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La casa del cerro El Pino (Oscar Colchado)

Las cortinas de la pequeña ventana con rejillas están semicerradas. A través de ese breve espacio, la luz
entra con fuerza iluminando una parte de la habitación y dejando el resto en penumbra. Son las dos de
la tarde.
Por las escalinatas del lado se oyen agitados pasos, entrechocar de baldes, algunas voces: son los
vecinos que suben y bajan por agua.
El chorro de luz cae directamente sobre una pila de volantes arrumados en una vieja mesa de madera
pálida, que se halla pegada a la pared cerca de la ventana. En el volante de encima puede verse la foto, o
pintura quizás (no es muy nítida la impresión), de un hombre con el puño en alto y el rostro
congestionado lanzando una proclama, envuelto en una bandera peruana y agarrada otra, de color
enteramente rojo con los símbolos dorados de una hoz y un martillo. Las letras impresas al pie, en
negro, dejan leer claramente: “Viva la lucha armada!” (1).
Sobre la mesa, en la pared, hay una pequeña repisa con libros puestos en fila. Entre algunos títulos
puede leerse: “Siete ensayos de la realidad peruana”, “El mundo es ancho y ajeno”, “El zorro de arriba y
el zorro de abajo”, “¿Qué hacer?”, “Las cinco tesis filosóficas”, etc.
En una esquina de la mesa hay un idolillo de piedra con rasgos antropomorfos y zoomorfos, con la boca
abierta llena de dientes largos y puntiagudos como los de un animal carnicero (2).
Colgados en la pared hay varios cuadritos con fotos pequeñas. En una de ellas aparece un joven pálido,
sonriente: su sonrisa es triste como una premonición de tragedia (3).
Las otras fotos son de una muchacha baja, gordita, que siempre aparece sonriendo, con alegría franca; a
veces sola o acompañada de amigas, muchachas humildes, de apariencia provinciana (4).
Un vientecito fresco sube por el cerro y entra en la habitación. Entonces se siente expandirse por todo el
ámbito un olor penetrante a pólvora que posiblemente sale de esa abertura disimulada en el cielo raso y
que ahora se impregna en las paredes y que la ventana exhala hacia la calle (5).
Al pie de un afiche grande de Mao Tse Tung hay una foto antigua, amarillenta por los años, pero bien
enmarcada. Allí aparecen dos esposos, con tres niños delante de ellos: dos varoncitos y una niña. Sus
edades deben fluctuar entre los seis y nueve años aproximadamente (6).
En la parte céntrica de la salita hay tres muebles de junco, ya gastados y deshilachándose. Sobre la
mesita de centro, un croquis trazado a pulso con tinta negra sobre una hoja delgada, blanca, del tamaño
de una cartulina, muestra con una flecha las avenidas Aramburú y Bolognesi en San Isidro. Otra flecha,
con trazos gruesos y tinta roja, señala un punto: «Aquí». AI lado se encuentran fotografías recortadas de
periódicos y revistas con la figura de un alto oficial de la Marina de Guerra del Perú. Una de las leyendas
dice: “Contralmirante Germán Capelletti de los altos mandos de la infantería de marina, dirigió la
masacre de los penales.”. La mirada deI hombre es serena, tranquila, pero una ligera arruga en el
entrecejo lo revela como consuetudinariamente adusto. Lleva kepís sobre la rubia cabeza y los ojos
deben ser grises o ligeramente verdes –no se puede establecer bien esto porque sólo una de las fotos, la
del suplemento del diario El Comercio es a colores y aparece movida–. Debe tener entre cuarenta y
cinco a cuarenta y ocho años.
Por la ventana se filtra ahora música de Los Shapis, intérpretes de la Ilamada música chicha –de aires
andinos y tropicales– que el radio transistor de una casa cercana deja oír a todo volumen.
Uno de los recortes periodísticos muestra también una foto de varios jóvenes con la encapuchada
cabeza inclinada, exhibiendo una placa en el pecho, donde se lee: “Célula de la Zona Oeste de S. L. ,
comandada por el camarada Hugo, que cayó cuando incendiaba la Nizan Sani” (7).
Detrás de un ropero grande, viejo y medio apolillado –que hace de biombo– hay una tarima arrimada a
un ángulo de la pared, con colchón de paja y frazadas huancaínas. Ahí, sobre la almohada, un cuaderno
abierto deja leer las breves anotaciones de un diario:
“Mayo, 20. Huallallo Carhuincho me pide sangre humana. Dice que lo necesita en buena cantidad para
recuperar fuerzas, que expulsará a los blancos y sus dioses y volverá a reinar sobre sus dominios: toda la
población costeña walla de los valles de Carabayllo regados por el río Chillon: Maranga, Magdalena,
Surquillo, Miraflores y Chorrillos. Además, los territorios serranos donde habitan los huancas, por el
valle del Mantaro, por ahí (de donde eran originarios mis padres).”
“Mayo, 27. Por mientras, sangre de perro le estoy dando (que en algo le contenta); también mullo, de
esas conchas que venden en los mercados para cicatrizar heridas. Pero como sus exigencias siguen, así
como las de los compañeros pidiéndome vengar a mi hermano, ahora sí decididamente pienso que esa
sangre, la de mi venganza, servirá finalmente para alimentar al dios.”
“Mayo, 31. Ayer fui a dejar canastillas con ofrendas cerca de la huaca Pando, en donde Huallallo me
reveló en sueños que lo dejara. Allí enterré una canastilla con los mejores productos de las pocas
chacras que quedan ya en los alrededores. Le puse las papas más grandes, redondos tomates colorados,
buenas zanahorias, mazorcas de buen grano, etc. Todo eso está muy bien, me ha dicho apareciéndose
nuevamente esta madrugada, pero la sangre, la sangre de un cristiano es lo que necesita de manera
urgente.”
La habitación contigua es menos amplia que la primera. Hay una cocina a kerosene, un mueblecito
portaplatos, algunos baldes, una mesa con un hule raído, dos sillas y una banca. Más allá: ollas y restos
de comida en una bolsa plástica grande. Luego un patiecito con un raquítico y pálido sauce plantado al
centro en el suelo desigual y cascajoso y, finalmente, pegado al cerro, el baño: un pozo ciego alrededor
del cual revolotean moscas y emana un fétido olor que contamina el aire.
Son las cuatro de la tarde y el sol ha dejado de quemar afuera. Una ráfaga llega alzándose sobre los
techos de los altos edificios de la ciudad, agita las cortinas de la ventana haciendo ruido y entra y airea la
salita. Afuera, se ha diluido la alegre, rumorosa, música de los chicheros para dar paso al noticiero flash
de esa hora donde vibra la agitada, ansiosa y cascada voz del locutor: “Señoras y señores, en estos
momentos se ha producido un atentado terrorista en San Isidro, según nos comunica nuestro reportero:
un comando de aniquilamiento de Sendero Luminoso acaba de victimar a tiros al contralmirante
Germán Cappelletti cuando se desplazaba en su automóvil con miembros de su seguridad, quienes
habrían sufrido también heridas de bala y se encontrarían muy graves. Volveremos con más detalles
dentro de algunos instantes.”. La música de fondo del noticiero se eleva en el momento en que la
penumbra se acentúa en todos los rincones de la casa. Un agónico rayo de sol logra ingresar
penosamente por la ventana e iluminar con su luz escarlata la estatuilla de piedra, donde puede
distinguirse que de sus dientes de felino discurre sangre, mientras unos hilillos rojos bajan por la
comisura de sus labios, expandiéndose apenas sobre el cuerpecito duro, gris. En esos precisos instantes,
la radio dice: “Después del ataque terrorista, fueron apresados en violento tiroteo una mujer joven,
baja, ligeramente gorda, junto a otro sujeto, también joven, acholado; pero tres subversivos escaparon
cuando ya la policía los tenía prácticamente cercados...”.
En lo alto de las paredes, todos los ojos de los retratos parecen tener vida, por el raro brillo que
despiden observando al ídolo, quien, con sus ojillos vivos, muy abiertos, la boca cerrada, cubriendo los
labios de abajo a los de arriba, parece erguirse, sonriente, triunfal, la barriga encarnada, en tanto del
cielo de Lima empieza a desprenderse de pronto una lluviecita inusitada.
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(1) La revista Caretas, en su edición del 12 de junio de 1986, diría que los volantes pertenecían a la
organización subversiva Sendero Luminoso.
(2) Lo encontró Nancy hace sólo unos meses, casi a flor de tierra, en el patiecito de la casa que está
pegado al cerro, cuando hacía un hoyo para el parante de un cordel de colgar ropa.
(3) Hugo, nombre de guerra de quien moriría al año de la toma de esta foto en la masacre de los penales
en 1985.
(4) Nancy.
(5) Un mes atrás la trajeron los “compañeros”, luego del asalto a una mina del centro del país.
(6) Hugo, Nancy y Pedro con sus padres. Pedro murió en un accidente de tránsito cuando era sólo un
adolescente.
(7) Desde aquella fecha, los demás compañeros de su hermano no dejaron de frecuentar a Nancy en su
trabajo de vendedora ambulante en el mercado mayorista, instándole a sumarse también a su causa.

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