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LA MONEDA FALSA (CHARLES BAUDELAIRE)

17.09.2019
Cuando nos alejamos de la tabaquería, mi amigo hizo una cuidadosa clasificación del
cambio; en el bolsillo izquierdo del chaleco deslizó las moneditas de oro, y en el derecho
las moneditas de plata; en el bolsillo izquierdo del pantalón, un montón de centavos, y al fin
en el derecho una moneda de plata de dos francos que había estudiado con particular
atención.

“Singular y curiosa repartija”, pensé para mis adentros.

Nos topamos con un pobre que nos tendió la gorra tembloroso. No conozco nada más
inquietante que la elocuencia muda de esos ojos suplicantes que encierran a la vez, para el
hombre sensible que sabe leerlos, tanta humildad como reproches. Encuentro allí algo que
se parece a la complicada profundidad emocional de los ojos de los perros que lagrimean
cuando los azotan.

La limosna de mi amigo fue mucho más considerable que la mía, y yo le dije: “Tiene usted
razón, después del placer de sorprenderse, no hay otro más grande que el de causar
sorpresa.” “Era la moneda falsa”, me respondió tranquilamente, como justificándose por su
prodigalidad.

Pero en mi miserable cerebro, siempre ocupado en buscarle la quinta pata al gato (¡de qué
fatigosa facultad me ha dotado la naturaleza!), me entró de repente la idea de que semejante
conducta por parte de mi amigo no podía excusarse sino por el deseo de provocar un
acontecimiento en la vida de ese pobre diablo, quizá incluso conocer las consecuencias,
funestas o de otro tipo, que podía engendrar una moneda falsa en manos de un mendigo.
¿No podía multiplicarse en monedas verdaderas? ¿No podía también llevarlo a la cárcel?
Un tabernero, un panadero, por ejemplo, quizá lo haría detener por falsificador o por poner
en circulación dinero falsificado. También puede que la moneda falsa fuera, para un pobre
pequeño especulador, el germen de la riqueza de unos pocos días. Y así mi fantasía seguía
su marcha, prestándole alas a la mente de mi amigo y haciendo todas las deducciones
posibles de todas las hipótesis posibles.

Pero él mismo interrumpió con brusquedad mi ensoñación retomando mis propias palabras.
“Sí, tiene usted razón; no hay placer más dulce que el de sorprender a un hombre dándole
más de lo que espera”. Lo miré con el blanco de los ojos, y me espantó ver que los suyos
brillaban con una candidez inequívoca. Vi con claridad que había querido hacer al mismo
tiempo caridad y un buen negocio; ganar cuarenta centavos y el corazón de Dios; ganarse el
cielo económicamente; en fin, sacar gratuitamente título de hombre caritativo. Casi le había
perdonado el deseo del goce criminal del que hasta hace un momento lo había creído capaz;
me habría parecido curioso, singular, que le divirtiera comprometer a los pobres; pero
nunca le perdonaría la ineptitud de su cálculo. Nunca es excusable ser malo, pero hay cierto
mérito en saber que uno lo es; y el más irreparable de los vicios es hacer el mal por
estupidez.

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