como una
esponja gigante que absorbió incontables litros y litros de agua. Con la aparición
de las altas temperaturas de verano el agua comenzó a exudar de las
profundidades abriéndose camino por entre las piedras haciendo florecer
innumerables y pequeños manantiales. Cada manantial era el nacimiento de un
hilacho de agua pura y transparente que, por fuerza de la gravedad, descendía
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buscando un cauce mayor que lo contenga: un arroyito como el que nos permitía
calmar la sed y llenar hasta el borde cantimploras y botellas de plástico.
-Cacho, el agua está bárbara, pero vos nos prometiste un lugar donde
podríamos bañarnos y nadar…- recordó Víctor – ¡Acá apenas si nos mojamos
los pies!
La suma de, alimentos más descanso, dio como resultado reponer fuerzas y
redoblar la expectativa en conquistar la cima del Tres Picos. Si para nosotros la
cueva de Los Guanacos se transformó en símbolo de fantasía y misterio, la cima
del Tres Picos lo era de triunfo y superación.
Estábamos cerca.
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Si bien el peso de la espalda era menor, el trajín al que sometimos los
músculos durante el día comenzaba a cobrarnos el gasto. Llegados al pie de la
cima necesitábamos un descanso, el último, el que nos permitiría atacar la pared
de piedra que se alzaba justo frente a nosotros como la muralla de una fortaleza
inexpugnable.
-Saben chicos…- nos comentaba Jorge con ese tono tan claro y amigable que
yo tanto adoraba y que sinceramente desearía tener cuando llegue a ser un
hombre hecho y derecho -…Baden Powell hablaba mucho de la montaña y de lo
que ella representaba para las personas. Le gustaba mencionar lo que él llamaba
el lema de una gran montaña de África, “su” Monte Kenya: “Mira más lejos; más
alto y más adelante, y se verá una senda” Un lema que puede ser la guía de
cualquiera de nosotros. Mañana, con la caminata, van a experimentar esa
sensación. Lo mismo va a ocurrir cada día de sus vidas, si es que están siempre
dispuestos en mirar hacia adelante.
Después del último envión, elevé el cuerpo y apoyé el pie izquierdo en el techo
de mi Provincia, ¡y me sentí invencible! Lo que desde lejos aparenta una punta,
un pico rocoso, al estar sobre él se transforma en lo que es: una amplia corona
de piedras con espacio suficiente para dar cabida a un gran número de personas.
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fue la primera experiencia que vivimos los Zorros en la cima después de recibir
el impacto del viento que, allá arriba, no sabe de frenos que le impidan marcar
su eterna presencia.
Por supuesto, dejamos nuestro mensaje, firmado por los diez, un recuerdo –
la Insignia de Grupo- y saludamos a la Unidad Aconcagua que permanecía en el
campamento de Villa Ventana: Cacho se comunicó con Jorge por medio del
teléfono celular. Algo pactado de antemano. Una comunicación breve, lo
suficientemente larga como para comentar que estábamos en la cima, saber que
en ese momento la Unidad miraba hacia el Tres Picos intentando distinguirnos y
repetir el Grito de Patrulla que viajó por el celu hasta Villa Ventana.
-¡Vamos volviendo chicos! Marina nos fue reuniendo uno por uno para
descender juntos. Cualquier excursionista experimentado (y los Zorros nos
sentíamos parte de ese grupito selecto) sabe que bajar es más complicado que
subir. Hay que mostrarse muy cuidadoso al momento de soltarse de una roca o
de cambiar el cuerpo de posición al bajar por entre una grieta. Los resbalones,
el exceso de confianza, la aparente facilidad. Con Cacho abriendo camino,
fijándonos de ocupar el mismo espacio que ocupó quien nos precedía,
descendimos por la muralla de piedra hasta dar nuevamente con la ausencia del
viento, el silencio y la temperatura que templaba las rocas y nos regresaba el
sudor al pie de la cima.
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Obedientes e intrigados nos sentamos en semicírculo donde nos lo señaló
Cacho. Nos acomodamos rápido; cuando se trata de una invitación a recibir algo,
lo que fuere, generalmente se actúa con premura y sin realizar demasiadas
preguntas.
-Entre las más antiguas de las leyendas que se conocen de estas sierras
existe la que cuenta lo que ocurrió por culpa de un tesoro incaico…
Marina nos miró a la cara, uno a uno, quizá queriendo saber si habíamos
entendido correctamente aquello de tesoro incaico en medio de estas sierras.
-Sí- dijo Marina, como si me hubiera leído la mente –Un tesoro incaico por el
que lucharon dos bandos: el de los españoles, por un lado, y el de los aborígenes
por otro.
-Pero, no es la historia de lo que pasó con el tesoro lo que vas a contar ahora
¿Es así Marina?- intervino Cacho.
-Tenés razón. Esa historia la vamos a dejar para esta noche. Porque mañana,
ya conocida la leyenda, vamos a realizar un juego en el que intervendrán los dos
bandos, los aborígenes y los españoles- confirmó Marina.
-Lo que vamos a hacer ahora- retomó Cacho descolgándose la mochilita que
transportó durante el ascenso –Es entregarles un pequeño mensaje en el que
cada uno de ustedes va a descubrir qué bando va a integrar durante el juego.
-¡Ojo!- se apresuró a decir Marina -¡No tienen que decirle a nadie a qué equipo
pertenecen!
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-Cacho-
-¡Atención chicos! Solo les daremos una pista, después de eso a comenzar a
descifrar el mensaje. ¿Entendieron?
-¡Siempre Listo!
-Escuchen: el mensaje que tienen que encontrar está formado con todas las
letras. Absolutamente todas las letras.
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¿Te parece que ya podemos sentirnos seguros, Rafael? Recorrimos bastante
camino…
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No estaba claro si las palabras de Ursicio era una simple descripción del
carácter de Almagro o demostraba el temor que le provocaba caer en manos del
vengativo Gobernador de Nueva Toledo. La fama precede al hombre y la de
Almagro llevaba a pensar en una muerte cruel.
-Los indios aseguran que ya no nos persigue ningún castellano- agregó Bernal
sin demostrar preocupación alguna –Cuando el Gobernador se dé cuenta que
los hombres que envió a perseguirnos no van a regresar nunca, se hará a la idea
que perdió su oro para siempre.
-Hasta ahora no nos han fallado- razonó con seriedad el jefe de la pandilla –
Nos guiaron por otro camino para evitar al Gobernador, nos alertaron que éramos
perseguidos… ¡Y están seguros que le quitamos el oro al tuerto para esconderlo
y devolverlo al Inca! ¡¡¡Ja, ja, ja!!!-
Bernal lanzó una gruesa y sarcástica risotada para agregar luego con gran
picardía:
El Cápac Ñan o Camino del Inca era una espléndida obra de ingeniería vial.
Recorría el Imperio incaico de punta a punta, surcando majestuosas montañas,
atravesando valles y grandes quebradas, cruzando ríos caudalosos y desafiando
precipicios que quitaban el aliento.
Con una ruta principal de 5200 kilómetros de largo y una red caminera de
cerca de 30.000 kilómetros de extensión, era posible unir los cuatro Suyos o
regiones en las que se dividía el Tahuantinsuyo del sur al norte y del este al
oeste.
De Tupiza partían las dos rutas más importantes hacia el sur: la primera de
ellas es la que tomó Almagro con su expedición, bajando por Tastil y Shinkal,
antes de cruzar el macizo andino hacia Copayapu, en Chile. La segunda ruta fue
la que siguió Bernal conducido por un puñado de chibchas anteriormente
sojuzgados por los incas. El camino, que recorría la inmensa quebrada de los
omahuacas, los condujo a Tilcara para luego internarse en el corazón de Tucma,
girar hacia el oeste, en dirección a Yokavil, pasar por Andalgalá y continuar por
la ruta que descendía transitando cuestas y bordeando precipicios.
Si bien Almagro regresó de inmediato al Perú para reunirse con el enviado del
Rey para dirimir sus cuitas con Pizarro, destacó una partida de soldados en
persecución de Bernal y sus secuaces. Diez castellanos bien armados, aunque
mal montados; solo dos corceles flacos y cansados. Alertado por los chibchas
Bernal emboscó a sus perseguidores en uno de los peligrosos pasos de altura
que atravesaba el Camino. Un paso que iniciaba en una garganta formada entre
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dos grandes riscos: cien metros en los que solo se veía las paredes de piedra a
los costados y el cielo límpido de los Andes sobre las cabezas.
Justo debajo, muy al fondo del paso, se hundía un valle majestuoso, en el que
viboreaba la gruesa cinta marrón de un gran río. El singular mirador formaba una
curva cerrada que conducía al camino por detrás de una de las paredes de la
garganta, dando comienzo al suave descenso hacia lo profundo del valle.
Garganta y balcón fue el sitio elegido por Bernal para convertirlo en el punto
perfecto de la emboscada…, y para que los aborígenes que lo acompañaban
aprendan que, la maldad del castellano, bien podía dirigirla hacia los suyos con
la misma despreocupación que lo hacía con cualquiera de ellos.
Los tres pobres infelices que se mantuvieron con vida corrieron consternados
hacia la única salida posible, la que se adivinaba al frente, el final de la garganta,
el estrecho balcón hacia el valle. El temor a la muerte cercana, los ayes de dolor,
el estrépito de las detonaciones, las flechas siseando en el aire, las piedras
estallando en la espalda, no hicieron más que acentuar el peligro y azuzar una
corrida desesperada.
El castellano que corría a la cabeza lo hacía mirando hacia atrás, sin prestar
mayor atención a lo que pudiera aparecer adelante. Impulsado por el pánico,
cuando se creyó libre sobre el balcón, descubrió aterrorizado que ya no existía
suelo debajo de sus botas… Cayó al precipicio en medio de un alarido
desgarrador que solo escuchó él mismo.
Los otros dos hombres que lograron salvar la garganta montaban a caballo.
Venían detrás en la hilera y si bien no cayeron abatidos tampoco resultaron
indemnes. Uno de ellos, con una saeta incrustada en la pierna y otra en un brazo,
salió disparado por sobre la cabeza de su montura cuando el corcel frenó su
carrera de golpe en el borde mismo del abismo; el hombre ni siquiera gritó su
muerte.
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El tercer español presenció la aterradora caída de su compañero y tuvo el
ánimo suficiente para apretarse al cogote de su caballo y lograr mantenerse en
la montura. En otro momento de lucidez, descubrió el camino que descendía a
su derecha y una columna de llamas que aguardaban cargadas formando una
fila extendida e inmóvil ¡El oro!
La tormenta de muerte acabó con los diez hombres que componían la partida
de Almagro en menos de treinta segundos, aunque uno de los castellanos,
malherido, imploraba auxilio caído entre los restos de sus camaradas.
-Alano, ahora te vienes con nosotros. ¡Vamos! ¡Arriba! Que todavía tenemos
mucho por andar.
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Puede que a raíz del cambio del tono de voz del hombre
al impartir la orden. Quizá respondiendo a esa atávica
relación que une a canes y humanos. Posiblemente por
ambos motivos, el alano, con un salto elástico, se puso en
cuatro patas, dirigió al hombre dos ladridos de aceptación y
partió al trote pegado a las patas de Bernal, dejándose llevar
por la misma suerte que conducía a su nuevo amo.
La estirpe de los Maiñque, entre las tribus de origen araucano, fue la primera
que, pacíficamente y después de años de desplazamientos, arribó a las
mahuidas de Casuhatí, tal el nombre que daban a estas sierras quienes vivían a
sus alrededores, los cheche-het, a quienes los araucanos denominaban
puelches.
Con el lento paso de los años, la vecindad de la tribu mapuche con los cheche-
het, fue propiciando un entrelazar de culturas que se vio reflejado en el idioma,
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las costumbres y las tradiciones. Así, con absoluta naturalidad, mapuches y
cheche-het intercambiaron armas para la caza y tácticas para la guerra.
Animales y plantas comenzaron a designarse con las mismas palabras.
Bautizaron con otros nombres a los mismos demonios y deidades, se sumaron
ritos prestados a ceremonias ancestrales y surgió, como resultado de tal
intercambio, un pueblo nuevo descendiente directo de uno y de otro…, los
pampas.
Hasta ahora.
Con la cara dirigida hacia el cielo y sin quebrar el canto, la mujer sagrada se
encaminó hasta quedar enfrentada al fuego que ardía en el centro del círculo
formado por los Maiñque. Las grandes llamas iluminaron a la Machi de lleno,
resaltando su piel seca y rugosa; los rasgos deformes, los ojos perdidos en el
fondo de un rostro viejo y gastado, cruzado por un incontable número de arrugas.
Apenas un paso dentro del círculo formado por la Tribu, enfrentados al fuego
del lado contrario al que ocupaba la Machi, se alineaban Maiñquelén junto a los
seis conas que componían la patrulla de exploración. Ellos eran los protagonistas
centrales de la noche. El motivo de la rogativa y los destinatarios a que la gracia
de Nguenechén se derrame con abundancia entre los Maiñque.
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conas invitándolos a que se acerquen al fuego con un pequeño gesto de su
cabeza. Los jóvenes acataron la invitación al instante, moviéndose con pasos
lentos y seguros hasta quedar ubicados a solo unos centímetros de las llamas.
La Machi les dirigió una mirada inquisidora, examinándolos hasta el fondo del
alma con ojos fríos y penetrantes. Solo Maiñquelén no desvió la vista de la mujer.
El temor, la inquietud y el silencio llevaron a que los otros seis jóvenes escapen
de la escrutadora vista de la Machi para refugiarse en la tranquilizadora magia
del fuego o en la repentina aparición de la pequeña ayudante de la mujer sagrada
que lentamente se acercó hasta ella para ubicarse a su lado.
La guerra era uno de los cuatro momentos en el cual los pampas pintaban sus
cuerpos utilizando distintos colores y figuras. Marcadamente diferentes a los
empleados durante la ceremonia de imposición del nombre en la niñez, de la
iniciación masculina o femenina al pasar a la juventud, y del tiempo en el que
formaban pareja siguiendo el llamado del amor, la pintura que preparaba a los
conas para la guerra señalaba la proximidad del enfrentamiento y lo sagrado de
aquel momento en la vida de la Tribu.
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Un goteo incesante se desprendía de la varita…, la pintura de color negro con
la que serían marcados los siete conas. Cuando la Machi juzgó que la Tribu
contempló por completo la pintura, volvió a introducir la varita en el cuenco. En
ese instante, empleando un idioma solo conocido por los dioses, la mujer inició
una oración en tanto hacía girar la varita de canelo dentro del cuenco.
Luego, uno a uno, los siete elegidos fueron llamados por la Machi para recibir
la marca de la guerra. Los conas se fueron acercando a la mujer con idéntico
orgullo y marcada prestancia, plantándose a un metro escaso de la Machi con la
vista clavada en el fuego, los hombros erguidos, el pecho recio, los brazos
cómodamente dispuestos al lado del cuerpo, las piernas abiertas y los pies
asentados con la misma firmeza que las sierras en el llano.
La mujer indicó al primer cona que se acerque hasta ella. Introdujo los tres
dedos medios de la mano izquierda en el cuenco, los embadurnó en pintura y los
usó como pincel. Con habilidad y presteza la Machi fue dibujando las figuras de
líneas rectas que se iniciaban en la frente, surcaban las mejillas, bajaban por los
brazos y terminaron marcando cada uno de los siete poderosos torsos pampas.
Maiñquelén fue el último en recibir la pintura ritual. Al dar el trazo final de pintura
negra que culminó la obra se reinició el tan-tan del cultrún y el pitido de la pufillca.
Con el sonido de los instrumentos musicales como fondo la Machi alzó los
brazos y miró a Maiñquepal transmitiéndole la orden esperaba. En el acto, el
Cacique dispuso los brazos desplegándolos del cuerpo y alzándolos unos
centímetros. Estiró los antebrazos. Quebró las muñecas dejando las palmas de
las manos en dirección al suelo y observó a la Tribu hasta que todos dispusieron
sus cuerpos en la misma posición que lo hiciera Maiñquepal.
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“En estas sierras habrá un gran enfrentamiento por un tesoro entre dos bandos:
el de los aborígenes y el de los españoles. Cuando iniciemos la contienda vos
vas a integrar el equipo de los aborígenes. Éxitos"
-¡Siempre Listo!
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Bajaremos haciendo una sola hilera. Yo voy a ir adelante- nos preparó Cacho.
–Tenemos que movernos con comodidad y seguros de dónde ponemos los pies.
Descender parece más fácil que subir, sin duda es más descansado, por eso
puede convertirse en peligroso: nos confiamos, apoyamos el pie en una piedra
que aparenta estar firme y terminamos doblándonos un tobillo o dándonos un
resbalón que nos hace caer sentados… ¿Saben lo que es golpearse el “huesito
dulce”? ¿No?
Las sonrisas que nos arrancó Cacho al representar el dolor que significaba
golpearse aquel punto tan sensible del cuerpo, el sitio donde la espalda cambia
de nombre, nos predispuso a escuchar con la debida atención las últimas
recomendaciones para el descenso:
Asentimos en silencio, Cacho estaba por finalizar sus consejos antes de iniciar
el regreso a la Cueva de Los Guanacos.
Cacho realizó cada uno de los movimientos que nos aconsejaba en la medida
que explicaba su conveniencia, la de caminar en zig-zag por sobre hacerlo en
línea recta; de los pies dispuestos de costado, en lugar de utilizarlos con la punta
de los dedos hacia adelante. Lo bueno de bajar el centro de gravedad del cuerpo
al movernos con las rodillas algo flexionadas, lo que nos haría disminuir las
posibilidades de una caída.
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persona que teníamos por delante, era imposible dejar de admirar el estupendo
cuadro de las sierras que se abría ante nosotros.
El Tres Picos es uno de los puntos de mayor interés para scouts, aventureros,
amantes de la naturaleza y afectuosos de los retos a los que nos invita dentro de
la provincia de Buenos Aires. Es probable que la única ocasión de encontrarse
absolutamente solo en la zona sea durante los días de semana y fuera de la
época de vacaciones. En pleno enero nos resultó llamativo no encontrarnos con
nadie acampando en la Cueva cuando arribamos por la mañana. Pero desde el
mismo instante en que iniciamos nuestro medido descenso en hilera, tres veces
debimos interrumpir la marcha para cumplir la sentencia de la montaña: “el que
sube tiene el derecho de paso”. De esa manera permitimos que varios
excursionistas continúen su marcha tras el mismo objetivo, la misma cima que
un ratito antes habíamos conquistado los Zorros.
A pesar de no dejarse ver por dentro, lo que nos impidió saber si había carpas
o gente guareciéndose en la Cueva, pudimos observar desde lejos toda la zona
circundante, eso nos trajo la noticia que eran varios quienes pasarían la noche
en el lugar: contamos cuatro carpas armadas y una quinta que en ese momento
era levantada por dos personas.
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Si bien yo esperaba tener la sierra entera para la Patrulla Zorro –deseo que
no había dado a conocer- sabía de antemano que no seríamos los únicos en la
Cueva y mucho menos en el Tres Picos.
Partir temprano por la mañana nos permitió ser los primeros del día en
ascender las sierras, plantar las carpas en la Cueva, eligiendo donde hacerlo a
nuestra entera preferencia, y disponer de la cima del Cerro en exclusividad. Pedir
más era exagerado.
Por suerte para todos, la gente con la que nos cruzamos durante la caminata
y la que encontramos acampando alrededor de la Cueva –nadie armó la carpa
adentro porque quedaban demasiado pegaditas a las nuestras- era gente muy
macanuda y atenta: un grupito de cuatro muchachos entrenándose para
ascender el Lanín en febrero, con quienes compartimos lo que nosotros vivimos
y conocimos del Volcán cuando acampamos a orillas del Huechulafquen dos
años atrás. Dos parejas jóvenes que admiraron nuestra “corta edad” para
animarnos a la aventura de acampar en el Tres Picos. Y dos muchachos que
resultaron ser Rovers de un Grupo Scout de Buenos Aires, quienes nos
enseñaron un par de danzas muy divertidas durante la velada que realizamos en
la noche, todos juntos, como compañeros de siempre.
Sin duda el momento culminante se produjo cuando Marina nos condujo hacia
el reino de la fantasía y la imaginación. Qué sencillo nos resultó cruzar el mar
desde España hasta el Perú. Maravillarnos ante el imponente Cuzco. Conocer a
los Incas y sufrir la misma traición. Padecer el resultado de la avaricia del
hombre, más que el hambre y el frío. Quedar hipnotizado ante ceremonias
místicas y legendarias. Saber de Araucanos, Tehuelches y Pampas. Descubrir
costumbres, presenciar batallas, soñar con riquezas…
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aventura y el embrujo de la naturaleza, todos ellos, tras el último
canto de la noche, la oración del Kumbayá, nos hundimos en las
carpas para entregarnos a un sueño reparador, agradecidos de
haber vivido aquel encuentro y de haber disfrutado con la leyenda del
Tesoro Inca y de la melodía de la canción. Fue algo que
guardaríamos para siempre como recuerdo de una noche distinta,
especial, placentera.
Los apilamientos de piedras con los que el Inca señalaba los puntos
escarpados del camino, conocidos como apachetas, luego de duras jornadas de
caminatas, los españoles las tomaban como puntos de parada y descanso. Más
allá de su presencia, el sendero se volvía doblemente empinado, duro y difícil de
transitar.
Los hijos de España sentían el cambio en cada fibra del cuerpo; la vista se les
ponía vidriosa, faltaba el aire, pesaban las piernas y la cabeza parecía girarles
sin cesar hacia uno y otro lado. Para los europeos era imposible acometer una
nueva cuesta sin antes haber recobrado fuerzas, serenar el corazón, enfocar la
vista y lograr mantener la cabeza en su lugar.
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A diferencia de ellos, los diaguitas, que se vieron forzados a reemplazar al
puñado de chibchas, y que ahora guiaba a la partida y conducía las llamas, daba
la impresión de no hacerles mella el esfuerzo, como tampoco sufrir la imponente
altura de la cordillera. Al igual que los gráciles animales de carga, se encontraban
en su elemento.
-¡Malditos animales!- estalló Ursicio sin que nadie pueda asegurar si el gigante
se refería a las llamas o a los aborígenes. -¡¿Cómo pueden aguantar?!- finalizó
gritando de impotencia.
-¡Tú! ¡Ven aquí!- Ursicio señaló al diaguita más cercano indicándole con la
mano que se acerque hasta él.
Por todo eso, y por la total falta de escrúpulos que demostraba a cada instante,
sumada a la facilidad con la que decidía sobre la vida y la muerte de los demás,
fueran éstos incas, diaguitas o blancos, Wari se mostró atento a los deseos y
caprichos del hombre barbudo aunque sin olvidar la esencia de su propio
nombre…, indomable.
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Parado delante de Ursicio, con la mirada clavada en el gigantón, Wari temía
por lo que podría hacer el blanco que se mostraba frustrado y furioso a la vez.
Indefenso, Wari dejó escapar un vistazo hacia el jefe del grupo. Si algo estaba a
punto de sucederle era ese el hombre al que debía recurrir pidiendo compasión.
-¿Qué son esas hojas que se meten en la boca?- preguntó Ursicio tocando el
pómulo de la cara de Wari, en el cual se le destacaba la gruesa bola de hoja de
coca que el diaguita acuyaba lentamente y sin pausa.
Wari no entendió las palabras de Ursicio, si bien creyó comprender que ellas
algo tenían que ver con las hojas sagradas. Los blancos no las masticaban. No
conocían su poder. Montados sobre las grandes bestias de cuatro patas escasa
era la fatiga de la marcha para ellos. Pero ante los esfuerzos de la altura, con
sus empinadas cuestas y sus traicioneros caminos de cornisa, los blancos
debieron caminar al lado de sus bestias para no matarlas de cansancio o para
no desbarrancarse juntos en las profundidades de una quebrada.
Tomados por seres parecidos a los dioses venidos desde muy lejos, incas,
chibchas o diaguitas entendieron que los barbudos blancos no necesitaban las
hojas sagradas de coca. Pero en este momento los supuestos dioses blancos
comenzaron a mostrarse débiles de piernas, el pecho vacío de aire, la piel
sudorosa y la lengua hinchada por la sed. Estos no eran dioses.
Poco tenían de divino, pero eran hombres poderosos y decididos que quizá
ganarían más poder si acuyaban en la boca las hojas sagradas.
-¡Por todas las bestias que habitan este país del infierno!- gritó Ursicio -¡Esas
hojas son más amargas que la hiel de satanás! Ahora entiendo por qué estas
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gentes son paganos adoradores del sol y de la tierra. ¡Son hijos del diablo! ¡Y
comen hojas amargas que solo alimentan a los demonios y a las brujas!
-¿Quieres decir que nosotros también tenemos que masticar esas hojas del
demonio?
-No es eso lo que digo Ursicio, aunque quizá no fuera mala idea…
Dejándose llevar por algo que le vino a la mente y que guardó para sí, Rafael
volvió a sonreír. Miró al diaguita, todavía con el terror marcado en el rostro por el
ataque del alano, y le señaló la bolsita de hojas de coca que quedó en el suelo.
Wari tomó la bolsita indeciso.
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-Así es nuestra vida chaval. Es lo que Dios quiere y lo que nosotros solo
tenemos que aceptar. Tú, agradécele a la Virgen de la Victoria por estar vivo.
-Yo rezo pidiendo perdón por los dos- le decía la madre a Rafael –Tú Rafael,
reza pidiendo riquezas. Convertirte en un señor con una gran casona donde vivir
con tu madre, rodeada de magníficas tierras y de muchos sirvientes que las
trabajen para ti. Esta era la única esperanza que podía infundir en su hijo: rezar
por algo que ella sabía que Rafael jamás alcanzaría lograr.
Por un instante el extremeño dejó de masticar las amargas hojas de los indios.
No le resultó agradable mantenerlas en la boca. En cuanto las saboreó sintió un
picor que nunca había experimentado y que, tras masticarla y masticarla, se fue
transformando en un jugo amargo que sentía abarcarle la boca por entero,
deslizarse a través de la lengua recorriéndole lentamente la garganta. Nada
poseían aquellas hojas de sabroso, pero si de alguna manera lo ayudaban a
mantener el cuerpo firme y el buen ánimo para seguir adelante, las seguiría
masticando, día y noche si fuere necesario.
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-Espero tengamos mejor camino por delante Rafael…- comentó Ursicio
inquieto.
-¿Qué puede ser más difícil de lo que pasamos hombre? Dejamos atrás al
Tuerto y los suyos, a estas cumbres que no debe haberlas más altas en todo el
mundo… ¡No te muestres tan pesimista! ¡Mira el tesoro que conquistamos! Si
fuera por ti seguiríamos cuidando la fortuna del Tuerto.
-Tienes razón en ello, Rafael. Pero no te dejes llevar por la euforia. Ni siquiera
tú sabes cuánto camino tenemos por recorrer hasta dar con la Mar Océano.
-Por mucha que sea la distancia ya pasamos lo peor. Estoy seguro que solo
tenemos por delante buenas tierras y gentes tan inocentes y sencillas como
éstas- dijo Bernal señalando a Wari y al grupo de diaguitas que conducían las
llamas.
-¿Cómo puedes soportar esas hojas del demonio en la boca?- agregó Ursicio
cambiando de tema y guardándose para sí las dudas que se le presentaban ante
la travesía para dar con la Mar Océano.
Wari, al igual que el resto de los diaguitas, desapareció durante esa misma
noche aprovechando el pesado sueño de los blancos. Bernal tomó la huida de
los indios como un simple contratiempo de la marcha.
Ahora serían ellos, los huarpes, quienes guiarían a los blancos y atenderían a
las llamas que transportaban el tesoro.
Una alocada exclamación de vítores coronó las palabras del gigantón. Entre
los castellanos todo era sonrisas y satisfacción. Cada uno de ellos, a su manera,
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se veía en la Patria rodeado de oro y de placeres, dándose
la gran vida, la que se merecían después de tanto esfuerzo.
El interior de la casa pampa los recibió con siete lechos de mantas, las que
fueron confeccionadas con los quillangos más suaves y finos que pudieran tejer
las hábiles manos de las mujeres de la tribu. En el centro del toldo brillaba el
rescoldo de ramas de canelo esparciendo una tenue cortina de humo y el
característico aroma de la madera al quemarse.
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excitación de la ceremonia nocturna, vencidos los temores y con los cuerpos
relajados por el descanso, las tripas rugían pidiendo que las atiendan.
-La hueles de la misma manera que lo estoy haciendo yo- le dijo Maiñquelén.
–No soñé con comida, pero sé qué es lo que nos está esperando en la puerta
del toldo- agregó el toqui señalando con la cabeza en dirección a la entrada de
la vivienda.
–La última comida que disfrutaremos sin apuros antes de partir a cumplir con
nuestra misión- culminó el toqui.
Parte de las sobras del banquete, las que cupieron, fueron a parar a la
trongtrong, la pequeña bolsa de provisiones confeccionada con la ubre de
guanaco; cada cona portaba la suya. Era el alimento que consumirían durante el
camino. Con la patrulla lista para emprender la misión, como adivinando el
instante exacto de la partida, el cacique Maiñquepal, al igual que el cóndor al
planear en el cielo, se acercó lentamente hasta su hijo contemplándolo con
orgullo y dignidad, en tanto los conas al mando de Maiñquelén se mantenían
apartados respetando la intimidad del encuentro.
-Tienes en tus manos mucho del destino de la Tribu- Maiñquepal extendió las
manos para atenazar en ellas los brazos de Maiñquelén.
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-Tú lo has dicho padre. Cuidaremos que los Maiñque nos mantengamos libres
del winca ¡Lo prometo!- la voz de Maiñquelén resonó como el rugido de un felino
al defender a sus cachorros. Su ardiente mirada, posada en los ojos de
Maiñquepal, acentuó la potencia de las palabras.
Siempre guiados por el toqui Maiñquelén, los conas se movían sin esfuerzo
aparente y sin detenerse jamás. La carrera de la patrulla hacia la cima precisó
dejar atrás los pastizales de la llanura y la alfombra de flores que tapizaba el pie
de la mahuida. Se internó en la sierra cruzando los arroyos que bajaban desde
las vertientes y pisando las piedras que se calentaban por los rayos del sol. Subió
infatigable, disminuyendo la intensidad del ritmo pero no el trote, por los
pequeños senderos solo conocidos por la gente de la sierra. Más adelante,
valiéndose de manos y rodillas, escaló sin pausa las grandes paredes de roca
que cruzaban al camino.
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mujeres entregadas a la preparación del festín y a la Tribu
empachándose con carne fresca en tanto celebraba eufórica verse
libre del winca.
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Con los últimos resplandores del día anterior Cacho dejó la Cueva y se internó
en la sierra. Portaba la mochila y su eterna y cordial sonrisa ¡Qué buen tipo era
Cacho! Los scouts ansiábamos su grata compañía de la misma manera que
deseábamos divertirnos viviendo las aventuras que siempre nos proponía
gracias a sus actividades.
Si bien intuíamos la razón por la qué desapareció ayer o por qué no estaba
ahora, la pregunta de Félix tenía la intención de confirmar nuestras suposiciones,
y la mirada cómplice que nos brindó Marina fue suficiente para lograrlo.
Fue el arroyo quien nos borró las últimas señales de sueño que permanecían
en los rostros. Remojarnos la cara recurriendo a lo que nos regaló la naturaleza,
en lugar de abrir la canilla del baño de casa, posee por sí mismo una magia que
convierte aquella acción en una experiencia fascinante. Instante que gracias al
agua fresca y vivificante alimenta esas ansias de seguir adelante, de querer más,
de dar con cosas nuevas.
-¡Escuchen chicos! ¿Qué es ese ruido que viene desde allá?- Paula señalaba
con el cuerpo entero en dirección río abajo.
-Más adelante hay una cascada- explicó Marina. –Si hacemos silencio la
podemos escuchar con claridad…
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-Ya tendremos tiempo más tarde. Ahora terminemos de asearnos y volvemos
a la cueva a desayunar. Tampoco olviden de llenar las cantimploras y las
botellas. Cuando terminemos el desayuno seguimos con el juego
Junto al desayuno tardío de Cacho y nuestra revisión del equipo nos dimos
tiempo para despedir a los futuros escaladores del Lanín que iniciaban el
descenso hacia el casco de la estancia Funke; como así también con la pareja
de enamorados que acondicionaba las mochilas para seguir el mismo camino
que los escaladores. En ambos casos abundaron las palabras de afecto y los
sinceros deseos de éxito. Con los Rovers de Buenos Aires la despedida sumó el
intercambio del Pañuelo de Grupo de Mario, quien a partir de ese instante lució
en su cuello los hermosos colores de la hermandad scout.
Más tarde, ese mismo día, comentamos con la Patrulla lo que sentimos por
nuestros ocasionales compañeros de la Sierra ¡Pensar que horas antes éramos
perfectos desconocidos! Esas mismas personas, al principio extrañas, después
de compartir una experiencia diferente a las que realizamos comúnmente,
pasaron a convertirse en auténticas compañeras de ruta.
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Transcurrido el tiempo, al recordar con nostalgia los días vividos en el Tres
Picos, descubrí en aquellos circunstanciales amigos auténticos ejemplos a
imitar… ¡Me encantaría estar de novio con una chica con la que cual explorar un
sitio desconocido! ¡Escalar el Lanín! ¡Ser Rover, y recorrer el País con una
mochila al hombro! Es muy probable que nunca más me cruce con los
ocasionales exploradores serranos. Quizá con los Rovers de Buenos Aires en
algún Encuentro Scout, un Jamboree o algo por el estilo, pero con los demás lo
veo tan difícil como que pueda caminar sobre la luna (lo que sería sensacional).
A pesar de esta realidad estoy seguro que siempre los recordaré. Que en
algún momento me encontraré soñando con cada uno de ellos y su magnífica
actitud ante la vida.
Sobre el techo de la Cueva recibimos las consignas del juego. Cada uno de
los Zorros formábamos parte de uno de los dos equipos a enfrentarse,
Aborígenes o Españoles, si bien todavía lo manteníamos en secreto aunque sin
conocer el motivo. Sentados en semicírculo escuchamos la idea general del
juego: encontrar el Tesoro de los Incas. Como así también las distintas reglas
para jugarlo.
También aparecían otros dos triángulos, cada uno de señalado con números
diferentes: 1 y 2. Representaban un banderín rojo que encontraríamos en el
terreno y señalándonos el camino hacia el Tesoro de los Incas.
Los mapas eran diferentes entre sí. La razón de ello era que la primera parte
del juego se realizaba individualmente y constaba en interpretar el mapa para
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luego iniciar la búsqueda de los banderines rojos. El primer objetivo era dar con
el banderín 1 (cada banderín rojo tenía escrito el símbolo del oro y el número
correspondiente, 1 o 2) A continuación podíamos seguir hacia el banderín 2.
En este punto nos encontraríamos con los restantes jugadores del equipo y
con un sobre que encerraban las indicaciones para proseguir con la búsqueda
del Tesoro de los Incas. Si interpretábamos correctamente el mapa no
tendríamos inconvenientes de ningún tipo; de no ser así, si de pronto eran cinco
los que se encontraban en el banderín 1, alguien estaba perdido…, y su equipo
dando una importante ventaja al equipo contrario.
-¿Ya podemos salir?- Rikki no hubiera realizado esa pregunta sin haber
interpretado el mapa y decidido el camino a seguir.
El desafío de valerme por mí mismo era el mayor impulso con el que podía
contar. Aquello que en su momento aprendí jugando en otros campamentos hoy
sentía que lo ponía en práctica de manera diferente. Otro juego, sí, pero
reuniendo condimentos únicos que lo volvían especial: el terreno majestuoso,
amplio, desconocido. Los escasos puntos de referencia próximos, como ser
árboles, postes o edificaciones. La posibilidad latente de equivocar el camino, de
perderse en la inmensidad de la sierra. Saber que no basta lo que pueda lograr
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uno solo sino que dependíamos de lo que realicemos los cuatro que
integrábamos el equipo. La incógnita de quiénes eran mis compañeros de equipo
y de cuál sería el “oro” del Tesoro.
Tal como lo esperaba, el banderín rojo con el símbolo del oro tenía escrito el
número 1. Con el mapa y la brújula en la mano marqué la dirección hacia el
segundo banderín y seguí mi camino.
-Sí. ¿Vos?
-Yo también. Parece que está más allá de aquella lomada- señalé una
pequeña cuesta atravesada por lo que asemejaba un paso natural entre las
rocas.
-Entonces vos sos del equipo de los Aborígenes. Yo soy Española- anunció
su deducción a manera de desafío.
-Lo lamento- expresé con ironía. –Sos parte del equipo que perdió el Tesoro.
-Eso cuenta la leyenda. Vas a ver que en la realidad será muy diferente- Con
tono doblemente desafiante y seguro Paula dejó sentada su posición con
respecto a quién ganaría el juego.
-¡Caro! ¡Esperame!
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–Si vos sos Española y caminás en dirección contraria a la mía Caro tiene
que ser Aborigen ¡Nos vemos luego!
-¡Ya somos dos! ¡Y espero que vos no te hayas perdido!- finalicé de comentar
antes de correr en pos de mi objetivo.
Paula respondió diciendo algo que no entendí. No volví la vista atrás pidiendo
me lo repita; troté subiendo la elevación, cuidando dónde apoyar los pies, lo
único que me faltaba era doblarme el tobillo. Alcancé a Caro que me esperaba
dubitativa en lo más alto.
-Mi camino señala hacia allá- apunté el dedo hacia una quebrada.
-¿Quién será el cuarto? ¿Félix o Mario? -Tiene que ser Félix- comencé a
explicar con seguridad. –Así, cada equipo tiene dos Guías y dos Sub Guías.
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-¿Se habrá perdido?- Caro miraba hacia la inmensidad de las sierras que
teníamos detrás preocupada por la suerte de nuestro cuarto compañero de
equipo.
Antes de que pudiéramos responder a su inquietud ella misma nos indicó otra
presencia que nos observaba desde lejos con la ayuda de unos prismáticos.
-¿Quién es?- quise saber. Veía la figura pero no me era posible darme cuenta
de mucho más, ni siquiera si se trataba de uno de nosotros.
-Es Marina- la vista de Caro sin duda era mejor que la mía y que la de Víctor.
-¡Allá viene Félix!- esta vez me tocó a mí descubrir a nuestro último jugador.
También él daba por sentado que éramos todos del mismo equipo. El sobre
contenía otro mapa. Similar al que recibimos de manera individual. Pero éste
tenía marcado un solo triángulo con el símbolo del oro y con una nota pegada en
la parte de atrás. La nota nos informaba que al dar con el tercer banderín
encontraríamos un nuevo mapa con otro destino señalado en él.
-Si nos perdemos ahora por lo menos no vamos a estar solos, los cuatro juntos
ya es distinto- comenté medio en broma medio en serio.
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La confianza de Caro era contagiosa. Ese es el primer atributo que
necesita quien emprende una tarea. No importa la edad, los
conocimientos, las dificultades. Es necesario tenerse confianza. Y si
a los Aborígenes todavía nos faltaba algo de confianza la actitud de
Caro la brindó con creces. Con toda convicción podíamos decir:
“Tesoro de los Incas… ¡Por vos vamos!”
-¿Les tienes miedo a esos araucanos? ¡No hay indio que pueda con nosotros!
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era uno de esos hombres. También era su compañero de aventuras, quien ideó
cómo apropiarse del oro del Tuerto, la ruta de escape hacia el sur y la forma de
terminar con aquellos que osaron perseguirlos. El grandulón perseguía sus
propios sueños de gloria pero sin duda que ellos adquirieron mayor grandeza
después de haber escuchado los de su amigo.
Bernal confiaba que la Mar Océano, hacia el este de las montañas, era la
mejor opción para embarcar hacia Castilla. Dirigiéndose hacia el oeste, hacia el
Mar del Sur, no solo deberían cruzar armas con los araucanos sino que luego de
enfrentarlos y vencerlos, si es que ello era posible, la única alternativa que tenían
significaba bordear el mar hacia el norte, hacia el Perú, a las vengativas fauces
del Tuerto o las oportunistas de Pizarro… En todo caso no solo perderían el oro,
también derrocharían sus poco apreciadas vidas.
El destino les señalaba hacia el este, aunque los escollos no eran pocos. El
primero de ellos era el territorio que se abría por delante que, a decir de los
huarpes, era extenso, inhóspito y desconocido. A ello se le sumaba el
inconveniente de no disponer de mapas o relaciones que indiquen el camino
hacia la Mar. Los nativos eran tan analfabetos como los castellanos, si bien para
los aborígenes no significaba ninguna contrariedad ya que no poseían ningún
tipo de escritura, pero los datos que daban nunca coincidían entre lo que decía
uno u otro.
Ante estos problemas Bernal pensó en seguir utilizando a los naturales como
guías después de tomarlos a la fuerza… Confiaba que estos guías sabrían dar
con la ruta a la Mar Océano, si bien arribar a sus playas no resolvía todas las
dificultades. Una vez en la Mar debían embarcar hacia España, pero…, ¿cómo?
¿En qué? Resultaba imprescindible disponer de un barco. Un galeón o una
carabela de aquellas que constituían las expediciones de exploración y conquista
enviadas por el Rey de España hacia el Nuevo Mundo. Echar mano a la nave de
un Capitán necesitado de proveerse de víveres o de agua potable, quizá que
haya desembarcado en la costa buscando refugio o realizando la reparación de
la nave luego de sufrir la furia de una tormenta. Bernal estaba convencido de
disponer de suficiente oro para comprar la voluntad de cualquier persona que el
azar le pusiera por delante, sin importar la promesa o el contrato que esta
persona hubiera asumido con el Rey, Gobernador, Adelantado o con autoridad
alguna.
-Tenemos que valernos de estos indios- Bernal hacía referencia a los huarpes
de Kuyun. –Y continuar nuestro camino hacia el este. Tú sabes como yo que
para regresar a Castilla debemos navegar la Mar Océano-
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–Si intentamos hacerlo por el Mar del Sur deberíamos dar vuelta al Globo, tal
como lo hizo el Capitán Elcano. Tarea arriesgada en extremo, por no llamarla
imposible.
El Nuevo Mundo, América, está rodeado por dos Océanos. Hacia el este el
Atlántico (nombrado por los europeos del siglo XVI la Mar Océano) y hacia el
oeste el Pacífico (el Mar del Sur). Los reyes españoles, interesados en abrir una
nueva ruta comercial entre Lejano Oriente y España, propiciaron la búsqueda de
un paso que una a la Mar Océano con el Mar del Sur (el Atlántico con el Pacífico).
La meta era dar con ese paso para arribar a las Islas de las Especias (las
Molucas, en Indonesia) y regresar a España con las bodegas de los barcos
repletas de condimentos exóticos luego de evitar, por un lado, a los marinos
portugueses que dominaban el Océano Índico y la travesía marina bordeando
África, y por otro, al Imperio Otomano que señoreaba en las rutas terrestres que
cruzaban Arabia y el oeste de Europa.
Tuvo éxito. Arribó a España pocos días antes que se cumplan los tres años
de navegación, acompañado por sólo 16 hombres a bordo del Victoria. La carga
que logró transportar fue suficiente para pagar los inmensos gastos de la
expedición y arrojar ganancia. Ante semejante resultado la Corona de España
duplicó su interés y redobló la apuesta enviando nuevas expediciones por todos
los mares.
-No sabemos cuántas leguas nos separan de la Mar Océano pero confío que
siguiendo el cauce de este río llegaremos hasta él-
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El grupo de castellanos que comandaba Bernal comenzaba a mostrar los
primeros signos de nerviosismo y desconfianza. Los caminos de altura, el sol
oprimiendo el pecho debajo del peto de la armadura, la inmensidad infinita de las
montañas, la falta de descanso, sumados a la tonta creencia de un pronto
regreso a España y a la seguridad de que no había Santo que los asista, hacía
flaquear los ánimos y generar disputas y peleas.
Ursicio acabó con la primera pelea golpeando a los dos contrincantes con
tanta vehemencia que uno de ellos quedó sin sentido por varios minutos,
mientras el alano mordisqueaba a gusto al segundo. Bernal y su labia pudieron
con el resto. Los hombres, más calmos, se prometieron seguir adelante. El
sacrificio de hacerlo se pagaba con oro, y gloria.
Los huarpes, al igual que lo hicieron todos los pueblos nativos del Nuevo
Mundo, recibieron a los españoles con timidez pero siempre dispuestos a
demostrar amabilidad, ofreciendo sustento y brindando hospitalidad. Alarmados
ante el poder de las armas, sorprendidos por la presencia de los caballos,
temerosos ante la apariencia de semidioses (en el caso de los huarpes creyeron
que podían ser enviados de su dios, Hunuc Huar, quien habitaba en las
montañas), resultaron presa fácil de la codicia, la brutalidad y el desprecio de los
hombres de Castilla.
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pescado y patay, de beber abundante aloja para aflojar el espíritu mediante el
alcohol de las semillas del algarrobo, y dormir a pata suelta.
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Nuevo Mundo, preguntaba al huarpe sobre el trayecto del río y la distancia que
lo unía con el mar.
Las siluetas dibujadas en el suelo eran muy extrañas… tanto como las
palabras que escuchaba sin entender. Al parecer, algunas de ellas eran más
importantes que otras porque se las pronunciaba lentamente, con la boca
completamente abierta, y asistidas de peculiares gestos de la cara y de las
manos. Guaimaré decía que sí agitando la cabeza con decisión cuando intuía
que eso era lo que se esperaba de él.
Ser huarpe significaba formar parte de un pueblo que parecía haber sido
concebido para recorrer las montañas y navegar las lagunas. Altos y espigados,
de brazos largos y ancho pecho, poseían un paso rápido y ágil. Eran incansables
en las alturas e infatigables con los remos de sus canoas. Pacientes y pertinaces,
tenían el mérito de correr detrás de un guanaco por horas enteras y vencerlo por
cansancio. Tejían laboriosamente las plantas de totora hasta construir una canoa
liviana y resistente con la que se internaban en las lagunas detrás de la apetitosa
carne de pescado. Como las nieves eternas de las altas cumbres que se
distinguían desde Guanacache, parecía que nada los conmovía y que por sobre
todo, sabían esperar.
Guaimaré se destacaba entre los suyos por ser quien mejor conocía los sitios
más apartados y distantes. Recorrió parte de aquel río que demarcó Bernal en
la tierra. Conocía perfectamente dónde comenzaba el río, por dónde se internaba
77
y qué camino seguía hacia el este, pero no conocía cuál era su final... También
tenía la certeza que más allá del Kuyun, en la misma dirección que llevaba el río,
en medio de las pampas, se elevaban pequeñas montañas. Lo escuchó decir de
viajeros de otros pueblos, quienes también le hablaron de gentes más altas y
fuertes que vivían hacia el sur. Guaimaré no podía creer que existiera gente más
alta y fuerte que los huarpes, ni siquiera los araucanos, pero si se lo hubieran
dicho antes tampoco hubiera creído que existían ñuchum, gente de piel blanca
provistos de palos largos a los que hacían vomitar fuego y matar a la distancia.
¡Esos gestos sí los entendió! Le indicaron que él, Guaimaré, tuvo el valor y la
sabiduría de completar el dibujo en la tierra. El dedo del blanco tocándole el
pecho para luego dirigirlo hacia la línea que unía al río con las pequeñas
montañas de la pampa así lo indicaban. Por primera vez Guaimaré miró a Bernal
a los ojos sin temor. Contemplándose abiertamente, le brindó una sonrisa y
movió la cabeza hacia arriba y hacia abajo reafirmando su deducción.
–El indio me asegura que el río termina en el mar. Él recorrió su cauce y nos
certifica el camino ¡La Mar Océano está cerca, Ursicio!
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Existen experiencias que el ser humano vive desde siempre de igual manera,
fuere cuando formaba pequeñas tribus diseminadas por el planeta, al comenzar
a reunirse en comunidades más grandes y organizadas o mucho después,
cuando se aglutinó en ciudades inmensas y despersonalizadas. Experiencias
que no cambiaron, aunque el paso de los siglos logró refinarlas de la misma
manera en que la civilización logró desarrollarse y multiplicarse.
Son las experiencias nacidas en las entrañas, pensadas con el corazón más
que con el cerebro y expresadas en la irresistible necesidad de compartirlas con
los otros: el rumor, los chismes, las malas noticias, el escándalo que se propaga
con ritmo propio.
Corren de tal manera que son imposibles parar; veloces como la luz e
impactantes como el rayo. Tienen la misma capacidad de abrirse camino que la
corriente de agua construyendo su cauce, de expandirse en todas direcciones
como los tentáculos de un pulpo, posándose implacable en aquellos a quienes
alcanza. Además, lo realizan con la extraordinaria particularidad que nunca es
posible dar con la primera voz e incluso con quienes se hicieron eco del mensaje.
Siempre es anónimo. A veces mentiras, otras realidades a medias y también las
hay, por supuesto, verdades crudas y dolorosas.
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El Imperio Inca, poderoso y organizado como ningún otro pueblo en el Nuevo
Mundo, disponía de un excelente sistema de comunicaciones que abarcaba
desde el Ecuador, al norte, hasta las lagunas de Guanacache al sur. Los
chasquis, mensajeros que recorrían el Camino del Inca siguiendo las órdenes
imperiales primero, y su conciencia después, al ser sojuzgado el Inca por el
conquistador español, tuvieron la misión de informar sobre aquello que se
avecinaba.
Entre Kuyun, los llanos del este y la estepa del sur, territorios conocidos por
los aborigen con el nombre quichua de pampa, la noticia de la caída del Inca a
mano de los invasores se propagó de inmediato debido a las chilcas, a los
mensajes, enviados entre caciques y a las historias que hicieron circular los
viajeros de las distintas tribus de uno y otro lado del territorio. Fue así que se
corrió la voz de la aparición de la columna de hombres blancos transportando un
Tesoro perteneciente de los Incas, y presagiando para los aborígenes un futuro
oscuro y triste.
Las chilcas no eran mensajes escritos. Ningún pueblo aborigen del Nuevo
Mundo conoció la escritura hasta la llegada de los europeos. El chilcatuve, el
mensajero, llevaba el recado en su memoria. Lo transmitía utilizando las palabras
exactas del cacique que lo enviaba. Para araucanos y pampas el valor de la
palabra y la capacidad para transmitirla era tan importante como la habilidad para
la caza, la pericia para jugar palín o la destreza para la guerra.
Maiñquelén y los seis conas que formaron la patrulla enviada por los Maiñque
contemplaban el horizonte hacia el oeste en busca de alguna señal que denote
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la presencia de cualquiera acercándose a Casuhatí. Se mantenían erguidos en
el balcón de la mahuida kelü, la sierra colorada, el sitio más alto y propicio para
observar el terreno, no solo hacia el oeste –por donde presumían se acercaría el
winca- sino también hacia el norte y hacia el sur, direcciones probables ya que
nadie sabía el camino exacto que tomó la columna de hombres y de llamas
cargadas con el Tesoro.
Los siete conas atisbaban el horizonte utilizando el “larga vista” del pampa:
una piedra larga y fina, como la punta de una lanza, que se coloca en forma
plana delante de los ojos. De esta manera podían descubrir el más mínimo
movimiento que quebrara la quietud de la llanura.
-Un pangui o un nahuel que va a tener que buscar comida en otro lugar-
sentenció el toqui.
Sopesando que todavía no existía nada por qué inquietarse Maiñquelén dejó
de observar el horizonte y organizó a la patrulla para cumplir con la tarea de
vigilancia.
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Sin necesidad de pronunciar palabra cada pampa se hizo cargo de su
consigna asintiendo con premura. Por sobre todo, cada integrante de la patrulla
comprendía perfectamente que estaban ante una situación límite que solo
podían superar dando lo mejor de sí, cumpliendo la tarea asignada sin
vacilaciones.
Con el paso de las horas cuyén prosiguió su ascenso, a cada paso más blanca
y redonda. El manto de estrellas se desplegó por completo ocupando el
firmamento en todas direcciones. El espectáculo de la noche serena era
sobrecogedor. Una estrella fugaz se desprendió del manto de puntitos luminosos
y cayó en la inmensidad de la pampa perdiéndose en la oscuridad.
-¿Es posible ver en la tierra una estrella caída del cielo?- preguntó Eluney, el
más joven e inexperto de los conas que integraba la patrulla.
-Mira allí- Eluney indicó en dirección a la entrada del abra que formaba el valle.
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-Puede ser… ¡Ve a buscar a Maiñquelén! ¡Rápido!
-Un fuego. Lo alimentan con totora. Por esa razón las llamas crecen de golpe
y bajan con la misma rapidez- comentó Maiñquelén después de examinar la luz
que destacaba la oscuridad de la pampa.
-Si son los wincas, ¿no les importa que los puedan descubrir?
-¿Por qué no usan sus palos largos que escupen fuego contra ellos?
-¿Estás seguro que se trata de los wincas? Puede que se trate de paisanos u
otro chilcatuve con una nueva chilca para Maiñquepal.
-¿Qué hacemos?
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Tal como lo aprendimos y practicamos, dispusimos al equipo para dar con el
próximo banderín de manera práctica y eficiente. Uno de los cuatro, en este caso
Víctor, se ubicó en el sitio en que estaba el banderín 2 y el mensaje que él nos
reveló. El mensaje y un nuevo mapa del cerro Napostá, nos indicaba la posición
de un tercer banderín y de las postas intermedias que encontraríamos hasta dar
con él. Para lograrlo disponíamos de la distancia aproximada en la que se
encontraban las postas y el banderín y, obviamente, la dirección en la que
buscarlos.
Era importante contar los pasos porque era nuestra medida de longitud. La
primera posta se ubicaba a la friolera de ¡1.100 pasos! Para nuestras piernas
estábamos al corriente que significaba alrededor de 600 metros. Pero al dar con
el segundo punto de referencia contamos entre 980 y 992 pasos…, cada uno de
los tres de acuerdo a su propio paso… 100, 120 pasos más, la posta estaba
cerquita…
Con Víctor otra vez junto a nosotros esperamos ansiosos la orientación del
camino a tomar. El navegante no se dejó ganar por el apuro; ubicó la brújula
sobre una piedra plana, de la que abundan en la sierra, y miró atentamente hacia
dónde señalaba la aguja imantada.
-¿Qué es eso? Son tres piedras apiladas… -¡Vamos!- Tiene que ser la posta.
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Si bien el método que empleábamos podía parecer lento teníamos presente
que era esta la técnica más precisa y segura para seguir una pista o dar con un
punto en una dirección determinada cuando el terreno era amplio y solo se
contaba con la orientación mediante el uso de una brújula. Experiencias
anteriores, menos duchos en lo que hacíamos y más ansiosos por la búsqueda,
así nos lo indicaban. Con los Águilas, Patrulla de la cual era el Guía en la Unidad
Aconcagua, ya había vivido lo que significa perder un Tesoro equivocándonos al
seguir una pista por apurados y desorganizados: corríamos todos juntos,
queriendo dar con el tercer signo de pista antes de encontrar el segundo y
compitiendo entre nosotros mismos al hacerlo.
Sin duda Caro era a quien mejor se le daba descubrir lo que buscábamos a la
distancia. A 200 pasos, traspuesta una lomada, se distinguía un banderín de
color amarillo. La orientación era la correcta. El tercer banderín, a diferencia de
los anteriores, era de color del sol. Junto a la estaca que lo mantenía erguido nos
esperaba el consabido sobre en el que pendía un mapa, el último, indicándonos
la orientación y la distancia para dar con el próximo banderín y un mensaje.
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Víctor explicó en voz alta lo que todos conocíamos. Ya en otros juegos
utilizamos la misma clave, si bien los símbolos a descifrar eran diferentes. Al final
del escrito aparecía una ayuda: el símbolo que representaba a siete de las letras
del mensaje.
“El cuarto y último banderín les señala la dirección del Tesoro de los
Incas. Recorran quinientos metros para encontrarlo” ¡Éxitos!
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Hasta el momento nada sabíamos de ellos. El único instante en el que nos
cruzamos fue al principio del juego, cuando cada jugador iba por su cuenta detrás
del banderín 1. Si en este momento estaban a la par de nosotros o desenterrando
el Tesoro era algo que ignorábamos por completo.
-¿Vieron la estaca?- nos preguntó Víctor con un acento que escondía una
burla.
-¿Qué tiene…?-
Este Noreste. Hasta el momento, cada rumbo que debimos seguir nos fue
expresado en grados. Por primera vez durante el juego en lugar de números nos
topamos con las letras. Y estas señalaban uno de los puntos colaterales de la
rosa de los vientos. Así expresado, el rumbo era más sencillo de seguir pero, esa
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aparente sencillez, puede resultar fatal para dar con el sitio exacto donde
encontrar el Tesoro de los Incas.
En determinado momento nos topamos con una barrera de piedra la cual era
necesario traspasar, hecho que redoblaba la probabilidad de desviarnos del
camino sin que nos diéramos cuenta. Era imposible subir la pared. Debíamos
rodearla y regresar al mismo punto pero del otro lado de la roca. Por esa razón
decidimos que Víctor se establezca en el sitio de la pared que nos marcaba el
rumbo ENE. Los tres restantes intuimos era más rápido hacerlo hacia la izquierda
y nos dirigimos en esa dirección contando los pasos que realizábamos. De esta
manera, cuando diéramos con el paso que nos permitiría superar la pared,
regresaríamos la misma cantidad de pasos por el otro lado. Si lográbamos
hacerlo con exactitud, al completar la caminata estaríamos parados en el mismo
lugar en el que se ubicaba Víctor del lado contrario del paredón.
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permitió llegar a donde estábamos. Ubicado el ENE, proseguimos el
descenso por la quebrada y la búsqueda del sitio donde se
encontraba el Tesoro.
Si bien nunca había llegado más allá de la unión de los dos ríos más grandes
de la región, el que seguía la partida y aquel que se le unía a tres días de marcha,
quizá cuatro por la carga que transportaban, el guía huarpe señaló con profusión
en el suelo la marca con la que representó al río que seguían, (con el paso de
los siglos nombrado Desaguadero) la unión con aquel que lo alimentaba llegando
desde el oeste (luego llamado Atuel) y cómo ambos grandes brazos de agua se
transformaban en otro río más robusto y poderoso (el Salado o Chalideuvu)
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Guaimaré explicó a Bernal la importancia de encaminarse siguiendo la margen
izquierda del río y también señaló, a pesar que nunca pasó más allá de la unión
del Desaguadero y del Atuel, la dirección que tomaba el Salado hasta tocar las
faldas de las sierras que se erguían en la pampa (hoy en día conocidas como
sierras de Lihué Calel) de las que escuchó hablar a viajeros y exploradores de
otros pueblos.
No sabía lo que existía pasadas las sierras. Quizá el río continuara su marcha;
tal vez moría en las sierras. No lo sabía. Pero contempló la felicidad del blanco
cuando dibujó la llegada del río hasta las sierras. ¿Qué importaba si el río no
terminaba en las sierras? Los blancos igual darían con ellas y eso era lo que
parecía que querían lograr. Tenía la esperanza que la alegría de Bernal sea una
muestra que estaba ganándose su confianza, en tanto se convertía en una ayuda
para mantener la seguridad de su hijo y la suya.
Desconocía el tiempo necesario para alcanzar las sierras a las que se dirigían
los blancos, y más aún el que tardarían en regresar a Guanacache, pero tenía
por seguro que volverían. Y cuando lo hicieran habrían ganado en fama y
prestigio delante de toda su comunidad. Eso era importante.
Ursicio dejaba de buena gana que las decisiones importantes, las que
excedían su flaco entender, las tome Rafael. Elegir la mejor ruta para arribar a la
Mar Océano era una de ellas, pero quería saber. El camino era más duro y más
largo de lo que creyó en un principio.
-Has visto que nuestro guía sabe por dónde nos conduce. Dibujó ese mapa
en donde marcó el otro río y su cauce hasta el mar. Vamos bien.
Los dos castellanos cabalgaban al paso, uno al lado del otro y con la presencia
del perro alano atento a su amo y a las tantas curiosidades que se le presentaban
en forma de un quirquincho, una iguana o una mara. Delante de ellos, con firme
andar, los guiaba Guaimaré. El sol era abrasador. Durante las horas más
calientes, hacia el mediodía, detenían la marcha para refrescarse en el agua y
buscar un poco de sombra entre los algarrobos que crecían cerca de la ribera.
No tenían problemas de comida; dos de las llamas que arrebataron a la
90
comunidad iban cargadas de maíz, zapallo, papa, poroto y pescado seco.
Productos propios del Nuevo Mundo que ganaron el paladar de los europeos en
tanto llenaban las necesidades de sus estómagos.
Bernal estaba convencido que los indios, al igual que los negros de África, se
adaptaban mejor al calor por el color de su piel y por la ausencia de las pesadas
y cargadas vestimentas europeas.
–Será mejor que de una vez por todas dejemos de usar estos petos de metal-
se golpeó la coraza que le revestía completamente el torso y gritó en voz alta lo
que todos sufrían:
-Buena idea, Ursicio. Buena idea- aprobó Bernal, quien detuvo el paso, giró el
cuerpo sobre la montura y gritó la orden de parada.
Era hora de escaparle por un momento al sol y así aprovechar para librarse
del metal que aplastaba los cuerpos a la vez que los identificaba con algo que
ya no eran. La marcha durante la tarde resultó infinitamente placentera. Los
hombres expandían el pecho gozando de la brisa que traspasaba las camisas
vigorizando el espíritu de la marcha. Menos pesados, se sentían cómodos y
ágiles. Nacieron las bromas y las sonrisas. Por primera vez desde que huyeran
con el tesoro del Tuerto se vieron así mismos como españoles ya alejados de la
milicia, como comerciantes prósperos que supieron ganarse un lugar en el
mundo gracias a su propio esfuerzo y decisión.
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de una comida que se nutrió con la carne de cinco maras que cazaron con
llamativa facilidad.
-¡El agua es un asco! ¡No se puede tomar!- protestó uno de los españoles
pasándose el dorso de la mano por sobre la boca para eliminar los rastros de sal
que le quedaron impregnados en los labios.
-El indio cree que estamos cerca del mar- continuó Bernal dejando de lado el
tema del agua salada. –Hizo un mapa en la tierra. Allí me señaló que la distancia
a recorrer es de dos o tres días de marcha.
-No creo que tengamos tanta suerte- Bernal respondió con suficiencia,
jugando con un palito con el que reunía brasas del fuego, restándole importancia
a la inquietud de su hombre. –Tendremos que esperar. Es sabido que el Rey
envía expediciones a explorar sus dominios y fundar ciudades antes de que le
gane de manos el Rey de Portugal. Cuando avistemos un barco lo haremos
atracar en la costa. ¡Y les aseguro que esa será nuestra nave para volver a
España con todo nuestro oro a cuestas!
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La perorata de Bernal fue recibida en silencio. Tanto significaba el oro para los
castellanos que se guardaron de expresar nada. No querían saborear el triunfo
por anticipado, era de mal agüero.
-¡Qué caras largas!- les lanzó Ursicio con una risotada de mofa. -¿Acaso no
son capaces de festejar que son libres, que son ricos y que en poco tiempo más
estarán gozando de la vida como nunca lo hubieran soñado? ¡Vamos! ¡A cantar!
¡A festejar!- y entonó con el poderoso vozarrón que los distinguía una de esas
pícaras canciones de cantina tan apreciadas entre los marinos y los soldados de
fortuna.
-Están felices. Hoy le anuncié a su jefe que al término de tres días llegaremos
a las sierras.
-No puede faltar mucho más, hijo- Guaimaré bajó la cabeza al terminar la
frase.
No sabía con exactitud cuántas jornadas restaban hasta alcanzar las sierras.
Su cálculo se basó en aquellos dichos realizados por los viajeros que llegaban a
Guanacache provenientes del sur. Y hasta el momento no habían fallado.
-Es probable... Sí, debe tratarse de una celebración en honor a sus dioses
¿Por qué otra razón tanta alegría y alboroto?
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Debo confesar que al escuchar las voces de los Españoles dejé de contar los
pasos que nos aproximaban al Tesoro, de la misma manera que me desentendí
del rumbo que seguíamos. Mal hecho.
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Los Aborígenes nos lanzamos a la búsqueda del Tesoro con verdadero
ahínco. El área que revisábamos, tanto Españoles como Aborígenes, era
limitada. Nos agolpamos en un radio de aproximadamente veinte o veinticinco
metros. Por espacio de quince minutos examinamos la zona extendiendo de
apoco el radio de acción, pero sin el resultado esperado.
Las caprichosas formas que adquirió la roca con el paso de los millones de
años desde que surgieran las sierras, presentaban innumerables escondites
para el Tesoro. Paula, jugadora de los Españoles, se disponía a revisar debajo
de una saliente rocosa que creaba algo así como una pequeña cueva o refugio.
Al instante pensé que el lugar se prestaba como pocos para esconder lo que
buscábamos los dos equipos.
-¡Yo llegué primera!- Paula me aclaró quién de los dos tenía el derecho de
iniciar la búsqueda.
Una tercera imagen, con aspecto curvo, aparecía por sobre los dedos
imaginarios. ¿Qué era? ¿Una pintura rupestre? Nos hablaron de ellas; sabíamos
que existían en varios sitios de la zona. ¿Era posible que estas extrañas formas
de color negro fueran una?
-¡Paula, mirá esto!- me resultaron tan llamativas que me olvidé del juego y del
Tesoro de los Incas.
-¿Qué cosa?
Paula ni siquiera se dio vuelta para ver lo que le señalaba. Seguía enterrando
la punta del palo en el suelo para cavar más profundo.
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-Parecen pinturas rupestres…
Las mención a las pinturas y rupestres actuaron como por arte de magia. Sin
dejar el lugar en el que estaba, Paula miró hacia la piedra en la que apoyé la
mano. Dejó el palo en el suelo y se alzó cuanto pudo para ver más de cerca mi
hallazgo. Lo estudió tocándolo con delicadeza, de la misma manera que lo
hiciera yo momentos antes. Me miró con asombro. Irradiaba un sin número de
emociones.
-¡Rubén! ¡Rubén!
Escuché mi nombre gritado con vehemencia. Era Víctor llamándome para que
le preste atención.
Víctor me apartó del refugio por la presencia de Paula, que quedó admirando
las formas que acabábamos de descubrir. Recién me habló cuando estuvimos a
distancia suficiente para que no nos escuche, aunque mantuvo bajo el tono de
voz:
-¿Seguro?
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equivocarse no era una desgracia, era un tropiezo. La desgracia comienza
cuando no aceptamos la equivocación y seguimos por el mismo camino.
El rumbo ENE, seguido como era debido, nos condujo cerca del sitio en el que
perdimos el tiempo por culpa de nuestra ansiedad. Si hubiéramos medido la
distancia descubriríamos que no estaríamos a más de treinta metros de la
pequeña cueva con las llamativas marcas de color negro. El principal error que
cometimos no fue tanto con el rumbo sino con la distancia que recorrimos desde
la pared de piedra: nos pasamos de largo siguiendo las voces del equipo
contrario. ¡Qué tontos!
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Bernal estaba hecho una furia. Despectivo como no se había mostrado nunca
hasta el momento, golpeó a Guaimaré en la espalda hundiéndole la suela de la
bota, con saña. Guaimaré cayó de cara al suelo, aturdido e indefenso. El alano
ladraba con ferocidad a sus pies, mostrando los colmillos, esperando la orden de
lanzarse al ataque. Guanizuil se apartó de los animales que conducía movido
por el sufrimiento que padecía su padre tras los gritos y la patada que le propinó
Bernal. Se acercó cuanto pudo, hasta que Ursicio lo detuvo lanzándole una
mirada endemoniada; el mensaje que transmitió con los ojos fue claro, mucho
más potente que las palabras: quieto o mueres.
Su padre calculó el trayecto guiado por la experiencia de otros como él, pero
no por la propia. No se equivocó. Admiraba a su padre. No conocía a nadie tan
sabio. Observar esos pequeños cerros a la distancia, además de tranquilizarlo,
alimentó su admiración y respeto hacia Guaimaré.
El guía huarpe mantenía el paso firme. La dirección del río era marcadamente
hacia el sur. Eso le bastó para darse cuenta que no finalizaba en las sierras,
seguía más allá, quizá hasta dar con otro río o con una laguna como las de
Guanacache. A media mañana, con el río Salado en el punto más cercano a las
sierras, Guaimaré detuvo el paso. Se paró de cara a los cerros y los señaló con
las manos, el rostro pleno de satisfacción. Pronunció una sola palabra, la que
salió de su boca con intensa alegría:
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-¡Gualta!-, ¡los cerros!
Los castellanos miraron las sierras sin demostrar mayor interés. Las colosales
cumbres del macizo andino que recorrieron desde el Perú convertían en
insignificantes cualquier altura. A Bernal le resultó llamativa la peculiar actitud
del indio. Siendo seres simples e incultos, adoradores de las montañas y del sol,
no era de extrañar que al tener a la vista una elevación apuntando al cielo la trate
con devoción propia guardada para los dioses. Incluso era probable que se haya
detenido para realizar algún tipo de ofrenda u oración. Pocos minutos después
Bernal comprendió el verdadero significado de la situación y estalló en un sinfín
de gritos y maldiciones.
-¡Que el alano se saque las ganas de carne fresca!- gritaba uno de los
españoles.
A Ursicio, igual que al resto de los castellanos, le bastó con su escasa lucidez
para entender lo que sucedía. Supuestamente aquel punto perdido del mundo
era la Mar Océano. No se encontraban donde esperaban hacerlo. Puede que el
indio se hubiese equivocado… Si bien cabía otra posibilidad…
-Este indio roñoso nos tendió una trampa. Nos trajo hasta aquí para atacarnos,
asesinarnos y quitarnos el oro ¡Deben de estar siguiéndonos!- uno de los
castellanos imaginó el peor escenario que podían tener por delante.
-¡Alano! ¡Conmigo!
En el acto el perro acabó con los ladridos y con paso altivo se acercó hasta su
amo. Movió la cola en busca de aprobación, lanzó un gruñido lastimero, como
de desencanto por no haber terminado con su tarea, y se arrojó a los pies de
Bernal echándose en el suelo.
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bestias de carga con su hijo. Quizá nos sean útiles… Si vemos que se convierten
en un peso dejaremos que el alano se haga el festín.
En la noche, luego de discutir sobre las dos opciones, se decidieron por la ruta
del este, aquella que atravesaba las sierras y se internaba en la pampa.
Presumían que darían con agua para apagar la sed y que no les faltaría caza
con la cual alimentarse. Tomada la decisión se entregaron al sueño y al
descanso. Necesitarían de toda la energía posible para enfrentar lo desconocido.
-Quizá no te hayas dado cuenta pero hace dos días que nos observan…
100
-¿Quién?- preguntó Guanizuil sorprendido.
-Tehuelches. Nos siguen por la otra margen del río, estudiando el movimiento
de los blancos. No se fían. De lo contrario se hubieran dado a conocer.
-¿Son peligrosos? Se cuenta que son más grandes que los blancos…
-Es verdad. Son inmensos y buenos guerreros pero no creo que quieran
enfrentar a los blancos. Pudieron ver cómo usaban sus palos de fuego para cazar
ñandúes y guanacos.
-Cruzamos el río y corremos directamente hacia ellos. Nos darán refugio. Los
blancos no saben que están aquí. Cuando amanezca habremos desaparecido.
Si bien, hay una cosa que me preocupa…
-Me preocupa el zorro de los blancos. Si nos escucha comenzará con esos
guau, guau… Guaza… Como lo llamara tu hermano. Tenemos que huir en
silencio, sin alertarlo. El viento sopla en dirección al río. Guaza no podrá
olfatearnos, y cuando logremos nadar hasta la otra orilla estaremos con los
tehuelches.
-No tengo dudas. Los tehuelches también tienen fama de nobles y serviciales.
La salida del sol iluminó a pleno las sierras de Lihué Calel, entrevió la senda
sin marcar que transitarían los castellanos y avivó el corazón de Guaimaré y de
Guanizuil al caminar junto a los tehuelches de regreso a la libertad.
101
Wünyelfe pendía del cielo brillante y solitario, aguardando
la explosión de luz resplandeciendo desde el este, la que lo
obligaría a ocultarse hasta que el sol desaparezca por el poniente, luego de una
extensa y lenta carrera recorrida en el firmamento.
La desaparición del lucero del alba era la señal para que los conas ocupen las
posiciones asignadas por el toqui. Solo Eluney, joven e inexperto, si bien el más
ágil de los integrantes de la patrulla pampa, aguardaría vigilante en el atalaya
que formaba el balcón de las sierras coloradas, observando el movimiento de los
wincas. Cuando tuviera la certeza que los blancos ingresarían a la quebrada,
bajaría al puesto de Maiñquelén a ponerlo sobre aviso.
102
A mil metros de altura, con menor humedad, temperaturas más bajas y la
presencia constante del viento, a veces como una brisa otras como un furioso
ventarrón, la aparición de mosquitos y tábanos es casi inexistente. Pero al pie de
las sierras, entre arroyos y pajonales, los molestos y ávidos insectos proliferan
por miles, formando verdaderas nubes de aguijones alados que se lanzan sobre
su presa una y otra vez.
103
Utilizando el mismo método para dar con cada uno de los
banderines, el que nos condujo hasta la estaca con rumbo ENE, y
el que nos permitió alcanzar la pared de piedra que fue necesario
rodear, designamos a Víctor para que vuelva a ocupa su posición
en el paredón mientras los tres restantes nos dejábamos llevar por sus
indicaciones, en tanto contábamos los pasos que íbamos recorriendo.
-Debajo de ese montón de piedras- dijo Félix haciendo alusión a una pirámide
de rocas que evidentemente no llegaron hasta ese lugar de manera casual.
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-¡Es el Tesoro!- anunció Caro mostrándonos los círculos con el
punto en el centro, el antiguo símbolo del oro, pintados a ambos lados
de la bolsa.
El valor del Tesoro, a diferencia del que los españoles robaron a los Incas, no
se valuaba en piezas de oro o de arte ceremonial, sino en riquezas solo
apreciadas por aventureros y golosos: chocolates y garrapiñadas de almendras
en cantidad suficiente para los ocho jugadores, más un significativo recuerdo
para cada jugador compuesto por un colgante de metal grabado en ambas caras:
el signo de Fin de Pista (el antiguo símbolo del oro) en el anverso y en el reverso
el diseño aborigen de un cóndor, un maiñque, un kuntur.
Los ganadores del juego, quienes hallamos el Tesoro, nos llevamos algo más
solo para nosotros cuatro, algo que quedó en quedó dentro del corazón de los
cuatro Aborígenes: satisfacción y orgullo.
Satisfacción por haber cumplido con aquello que ansiábamos y orgullo por
lograrlo gracias nuestro propio esfuerzo.
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El ánimo de los castellanos iba decayendo con el transcurso de los días y la
suma de dificultades que tuvieron que enfrentar desde que atravesaron las
sierras de Lihué Calel. Del grupo de siete que inició la correría por el oro en el
corazón del Imperio Inca cuatro permanecían con vida: Bernal, Ursicio y los
hermanos Miranda, Media Oreja, quien perdió la mitad de la oreja izquierda
durante una riña callejera en España y Corto, el más bajo de los hermanos y de
todo el grupo de castellanos de Bernal, aunque cruento y despiadado como
ninguno.
Ninguna de las muertes fue sentida por los sobrevivientes. Ahora todos eran
más ricos. Esta condición les dio nuevos bríos para sobrellevar la falta de agua,
soportar el calor, ver disminuido el número de caballos y seguir soñando con el
106
mar y el pronto regreso a España. La posibilidad de contar con las llamas, que
soportaban las fatigas mejor que hombres y caballos, era un buen indicio, si bien
una de las agregadas en Cuyo para transportar la comida terminó en las brasas,
como alimento fresco y a la mano.
Seguían en dirección al este, con el sol como único punto de referencia. Así,
tras avanzar durante tres semanas con más penurias que satisfacciones, dieron
con una zona de campos fértiles y abundante agua. Rodearon un grupo de
grandes lagunas demasiados profundas para hacerlo de otra manera y se
internaron por aquellas que adivinaban no lo eran tanto.
Cruzar las lagunas los sumergió en una lucha desigual contra sanguijuelas,
mosquitos y jejenes; unas porque se prendían al cuerpo para chuparles la sangre
con fruición, lo que provocaba inmenso dolor; otros, por las impiadosas picaduras
que les dejaba la cara colorada y grotescamente hinchada. A pesar de ello la
marcha ganó en confianza gracias a la tierra húmeda que pisaban, a la buena
agua con la cual refrescarse, a contar por doquier con piezas de caza e incluso,
porque dieron con una aparente huella de pastizales aplanados que seguía la
misma dirección en la que encaminaban sus pasos.
Bernal dispuso reducir la jornada de marcha y cuidar los animales con mayor
dedicación. A pesar de los recaudos otra llama quedó vencida en el suelo
soportando los últimos golpes y empujones que le propinaron para que se
levante. El Tesoro Inca que inició el trayecto sobre diez llamas se reacomodó en
las ocho que quedaron de pie.
La vista de las sierras trajo nueva esperanza. Al paso que llevaban, si los
animales no recuperaban energías seguirían muriendo y el oro quedaría
diseminado por el camino, imposible trasladarlo hasta el mar. Las sierras podían
convertirse en el sitio que brinde reparo y descanso. En esta situación pasaba a
no tener mayor importancia el tiempo necesario para que los animales vuelvan
a verse fuertes y sanos. Lo que verdaderamente importaba era contar con ellos,
especialmente con las llamas.
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que ingresen al valle que se abría adelante, los castellanos vivieron una velada
sin tensiones. Encendieron una gran fogata que se obligaron alimentar
continuamente ya que no disponían de madera para emplear como leña, solo
contaban con yuyos secos y las cañas de unas hermosas plantas que finalizaban
en lo que parecía una magnífica cola de zorro.
La luz y el calor del fuego mantenía seguro a los animales, a los que apretaron
en un cuadrado compacto, cercano a los hombres; la experiencia de ver rondar
a los leones les había enseñado la manera de cuidar de las llamas y de los
caballos ante las poderosas garras de los pumas.
Fue el alano, para alarma de españoles y aborígenes, quien puso a los dos
Mundos frente a frente en Casuhatí.
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CASUHATÍ
Las ocho llamas portando el Tesoro de los Incas pisaban los cascos a los
caballos. Dóciles y adiestradas, no era necesario amarrarlas entre sí; el instinto
las guiaba hacia adelante, moviéndose al paso de la que iba al frente, a
detenerse cuando ella lo hacía y a volver a caminar cuando retomaba la marcha.
Aunque varias tenían el lomo lastimado por la carga. El metal fue desgastando
los aguayos que lo envolvían y las puntas que florecían por la tela cortaban las
ligaduras, hería la carne y raspaban los lienzos que les protegían el cuerpo.
109
Cerrando la hilera se desplazaba Corto, con la tarea de vigilar la carga de las
llamas. En un descuido los castellanos casi pierden parte del oro, lo que los
indujo a que uno de ellos marche siempre al final, con la vista fija en el valioso
tesoro. El hombre caminaba varios metros detrás de los animales, el arcabuz al
hombro, medio preparado para ser disparado.
Estudió las tres posiciones de sus conas buscando algo que delate su
presencia. No vio nada fuera de lugar. Los siete maiñque estaban listos,
entregados a la espera, fundidos con las rocas, con los pajonales, con el cielo,
con la paz de la pampa.
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de cara al sol, retozaba un lagarto entregándose a la imperiosa necesidad de
calor que tienen los reptiles. Las langostas se hacían su festín saltando de una
planta a otra mientras los pájaros se hacían un festín con ellas.
La suave brisa atravesando el abra emitía la música que hacía bailotear a las
colas de zorro de las cortaderas y desparramar los finísimos copitos de los
cardos en flor. Una pequeña manada de guanacos se distinguía en el faldeo de
la sierra; pastaba, caminaba, pastaba, caminaba, acercándose indiferentes a la
senda del abra.
Los siete conas en sus refugios se mantenían atentos, con la vista clavada
hacia el oeste y a la huella que transitaban los demonios barbudos. El primer
indicio de la cercanía de los wincas llegó en el viento, con el fuerte y rancio aroma
de suciedad y transpiración. Casi al instante se dejaron escuchar los sonidos
característicos de la marcha: pies arrastrándose por el suelo, el sordo repercutir
de los pasos sobre la tierra y una voz humana, empleando un claro tono de
fastidio, acompañando los manotazos de quien intenta matar a tábanos y
mosquitos. A coro con ellos, natural para los castellanos pero indescriptible para
los pampas, se escuchó el peculiar relincho de un caballo.
Una roca de la altura de dos Ursicio, uno arriba del otro, y otros tres de ancho,
se erguía pocos pasos a la derecha del sendero. El perro se detuvo de golpe
frente a la roca. Alzó el hocico dirigiéndolo directamente hacia la piedra en tanto
su cerebro estudiaba y comparaba los aromas. Lanzó un ladrido. Quedó
expectante, absolutamente quieto. Volvió a ladrar. Comenzó a gruñir y a mostrar
los dientes. Solo esperaba la orden de atacar.
111
Maiñquelén se ubicó en el centro de los cien metros de distancia que separaba
a los conas. Desde esa posición tenía el mejor panorama que pudiera ofrecer
aquel tramo de la senda.
La primera impresión que le causaron los wincas fue muy diferente a lo que
esperaba. En lugar de cubrir el cuerpo con láminas de metal, los blancos
utilizaban telas sucias y desgastadas por encima del pecho y de los brazos.
También se tapaban las piernas con una tela aparentemente más gruesa, y un
extraño atuendo, inflado como el buche de los sapos, cubría sus partes delicadas
por delante y por atrás.
El hombre que marchaba al frente parecía estar buscando algo en las sierras,
quizá un sitio para levantar sus toldos o tal vez descubrir si alguien los vigilaba.
Justo cuando pasaba delante del escondite de Maiñquelén el winca le habló al
gigante que venía detrás señalándole el ojo de Nguenechén en lo alto de la
mahuida
¿Creerán los wincas en los mismos dioses en los que creían los pampas?
El tercer winca que apareció a la vista era más feo que los otros dos; de un
lado de la cara le faltaba media oreja y al abrir la boca mostró un hueco grande
como el de Casuhatí. Pero algo interesante ocurría con este winca. Tiraba de un
tiento, como el que se usa para sujetar los toldos, que estaba atado a las
fabulosas criaturas de cuatro patas que poseían los blancos.
112
Los imaginó nobles, confiables, enérgicos. Si era verdad que los
wincas se sentaban sobre sus lomos para que los lleven a donde
quieran, él deseaba poseer uno para cruzar la pampa más rápido y
más lejos…
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-La emoción por el tesoro no les dejó ver lo que hay en el alero…- nos comentó
Cacho en cuanto vaciamos la bolsa y repartimos el tesoro.
¡Pinturas rupestres!
Una imagen perfecta, colorada como las sierras, de cuatro líneas gruesas y
simétricas aparecía en la parte superior del alero, libre de musgo y humedad.
El juego que nos permitió recorrer aquel sector de las sierras, el que va de la
Cueva de Los Guanacos hasta el Cerro Napostá, resumió en un par de horas
cientos de años de historia atravesados por la leyenda. Si bien no todo era parte
del mito. Las piedras, los guanacos, las vertientes, el abra extendiéndose hacia
el oeste, el Hueco del Cerro Ventana, las cortaderas; realidades de hoy que nos
motivaron a vivir una hermosa fantasía basada en el ayer.
Tanto Paula como yo no nos equivocamos con las figuras que encontramos
en la cueva en donde rastreamos el tesoro por equivocación ¡Auténticas pinturas
rupestres! Cacho conocía su existencia, de la misma manera que conocía las
que se pintaron en el alero, por esa razón el juego nos trajo en esta dirección.
-Imaginé que las pinturas que descubrieron Paula y Rubén las veríamos
después- dijo Cacho al explicarnos cómo planearon el juego, en tanto
estudiábamos las pinturas rupestres de la cueva y señalábamos las diferencias
en forma y color que tenían con las del alero.
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aquellos aborígenes que las realizaron es un
misterio solo en parte develado. ¿Eran artistas?
¿Machis? ¿Exploradores? ¿Caciques? ¿Fueron
hombres o mujeres? ¿Representaban la vida de la
tribu o algún tipo de acontecimiento especial? ¿Eran
símbolo de comunión con sus dioses? ¿Señalaban un sitio de caza o de
descanso? ¿Eran una expresión del alma o la simple necesidad y el gusto por
hacerlas?
Reviví las sonrisas compartidas con mis amigos, las noches de fogón y los
desafíos del Zorro. Reconocí a mis dirigentes, narrándonos una historia o
acompañándonos en otra aventura. Volví al día de mi Promesa y a las caras de
orgullo de mis Viejos…
En verdad, quizá no son muy importante las huellas que dejé en la Unidad…
¡Pero cuánto lo son la que los scouts dejaron en mí!
No pudimos bajar hasta el arroyo Napostá sin dejar de curiosear un poco por
los alrededores de la cueva y el alero de las pinturas rupestres. ¿Pueden ser la
señal de algo que enterraron los pampas?, preguntó Adrián imaginando a los
aborígenes enterrando flechas o boleadoras.
-La próxima vez que anden por aquí pueden dedicarse a escarbar un poco…
quizá tenga razón- Apuntó sonriendo Marina con la ocurrencia de Caro.
115
Corto miró al alano gruñendo hacia la gran roca que se encontraba unos metros
adelante. Pensó que atrás de la piedra se escondía un animal. Quizá una de
esas liebres o un venado. Se relamió la boca imaginando el cuarto trasero del
ciervo cociéndose lentamente a las brasas… Decidió mirar detrás de la roca.
Una figura espectral, casi humana, se enfrentaba al alano con una cuerda que
hacía girar delante de su hocico. La extraña forma tenía el cuerpo
completamente cubierto por algo parecido a barro colorado y llevaba marcas
negras surcándole la cara, los brazos, el pecho y las piernas.
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La bola de plomo se incrustó de lleno en el cuerpo de la aparición lanzándolo
con fuerza de espalda hacia la roca. Al verlo caer supo que su arcabuz era
suficiente para acabar con la otra figura y comenzó a recargar el arma con manos
sudorosas y corazón desbocado.
-¡Hoooooooo! ¡Hooooooo!
Rafael Bernal, espada en mano, intento desandar sus pasos para defender el
oro y guarecerse entre las llamas. Corría con una flecha clavada en un brazo y
otra en la pierna, sangrando y aturdido por el dolor. No llegó a refugiarse. Cayó
pensando que moría rico, fabulosamente rico.
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y lloró la muerte de Yamai, ofreciéndole a su espíritu un lugar privilegiado entre
las ánimas de los antepasados.
Con recelo al principio, más tarde con admiración y ojo crítico, se acercaron
llamas y caballos apreciando su estampa y valor. Maiñquelén cumplió su deseo
de galopar a lomos del negro y del alazán. Los nombró por su color porque no
sabía de qué otra forma hacerlo. El valiente toqui se convirtió en el primer pampa
en montar a caballo y cabalgar libre por la llanura infinita. Tal su entusiasmo que
de inmediato lo contagió a la Tribu, revelando uno nuevo gran amor entre los
pampas.
Las llamas, todos machos castrados, por ser más resistentes y efectivos a la
hora de ser utilizados como transporte de carga, no tenía sentido las conserven
para formar una manada dócil. Así, unas fueron parte de la comida del festejo y
otras, más adelante en el tiempo, siguieron el mismo fin.
-¿Qué pasó con los palos de fuego?- preguntó Maiñquepal a su hijo cuando
quedaron solos en el toldo del Cacique.
-¿Podrás recordar dónde lo hicieron? Algún día puede que sea importante
para los Maiñque saberlo…
-¿Confiás en ellos?
-¡Con mi vida!
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Las chicas y los chicos de la Unidad Aconcagua escuchábamos a Paula
totalmente compenetrados en la historia que nos narraba. El fuego que nos
congregaba a su alrededor iluminaba el hermoso rostro de nuestra narradora
resaltando cada uno de los gestos con los que acompañaba la historia,
multiplicando el embrujo que nos provocaban sus palabras.
-¿De verdad?- preguntó Palito, patrullero de los Tigres, con voz asombrada y
mirándonos alternativamente a Paula y a mí que estaba sentado a su lado.
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-¡Claro que lo buscamos! Revolvimos la sierra cerca de una hora- exageré
defendiendo la historia de Paula. –Se nos acabó el tiempo y no pudimos seguir
buscando.
-Así cuenta la leyenda… Yo sé que algún día voy a regresar para buscarlo…
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