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TEMA 39

LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO LIBERAL Y


PRIMEROS INTENTOS DEMOCRATIZADORES EN LA
ESPAÑA DEL SIGLO XIX

Versión b

Procede de (reordenado):
http://www.artehistoria.jcyl.es/histesp/contextos/6889.htm

Los textos son de Rafael Sánchez Mantero (Fernando VII), Germán Rueda (Isabel II) y
Ángel Bahamonde (Sexenio)

1. El reinado de Fernando VII


El reinado de Fernando VII comprende aproximadamente el primer tercio del siglo
XIX. Se trata de una etapa de la Historia de España en la que tienen lugar
acontecimientos y fenómenos de tanta trascendencia como para situar en su transcurso
nada menos que el paso de una época histórica a otra distinta. Un periodo importante,
bajo el reinado de un monarca, Fernando VII, que no ha sido precisamente destacado
por la historiografía como uno de los reyes más dignos de consideración de nuestra
historia reciente. La forma en la que se produjo su subida al trono, su apego tenaz a la
vieja monarquía absoluta y su desprecio por todas las reformas que aprobaron las Cortes
durante su forzada ausencia en Francia, su sinuosidad ante el triunfo de los liberales en
1820 y su incapacidad para encarar los graves problemas con los que el país tuvo que
enfrentarse en la etapa de la posguerra, no han contribuido a dejar de él una imagen muy
positiva.
En su descargo habría, sin embargo, que señalar que los años que transcurrieron entre su
vuelta a España en 1814 y su muerte en 1833, fueron seguramente los más difíciles de
toda la centuria decimonónica (lo cual es decir mucho). Con un país destrozado por una
guerra terrible, que durante seis años arrasó completamente el suelo peninsular; con un
imperio colonial que consiguió su emancipación por aquellos años, después de una larga
y costosa guerra, y que acarrearía consecuencias incalculables para la economía de un
país ya suficientemente maltrecha; y con una España dividida de forma irreconciliable
entre aquellos que se aferraban a la tradición y los que pugnaban por hacer triunfar las
reformas, era muy difícil gobernar, y así hay que reconocerlo. Pero es que Fernando VII,
ni personalmente, ni a través de la ayuda de sus colaboradores, fue capaz de dar
mínimamente la talla para afrontar todos estos problemas y sacar al país airosamente de
la difícil coyuntura por la que atravesó en estos años iniciales del siglo XIX.

1.1. El fin del Antiguo Régimen


El reinado de Fernando VII coincide casi exactamente con lo que ha venido en
denominarse la crisis del Antiguo Régimen. En el conjunto de la Historia de España,
este periodo tiene una especial significación por cuanto en él se produce la Revolución
que da lugar al paso de una etapa histórica a otra distinta. En efecto, suele señalarse en
esos años el tránsito de la Edad Moderna a la Edad Contemporánea, o en otras palabras,
el paso del Antiguo al Nuevo Régimen.
En realidad, la expresión Antiguo Régimen -como la de Nuevo Régimen- fue impuesta
por la historiografía francesa para realzar la trascendencia del fenómeno revolucionario
de 1789. Se pretendía poner de manifiesto que aquella Revolución que tuvo lugar en
Francia constituyó un hito importante en el proceso histórico, no sólo ya de aquel país,
sino del mundo entero. Y en realidad es cierto que aquellos acontecimientos que se
desencadenaron aceleradamente a partir de la toma de la Bastilla quebraron unas
estructuras sociales, jurídicas, institucionales, y hasta mentales, que habían estado
vigentes durante muchos siglos, y también lo es que tuvieron una gran influencia en el
desarrollo histórico de otros países.
En el caso de España, aunque con algunos años de retraso con respecto a Francia, se
produjo también un tránsito del Antiguo al Nuevo Régimen. Ahora bien, el fenómeno
revolucionario tuvo en nuestro país un carácter distinto al que había tenido en el país
vecino. Aquí fue la invasión napoleónica, junto con otros factores que se vieron
dinamizados a causa de la ocupación de los ejércitos franceses de la Península, los que
posibilitaron esa serie de cambios fundamentales que darían origen a unas nuevas
formas políticas, a una nueva organización de la sociedad e, incluso, a un nuevo
funcionamiento de la economía.
Hasta el estallido de la Revolución, España había sido regida desde el siglo XV por una
Monarquía unitaria y absoluta en la que, en general, se habían respetado los fueros, los
privilegios, las instituciones y las peculiaridades de los distintos reinos que habían ido
configurándose durante la Edad Media. El Rey constituía el poder jerárquico más
elevado después de Dios, y él era en definitiva fuente de toda justicia, de toda
legislación y quien manejaba las riendas del gobierno. El monarca encarnaba la
soberanía de la nación. No obstante, estaba sujeto a una serie de principios que ni él
mismo podía violar, y los tratadistas españoles llegaron a admitir el tiranicidio cuando
se transgredían los presupuestos según los cuales el rey debía buscar el bien de su
pueblo. En el siglo XVIII la Monarquía sufrió algunas transformaciones que
acrecentaron su poder. Por ejemplo, ese exquisito respeto que los monarcas de la casa de
Austria habían mostrado por las peculiaridades de cada uno de los reinos españoles se
trocó en un rígido centralismo. Las instituciones que habían asumido las funciones de
responsabilidad en el gobierno del país y habían permitido una cierta representatividad
del pueblo, desaparecieron o dejaron de funcionar. El principio en el que se basaba el
despotismo ilustrado ("todo para el pueblo, pero sin el pueblo"), define perfectamente el
carácter absolutista que asumió la Monarquía durante el siglo de la Ilustración. De todas
formas, desde el siglo XV hasta el momento de producirse la Revolución, a comienzos
del XIX, España fue regida por una Monarquía que concentraba todos los poderes:
legislativo, ejecutivo y judicial, aunque en determinados momentos los delegase en
organismos más o menos representativos.
En cuanto a la sociedad, el Antiguo Régimen se caracterizó por una profunda
jerarquización. La sociedad estaba organizada estamentalmente, es decir, por grupos o
conjuntos entre los que existía una escasa permeabilidad. La nobleza y el clero eran
grupos privilegiados frente al estado llano, que estaba constituido por la inmensa
mayoría de la población del país. El origen de estas diferencias hay que buscarlo en los
inicios de la Edad Media. Entonces la sociedad se configuró con un cierto carácter de
funcionalidad en la que cada grupo tenía definidos sus obligaciones y sus derechos. La
nobleza era el brazo armado de la sociedad y a ella le correspondía asumir su defensa
cuando era objeto de una agresión por parte de algún enemigo externo. Como
compensación a este servicio, la sociedad tenía la obligación de sostener a la nobleza,

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que estaba exenta de pagar impuestos. El estamento eclesiástico tenía la obligación de
instruir al pueblo, tanto espiritual como intelectualmente, ya que los centros educativos
estaban en sus manos y sus miembros eran los transmisores de la cultura. Pero a cambio
de estas prestaciones, el clero debía ser también mantenido por el pueblo y se le
reconocía el privilegio de no tener que pagar impuestos. Por último, el estado llano, el
tercer estamento, o los pecheros, como también eran denominados en España todos
aquellos que tenían el derecho a ser defendidos y a ser instruidos, a cambio de sostener
con sus contribuciones y sus impuestos a los otros dos estamentos.
Con el paso del tiempo esa funcionalidad de cada uno de los grupos sociales fue
perdiéndose, de tal forma que la nobleza no era ya la que asumía la defensa del conjunto
de la sociedad con la fuerza de las armas, y los clérigos dejaron de tener en exclusiva la
misión de transmitir la enseñanza, la cultura y las ciencias, aunque naturalmente, la
instrucción religiosa y espiritual seguía estando en sus manos. Así pues, el estado llano
no era ya defendido por la nobleza ni instruido sólo por los eclesiásticos, aunque seguía
siendo el único grupo de la sociedad que pagaba impuestos, ya que la nobleza y el clero
se guardaron muy bien de renunciar a sus privilegios.
En lo económico, el Antiguo Régimen en España se definió por un control por parte del
Estado de los resortes económicos del país. Ese control aparecía especialmente claro en
lo que se refería a las relaciones comerciales con América, desde su incorporación a la
Corona en 1492. A partir de aquella fecha se estableció un monopolio en estas
relaciones mercantiles, de forma que todos los productos que se enviaban o que
procedían del Nuevo Mundo, tenían que ser fiscalizados necesariamente por un
organismo creado por el Estado y que se estableció, primero en Sevilla y posteriormente
en Cádiz: la Casa de la Contratación. El dirigismo en la economía se manifestaba
también, por ejemplo, en los gremios. No había libertad de producción, y tampoco de
precios, pues eran esas corporaciones gremiales, fuertemente reglamentadas, las que
marcaban la pauta y fijaban los límites en estas cuestiones. El Estado marcaba los
precios de los productos de primera necesidad y con las tasas sobre los granos trataba de
impedir la especulación en momentos de grave necesidad. En definitiva, esos rasgos de
la economía con los gremios, monopolios, estancos y precios fijos, prevalecieron en
España durante siglos.

1.2. Comienzos del reinado y Guerra de Independencia


Nunca en España se había producido un destronamiento como el que tuvo lugar en
marzo de 1808 en el que el rey Carlos IV fue sustituido por su propio hijo Fernando
después del triunfo de un motín que tuvo lugar ante el Palacio de verano de Aranjuez.
En realidad, el descontento ante la forma de gobierno de Carlos IV y, sobre todo, de su
ministro y favorito Manuel Godoy, venía de más atrás. Carlos IV era un monarca débil,
dominado por su esposa María Luisa de Parma, y ambos por el favorito real, designado
primer ministro en 1792. Su nombramiento puso de manifiesto la fragilidad del sistema
de reformas que se había iniciado durante el reinado anterior y precisamente cuando la
Revolución Francesa comenzaba a dejar sentir su influencia al sur de los Pirineos.
La penetración en España de las ideas revolucionarias fueron impulsadas como
demostró el profesor Pabón- por el proselitismo girondino, y calaron en ciertos sectores
minoritarios de la burguesía radical. El día de San Blas de 1795, un grupo de
revolucionarios intentó dar un golpe en la capital de España. La plana mayor de la
conspiración estaba compuesta por cinco o seis personas, entre las cuales se hallaba el
maestro mallorquín Juan Picornell. Sus fines no estaban muy claros, aunque en un
manifiesto que se distribuyó por las calles de Madrid, figuraba el lema del nuevo Estado
que se pretendía imponer: "Libertad, igualdad y abundancia". No parece, sin embargo,

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que los conjurados quisieran llegar tan lejos como la Convención gala. La conspiración
fue descubierta y sus instigadores fueron apresados y deportados, pero aquellos hechos
ponían en evidencia que el germen revolucionario se había extendido por España.
La trayectoria que esa corriente revolucionaria tomó en los años siguientes no puede
seguirse con nitidez, pero se sabe que a comienzos del siglo XIX empezó a dibujarse un
partido fernandino, como fuerza de oposición al monarca y al que se arrimaron los
descontentos. Ya para 1803 y 1804 se advierten indicios de un plan para cambiar a
Carlos IV por Fernando VII. Para unos sería simplemente un medio de alejar a Godoy,
para otros, la posibilidad de llevar a cabo importantes cambios políticos. Pero la primera
maniobra de la que tenemos datos concretos fue la llamada Conjura de El Escorial, en
1807. Se trató de un intento fallido de sustituir a Carlos IV por el heredero, alentado por
personas del propio servicio palaciego, como el canónigo Escóiquiz, preceptor del
príncipe Fernando.
El último capítulo de lo que podría calificarse como la prerrevolución española
coincidió ya con la invasión napoleónica. La familia real había huido a Aranjuez ante
las alarmantes noticias que llegaban a la capital sobre las intenciones de los supuestos
aliados, los franceses. Godoy había concluido con Napoleón el Tratado de
Fontainebleau, a finales de 1806, por el que se comprometía a ayudar a los franceses en
la conquista de Portugal a cambio del reparto del botín. Sin embargo, cuando las tropas
napoleónicas fueron ocupando el territorio español en su paso hacia Portugal, Godoy
comenzó a sospechar de las verdaderas intenciones del Emperador y tramó la huida de
los reyes a Aranjuez para, desde allí, marchar a Sevilla y Cádiz, desde donde
embarcarían con rumbo a América. La indignación popular por tanta cobardía fue lo que
incitó a la movilización ante el palacio, aunque existen indicios para creer que hubo
elementos de la nobleza descontenta que organizaron y financiaron el golpe, como ha
señalado Martí Gilabert. Lo cierto es que cayó el odiado Manuel Godoy y, como
consecuencia del motín, abdicó el débil Carlos IV. Fernando VII, el Deseado, subía al
trono entusiásticamente apoyado por quienes habían derribado a su padre.

1.3. La España de José Bonaparte


Las intenciones de Napoleón estaban tan claras cuando se produjo la invasión de España
por parte de sus tropas, que sin esperar que los Borbones le cediesen sus derechos al
trono de España, comenzó a buscar entre sus hermanos a un monarca que los
sustituyese. Luis se negó a abandonar el trono holandés que ya ocupaba, y el Emperador
recurrió entonces a José. Previamente convocó en Bayona a una diputación general
destinada a elaborar una Constitución en la que debía basarse la nueva monarquía. Al
parecer, fue Murat de quien partió la idea de reunir una Asamblea en la pequeña ciudad
fronteriza para "fijar las incertidumbres, reunir las opiniones y halagar el amor propio
nacional".
La convocatoria de la Asamblea fue publicada en La Gaceta de Madrid el 24 de mayo
de 1808, y en ella se convocaba a 150 diputados entre los tres estamentos tradicionales:
50 miembros del estamento eclesiástico, entre arzobispos, obispos, canónigos, curas
párrocos y generales de las órdenes religiosas; 51 elementos del estamento nobiliario,
entre los que había grandes, títulos, caballeros, representantes del Ejército, la Marina y
representantes de los Consejos; y por último, 49 representantes del estamento popular,
entre comerciantes y miembros de las Universidades, de las provincias aforadas e
insulares y de las ciudades con voto en Cortes.
La reunión había de tener lugar el 15 de junio, pero al llegar esa fecha muchos de los
diputados convocados no comparecieron. Para entonces, la mayor parte del país estaba
ya en plena guerra y fue imposible llevar a cabo las correspondientes elecciones,

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excepto en aquellas zonas que estaban claramente bajo dominio francés. Finalmente, la
mayor parte de los asambleístas no fueron elegidos, sino nombrados por Murat, la Junta
de Madrid, o el mismo Napoleón. Los representantes que marcharon a Bayona, que
pertenecían a la jerarquía nobiliaria o eclesiástica, estaban dispuestos a colaborar con el
emperador francés y constituían los primeros ejemplos de los afrancesados, que jugarían
un papel importante en la nueva Monarquía.
De los 150 previstos, sólo acudieron en un principio 65 representantes, aunque su
número ascendía a 91 el 17 de julio, fecha en la que terminaron las reuniones. En el
momento de abrirse la reunión, se presentó ante los diputados un proyecto de
Constitución ya elaborado, de tal forma que la misión que se planteaba la Asamblea era,
por una parte, adaptar aquel proyecto a los sentimientos y a las aspiraciones de los
españoles, y por otra darle apariencia de legalidad como documento aprobado por las
Cortes del Reino. Sin embargo, la labor de la Junta se limitó al último de estos dos
cometidos. En realidad, no estaba claro quién había sido el autor del proyecto. El conde
de Toreno creía que había sido un español, sin embargo el estudio que realizó Sanz del
Cid sobre la Constitución de Bayona ponía de manifiesto lo contrario, aunque a juicio
de este historiador, el proyecto sufrió varias transformaciones por parte de algunos
españoles que fueron consultados en la Asamblea.
La Constitución de Bayona, la primera de la larga y variada historia constitucional
española, tiene en realidad el carácter de una Carta Otorgada, puesto que fue el rey José,
de su propia autoridad, quien la decretó. Consta de 146 artículos, repartidos en 13 títulos
que tratan de los siguientes asuntos: I, De la Religión; II, De la sucesión a la Corona; III,
De la Regencia; IV, De la dotación de la Corona; V, De los oficios de la Casa Real; VI,
Del Ministerio; VII, Del Senado; VIII, Del Consejo de Estado; IX, De las Cortes; X, De
los reinos y provincias; XI, Del orden judicial; XII, De la Administración y de la
Hacienda; XIII, Disposiciones generales.
El texto de este documento no es más que una transcripción de disposiciones
entresacadas del derecho constitucional de la Revolución y del Imperio, en la que a lo
sumo se recogieron algunas referencias al carácter y tradición españoles para darle una
apariencia de obra nacional. Establecía un régimen autoritario en el que, a pesar de un
presunto carácter moderado que ofrecía ciertas garantías al ciudadano, seguía siendo el
rey el centro y el resorte de todo el sistema. Ninguno de los demás órganos del Estado
representaba una limitación insuperable a su iniciativa. En definitiva, se trataba de
establecer un régimen en España que, adaptando las formas y las apariencias
constitucionales, fuese adecuado para una enérgica y eficaz acción administrativa. Por
otra parte, mediante este estatuto de Bayona trataban de introducirse tímidamente, sin
grandes audacias, los principios liberales tales como la supresión de los privilegios, la
libertad económica, la libertad individual y una cierta libertad de prensa.

1.4. Las Cortes de Cádiz


La guerra y al mismo tiempo la Revolución. Este es el otro plano, y sin duda el de
mayor trascendencia por su proyección en los años posteriores, que resulta necesario
analizar en este periodo que transcurre entre las abdicaciones de Bayona y la vuelta de
Fernando VII en 1814. Parece obvio señalar que sin guerra no hubiese habido
revolución, o al menos ésta hubiese tomado una forma diferente. Las condiciones
excepcionales que propició un conflicto tan intenso como generalizado, favorecieron el
proceso revolucionario que culminó con la reunión de las Cortes de Cádiz.
El vacío de poder que se originó como consecuencia de la salida del rey legítimo de
España desencadenó un proceso mediante el cual terminarían por asumir el poder unas
instituciones inéditas, surgidas de abajo a arriba, capaces de satisfacer las aspiraciones

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populares que se habían visto defraudadas por la actitud contemporizadora de las
autoridades del régimen con respecto a los franceses. El proceso comenzó con el
nombramiento de una Junta de Gobierno por parte de Fernando VII cuando éste tuvo
que acudir a Bayona para atender a la convocatoria de Napoleón. Dicha Junta estaba
presidida por su tío, el infante don Antonio e integrada por cuatro ministros de su
gobierno. En ella quedaba depositada la soberanía, que no sería capaz de ejercer en los
momentos críticos del dos de mayo.
El Consejo de Castilla, el máximo organismo existente entonces en España, sufrió una
paralela pérdida de prestigio, al no saber tampoco atender las expectativas de la mayor
parte de los españoles que demandaban una actitud firme frente a los invasores, e
incluso una incitación a la lucha armada, sino que por el contrario trataban de transmitir
recomendaciones pacifistas. Tampoco las autoridades provinciales se mostraron
decididas a encabezar el levantamiento contra las tropas de ocupación y así, de esa
forma, se fue produciendo un deslizamiento de la soberanía desde las instancias
superiores hasta el propio pueblo que asumió su responsabilidad mediante la creación de
una serie de Juntas, cuya única legitimidad -como afirma Artola- es la voluntad del
pueblo que las elige.
Por todas partes proliferaron las Juntas, cuya formación y composición se presentan de
forma muy variada. La de Aragón se formó a instancias del general José de Palafox, a su
vez nombrado gobernador por el pueblo de Zaragoza. En Valencia también el pueblo
nombró a un comandante supremo, Vicente González Moreno, quien a su vez creó una
Junta Suprema. En Sevilla, cuando llegaron las noticias de las abdicaciones de Bayona,
a finales de mayo, se constituyó una Junta que, bajo la dirección de Francisco Arias de
Saavedra, antiguo ministro con Carlos IV, se autodenominó Junta Suprema de España e
Indias, y pidió una movilización inmediata de todos los hombres en edad de combatir.
En Soria fue el Ayuntamiento el que creó la Junta, y así en la mayor parte de las
poblaciones más grandes o más pequeñas, se fueron creando estas nuevas entidades
hasta formar un cuadro variopinto y heterogéneo en su composición, con el que
resultaba difícil armonizar esfuerzos contra las tropas invasoras. Se impuso, por ello, la
necesidad de coordinar a las Juntas locales y a las Juntas provinciales, mediante la
creación de una Junta Central para que aunase el esfuerzo bélico y al mismo tiempo
mantuviese viva la conciencia de unidad nacional. La Junta Suprema Central
Gubernativa de España e Indias se instaló en Aranjuez el 25 de septiembre de 1808
cuando, después de Bailén, los franceses trataban de organizar la contraofensiva y era
necesario prepararse para hacerles frente.
Componían la Junta Central 35 miembros iguales en representación. Su presidente era el
conde de Floridablanca, que contaba en aquellos momentos con 85 años y presentaba
una postura muy conservadora. Pero sin duda su elemento más destacado era Gaspar
Melchor de Jovellanos, político y escritor, de un talante reformista moderado, que era
partidario de llevar a cabo algunos cambios en España en el terreno político, social y
económico. Su propuesta era la de crear un sistema de Monarquía parlamentaria de dos
Cámaras, en el que la nobleza jugase un papel de amortiguadora entre el rey y el pueblo.
Excepto estos dos miembros y Valdés, que había sido ministro de Marina con Carlos IV,
el resto de los componentes de la Junta carecía de experiencia en las tareas de gobierno.
La mayoría de ellos pertenecía a la nobleza; había varios juristas y también algunos
eclesiásticos. Aunque no puede establecerse entre ellos ninguna división ideológica, en
su mayor parte eran partidarios de las reformas para regenerar el país. Esta actitud les
granjeó no pocos ataques por parte de las oligarquías más conservadoras y de las viejas
instituciones del Antiguo Régimen. Jovellanos se vio obligado a salir en su defensa
mediante la publicación de una Memoria en defensa de la Junta Central.

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Para resolver el problema de la coexistencia de esta Junta con las provinciales, se
decretó la reducción de los componentes de estas últimas y el cambio de su
denominación de Juntas Supremas por el de Juntas Provinciales de Observación y
Defensa. Asimismo se ordenó su subordinación a la Junta Central, lo que provocó no
pocas protestas por parte de estos organismos locales. En cuanto a las relaciones con las
colonias de América y Filipinas, que mostraron un apoyo entusiasta a la causa de la
independencia española frente al dominio napoleónico, la Junta emitió un decreto el 22
de enero de 1809, mediante el cual se invitaba a aquellos territorios a integrarse en ella
mediante los correspondientes diputados. Aunque este gesto no podría materializarse
debido a las dificultades de la distancia, sí favoreció el hecho de que muchos criollos
enviasen ayuda en dinero para la causa española.
Gran Bretaña, a pesar de la rivalidad que había mantenido con España por el dominio
del océano, mostró también una favorable disposición para ayudarla frente al dominio
de Napoleón, mediante el envío inmediato de hombres y dinero. Las relaciones
diplomáticas entre los dos países se reforzaron por la firma, el 14 de enero de 1809, de
un tratado entre el Secretario del Foreign Office, Canning, y el embajador español en la
corte de San Jaime, Juan Ruiz de Apodaca. En su virtud, Gran Bretaña se comprometía
a no reconocer otro soberano legítimo del trono español que Fernando VII o sus
sucesores.

1.5. La primera restauración


Una vez que Napoleón se dio cuenta de que la derrota era inevitable, trató de negociar
con Fernando VII los términos de la paz, sobre todo porque temía por la suerte de las
tropas que todavía tenía acantonadas en la Península. Pero el monarca español, con esa
ambigüedad que le caracterizaba y de la que ya había dado cumplidas muestras, trató de
evitar la firma de cualquier documento. Por su parte, tanto la Regencia como las Cortes
habían aprobado un decreto el 1 de enero de 1811 mediante el cual se habían
comprometido a no reconocer ninguna decisión del rey hasta tanto éste no se hallase
libre y en suelo español. No obstante, después de realizar algunas consultas, Fernando
se decidió a firmar un tratado ante la posibilidad de darlo por nulo cuando estuviese en
España. El tratado de Valençay se firmó, por tanto, el 11 de diciembre de 1813.
Estipulaba la paz entre las dos naciones, y Napoleón reconocía a su prisionero como rey
de España y disponía la evacuación de las tropas que quedaban al sur de los Pirineos.
Establecía además que el ejército inglés debería abandonar también el territorio español.
Con todo, Fernando podía regresar a España como rey.

1.6. El Trienio Constitucional


El Trienio fue una etapa efímera, pero extraordinariamente densa en sucesos y en
contenido. Los tres años en los que estuvo vigente la Constitución liberal de 1812
constituyen un periodo de extraordinario interés, por cuanto que en ellos se experimentó
por primera vez en la práctica la normativa emanada de las Cortes gaditanas. Hasta
entonces, las reformas aprobadas en su momento por los liberales no habían tenido
oportunidad de verse aplicadas por las circunstancias ya conocidas. ¿Iban a ser estas
reformas suficientes para enderezar el rumbo del país en una situación tan delicada
como era la que existía en aquellos momentos? ¿Iban a secundar unánimemente los
españoles la gestión de los liberales que ahora alcanzaban el poder? Nada de eso. La
puesta en marcha por primera vez en España de un régimen liberal iba a tropezar con
muchas dificultades. A las ya existentes durante la primera etapa absolutista, habría que
añadirle ahora otras nuevas, algunas de las cuales tendrían su origen precisamente en el
propio liberalismo español y en los problemas internos y externos que se derivaron de

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su propia toma del poder. En efecto, las primeras dificultades vinieron determinadas por
la división que se experimentó en el seno de los liberales que habían hecho triunfar la
revolución. El liberalismo español nacía dividido en dos partidos, moderados y
exaltados, cuyo enfrentamiento llegaría a debilitar seriamente al propio régimen
establecido en 1820. Por otra parte, el triunfo del ala más radical del liberalismo
sembraría la alarma de las potencias conservadoras de Europa, que temían por una
nueva expansión del furor revolucionario que tantas guerras y tantos estragos había
causado en el Viejo Continente desde 1789. Tras una serie de congresos, esas potencias
se pusieron de acuerdo para intervenir en España y restaurar de nuevo a Fernando VII
en la plenitud de su soberanía. Junto con estos factores que tuvieron una decisiva
influencia en la caída del régimen liberal, la oposición de los propios elementos
absolutistas, que desde dentro y desde fuera de la Península hicieron cuanto estuvo en
su mano para que fracasase el ensayo constitucional. El enfrentamiento entre los
liberales y los elementos que apoyaban a la monarquía absoluta fue tan grave que daría
lugar a la primera guerra civil española.

1.7. La década ominosa


La caída del régimen liberal puso de manifiesto la debilidad del sistema político que
estaba basado en una Constitución, la de 1812, que si bien se había convertido en todo
un símbolo de las libertades, había mostrado también su ineficacia a la hora de aplicarse
a la realidad concreta de la España de aquellos años. Fernando VII recuperaba la
plenitud de su soberanía y se dispuso a continuar su reinado de una forma similar a
como lo había hecho entre 1814 y 1820. Sin embargo, con el paso de los años, el
gobierno experimentaría una cierta evolución hacia un reformismo moderado que
marcaría una clara diferencia con el periodo absolutista anterior. No es grande la
atención que la historiografía le ha dedicado a estos últimos años del reinado de
Fernando VII, hasta el punto que podría decirse que ésta es su etapa menos conocida. Y
sin embargo, a pesar de que presenta una imagen contradictoria, las transformaciones
que experimentó la administración y la misma política del Gobierno hacen de este
periodo uno de las más interesantes del reinado. En efecto, frente a una labor de
destrucción de todos aquellos logros alcanzados durante el Trienio y frente a la
persecución de quienes habían colaborado con la política liberal, se adoptaron medidas
claramente reformistas, como la creación del Consejo de Ministros, o se promulgaron
leyes de marcado signo liberal, como la Ley de Minas de 1825 o el Código de Comercio
o la concesión a Cádiz de un puerto franco en 1829. De esta forma, los últimos diez
años del reinado de Fernando VII jugarían un papel importante como tránsito entre el
Estado del Antiguo Régimen y el Estado liberal, que acabaría imponiéndose después de
la muerte del rey.
La segunda restauración de la Monarquía absoluta comenzó antes de la salida del rey de
Cádiz a primeros de octubre de 1823. El gobierno nombrado por la Regencia instaurada
por Angulema y que presidía el duque del Infantado destituyó, mediante una Ordenanza
de 9 de abril, a los Jefes Políticos, Alcaldes y Ayuntamientos constitucionales y
restableció en sus puestos a las autoridades existentes en 1820. Al mes siguiente se
restauró el Consejo Real, así como otras instituciones que habían sido suprimidas
durante el Trienio. A esas viejas instituciones se unieron otras nuevas entre cuyos
objetivos estaba el de llevar a cabo una represión sobre quienes habían detentado
algunas responsabilidades en la etapa anterior, como el Ministerio del Interior o la
Superintendencia de Policía. El rey por su parte, cuando desembarcó en el Puerto de
Santa María, procedente de Cádiz, y se vio libre del control al que lo habían tenido
sometido los liberales, olvidó sus promesas de perdón y declaró que "Son nulos y de

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ningún valor todos los actos del gobierno llamado constitucional (de cualquier clase y
condición que sean) que ha dominado a mis pueblos desde el día 7 de marzo de 1820
hasta hoy, día 1° de octubre de 1823, declarando, como declaro, que en toda esta época
he carecido de libertad, obligado a sancionar leyes y a expedir las órdenes, decretos y
reglamentos que contra mi voluntad se meditaban y expedían por el mismo gobierno".
Esta actitud ampararía la persecución de que serían objeto los liberales más conspicuos.

1.8. Economía del reinado de Fernando VII


Cuando se estudia el reinado de Fernando VII se olvida con frecuencia la enorme
dificultad económica en la que se desenvolvieron los políticos y los gobernantes de la
época, tanto absolutistas como liberales. Para comprender en toda su dimensión este
difícil periodo de nuestra Historia es menester tener en cuenta la ruina total en la que
cayó el país, porque de lo contrario acabaríamos por achacar únicamente a los cambios
políticos, o peor aún, a la incapacidad de los dirigentes, o a su torpeza, todas las
calamidades por las que atravesó España durante el primer tercio del siglo XIX.
Los últimos años del siglo XVIII contrastan considerablemente con la tendencia
económica general que se había seguido, al menos, desde 1750. Las guerras y las
revoluciones finiseculares provocaron una crisis económica. Esta crisis se caracterizó
por tres factores esenciales: a) por la sobreabundancia del crédito y de la circulación
fiduciaria; b) por la gran subida de precios; y c) por la insuficiencia del presupuesto para
atender a los gastos.
La subida de precios produjo en un principio un proceso expansivo. Benefició a los
grandes propietarios que tenían acceso directo a la producción de sus tierras. Por su
parte, los que las tenían arrendadas, trataron de subir las rentas a sus colonos. Los que
verdaderamente salieron perjudicados fueron los jornaleros. En el sector urbano, la
inflación benefició a pocos y perjudicó a la mayoría, porque los productos alimenticios
se encarecieron más que los manufacturados. Los funcionarios y todos aquellos que
recibían un salario fueron los que más perdieron.
Pierre Vilar pretendía demostrar que lo que ocurrió a finales del siglo XVIII no fue un
fenómeno de inflación, sino más bien de exceso de crédito. Pero para muchos efectos
viene a ser lo mismo. Abundaba el dinero y escaseaban los fondos del erario público.
Las grandes monarquías de Occidente padecían una escasez de numerario cada vez
mayor, sobre todo a causa de las guerras, y arbitraron como solución de urgencia la
emisión de papel de deuda. Una solución hubiese sido la de aumentar los ingresos del
Estado mediante la reforma del sistema fiscal. Pero esa medida tropezó en España con
la oposición de la Corona, que se negaba a tomar en consideración una reforma que
estuviese basada en la nivelación de los reinos y las provincias privilegiadas y en la
eliminación de las exenciones de la nobleza y del clero. Así es que los ministros de
finanzas se decidieron por la medida más fácil de emitir vales reales, y más tarde
decretaron la circulación obligatoria de ese papel con una función más o menos parecida
a la de nuestro papel moneda.
La emisión de papel se produjo en Francia, en forma de los famosos "assignats", y
también en Gran Bretaña. En España, como en estos países, se recurrió a la misma
medida. Para atender a los gastos provocados por la intervención en la guerra de la
Independencia de Estados Unidos de América, Carlos III emitió entre 1780 y 1782 vales
por un valor total de 450 millones de reales. Carlos IV emitió vales en 1795 por valor de
963 millones para hacer frente a los gastos de la guerra de la Convención, y en 1799,
autorizó una nueva emisión de 796 millones, a raíz de la reapertura de hostilidades con
Gran Bretaña. Sin embargo, estas medidas, que no solucionaron la penuria de las arcas
reales, contribuyeron a acelerar la desconfianza de los tenedores, que advirtieron la no

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convertibilidad del papel, y aceleraron el proceso inflacionario.
La curva de precios en España alcanzó su punto máximo en 1799, año en el que el
índice, con base 100 a comienzos del siglo XVIII, llegó a tener el valor de 198. Durante
los primeros años del siglo XIX, los precios siguieron creciendo hasta alcanzar un
índice de 221 en 1812. Además de la indiscriminada emisión de los vales y sin descartar
las razones climáticas de sequía y heladas, que sin duda jugaron un papel relevante en
esta carestía y de las cuales existen abundantes testimonios contemporáneos, no
podemos dejar de lado las consecuencias de las guerras, ni la muy importante de la
emancipación económica de América. Esta tuvo lugar años antes de que las colonias
obtuviesen su emancipación política y se produjo como consecuencia de la
imposibilidad de que España pudiese abastecerlas a causa de la guerra con Inglaterra. El
18 de noviembre de 1797, Carlos IV se vio obligado a emitir el decreto de Libre
Comercio de las colonias con los países neutrales, que autorizaba a sus posesiones
ultramarinas a comerciar directamente con los países que no intervenían en la guerra.
Las colonias se dieron cuenta que la ruptura del monopolio les permitía un mejor
comercio con otros países -sobre todo con los Estados Unidos- y un más rápido y más
barato abastecimiento, con lo que se resistirían a volver al antiguo sistema una vez
vuelta la normalidad. En efecto, España ya no pudo dar marcha atrás a esa medida y
desde entonces se puede decir que perdió ese mercado trasatlántico que había sido una
de las bases fundamentales de la riqueza económica de la Monarquía durante siglos. La
falta de salida para los productos manufacturados, las consiguientes quiebras de fábricas
y talleres y la falta de trabajo, afectaron sin duda al fenómeno de la inflación. El nuevo
siglo comenzaba con graves problemas económicos que no harían sino agravarse en los
años siguientes.

1.9. Población y sociedad del reinado de Fernando VII


Según una de las estadísticas mas fiables de la época, como era el llamado Censo de
Godoy de 1797, la población española ascendía, a fines del siglo XVIII, a diez millones
y medio de habitantes. El recuento de población de 1822 nos proporciona una cifra de
11.661.867 habitantes para toda España, y en 1834, es decir al año siguiente de la
muerte de Fernando VII, la población española había alcanzado los 12.162.172
habitantes.
Miguel Artola cree que a estas tres evaluaciones hay que aumentarles en un diez por
ciento al menos, puesto que de no hacerlo el perfil demográfico resultante sería
demasiado sorprendente para cualquier proceso poblacional, no en lo referente al ritmo
de crecimiento del primer tercio del siglo XIX, sino en relación a la distancia existente
entre estas cifras con las del periodo anterior y, sobre todo, con el periodo posterior. Lo
que trata de corregir con esa matización es que unas cifras tan bajas entre 1797 y 1834
no produzcan un salto tan brusco con las que hay que aceptar a partir de 1860 y que por
consiguiente no haya que admitir una tasa media de crecimiento anual intercensal tan
elevada, que estaría alejada de la realidad.
Teniendo en cuenta estas cifras, parece que el primer tercio del siglo XIX puede
definirse como un tramo cronológico en el que la población muestra un comportamiento
dubitativo dentro de un proceso general de crecimiento que puede haberse acelerado
después de la última epidemia de cólera que se registró en 1833. La explicación de este
fenómeno habría que centrarlo en tres causas fundamentales: la Guerra de la
Independencia y sus efectos; las consecuencias de las epidemias de 1800, 1821 y 1833;
y la incidencia de las guerras civiles entre 1814 y 1823 y posteriormente en 1827.
De todas formas, la utilización de los datos oficiales no permiten realizar muchas
precisiones sobre el comportamiento demográfico de este periodo. Sería necesario

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disponer de las suficientes gráficas de nacimientos-bautismos y de defunciones-
entierros para obtener un panorama mucho más claro del crecimiento de la población.
Se han realizado estudios en este sentido en Cataluña, Galicia y Andalucía, pero sus
resultados no son suficientes para aplicarlos al total de la nación.
En todo caso, lo que hay que tener en consideración es que en esta etapa la población
española era mucho más reducida que la de los países de su entorno, cosa que llamaba
la atención de los extranjeros. Según los datos que recogió el diplomático francés
Boislecomte, los Países Bajos contaban con 4.659 habitantes por milla cuadrada en
1825, Gran Bretaña 3.875, Francia 3.085 y Portugal 1.815; España sólo tenía 1.636.
Una de las cosas que también podía sorprender a los visitantes extranjeros era la
concentración de la población en grandes núcleos urbanos y la inexistencia de grandes
casas de campo o de castillos. Entre las grandes ciudades que destacaban por su
población en esta época estaban Barcelona, con 120.000 habitantes; Sevilla con
100.000; Valencia con 82.000; Granada con 80.000; Málaga con 70.000; Cádiz con
53.000; Córdoba con 47.000; y Zaragoza con 40.000. La capital, Madrid, superaba ya
los 200.000 habitantes, y aunque su población seguía creciendo, no parecía tener a los
ojos de algunos observadores, como el diplomático francés citado anteriormente, la
influencia que en otros países tenía la capital sobre el resto del país.

Cada apartado tiene, a su vez, un amplio desarrollo. Bibliografía sobre este


reinado en:
http://www.artehistoria.jcyl.es/histesp/contextos/6943.htm

2. El reinado de Isabel II
El reinado de Isabel II, entre 1833 y 1868, es un periodo complejo y no demasiado
estudiado, especialmente por comparación con otras etapas de la Historia de España. Es
ciertamente una etapa convulsa, marcada por conflictos constantes en lo político, donde
fuerzas enfrentadas -carlistas y cristinos, tradicionalistas y liberales, moderados y
progresistas, clericales y anticlericales, republicanos, obreristas, etc...- pugnan por
establecer un modelo político acorde con sus intereses y programas. La monarquía
borbónica aparece cuestionada, en parte por el recuerdo de la figura muy denostada de
Fernando VII, en parte por la propia reina Isabel y su camarilla palaciega, cuyos
comportamientos -reales o figurados- son objeto de una honda crítica moral.
En lo económico, España a muy duras penas se sube al carro de la industrialización,
vigente en el resto de Europa. El atraso a todos los niveles -demográfico, tecnológico,
financiero, educativo,...- con respecto a países como Inglaterra o Francia, hace que a
España lleguen de manera tardía los influjos de la industrialización y que, cuando
lleguen, sea de la mano de inversores o compañías extranjeras, beneficiadas por las
generosas subvenciones y ventajas fiscales que los gobiernos se ven obligados a
conceder ante la extrema penuria de las arcas de la Hacienda española. Aún así, la
evolución, aunque lenta, es constante, y a España llegan las ventajas del ferrocarril, de
los avances en materia sanitaria, de la urbanización de las ciudades, etc.
En lo social, el reinado de Isabel II es un eslabón más en un proceso que va ocurriendo a
lo largo de todo el siglo XIX: la encumbración de la burguesía comercial y financiera
como clase dominante. Los privilegios de que gozaban en el Antiguo Régimen
estamentos como el nobiliar o el clerical son ahora reducidos o directamente
eliminados, como ocurre con los procesos de desamortización o con la obligatoriedad
del pago de impuestos. La industrialización, aunque incipiente aun, trae consigo el
surgimiento de una nueva categoría o clase social, la clase obrera, que será a partir de

11
ahora un factor a tener en cuenta en las nuevas relaciones sociales y políticas.

2.1. Demografía y sociedad


El comportamiento social y demográfico de los españoles en los tres primeros cuartos
del siglo XIX es más parecido a la segunda mitad del siglo XVIII que al siglo XX. Se
apunta una fase de transición en la que todavía hay algunos rasgos propios de las
sociedades del Antiguo Régimen.
La población del Antiguo Régimen se caracterizaba por tasas de natalidad y mortalidad
muy cercanas entre sí, lo que llevaba a un crecimiento natural muy débil o incluso, en
algunos períodos, a retrocesos como consecuencia de catástrofes demográficas
producidas, fundamentalmente, por epidemias de enfermedades infecciosas o hambres
colectivas en malos años de cosecha.
En España (si exceptuamos zonas concretas, como parte de Cataluña y Baleares) la
transición demográfica se dio durante el siglo XIX de un modo imperfecto, sobre todo
por las altas tasas de mortalidad sólo superadas en el continente por Rusia y algunas
zonas del Este europeo. Aun así, la tasa de mortalidad había descendido relativamente
en comparación con las tasas propias del Antiguo Régimen. Será ya en el siglo XX
cuando desciendan bruscamente.
El crecimiento de la población fue posible por el mantenimiento de unas tasas de
natalidad bastantes altas durante el siglo XIX, aunque también habían decrecido
relativamente. Al tiempo, en la misma centuria, hubo un paulatino y leve descenso de la
mortalidad relativa a causa sobre todo de mejoras higiénicas y médicas, aunque
esporádicamente la sociedad tuvo que sufrir crisis más propias del Antiguo Régimen
como las epidemias de cólera y las hambrunas, fenómenos analizados por Antonio
Fernández (1986). Las primeras produjeron en 1834, 1855, 1865 y 1885 unas 800.000
víctimas mortales. Las segundas, que se pueden datar en torno a 1817, 1824, 1837,
1847, 1857, 1867 y 1877 según la cronología elaborada por N. Sánchez Albornoz,
producen una mortalidad difícil de calcular, elevada en cualquier caso. La mortalidad
infantil, uno de los indicadores que reflejan los cambios o persistencias del modelo
antiguo, disminuyó pero se mantuvo en niveles aún muy altos.
Hay que tener en cuenta que, en buena parte de los países del mundo occidental, el
aumento demográfico fue unido a un proceso previo o paralelo de modernización
económica. En España éste fue más lento que aquél. La consecuencia inmediata será el
desequilibrio entre recursos y población, que impulsará a la emigración, especialmente a
partir de la segunda mitad del siglo XIX.
En el reinado de Isabel II podemos distinguir dos etapas en cuanto al aumento de la
población, tomando como referencia el promedio anual de crecimiento. En la primera,
entre 1834 y 1860, el porcentaje medio de crecimiento anual fue del 0,56%; en la
segunda, entre 1860 y 1877, el porcentaje fue del 0,36%.
Asistimos pues a una fase de mayor crecimiento entre 1834 y 1860 que entre 1860 y
1877 con porcentajes en esta última parecidos a las primeras décadas del siglo. Sobre la
relación entre crecimiento económico y demográfico durante el siglo XIX, ha habido un
debate historiográfico que se puede resumir en las posturas de J. Nadal y V. Pérez
Moreda. Para el primero, el crecimiento demográfico en este período constituye una
falsa pista, si se toma como indicador de los cambios económicos del país. El
crecimiento demográfico, al menos hasta mediados del siglo XIX, no estuvo
relacionado con ningún tipo de modernización industrial de la economía del país y
responde más bien a mayor producción de alimentos por extensión de los cultivos y a
cambios políticos que pudieron convivir con una economía de tipo antiguo. Pérez
Moreda entiende que hay una relación mutua. La extensión y diversificación de los

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cultivos y las medidas que lo permitieron (reformas liberales que afectaron a la tierra y
los impuestos como el diezmo), efectivamente, ayudaron a sostener el ritmo de
crecimiento de la población, pero justamente se dieron en gran medida como una
primera respuesta ante un problema de presión creciente de la demanda de alimentos
motivada por el aumento demográfico. Parece evidente, en mi opinión, que no hay un
automatismo entre cambios económicos y demográficos o viceversa, aunque casi
siempre mantienen una cierta relación.
Otro aspecto a considerar es la desigual distribución geográfica de la población que
tenderá a una dualidad por un lado, entre el centro y la periferia, y, por otro, entre el
Norte y Sur. Una constante en la edad contemporánea española -aunque se inicia en el
siglo XVIII- es la corriente centrífuga. Dentro de la periferia, hay que destacar una
mayor vitalidad natural y capacidad de atracción de población en las regiones del norte.
El motivo fundamental es un desfase entre ambos conjuntos regionales. La periferia, y
especialmente el Norte, tenía una economía más fuerte, un mayor grado de desarrollo y
ello afecta, lógicamente, a los cambios sociales y a la demografía.
Ya en siglo XVIII el número de habitantes es mayor en la periferia -sobre todo en el
Norte- a pesar de su menor extensión, lo que se acentuará a lo largo del período
contemporáneo, por causas diversas entre las que destacan:
- Crecimiento económico mayor y más sostenido de diversas zonas costeras, con
menores fluctuaciones de los abastecimientos alimenticios y de los precios, lo que
supone una menor incidencia de las crisis de subsistencias, como puso de manifiesto
Gonzalo Anes.
- Mayor crecimiento biológico por un mayor descenso de los índices de mortalidad,
debido, entre otros motivos, a las causas anteriores. Como han puesto de manifiesto los
estudios de Nicolás Sánchez Albornoz, en torno a 1870 el saldo vegetativo era
considerablemente más elevado en la mayor parte de las provincias de la periferia,
especialmente en el Norte, que en las del interior. En líneas generales, las provincias del
interior crecen vegetativamente entre un 2 y un 7 por mil anual, las periféricas
mediterráneas alrededor de un 10 por mil y la fachada norte entre un 11 y 13 por mil.
Canarias, un caso excepcional, crece casi un 22 por mil. Tomando otros indicadores, por
ejemplo la tasa media de las décadas de los cincuenta a los setenta, varían los
porcentajes pero a grandes rasgos se mantienen las diferencias de población. Si bien
zonas, como Extremadura, debido a su alta tasa de natalidad mantienen una crecimiento
vegetativo bastante alto hasta los años cincuenta (8,4 por mil) para descender desde
entonces: 5,2 por mil hasta 1900.
- Despoblamiento o estancamiento de muchas ciudades del interior con bastante
vitalidad en la Edad Moderna. Algunas de estas pérdidas fueron espectaculares. Casos,
por ejemplo, de Segovia, Toledo o Medina del Campo. Emigración interna del centro a
la periferia (salvo enclaves como Madrid y algunos menores como Valladolid) y
especialmente a las regiones industriales del Norte.

2.2. Cultura, saber y diversiones


Entorno al comienzo del siglo XIX, el porcentaje de los analfabetos era
aproximadamente del 94%, al final de la década de 1850, el 80% en números redondos,
y algo más del 75% en 1877.
El descenso porcentual fue considerable. Especialmente en los primeros cincuenta años
del siglo, es más importante de lo que a primera vista podría parecer porque se ha
producido un crecimiento demográfico ya significativo de por sí.
Una disminución de casi un 19% significaba un enorme avance. Es decir, en sólo siete
décadas el analfabetismo se había reducido muchísimo más que en siglos. Entre 1860 y

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1877 tenemos datos para afirmar que el analfabetismo decreció en mayor medida entre
las mujeres que entre los hombres.
Aproximadamente por cada 77 varones que se alfabetizaron lo hicieron 100 mujeres. A
este ritmo, que se mantuvo durante algunas décadas, la igualdad en este punto era sólo
un problema de tiempo.
El grado de alfabetización era mayor en el norte del Duero (excepto Galicia). Parte de
Castilla la Nueva, Castilla la Vieja, Asturias, las provincias vascas y Navarra eran las
provincias con menor número de analfabetos. Por el contrario, la mayoría de las islas
Baleares y Canarias, Andalucía, Extremadura, Galicia y parte de Aragón, Cataluña,
Castilla la Nueva y Levante tenían más analfabetos proporcionalmente respecto a la
población.
El analfabetismo era mayor en medios rurales que urbanos. En 1860 el porcentaje de
alfabetizados era de casi el 34% en las capitales de provincia, una proporción mucho
más elevada que en los pueblos.
En comparación con otros países, la España de los años setenta estaba muy lejos del
grado de alfabetización de la mayoría de los países occidentales americanos o
centroeuropeos, por ejemplo Bélgica y Austria rondaban el 50%, y se encontraba en una
media de los países mediterráneos, flanqueado por Italia, con un porcentaje algo mayor
que España, y Portugal, con un porcentaje algo menor.
El descenso de analfabetismo fue, en parte, fruto de las escuelas dominicales y otras
acciones privadas de educación de adultos. El esfuerzo fue notable en el mundo urbano.
Sin embargo, la disminución del analfabetismo se produjo con la relativa extensión de la
enseñanza primaria.
Los principios de universalidad, obligatoriedad y gratuidad que asumieron las Cortes de
Cádiz para la enseñanza primaria de los niños no pasó de una buena intención. El
número de analfabetos da idea clara de hasta qué punto se incumplió dicha obligación
durante todo el siglo XIX.
Lo primero que faltaban eran escuelas. Hasta 1838 no se dinamizó la creación de
escuelas.
La enseñanza primaria, entre 6 y 9 años, según la ley de 1857, se ajustó algo más a la
realidad: era obligatoria, pero no gratuita. A la altura de la promulgación de la ley, el
número de escuelas, con ser insuficiente, había crecido. Había más de 16.000 en toda
España. Entre éstas había gran variedad: unas tenían edificios, mejores o peores,
mientras que otras se situaban en los pórticos de las iglesias, donde los niños tenían que
soportar las inclemencias del tiempo. Las escuelas de niños eran mucho más numerosas
que las de niñas. En algunas regiones, la proporción era de diez a una. En relación al
número de habitantes, eran más abundantes en las ciudades que en los medios rurales y
en las regiones de la mitad norte que en el sur. Las escuelas se diferenciaban en privadas
y públicas. Estas últimas eran superiores, completas, incompletas y temporales.
Las capitales de provincia y las poblaciones con más de 10.000 habitantes debían
disponer de una escuela superior. Las poblaciones de más de 500 habitantes estaban
obligadas a sostener una escuela elemental completa de niños y otra de niñas. Los
pueblos con menos población podían agruparse para crear una escuela completa y, de no
ser así, debían tener su propia escuela incompleta o, al menos, de temporada.
La falta de asistencia a la escuela dependía de muchos factores:
- La situación socio-cultural era el más importante de ellos. Si bien la oferta de plazas
escolares era insuficiente, para una población infantil que, teóricamente, podría asistir a
la escuela el principal problema en buena parte de España era la falta de una demanda
por parte de los padres, que no alcanzaban a entender la importancia de la instrucción
primaria para sus hijos o, sencillamente, creían que, como ocurrió durante siglos y

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siglos, tal nivel de formación no le correspondía a su categoría social.
- No era el menos importante el hecho de la escasez de escuelas. Además de las
privadas, existía un número variable de escuelas públicas que, de acuerdo con la Ley de
1857, dependía de los ayuntamientos a todos los efectos. A pesar de todos los
problemas, el número de escuelas, tanto públicas como privadas, creció. Sin embargo, la
distribución de las escuelas era muy desigual en el territorio español. Como sugiere
Reher, comentando el Censo de 1887, la propia Ley Moyano disponía una escuela por
cada pueblo, pero la segunda y siguientes escuelas se establecerían por cada cierto
número de habitantes, de tal manera que el tipo de poblamiento de la España latifundista
o minifundista, basada en grandes y pocos poblachones o en población dispersa, tenía
un menor número de escuelas que la España de la meseta y del noreste, con muchos y
pequeños pueblos. Ello se venía a sumar a una estructura social del sur poco propicia a
la escolarización, como acabamos de ver. Las ciudades tampoco estaban muy
favorecidas por esta medida. Salvo en los barrios de clases medias, que contaban con
suficientes escuelas privadas, la mayoría de la población urbana tenía una carencia de
escuelas públicas. La falta de escuelas y de demanda de las mismas se conjugaron para
que, en los años setenta y ochenta del siglo XIX, en las grandes ciudades, una mitad de
la población infantil o no estuviera escolarizada o tuviera una asistencia muy irregular.
En general, la calidad de la enseñanza era baja, como lo eran los sueldos de los
maestros, que frecuentemente se dedicaban a otras ocupaciones (cura, barbero,
secretario, etc.), lo que estaba admitido en la Ley Moyano, siempre que no perjudicara
el ejercicio de la enseñanza (art. 174).

2.3. Economía en el reinado de Isabel II


A pesar de que los cálculos sobre las series de grandes magnitudes económicas no son
del todo fiables, las elaboraciones que se han hecho en los últimos años nos orientan
hacia un crecimiento acumulativo anual en torno al 0,75% entre 1830 y 1913. Sin
embargo, este índice no es igual para el conjunto de la cronología. Leandro Prados ha
calculado un índice de la Renta Nacional que muestra un crecimiento anual de algo
menos del 0,4% en el período 1832 a 1860, un 0,7% entre el último año y 1888.
Durante los mismos años, los países anglosajones y Francia aumentaron el producto real
por habitante a un ritmo superior al español, lo que hace que aumente una diferencia que
ya era considerable a principios del siglo XIX. Italia y Portugal, el primero con una
economía ligeramente superior a la española y Portugal con un índice inferior,
evolucionan de una manera parecida a la española.
Sumida en un largo bache, la economía española comienza la expansión en torno a
1825. Efectivamente, la última década del reinado de Fernando VII es un período de
depresión con síntomas de mejora. Esta fue posible gracias a una serie de
circunstancias: las medidas de López Ballesteros, el acercamiento de éste a las posturas
de la burguesía industrial barcelonesa y el agrupamiento de algunos financieros y
hombres de negocios, una nueva generación de unos pocos empresarios, unida a la
existencia de los emigrados políticos españoles (afrancesados y doceañistas liberales),
algunos de los cuales, como Calero y Portocarrero, colaboraron en esta tarea. Todo ello
estimula el cambio hacia un nuevo marco jurídico que permita el desarrollo económico:
Ley de minas (1825), Arancel (1826), Patentes (1827), Código de Comercio de Sanz de
Andino (1829), Bolsa de Madrid (1831).
La documentación de la Junta de Comercio y Moneda en el Archivo General de
Simancas nos da a conocer cierta actividad para incorporar la tecnología, que por
entonces se está empleando en los países más avanzados de Europa, a la actividad
económica española. Fruto de ello será, por ejemplo, la introducción del vapor en 1832

15
en la fábrica barcelonesa de Bonaplata y Cía.
El régimen que sucede a Fernando VII continúa y profundiza una política económica de
tipo liberal (iniciada en parte hacia 1826) que, como afirma Artola, aunque no dará sus
frutos económicos de manera inmediata, va a suponer el comienzo de una nueva época
económica.
Entre 1833 y 1843 se incrementa la producción agrícola (cereales sobre todo) y crece la
población, lo que supone el aumento de la capacidad de consumo.
Desde 1832 la industria textil algodonera prospera, como ponen de manifiesto las cifras
de importaciones de algodón, aumentan los puestos de trabajo en la industria y en la
construcción (paralela al crecimiento de las ciudades) y se produce un desarrollo lento
de la industria siderometalúrgica (Cataluña, costa andaluza, Asturias, Vizcaya).
Una crisis (1843) cierra el ciclo decenal 1833-1843. Los precios descienden al nivel más
bajo del siglo, las importaciones de algodón se reducen al 70% y las exportaciones de
plomo conocen un descenso similar. Esta crisis crea un clima favorable a la caída del
Gobierno progresista (Espartero), aunque no es la causa principal.
El segundo ciclo decenal coincide con la década moderada, en la que se da una relativa
expansión industrial con las empresas ferroviarias y una intensificación de las
explotaciones mineras. Es la época del inicio de los altos hornos vizcaínos y asturianos
y la continuación de los andaluces y catalanes. Se consolida una burguesía con la
acumulación de beneficios por empresarios audaces, en algunos casos muy relacionados
con el Gobierno, como el Marqués de Salamanca. Se crean las primeras empresas
bancarias modernas (Banco de Barcelona y Banco de Isabel II).
A todos estos factores hay que sumar una oleada de euforia económica internacional que
llevará al boom de 1846 en el mundo occidental, que en España se reflejará en 1847.
Durante los cinco años siguientes el marasmo económico será consecuencia del clima
inflacionista que había alcanzado sus cotas más altas en 1847. Las importaciones de
algodón descienden a niveles mínimos, así como las exportaciones de metales y vinos.
No obstante, comienzan a llegar capitales extranjeros. Entre 1854 y 1866 se produce un
ciclo alcista que descansa sobre cuatro soportes básicos:
- Expansión del comercio exterior.
- Llegada masiva de capital extranjero como consecuencia de la puesta en marcha de la
red ferroviaria y explotación intensiva de yacimientos mineros, seguros, banca,
servicios e incluso en la financiación de la Deuda Pública.
- Desarrollo de un mercado de consumo interregional.
- Expansión del cultivo de cereales.
En 1863 la economía se encuentra eufórica. Sin embargo, en 1864 se notan los primeros
síntomas de la crisis. La Guerra Civil norteamericana paraliza las importaciones de
algodón y en 1865 se produce un crack financiero en medios internacionales. Ambos
aspectos influyen en los núcleos industriales textiles, siderúrgicos y ferroviarios. En
España, especialmente en 1866, la crisis afecta a los centros comerciales y financieros
(Madrid, Barcelona, Cádiz, Valladolid) e influye en el resto de España. Se restringen
créditos y aparece la crisis social.
Según Vicens Vives y N. Sánchez Albornoz, la crisis de 1866 será un factor principal de
la revolución de 1868. Artola y Jover mantienen que la intensidad de la crisis y la
influencia en la revolución no fue tan grande.

2.4. Poder, política y políticos


El mundo político de Madrid muy vinculado a la prensa y a las tertulias y asociaciones
como el Ateneo y la Sociedad Matritense, estaba compuesto por presidentes del consejo,
ministros, secretarios de ministerio, altos funcionarios y diputados más o menos

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habituales con un peso especial. Casi todos ellos fueron intercambiables en sus puestos
y los ocuparon alternativamente o incluso al mismo tiempo.
El poder ejecutivo, o lo que propiamente se llama gobierno, se componía de seis, siete u
ocho secretarías de despacho (ministerios), que se fueron fijando a lo largo del siglo
XIX, formalmente nombrados por la Corona, con mayor o menor influencia de partidos
o espadones militares. Todos los ministros reunidos formaban el Consejo de ministros,
cuyo presidente era quien el rey designara al efecto, con frecuencia vinculado al
Ministerio de Estado, o bien otra persona que ocupaba específicamente tal cargo. Las
carteras fueron las de Estado (relaciones exteriores), Gracia y Justicia (Justicia, asuntos
eclesiásticos, nobleza y, durante un tiempo, la enseñanza), Hacienda, Fomento
(comercio, agricultura, industria, obras públicas, comunicaciones y, a partir de un
momento, enseñanza), Guerra y Marina fueron estables en todos los gobiernos del siglo
XIX. Hay otros dos ministerios que fueron más cambiantes: el de Ultramar, creado en
1858, y el de Gobernación del Reino. Este último, restablecido en 1836, tenía
competencias en estadística, administración provincial y local por medio de los jefes
políticos o gobernadores provinciales, alistamientos y sorteos para el ejército y la
marina con la intervención de los ministerios correspondientes, cuidado de la riqueza
nacional en arbolado de montes, caza y pesca, beneficencia y sanidad pública,
elecciones para diputados, correos, imprenta y periódicos, teatros y diversiones
públicas, cárceles y presidios, guardia civil y, en general, el orden público y la
vigilancia.
La nómina de ministros fue considerable. Entre 1833 y 1868, hubo nada menos que
cincuenta y cinco gobiernos diferentes. Es decir, una media de un gobierno cada siete
meses (treinta y cuatro de ellos duraron menos). El número de ministros es mucho
mayor que el número de gabinetes multiplicado por el de ministerios, pues en una gran
mayoría de los gobiernos, a pesar de su brevedad, hubo reorganizaciones y crisis
parciales. En total, fueron más de quinientos cargos ministeriales. Como muchos de
ellos ocuparon carteras en diversos gobiernos, el número de personas que realmente
fueron ministros de Isabel II o sus regentes fueron unas trescientas cincuenta.
Los ministros se elegían fundamentalmente entre hombres de leyes (abogados,
magistrados, profesores de derecho) y militares. Con frecuencia, unían a una de las
condiciones anteriores la diplomacia y el periodismo, actividades que muchas veces se
confundían con la propia política.
Como excepciones, nos encontramos algún historiador aficionado, como el Conde de
Toreno, propietario y rico por su casa. Algunos, muy pocos (entre los que destacan Cea
Bermúdez, Mendizábal y, especialmente, José Salamanca) se dedicaban
profesionalmente al mundo de los negocios, si bien otros muchos ministros hicieron
negocios aprovechándose de su condición en la política.
Llama la atención que prácticamente todas las demás profesiones y actividades
estuviesen casi completamente ausentes de una posible carrera ministerial en estos años.

Los gobiernos formados por esta reducida clase política se forman por iniciativa de la
reina, o sus regentes hasta 1843.
La Corona actúa como poder arbitral, aunque, con más frecuencia, tiende a orientarse
abiertamente por los moderados.
El poder legislativo estaba compuesto de dos cámaras: Congreso y Senado, con función
y composición variable según el ordenamiento constitucional y sus correspondientes
leyes y reglamentos por las que estuviesen reguladas, muy variables por cierto para tan
corto número de años. Los partidos judiciales, en los que se subdividieron en 1834 las
provincias creadas en 1833, adquirieron también significado político al constituir la base

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para la elección de procuradores del Reino (Estatuto Real) o diputados (Constituciones
de 1837 y 1845).
El sistema parlamentario por el que oficialmente se regía la política era falaz. Los
grupos políticos, a veces con la presión de las armas o con la algarada, actúan sobre la
Corona logrando muchas veces el encargo de formar gobierno, lo que lleva consigo la
posibilidad de "manejar la elección que siempre proporciona mayorías sumisas" (Jover).
En el período 1833 a 1868, que abarca el período de Isabel II, hubo veintidós elecciones
generales. Prácticamente en todos los casos, los presidentes de gobierno que convocan
las elecciones son los que continúan como presidentes de gobierno con mayorías
parlamentarias. El hecho que explica el sistema es que los cambios de gobierno, cuando
implican cambios de partido político, no se llevan a cabo a través de unas elecciones
sino por la decisión de la Corona, forzada en bastantes ocasiones. Como norma bastante
general, se puede afirmar que los políticos dinásticos manipulan la máquina
parlamentaria.
Las tres fuerzas internas del poder liberal en la España de Isabel II, la corona, el ejército
y los partidos, se muestran unidas frente a las amenazas externas: carlistas, republicanos
y las nacientes asociaciones proletarias. Pero, como ha señalado Raymond Carr,
conspiran dos contra la otra en diversos momentos. En el origen de cada uno de los
períodos políticos se encuentra una situación anómala en lo que hubiera sido una
situación normal parlamentaría: el golpe de Estado. Un general, apoyado por un sector
del ejército, pasa a ser dirigente de un partido e intérprete ocasional de la voluntad
popular a través de una institución castiza: el pronunciamiento. Este está apoyado con
frecuencia por revueltas callejeras en algunas ciudades que a través de las Juntas
locales, otra institución nacida en la Guerra de la Independencia, darán un carácter civil
al golpe.
Además de los ministros y parlamentarios, había otra serie de puestos de representación
y altos cargos en la política y la administración radicada en Madrid. Por una parte, el
mundo de la representación española en el exterior, que frecuentemente, estaba ocupada
en sus escalones más altos por los propios políticos, o si se quiere, al revés. Por otra, los
ministerios contaban con una secretaría general y una serie de altos cargos,
normalmente denominados directores generales. De cada uno de ellos dependía una
oficina, en la que el director general actuaba como jefe auxiliado con un número
variable de subalternos.
En todo caso, no hay que pensar en una administración muy numerosa, ni
excesivamente ágil. Por ejemplo, en 1860, según el Censo que corresponde a ese mismo
año, los empleados activos del Estado no llegaban a 31.000, bastante distribuidos por las
provincias. En Madrid no llegaban a los 5.000.

2.5. El curso de los acontecimientos


El período de las regencias (1833-1843) se caracteriza por la guerra civil carlista y la
transición liberal, que además de los gabinetes y luchas políticas a que dará lugar, se
plasmará en el Estatuto Real (1834). La acción más decidida de un sector progresista
provoca un período breve, pero muy intenso, que podemos denominar revolucionario y
que se fijará con la Constitución de 1837.

2.5.1. La primera guerra carlista


El carlismo es un movimiento político que tuvo su momento más espectacular durante
el reinado de Isabel II, pero hay que buscar sus orígenes en el siglo XVIII y sobre todo a
partir de 1820, con la Regencia de Urgel, y la revuelta de los Agraviados de 1827.
Su lema Dios, patria, Rey y Jueces, resumido en el binomio Trono y Altar, articula toda

18
la teoría oficial política. A estos elementos se suma la defensa del foralismo particular
de cada uno de los territorios, aspecto que va tomando fuerza a medida que avanza la
guerra, así como la defensa de la religión. Las intenciones centralizadoras y los ataques
de los liberales al clero, sobre todo a partir de 1835 con la exclaustración y la
desamortización, activaron la lucha. Los carlistas pretendían, además, restaurar la
legitimidad, puesto que no reconocían valor jurídico a la Pragmática Sanción de 1830,
ateniéndose a la Ley Sálica tradicional en la dinastía borbónica, por la que don Carlos
tendría que ser rey. El matrimonio con María Josefa de Sajonia no había tenido
descendencia, Carlos, el hermano del Rey, pensaba heredar el trono en su momento. Sin
embargo, la muerte de María Josefa y el nuevo enlace de Fernando con María Cristina
de Borbón, así como el nacimiento de dos hijas -Isabel y Luisa Fernanda- complican la
situación. La Ley Sálica no permitía reinar a las mujeres. Ahora bien, dicha ley ya había
sido revocada en 1789, pero sin que el decreto se promulgara. En 1830, concretamente
el 29 de marzo, Fernando VII, mediante una pragmática, eleva a ley el decreto de 1789.
Los últimos años de este reinado se caracterizan por la indecisión de Fernando respecto
a esta sanción, que derogó y puso de nuevo en vigor según las presiones de las distintas
camarillas de la Corte sobre el ánimo regio.
A la muerte de Fernando VII la Pragmática Sanción estaba vigente. Su hija primogénita,
todavía una niña, fue nombrada reina con el nombre de Isabel II y su madre, reina
gobernadora en funciones de regente, nombró gobierno. D. Carlos, apoyado por gran
número de legitimistas, no aceptó la situación, lo que dio origen a una guerra civil.
En cualquier caso, conviene insistir en la idea de que la sucesión de Fernando VII no era
sólo un problema dinástico. Ya antes se había planteado la división ideológica por el
tímido acercamiento del monarca a los planteamientos liberales a partir de 1826, una de
las razones que provocó, en 1827, la rebelión de carácter absolutista (Agraviados o
Malcontens).
La masa fundamental de seguidores del carlismo eran campesinos, especialmente de la
región vasconavarra, de Cataluña y de la montaña levantina y del Bajo Aragón, aunque
también se encuentran, en menor proporción, en el resto de la fachada cantábrica, hasta
Galicia, y en Castilla. Carr opone campo-ciudad y, efectivamente, parece que es un
movimiento campesino que tiende a dominar las ciudades, sin lograrlo. Algunos de los
últimos estudios, como los de Alfonso Bullón de Mendoza, insisten en la idea de que en
las zonas de dominio carlista también la población urbana era predominantemente
carlista. Entre otras pruebas aducen la persistencia del carlismo en estas mismas
ciudades de tal manera que, cuando por primera vez hay unas elecciones, con sufragio
universal masculino según la legislación derivada de la Constitución de 1869, en
Pamplona o Bilbao una mayoría muy clara de los votos fueron a parar a los candidatos
carlistas. Según esta interpretación, si estas ciudades no pudieron ser tomadas por el
ejército carlista durante la guerra se debió a que en ellas estaban las principales fuerzas
cristinas que las defendieron.
En el proceso bélico se pueden distinguir cuatro fases:
a) Desde el 1 de octubre de 1833, en que el Infante D. Carlos toma el título de Rey de
España, comienza el enfrentamiento. En principio, son partidas rebeldes, con escasa
estructura militar que Zumalacárregui organizará en un verdadero ejército, frente al
ejército regular cristino. Además, se produce una relativa delimitación de zonas de
influencia que tienden a ser limpiadas de los enemigos. Esta fase finaliza con la muerte
del General Zumalacárregui en el asedio de Bilbao el 23 de julio de 1835.
b) Desde el verano de 1835 hasta octubre de 1837, la guerra sale del ámbito regional al
nacional. Luis Fernández de Córdoba toma el mando del ejército cristino
-posteriormente lo hará Espartero. En estos años tienen lugar las principales acciones

19
del carlismo fuera de su zona de influencia. El general Gómez atraviesa España desde el
País Vasco hasta Cádiz y Don Carlos dirige la expedición real hasta las puertas de
Madrid. Espartero rompe el sitio de Bilbao, que se inició en junio de 1835 y que se
mantuvo mucho tiempo por el afán de ocupar una ciudad y la necesidad de prestigio
internacional del carlismo por razones financieras. Las guerrillas carlistas no son fáciles
de reducir y éstas obtienen una clara victoria en el Maestrazgo.
c) Desde octubre de 1837 al mes de agosto de 1839 la contienda se decanta a favor de
los gubernamentales. El 15 de octubre de 1837, D. Carlos se repliega, pasa el Ebro,
frontera del carlismo, y se produce una disensión interna en el carlismo entre los
partidarios del pacto, dirigidos por el general Maroto, y los Apostólicos del general
Cabrera. El cansancio y el incierto final de la guerra lleva a los primeros a firmar el
Convenio de Vergara (29 de agosto de 1839). Sellado por Espartero y Maroto, en él se
reconocen los empleos y grados del ejército carlista y se recomienda al gobierno que
proponga a las Cortes la modificación de los fueros.
d) D. Carlos no reconoce el acuerdo y la guerra continúa desde agosto de 1839 a julio de
1840, en los focos de resistencia de Lérida y Navarra. Los últimos leales carlistas,
acaudillados por el General Cabrera llevan a cabo una guerra brutal, con escenas y
acontecimientos terribles. Al fin, éstos serán derrotados.

2.5.2. La transición liberal


En los últimos meses de la enfermedad de Fernando VII, su esposa María Cristina de
Borbón había actuado como regente y se había apoyado en Cea Bermúdez. Después de
la muerte del Rey, María Cristina, ya como gobernadora y regente durante la minoría de
edad de Isabel II, renovó la confianza al gabinete Cea Bermúdez que, en octubre de
1833, publica un manifiesto en el que se proclama defensor de la monarquía absoluta, al
tiempo que ofrece mejorar la gestión gubernamental mediante reformas administrativas
ajenas a cualquier reforma política. El Manifiesto no contentó ni a liberales ni a
absolutistas.
La situación impuso a la regente un cambio decisivo. Algunas personalidades que
despachaban habitualmente con María Cristina se declararon explícitamente favorables
a la convocatoria de Cortes, como único medio de consolidar el trono. Los generales
Llauder y Quesada se mostraron también favorables a la reunión de las Cortes. El
Consejo de Gobierno (que Fernando VII nombró para asesorar a la regente durante la
minoridad de Isabel II) opinaba de igual manera y era partidario de cambiar el gabinete.
La convergencia de manifestaciones en el mismo sentido y las escasas reformas del
Gabinete Cea Bermúdez (la más importante, en diciembre de 1833, la división territorial
de Javier de Burgos) hicieron optar a la regente por el cambio.
En enero de 1834 designó a Martínez de la Rosa para formar un nuevo gabinete con el
objeto de elaborar un régimen constitucional aceptable para la Corona que renunciaría a
un poder exclusivo a través de un Estatuto. El Estatuto Real que la regente María
Cristina concede en 1834 es un documento de difícil clasificación jurídica. Con
frecuencia, se ha asimilado a la correspondiente carta otorgada francesa de 1814, en la
que se inspira, con elementos del liberalismo doctrinario. No alude explícitamente a la
soberanía, sino que remite a una constitución histórica que otorga la soberanía al rey
con las Cortes. Se trata pues, de una convocatoria de Cortes, al estilo del Antiguo
Régimen, pero con algunos elementos modernos. Artola cree que se trata de una
persistencia del ideario de Jovellanos, muy vivo en los liberales viejos que han visto
funcionar, en su emigración, el constitucionalismo inglés y se dan cuenta de la dificultad
de aplicar la Constitución de 1812 en España.
Martínez de la Rosa, inspirador principal del Estatuto y líder de un grupo de liberales

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moderados, propugna un régimen gobernado por dos instituciones: el Rey y Las Cortes.
Estas no pueden legislar sino a propuesta del Monarca que es quien las convoca,
excepto para el presupuesto cada dos años. Instituye un sistema bicameral, de clara
influencia británica, con un Estamento de Próceres y un Estamento de Procuradores.
Los próceres -natos, grandes de España, y de designación real en número limitado
dentro de un pequeño sector de la sociedad- deben poseer rentas muy elevadas para
alcanzar su escaño. Los procuradores eran elegidos indirectamente y por tres años, en
virtud de un sufragio muy limitado. Como ha señalado J. Tomás Villarroya, sólo algo
más de 16.000 individuos (menos del 0,15% de la población) tienen capacidad de voto.
Estos eligen dos electores por partido judicial, que a su vez designan los procuradores
correspondientes, que habrán de tener igualmente un nivel económico alto, pero menor
que el de los próceres. Así accederán a la cámara baja algunos miembros de las clases
medias acomodadas.
El sistema político del Estatuto Real satisfacía las aspiraciones del sector de liberales
más moderados que lo había propugnado, mientras que, como ha advertido Artola, para
los progresistas era el primer paso de un proceso. Estos utilizarán todos los medios a su
alcance para que se reconociese más amplia y eficazmente la intervención de los
ciudadanos. Las 56 peticiones de los procuradores (utilizando el derecho de petición que
el Estatuto preveía) formuladas entre julio de 1834 y mayo de 1835 constituyen un
programa de cambio en la organización, de acuerdo con los planteamientos originales
de la revolución liberal.
En todo caso, ninguna de estas peticiones, salvo la que condujo a la ley orgánica de la
Guardia Nacional, sirvió para incoar el correspondiente proceso legislativo. Como
consecuencia inevitable, las relaciones entre las Cortes y el Gobierno se hicieron muy
tensas.
El camino inútil de una nueva petición, que definía la doctrina de la dependencia del
gobierno respecto a las Cortes, que ni siquiera pudo ser leída, llevó al abandono de los
medios políticos con la esperanza de alcanzar el poder por medio de un
pronunciamiento (Cardero, enero de 1835) que fracasó. Cuatro meses más tarde se
intentó una vez más la acción política, proponiendo un voto formal de censura. A pesar
de que no se tomó en consideración, Martínez de la Rosa decidió clausurar las Cortes a
finales de mayo y presentar la dimisión de su cargo.
La designación de Toreno en junio de 1835 para la presidencia del Consejo suponía en
parte una continuidad de la política moderada, de la que el Estatuto Real era un símbolo.
Sin embargo, se produce un acercamiento a los progresistas al llamar a Mendizábal para
que se encargue de la cartera de Hacienda. Este acepta y, entre otros, redacta los
decretos de desamortización. Surgen dificultades como consecuencia de la
exclaustración del clero regular y la desamortización de sus bienes. La Iglesia rompe
relaciones con el Estado, el clero regular en parte apoya el carlismo. Pero la necesidad
de dinero, debido especialmente a los gastos de guerra, es perentoria.
Pasados dos meses del nombramiento de Toreno, la oposición progresista se lanzó de
nuevo a la acción revolucionaria. En esta ocasión a cargo de la milicia urbana. El
desarrollo de la revuelta de las ciudades condujo a la constitución en buena parte del
país de juntas locales o territoriales que asumieron el gobierno (verano de 1835).
El Gobierno Toreno trató de reducir el movimiento. Dispuso a principios de septiembre
la disolución de las Juntas, a las que declaraba ilegales. En algunas provincias cedió la
tensión, pero en otras (Cataluña, Aragón, Valencia y Andalucía) el movimiento de las
Juntas adquirió más fuerza.

2.5.3. Revolución liberal y moderantismo cristino

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El bienio de junio de 1835 a agosto de 1837, con el breve intervalo del gobierno Istúriz,
constituye el desenlace del largo proceso revolucionario que puso fin al Antiguo
Régimen.
Ante la situación revolucionaria del verano de 1835, la Corona confió el poder a un
liberal con un pasado radical, Mendizábal, quien enunció la necesidad de una
declaración de los derechos del ciudadano. Las Juntas, por su parte, pedían la vuelta a la
Constitución de 1812.
Mendizábal renovó los altos cargos militares y de la administración en beneficio de los
que los ocuparon durante el Trienio Liberal. La liquidación de las Juntas fue facilitada
por los decretos que regulaban la constitución de diputaciones provinciales (IX-1835)
mediante la incorporación de los miembros de las juntas a las mismas.
La victoria de los progresistas fue seguida de una serie de disposiciones que afectaron a
la configuración del país, como el decreto de 26 de septiembre de 1835 que sentaba las
bases de la nueva administración de justicia y otros del mismo año sobre la misma
materia. Martín de los Heros reorganizó la milicia nacional con el nombre de Guardia
Nacional y el propio Mendizábal volvió de nuevo a poner en marcha la desvinculación y
la desamortización al tiempo que se reconocían las ventas realizadas durante el Trienio
liberal. La gestión de Mendizábal resultó decisiva: comprometió a la Corona y amplias
capas del país en el proceso revolucionario, al mismo tiempo que creaba las condiciones
militares para la victoria contra los carlistas, pues en su mandato se constituyó
realmente el nuevo ejército. Los siete meses de Mendizábal como presidente del
Gobierno significaron la consolidación del proceso iniciado en su período como
ministro de Hacienda de Toreno para recuperar la legislación del Trienio Liberal.
Con motivo de un punto del proyecto de la ley electoral que fue presentado en las
Cortes y la derrota de los seguidores de Mendizábal en una votación, se planteó la
cuestión de confianza. La Corona tuvo que elegir entre cambiar el gabinete o disolver
las cámaras y proceder a una nueva elección, solución esta última, adoptada tras la
consulta con el Consejo de Gobierno.
En las elecciones (II-1836), los progresistas obtuvieron mayoría amplia (desde luego sin
limpieza electoral, como en todas las elecciones de estos años). Por otra parte, algunas
de las figuras más importantes del progresismo (Istúriz, Alcalá Galiano y el Duque de
Rivas) se pasaron a los moderados. En mayo de 1836, el gabinete tuvo que dimitir pues
la mayoría progresista insiste en que Mendizábal debía rendir cuentas del uso que había
hecho del voto de confianza y, por otra parte, la Corona se negó a suscribir una
combinación de mandos militares.
La Corona nombró presidente a Istúriz, un progresista pasado al moderantismo. Los
progresistas de las Cortes le combatieron por métodos parlamentarios, incluso con el
voto de censura (no obtienen su confianza los actuales secretarios del despacho,
proposición aprobada por gran mayoría). Istúriz respondió a ello solicitando de la
Corona el decreto de disolución. María Cristina accedió y, además, adoptó una postura
beligerante al publicar un manifiesto condenando la actuación del estamento.
Los progresistas intentaron de nuevo el cambio político a través de pronunciamientos.
Muchos militares se acercaron al progresismo convencidos de que los moderados no
actuaban con energía frente al carlismo y de que la Milicia Nacional era la única fuerza
capaz de asegurar la retaguardia. A fines de julio de 1836 se pronuncia la Guardia
Nacional. El movimiento, que se declaró por la Constitución de 1812, se extendió a toda
Andalucía, Zaragoza, Extremadura y Valencia e incluso alcanzó a algunas unidades del
ejército del Norte.
La Corona no cedía a estas presiones hasta que, en agosto de 1836, se produjo la
rebelión de un grupo de suboficiales de la guarnición del Palacio de La Granja (el Motín

22
de los Sargentos). María Cristina capituló, dio nueva vigencia a la Constitución de 1812
y confió el poder a los progresistas en la persona de Calatrava, quien hizo de
Mendizábal su más estrecho colaborador al confiarle la cartera de Hacienda y más tarde
la de Marina. El triunfo del movimiento progresista se refleja en una serie de leyes (que
en su mayor parte restablecen las de las Cortes de Cádiz y el Trienio) sobre la
desvinculación señorial, desamortización, propiedad agrícola, montes, señoríos....
Por otra parte se convocan unas Cortes constituyentes, cuyo fruto será la Constitución
de 1837. Más moderada, pero también más precisa, que la de Cádiz y más progresista
que el Estatuto Real. Busca el consenso que proporcione una mayor estabilidad política.
Mantiene alguno de los puntos clave de 1812 como son la soberanía nacional, la
separación de poderes, reconocimiento de ciertos derechos individuales y la
convocatoria de las Cortes por el monarca (si bien, al menos una vez al año, se reunirían
sin ser convocados). En algunos de sus postulados se modera.
No es confesional, por lo que la religión de España ya no es y será perpetuamente la
católica, sino sólo la que profesan los españoles. Reconoce a la Corona una decisiva
intervención en el proceso político, compensada parcialmente por la ampliación de
funciones de las Cortes, que adquieren la iniciativa legal. Establece un sistema
bicameral: Congreso de diputados, elegidos directamente por sufragio censitario, y
Senado, cuyos miembros eran elegidos por el monarca de entre una lista que establecen
los electores en número triple a los puestos a cubrir. Permite la disolución de las Cortes
por el monarca (cosa que no podía en la de 1812) lo que, combinado con un sistemático
falseamiento de las elecciones, permitió constituir parlamentos siempre ministeriales.
Además de la Constitución, hay otra serie de medidas de carácter progresista entre las
que destacan las leyes de imprenta (agosto de 1836), cuyos elementos definitorios son la
desaparición de la censura previa y el juicio por jurados, y la ley electoral (1837), que
amplió el censo electoral del 0,15% del Estatuto Real al 2,2% (o más, según las
elecciones).
El gabinete Calatrava se mantuvo desde agosto de 1836 al mismo mes del año 1837.
Tras un pronunciamiento, mal conocido, caía el gobierno Calatrava. Las elecciones de
septiembre dieron mayoría a los moderados, por lo que Bardají, tras una breve
presidencia, dejó paso al gabinete de Ofalia, un caracterizado moderado, con quien se
inicia una etapa de casi tres años de gobierno de esa tendencia.
Si el gobierno, apoyado por María Cristina, fue moderado hasta el verano de 1840, el
progresismo iba ganando terreno en los medios urbanos y en el ejército. En las ciudades
más grandes, los progresistas contaban con el apoyo de una buena parte de la población,
lo que les permitía ganar las elecciones y la mayoría en los ayuntamientos. Esto
significaba que dominaban la Milicia Nacional.
El conflicto armado contra el carlismo había desarrollado una nueva mentalidad militar,
estudiada por Gabriel Cardona. Antiguos cadetes de academia, ex-guerrilleros,
aristócratas, ex-seminaristas y suboficiales ascendidos por méritos de guerra en América
formaban un cuerpo de oficiales heterogéneo. Combatir contra un enemigo común, al
que percibían como el antiliberalismo apoyado por los frailes, desarrolló un código
mental anticlerical y otras ideas que convergían con postulados progresistas. Había en el
poder militar otra razón pragmática que les aglutinaba. La administración civil era
incapaz de cumplir los plazos de los suministros que demandaba el ejército y las pagas
no llegaban puntualmente. En el ejército del Norte surgió una fuerza dominante
acaudillada por Espartero, héroe popular desde que levantó el sitio de Bilbao en la
Navidad de 1836. Durante el verano de 1837 se produjeron motines de soldados que
asesinaron a los generales Escalera y Sarsfield. En otoño, Espartero hizo valer sus
condiciones ante Madrid. Sólo restauraría la disciplina y alcanzaría la victoria contra el

23
carlismo si era bien pagado, abastecido y se atendía a sus propuestas de ascensos por
méritos. El gobierno moderado no podía permitirse nuevas derrotas y cedieron.
Espartero pudo ascender a sus amigos y formar un verdadero partido militar en el Norte.

2.5.4. Regencia de Espartero


Una vez terminada la guerra carlista, en la que los militares fueron protagonistas de la
vida nacional como lo habían sido desde 1808 a 1824 (guerras de independencia y
emancipación americana), comienza en la vida política el parlamentarismo pretoriano
en denominación de R. Carr o el Régimen de los generales, según J. Pabón. Este
período que abarca el reinado efectivo de Isabel II y el gobierno provisional del sexenio
en el que varios destacados generales continuarán ejerciendo el liderato desde el poder
político: Espartero, Narváez, O'Donnell, Prim y Serrano.
La llegada al poder de Espartero fue el resultado del deseo de la corriente progresista
por ejercerlo amparada en el prestigio de este general. En 1840 encontró su momento de
pronunciarse con la ayuda negativa del ejército que no apoyará la débil situación de
María Cristina. El motivo inmediato será una ley típicamente moderada: la Ley de
Ayuntamientos.
El régimen político, sustentado en buena parte por el liberalismo moderado con la
cabeza visible de María Cristina, se desmoronó. Espartero -que había firmado el
Convenio de Vergara- pasó en octubre de 1840 a ser corregente con María Cristina y en
mayo de 1841 será regente único.
La Corte se había trasladado a Barcelona en junio de 1840 para pasar el verano. El
recibimiento como héroe que tributó la población de la Ciudad Condal a Espartero en
julio supuso el fortalecimiento de éste y el recelo de María Cristina. Por entonces, los
progresistas se enfrentaban con el gobierno y la regente por una proyectada Ley de
Ayuntamientos por la que la Corona controlaría el gobierno local. Espartero propuso a
María Cristina retirar la ley, disolver las Cortes y sustituir el gobierno. La sanción de la
ley el 16 de julio provocó graves manifestaciones en Barcelona tras la que la reina
gobernadora nombró el gobierno progresista de Antonio González con el beneplácito de
Espartero. Aun así, María Cristina se negó a la anulación de la Ley de Ayuntamientos.
Ante esta actitud, dimite Antonio González que es sustituido por Modesto Cortázar. En
septiembre, la insurrección callejera se extiende a Madrid y a otras ciudades. La reina
pidió a Espartero la represión de los alborotos. Este no sólo se negó sino que publicó un
documento en que se quejó del repetido favor real de la reina hacia los moderados y
pedía la disolución de las Cortes y una nueva Ley de Ayuntamientos.
La reina cedió y nombró a Espartero Jefe de Gobierno al tiempo que renunciaba a la
regencia. Según la Constitución, antes de que las Cortes nombrasen nuevo regente el
reino será gobernado por el Consejo de Ministros, en este caso presidido por Espartero
que será regente provisional hasta mayo de 1841. En octubre suspendió la Ley de
Ayuntamientos y no convocó las Cortes en varios meses.
Los moderados, militares y políticos civiles, se colocaron en la oposición desde un
principio. El exilio de María Cristina en París fue una oportunidad para, desde allí,
conspirar apoyada por el Gobierno de Luis Felipe de Orleans.
En las Cortes, reunidas en mayo de 1841, se produjo una paradoja difícil de entender. La
mayoría progresista era partidaria de una regencia trina. Los seguidores personales de
Espartero (ayacuchos) y los escasos moderados diputados a Cortes, de la regencia única.
Al salir triunfante esta postura, Espartero tuvo que apoyarse en ayacuchos y moderados
mientras que contó con la oposición de buena parte de sus seguidores teóricos, los
progresistas. La realidad es que, desde el principio, no supo entenderse con buena parte

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de los políticos civiles de su partido que se sintieron marginados al nombrar un nuevo
gobierno, presidido por A. González, con varios militares y sin la presencia de Olózaga.
Los progresistas, que habían padecido la discriminación de María Cristina, padecen
ahora la inclinación del regente a elegir sus ministros dentro del círculo de
incondicionales. Así pues, el 10 de mayo de 1841 Espartero se convirtió en un regente
del partido progresista pero con la oposición de ciertos sectores del mismo.
Los políticos moderados y progresistas (Olózaga entre ellos) derrotan al Gobierno en las
Cortes. Al mismo tiempo, se prepara una conspiración para un levantamiento, con
Diego de León, O'Donnell y Narváez al frente y con el apoyo de civiles y el gobierno
francés.
El levantamiento, que tendrá lugar en septiembre y octubre de 1841, fracasó por negarse
los carlistas a colaborar, apoyo con el que contaban los alzados y por la descoordinación
y precipitación a que llevó el temor a ser descubiertos.
La legislación antiforalista del gobierno González, por la que los Ayuntamientos y
Diputaciones quedaban sometidas a la ley general, provocó una reacción en contra en
algunas provincias del norte y en Barcelona donde se constituyó una Junta que llegó a
actuar con autonomía plena. Espartero se vio abocado a establecer el estado de sitio en
cuantas ciudades cundiera este ejemplo. La mayoría del Congreso volvió a derrotar a
Espartero al declarar estas medidas como anticonstitucionales y votar la censura del
Ministerio González, que tuvo que ser sustituido.
Espartero, en junio de 1842, nombra Presidente del Consejo de Ministros al General
Rodil (Marqués de Rodil) sin apoyo parlamentario. Se había creado un clima de
aislamiento de Espartero que facilitó la conspiración moderada dirigida desde París y la
actuación de las Juntas, que se enfrentaban abiertamente al gobierno.
Buena parte de la población de Barcelona iba a jugar un papel decisivo en el aumento de
grado de la oposición a Espartero. En 1840 la opinión mayoritaria era favorable a
Espartero por su oposición a la centralizadora Ley de Ayuntamientos. Sin embargo, la
actuación posterior de Espartero no satisfizo a los catalanes. Según Prim, el gobierno no
se interesó por terminar con el contrabando que afectaba seriamente a la industria textil.
A ello se sumó su política librecambista y el anuncio de un tratado comercial con
Inglaterra que tuvo la oposición tanto de los patronos (Junta Popular) como de los
obreros (Asociación de Trabajadores) que pedían protección a 1a industria nacional. El
movimiento más fuerte fue en noviembre de 1842, que terminó con una dura represión
por parte de Espartero, quien ordenó el bombardeo de Barcelona en diciembre.
A su vuelta de Barcelona, Espartero fue recibido con mucha frialdad en Madrid. Desde
comienzos de 1843 se multiplicaron los acuerdos entre progresistas disidentes y
moderados reunidos en Juntas de vigilancia. La disolución de las Cortes (enero de 1843)
y las elecciones de abril, en las que Espartero perdió la mayoría, obligaron a sustituir a
Rodil y a nombrar Presidente del Consejo a Joaquín María López quien, además de
presentar un programa de gobierno muy duro contra Espartero, exigió la destitución de
Linaje -secretario militar de Espartero- a lo que Espartero se negó haciendo dimitir a
López, disolviendo las Cortes y suprimiendo la prensa libre, una de las mayores
conquistas de 1840.
La oposición de moderados y progresistas, ya aliados desde hacía meses, pidió la
restauración de López y la normalidad constitucional.
En mayo los pronunciamientos se difundieron por toda Andalucía, culminando con la
rebelión de Sevilla (17 de julio de 1843). El movimiento tomó cuerpo en Cataluña,
donde la Junta Suprema de Barcelona destituyó el General Espartero y nombró ministro
universal a Prim. Los únicos asideros sólidos del gobierno de Espartero fueron sus
seguidores personales entre los generales ayacuchos.

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Narváez se unió a los disidentes y derrotó al ejército de Espartero en su avance sobre
Madrid (Torrejón de Ardoz: 22-julio-1843). Espartero fue derrotado en el campo
político por sus adversarios y en el campo de batalla por los generales moderados. Ante
la evidencia de que el poder quedaría en manos de estos últimos, muchos progresistas
quisieron "despronunciarse" pero ya era tarde. Espartero renunció a la Regencia y
embarcó el 30 de mayo hacía su exilio londinense.
Para la historiografía del siglo XIX, cuya narración se viene repitiendo hasta la
actualidad, Espartero se iba derrotado y sin apoyos ni entre sus iniciales seguidores. Su
acción de gobierno en el bienio largo que estuvo en la regencia se confunde con la
oposición a la que fue sometido. La regencia de Espartero necesita de investigaciones
que aclaren el aparente caótico panorama de que disponemos. Parece que hizo poco o
nada positivo y su desprestigio era enorme. Sin embargo, esta visión que tenemos aun
hoy día explica mal el enorme prestigio y el número de seguidores que tuvo a su vuelta
en 1856 y que le acompañó en las décadas siguientes.

2.5.5. La década moderada


Entre 1843 y 1854 prosiguió la inestabilidad política del periodo anterior debida a los
reiterados pronunciamientos que jalonaron el proceso histórico de la España de aquellos
años. Entre enero y marzo de 1844, en Alicante, Valencia y Cartagena; en 1846, en
Lugo; en 1848, alzamiento civil en Madrid y el último de ellos, convertido en una
revolución (1854) que terminó con la década. Sin embargo, los aspectos comunes que
caracterizan el período son la mejora económica en todos los órdenes y las reformas que
tendían a la integración del conjunto de zonas españolas que pasaba por la igualdad de
las leyes y la centralización.
En primer lugar, la tendencia a la constitución de un sistema jurídico unitario. La
Comisión General de Codificación, que comenzó a trabajar en 1843, publicó un código
de derecho penal (1848) y presentó un proyecto de derecho civil (1851). También se
notará esta tendencia en las leyes de administración provincial y local de 1845 y la
concentración de la autoridad en el gobernador civil. Igualmente, se simplificó el
sistema tributario y se anularon las particularidades regionales (Alejandro Mon, 1845),
se creó el Banco Español de San Fernando en 1847 y se puso en marcha el plan de
estudios de Antonio Gil y Zárate de 1845 que, posteriormente, recogerá la Ley Moyano
de 1857. La creación en 1844 de la Guardia Civil protegió en toda la nación este orden
jurídico y administrativo.
En julio de 1843 vuelve a la presidencia López y se abren una serie de gabinetes de
transición entre el progresismo y el moderantismo.
Como solución a la regencia vacante se adopta adelantar la mayoría de edad de Isabel II,
que contaba con trece años. El día 10 de noviembre prestaba juramento como reina
constitucional, con el que se iniciaba el reinado efectivo.
Quizá el hecho más significativo de este período de transición es la caída de Salustiano
de Olózaga -que pensaba llevar a cabo un programa progresista- acusado por los
moderados de forzar a la reina-niña para firmar un decreto de disolución de las Cortes
que neutralizase el triunfo electoral moderado (Nov. 1843). Le seguirá el gobierno de
transición de González Bravo.
El 3 de mayo de 1844 se abre la década moderada. Se hace cargo del poder Narváez,
que dominó la política en la mayor parte de la década. Personaje contradictorio, con un
carácter desigual y muy impresionable, según le califica Miraflores en sus Memorias.
Era enérgico y arbitrario, con pocos escrúpulos para sujetarse a las leyes y con mucho
sentido de la autoridad, gozaba de talento para acometer las situaciones. Fluctuaba entre
tendencias porque carecía de pensamiento político, aunque con los años se hizo más

26
liberal.
En el terreno de la constitución se daban tres tendencias. La primera, los puritanos
dirigidos por Pacheco, que pretendían seguir con la de 1837, una segunda (la derechista,
acaudillada por el Marqués de Viluma) intentaba volver al Estatuto Real de 1834. La
tercera, la central liderada por Narváez, triunfó al reformar la Constitución de 1837, que
será prácticamente una nueva. La Constitución de 1845, más moderada que la de 1837,
se adaptará a una concepción llamada liberalismo doctrinario (basado en el concierto de
dos voluntades Las Cortes y La Monarquía o en otras palabras: la soberanía reside en
las Cortes con el rey, frente a la Soberanía Nacional de 1837). Se proclama en ella la
catolicidad de España y la unidad religiosa. La capacidad para ser senador, directamente
por nombramiento regio, se verá reducida a la aristocracia. Se restringe el sufragio para
elección de los diputados y aumenta el nivel de renta para electores y elegibles.
Desaparece la preeminencia del Congreso sobre el Senado en legislación financiera y la
convocatoria estará, sin limitación, reservada al monarca.
La revolución de 1848 influirá en España con las jornadas de marzo y mayo, en Sevilla
y Madrid, que tendrán escasa repercusión. Más relevancia tendrá la posición que
adopten los gobernantes ante ella, al orientar la política hacia la derecha mediante una
dictadura legal de Narváez durante nueve meses y, más tarde en 1852, la reforma
constitucional antiparlamentaria de Bravo Murillo. Por otra parte, los gobiernos
conservadores de Europa Central -Austria, Prusia- reconocen el régimen español.
Pasado el momento de la revolución de 1848, en el que todos cerraron filas, otra vez
surgen los problemas internos entre los moderados.
Desde enero de 1851 a diciembre de 1852, es decir, dos años, ocupó el poder el gabinete
Bravo Murillo, quien antes había ocupado el Ministerio de Hacienda y había sido
defenestrado por sus propios colegas, en parte por oponerse a la corrupción. Bravo
Murillo, abogado, con un acreditado bufete y sólida formación humanística, actuaba
siempre según unos principios claros y sencillos, "es un hombre de leyes que opone la
ley a la arbitrariedad". Para Bravo Murillo, el pragmatismo antepone la práctica a la
teoría abstracta, el orden es la mejor garantía de la libertad y el exceso de libertad es el
mejor aliado del despotismo.
En las Cortes, Bravo Murillo contaba con la oposición de los moderados de Narváez,
encabezados allí y entonces por Sartorius, que entorpecieron la labor de gobierno. Bravo
Murillo no se oponía por sistema al Parlamento, pero sí a la práctica corriente en
España. En 1851 disolvió las Cortes por tres veces, la última, afirmó, según nos cuenta
Santillán en sus Memorias, "para que ustedes descansen y a nosotros nos dejen
gobernar".
La preocupación más urgente de Bravo Murillo fue el intento por arreglar la deuda,
estableciendo el crédito público. Otros logros importantes fueron la ley de Contabilidad
del Estado, la publicación de las Cuentas Generales del Estado y los ajustes
presupuestarios que consiguieron enjugar el déficit. El Real Decreto sobre funcionarios
(18-VI-1852) fue un empeño básico de Bravo Murillo, porque consideraba esencial
articular las bases de una burocracia moderna y eficiente al servicio del Estado.
En materia de obras públicas, se puso en marcha una política activa. El vallisoletano
Mariano Miguel de Reinoso, ministro de Fomento, presentó en octubre de 1851 el plan
de ferrocarriles para corregir el desorden de las concesiones efectuadas hasta entonces.
Hecho a destacar, por las consecuencias indirectas que tendrá, es la pretendida reforma
constitucional intentada por Bravo Murillo en 1852. Alentada, probablemente, por el
régimen autoritario de Napoleón III en Francia, que, como casi toda Europa (después de
las revoluciones de 1848-49), vivía entonces una reacción autoritaria. La Constitución
de 1852 conservaba el nombre pero tenía la menor cantidad posible de liberalismo, pues

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era un evidente retroceso que reforzaba al máximo el poder de la Corona, cercenando el
de las Cortes y limitando los derechos y garantías individuales en su deseo de reforzar la
autoridad. La Gaceta de Madrid publicó el proyecto el 2-XII-1852 y prohibió que fuese
discutido por la prensa.
Los enemigos de Bravo Murillo se abalanzaron contra él: La Reina Madre, los
narvaístas, el propio Narváez, los puritanos, los Generales Concha y O'Donnell.
Todos ellos firmaron un manifiesto contra el proyecto; los progresistas (como
Mendizábal y Olózaga) redactaron otro escrito.
Era un ataque en toda la línea. Isabel II, impresionada por este despliegue y por la
influencia de su madre, forzó a Bravo Murillo a presentar la dimisión.
Desde la caída de Bravo Murillo hasta la revolución de 1854 habrá tres gabinetes
presididos sucesivamente por el Conde de Alcoy, Francisco de Lersundi y Luis Sartorius
(Conde de San Luis). Durante el proceso revolucionario, el de Fernando Fernández de
Córdoba no llegó a nombrar gabinete y el del Duque de Rivas duró sólo dos días.
Queda claro en este período la desintegración progresiva de los moderados, que generan
gobiernos breves, de segunda fila, que se conformaban con intentar mantener la
situación.
El enfrentamiento surgió en el Senado por las denuncias de corrupción con motivo de la
Ley de Ferrocarriles. En diciembre, el gobierno es derrotado en la Cámara Alta.
Sartorius responde disolviendo las Cortes. Desde entonces, aumentan las
arbitrariedades, destituye magistrados, remueve empleos militares. La oposición se
radicaliza y busca el recurso a la fuerza.

2.5.6. Revolución de 1854 y bienio progresista


La Revolución de 1854 es la versión más parecida a la revolución europea de 1848. Se
inició con un conflicto parlamentario entre el Senado y el Gobierno del Conde de San
Luis por la aversión general de la Corte, moderados y progresistas, a éste. El Senado
venció al Gabinete ministerial, pero éste respondió suspendiendo las sesiones y
relevando a los funcionarios y militares -senadores a su vez- que habían votado en
contra.
En junio de 1854 tuvo lugar un levantamiento, acaudillado por los generales Dulce y
O'Donnell, conocido como la Vicalvarada por ser en Vicálvaro, pueblo cercano a
Madrid, donde tuvo lugar la principal batalla que deja la situación indecisa. Tras ella,
O'Donnell y los demás sublevados se retiraron a Andalucía. Kiernan cree que no
perseguían sino un relevo de gobierno para terminar con el autoritarismo
antiparlamentario y volver al espíritu de la Constitución de 1845.
Lo que se había iniciado como un pronunciamiento clásico, llevado a cabo por militares
con la colaboración de algunos civiles, subió de tono por la intervención de los
progresistas que se movilizaron a través de un manifiesto de Cánovas del Castillo. El
Manifiesto de Manzanares (6 de julio de 1854) reivindicaba una serie de principios para
el cambio de la situación con vistas a una regeneración liberal: trono sin camarilla, ley
de imprenta, ley electoral, rebaja de los impuestos de consumos, descentralización
municipal, nueva milicia nacional.
Siguió una fase popular en la que proliferaron los levantamientos. En Madrid tuvieron
lugar las Jornadas de Julio, en Barcelona un levantamiento, con un fuerte cariz social al
coincidir con escasez de trabajo y bajo nivel de salarios. Siguieron otros en Zaragoza y
San Sebastián.
El pronunciamiento y la sublevación urbana constituyen una revolución en dos tiempos,
con rebelión militar en un principio y algaradas urbanas posteriormente. El espíritu de
los militares de Vicálvaro había sido desplazado por los progresistas. La suma de las

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acciones populares convirtió la situación en una revolución, la versión española de la
europea de 1848.
Ante la acción revolucionaria, la reina convirtió en ministros a parte de los miembros de
la Junta de Madrid, que se convirtió en gobierno provisional presidido por Evaristo San
Miguel. El nuevo gobierno impuso la entrega del poder a Espartero quien, a su vez,
pactó con O'Donnell, que aceptó la cartera de Guerra. En julio, se formó una coalición
de progresistas y liberales moderados.
Si en la caída de Espartero de 1843, llevada a cabo por progresistas y moderados,
triunfaron estos últimos, en la caída de la década moderada, en la que jugaron las
mismas fuerzas, saldría triunfante el progresismo.
El bienio fue un régimen inestable, regido por dos caudillos militares: Espartero -al que
siguen los progresistas puros- y O'Donnell, que aglutina la Unión Liberal, nacida de la
Vicalvarada y formada por moderados y progresistas transigentes de signo ecléctico.
El avance del liberalismo se verá reflejado en las casi doscientas leyes del bienio. Entre
las más decisivas se pueden citar las que consagraban la libertad de movimientos con la
desaparición del pasaporte interno y la permisividad de emigración. Asimismo, la Ley
General Desamortizadora (1-V-1855), que incluirá también los bienes de los pueblos, de
beneficencia e instrucción pública, dio lugar a la oposición de colectivistas y de
eclesiásticos en la medida en que vulneraba el concordato de 1851.
El gobierno de Espartero restaura provisionalmente la Constitución de 1837. En
septiembre, son convocadas Cortes Constituyentes con una sola Cámara, elegida por la
ley de 1837 con un censo electoral considerablemente superior a la que contempla la
Constitución de 1837. La Constitución de 1856 será interesante porque plasma la
ideología del poder, pero nunca estará vigente. En ella se acepta la soberanía popular,
con restricciones a la autoridad real y la forma electiva del Senado, se recogen las
antiguas reivindicaciones progresistas -jurados de imprenta para los delitos de opinión,
Milicia Nacional, elección directa de alcaldes por los vecinos de cada municipio.
Indudablemente, es una constitución con un mayor grado democrático que las
anteriores, si bien al trasladar a la misma un programa de partido, no constituye en ese
momento una norma de convivencia política, de consenso. La mejor prueba es su no
vigencia.
A la izquierda del gobierno se encontraban los demócratas, minoría que pedía el
sufragio universal. A ella pertenecían, entre otros, Cristino Martos, Castelar y el
naciente movimiento obrero que provocó una acción huelguística. La derecha estaba
representada por los carlistas, que desencadenaron un levantamiento de las partidas en
1855, que fueron sofocadas en 1856. Por otra parte, las fuerzas del bienio -progresistas
y unionistas- se escindieron con motivo de la represión de varios motines urbanos y
rurales. O'Donnell venció en julio de 1856, tanto en las Cortes, como en la calle, a la
Milicia Nacional Progresista y pasó a ocupar la presidencia del Consejo de Ministros. El
15 de septiembre de 1856, un simple decreto liquida de facto el bienio, estableciendo la
vigencia de la Constitución de 1845.

2.5.7. Periodo ecléctico (1856-1868)


En el período comprendido entre 1856 y 1868 intervendrán tres grupos políticos:
moderados, Unión Liberal (que predominó sobre los otros dos) y progresistas, quedando
al margen dos partidos extremos: carlistas y demócratas.
El objetivo político de este período podría definirse como el intento de conciliar libertad
y orden, al mismo tiempo que procedía a completar la uniformidad jurídica con leyes
como las de notariado de 1862 y la hipotecaria de 1863.
De los tres partidos que están dentro del sistema, sólo los unionistas y moderados

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lograron el gobierno de la nación, del que se sienten excluidos los autodefinidos como
progresistas puros, así como los demócratas y carlistas que les flanquean a izquierda y
derecha. Por su parte, los progresistas apenas si participan del poder local. Situación que
comparten con los neocatólicos, aunque éstos lograron varios ministerios.
Los neocatólicos no llegarán a organizarse como partido pero constituyen un sector de
opinión con cierta coherencia doctrinal expresada a través de una prensa confesional.
Participan en política apoyando a los moderados a los que tratan de inspirar la necesidad
de llegar a establecer un régimen más conservador que el de 1845. La reconciliación del
Vaticano con el régimen liberal, a través del Concordato de 1851, favorece su
integración en el sistema, y su colaboración con los moderados en el bienio progresista
fue recompensada a partir de 1856 con algunos ministerios: Nocedal, Marqués de Pidal
y el acceso a las diputaciones, municipios y Cortes donde constituirán un grupo cuya
principal utilidad, según Artola, era crear la ilusión de que Narváez era un gobernante
centrista.
Tras los motines que tuvieron lugar en algunas localidades españolas en julio de 1856,
O'Donnell y la reina forzarán la dimisión de Espartero. El primero, al frente del ejército
regular, se opondrá a las milicias progresistas, que habrán de abandonar la lucha.
Apenas dos años después del pronunciamiento de Vicálvaro, O'Donnell se convertía en
el restaurador del régimen que destruyera entonces: el moderado de la Constitución de
1845.
La primera disposición del nuevo gobierno fue disolver y reorganizar las diputaciones y
ayuntamientos, a la que siguió, el 15 de agosto de 1856, la disolución de la Milicia
Nacional.
En septiembre se ponía fin a la existencia legal de las Constituyentes y restablecía la
Constitución de 1845, a la que se acompañaba un acta adicional que sólo estará vigente
un mes y será símbolo del eclecticismo político, siempre dentro del liberalismo, que
predomina desde 1856 a 1868. Por ejemplo, se incluían fórmulas transaccionales, como
el nombramiento de alcaldes por la Corona sólo en las poblaciones de más de 40.000
habitantes, al tiempo que reflejaba una cierta preocupación por conservar algunas de las
conquistas logradas en la inmediata etapa progresista, como los jurados para los delitos
de imprenta y la permanencia de las Cortes durante un mínimo de cuatro meses.
En octubre de 1856, O'Donnell dejó el gobierno debido a la oposición de los
moderados. La reina lo sustituyó por Narváez, que presidió el Consejo de Ministros
hasta octubre de 1857. Al gobierno Narváez siguieron dos cortos gabinetes también
moderados presididos por Francisco Armero (X/1857/1-1858) y Francisco Javier Istúriz
(I/VI/1858). Se trata de un bienio que en muchos aspectos fue una continuación de la
década moderada. Concretamente, completó el proceso restaurador hasta volver
totalmente al régimen creado en 1845 con algunas reformas que limitaban el poder de
las cámaras. En el mismo mes de octubre derogó el acta adicional y restableció la Ley
de Ayuntamientos, en noviembre la de imprenta y en enero de 1857 se convocaron
elecciones de acuerdo con la Ley Electoral de 1846.
El moderantismo ni era fuerte ni satisfacía las necesidades del momento. Por ello en
junio de 1858 comenzó lo que se ha llamado el gobierno largo de Unión Liberal, el más
prolongado del siglo, que duró hasta 1863.
Al frente estaba el gran ecléctico, como ha denominado José María Jover a O'Donnell.
La política de Unión Liberal se desenvolvió sin excesivas dificultades, favorecida por
una expansión económica y de cierta paz social.
En cuanto a la política exterior, que se desarrolla más adelante, hay que destacar la
guerra de África (1859-1860) en la que se van a distinguir el General Prim y el propio
O'Donnell. Fue guerra de prestigio que tuvo éxito. Sin embargo, el fracaso de la

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intervención en México (1861-1862) es una de las explicaciones de la dimisión de
O'Donnell en 1863. La oposición moderada no perdió la oportunidad para presionar a la
reina forzando un cambio de gobierno.
A partir de 1863, con la caída de O'Donnell, la situación se complicó. Tras la actitud
conciliadora que representa el gabinete presidido por el Marqués de Miraflores (marzo
de 1863 a enero de 1864), la reina llamó al moderado Arrazola a formar un breve
gobierno (apenas duró un mes) que no prosperó por la intención de disolver las Cortes,
a lo que Isabel II no accedió. Entre marzo y septiembre de 1864, el unionista Alejandro
Mon intentó mitigar la legislación moderada pero no logró un acuerdo sobre política
exterior y ello llevó a su caída. El gobierno Narváez, entre septiembre de 1864 y junio
de 1865, provocó la denominada primera cuestión universitaria por la que, entre otros
hechos, Castelar fue expulsado de su cátedra, hecho que provocó el enfrentamiento
armado de la noche de San Daniel (10 de abril de 1865) en el que participaron
estudiantes y fuerzas heterogéneas, como ha demostrado Paloma Rupérez.

2.5.8. A la espera del último golpe de Estado


Desde 1863, los demócratas y progresistas puros se retraen de la vida pública. Actitud
que corresponde a la desazón de los progresistas, que deciden no presentarse a las
elecciones por la insuficiente libertad en la campaña electoral y, en definitiva, por la
disposición de Isabel lI a la que consideran un obstáculo insalvable para llegar al
gobierno. Era el anuncio de que volvían a optar por el pronunciamiento como medio
para obtener el poder.
El gobierno de O'Donnell (junio de 1865 a julio de 1866) intentó atraerse a los
progresistas con una nueva ley electoral pero no lo consiguió. Por el contrario, tuvo que
hacer frente al pronunciamiento de Prim (enero de 1866) y al levantamiento del Cuartel
de San Gil (junio de 1866). En todo caso, su desacuerdo con la reina condujo a un
nuevo gobierno de Narváez (julio de 1866 a abril de 1868) que no sólo no consiguió
acercar a los progresistas sino que llevó al alejamiento de los unionistas a los que
impidió manifestar su desacuerdo en las Cortes al proceder a la disolución de éstas.
En agosto de 1866 se reúnen demócratas y progresistas y llegan al pacto de Ostende, por
el que se comprometen a derrocar a Isabel II, tras lo que se elegiría por sufragio
universal masculino una Asamblea constituyente que decidiría sobre la forma de
gobierno monárquica o republicana. Los unionistas, a la muerte de O'Donnell en 1867,
bajo la dirección del general Serrano se unen al Pacto de Ostende si bien con la
condición del respeto por la forma monárquica. Se advierte una pérdida de prestigio de
la monarquía como institución, acentuada por lo que se refiere a la persona de Isabel II.
La soberana, con sus arbitrariedades, se granjea antipatías y se va quedando sola, con su
camarilla cortesana, alejada de la clase política. Su apoyo queda reducido a los
moderados y no a todos. La muerte del propio Narváez en 1868 deja aún más sola a la
reina. Demócratas, progresistas y unionistas se alían para cambiar la situación. La crisis
económica que sufre España desde 1864 era un buen fermento de la revolución.
Termina el período con un gabinete presidido por Luis González Bravo (abril a
septiembre de 1868) quien acude cada mañana a su despacho por inercia, mientras dure,
a la espera inminente de un golpe de Estado.

3. El Sexenio democrático
En septiembre de 1868 el pronunciamiento militar iniciado, cómo no, en la bahía de
Cádiz, provocaba el destronamiento de Isabel II y el final del sistema moderado de
poder. España iniciaba una nueva singladura política con un sistema cualitativamente
diferente: la democracia, cuya espina dorsal fue la Constitución de 1869.

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Resulta evidente la carga intelectual de la revolución de 1868. Con frecuencia se ha
hablado de los demócratas de cátedra, para referirse a un sector de las elites dirigentes
cuya impronta, bien por su acción de gobierno, o por el discurso que elaboraron y
difundieron, definió el transcurrir de los primeros tiempos de la nueva situación política
de un país que buscaba, entre otras cosas, nuevos planteamientos éticos para el
desarrollo de la gestión política. La encrucijada de los principios krausistas, los
postulados librecambistas y el ideario de los demócratas crearon el caldo de cultivo del
que surgió la septembrina.
Sin embargo, un cúmulo de dificultades trabaron la evolución de la nueva realidad
política. Dificultades estructurales en forma de desarrollo económico, cohesión social,
atraso cultural, desigualdad acusada en el reparto de la renta, ausencia anterior de las
prácticas parlamentarias en su sentido más profundo... De ahí, que por encima de los
principios teóricos que informaron una época, la praxis estuviera trufada de acciones
que recordaban épocas pretéritas. Baste señalar el arraigo de los personalismos que
llenaron las tensiones más allá de la confrontación estrictamente ideológica o el hecho
de que la vigencia de la Constitución de 1869 estuviera contrapesada por los variados
estados de excepción que impuso la violencia insurreccional. Tengamos en cuenta que el
país vivió en ese período tres conflictos de suma intensidad: la guerra carlista, la
sublevación cantonal y la guerra cubana. Esta última condicionó desde el exterior el
devenir político del Sexenio. El auge democrático correspondió a los años 1869 y 1870,
para observarse un frenazo en el desarrollo de estos principios en tiempos de la
monarquía de Amadeo y una etapa de fuerte inestabilidad durante la República. Y
subyaciendo a todo esto, Cánovas preparaba pacientemente la Restauración borbónica.

3.1. La preparación del sexenio


La década que comenzó en 1860 ofrecía un aceptable panorama en términos de
modernidad; el tendido ferroviario y el telegráfico posibilitaron la consolidación de un
mercado nacional, por el que las ideas, los hombres y los capitales circulaban de forma
más fluida, proporcionando más recursos que permitieran poner en marcha nuevas
iniciativas. El Estado-nación adquirió una mayor estabilidad en el momento en el que el
ideal democrático irrumpió con fuerza ante el liberalismo doctrinario imperante hasta
entonces. La revolución de 1868, sin duda el hecho más significativo del decenio, fue
producto de la confluencia de toda una serie de fenómenos y acontecimientos anteriores.
No cabe hablar únicamente de factores económicos explicativos de su
desencadenamiento, como ha sido habitual en la historiografía, tales como la crisis
financiera de 1866 o la de subsistencias del invierno 1867-68, ya que desvelan sólo
parte de la trama. Resulta necesario analizar el acontecer político, militar e intelectual
de la época para comprender el declive del régimen isabelino y la culminación de un
discurso alternativo al mismo.
El trono de Isabel II, más bien el sistema regulado por la Constitución de 1845, estaba
fuertemente minado. De ahí que el pronunciamiento de septiembre en Cádiz se
extendiera como un reguero de pólvora por toda España, sin encontrar apenas
resistencia. En los primeros días del mes todo quedó ultimado. Ruiz Zorrilla y Sagasta
se trasladaron a Londres para unirse con Prim, embarcando los tres en el vapor Delta,
con dirección a Gibraltar, donde llegaron el día 14, mientras que el San Buenaventura
zarpaba rumbo a Canarias para recoger a los militares allí desterrados. Todos
confluyeron en Cádiz.
Por fin, el 18 de septiembre de 1868 el pronunciamiento militar tuvo lugar y, con él, el
derrocamiento de Isabel II y de su dinastía. Así quedó expuesto en un Manifiesto,
España con honra, redactado por López de Ayala, en el que se retomaba la idea del

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Pacto de Ostende: la convocatoria de elecciones mediante sufragio universal y la
determinación de una nueva forma de gobierno por parte de las Cortes Constituyentes.
Significativamente, el Manifiesto no hacía ninguna mención a la forma de gobierno,
aunque no escatimaba sus críticas a la Reina, dando por hecho el fin de la dinastía
borbónica.
Entre el 18 y el 22 de septiembre la rebelión gaditana prendió en toda Andalucía.
Igualmente se unieron a la causa revolucionaria Santander, El Ferrol, Béjar, La Coruña,
Zaragoza, Cartagena, Santoña, Alicante y Alcoy, diseñando modelos diferentes de
sublevación, pero, en todos los casos, con una activa participación popular,
generalmente estimulada por los demócratas en su versión republicana o no. Resulta
perceptible en algunos de estos modelos insurreccionales la combinación de problemas
estrictamente locales que actuaron de espoleta al socaire del llamamiento gaditano.
El 19 de septiembre dimitió el presidente del Consejo, González Bravo. Su sucesor, el
general Concha, marqués de La Habana, pronto se vio desbordado por la situación. El
28 de septiembre la suerte de la dinastía quedó sellada en la batalla de Alcolea. La
derrota del general Novaliches dejó expedito a las fuerzas sublevaddas el camino hacia
Madrid.
Al día siguiente Madrid se unió al pronunciamiento y la Reina partió hacia Francia. Así
se iniciaba el Sexenio Democrático, con un simbólico reconocimiento de la junta
revolucionaria madrileña, el día 30, destacando la contribución del mundo intelectual a
la difusión de los valores democráticos con la reposición en sus cátedras de Sanz del
Río, Castelar, García Blanco, Fernando de Castro, Nicolás Salmerón, Manuel María del
Valle y Giner de los Ríos.

3.2. La construcción de la democracia


El cambio político nacido en la bahía de Cádiz fue algo más que el derrocamiento de
una reina, y, con ella, de una dinastía. Se presentaba el momento de concretar un
conjunto de transformaciones que variasen la esencia del contexto político y
racionalizasen la vida económica; en suma, que democratizasen la vida política y
destruyesen las trabas que se oponían a la modernización del sistema económico. Estaba
en juego la implantación, en toda su potencialidad, de los principios del liberalismo
democrático que ensancharan los cauces participativos, en un intento de socializar la
vida política, integrando al conjunto de la ciudadanía en un nuevo modelo de actuación
liberal.

3.3. La instauración de las libertades


Desde finales de septiembre hasta las elecciones a Cortes Constituyentes de enero de
1869 la situación política pasó por dos fases sucesivas, que reflejaban el juego de las
diferentes fuerzas políticas que habían participado en el derrocamiento de la dinastía. En
un primer momento, el poder de hecho residió en las diversas juntas revolucionarias que
colmaron el mapa español. Estas juntas se habían constituido de forma espontánea
conduciendo la revolución, siendo la más importante la Junta Superior Revolucionaría,
elegida en Madrid el 5 de octubre, por sufragio universal. En las juntas solía dominar
cualitativamente el elemento demócrata, imponiendo su discurso político. En sus
manifiestos y proclamas, casi todas ellas coincidieron en unos puntos básicos muy
próximos al ideario demócrata: sufragio universal, libertad de imprenta, supresión de los
derechos de puertas, libertad de cultos, libertad de industria y comercio, contribución
única, abolición de las quintas, etcétera... El 9 de octubre la Gaceta de Madrid publicó la
Declaración de Derechos elaborada por la Junta Superior Revolucionaria, que insistía en
los principios expresados y que ha sido considerada como la pieza teórica que impregnó

33
la filosofía política del Sexenio democrático.
El 8 de octubre se constituyó el primer Gobierno provisional, presidido por el general
Serrano, y compuesto por miembros de los partidos progresista y unionista, con los
demócratas al margen: Sagasta, Gobernación; Prim, Guerra; Romero Ortiz, Estado;
Topete, Marina; Figuerola, Hacienda; Ruiz Zorrilla, Fomento, y López de Ayala,
Ultramar. Hasta el día 21 coexistieron dos poderes, el de las juntas y el del Gobierno
provisional, situación política inaceptable, finalmente resuelta, previas negociaciones,
por el decreto gubernamental de disolución de las juntas. La revolución marchaba hacia
su estabilidad legal. Aunque los demócratas no estuvieran representados en el Gobierno,
éste hizo suya la mayoría de las formulaciones doctrinales de aquéllos. Puede decirse
que en el plano político la actividad gubernamental estuvo dirigida a plasmar, en sendos
decretos, los principios básicos del liberalismo democrático, desde la libertad de
asociación hasta la libertad de imprenta. Todo ello culminó el 9 de noviembre, cuando
Sagasta estableció por decreto el ejercicio del sufragio universal, sólo reservado a las
personas de sexo masculino mayores de 25 años, y fijó la circunscripción como célula
electoral frente al distrito unipersonal, propio del régimen político de los moderados.
El clima de libertades se hacía cada vez más extenso e intenso, abarcando todo tipo de
materias, sin que ello dejara de producir conflictos. El más significativo, en estos
comienzos, lo fue con la jerarquía eclesiástica, una vez que el Gobierno hizo suyo el
principio de libertad de cultos. El 12 de octubre se publicó el decreto sobre la disolución
de la Compañía de Jesús, acompañada de la expulsión de sus miembros y de la
incautación de sus bienes. Otro decreto, de 19 de octubre, estableció la extinción de
conventos y casas de religiosas. Todavía exacerbó más los ánimos el decreto de 6 de
diciembre, derogando el fuero eclesiástico. Este recorte de los poderes de la Iglesia se
convirtió a la larga en un grave condicionante de toda la dinámica política del Sexenio.
Sólo una cuestión básica quedó por defínir de forma explícita en la política del
Gobierno provisional: la forma que debía tomar el Estado. El debate monarquía o
república estaba servido. Un asunto que había originado algunas fricciones en el seno de
las juntas revolucionarias, y que acabó por bifurcar organizativamente al partido
demócrata, rompiéndose lo que, hasta entonces, había sido difícil coexistencia en el
interior del partido entre las dos corrientes. A mediados de octubre nació el partido
republicano federal. Por su parte, el Gobierno provisional se expresó claramente a favor
de la solución monárquica en el Manifiesto gubernamental del 25 de octubre. En los
mismos términos insistía el Manifiesto de la conjunción monárquico-democrática, de 12
de noviembre de 1868, firmado por los notables de los progresistas, la Unión Liberal y
los demócratas. Se matiza la defensa de una forma monárquica, subordinada a la
soberanía nacional: "Nuestra monarquía, la monarquía que vamos a votar, es la que nace
del derecho del pueblo; la que consagra el sufragio universal; la que simboliza la
soberanía de la nación; la que consolida y lleva consigo todas las libertades públicas; la
que personifica, en fin, los derechos del ciudadano, superiores a todas las instituciones y
a todos los poderes. Es la monarquía que destruye radicalmente el derecho divino y la
supremacía de la familia sobre la nación; la monarquía rodeada de instituciones
democráticas; la monarquía popular".
Si en Madrid el primer debate entre monarquía y república no pasó del plano de las
formulaciones teóricas y de la divulgación a través de la prensa y de reuniones, en otras
regiones españolas se alcanzaron cotas de mayor enfrentamiento, rompiéndose la unidad
del bloque revolucionario. Sobre todo en Andalucía, donde el término república era
percibido frecuentemente como sinónimo de transformación de las estructuras de
propiedad de la tierra. En un ambiente caldeado por la disolución de la juntas y el
desarme de los "voluntarios de la libertad", cuerpo armado civil de los orígenes de la

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revolución, el 6 de diciembre una sublevación prorrepublicana estalló en Cádiz, hasta el
día 13, en que, tras violentos combates, las fuerzas al mando del general Caballero de
Rodas restablecieron la situación. El 31 le tocó a Málaga, a la par que estallaban
pequeños conatos en Sevilla y Jerez. El 8 de enero el mismo general entró en Málaga.

3.4. El trasfondo de la guerra de Cuba


La guerra de Cuba condicionó intensamente la trayectoria política del Sexenio. El Grito
de Yara inició el conflicto secesionista cubano, a las órdenes de Carlos María de
Céspedes. Si tenemos en cuenta la importancia económica y política de la isla, bien en
términos de llegada de capitales privados, hacendísticos, bien porque había sido cantera
para importantes mandos militares, la Guerra de los Diez Años tuvo derivaciones
fundamentales en la política interior metropolitana. A lo largo del Sexenio se produjo
una asintonía evidente entre aquellos Gobiernos de la metrópoli que auspiciaron
proyectos reformistas respecto a Cuba, sobre todo la cuestión de la trata y la abolición
de la esclavitud, y el poderoso grupo propeninsular de comerciantes españoles en Cuba,
que apoyaría resueltamente un viraje conservador en la política española, como medio
de preservar enteramente el statu quo colonial. De ahí a medio plazo, este grupo
acabaría por sostener la Restauración borbónica, como condición indispensable para el
restablecimiento de la afinidad de intereses y objetivos entre los Gobiernos
metropolitanos y ellos mismos. No existe duda sobre el enorme poder que adquirió el
grupo propeninsular durante la Guerra de los Diez Años, consecuencia lógica de su
situación privilegiada en decenios anteriores, que ahora se verá ampliada por el
conflicto bélico y por la mayor cohesión del grupo al enfrentarse a las políticas
reformistas que emanaban de la España del Sexenio.
A partir de 1868 el grupo peninsular, ampliado con nuevas adhesiones significativas,
como la de Antonio López y López, futuro marqués de Comillas, controló, aún más si
cabe y más abiertamente, los centros vitales de decisión política y económica de la isla.
La guerra se empantanó sin que se viera, a corto plazo, la solución del conflicto.
El 3 de agosto de 1868 en la hacienda de San Miguel de Rompe, Tunas, tuvo lugar la
reunión preparatoria de la sublevación de los independentistas, gestada desde tiempos
anteriores y acelerada por la rebelión de Lares en Puerto Rico, el 23 de septiembre. A
primeros de octubre Carlos María Céspedes recibió la jefatura de la insurrección, que
estalló el 10 de octubre de 1868 en Yara. El Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la
Isla de Cuba, dirigido a sus compatriotas y a todas las naciones, expone el cuaderno de
agravios contra la metrópoli y el programa de la insurrección. Las críticas políticas a la
dominación española se entremezclan con el rechazo al sistema fiscal y a las trabas del
libre comercio, mientras que la victoria desembocaría en la instalación de un sistema
político liberal, la práctica del librecambio comercial y la emancipación de los esclavos.

Pronto la guerra se extendió por diversos puntos de la Isla. Mientras tanto, el capitán
general de Cuba, Lersundi, se negó en las primeras semanas a reconocer la autoridad del
Gobierno provisional de la metrópoli, proclamando su fidelidad a la reina destronada.
No dejaba de ser la expresión del temor de los grupos peninsulares de la Isla de que las
reformas de la Península alcanzaran a Cuba, alterando las estructuras coloniales.
La política de apaciguamiento se hizo imposible y la radicalización de los
propeninsulares y de los insurrectos alargó el conflicto, cada vez más localizado en el
oriente de la Isla. Los independentistas, contando con el apoyo de Estados Unidos,
aprobaron una Constitución en abril de 1869, confirmando a Céspedes como presidente
de la República de Cuba en armas. La guerra se convirtió en una sangría permanente,
sin que los sucesivos capitanes generales, como Caballero de Rodas o Concha, pudieran

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dominar la situación, ni los insurrectos, con fuertes tensiones internas, inclinar la
balanza a su favor. Fue más allá de los límites cronológicos del Sexenio, en febrero de
1878, cuando el general Martínez Campos logró un acuerdo de compromiso con los
rebeldes: la Paz de Zanjón. La guerra supuso para España unas pérdidas superiores a los
130.000 hombres y un coste económico cuantioso para las arcas del Estado, aunque
comerciantes privados, de ambos lados del Atlántico, obtuvieron pingües beneficios en
el avituallamiento y conducción del ejército o en la financiación del conflicto.
Por otra parte, la Guerra de los Diez Años tuvo una evidente dimensión internacional,
sobre todo asociada a Estados Unidos, siempre muy interesados en reforzar su presencia
en la Isla, cuando no en su incorporación a la Unión. En este contexto habían
coincidido, en los años cuarenta, con un sector de las elites económicas y políticas
cubanas, que valoraron la preservación del sistema esclavista con su entronque con
Estados Unidos, ya que en el sur del país se utilizaba el mismo sistema de trabajo.
Progresivamente, el anexionismo fue perdiendo fuerza. Los últimos rescoldos quedaron
apagados por el final de la Guerra de Secesión y la emancipación de los esclavos negros
sureños.
En esta dimensión internacional se enmarcaría el esbozo de negociaciones hispano-
norteamericanas de 1869. En el mes de agosto llegó a Madrid el general norteamericano
Sickles con el objetivo de negociar la independencia de Cuba, de acuerdo al contenido
elaborado por Fisch, secretario de Estado: "El presidente de la República os encarga que
ofrezcáis al gabinete de Madrid los buenos oficios de los Estados Unidos, para poner
término a la guerra civil que devasta a la isla de Cuba, con arreglo a las siguientes bases:

1°- Reconocimiento de la independencia de Cuba por España.


2°- Cuba pagará a la metrópoli, en los plazos y formas que entre ellas se estipularán,
una suma en equivalencia del abandono completo y definitivo por España de todos sus
derechos en aquella isla, incluso las propiedades públicas de todas clases.
3°-Abolición de la esclavitud.
4°-Amnistía durante las negociaciones".
El plan no llegó a prosperar a pesar de que Prim se planteaba, al menos como hipótesis,
el posible abandono de Cuba. No obstante, el haz de intereses de todo tipo, y sobre todo
económicos, en ambas direcciones, hacía improbable un acuerdo de esta naturaleza.

3.5. La ampliación de la oferta política


Desde octubre de 1868 hasta la celebración de las elecciones a Cortes Constituyentes el
15 de enero de 1869, España entera se vio inmersa en un período de febril actividad
política. El régimen de libertades nacido de la pronta y eficaz gestión del Gobierno
provisional, que recogía las aspiraciones de las juntas revolucionarias, introdujo un
elemento absolutamente novedoso que transformó el mercado político: el sufragio
universal, aplicable a los individuos del sexo masculino mayores de 25 años.
El sufragio directo supuso un considerable incremento del número de electores. Para
cubrir este nuevo mercado se amplió también la oferta política, quizá más de forma
cualitativa que cuantitativa, como se verá más adelante. La libertad de expresión, al
igual que la libertad de imprenta, coadyuvaron a esta regeneración de la oferta política,
así como a una mejor transmisión de su mensaje, convirtiéndose en factores clave para
la consolidación de una incipiente cultura política en la sociedad.
Las distintas organizaciones se vieron forzadas a replantear no tanto sus contenidos
como los instrumentos de transmisión de los mismos, y a reconvertir su composición
interna en una estructura capaz de resistir el funcionamiento de nuevos partidos más
complejos, que permitieran recoger el nuevo caudal participativo. Se trataba de

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acometer una reorganización en profundidad de la vida política en su conjunto: partidos
políticos por un lado, electorado por otro; es decir, la necesidad de adecuar ofertas y
demandas políticas en el nivel más óptimo de equilibrio. Desde esta óptica es posible
analizar las transformaciones ocurridas en el espacio temporal indicado.
El arco político presentaba cuatro grandes tendencias, circunscritas en tres partidos
independientes y una coalición: carlistas, moderados, republicanos y el bloque
monárquico-democrático. Todos ellos experimentaron una metamorfosis de similares
características, evolucionando en paralelo para convertirse en organizaciones más
sólidas, capaces de difundir un mensaje en forma de producto a la venta en el mercado
político, lo cual implicaba avances en la cultura política del conjunto social. Fue sobre
todo el partido republicano el que intentó superar las viejas formas tradicionales de las
agrupaciones de notables para poner en marcha una estructura de partido ampliado,
capaz de conectar de manera eficaz con su tejido social.
Esta reconversión requería el desarrollo de diversos mecanismos de propaganda, que
estaban al alcance de todas las fuerzas políticas. Se trataba de la prensa, los mítines, los
catecismos electorales, todo ello apoyado en la transmisión oral característica de un
conjunto social todavía castigado con unas tasas muy elevadas de analfabetismo.
Mientras los mítines eran mayoritariamente promovidos por los partidos de izquierda,
que adquirieron un dinamismo especial en los centros urbanos, la prensa era utilizada
por todos en la misma medida, experimentando un auge sin precedentes gracias a su
recién estrenada libertad.
Así, cada partido encontraba favor y aliento en diferentes periódicos: el carlismo en La
Regeneración o El Pensamiento Español; los moderados en El Siglo y El Estandarte; la
coalición gubernamental en El Imparcial y El Diario Español, entre otros; finalmente La
Discusión y La Igualdad cubrían el espacio republicano. Hay que señalar que el radio de
acción de estos periódicos abarcaba todo el territorio nacional, hecho que contribuyó,
sin duda, a socializar la discusión política más allá de la capital. Por otro lado, los
catecismos electorales, de redacción clara y accesible para las capas populares,
multiplicaron sus efectos al ser leídos en clubes y reuniones electorales. Su finalidad
última estribaba en dar a conocer los principios democráticos, realizando una labor
didáctica que proporcionaría al pueblo un nivel más elevado de cultura política, por muy
embrionaria que ésta fuera.
Resulta significativo observar la penetración de toda esta propaganda política en las
distintas zonas del país. Queda patente la dualidad campo-ciudad, pues cada ámbito
recibía los mensajes desde unos presupuestos diferentes y con métodos distintos. En los
núcleos urbanos fue, sin duda, más influyente la campaña informativa a través de la
prensa, pues los ciudadanos tenían acceso directo a los medios de comunicación y
podían asistir, además, a reuniones y debates. En el campo, por el contrario, las
relaciones de subordinación eran todavía predominantes, facilitando la depuración de
los mensajes en la práctica de cierto caciquismo antropológico. Igualmente, el púlpito
continuaba actuando como filtro para la información.
Detallando más la regeneración de cada una de las formaciones políticas se nos presenta
el siguiente cuadro esquemático. Los carlistas decidieron sustituir, de hecho y
temporalmente, su filosofía insurreccional para participar en la lucha por el voto.
Continuando la reorganización que habían iniciado en el mes de julio de 1868, siguieron
adelante tras la abdicación de don Juan, el 3 de octubre, e incorporaron a sus filas
hombres como Navarro Villoslada o Nocedal, de signo neocatólico. Con esta
aproximación al sector católico, reforzada por la creación de las asociaciones de
católicos, se lanzaron en defensa de la unidad religiosa del país, que vino a constituir su
principal caballo de batalla. En noviembre de 1868 quedó configurado su comité

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electoral y presentaron varias candidaturas, sobre todo en su zona de mayor influencia:
el País Vasco y Navarra.
Los moderados tardaron algún tiempo en reaparecer tras la revolución; cuando por fin lo
hicieron, a finales del mes de octubre, volvieron tal y como se fueron: debilitados, sin la
menor posibilidad de éxito y con un programa que ya pecaba de anacrónico, contrario a
los nuevos tiempos. Este, expuesto en La cuestión preliminar, proponía la monarquía
constitucional, entendida en los cánones del moderantismo histórico, como la única
forma de gobierno aceptable, desestimando la monarquía democrática. Solos en su
interés por devolver el trono a Isabel II y restablecer la Constitución de 1845, apenas se
limitaron a apoyar las primeras voces en favor de la Restauración. Aun sabiendo que no
tenían ninguna opción, presentaron candidaturas; la más destacada la de Madrid: general
Lersundi, Claudio Moyano, el conde de San Luis...
El partido republicano, surgido de la escisión del partido demócrata, declaró su
inclinación al federalismo y propuso la instauración de la república como única forma
de gobierno que encajaba plenamente con el sueño revolucionario. Sus diferencias con
los monárquicos eran notorias, no sólo en cuanto a la forma de gobierno, sino también
en temas tales como la supresión de las quintas o la abolición de la esclavitud. Sobre un
gran radio de influencia centrado en la costa mediterránea, Andalucía y algunos puntos
del interior, el electorado republicano se encontraba tanto en los núcleos urbanos, entre
artesanos y trabajadores, como en las zonas rurales. Entraba en competencia directa con
la coalición monárquico-democrática, que poseía también en estos sectores sus
principales bases sociales.
En cuanto a la coalición monárquico-democrática, integrada por progresistas,
demócratas y unionistas, estaba al frente del Gobierno provisional, desde donde había
confirmado una línea de acción de talante democrático, en consonancia con los
principios revolucionarios. Defendía la monarquía democrática como forma de
gobierno, aunque anteponiendo el principio de soberanía nacional. Constituía el bloque
más sólido y con más posibilidades de cara a las elecciones, pero su estabilidad interna
era muy frágil y se desintegró definitivamente tras la aprobación de la Constitución de
1869. El motivo de las fricciones residía en la mayor o menor dosis de liberalismo de
cada sector, en los personalismos acusados con sus clientelas políticas y en las
diferentes opiniones respecto de quién debía ser el próximo rey. La coalición presentó
candidaturas en casi todas las circunscripciones del país; en Madrid se presentaron
hombres tales como Prim, Ruiz Zorrilla, Sagasta, Rivero, Becerra, Serrano o Topete. Su
condición de favoritos quedaba avalada por el hecho de que se presentaban a las
elecciones desde el Gobierno, además de haber ganado las elecciones municipales de
noviembre de 1868, lo que les aseguraba una buena capacidad de maniobra desde el
poder local. La prensa de oposición acuñó un término que gráficamente sintetizaba la
situación: la influencia moral del Gobierno.
Del 15 al 18 de enero de 1869 se celebraron las elecciones a Cortes Constituyentes. Los
resultados confirmaron una mayoría progubernamental de 236 escaños monárquico-
democráticos, acompañada de dos estimables minorías: 85 diputados republicanos y 20
carlistas. Los monárquico-democráticos consiguieron escaños en casi todas las
circunscripciones, pero sus mayorías más consistentes provenían de la España interior,
incluida la capital.
Los principales focos republicanos se extendieron a lo largo del arco periférico, sobre
todo en los núcleos urbanos. Fueron mayoritarios en Gerona, Barcelona, Lérida,
Huesca, Valencia, Sevilla, Cádiz, Málaga, Alicante y Zaragoza. Obtuvieron altos
porcentajes de votación en Badajoz y Murcia, mientras que el interior agrario sólo eligió
un diputado republicano para las provincias de Salamanca, Toledo, Valladolid y Teruel.

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En la circunscripción de Madrid ciudad cosecharon 16.000 votos pero ningún diputado.
En cuanto a los carlistas, consiguieron sus mayorías en Vizcaya, Guipúzcoa y Navarra,
pero también estuvieron representados en Gerona, Salamanca, Ciudad Real y Murcia.
Comparada con elecciones anteriores fue innegable la claridad y pulcritud del acto
electoral, siempre teniendo en cuenta la inevitable intromisión del ministro de la
Gobernación, en este caso Sagasta, que según testimonios de la época actuó de eficaz
aprendiz electorero. En los distritos urbanos se realizó la habitual presión del poder
público sobre su cohorte de empleados civiles y militares. En cuanto a los distritos
rurales, más que el pucherazo en el sentido estricto del término, lo que funcionó, en un
ambiente de escasa cultura política y de casi nula experiencia participativa, fueron los
mecanismos de presión basados en las relaciones de dependencia y subordinación,
característicos de las pequeñas localidades rurales pobremente desarrolladas, donde la
protección del notable tenía como contrapartida la vinculación del voto. Sería una forma
de caciquismo antropológico donde el binomio protección-dependencia imponía sus
normas. Un caciquismo que todavía no articula la vida política como en la España de la
Restauración, pero que, como fenómeno cultural, mediatizaba la vida cotidiana. Estas
formas de presión continuaron a lo largo y ancho del Sexenio. Téngase en cuenta que
jamás un Gobierno perdió unas elecciones generales. Resulta significativo el aparente
vuelco electoral de las dos elecciones casi inmediatas de 1872, ambas ganadas
sobradamente por los respectivos gobiernos.
En estas elecciones de enero de 1869 tuvo gran alcance la popularidad obtenida por el
Gobierno provisional, en el cenit de su auge, dada su acelerada actividad legislativa en
lo referente a la promulgación de las libertades públicas, y la excelente imagen que el
propio gabinete supo dar de su actuación en el discurso electoral. Mitos tales como Prim
o Serrano, en plena pujanza, condicionaron el voto de una gran parte del electorado. En
realidad, los votantes prolongaron su confianza en el Gobierno provisional que, salvo en
el tema de las quintas, había intentado cumplir con las propuestas políticas surgidas de
las juntas revolucionarias.

3.6. La Constitución de 1869


Una comisión de quince diputados elaboró el anteproyecto constitucional en el breve
plazo de veinticinco días. Formaban la comisión notables de los tres partidos integrantes
de la coalición monárquico-democrática como Posada Herrera, Ríos Rosas, Manuel
Silvela, Ulloa y Vega de Armijo, entre los unionistas; Montero Ríos, Olózaga y Valera,
entre los progresistas, y Martos, Moret y Romero Girón, entre los demócratas.
Salustiano de Olózaga presidió la comisión.
El proyecto fue aprobado por las Cortes el 1 de junio de 1869, por un total de 214 votos
contra 55. La Constitución se promulgó solemnemente el 6 del mismo mes y fue
publicada en La Gaceta de Madrid al día siguiente. Era el resultado de una rápida y
prolija labor, caracterizada por los profundos debates y la minuciosidad de
planteamientos, a los que se acompañaron brillantes piezas de oratoria.
En líneas generales puede decirse que la Constitución de 1869 recogía los principios
democráticos, continuando la línea de actuación del Gobierno provisional, inspirada, a
su vez, en la filosofía emanada de las juntas revolucionarias. En definitiva,
fundamentaba la construcción del Estado democrático. La Constitución de 1869 exponía
una tabla de derechos del ciudadano sin precedentes en el constitucionalismo español. A
través de 31 artículos quedaron definidos todos los derechos y libertades individuales
que, como prescribía el texto, debían ser garantizados por los poderes públicos: libertad
de expresión, de asociación, inviolabilidad del domicilio y de la correspondencia,
sufragio universal masculino... Asimismo se establecieron diversos mecanismos para

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impedir la supresión o violación de estos derechos, considerados como inalienables. Tan
sólo en la necesidad de preservar la seguridad de Estado sería posible suspenderlos,
mediante ley específica. Esta tabla de derechos, basada en el ideario democrático, hizo
de la de 1869 la Constitución más liberal de cuantas se habían promulgado en España.
Esta filosofía se dejó notar igualmente en sus planteamientos sobre los poderes públicos
(Título II), así como en todos los aspectos de la vida nacional que regulaba.
El principio de la soberanía nacional legitimaba la forma de gobierno adoptada -en este
caso la monarquía parlamentaria-, prevaleciendo sobre la misma. El rey figuraba como
monarca constitucional, pero perdía las fuertes atribuciones que le había concedido el
sistema moderado. Siguiendo las pautas del derecho consuetudinario británico, el rey
reinaba, pero no gobernaba. En sus manos quedaba el derecho de disolución de Cortes,
pero compensado por los plazos límite en su convocatoria y los amplios márgenes de
actuación de las Cámaras. Los ministros precisaban ser miembros de las Cámaras para
asistir a sus sesiones, su actividad era controlada por ellas y eran responsables ante las
mismas.
Destaca la importancia del legislativo, que asume totalmente la aprobación y sanción de
las leyes, facultad esta última que antes residía en el monarca. Las amplias atribuciones
de las Cortes tenían como objeto impedir que pudiera ser coartada su actuación por el
rey o el Gobierno, como había ocurrido en anteriores textos constitucionales.
Controlaban la acción del Gobierno a través del principio de la responsabilidad
ministerial, y de ellas dependía la aprobación de los presupuestos, requisito
indispensable para el funcionamiento de la actividad fiscal.
La Constitución establecía un sistema bicameral: Congreso de los Diputados y Senado,
cuerpos colegisladores con iguales atribuciones, ambos elegidos por sufragio masculino,
directo en el caso del Congreso e indirecto, a través de compromisarios, para el Senado.
El Congreso de los Diputados reflejaba los principios democráticos de una forma más
clara: sus miembros eran elegidos a razón de 1 por cada 40.000 personas, y la única
condición que debían cumplir era la de ser electores. Los que optaban al puesto de
Senador debían ser mayores de 40 años y poseer alguna condición que le hiciera
elegible: titulado superior, haber ostentado un cargo de responsabilidad en la
Administración, ser gran propietario... El Senado albergaba en su seno a los últimos
representantes de las elites tradicionales, reproduciendo así un clima más conservador
que la cámara baja.
En cuanto al poder judicial, quedó asegurada la independencia de los tribunales,
intentando evitar la arbitrariedad de los nombramientos gubernamentales, a través de un
sistema de oposiciones que hiciese efectivo el principio de la carrera judicial. Sería el
Consejo de Estado quien entendería en los temas de traslados y en todo lo relacionado
con la carrera judicial. La democratización se perfiló con la institución del jurado.
Además se estableció la acción pública contra los jueces por delitos cometidos en el
ejercicio de su cargo.
Otros aspectos contemplados por la nueva Constitución hacían referencia a la
descentralización, regulando la actividad de ayuntamientos y diputaciones, y a la
reforma del régimen colonial. Esta se llevaría a cabo bajo la óptica democrática, una vez
que los diputados de Cuba y Puerto Rico hubieran tomado asiento en las Cortes. El
texto constitucional recogía la posibilidad de su propia reforma, para lo cual preveía la
disolución de las Cortes que decretasen tal reforma y la elección de unas nuevas,
encargadas de realizarla.
Un principio especialmente delicado en el que también se continuaba por la senda
trazada por el Gobierno provisional, en octubre de 1868, fue el tema religioso.
Siguiendo un proceso de laicización ya iniciado, la Constitución estableció la libertad de

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cultos por primera vez, concretamente en su artículo 21: "La Nación se obliga a
mantener el culto y los ministros de la religión católica. El ejercicio público o privado
de cualquiera otro culto queda garantizado a todos los extranjeros residentes en España,
sin más limitaciones que las reglas universales de la moral y del derecho. Si algunos
españoles profesaren otra religión que la católica, es aplicado a los mismos todo lo
dispuesto en el párrafo anterior". La libertad de cultos redundó en unas difíciles
relaciones con la jerarquía eclesiástica, contraria a tal principio. La respuesta fue una
considerable movilización a través del púlpito, encauzada por las asociaciones de
católicos, que entregaron millares de firmas a la comisión encargada de la elaboración
del proyecto constitucional.

3.7. Política económica y liberalización


Las relaciones entre Estado y economía a lo largo del siglo XIX estuvieron guiadas por
el progresivo desmantelamiento de las prácticas mercantilistas desarrolladas por el
Estado absoluto, atravesadas por el régimen señorial. En teoría, el liberalismo
económico planteaba la retirada del Estado del ámbito económico, dejando al mercado
el predominio en la asignación de recursos. Sin embargo, en todo el conjunto europeo
estos presupuestos doctrinales se ejecutaron, en la práctica, a diferente ritmo, según la
voluntad política de los poderes públicos y la capacidad de influencia sobre los mismos
de los grupos de interés, más o menos articulados, o de la influencia de determinadas
clientelas políticas asociadas a individuos de las elites económicas.
Así, el debate proteccionismo-librecambismo, uno de los puntos centrales de la
desarticulación de dichas prácticas mercantilistas, adquirió un tono diferente en los
distintos países europeos, según se percibieran las posibilidades internas para el
despegue industrial. En la propia Gran Bretaña, cabecera de la industrialización, la
derrota definitiva del proteccionismo tuvo que esperar a 1846 con la abolición de la ley
de granos. En el caso español resulta visible la interferencia de la ruptura del Estado
transoceánico y la pérdida del mercado colonial, lo cual, al coincidir en el tiempo con la
crisis interna del Antiguo Régimen y la construcción del Estado liberal, hizo asimétrico
lo que en teoría estaba planteado como una evolución paralela que llevara al unísono la
renuncia de las prácticas mercantilistas y el fin de las relaciones económicas del antiguo
régimen, con su máximo en la abolición del régimen señorial. Al igual que durante su
primer ensayo práctico de 1820-1823, el liberalismo derrumbaba la sociedad señorial y
las relaciones estamentales, respondía a la pérdida del Imperio con la reivindicación de
los principios proteccionistas para el sector exterior. Un proteccionismo agrario que
posteriormente se vería acompañado de similar tendencia por el sector punta de la
industrialización española: el textil catalán.
Así, el mercantilismo quedaba disociado de su noción global: mientras el
proteccionismo continúa aplicado al sector exterior, la legislación económica y social de
los años treinta edificó un mercado interno bajo presupuestos liberales. La articulación
real, y no sólo virtual, estará sujeta, entre otros condicionantes, a partir de entonces, a
las mayores o menores dosis de proteccionismo exterior. De ello se derivarán diversas
formas de integración de la economía española en el mercado mundial.
La tendencia secular se encaminó hacia una reducción paulatina del proteccionismo que
culminará con la potencialidad librecambista de la legislación de 1869 al abrir el
horizonte de un futuro librecambismo truncal de 1875. Así, el arancel de 1869
respondería a la concreción del ideario demócrata, que vincula el desarrollo de la
economía española a una mayor competencia con el exterior.
A la altura de 1870, cuando los demócratas librecambistas tuvieron la ocasión de llevar
las riendas de la política económica, España había empezado, desde hacía quince años, a

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integrarse de forma más coherente en el mercado mundial. El contexto internacional
había creado nuevas pautas a partir del viraje librecambista británico de finales de los
años cuarenta, y de la posterior firma del tratado comercial francobritánico de 1860,
inaugurando una secuencia librecambista para el resto de países europeos.
Esta mayor integración provocó transformaciones radicales en el comercio exterior
español como condición necesaria para asegurar los proyectos de modernización
económica emprendidos. El sector exterior, pues, se convirtió en un acicate fundamental
para el crecimiento económico.
Un sector exterior que fue alejándose de la estructura monoexportadora. Las
exportaciones se diversificaron al socaire de las transformaciones del mercado interior.
Igualmente fueron significativas las variaciones en la estructura de las importaciones: la
progresiva disminución de los artículos alimentarios y el paralelo incremento de las
materias primas, y, principalmente, de los bienes de equipo, en consonancia con el
aumento de la producción industrial interior.
Los demócratas del Sexenio fueron más lejos que los progresistas del Bienio en su
valoración de las ventajas de una integración más profunda de la economía española en
el contexto internacional. Durante el Bienio la acción del exterior se había entendido en
la lógica del auxilio, la necesidad de tecnología, capitales y gestores. Los demócratas de
1868 valoraban la cuestión en términos de la necesidad de una mayor competencia con
el exterior, de un contraste que asegurase mayores cotas de modernización y de
crecimiento. Esta vocación extravertida incorporaba ingredientes políticos y doctrinales
en un largo debate proteccionismo-librecambismo que venía desarrollándose desde
decenios atrás y se prolongaría más allá del Sexenio, pero que había alcanzado una
especial intensidad en los años sesenta.
Había sido en esta época cuando la reivindicación librecambista alcanzó su máximo
nivel teórico y de elaboración con la creación y expansión de la Asociación para la
reforma de los aranceles. En su interior confluyó la intelectualidad demócrata que, por
coherencia doctrinal, abanderó la causa librecambista. Esta había sido una constante en
los comerciantes españoles, sobre todo aquellos vinculados al mercado exterior y al
capital extranjero. Utilizaban el término librecambio en una doble acepción, interior y
exterior, al igual que para los teóricos demócratas, hasta componer un discurso arbitrista
en el que todos los males de la economía se atribuían al sistema proteccionista, desde la
incapacidad de los fabricantes para adaptar las innovaciones tecnológicas, hasta la
rigidez de la demanda. Según esta perspectiva, el sistema arancelario proteccionista
encarecía las importaciones y favorecía un sistema de impuestos indirectos basado en
los derechos de puertas y consumos, que entorpeció la circulación interior, creando, de
hecho, una tela de araña aduanera que compartimentaba el mercado interior.
En ambas direcciones, interior y exterior, se dirigió la política comercial de los
Gobiernos del Sexenio desde sus orígenes. Respondiendo a la reivindicación popular,
pero también por lógica doctrinal, tal como hemos apuntado, los derechos de puertas y
consumos fueron abolidos. Se perseguía una mayor cohesión del mercado interior y un
abaratamiento de los productos de beber, comer y arder, que permitiría destinar un
porcentaje mayor de las rentas domésticas a otros tipos de consumo. Por su parte el
ministro Figuerola, que había presidido la Asociación para la reforma de los aranceles,
dio un viraje aperturista en materia de comercio exterior que se materializó en la Ley de
Bases Arancelarias, promulgada el 12 de julio de 1869, que potenciaba el
librecambismo. La ley no llegó a consumar plenamente sus objetivos, relacionados con
la fijación de los derechos arancelarios en un máximo del 15%, pero sí logró una
reducción apreciable de los mismos. Como resultado, los intercambios con el exterior
provocarían una mayor competitividad interior, incrementándose considerablemente,

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por añadidura, la recaudación.
Además del plano comercial los Gobiernos del Sexenio, sobre todo el Provisional,
acuciado por una Hacienda Pública en pésimas condiciones y una grave crisis
económica, se vieron forzados a maniobrar en los ámbitos fiscal, hacendístico y
monetario. Laureano Figuerola intentó la recuperación de la Hacienda Pública. Para ello
se hacía necesaria la disminución del déficit presupuestario y, por consiguiente, de una
deuda pública que superaba los 22.000 millones de reales. Se puso en marcha una
operación financiera a gran escala que, además de comprometer al Estado en un
conjunto de préstamos, afectó sobremanera al sector minero, utilizado como garantía de
la devolución de los mismos.
El 1 de enero de 1869 entraba en vigor la nueva Ley de Minas. Inspirada en el principio
librecambista de la propiedad perfecta, creaba las condiciones objetivas adecuadas para
impulsar la minería española hasta un momento de auge que repercutiría
favorablemente sobre la recaudación tributaria. La ley permitía el traspaso
prácticamente a perpetuidad de la propiedad de las minas, antes pertenecientes a la
Corona, a manos de inversores privados, para quienes la compra y explotación de las
mismas sería más rápida y sencilla. La liberalización del sector atrajo hacia sí cuantiosas
inversiones extranjeras que lo reanimaron y aumentaron el nivel de recaudación fiscal.
España se convirtió en uno de los principales proveedores de minerales de las
economías industriales europeas, con el consiguiente alivio de la balanza de pagos. Este
proceso ha sido denominado la desamortización del subsuelo español.
La legislación minera de 1868 abrió los cauces de una segunda oleada de inversiones
extranjeras, antes centradas en el ferrocarril, que ahora acabarán por controlar los
recursos básicos del subsuelo español. Las consecuencias de estas inversiones han sido
objeto de amplio debate historiográfico. Para Sánchez Albornoz las minas terminaron
por convertirse en una suerte de enclaves extranjeros sólo ligados territorialmente a
España, pero sin articulación con el resto de la economía, salvo en el caso del hierro. En
la misma onda se sitúan Ramón Tamames y Juan Muñoz. El extremo opuesto lo ocupa
Gabriel Tortella: "Ejercieron una demanda de mano de obra, estimularon el desarrollo
de una tecnología minera nacional, de una industria de bienes de equipo y de
explosivos, que ocasionaron considerables inversiones en infraestructuras, como la
construcción de ferrocarriles y puertos, y vinieron a paliar el déficit en la balanza de
pagos".
Es un tema abierto. En el caso del hierro, la nueva situación coadyuvó, según los
análisis de González Portilla, al despliegue de la industria siderúrgica vasca, sobre todo
por la presencia de capitales vascos en la explotación del hierro de Somorrostro y en la
combinación de los beneficios de la venta de hierro a Gran Bretaña y de la importación,
desde allí, de la energía necesaria. Sin embargo, la explotación del cobre y el plomo,
casi enteramente en manos extranjeras, no desembocó en un proceso industrializador
afín.
La balanza comercial quedó aliviada, pero las expectativas tributarias resultaron
frustradas al convertirse el sector en un auténtico paraíso fiscal, sometido a una baja
presión y a todo tipo de fraude. Además, la penuria hacendística forzó, en 1870, la
concesión de la explotación y comercialización del mercurio de Almadén a los
Rothschild, por un período de cincuenta años, y en 1873 la venta de las minas de cobre
de Riotinto al capital británico, por 22.800.000 pesetas.
En el terreno monetario lo primero que Figuerola planteó fue la implantación de la
peseta como unidad monetaria española, bajo los acuerdos de la Unión Monetaria
Latina, firmados en 1865, que establecían un patrón bimetálico, en plata y oro, para la
acuñación de monedas. Este patrón bimetálico, a medio plazo, no podría sostenerse y

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acabaría siendo sustituido por el predominio de la circulación fiduciaria. El decreto de
fijación de la peseta como unidad monetaria fue de 19 de octubre. En su preámbulo se
hacía un canto a la soberanía nacional: "la moneda de cada época ha servido para
marcar los diferentes períodos de la civilización de un pueblo, presentando en sus
formas y lemas el principio fundamental de la constitución y modo de ser de la
soberanía, y no habiendo hoy en España más poder que la nación ni otro origen de la
autoridad que la voluntad nacional, la moneda debe ofrecer a la vista la figura de la
Patria... borrando para siempre de este escudo las lises borbónicas".
En 1874 la concesión del monopolio de emisión al Banco de España vendría a regular el
ordenamiento monetario, además de posibilitar una sustitución estable y ordenada del
dinero metálico por dinero fiduciario. Los antiguos bancos emisores se transformaron en
sucursales del Banco de España, o tuvieron que cambiar su horizonte.
El privilegio de emisión descansaba, además, sobre razones hacendísticas. Se trataba de
establecer las bases de un modelo más estable de tratamiento de la deuda, para evitar las
desventajas del Estado en la consecución de anticipos, que había mediatizado hasta
entonces su actuación, dadas las onerosas condiciones de los prestamistas y la
inmediatez con que siempre fue intentado el arreglo de la deuda. Ahora se vinculaba
Hacienda y banco emisor, permitiendo sentar las bases de una estabilidad a medio plazo,
sin recurrir a las urgencias y las negociaciones desventajosas, además de que el Banco
de España, al financiar al Tesoro, aseguraba la canalización de recursos ajenos hacia la
deuda pública.
Y es que el problema de la crisis hacendística, heredada del pasado, agobió hasta límites
insospechados a los diferentes gobiernos del Sexenio. Técnicamente el Estado estaba en
suspensión de pagos. En 1868 el monto de la deuda pública se elevaba a 22.109
millones de reales, con unos intereses de 591 millones de reales, aproximadamente. Si a
ello añadimos las deudas a corto plazo por anticipación de fondos de la banca
extranjera, los efectos de la crisis agraria de 1867-1868, y la reciente abolición de los
derechos de puertas y consumos, se completa un panorama para cuya solución quedaban
pocos márgenes de actuación.
Los empréstitos exteriores se negociaron cada vez en condiciones menos ventajosas,
conforme el Estado se hacía más insolvente, hasta desembocar en la bancarrota
hacendística de 1870-1874. El Estado se convirtió, durante la segunda mitad del siglo,
en rehén de los grandes prestamistas exteriores, que obtuvieron notables ventajas
directas e indirectas, tanto políticas como económicas. Así lo que en principio podría
parecer un ruinoso negocio para el prestamista de un Estado insolvente, encubría una
especulación beneficiosa a base de concesiones y privilegios.
El servicio de la deuda acabó por convertirse en el capítulo más importante del gasto
público, llegando a su máximo en 1870, cuando supera la mitad del presupuesto. A largo
plazo en la estructura del gasto, entre 1850 y 1890, la partida deuda pública y clases
pasivas absorbió un tercio de los gastos, igual proporción que el destinado a gastos
militares, de orden público y de mantenimiento del clero, y situándose por encima del
presupuesto, atribuido a otros ministerios, y, desde luego, muy superior a la inversión
del Estado en obras públicas".

3.8. Conflictividad social y organización del movimiento obrero


El Sexenio democrático estuvo caracterizado por una alta conflictividad social,
manifestada de forma compleja y violenta, viniendo a constituir un conjunto de
experiencias abiertas a los problemas sociales propios de la época y, al tiempo, al
estallido de una serie de conflictos de raíz secular.
Esta conflictividad social tuvo distintas manifestaciones, fue realizada por distintos

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protagonistas y a través de distintos criterios y métodos. Cada proceso político llevado a
cabo implicaba una reacción en las clases trabajadoras, que se hallaban fuertemente
integradas en el proceso histórico. Esta diversidad de actuaciones se produjo como
consecuencia de la asociación de las múltiples fuerzas sociales que propiciaron los
sucesos de septiembre de 1868.
Buena parte de los problemas cuestionados eran de naturaleza arcaica; habían
permanecido durante siglos en la evolución de la sociedad española y ahora encontraban
sus más directas formas de expresión: la ocupación de tierras y la quema de registros de
la propiedad. Son conflictos localizados principalmente en el sur de la Península, donde
el campesinado no propietario reclamaba el acceso a la propiedad de la tierra. Si bien
este tipo de protesta había aparecido en otras ocasiones, cabe señalar que durante el
Sexenio consolidó su sintonización con el discurso político, principalmente con el
republicanismo, o más bien con una forma de entender, percibir y asimilar el mito de la
organización federal.
A partir de 1869 factores como el hambre de tierras, la crisis o el incremento del número
de desocupados supusieron la multiplicación de las ocupaciones de tierra, tanto en
Andalucía como en La Mancha, Extremadura y Levante. Movimientos que fueron
cosechando fracasos, aunque siempre se mantuvo viva la idea básica de que la hora del
reparto social había llegado. Como contrapartida, la decepción que supuso la llegada de
la República sin que se viera acompañada de una reforma agraria en profundidad. Así,
1873 marcó una ruptura hacia nuevas formas de consciencia y de acción. De ahí que
durante el Sexenio se perfilen embrionariamente los trasvases de un sector del
campesinado andaluz hacia la versión bakuninista de la Primera Internacional. El
mensaje anarquista comenzó a calar en Andalucía, con un credo que encajaba con las
seculares respuestas de rebeldía y la desconfianza hacia los partidos políticos.
A lo largo del siglo XIX, pero con más insistencia durante el Sexenio, los motines
populares se sucedieron en las zonas urbanas preindustriales. Se trataba de movimientos
espontáneos, no coordinados desde la acción política, provocados por situaciones
concretas y precisas: paro, carestía del pan, llamada a quintas... Eran, pues, problemas
cotidianos que exigían una solución inmediata; de ahí que el objetivo de los motines no
estuviera sujeto a grandes programas o proyectos, sino más bien a situaciones que eran
percibidas y sentidas como la alteración de la moral económica de la multitud.
Por motines entendemos toda una serie de acciones que van desde la simple
manifestación, con un carácter más o menos violento, ante la autoridad local, hasta
asaltos al interior de edificios oficiales o comercios, según fuera la causa del motín y su
mayor o menor envergadura. Las autoridades, por su parte, contrarrestaban el motín con
medidas de urgencia, como repartos de pan o contrataciones temporales de jornaleros y,
en último término, con medidas similares a las empleadas contra las rebeliones
campesinas.
Durante todo el Sexenio estos conflictos sociales proliferaron sin que desde la política
se acertara a encontrar una solución adecuada para ellos. No fue posible resolver sus
causas fundamentales: la carestía y la cuestión de las quintas; por el contrario sus
efectos se vieron agravados por la crisis económica, el mal estado de la Hacienda
Pública y el recrudecimiento de la guerra carlista. Especial importancia tuvieron los
motines contra las llamadas a quintas, que salpicaron con distintos grados de intensidad
la geografía española, sobre todo en 1870. Al fin y al cabo, la abolición de las quintas
había sido una de las reivindicaciones más señaladas a las juntas revolucionarias durante
los primeros tiempos del Sexenio. El grito de "¡Abajo las quintas!" expresaba una de las
frustraciones más sentidas del Sexenio. La guerra cubana y la carlista hicieron
técnicamente inviable su supresión. Ya en marzo de 1869 hubo un llamamiento a filas

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de 25.000 hombres. Los motines se propagaron por diversas localidades, sobre todo en
Andalucía. En marzo de 1870 una nueva quinta provocó una oleada de manifestaciones
y algaradas, posteriormente reproducidas en 1872 y 1873. Aunque los republicanos
habían incorporado a su programa esta reivindicación, el recrudecimiento de la guerra
carlista terminó por suspender el intento.
El movimiento obrero organizado se expandió considerablemente entre 1868 y 1874,
coincidiendo con la penetración en España de la I Internacional. Si antes de 1868 el
mundo obrero y sus conflictos se había producido en un contexto societario en el que
predominaba la discusión en torno a los derechos de asociación y a las condiciones de
trabajo, el Sexenio democrático aportó un clima de libertades que ayudó a reorientar el
contenido del movimiento obrero. Así, la septembrina determinó las pautas de conducta
de un movimiento protagonizado sobre todo por los obreros catalanes, que luego se
propagó por el resto de los centros urbanos industriales y cuya actividad más
representativa fue la huelga.
En un principio resultaba notoria la relación de proximidad que el movimiento obrero
tuvo con el republicanismo federal y con el cooperativismo, para posteriormente ir
desarrollando una autonomía de acción promovida desde la Internacional. Durante todo
el año de 1869 se multiplicaron huelgas urbanas en Madrid, Barcelona, Sevilla y
Valencia, como consecuencia de la inmovilidad de salarios y la escasez de empleos. El
modelo de conflictividad específicamente obrero, organizado a través de la huelga,
tomaba cuerpo en el escenario de la revolución de septiembre. El conflicto principal
tuvo lugar en el mes de agosto de aquel año, en Barcelona, a través de los obreros del
textil con el apoyo de las restantes asociaciones obreras catalanas. Pero el
asociacionismo catalán, a la altura de 1868-1869, estaba en relación y tenía como
motivación ideológica el republicanismo federal. Los síntomas de esta vinculación se
denotaban en aspectos tales como la recomendación a los obreros de las candidaturas
republicanas en las elecciones de 1869, al tiempo que dirigentes obreros ocupaban
cargos en el partido. El fracaso de la insurrección general republicana de septiembre y
octubre de 1869, la falta de éxito de los motines contra las quintas con participación
obrera, en marzo de 1870, y la ausencia de reformas sociales fueron alejando al
movimiento obrero de los partidos políticos y llevándole hacia la acción autónoma
promovida por la Internacional.
El internacionalismo español, desde sus inicios en 1869, fue entendido en claves de
bakuninismo, debido tanto a la influencia de Fanelli, su primer propagador en España,
como a la propia naturaleza de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT). El
triunfo del bakuninismo sobre el marxismo se hizo palpable en 1870, en Barcelona,
cuando el I Congreso de la Federación regional Española de la AIT apostó
definitivamente por el apoliticismo y el colectivismo, como sucedería en Córdoba dos
años después. Durante este intervalo de tiempo la Internacional fue conquistando
seguidores en todo el país, siendo su difusión menos importante por lo cuantitativo que
por lo cualitativo. Se extendía el conflicto industrial moderno de un proletariado
militante.
En 1871-1872 la AIT experimentó un avance importante en el número de militantes
-30.000 aproximadamente- y en su expansión geográfica. Había logrado penetrar más
allá de Cataluña, por todo el territorio español, y ser atractiva no sólo para los obreros
fabriles y los asalariados de los núcleos urbanos, sino también para los jornaleros del
campo. Todo ello propició un clima inquietante para las clases conservadoras, sobre
todo cuando llegaron las noticias sobre la Comuna de París. Se hizo palpable el temor
ante una incipiente subversión del orden establecido, concediendo a la Internacional
unas dimensiones que realmente no poseía.

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El debate sobre la Internacional se trasladó a las Cortes, en un terreno ya abonado desde
la primavera. El 28 de mayo, el jefe del Gobierno, Sagasta, había enviado una circular a
los gobernadores civiles, concediéndoles amplios poderes para reprimir las actividades
de la Internacional. Por otra parte los sectores más conservadores difundían, a través de
la prensa, principalmente La Época, visiones apocalípticas sobre el orden público. A
partir del 16 de octubre la Internacional fue la preocupación máxima de los diputados
del Congreso, sobre su legalidad o no. Todos los grupos monárquicos cerraron filas en
torno a la ilegalidad de la Internacional. Sólo estuvieron en contra algunos sectores del
republicanismo. Por 192 votos a favor y 38 en contra, el Congreso aprobó la
proposición del ministro de Gobernación, Candau, dirigida a presentar un proyecto de
ley que disolviera la Internacional como atentatoria de la seguridad del Estado; es decir,
declararla anticonstitucional. La resolución del Congreso no llegó a hacerse efectiva. La
actitud del fiscal del Tribunal Supremo la descalificaba al insistir en la legalidad del
derecho de asociación. El tema había adquirido una relevancia tal para el Gobierno
Sagasta que se procuró, incluso, alcanzar un acuerdo internacional para unificar
posturas contra la AIT.
Todo ello, sin embargo, no detuvo la progresión real de la Internacional. Esos 30.000
afiliados antes citados así lo demuestran. Su mayor fuerza seguía residiendo en
Cataluña, al adherirse la mayoría de las sociedades obreras catalanas de etapas
anteriores. Se extendió por Andalucía, con principales núcleos en Sanlúcar y Sevilla,
que ejemplifican la penetración de la Internacional entre los jornaleros del campo.
También se propagó por Levante, sobre todo en las zonas fabriles de Alcoy y Valencia,
y, con menor importancia, por zonas de Extremadura, Aragón, País Vasco, Castilla y
Galicia.
Mientras tanto, las disensiones en el seno de la AIT repercutieron en la Federación
Regional Española. Las discrepancias entre marxistas y bakuninistas resultaron
insalvables. El bakuninismo había logrado calar en toda España, salvo en Madrid, donde
era fuerte la línea marxista en torno al periódico La Emancipación. En abril de 1872 el
Congreso de Zaragoza de la Federación Regional Española reafirmó las tesis
bakuninistas, expulsando de su seno al grupo madrileño. El asunto se resolvió con la
creación de la Nueva Federación Madrileña, de signo marxista. La ruptura del
internacionalismo originó en España una doble versión del movimiento obrero: el
bakuninismo, mayoritario, cuyas tesis anarquistas se ratificaron en el Congreso de
Córdoba de 1873, y el marxismo, en principio localizado en Madrid, muy relacionado
con la Asociación del Arte de Imprimir, que desembocaría en la fundación del Partido
Socialista Obrero Español, en 1879.

3.9. Los avances culturales


Los nuevos aires democráticos animaron el debate intelectual en su conjunto, al
facilitarse la apertura a los nuevos discursos culturales y científicos de allende nuestras
fronteras. Sin embargo, los avances culturales perceptibles en estos seis años tuvieron
un carácter elitista, más que otra cosa, siguiendo las pautas de decenios anteriores.
También es cierto que en tan breve espacio de tiempo resultaba imposible que cuajaran
transformaciones apreciables en el nivel educativo y cultural global de la sociedad
española. Así, los grandes indicadores, como es el caso del analfabetismo, permanecen
constantes, con una ligera tendencia a la baja, fruto más de la tendencia secular que de
la acción educativa y formativa de la época. En este aspecto el ideal de los reformadores
intelectuales que trajeron la revolución democrática, la ampliación de la cultura a todos
los estratos sociales, no pudo llegar a buen puerto.
La extensión del debate intelectual tuvo sus principales repercusiones en el ámbito de la

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cultura política. En términos globales la cultura política se expandió con mayor
profundidad en la sociedad. Sus principales difusores fueron los periódicos. Asombra el
incremento del número de diarios y de publicaciones periódicas en general a lo largo de
este período; sin embargo, todavía faltarán algunos años para que se consoliden en
España las modernas empresas periodísticas, no antes de los años ochenta. Entre 1868 y
1874 periódicos tales como El Imparcial o La Correspondencia de España son los
embriones de una nueva época periodística que está por cuajar. No obstante, el alto
consumo de la prensa aseguró esa ampliación de la cultura política a la que hacíamos
referencia.
Es en el campo del pensamiento donde se denotan los cambios más perceptibles y
duraderos: desde la introducción del darwinismo y de la teoría evolucionista hasta la
irrupción del nuevo espíritu positivo, ya a finales del período. En todo ello tuvo mucho
que ver la consolidación del krausismo y, con él, la madurez de las nuevas elites
intelectuales formadas a lo largo de los años sesenta.
El krausismo español, desarrollado por Sanz del Río, consistió en una concepción
racionalista basada en una visión antropológica del mundo. Su organicismo
antropológico partía de la identidad del hombre con el Ser, por lo que el conocimiento
de la Naturaleza se hacía posible a través de la introspección. Frente a la ley de la
causalidad adoptada por la ciencia moderna, a partir de la síntesis absolutizadora del
sistema newtoniano realizada por Kant y aceptada por el positivismo, los krausistas
oponían una concepción del orden matemático del Mundo sustentada en la escala de los
seres, que revelaba la unidad formal del Mundo. La ciencia experimental, a diferencia
de lo que ocurría con la ciencia moderna, pasaba de ser el espacio de contrastación de
las teorías y leyes que desvelaban las causas verdaderas a simple instrumento
verificador de la evidencia establecida por la deducción filosófica. El distanciamiento
con los postulados dominantes en la ciencia del siglo XIX resultaba significativo. Lo
fundamental era, pues, elaborar un complejo sistema de categorías, quedando reducida
la comprobación empírica a la simple confirmación de una ciencia doctrinal. Por eso el
racionalismo antropológico de los krausistas generaba dificultades de orden
epistemológico a la hora de establecer el status de la ciencia experimental. Los trabajos
de Augusto González de Linares, Enrique Serrano Fatigati, Salvador Calderón,
Francisco Quiroga, Ignacio Bolívar y Eduardo Boscá, estudiantes de doctorado en
Ciencias con Giner de los Ríos entre 1867 y 1874, les llevaron desde la concepción
organicista característica del krausismo hacia una visión adaptativa, acorde con los
postulados de la teoría darwinista para explicar el origen y la evolución de los
organismos vivos.
Aunque Salmerón, en el prólogo a la traducción de la obra de J.W. Draper Los
conflictos entre la religión y la ciencia, publicada en 1876, defienda la generación
espontánea excluida de la teoría darwinista, fueron los krausistas los primeros en
aceptar en España la teoría de la evolución, a pesar de no compartir el principio de
selección natural.
El krausismo había animado el debate cultural y científico de los años sesenta, y
proyectó, en el último tercio de siglo, con su racionalismo antropológico, la idea de
transformación íntima del individuo, traducida en una aspiración reformista del hombre
y en un espíritu religioso en contacto íntimo e individual con Dios. Pero también el
individualismo krausista llevaba implícita una dimensión social del hombre, un sentido
democrático que significaba un intento de moralización de la vida social española, la
revisión democrática del universo liberal y la actividad pedagógica.
Las ideas evolucionistas penetraron en España y se difundieron rápidamente,
inaugurando un largo debate, al calor de las posibilidades abiertas por la revolución de

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1868. Hasta esas fechas, en un contexto de relativo estancamiento de la vida científica,
apenas se habían realizado alusiones a las teorías evolucionistas. Parece que el primer
comentario específico sobre la evolución fue realizado en las conferencias del médico
José de Letamendi, en el Ateneo barcelonés, en abril de 1867.
La escasísima presencia del darwinismo hasta ese momento contrastó con su enorme
penetración y difusión entre 1868 y 1871, para alcanzar su cenit en 1872, con un debate
sobre la mutabilidad de las especies y el origen del hombre. En este año se había
publicado la traducción francesa de Darwin, y más tarde se traducirán al español Origen
del hombre -1876-, y Origen de las especies -1877-. Durante el Sexenio democrático
jugaron un importante papel en la difusión de las ideas evolucionistas las sociedades
científicas, como la Sociedad Histológíca, donde se discutieron los avances científicos
europeos, al igual que en el Ateneo de Madrid y en la Sociedad Antropológica Española.
Además de Madrid, el debate tomó cuerpo por todo el país, sobre todo en Sevilla,
Granada, Barcelona, Valencia y Canarias. El evolucionismo tendrá notable influencia en
la ciencia y en la medicina, en particular en la escuela histológica, desde Simarro a
Ramón y Cajal, pero además de cuestiones biológicas implicó nuevos cauces de
discusión sobre la concepción del hombre y del mundo.
Así pues, con la llegada del Sexenio se van a difundir las nuevas tendencias naturalistas:
darwinismo, naturalismo alemán, psicología y antropología científicas, a través de
encendidas polémicas. El positivismo inició su penetración en España. Patricio de
Azcárate publicó, en 1870, Del materialismo y positivismo contemporáneos, en el que
exponía el recorrido del naturalismo alemán desde el materialismo especulativo de
Feuerbach al naturalismo positivo de la ciencia alemana de mediados del siglo XIX. En
1871, Urbano González Serrano, discípulo de Nicolás Salmerón, introdujo en Los
principios de la moral con relación a la doctrina positivista una de las cuestiones que
más claramente separarán el krausismo del positivismo: la fundamentación de la moral.
La crítica del positivismo a toda metafísica representaba un ataque directo contra los
presupuestos de la moral krausista en su afirmación del conocimiento racional de lo
absoluto. Francisco de Paula Canalejas, al publicar en 1872 sus Estudios críticos de
Filosofía, Política y Literatura, presentaba al krausismo como la mejor alternativa para
hacer frente a los dos males del siglo: "el escepticismo criticista y el materialismo
naturalista". Desde el hegelianismo de derechas de Antonio María Fabié se combatía en
Examen del materialismo moderno, recopilación de sus artículos de 1874 en la Revista
Europea, al positivismo como introductor del materialismo, acusando de dicho pecado
al darwinismo, al naturalismo alemán, a la psicología empírica o a la filosofía de la
historia positiva.
Las nuevas corrientes científicas encontraron un caldo de cultivo apropiado en los
cambios introducidos por la revolución de septiembre. Las teorías naturalistas y
antropológicas se abrieron camino con la publicación, desde 1872, de los Anales de la
Sociedad Española de Historia Natural y con la fundación, en 1874, de la Revista de
Antropología por la Sociedad Antropológica Española. En estos años se registra una
explosión editorial, que trataba de recuperar el tiempo perdido mediante la primera
edición o reedición de autores como Galileo, Newton, Leibniz, Bacon, Descartes,
Voltaire, Spinoza, Pascal, Rousseau, Kant, Schelling, Comte, Condillac, Holbach,
Goethe, Büchner... La polémica entre metafísicos, desde el hegelianismo de Montoro y
Fabié y el krausismo de Serrano y Azcárate, eclécticos como Moreno Nieto, y
antimetafísicos, desde los neokantianos Perojo y Revilla a los positivistas Simarro,
Cortezo, Estasén, Pompeyo, Gener y Ustáriz, polarizó la vida intelectual del Sexenio
democrático.
En Cataluña, esta polémica adquirió ribetes específicos en función de la cuestión

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nacional, desde los postulados idealistas, racionalistas, radicales y subjetivistas de Pi y
Margall, influido por el pensamiento de Montesquieu, Herder, Hegel, Proudhom y
Louis Blanc, al positivismo realista, ecléctico y objetivista de Vicent Almirall, inspirado
en Jefferson, Hamilton, Spencer y Darwin, que marca el nuevo rumbo de la Renaixença
catalana.
Por lo que respecta a la vida académica, el nuevo interés científico se saldó con la
aprobación, durante la I República, del plan Chao, de 1873, por el que se creaban en
Madrid las facultades de Matemáticas, de Física y Química y de Historia Natural,
además de separar Filosofía y Letras en sendas facultades. En el plan se hacía hincapié
en la necesidad de desarrollar la enseñanza experimental en ciencias, mediante la
correspondiente dotación de laboratorios. El plan era reflejo de la importancia que las
nuevas autoridades otorgaban al desarrollo de la ciencia y, en general, de la educación
universitaria para sacar a España del retraso acumulado con respecto a los países más
avanzados de Europa, en plena concordancia con los postulados del krausismo y con los
principios del positivismo, en los cuales se situaban. El fin de la República en 1874 hizo
que el plan Chao no pasara de ser un mero proyecto, frustrado una vez más.
El fracaso de la experiencia republicana, saldado con el retorno de la dinastía borbónica,
influirá en el carácter moderado que tomará el positivismo español. El desorden en el
que se sumió la República llevó a los krausistas abiertos a los nuevos postulados del
positivismo, como Gumersindo de Azcárate, y a los positivistas a la convicción de la
bondad del enfoque de Comte de lo que debía ser la política positiva. Las posiciones
reformistas del republicanismo, desde el posibilismo de Castelar al centrismo de
Salmerón, creyeron encontrar justificación científica en la afirmación comtiana de la
"necesidad simultánea de orden y progreso", que engarzaba perfectamente con el
gradualismo spenceriano, según el cual "no se puede abreviar el camino entre la
infancia y la madurez, evitando el enojoso proceso de crecimiento y desarrollo que se
opera insensiblemente con leves incrementos, tampoco es posible que las formas
sociales inferiores se hagan superiores sin atravesar pequeñas modificaciones
sucesivas".
También los aires de libertad del Sexenio animaron el renacimiento de la novela
española y su orientación realista y naturalista. No es de extrañar que la generación de
Valera, Pérez Galdós, Pereda, Alarcón... recibiera el sobrenombre de Generación de
1868. El costumbrismo de Fernán Caballero -Cecilia Bóhl de Faber- o del mismo
Pereda había actuado de gozne transitorio entre el romanticismo y el realismo bajo los
presupuestos del moderantismo histórico, que había encontrado en el casticismo y en el
pintoresquismo una vía para hablar de la realidad sin tener que referirse a ella. La
extensa vida literaria de Galdós le lleva desde el realismo de sus primeras obras, de
agitación política dentro del marco de la revolución de 1868 como La Fontana de Oro y
El audaz, hasta el espiritualismo de sus últimas creaciones, Nazarín o Halma, pasando
por el naturalismo de La desheredada y Tormento, influenciadas por un cierto
determinismo biológico, o El amigo manso, en donde el naturalismo se carga de ironía,
para llegar a su esplendor narrativo en Fortunata y Jacinta, alcanzando el cenit del
naturalismo en una obra tardía, Misericordia, cuando las inquietudes espiritualistas de
Galdós ya están presentes.
Juan Valera publicó su Pepita Jiménez en 1874, como inicio de la novela psicológica.
Pereda y Alarcón son representantes del conservadurismo narrativo. Pereda, carlista y
diputado en 1868, publicó en 1871 Tipos y paisajes. Alarcón, unionista, montpensierista
y después alfonsino, publicó La Alpujarra en 1873. José de Echegaray comenzaba a
destacar en el teatro, mientras que Núñez de Arce lo hacía en el ámbito de la poesía.
En suma, la ambientación cultural del Sexenio se proyectó, sobre todo, en las elites

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sociales y en las capas medias ilustradas. Más que un corte rotundo con etapas
anteriores asistimos a la plena consolidación de corrientes anteriores o a la primera
presencia de nuevas formas de pensamiento, que encontrarán su madurez en las últimas
décadas del siglo. De todas formas, se denotó una mayor articulación con las
renovadoras corrientes europeas de pensamiento.

3.10. La regencia de Serrano


La Constitución de 1869 estableció el marco jurídico legal en el que se iba a
desenvolver el nuevo régimen político español. Se conservaba la monarquía como
forma de gobierno, por lo que las Cortes tuvieron que elegir un regente que asumiera la
jefatura del Estado mientras se buscaba un rey. Así, el general Serrano, cuya
popularidad se hallaba en alza, fue nombrado para tal cargo el 18 de junio de 1869, a
pesar de la oposición republicana. Francisco Serrano Domínguez, capitán general y
duque de la Torre, título de nobleza concedido por Isabel II en 1862 con grado de
Grandeza de España, había protagonizado una densa trayectoria militar y política.
Próximo al unionismo, se operó en su actividad política un cambio de rumbo que
resumió en sí mismo el devenir seguido por parte de la elite política ligada al régimen
isabelino. En 1866 se encargó de intervenir en la represión de las barricadas de San Gil,
de signo demócrata y antidinástico, pero en septiembre de 1868 protagonizó el episodio
capital del triunfo revolucionario: la batalla de Alcolea. Su encumbramiento a la
Regencia tenía otro precedente de envergadura, el general Espartero. El objetivo de su
nombramiento era la búsqueda de una situación puente que permitiera, en un contexto
de estabilidad y equilibrio, la elección de un monarca. El apoyo parlamentario que
recibió su candidatura era el resultado del consenso del bloque monárquico-
democrático, médula política del régimen, que, por el momento, prolongaba su dosis de
coherencia y se guiaba por el pragmatismo.
Pero no sería él quien llevaría las riendas del Estado sino otro general, Prim, también en
su momento de mayor prestigio. En Prim se fundía el espíritu de la septembrina. Militar
de prestigio, rodeado de una aureola de mito popular, contaba con todos los ingredientes
para conducir el rumbo de la revolución. Este hábil político catalán no sólo lideró el
núcleo progresista, sino que se lanzó a la ardua tarea de mantener el consenso de la
coalición democrática en un prudente equilibrio, mientras se buscaba un monarca para
la Corona española, y el desarrollo de los principios democráticos de la Carta Magna a
través de un conjunto legislativo que cimentase la estructura del nuevo Estado. Entre el
18 de junio de 1869 y el atentado que le costó la vida, el 28 de diciembre de 1870, Prim
fue jefe de Gobierno, cargo que compaginó con la cartera de Guerra, y dirigió las
operaciones diplomáticas orientadas a la búsqueda de un rey.
Con el fin de mantener el consenso en las filas monárquico-democráticas hubo de
recurrir en dos ocasiones al cambio de Gobierno, para satisfacer a todos los grupos
presentes en la coalición; demócratas como Echegaray, progresistas como Figuerola o
Sagasta y unionistas como Manuel Silvela tuvieron ocasión de ocupar alguna cartera
ministerial.
Al margen de las cuestiones internas, el gabinete Prim hizo frente a lo que el Gobierno
provisional sólo había podido esbozar: el desarrollo práctico, conforme a la realidad, de
los principios consignados en la Constitución. En esta fase se impulsó el proceso de
modernización de la justicia, en un sentido democrático y unificador. El 6 de diciembre
de 1868 había tomado forma legal uno de los puntos del programa de las juntas
revolucionarias, hecho suyo por el Gobierno provisional: la unidad de fueros en la
administración de la justicia, suprimiendo tribunales especiales y fijando límites en la
jurisdicción eclesiástica y militar. Una vez promulgada la Constitución, la obra más

51
importante, en esta dirección, fue la Ley Orgánica del Poder Judicial, de 15 de
septiembre de 1870, por la que se organizaba la administración de la Justicia.
Auspiciada por Montero Ríos, era una pieza indispensable que se contemplaba como
base de futuras leyes de procedimiento civil y criminal. La primera no llegaría a
formularse, prolongándose la de 1855. La segunda sería promulgada en 1872. Esta ley
orgánica ordenaba el sistema de funcionamiento de los tribunales, en el plano territorial
y jurisdiccional, a partir de una jerarquización en cuya cúspide se situaba el Tribunal
Supremo y terminaba con los juzgados municipales, pasando por las Audiencias, los
tribunales de partido y los juzgados de instrucción. También recogía el abanico de las
funciones -magistratura, fiscalía, secretaría y auxiliaría- y racionalizaba la carrera
judicial dando normativas sobre provisiones, categorías, sueldos y ascensos.
Los días 15 y 16 de julio de 1870 fue discutida y aprobada la reforma del Código Penal,
que procedía del texto anterior de 1848, rectificado en 1850, que fue aprobada como ley
provisional. Se acentuaban los criterios democráticos en su articulado, adaptando la
tipificación de los delitos y la proporcionalidad de las penas al nuevo régimen de
libertades. En el terreno del derecho civil, no se consumó la elaboración de un código,
complicada tarea que se había prolongado desde 1851 y que concluyó en los años
ochenta, pero se introdujeron algunos aspectos específicos en esta materia. Así, el 17 de
junio de 1870 se promulgó la Ley de Registro Civil, y, al día siguiente, la de
Matrimonio Civil, una de las innovaciones jurídicas más destacadas del derecho familiar
a lo largo del Sexenio.
En junio y agosto de 1870 fueron aprobadas, respectivamente, las leyes provincial y
municipal, consolidando la fórmula democrática ya esbozada en el decreto del Gobierno
provisional de 21 de octubre de 1868. La democratización de la vida local estaba en
relación con otra ley, de carácter más amplio, de 23 de junio de 1870: la Ley Electoral,
que regulaba el sufragio universal masculino, ratificando así el modelo democrático de
participación política. En 1870 se promulgó igualmente la Ley de Administración y
Contabilidad, y se publicaron el decreto de reorganización de las secciones provinciales
de Fomento y el reglamento que reformaba la carrera de registrador de la propiedad.
En este período también se propusieron, desde las corrientes demócratas y republicanas,
varios proyectos encaminados hacia la cuestión social que, sin embargo, no empezarían
a materializarse legalmente hasta 1872-73.
Uno de los fenómenos políticos más significativos del período fue la disidencia
insurreccional de un sector del republicanismo español, decepcionado por la naturaleza
monárquica de la Constitución de 1869. El republicanismo español comenzó a
desarrollar dos líneas de actuación que se superponían, resultando a veces difícil
delimitar el comienzo de una y el fin de otra. Al mismo tiempo esta doble vertiente,
visible igualmente en el partido carlista, indicaba una escisión dentro del
republicanismo, pues los criterios de una censuraban la acción de la otra, y viceversa.
Sus divergencias radicaban, pues, más en la metodología aplicada que en la ideología.
Así, la línea parlamentaria, ateniéndose siempre al cuerpo doctrinal con que los
intelectuales dotaron a la República, desaprobó con frecuencia los episodios de
insurrección que protagonizaron los afiliados más radicales a los clubes republicanos.
Estos clubes contemplaban el ideal de la federal, una federación republicana
singularmente concebida por Pi y Margall. Se trataría de construir una secuencia
piramidal de federaciones locales que conformaran el Estado, comenzando por abajo, a
través de los llamados pactos sinalagmáticos. Resulta paradójico, no obstante, conocer
el rechazo que el propio Pi y Margall experimentaba hacia la vía insurreccional. Desde
esta doble perspectiva, pues, han de entenderse las actuaciones del republicanismo
español en el panorama político en 1869 y 1870, constituyendo un hecho relevante que

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el Gobierno Prim tuvo que controlar. Prácticas insurreccionales motivadas por el
desencanto que suponía la Constitución de 1869 y, por tanto, la continuidad de la
monarquía, se produjeron en una serie cuyos antecedentes podían situarse a finales de
1868, en Málaga y Cádiz, y cuyo máximo exponente fue la insurrección republicana de
septiembre y octubre de 1869. En paralelo a este proceso se habían establecido los
primeros pactos sinalagmáticos a nivel provincial, en una evolución que partió del Pacto
de Tortosa y culminó con el Pacto General, firmado en Madrid el 30 de junio, y la
creación del Consejo Federal.
La insurrección general de septiembre, que contó con una participación estimada en
varios millares de hombres, tuvo más repercusión, lógicamente, en las zonas de signo
republicano en el voto: Lérida, Tarragona, Valencia, Alicante, Reus, Arcos de la
Frontera, Béjar, etcétera... Estas revueltas se diferenciaban de los clásicos
pronunciamientos liberales en que no contaban con el elemento militar y estaban
aquejadas de mucho espontaneísmo y bastante descoordinación.
Pero no por ello fue menos dura la represión gubernamental, que recurrió al ejército y
declaró el estado de guerra a principios de octubre, a la par que eran suspendidas las
garantías constitucionales. La insurrección no tardó mucho en sucumbir, pero puso de
manifiesto, una vez más, el enorme conflicto que se había creado tras el reconocimiento
de los derechos individuales. Estos debían ser preservados, y no era fácil hacerlo a la
hora de tratar un problema de orden público como el que planteaban las insurrecciones,
los motines de subsistencias o las revueltas por las llamadas a quintas, imposibles de
suprimir mientras durasen las guerras carlista y cubana. La Ley de Orden Público,
aprobada en abril de 1870, se mostró insuficiente para controlar este tipo de conflictos,
especialmente en el agro andaluz. En esta región las autoridades compaginaron en la
represión tanto la acción legal como prácticas ilegales, cuyo abuso se denunciaba desde
las Cortes. Una de las medidas ilegales más extendidas fue la aplicación de la ley de
fugas.

3.11. En busca de un rey


El trono estaba vacante. El problema residía en buscar un candidato óptimo, y así se
emprendió una labor aparentemente fácil, dado el alto número de cabezas coronadas en
una Europa predominantemente monárquica, pero que en la práctica agudizó los
conflictos internos y se convirtió en un quebradero de cabeza para la mayoría de las
cancillerías europeas en un complicado choque de intereses. La cuestión fue más allá
del ámbito español para convertirse en un asunto de dimensiones internacionales.
Además, el largo tiempo empleado en ello acarreó una profunda interinidad que
dificultó la estabilidad del nuevo sistema, facilitando las iniciativas de la oposición:
carlistas, republicanos y alfonsinos. Tampoco existía unanimidad en el seno de la
gobernante coalición monárquico-democrática, pese a los esfuerzos del general Prim.
Las candidaturas que se barajaron fueron múltiples, pero todas ellas plagadas de
dificultades. Quedaron excluidos los carlistas; también fue invalidada la candidatura del
príncipe Alfonso ante la negativa de Prim a aceptar un candidato borbónico, a pesar de
la abdicación de la destronada Isabel II en favor de su hijo, en junio de 1870. Sectores
de las elites dirigentes confiaban en la estabilización moderada del proceso
revolucionario, a través de una de las candidaturas monárquicas en juego, sin necesidad
de recurrir a una inmediata vuelta de los Borbones, desacreditados por la gestión
política anterior a 1868.
Entre las candidaturas se contempló la posibilidad de elegir rey al general Espartero.
Para unos un contrasentido, para otros el viejo general reunía las condiciones de héroe
popular y mito de la revolución liberal, pero durante su período de regencia (1840-1843)

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había fracasado como elemento equilibrador del sistema. Su candidatura quedó
desechada.
De esta forma fue preciso buscar rey en Europa, y pronto surgieron varias candidaturas:
Fernando de Coburgo y Luis I de Portugal, los duques de Génova y de Aosta, de la casa
italiana de Saboya, el príncipe Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen, de Prusia, y el
duque de Montpensier, de la casa francesa de Orleans.
Las negociaciones de las candidaturas portuguesas fracasaron. En ellas subyacía la vieja
cuestión de la unión ibérica, que siempre había levantado suspicacias en el país vecino.
El Gobierno español anunció la candidatura prusiana de Leopoldo, pero pronto encontró
la negativa de Napoleón III, que, en plena rivalidad con Prusia, entendía como una
amenaza próxima el hecho de que dos territorios fronterizos con Francia estuvieran
encabezados por miembros de la misma casa real. Incluso de aquí nació el pretexto para
el inicio de la guerra franco-prusiana (1870-1871). Igualmente Napoleón III se opuso a
la candidatura del duque de Montpensier, dado el antagonismo entre las casas dinásticas
francesas; además el entronque familiar de Montpensier con los Borbones -era cuñado
de la destronada Isabel II- hizo que esta opción fuera muy poco apoyada por los partidos
monárquicos-democráticos españoles.
Sólo quedaba la candidatura italiana de la casa de Saboya, impulsada por Prim desde el
verano de 1870 hasta convertirse en su principal valedor. Las gestiones quedaron
formalizadas en torno al duque Amadeo de Aosta, hijo de Víctor Manuel II de Italia. El
16 de noviembre las Cortes Constituyentes eligieron al nuevo rey de España, con el
nombre de Amadeo I, por 191 votos a favor, 100 en contra y 18 abstenciones. El 30 de
diciembre Amadeo I de Saboya llegaba a Cartagena, y fue proclamado rey en Madrid el
2 de enero de 1871. Al día siguiente, y después de haber tomado juramento el nuevo
Monarca, las Cortes Constituyentes quedaron disueltas.
Su aceptación distaba de ser unánime. Sólo contó con 191 votos de los 311 diputados
presentes en su elección. En realidad fue la labor de Prim y el apoyo de los progresistas
lo que le permitió acceder al trono. Los otros partidos integrantes de la coalición
monárquico-democrática seguían manteniendo sus reservas. Era un claro indicador de
las frágiles bases sociales con que nacía la monarquía democrática. En su conjunto la
opinión pública española mostró su escepticismo, cuando no frialdad, por Amadeo I.
Toda Europa, excepto la Santa Sede -dadas sus controversias con Víctor Manuel II de
Italia, como consecuencia de la toma de Roma, que ponía fin a la unificación italiana- se
apresuró a reconocer a Amadeo I. Su elección fue acogida con alivio por la cancillerías
europeas monárquicas, que le consideraban un freno a la extensión del republicanismo
en Europa. El apoyo del rey de Italia a la candidatura de su hijo no representó tanto una
aspiración italiana a incrementar su influencia en el Mediterráneo, cuanto evitar que el
republicanismo se propagara y se consolidara como una opción sólida en Italia, como
había ocurrido en Francia, que optó por la solución republicana en 1870, como
consecuencia de la derrota francesa ante las tropas prusianas y el destronamiento del
emperador Napoleón III.
La nueva monarquía comenzaba con mal pie su andadura, máxime si tenemos en cuenta
el asesinato de Prim, el 27 de diciembre de 1870, con lo que Amadeo I perdía su
principal apoyo.
Quedó sin resolver el enigma de los asesinos del general Prim. El atentado se cometió
en la madrileña calle del Turco, actual Marqués de Cubas, en el recorrido entre el
Congreso de los Diputados y el palacio de Buenavista, en la calle de Alcalá, sede del
Ministerio de la Guerra. Prim había asistido a la sesión parlamentaria dedicada a la
dotación del presupuesto del Rey. El libro de Antonio Pedrol Rius, Los asesinos del
general Prim, aporta una información exhaustiva sobre el asunto. Prim fue herido por

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cinco heridas de bala, ninguna mortal de necesidad. Un cuadro clínico que en épocas
posteriores el general habría superado sin mayores dificultades, pero que en aquellos
momentos, complicado con una infección, acabó con su vida.
El principal sospechoso del momento fue el republicano intransigente José Paul y
Angulo, director del periódico El Combate. Había amenazado de muerte a Prim y estaba
en las proximidades del lugar de los hechos. Aunque su participación en el atentado está
probada, no por ello cabe extender la culpabilidad al partido republicano. La trama
podría conducir a otros ámbitos. Quizás al cubano, o más exactamente al de los
intereses de los poderosos grupos de hombres de negocios españoles de la Isla,
temerosos de que el general apoyase el abandono de Cuba. Otra hipótesis se dirige a
Montpensier, cuya candidatura al trono español siempre encontró la radical oposición de
Prim. En este sentido, Pedrol Rius señala en concreto a Solís y Campuzano, ayudante
del duque.

4. La Iª República
El 11 de febrero de 1873 el Congreso y el Senado, reunidos en Asamblea Nacional,
proclamaron la República, por 258 votos a favor y 32 en contra, contraviniendo el
principio constitucional que prohibía su deliberación conjunta. Lo que la Asamblea
había aprobado era la siguiente proposición: "La Asamblea Nacional resume todos los
poderes y declara como forma de gobierno de la Nación la República, dejando a las
Cortes Constituyentes la organización de esta forma de gobierno... Se elegirá por
nombramiento directo de las Cortes un poder ejecutivo que será amovible y responsable
ante las Cortes mismas". La República no partió de una mayoría definida, pero el vacío
de poder que provocó la marcha de Amadeo precipitó la colaboración de los radicales
monárquicos.
La nueva forma de gobierno, pues, llegaba como resultado de un pacto político
coyuntural, muy frágil. Resultaba transitorio el nuevo consenso surgido entre radicales y
republicanos federales. Cada uno de ellos tenía su propio modelo republicano, pero
ambos grupos se comprometieron a sostener la República, todavía indefinida. Se
demostraba así el interés de los radicales por valorar el ideario democrático, que
antepusieron a la forma de gobierno. Los federales, por su parte, sacrificaron su
proyecto y consintieron el avance de la República unitaria, pero las bases del partido no
aceptaron la postergación y comenzaron a elaborar, por su cuenta, la República federal.
De la coalición de gobierno surgió un primer presidente del Poder Ejecutivo, el federal
Estanislao Figueras, arropado por tres destacados republicanos: Pi y Margall, Nicolás
Salmerón y Emilio Castelar. Los radicales estaban representados en cinco carteras:
Echegaray, en Hacienda; Córdoba, en Guerra; Beranger, en Marina; Becerra, en
Fomento y, finalmente, Francisco Salmerón, en Ultramar -todos ellos, salvo el último,
habían sido ministros del último Gobierno de Amadeo-. La actuación de este gabinete
estuvo repleta de tensiones y salpicada por múltiples intentonas de relevo.
La alianza entre radicales y republicanos originó fuertes roces que provocarían, a los
pocos días, la elección de un nuevo Gobierno, esta vez dominado por los federales.
Estaban ya en disposición de lograr su objetivo: disolver la Asamblea Nacional y
convocar elecciones a Cortes constituyentes, para proclamar después la República
federal.
Antes de que eso sucediera había tenido lugar una secuencia de sucesos que constataron
la imposibilidad de mantener la República indefinida: en Andalucía se habían reavivado
las protestas de los campesinos sin tierra, que confiaban en que la República traería, por
fin, el reparto social. A primeros de marzo, los comités republicanos, con intervención
de varios internacionalistas, intentaron proclamar el Estado Catalán dentro de la

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República Federal Española, intento que fue abortado desde el poder por los propios
federales. La situación en Cataluña estaba determinada, además, por la guerra carlista;
de ahí el conflicto que se originó por el abandono de muchos soldados republicanos del
ejército. Pero el intento de sustituir el ejército por un cuerpo de voluntarios fue sólo una
realidad transitoria, sucumbiendo ante los nuevos embates del carlismo. En defensa de
la República se postergó la abolición de las quintas para un futuro incierto.
A finales de marzo los federales lo tenían todo a su favor para conseguir sus propósitos
desde la legalidad. Suspendidas las sesiones de la Asamblea, una Comisión permanente
se hizo cargo de la situación hasta las elecciones. Por fin estalló el último acto del
conflicto entre radicales y federales, los días 23 y 24 de abril. Aquéllos intentaron
derribar al Gobierno, con la colaboración de batallones de voluntarios, de tendencia
monárquica, apostados en la plaza de toros de Madrid, y la connivencia del capitán
general de Castilla, el general Pavía. El golpe fue abortado por la actuación de los
voluntarios de la República, y al día siguiente fueron disueltos por decreto la comisión
permanente y los batallones de voluntarios rebeldes. Los republicanos, que gobernaron
solos a partir de entonces, lograron las posibilidades legales de una República federal,
pero a costa de alejar a los radicales del régimen.
Entre el 10 y el 13 de mayo de 1873 se celebraron las elecciones a Cortes
Constituyentes. El sufragio universal se aplicó, por primera vez, a todos los varones
mayores de 21 años, ampliando todavía más el electorado. El abstencionismo siguió su
carrera al alza, ya que alcanzó el 60 por ciento del total del censo. De esta manera la
indiscutible victoria de los republicanos, con el 90 por ciento de los votos, resultaba
engañosa. A la indiferencia o cansancio de buena parte del electorado se unía la política
de retraimiento ordenada por todos los partidos de la oposición. A título individual,
algunas personalidades de estas tendencias políticas ocuparon escaño de diputados. Pero
la realidad es que los republicanos se habían quedado solos, lo que suponía, de un lado,
que los otros partidos cuestionaran la legitimidad del nuevo régimen y, de otro, que la
soledad hiciera más visibles las tensiones siempre latentes en el seno del republicanismo
español.

4.1. La federación desde arriba


El 1 de junio de 1873 tuvo lugar la apertura de las Cortes Constituyentes, y el día 8 el
nuevo régimen fue definido como una República federal. Tres días después se formó un
nuevo Gobierno, bajo la presidencia de Pi y Margall. Pronto se dibujaron tres tendencias
en el Parlamento: un centro de precario equilibrio, dirigido por el nuevo presidente; una
tendencia más conservadora, abanderada por Emilio Castelar, y los intransigentes,
dirigidos por el nuevo presidente de las Cortes, José María Orense. Todos entraron
prematuramente en conflicto a la hora de formar Gobierno y elegir presidente de las
Cortes. En un plazo de apenas dos semanas se dieron sucesivos cambios de cargos en
los aparatos políticos, demostrativos de la falta de cohesión del partido. En estas
circunstancias se entregaron los federales al sueño de transformar por completo la
realidad española, para lo cual era precisa una nueva Constitución. Pero, como tantas
otras leyes emanadas de esta época, el proyecto redactado por Castelar quedó
simplemente en eso, en proyecto. Conviene, no obstante, analizar el texto de la que
habría sido Constitución de 1873.
La idea básica residía en acabar con la centralización del Estado, como principal
causante de los males del país, y consolidar la democracia a partir de la estructura
federal. La declaración de derechos era similar a la de la Constitución de 1869. En el
tema religioso iba más allá de la libertad de cultos de 1869, para plantearse la
separación total Iglesia Estado y la prohibición de subvencionar cualquier culto, además

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de la exigencia de la sanción civil para matrimonios, nacimientos y defunciones.
España quedaba integrada por 17 Estados, incluidos Cuba y Puerto Rico. Cada uno de
ellos podría actuar libremente, siempre ajustándose a los principios constitucionales. La
división de poderes -ejecutivo, legislativo y judicial- era la clásica, aunque se añadía un
cuarto poder, el relacional, en manos del presidente de la República, cuya misión
consistía en mantener el equilibrio entre los Estados de la federación. El Parlamento
quedaba constituido por dos cámaras con diferentes funciones: el Congreso, con poderes
legislativos superiores, y el Senado, de representación territorial por Estados, que
carecía de iniciativa legislativa y ejercía el control de la constitucionalidad de las leyes.
El poder judicial gozaba de la extensión del juicio por jurados.
En los temas sociales el republicanismo, que se había erigido, en los períodos de
oposición, en portavoz de las reivindicaciones populares, tenía ante sí la posibilidad de
establecer una práctica al respecto, que, de paso, ensanchara sus bases sociales. Los dos
temas estrellas eran, sin duda, la cuestión de la tierra y las relaciones capital trabajo. La
primera era muy difícil de abordar sin cuestionar los derechos de propiedad. Las
resoluciones tomadas no traspasaron, en su mayoría, el umbral de los proyectos. El 23
de junio se presentó una proposición de reparto de tierras a censo reservativo,
solicitando la no inclusión en las leyes de desamortización de los bienes propios de los
pueblos. El 12 de julio, otro proyecto de ley, sobre venta a censo reservativo de los
bienes de aprovechamiento común. Otro de 18 de agosto, sobre reparto a braceros de
terrenos faltos de cultivo. Ninguno de ellos prosperó. Sólo el proyecto de 20 de agosto,
que culminará en Ley sobre redención de Foros, de escasa vigencia, que no tuvo
operatividad, y acabó derogado el 20 de febrero del año siguiente. En cuanto a las
reivindicaciones obreras, la fecundidad legal no fue mayor, aunque por primera vez,
desde el poder, se establecían premisas enfocadas a tratar de regular la cuestión social.
Así, el 24 de julio se aprobó una ley sobre protección del trabajo para los menores de 16
años, que, aunque estuvo en vigor hasta 1900, nunca fue operativa. Otro proyecto,
inspirado en un acuerdo pactado entre fabricantes y obreros de Barcelona, tampoco
llegó al estadio de ley: contemplaba la creación de jurados mixtos, de patronos y
obreros, como instrumento legal para solventar los conflictos laborales.

4.2. La federación desde abajo


El mes de julio marcó un punto de inflexión en la trayectoria de la República. El rumbo
definido por las Cortes Constituyentes y la presidencia de Pi se resquebrajan, acosados
por problemas de toda índole y sin apoyos sólidos en los que sustentarse. En efecto, a lo
largo del mes emergen de forma acumulada todos los factores que inclinarán a la deriva
la ya de por sí frágil plataforma política republicana. Estallaron sucesivamente los
alzamientos cantonales y los sucesos de Alcoy, a la par que se extendió la guerra carlista
y, en medio, la caída de Pi y Margall, que supuso un viraje a la derecha del régimen,
confirmado ya desde la presidencia de Nicolás Salmerón.
Las masas federales que, afines al discurso de los republicanos intransigentes pretendían
la proclamación y construcción inmediata de la federal "desde abajo", intensificaron el
ritmo de las insurrecciones por toda la geografía nacional. En algunos lugares contaron
con la ayuda de los internacionalistas, que conocían su máximo esplendor con cerca de
60.000 afiliados. Así el 8 de julio, en la localidad alicantina de Alcoy, se desató la
revolución social. La huelga general se convirtió en insurrección, que tardó en ser
controlada.
En Barcelona coincidieron múltiples conflictos republicanos e internacionalistas, que
pusieron a la federación obrera barcelonesa en un complicado equilibrio.
Como consecuencia, la Internacional perdió en Cataluña el apoyo de ciertas sociedades

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obreras, que retornaron al cooperativismo reformista.
La cuestión del cantonalismo es todavía uno de los fenómenos más complejos del
Sexenio, al confundirse una serie de variables entre sus características, protagonistas y
objetivos. Coinciden, aunque no siempre, las aspiraciones autonomistas con la
resolución política auspiciada por los intransigentes y con sus tratos de transformación
social, todo bajo el mito de la federación. Lo cierto es que en el verano de 1873, desde
el mes de julio, los cantones surgieron como un reguero, sobre todo por Levante,
Murcia y Andalucía, convirtiéndose en un ingrediente de primer orden de la pendiente
por la que resbalaba el régimen republicano. El movimiento cantonalista era la
concreción maximalista del programa de los federales intransigentes de establecer de
inmediato, por abajo y de forma directa, la estructura federal del Estado, sin esperar a
que ésta se formulase orgánicamente desde las Cortes Constituyentes, sino
configurándola sobre la federación de unidades más pequeñas en progresivo ascenso
hacia la cúspide del Estado.
Así lo exponía un diputado intransigente: "El cantón es la consecuencia lógica de la
república federal". Sirvió de argumento para los detractores, que identificaban la
República con la violencia y el desorden. Los debates parlamentarios habían sido
enconados entre los propios federales, durante el mes de junio: entre sectores de la
dirección del partido y los intransigentes se consumó la ruptura, a partir de métodos
irreconciliables de estructurar el federalismo, sin que la presidencia de Pi y Margall
pudiera atemperar las posturas.
El 1 de julio de 1873 la minoría intransigente se retiró de las Cortes e invitó a la
inmediata formación de cantones. La respuesta se dio, principalmente, en el arco
mediterráneo y Andalucía, regiones de añeja implantación republicana, donde el partido
había alcanzado confortables resultados electorales, desde las primeras elecciones a
Cortes Constituyentes de enero de 1869. Desde Madrid, pues, se exhortó a la rebeldía
regional y los intransigentes madrileños encontraron un eco amplificado en muchas
localidades. En Madrid, a propuesta de Roque Barcia, y con la adhesión de la minoría
intransigente en las Cortes, se formó un Comité de Salud Pública. Era una especie de
directorio del federalismo intransigente, en contacto con los elementos revolucionarios
de las provincias. Así, la revolución política a escala nacional estaba en marcha, y
planificada desde Madrid, desplazándose diputados a diversas localidades para la
sublevación y la proclamación de los cantones. Sin embargo, el intento de dirigir el
movimiento federal acabó difuminándose y la iniciativa pasó a los revolucionarios
locales. Un primer hecho a tener en cuenta, ya que la fragmentación del movimiento
favoreció su posterior represión y control por parte del Gobierno.
El 12 de julio de 1873 se proclamó el cantón en Cartagena, el 19 en Sevilla, Cádiz,
Torrevieja y Almansa; el 20 en Granada y Castellón; el 21 en Málaga; el 22 en
Salamanca, Valencia, Bailén, Andújar, Tarifa, Algeciras, Alicante... El estallido cantonal
se generalizó a partir de la caída del Gobierno Pi y Margall, el 18 de julio, quien se
encontró en la disyuntiva de utilizar poderes delegados por las Cortes para sofocar la
rebelión o practicar una política de persuasión y concesiones. En última instancia se
quebraba la política de legalismo y se disipaban los intentos de construir una república
federal sólida.
La trayectoria del cantonalismo corrió distinta suerte, aunque, en general, los cantones
fueron sometidos muy pronto. Fracasó en localidades como Alicante o Béjar, y la
mayoría de los cantones andaluces y levantinos fueron sofocados militarmente entre
finales de julio y mediados de agosto. La excepción fue el cantón malagueño, en el que
las propias autoridades locales se habían puesto al frente de la insurrección,
prolongándose hasta el 19 de septiembre, y, sobre todo, el cantón de Cartagena, de

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trayectoria muy específica.
La sublevación cartagenera, aunque partió de la iniciativa federalista local, en la noche
del 11 al 12 del julio, capitaneada por Manuel Cárceles, formaba parte del proyecto de
insurrección generalizada. Allí se desplazaron inmediatamente para dirigir el
movimiento y organizar la resistencia el diputado Antonio Gálvez y el general
Contreras, militar de agitación y presidente de la Comisión de Guerra del Comité de
Salud Pública formado en Madrid. Las condiciones de defensa en Cartagena eran más
propicias: una fortaleza amurallada y una privilegiada situación orográfica, a lo que se
sumó la adhesión de la marinería a la sublevación, lo que significaba contar con parte de
los mejores navíos de la Armada. El objetivo revolucionario era esencialmente político,
la descentralización, a través del federalismo popular frente al poder central,
acompañado del ideario de reformas y medidas humanitarias defendidas por el
federalismo durante el Sexenio. Se autocontempló como el centro de irradiación del
federalismo intransigente a escala nacional. Así, el 27 de julio se constituyó en
Cartagena un Gobierno provisional de la Federación española, presidido por Roque
Barcia. Cartagena se convirtió, pues, en la sede de un movimiento que trascendía del
localismo para intentar articular el Estado federal de abajo a arriba.
Durante el primer mes de sublevación, el cantón cartagenero trató de extender la
insurrección a otras zonas próximas, por tierra en la expedición a Chinchilla, y por mar
en localidades próximas de la costa. A partir de agosto la actitud es claramente
defensiva, extinguido el resto de los cantones, frenando por mar el ataque de las fuerzas
del Gobierno central -como hecho más significativo, la batalla del cabo de Palos-, y
después por tierra. Tras frecuentes bombardeos de la ciudad, el cantón capitulaba el 12
de enero de 1874, con la entrada de las tropas del general López Domínguez.
En su libro Memoria y Comentarios sobre el sitio de Cartagena, publicado en 1877,
cuenta así el general López Domínguez su entrada en Cartagena: "A la una del día
entrábamos en la ciudad por la puerta de Madrid, atravesando las calles obstruidas con
barricadas, deshechas por las fuerzas que nos habían precedido, con escombros de los
edificios y casas derruidas por el fuego del sitio, con cuerdas rotas y materiales
hacinados, presentando un triste y desolador espectáculo, que ponía de manifiesto los
horrores por los que habían pasado los insurrectos de la plaza y sus desdichados
habitantes, pues nada respetaron nuestros proyectiles, que a todas partes alcanzaban.
Llegados a la muralla del mar, formaron las tropas en columna, haciendo un largo
descanso, y entramos en el palacio de la Capitanía general, donde recibimos a una
comisión compuesta de los primeros y segundos jefes de los buques de guerra
extranjeros, que habían seguido y presenciado las operaciones, la cual iba presidida por
el viejo almirante inglés Yelverton, que montaba el Lord Werdem, capitana de la
escuadra británica, el que nos felicitó en nombre de los allí presentes y de las naciones a
que pertenecían..."
Aunque en el movimiento cantonal subyacen contradicciones y peculiaridades de índole
local, fue protagonizado, en general, por ese conglomerado social heterogéneo
compuesto de artesanos, tenderos y asalariados, las masas federales, que, de forma
inmediata, directa y revolucionaria, intentaron trastocar el rumbo que el federalismo
legalista y benévolo había imprimido a la República. Pero, a su vez, el componente
social del cantonalismo tuvo límites imprecisos. En él participaron y se confundieron
sectores de las clases trabajadoras que tenían su propia versión del federalismo, pero
sólo en contadas excepciones protagonizaron la sublevación. En el movimiento cantonal
estuvieron presentes obreros internacionalistas, a título individual y espontáneo, pero no
por mandato de la organización.
Así, tomaron parte activa en Sevilla, Málaga, Granada y Valencia, pero los dirigentes

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internacionalistas no participaron directamente y muchas veces adoptaron una posición
crítica. Marcharon a remolque de los federales intransigentes, al tiempo que ésos
trataban de evitar que se les confundiera con internacionalistas, incluso frenando
actitudes revolucionarias en lo social en algunas zonas. A la postre se les acabó
asociando, sobre todo por las exageraciones de la prensa conservadora. En este contexto
cabe destacar una excepción: el cantón de Sanlúcar de Barrameda, que fue iniciado por
la sección local de la Internacional, destituyendo a las autoridades, pero su horizonte era
la revolución social y no lo estrictamente cantonal.
El cantonalismo fue sofocado militarmente. Fue la política de Nicolás Salmerón,
sucesor de Pi y Margall desde el 18 de julio, la que dio por terminados los métodos
persuasivos de su antecesor. La República basculaba a la derecha. Las tropas enviadas a
reprimir la sublevación cantonal procedían de los frentes carlistas. En realidad, el éxito
inicial de algunos cantones se había producido por la debilidad de las tropas
gubernamentales en aquellas regiones. Excepto en Cartagena, triunfó la rápida y
enérgica acción de los generales encargados del sometimiento: Pavía, en Andalucía, y
Martínez Campos, en Levante, quienes serán artífices del fin del régimen republicano,
al año siguiente. Resulta paradójico que la legalidad republicana del Gobierno central
fuera restablecida por generales monárquicos, lo que plantea, una vez más, la falta de
instrumentos de poder propios de la República.

4.3. La República del orden


El 18 de julio de 1873, Nicolás Salmerón fue nombrado presidente por 119 votos. Con
él la República inició un viraje de carácter conservador, que llegó a poner en cuestión
incluso el principio federal, de hecho enterrado en la sublevación cantonal. La prioridad
del Gobierno residió en intentar resolver la guerra carlista y el cantonalismo, dentro de
un contexto más amplio de restablecimiento del orden público. El 6 de septiembre
dimitió Salmerón, siendo elegido Emilio Castelar presidente por 133 votos, frente a los
67 que apoyaron la vuelta de Pi y Margall. Castelar concretó el giro conservador: las
libertades no podían descuidar el orden, y ahora se imponía la conservación de este
último.
Así las cosas, Castelar decidió gobernar por decreto, y no tardó en actuar. Disolvió a los
voluntarios de la República y suspendió las garantías constitucionales. El autoritarismo
emanaba de un Gobierno que recortó en gran medida las libertades constitucionales y se
apoyó en un sector del ejército de ideología contraria a la suya. Un ejército que continuó
adquiriendo una influencia decisiva, no tanto por su cómoda victoria sobre el
movimiento cantonal como por su actuación en la guerra carlista. Convertido en una
auténtica guerra civil, el conflicto carlista había avanzado de forma importante no sólo
en el País Vasco, Navarra y el interior de Cataluña, sino por buena parte del territorio
español, aunque no siempre con la misma fuerza. En Andalucía, Castilla, Galicia y otras
zonas se localizaron sólo partidas menores, mientras el grueso del carlismo se
concentraba en sus feudos tradicionales.
Fue allí donde, con el apoyo de varias potencias europeas, que preferían un régimen
conservador en España, el carlismo había comenzado a sentar las bases de un Estado
propiamente considerado, con sus mecanismos administrativos. Los ayuntamientos y
diputaciones, base del Estado carlista y principales financiadores de las cargas militares,
se reorganizaron bajo principios forales. Intentaron regularizar la vida económica e
impulsaron la instrucción pública, favoreciendo la lengua autóctona y restableciendo
viejas instituciones culturales. El carlismo contaba, además, con una base sociológica
amplia, cuya composición rebasaba el tradicional espacio rural para extenderse a
núcleos urbanos, a pesar de su fracaso ante el sitio de Bilbao.

60
La guerra de Cuba impulsó de igual modo este protagonismo del ejército, aunque el
problema allí era muy diferente. De hecho, la República nunca llegó a controlar la
situación. Las autoridades de la Isla actuaban con un gran margen de independencia
respecto al poder central, que ni el proyecto de estructuración federal del Estado logró
amortiguar.
La guerra cubana adquirió una dimensión internacional. Estados Unidos, buscando una
mayor presencia, dejaba hacer a los independentistas. En este contexto estalló un
delicado asunto diplomático. El barco Virginius transportaba armas y pertrechos para
los independentistas cuando fue interceptado por buques españoles, siendo fusilados sus
tripulantes. La tensión entre los dos países contribuyó a enturbiar más la situación del
Gobierno Castelar en los meses de noviembre y diciembre. A la altura de este último
mes, un sector de los diputados a Cortes estaban dispuestos a plantear la cuestión de la
confianza al Gobierno, con ocasión de la reapertura de sesiones el 2 de enero de 1874.
El 31 de diciembre Figueras, Pi y Salmerón habían decidido la caída de Castelar. Ello
desembocaría en un viraje, esta vez hacia la izquierda, posiblemente hacia los
postulados del federalismo intransigente. Al menos ésta era la visión de otro sector de
los diputados, así como de un ejército dispuesto a intervenir para evitarlo, contando con
el concurso de buena parte de los viejos políticos procedentes de la septembrina.

4.4. El golpe de Pavía


En la madrugada del 3 de enero de 1874, una vez derrotado el Gobierno Castelar, el
general Pavía disolvió por la fuerza la Asamblea. Apenas hubo resistencia al golpe,
salvo en contadas localidades.
La trascendencia del golpe merece una descripción más detallada del ambiente en que
se desarrolló. La sesión parlamentaria del 2 de enero se inició con un discurso de
Castelar sobre, su gestión al frente del ejecutivo. El lado positivo que destacó se centró
en el restablecimiento del orden público; el lado negativo lo concretó en las dificultades
de la guerra carlista: "Nuestra situación, grave bajo varios aspectos, ha mejorado bajo
otros. La fuerza pública ha recobrado su disciplina y subordinación. Los motines diarios
han cesado por completo... Es necesario cerrar para siempre, definitivamente, así la era
de los motines populares, como la era de los pronunciamientos militares... La guerra
carlista se ha agravado de una manera terrible. Las provincias Vascongadas y Navarra se
hallan poseídas casi por los carlistas... Por la provincia de Burgos amenazan
constantemente al corazón de Castilla y por la Rioja pasan el Ebro como acariciando
nuestras más feraces comarcas".
Suspendida la sesión a las siete de la tarde, se reemprendió a las once con el discurso
respuesta de Salmerón, contrario a Castelar. A las cinco de la madrugada del día 3
comenzó a votarse la moción de confianza: por 110 votos contra 101 salió derrotado el
Gobierno Castelar. Fue el momento elegido por el general Pavía para iniciar el
movimiento de tropas hacia el palacio de las Cortes en la carrera de San Jerónimo: dos
compañías de la guardia civil, dos de infantería y una batería de montaña.
A las siete de la mañana las Cortes principiaron la elección del nuevo poder ejecutivo de
la República, entre los dos candidatos: Emilio Castelar o el republicano intransigente
Eduardo Palanca. El escrutinio quedó interrumpido cuando el presidente de la Cámara,
Salmerón, anunció: "Señores diputados, hace pocos minutos que he recibido un recado
u orden del capitán general (creo que debe ser el ex-capitán general de Madrid), por
medio de dos ayudantes, para decir que se desalojase el salón en un término perentorio".
Como primera respuesta algunos diputados plantearon conceder un voto de confianza al
derrotado Gobierno Castelar, intento rechazado por éste. Otros diputados propusieron
un decreto con la inmediata destitución del general Pavía. Propuesta irrealizable porque

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los guardias civiles ya entraban en el hemiciclo. A partir de ahí la confusión y los gritos
testimoniales, recogidos puntual y escrupulosamente, en el Diario de Sesiones: "Un
señor diputado: ¡Ha entrado la fuerza armada en el salón! (Penetra en el salón la fuerza
armada.) Varios señores diputados: ¡Soldados, viva la República Federal! ¡Viva la
Asamblea soberana! (Otros señores diputados apostrofan a los soldados, que se
repliegan a la galería y allí se oyen algunos disparos, quedando la sesión terminada en el
acto)". Eran las siete y media de la mañana. La ocupación militar de los puntos
neurálgicos de la ciudad de Madrid completó el golpe.
En palabras del protagonista de La Primera República, de Pérez Galdós: "Cansado de
correr en tonto por las calles, donde no veía más que tropas fríamente alineadas e
inactivas, sin ver asomar por ninguna parte la cara iracunda del pueblo; asqueado del
indigno suceso histórico que llegó al brutal consummatum sin dignidad por la parte
ofendida ni arrogancia por parte de los asesinos de la República, me fui a mi casa con la
esperanza de que un sueño profundo ahogara mi desaliento tristísimo y dulcificase mi
amargura ...Pero mis nervios se opusieron fieramente a que yo durmiera...En las calles
no advertí el menor síntoma de inquietud ni emoción y todo el mundo en las
ocupaciones habituales de cada día".
Mientras tanto, se reunían para decidir el futuro los notables de los partidos políticos: el
general Serrano, el almirante Topete, los generales José y Manuel Gutiérrez de la
Concha, Manuel Becerra, Cánovas del Castillo, Beranger, Elduayen, Cristino Martos,
Rivero y Montero Ríos.

4.5. La República de 1874


La situación política nacida del golpe de Pavía representa el epílogo del 68 y el prólogo
de la Restauración borbónica; una situación entendida como puente e inscrita en el
viraje conservador ya puesto en marcha en los últimos meses de 1873 por Castelar.
1874 es otro de los tiempos sin historia del siglo XIX. La historiografía no se ha
ocupado de la dinámica interna de ésta solución interina, sino para buscar las claves
inmediatas de la Restauración, lo que prejuzga la imposible consolidación de una
República unitaria bajo la Constitución de 1879 o de una República autoritaria de nuevo
cuño tutelada por el general Serrano. Se analiza, pues, el régimen de 1874 con la lógica
de la inevitabilidad de un próximo retorno de los Borbones y la forma monárquica en la
persona del príncipe Alfonso.
En efecto, el golpe de Pavía abría un horizonte político en el que teóricamente eran
posibles tres salidas. En primer lugar, la recuperación de la Constitución de 1869,
convenientemente reformada en el tema de la forma de gobierno, que establecería en
España una República unitaria. En segundo lugar, una nueva solución republicana
personificada en el general Serrano, tomando como semejanza la república
presidencialista de hecho de McMahon en Francia. En tercer lugar, el restablecimiento
de una monarquía. En la práctica, 1874 se aupó en un régimen indefinido y sin
fundamentos sólidos, cuya indeterminación precipitó el relevo alfonsino. Y es que las
dos primeras salidas se mostraron inviables al no conseguir un consenso mínimo de las
elites políticas.
Formalmente continuaba un híbrido sistema republicano sin Constitución, no
promulgada la de 1873 y dejada en suspenso la de 1869. Serrano era el presidente del
poder ejecutivo. Título indefinido en un contexto de indeterminaciones, como ya se
puso de relieve en el Manifiesto a la Nación de 8 de enero de 1874 disolviendo las
Cortes Constituyentes, en el que se reclamaba la necesidad de un poder robusto cuyas
deliberaciones sean rápidas y sigilosas, donde el discutir no retarde el obrar, al tiempo
que se reconocía en vigor la Constitución de 1869, pero suspendida por tiempo

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indefinido, hasta que retornase la normalidad a la vida pública.
Las invocaciones institucionales y sociales del Manifiesto buscaban afanosamente un
contexto de apoyo. Para empezar, se reconocía el papel arbitral del ejército como dueño
de la situación; es decir, como la única institución vertebrada y asentada en la opinión
pública unánime y en la voluntad de una nación dividida. La realidad es que el golpe de
Pavía había acentuado la capacidad de los generales en la toma de decisiones, en un
clima de triple conflictividad bélica: la guerra carlista en el Norte, la guerra de
independencia cubana y los rescoldos del cantonalismo. Aunque Pavía era un general
asociado a los radicales y gustoso de la trayectoria más conservadora y de orden de
Castelar había imprimido a la República, no realizó el golpe en nombre del partido
radical ni de una opción política, como había sido habitual en los pronunciamientos. Lo
había hecho con el concurso del ejército, y ello representaba un cambio cualitativo con
respecto a la situación anterior.
Desde estos momentos, y sobre todo desde la Restauración, en el papel del ejército
primará una actitud de cuerpo y de arbitraje, argumentada como misión por encima de
partidismos y que, como consecuencia, le llevará a aplicar, en el siglo XX, una cirugía
militar de intervención. Pero en 1873 el ejército estaba todavía diversificado en sus
opciones políticas, y tampoco tenía una alternativa unívoca, y mucho menos autónoma
de la sociedad política. En enero de dicho año, una mayoría de los generales ya se
inclinaba, con más o menos decisión, por la solución alfonsina, que era considerada
como la única opción a largo plazo capaz de garantizar estabilidad y orden. De todas
formas no existía unanimidad al respecto; todavía pesaba mucho el prestigio de Serrano
y el infatigable Cánovas vislumbraba una Restauración monárquica sin
pronunciamiento y por aclamación de la sociedad civil.
Es significativo que el Manifiesto no utilice el término republicano, aunque sí apela al
apoyo de los partidos liberales -constitucionalistas y radicales- distanciándose de las
familias republicanas federales. Si a ello se añaden las invocaciones a los grupos
sociales (nobleza, clases acomodadas, buenos católicos...) se concluye que el Manifiesto
presenta el golpe de Pavía como la disidencia de un sector importante de la sociedad
civil y política, que ha utilizado como brazo ejecutor al general y que utiliza como
recambio temporal de Gobierno a otro general.
El tono del Manifiesto indica una naturaleza híbrida, interina y casi simbólica del papel
de Serrano como nuevo presidente del ejecutivo, lo cual desvela sus limitaciones
posteriores. Si Serrano hubiera contado con una clientela social, militar y política bien
definida, dispuesta a apoyar la opción personal del general como aglutinante de un
proyecto político, se habría articulado y consolidado una sociedad distinta. Pero
Serrano, más allá de su mayor o menor vocación a ensayar una fórmula de
macmahonismo como expresión de la República, no contaba con un consenso político,
social y militar, ni con unas clientelas naturales similares a las de Cánovas, y tampoco
fue capaz de conseguirlas, dado que su propia trayectoria política y la vinculación de su
suerte a la guerra del Norte lo impidieron. Serrano, en 1874, era de nuevo el hombre de
la situación al que las circunstancias colocaban como referente, pero muy distinto era
vertebrar una alternativa y liderarla con apoyos clientelares de convicción, y no de
emergencia.
En el Manifiesto se elude cualquier exaltación personalista, y en su lenguaje se
transmite dicha falta de consenso en torno al general.
El golpe de Pavía, sin embargo, sí había contado con el favor de buena parte de las
elites políticas y sociales del ejército. De ahí a la existencia de una convergencia de
actitudes respecto a un proyecto político y la propia definición distaba la realidad de la
situación. Sí suponía la negación del rumbo que había tomado la República en su

63
versión federal. El Manifiesto, de hecho, evita cualquier concurso del pueblo federal y
de los republicanos federales en sus reclamos políticos y sociales, pero no articula un
proyecto político -al igual que se había derivado de todo proyecto anterior- como fruto
de la mutación formal del poder. Contra la República federal, pero con las soluciones de
poder abiertas y sin estrategia concreta, dejaba enunciadas todas las piezas de un
rompecabezas y con varias posibles alternativas, pero sin formularse ninguna. Ello
dependería de la forma, habilidad y circunstancias para soldarlas, como lo acabaría
logrando Cánovas del Castillo.
En el Manifiesto, por tanto, no existe ningún programa político, sino una serie de
indeterminaciones que desvelan, eso sí, los sectores de la trama: partidos liberales,
ejército, Serrano, elites. En suma, quien ensamblara todos los elementos en un proyecto
político de régimen estable se convertiría en la única alternativa viable a largo plazo. El
Manifiesto sólo abría un horizonte de alternativas, pero la única que cuajaría, no por
inevitable, sería la Restauración alfonsina.
Cánovas supo percibir, desde el primer momento, esa ausencia de una alternativa
política bien diseñada, como consecuencia del golpe de Pavía. Pero también atisbaba la
necesidad de no contribuir en absoluto a incrementar las posibles apoyaturas personales
que consiguiera el general Serrano. En su carta del 9 de enero, dirigida a Isabel II, pone
de relieve este estado de opinión: "El propósito del duque de la Torre es consolidar la
República unitaria con su presidencia vitalicia... ahora aplaza su propósito hasta la
reunión de las Cortes, que serán elegidas a viva fuerza... por eso no he querido ayudar a
su encumbramiento actual, a pesar de que no faltaban alfonsistas que esperaban que su
triunfo sería el de nuestra causa... de aquí en adelante el ejército es dueño de toda la
situación en España. La república, la democracia, los principios democráticos están
heridos de muerte. El pueblo está desengañado ,y aborreciendo más que a nadie a sus
actuales dominadores... De todos modos, y por todas las sendas posibles, se llegará, un
poco antes un poco después, al patriótico triunfo que VM. apetece. Para eso necesita,
hoy más que nunca, opinión, mucha opinión en favor de don Alfonso; se necesita alma,
serenidad, paciencia, tanto como perseverancia y energía. Se necesita no abrir abismos
innecesarios, no hacer imposible ninguna inteligencia que pueda ser conveniente,
incluso, por supuesto, la del duque de la Torre, para el día del desengaño..."
Consumado el golpe del 3 de enero, el general Pavía propició una reunión política con
significados elementos militares y representantes de los partidos políticos opuestos a la
República federal. De esa reunión salió un Gobierno de circunstancias, más que de
coalición, sin la presencia de Cánovas ni de Castelar quienes, por razones diferentes,
rehusaron su participación. La presidencia del poder ejecutivo, que asumía las funciones
de la jefatura del Estado y del Gobierno, quedó encomendada al general Serrano. El
resto del gabinete estaba compuesto por: Sagasta (Estado); García Ruiz (Gobernación);
general Zabala (Guerra); almirante Topete (Marina); Martos (Gracia y Justicia);
Balaguer (Ultramar); Echegaray (Hacienda) y Mosquera (Fomento). Todos ellos
personajes de entidad política durante las diferentes andaduras del Sexenio, en un arco
político que incluía, sobre todo, a radicales, algún constitucionalista, además de un
republicano unitario y algún militar proclive a Cánovas.
Como práctica inmediata de gobierno, la veta autoritaria caracterizó a un ejecutivo que
se entendía fuerte y que quería proyectar esta imagen, en una línea que apenas se
desmarcaba de la que había emprendido Castelar durante su gestión en el otoño de
1873. El fin era adquirir un capital político que atrajera a las "gentes de orden temerosas
del verano federal anterior". A este respecto su disposición al restablecimiento del orden
se concretó en el decreto de 10 de enero, disolviendo la Internacional y sus órganos de
prensa por atentar "contra la propiedad, contra la familia y demás bases sociales".

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En realidad, el decreto no se dirigía sólo contra la AIT sino también contra las
sociedades políticas que conspiraran "contra la seguridad pública, contra los altos y
sagrados intereses de la Patria, contra la integridad del territorio español y contra el
poder constituido". Por tanto, los republicanos federales quedaban en la ilegalidad, lo
mismo que sus clubes y suspendida su prensa. La llamada a la integridad del territorio
español debe relacionarse con la cuestión cubana, de tal manera que el cuestionamiento
de cualquier elemento alterador del statu quo colonial podía ser objeto de delito.
Muy pronto cualquier capacidad de autonomía del ejecutivo quedó mermada. Cánovas
tenía razón cuando asignaba al ejército el papel de árbitro, en un contexto de
acentuación de las operaciones militares carlistas en el mes de febrero. Además de los
costes políticos derivados de la guerra en el Norte, también de Cuba, el ejecutivo se vio
abocado a enfrentarse con unos agobios financieros que se multiplicaban. Agotado el
crédito internacional, la falta de recursos para los conflictos militares hacían del
Gobierno un rehén en manos de los prestamistas.
La solución ensayada en diciembre de 1872 se había bloqueado por el desorden
financiero de 1873. En efecto, se había pensado que la creación del Banco Hipotecario
de España resolvería y pondría orden en los asuntos hacendísticos. Aunque la función
primordial de este banco, según sus estatutos, fuera la de extender y abaratar el crédito
territorial, en unos momentos en que la carestía de dinero dificultaba la consecución de
proyectos de todo tipo, de hecho el hipotecario se convirtió en agente del Gobierno para
todo lo relacionado con la deuda pública. En la primavera de 1874 la penuria de
recursos imponía nuevas soluciones. En la transformación del Banco de España en
banco nacional, por decreto de 19 de marzo de 1874 del ministro Echegaray, subyace el
agravamiento de los problemas hacendísticos de un Estado en virtual quiebra y que
precisaba de los préstamos del Banco de España para hacer frente a las obligaciones
contraídas. Como contrapartida, se concedía al Banco el privilegio de emisión de
billetes por un monto equivalente a cinco veces su capital efectivo. El Banco se
obligaba a garantizar los billetes en circulación con un depósito de oro y plata igual en
valor, como mínimo, al 25 por ciento del total de billetes emitidos. Con esta medida,
además de asegurarse un prestamista sólido, el Estado conseguía regular la circulación
fiduciaria y poner dosis de racionalización en el mercado del dinero.
Necesidades hacendísticas en un momento de especial dificultad por la marcha de la
guerra civil. Desde principios de año los carlistas, que ya controlaban buena parte del
territorio vasconavarro, orientaron su estrategia hacia los principales núcleos urbanos, y
entre ellos la ciudad símbolo de Bilbao. El 22 de enero tomaron Portugalete, y al mes
siguiente iniciaron el sitio de Bilbao. El mismo día en que los carlistas entraban en
Tolosa, 8 de marzo, el general Serrano se ponía al frente del ejército del norte para
levantar el cerco de Bilbao. Esta decisión desvelaba la posible rentabilidad política de la
campaña del Norte. Para Serrano, resolver el sitio de Bilbao podría acarrear un aumento
de su prestigio político y social, de su capital político. Lo contrario provocaría un
aumento de la influencia de los generales más proclives a la causa alfonsina. El fracaso
de un pronto levantamiento del cerco se saldó con el envío, en el mes de abril, de una
división al mando del general de la Concha, marqués del Duero y con el general
Martínez Campos como jefe de su Estado Mayor. Dos significativos mandos próximos
al alfonsismo, que iban a compartir la entrada en Bilbao con Serrano el 2 de mayo.
A pesar de la iniciativa, las tropas gubernamentales no culminaron con éxito la acción
programada de la toma de Estella, el 27 de junio, capital del carlismo, donde cayó el
marqués del Duero. Fracaso gubernamental y nueva reactivación de los ejércitos
carlistas, que en el mes de julio acentuaron la presión militar. El día 20 del mismo mes
la parada militar de Montejurra, con 20.000 hombres, demostraba la consolidación de

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sus posiciones como preludio de la expansión desde Cataluña hacia el Ebro, Teruel,
Cuenca y Albacete y otras zonas del interior.
El recambio gubernamental del 13 de mayo puso de relieve la importancia política de la
guerra carlista. Fernández Almagro ha señalado que el origen de la crisis parcial de
Gobierno estaba en la contrariedad de los radicales por los nombramientos habidos en el
ejército del norte que fortalecían a los monárquicos. La cuestión es que los radicales
perdieron peso específico en el Gobierno, lo que implicaba cuestionar definitivamente
cualquier alternativa de futuro protagonizada por ellos. Augusto Ulloa entró en Estado,
Alonso Martínez en Gracia y Justicia, Juan Francisco Camacho en Hacienda, el
contraalmirante Rodríguez Arias en Marina, Alonso Colmenares en Fomento, Romero
Ortiz en Ultramar, mientras que el general Zabala, que había sido nombrado para la
jefatura del Gobierno el 26 de febrero con ocasión de la marcha de Serrano a la
campaña del Norte, continuaba a la cabecera del gabinete. Por último, Sagasta
conservaba la cartera de Gobernación.
Un cambio gubernamental que parecía, aunque no lo fuera, diseñado por Cánovas. La
desaparición del republicano unitario García Ruiz y de los destacados prohombres
radicales facilitaba la estrategia restauracionista. Además, Serrano volvía a Madrid sin
poder capitalizar el éxito parcial del sitio de Bilbao, mientras que los mandos más
próximos a la causa alfonsina ocupaban puestos clave en los ejércitos de maniobra. La
situación política y militar jugaba, pues, a favor de los planes de Cánovas, hecho
confirmado por una nueva crisis gubernamental en septiembre que despejó aún más el
camino. El general Zabala, ocupado sin éxito desde julio en la cabecera del ejército del
Norte, fue sustituido como jefe de Gobierno por Sagasta, que conservaba Gobernación;
entraban como nuevos ministros el general Serrano Bedoya, en Guerra, y Carlos
Navarro Rodrigo en Fomento.
En síntesis, en el último trimestre del año resultaba evidente el agotamiento de cualquier
opción política que no fuera la Restauración borbónica en la persona del príncipe
Alfonso. Independientemente de la hábil estrategia canovista, sustentada en una política
de captación que estaba dando sus frutos, la trayectoria política y militar estaba
colaborando de forma autónoma a la consecución de su proyecto. Serrano no había
conseguido aglutinar unas sólidas clientelas políticas en torno a su persona.
Cualquier alternativa republicana, por tímida que fuese, seguía demostrando su
inviabilidad a corto plazo. La inclinación del ejército hacia la Restauración era
manifiesta, al compás de unos conflictos bélicos no resueltos ni en la Península ni en
Cuba. Cánovas supo percibir perfectamente la coyuntura, y el Manifiesto de Sandhurst,
de 1 de diciembre de 1874, dejó explícitos los puntos básicos de la Restauración. Todo
este conjunto de elementos, que actuaban de forma autónoma con respecto a Cánovas
explica el pronunciamiento de 31 de diciembre de 1874 en Sagunto por el general
Martínez Campos.
El triunfo político de Cánovas dependió, por tanto, de una situación a principios de
1874 en la que unos partían con objetivos indeterminados y sin estrategias bien
definidas, mientras que él sí supo situar las piezas claves del tablero político. Confluyen,
pues, en la explicación de la Restauración, de un lado la estrategia de Cánovas, y de otro
la trayectoria política y militar de 1874 como variable independiente que el primero
supo aprovechar. Esa estrategia canovista se sustentaba en un conjunto de intereses en
cuya cúspide se emplazaban las elites políticas, económicas y militares.
A lo largo de 1874 las elites políticas del Sexenio, salvo el republicanismo federal, se
fueron adaptando más o menos estrechamente al proyecto canovista, más que
articulando un proyecto distinto. El caso de Sagasta es paradigmático. Vislumbraron
acertadamente el futuro, aunque su incorporación al sistema político de la Restauración

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no se hiciera de forma inmediata y mostraran alguna leve resistencia. Pero a la larga el
grueso del conglomerado político que había girado en torno a los dos partidos de la
época amadeísta, el constitucionalista y el radical, acabó por integrarse, salvo
excepciones como la de Ruiz Zorrilla. El propio Serrano, después de un breve exilio,
optó por la colaboración.
Más rotunda todavía resultó la actitud de las elites económicas de ambos lados del
Atlántico, fenómeno comprendido en la búsqueda de una estabilidad política definitiva,
pero que en el caso cubano ofrece una dimensión complementaria. Resulta indudable la
influencia de los poderosos comerciantes peninsulares de Cuba en el retorno de los
Borbones. Una activa colaboración que tenía un vital componente en la ayuda
financiera, ya puesta en marcha al menos desde 1872. El tema de la abolición de la
esclavitud y la posible alteración del statu quo colonial fueron los acicates de esta
actuación básica y de su integración en el proyecto de Cánovas. El comportamiento de
un Juan Manuel de Manzanedo, o de la familia Zulueta así lo ejemplifican, marcando la
norma seguida masivamente por el conjunto de las elites económicas hispanoantillanas.
Con respecto a la nobleza de sangre, sus actitudes quedaron puestas de relieve
claramente desde el mismo día de la revolución de septiembre. Conformaron las bases
de sustentación del exilio isabelino y alfonsino, y sus dineros y salones fueron una
apoyatura de primer orden para la difusión de la causa.
En cuanto al ejército, el fracaso de una posible alternativa por parte del general Serrano
provocó su confluencia política con el alfonsismo. Jover Zamora ha señalado las claves
de dicha confluencia en su escala de valores ideológicos y mentales: "Cánovas del
Castillo venía a presentar, convenientemente explícitos y anudados, aquellos elementos
de la ideología política de los militares más decantados y consolidados a lo largo del
siglo XIX: su monarquismo y su liberalismo. Un monarquismo no absolutista, como el
de Carlos VII; no extranjero, como el de Amadeo; no éticamente sospechoso, como
había sido el de Isabel II. Y un liberalismo compatible con la disciplina, con el
mantenimiento del orden social, con los elementos de la ideología nobiliaria y
estamental, muy presentes también, como sabemos, en la mentalidad de los generales
que hicieron su carrera durante la era isabelina". Los escasos militares de mando todavía
renuentes se sumaron en el último semestre de 1874, y precisamente la acción del
ejército a través del pronunciamiento de 31 de diciembre fue lo que precipitó, de forma
no deseada por Cánovas, la Restauración.
Cánovas había aglutinado y dado razón política a todo el entramado, atrayendo a las
clientelas políticas y a las clientelas naturales a su proyecto. Desde los inicios del
Sexenio, en las Cortes del 69, había defendido la alternativa personificada en el príncipe
Alfonso de acuerdo a la legitimidad histórica. El trayecto más difícil del camino fue
poner orden en las filas del exilio borbónico y entre sus partidarios del interior. Su
proyecto empezó, pues, independientemente del exilio. Isabel II, aconsejada por sus
colaboradores más próximos, no era partidaria de la abdicación. Cuando ésta se produjo
en junio de 1870 se abrieron las perspectivas, aunque sin encomendar el liderazgo a
Cánovas. Cuando fracasaron otras personas como posibles conductores hacia la
Restauración, Cánovas quedó como jefe indiscutible del alfonsismo. A partir de aquí la
evolución política de 1873 y 1874 creó el contexto apropiado.
Aunque la Restauración no fue inevitable en sí misma, desde la perspectiva de 1875 el
proceso, con su situación puente del año anterior, fue entendido y se presentó como tal
inevitabilidad en un discurso político que Cánovas vertebró y difundió como la
continuación de la historia de España.
El pronunciamiento militar de Sagunto no hizo más que precipitar los acontecimientos.
El general Martínez Campos se reunía en Sagunto con el general de brigada Luis

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Dabán, que había salido de Segorbe el 28 de diciembre con tropas escogidas. Se les unió
el general Jovellar, jefe del ejército del centro. Los pronunciados proclamaron rey de
España a Alfonso XII. El Gobierno apenas respondió: estaba superado por los
acontecimientos. El intento de Serrano de oponerse a los sublevados ya no podía cuajar
en el seno del ejército. En la tarde del 30 de diciembre el general Primo de Rivera indicó
al Gobierno que se adhería al pronunciamiento. El general Serrano tomó el camino del
exilio. El 31 de diciembre quedó constituido el Ministerio-Regencia: Presidencia,
Cánovas del Castillo; Estado, Castro; Guerra, general Jovellar; Marina, marqués de
Molins; Hacienda, Salaverría; Fomento, marqués de Orovio; Justicia, Cárdenas;
Gobernación, Romero Robledo y Ultramar, López de Ayala. En La Gaceta de Madrid
del mismo 31 de diciembre podía leerse: "Habiendo sido proclamado por la Nación y
por el Ejército, el Rey D. Alfonso de Borbón y Borbón, ha llegado el momento de hacer
uso de los poderes que me fueron conferidos por Real decreto de 22 de agosto de 1873".
El texto era de Antonio Cánovas del Castillo.

4.6. El legado del sexenio


Las tensiones anunciadas en 1854 hicieron crisis en los años sesenta. La crisis
económica, desvelando la inviabilidad de la política económica, el fracaso de la Unión
Liberal, provocando un régimen político muy restringido, poco representativo y cada
vez más aislado, que acabará salpicando la propia corona de Isabel II (1833-1868), y el
debate intelectual y cultural criticando al sistema, animaron a un sector de las elites
políticas, militares y económicas a optar por el ensayo del liberalismo democrático.
Pero, además, ahora el recambio desde arriba vino acompañado de la participación de
capas populares, sobre todo urbanas, depositarias de una cierta cultura política. Así se
perfiló un marco de crisis que, en último término, ponía de manifiesto el desajuste entre
las nuevas demandas sociales y el sistema político nacido de la Constitución de 1845.
La alternativa estaba servida: la tripleta ideológica formada por el ideario democrático,
el krausismo y el librecambismo debían reconducir el rumbo del liberalismo con
ocasión de la revolución de 1868.
El ideario democrático llevaba a sus últimas consecuencias los principios del
liberalismo. La Constitución de junio de 1869 y su desarrollo posterior estableció un
marco de libertades públicas sin parangón posible en experimentos anteriores. La
estructuración de un Estado democrático que adoptó la fórmula de la monarquía
parlamentaria, en la persona de Amadeo de Saboya (1870-1873), basada en una
conceptualización sin cortapisas de la soberanía nacional y de la primacía de la sociedad
civil.
Pero la imposibilidad de articular un sistema coherente de partidos como basamento del
régimen acabó impidiendo su funcionamiento. En este aspecto el fracaso de la
monarquía amadeísta representa también el fracaso de un sector de la elite política
ejemplificado en los enfrentamientos entre Sagasta, Ruiz Zorrilla o Serrano. A la par, un
régimen concebido sin carácter excluyente en realidad no pudo cumplir su voluntad
integradora.
En términos políticos, carlistas y republicanos protagonizaron alternativas, incluidas las
insurreccionales, al sistema. Los levantamientos republicanos de 1869 o la sublevación
general carlista de 1872 son buenos exponentes. En términos sociales, sectores
populares de origen rural o urbano, que habían pretendido una mayor dimensión
reformista en temas tales como la propiedad de la tierra, la cuestión de las quintas o las
relaciones capital-trabajo, vieron frustradas sus aspiraciones.
Ni el campesino andaluz consiguió colmar su hambre de tierras, ni el naciente
movimiento obrero, con la llegada de la Internacional a España, a finales de 1868,

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encontró cauces apropiados para su desarrollo al cuestionarse su legalidad. Tampoco la
efímera República (1873-1874), instaurada para llenar un vacío de poder tras la
abdicación de Amadeo I, encontró suficientes bases políticas y sociales de sustentación.
Ni su vocación reformista, ni su proyecto de estructuración federal del Estado lo
lograron. En gran medida cayó desgarrada por sus propias tensiones internas.
Más allá de las circunstancias políticas coyunturales, el Sexenio democrático dejó un
sedimento perenne en el desarrollo del liberalismo español: formas de organización de
la sociedad civil, libertades individuales, niveles de participación, modernización del
Estado y del sistema judicial, régimen representativo, extensión del debate intelectual...
en parte asumidos, a medio plazo, por el régimen político de la Restauración, preparado
minuciosamente por Cánovas del Castillo y que se abre en 1875, tras el
pronunciamiento del general Martínez Campos y la coronación de Alfonso XII.

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