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TEORIA LITERARIA

SELECCION
DE
CUENTOS
2024

ILSE - 3º / 3ª
«Quiero saber por qué», de Sherwood Anderson

Aquel primer día en el Este nos levantamos a las cuatro de la mañana. La tarde
anterior nos habíamos apeado de un tren de mercancías en el límite de la ciudad y
gracias al instinto certero de los muchachos de Kentucky dimos con el camino a la
pista y los establos a la primera. Entonces supimos que lo íbamos a pasar bien.
Inmediatamente, Hanley Turner encontró a un negro que conocíamos. Era Bildad
Johnson, un tipo que en invierno trabaja en las caballerizas de Ed Becker, en
Beckersville, nuestro pueblo. Al igual que casi todos nuestros negros, Bildad es buen
cocinero, y por supuesto, como a todo aquel que es alguien en nuestra región de
Kentucky, le gustan los caballos. En primavera, Bildad se busca la vida por ahí. Un
negro de nuestras tierras es capaz de engatusar a cualquiera para que le deje hacer lo
que le venga en gana. Bildad embauca a los tipos de los establos y a los criadores de
caballos de nuestra zona, en los alrededores de Lexington. Al atardecer, los criadores
van a pasar el rato al pueblo, a charlar y quizá echar alguna partida de póquer. Bildad
les acompaña. Siempre anda haciendo pequeños favores o hablando de comida, pollo
dorado a la cazuela, o cuál es la mejor forma de cocinar boniatos y pan de maíz. Se te
hace la boca agua con solo escucharlo.

Cuando comienza la temporada de las carreras y empiezan a llegar los caballos, y en


la calle no se habla más que de los potros nuevos, y todo el mundo te cuenta cuándo
se irá a Lexington o a las carreras de primavera de Churchill Downs o a Latonia, y los
jinetes que andaban por Nueva Orleans o tal vez en las carreras de La Habana, en
Cuba, regresan a casa para pasar una semana antes de volver a partir, en ese
momento, cuando en Beckersville solo se habla de caballos, aparece Bildad con un
trabajo de cocinero para alguna cuadrilla. A menudo, cuando pienso que no se pierde
ni un día de la temporada de carreras y luego, en invierno, trabaja en las caballerizas
donde están los caballos y donde a los hombres les gusta ir y hablar de caballos, me
doy cuenta de que me gustaría ser negro. Es una locura, pero así soy yo con los
caballos, un loco. No puedo evitarlo.

Bueno, tendré que contarles lo que hicimos e introducirles en el asunto del que hablo.
A cuatro chicos de Beckersville, todos blancos e hijos de hombres que llevan una
vida ordenada en Beckersville, se nos metió en la cabeza que iríamos a las carreras, y
no solo a Lexington o a Louisville, no, quiero decir a la gran carrera del Este de la
que siempre habíamos oído hablar a los hombres de Beckersville, a Saratoga. Por
entonces éramos todos muy jóvenes. Yo acababa de cumplir los quince y era el
mayor de los cuatro. El plan era mío. Lo admito, yo convencí a los demás para que lo
intentáramos. Éramos Hanley Turner, Henry Rieback, Tom Tumberton y yo. Tenía
treinta y siete dólares que había ganado durante el invierno trabajando por las noches
y los sábados en el almacén de Enoch Myer. Henry Rieback tenía once dólares y los
demás, Hanley y Tom, tenían solo un dólar o dos cada uno. Lo dejamos todo listo y
luego no hicimos nada hasta que hubieron terminado los eventos de primavera en
Kentucky y algunos hombres del pueblo, los más deportistas, los que más
envidiábamos, se hubieron largado. Entonces también nos largamos nosotros.

No voy a contarles los problemas que tuvimos para conseguir transporte ni nada de
eso. Atravesamos Cleveland, Buffalo y otras ciudades, y vimos las cataratas del
Niágara. Allí compramos algunas cosas, recuerdos, cucharillas, postales y conchas
con dibujos de las cataratas para nuestras hermanas y madres, pero pensamos que
sería mejor no enviar nada. No queríamos poner a nadie sobre nuestra pista y que
quizá nos pillaran.

Como he dicho, llegamos a Saratoga de noche y fuimos a la pista. Bildad nos dio de
comer. Nos indicó un lugar para dormir en una cabaña, sobre el forraje, y nos
prometió que no abriría la boca. Los negros son de fiar en cosas de este tipo. No se
chivan. Seguro que si te cruzaras con un blanco después de escaparte de casa de ese
modo, te parecería que se porta muy bien y te daría medio dólar o un cuarto o algo
así, pero luego iría derecho a entregarte. Un blanco haría una cosa así pero no un
negro. Son de fiar. Se comportan con decencia, sobre todo con los muchachos. No sé
por qué.

En la carrera de Saratoga de aquel año había un montón de hombres de nuestro


pueblo. Dave Williams, Arthur Mulford, Jerry Myers y otros. También había muchos
de Louisville y Lexington a los que Henry Rieback conocía, pero yo no. Eran
jugadores profesionales, igual que el padre de Henry Rieback. Es lo que se llama un
mozo de apuestas y la mayor parte del año la pasa en las carreras. En invierno,
cuando está en su casa de Beckersville, tampoco se queda demasiado, va de una
ciudad a otra apostando a las cartas. Es un hombre amable y generoso, siempre le
envía regalos a Henry, una bicicleta, un reloj de oro, un uniforme de boy scout y
cosas así.

Mi padre es abogado. No está mal, pero no gana mucho dinero y no puede


comprarme nada; de todos modos me he hecho ya tan mayor que ni siquiera lo
espero. Nunca me dijo nada en contra de Henry, pero los padres de Hanley Turner y
Tom Tumberton sí que lo hicieron. Les dijeron a sus chavales que el dinero que se
consigue así no es bueno y que no querían que sus hijos crecieran escuchando
historias de jugadores ni pensando en ese tipo de cosas o tal vez haciéndolas.

Bueno, está bien, y supongo que los tipos saben de lo que hablan, pero no veo qué
tiene eso que ver con Henry o con los caballos. Por eso escribo esta historia. Estoy
confundido. Me estoy haciendo un hombre y quiero pensar bien las cosas y ser un
buen tío, y hay algo que vi en la carrera de la competición del Este que no consigo
entender.
No puedo evitarlo, los caballos purasangre me vuelven loco. Siempre fue así. Cuando
tenía diez años y me di cuenta de que estaba creciendo demasiado para convertirme
en jinete, me dio tanta pena que casi me muero. Harry Hellinfinger de Beckersville, el
hijo del jefe de correos, salió demasiado vago para trabajar, pero le gusta andar por
ahí gastando bromas a los muchachos, mandarlos a la ferretería a buscar taladros para
hacer agujeros cuadrados y cosas por el estilo. Una vez me gastó una a mí. Me dijo
que si me comía medio cigarro me quedaría enano, ya no crecería y tal vez podría
llegar a ser jinete. Lo hice. Cuando mi padre no miraba le robé un cigarro del bolsillo
y me lo zampé no sé cómo. Me puse terriblemente enfermo y tuvieron que llamar al
médico, y además no funcionó. Fue una broma. Finalmente confesé qué había hecho
y por qué. La mayoría de los padres me hubiera dado una tunda, pero el mío no.

Y bien, ni me quedé enano ni acabé muerto. Eso también fue bueno para Harry
Hellinfinger. Entonces se me metió en la cabeza que quería ser mozo de cuadras, pero
también tuve que renunciar. Ese trabajo lo suelen hacer los negros y sabía que mi
padre no me iba a dejar. Inútil preguntárselo.

Si no les vuelven locos los purasangre, es porque no han estado en un lugar donde
haya muchos y nada que los supere. Son hermosos. No hay nada tan adorable, limpio,
con tantas agallas, tan honesto y tan todo como algunos caballos de carreras. En las
grandes granjas de caballos que hay por los alrededores de Beckersville hay pistas, y
los caballos corren desde muy temprano. Más de mil veces me he levantado antes del
amanecer y he caminado dos o tres millas hasta esas pistas. Mi madre nunca me lo
hubiera permitido, pero mi padre siempre decía «Déjalo». Así que cogía un poco de
pan del cesto, algo de mantequilla y jamón, lo engullía y me largaba.

En la pista primero te sientas en la barrera junto a los hombres, blancos y negros, que
hablan y mastican tabaco, y luego salen los potros. Es temprano y la hierba est á
cubierta de rocío. En el campo de al lado hay un hombre arando, y el resto fríe
comida en la cabaña donde duermen los negros de las carreras, y ya se sabe lo que un
negro puede llegar a reír por reír, a morirse de risa, y a decir cosas que te hagan reír.
Un blanco no sabría, y algunos negros tampoco, pero un negro de las carreras es así
todo el tiempo.

De modo que sacan a los potros, y algunos los montan los mismos mozos, pero casi
cada mañana, en las grandes pistas propiedad de tipos ricos que tal vez vivan en
Nueva York, hay siempre, casi cada mañana, unos cuantos potros, algunos viejos
caballos de carreras, castrados y yeguas que andan por ahí sueltos.

Se me hace un nudo en la garganta cuando corre un caballo. No me refiero a todos los


caballos, solo a algunos. Casi siempre los reconozco. Lo llevo en la sangre, igual que
los negros de las carreras y los entrenadores. Incluso cuando van solo al galope con
algún negrito encima sé cómo descubrir a un ganador. Si me duele la garganta y me
cuesta tragar, entonces ese es. Correrá como Sam Hill cuando lo sueltes. Y costará de
creer que no gane siempre, si no lo hace será porque algún otro le habrá hecho tapón
o lo habrán empujado o habrá salido mal o algo así. Si quisiera ser jugador como el
padre de Henry Rieback me haría rico. Sé que podría y Henry también lo dice. Lo
único que tendría que hacer es esperar a que apareciera el dolor cuando viera algún
caballo y apostar luego hasta el último centavo. Eso es lo que haría si quisiera ser
jugador, pero no quiero.

Cuando estás en una pista por la mañana —no en las pistas de carreras, sino en las de
entrenamiento, cerca de Beckersville— no ves caballos de ese tipo que digo muy a
menudo, pero es agradable de todos modos. Cualquier purasangre que haya nacido
sano de una buena yegua y entrenado por un hombre que sepa lo que hace, puede
correr. Si no, ¿qué iban a hacer ahí en lugar de estar tirando de un arado?

Bueno, pues salen de los establos con los chicos sobre el lomo y es hermoso estar allí.
Uno se encoge en lo alto de la barrera y siente un cosquilleo aquí adentro. En las
cabañas los negros ríen y cantan. Se fríe tocino y se hace café. Todo huele a las mil
maravillas. Nada tiene un aroma igual al del café, el estiércol, los caballos, el tocino
frito y una pipa fumada al aire libre en una de esas mañanas. Todo eso te atrapa, eso
es lo que pasa.

Pero volvamos a Saratoga. Estuvimos allí seis días y no nos vio ni un alma de nuestro
pueblo. Todo fue como queríamos, buen tiempo, buenos caballos, buenas carreras y
todo. Emprendimos el camino de vuelta a casa y Bildad nos dio una cesta con pollo
frito, pan y otras cosas de comer, y cuando estuvimos de regreso en Beckersville, a
mí aún me quedaban dieciocho dólares. Mi madre lloraba y no paraba de hablar pero
papá no dijo mucho. Les conté todo lo que hicimos, excepto una cosa. Aquello lo
hice y lo vi solo. Y sobre eso escribo. Me dejó muy desconcertado. Pienso en ello
todas las noches. Ahí va.

En Saratoga, pasábamos la noche tumbados en el forraje de la cabaña que Bildad nos


había indicado, comíamos temprano con los negros y luego por la noche, cuando la
gente de las carreras ya se había ido. Los hombres de nuestro pueblo se quedaban en
la tribuna y en la zona de apuestas, y no pisaban los lugares donde se guardaban los
caballos a excepción de los corrales, justo antes de la carrera, cuando se los ensilla.
En Saratoga no tienen corrales techados como en Lexington, Churchill Downs y otras
pistas de nuestra tierra, sino que ensillan a los caballos en un campo abierto bajo los
árboles, sobre un césped tan suave y mullido como el del jardín de Banker Bohon
aquí en Beckersville. Es precioso. Los caballos sudan, nerviosos, y brillan; y los
hombres salen y fuman cigarros mientras los observan; allí están los entrenadores, y
los propietarios, y el corazón late tan fuerte que apenas se puede respirar.

Entonces la corneta toca a sus puestos y los muchachos que van a participar salen
corriendo con sus trajes de seda y tú tienes que correr también para hacerte con un
lugar en la valla junto a los negros.
Yo sigo queriendo ser entrenador o propietario, y aun a riesgo de que me
sorprendieran y me mandaran de vuelta a casa, antes de cada carrera iba a los
corrales. Los demás no lo hacían, pero yo sí.

Llegamos a Saratoga un viernes y el miércoles de la semana siguiente se corría el


gran Handicap Mullford. Middlestride iba a participar y Sunstreak también. El tiempo
era ideal, y la pista estaba en óptimas condiciones. La noche anterior no pude dormir.

Sucedía que ambos caballos eran de los que me hacían un nudo en la garganta.
Middlestride es largo, castrado y de aspecto torpe. Pertenece a Joe Thompson, un
pequeño propietario de nuestro pueblo que solo tiene media docena de caballos. El
Handicap Mullford es de una milla y a Middlestride le cuesta arrancar. Comienza
despacio y a mitad de carrera siempre va detrás, pero entonces se echa a correr y si la
prueba durara una milla y cuarto se los merendaría a todos.

Sunstreak es distinto. Es un semental nervioso y pertenece a la mayor granja de


nuestra región, la Van Riddle, propiedad del señor Van Riddle de Nueva York.
Sunstreak es como una de esas chicas en las que uno piensa pero a las que nunca ve.
Tiene un cuerpo firme pero precioso. Cuando le miras la cabeza te dan ganas de
besarlo. Lo entrena Jerry Tillford, que me conoce y se ha portado bien conmigo en
infinidad de ocasiones, me deja entrar en el establo de un caballo para observarlo de
cerca y cosas así. No hay nada más hermoso que ese caballo. Se queda junto al poste
tranquilo y sin chistar, pero por dentro es puro fuego. Y cuando se levanta la barrera
sale como su nombre, Sunstreak, Rayo de Sol. Duele mirarlo. Hiere. Sencillamente
corre y manda como un perdiguero. No he visto a ninguno correr como él excepto a
Middlestride cuando arranca y se espabila.

¡Uau! Me moría de ganas de ver la carrera y a ese par de caballos compitiendo. De


ganas y también de miedo. No quería ver derrotado a ninguno de los dos. Los de
nuestras tierras nunca habían enviado un par de animales como aquellos a las
carreras. Lo decían los viejos y los negros también. Era un hecho.

Antes de la carrera fui a los corrales para verlos. Le eché un último vistazo a
Middlestride, que en el corral no impresiona demasiado y luego fui a ver a Sunstreak.

Aquel era su día. Lo supe en cuanto lo vi. Me olvidé por completo de que nadie debía
verme y avancé. Todos los hombres de Beckersville estaban allí, pero nadie advirtió
mi presencia, a excepción de Jerry Tillford. Él me vio y entonces sucedió algo. Se lo
voy a contar.

Yo estaba ahí, de pie, mirando aquel caballo con una sensación dolorosa. En cierto
modo, no sabría decir cómo, sabía exactamente cómo se sentía Sunstreak. Estaba
tranquilo y dejaba que los negros le frotaran las patas y que el propio señor Van
Riddle lo ensillara, pero por dentro era un torrente embravecido. Era como el agua
del río justo antes de precipitarse por las cataratas del Niágara. Aquel caballo no
pensaba en correr, no necesitaba pensar en eso. Pensaba tan solo en contenerse hasta
que llegara el momento de correr. Yo lo sabía. En cierto sentido, podía ver su interior.
Iba a hacer una carrera fabulosa y yo lo sabía. No hacía alardes ni relinchaba,
tampoco se encabritaba ni armaba ningún escándalo, simplemente esperaba. Yo lo
sabía y Jerry Tillford, su entrenador, también. Alcé la vista y aquel hombre y yo nos
miramos a los ojos. Y entonces me ocurrió algo. Supongo que amaba a ese hombre
tanto como al caballo porque sabía lo mismo que yo. Me pareció que en el mundo no
había más que aquel hombre, el caballo y yo. Grité y a Jerry Tillford le brillaron los
ojos. Luego me alejé hasta la valla para esperar la carrera. El caballo era mejor que
yo, tenía mayor templanza y, ahora lo sé, también era mejor que Jerry. Estaba más
tranquilo que ninguno y eso que era él quien tenía que correr.

Sunstreak llegó en primer lugar, claro, y pulverizó el récord mundial de la milla.


Aunque nunca vea nada más, al menos habré visto aquello. Todo salió como yo
esperaba. Middlestride se rezagó en la salida, partió de lejos y se acercó hasta el
segundo puesto, tal y como sabía que iba a suceder. Algún día él también conseguirá
un récord del mundo. En cuestión de caballos nadie gana a los de Beckersville.

Presencié la carrera con serenidad, porque sabía lo que iba a pasar. Estaba seguro.
Hanley Turner, Henry Rieback y Tom Tumberton estaban todos más nerviosos que
yo.

Me sucedió una cosa curiosa. Pensé en Jerry Tillford, el entrenador, y en lo feliz que
era durante la carrera. Aquella tarde lo quise más de lo que jamás había querido a mi
padre. Casi me olvidé de los caballos de tanto pensar en él. Fue a causa de lo que vi
en sus ojos cuando estaba de pie junto a Sunstreak antes de la carrera. Yo sabía que
Jerry Tillford había cuidado y entrenado a Sunstreak desde que no era más que un
potrillo, le había enseñado a correr y a tener paciencia, cuándo debía soltarse y que no
había que rendirse, jamás. Comprendí que la carrera representaba para él lo mismo
que para una madre contemplar a su hijo en un acto de grandeza o valentía. Era la
primera vez que yo sentía eso por un hombre.

Aquella noche después de la carrera me separé de Tom, Hanley y Henry. Quería


hacer la mía y estar cerca de Jerry Tillford, si podía. Y esto es lo que sucedió.

La pista de Saratoga está cerca del límite de la ciudad. En ese lugar está todo
reluciente, hay árboles de hoja perenne, césped, y lo tienen todo pintado y lustroso. Si
se va más allá de la pista se llega a una carretera de asfalto para automóviles, y si se
sigue esa carretera durante unas pocas millas hay un desvío que lleva hasta una granja
de aspecto descuidado situada en medio de un campo.
Aquella noche caminé por esa carretera porque había visto a Jerry y a algunos otros
tomando aquel camino en un automóvil. No esperaba encontrarlos. Caminé un tramo
y luego me detuve en una valla a pensar. Esa era la dirección que habían tomado.
Quería estar lo más cerca posible de Jerry. Sentía que estaba cerca. Casi al momento
tomé por el desvío —no sé por qué— y llegué a aquella extraña granja. Sentía la
soledad de no ver a Jerry, igual al deseo de un niño que por la noche quiere ver a su
padre. Justo entonces apareció un automóvil y tomó la curva. En él iban Jerry y
también el padre de Henry Rieback y Arthur Bedford, de nuestro pueblo, Dave
Williams y otros dos hombres que yo no conocía. Salieron del coche y entraron en la
casa, todos excepto el padre de Henry Rieback, que discutió con ellos y dijo que él no
se metía allí. Eran solo las nueve de la noche pero estaban todos borrachos y resultó
que la granja era un antro de mujeres de mala vida. Eso es lo que era. Me acerqué con
sigilo al cercado, miré por la ventana y observé.

Y eso fue lo que me puso mal. No consigo entenderlo. Las mujeres de la casa eran
todas feas, malhumoradas, no daban ganas de mirarlas ni de estar con ellas. Además
eran poco agraciadas, excepto una que era alta y se parecía un poco al castrado
Middlestride, pero no tan limpia y con una boca fea y severa. Tenía el cabello rojo.
Lo veía todo con claridad. Me encaramé a un viejo rosal junto a una ventana abierta y
miré. Las mujeres llevaban vestidos sueltos y estaban sentadas en sillas repartidas por
la habitación. Los hombres entraron y varios se sentaron en la falda de las mujeres. El
lugar olía a podrido y la conversación era también un asco, el tipo de charla que un
chico puede escuchar cerca de los establos en una ciudad como Beckersville en
invierno pero que jamás espera oír cuando hay mujeres. Era asqueroso. Un negro
jamás hubiera entrado en un lugar como aquel.

Miré a Jerry Tillford. Ya les he contado lo que sentía por él tras haber comprendido
que también él sabía lo que pasaba por la mente de Sunstreak un minuto antes de que
lo llevaran a la salida de la carrera en la que batió un récord mundial.

Jerry presumía en aquel antro de malas mujeres como sé que jamás Sunstreak lo
habría hecho. Decía que él había formado a aquel caballo, que era él quien había
ganado la carrera y había batido un récord mundial. Mentía y se pavoneaba como un
loco. Nunca oí palabras más estúpidas.

Y entonces, ¿qué imaginan que hizo? Miró a la mujer que estaba allí, la delgada de
boca severa que se parecía un poco al castrado Middlestride, pero que no era tan
limpia como él, y sus ojos comenzaron a brillar igual que habían brillado cuando me
miró a mí y luego miró a Sunstreak aquella tarde en los corrales de la pista. Me quedé
en la ventana —¡caray!— pero ojalá no me hubiera alejado de la pista ni de los
chicos, los negros y los caballos. La alta y marchita mujer estaba entre nosotros al
igual que Sunstreak aquella misma tarde, en los corrales.
Entonces, en ese preciso instante, comencé a odiar a aquel hombre. Me dieron ganas
de irrumpir en la habitación y de matarlo allí mismo. Jamás me había sentido así.
Estaba tan fuera de mí que lloraba, y cerraba los puños con tanta fuerza que las uñas
se me clavaban en la piel.

Y los ojos de Jerry seguían brillando, y se mecía adelante y atrás, y entonces besó a
aquella mujer y yo me largué con sigilo y regresé a las pistas y a la cama y casi no
dormí nada. Al día siguiente convencí a los chicos para que regresáramos a casa y
nunca les conté nada de lo que vi.

Desde entonces no dejo de pensar en ello. No logro entenderlo. Vuelve a ser


primavera, estoy a punto de cumplir dieciséis años y por la mañana voy a las pistas
como siempre, veo correr a Sunstreak y a Middlestride y a un potro nuevo llamado
Strident que apuesto los va a superar a todos, aunque nadie lo crea salvo yo mismo y
dos o tres negros.

Pero las cosas son distintas. En las pistas el aire ya no sabe tan bien, ya no huele tan
bien. Y es porque un hombre como Jerry Tillford, que sabe lo que hace, pudo ver
correr a un caballo como Sunstreak y besar a una mujer como aquella el mismo día.
No logro entenderlo. ¡Que lo zurzan! ¿Por qué habrá querido actuar así? No dejo de
pensar en ello y eso me arruina la contemplación de los caballos, el olor de las cosas,
la risa de los negros y todo lo demás. A veces me enfado tanto que me dan ganas de
pelearme con alguien. Me pone enfermo. ¿Por qué lo hizo? Quiero saber por qué.

FIN

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El espejo y la máscara
Jorge Luis Borges

Librada la batalla de Clontarf, en la que fue humillado el noruego, el alto rey habló
con el poeta y le dijo:
—Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras. Quiero
que cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio. ¿Te crees capaz
de acometer esta empresa, que nos hará inmortales a los dos?
—Sí, rey —dijo el poeta—. Yo soy el Ollan. Durante doce inviernos he cursado las
disciplinas de la métrica. Sé de memoria las trescientas sesenta fábulas que son la
base de la verdadera poesía. Los ciclos de Ulster y de Munster están en las cuerdas de
mi arpa. Las leyes me autorizan a prodigar las voces más arcaicas del idioma y las
más complejas metáforas. Domino la escritura secreta que defiende nuestro arte del
indiscreto examen del vulgo. Puedo celebrar los amores, los abigeatos, las
navegaciones, las guerras. Conozco los linajes mitológicos de todas las casas reales
de Irlanda. Poseo las virtudes de las hierbas, la astrología judiciaria, las matemáticas
y el derecho canónico. He derrotado en público certamen a mis rivales. Me he
adiestrado en la sátira, que causa enfermedades de la piel, incluso la lepra. Sé manejar
la espada, como lo probé en tu batalla. Solo una cosa ignoro: la de agradecer el don
que me haces.
El rey, a quien lo fatigaban fácilmente los discursos largos y ajenos, le dijo con
alivio:
—Sé harto bien esas cosas. Acaban de decirme que el ruiseñor ya cantó en Inglaterra.
Cuando pasen las lluvias y las nieves, cuando regrese el ruiseñor de sus tierras del
Sur, recitarás tu loa ante la corte y ante el Colegio de Poetas. Te dejo un año entero.
Limarás cada letra y cada palabra. La recompensa, ya lo sabes, no será indigna de mi
real costumbre ni de tus inspiradas vigilias.
—Rey, la mejor recompensa es ver tu rostro —dijo el poeta, que era también un
cortesano.
Hizo sus reverencias y se fue, ya entreviendo algún verso.
Cumplido el plazo, que fue de epidemias y rebeliones, presentó el panegírico. Lo
declaró con lenta seguridad, sin una ojeada al manuscrito. El rey lo iba aprobando
con la cabeza. Todos imitaban su gesto, hasta los que agolpados en las puertas no
descifraban una palabra. Al fin el rey habló.
—Acepto tu labor. Es otra victoria. Has atribuido a cada vocablo su genuina acepción
y a cada nombre sustantivo el epíteto que le dieron los primeros poetas. No hay en
toda la loa una sola imagen que no hayan usado los clásicos. La guerra es el hermoso
tejido de hombres y el agua de la espada es la sangre. El mar tiene su dios y las nubes
predicen el porvenir. Has manejado con destreza la rima, la aliteración, la asonancia,
las cantidades, los artificios de la docta retórica, la sabia alteración de los metros. Si
se perdiera toda la literatura de Irlanda —omen absit— podría reconstruirse sin
pérdida con tu clásica oda. Treinta escribas la van a transcribir doce veces.
Hubo un silencio y prosiguió:
—Todo está bien y sin embargo nada ha pasado. En los pulsos no corre más a prisa la
sangre. Las manos no han buscado los arcos. Nadie ha palidecido. Nadie profirió un
grito de batalla, nadie opuso el pecho a los vikings. Dentro del término de un año
aplaudiremos otra loa, poeta. Como signo de nuestra aprobación, toma este espejo
que es de plata.
—Doy gracias y comprendo —dijo el poeta.
Las estrellas del cielo remontaron su claro derrotero. Otra vez cantó el ruiseñor en las
selvas sajonas y el poeta retornó con su códice, menos largo que el anterior. No lo
repitió de memoria; lo leyó con visible inseguridad, omitiendo ciertos pasajes, como
si él mismo no los entendiera del todo o no quisiera profanarlos. La página era
extraña. No era una descripción de la batalla, era la batalla. En su desorden bélico se
agitaban el Dios que es Tres y es Uno, los númenes paganos de Irlanda y los que
guerrearían, centenares de años después, en el principio de la Edda Mayor. La forma
no era menos curiosa. Un sustantivo singular podía regir un verbo plural. Las
preposiciones eran ajenas a las normas comunes. La aspereza alternaba con la
dulzura. Las metáforas eran arbitrarias o así lo parecían.
El rey cambió unas pocas palabras con los hombres de letras que lo rodeaban y habló
de esta manera:
—De tu primera loa pude afirmar que era un feliz resumen de cuanto se ha cantado
en Irlanda. Esta supera todo lo anterior y también lo aniquila. Suspende, maravilla y
deslumbra. No la merecerán los ignaros, pero sí los doctos, los menos. Un cofre de
marfil será la custodia del único ejemplar. De la pluma que ha producido obra tan
eminente podemos esperar todavía una obra más alta.
Agregó con una sonrisa:
—Somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número
tres.
El poeta se atrevió a murmurar:
—Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad.
El rey prosiguió:
—Como prenda de nuestra aprobación, toma esta máscara de oro.
—Doy gracias y he entendido —dijo el poeta.
El aniversario volvió. Los centinelas del palacio advirtieron que el poeta no traía un
manuscrito. No sin estupor el rey lo miró; casi era otro. Algo, que no era el tiempo,
había surcado y transformado sus rasgos. Los ojos parecían mirar muy lejos o haber
quedado ciegos. El poeta le rogó que hablara unas palabras con él. Los esclavos
despejaron la cámara.
—¿No has ejecutado la oda? —preguntó el rey.
—Sí —dijo tristemente el poeta—. Ojalá Cristo Nuestro Señor me lo hubiera
prohibido.
—¿Puedes repetirla?
—No me atrevo.
—Yo te doy el valor que te hace falta —declaró el rey.
El poeta dijo el poema. Era una sola línea.
Sin animarse a pronunciarla en voz alta, el poeta y su rey la paladearon, como si fuera
una plegaria secreta o una blasfemia. El rey no estaba menos maravillado y menos
maltrecho que el otro. Ambos se miraron, muy pálidos.
—En los años de mi juventud —dijo el rey— navegué hacia el ocaso. En una isla vi
lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro. En otra nos alimentamos con la
fragancia de las manzanas mágicas. En otra vi murallas de fuego. En la más lejana de
todas un río abovedado y pendiente surcaba el cielo y por sus aguas iban peces y
barcos. Estas son maravillas, pero no se comparan con tu poema, que de algún modo
las encierra. ¿Qué hechicería te lo dio?
—En el alba —dijo el poeta— me recordé diciendo unas palabras que al principio no
comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá
el que no perdona el Espíritu.
—El que ahora compartimos los dos —el rey musitó—. El de haber conocido la
Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo. Te di un
espejo y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que será el último.
Le puso en la diestra una daga.
Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del rey, que es un mendigo
que recorre los caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el
poema.
FIN
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La forma de la espada
Jorge Luis Borges

Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un
lado ajaba la sien y del otro el pómulo. Su nombre verdadero no importa; todos en
Tacuarembó le decían el Inglés de La Colorada. El dueño de esos campos, Cardoso,
no quería vender; he oído que el Inglés recurrió a un imprevisible argumento: le
confió la historia secreta de la cicatriz. El Inglés venía de la frontera, de Río Grande
del Sur; no faltó quien dijera que en el Brasil había sido contrabandista. Los campos
estaban empastados; las aguadas, amargas; el Inglés, para corregir esas deficiencias,
trabajó a la par de sus peones. Dicen que era severo hasta la crueldad, pero
escrupulosamente justo. Dicen también que era bebedor: un par de veces al año se
encerraba en el cuarto del mirador y emergía a los dos o tres días como de una batalla
o de un vértigo, pálido, trémulo, azorado y tan autoritario como antes. Recuerdo los
ojos glaciales, la enérgica flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es verdad que
su español era rudimental, abrasilerado. Fuera de alguna carta comercial o de algún
folleto, no recibía correspondencia.
La última vez que recorrí los departamentos del Norte, una crecida del arroyo
Caraguatá me obligó a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos creí notar
que mi aparición era inoportuna; procuré congraciarme con el Inglés; acudí a la
menos perspicaz de las pasiones: el patriotismo. Dije que era invencible un país con
el espíritu de Inglaterra. Mi interlocutor asintió, pero agregó con una sonrisa que él
no era inglés. Era irlandés, de Dungarvan. Dicho esto se detuvo, como si hubiera
revelado un secreto.
Salimos, después de comer, a mirar el cielo. Había escampado, pero detrás de las
cuchillas del Sur, agrietado y rayado de relámpagos, urdía otra tormenta. En el
desmantelado comedor, el peón que había servido la cena trajo una botella de ron.
Bebimos largamente, en silencio.
No sé qué hora sería cuando advertí que yo estaba borracho; no sé qué inspiración o
qué exultación o qué tedio me hizo mentar la cicatriz. La cara del Inglés se demudó;
durante unos segundos pensé que me iba a expulsar de la casa. Al fin me dijo con su
voz habitual:
—Le contaré la historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar ningún
oprobio, ninguna circunstancia de infamia.
Asentí. Esta es la historia que contó, alternando el inglés con el español, y aun con el
portugués:
“Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que
conspiraban por la independencia de Irlanda. De mis compañeros, algunos sobreviven
dedicados a tareas pacíficas; otros, paradójicamente, se baten en los mares o en el
desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que más valía, murió en el patio de un
cuartel, en el alba, fusilado por hombres llenos de sueño; otros (no los más
desdichados) dieron con su destino en las anónimas y casi secretas batallas de la
guerra civil. Éramos republicanos, católicos; éramos, lo sospecho, románticos.
Irlanda no solo era para nosotros el porvenir utópico y el intolerable presente; era una
amarga y cariñosa mitología, era las torres circulares y las ciénagas rojas, era el
repudio de Parnell y las enormes epopeyas que cantan el robo de toros que en otra
encarnación fueron héroes y en otras peces y montañas… En un atardecer que no
olvidaré, nos llegó un afiliado de Munster: un tal John Vincent Moon.
Tenía escasamente veinte años. Era flaco y fofo a la vez; daba la incómoda impresión
de ser invertebrado. Había cursado con fervor y con vanidad casi todas las páginas de
no sé qué manual comunista; el materialismo dialéctico le servía para cegar cualquier
discusión. Las razones que puede tener un hombre para abominar de otro o para
quererlo son infinitas: Moon reducía la historia universal a un sórdido conflicto
económico. Afirmaba que la revolución está predestinada a triunfar. Yo le dije que a
un gentleman solo pueden interesarle causas perdidas… Ya era de noche; seguimos
disintiendo en el corredor, en las escaleras, luego en las vagas calles. Los juicios
emitidos por Moon me impresionaron menos que su inapelable tono apodíctico. El
nuevo camarada no discutía: dictaminaba con desdén y con cierta cólera.
Cuando arribamos a las últimas casas, un brusco tiroteo nos aturdió. (Antes o
después, orillamos el ciego paredón de una fábrica o de un cuartel.) Nos internamos
en una calle de tierra; un soldado, enorme en el resplandor, surgió de una cabaña
incendiada. A gritos nos mandó que nos detuviéramos. Yo apresuré mis pasos, mi
camarada no me siguió. Me di vuelta: John Vincent Moon estaba inmóvil, fascinado
y como eternizado por el terror. Entonces yo volví, derribé de un golpe al soldado,
sacudí a Vincent Moon, lo insulté y le ordené que me siguiera. Tuve que tomarlo del
brazo; la pasión del miedo lo invalidaba. Huimos, entre la noche agujereada de
incendios. Una descarga de fusilería nos buscó; una bala rozó el hombro derecho de
Moon; este, mientras huíamos entre pinos, prorrumpió en un débil sollozo.
En aquel otoño de 1922 yo me había guarecido en la quinta del general Berkeley.
Este (a quien yo jamás había visto) desempeñaba entonces no sé qué cargo
administrativo en Bengala; el edificio tenía menos de un siglo, pero era desmedrado y
opaco y abundaba en perplejos corredores y en vanas antecámaras. El museo y la
enorme biblioteca usurpaban la planta baja: libros controversiales e incompatibles
que de algún modo son la historia del siglo XIX; cimitarras de Nishapur, en cuyos
detenidos arcos de círculo parecían perdurar el viento y la violencia de la batalla.
Entramos (creo recordar) por los fondos. Moon, trémula y reseca la boca, murmuró
que los episodios de la noche eran interesantes; le hice una curación, le traje una taza
de té; pude comprobar que su “herida” era superficial. De pronto balbuceó con
perplejidad:
—Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.
Le dije que no se preocupara. (El hábito de la guerra civil me había impelido a obrar
como obré; además, la prisión de un solo afiliado podía comprometer nuestra causa.)
Al otro día Moon había recuperado el aplomo. Aceptó un cigarrillo y me sometió a
un severo interrogatorio sobre los “recursos económicos de nuestro partido
revolucionario”. Sus preguntas eran muy lúcidas; le dije (con verdad) que la situación
era grave. Hondas descargas de fusilería conmovieron el Sur. Le dije a Moon que nos
esperaban los compañeros. Mi sobretodo y mi revólver estaban en mi pieza; cuando
volví, encontré a Moon tendido en el sofá, con los ojos cerrados. Conjeturó que tenía
fiebre; invocó un doloroso espasmo en el hombro.
Entonces comprendí que su cobardía era irreparable. Le rogué torpemente que se
cuidara y me despedí. Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el
cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los
hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al
género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para
salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es
todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon.
Nueve días pasamos en la enorme casa del general. De las agonías y luces de la
guerra no diré nada: mi propósito es referir la historia de esta cicatriz que me afrenta.
Esos nueve días, en mi recuerdo, forman un solo día, salvo el penúltimo, cuando los
nuestros irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar exactamente a los dieciséis
camaradas que fueron ametrallados en Elphin. Yo me escurría de la casa hacia el
alba, en la confusión del crepúsculo. Al anochecer estaba de vuelta. Mi compañero
me esperaba en el primer piso: la herida no le permitía descender a la planta baja. Lo
rememoro con algún libro de estrategia en la mano: F. N. Maude o Clausewitz. “El
arma que prefiero es la artillería”, me confesó una noche. Inquiría nuestros planes; le
gustaba censurarlos o reformarlos. También solía denunciar “nuestra deplorable base
económica”, profetizaba, dogmático y sombrío, el ruinoso fin. C’est une affaire flam-
bée, murmuraba. Para mostrar que le era indiferente ser un cobarde físico,
magnificaba su soberbia mental. Así pasaron, bien o mal, nueve días.
El décimo la ciudad cayó definitivamente en poder de los Black and Tans. Altos
jinetes silenciosos patrullaban las rutas; había cenizas y humo en el viento; en una
esquina vi tirado un cadáver, menos tenaz en mi recuerdo que un maniquí en el cual
los soldados interminablemente ejercitaban la puntería, en mitad de la plaza… Yo
había salido cuando el amanecer estaba en el cielo; antes del mediodía volví. Moon,
en la biblioteca, hablaba con alguien; el tono de la voz me hizo comprender que
hablaba por teléfono. Después oí mi nombre; después que yo regresaría a las siete,
después la indicación de que me arrestaran cuando yo atravesara el jardín. Mi
razonable amigo estaba razonablemente vendiéndome. Le oí exigir unas garantías de
seguridad personal.
Aquí mi historia se confunde y se pierde. Sé que perseguí al delator a través de
negros corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vértigo. Moon conocía la
casa muy bien, harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo acorralé antes de
que los soldados me detuvieran. De una de las panoplias del general arranqué un
alfanje; con esa media luna de acero le rubriqué en la cara, para siempre, una media
luna de sangre. Borges: a usted que es un desconocido, le he hecho esta confesión.
No me duele tanto su menosprecio”.
Aquí el narrador se detuvo. Noté que le temblaban las manos.
—¿Y Moon? —le interrogué.
—Cobró los dineros de Judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un
maniquí por unos borrachos.
Aguardé en vano la continuación de la historia. Al fin le dije que prosiguiera.
Entonces un gemido lo atravesó; entonces me mostró con débil dulzura la corva
cicatriz blanquecina.
—¿Usted no me cree? —balbuceó—. ¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de
mi infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el
fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora
desprécieme.
FIN
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Hoy temprano

Pedro Mairal

Salimos temprano. Papá tiene un Peugeot 404 bordó, recién comprado. Yo


me trepo a la luneta trasera y me acuesto ahí a lo largo. Voy cómodo. Me
gusta quedarme contra el vidrio de atrás porque puedo dormir. Siempre estoy
contento de ir a pasar el fin de semana a la quinta, porque en el
departamento del centro, durante la semana, lo único que hago es patear
una pelota de tenis en el patio del pozo de aire y luz que está sobre el garaje,
un patio entre cuatro paredes medianeras altísimas y sucias por el hollín de
los incineradores. Si miro para arriba, en ese patio parece que estuviera
adentro de una chimenea; si grito, el grito apenas sube pero no llega hasta el
cuadrado de cielo. El viaje a la quinta me saca de ese pozo.

En la calle hay poco tránsito, quizá porque es sábado o porque todavía no


hay tantos autos en Buenos Aires. Llevo un autito Matchbox adentro de un
frasco para capturar insectos y unos crayones que ordeno por tamaño y que
no me tengo que olvidar al sol porque se derriten. A nadie le parece peligroso
que yo vaya acostado en la luneta. Me gusta el rincón protector que se hace
con el vidrio de atrás, al lado de la calcomanía de la Proveeduría Deportiva.
En el camino miro el frente de los autos porque parecen caras: los faros son
ojos, los paragolpes son bigotes, y las parrillas son los dientes y la boca.
Algunos autos tienen cara de buenos; otros, cara de malos. Mis hermanos
prefieren que yo vaya en la luneta porque así tienen más lugar para ellos. Yo
no viajo en el asiento hasta más adelante, cuando hace demasiado calor o
cuando ya no quepo en la luneta porque crecí un poco. Tomamos una
avenida larga. No sé si es porque hay muchos semáforos pero vamos
despacio, además después ya el Peugeot está medio roto, tiene el caño de
escape libre y hay que gritar para hablar; una de las puertas de atrás está
falseada y mamá la ató con el hilo del barrilete de Miguel.

El viaje es larguísimo. Sobre todo cuando no están sincronizados los


semáforos. Nos peleamos por la ventana, ninguno de los tres quiere sentarse
en el medio. En la General Paz nos turnamos para sacar la cabeza por la
ventana con las antiparras de agua de Vicky, para que no nos lloren los ojos
por el viento. Papá y mamá no dicen nada. Salvo cuando pasamos por la
policía, ahí hay que sentarse derechos y estar callados. Cuando ya tenemos
el Renault 12, a Miguel se le vuela por la ventana medio pilón de figuritas de
Titanes en el Ring y papá frena en la banquina para juntarlas porque Miguel
grita como un enloquecido. Yo veo de repente que se nos acercan dos
soldados apuntándonos con la metralleta, diciendo que estamos en zona
militar. Le hacen preguntas a papá, lo palpan de armas, le revisan los
documentos y después tenemos que seguir viaje sin juntar las figuritas que
quedan ahí desparramadas, incluso la autografiada por Martín Karadagián.

Papá busca música clásica en la radio, a veces consigue sintonizar bien la


emisora del Sodre. Nosotros estamos a las patadas en el asiento de atrás
cuando de repente papá sube el volumen y dice “escuchen esto, escuchen
esto” y hay que hacer una pausa silenciosa en medio de una toma de judo
para escuchar una parte de un aria o de un adagio. Después, cuando llegan
los pasacassettes para autos, el viaje a la quinta se hace bajo el dominio
absoluto de Mozart. Miramos pasar hacia atrás el camino prolijo, los árboles
podados con los troncos pintados de blanco, y escuchamos los quintetos
para cuerdas, las sinfonías, los conciertos para piano, las óperas. Vicky
lidera rebeliones para tapar a las sopranos de Las bodas de Fígaro o de Don
Giovanni con nuestro cántico filial favorito que dice “Queremos comer,
queremos comer, sangre coagulada revuelta en ensalada…”. Pero después
Vicky empieza a traer libros para el viaje y los lee sin prestarle atención a
nadie, en silencio, cada vez más enojada, porque la obligan a venir, hasta
que le dan permiso para quedarse los fines de semana en el centro para ir al
cine con sus amigas, que ya salen con chicos, y entonces Miguel y yo
tenemos cada uno su ventana indiscutible, aunque invitemos a un amigo.

Sentimos que no vamos a llegar nunca. Hay largas esperas a medio camino
mientras mamá compra muebles de jardín o plantas, aprovechando que papá
se quedó trabajando en casa. Con Miguel jugamos en el asiento de atrás a
ver quién aguanta más sin respirar; cada uno le tapa el tubo del snorkel al
otro para que no haga trampa, o, si no, improvisamos un partido de paleta
con un bollo de papel y las dos patas de rana. Esperamos tanto que Tania se
pone a ladrar, porque no aguanta más encerrada en la parte de atrás de la
Rural Falcon que tenemos después del Renault. Entonces aparece mamá,
con plantas o macetas o algún mueble que hay que atar al techo, y seguimos
viaje.

Los amigos que invita Miguel van cambiando. Yo los miro con asombro, con
ansiedad perversa, porque sé que cuando lleguemos van a empezar a caer
en las trampas que Miguel deja siempre preparadas: el ratón muerto dentro
de las botas de goma para el invitado, el fantasma del galpón, la farsa de los
chanchos asesinos, el pozo tapado con hojas y ramas al lado de la fila de
palmeras que se ve desde la casa. Dentro del auto, en los embotellamientos
de la ruta a media mañana, yo miro a los amigos de Miguel y paladeo por
primera vez el mal. Prefiero a los confiados y prepotentes, porque sé que les
va a resultar más intensa la humillación de esas trampas en las que yo
colaboro de un modo oblicuo, indefinido. Los invitados de Miguel casi nunca
vuelven a venir.

Cuando terminan el primer tramo de la autopista y ponen el peaje, el tráfico


avanza mejor. Vicky va por su cuenta, con amigas que tienen auto. Papá ya
casi no viene. En la Rural destartalada, mientras mamá maneja, Miguel me
usa el cuaderno de dibujo garabateando planos y elaborando estrategias
para espiar a las amigas de Vicky cuando se cambian. Después Miguel
empieza a venir cada vez menos, y yo tengo todo el asiento de atrás para
dormir. Mamá frena y me despierta para que le ponga agua al radiador, que
pierde y recalienta el motor. Compramos una sandía al costado de la ruta.

En la barrera del tren, donde antes había uno o dos vendedores ambulantes,
ahora hay amputados o paralíticos que piden limosna y otros que ofrecen
revistas, pelotas, biromes, herramientas, muñecos. También en los
semáforos del pueblo que atravesamos piden una moneda o venden flores y
latas de gaseosa. A papá le dieron el Ford Sierra de la empresa, que tiene
botones automáticos y, como a Miguel lo asaltaron hace poco, mamá me
hace bajar los seguros y cerrar las ventanas en los semáforos porque le dan
miedo los vendedores. Dice que se le tiran encima y que, además, Duque los
puede morder. Después, la excusa del aire acondicionado ayuda a que ya no
vayamos más con la ventana abierta. El auto comienza a ser una cápsula de
seguridad, con un microclima propio. Afuera cada vez hay más basura, más
pintadas políticas. Adentro, la música suena nítida en el estéreo nuevo y
mamá tolera con paciencia los cassettes que yo pongo de Soda o de Police.

El auto es más rápido y todo el tiempo parece que estamos por llegar. Sobre
todo cuando empiezo a manejar yo, que aumento la velocidad sin que mamá
se dé cuenta porque viene tranquila en el asiento del acompañante
mirándose en el espejo su último lifting, que le tira la piel para atrás como si
fuera un efecto de la aceleración. Después, cuando muere papá, mamá
prefiere que maneje Miguel, que volvió como el hijo pródigo, porque Vicky ya
está viviendo en Boston. Para mí la ruta se empieza a enrarecer porque
manejo el Taunus amarillo del padre del Chino, en el que dejamos cerradas
las ventanas, no por miedo a que nos roben sino para que el humo de la
marihuana no pierda densidad. Escuchamos Wild horses y hay momentos
casi espirituales en los que la velocidad total de la ruta parece cobrar una
lentitud serena en el paisaje enorme y chato. Después manejo el auto de la
madre de Gabriela, que por suerte es gasolero y no gasta demasiado en las
escapadas que nos hacemos cualquier día de semana para estar solos un
rato. Ya se está hablando el tema de la expropiación pero es apenas una
advertencia, faltan todavía dos gobiernos. Gabriela se pone unos vestiditos
que me obligan a manejar con una sola mano y a acariciarle los muslos con
la otra, subiendo desde las rodillas lentamente, sin necesidad de poner los
cambios porque dejo el motor a fondo mientras Gabriela me pide al oído que
no me apure, que esperemos a llegar. Nunca se hizo tan largo el viaje. La
quinta está allá lejos, inalcanzable.

Más adelante, a Gabriela le empieza a crecer la panza y viajamos para tratar


de integrarnos a la vida familiar. Vamos en el Volkswagen que nos presta su
hermano. Ya usamos cinturón de seguridad, ya empezamos a tener miedo
de morirnos y faltan pocos kilómetros. Los años pasan hacia atrás cada vez
más rápido. Hay muchos más autos en la ruta y más peajes. Están
terminando la autopista. Frenamos en una estación de servicio, discutimos.
Gabriela llora en el baño. Tengo que pedirle que salga. Después compramos
el baby-seat para Violeta y ella va chiquitita y dormida en el asiento de atrás,
también con cinturón de seguridad. Los tres atados.

Piso el acelerador porque quiero llegar temprano para almorzar. Gabriela


dice que no importa, que podemos parar en el Mc Donald’s. Discutimos.
Gabriela me desprecia. Yo me pongo los anteojos negros y acelero más.
Aprovecho el viaje para escuchar demos de jingles para radio. Aprieto con
las manos el volante del Escort. Falta poco. Gabriela me pide que vaya más
despacio, después deja de venir, se va con Violeta a lo de la madre los fines
de semana. Manejo solo, escucho los conciertos para piano de Mozart en
compacts que suenan perfectos. El motor de la 4×4 no hace ruido. La
autopista está terminada, con alambre a los costados para que no cruce la
gente. Voy por el carril rápido. Miro el velocímetro: ciento sesenta y cinco.
Estoy por pasar por el lugar exacto. Veo de lejos las tres palmeras y espero a
que se alineen. Se acercan, me acerco, hasta que la primera palmera tapa a
las otras dos y digo “acá”, y es como si lo gritara, pero lo digo despacio, lo
digo en el punto exacto donde estaba la casa antes de la expropiación, antes
de que la demolieran y construyeran arriba la autopista. Siento que por una
milésima de segundo paso por adentro de los cuartos, por arriba de la cama
donde jugábamos con Miguel a Titanes en el Ring, paso por las tumbas de
Tania y Duque entre las plantas de mamá, paso por un olor húmedo y
metálico, por un sabor a ciruelas verdes tiradas en el fondo de la pileta para
bucearlas más tarde, paso por el miedo a una culebra que salió cuando
dimos vuelta una chapa, por la noche de lluvia en que jugamos a embocar
una pelota en el único cuadrado roto de la ventana para obligarnos a
buscarla con linterna entre los sapos y los charcos. Ahora es un malón
incesante de autos que pasa por encima del fantasma de la casa. Son las
doce en punto y el sol resplandece en el asfalto. Soy un hombre divorciado,
un publicista que va al country de su hermano por primera vez y se olvidó las
instrucciones de cómo llegar y está perdido, un hombre que no sabe dónde
frenar y sigue viajando en el auto desde que salió hoy temprano, hace
mucho, acostado en la luneta de atrás.

FIN
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Una bromita
Antón Chéjov

Un claro mediodía de invierno… El frío es intenso, el hielo cruje, y a Nádeñka, que


me tiene agarrado del brazo, la plateada escarcha le cubre los bucles en las sienes y el
vello encima del labio superior. Estamos sobre una alta colina. Desde nuestros pies
hasta el llano se extiende una pendiente, en la cual el sol se mira como en un espejo.
A nuestro lado está un pequeño trineo, revestido con un llamativo paño rojo.
-Deslicémonos hasta abajo, Nadezhda Petrovna -le suplico-. ¡Siquiera una sola vez!
Le aseguro que llegaremos sanos y salvos.
Pero Nádeñka tiene miedo. El espacio desde sus pequeñas galochas hasta el pie de la
helada colina le parece un inmenso abismo, profundo y aterrador. Ya sólo al
proponerle yo que se siente en el trineo o por mirar hacia abajo se le corta el aliento y
está a punto de desmayarse; ¡qué no sucederá entonces cuando ella se arriesgue a
lanzarse al abismo! Se morirá, perderá la razón.
-¡Le ruego! -le digo-. ¡No hay que tener miedo! ¡Comprenda, de una vez, que es una
falta de valor, una simple cobardía!
Nádeñka cede al fin, y advierto por su cara que lo hace arriesgando su vida. La
acomodo en el trineo, pálida y temblorosa; la rodeo con un brazo y nos precipitamos
al abismo. El trineo vuela como una bala. El aire hendido nos golpea en la cara,
brama, silba en los oídos, nos sacude y pellizca furibundo, quiere arrancar nuestras
cabezas. La presión del viento torna difícil la respiración. Parece que el mismo diablo
nos estrecha entre sus garras y, afilando, nos arrastra al infierno. Los objetos que nos
rodean se funden en una solo franja larga que corre vertiginosamente… Un instante
más y llegará nuestro fin.
-¡La amo, Nadia! -digo a media voz.
El trineo comienza a correr más despacio, el bramido del viento y el chirriar de los
patines ya no son tan terribles, la respiración no se corta más y, por fin, estamos
abajo. Nádeñka llegó más muerta que viva. Está pálida y apenas respira… La ayudo a
levantarse.
-¡Por nada del mundo haría otro viaje! -dice mirándome con ojos muy abiertos y
llenos de horror-. ¡Por nada del mundo! ¡Casi me muero!
Al cabo de un rato vuelve en sí y me dirige miradas inquisitivas. ¿Fui yo quien dijo
aquellas tres palabras o simplemente le pareció oírlas en el silbido del remolino? Yo
fumo a su lado y examino mi guante con atención.
Me toma del brazo y comenzamos un largo paseo cerca de la colina. El misterio por
lo visto no la deja en paz. ¿Fueron dichas aquellas palabras o no? ¿Sí o no? Es una
cuestión de amor propio, de honor, de vida, de dicha; una cuestión muy importante, la
más importante en el mundo. Nádeñka vuelve a dirigirme su mirada impaciente,
triste, penetrante, y contesta fuera de propósito, esperando que yo diga algo. ¡Oh, qué
juego de matices hay en este rostro simpático! Veo que está luchando consigo misma,
que tiene necesidad de decir algo, de preguntar, pero no encuentra las palabras, se
siente cohibida, atemorizada, confundida par la alegría…
-¿Sabes una cosa? -dice sin mirarme.
-¿Qué?- le pregunto.
-Hagamos… otro viajecito.
Subimos por la escalera. Vuelvo a acomodar a la temblorosa y pálida Nádeñka en el
trineo y de nuevo nos lanzamos en el terrible abismo; de nuevo brama el viento y
zumban los patines; y de nuevo, al alcanzar el trineo su impulso más fuerte y ruidoso,
digo a media voz:
-¡La amo, Nadia!
Cuando el trineo se detiene, Nádeñka contempla la colina por la que acabamos de
descender; luego clava su mirada en mi cara, escucha mi voz, indiferente y
desapasionada, y toda su pequeña figura, junto con su manguito y su capucha,
expresa un extremo desconcierto. Y su cara refleja una serie de preguntas: “¿Cómo es
eso? ¿Quién ha pronunciado aquellas palabras? ¿Ha sido él o me ha parecido oírlas y
nada más?”
La incertidumbre la torna inquieta, la pone nerviosa. La pobre muchacha no contesta
mis preguntas, frunce el ceño, está a punto de llorar.
¿Será hora de irnos a casa? -le pregunto.
-A mi… a mi me gustan estos viajes en trineo -dice, ruborizándose-. ¿Haremos uno
más?

Le “gustan” estos viajes, pero al sentarse en el trineo, palidece igual que antes,
tiembla y contiene el aliento.
Descendemos por tercera vez, y noto cómo está observando mi cara y mis labios.
Pero yo me cubro la boca con un pañuelo, y toso, y al llegar a la mitad de la colina
alcanzo a musitar:
-¡La amo, Nadia!
Y el misterio sigue siendo misterio. Nádeñka guarda silencio, piensa en algo… Nos
retiramos de la pista y ella trata de aminorar la marcha, esperando siempre que yo
diga aquellas palabras. Veo cómo sufre su corazón y cómo ella se esfuerza para no
decir en voz alta: “¡No puede ser que las haya dicho el viento! ¡Y no quiero que haya
sido el viento!”
A la mañana siguiente recibo una esquela:
“Si usted va hoy a la pista de patinaje, venga a buscarme. N.”
Y a partir de ese día voy con Nádeñka a la pista todos los días y, al precipitarnos
hacia abajo en el trineo, cada vez pronuncio a media voz siempre las mismos
palabras:
-¡La amo, Nadia!
En poco tiempo, Nádeñka se habitúa a esta frase, como uno se habitúa al vino o a la
morfina. Ya no puede vivir sin ella. Es verdad que siempre le da miedo deslizarse por
la colina helada, pero ahora el miedo y el peligro otorgan un encanto especial a las
palabras de amor, palabras que constituyen un misterio y oprimen dulcemente el
corazón. Los sospechosos son siempre dos: el viento y yo… Ella no sabe quién de los
dos le declara su amor, pero ello, por lo visto, ya la tiene sin cuidado; poco importa el
recipiente del cual uno bebe, lo esencial es sentirse embriagado.
Una vez, al mediodía, fui solo a la pista: mezclado con la multitud, vi a Nádeñka
acercarse a la colina y buscarme con los ojos… Tímidamente sube a la escalera… Le
da mucho miedo viajar sola, ¡oh, qué miedo! Está blanca como la nieve y tiembla
como si se dirigiera a su propia ejecución. Pero va decidida, sin mirar para atrás.
Por lo visto, ha decidido probar, al fin: ¿Se oyen aquellas sorprendentes y dulces
palabras cuando yo no estoy? La veo colocarse en el trineo, pálida, con la boca
abierta por el miedo, cerrar los ojos y emprender la marcha, después de despedirse
para siempre de la tierra. “Zsh-zsh-zsh-zsh”… Zumban los patines. Si Nádeñka está
oyendo aquellas palabras o no, no lo sé… La veo levantarse del trineo exhausta,
débil. Y se ve por su cara que ella misma no sabe si ha oído algo o no. Mientras
estuvo deslizándose hacia abajo, el miedo le quitó la capacidad de escuchar, de
distinguir sonidos, de entender…
Y he aquí que llega el primaveral mes de marzo… El sol se torna más cariñoso.
Nuestra montaña de hielo se oscurece, pierde su brillo y por fin se derrite. Nuestros
viajes en trineo se interrumpen. La pobre Nádeñka ya no tiene dónde escuchar
aquellas palabras y además no hay quien las pronuncie, puesto que el viento se ha
aquietado y yo estoy por irme a Petersburgo por mucho tiempo, quizá para siempre.
Unos días antes de mi partida al anochecer, estoy sentado en el jardín. Este jardín está
separado de la casa de Nádeñka por una alta palizada con clavos… Aún hace bastante
frío, en los rincones del patio exterior hay nieve todavía, los árboles parecen muertos;
pero ya huele a primavera y los grajos, acomodándose para dormir, desatan su último
vocerío de la jornada. Me acerco a la empalizada y durante largo rato miro por una
hendidura. Veo a Nádeñka salir al patio y alzar su triste y acongojada mirada al
cielo… El viento de primavera sopla directamente en su pálido y sombrío rostro… Le
hace recordar aquel otro viento que bramaba en la colina dejando oír aquellas tres
palabras, y su cara se pone triste, muy triste, y una lágrima se desliza por su mejilla.
La pobre muchacha extiende ambos brazos como suplicando al viento que le traiga
una vez más aquellas palabras. Y yo, al llegar una ráfaga de viento, digo a media voz:
-¡La amo, Nadia!
¡Por Dios, hay que ver lo que sucede con Nádeñka! Deja escapar un grito y con
amplia sonrisa tiende sus brazos hacia el viento, alegre, feliz, tan bella.
Y yo me voy a hacer las maletas…
Esto sucedió hace tiempo. Ahora Nádeñka está casada con el secretario de una
institución tutelar y tiene ya tres hijos. Pero nuestros viajes en trineo y las palabras
“La amo, Nadia”, que le llevaba el viento, no están olvidadas, para ella son el
recuerdo más feliz, más conmovedor y más bello de su vida…
Mientras que yo, ahora que tengo más edad, ya no comprendo para qué decía aquellas
palabras. Para qué hacía aquella broma…

FIN
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