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Einstein ya había aprendido en la clase de física qué era un rayo de luz: una serie de

campos eléctricos y magnéticos oscilantes que se mueven a 299 792 458 metros por
segundo, la medida de la velocidad de la luz. Si corriera junto a un rayo de luz a esa
velocidad, razonaba Einstein, podría ser capaz de observar una serie de campos
magnéticos y eléctricos oscilantes justo a su lado, que en el espacio serían
aparentemente estáticos.

Pero eso era imposible. Para empezar, dichos campos estáticos violarían las
ecuaciones de Maxwell, las leyes matemáticas que codificaban todo aquello que
conocían los físicos del momento sobre la electricidad, el magnetismo y la luz. Las
leyes eran (y son) bastante estrictas: cualquier onda en los campos tiene que
moverse a la velocidad de la luz y no puede permanecer estática, sin excepciones.
Y lo que es peor: los campos estáticos no encajarían con el principio de
relatividad, una noción que los físicos han asumido desde los tiempos de Galileo
y la era de Newton en el siglo XVII. Básicamente, la relatividad afirmaba que las
leyes de la física no podían depender de la velocidad a la que te movieras; todo lo
que podías medir era la velocidad de un objeto en relación a otro.
Pero cuando Einstein aplicó este principio en su experimento mental, originó una
contradicción: la relatividad dictaba que cualquier cosa que pudiera ver mientras
corriese junto a un rayo de luz, incluyendo los campos estáticos, también debería
ser algo que los físicos de la Tierra pudiesen crear en el laboratorio. Pero nunca se
había observado algo así.
Einstein dio vueltas a este problema durante otros 10 años, durante sus años de
universitario en la ETH y tras mudarse a Berna, capital de Suiza, donde se convirtió
en examinador en la oficina de patentes suiza. Allí fue donde consiguió resolver la
paradoja de una vez por todas.

(Relacionado: ¿Qué sabes de las estrellas?)


1904: Medición de la luz desde un tren en
movimiento
No fue tarea fácil. Einstein puso a prueba todas las soluciones en las que pudo
pensar, pero nada funcionaba. Empujado por la desesperación, empezó a pensar en
una noción simple pero radical. Las ecuaciones de Maxwell funcionan para todo,
pensó, pero quizá la velocidad de la luz siempre haya sido constante.

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