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SAMUEL BECKETT: POÉTICA DEL DESPOJAMIENTO

ISBN-84-9822-149-8
LOURDES CARRIEDO LÓPEZ
Universidad Complutense de Madrid
carriedo@filol.ucm.es

THESAURUS: Teatro del Absurdo, Nuevo Teatro, Ionesco, Genet, Adamov,


“Nouveau Roman”, Nueva Novela, Sarraute, Robbe-Grillet, Duras, Pinget, Butor,
Simon, Ricardou.

OTROS ARTÍCULOS RELACIONADOS:


La narrativa de la posguerra a mayo del 68. El existencialismo (Tema 17).
Experimentalismo narrativo y “Nouveau Roman” (Tema 19).
El teatro de la posguerra a Mayo del 68. El Teatro del Absurdo (Tema 22).

RESUMEN DEL ARTÍCULO:

La producción literaria de Samuel Beckett, íntimamente ligada a su


evolución existencial, muestra una clara tendencia a la simplificación argumental,
al empobrecimiento retórico, a la condensación expresiva y al vaciamiento
escénico en virtud de una ascesis metódica que le lleva a explorar diversos
territorios genéricos en busca de utensilios capaces de dar cuenta, con el menor
número de recursos pero la mayor efectividad, de la vacuidad del mundo y del ser.
Este artículo estudia los diversos modos en los que se lleva a cabo dicho proceso
de desposeimiento, a partir de la distinción entre los distintos géneros que el
espíritu experimentador de Beckett le impulsó a abordar, primero sucesiva, luego
simultáneamente, tanto en inglés como en francés.

1. Un Nobel innovador en el siglo XX, clásico imprescindible en el XXI

Cuando en 1969 le conceden el Premio Nobel, Samuel Beckett explicita su


sorpresa al tiempo que el agobio que le supone pasar al primer plano de la escena,
acostumbrado como estaba a permanecer siempre entre bastidores. Incapaz de asumir
unos honores que siempre había menospreciado, Beckett no acude personalmente a
Estocolmo sino que envía en su lugar a su querido amigo Jérôme Lindon, el director de
las ediciones Minuit. Dotado de un innegable olfato literario, Lindon había apostado fuerte
por una obra profundamente original, en la que la búsqueda por distintos lenguajes
artísticos, diversos espacios genéricos y oscuras zonas de lenguaje, conduce hacia un
progresivo desposeimiento de elementos anecdóticos, formales y retóricos que, más que
restar significado, le confieren inusual profundidad y expresividad. Beckett suelta lastres
anecdóticos, temáticos y culturales en un esfuerzo de ascesis literaria perfectamente
acorde con su postura vital y su visión del mundo.
Lo paradójico del asunto es que se había concedido el Nobel a un autor que, en
vez de explotar un abundante caudal expresivo en profusión verbal e imaginaria, lo había
ido reduciendo hasta límites insospechados, mostrando un terco empecinamiento por
decir lo máximo con los mínimos recursos posibles. Un autor que, además, se había
atrevido a dar cuenta de la dificultad, e incluso la imposibilidad misma de escribir; todo un
tour de force que, sin embargo, no sorprende mucho en aquellos años de finales de los
sesenta, en los que todo parecía posible.
El caso es que, a comienzos del siglo XXI Samuel Beckett puede considerarse ya
un autor “clásico”, de esos cuya obra, ambigua y polisémica, significa siempre algo nuevo,
constituyendo el origen de inagotables exégesis. Una obra que, contemplada con cierta
distancia, viene a representar de manera especular la evolución que experimenta la
literatura a lo largo del siglo XX y, en general, el devenir de la expresión artística desde
sus manifestaciones figurativas hasta sus apuestas abstractas. Perfecto conocedor y
amante de las realizaciones pictóricas y musicales contemporáneas, Samuel Beckett hace
evolucionar su escritura desde moldes más o menos tradicionales, confiados en la
posibilidad de representar lo real y en los preceptos genéricos que lo permiten, hacia la
parodia de los mismos, que le conducirá, en última instancia, hacia la neutralización e
incluso destrucción total de las formas convencionales. Beckett anuncia a través de su
obra el abstraccionismo que imperará en el arte de la segunda mitad de siglo XX
(Casanova, 1997), en un intento explícito de situar a la literatura por el mismo camino
experimentador y vanguardista que ya habían emprendido las demás artes.
Conocido sobre todo como autor dramático, Samuel Beckett desarrolla su espíritu
inquieto en el marco de muy diversos terrenos literarios, mostrando un afán inagotable por
trascender los límites de un lenguaje que se le mostraba poco adecuado para decir el
mundo y el yo, que manifestaba su clara ineptitud para dar cuenta de una realidad huidiza
y, a la postre, irrepresentable. Y en vez de ir enriqueciendo su escritura mediante profusos
elementos expresivos con vistas a completar esa “obra total” con la que había soñado su
maestro Joyce, Beckett elige el camino inverso: opta por simplificar, por despojar su
escritura de cualquier tipo de artificio literario, por vaciar su universo de ficción de
peripecias, objetos y personajes, encaminándose a una Nada esencial que, a pesar de
todo, ha de expresarse con palabras.
Como veremos en el presente estudio, la voz de las múltiples hipóstasis
beckettianas –las que constituyen sus personajes- pasa de la verborrea inicial a la casi
afasia, del lenguaje hiperbólicamente figurado a la densidad de la silepsis, de los
numerosos ecos intertextuales explícitos y de las referencias eruditas a un lenguaje
neutro en el que se destruyen los convencionalismos, los tópicos, las frases hechas,
cualquier tipo de recurso retórico preestablecido, en un afán por decir lo indecible, por
aprehender con el ruido de las palabras la sustancia del silencio que tras ellas se
esconde.

2. Recorrido biográfico (1906-1989) y producción literaria.

Samuel Beckett nace el 13 de abril de 1906 en Foxrock, un barrio de las afueras


de Dublín, en el seno de una familia acomodada. Tras una infancia que él mismo
reconoce como muy normal y feliz a pesar de la férrea y exigente educación impuesta
tanto en lo intelectual cuanto en lo religioso (Birkenhauer, 1976:9), al joven Samuel le
envían junto a su hermano Franz al pensionado de la Portora Royal School, donde realiza
unos estudios secundarios brillantes, mostrando una pronta inclinación por las culturas
francesa e italiana. Una pasión incipiente que se encargaría luego de afianzar su tutor en
el Trinity College, Thomas Rudmose-Brown, por aquel entonces uno de los mejores
especialistas en literaturas románicas. En este renombrado centro dublinés terminará
Beckett sus estudios universitarios de letras antes de marcharse como lector de inglés a
la prestigiosa Ecole Normale Supérieure de París, tras una breve pero muy frustrante
experiencia docente en el Campbell College de Belfast.
Los dos años (1928-1930) que pasa Beckett en París resultan determinantes.
Allí participa en la movida intelectual y artística, entablando amistad con numerosos
pintores y escritores, entre ellos, James Joyce, de quien pronto se convierte en estrecho
colaborador. Beckett comienza por ayudarle en la documentación de Work in progress
(Obra en fase de creación), contribuyendo con un brillante ensayo crítico sobre aquellos
autores a los que considera precursores de la escritura joyciana: Dante ...Bruno. Vico ...
Joyce. Esta colaboración marca definitivamente la vocación del joven Samuel Beckett –
escribir-, si bien es cierto que, con el tiempo, Joyce pasará a ser de un maestro admirado
al que imitar, a un maestro admirado del que alejarse. Esta voluntad de distanciamiento
dictada por el afán de lograr una voz propia, llevará al joven Beckett a plantearse, jugando
con las palabras e invirtiendo influencias, su propio work in regress (Obra en fase de
regresión).
En la búsqueda de su propio camino, Beckett aborda diversos terrenos literarios.
Prueba de ello es la publicación de un primer libro de poemas, Whoroscope (1930), un
ensayo crítico sobre Proust (1931), una traducción al inglés del Bateau ivre de Rimbaud
(1932) y una novela que quedaría inacabada (Dream of Fair to Middling Women), pero de
la que luego se extraerían algunos relatos breves, publicados en 1934 bajo el título de
More Pricks than Kicks (Bande et sarabande en francés).
En 1930 Samuel Beckett había regresado a Irlanda para ejercer como ayudante
de su antiguo profesor Rudmose-Brown, pero no tarda mucho en dimitir de su puesto,
definitivamente convencido de su nula aptitud docente. Comienza entonces una etapa
errante de incertidumbre existencial, en la que los viajes a Alemania o a Italia le ofrecen la
posibilidad no sólo de huir de las presiones familiares o profesionales, sino también de
realizar un periplo cultural que le muestra el rico patrimonio artístico de estos países y,
muy especialmente, las grandes colecciones de pintura.
En lo personal, el binomio 1932-1933 resulta especialmente duro, pues mueren
sucesivamente y en breve espacio de tiempo dos seres muy queridos: su padre –hombre
emprendedor y afectivo por el que Samuel sentía gran cariño- y su joven prima Peggy
Sinclair, de la que se dice pudo estar enamorado. A la experiencia del profundo dolor
emocional y afectivo vendrán a sumarse múltiples problemas de salud que le llevan a
pasar por el quirófano. Instalado en Londres, Beckett se somete a sesiones de
psicoterapia, al tiempo que se empapa de tratados de psicoanálisis. Asiste asimismo con
enorme interés al ciclo de conferencias que Carl Jung pronuncia ante un público
entregado. Todas estas experiencias, unidas a una visita que realiza al Bethlem Royal
Hospital donde trabaja un amigo suyo, le proporcionará el marco y el eje de la intriga de
su primera novela larga en inglés, Murphy, concebida a lo largo de 1935 y publicada en
1938. Al parecer, la novela gustó tanto a Joyce, que éste llegó a aprenderse de memoria
algunos fragmentos, demostrando así su admiración por la incipiente prosa narrativa de
Beckett. Poco antes había aparecido en París Echo’s bones (Los huesos de Eco, 1935),
un poemario nutrido de detalles autobiográficos y de referencias culturales.
Agobiado por la gran urbe londinense, que percibe como inhóspita y caótica, y tras
una larga estancia en Alemania, Beckett decide en 1937 instalarse definitivamente en
París, donde subsiste gracias a sus propias traducciones, a la pensión paterna y al dinero
que su madre, solícita y exigente a la vez, le envía desde Irlanda. Un día, al salir del
metro, un desequilibrado le apuñala sin mediar palabra y sin móvil aparente. Por fortuna,
el hecho no tiene graves consecuencias, pero la estancia en el hospital le sirve no sólo
para reflexionar con detenimiento sobre lo absurdo de los actos inmotivados y gratuitos,
sino también para reencontrarse con una antigua compañera de la Escuela Normal
Superior, profesora de música, que acude a visitarle con regularidad. Suzanne
Deschevaux-Dumesnil no tardaría en convertirse en fiel compañera y más tarde en
esposa, además de un eficaz agente literario y de su mejor apoyo en esos tiempos
difíciles que se habían comenzado a vivir en Europa.
Pese a la delicadísima situación política de Francia a comienzos de los años
cuarenta, Beckett decide permanecer en dicho país, pues, según sus propias palabras,
“Prefería Francia en guerra que Irlanda en paz (Entrevista concedida a Israel Shenker,
para el New York Times)”. Durante la Ocupación, Beckett colabora discretamente con la
Resistencia, hasta que tiene que huir hacia el sur, relativamente más seguro. Allí se
instala de incógnito en un pueblecito del Rosellón, donde se dedica a unas tareas
agrícolas que alterna con la redacción de su segunda novela larga en inglés, Watt.
El final de la guerra le permite volver a París y reanudar sus viajes a Irlanda, donde
sigue viviendo su madre, ya muy enferma. En el transcurso de uno de estos viajes,
Beckett intuye lo que habría de ser su obra y ve con claridad la dirección que habría de
tomar su escritura: comprende definitivamente que ha de “dirigirse hacia el
empobrecimiento y la ignorancia, hacia la sustracción en vez de la suma” (Knolwson,
453). A partir de ese momento epifánico, Beckett comienza a escribir directamente en
francés, alternando textos de creación y artículos de crítica artística. El propio Beckett
alude a un “frenesí de escritura” que le permite redactar en breve espacio de tiempo, todo
ello en francés, varios relatos breves (L’Expulsé, La Fin, Le calmant, que serían
publicados en 1955 bajo el título de Nouvelles et textes pour rien); un relato de mayor
longitud (Premier amour, inédito hasta 1970); una novela dialogada también inédita hasta
1970, Mercier et Camier; las tres novelas de la trilogía -Molloy, Malone meurt y
L’Innommable- y dos obras dramáticas. La primera de éstas, Eleutheria, en tres actos y de
inspiración surrealista, no llegó nunca a publicarse ni a representarse en vida de Beckett;
mientras que la segunda, Esperando a Godot, sería finalmente publicada por Minuit en
1952 y representada tras muchos avatares en el teatro de Babilonia en enero de 1953,
con Roger Blin como director escénico. Esta obra convertiría a su autor en el centro de la
movida teatral que se estaba produciendo en las pequeñas salas de arte y ensayo de la
“rive gauche”. En esas salas se representaban, no sin dificultades, obras de autores –
como Jean Genet, Eugène Ionesco y Arthur Adamov- con nuevas propuestas dramáticas
que terminarían revolucionando el panorama escénico del momento.
Esperando a Godot constituye la obra revelación de Beckett como autor dramático.
Al poco tiempo del estreno parisino, y en virtud de la gran resonancia internacional de la
obra, Beckett ha de atender al montaje de las representaciones que le requieren no sólo
desde diversas ciudades europeas (Londres, Dublín), sino también desde Nueva York,
donde se representa con gran éxito la versión inglesa elaborada por el propio autor y
publicada en 1954 por la editorial americana Grove Press. Por aquel entonces, Beckett
comienza a practicar la autotraducción, primero al inglés de la obra narrativa y dramática
inicialmente escrita en francés, luego al francés de sus primeros textos ingleses. A partir
de ese momento, un Beckett perfectamente bilingüe alternará la escritura directa tanto en
francés como en inglés, una escritura que retoma por fin tras los meses negros en los que
debe superar el bloqueo afectivo y emocional que le supone la muerte por cáncer de su
único hermano, Franck.
Esta etapa de mutismo creativo se rompe con dos obras dramáticas escritas en
francés y publicadas por Minuit en 1957: Fin de partie y Acte sans paroles I, y una obra
radiofónica en inglés, All that fall (1957) que no tarda en ser traducida al francés por el
propio Beckett con la ayuda de Robert Pinget. Después vendrán el monólogo de Krapp
en Krapp’s last Tape (1959) y Acte sans paroles II (1963) con sus respectivas
autotraducciones, de tal modo que Beckett es ya un autor de moda a finales de los años
cincuenta. De hecho, en 1960 su vida gira en torno a la escritura y se confunde con ella.
Beckett muestra una sorprendente versatilidad en la elección los géneros literarios
empleados, cuyos parámetros suele difuminar de manera sistemática. Ello supone uno de
los más tempranos ejemplos de esa disolución de los géneros que, acompañada de una
voluntad experimental, marcaría la literatura europea de la segunda mitad del siglo XX.
Una de las bazas con las que juega Beckett es la de la progresiva reducción de la
duración de sus obras; así, la representación de Comédie no ha de durar más de media
hora, mientras Comme and go no requiere más de cuarto de hora. En la novela es el
discurso lo que se descompone, según el ritmo entrecortado de la voz anónima que no
cesa de hablar en Comment c’est (How it is). Se abandonan asimismo los parámetros de
la ficción narrativa, destruyéndose intriga, desarrollo cronológico lógico-causal y
personajes, según la tendencia del denominado Nouveau Roman, al que la revista Esprit
había llegado a asociarle en 1958 (Cf tema del Experimentalismo narrativo y “Nouveau
Roman”), pero al que Beckett nunca consintió adscribirse.
Los años sesenta habían sido años de actividad febril para Samuel Beckett, bien
escribiendo, traduciendo, autotraduciéndose, o supervisando la puesta en escena de sus
obras dramáticas. De entre ellas, Happy days (Los días felices), estrenada en Londres en
1961, había obtenido un éxito apabullante. Esto le había llevado a realizar rápidamente la
versión francesa -Oh, les beaux jours-, de una obra en cuyo estreno deslumbra la
actuación magistral de Madeleine Renaud, hasta ese momento asociada a los grandes
éxitos del teatro de factura clásica, pero a partir de entonces definitivamente ligada a los
experimentos beckettianos.
El insaciable afán experimentador de Beckett le lleva también a probar otros
medios, fascinado por el boom de lo audiovisual. Compone varias obras radiofónicas -
Words and Music (1962), Cascando (1967), Dis Joe (1966) y el guión de Film, una
película muda en la que Búster Keaton borda su papel de personaje solitario, observado
continuamente por una mirada-cámara imperturbable que, en última instancia,
corresponde a su propia conciencia.
La atribución del Nobel en 1969, además de generarle una considerable desazón
que le hace huir a Túnez, le obliga a recuperar algunos textos antiguos no publicados,
por presión de la editorial. Se editan entonces en Minuit textos escritos mucho antes,
como Mercier et Camier y Premier amour, mientras la neoyorquina Grove Press se
apresura a publicar The Collected Work, esto es, las Obras completas de un autor que
aún tenía mucho que decir, si bien con el menor número posible de recursos. Con este
espíritu se monta la especie de broma dramática que constituye Breath (Souffle), donde
no hay palabras, sino el ruido de una respiración que inspira y expira lentamente. Souffle
responde a ese afán reduccionista y minimalista con el que se conciben también Pas moi
(Not I) en el terreno dramático, o Still (Immobile), en el narrativo.
Por esta época, el espíritu creativo de Beckett se realimenta también de su propia
obra. Así, mientras supervisa el montaje del Godot en el Schiller-Theater de Berlín, según
su propia versión al alemán, le surge la idea de una nueva obra, quizás a partir de una
alucinación auditiva generada por el ruido de los pasos de los actores sobre el tablado. En
Pas (Footfalls), el continuo deambular de una joven de un lado a otro del escenario
refleja el desasosiego interno producido por sus neurosis. Esta obra demuestra hasta qué
punto Beckett concede importancia a los efectos sonoros y visuales como medios para
representar el universo interior, tal y como se desprende también de algunas otras obras
concebidas en los años setenta: Not I (1972) y That time (1976), que pronto se adaptan
al cine o a la televisión. En efecto, Beckett se siente muy presionado por los compromisos
contraídos con la BBC y pasa con agilidad de un soporte mediático a otro. Así se adaptan
a la televisión Pas moi y Eh Joe., mientras que textos en prosa con un mínimo hilo
narrativo, como Le dépeupleur (escrito en 1971), se representan en escena.
En sus últimos años, Beckett alternó períodos de actividad frenética, debido al
montaje acelerado de sus obras dramáticas, con períodos de introspección y aislamiento,
bien impuestos por sus problemas de salud, bien buscados para pergeñar nuevas obras.
Se trataba por lo general de una calma relativa, pues con frecuencia había de interrumpir
los períodos de descanso en las soleadas playas de Tánger para atender los
compromisos de los numerosos congresos-homenaje que se organizaban en su honor.
En algunos casos, se prestó incluso a escribir textos circunstanciales con motivo de algún
homenaje, o para algún actor determinado. Tal es el caso de Rockbaby (Berceuse),
escrita para una de sus actrices favoritas, Billie Whitelaw, con motivo de un Congreso en
Búfalo (USA), o de Ohio Impromptu, gestado para el Simposio que sobre su obra había
organizado la Universidad de Ohio. Resultaba cada vez más frecuente que Beckett
escribiera por solicitud de algún amigo, o actor, o bien en homenaje a alguna figura
política apreciada. Así ocurre con Vaclav Havel, entonces encarcelado por delito de
opinión, a quien Beckett dedicó Catastrophe (1982), obra teatral sobre el tema de la
dominación y el ejercicio del poder, un tema que regiría también la siguiente obra, What
Where (Quoi Où) en la que cuatro personajes se inquieren unos a otros, simulando un
interrogatorio policial. Todas estas obras fueron vertidas al castellano con ocasión del
Festival Samuel Beckett, organizado en 1985 por el Círculo de Bellas Artes de Madrid.
Los últimos años de la vida de Beckett se vieron empañados por una salud muy
deteriorada y por la pérdida de personas muy queridas: grandes amigos como Roger Blin
y Alan Schneider, o su compañera de siempre Suzanne Dumesnil. Tan sólo escribía de
manera esporádica, y muy a duras penas, unos textos fragmentarios que se recopilarían
bajo el título de Stirring Still (Soubresauts), el último texto publicado en vida del autor.
En 1989, Beckett muere en la habitación desnuda y desprovista de una residencia
geriátrica, dejando un breve texto poético cuyo título evidencia póstumamente una de las
preguntas esenciales que habían regido toda su obra, Comment dire (Cómo decir).

3. Tanteos genéricos y grandes hallazgos. Una “Obra en regresión”.

La división genérica que aquí adoptaremos para abordar la obra de Beckett es


meramente operativa, pues no hay que olvidar que sus textos, al margen de una
alternancia constante, ofrecen una considerable porosidad entre los distintos espacios
genéricos. En términos generales, se puede decir que el espíritu poético de Beckett
empapa la totalidad de su obra, y no sólo la considerada oficialmente como “Obra
poética”; de hecho, ciertos textos narrativos breves derivan hacia el poema en prosa, o
algunas escenas dramáticas ofrecen auténticos dúos o monólogos de talante lírico, según
una medida disposición expresiva, rítmica y musical. En la obra literaria beckettiana, las
manifestaciones del espíritu poético, narrativo, discursivo y dramático se alternan con la
misma fluidez con la que se mezclan, de manera ágil y casi imperceptible, obedeciendo a
una incansable búsqueda del qué decir a través del cómo decir, y viceversa.

3.1. Beckett ensayista. Sobre pintura y literatura.

Beckett comienza su andadura literaria escribiendo artículos críticos para la


publicación colectiva que dirigía Joyce bajo el título de Work in progress. En ella incluye
su primer ensayo, que gira en torno a la escritura de James Joyce y de aquellos autores
que, de un modo u otro, habían sido los precursores lejanos de éste: el escritor italiano
Dante Alighieri, el filósofo Giordano Bruno y el padre de modernas teorías históricas,
Giovanni Batista Vico. El texto se halla plagado de alusiones eruditas, a la par que
muestra una evidente admiración por la maestría verbal joyciana, que Beckett se empeña
vanamente en emular en sus años de juventud, para luego alejarse a toda costa. En
efecto, Beckett habría de situarse más tarde en el extremo opuesto de la “apoteosis de la
palabra” que regía la obra de Joyce, deslizándose hacia una “escritura de la penuria, de la
impotencia y de la ignorancia”, según sus propias palabras.
Como cabe imaginar, el valor de los ensayos literarios de Beckett no reside tanto
en lo que éste dice sagazmente sobre los textos ajenos, como lo que ya se vislumbra
sobre su propia concepción de escritura, aún en germen. La mirada sobre la producción
joyciana le permite situarse respecto al hecho literario, de igual modo que la atenta lectura
de los volúmenes de A la Recherche du temps perdu no sólo le descubre la maestría de
un Proust a un tiempo “dueño y esclavo de la forma”, sino también le incita a desarrollar
su propia reflexión acerca de los importantes problemas que allí se planteaban. En el
ensayo dedicado a Proust (1930), Beckett adopta una perspectiva filosófica influída por la
visión pesimista de Schopenhauer y su “justificación intelectual de la desgracia”, un tema
que se adaptaba muy bien a los desarrollos de la Recherche y que a él le rondaría
durante toda la vida. En Proust, Beckett subraya el tratamiento del Tiempo ambivalente,
“monstruo de dos cabezas de condena y salvación”; los impredecibles mecanismos
analógicos de la Memoria involuntaria; la fuerza corrosiva pero también balsámica de la
Costumbre; la presencia del Yo invasivo y dominador de la percepción y de la escritura;
los limitados recursos del artista contemporáneo y la aparente vía de salvación que
proporciona el acto de creación artística.
En este sentido, gran parte de la reflexión de Beckett gira en torno a la elaboración
de la obra de arte, y ello no sólo desde la literatura. Amante de las artes plásticas y amigo
de numerosos pintores, Beckett escribe asimismo varios ensayos en los que, tras indagar
en el enigma de la representación de lo real, llega incluso a plantearse si existe tal
posibilidad de representación. Desde un alejamiento explícito del realismo-naturalismo,
desde el planteamiento de las problemáticas relaciones entre el sujeto y el objeto,
Beckett defiende con determinación el abstraccionismo en todos los dominios del arte.
Cuatro ensayos fundamentales desarrollan su visión del hecho artístico, en un discurso
que combina magistralmente la doble reflexión, pictórica y literaria.
La pintura de los Van Velde o el Mundo y el pantalón, lo escribe Beckett en 1945,
por encargo de los Cahiers d’Art y con motivo de la exposición parisina de los cuadros
de los hermanos holandeses Geer y Bram Van Velde. A pesar de las diferencias de
factura, ambos presentan una tendencia común hacia la abstracción, que Beckett
señalaría un poco más tarde en un breve pero condensado trabajo: Peintres de
l’empêchement (1948). El significativo título que Beckett otorgaba a este segundo
ensayo presentaba ya, de hecho, un reflejo especular de uno de los ejes vertebradores de
su propia escritura, esto es, la problemática relación entre el sujeto y un mundo/objeto que
se resiste a ser aprehendido, que pretende “zafarse de o impedir la representación”,
condenando todo acto creativo a una tensión abocada al fracaso. Es la tensión que
Beckett percibe en la pintura de los Van Velde, entre la forma y el color, lo visible y lo
invisible, la movilidad y el estatismo, la plenitud y el vacío, lo que constituirá el soporte de
la expresión, no sólo pictórica sino también literaria. La tarea creativa estribará, entonces,
en “Hacer de este acto imposible y necesario un acto expresivo” (Grossman, 32), y ello
tanto en lo que respecta a la pintura como a su propia escritura. De alguna manera,
Beckett percibía en los cuadros de Bram Van Velde la representación de lo imposible a la
que habrían de aspirar sus propios textos.

3.2. Beckett y la poesía: un talante (poético) permanente.

Desde los primeros relatos breves (“Assumption”, in Transition 16/17), Beckett


emplea recursos expresivos propios de la lírica, en cadenciosa multiplicación metafórica,
que mezcla con algunas bravatas propias de un talante corrosivo e irónico, posteriormente
degenerado en humor negro.
Al margen de la mayor o menor presencia de poeticidad en sus textos, ya sean
dramáticos o narrativos, Beckett nunca deja de escribir poemas, apostando por una
forma versificada muy libre. No hay que perder de vista que lo primero que Beckett
consigue publicar es un poema, Whoroscope (1930), por el que le otorgan el primer
premio de un certamen convocado sobre el tema del Tiempo. Tampoco hay que olvidar
que el texto que deja escrito al morir para una publicación póstuma es otro texto poético,
Comment dire (What is the word) en el que versos monosilábicos se alternan con periodos
de mayor entidad silábica, cercana al versículo. En éstos se retoman palabras
anteriormente enunciadas, como en una composición serial en la que se reflejase la
búsqueda no sólo de la palabra, sino también la constatación de la imposibilidad del
conocimiento, a través de un doble eje que marca el principio y el final del poema: la
locura (folie) y la interrogación acerca del lenguaje (comment dire). De alguna manera,
este último poema resumía de manera especular la andadura poética que Beckett había
iniciado más de medio siglo antes.
El poema que la iniciaba, Whoroscope (1930) ostentaba un título ciertamente
provocativo para la época. La mezcla de whore y horoscope da un lexema híbrido de
difícil traducción: ya “putóscopo”, ya “horóscoño”, según aparece en la edición trilingüe de
la Obra poética publicada por Hiperión, a cargo de Jenaro Talens. Curiosamente, a pesar
de lo que parece prometer el título, el tema no tiene nada que ver con el amor físico, sino
con los últimos momentos de la vida de Descartes, cuya biografía acababa de leer
Beckett en el momento de la febril y precipitada composición. El poema se halla plagado
de alusiones indirectas a la filosofía cartesiana, ritmado con una socarrona pregunta-
estribillo sobre la naturaleza del huevo What’s that? An egg?-, que se desarrolla en 92
versos plagados de ingeniosos juegos de palabras. Beckett partía de una anécdota
biográfica de Descartes, ciertamente irrisoria, para desarrollar una parodia del
racionalismo valiéndose del más chirriante irracionalismo poético. El resultado es un texto
bastante críptico, donde se mezclan ya dos de las constantes más determinantes de la
escritura beckettiana -lo poético y lo cómico-, conducidas por una voz en primera persona
que se muestra incapaz de ocultar su vastísima, al tiempo que anuladora, erudición.
Los poemas de Echo’s bones and other precipitates (Los huesos de Eco y otros
precipitados) aparecen en 1935 en la parisina Europa Press. Se trata de una poesía
hermética y culturalista (Jenaro Talens, 1979:70) impregnada de alusiones intertextuales
(destacan los hipotextos de T.S. Eliot y, en concreto, un verso de East Cocker que tendría
gran resonancia en la obra beckettiana: “en mi comienzo está mi fin”), diseminadas por un
texto difícilmente comprensible, tendente a un discurso abstracto que hay que enmarcar
en el conjunto de la obra de Beckett y, más concretamente, en ese período de tanteo que
constituyen los años treinta. De alguna manera, constituyen el eco poético de los relatos
de More pricks than kicks, por cuanto retoman de manera sintética numerosos temas
relativos al personaje de Belacqua, central en aquel conjunto de relatos, al tiempo que
anuncian lo que estaba por llegar en Murphy. Como apunta Birkenhauer (1976:73), los
poemas constituyen una bisagra entre la primerísima narrativa beckettiana y las dos
novelas posteriores, Murphy y Watt. Ambas constituyen, a su vez, el eslabón posterior de
una obra en la que expresión poética y narración en prosa se alternan y, a veces, se
combinan. Véase, así, los poemas 1937-1938, que Beckett compone al mismo tiempo que
Murphy, mostrando en aquellos un llamativo despojamiento de recursos y un afán
sintético ciertamente conceptista; véanse también los Textes pour rien, a mitad de camino
entre el relato breve y el poema en prosa, que anuncian el devenir de la trilogía narrativa.
La escritura versificada de Samuel Beckett sufre un llamativo proceso de reducción
y de depuración. Es la evolución que se produce entre los poemas de la serie de las
Serenas, en versos larguísimos, casi versículos, sin puntuación ni coherencia sintáctica, y
los breves poemas de Mirlitonnades (1976-78) en los que la progresión se realiza
sintagma a sintagma, o más bien palabra a palabra, en claro reflejo de la brevedad y
concisión de los haikus japoneses que tanto gustaban a Beckett. En uno de aquellos
poemas se refleja el proceso de creación: la pugna que una voz incansable lleva a cabo
contra la penuria del decir: “escúchalas/ sumarse/ las palabras/ a las palabras/ sin
palabra/ los pasos/ a los pasos/ uno a/ uno” (Beckett, 2000:187).

3.3. Samuel Beckett narrador: la fábula despojada de sus atributos.

Al igual que ocurre en los textos poéticos, la narrativa de Beckett presenta una
evolución que la encamina desde una novela ciertamente barroca, que narra en tercera
persona las peripecias de uno o varios personajes descentrados, hacia el monólogo de
una voz en primera persona que consigue narrar una historia a retazos, progresivamente
invadida por un mundo interior caótico. Beckett termina por disolver o anular cualquier
posibilidad fabuladora en el recitado incierto y dubitativo de una voz imposible de acallar.
En cierto sentido, parece que se quisiera negar la narratividad desde el propio texto
narrativo, al igual que un poco más tarde se emprenderá el camino de la disolución del
drama desde el interior del propio drama.

3.3.1. Las primeras novelas en inglés: Murphy, Watt.

Los primeros textos narrativos de Beckett son honrosos tanteos en inglés,


deudores en mucho de la brillantez verbal de Joyce, en menor medida de aquellos
autores a los que había leído con avidez: Proust y la tiranía del tiempo domeñada por la
memoria, la costumbre y el arte; los narradores ingleses del XVIII y sus osadas fórmulas
narrativas.
A principios de los años treinta, Beckett emprende la escritura de una novela que
permanecería inacabada, pero en la que se esbozan ya algunas de las constantes
narrativas y temáticas que marcarían su primera etapa. En Dream of fair of Middling
Women (El sueño de las buenas mujeres de mediana edad) aparece un personaje
indolente y apático, Belacqua, cuyo nombre y perfil humano lo toma Beckett del canto IV
del La Divina Comedia de Dante. Belacqua también aparece en More pricks than kicks
(Bande et sarabande, en la traducción francesa de Edith Fournier), título provocativo cuya
ambivalencia (en castellano: Más pinchazos que patadas; pero también, Más pichas que
dichas) le valió la inmediata prohibición de publicarse en la Irlanda puritana de los años
treinta. Se trata de un conjunto de diez relatos breves en los que se puede detectar aún
una lógica cronológica y una cierta coherencia temática y actancial, proporcionada por la
biografía fragmentaria del dublinés Belacqua Shuah – su etapa de estudiante, su vida
amorosa, su enfermedad y muerte- en torno al cual gira una multitud de personajes
variopintos. Todo ello se narra desde una perspectiva irónica distanciada, que hace intuir
el afán caricaturesco de narraciones posteriores y, sobre todo, subraya el aislamiento del
protagonista respecto a una sociedad de usos y costumbres para él incomprensibles. Por
otra parte, la lengua empleada presenta numerosos extranjerismos y citas en diversas
lenguas, en una jubilosa profusión verbal que habría de desaparecer en novelas
posteriores.
Murphy y Watt constituyen sus dos primeras novelas largas, con unos
protagonistas que muestran, desde un marcado racionalismo nihilista, una considerable
desconexión del universo real. En ambos casos, la disyunción entre la realidad y su
percepción, así como el sentimiento de rechazo de un mundo que no atisban a
comprender, les hace automarginarse. En ambos casos también, el narrador permanece
oculto tras una tercera persona que alterna con sutileza los puntos de vista exteriores,
para ir progresivamente acercándose a la visión desde el interior del personaje.
Murphy se escribe en inglés entre 1934-36, durante la estancia de Beckett en
Londres, cuya topografía se refleja con precisión en la novela. Tras muchos avatares, la
novela se publica en 1938, y el propio Beckett lo traduce al francés con ayuda de su buen
amigo Alfred Péron, quien moriría poco después deportado por los nazis.
Murphy es un joven irlandés que lleva una vida de tedio, pasividad e indolencia,
en reflejo de la inactividad de Belacqua, su hermano mayor en la ficción. Pero Murphy
está enamorado de Celia, una prostituta que le mantiene y que él imagina su dama. El
deseo de casarse con ella le impulsa a buscar un trabajo que, según le anuncia su
horóscopo, habrá de realizar entre locos. Efectivamente, Murphy encuentra trabajo como
enfermero en un sanatorio de cómico nombre, la C.M.M.M. (Casa de Misericordia Mental
Magdalena), alojándose en una de sus habitaciones-buhardilla. Allí se entrega a su
trabajo febril y eficientemente, llegando a establecer estrechas connivencias con unos
dementes con los que parece encontrar la paz de espíritu anhelada, en especial con un
esquizofrénico con quien juega interminables partidas de ajedrez. Pero no resulta fácil
integrarse por completo en el mundo de unos seres cuyo racionalismo improductivo les ha
conducido a la mayor irracionalidad, de tal modo que Murphy parece irremediablemente
abocado a la exclusión y marginación. Una explosión de gas en su cuchitril, debida en
parte a un accidente fortuito y grotesco, en parte a una pulsión suicida, acaba con su vida.
Esta se va literalmente al garete, reducida a las cenizas que, esparcidas por el suelo de
un local nocturno, alguien termina por barrer y tirar al inodoro, junto a toda clase de
inmundicias.
Entre tanto, en intriga simultánea, los amigos dublineses de Murphy han ido tras
sus huellas, convirtiéndose la búsqueda en una doble parodia: por un lado, de las novelas
de intriga, sustentadas en un enigma, investigación o persecución, por otro, de las
comedias de enredo en las que amos y criados se intercambian confidencias y, en
algunos casos, incluso roles. En efecto, algunos de los personajes tienen criados o
ayudantes, como Neary y su criado Cooper, entre quienes se instituyen las relaciones de
poder que caracterizan a la pareja esquemática de amo-criado. Un binomio que tan
peculiar desarrollo habría de experimentar en obras posteriores.
En Murphy, Beckett explota con habilidad muchos recursos cómicos tradicionales
–equívocos, malentendidos, embrollos, persecuciones, etc- , desarrollando una fina ironía
de situaciones y de caracteres, recuperando las tretas y tejemanejes de la picaresca.
Utiliza con habilidad la mirada omnisciente de la tercera persona que, en un principio
desenfadada y desenvuelta, presenta desde fuera al protagonista de la historia, pero que
subrepticiamente acaba por situarnos bajo su perspectiva, por brindar a los lectores la
visión interior de Murphy. Esta doble perspectiva se realiza, desde el punto de vista
narrativo, gracias a la secuenciación, en alternancia rítmica muy medida, de los capítulos
que desarrollan la experiencia de Murphy, por un lado, y la búsqueda que llevan a cabo
los demás personajes, por otro. La voz narradora proporciona todo tipo de información
pormenorizada que, a la postre, resulta inútil con vistas a la configuración referencial del
universo que rodea al protagonista, pero muy útil para adentrarnos en una conciencia
incapaz de procesar los datos que su experiencia le proporciona. De ahí que el lector
perciba de lleno el fracaso cognoscitivo de Murphy.
En realidad, la proliferación de datos que maneja el narrador deriva en una
irrealidad por exceso, que no por defecto. Por ejemplo, a pesar de la detalladísima ficha
personal que el narrador dedica a Celia, el lector no puede aprehender su retrato; a pesar
de las numerosas puntualizaciones temporales, el lector pierde conciencia del hilo
cronológico, si bien cabe calcularse que la dinámica de la acción dura en torno a un mes,
del 11 de septiembre al 26 de octubre de 1935. A pesar de la atención prestada al
entorno de Murphy, el lector no puede sino permanecer enganchado en el espacio mental
del personaje, que se describe como “una gran esfera hueca, herméticamente cerrada al
universo exterior” en la que no caben deseo, ni necesidad alguna. Un “pequeño mundo” a
la medida del racionalismo barroco del cartesiano Arnold Geulincx (1624-69), cuyos
intertextos explícitos (Amor intellectualis quo Murphy se ipsum amat, reza el título de uno
de los capítulos) fundamentan la sustancia filosófica de la novela. (Coe, 1972:38-39)
La siguiente novela, Watt, se redacta durante los conflictivos años de la
Ocupación, y se publica finalmente en 1953 en el Olimpia Press de Paris, tras haber sido
rechazada por numerosos editores londinenses. Con Watt Beckett da un paso más hacia
la descomposición de la novela tradicional decimonónica, además de ahondar la sima
existente entre universo exterior y personaje. Si bien en la novela anterior, Murphy,
Beckett resquebrajaba las estructuras novelescas, destruyendo la función de la intriga,
descripción, caracterización de personajes y demás, en Watt comienza a descomponer el
lenguaje, fracturando el orden lógico de las palabras con frecuentes interrupciones e
inesperadas bifurcaciones. La repetición incesante, a partir de un fuerte impulso de seguir
adelante, hace progresar penosamente un discurso opaco que roza lo ininteligible. Como
apunta Birkenhauer (1976:95), “el discurso avanza paso a paso tanteando el camino, y
como las frases vuelven cada vez a dar un paso atrás da una extraña sensación de
estatismo, más a pesar de ello avanza de un modo muy peculiar a fuerza de tenacidad” .
Como en una obra de teatro clásica, el personaje de Watt se nos presenta in
absentia a través de la mirada y las palabras de tres personajes de corte kafkiano -Mr
Hackett, Goff o Mr Nixon, y Tetty o Mrs Nixon- que han sido, a su vez, abruptamente
incorporados a la escena narrativa por un narrador extradiegético. Los tres personajes
que, sentados en el banco de un parque, ven bajar del tranvía a una figura solitaria que
terminan identificando como Watt, se lanzan a una larga especulación infructuosa sobre
los motivos que podría haber tenido éste para bajarse del tranvía, caminar por la calle de
manera tan extraña y finalmente subir a un tren, después de haber protagonizado una
escena típica del cine cómico mudo, o de hilarante comedia, con tropezón, caída y
costosa recuperación de una inestable verticalidad. La teatralidad de los actos y gestos de
Watt se convierte en una constante de la obra, donde una voz narradora alterna visión
desde fuera y visión desde dentro del personaje, acercándose y alejándose de él como si
de una cámara se tratase. Así, pronto se nos representa el universo interior de Watt,
dominado por el principio de duda e incertidumbre sistemáticas. De hecho, el
procesamiento de los datos de la realidad le convierten a Watt en un “equilibrista de la
vacilación”, expresión que encontramos un poco más adelante aplicada a su manera de
andar, perfecta metáfora especular de su modo de razonar. Con problemas para
orientarse en un universo que siente extraño y ajeno, complejo e impenetrable, Watt se
lanza a unas elucubraciones interminables, a unos infinitos rodeos mentales que
desembocan siempre en callejones sin salida.
En el comienzo del tercer capítulo de la novela (de un total de cuatro), tras un
segundo capítulo dedicado enteramente a describir la vida de Watt como criado en casa
de un tal señor Knott, el narrador pasa sin transición de la tercera a la primera persona,
informando de su camaradería con Watt, junto a quien en el momento del relato habita en
un extraño ambiente, entre hospitalario y carcelario. Sam, que así dice llamarse ahora el
narrador (en curiosa coincidencia con el nombre de pila de Beckett, Samuel), se recrea
en las dificultades que le han supuesto transcribir el kafkiano relato de Watt sobre su
estancia en casa del extraño señor Knott, dado que el discurso se ha ido convirtiendo en
delirante deriva. Watt cambia el orden lógico de las palabras en la frase, las elide o
tergiversa, disertando “con muy escaso respeto a la gramática, a la sintaxis, a la
pronunciación, a la enunciación, y, probablemente, a la ortografía, tal como suelen
entenderse” (Beckett, Watt, 1995:140). Se trata de un discurso descabalado que refleja la
perturbación mental de Watt, fielmente transcrita por el narrador Sam. En realidad, tanto
Watt como Sam se convierten en reflejos especulares de una misma entidad, generada
exclusivamente desde y a partir de un lenguaje sin función referencial alguna.
La tajante frase que cierra la novela obliga, sin duda, a realizar una lectura
retroactiva, que destruye posibles significados, que hace desistir de cualquier
interpretación definitiva -“en el cántico oído por Watt, en la cuneta, camino de la estación,
la soprano cantaba: --no vean símbolos donde no los hay” (Watt:228). Desde el punto de
vista anecdótico, al final Watt emprende el camino de regreso tomando un tren para
volver al espacio indeterminado, a la oscuridad del tranvía de donde había emergido al
comienzo de la novela, cerrando así un desolador y enigmático recorrido de ida y vuelta.

3.3.2. El ajuste de la voz narrativa en francés: Nouvelles et textes pour rien,


Mercier et Camier.

A Watt le siguen una serie de relatos breves escritos en francés en torno a 1945 –
L’Expulsé, Le calmant, La fin- que aparecerían más tarde junto a los Textes pour rien, en
una publicación conjunta de 1955 bajo el título de Nouvelles et Textes pour rien. Con
estos relatos breves, a los que hay que sumar uno de mayor entidad como Premier
amour, arranca una etapa de efervescencia creativa en la que se manifiesta una voz en
primera persona que irá conduciendo, por un lado, a la elaboración de una trilogía
narrativa que figura de manera especular la evolución de la totalidad de su obra -Molloy,
Malone meurt, L’Innommable-, por otro, hacia la configuración de un espacio dramático
capaz de hacerle salir del atolladero que supondrían tanto L’Innommable como los Textes
pour rien, donde la casi total desintegración del discurso hacía imposible seguir
escribiendo novelas propiamente dichas. En estos textos aparecen ya los personajes
desheredados, vagabundos y residuales que poblarían posteriormente el universo
ficcional de Beckett.
Como bien indica el título del primer relato publicado en francés, L’Expulsé cuenta
la historia de una expulsión del hogar. Un personaje de identidad no definida relata en
primera persona cómo le echan a patadas de la casa que plausiblemente había
constituido su hogar durante muchos años, y cómo tras la caída en la acera logra
reincorporarse y deambular por una ciudad laberíntica, hasta que alquila un carricoche en
el que inevitablemente sigue girando en torno al domicilio abandonado. Finalmente, pasa
la noche en una cuadra que al día siguiente abandona para dirigirse hacia Oriente –ex
oriente lux- y continuar una errancia que se intuye interminable.
En apariencia, la misma voz en primera persona sigue hablando en el segundo
relato, Le calmant, desde un lugar indeterminado que se confunde con el más allá de la
muerte. El relato comienza de manera paradójica, instituyendo una incertidumbre acerca
de la situación de enunciación –“Ya no sé cuándo he muerto”- que en ningún momento
llega a esclarecerse. Antecediendo a Malone, el narrador de Le Calmant recurre a la
autoficción precisamente para calmar el desasosiego que le invade: “Je vais donc me
raconter une histoire, je vais donc essayer de me raconter encore une histoire, pour
essayer de me calmer” (Beckett, 1955:39-40). Autoficción por cuanto que la historia que
emprende el personaje-narrador, desarrollándola al detalle al tiempo que fabulándola, es
la suya propia, de tal modo que asistimos a la génesis misma de la narración de sí, con
sus titubeos, añadidos y vacilaciones. En este proceso de elaboración, el yo que escribe
se desdobla en conciencia crítica de sí misma, dando lugar a numerosos comentarios
metadiscursivos que interceptan el discurso.
En La fin el personaje-narrador abandona un hospital o asilo para comenzar un
recorrido errante que le lleva de la ciudad al campo y viceversa, estableciéndose una
dinámica de vaivén a partir de un sentimiento de extravío y desorientación que prefigura
obras posteriores. Convertido en paria social por voluntad propia, el protagonista vive en
lugares comunes de la mendicidad –cuevas, cabañas o chozas- que le sirven de refugio
temporal, hasta que termina por acomodarse en un viejo bote que, a la deriva, le arrastra
mar adentro hasta hundirse por completo.
Los tres relatos presentan elementos temáticos comunes, que se erigirán en leit-
motive de la obra beckettiana posterior: la marginalidad de unos personajes desposeídos,
que configuran la imagen del indigente reacio a integrarse en una sociedad burguesa a la
que desprecia; la deambulación errante por una topografía indefinida, a consecuencia de
una expulsión o de una huída; la necesidad de colmar el vacío o la desazón de la
existencia por medio de una voz que habla -y se habla- sin parar; la palabra como
“soporte de existencia” que intenta colmar los huecos de una memoria olvidadiza, capaz
sólo de recuperar ciertas secuencias del pasado, algunas de las cuales se convierten en
presencias obsesivas.
Estos mismos parámetros se reproducen en un texto más largo, titulado Premier
amour, que Beckett escribe a finales de 1946, inédito hasta 1970. Tras marcharse por
imposición de la casa en la que había vivido desde la muerte de su padre, el protagonista
nos cuenta en primera persona la fugaz historia de amor vivida con una prostituta.
Premier amour podría perfectamente componer una pieza más del engranaje más o
menos coherente que constituyen los Relatos breves (Nouvelles), todos ellos a cargo de
una voz narradora en primera persona cuya visión se restringe a un punto de vista
limitado y cuyo tono se adecua de manera voluntariamente imperfecta a los imperativos
del género biográfico, en parodia de los relatos que contienen la “historia de una vida”.
La subjetividad e implicación del narrador-protagonista de los textos anteriores,
que reaparecerá en la trilogía, se matiza en Mercier et Camier (1970). En este caso, el
narrador se muestra capacitado, en tanto que testigo presencial y compañero de viaje,
para contar la historia de dos personajes que constituyen ya el esbozo de la pareja
beckettiana, en tanto que individualidades complementarias y opuestas a la vez, entre las
que se establecen extrañas connivencias e intercambios de roles. Estos personajes, que
tras una ridícula serie de desencuentros por fin se reúnen en el lugar urbano acordado,
emprenden un viaje campo a través, al parecer muy meditado, pero sin objetivo preciso.
Nunca se conocerá el verdadero motivo del desplazamiento, considerado sin embargo por
ambos como muy necesario. En realidad, emprenden un trayecto sin verdadero proyecto,
lo que genera, en definitiva, un desplazamiento errante. Las peripecias que sufren se
transcriben al más mínimo detalle por el narrador quien, cada tres capítulos, realiza un
sumario de los episodios, escenas o secuencias más importantes. Se trata de capítulos-
inventario que, de manera tan regular como esquemática (III, VI, IX, XII), recopilan lo
anterior. Son frecuentes los capítulos en los que la inactividad de los personajes – a veces
paralizados entre seguir avanzando o regresar, cuando en realidad lo que hacen es dar
vueltas a la redonda- se ve compensada por su habilidad dialéctica. Recrean el viejo
esquema literario cervantino, el de la pareja que dialoga a medida que se desplaza, un
modelo narrativo que Beckett había descubierto tempranamente a través de la divertida
versión que a finales del XVIII había proporcionado Diderot en su Jacques le Fataliste.
Al igual que los protagonistas de los relatos breves y de las futuras obras
dramáticas, Mercier y Camier se hallan próximos a la indigencia; son también personajes
marginados, que asumen su marginación sin grandes aspavientos. Se ven obligados a
compartir algunas posesiones que se convierten en objetos emblemáticos, por cuanto
reaparecen una y otra vez tanto en la narrativa cuanto en el teatro: un saco lleno de
objetos variopintos, un abrigo, un paraguas, una bicicleta. Tan sólo faltaría, para
completar esta relación, el imprescindible sombrero que no falta en En attendant Godot,
la obra dramática que, como veremos, parece germinar directamente de Mercier et
Camier.
De alguna manera, esta novela constituye una bisagra imprescindible no sólo entre
la obra narrativa y la dramática, sino también entre la primera narrativa beckettiana y los
textos de la trilogía. Es significativo que en ella aparezcan por primera vez personajes del
universo ficcional anterior. Así, en un momento en el que vaga en soledad por los
caminos, Mercier se cruza con el mendigo, e incluso percibe al coleccionista de conchas
que habían aparecido en el relato titulado La Fin. Watt también hace acto de presencia.
Tras un intenso esfuerzo rememorador, Mercier cae en la cuenta de que ha conocido a
un personaje análogo a Watt, un tal Murphy, que había desaparecido por causas
extrañas. De este modo se establece una tupida red de ecos entre unas obras y otras, en
función de unos personajes que aparecen y desaparecen, que los demás recuerdan o
mencionan. A partir de Mercier et Camier, el universo beckettiano comienza a poblarse de
personajes que ya habían aparecido en otras obras y que a veces pasan de refilón por la
escena mental del creador, a la espera de que éste los sitúe en primer plano, aunque sea
de manera efímera. Pero para eso habría que esperar la aparición de Malone, personaje-
vértice de la trilogía narrativa, en torno a la cual pivota toda la obra de Beckett.

3.3.3. La trilogía narrativa: Molloy, Malone meurt, L’Innommable.

El comienzo de Molloy revela una profunda incertidumbre existencial: el


personaje-narrador que habla se encuentra en una habitación que no es capaz de ubicar,
a la que ha llegado no sabe cómo, tras unos avatares que no puede rememorar.
Poseedor de una memoria confusa y cruelmente olvidadiza, será la escritura la encargada
de aportar una mínima claridad, reposando paradójicamente sobre una afirmación de
ignorancia que se repite a modo de estribillo “No lo sé. No se mucho a decir verdad …”
(Beckett, 1951:7). Un incipit semejante marca muy claramente el objeto del sujeto
narrador, pero al mismo tiempo delimita el estrecho marco de la narración: en cuanto el
narrador, Molloy, consiga averiguar cómo ha llegado al cuarto de su madre en el que
supuestamente se halla en el momento de la escritura, el relato, de carácter
fundamentalmente heurístico, estará abocado a su fin. Molloy emprende el relato de su
vida, recuperando los episodios que supuestamente le han conducido a la situación
presente, al ahora de la palabra, cuya escritura lleva a cabo no sólo para ver más claro
en sí mismo, sino también en función de una exigencia ajena. En realidad, se halla
inmerso en la elaboración de un trabajo que debe ir entregando poco a poco y que “ellos”
(pronombre sin referente real, que el narrador usa al modo kafkiano) le devuelven
corregido con signos para él incomprensibles.
Si en la primera parte de la novela Molloy narra la búsqueda de su madre, en la
segunda parte es el propio Molloy el objeto de la investigación que alguien, que se
presenta como Moran, debe realizar para entregar su informe, también a exigentes
desconocidos. En realidad, tanto Molloy como Moran –quizás su doble especular- parten
de la necesidad de escribir, ya una crónica, ya un informe, que les obliga, por un lado, a
reflexionar recuperando retazos de una vida, por otro, a reconstruir un proceso de
búsqueda fallida. En la segunda parte de la novela, en la que Moran busca a Molloy, se
retoma el viejo esquema de la novela detectivesca que Beckett había recreado ya en
Murphy. Ambos personajes, Murphy y Molloy, justifican de alguna manera la razón de ser
de los demás, pero su actividad se verá siempre abocada al fracaso, bien por
impedimentos físicos, o por deficiencias en el procesamiento de datos, es decir, por
deficiencias tanto físicas, cuanto cognoscitivas. En realidad, el incumplimiento sistemático
de los objetivos constituye una de las mayores lacras de los personajes beckettianos.
Ubicado en la habitación materna, Molloy puede seguir hablando y escribiendo
hasta el infinito. Su situación resulta muy similar a la del narrador de El calmante y
anticipa claramente la de Malone. Todos ellos son personajes próximos a un final que
tarda en llegar, y éste constituye uno de los ejes determinantes de la obra beckettiana –no
hay más que echar un vistazo a los títulos de sus obras-, inexcusablemente unido a su
otro polo, el del comienzo. Así, la habitación se convierte en doble receptáculo simbólico
(cavidad uterina, o tumba, simultáneamente alfa y omega ) donde reverbera el universo,
que se transcribe por una conciencia obligada a dar cuenta tanto de aquel como de sí
misma. Es lo que le ocurre precisamente a Malone quien, inmóvil en la cama a la espera
de la muerte, en un cuartucho de hospital o de asilo, donde le dan de comer y le retiran
los excrementos, decide contar/se historias para paliar su soledad y lograr que el tiempo
pase más rápido. En este sentido, la palabra es capaz de rellenar el Tiempo, y el nombre
propio contribuye a proporcionar una identidad real a las cosas. Malone nombra a unos
personajes de su propia cosecha –Saposcat, Louis, Macmann-, que tan sólo habitan en
su espacio mental, del mismo modo que Moran alardea en Molloy de albergar en su
interior todo un universo que, no por casualidad, ya había aparecido en la ficción
beckettiana. De alguna manera, la voz de los dos personajes se confunde con la del
propio creador de los relatos, poniéndose al desnudo el proceso de la elaboración de los
mismos. Esta acabará en el momento de la extinción de la voz creadora, tal y como
anticipa Malone respecto a su propio final: “Mais laissons là ces questions morbides et
revenons à celle de mon décès, d’ici deux ou trois jours si j’ai bonne mémoire. A ce
moment-là c’en sera fait des Murphy, Mercier, Molloy, Moran et autres Malone, à moins
que ça ne continue dans l’outre-tombe” (Malone meurt, 1951:103)
El personaje-escritor que representa Malone muere así con las botas puestas, esto
es, escribiendo; las últimas palabras de la novela giran en torno a la Nada y al Vacío, al
que desemboca Macman como alter ego de Malone–“nunca jamás/ he aquí/ nada más”-,
pero no por ello la voz de una conciencia incorpórea, como sucede acto seguido con la
del Innommable, se ve definitivamente silenciada. Este es el tour de force beckettiano,
que pone en escena una voz “muerta” que sigue hablando y creando historias, sin poder
dar la más mínima referencia de sí, en una indefinición existencial absoluta. De ahí el
íncipit antológico que tanta tinta ha hecho correr en el ámbito crítico: “Où maintenant?
Quand maintenant? Qui maintenant? Sans me le demander. Dire je. Sans le penser.
Appeler ça des questions, des hypothèses. (Beckett, 1953:7)”
La desposesión de la carga referencial de las palabras hace que éstas se vacíen y
desubstancialicen, que sólo cobren valor por sí mismas, en su entidad sonora. Se
descartan así dos funciones características del lenguaje: la función comunicativa, por la
que alguien narra o habla con alguien o para alguien, sobre algo -“Quién habla con quién
sobre qué?”, se pregunta Birkenhauer (1976:135), pues ya ni siquiera se escribe para ver
más claro, o entretenerse a sí mismo, como ocurre en Malone- y la función representativa,
desde el momento en que las palabras resultan de una apabullante gratuidad y
arreferencialidad. El discurso fluye sin relación con la realidad, autogenerándose en
ocasiones, asumiendo la dificultad que entraña hablar sólo por obligación, sin tener nada
que decir, y el evidente riesgo de fracaso que esto conlleva. Y fluye alterando
violentamente las leyes de la sintaxis, desordenando el orden de las palabras en las
frases, prescindiendo de nexos conectores, olvidando sintagmas imprescindibles que el
lector actualiza de manera inconsciente para lograr una mínima comprensión. En
definitiva, el discurso sigue produciéndose, pero ya totalmente vacío de contenido, sin
ningún apoyo lógico o referencial, en función de un inquebrantable impulso de
permanencia: “Hay que seguir, tengo que seguir...” se repite una y otra vez la voz
anónima, generando un angustioso estribillo.
Esta progresión en la palabra, a pesar de la aparente impotencia, ofrece la imagen
especular del “sufrimiento del creador en fase de inspiración”. Posiblemente, Beckett gire
en torno a la incapacidad de decir y de escribir, sufriendo el imperativo de decir y de
escribir, esto es, la desesperante situación de aquel que se ve obligado a sobreponerse a
la paupérrima habilidad creadora, tanto más dolorosa cuanto que el instrumento del que
se ha de servir, el lenguaje, se revela muy poco operativo (Olga Bernal, 1969). Una de
las salidas es entonces la de seguir diciendo lo mismo una y otra vez, en rumia incesante
de pensamientos obsesivos. Parece que Beckett se situase detrás de esas voces de
ficción atrapadas por la necesidad de la literatura, lo que permite pensar en una especie
de autorretrato en la ficción, pues, al igual que sus personajes-escritores, el autor debe
mantener una titánica lucha con/contra, y paradójicamente, gracias al lenguaje. Esto es
algo que el propio Beckett reconocía en la entrevista sin desperdicio que concede a Israel
Shenker para el New York Times: “Los trabajos en francés me llevaron a un punto en el
que tenía la sensación de que siempre estaba diciendo lo mismo. A algunos escritores les
resulta tanto más fácil cuanto más escriben. A mí me resulta cada vez más difícil. Para mí
cada vez es más pequeño el campo de las posibilidades. En el último libro, todo se
disuelve. Ni “yo”, ni “haber”, ni “ser”. Ni nominativo, ni acusativo, ni verbo. No hay otro
camino. Lo último que he escrito –Textes pour rien- constituye un intento por superar esta
situación de disolución, pero ha fracasado...” (Shenker, 1956)
El callejón sin salida al que le había conducido la voz de L’Innommable aún
permanece en Textes pour rien (Textos para nada) en los que tan sólo existe un impulso
de escritura, permanentemente abortado por la constatación de la imposibilidad de decir.
De hecho, la voz que se manifiesta –incierta y vacilante- en los Textes pour rien no deja
de plantearse las mismas cuestiones que su voz hermana del Innommable - “Où irais-je,
si je pouvais aller, que serais-je, si je pouvais être, que dirais-je, si j’avais une voix, qui
parle ainsi, se disant moi?” (p 153)- , con una diferencia esencial; y es que en este caso,
existe un componente sonoro y rítmico muy perceptible que acerca el texto al poema en
prosa. De alguna manera, la música de las palabras viene a suplir la carencia referencial
del lenguaje. A partir de ese momento, Beckett se da cuenta de que muy difícilmente
puede hacer novelas con esa voz tan agotada (Deleuze, 1992) o, de que, al menos, debe
tomarse un respiro.
Habiendo llegado hasta un extremo insospechado del camino, Beckett silencia su
voz narrativa para encarnarla sobre la escena con personajes de carne y hueso. De
alguna manera, el recorrido novelesco le impulsa a probar fortuna en otro medio en el que
la voz narradora no tiene cabida si no es encarnada, en unos personajes de carne y
hueso que están ahí (Robbe-Grillet, 1963), instalados en el espacio definido y
reconfortante de la escena. El teatro – en principio considerado por el propio Beckett
como un producto secundario- viene a salvarle del silencio para permitirle luego, de nuevo
e incorregiblemente, encaminarse hacia el silencio. Pero la clave está en el tránsito, y en
este sentido el teatro constituye, más que una distracción, la posibilidad de darse un
respiro –una relajación o alivio, según sus propias palabras- ante la insoportable tensión
que le había generado la voz de la trilogía.
Tras un breve paréntesis dedicado a la producción dramática, Beckett vuelve sin
embargo a la narración en prosa, con una pseudonovela o texto inclasificable. Comment
c’est (1961), cuyo título en francés resulta fonéticamente ambigüo por su posible doble
traducción - cómo es, pero también, comenzar-, que la grafía aclara, es ya un texto muy
complicado de ubicar en las casillas genéricas del tablero literario al uso.

3.3.4. Comment c’est y las narraciones posteriores.

En Comment c’est las estructuras narrativas tradicionales se dislocan por


completo, de tal modo que ya no existe espacio ni lugar ubicable, ni tiempo cronológico e
histórico localizable, ni siquiera personajes propiamente dichos. Es el texto que mejor
ilustra los anhelos formalistas y autoreferrenciales del Nouveau Roman, llevados hasta
extremos inimaginables que rozan la abstracción. Escrito en un presente detenido,
Comment c’est comienza anunciando tres partes en función de una dinámica temporal -
“antes de Pim, con Pim, después de Pim”- que parece marcar tres momentos en la
existencia de una voz que monologa. La primera parte presenta un lentísimo
desplazamiento en soledad hacia un lugar indefinido. La segunda parte narra el encuentro
con Pim y la relación que se instaura entre estos dos seres capaces sólo de comunicarse
a golpes, así como la llegada de un nuevo pseudo-personaje, que establece con la voz
que narra una relación especular respecto a la de ésta y Pim. En este caso, la
comunicación tan sólo es posible por vía del tormento. En la tercera parte, multitud de
seres se torturan unos a otros de manera alternada para terminar consiguiendo unas
palabras que no atinan a construir sentido lógico alguno. Sólo la violencia de unos seres
que encarnan la dicotomía verdugo-víctima es capaz de generar lenguaje verbal, pero la
ausencia de puntuación y la ordenación semánticamente caprichosa de esas palabras,
extraídas del sufrimiento, contribuyen a crear un considerable vacío de significado. En
realidad, la voz obedece a un impulso que pretende negar el silencio, y las palabras
cobran importancia sonora, instituyendo derivas fónicas y rítmicas que aproximan al texto
al poema en prosa.
Existe una distancia considerable entre L’Innommable y Comment c’est: mientras
la voz del primer texto aún padece una cierta verborrea que recuerda la exuberancia
verbal de Joyce, la voz del segundo carece ya de profundidad sémica y expresiva,
recurriendo a fórmulas que, a modo de retahílas, se repiten indefinidamente en contextos
de variación mínima. A pesar de esta recurrencia cíclica, cabe percibirse una progresión
gracias no a la acción o a la trama, sino a la palabra que, a pesar de todo, consigue
fraguarse un camino por entre el maremagnum de un lenguaje que no le es propio, sino
de los demás, y lograr enunciar una idea con mínima coherencia. La voz, en este caso, se
limita a escuchar y a citar lo que le dictan las palabras de otros –“lo digo como lo oigo” es
el leit motif principal- ,refiriéndose a un instante anclado en un presente detenido, propio
del infierno o del purgatorio, pero engañosamente desdoblado a partir del doble nivel de
enunciación. La voz narradora cuenta a otros lo que oye de otros.
Una voz similar vuelve a aparecer en un texto largo posterior, inicialmente
redactado en inglés y posteriormente autotraducido al francés por Beckett. Se trata de
Company (Compagnie, 1979), que la crítica considera el arranque de su última trilogía
narrativa, completada por Mal vu mal dit (Minuit, 1981) y Worstward Ho (John Calder,
1983) . En Compagnie caben detectarse ciertas alusiones autobiográficas en los retazos
de recuerdos infantiles que asaltan a un personaje solitario, tumbado en la cama a
oscuras, interpelado por una voz que se dirige a él en segunda persona. La
rememoración involuntaria y la invención más o menos consciente constituyen los ejes de
una narración que avanza gracias a un discurso que, en primera instancia, intenta
infructuosamente responder a múltiples preguntas e hipótesis y, en segunda instancia,
distrae y salva de la soledad. En efecto, si el incipit de la obra situaba la escena –“Une
voix parvient à vous dans le noir. Imaginer”-, pareciendo prometer la intervención de tres
instancias, la voz que habla al oyente-protagonista de la historia, la de éste, y la voz que a
su vez narra o inventa esa situación para que nosotros lo leamos (Todorov, “L’Espoir chez
Beckett”, in Revue d’Esthétique, Privat, 1986, 32-33) , el excipit insiste en la persistencia
de esa soledad a pesar de que la fábula –fruto probable de un desdoblamiento de la
propia conciencia- haya podido generar un espejismo de compañía: “La fable d’un autre
avec toi dans le noir. La fable de toi fabulant d’un autre avec toi dans le noir. Et comme
quoi mieux vaut tout compte fait peine perdue et toi tel que toujours. Seul” (Beckett, 87-
88). Si Compagnie recoge gran parte de los temas enunciados en la obra anterior,
desarrollando incluso una voz en eco de esos personajes que, por el hecho de hablar, se
sueñan acompañados, este texto anuncia también el deslizamiento enunciativo en clave
poética que se producirá en textos posteriores, como es el caso de Mal vu mal dit
(Minuit,1981) también inicialmente redactado en francés y rápidamente vertido al inglés
por el propio autor (John Calder Ed., 1982).
Como de alguna manera enuncia el título, en este texto fragmentario es la imagen
visual la que precede a la palabra, que intenta cernirla y aprehenderla. El germen es la
figura de una mujer que habita sola una cabaña en el campo y que visita con regularidad
una tumba blanca, en medio de desiertos pedregales. Es evidente que son las salidas
de la mujer, que algunos críticos biográficos identifican con la desaparecida figura
materna del autor, las que potencian la narratividad de un texto en el que la descripción,
a base de frases muy concisas y redundantes, deriva en fuerte emoción contenida. El
resultado son breves fórmulas metafóricas de sentimiento condensado, que se sustentan
por lo general en la plasticidad de una imagen de reminiscencias pictóricas o literarias.
El último texto narrativo que se publica en vida de Beckett es Stirring Stills
(Soubresauts) (1986). Se trata de fragmentos narrativos sin conexión entre sí ni hilo
conductor, tan sólo en ocasiones surgidos de una imagen recurrente, como la del hombre
que, sentado a una mesa, se levanta y se va. O, mejor dicho, que se ve a si mismo
levantarse y marcharse, gracias a un desdoblamiento que propicia la existencia de un
preceptor y de un percibido. Es éste un tema que Beckett había desarrollado muy
tempranamente a partir de la filosofía de Berkeley y de su premisa esse est percipi. En
función de ella, el ser no existe sino en tanto sujeto perceptor que es necesariamente al
mismo tiempo percibido, pues es esa percepción lo que constituye garantía de existencia.
Al final de su vida, Beckett sigue dando vueltas de manera obsesiva a un tema que ya
había desarrollado tanto en su narrativa cuanto en su obra dramática, girando en torno al
mismo punto, según indica otra de las posibles traducciones del título Stirring Stills: A
vueltas quietas.

3.4. Beckett y el teatro. “La dramaturgia de la penuria”.

La obra dramática de Beckett supone la culminación de la evolución que, de


manera más o menos subrepticia, se produce desde las primeras novelas escritas en
inglés, de espíritu ciertamente barroco, a la imposibilidad de narración que rezuma El
Innombrable, pasando por el esbozo dramático que presenta ya su novela dialogada
Mercier y Camier.
El proceso de reducción anecdótica, espacial, temporal, actancial y discursiva que
se detecta en el universo narrativo de Beckett se produce igualmente en su teatro, que
representa lo que el propio Beckett denomina “escritura de la penuria” (Sanchis Sinisterra,
1990). De los diálogos ingeniosos y polisémicos, ciertamente cortocircuitados, de las
primeras obras en las que al menos había dos, e incluso cuatro personajes en medio de
un paisaje desolado, o encerrados en una habitación, o embutidos en tinajas, se deriva
hacia el monólogo de un personaje que ahuyenta la soledad y pretende engañar al tiempo
a base de historietas nimias o de recuerdos insustanciales. En alguna obra límite
desaparece la figura humana, y con ella la voz, mientras en una escena llena de detritus
se aviva y se atenúa la luz siguiendo el ritmo inquietante de una respiración en su doble
fase de inspiración-expiración. En estos casos, de hecho, la ausencia casi total de
recursos escénicos roza los límites de la representación teatral, en una indagación sin
precedentes del vacío escénico y del silencio. En Breath (Souffle), Beckett escenifica con
casi nada una impactante metáfora de la vida humana en su sobrecogedora futilidad.

3.4.1. El despertar de la conciencia dramática: Human wishes y Eleutheria.

Beckett escribe muy tempranamente un primer fragmento teatral que nunca


llegaría a terminar, Human wishes (Deseos del hombre), inspirado en la vida de Samuel
Jonson, poeta inglés sobre el que había estado trabajando durante largo tiempo. Tres
mujeres sentadas en sillas mientras leen, hacen calceta o simplemente meditan, charlan
para pasar el tiempo mientras llega un tal doctor Jonhson que, por supuesto, nunca
aparece. El hilo conversacional esboza ya el chispeante diálogo de algunos de los textos
mayores que vendrían más tarde, y atribuye a la palabra la gran función que
desempeñaría en Esperando a Godot, esto es, la de rellenar el vacío de la inacción, y de
amenizar la larga espera de alguien que nunca vendrá. En ambos casos, la intriga mínima
gira en torno a un personaje ausente. Human wishes, inacabada y nunca publicada en
vida del autor supone ya el esbozo, aún torpe, de lo que sería su gran teatro posterior.
Necesitado de una actividad gratamente compensatoria, Beckett redacta casi
simultáneamente a su trilogía narrativa dos obras dramáticas con una fortuna muy
desigual : Eleutheria (“libertad”, en griego) y En attendant Godot (Esperando a Godot).
Beckett lucha inicialmente para que se publiquen ambas, pero sólo le aceptan la segunda
en Minuit, tras muchos avatares y gracias a la insistencia y perseverancia de su mujer. El
estreno de En attendant Godot, que se produce en enero de 1953 con montaje de Roger
Blin, supone el verdadero lanzamiento de Beckett. No deja de ser llamativo que éste logre
la celebridad en Francia con una obra dramática que para él suponía un producto
secundario respecto a la novela, mientras que, en Inglaterra, su trilogía narrativa estaba
ya teniendo muy buena acogida desde principios de los cincuenta.
Tras los rechazos iniciales de las editoriales, Beckett introduce Eleutheria en el
saco del olvido permanente. Ni siquiera cuando ya es un autor consagrado y le requieren
la obra para su publicación autorizará que ésta se publique o represente, quizás porque
no le satisfaciera su desarrollo dramático o ideológico, quizás porque contuviera
demasiadas alusiones autobiográficas fácilmente comprobables, según apunta James
Knolwson (199:466). Eleutheria sólo se publica de manera póstuma en 1995 por iniciativa
de Jérôme Lindon, director de las Ediciones Minuit y amigo personal de Beckett, no sin
incluir una advertencia-justificación del propio editor.
En esta obra se percibe ya la intención primera de Beckett de parodiar elementos
del teatro de Bulevar, del melodrama, de la farsa grotesca, del teatro naturalista, incluso
del delirio surrealista, incluyendo una mezcla de influencias que van desde Shakespeare
y Molière hasta Ibsen, Strindberg o W.B. Yeats. Es también la más larga de toda la
producción beckettiana: tres actos que giran esencialmente en torno al joven Victor Krapp.
Primo hermano del Belacqua de los primeros relatos, Victor es incapaz de asumir sus
responsabilidades familiares, laborales o sociales, abandonado por completo a su apatía
e indolencia. Asocial por voluntad propia, elige un autismo que desespera a su madre
(Acto II) y a todos cuantos le rodean. El tercer Acto recuerda los subterfugios de
Pirandello, por cuanto introduce a un espectador en una acción dramática que degenera
de manera imparable. Este sube intempestivamente a escena y emite juicios
desfavorables sobre la obra, según un ideal dramático ya caduco, que semejante
procedimiento metadiscursivo ridiculiza con máxima efectividad.

3.4.2. La trilogía dramática: En attendant Godot, Fin de partie, Happy days.

En attendant Godot se publica en 1952, justo antes de su sonado estreno en el


teatro de Babylone, una de las pequeñas salas experimentales de la Rive Gauche, que
pronto resultó insuficiente para dar cabida a un público curioso, alertado por los
comentarios contradictorios y apasionados que la representación suscitaba. En efecto, la
crítica no fue unánime, pero poco a poco el entusiasmo fue ganando a un público en
principio desconcertado ante una obra que, con una acción mínima, era capaz de llegar a
lo más hondo de su sensibilidad. En dos actos de medida simetría, Beckett pone en
escena el drama de la inacción y de la espera abocada al fracaso, en la que el tiempo y la
palabra cobran el mayor relieve. Como cada atardecer, dos personajes aguardan a un tal
Godot en un camino en medio del campo, junto a un árbol como única e incierta
referencia. Mientras aquel llega, conversan de manera compulsiva y entrecortada sobre
cosas triviales, de un pasado risueño o de un presente que transcurre en la indigencia. El
diálogo de la pareja, que con frecuencia se convierte en dos monólogos entrecruzados,
tan sólo es interrumpido en dos ocasiones por la llegada de dos personajes grotescos,
Pozzo y Lucky, amo y criado, que aparecen en el primer acto trasladándose en una
dirección y vuelven a aparecer en el segundo, de regreso al punto de origen, con las
condiciones físicas de uno y otro muy cambiadas, y en ambos casos mermadas: ahora
Pozzo está ciego, y Lucky, mudo. Si bien el diálogo entre Vladimir y Estragón indica que
el encuentro tiene lugar en dos días consecutivos, numerosos indicios escénicos (el más
evidente es el árbol que en segundo acto ya ha echado hojas) hacen pensar que ha
pasado mucho más de veinticuatro horas entre los dos atardeceres en los que discurren
los dos actos. El diálogo de Vladimir y Estragón también se ve interrumpido, al final de
cada acto, por un mensajero de Godot que anuncia, al parecer una vez tras otra, que el
misterioso personaje no llegará esa noche, sino al día siguiente. Pronto se adivina que
Godot no llegará nunca, y que la vida de los dos vagabundos se limita a la inacción de
una espera sin esperanza. Es la misma que sienten los espectadores, desde el momento
en que adivinan que ellos también acechan un desenlace dramático que nunca habrá de
llegar, atrapados en una espera cuyo fundamento absurdo había descrito el espectador
de Eleutheria, en perfecto reflejo especular del público: “Si estoy aún aquí es porque hay
en esta historia algo que, literalmente, me paraliza y me llena de estupor.” (Beckett,
1996:132).
A la parquedad de la intriga se añaden la desnudez de la escena y el escaso
número de personajes que intervienen, un total de cinco, además de un sexto personaje
que, desde la oquedad de su ausencia consigue une permanente presencia, Godot. De
hecho, la constante alusión a Godot por parte de Vladimir en el estribillo machacón que
recuerda la situación en la que ambos personajes se encuentran (-“Allons-nous en, -On
ne peut pas, -Pourquoi?, -On attend Godot”) impide olvidarse de aquel -o aquello, no se
sabe--, que otorga excusa a la espera y constituye el débil fundamento anecdótico de la
obra: los dos personajes se autoatribuyen la obligación de esperar ago o alguien que
siempre quedará en la indefinición, pues no importa tanto el qué se espera como el hecho
mismo de esperar. De ahí que cualquier intento de atribuir una identidad precisa a Godot
esté abocado al fracaso. De hecho, ninguna posibilidad interpretativa basta por sí sola:
Godot no es únicamente identificable con Dios (según la interpretación metafísica que
parte de las resonancias fónicas del nombre propio God-ot, esto es, Dios en inglés, más
un sufijo propio del ámbito cómico: Charlot, etc); ni con la muerte (según una
interpretación nihilista o existencial); ni con la fortuna; ni con el bienestar material; ni con
un trabajo u ocupación encomendados por un patrón. Sencillamente, lo que importa es el
acto de permanecer a la espera en medio de un estancamiento existencial que, sin
embargo, no parece conducirles a la desesperación. Estando ahí, propiciando
espectáculo sobre un escenario que también puede ser meseta, o bandeja (recordemos la
ambigüedad polisémica del “Nous sommes servis sur un plateau” de Vladimir), la pareja
de vagabundos dan una lección de optimismo. Como indica Günter Anders en una
perspicaz lectura interpretativa de Godot, estos dos personajes, inmersos en una
situación sin salida y aparentemente sin sentido, nunca tiran la toalla, nunca se
desesperan ni dejan de perseverar; representan, por tanto, un impenitente optimismo.
Incluso los pensamientos de suicidio, que los vagabundos llegan a plantearse en un par
de ocasiones, parecen obedecer tan sólo a un mero juego ético-estético, mostrándose
convencidos de la existencia de un sentido que desconocen. De ahí la conclusión de
Anders, opuesta a las lecturas que se centran en el nihilismo y desesperación de la obra:
“Beckett ne représente pas le nihilisme, mais l’incapacité de l’homme d’être nihiliste même
dans une situation de complète perte d’espoir” (“Vivre sans le temps”, in Michèle Touret,
Lectures de Beckett, 1998:147).
En efecto, ambos personajes, incombustibles en una fe tan inquebrantable como
desprovista de contenido sólido, permanecen anclados en lo que la acotación inicial
describe como Camino en el campo, con árbol. Esta escueta indicación didascálica -que
permite situar la acción y que sugiere además la brevedad característica de la leyenda de
la obra plástica- no se ve completada o ampliada por el discurso de los personajes, que
tan sólo aluden a un lugar elevado rodeado por un foso. La indefinición locativa implica un
paisaje difuso, intercambiable, donde existe un camino que, paradójicamente, no conduce
a ninguna parte y que, por imperativo escénico, los personajes centrales no pueden
recorrer, condenados a la inmovilidad junto a un árbol seco que, sin embargo, parece
revivir de un acto a otro. Nada impide, por otra parte, que aparezcan otros personajes
desplazándose a lo largo del camino, como así ocurre para alivio de la soledad y
distracción del aburrimiento que sin duda merman el bienestar psicológico y emocional de
los vagabundos. Encuentro afortunado, Pozzo y Lucky llegan para ofrecer a Vladimir y
Estragón un espectáculo reparador.
La interminable espera de la pareja solitaria se ve también compensada por la
fuerza del diálogo fluctuante, que deja traslucir una relación de amor y de odio, las
pasiones y los rencores que marcan, a la larga o a la corta, toda relación humana. Beckett
lo representa magistralmente a través de las parejas que pueblan sus obras: desde
Mercier y Camier, cuya conversación interminable pero errar improductivo anticipan de
manera paradójica el futuro estatismo de Vladimir y Estragon, o de Hamm y Clov, o de
Nagg y Nell en Fin de partie. La pareja beckettiana representa, a través de una amistad
interesada o de un amor descarnado, las complejas y alternantes relaciones de poder que
rigen las relaciones humanas. Siguiendo el modelo hegeliano amo-esclavo, parece
siempre existir un dominador y un dominado, un amo y un criado, si bien en Beckett estas
relaciones pueden invertirse: son reversibles, como las situaciones en las que se hallan
sumidos.
En realidad, los miembros de la pareja beckettiana resultan opuestos y
complementarios a la vez. Pueden odiarse y amarse alternativamente, en una indefinición
psicológica y emocional, pero de lo que no cabe duda es de su necesidad mutua, pues
entre ambos se establece una curiosa simbiosis. Antagónicos en sus reacciones y visión
de las cosas, Vladimir y Estragon resultan asimismo complementarios, lo que genera,
bien es verdad que en contadas ocasiones, unos diálogos perfectamente acordados,
como si los respectivos discursos emanaran de una única voz desdoblada. Son éstas
raras ocasiones en que las breves réplicas se modulan y armonizan, constituyendo
auténticas tiradas poéticas (Beckett, 1952:87-88), que se alternan con episodios de
considerable hostilidad. En estos últimos casos, el diálogo, convertido en arma poderosa
de duelo verbal, contribuye a representar el desacuerdo, la distancia, la imposibilidad o el
fracaso de la comunicación. Más monólogos que se entrecruzan que verdadero
intercambio verbal, la fractura comunicativa se establece bien por la ambigüedad sémica
de las palabras, portadoras siempre de un doble sentido. En efecto, el diálogo instituye
siempre, al menos, un doble nivel de interpretación: un primer nivel anecdótico, aquel que
corresponde a la expresión directa de los interlocutores, que trata de los avatares
cotidianos e intrascendentes, en ocasiones desarrollados hasta el paroxismo, o de los
retazos de pasado que sus memorias son capaces de recuperar; un segundo nivel,
connotativo, en el que la alusión indirecta y el sobreentendido causan con frecuencia
equívocos nunca aclarados. Beckett explota hábilmente el sentido plurívoco de las
palabras, tergiversando además con maestría ciertas expresiones lexicalizadas y frases
hechas, bien variando ligeramente la fórmula, bien incluyéndolas en el marco de
inesperados contextos verbales que potencian su efecto cómico. Es un recurso explotado
con acierto por todos los autores del Nuevo Teatro, también llamado Teatro del Absurdo
(Cf tema correspondiente).
Se explica así que resulte casi imposible hallar un sentido unívoco, no sólo a los
diálogos beckettianos, sino al conjunto de la obra. Este es uno de los grandes escollos, al
tiempo que provocador reto, que detectaron rápidamente los espectadores de Godot,
tanto más cuanto que al pasar a ser representada, la obra disponía frecuentes
disonancias entre gesto y palabra. Uno de los ejemplos más evidentes lo constituyen los
excipit idénticos de los dos actos, en los que la intención explicitada de marcharse de los
personajes, se ve contradicha por su inmovilidad: (Beckett, 1952:75, 134)
ESTRAGON: Alors, on y va?
VLADIMIR: Allons-y.
Ils ne bougent pas.
Lo llamativo es que esta inmovilidad de una espera paralizadora, que se ven
obligados a rellenar con palabras y juegos irrisorios para acelerar el paso del tiempo,
para matarlo mejor, se convierte al fin y al cabo en un asidero existencial. La espera, por
un lado, les proporciona una razón para seguir estando ahí; por otro, les proporciona el
confort de la rutina, la seguridad de las acciones habituales que se convierten en actos
reflejos sobre los que el actante no se plantea dudas. Constituyen la seguridad de los
actos rutinarios; algo sobre lo que Beckett había reflexionado en su ensayo sobre Proust
y que pasaría a representar en múltiples obras. Así, por ejemplo, Ham y Clov en Fin de
partie aluden al efecto balsámico de la costumbre. A la pregunta de Clov: Pourquoi cette
comédie tous les jours?, Hamm responde de la misma manera que lo habría hecho
cualquier otro personaje beckettiano: La routine. On ne sait jamais (Beckett, FP: 49). En el
transcurso de un monólogo de corte calderoniano, en el que Vladimir expresa sus dudas
sobre si está durmiendo o despierto, se refiere a la cualidad tranquilizadora del hábito:
“On a le temps de vieillir. L’air est plein de nos cris (Il écoute) Mais l’habitude est une
grande sourdine” (Beckett, 1952:128), una cualidad tranquilizadora, al tiempo que útil para
enmascarar la ansiedad que el vacío y la desocupación generan en los personajes: “Ce
qui est certain, c’est que le temps est long, dans ces conditions, et nous pousse à le
meubler d’agissements qui, comment dire, qui peuvent paraître raisonnables, mais dont
nous avons pris l’habitude” (Beckett, 1952)
Para Vladimir y Estragon, los actos o palabras que se repiten de forma rutinaria
permiten amueblar una temporalidad vacía que amenaza con estancarse. Sin embargo, la
percepción que muestra Pozzo, uno de sus dos atrabiliarios visitantes, resulta muy
diferente. A la angustia por la aparente paralización de un tiempo que a aquellos les
mantenía imperturbablemente optimistas, aún en una situación infernal, Pozzo opone una
percepción desasosegada de la fugacidad de la vida. Para él, esclavo de un paso del
tiempo que sigue minuciosamente gracias a un reloj que termina por perder, la vida se
reabsorbe en velocidad de vértigo entre dos momentos capitales, los dos únicos que la
marcan de manera determinante: el nacimiento y la muerte. En su discurso hiperbólico,
estos dos instantes llegan casi a superponerse, en una sintética e impactante metáfora
de la vida: “Vous n’avez pas fini de m’empoisonner avec vos histories de temps? C’est
insensé! Quand! Quand! ...(...) Un jour nous sommes nés, un jour nous mourrons, le
même jour, le mêne instant, ça ne vous suffit pas? (Plus posément) Elles accouchent à
cheval sur une tombe, le jour brille un instant, puis c’est la nuit à nouveau”. (Beckett,
1952:126). A través del discurso de Pozzo, Beckett reduce a la nada la duración de una
existencia quimérica, algo que conseguirá representar en 1968 con mínimos recursos
escénicos y sin palabras en la especie de respiro dramático que constituyen los cuarenta
segundos de Breath (Souffle).
Pero no siempre el tiempo se contrae de forma vertiginosa, antes al contrario.
Obedeciendo a una doble pulsión de repliegue-estiramiento, o de tensión-distensión que
caracteriza la obra beckettiana, tanto en la forma cuanto en el contenido, muchos de sus
textos recrean una prolongación indefinida del instante, y con cierta fijación obsesiva, del
instante del fin. Así, el fin de partida se convierte en ese final de la partida que Hamm y
Clov mantienen con la conciencia de derrota inminente en Fin de partie (Minuit, 1957). En
este caso, un amo paralítico e invidente (Hamm) y un solícito al tiempo que cruel criado
cojo (Clov), se hallan encerrados, o refugiados, en una estancia desamueblada –clara
reminiscencia de las habitaciones de Molloy, o de Malone-, fuera de la cual parece no
haber nada ni nadie. Anclados ambos en un lugar claustrofóbico con doble ventana al
mundo, que esta vez describe con profusión la acotación inicial y en el que destacan dos
cubos de basura situados a la izquierda del proscenio, la pareja de amo y criado no
cuenta ya siquiera con la distracción-espectáculo que los grotescos Pozo y Lucky
proporcionaban a Vladimir y Estragon. En un único e interminable acto, tan sólo les
distraen de su ácido diálogo las voces que de vez en cuando emergen de los dos cubos
de basura, las de los ancianos y mutilados padres de Hamm, Nagg y Nell, que se pudren
en su interior.
Mucho mas amarga que En attendant Godot, mucho “peor e inhumana, aún más
difícil y elíptica que Godot” según palabras del propio autor (Ruby Cohn, “La fin enfin de
Fin de partie”, in Lectures de Beckett, 1998:128), Fin de partie (Endgame) ofrece el cruel
espectáculo de la indigencia física, moral y existencial de unos personajes que se
convierten en representantes de una humanidad en declive. De nuevo, una pareja; de
nuevo un criado y su señor, o también la relación figurada de un padre y un hijo mal
avenidos, entre los cuales se instaura una relación feroz. De nuevo, la dependencia
mutua entre dos entidades antagónicas, al tiempo que complementarias e indisolubles,
que se odian tanto como se necesitan. A este respecto, el diálogo no admite dudas: Clov
responde impertérrito un “Y viceversa” a un Hamm que pretende intimidarle con su “Lejos
estarías muerto” Beckett, 1997:70)
De hecho, Hamm, que durante toda la obra ha llevado la voz cantante y opresora
del amo, reacciona espantado ante la amenaza de Clov de marcharse para siempre;
desde ese momento, desde la inesperada manifestación de Hamm de su debilidad y
vulnerabilidad, no sólo física por sus múltiples discapacidades, sino también afectiva y
emocional, será el criado Clov, afectado de una cojera ya familiar en los personajes de
Beckett (recordemos las dificultades de Molloy, Moran, etc), el que tome la iniciativa del
juego o partida que se desarrolla sobre la escena; pero eso ocurre casi al término de la
jornada en la que Hamm, harto ya de jugar, o de representar (no debe perderse el doble
significado en francés de jouer) reclama el fin definitivo, el jaque mate final de una partida
que, desde el principio, estaba a punto de acabarse y de antemano decidida. Es lo que ya
indica, paradójicamente, la primera frase que se pronuncia en la obra abriendo así el
único acto en su único día, a cargo de Clov: “Acabó, se acabó, acabará, quizás acabe”
(Beckett, 1997:11), que retoma en eco aquel derrotismo inicial de Estragon en En
attendant Godot : “No hay nada que hacer”, ratificado momentáneamente por Vladimir:
“Empiezo a creerlo” (Beckett, 2003:11). Poco más, o nada, ocurre en la hora o dos, que
duran las representaciones, en las que la Palabra cobra todo su relieve, alternándose con
los silencios de unas pausas que puntean el ritmo dramático de forma muy calculada.
Como se sabe por los apuntes escénicos conservados y los testimonios de los directores
amigos de Beckett, éste termina por desarrollar una verdadera obsesión por el tiempo,
llegando incluso a cronometrar los silencios de los actores.
En ambas obras, el Tiempo se erige en eje rector en esa duración indefinida que
vienen a escandir unas afirmaciones repetidas hasta la saciedad, a modo de estribillos o
cantinelas. En este sentido, la redundancia adquiere un enorme peso simbólico en las
obras, en las que nada resulta gratuito. El propio Beckett así se lo indicaba a los actores
del Schiller Theater, según cuenta James Knolwson en su contribución a la edición
colectiva de Michèle Touret (1998:75): “en Fin de Partie nada ocurre por accidente; todo
se construye sobre analogías y repeticiones” (in Touret, 1998:75). Réplicas, frases
enteras, preguntas o sintagmas anafóricos se repiten a veces hasta la saciedad incidiendo
en el significado final de la obra, en intensificación expresiva o en paradoja.
Por otra parte, al igual que ocurría en Godot, Fin de partie integra sutilmente el
juego del teatro en el teatro. Los personajes dejan traslucir su conciencia de estar
representando un papel impuesto, que no es el suyo, que han de ensayar, perfeccionar e,
incluso, improvisar. Esto era muy frecuente en Godot, tal y como lo puso muy
tempranamente de manifiesto el estudio de Robbe-Grillet en Pour un nouveau roman
(1963) y persiste en Fin de partie. De ahí la observación de Hamm: “¡Un aparte! ¡Imbécil!
¿Es la primera vez que oyes un aparte? (Pausa) Ensayo mi primer soliloquio.” (Beckett,
1997:77), en eco clarísimo de las hilarantes intervenciones de Pozzo en la obra anterior.
En realidad, Beckett rompe continuamente el pacto teatral de ficción entre actor y público.
En su teatro, los personajes nunca pierden conciencia, y así lo explicitan, de estar
representando un papel ajeno para unos espectadores a los que en ocasiones llegan a
referirse, a describir, o incluso a interpelar, rompiendo de manera sistemática la llamada
“cuarta pared”. Pozzo, al igual que Hamm, contaba con espectadores en el interior de la
ficción dramática, mientras que Winnie en Happy days (1960-61) o Krapp en Krapp’s last
tape (La dernière bande, 1958-59) se lanzan a largos monólogos solitarios en los que
desarrollan fragmentariamente sensaciones, sentimientos, recuerdos y fantasías.
Happy days se publica en Nueva York en 1961, para estrenarse al poco tiempo en
el Cherry Lane Theatre. La versión francesa, Oh, les beaux jours, realizada por el propio
Beckett se publica en 1962, y se estrena al año siguiente en el parisino Odéon con la que
se habría de convertir en su actriz-fetiche, Madeleine Renaud. Esta sabría encarnar a la
perfección el espíritu de esa soledad más desabrida, ávida de escucha y empatía, que sin
lugar a dudas Beckett había querido reflejar en su obra a través de su personaje Winnie.
Winnie aparece en el primer acto enterrada hasta la cintura en un montículo de
tierra rodeado de hierba seca, en el que se habrá hundido aún más, hasta el cuello, en el
segundo acto. Símbolo sutil del paso del tiempo, este hundimiento se complementa con el
montículo en sí, metáfora escénica que, como apunta Mª Antonia Rodríguez Gago en su
introducción a la edición bilingüe inglés-castellano (Cátedra, 1989), recupera la imagen
del “montón de los granos de mijo” que el filósofo griego Zenón de Elea utilizaba en una
de sus paradojas más conocidas acerca de la temporalidad, y al que Beckett se había
referido ya por boca del Clov de Fin de partida: “Acabó, se acabó, acabará, quizás acabe.
(Pausa). Los granos se juntan a los granos, uno a uno, y un día, de repente, forman un
montón, un montoncito, el imposible montón.” (Beckett, Fin de partida, Tusquets,
1997:11). Sumergida en ese montón de tierra de claras connotaciones temporales, Winnie
se lanza a un interminable monólogo -constantemente interrumpido por sus propios
gestos o por pensamientos que le cruzan la mente sin llegar nunca a explicitarse- donde
tienen cabida recuerdos fragmentarios de tiempos mejores, múltiples citas literarias (con
Milton y su Paraíso perdido a la cabeza) a veces tergiversadas por una memoria en
quiebra, y proyectos de futuro concebidos con optimismo salvífico.
La dolorosa situación existencial de Winnie, prácticamente “devorada por la tierra”
(en expresión del propio Beckett), contrasta de lleno con el tono de las palabras que
pronuncia, desenfadado y feliz. Winnie expresa una y otra vez lo contenta que se siente
de estar como está, junto a un marido que dormita no lejos del montículo en la que ella se
encuentra semienterrada. Willie, el interlocutor mudo pero gesticulante que Winnie toma
como punto de referencia, se convierte en la garantía de la existencia de ésta, en tanto
que testigo de sus necesariamente gloriosos tiempos pasados, espejo de su progresiva
decrepitud física y mental, espectador pasivo de la función que Ha de representar día tras
día, mirada que le asegura el ser. De ahí el temor a la soledad absoluta que expresa
Winnie, temor muy común a todos los personajes beckettianos: “...Si tu te murieras –le
dice Winnie a Willie-, o te fueras y me abandonaras, entonces, qué haría yo, que podría
hacer yo durante todo el día, es decir, entre el timbre de la mañana y el de la
noche?..”(Beckett, 1989:157)
El texto de Winnie se halla plagado de acotaciones extensas y de indicaciones de
pausas que facilitan la elocución, al tiempo que ritman los períodos de tensión y
distensión, articulando las mínimas secuencias de una acción verbal que desencadenan
los timbrazos provenientes de fuera de la escena. Ello genera una especie de “ilusión de
acción” que rápidamente se desvanece si pretendemos hacer un inventario de peripecias
o de aventuras propiamente dichas. Estas, al igual que ocurría en Esperando a Godot, se
reducen al mínimo para casi volverse inexistentes en obras posteriores, donde, además,
el movimiento escénico de los personajes se ve ya completamente anulado. Ni siquiera
cabrán la febril y compulsiva inquietud estática de Winnie, entregada a sus giros y
torsiones, a sus mecánicos inventarios de objetos, a sus rutinarios hábitos higiénicos.

3.4.3. Decir lo máximo con lo mínimo. Minimalismo dramático y verbal.

Los días felices es una de las últimas obras de larga duración que Beckett escribe
por los años sesenta. El aparente agotamiento de la voz, con el consiguiente
desmoronamiento de su discurso, unidos a la voluntad de probar otras vías dramáticas le
lleva a producir una serie de obras de breve duración, nula acción y palabra
descompuesta, cuando no mínima o ausente, que sin duda responden a su inagotable
afán experimentador. En la media hora que dura la representación, Play (Comédie) ofrece
admirablemente comprimidos las reacciones y sentimientos de tres personajes -un
hombre y dos mujeres- embarcados en una relación triangular, cuyas miserias y zozobras
probablemente Beckett conociera bien (Knolwson, 1999:611). Los tres personajes
aparecen en escena dentro de unas urnas funerarias de las que sólo emergen sus rostros
hieráticos, con la mirada permanentemente clavada en el público. La luz de un potente
foco indica que pueden, o deben, hablar, como si se tratase de un interrogatorio policial
(un escenario que Beckett retomaría en Catastrophe), para contar a retazos, naturalmente
cada uno desde su punto de vista, una historia de adulterio que los implica a los tres. No
existe intercambio verbal, sino un mero cruce de monólogos, ya que cada personaje
comienza y termina a hablar según la acción del proyector, reanudando una narración
ciertamente banal y estereotipada en el punto donde la dejó. Sin palabras, la luz del foco
rige desde fuera de la escena la dinámica del discurso, según un ritmo muy equilibrado,
al tiempo que sirve para conceder entidad real a las voces: éstas se callan en cuanto no
las enfocan y por tanto desaparecen del campo visual del espectador. No hay que perder
de vista que un recurso exterior similar ya lo había empleado Beckett en Acte sans
paroles I (Acto sin palabras I) ya que los personajes-mimos recibían el impulso del
movimiento desde bastidores, como activados por una máquina, y en Happy days, donde
el timbre despertaba a Winnie activando su discurso verborreico.
Los excesos reduccionistas y experimentales de Play (Comedia), a la que le
siguen Comme and go (Ir y venir), que no pasa del cuarto de hora, o de Breath, broma
concebida para la revista musical Oh Calcuta y de la que ya hemos hablado, le conducen
a callejones sin salida. Para todos ellos, sin embargo, Beckett siempre encuentra nuevas
soluciones.
Por un lado, Beckett había comenzado a trabajar desde principio de los años
sesenta con los medios audiovisuales, primero radio y televisión, luego incluso cine. Esta
experimentación por diferentes terrenos artísticos le permitía trabajar componentes de la
representación teatral por separado: los múltiples recursos de la voz, el ruido y la música
(Words and Music, 1962, Cascando, 1963); los juegos de la luz, los diversos registros del
gesto y la mirada, las diferentes tomas que permite la cámara: todo ello investigado al
detalle en Film (1964) su única película, y en la televisiva Eh Joe (1966).
Por otro, con una obra dramática magnífica que, de alguna manera, recogía la
voz de sus narraciones centrales y desarrollaba el expresionismo escénico que le
inspiraron cuadros sobreimpresionados en su memoria artística, como La decapitación de
San Juan Bautista de Caravaggio o El grito de Munch. El estreno de Not I (Pas moi, No
Yo) en 1972 causa gran impacto en el público neoyorquino: una boca (la de Jessica
Tandy, que borda el difícil papel) directamente enfocada por potentes focos, situada en un
plano elevado en medio de un escenario a oscuras, se mueve ininterrumpidamente
dejando fluir de su interior un chorro inagotable de palabras -“sin parar un minuto... boca
ardiendo.. torrente de palabras” indicará el propio texto (Beckett, 1973:11-), mientras la
observa desde la penumbra del otro lado del escenario un personaje ataviado con larga
túnica, tan silencioso como gesticulante.
Not I (Pas moi), a la que le siguen con gran éxito That time (1976) y Footfalls (Pas,
1976), inicia definitivamente una nueva etapa en su producción dramática, en la que
indagaría en las múltiples posibilidades expresivas de imagen, voz, luz, música y sonido.
Todos estos elementos teatrales, juntos o por separado, cobran vida intensa en una
escena con frecuencia semivacía y en penumbra. Podría decirse que el escritor se
empeña una y otra vez en realizar ese ideal que un crítico inspirado había descrito con
ocasión del estreno de Not I: el de “destilar su visión de la esencia humana en una gota
pura de arte dramático”. A este empeño obedecen las obras dramáticas de los ochenta,
construidas a partir imágenes visuales y verbales de gran intensidad emocional y
expresiva, en dosificación perfecta de palabra y silencio, luz y oscuridad. Así, la deriva
que se establece entre el monólogo rememorativo pronunciado por el anciano solitario e
inmóvil de A piece of Monologue (Solo, 1980) y el discurso de su propia voz grabada que
escucha la anciana de Rockaby (Berceuse, Nana, 1981), instalada en una mecedora
similar a la que albergaba muchos años antes el cuerpo de Murphy, obedece a una
constante poética que, si bien presente en todas sus obras, se intensifica en los textos
dramáticos escritos en los años ochenta.
No hay que perder de vista que las dos últimas obras dramáticas de Beckett
marcan un giro temático hacia el compromiso ideológico explícito, desarrollando un tema
muy presente en las primeras obras –Godot, Fin de partie-, pero latente en las siguientes:
las relaciones de poder opresivo y tiránico que, si bien responden tristemente a la realidad
de la vida cotidiana, en esta ocasión se instituyen por motivos políticos. Catastrophe
(1982) y What where (1983) entonan, con más claridad que en otras ocasiones, una
denuncia política y social sobre la práctica sistemática de la tortura. De alguna manera, se
explicita la implicación ideológica de Beckett, considerado hasta entonces como ejemplo
de autor no comprometido sino con su propia obra.
Desde el punto de vista formal, ambas obras continúan el proceso de estilización y
simplificación, iniciada tiempo atrás, que explota el vaciamiento de la escena, el impacto
de la imagen, los juegos de claroscuro, la alternancia de palabras y silencios, y un
movimiento escénico de los siempre escasos personajes que responde a una disposición
muy elaborada, a un ritmo muy preciso y medido, propio de la composición musical.
Propio, pues, de la partitura escénica en la que deben reinar, según se desprende de los
numerosos cuadernos de notas que Beckett dejó sobre su trabajo como director escénico
de sus propias obras (Knolwson, 1985), la sencillez, la simetría y la armonía.

SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA
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