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Evangelio según San Marcos 9,30-37.

Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía:
"El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su
muerte, resucitará".
Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas.
Llegaron a Cafarnaúm y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: "¿De qué hablaban en el
camino?".
Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande.
Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: "El que quiere ser el primero, debe hacerse el último
de todos y el servidor de todos".
Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo:
"El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al
que recibe, sino a aquel que me ha enviado".
PALABRA DE DIOS

Van de camino, atravesando la Galilea, bajando a Cafarnaúm… en el horizonte está la Pascua,


asomándose… Andan sin llamar la atención, casi con sigilo… Es impactante mirarlos… peregrinos de una
historia en tensión. Van juntos, pero, sus pasos no son los mismos y tampoco lo que perciben y
experimentan… Han compartido acontecimientos y, sin embargo, una gran distancia los separa.
Jesús avanza cada vez más consciente de su identidad, de su destino, de su esencia y del sentido de su
vida, con el alma ensanchada por el deseo profundo de cumplir la voluntad del Padre, ese deseo que lo ha
motivado a elegir cada gesto y cada palabra, que lo hace uno con el ser y el corazón de Dios. Les ha venido
anunciando que su vida se enrumba hacia la cruz, que allí entregará todo su poder…
Los discípulos caminan sin saber, sin comprender… sus creencias, talladas por la cultura en la que han
sido criados, no les permiten mirar y sentir como lo hace el Señor… enfrentan los senderos llenos de
confusión y de temor… tienen miedo de preguntar, quizás las respuestas los angustien más… Y es que
vemos, como somos…
Al llegar a la casa, el Maestro, que los ama y que ha notado la discusión susurrada mientras caminaban,
decide preguntar… ¿de qué venían hablando en el camino?... como si les cantara un envido… para poner
las cartas sobre la mesa… para atraerlos una vez más y no dejar que el silencio termine alejando a sus
amigos… probablemente nos lo pregunte hoy también a nosotros… ¿de qué venimos discutiendo sobre
nosotros mismos o en nuestras casas, en las comunidades y capillas, en la Iglesia, en la Patria…?
Ellos no respondían… porque habían venido discutiendo quién era el más grande… presos de aquello en
lo que creían desde pequeños venían hablando de poder, prestigio y honor… en su angustia buscando
dónde hacer pie, reafirmándose en el sostén que intuían que les sería dado por el dominio… creyendo que
la grandeza reside en lo que poseemos, en lo que nos agregamos…
Jesús se sienta, para que se acerquen… para demorarse en lo que están viviendo y explicarles con
paciencia: "El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos". En
segundos contradice las reglas que imponía la cultura judía, la ideas que flotaban alrededor del Mesías, el
sentido de lo que significa ser importante… Luego, atrae a un niño y lo abraza, a un pequeño sirviente, al
último de los esclavos de la casa y les dice: "El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me
recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado".
Con estas dos afirmaciones, les muestra sus cartas... y son mejores…
¿A quiénes consideramos, nosotros, los más grandes? ¿Qué es para nosotros la grandeza? ¿Qué
estrategias elegimos para ser considerados los primeros?
¿Quién es el más grande?
Les propongo seguir rezando con un texto del Padre Hugo Mujica:
Jesús no deja un tratado sobre la jerarquía, sobre arriba o abajo, derecha o izquierda; revela, eso sí,
encarnándolo, el lugar del cristiano: el del servidor de todos: el último lugar.
El lugar donde, pensándolo socialmente, no solemos estar, y no obstante es donde nos espera Jesús:
cercanos a los que sí ocupan el último lugar, a los que tenemos que cuidar, tenemos que ayudar, tenemos
que servir. tenemos que estar allí.
Es en ese lugar donde la invocación del otro, del elegido de Dios, del niño o los pequeños, se hace
insoslayable, se grita: ese lugar, o esa herida, es la debilidad.
Son los “pequeños”, es el niño, pero el niño sin juego, el niño de la calle, el enfermo, el hambriento
todos los que en nuestra sociedad ocupan el último lugar, el lugar que ocupó Cristo, el lugar donde los
marginamos, el lugar donde sigue encarnándose la carne viva de Dios.
En el pobre lo otro del otro se revela con insoslayable nitidez, se revela reclamándonos con toda su
fuerza: con toda su debilidad.
Debilidad encarnada en el que me reclama, y en ese clamar me revela y enjuicia sobre lo que debo ser,
sobre el lugar que debo ocupar.
A través del otro como pobre, como debilidad, del que lleva marcada en su cuerpo la carencia que es
ser, se manifiesta el llamado a mi responsabilidad, se manifiesta el límite de mi poder.
El límite o la transfiguración de mi poder en solidaridad: mi yo en tú. El límite en el cual termino, me
repliego, o el límite desde el cual me extiendo: me entrego y dono: me trasciendo.
En el pobre, por el pobre, soy tocado, mi sensibilidad es herida, y es a través de esa herida que me
abro: el otro, el pobre, hiriéndome me salva.
Me redime de mi insensibilidad, del egoísmo de mi yo: y, en ese salir, en ese éxodo, habito mi más
profunda identidad: ser mi verdadero yo en el movimiento de la entrega al otro, ser quien soy dejándome
atrás, siendo hacia los otros, olvidándome de mí.
Somos débiles, esa es nuestra realidad, esa misma nuestra dignidad, la dignidad de nuestra finitud: no
nos necesitamos porque somos débiles; lo somos, fuimos creados débiles e inacabados,para necesitarnos,
para trascendernos: para salvarnos los unos a los otros.
Nunca, quizás, el hombre se sintió más solo que en esta época, nunca supo tanto de la necesidad que
tiene de su semejante, la época, esta, por esto mismo, que puede hacer de la debilidad del otro, de su
dolor, la medida de todas las cosas, hacer de esa medida una nueva verdad, de esa carencia una verdad
más humana.
Quizás esta reverencia, esta piedad, sea la débil, y por débil, flexible y abierta base sobre la que
podamos edificar una nueva comunidad: la de la debilidad que nos hermana. La debilidad que nos llama a
cada uno más allá de uno, la que nos convoca a todos hacia lo único que nos queda: al otro, al hermano, a
la debilidad humana como revelación de Dios. El precio es la vulnerabilidad: exponerse, dejarse herir.
El premio es la libertad, la de librarnos de una piel sin sensibilidad, de una vida que es esterilidad, que
no es servicio, un vivir que no es encarnar la cruz del otro, la cruz que eligió Jesús para revelarnos el
sentido de vivir, el servicio y la entrega al otro como forma de nacer, el sacrificio como forma de
trascendencia, el olvido de sí como paso hacia la resurrección.

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