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JAPÓN SALVAJE

Título: Japón Salvaje. Radicales, proscritos y


violencia política.

Autores: Frutos Salas, Paula García, Javi Sánchez,


Andrea Peñalver, Álvaro Arbonés.

Año y lugar de publicación: 2020, impreso en la


región española por Editorial Antipersona.

Reedición: Primavera de 2022, impreso en la región


chilena por Editorial Banzai.

Diseño de Cubierta y Correcciones: @revolution.in.japan


Maquetación: Irrupción ediciones
Prólogo: Tomás A. Pacheco.

Editorial Banzai
editorialbanzai@gmail.com

El contenido de esta obra puede ser distribuido, comu-


nicado y copiado libremente, siempre que su uso sea no
comercial. Para cualquier otro uso o finalidad, se ruega
contactar con la editorial Levanta Fuego (contacto@le-
vantafuego.com).
JAPÓN SALVAJE

VV.AA.
ÍNDICE

Prólogo a la reedición de Japón Salvaje.


(Tomás A. Pacheco).........................................................9

Introducción...................................................................17

Japón extremo. Del culto a la violencia a la lucha armada


(Frutos Salas)..................................................................21

De las katanas a la ultraderecha. Conflicto y evolución


del yakuza contemporáneo (Paula García)..................43

Ansatsushugi. Hay que matar al emperador.


(Javi Sánchez).................................................................71

Ser minoría en Japón. Ainu, coreanos y burakumin.


(Andrea Peñalver)..........................................................83

De la estética como política. Sobre el opaco


pensamiento político de Yukio Mishima.
(Alvaro Arbonés)........................................................107

Cronología...................................................................129

Bibliografía...................................................................133
PRÓLOGO A LA REEDICIÓN
DE JAPÓN SALVAJE

La reedición de este texto reviste un gesto de relieve


y miramiento a la sociedad japonesa, en un intento de
redescubrir aquello que se nos (re)presenta como una
nación intrínsecamente inclinada a la jerarquía, la tran-
quilidad, la sumisión y la vigilancia; por tanto, como
un espacio relacional mediado por una armoniosa
despolitización fruto de las tradiciones y el desarrollo
económico, esto como un correlato de una supuesta
realidad homogénea «aconflictiva» que imprimiría una
sociedad conservadora.
Si podemos leer la sociedad japonesa es bajo el prisma
del conflicto, de la confrontación y de los (des)acuer-
dos generados por interacciones entre individu@s y co-
munidades que se relacionan en una realidad material
dada. Desde la época feudal en Japón y en el proceso
de modernización podemos divisar eminentes revueltas
de campesinos, trabajadores y estudiantes que se plas-
man a través de diversos artefactos que guardan registro
de la lucha entre clases, inclusive en la época del Gran
Imperio del Japón; como también, los enfrentamientos
en diversas disputas por el poder político y el control
del orden social. Al interior de los siguientes capítulos
podemos reconocer en profundidad diversos temas:
la relación de Yukio Mishima con el movimiento es-

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tudiantil; los grupos de izquierda que viraron hacia el
terrorismo y la lucha armada; la relación de la yakuza
con la derecha y el ultranacionalismo; la reivindicación
del asesinato político del emperador; las minorías etni-
cas; y una revisión del contradictorio pensamiento de
Yukio Mishima.
Así, se plantea en este gesto un ejercicio que intenta
la desmitificación de la sociedad nipona; en esa misma
línea, quisiera problematizar ciertas cuestiones plantea-
das en el primer capítulo acerca del terrorismo y el mo-
vimiento estudiantil. Tanto Frutos Salas (autor del ca-
pítulo) como Yukio Mishima instauran ciertas nociones
históricas y conceptuales que merecen ser discutidas.
“En 1968 los alumnos de la Universidad de Tokio lo
convocaron para participar en un debate. Nada raro si
no fuese porque esos muchachos pertenecían a la Zen-
gakuren”, para comenzar, Mishima asistió a un debate
con el Zenkyōtō, específicamente con la Tōdai Zenkyō-
tō, que era un órgano autónomo e independiente en la
Universidad de Tokio de las Asociaciones de Autogo-
bierno Estudiantil, estas últimas fueron el núcleo consti-
tutivo de la Zengakuren (Federación de Asociaciones de
Autogobierno Estudiantil de Japón) en su fundación en
1948, que posteriormente quiebra con el Partido Comu-
nista Japonés en 1956 y se crean diversas organizaciones
que se agrupan en torno a la idea nominal de la Zen-
gakuren; así, nace la Nueva Izquierda Japonesa. Por lo
tanto, es impreciso hablar de la Zengakuren, esto no es
extraño teniendo en consideración la poca bibliografía
en español que existe respecto al tema.
Luego, se nos comenta que con quienes debatió fue
“una federación marxista completamente beligerante

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con el sistema universitario, la sociedad y el Estado”,
aquí se nos confirma que no se habla del Movimien-
to Zenkyōtō (Comités de Lucha Conjunta de Todo el
Campus), sino de la Zengakuren (Federación de…). Ha-
blar del Movimiento Zenkyōtō y definirlo como “mar-
xista”, es conceptualmente impreciso, marca una línea
difusa con la Nueva Izquierda Japonesa y sus distintas
facciones, quienes, además de oponerse a la izquier-
da parlamentaria, se oponían entre sí, buscando ser la
vanguardia del movimiento estudiantil; a distinción del
Movimiento Zenkyōtō, que a esas alturas no se centraba
en petitorios a las autoridades de las universidades, ni
en las ideas de revolución que pregonaban las facciones
de la Nueva Izquierda Japonesa, sino que planteó que
su propia actividad ponía en entredicho los petitorios
reformistas o las ideas de revolución del marxismo-le-
ninismo (la revolución como toma del Estado).
El Zenkyōtō no se constituyó como una organización
estudiantil reconocida por las autoridades universita-
rias, fueron a su modo órganos de autopoder de una
comunidad de lucha, asambleas generales en la que los
estudiantes ejercieron una negación del rol estudiantil,
de sí mismos; este hecho fue motivante de la intromisión
de las facciones de la Nueva Izquierda Japonesa en este
movimiento que desafió la perspectiva de la izquierda
extraparlamentaria tradicional, ya que no se considera-
ban una capa exterior de las relaciones de clase, sino que
negaban las relaciones de clase que los constituyeron
como estudiantes. La fuerza de este movimiento apelaba
a la propia disolución del rol estudiantil, de la sociedad
capitalista y de las relaciones de clase que le constituye-
ron, este gesto superó el paradigma de la Zengakuren y

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la Nueva Izquierda Japonesa, ya que los estudiantes en
la negación de sí mismos tornaron como objetivo des-
mantelar las universidades (sus bases de producción),
liberándose en la práctica del rol asignado a la repro-
ducción social del estudiante universitario.
En el debate con Yukio Mishima, a esas alturas, ya
el Movimiento Zenkyōtō percibía la autonegación del
rol estudiantil como parte central de su práctica revo-
lucionaria, dejando de lado su identidad social, esto fue
una práctica surgida no desde una vanguardia sino que
desde el mismo movimiento. Esta autonegación bus-
có conformar una comunidad de lucha, tal como Marx
comprende al movimiento real que tiene por objetivo
anular y superar al estado de cosas actual, de superar
la sociedad capitalista como categoría transhistórica. Si
bien el Movimiento Zenkyōtō no era tradicionalmente
marxista, si pudo tener una inspiración marxiana, crí-
tica y revolucionaria, pero no a modo de la izquierda
tradicional.
“El problema era que esos jóvenes le parecían dema-
siado tibios. Veía una masa blanda, ignorante e indisci-
plinada”, bajo el repaso teórico e histórico no se si val-
dría la pena desmentir que los miembros del Zenkyōtō
fuesen demasiado tibios, ignorantes e indisciplinados,
teniendo en consideración el recorrido de sus acciones
que alcanzaron la paralización de 127 universidades en
1968 y 153 en 1969, y sus elaboraciones teóricas com-
plejas que revistieron al movimiento más relevante en
términos cuantitativos y cualitativos de la época.
Mientras Yukio Mishima pretendía que “Japón debía
ser una tierra de samuráis, un país de guerreros capaces
de sacrificarse por idealismo, donde la tradición, o más

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bien cierta interpretación de esta, fuese el pilar”, el Mo-
vimiento Zenkyōtō incurrió en la negación del propio
rol estudiantil y del mundo que habitaba para intentar
superar el capitalismo, no para “volver atrás” a un pe-
riodo sepultado y adorado a modo fetichista, divinizado
por ciertos aspectos de un supuesto ideal de sociedad
superior que se torna en un anticapitalismo selectivo,
que no apuesta por la superación de las relaciones que
posibilitan la totalidad del proceso de modernización
que condujo al propio desvanecimiento en el aire de las
tradiciones divinizadas por Mishima. Con todo lo ante-
riormente expuesto, podemos derribar la pretensión de
que la batalla “contra los estudiantes no era ideológica,
sino más bien de tipo espiritual”.
Frutos Salas nos plantea que: es “indiscutible es que
en su primera decadencia y cuando ya solo quedaban
aquellos más decididos, empezaron a matarse los unos
a los otros”; y Mishima que: “habrían comprendido que
no existe una acción más eficaz que el terrorismo, y que
se propone resultados más radicales y se asienta en el
sacrificio individual”.
En primer lugar, el incidente que nos comenta Frutos
Salas es el incidente Asama-Sansō, en el que el Ejército
Rojo Unido (una fusión de grupos maoístas que pro-
pugnaron el comunismo de Estado) realizó una purga a
la interna que derivó en 14 de sus militantes asesinados.
Me parece sumamente complejo atribuir esta tragedia
al grueso del movimiento estudiantil, si bien ocurre en
plena época de receso del movimiento de masas (1972)
esta organización no supera los 29 miembros y difícil-
mente retrata la situación a la interna del movimiento
estudiantil.

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En segundo lugar, habría que evaluar la “eficacia” y los
resultados de la deriva terrorista alrededor del mundo
post 2da Guerra Mundial. No podemos abordar este
fenómeno sin contemplar que el Estado y la policía en
Japón usaron distintos medios para reprimir las diver-
sas manifestaciones del malestar, y que a nivel social los
partidos del orden se afianzaron para aplastar esta efer-
vescencia revolucionaria que desbordaba a la izquierda
tradicional, parlamentaria como extraparlamentaria; así,
contribuyendo al desgaste de las comunidades en lucha.
Es importante poner en discusión la violencia política
en el contexto del segundo asalto proletario a la sociedad
de clases, para comprender el desenlace de este en Japón,
también a nivel global. Ante el fracaso de este segundo
asalto podemos apreciar que grupos minoritarios ca-
nalizaron su fuerza en constituirse como grupos arma-
dos separados de las bases del movimiento estudiantil y
proletario, que fueron grupos de carácter especializado
que se precipitaron hacia una guerra por sí mismos, que
tuvieron por resultado una dinámica de violencia indis-
criminada que derivó en fracaso.
Esta lógica que Yukio Mishima calificó de “eficaz”
resultó mero espectáculo, ajeno a la clase trabajadora
y al movimiento estudiantil que sufría la desmoraliza-
ción, errando sobre sus pasos y sembrando temor, vol-
viendole espectador de un conflicto entre aparatos. En
vez de “resultados radicales” podemos constatar una
actividad crítica escasa y autocomplaciente como relato
predominante, la lucha transformadora se simplificó así
en un fetiche por la violencia, del culto a los mártires y
las armas. Algunas de las vanguardias del movimiento
estudiantil se separaron de su clase, de sus bases, consta-

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tando el receso de un movimiento de masas que derivó
en conciliación de clase; también en un mayor arrojo
a la lucha armada separada y especializada, como una
vanguardia que terminó por fortalecer el status quo.
El Movimiento Zenkyōtō se planteó como una ruptu-
ra teórica y práctica que incomodó a la izquierda, plan-
teaba su revolución como una práctica que ponía en tela
de juicio su propio centro de reproducción que con sus
contradicciones y límites marcó a una época. Tal como
he planteado mis observaciones con respecto del primer
capítulo, debo comentar que a nivel general es un exce-
lente libro que nos impulsa en la tarea de desmitificar la
sociedad japonesa y nos acerca a una comprensión más
integral de la misma.

Tomás A. Pacheco.

Editorial Banzai, Noviembre 2022.

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INTRODUCCIÓN

Todo está a punto de saltar por los aires, el país entero


arde de rabia. La indignación se palpa en las calles como
una niebla densa y pegajosa que lo cubre todo. El primer
ministro, Nobushuke Kishi, acaba de presentar el bo-
rrador del Tratado de Cooperación y Seguridad Mutua
entre Estados Unidos y Japón, una de las condiciones
impuestas tras la rendición de 1945. El texto es humi-
llante. Las cláusulas del tratado permiten en la práctica
una injerencia total de Estados Unidos en materia de
defensa, Japón es un país sometido.
Los mineros se declaran en huelga. No están dispues-
tos a aceptarlo, van a pelear en la calle lo que se pierde
en los pasillos. El Consejo Popular, formado ese mismo
año de 1959 para coordinar la lucha de la izquierda con-
tra el tratado, decide apoyar la movilización. Convoca
tres manifestaciones distintas que van a converger frente
a la Dieta. El Zengakuren, la federación de ideología co-
munista que lidera al poderoso movimiento estudiantil,
decide llevar la protesta más allá. Dos noches antes se
reúnen en secreto en Tokio y planean el asalto al edificio
de gobierno. Llevan casi diez años de peleas en las calles,
saben lo que hacen.
Tokio está tomado por más de 5.000 policías, pero el
asalto es un éxito. Los estudiantes abren una brecha en

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la defensa de la Dieta y cientos de manifestantes de los
80.000 que habían acudido a la convocatoria entran en
el edificio. Causan destrozos por donde pasan, el primer
ministro abandona la Dieta y se suspenden las negocia-
ciones del tratado.
Pero Kishi no está dispuesto a ceder, el tratado va a
firmarse cueste lo que cueste. Arregla un vuelo a Esta-
dos Unidos para un par de meses más tarde, en enero
de 1960. El Zengakuren mantiene el pulso, decide sitiar
el aeropuerto de Haneda para evitar que el primer mi-
nistro salga del país. La batalla dura hasta la madrugada,
pero el avión de Kishi consigue despegar protegido por
una comitiva de 5.000 policías.
El primer ministro firma el tratado en Estados Uni-
dos, pero todavía es necesario que se ratifique en el par-
lamento japonés. La tensión aumenta. Kishi se salta los
protocolos parlamentarios amparado en su mayoría y la
rabia inunda el país. Las manifestaciones y las huelgas
se suceden durante los siguientes meses. La represión se
endurece, la policía se ensaña con las protestas y asal-
ta el cuartel general del Zengakuren. Los detenidos se
cuentan por centenares y se produce la primera muerte:
la líder estudiantil Michiko Kamba es asesinada por la
policía durante una protesta.
El movimiento obrero y estudiantil no conseguirá evi-
tar la firma del tratado pero tampoco se rendirá. Duran-
te las siguientes décadas, las huelgas y manifestaciones
sacudirán al país entero. La rebelión será permanente.
De ella surgirán también grupos armados como el Ejér-
cito Rojo Japonés, ac­tivo sobre todo durante los años
setenta y que llevará a cabo numerosos atentados en
diferentes países.

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Pero el incendio japonés no acaba ni empieza ahí.
Los in­tentos de matar al emperador durante las prime-
ras décadas del siglo XX, los asesinatos de la Yakuza y
su influencia en el sistema de partidos, el nacionalismo
de extrema derecha, la opresión contra las minorías o
el golpe de Estado fallido liderado por Yukio Mishima
muestran algunas de las brechas que atravesaron y atra-
viesan a la sociedad japonesa. Aunque la cultura del país
nipón nos resulta cercana porque hemos crecido con
sus animes y sus mangas, su historia política y su reali-
dad social es desconocida para la mayoría de nosotros.
Los radicales, los proscritos y la violencia política han
marca­do también al país. Como veremos a lo largo de
este libro, la historia de Japón es también la historia de
sus convulsiones.

Editorial Antipersona, València, octubre de 2020.

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JAPÓN EXTREMO. DEL CULTO A LA
VIOLENCIA A LA LUCHA ARMADA
Frutos Salas

MISHIMA Y LOS ZENGAKUREN

El fascismo es una ideología, pero también un estado de


la mente proclive a las imaginaciones más tenebrosas. Un
repa­so a la hemeroteca y a ciertas biografías nos demues-
tra que no estamos ante una frase hecha. Tras la derro-
ta de Alema­nia, diversas personalidades relevantes del
nacionalsocialis­mo internacional juraron y perjuraron
que Hitler seguía vivo escondido en la Antártida. Los
más prosaicos se interesaron por la ufología. Himmler, el
temible jerarca de las SS, se des­plazó hasta Montserrat en
busca del Santo Grial. Sí, estamos hablando de esa copa
de oro mágica de la primera película de Indiana Jones.
Con el tiempo este gusto por la fantasía se sofisticó. Es
entonces cuando surgen teorías como el marxismo cul-
tural, entre otras. El concepto no era muy novedoso y
conectaba con la vieja idea de la conspiración judeoma-
sónica. Si de un tiempo para acá el mundo se ha llenado
de camisetas y mecheros con la cara del Che es porque
un ente maligno trata de destruir la civilización europea
utilizando las estrategias más rebuscadas. Por la noche
y con alevosía. Pareciera como si los enemigos de Oc-
cidente no tuviesen nada mejor que hacer que inundar
la sociedad de estampitas comunistas.

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Todas esas elucubraciones olvidan que el fascismo
también fue, y sigue siendo, un gran generador de ico-
nos pop. Am­bas cosas, la inclinación hacia las conspi-
raciones oscuras y el icono popular, confluyeron en la
figura de Mishima, que se convirtió tanto en referente
intelectual del fascismo europeo como en mito pop.
Kimitake Hiraoka nació en Tokio en 1925, endeble y
en un entorno protector. Durante la Guerra Mundial lo
llamaron a combatir. Su padre, consciente de la debili-
dad física de su hijo, hizo todo lo posible para que fuese
desechado en el re­conocimiento médico. Viajaron hasta
la provincia de Hyodo, hogar de campesinos y gente de
campo. En comparación con los fornidos chicos locales
su cuerpo se veía penoso. No superó el examen físico. El
médico que lo atendió, aún joven e inexperto, confundió
un catarro mal curado con una tuberculosis.
Este suceso, probablemente irrelevante para cualquier
otro recluta, le influyó notablemente y explica, tal y
como él mis­mo repitió en varias ocasiones, su posterior
transformación física a través de las pesas y las artes
marciales.
No solo machacó su cuerpo. Ansioso por romper con
un pasado que le avergonzaba, creó para sí mismo un
nuevo nombre mucho más amenazante y varonil. Con
la publica­ción de una primera novela Yukio Mishima
entraba en escena.
La fama permitió que conociéramos sus mil caras.
Mishi­ma cantante, Mishima actor, Mishima boxeador.
También se involucró en ciertos asuntos políticos. Pen-
saba que la fuerza y la belleza debían prevalecer y per-
petuarse frente cualquier otra consideración. Decía en
una entrevista:

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Pero si me paro a pensar en cuál debía ser mi deber,
tam­poco me siento llamado a salvar a aquel niño.
Siempre habrá alguien dispuesto a ayudar a los débi-
les. Es decir, a la debilidad hay que dejarla tal como
está. Más bien, se puede afirmar que actualmente
vivimos en una época en la cual es la fuerza la que es
maltratada. Sí: debido a los denuestos que en nues-
tros días merece la fuerza, se desprecia la ética de los
que aspiran a ser fuertes. Por eso no puedo pensar en
otra cosa que no sea el renacimiento de la fuerza. Por
muy cabeza dura que me consideren, no dejaré de
afirmar que mi misión en esta vida es el renacimiento
de la fuerza.

Con todo y por mucho que insistiese, a su alrededor las


cosas iban tomando un rumbo bien diferente. Los dé-
biles del mundo no parecían estar demasiado de acuer-
do con esas monsergas conservadoras y reclamaban su
lugar en la his­toria. El AK-47 aún era un instrumento
para la revolución.
Durante la guerra Japón se había convertido en una
po­tencia imperial capaz de controlar vastos territorios.
Tras su rendición, esos sueños de conquista se desvane-
cieron de un plumazo y a golpe de decreto.
En este nuevo tablero Japón estaba acosado por
impor­tantes adversarios. En el norte, en Indochina, el
Vietcong se revolvía violentamente contra el poderío
francés y nortea­mericano. El Partido Comunista de
Malasia tampoco perdía el tiempo y amenazaba con
acabar con el dominio británi­co. En Corea, país con-
trolado con mano de hierro por el Imperio Japonés
hasta 1945, la URSS edificaba uno de sus muchos es-
tados satélites. Como propina, en 1949, la larga guerra

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civil China eclosionó en una temible criatura: la Re­
pública Popular China.
A todo esto y en paralelo al juicio de Núremberg, en
Tokio se establecía el Tribunal Penal Militar Interna-
cional para el Lejano Oriente. Tiene guasa el nombre.
El principal problema, pues, se daba de puertas para
adentro. Japón quedó so­metido por los aliados. Podrían
haber sido perfectamente los soviéticos, pero el destino
hizo que la suerte tornase hacia el otro bando.
Los americanos infestaron el país de bases militares
que para más inri debían mantener los propios japone-
ses. El Ejército Imperial Japonés fue desmantelado y sus
responsa­bles juzgados y condenados por diversos crí-
menes de guerra. La Guerra Fría acababa de empezar y
Japón debía ser un gran bastión del capitalismo en Asia.
El pueblo japonés iba a sufrir en carne propia los
abusos que sus tropas habían practicado fuera de sus
fronteras. Los ocupantes violaban a mujeres y niñas sis-
temáticamente, has­ta el punto que la propia comandan-
cia americana acabó im­pulsando una red de prostíbulos
para la tropa. Los marines se emborrachaban, generaban
tumultos y abusaban brutal­mente de la población local.
En Omiri, un grupo de cincuen­ta militares entró en un
hospital y agredió sexualmente a más de setenta muje-
res. Poco después, en Nagoya, otra manada de hombres
cortó las líneas telefónicas de la ciudad y practi­có varias
violaciones simultáneas.
Para Mishima todo esto era intolerable. Así debía
ser para cualquier persona con un mínimo de sentido
común. No podía aceptar ni la presencia americana ni
la omnipotencia del enemigo dentro y fuera de la isla.
Se negaba a aceptar la derrota. Tampoco entendía que

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la sociedad estuviese absorbiendo a marchas forzadas
los valores y la organización social del enemigo. Más
que toda la carne rota en Hiroshima y Nagasaki y más
que las hambrunas y la miseria, lo que realmente le an-
gustiaba era el honor perdido y la desapari­ción de la
auténtica identidad japonesa. Le exasperaba que el nue-
vo parlamentarismo no fuese nada más que una burda
maniobra para dominar el país. Se negaba a sucumbir
ante el individualismo y el materialismo. Japón debía
ser una tierra de samuráis, un país de guerreros capaces
de sacrificarse por idealismo, donde la tradición, o más
bien cierta interpretación de esta, fuese el pilar sobre el
que se sustentase todo lo de­más.
Desde su punto de vista, todo estaba copado por
demó­cratas débiles y apocados. En el peor de los casos,
traidores como Inejirō Asanuma, ese antiguo naciona-
lista que se pasó al socialismo y murió asesinado por un
joven ultra. Intelectuales, escritores y periodistas: todos
habían sido infectados por el virus del liberalismo. Las
derechas no eran tradicionalistas o radicales. Simple-
mente defendían el statu quo y su antigua carga mística
y esotérica había sido completamente extirpada.
Rápidamente se dio cuenta que no era el único inca-
paz de encajar lo que estaba pasando. Japón no iba a
ser sometido ni con las bombas ni con la guerra; sería
doblegado con armas mucho más sutiles: el trabajo, el
consumo y la democracia. Y por más que le molestase, la
izquierda extraparlamentaria hacía tiempo que lo venía
denunciando.
Como había sucedido previamente con otras figuras
pú­blicas, Mishima protagonizó un extraño desdobla-
miento ideológico. Combinaría magistralmente su exal-

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tado tradi­cionalismo y su aberrante neofascismo con
una fascinación verdadera por lo revolucionario, y muy
especialmente por los movimientos contestatarios juve-
niles que invadían las calles y las universidades de todo
el mundo.
El resto es historia. En 1968 los alumnos de la Uni-
versidad de Tokio lo convocaron para participar en un
debate. Nada raro si no fuese porque esos muchachos
pertenecían a la Zengakuren, una federación marxista
completamente be­ligerante con el sistema universitario,
la sociedad y el Estado.
Cierto amarillismo ha descrito a los miembros de la
Zen­gakuren de esa época como una generación de nihi-
listas violentos e imprevisibles. En guerra contra todo,
sin reivin­dicaciones concretas ni un plan de acción cla-
ro. Desde su creación ocupaban diversas universidades,
provocaban tu­multos de diversa consideración y par-
ticipaban en acciones que hoy algún periodista catalo-
garía como de guerrilla urba­na, como el bloqueo del
aeropuerto internacional de Tokio para que el primer
ministro no pudiese firmar el Tratado de Cooperación
y Seguridad Mutua entre Estados Unidos y Japón. Lo
indiscutible es que en su primera decadencia, y cuando
ya solo quedaban aquellos más decididos, empeza­ron a
matarse los unos a los otros.
Mishima dedicó al encuentro con los estudiantes unas
pá­ginas en uno de sus ensayos. Decidió que lo justo
sería par­tirse los derechos de autor de la obra entre las
dos partes.
Dicen que solía relatar con cierta socarronería que
mientras él se iba a gastar su porción de lo ganado en
uniformes de verano para la Sociedad del Escudo, la

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milicia de estudiantes que dirigía, los otros habrían com-
prado material para fabri­car explosivos.
El día acordado Mishima apareció en la universidad
acom­pañado por una pequeña delegación de seguidores.
El centro educativo permanecía cerrado, completamente
controlado por los radicales. Se podían ver barricadas
y pintadas en cada pasillo. Entró al salón de actos y
subió a la tribuna. Iba ves­tido con un polo negro que
le marcaba la musculatura, cin­turón y téjanos. Fumaba
sin parar. Le gritaban e insultaban. Más tarde, comentó
que estaba tan nervioso como «si fuera a meterme en la
cueva de un león».
Tomó la palabra. Reivindicó la figura inmortal del
Empe­rador. Los jóvenes se partían de la risa. Al fin y
al cabo, el monarca se había convertido en una servil
marioneta de los ocupantes. Sin embargo, en el fondo,
todos sabían que te­nían más puntos en común con ese
fanático que con el resto de sus compatriotas.
Llegó el turno de las réplicas. Le echaron en cara su
con­servadurismo, su idealismo ridículo y lo estrafalario
de sus conclusiones. Le llamaron farsante. Según ellos,
lo único que hacía era hablar y hablar.
Uno lee las transcripciones o ve las grabaciones y sien-
te el auditorio destensarse poco a poco. Va acercándose
gente al estrado y le hacen preguntas. Mishima responde
encantado.
En Introducción a la filosofía de la acción, Mishima
decía así:

Durante el asalto a la sala de conferencias Yasuda,


en la universidad de Tokio, la ignorancia de los zen-
gakuren sobre estrategia militar puso de manifiesto
que dejaban cerrada toda vía de escape, lo que podría

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haber signifi­cado que estaban dispuestos a morir, que
no estaban en absoluto.

Mientras observaba, meditaba la eficacia y futilidad


de la acción colectiva. Cuando la psicología de la
muche­dumbre tiene caudillaje, la propia multitud
adquiere una fuerza enorme, pero abandonada a sí
misma está privada de ese núcleo, se dispersa ofre-
ciendo un panorama de tristeza increíble.

En la guerrilla, el individuo, además de no preocupar­


se por su propia vida, ni siquiera puede dejarse vencer
por el sentimentalismo hacia los compañeros. Debe
ser despiadado y no tener remordimientos con el ene-
migo, incluso utilizando los medios más viles. Aquel
21 de Oc­tubre, en cambio, asistí a una pseudoguerrilla.

Desde el principio los manifestantes habían renun-


ciado a cualquier esperanza de obtener un resultado
decisivo. Simplemente buscaban crear una situa-
ción de perturba­ción y darse publicidad a través de
la prensa. Si no se hubiese recogido el hecho en los
medios de comunica­ción, su acción hubiese resultado
completamente fútil y la guerrilla urbana se habría
visto obligada a revisar sus tácticas.

Entonces, habrían comprendido que no existe una


acción más eficaz que el terrorismo, y que se propo-
ne resultados mucho más radicales y se asienta en el
sacri­ficio individual.

Dureza, disciplina. Su riña contra los estudiantes no era


ideológica, sino más bien de tipo espiritual. La cuestión
era si iban en serio o solo estaban jugando a la revolución.

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Mishima reconocía el valor de los que luchaban,
indepen­dientemente de su causa. Le seducían lo que él
consideraba hombres de acción, dispuestos a regar la
tierra con sangre propia y ajena. El problema era que
esos jóvenes le parecían demasiado tibios. Veía una masa
blanda, ignorante e indisci­plinada. Entendía y respalda-
ba su ataque a la democracia y las nuevas instituciones,
pero también pensaba que esa rebel­día no era más que
un estadio pasajero de furia desorganiza­da. No identi-
ficaba nada de verdadero en ella.
¿Cómo hubiese sido el ente revolucionario ideal para
Mishima? Pequeño y formado por individuos fuertes.
Un grupúsculo militante dispuesto a todo, una vanguar-
dia selecta hecha para la muerte, que esperaría en la pe-
numbra el mo­mento idóneo para actuar.
¿Habría algún miembro de la Facción del Ejército
Rojo o del aún inexistente Ejército Rojo Japonés en ese
debate? Imposible saberlo.
Quizás, los jefes de esas dos organizaciones se apunta-
ron todas las reprimendas del literato y decidieron mos-
trarle a él y al mundo que no eran esos niños débiles y
atemorizados que era necesario disciplinar.
Poco después, el propio Mishima se rebanaba las tri-
pas dejándoles claro que lo suyo también era algo más
que pa­labrería.

EL EJÉRCITO ROJO JAPONÉS

El 14 de agosto de 1945 esa hecatombe de seis años y


un día conocida como Segunda Guerra Mundial llegó a
su fin. Esa mañana, extremadamente calurosa, muchos
japoneses oyeron por primera vez la voz del emperador

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Hirohito. Su tono era monótono; su dialecto, cortesano
y arcaico. A través de la radio se dirigió al pueblo para
comunicarle que había llegado el momento de abando-
nar las armas. Él, profeta del martirio y la inmolación
desde la comodidad de palacio, or­denaba a los suyos que
renunciaran a la victoria. Suena raro decirlo, pero tomar
esa decisión no debió de ser nada fácil.
La mayoría de ciudadanos no estaba para muchas ton-
terías. Expuestos a la radiación nuclear, vagaban entre las
ruinas buscando algo que echarse a la boca. No solo eso.
Habían sido criados en un profundo amor a la familia,
la patria y la institución imperial. Eran una generación
educada para lu­char hasta las últimas consecuencias.
Matome Ugaki era un vicealmirante y jefe del Estado
Ma­yor curtido en el Pacífico. Durante la contienda le
tocó po­nerse a cargo de los escuadrones suicidas.
No acabó de creerse las palabras que radiaban de su
recep­tor y pidió confirmación a sus superiores. Le con-
taron que habían civiles abriéndose las venas en plazas
y otros lugares públicos. Con los primeros rayos de sol,
anotó unos apuntes en su diario personal. Reflexionaban
sobre el bushido, el códi­go de honor de los samuráis.
Sin apenas haber dormido tomó la decisión. Él mismo
iba a protagonizar una última acción especial. Ordenó
que pre­pararan cinco aeronaves con sus respectivos pi-
lotos. Cuando llegó a la pista lo que encontró no podía
reconfortarle más. Le esperaban veintidós voluntarios
dispuestos a dejar la vida en una causa absurda y perdi-
da. Después de los discursos de rigor se dirigieron hacia
la pista de despegue. Aunque el plan era estamparse con-
tra la flota aliada, todos los informes de la época indican
que probablemente acabaron chocando con unas rocas.

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Con estos precedentes, es probable que los del Fren-
te Po­pular por la Liberación de Palestina se sintiesen
afortunados cuando unos japoneses picaron a su puerta.
Venían a crear el Ejército Rojo Japonés. En el mejor de
los casos, quizás acababan de fichar el nieto o la nieta de
alguno de esos kamikazes.
Al Líbano llegó lo mejor de cada casa. Había una selec-
ción de los más intrépidos miembros de la Fracción del
Ejército Rojo. El grupo, nacido de las guerras internas de
la Liga Co­munista y formado por unos cuatrocientos ac-
tivistas, declaró la guerra al Estado japonés como quien
se va a dar una vuelta o comprar el pan. Este, oliéndose
que quizás el tema era serio, encarceló a casi toda su mi-
litancia. El FER respondió fuerte y secuestró un avión.
Con pistolas de juguete y katanas de por medio. Tras
varios giros inesperados, acabaron aterrizando en Corea
del Norte. Era un primer aviso de lo que estaba por venir.
Junto a los restos del FER venían los supervivientes
del grupo maoísta Ejército Rojo Unido. Y digo supervi-
vientes porque tenían la extraña costumbre de aniquilar-
se entre ellos en salvajes sesiones de autocrítica. Cogían
a aquellos más dubitativos, les pegaban una paliza y los
ataban a un árbol desnudos. Después de horas a la in-
temperie, la víctima solía morir congelada.
Ambos grupos se encontraron en un campo de
entrena­miento en el valle de Bekaa. Allí fueron instrui-
dos en el arte de la guerra. Aprendieron a matar, lanzar
proyectiles de todo tipo y volar cosas por los aires; a
redactar comunicados que diesen miedo y a persuadir a
negociadores y representantes de empresas y Estados.
Ese mismo 1971 surgieron los primeros roces. Los lí-
deres de la Fracción del Ejército Rojo descubrieron las

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matanzas realizadas por sus nuevos compañeros contra
su propia mi­litancia. Rompieron relaciones con los más
intransigentes y los mandaron de vuelta a casa.
En medio de esta vorágine los directores de cine Masao
Adachi y Koji Wakamutsu —sí, el de El imperio de los
senti­dos— filmaron una película sobre la cotidianidad
de la gue­rrilla. La cinta se tituló Ejército Rojo japonés/
FPFL: declaración de guerra mundial.
El documento nos muestra la voladura de varios vehí-
culos de Pan American World Airways. Se acompaña de
una larga disertación sobre la propaganda por el hecho.
Vemos imáge­nes de una población del Líbano, probable-
mente controlada por los revolucionarios árabes. El sue-
lo rojizo y seco nos deja intuir el clima árido de la zona.
Poco después somos trasladados hasta unas montañas
de vegetación mediterránea. Asistimos a diversas manio-
bras tácticas y prácticas de tiro. Fundido a negro. Unas
grandes letras anuncian lo que está por llegar. Primero
hablan los palestinos, después los japoneses. El arsenal
dialéctico de estos últimos resulta tremendamente fa-
miliar: militarización, purificación del alma a través del
sacrificio y renuncia a la identidad individual.
Superados los primeros obstáculos y con esta primera
producción propagandística finalizada, había llegado el
mo­mento de ponerse manos a la obra. Las instrucciones
venían del jefe de operaciones del FPLP, en ese momen-
to el célebre Wadi Habbab, y no eran ni mucho menos
una tontería.
Tres miembros del grupo se desplazaron hasta Roma.
Una vez instalados en Europa, realizaron varias ges-
tiones y cogie­ron otro vuelo dirección Israel. En unos
estuches de violín escondieron tres metralletas UZI 58

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y varias granadas. Lle­vaban meses estudiando los con-
troles de la compañía aérea israelí.
Al llegar al aeropuerto de Lod recogieron su equipaje
y sa­caron el arsenal de las fundas. Sin pensarlo dos veces,
abrie­ron fuego contra todo lo que se movía. Mataron
a veintiséis personas. Uno de los atacantes se inmoló,
el otro cayó por fuego amigo y al tercero le falló el ex-
plosivo. Las fotografías de la época muestran una sala
surcada por grandes ríos de sangre roja y espesa.
Acababan de protagonizar el atentado terrorista más
in­fluyente de la segunda mitad del siglo XX; un antes y
un después que obligó a revisar todos los protocolos de
seguri­dad de los Estados. Shimon Peres, primer ministro
de Israel, diría: «estábamos preparados para cierto nú-
mero de even­tualidades, pero no para esta nueva arma,
los japoneses». El superviviente fue detenido. Tras trece
años de torturas logró zafarse de su condena gracias al
Acuerdo de Jibril. El pacto consistía en liberar a 1.185
presos palestinos a cambio de tres reclutas israelíes. En
su celda, por aquello de hacerse el loco, había intentado
circuncidarse el pene con un cortauñas. Ac­tualmente
vive en un campo de refugiados.
Se acababan de colocar en el centro del radar del Mos-
sad, así que debían estar preparados para cualquier sor-
presa. Como consecuencia, el ERJ entró en una diná-
mica muy liga­da a su propia manutención económica y
a la solidaridad con los camaradas represaliados. Pero
mientras otros atracaban bancos o expropiaban a punta
de pistola a los ricos, ellos obtendrían sus fondos a tra-
vés del chantaje y la extorsión.
En 1973 protagonizaron su primer secuestro aéreo.
En el 74 se hicieron con la embajada de Francia en La

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Haya. Exi­gieron la libertad de uno de sus compañeros
encarcelado en París y que Japón les diese un millón de
dólares. También pretendían que los trasladasen a Siria.
Contra todo pronósti­co, lograron todos sus objetivos,
aunque al llegar a Damasco el Partido Baazista les quitó
el dinero. La excusa: cualquier tipo de demanda econó-
mica era contrarrevolucionaria.
Unos meses más tarde, y aprovechando una visita del
pri­mer ministro japonés a Estados Unidos, tomaron el
edifi­cio de la American Insurance Associates en Kuala
Lumpur, Malasia. La operación acabó en Libia. Es decir,
a casi 13.000 kilómetros de distancia. Gadafi los recibió
como héroes an­tiimperialistas. Era la segunda vez que
forzaban al ejecutivo japonés a sucumbir ante todas sus
peticiones. No solo eso. Debido a la tremenda presión
política que habían creado la justicia bloqueó diversas
penas de muerte contra miembros de grupos hermanos.
Tenían la sartén por el mango.
El siguiente asalto fue en el aeropuerto de Estambul. El
objetivo, un grupo de pasajeros que iban hacia Tel Aviv.
El resultado, tres muertos y veinticuatro heridos graves
debido a la explosión de diversas bombas de mano.
En 1977 secuestraron dos aviones más. Uno de ellos
se es­trelló en plena faena. Parece que penetraron en la
cabina del piloto y la discusión subió de tono. El que
estaba al mando se cepilló al capitán. Se negaba a coope-
rar. El ridículo fue antológico, pero pese a todo lograron
arañarle unos cuantos millones más al gobierno japonés.
A partir de los ochenta, las circunstancias les obliga-
ron a romper de una vez por todas con esa obsesión
enfermiza con el mundo de la aviación. La invasión del
Líbano por parte de las Fuerzas de Defensa de Israel

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significó un duro golpe para su actividad. Parecía que
finalmente habían desa­parecido, pero tras un hiato de
casi una década volvieron a dar señales de vida en 1986.
Eran tiempos mucho más complejos.
Volvían diezmados pero con nuevas ideas y un arsenal
de juguetes peligroso e insospechado. Como entremés
y para celebrar esta segunda fase, atacaron con misi-
les soviéticos varias embajadas ubicadas en el centro de
Yakarta.
En 1987 se celebró en Venecia una cumbre del G7.
Entre los participantes estaban Margaret Thatcher, Ro-
nald Reagan y François Mitterrand. Los soldados del
Ejército Rojo no podían quedarse de brazos cruzados.
Colocaron una mina flotante a escasos metros del en-
cuentro. Resultó estar desar­mada, pero habían logrado
sembrar el pánico entre los res­ponsables policiales, in-
capaces de entender cómo había lle­gado ese trasto hasta
ahí. En Roma un coche bomba explotó frente al consu-
lado norteamericano. Le acababan de lanzar cuatro gra-
nadas. Otro artefacto estalló en la embajada britá­nica.
En Nápoles volaron por los aires un club nocturno en
el que se reunían oficiales americanos. Mataron a dos
trabaja­dores. Era mediados de 1988 y reivindicaban sus
atentados con nombres tales como Las Brigadas de la Yi-
had o Brigadas Internacionales Antiimperialistas. Todo
parecía indicar que los escasos militantes activos actuaban
como lobos solitarios sin conexión alguna entre ellos.
Poco después dispararon varios proyectiles caseros
contra los Palacios Imperiales de Tokio y Kioto. Fue su
última gran maniobra.
Con el cambio de década, las autoridades libanesas se
can­saron de tenerlos rondando por el país y detuvie-

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ron a varios de sus cabecillas por violar sus fronteras y
utilizar documen­tación falsa. Un día aún más negro, la
URSS y Yugoslavia desaparecían del mapa. Les espera-
ban algunas sorpresas más. La policía desarticuló una
célula escondida en Lima.
Supuestamente trabajaba para Sendero Luminoso.
Curiosa­mente, ese mismo año el MRTA tomó la resi-
dencia del em­bajador japonés en Perú.
En 1997 Jun Nishikawa, anteriormente fugado de
una cárcel japonesa, fue cazado en Bolivia. En abril la
prensa aseguraba que se habían detectado movimien-
tos sospechosos en Co­lombia. El rastro se extendía por
lugares tan dispares como Rumania, Filipinas, China
o Tailandia. La versión oficial era que la organización,
muy debilitada por la represión, se limi­taba a asesorar
a otras estructuras similares. El Ejército Rojo Japonés
encaraba su propio ocaso.
A Fusako Shigenobu, fundadora del ERJ, la localiza-
ron en un pueblo cercano a Osaka. Era la única líder
operati­va y quizás también su cara más carismática y
conocida. La detención fue retransmitida por las tele-
visiones de todo el mundo. Sobrevivía oculta en Japón,
de hotel en hotel y ha­ciéndose pasar por hombre. Un
recepcionista la identificó por su peculiar manera de
fumar. Poco después, en la cárcel y con una condena
de veinte años a sus espaldas, redactó el comunicado
de autodisolución del ERJ. Era el fin a una tra­yectoria
de casi tres décadas de huida hacia adelante y lucha a
quemarropa. Habían logrado sobrevivir a las Brigadas
Rojas italianas, a Action Directe y a tres generaciones
del RAF.

36
EL FRENTE ARMADO ANTIJAPONÉS
DEL ESTE DE ASIA

El Ejército Rojo Japonés se formó en las bambalinas del


mo­vimiento estudiantil. Si las luchas de los estudiantes
eran rom­pedoras en las formas pero reactivas e incluso
reaccionarias en su ejecución, los grupos armados supe-
raron con creces todas esas contradicciones.
Jerárquicos y militarizados, fueron el azote de ese
mundo moderno que tanto odiaban los intelectuales
como Mishima y los jóvenes de la década anterior. Tam-
bién la horma del zapato del capitalismo internacional.
Además, tenían un ob­jetivo final mucho más claro: la
creación de un movimiento revolucionario de alcance
mundial.
Algunos de sus miembros habían pertenecido a la Zen-
gakuren. Otros, a las sectas y organizaciones políticas
de la Nueva Izquierda. La mayoría habían pasado por la
Liga Comunista, una escisión del PCJ que acabó siendo
la repre­sentación nipona de la Internacional Trotskista
y que tam­bién sufrió sus propias e importantes subdivi-
siones. Hubo, además, una cantidad ingente de grupos
maoístas, espartaquistas, marxistas leninistas y liberta-
rios. Mencionarlos todos aquí resulta innecesario.
Estaban curtidos en mil batallas y notablemente más
orga­nizados que cualquier otro grupo juvenil similar
europeo o norteamericano.
Unos y otros se sentían herederos de las luchas de
princi­pios de los sesenta contra el Tratado de Seguridad
y Coope­ración entre los Estados Unidos y Japón, pro-
tagonizadas por estudiantes y obreros. La mayoría de
ellos habían participado activamente en los disturbios

37
contra la guerra de Vietnam. También en el encarnizado
combate contra el sistema uni­versitario, caro, masifi-
cado, copado por las corporaciones y enfocado a crear
trabajadores de alta cualificación útiles para el sistema.
Eran una generación que había vivido los últimos cole-
tazos de la posguerra pero también los primeros efectos
del increíble crecimiento económico japonés. Después
de grandes penurias fueron expuestos a una abundancia
enga­ñosa, caracterizada por la sensación de alienación,
soledad y atomización.
El FAAEA fue otro producto de este ambiente. Sus
ac­tivistas, como esos posadolescentes del Ejército Rojo
Uni­do perdidos en Corea, habían sido ávidos consumi-
dores de manga: Tomorrows Joe, Stars of Giants o Ninja
Combat Manual eran algunas de sus lecturas favoritas.
También eran fanáti­cos seguidores de las películas de
yakuzas. Ambos géneros representaban a individuos
que vivían al margen de ley y se negaban a sucumbir
ante las exigencias impuestas por la co­lectividad.
Entendían que su lucha debía formar parte de un
proyec­to internacionalista de liberación total con múl-
tiples frentes repartidos por todo el mundo. Pero no
todo eran coincidencias con sus socios comunistas.
Eran, simplemente, la otra cara de la misma moneda.
Mientras los miembros del Ejército Rojo vivían en
la clandestinidad esparcidos por todo el planeta, las
personas que estaban dentro del FAAEA llevaban una
vida normal. Trabajaban y tenían el mismo día a día que
cualquier otro oficinista. Al caer la noche, preparaban y
ejecutaban sus acciones.
El FAAEA se componía de pequeñas células y grupos
de afinidad. No tenían un mando ni una cúpula dirigen-

38
te. Además, sus acciones siempre fueron dentro de Ja-
pón y pro­movían un tipo de terrorismo completamente
indiscrimina­do del que se acabarían arrepintiendo.
Sentían un fuerte desprecio hacia el proletariado, fruto
de una interpretación de la realidad en la que todo aquel
que no luchaba contra el imperialismo era su cómplice y
promotor. Esta lógica culminó con un salvaje atentado
perpetrado con­tra una fábrica de Mitsubishi en el que
asesinaron a varios obreros e hirieron a más de cuatro-
cientas personas.
La ética aristocrática promulgada por Mishima volvía
a sa­lir a flote, aunque esta vez en su acepción más esca-
brosa. Pese cierto regusto ácrata, no eran más que otra
vanguardia intelectualizada y desligada de cualquier
realidad social.
Pero más allá de todo esto, su originalidad recaía en su
re­chazo frontal a los conflictos fratricidas en los que se
estaba viendo envuelta la Nueva Izquierda.
El pensamiento del Frente quedó recogido en el Hara
Hara Tokei, un manual editado en 1974 por uno de sus
coman­dos. En sus páginas describían diversas tácticas de
guerrilla urbana y explicaban cómo fabricar explosivos
caseros. Tam­bién dedicaron unas líneas al tema de la
seguridad. Entre los consejos, recomendaban no rela-
cionarse con personas de izquierdas ni frecuentar sus
espacios. Curiosamente, sí que animaban a tener una
vida social y familiar activa para no despertar sospechas.
En cuanto a la parte ideológica, el mensaje era más o
menos el siguiente:

Los trabajadores japoneses son imperialistas e inva-


sores. Su cotidianidad es completamente hostil hacia

39
sus súbditos coloniales. El movimiento obrero de un
país imperialista como Japón no puede ser otra cosa
que contrarrevolucionario. Cada intento por conse-
guir aumentos salariales y mejores condiciones la-
borales fortalecen el imperialismo japonés y exigen
mayores sacrificios a sus colonias.

Hablar de dictadura del proletariado o revolución vio-


lenta en un contexto como el nuestro es un completo
fraude. Los trabajadores japoneses son activos del
imperialismo. Una revolución que no destruya este
estilo de vida parasitario y burgués no sirve para nada.

Las únicas personas que pueden protagonizar una lu-


cha útil en este país son los inmigrantes. Los utiliza-
dos como bienes de consumo baratos que pueden ser
sacrificados en cualquier momento. Solo ellos pueden
liderar una confrontación cotidiana e intransigente
contra el sistema imperial que además se enfrente
directamente a los intereses de los trabajadores pe-
queñoburgueses.

Como el Catecismo revolucionario de Serguéi Nechaev


o el Libro rojo de Mao Zedong, el libelo acabó en manos
equivocadas, hasta el punto de ser utilizado por algunos
elementos de la extrema derecha japonesa.

CRÍA CUERVOS Y TE ARRANCARÁN LOS OJOS

Desde el final de la guerra la izquierda revolucionaria ja-


ponesa logró movilizar grandes cantidades de personas.
En 1946, dos millones salieron a manifestarse contra el
gobierno. En 1952 el Partido Comunista Japonés trató

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de asaltar el Palacio Imperial. El cisma que generó la
fallida operación creó las sinergias necesarias para una
nueva contestación mucho más radicalizada. Fracaso
tras fracaso y en un con­texto de bonanza económica,
las estructuras políticas vieron como su militancia iba
menguando poco a poco. Justo en ese momento apare-
cen las organizaciones armadas recién descritas.
La llama fue extensa e incontrolable. Poco a poco, la
derrota se hacía cada vez más palpable, dando alas un
nihilismo que iba a devorarlo todo. Los objetivos a aba-
tir ya no eran solo las corporaciones, el gobierno o la
monarquía, sino también las facciones rivales o los com-
pañeros de barricada que no suscribían cierto dogma.
El marco de pensamiento incubado en los sesenta
se giraba en contra de sus propios creadores. Un caso
paradigmático fue el asesinato de Nobuyoshi Honda,
líder del Comité Na­cional para la Alianza Comunista.
Murió apaleado con barras de hierro en su propia casa
por varios elementos pertenecientes a otro grupúsculo.
Se hacían llamar Comité Nacional para la Afianza Co-
munista Marxista Revolucionaria.
En todo caso, es innegable que la sociedad japonesa de
posguerra presentaba unas claras características protorre-
volucionarias. Esa misma sociedad, en principio abierta
a planteamientos emancipadores, se horrorizó ante una
violencia quirúrgica e ideológica que anteponía la cues-
tión estratégica y política a cualquier otra consideración.
¿Fue el terrorismo la única salida digna para la izquierda
japonesa o el principal responsable de su disolución? La
respuesta a esta pregunta, formulada miles y una veces,
nos conduce a otra cuestión: si ni la bala ni la palabra
sirven para nada ¿qué queda?

41
DE LAS KATANAS A LA ULTRADERECHA
Conflicto y evolución del yakuza contemporáneo
Paula García

Para Occidente, hay pocas organizaciones criminales


con un misticismo tan exótico como la Yakuza. Es posi-
ble que esto tenga que ver con el hecho de que la inmen-
sa mayoría de la información que trasciende las fronte-
ras niponas lo hace de la mano de la ficción. La imagen
romantizada y sesgada de sus miembros, de los yakuza,
que se percibe desde fuera de Japón puede resumirse en
unos cuantos detalles: individuos fieles a su código mo-
ral, llenos de tatuajes, vestidos de traje, con gafas gran-
des, que frecuentan locales sórdidos y son propensos
a disfrutar de noches desenfrenadas. No es que todos
estos estereotipos sobre el yakuza hayan salido de la
nada —incluso la ficción, cuando los exagera, las basa
en cierta medida en algunos hechos reales— pero, de
una manera similar a lo que sucede con la mafia italiana,
sí que ayudan a hacer más benévola la narrativa de lo
que es, a fin de cuentas, una organización criminal. Sin
embargo, la realidad es algo más aciaga. Frecuentemente
se considera a la Yakuza un «gobierno en las sombras»
dentro de Japón, y aunque el verdadero impacto de esta
sobre la política contemporánea es matizable, como mí-
nimo, sí puede afirmarse que los gobiernos han actuado,
en muchas ocasiones, en complicidad con ella1. Bien por

1 Siniawer Maruko, E. (2008) Ruffíans, Yakuza, Nationalists: The Vio-


lent Politics of Modern Japan, 1860-1960. Cornell University Press.

43
omisión, bien por colaboración explícita, lo que a todas
luces es una estructura que funciona al margen de la le-
galidad del país está también entrelazada con la realidad
de sus partidos políticos e instituciones.
Aun así, nos resulta complicado analizar la posición
política de la Yakuza desde una perspectiva externa.
Hay demasiados acontecimientos que necesitan con-
texto para enten­derse, y no ayuda especialmente el
hecho de que la propia organización, como concepto,
siempre ha estado basada en los grises. Una estructura
con una presunta adhesión a una ética muy firme que,
simultáneamente, se relaciona con todo tipo de nego-
cios ilegales y violentos; una mafia claramente criminal
a la que las autoridades han hecho caso omiso du­rante
décadas, en parte porque su existencia traía beneficios
y paz social a ciertas áreas difícilmente controlables por
las instituciones.
Quizás es por esto que la imagen pública del yakuza,
espe­cialmente en una escala internacional, es fundamen-
talmente apolítica. Pero un análisis superficial de sus
características nos deja claro que una entidad tan amplia,
con tantas ramificaciones y un origen estrictamente liga-
do al del propio país tal y como se conoce hoy en día, no
puede mantenerse neutra en su impacto en la sociedad.
De hecho, es especialmente en sus raíces donde vemos
las mayores inclinaciones hacia la derecha y el nacio-
nalismo. Pero, por otro lado, una serie de elementos y
actuaciones históricas nos hacen pensar que su ideología
es un tanto más compleja que eso. Para entenderla, por
tanto, hay que hacer el esfuerzo de examinarla en deta-
lle, y eso implica, entre otras cosas, echar un vistazo a
sus orígenes.

44
LA YAKUZA: ORÍGENES INCIERTOS DE
LA CRIMINALIDAD MITOLÓGICA

La historia del origen de la Yakuza, como la de otras


tantas organizaciones secretas, está teñida de leyenda y
construida a través de hechos reales casi siempre entre-
mezclados con algo de mitología. Si hay que señalar una
fecha de nacimiento probable, sería alrededor del año
1600. El inicio de la era Tokugawa, en la que el líder del
mismo nombre puso fin a siglos de guerras entre clanes
estableciendo el primer shogunato —régimen imperia-
lista de corte militar— supondría cambios profundos en
la sociedad japonesa que marcarían la estructura política
de Japón durante los siglos siguientes. La principal con-
secuencia de esta época, caracterizada por la búsqueda
de la paz social y militar, fue que los samuráis y el resto
de guerreros del país, ahora mucho menos necesarios
que antaño, vieron su lugar en la sociedad trastocado
y, en muchas ocasiones, optaron por dedicarse al pillaje
y a la violencia. Como respuesta, aparecieron los ma-
chi-yakko, «sir­vientes del pueblo», es decir, personas
locales que formaban parte de la clase obrera y que se
dedicaban a proteger a los habitantes de las villas de los
estragos que los exsamuráis causaban. Esto llevó a que
una parte de los ciudadanos los considerasen héroes;
pero, por otro lado, seguían siendo parte de los estratos
sociales más pobres, así que no alcanzaban un verdade-
ro estatus dentro de sus sociedades. Fundamentalmente,
eran hombres de clases marginales regidos por un código
de honor y que utilizaban su lugar en la jerarquía social
para realizar actos que otros, quizás mejor posicionados
socialmente, no podrían realizar sin perder su lugar. Los

45
machi-yakko, como los yakuza más tarde, fueron en su
momento romantizados por su público y protagonistas
de multitud de historias, novelas y obras de teatro; al
mismo tiempo, fueron los pioneros en la reapropiación
del tatuaje como forma de transmitir virilidad y fortaleza2.
Esto convierte a la Yakuza en un ejemplo temprano de
creación activa de un discurso y una narrativa para blan-
quear a una institución a ojos de la opinión pública. Es
a este grupo de bandidos, que ejercían la violencia pero
presumían de buen corazón, a quienes la propia Yakuza
suele considerar como sus antecesores.
La mayoría de historiadores, sin embargo, achacan el
origen de la Yakuza a otras organizaciones que también
proliferaron en el Japón de Tokugawa: los bakuto y los
tekiya3.
A los bakuto se les responsabiliza de la introducción
de los juegos de azar y las apuestas en Japón, y en mu-
chas ocasiones trabajaron en colaboración con el gobier-
no. Eran agrupaciones de jugadores profesionales que
generalmente establecían sus puestos en los márgenes
de las grandes carreteras que recorrían el país. La red de
carreteras fue una de las mayores inversiones del gobier-
no japonés durante el siglo XIX, y en muchas ocasiones
eran los propios dirigentes políticos quienes ofrecían a
los bakuto hacer la vista gorda ante sus actividades ile-
gales a cambio de un porcentaje de los beneficios. Así, se
esperaba recuperar al menos una parte de las inversiones

2 HUI, P. (2004) «The Changing Face of the Yakuza», Global


Crime, 6:1, 97-116.
3 River, C. (2017) The Yakuza: The History of the Notorious Japa-
nese Crime Organization. Nueva York: CreateSpace Independent
Publishing Platform.

46
en estas infraestructuras. Los bakuto son responsables
de la fuerte tradición que, aún a día de hoy, la Yakuza
mantiene con los casinos, las apuestas y el pachinko4;
también, cuenta la leyenda, son el origen del nombre
popular que reciben. Ya-ku-za (en japonés, los números
ocho, nueve y tres) es una mano particularmente mala
del juego de cartas Hanafuda, que los bakuto comen-
zaron a utilizar para referirse a cualquier cosa que fuera
«inútil, que no sirve para nada»5. Más tarde, la mafia
japonesa se reapropiaría del término.
Los tekiya, por otro lado, también aparecieron por
primera vez en la era Tokugawa, y eran básicamente una
red de comerciantes que distribuía productos de manera
itinerante. Su labor era mitad picaresca, mitad mercado
negro. Por un lado, tenían mala reputación por sus es-
trategias para captar clientes y engañarles para comprar
productos falsificados o defectuosos; por otro lado, sus
zonas se convirtieron en importantes puntos de inter-
cambio de bienes en un momento en el que el comercio
japonés todavía estaba desarrollándose6.

4 El pachinko es un juego de azar muy común en Japón, que se


juega a través de una máquina similar a las de pinball. Utiliza unas
pequeñas bolas que se introducen en la parte superior de la máqui-
na y que, al azar, caen hacia abajo. Mediante una palanca, puede
modificarse levemente la trayectoria de las bolas. El objetivo es
introducirlas en unos pequeños agujeros en la parte inferior de la
máquina. Las bolas que no entran en estos agujeros se pierden,
aunque algunas máquinas ofrecen opciones para impulsarlas de
nuevo hacia la parte superior en distintas condiciones. El premio
depende de la cantidad de bolas que consigan salvarse.
5 Johnson, A. (2017) «Yakuza: Past and Present». Organized Cri-
me Registry. http://orgcrime.tripod.com/yakuza-history.htm
6 Raz, J. (2011) «Insider Outsider: the Way of the Yakuza». Kyoto
Journal. https://kyotojournal.org/society/insider-outsider/

47
Así que tenemos a dos grupos que, técnicamente, ac-
tuaban al margen de la ley, pero que en circunstancias
concretas llegaban a acuerdos de beneficio mutuo con
las autoridades, lo cual les permitía seguir existiendo
y fortaleciéndose de manera relativamente consentida.
La importancia de estos dos grupos en el origen de la
Yakuza es tal que, hasta la actualidad, la policía japo-
nesa todavía clasifica las distintas familias de la Yaku-
za entre bakuto y tekiya, según cuál sea su actividad
principal7. Negocios aparte, su influencia va más allá
de lo estrictamente económico: de ellos toman algunos
de sus rasgos más característicos, como la jerarquía in-
terna. De los bakuto y tekiya heredaron los yakuza el
sistema oyabun-kobun (padre-hijo) en el cual los nue-
vos miembros, los hijos, deben jurar lealtad extrema al
cabeza de la organización, el padre. Los kobun pueden
llegar a sacrificar su propia vida por el oyabun en caso
de ser necesario; el papel del oyabun, por otro lado, es
cuidarles, ceder su legado y su sabiduría a quienes están
a su cargo. Cabe destacar que este tipo de relaciones
eran frecuentes en el Japón del siglo XIX, y que inclu-
so a día de hoy se mantienen en algunos ámbitos de la
sociedad nipona. En el ámbito académico o artístico
es frecuente que aquellos que se inician en un área en
concreto tengan un mentor que les aconseje y les enseñe
la técnica, llegando incluso a poder heredar su título
si el pupilo muestra las características adecuadas. No
obstante, la Yakuza es prácticamente el único ámbito
en el que este tipo de relación paternofilial se lleva al

7 River, C. (2017) The Yakuza: The History of the Notorious


Japanese Crime Organization. Nueva York: CreateSpace Inde-
pendent Publishing Platform.

48
extremo, exigiendo obediencia directa y sacrificio ab-
soluto por aquellos que ocupan un lugar más elevado
en la jerarquía8.
La estructura oyabun-kobun es uno de los aspectos
más comúnmente romantizados de la Yakuza, tanto por
la cultura popular como por los propios miembros de
la organización. No es el único: los tatuajes son uno
de los indicadores más frecuentes de la pertenencia al
grupo. Por un lado, sirven como prueba de fuerza y
virilidad para aquellos que los realizan: las complica-
das piezas, que cubren brazos y espalda, pueden llegar
a tardar cientos de horas en realizarse. Por otro lado,
la técnica tradicional para realizarlos constaba de una
gran aguja y una tinta parcialmente tóxica que causaba
mareos y fiebre después de someterse a varias horas de
sesión. A día de hoy, la mayoría de yakuza utilizan téc-
nicas modernas para crear sus tatuajes, pero someterse al
proceso tradicional sigue suponiendo una gran fuente de
reconocimiento y admiración dentro del clan9. Imágenes
complejas, con significado, generalmente realizadas por
un artista después de un largo proceso de entrevista con
el tatuado, del que se extraerían las informaciones y ca-
racterísticas necesarias para crear una pieza a su gusto.
El tatuaje es, de nuevo, uno de los signos que la Yaku-
za utiliza para reforzar su imagen de marginados, de
formar parte de una especie de resistencia social hacia
lo establecido. Originalmente, en el Japón feudal, los
tatuajes se utilizaban para marcar a aquellos que hubie-

8 Barnhart, C. (2017) Yakuza: Ancient Misfíts, Modern Power-


brokers. Nueva York: Clifton Barnhart Publishing.
9 Johannson, Andreas (2017) Yakuza Tattoo. Berlín: Dokument
Press.

49
sen cometido crímenes y, debido a esta asociación, el
estigma hacia estos en la sociedad japonesa es tal que,
a fecha de 2016, más de la mitad de piscinas, baños pú-
blicos y manantiales seguían prohibiendo la entrada a
quien los poseyera10.
Por último, y por los propósitos de este texto en con-
creto, el elemento narrativo y estético más importante
de la Yakuza es, quizás, su código de honor, o jingi.
Queda razonablemente claro, por lo que sabemos hasta
ahora, que esta organización se separa absolutamente
de la criminalidad típica, tanto en Japón como en otros
países. Una de las características que distinguen al yaku-
za —y que llega, en ocasiones, a explicar la pasividad
institucional hacia su existencia— es la idea de que se
adhieren a unas directrices ideológicas y morales muy
claras. El jingi deriva parcialmente del bushido, el «có-
digo del samurai». A pesar de que, sabemos ahora, esta
leyenda no consta de demasiado rigor histórico11, es di-
fícil negar su influencia como relato cultural a partir del
siglo XX. El código ético del yakuza —que como el del
samurái, aporta un pretexto moral a su violencia— en
sus manifestaciones más tempranas, estaría basado al-
rededor de varios preceptos, no participar de la venta o
distribución de droga, no robar, y no cometer actos de
violencia innecesarios que atenten contra la estabilidad
de la familia12. Estas ideas, veremos a continuación, en-

10 https://japandaily.jp/tattoos—continue—banned—onsen—ja-
pan—3066/
11 https://www.tofugu.com/japan/bushido/
12 Torrance, R. (2005) «The nature of violence in Fukasaku Kinji’s
Jingi naki tatakai (War without a code of honor)», Japan Forum,
17:3, 389-406

50
trarán frecuentemente en conflicto con la situación de
esta organización criminal en el último siglo.

RELACIÓN ENTRE LA CRIMINALIDAD Y


EL ULTRANACIONALISMO EN JAPÓN

El yakuza contemporáneo comienza a afincarse en la


sociedad japonesa a partir del año 1868, cuando la caí-
da del shogunato (1185-1868) dio paso a la era Meiji
(1868-1912), que supondría de nuevo un fuerte cambio
en las estructuras políticas y sociales del país. Los acon-
tecimientos, tanto en cuestión de política internacional,
como en el fuero interno de las bandas criminales del
período fueron múltiples y se desarrollaron de una for-
ma rápida, así que vamos a tratar de describirlas de la
manera más sucinta posible.
Lo más característico del inicio de esta etapa es una
fortísima industrialización. Japón adoptó métodos de
producción occidentales en muchas áreas, abandonando
ya por comple­to el feudalismo medieval y posicionán-
dose de inmediato como una de las fuentes productivas
más sólidas de la época, pero su poder político seguía
centralizándose alrededor de la figura autoritaria y casi
mística del emperador. Entre 1890 y 1914, el total de la
producción industrial del país aumentó a más del doble,
y el número de factorías se triplicó. Simul­táneamente,
desarrolló sus primeros partidos políticos, un parlamen-
to y un ejército multitudinario13.
Los yakuza, como tal, se adaptaron a estas nuevas
circuns­tancias. Los negocios japoneses se estaban mo-

13 Beasley, W. (1995) The Rise of Modern Japan: Political, Econo-


mic and Social Change Since 1850. Londres: Palgrave Macmillan.

51
dernizando, entrando en nuevas áreas, y la mafia creció
también con ellos.
La construcción y la automovilística fueron algunas
de sus puntas de lanza, pero incluso con esto mantu-
vieron una fuer­te presencia en todo lo relacionado con
las apuestas y juegos de azar y con el mercado negro.
Estos ámbitos estaban ahora mucho más vigilados por
un gobierno menos voluntarioso a la hora de tolerar
escándalos violentos y guerras entre ban­das, así que
muchas familias yakuza abrieron negocios para­lelos y
legales que servían de tapadera para otras actividades
clandestinas, como la que incluso a día de hoy sigue
siendo la actividad más común: el intercambio de di-
nero a cambio de servicios de protección a políticos y
negocios locales14.
La era Meiji, con sus modernizaciones y sus conce-
siones a los mercados exteriores, también supuso el na-
cimiento de un ultranacionalismo muy arraigado en la
política japonesa y cuyas raíces se extienden hasta el día
de hoy. En el centro de este movimiento estaba la Gen-
yosha, un grupo nacionalista cuyo nombre en japonés
significa «sociedad del océano negro», y que fue funda-
da en el año 1881 por el ideólogo imperialista Mitsuru
Toyama. Era, en principio, una especie de federación
de sociedades a favor del nacionalismo y el imperialis-
mo japonés que las agrupaba bajo un código de ho­nor
común, pero que ocultaba un propósito más profundo:
aprovechar el momento de rápido cambio político y
social para alimentarse del descontento de aquellos que
añoraban el régimen anterior, mucho más autoritario.

14 Dubro, A. y Kaplan, D. (1986) Yakuza: Japan’s Criminal Un-


derworld. Cali­fornia: University of California Press.

52
La Genyosha usó métodos de intimidación, chantaje
y, en muchas ocasio­nes, asesinato y terrorismo directo
para evitar el auge de los partidos de izquierda dentro
de Japón, aspirando a establecer un control mediante el
uso de la violencia que causase la caída del régimen y fa-
voreciese la expansión imperial de Japón por toda Asia15.
Una de las consecuencias más destacadas de la acción
de este grupo fue el asesinato de la reina de Corea en el
año 1895, que terminó por generar la invasión japonesa
a este país, sobre el cual mantendrían su poder durante
los siguientes cincuenta años16.
No es que estas sociedades ultraderechistas, en su ma-
yoría, se originasen directamente a partir de la Yakuza,
pero las ac­tividades de ambas terminaron por confluir
inevitablemente.
Por un lado, obtenían sus fondos del mismo tipo de
nego­cios; por otro, era evidente que las políticas de la iz-
quierda japonesa, más inclinadas al control de los bajos
fondos y a la protección de los ciudadanos ante las ma-
fias, perjudica­rían notablemente el crecimiento econó-
mico que la Yakuza estaba experimentando. La Yakuza
y el ultranacionalismo iban en contra del sistema y de la
figura del emperador, a fin de cuentas; ambos resentían
las ideologías extranjeras que empezaban a permear en
el país, como el socialismo y el liberalismo, y romantiza-
ban el pasado feudal de Japón, don­de habían sido mucho
más libres para campar a sus anchas. Además, la Yakuza

15 Harrles, Susle; Harries, Meirion (1991) Soldiers of the Sun: The


Rise and Fall of the Imperial Japanese Army. Londres: Random
House.
16 Gordon, Andrew (2002) A Modern History of Japan. Oxford:
Oxford University Press.

53
había tomado cada vez más control de los puertos y de
sus mercancías, así que el aumento de la militarización
del país favorecería su poder político en este frente. En
última instancia, la Yakuza era uno de los grupos más
beneficiados por el auge de este pensamiento político,
y muchos cabezas de familia incorporaron pronto sus
ideolo­gías, creando una asociación entre ultraderecha y
mafia den­tro del país que sigue presente a día de hoy17.
La Segunda Guerra Mundial, en general, y el bom-
bardeo de Pearl Harbor (1941), en particular, cambia-
ron sustancial­mente la relación de las autoridades con
la mafia japonesa, de la misma manera que sucedió en
países como Italia o Estados Unidos. Cuando el ejército
estadounidense ocupó japón en el año 1945, los gaijins
(extranjeros) descubrieron, sorprendidos, que el entra-
mado de poder en las sombras que tenían las organi-
zaciones secretas y las mafias dentro del país suponía
una grave amenaza a sus intereses. Muchos líderes de la
mafia fueron encarcelados como criminales de guerra
del más alto nivel. Pronto descubrieron, no obstante,
que el poder que ostentaba la criminalidad dentro del
país hacía que la colaboración con ella fuese mucho más
favorable a corto plazo, y aunque la postura pública de
EEUU siem­pre expresó rechazo hacia ellas, muchos de
sus oficiales, en realidad, terminaron por colaborar con
ellos18. La situación no fue tan trágica para la Yakuza
como parecía en un prin­cipio. Por un lado, las estrictas
políticas de racionamiento de alimentos hicieron que el

17 Dubro, A. y Kaplan, D. (1986) Yakuza: Japan’s Criminal Un-


derworld. Cali­fornia: University of California Press.
18 Barnhart, C. (2017) Yakuza: Ancient Misfits, Modern Power-
brokers. Nueva York: Clifton Barnhart Publishing.

54
mercado negro fuese todavía más importante; por otro,
los propios soldados norteamericanos fueron en muchas
ocasiones los que pusieron en circulación armas y diver-
sos productos ilegales a través de estas vías.
La ocupación estadounidense, por tanto, comenzó a
ser más laxa en su persecución de las bandas y organiza-
ciones secretas japonesas en los siguientes años. Al final
de la dé­cada, el auge del comunismo hizo que, definiti-
vamente, la tolerancia de Estados Unidos hacia la Yaku-
za aumentase: las familias se oponían frontalmente al co-
munismo —perjudi­caba, de nuevo, sus intereses— y en
muchas ocasiones las fuerzas de la ocupación utilizaron
la influencia de la Yakuza para enfrentarse a manifesta-
ciones comunistas19. Una vez más, los bajos fondos del
país se las habían arreglado para entrar en colaboración
directa con las autoridades. Como añadido, se liberó a
algunos de los líderes yakuza que habían sido encarce-
lados como criminales unos años atrás. En particular, la
puesta en libertad del capo Yoshio Kodama a cambio
de compartir su información y contactos en contra de
la izquierda japonesa llevaría a la creación del Partido
Li­beral Democrático de Japón en 1955. Un estableci-
miento que, se revelaría más tarde, estuvo financiado
por dinero que Kodama había obtenido a través de la
Yakuza, y que le posicionaría como uno de los entes po-
líticos más poderosos de la década. Kodama era lo que
se llama un kuromaku. un intermediario entre la Yakuza
y las personas involucradas en política, un concepto que
se hizo más y más frecuente en las décadas posteriores.
La posición era beneficiosa para ambos: por un lado, la

19 Dubro, A. y Kaplan, D. (1986) Yakuza: Japan’s Criminal Un-


derworld. Cali­fornia: University of California Press.

55
Yakuza obtenía poder político y posibilidades de obte-
ner más dinero a través de la relación estrecha con los
partidos de derecha; por otro lado, los políticos tenían a
su disposición al ejército más amplio e influyente de Ja-
pón. El Partido Liberal Democrático, que desde enton-
ces ha esta­do estrechamente relacionado con la Yakuza
y, en particular, con la Yamaguchi-gumi, el clan yakuza
más grande de los que actualmente existen en Japón,
mantuvo mayoría en el parlamento japonés entre 1958
y 200720.

LA BURBUJA, LA CRISIS Y LA
MODERNIZACIÓN INEVITABLE

La conexión de la Yakuza con la élite política hizo más


sencillo que sus negocios prosperasen, y durante la dé-
cada de los setenta proliferaron las grandes oficinas y
negocios que exponían abiertamente formar parte de la
organización. Sus affairs, sin embargo, seguían siendo
bastante turbios: la extorsión, los juegos de azar, la usura
y la prostitución se mantuvieron como sus principales
fuentes de ingresos21. Tras el fin de la ocupación y el
establecimiento del nuevo sistema democrático, muchas
de estas actividades fueron re­guladas. Además, el boom
económico de esta década hizo que los japoneses invir-
tiesen más dinero en entretenimiento, y la Yakuza fue
rápida en establecerse en los mercados de los deportes
profesionales y el ocio nocturno. Los estable­cimientos

20 Adelstein, J. (2012) «The Yakuza Lobby», Foreign Policy ht-


tps://foreignpolicy.com/2012/12/13/the-yakuza-lobby/
21 Dubro, A. y Kaplan, D. (1986) Yakuza: Japan’s Criminal Un-
derworld. Cali­fornia: University of California Press.

56
de pachinko, por ejemplo, están frecuentemente regen-
tados, directa o indirectamente, por estas familias. De
nuevo, en muchas ocasiones estos negocios servían para
encubrir y limpiar dinero procedente de las actividades
ilegales.
El poder político de la Yakuza, no obstante, iba más
allá de la influencia entre bambalinas. Algunos miembros
de la Yamaguchi-gumi llegaron, de hecho, a presentarse
como can­didatos al Parlamento22. Por otro lado, con
todo esto, vino un aumento extraordinario del número
de adeptos entre sus filas. Según la Agencia Nacional
de Policía de Japón, en 1982 había alrededor de 24.000
empresas controladas por la Yaku­za. Entre ellas, había
más de 5.000 mercados callejeros, 4.000 prestamistas,
2.000 clubs eróticos y otros 3.000 bares y disco­tecas. La
mayoría de estos negocios se repartían entre ocho fami-
lias yakuza especialmente prominentes, con un número
de miembros estimado de 40.00023.
Para entender la Yakuza moderna, no obstante, es
intere­sante fijarnos no solo en las cifras, sino en la de-
mografía. Tras la guerra con Corea, una población bas-
tante notable de coreanos, originalmente trasladados
allí para realizar trabajos forzados, permaneció en Ja-
pón. En los años noventa, había en Japón alrededor de
700.000 ciudadanos japoneses nacidos en Corea. Este
grupo de ciudadanos, considerados de segun­da clase en

22 Gragert, B. (1997) «Yakuza: The Warlords of Japanese Orga-


nized Crimes». Annual Survey of International & Comparative
Law.
23 Rankin, A. (2012) «21st-Century Yakuza: Recent Trends in
Organized Crime in Japan». The Asia-Pacific Journal. https://
apjjf.org/2012/10/7/Andrew-Rankin/3688/article.html.

57
el país, sufren aun a día de hoy severos niveles de dis-
criminación. Para ellos, y para muchos otros colectivos
discriminados en Japón, la mafia y la Yakuza pueden
ser vis­tas como una de las pocas alternativas razonables
a la pobre­za y la exclusión social. Según datos del FBI
—no explícita, pero sí tácitamente confirmados por la
policía japonesa— a finales del siglo XX alrededor de
un 15 % de la población coreana de japón formaba parte
de o había establecido vín­culos con la Yakuza. Un dato
especialmente elevado si te­nemos en cuenta que los co-
reanos eran, en ese momento, alrededor de un 0’5 %
del total de la población del país24. Otros datos sugieren
que el 70 % de la Yamaguchi-gumi está formada por
burakumin (personas de clase baja) y otro 10 % son
personas de ascendencia coreana. Por otro lado, sus filas
son fundamentalmente masculinas. Si bien es cierto que
existen testimonios sobre mujeres dentro de la Yakuza,
fundamentalmente casadas con algún líder importante
que se involucrarían pasivamente con algunos de los
negocios de sus maridos —especialmente durante la
Segunda Guerra Mundial—, el consenso general es que
la presencia femenina en la organización es extremada-
mente limitada a partir de ese momento histórico25.
Este dato no es de extrañar, quizás, en sociedades con
es­tructuras jerárquicas aún basadas en el sistema oya-
bun-kobun y en los preceptos morales ya menciona-
dos. El código moral del yakuza, como el lector ya ha

24 Adelstein, J. y Noorbakhsh, S. (2012) «The Last Yakuza».


World Policy Journal. http://worldpolicy.org/2010/08/03/the-
last-yakuza/
25 Nakajima, S. (2014) «Women of the Yakuza». Japan Subcultu-
re. http://www.japansubculture.com/wives-of-the-yakuza/

58
intuido, ha ido mutando con el tiempo: para el final del
siglo XX, casi todas las acciones que eran líneas rojas
para la Yakuza incipiente un siglo antes habían sido ya
transgredidas de todas las formas posibles. Sin embargo,
una idea sí se mantiene: la lealtad hacia la familia y a
los superiores. Para una entidad, al margen de notables
excepciones, fundamentalmente compuesta de per­sonas
excluidas socialmente, esta idea de honor y protección
mutua parece uno de los pilares fundamentales que
incenti­varía la entrada de nuevos reclutas.
La organización interna de la Yakuza, no obstante, se
ha ido adaptando a las nuevas exigencias del presente
y también a los en ocasiones elevadísimos números de
personas que componen cada familia. Las principales
familias tienden a utilizar un sistema piramidal basado
en tres estratos: células pequeñas comandadas por un
«padre» de familia que reporta a un sindicato central y
generalmente local, que al mismo tiempo depende de
una organización más grande dominada por el jefe de
cada clan. De esta manera, las grandes familias yakuza
ostentan poder sobre, en ocasiones, regiones ente­ras26.
Los fondos que los altos estratos de cada familia acu­
mula a través de las escisiones más pequeñas son utili-
zadas para grandes operaciones colectivas.
En general, los estudios oficiales explican que el trá-
fico de metanfetamina puede llegar a suponer más de la
mitad de los ingresos totales de la Yakuza; no obstante,
la importan­cia del tráfico de droga dentro de la mafia
japonesa tiende a sobreestimarse por conveniencia insti-

26 Hoshino, K. (1979) «The Recent Trend of Underworld And


Organized Crime in Japan». National Research Institute of Police
Science.

59
tucional. El tráfico de droga es, en realidad, solo la punta
del iceberg de una red mucho más grande de extorsión y
coacción, pero sobredimensionar su importancia dentro
de las actividades crimina­les del país hace que la opinión
pública tienda a pensar que el verdadero problema de la
nación son los drogadictos y no la mafia27. Durante los
años noventa y principios del presente siglo, gran parte
de los ingresos de la Yakuza han procedido, también, de
la especulación con bienes inmuebles. Una práctica fre-
cuente es la conocida como jiage, cuya traducción más
cercana en castellano sería «usura»: estas organizacio-
nes colaboran con los grandes conglomerados del sector
de la vivienda para aumentar el precio de determinadas
áreas. La corporación paga una parte del beneficio a la
Yakuza para que algunos de sus miembros adquieran
propiedades en la zona, y se muestren visibles alrede-
dor de ella. La reputación de la Yakuza —recordemos,
asociada a los bajos estratos so­ciales y al ultranacionalis-
mo— hace que el valor de la zona disminuya, llegando
a hacer que los inquilinos vendan sus propiedades a un
valor mucho menor que el de mercado. Por ejemplo, en
los años noventa la corporación Suruga pagó alrededor
de 140 millones de dólares a la Yamaguchi-gumi para
conseguir expulsar a los inquilinos de una serie de pro­
piedades que querían comprar. Más tarde, y ya libres
de la Yakuza, los bienes inmuebles se revendieron a un
precio mu­cho más alto28.

27 Barnhart, C. (2017) Yakuza: Ancient Misfits, Modern Power-


brokers. Nueva York: Clifton Barnhart Publishing.
28 Tabuchi, H. (2012) «Japan Pushing the Mob Out of Busines-
ses». New York Times, https://www.nytimes.com/2010/ll/19/
business/global/19yakuza.html

60
La extorsión y el dinero a cambio de protección siguen
es­tando presentes entre las actividades de la Yakuza hoy
en día; pero la más preocupante, especialmente desde la
perspectiva de las autoridades, es el tráfico de personas.
La información que llega a Occidente a este respecto es
limitada, pero sí es conocida la tendencia a crear agen-
cias de talentos, en países como Filipinas, Tailandia o
el este de Europa que incentivan a mujeres jóvenes a
mudarse a Japón para perseguir algún tipo de fama; una
vez en Japón, no obstante, acaban siendo víctimas de
círculos de prostitución y estafas piramidales que las
instituciones pueden, cada vez menos, ignorar29.

IMAGEN SOCIAL DE LA YAKUZA

El lector, desde el punto de vista occidental, estará segu­


ramente sorprendido de que este tipo de actividades al
margen de la ley sean de conocimiento público y se to-
leren en una sociedad actual. Si bien es cierto que la
existencia de la Yakuza es de conocimiento popular y
está irremediablemen­te unida al panorama político ja-
ponés, el nivel de pasividad gubernamental respecto a
sus actividades ha cambiado cons­tantemente en las úl-
timas décadas.
Actualmente, y como el periodista especializado Jake
Adelstein tiende a recordar de forma frecuente en sus
artí­culos y reportajes, a día de hoy entendemos por «la
Yakuza» a veintidós organizaciones criminales en Japón.
Entre ellas, las tres más prominentes son la Yamaguchi-

29 Adelstein, J. (2008) «This Mob Is Big In Japan». The Washin-


gton Post. https://www.washingtonpost.com/wp-dyn/content/
article/2008/05/09/AR2008050902544.html

61
gumi (Kobe), la Sumiyoshi-kai (Tokio) y la Inagawa-kai
(Tokio y Kanagawa). A pesar de que la regulación legal
sobre estos grupos ha aumentado en las últimas déca-
das, no están explícitamente prohibidos, y ellos mis-
mos justifican su existencia como «grupos humanita-
rios». «Yakuza», a pesar de ser el término coloquial para
referirse a los miembros de estas organizacio­nes, no es
el preferido por la propia mafia, ni el utilizado por las
instituciones: boryokudan (grupos violentos) empezó
a ser el nombre más común utilizado para referirse a
ellos a finales de los noventa y se ha mantenido hasta la
actualidad30.
La imagen popular del yakuza a día de hoy deriva
funda­mentalmente del período de bonanza económica
que vivie­ron tanto las organizaciones como del propio
país en los años ochenta. Japón había estado bajo gran
influencia de Estados Unidos, tanto en lo económico
como en lo político, y la Yakuza, en medio de un pe-
ríodo de auge, empezó a asi­milarse cada vez más a los
gánsteres americanos. Los valores tradicionales, tanto
en lo estético como ideológico, se vieron un tanto des-
plazados durante este tiempo. No obstante —y de una
manera similar a lo que sucede con la percepción de la
Yakuza en Occidente— la perspectiva de la mafia ame-
ricana llegó al país nipón fundamentalmente a través de
la ficción, en muchos casos exagerada, romantizada o in-
cluso rozando la parodia. Se hicieron frecuentes los tra-
jes de alta costura y procedencia extranjera, las camisas
llamativas, el pelo rapa­do, las gafas de sol y todo tipo de
bienes importados, desde relojes hasta, y especialmente,

30 Police Policy Research Center (2000) Present Situatíon of Or-


ganized Crime In Japan and Countermeasures Against It

62
los coches. Si bien este fervor estético se ha diluido un
tanto en los últimos años, los líde­res de la Yakuza siguen
formando parte, a día de hoy, del reducido mercado afi-
cionado a los coches estadounidenses en Japón31.
Los años de bonanza, sin embargo, no durarían eterna­
mente. En 1989 la bolsa de Japón sufrió un descenso
dramático, y continuaría en caída constante hasta el año
1994; durante este tiempo, la mayoría de empresas que
habían flo­recido durante la burbuja económica empe-
zaron a sufrir una deuda asfixiante que les llevó, en últi-
ma instancia, a la quie­bra. La Yakuza, una organización
que había hasta entonces sustentado gran parte de su
actividad en el lavado de dinero y en la recolección de
deuda, comenzó a ver sus ingresos drásticamente redu-
cidos. Sus negocios habían sufrido el im­pacto econó-
mico tanto como cualquier otro, y además, era difícil
recaudar dinero de protección o pagos de préstamos a
quien simplemente no tenía los medios para pagarlos.
La competición entre las familias por los pocos secto-
res toda­vía pujantes se volvió más agresiva, escaló la
violencia tanto entre los propios gánsteres como hacia
los ciudadanos, y las autoridades, que en otro momento
habían respaldado explí­cita o tácitamente sus activida-
des, comenzaron a darles la espalda. De la quiebra de la
bolsa japonesa surgió, de hecho, la primera ley explíci-
tamente anti Yakuza. La «ley anti boryokudan» (1991),
que empezó siendo bastante gris y leve pero fue, poco
a poco, endureciéndose con los años, obligaba a las fa-
milias a registrarse oficialmente como organizaciones
ante la policía, prohibía explícitamente la extorsión y

31 Dubro, A. y Kaplan, D. (1986) Yakuza: Japan’s Criminal Un-


derworld. Cali­fornia: University of California Press.

63
el crimen organizado y endurecía las penas de prisión.
La presión por parte de Estados Unidos y la política
internacional obligó, a la larga, a que a comienzos del
siglo XXI Japón prohibiese explícitamente el lavado de
dinero o permitiese las escuchas policiales, medidas a las
que el país se había resistido hasta entonces32.
Todo esto, por supuesto, no sería suficiente para erra-
dicar por completo y en unos pocos años un entramado
criminal que opera en los bajos fondos del país y está
absolutamente unido a su clase política, pero al margen
de necesitar andar con más cuidado a la hora de violar
las leyes, la legislación anti Yakuza unida a la crisis eco-
nómica también supusieron un problema para la mafia
en cuestión de opinión pública. En la posguerra de la
Guerra Fría, el interés por el ultranacionalismo dentro
del país se redujo notablemente, y resultaba cada vez
más difícil justificar la existencia de estos grupos como
hipotética fuerza disuasoria de un comunismo que era
cada vez menos una amenaza. La xenofobia y la defensa
del tradicionalismo, por tanto, fue uno de los refugios
ideológicos en los que este tipo de sociedades encontra-
ron para justificar su presencia en sociedad. La suspi-
cacia hacia Estados Unidos, China y Rusia, y el temor
hacia el incremento de la inmigración, no obstante, no
fueron motivos suficientes para redimir al yakuza a los
ojos del japonés medio. Durante la recesión económica,
la escalada de violencia yakuza repercutió, en nume-
rosas oca­siones, directamente hacia los ciudadanos, a

32 Relly Jr, E. (2014) «Criminalizing Yakuza Membership: a com-


parative study of the anti-boryokudan law» Washington Univer-
sity Global Studies Law Review. https://openscholarship.wustl.
edu/law_globalstudies/vol13/iss4/9/

64
quienes en otro tiempo la organización había jurado
dejar siempre al margen de sus negocios. Lo crudo y
agresivo de sus métodos generó que, en un país razona-
blemente poco inclinado a la mani­festación violenta, en
muchas ocasiones los ciudadanos se tomasen la justicia
por su propia mano y tratasen de expulsar a la Yakuza
de sus barrios33.
Como consecuencia de todo esto, la Yakuza ha te-
nido que reposicionarse, y de alguna manera justificar
su existencia de cara a la sociedad y, sobre todo, a las
instituciones y parti­dos políticos. Y lo ha hecho con
una mezcla de sutilidad y tosquedad absoluta, pero que
demuestra también una ma­leabilidad estratégica que es
una de las características de la mafia contemporánea, y
uno de los motivos por los que su erradicación es tan
compleja. Con la percepción de la Yakuza como un mal
necesario ya muy lejos, la criminalidad japonesa ha co-
menzado a cuidar especialmente su narrativa. Al final,
la capacidad de la organización de mantenerse a través
de cambios políticos, ideológicos y sociales en Japón ha
venido siempre de la mano de un fuerte dominio del dis-
curso, y esta nueva crisis no es la excepción. A finales de
los años noventa, se destaparon numerosos escándalos
relacionados con extorsión, asesinatos y financiaciones
ilegales de partidos de la derecha que llevaron a que la
prensa prestase más atención que nunca a lo relacionado
con la mafia. No obstante, esta respondió con constan-
tes amenazas, asesinatos y atentados contra medios que
publicaban historias negativas sobre la Yakuza, expo-

33 Adelstein, J. y Noorbakhsh, S. (2012) «The Last Yakuza».


World Policy Journal. http://worldpolicy.org/2010/08/03/the-
last-yakuza/

65
nían casos de fraude o simplemente publicaban carica-
turas que los representaban de manera irónica34.
En contraposición a esto, la ficción, en ocasiones
directa­mente financiada por la propia organización35,
en ocasiones por propia inercia de la imagen popular
de estos gánsteres, muestra en ocasiones que la idea del
yakuza honorable, carismático y dispuesto a luchar por
los débiles no ha dejado de existir. Las películas, video-
juegos y libros han tenido mucho que ver en la percep-
ción social de la Yakuza, tanto dentro de Japón como
especialmente en Occidente, con acceso mu­cho más
limitado a la información veraz sobre el tema. Es con-
veniente que prácticamente toda la imagen del yakuza
contemporáneo que los ciudadanos obtienen en los paí-
ses occidentales venga precisamente de aquí, puesto que
la tole­rancia de Japón a una organización criminal es es-
pecialmente difícil de justificar ante países con sistemas
penales mucho más duros al respecto. Quizás es parti-
cularmente represen­tativa de ello la ocasión en la que
el periodista especializado en la Yakuza Jake Adelstein
consiguió que varios miembros de la una banda japonesa
jugasen a Yakuza 3 (2009), un videojuego que se centra
en explorar la temática y leyenda de la organización. Los
yakuza disfrutaron de la representación que se hace de
ellos en el juego, apoyando los valores tradicionales de
honor y defensa del ciudadano en los que solían creer36.

34 Dubro, A. y Kaplan, D. (1986) Yakuza: Japan’s Criminal Un-


derworld. Cali­fornia: University of California Press.
35 Varese, F. (2007) «The Secret History of Japanese Cinema: the
Yakuza Movies». Journal of Global Crime.
36 Adelstein, J. (2009) «Yakuza 3 Review». Boing Boing https://
boingboing.net/2010/08/10/yakuza-3-review.html

66
Para los japoneses, sin embargo, los videojuegos pue-
den no ser suficiente para redimir a una de las entidades
que más daño directo ha causado a la ciudadanía en las
últimas déca­das. Quizás debido a esto, dentro del pro-
pio país son múl­tiples los casos recientes en los que la
Yakuza ha realizado acciones aparentemente altruistas
que, en el fondo, guardan también un deseo de recupe-
rar su posición social anterior. En especial, destacan los
esfuerzos de ayuda en determina­das crisis humanitarias,
como el terremoto de Kobe en 1995, donde la Yamagu-
chi-gumi envió miles de sus oficiales a las ciudades afec-
tadas para distribuir recursos y primeros auxi­lios, o el
tsunami de marzo de 2011, que supuso uno de los pocos
esfuerzos colaborativos entre todas las familias yakuza
de los últimos años para reconstruir viviendas, asistir a
los heridos y hospitalizar a los afectados37. También son
cada vez más frecuentes los casos de colaboración de la
Yakuza con la policía38.

UN OCASO QUIZÁS SIN UN


NUEVO AMANECER

Muy lejos ya de sus raíces mitológicas, la Yakuza del


pre­sente es una organización mucho menos homogé-
nea de lo que puede parecer a primera vista, que en los
últimos años ha tenido que evolucionar y alejarse de

37 Adelstein, J. (2011) «Japanese Yakuza Aid Earthquake Relief


Efforts». The Daily Beast. https://www.thedailybeast.com/japa-
nese-yakuza-aid-earthquake-relief-efforts
38 Rankin, A. (2012) «21st-Century Yakuza: Recent Trends in
Organized Crime In Japan». The Asia-Pacifíc Journal. https://
apjjf.org/2012/10/7/Andrew-Rankin/3688/article.html.

67
los códigos. Por un lado, su filosofía los hace tradicio-
nalistas, pero por origen y por demografía son antisis-
tema por necesidad, y es precisamente la combinación
entre ambas lo que, en muchas ocasiones, ha generado
la pasividad con la que las autoridades japonesas se han
enfrentado a una problemática muy relevante dentro de
la sociedad japonesa.
La unión de la criminalidad de Japón al ultranaciona-
lismo y las fuerzas políticas de derecha tras la ocupación
estadou­nidense fue uno de los elementos clave de su
posterior auge; también ha sido uno de los motivos por
los que, en tiempos más difíciles, las instituciones han
considerado apropiado y sencillo dar la espalda a un
grupo en constante escalada de tensión y violencia. Y
aun así, y si la organización ha sido capaz de sobrevivir
a tantos momentos inciertos, ha sido por un absoluto
dominio sobre su propia narrativa.
El concepto del yakuza, a fecha de hoy, es una pa-
radoja tan contradictoria como, en ocasiones, muchos
otros aspectos de la sociedad japonesa. A estas alturas,
es difícil negar que los impactos de su criminalidad han
sido fundamentalmente negativos en el desarrollo de
los acontecimientos; pero in­cluso con todo esto, otras
situaciones han demostrado que su influencia ha sido
extraordinariamente conveniente para aquellos en el
poder en tiempos inciertos. Con ello, los japo­neses
han aprendido a vivir con la existencia de la Yakuza, y
la Yakuza ha aprendido a vivir en un universo mucho
más crítico con sus acciones, reposicionándose ante la
opinión pública como, si quizás ya no unos caballeros
honorables, al menos como una contingencia inevitable
y al menos, con un lado positivo. Todos sus manieris-

68
mos, la estética, los tatuajes y las ideas de honor y leal-
tad familiar no son sino un engra­naje más de todo esto
que conforma la imagen de la Yakuza en las mentes de
los ciudadanos, y más allá de un elemento exótico, de
carisma o de distinción, son también una pantalla de
humo que en muchas ocasiones distrae, también, de su
verdadera cara. Y si bien es verdad que muchos expertos
consideran que la próxima década será, por fin, el fin de
esta organización criminal en Japón39; otros, sin embar-
go, opinan que es difícil que una entidad tan mutable e
intrincadamente ligada a la historia del país termine por
perecer algún día40.

39 Dubro, A. y Kaplan, D. (1986) Yakuza: Japan’s Criminal Un-


derworld. Cali­fornia: University of California Press.
40 Adelstein, J. y Noorbakhsh, S. (2012) «The Last Yakuza».
World Policy Journal, http://worldpolicy.org/2010/08/03/the-
last-yakuza/

69
ANSATSUSHUGI. HAY QUE MATAR
AL EMPERADOR
Javi Sánchez

Si hoy echamos un vistazo al Código Penal japonés


encon­traremos una omisión: faltan cuatro artículos, del
73 al 76. Un capítulo entero. La ocupación estadouni-
dense los elimi­nó tras la Segunda Guerra Mundial, por
motivos evidentes: el artículo 73 rezaba «cualquiera que
dañe o pretenda dañar al emperador, a la gran empera-
triz viuda, a la emperatriz, al príncipe heredero o al nieto
del emperador será llevada al cadalso».
Durante las décadas anteriores a la guerra, el artículo
73 se había usado en repetidas ocasiones, que han pasa-
do a los libros de Historia como «incidentes». En varios
de esos ca­sos, su aplicación era una simple excusa para
eliminar anar­quistas bajo la acusación de complot. En
otros tantos, esas condenas a muerte de anarquistas lle-
varon, irónicamente, a que otros tantos revolucionarios
intentasen realmente acabar con la vida de alguno de los
emperadores Meiji (Mutsuhito) o Showa (Hirohito): los
últimos dioses en pisar la tierra. En apenas tres décadas,
anarquistas, socialistas revolucionarios, independentis-
tas coreanos y hasta monjes budistas partici­paron de
una idea enunciada en un panfleto llamado Ansatsus-
hugi, publicado en 1907 en San Francisco y destinado
a teoretizar sobre el futuro del emperador y su familia:
«de­mandamos la implementación del asesinato como

71
principio político». Dicho de otro modo: la mejor for-
ma de demostrar que el emperador y su familia no son
dioses es acabar con su existencia mediante la ciencia
moderna. Con pistolas y explosivos.

SOCIALISMO CIENTÍFICO
¿ES EL EMPERADOR UN DIOS?

Pero no nos precipitemos. El artículo 73 existía desde


los tiempos de la Revolución Meiji. Y, en realidad, era
un garante del culto que había impuesto la llegada de
este emperador. Hasta 1868, el shogunato había mante-
nido un Estado semifeudal y ensimismado, en el que el
emperador era más un jarrón muy caro que no enseñar
a las visitas que una figura divina digna de adoración.
El emperador siempre había sido descendiente de la
diosa Amaterasu, desde más o menos el año 660 hasta
nuestros días, y cuenta con tres objetos divi­nos que lo
demuestran: la joya Yasakani, el espejo Yata y la espada
Kusanagi (esta seguramente una réplica, pero bueno).
El día que asciende al trono, se reúne con la diosa. Y
hasta 1868 todo eso estaba muy bien, pero el que man-
daba era el shogun, el caudillo militar.
La llegada de Mutsuhito lo cambió todo. Una occi-
dentalización a las bravas en la que los samuráis, la casta
noble militar (a esas alturas, poco más que altos fun-
cionarios) perdieron sus últimos privilegios en pos de
unas fuerzas armadas al estilo occidental. El emperador
aparecía en fotos en vez de ser una figura elusiva e invi-
sible en sus jardines privados, vestía como un dandi oc-
cidental, marcaba las prefecturas con las líneas de hierro
del ferrocarril y mandaba al traste siglos de tradición.

72
Al mismo tiempo, su reinado empezaba a dejar claras
varias ideas tan familiares como peligrosas: el país tiene
un destino manifiesto, es mejor que el resto de países,
etcétera. No eran especialmente nuevas dentro de la his-
toria de Japón, pero la industrialización las convirtió en
más peligrosas.
El nacionalismo ferviente se sostenía en dos patas: la
creciente militarización de la sociedad —una dedicación
que ade­más ofrece empleo e ingresos estables durante
las décadas convulsas y que hasta entonces había esta-
do vedada a los nacidos en familias sin nombre— y la
adoración del emperador como akitsumikami: un dios
encarnado en forma física, inefable e infalible. Los in-
gredientes perfectos para crear una secta sintoísta a es-
cala nacional que alimentase el sueño del Japón imperial,
mientras la población poco a poco iba adquiriendo hábi-
tos occidentales (que serían aplastados defi­nitivamente
tras el intento de golpe militar de 1931): desde la moda
flapper hasta esas ideas gaijin (extranjero, concretamente
occidental o no asiático), como el socialismo, el anar-
quismo y el comunismo.
En realidad, la relación de los gobiernos japoneses de
la época con los revolucionarios no era muy distinta
de la que mantenía Occidente: prohibición de partidos
políticos, cie­rre de periódicos, encarcelamientos habi-
tuales, represión de manifestaciones, disturbios y alga-
radas... La democracia ja­ponesa era un frágil equilibrio
entre nacionalistas desmedi­dos, ciudadanos empobreci-
dos y un país agotado por sus constantes guerras. Entre
1894 y 1931 —luego ya no haría falta— se van aproban-
do todo tipo de leyes, conocidas por el eufemismo de
«preservación de la paz», destinadas a tor­pedear cual-

73
quier cosa que huela a izquierda. Por ejemplo, en 1900,
se prohíbe el periodismo independiente y los sindica­tos.
En definitiva, una idea de democracia también heredada
de Occidente.
Aún así, ni esas leyes podían frenar unos disturbios
que no eran poca cosa: el 5 de septiembre de 1905, Tokio
arde. Literalmente. Durante tres días, una turba enfu-
recida se de­dica a incendiar y destruir el 75 % de los
puestos policiales de la ciudad, además de linchar a no
menos de 500 policías y bomberos. ¿Los motivos? Al
pueblo japonés se le había vendido la idea de que la
guerra contra Rusia había sido una serie de victorias
implacables que llevarían a la consecu­ción de un sucu-
lento botín de guerra, una repetición de lo sucedido una
década atrás contra China. En realidad, Japón quedó
tan debilitada por el conflicto que, aunque el tratado de
paz reconocía su victoria —y dejó abiertas las puertas
para la ocupación total de Corea, cinco años después—,
el país no estaba en condiciones de exigir un tratado
ventajoso para Japón. El estallido popular subsiguiente
se vio aplastado por la aplicación de la ley marcial y de
una nueva legislación que, indirectamente, culminaría
en esa carta contra el emperador.
Las nuevas leyes antidisturbios implicaban penas de
cárcel contra los manifestantes. Al mismo tiempo, el
control de la prensa también solía acabar con los intelec-
tuales en prisión. Cualquiera de esas condenas cerraba
las puertas a trabajos como servir en el ejército o el acce-
so a puestos públicos. Y así, izquierdistas más o menos
moderados, como Osugi Sakae, acababan coincidiendo
una y otra vez entre rejas con radicales convencidos,
como Kotoku Shusui, por cosas tan simples como mani-

74
festarse contra la subida desmedida del precio del billete
del tranvía (otra protesta que acabó en dis­turbios serios)
o traducir El manifiesto comunista. Entre 1905 y 1910,
el paso por prisión de casi todos los futuros ejecutados
en virtud del artículo 73 es constante.

«EH, MUTSUHITO, EL FIN


DE TU VIDA SE ACERCA»

Las leyes marciales, la ilegalización de partidos y los


paseos por prisión bastan para convencer a unos cuantos
implicados de que la línea blanda no lleva a ningún sitio.
Los que más claro lo tenían eran los miembros del Par-
tido Socialista Revolucio­nario de Japón, fundado por
Shusui: entre 1906 y 1907 pu­blicaban un fanzine político
llamado Kakumei (Revolución), en el que poco a poco
van admitiendo que a) son pobres y no pueden hacer la
revolución sostenida en el tiempo y b) los pobres tienen
una manera de acelerar la revolución: «El único me-
dio es la bomba. Los medios que pueden financiar una
revolución también residen en la bomba. La forma de
destruir a la burguesía es la bomba».
En Kakumei también se describe al emperador como
una herramienta del sistema y se dejan claras las postu-
ras cada vez más radicales que instigaba Shusui. Un tipo
por lo de­más entretenidisimo, que en sus escritos deja
claro lo que comentábamos: «entré en prisión siendo
marxista-leninista y salí convertido en anarcocomunis-
ta». Y apostando cada vez por la acción directa. Tras
uno de sus encarcelamientos, el cada vez más anar­quista
Shusui decide exiliarse políticamente en California. Allí
no solo hace amigos entre la diáspora japonesa y esta­

75
blece lazos con el anarquismo internacional, sino que
apro­vecha para crear la rama estadounidense del Parti-
do Socialis­ta Revolucionario de Japón. Curiosamente,
un año después de su fundación, en 1907, un grupo de
japoneses que nadie podría sospechar que tienen que
ver con ese Partido Socia­lista Revolucionario hicieron
llegar al consulado de Japón en San Francisco un texto
que hacía que Kakumei se quedase corto. Era Una carta
abierta al emperador Mutsuhito [Meiji] de un grupo de
japoneses anarcoterroristas. La carta, escrita con motivo
del cumpleaños de Meiji (el día 3 de noviembre, aunque
les pilló el toro con las fechas de entrega y tardaron cin-
co días más en acabarla), es una de las felicitaciones más
salvajes de todos los tiempos. Se titulaba Ansatsushugi,
que puede tradu­cirse como «terrorismo», pero que lite-
ralmente se traduce mejor como «asesinacionismo». Y
que es una combinación de amenaza de muerte, teoría
política, disquisición teosófica y justificación doctrinal
del asesinato político.
Empieza llamando al emperador por su nombre real:
«Eh, tú, Mutsuhito». Que es tanto una falta de respeto
como un sacrilegio. Y al que advierten: «pobre Mutsu-
hito, las bombas te rodean y están a punto de estallar.
Este es tu adiós».
La carta también describe al primer emperador como
«la peor persona que jamás haya existido», enumera que
sus más de ciento veinte generaciones comparten esas
cualidades de no ser una buena persona y niegan la di-
vinidad del dios del Trono de Crisantemo. La ciencia,
afirma la misiva, dice que el emperador «no es un dios,
sino consanguíneo del mono». También le llama «zar
japonés», habla del terrorismo ruso como referencia y

76
acusa al monarca de preocuparse solo de los ricos. Todo
ella lleva a justificar que el grupo afirme «la implemen-
tación del asesinato como principio político».
Como estamos a principios del siglo XX y la propa-
ganda funciona como funciona, el grupo también di-
funde entre los medios que ha hecho llegar 800 copias
de la carta a japoneses selectos, y que ahora todo Japón
sabe lo que se le viene en­cima al emperador. La carta en
realidad es un manuscrito mimeografiado en una plan-
tilla: los anarquistas saben que es mala idea acudir a una
imprenta, así que han tenido que ha­cer copias de andar
por casa. Sin embargo, la carta provoca cierto pánico
en Japón. La sola idea de que un texto aúne te­rrorismo,
sacrilegio y la voluntad de acabar con el mikado (el an-
tiguo término para designar al emperador) es peligrosa,
así que lleva a un nuevo conjunto de leyes y actuaciones
contra las izquierdas radicales.
Estas tampoco se quedan quietas: en 1908, Osugi
Sakae y otro montón de anarquistas son encarcelados
durante un par de años por «el incidente de las banderas
rojas», una manifestación política en la que celebraban
con banderas rojas y simbología de ese mismo color la
liberación de otro anarquista. Las penas son más duras
de lo habitual, aunque por el lado bueno, salvarían la
vida de Sakae y sus compañeros.
En 1910, mientras Sakae y sus compañeros se pudren
en la cárcel, veinticuatro anarquistas, hombres y muje-
res, son de­tenidos por el «incidente de la alta traición»;
el primer com­plot para acabar con la vida del empera-
dor. También conocido como el «incidente Kotoku»,
por Kotoku Shusui. Este no tenía nada que ver con el
complot, pero la oportunidad era demasiada buena para

77
el gobierno japonés. Con el artí­culo 73 en la mano, to-
dos los acusados fueron condenados a muerte. También
Uchiyama Gudo, un monje zen que había encontrado
un curioso nexo entre el budismo y el socialismo: si «en
el dharma todas las vidas son iguales, ninguna es inferior
ni superior» y «en toda forma de vida está la naturale-
za de Buda», Uchiyama había descubierto que «toda la
base de mi fe está en consonancia con los principios del
socialismo».
Uchiyama, por cierto, había sido detenido en 1909,
por rojo, pero los supuestos materiales para fabricar ex-
plosivos aparecieron meses después en su monasterio.
Y así con el resto de condenados. A la mitad se les con-
mutó la pena por cadena perpetua. La otra mitad fueron
ahorcados en ene­ro de 1911. El juicio fue sumarísimo.
La bomba no existía. Solo cinco de los ejecutados habían
elaborado algún tipo de plan para acabar con el empera-
dor. A Shusui, por su parte, le dio tiempo a acabar otra
polémica antes de su ahorcamiento: Cristo destruido,
una denuncia de que, como el emperador, Je­sús tampoco
era el hijo de ningún dios.

HAY QUE ASESINAR AL EMPERADOR:


LOS LOCOS AÑOS VEINTE

Meiji murió en 1912, y su sucesor Taisho (Yoshihito)


inten­tó profundizar en la democracia y las libertades.
Sin mucho éxito. Taisho había sufrido meningitis ce-
rebral de niño, y es­taba casi incapacitado para ser un
emperador fuerte. Los oli­garcas y políticos veteranos
trataron de recluirle pronto, algo que consiguieron (con
la ayuda de la mala salud de Taisho) en 1919. En esa

78
época, Japón vivió pequeños aires de liber­tad, aunque la
inestabilidad política continuaba. Asesinar a Taisho era
complicado por los motivos expuestos, así que los inten-
tos se limitaban a su hijo, el príncipe heredero Hirohito.
En 1923, Daisuke Namba, comunista e hijo de un
diputa­do japonés, aprovechó la visita de Hirohito al
Parlamento ja­ponés para abrir fuego contra su vehícu-
lo. Con una pistolita y un disparo, Namba fracasó en
su intento. Era un plan ali­mentado por el resentimiento
de la muerte de Kotoku Shusui y, especialmente, por
el «incidente Amakasu». Amakasu era un policía que
aprovechó el caos tras el gran terremoto de Kanto de ese
año para buscar, apalizar y asesinar a líderes anarquistas.
Lo consiguió con dos, Osugi Sakae, del que ya hemos
hablado, y su pareja, la feminista Noe Ito, pero ade­más
asesinó también al sobrino de seis años de ambos.
A Namba le declararon loco, pero le condenaron a
muerte igual. La principal consecuencia política fue que
una turba enfurecida intentó asaltar el hogar del primer
ministro Gonno —conservador, pero con fama de rojo
y blando— y otro par de políticos.
Gonno venía de sustituir a Hara, cristiano, plebeyo,
liberal y apuñalado un montón de veces en 1921 por
un ferroviario fascista por ser todas esas cosas. Gonno
dimitió y le suce­dieron un primer ministro ultraconser-
vador, un gabinete no electo, y nuevas leyes de preser-
vación de la paz. Taisho mo­riría en 1926.
Por su parte, Amakasu fue condenado a diez años por
ma­tar a una feminista, a un anarquista y a un niño pe-
queño. De esos años, cumplió tres: fue liberado en cuan-
to Showa (Hirohito) ascendió al poder tras la muerte
de Taisho, y des­tinado a la Manchuria ocupada, donde

79
se convirtió en jefe de una productora de películas de
propaganda ultra. Cuando los soviéticos tomaron Man-
churia, Amakasu se suicidó con veneno.
Pero antes de todo eso, estaba Fumiko Kaneka.

FUMIKO KANEKA: LA PIEDAD DEL


EMPERADOR ES PARA LOS DÉBILES

Fumiko era nihilista, anarquista, defensora de los de-


rechos de los coreanos, y todas las etiquetas correctas.
Tenía veinti­dós años cuando la detuvieron junto a su
pareja, el coreano Pak Yol, acusados de conspirar para
obtener explosivos con los que atentar contra el empe-
rador. O contra su hijo. O contra alguien. Fumiko dijo
que sí a todo, se declaró culpable, e incluso exageró un
poco las pruebas en su contra, buscando el martirologio
anarquista. Pidió que la casasen con Pak Yol en prisión,
gracia que le fue concedida, y empezó a escribir unas
memorias en la cárcel sobre los motivos para querer ase-
sinar a un emperador. Básicamente, las mismas que en
Asesinacionismo: demostrar que si le tiras una bomba a
un em­perador, muere como un ser humano más.
Su pena de muerte fue conmutada por un perdón y
una pena de cárcel, algo que no se tomó nada bien: rom-
pió en pedazos el decreto y se negó a darle las gracias
al emperador. Murió en prisión en 1926, puede que por
su propia mano.

HAY QUE MATAR AL EMPERADOR SHOWA

Fumiko Kaneka y su novio fueron el nexo entre anar-


quistas e independentistas coreanos. Las atrocidades

80
contra Corea y sus defensores estaban a la orden del
día desde 1910. Desde antes, en realidad. Pero el ascen-
so al poder del emperador Showa, títere absoluto de
los militares agravó la situación. En 1932, un grupo de
coreanos activan la Legión Patriótica Coreana, una or-
ganización secreta con un único fin en la vida: cargarse
a bombazos al emperador y a toda figura pre­eminente
del Japón imperial. El que menos fortuna tuvo de ellos
fue Lee Bong-chang, que en enero de ese año lanzó una
granada contra el carruaje del emperador. Falló.
De hecho, falló hasta el punto de que la granada estalló
contra otro carruaje, elevando el número de víctimas a
un total de dos caballos. Fue condenado a muerte ocho
meses después y ejecutado un mes después de la conde-
na. El Go­bierno japonés calificó sus actos de «lobo so-
litario», en parte para encubrir que un colega suyo, Yun
Bong-gil, había reven­tado con explosivos en Shanghai a
un general imperial, un canciller, herido a un montón de
altos cargos y diplomáticos japoneses y, en palabras de
un disidente chino, «ser el coreano que ha conseguido lo
que un millón de soldados chinos no ha podido». Y todo
durante la celebración del cumplea­ños de Hirohito.

EPÍLOGO: HAY QUE MATAR


A LA EMPERATRIZ

En todo este tiempo, desde el ascenso de Meiji has-


ta la capitulación de Showa reconociendo lo que los
anarquis­tas ya afirmaban —que no era un dios—, hay
que apuntar que hubo un bando que sí consiguió «la
implementación del asesinato como principio político»:
el del propio emperador Meiji.

81
En 1895, durante sus conflictos con China y la ex-
pansión en Corea, el Japón imperial decidió que una
figura regia y semidivina era un obstáculo para sus ob-
jetivos: la reina Min, la emperatriz consorte de Corea,
Myeongseong. El 8 de oc­tubre de 1895, cinco antiguos
samurais entrenados para la ocasión se infiltraron en el
palacio real coreano —con la ayu­da de militares corea-
nos projaponeses—, mataron a la empe­ratriz con bru-
talidad, la hicieron cachitos, los quemaron y enterraron
los restos. El resto de la casa real coreana emigró a Rusia
en cuanto tuvo noticias del asesinato.

82
SER MINORÍA EN JAPÓN. AINU,
COREANOS Y BURAKUMIN
Andrea Peñalver

EL NACIONALISMO JAPONÉS:
LA HOMOGENEIDAD INVENTADA

Pertenecer a una minoría, ya sea étnica o social, nunca


fue fácil en ningún país, pero cada caso tiene sus pe-
culiaridades. Para aquel que visita Japón por primera
vez sin apenas conocimiento sobre historia del país y
su sociedad, el archipiélago le resultaría muy uniforme
racialmente hablando —y siempre hablaremos de raza
como construcción social— si lo compara con otros
países donde las minorías son más visibles por puros
motivos fenotípicos. Pero lo cierto es que, tras esa apa-
rente homogeneidad racial y social, se oculta un gran
número de minorías que luchan por obtener visibilidad,
reconocimiento, derechos e inclusión.
Las minorías en Japón pueden dividirse, grosso modo,
en tres subgrupos: pueblos indígenas del propio archi-
piélago japonés actual, los ainu y los ryukyuanos; inmi-
grantes, sobre todo del Sudeste Asiático y de Oriente
Medio; y minorías sociales. Para comprender mejor
las diferencias entre cada subgrupo, se analizará más
en profundidad una minoría perteneciente a cada uno:
coreanos, ainu y burakumin. Pero antes de ahondar en
cada uno de ellos, es necesario ponerlos en el contex-

83
to de la visión que Japón ha tenido de sí misma como
nación homogénea; una visión que no es tan antigua,
sagrada ni mística como podríamos pensar si miramos
este país con ojos orientalistas.
El nacionalismo japonés comenzó a destacar durante
el periodo Edo, cuando se instauraron una serie de estu-
dios nativistas, denominados kokugaku, que buscaban
deshacerse de la preponderancia del neoconfucianismo
y de la influencia China en general que tanto había em-
papado a Japón desde hacía siglos. Ese nacionalismo se
vio reforzado por la caída del shogunato Tokugawa y la
posterior Restauración Meiji. Ante la amenaza de una
inminente posibilidad de colonización por parte de Oc-
cidente, el gobierno decidió plantar en el pueblo japonés
la semilla del nacionalismo, de una identidad japonesa
bien marcada. Y si se vieron en esta tesitura, fue porque
durante la época feudal, los japoneses no se concebían a
sí mismos como tal, sino que cada uno formaba parte de
un ban (dominio), y poco tenían que ver los habitantes
de un ban del centro de Honshu con los de cualquier
ban de la isla de Kyushu. Para ello usaron la religión
originaria de Japón, el sintoísmo, y la convirtieron en
sintoísmo de Estado, una forma de adoctrinamiento que
estaba presente hasta en las aulas.
Fruto del nacionalismo del gobierno Meiji y de su
miedo a ser colonizado, entre otras cosas, nació el im-
perialismo japonés y la colonización de Taiwán, Man-
churia y la península de Corea. Como resultado, ciuda-
danos de estas colonias, sobre todo de Corea, se vieron
arrastrados al archipiélago japonés, ya fuese en busca de
una vida mejor porque el gobierno había arrasado con el
sustento en sus lugares de origen, o porque eran trasla-

84
dados directamente para realizar trabajos forzosos. Du-
rante el periodo Meiji, a estos ciudadanos extranjeros se
les concedió la categoría de súbditos del emperador y se
procedió a su asimilación.
Pero ese espejismo, donde se les consideraba japone-
ses, caducó cuando Japón se rindió en la Segunda Gue-
rra Mundial. Sus fantasías de panasianismo se acabaron,
y con ellas la idea de un Japón donde tenían cabida otros
pueblos de Asia. Muchos fueron deportados, y los que
lograron quedarse en Japón tuvieron que hacerlo, sino
de forma ilegal, al menos, alegal. El nacionalismo sufrió
un revés por la derrota, y Japón tuvo que agachar la
cabeza. Pero el resurgimiento de una tercera ola nacio-
nalista no quedaba demasiado lejos, pues con el boom
económico de los años sesenta y setenta comenzaron a
reaparecer teorías nacionalistas que se enorgullecían de
que Japón fuese un país racial y étnicamente homogé-
neo; teorías que conformaban un propio género en sí
mismo: nihonjinron. Eran textos que se ocupaban de
diferenciar y destacar la forma de ser y la singularidad
de los japoneses frente al resto de la población mundial.
Se iniciaba así una época de pensamiento monoétnico
que se olvidaba de las minorías presentes en el país —
como los habitantes de Okinawa, obligados a vivir bajo
el dominio estadounidense hasta 1972— con el objetivo
de revitalizar la llama del nacionalismo, que práctica-
mente se había apagado tras su derrota en la Segunda
Guerra Mundial.
La idea de Japón como país homogéneo pudo man-
tenerse durante varios años porque las minorías no
destacaban a simple vista entre el resto de japoneses.
Pero esa máscara empezó a caerse cuando en los años

85
ochenta el número de inmigrantes del Sudeste Asiático
y de Oriente Medio comenzó a aumentar. Las diferen-
cias físicas hacían evidente a los propios japoneses que
Japón ya no era el país monoétnico que ellos creían, y
que en realidad nunca fue. La llegada de estos inmigran-
tes ayudó a visibilizar a las minorías que habían estado
ocultas, y los ochenta y noventa fueron décadas en las
que comenzó a plantearse la heterogeneidad del país.
Pero, como veremos a continuación, en el siglo XXI,
aunque la situación ha mejorado en varios aspectos, la
discriminación hacia las minorías sigue estando presente
hasta en las propias instituciones.

LA IDENTIDAD Y LA TIERRA
ROBADAS A LOS AINU

En abril de 2019 el gobierno japonés aprobó un proyec-


to de ley que reconocía finalmente al pueblo ainu como
indígena, pero esta ley tiene un tono amargo, ya que
no se incluye la restitución de derechos que perdieron
en su día, como los territoriales y los de pesca. Pero
¿en qué circunstancias perdieron sus tierras? ¿Cuáles
eran esas tierras? ¿Por qué se ha tardado tanto tiempo
en reconocer a este grupo étnico como indígena y qué
consecuencias ha tenido eso en su vida a nivel social y
económico?.
Los ainu son los habitantes originarios del norte de
Honshu, Hokkaido, la isla de Sajalín y las islas Kuriles.
Hasta el periodo Tokugawa, los territorios donde habi-
taban los ainu eran independientes de Japón, tanto era
así que ni siquiera aparecían en los mapas del país; lo
mismo ocurría con las islas Ryukyu, el archipiélago que

86
actualmente conocemos como Okinawa. Sin embargo,
con Japón cerrado al mundo y la amenaza de Rusia cer-
niéndose sobre islas Kuriles, el shogunato decidió dar
un paso al frente y colonizar las tierras de los ainu. Pero
esta colonización no fue sencilla, ya que los ainu siem-
pre han estado dispuestos a luchar por sus derechos, y
hubo varias revueltas antes de que el clan Matsumae les
robase sus tierras.
La colonización se vio reforzada durante la Restau-
ración Meiji, pues la isla de Hokkaido era un territorio
ideal para la antigua clase samurái, cuyo oficio era cosa
del pasado. Además, Hokkaido era una fuente de recur-
sos naturales crucial para un país que entraba de lleno
en el sistema capitalista tras su apertura al mundo y,
por lo tanto, en la industrialización. La colonización co-
menzaba por las propias tierras que habían pertenecido
a los ainu desde tiempos inmemorables. Los ainu, que
era un pueblo pescador y cazador, se vieron obligados
a trabajar las tierras que les dejaron, que resultaron ser
las menos fértiles de la isla porque las mejores las reci-
bieron antiguos samuráis y granjeros de Honshu, que se
habían visto empobrecidos por la caída del feudalismo y
la llegada de la industrialización. Los ainu no lograban
ver los frutos de su trabajo, y solo tenían quince años
para cultivarlas, de lo contrario, se las volvían a arreba-
tar; por este motivo, la mayoría acababa en trabajos de
media jornada, muchos en Honshu, lejos de sus orígenes
y de su familia, o como topógrafos, pues eran los que
mejor conocían el territorio. Sin su ayuda, habría sido
mucho más complicado llevar a cabo el desarrollo que
el gobierno tenía en mente, pero ni siquiera su papel se
vio reconocido.

87
A la vez que les quitaron sus tierras, les despojaron
de su cultura en un proceso de asimilación forzada. Se
les prohibió usar sus ropas y no podían hablar en su
propia lengua, con la intención de que desapareciese por
completo. Se incentivó el matrimonio entre ainu y wajin
(japoneses) para fomentar la asimilación. Se llevó a cabo
el adoctrinamiento de los más jóvenes para que se con-
virtieran en súbditos del emperador y se entregasen de
lleno a esa gran familia nipona, en la que el emperador
era el padre y todos los japoneses, sus hijos. La edu-
cación era segregada y muchos niños ainu no tenían la
posibilidad de asistir a clase porque se veían en la obliga-
ción de ayudar a sus padres con el trabajo. Además, las
políticas educativas eran discriminatorias, pues los años
de enseñanza obligatoria eran menos que los exigidos a
los wajin; por no mencionar la discriminación directa
que sufrían por parte de los profesores. A partir de 1937
acabó la segregación y comenzó la educación conjun-
ta de niños ainu y wajin, pero eso no fue sinónimo de
inclusión, ya que la historia que se les enseñaba era la
de los wajin, mientras que la suya era descrita de forma
negativa o directamente ignorada. La segregación seguía
existiendo dentro de las aulas, donde se los consideraba
una raza inferior, llegando a llamarlos proto wajin.
Todas estas políticas de asimilación hicieron de los
ainu uno de los grupos más empobrecidos en compa-
ración con el resto de la población japonesa. Además
de arrebatarles su cultura, les quitaron la posibilidad de
vivir con dignidad. No fue hasta los años setenta que
comenzaron a verse ciertas mejoras; mejoras por las que
tuvieron que luchar de varias formas ya que, si bien los
ainu tienen una cultura y una forma de vida en común,

88
cada uno, como individuo, afrontaba y veía el problema
con diferentes ojos. El principal organismo ainu era la
Utari Kyokai —anteriormente Ainu Kyokai—, creada
antes de la guerra con proyectos para la mejora de la
educación, la agricultura, el acceso a las prestaciones so-
ciales, etc. La Utari Kyokai tuvo que frenar su actividad
durante la guerra. En los primeros años de la posguerra
intentó recuperar las tierras que les habían quitado, y
que en ese momento estaban en manos de terratenientes
poderosos, llegando incluso a acudir a las fuerzas de
ocupación estadounidenses, pero el fracaso fue tal, que
cesó su actividad hasta la década de los sesenta. La Uta-
ri Kyokai representaba el movimiento de asimilación
que se había iniciado durante los años de la preguerra;
luchaba por los derechos de los ainu y en contra de la
discriminación, pero estaba a favor de la asimilación con
el resto de japoneses. Este pensamiento, que antes había
sido el preponderante, se vio puesto en jaque por nuevos
movimientos de ainu más jóvenes que estaban en contra
de la asimilación y que estaban dispuestos a luchar por
la conservación de su identidad.
Los nuevos movimientos ainu más radicales se vieron
fomentados por las luchas de los derechos civiles que
estaban teniendo lugar en Estados Unidos, así como por
las protestas contra la guerra de Vietnam y contra la
ocupación estadounidense de Okinawa. Estos jóvenes
activistas eran sumamente críticos con el establishment
de los líderes de la Utari Kyokai, que eran señores con
un nivel adquisitivo alto y que, de alguna forma, se ha-
bían acomodado y se habían amoldado a la intención
gubernamental e institucional de la asimilación total de
los ainu. Las nuevas generaciones estaban orgullosas de

89
ser ainu, rechazaban la asimilación y querían cavar bien
hondo para llegar a conocer las raíces de su pueblo. Los
nuevos grupos, como el Ainu Kaiho Domei, no usaban
canales institucionales ni ponían énfasis en las ayudas
sociales ni en la asimilación, sino que sacaban a la luz
y condenaban las estructuras y las instituciones a las
que estaban subordinados los ainu. Exigían disculpas
públicas ante los discursos racistas y protestaban contra
los medios de comunicación, que fomentaban los este-
reotipos que daban lugar a la discriminación de los ainu.
Por supuesto, durante esas décadas de lucha, emergían
voces de políticos que aseguraban que la «raza ainu»
no existía, y que la asimilación del pueblo ainu estaba
completamente finalizada. Pero los wajin no eran los
únicos que tenían este discurso negacionista, varios ainu
se agarraron a él y se dedicaron a negar que fuesen un
pueblo indígena, incluso llegando a unirse a grupos na-
cionalistas y de extrema derecha.
Pero llegaron los ochenta, y con ellos otra oportuni-
dad para los derechos de los ainu; se iniciaba una nueva
era repleta de etnopolíticas. Los grupos activistas enfa-
tizaban la identidad ainu con el objetivo de recuperar
los recursos y los derechos que les habían arrebatado
a finales del siglo XIX y luchaban por un nivel de vida
equiparable al de los wajin. La intención del momento
era derogar la Ley de Protección de 1889 y sustituirla
por la Nueva Ley (Ainu Shinpo), una legislación que
no solo se ocupase de las ayudas económicas, sino que
luchase contra la discriminación y por los derechos
humanos. Incluso los líderes más conservadores de la
Utari Kyokai habían cambiado de perspectiva al visitar
otros países y haber sido testigos de primera mano de

90
la situación de otros pueblos indígenas bajo políticas
de minorías. Comenzaban a darse cuenta de que no era
necesaria la asimilación total para obtener los derechos
básicos que los equiparasen al nivel socioeconómico del
resto de japoneses.
La Nueva Ley reclamaba la versión de los ainu sobre
su pasado en lugar de la historia oficial del gobierno, que
era la que se había transmitido de generación en genera-
ción. En la propuesta de la Nueva Ley se introdujo por
primera vez el concepto de «derechos indígenas», que
suponían la restauración del control sobre los recursos
naturales que les habían robado durante la coloniza-
ción. A su vez, se exigían derechos relacionados con la
cultura, la educación, el idioma y la protección contra
actos y discursos racistas. Cambió también el concep-
to de turismo que se había formado décadas atrás en
Hokkaido, donde todo estaba preparado y pensado para
los turistas, para la mentalidad wajin, no para demostrar
verdaderamente la cultura ainu.
Han tenido que pasar tres décadas para que por fin se
reconozca al pueblo ainu como indígena, pero la lucha
no ha acabado aquí. Aunque hay ainu más politizados
y que no tienen reparo en mostrar sus orígenes, muchos
otros se ven en la obligación de emigrar a las grandes
ciudades para mezclarse entre las multitudes y así no ser
reconocidos como ainu por miedo a ser discriminados.
Este miedo no es infundado, es la consecuencia de mu-
chas décadas de discriminación que no les permiten ser
quienes son; que les obligan a renegar de sus orígenes y a
avergonzarse de ellos, como si los que debiesen sentirse
avergonzados no fuesen aquellos que, aun a día de hoy,
niegan la existencia de los ainu como pueblo indígena

91
y se escudan en pensamientos racistas, etnocentristas
y discriminatorios para excusar una colonización que,
como todas, llevó a miles de personas a la miseria social
y económica.

EL MIEDO A SER COREANO

En junio de 2016 el gobierno japonés aprobó una ley


para eliminar los discursos y comportamientos discri-
minatorios contra personas no japonesas. Pero la ley
falla al no ilegalizar esos delitos de odio ni presentar pe-
nas para aquellos que los comenten. Además, al referirse
exclusivamente a personas no japonesas, deja fuera de
esta ley a los ainu, los ryukianos o los burakumin, entre
otras muchas minorías. Las manifestaciones de grupos
fascistas y ultranacionalistas japoneses no son multi-
tudinarias, pero sí que han alcanzado cierta constancia
durante los últimos años, y podemos ver, con relati-
va frecuencia, a pequeños grupos con banderas del sol
naciente y pancartas llenas de frases xenófobas contra
coreanos y chinos que residen en el país, afirmando que
estos ciudadanos son culpables del aumento de delitos
en Japón. Tales acontecimientos tienen lugar ya que la
ley japonesa contra el discurso y los delitos de hoy es
sumamente laxa, lo que da alas a estos grupos para salir
de tales actos con casi total impunidad.
Los coreanos o coreanos zainichi, como se los conoce
comúnmente, conforman el mayor grupo minoritario
de Japón. Esto se debe, obviamente, a la cercanía de la
península coreana, pero especialmente a la época colo-
nial; treinta y cinco años durante los cuales Corea fue
anexionada, desde 1910 hasta final de la Segunda Gue-

92
rra Mundial. Sin embargo, es incorrecto pensar que el
flujo migratorio Corea-Japón fue algo completamente
nuevo tras la reapertura de Japón en 1854. Durante los
periodos prehistóricos llegó un buen número de habi-
tantes de todo el noreste asiático a través de la península
coreana. Una demostración más de que la pureza de la
raza o la sangre japonesa no es otra cosa que un sueño
de los que se engañan con la homogeneidad.
Los descendientes de la Corea colonial que llegaron a
Japón cuentan con un permiso de residencia permanente
especial que, como bien indica su nombre, les conoce
la residencia definitiva pero sin tener la nacionalidad
japonesa. Hasta llegar a obtener este permiso especial,
los coreanos tuvieron que pasar por situaciones de dis-
criminación, pobreza e inseguridad, pues la Guerra de
Corea los hacía sospechosos de ser afines a Corea del
Norte. Ser coreano o de ascendencia coreana durante la
posguerra suponía tener que esconderse tras un nombre
japonés para no sufrir las consecuencias de la exclusión
socioeconómica. No eran pocos personajes famosos de
origen coreano los que usaban nombre japonés. Entre
ellos podemos encontrar a varias cantantes de enka,
(música tradicional japonesa surgida a finales del siglo
XIX que se combinó con las melodías occidentales que
comenzaban a llegar por aquella época al archipiélago),
así como al escritor Tachihara Masaaki, ganador en dos
ocasiones del famoso premio Akutagawa, y cuya ascen-
dencia coreana solo se conoció tras su muerte.
Durante los años de la ocupación estadounidense,
consideraban a los coreanos nacionales o no según les
convenía. En 1947 se les obligó a registrarse como ex-
tranjeros para no recibir ningún tipo de ayuda social

93
(vivienda, educación, racionamiento de comida, etc).
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta los
años noventa, los coreanos pasaron por todo tipo de
estatus en Japón. Y fue por fin en 1992 cuando el esta-
do de residencia de todos los coreanos con residencia
permanente se estandarizó a la actual residencia per-
manente especial, independientemente de que tuviesen
nacionalidad surcoreana o chosen-seki (ciudadanos que
no han elegido nacionalidad surcoreana ni norcoreana
por querer la reunificación). La peculiar situación de
Corea hace que también lo sea la de las personas cuyos
familiares salieron de la península cuando todavía era
un país unificado. Aunque algunos tengan clara su po-
sición respecto al tema, son muchos los que no toman
partido por ninguna de las partes y solo desean la reu-
nificación para poder visitar a sus familiares y viajar con
tranquilidad, sin ser cuestionados por no haber elegido
la nacionalidad surcoreana.
Fue especialmente dura la situación de los coreanos
en Japón antes, durante y después de la Segunda Guerra
Mundial. A las ya de por sí durísimas condiciones de
vida de esos años, se le sumaba su condición de per-
sonas en un país que tan solo los había recibido como
herramienta para llevar a cabo su sueño de conquistar
y dominar el este asiático. Cabe destacar el caso de la
población coreana en Hiroshima, centro neurálgico mi-
litar e industrial durante aquellos años. Los ciudadanos
coreanos vivían en la zona industrial y, al no tener fa-
milia en otras partes de Japón, tras el ataque se vieron
obligados a permanecer en las zonas que seguían siendo
radiactivas, con las fatales consecuencias que ello conlle-
vaba para su salud. Además, no recibían el mismo trato

94
que los japoneses a la hora de obtener tratamiento mé-
dico. Aunque es difícil calcular el número de coreanos
víctimas de la bomba atómica porque muchos usaban
nombre japonés, se estima que 50.000 estuvieron ex-
puestos, de los que entre 20.000 y 30.000 murieron tras
el ataque.
La xenofobia que siguen sufriendo a día de hoy los
coreanos, inclusos los nacidos en Japón, tiene mucho
que ver con la ansiedad socioeconómica actual, provo-
cada por el neoliberalismo y por el pensamiento, que no
logró arrancarse tras la posguerra, de considerar a Japón
como nación superior a sus países vecinos. Este discurso
de la raza japonesa como superior a, por ejemplo, chinos
y coreanos, ofrecía privilegios a los japoneses bajo la
ley imperial y sus jerarquías raciales. Pero, actualmente,
con el permiso de residencia permanente especial y la
posibilidad de usar nombres japoneses en vez de corea-
nos, los japoneses nacionalistas no encuentra la forma
de diferenciarse de los que ellos consideran inferiores y
con menos derechos en Japón. Piensan que los coreanos
tienen privilegios que un ciudadano japonés no posee y
proyectan hacia los coreanos el miedo, la ansiedad y la
inestabilidad económica y social provocada por el neo-
liberalismo. Es de este pensamiento de donde surgen or-
ganizaciones xenófobas y fascistas como la Zaitokukai
y la Uyoku Dantai. Estos grupos, además de agarrarse
a los supuestos privilegios que tienen los ciudadanos
coreanos, aprovechan cualquier acto de Corea del Norte
para salir a la calle y lanzar mensajes de odio contra toda
la población coreana en Japón.
Uno de los objetivos de este tipo de grupos fascistas,
desde los años sesenta, son las escuelas coreanas. Estas

95
escuelas intentan dar una identidad étnica a los descen-
dientes de coreanos con un programa centrado en la
lengua, la historia y la cultura coreanas, de las que se
les quiso despojar durante las políticas de asimilación
de la época colonial. Los coreanos zainichi crearon un
sistema educativo para enseñar coreano, pero este tipo
de escuelas se prohibieron entre 1948 y 1949, obligando
a los padres a matricular a sus hijos en escuelas japone-
sas. A partir de 1955, las escuelas coreanas recibieron la
ayuda de la organización Chongryon (Asociación Ge-
neral de Coreanos Residentes en Japón), que mantiene
fuertes lazos con Corea del Norte. Durante los sesenta
y los setenta se produjo un afianzamiento de este tipo de
escuelas y se vieron reconocidas a nivel social, pero al no
ser escuelas oficiales, los estudiantes quedaban excluidos
de participar en eventos y competiciones oficiales. La
situación de estos centros, a día de hoy, sigue sin ser la
ideal, ya que, por ejemplo, no cuentan con los mismos
privilegios fiscales que otras escuelas de idiomas occi-
dentales y sus graduados no tienen derecho garantizado
a la admisión en una universidad japonesa, como sí ocu-
rre con los estudiantes de otras escuelas del mismo tipo.
Los alumnos de estas escuelas acudían a clase con un
uniforme diferente al de los estudiantes japoneses, por
lo que eran fáciles de identificar por grupos extremistas
y se convertían en un objetivo sencillo. Desde finales de
los ochenta hasta los 2000, han atacado a estudiantes de
estos centros, especialmente alumnas, rompiéndoles el
uniforme; esto ha provocado que se vean obligados a lle-
var uniforme japonés. Sin embargo, los ataques de odio
han continuado. En diciembre de 2009, once miembros
del grupo Zaitokukai y de la Shukenkaifuku (Asocia-

96
ción por la restauración de la soberanía) se presentaron
en la puerta de una escuela coreana y, con un megáfono,
lanzaron todo tipo de mensajes de odio contra alum-
nos y educadores. La policía adopto su papel habitual
de pasividad y se limitó a observar. Como es natural,
los niños que estuvieron presentes antes este acto atroz
sufrieron estrés postraumático. Este caso no es aislado,
cada cierto tiempo, alguno de estos grupos, sobre todo
la Zaitokukai, sale a la calle a increpar y acosar a ciuda-
danos de origen coreano. En respuesta a estos delitos
de odio, surgió un movimiento de coreanos zainichi y
japoneses que exigía cambios legales ante la ONU, tras
lo cual el gobierno japonés acabó aprobando la ley an-
teriormente mencionada.
La relación entre Corea y Japón es complicada por-
que la historia en común de ambos países ha dejado una
huella permanente que muchos, a día de hoy, siguen in-
tentando tapar. Pero lo cierto es que, la cultura coreana
ha impregnado muchos aspectos de la vida japonesa a
nivel cultural. Mientras, las generaciones más jóvenes de
coreanos zainichi cada vez tienen menos que ver con la
cultura del país de origen de sus antepasados y más con
la del país en el que han nacido y han crecido. Aun así,
los grupos extremistas no dejarán de manifestarse pú-
blicamente, lanzando mensajes de odio, mientras la ley
contra la discriminación no sea clara y, en consecuencia,
prohibida y condene este tipo de actos.

BURAKUMIN: LA MINORÍA ESCONDIDA

En diciembre de 2016 se aprobó una ley que pasó des-


apercibida en los medios de comunicación por tratarse

97
de una legislación que concierne a una de las minorías
más ignoradas de Japón: los burakumin. Esta ley obliga
al gobierno central y a los prefecturales a establecer sis-
temas de consulta, a fortalecer la educación y a investi-
gar la discriminación contra los burakumin. Pero sigue
siendo una medida insuficiente, pues dicha discrimina-
ción no está debidamente tipificada.
Esta última minoría es un caso especial al no ser una
minoría étnica, sino social. Pero, a su vez, refleja muy
bien otro tipo de exclusión que, aún a día de hoy, sigue
presente en Japón, y a la que sus miembros no se enfren-
tan de la misma forma. Nos referimos a los burakumin
(gente de la aldea), una minoría bastante desconocida
incluso para las nuevas generaciones japonesas. Sus
orígenes más claros se remontan hasta el periodo Edo,
cuando la sociedad se dividía en un sistema de castas:
samuráis, campesinos, artesanos y comerciantes. Pero
había un grupo de personas que no entraba en ninguna
de estas categorías: los hinin y los eta, los parias de la
época feudal. Incluso entre estos dos grupos, había uno
por encima del otro; algunos hinin, aunque fuese excep-
cionalmente, podían optar a la movilidad social, pero
las personas dentro de los eta —actuales burakumin—
estaban atadas de forma definitiva a ciertos trabajos y
a determinadas zonas de residencia. Estas limitaciones
serían los motivos de la discriminación que ha llegado
hasta nuestros días.
Se las consideraba personas sucias y contaminadas por
dedicarse a la producción y distribución de piel; tam-
bién eran matarifes y enterradores, todas profesiones
relacionadas con la muerte. Esta discriminación por sus
oficios estaba muy relacionada con las dos religiones

98
más profesadas de Japón: el sintoísmo y el budismo.
El sintoísmo considera la sangre como un elemento
impuro y, supuestamente, la carne no es del agrado de
los dioses. Por su parte, el budismo rechaza la matanza
de todo animal. La sincretización de ambas religiones
alentó la relegación de los parias a trabajos relacionados
con la sangre, la muerte y la suciedad. Por tanto, dejaban
esas profesiones para el estrato más bajo de la sociedad,
lo que a su vez les impedía salir de un círculo vicioso
de discriminación y exclusión. A efectos prácticos, la
discriminación se traducía en llevar peores ropas que
los campesinos, hasta con una identificación en ella. Al
entrar a la propiedad de un miembro perteneciente a
alguna casta, debían quitarse el calzado y el sombrero.
No tocaban sin antes lavarlas, las monedas que habían
pasado por las manos de los eta y los hinin porque con-
sideraban estaban contaminadas. Por supuesto, a nivel
institucional también se veían excluidos, por ejemplo,
al no figurar en el censo.
Cuando cayó el shogunato Tokugawa, quedó abolido
el sistema de castas por la Ley de Emancipación de 1871,
no sin protestas por parte de los campesinos, que die-
ron lugar a doscientos incidentes llamados eta seibatsu
(exterminación de los eta). Aunque, como cabe imagi-
nar, esta denominada emancipación no significó el fin
de la discriminación para los burakumin, que siguieron
sumidos en la pobreza, sin oportunidades educativas ni
profesionales, más allá del sector en el que se habían vis-
to obligados a trabajar, y con grandes dificultades para
casarse con una persona que no fuese de su mismo ori-
gen. Con su nuevo estatus se les dio también un nombre
nuevo: shinheimin, que se compone de shin (nuevo) y

99
heimin (plebeyo). La primera parte del término dejaba
claro que antes de la Restauración Meiji esas personas
habían sido los parias, por lo que se seguía fomentando
y dando lugar a la discriminación desde las instituciones.
Con la liberación, al menos formal, de los burakumin
y el cambio de siglo, se inició una época de movimien-
tos que lucharían por los derechos de los burakumin
durante todo el siglo XX y que, a día de hoy, continúan
existiendo porque, por desgracia, siguen siendo nece-
sarios. La primera asociación se fundó en 1902 y fue la
Bisaku Heiminkai, precursora de sucesivos movimien-
tos de emancipación. A partir de 1905 el gobierno puso
en marcha varios programas de rehabilitación para los
burakumin con la intención de incentivar su patriotis-
mo; estos no estaban contentos con dichos programas, y
desde 1914 comenzaron a organizarse proyectos dirigi-
dos por ellos mismos con medidas más agresivas contra
el gobierno central y los locales.
El socialismo y el comunismo fueron una gran in-
fluencia en sus luchas por la emancipación, cuyo último
fin consideraban que debía ser una revolución socialista,
una lucha de clases que acabara con el capitalismo que
estaba explotando a la clase obrera. Con este objetivo en
mente, nace en 1922 Suiheisha —la actual Liga de la Li-
beración Buraku—, la primera organización progresista
que tenía como objetivo principal completar la eman-
cipación de los burakumin que se había iniciado con la
abolición del sistema de castas. Tenía tres bases políticas
muy claras y bien definidas: la emancipación total a tra-
vés de sus propias acciones; la exigencia de la libertad
económica y social y la materialización de la dignidad
humana que se les había negado durante siglos. Du-

100
rante los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial,
sus acciones se centraron en el reclamo de disculpas
públicas por parte de las personas que cometían actos
discriminatorios contra algún individuo o comunidad
buraku, así como en la lucha proletaria universal. Sin
embargo, el gobierno y otros grupos de burakumin
consideraban a la Suiheisha una amenaza, así que se des-
tinó dinero público para la rehabilitación laboral con
el objetivó de que los planes de esta organización no
llegasen a más.
Tras la rendición de Japón y el final de la Segunda
Guerra Mundial llegó una nueva dimensión para los
movimientos de emancipación. En 1946, exmiembros
de Suiheisha formaron la Buraku Kaiho Zenkoku, que
no quería centrarse tanto en las denuncias de discrimi-
nación personal, sino en la lucha para mejorar las con-
diciones de vida de los burakumin. En 1955 cambiaría
su nombre por Burakumin Kaihou Doumei (Liga de
Emancipación Burakumin), que es como sigue cono-
ciéndose en la actualidad. En 1957 se inició su relación
con el Partido Socialista de Japón y el Partido Comunis-
ta de Japón, creándose así estrategias para la liberación
de los burakumin que se integrarían en los programas
políticos de ambos partidos.
La Liga de Emancipación Buraku afirmaba que la
causa principal de la discriminación era el sistema ca-
pitalista y sus formas políticas, por lo que alentaba a
la militancia política para llevar a cabo una lucha de
clases. A nivel práctico, los objetivos eran varios: me-
jorar el nivel de vida y los derechos de los ciudada-
nos; la abolición del desempleo entre la comunidad
buraku; ayudas económicas, médicas y educativas; y

101
la mejora de infraestructuras en comunidades buraku:
viviendas, carreteras, saneamiento, etc. A nivel local se
exigían centros para llevar a cabo diferentes actividades
de ocio en las que los burakumin pudiesen participar.
En 1969 el gobierno inició un programa para solu-
cionar lo que denominaron dowa mondai (problemas
de asimilación), una corriente separada de la línea de
pensamiento y acción de la Suiheisha. Este programa
estaba enfocado en una total asimilación de los buraku-
min con el resto de la sociedad japonesa. El gobierno
concedió ayudas económicas a los dowa chiku (distri-
bución de asimilación) para mejorar su infraestructura
y reconstruir las comunidades buraku, a veces desde
cero. También se dieron subvenciones para la vivien-
da y becas para la educación. Esta iniciativa terminó
en 2002, al creer que la integración de los burakumin
había finalizado.
En 1975 tuvo lugar un suceso que demostraba que la
discriminación estaba lejos de terminar. Se pusieron a la
venta libros que recopilaban listas de nombres y direc-
ciones de comunidades buraku destinadas a empresas
que querían asegurarse de que sus futuros empleados
no eran burakumin. Debido a este incidente, el gobier-
no revisó el artículo 10 de la Ley Koseki (el registro
familiar japonés), haciendo más restrictivo el acceso a
información personal. Pero, como era de esperar, esto
no ha parado con la discriminación de raíz, pues algunas
empresas contratan a detectives para investigar en listas
no oficiales la ascendencia de los candidatos a los pues-
tos de trabajo. Un caso notorio ocurrió en 2016, cuando
una pequeña editorial de Yokohama se dedicó a ven-
der libros divulgativos anteriores a la Segunda Guerra

102
Mundial que contenían detalles sobre las comunidades
buraku. Por supuesto, se denunció a la editorial y se la
obligó a borrar de su página web todos los datos sobre
los burakumin. Este caso de discriminación no es ni
mucho menos aislado. En 2004, se detuvo a un hombre
de treinta y cuatro años por mandar cientos de postales
con mensajes de odio a burakumin y a oficinas de la
Liga de Liberación Buraku; los llamaba eta y hinin de
forma despectiva.
Se estima que hay unos tres millones de burakumin en
unas 6.000 comunidades, la mayoría al oeste de Hons-
hu. Su identificación es cada vez más difícil por varios
motivos: no son étnicamente distintos al resto de los ja-
poneses; ya no trabajan exclusivamente en las industrias
tradicionales de sus antepasados y muchos se van de las
comunidades buraku y, a su vez, japoneses sin origen
buraku se mudan a ellas (lo que puede ser motivo de
discriminación al creerlos burakumin). A pesar de esto,
la discriminación no ha desaparecido por completo ni
se castiga de tal forma que pueda disuadir a algunos de
llevar a cabo actos discriminatorios. Por su parte, los
burakumin viven en la eterna disyuntiva de desaparecer
como comunidad y que desaparezca así su discrimina-
ción, o luchar por sus derechos sin olvidar ni tener que
avergonzarse de sus orígenes, pero corriendo el riesgo
de seguir siendo discriminados. Esta es una postura que
depende de cada individuo y de su propia experiencia.
Lo que es evidente es que, sea cual sea la opción que
elijan, tienen derecho a vivir con las mismas garantías
socioeconómicas que el resto de los japoneses.
Pensar que los más de doscientos años que Japón es-
tuvo cerrado al mundo exterior conformaron un país

103
homogéneo étnicamente hablando es ignorar los flujos
migratorios ocurridos antes del inicio de la expulsión
de los extranjeros; es pasar por alto la época de impe-
rialismo japonés y la llegada de miles de personas desde
las colonias; es, en definitiva, querer cerrar los ojos ante
lo evidente: que Japón siempre ha sido un país mul-
ticultural. La única variación es que, en la actualidad,
esas diferentes culturas son mas visibles a primeras vista
porque vienen de más lejos o porque no tienen ascen-
dencia japonesa, como sí es el caso de los nikkei (des-
cendientes de japoneses que emigraron a otros países,
especialmente a Latinoamérica desde Okinawa tras la
Segunda Guerra Mundial) y a los que recurrieron en
su día cuando necesitaban mano de obra pero querían
seguir manteniendo la «raza japonesa».
La población de Japón cada vez está más envejecida,
y el índice de natalidad sigue cayendo, nada que difiera
de muchos países, pero sus políticas migratorias son,
a día de hoy, extremadamente férreas por esa fantasía,
que algunos se niegan a abandonar, de que Japón es un
país singularmente homogéneo. Ese chovinismo, que
considera lo extranjero como algo inferior por defini-
ción, junto con las actuales crisis económicas, incentivan
el autoengaño de que la situación socioeconómica en
Japón es debida al aumento de inmigrantes.
La constitución de 1946 prohibía la discriminación de
los ciudadanos por motivos de raza, género, religión,
creencias y otras diferencias culturales, pero es más que
evidente que unas palabras en un papel no son sufi-
cientes para hacer desaparecer la discriminación. Para
cumplir este objetivo es necesario que dicha exclusión
desaparezca de las instituciones y que la sociedad japo-

104
nesa entienda que su país no es homogéneo étnica ni
socialmente. Coreanos, ainu, burakumin, así como otras
muchas minorías étnicas y sociales, forman parte de la
sociedad japonesa, y es necesario pararse a escuchar sus
reclamaciones como grupos discriminados institucional
y socialmente de manera sistemática. Por lo tanto, el
cambio debe ser tanto institucional como social para
que las múltiples minorías que conforman Japón dejen
de sufrir un rechazo continuo y tengan los derechos
básicos humanos que deberían pertenecerles desde el
momento de su nacimiento. Solo de esa forma Japón, y
cualquier otro país, puede llegar a la única homogenei-
dad que realmente importa: la de la igualdad.

105
DE LA ESTÉTICA COMO POLÍTICA
Sobre el opaco pensamiento político
de Yukio Mishima
Álvaro Arbonés

Cada persona tiene un tiempo específico. Un momento


al que pertenece. En ese sentido, podríamos entender
esta frase de dos formas diferentes: que toda persona
está atada a su tiempo, que su pensamiento y su forma de
vida se verá determinada por el mismo, y que no nece-
sariamente las formas de vida del tiempo en el que nació
una persona le representan; que no necesariamente exis-
te correlación entre la ideología dominante de una época
y lo que de verdad pensaba una persona. Por eso es tan
difícil hablar del pensamiento de los demás. Porque está
siempre atado a un contexto que no tiene por qué repre-
sentarle, pero al que está necesariamente ligado.
En el caso de Yukio Mishima, esto es particularmente
evidente. Se ha hablado largo y tendido de su ideario
político, de cómo era de derechas y tenía ademanes fas-
cistas, pero la realidad es que, en el Japón de su época,
cualquier persona con unas ideas mínimamente tradi-
cionalistas solo podía ser, y ser percibido, como de de-
rechas. Más aún cuando la gente claramente a la derecha
no simpatizaba con Mishima y su entorno, por liberti-
no, como demuestra su una vez amigo Shintaro Ishihara
en su libro/libelo El eclipse de Yukio Mishima. Ahora
bien, ¿significa eso que Mishima no fuera de derechas?
Significa que adscribirle a una determinada ideología,

107
más aún a una donde blancos y negros están bien dife-
renciados, no es tan simple como eso. Por muy radical
que fuera en sus planteamientos.
Es por eso que, antes que nada, es importante tener
clara una cosa: Yukio Mishima nunca fue explícito en
sus ideas políticas. Siempre habló de ellas en metáforas,
circunloquios e ideas que ya suponía sabidas, incluso si
eran pensamientos privados y perspectivas difícilmente
compartidas por nadie más. O por nadie más allá de
un par de franceses y un insigne inglés. Por eso, para
entender su concepción de la política primero tendre-
mos que comprender cómo entiende el arte. Porque si
para la sociedad de su época, e incluso para la actual,
la política tiene una importancia mayor que el arte, eso
es algo que no encaja con el pensamiento del autor que
nos ocupa.
Con esto queremos decir que no vamos a centrarnos
en Yukio Mishima el escritor. Tampoco en Yukio Mishi-
ma la persona. Nos interesa lo que emana de sus textos.
Aquello que podemos interpretar. Cómo las ideas que
desarrolló en sus textos chocaban frontalmente con las
ideas preconcebidas que tenemos sobre el arte, la polí-
tica y su relación entre sí. Todo para, con un poco de
suerte, conseguir ver la brecha que existía entre lo que
anidaba en su cabeza, lo que consiguió transmitir y lo
que la sociedad consideraba razonable.

MISHIMA, EL HOMBRE POLIFACÉTICO

Si bien es importante, podría resultar repetitivo recor-


dar el contexto y la historia de Mishima. Por eso, nos
limitaremos a cuatro pinceladas.

108
Nacido Kimitake Hiraoka, fue un niño enfermizo
criado por su abuela, que le transmitió sus ideas tra-
dicionalistas y su amor por el Japón clásico y la cultu-
ra. Pasada su adolescencia, y aborreciendo su propio
cuerpo, se enfocaría en un obsesivo culto al cuerpo que
no le evitó convertirse en un reputado hombre de le-
tras desde una temprana edad, siendo considerado un
renovador del teatro tradicional japonés y cultivador
de las formas más vanguardistas occidentales. Además
de eso, ejerció de actor, deportista y, por supuesto, eje
financiero e ideológico de su propia milicia personal,
la Sociedad del Escudo. Algo que le llevó al acto por el
que suele ser recordado: su suicidio ritual al estilo de
los antiguos samuráis, siguiendo los principios del Ha-
gakure, en un cuartel del ejército tras intentar propiciar
un levantamiento para exigir la restitución del poder del
emperador. Lo cual, como es bien sabido, no tuvo muy
buenos resultados.
Que se le conciba como fascista es normal. Estar obse-
sionado con el cuerpo y la muerte, romantizar el ejército
hasta el punto de decir que en él no existen las clases
sociales y crear tu propia milicia en favor del empera-
dor, ya entonces una figura simbólica, no casa bien con
posturas que no sean fascistas. Tampoco ayuda que en
la catarsis de su muy peculiar discurso a las tropas afir-
mara «El país de nuestra amada historia, de nuestras
tradiciones: Japón. ¿No hay alguno entre vosotros dis-
puestos a morir para oponerse a la Constitución que ha
despedazado nuestra patria? ¡Si existe, que se levante y
muera como nosotros!».
Si, como dijo Umberto Eco, dos rasgos inherentes al
fascismo son el culto a la tradición y el culto a la muerte,

109
la aspiración a una muerte heroica, entonces no cabe
duda que este era un discurso fascista. Y que las preten-
siones de Mishima también lo eran.
Ahora bien, juzgar a una persona por un único texto,
una única acción y un único parágrafo es injusto. Lo
mínimo que podemos exigirnos es intentar entender su
filosofía. Por qué hizo lo que hizo. Intentar ver más
allá de las acusaciones de fascismo, comprobando qué
hay más allá de la simplificación de la política a dos ejes
contrapuestos.

CARNE, PALABRA Y SU DELICADA RELACIÓN

Antes de nada, tenemos que ser claros: Mishima nunca


articuló un discurso político claro. De hecho, se mostró
toda su vida totalmente en contra de significarse políti-
camente, o siquiera de defender una postura coherente
a lo largo del tiempo. En lo que a él respecta, se con-
sideraba un artista y un hombre de acción. Y si bien
parecen dos cosas contradictorias entre sí, como señala
el propio Mishima, la existencia de Giacomo Casanova
nos demuestra que ambas cosas no están, ni remotamen-
te, reñidas entre sí.
Eso no quita para que Mishima entienda que existen
dos instancias claramente separadas: la carne y la pala-
bra. Si bien nunca es consistente en las ideas o siquiera en
los nombres que les da, tenemos que resumir este con-
flicto para entender cuál es su concepción de la estética.
Empecemos por la palabra. Para Mishima la palabra
es, literalmente, el lenguaje. Los actos de habla. Cómo
al hablar estamos actuando sobre nuestra relación con
las cosas. Cuando yo le prometo algo a alguien, no solo

110
estoy usando las palabras, estoy actuando con el ha-
bla; estoy creando un nuevo lazo invisible entre él y yo,
creando cambios en nuestra relación, usando las pala-
bras. Algo que no solo se limita a las personas. Cuando
ponemos palabras a las cosas, a los cuerpos o incluso a
las ideas, también estamos ante un acto de habla. Es de-
cir, toda relación con las cosas mediada por las palabras,
incluso con aquellas abstractas o inertes, transforma a
las cosas y nuestra relación con ellas. Cambia cómo las
percibimos y cómo somos percibidas por ellas.
En lo referente a lo comunicativo, la carne está en el
otro extremo polar. Por la carne se refiere específica-
mente a nuestra percepción sensorial. Aquello que ve-
mos, tocamos, olemos, saboreamos y sentimos. De ese
modo, Mishima separa la relación que tenemos entre la
palabra y la carne. La carne nos es dada a priori, pues es
el lenguaje que desarrollamos nada más nacer, y la pala-
bra solo llega después, dando forma a lo que ya hemos
experimentado en la carne.
¿A dónde quiere llegar con esto? Al hecho de que las
palabras nunca van a conseguir captar la realidad esencial
de las cosas. Una descripción de un evento, una persona
o un objeto cualquiera nunca va a ser tan vivido como la
propia experiencia de haber experimentado tenerlo ante
nuestros ojos. De haberlo visto, tocado, oído, incluso
olido o saboreado, si es que podemos llegar a encontrar-
nos en esas circunstancias. Siempre habrá una distancia
inexplicable, un detalle que se escape, imposible de su-
marizar meramente en el lenguaje. Algo a lo que llama
la corrosión de la carne por parte de las palabras.
Esto lleva a dos problemas a ojos de Mishima. La
corrosión del lenguaje y la ausencia de pathos. Y dado

111
que ambos están relacionados, tenemos que pararnos
a explicar algo en apariencia tangencial: la relación de
Mishima con el lenguaje y el cuerpo.

EL PROBLEMA DE LA CORROSIÓN Y
LA CARNE EN YUKIO MISHIMA

Que Mishima daba una importancia capital al físico no


es algo que sea secreto, sorprendente o siquiera digno de
mencionar como algo más que como un hecho objetivo.
Fue algo que declaró sustancialmente en su vida, tan-
to en entrevistas como en textos, tenemos documentos
gráficos que lo demuestran y, para quien solo crea en el
valor del arte, sus obsesivas descripciones de los mús-
culos y perfectas formaciones óseas de otros hombres
hablan elocuentemente tanto de su culto al cuerpo como
de sus preferencias estéticas.
Ahora bien, hablábamos de la corrosión de la carne
por parte de las palabras, ¿significa esto que Mishima,
como los fascistas, desprecia a los intelectuales por ser
débiles y pacatos, asociando un cuerpo físicamente be-
llo a un reflejo de la belleza espiritual de la persona?
No exactamente. Y para comprobarlo, nada mejor que
acudir a sus palabras en El sol y el acero:

El acero me enseñó con exactitud la corresponden-


cia entre el espíritu y el cuerpo: así, las emociones
endebles se me antojaban músculos flácidos, el sen-
timentalismo un estómago fofo, y la impresionabi-
lidad excesiva, una piel blanca y en exceso sensible.
Unos músculos fuertes, un vientre plano y una piel
dura, razonaba yo, correspondían respectivamente a
un intrépido espíritu de lucha, una disposición inte-

112
lectual desapasionada y un temperamento robusto.
Quede claro que no creo que la gente corriente sea así
[…]. Mi experiencia, aun siendo escasa, me ha dado
a conocer muchísimos ejemplos de espíritus tímidos
encerrados en musculaturas protuberantes.

Con esto nos deja claro que es la corrosión de la palabra.


¿Por qué? Porque, si seguimos lo que él mismo dice,
«las palabras me llegaron antes que la carne, de manera
que, la intrepidez, el desapasionamiento y la robustez,
así como todos los emblemas de carácter compendia-
dos por las palabras, necesitaban manifestarse también
como indicios externos, corporales». Esto quiere decir
que antes de experimentar todo con sus sentidos lo hizo
con las palabras. De ese modo, asoció la debilidad del
cuerpo a la debilidad del espíritu porque es, de hecho,
lo que han hecho durante siglos las palabras. ¿Cómo se
come eso? Pues fijándonos en el mundo de la literatura.
En los malos libros y las obras de teatro más chabacanas,
y ahora en la publicidad y los medios en general, es nor-
mal que hay poco robustas equivalencias metafóricas. El
villano es feo, el perezoso está obeso y el héroe es guapo
y musculoso. Algo que hizo que Mishima, el cual afirma
que no conocía la carne antes que la palabra, creyera que
lo que era verdad en la ficción lo era también en la rea-
lidad. Que la palabra es la totalidad de la carne y como
tal se la puede estudiar.
La corrosión de la carne por parte de la palabra se da
porque el lenguaje no nos permite ver la realidad tal cual
la perciben nuestros sentidos. El lenguaje, entendido
aquí como tanto como ficción como en general todo el
conocimiento que adquirimos fuera de la experiencia in-
mediata, nos intoxica de falsas equivalencias, malas metá-

113
foras y constructos sociales que no se corresponden con
la realidad objetiva. No puede captar la totalidad de lo
real; su auténtica complejidad. Algo que, de hecho, no
casa con la idea de Mishima como un fascista. O no como
la clase de fascistas a los que estamos acostumbrados.

LA CARNE COMO LENGUAJE DEL PATHOS

Si la palabra causa corrosión, entonces la carne ha de


tener algo que la palabra no puede capturar. Y de hecho,
así es. Según Mishima, el lenguaje puede crear pathos,
emociones humanas profundas, pero nunca participar
de ellas. Esto, en principio, suena bastante lógico. Las
palabras pueden emocionarnos, hacer sentir, pero nunca
son parte misma de esa emoción. No son parte inherente
de la experiencia. El problema es que la realidad tampo-
co es tan sencilla.
Es fácil encontrar ejemplos donde es cierto que existe
una diferencia en esa participación en el pathos, pero
también otras donde no. La descripción de una intensa
emoción amorosa o de los músculos agarrotados al final
de una serie de repeticiones levantando pesas siempre
va a ser inherentemente diferente al hecho de hacer la
propia cosa en sí. Quien lee o escucha esa descripción
nunca va a participar en el hecho de que estar levantado
pesas o estar enamorándose, sino que va a conocer la
referencia por la cual puede rememorar su propia ex-
periencia al respecto o, en palabras de Mishima, intuir
poéticamente como debe sentirse esa experiencia, si es
que no la ha poseído.
Aquí es donde se da la corrosión de la carne por parte
de la palabra. Cuando podemos percibir cosas como si

114
las hubiéramos experimentado, haciéndonos creer que
las conocemos, aunque la realidad es siempre más com-
pleja que su sumarización en palabras.
Mishima afirma en El sol y el acero que comprendió
esta diferencia cuando, viendo a los porteadores de un
altar durante las festividades de su barrio, percibió que
había algo fascinante en sus cuerpos, en su forma de
mirar al cielo, que de algún modo no alcanzaba a com-
prender. Incluso si el tenía una sensibilidad mayor que
esos hombres, una intuición poética más desarrollada
por su labor como escritor y exposición al arte, esos
hombres parecían ver algo que él no era capaz de apre-
ciar. De ese modo, dado que solo había una cosa que
los separaba, el cuerpo, llegó a la conclusión de que la
sensibilidad de las personas se ve limitada cuando com-
parten un mismo esfuerzo físico. Al estar igualmente
extenuados son capaces de ver el mismo cielo. Uno que
parece más bello porque, precisamente, se contrapone
a la realidad de sus cuerpos.
¿Existe diferencia alguna entre Mishima y los portea-
dores? Solo en su relación con el cuerpo. Si Mishima
hubiera sido uno de esos porteadores, hubiera sido ca-
paz de mirar de la misma manera al cielo. Su «intuición
poética», comillas de Mishima, no es un privilegio per-
sonal hasta después de haber experimentado eso; solo
se diferencia del resto de los hombres, solo sirve de algo
el lenguaje, cuando ha experimentado las cosas con la
carne y puede darle un valor específico en forma de la
palabra.
De hecho, Mishima acabaría afirmando que existe una
posibilidad para la palabra que no pasa por ser la co-
rrosión de la carne. A fin de cuentas, su obsesión con la

115
carne no le llevó a abandonar la literatura, sino que las
mantuvo siempre como dos actividades paralelas que
no se pisaban entre sí, que se retroalimentaban en forma
constante. Y esto es así porque afirmaría que «paralela-
mente, decidí que si el poder corrosivo de las palabras
tenía alguna función creativa, había que buscar su mo-
delo en la belleza formal de este “cuerpo ideal”, y que
el ideal en las artes verbales debía consistir tan solo en la
imitación de esa belleza física; dicho de otro modo, en la
búsqueda de una belleza que estuviera libre de toda co-
rrosión». En otras palabras, que existe la posibilidad de
una palabra, de una literatura, libre de toda corrosión de
la carne, de todo obliterar la complejidad de la realidad.
Y esa es una que imite la propia idealidad de la carne.

LA EXPERIENCIA COMO MODO DE APLACAR LA


CORROSIÓN DE LA PALABRA

Como es evidente, si la belleza ideal del cuerpo debe ser


el referente para las artes verbales, entonces debemos
pensar cómo se consigue esa belleza ideal. Y viniendo
de un fisioculturista, esto parece evidente. Las pesas.
El ejercicio físico. O para ser más exactos, la acción y
la disciplina que nos permite combatir el natural decai-
miento del cuerpo.
En uno de los parágrafos más interesantes de El sol y
el acero, Mishima dice que toda nueva forma de pen-
samiento comienza con el refraseo en muchos modos
diferentes de un único tema ambiguo. Para demostrarlo,
da varios ejemplos. Nos dice que la labor de formular
una idea es como la de un pescador probando diferen-
tes redes, hilos y pesos. O como la de un fisiocultu-

116
rista probando diferentes pesas y ejercicios. Según sus
objetivos, lo que quieran conseguir, y sus capacidades,
con qué herramientas se sienten más cómodos y cuáles
son sus habilidades previas, escogen unas sobre otras,
pero para hacerlo, primero tienen que probarlas todas
para experimentar cuál es la que realmente se ajusta a
sus necesidades. Exactamente igual que un escritor debe
probar diferentes ideas, enfoques y términos para en-
contrar el que resulta perfecto para uno mismo a la hora
de escribir.
Aquí debemos recalcar la importancia de que diga-
mos «para uno mismo». Porque, según Mishima, solo
cuando encontramos las herramientas adecuadas estas
se convierten en parte de nosotros mismos.
Con eso nos quiere decir que la técnica es lo que nos
revela nuestro verdadero ser. Lo que genera autoconoci-
miento. Con la experiencia, no solo conocemos el mun-
do que nos rodea por lo que es, sino también a nosotros
mismos. Y con el refraseo constante de un único tema
ambiguo, encontramos cómo existen palabras que no
corroen la carne. Es decir, la importancia de la expe-
riencia es que, al tener un referente conocido, podemos
probar todas las diferentes palabras y formulaciones
para describirla hasta encontrar una que se sienta real.
Que no corroa la carne, porque describe a la perfección
tanto nuestra individualidad, nuestra forma de percibir
la cosa, como lo que tiene de universal, el cómo hemos
descrito las cosas esenciales de esa experiencia en la que
los demás seres humanos pueden verse reflejados.
Es, en palabras de Mishima, como un golpe tan pre-
ciso que se siente como si fuera un contraataque. Un
golpe bien dado ya no es un puñetazo deformando la

117
cara de alguien, sino que es la propia cara la que parece
estar deformándose para encajar perfectamente en la
belleza inherente de un puñetazo perfectamente ejecu-
tado. Y lo lleva un paso más allá afirmando que cuando
la consciencia es capaz de ver ese encajar, ya es tarde,
de ahí la necesidad del entrenamiento constante: para
no perder la capacidad de percibir, de forma incons-
ciente, ese momento particular, esa palabra exacta, que
configura la forma más bella posible. Porque solo es
posible esa perfección cuando cuerpo y espíritu están
en perfecta armonía.
¿Qué parece decir con todo esto? Pues lo que ya he-
mos señalado. Que igual que el movimiento perfecto
de artes marciales es el que se percibe como inevitable,
quien tiene una forma perfecta y cuyo único resultado
en ese mismo instante solo podría ser el impacto con-
tra el rival, la palabra que no corroe es aquella que se
percibe como inseparable de la carne, que transmite la
personalidad del que la escribe sin por eso negar la uni-
versalidad de esa experiencia.

DE LA PASIÓN, EL DESEO Y CÓMO SE RELACIO-


NAN CON LA CARNE Y LA PALABRA

Si el lenguaje es algo que ha de seguir el ejemplo del


cuerpo, entonces, por consonancia, el arte ha de seguir-
se de la experiencia. Primero es necesario experimentar
algo para ser capaz de ponerlo en palabras, al menos si
queremos hacerlo bien, pero al hacerlo, lo estamos poe-
tizando. Quitamos todo lo que es innecesario, dejando
solo el núcleo de lo que es real, lo que nos permite tener
una imagen perfecta e ideal de la misma. Y ahí es cuando

118
Mishima, por fin, hace una analogía política. A sus ojos,
toda revolución es, necesariamente, insatisfactoria. Por-
que en la revolución, como en el arte, la realidad nunca
puede estar a la altura de nuestras fantasías; la carne no
puede soportar la corrosión del lenguaje.
Esto lo explica a través de la dicotomía existente entre
el placer y la pasión. La pasión es algo puramente ju-
venil, doloroso, porque surge de la falta de experiencia;
sentimos pasión porque idealizamos ideas o conductas,
por lo cual acaba resultando doloroso nuestro contacto
con la realidad. En el lado opuesto, el placer es algo que
no llega necesariamente con la edad, sino con la expe-
riencia; sentimos placer cuando nos conocemos y co-
nocemos la cosa en sí, pudiendo realizarla de un modo
que nos resulta agradable, bella en sí misma, por lo que
tiene de particular para nosotros, sin perder su univer-
salidad última. Que es una cosa que experimentan, han
experimentado y experimentarán otros seres humanos
a lo largo de la historia.
Con esto nos queda clara una cosa: el placer y la pala-
bra que no corroe la carne son dos conceptos perfecta-
mente alineados. Conseguimos placer de todo aquello
que experimentamos; aquello a lo cual dedicamos un
esfuerzo por aprender y que le damos forma a partir de
nuestro entrenamiento previo, haciéndonos conscientes
de cuáles son las formas que más se ajustan a lo que
somos. Por eso no debería extrañarnos que Mishima
utilice el sexo para darnos otro ejemplo al respecto.
Según su idea, si los jóvenes buscan desesperadamente
el sexo es porque lo tienen absolutamente idealizado.
Porque se mueven por una pasión desenfrenada. Si bien
él no entra en tantos detalles, cualquier persona con ex-

119
periencia al respecto puede subrayar que el sexo prime-
rizo es siempre eso, mucha pasión y pocos resultados, al
moverse en un campo de ideas abstractas a medio cocer,
aspiraciones y deseos que no se terminan de entender.
Es decir, el ideal social que se nos dictamina desde el
exterior; una forma universal, sin particularidad, que
carece de refinamiento que nos permitiría disfrutarlo
realmente. Para Mishima, el placer del sexo no surge
del propio sexo, sino de todo lo que lo rodea. De cómo
embellecemos los cuerpos, con técnicas y objetos, y las
almas, con ideas y conversaciones, para alcanzar un pla-
cer que es universal, en tanto sexo, pero particular, en
tanto como nos gusta a nosotros el sexo.
Para Mishima, este es uno de los grandes problemas
del ser humano. Que si bien buscamos desesperada-
mente el placer, lo confundimos constantemente con
la pasión. Estamos siempre buscando ese arrullo de lo
diferente, de lo nuevo, de lo ideal, o de lo socialmente
sancionado, en vez de abrazar el placer de aquello que
solo puede conseguirse con tiempo o con dinero. Con
técnica delicadamente cultivada a través de la introspec-
ción o, bajo un sistema capitalista, invirtiendo dinero en
aquellas cosas que nos permiten disponer de las herra-
mientas necesarias para amplificar ese placer.
Si esto nos recuerda poderosamente a la idea central
de la filosofía de Georges Bataille es porque, de hecho,
Mishima dijo de él que era el pensador occidental al que
más cercano se sentía junto con Oscar Wilde. Esto nos
permite establecer un paralelismo evidente entre Mishi-
ma y Bataille que nos ayuda a entender cómo confluye
esto con una teoría política. Mishima, como Bataille,
cree que el placer radica en el erotismo, no en la erosión

120
de la palabra en la carne; en el adorno innecesario, pero
que confiere de valor a las cosas a ojos de las personas.
Es decir, la búsqueda esencial del ser humano es la bús-
queda de lo innecesario. Del placer en sí mismo.
¿Por qué decimos que el placer es innecesario? Porque
no es necesario para nuestra subsistencia. No necesita-
mos que los alimentos nos sepan bien. Que disfrutemos
del sexo. Que guerreemos falsamente en los deportes y
nos vistamos con ropas elegantes o llevemos joyas de
ninguna clase. Todo eso tiene un sentido que trasciende
la mera supervivencia, la necesidad de comer, dormir,
cagar y reproducirnos, que nos hace humanos. Crea un
gasto innecesario e improductivo que no genera nada,
salvo el propio placer de hacerlo.
Con esto puede quedar claro que Mishima no es un
fascista, no según los cánones clásicos, pero podría pare-
cer que es un procapitalista. Y por supuesto, si pensára-
mos eso, nos arriesgaríamos a que el japonés volviera de
la tumba para contarnos por qué eso es una interesada
malinterpretación de sus textos.
Si seguimos las ideas que hemos visto hasta el momen-
to, no sería atrevido decir que el placer no radica en el
intercambio económico, sino en lo que aporta sensual-
mente la cosa que se adquiere. Comprar una herramien-
ta no es placentero por sí mismo, el gasto de dinero no
nos satisface, sino que lo hace el uso de esa herramienta
que nos permitirá experimentar una mayor cercanía a la
realidad de nuestra experiencia. Quizás sea placentero
por sí mismo por la idea de su uso, pero nunca por el
intercambio económico que eso supone. Es decir, que la
adquisición y uso de herramientas sería igualmente pla-
centero, si es que no más, fuera de un sistema capitalista.

121
Esto es así porque, como ya hemos visto, ese placer
solo se alcanza cuando se aúna lo universal y lo par-
ticular. Cuando se deshace uno de lo innecesario, de
las ideas preconcebidas, de la palabra como forma de
corrosión de la carne. Una corrosión que es particu-
larmente voraz en el sistema capitalista. Dado que la
compra compulsiva, el gasto constante, es necesario para
mantener el sistema capitalista, a través de la sociedad
y los medios de masa, crean constantes referencias al
consumo; crean necesidades en las personas, viéndose
obligadas a gastar, a comprar, a adaptarse a cada nueva
moda, buscando un placer que les es siempre negado.
Esto es lo que odiaba Mishima del presente, por lo que
observaba con añoranza un pasado mítico que, si bien
nunca existió, sí parecía menos problemático que nues-
tro presente. Porque en el pasado, en su idea de pasado,
las personas podían dedicarse a buscar el placer sin estar
mediados por un sistema, el capitalista, creado por y
para exaltar infinitamente la pasión de las personas más
allá de su adolescencia.

CAPITALISMO, TRABAJO Y SOCIEDAD:


EL MISHIMA QUE NUNCA SE LEE

Como podemos ver, Mishima no era precisamente li-


beral. Pero si nos basamos en el antiliberalismo, eso
también podría ser considerado un rasgo fascista. Es
justo. Pero cuando consideramos su idea de política,
que aunque nunca define explícitamente sí lo hace por
contraposición, sí podemos apreciar que lo que pensaba
no encajaba del todo con lo que entendemos, normal-
mente, por fascismo. ¿Por qué? Porque define como

122
política a la respuesta que se da a lo que el arte no es
capaz de dar forma.
Como ya hemos visto, el arte es capaz de dar forma a
todo. Nada se escapa a él. Incluso las formas más abs-
tractas, más particulares y extrañas, pueden conocer
una forma artística que le hagan justicia. Es cierto que
lo común es el mal arte, el arte de segunda, aquel que se
basa en discursos moralistas e ideas preconcebidas que
no logran transmitir la realidad del mundo, la experiencia
universal a través de la óptica particular del artista. Algo
que, cabe señalar, no implica que el buen arte sea natura-
lista; lo particular del artista también puede ser el género
en el que se escriba, pues las metáforas, las formas que
adquieran los mundos posibles que crea, no determina la
calidad del mismo. Una historia naturalista no es supe-
rior o más profunda que una historia de ciencia ficción o
fantasía por el hecho de serlo. Por esa razón, política es
lo que no alcanza a captar el arte. Es decir, lo que neglige
en retratar o lo que directamente le es imposible hacerlo.
Esto significa que la política está, necesariamente, atra-
vesada por la pasión. Ya sea porque el arte hace un mal
retrato de la realidad, conduciendo la confusión entre el
placer y la pasión, o porque directamente no la retrata
en absoluto, creando ideas abstractas de lo que es ideal
y posible para la consecución del placer, cuando no se
pueden proyectar ciertas aspiraciones al arte, porque se
carece de experiencia para transmitirlas, estas se condu-
cen a la política. Algo que Mishima define como polí-
ticas revolucionarias nihilistas, de las cuales pone como
ejemplo el nazismo, del cual abomina abiertamente. Lo
cual nos da a entender que la propia relación de Mishima
con el fascismo es, como mínimo, complicada.

123
Pero todo esto ¿cómo se traduce a la hora de hablar
de la sociedad? Pues en el caso de Mishima, debemos
acudir a lo que dice de dos grupos sociales que, indiscu-
tiblemente, tienen un fuerte componente político en su
percepción: los ancianos y los aristócratas. Dejemos los
primeros para el final y centrémonos en la aristocracia.
Según Mishima, el trabajo del aristócrata es la ausen-
cia de esfuerzo. Su razón de ser es saber solo lo justo
y necesario para sobrevivir, ya que no necesita trabajar
para poder subsistir. De este modo, mira con desprecio
al que se esfuerza, al que trabaja duro y tiene muchos
conocimientos, ya que demuestra sus orígenes humil-
des; un aristócrata no necesita saber nada y lo que sabe
no tiene por qué ser útil, ya que es aristócrata. Su vida
se cimenta sobre la idea de la ausencia del esfuerzo. En
poder permitirse no trabajar jamás.
Si bien no hablará en favor ni en contra de la aristo-
cracia como clase social, aunque si alabara toda institu-
ción que carezca de ellas, sí afirmará que el trabajo es
necesariamente doloroso para el ser humano. ¿Por qué?
Porque eso conduce a que muchas personas no sepan
encontrar el placer en sus vidas. El grueso de las personas
pasa tanto tiempo en sus vidas esforzándose, trabajando,
que incluso cuando por fin pueden descansar, no saben
cómo buscar el placer; han basado toda su vida en reali-
zar tareas repetitivas, productivas, que no requieren una
técnica específica, unas herramientas que se acomoden
a ellos, sino lo que se les ha impuesto, doblegándose así
ante la incapacidad de perseguir el placer. Confundién-
dolo, hasta el final, con la pasión o lo productivo.
Por esta razón, llegará a afirmar que la tortura más
dolorosa, incluso más que el trabajo, es tener un ta-

124
lento y no poder explotarlo. Algo que ocurre en la
sociedad contemporánea porque se obliga a seguir los
ritmos de una necesidad que no se adapta a las necesi-
dades del ser humano; el ser humano debe adaptarse
a las necesidades de la sociedad. Por eso abomina del
presente y celebra el pasado: porque lo que desprecia
es el capitalismo. Odia la idea de que la gente haya de
adaptarse a lo que se considera óptimo para su edad
(estudiar, trabajar, no hacer nada) y su clase (gobernar,
servir, no hacer nada), porque eso abotarga y envilece
la esencia humana. Algo que, sumado a la tendencia de
la sociedad al consumo, a la búsqueda de las pasiones,
ha hecho que ni siquiera los jóvenes tengan suficiente
pasión como para buscar una revolución, por insatis-
factoria que sea. Ya solo se guían por la necesidad de
ser productivos; por la pasión de cumplir con las obli-
gaciones sociales que les permitirán, hipotéticamente,
tener una mejor posición social.
De hecho, no le duelen prendas en decirlo explícita-
mente. Según él, en la sociedad actual se sigue una ética
de escalera estrecha. Algo para lo que pone de ejemplo
la deferencia hacia los ancianos. Si bien es cierto que las
personas de mayor edad suelen tener más experiencia,
eso no significa que sean más sabios, que sepan moverse
en busca del deseo; muchos se dejan llevar aún por sus
pasiones, incitando a los jóvenes a comportarse como
deben, es decir, debiéndoles respeto por estar por enci-
ma de ellos. Porque es su deber rendirles pleitesía. Del
mismo modo, muchos jóvenes experimentados a pesar
de su edad, se ven incapacitados a progresar debido a
que, por su edad o clase social, no se les percibe como
capacitados, creando en ellos una gran frustración.

125
A esto se refiere con que el ritmo de las personas y la
sociedad no se ajustan. Que cada cual no tiene según su
capacidad ni cada cual según su necesidad. Algo que crea
una ética de la escalera estrecha porque, para avanzar,
antes han de haber avanzado los que tenemos por delan-
te, quieran o no hacerlo. O en propias palabras de Mi-
shima, mientras el ser humano continúe deseando que
exista una escalera, podemos ampliarla pero no abolirla.

LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE
YUKIO MISHIMA

Entonces ¿era Mishima fascista? No. Era tradicionalista,


era en cierto grado nacionalista, pero no era fascista.
Pudo defender como la política más radical la de Ko-
saburo Eto, un conocido ultranacionalista y anticomu-
nista, pero nunca cumplió con lo que decía valorar de él
como verdadera política. El hecho, por otra parte falso,
de que se suicidara en silencio, lejos de los medios, en
forma de protesta contra el gobierno.
¿Por qué no lo cumplió? Porque si algo apreciaba
Mishima por encima de todo era el teatro. Le gustaba
escribir, dirigir y actuar. Apreciaba el hecho de ser el
protagonista, y de eso trata toda su estética: la búsqueda
del placer. Hacernos cargo de nuestro propio papel pro-
tagónico, del bello ejemplo que suponga nuestra vida
cara al resto de la humanidad.
De hecho, su muerte no fue discreta. Se suicidó tras
intentar dar un golpe de Estado absolutamente teatra-
lizado, donde salió a un balcón a arengar a tropas que
ni sabían quién era ni cuáles eran sus exigencias, por-
que su propio discurso no dejaba exactamente claras

126
cuáles eran sus pretensiones, más allá del suicidio ri-
tual. De hecho, su propia obra lo demuestra. Su relato
corto Patriotismo trata sobre un hombre que se suicida
por honor ante lo que considera la caída de su país. Al
tiempo que daba el golpe de Estado, durante esos meses
había estado preparando una adaptación de Salomé, de
Oscar Wilde, cuyo momento climático es el momento
en que Salomé pide que se decapite a Juan Bautista, el
hombre del cual está enamorado, siendo que el propio
Mishima moriría decapitado por su amante tras abrir-
se el vientre. Todo eso sumado a su obsesión, desde la
infancia, por el teatro y los samuráis, por las muertes
honorables y tener una muerte trágica y heroica que
lo convirtieran en leyenda, demuestra una teatralidad
que le había acompañado desde el principio de su vida
y que parece más coherente con su pensamiento que el
mero fascismo.
De hecho, en la última entrevista que hizo en su vida,
cuyo interlocutor fue el crítico literario Takashi Furu-
bayasahi —de formación marxista y muy crítico de Mi-
shima—, le diría que «Si verdaderamente mi lógica no se
sostuviera en una experiencia original, si simplemente
flotara en el aire, mi estética sería una gran mentira». Es-
tas son unas de las últimas palabras que el propio Mishi-
ma le dijo a un rival que buscaba enconadamente hacerle
claudicar ante sus palabras, ya plenamente consciente de
lo que iba a hacer no tantas horas después. Y eso es lo
interesante. Que para Mishima lo importante es que su
estética pudiera concretarse en una única acción, precisa
e histórica, que justificara sus posiciones.
Sus últimas acciones en vida fueron un gesto teatral.
Algo que pudiera ser visto como un acto bello por sí

127
mismo, algo que pudiera convertirlo en una figura trá-
gica, en un héroe, cara a la historia.
Esa es la política de Mishima. El arte. Como Oscar
Wilde, como Georges Bataille, su obsesión era el arte,
el placer, el encontrar el modo en que el ser humano se
separa de la política de lo necesario, de lo inmediato, a
través de la extravagancia y la contradicción. El sexo, la
muerte y los uniformes eran solo un modo de escenificar
esa teatralidad que confiere un profundo placer al hecho
de estar vivo. En otras palabras, la política de Mishima
siempre fue la belleza de hacer innecesariamente bello
y complejo algo que es necesario en sí mismo; dotar de
una bella teatralidad a las cosas para obtener un placer
que trascienda la mera pasión humana.

128
CRONOLOGÍA

1945. Los aliados ocupan y toman el control de Japón

1946. Dos millones de estudiantes y obreros asaltan las


calles contra el gobierno, el emperador y la ocupación
americana.

1947. Caza de brujas anticomunista. Estados Unidos


impone una férrea censura en el país. Se ilegalizan or-
ganizaciones y partidos de izquierda.

1948. Creación de la Zengakuren, federación unitaria de


estudiantes. 300.000 jóvenes, apoyados por el profeso-
rado, detienen el curso académico.

1950. El Partido Comunista Japonés promueve la acción


violenta contra los ocupantes y el gobierno a través de
organizaciones paralelas como la Unidad de Opera-
ciones de Montaña, de inspiración maoísta, o la propia
Zengakuren.

1952. Tratado de San Francisco. Fin, en teoría, de la ocu-


pación aliada. El 1 de mayo 20.000 estudiantes y traba-
jadores tratan de asaltar el Palacio Imperial. Última gran
movilización ofensiva del Partido Comunista Japonés.

129
1955. Más de 6.000 personas protestan contra la amplia-
ción de una base militar norteamericana en Sunagawa. El
Partido Comunista renuncia a la revolución y a cualquier
tipo de actividad armada, adhiriéndose a la nueva línea
soviética promovida por Jruschov. Fuerte desilusión en-
tre numerosos sectores de izquierda. Empiezan a surgir
los primeros grupos disidentes que acabarán cristalizan-
do en la Nueva Izquierda japonesa. Comienza también
un ciclo de protestas contra la base militar de Sunagawa
que aglutinan a estudiantes, obreros y campesinos.

1957. Nace la Liga Comunista Revolucionaria, con múl-


tiples facciones internas. De tendencia trotskista, pro-
viene de los sectores críticos del Partico Comunista. Se
radicaliza a Zengakuren y la izquierda en general.

1959. Inicio de las movilizaciones contra la renovación


del Tratado de Seguridad entre Japón y los Estados Uni-
dos. Nace el Consejo Popular para prevenir la revisión
de la ANPO, conformado por socialistas, la Zengakuren
y la Confederación Estatal de Sindicatos. Huelga de mi-
neros. Los estudiantes ocupan la Dieta.

1960. Seis millones de trabajadores y estudiantes partici-


pan en duras acciones protesta contra la ratificación del
ANPO. Batalla del aeropuerto de Haneda. Eisenhower
cancela su visita al Japón después de fuertes disturbios
durante la visita del secretario de prensa presidencial.
Asesinato en la Dieta de Inejiro Asanuma, líder del Par-
tido Socialista y cercano a las políticas de Mao, a manos
de un militante de extrema derecha. Para la izquierda
solo queda la calle.

130
1965. Agitación y protestas contra las tasas de matrícula
en las universidades.

1963. Empiezan las movilizaciones contra el aeropuerto


de Narita. Los agricultores se niegan a vender sus tierras
al gobierno.

1967. Activistas de la Zengakuren ocupan el aeropuer-


to de Haneda e impiden que el primer ministro viaje a
Vietnam. Inicio de la movilización contra la visita de un
portaaviones nuclear estadounidense.

1968. Ocupación de universidades en Tokio. Creación


del Zenkyoto, opuesto al autoritarismo de la Zengaku-
ren. Graves disturbios contra la guerra de Vietnam.
Grandes movilizaciones contra el portaaviones nuclear
Enterprise.

1969. La Fracción del Ejército Rojo declara la guerra


al Estado Japonés. Primer intento de secuestro de un
avión. Tensiones y conato de huelga general en la isla de
Okinawa, aún bajo poder norteamericano.

1970. Nueva fase de lucha contra el Tratado de Seguri-


dad y la recuperación de las islas de Okinawa. La Frac-
ción del Ejército Rojo secuestra un avión que finalmente
aterriza en Pyongyang.

1971. Aparece el Ejército Rojo Unido, protagonistas


del incidente de Asama Sanso. Se crea el Ejército Rojo
Árabe en el Líbano. A partir de 1974 serán conocidos
como Ejército Rojo Japonés. Huelga general en Oki-

131
nawa contra la ocupación norteamericana. Los sindica-
tos mayoritarios no la secundan. Disturbios en Tokio.

1972. Devolución de la isla de Okinawa a Japón pero


manteniendo numerosas bases militares de Estados
Unidos. Disolución del Ejército Rojo Unido. El Ejér-
cito Rojo Japonés pierde su organización hermana en
la isla. Masacre del aeropuerto de Lod a cargo de tres
miembros del Ejército Rojo Japonés.

1975. Graves conflictos internos dentro del trotskismo


japonés que culminan en el asesinato de varios de sus
líderes más destacados.

1978. Disturbios en el aeropuerto de Narita y sus alre-


dedores. Más de 180.000 personas se movilizan contra
las instalaciones y en apoyo a las comunidades agrícolas
locales.

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