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Capítulo 2

El inicio del crecimiento económico


moderno

El crecimiento preindustrial fue muy limitado debido a la recurrencia de crisis cíclicas, provocadas
por el equilibrio inestable entre población y recursos. La familia era la unidad productiva principal,
la agricultura extensiva la actividad fundamental y no existían mercados articulados de factores
y productos. El régimen señorial reguló las relaciones socioeconómicas en la transición de la era
preindustrial a la Edad contemporánea en el Occidente europeo. El crecimiento de la producción
agrícola en los siglos XII y XIII relajó las exigencias señoriales y contribuyó a fomentar la actividad
comercial en las ciudades. El capital preindustrial, surgido en el mundo rural, se desplazó progresi-
vamente hacia los centros urbanos de los nacientes estados-nación.
A partir del siglo XVI, las monarquías del Occidente europeo protagonizarán la primera gran ex-
pansión de los mercados, fundando vastos imperios coloniales. Holandeses, franceses y británicos
desarrollaron una economía basada en la importación de materias primas, en la manufactura para la
exportación y, más adelante, en satisfacer la creciente demanda de consumo interior. El desgaste del
régimen señorial fue un estímulo necesario para intensificar las prácticas de cultivo y reorganizar la
propiedad. La Revolución agraria rompería definitivamente el esquema demográfico y económico del
feudalismo y sentaría las bases para el crecimiento económico moderno iniciado en Gran Bretaña.

Alta Edad Media Baja Edad Media Edad Moderna Edad


[476-h.1000] [hasta 1453] [1453-1789] Contemporánea

476 800 1346-1353 1453 1492 1535 1600 1733 1776 1783 1789 1798 1815

Segundo Treatise
Derrumbe La Peste Negra Ley de la Población, de
on Husbandry
del Imperio Inicio de la Thomas R. Malthus
de Jethro Tull; Independencia
romano de Revolución
Caída de agronomía de los Estados
Occidente de los
Carlomagno Constantinopla. moderna Unidos de
Precios América
emperador Fin de la Guerra
del Sacro de los Cien Años.
Imperio La imprenta
Fundación
romano-
de la The Wealth of Revolución Francesa
germánico
Compañía Nations, de
Británica Adam Smith.
Cristóbal Colón de Indias Revolución Teoría de la renta
llega a América Orientales americana diferencial, de David
Ricardo

Pablo Cervera Ferri


50 Los tiempos cambian. Historia de la Economía

2.1. LA FORMACIÓN DEL MERCADO DE TIERRA

2.1.1. El feudalismo: definición y límites de un concepto controvertido

El feudalismo es un término de difícil definición, sometido a una intensa revisión historiográfica.


En general, se utiliza para referir tanto a una época —que abarcaría desde la caída de Roma hasta la
segunda mitad del siglo XV— como a una categoría de la evolución socioeconómica y política, cuya
progresiva disolución permitió la superación de la era preindustrial y el surgimiento de pautas mo-
dernas de crecimiento económico. Este término fue acuñado durante la Ilustración, como abstracción
de la fragmentación del poder imperial de Roma y del consiguiente traslado a manos privadas de las
funciones de gobierno, jurídicas y legislativas, en un nuevo marco institucional y jerárquico. A grandes
rasgos, feudalismo y medievo eran tomados como sinónimos.
En la primera mitad del siglo XIX, autores clásicos como David Ricardo o Thomas R. Malthus
revistieron al feudalismo de un significado económico, al identificarlo con un régimen de prestaciones
y de explotación agraria todavía ajeno a los avances agronómicos y al derecho de propiedad en su
acepción liberal. Desde 1867, fecha de publicación del libro I de El Capital, el marxismo retrató el feu-
dalismo como un modo de producción en la transición de la economía esclavista al capitalismo. Esta
redefinición, cómoda desde una perspectiva dialéctica de la historia económica, planteaba no obstante
muchos problemas. Las dimensiones temporal y espacial del feudalismo quedaban desdibujadas. Desde
este enfoque, el feudalismo abarcaría desde el siglo III hasta el XIX y sería reconocible en ámbitos tan
diversos como el Japón o el mundo islámico. El posterior enfoque sociológico, aunque ajeno a la esfera
marxista, agravó tales problemas al emplazar la nueva mentalidad burguesa como contrapunto entre el
feudalismo y la era del capital. Las asociaciones marxiana y sociológica del orgen del Capitalistmo al
fin del Feudalismo no han resistido bien el paso del tiempo. La definición institucionalista del régimen
feudal es objeto hoy, con matices, de un mayor consenso entre los historiadores. Entiende como tal el
conjunto de instituciones que respaldaban compromisos contractuales entre hombres libres —vasallos
y señores—. Los vasallos realizaban prestaciones para sus señores (de auxilio y consejo, según el de-
recho romano) tras un acto de homenaje y asumían una posición jerárquica subordinada a cambio de
un “beneficio” (o feudo), consistente en el derecho a poseer y transmitir tierras e inmuebles, así como a
ejercer privadamente funciones de naturaleza pública relativas al gobierno territorial: legislar, impartir
justicia, imponer tributos, reclutar, acuñar moneda… Las “relaciones feudovasalláticas” se desarro-
llaron en un ámbito espacial y temporal muy concreto y se establecían entre miembros de la nobleza,
frecuentemente como garantía de mutua protección, con carácter vitalicio y hereditario. Surgieron en la
Francia carolingia en el siglo X, difundiéndose en los territorios de ocupación normanda, en el ámbito
germánico, en el norte de Italia y en la Marca hispánica (Cataluña). Tales relaciones se reforzaron hasta
el siglo XIII en cuerpos legales y fueron después trasladadas a otros territorios como el castellano, el
portugués o el británico, hasta difuminarse en el proceso recentralizador que daría lugar a los primeros
estados-nación europeos en el siglo XV. No se dieron sin embargo, por citar algunos ejemplos, en el
ámbito político bizantino, en los sultanatos selyúcidas o en el Islam bajomedieval.
Las relaciones feudovasalláticas son de naturaleza política; no sucede así con las “relaciones se-
ñoriales”, que corresponden a la esfera socioeconómica. El señorío rural establece las prestaciones
mutuas entre señores (que son, a su vez, vasallos de otros señores) y campesinos, y será objeto de un
análisis detallado en adelante. Su pervivencia como institución sobrevivió de largo al régimen feu-
dovasallático, extendiéndose en algunos casos hasta bien entrado el siglo XIX. En las páginas que
siguen, entenderemos como “régimen feudal señorial” la coexistencia de las instituciones vasalláticas,
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que establecían transversalmente los lazos políticos entre las clases privilegiadas, con las instituciones
económicas propias del señorío, que reglamentaban verticalmente las relaciones económicas y jurídicas
entre tales estamentos privilegiados y el campesinado. Dicho régimen se gestó con exclusividad en el
ámbito geográfico y cultural romanizado, se afianzó entre los siglos X y XV, en la Baja Edad Media, y
debe interpretarse como una evolución de las instituciones prexistentes en respuesta a la desintegración
del Imperio y a la crisis de la Alta Edad Media.

2.1.2. La herencia romana: del colonato al señorío

El feudalismo ha quedado asociado al desmoronamiento paulatino del Imperio romano. La tran-


sición del Alto al Bajo Imperio, en el siglo III, supuso un punto de inflexión en la historia económica
del Occidente europeo con las primeras migraciones bárbaras. Hasta entonces, la economía imperial
romana se había fundamentado en la imposición militar de un régimen tributario en un creciente te-
rritorio conquistado. El control férreo de las rutas comerciales mediterráneas aseguraba el suministro
alimentario de la capital —que monopolizaba la vida política y administrativa— y de su puerto en Os-
tia, donde se concentraba la actividad artesanal y mercantil. Las tierras anexionadas se transformaban
en provincias dependientes de Roma y se repartían en latifundios, grandes extensiones explotadas en
un régimen abierto de esclavitud propio de la antigüedad. La institución del colonato, que se remonta
al siglo II antes de la Era Común, consistía originalmente en asentar a veteranos de guerra (assidui) en
aquellas nuevas provincias, encomendándoles el cultivo, la obtención de recursos y la construcción de
infraestructuras que comunicasen con la metrópoli.
Con las primeras oleadas invasoras, la expropiación de tierras limítrofes y el sometimiento de sus
pobladores dejaron de ser viables. Los trabajadores libres sustituyeron a los esclavos, más caros por
escasos, en las tareas del campo. La esclavitud seguía practicándose en el ámbito doméstico, pero no era
rentable mantenerla a gran escala. La manumisión —es decir, la concesión de libertad en recompensa
por servicios prestados— fue un acto jurídico muy común en las provincias periféricas romanas a partir
del siglo IV. La desaparición progresiva del sistema productivo esclavista resulta esencial para compren-
der los nuevos vínculos que surgirán entre el patrón y el trabajador, libre pero dependiente. Por otra
parte, el flujo de refugiados aumentó la presión demográfica en las ciudades de la más segura península
itálica, presionando al alza el precio de los alimentos y empeorando la distribución de la renta: los tra-
bajadores libres eran también pobres y, por tanto, susceptibles de renunciar a sus derechos a cambio de
un sustento más seguro. Las revueltas de trabajadores urbanos eran cada vez más frecuentes. Sólo las
reformas de Diocleciano (285 EC) aportaron provisionalmente cierta estabilidad, promulgando edictos
para controlar la inflación y descentralizando la administración.
Su sucesor Constantino trasladó la capitalidad a Constantinopla en 330 y reformó el colonato, que
se convertirá desde entonces en la forma de tenencia de la tierra típica de la transición del esclavismo
al régimen feudal señorial. Los territorios periféricos seguían despoblados. Cultivados todavía como
latifundios, se dividirían desde el siglo IV en dos partes: la que explotaba el terrateniente directamente
(la reserva) y la que cedía a campesinos libres a cambio de una renta (los mansos o tenencias). El colono
(servus) era un trabajador libre o emancipado, ya no necesariamente un militar. Recibía el “dominio
útil” de una parcela del terrateniente y el deber de transmitirlo por herencia a cambio de un canon
de renta prestablecido. El dominio útil autorizaba a cultivarla y a apropiarse de la parte excedente de
dicha renta. El “dominio directo” de la parcela, que permitía enajenarla a terceros y percibir la renta,
quedaba sin embargo en manos de una familia patricia que, por lo general, residía en la ciudad.
52 Los tiempos cambian. Historia de la Economía

El emperador Teodosio certificó la escisión de los imperios de Oriente y Occidente. Los años com-
prendidos entre la caída de Roma a manos de Odoacro en 476 y su conversión en un reino ostrogodo
en 493 marcan el inicio de la Alta Edad Media. Al desmoronarse el aparato administrativo y militar
del Imperio romano de Occidente, su espacio político y económico se desmembró en una multitud de
reinos sin una autoridad y una administración centrales. Los inmigrantes germánicos, de procedencias
y tradiciones diversas, aportaron la costumbre del reparto de las tierras conquistadas. Sus líderes se
adjudicaban dos tercios de su superficie y dejaban el resto en régimen feudovasallático a los romanos,
de quienes asumirán paulatinamente su avanzada legislación y su cultura. El señorío tardará algo más
en implantarse.
El declive económico fue general a lo largo del siglo VI y la población europea alcanzó su mínimo en
el siglo VIII, en contraste con el aislamiento del estado tributario bizantino, con el despegue del vecino
Islam (632), que se extendía rápidamente por la costa mediterránea meridional y se convertiría en el
eje mundial del comercio, o con el florecimiento en la remota China de la dinastía Tang desde 618. La
Europa continental sufrirá una segunda oleada de invasiones de sarracenos, vikingos y magiares entre
los siglos VIII y XI. La lenta recuperación demográfica y económica europea tras la peste de 693 hasta
1250-1280 responde, fundamentalmente, a la disponibilidad de extensas regiones cultivables despobla-
das. El sistema económico-político feudal señorial surge, en la forma que definíamos anteriormente, en
el reino franco carolingio en el año 800. La alianza de Carlomagno con el Papado resultó decisiva en
este sentido, con la configuración del Sacro Imperio Romano Germánico y el solapamiento en la con-
flictiva atribución de propiedades, derechos y jurisdicciones entre “la cruz y la espada”.

2.1.3. Características preindustriales de las economías feudales

Las economías feudales comparten rasgos comunes con las preindustriales, descritas en el Capítulo
1. Entendemos por “economías feudales”, en sentido estricto, aquellas desarrolladas entre los siglos IX
y XV en el ámbito del Sacro Imperio a partir del modelo carolingio. Su marco institucional (las rela-
ciones feudovasalláticas y señoriales) es lo que las diferencia tanto de las economías preindustriales de
la antigüedad clásica como de otras economías coetáneas, herederas de modelos de estados tributarios
como el romano, en el caso bizantino, el persa, el mogol o el chino.
Las economías feudales conservan la base orgánica de las demás sociedades preindustriales. Las
prácticas de cultivo, extensivas, conllevan la persistencia de rendimientos decrecientes de los factores en
la producción. Cultivar extensivamente significa aplicar más tierra, trabajo y capital —no mejor— para
producir más alimentos. Según la “ley de los rendimientos decrecientes”, en ausencia de cambios téc-
nicos significativos, la adición de unidades idénticas de trabajo y capital al proceso productivo genera
incrementos menos que proporcionales en el volumen total de la producción. La demanda de alimentos
crece más deprisa que su oferta; presiona sus precios al alza y reduce los salarios reales —la capacidad
de compra de los salarios nominales— al nivel de subsistencia. De este modo, las prácticas agrícolas
extensivas conducen hacia un “techo maltusiano” al crecimiento económico y demográfico, tal como
se ha explicado en el Capítulo 1.
En el límite, la naturaleza impone sus frenos: el hambre, las epidemias y la guerra por la apropia-
ción del excedente desencadenan una fase de despoblación. Estos frenos, denominados “positivos”
en el lenguaje maltusiano, responden a razones estrictamente biológicas e implican el aumento de las
tasas de mortalidad adulta e infantil. El ciclo se reinicia tras la caída de la demanda de alimentos, con
el consiguiente abandono de las tierras menos productivas, el aumento del producto medio agrícola y
El inicio del crecimiento económico moderno 53

el abaratamiento de las subsistencias. La recuperación de los salarios reales se traduce en la ampliación


del tamaño familiar, reanudando el ciclo.
Desde una perspectiva del muy largo plazo, el crecimiento económico y demográfico registrado en
la Europa feudal responde a estas características maltusianas. A finales del siglo XIII, la mayor parte de
las tierras que compusieron el territorio romanizado habían vuelto a colonizarse y a roturarse, aunque
la estructura de la propiedad era ahora muy distinta, condicionada por las nuevas instituciones vasa-
lláticas y señoriales. El denominado Drang nach Osten (la emigración colonizadora planificada hacia
el este europeo) alcanzó su punto culminante hacia 1300, con el poblamiento de las riberas del Elba y
el Oder. Al estancamiento por agotamiento del modelo agrícola extensivo se sumó el límite físico a la
expansión por las invasiones mongoles (1206-1294 d.C.). Por su parte, la tecnología naval de la época
era todavía insuficiente para ofrecer una salida hacia el oeste.
Europa occidental se sumió en una grave crisis económica y poblacional desde el inicio del siglo
XIV, con las pésimas cosechas de 1315 en el norte del continente y la crisis agraria generalizada de
1320. A la desmedida explotación del suelo siguieron epidemias, hambrunas y guerras territoriales
desde la década de 1330 hasta medados del siglo XV. Una vez alcanzado el “techo maltusiano”, los
frenos positivos (véase más abajo Influencia de los rendimientos decrecientes…) entran en acción. Las
carencias alimentarias, la escasa diversidad alimenticia y las pobres condiciones higiénicas facilitaban
la propagación de las enfermedades. La Peste Negra, endémica en la marmota de la estepa siberiana,
se contagió a través de las pulgas por el inmenso territorio mongol hasta el puesto comercial genovés
de Crimea en 1346. Sus estragos causarán una recesión generalizada, entre 1348 y 1353, cobrándose
las vidas de un tercio de la población europea. Está documentada, para el caso italiano, su reaparición
periódica en 1360-1363, 1371-1374, 1381-1384, 1388-1390 y 1398-1400. La recesión demográfica
se reforzó con recurrentes crisis de subsistencia hasta aproximadamente 1380, cuando los síntomas
de recuperación indicaban tímidamente la inversión del ciclo. Pese a todo, la peste bubónica no será
erradicada de Europa hasta finales del siglo XVII: entre 1347 y 1534 se han identificado hasta diecisiete
pandemias de esta enfermedad.
Los frenos preventivos, que adecúan los usos sociales al contexto económico, suelen manifestarse
con cierto retraso con relación a los positivos. Frente al saldo vegetativo claramente positivo registrado
en Europa occidental hasta el XIII, con crecientes tasas de natalidad y unas tasas de mortalidad relati-
vamente elevadas pero estables, el siglo XIV estuvo marcado por la reducción del número de nacimien-
tos y el aumento de la edad de matrimonio (unos dos años en promedio).
El gráfico 2.1 ayudará a comprender el ciclo población-subsistencias en el largo plazo. Muestra,
para el caso concreto de Inglaterra (1200-1650), la relación inversa entre los salarios agrícolas y la
población. El fuerte impulso demográfico durante el siglo XIII, acorde con la tendencia general en la
Europa feudal, contrasta con unos salarios agrícolas que descienden hasta su nivel mínimo, cercano a
la subsistencia. El exceso de demanda de alimentos y la inelasticidad de su oferta se tradujeron en un
aumento del precio del grano y en la pérdida de poder adquisitivo de las familias campesinas. El “techo
maltusiano” parece alcanzarse en torno a 1300-1330, cercano a los 5 millones de habitantes. Entre
1350 y 1450, la despoblación asociada a la Peste Negra y a la larga Guerra de los Cien Años contra
Francia (1337-1453) provocó la caída de la demanda de alimentos. Este efecto se vio reforzado con el
abandono de las roturaciones de las tierras menos fértiles, con el consiguiente aumento del producto
medio por hectárea cultivada, presionando los precios a la baja y revaluando el trabajo asalariado en
el campo. Los salarios reales alcanzan su máximo en torno a 1450, coincidiendo con el mínimo pobla-
cional.
54 Los tiempos cambian. Historia de la Economía

Gráfico 2.1
Salarios agrícolas y Población en Inglaterra 1200-1650

Fuentes: (población) Broadberry et al. (2010), British Economic Growth 1270-1870, working paper (Table 18.A) (Salarios agrí-
colas) Clark, G. C. (2007), “The long march of history: Farm wages, population, and economic growth, England 1209-1869”,
Economic History Review, 60, pp. 97-135. Nota: Los salarios agrícolas han sido transformados en kilogramos de trigo. La línea
continua muestra la media móvil suavizada exponencialmente.

En la sociedad feudal, de base agrícola de subsistencia, la familia —y no la empresa— es la unidad


elemental de producción, de reproducción y de consumo. La actividad económica se reduce en esencia
a asegurar el sustento familiar. Se ha estimado que, todavía entre 1500 y 1800, la mayor parte de las
familias campesinas apenas producían en promedio un 20% más de lo necesario para su subsistencia, el
mantenimiento del ganado y la reposición de las simientes; el porcentaje fue sin duda menor durante la
Edad Media. Todos los miembros participan en las tareas del campo y, en ocasiones, en la elaboración
de productos manufacturados, fundamentalmente para el vestido y el autoconsumo. También, en pro-
porción variable pero siempre escasa en una primera etapa, para el intercambio en lo que se denomina
la protoindustria.
La familia amplía sus recursos empleando en el hogar a mujeres y niños para elaborar bienes de uso
diario, con fácil colocación en los mercados cercanos. Transforma materias primas disponibles en la
naturaleza, tales como el cáñamo, el esparto, el mimbre, el lino o los tintes (barrilla, añil, granza). Esta
protoindustria es intensiva en mano de obra no cualificada. Es todavía primitiva, en comparación con
la de la Edad Moderna y de los inicios de la mecanización: la transformación textil del algodón o la
sedería, de técnicas e instrumental más complejos, requerirán un mayor volumen de capital fijo, la acce-
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sibilidad del crédito y la articulación de vías de comunicación entre el campo y la ciudad. La “industria
rural” no era una actividad empresarial lucrativa sino, sencillamente, una opción para complementar
los ingresos mínimos con los que subsistir.
El autoconsumo de bienes formaba una parte nada desdeñable del producto familiar y quedaba al
margen de la creación de un excedente. Esto supone un serio problema a la hora de evaluar la produc-
ción real, lo que actualmente denominaríamos el PIB, de aquellas sociedades. Al carecer de precios de
mercado, estos bienes no pueden ser contabilizados. Con lo cual, el autoconsumo distorsiona cualquier
evaluación del crecimiento económico preindustrial.
Por su parte, el mercado está localizado físicamente y mueve un creciente aunque todavía escaso
volumen de intercambios. Pero no existe todavía como institución. Esto es debido a que los costes de
producción no podían establecerse según las “condiciones de mercado” tal y como hoy las entendemos.
La asignación de los factores no respondía al criterio de eficiencia y la distribución de sus remuneracio-
nes tampoco estaba proporcionada a la participación de cada factor en los procesos productivos ni a
sus respectivas productividades. La imposibilidad para determinar rentas, intereses y salarios a través
de la oferta y la demanda de los factores impide valorar los costes y, por tanto, no hace viable la de-
terminación de los precios y los márgenes de beneficio de la producción desde la perspectiva de lo que
venimos denominando el crecimiento económico moderno propio del capitalismo.
La ineficiencia en los mercados de factores —tierra, capital y trabajo— es inherente al entramado
institucional feudal. La tierra no podía venderse libremente. Su oferta estaba limitada por el derecho
sucesorio, por las necesidades comunes del municipio, por su cesión a instituciones religiosas, por las
concesiones históricas a las asociaciones ganaderas y por las regalías y privilegios de amortización. La
concentración de la propiedad territorial y la vinculación de su transmisión eran ajenas al mercado.

INFLUENCIA DE LOS RENDIMIENTOS DECRECIENTES EN LA DISTRIBUCIÓN


DEL EXCEDENTE AGRÍCOLA

David Ricardo (1772-1823) expuso en el Ensayo ducción de grano. La diferencia en la producción res-
sobre la influencia del bajo precio del grano sobre los pecto a la obtenida en la tierra más fértil es la renta de
beneficios del capital (1815) las implicaciones del cul- la tierra. Aquellos campesinos que quieran arrendar
tivo extensivo en la distribución del excedente. Partía la mejor parcela tendrán que pagar a su propietario
de que el grano opera simultáneamente como produc- un importe máximo equivalente a esta diferencia, en
to, como capital circulante (simiente) y como objeto compensación por su mayor fertilidad. De lo contra-
de consumo. El valor real de la producción (medido rio, habrán de contentarse con cultivar el terreno me-
entonces en términos de grano) se reparte enteramente nos productivo. Con el tiempo, la competencia entre
en función de la aportación de los factores trabajo, arrendatarios lleva a que todo el excedente sobre la
capital y tierra, remunerados con sus respectivas tasas producción en la tierra menos fértil se transforme en
de salario, de beneficio y de renta. rentas. En fases sucesivas de colonización, el cultivo
Supongamos que no hay cambio técnico. A me- de tierras cada vez más estériles aumenta exponen-
dida que la población crece, las tierras menos fértiles cialmente la masa de rentas, “aplastando” los benefi-
son puestas en cultivo y aparecen los rendimientos de- cios de la actividad agrícola y relegando los salarios
crecientes (o costes marginales crecientes). Idénticos a la subsistencia. Este proceso se prolongará hasta
aportes de capital y trabajo generan una menor pro- que se cultive la última parcela capaz de dar sustento
56 Los tiempos cambian. Historia de la Economía

a sus pobladores. Llegados a este extremo, el Figura 2.1


valor total de la producción de grano se reparte Evolución de la distribución del producto
únicamente entre el fondo de salarios y las rentas agrícola con rendimientos decrecientes
de los terratenientes: los beneficios agrícolas han
sido absorbidos por las rentas. Nos hallamos
ante el “estado estacionario”: no queda aliciente
alguno para invertir en el cultivo. La única sali-
da al estancamiento es un cambio técnico que
aumente la productividad del trabajo, acompa-
ñado de un cambio legal en la organización de
la propiedad agraria que redistribuya las rentas
de la tierra como compensación a las iniciativas
inversoras de los arrendatarios. Esto es, precisa-
mente, lo que habría de preceder a la Revolución
Agraria.

Fuente: elaboración propia.

El precio de la tierra depende básicamente de la disponibilidad de suelo cultivable y de la presión


demográfica. La monetización de la actividad económica fue muy escasa hasta al menos el siglo XI. Por
esta razón, una parte de las rentas de la tierra se estipulaba habitualmente en especie, lo que dificultaba
la valoración e incentivaba la ocultación de excedentes. Pese a todo, es comprensible que estas rentas
creciesen exponencialmente en las fases expansivas del ciclo población-subsistencias, constriñendo los
beneficios de las actividades agrícolas y reduciendo los salarios reales del trabajo agrícola hasta niveles
de subsistencia. Tal y como explicara David Ricardo, el ritmo acelerado de crecimiento de la masa de
rentas supone un acicate para la adquisición de tierras y un desincentivo a la inversión del excedente en
actividades preindustriales (ver Influencia de los rendimientos decrecientes…).
En esta economía, la valoración del capital también resulta problemática. Los mercados de capitales
circulantes estaban lastrados por la dificultad de acceso al préstamo; y los intereses estaban interveni-
dos a la baja o incluso prohibidos. La doctrina del “precio justo”, establecida por Tomás de Aquino,
rechazaba el cobro del interés salvo en el caso de lucro cesante. Según este influyente autor el canje de
una suma de dinero por otra todavía mayor era un acto reprobable en sí mismo. Su filosofía impreg-
naría los Manuales de confesores del Siglo de Oro, que condicionaron claramente el comportamiento
de los comerciantes españoles y lusos, que trabajaban en territorios con mayor influencia católica. El
“infierno” de La Divina Comedia de Dante Alighieri o El Mercader de Venecia de William Shakespeare
ejemplifican magistralmente los problemas éticos que suscitara la confusión del crédito con la usura
hasta bien entrado el siglo XVIII.
Por otro lado, la lentitud en la innovación limitó la acumulación de capital fijo. Algunos autores han
destacado importantes cambios técnicos en las Edades Media y Moderna, cuestionando así las caracte-
rísticas maltusianas de la relación entre la demografía preindustrial y la productividad agrícola. Según
esta misma tesis, la acumulación de capital se vio frenada por la creciente presión tributaria feudal. Los
tributos se diversificaron y proliferaron con la descentralización jurídica y administrativa (rentas, diez-
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mos, censos proporcionales en dinero o en especie, cargas personales, laudemios, derechos de tráfico,
monopolios de transformación). Redujeron los ingresos de las familias campesinas hasta compensar a
la baja la mejora en la productividad del capital agrícola. En cualquier caso, el cambio técnico fue insu-
ficiente para promover mayores transformaciones mientras se perpetuase el marco institucional feudal.
Por último, el trabajo tampoco solía regularse contractualmente. Estaba condicionado a prestacio-
nes personales (corveas) y jurisdiccionales: moliendas, almazaras, pontazgos, portazgos, peajes, gabe-
las, sisas, entre otras tantas figuras. Todas ellas obligaban al trabajador a cumplir determinadas obli-
gaciones a favor de los privilegiados. A menudo era remunerado en especie. En definitiva, la esclavitud
“abierta” romana dio paso a formas de sometimiento de los trabajadores rurales libres adaptadas a
la nueva estructura de la propiedad feudal, pero no necesariamente remuneradas en condiciones de
mercado.
El derecho natural (no civil) sobre la propiedad y su transmisión es la institución que suple la in-
suficiencia de los mecanismos de mercado en el feudalismo. Tal derecho, explicaban los economistas
clásicos, procedería de la colonización o de la conquista; y su transmisión estaría legitimada por heren-
cia. La clase propietaria adquirió tal condición al prestar al cultivo las tierras fértiles del asentamiento
originario bajo formas diversas de arrendamiento a terceros. Los arrendatarios adelantan el capital
circulante (semillas, preparación del terreno); intercambian su esfuerzo por un salario de subsistencia
que asegure al menos la reproducción del sistema y entregan al fin el excedente al terrateniente en for-
ma de rentas de la tierra. Los terratenientes desempeñan desde esta perspectiva un papel determinante
en la actividad económica. Son ellos quienes distribuyen el excedente agrícola, obtenido en forma de
rentas, en función de sus necesidades de consumo de necesidad, comodidad y lujo. La canalización de
la producción agraria excedentaria desde estos propietarios de tierra hacia la ciudad estaría en el origen
del capital mercantil.
La formación del capital mercantil puede relacionarse con la diversificación de la demanda de los
terratenientes y con su creciente volumen de rentas. El propietario se abastece en primer lugar de bie-
nes necesarios y emplea la parte restante de sus ingresos para proveerse de bienes de comodidad. En
definitiva, satisface gradualmente su consumo de bienes de menor a mayor elasticidad-renta (aquellos
que, ante un incremento de la renta, aumentan la demanda en mayor medida). Los intercambios bási-
cos se localizan inicialmente entre el señorío y las tierras de su jurisdicción para después ampliarse a la
ciudad más próxima, donde el rentista se aprovisiona de bienes artesanales. La trajinería y el acarreo,
actividades con escasa capacidad para movilizar capitales, bastaban para atender este comercio. Pero
con el transcurso del tiempo, el terrateniente desarrollará su preferencia por el lujo y recurrirá a un
nuevo agente económico: el mercader. Las primeras mercancías suntuarias demandadas no fueron las
de mayor valor añadido: su precio estaba más condicionado por la escasez y la utilidad —la sal para
las conservas o las especias para sazonar la carne en mal estado— que por su coste de producción. El
exotismo de estos bienes exigía no obstante incurrir en costes crecientes para su provisión: a mayor
distancia entre productores y consumidores, mayores riesgos y gastos para el transporte y la protección,
mayores “costes de transacción”.
Las letras de cambio, cuyos antecedentes se remontaban a los usos de la orden del Temple en el
siglo XII, durante las Cruzadas, se difundieron como instrumento financiero en ferias y postas para
minimizar el peligro de transportar moneda metálica a través de largas distancias. El riesgo de incurrir
en bancarrota por emprender aventuras comerciales individuales fue, por su parte, la clave para la for-
mación del capital mercantil. La asociación comanditaria de mercaderes surgió en respuesta al aumento
en los costes y riesgos del transporte. La puesta en común de pequeños capitales obtenidos en modestas
empresas permitiría el salto cualitativo al gran comercio de la Edad Moderna. La transformación del
capital mercantil en capital industrial sería el último paso.
58 Los tiempos cambian. Historia de la Economía

2.1.4. La propiedad territorial en el régimen feudal señorial

En la amplia etapa considerada en este capítulo, los regímenes de dominio y tenencia de la tierra
presentan una infinidad de variantes. Su configuración, su regulación, su transmisión y su fiscalidad
evolucionaron en respuesta a factores físicos —la diversidad geográfica, la presión demográfica, las
migraciones interiores— y políticos. Para comprenderlos hay que partir de un hecho inexistente en la
sociedad actual: la posesión y la enajenación del factor tierra no dependían de criterios de mercado sino
de la codificación de las tradiciones y doctrinas histórico-legales, de jerarquías y exclusiones sociales
y de la competencia estamental por los privilegios dentro de cada sociedad. Las clasificaciones que a
continuación ofrecemos, ceñidas al ámbito cultural de los territorios que formaron el Imperio Romano
Germánico, no agotan la ingente variedad de instituciones relacionadas con la propiedad, pero preten-
den ofrecer una guía para comprender fenómenos económicos como el regalismo, las desamortizacio-
nes o el señorío.
El régimen político feudovasallático supuso la delegación del poder imperial romano en manos de
los patricios, una élite nobiliaria que ejerció ese poder en sus propios territorios, ajenos a la autoridad
superior de Roma, a partir del siglo VI con el desmembramiento del Imperio de Occidente. La apro-
piación y la cesión del dominio directo de la tierra —es decir, el derecho a poseerla como beneficio del
vasallaje— son consecuencia de la necesidad de autogobierno tras la disolución del aparato administra-
tivo y jurisdiccional imperial. Muchos de estos patricios detentaban además cargos de responsabilidad
en la administración territorial de la Iglesia cristiana, oficializada desde el siglo IV.
El control de un factor de producción fundamental como era la tierra confirió a este estamento su
status privilegiado. La inmensa mayoría del territorio era propiedad de las Casas reales, la nobleza y
el clero. Entre los siglos XI y XIII la realeza, meramente nominal hasta entonces, alcanza lo alto de la
pirámide jerárquica feudal a través de amplias redes vasalláticas. Personajes como Luis IX de Francia,
Federico II de Jerusalén y Sicilia, Eduardo I de Inglaterra o Jaime I de Aragón encarnan el prototipo del
monarca feudal. Las propiedades con dominio directo de una Casa real recibían el nombre de bienes
realengos. El monarca detentaba además el “dominio eminente” sobre la jurisdicción territorial de sus
vasallos. Éste le otorgaba el derecho natural de ceder o de retirar el beneficio de la posesión, general-
mente a la nobleza o a concejos municipales con determinados derechos históricos.
Los derechos que puede ejercer un monarca se denominan “regalías”. Tales derechos eran refren-
dados por las Cortes que, en su origen, eran unas instituciones donde los nobles ejercían su obligación
de consejo. El rey no detentaba en la práctica el derecho de dominio eminente sobre la totalidad del
territorio. Su jurisdicción colisionaba con el dominio directo de las tierras e inmuebles de los episcopa-
dos y, por tanto, con el dominio eminente de Roma. La doctrina regalista surgirá en el siglo XIII con la
pretensión de liquidar este conflicto, dando primacía al dominio eminente del rey frente a la Iglesia. El
regalismo nace con simultaneidad a las grandes monarquías feudales, y adquirirá una gran relevancia
en la configuración de los estados-nación.
La nobleza es el estamento sobre el que recae el dominio directo de la mayor parte del territorio. Es
una categoría heterogénea que incluye desde los privilegios de sangre, otorgados por servicios familia-
res prestados a la Corona, hasta los adquiridos por “hijos de algo”, que no de alguien, sin otro mérito
que la compra física del título. La jerarquía nobiliaria es compleja y variada, al formarse de manera
dispar en los distintos reinos históricos. La etimología de los títulos suele ser explicativa de su origen:
los marquesados, por ejemplo, acostumbraban a concederse en territorios fronterizos, las marcas. El
dux, en su acepción latina, es quien conduce a la tropa. El comites estaba al cargo de los colonatos
militares romanos.
El inicio del crecimiento económico moderno 59

El señorío es la institución que regula las relaciones económicas y jurídicas entre cada noble y la
población del territorio bajo su dominio directo. En definición, es el conjunto patrimonial y de atribu-
ciones legales cedido en titularidad a un particular. En perspectiva histórica, el señorío es el desarrollo
feudal del régimen de colonato. Los seniores eran caudillos de las hordas godas instaladas en el antiguo
territorio imperial que asumieron la romanización, sustituyeron a los comites y tutelaron a los servi
romanos. Etimológicamente, la servidumbre es un régimen de prestaciones personales connatural al
señorío.
El señorío gozaba de autonomía jurídica y administrativa y atribuía a su titular diversos derechos
jurisdiccionales, territoriales y personales. Los jurisdiccionales incluían la administración de justicia,
y las exacciones en cobro por los tránsitos de personas y de mercancías. El señor solía ser también
responsable de la gestión del cabildo municipal. En España, esta función sería delegada en regidurías
y corregidurías desde la Nueva Planta (1716). Los derechos territoriales se ejercían en la reserva del
señor y en los mansos, las parcelas cedidas al cultivo. No se limitaban a la percepción de las rentas
en especie o en metálico, sino que incluían otros conceptos por el uso ocasional de inmuebles —silos,
almacenes, molinos, almazaras— tratados como rentas de monopolio. Los principales derechos per-
sonales (o banalidades) consistían en la recaudación de la alcabala para la Corona y del diezmo para
la parroquia. Una de las formas más comunes del señorío es el mayorazgo, inalienable y vinculado:
es decir, de transmisión indivisa por primogenitura. Los primeros mayorazgos fueron concedidos en
España por Alfonso X el Sabio.
Una primera forma de explotación del señorío la realizaba directamente su titular en la reserva.
En su forma más primitiva, difundida desde Francia, el señor recurría a las “corveas”, exigiendo a los
campesinos a su cargo dedicar una parte de la semana a laborear su parcela. A medida que avanzaba
la Baja Edad Media, el contrato de trabajadores libres temporeros se hizo más habitual. La segunda
forma de explotación consistía en la cesión del dominio útil de los mansos, bajo formas diversas de
arrendamiento. La más frecuente fue la enfiteusis, una modalidad de arriendo que exigía el pago previo
del laudemio, comparable a una “entrada” como garantía pagadera en un plazo único. El enfiteuta no
podía vender la parcela; la ocupaba y cultivaba en usufructo, pudiendo apropiarse del excedente una
vez detraídas las rentas territoriales y las cargas personales señoriales y eclesiásticas. A diferencia de
los arrendamientos actuales, el enfiteuta podía subarrendar su parcela a terceros y también legarla a su
descendencia. En el régimen de remensa, generalizado en Cataluña, la vinculación del arrendamiento
era un requisito.
Una parte menor del territorio era gestionada directamente por los municipios. El territorio mu-
nicipal se dividía en propios, comunes, concejiles, alodios y yermos. Los propios eran parcelas cuyo
dominio útil era entregado en enfiteusis por el cabildo municipal a familias campesinas que cumplían
requisitos patrimoniales prestablecidos: número de yuntas, tamaño familiar, criterios de origen y de pu-
reza de sangre… Los comunes eran terrenos destinados al uso de la mancomunidad. Por lo general eran
de escasa fertilidad y estaban acotados. La población tenía libre acceso para aprovisionarse de leña,
de pesca y de caza para el autoconsumo. Las tierras concejiles englobaban originariamente a todas las
pertenecientes al concejo municipal. Con el transcurso del tiempo, se empleó la misma expresión para
denominar a las entregadas temporalmente para el alimento estacional de la ganadería trashumante.
Los alodios —la excepción a la regla— eran pequeñas propiedades de campesinos libres. Como ta-
les, no estaban sometidas a la jurisdicción del señorío. Con el paso de los siglos, los alodios se hicieron
cada vez más raros, absorbidos por los municipios y, por tanto, engrosando el patrimonio señorial.
Una última categoría la formaban los yermos y baldíos, cuya productividad no bastaba para ofrecer la
subsistencia de potenciales colonos. Su superficie retrocedió especialmente en la segunda mitad del siglo
60 Los tiempos cambian. Historia de la Economía

XVIII con la extensión de las obras de desecación, drenaje y desmonte asociadas al progreso agronómi-
co y a las crecientes necesidades de la armada.

¿CÓMO FUNCIONABA EL MERCADO? EL SISTEMA MONETARIO DE MEDINA


DEL CAMPO

A la hora de comprender el modo en que se reali- vidían en sueldos, como una estimación de los pagos
zaban los intercambios en las ferias, es indispensable a realizar —nótese la etimología latina del término,
conocer las limitaciones de un sistema monetario bi- con relación a las soldadas—. En algunos países
metálico. El valor intrínseco de las monedas depen- como la vecina Francia, el sueldo era acuñado como
de de su “ley”, de su peso en plata u oro, una vez moneda (sou). Los sueldos eran finalmente representa-
descontado el avellonamiento en estaño (1/10 parte dos en moneda corriente. En los reinos hispánicos, el
aproximadamente). La acuñación otorgará el valor fa- maravedí equivalía desde 1575 a 1/450 parte del
cial o extrínseco, expresado en la unidad monetaria peso y circulaba habitualmente en sustitución de los
corriente. Los cambios se establecen en las ferias en la reales y los reales de a ocho.
comparación física los valores intrínsecos; la moneda Es evidente que un sistema como éste, aunque no
extranjera es llevada a las cecas para su fundición, altere en sustancia los precios de un año a otro, sí
separación y nueva acuñación en la moneda local. hace variar considerablemente el valor real representa-
El real castellano de Pedro I el Cruel fue la moneda do por las monedas en la circulación. Apenas existían
común de los reinos ibéricos desde la reforma de Me- otras formas monetarias: desde el siglo XIII, las letras
dina del Campo (1497), con fracciones de ½, ¼ y de cambio eran aceptadas en las ferias con represen-
⅛ y sin múltiplos. Con 3’2 gramos de peso, su valor tación de las bancas familiares emisoras. Los pagarés
intrínseco era escaso en la comparación (por ejemplo, reales se estrenaron casi simultáneamente como forma
la lira tron veneciana de 10 g. o el chelín inglés de primitiva de deuda pública pero eran todavía pocos
1509, de 8’63 g.). Desde 1535 la ceca de Méjico los emitidos y de difícil reconversión. Los problemas
y, más adelante, la de la Habana obtendrán autori- más frecuentes de un sistema monetario como el des-
zación para acuñar el real de a ocho (25’6 g.), la crito eran el avellonamiento con amalgama de plomo,
“moneda hispánica” por excelencia durante la etapa para falsear el valor intrínseco, y el cumplimiento de la
imperial. Su gramaje la hacía deseable para los gran- ley de Gresham (1553): “la moneda mala desplaza a
des intercambios pero sumamente engorrosa en ope- la buena” por el atesoramiento del oro, debido a las
raciones diarias. La Corona establecía anualmente su expectativas de su revaluación ante entradas sistemá-
cambio en “pesos”, una moneda ideal representada ticas de plata. Ambas circunstancias concurrirían para
únicamente por las reservas de plata de la Casa de acelerar el proceso inflacionista de la Revolución de
Contratación. Los pesos ingresados (entre 3 y 32 millo- los Precios en la segunda mitad del siglo XVI.
nes anuales durante el periodo 1535-1595) se subdi-

2.2. EL CAMPO Y LA CIUDAD: AGRICULTURA, PROTOINDUSTRIA Y


MANUFACTURAS
2.2.1. Las transformaciones agrarias
El alcance de las transformaciones agrarias durante la Edad Media estuvo lastrado por el régimen de
propiedad: la duración y la seguridad de los contratos de arrendamiento, la posibilidad de traspasarlos
El inicio del crecimiento económico moderno 61

en herencia o las expectativas de obtener un sobrante una vez saldados los compromisos fiscales eran
determinantes para cualquier decisión de inversión. Resulta obvio, a tenor de lo explicado, que el cam-
bio técnico no bastaba para una revolución agraria: sería necesario un cambio profundo en el marco
jurídico de la propiedad y de las relaciones sociales.
La práctica agrícola feudal es extensiva. Por lo general, las tierras de escasa fertilidad conservan
cierta aptitud para el sembrado de cereales, poco exigentes en cuanto a las características del suelo y la
disponibilidad de regadío. El monocultivo de cereales básicos para la alimentación humana y animal
es propio de las fases más avanzadas del ciclo maltusiano, cuando la presión demográfica obliga a ex-
tender las roturaciones lejos de los núcleos más fértiles. Es comprensible que, en tales fases, el consumo
de cereales sólo se complementase localmente con producciones secundarias de leguminosas, viña y
frutales de linde.
En el aspecto técnico, el desarrollo agrícola dependía de la disponibilidad de fuentes de energía para
aumentar el rendimiento de los cultivos. Las principales eran la leña, el carbón vegetal, el agua, el vien-
to, los animales de tiro y el propio ser humano. Aceñas, molinos y norias constituían el principal capital
fijo agrícola: empleaban las fuerzas de la naturaleza para moler el grano, serrar madera o extraer agua.
Los animales de laboreo eran también utilizados para el acarreo de mercancías y personas. La leña se
aprovechaba como combustible para la calefacción doméstica; y el carbón vegetal, producido en carbo-
neras donde se calentaba la madera a altas temperaturas, era el principal combustible en la elaboración
de metales y vidrios.
Con todo, hubo mejoras técnicas. La más notable en la Europa de la Baja Edad Media fue la intro-
ducción del hierro para adaptar el instrumental de arado. A partir de 1300, el tradicional arado romano
incorporó la reja y una cuchilla delantera. Los arados de ruedas y vertedera tuvieron éxito en el noroes-
te europeo, pero no eran aptos salvo en terrenos llanos y de suelos duros. Las arraigadas prácticas de
siembra a volea y tradiciones tales como la apropiación de la producción de los surcos de un terrazgo
común por distintos arrendatarios, restaban viabilidad a las sembraderas.
Tampoco las innovaciones en el atalaje de laboreo, como el yugo frontal boyar o la pechera caballar,
se impusieron de manera general: las complicaciones orográficas impedían la sustitución generalizada
del buey por el caballo de tiro, susceptible de sufrir lesiones en los terrenos abruptos. El avance más
importante en las prácticas agrícolas de la Edad Moderna no fue tanto el resultado del cambio técnico
como el de la innovación en la organización del cultivo: un aprovechamiento más eficiente de la tierra
repercute en la productividad del trabajo agrícola en el mismo sentido en que lo haría cualquier innova-
ción tecnológica. El cultivo bienal, “de año y vez”, que alternaba trigo y barbecho, era el característico
en los campos de la Europa bajomedieval. El suelo requería un reposo periódico (el barbecho) para
recuperar su fertilidad. La mitad de la superficie descansaba para recuperar los nutrientes y servía de
pasto a la cabaña ganadera, mientras la otra mitad era explotada. El rendimiento del cultivo estaba
condicionado por la escasez de estiércoles de origen animal, como la bosta bovina o la gallinaza. Estos
abonos aportaban nitrógeno, un elemento de la molécula de la clorofila indispensable para el meta-
bolismo de las plantas y, especialmente, en la fotosíntesis y en la capacidad de las raíces para absorber
el fósforo. Sin embargo, el mantenimiento de ganado estabulado resultaba por lo general un coste
inasumible por las familias campesinas. La concesión municipal de derechos de paso a los rebaños tras-
humantes pretendía en origen suplir la carencia generalizada de abonos animales, pero a menudo traía
más complicaciones que ventajas, dañando a las cosechas.
El sistema trienal de cultivo surgió como respuesta a la infrautilización del suelo en la Inglaterra
del siglo XII. Consistía en la división de la parcela en tres partes, trabajadas en rotación. Una parte era
sembrada con cereales de invierno, como el trigo o el centeno. En la segunda se plantaban legumbres y
62 Los tiempos cambian. Historia de la Economía

cereales de primavera, como la cebada, y la tercera quedaba en barbecho. Esta nueva organización de
la explotación se difundió desde que se constataran empíricamente las cualidades nitrogenadoras del
nabo y de algunas leguminosas (habas, guisantes, judías), si bien tales ventajas no serían demostradas
científicamente hasta bien avanzado el siglo XVII.
Los “abonos verdes” fueron los primeros fertilizantes vegetales: residuos de plantas en descomposi-
ción, capaces de fijar el nitrógeno atmosférico en el suelo con más eficacia que el estiércol animal. Sólo
las legumbres y algunas hierbas forrajeras como el trébol, resistentes a las malas hierbas, de más rápido
crecimiento y con mayor producción de semillas, cumplen esta característica. En las tierras más fértiles
de la Europa occidental se consiguió, a ejemplo de lo experimentado en la Toscana y en Lombardía,
combinar así cultivos con mayor valor nutricional. La reserva periódica de tierras para la alimentación
de ganado estante y volatería redujo además las necesidades de estiércol, empleado en las parcelas des-
tinadas originalmente a los trigos de invierno y primavera. El uso de la cal, del humus y de la marga
como fertilizantes llegará algo más tarde, como preludio de la Revolución Agraria.

2.2.2. La ciudad y los gremios

El crecimiento de la producción agrícola en los siglos XII y XIII contribuyó indirectamente a la


recuperación de las ciudades como centros de actividad económica. La relajación de las exigencias
señoriales, satisfechas con el aumento de las rentas, permitió a la población rural buscar alternativas
de empleo en los núcleos urbanos próximos. La ciudad adquiere protagonismo durante la Baja Edad
Media y el Renacimiento, al ubicar físicamente el mercado donde los intermediarios de los terratenien-
tes, desde el trajinero hasta el negociante, intercambian sus excedentes agrarios captados en forma de
rentas por bienes de consumo. Una de las consecuencias más notables del resurgir de las ciudades fue
la monetización de la economía. Los intercambios en especie, tan frecuentes en el mundo rural, eran
más difíciles de practicar en el entorno urbano. A medida que la circulación monetaria se aceleró, la
posibilidad de acumular riqueza se extendió a toda clase de actividades lucrativas como el comercio, la
artesanía, la práctica médica o la testificación notarial. Desde ese momento, la ausencia de privilegios
de nacimiento dejaba de ser una razón excluyente para amasar fortunas. Este nuevo “patriciado urba-
no”, de origen plebeyo, está en el origen de muchas familias que protagonizarán la transición a la Edad
Moderna como los Medici o los Fugger.
La evolución de las formas de trabajo preindustrial en la ciudad y en sus aledaños está asociada,
comprensiblemente, a la de la demanda del terrateniente. La artesanía cubría las demandas más acu-
ciantes, una vez satisfechas las necesidades primarias de los rentistas, y fue la que se desarrolló en
primer lugar. Ya desde el año 1000 aproximadamente, dejó de ser exclusiva de los núcleos rurales. A
partir del siglo XV, las diferencias entre la protoindustria rural y la preindustria urbana comenzaban
a evidenciarse. A grandes rasgos, fueron tres las principales formas de asociación laboral en la prein-
dustria: la dinámica comunitaria, representada por los gremios; la individualista, representada por la
protoindustria (putting-out system) y, finalmente, las grandes concentraciones manufactureras ligadas
a sectores comerciales estratégicos, generalmente regulados por los poderes públicos. A esta variedad
de formas asociativas debe sumarse la tendencia de largo plazo hacia la concentración de la actividad
productiva, paralela a la creciente diferenciación entre el trabajo y el capital representado por trabaja-
dores y empresarios.
Los gremios constituyeron la forma de organización artesanal más difundida en las ciudades du-
rante las Edades Media y Moderna. Se inspiraban en las cofradías del siglo X, unas agrupaciones
profesionales creadas únicamente con fines religiosos de beneficencia. Estas instituciones típicamente
El inicio del crecimiento económico moderno 63

feudales reunían a los artesanos de un mismo oficio bajo la protección de la autoridad municipal, que
les concedía privilegios para el abasto de materias primas, así como el monopolio sobre la producción
y la comercialización de determinados bienes. Su aparición debe relacionarse con la defensa de intereses
comunes frente al resto de la sociedad, fuertemente compartimentada y estamental.
Las ventajas que ofrecían estas instituciones a sus miembros no eran pocas, y serán estudiadas en el
Capítulo 4 con mayor detalle. Pero la persistencia de los gremios en la actividad económica urbana, en
ocasiones hasta bien entrado el siglo XIX, no podría explicarse sin reparar en su decisiva contribución
al mantenimiento de la hacienda municipal, recaudando impuestos sobre los obrajes e incluso para la
formación de la mano de obra. Tal contribución era recompensada con la representación en los parla-
mentos municipales y no estaba exenta de conflictos. En la Francia del Antiguo Régimen, las jurandes
eran corporaciones gremiales de maestros de oficios. Se las llamaba así por el juramento de observancia
y de solidaridad que obligaba a sus integrantes. Los jurados, maestros que en un principio eran esco-
gidos por sorteo para representar a su gremio en el cabildo durante uno o dos años, terminaron adue-
ñándose literalmente de sus cargos. Incluso podían venderlos o dejarlos en herencia. Carlos IX y Luis
XIV intentaron en vano reformar restos abusos, que se perpetuaron hasta la ley Le Chapelier (1791).
No es de extrañar que surgieran voces críticas contra los gremios. Entre los argumentos de sus
detractores, los más certeros fueron los que expusiera Adam Smith en el libro I de La Riqueza de las
Naciones (1776): cualquier monopolio de oferta encarece las mercancías, empobrece injustamente a
los consumidores de sus productos y distorsiona las relaciones de intercambio. Además, el trabajo en el
taller gremial es siempre menos productivo que el de la fábrica, al obstruir el cambio técnico y suponer
una pérdida de tiempos muertos asociada a la ineficiente división del trabajo.
La división del trabajo, explicaba Smith, supone la segmentación de un proceso productivo en el
mayor número posible de fases sencillas y la implicación de cada trabajador en una única tarea de tal
proceso. La realización de todas las fases del proceso por un solo individuo, como sucede en el taller, es
siempre menos eficiente que la especialización. Desde esta perspectiva, resulta evidente que la organiza-
ción jerárquica del trabajo impuesta por los gremios no era apta para sentar las bases de una economía
donde la competencia es condición imprescindible para la eficiencia en la asignación de recursos y
para la especialización en los intercambios. El declive de las organizaciones gremiales comenzó en toda
Europa durante el siglo XVIII, en relación con el despegue de la demanda y con el desarrollo de otras
formas de manufactura más baratas, orientadas tanto al mercado continental como al colonial.
El primer edicto para la supresión de los gremios, proclamado en Francia por A.R. Jacques Turgot,
data de 1778. Las funciones de estas instituciones eran anacrónicas tras la industrialización en el siglo
XIX. En algunos casos, los gremios se disolvieron ante los cambios productivos que eliminaban deter-
minadas profesiones o que dejaban obsoletas sus producciones; en otros, excepcionalmente, se trans-
formaron en asociaciones patronales. Es lo que ocurrió, por ejemplo, en buena parte de la industria
textil en España: en las manufacturas catalanas y valencianas, los gremios con mayor control sobre el
proceso productivo se reconvirtieron en agrupaciones empresariales que participaron de forma efectiva
en el arranque industrial. Sin embargo en la mayor parte de los casos, los gremios acabaron desapare-
ciendo o reconvertidos en asociaciones de trabajadores.

2.2.3. Protoindustria y manufacturas reales

La provisión de bienes necesarios para una creciente población urbana y para la autosuficiencia
de las familias campesinas se satisfacía desde el siglo XIII con la protoindustria, la industria rural de
64 Los tiempos cambian. Historia de la Economía

producciones espontáneas y de la lana. Pero el éxito de esta fórmula de trabajo a domicilio data de
mucho más tarde, con la expansión de la demanda en las islas británicas y en la Europa continental
desde mediados del siglo XVII.
La manufactura no es una novedad de la Edad Moderna. Las fibras más frecuentemente utilizadas
en la Edad Media en la elaboración textil eran el cáñamo, el lino, la lana y el estambre. El cáñamo y
la lana son fibras rudas y bastante pesadas. Cuerdas, sacos y velas de barco eran urdidas con cáñamo.
El estambre, que es la parte del vellón de la oveja con las hebras más finas y largas, es más ligero pero
también resulta áspero al tacto. La fibra del lino, por el contrario, es fresca y ligera, pero su hilado es un
proceso laborioso. La pañería de lanas fue la principal actividad manufacturera desde mucho antes de
su mecanización. El paño era el material básico para la confección del vestido de la gran mayoría de la
población urbana y campesina. La demanda de paños responde, antes de las revoluciones agrarias, a las
características de cualquier bien necesario: presenta una muy baja elasticidad-renta. Las variaciones en
los ingresos de las familias apenas afectaban al consumo de paños y la fácil colocación del producto era
una garantía para los ganaderos, para la actividad en los batanes y para las primeras fábricas de tejido
de lana. En definitiva, resultaba sencillo dar salida a la producción lanera y, si se disponía del capital
suficiente —y de la protección de instancias superiores— la pañería dejaba beneficios por unos ingresos
relativamente altos (precios bajos pero cantidades vendidas muy elevadas) y unos costes mínimos.
El trabajo a domicilio preindustrial recibe distintas denominaciones y tiene algunas variantes na-
cionales, desde el putting out o el verlag system hasta la barraca; pero se enfrentaba siempre al mismo
obstáculo: la disponibilidad del capital fijo y la necesidad de crédito. Ya fueran los primitivos telares
verticales o los modernos horizontales, fuesen ruecas o tornos, siempre resultaban demasiado caros
para ser adquiridos por las familias campesinas, de modo que eran alquilados a intermediarios proce-
dentes del comercio mayorista local o de los gremios del “Arte Mayor”, a cambio de la casi totalidad
de la producción. Como en el caso de la protoindustria, el excedente que quedaba en manos de la fa-
milia era meramente testimonial, para el autoconsumo o para el trueque por otros bienes básicos. Los
avances técnicos llevados a cabo en la fase anterior fueron progresivamente adaptados en ramos como
la pañería —clave para las primeras fábricas instaladas en las periferias urbanas— o, posteriormente,
en la decisiva industria algodonera. Habría que esperar a la Revolución Agraria en los Países Bajos y
poco después en Gran Bretaña para que la preindustria progresase hasta el establecimiento de las new
drapperies, las primeras pañerías mecanizadas, instaladas en el entorno urbano para abaratar costes de
desplazamiento, destinadas a satisfacer el consumo necesario de un amplio segmento de población con
ingresos escasos, e innovadoras en el empleo de la tecnología del carbón. La imitación británica de este
modelo en las algodoneras será determinante para la Revolución Industrial.
Se puede defender que la preindustria fue también la clave para que se produjese una “revolución
industriosa” previa y necesaria para la revolución industrial: a falta de capitales, se empleó más inten-
sivamente la mano de obra agraria para aumentar la producción manufacturera y el ingreso medio fa-
miliar. La polémica trascendencia de tales transformaciones en la Revolución Industrial será abordada
en el Capítulo 3.
La manufactura de tejidos de lujo tampoco era desconocida. Los tejidos de algodón y de seda se
demandaban en Europa desde la antigüedad, introducidos desde Oriente por las primeras rutas comer-
ciales. En la Edad Media se habían desarrollado industrias algodoneras y sederas en Florencia, Grana-
da, Génova, Lucca, Sicilia, Valencia o Venecia. Aun así, su producción era limitada y sus calidades no
podían competir con las importadas.
Las grandes manufacturas o fábricas reales de los siglos XVII y XVIII se distinguen de la protoin-
dustria y de las manufacturas medievales al adoptar un mayor grado de especialización laboral. Sus
El inicio del crecimiento económico moderno 65

producciones son también más diversificadas, pero siguen orientadas a satisfacer el consumo suntua-
rio (textiles finos, cristalerías, tapicería…) y se localizan cerca de la ciudad. Carecen de la movilidad
espacial propia de la actividad protoindustrial, al exigir importantes inversiones de capital fijo. Pese
a todo, estas grandes manufacturas seguían siendo intensivas en trabajo: la especificidad de cada fase
del proceso productivo y la diferenciación (incluso la personalización) del producto acabado exigían
mucha mano de obra.
La productividad del trabajo manufacturero es ciertamente superior a la del realizado en la pro-
toindustria, al favorecer la división del proceso productivo. Adam Smith copió su célebre ejemplo de
los “alfileres” del artículo enciclopédico de la voz “Manufactures” de Jean D’Alembert. Sin embargo,
la escala de su actividad se vio acotada por la proliferación de ordenanzas que imponían estrictos con-
troles de calidad en los materiales y en los acabados. Jean-Baptiste Colbert (1619-1683), ministro de
Luis XIV durante 22 años, dictó nada menos que 150 reglamentos para regular los trabajos acabados
e instituyó un hiperactivo Cuerpo de Inspección de Manufacturas para asegurar su cumplimiento. El
despegue industrial no podía sustentarse en la gran manufactura: sus producciones eran demandadas
por una estrecha franja de clientes, los de mayores ingresos, y la carestía de las materias primas y del
capital fijo —por lo general participado por la Corona—, la supervisión de la oferta y las rigideces en
la distribución del producto condicionaban unos precios finales privativos para la mayoría de la pobla-
ción. El mantenimiento de las manufacturas nacionales requirió políticas proteccionistas muy activas,
tanto para reservarse los mercados coloniales de abasto de los materiales como para blindarse ante las
variaciones de precios por los cambios técnicos en las naciones competidoras. Tales políticas caracteri-
zarán la que se ha denominado comúnmente la era del mercantilismo.

2.3. DE LA EXPANSIÓN COMERCIAL A LA REVOLUCIÓN AGRARIA

2.3.1. La transición a la Edad Moderna y la Revolución de los Precios

Desde mediados del siglo XV hasta 1550, el intenso impulso demográfico en el Mediterráneo occi-
dental se produce fundamentalmente en núcleos urbanos portuarios. A pesar de la reaparición periódi-
ca de brotes localizados de peste bubónica (Levante español, Provenza, sur de Italia), estas ciudades se
beneficiaron como distribuidoras de las mercancías procedentes de las rutas orientales hasta 1453. La
toma de Constantinopla y la posterior ocupación desde Bosnia hasta Crimea por los otomanos (1475)
ponía fin a la dominación latina del Ponto Euxino y marca un hito en este periodo de crecimiento. Es
el inicio de la Edad Moderna.
Las oleadas de refugiados bizantinos asentadas en el norte de Italia supusieron la fusión de ambas
culturas en el Renacimiento, con el redescubrimiento en Occidente de textos helenísticos y latinos que
se creían extraviados. La literatura escolástica, la forma teocéntrica de expresión religiosa e incluso la
práctica feudal del gobierno cambiarán de manera irreversible hacia el reformismo, el antropocentris-
mo y la recuperación del republicanismo de inspiración romana en la vida política de las ciudades-es-
tado. El príncipe renacentista descrito por Maquiavelo, inspirado en el modelo de la transición de la
República al Imperio romano, encarnado en los Borgia y en Fernando II de Aragón, no es un monarca
feudal ni un tirano asiático, sino el primus inter pares, un mediador eficaz en el parlamento municipal
entre los intereses económicos contrapuestos de señores territoriales y mercaderes. Y el comerciante,
estigmatizado en las sociedades agrícolas feudales, adquiere una inusitada relevancia como actor eco-
nómico y político en este nuevo escenario.
66 Los tiempos cambian. Historia de la Economía

El derrumbe del Imperio romano de Oriente alteraría también las rutas comerciales tradicionales.
La vía marítima del Levante estaba atascada por las incursiones de berberiscos y de otomanos; y por
tierra, por tártaros y mongoles. Los antiguos puertos del Egeo languidecían. La supervivencia de la
economía mercantil de las ciudades-estado mediterráneas estaba en juego, y no sólo en el norte italiano:
la actividad transitaria en los puertos de Barcelona, Valencia, Cádiz, Lisboa y Oporto era fundamental
para el cabotaje de mercancías hasta Burdeos, el Canal de la Mancha y Flandes. El colapso de aquellas
rutas tuvo un beneficioso efecto indirecto sobre el comercio báltico en las ciudades portuarias de la
Hansa, un guildo de mercaderes coaligado desde el siglo XII. La mayor parte de su comercio se basaría
desde entonces en materiales de construcción y de uso bélico —madera, cobre y hierro— y en cereales
de consumo humano y animal, alentado por la creciente demanda en los amenazados territorios de
Europa central.
El deterioro del comercio mediterráneo coincidía con una nueva fase de agotamiento del modelo
de crecimiento agrícola extensivo, resultado de la recuperación demográfica tras la Peste Negra. En
tales condiciones, la imperiosa necesidad de recursos y de metales preciosos para financiar las campa-
ñas obligaba a mirar hacia el Atlántico medio y la costa occidental africana, donde la navegación era
relativamente segura. Portugal fue un actor decisivo, al conectar los circuitos comerciales medievales
europeos y transaharianos desde Ceuta, trasladando las mercancías de Tombuctú, Gao y Kanem hacia
los puertos mediterráneos. Las incursiones lusas en el Río de Oro y el Cabo Blanco trajeron consigo
los primeros esclavos de raza negra (1441-1450). Desde entonces, la trata —en el sentido de “negocia-
ción”— remplazará al botín de guerra, dando forma a la moderna esclavitud, muy distinta al “modelo
abierto” de sometimiento practicado desde la antigüedad. Los fuertes-factoría de San Jorge de la Mina
y de Arguin se erigieron en enclaves negreros. 156.000 subsaharianos fueron capturados y vendidos en
plazas europeas entre 1450 y 1521. El tratado de Alcaçovas-Toledo con Castilla (1479-1480) dejó en
manos portuguesas los derechos sobre Guinea, Madeira y Cabo Verde. Su modelo esclavista, implanta-
do en Madeira para cultivar la caña de azúcar, será el motor del incipiente comercio atlántico.
Mientras tanto, Bartolomeu Dias doblaba el cabo de Buena Esperanza (1487) y abría un camino
alternativo hacia el Índico. Portugal liquidó sus naos y reforzó su armada de carracas para redirigir
la ruta oriental de las especias. Por su parte, las carabelas andaluzas se veían abocadas a atravesar el
Atlántico y arribaban en las Indias Occidentales (1492). El tratado de Tordesillas (1494) delimitaría
las aspiraciones de Portugal y de Castilla con una línea imaginaria a 370 leguas de Cabo Verde. Otras
naciones de la Europa atlántica emprenderían en adelante expediciones con idéntico pretexto: Cabot
y Gonneville buscaron en vano un paso en la bahía de Hudson que se abriese hasta el Pacífico. Para-
dójicamente, su fracaso conduciría a un replanteamiento estratégico que primaría la colonización y la
explotación de recursos del Nuevo Mundo. Los últimos en incorporarse a la era de las exploraciones
fueron pioneros en promover asentamientos estables de colonos para explotar los recursos naturales de
sus nuevas posesiones. Los modelos resultantes de explotación colonial francés y británico serían, como
se verá más adelante, muy distintos a los ibéricos.
El inesperado descubrimiento castellano de ingentes cantidades de plata y de mercurio —junto al in-
centivo del saqueo— fue el acicate para la conquista de América. En España y en Portugal, el comercio
fue monopolizado desde la Casa de Contratación de Sevilla (1495) y la Casa da India. Un cuarto de las
entradas de plata pasaban de inmediato a formar parte de las rentas reales con las que se financiaban
posteriores expediciones. La monarquía concedía el privilegio del comercio americano a mercaderes
particulares castellanos, con el acuerdo de que no traficasen privadamente ni con la plata en lingote ni
con la especia. Los inconvenientes de este modelo saltan a la vista: además de fomentar el contrabando
y el tráfico de platerías elaboradas, el monopolio de la Corona dificultó la formación de fortunas co-
merciales familiares que encabezasen el posterior despegue preindustrial.
El inicio del crecimiento económico moderno 67

El inicio de la Revolución de los Precios (1535-1610), una persistente inflación sin precedentes en
la Europa moderna, coincide con el fin de la aventura incaica de Francisco Pizarro y con la puesta en
explotación de las minas de Huancavélica y del Potosí. En España, la masa monetaria se triplicó y la
inflación media anual acumulada fue de un 2% entre 1540 y 1620. El historiador Earl Hamilton reco-
gió las series de precios, de entradas de metales preciosos y de emisión de moneda durante este periodo.
La Tabla 2.1 presenta algunos de sus resultados: durante la segunda mitad del siglo XVI, el índice de
precios en España se duplicó.

Tabla 2.1
Índice de precios en algunas regiones de España, 1551-1600. Base: 1571-1580

Año Andalucía Castilla la Nueva Castilla la Vieja-León Valencia


1551 68’85 62’96 71’75 74’03
1561 85’86 82’79 87’79 90’87
1571 103’41 95’36 96’42 94’94
1582 111’48 102’33 101’06 111’40
1591 113’06 113’50 110’84 113’52
1600 141’15 130’70 136’16 140’91

Fuente: Hamilton, E.J. (2000 [1934]), El tesoro americano y la Revolución de los Precios en España, 1501-1650. Barcelona,
Crítica, pp. 212-214.

La Revolución de los Precios ha sido explicada por la concurrencia de tres fenómenos: (1) el in-
cremento acelerado de la masa monetaria en el Viejo Continente y su relación causal con el nivel de
precios; (2) el contexto de estancamiento económico derivado de los límites al crecimiento agrícola
expansivo y (3) la ausencia de cambios significativos en la velocidad de circulación del dinero, con-
secuencia del patrón metálico y de la escasa innovación en las instituciones financieras. El resultado
más sorprendente de la investigación sobre este proceso consistió en la divergencia observable entre la
evolución de las entradas de plata, descendente desde 1605 aproximadamente, y el estancamiento del
nivel de precios. La correspondencia entre masa monetaria y precios se quiebra y los argumentos que la
justificaron quedaban obsoletos. Los escritores de la época no fueron ajenos a este cambio de tenden-
cia: prueba de ello es que Pedro de Valencia abandonase en 1607 las explicaciones estrictamente mo-
netistas de la relación entre masa metálica y precios y regresara a explorar justificaciones económicas
poblacionistas en favor del desarrollo de la agricultura y la ganadería, dando pie a las interpretaciones
arbitristas que caracterizarán la literatura económica española y portuguesa del siglo XVII.
El arbitrismo (alvitrismo en portugués) fue la forma peculiar de un “mercantilismo ibérico” que, pa-
radójicamente, apenas prestó atención al desarrollo del comercio. Pretendía condicionar los “arbitrios”
—las decisiones del rey— para reactivar los sectores productivos tradicionales, estimular el crecimiento
demográfico y reforzar las bases recaudatorias de la empobrecida hacienda de los Austrias. Casos como
el español han obligado a redefinir el término “mercantilismo”. El mercantilismo, o más exactamente
“los mercantilismos”, no constituyen una doctrina económica. Forman un conjunto heterogéneo de re-
comendaciones de política económica y de prácticas comerciales muy diferentes, diseñadas en función
de la dotación de recursos, de la base preindustrial y de los mercados coloniales de cada naciente esta-
68 Los tiempos cambian. Historia de la Economía

do-nación. Ni siquiera el proteccionismo es un elemento común a los diversos mercantilismos, como


demuestran los textos económicos holandeses del siglo XVII.
Investigaciones posteriores sobre la Revolución de los Precios han moderado el énfasis en el factor
monetario para centrarse en los determinantes reales de la inflación sostenida de la Revolución de los
Precios. Han demostrado que tal incremento sostenido en el nivel de precios fue mayor y más duradero
entre las “naciones mineras” en América —Portugal y España— que en aquellas “naciones comercian-
tes” que, incorporadas tarde a la colonización del Nuevo Mundo, orientaron sus políticas económicas
hacia la explotación de nuevos recursos, la trata negrera, el desarrollo manufacturero y las prácticas
mercantiles de “empobrecer al vecino”. El impacto de la Revolución de los Precios dependió de las limi-
taciones para adoptar políticas monetarias y comerciales ante un fenómeno completamente nuevo. Es
cierto que el flujo de metales preciosos actuó en las economías receptoras en función del volumen y de
la supervisión administrativa de las entradas, del control de la Corona sobre la circulación de moneda
metálica y sobre la acuñación del vellón dentro de sus fronteras. Pero, por encima de todo, la capacidad
de adaptación de la estructura productiva a la ampliación de los mercados fue determinante a la hora
de mitigar los efectos de la inflación y de ofrecer una salida a la crisis.
La expansión de la demanda que acompañó a la explosión demográfica durante la primera mitad
del siglo XVI, generalizable a toda la Europa occidental, afectó desigualmente a los precios agrícolas y
manufactureros. Las producciones agrícolas fueron más sensibles a la inflación por la mayor inelastici-
dad-precio de su oferta, asociada a los límites naturales del cultivo extensivo. Su rápido encarecimiento
conllevó el retorno de las crisis de subsistencia en las naciones cuya economía seguía confinada a las
actividades primarias. En España, Portugal y el sur de Italia, el arraigo de la agricultura está en el origen
de la profundidad y la duración de la crisis hasta bien entrado el siglo XVII. La caída de los salarios
reales al nivel de subsistencia por la carestía alimentaria se vio reforzada por el encarecimiento en las
rentas de la tierra y por la proliferación arbitrista de figuras fiscales para cubrir las crecientes necesi-
dades de la Hacienda. Las perspectivas de enriquecerse a través de la adquisición de tierras resultaban
más estimulantes que la inversión en modernizar las técnicas agrícolas, en las actividades preindustria-
les o en el comercio; y las rigideces feudales en la transmisión de la propiedad territorial no ayudaban
precisamente a paliar este efecto.
Por el contrario, Inglaterra, Francia y Holanda no pusieron trabas a la salida del oro y de la plata
fuera de sus fronteras. Comprendieron que la riqueza provenía del comercio exterior y orientaron la
colonización hacia la explotación de los recursos naturales para su transformación en la metrópoli. El
temprano desgaste del tradicional modelo socioeconómico feudal en estos países es una respuesta a
los profundos cambios en su estructura productiva durante la era de los descubrimientos. El mercader,
cuya figura ya había sido reivindicada en las ciudades-estado renacentistas, se convertía ahora en cola-
borador activo y asesor de los monarcas de los nuevos estados. La legitimación ética de las actividades
comerciales y financieras se vio además reforzada por el cambio de mentalidad introducido desde las
Reformas protestantes en el siglo XVI, más permisivas en la concesión del crédito con interés. Si la Co-
rona protegía discrecionalmente con subsidios y aranceles los intereses del comerciante, éste reportaría
mayores ingresos al Tesoro e incluso fomentaría el empleo en las manufacturas reales y en los servicios
de tráfico marítimo.

2.3.2. El comercio transatlántico y la explotación colonial

Las distintas formas de explotación colonial respondieron a los resultados de las primeras explo-
raciones, pero también a la composición de la demanda de las respectivas metrópolis. En España y
El inicio del crecimiento económico moderno 69

Portugal, la persistencia de altas tasas de renta condicionó una mayor demanda de metales preciosos y
de producciones de lujo. Sin embargo, en las naciones que experimentaron su transición hacia la agri-
cultura intensiva desde mediados del siglo XVII y apuntaban hacia un despegue demográfico sostenido,
la colonización se orientó hacia la obtención de materias primas y de recursos alimentarios.
El modelo de explotación castellano consistió inicialmente en la conquista, para asegurar los princi-
pales yacimientos de plata y en la implantación de una estructura administrativa y de gobierno virreinal
con dos polos (Perú-Nueva España) que se ampliaría en adelante con los territorios de Nueva Granada
y Río de la Plata. Los principales asentamientos se realizaron en torno a los yacimientos de plata y
azogue y en los puertos de tránsito, para facilitar el traslado de los metales hacia Sevilla. La fuerza de
trabajo era casi exclusivamente indígena y esclava, al menos hasta que en 1530 una encíclica de Cle-
mente VII los redimiese nominalmente de tal condición.
La explotación minera, intensificada desde 1535, declinó en las tres últimas décadas del siglo XVI,
cuando las minas del Potosí (Bolivia) mostraron los primeros signos de agotamiento. Por entonces, el
Potosí era la ciudad más poblada del continente y su actividad movía los engranajes del Virreinato del
Perú. La disminución en el rendimiento de las actividades mineras abrió paso a una segunda etapa de
explotación agrícola extensiva: la encomienda, cedida en propiedad a conquistadores ennoblecidos,
surgía como una traslación del mayorazgo castellano a las tierras americanas y combinaba el cultivo
con la explotación de los recursos del subsuelo. Esta figura dio lugar a la hacienda, desvinculada de la
concesión de nobleza, con una orientación comercial destinada satisfacer la demanda de la metrópoli
de las nuevas producciones americanas.
A pesar de las medidas adoptadas por la Corona para reservarse su mercado colonial, su red co-
mercial era incapaz de cubrir la creciente demanda americana y se vio constreñida a levantar progre-
sivamente el control exclusivo. El final del monopolio de Cádiz quedó sentenciado con la aprobación
de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas. España no recobró el control de su mercado colonial
hasta la década de 1740, tras los esfuerzos de Fernando VI para recomponer la flota comercial con la
fundación de las Compañías de Galicia (1734), La Habana (1740) y San Fernando (1747). Pese a todo,
el monopolio castellano tocaba a su fin. No podía responder por sí solo a la creciente competencia
extranjera. En 1756 la Compañía de Barcelona comenzaba a traficar con las colonias. Entre 1765 y
1778 se abrieron al comercio americano trece puertos peninsulares y dos insulares; veinticuatro puertos
americanos fueron autorizados a comerciar libremente.
El modelo castellano coincide a grandes rasgos con el implantado por Portugal en sus posesiones en
el este brasileño. Sin embargo, los enclaves ultramarinos lusos dispersos en el África Oriental, la India
y el Índico fueron el resultado de su búsqueda alternativa de una Ruta de las Especias. Portugal basó
su explotación en el establecimiento de puestos comerciales protegidos por una armada solvente, del
mismo modo que haría Holanda con escasa posterioridad. Gran Bretaña y Francia, por las razones
expuestas, desarrollaron por su parte un modelo colonial basado en la explotación de recursos natu-
rales para aprovisionar su mercado interior, en el cultivo de sustitutivos del trigo (maíz, mandioca), de
producciones agrarias de alta elasticidad-renta (tabaco, café, cacao) o susceptibles de transformación
con gran valor añadido como la caña dulce, la barrilla… Y el algodón.
El mercantilismo británico, fiel reflejo de las ventajas y las limitaciones de su posición en la carrera
colonial, tiene su forma más primitiva en el “metalismo” o “bullonismo” (de bullion, lingote). Hasta
mediados del siglo XVII, los propios mercaderes ingleses recomendaban estrictas prohibiciones a la ex-
portación de metales preciosos y en el cambio exterior. Consideraban desacertadamente a la especula-
ción como única causa de la inflación. Su primer gran exponente fue Gérard de Malynes, cuya doctrina
fue presentada en la Lex Mercatoria de 1622.
70 Los tiempos cambian. Historia de la Economía

A partir del último tercio del siglo XVII se impone una versión más sofisticada del mercantilismo
británico. Los nuevos asesores de la Corona perseguían una balanza comercial favorable combinando
el proteccionismo con estímulos a la ocupación preindustrial. Alentaban con subvenciones la expor-
tación de acabados, pero también liberalizaban la importación de materias primas extranjeras —algo
impensable hasta entonces— de modo que su elaboración generase más empleo en las manufacturas
y en la protoindustria nacionales. El protagonista de esta transición al “mercantilismo liberal” fue
Thomas Mun, abogado de la Compañía británica de Indias Orientales. Enjuiciado tras perder dos
barcos cargados de metales preciosos, evitó terminar sus días confinado en la Torre de Londres tras
esgrimir una ingeniosa defensa que ha quedado plasmada en La riqueza de Inglaterra por el comercio
exterior (1664). Si entra oro en Inglaterra los precios interiores crecen, las exportaciones disminuyen
y las importaciones aumentan. Por tanto, todo metal precioso que entre en el país saldrá de él tarde o
temprano: atesorarlo carece de sentido. La riqueza sólo puede consistir en el comercio, afirmó, creando
empleo en las manufacturas nacionales. Su argumentación será depurada por la “aritmética política”,
en el origen de la contabilidad mercantil. Un siglo después, David Hume (1755) y Adam Smith (1776)
establecerán los fundamentos que justificarían la práctica del libre comercio como “juego de suma
positiva”.
El pensamiento mercantilista británico y holandés tuvo su reflejo en las prácticas legales y organi-
zativas del comercio a gran escala. Los seguros se difundieron y las compañías mercantiles florecieron
desde el siglo XVII. Los comerciantes diseñaron las chartered companies: compañías de capitales con-
juntos con el aval de la Corona (o del Parlamento, en el caso holandés). Esta fórmula para diversificar
el riesgo las erige en empresas claramente precapitalistas.
Aunque más flexibles que las Casas de Contratación peninsulares, las compañías mercantiles tam-
bién se sometían a la concesión de Cartas reales que autorizaban el monopolio de un área de comercio.
Su reserva de mercado se reforzaba con las Navigation Acts, que prohibían los fletes extranjeros para
el comercio colonial y de tráfico. Estas leyes de navegación respondían a la competencia entre la pio-
nera Compañía Británica de Indias Orientales (1600) y su homónima holandesa (1621). Los conflictos
armados entre ambas potencias fueron recurrentes (1652-54, 1664-67 y 1672-74). El blindaje legal de
las compañías estimuló la construcción naval británica. A finales del siglo XVI, el tonelaje de la marina
mercante inglesa era todavía menor al de la de los Países Bajos. En el XVIII, su tonelaje superaba al de
Holanda, Francia, Suecia y Dinamarca juntos. Las Navigation Acts solo serán abolidas mucho más tar-
de, en 1849, cuando se hicieron incompatibles con las reformas liberales. El ejemplo de estas chartered
companies fue imitado por otras naciones con distinto resultado. Los franceses fundaron la Compañía
de Indias Occidentales, menos exitosa que su rival británica. Algunas, como la compañía de los Mares
del Sur francesa —o ya a finales del siglo XVIII, la insólita experiencia valenciana de la Compañía de
la Virgen de los Desamparados— supusieron sin embargo sonados fracasos.
El comercio triangular británico, desarrollado por esas Compañías e inspirado en el modelo escla-
vista portugués, es una de las claves para entender el despegue del textil algodonero y, por tanto, su pio-
nera Revolución Industrial. Las colonias americanas enviaban alimentos y materiales de construcción
a las Antillas, donde esclavos africanos trabajaban en la caña de azúcar y en el algodón en bruto. Los
productos antillanos, junto al cuero y las pieles americanas, eran trasladados a las islas británicas para
ser elaborados: ron, tejido de algodón, indianas de lana, curtidos y peletería dejaban en Londres todo
el valor añadido del comercio. Una de las condiciones del éxito del tejido de algodón fue la baratura de
sus inputs: el capital no salía de Gran Bretaña y la mayor parte de la fuerza de trabajo era registrada
como “ébano” en un eufemismo contable.
El inicio del crecimiento económico moderno 71

Mapa 2.1
El comercio triangular

Fuente: elaboración propia.

2.3.3. La Revolución Agraria y el inicio de las transiciones demográficas

Los perjuicios de largo plazo de la Revolución de los Precios se neutralizaron definitivamente desde
el momento en que Holanda, Gran Bretaña, Suecia o el norte de Francia comenzaron sus revoluciones
agrarias en el segundo tercio del siglo XVII. Ya hacia 1660 se detectaba un importante aumento po-
blacional en las Provincias Unidas, monarquía de precoz corte parlamentarista, coincidiendo con las
primeras prácticas agrícolas intensivas. Los centros más poblados en Europa se desplazaron del sur al
norte, atravesando un “corredor” desde la Toscana hasta los puertos de Flandes y Zelanda. Flandes
llegó a contar entre 1600 y 1700 con algo más de 100 habitantes por km2 (Amberes y Gante; tras 1609
Ámsterdam y Rotterdam), una densidad sólo alcanzada en el pasado por las ciudades-estado del norte
italiano y por Constantinopla, y que contrasta con su extremo opuesto, Rusia, con apenas 5 habitantes
por km2. La explosión demográfica se observa con escaso retraso en Gran Bretaña, Normandía y el
bassin parisino, precisamente donde se difunden desde inicios del siglo XVIII los avances de la ciencia
agronómica de Jethro Tull, Thomas Hale y Dupuy-Demportes. Durante el Siglo de las Luces, de la Ilus-
tración a la sombra del absolutismo, la expansión demográfica europea se generalizaría en paralelo a la
difusión de las técnicas y de las nuevas formas de propiedad civil de la tierra asociadas a la revolución
agraria.
La ruptura del ciclo maltusiano población-subsistencias y la transición hacia una agricultura inten-
siva de rendimientos crecientes exigieron, en un primer plano, superar el modelo de organización feudal
72 Los tiempos cambian. Historia de la Economía

de la propiedad de la tierra. Solo así se daría un uso más eficiente de la superficie cultivable y se podrían
adoptar cambios técnicos que aumentasen la productividad de los capitales fijos —el instrumental de
laboreo y de suministro de energía— y circulantes (simientes y abonos; crédito agrícola) para beneficio
del arrendatario. Esta condición se cumplió muy tempranamente en Gran Bretaña y será abordada en
el capítulo siguiente, por su relevancia para sentar las bases de la Revolución industrial.
Desde la instauración del sistema parlamentario, la supresión progresiva de los derechos jurisdiccio-
nales en Gran Bretaña dio lugar a la aparición de un colectivo de pequeños campesinos libres (yeomen).
Durante la reforma anglicana (1529-1536) la Corona se apropió de las tierras de la Iglesia católica,
cerca del 25% de la superficie cultivable del país. Una parte fue subastada entre los landlords —la no-
bleza latifundista— y la gentry (baja nobleza, funcionarios y comerciantes). Apenas un siglo después
los realengos menguaban por decisión de Oliver Cromwell, favoreciendo la parcelación minifundista
a favor de los yeomen (1649-1660). Tras la Revolución Gloriosa (1688) la Cámara Baja asumió el
poder legislativo y dio cabida a la gentry y a los grandes mercaderes entre sus escaños. Entre las me-
didas adoptadas, el parlamento autorizó la compraventa de propiedades privadas y estableció unas
condiciones de arrendamiento de largo plazo favorables a los arrendatarios (farmers), que disponían de
iniciativa particular en la elección de los cultivos.
La formación de un mercado de tierra fue decisiva en la reparcelación: los yeomen cuyas pequeñas
propiedades no rendían lo suficiente para garantizar la subsistencia familiar y que no podían soportar
la carga de un crédito agrícola, optaron por venderlas. Las compraron los landlords, la gentry y los
afortunados yeomen con parcelas más productivas. Los terrenos de mediana extensión sustituyeron al
tradicional contraste entre latifundios y minifundios, propio del feudalismo. La gentry, por su parte,
arrendaba sus tierras al nuevo colectivo de granjeros o asumían directamente su función como em-
presarios agrarios (gentlemen farmers). En este sentido, el papel desempeñado por las Enclosure Acts
(actas de cerramiento) es fundamental.
Las primeras actas se dictaron en el ínterin de los Estuardo (1660-1688) para cercar los campos
abiertos de los señoríos y arrebatar a los municipios las tierras comunales de pasto. Sin embargo, adqui-
rieron un sentido muy distinto entre la revolución y 1830. La gentry autorizaba a los farmers para cer-
car las parcelas cedidas en arriendo. El cercado, junto con la cesión de largo plazo del dominio útil del
terrazgo, no hicieron sino alentar un sentimiento de propiedad que incentivaba al cultivador a invertir
en su actividad: introducir la rotación de cultivos, combinar su actividad con la ganadería estabulada y
emplear un instrumental moderno.
La rotación de cuatro hojas supuso un paso adelante frente al cultivo trienal. Daba un uso más
eficiente al suelo cultivable: eliminaba el barbecho y permitía sembrar simultáneamente trigo, trébol,
alfalfa o heno, cebada o avena y nabos en cada cuarto de parcela. Cada especie alimentaba sus raíces en
un estrato diferente, de modo que los nutrientes se recuperaban anualmente sin interrumpir el cultivo.
La abundancia de forrajeras permitió estabular la cabaña, aumentar su número y peso (el ganado bovi-
no lo multiplicó por 2’5 entre 1700-1800 gracias a los avances de cruces animales de Robert Bakewell)
y disponer de suficiente estiércol con que complementar el “abono verde”. El “sistema Norfolk”, em-
blemático de la Revolución Agraria, consiste en la combinación de la rotación de cultivos de cuatro
hojas con la cabaña estante y la granjería, con el uso de caballos de tiro y con el de un instrumental
moderno de laboreo. Entre tales innovaciones figuran el arado de Rotherham y, especialmente, la sem-
bradera mecánica del holandés Jethro Tull. Este sistema integrado de técnicas de cultivo y de organiza-
ción de la explotación agraria se divulgó con la obra agronómica de Charles Townshend, terrateniente
de Raynham Hall (Norfolk).
El inicio del crecimiento económico moderno 73

La Nueva Agronomía pretenderá acercarse a la agricultura desde la ciencia. Incorporará en adelante


avances que incrementarán la productividad del suelo (desecaciones, análisis de las calidades de tierra,
abonos orgánicos alternativos) y difundirá en Europa el cultivo de productos exóticos, como el maíz o
la patata, que se integrarán progresivamente en la dieta básica humana y animal.
La potencial mejora generalizada en la productividad del trabajo agrícola asociada a la introduc-
ción del sistema Norfolk no será evidente hasta el siglo XIX. Pese a todo, los beneficios percibidos por
los gentlemen farmers y el alza de los salarios reales de los granjeros arrendatarios surtieron efectos a
más corto plazo. Estos colectivos, aunque reducidos en número, cultivaban el 60% del suelo británico
en 1800. En su orden de prioridades, el consumo de subsistencia quedó superado y las preferencias
se inclinaron por una vestimenta de mejor calidad, más resistente, más distinguida y, ciertamente, no
demasiado cara en comparación con el tradicional paño. La demanda de tejidos de algodón sería el
estímulo que arrastraría el despegue de la industria fabril ligera.
La Revolución Agraria quebró la dinámica del ciclo maltusiano que había limitado el crecimiento
demográfico. Gran Bretaña contaba con 6’25 millones de habitantes en 1750; 12 millones en 1820 y 18
millones en 1850. Ni siquiera las malas cosechas de 1801-1802 y de 1814-1815 perturbaron la tenden-
cia demográfica alcista, como tampoco los nuevos frenos de las grandes epidemias de viruela y cólera.
La liberalización posbélica de las importaciones de trigo, tratada en el siguiente capítulo, reforzó sin
duda este impulso. Pero es importante observar que la agricultura intensiva —básicamente utilizar más
eficientemente los factores de producción— rompe el esquema ricardiano de distribución del exceden-
te. Las rentas de la tierra ya no pueden determinarse por las diferencias de fertilidad: una tierra poco
generosa puede ser más productiva que la mejor de las parcelas. Si el excedente generado en una tierra
estéril supera el producido en otras de mejor calidad, ¿cómo determinar la parte que corresponde al
terrateniente? El derecho civil de la propiedad de la tierra es consustancial a esta nueva realidad. Si las
rentas se pactan contractualmente antes de las cosechas, todo el sobrante se transforma en beneficios
agrícolas. El arrendatario tiene nuevos incentivos para invertir.
Cultivar intensivamente la tierra significa aumentar la relación capital-trabajo, pero también impli-
ca el incremento en la productividad total de los factores (PTF) por la reorganización de la explotación
y por la revisión del derecho de propiedad. Al aumentar el producto medio por habitante, la oferta de
alimentos crece en mayor proporción que su demanda. Las subsistencias se abaratan; los salarios reales
crecen, permitiendo mantener una elevada tasa de natalidad, mientras la mortalidad cae por la diversi-
ficación alimenticia. Este efecto combinado está en el origen de la transición demográfica. El máximo
crecimiento vegetativo en Gran Bretaña se situaría en torno al año 1850. Desde entonces, el efecto de
los frenos preventivos se intensificó. La tasa de natalidad comenzaría a converger con la de mortalidad
hasta casi igualarse durante la era victoriana.
Desde mediados del siglo XVII se ensanchó la divergencia en los ritmos de crecimiento de los paí-
ses que habían emprendido la modernización de su agricultura y aquellos que quedarían rezagados.
Siguiendo el razonamiento expuesto, el PIB real per cápita parece un buen indicador del ritmo de
crecimiento además de ofrecer, como “variable proxy”, información respecto al progreso de los sala-
rios reales. Su evolución entre 1600 y 1700, según los datos presentados en la Tabla 2.2 para diversas
naciones europeas, revela profundas transformaciones en las economías de Holanda y el Reino Unido,
pioneros de la Revolución Agraria, y anuncia las que sobrevendrán desde finales del siglo XVIII en los
estados alemanes de la esfera prusiana, en Austria, Francia, Dinamarca, Bélgica, Suiza y Escandinavia.
El crecimiento fue muy moderado en Grecia y Portugal, mientras que las economías española y de los
estados italianos parecían estancarse.
74 Los tiempos cambian. Historia de la Economía

Tabla 2.2
PIB per cápita en Europa occidental (en $ 1990 International Geary-Khamis)

1 1000 1500 1600 1700 1820


Alemania 408 410 688 791 910 1.112
Austria 425 425 707 837 993 1.295
Bélgica 450 425 875 976 1.144 1.291
Dinamarca 400 400 738 875 1.039 1.225
España 498 450 661 853 853 1.063
Finlandia 400 400 453 538 638 —
Francia 473 425 727 841 910 1.218
Grecia 550 400 433 483 530 —
Holanda 425 425 761 1.381 2.130 1.561
Irlanda — — 526 615 715 —
Italia 809 450 1.100 1.100 1.100 1.092
Noruega 400 400 610 665 722 1.004
Portugal 450 425 606 740 819 —
Reino Unido 400 400 714 974 1.250 1.756
Rusia — — — — — 751
Suecia 400 400 651 700 750 1.198
Suiza 425 410 632 750 890 —

Fuente: Maddison, A. (2009): Historical statistics of World Economy (1-2008) y Maddison, A. (1995) Monitoring the World
Economy, 1820-1992. OECD, Paris.

En contraste, la Europa oriental, del Elba al Danubio, se mantendría en el feudalismo más férreo.
Desde 1649, la denominada “refeudalización” del Este europeo es la consecuencia del control de la
red comercial por la propia nobleza, bloqueando la innovación en los cultivos por las rentables ex-
portaciones de grano. El monocultivo cerealístico extensivo fue estimulado por la creciente demanda
noratlántica, ahora especializada en producir alimentos de mayor aporte nutricional, y sólo en algunas
regiones septentrionales de Hungría y de la costa báltica surgirán los campesinos independientes. La
figura del negociante sólo se impuso allí en los puertos que conectaban con Flandes: Danzig, Lübek y
los enclaves bálticos con Pedro el Grande.

BIBLIOGRAFÍA

Básica
Berg, M., (ed.) (1995), Mercados y manufacturas en Europa. Barcelona, Crítica.
Cipolla, C.M. (2003), Historia económica de la Europa preindustrial. Barcelona, Crítica.
El inicio del crecimiento económico moderno 75

Complementaria
Hamilton, E.J. (2000 [1934]), El tesoro americano y la Revolución de los Precios en España, 1501-1650, Barcelona,
Crítica.
Kriedte, P. (1989), Feudalismo tardío y capital mercantil, Barcelona, Crítica.
Livi Bacci, M. (1998), Historia de la población europea, Barcelona, Crítica.
Pirenne, H. (2007 [1936]), Historia de Europa: desde las invasiones al siglo XVI, Madrid, Fondo de Cultura Económica.

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