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Ediciones anteriores Además de sus célebres novelas y obras de teatro, o Samuel Beckett (Dublín, 1906 - París, 1989) es

Arlette Farge, Lugares para la historia. sus menos conocidos poemas y piezas para televisión, uno de los escritores más importantes del siglo XX.
a lo largo de su vida Samuel Beckett escribió varios Autor de novelas, textos narrativos breves, poemas,
textos críticos, particularmente sobre autores y artistas ensayos, obras de teatro, piezas para el cine, la radio
que admiraba. En este libro se reúnen algunos de los y la televisión, es muy conocido por sus tragicome-
más importantes, escritos directamente en inglés o dias Esperando a Godot y Fin de partida, que, para su
traducidos por Beckett del francés: su diatriba juvenil irritación, se identificaron con el teatro del absurdo.
a favor de la obra de James Joyce; un extenso e intenso Humorista radical, crítico de toda filosofía y amante
ensayo sobre Proust; los humorísticos y certeros diálogos de las palabras, su obra va de la parodia verbal gro-
sobre arte contemporáneo con Georges Duthuit, y dos tesca al minimalismo mudo, visual y musical. Escribió
emocionantes homenajes para sus amigos pintores, en inglés y francés, y él mismo tradujo la mayoría de
Jack B. Yeats –hermano del poeta– y Avigdor Arikha. sus obras. Se le otorgó el premio Formentor en 1961
En estos textos podemos seguir la evolución estética, y el Nobel de Literatura en 1969.
entre 1929 y 1966, de una de las mentes y escrituras
más importantes del siglo XX.
S. E. Gontarski , autor del prólogo de este volumen,

Samuel Beckett
es un connotado experto en la obra de Samuel Bec-
kett. Profesor distinguido de la facultad de inglés en
la Universidad de Florida State, dirige sus estudios
de pregrado y es editor del Journal of Beckett Studies.
Conoció a Beckett en 1980 y para él, que entonces

Samuel Beckett
celebraba un simposio sobre el autor en la Univer-
sidad de Ohio, Beckett escribió la pieza teatral Ohio
Impromptu. Entre sus publicaciones recientes están The

Proust y otros ensayos Grove Companion to Samuel Beckett (Nueva York, 2004)
y The Faber Companion to Samuel Beckett (Londres,

Proust y otros ensayos


2006), ambos en coautoría con C. J. Ackerley. Editó The
Complete Short Prose de Samuel Beckett para Grove
Press (Nueva York, 1995), la edición definitiva de los
textos cortos en inglés del autor.

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Colección Indicios

Samuel Beckett
Proust y otros ensayos

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Samuel Becket t
Proust y otros ensayos

© John Calder (Publishers), 1965, 1983.


© Ediciones Universidad Diego Portales, 2008

Título original: Proust and Three Dialogues Samuel Beckett & Georges Duthuit; Disjecta. Miscellaneous Writing
and a Dramatic Fragment.
Traducción: Marcela Fuentealba
Edición: Neil Davidson
Inscripción en el Registro de Propiedad Intelectual nº 172.304
ISBN 978-956-314-038-5

Universidad Diego Portales


Dirección de Extensión y Publicaciones
Teléfono (56 2) 676 2000
Santiago – Chile
www.udp.cl (publicaciones)

Diseño: Mariana Babarović

Impreso en Chile por Salesianos Impresores S.A.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida, mediante


cualquier sistema, sin la expresa autorización de Ediciones Universidad Diego Portales.

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Índice

Prólogo, S.E. Gontarski������������������������������������������������������������� 9

Nota a la edición������������������������������������������������������������������������ 25

Literatura���������������������������������������������������������������������������������� 27
Dante… Bruno. Vico.. Joyce������������������������������������������������������ 29
Proust�������������������������������������������������������������������������������������� 49

Pintura������������������������������������������������������������������������������������� 101
Tres diálogos���������������������������������������������������������������������������� 103
Homenaje a Jack B. Yeats���������������������������������������������������������� 113
Para Avigdor Arikha���������������������������������������������������������������� 115

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Prólogo

Disjecta membra

Cuando Ruby Cohn estaba editando el libro que subtitularía “Mis-


cellaneous Writings and a Dramatic Fragment by Samuel Beckett”,
aceptó el título que le propuso con cierto desdén el propio Beckett:
Disjecta. Reunida y publicada por primera vez en 1983, aprobada
con reticencias por su autor (para provecho de los estudiosos, co-
mentó), resultó ser una recopilación muy útil de sus escritos más
tempranos y –reconozcámoslo– menores; sólo faltaba el ensayo
sobre Marcel Proust para que se reunieran los escritos críticos
completos. Proust se había publicado por separado en 1930 y por
lo tanto no se incluyó en la selección de Cohn, aunque Beckett
seguía haciendo extensivo a esa obra el desdén que sentía por los
escritos que apodaría Disjecta.
Beckett sacó ese título de la Metamorfosis de Ovidio (libro VI),
y la idea de los disjecta membra o “miembros dispersos” sugiere que
para él esos escritos no eran más que intentos fragmentarios y por
lo tanto, de poco valor. Cohn discrepa de ese desdén, sosteniendo
que si la antología se resiste a la coherencia, de todos modos “reúne
una estética”, y es el planteamiento de Cohn el que ha prevalecido
entre los críticos actuales. Estas obras menores, en otras palabras,
tienen mucho que revelar sobre las producciones creativas más
celebradas de Beckett. El presente volumen reúne una selección
de esos textos y suma el más extenso de sus escritos críticos uni-

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tarios, el ensayo sobre Proust, de modo que Proust y otros ensayos
privilegia las obras que los críticos han coincidido en considerar
las más representativas de la estética emergente de Beckett y las
más útiles tanto para el estudioso como para el lector general. El
énfasis de este libro, entonces, está en sus tres obras críticas más
conocidas –la monografía sobre Proust, el ensayo sobre Finne-
gans Wake titulado “Dante… Bruno. Vico.. Joyce”, y los diálogos
de Beckett con el crítico de arte Georges Duthuit–, pero incluye
además sus homenajes críticos a Jack B. Yeats y Avigdor Arikha,
ambos amigos de Beckett.
La primera obra crítica seria que escribió Beckett no sólo tuvo
a James Joyce como tema, sino que también fue encargado por él.
“Dante… Bruno. Vico.. Joyce” apareció inicialmente en la revista
transition (n. 16-17, junio de 1929), y luego fue revisado y reimpreso
como parte del libro Our Exagmination Round his Factification for
Incamination of Work in Progress. En rigor, el libro apareció en ma-
yo y es por lo tanto un poco anterior al artículo de junio. Beckett
explicó la extravagante puntuación del título como el “salto” de los
siglos que separan a un escritor de otro. Erudito y convincente, el
ensayo está basado casi por completo en los aportes de otros críticos;
sus fuentes son obras de McIntyre, Croce, de Sanctis, Michelet y
Symonds que tenía Beckett a la mano en la biblioteca de la École
Normale de París, donde trabajaba como profesor de intercambio.
Terence McQueeny resume el ensayo: “Un brillante mosaico de
fuentes secundarias hecho por un aprendiz apurado”, en contraste
con Proust, donde Beckett domina más su tema.
El texto asevera el peligro de lo que llama “identificaciones
nítidas”. La primera parte está dedicada a ese “napolitano práctico
y pragmático”, Vico, y Beckett se encarga de desmentir la inter-
pretación de Croce que lo señala como un “místico, esencialmente
especulativo”. Beckett condensa la tesis de Vico de la historia cí-
clica y destaca que, no obstante, la Scienza nuova tiene sus raíces
en la “identificación de los contrarios” de Bruno. Tras justificar la
adaptación “estructural” que hace Joyce de Vico, Beckett asegura

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que Vico está sustancialmente presente en el Work in Progress, título
provisorio de lo que se convertiría en Finnegans Wake. El “trata-
miento dinámico que le da Vico al Lenguaje, la Poesía y el Mito”
se relaciona, por lo tanto, con la “expresión directa” de Joyce, en
la que “la forma es contenido, el contenido es forma”. Si alguien es
incapaz de entender eso, es que “su decadencia le impide recibirlo”.
“No es que Joyce escriba sobre algo; su escritura es ese mismo algo ”,
y esa escritura se define como “des-sofisticada”.
La obra de Dante poseería “un parecido circunstancial notable”
con la de Joyce, ya que tendrían en común la innovación lingüísti-
ca, un ensamblaje de “los elementos más puros de cada dialecto” y
un “lenguaje sintético”. Para demostrar ese punto, Beckett se sirve
de dos fragmentos del Convivio de Dante, escrito entre 1304 y
1307. El primero es una cita de Boecio (I.xi) que se usa para de-
finir a esas personas que carecen de discrezione (discernimiento) y
por lo tanto actúan “contra nostro volgare” (“contra nuestra lengua
vernácula”). La segunda cita reproduce la afirmación de Dante
respecto a su lengua vernácula –que será como una “nueva luz” y
un “nuevo sol” –, que Beckett compara con el proyecto lingüístico
de Joyce. Si el público de Dante estaba acostumbrado a la “suave
elegancia” del latín, los lectores de Joyce están acostumbrados al
inglés. Beckett asegura que “Boccaccio no se burló de los ‘piedi
sozzi’ del pavo real con que soñó la Signora Alighieri”. El pavo real
es Dante; las patas sucias, su italiano vernáculo. La Commedia es
como la carne del pavo real porque cuenta “la simple e inmutable
verdad”. Es incorruptible. Así como los pies sustentan al cuerpo,
el lenguaje sustenta a la literatura.
El ensayo finaliza con una distinción entre el Purgatorio de
Dante, cuya supuesta forma cónica implicaría la culminación, y el
de Joyce, entendido como esférico y por lo tanto sin culminación.
Los dos purgatorios se consideran parecidos por estar ambos en
movimiento. Con Joyce, en todo caso, el movimiento ha perdido
su garantía redentora. Beckett sostiene que la visión de Joyce es
purgatorial en su “absoluta ausencia de Absoluto”. En esa paradoja

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está el aspecto de la “autoextensión” que Beckett había propuesto
al principio del texto, ya que el ensayo ha avanzado erráticamente
hasta este momento único de “expresión directa” en relación a su
propia postura estética (Beckett es quizá un quinto nombre im-
plícito en el título). Visto en su totalidad, el ensayo anticipa esa
función purgatorial en la obra de Beckett, entonces potencial. En
caso de que el lector no comprenda su expresión directa, es acu-
sado de recoger “la escasa crema del significado” si no es capaz de
apreciar que la forma y el contenido son uno. A pesar de su tono
arrogante, el ensayo contiene pistas del genio posterior de Beckett,
por muy recónditas que sean.
Proust fue escrito en 1930. Gracias a la intermediación de Tho-
mas MacGreevy, Charles Prentice y Richard Aldington, Beckett
recibió el encargo de escribir un ensayo crítico sobre Marcel Proust.
Ese verano leyó À la recherche dos veces; el ensayo llegó a Chatto
& Windus a mediados de septiembre, para aparecer en marzo de
1931 con el número siete en la colección Dolphin Books de esa
editorial. El volumen fue reimpreso fotográficamente por Grove
Press en 1957 y reeditado por John Calder en 1965 junto a “Tres
diálogos con Georges Duthuit”. Insatisfecho con la obra en su
conjunto, Beckett le escribió a MacGreevy en una carta del 11 de
marzo de 1931 que le parecía demasiado abstracta, “una simple
extensión crítica de Proust: como un ano, sin membrana fibrosa”.
Y añade: “No quiero ser un catedrático”. Deploraba el texto como
“ jerga filosófica barata y ostentosa”, según una frase que Deirdre
Bair cita en su biografía de Beckett y que viene de un ejemplar del
libro encontrado en una librería de Dublín, vendido, se supone,
por el mismo Beckett.
Al igual que el ensayo sobre Joyce, Proust se apoya en el tra-
bajo de críticos contemporáneos: Benoît-Méchin, Pierre-Quint y
Firmin-Didot, además del pesimismo de Schopenhauer filtrado
por el ensayo de Arnaud Dandieu, Marcel Proust: sa révélation psy-
chologique (1930). Esos autores también estaban a su alcance en la
biblioteca de la École Normale. En el fondo, puede ser más lo que

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el ensayo revela sobre Beckett que sobre Proust, “aspectos de mí
mismo” que reconoció ante MacGreevy y ninguna otra persona.
Sin embargo, a pesar de su brevedad, da cuenta de la obra y ofrece
una notable síntesis de sensibilidad.
“La ecuación proustiana”, comienza Beckett, “nunca es simple”,
y se centra en el Tiempo, “ese monstruo bicéfalo de condena y sal-
vación”. Su comienzo es el final de Proust, en la biblioteca de los
Guermantes, donde Marcel afirma su libro en términos del pasa-
do recobrado. Proust no puede hacer caso omiso de la causalidad,
señala Beckett. Debe aceptar “la regla y el compás sagrados de la
geometría literaria”. Sus personajes, sin embargo, son prisioneros
del tiempo. Nuestro misterio es el “ayer”: el ayer no sólo nos ha
producido un mayor cansancio, o nos ha hecho avanzar más en el
camino: somos otros, “ya no lo que éramos antes de la calamidad
de ayer”. Las aspiraciones de ayer valían para el yo de ayer, no pa-
ra el de hoy; su cumplimiento, “la identificación del sujeto con el
objeto de su deseo”, no tiene validez perdurable.
Beckett introduce la memoria voluntaria y la rechaza porque
proporciona una imagen “tan alejada de lo real como el mito de
nuestra imaginación o la caricatura provista por la percepción
directa”. El individuo, dice, está en un punto de “decantación”
entre el f luido de los tiempos pasado y futuro, y existe en un esta-
do de optimismo complaciente, interrumpido sólo por los escasos
momentos de deseo, los que en el caso de las relaciones humanas
(“dos dinamismos separados e inmanentes entre los cuales no existe
ningún sistema de sincronización”) llevan a una sed insaciable de
posesión, inalcanzable en el Tiempo. La sabiduría, concluye Be­
ckett, no consiste en la satisfacción del deseo sino en su elimina-
ción. De ese modo, somete el universo de Proust a la aguda crítica
de las categorías de Schopenhauer que limitan la percepción (las
formas del espacio, el tiempo y la causalidad), y a su pesimismo.
Se menciona a Schopenhauer aquí por primera vez, pero en forma
más abierta al final del ensayo.

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El Hábito, insiste Beckett, anticipando Esperando a Godot, es
“el lastre que encadena el perro a su vómito”. Señala, como Henri
Bergson, que la humanidad está atada a la memoria. La vida oscila
entre el sufrimiento y el aburrimiento, y el Hábito (como recono-
ce Vladimir) tiene un gran efecto de embotamiento que vuelve la
existencia tolerable pero cierra la ventana a lo real. Todo esto de-
riva de la discusión de Schopenhauer sobre el ser interno (MVR ,
1.4, n. 57, 402): “De modo que su vida oscila como un péndulo,
adelante y atrás, entre el dolor y el tedio”.
Proust tenía mala memoria (no como Joyce), y la memoria vo-
luntaria no le servía como llave para abrir el pasado. Hay mucho
guardado en la mazmorra inaccesible del ser, y se puede recuperar,
pero sólo por accidente. A través de la memoria involuntaria, el
que se sumerge en las profundidades puede restaurar el objeto del
pasado en toda su completitud y brillantez, como en el “famoso
episodio de la magdalena remojada en el té”, el cual, insiste Bec-
kett, bastaría por sí solo para justificar el libro: “Todo el mundo de
Proust sale de una taza de té”. La ecuación proustiana, gran parte
de la cual se le debe a Bergson, se puede simplificar: la memoria
involuntaria puede lograr la identificación del pasado y el presente,
y de esa forma superar el monstruo tricéfalo del Tiempo, el Hábito
y la Memoria Voluntaria (el monstruo bicéfalo ahora es triple).
La memoria involuntaria, esa “salvación accidental y fugitiva”,
es el leitmotiv de Proust. Beckett identifica una serie de ejemplos
claves, en especial “Les Intermittences du coeur” (“Las irregularidades
del corazón”) y la “tragedia” de Albertine, en términos de la para-
doja del amor y el deseo anunciada antes: “Uno sólo ama aquello
que no posee”. El amor, insiste Beckett –y Albertine lo atestigua–,
coexiste con la insatisfacción. Es una función de la tristeza del
hombre, como la amistad lo es de su cobardía. El intento de co-
municar es “una vulgaridad simiesca, o algo horriblemente cómico,
como la locura de mantener una conversación con los muebles”.
Las conclusiones son honestas, pero despiadadas: si la amistad no
es más que una conveniencia social, situada en algún punto entre

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la fatiga y el hastío –en una palabra, hábito –, necesariamente hay
que rechazarla: “El arte es la apoteosis de la soledad”. El arte está
desligado de toda consideración moral. La tragedia no tiene que
ver con la justicia, sino que representa más bien la expiación del
pecado original de haber nacido.
El ensayo vuelve al desenlace de la novela de Proust, la matinée
y sus implicancias en la formación de la obra de arte. Esto cons-
tituye, primero, una victoria sobre el Tiempo, y luego la victoria
del Tiempo, ambas (salvación y condena) ligadas por vínculos
intrincados. Continúa con el análisis de la experiencia proustia-
na: los “vasos” en los cuales las experiencias quedan suspendidas,
y la identificación de la experiencia inmediata con la del pasado
(la “ecuación”). Beckett insiste en que la memoria involuntaria es
“a la vez imaginativa y empírica, a la vez evocación y percepción
directa, real sin ser tan sólo actual, ideal sin ser tan sólo abstrac-
ta, lo real ideal, lo esencial, lo extratemporal” (Le Temps retrouvé,
II.872-73). De ahí la conclusión: si esa experiencia mística co-
munica una esencia extratemporal, el que comunica se convierte
momentáneamente en un ser extratemporal, y el Tiempo es más
bien borrado que recobrado.
En el ensayo se identifica finalmente a Proust como un artista
para el cual la Idea no se encarna en la alegoría, sino en lo con-
creto. Beckett reconoce la veta romántica que existe en Proust:
incapaz, como el artista clásico (Joyce), de buscar omnisciencia y
omnipotencia, afirma la primacía de la percepción, del instinto,
cuando no está viciado por el Hábito, “la exposición no lógica de
los fenómenos” anterior a su distorsión en pos de la inteligibilidad.
De modo que se relativiza la concesión otorgada al comienzo del
ensayo con respecto a la causalidad. El texto termina con los valores
de Schopenhauer, o más bien, con su indiferencia hacia ellos. Las
flores desvergonzadas que exponen sus genitales vienen de El mundo
como voluntad y representación, al igual que la expresión del sujeto
puro, “exento de voluntad”, el objeto “exento de causalidad”, y la
meditación sobre la música en términos de “la Idea misma, [que]

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no tiene conciencia del mundo de los fenómenos, tiene una exis-
tencia ideal fuera del universo, no se aprehende en el Espacio sino
sólo en el Tiempo”. Su rechazo a la ópera ref leja la insistencia de
Schopenhauer en la necesaria subordinación de la letra a la música
(MVR I.3 n. 52, 338); la aceptación del vaudeville, para Beckett “la
comedia de una enumeración exhaustiva”, representa una versión
mejorada de su exposición de “por qué la misma composición sirve
para muchas estrofas” (341), lo mismo la celebración del “da capo”
(342). La música, asegura Beckett, es el “elemento catalítico” en
Proust, la “realidad invisible” o trascendente que condena la vida
del cuerpo en la tierra como pensum y revela el significado de la
palabra “defunctus” (Parerga y Paralipomena, II.12 n. 157). Los
capítulos que escribe Schopenhauer sobre el sufrimiento, la vani-
dad de la existencia y las cualidades trascendentales de la música
fueron claramente inf luyentes en la visión de Beckett respecto a
los logros de Proust. Al final de su ensayo, respalda en lo esencial
la “salvación” de Proust (palabra que anotó Beckett al margen de
su ejemplar del libro, ahí donde Marcel escucha el Septuor), una
solución musical a la ecuación difícil.
El tercero en esta trilogía de ensayos influyentes es “Tres diálogos”
de Samuel Beckett y Georges Duthuit. Consiste básicamente en un
registro de las conversaciones sobre arte y crítica que tuvo Beckett
con el historiador del arte Georges Duthuit, yerno de Matisse. Su
tema está dado por una serie de reseñas publicadas en un número
anterior de la revista transition sobre la obra de Tal Coat, André
Masson y Miró, aunque Beckett excluyó a este último a favor de
una discusión sobre su amigo Bram van Velde. Los diálogos, o me-
jor dicho, debates y conversaciones de café, fueron publicados en
transition forty-nine 5 (diciembre de 1949: 97-103) y firmados por
Beckett y Duthuit. John Calder reeditó los textos junto a Proust
(1965) con el título: “3 dialogues with Georges Duthuit”, Martin
Esslin los incluyó en su Samuel Beckett: A Collection of Critical Essays
(1965), y se volvieron a publicar en Disjecta (138-45), donde se usó
el título abreviado “Three Dialogues”. Quedó sentada la tradición

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de excluir el nombre de Duthuit. La traducción al francés se llama
simplemente Trois dialogues (Minuit, 1998).
A pesar de esa tendencia editorial reciente, se trata a todas luces
de diálogos que tuvo Beckett con Georges Duthuit, pero también
con los números anteriores de la revista transition, donde se habían
publicado reseñas de las exposiciones recientes de esos pintores.
Por muy estilizados que sean, provienen de conversaciones reales,
luego pulidas y publicadas ante la insistencia de Duthuit de que
Beckett debía dar mayor difusión a sus opiniones. Hacía tiempo
que Beckett se preocupaba de la crisis del yo, tema que ya había
manifestado en 1934 con su reprobación en “Recent Irish Poetry” de
los escritores irlandeses contemporáneos, los cuales, según alegaba,
no se hacían cargo de esa crisis (véase Disjecta 70-76). Reanudó y
amplió esa polémica estética a petición de Duthuit, director de la
revista transition tras su resurrección en la posguerra. Gran parte
de esa conversación fue ensayada mediante una serie de cartas y
encuentros entre sus protagonistas, y el formato cuasi-dramático
del intercambio fue propuesto por el mismo Beckett.
Frustrado en el intento de explicar sus discriminaciones estéti-
cas, Beckett le escribe a Duthuit el 9 de marzo de 1949: “[…] será
necesario […] que tú me hagas algunas preguntas”. Dirigiéndose a
Duthuit, Beckett reformuló la crisis del artista como “la sensación
de que uno es un ser plural (por lo menos) sin por eso dejar de ser
(por supuesto) uno solo”. Hasta los artistas que consideran y tratan
el conf licto del yo, los que tienen “una habilidad feliz para existir
en múltiples formas”, terminan replegándose en una unidad cuando
una de esas formas se impone y es “certificada […] por aquél que
ha sido nominado a esa función” a través de “una pequeña sesión
de espiritismo autológico”. Para Beckett (y para Bram van Velde,
cuya obra supuestamente dio origen a sus teorías), no existe una
“forma a cargo” capaz de unificar la pluralidad, dentro o fuera,
pues “la ruptura con el exterior implica la ruptura con el interior, la
inexistencia de relaciones sustitutivas de las relaciones ingenuas, la
identidad absoluta de lo que llamamos exterior con lo que llamamos

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interior”. El rechazo de esa relación final –y “relación” siempre es
algo ingenuo para Beckett– constituye una glosa útil de (por lo
menos) las tres novelas, Molloy, Malone muere y El innombrable, ya
que teoriza la relación rota no sólo entre el artista y el objeto de su
arte, sino entre el artista y los personajes que lo encubren, lo que
el Innombrable llama sus “vice existers”, de modo que el artista se
desvanece entre las impresiones mentales que dejan sus creaciones,
pero nunca desaparece del todo. Con Duthuit, Beckett termina
reconociendo la imposibilidad del autoanálisis y la imposibilidad
de todo lo demás: “[…] Tienes que saber que yo, con lo poco que
hablo de mí mismo, casi no hablo de otro tema”.
Los diálogos ref lejan entonces la cuarta certeza de Beckett: que
nacimos, existimos, moriremos, y, la que es absurda y subvierte las
anteriores: “La expresión de que no hay nada que expresar, nada
con qué expresar, ninguna base para expresar, ninguna capacidad
para expresar, ningún deseo de expresar, junto a la obligación de
expresar”. En ese texto, con su humor y su autosubversión, Bec-
kett explota lo performativo y parodia el debate estético y el tipo
de diálogo filosófico ejercido por Platón. La tradición incluía los
Tres diálogos entre Hilas y Filonous de George Berkeley, cuyos ecos
persisten en Fin de partida, obra que Beckett empezó a escribir
poco después de los diálogos. Es posible relacionarlos también
con los poemas dialógicos de W.B. Yeats. Por otro lado, su tono
merece una mayor apreciación: es el del vaudeville, pues la función
de “D” es la de dar pie a las payasadas intelectuales de B. Según
todas las reglas racionales de debate, D es el ganador, por lo tanto
B ha sido exitoso en su intento de fracasar.
La “obligación de expresar” se encuentra en el primer diálogo.
El personaje llamado B (Beckett, quizá) sostiene que aunque las
“orgías franciscanas” de Tal Coat tienen un valor prodigioso, sin
embargo representan “cierto orden en el plano de lo factible”. Cuando
le preguntan qué otro plano puede haber, responde que lógicamen-
te ninguno, sino que el arte debe hacer más de lo mismo, “seguir
un poco más por un camino gris”. El segundo diálogo continúa el

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primero; B sostiene que los problemas a los que se dedicó Masson
en el pasado han perdido su legitimidad y que está “penetrado por
el dilema atroz de la expresión”. D (Duthuit, quizá) no puede estar
en desacuerdo con la caracterización de las dotes de Masson, su
variedad técnica, y un arte que “perdura y enriquece”. Ante lo que
B, sin nada qué decir ni medios para decirlo, “sale llorando”.
El duelo se reanuda en el diálogo III: “Francés, dispara tú
primero”. Aquí B invoca (y D reconoce) un arte de un orden di-
ferente, de alguien (Bram van Velde) que está obligado a pintar y
es incapaz de pintar, un arte que (según reconoce B quince días
después) es inexpresivo. Como tal, dirá, es de un orden superior al
que produce Masson “retorciéndose” o a las “orgías autogenéticas”
de un “inmaterialismo a lo Kandinsky”. El debate llega a su clí-
max en el discurso más largo de B, donde celebra a Bram como el
primero en reconocer que ser artista es fracasar como ningún otro
se atreve a fracasar. Pero B se abstiene de afirmar que, al llevar
este “asunto horrible” a una conclusión, él (o Bram) esté realizan-
do algún tipo de acto expresivo, aunque lo que se expresara fuese
la imposibilidad de semejante obligación. Respalda esa actitud en
su carta a Duthuit de marzo de 1949, donde B sostiene que en su
pintura van Velde ha sido el primero en rechazar el “rapport”, la
compenetración, en todas sus formas. Su pintura ofrece a cambio
“refus et refus d’accepter son refus […] Pour ma part, c’est le gran
rifiuto qui m’intéresse” (“Rechazo, y rechazo de su rechazo […]
Por mi parte, es el gran rechazo lo que me interesa”).
Los críticos suelen pasar por alto el contexto de estos diálogos,
su lugar en el número particular y entre los temas particulares
de la revista transition forty-nine n. 5. Los diálogos salieron de
cartas y conversaciones de café cuyo tema no era la estética la-
tente de Beckett en abstracto, sino los artistas, ensayos y temas
particulares tratados en los números recientes de la revista. Los
Diálogos van después del ensayo de André du Bouchet sobre las
exposiciones de Masson, Tal Coat y Miró. La sustitución de Miró
por van Velde obedece quizás al hecho de que el texto que sigue

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a los Diálogos es “Algunas frases de Bram van Velde”, donde la
estética empobrecida del pintor suena bastante beckettiana: “No
tengo nada en los bolsillos, nada en las manos. Dónde podré en-
contrar lo que necesito”. Otra sección, llamada “Documentos”,
contiene las declaraciones de Masson sobre la estética de la pos-
guerra, su ataque a la “altiva” estética modernista del arte por el
arte. Para Masson, las obras de preguerra de ese tipo son mera
decoración, “sólo que no hay nada que decorar”. Exige, como
Sartre, un arte de posguerra que contribuya a “la liberación del
hombre, a la transmutación de todos los valores, a la denuncia
de la clase dominante responsable de la regresión imperialista y
fascista”. La respuesta de Beckett a esos “retorcimientos” es la
estética del fracaso.
El impacto de estos Diálogos ha sido considerable, tanto en la
obra de Beckett, que está implicada en el arte del fracaso desde la
trilogía de novelas hasta el fin de su carrera, y también en el diálogo
crítico con ella. Peter Murphy se muestra escéptico en ese punto:
sostiene que Martin Esslin en particular ha privilegiado la noción
de un autor que intenta dar forma a una nada existencialista, y que
en el enorme f lujo de lecturas formalistas de la obra de Beckett se
han descuidado otros aspectos de su producción. Tres diálogos ha
armonizado con la estética postestructuralista de tal forma que ha
avalado interpretaciones de la obra de Beckett gobernadas por el
pesimismo respecto a los poderes expresivos del lenguaje: descen-
trar el discurso, deconstruirlo, reconocer sus estructuras en fuga,
buscar sus trazos transitorios.
Otra tesis que se ha construido en torno a los Diálogos, más
bien modernista que postmodernista, consiste en verlos como un
ejemplo de lo imposible y lo problemático en el arte moderno,
pero en un espíritu de burla muy consciente. Con esa visión, sin
embargo, se corre el riesgo de reducir la ironía radical de Beckett
nuevamente a la “expresión de una transigencia”, constitutiva a
su vez de una ampliación del plano de lo factible. De ser así, uno
puede estar de acuerdo con David Hesla y con el reconocimiento

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del propio Beckett, que se desprende en forma implícita de una
entrevista posterior con Tom Driver, de que los Tres diálogos no
son en realidad tan revolucionarios como aparentan a primera vis-
ta. Más bien, han logrado, por sí solos y para su sujeto, lo que los
artistas siempre han buscado: que tras reconocer el caos en que se
encuentra, el desafío del artista consiste ahora (como siempre) en
encontrar una forma que le dé cabida.
Beckett escribió posteriormente algunos textos de crítica de
arte, en muchos casos para complacer a sus amigos. “Les Deux
besoins” (“Las dos necesidades”), un ensayo de 1938 que quedó sin
traducir ni publicar hasta que Ruby Cohn lo rescatara para la edi-
ción de Disjecta en 1983, constituye en cierto grado una excepción.
Su tema es la “monotone centralité” de la existencia individual,
unida sin embargo a la necesidad de cultivar ese estado. Las dos
necesidades son el “besoin d’avoir besoin” (necesidad de necesitar)
y el “besoin dont on a besoin” (necesidad que se necesita), o, para
expresarlo en términos algo rudimentarios, la necesidad misma
y la necesidad de responder a ella. En su introducción a Disjecta,
Ruby Cohn expone la exigencia de Beckett de “un arte irracional
e interrogativo”, y ve en los párrafos “disyuntivos” del ensayo una
ilustración de ese proceso. Las dos necesidades son inconmen-
surables, y son los “enthymèmes de l’art” (entimemas del arte),
silogismos basados en premisas que en el mejor de los casos no
son más que probables, con conclusiones inciertas (el diagrama
se presenta con la f loritura: “Falsifions davantage”, falsifiquemos
más). El ensayo, por lo tanto, constituye un acercamiento precoz
a la necesidad irracional de expresar a pesar de las antinomias que
imposibilitan la expresión. Mientras anticipa las necesidades de
las obras que lo seguirán, no constituye en absoluto una ruptura
con las del pasado.
“Homenaje a Jack B. Yeats” es otro tributo rendido a un amigo,
una breve apreciación de la muestra realizada en honor del pintor
en marzo de 1954, cuando tenía 84 años, en la Galerie Beaux-Arts
de París y publicada en la revista Les Lettres nouvelles (abril de

PROLOGO • 21

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1954: 619-20). Es reproducida en Disjecta en una traducción que
Ruby Cohn califica de “extraordinaria”, tomada de un catálogo de
la pintura de Yeats que editó James White. La palabra “homenaje”
es adecuada, pues Beckett ofrece una afirmación acrítica de una
“gran obra solitaria”. Sigue elogiando la obra de Yeats, haciendo
hincapié en la independencia de éste y su impermeabilidad frente a
las inf luencias ajenas, y replica un comentario que alguna vez hizo:
que toda pintura debe tener alguna “chispa de la vida”. Su deuda
más amplia con Yeats puede ser incalculable, si James Knowlson
no se equivoca al considerar que dos pinturas de Yeats, The Two
Travellers y Men of the Plain, están entre las inf luencias visuales
de Esperando a Godot. También si O’Brien está en lo correcto en
su valoración del impacto que produjo en Beckett la negativa de
Yeats a transigir en su arte pintando lo que les hubiera gustado a
los demás que él pintara.
“Para Avigdor Arikha” es otro texto de amistad, un párrafo
escrito para una exposición de los dibujos de Arikha inaugurada
el 26 de enero de 1967, en la Galerie Claude Bernard de París.
Se publicó en Avigdor Arikha: Dessins 1965-1970 (París: Centre
National d’Art Contemporain, 1970); ya se había publicado una
traducción en Avigdor Arikha: Drawings 1965/66 ( Jerusalén &
Tel Aviv: Tarshish Books, 1967). El homenaje apareció en otros
catálogos de exposiciones de la obra de Arikha, en París (8 de
diciembre de 1970 a 18 enero de 1971), Londres (Victoria and
Albert Museum, febrero-mayo de 1976) y Estados Unidos; y en
Arikha (París: Hermann, 1985). El original y la traducción ingle-
sa se reeditaron en Disjecta. El texto expresa el sentido que tenía
Beckett del arte como el asedio puesto al “inexpugnable afuera”, las
“marcas profundas” que dejan constancia de la batalla del ojo y la
mano con lo otro. Seis borradores sucesivos de este texto aparecen
en el libro de Anne Atik, A Memoir of Samuel Beckett.
Obras menores o mayores en sí mismas, de todos modos re-
presentan un cuerpo importante de trabajo crítico que sustenta
los textos mayores de narrativa, drama y poesía de Beckett. Estos

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escritos denigrados, estos disjecta membra, son imprescindibles a la
hora de hacerse cargo del desarrollo artístico de Beckett y trazar
la transformación de un acólito juvenil en un artista maduro.

S. E. Gontarski

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Referencias

Atik, Anne. How It Was: A Memoir of Samuel Beckett. Londres: Faber,


2001.
Bair, Deirdre. Samuel Beckett: A Biography. Londres: Jonathan Cape,
1978.
Gontarski, S.E. y Anthony Uhlmann. Beckett after Beckett (Gainesville:
University Press of Florida, 2006).
McQueeny, Terence. Beckett as a Critic of Joyce and Proust. Tesis doc-
toral, University of North Carolina, 1977.
Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación, trad.
R. Rodríguez Aramayo. Barcelona: Fondo de Cultura Econó-
mica de España, 2003.
. Parerga y Paralipomena. Escritos filosóficos menores, trad. E.
González Blanco y A. Zozzya. Málaga: Ágora, 1997.

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Nota a la edición

Se conservan en los textos frases, expresiones, títulos y


citas en su idioma original: latín, italiano, francés, ale-
mán y castellano, un par de frases en inglés de Shakes-
peare, Keats y James Joyce, además de los fragmentos
de Finnegans Wake ; van en cursiva, o con comillas si
las puso Beckett. Las palabras en castellano en cursiva
fueron marcadas por el autor en el original inglés.
Las traducciones a esas frases, junto a otras breves
explicaciones, se encuentran en las notas al final de
cada ensayo. Sólo los fragmentos de Finnegans Wake
–al momento de la escritura del ensayo aún llamado
Work in Progress– no cuentan con versión castellana,
pues es una obra prácticamente intraducible y la versión
española existente me parece insatisfactoria.
Las traducciones del italiano, francés, etcétera, fue-
ron hechas por Neil Davidson, quien además corrigió
minuciosamente la traducción completa del inglés.
Las notas de Beckett van a pie de página.
Se conservan las mayúsculas usadas por Beckett en
los casos en que señalan una categoría. Por ejemplo, en
Proust : Tiempo y tiempo, Hábito y hábito; en Dante...,
Filología, Poética, Historia, Mito, etcétera.
Los tres primeros ensayos, si bien están traducidos en
ediciones de Monteávila, Caracas (Proust), y Tusquets,
Barcelona (Dante..., Tres diálogos), nunca se habían re-
unido en un mismo volumen de textos críticos. Los dos
últimos permanecían inéditos en castellano.

M.F.

nota a la edicion • 25

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Literatura

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Dante. . . Bruno. Vico. . Joyce

El peligro está en las identificaciones nítidas. La concepción de


Filosofía y Filología como una pareja de comediantes sacados de
un teatro de variedades es tan apaciguadora como la contemplación
de un sándwich de jamón cuidadosamente preparado. El propio
Giambattista Vico no pudo resistir la atracción de tal coincidencia
de gesto. Insistió en una completa identificación entre la abstrac-
ción filosófica y la ilustración empírica, anulando de ese modo
lo absoluto en cada concepción: injustificablemente, arrebató lo
real a sus límites dimensionales, temporalizando aquello que es
extratemporal. Y ahora estoy aquí, con mi puñado de abstraccio-
nes, entre las cuales sobresalen una montaña, la coincidencia de
los contrarios, la inevitabilidad de la evolución cíclica, un sistema
de Poética, y la perspectiva de una autoextensión en el mundo del
Work in Progress de Mr Joyce. Existe la tentación de considerar cada
concepto como “a bass dropt neck fust in till a bung crate”, y hacer
con eso un trabajo verdaderamente redondo. Lamentablemente,
una aplicación tan exacta implicaría distorsiones en uno de dos
sentidos. ¿Debemos torcerle el cuello a determinado sistema para
meterlo a la fuerza en una casilla contemporánea? ¿O modificar
las dimensiones de esa casilla para satisfacer a los promotores del
analogismo? La crítica literaria no consiste en cuadrar libros.

Giambattista Vico era un napolitano práctico y pragmático.


Croce se complace en considerarlo un místico, esencialmente es-
peculativo, “ disdegnoso dell’empirismo”,1 interpretación curiosa si

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se tiene en cuenta que más de las tres quintas partes de su Scienza
nuova se ocupan de la investigación empírica. Croce lo opone a
la escuela materialista reformista de Ugo Grozio, y lo absuelve de
las preocupaciones utilitarias de Hobbes, Spinoza, Locke, Bayle
y Maquiavelo. Eso no se puede tragar sin protesta. Vico define
la Providencia como “una mente spesso diversa ed alle volte tutta
contraria e sempre superiore ad essi fini particolari che essi uomini si
avevano proposti; dei quali fini ristretti fatti mezzi per servire a fini
più ampi, gli ha sempre adoperati per conservare l’umana generazione
in questa terra”.2 ¿Qué podría ser más completamente utilitario? Su
tratamiento del origen y las funciones de la poesía, el lenguaje y el
mito, como se verá luego, está tan lejos de la mística como pueda
imaginarse. Para nuestro propósito inmediato, en todo caso, poco
importa si lo consideramos un místico o un investigador cientí-
fico, pero no hay dos caminos para equivocarse en considerarlo
un innovador. Su división del desarrollo de la sociedad humana
en tres edades –teocrática, heroica, humana (civilizada), con sus
correspondientes clasificaciones de lenguaje: jeroglífico (sagra-
do), metafórico (poético), filosófico (apto para la abstracción y la
generalización)– no era nueva en absoluto, aunque sin duda era
novedosa para sus contemporáneos. Derivó esa cómoda clasifica-
ción de los egipcios, a través de Heródoto. Al mismo tiempo, es
imposible negar la originalidad con que plantea y desarrolla sus
consecuencias. Su exposición del ineluctable progreso circular de
la sociedad fue completamente nueva, aunque su germen se halla
en los tratados de Giordano Bruno sobre la identificación de los
contrarios. Es en el libro II, descrito por Vico como “tutto il corpo
[…] la chiave maestra dell opera”, 3 donde aparece la absoluta origi-
nalidad de su mente. Desarrolla una teoría de los orígenes de la
poesía y el lenguaje, el significado del mito y la naturaleza de la
civilización bárbara, que debe haber parecido nada menos que un
ataque impertinente contra la tradición. Esos dos aspectos de Vico
tienen sus reverberaciones, sus reaplicaciones –de todos modos, sin
la menor ilustración explícita– en el Work in Progress.

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Primero es necesario condensar la tesis de Vico, el historia-
dor científico. En el principio fue el trueno: el trueno desató a la
Religión en su forma más objetiva y antifilosófica, el animismo
idólatra; la Religión produjo a la Sociedad, y los primeros hom-
bres sociales eran cavernícolas que se refugiaban de una Natu-
raleza apasionada. Esa vida familiar primitiva recibe su primer
impulso al desarrollo con la llegada de vagabundos aterrados: al
permitirles el ingreso, se convierten en los primeros esclavos; al
volverse más fuertes, exigen concesiones agrarias, con lo cual el
despotismo evoluciona hacia un feudalismo primitivo. La cueva
se vuelve una ciudad y el sistema feudal una democracia, y luego
una anarquía, que se corrige mediante el regreso a la monarquía.
La última etapa consiste en una tendencia hacia la interdestruc-
ción: las naciones se dispersan, y el Fénix de la Sociedad se eleva
desde sus cenizas. Esa progresión social en seis términos corres-
ponde a una progresión, también en seis términos, de los motivos
humanos: necesidad, utilidad, comodidad, placer, lujo, abuso del
lujo, y sus manifestaciones encarnadas: Polifemo, Aquiles, César
y Alejandro, Tiberio, Calígula y Nerón. En ese punto Vico aplica
las ideas de Bruno –aunque se guarda de reconocerlo– y procede,
desde unos datos bastante arbitrarios, a la abstracción filosófica.
No hay diferencia, dice Bruno, entre la cuerda infinitamente pe-
queña y el arco infinitamente pequeño; no hay diferencia entre el
círculo infinito y la línea recta. Los máximos y los mínimos de
cada contrario particular son iguales e indiferenciados. El calor
mínimo equivale al frío mínimo. En consecuencia, las transmuta-
ciones son circulares. El principio (mínimo) de un contrario toma
su movimiento del principio (máximo) del otro. Por lo tanto, en la
sucesión de transmutaciones no solamente los mínimos coinciden
con los mínimos, y los máximos con los máximos, sino también
los mínimos con los máximos. La velocidad máxima es un esta-
do de reposo. La corrupción máxima y la generación mínima son
idénticas: en principio, corrupción es generación. Y todas las cosas
al final se identifican con Dios, la mónada universal, la Mónada

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de mónadas. A partir de esas consideraciones, Vico desarrolla una
Ciencia y Filosofía de la Historia. Puede ser un ejercicio entreteni-
do tomar una figura histórica, por ejemplo Escipión, y etiquetarlo
con el número tres, pero a fin de cuentas no tiene mayor impor-
tancia. Lo que sí es importante es reconocer que la transición de
Escipión a César es tan inevitable como la transición de César a
Tiberio, pues la f lor de la corrupción en Escipión y César es la
semilla de la vitalidad en César y Tiberio. Tenemos de esa forma
el espectáculo de una progresión humana cuyo movimiento depen-
de de los individuos, y que al mismo tiempo, en virtud de lo que
parece ser un orden cíclico predeterminado, es independiente de
ellos. Se deduce que la Historia no se debe considerar ni como una
estructura informe –constituida exclusivamente por los logros de
los agentes individuales–, ni como poseedora de una realidad ajena
e independiente de éstos, lograda a sus espaldas y a su pesar, la
obra de una fuerza superior conocida según el caso como Destino,
Azar, Fortuna, Dios. Vico rechaza ambas visiones, la materialista
y la trascendental, a favor de lo racional. La individualidad es la
concreción de lo universal, y cada acción individual es al mismo
tiempo superindividual. Lo individual y lo universal no se pueden
entender como formas distintas. La Historia, por lo tanto, no es el
resultado del Destino o el Azar –en ambos casos el individuo que-
daría separado de su producto– sino el resultado de una Necesidad
que no es Destino, de una Libertad que no es Azar (compárese
con el “yugo de la libertad” de Dante). Llama a esa fuerza Divina
Providencia, aunque, se supone, con bastante ironía. Y es en esa
Providencia donde hay que buscar el origen de las tres institucio-
nes comunes a toda sociedad: Iglesia, Matrimonio, Funeral. Esta
no es la Providencia de Bossuet, trascendental y milagrosa, sino
algo inmanente, la esencia misma de la vida humana, que opera
por medios naturales. La Humanidad es su propia obra. Dios ac-
túa en ella, pero sólo a través de ella. La Humanidad es divina,
pero los hombres no lo son. Queda claro que Mr Joyce adopta esa
clasificación social e histórica por motivos de comodidad –o in-

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comodidad– estructural. Su postura no es filosófica en absoluto.
Es la actitud imparcial que adopta Stephen Dedalus en Portrait of
the Artist… al ofrecerle al maestro de estudios una descripción de
Epicteto como “an old gentleman who said that the soul is very like
a bucketful of water”. 4 Es más importante el farol que el farolero.
Con “estructural” no sólo me refiero a una división exterior audaz,
un andamio para contener el material. Me refiero a las infinitas
variaciones sustanciales sobre esos tres compases y el entrelaza-
miento interior de esos tres temas para producir una decoración
de arabescos; decoración y más que decoración. La primera parte
es una masa de sombras del pasado, que por lo tanto corresponde
a la primera institución humana de Vico, la Religión, o a su Edad
teocrática, o simplemente a una abstracción: el Nacimiento. La
segunda parte es el juego amoroso de los niños, que corresponde
a la segunda institución, el Matrimonio, o a la Edad heroica, o a
una abstracción: la Madurez. La tercera parte transcurre en el sue-
ño, y corresponde a la tercera institución, el Funeral, o a la Edad
humana, o a una abstracción: la Corrupción. La cuarta parte es
el día que recomienza, y corresponde a la Providencia de Vico, o
a una abstracción: la Generación. Mr Joyce no da por sentado el
nacimiento, a diferencia, parece, de Vico. No se trata de huesos
secos. La conciencia de que hay mucho del niño no nacido en el
octogenario decrépito, y mucho de ambos en el hombre que está en
el apogeo de su curva vital, elimina toda la rígida interexclusividad
que suele afectar las construcciones ordenadas. La corrupción no
se excluye de la primera parte, como tampoco la madurez de la
tercera. Los cuatro “ lovedroyd curdinals” se presentan en el mismo
plano: “His element curdinal numen and his enement curdinal marrying
and his epulent curdinal weisswasch and his eminent curdinal Kay o’
Kay!”. Hay muchas referencias a las cuatro instituciones humanas
de Vico, ¡entre ellas la Providencia! “A good clap, a fore wedding,
a bad wake, tell hell’s well”; “their weatherings and their marryings
and their buryings and their natural selections”; “the lightning look,
the birding cry, awe from the grave, ever-flowing on our times”; “ by

Dante • 33

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four hands of forethought the first babe of reconcilement is laid in its
last cradle of hume sweet hume ”.
Además de ese énfasis en las comodidades tangibles que com-
parte toda la Humanidad, encontramos a menudo expresada la in-
sistencia de Vico sobre el carácter inevitable de toda progresión –o
retroceso–: “The Vico road goes round to meet where terms begin. Still
onappealed to by the cycles and onappalled by the recoursers, we feel all
serene, never you fret, as regards our dutyful cask… before there was a
man at all in Ireland there was a lord at Lucan. We only wish everyone
was as sure of anything in this watery world as we are of everything in
the newlywet fellow that’s bound to follow…”. “The efferfresh-painted
livy in beautific repose upon the silence of the dead from Pharoph the
next first down to ramescheckles the last bust thing”. “In fact, under
the close eyes of the inspectors the traits featuring the chiaroscuro coa-
lesce, their contrarieties eliminated, in one stable somebody similarly
as by the providential warring of heartshaker with housebreaker and
of dramdrinker against freethinker our social something bowls along
bumpily, experiencing a jolting series of prearranged disappointments,
down the long lane of (it’s as semper as oxhousehumper) generations,
more generations and still more generations”. Este último es uno de
los pocos ejemplos del subjetivismo en la obra de Mr Joyce. En
una palabra, aquí está toda la humanidad dando vueltas con una
monotonía fatal alrededor del fulcro providencial: “The convoy
wheeling encirculing abound the gigantig’s lifetree”. Y con eso se ha
dicho –o al menos sugerido– lo suficiente como para mostrar que
Vico tiene una presencia considerable en el Work in Progress. Al
pasar al Vico de la Poética, esperamos establecer una relación aun
más llamativa, aunque menos directa.
Vico rechaza las tres interpretaciones populares del espíritu
poético, que veían en la poesía la ingeniosa expresión popular de
conceptos filosóficos, o una entretención social graciosa, o una
ciencia exacta al alcance de todo aquel que tuviera la receta. La
poesía, según él, nació de la curiosidad, hija de la ignorancia. Los
primeros hombres tuvieron que crear la materia por la fuerza de

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su imaginación, y “poeta” significa “creador”. La poesía fue la pri-
mera operación de la mente humana, y sin ella el pensamiento no
existiría. Los bárbaros, ineptos para el análisis y la abstracción,
tienen que recurrir a su fantasía para explicar lo que su razón no
alcanza a comprender. Antes de la argumentación viene el canto;
antes de los términos abstractos, las metáforas. El carácter figu-
rativo de la poesía más antigua no se debe considerar como una
confección sofisticada, sino como una prueba de la escasez de vo-
cabulario y de la incapacidad para lograr la abstracción. La Poesía
es esencialmente la antítesis de la Metafísica: la Metafísica purga
a la mente, la libera de los sentidos, cultiva la descorporización
de lo espiritual; la Poesía es toda pasión y sentimiento y anima lo
inanimado; la Metafísica es más perfecta mientras más se preocupa
de lo universal, y la Poesía mientras más se preocupa de lo parti-
cular. Los poetas son el sentido de la humanidad, los filósofos su
inteligencia. Si se considera el axioma de los escolásticos, “niente
è nell’intelletto che prima non sia nel senso”, 5 se deduce que la poe-
sía es un requisito fundamental de la filosofía y la civilización. El
movimiento animista primitivo habría sido una manifestación de
la “ forma poetica dello spirito”. 6
Su tratamiento del origen del lenguaje prosigue en una línea
similar. Aquí también rechaza tanto la visión materialista, que de-
clara que el lenguaje no es más que un simbolismo formal y conven-
cional, como la trascendental, que lo trata, de pura desesperación,
como un regalo de los dioses. Aquí también, Vico es racionalista,
consciente del crecimiento natural e inevitable del lenguaje. En su
forma muda primitiva, el lenguaje era gesto. Si un hombre quería
decir “mar”, señalaba el mar. Con la difusión del animismo ese
gesto se reemplazó con la palabra: “Neptuno”. Vico nos hace notar
que cada necesidad de la vida, natural, moral o económica, tiene
su expresión verbal en una u otra de las treinta mil divinidades
griegas. Este es “el lenguaje de los dioses” de Homero. Su evolu-
ción, a través de la poesía, hacia un vehículo altamente civilizado
que abunda en términos abstractos y técnicos fue tan poco fortuita

Dante • 35

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como la evolución de la misma sociedad. Las palabras, como las
fases sociales, tienen sus progresiones. Una progresión sería, a
grandes rasgos, “Bosque-cabaña-pueblo-ciudad-academia”. Otra
sería “montaña-llanura-ribera”. Y cada palabra se expande con cierta
inevitabilidad psicológica. Tomemos la palabra latina “lex”:

1. Lex = Cosecha de bellotas.


2. Ilex = Árbol que produce bellotas.
3. Legere = Reunir.
4. Aquilex = El que reúne las aguas.
5. Lex = Reunión de gentes, asamblea pública.
6. Lex = Ley.
7. Legere = Reunir las letras en palabras, leer.

La raíz de toda palabra, sin excepción, se remonta a algún símbolo


prelingüístico. Esta temprana incapacidad para abstraer lo general
de lo particular es lo que produjo los nombres tipo. Nos encontra-
mos nuevamente en presencia de la mente infantil. El niño hace
extensivos los nombres de los primeros objetos conocidos a otros
desconocidos en los cuales advierte alguna analogía con aquéllos.
Los primeros hombres, incapaces de concebir la idea abstracta de
“poeta” o “héroe”, nombraron a cada héroe como al primer héroe,
a cada poeta como al primer poeta. Si reconocemos esa costumbre
de designar a varios individuos según sus prototipos, estaremos
en condiciones de explicar una serie de misterios clásicos y mi-
tológicos. Hermes es el prototipo del inventor egipcio; lo mismo
Rómulo, el gran legislador, y Hércules, el héroe griego. También
Homero. Así, Vico afirma la espontaneidad del lenguaje y niega
el dualismo entre poesía y lenguaje. Del mismo modo, la poesía
es el fundamento de la escritura. Cuando el lenguaje consistía en
gesto, lo hablado y lo escrito eran idénticos. Los jeroglíficos, o
el lenguaje sagrado, como él lo llama, no fueron invento de filó-
sofos para la expresión misteriosa de ref lexiones profundas, sino
producto de la necesidad común de los pueblos primitivos. La

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comodidad sólo comienza a imponerse en una etapa de civiliza-
ción mucho más avanzada, con el uso del alfabeto. Aquí Vico, al
menos implícitamente, distingue entre la escritura y la expresión
directa. En esa expresión directa la forma y el contenido son in-
separables. Un ejemplo son las medallas de la Edad Media, que
no tenían inscripción y eran el testimonio mudo de la inexpresi-
vidad de la escritura alfabética convencional; otro ejemplo serían
las banderas de nuestros días. Y con el Mito ocurre lo mismo que
con la Poesía y el Lenguaje. Según Vico, el Mito no es ni la ex-
presión alegórica de axiomas filosóficos generales (Conti, Bacon),
ni una construcción derivada de pueblos particulares, como por
ejemplo los hebreos o los egipcios, ni tampoco la obra de poetas
solitarios, sino la afirmación de hechos históricos, de fenómenos
contemporáneos concretos; concretos en el sentido de haber sido
creados a raíz de la necesidad, y creídos firmemente, por mentes
primitivas. La alegoría implica una operación intelectual triple: la
construcción de un mensaje de significado general, la preparación
de una forma fabulosa, y la unificación de ambas, ejercicio cuya
dificultad técnica lo dejaba absolutamente fuera del alcance de la
mente primitiva. Además, si consideramos que el mito es, en el
fondo, alegórico, no estamos obligados a aceptar la forma en la cual
se ha plasmado como exposición de hechos reales. Pero sabemos
que los creadores de esos mitos los tomaron absolutamente al pie
de la letra. Júpiter no era un símbolo: era espantosamente real. Fue
precisamente su carácter metafórico superficial lo que hizo que el
mito fuera inteligible para personas incapaces de recibir algo más
abstracto que el simple registro de la objetividad.
He aquí, entonces, una exposición torpe del tratamiento diná-
mico que le da Vico al Lenguaje, la Poesía y el Mito. Aún puede
parecer un místico para algunos: de ser así, es un místico que recha-
za lo trascendental en todas sus formas como factor de desarrollo
humano, y cuya Providencia carece de la divinidad necesaria para
poder prescindir de la cooperación de la Humanidad.

Dante • 37

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Al dirigirnos al Work in Progress, encontramos que el espejo no
es tan convexo. Aquí hay expresión directa –página tras página–,
y si ustedes no lo entienden, señoras y señores, es que su decaden-
cia les impide recibirlo. Para que quedaran satisfechos, tendría
que haber una separación entre forma y contenido tal que fuera
posible comprender aquélla casi sin darse la molestia de leer éste.
Recoger y absorber rápidamente la escasa crema del significado es
un proceso posibilitado por lo que cabe llamar una copiosa sali-
vación intelectual. Una forma que se emplea de manera arbitraria
e independiente no puede cumplir una función más alta que la de
estimular un ref lejo condicionado –el de la comprensión babosa– de
tercer o cuarto orden. Cuando la señorita Rebecca West se alista,
a través de la compra de tres sombreros, para entregar su juicio
apenado sobre el elemento narcisista que identifica en Mr Joyce,
el consejo más útil que se le puede dar es que ocupe su babero en
todos sus banquetes intelectuales, o que imponga un control más
notable sobre sus glándulas salivales que los desafortunados perros
de Monsieur Pavlov. El título de este libro es un buen ejemplo de
una forma que conlleva una estricta determinación interna. Debiera
estar a prueba de la sarta habitual de risillas cerebrales; y a algunos
les puede hacer pensar en una docena de Josués incrédulos que me-
rodean por Queen’s Hall,7 haciendo rebotar sus diapasones contra
unas uñas que aún no se atrofian por exceso de refinamiento. Mr
Joyce tiene algo que decirles al respecto: “Yet to concentrate solely
on the literal sense or even the psychological content of any document
to the sore neglect of the enveloping facts themselves circumstantiating
it is just as harmful; etc.”. Y algo más: “Who in his heart doubts either
that the facts of feminine clothiering are there all the time or that the
feminine fiction, stranger than the facts, is there also at the same time,
only a little to the rere? Or that one may be separated from the other?
Or that both may then be contemplated simultaneously? Or that each
may be taken up in turn and considered apart from the other?”.
Aquí la forma es contenido, el contenido es forma. Ustedes alegan
que esto no está escrito en inglés. En realidad, no está ni siquiera

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escrito. No es para leer, o más bien no es sólo para ser leído. Es
para ser visto y oído. No es que Mr Joyce escriba sobre algo; su
escritura es ese mismo algo. (Cuestión que ha sido comprendida por
un eminente novelista e historiador inglés cuya obra es diametral-
mente opuesta a la suya). Cuando el sentido es el sueño, las palabras
se duermen. (Véase el final de Anna Livia). Cuando el sentido es
el baile, las palabras también bailan. Consideremos el pasaje con
que termina la pastoral de Shaun: “To stir up love’s young fizz I tilt
with this bridle’s cup champagne, dimming douce from her peepair of
hide-seeks tight squeezed on my snowybreasted and while my pearlies
in their sparkling wisdom are nippling her bubblets I swear (and let you
swear) by the bumper round of my poor old snaggletooth’s solidbowel
I ne’er will prove I’m untrue to (theare!) you liking so long as my hole
looks. Down”. El lenguaje está borracho. Las mismas palabras se
ladean y entran en efervescencia. ¿Cómo podríamos calificar esa
vigilancia estética general sin la cual no hay posibilidad de atrapar
el sentido que sube constantemente hasta la superficie de la forma
y se convierte en la forma misma? San Agustín nos da la pista de
una palabra con su “intendere”; Dante escribe: “Donne ch’avete inte-
lletto d’amore”, 8 y “Voi che, intendendo, il terzo ciel movete”;9 pero su
“intendere” sugiere una operación estrictamente intelectual. Cuando
hoy un italiano dice “Ho inteso ”, quiere decir algo entre “Ho udito ”
y “Ho capito”, entre “escuché” y “entendí”, un arte de intelección
sensual y desordenado. Quizá “aprehensión” sea la traducción más
adecuada. Stephen le dice a Lynch: “Temporal or spatial, the esthetic
image is first luminously apprehended as selfbounded and selfcontained
upon the immeasurable background of space or time which is not it […]
You apprehend its wholeness”.10 Aquí hay que aclarar un punto: la
belleza del Work in Progress no se presenta tan sólo en el espacio,
pues su aprehensión adecuada depende tanto de su visibilidad como
de su audibilidad. Hay que aprehender una unidad espacial y otra
temporal. Substitúyase “and” por “or” en la cita y se vuelve obvio
por qué es tan insuficiente la palabra “leer” en el caso de Work in
Progress como sería extravagante “aprehender” para hablar de la

Dante • 39

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obra del difunto Mr Nat Gould. Mr Joyce ha des-sofisticado el
lenguaje. Y vale la pena recalcar que ningún idioma es tan sofisti-
cado como el inglés. Es abstracto a morir. Tómese la palabra “do-
ubt”: difícilmente nos da alguna sensación física de vacilación, de
la necesidad de decidir, de la irresolución estática. Mientras que sí
lo hacen la palabra alemana “zweifel” y, en menor grado, la italiana
“ dubitare”. Mr Joyce se da cuenta de lo insuficiente que es “ doubt”
para expresar un estado de incertidumbre aguda, y la reemplaza por
“ in twosome twiminds”. Muchos antes de él, además, se han dado
cuenta de la importancia de tratar las palabras como algo más que
meros símbolos convencionales. Shakespeare usa palabras gordas,
grasosas, para expresar la corrupción: “Duller shouldst thou be than
the fat weed that rots itself in ease on Lethe wharf ”.11 Escuchamos
como chapotea el limo en toda la descripción del Támesis que
hace Dickens en su Great Expectations. Esa escritura que ustedes
hallan tan oscura es una extracción quintaesencial del lenguaje y
la pintura y el gesto, con toda la claridad inevitable de los tiempos
anteriores al refinamiento verbal. Aquí está la brutal economía de
los jeroglíficos. Aquí las palabras no son las contorsiones de tinta
reticentes que salen de las imprentas del siglo XX. Están vivas.
Se imponen a codazos en la página, y brillan y resplandecen y se
apagan y desaparecen. “Brawn is my name and broad is my nature
and I’ve breit on my brow and all’s right with every feature and I’ll
brune this bird or Brown Bess’s bung’s gone bandy”. Este es Brawn
que sopla con una ligera ráfaga por los árboles o Brawn que pasa
con la puesta de sol. Al igual que les significa tan poco a ustedes
el viento en los árboles como la vista que se aprecia al atardecer en
el Piazzale Michelangelo –aunque aceptan ambas cosas, porque
su rechazo carecería de significación–, esa pequeña aventura de
Brawn no les significa nada, y no la aceptan, aunque aquí también
su rechazo carece de significación. H. C. Earwigger tampoco se
conforma con que lo mencionen una vez, como el malo de una no-
vela policíaca, para luego dejarlo colgando hasta que la narrativa
exija nuevamente su presencia. Continúa imponiéndose durante un

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par de páginas, a través de variadas combinaciones de sus “letras
normativas”, como si dijera: “Todo esto tiene que ver conmigo, H.
C. Earwigger, ¡no olviden que todo esto tiene que ver conmigo!”
Esa corrupción expresiva y esa elemental vitalidad interior imponen
una furiosa agitación a la forma, que es sumamente adecuada para
el aspecto purgatorial de la obra. Hay una infinita germinación,
maduración y putrefacción verbal, el dinamismo cíclico de lo in-
termedio. Esa reducción de varios medios expresivos a lo que eran
–económicos, directos– en su estado primitivo, y la fusión de esas
esencias primitivas en un medio asimilado para la exteriorización
del pensamiento, es Vico puro, y Vico en su aplicación, además, al
problema del estilo. Pero Vico encuentra también un ref lejo más
explícito que la destilación, en un jarabe sintético, de ingredien-
tes poéticos dispares. Nos damos cuenta de que prácticamente se
evita el subjetivismo o la abstracción, todo tipo de generalización
metafísica. Se nos presenta una afirmación de lo particular. Es el
viejo mito: la niña en el camino de tierra, las dos lavanderas en la
ribera del río. Y en todas partes hay animismo: la montaña “abhea-
ring”, el río “puffing her old doudheen”. (Véase el hermoso pasaje que
comienza: “First she let her hair fall down and it flussed”. Tenemos
nombres tipo: Isolde –cualquier mujer joven y bonita–, Earwigger
–la destilería Guinness, el monumento de Wellington, el Phoenix
Park, cualquier cosa que nade muy cómodamente entre dos aguas–.
La propia Anna Livia, que es la madre de Dublín pero dista tanto
de ser la única madre como Zoroastro el único astrónomo oriental.
“Teems of times and happy returns. The same anew. Ordovico or viri-
cordo. Anna was, Livia is, Plurabelle’s to be. Northmen’s thing made
Southfolk’s place, but howmultyplurators made eachone in person”.
¡Basta! Vico y Bruno están aquí, y con una presencia más sustancial
de lo que se pueda indicar en una revisión tan rápida del asunto.
Para los lectores dispuestos a hacer uso de la risa sardónica, cabe
mencionar que cuando apareció uno de los primeros panf letos de
Mr Joyce, The Day of the Rabblement, los filósofos locales cayeron
en estado de desconcierto por una referencia en la primera línea a

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“The Nolan”. Finalmente lograron identificar a ese misterioso in-
dividuo como uno de los reyes más oscuros de la Irlanda ancestral.
En la obra actual aparece frecuentemente como “Browne & Nolan”,
el nombre de un muy connotado librero de Dublín.
Para justificar nuestro título, debemos ir hacia el norte, “Sovra’l bel
fiume d’Arno alla gran villa”…12 Entre “colui per lo cui verso il meonio
cantor non è più solo”13 y el “still to-day insufficiently malestimated
notesnatcher, Shem the Penman”, existe un parecido circunstancial
notable. Ambos vieron cuán gastado y trillado estaba el lenguaje
convencional de los artífices literarios astutos, y ambos rechazaron
una aproximación a un lenguaje universal. Si hoy el inglés aún no
es tan claramente imprescindible para la gente educada como lo
era el latín en la Edad Media, al menos se justifica decir que su
posición respecto a otras lenguas europeas es bastante similar a
la del latín medieval respecto a los dialectos italianos. Dante no
adoptó la lengua vulgar por exceso de patriotismo local ni para
afirmar la superioridad del toscano frente a sus rivales vernáculos.
Al leer su De vulgari eloquentia, llama la atención la ausencia de
intolerancia cívica. Ataca a los portadownians14 del mundo: “Nam
quicumque tam obscenae rationis est, ut locum suae nationis delicio-
sissimum credat esse sub sole, hic etiam prae cunctis proprium vulgare
licetur, idest maternam locutionem [...] Nos autem, cui mundus est
patria…”.15 Cuando llega a examinar los dialectos, encuentra el
toscano “turpissimum […] fere omnes Tusci in suo turpiloquio obtusi
[…] non restat in dubio quin aliud sit vulgare quod quaerimus quam
quod attingit populus Tuscanorum”.16 Concluye que la corrupción
común a todos los dialectos hace imposible elegir uno por sobre otro
como forma literaria adecuada; quien quisiera escribir en lengua
vulgar tendría que unir los elementos más puros de cada dialecto
y construir un lenguaje sintético que tuviese un interés más que
local: y eso es precisamente lo que hizo. No escribió en f lorentino
más que en napolitano. Escribió en una lengua vulgar que podría
haber hablado un italiano ideal al asimilar lo mejor de cada dialecto
de su país, pero que de hecho nadie habló ni en ese entonces ni

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nunca. Lo cual nos permite descartar la objeción capital que podría
hacerse a este atractivo paralelo entre el lenguaje de Dante y el de
Mr Joyce: que al menos Dante usaba el lenguaje que se hablaba en
las calles de su pueblo, mientras el lenguaje del Work in Progress no
se habló nunca en el cielo o la tierra. Es razonable reconocer que un
fenómeno internacional podría hacer que se hablara, al igual que
en 1300 sólo un fenómeno interregional podría haber hecho que
se hablara el lenguaje de la Divina Comedia. Solemos olvidar que
el público literario de Dante era latino, que la forma de su poema
iba a ser juzgada con ojos y oídos latinos, por una estética latina
intolerante con la innovación y que difícilmente hubiese aceptado
sin irritarse la sustitución de la suave elegancia de “Ultima regna
canam, fluido contermina mundo”17 por la “bárbara” inmediatez de
“Nel mezzo del cammin di nostra vita”. Del mismo modo, los ojos
y oídos ingleses prefieren “Smoking his favourite pipe in the sacred
presence of ladies”18 a “Rauking his flavourite turfco in the smukking
precincts of lydias”. Boccaccio no se burló de los “piedi sozzi ”19 del
pavo real con que soñó la Signora Alighieri.
Veo dos sombreros bien hechos en el Convivio, uno que le queda
bien a la cabeza colectiva de los arcadianos monodialectales, que
se enfurecen al no encontrar “ innoce-free” en el diccionario Oxford
abreviado, y que califican como “los delirios de un demente” la
estructura formal levantada por Mr Joyce después de años de pa-
ciente e inspirada labor: “Questi sono da chiamare pecore e non uomini;
chè se una pecora si gittasse da una ripa di mille passi, tutte l’altre le
andrebbono dietro; e se una pecora per alcuna cagione al passare d’una
strada salta, tutte le altre saltano, eziandio nulla veggendo da saltare.
E io ne vidi già molte in un pozzo saltare, per una che dentro vi saltò,
forse credendo di saltare un muro”.20 Y el otro para Mr Joyce, biólogo
de las palabras: “Questo [la innovación formal] sarà luce nuova, sole
nuovo, il quale sorgerà dove l’usato tramonterà e darà lume a coloro
che sono in tenebre e in oscurità per lo usato sole che a loro non luce”. 21
Y para que no vaya a esconder la cara detrás del ala para reírse,
traduzco “ in tenebre e in oscurità” como “aburrido a extinguirse”.

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(Dante comete un error curioso respecto al origen del lenguaje
cuando se niega a creer, a pesar de la autoridad del Génesis, que
haya sido Eva la primera en hacer uso del lenguaje, al dirigirle la
palabra a la serpiente. Su incredulidad es graciosa: “Inconvenienter
putatur tam egregium humani generis actum, vel prius quam a viro,
foemina profluisse”. 22 Pero antes de que Eva naciera, “los animales
recibieron nombre de Adán”, fue el que “first said goo to a goose”. Más
aún, está explícitamente afirmado que la elección de los nombres
le correspondió exclusivamente a Adán, de modo que se carece tan
completamente de autoridad bíblica para afirmar que el lenguaje es
un don directo de Dios como de autoridad intelectual para pensar
que le debemos la creación del Concierto al individuo que salió a
comprar los pigmentos que usaría Giorgione).
Sabemos muy poco acerca de la recepción inmediata que tuvo
la gran reivindicación de Dante de lo “vulgar”, pero podemos for-
marnos una opinión al considerar que, dos siglos después, Casti-
glioni sigue hilando muy fino en relación a las ventajas respectivas
del latín y el italiano, mientras Poliziano escribe la elegía latina
más tediosa imaginable para justificar su existencia como autor de
Orfeo y las Stanze. También podemos comparar, suponiendo que
vale la pena, la tormenta de insultos eclesiásticos levantada por
la obra de Mr Joyce, y el trato que seguramente habrá recibido la
Divina Comedia de la misma fuente. Su Santidad contemporánea
puede haberse tragado la crucifixión del “sommo Giove”, 23 y todo
lo que aquello significa, pero difícilmente podría haber visto con
beneplácito el espectáculo de tres de sus predecesores inmedia-
tos hundidos de cabeza en la piedra ardiente de Malebolge, o la
identificación del papado con una “puttana sciolta”24 en la proce-
sión mística del Paraíso terrenal. El De monarchia fue quemado
públicamente durante el papado de Juan X XII por instigación
del cardenal Beltrando y los huesos de su autor hubieran sufri-
do el mismo destino a no ser por la intercesión de un inf luyente
hombre de letras, Pino della Tosa. Otro punto a comparar es la
preocupación por el significado de los números. La muerte de

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Beatriz inspira nada menos que un poema complicadísimo sobre
la importancia del número tres en su vida. Dante nunca dejó de
obsesionarse con ese número. Es así que el poema está dividido
en tres Cantiche, cada uno compuesto de 33 Canti, y escrito en
terza rima. ¿Por qué, parece decir Mr Joyce, tendrían que haber
cuatro patas en una mesa, y cuatro en un caballo, y cuatro estacio-
nes y cuatro evangelios y cuatro provincias en Irlanda? ¿Por qué
son doce las tablas de la ley, y doce apóstoles y doce meses y doce
mariscales napoleónicos y doce hombres llamados Ottolenghi en
Florencia? ¿Por qué debe celebrarse el Armisticio a la undécima
hora del undécimo día del undécimo mes? No nos lo puede decir,
porque no es Dios Todopoderoso, pero dentro de mil años sí lo
podrá decir, y mientras tanto tiene que conformarse con saber por
qué los caballos no tienen cinco patas, ni tres. Está consciente de
que las cosas con características numéricas comunes tienden a tener
también una relación muy significativa entre sí. Esa preocupación
se traduce libremente en su obra actual, véase el capítulo “Question
and Answer”, y a los Cuatro que hablan a través del cerebro infan-
til. Son a la vez los cuatro vientos y las cuatro provincias además
de ser, en igual medida, las cuatro sedes episcopales.
Una última palabra sobre los Purgatorios. El de Dante es có-
nico y, en consecuencia, implica la culminación. El de Mr Joyce
es esférico y excluye la culminación. En uno hay un ascenso desde
la vegetación real –Ante-Purgatorio– hasta la vegetación ideal –el
Paraíso terrenal–; en el otro no hay ascenso ni vegetación ideal. En
uno hay progresión absoluta y consumación garantizada; en el otro,
f lujo –progresión o regresión– y una consumación aparente. En uno
el movimiento es unidireccional, y un paso adelante significa un
avance neto; en el otro el movimiento es no direccional, o multidi-
reccional, y un paso adelante es, por definición, un paso atrás. El
Paraíso terrenal de Dante es la puerta del carruaje de un Paraíso
que no es terrenal; el Paraíso terrenal de Mr Joyce es la puerta de
servicio que da a la orilla del mar. El pecado impide el movimien-
to hacia arriba en el cono, y es una condición del movimiento por

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la esfera. ¿En qué sentido, entonces, es purgatorial el trabajo de
Mr Joyce? En la absoluta ausencia de Absoluto. El Infierno es la
monotonía estática del vicio sin fin. El Paraíso es la monotonía
estática de la perfección sin fin. El Purgatorio es una avalancha
de movimiento y vitalidad liberada por la combinación de esos dos
elementos. Hay un proceso purgatorial continuo, en el sentido de
que el círculo vicioso de la humanidad se está cumpliendo, y ese
logro depende del predominio recurrente de una de dos cualidades
generales. Sin resistencia, no hay erupción; sólo en el Infierno y
el Paraíso no hay erupciones, ni la necesidad ni la posibilidad de
ellas. En esa tierra que es Purgatorio, el Vicio y la Virtud –que
pueden tomarse como cualquier par de factores humanos impo-
nentes y contrarios– deben purgarse a su vez hasta constituirse en
nada más que espíritus de rebeldía. Entonces se forma la corteza
dominante de lo Vicioso o lo Virtuoso, se produce la resistencia, la
explosión ocurre puntualmente, y la máquina procede. Y nada más
que eso, ni premio ni castigo; simplemente una serie de estímulos
para permitir que el gato se siga atrapando la cola. ¿Y el agente
parcialmente purgatorial? Lo parcialmente purgado.

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1 “Desdeñoso del empirismo”. Benedetto Croce, La filosofia di Giam-
battista Vico.
2 “Une mente a menudo distinta y a veces del todo opuesta y siempre
superior a esos objetivos particulares que esos hombres se habían
propuesto; y que, al convertir esos objetivos restringidos en me-
dios para el cumplimiento de objetivos más amplios, siempre se
ha aprovechado de ellos para conservar la generación humana en
esta tierra”. Giambattista Vico, Scienza nuova.
3 “Todo el cuerpo […] la llave maestra de la obra”. Giambattista
Vico, Scienza nuova.
4 “Un viejo caballero que dijo que el alma es muy parecida a un balde
de agua”. James Joyce, A Portrait of the Artist as a Young Man.
5 “No hay nada en el intelecto que no haya estado antes en los
sentidos”.
6 “Forma poética del espíritu”.
7 Sala de conciertos en Londres, conocida por su buen tono.
8 “Mujeres que tenéis intelecto de amor”. Dante Alighieri, Vita
nuova.
9 “Vosotros que, entendiendo, movéis el tercer cielo”. Dante Alighieri,
Convivio.
10 “Temporal o espacial, la imagen estética primero se aprehende
luminosamente como autolimitada y autocontenida sobre el fondo
inconmensurable de espacio o tiempo que no es ella […] Se apre-
hende su totalidad”. James Joyce, Ulises.
11 “Más insensible tendrías que ser que las malezas carnosas que se
pudren perezosamente en el embarcadero del Leteo”. William
Shakespeare, Hamlet.
12 “Sobre el hermoso río Arno, en la gran ciudad”. Dante Alighieri,
Inferno.
13 “Aquello por cuyo verso el cantor meonio [Homero] ya no está
solo”. Giacomo Leopardi, Sopra il monumento di Dante.
14 Portadownians: oriundos de Portadown, pueblo del norte de Irlanda
conocido por la intolerancia recíproca de sus habitantes católicos
y protestantes.
15 “Ya que si alguien es tan desacertado como para creer que el lugar
de su nación es el más maravilloso bajo el sol, también va a preferir
su propio idioma vernáculo –digo, su lengua materna– a todos los

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demás […] Nosotros, sin embargo, cuya patria es el mundo…”.
Dante Alighieri, De vulgari eloquentia.
16 “Lo más feo […] casi todos los toscanos están viciados por la vileza
de su dialecto […] no cabe duda que el idioma vulgar que busca-
mos es distinto al que usa el pueblo toscano”. Dante Alighieri, De
vulgari eloquentia.
17 “Cantaré los últimos reinos, contiguos al f luido universo”, comien-
zo de la supuesta versión original en latín de la Divina Comedia,
conservada por Boccaccio.
18 “Fumando su pipa favorita en la sagrada presencia de las damas”.
19 “Patas sucias”, Giovanni Boccaccio, Trattatello in laude di Dante. El
pavo real corresponde al mismo Dante y las patas sucias, al idioma
vulgar.
20 “A éstos hay que llamarlos ovejas y no hombres; ya que si una oveja
se fuera a tirar de un precipicio de mil pasos, todas las demás se-
guirían detrás de ella; y si por algún motivo a una oveja que pasa
por un camino se le ocurre dar un salto, todas las demás saltan,
aunque no vean qué es lo que hay que saltar. Y yo una vez vi muchas
saltar en un pozo detrás de una que saltó adentro creyendo, quizás,
que estaba saltando un muro”. Dante Alighieri, Il Convivio.
21 “Esto (la innovación formal) será una nueva luz, un nuevo sol, que
saldrá cuando el usado se ponga y proporcionará luz a aquellos que
están en las tinieblas y en la oscuridad porque el sol usado ya no
los ilumina”. Dante Alighieri, Il Convivio.
22 “No puede ser conveniente la opinión de que un acto tan eminente
del género humano se haya originado con la mujer antes que con
el hombre”. Dante Alighieri, De vulgari eloquentia.
23 “Sumo Júpiter”. Dante Alighieri, Purgatorio, con referencia a
Jesucristo.
24 “Puta descarada”. Dante Alighieri, Purgatorio.

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Proust

E fango è il mondo 1
Leopardi

Nota del autor


No se alude en este libro ni a la vida y la muerte
legendarias de Marcel Proust, ni a la dama lo-
cuaz de las Cartas, ni al poeta, ni al autor de los
Ensayos, ni al Agua de Seltz que corresponde
como correlativo a la “botella de soda preciosa”
de Carlyle.2 He preferido mantener los títulos
en francés. Las traducciones de los textos son
mías. Las referencias remiten a la abominable
edición de la Nouvelle Revue Française, en die-
ciséis tomos.

La ecuación proustiana nunca es simple. La incógnita, escogiendo


sus armas de un arsenal de valores, es también lo inconocible. Y
la calidad de su acción se divide en dos claves. Con Proust, cada
lanza puede ser una lanza de Télefo. Ese dualismo enmarcado en
la multiplicidad se examinará más de cerca en relación al “pers-
pectivismo” de Proust. Para lograr esa síntesis es conveniente
adoptar la cronología interna de la demostración proustiana, y
examinar en primer lugar ese monstruo bicéfalo de condena y
salvación: el Tiempo.
El andamiaje de la estructura se revela a los ojos del narrador en
la biblioteca de la princesa de Guermantes (ex Mme. Verdurin) y la
naturaleza de sus materiales en la matinée posterior. Su libro toma
forma en su mente. Está consciente de las muchas concesiones que

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las deficiencias de la convención literaria exigen al artista literario.
Como escritor, no tiene derecho a practicar una separación total
entre efecto y causa. Será necesario, por ejemplo, que la proyección
luminosa del deseo subyugado quede interrumpida (desfigurada)
por un toque humorístico: las facciones. Será imposible preparar
los cientos de máscaras que pertenecen por derecho a los objetos
aun de su examen más desinteresado. Acepta con pesar la regla y el
compás sagrados de la geometría literaria. Pero se negará a extender
su sumisión a las escalas espaciales, se negará a medir el largo y el
peso del hombre en términos de su cuerpo en vez de sus años. En
las palabras finales del libro declara su posición: “Pero si dispusiera
del tiempo para terminar mi obra, no dejaría de imprimirle el sello
de ese Tiempo, que ahora se me hace tan poderosamente presen-
te en la mente, y en ella describiría a los hombres, aun a riesgo
de presentarlos como seres monstruosos, como si ocuparan en el
Tiempo un lugar mucho más grande que el que tan exiguamente
se les concede en el Espacio, un lugar que en verdad se extiende
más allá de toda medida, porque, como gigantes sumergidos en los
años, tocan simultáneamente esos períodos de sus vidas, separados
por tantos días, tan apartados en el Tiempo”.
Las criaturas de Proust, entonces, son víctimas de esa condi-
ción y circunstancia predominante –el Tiempo–; víctimas como
son víctimas los organismos inferiores, conscientes sólo de dos
dimensiones y enfrentados repentinamente con el misterio de la
altura: víctimas y prisioneros. No hay cómo escapar de las horas y
los días. Ni de mañana, ni de ayer. No hay cómo escapar del ayer
porque el ayer nos ha deformado, o ha sido deformado por noso-
tros. El modo gramatical no tiene importancia. La deformación se
ha producido. El ayer no es un hito del pasado, sino una piedra en
el camino recorrido de los años, incorporado irremediablemente a
nosotros, interiorizado, pesado y peligroso. No es solamente que el
ayer nos ha producido un mayor cansancio: somos otros, ya no los
que éramos antes de la calamidad de ayer. Un día calamitoso, pero
no necesariamente por su contenido. La buena o mala disposición

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del objeto no tiene realidad ni significación. Las alegrías y penas
inmediatas del cuerpo y la inteligencia son sendas superfetaciones.
Fuera lo que fuera, se ha asimilado al único mundo que tiene reali-
dad y significación, el mundo de nuestra propia conciencia latente,
y su cosmografía ha sufrido una dislocación. De modo que nuestra
situación corresponde más bien a la de Tántalo, con la diferencia de
que nosotros nos dejamos atormentar. Y quizás el móvil perpetuo
de nuestros desencantos tiene un mayor grado de variedad. Las as-
piraciones de ayer valían para el yo de ayer, no para el de hoy. Nos
decepciona la nulidad de aquello que nos complacemos en llamar
cumplimiento del deseo. ¿Pero en qué consiste el cumplimiento?
En la identificación del sujeto con el objeto de su deseo. El sujeto
ha muerto –y quizá muchas veces– en el camino. Que el sujeto B
se decepcione por la banalidad de un objeto elegido por el sujeto
A es tan irracional como lo sería el intento de saciar nuestro ham-
bre observando un banquete ajeno. Aun postulando uno de esos
escasos milagros de la coincidencia, en los cuales el calendario de
los hechos corre paralelo al de los sentimientos, de modo que el
cumplimiento se produce y el sujeto consigue el objeto del deseo
(en la acepción más estricta de ese mal del espíritu), entonces la
congruencia es tan perfecta, el estado temporal del cumplimiento
elimina con tanta precisión el estado temporal de la aspiración, que
lo que efectivamente ocurrió se perfila como inevitable y, dada la
frustración inevitable de todo esfuerzo intelectual consciente por
reconstruir lo invisible y lo impensable como realidad, estamos
incapacitados para darnos cuenta de nuestra alegría comparándola
con nuestro dolor. La memoria voluntaria (Proust lo repite hasta la
saciedad) no tiene valor alguno como instrumento de evocación, y
entrega una imagen tan alejada de lo real como el mito de nuestra
imaginación o la caricatura provista por la percepción directa. Sólo
hay una impresión real y un modo de evocación adecuado. Sobre
ninguno tenemos el menor control. Esa realidad y ese modo se
discutirán en su momento.

PROUST • 51

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Pero la astucia maligna del Tiempo en la ciencia de la af licción
no se limita a su acción sobre el sujeto, acción que, como se ha de-
mostrado, produce una modificación incesante de su personalidad,
cuya realidad permanente, si la hay, sólo puede aprehenderse como
hipótesis retrospectiva. El individuo es la fuente de un proceso de
decantación permanente entre el vaso que contiene el f luido del
tiempo futuro, viscoso, pálido y monocromo, y el vaso que contiene
el f luido del tiempo pasado, agitado y abigarrado por los fenóme-
nos de sus horas. Por lo general el primero es inocuo, amorfo, sin
carácter; sus virtudes no son las de un Borgia. Contemplado por
anticipado a través de los ojos de la f lojera y el aturdimiento de
nuestra engreída voluntad de vivir, de nuestro pernicioso e incurable
optimismo, parece exento de la amargura de la fatalidad: guardado
para nosotros, no guardado en nosotros. Por momentos, sin em-
bargo, es capaz de complementar las labores de su colega. Sólo es
necesario que su superficie se rompa con una fecha, con cualquier
especificación temporal que nos permita medir los días que nos
separan de una amenaza, o de una promesa. Swann, por ejemplo,
contempla con lúgubre resignación los meses que debe pasar lejos
de Odette durante el verano. Un día Odette dice: “Forcheville
(su amante y, después de la muerte de Swann, su marido) se va
a Egipto durante Pentecostés”. Swann traduce: “Me iré a Egipto
con Forcheville durante Pentecostés”. El f luido del tiempo futuro
se congela, y el pobre Swann, cara a cara con la realidad futura de
Odette y Forcheville en Egipto, sufre más gravemente incluso que
ante su condición desdichada del momento. El deseo del narrador
de presenciar la actuación de La Berma en Phèdre encuentra un
estímulo más violento en el anuncio “Las puertas se cierran a las
dos” que en el misterio de “la palidez jansenista y el mito solar”
de Bergotte. Su indiferencia al separarse de Albertine al final del
día en Balbec se transforma en la ansiedad más atroz cuando ella
le dice a su tía o a una amiga: “Mañana, entonces, a las ocho y
media”. El supuesto tácito de un futuro controlable queda destrui-
do. El evento futuro no se puede enfocar, sus consecuencias no se

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pueden medir, hasta que se ubique definitivamente y se le asigne
una fecha. Cuando Albertine era su prisionera, la posibilidad de su
escape no lo perturbaba seriamente, porque era algo indefinido y
abstracto, como la posibilidad de morir. Cualquiera sea la opinión
que nos plazca tener respecto a la muerte, lo único seguro es que
carece de valor y sentido. La muerte no nos ha exigido dejar un día
libre. Una consideración parecida ha dado lugar a una revolución
en el arte de la publicidad. Por eso nos exhortan no sólo a tomar
tal laxante, sino a tomarlo a las siete de la tarde.
Hasta ahora hemos considerado un sujeto móvil ante un objeto
ideal, inmutable e incorruptible. Pero a nuestra percepción común
sólo le ocupan fenómenos comunes. Que un objeto dado se exima
del f luir intrínseco no cambia su condición de ser correlativo a
un sujeto que no goza de tal inmunidad. El observador infecta lo
que observa con su propia movilidad. Además, al tratarse de una
relación humana, nos enfrentamos al problema de un objeto cuya
movilidad no es solamente una función del sujeto, sino indepen-
diente y personal: dos dinamismos separados e inmanentes entre
los cuales no existe ningún sistema de sincronización. De modo
que cualquiera sea el objeto, nuestra sed de posesión es, por defi-
nición, insaciable. En el mejor de los casos, todo lo realizado en
el Tiempo (todo lo que el Tiempo produce), sea en el Arte o en la
Vida, sólo puede poseerse sucesivamente, mediante una serie de
anexiones parciales, y nunca en forma integral y de una vez. La
tragedia del romance Marcel-Albertine es el modelo de la tragedia
de las relaciones humanas predestinadas al fracaso. Mi análisis de
esa catástrofe central aclarará esta caracterización excesivamente
abstracta y arbitraria del pesimismo de Proust. Pero a cada tumor
su escalpelo y su vendaje. La Memoria y el Hábito son atributos
del cáncer del Tiempo. Ellos controlan el episodio proustiano más
simple, y la comprensión de su mecanismo debe preceder a cual-
quier análisis particular de su aplicación. Son los arbotantes del
templo levantado para conmemorar la sabiduría del arquitecto, que
es también la de todos los sabios, desde Brahma hasta Leopardi,

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sabiduría que no consiste en la satisfacción del deseo sino en su
eliminación:

“In noi di cari inganni


non che la speme, il desiderio è spento”3

***

Las leyes de la memoria están sujetas a las leyes más generales


del hábito. El hábito es un pacto efectuado entre el individuo y
su entorno, o entre el individuo y sus propias excentricidades or-
gánicas: la garantía de una inviolabilidad mediocre, el pararrayos
de su existencia. El hábito es el lastre que encadena el perro a su
vómito. Respirar es hábito. La vida es hábito. O más bien la vida
es una sucesión de hábitos, pues el individuo es una sucesión de
individuos; al ser el mundo una proyección de la conciencia indi-
vidual (una objetivación de la voluntad individual, diría Schopen-
hauer), es necesario renovar continuamente el pacto, tener al día el
salvoconducto. La creación del mundo no ocurrió una vez y para
siempre, ocurre cada día. Hábito es entonces el nombre genérico de
los incontables acuerdos contraídos entre los incontables sujetos que
constituyen al individuo y sus incontables objetos correlativos. Los
períodos de transición que separan las adaptaciones consecutivas
(porque no existe la macabra transubstanciación que permita que
las mortajas sirvan de pañales) representan las zonas peligrosas en
la vida del individuo –riesgosas, precarias, dolorosas, misteriosas
y fértiles–, cuando por un momento el aburrimiento de vivir es
reemplazado por el sufrimiento de ser. (Aquí, apesadumbrado y
para satisfacción o disgusto de los adeptos a Gide, semi o comple-
tos, me siento movido a conceder un breve paréntesis a todos los
analogívoros, que son capaces de interpretar el “Vivir al límite”,
ese hipo victorioso in vacuo, como el himno nacional del verdadero
yo exiliado en el hábito. Los gideanos recomiendan un hábito de
vivir, y luego buscan un epíteto. Una frase corrupta y sin sentido.

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Asumen una jerarquía de hábitos, como si fuera válido hablar de
hábitos buenos y malos. Una adaptación automática del organismo
humano a las condiciones de su existencia tiene tan poco signifi-
cado moral como el quitarse o no el sayo antes del treinta y uno de
mayo; y exhortar a cultivar un hábito tiene tan poco sentido como
exhortar a cultivar un romadizo). El sufrimiento del ser: es decir,
la libre interacción de todas las facultades. Porque la devoción per-
niciosa del hábito paraliza nuestra atención, droga a aquellos sir-
vientes de la percepción cuya cooperación no resulta absolutamente
imprescindible. El hábito es como Françoise, la inmortal cocinera
de la casa familiar de Proust, que sabe lo que hay que hacer y está
dispuesta a trabajar día y noche antes de tolerar cualquier actividad
redundante en la cocina. Pero nuestro hábito de vivir corriente es
tan incapaz de enfrentar el misterio de un cielo desconocido o una
habitación extraña, toda circunstancia que no esté prevista en su
currículo, como Françoise de concebir o darse cuenta del absoluto
horror de una tortilla Duval. Entonces las facultades atrofiadas
vienen al rescate, y el valor máximo de nuestro ser se recupera.
Pero circunstancias menos drásticas pueden producir esa lucidez
tensa y provisoria del sistema nervioso. Puede que el hábito no
esté muerto (o agónico, condenado a morir), sino dormido. Esa
segunda experiencia, más fugitiva, puede o no estar exenta de dolor.
No inaugura un período de transición. Pero la primera y principal
forma es inseparable del sufrimiento y la angustia: el sufrimiento
del moribundo y la angustia celosa del suplantado. El viejo yo se
aferra a la vida. Tal como era, un agente del tedio, era también
un proveedor de seguridad. Cuando deja de cumplir esa segunda
función, cuando se le opone un fenómeno que no sabe reducir a
la condición de un concepto cómodo y familiar, cuando, en una
palabra, falla en su responsabilidad como pantalla para evitar a
su víctima el espectáculo de la realidad, desaparece, y la víctima,
convertida en ex víctima, liberada por un instante, se expone a esa
realidad, situación que tiene ventajas y desventajas. Desaparece, entre
gemidos y rechinar de dientes. El microcosmos mortal no puede

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perdonar la relativa inmortalidad del macrocosmos. El whisky le
guarda rencor al destilador. El narrador no puede dormir en una
habitación que no sea la suya, lo tortura un techo alto porque está
acostumbrado a otro bajo. ¿Qué está ocurriendo? El viejo pacto
perdió vigencia. No contenía una cláusula sobre los techos altos.
El hábito de apego a los techos bajos se volvió inútil, tiene que
morir para que nazca el hábito de apego a los techos altos. Entre
esa muerte y ese nacimiento, la realidad, intolerable, es absorbida
por su conciencia febril, al límite extremo de la intensidad, por su
conciencia organizada totalmente para prevenir el desastre, para
crear el nuevo hábito que vaciará al misterio de su amenaza. Y tam-
bién de su belleza. “Si el Hábito”, escribe Proust, “es una segunda
naturaleza, nos mantiene ignorantes de la primera, y carece de sus
crueldades y sus encantos”. Nuestra primera naturaleza, entonces,
que corresponde, como veremos luego, a un instinto más profundo
que el mero instinto animal de autopreservación, queda expuesta
durante esos períodos de abandono. Y sus crueldades y encantos
son las crueldades y los encantos de la realidad. “Encantos de la
realidad” tiene aire de paradoja. Pero cuando el objeto se percibe
como particular y único, y no sólo como miembro de una familia,
cuando aparece independiente de cualquier noción general y aje-
no a la cordura de una causa, aislado e inexplicable a la luz de la
ignorancia, entonces –y sólo en esas circunstancias– puede cons-
tituirse en una fuente de encanto. Lamentablemente, el Hábito ha
impuesto su veto a esa forma de percepción, y su acción consiste
precisamente en ocultar la esencia –la Idea– del objeto entre la
niebla de la concepción-preconcepción. Normalmente estamos en
la situación del turista (la especificación tradicional constituiría
un pleonasmo), cuya experiencia estética consiste en una serie
de identificaciones y para el cual la guía Baedeker es el fin antes
que el medio de su acción. Privado por naturaleza de la facultad
cognitiva y por educación de todo conocimiento de las leyes de la
dinámica, ve inmortalizada su emoción por una breve inscripción.
El esclavo del hábito rechaza el objeto que no le cabe en el esque-

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ma de alguno de sus prejuicios intelectuales, que se resiste a las
proposiciones de su equipo de síntesis, organizado por el Hábito
bajo los principios del menor esfuerzo.
En Proust abundan los ejemplos de ambos modos, la muerte
del Hábito y la breve suspensión de su vigilancia. Transcribiré dos
incidentes en la vida del narrador. El primero de ellos, que muestra
el pacto renovado, es extremadamente importante como antecedente
de un hecho posterior que discutiré en su momento en relación a
la memoria y la revelación proustianas. El segundo ejemplifica el
pacto suspendido a favor de la via dolorosa del autor.
El narrador llega por primera vez a Balbec-Plage, un balneario
en Normandía, acompañado de su abuela. Se alojan en el Grand
Hôtel. El entra a su habitación, febril y exhausto después del viaje.
Pero le resulta imposible dormir en ese infierno de objetos desco-
nocidos. Todas sus facultades están alerta, a la defensiva, vigilantes
y tensas, y tan dolorosamente alejadas del descanso como el cuerpo
torturado de La Balue en su jaula, donde no podía estar parado
ni sentado. Su cuerpo no cabe en ese cuarto vasto y atroz, porque
su atención lo ha poblado de muebles gigantescos, una tormenta
de sonidos y colores angustiantes. El hábito no ha tenido tiempo
para acallar las explosiones del reloj, reducir la hostilidad de las
cortinas violetas, sacar los muebles ni bajar la bóveda inaccesible
de ese miradero. Solo en ese cuarto que todavía no es cuarto sino
una caverna de bestias salvajes, sitiado en todas partes por los ex-
traños implacables cuya intimidad ha invadido, desea morir. En-
tra su abuela, lo consuela, detiene el gesto con que se agacha para
desabro­‌char sus botas, insiste en ayudarlo a desvestirse, lo acuesta, y
antes de dejarlo lo hace prometer que golpeará el tabique que separa
sus habitaciones si necesita algo durante la noche. El golpea, y ella
vuelve. Pero sufrió esa y muchas otras noches. Según lo interpreta,
ese sufrimiento constituye una reacción oscura, orgánica, humilde,
por parte de aquellos elementos que representaban todo lo que era
mejor en su vida, y que ahora se niegan a aceptar la posibilidad de
una fórmula en la que no tendrían lugar. Esa aversión a morir, esa

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larga y desesperada y diaria resistencia ante la exfoliación perma-
nente de la personalidad, también explica su horror ante la posibi-
lidad de vivir sin Gilberte Swann o de perder a sus padres, ante la
idea de su propia muerte. Pero si la separación –de Gilberte, de sus
padres, de sí mismo– se asoma como una perspectiva terrorífica,
ésta se disipa en un terror mayor cuando piensa que al dolor de la
separación le sucederá la indiferencia, que la privación dejará de
ser privación cuando la alquimia del Hábito haya transformado al
individuo capaz de sufrir en un extraño para quien los motivos de
ese sufrimiento son puro cuento, cuando no sólo los objetos que
ama hayan desaparecido, sino también el amor mismo. Y piensa
cuán absurdo es nuestro sueño de un Paraíso donde mantengamos
nuestra personalidad, pues nuestra vida es una sucesión de paraísos
sucesivamente negados; piensa que el único Paraíso verdadero es
el Paraíso que se ha perdido, y que la muerte les quitará a muchos
el deseo de inmortalidad.
El segundo episodio que he elegido como ejemplo del pacto sus-
pendido involucra a los mismos personajes, el narrador y su abuela.
El ha estado un tiempo en Doncières con su amigo Saint-Loup.
Llama por teléfono a su abuela en París. (Tras leer su descripción
de esa llamada telefónica y su corolario, un poco menos impac-
tante, cuando, años después, habla por teléfono con Albertine al
llegar tarde a su casa después de su primera visita a la princesa de
Guermantes, la Voix humaine de Cocteau no sólo parece una bana-
lidad, sino una banalidad redundante). Después del malentendido
habitual con las Vírgenes Vigilantes (sic) de la central telefónica,
escucha la voz de su abuela, o lo que supone como su voz, porque
ahora la escucha por primera vez, en toda su pureza y realidad, tan
distinta a la voz que acostumbraba seguir en la partitura abierta de
su rostro que no la reconoce como suya. Es una voz af ligida, con
una fragilidad que la máscara cuidadosamente compuesta de sus
facciones ni alivia ni disfraza, y esa extraña voz real da la medida
del sufrimiento de su dueña. La escucha además como el símbo-
lo del aislamiento que la aqueja, de la separación entre ellos, tan

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impalpable como una voz de entre los muertos. La voz se calla.
Su abuela parece tan irrecuperablemente perdida como Eurídice
entre las sombras. A solas ante el auricular, él llama su nombre en
vano. Nada puede convencerlo de quedarse en Doncières. Tiene que
ver a su abuela. Parte a París. La sorprende leyendo a su adorada
Mme. de Sévigné. Pero él no está ahí porque ella no sabe que él
está ahí. Está presenciando su propia ausencia. Y, a consecuencia
de su viaje y de su ansiedad, su hábito queda suspendido, el hábi-
to de su cariño por su abuela. Su mirada ya no es la nigromancia
que en cada objeto precioso ve el espejo del pasado. La noción de
lo que debería ver no ha tenido tiempo para interponer su prisma
entre el ojo y su objeto. Su ojo funciona con la cruel precisión de
una cámara: fotografía la realidad de su abuela. Y se da cuenta
con horror que su abuela ya murió, hace tiempo y muchas veces,
que la compañera querida de su mente, compuesta a lo largo de
los años por la solicitud compasiva de la memoria habitual, ya no
existe; que esa vieja loca, adormecida con su libro, abrumada por
los años, colorada y grosera y vulgar, es una desconocida a la que
no ha visto nunca antes.
La tregua es breve. “Entre todas las plantas humanas”, escribe
Proust, “el Hábito requiere el menor cuidado, y es la primera en
aparecer entre la desolación aparente de la roca más estéril”. Bre-
ve, y peligrosamente dolorosa. La tarea fundamental del Hábito,
alrededor del cual describe los arabescos pasmosos e inútiles de
sus supererogaciones, consiste en una perpetua adaptación y re-
adaptación de nuestra sensibilidad orgánica a las condiciones de
sus mundos. El sufrimiento representa la omisión de esa tarea, sea
por negligencia o por ineficiencia, y el aburrimiento su realización
adecuada. El péndulo oscila entre esos dos términos: el Sufrimien-
to, que abre una ventana a lo real y es la condición central de la
experiencia artística, y el Aburrimiento, con su fila de acompa-
ñantes higiénicos en sombrero de copa, que debe considerarse el
más tolerable de los males humanos por ser el más duradero. Vista
como una progresión, esa serie interminable de renovaciones nos

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deja tan indiferentes como la heterogeneidad de cualquiera de sus
términos, y la intrascendencia de un yo cualquiera nos perturba
tan poco como la comedia de la sustitución. De hecho, no le damos
importancia a ninguna de las dos, a menos que lo hagamos, en
forma imprecisa, después del hecho, o claramente cuando, como
en el caso de Proust, cien pájaros volando valen infinitamente más
que uno en la mano, y porque –si se me permite agregar esta nux
vomica a un aperitivo de metáforas– el cogollo de la colif lor o el
centro ideal de la cebolla servirían como homenaje más adecuado
a las labores de la excavación poética que la corona de laurel. Saco
la conclusión de este tema del tesoro de aforismos de Proust: “Si
no existiera el Hábito, la Vida necesariamente parecería deliciosa
a todos aquellos que se ven amenazados en cada momento por la
muerte, es decir, a toda la Humanidad”.

***

Proust tenía mala memoria, como también tenía un hábito inefi-


caz, porque tenía un hábito ineficaz. El que tiene buena memoria
no recuerda nada porque no olvida nada. Su memoria es uniforme,
esclava de la rutina, función y condición a la vez de su hábito im-
pecable, un instrumento de referencia en vez de un instrumento
de descubrimiento. El elogio de su memoria –“Lo recuerdo tan
bien como recuerdo ayer…”– es también su epitafio, y entrega la
expresión precisa de su valor. Recuerda el ayer tan poco como re-
cuerda el mañana. Puede contemplar el ayer que está tendido en
una cuerda a secar, mientras se asoma el feriado más lluvioso de
la historia. 4 Porque su memoria es un tendedero, con las imágenes
de la ropa sucia del pasado redimida y los sirvientes infaliblemente
complacientes de sus necesidades de reminiscencia. La memoria
está obviamente condicionada por la percepción. La curiosidad es
un ref lejo no condicionado; en su manifestación más primitiva es
una reacción ante el estímulo del peligro y rara vez carece de consi-
deraciones utilitarias, incluso en su forma superior y aparentemente

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más desinteresada. La curiosidad es el pelo de nuestro hábito que
tiende a ponerse de punta. Rara vez ocurre que nuestra atención
no se tiña en mayor o menor grado con ese elemento animal. La
curiosidad es la protección, no la muerte, del gato, esté colgando
o en cuatro patas. Mientras más interesado nuestro interés, más
indeleble debe ser su registro de impresiones. Su botín siempre es-
tará disponible, porque su agresión era una forma de autodefensa,
es decir, la función de un invariable. En casos extremos la memoria
está tan estrechamente relacionada con el hábito que su palabra
se hace carne, y no está disponible sólo en casos de urgencia, sino
que se impone habitualmente. Por lo tanto la distracción mental
es, por suerte, compatible con la presencia activa de nuestros ór-
ganos de expresión verbal. Repito que el rememorar, en su sentido
más alto, no se puede aplicar a esos extractos de nuestra ansiedad.
En rigor, sólo podemos recordar lo que ha registrado nuestra ex-
trema distracción, para ser guardado después en ese inaccesible
calabozo al fondo de nuestro ser, cuya llave el hábito no posee y
tampoco necesita, porque no contiene ninguno de los atroces y
útiles accesorios de la guerra. Pero ahí, en ese “gouffre interdit à
nos sondes”, 5 está guardada nuestra esencia, el mejor de nuestros
múltiples yo y sus concreciones, que los espíritus simplistas lla-
man el mundo; el mejor porque se ha acumulado furtiva, penosa y
pacientemente bajo la nariz de nuestra vulgaridad, la esencia pura
de una divinidad sofocada cuya susurrada “ disfazione” se ahoga
en el saludable llanto de un apetito omnívoro, la perla que puede
desmentir nuestro caparazón de pegamento y peltre. Puede, digo,
cuando nos refugiamos en el recinto espacioso de la enajenación
mental, en el sueño o en el excepcional alivio de la locura diurna.
Proust levantó su mundo desde esa veta profunda. Su obra no es
un accidente, pero su rescate sí es un accidente. Las condiciones
de ese accidente se revelarán en el momento álgido de esta pre-
dicción. Es mejor un clímax de segunda mano que ninguno. Pero
no se llega a nada ocultando el nombre del buzo. Proust lo llama
“memoria involuntaria”. A la memoria que no es memoria, sino la

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aplicación de concordancias al Antiguo Testamento del individuo,
la llama “memoria voluntaria”. Se trata de la memoria uniforme de
la inteligencia, y se puede contar con ella para reproducir a nuestra
inspección agradecida esas impresiones del pasado que se forma-
ron consciente e inteligentemente. No se interesa por ese elemento
misterioso de la distracción que inf luye en nuestras experiencias
más banales. Presenta el pasado en blanco y negro. Las imágenes
que elige son tan arbitrarias como las que elige la imaginación,
y no menos alejadas de la realidad. Proust ha comparado su pro-
ceder con el de hojear un álbum de fotografías. El material que
entrega no contiene nada del pasado, sólo una lejana proyección,
borrosa y uniforme, de nuestra ansiedad y oportunismo. Es decir,
nada. No existe gran diferencia, dice Proust, entre el recuerdo de
un sueño y el recuerdo de la realidad. Cuando el soñador despier-
ta, ese emisario de su hábito le asegura que su “personalidad” no
ha desaparecido con su fatiga. Es posible (para aquellos que se
interesan por semejantes especulaciones) considerar la resurrec-
ción del alma como una impertinencia final derivada de la misma
fuente. Insiste en el más necesario, saludable y monótono de los
plagios: el autoplagio. Demócrata por antonomasia, no distingue
entre los Pensées de Pascal y un anuncio de jabón. De hecho, si el
Hábito es la Diosa del Tedio, la memoria voluntaria es Shadwell, 6
y de origen irlandés. La memoria involuntaria es explosiva, “una
def lagración inmediata, total y deliciosa”. Restaura no sólo el ob-
jeto del pasado, sino al Lázaro que seducía o torturaba; no sólo a
Lázaro y el objeto, sino más porque menos, más porque abstrae lo
útil, lo oportuno, lo accidental, porque su llama ha consumido el
Hábito con todas sus obras, y su brillo ha revelado lo que la rea-
lidad postiza de la experiencia jamás puede ni podrá revelar: lo
real. Pero la memoria involuntaria es un mago rebelde al que no
se puede importunar. Escoge su propio tiempo y lugar para reali-
zar el milagro. No sé con qué frecuencia se repite ese milagro en
Proust. Creo que doce o trece veces. Pero basta con la primera –el
famoso episodio de la magdalena remojada en el té– para que se

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pueda afirmar que el libro entero es un monumento a la memoria
involuntaria y la epopeya de su actuar. Todo el mundo de Proust
sale de una taza de té, no solamente Combray y su infancia. Pues
Combray nos lleva a los dos “caminos” y a Swann, y es a Swann
que debe relacionarse cada elemento de la experiencia proustiana,
y en consecuencia su clímax en la revelación. Swann está detrás
de Balbec, y Balbec es Albertine y Saint-Loup. Involucra direc-
tamente a Odette y Gilberte, los Verdurin y su clan, la música de
Vinteuil y la prosa mágica de Bergotte; indirectamente (a través
de Balbec y Saint-Loup), a los Guermantes, Oriane y el duque, la
princesa y M. de Charlus. Swann es la piedra angular de toda la
estructura y la figura central de la infancia del narrador, infancia
que la memoria involuntaria, estimulada o hechizada por el sabor
desde hace tanto tiempo olvidado de una magdalena remojada en
una infusión de té, evoca en todo el relieve y el color de su signi-
ficado esencial desde la inescrutable banalidad de una taza.

***

Ante ese monstruo o dios jánico, triple, ágil: el Tiempo –una


condición de la resurrección por ser un instrumento de la muer-
te–, el Hábito –una af licción en cuanto que se opone a la peligro-
sa exaltación de aquélla y una bendición en cuanto que mitiga la
crueldad de ésta–, la Memoria –un laboratorio clínico provisto de
veneno y antídoto, estimulante y sedante–; ante Él, la mente re-
curre a la única compensación y evasión milagrosa que su tiranía
y su vigilancia toleran. Esa salvación fortuita y fugitiva en medio
de la vida puede sobrevenir (y no ocurre necesariamente) cuando la
negligencia o la agonía del Hábito estimula la acción de la memoria
involuntaria, y en ninguna otra circunstancia. Proust ha adoptado
esa experiencia mística como el leitmotiv de su composición. Se
repite, como la frase dinámica del Septuor de Vinteuil, una neu-
ralgia más que un tema, persistente y monótona; desaparece bajo
la superficie y sale con una estructura aun más pura y nerviosa,

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enriquecida con una extraña y necesaria incrustación de notas de
apoyo, una declaración más segura, más esencial, de la realidad, y
se eleva a través de une serie de precisiones y purificaciones hasta
la cumbre desde la cual domina y aclara el más humilde incidente
de su ascenso y entrega su jubiloso ultimátum. Aparece por pri-
mera vez como el episodio de la magdalena, y de nuevo al menos
en cinco ocasiones capitales antes de su sitio final y múltiple en
la casa de Guermantes, al principio del segundo volumen de Le
Temps retrouvé, su expresión culminante e íntegra. Por lo tanto
el germen de la solución proustiana está contenido en la misma
exposición del problema. La fuente y el punto de partida de esa
“acción sagrada”, los elementos de comunión, son provistos por el
mundo físico, por algún acto de percepción inmediato y fortuito.
Se trata casi de un proceso de animismo intelectual. La lista de
fetiches es la siguiente:

1. La magdalena remojada en una infusión de té. (Du côté de


chez Swann, i. 69-73).
2. Las agujas de Martinville, vistas desde el coche del doctor
Percepied. (Ibid., 258-262).
3. Un olor a encierro en un baño público de los Champs-Élysées.
( A l’ombre des jeunes filles en fleurs, i. 90).
4. Los tres árboles vistos cerca de Balbec desde el carruaje de
Mme. de Villeparisis. (Ibid., ii. 161).
5. El seto de espino cerca de Balbec. (Ibid., iii. 215).
6. Se agacha para desabrochar sus botas en su segunda visita
al Grand Hôtel de Balbec. (Sodome et Gomorrhe, ii. 176).
7. Los adoquines disparejos en el patio de la casa de Guerman-
tes. (Le Temps retrouvé, ii. 7).
8. El ruido de una cuchara contra un plato. (Ibid., 9).
9. Se limpia la boca con una servilleta. (Ibid., 10).
10. El ruido del agua en las cañerías. (Ibid., 18).
11. El François le Champi de George Sand. (Ibid., 30).

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La lista no está completa. He omitido varias experiencias va-
cilantes y frustradas, ninguna de las cuales constituye en rigor
una repetición del motivo, sino más bien una premonición de su
acercamiento. Entre esas evocaciones oscuras, incompletas, hay
cierto grupo de tres que es especialmente significativo (Côté de
Guermantes, ii. 80-82). El narrador está en su casa esperando a
Mlle. de Stermaria (que podría haber sido su Albertine de no ha-
berle fallado en ese momento). Es transportado sucesivamente a
Balbec, Doncières y Combray por el crepúsculo que percibe sobre
las cortinas de su ventana, por la bajada de las escaleras junto a
Robert de Saint-Loup, que acaba de llegar, y por la densa niebla
que se ha asentado sobre la calle. Esas tres evocaciones, aunque
incompletas, son intensamente violentas, y por un momento él está
consciente de la materia y la sustancia heterogéneas de esos pe-
ríodos de su pasado: de la arenisca sombría y áspera de Combray,
opuesta al alabastro compacto, brillante, traslúcido en sus vetas
rosas, de Rivebelle. Pero no está solo, es interrumpido por Saint-
Loup, y lo que podría haber sido el momento decisivo de su vida,
el clímax que no alcanzará sino muchos años después en el patio
y la biblioteca de la princesa de Guermantes, resulta ser nada más
que uno de sus precursores más efímeros.
Las cinco últimas visitaciones –adoquines, cuchara y plato, ser-
villeta, agua en las cañerías, y François le Champi – pueden conside-
rarse como componentes de una única anunciación y como la clave
de su vida y obra. La sexta experiencia capital es particularmente
importante (aunque menos conocida que la famosa magdalena, in-
variablemente citada como la típica revelación proustiana), pues no
sólo representa una aparición central del motivo sino una aplicación
de la maquinaria errática del hábito y la memoria tal como Proust
la concibe. Albertine y el Discours de la méthode proustiano han
esperado bastante y pueden esperar un poco más, y se invita cordial-
mente al lector a omitir este análisis resumido del que es quizás el
mejor pasaje que escribió Proust: Les Intermittences du coeur.

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El incidente se produce en la primera noche de la segunda visi-
ta del narrador a Balbec. En esta oportunidad está con su madre,
pues su abuela ha muerto hace un año. Pero los muertos anexan
a los vivos tan infaliblemente como el reino de Francia anexa el
ducado de Orleáns. Su madre se ha convertido en su abuela, sea
por sugestión del pesar o por culto idólatra a los muertos o por el
efecto desintegrador de la pérdida, que rompe la crisálida y apura
la metamorfosis de un embrión atávico cuya maduración es lenta e
imperceptible sin el estímulo del dolor. Ella usa el bolso y el man-
guito de su madre, y siempre lleva consigo un volumen de Mme.
de Sévigné. Aunque se había burlado siempre de la incapacidad
de su madre para escribir una carta sin citar a Mme. de Sévigné
o Mme. de Beausergent, ahora redacta las suyas para su hijo en
torno a alguna frase de las Cartas o las Memorias. Los motivos
del narrador en esta segunda visita no son aquellos –formados
por Swann y su fantasía– que le quitaban la paz mientras Balbec
mantenía el misterio y belleza de su nombre, antes que la realidad
reemplazara el espejismo de la imaginación con el espejismo de la
memoria y descifrara el valor de lo desconocido, tal como en su
momento será descifrada Venecia y la odisea del “tacot”7 local a
través de una tierra mítica, mediante la etimología de Brichot y el
desprecio apaciguador de la familiaridad. La iglesia persa con sus
vitrales “salpicados por la espuma del mar” y su torre construida
con los muros de granito de un arrecife normando, ha sido rem-
plazada por la giorgionesca camarera de Mme. de Putbus.
Llega cansado y enfermo, igual que en la ocasión anterior ya
analizada como ejemplo de la muerte del Hábito. Pero ahora el
dragón se ha domesticado, y la caverna es una habitación. El Hábito
se ha reorganizado, operación que Proust describe como “más larga
y difícil que dar vuelta un párpado, y que consiste en la imposi-
ción de la familiaridad de nuestro propio espíritu sobre el espíritu
terrorífico de nuestro alrededor”. Se agacha –cautelosamente, cui-
dando su corazón– para desabrocharse las botas. Repentinamente
lo invade una presencia divina familiar. Lo reanima una vez más

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ese ser cuya ternura, varios años antes, en un momento parecido
de angustia y fatiga, le había entregado un momento de calma: su
abuela tal como había sido entonces, y como había seguido siendo
hasta el día fatal de su ataque de apoplejía en Champs-Élysées,
después del cual no quedó de ella más que un nombre, de modo
que su muerte tuvo para el narrador tan poca importancia como
la muerte de un extraño. Ahora, un año después de su entierro,
gracias a la misteriosa acción de la memoria involuntaria, él se da
cuenta de su muerte. En cualquier momento dado, la totalidad de
nuestra alma, a pesar de su hoja de balances favorables, tiene un
valor puramente ficticio. Sus activos nunca son completamente
realizables. Pero con ese gesto no sólo ha conseguido rescatar la
realidad perdida de su abuela: ha recobrado la realidad perdida de sí
mismo, la realidad de su ser perdido. Como si la figura del Tiempo
se pudiera representar mediante una serie infinita de paralelos, su
vida se desvía a otra línea y prosigue, sin solución de continuidad,
desde el momento remoto de su pasado donde su abuela se aga-
chó para apaciguar su angustia. Y es tan incapaz de visualizar los
incidentes que marcaron ese largo período de intermitencia, los
incidentes de las horas recién transcurridas, como en ese intervalo
estaba inexorablemente privado de la trama preciosa en el tapiz de
sus días que representaba a su abuela y su amor por ella. Pero esta
reanudación de una vida anterior está envenenada con un anacronis-
mo cruel: su abuela está muerta. Por primera vez desde su muerte,
desde los Champs-Élysées, la recobra viva y completa, tal como
era tantas veces, en Combray y París y Balbec. Por primera vez
después de su muerte sabe que está muerta, sabe quién ha muerto.
Tuvo que recuperarla viva y tierna para luego reconocerla muerta
y para siempre incapacitada de ternura alguna. Esa contradicción
entre presencia y extinción sin remedio es insoportable. No sólo
el recuerdo –la experiencia– de su predestinación mutua queda
suprimido retrospectivamente por la convicción de que hablar
de predestinación en esos casos es un disparate, de que él había
conocido a su abuela por azar y los pocos años que pasó con ella

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eran un accidente; que si él no significaba nada para ella antes de
conocerse, tampoco puede significar algo para ella después de su
partida. No puede comprender “esa dolorosa síntesis de sobrevi-
vencia y aniquilación”. Y escribe: “No sabía si esa impresión dolo-
rosa y hasta el momento incomprensible revelaría alguna vez una
verdad. Pero supe que si alguna vez lograse extraer alguna verdad
del mundo, sería de una impresión de ese tipo y no de otro, una
impresión particular y espontánea a la vez, ni formada por mi in-
teligencia ni atenuada por mi pusilanimidad, pero cuyo surco doble
y misterioso hubiese sido como trazado por un relámpago, dentro
de mí, por la inhumana y sobrenatural espada de la Muerte, o la
revelación de la Muerte”. Pero ya la voluntad, la voluntad de vivir,
la voluntad de no sufrir, el Hábito, recobrándose de su parálisis
momentánea, ha puesto los cimientos de su estructura maligna y
necesaria, y la visión de su abuela empieza a desaparecer y a perder
el relieve y la claridad milagrosos que ningún esfuerzo deliberado
de memoria puede entregar o restablecer. Es redimido momentá-
neamente por la visión de ese tabique que, como un instrumento,
había transmitido la declaración vacilante de su angustia, y, unos
días después, por el descorrer de la persiana en un vagón de tren,
cuando la evocación de su abuela es tan viva y dolorosa que se ve
obligado a faltar a su visita a Mme. Verdurin y abandonar el tren.
Pero para que este nuevo resplandor, este viejo resplandor avivado
e intensificado, se extinga definitivamente, debe recorrerse el cal-
vario de la piedad y el remordimiento. El recuerdo insistente de las
crueldades inf ligidas a alguien que está muerto es una f lagelación,
porque los muertos sólo están muertos mientras siguen existiendo
en el corazón del sobreviviente. Y sentir piedad por lo sufrido es
una expresión más cruel y precisa de ese sufrimiento que el cál-
culo consciente del que sufre, a quien al menos se le ahorra una
deses­p eración: la del espectador. El narrador recuerda un incidente
que sucedió durante su primera estadía en Balbec, a la luz del cual
había llegado a considerar a su abuela una vieja frívola y vanidosa.
Ella había insistido en que Saint-Loup le tomara una fotografía,

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para que su nieto adorado tuviera al menos ese pequeño testimo-
nio de sus últimos días, pues una descarga de síncopes (el gerente
del Grand Hôtel, que los llamaba “símcopes”, ahora le revela al
narrador esa primera arremetida de la enfermedad de su abuela y
le proporciona sin querer, en su absurda equivocación verbal, otro
instrumento más de evocación dolorosa) y de ataques de apoplejía
le había por fin permitido ver claramente a la muerte como un
hecho próximo. Y se había preocupado mucho de su pose y de la
inclinación de su sombrero, ya que quería que fuera la fotografía
de una abuela y no de una enfermedad. Precauciones todas que el
narrador había interpretado como coqueterías fútiles. De modo
que, a diferencia de Miranda, sufre con la que no ha visto sufrir,
como si para él, como para Françoise –quien permanece indife-
rente ante la criada benévola parturienta del Giotto y la violenta
transmutación de lo apto para vivir en lo apto para comer, pero
no puede evitar llorar al enterarse de un terremoto en China–, el
dolor sólo pudiera enfocarse a distancia.

***

La tragedia de Albertine se prepara durante la primera estadía


del narrador en Balbec, se complica con la relación que tienen
en París, se consolida durante su segunda estadía en Balbec, y se
consuma con la reclusión de ella en París. El la ve por primera vez,
absorta por la “pequeña banda” radiante de Balbec, empujando su
bicicleta, integrante de esa procesión inefable e inaccesible cuya
línea elegante de figuras se enrosca y se desenrosca contra el mar
y que a la adoración envidiosa del narrador le parece tan eterna y
herméticamente exclusiva como un friso o un cortejo pintado al
fresco. Ella carece de individualidad. No es más que una f lor en
ese frágil cerco de rosas carolinianas que rompe la línea de las olas,
y ese misterio colectivo original de la pequeña banda le permite a
él, muchos años después, cuando Albertine ya se ha individuado
y se ha convertido en cautiva, cuando las nebulosas de esa cons-

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telación se han sintetizado en una sola obsesión astral, negar no
solamente la realidad objetiva (como era el caso con Gilberte) de
su amor por ella, sino también, al coordinarla con otra imagen,
su realidad subjetiva. Ella lo mira un día en la playa (la identifi-
cación con Albertine es retrospectiva), y él escribe: “Supe que no
podría poseer a esa joven ciclista si no poseía lo que había en sus
ojos”. Su imaginación teje su capullo sobre esa crisálida frágil y casi
abstracta, esa unidad dentro de una orgiástica banda de bacantes
en bicicleta. El pintor Elstir se la presenta, y procede a conocerla
mediante una serie de substracciones en la cual cada fragmento de
su fantasía y deseo es reemplazado por una noción infinitamente
menos preciosa. Así, la relación de Albertine con Mme. Bontemps,
sus primeras amabilidades, el efecto de un lunar postizo que de-
clama desde su barbilla, su uso del adverbio “perfectamente” en
lugar de “completamente”, una inf lamación provisoria de su sien
que constituye un centro de gravedad óptico entorno al cual se
organiza la composición de sus facciones, son suficientes para
establecer en conjunto a una Albertine tan distinta de la primera
Albertine, la f lor de la playa, como dista de la segunda un tercer
aspecto, caracterizado por una marcada pronunciación nasal, un
aterrador domino de la jerga, la supresión de la sien inf lamada y
el traslado milagroso del lunar de la barbilla hacia el labio supe-
rior. Así se establece la multiplicidad pictórica de Albertine, que
se transformará por una progresión natural en una multiplicidad
plástica y moral, ya no un simple cambio de superficie y efecto del
ángulo de enfoque del observador antes que la expresión de una
variedad activa y interna, sino una multiplicidad profunda, un tu-
multo de contradicciones objetivas e inmanentes sobre las cuales
el sujeto no tiene control. Sin embargo, ante el caleidoscopio de
sus expresiones, ante ese rostro que pasa de ser pura superficie,
suave y encerada, a un estado casi f luido de alegría traslúcida, y
de la tersura pulida de un ópalo tallado a la afiebrada congestión
roja-negra de un ciclamen, él concluye desde ya que el Nombre es
un ejemplo del primitivismo de una sociedad bárbara, tan conven-

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cionalmente insuficiente como “Homero” o “mar”. Ella rechaza con
frialdad su primer gesto de acercamiento. Concluye que Albertine
es virtuosa y que su hipótesis original –que posiblemente era la
amante de un ciclista profesional o de un campeón de boxeo– no
era sólo incorrecta en su aplicación específica, sino que se basaba
en una percepción completamente falsa de su carácter. Concluye
que Albertine es virtuosa, y su primera estadía en Balbec se cierra
con esa impresión.
La corrección se produce con una visita de Albertine en Pa-
rís. A un nuevo vocabulario, adornado por sofisticaciones como
“distinguido”, “a mi modo de ver”, “mousmé”, “lapso de tiempo”,
corresponde una nueva y sofisticada Albertine, ahora tan pródiga
en atenciones como antes era frugal. El narrador, mientras supone
que ella ha sido objeto de una iniciación, no logra establecer una
medida común entre esos tres aspectos centrales de Albertine: la
Albertine apasionada e irreal de la playa, la Albertine real y virgi-
nal tal como se le apareció al final de su estadía en Balbec, y ahora
esta tercera Albertine que cumple la promesa de la primera en la
realidad de la segunda. “Mi exceso de conocimientos terminó en
un agnosticismo provisorio. ¿Qué era posible afirmar cuando la
hipótesis original había sido primero refutada y luego confirmada?”
Y el placer que encuentra en Albertine se intensifica con la exten-
sión de su espíritu hacia esa realidad inmaterial que ella parece
simbolizar, Balbec y su mar –“como si la posesión material de un
objeto, o el hecho de vivir en un pueblo, fuera equivalente a la po-
sesión espiritual”. Ese objeto de deseo compuesto –una mujer y el
mar– se depura de su segundo elemento por el hábito del primero.
Se puede formar un compuesto secundario a través de los celos, y
restaurar la amalgama de lo humano y lo marino, pero como un
estímulo cardíaco y ya no visual. Pero incluso esa nueva Albertine
es múltiple, y tal como las aplicaciones fotográficas más modernas
pueden enmarcar sucesivamente una sola iglesia en los claustros
de todas las demás y el horizonte entero en el arco de un puente o
entre dos hojas adyacentes, descomponiendo de esa forma la ilusión

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de un objeto sólido en sus múltiples aspectos constitutivos, así en
el pequeño trayecto que hacen sus labios para llegar a la mejilla de
Albertine se crea a diez Albertines y se transforma la banalidad
humana en una diosa multicéfala. Pero la amenaza de lo que debe
ser la vida con ella se anuncia más claramente cuando, después
de su primera visita a la princesa de Guermantes, se sienta solo
en su habitación a esperar a Albertine (quien, momentáneamente
eclipsada por la misteriosa Mlle. de Stermaria, quedó fuera de su
mente toda la noche), a Albertine que ha prometido ir y que no
llega y cuya ausencia persistente transforma una simple irritación
física en una llama de angustia moral, de modo que espera oír
sus pasos, o la sublime llamada del teléfono, no con los oídos y la
mente, sino con el corazón. Pues en su ansiedad ha añadido otro
cristal más a esta rama de Salzburgo, el cristal de una necesidad,
de esa necesidad que lo torturaba en Combray y que sólo su madre
podía mitigar con la hostia de sus labios. Pero cuando ella llama
por teléfono para explicarse, cuando él sabe que viene en cami-
no, se pregunta cómo pudo haber visto en esa vulgar Albertine,
parecida o incluso inferior a tantas otras, una fuente de consuelo
y salvación que ningún milagro podía reemplazar. “Sólo se ama
aquello que no se posee, sólo se ama aquello en lo que se persigue
lo inaccesible”.
La segunda visita a Balbec, inaugurada cuando pierde y llora
retrospectivamente a su abuela, completa la transformación de una
criatura de las superficies en una criatura de las profundidades,
insondable; logra la solidificación de un perfil. En el momento en
que el doctor Crottard ve a Albertine y a su amiga Andrée (una
integrante de la banda) bailando juntas en el Casino de Incarvi-
lle, y diagnostica pomposamente un caso de perversión sexual,
comienza la “tortura recíproca” de sus relaciones. De aquí parten
las mentiras y contramentiras, persecuciones y escapes, y, por parte
del narrador, un amor por Albertine cuya intensidad se relaciona
directamente con el éxito de sus evasivas. Porque Albertine no es
sólo una mentirosa como lo son todos aquellos que se creen amados:

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es una mentirosa innata. Una serie de incidentes consolidan la in-
certidumbre del narrador respecto a Albertine, es decir, exasperan
su amor por ella. Ella falta a una cita, inventa otra con una amiga
inexistente de su tía en Infreville, observa fijamente en el espejo
el ref lejo de Mlle. Bloch y su prima, ambas lesbianas practican-
tes, y luego niega haberlas visto. Y después, cuando los celos del
narrador y su sensación de impotencia están en su grado máximo,
sobreviene un período de calma, y él se apacigua con la docilidad
de una Albertine siempre disponible. Se vuelve indiferente a esa
nueva criatura que ya no opone resistencia. Resuelve romper con
ella y le anuncia la decisión a su madre. Al regresar una noche
con Albertine en el “tacot” de una fiesta en La Raspelière, repasa
mentalmente la fórmula de separación. Por casualidad menciona
su interés por la música de Vinteuil. Albertine, cuyo gusto musical
es tan primitivo como es bien desarrollada su apreciación pictórica
y arquitectónica, trata de producir una impresión favorable de-
clarando que conoce perfectamente la música de Vinteuil gracias
a su intimidad con Mlle. Vinteuil y su amiga, la actriz Léa. En
el paroxismo de los celos el narrador es transportado otra vez a
Montjouvain como el horrorizado espectador de esas dos lesbianas
que sazonan su placer con un acto sádico de sacrilegio a expensas
del propio M. Vinteuil, muerto ya hace tiempo.* Y esa visión de
Montjouvain parece llegar como Orestes a vengar la muerte de
Agamenón. Piensa en su abuela y en sus crueldades con ella. Al-
bertine, hace un momento tan remota y alejada de su corazón, ya
no es solamente una obsesión, sino parte de él, está dentro suyo,
y el movimiento que ella hace para bajar del tren amenaza con
desgarrarle el cuerpo entero. La obliga a acompañarlo a Balbec.
Ya no existen la playa y las olas, el verano ha muerto. El mar es
un velo que no puede esconder el horror de Montjouvain, la into-
lerable visión de una lujuria sádica y una fotografía profanada. Ve

* Du côté de chez Swann, i.

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en Albertine otra Rachel y otra Odette, y la esterilidad y la farsa
de un afecto dictado por el interés. Ve su vida como una sucesión
de amaneceres tristes, envenenados por las torturas de la memoria
y la soledad. La mañana siguiente lleva a Albertine a París y la
encierra en su casa.
Su vida común con Albertine es volcánica, una serie de erupciones
laceran su mente: Furia, Celos, Envidia, Curiosidad, Sufrimiento,
Orgullo, Honor y Amor. La forma de este último es preestablecida
por las imágenes arbitrarias de la memoria y la imaginación, una
ficción artificial que, en detrimento de su propio bienestar, obli-
ga cumplir a la mujer. Albertine como persona no cuenta. No es
un motivo, sino una noción, tan alejada de la realidad como lejos
está la verdadera Odette de su retrato pintado por Elstir, que no
es el retrato de la amada sino del amor que la ha deformado. De
manera que su ansiedad no procede de Albertine, sino de todo un
proceso de sufrimientos y emociones que el hábito ha asociado y
vinculado a su persona. Su vida con Albertine, que no encierra ni
una sola ventaja positiva, no es más que un aplacamiento, el sím-
bolo de un monopolio. Y no siempre un aplacamiento, porque el
misterio de Albertine persiste, el misterio que él sintió en sus ojos
la primera vez que la vio frente al mar en Balbec, el misterio que
lo cautivó entonces y que ahora anhela borrar porque representa
la fragilidad de su dominio. Esta última fase de su relación con
Albertine lleva la huella de su comienzo, signado por los celos de
él y la falsedad de ella. “¿Cómo tenemos valor para desear vivir,
cómo podemos hacer un gesto para preservarnos de la muerte, en
un mundo donde el amor es provocado por una mentira y consiste
únicamente en la necesidad de que apacigüe nuestros sufrimientos
el ser que nos hizo sufrir?” En toda la literatura, creo, no existe
otro estudio de ese desierto de la soledad y la recriminación que los
hombres llaman amor presentado y desarrollado con tal diabólica
objetividad. Después de esto, Adolphe es un baboseo petulante, la
falsa epopeya de la hipersecreción salival, Mme. de Cambremer
(cuyo nombre, como le hace observar Oriane de Guermantes a

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Swann, se detiene justo a tiempo) llorando. Cada palabra y gesto
de Albertine caen en el torbellino de los celos y la desconfianza,
son traducidos y tergiversados, interpretados en cualquier sentido
menos el correcto. Cada incidente recordado se descompone en el
ácido de la desconfianza. “Mi imaginación proponía ecuaciones
para la incógnita en ese álgebra del deseo”. Pero Albertine es una
fugitiva y la expresión de su valor no puede estar completa si no
la antecede algún símbolo como el que denota velocidad en física.
Una Albertine estática pronto se conquistaría, pronto se compararía
con todas las posibles conquistas que su posesión excluye, y a la
nulidad del objeto tal como es se preferiría la infinidad de lo que
no es y podría ser. El amor, insiste él, sólo puede coexistir con un
estado de insatisfacción, nazca de los celos o de su predecesor, el
deseo. Representa nuestra demanda por una totalidad. Su comienzo
y su continuación implican la conciencia de que algo falta. “Uno
sólo ama aquello que no posee por completo”. Y hasta que sucede
la ruptura –y de hecho mucho después, incluso cuando su objeto
está muerto, gracias a los celos retrospectivos, una “ jalousie de
l’escalier” 8 – hay guerra. Albertine menciona de pasada que quizá
mañana visite a los Verdurin. Anagrama: “Quizá mañana vaya a
ver a los Verdurin. No lo sé. No tengo muchas ganas”. Traducción:
“Es absolutamente seguro que iré mañana a ver a los Verdurin.
Es sumamente importante”. El recuerda que Morel ha prometido
dirigir el Septuor de Vinteuil para Mme. Verdurin, y concluye
que Mlle. Vinteuil y su amiga estarán entre los invitados, y que
por algún infernal golpe de astucia Albertine ha concertado una
cita con ellas para la noche siguiente. Así, esos escasos momentos
de alivio que le permiten tomar la determinación de romper con
Albertine y poner fin a esa doble esclavitud que le impide ir a Ve-
necia, le impide trabajar, lo aparta de sus amigos y le permite, a lo
sumo y de mala gana, la amarga satisfacción de saber que ningún
rival gozará lo que él no puede gozar; esos escasos períodos de
calma relativa se interrumpen con la intervención de algún nuevo
motivo de celos, o con la transformación, en el infatigable crisol de

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su mente, de algún detalle insignificante de su pasado común en
un veneno hecho para la exasperación de su amor o su odio o sus
celos (términos intercambiables) y para la corrosión de su corazón.
Por ejemplo, cuando está al fin resuelto a separarse, ella jura que
su tía no tiene ninguna amiga en Infreville. Su falsedad no tiene
límite, como tampoco lo tiene la facultad de sufrir de él. Y en me-
dio de esta Tolomea, 9 él sabe que esa mujer no tiene realidad, que
“nuestro amor más exclusivo por una persona siempre es un amor
por otra cosa”, que ella es intrínsecamente menos que nada, pero
que en su nada existe una corriente activa, misteriosa e invisible
que lo obliga a inclinarse y adorar a una Diosa oscura e implacable
y a hacer ante ella sacrificios de sí mismo. Y la Diosa que requiere
ese sacrificio y esa humillación, cuya única condición de patro-
nazgo es la corruptibilidad, y en cuya fe y adoración nace toda la
humanidad, es la Diosa del Tiempo. Ningún objeto extendido en
esta dimensión temporal tolera la posesión, entendiendo por ésta
la posesión total, que sólo se logra con la identificación completa
de objeto y sujeto. La impenetrabilidad aun del ser humano más
vulgar e insignificante no es simplemente una ilusión provocada
por los celos del sujeto (aunque esa impenetrabilidad resalta con
mayor claridad bajo los rayos Röntgen de unos celos tan ferozmente
hipertrofiados como los del narrador, celos que sin duda consti-
tuyen un aspecto de su complejo de poder y su infantilismo, dos
tendencias que Proust tiene muy desarrolladas). Todo lo activo,
todo lo que está envuelto en el tiempo y el espacio, está dotado
de lo que podría llamarse una impermeabilidad abstracta, ideal y
absoluta. De ese modo podemos entender la situación de Proust:
“Imaginamos que el objeto de nuestro deseo es un ser que se nos
puede entregar, encerrado en un cuerpo. ¡Ay! Es la extensión de
ese ser a todos los puntos del espacio y del tiempo que ha ocupado
y ocupará. Si no tenemos contacto con tal lugar y con tal hora no
poseemos a ese ser. Pero no podemos alcanzar todos esos puntos”.
Y además: “Un ser disperso en el tiempo y en el espacio ya no es
una mujer sino una serie de eventos que no se dejan iluminar, una

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serie de problemas que no se pueden resolver, un mar que, como
Jerjes, azotamos con varas en el afán absurdo de castigarlo por ha-
berse tragado nuestro tesoro”. Y define el amor como: “Tiempo y
espacio vueltos perceptibles para el corazón”. Convence a Albertine
de ir a una función especial en el Trocadéro en vez de asistir a la
recepción de los Verdurin. Ella acepta. Prevenida la amenaza de
Vinteuil, Albertine se convierte para él en una molestia. Hojeando
ociosamente el Figaro, se electriza repentinamente al ver anunciado
que Léa actúa en la misma función de gala a la que ha enviado a
Albertine. ¡Gala! Frenético, manda a Françoise a buscarla. Alber-
tine regresa sin haber podido hablar con Léa. El recobra la calma
y la vuelve a perder con una alusión de Albertine a los Buttes-
Chaumont. Sospecha de Andrée. Se da cuenta de que no habrá
paz ni descanso para él hasta que Albertine se vaya. La olvidará
como ha olvidado a Gilberte Swann y la duquesa de Guermantes.
(Pero Gilberte es a Albertine lo que la Sonata es al Septuor: un
experimento). Y pensar que su sufrimiento cesará es más insopor-
table que el sufrimiento mismo. “El león de mi amor tembló ante
la serpiente del olvido”. Una mañana temprano, durante un período
de calma, toma la decisión. Albertine debe dejarlo. Ya no la ama.
Irá a Venecia y la olvidará. Llama a Françoise y la manda a buscar
una guía y un horario. Irá a Venecia, a su sueño del tiempo gótico
sobre un mar primaveral. Entra Françoise. “Mlle. Albertine se ha
ido a las nueve y me ha dado esta carta para Monsieur”. Y, como
Fedra, reconoce la obra de los Dioses siempre vigilantes:

“…ces dieux qui dans mon flanc


Ont allumé le feu fatal à tout mon sang,
Ces dieux qui se sont fait une gloire cruelle
De réduire le coeur d’une faible mortelle.”10

Poco después, Albertine muere en Touraine. Su muerte, su


liberación del Tiempo, no calma sus celos ni tampoco acelera la
extinción de una obsesión cuyo potro de tortura eran los días y las

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horas. Ellos dos y su amor eran anfibios, sumergidos en el pasado y
el presente. Hay un clima moral y un calendario sentimental donde
el instrumento de medición no es solar sino cardíaco. Para olvidar
a Albertine él debe –como un hombre aquejado de hemiplejía–
olvidar las estaciones, las de ellos, y, como un niño, aprenderlas
de nuevo. “Para consolarme tendría que olvidar no a una sino a
incontables Albertines”. Y no sólo “yo”, sino los muchos “yo”. Para
cada Albertine determinada existe un narrador correlativo, y nin-
gún anacronismo puede separar lo que el Tiempo ha unido. Debe
regresar y reconstruir el vía crucis de un sufrimiento decreciente.
De modo que el asombro que le produce una Albertine difunta que
está tan viva en su interior –la realidad de su vida asediada por la
noción de su muerte– es remplazado por el asombro menos doloroso
producido por el hecho de que una muerta le siga importando –la
realidad de su muerte asediada por la noción de su vida. Pero las
estaciones de este calvario invertido mantienen su dinamismo ori-
ginal, su crescendo, su tensión hacia una cruz. En cada parada sufre
la alucinación de que lo que ha dejado atrás aún está delante suyo.
“Tal es la crueldad de la memoria”. Describe tres de esas etapas,
según sus potencias descendientes de brutalidad. La primera, una
caminata solitaria por el Bois de Boulogne en la que toda figu-
ra femenina es una Albertine, en el palidecimiento de la síntesis
astral de la luminosa y alborotada banda de Balbec que ahora se
fragmenta, con una simetría inversa, en sus nebulosas; la segunda,
una conversación con Andrée, quien le revela toda la falsedad y
el sufrimiento de la vida de su amiga; y finalmente, en Venecia,
cuando un telegrama de Gilberte que le anuncia su compromiso
con Robert de Saint-Loup aparece firmado “Albertine” por una
equivocación debida a la letra vulgar y pretensiosa de Gilberte.
Pero esa Albertine resucitada no logra perturbar su sepulcro real,
el único sepulcro intacto, en el cementerio descuidado del corazón.
Al final como al principio, Albertine es la bacante de la playa, tal
como la vio el narrador en ese acto puro de comprensión-intuición,
y la prisionera que ha recuperado la libertad y la vida, en el do-

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minio de sí misma entre las jóvenes lavanderas que se bañan en el
Loire. Esa confirmación final de la perspectiva inicial es típica de
la caracterización de Proust. Así, hay una leve indicación de con-
gruencia entre la duquesa de Guermantes tal como aparece al final,
en la matinée de su prima, y la ligeramente disoluta descendiente
de Geneviève de Brabant, por primera vez expuesta a la adoración
del narrador en la iglesia de St. Hilaire en Combray, después de
la misa en la capilla de Gilbert el Malo, con el color violeta de sus
ojos risueños e inquietos y el de la luz del sol que se filtraba por
su ventana o del cinturón de la propia Geneviève, y bañada en el
misterio del tiempo merovingio y el esplendor amaranto y legen-
dario de su nombre. Y la propia Gilberte sale de sus transforma-
ciones sucesivas –Gilberte Swann de los Champs-Élysées, Mlle.
de Forcheville tras la muerte de Swann, Mme. de Saint-Loup y
finalmente, con la muerte de Robert, duquesa de Guermantes– tal
como la vio por primera vez en Tansonville a través de una espal-
dera de espino rojo, una ninfa descarada apoyada en su pala entre
el jazmín y los alhelíes cobrizos. Y ve su amor por Albertine como
testimonio de su clarividencia original y una afirmación, a pesar
de los desmentidos de su razón, de esa visión de ella como una
gaviota rapaz y esquiva, hostil y lejana contra el mar. “En medio
de la más completa ceguera, la perspicacia subsiste bajo la forma
de la ternura y la predilección. Por eso es un error hablar de una
mala elección en el amor, pues el simple hecho de que haya habido
una elección implica que ha sido mala”. Y como antes, la sabiduría
consiste en la eliminación de la facultad de sufrir más que en un
intento vano de reducir los estímulos que exasperan esa facultad.
“Non che la speme, il desiderio…”. “Uno desea ser comprendido
porque uno desea ser amado, y uno desea ser amado porque uno
ama. Somos indiferentes a la comprensión de los demás, y su amor
es una molestia”.
Pero si para Proust el amor es una función de la tristeza del
hombre, la amistad es una función de su cobardía; y, si ninguno de
los dos puede realizarse a causa de la impenetrabilidad (aislamiento)

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de todo lo que no es “cosa mentale”, por lo menos la imposibilidad
de poseer puede tener la nobleza de lo trágico, mientras el inten-
to de comunicar donde no hay comunicación posible es sólo una
vulgaridad simiesca, u algo horriblemente cómico, como la locura
de mantener una conversación con los muebles. La amistad, según
Proust, es la negación de esa soledad irremediable a la que está
condenado todo ser humano. La amistad implica una aceptación
casi lastimosa de valores superficiales. La amistad es un recurso
social, como la tapicería o la distribución de cubos de basura. No
tiene relevancia espiritual. Para el artista, que no se queda en lo
superficial, rechazar la amistad no es sólo razonable, sino necesa-
rio. Porque el único desarrollo espiritual posible se encuentra en
el sentido de la profundidad. La tendencia artística no es expan-
siva, sino una contracción. Y el arte es la apoteosis de la soledad.
No hay comunicación porque no hay vehículos de comunicación.
Incluso en las escasas oportunidades donde la palabra y el gesto
resultan ser expresiones válidas de la personalidad, pierden su sig-
nificado al atravesar la catarata de la personalidad que se les opone.
O hablamos y actuamos por nosotros mismos –en cuyo caso una
inteligencia ajena distorsiona el discurso y la acción y los vacía de
su significado– o hablamos y actuamos para los demás –en cuyo
caso decimos y actuamos una mentira. “Uno miente toda la vida”,
escribe Proust, “especialmente a quienes nos aman, y sobre todo a
ese extraño cuyo desprecio más nos dolería: uno mismo”. Pero el
desprecio de media docena –o medio millón– de imbéciles sinceros
por un hombre de genio debiera sanarnos de nuestro contumacia
absurda y de nuestra sensibilidad ante esa calumnia abreviada que
llamamos insulto.
Proust sitúa la amistad en algún punto entre la fatiga y el hastío.
No comparte la idea nietzschiana de que la amistad debe basarse
en la simpatía intelectual, porque no encuentra en la amistad ni la
más mínima significación intelectual. “Congeniamos con aquellos
cuyas ideas (no platónicas) tienen el mismo grado de confusión
que las nuestras”. Para él, el ejercicio de la amistad equivale al

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sacrificio de esa única esencia real e incomunicable de la propia
personalidad para satisfacer las exigencias de un hábito temeroso
cuya confianza en sí mismo sólo se puede restaurar mediante una
dosis de atención. Representa un movimiento falso del espíritu:
desde dentro hacia fuera, desde la asimilación espiritual de los
valores inmateriales que proporciona el artista, que éste extrae
de la vida, hacia las cáscaras abyectas e indigeribles del contacto
directo con lo material y concreto, con lo que llamamos lo mate-
rial y lo concreto. De modo que él viaja a Balbec y a Venecia, se
encuentra con Gilberte y la duquesa de Guermantes y Albertine,
sin sentirse atraído por lo que ellas son, sino motivado por sus
equivalentes arbitrarios e ideales. La única búsqueda fecunda es
excavatoria, una inmersión, una contracción del espíritu, un des-
censo. El artista es activo, pero su actividad es negativa, la nulidad
de los fenómenos extracircunferenciales lo repugna, busca el centro
del remolino. No puede ejercer la amistad porque la amistad es
la fuerza centrífuga del autotemor, de la autonegación. Tiene que
considerar a Saint-Loup como alguien más general que él, como
un producto de la más antigua nobleza francesa, y la belleza y
desenvoltura de su afecto hacia el narrador –por ejemplo, cuando
realiza la gimnasia más delicada y elegante en un restaurante de
París para que su amigo no sea molestado– se aprecian no como la
expresión de una personalidad especial y encantadora, sino como
los aditamentos inevitables de una cuna y una educación excesivas.
“El hombre”, escribe Proust, “no es un edificio en cuya superficie
se pueda construir ampliaciones, sino un árbol cuyo tronco y follaje
expresan la savia interna”. Estamos solos. No podemos conocer ni
ser conocidos. “El hombre es la criatura que no puede salir de sí
misma, que conoce a los demás sólo en sí misma, y que si afirma
lo contrario, miente”.
Aquí, como siempre, Proust se aparta completamente de toda
consideración moral. No existe el bien ni el mal en Proust o en su
mundo. (Excepto, quizás, en los pasajes que tratan sobre la guerra,
donde por un momento deja de ser artista y levanta la voz con la

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plebe, la masa, la multitud, la chusma). La tragedia no tiene que ver
con la justicia humana. La tragedia es el enunciado de una expia-
ción, pero no la expiación miserable de una infracción codificada
de alguna norma local, organizada por bellacos para los tontos. La
figura trágica representa la expiación del pecado original, de ese
pecado eterno y originario de él y de todos sus “socii malorum”,11
el pecado de haber nacido.

“Pues el delito mayor


Del hombre es haber nacido.”12

***

Camino a la residencia de los Guermantes, siente que está todo


perdido, que su vida es una sucesión de pérdidas, desprovista de
realidad porque no hay nada que sobreviva, nada de su amor por
Gilberte, por la duquesa de Guermantes, por su abuela, y ahora nada
de su amor por Albertine, nada de Combray ni Balbec ni Venecia,
excepto las imágenes distorsionadas de la memoria voluntaria; una
vida que es pura extensión, una secuencia de trastocamientos y
ajustes, donde ni el misterio ni la belleza son sagrados, donde todo,
menos las columnas diamantinas de su aburrimiento perdurable,
se ha consumido en el disolvente torrencial de los años; una vida
tan prolongada en el pasado y tan carente de sentido en el futuro,
tan completamente privada de cualquier necesidad individual y
permanente, que su muerte, ahora o mañana o en un año o en diez,
constituiría un término pero no una conclusión. Y piensa cuán vacía
es la frase de Bergotte, “las alegrías del espíritu”. Porque el arte,
que él había tomado durante tanto tiempo como el único elemento
ideal e intacto en un mundo corruptible, le parece ahora, sea por
su artificialidad inherente o por una falta irremediable de talento,
tan irreal y estéril como las construcciones de una imaginación
demente –“ese organillo estropeado que siempre toca todo menos
la melodía indicada”–; y los materiales del arte –Beatriz y Fausto

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y el “azur du ciel immense et ronde”13 y las ciudades que ciñe el
mar–, toda la belleza absoluta de un mundo mágico, se vuelven
tan vulgares e indignos en su realidad como Rachel y Cottard, y
tan pálidos y tediosos y crueles e inconstantes y tristes como la
luna de Shelley. Entonces, tras años de soledad infructuosa, sin
entusiasmo vuelve a una sociedad que ya hace mucho dejó de in-
teresarle. Y ahora, en las afueras de esa futilidad, beneficiado por
la misma depresión y fatiga que había interpretado como la se-
cuela repugnante de una lucidez estéril y minuciosa (beneficiado,
porque las pretensiones de una memoria desalentada se reducen
momentáneamente a la búsqueda de la inmediatez más utilitaria),
recibirá el oráculo que en su mayor exaltación del espíritu invaria-
blemente se le había negado, que su inteligencia no había logrado
extraer del enigma sísmico del árbol y la f lor y el gesto y el arte,
y sufrirá una experiencia religiosa en el único sentido inteligible
que se le pueda dar a ese epíteto, asunción y anunciación a la vez,
de modo que entenderá al fin la promesa de Bergotte y el logro de
Elstir y el mensaje que envía Vinteuil desde su paraíso y el curso
doloroso y necesario de su propia vida y la infinita vanidad –para
el artista– de todo lo que no es arte.
Esa matinée se divide en dos partes. La experiencia mística y
la meditación del narrador en el cálido cuarto cartesiano de la bi-
blioteca de los Guermantes, y las consecuencias de esa experiencia
aplicadas a la obra de arte que toma forma en su mente durante la
recepción misma. De la victoria sobre el Tiempo pasa a la victoria
del Tiempo, de la negación de la Muerte a su afirmación. Así, tanto
al final como en la parte principal de su obra, Proust respeta el
doble significado de cada condición y circunstancia de la vida. La
tautología más ideal presupone una relación y la afirmación de la
igualdad implica tan sólo una identificación aproximativa, y por
el mismo acto de afirmar la unidad, la niega.
Al cruzar el patio, tropieza en los adoquines. Desaparece su en-
torno, desaparecen los conductores, los establos, los carruajes, los
invitados, toda la realidad del lugar en su momento, su ansiedad y

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sus dudas respecto a la realidad de la vida y del arte, queda atur-
dido por olas de éxtasis, saturado en esa misma felicidad que tan
parcamente había bañado la desolación de su vida. Lo que había
sido gris queda borrado en una claridad intolerable. Y repentina-
mente Venecia emerge a la luz desde la serie de los días olvidados;
Venecia, cuya esencia resplandeciente él nunca había sido capaz de
expresar porque la rechazaba la vulgaridad imperiosa de una me-
moria prosaica, pero que esta reduplicación fortuita de un equilibro
precario en el baptisterio de San Marco ha transportado desde su
orilla adriática para colocarla, intrusa brillante y vehemente, en el
patio de la princesa de Guermantes. Pero de inmediato la visión
desaparece y queda libre para retomar sus funciones sociales. Es
conducido a la biblioteca, porque la ex Mme. Verdurin, a la vez
la Norn14 y la Víctima de Jaquecas Armónicas, entronizada entre
sus invitados, absorbe apasionadamente Rino-Gomenol para be-
neficio de sus membranas mucosas, mientras sufre los más atroces
éxtasis de neuralgia stravinskiana. El, solitario, espera que termine
la música y el milagro del patio se renueva en cuatro formas dis-
tintas. Ya se ha hecho referencia a ellas. Un sirviente golpea una
cuchara contra un plato, él se limpia la boca con una servilleta
muy almidonada, el agua suena como una sirena en las cañerías,
toma del estante el volumen de François le Champi. Y al igual que
la Piazza di San Marco se abrió paso hacia el patio y asentó allí
su dominio luminoso y efímero, ahora la biblioteca es invadida
sucesivamente por un bosque, la marea alta que rompe contra la
playa de Balbec, el vasto comedor del Grand Hôtel inundado, co-
mo un acuario, por los últimos rayos del sol y el mar vespertino,
y finalmente Combray y sus “caminos” y la transmisión deferente
de una prosa ácida y distinguida, formada y pronunciada por la
voz de su madre, modulada y suavizada hasta convertirse casi en
una canción de cuna, que despliega toda la noche su papel de oro
sonoro para consolar el insomnio de un niño.
El experimento evocativo más logrado no puede proyectar más
que el eco de una sensación pasada, ya que, por ser un acto de in-

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telección, está condicionado por los prejuicios de la inteligencia,
la cual responde a toda sensación quitándole –como si fuera un
intruso frívolo y discordante, carente de lógica y significación–
cualquier gesto o palabra, sonido o perfume, que no encaje en el
rompecabezas de un concepto. Pero la esencia de toda experiencia
nueva se encarna precisamente en ese elemento misterioso que la
voluntad vigilante rechaza como anacronismo. Es el eje en torno
al cual gira la sensación, el centro de gravedad de su coherencia.
De modo que la integridad de una impresión que la voluntad –por
decirlo de algún modo– ha torcido hasta la incoherencia nunca
se va a reconstituir mediante la manipulación voluntaria. Pero si,
por accidente, y dado un conjunto de circunstancias favorables (un
relajamiento del hábito de pensar del sujeto y una reducción del
radio de su memoria; una disminución general de la tensión de su
conciencia tras una fase de desaliento extremo), si por algún mi-
lagro de analogía la impresión central de una sensación pasada se
repite como un estímulo inmediato que el sujeto pueda identificar
instintivamente con el modelo de duplicación (cuya pureza integral
se ha retenido porque se ha olvidado), entonces la sensación pasada
total, no su eco ni su copia, sino la sensación misma, aniquilando
toda restricción espacial y temporal, entra precipitada para sumer-
gir al sujeto en toda la belleza de su proporción infalible. Así, el
narrador identifica subconscientemente el sonido producido por
el contacto de una cuchara contra un plato con el sonido que hace
un martillo al golpearlo un mecánico contra la rueda de un tren
detenido junto a un bosque, sonido que su voluntad había rechazado
por ser ajeno a su actividad inmediata. Pero un acto de percepción
subconsciente y desinteresado ha reducido el objeto –el bosque– a
su equivalente inmaterial y digerible para el espíritu, y el registro
de ese acto puro de cognición no solamente se ha asociado con ese
sonido del martillo contra la rueda, sino que se ha centrado en él.
El estado de ánimo, como siempre, no tiene importancia. El punto
de partida de la exposición proustiana no es la aglomeración cris-
talina sino su núcleo: lo cristalizado. Está diciendo, en efecto, que

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la experiencia más banal tiene incrustados elementos que no tienen
relación lógica con ella y que en consecuencia han sido rechazados
por nuestra inteligencia: queda atrapada en un frasco lleno de cierto
perfume y cierto color que se mantiene a cierta temperatura. Esos
frascos quedan suspendidos en las alturas de nuestros años, y, como
no son accesibles a nuestra memoria inteligente, en cierto sentido
son inmunes, la pureza de su contenido climático está garantizada
por el olvido, y cada uno se mantiene a su propia distancia, en su
propia fecha. De modo que cuando el microcosmos encerrado se
asedia de la forma descrita, nos inunda un nuevo aire y un nuevo
perfume (nuevos precisamente porque ya fueron experimentados),
y respiramos el verdadero aire del Paraíso, del único Paraíso que
no sea el sueño de un demente, el Paraíso que se ha perdido.
La identificación de la experiencia inmediata con la pasada,
la repetición de una acción o reacción pasada en el presente, pro-
duce en efecto una mezcla entre lo ideal y lo real, imaginación y
aprehensión directa, símbolo y sustancia. Semejante mezcla libera
la realidad esencial a la cual tanto la vida contemplativa como la
activa no tienen acceso. Lo que tienen en común el presente y el
pasado es más esencial que lo que tiene cada uno por sí solo. Tanto
la visión imaginativa de la realidad como la empírica la revelan
como es: una superficie, hermética. La imaginación, aplicada –a
priori– a lo ausente, se ejercita en el vacío y no tolera los límites
de lo real. Todo contacto directo y puramente experimental entre
sujeto y objeto queda igualmente excluido, porque la conciencia
que tiene el sujeto del hecho de percibir automáticamente los se-
para, y el objeto pierde su pureza y se vuelve un mero pretexto o
motivo intelectual. Pero gracias a esa reduplicación, la experiencia
es a la vez imaginativa y empírica, a la vez evocación y percepción
directa, real sin ser tan sólo actual, ideal sin ser tan sólo abstracta,
lo real ideal, lo esencial, lo extratemporal. Pero si esa experiencia
mística comunica una esencia extratemporal, es de suponer que el
comunicador también se ha convertido por el momento en un ser
extratemporal. Por consiguiente, la solución proustiana consiste,

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hasta donde se ha examinado, en la negación del Tiempo y la
Muerte, la negación de la Muerte por ser la negación del Tiempo.
La Muerte está muerta porque el Tiempo murió. (Permítase aquí
una breve impertinencia, que consiste en considerar que Les Temps
retrouvé es casi tan inadecuada como caracterización de la solución
proustiana como lo es Crimen y castigo de una obra maestra que
no contiene alusión alguna ni al crimen ni al castigo. El Tiempo
no se recobra, se borra. El Tiempo se recobra, y con él la Muerte,
cuando el narrador deja la biblioteca y se une a los invitados, en-
caramado en su precaria decrepitud sobre los zancos ansiosos de
aquél y preservado de ésta por un milagro de equilibrio aterrador.
Si el título es un buen título, la escena de la biblioteca no es una
culminación). Entonces ahora, en la exaltación de su breve eter-
nidad, tras salir de la oscuridad del tiempo y el hábito y la pasión
y la inteligencia, comprende la necesidad del arte. Pues sólo en la
claridad del arte se puede descifrar la extática perplejidad que había
conocido ante la superficie inescrutable de una nube, un triángulo,
una torre, una f lor, un guijarro, cuando el misterio, la esencia, la
Idea, aprisionados en la materia, habían pedido la munificencia
de un sujeto que pasaba dentro de la caparazón de su impureza, y
le habían ofrecido, como Dante su canción a los “ ingegni storti e
loschi”,15 al menos una belleza incorruptible:

“Ponete mente almen com’io son bella”.16

Y entiende la definición que hace Baudelaire de la realidad


como “la unión adecuada de sujeto y objeto”, y más claramente
que nunca la falacia grotesca de un arte realista, “la afirmación
miserable de línea y superficie”, y la ordinariez de una literatura
de anotaciones a destajo.
Abandona la biblioteca y se enfrenta al espectáculo del Tiempo
hecho carne. Y si un momento antes los címbalos brillantes de dos
horas lejanas, separadas por los brazos rígidos de los años que se
extendían entre ellas, habían obedecido a un impulso irresistible de

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atracción mutua y habían entrechocado como nubes de tormenta,
con un trueno y un destello violento, ahora las dimensiones que
median entre extremo y extremo están escritas en la cara y en la
fragilidad de los moribundos, encorvados, como los orgullosos de
Dante, bajo la carga de sus años, “rígidos, lentos, torpes y pálidos
como el plomo”.

“e qual più pazienza avea negli atti


piangendo parea dicer: –Più non posso”.17

Nos despedimos de M. de Charlus, el barón Palamède de


Charlus, duque de Brabante, escudero de Montargis, príncipe de
Oléron, Carency, Viareggio y las Dunas, Charlus con su insolencia
incalificable, ahora hecho un humilde y convulso Lear, coronado
por el torrente plateado de su cabello, un Edipo, senil y nulo, que
se agacha sobre un misal o se arrastra y se inclina para asombro
de Mme. de Sainte-Euverte, desdeñado en el apogeo de su orgullo
terrible como la duquesa de Caca o la princesa de Pipí, el arcángel
Rafael en sus últimos días, que aún persigue furtivamente a todos
los hijos de Toby, escoltado por el fiel Jupien, Señor del Templo
de la Desvergüenza. Y la endecha de su murmullo sepulcral cae
como la arcilla de la pala de un sepulturero. “Hannibal de Bréauté:
¡muerto! Antoine de Mouchy: ¡muerto! Charles Swann: ¡muerto!
Adalbert de Montmorency: ¡muerto! Barón de Talleyrand: ¡muerto!
Sosthène de Doudeauville: ¡muerto!”. El narrador realiza una serie
de identificaciones, identificaciones voluntarias y arduas que contra-
pesan las de la biblioteca, involuntarias y espontáneas. De un títere
abyecto que se ríe tontamente, algo entre un buhonero pedigüeño y
un bufón moribundo, extrae a su enemigo, M. de Argencourt, tal
como lo había conocido, almidonado, altivo e impecable; y de una
señora respetable y robusta, que confunde al principio con Mme.
de Forcheville, extrae a la propia Gilberte. Así siguen a la deriva,
Oriane y el duque de Guermantes, Rachel y Bloch, Legrandin y

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Odette, y muchos otros, llevando el peso de Saturno hacia la luz
que saldrá, hacia Urano, la estrella sabática.

***

Proust se descubre a sí mismo como artista en el Tiempo crea-


dor y destructivo: “Entendí lo que significan la muerte, el amor y
la vocación, las alegrías del espíritu y la utilidad del dolor”. Ya se
ha aludido a su desprecio por la literatura que “describe”, por los
realistas y naturalistas que veneran los menudillos de la experien-
cia, que se postran ante la epidermis y la epilepsia repentina, y se
contentan con transcribir la superficie, la fachada, detrás de la cual
la Idea queda prisionera. El procedimiento proustiano, en cambio,
es el de Apolo que desolla a Marsias y captura sin sentimentalismo
la esencia, las aguas frigias. “Chi non ha la forza di uccidere la realtà
non ha la forza di crearla”.18 Pero Proust es demasiado afectivista
para satisfacerse con el simbolismo intelectual de un Baudelaire,
abstracto y discursivo. La unidad baudelairiana es una unidad
“ post rem”, una unidad que se abstrae de la pluralidad. Su “corres-
pondencia” está determinada por un concepto y por lo tanto, es
estrictamente limitada y agotada por su propia definición. Proust
no se ocupa de conceptos, persigue la Idea, lo concreto. Admira
los frescos de la Arena de Padua porque su simbolismo se maneja
como una realidad, especial, literal y concreta, y no se trata de
la mera transmisión pictórica de una noción. Dante, si se puede
decir que alguna vez fracasó, fracasa con sus figuras puramente
alegóricas, Lucifer, el Grifo del Purgatorio y el Águila del Paraíso,
cuyos significados son puramente convencionales y extrínsecos.
Aquí la alegoría fracasa como siempre debe fracasar en las manos
de un poeta. La alegoría de Spenser colapsa al cabo de unos pocos
cantos. Dante, que era un artista y no un profeta menor, no pudo
evitar que su alegoría se caldeara y electrizara hasta convertirse en
anagogía. La Visión de Mirza es una buena alegoría porque está
escrita sin adornos. Para Proust, el objeto puede ser un símbolo

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vivo, pero un símbolo de sí mismo. El simbolismo de Baudelaire se
vuelve el autosimbolismo de Proust. El punto de partida de Proust
puede situarse en el Simbolismo, o en sus alrededores. Pero no
avanza pari passu con France, hacia el escepticismo elegante y los
modos marmóreos, ni tampoco, como hemos visto, con Daudet y
los Goncourt a las “notes d’après nature”,19 ni, por supuesto, con los
parnasianos hacia las inefables estampas barriobajeras de François
Coppée. No solicita hechos circunstanciales, ni cincela pomos ce-
llinescos. Reacciona, pero su reacción se dirige hacia otro lado. Se
aleja de los simbolistas, retrocede hacia Hugo. Y por esa razón es
una figura solitaria e independiente. El único contemporáneo en
el cual encuentro en alguna medida esa misma tendencia regresiva
es Joris Karl Huysmans. Pero él odiaba ese aspecto de sí mismo y
lo reprimía. Habla con amargura de la “gangrena ineluctable del
Romanticismo”, y sin embargo su des Esseintes es una criatura
fabulosa, un Alfred Lord Baudelaire. 20
Esa veta romántica de Proust se nos hace notar con frecuencia.
Es romántico en la medida en que sustituye la inteligencia por la
afectividad, opone el estado evidencial afectivo particular a todas
las sutilezas de la referencialidad racional, rechaza el Concepto a
favor de la Idea y se muestra escéptico en relación a la causalidad. De
modo que sus explicaciones puramente lógicas de algún efecto dado
–en contraposición a sus explicaciones intuitivas– siempre abundan
en alternativas.* Es romántico por su ansia de cumplir su misión,
de ser un buen siervo y fiel. No busca evadir las implicancias de su
arte tal como se le ha revelado. Escribirá tal y como ha vivido: en el
Tiempo. El artista clásico asume la omnisciencia y la omnipotencia.
Se eleva artificialmente fuera del Tiempo para conferir relieve a
la cronología de su obra y causalidad a su desarrollo. La cronolo-

* Comp. para esa tendencia antiintelectual: Swann, i. 286, ii. 29 y


234; Guermantes, i. 162 (el gesto de Saint-Loup ex nihilo); Albertine
disparue, i. 14 y passim.

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gía de Proust es extremadamente difícil de seguir, la sucesión de
eventos es espasmódica, y sus personajes y temas, aunque parecen
obedecer a una necesidad interna casi desenfrenada, se presentan
y desarrollan con un espléndido desprecio dostoievskiano por la
vulgaridad de una encadenación verosímil. (El impresionismo de
Proust nos llevará de vuelta a Dostoievski). En general, el artista
romántico está muy preocupado del Tiempo y muy consciente de
la importancia de la memoria en la inspiración,

(“c’est toi qui dors dans l`ombre,


ô sacré souvenir!...”)21

pero tiende a sensacionalizar lo que Proust trata con una fuerza


y una sobriedad patológicas. En Musset, por ejemplo, el interés
está más bien en una identificación extratemporal imprecisa, sin
cohesión o simultaneidad real, entre yo y no yo, que en la evoca-
ción funcional de una memoria especializada. Pero la analogía es
muy borrosa y no llevaría a ninguna parte, aunque Proust nombra
a Chateaubriand y Amiel como sus ancestros espirituales. Es difícil
conectar a Proust con ese par de panteístas melancólicos que bailan
un fandango macabro en la penumbra. Pero Proust admiraba la
poesía de la condesa de Noailles. ¡Cáspita!
El narrador había atribuido su “falta de talento” a una falta de
observación, o más bien a lo que él suponía era un hábito de ob-
servación antiartístico. Era incapaz de registrar las superficies. De
modo que cuando lee unos reportajes tan brillantes y tan repletos
como el Diario de los Goncourt, a la conclusión de que carece por
completo del tan estimable talento periodístico sólo puede opo-
ner la suposición de que existe un gran abismo entre la banalidad
de la vida y la magia de la literatura. O él carece de talento, o el
arte de realidad. Y describe la cualidad radiográfica de su forma
de observar. No ve lo que se puede copiar. Busca una relación, un
factor común, substratos. Por lo tanto, le interesa menos lo dicho
que la forma en que se dice. Del mismo modo, sus facultades se

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activan más violentamente con estímulos intermedios que finales,
capitales. Encontramos incontables ejemplos de esos ref lejos se-
cundarios. Recluido en su fresca y oscura habitación de Combray,
extrae toda la esencia de un mediodía abrasador a partir de los golpes
rojos y estelares de un martillo en la calle y la música de cámara
de las moscas en la penumbra. Tendido en su cama al amanecer,
la cualidad exacta del tiempo, la temperatura y la visibilidad, se le
transmite en términos sonoros, en las campanadas y los gritos de
los buhoneros. Es de esa forma que puede explicarse la primacía
de la percepción instintiva –la intuición– en el mundo proustiano.
Porque el instinto, cuando no está viciado por el Hábito, es tam-
bién un ref lejo, remoto e indirecto –un ref lejo en cadena– y, por
lo tanto, desde el punto de vista proustiano, de un carácter ideal.
Ahora entiende su tan lamentada incapacidad para observar artís-
ticamente como una serie de “omisiones inspiradas” y la obra de
arte como algo que no se crea ni se elige, sino que se descubre, se
revela, se excava, que es preexistente dentro del artista, una ley de
su naturaleza. La única realidad es la que proporcionan los jeroglí-
ficos trazados por la percepción inspirada (identificación de sujeto
y objeto). Las conclusiones de la inteligencia tienen sólo un valor
arbitrario, potencial. “Una impresión es para el escritor lo que un
experimento para el científico, con esta diferencia: que en el caso
del científico la acción de la inteligencia precede el hecho y en el
caso del escritor viene después”. En consecuencia, para el artista
la única jerarquía posible en el mundo de los fenómenos objetivos
está representada por una tabla de sus respectivos coeficientes de
penetración, es decir, en términos del sujeto. (Otra burla lanzada a
los realistas). El artista ha obtenido su texto, el artesano lo traduce.
“El deber y la tarea del escritor (no el artista, el escritor) son los
del traductor”. La realidad de una nube ref lejada en el Vivonne no
se expresa con “Zut alors”, sino con la interpretación de esa crítica
inspirada. Hay que enderezar la oblicuidad verbal, de modo que
“tú eres encantadora” equivale a “me da placer abrazarte”.

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El relativismo y el impresionismo de Proust están unidos por esa
misma actitud antiintelectual. Curtius habla del “perspectivismo”
y el “relativismo positivo” de Proust como opuestos al relativismo
negativo de fines del siglo diecinueve, al escepticismo de Renan y
France. Creo que la frase “relativismo positivo” es un oxímoron,
estoy casi seguro de que no es aplicable a Proust, y sé que salió
del laboratorio de Heidelberg. Hemos visto cómo en el caso de
Albertine (y Proust extiende su experiencia a todas las relacio-
nes humanas) los aspectos múltiples (léase Blickpunkt 22 por esa
palabra miserable) no cuajaron en una síntesis positiva. El objeto
evoluciona y la eventual conclusión, si es que se llega a ella, ya no
tiene vigencia. En cierto sentido Proust es un positivista, pero su
positivismo no tiene nada que ver con su relativismo, que es tan
pesimista y negativo como el de France, y que se emplea como
elemento cómico. El “libro” es para Proust una afirmación litera-
ria, para el ama de llaves un libro de cuentas y para Su Alteza el
registro de visitas. Rachel quand du Seigneur representa para el
narrador treinta francos y una satisfacción sin interés, para Saint-
Loup una fortuna y un sufrimiento infinito. Del mismo modo,
cuando Saint-Loup ve la fotografía de Albertine, no puede ocultar
su asombro: ¿cómo una nulidad tan ordinaria puede haber atraído
a su brillante y popular amigo? El conde de Crécy trincha un pavo
y establece un calendario con una seguridad digna de la muerte de
Cristo o la huída de Egipto. Para el barón, el “infidèle” de Musset
debe ser un botones o un cobrador de autobús. Este relativismo
es negativo y cómico. El narrador le debe su exaltación al oír la
música de Vinteuil a la actriz Léa, la única capaz de descifrar los
manuscritos póstumos del compositor, y a las relaciones de Char-
lus con Charlie Morel, el violinista. Proust es positivo sólo en la
medida en que afirma el valor de la intuición.
Al hablar de su impresionismo me refiero a su exposición no
lógica de los fenómenos según el orden y la exactitud de su per-
cepción, antes de su distorsión en pos de la inteligibilidad, su

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ordenamiento forzado en una cadena de causa y efecto.* El pintor
Elstir es el impresionista típico, que expresa lo que ve y no lo que
sabe que debería ver: por ejemplo, aplica términos urbanos al mar
y términos marinos a la ciudad, para transmitir su intuición de su
homogeneidad. Recordamos la definición de Schopenhauer del
procedimiento artístico como “la contemplación del mundo inde-
pendientemente del principio de la razón”. En ese aspecto Proust
puede relacionarse con Dostoievski, que expone a sus personajes
sin explicarlos. Se puede objetar que casi lo único que hace Proust
es explicar a sus personajes. Pero sus explicaciones son experimen-
tales y no demostrativas. Los explica para que aparezcan como son:
inexplicables. Explicándolos, los hace desaparecer.**
El estilo de Proust en general fue rechazado en los círculos
literarios franceses. Ahora que ya no se lo lee, generosamente
se concede que su prosa podría haber sido aún peor. Al mismo
tiempo, es difícil valorar con justicia un estilo que sólo se puede
ir conociendo mediante un proceso de deducción, en una edición
de la que habría que decir no que haya transmitido los escritos de
Proust, sino que se ha mostrado en alguna medida proclive a hacerlo.
Para Proust, como para el pintor, el estilo tiene que ver más con
la visión que con la técnica. Proust no comparte la superstición de
que la forma no cuenta y el contenido lo es todo, ni tampoco que
la obra maestra ideal de la literatura sólo pueda comunicarse en
una serie de proposiciones monosilábicas y absolutas. Para Proust,
la calidad del lenguaje es más importante que cualquier sistema de
ética o estética. De hecho, no hace ningún intento por separar la

* Ejemplos: una servilleta en el polvo se toma por un haz de luz,


el sonido del agua en las cañerías por el ladrido de un perro o el
toque de una sirena, el ruido de una puerta que se cierra a resorte
por la orquestación del Coro de los Peregrinos.

** Comp. analogía entre Dostoievski y Mme. de Sévigné: A l’ombre


des jeunes filles en fleurs, ii. 75.

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forma del contenido. La primera es una concreción del segundo, la
revelación de un mundo. El mundo proustiano es expresado meta-
fóricamente por el artesano porque es aprehendido metafóricamente
por el artista: la expresión indirecta y comparativa de la percepción
indirecta y comparativa. El equivalente retórico de lo real prous-
tiano es la figura en cadena de la metáfora. Es un estilo agotador,
pero no agota a la mente. La claridad de la frase es acumulativa y
explosiva. La fatiga que uno siente es una fatiga del corazón, una
fatiga de la sangre. Después de una hora uno queda exhausto y con
rabia, sumergido, ahogado por el hincharse y romper de metáfora
tras metáfora, pero nunca atontado. Los defectos que se alegan
en ese estilo, su supuesto carácter enredado, perifrástico, oscuro,
imposible de seguir, son simplemente inexistentes.
Es significativo que la mayor parte de sus imágenes sean bo-
tánicas. Asimila lo humano a lo vegetal. Tiene conciencia de la
humanidad como f lora, nunca como fauna. (En Proust no hay
gatos negros ni perros fieles). Deplora “el tiempo que uno pierde
tapizando la propia vida con una vegetación humana y parásita”.
La esposa y el hijo del Sidaner aficionado se le aparecen en la playa
de Balbec como dos ranúnculos f lorecientes. La risa de Albertine
tiene el color y el olor de un geranio. Gilberte y Odette son lilas,
blanca y violeta. Habla de una escena de Pelléas et Mélisande que
provoca su alergia a las rosas y lo hace estornudar. Esa preocupación
va muy de la mano con su absoluta indiferencia hacia los valores
morales y las justicias humanas.* Las f lores y las plantas no tienen
voluntad consciente. Exponen sus genitales, son desvergonzadas.
Y también lo son en cierto sentido los hombres y las mujeres de
Proust, cuya voluntad es ciega y dura, pero nunca actúa con la con-
ciencia de sí misma, nunca se suprime en la percepción pura de un
sujeto puro. Son víctimas de su voluntad, activos con una actividad
predeterminada y grotesca, dentro de los estrechos límites de un

* Comp. La Prisonnière, ii. 119.

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mundo impuro. Pero desvergonzados. No se reconoce la existencia
del bien y el mal. En ningún momento se trata la homosexualidad
como un vicio: como el proceso de fecundación de la Primula veris
o el Lythrum salicoria, carece de toda dimensión moral. Y, al igual
que los miembros del mundo vegetal, parecen solicitar un sujeto
puro, para poder pasar de un estado de voluntad ciega a otro de
representación. Proust es ese sujeto puro. Está casi exento de la
impureza de la voluntad.* Desprecia su falta de voluntad hasta
que comprende que la voluntad, al ser utilitaria, un sirviente de
la inteligencia y el hábito, no es una condición de la experiencia
artística. Al eximirse el sujeto de la voluntad, el objeto se exime
de la causalidad (el Tiempo y el Espacio como conjunto). Y esa
vegetación humana se purifica en la percepción trascendental capaz
de capturar el Modelo, la Idea, la Cosa en sí.
De modo que en Proust no hay un derrumbe de la voluntad
tal como sucede, por ejemplo, con Spenser, Keats y Giorgione.
Trasnocha en París con una rama de manzano en f lor junto a su
lámpara, contemplando la espuma de las corolas blancas hasta que
se colorean con los primeros rayos del amanecer. Pero no se trata
de la estasis terrible de Keats, agazapado en un estado de terror
en un matorral musgoso, anulado, como abeja, en la dulzura, co-
mo aquella que está “ drowsed with the fume of poppies”23 mientras
observa “the last oozings, hours by hours”; 24 tampoco es la pasión
remota, quieta, intensa de un joven de Giorgione, el espíritu que-
brantado en la corrupción, húmedo y putrefacto, sugerido con tanta
delicadeza por D’Annunzio en su descripción del Concerto (“ma
se io penso alle sue mani nascoste, le immagino nell’atto di frangere le
foglie del lauro per profumarsene le dita” ) 25 y tan notoriamente ma-
linterpretada por el mismo escritor cuando ve en la embelesada y

* Comp. Swann, i. 22, 24, 59 y passim; Guermantes, i. 63; Sodome et


Gomorrhe, ii. 2, 188; Albertine disparue, ii. 149 (paralizado por “O
sole mio” en Venecia).

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trágica figura de la Tempesta a un vulgar Leandro que descansa
entre orgasmos; ni tampoco las horribles granadas de “Il Fuoco”,
que estallan y sangran, chorreando el f lujo rojo de su semilla, pú-
trida en el agua pútrida. La estasis de Proust es contemplativa, un
acto puro de comprensión, sin voluntad, la “amabilis insania” y la
“ holder Wahnsinn”. 26
Podría escribirse un libro sobre el significado de la música en
la obra de Proust, particularmente la música de Vinteuil: la Sonata
y el Septuor. La inf luencia de Schopenhauer en ese aspecto de la
demostración proustiana es indiscutible. Schopenhauer rechaza la
visión leibnitziana de la música como una “aritmética oculta”, y en
su estética la separa de las demás artes, que sólo pueden producir la
Idea junto a sus fenómenos concomitantes, mientras que la música
es la Idea misma, no tiene conciencia del mundo de los fenómenos,
tiene una existencia ideal fuera del universo, no se aprehende en el
Espacio sino sólo en el Tiempo, y por lo tanto queda exenta de la
hipótesis teleológica. Esa cualidad esencial de la música suele ser
distorsionada por el oyente, quien, al ser un sujeto impuro, insiste
en darle una figura a algo que es ideal e invisible, en encarnar la
Idea en lo que le parece un paradigma adecuado. De modo que, por
definición, la ópera es una corrupción atroz de la más inmaterial
de todas las artes: las palabras del libreto son a la frase musical
que particularizan lo que la columna de Vendôme, por ejemplo,
es a la perpendicularidad ideal. Desde ese punto de vista la ópera
es más incompleta que el vaudeville, el cual al menos inaugura la
comedia de una enumeración exhaustiva. Estas consideraciones
explican la convención hermosa del “da capo” como una prueba de
la naturaleza íntima e inefable de un arte perfectamente inteligible
y perfectamente inexplicable. La música es el elemento catalítico
en la obra de Proust. Contrarresta su escepticismo afirmando la
permanencia de la personalidad y la realidad del arte. Sintetiza
los momentos privilegiados y existe paralelamente a ellos. En un
pasaje describe la experiencia mística recurrente como “una im-
presión puramente musical, sin extensión, enteramente original,

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irreducible a cualquier otro orden de impresión […] sine materia”.
El narrador –a diferencia de Swann, que identifica la “pequeña
frase” de la Sonata con Odette, espacializa lo extraespacial, y la
convierte en el himno nacional de su amor– ve en la frase dinámi-
ca del Septuor, que proclama su victoria en el último movimiento
como un arcángel de Mantegna vestido de escarlata, la afirmación
ideal e inmaterial de la esencia de una belleza única, un mundo
único, el mundo y la belleza invariables de Vinteuil, tímidos en
su expresión, como plegaria, en la Sonata, e implorantes, como
inspiración, en el Septuor, la “realidad invisible” que condena la
vida del cuerpo en la tierra como pensum y revela el significado
de la palabra: “defunctus”.

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1 “Y el mundo es lodo”.
2 Alusión a Ruskin, a quien el historiador escocés Thomas Carlyle
había calificado como “a bottle of beautiful soda-water”, y cuya obra
fue traducida por Proust al francés.
3 “No sólo la esperanza de dulces ilusiones, sino el deseo se ha ex-
tinguido en nosotros”. Giacomo Leopardi, A se stesso.
4 La posibilidad de que llueva en los días feriados es una de las
grandes inquietudes del espíritu británico.
5 “Abismo cerrado a nuestras sondas”.
6 Thomas Shadwell (c. 1642-1692), escritor inglés, poeta laureado
en 1689, conocido plagiario e imitador de estilos. Es recordado
mayormente según lo satirizó Dryden, como “el último gran profeta
de la tautología”.
7 Apodo puesto al pequeño ferrocarril local.
8 “Celos de escalera”: los que surgen recién al irse del lugar donde
se encuentra su objeto.
9 En el Infierno de Dante, la zona donde están los traidores de sus
huéspedes.
10 “…esos dioses que en mi costado / Han encendido el fuego fatal a
toda mi sangre, / Esos dioses que se han hecho una gloria cruel / De
reducir el corazón de un endeble mortal”. Jean Racine, Phèdre.
11 “Compañeros en la desgracia”.
12 Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño.
13 “El celeste del cielo inmenso y redondo”. Charles Baudelaire, La
Chevelure.
14 Norn: una de las diosas del destino en la mitología nórdica, entre
las cuales destacan aquellas que corresponden al tiempo pasado,
el tiempo presente y el tiempo futuro.
15 “Espíritus torcidos y siniestros”; de hecho la frase es de Francesco
Petrarca, Sonetti e canzoni.
16 “Considera por lo menos cuán bella soy”. Dante Alighieri, Il
Convivio.
17 “Y aquél que más paciencia tenía en los actos, llorando parecía
decir: No puedo más”. Dante Alighieri, Purgatorio.
18 “Quien no tiene fuerza para matar la realidad no tiene fuerza para
crearla”. Francesco de Sanctis, Storia della letteratura italiana.

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19 “Notas que siguen a la naturaleza”.
20 Referencia al poeta romántico inglés, Alfred Lord Tennyson.
21 “Eres tú que duermes en la sombra, ¡oh memoria sagrada!”. Victor
Hugo, Tristesse d’Olympio.
22 Alemán: “punto de vista” o “centro del campo visual”.
23 “Amodorrada con los vapores de la amapola”. John Keats, Ode to
Autumn.
24 “Cómo se rezuma la última cidra, hora tras hora”, idem.
25 “Pero si pienso en sus manos escondidas, me las represento en el
acto de romper las hojas del laurel para perfumarse los dedos”.
Gabriele d’Annunzio, L’allegoria dell’autunno.
26 “Locura entrañable” en latín y alemán, respectivamente.

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Pintura

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Tres diálogos

I
Tal Coat

B. Objeto total, con todas las partes que le faltaban, en vez


de objeto parcial. Es cuestión de grado.
D. Más. Cae la tiranía de la discreción. El mundo como f lujo
de movimientos que forman parte del tiempo vivo, del esfuerzo,
la creación, la liberación, la pintura, el pintor. El fugaz instante
de la sensación que se devuelve, se proyecta, en el contexto de la
continuidad que alimentaba.
B. En cualquier caso un impulso hacia una expresión más
adecuada de la experiencia natural, tal como se revela a la cenes-
tesia vigilante. Se logre a través de la sumisión o del dominio, el
resultado es un aumento de naturalidad.
D. Pero lo que ese pintor descubre, ordena, transmite, no está
en la naturaleza. ¿Qué relación hay entre una de esas pinturas y un
paisaje visto a determinada edad, en determinada época del año, a
determinada hora? ¿Acaso no estamos en un plano absolutamente
distinto?
B. Por naturaleza yo entiendo aquí, al igual que el realista más
ingenuo, un compuesto entre el que percibe y lo percibido, no un
dato sino una experiencia. Sólo quiero sugerir que la tendencia y
el resultado de esa pintura son fundamentalmente los de la pintura
previa, con el ansia de ampliar la expresión de una transigencia.

tres dialogos • 103

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D. Tú olvidas la inmensa diferencia entre lo que significa la
percepción para Tal Coat y lo que significaba para la gran mayoría
de sus predecesores, que tenían una visión artística con el servilis-
mo utilitario adecuado para un atasco de tránsito y mejoraban el
resultado con un barniz de geometría euclidiana. La percepción
global de Tal Coat es desinteresada; no se compromete ni con la
verdad ni con la belleza, tiranías gemelas de la naturaleza. Veo
cómo transigía la pintura del pasado, pero no veo esa transigencia
que tú deploras en el Matisse de cierto período y en el Tal Coat
de hoy.
B. No deploro. Concuerdo en que el Matisse en cuestión, así
como las orgías franciscanas de Tal Coat, tienen un valor prodi-
gioso, pero un valor afín al de lo que ya se había acumulado antes.
Lo que tenemos que considerar en el caso de los pintores italianos
no es que contemplaban el mundo con los ojos de unos contra-
tistas de obras, un simple recurso como cualquier otro, sino que
nunca salieron del terreno de lo posible, por mucho que lo hayan
ampliado. Lo único que perturbaron los revolucionarios Matisse
y Tal Coat es cierto orden en el plano de lo factible.
D. ¿Qué otro plano puede haber para el creador?
B. Lógicamente ninguno. Aun así hablo de un arte que le da
la espalda a todo eso hastiado, cansado de sus hazañas enclenques,
cansado de simular cierta capacidad, de tener esa capacidad, de
hacer un poco mejor lo mismo de siempre, de seguir un poco más
por un camino gris.
D. ¿Y qué prefiere?
B. La expresión de que no hay nada que expresar, nada con
qué expresar, ninguna base de expresión, ninguna capacidad pa-
ra expresar, ningún deseo de expresar, junto a la obligación de
expresar.
D. Pero ese es un punto de vista violentamente extremo y per-
sonal, que no nos ayuda en absoluto a resolver lo de Tal Coat.
B.
D. Quizá es suficiente por hoy.

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II
Masson

B. En busca de la dificultad antes que preso de ella. La in-


quietud del que carece de adversario.
D. Quizá por eso habla tan seguido ahora de pintar el vacío,
“con miedo y temblando”. Hace un tiempo se interesaba por la
creación de una mitología; luego por el hombre, no simplemente
en el universo, sino en la sociedad; y ahora… “vacuidad interior,
la primera condición, según la estética china, del acto de pintar”.
Por lo tanto parecería, en efecto, que Masson siente más profun-
damente que cualquier otro pintor de hoy la necesidad de posarse,
digo, de establecer los datos del problema a resolver, el Problema
por fin.
B. Aunque poco familiarizado con los problemas de los que se
hizo cargo en el pasado, los cuales, por el mero hecho de su solu-
bilidad o cualquier otra razón, han perdido para él su legitimidad,
siento su presencia justo bajo la superficie de esas telas veladas de
consternación, además de las cicatrices de una capacidad técnica
que seguramente le resulta muy dolorosa. Dos viejos males que sin
duda deberían considerarse por separado: el mal de querer saber
qué hacer y el mal de querer ser capaz de hacerlo.
D. Pero ahora el propósito declarado de Masson es reducir
esos males, como los llamas, a nada. Aspira a deshacerse de la
servidumbre del espacio, para que su ojo pueda “retozar entre los
campos desenfocados, tumultuosos con una incesante creación”.
Al mismo tiempo, exige la rehabilitación de lo “vaporoso”. Esto
podría parecer extraño en un temperamento más apto para el fue-
go que para la humedad. Por supuesto tú contestarás que esto es
lo mismo que antes, el mismo afán de conseguir un refugio desde
afuera. Opaco o transparente, el objeto permanece soberano. Pero,
¿cómo se puede esperar que Masson pinte el vacío?

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B. No se espera. ¿Para qué sirve pasar de una posición insos-
tenible a otra, buscar justificación siempre en el mismo plano? He
aquí un artista que parece literalmente penetrado por el dilema
atroz de la expresión. Y sin embargo sigue retorciéndose. El vacío
del que habla es quizá simplemente la obliteración de una presencia
insoportable, insoportable porque es invulnerable tanto al cortejo
como al asalto. Si esa impotencia angustiosa nunca se declara por
su propio mérito y su valor como tal, aunque quizá muy ocasional-
mente se reconozca como condimento para la “hazaña” que puso en
peligro, sin duda es porque, entre otros motivos, parece contener
en sí misma la imposibilidad de su propia expresión. Actitud que
tiene, nuevamente, una lógica exquisita. En todo caso, difícilmente
se confunde con el vacío.
D. Masson habla mucho de transparencia –“aperturas, cir-
culaciones, comunicaciones, penetraciones desconocidas”– donde
pueda retozar a su antojo, en libertad. Sin renunciar a los objetos,
repugnantes o deliciosos, que son nuestro pan y vino y veneno de
cada día, quiere penetrar, a través de sus divisiones, hasta esa con-
tinuidad de ser de la cual carece la experiencia normal de vivir. En
eso se acerca a Matisse (del primer período, obviamente) y a Tal
Coat, pero con esta notable diferencia: Masson tiene que lidiar
con sus propias dotes técnicas, que poseen la riqueza, la precisión,
la densidad y el equilibrio de la alta expresión clásica. O mejor
dicho, quizá, su espíritu, pues él se ha mostrado capaz de una gran
variedad técnica cuando la ocasión lo amerita.
B. Lo que tú dices indudablemente arroja luz en el dilema
dramático de ese artista. Permíteme mencionar su preocupación
por las comodidades del desahogo y la libertad. Las estrellas, indis-
cutiblemente, son maravillosas, como señaló Freud al leer la prueba
cosmológica kantiana de la existencia de Dios. Con semejantes
preocupaciones, me parece imposible que él llegue jamás a hacer
otra cosa que lo que los mejores, incluido él mismo, ya han hecho.
Puede ser impertinente incluso suponer que así lo quiera. Sus ob-
servaciones inteligentísimas sobre el espacio rezuman el mismo

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espíritu posesivo que se advierte en los cuadernos de Leonardo
quien, al hablar de disfazione, sabe muy bien que no perderá ni un
solo fragmento. Así que perdóname si reincido, al igual que cuando
hablábamos del tan distinto Tal Coat, en mi sueño de un arte que
acepta sin resentimiento su indigencia insuperable y rechaza por
orgullo la farsa de dar y recibir.
D. El propio Masson, tras señalar que la perspectiva occidental
no es más que una serie de trampas para la captura de los objetos,
declara que no le interesa poseerlos. Felicita a Bonnard por haber
logrado, en sus últimas obras, “ir más allá del espacio posesivo en
cada aspecto, lejos de mediciones y límites, hasta el punto donde toda
posesión se disuelve”. Concuerdo en que hay una larga distancia a
recorrer entre Bonnard y esa pintura empobrecida, “auténticamente
infructuosa, incapaz de cualquier imagen”, a la cual tú aspiras, y
hacia la cual, quién sabe, tal vez Masson tiende también incons-
cientemente. ¿Pero realmente debemos deplorar una pintura que
admite “las cosas y las criaturas de la primavera, resplandecientes
de deseo y afirmación, efímeras sin duda pero inmortales en su
reiteración”, no para gozar su beneficio, no para disfrutarlas, sino
para que perdure lo que el universo tiene de tolerable y radiante?
¿Realmente debemos deplorar una pintura que nos llama, en me-
dio de las cosas del tiempo que pasan y se apresuran a llevarnos a
nosotros también, a un tiempo que perdura y enriquece?
B. (Sale llorando).

tres dialogos • 107

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III
Bram van Velde

B. Francés, dispara tú primero.


D. Al hablar de Tal Coat y Masson, tú invocaste un arte de
un orden diferente, no solamente al de ellos, sino a cualquiera rea-
lizado hasta la fecha. ¿Estoy en lo correcto al pensar que al hacer
esta distinción radical tenías en mente a van Velde?
B. Sí. Creo que él ha sido el primero en aceptar cierta situa-
ción y consentir a cierto acto.
D. ¿Sería mucho pedirte que definieras otra vez, de la forma
más simple que puedas, la situación y el acto a que te refieres?
B. La situación es la de aquel que es impotente, no puede ac-
tuar, dado el caso no puede pintar, pues está obligado a pintar. El
acto es el de aquel que, impotente, incapaz de actuar, actúa, dado
el caso pinta, pues está obligado a pintar.
D. ¿Por qué está obligado a pintar?
B. No lo sé.
D. ¿Por qué es impotente para pintar?
B. Porque no hay de qué pintar ni con qué pintarlo.
D. ¿Y el resultado, dices tú, es un arte de un nuevo orden?
B. Entre aquellos que llamamos grandes artistas, no veo a
ninguno que no se haya preocupado principalmente de sus posi-
bilidades expresivas, las de su vehículo, las de la humanidad. El
supuesto que constituye la base de toda pintura es que el espacio
del creador es el espacio de lo factible. Lo mucho que expresar, lo
poco que expresar, el poder de expresar mucho, el poder de expresar
poco, convergen en el ansia común de expresar lo más posible, o
de la forma más verídica posible, o más fina posible, como mejor
se pueda. Lo que…
D. Un momento. ¿Debo entender por lo que dices que la pin-
tura de van Velde es inexpresiva?
B. (Quince días después) Sí.
D. ¿Te das cuenta de lo absurdo de tu propuesta?

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B. Espero que sí.
D. Lo que dices lleva a esto: la forma de expresión conocida
como pintura, puesto que por oscuras razones estamos obligados a
hablar de pintura, ha tenido que esperar a van Velde para librarse
del malentendido que ha soportado durante tanto tiempo y tan
valientemente, a saber, que su función era expresar, por medio de
los pigmentos.
B. Otros han sentido que el arte no es expresión necesaria-
mente. Pero tantos esfuerzos prodigados para lograr que la pintura
se independizara de su ocasión sólo han conseguido ampliar su
repertorio. Me gusta ver en van Velde al primero cuya pintura está
desprovista, liberada si prefieres, de todo tipo de ocasión, tanto
ideal como material, y el primero cuyas manos no están atadas por
la certeza de que expresar es un acto imposible.
D. ¿Pero no se podría afirmar, en el caso de que se llegara a
tolerar esa fantástica teoría, que la ocasión de su pintura es el trance
donde se encuentra, y que expresa precisamente la imposibilidad
de expresar?
B. No podría imaginarse un método más ingenioso para res-
tituirlo, sano y salvo, en el seno de San Lucas. Pero permitámonos
por una vez la imprudencia de no dar pie atrás. Enfrentados con
la penuria final, todos han sabido dar pie atrás y volver a la sim-
ple miseria donde madres virtuosas e indigentes pueden llegar a
robar pan añejo para sus mocosos hambrientos. Hay más que una
diferencia de grado entre carencia –carencia de mundo, carencia de
yo– y la absoluta privación de esos bienes tan apreciados. Aquélla
es un trance, ésta no.
D. Pero ya hablaste del trance de van Velde.
B. No debería haberlo hecho.
D. Tú prefieres la hipótesis más pura de que al fin aquí esta-
mos en presencia de un pintor que no pinta, que no finge pintar.
Vamos, vamos, mi querido amigo, dame algún tipo de afirmación
coherente y luego ándate.
B. ¿No sería suficiente con que me fuera?

tres dialogos • 109

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D. No. Ya empezaste. Termina. Empieza otra vez y continúa
hasta que termines. Y luego ándate. Trata de tener presente que
el tema del que hablamos no eres tú mismo, ni el sufí Al-Haqq,
sino un cierto holandés llamado van Velde, hasta aquí calificado
erróneamente de artiste peintre.
B. ¿Cómo sería si primero dijera lo que me gusta imaginar que
él es y que él hace, y luego reconociera que es muy probable que
lo que él es y hace sea algo totalmente distinto? ¿No sería acaso
una solución excelente para todas nuestras dificultades? El feliz,
tú feliz, yo feliz, los tres rebosantes de felicidad.
D. Haz lo que quieras. Pero avanza.
B. Hay muchos modos de tratar de decir en vano lo que estoy
tratando en vano de decir. He experimentado, como sabes –en pú-
blico y en privado, bajo presión, con el corazón desfalleciente, con la
mente debilitada–, con doscientas o trescientas formas. La patética
antítesis posesión-pobreza no ha sido quizá la más tediosa. Pero
empezamos a cansarnos de ella, ¿verdad? La constatación de que
el arte siempre ha sido burgués, aunque sirva para aliviar nuestro
dolor ante los logros del progresismo social, finalmente carece de
interés. El análisis de la relación entre el artista y su ocasión, una
relación siempre considerada como indispensable, tampoco pare-
ce haber sido muy fecunda, quizá porque perdió su camino en las
disquisiciones sobre la naturaleza de la “ocasión”. Es evidente que
para el artista obsesionado con su vocación expresiva no hay nada
que no esté destinado a volverse una ocasión, incluyendo –como
parece ser hasta cierto punto el caso de Masson– la búsqueda de
la ocasión, y las orgías autogenéticas de un inmaterialismo a lo
Kandinsky. No hay pintura más repleta que la de Mondrian. Pero
si la ocasión, en tanto término de la relación, aparece como una
variable inestable, el artista, que es el otro término y además una
madriguera de modos y actitudes, difícilmente va a tener mayor
estabilidad. Las objeciones a esa mirada dualista del proceso crea-
tivo no son convincentes. Dos cosas quedan establecidas, aunque
sea precariamente: el alimento, desde el plato de frutas hasta las

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matemáticas básicas y la autocompasión, y su forma de expedición.
Todo lo que debiera preocuparnos es la aguda y creciente ansiedad
de la relación misma, como si se cerniera sobre ella la sombra cada
vez más oscura de una sensación de invalidez, de insuficiencia, de
un estado de existencia logrado a costa de todo lo que excluye, de
todo lo que impide ver. La historia de la pintura –volvemos ahí de
nuevo– es la historia de sus esfuerzos por escapar de esa sensación
de fracaso por medio de relaciones más auténticas, más vastas, me-
nos exclusivas, entre aquel que figura y lo que es figurado, en una
especie de tropismo en busca de una luz respecto a su naturaleza,
las mejores opiniones siguen discrepando, y con una suerte de terror
pitagórico, como si la irracionalidad de Pi fuera una ofensa hacia
la deidad, por no decir su criatura. Mi defensa, puesto que estoy
en el banquillo, es que van Velde ha sido el primero en desistir de
ese automatismo estetizado, el primero en admitir que ser artista
es fracasar como ningún otro se atreve a fracasar, que el fracaso
es su mundo y que acobardarse ante éste constituye abandono, ar-
tesanía, buena administración, vivir. No, no, déjame terminar. Sé
que todo lo que se necesita ahora para llevar incluso este asunto
horrible a una conclusión aceptable, es hacer de esa sumisión, ese
reconocimiento, esa fidelidad al fracaso, una nueva ocasión, un
nuevo término de la relación, y del acto que, incapaz de actuar,
obligado a actuar, él hace, un acto expresivo, aunque sólo exprese
a sí mismo, su imposibilidad, su obligación. Sé que mi incapacidad
para hacerlo me pone a mí, y conmigo quizás a algún inocente,
en lo que aún se llama, creo, una situación poco envidiable, de las
que bien conocen los psiquiatras. ¿Qué es este plano coloreado
que antes no estaba? No sé qué es, pues nunca había visto nada
parecido. Parece no tener nada que ver con el arte, en todo caso,
si mis recuerdos del arte son correctos. (Se prepara para salir).
D. ¿No te olvidas de algo?
B. ¿No es suficiente?

tres dialogos • 111

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D. Entendí que tu número iba a tener dos partes. La primera
consistía en que ibas a decir lo que… ee… pensabas. Estoy dis-
puesto a creer que lo hiciste. Y la segunda…
B. (Recordando, calurosamente) Sí, sí, estoy equivocado, estoy
equivocado.

112 • PROUST Y OTROS ENSAYOS

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Homenaje a Jack B. Yeats

Gran obra solitaria, incomparable por su remisión a lo más recóndito


del espíritu que la origina, aclarable a esa y a ninguna otra luz.
Cabalidad de extrañeza que resiste hasta la asimilación por los
sagrados patrimonios, nacionales u otros.
¿Qué es menos celta que esa mano incomparable sacudida por
la meta que se fija o su propia urgencia?
En cuanto a los garantes que tan amablemente se han desen-
terrado a su favor, Ensor y Munch entre los destacados, lo menos
que se puede decir es que no sirven de mucho.
El artista que se juega su ser no tiene orígenes, no tiene
hermanos.
¿Glosa? En imágenes de tan urgente inmediatez no hay ocasión
ni tiempo, no se deja el espacio, para el lenitivo del comentario.
Ni en ese ímpetu de necesidad que las suelta y las dispersa hasta el
más allá de la visión. Ni en lo gran real interior donde fantasmas
vivos y muertos, naturaleza y vacío, todo lo que siempre y nunca
será, se integran en una única prueba para un único testimonio.
Ni en ese supremo oficio que se somete temblando a lo que está
más allá de todo oficio.
No.
Simplemente inclinarse maravillado.

homena je a jack b. yeats • 113

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Para Avigdor Arikha

Asedio puesto otra vez al inexpugnable afuera. Fiebre de ojo y


mano en busca de lo otro. El ojo cambiado sin cesar por la mano
que incesantemente cambia. La mirada que se aparta de lo invisi-
ble para chocar contra lo irrealizable, una y otra vez. Un tiempo
de tregua y las marcas de lo que es ser y ser enfrentado. Mostrar
esas marcas profundas.

para avigdor arikha • 115

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Ediciones anteriores Además de sus célebres novelas y obras de teatro, o Samuel Beckett (Dublín, 1906 - París, 1989) es
Arlette Farge, Lugares para la historia. sus menos conocidos poemas y piezas para televisión, uno de los escritores más importantes del siglo XX.
a lo largo de su vida Samuel Beckett escribió varios Autor de novelas, textos narrativos breves, poemas,
textos críticos, particularmente sobre autores y artistas ensayos, obras de teatro, piezas para el cine, la radio
que admiraba. En este libro se reúnen algunos de los y la televisión, es muy conocido por sus tragicome-
más importantes, escritos directamente en inglés o dias Esperando a Godot y Fin de partida, que, para su
traducidos por Beckett del francés: su diatriba juvenil irritación, se identificaron con el teatro del absurdo.
a favor de la obra de James Joyce; un extenso e intenso Humorista radical, crítico de toda filosofía y amante
ensayo sobre Proust; los humorísticos y certeros diálogos de las palabras, su obra va de la parodia verbal gro-
sobre arte contemporáneo con Georges Duthuit, y dos tesca al minimalismo mudo, visual y musical. Escribió
emocionantes homenajes para sus amigos pintores, en inglés y francés, y él mismo tradujo la mayoría de
Jack B. Yeats –hermano del poeta– y Avigdor Arikha. sus obras. Se le otorgó el premio Formentor en 1961
En estos textos podemos seguir la evolución estética, y el Nobel de Literatura en 1969.
entre 1929 y 1966, de una de las mentes y escrituras
más importantes del siglo XX.
S. E. Gontarski , autor del prólogo de este volumen,

Samuel Beckett
es un connotado experto en la obra de Samuel Bec-
kett. Profesor distinguido de la facultad de inglés en
la Universidad de Florida State, dirige sus estudios
de pregrado y es editor del Journal of Beckett Studies.
Conoció a Beckett en 1980 y para él, que entonces

Samuel Beckett
celebraba un simposio sobre el autor en la Univer-
sidad de Ohio, Beckett escribió la pieza teatral Ohio
Impromptu. Entre sus publicaciones recientes están The

Proust y otros ensayos Grove Companion to Samuel Beckett (Nueva York, 2004)
y The Faber Companion to Samuel Beckett (Londres,

Proust y otros ensayos


2006), ambos en coautoría con C. J. Ackerley. Editó The
Complete Short Prose de Samuel Beckett para Grove
Press (Nueva York, 1995), la edición definitiva de los
textos cortos en inglés del autor.

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