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Editorial Banzai
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VV.AA.
ÍNDICE
Introducción...................................................................17
Cronología...................................................................129
Bibliografía...................................................................133
PRÓLOGO A LA REEDICIÓN
DE JAPÓN SALVAJE
9
tudiantil; los grupos de izquierda que viraron hacia el
terrorismo y la lucha armada; la relación de la yakuza
con la derecha y el ultranacionalismo; la reivindicación
del asesinato político del emperador; las minorías etni-
cas; y una revisión del contradictorio pensamiento de
Yukio Mishima.
Así, se plantea en este gesto un ejercicio que intenta
la desmitificación de la sociedad nipona; en esa misma
línea, quisiera problematizar ciertas cuestiones plantea-
das en el primer capítulo acerca del terrorismo y el mo-
vimiento estudiantil. Tanto Frutos Salas (autor del ca-
pítulo) como Yukio Mishima instauran ciertas nociones
históricas y conceptuales que merecen ser discutidas.
“En 1968 los alumnos de la Universidad de Tokio lo
convocaron para participar en un debate. Nada raro si
no fuese porque esos muchachos pertenecían a la Zen-
gakuren”, para comenzar, Mishima asistió a un debate
con el Zenkyōtō, específicamente con la Tōdai Zenkyō-
tō, que era un órgano autónomo e independiente en la
Universidad de Tokio de las Asociaciones de Autogo-
bierno Estudiantil, estas últimas fueron el núcleo consti-
tutivo de la Zengakuren (Federación de Asociaciones de
Autogobierno Estudiantil de Japón) en su fundación en
1948, que posteriormente quiebra con el Partido Comu-
nista Japonés en 1956 y se crean diversas organizaciones
que se agrupan en torno a la idea nominal de la Zen-
gakuren; así, nace la Nueva Izquierda Japonesa. Por lo
tanto, es impreciso hablar de la Zengakuren, esto no es
extraño teniendo en consideración la poca bibliografía
en español que existe respecto al tema.
Luego, se nos comenta que con quienes debatió fue
“una federación marxista completamente beligerante
10
con el sistema universitario, la sociedad y el Estado”,
aquí se nos confirma que no se habla del Movimien-
to Zenkyōtō (Comités de Lucha Conjunta de Todo el
Campus), sino de la Zengakuren (Federación de…). Ha-
blar del Movimiento Zenkyōtō y definirlo como “mar-
xista”, es conceptualmente impreciso, marca una línea
difusa con la Nueva Izquierda Japonesa y sus distintas
facciones, quienes, además de oponerse a la izquier-
da parlamentaria, se oponían entre sí, buscando ser la
vanguardia del movimiento estudiantil; a distinción del
Movimiento Zenkyōtō, que a esas alturas no se centraba
en petitorios a las autoridades de las universidades, ni
en las ideas de revolución que pregonaban las facciones
de la Nueva Izquierda Japonesa, sino que planteó que
su propia actividad ponía en entredicho los petitorios
reformistas o las ideas de revolución del marxismo-le-
ninismo (la revolución como toma del Estado).
El Zenkyōtō no se constituyó como una organización
estudiantil reconocida por las autoridades universita-
rias, fueron a su modo órganos de autopoder de una
comunidad de lucha, asambleas generales en la que los
estudiantes ejercieron una negación del rol estudiantil,
de sí mismos; este hecho fue motivante de la intromisión
de las facciones de la Nueva Izquierda Japonesa en este
movimiento que desafió la perspectiva de la izquierda
extraparlamentaria tradicional, ya que no se considera-
ban una capa exterior de las relaciones de clase, sino que
negaban las relaciones de clase que los constituyeron
como estudiantes. La fuerza de este movimiento apelaba
a la propia disolución del rol estudiantil, de la sociedad
capitalista y de las relaciones de clase que le constituye-
ron, este gesto superó el paradigma de la Zengakuren y
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la Nueva Izquierda Japonesa, ya que los estudiantes en
la negación de sí mismos tornaron como objetivo des-
mantelar las universidades (sus bases de producción),
liberándose en la práctica del rol asignado a la repro-
ducción social del estudiante universitario.
En el debate con Yukio Mishima, a esas alturas, ya
el Movimiento Zenkyōtō percibía la autonegación del
rol estudiantil como parte central de su práctica revo-
lucionaria, dejando de lado su identidad social, esto fue
una práctica surgida no desde una vanguardia sino que
desde el mismo movimiento. Esta autonegación bus-
có conformar una comunidad de lucha, tal como Marx
comprende al movimiento real que tiene por objetivo
anular y superar al estado de cosas actual, de superar
la sociedad capitalista como categoría transhistórica. Si
bien el Movimiento Zenkyōtō no era tradicionalmente
marxista, si pudo tener una inspiración marxiana, crí-
tica y revolucionaria, pero no a modo de la izquierda
tradicional.
“El problema era que esos jóvenes le parecían dema-
siado tibios. Veía una masa blanda, ignorante e indisci-
plinada”, bajo el repaso teórico e histórico no se si val-
dría la pena desmentir que los miembros del Zenkyōtō
fuesen demasiado tibios, ignorantes e indisciplinados,
teniendo en consideración el recorrido de sus acciones
que alcanzaron la paralización de 127 universidades en
1968 y 153 en 1969, y sus elaboraciones teóricas com-
plejas que revistieron al movimiento más relevante en
términos cuantitativos y cualitativos de la época.
Mientras Yukio Mishima pretendía que “Japón debía
ser una tierra de samuráis, un país de guerreros capaces
de sacrificarse por idealismo, donde la tradición, o más
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bien cierta interpretación de esta, fuese el pilar”, el Mo-
vimiento Zenkyōtō incurrió en la negación del propio
rol estudiantil y del mundo que habitaba para intentar
superar el capitalismo, no para “volver atrás” a un pe-
riodo sepultado y adorado a modo fetichista, divinizado
por ciertos aspectos de un supuesto ideal de sociedad
superior que se torna en un anticapitalismo selectivo,
que no apuesta por la superación de las relaciones que
posibilitan la totalidad del proceso de modernización
que condujo al propio desvanecimiento en el aire de las
tradiciones divinizadas por Mishima. Con todo lo ante-
riormente expuesto, podemos derribar la pretensión de
que la batalla “contra los estudiantes no era ideológica,
sino más bien de tipo espiritual”.
Frutos Salas nos plantea que: es “indiscutible es que
en su primera decadencia y cuando ya solo quedaban
aquellos más decididos, empezaron a matarse los unos
a los otros”; y Mishima que: “habrían comprendido que
no existe una acción más eficaz que el terrorismo, y que
se propone resultados más radicales y se asienta en el
sacrificio individual”.
En primer lugar, el incidente que nos comenta Frutos
Salas es el incidente Asama-Sansō, en el que el Ejército
Rojo Unido (una fusión de grupos maoístas que pro-
pugnaron el comunismo de Estado) realizó una purga a
la interna que derivó en 14 de sus militantes asesinados.
Me parece sumamente complejo atribuir esta tragedia
al grueso del movimiento estudiantil, si bien ocurre en
plena época de receso del movimiento de masas (1972)
esta organización no supera los 29 miembros y difícil-
mente retrata la situación a la interna del movimiento
estudiantil.
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En segundo lugar, habría que evaluar la “eficacia” y los
resultados de la deriva terrorista alrededor del mundo
post 2da Guerra Mundial. No podemos abordar este
fenómeno sin contemplar que el Estado y la policía en
Japón usaron distintos medios para reprimir las diver-
sas manifestaciones del malestar, y que a nivel social los
partidos del orden se afianzaron para aplastar esta efer-
vescencia revolucionaria que desbordaba a la izquierda
tradicional, parlamentaria como extraparlamentaria; así,
contribuyendo al desgaste de las comunidades en lucha.
Es importante poner en discusión la violencia política
en el contexto del segundo asalto proletario a la sociedad
de clases, para comprender el desenlace de este en Japón,
también a nivel global. Ante el fracaso de este segundo
asalto podemos apreciar que grupos minoritarios ca-
nalizaron su fuerza en constituirse como grupos arma-
dos separados de las bases del movimiento estudiantil y
proletario, que fueron grupos de carácter especializado
que se precipitaron hacia una guerra por sí mismos, que
tuvieron por resultado una dinámica de violencia indis-
criminada que derivó en fracaso.
Esta lógica que Yukio Mishima calificó de “eficaz”
resultó mero espectáculo, ajeno a la clase trabajadora
y al movimiento estudiantil que sufría la desmoraliza-
ción, errando sobre sus pasos y sembrando temor, vol-
viendole espectador de un conflicto entre aparatos. En
vez de “resultados radicales” podemos constatar una
actividad crítica escasa y autocomplaciente como relato
predominante, la lucha transformadora se simplificó así
en un fetiche por la violencia, del culto a los mártires y
las armas. Algunas de las vanguardias del movimiento
estudiantil se separaron de su clase, de sus bases, consta-
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tando el receso de un movimiento de masas que derivó
en conciliación de clase; también en un mayor arrojo
a la lucha armada separada y especializada, como una
vanguardia que terminó por fortalecer el status quo.
El Movimiento Zenkyōtō se planteó como una ruptu-
ra teórica y práctica que incomodó a la izquierda, plan-
teaba su revolución como una práctica que ponía en tela
de juicio su propio centro de reproducción que con sus
contradicciones y límites marcó a una época. Tal como
he planteado mis observaciones con respecto del primer
capítulo, debo comentar que a nivel general es un exce-
lente libro que nos impulsa en la tarea de desmitificar la
sociedad japonesa y nos acerca a una comprensión más
integral de la misma.
Tomás A. Pacheco.
15
INTRODUCCIÓN
17
la defensa de la Dieta y cientos de manifestantes de los
80.000 que habían acudido a la convocatoria entran en
el edificio. Causan destrozos por donde pasan, el primer
ministro abandona la Dieta y se suspenden las negocia-
ciones del tratado.
Pero Kishi no está dispuesto a ceder, el tratado va a
firmarse cueste lo que cueste. Arregla un vuelo a Esta-
dos Unidos para un par de meses más tarde, en enero
de 1960. El Zengakuren mantiene el pulso, decide sitiar
el aeropuerto de Haneda para evitar que el primer mi-
nistro salga del país. La batalla dura hasta la madrugada,
pero el avión de Kishi consigue despegar protegido por
una comitiva de 5.000 policías.
El primer ministro firma el tratado en Estados Uni-
dos, pero todavía es necesario que se ratifique en el par-
lamento japonés. La tensión aumenta. Kishi se salta los
protocolos parlamentarios amparado en su mayoría y la
rabia inunda el país. Las manifestaciones y las huelgas
se suceden durante los siguientes meses. La represión se
endurece, la policía se ensaña con las protestas y asal-
ta el cuartel general del Zengakuren. Los detenidos se
cuentan por centenares y se produce la primera muerte:
la líder estudiantil Michiko Kamba es asesinada por la
policía durante una protesta.
El movimiento obrero y estudiantil no conseguirá evi-
tar la firma del tratado pero tampoco se rendirá. Duran-
te las siguientes décadas, las huelgas y manifestaciones
sacudirán al país entero. La rebelión será permanente.
De ella surgirán también grupos armados como el Ejér-
cito Rojo Japonés, activo sobre todo durante los años
setenta y que llevará a cabo numerosos atentados en
diferentes países.
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Pero el incendio japonés no acaba ni empieza ahí.
Los intentos de matar al emperador durante las prime-
ras décadas del siglo XX, los asesinatos de la Yakuza y
su influencia en el sistema de partidos, el nacionalismo
de extrema derecha, la opresión contra las minorías o
el golpe de Estado fallido liderado por Yukio Mishima
muestran algunas de las brechas que atravesaron y atra-
viesan a la sociedad japonesa. Aunque la cultura del país
nipón nos resulta cercana porque hemos crecido con
sus animes y sus mangas, su historia política y su reali-
dad social es desconocida para la mayoría de nosotros.
Los radicales, los proscritos y la violencia política han
marcado también al país. Como veremos a lo largo de
este libro, la historia de Japón es también la historia de
sus convulsiones.
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JAPÓN EXTREMO. DEL CULTO A LA
VIOLENCIA A LA LUCHA ARMADA
Frutos Salas
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Todas esas elucubraciones olvidan que el fascismo
también fue, y sigue siendo, un gran generador de ico-
nos pop. Ambas cosas, la inclinación hacia las conspi-
raciones oscuras y el icono popular, confluyeron en la
figura de Mishima, que se convirtió tanto en referente
intelectual del fascismo europeo como en mito pop.
Kimitake Hiraoka nació en Tokio en 1925, endeble y
en un entorno protector. Durante la Guerra Mundial lo
llamaron a combatir. Su padre, consciente de la debili-
dad física de su hijo, hizo todo lo posible para que fuese
desechado en el reconocimiento médico. Viajaron hasta
la provincia de Hyodo, hogar de campesinos y gente de
campo. En comparación con los fornidos chicos locales
su cuerpo se veía penoso. No superó el examen físico. El
médico que lo atendió, aún joven e inexperto, confundió
un catarro mal curado con una tuberculosis.
Este suceso, probablemente irrelevante para cualquier
otro recluta, le influyó notablemente y explica, tal y
como él mismo repitió en varias ocasiones, su posterior
transformación física a través de las pesas y las artes
marciales.
No solo machacó su cuerpo. Ansioso por romper con
un pasado que le avergonzaba, creó para sí mismo un
nuevo nombre mucho más amenazante y varonil. Con
la publicación de una primera novela Yukio Mishima
entraba en escena.
La fama permitió que conociéramos sus mil caras.
Mishima cantante, Mishima actor, Mishima boxeador.
También se involucró en ciertos asuntos políticos. Pen-
saba que la fuerza y la belleza debían prevalecer y per-
petuarse frente cualquier otra consideración. Decía en
una entrevista:
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Pero si me paro a pensar en cuál debía ser mi deber,
tampoco me siento llamado a salvar a aquel niño.
Siempre habrá alguien dispuesto a ayudar a los débi-
les. Es decir, a la debilidad hay que dejarla tal como
está. Más bien, se puede afirmar que actualmente
vivimos en una época en la cual es la fuerza la que es
maltratada. Sí: debido a los denuestos que en nues-
tros días merece la fuerza, se desprecia la ética de los
que aspiran a ser fuertes. Por eso no puedo pensar en
otra cosa que no sea el renacimiento de la fuerza. Por
muy cabeza dura que me consideren, no dejaré de
afirmar que mi misión en esta vida es el renacimiento
de la fuerza.
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civil China eclosionó en una temible criatura: la Re
pública Popular China.
A todo esto y en paralelo al juicio de Núremberg, en
Tokio se establecía el Tribunal Penal Militar Interna-
cional para el Lejano Oriente. Tiene guasa el nombre.
El principal problema, pues, se daba de puertas para
adentro. Japón quedó sometido por los aliados. Podrían
haber sido perfectamente los soviéticos, pero el destino
hizo que la suerte tornase hacia el otro bando.
Los americanos infestaron el país de bases militares
que para más inri debían mantener los propios japone-
ses. El Ejército Imperial Japonés fue desmantelado y sus
responsables juzgados y condenados por diversos crí-
menes de guerra. La Guerra Fría acababa de empezar y
Japón debía ser un gran bastión del capitalismo en Asia.
El pueblo japonés iba a sufrir en carne propia los
abusos que sus tropas habían practicado fuera de sus
fronteras. Los ocupantes violaban a mujeres y niñas sis-
temáticamente, hasta el punto que la propia comandan-
cia americana acabó impulsando una red de prostíbulos
para la tropa. Los marines se emborrachaban, generaban
tumultos y abusaban brutalmente de la población local.
En Omiri, un grupo de cincuenta militares entró en un
hospital y agredió sexualmente a más de setenta muje-
res. Poco después, en Nagoya, otra manada de hombres
cortó las líneas telefónicas de la ciudad y practicó varias
violaciones simultáneas.
Para Mishima todo esto era intolerable. Así debía
ser para cualquier persona con un mínimo de sentido
común. No podía aceptar ni la presencia americana ni
la omnipotencia del enemigo dentro y fuera de la isla.
Se negaba a aceptar la derrota. Tampoco entendía que
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la sociedad estuviese absorbiendo a marchas forzadas
los valores y la organización social del enemigo. Más
que toda la carne rota en Hiroshima y Nagasaki y más
que las hambrunas y la miseria, lo que realmente le an-
gustiaba era el honor perdido y la desaparición de la
auténtica identidad japonesa. Le exasperaba que el nue-
vo parlamentarismo no fuese nada más que una burda
maniobra para dominar el país. Se negaba a sucumbir
ante el individualismo y el materialismo. Japón debía
ser una tierra de samuráis, un país de guerreros capaces
de sacrificarse por idealismo, donde la tradición, o más
bien cierta interpretación de esta, fuese el pilar sobre el
que se sustentase todo lo demás.
Desde su punto de vista, todo estaba copado por
demócratas débiles y apocados. En el peor de los casos,
traidores como Inejirō Asanuma, ese antiguo naciona-
lista que se pasó al socialismo y murió asesinado por un
joven ultra. Intelectuales, escritores y periodistas: todos
habían sido infectados por el virus del liberalismo. Las
derechas no eran tradicionalistas o radicales. Simple-
mente defendían el statu quo y su antigua carga mística
y esotérica había sido completamente extirpada.
Rápidamente se dio cuenta que no era el único inca-
paz de encajar lo que estaba pasando. Japón no iba a
ser sometido ni con las bombas ni con la guerra; sería
doblegado con armas mucho más sutiles: el trabajo, el
consumo y la democracia. Y por más que le molestase, la
izquierda extraparlamentaria hacía tiempo que lo venía
denunciando.
Como había sucedido previamente con otras figuras
públicas, Mishima protagonizó un extraño desdobla-
miento ideológico. Combinaría magistralmente su exal-
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tado tradicionalismo y su aberrante neofascismo con
una fascinación verdadera por lo revolucionario, y muy
especialmente por los movimientos contestatarios juve-
niles que invadían las calles y las universidades de todo
el mundo.
El resto es historia. En 1968 los alumnos de la Uni-
versidad de Tokio lo convocaron para participar en un
debate. Nada raro si no fuese porque esos muchachos
pertenecían a la Zengakuren, una federación marxista
completamente beligerante con el sistema universitario,
la sociedad y el Estado.
Cierto amarillismo ha descrito a los miembros de la
Zengakuren de esa época como una generación de nihi-
listas violentos e imprevisibles. En guerra contra todo,
sin reivindicaciones concretas ni un plan de acción cla-
ro. Desde su creación ocupaban diversas universidades,
provocaban tumultos de diversa consideración y par-
ticipaban en acciones que hoy algún periodista catalo-
garía como de guerrilla urbana, como el bloqueo del
aeropuerto internacional de Tokio para que el primer
ministro no pudiese firmar el Tratado de Cooperación
y Seguridad Mutua entre Estados Unidos y Japón. Lo
indiscutible es que en su primera decadencia, y cuando
ya solo quedaban aquellos más decididos, empezaron a
matarse los unos a los otros.
Mishima dedicó al encuentro con los estudiantes unas
páginas en uno de sus ensayos. Decidió que lo justo
sería partirse los derechos de autor de la obra entre las
dos partes.
Dicen que solía relatar con cierta socarronería que
mientras él se iba a gastar su porción de lo ganado en
uniformes de verano para la Sociedad del Escudo, la
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milicia de estudiantes que dirigía, los otros habrían com-
prado material para fabricar explosivos.
El día acordado Mishima apareció en la universidad
acompañado por una pequeña delegación de seguidores.
El centro educativo permanecía cerrado, completamente
controlado por los radicales. Se podían ver barricadas
y pintadas en cada pasillo. Entró al salón de actos y
subió a la tribuna. Iba vestido con un polo negro que
le marcaba la musculatura, cinturón y téjanos. Fumaba
sin parar. Le gritaban e insultaban. Más tarde, comentó
que estaba tan nervioso como «si fuera a meterme en la
cueva de un león».
Tomó la palabra. Reivindicó la figura inmortal del
Emperador. Los jóvenes se partían de la risa. Al fin y
al cabo, el monarca se había convertido en una servil
marioneta de los ocupantes. Sin embargo, en el fondo,
todos sabían que tenían más puntos en común con ese
fanático que con el resto de sus compatriotas.
Llegó el turno de las réplicas. Le echaron en cara su
conservadurismo, su idealismo ridículo y lo estrafalario
de sus conclusiones. Le llamaron farsante. Según ellos,
lo único que hacía era hablar y hablar.
Uno lee las transcripciones o ve las grabaciones y sien-
te el auditorio destensarse poco a poco. Va acercándose
gente al estrado y le hacen preguntas. Mishima responde
encantado.
En Introducción a la filosofía de la acción, Mishima
decía así:
27
haber significado que estaban dispuestos a morir, que
no estaban en absoluto.
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Mishima reconocía el valor de los que luchaban,
independientemente de su causa. Le seducían lo que él
consideraba hombres de acción, dispuestos a regar la
tierra con sangre propia y ajena. El problema era que
esos jóvenes le parecían demasiado tibios. Veía una masa
blanda, ignorante e indisciplinada. Entendía y respalda-
ba su ataque a la democracia y las nuevas instituciones,
pero también pensaba que esa rebeldía no era más que
un estadio pasajero de furia desorganizada. No identi-
ficaba nada de verdadero en ella.
¿Cómo hubiese sido el ente revolucionario ideal para
Mishima? Pequeño y formado por individuos fuertes.
Un grupúsculo militante dispuesto a todo, una vanguar-
dia selecta hecha para la muerte, que esperaría en la pe-
numbra el momento idóneo para actuar.
¿Habría algún miembro de la Facción del Ejército
Rojo o del aún inexistente Ejército Rojo Japonés en ese
debate? Imposible saberlo.
Quizás, los jefes de esas dos organizaciones se apunta-
ron todas las reprimendas del literato y decidieron mos-
trarle a él y al mundo que no eran esos niños débiles y
atemorizados que era necesario disciplinar.
Poco después, el propio Mishima se rebanaba las tri-
pas dejándoles claro que lo suyo también era algo más
que palabrería.
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Hirohito. Su tono era monótono; su dialecto, cortesano
y arcaico. A través de la radio se dirigió al pueblo para
comunicarle que había llegado el momento de abando-
nar las armas. Él, profeta del martirio y la inmolación
desde la comodidad de palacio, ordenaba a los suyos que
renunciaran a la victoria. Suena raro decirlo, pero tomar
esa decisión no debió de ser nada fácil.
La mayoría de ciudadanos no estaba para muchas ton-
terías. Expuestos a la radiación nuclear, vagaban entre las
ruinas buscando algo que echarse a la boca. No solo eso.
Habían sido criados en un profundo amor a la familia,
la patria y la institución imperial. Eran una generación
educada para luchar hasta las últimas consecuencias.
Matome Ugaki era un vicealmirante y jefe del Estado
Mayor curtido en el Pacífico. Durante la contienda le
tocó ponerse a cargo de los escuadrones suicidas.
No acabó de creerse las palabras que radiaban de su
receptor y pidió confirmación a sus superiores. Le con-
taron que habían civiles abriéndose las venas en plazas
y otros lugares públicos. Con los primeros rayos de sol,
anotó unos apuntes en su diario personal. Reflexionaban
sobre el bushido, el código de honor de los samuráis.
Sin apenas haber dormido tomó la decisión. Él mismo
iba a protagonizar una última acción especial. Ordenó
que prepararan cinco aeronaves con sus respectivos pi-
lotos. Cuando llegó a la pista lo que encontró no podía
reconfortarle más. Le esperaban veintidós voluntarios
dispuestos a dejar la vida en una causa absurda y perdi-
da. Después de los discursos de rigor se dirigieron hacia
la pista de despegue. Aunque el plan era estamparse con-
tra la flota aliada, todos los informes de la época indican
que probablemente acabaron chocando con unas rocas.
30
Con estos precedentes, es probable que los del Fren-
te Popular por la Liberación de Palestina se sintiesen
afortunados cuando unos japoneses picaron a su puerta.
Venían a crear el Ejército Rojo Japonés. En el mejor de
los casos, quizás acababan de fichar el nieto o la nieta de
alguno de esos kamikazes.
Al Líbano llegó lo mejor de cada casa. Había una selec-
ción de los más intrépidos miembros de la Fracción del
Ejército Rojo. El grupo, nacido de las guerras internas de
la Liga Comunista y formado por unos cuatrocientos ac-
tivistas, declaró la guerra al Estado japonés como quien
se va a dar una vuelta o comprar el pan. Este, oliéndose
que quizás el tema era serio, encarceló a casi toda su mi-
litancia. El FER respondió fuerte y secuestró un avión.
Con pistolas de juguete y katanas de por medio. Tras
varios giros inesperados, acabaron aterrizando en Corea
del Norte. Era un primer aviso de lo que estaba por venir.
Junto a los restos del FER venían los supervivientes
del grupo maoísta Ejército Rojo Unido. Y digo supervi-
vientes porque tenían la extraña costumbre de aniquilar-
se entre ellos en salvajes sesiones de autocrítica. Cogían
a aquellos más dubitativos, les pegaban una paliza y los
ataban a un árbol desnudos. Después de horas a la in-
temperie, la víctima solía morir congelada.
Ambos grupos se encontraron en un campo de
entrenamiento en el valle de Bekaa. Allí fueron instrui-
dos en el arte de la guerra. Aprendieron a matar, lanzar
proyectiles de todo tipo y volar cosas por los aires; a
redactar comunicados que diesen miedo y a persuadir a
negociadores y representantes de empresas y Estados.
Ese mismo 1971 surgieron los primeros roces. Los lí-
deres de la Fracción del Ejército Rojo descubrieron las
31
matanzas realizadas por sus nuevos compañeros contra
su propia militancia. Rompieron relaciones con los más
intransigentes y los mandaron de vuelta a casa.
En medio de esta vorágine los directores de cine Masao
Adachi y Koji Wakamutsu —sí, el de El imperio de los
sentidos— filmaron una película sobre la cotidianidad
de la guerrilla. La cinta se tituló Ejército Rojo japonés/
FPFL: declaración de guerra mundial.
El documento nos muestra la voladura de varios vehí-
culos de Pan American World Airways. Se acompaña de
una larga disertación sobre la propaganda por el hecho.
Vemos imágenes de una población del Líbano, probable-
mente controlada por los revolucionarios árabes. El sue-
lo rojizo y seco nos deja intuir el clima árido de la zona.
Poco después somos trasladados hasta unas montañas
de vegetación mediterránea. Asistimos a diversas manio-
bras tácticas y prácticas de tiro. Fundido a negro. Unas
grandes letras anuncian lo que está por llegar. Primero
hablan los palestinos, después los japoneses. El arsenal
dialéctico de estos últimos resulta tremendamente fa-
miliar: militarización, purificación del alma a través del
sacrificio y renuncia a la identidad individual.
Superados los primeros obstáculos y con esta primera
producción propagandística finalizada, había llegado el
momento de ponerse manos a la obra. Las instrucciones
venían del jefe de operaciones del FPLP, en ese momen-
to el célebre Wadi Habbab, y no eran ni mucho menos
una tontería.
Tres miembros del grupo se desplazaron hasta Roma.
Una vez instalados en Europa, realizaron varias ges-
tiones y cogieron otro vuelo dirección Israel. En unos
estuches de violín escondieron tres metralletas UZI 58
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y varias granadas. Llevaban meses estudiando los con-
troles de la compañía aérea israelí.
Al llegar al aeropuerto de Lod recogieron su equipaje
y sacaron el arsenal de las fundas. Sin pensarlo dos veces,
abrieron fuego contra todo lo que se movía. Mataron
a veintiséis personas. Uno de los atacantes se inmoló,
el otro cayó por fuego amigo y al tercero le falló el ex-
plosivo. Las fotografías de la época muestran una sala
surcada por grandes ríos de sangre roja y espesa.
Acababan de protagonizar el atentado terrorista más
influyente de la segunda mitad del siglo XX; un antes y
un después que obligó a revisar todos los protocolos de
seguridad de los Estados. Shimon Peres, primer ministro
de Israel, diría: «estábamos preparados para cierto nú-
mero de eventualidades, pero no para esta nueva arma,
los japoneses». El superviviente fue detenido. Tras trece
años de torturas logró zafarse de su condena gracias al
Acuerdo de Jibril. El pacto consistía en liberar a 1.185
presos palestinos a cambio de tres reclutas israelíes. En
su celda, por aquello de hacerse el loco, había intentado
circuncidarse el pene con un cortauñas. Actualmente
vive en un campo de refugiados.
Se acababan de colocar en el centro del radar del Mos-
sad, así que debían estar preparados para cualquier sor-
presa. Como consecuencia, el ERJ entró en una diná-
mica muy ligada a su propia manutención económica y
a la solidaridad con los camaradas represaliados. Pero
mientras otros atracaban bancos o expropiaban a punta
de pistola a los ricos, ellos obtendrían sus fondos a tra-
vés del chantaje y la extorsión.
En 1973 protagonizaron su primer secuestro aéreo.
En el 74 se hicieron con la embajada de Francia en La
33
Haya. Exigieron la libertad de uno de sus compañeros
encarcelado en París y que Japón les diese un millón de
dólares. También pretendían que los trasladasen a Siria.
Contra todo pronóstico, lograron todos sus objetivos,
aunque al llegar a Damasco el Partido Baazista les quitó
el dinero. La excusa: cualquier tipo de demanda econó-
mica era contrarrevolucionaria.
Unos meses más tarde, y aprovechando una visita del
primer ministro japonés a Estados Unidos, tomaron el
edificio de la American Insurance Associates en Kuala
Lumpur, Malasia. La operación acabó en Libia. Es decir,
a casi 13.000 kilómetros de distancia. Gadafi los recibió
como héroes antiimperialistas. Era la segunda vez que
forzaban al ejecutivo japonés a sucumbir ante todas sus
peticiones. No solo eso. Debido a la tremenda presión
política que habían creado la justicia bloqueó diversas
penas de muerte contra miembros de grupos hermanos.
Tenían la sartén por el mango.
El siguiente asalto fue en el aeropuerto de Estambul. El
objetivo, un grupo de pasajeros que iban hacia Tel Aviv.
El resultado, tres muertos y veinticuatro heridos graves
debido a la explosión de diversas bombas de mano.
En 1977 secuestraron dos aviones más. Uno de ellos
se estrelló en plena faena. Parece que penetraron en la
cabina del piloto y la discusión subió de tono. El que
estaba al mando se cepilló al capitán. Se negaba a coope-
rar. El ridículo fue antológico, pero pese a todo lograron
arañarle unos cuantos millones más al gobierno japonés.
A partir de los ochenta, las circunstancias les obliga-
ron a romper de una vez por todas con esa obsesión
enfermiza con el mundo de la aviación. La invasión del
Líbano por parte de las Fuerzas de Defensa de Israel
34
significó un duro golpe para su actividad. Parecía que
finalmente habían desaparecido, pero tras un hiato de
casi una década volvieron a dar señales de vida en 1986.
Eran tiempos mucho más complejos.
Volvían diezmados pero con nuevas ideas y un arsenal
de juguetes peligroso e insospechado. Como entremés
y para celebrar esta segunda fase, atacaron con misi-
les soviéticos varias embajadas ubicadas en el centro de
Yakarta.
En 1987 se celebró en Venecia una cumbre del G7.
Entre los participantes estaban Margaret Thatcher, Ro-
nald Reagan y François Mitterrand. Los soldados del
Ejército Rojo no podían quedarse de brazos cruzados.
Colocaron una mina flotante a escasos metros del en-
cuentro. Resultó estar desarmada, pero habían logrado
sembrar el pánico entre los responsables policiales, in-
capaces de entender cómo había llegado ese trasto hasta
ahí. En Roma un coche bomba explotó frente al consu-
lado norteamericano. Le acababan de lanzar cuatro gra-
nadas. Otro artefacto estalló en la embajada británica.
En Nápoles volaron por los aires un club nocturno en
el que se reunían oficiales americanos. Mataron a dos
trabajadores. Era mediados de 1988 y reivindicaban sus
atentados con nombres tales como Las Brigadas de la Yi-
had o Brigadas Internacionales Antiimperialistas. Todo
parecía indicar que los escasos militantes activos actuaban
como lobos solitarios sin conexión alguna entre ellos.
Poco después dispararon varios proyectiles caseros
contra los Palacios Imperiales de Tokio y Kioto. Fue su
última gran maniobra.
Con el cambio de década, las autoridades libanesas se
cansaron de tenerlos rondando por el país y detuvie-
35
ron a varios de sus cabecillas por violar sus fronteras y
utilizar documentación falsa. Un día aún más negro, la
URSS y Yugoslavia desaparecían del mapa. Les espera-
ban algunas sorpresas más. La policía desarticuló una
célula escondida en Lima.
Supuestamente trabajaba para Sendero Luminoso.
Curiosamente, ese mismo año el MRTA tomó la resi-
dencia del embajador japonés en Perú.
En 1997 Jun Nishikawa, anteriormente fugado de
una cárcel japonesa, fue cazado en Bolivia. En abril la
prensa aseguraba que se habían detectado movimien-
tos sospechosos en Colombia. El rastro se extendía por
lugares tan dispares como Rumania, Filipinas, China
o Tailandia. La versión oficial era que la organización,
muy debilitada por la represión, se limitaba a asesorar
a otras estructuras similares. El Ejército Rojo Japonés
encaraba su propio ocaso.
A Fusako Shigenobu, fundadora del ERJ, la localiza-
ron en un pueblo cercano a Osaka. Era la única líder
operativa y quizás también su cara más carismática y
conocida. La detención fue retransmitida por las tele-
visiones de todo el mundo. Sobrevivía oculta en Japón,
de hotel en hotel y haciéndose pasar por hombre. Un
recepcionista la identificó por su peculiar manera de
fumar. Poco después, en la cárcel y con una condena
de veinte años a sus espaldas, redactó el comunicado
de autodisolución del ERJ. Era el fin a una trayectoria
de casi tres décadas de huida hacia adelante y lucha a
quemarropa. Habían logrado sobrevivir a las Brigadas
Rojas italianas, a Action Directe y a tres generaciones
del RAF.
36
EL FRENTE ARMADO ANTIJAPONÉS
DEL ESTE DE ASIA
37
contra la guerra de Vietnam. También en el encarnizado
combate contra el sistema universitario, caro, masifi-
cado, copado por las corporaciones y enfocado a crear
trabajadores de alta cualificación útiles para el sistema.
Eran una generación que había vivido los últimos cole-
tazos de la posguerra pero también los primeros efectos
del increíble crecimiento económico japonés. Después
de grandes penurias fueron expuestos a una abundancia
engañosa, caracterizada por la sensación de alienación,
soledad y atomización.
El FAAEA fue otro producto de este ambiente. Sus
activistas, como esos posadolescentes del Ejército Rojo
Unido perdidos en Corea, habían sido ávidos consumi-
dores de manga: Tomorrows Joe, Stars of Giants o Ninja
Combat Manual eran algunas de sus lecturas favoritas.
También eran fanáticos seguidores de las películas de
yakuzas. Ambos géneros representaban a individuos
que vivían al margen de ley y se negaban a sucumbir
ante las exigencias impuestas por la colectividad.
Entendían que su lucha debía formar parte de un
proyecto internacionalista de liberación total con múl-
tiples frentes repartidos por todo el mundo. Pero no
todo eran coincidencias con sus socios comunistas.
Eran, simplemente, la otra cara de la misma moneda.
Mientras los miembros del Ejército Rojo vivían en
la clandestinidad esparcidos por todo el planeta, las
personas que estaban dentro del FAAEA llevaban una
vida normal. Trabajaban y tenían el mismo día a día que
cualquier otro oficinista. Al caer la noche, preparaban y
ejecutaban sus acciones.
El FAAEA se componía de pequeñas células y grupos
de afinidad. No tenían un mando ni una cúpula dirigen-
38
te. Además, sus acciones siempre fueron dentro de Ja-
pón y promovían un tipo de terrorismo completamente
indiscriminado del que se acabarían arrepintiendo.
Sentían un fuerte desprecio hacia el proletariado, fruto
de una interpretación de la realidad en la que todo aquel
que no luchaba contra el imperialismo era su cómplice y
promotor. Esta lógica culminó con un salvaje atentado
perpetrado contra una fábrica de Mitsubishi en el que
asesinaron a varios obreros e hirieron a más de cuatro-
cientas personas.
La ética aristocrática promulgada por Mishima volvía
a salir a flote, aunque esta vez en su acepción más esca-
brosa. Pese cierto regusto ácrata, no eran más que otra
vanguardia intelectualizada y desligada de cualquier
realidad social.
Pero más allá de todo esto, su originalidad recaía en su
rechazo frontal a los conflictos fratricidas en los que se
estaba viendo envuelta la Nueva Izquierda.
El pensamiento del Frente quedó recogido en el Hara
Hara Tokei, un manual editado en 1974 por uno de sus
comandos. En sus páginas describían diversas tácticas de
guerrilla urbana y explicaban cómo fabricar explosivos
caseros. También dedicaron unas líneas al tema de la
seguridad. Entre los consejos, recomendaban no rela-
cionarse con personas de izquierdas ni frecuentar sus
espacios. Curiosamente, sí que animaban a tener una
vida social y familiar activa para no despertar sospechas.
En cuanto a la parte ideológica, el mensaje era más o
menos el siguiente:
39
sus súbditos coloniales. El movimiento obrero de un
país imperialista como Japón no puede ser otra cosa
que contrarrevolucionario. Cada intento por conse-
guir aumentos salariales y mejores condiciones la-
borales fortalecen el imperialismo japonés y exigen
mayores sacrificios a sus colonias.
40
de asaltar el Palacio Imperial. El cisma que generó la
fallida operación creó las sinergias necesarias para una
nueva contestación mucho más radicalizada. Fracaso
tras fracaso y en un contexto de bonanza económica,
las estructuras políticas vieron como su militancia iba
menguando poco a poco. Justo en ese momento apare-
cen las organizaciones armadas recién descritas.
La llama fue extensa e incontrolable. Poco a poco, la
derrota se hacía cada vez más palpable, dando alas un
nihilismo que iba a devorarlo todo. Los objetivos a aba-
tir ya no eran solo las corporaciones, el gobierno o la
monarquía, sino también las facciones rivales o los com-
pañeros de barricada que no suscribían cierto dogma.
El marco de pensamiento incubado en los sesenta
se giraba en contra de sus propios creadores. Un caso
paradigmático fue el asesinato de Nobuyoshi Honda,
líder del Comité Nacional para la Alianza Comunista.
Murió apaleado con barras de hierro en su propia casa
por varios elementos pertenecientes a otro grupúsculo.
Se hacían llamar Comité Nacional para la Afianza Co-
munista Marxista Revolucionaria.
En todo caso, es innegable que la sociedad japonesa de
posguerra presentaba unas claras características protorre-
volucionarias. Esa misma sociedad, en principio abierta
a planteamientos emancipadores, se horrorizó ante una
violencia quirúrgica e ideológica que anteponía la cues-
tión estratégica y política a cualquier otra consideración.
¿Fue el terrorismo la única salida digna para la izquierda
japonesa o el principal responsable de su disolución? La
respuesta a esta pregunta, formulada miles y una veces,
nos conduce a otra cuestión: si ni la bala ni la palabra
sirven para nada ¿qué queda?
41
DE LAS KATANAS A LA ULTRADERECHA
Conflicto y evolución del yakuza contemporáneo
Paula García
43
omisión, bien por colaboración explícita, lo que a todas
luces es una estructura que funciona al margen de la le-
galidad del país está también entrelazada con la realidad
de sus partidos políticos e instituciones.
Aun así, nos resulta complicado analizar la posición
política de la Yakuza desde una perspectiva externa.
Hay demasiados acontecimientos que necesitan con-
texto para entenderse, y no ayuda especialmente el
hecho de que la propia organización, como concepto,
siempre ha estado basada en los grises. Una estructura
con una presunta adhesión a una ética muy firme que,
simultáneamente, se relaciona con todo tipo de nego-
cios ilegales y violentos; una mafia claramente criminal
a la que las autoridades han hecho caso omiso durante
décadas, en parte porque su existencia traía beneficios
y paz social a ciertas áreas difícilmente controlables por
las instituciones.
Quizás es por esto que la imagen pública del yakuza,
especialmente en una escala internacional, es fundamen-
talmente apolítica. Pero un análisis superficial de sus
características nos deja claro que una entidad tan amplia,
con tantas ramificaciones y un origen estrictamente liga-
do al del propio país tal y como se conoce hoy en día, no
puede mantenerse neutra en su impacto en la sociedad.
De hecho, es especialmente en sus raíces donde vemos
las mayores inclinaciones hacia la derecha y el nacio-
nalismo. Pero, por otro lado, una serie de elementos y
actuaciones históricas nos hacen pensar que su ideología
es un tanto más compleja que eso. Para entenderla, por
tanto, hay que hacer el esfuerzo de examinarla en deta-
lle, y eso implica, entre otras cosas, echar un vistazo a
sus orígenes.
44
LA YAKUZA: ORÍGENES INCIERTOS DE
LA CRIMINALIDAD MITOLÓGICA
45
machi-yakko, como los yakuza más tarde, fueron en su
momento romantizados por su público y protagonistas
de multitud de historias, novelas y obras de teatro; al
mismo tiempo, fueron los pioneros en la reapropiación
del tatuaje como forma de transmitir virilidad y fortaleza2.
Esto convierte a la Yakuza en un ejemplo temprano de
creación activa de un discurso y una narrativa para blan-
quear a una institución a ojos de la opinión pública. Es
a este grupo de bandidos, que ejercían la violencia pero
presumían de buen corazón, a quienes la propia Yakuza
suele considerar como sus antecesores.
La mayoría de historiadores, sin embargo, achacan el
origen de la Yakuza a otras organizaciones que también
proliferaron en el Japón de Tokugawa: los bakuto y los
tekiya3.
A los bakuto se les responsabiliza de la introducción
de los juegos de azar y las apuestas en Japón, y en mu-
chas ocasiones trabajaron en colaboración con el gobier-
no. Eran agrupaciones de jugadores profesionales que
generalmente establecían sus puestos en los márgenes
de las grandes carreteras que recorrían el país. La red de
carreteras fue una de las mayores inversiones del gobier-
no japonés durante el siglo XIX, y en muchas ocasiones
eran los propios dirigentes políticos quienes ofrecían a
los bakuto hacer la vista gorda ante sus actividades ile-
gales a cambio de un porcentaje de los beneficios. Así, se
esperaba recuperar al menos una parte de las inversiones
46
en estas infraestructuras. Los bakuto son responsables
de la fuerte tradición que, aún a día de hoy, la Yakuza
mantiene con los casinos, las apuestas y el pachinko4;
también, cuenta la leyenda, son el origen del nombre
popular que reciben. Ya-ku-za (en japonés, los números
ocho, nueve y tres) es una mano particularmente mala
del juego de cartas Hanafuda, que los bakuto comen-
zaron a utilizar para referirse a cualquier cosa que fuera
«inútil, que no sirve para nada»5. Más tarde, la mafia
japonesa se reapropiaría del término.
Los tekiya, por otro lado, también aparecieron por
primera vez en la era Tokugawa, y eran básicamente una
red de comerciantes que distribuía productos de manera
itinerante. Su labor era mitad picaresca, mitad mercado
negro. Por un lado, tenían mala reputación por sus es-
trategias para captar clientes y engañarles para comprar
productos falsificados o defectuosos; por otro lado, sus
zonas se convirtieron en importantes puntos de inter-
cambio de bienes en un momento en el que el comercio
japonés todavía estaba desarrollándose6.
47
Así que tenemos a dos grupos que, técnicamente, ac-
tuaban al margen de la ley, pero que en circunstancias
concretas llegaban a acuerdos de beneficio mutuo con
las autoridades, lo cual les permitía seguir existiendo
y fortaleciéndose de manera relativamente consentida.
La importancia de estos dos grupos en el origen de la
Yakuza es tal que, hasta la actualidad, la policía japo-
nesa todavía clasifica las distintas familias de la Yaku-
za entre bakuto y tekiya, según cuál sea su actividad
principal7. Negocios aparte, su influencia va más allá
de lo estrictamente económico: de ellos toman algunos
de sus rasgos más característicos, como la jerarquía in-
terna. De los bakuto y tekiya heredaron los yakuza el
sistema oyabun-kobun (padre-hijo) en el cual los nue-
vos miembros, los hijos, deben jurar lealtad extrema al
cabeza de la organización, el padre. Los kobun pueden
llegar a sacrificar su propia vida por el oyabun en caso
de ser necesario; el papel del oyabun, por otro lado, es
cuidarles, ceder su legado y su sabiduría a quienes están
a su cargo. Cabe destacar que este tipo de relaciones
eran frecuentes en el Japón del siglo XIX, y que inclu-
so a día de hoy se mantienen en algunos ámbitos de la
sociedad nipona. En el ámbito académico o artístico
es frecuente que aquellos que se inician en un área en
concreto tengan un mentor que les aconseje y les enseñe
la técnica, llegando incluso a poder heredar su título
si el pupilo muestra las características adecuadas. No
obstante, la Yakuza es prácticamente el único ámbito
en el que este tipo de relación paternofilial se lleva al
48
extremo, exigiendo obediencia directa y sacrificio ab-
soluto por aquellos que ocupan un lugar más elevado
en la jerarquía8.
La estructura oyabun-kobun es uno de los aspectos
más comúnmente romantizados de la Yakuza, tanto por
la cultura popular como por los propios miembros de
la organización. No es el único: los tatuajes son uno
de los indicadores más frecuentes de la pertenencia al
grupo. Por un lado, sirven como prueba de fuerza y
virilidad para aquellos que los realizan: las complica-
das piezas, que cubren brazos y espalda, pueden llegar
a tardar cientos de horas en realizarse. Por otro lado,
la técnica tradicional para realizarlos constaba de una
gran aguja y una tinta parcialmente tóxica que causaba
mareos y fiebre después de someterse a varias horas de
sesión. A día de hoy, la mayoría de yakuza utilizan téc-
nicas modernas para crear sus tatuajes, pero someterse al
proceso tradicional sigue suponiendo una gran fuente de
reconocimiento y admiración dentro del clan9. Imágenes
complejas, con significado, generalmente realizadas por
un artista después de un largo proceso de entrevista con
el tatuado, del que se extraerían las informaciones y ca-
racterísticas necesarias para crear una pieza a su gusto.
El tatuaje es, de nuevo, uno de los signos que la Yaku-
za utiliza para reforzar su imagen de marginados, de
formar parte de una especie de resistencia social hacia
lo establecido. Originalmente, en el Japón feudal, los
tatuajes se utilizaban para marcar a aquellos que hubie-
49
sen cometido crímenes y, debido a esta asociación, el
estigma hacia estos en la sociedad japonesa es tal que,
a fecha de 2016, más de la mitad de piscinas, baños pú-
blicos y manantiales seguían prohibiendo la entrada a
quien los poseyera10.
Por último, y por los propósitos de este texto en con-
creto, el elemento narrativo y estético más importante
de la Yakuza es, quizás, su código de honor, o jingi.
Queda razonablemente claro, por lo que sabemos hasta
ahora, que esta organización se separa absolutamente
de la criminalidad típica, tanto en Japón como en otros
países. Una de las características que distinguen al yaku-
za —y que llega, en ocasiones, a explicar la pasividad
institucional hacia su existencia— es la idea de que se
adhieren a unas directrices ideológicas y morales muy
claras. El jingi deriva parcialmente del bushido, el «có-
digo del samurai». A pesar de que, sabemos ahora, esta
leyenda no consta de demasiado rigor histórico11, es di-
fícil negar su influencia como relato cultural a partir del
siglo XX. El código ético del yakuza —que como el del
samurái, aporta un pretexto moral a su violencia— en
sus manifestaciones más tempranas, estaría basado al-
rededor de varios preceptos, no participar de la venta o
distribución de droga, no robar, y no cometer actos de
violencia innecesarios que atenten contra la estabilidad
de la familia12. Estas ideas, veremos a continuación, en-
10 https://japandaily.jp/tattoos—continue—banned—onsen—ja-
pan—3066/
11 https://www.tofugu.com/japan/bushido/
12 Torrance, R. (2005) «The nature of violence in Fukasaku Kinji’s
Jingi naki tatakai (War without a code of honor)», Japan Forum,
17:3, 389-406
50
trarán frecuentemente en conflicto con la situación de
esta organización criminal en el último siglo.
51
dernizando, entrando en nuevas áreas, y la mafia creció
también con ellos.
La construcción y la automovilística fueron algunas
de sus puntas de lanza, pero incluso con esto mantu-
vieron una fuerte presencia en todo lo relacionado con
las apuestas y juegos de azar y con el mercado negro.
Estos ámbitos estaban ahora mucho más vigilados por
un gobierno menos voluntarioso a la hora de tolerar
escándalos violentos y guerras entre bandas, así que
muchas familias yakuza abrieron negocios paralelos y
legales que servían de tapadera para otras actividades
clandestinas, como la que incluso a día de hoy sigue
siendo la actividad más común: el intercambio de di-
nero a cambio de servicios de protección a políticos y
negocios locales14.
La era Meiji, con sus modernizaciones y sus conce-
siones a los mercados exteriores, también supuso el na-
cimiento de un ultranacionalismo muy arraigado en la
política japonesa y cuyas raíces se extienden hasta el día
de hoy. En el centro de este movimiento estaba la Gen-
yosha, un grupo nacionalista cuyo nombre en japonés
significa «sociedad del océano negro», y que fue funda-
da en el año 1881 por el ideólogo imperialista Mitsuru
Toyama. Era, en principio, una especie de federación
de sociedades a favor del nacionalismo y el imperialis-
mo japonés que las agrupaba bajo un código de honor
común, pero que ocultaba un propósito más profundo:
aprovechar el momento de rápido cambio político y
social para alimentarse del descontento de aquellos que
añoraban el régimen anterior, mucho más autoritario.
52
La Genyosha usó métodos de intimidación, chantaje
y, en muchas ocasiones, asesinato y terrorismo directo
para evitar el auge de los partidos de izquierda dentro
de Japón, aspirando a establecer un control mediante el
uso de la violencia que causase la caída del régimen y fa-
voreciese la expansión imperial de Japón por toda Asia15.
Una de las consecuencias más destacadas de la acción
de este grupo fue el asesinato de la reina de Corea en el
año 1895, que terminó por generar la invasión japonesa
a este país, sobre el cual mantendrían su poder durante
los siguientes cincuenta años16.
No es que estas sociedades ultraderechistas, en su ma-
yoría, se originasen directamente a partir de la Yakuza,
pero las actividades de ambas terminaron por confluir
inevitablemente.
Por un lado, obtenían sus fondos del mismo tipo de
negocios; por otro, era evidente que las políticas de la iz-
quierda japonesa, más inclinadas al control de los bajos
fondos y a la protección de los ciudadanos ante las ma-
fias, perjudicarían notablemente el crecimiento econó-
mico que la Yakuza estaba experimentando. La Yakuza
y el ultranacionalismo iban en contra del sistema y de la
figura del emperador, a fin de cuentas; ambos resentían
las ideologías extranjeras que empezaban a permear en
el país, como el socialismo y el liberalismo, y romantiza-
ban el pasado feudal de Japón, donde habían sido mucho
más libres para campar a sus anchas. Además, la Yakuza
53
había tomado cada vez más control de los puertos y de
sus mercancías, así que el aumento de la militarización
del país favorecería su poder político en este frente. En
última instancia, la Yakuza era uno de los grupos más
beneficiados por el auge de este pensamiento político,
y muchos cabezas de familia incorporaron pronto sus
ideologías, creando una asociación entre ultraderecha y
mafia dentro del país que sigue presente a día de hoy17.
La Segunda Guerra Mundial, en general, y el bom-
bardeo de Pearl Harbor (1941), en particular, cambia-
ron sustancialmente la relación de las autoridades con
la mafia japonesa, de la misma manera que sucedió en
países como Italia o Estados Unidos. Cuando el ejército
estadounidense ocupó japón en el año 1945, los gaijins
(extranjeros) descubrieron, sorprendidos, que el entra-
mado de poder en las sombras que tenían las organi-
zaciones secretas y las mafias dentro del país suponía
una grave amenaza a sus intereses. Muchos líderes de la
mafia fueron encarcelados como criminales de guerra
del más alto nivel. Pronto descubrieron, no obstante,
que el poder que ostentaba la criminalidad dentro del
país hacía que la colaboración con ella fuese mucho más
favorable a corto plazo, y aunque la postura pública de
EEUU siempre expresó rechazo hacia ellas, muchos de
sus oficiales, en realidad, terminaron por colaborar con
ellos18. La situación no fue tan trágica para la Yakuza
como parecía en un principio. Por un lado, las estrictas
políticas de racionamiento de alimentos hicieron que el
54
mercado negro fuese todavía más importante; por otro,
los propios soldados norteamericanos fueron en muchas
ocasiones los que pusieron en circulación armas y diver-
sos productos ilegales a través de estas vías.
La ocupación estadounidense, por tanto, comenzó a
ser más laxa en su persecución de las bandas y organiza-
ciones secretas japonesas en los siguientes años. Al final
de la década, el auge del comunismo hizo que, definiti-
vamente, la tolerancia de Estados Unidos hacia la Yaku-
za aumentase: las familias se oponían frontalmente al co-
munismo —perjudicaba, de nuevo, sus intereses— y en
muchas ocasiones las fuerzas de la ocupación utilizaron
la influencia de la Yakuza para enfrentarse a manifesta-
ciones comunistas19. Una vez más, los bajos fondos del
país se las habían arreglado para entrar en colaboración
directa con las autoridades. Como añadido, se liberó a
algunos de los líderes yakuza que habían sido encarce-
lados como criminales unos años atrás. En particular, la
puesta en libertad del capo Yoshio Kodama a cambio
de compartir su información y contactos en contra de
la izquierda japonesa llevaría a la creación del Partido
Liberal Democrático de Japón en 1955. Un estableci-
miento que, se revelaría más tarde, estuvo financiado
por dinero que Kodama había obtenido a través de la
Yakuza, y que le posicionaría como uno de los entes po-
líticos más poderosos de la década. Kodama era lo que
se llama un kuromaku. un intermediario entre la Yakuza
y las personas involucradas en política, un concepto que
se hizo más y más frecuente en las décadas posteriores.
La posición era beneficiosa para ambos: por un lado, la
55
Yakuza obtenía poder político y posibilidades de obte-
ner más dinero a través de la relación estrecha con los
partidos de derecha; por otro lado, los políticos tenían a
su disposición al ejército más amplio e influyente de Ja-
pón. El Partido Liberal Democrático, que desde enton-
ces ha estado estrechamente relacionado con la Yakuza
y, en particular, con la Yamaguchi-gumi, el clan yakuza
más grande de los que actualmente existen en Japón,
mantuvo mayoría en el parlamento japonés entre 1958
y 200720.
LA BURBUJA, LA CRISIS Y LA
MODERNIZACIÓN INEVITABLE
56
de pachinko, por ejemplo, están frecuentemente regen-
tados, directa o indirectamente, por estas familias. De
nuevo, en muchas ocasiones estos negocios servían para
encubrir y limpiar dinero procedente de las actividades
ilegales.
El poder político de la Yakuza, no obstante, iba más
allá de la influencia entre bambalinas. Algunos miembros
de la Yamaguchi-gumi llegaron, de hecho, a presentarse
como candidatos al Parlamento22. Por otro lado, con
todo esto, vino un aumento extraordinario del número
de adeptos entre sus filas. Según la Agencia Nacional
de Policía de Japón, en 1982 había alrededor de 24.000
empresas controladas por la Yakuza. Entre ellas, había
más de 5.000 mercados callejeros, 4.000 prestamistas,
2.000 clubs eróticos y otros 3.000 bares y discotecas. La
mayoría de estos negocios se repartían entre ocho fami-
lias yakuza especialmente prominentes, con un número
de miembros estimado de 40.00023.
Para entender la Yakuza moderna, no obstante, es
interesante fijarnos no solo en las cifras, sino en la de-
mografía. Tras la guerra con Corea, una población bas-
tante notable de coreanos, originalmente trasladados
allí para realizar trabajos forzados, permaneció en Ja-
pón. En los años noventa, había en Japón alrededor de
700.000 ciudadanos japoneses nacidos en Corea. Este
grupo de ciudadanos, considerados de segunda clase en
57
el país, sufren aun a día de hoy severos niveles de dis-
criminación. Para ellos, y para muchos otros colectivos
discriminados en Japón, la mafia y la Yakuza pueden
ser vistas como una de las pocas alternativas razonables
a la pobreza y la exclusión social. Según datos del FBI
—no explícita, pero sí tácitamente confirmados por la
policía japonesa— a finales del siglo XX alrededor de
un 15 % de la población coreana de japón formaba parte
de o había establecido vínculos con la Yakuza. Un dato
especialmente elevado si tenemos en cuenta que los co-
reanos eran, en ese momento, alrededor de un 0’5 %
del total de la población del país24. Otros datos sugieren
que el 70 % de la Yamaguchi-gumi está formada por
burakumin (personas de clase baja) y otro 10 % son
personas de ascendencia coreana. Por otro lado, sus filas
son fundamentalmente masculinas. Si bien es cierto que
existen testimonios sobre mujeres dentro de la Yakuza,
fundamentalmente casadas con algún líder importante
que se involucrarían pasivamente con algunos de los
negocios de sus maridos —especialmente durante la
Segunda Guerra Mundial—, el consenso general es que
la presencia femenina en la organización es extremada-
mente limitada a partir de ese momento histórico25.
Este dato no es de extrañar, quizás, en sociedades con
estructuras jerárquicas aún basadas en el sistema oya-
bun-kobun y en los preceptos morales ya menciona-
dos. El código moral del yakuza, como el lector ya ha
58
intuido, ha ido mutando con el tiempo: para el final del
siglo XX, casi todas las acciones que eran líneas rojas
para la Yakuza incipiente un siglo antes habían sido ya
transgredidas de todas las formas posibles. Sin embargo,
una idea sí se mantiene: la lealtad hacia la familia y a
los superiores. Para una entidad, al margen de notables
excepciones, fundamentalmente compuesta de personas
excluidas socialmente, esta idea de honor y protección
mutua parece uno de los pilares fundamentales que
incentivaría la entrada de nuevos reclutas.
La organización interna de la Yakuza, no obstante, se
ha ido adaptando a las nuevas exigencias del presente
y también a los en ocasiones elevadísimos números de
personas que componen cada familia. Las principales
familias tienden a utilizar un sistema piramidal basado
en tres estratos: células pequeñas comandadas por un
«padre» de familia que reporta a un sindicato central y
generalmente local, que al mismo tiempo depende de
una organización más grande dominada por el jefe de
cada clan. De esta manera, las grandes familias yakuza
ostentan poder sobre, en ocasiones, regiones enteras26.
Los fondos que los altos estratos de cada familia acu
mula a través de las escisiones más pequeñas son utili-
zadas para grandes operaciones colectivas.
En general, los estudios oficiales explican que el trá-
fico de metanfetamina puede llegar a suponer más de la
mitad de los ingresos totales de la Yakuza; no obstante,
la importancia del tráfico de droga dentro de la mafia
japonesa tiende a sobreestimarse por conveniencia insti-
59
tucional. El tráfico de droga es, en realidad, solo la punta
del iceberg de una red mucho más grande de extorsión y
coacción, pero sobredimensionar su importancia dentro
de las actividades criminales del país hace que la opinión
pública tienda a pensar que el verdadero problema de la
nación son los drogadictos y no la mafia27. Durante los
años noventa y principios del presente siglo, gran parte
de los ingresos de la Yakuza han procedido, también, de
la especulación con bienes inmuebles. Una práctica fre-
cuente es la conocida como jiage, cuya traducción más
cercana en castellano sería «usura»: estas organizacio-
nes colaboran con los grandes conglomerados del sector
de la vivienda para aumentar el precio de determinadas
áreas. La corporación paga una parte del beneficio a la
Yakuza para que algunos de sus miembros adquieran
propiedades en la zona, y se muestren visibles alrede-
dor de ella. La reputación de la Yakuza —recordemos,
asociada a los bajos estratos sociales y al ultranacionalis-
mo— hace que el valor de la zona disminuya, llegando
a hacer que los inquilinos vendan sus propiedades a un
valor mucho menor que el de mercado. Por ejemplo, en
los años noventa la corporación Suruga pagó alrededor
de 140 millones de dólares a la Yamaguchi-gumi para
conseguir expulsar a los inquilinos de una serie de pro
piedades que querían comprar. Más tarde, y ya libres
de la Yakuza, los bienes inmuebles se revendieron a un
precio mucho más alto28.
60
La extorsión y el dinero a cambio de protección siguen
estando presentes entre las actividades de la Yakuza hoy
en día; pero la más preocupante, especialmente desde la
perspectiva de las autoridades, es el tráfico de personas.
La información que llega a Occidente a este respecto es
limitada, pero sí es conocida la tendencia a crear agen-
cias de talentos, en países como Filipinas, Tailandia o
el este de Europa que incentivan a mujeres jóvenes a
mudarse a Japón para perseguir algún tipo de fama; una
vez en Japón, no obstante, acaban siendo víctimas de
círculos de prostitución y estafas piramidales que las
instituciones pueden, cada vez menos, ignorar29.
61
gumi (Kobe), la Sumiyoshi-kai (Tokio) y la Inagawa-kai
(Tokio y Kanagawa). A pesar de que la regulación legal
sobre estos grupos ha aumentado en las últimas déca-
das, no están explícitamente prohibidos, y ellos mis-
mos justifican su existencia como «grupos humanita-
rios». «Yakuza», a pesar de ser el término coloquial para
referirse a los miembros de estas organizaciones, no es
el preferido por la propia mafia, ni el utilizado por las
instituciones: boryokudan (grupos violentos) empezó
a ser el nombre más común utilizado para referirse a
ellos a finales de los noventa y se ha mantenido hasta la
actualidad30.
La imagen popular del yakuza a día de hoy deriva
fundamentalmente del período de bonanza económica
que vivieron tanto las organizaciones como del propio
país en los años ochenta. Japón había estado bajo gran
influencia de Estados Unidos, tanto en lo económico
como en lo político, y la Yakuza, en medio de un pe-
ríodo de auge, empezó a asimilarse cada vez más a los
gánsteres americanos. Los valores tradicionales, tanto
en lo estético como ideológico, se vieron un tanto des-
plazados durante este tiempo. No obstante —y de una
manera similar a lo que sucede con la percepción de la
Yakuza en Occidente— la perspectiva de la mafia ame-
ricana llegó al país nipón fundamentalmente a través de
la ficción, en muchos casos exagerada, romantizada o in-
cluso rozando la parodia. Se hicieron frecuentes los tra-
jes de alta costura y procedencia extranjera, las camisas
llamativas, el pelo rapado, las gafas de sol y todo tipo de
bienes importados, desde relojes hasta, y especialmente,
62
los coches. Si bien este fervor estético se ha diluido un
tanto en los últimos años, los líderes de la Yakuza siguen
formando parte, a día de hoy, del reducido mercado afi-
cionado a los coches estadounidenses en Japón31.
Los años de bonanza, sin embargo, no durarían eterna
mente. En 1989 la bolsa de Japón sufrió un descenso
dramático, y continuaría en caída constante hasta el año
1994; durante este tiempo, la mayoría de empresas que
habían florecido durante la burbuja económica empe-
zaron a sufrir una deuda asfixiante que les llevó, en últi-
ma instancia, a la quiebra. La Yakuza, una organización
que había hasta entonces sustentado gran parte de su
actividad en el lavado de dinero y en la recolección de
deuda, comenzó a ver sus ingresos drásticamente redu-
cidos. Sus negocios habían sufrido el impacto econó-
mico tanto como cualquier otro, y además, era difícil
recaudar dinero de protección o pagos de préstamos a
quien simplemente no tenía los medios para pagarlos.
La competición entre las familias por los pocos secto-
res todavía pujantes se volvió más agresiva, escaló la
violencia tanto entre los propios gánsteres como hacia
los ciudadanos, y las autoridades, que en otro momento
habían respaldado explícita o tácitamente sus activida-
des, comenzaron a darles la espalda. De la quiebra de la
bolsa japonesa surgió, de hecho, la primera ley explíci-
tamente anti Yakuza. La «ley anti boryokudan» (1991),
que empezó siendo bastante gris y leve pero fue, poco
a poco, endureciéndose con los años, obligaba a las fa-
milias a registrarse oficialmente como organizaciones
ante la policía, prohibía explícitamente la extorsión y
63
el crimen organizado y endurecía las penas de prisión.
La presión por parte de Estados Unidos y la política
internacional obligó, a la larga, a que a comienzos del
siglo XXI Japón prohibiese explícitamente el lavado de
dinero o permitiese las escuchas policiales, medidas a las
que el país se había resistido hasta entonces32.
Todo esto, por supuesto, no sería suficiente para erra-
dicar por completo y en unos pocos años un entramado
criminal que opera en los bajos fondos del país y está
absolutamente unido a su clase política, pero al margen
de necesitar andar con más cuidado a la hora de violar
las leyes, la legislación anti Yakuza unida a la crisis eco-
nómica también supusieron un problema para la mafia
en cuestión de opinión pública. En la posguerra de la
Guerra Fría, el interés por el ultranacionalismo dentro
del país se redujo notablemente, y resultaba cada vez
más difícil justificar la existencia de estos grupos como
hipotética fuerza disuasoria de un comunismo que era
cada vez menos una amenaza. La xenofobia y la defensa
del tradicionalismo, por tanto, fue uno de los refugios
ideológicos en los que este tipo de sociedades encontra-
ron para justificar su presencia en sociedad. La suspi-
cacia hacia Estados Unidos, China y Rusia, y el temor
hacia el incremento de la inmigración, no obstante, no
fueron motivos suficientes para redimir al yakuza a los
ojos del japonés medio. Durante la recesión económica,
la escalada de violencia yakuza repercutió, en nume-
rosas ocasiones, directamente hacia los ciudadanos, a
64
quienes en otro tiempo la organización había jurado
dejar siempre al margen de sus negocios. Lo crudo y
agresivo de sus métodos generó que, en un país razona-
blemente poco inclinado a la manifestación violenta, en
muchas ocasiones los ciudadanos se tomasen la justicia
por su propia mano y tratasen de expulsar a la Yakuza
de sus barrios33.
Como consecuencia de todo esto, la Yakuza ha te-
nido que reposicionarse, y de alguna manera justificar
su existencia de cara a la sociedad y, sobre todo, a las
instituciones y partidos políticos. Y lo ha hecho con
una mezcla de sutilidad y tosquedad absoluta, pero que
demuestra también una maleabilidad estratégica que es
una de las características de la mafia contemporánea, y
uno de los motivos por los que su erradicación es tan
compleja. Con la percepción de la Yakuza como un mal
necesario ya muy lejos, la criminalidad japonesa ha co-
menzado a cuidar especialmente su narrativa. Al final,
la capacidad de la organización de mantenerse a través
de cambios políticos, ideológicos y sociales en Japón ha
venido siempre de la mano de un fuerte dominio del dis-
curso, y esta nueva crisis no es la excepción. A finales de
los años noventa, se destaparon numerosos escándalos
relacionados con extorsión, asesinatos y financiaciones
ilegales de partidos de la derecha que llevaron a que la
prensa prestase más atención que nunca a lo relacionado
con la mafia. No obstante, esta respondió con constan-
tes amenazas, asesinatos y atentados contra medios que
publicaban historias negativas sobre la Yakuza, expo-
65
nían casos de fraude o simplemente publicaban carica-
turas que los representaban de manera irónica34.
En contraposición a esto, la ficción, en ocasiones
directamente financiada por la propia organización35,
en ocasiones por propia inercia de la imagen popular
de estos gánsteres, muestra en ocasiones que la idea del
yakuza honorable, carismático y dispuesto a luchar por
los débiles no ha dejado de existir. Las películas, video-
juegos y libros han tenido mucho que ver en la percep-
ción social de la Yakuza, tanto dentro de Japón como
especialmente en Occidente, con acceso mucho más
limitado a la información veraz sobre el tema. Es con-
veniente que prácticamente toda la imagen del yakuza
contemporáneo que los ciudadanos obtienen en los paí-
ses occidentales venga precisamente de aquí, puesto que
la tolerancia de Japón a una organización criminal es es-
pecialmente difícil de justificar ante países con sistemas
penales mucho más duros al respecto. Quizás es parti-
cularmente representativa de ello la ocasión en la que
el periodista especializado en la Yakuza Jake Adelstein
consiguió que varios miembros de la una banda japonesa
jugasen a Yakuza 3 (2009), un videojuego que se centra
en explorar la temática y leyenda de la organización. Los
yakuza disfrutaron de la representación que se hace de
ellos en el juego, apoyando los valores tradicionales de
honor y defensa del ciudadano en los que solían creer36.
66
Para los japoneses, sin embargo, los videojuegos pue-
den no ser suficiente para redimir a una de las entidades
que más daño directo ha causado a la ciudadanía en las
últimas décadas. Quizás debido a esto, dentro del pro-
pio país son múltiples los casos recientes en los que la
Yakuza ha realizado acciones aparentemente altruistas
que, en el fondo, guardan también un deseo de recupe-
rar su posición social anterior. En especial, destacan los
esfuerzos de ayuda en determinadas crisis humanitarias,
como el terremoto de Kobe en 1995, donde la Yamagu-
chi-gumi envió miles de sus oficiales a las ciudades afec-
tadas para distribuir recursos y primeros auxilios, o el
tsunami de marzo de 2011, que supuso uno de los pocos
esfuerzos colaborativos entre todas las familias yakuza
de los últimos años para reconstruir viviendas, asistir a
los heridos y hospitalizar a los afectados37. También son
cada vez más frecuentes los casos de colaboración de la
Yakuza con la policía38.
67
los códigos. Por un lado, su filosofía los hace tradicio-
nalistas, pero por origen y por demografía son antisis-
tema por necesidad, y es precisamente la combinación
entre ambas lo que, en muchas ocasiones, ha generado
la pasividad con la que las autoridades japonesas se han
enfrentado a una problemática muy relevante dentro de
la sociedad japonesa.
La unión de la criminalidad de Japón al ultranaciona-
lismo y las fuerzas políticas de derecha tras la ocupación
estadounidense fue uno de los elementos clave de su
posterior auge; también ha sido uno de los motivos por
los que, en tiempos más difíciles, las instituciones han
considerado apropiado y sencillo dar la espalda a un
grupo en constante escalada de tensión y violencia. Y
aun así, y si la organización ha sido capaz de sobrevivir
a tantos momentos inciertos, ha sido por un absoluto
dominio sobre su propia narrativa.
El concepto del yakuza, a fecha de hoy, es una pa-
radoja tan contradictoria como, en ocasiones, muchos
otros aspectos de la sociedad japonesa. A estas alturas,
es difícil negar que los impactos de su criminalidad han
sido fundamentalmente negativos en el desarrollo de
los acontecimientos; pero incluso con todo esto, otras
situaciones han demostrado que su influencia ha sido
extraordinariamente conveniente para aquellos en el
poder en tiempos inciertos. Con ello, los japoneses
han aprendido a vivir con la existencia de la Yakuza, y
la Yakuza ha aprendido a vivir en un universo mucho
más crítico con sus acciones, reposicionándose ante la
opinión pública como, si quizás ya no unos caballeros
honorables, al menos como una contingencia inevitable
y al menos, con un lado positivo. Todos sus manieris-
68
mos, la estética, los tatuajes y las ideas de honor y leal-
tad familiar no son sino un engranaje más de todo esto
que conforma la imagen de la Yakuza en las mentes de
los ciudadanos, y más allá de un elemento exótico, de
carisma o de distinción, son también una pantalla de
humo que en muchas ocasiones distrae, también, de su
verdadera cara. Y si bien es verdad que muchos expertos
consideran que la próxima década será, por fin, el fin de
esta organización criminal en Japón39; otros, sin embar-
go, opinan que es difícil que una entidad tan mutable e
intrincadamente ligada a la historia del país termine por
perecer algún día40.
69
ANSATSUSHUGI. HAY QUE MATAR
AL EMPERADOR
Javi Sánchez
71
principio político». Dicho de otro modo: la mejor for-
ma de demostrar que el emperador y su familia no son
dioses es acabar con su existencia mediante la ciencia
moderna. Con pistolas y explosivos.
SOCIALISMO CIENTÍFICO
¿ES EL EMPERADOR UN DIOS?
72
Al mismo tiempo, su reinado empezaba a dejar claras
varias ideas tan familiares como peligrosas: el país tiene
un destino manifiesto, es mejor que el resto de países,
etcétera. No eran especialmente nuevas dentro de la his-
toria de Japón, pero la industrialización las convirtió en
más peligrosas.
El nacionalismo ferviente se sostenía en dos patas: la
creciente militarización de la sociedad —una dedicación
que además ofrece empleo e ingresos estables durante
las décadas convulsas y que hasta entonces había esta-
do vedada a los nacidos en familias sin nombre— y la
adoración del emperador como akitsumikami: un dios
encarnado en forma física, inefable e infalible. Los in-
gredientes perfectos para crear una secta sintoísta a es-
cala nacional que alimentase el sueño del Japón imperial,
mientras la población poco a poco iba adquiriendo hábi-
tos occidentales (que serían aplastados definitivamente
tras el intento de golpe militar de 1931): desde la moda
flapper hasta esas ideas gaijin (extranjero, concretamente
occidental o no asiático), como el socialismo, el anar-
quismo y el comunismo.
En realidad, la relación de los gobiernos japoneses de
la época con los revolucionarios no era muy distinta
de la que mantenía Occidente: prohibición de partidos
políticos, cierre de periódicos, encarcelamientos habi-
tuales, represión de manifestaciones, disturbios y alga-
radas... La democracia japonesa era un frágil equilibrio
entre nacionalistas desmedidos, ciudadanos empobreci-
dos y un país agotado por sus constantes guerras. Entre
1894 y 1931 —luego ya no haría falta— se van aproban-
do todo tipo de leyes, conocidas por el eufemismo de
«preservación de la paz», destinadas a torpedear cual-
73
quier cosa que huela a izquierda. Por ejemplo, en 1900,
se prohíbe el periodismo independiente y los sindicatos.
En definitiva, una idea de democracia también heredada
de Occidente.
Aún así, ni esas leyes podían frenar unos disturbios
que no eran poca cosa: el 5 de septiembre de 1905, Tokio
arde. Literalmente. Durante tres días, una turba enfu-
recida se dedica a incendiar y destruir el 75 % de los
puestos policiales de la ciudad, además de linchar a no
menos de 500 policías y bomberos. ¿Los motivos? Al
pueblo japonés se le había vendido la idea de que la
guerra contra Rusia había sido una serie de victorias
implacables que llevarían a la consecución de un sucu-
lento botín de guerra, una repetición de lo sucedido una
década atrás contra China. En realidad, Japón quedó
tan debilitada por el conflicto que, aunque el tratado de
paz reconocía su victoria —y dejó abiertas las puertas
para la ocupación total de Corea, cinco años después—,
el país no estaba en condiciones de exigir un tratado
ventajoso para Japón. El estallido popular subsiguiente
se vio aplastado por la aplicación de la ley marcial y de
una nueva legislación que, indirectamente, culminaría
en esa carta contra el emperador.
Las nuevas leyes antidisturbios implicaban penas de
cárcel contra los manifestantes. Al mismo tiempo, el
control de la prensa también solía acabar con los intelec-
tuales en prisión. Cualquiera de esas condenas cerraba
las puertas a trabajos como servir en el ejército o el acce-
so a puestos públicos. Y así, izquierdistas más o menos
moderados, como Osugi Sakae, acababan coincidiendo
una y otra vez entre rejas con radicales convencidos,
como Kotoku Shusui, por cosas tan simples como mani-
74
festarse contra la subida desmedida del precio del billete
del tranvía (otra protesta que acabó en disturbios serios)
o traducir El manifiesto comunista. Entre 1905 y 1910,
el paso por prisión de casi todos los futuros ejecutados
en virtud del artículo 73 es constante.
75
blece lazos con el anarquismo internacional, sino que
aprovecha para crear la rama estadounidense del Parti-
do Socialista Revolucionario de Japón. Curiosamente,
un año después de su fundación, en 1907, un grupo de
japoneses que nadie podría sospechar que tienen que
ver con ese Partido Socialista Revolucionario hicieron
llegar al consulado de Japón en San Francisco un texto
que hacía que Kakumei se quedase corto. Era Una carta
abierta al emperador Mutsuhito [Meiji] de un grupo de
japoneses anarcoterroristas. La carta, escrita con motivo
del cumpleaños de Meiji (el día 3 de noviembre, aunque
les pilló el toro con las fechas de entrega y tardaron cin-
co días más en acabarla), es una de las felicitaciones más
salvajes de todos los tiempos. Se titulaba Ansatsushugi,
que puede traducirse como «terrorismo», pero que lite-
ralmente se traduce mejor como «asesinacionismo». Y
que es una combinación de amenaza de muerte, teoría
política, disquisición teosófica y justificación doctrinal
del asesinato político.
Empieza llamando al emperador por su nombre real:
«Eh, tú, Mutsuhito». Que es tanto una falta de respeto
como un sacrilegio. Y al que advierten: «pobre Mutsu-
hito, las bombas te rodean y están a punto de estallar.
Este es tu adiós».
La carta también describe al primer emperador como
«la peor persona que jamás haya existido», enumera que
sus más de ciento veinte generaciones comparten esas
cualidades de no ser una buena persona y niegan la di-
vinidad del dios del Trono de Crisantemo. La ciencia,
afirma la misiva, dice que el emperador «no es un dios,
sino consanguíneo del mono». También le llama «zar
japonés», habla del terrorismo ruso como referencia y
76
acusa al monarca de preocuparse solo de los ricos. Todo
ella lleva a justificar que el grupo afirme «la implemen-
tación del asesinato como principio político».
Como estamos a principios del siglo XX y la propa-
ganda funciona como funciona, el grupo también di-
funde entre los medios que ha hecho llegar 800 copias
de la carta a japoneses selectos, y que ahora todo Japón
sabe lo que se le viene encima al emperador. La carta en
realidad es un manuscrito mimeografiado en una plan-
tilla: los anarquistas saben que es mala idea acudir a una
imprenta, así que han tenido que hacer copias de andar
por casa. Sin embargo, la carta provoca cierto pánico
en Japón. La sola idea de que un texto aúne terrorismo,
sacrilegio y la voluntad de acabar con el mikado (el an-
tiguo término para designar al emperador) es peligrosa,
así que lleva a un nuevo conjunto de leyes y actuaciones
contra las izquierdas radicales.
Estas tampoco se quedan quietas: en 1908, Osugi
Sakae y otro montón de anarquistas son encarcelados
durante un par de años por «el incidente de las banderas
rojas», una manifestación política en la que celebraban
con banderas rojas y simbología de ese mismo color la
liberación de otro anarquista. Las penas son más duras
de lo habitual, aunque por el lado bueno, salvarían la
vida de Sakae y sus compañeros.
En 1910, mientras Sakae y sus compañeros se pudren
en la cárcel, veinticuatro anarquistas, hombres y muje-
res, son detenidos por el «incidente de la alta traición»;
el primer complot para acabar con la vida del empera-
dor. También conocido como el «incidente Kotoku»,
por Kotoku Shusui. Este no tenía nada que ver con el
complot, pero la oportunidad era demasiada buena para
77
el gobierno japonés. Con el artículo 73 en la mano, to-
dos los acusados fueron condenados a muerte. También
Uchiyama Gudo, un monje zen que había encontrado
un curioso nexo entre el budismo y el socialismo: si «en
el dharma todas las vidas son iguales, ninguna es inferior
ni superior» y «en toda forma de vida está la naturale-
za de Buda», Uchiyama había descubierto que «toda la
base de mi fe está en consonancia con los principios del
socialismo».
Uchiyama, por cierto, había sido detenido en 1909,
por rojo, pero los supuestos materiales para fabricar ex-
plosivos aparecieron meses después en su monasterio.
Y así con el resto de condenados. A la mitad se les con-
mutó la pena por cadena perpetua. La otra mitad fueron
ahorcados en enero de 1911. El juicio fue sumarísimo.
La bomba no existía. Solo cinco de los ejecutados habían
elaborado algún tipo de plan para acabar con el empera-
dor. A Shusui, por su parte, le dio tiempo a acabar otra
polémica antes de su ahorcamiento: Cristo destruido,
una denuncia de que, como el emperador, Jesús tampoco
era el hijo de ningún dios.
78
época, Japón vivió pequeños aires de libertad, aunque la
inestabilidad política continuaba. Asesinar a Taisho era
complicado por los motivos expuestos, así que los inten-
tos se limitaban a su hijo, el príncipe heredero Hirohito.
En 1923, Daisuke Namba, comunista e hijo de un
diputado japonés, aprovechó la visita de Hirohito al
Parlamento japonés para abrir fuego contra su vehícu-
lo. Con una pistolita y un disparo, Namba fracasó en
su intento. Era un plan alimentado por el resentimiento
de la muerte de Kotoku Shusui y, especialmente, por
el «incidente Amakasu». Amakasu era un policía que
aprovechó el caos tras el gran terremoto de Kanto de ese
año para buscar, apalizar y asesinar a líderes anarquistas.
Lo consiguió con dos, Osugi Sakae, del que ya hemos
hablado, y su pareja, la feminista Noe Ito, pero además
asesinó también al sobrino de seis años de ambos.
A Namba le declararon loco, pero le condenaron a
muerte igual. La principal consecuencia política fue que
una turba enfurecida intentó asaltar el hogar del primer
ministro Gonno —conservador, pero con fama de rojo
y blando— y otro par de políticos.
Gonno venía de sustituir a Hara, cristiano, plebeyo,
liberal y apuñalado un montón de veces en 1921 por
un ferroviario fascista por ser todas esas cosas. Gonno
dimitió y le sucedieron un primer ministro ultraconser-
vador, un gabinete no electo, y nuevas leyes de preser-
vación de la paz. Taisho moriría en 1926.
Por su parte, Amakasu fue condenado a diez años por
matar a una feminista, a un anarquista y a un niño pe-
queño. De esos años, cumplió tres: fue liberado en cuan-
to Showa (Hirohito) ascendió al poder tras la muerte
de Taisho, y destinado a la Manchuria ocupada, donde
79
se convirtió en jefe de una productora de películas de
propaganda ultra. Cuando los soviéticos tomaron Man-
churia, Amakasu se suicidó con veneno.
Pero antes de todo eso, estaba Fumiko Kaneka.
80
contra Corea y sus defensores estaban a la orden del
día desde 1910. Desde antes, en realidad. Pero el ascen-
so al poder del emperador Showa, títere absoluto de
los militares agravó la situación. En 1932, un grupo de
coreanos activan la Legión Patriótica Coreana, una or-
ganización secreta con un único fin en la vida: cargarse
a bombazos al emperador y a toda figura preeminente
del Japón imperial. El que menos fortuna tuvo de ellos
fue Lee Bong-chang, que en enero de ese año lanzó una
granada contra el carruaje del emperador. Falló.
De hecho, falló hasta el punto de que la granada estalló
contra otro carruaje, elevando el número de víctimas a
un total de dos caballos. Fue condenado a muerte ocho
meses después y ejecutado un mes después de la conde-
na. El Gobierno japonés calificó sus actos de «lobo so-
litario», en parte para encubrir que un colega suyo, Yun
Bong-gil, había reventado con explosivos en Shanghai a
un general imperial, un canciller, herido a un montón de
altos cargos y diplomáticos japoneses y, en palabras de
un disidente chino, «ser el coreano que ha conseguido lo
que un millón de soldados chinos no ha podido». Y todo
durante la celebración del cumpleaños de Hirohito.
81
En 1895, durante sus conflictos con China y la ex-
pansión en Corea, el Japón imperial decidió que una
figura regia y semidivina era un obstáculo para sus ob-
jetivos: la reina Min, la emperatriz consorte de Corea,
Myeongseong. El 8 de octubre de 1895, cinco antiguos
samurais entrenados para la ocasión se infiltraron en el
palacio real coreano —con la ayuda de militares corea-
nos projaponeses—, mataron a la emperatriz con bru-
talidad, la hicieron cachitos, los quemaron y enterraron
los restos. El resto de la casa real coreana emigró a Rusia
en cuanto tuvo noticias del asesinato.
82
SER MINORÍA EN JAPÓN. AINU,
COREANOS Y BURAKUMIN
Andrea Peñalver
EL NACIONALISMO JAPONÉS:
LA HOMOGENEIDAD INVENTADA
83
to de la visión que Japón ha tenido de sí misma como
nación homogénea; una visión que no es tan antigua,
sagrada ni mística como podríamos pensar si miramos
este país con ojos orientalistas.
El nacionalismo japonés comenzó a destacar durante
el periodo Edo, cuando se instauraron una serie de estu-
dios nativistas, denominados kokugaku, que buscaban
deshacerse de la preponderancia del neoconfucianismo
y de la influencia China en general que tanto había em-
papado a Japón desde hacía siglos. Ese nacionalismo se
vio reforzado por la caída del shogunato Tokugawa y la
posterior Restauración Meiji. Ante la amenaza de una
inminente posibilidad de colonización por parte de Oc-
cidente, el gobierno decidió plantar en el pueblo japonés
la semilla del nacionalismo, de una identidad japonesa
bien marcada. Y si se vieron en esta tesitura, fue porque
durante la época feudal, los japoneses no se concebían a
sí mismos como tal, sino que cada uno formaba parte de
un ban (dominio), y poco tenían que ver los habitantes
de un ban del centro de Honshu con los de cualquier
ban de la isla de Kyushu. Para ello usaron la religión
originaria de Japón, el sintoísmo, y la convirtieron en
sintoísmo de Estado, una forma de adoctrinamiento que
estaba presente hasta en las aulas.
Fruto del nacionalismo del gobierno Meiji y de su
miedo a ser colonizado, entre otras cosas, nació el im-
perialismo japonés y la colonización de Taiwán, Man-
churia y la península de Corea. Como resultado, ciuda-
danos de estas colonias, sobre todo de Corea, se vieron
arrastrados al archipiélago japonés, ya fuese en busca de
una vida mejor porque el gobierno había arrasado con el
sustento en sus lugares de origen, o porque eran trasla-
84
dados directamente para realizar trabajos forzosos. Du-
rante el periodo Meiji, a estos ciudadanos extranjeros se
les concedió la categoría de súbditos del emperador y se
procedió a su asimilación.
Pero ese espejismo, donde se les consideraba japone-
ses, caducó cuando Japón se rindió en la Segunda Gue-
rra Mundial. Sus fantasías de panasianismo se acabaron,
y con ellas la idea de un Japón donde tenían cabida otros
pueblos de Asia. Muchos fueron deportados, y los que
lograron quedarse en Japón tuvieron que hacerlo, sino
de forma ilegal, al menos, alegal. El nacionalismo sufrió
un revés por la derrota, y Japón tuvo que agachar la
cabeza. Pero el resurgimiento de una tercera ola nacio-
nalista no quedaba demasiado lejos, pues con el boom
económico de los años sesenta y setenta comenzaron a
reaparecer teorías nacionalistas que se enorgullecían de
que Japón fuese un país racial y étnicamente homogé-
neo; teorías que conformaban un propio género en sí
mismo: nihonjinron. Eran textos que se ocupaban de
diferenciar y destacar la forma de ser y la singularidad
de los japoneses frente al resto de la población mundial.
Se iniciaba así una época de pensamiento monoétnico
que se olvidaba de las minorías presentes en el país —
como los habitantes de Okinawa, obligados a vivir bajo
el dominio estadounidense hasta 1972— con el objetivo
de revitalizar la llama del nacionalismo, que práctica-
mente se había apagado tras su derrota en la Segunda
Guerra Mundial.
La idea de Japón como país homogéneo pudo man-
tenerse durante varios años porque las minorías no
destacaban a simple vista entre el resto de japoneses.
Pero esa máscara empezó a caerse cuando en los años
85
ochenta el número de inmigrantes del Sudeste Asiático
y de Oriente Medio comenzó a aumentar. Las diferen-
cias físicas hacían evidente a los propios japoneses que
Japón ya no era el país monoétnico que ellos creían, y
que en realidad nunca fue. La llegada de estos inmigran-
tes ayudó a visibilizar a las minorías que habían estado
ocultas, y los ochenta y noventa fueron décadas en las
que comenzó a plantearse la heterogeneidad del país.
Pero, como veremos a continuación, en el siglo XXI,
aunque la situación ha mejorado en varios aspectos, la
discriminación hacia las minorías sigue estando presente
hasta en las propias instituciones.
LA IDENTIDAD Y LA TIERRA
ROBADAS A LOS AINU
86
actualmente conocemos como Okinawa. Sin embargo,
con Japón cerrado al mundo y la amenaza de Rusia cer-
niéndose sobre islas Kuriles, el shogunato decidió dar
un paso al frente y colonizar las tierras de los ainu. Pero
esta colonización no fue sencilla, ya que los ainu siem-
pre han estado dispuestos a luchar por sus derechos, y
hubo varias revueltas antes de que el clan Matsumae les
robase sus tierras.
La colonización se vio reforzada durante la Restau-
ración Meiji, pues la isla de Hokkaido era un territorio
ideal para la antigua clase samurái, cuyo oficio era cosa
del pasado. Además, Hokkaido era una fuente de recur-
sos naturales crucial para un país que entraba de lleno
en el sistema capitalista tras su apertura al mundo y,
por lo tanto, en la industrialización. La colonización co-
menzaba por las propias tierras que habían pertenecido
a los ainu desde tiempos inmemorables. Los ainu, que
era un pueblo pescador y cazador, se vieron obligados
a trabajar las tierras que les dejaron, que resultaron ser
las menos fértiles de la isla porque las mejores las reci-
bieron antiguos samuráis y granjeros de Honshu, que se
habían visto empobrecidos por la caída del feudalismo y
la llegada de la industrialización. Los ainu no lograban
ver los frutos de su trabajo, y solo tenían quince años
para cultivarlas, de lo contrario, se las volvían a arreba-
tar; por este motivo, la mayoría acababa en trabajos de
media jornada, muchos en Honshu, lejos de sus orígenes
y de su familia, o como topógrafos, pues eran los que
mejor conocían el territorio. Sin su ayuda, habría sido
mucho más complicado llevar a cabo el desarrollo que
el gobierno tenía en mente, pero ni siquiera su papel se
vio reconocido.
87
A la vez que les quitaron sus tierras, les despojaron
de su cultura en un proceso de asimilación forzada. Se
les prohibió usar sus ropas y no podían hablar en su
propia lengua, con la intención de que desapareciese por
completo. Se incentivó el matrimonio entre ainu y wajin
(japoneses) para fomentar la asimilación. Se llevó a cabo
el adoctrinamiento de los más jóvenes para que se con-
virtieran en súbditos del emperador y se entregasen de
lleno a esa gran familia nipona, en la que el emperador
era el padre y todos los japoneses, sus hijos. La edu-
cación era segregada y muchos niños ainu no tenían la
posibilidad de asistir a clase porque se veían en la obliga-
ción de ayudar a sus padres con el trabajo. Además, las
políticas educativas eran discriminatorias, pues los años
de enseñanza obligatoria eran menos que los exigidos a
los wajin; por no mencionar la discriminación directa
que sufrían por parte de los profesores. A partir de 1937
acabó la segregación y comenzó la educación conjun-
ta de niños ainu y wajin, pero eso no fue sinónimo de
inclusión, ya que la historia que se les enseñaba era la
de los wajin, mientras que la suya era descrita de forma
negativa o directamente ignorada. La segregación seguía
existiendo dentro de las aulas, donde se los consideraba
una raza inferior, llegando a llamarlos proto wajin.
Todas estas políticas de asimilación hicieron de los
ainu uno de los grupos más empobrecidos en compa-
ración con el resto de la población japonesa. Además
de arrebatarles su cultura, les quitaron la posibilidad de
vivir con dignidad. No fue hasta los años setenta que
comenzaron a verse ciertas mejoras; mejoras por las que
tuvieron que luchar de varias formas ya que, si bien los
ainu tienen una cultura y una forma de vida en común,
88
cada uno, como individuo, afrontaba y veía el problema
con diferentes ojos. El principal organismo ainu era la
Utari Kyokai —anteriormente Ainu Kyokai—, creada
antes de la guerra con proyectos para la mejora de la
educación, la agricultura, el acceso a las prestaciones so-
ciales, etc. La Utari Kyokai tuvo que frenar su actividad
durante la guerra. En los primeros años de la posguerra
intentó recuperar las tierras que les habían quitado, y
que en ese momento estaban en manos de terratenientes
poderosos, llegando incluso a acudir a las fuerzas de
ocupación estadounidenses, pero el fracaso fue tal, que
cesó su actividad hasta la década de los sesenta. La Uta-
ri Kyokai representaba el movimiento de asimilación
que se había iniciado durante los años de la preguerra;
luchaba por los derechos de los ainu y en contra de la
discriminación, pero estaba a favor de la asimilación con
el resto de japoneses. Este pensamiento, que antes había
sido el preponderante, se vio puesto en jaque por nuevos
movimientos de ainu más jóvenes que estaban en contra
de la asimilación y que estaban dispuestos a luchar por
la conservación de su identidad.
Los nuevos movimientos ainu más radicales se vieron
fomentados por las luchas de los derechos civiles que
estaban teniendo lugar en Estados Unidos, así como por
las protestas contra la guerra de Vietnam y contra la
ocupación estadounidense de Okinawa. Estos jóvenes
activistas eran sumamente críticos con el establishment
de los líderes de la Utari Kyokai, que eran señores con
un nivel adquisitivo alto y que, de alguna forma, se ha-
bían acomodado y se habían amoldado a la intención
gubernamental e institucional de la asimilación total de
los ainu. Las nuevas generaciones estaban orgullosas de
89
ser ainu, rechazaban la asimilación y querían cavar bien
hondo para llegar a conocer las raíces de su pueblo. Los
nuevos grupos, como el Ainu Kaiho Domei, no usaban
canales institucionales ni ponían énfasis en las ayudas
sociales ni en la asimilación, sino que sacaban a la luz
y condenaban las estructuras y las instituciones a las
que estaban subordinados los ainu. Exigían disculpas
públicas ante los discursos racistas y protestaban contra
los medios de comunicación, que fomentaban los este-
reotipos que daban lugar a la discriminación de los ainu.
Por supuesto, durante esas décadas de lucha, emergían
voces de políticos que aseguraban que la «raza ainu»
no existía, y que la asimilación del pueblo ainu estaba
completamente finalizada. Pero los wajin no eran los
únicos que tenían este discurso negacionista, varios ainu
se agarraron a él y se dedicaron a negar que fuesen un
pueblo indígena, incluso llegando a unirse a grupos na-
cionalistas y de extrema derecha.
Pero llegaron los ochenta, y con ellos otra oportuni-
dad para los derechos de los ainu; se iniciaba una nueva
era repleta de etnopolíticas. Los grupos activistas enfa-
tizaban la identidad ainu con el objetivo de recuperar
los recursos y los derechos que les habían arrebatado
a finales del siglo XIX y luchaban por un nivel de vida
equiparable al de los wajin. La intención del momento
era derogar la Ley de Protección de 1889 y sustituirla
por la Nueva Ley (Ainu Shinpo), una legislación que
no solo se ocupase de las ayudas económicas, sino que
luchase contra la discriminación y por los derechos
humanos. Incluso los líderes más conservadores de la
Utari Kyokai habían cambiado de perspectiva al visitar
otros países y haber sido testigos de primera mano de
90
la situación de otros pueblos indígenas bajo políticas
de minorías. Comenzaban a darse cuenta de que no era
necesaria la asimilación total para obtener los derechos
básicos que los equiparasen al nivel socioeconómico del
resto de japoneses.
La Nueva Ley reclamaba la versión de los ainu sobre
su pasado en lugar de la historia oficial del gobierno, que
era la que se había transmitido de generación en genera-
ción. En la propuesta de la Nueva Ley se introdujo por
primera vez el concepto de «derechos indígenas», que
suponían la restauración del control sobre los recursos
naturales que les habían robado durante la coloniza-
ción. A su vez, se exigían derechos relacionados con la
cultura, la educación, el idioma y la protección contra
actos y discursos racistas. Cambió también el concep-
to de turismo que se había formado décadas atrás en
Hokkaido, donde todo estaba preparado y pensado para
los turistas, para la mentalidad wajin, no para demostrar
verdaderamente la cultura ainu.
Han tenido que pasar tres décadas para que por fin se
reconozca al pueblo ainu como indígena, pero la lucha
no ha acabado aquí. Aunque hay ainu más politizados
y que no tienen reparo en mostrar sus orígenes, muchos
otros se ven en la obligación de emigrar a las grandes
ciudades para mezclarse entre las multitudes y así no ser
reconocidos como ainu por miedo a ser discriminados.
Este miedo no es infundado, es la consecuencia de mu-
chas décadas de discriminación que no les permiten ser
quienes son; que les obligan a renegar de sus orígenes y a
avergonzarse de ellos, como si los que debiesen sentirse
avergonzados no fuesen aquellos que, aun a día de hoy,
niegan la existencia de los ainu como pueblo indígena
91
y se escudan en pensamientos racistas, etnocentristas
y discriminatorios para excusar una colonización que,
como todas, llevó a miles de personas a la miseria social
y económica.
92
rra Mundial. Sin embargo, es incorrecto pensar que el
flujo migratorio Corea-Japón fue algo completamente
nuevo tras la reapertura de Japón en 1854. Durante los
periodos prehistóricos llegó un buen número de habi-
tantes de todo el noreste asiático a través de la península
coreana. Una demostración más de que la pureza de la
raza o la sangre japonesa no es otra cosa que un sueño
de los que se engañan con la homogeneidad.
Los descendientes de la Corea colonial que llegaron a
Japón cuentan con un permiso de residencia permanente
especial que, como bien indica su nombre, les conoce
la residencia definitiva pero sin tener la nacionalidad
japonesa. Hasta llegar a obtener este permiso especial,
los coreanos tuvieron que pasar por situaciones de dis-
criminación, pobreza e inseguridad, pues la Guerra de
Corea los hacía sospechosos de ser afines a Corea del
Norte. Ser coreano o de ascendencia coreana durante la
posguerra suponía tener que esconderse tras un nombre
japonés para no sufrir las consecuencias de la exclusión
socioeconómica. No eran pocos personajes famosos de
origen coreano los que usaban nombre japonés. Entre
ellos podemos encontrar a varias cantantes de enka,
(música tradicional japonesa surgida a finales del siglo
XIX que se combinó con las melodías occidentales que
comenzaban a llegar por aquella época al archipiélago),
así como al escritor Tachihara Masaaki, ganador en dos
ocasiones del famoso premio Akutagawa, y cuya ascen-
dencia coreana solo se conoció tras su muerte.
Durante los años de la ocupación estadounidense,
consideraban a los coreanos nacionales o no según les
convenía. En 1947 se les obligó a registrarse como ex-
tranjeros para no recibir ningún tipo de ayuda social
93
(vivienda, educación, racionamiento de comida, etc).
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta los
años noventa, los coreanos pasaron por todo tipo de
estatus en Japón. Y fue por fin en 1992 cuando el esta-
do de residencia de todos los coreanos con residencia
permanente se estandarizó a la actual residencia per-
manente especial, independientemente de que tuviesen
nacionalidad surcoreana o chosen-seki (ciudadanos que
no han elegido nacionalidad surcoreana ni norcoreana
por querer la reunificación). La peculiar situación de
Corea hace que también lo sea la de las personas cuyos
familiares salieron de la península cuando todavía era
un país unificado. Aunque algunos tengan clara su po-
sición respecto al tema, son muchos los que no toman
partido por ninguna de las partes y solo desean la reu-
nificación para poder visitar a sus familiares y viajar con
tranquilidad, sin ser cuestionados por no haber elegido
la nacionalidad surcoreana.
Fue especialmente dura la situación de los coreanos
en Japón antes, durante y después de la Segunda Guerra
Mundial. A las ya de por sí durísimas condiciones de
vida de esos años, se le sumaba su condición de per-
sonas en un país que tan solo los había recibido como
herramienta para llevar a cabo su sueño de conquistar
y dominar el este asiático. Cabe destacar el caso de la
población coreana en Hiroshima, centro neurálgico mi-
litar e industrial durante aquellos años. Los ciudadanos
coreanos vivían en la zona industrial y, al no tener fa-
milia en otras partes de Japón, tras el ataque se vieron
obligados a permanecer en las zonas que seguían siendo
radiactivas, con las fatales consecuencias que ello conlle-
vaba para su salud. Además, no recibían el mismo trato
94
que los japoneses a la hora de obtener tratamiento mé-
dico. Aunque es difícil calcular el número de coreanos
víctimas de la bomba atómica porque muchos usaban
nombre japonés, se estima que 50.000 estuvieron ex-
puestos, de los que entre 20.000 y 30.000 murieron tras
el ataque.
La xenofobia que siguen sufriendo a día de hoy los
coreanos, inclusos los nacidos en Japón, tiene mucho
que ver con la ansiedad socioeconómica actual, provo-
cada por el neoliberalismo y por el pensamiento, que no
logró arrancarse tras la posguerra, de considerar a Japón
como nación superior a sus países vecinos. Este discurso
de la raza japonesa como superior a, por ejemplo, chinos
y coreanos, ofrecía privilegios a los japoneses bajo la
ley imperial y sus jerarquías raciales. Pero, actualmente,
con el permiso de residencia permanente especial y la
posibilidad de usar nombres japoneses en vez de corea-
nos, los japoneses nacionalistas no encuentra la forma
de diferenciarse de los que ellos consideran inferiores y
con menos derechos en Japón. Piensan que los coreanos
tienen privilegios que un ciudadano japonés no posee y
proyectan hacia los coreanos el miedo, la ansiedad y la
inestabilidad económica y social provocada por el neo-
liberalismo. Es de este pensamiento de donde surgen or-
ganizaciones xenófobas y fascistas como la Zaitokukai
y la Uyoku Dantai. Estos grupos, además de agarrarse
a los supuestos privilegios que tienen los ciudadanos
coreanos, aprovechan cualquier acto de Corea del Norte
para salir a la calle y lanzar mensajes de odio contra toda
la población coreana en Japón.
Uno de los objetivos de este tipo de grupos fascistas,
desde los años sesenta, son las escuelas coreanas. Estas
95
escuelas intentan dar una identidad étnica a los descen-
dientes de coreanos con un programa centrado en la
lengua, la historia y la cultura coreanas, de las que se
les quiso despojar durante las políticas de asimilación
de la época colonial. Los coreanos zainichi crearon un
sistema educativo para enseñar coreano, pero este tipo
de escuelas se prohibieron entre 1948 y 1949, obligando
a los padres a matricular a sus hijos en escuelas japone-
sas. A partir de 1955, las escuelas coreanas recibieron la
ayuda de la organización Chongryon (Asociación Ge-
neral de Coreanos Residentes en Japón), que mantiene
fuertes lazos con Corea del Norte. Durante los sesenta
y los setenta se produjo un afianzamiento de este tipo de
escuelas y se vieron reconocidas a nivel social, pero al no
ser escuelas oficiales, los estudiantes quedaban excluidos
de participar en eventos y competiciones oficiales. La
situación de estos centros, a día de hoy, sigue sin ser la
ideal, ya que, por ejemplo, no cuentan con los mismos
privilegios fiscales que otras escuelas de idiomas occi-
dentales y sus graduados no tienen derecho garantizado
a la admisión en una universidad japonesa, como sí ocu-
rre con los estudiantes de otras escuelas del mismo tipo.
Los alumnos de estas escuelas acudían a clase con un
uniforme diferente al de los estudiantes japoneses, por
lo que eran fáciles de identificar por grupos extremistas
y se convertían en un objetivo sencillo. Desde finales de
los ochenta hasta los 2000, han atacado a estudiantes de
estos centros, especialmente alumnas, rompiéndoles el
uniforme; esto ha provocado que se vean obligados a lle-
var uniforme japonés. Sin embargo, los ataques de odio
han continuado. En diciembre de 2009, once miembros
del grupo Zaitokukai y de la Shukenkaifuku (Asocia-
96
ción por la restauración de la soberanía) se presentaron
en la puerta de una escuela coreana y, con un megáfono,
lanzaron todo tipo de mensajes de odio contra alum-
nos y educadores. La policía adopto su papel habitual
de pasividad y se limitó a observar. Como es natural,
los niños que estuvieron presentes antes este acto atroz
sufrieron estrés postraumático. Este caso no es aislado,
cada cierto tiempo, alguno de estos grupos, sobre todo
la Zaitokukai, sale a la calle a increpar y acosar a ciuda-
danos de origen coreano. En respuesta a estos delitos
de odio, surgió un movimiento de coreanos zainichi y
japoneses que exigía cambios legales ante la ONU, tras
lo cual el gobierno japonés acabó aprobando la ley an-
teriormente mencionada.
La relación entre Corea y Japón es complicada por-
que la historia en común de ambos países ha dejado una
huella permanente que muchos, a día de hoy, siguen in-
tentando tapar. Pero lo cierto es que, la cultura coreana
ha impregnado muchos aspectos de la vida japonesa a
nivel cultural. Mientras, las generaciones más jóvenes de
coreanos zainichi cada vez tienen menos que ver con la
cultura del país de origen de sus antepasados y más con
la del país en el que han nacido y han crecido. Aun así,
los grupos extremistas no dejarán de manifestarse pú-
blicamente, lanzando mensajes de odio, mientras la ley
contra la discriminación no sea clara y, en consecuencia,
prohibida y condene este tipo de actos.
97
de una legislación que concierne a una de las minorías
más ignoradas de Japón: los burakumin. Esta ley obliga
al gobierno central y a los prefecturales a establecer sis-
temas de consulta, a fortalecer la educación y a investi-
gar la discriminación contra los burakumin. Pero sigue
siendo una medida insuficiente, pues dicha discrimina-
ción no está debidamente tipificada.
Esta última minoría es un caso especial al no ser una
minoría étnica, sino social. Pero, a su vez, refleja muy
bien otro tipo de exclusión que, aún a día de hoy, sigue
presente en Japón, y a la que sus miembros no se enfren-
tan de la misma forma. Nos referimos a los burakumin
(gente de la aldea), una minoría bastante desconocida
incluso para las nuevas generaciones japonesas. Sus
orígenes más claros se remontan hasta el periodo Edo,
cuando la sociedad se dividía en un sistema de castas:
samuráis, campesinos, artesanos y comerciantes. Pero
había un grupo de personas que no entraba en ninguna
de estas categorías: los hinin y los eta, los parias de la
época feudal. Incluso entre estos dos grupos, había uno
por encima del otro; algunos hinin, aunque fuese excep-
cionalmente, podían optar a la movilidad social, pero
las personas dentro de los eta —actuales burakumin—
estaban atadas de forma definitiva a ciertos trabajos y
a determinadas zonas de residencia. Estas limitaciones
serían los motivos de la discriminación que ha llegado
hasta nuestros días.
Se las consideraba personas sucias y contaminadas por
dedicarse a la producción y distribución de piel; tam-
bién eran matarifes y enterradores, todas profesiones
relacionadas con la muerte. Esta discriminación por sus
oficios estaba muy relacionada con las dos religiones
98
más profesadas de Japón: el sintoísmo y el budismo.
El sintoísmo considera la sangre como un elemento
impuro y, supuestamente, la carne no es del agrado de
los dioses. Por su parte, el budismo rechaza la matanza
de todo animal. La sincretización de ambas religiones
alentó la relegación de los parias a trabajos relacionados
con la sangre, la muerte y la suciedad. Por tanto, dejaban
esas profesiones para el estrato más bajo de la sociedad,
lo que a su vez les impedía salir de un círculo vicioso
de discriminación y exclusión. A efectos prácticos, la
discriminación se traducía en llevar peores ropas que
los campesinos, hasta con una identificación en ella. Al
entrar a la propiedad de un miembro perteneciente a
alguna casta, debían quitarse el calzado y el sombrero.
No tocaban sin antes lavarlas, las monedas que habían
pasado por las manos de los eta y los hinin porque con-
sideraban estaban contaminadas. Por supuesto, a nivel
institucional también se veían excluidos, por ejemplo,
al no figurar en el censo.
Cuando cayó el shogunato Tokugawa, quedó abolido
el sistema de castas por la Ley de Emancipación de 1871,
no sin protestas por parte de los campesinos, que die-
ron lugar a doscientos incidentes llamados eta seibatsu
(exterminación de los eta). Aunque, como cabe imagi-
nar, esta denominada emancipación no significó el fin
de la discriminación para los burakumin, que siguieron
sumidos en la pobreza, sin oportunidades educativas ni
profesionales, más allá del sector en el que se habían vis-
to obligados a trabajar, y con grandes dificultades para
casarse con una persona que no fuese de su mismo ori-
gen. Con su nuevo estatus se les dio también un nombre
nuevo: shinheimin, que se compone de shin (nuevo) y
99
heimin (plebeyo). La primera parte del término dejaba
claro que antes de la Restauración Meiji esas personas
habían sido los parias, por lo que se seguía fomentando
y dando lugar a la discriminación desde las instituciones.
Con la liberación, al menos formal, de los burakumin
y el cambio de siglo, se inició una época de movimien-
tos que lucharían por los derechos de los burakumin
durante todo el siglo XX y que, a día de hoy, continúan
existiendo porque, por desgracia, siguen siendo nece-
sarios. La primera asociación se fundó en 1902 y fue la
Bisaku Heiminkai, precursora de sucesivos movimien-
tos de emancipación. A partir de 1905 el gobierno puso
en marcha varios programas de rehabilitación para los
burakumin con la intención de incentivar su patriotis-
mo; estos no estaban contentos con dichos programas, y
desde 1914 comenzaron a organizarse proyectos dirigi-
dos por ellos mismos con medidas más agresivas contra
el gobierno central y los locales.
El socialismo y el comunismo fueron una gran in-
fluencia en sus luchas por la emancipación, cuyo último
fin consideraban que debía ser una revolución socialista,
una lucha de clases que acabara con el capitalismo que
estaba explotando a la clase obrera. Con este objetivo en
mente, nace en 1922 Suiheisha —la actual Liga de la Li-
beración Buraku—, la primera organización progresista
que tenía como objetivo principal completar la eman-
cipación de los burakumin que se había iniciado con la
abolición del sistema de castas. Tenía tres bases políticas
muy claras y bien definidas: la emancipación total a tra-
vés de sus propias acciones; la exigencia de la libertad
económica y social y la materialización de la dignidad
humana que se les había negado durante siglos. Du-
100
rante los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial,
sus acciones se centraron en el reclamo de disculpas
públicas por parte de las personas que cometían actos
discriminatorios contra algún individuo o comunidad
buraku, así como en la lucha proletaria universal. Sin
embargo, el gobierno y otros grupos de burakumin
consideraban a la Suiheisha una amenaza, así que se des-
tinó dinero público para la rehabilitación laboral con
el objetivó de que los planes de esta organización no
llegasen a más.
Tras la rendición de Japón y el final de la Segunda
Guerra Mundial llegó una nueva dimensión para los
movimientos de emancipación. En 1946, exmiembros
de Suiheisha formaron la Buraku Kaiho Zenkoku, que
no quería centrarse tanto en las denuncias de discrimi-
nación personal, sino en la lucha para mejorar las con-
diciones de vida de los burakumin. En 1955 cambiaría
su nombre por Burakumin Kaihou Doumei (Liga de
Emancipación Burakumin), que es como sigue cono-
ciéndose en la actualidad. En 1957 se inició su relación
con el Partido Socialista de Japón y el Partido Comunis-
ta de Japón, creándose así estrategias para la liberación
de los burakumin que se integrarían en los programas
políticos de ambos partidos.
La Liga de Emancipación Buraku afirmaba que la
causa principal de la discriminación era el sistema ca-
pitalista y sus formas políticas, por lo que alentaba a
la militancia política para llevar a cabo una lucha de
clases. A nivel práctico, los objetivos eran varios: me-
jorar el nivel de vida y los derechos de los ciudada-
nos; la abolición del desempleo entre la comunidad
buraku; ayudas económicas, médicas y educativas; y
101
la mejora de infraestructuras en comunidades buraku:
viviendas, carreteras, saneamiento, etc. A nivel local se
exigían centros para llevar a cabo diferentes actividades
de ocio en las que los burakumin pudiesen participar.
En 1969 el gobierno inició un programa para solu-
cionar lo que denominaron dowa mondai (problemas
de asimilación), una corriente separada de la línea de
pensamiento y acción de la Suiheisha. Este programa
estaba enfocado en una total asimilación de los buraku-
min con el resto de la sociedad japonesa. El gobierno
concedió ayudas económicas a los dowa chiku (distri-
bución de asimilación) para mejorar su infraestructura
y reconstruir las comunidades buraku, a veces desde
cero. También se dieron subvenciones para la vivien-
da y becas para la educación. Esta iniciativa terminó
en 2002, al creer que la integración de los burakumin
había finalizado.
En 1975 tuvo lugar un suceso que demostraba que la
discriminación estaba lejos de terminar. Se pusieron a la
venta libros que recopilaban listas de nombres y direc-
ciones de comunidades buraku destinadas a empresas
que querían asegurarse de que sus futuros empleados
no eran burakumin. Debido a este incidente, el gobier-
no revisó el artículo 10 de la Ley Koseki (el registro
familiar japonés), haciendo más restrictivo el acceso a
información personal. Pero, como era de esperar, esto
no ha parado con la discriminación de raíz, pues algunas
empresas contratan a detectives para investigar en listas
no oficiales la ascendencia de los candidatos a los pues-
tos de trabajo. Un caso notorio ocurrió en 2016, cuando
una pequeña editorial de Yokohama se dedicó a ven-
der libros divulgativos anteriores a la Segunda Guerra
102
Mundial que contenían detalles sobre las comunidades
buraku. Por supuesto, se denunció a la editorial y se la
obligó a borrar de su página web todos los datos sobre
los burakumin. Este caso de discriminación no es ni
mucho menos aislado. En 2004, se detuvo a un hombre
de treinta y cuatro años por mandar cientos de postales
con mensajes de odio a burakumin y a oficinas de la
Liga de Liberación Buraku; los llamaba eta y hinin de
forma despectiva.
Se estima que hay unos tres millones de burakumin en
unas 6.000 comunidades, la mayoría al oeste de Hons-
hu. Su identificación es cada vez más difícil por varios
motivos: no son étnicamente distintos al resto de los ja-
poneses; ya no trabajan exclusivamente en las industrias
tradicionales de sus antepasados y muchos se van de las
comunidades buraku y, a su vez, japoneses sin origen
buraku se mudan a ellas (lo que puede ser motivo de
discriminación al creerlos burakumin). A pesar de esto,
la discriminación no ha desaparecido por completo ni
se castiga de tal forma que pueda disuadir a algunos de
llevar a cabo actos discriminatorios. Por su parte, los
burakumin viven en la eterna disyuntiva de desaparecer
como comunidad y que desaparezca así su discrimina-
ción, o luchar por sus derechos sin olvidar ni tener que
avergonzarse de sus orígenes, pero corriendo el riesgo
de seguir siendo discriminados. Esta es una postura que
depende de cada individuo y de su propia experiencia.
Lo que es evidente es que, sea cual sea la opción que
elijan, tienen derecho a vivir con las mismas garantías
socioeconómicas que el resto de los japoneses.
Pensar que los más de doscientos años que Japón es-
tuvo cerrado al mundo exterior conformaron un país
103
homogéneo étnicamente hablando es ignorar los flujos
migratorios ocurridos antes del inicio de la expulsión
de los extranjeros; es pasar por alto la época de impe-
rialismo japonés y la llegada de miles de personas desde
las colonias; es, en definitiva, querer cerrar los ojos ante
lo evidente: que Japón siempre ha sido un país mul-
ticultural. La única variación es que, en la actualidad,
esas diferentes culturas son mas visibles a primeras vista
porque vienen de más lejos o porque no tienen ascen-
dencia japonesa, como sí es el caso de los nikkei (des-
cendientes de japoneses que emigraron a otros países,
especialmente a Latinoamérica desde Okinawa tras la
Segunda Guerra Mundial) y a los que recurrieron en
su día cuando necesitaban mano de obra pero querían
seguir manteniendo la «raza japonesa».
La población de Japón cada vez está más envejecida,
y el índice de natalidad sigue cayendo, nada que difiera
de muchos países, pero sus políticas migratorias son,
a día de hoy, extremadamente férreas por esa fantasía,
que algunos se niegan a abandonar, de que Japón es un
país singularmente homogéneo. Ese chovinismo, que
considera lo extranjero como algo inferior por defini-
ción, junto con las actuales crisis económicas, incentivan
el autoengaño de que la situación socioeconómica en
Japón es debida al aumento de inmigrantes.
La constitución de 1946 prohibía la discriminación de
los ciudadanos por motivos de raza, género, religión,
creencias y otras diferencias culturales, pero es más que
evidente que unas palabras en un papel no son sufi-
cientes para hacer desaparecer la discriminación. Para
cumplir este objetivo es necesario que dicha exclusión
desaparezca de las instituciones y que la sociedad japo-
104
nesa entienda que su país no es homogéneo étnica ni
socialmente. Coreanos, ainu, burakumin, así como otras
muchas minorías étnicas y sociales, forman parte de la
sociedad japonesa, y es necesario pararse a escuchar sus
reclamaciones como grupos discriminados institucional
y socialmente de manera sistemática. Por lo tanto, el
cambio debe ser tanto institucional como social para
que las múltiples minorías que conforman Japón dejen
de sufrir un rechazo continuo y tengan los derechos
básicos humanos que deberían pertenecerles desde el
momento de su nacimiento. Solo de esa forma Japón, y
cualquier otro país, puede llegar a la única homogenei-
dad que realmente importa: la de la igualdad.
105
DE LA ESTÉTICA COMO POLÍTICA
Sobre el opaco pensamiento político
de Yukio Mishima
Álvaro Arbonés
107
más aún a una donde blancos y negros están bien dife-
renciados, no es tan simple como eso. Por muy radical
que fuera en sus planteamientos.
Es por eso que, antes que nada, es importante tener
clara una cosa: Yukio Mishima nunca fue explícito en
sus ideas políticas. Siempre habló de ellas en metáforas,
circunloquios e ideas que ya suponía sabidas, incluso si
eran pensamientos privados y perspectivas difícilmente
compartidas por nadie más. O por nadie más allá de
un par de franceses y un insigne inglés. Por eso, para
entender su concepción de la política primero tendre-
mos que comprender cómo entiende el arte. Porque si
para la sociedad de su época, e incluso para la actual,
la política tiene una importancia mayor que el arte, eso
es algo que no encaja con el pensamiento del autor que
nos ocupa.
Con esto queremos decir que no vamos a centrarnos
en Yukio Mishima el escritor. Tampoco en Yukio Mishi-
ma la persona. Nos interesa lo que emana de sus textos.
Aquello que podemos interpretar. Cómo las ideas que
desarrolló en sus textos chocaban frontalmente con las
ideas preconcebidas que tenemos sobre el arte, la polí-
tica y su relación entre sí. Todo para, con un poco de
suerte, conseguir ver la brecha que existía entre lo que
anidaba en su cabeza, lo que consiguió transmitir y lo
que la sociedad consideraba razonable.
108
Nacido Kimitake Hiraoka, fue un niño enfermizo
criado por su abuela, que le transmitió sus ideas tra-
dicionalistas y su amor por el Japón clásico y la cultu-
ra. Pasada su adolescencia, y aborreciendo su propio
cuerpo, se enfocaría en un obsesivo culto al cuerpo que
no le evitó convertirse en un reputado hombre de le-
tras desde una temprana edad, siendo considerado un
renovador del teatro tradicional japonés y cultivador
de las formas más vanguardistas occidentales. Además
de eso, ejerció de actor, deportista y, por supuesto, eje
financiero e ideológico de su propia milicia personal,
la Sociedad del Escudo. Algo que le llevó al acto por el
que suele ser recordado: su suicidio ritual al estilo de
los antiguos samuráis, siguiendo los principios del Ha-
gakure, en un cuartel del ejército tras intentar propiciar
un levantamiento para exigir la restitución del poder del
emperador. Lo cual, como es bien sabido, no tuvo muy
buenos resultados.
Que se le conciba como fascista es normal. Estar obse-
sionado con el cuerpo y la muerte, romantizar el ejército
hasta el punto de decir que en él no existen las clases
sociales y crear tu propia milicia en favor del empera-
dor, ya entonces una figura simbólica, no casa bien con
posturas que no sean fascistas. Tampoco ayuda que en
la catarsis de su muy peculiar discurso a las tropas afir-
mara «El país de nuestra amada historia, de nuestras
tradiciones: Japón. ¿No hay alguno entre vosotros dis-
puestos a morir para oponerse a la Constitución que ha
despedazado nuestra patria? ¡Si existe, que se levante y
muera como nosotros!».
Si, como dijo Umberto Eco, dos rasgos inherentes al
fascismo son el culto a la tradición y el culto a la muerte,
109
la aspiración a una muerte heroica, entonces no cabe
duda que este era un discurso fascista. Y que las preten-
siones de Mishima también lo eran.
Ahora bien, juzgar a una persona por un único texto,
una única acción y un único parágrafo es injusto. Lo
mínimo que podemos exigirnos es intentar entender su
filosofía. Por qué hizo lo que hizo. Intentar ver más
allá de las acusaciones de fascismo, comprobando qué
hay más allá de la simplificación de la política a dos ejes
contrapuestos.
110
estoy usando las palabras, estoy actuando con el ha-
bla; estoy creando un nuevo lazo invisible entre él y yo,
creando cambios en nuestra relación, usando las pala-
bras. Algo que no solo se limita a las personas. Cuando
ponemos palabras a las cosas, a los cuerpos o incluso a
las ideas, también estamos ante un acto de habla. Es de-
cir, toda relación con las cosas mediada por las palabras,
incluso con aquellas abstractas o inertes, transforma a
las cosas y nuestra relación con ellas. Cambia cómo las
percibimos y cómo somos percibidas por ellas.
En lo referente a lo comunicativo, la carne está en el
otro extremo polar. Por la carne se refiere específica-
mente a nuestra percepción sensorial. Aquello que ve-
mos, tocamos, olemos, saboreamos y sentimos. De ese
modo, Mishima separa la relación que tenemos entre la
palabra y la carne. La carne nos es dada a priori, pues es
el lenguaje que desarrollamos nada más nacer, y la pala-
bra solo llega después, dando forma a lo que ya hemos
experimentado en la carne.
¿A dónde quiere llegar con esto? Al hecho de que las
palabras nunca van a conseguir captar la realidad esencial
de las cosas. Una descripción de un evento, una persona
o un objeto cualquiera nunca va a ser tan vivido como la
propia experiencia de haber experimentado tenerlo ante
nuestros ojos. De haberlo visto, tocado, oído, incluso
olido o saboreado, si es que podemos llegar a encontrar-
nos en esas circunstancias. Siempre habrá una distancia
inexplicable, un detalle que se escape, imposible de su-
marizar meramente en el lenguaje. Algo a lo que llama
la corrosión de la carne por parte de las palabras.
Esto lleva a dos problemas a ojos de Mishima. La
corrosión del lenguaje y la ausencia de pathos. Y dado
111
que ambos están relacionados, tenemos que pararnos
a explicar algo en apariencia tangencial: la relación de
Mishima con el lenguaje y el cuerpo.
EL PROBLEMA DE LA CORROSIÓN Y
LA CARNE EN YUKIO MISHIMA
112
lectual desapasionada y un temperamento robusto.
Quede claro que no creo que la gente corriente sea así
[…]. Mi experiencia, aun siendo escasa, me ha dado
a conocer muchísimos ejemplos de espíritus tímidos
encerrados en musculaturas protuberantes.
113
foras y constructos sociales que no se corresponden con
la realidad objetiva. No puede captar la totalidad de lo
real; su auténtica complejidad. Algo que, de hecho, no
casa con la idea de Mishima como un fascista. O no como
la clase de fascistas a los que estamos acostumbrados.
114
las hubiéramos experimentado, haciéndonos creer que
las conocemos, aunque la realidad es siempre más com-
pleja que su sumarización en palabras.
Mishima afirma en El sol y el acero que comprendió
esta diferencia cuando, viendo a los porteadores de un
altar durante las festividades de su barrio, percibió que
había algo fascinante en sus cuerpos, en su forma de
mirar al cielo, que de algún modo no alcanzaba a com-
prender. Incluso si el tenía una sensibilidad mayor que
esos hombres, una intuición poética más desarrollada
por su labor como escritor y exposición al arte, esos
hombres parecían ver algo que él no era capaz de apre-
ciar. De ese modo, dado que solo había una cosa que
los separaba, el cuerpo, llegó a la conclusión de que la
sensibilidad de las personas se ve limitada cuando com-
parten un mismo esfuerzo físico. Al estar igualmente
extenuados son capaces de ver el mismo cielo. Uno que
parece más bello porque, precisamente, se contrapone
a la realidad de sus cuerpos.
¿Existe diferencia alguna entre Mishima y los portea-
dores? Solo en su relación con el cuerpo. Si Mishima
hubiera sido uno de esos porteadores, hubiera sido ca-
paz de mirar de la misma manera al cielo. Su «intuición
poética», comillas de Mishima, no es un privilegio per-
sonal hasta después de haber experimentado eso; solo
se diferencia del resto de los hombres, solo sirve de algo
el lenguaje, cuando ha experimentado las cosas con la
carne y puede darle un valor específico en forma de la
palabra.
De hecho, Mishima acabaría afirmando que existe una
posibilidad para la palabra que no pasa por ser la co-
rrosión de la carne. A fin de cuentas, su obsesión con la
115
carne no le llevó a abandonar la literatura, sino que las
mantuvo siempre como dos actividades paralelas que
no se pisaban entre sí, que se retroalimentaban en forma
constante. Y esto es así porque afirmaría que «paralela-
mente, decidí que si el poder corrosivo de las palabras
tenía alguna función creativa, había que buscar su mo-
delo en la belleza formal de este “cuerpo ideal”, y que
el ideal en las artes verbales debía consistir tan solo en la
imitación de esa belleza física; dicho de otro modo, en la
búsqueda de una belleza que estuviera libre de toda co-
rrosión». En otras palabras, que existe la posibilidad de
una palabra, de una literatura, libre de toda corrosión de
la carne, de todo obliterar la complejidad de la realidad.
Y esa es una que imite la propia idealidad de la carne.
116
rista probando diferentes pesas y ejercicios. Según sus
objetivos, lo que quieran conseguir, y sus capacidades,
con qué herramientas se sienten más cómodos y cuáles
son sus habilidades previas, escogen unas sobre otras,
pero para hacerlo, primero tienen que probarlas todas
para experimentar cuál es la que realmente se ajusta a
sus necesidades. Exactamente igual que un escritor debe
probar diferentes ideas, enfoques y términos para en-
contrar el que resulta perfecto para uno mismo a la hora
de escribir.
Aquí debemos recalcar la importancia de que diga-
mos «para uno mismo». Porque, según Mishima, solo
cuando encontramos las herramientas adecuadas estas
se convierten en parte de nosotros mismos.
Con eso nos quiere decir que la técnica es lo que nos
revela nuestro verdadero ser. Lo que genera autoconoci-
miento. Con la experiencia, no solo conocemos el mun-
do que nos rodea por lo que es, sino también a nosotros
mismos. Y con el refraseo constante de un único tema
ambiguo, encontramos cómo existen palabras que no
corroen la carne. Es decir, la importancia de la expe-
riencia es que, al tener un referente conocido, podemos
probar todas las diferentes palabras y formulaciones
para describirla hasta encontrar una que se sienta real.
Que no corroa la carne, porque describe a la perfección
tanto nuestra individualidad, nuestra forma de percibir
la cosa, como lo que tiene de universal, el cómo hemos
descrito las cosas esenciales de esa experiencia en la que
los demás seres humanos pueden verse reflejados.
Es, en palabras de Mishima, como un golpe tan pre-
ciso que se siente como si fuera un contraataque. Un
golpe bien dado ya no es un puñetazo deformando la
117
cara de alguien, sino que es la propia cara la que parece
estar deformándose para encajar perfectamente en la
belleza inherente de un puñetazo perfectamente ejecu-
tado. Y lo lleva un paso más allá afirmando que cuando
la consciencia es capaz de ver ese encajar, ya es tarde,
de ahí la necesidad del entrenamiento constante: para
no perder la capacidad de percibir, de forma incons-
ciente, ese momento particular, esa palabra exacta, que
configura la forma más bella posible. Porque solo es
posible esa perfección cuando cuerpo y espíritu están
en perfecta armonía.
¿Qué parece decir con todo esto? Pues lo que ya he-
mos señalado. Que igual que el movimiento perfecto
de artes marciales es el que se percibe como inevitable,
quien tiene una forma perfecta y cuyo único resultado
en ese mismo instante solo podría ser el impacto con-
tra el rival, la palabra que no corroe es aquella que se
percibe como inseparable de la carne, que transmite la
personalidad del que la escribe sin por eso negar la uni-
versalidad de esa experiencia.
118
Mishima, por fin, hace una analogía política. A sus ojos,
toda revolución es, necesariamente, insatisfactoria. Por-
que en la revolución, como en el arte, la realidad nunca
puede estar a la altura de nuestras fantasías; la carne no
puede soportar la corrosión del lenguaje.
Esto lo explica a través de la dicotomía existente entre
el placer y la pasión. La pasión es algo puramente ju-
venil, doloroso, porque surge de la falta de experiencia;
sentimos pasión porque idealizamos ideas o conductas,
por lo cual acaba resultando doloroso nuestro contacto
con la realidad. En el lado opuesto, el placer es algo que
no llega necesariamente con la edad, sino con la expe-
riencia; sentimos placer cuando nos conocemos y co-
nocemos la cosa en sí, pudiendo realizarla de un modo
que nos resulta agradable, bella en sí misma, por lo que
tiene de particular para nosotros, sin perder su univer-
salidad última. Que es una cosa que experimentan, han
experimentado y experimentarán otros seres humanos
a lo largo de la historia.
Con esto nos queda clara una cosa: el placer y la pala-
bra que no corroe la carne son dos conceptos perfecta-
mente alineados. Conseguimos placer de todo aquello
que experimentamos; aquello a lo cual dedicamos un
esfuerzo por aprender y que le damos forma a partir de
nuestro entrenamiento previo, haciéndonos conscientes
de cuáles son las formas que más se ajustan a lo que
somos. Por eso no debería extrañarnos que Mishima
utilice el sexo para darnos otro ejemplo al respecto.
Según su idea, si los jóvenes buscan desesperadamente
el sexo es porque lo tienen absolutamente idealizado.
Porque se mueven por una pasión desenfrenada. Si bien
él no entra en tantos detalles, cualquier persona con ex-
119
periencia al respecto puede subrayar que el sexo prime-
rizo es siempre eso, mucha pasión y pocos resultados, al
moverse en un campo de ideas abstractas a medio cocer,
aspiraciones y deseos que no se terminan de entender.
Es decir, el ideal social que se nos dictamina desde el
exterior; una forma universal, sin particularidad, que
carece de refinamiento que nos permitiría disfrutarlo
realmente. Para Mishima, el placer del sexo no surge
del propio sexo, sino de todo lo que lo rodea. De cómo
embellecemos los cuerpos, con técnicas y objetos, y las
almas, con ideas y conversaciones, para alcanzar un pla-
cer que es universal, en tanto sexo, pero particular, en
tanto como nos gusta a nosotros el sexo.
Para Mishima, este es uno de los grandes problemas
del ser humano. Que si bien buscamos desesperada-
mente el placer, lo confundimos constantemente con
la pasión. Estamos siempre buscando ese arrullo de lo
diferente, de lo nuevo, de lo ideal, o de lo socialmente
sancionado, en vez de abrazar el placer de aquello que
solo puede conseguirse con tiempo o con dinero. Con
técnica delicadamente cultivada a través de la introspec-
ción o, bajo un sistema capitalista, invirtiendo dinero en
aquellas cosas que nos permiten disponer de las herra-
mientas necesarias para amplificar ese placer.
Si esto nos recuerda poderosamente a la idea central
de la filosofía de Georges Bataille es porque, de hecho,
Mishima dijo de él que era el pensador occidental al que
más cercano se sentía junto con Oscar Wilde. Esto nos
permite establecer un paralelismo evidente entre Mishi-
ma y Bataille que nos ayuda a entender cómo confluye
esto con una teoría política. Mishima, como Bataille,
cree que el placer radica en el erotismo, no en la erosión
120
de la palabra en la carne; en el adorno innecesario, pero
que confiere de valor a las cosas a ojos de las personas.
Es decir, la búsqueda esencial del ser humano es la bús-
queda de lo innecesario. Del placer en sí mismo.
¿Por qué decimos que el placer es innecesario? Porque
no es necesario para nuestra subsistencia. No necesita-
mos que los alimentos nos sepan bien. Que disfrutemos
del sexo. Que guerreemos falsamente en los deportes y
nos vistamos con ropas elegantes o llevemos joyas de
ninguna clase. Todo eso tiene un sentido que trasciende
la mera supervivencia, la necesidad de comer, dormir,
cagar y reproducirnos, que nos hace humanos. Crea un
gasto innecesario e improductivo que no genera nada,
salvo el propio placer de hacerlo.
Con esto puede quedar claro que Mishima no es un
fascista, no según los cánones clásicos, pero podría pare-
cer que es un procapitalista. Y por supuesto, si pensára-
mos eso, nos arriesgaríamos a que el japonés volviera de
la tumba para contarnos por qué eso es una interesada
malinterpretación de sus textos.
Si seguimos las ideas que hemos visto hasta el momen-
to, no sería atrevido decir que el placer no radica en el
intercambio económico, sino en lo que aporta sensual-
mente la cosa que se adquiere. Comprar una herramien-
ta no es placentero por sí mismo, el gasto de dinero no
nos satisface, sino que lo hace el uso de esa herramienta
que nos permitirá experimentar una mayor cercanía a la
realidad de nuestra experiencia. Quizás sea placentero
por sí mismo por la idea de su uso, pero nunca por el
intercambio económico que eso supone. Es decir, que la
adquisición y uso de herramientas sería igualmente pla-
centero, si es que no más, fuera de un sistema capitalista.
121
Esto es así porque, como ya hemos visto, ese placer
solo se alcanza cuando se aúna lo universal y lo par-
ticular. Cuando se deshace uno de lo innecesario, de
las ideas preconcebidas, de la palabra como forma de
corrosión de la carne. Una corrosión que es particu-
larmente voraz en el sistema capitalista. Dado que la
compra compulsiva, el gasto constante, es necesario para
mantener el sistema capitalista, a través de la sociedad
y los medios de masa, crean constantes referencias al
consumo; crean necesidades en las personas, viéndose
obligadas a gastar, a comprar, a adaptarse a cada nueva
moda, buscando un placer que les es siempre negado.
Esto es lo que odiaba Mishima del presente, por lo que
observaba con añoranza un pasado mítico que, si bien
nunca existió, sí parecía menos problemático que nues-
tro presente. Porque en el pasado, en su idea de pasado,
las personas podían dedicarse a buscar el placer sin estar
mediados por un sistema, el capitalista, creado por y
para exaltar infinitamente la pasión de las personas más
allá de su adolescencia.
122
política a la respuesta que se da a lo que el arte no es
capaz de dar forma.
Como ya hemos visto, el arte es capaz de dar forma a
todo. Nada se escapa a él. Incluso las formas más abs-
tractas, más particulares y extrañas, pueden conocer
una forma artística que le hagan justicia. Es cierto que
lo común es el mal arte, el arte de segunda, aquel que se
basa en discursos moralistas e ideas preconcebidas que
no logran transmitir la realidad del mundo, la experiencia
universal a través de la óptica particular del artista. Algo
que, cabe señalar, no implica que el buen arte sea natura-
lista; lo particular del artista también puede ser el género
en el que se escriba, pues las metáforas, las formas que
adquieran los mundos posibles que crea, no determina la
calidad del mismo. Una historia naturalista no es supe-
rior o más profunda que una historia de ciencia ficción o
fantasía por el hecho de serlo. Por esa razón, política es
lo que no alcanza a captar el arte. Es decir, lo que neglige
en retratar o lo que directamente le es imposible hacerlo.
Esto significa que la política está, necesariamente, atra-
vesada por la pasión. Ya sea porque el arte hace un mal
retrato de la realidad, conduciendo la confusión entre el
placer y la pasión, o porque directamente no la retrata
en absoluto, creando ideas abstractas de lo que es ideal
y posible para la consecución del placer, cuando no se
pueden proyectar ciertas aspiraciones al arte, porque se
carece de experiencia para transmitirlas, estas se condu-
cen a la política. Algo que Mishima define como polí-
ticas revolucionarias nihilistas, de las cuales pone como
ejemplo el nazismo, del cual abomina abiertamente. Lo
cual nos da a entender que la propia relación de Mishima
con el fascismo es, como mínimo, complicada.
123
Pero todo esto ¿cómo se traduce a la hora de hablar
de la sociedad? Pues en el caso de Mishima, debemos
acudir a lo que dice de dos grupos sociales que, indiscu-
tiblemente, tienen un fuerte componente político en su
percepción: los ancianos y los aristócratas. Dejemos los
primeros para el final y centrémonos en la aristocracia.
Según Mishima, el trabajo del aristócrata es la ausen-
cia de esfuerzo. Su razón de ser es saber solo lo justo
y necesario para sobrevivir, ya que no necesita trabajar
para poder subsistir. De este modo, mira con desprecio
al que se esfuerza, al que trabaja duro y tiene muchos
conocimientos, ya que demuestra sus orígenes humil-
des; un aristócrata no necesita saber nada y lo que sabe
no tiene por qué ser útil, ya que es aristócrata. Su vida
se cimenta sobre la idea de la ausencia del esfuerzo. En
poder permitirse no trabajar jamás.
Si bien no hablará en favor ni en contra de la aristo-
cracia como clase social, aunque si alabara toda institu-
ción que carezca de ellas, sí afirmará que el trabajo es
necesariamente doloroso para el ser humano. ¿Por qué?
Porque eso conduce a que muchas personas no sepan
encontrar el placer en sus vidas. El grueso de las personas
pasa tanto tiempo en sus vidas esforzándose, trabajando,
que incluso cuando por fin pueden descansar, no saben
cómo buscar el placer; han basado toda su vida en reali-
zar tareas repetitivas, productivas, que no requieren una
técnica específica, unas herramientas que se acomoden
a ellos, sino lo que se les ha impuesto, doblegándose así
ante la incapacidad de perseguir el placer. Confundién-
dolo, hasta el final, con la pasión o lo productivo.
Por esta razón, llegará a afirmar que la tortura más
dolorosa, incluso más que el trabajo, es tener un ta-
124
lento y no poder explotarlo. Algo que ocurre en la
sociedad contemporánea porque se obliga a seguir los
ritmos de una necesidad que no se adapta a las necesi-
dades del ser humano; el ser humano debe adaptarse
a las necesidades de la sociedad. Por eso abomina del
presente y celebra el pasado: porque lo que desprecia
es el capitalismo. Odia la idea de que la gente haya de
adaptarse a lo que se considera óptimo para su edad
(estudiar, trabajar, no hacer nada) y su clase (gobernar,
servir, no hacer nada), porque eso abotarga y envilece
la esencia humana. Algo que, sumado a la tendencia de
la sociedad al consumo, a la búsqueda de las pasiones,
ha hecho que ni siquiera los jóvenes tengan suficiente
pasión como para buscar una revolución, por insatis-
factoria que sea. Ya solo se guían por la necesidad de
ser productivos; por la pasión de cumplir con las obli-
gaciones sociales que les permitirán, hipotéticamente,
tener una mejor posición social.
De hecho, no le duelen prendas en decirlo explícita-
mente. Según él, en la sociedad actual se sigue una ética
de escalera estrecha. Algo para lo que pone de ejemplo
la deferencia hacia los ancianos. Si bien es cierto que las
personas de mayor edad suelen tener más experiencia,
eso no significa que sean más sabios, que sepan moverse
en busca del deseo; muchos se dejan llevar aún por sus
pasiones, incitando a los jóvenes a comportarse como
deben, es decir, debiéndoles respeto por estar por enci-
ma de ellos. Porque es su deber rendirles pleitesía. Del
mismo modo, muchos jóvenes experimentados a pesar
de su edad, se ven incapacitados a progresar debido a
que, por su edad o clase social, no se les percibe como
capacitados, creando en ellos una gran frustración.
125
A esto se refiere con que el ritmo de las personas y la
sociedad no se ajustan. Que cada cual no tiene según su
capacidad ni cada cual según su necesidad. Algo que crea
una ética de la escalera estrecha porque, para avanzar,
antes han de haber avanzado los que tenemos por delan-
te, quieran o no hacerlo. O en propias palabras de Mi-
shima, mientras el ser humano continúe deseando que
exista una escalera, podemos ampliarla pero no abolirla.
LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE
YUKIO MISHIMA
126
cuáles eran sus pretensiones, más allá del suicidio ri-
tual. De hecho, su propia obra lo demuestra. Su relato
corto Patriotismo trata sobre un hombre que se suicida
por honor ante lo que considera la caída de su país. Al
tiempo que daba el golpe de Estado, durante esos meses
había estado preparando una adaptación de Salomé, de
Oscar Wilde, cuyo momento climático es el momento
en que Salomé pide que se decapite a Juan Bautista, el
hombre del cual está enamorado, siendo que el propio
Mishima moriría decapitado por su amante tras abrir-
se el vientre. Todo eso sumado a su obsesión, desde la
infancia, por el teatro y los samuráis, por las muertes
honorables y tener una muerte trágica y heroica que
lo convirtieran en leyenda, demuestra una teatralidad
que le había acompañado desde el principio de su vida
y que parece más coherente con su pensamiento que el
mero fascismo.
De hecho, en la última entrevista que hizo en su vida,
cuyo interlocutor fue el crítico literario Takashi Furu-
bayasahi —de formación marxista y muy crítico de Mi-
shima—, le diría que «Si verdaderamente mi lógica no se
sostuviera en una experiencia original, si simplemente
flotara en el aire, mi estética sería una gran mentira». Es-
tas son unas de las últimas palabras que el propio Mishi-
ma le dijo a un rival que buscaba enconadamente hacerle
claudicar ante sus palabras, ya plenamente consciente de
lo que iba a hacer no tantas horas después. Y eso es lo
interesante. Que para Mishima lo importante es que su
estética pudiera concretarse en una única acción, precisa
e histórica, que justificara sus posiciones.
Sus últimas acciones en vida fueron un gesto teatral.
Algo que pudiera ser visto como un acto bello por sí
127
mismo, algo que pudiera convertirlo en una figura trá-
gica, en un héroe, cara a la historia.
Esa es la política de Mishima. El arte. Como Oscar
Wilde, como Georges Bataille, su obsesión era el arte,
el placer, el encontrar el modo en que el ser humano se
separa de la política de lo necesario, de lo inmediato, a
través de la extravagancia y la contradicción. El sexo, la
muerte y los uniformes eran solo un modo de escenificar
esa teatralidad que confiere un profundo placer al hecho
de estar vivo. En otras palabras, la política de Mishima
siempre fue la belleza de hacer innecesariamente bello
y complejo algo que es necesario en sí mismo; dotar de
una bella teatralidad a las cosas para obtener un placer
que trascienda la mera pasión humana.
128
CRONOLOGÍA
129
1955. Más de 6.000 personas protestan contra la amplia-
ción de una base militar norteamericana en Sunagawa. El
Partido Comunista renuncia a la revolución y a cualquier
tipo de actividad armada, adhiriéndose a la nueva línea
soviética promovida por Jruschov. Fuerte desilusión en-
tre numerosos sectores de izquierda. Empiezan a surgir
los primeros grupos disidentes que acabarán cristalizan-
do en la Nueva Izquierda japonesa. Comienza también
un ciclo de protestas contra la base militar de Sunagawa
que aglutinan a estudiantes, obreros y campesinos.
130
1965. Agitación y protestas contra las tasas de matrícula
en las universidades.
131
nawa contra la ocupación norteamericana. Los sindica-
tos mayoritarios no la secundan. Disturbios en Tokio.
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