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INSTITUTO SUPERIOR DE PROFESORADO

PBRO. DR. A. M. SÁENZ

PROF. LIC. FERNANDO PABLO MARINIÓN

FOLIAS DE HISTORIA MUNDIAL I


Historia de Roma
Primera Parte

MATERIAL PARA EL ESTUDIO DE LOS ALUMNOS DE 2° AÑO DE LA


CARRERA DE HISTORIA
Índice
Unidad temática 1. LOS ORÍGENES DE ROMA Y LA HISTORIOGRAFÍA................................................................ 3
Periodización ................................................................................................................................................... 3
Geografía de Italia ........................................................................................................................................... 3
Historiografía Romana ..................................................................................................................................... 4
Los primitivos habitantes de la Península Itálica............................................................................................. 7
La Civilización Etrusca y la colonización griega. Influencia en la Civilización Romana .................................. 10
Los orígenes de Roma.................................................................................................................................... 14
La monarquía romana. Instituciones y organización social........................................................................... 29
Unidad temática 2. LA EXPANSIÓN DE LA REPÚBLICA ROMANA. .................................................................... 34
La Revolución del 509 y el nacimiento de la República. La lucha con sus vecinos. ...................................... 34
La Guerra Pirro – Tarentina. La unificación de la Península Itálica. ............................................................. 37
Patricios y plebeyos. Reivindicaciones sociales, políticas, jurídicas y religiosas de los plebeyos. ............... 38
Unidad temática 3. INSTITUCIONES, GUERRA, SOCIEDAD Y CULTURA. ........................................................... 55
La Constitución Republicana clásica. ............................................................................................................. 55
El ejercito manipular republicano ................................................................................................................. 64
El orden social romano en el siglo III a. C. ..................................................................................................... 72
El orden familiar ............................................................................................................................................ 80
Cultura y religión. Influencia griega en Roma ............................................................................................... 82
Las viviendas romanas .................................................................................................................................. 86

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Unidad temática 1. LOS ORÍGENES DE ROMA Y LA HISTORIOGRAFÍA.
1.1. Periodización de la Historia de Roma.
1.2. Geografía de Italia y el Mediterráneo.
1.3. La Historiografía Romana. Anales. Monografías. Representantes. Historiografía del
Principado y del Imperio. Características. Representantes.
1.4. Los primitivos habitantes de la Península Itálica. Preindoeuropeos, indoeuropeos, colonización
griega.
1.5. La Civilización Etrusca. Influencia en la Civilización Romana.
1.6. Los orígenes de Roma. Fundación, leyenda y realidad histórica. La Monarquía. Instituciones
y organización social.

Periodización

Luego de un lento desarrollo aldeano desde el S. XI a.C., y un proceso de sinecismo del VIII al VII
a.C., hacia el año 625 a.C. Roma nace como pequeña y oscura ciudad-estado latina a orillas del
Tiber. Las influencias etrusca y helénica moldean sus instituciones monárquicas y su fisonomía
citadina, pero mantiene su identidad. Esta es, pues la Etapa Monárquica de Roma, desde el S. VIII
a fines del siglo VI a.C. Según la tradición es en el año 509 a.C. que la aristocracia patricia expulsa
al último de los reyes, Tarquino llamado “el Soberbio”, y van configurándose las instituciones
republicanas. La República abarca pues un largo período desde aquel año hasta el 27 a.C. Pero a
su vez, el período republicano puede subdividirse en dos etapas: la Edad Media Republicana hasta
el S. III a.C. (año 272 a.C. en que finaliza la Guerra Pirro-Tarentina) y el período de Expansión
Imperial hasta la crisis del S. I a.C. que va a acabar con la Republica y hacer surgir una nueva
forma política a partir del 27 a.C., año en que Octavio Augusto crea el Imperio. La etapa Imperial
abarcaría en el Occidente hasta el 476 de nuestra Era; y en su parte Oriental, hasta el 1453. El
Imperio Romano unido conoció asimismo dos sub-períodos: el Principado desde Augusto hasta la
Anarquía Militar del S. III d.C. y el Dominado desde el año 285 con el Emperador Diocleciano hasta
el 395, año en que Teodosio muere y deja dividido el Imperio definitivamente en dos; Oriente con
una sobrevida de 1000 años y Occidente, que entrará en una franca decadencia hasta su caída en
el 476.

Geografía de Italia

La península itálica, formada en la Era Terciaria, es la península intermedia del Mediterráneo, entre
la Ibérica y la Balcánica. Constituye una unidad semi-cerrada; al Norte se encuentra limitada por los
Alpes; al Este, el Adriático; al Oeste, el Tirreno; y al Sur, el Mediterráneo y el Jónico.
Los Alpes están surcados por pasos, por lo que fue fácil para muchos pueblos desembocar en Italia
y asentarse en las zonas fértiles del Po y del Oeste de la península. Los Apeninos nacen en la
llanura piamontesa y se dirigen hacia el Este formando con los Alpes una llanura, la Lombardía,
separada del resto de Italia; y quizás sea por ello que fue tardíamente incorporada a Roma. Los
Apeninos se dirigen al sur hacia el Adriático; y hacia el oeste, en la Calabria; reapareciendo en
Sicilia y el norte de África. A raíz de la cercanía de esta cadena montañosa a la costa del Adriático,
la zona oriental de Italia es sumamente escarpada y por ende, difícil su poblamiento, con excepción
de la Apulia al Sur Oeste, que tiene excelentes llanuras.
La zona más fertil se ubica en el Oeste. En esta zona encontramos tres valles, cruzados por
volcanes cuya actividad ha depositado sedimentos fértiles. Al sur, “la Campania”; en el centro, “el

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Lacio”, ambos separados por estribaciones; y más al norte limitados por el Tiber, “la Toscana”. De
los tres valles el más fértil es el de la Campania, ya que tanto el Lacio como la Toscana, si bien
tienen capa de caliza, ésta se encuentra sobre un estrato de arcilla impermeable, de allí la
presencia de pantanos. Pero mediante el drenaje estas tierras se tornan fértiles. También esta
zona occidental se encuentra surcada por ríos que nacen en los Apeninos y desembocan en el
Mediterráneo. El único navegable es el Tiber. También encontramos bahías, con posibilidades de
buenos puertos: Nápoles y Génova.

Historiografía Romana

La Historiografía Republicana. Anales. Monografías. Representantes.


Roma lleva desde su origen el germen imperial y a partir del S IV a.C. se lanza a la conquista
peninsular; para alcanzar en el S. II a.C. el mando en el mundo mediterráneo. Ya para la época era
un hecho increíble. El mundo no había conocido la existencia de un imperio así. Es cierto que en
Oriente ya existían los imperios; y que a fines del S. IV Alejandro forma el suyo. Pero estos tenían
características distintas. El centro de un hombre los unía y no durarían mucho en el tiempo. Con
Roma es otra historia; a partir del S IV a.C. se extiende y se consolida, y no es un hombre sino un
Estado el que lo logra. El Imperio romano fue conformado a través de siglos. A ese Imperio se le
impuso una cultura única de raigambre Helenística pero con una impronta Latina. Este hecho
realmente impresionó a los hombres de su tiempo.
Los historiadores Latinos quieren relatar la historia totalmente desconocida para ellos con datos
relativamente ciertos. A partir del siglo IV a.C. estos historiadores no pueden dejar a Roma
huérfana de historia. Es imperativo hacerle una que sea digna de su grandeza; y más aún, se
trazan objetivo ambicioso: que esa historia no solo comience con el nacimiento de la ciudad, sino
que esté íntimamente relacionada con el mundo culto de Grecia. Había que remontarla a los
poemas Homéricos.
Fuentes: Los primeros historiadores romanos, hasta el S I a.C., atribuyeron el éxito de Roma a dos
motivos bastante endebles historiográficamente:
1° Las cualidades morales del romano;
2° Las bondades de la Constitución Republicana, que realizaba el ideal de los filósofos, desde
Platón en adelante.
Por supuesto que hoy ya no pueden aceptarse estas causas como concluyentes para explicar la
grandeza de Roma. Pero fue difícil para los propios historiadores romanos poder reconstruir su
historia. La escritura llegó no solo a Roma, sino a los itálicos tardíamente; y no fue utilizada en la
consignación de hechos históricos. En las cultas ciudades griegas del sur de Italia y Sicilia, poco y
nada se preocuparon en la historia de los pueblos itálicos y, pese a que los griegos tuvieron una
copiosa historiografía, escasos fragmentos llegaron a los historiadores romanos. Los más
importantes son los de Timeo de Sicilia (fines del S. IV a primera mitad del S. III a.C.), pero estos
recién fueron tenidos en cuenta en el S. I a.C. Es decir, que cuando los historiadores romanos se
proponen escribir su historia para hacerla conocer al mundo civilizado de Oriente en la segunda
mitad del S. III a.C., siendo Roma ya victoriosa en la Primera Guerra Púnica, se van a encontrar
frente a un gran obstáculo, la falta de documentación.
Con anterioridad al S IV a.C. posiblemente hayan existido algunos documentos escritos; pero si
existieron, el saqueo de los Galos en el 390 a.C. los destruyó. Recién en el 320 a.C. los pontífices
comienzan a redactar listas de cónsules, consignando junto al nombre los principales
acontecimientos de su consulado, los famosos Fasti Consulares. Por lo tanto, para poder narrar
acontecimientos anteriores, se tuvieron que basar en testimonios de muy dudosa veracidad, como

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la tradición oral, los cánticos que se entonaban en las familias de estirpe, y las conjeturas que los
mismos historiadores se hacían de ese pasado del cual poco sabían y que trataban además de
relacionar con la historia griega. Las alusiones accidentales de historiadores griegos del Sur de
Italia fueron las fuentes más confiables, pero eran escasísimas y se conocieron más tarde.
Pero estas carencias no les iba impedir que escribieran su historia. Lo hicieron entonces creando
una cronología más o menos aceptada y crearon una historia bastante detallada de la Roma
primitiva. Esta tuvo un gran valor patriótico, pero con cimientos endebles, ya que recurrió a
suposiciones arbitrarias fundadas en interpretaciones fantásticas, no científicas. Con datos aislados
de hechos semi-históricos asociados a nombres legendarios que figuraron en su memoria colectiva
desde los primeros tiempos, trataron de reconstruir una historia muy ordenada desde sus
acontecimientos; pero como se hallaron frente a lagunas, crearon nuevos héroes, mostrando cómo
estos levantaron Roma.
Sin embargo, la falta de conocimiento cierto y las consecuentes reconstrucciones arbitrarias se
pueden aceptar en los primeros historiadores pero no en los del S II. Todos los historiadores
romanos fueron políticos, y como tales trataron de buscar en la historia los fundamentos de las
medidas y reformas que ponderaban. Esto les fue posible por el fuerte carácter “substancialista” de
la historia romana. El substancialismo nos habla de una substancia eterna e inmutable. En el caso
de Roma la substancia es ella misma. Habría fundada por Rómulo el 21 de abril del 753 a.C. Éste
la habría dotado de sus instituciones políticas y su sucesor Numa Pompilio, de la religión. Es decir,
que desde ese momento original ya Roma era perfecta y perdurable. Los cambios fueron pensados
como simples accidentes de la substancia eterna de Roma. Los políticos romanos buscaban en el
origen la fuente de todas las medidas que querían implantar. Si la verdad histórica era desconocida
o no coincidía con sus proyectos no había otra cosa que subvertir los hechos o transformar aquel
pasado desconocido en una tradición edificante. Es por eso que la gran preocupación no residía
en la verdad estricta y rigurosa sino en hacer piezas literarias al servicio de Roma. Esto los llevo a
reconstruir el pasado; por un lado, con una sobria dignidad y con una gran elegancia en las formas,
especialmente en los siglos II y I a.C.; y por otro lado, con una gran agudeza en el análisis y en la
interpretación de los hechos políticos y sociales. Esa elegancia en la forma y la sagacidad en los
análisis fueron las características más destacables y por ello, es lo que mayor influencia va a
ejercer en la historiografía humanístico-renacentista.
La historiografía de Roma comienza en la República cuando en la segunda mitad del S. III a.C.
necesitaba hacer conocer su historia a los pueblos del Mediterráneo. Es por ello que en un primer
momento la historia romana está escrita en griego. Durante este periodo Republicano van a
aparecer dos géneros históricos: los anales y las monografías.
El primero cronológicamente es el género Analístico. Éste surge de las primitivas formas de
memoria con fines religiosos y administrativos, ya que se basaron en dos órdenes de fuentes: los
fastos consulares y los calendarios.
Este género se extiende hasta el fin de la república y se lo puede definir como una crónica extensa
sobre un número grande de años que sigue el encadenamiento de los hechos. Toda la analística
parte de la fundación de Roma y se van relatando los hechos de esa manera cronológica.
Reconocemos tres momentos del género analístico:
- Los Anales primitivos, en su mayoría escritos en griego, desde Quinto Fabio Píctor (nacido c.
254 a.C.) hasta la obra Orígenes escrita en latín de Marco Porcio Catón (234 a.C. - 149 a.C.).
- Los Anales latinos: desde Catón hasta los Annales, Historiae o Rerum Romanarum Libri de Quinto
Claudio Quadrigario (fines del S. II y comienzos del S. I a.C.).
- Anales de Transición: desde Quadrigario hasta la obra más monumental de la historia romana, Ab
Urbe Condita Libri de Tito Livio (59 a.C. – 17 d.C.).

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En el primer periodo se escribe en griego y la diagramación es casi siempre año por año. Los
anales latinos no se apartaron en el estilo y organización de los anteriores, pero deja de lado el
griego para utilizar el latín. Catón es sumamente importante en la historiografía y cultura romana,
no por su obra en sí, sino porque a partir de él el latín es utilizado como lengua oficial y culta del
Imperio, por lo menos en su parte occidental. Es verdad que Catón era un gran patriota y esto fue
lo que llevo a escribir los Orígenes, en el que no menciona ningún nombre propio para exaltar la
grandeza de la Patria por sobre la de las familias aristocráticas. Éstas se estaban corrompiendo,
según él, por el contacto con lo griego. Justamente quienes habían introducido el Helenismo en
Roma fueron los grandes generales de la nobilitas romana. Catón los aborrecía porque les
achacaba la culpa de corromper la moral romana. Para él había que volver a las costumbres del
soldado y el agricultor romano de los principios de la República. La prédica de Catón el Censor en
sus discursos y obras es el comienzo de esa digresión de un gran pragmatismo moralizante que va
a caracterizar a la historiografía romana de allí en adelante. La costumbre de subvertir el desarrollo
de los acontecimientos se advierte más en los Anales de Transición que surgen en plena época de
Guerras Civiles. Aquí comienza el gran falseamiento de la historia romana para demostrar
precisamente esos enunciados político-moralizantes en plana época de crisis.
La obra de Quadrigario tiene un magnifico estilo, así como la de otro de los historiadores de esta
época, Publio Valerio Antias. Su Historia de Roma es una de las obras más leídas, aunque sus
excesos retóricos e invenciones cronológicas no lo hacen muy digno de crédito. Lo único que le
interesa es dar lustre a la gens Valeria. Así y todo es muy citado por Tito Livio.
El género monográfico que aparece a fines del S. II a.C. y comienzos del S I a.C. difiere totalmente
del anterior. Los Anales arrancaban desde la fundación, en cambio el género monográfico reduce
el estudio histórico a un periodo determinado o un hecho concreto. Acá también notamos una gran
parcialidad y un exceso del sentido pragmático-moralista. Entre los principales representantes
encontramos a Lucio Celio Antípatro que escribió Las Guerras Púnicas. Otro es Lucio Cornelio
Sisena, quién va a realizar todo el proceso que termina con Sila en el poder. Era un gran admirador
de Sila.
Cayo Julio Cesar fue un gran autor monográfico que con su obra Campaña de las Galias hace una
gran defensa a su persona y en ella prepara el campo de las ambiciones políticas.

Historiografía del Principado y del Imperio. Características. Representantes.


Con Tito Livio se inicia un nuevo periodo entramos en el periodo del principado y del Imperio.
Muchos sostienen que se aparta de la analística, se puede decir que en el estilo e información sí;
pero su obra guarda el mismo diagrama que los anales, ya que relata los sucesos año a año. Su
obra es la más monumental aunque de los 142 libros que la componían solo han llegado 35. Tito
Livio es un gran patriota. Su obra tiene un gran sentido pragmático-moralista ya que el objetivo de
su historia es poner de manifiesto las enseñanzas de Roma a la humanidad; es más, para él el
destino de Roma es el destino de la humanidad. Esto lo lleva a cometer gravísimas transgresiones,
muchas veces las derrota romanas se convierten en victorias o no se consignan. Tiene una
perspectiva exclusivamente patriótica y se niega rotundamente a tratar cualquier tema que no tenga
conexión directa con Roma. Otro error que se le endilga es la elección de las fuentes. Jamás
recurrió a documentos originales y se basa exclusivamente en los historiadores que los
precedieron. Como sabemos éstos no se caracterizaban por la veracidad y Tito Livio tomará lo que
le interesa sin otro análisis. Sobre un mismo tema muchas veces plasma versiones de varios
autores. Por otra parte, su desconocimiento de la geografía histórica y de táctica militar lo hace
cometer imprecisiones y errores sobre hechos bélicos. Concluyamos que, claro está, es una obra
científica.

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La figura más importante de la historiografía romana del período imperial es quizás la de Cornelio
Tácito (c. 55 – 120 d.C.). Estaba casado con la hija de un gran general romano de la época, Julio
Agrícola, por ello entre sus obras principales encontramos De vita Iuli Agrícolae donde exalta las
virtudes aristocráticas de su suegro. Otra gran obra es “Germania”, en donde resalta las virtudes
de los germanos de austeridad, dignidad y valor militar que en otros tiempos poseyeron los
romanos. Pero las obras más importantes son sus Historiae (Historias) y sus Annalium ab excessu
divi Augusti libri (Libros de anales desde la muerte del divino Augusto). Es curioso el análisis crítico
que realiza, maduro para su época. Sus fuentes son variadas y las analiza minuciosamente. En
todas sus obras hay pasajes se insuperable objetividad, aunque su personalidad y sus ideas
quedan perfectamente plasmadas.
Otro gran historiador de la época imperial es Cayo Suetonio Tranquilo (c. 70 – 126 d.C.), quien
fuera funcionario del emperador Adriano hasta que perdiera su favor. Rechaza la historia por
considerarla conocida, por lo cual se caracterizó por el género biográfico. Su obra más importante
es Vitae Caesarum (Vida de los Doce Césares) abarca desde Julio Cesar hasta Domiciano. Es
fundamentalmente un biógrafo de ilustres. Es importante porque es el primero que va a trabajar con
fichas. Se vale de chismes y rumores, y es considerado un cronista escandaloso ya que destaca lo
obsceno y lo hace con minuciosidad. Sin embargo posee grandes cualidades, ante todo una gran
frialdad y ausencia de pasión, lo que lleva a una gran sinceridad. No juzga moralmente, pero si
emite juicios sobre temperamentos, virtudes, religiosidad, etc. Se esfuerza en mantener el equilibrio
y posee un gran espíritu crítico.

Los primitivos habitantes de la Península Itálica.


La Italia primitiva y los orígenes de Roma
ROLDÁN HERVÁS José Manuel Isbn- 84-96359-18-2

La protohistoria italiana
Italia como concepto geográfico, hasta el siglo I a. C., sólo abarcaba parte de la península italiana,
limitada al norte por una línea que corría de Rímini a Pisa. Excluía, por consiguiente, tanto la
llanura del Po y el territorio hasta los Alpes, como las islas de Sicilia y Cerdeña. El nombre parece
proceder de un pueblo de la Italia meridional, los itali (de vitulus, ’ternero”), con el que los griegos
llamaron a los habitantes autóctonos y a su territorio, cuando establecieron las primeras colonias en
la Italia meridional. Esta denominación, posteriormente, se extendió al resto de la península.
Ya desde el Paleolítico se rastrean huellas humanas en la península Itálica, que apuntan, por un
lado, a una relación con África; por otra, a contactos, al menos desde el Neolítico, con Europa
central. Pero es a mediados de esta etapa, hacia 2500 a.C., cuando se observa una división
cultural de la península en dos zonas diferenciadas, separadas por la cadena montañosa de los
Apeninos, con restos que muestran semejanzas con dos ámbitos distintos de Europa: el norte,
entre la barrera de los Alpes y los Apeninos, está ligado a Centroeuropa, mientras el territorio al
sur de esta cordillera es típicamente mediterráneo.
Estas diferencias entre las dos zonas aún serán más marcadas a partir de los comienzos del metal
(ca. 1800 a.C.) y a lo largo de la Edad del Bronce. Desde entonces Italia refleja las
innovaciones de las culturas que la rodean, aunque son frecuentes entre las distintas regiones
peninsulares fenómenos de ósmosis, que contribuyen a hacer más complejos los distintos
ámbitos.
A partir del 1400 a.C. en el Bronce Pleno las distintas influencias y su impacto en las diferentes
regiones de Italia generan en el sur la llamada civilización apenínica y en el norte, entre otras
manifestaciones, una muy original entre los Apeninos y el Po, en la Emilia, conocida con el nombre
de cultura de terramare. La primera, extendida a lo largo de la cadena apenínica, con rasgos
primitivos ligados a la tradición neolítica, es una cultura de pastores trashumantes, que
practican el rito de la inhumación en tumbas dolménicas y que utilizan una cerámica a mano de
color negro con decoración en zig-zag y punteado. La segunda, extendida por el valle del Po,

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muestra un original tipo de asentamiento en poblados levantados sobre estacas en tierra firme y
rodeados de un foso protector, cuya cronología se extiende desde comienzos del II milenio a.C. y la
Edad del Hierro, y que se explica por el carácter pantanoso del terreno. Las excavaciones han
sacado a la luz numerosos restos de cerámica de color negro, armas de bronces y utensilios, que
señalan una población de agricultores.
Habría que señalar finalmente en esta primera mitad del II milenio a.C. la presencia en las
costas del sur de Italia, en especial, en torno a Tarento, de comerciantes micénicos, en
establecimientos que alcanzan su plenitud en torno a los siglos XIV y XIII a.C., cuya influencia
sobre los pueblos y culturas indígenas aún no ha sido suficientemente calibrada.
Con el Bronce final y la transición a la Edad del Hierro, a finales del siglo XIII, se producen en Italia,
como en otros ámbitos del Mediterráneo y del Oriente Próximo, importantes cambios, ligados a
desplazamientos de pueblos. En el norte, desaparece la cultura de las terramare; en el sur, cesan
los intercambios con los micénicos, como consecuencia de las migraciones dorias que conmueven
Grecia. Por toda Italia se extiende un nuevo tipo de enterramiento: la inhumación es sustituida
por la incineración. Recipientes de cerámica, que contienen las cenizas de los cadáveres, se
entierran en pequeños pozos, formando extensos cementerios, los llamados Campos de Urnas,
difundidos por toda Europa, desde Cataluña a los Balcanes. El nuevo rito es consecuencia de la
llegada a Italia, en diferentes momentos, de nuevos elementos de población, procedentes de
Europa central y del área del Egeo, que se expanden por distintas regiones en un proceso mal
conocido, pero decisivo para la configuración del mapa étnico y cultural italiano, precisado a partir
del siglo IX, en la Edad del Hierro. El fenómeno más evidente de estos cambios es de carácter
lingüístico y se manifiesta en la imposición progresiva de idiomas indoeuropeos sobre otros, más
antiguos, no indoeuropeos.
Durante un tiempo, se consideró que el carácter indoeuropeo de gran parte de los idiomas y
dialectos de la Italia antigua suponía la existencia de un hipotético lenguaje común, el
’itálico”, del que habrían derivado aquellos. A esta lengua itálica debía corresponder un pueblo
itálico, con rasgos culturales propios. Hoy sabemos que, si bien la indoeuropeización de Italia
comportó la presencia de inmigrantes, las vías de penetración fueron múltiples y extendidas en un
amplio espacio de tiempo. Este proceso de migración escapa, en su mayor parte, a nuestro
conocimiento, pero lo importante es que esta serie de aportaciones sucesivas terminaron por
configurar los distintos pueblos, con rasgos culturales definidos, que encontramos en época
histórica.
La manifestación más rica e importante de la Edad del Hierro en Italia es el villanoviano, una cultura
así llamada por una aldea, Villanova, cercana a Bolonia, cuyos inicios se remontan a la mitad del
siglo X y que se extiende en una serie de fases hasta el último cuarto del siglo VI. Su núcleo
fundamental se encuentra en las regiones de Emilia y Toscana, aunque se expandió por otras
regiones de Italia. Sus características fundamentales son las tumbas de cremación en grandes
urnas bicónicas y el extraordinario desarrollo de la metalurgia.
Los villanovianos construían sus aldeas de cabañas en lugares elevados, entre dos cursos de
agua, que fueron evolucionando, como consecuencia del crecimiento demográfico, la mejora de la
tecnología y el desarrollo de los intercambios, hasta convertirse en el germen de auténticas
ciudades. Paralelamente se produjo una progresiva transformación hacia formas sociales y
políticas más complejas, que documentan las necrópolis. Hasta el siglo IX, los ajuares de las
tumbas son escasos y, en general, uniformes, lo que indica una escasa diferenciación social, que
sólo tenía en cuenta, en el reparto del trabajo, el sexo y la edad.
Pero a partir del siglo VIII se observan importantes cambios. Algunas tumbas se destacan del resto
por la riqueza de los objetos depositados en ellas, como armas de metal, adornos de oro y objetos
de uso refinado, que incluyen productos de importación egeos y orientales y, sobre todo, cerámica
griega. Asistimos al nacimiento de una aristocracia, que se eleva sobre una sociedad más compleja
y estratificada, en la que se produce una división y especialización del trabajo. La agricultura se
organiza con métodos más racionales y las actividades artesanales pasan a manos de
especialistas, capaces de producir cerámicas a torno, elaborar objetos de metal y trabajar la
madera, bajo la influencia de los contactos con las primeras colonias griegas establecidas en
territorio itálico.

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Las restantes culturas de la Edad del Hierro en Italia tienen como principal característica su apego
a las antiguas formas apenínicas, en una muy lenta evolución. Citemos, entre ellas, la cultura de
fosa, llamada así por la forma de sus tumbas, que se desarrolla en la costa tirrena, al sur del Lacio;

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la cultura del Lacio, sobre la que insistiremos más adelante; la civilización del Piceno, en la costa
adriática, y las manifestaciones culturales del valle del Po, englobadas bajo el nombre de cultura de
Golasecca.
Frente a estas culturas, a partir del siglo VII a. C., es posible individualizar en Italia una serie de
pueblos, con rasgos culturales y lingüísticos precisos, decantados como consecuencia de la
incidencia de distintos elementos étnicos, lingüísticos y culturales, a lo largo de varios siglos, sobre
la base autóctona de la población.
En el norte se individualizan los ligures y los vénetos. Los ligures, establecidos en la costa tirrena,
entre el Arno y el Ródano, presionados por otros pueblos, quedaron restringidos a las regiones
montañosas de los Alpes y del Apenino septentrional. La base de su población era
preindoeuropea, sobre la que incidieron luego elementos indoeuropeos. Los vénetos, por su
parte, población claramente indoeuropea, ocupaban el ámbito nororiental, con fachada al
Adriático, en la región de Venecia, a la que dieron nombre.
En el centro de Italia, en la región entre el Arno y el Tíber, que mira hacia el mar Tirreno, donde se
había desarrollado la brillante cultura de Villanova, se asentarán los etruscos, sobre cuyo origen
insistiremos más adelante.
El resto de la península aparece habitada por poblaciones que, con el nombre genérico de itálicos,
tienen en común la utilización de lenguas de tipo indoeuropeo, agrupadas en dos familias de muy
distinta extensión territorial, el latino-falisco y el osco-umbro. Al primer grupo pertenece el pueblo
latino, asentado en la llanura del Lacio y en el curso bajo del Tíber, y la pequeña comunidad falisca,
en la orilla derecha del río. El segundo grupo itálico se extendía, a lo largo de la cadena
apenínica, por toda la península, desde Umbria hasta Lucania y el Brucio, en la punta sur. Eran
poblaciones montañesas, dedicadas al pastoreo trashumante y poco estables. La más
importante en extensión y en historia es la samnita, en los Abruzzos. Alrededor del Lacio y
empujándolo contra el mar, se individualizaban los grupos de marsos, ecuos, volscos, sabinos y
hérnicos, y, al norte de ellos, los umbros. Finalmente, en la costa adriática, de norte a sur, se
desplegaba una serie de pueblos, como los picenos, frentanos, apulios, yápigos y mesapios.
Las últimas migraciones en Italia llegaron desde los Alpes occidentales, en el siglo VI a. C. Se
trataba de poblaciones celtas, a las que los romanos llamaron galos. Agrupados en bandas
armadas, se extendieron por el valle del Po y la costa septentrional del Adriático y dieron origen a
una serie de tribus, como los ínsubros, cenomanos, boyos y senones.
Sobre este fragmentado y heterogéneo mapa etno-lingüístico, a partir del siglo VIII a C., ejercerán
una profunda influencia cultural etruscos y griegos.

La Civilización Etrusca y la colonización griega. Influencia en la Civilización


Romana
La presencia de griegos en Italia es consecuencia del vasto movimiento de colonización que,
entre los siglos VIII y V a. C., abarcó a todas las costas del Mediterráneo. La colonia más
antigua de Italia es Cumas, al norte de Nápoles (ca. 770 a. C.), fundada por los calcidios, que
trataron con ello de asegurarse el monopolio de las riquezas metalúrgicas de Etruria, mediante el
control de las rutas que conducían a estas riquezas. Así, establecieron otros puntos de apoyo a lo
largo de las costas tirrena y oriental siciliana, que sirvieron de intermediarios en el tráfico comercial
entre Italia y Grecia.
El ejemplo de los calcidios fue seguido por otras ciudades griegas, que fueron fundando colonias
por las costas sicilianas y de Italia meridional hasta transformar estas regiones en una nueva
Grecia, la ‘Magna Grecia’, con sus mismas fórmulas políticosociales evolucionadas y su avanzada
técnica y cultura, aunque también con sus mismos problemas políticos, económicos y sociales.
La aportación de estos ’griegos occidentales” para el desarrollo histórico de Italia se cumplió, sobre
todo, en el campo cultural y de forma indirecta. Sus huellas se aprecian en los campos de las
instituciones político-sociales, como la propia concepción de la polis ; en la economía, con la

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extensión del cultivo científico de la vid y el olivo, y en diversas manifestaciones de la cultura:
religión, arte, escritura...
La influencia griega alcanzó a amplias regiones de Italia a través de un pueblo itálico, los etruscos,
cuyo desarrollo abre el primer capítulo de la historia de la península.
En la Antigüedad, se les daba esta denominación a los habitantes de la Toscana, la región
italiana comprendida entre los ríos Arno y Tíber, de los Apeninos al mar Tirreno, donde
precedentemente, desde comienzos de la Edad del Hierro, se había desarrollado la cultura
villanoviana. Se trata de un territorio privilegiado desde el punto de vista físico, con llanuras y
suaves colinas, bien provistas de agua, aptas para la agricultura y la ganadería, abundantes
bosques y buenos yacimientos mineros, especialmente ricos en mineral de hierro.
En el siglo VIII, en los asentamientos villanovianos de la Toscana, se produjo una evolución que
condujo a la aparición de las primeras estructuras urbanas, proceso ligado a un importante
crecimiento económico y a una mayor complejidad en la estructura social. La agricultura, dotada de
nuevos adelantos técnicos, como la construcción de obras hidráulicas, produjo cultivos más
rentables; se incrementó la explotación de los yacimientos mineros de la costa y de la vecina isla
de Elba, que favoreció el desarrollo de la industria metalúrgica, y se potenciaron los intercambios
de productos con otros pueblos mediterráneos.
Paralelamente, la población de las antiguas aldeas villanovianas se concentró en ciudades, tanto
en la costa (Cere, Tarquinia, Vulci, Vetulonia...), como en el interior (Chiusi, Volsinii, Perugia,
Cortona...). En el marco de la ciudad, la primitiva sociedad, asentada sobre bases gentilicias, sufrió
un proceso de jerarquización, manifestado en el nacimiento de una aristocracia, acumuladora de
riquezas, que pasó a ejercer el control sobre el resto de la población.
Todo este proceso coincide con una transformación de los rasgos característicos de la
cultura villanoviana, que se abrió a influencias orientalizantes, es decir, a elementos culturales
procedentes de Oriente, predominantes en toda la cuenca del Mediterráneo desde finales del
siglo VIII. Es a partir de esta fecha cuando se sedimentan las características propias del pueblo
etrusco.
La brusca aparición de un pueblo, con una cultura muy superior a la de las restantes comunidades
itálicas, hizo surgir ya en la Antigüedad (Heródoto, Dionisio de Halicarnaso) el llamado ’problema
etrusco”, polarizado fundamentalmente en dos cuestiones, sus orígenes y su lengua, sobre los que
la ciencia moderna aún discute. Incluso el propio nombre del pueblo no está bien
determinado: los griegos los conocían como tirsenoi o tirrenoi ; los romanos, como tusci ; ellos, a
sí mismos, se daban el nombre de rasenna.
El problema de los orígenes se centra fundamentalmente en el dilema de considerar a los
etruscos como un pueblo, procedente de Oriente, con rasgos definidos, que emigró a la
península itálica en una época determinada, o suponer que la cultura etrusca es el resultado de
transformaciones internas de la población autóctona villanoviana, al entrar en contacto
con las influencias culturales orientalizantes, que manifiesta la comunidad (koiné)
mediterránea a partir de finales del siglo VIII.
No puede negarse el paralelismo de muchos rasgos artísticos, religiosos y lingüísticos de los
etruscos con Oriente y, más precisamente, con Asia Menor. Pero, aun reconociendo la existencia
de todos estos elementos orientales en la cultura etrusca, no es necesario considerar como
determinante la presencia de un factor étnico nuevo. En la formación de cualquier pueblo
intervienen elementos étnicos de muy distinta procedencia, pero el factor determinante es el suelo
en el cual adquiere su conciencia histórica. Desde este punto de vista, el pueblo etrusco sólo
alcanzó su carácter de tal en Etruria, donde la incidencia de factores económicos y sociales
precisos, hizo surgir un conglomerado de ciudades-estado, que, a partir de finales del siglo VIII,
crearon una unidad cultural a partir de distintos elementos, étnicos, lingüísticos, políticos y
culturales.
En cuanto a la lengua, aunque conocemos más de 10.000 inscripciones etruscas, escritas en
un alfabeto de tipo griego, y, por ello, sin dificultades de lectura, no ha sido posible hasta el
momento lograr un satisfactorio desciframiento. En el estado actual de la investigación, sólo es
posible constatar que no está emparentada con ninguna de las lenguas conocidas de la Italia
antigua y, aunque su estructura básica parece pre-indoeuropea, contiene componentes de tipo
indoeuropeo. Así, la lengua etrusca, en la que se unen rasgos autóctonos con otros procedentes

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del Mediterráneo oriental, vendría a ser un producto histórico, resultado también del complejo
proceso de formación del propio pueblo etrusco.
El comienzo de la historia etrusca está ligado a la aparición en la Toscana de los motivos de
decoración, ricos y complejos, de la koiné orientalizante mediterránea, que sustituyen a la
decoración geométrica lineal villanoviana. Su explicación se encuentra en el súbito
enriquecimiento del país, ligado a la explotación y al tráfico del abundante metal -cobre y hierro - de
la Toscana. Gracias a esta riqueza, las ciudades etruscas estuvieron pronto en condiciones de
competir en el mar con los pueblos colonizadores del Mediterráneo occidental, fenicios -sustituidos
a partir del siglo VI por los cartagineses - y griegos, mientras extendían por el interior de la
península sus intereses políticos y económicos fuera de sus propias fronteras.
La presencia etrusca en el Tirreno chocó con los intereses de los griegos, que también buscaban
una expansión por el Mediterráneo occidental, y condujo a un conflicto abierto cuando, en el siglo
VI, grupos de griegos, procedentes de Focea, dieron un nuevo impulso a la colonización con la
fundación de centros en las costas de Francia, Cataluña y Córcega, de los que Massalía (Marsella)
sería el más importante. Esta presencia griega en el ámbito de acción etrusco llevó a un
entendimiento entre etruscos y cartagineses, a los que, en otros radios de acción, también
estorbaba la actividad griega.
Hacia el año 540 a. C., esta alianza
púnico-etrusca dirimió sus
diferencias con los griegos en el mar
Tirreno, en aguas de Alalía, cuyos
resultados, no suficientemente
claros, significaron un nuevo reparto
de influencias en el Mediterráneo
occidental. Cartago fue el auténtico
vencedor, al lograr ampliar su esfera
de influencia en el sur del mar, que
quedó cerrado tanto a las empresas
etruscas como a las griegas. Etruria,
aislada y limitada al norte del mar
Tirreno, hubo de aceptar la
competencia griega, que terminaría
incluso por arruinar su hegemonía
sobre las costas de Italia.
La fuerza de expansión de las
ciudades etruscas no quedó
limitada a su dominio del Tirreno
durante los siglos VII y VI.
Paralelamente tuvo lugar una
extensión política y cultural al otro
lado de sus fronteras, tanto en el
norte como en el sur. La expansión
por el sur llevó a los etruscos hasta
las fértiles tierras de Campania,
donde fundaron nuevas ciudades
como Capua, Pompeya, Nola o
Acerrae. La ruta terrestre hacia
Campania pasaba necesariamente
por el Lacio, y los etruscos no descuidaron su control, al ocupar los puntos estratégicos más
importantes, como Tusculum, Praeneste y Roma, que, en contacto con los etruscos, se
convirtieron, de simples aldeas, en incipientes ciudades.
Por el norte, la expansión llevó a los etruscos por la llanura del Po hasta la costa adriática y
también estuvo acompañada por fundaciones de ciudades, entre las que sobresalen Mantua,
Plasencia, Módena, Rávena, Felsina (Bolonia) y Spina.

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Pero en la primera mitad del siglo V, las nueva coyuntura de la política internacional significó el
comienzo de la decadencia etrusca. Las ciudades griegas de Italia y Sicilia, bajo la hegemonía
de Siracusa, vencieron al gran aliado etrusco, Cartago, en Himera (480), y se dispusieron a
luchar contra la competencia etrusca. El tirano de Siracusa, Hierón, derrotó a los etruscos en aguas
de Cumas, lo que significó el desmoronamiento de la influencia etrusca en el sur de Italia. En
el Lacio, las ciudades latinas -entre ellas, Roma- se independizaron, y, en la Campania, el vacío
político dejado por la debilidad etrusca fue aprovechado por los pueblos del interior, oscos y
samnitas, que ocuparon la fértil llanura. Más tarde, a comienzos del siglo IV, la invasión de los
galos puso fin a la influencia de los etruscos en el valle del Po y la costa adriática. Por esta época,
ya habían comenzado los conflictos con la vecina Roma, que fue anexionando una a una las
ciudades etruscas. Cien años después, toda Etruria había perdido su independiencia y, a
comienzos del siglo I a. C., Roma anexionó todo el territorio etrusco, que fue perdiendo su identidad
cultural y olvidó incluso su lengua, suplantada por el latín.
En Etruria, cuando se produjo el proceso de urbanización que transformó las antiguas aldeas
villanovianas en auténticas ciudades fortificadas, el sistema político dominante era el de la
ciudad-estado, es decir, núcleos urbanos con un territorio circundante, políticamente
independientes unos de otros y, en ocasiones, incluso rivales. No obstante, con el tiempo, se
introdujo un principio de federación, que congregaba a las ciudades etruscas en un santuario, cerca
del lago de Bolsena, el Fanum Voltumnae, bajo la presidencia de un magistrado, elegido
anualmente por los representantes de la confederación, el praetor Etruriae. Pero esta liga tuvo un
carácter fundamentalmente religioso y sólo en contados momentos logró una eficaz unión
política y militar.
A la cabeza de cada ciudad en las épocas más primitivas estaba un rey (lucumo), con
atribuciones de carácter político, religioso y militar. Estas monarquías evolucionaron hacia
regímenes oligárquicos, con magistrados elegidos anualmente, los zilath o pretores, presididos
por un zilath supremo. Como en otros regímenes oligárquicos, las magistraturas se completaban
con un senado o asamblea de los nobles de la ciudad, y, sólo en época tardía y tras violentas
conmociones sociales, se inició una apertura de las responsabilidades políticas al conjunto
del cuerpo ciudadano.
Inicialmente la vida económica de los etruscos se basaba en la agricultura, como consecuencia
tanto de la feracidad de la Toscana como de la posesión de evolucionados conocimientos
técnicos, en especial, la aplicación del regadío en labores complicadas de canalización. Entre
sus productos, habría que destacar los cereales, vino, aceite, el cultivo del lino y la explotación de
los bosques, base de la industria naval.
Pero fue, sin duda, la riqueza metalífera de Etruria la que en más alto grado contribuyó al
enriquecimiento del pueblo etrusco y a su papel fundamental en el Mediterráneo. En
especial, los yacimientos de cobre y hierro de la isla de Elba y los de la costa septentrional de
Etruria, con sus centros principales en Populonia y Vetulonia, proporcionaban abundante mineral
para desarrollar una evolucionada industria metalúrgica. Gracias a las excavaciones arqueológicas,
conocemos tanto los procedimientos de extracción y las técnicas de fundición como los productos
manufacturados, que cubrían una amplia gama, desde objetos corrientes de bronce y hierro a las
más refinadas muestras de orfebrería en oro y plata.
Productos agrícolas y manufacturas de metal, con otras mercancías, como la típica cerámica de
bucchero, fueron objeto de un activo comercio. Su radio de acción alcanzaba tanto al ámbito
oriental del Mediterráneo -Grecia, Asia Menor y la costa fenicia- , como al occidental, hasta la
península ibérica. A través de Francia y de los pasos alpinos, los productos etruscos llegaban
incluso a Europa central, junto a otras manufacturas de distintos orígenes, en cuya distribución el
comercio etrusco servía de intermediario.
La sociedad etrusca era de carácter gentilicio. La pertenencia a una gens, es decir, a un grupo de
individuos que hacían remontar sus orígenes a un antepasado común, era condición fundamental
para el disfrute de los derechos políticos y abría un abismo social frente a aquellos que no podían
demostrarla. Las gentes se articulaban en familias, que constituían un núcleo no sólo social sino
económico, puesto que se integraban en ellas, además de los miembros emparentados por lazos
de sangre, los clientes, es decir, individuos libres, ligados a la familia correspondiente por vínculos
económicos y sociales, y los esclavos.

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En el sistema social originario, un grupo de gentes, se elevó sobre el resto de la población libre
para constituir la nobleza, que terminó monopolizando el aparato político a través del control de los
medios de producción y de su prestigio social.
De esta población libre, que constituía la base de la sociedad etrusca, apenas contamos con
datos. Sólo es posible suponer que el artesanado, ligado a una economía urbana, jugó un
importante papel, a juzgar por la cantidad y calidad de los trabajos en cerámica, bronce, hierro y
orfebrería que ha rescatado la arqueología.
Finalmente, frente a la sociedad de hombres libres, la verdadera clase inferior estaba representada
por un elemento servil, numéricamente importante, adscrito a las distintas ramas económicas,
agricultura, minas, servicio doméstico... Estos siervos tenían la abierta la posibilidad de
alcanzar el estatuto de libres mediante su manumisión, los llamados lautni .
En su conjunto, pues, la sociedad etrusca se estructuraba en una pirámide, cuya cúspide estaba
constituida por unas pocas familias nobles, que ejercían su control sobre la masa libre, gracias
al monopolio de la riqueza y del poder político, y cuya base descansaba en la población servil, que,
con su trabajo, garantizaba el poder económico de esta nobleza.
Las evidentes tensiones que una sociedad así generaba, produjo en algunas ciudades etruscas,
hacia mitad del siglo III, revueltas populares, que condujeron a la transitoria democratización de las
instituciones políticas y a la superación de algunos de los privilegios de la nobleza. Pero este
proceso quedó bruscamente interrumpido y finalmente yugulado por la conquista romana.

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Los orígenes de Roma


La llanura del Lacio se extiende frente a la costa tirrena, limitada al norte por los ríos Tiber y Anio
y, al sur, por el promontorio Circeo. Los montes Albanos constituyen el centro de la región,
que, desde tiempos prehistóricos, constituyó un cruce de caminos: por una parte, unía los Apeninos
con el mar, siguiendo las rutas de
trashumancia; por otro,
comunicaba, a través del valle del
Tíber, Etruria con Campania.
Aunque existen huellas de población
en el Lacio desde el Paleolítico, el
período clave para la conformación
del poblamiento, lo representa el
período de transición del Bronce al
Hierro, en torno a los siglos XI-X, en
el que se produce la manifestación
cultural conocida como cultura lacial.
Esta cultura está influencia por las
contemporáneas de Villanova, al
norte, y las culturas de fosa, al
sur, y su manifestación material
más característica es la utilización
en las necrópolis de urnas de
incineración en foma de cabaña, que
reproducen las viviendas de su
habitantes. Hacia la segunda mitad
del siglo VIII, el rito de la cremación

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cede su lugar a las prácticas de inhumación, en tumbas de fosa. Y, a comienzos del siglo VI, la
cultura lacial cierra su ciclo, al ser absorbida en el horizonte cultural etrusco. Con él, el Lacio entra
en la Historia.
Las aldeas latinas, los vici, albergaban a una población de pastores y agricultores, cuya
conciencia de pertenecer a un tronco común, el nomen Latinum, se conservó en una liga, que
veneraba a Iuppiter Latiaris en un santuario común, en las faldas de los montes Albanos. La
cercanía al santuario hizo que la aldea de Alba Longa tomara una preeminencia religiosa sobre las
demás, que, con el tiempo, se trasladó a otras comunidades, con nuevos lugares de culto, como
Lavinium, Aricia, o la propia Roma.
La extensión de la influencia etrusca sobr el Lacio marcó con su impronta a la liga, que evolucionó,
según el modelo de constitución de la liga etrusca, con una fiesta anual, las feriae latinae, un
magistrado ejecutivo anual, el dictator latinus, y un consejo, consilium, en donde se discutía y
decidía sobre los problema comunes vitales, sobre todo, cuestiones de guerra y paz. Pero, como
en la liga etrusca, la constitución federal llevaba en su seno gérmenes de descomposición, que
forman el trasfondo de la creciente afirmación de Roma sobre el resto de la liga.
El sitio de Roma se levanta en el extremo noroeste del Lacio, en su frontera con Etruria, marcada
por el Tíber, a unos 25 kilómetros de la costa. El río excava su curso en un conjunto de colinas, de
las que destaca el Palatino, frente a una isla, que permite el vado del río y constituye, por ello, el
paso natural entre Etruria y Campania. El vado es también el punto de confluencia de la ’vía de la
sal’, la via Salaria, que ponía en comunicación las salinas de la costa con las regiones
montañosas del interior.
El problema de los orígenes de Roma se centra en el proceso de transformación de
las primitivas aldeas de las colinas en un aglutinamiento urbano. En este proceso se encuentra el
germen de la organización político-social de Roma y la explicación de muchas de sus más
genuinas instituciones. De ahí, la importancia de conocerlo.
Un conjunto de leyendas, griegas y romanas, adornaron los primeros tiempos de la ciudad que se
había convertido en la primera potencia del mundo conocido y, elaboradas por autores de época
augústea, como Tito Livio, Virgilio y Dionisio de Halicarnaso, se convirtieron en la versión canónica
de los orígenes de Roma.
Son dos fundamentalmente los grupos de leyendas que se refieren a estos orígenes, que tienen
por protagonistas al troyano Eneas, colonizador del Lacio, y a Rómulo, fundador de la ciudad
romana.
Tras la caída de Troya, Eneas, hijo del troyano Anquises y de la diosa Venus, tras un largo y
accidentado viaje, arribó, con su hijo Iulo o Ascanio y otros compañeros, a las costas de
Italia. El rey del país donde recaló, Latino, le dio la mano de su hija Lavinia. Eneas, tras vencer a
Turno, rey de los rútulos, fundó la ciudad de Lavinium, cerca de la desembocadura del Tíber. Tras
su muerte, su hijo Iulo/Ascanio fundó una nueva ciudad, Alba Longa, que se convirtió en la capital
del Lacio.
El último rey de Alba Longa -y, con ello, entramos en el segundo bloque de leyendas- fue Amulio,
que, tras destronar a su hermano Numitor, obligó a su sobrina Rea Silvia a convertirse en
sacerdotisa vestal, para prevenir una descendencia que pusiese en peligro su usurpación. Pero
el dios Marte engendró de la virgen dos gemelos, Rómulo y Remo. Amulio los arrojó al Tíber,
pero una loba los amamantó, y un pastor, Fáustulo, los crió como a sus hijos. Cuando fueron
mayores, conocido su linaje, mataron a Amulio y repusieron en su trono a su abuelo Numitor. Ellos,
por su parte, fundaron una nueva ciudad, precisamente en el lugar donde habían sido encontrados
por la loba, en el año 753 a. C. Una disputa entre los dos hermanos acabó con la muerte de
Remo a manos de Rómulo, a quien los dioses habían señalado como gobernante de la
naciente ciudad. Rómulo creó las primeras instituciones y, después de reinar treinta y ocho años,
fue arrebatado al cielo. Tras su muerte, se sucedieron en el trono de Roma seis reyes, hasta el año
509 a. C., fecha de la instauración de la república.
Esta tradición literaria sobre los orígenes de Roma es secundaria, ya que procede de épocas muy
posteriores, y, por ello, es necesario recurrir a los documentos arqueológicos, con cuyo concurso
es posible realizar una crítica para determinar los elementos de verdad incluidos en la leyenda.
Aunque el territorio que ocuparía Roma aparece habitado desde el Paleolítico, los primeros objetos
hallados dentro de los posteriores muros de la ciudad proceden del Calcolítico, entre 1800 y 1500

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a. C. Desde estas fechas y sin solución de continuidad, siguen restos de la Edad del Bronce y de
comienzos de la del Hierro. Es evidente su adscripción a la llamada cultura apenínica, que se
extiende por la península italiana durante la Edad del Bronce, pero es muy poco lo que
puede suponerse sobre la organización político-social de la población en esta época, a excepción
de su concentración en pequeñas aldeas de cabañas, aisladas unas de otras, en algunas de las
colinas romanas. El pastoreo, la caza y una precaria actividad agrícola de subsistencia eran las
actividades económicas principales de esta comunidad modesta, sin fuertes desequilibrios
sociales.
Pero, a comienzos de la Edad del Hierro, en torno al 800, se observan una serie de rasgos que
permiten imaginar el comienzo de una etapa de transformación, que lleva a las aldeas aisladas a
un proceso de aglutinación en un recinto más amplio (¿sinecismo?), que coincide con un aumento
de la capacidad de producción agrícola. La economía de subsistencia cede su lugar a otra más
evolucionada, en la que la acumulación de productos agrícolas no destinados inmediatamente al
consumo permite la concentración de la población y el desarrollo de actividades artesanales y
comerciales, base indispensable para el nacimiento de un centro urbano.
Este proceso de desarrollo ha de adscribirse a una población formada por la superposición de
gentes indoeuropeas, los latino-faliscos, al substrato pre-indoeuropeo de la Edad del Bronce y, sin
duda, está ligado a dos fenómenos que se producen en las regiones vecinas al Lacio: por una
parte, el florecimiento de la civilización villanoviana en Etruria y la consiguiente creación de los
grandes centros urbanos etruscos; por otra, la aparición de los primeros colonos griegos en las
costas del Tirreno, a partir del 775 a. C., y sus contactos con las poblaciones latinas del Tíber.
De acuerdo con los datos arqueológicos, el proceso a que nos referimos se extiende entre el 800 y
el 575 a. C., que podemos considerar como época preurbana, subdividida en cuatro períodos,
cuya cronología está asegurada por restos de cerámica itálica y griega.
Durante los dos primeros períodos, que cubren aproximadamente el siglo VIII, sólo aparecen
habitadas algunas de las colinas -Palatino, Esquilino, Quirinal y, quizás, Celio-, y los restos no
manifiestan un carácter homogéneo: es evidente el aferramiento a la tradición, con industrias
caseras, de las aldeas. En los períodos III y IV, la población se extiende no sólo al resto de
las colinas sino a los valles intermedios, al tiempo que se evidencian progresos en la industria, más
homogénea, gracias a la apertura de sus habitantes a influjos externos, griegos y etruscos.
La consecuencia más importante de esta apertura fue el crecimiento de las posibilidades
económicas, lo que conllevó una diferenciación de fortunas. Paralelamente a esta
formación de clases socialmente diferenciadas por sus medios económicos, las antiguas chozas de
barro se transformaron en casas y se organizó la ciudad, mediante un sinecismo de las aldeas, en
torno al Foro.
La organización de la Roma primitiva era gentilicia: sus elementos originarios básicos, la gens y la
familia, constituían el núcleo de la sociedad, y se correspondían con los dos elementos esenciales
de distribución de la población, la aldea y la casa- choza, en términos latinos, el pagus y la domus:
a la domus correspondía la familia; al pagus, la gens.
Los orígenes de la comunidad política de las aldeas romanas hay que buscarlos en ciertos
grupos familiares, que, sobre la población de las colinas, comenzaron a cimentar una serie de
relaciones, cuyo aglutinante fue un elemento religioso y de índole parental: la conciencia, más
o menos precisa, de una descendencia común, imaginada en la memoria de un antepasado,
evidentemente mítico. Tal descendencia se expresaba en el uso de un nombre gentilicio, común a
todos los pertenecientes a la gens, el nomen. Cada gens constaba de un número indeterminado
de familiae, que se distinguían por un cognomen particular, añadido a su nombre gentilicio. Así, de
la gens Claudia formaban parte los Claudii Marcelli, los Claudii Pulchri, los Claudii Rufii...Un
nombre propio, el praenomen, antepuesto al nomen, distinguía, finalmente, a los individuos de
una misma familia, por ejemplo, Publio Cornelio Escipión, un individuo llamado Publio, de la gens
Cornelia, de la familia de los Escipiones.
El núcleo familiar era de carácter patriarcal y estaba dominado por la figura del pater familias, a
cuya autoridad no sólo estaban sometidos los individuos, sino todo aquello que se encontraba bajo
su dependencia económica: esposa, hijos, esclavos, bienes inmuebles, ganado...
No todos los habitantes de Roma formaban parte de la organización gentilicia.

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En el ámbito de la gens, se incluía una verdadera clase de sometidos, los clientes, individuos con
una serie de obligaciones frente al patronus, que, en correspondencia, eran protegidos y asistidos a
través de un vínculo recíproco de fidelidad que ligaba a ambos, la fides. La defensa y asistencia al
cliente por parte del patronus estaban contrarrestadas por la obligación de obediencia (cliens viene
de cluens, ’el que obedece”) y prestación de operae o días de trabajo al patrón. El origen de los
clientela es un problema difícil de resolver, pero, al parecer, es una condición extraña al grupo
gentilicio, es decir, sus miembros proceden de grupos o individuos ajenos a la gens, extranjeros,
que, al incluirse en la organización gentilicia, lo hacen como subordinados a la gens, en la que
todos sus miembros son iguales. La base de la relación de clientela era un vínculo de
subordinación económica, cuyo fundamento era de carácter social y ético y no estrictamente
jurídico.
La economía de esta primitiva comunidad de gentes era muy simple y rudimentaria. Los
bosques y pastizales favorecían la ganadería y el pastoreo como fundamental actividad económica.
En cambio, la agricultura en principio, apenas tenía importancia, dada la escasa fertilidad del suelo
y la limitación de cultivos. Sólo paulatinamente progresó una agricultura de tipo extensivo,
al compás de la estabilización de la población de las aldeas. La propiedad parece colectiva;
pertenecía por tanto, al grupo, que tenía en ella su sede y el instrumento imprescindible para el
pastoreo de los rebaños. En el seno de cada gens, la clientela, como elemento económico, ofrecía
su fuerza de trabajo, exclusivamente dentro del marco de la gens.

CORNELL, T. J., Los Orígenes de Roma c. 1000 – 264 a.C.,


Barcelona, Crítica, 1999, Capítulo 4 “El nacimiento de la Ciudad Estado”, pp. 108-148.

4. EL NACIMIENTO DE LA CIUDAD-ESTADO

La colonización griega y sus consecuencias


El primer asentamiento griego en Italia se estableció en la isla de Ischia, situada en el extremo
septentrional del golfo de Nápoles. Los antiguos la llamaban Pitecusa o Enaria. Allí unos
aventureros eubeos establecieron un asentamiento permanente en torno al año 770 a.C. Una
generación después había surgido una comunidad floreciente, dedicada al comercio con los
pueblos nativos del continente. Los arqueólogos han excavado millares de tumbas pertenecientes a
ese asentamiento, y han podido reconstruir un vivaz cuadro de su vida cotidiana. No cabe duda de
que el principal motivo de establecer allí la colonia fue la búsqueda de metales, de los cuales había
gran demanda en todo el mundo griego. Etruria era un importantísimo productor de cobre y estaño,
que se encuentra fácilmente en el monte Amiata, los montes de la Tolfa y, sobre todo, en la
comarca denominada Colinas Metalíferas; por otra parte, el hierro abunda en la isla de Elba. Las
excavaciones realizadas en Pitecusa han revelado la existencia de fundiciones de hierro y de
edificios dedicados a la elaboración de los metales. Los historiadores se muestran indecisos a la
hora de determinar si el poblado de Pitecusa debe considerarse una colonia (apoikía) o
simplemente una factoría (empórion) de Eubea; pero David Ridgway ha defendido últimamente la
tesis de que el asentamiento tiene rasgos de una y de otra, y advierte a sus lectores que no deben
preocuparse demasiado por establecer una distinción que probablemente no importaba lo más
mínimo a sus habitantes. En cualquier caso, Pitecusa preparó el camino de la colonización griega
en el Mediterráneo occidental, proceso que supuso algo más que la mera aventura comercial. Los
griegos que participaron en el movimiento colonizador buscaban una vida mejor. Al igual que los
colonos granjeros del siglo XIX, intentaron crear una versión mejorada de la sociedad que habían
dejado tras de sí, en un medio en el que la tierra era abundante y en el que podían alcanzar un
nivel de vida inimaginable en sus países de origen, víctimas de la superpoblación y la pobreza.
Más o menos una generación después de la llegada de los primeros griegos a Pitecusa, se había
establecido una colonia en toda regla en Cumas, en la costa vecina del continente. La nueva
fundación floreció y pronto superó a su predecesora; rápidamente siguieron sus pasos una multitud
de nuevas colonias, establecidas por toda la costa del sur de Italia y de Sicilia. En el siglo v el sur
de Italia se denominaba ya Magna Grecia (Megálé Hellás). Las colonias griegas alcanzaron una
gran prosperidad, y una de ellas, Síbaris, se convirtió en sinónimo de lujo y opulencia. La llegada
de los griegos a Italia tuvo profundas repercusiones sobre la vida social, económica y cultural de los

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pueblos nativos. La helenización de Etruria, el Lacio y Campania comenzó en el siglo VIII y ejerció
una influencia fundamental sobre los cambios estructurales que se produjeron durante el período
orientalizante, y en especial sobre la formación del ordenamiento aristocrático. No podemos tener
la seguridad de si el contacto con las colonias griegas fue la causa de la estratificación social y de
la aparición de la aristocracia en Italia, o de si simplemente aceleró un proceso que habría acabado
por producirse de cualquier forma. Deberíamos recordar, por ejemplo, que la estructura gentilicia de
los aristócratas itálicos constituye un rasgo que no compartían con los griegos. Sin embargo, no
cabe duda de que la influencia griega fue muy importante a la hora de configurar la sociedad
aristocrática de Italia, y de proporcionarle un modelo cultural con el que identificarse. La aristocracia
de la Grecia arcaica, como ha demostrado en particular Oswyn Murray, se caracterizaba por sus
manifestaciones culturales y su modo de vida. La pertenencia a la clase noble era una cuestión de
rango y de honor, e iba asociada a una serie de valores y actividades bien definidos. Los
aristócratas griegos alcanzaban su posición de honra porque la heredaban o porque ostentaban
cierta preeminencia, especialmente en la guerra. La simple riqueza (condición sine qua non, por
supuesto) era menos importante que los medios por los que se alcanzaba o en los que se gastaba.
El ethos aristocrático exigía un gasto notable y un estilo de vida llamativo. El honor y el prestigio se
reafirmaban a través del mutuo reconocimiento y de una interacción constante. Entre esos
mecanismos de afirmación ocupaban un papel primordial el banquete, la hospitalidad y el
intercambio de regalos. Nuestra principal fuente de información acerca de las aristocracias griegas
es Homero. La Ilíada y la Odisea, compuestas a finales del siglo VIII a.C., nos ofrecen una animada
imagen de la vida cotidiana de los héroes, basada en parte al menos en lo que constituía el mundo
de la época. El ambiente social de los héroes queda retratado con suma nitidez, y ha
proporcionado a los historiadores actuales la oportunidad de efectuar un análisis sociológico
bastante amplio. Señalaremos aquí brevemente algunos de los descubrimientos realizados por las
modernas investigaciones que tienen importancia para el tema que ahora nos ocupa. Los héroes
de Homero vivían en un mundo competitivo en el que la honra personal (timé) constituía el principal
objetivo. Esa honra exigía del individuo la continua ostentación de la propia generosidad a la hora
de relacionarse con sus iguales. El banquete entre varones constituye una actividad importante de
los poemas épicos, que ocupaba buena parte del tiempo de los héroes y consumía casi todos los
recursos que les proporcionaba su excedente. Pero a través de esa generosidad obtenían apoyos
en la guerra y en las incursiones predatorias, que les permitían volver a llenar sus depósitos de
riqueza y reafirmar su estatus personal. Los héroes mantenían además una amplia red de
contactos y obligaciones. En el mundo homérico se da una movilidad bastante considerable; Ulises
no es el único que viaja. La movilidad era posible gracias a la existencia de la hospitalidad, que
imponía al héroe la obligación sagrada de ofrecer su hospitalidad a todo individuo de su clase que
fuera a visitarle. La red se reafirmaba a través del intercambio de regalos, que confería honra a una
y otra parte, y suponía una expresión material de la relación y la obligación personal existente entre
los individuos. Los bienes muebles, que podían adquirirse en la guerra o a través del intercambio
de regalos, se componían en buena parte de artículos de lujo y de prestigio, especialmente objetos
de metal. Oro y plata, hierro y bronce: todos estos metales llenaban los almacenes de los héroes
homéricos, y a ellos recurrían cuando necesitaban hacer regalos. Por lo general, estaban
elaborados en forma de trípodes, cuencos, calderos, armaduras o armas. Esos objetos
aparentemente funcionales no estaban hechos para ser usados, sino para ser exhibidos. El valor
simbólico y el prestigio de esos objetos aumentaba cuando eran raros o tenían un abolengo que los
hacía interesantes. «¡Oh Telémaco! [dice Menelao] Zeus, el esposo tonante de Hera, te conceda el
regreso que tú en tus entrañas ansias; voy a darte la joya más bella y más rica entre todas cuantas
guardo y conservo en mi casa. Será una cratera de esmerada labor, tiene el cuerpo forjado de plata
todo él y un remate de bordes de oro. Trabajo es del ínclito Hefesto; entregóm ela Fédimo el
procer, aquel rey de Sidón que me tuvo albergado en sus casas cuando vine de vuelta hacia acá,
pero dártela quiero». Odisea, XV. 111-119 No es preciso hacer hincapié en la relevancia de
Homero para el tema que nos ocupa. Si queremos encontrar un contexto social para explicar las
tumbas principescas de la Italia central, no necesitamos buscar fuera del mundo de Ulises. No se
trata sólo de una comparación perfectamente adecuada, sino que además constituye el modelo
que adoptaron en todo momento las aristocracias itálicas. Los testimonios son inequívocos. Las
tumbas principescas de Etruria, el Lacio y Campania contienen tesoros que no habría despreciado

18
el más orgulloso héroe homérico. Los objetos en ellas guardados son de un tipo
sorprendentemente uniforme, aunque los enterramientos se hallan diseminados por un área
vastísima que atraviesa diversas fronteras lingüísticas y étnicas. La procedencia última de esos
tesoros varía enormemente, pero todas las tumbas principescas tienen en común el mismo
«eclecticismo internacional».26 Podemos considerar, pues, que son la expresión material de una
cultura común (o koinë, por emplear el término erudito), creada por la frecuente interacción de
individuos y grupos aristocráticos. Sabemos que en la Italia central existía en aquella época una
enorme movilidad en los estratos sociales más elevados (véase infra, p. 191). Los testimonios
implican que el rango social gozaba de un reconocimiento internacional, y que los aristócratas
podían moverse libremente de una comunidad a otra sin atender a barreras étnicas o lingüísticas.
Del mismo modo, los hé roes de Homero esperan gozar de la hospitalidad y recibir los regalos do
quiera que vayan, independientemente de que sus anfitriones sean griegos, troyanos, licios,
sidonios o fenicios. Las leyes de la hospitalidad son universales. Si bien es cierto que son
desobedecidas por el Cíclope, se trata de un personaje completamente al margen del común de los
mortales, que desde luego desconocía las normas más elementales de comportamiento. Es la
excepción que confirma la regla. No cabe duda de que las redes de obligación y hospitalidad eran
el nexo que unía a los áristoi de las colonias griegas con sus iguales nativos, y que la circulación de
bienes de prestigio por Italia hubo de producirse por medio del intercambio de regalos. Esta
conclusión parece verse corroborada por las «inscripciones de regalo» que podemos observar en
numerosos objetos encontrados en las tumbas etruscas del siglo VI. Aunque se ha puesto en tela
de juicio el valor de estos testimonios, podemos tener por segura la realidad efectiva del
intercambio de regalos en la sociedad aristocrática de la Italia tirrena. Igualmente seguro es que los
banquetes y simposios constituían un elemento importante de la vida cotidiana de los círculos
nobiliarios. Los objetos de cerámica que inundan tantas tumbas principescas itálicas no son mera
quincallería vieja, sino que pertenecen a un tipo específico de «utensilios simposíacos», entre los
que se encuentran numerosos recipientes utilizados en los banquetes y simposios. Dichas
ceremonias se celebraban no sólo en los funerales, como cabría suponer por el contexto en que
han sido descubiertos. También se han encontrado recientemente fragmentos de una vajilla de
banquete completa entre los escombros de una mansión aristocrática de Ficana (figura 11), prueba
inequívoca de que el banquete formaba parte de la vida cotidiana de la nobleza latina. Respecto al
origen de esta costumbre, se ha señalado que muchos préstamos griegos del etrusco son términos
técnicos que designan recipientes y vasos (por ejemplo, askós, kylix, ólpe, lékythos, etc.), que
vienen a confirmar que el banquete, rasgo sobresaliente de la cultura etrusca del período arcaico,
se inspiró en modelos griegos. Por último, hoy día podemos afirmar que las propias tumbas
principescas fueron modeladas a partir de prototipos griegos, y que la paradójica costumbre de
hacer ostentación de la propia riqueza en la pompa de los funerales se inspiró en el ejemplo de los
áristoi griegos. La rica tumba de Fondo Artiaco, en Cumas, excavada a comienzos de este siglo, ha
sido datada últimamente en c. 720 a.C. y podemos decir con toda seguridad que es la más antigua
de la numerosa serie de tumbas principescas de Italia. Otras excavaciones llevadas a cabo
recientemente en Eretria, en la isla de Eubea, han sacado a la luz seis tumbas de un estilo muy
parecido al de aquélla, demostrándose así que sus orígenes debemos buscarlos en Grecia. Así
pues, la llegada de los griegos provocó una serie de cambios muy profundos en los hábitos
sociales de la Italia tirrena a finales del siglo VIII a.C. Pero eso no fue más que el principio. En
adelante, el helenismo se convertiría en una influencia que llegaría a todos los niveles, en el factor
más importante de los cambios y la evolución de la historia de Roma (y de Italia). De momento ya
hemos señalado sus repercusiones en el estilo de vida y el ethos de la aristocracia. Pero a lo largo
del período arcaico, las ideas griegas afectarían a todos los aspectos vitales en todos los niveles de
la sociedad. El arte, la arquitectura y la religión empezaron ya a transformarse durante el período
orientalizante. Pero el cambio más profundo se produciría en la esfera política durante la segunda
mitad del siglo VII. Ese cambio sería la formación de la ciudad-estado.

La urbanización
Uno de los signos más importantes del desarrollo de las ciudades-estado de la Italia central es el
cambio que podemos observar en el aspecto físico de los asentamientos. Fue este un proceso
largo y paulatino que se inició a comienzos de la Edad del Hierro (siglos IX - VIII a.C.), cuando el

19
sistema de pequeños poblados situados en la cima de las colinas empezó a unificarse y dar paso a
grandes asentamientos nucleares. El fenómeno denominado «protourbano» se encuentra
especialmente bien documentado en la Etruria meridional. En Tarquinia, por ejemplo, unos cuantos
pequeños poblados de chozas, separados unos de otros por una distancia de unos pocos
kilómetros, provisto cada uno de una o varias necrópolis, dieron paso a lo largo del siglo vm a un
único centro nuclear en la llamada meseta de Civita; mientras tanto, los cementerios aislados de las
aldeas fueron reemplazados por una única necrópolis general situada en el vecino cerro de
Monterozzi. Y podemos rastrear una evolución parecida en Cere y Veyes. En el Lacio la situación
no está tan clara, pero es probable que también aquí se produjera un proceso similar, con el
desarrollo de poblados concentrados en lugares ocupados hasta entonces por aldeas aisladas. Así
parece que ocurrió en Roma a finales de la fase IIB (comienzos del siglo VIII a.C.), un poco
después en Gabios (probablemente después de 750), y quizá también en otros centros como
Lavinio, Ardea y Ancio, aunque en estos lugares tanto el proceso en sí como la fecha en que se
produjo siguen siendo conjeturales. La estructura de estos poblados nucleares resulta difícil de
imaginar; todo lo que podemos afirmar es que, a juzgar por los testimonios disponibles hasta el
momento, estaban formados por grandes concentraciones de cabañas, sin que existan signos
evidentes de planificación u organización formal del espacio. Hasta mediados del siglo vu a.C. no
empiezan a hacerse patentes los cambios. En ese momento la naciente elite aristocrática empezó
a hacer ostentación de su riqueza y su prestigio con la construcción de tumbas de cámara
monumentales, rematadas por túmulos gigantescos y situadas majestuosamente lejos de las
necrópolis generales, a menudo a lo largo de la principal vía de acceso al asentamiento. Una
novedad aún más notable es la que supone la aparición en Etruria de palacios monumentales o
«casas solariegas» en el campo. En la actualidad conocemos dos ejemplos, la villa de Murió, en El
proceso de urbanización está en Roma mejor atestiguado que en cualquier otro lugar del Latium
Vetus. Se ha prestado relativamente poca atención a las zonas habitadas de otras ciudades, aparte
de Roma, y buena parte de la labor realizada sigue inédita. Entre los centros mejor conocidos,
Sátrico, Lavinio y Ficana nos proporcionan unos testimonios del desarrollo urbano similares a los
que poseemos para Roma. El rasgo principal de ese cambio es la sustitución de las cabañas por
edificios no perecederos de piedra a lo largo del siglo vi, y la aparición en varios lugares de
santuarios monumentales. Esas zonas de culto serán analizadas con detalle más adelante.

La ciudad - estado: p r o b l e m a s t e ó r i c o s
En la sección anterior hemos visto cómo el aspecto urbano de los asentamientos fue
transformándose durante la última parte del siglo VII a.C., cuando empezaron a tomar la apariencia
de centros urbanos. Este cambio ha sido interpretado como una «revolución urbana», punto crucial
que marca el comienzo de la historia de Roma. Una acreditada versión de esta teoría fue expuesta
por el arqueólogo sueco E. Gjerstad poco después de la segunda guerra mundial. Gjerstad hacía
hincapié en la neta división existente en el desarrollo histórico de Roma entre los períodos
«preurbano» y «urbano». El inicio de este último venía marcado, en su opinión, por la primera
pavimentación del Foro, novedad que situaba en torno al año 575 a.C. Según la cronología
revisada adoptada en nuestra obra, la fecha del primer Foro debería atrasarse hasta el año 625
a.C., aproximadamente, aunque ello no afecta para nada a la división fundamental de Gjerstad en
períodos preurbano y urbano. Gjerstad sostenía que la historia de los reyes de Roma en su
totalidad pertenecía a la época urbana; repudiando a Rómulo por considerarlo un epónimo mítico,
afirmaba que el primer monarca había sido Numa Pompilio, cuyo reinado, pues, habría empezado
más o menos en 575 a.C. Más controvertida era otra sugerencia suya, según la cual el período
monárquico habría durado hasta mediados del siglo V, y el comienzo de la república coincidiría con
la publicación de las Doce Tablas en 450 a.C. Este esquema cronológico suponía una revisión
radical de la datación del inicio del período republicano, que pocos especialistas han aceptado.
Después de más de veinte años de intenso debate, la balanza de las opiniones especializadas se
inclina en la actualidad claramente a favor de la cronología tradicional para el inicio de la república
(véase infra, pp. 262 ss.). Este es sólo un elemento de la sensación general de insatisfacción que
provocan los métodos y los resultados de la escuela sueca. En cuanto a la pavimentación del
primer Foro, la crítica no sólo ha revisado la fecha (trasladándola de c. 575 a c. 625), sino que
además ha puesto en tela de juicio la interpretación que le daba Gjerstad. La idea de que la ciudad

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nació en un único momento decisivo ha sido desechada y tildada de ilusión romántica, no
merecedora de más crédito que las viejas leyendas de la fundación. La teoría de la «revolución
urbana» ha sido sustituida por la idea de un proceso gradual de evolución espontánea, que se
considera más acorde con los testimonios arqueológicos y más en consonancia con las ideas
seculares del siglo XX. La voz que más se ha hecho sentir en favor de este enfoque es la del
arqueólogo H. Müller-Karpe, que comparaba las viejas leyendas de la Stadtgriindung (= fundación
de la ciudad) con el moderno concepto de Stadtwerdung (= desarrollo de la ciudad); Roma,
sostenía, evolucionó gradualmente y pasó del núcleo habitado primigenio en lo alto del Palatino a
extenderse al resto de las colinas a lo largo de la Edad del Hierro. Gjerstad, por otra parte, había
imaginado la existencia de diversos poblados-aldea independientes en las diversas colinas, que se
habrían reunido en virtud de un acto de unificación aproximadamente en 575 a.C. La
pavimentación del Foro y el desarrollo de la arquitectura monumental en Roma hacia finales del
siglo VII son considerados por los partidarios de la escuela de la «Stadtwerdung» un desarrollo
importante, pero que respondería sólo a una de las numerosas etapas por las que habría pasado el
largo proceso de urbanización, cuyos comienzos deberían situarse en el siglo VIII. Decidir que una
cualquiera de esas etapas marca la transición decisiva de una comunidad preurbana a otra urbana
supone, según esta teoría, una actitud bastante arbitraria: en definitiva, mera cuestión de definición
terminológica. Lo que cuenta es reconstruir las principales etapas de ese proceso, no ya calificar a
una de ellas en particular de «urbana». Esta es la objeción que podría ponerse al reciente estudio
publicado por R. Drews, que reacciona contra el evolucionismo dominante e intenta sustituirlo por
una visión más «creacionista». Al defender la tesis de que una ciudad puede definirse como «un
asentamiento compacto de calles y casas», Drews da a entender que las ciudades surgieron en la
Italia central cuando las cabañas fueron sustituidas por las casas de materiales no perecederos con
cimientos de piedra y techumbres de teja, transición que se produjo en el siglo VII a.C. Esta actitud
plantea varios problemas factuales: al sugerir que el cambio se produjo de golpe y que provocó una
«revolución urbana», Drews omite los testimonios existentes.58 Lo poco que conocemos sugiere
más bien que la sustitución de las cabañas por las casas fue un proceso gradual, acorde en todo
caso con la teoría de la evolución paulatina. Además, aunque Drews opina que es simple cuestión
de «sentido común», resulta difícil entender por qué un cambio en las técnicas de construcción
debería considerarse el rasgo que definiera lo que es la vida ciudadana. Problemas semejantes
suscitan los intentos de aplicar una definición universal o «autónoma» del urbanismo a los
testimonios arqueológicos. Según Müller-Karpe, Roma poseía ya los rasgos propios de un
asentamiento urbano en el siglo VIII: un gran núcleo habitado, un cementerio «extraurbano» (en el
Esquilino), una producción artesanal especializada, y una estructura social estratificada (todos
estos desarrollos se encuentran atestiguados en la fase III de la cultura lacial). El ejemplo clásico
de este tipo de enfoque es el famo so estudio de la «revolución urbana» realizado por V. Gordon
Childe, que especificaba hasta diez índices cuya concurrencia en el conjunto de los materiales
arqueológicos podría considerarse señal del advenimiento del urbanismo. En un reciente artículo A.
Guidi ha intentado aplicar los diez criterios de Childe a los materiales encontrados en Roma y el
Lacio. Llega a la conclusión de que en Roma existía ya un asentamiento «protourbano» a finales
del siglo IX a.C., y de que se desarrolló hasta convertirse en una comunidad urbana a lo largo del
vm. La dificultad estriba no tanto en la interpretación de los testimonios factuales (aunque
prácticamente no cabe duda de que la Roma del siglo VIII no cumple con los diez criterios), sino en
la validez teórica del método. Lo que planteaba Childe era una serie de rasgos que caracterizaban
un determinado tipo de comunidad urbana. Algunos no son específicamente propios de las
ciudades en cuanto tales, sino simples condiciones necesarias del urbanismo (así, por ejemplo, la
concentración del asentamiento o la especialización de los oficios); otros no son ni siquiera eso, y
no tienen por qué concurrir siempre (por ejemplo, el arte naturalista). Ello supondría que Childe no
estaba estableciendo una definición universal del urbanismo, sino más bien esbozando los rasgos
de un determinado modelo o de un tipo ideal. Resulta evidente por el contexto general del artículo
de Childe, y por el carácter de los criterios que establece, que el modelo en el que pensaba era el
del tipo de ciudad que se desarrolló en Mesopotamia a lo largo del tercer milenio a.C. El rasgo más
característico de las ciudades del Oriente Próximo antiguo era la presencia de una economía
redistributiva centralizada basada en un templo o palacio, y regulada por una burocracia letrada: en
definitiva, un tipo de comunidad urbana que no existió nunca ni en Grecia ni en Italia durante la

21
época clásica. Pero, si adoptamos el método general de Childe y no sus descubrimientos
específicos, deberíamos buscar los criterios de lo que sería un modelo culturalmente apropiado, en
ese caso, evidentemente, el de la típica ciudad-estado (polis o civitas) grecorromana. En vez de
preguntarnos cuándo se convirtió Roma en ciudad, deberíamos intentar descubrir cuándo los
rasgos típicos de la ciudad-estado se hicieron visibles en Roma. Esta es la cuestión a la que
intentaba dar respuesta Gjerstad. La pavimentación del Foro y el Comicio constituyen etapas
decisivas para el desarrollo de Roma, no ya (o no sólo) porque cambiaron el aspecto físico del
poblado, sino porque simbolizarían la formación de una comunidad política. Como subrayara una y
otra vez Gjerstad, el Foro era un punto de reunión central que servía a la vez de mercado y de
centro cívico. La aparición de la casa en lugar de la cabaña constituye una novedad técnica
importante, pero mayor significación política tiene la construcción de edificios públicos
monumentales destinados a un uso común o cívico. Los edificios religiosos tienen una importancia
especial. Existen testimonios de actividad cultual en varios puntos de Roma desde tiempos muy
remotos, pero por lo que concierne a la aparición de la ciudad-estado lo que importa son los
primeros testimonios de actividad religiosa común y el establecimiento de cultos públicos.
En Roma los cultos cívicos más importantes eran el de Vesta y el de Júpiter Capitolino. El culto de
Vesta y la construcción de un templo en el Foro vinculado a la Regia están documentados con
seguridad en el registro arqueológico desde la segunda mitad del siglo VII. Los testimonios
procedentes del Capitolio son más difíciles de interpretar. Un depósito votivo del Capitolio contiene
materiales que pueden atribuirse a un lapso de tiempo que se remontaría hasta los últimos tiempos
de la cultura lacial; los objetos más tardíos datan del período IVB (630-580 a.C.), y proporcionan
una fecha aproximada del momento en el que las ofrendas fueron ritualmente colocadas en un
depósito sellado. Posteriormente, se levantó sobre él algún tipo de estructura monumental,
presumiblemente un santuario o incluso un templo. Su emplazamiento está a cierta distancia del
del gran templo de Júpiter Óptimo Máximo erigido a finales del siglo VI (véase supra, p. 124), pero
a pesar de todo habría podido ser su precursor. Los datos arqueológicos dan, por consiguiente,
testimonio de una drástica reorganización de Roma durante las últimas décadas del siglo VII a.C.
Gjerstad la califica de sinecismo, término que podríamos traducir por «unificación». Algunos han
vertido críticas a esta idea alegando que no hay muchos testimonios de la existencia de aldeas
distintas en las cimas de las diversas colinas de Roma, y que en cualquier caso ya existía un gran
asentamiento nuclear, incluido el valle del Foro, mucho antes de que éste fuera establecido
formalmente como espacio abierto pavimentado (véase supra, p. 129). No obstante, esas críticas
están fuera de lugar, por cuanto no van dirigidas exactamente a la tesis que Gjerstad pretende
establecer, y porque además no responden exactamente a la idea griega de sinecismo. Gjerstad
pensaba fundamentalmente en una unificación política de la comunidad y en la subordinación de la
autonomía local a una sola autoridad central. Además ese es el verdadero significado del término
sinecismo, concretamente la creación de una comunidad política unificada. Por lo que a la polis
griega se refiere, la unificación física o geográfica constituía algo absolutamente secundario y ni
siquiera era necesaria. Esparta, por ejemplo, fue una polis unificada desde fecha muy temprana,
pero incluso durante el período clásico se caracterizó geográficamente por su dispersión, al estar
formada por cinco aldeas carentes de murallas. Igualmente sorprendente resulta la tradición
relativa al sinecismo de Atenas, que nos describe una autoridad de la talla de Tucídides (2.15.2).
Según esta versión, Teseo abolió las magistraturas y consejos de las diversas ciudades del Ática y
obligó a sus habitantes a servirse de Atenas, aunque siguieran viviendo en el mismo lugar que
antes. En Roma la formación de la ciudad-estado coincidió con las grandes innovaciones
introducidas en la organización del espacio urbano y en las técnicas arquitectónicas. Todos esos
cambios pueden situarse en un espacio de tiempo relativamente breve (en las décadas
inmediatamente anteriores y posteriores al año 625 a.C.), y debieron de ser llevadas a cabo
deliberadamente. En mi opinión, tenemos perfecto derecho a referirnos a este proceso calificándolo
como la fundación de Roma, aunque no podamos nombrar a la persona o personas que la
fundaron. En este momento empieza la verdadera historia de Roma.

LA ESCRITURA Y SUS USOS: EL CALENDARIO DE NUMA


La formación de la ciudad-estado vino acompañada de otros cambios sociales y culturales que
mantienen una relación de causa-efecto con ella. Una de esas novedades fue el desarrollo de la

22
escritura. El alfabeto occidental fue inventado, probablemente hacia el año 800 a.C., por un genio
desconocido que adaptó los signos fenicios a la representación de los fonemas griegos. En torno al
año 700 a.C., si no antes, el sistema alfabético se utilizaba ya en Italia para representar los sonidos
del etrusco; y las primeras inscripciones latinas podemos datarlas en una fecha no muy posterior.
Como el alfabeto es en sí una modificación griega de la escritura fenicia, los pueblos itálicos
debieron de tomar la idea de los griegos; nadie piensa en la actualidad que los etruscos o los
latinos crearan un alfabeto por su cuenta tomándolo directamente de los fenicios. Así lo confirma el
hecho de que el alfabeto itálico es especialmente afín al utilizado por los eubeos, que fueron los
primeros griegos que se establecieron con carácter permanente en Italia. En realidad, uno de los
primeros ejemplos de escritura alfabética griega que se conocen corresponde a una copa de oro
descubierta en una tumba de Pitecusa, el primero de los asentamientos helénicos en Italia. Se
trata, sí, de uno de los más ejemplos antiguos, pero desde luego no es el más antiguo en absoluto.
Ese puesto lo ocupa en la actualidad una inscripción descubierta recientemente en el Lacio,
concretamente en la necrópolis de Osteria dell’Osa. Se trata de cuatro o cinco letras toscamente
trazadas sobre la superficie de un vaso globular encontrado en una tumba (la n.° 482) que data de
finales de la fase IIB (es decir, antes de 770 a.C.). Siguen sin recibir respuesta las preguntas
relativas a su significado y origen, pero evidentemente el documento nos habla de la existencia de
contactos con el mundo griego. Según la opinión general, los etruscos transmitieron el arte de la
escritura a los latinos, pero hay buenas razones, reforzadas ulteriormente por este último
descubrimiento, para pensar que el proceso de transmisión fue más complejo, y que tanto etruscos
como latinos tomaron el alfabeto directamente de los griegos, aunque se influyeron mutuamente.
Se ha conservado un número sorprendentemente elevado de inscripciones en piedra, bronce o
cerámica provenientes de la Italia arcaica. Poseemos cerca de 120 textos etruscos del siglo VII
a.C., y otros 800 o más pueden datarse en los siglos VI y V. El Lacio no se encuentra tan bien
representado (en la actualidad pueden asignarse a ese mismo período de tiempo unas setenta
inscripciones latinas), pero ello se debe a una serie de razones especiales, y sería erróneo
presumir que el uso de la escritura estaba menos arraigado o era menos frecuente en el Lacio que
en Etruria. De hecho, tenemos buenos motivos para creer que la escritura desempeñó un papel
importante tanto en la esfera pública como en la vida privada de la Roma arcaica, y que era
utilizada ampliamente con fines sociales, administrativos y comerciales. Al comienzo de esta
sección afirmábamos que el nacimiento de la ciudad-estado y la aparición de la escritura tenían una
relación de causa-efecto. Con ello no queríamos decir que la escritura constituya un requisito
imprescindible del urbanismo, ni tampoco de la formación del estado; de hecho, podemos encontrar
ejemplos de uno y otro proceso en sociedades analfabetas; por ejemplo, la de los incas. No
obstante, tiene bastante sentido afirmar que la escritura hizo posible la modalidad particular de
ciudad-estado que se desarrolló en el mundo grecorromano. En particular, las instituciones
formales y artificiales del modelo grecorromano, que exigen una compleja organización del tiempo y
el espacio, parecen presuponer la existencia de una mentalidad familiarizada con la escritura. Tal
es la conclusión a la que llega una famosa serie de estudios realizados por el antropólogo de
Cambridge, Jack Goody, que, a pesar de las críticas de que ha sido objeto, sigue siendo bastante
atractiva. La escritura no sólo permite recopilar grandes cantidades de datos complejos, sino que
además facilita la reorganización y reclasificación de esos mismos datos, la recuperación, si se
quiere, de algunos o incluso de la totalidad de ellos, y su utilización para una variedad ilimitada de
finalidades distintas. Esta revolución en la tecnología de la información constituye un requisito
indispensable de la ciudad-estado griega, que se caracterizaba por la existencia de unas
instituciones artificiales bastante complejas en las que los ciudadanos se dividían y subdividían en
grupos funcionales de muy diverso tipo. El funcionamiento de esas instituciones dependía además
de la división formal y la organización pública del espacio y el tiempo. El censo y las reformas de
Servio Tulio (véase infra, p. 209) serían impensables en una sociedad no familiarizada con la
escritura. Otro ejemplo de producto de una mentalidad familiarizada con la escritura es el
calendario arcaico, que la tradición atribuye al rey Numa Pompilio. Nuestro conocimiento del
calendario romano antes de la reforma de Julio César se basa en fuentes literarias y en una
inscripción de comienzos del siglo I a.C. que contiene un calendario conservado parcialmente en
una pared de una casa de Ancio. Este documento, denominado Fasti antiates maiores, nos permite
distinguir los elementos republicanos presentes en otros calendarios de comienzos de la época

23
imperial que han llegado a nuestras manos. Suele admitirse que la estructura básica del calendario
prejuliano se remonta al período arcaico, probablemente a la época de los reyes. Esta datación se
basa en una observación de Mommsen, según el cual los elementos más antiguos están escritos
en grandes mayúsculas, y que los artículos que aparecen escritos en mayúsculas más pequeñas
representan adiciones de época posterior. Como los días festivos que aparecen en letras grandes
no hacen referencia al culto de Júpiter Optimo Máximo, instituido como principal culto estatal en
tiempos de los Tarquinos, Mommsen sostenía que el calendario original (en letras grandes) debía
datar de una fecha anterior. Aunque su tesis no goza de una aceptación absoluta, todo parece
indicar que Mommsen estaba en lo cierto. El calendario en sí mismo es bastante complejo y ofrece
diversos tipos de información al mismo tiempo. Aparece dispuesto en trece columnas, que
representan los doce meses habituales y el mes «intercalar» añadido un año sí y otro no. En cada
columna aparecen enumerados los días, cada uno con una letra de la A a la H que corresponde a
su situación en el ciclo nundinal (o «semana» de ocho días), junto con otra letra o grupo de letras
que indican su carácter. La F (fastus) indicaba que era un día laborable normal y corriente, y la C
(comitialis), que era una fecha apta para la celebración de asambleas. En los días marcados con N
(nefastus) estaba prohibido realizar determinados negocios. Las letras EN (endotercisus) indicaban
que el día estaba dividido en tarde, que era F, y y mañana y noche, que eran N. Dos días (el 24 de
marzo y el 24 de mayo) estaban marcados QRCF (quando rex comitiavit fas), que significa que el
día era F una vez que el rey disolvía los comicios curiados. Evidentemente esta designación se
remonta al período monárquico. El calendario señala asimismo los tres días fijos de cada mes, o
sea las calendas, las nonas, y los idus, que originalmente correspondían a las fases de la luna. Por
último las letras NP (probablemente nefastus publicus) se aplicaban a los días de las grandes
festividades públicas, cuyo nombre se daba además en abreviatura, por ejemplo LUPER[calia],
FORDI[cidia], SATUR[nalia], etc. Este calendario constituye un documento fundamental para el
estudio de la religión romana, pues la lista de fiestas (feríale) que contiene se remonta al período
monárquico. Es importante además por otras dos razones. En primer lugar, representa con más
claridad que ningún otro documento el funcionamiento de una autoridad política centralizada. Es
una cuestión elemental, pero que desde luego vale la pena subrayar, el hecho de que este
calendario, que podemos datar con toda certeza en el siglo vi a.C., o incluso antes, es fruto de una
ciudad-estado organizada. En segundo lugar, la forma del calendario, con los distintos tipos de
información que ofrece recogidos en un solo documento, se encuentra a todas luces relacionada
con el desarrollo de la escritura; de hecho, la da por supuesta.

Santuarios
Uno de los indicios más sorprendentes de la formación de la ciudad-estado en este período es el
desarrollo de santuarios públicos colectivos. Aunque muchos de esos lugares santos habían venido
siendo sede de actividades cultuales desde épocas muy remotas, fue en el siglo vi cuando se
produjo un proceso de desarrollo monumental, que en algunos casos condujo a la construcción de
templos. El ejemplo más antiguo de templo que conocemos en la Italia central es el del que se
descubrió antes de la segunda guerra mundial en el Foro Boario de Roma, en un lugar situado
cerca de la iglesia de Sant’Omobono. Dicho templo data de antes del año 550 a.C. e
indudablemente podemos identificarlo con uno de los dos que existían en aquella zona y que la
tradición atribuía al rey Servio Tulio (véase infra, p. 179). Entre otros ejemplos tempranos de la
propia Roma estarían el templo de Júpiter Capitolino (finales del siglo vi) y el de Cástor (comienzos
del V). Las fuentes literarias hablan de otros muchos templos arcaicos, por ejemplo, el de Diana en
el Aventino o el de Saturno en el Foro. En la mayoría de los casos dichos templos fueron
construidos en el emplazamiento de santuarios ya existentes, formados por altares al aire libre. En
ocasiones, esos monumentos arcaicos fueron conservados junto con las edificaciones de templos.
Por ejemplo, un altar arcaico situado en el extremo occidental del Foro, debajo del Clivus
Capitolinus, ha sido identificado de forma bastante plausible con el Altar de Saturno (Ara Saturni).
Otros lugares sagrados, como el Volcanal del Comicio o el Gran Altar de Hércules, siguieron siendo
santuarios al aire libre hasta finales del período republicano. Las investigaciones arqueológicas han
revelado un desarrollo similar en la Etruria meridional y otros lugares del Lacio. Restos de templos
arcaicos (finales del siglo VI y comienzos del V a.C.) han sido descubiertos en Veyes, Orvieto,

24
Lanuvio, Ardea y Sátrico, a menudo en concomitancia con otros testimonios de actividad cultual
anterior. Algunos santuarios importantes se hallaban situadas fuera de las áreas habitadas de las
ciudades. Esos santuarios llamados extramuros constituyen un grupo importante. Uno de los
yacimientos más impresionantes es el de Pratica di Mare (la antigua Lavinio), donde se han
encontrado varios de esos santuarios. En uno, situado en la parte oriental de las murallas de la
ciudad, se han descubierto gran número de ofrendas de terracota en un depósito votivo que
abarcaría los siglos VI-IV a.C., entre las que destacan más de sesenta estatuas de gran tamaño,
cuatro de las cuales por lo menos representan a Minerva (figura 15). Así pues, los arqueólogos han
podido identificar el lugar, sin duda acertadamente, como el santuario de Minerva mencionado por
las fuentes literarias. Las terracotas arquitectónicas hablan de la existencia de edificios de culto.88
Otro gran yacimiento de Lavinio es el del santuario al aire libre situado al sur de la ciudad, que se
hizo célebre por el descubrimiento en él a comienzos de los años sesenta de una serie de trece
altares de piedra. Probablemente debamos relacionar este complejo con el culto de los Penates
(véase supra, p. 91), común a todos los pueblos del Lacio. La mejor explicación que cabe dar de
estos monumentos, que se diferencian unos de otros por su estilo y por su fecha, es que cada
comunidad latina mantenía su propio altar, del mismo modo que las distintas ciudades griegas
tenían su propio tesoro en Delfos. Esta interpretación nos ayuda a explicar la función de los
santuarios extraurbanos en general. Aunque, según parece, todos los centros religiosos de la Italia
arcaica eran «internacionales», en el sentido de que recibían y estaban dispuestos a aceptar
ofrendas de cualquiera que acudiese a ellos (sin duda con la condición de que fuera gente de
dinero y/o de alto rango), da la impresión de que los santuarios extraurbanos fueron establecidos
con la finalidad específica de atraer a los extranjeros, y de invitar a otras comunidades a participar
en celebraciones conjuntas. Ello explicaría por qué Servio Tulio fundó su culto «federal» de Diana
en el Aventino, situado fuera del recinto sagrado de la ciudad (véase infra, p. 346). Otra de las
funciones desempeñadas por algunos santuarios extraurbanos era el fomento y la supervisión del
comercio internacional. Este aspecto ha sido recientemente puesto de manifiesto por los
descubrimientos de Gravisca y Pirgos, dos centros situados en la costa de la Etruria meridional. En
Gravisca, puerto de Tarquinia, se fundó a comienzos del siglo vi un santuario de Afrodita, Hera y
Deméter, diosas griegas muy queridas por los numerosos mercaderes helenos que frecuentaban el
lugar. Los nombres de esos mercaderes, documentados gracias a las abundantes ofrendas
depositadas en el santuario, demuestran que en su mayoría eran originarios del Egeo oriental, de
Samos, Efeso y Mileto. Pero su visitante más famoso fue Sóstrato de Egina, que dedicó un ancla
de piedra a Apolo (figura 16); el personaje de Sóstrato lo conocemos además por Heródoto (4.152),
que lo describe como el mercader más afortunado de todos los tiempos. Otros testimonios de sus
actividades nos los han proporcionado los numerosos vasos griegos del siglo vi encontrados en
yacimientos etruscos que llevan la marca SO en caracteres eginetas. Parece más que probable
que las letras SO respondan a las iniciales de Sóstrato, y que sus vasos (¿y también su
contenido?) fueran algunas de las mercancías en las que trataba. Otro puerto comercial
internacional (en griego, empórion) del mismo tipo se hallaba en Pirgos, uno de los puertos de
Cere. Las excavaciones han sacado aquí a la luz un santuario que comprendía dos grandes
templos, el menor de los cuales (el templo B) es un edificio períptero (de estilo griego), de unos 20
X 30 m, aproximadamente, que data de finales del siglo VI a.C. El otro, un poco más grande, el
templo A (24 X 35 m, aproximadamente), que data de alrededor del año 460 a.C., es un típico
edificio etrusco-itálico con tres celias, pero las esculturas fragmentarias procedentes de su frontón
posterior representan una escena correspondiente al mito griego de los Siete contra Tebas (figura
17). Sin embargo, la famosa inscripción bilingüe procedente del mismo santuario (véase infra, p.
253) está escrita en etrusco y fenicio, e indica que en el puerto residían no sólo mercaderes
griegos, sino también fenicios, y que ocupaban una posición relativamente influyente en los
asuntos de Cere. Los templos forman parte de un gran complejo monumental, del cual sólo han
sido excavados algunos sectores. Uno de los edificios ha sido identificado como un burdel; según
esa hipótesis, por lo demás plausible, el empórion ofrecía lucrativas oportunidades comerciales, la
ocasión de comerciar en un entorno protegido y privilegiado, y exóticas diversiones sexuales: en
una palabra, todo lo que habría podido desear un hombre de negocios a nivel internacional.91 Este
modelo «empórico» podría extenderse a otros grandes santuarios de la costa tirrena, la mayoría de
los cuales se hallaban situados en puertos, estaban dedicados en parte al menos al culto de

25
divinidades relacionadas con la sexualidad (Afrodita/Venus, Fortuna, Mater Matuta), y eran
frecuentados por mercaderes extranjeros. Entre ellos podríamos citar un centro situado en la
desembocadura del Liris (la futura Minturna), Ancio y Árdea; pero en el Lacio los ejemplos más
importantes serían indudablemente Lavinio y la propia Roma, donde el Foro Boario, con sus cultos
helenizantes, su emplazamiento fuera del recinto sagrado de la ciudad, y su asociación con el
puerto fluvial (Portus), constituía a todas luces un buen reclamo para los mercaderes extranjeros,
muchos de ellos residentes en la zona. A modo de conclusión, podemos establecer brevemente
dos principios relacionados con los santuarios arcaicos de la Italia tirrena. En primer lugar, los
santuarios extraurbanos, especialmente los que estaban situados en la costa o en sus
inmediaciones, explican la ruta y los mecanismos a través de los cuales los productos griegos y
fenicios, así como individuos e ideas de esa misma procedencia, lograron penetrar en las
sociedades de la Italia central con tanta eficacia, y con unos resultados tan duraderos, a lo largo de
los siglos VII y VI a.C. Precisamente son esos santuarios-empória de la costa los que nos han
suministrado todos los hallazgos griegos y fenicios más llamativos e importantes durante los
últimos treinta años más o menos. Dichos descubrimientos han revolucionado el estudio de la
Roma y la cultura latina arcaicas. En segundo lugar, merece la pena repetir una vez más que los
santuarios no sólo dominan los testimonios arqueológicos correspondientes al período de los siglos
VI y VI (al menos en su primera parte); constituyen además un tema de importancia destacadísima
para la tradición literaria. La cantidad de espacio que nuestras fuentes dedican a la construcción
del templo de Júpiter Capitolino, a los cultos «federales» de Diana, a los santuarios de Lavinio, y al
culto de Júpiter Laciar (entre otros) es, dadas las circunstancias, verdaderamente notable. No
puede ser una mera coincidencia y debe venir a corroborar la tesis de que la tradición literaria se
basa en hechos reales.

Instituciones
Hasta ahora nuestro estudio de la ciudad-estado se ha basado fundamentalmente en los
testimonios arqueológicos y epigráficos, y, por lo tanto, se ha ocupado en buena parte de los
aspectos monumentales del urbanismo y de los desarrollos culturales. Por su propia naturaleza, la
arqueología no puede darnos demasiados detalles acerca de la estructura social y las instituciones;
y los documentos epigráficos más antiguos son más importantes como documentos de la existencia
de la escritura y de su utilización que por la información que puedan contener. Si queremos saber
algo acerca de las primeras instituciones del estado romano tendremos que recurrir a las fuentes
literarias. Las fuentes nos dicen que la población de la Roma arcaica estaba dividida en tres tribus
llamadas Ticies, Ramnes y Lúceres, que a su vez estaban divididas en treinta unidades menores
llamadas curias, a razón de diez por cada tribu. Las tribus constituían la base de la primitiva
organización militar del estado: el ejército constaba de trescientos soldados de caballería y tres mil
de infantería, aportando cada tribu cien y mil hombres, respectivamente.93 Según la tradición, los
Ramnes habían tomado su nombre de Rómulo, y los Ticies de Tito Tacio. Menos seguridad existe
respecto a los Lúceres, pero la mayoría de las fuentes afirman que recibieron su nombre de
Lucumón, guerrero etrusco que había ayudado a Rómulo. Esta tradición nos proporciona además
una garantía de la moderna tesis de que las tribus representan tres grupos étnicos distintos,
romanos, sabinos y etruscos, que unidos habrían formado la primitiva población de Roma.95 Según
Varrón, las tribus eran divisiones de carácter local (L L , 5.55). Esta afirmación puede concillarse
perfectamente con la teoría étnica si relacionamos a los Ramnes con el Palatino (donde Rómulo
fundó su poblado), a los Ticies con el Quirinal (la colina «sabina»), y a los Lúceres con el Celio, que
tenía connotaciones etruscas (véase infra, pp. 165-166).96 Pero esta distribución geográfica es
completamente arbitraria y, haciendo un análisis más ponderado, da más bien la impresión de que
el carácter local de las tribus estaría en contradicción con la interpretación étnica. De hecho,
ninguna fuente afirma explícitamente que las tribus fueran unidades étnicas, ni siquiera que los
Ramnes eran los seguidores de Rómulo, los Ticies los de Tito Tacio, y los Lúceres los de Lucumón
(lo cual en todo caso no sería necesariamente lo mismo). La única excepción parcial sería Floro
(2.6.1), pero no posee una autoridad independiente y se limita simplemente a ofrecernos una
deducción personal suya. Se trata, a todas luces, de una deducción fácil, pero si tenemos en
cuenta que se basa ni más ni menos que en una supuesta derivación de los nombres de las tribus
de sus respectivos héroes míticos, no tenemos más remedio que reconocer la fragilidad de todo el

26
edificio. Los investigadores modernos se muestran escépticos, y con razón, ante cualquier intento
de interpretar las divisiones sociales arcaicas como grupos de parentesco «naturales» o
preexistentes, y han llegado a la conclusión de que suelen ser creaciones artificiales típicas de
estados ya organizados.97 Por lo tanto, la versión tradicional de la fundación de las tribus por
Rómulo se encuentra más cerca de la verdad que las teorías étnicas del siglo XIX.
Independientemente de que tenga o no algo de realidad el esquema tradicional que hace de las
tribus la base de las curias y del ejército, no tenemos más remedio que admitir que todas esas
instituciones se hallaban relacionadas entre sí y que fueron creadas artificialmente con fines
políticos y administrativos. La idea de que tres grupos étnicos distintos formaran diez curias cada
uno, y que el ejército constara de una serie de unidades iguales de romanos, sabinos y etruscos,
es absurda. Y la misma objeción cabe poner a la teoría de Dumézil, según la cual las tres tribus
representan sendos grupos funcionales de sacerdotes, guerreros y productores (véase supra, p.
103). Posteriormente los nombres de las tres tribus romúleas se conservaron porque seis de las
centurias de caballería de los comicios centuriados se llamaban «Ramnes, Ticies y Lúceres
anteriores y posteriores» (Ramnes priores, Ramnes posteriores, Tides priores, etc.). Se decía que
esta curiosa duplicación fue obra del rey Tarquino Prisco, que dobló el número de unidades de
caballería, pero se abstuvo de dar nuevos nombres a las nuevas centurias por indicación de Ato
Navio (para esta singular historia, véase infra, p. 296 y n. 40). Aparte de las seis centurias de
caballería, no conocemos ninguna otra institución republicana que conservara los nombres de las
tres tribus romúleas. No sabemos si los romanos de época posterior conocían el nombre de la tribu
a la que pertenecían, aun conociendo cuál era su curia, pues tampoco tenemos seguridad de que
supieran a qué tribu pertenecía cada curia. Esta es una de las múltiples cuestiones enigmáticas
que plantean las curias, de las que pasamos a ocuparnos inmediatamente. Como ya hemos
señalado, las treinta curias eran subdivisiones de las tres tribus, a razón de diez por cada una. Pero
a diferencia de las tribus, las curias conservaron ciertas funciones residuales en la vida pública de
la república romana. Formaban las unidades integrantes de una asamblea, los comicios curiados,
que se reunía para aprobar la ley que confería el imperium (mando militar) a los magistrados
superiores (lex curiata de imperio), y con otras finalidades de carácter formal, como la de dar
testimonio de las adopciones y testamentos (aunque este método arcaico de hacer testamento
estaba ya obsoleto a finales del período republicano). Estas asambleas tenían unas funciones
puramente formales, y al final de la república las curias estaban representadas cada una por un
lictor (asistente).98 Las curias desempeñaban además un papel en la vida religiosa del estado.
Determinadas fiestas anuales, en particular las Fornacales (que tenían lugar en el mes de febrero),
y las Fordicidias (15 de abril), eran celebradas por las curias. El último día de las Fornacales, el 17
de febrero, se llamaba Quirinales, aunque popularmente era denominado «día de los locos», pues
en esa ocasión se congregaban todas las curias y los que no sabían a qué curia pertenecían
podían participar en la reunión (Ovidio, Fastos, 2.531-532). Esta tradición indica que en época
clásica la pertenencia a una determinada curia no significaba gran cosa para la mayoría de los
ciudadanos, pero implica también que en teoría las curias comprendían a la totalidad de la
ciudadanía, y que se suponía que cada ciudadano pertenecía a una curia, aunque no supiera a
cuál. Esta deducción nos ayuda a responder a la primera cuestión que debemos plantearnos en
torno a las curias; esto es, si en ellas estaba integrada toda la comunidad, o sólo una parte. Por
regla general, los testimonios con los que contamos son bastante dispersos, pero desde luego no
respaldan seriamente la teoría de que el acceso a las curias estaba limitado a los patricios. Esta
teoría patricia es una forma como otra cualquiera de afirmar que los patricios eran los primitivos
ciudadanos de Roma; si la organización política y militar de la Roma primitiva hubiera dependido de
las tribus y las curias, los derechos y obligaciones cívicos, en suma las funciones de la ciudadanía,
habrían estado limitados consecuentemente a los miembros de las curias. Debemos admitir que
esta tesis ha contado con el respaldo de dos autoridades como Niebuhr y Mommsen,99 pero no
con demasiado apoyo en las fuentes. La pertenencia a una curia dependía de la filiación gentilicia;
es decir, una persona pertenecía a una determinada curia en virtud de haber nacido en el seno de
una determinada gens. Pero esto no significa que para ello fuera preciso ser patricio. Es bien
sabido que algunos especialistas sostienen que las gentes eran exclusivamente patricias y que
sólo los patricios tenían gentes, pero probablemente se trata de una teoría errónea (véase supra,
pp. 111-112); en cualquier caso, no tendríamos por qué llegar a la conclusión de que las curias

27
eran exclusivamente patricias, pues no tenemos pruebas de que los romanos que no pertenecían a
una gens —si es que había alguien en esas condiciones— no pudieran ser miembros de las curias.
Cada curia tenía un jefe llamado curión (curio), que debía tener más de cincuenta años para poder
acceder al cargo, que además era vitalicio. Uno de esos jefes era elegido presidente de todas las
curias, con el título de curio maximus. A comienzos del período republicano el puesto fue ocupado
siempre por un patricio, lo cual no tiene nada de sorprendente; pero en 209 a.C. fue elegido un
curión máximo plebeyo, lo cual indica que en el siglo m había plebeyos en las curias y que,
probablemente, los hubiera habido siempre. ¿Qué clase de corporación eran las curias? Parece
prácticamente seguro, como ya hemos visto, que la división del pueblo en curias se basaba en el
nacimiento: un individuo pasaba a pertenecer a una curia porque había nacido en ella. Esta
conclusión se impone por el hecho de que determinadas gentes pertenecían a una determinada
curia, y por la definición que da el anticuarista Lelio Félix (apud Gelio, N. A., 15.27), que califica a
las curias de «genera hominum» («géneros de hombres»). Se ha discutido mucho el significado de
esta frase, pero como el término genus indica una categoría natural, y Lelio Félix contraponía los
comicios curiados, basados en los «géneros de hombres», con los comicios centuriados, basados
en la riqueza y el estatus del individuo, y con los comicios tributos, basados en la residencia, no
existe una alternativa realista a la interpretación de la frase en el sentido de que las curias eran
grupos a los que se accedía por nacimiento. No obstante, de ello no se deriva que la organización
curiada estuviera basada en el parentesco. Aunque los miembros de una estirpe (gens) estuvieran
unidos por lazos reales o supuestos de parentesco, no existen pruebas de que las diversas estirpes
agrupadas dentro de una curia determinada, y menos aún las que estaban adscritas dentro de las
curias a una determinada tribu, creyeran que eran parientes. No obstante, es posible que así fuera,
pero lo más parecido a una prueba con lo que contamos es el hecho de que la palabra latina curia
es traducida en las fuentes griegas (por ejemplo, Dion. Hal., 2.7.3) por φρατρία (= «hermandad»),
que era una agrupación social griega arcaica; y aun así tampoco podemos concluir nada, sobre
todo teniendo en cuenta que ni siquiera es seguro que las hermandades estuvieran basadas en el
parentesco. La palabra curia se utiliza también para designar un edificio en el que se celebraban
reuniones. La Curia Hostilia, por ejemplo, fue la primitiva sede del Senado, sustituida después en
tiempos de César por la Curia Julia. El uso de un mismo término para designar una división del
pueblo y un lugar de reunión quizá venga a respaldar la etimología tradicional, que hace derivar la
palabra de co-viria, es decir «reunión de varones». Además tenemos algunos testimonios de que
cada una de las treinta curias tenía su propio lugar de reunión, y que se hallaba relacionada con
una determinada zona de la ciudad. La referencia que hace Plinio el Viejo (N. H., 18.8) a la
purificación de los recintos durante las Fornacales quizá indique que las curias eran divisiones
locales con territorios bien definidos (Dion. Hal., 2.7.4). Esta circunstancia no tiene por qué estar en
contradicción con nuestra anterior conclusión de que las curias eran divisiones del pueblo, la
pertenencia a las cuales era hereditaria; simplemente da a entender que cuando fueron creadas las
curias, las familias residentes en distintos puntos de la ciudad se agrupaban para formar las curias
(y a su vez las curias se agrupaban para formar las tribus). Cabría imaginar que con el paso del
tiempo el incremento y la movilidad de la población tendieran a disolver los lazos existentes entre
residencia y pertenencia a una curia. Los nombres de las curias, de los cuales conocemos ocho, no
nos sirven de gran ayuda: unos parecen estar relacionados con lugares (Veliense, Foriense), otros
parecen responder a nombres de gentes (Dion. Hal., 2.47.4; Plutarco, Róm., 20.3), aunque, de ser
así, las familias en cuestión serían bastante oscuras (Ticia, Faucia, Velicia, Aculeya); mientras que
otros son definitivamente misteriosos (Tifata, Rapta). El hecho de que una de las curias se llamara
Rapta quizá diera lugar a una tradición, bastante ingenua por lo demás, según la cual las treinta
curias recibieron su nombre de las treinta sabinas raptadas por Rómulo y sus hombres.102 Los
principios que cabe establecer a partir de este análisis son los siguientes: 1) Las tres tribus y las
treinta curias constituyeron en un determinado momento un elemento fundamental de la vida
política y la organización militar de Roma. En época histórica siguieron vivos algunos rastros
residuales de este sistema primitivo en las costumbres religiosas, en las formalidades de los
comicios curiados y en ciertas reliquias fosilizadas como las seis centurias de caballería. Tenemos
aquí un magnífico ejemplo de la costumbre típicamente romana de combinar innovación y
conservadurismo, en virtud de la cual las nuevas instituciones, en vez de reemplazar a las antiguas,
eran sencillamente añadidas a la estructura ya existente. Las viejas formas no eran abolidas, sino

28
que continuaban existiendo junto con las nuevas de una manera fosilizada y redundante (véase
supra, pp. 43-45). 2) Las tres tribus y las treinta curias eran unidades artificiales instituidas
deliberadamente con fines administrativos y políticos. La tradición implícitamente reconoce este
hecho cuando atribuye la creación de las tribus y las curias a Rómulo. No habrían podido existir
antes de la fundación de la ciudad-estado; y de hecho la formación de la ciudad-estado coincide
con la aparición de las tribus y las curias. Si estamos en lo cierto podemos datar su introducción
hacia mediados del siglo VII a.C. Otro hecho importante es que la estructura compleja y regular de
las tribus y las curias parece ser un rasgo exclusivo de Roma. Aunque sabemos de la existencia de
curias en otras comunidades latinas, y de una entidad semejante en Iguvium (la moderna Gubbio),
en Umbría, no se conoce en la Italia antigua ningún paralelismo de la triple división de las tribus y
de su correspondiente subdivisión en curias, que encontramos en Roma. En particular da la
impresión de que en las ciudades etruscas no había nada equivalente a las tribus romanas,
mientras que en Umbría, donde las Tablas Iguvinas nos ofrecen un atisbo importante, aunque
oscuro, de la organización religiosa de la ciudad de Iguvium, el término trifu (= latín tribus) hace
referencia a toda la comunidad, no a una parte de ella. Según parece, la trifu es una sola
comunidad considerada como una división de un grupo étnico más amplio (el pueblo umbro). En
Roma, en cambio, la propia ciudad estaba dividida artificialmente en tribus. Esta distinción es
exactamente análoga a la que encontramos en el mundo griego entre polis (ciudad-estado) y éthnë
(estados étnicos). Algunos estudios recientes han demostrado que las divisiones tribales son
típicas de las póleis, pero no de los éthnë, y son fruto de la «racionalidad arcaica» que representa
la organización en polis. La conclusión es inevitable: durante el siglo VII a.C., Roma —y
probablemente fuera un caso único entre las comunidades nativas de la Italia central— empezó a
adoptar algunos de los rasgos propios de la polis griega.

La monarquía romana. Instituciones y organización social


ROLDÁN HERVÁS José Manuel,
La Italia primitiva y los orígenes de Roma
Isbn- 84-96359-18-2

Como hemos visto, según la tradición, Roma estuvo gobernada por siete reyes, durante un período
de alrededor de 250 años, desde la fundación de la ciudad (753 a. C.) hasta la instauración de la
república (509 a. C.): un lapso de tiempo excesivamente largo para considerarlo digno de crédito.
Sin duda, los reyes romanos fueron más de siete, aunque en las figuras que recuerda la tradición,
más bien símbolos de determinadas virtudes que personajes concretos, existen algunos elementos
reales que pueden ser tomados en consideración.
Rómulo, el fundador, es, sin más, una creación legendaria, al que se le atribuye la conducción de
una guerra contra la vecina población de los sabinos, concluida con la asociación al trono de su rey
Tito Tacio. Y efectivamente, los sabinos constituyeron un elemento determinante en la constitución
del núcleo originario de la ciudad. Su sucesor, el sabino Numa Pompilio, es considerado el creador
de las instituciones religiosas, frente al tercer rey, Tulo Hostilio, paradigma de guerrero, al que se le
atribuyen las primeras guerras de conquista, que culminan con la destrucción del viejo centro latino
de Alba Longa. El cuarto rey, Anco Marcio, en cambio, es caracterizado como campeón de la paz y
de los valores económicos. Su reinado, según la tradición, coincide con la última fase de la época
pre-urbana. Se le considera el constructor del primer puente estable sobre el Tíber, así
como del primer puerto en su desembocadura: ello implica la extensión de la ciudad por la
orilla derecha del río, que la presencia de tumbas, datadas en los últimos años del siglo VII, han
venido a confirmar.
Los últimos tres reyes -Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio- señalan un cambio
decisivo en la historia de la Roma arcaica: la entronización de monarcas que la tradición considera
etruscos, a finales del siglo VII, y la definitiva urbanización de la ciudad.
La monarquía aprece como institución política fundamental ya antes de la fundación de la ciudad,
aunque son hipotéticos su carácter, fundamentos de poder, prerrogativas y funciones. Un primitivo

29
rex ductor, es decir, un comandante, elegido por sus cualidades personales, jefe accidental o
permanente, en una segunda fase, asumió también funciones religiosas. El reconocimiento de las
relaciones entre el rey y la divinidad contribuyó a consolidar su posición, aunque siguieron
manteniendo una influencia notable los jefes de los grupos gentilicios y familiares, que reunidos en
un senado, constituían el consejo real.
Originariamente, constituían el senado los patres familiae -de ahí, el nombre de patres que llevarán
los senadores-, pero no todos, puesto que, desde el comienzo, quedó limitado su número por un
principio de selección, el de la edad. Formaban, pues, parte del senado los patres seniores,
sinónimo de senes, ’anciano”, de donde procede el nombre de senatores. Al producirse la
diferenciación económica, ligada a la aparición de la propiedad privada, tuvo lugar una paralela
diferenciación social, que llevó al distanciamiento progresivo de los más ricos, los cuales fortificaron
su posición a través de matrimonios mutuos. Entonces, los patres seniores de las clases altas
exigieron el privilegio exclusivo de ser senadores. De este modo, la entrada al senado quedó
restringida a un estrecho círculo de gentes y familiae, unidas entre sí por lazos matrimoniales. Los
hijos de los senadores, de los patres, fueron llamados patricios y llenaban los huecos producidos
en el senado. Así surgieron las gentes patriciae, el patriciado romano. La competencia de este
senado primitivo, como consejo real, era asesorar al rey y discutir problemas de culto y de
seguridad común.
Junto al senado, la comunidad romana se organizó sobre la base de las curias (del indoeuropeo
ko-wiriya, reunión de varones). Originariamente tenían un papel económico ligado a la propiedad
inmueble y eran las detentadoras de la propiedad comunal. Su función era también de base
sacral y podían ser convocadas para asuntos de naturaleza sacro-judicial, los comitia calata, la
asamblea más antigua que conocemos en la historia romana. Como único ordenamiento del
cuerpo político romano en época pre-urbana, las curias terminaron sirviendo también para fines
militares, como base del reclutamiento y como unidades tácticas. Para ello, las antiguas
curias perdieron su primitivo carácter y se convirtieron en divisiones artificiales, de índole
exclusivamente territorial, cuya función fundamental era la de servir como cuadros de la leva.
El cuerpo político romano fue dividido en tres tribus, Ramnes, Tities y Luceres, a cada una de las
cuales fueron adscritas diez curias, con un total, pues, de treinta. En caso de necesidad militar,
cada una de las curias debía proporcionar cien infantes y diez jinetes. Resultaba así un ejército de
3.000 infantes y 300 jinetes, en unidades de 1.100 hombres, dirigido por el propio rey o por dos
lugartenientes, el magister populi, para la infantería, y el magister equitum, para la caballería.
Al lado de su papel militar, las curias cumplían también un papel político. Sus miembros, reunidos
en asamblea, los comitia curiata, cumplían la función de proclamar la entronización del rey y
ratificar a los magistrados elegidos por él.
A partir de finales del siglo VII a. C., la presencia de elementos etruscos, inscritos en la corriente
orientalizante, que se extiende por otras áreas del Mediterráneo, es tan intensa que puede
hablarse con propiedad de una etrusquización de la cultura lacial o, quizá mejor, de una koiné, una
comunidad cultural etrusco-latina. Roma, ciudad latina, no es una excepción en este proceso, hasta
tal punto que, tradicionalmente, se viene considerado que la ciudad había sido conquistada por los
etruscos y que los tres últimos reyes romanos constituían la fase de una monarquía ’etrusca”. La
investigación actual niega el sometimiento del Lacio por los etruscos mediante una conquista militar
y la llamada etapa etrusca de la monarquía romana. Roma continúa siendo una ciudad latina, cuya
personalidad no quedó ahogada por las fuertes influencias etruscas, sino que, precisamente de
ellas, sacó nuevas fuerzas que contribuyeron a desarrollar su propia identidad.
Estas influencias provocaron una ruptura de las condiciones inmovilistas, ligadas al dominio
de las gentes, que se plasmó en el resquebrajamiento de la propiedad comunitaria, base de
la consistencia de la gens, y en la creación de una propiedad individual, en las fronteras de
aquélla. La arqueología demuestra cómo, frente a las monótonas industrias locales del siglo VIII, a
partir del siglo siguiente, se observan trabajos de metal etruscos y cerámica de bucchero, junto a
imitaciones de cerámica griega. Las uniformes tumbas anteriores al siglo VII, muestran ahora, en
sus ajuares, categorías en cuanto a riqueza, lo que indica una diferenciación de fortuna.
Este desarrollo económico de Roma no puede comprenderse sin tener en cuenta las
nuevas relaciones que la ciudad establece con el exterior como consecuencia de su
integración en la koiné etrusco-latina, no sólo a nivel cultural, sino también político y económico, y

30
de su inclusión en la vía de tránsito de los dos pueblos más desarrollados de Italia, etruscos y
griegos. La nueva situación se tradujo en un incremento de las actividades artesanales, gracias a la
afluencia creciente de emigrantes, que acuden a establecerse en Roma, y en la trasformación de la
ciudad en un centro comercial de redistribución de productos.
La consecuencia fundamental de esta transformación económica desde el punto de vista
material es la definitiva etapa de urbanización de la ciudad. El irregular asentamiento aldeano se
transformó de manera radical, a partir del 600 a. C. aproximadamente, en una ciudad conforme a
una planificación urbanística, dotada de calles regulares, como la Sacra via, y de importantes obras
públicas y edificios monumentales, como la muralla defensiva conocida como ’muro serviano”, la
Regia, el Foro Boario, los templos de Vesta, Fortuna o el gran templo de Júpiter en el Capitolio. La
ciudad se organizó en torno al Foro, depresión entre las colinas, que había servido en época
preurbana de necrópolis: pavimentado y saneado con obras de canalización subterránea, como la
famosa Cloaca Maxima, se convirtió en el centro político y comercial de la urbs.
Junto a esta transformación material que significa la urbanización de las aldeas y la aparición de
edificios públicos, hay paralelamente una trasformación de la comunidad gentilicia en un estado
unitario, en el marco material de la ciudad. La autonomía de las gentes y familiae se ve poco a
poco restringida en beneficio de unos poderes públicos, que tratan de proteger al individuo como
ciudadano. Con ello, se produce un cambio fundamental en la propia institución monárquica. El
poder del rey pierde su carácter sacral y se fundamenta en la fuerza, en detrimento del papel del
senado.
Como jefe de una comunidad política, el rey, frente al monopolio exclusivista del patriciado
tradicional en la dirección del Estado, tenía en cuenta las aspiraciones y los intereses de individuos
y familias menos poderosos económicamente, en especial, las nuevas ’clases urbanas”,
comerciantes y artesanos establecidos en Roma al calor del nuevo desarrollo económico.
En resumen, se inicia, a partir del siglo VI, el proceso de constitución de un estado unitario en el
marco de la ciudad, bajo la autoridad del rey, en detrimento de la primitiva organización gentilicia.
Este proceso ha quedado reflejado, no sin anacronismos y contradicciones, en los relatos que la
tradición ha conservado sobre los tres últimos reyes romanos.
A Tarquinio Prisco, un personaje, según la tradición, procedente de la etrusca Tarquinia, que,
emigrado a Roma, fue aceptado en el patriciado y elegido rey a la muerte de Anco Marcio, se le
atribuye una política de conquista, apoyada en una reorganización del ejército, que elevó a la
ciudad al rango de potencia en el mundo etrusco-latino. Sin duda, se ha querido subrayar el nuevo
carácter de la monarquía - laica y con un poder basado en el reforzamiento de su posición militar-,
en una reforma del ejército llevada a cabo por Prisco, consistente en la duplicación del número de
reclutas, manteniendo la cifra originaria de las tribus, con lo que los efectivos habrían pasado a
constar de 6.000 infantes y 600 jinetes.
Otras reforma, que muestra la nueva voluntad de asegurar el poder del monarca en
detrimento de la influencia de la aristocracia gentilicia, habría sido un incremento del número de
senadores, que se fijó en 300 miembros, con la inclusión de los patres minorum gentium,
personajes ajenos al patriciado tradicional, más favorables a los planteamientos políticos del
monarca. Con ello, Prisco se enfrentó a la aristocracia patricia, que transmitió a la posteridad una
imagen negativa del rey. De acuerdo con el relato tradicional, Prisco, enemistado con un
importante sector de esta aristocracia, habría sido asesinado por los hijos de Anco Marcio.
A Prisco le sucedió Servio Tulio, según la tradición romana, por designación de la casa real. No
obstante, tradiciones etruscas lo consideraban un condottiero etrusco, conocido con el nombre de
Macstrna, que, establecido en Roma, se enfrentó a la familia de Tarquinio y logró acceder al
poder. A Servio Tulio se le atribuyen importantes iniciativas político-institucionales, polarizadas
esencialmente en una doble reforma, que se engloba bajo la etiqueta de ’constitución serviana”: la
creación de distritos territoriales, que suplantan a las antiguas tribus, como base de la organización
político-social de la población romana, y el perfeccionamiento de la organización militar, a
través del ordenamiento centuriado de base timocrática, es decir, fundamentado en la distinta
capacidad económica de los ciudadanos.
La necesidad de unificar a la población libre de todo el espacio romano (ager Romanus) -residente
tanto en el núcleo urbano como en el campo circundante-, en un núcleo político homogéneo, llevó
a Servio a dividir este espacio en distritos territoriales, denominados tribus , y adscribir a los

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ciudadanos romanos en uno u otro, de acuerdo con su domicilio. Así, el núcleo urbanizado fue
dividido en cuatro distritos o regiones, en las que se incluyeron las cuatro tribus urbanas, y el
territorio circundante, en un número indeterminado de tribus rústicas (dieciséis, según la tradición).
Con ello, la primitiva organización gentilicia -es decir, fundamentada en criterios de sangre- del
cuerpo ciudadano fue sustituida por otra de carácter territorial, basada en el lugar de residencia.
Desde ese momento, la condición de ciudadano, es decir, de individuo dotado de derechos
políticos reconocidos, estuvo unida a su pertenencia a una tribu.
Con la reforma, las tribus vinieron a sustituir a las curias en las principales funciones que éstas
cumplían y, aunque no desaparecieron, perdieron toda su importancia como base de la
organización ciudadana y unidades de reclutamiento militar.
En cuanto a la reforma militar, a Servio se le atribuye la organización de un ejército de carácter
hoplítico, ordenado en su armamento y funciones de acuerdo con el poder económico de sus
componentes, y en la paralela participación política de los ciudadanos romanos, según los mismos
criterios, en unas nuevas asambleas, los comitia centuriata. Pero su esencia va más allá de una
simple reforma del ejército o de las asambleas: es el punto de llegada de un largo proceso
constitucional, en el que la base del Estado deja de ser la gens, frente al cives o ciudadano. Indica,
por tanto, la superación del fundamento gentilicio de la sociedad por la constitución de la ciudad-
estado.
En el siglo VI, Roma conoció la nueva táctica militar, desarrollada en Grecia en el siglo anterior,
conocida como "hoplítica", y basada en la sustitución del antiguo combate individual "caballeresco",
por choques de unidades compactas, uniformes en armamento, que basan su fuerza precisamente
en la cohesión de la formación. Naturalmente, la táctica requiere la participación de mayor número
de combatientes, que, en correspondencia con las cargas militares, aspiran a una mayor
representación política. Por consiguiente, esta táctica no fue sino la consecuencia de profundos
cambios en una sociedad, que, debido al desarrollo económico, se hacía cada vez más compleja.
La reforma del ejército presupone la formación y el afianzamiento de clases sociales capaces de
soportar la obligación de las armas y, al propio tiempo, interesadas en asumirla para tener
acceso a la responsabilidad política. Estas clases ya no se ordenarían según su base gentilicia,
sino por su poder económico, que constituye el fundamento de la llamada "constitución centuriada",
atribuida a Servio.
Aunque la constitución centuriada, tal como la conocemos, corresponde al estadio final de un
proceso que culmina en época posterior, no hay duda de que sus cimientos se insertan en las
nuevas condiciones políticas, económicas y sociales de la Roma de la segunda mitad del siglo VI.
La constitución se basaba en una nueva distribución de los ciudadanos en dos categorías, classis e
infra classem, según sus medios de su fortuna, divididas en centuriae. No se trataba sólo de una
organización política, sino militar: los ciudadanos contribuían con sus propios recursos a la
formación del ejército y, por ello, de acuerdo con su fortuna, se les exigía un armamento
determinado. Quedó así constituido un ejército homogéneo, compuesto de un núcleo de infantería
pesada, la classis, articulado en sesenta centurias, base de la legión romana, que, en caso de
necesidad, era apoyado por contingentes provistos de armamento ligero, reclutados entre los infra
classem. Por encima de la classis, existían dieciocho centurias de caballería, los supra classem,
designados por el rey entre la aristocracia.
La constitución centuriada suponía un nuevo esquema social. El teórico igualitarismo de la
organización en curias quedaba superado ahora por la división de los ciudadanos en propietarios
(adsidui), que constituían, de acuerdo con la mayor o menor extensión de sus tierras de cultivo, la
classis y la infra classem, y los proletarii, es decir, quienes por no contar con propiedades
inmuebles, eran considerados sólo por su prole, su descendencia. Estos últimos, en los que se
incluían no sólo los privados de fortuna, sino aquellos cuyos recursos económicos no procedían de
la tierra -comerciantes, artesanos-, estaban excluidos del servicio en el ejército, pero también de
derechos políticos. Se constituía así una pirámide social, en cuya cúspide se encontraban los supra
classem, los caballeros, seguidos, en segundo y tercer lugar, respectivamente, por los ciudadanos
encuadrados en la classis y en la infra classem, y, en último lugar, los proletarii.
El reflejo político de esta nueva organización del ejército quedó plasmado en una nueva asamblea
ciudadana, los comicios por centurias (comitia centuriata), en los que participaban sólo los

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ciudadanos que contribuían decisivamente a la formación del ejército, es decir, las centurias
ecuestres y las de la classis. Las infra classem y los proletarios estaban excluidos.
Frente a la monarquía de Tarquinio Prisco, interesado en dar una base popular a su poder frente
a las ambiciones de la aristocracia patricia, la obra de Servio descubre unos componentes
aristocráticos de fortalecimiento de la nobleza, aunque adaptados a las nuevas circunstancias de la
época y a las necesidades del Estado: robustecimiento de las familias patricias con el
incremento de las centurias de caballería, derechos políticos plenos sólo para los grandes
propietarios, marginación de los medianos y pequeños propietarios -participantes en las cargas
militares, pero no en los derechos políticos- , y exclusión de los proletarios.
Si tenemos en cuenta el carácter conservador y aristocrático de la tradición romana, no debe
extrañar que, frente a la figura de Servio Tulio, considerado padre de la constitución romana y
nuevo fundador de la ciudad, el último rey romano aparezca como el paradigma de todos los vicios
y crueldades, como un tirano, que, con sus injusticias y crímenes, concitó tal odio hacia la
institución de la realeza que Roma prescindió de ella a lo largo de toda su historia.
Esta tradición sólo puede ser explicada desde el odio del patriciado hacia un monarca, que, tras las
huellas de su antecesor, Tarquinio Prisco, trató de apoyar su gobierno en bases populares,
beneficiando a sus componentes, en contra de los intereses de la aristocracia. Con una política
personalista, al margen de los consejos del senado, Tarquinio dedicó su atención a la población
marginada por la constitución de Servio Tulio, favoreciendo en especial el desarrollo de las
actividades mercantiles y artesanales, con medidas como la construcción de grandes obras
públicas, entre ellas el monumental templo de Júpiter sobre el Capitolio, o la extensión de los
intereses comerciales de Roma en el mar Tirreno, que documenta el tratado firmado en 509 a. C.
con la potencia marítima de Cartago.
Al destronamiento de Tarquinio ese mismo año por una conjura palaciega, siguió, según la
tradición, la abolición de la monarquía y su substitución por una nueva forma de gobierno: la res
publica.

Bibliografía
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1988, 53-74
VILLAR, F., Lenguas y pueblos indoeuropeos, Madrid, 1971

Ver Video en https://www.youtube.com/watch?v=H1OVoqqXW2M

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Unidad temática 2. LA EXPANSIÓN DE LA REPÚBLICA ROMANA.
2. 1. La Revolución del 509 y el nacimiento de la República.
2. 2. La lucha con sus vecinos. Sabinos, Ecuos, Etruscos, Volscos. La diplomacia romana. Las
Guerras Samnitas. La invasión gala y el saqueo de Roma. Consecuencias.
2. 3. La Guerra Pirro – Tarentina. La unificación de la Península Itálica. Cuestiones Geopolíticas.
2. 4. Patricios y plebeyos. Reivindicaciones sociales, políticas, jurídicas y religiosas de los
plebeyos.

La Revolución del 509 y el nacimiento de la República. La lucha con sus vecinos.


El camino hacia la unificación peninsular
Héctor McLean

La lucha con sus vecinos:


Con la revolución del 509 a.C. se pone fin a la monarquía. El Patriciado para defender y evitar el
retorno a ella va a instalar un régimen republicano de neto corte aristocrático. El Patriciado cuando
asume el poder se enfrenta con una crisis. Por un lado una reorganización interna del Estado, cuyo
poder se puede ver afectado por la introducción del elemento plebeyo en el ejército. Por otro, los
Latinos, que no van a aceptar a Roma como cabeza de la confederación Latina. Por último, el
peligro que significa estar rodeado de pueblos que amenazan la integridad del Estado romano.
Los principales enemigos que acechan a Roma son: los Latinos, en el sur; y por otro lado, los
etruscos, en el norte; especialmente en la ciudad de Veyes, que mantiene una larga disputa con
Roma por la navegación del Tiber. En el este, además, se encuentran los pueblos montañeses:
sabinos, ecuos y sabelios y en el sur, el peligroso pueblo de los Volscos. Pero no solo Roma es a
amenazada, sino también las ciudades Latinas, que se ven permanentemente atacadas por los
pueblos montañeses, quienes durante la primavera se lanzan en verdaderas misiones de rapiña,
para robar provisiones y pasar el resto del año, a estas incursiones se les llamaban “primaveras
sagradas”.
Los pueblos del Lacio, entonces, necesitan a Roma y ella necesita de ellos en ese primer
momento. Producida la caída de Tarquino el Soberbio, se produce un debilitamiento etrusco; no
solo en el sur sino también en el norte.
Luego los etruscos intentan recuperar el Lacio y mantener la Campania. El Rey de la ciudad de
Clusium, Lars Porsenna, se lanza sobre Roma y el Lacio y consigue dominarlo por poco tiempo,
imponiendo un régimen de opresión, A tal punto que el hierro quedo prohibido. Pero Porsenna tiene
que abandonar el Lacio y no se va a producir ningún intento más de recuperación etrusco. Etruria,
en un siglo más será dominada por Roma.
El abandono del Lacio por los etruscos permite a los Latinos levantarse contra Roma. Pero, aunque
aplastados en el 486 a.C. en el Lago Regilo, aun faltará mucho para ser dominados por Roma.
Esta necesitaba de ellos. Tras esta victoria el cónsul Julio Casio, aunque vencedor, firma con los
Latinos un foedus aequum, en plano de igualdad. Este pacto le es esencial a Roma, pues mientras
los Latinos cuidaban sus espaldas de los pueblos montañeses, Roma podía dedicarse a neutralizar
a su antigua rival: Veyes y a los Sabinos.
Tras cincuenta años de guerra domina a los Sabinos, Roma tiene un tratado de alianza con los
Latinos y firma uno con los Hérnicos, pueblo situado en los Apeninos al sur del Lacio y a espaldas
de los Ecuos. De esa manera neutralizaba a los Ecuos y a los Latinos. Para debilitar a Veyes va a
llegar a una solución diplomática con Ceres (ciudad etrusca rival de Veyes). Roma se lanza
entonces contra Veyes. Según la tradición, la primera guerra se extiende por cuarenta años y
finaliza sin ningún resultado decisivo. Se firma la paz por veinte años (la guerra solo se realizan en
primavera y verano. En otoño los ejércitos se retiran a cuarteles de invierno).Tras la tregua, la

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guerra se desata. Pero esta vez la paz favorece a Roma: queda con la exclusividad de la
navegación del Tiber. Y tras esta tregua se desata la última y definitiva guerra. En el 405 a.C.
Veyes cae en poder de Roma. La caída es fundamental pues se puede decir que comienza el gran
despliegue militar de conquista romana, Veyes aniquilada, Ceres neutralizada, cede la Etruria
meridional. Ahora Roma puede dedicarse a nuevas conquistas.
Apoderada del sur de Etruria a fines del S V y comienzos del S IV a.C, apoyada por Hérnicos y
Latinos, Roma se apodera de los Ecuos. A partir de este momento su frontera Este está asegurada:
Sabinos y Ecuos, dominados; y Hérnicos, aliados. Aparentemente el turno les toca a los Latinos.
Pero Roma debe demorar este proyecto pues un nuevo enemigo inesperado aparece: el pueblo
Celta, de origen indoeuropeo, proveniente de Europa Central. Roma ha puesto un pie fuera del
Lacio, tarde se dieron cuenta los Latinos, que quedan rodeados en el sur.
Los pueblos del Lacio tratan de igualarse a Roma y piden reivindicaciones: la igualdad en los
derechos políticos, tanto en el ius sufragii, como en el ius honorum; que uno de los cónsules sea
necesariamente Latino y también la mitad del Senado.
Roma va a la guerra, los Latinos, entonces buscan alianza con los Volscos y Capua; pero Samnitas
y Hérnicos van con Roma. Así pasa a la ofensiva y los Latinos caen irremediablemente en el 338
a.C. A partir de aquí desaparece la liga Latina y todo tipo de Federación queda prohibida en el
Lacio. En cinco años (343-338 a.C) Roma se ha convertido en una potencia militar en Italia. Ahora
Roma pondrá sus ojos en la tierra de los Samnitas.

La diplomacia y la geopolítica romana:


El primer pacto con los Latinos: el foedus aequum, es de suma importancia, pues muestra cual va a
ser la actitud romana para llevar a cabo sus conquistas. Roma va a utilizar un arma que le va a dar
un éxito rotundo: la diplomacia. Se puede decir que Roma fue una de las potencias diplomáticas
más importantes de la historia. Nunca va aparecer como potencia agresora. Su diplomacia va hacer
que cuando actúe lo haga por pedido de la otra parte; pero cuando se instale nadie la expulsará.
Roma prepara diplomáticamente el terreno del futuro dominio.

Las Guerras Samnitas:

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1° Guerra Samnita: en el 343 la mirada de los romanos estaba puesta en la Campania. En ese
momento la ciudad de Capua pide ayuda a Roma, pues la amenazaron las pretensiones Samnitas.
Así en este año estalla la Guerra entre Roma (con los Latinos) y los Samnitas, estos son vencidos
en sendas batallas y se firma la paz (340).
En el momento entre guerras, Roma domina totalmente el Lacio y se deshace la liga Latina. La
tierra de los Volscos, asimismo cae en poder de los romanos. Ahora sí Roma puede retomar la
guerra contra los Samnitas. Como esperaba, ellos invaden la Campania y comienza la
2° Guerra Samnita: pudo ser perjudicial para Roma; pues desalojados de la Campania los
invasores, la guerra se localiza en el Samnio; terreno montañoso desfavorable para Roma.
Los ejércitos romanos deciden usar la táctica del envolvimiento: un ejército atacaría por la Apulia y
otro por la Campania. El que ataca por la Campania se adentra en el Samnio y va a sufrir la derrota
más vergonzosa. Roma había concertado una alianza con la ciudad Luceria, en la Apulia y cuando
el ejército iba de la Campania hacia allí se interno imprudentemente en el paso de Caudium
(Cadio), en donde se vieron cercados. Se libra la batalla de las “Horcas Caudinas” los cónsules
deben capitular y sus hombres pasar por el yugo (humillación hacia los vencedores) antes de ser
liberados (321 a.C.). Pero el Senado consideró el tratado de los cónsules con los Samnitas como
de derecho privado y por lo tanto el Estado romano no estaba obligado a cumplirlo, la guerra
continúa con el plan de envolvimiento y con un triunfo romano en la batalla de Boviano. Los
Samnitas tuvieron que aceptar varias colonias y la vía Apia (otro modo de dominio) (304 a.C.).
Pero este triunfo no fue definitivo; los Samnitas continuaron con sus ataques. Roma domina en el
Samnio, en la Campania y en la Apulia. La paz que firma con los Samnitas dura cinco años, en los
que renueva sus armamentos y consolida con colonias sus dominios. En el 298 se produce un
nuevo levantamiento Samnita con alianzas con Tarento, los etruscos, Umbros, Galos Senones y
Lucanos. Los romanos forman tres ejércitos: uno lo envía a Etruria; y el otro lo deja para la defensa
de Roma; y el tercero vencerá a los aliados en Sentino (Umbría). La guerra la continúan los
Samnitas con guerra de guerrillas durante tres años, pero al fin deben firmar la paz en el 290 a.C.
Se les permite la independencia pero deben reconocer la soberanía romana en la Italia central. Uno
de los éxitos más grandes es que Roma logró expulsar a los galos. En la Lucania y en la Apulia
instalan colonias (Venusia con 20.000 colonos). Las ciudades griegas, salvo Tarento, aceptan la
protección romana ya a comienzos del S III a.c Roma dominaba toda Italia solo le faltaba Tarento
en el sur; y la Llanura del Po: la Galia Cisalpina.

Las invasiones Celtas (390-343-329-299)


En el año 400 a.C una explosión demográfica en la Galia
lleva a los galos a cruzar los Alpes e invadir el norte de
Italia. Estaban divididos en cuatro: los Galos insubres, se
asientan en Milán; los cenomanos, en Brescia y Verona;
los lingones en Bolonia; y los senones; quienes cruzan la
Etruria y avanzan sobre Roma. En el rio Alia (Allia, en
italiano), al frente del Tiber la formación en cuña de los
galos rompen las formaciones romanas y les permiten
tomar, saquear e incendiar Roma (390), solo el Capitolio
resiste, los Galos, entonces exigen una recompensa de
1000 libras de oro. La tradición nos dice que en ese
momento llega el dictador Camilo y los derrota, lo cierto
es que los galos se llevan el oro y se instalan en los
montes sabinos y tienen en jaque al Lacio.
Como consecuencia de esta invasión Gala, se lleva a
cabo la primera gran reestructuración del ejército
romano, por el mismo Camilo. Toma elementos de los
galos: lanza larga, escudos reforzados, yelmo, etc.
Además se comienza la construcción de la gran muralla,
por otra parte, pese al desastre a los romanos les sirvió
el instalarse los Galos en los montes Sabinos, pues amenazaban a los Latinos. Roma no estaba
preparada para dominar a los Latinos; por ello la amenaza gala le va a permitir mantener la alianza.

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Roma consigue hábilmente que los Latinos se ocupen de los galos y se lanza mientras tanto al
dominio de los Volscos, con lo cual rodea a los Latinos por el sur y le abre camino a la Campania.
Roma va consolidando sus dominios con la fundación de colonias, otorgando tierras para cultivar y
asegurando así la romanización de las nuevas conquistas, además de servir como cuartel militar
ante cualquier sublevación.
Los galos reaparecerán en el 343, siendo vencidos; en el 329, en donde firman con Roma una paz
de 30 años; y finalmente en el 299 a.C., del lado de los Samnitas, donde son vencidos y
expulsados definitivamente.

La Guerra Pirro – Tarentina. La unificación de la Península Itálica.

La guerra Pirro – Tarentina (282-272)


Tarento era una colonia griega situada en el golfo del mismo nombre fundada por Esparta. Fue la
única ciudad de la Magna Grecia que no acepto el protectorado romano.
Roma pretendió llegar a un acuerdo, pero los tarentinos respondieron atacando a una pequeña
flota romana en el golfo. Así comienza la guerra. Tarento consigue en un 1° momento alianzas con
algunos pueblos (Lucanos y Rupios); también con los Samnitas; pero la alianza más importante es
con Pirro. Este fue uno de los grandes generales de Alejandro; y con el desmembramiento del
imperio, se convierte en Rey de Epiro. En una estrecha franja de 400 km de largo en Dalmacia que
domina el Adriático. Pirro soñaba con un imperio griego en occidente que incluyera su reino, la
Magna Grecia y Sicilia. Poseía grandes cualidades, pero también grandes vicios. Como militar,
excelente tal es así que Aníbal lo considero el más grande militar de la historia, le sobraba valentía,
una gran simpatía y caballerosidad. Pero de política no sabía nada, era intrigante, inescrupuloso,
mujeriego y sobre todo
inconstante.
El llamado de Tarento
no lo podía dejar
pasar, desembarca,
entonces con un fuerte
ejército de 20.000
infantes, 3000 jinetes y
20 elefantes. Con esto
se produce el primer
encuentro entre la
Falange griega y los
Manípulos romanos:
Heraclea (281), que
cuesta graves
pérdidas en ambas
partes. La contienda
no llega a definirse; y
como Pirro es
inconstante y amante
de los triunfos fáciles,
llega a querer entrar en conversaciones de paz. Cinias va al acuerdo con Roma, la propuesta es
tentadora: unificación italiana para Roma, imperio griego para Pirro. El Senado está a punto de
aceptar cuando el senador Apio Claudio se pronuncia sentando un precedente del cual Roma no se
va a apartar jamás: negarse a tratar con cualquier enemigo que pise Italia, las tratativas de paz
fracasan, se produce un nuevo enfrentamiento esta vez en Ausculum, la victoria es para Pirro, pero
a tal costa que llevo al vencedor a decir: “otra victoria como esta y estoy perdido”. Afortunadamente
para él en Sicilia la situación entre Cartago y las ciudades griegas era difícil, Cartago se alió con
Roma, con el objetivo de expandirse en las islas a costa de las ciudades griegas. Esto lleva a
Siracusa a solicitar ayuda a Pirro. Este acude a la aventura siciliana, en la que la fortuna le fue a

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favor, consiguió neutralizar a los cartagineses, apoderándose de las principales ciudades Púnicas
solamente Palermo opuso una resistencia desesperada.
El triunfo Pírrico fortalecía las ambiciones de Pirro de formar un imperio griego en occidente, las
ciudades griegas viendo esto le exigen el retiro a Sicilia, mientras tanto en la Península la situación
había mejorado para Roma. Los aliados itálicos de Pirro exigieron su retorno. Pirro ante la
hostilidad que comenzaban a demostrar las ciudades griegas de Sicilia decide retornar a Italia,
diciendo: “excelente campo de batalla dejo para romanos y cartagineses”.
En Italia se enfrenta con Roma en Benevento; y aunque tampoco ninguno obtuvo un triunfo
significativo, Pirro decidió retirarse. Su empresa itálica – siciliana no había sido lo fácil que había
pensado, retornaba al mundo griego. Aunque sus ambiciones lo llevaban a lanzarse contra
Macedonia, fracasa también en ello, tratará luego de apoderarse del Peloponeso, pero no puede.
Morirá en una gresca callejera en Agros.
Mientras tanto, pese a que Pirro dejo algunas guarniciones en las ciudades italianas, no pudieron
estas resistir el empuje romano, en el 272 a.C. ya que Roma dominaba todo el sur.
Los Samnitas tuvieron que someterse, ceder parte de su territorio e integrar la confederación
romana. Los otros pueblos corrieron igual suerte, ahora si no se podrá cuestionar ya la hegemonía
romana, solo le faltaba la Llanura del Po. Pero separada del resto de Italia esa zona no molestaba
a las aspiraciones romanas. Roma afianzó sus dominios mediante establecimientos de colonias
que sirvieron para romanizar Italia. Se impusieron las costumbres, cultura y la lengua Latina se
convertirá en oficial de Italia.

Patricios y plebeyos. Reivindicaciones sociales, políticas, jurídicas y religiosas de


los plebeyos.
ROLDÁN HERVÁS José Manuel, La República Romana, Madrid, Océano, 1976.

La sociedad y la religión

Entre la tierra y el cielo


Durante los casi quinientos años de evolución histórica de la República romana (509-31/27 a.C.),
su estructura social sufrió una profunda transformación de carácter cualitativo, que se encuentra en
estricta relación con las que paralelamente se desarrollaron en el plano político-territorial y
económico. En su punto de partida se encuentra un ordenamiento social con las limitaciones y
características inherentes a los modelos de ciudades-estado que se extendían por amplias zonas
del Mediterráneo. A finales del siglo I a.C., su complejidad era proporcional a la estructura imperial
que la política de conquista había generado y que propició la integración de gran parte de los
territorios limítrofes con el Mare Nostrum.
En este proceso histórico se produjeron cambios cualitativos, apreciables en la importancia que
adquirió, a partir del siglo III a.C., el desarrollo de la esclavitud o de las poblaciones libres y
carentes de privilegios, que genéricamente se incluían bajo el denominador común de
«peregrinos». Sin embargo, también subsistieron elementos de referencia en el ordenamiento
social, tales como su conformación aristocrática o la importancia que poseía el estatuto de
ciudadano romano en la materialización de los privilegios civiles y políticos. En la evolución
histórica de la consolidación de la ciudadanía se produjo un momento de inflexión, constituido por
la crisis que se operó en el mundo romano a finales del siglo VI e inicios del V a.C., cuando se
instauró el ordenamiento republicano.

Cambios en el ordenamiento social


El contexto social del nacimiento del nuevo sistema político lo constituyó la reacción de la
aristocracia patricia contra las innovaciones que se habían introducido en el ordenamiento
sociopolítico durante el reinado del sexto rey etrusco, Servio Tulio (579-534 a.C.), el cual había
cuestionado el ancestral ordenamiento gentilicio de la aristocracia romana.

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La reacción triunfante contra la reforma hoplítica, que identifica al campesino con el ciudadano y
el soldado, generó una polarización en el ordenamiento social romano, en el que la aristocracia
patricia se identificaba con el privilegio y con el Estado, mientras que los plebeyos quedaban
marginados política y económicamente. La inevitable conflictividad condicionó el proceso histórico
romano durante los siglos V y IV a.C.

Los patricios
El sector social de los patricios debe identificarse con la aristocracia romana consolidada en el
proceso de formación de la ciudad-estado, cuando, de forma paralela a la delimitación territorial y
a la fusión de las distintas aldeas, se produjo una apropiación de los correspondientes recursos
agrarios. Su organización social específica se define en función del ordenamiento gentilicio y de la
familia patriarcal.
El primero implica la presencia de la gens como elemento de referencia, es decir, de un grupo
supra-familiar que se define por la existencia de lazos de consanguinidad materializados en la
aceptación de un ancestro común que, en general, suele poseer carácter mítico y encontrarse
heroizado. La relación consanguínea tiene su proyección en el plano religioso-ritual; de hecho,
cada gens poseía sus cultos privados, que se perpetuaron, incluso, con posterioridad a la
fundación de la ciudad y a la aparición de la religión política, patrimonio de la comunidad
ciudadana. Por ejemplo, la gens Aurelia tributaba culto a una divinidad solar; los Politios y los
Pinarios lo hacían a Hércules; los Julios tenían a Venus como divinidad protectora.
Algo similar se observa en las prácticas funerarias, donde se aprecia en plena época histórica la
subsistencia de rituales específicos y de necrópolis propias de una determinada gens; tal ocurre
en el caso de los Valerios, que practicaban un tipo peculiar de ceremonia de incineración al pie del
montículo Velia.

La importancia de la gens
Esta se proyecta tanto en el plano económico como en el político, es decir, en relación con los
recursos económicos, conformados por la propiedad de la tierra, y en el de la organización y toma
de decisiones. La vigencia de estos elementos puede apreciarse en determinados acontecimientos
de inicios de la República romana; tal sucedió, concretamente, con la gens Claudia: según la
tradicíón literaria, los Claudios, dirigidos por su jefe Atta Clausus, habían emigrado a Roma en el
año 505 a.C. desde el país de los sabinos- el senado romano les cedió como territorio propio el
curso del Anio, afluente del Tíber, cuya tierra fue distribuida entre sus miembros.
Otra manifestación de su importancia fue la decisión de los Fabios de enfrentarse con la ciudad
etrusca de Veyes, con cuyo territorio era limítrofe el específico de aquella gens; el resultado del
conflicto fue el desastre de Cremera en el 477 a.C., en el que los Fabios, conjuntamente con sus
clientes, sufrieron la pérdida de más de trescientos miembros.
La importancia de la gens se plasmó, desde el punto de vista formal, en el sistema onomástico
latino- de hecho, los dos elementos más antiguos de la normatizada onomástica del ciudadano
romano estaban constituidos por el nombre individual, al que se conoce como praenomen, y por el
gentilicio, denominado nomen; las terminaciones de los gentilicios constituían indicativos de
relaciones étnico-culturales. De esta forma, mientras que los sufijos en ius (Cornelius, lulius,
Aemilius, Valerius, etc.) eran de origen latino, otros, como los formados por ama, enas, ína, eran
etruscos (Caecina, Mecenas, etcétera).
La diversidad de la procedencia de los nomína del patriciado se explica por la caracterización de
Roma como ciudad abierta; en cualquier caso, también su conformación explicitaba la vinculación
a un ancestro común, cuyo nombre más una terminación específica conformaba el
de la correspondiente gens.

El poder del pater famílias


Junto al ordenamiento gentilicio, el patriciado se definía por su forma de organización familiar,
poseedora de características patriarcales- su elemento esencial estaba constituido por los poderes
omnímodos que ostentaba el paterfamilías. Su identificación no cabe hacerla con

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el progenitor, como podría pensarse desde una óptica moderna, sino con el jefe o propietario que
ejercía su autoridad sobre el conjunto de personas y bienes que constituían el correspondiente
ordenamiento familiar.
Subordinados a su autoridad se encontraban la esposa, los hijos (casados o no), los esclavos y,
originariamente, los clientes y libertos. De hecho, la subordinación de la esposa se formalizó
jurídicamente en los tres tipos de matrimonios existentes en Roma desde sus inicios; de ellos,
la confaerratio, es decir, el matrimonio religioso delante del Pontífice Máximo, era la ceremonia
nupcial propia de los patricios, mientras que la coemptío, que ritualizaba una falsa compra, o el
usus, es decir, la cohabitación durante un año, pueden considerarse como originariamente
plebeyos.
Todos ellos llevaban imphcito lo que la terminología jurídica romana conocía con el nombre de
manus, es decir, la transmisión al marido sobre la esposa de la misma potestad que el padre
ejercía sobre los hijos; ésta se proyectaba, incluso, en el ámbito jurisdiccional en la posibilidad de
imponer castigos.

La clientela
Vinculados al ordenamiento gentilicio de los patricios estaban sus clientes; la relación que éstos
mantenían con la aristocracia no se derivaba de la consanguinidad, sino de una relación social con
compromisos de orden económico y político por ambas partes. Originariamente, aquéllas poseían
una formalización religiosa vinculada al culto a Fides, divinidad que consagraba el respeto a las
obligaciones mutuas, con posterioridad, la regulación de los deberes y derechos se plasmó en el
ámbito jurídico; ocurrió en la primera codificación del derecho en Roma, conocida como leyes de
las Doce Tablas, donde se recogía, incluso, la antigua fórmula religiosa que declaraba anatema a
quien no respetase la fidelidad.
La clientela constituía una relación social que poseyó una amplia proyección histórica en el
mundo romano, integrando situaciones como la del esclavo manumitido transformado en liberto.
Su formación debe relacionarse, originariamente, con el proceso de control territorial y de
distribución de los correspondientes recursos- de hecho, entre las fórmulas que se registran en el
derecho romano vinculadas a la relación clientelar se encuentra lo que técnicamente se conoce
como applícatio ad patronum, es decir, la posibilidad de que un individuo solicitase la adscripción a
una gens, de la que recibía en régimen de posesión una determinada parcela de tierra que le
permitiera subsistir y con la que contraía una relación de vinculación personal.
Este fenómeno se registraba, por ejemplo, en el territorio del río Anio, que el senado adjudicó a
los Claudios en el 505 a.C.; su jefe, Atta Clausus, ingresó en el senado con el nombre de T.
Claudio y sus clientes recibieron lotes de tierras en el territorio que se le asignó.

Los plebeyos
En clara contraposición organizativa se encuentran los plebeyos; su propia denominación,
emparentada etimológicamente con términos que definían a la multitud, contrasta con el nombre de
patricios, claramente relacionado con el correspondiente ordenamiento gentilicio y familiar. El
elemento común que definía a los plebeyos era su no integración en el ordenamiento gentilicio; en
realidad, plebeyo era el que no poseía gens.
La explicación de su formación suscita divergencias. La tradición historiográfica clásica pretendía
remontar su origen a la propia fundación mítica de la ciudad; actualmente, se acepta que su
formación no es anterior a la propia consolidación como República romana y, específicamente, a
la reacción de las familias aristocráticas que instauraron un tipo de ordenamiento político que
excluía a todo el que no se identificara con la organización gentilicia; en consecuencia,
posiblemente, su conformación se realizó a partir de las poblaciones sometidas o que emigraron
hacia la ciudad del Tíber en el contexto de las transformaciones artesano-comerciales de la
monarquía etrusca.

40
ALFÖLDY, Gezá, Historia Social De Roma, Madrid, Alianza Universidad, 1996, pp. 11-36.

La constitución de la sociedad romana arcaica

La familia romana primitiva constituía una unidad económica, social y de culto. El jefe de familia
(pater familias), por razón de su autoridad (auctoritas), gozaba de poder ilimitado sobre la mujer, los
hijos, los esclavos y el peculio familiar (res familiaris). A él incumbía la administración de los bienes
familiares (bonorum administrado) y la dirección de la actividad económica de la familia, en
especial, la explotación de sus campos de cultivo. Tras escuchar a los varones adultos, era él quien
decidía en las cuestiones de derecho, como la admisión de nuevos miembros en el círculo familiar
o la salida de éstos (v. gr., por matrimonio), o la punición de sus actos criminales; también
correspondía a él representar a la familia ante el exterior. Además se ocupaba como sacerdote del
culto de los antepasados (sacra familiae).
Su posición de poder, casi ilimitada, que en la vida política tenía su corolario en el predominio de
aquella nobleza integrada por los jefes de familia con mayor autoridad, queda mejor que nada
reflejada en el derecho que le reconocía la Ley de las Doce Tablas de poder vender a sus propios
hijos como esclavos. Por la ascendencia común y, al principio también, por la vecindad de
residencia, las familias quedaron agrupadas formando el clan (gens), que, como unión sagrada,
cuidaba del culto gentilicio (sacra gentilicia), y cuyos miembros, junto a sus nombres individuales,
ostentaban el gentilicio común (nomen gentile), como, pongamos por caso, Fabius (perteneciente a
la gens Fabia). Originariamente, la creación de estas parentelas constituía un privilegio de la
nobleza patricia, mientras que las gentes plebeyas fueron instituidas al principio a imitación de los
clanes patricios. Claro es que las gentes de la nobleza, tanto en la lucha política como en el campo
de batalla, adonde estas parentelas se desplazaban en cerradas unidades de guerra, eran capaces
de poner en juego un número considerablemente mayor de hombres armados que los clanes
plebeyos, pues también acostumbraban a movilizar para ello a sus clientes. Así se explica que la
tradición antigua afirmara que la gens Fabia hubiese enviado 306 gentiles patricios y varios miles
de clientes en el año 479 a. C, cuando fue vencida a orillas del Crémera en la guerra contra los de
Veyes; o que la gens Claudia, de origen sabino y acogida en Roma por esos mismos años, sumase
un número de 5.000 familias. Estas parentelas estaban agrupadas en curiae (probablemente de
coviria = «reunión de varones»). Su número ascendía a treinta desde su fundación bajo Rómulo,
según rezaba la tradición; mientras que los clanes carecían de jefe, había a la cabeza de cada
curia un curio (y sobre todos los curiones un curio maximus). Estas agrupaciones de clanes, que
estaban subordinadas a las gentes, adquirían en la vida pública una gran relevancia. Junto a sus
funciones sagradas, constituían la base organizativa de la asamblea popular y, al propio tiempo, del
ejército. La asamblea popular reunida por curias (comitia curiata) decidía en cuestiones de derecho
de familia (como, por ejemplo, cuando el padre de familia moría sin descendencia masculina), daba
también su parecer en los temas de interés público y tenía el derecho de ratificar en su cargo a los
más, altos magistrados de la comunidad (lex curiata de imperio). En la guerra, quienes estaban en
edad de portar las armas entraban en campaña en formación curial; de acuerdo con la tradición,
cada curia había de poner en combate 10 jinetes (una decuria) y 100 infantes (una centuria). Así, la
totalidad de estas fuerzas, con al parecer 300 caballeros y 3.000 soldados de a pie, constituía la
unidad de combate primitiva de la legión.
En la época monárquica las curias estaban reunidas en las tres tribus gentilicias (tribus). Cada tribu
comprendía diez curias. Los nombres de estas agrupaciones, Tities, Ramnes, Luceres, son
etruscos y prueban claramente la importancia del protectorado etrusco en Roma en la
conformación de su primitivo sistema social. El protagonismo de estas entidades en la vida pública
era, sin embargo, menor que el de las curias, y a lo largo del siglo V a. C. la antigua forma de
división por tribus se vería aún más relegada a un segundo plano, imponiéndose un reparto de la
población en tribus de carácter territorial. Pero, en la estructura social arcaica, cuando aún se
hallaba intacta, las tres tribus comprendían la totalidad del pueblo romano (populus Romanus o
también Quirites, un término que puede ponerse en relación con la colina del Quirinal o quizá con
covirites = «hombres de las curias»). El número de ciudadanos de la Roma primitiva puede
evaluarse sólo de forma aproximada. Las cifras transmitidas sobre el número de gentes, y que ya

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hemos mencionado, resultan tan exageradas como la tradición según la cual el pueblo romano
contaba con 130.000 ciudadanos en el 508 a. C. y 152.573 en el 392 a. C.
En el siglo VI, y todavía hacia el 450 a. C., el territorio del estado romano —en la orilla izquierda
del Tíber— comprendía una superficie de un diámetro de unos 8 kms. solamente; el número total
de integrantes de dicha comunidad podría ascender, hacia el 500 a.C, a 10.000 ó 15.000 a lo
sumo, cifra que, más o menos, encajaría con el total de fuerzas de la leva militar mencionado por
las fuentes. Todavía hacia el año 400 a.C, cuando el territorio del estado romano había conocido ya
una considerable ampliación, el que ocupaba la ciudad de Veyes (Veii) era más extenso que el de
su vecino latino. El estrato superior de la sociedad romana en época de los reyes y durante el
primer siglo de la República estaba compuesto por los patricios, una nobleza de sangre y de la
tierra con privilegios estamentales claramente delimitados.
El nacimiento del patriciado difícilmente puede explicarse como no sea postulando la formación de
una nobleza ecuestre bajo los reyes etruscos de Roma, como consecuencia a su vez de la
preeminencia de la caballería en el modelo arcaico de hacer la guerra; los miembros de esta
nobleza componían el séquito montado del rey. Esto se deduce, ante todo, de los distintivos
estamentales de los patricios, que, al menos en parte, cabe hacer derivar del vestuario e insignias
de la primitiva caballería romana. La élite de la antigua masa movilizable para la guerra en Roma,
los «caballeros» (equites, originariamente celeres = «los veloces»), son a todas luces identificables
con los patricios. Suponer que esta nobleza ecuestre a la cabeza de la milicia era al mismo tiempo
la capa de propietarios de tierras, social y económicamente dirigente, tiene más visos de
verosimilitud que la presunción de que los patricios ya en los tiempos más antiguos de Roma
habrían integrado como nobleza de la tierra la infantería pesada y poco tuviesen que ver con los
caballeros del séquito real. El «dominio de la caballería», como sabemos también por la Grecia
primitiva, responde claramente a las condiciones de un orden social arcaico. Es algo muy
característico el que todavía en la llamada constitución serviana de Roma en el siglo V a.C. los
equites fuesen considerados como un grupo rector, situado por encima de las «clases» normales y
corrientes; su posición ha de compararse más o menos con la de los caballeros (hippeis) en la
constitución de Atenas antes de la reforma soloniana.
En base al origen, así como a sus funciones y privilegios en la vida económica, social, política y
religiosa, la nobleza patricia constituía en la Roma primitiva un estamento cerrado. Fuera de
losmiembros de las familias romanas ilustres, sólo ciertos inmigrantes de otras comunidades
podían hallar acogida en esa nobleza; claro que en tanto en cuanto se contasen ya en su patria
entre la aristocracia local, como fue el caso, según la leyenda, del sabino Atio Clauso, fundador de
la gens Claudia trasladada a Roma. Muy poco después del comienzo de la lucha de estamentos el
patriciado cerró filas con más fuerza aún que antes, mientras que los recién llegados, sólo pudieron
integrarse en la plebe y el matrimonio entre patricios y plebeyos quedaba prohibido. También los
componentes de la nobleza patricia, en consonancia con la ética de las sociedades organizadas
aristocráticamente, empezaron a sentirse como los «buenos» de la sociedad, como viri boni et
strenui —tal como Marco Porcio Catón el Viejo definiría todavía en su época a la aristocracia
romana—, y en adelante pusieron todo su empeño en distinguirse de la masa del pueblo también
en su modo de vida. Su conciencia de identidad tuvo su mejor expresión en los signos exteriores de
su estamento; eran éstos el anillo de oro (anulus aureus), la banda de púrpura (clavus) sobre la
túnica, la capa corta ecuestre (trabea), el zapato alto en forma de bota con correas (calceus
patricius),así como los discos de adorno en metal noble (phalerae), del equipamiento de la
caballería primitiva, En el terreno económico, los patricios debían su preeminencia a su propiedad
de la tierra, que hubo de comprender una parte considerable del territorio romano, así como a sus
grandes rebaños. Según la tradición, Atio Clauso obtuvo tras la admisión de su clan en Roma un
lote de 25 yugadas, y las supuestas 5.000 familias «corrientes» de su acompañamiento sólo dos
yugadas por cada una (Plut., Publicola 21,10) Un rasgo típico del poder económico de los patricios
en la Roma primitiva viene señalado por el hecho de que los gastos de mantenimiento de sus
monturas eran cubiertos por la comunidad, o más exactamente, por las viudas y huérfanos de la
comunidad (quienes por lo demás estaban libres de impuestos). También la parte del león en el
botín de guerra, una fuente de riqueza muy importante en las épocas tempranas, les correspondía
a ellos. En la guerra los patricios desempeñaron el papel militarmente más destacado hasta el
advenimiento de la falange hoplítica, saliendo ellos mismos al campo de batalla al frente de sus

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partidas de clientes, como los Fabios en el 479 a. C. También la vida política estaba totalmente
dominada por ellos. La asamblea popular en su antigua forma de organización por curias, que les
permitía comparecer en ella acompañados de sus masas de clientes, se encontraba sometida por
completo a su influencia. En el consejo de los más ancianos (senatus), que había nacido asimismo
ya bajo los reyes etruscos y constituía desde la instauración de la república la instancia suprema de
decisión en el estado romano, sus miembros patricios (patres} tomaban el acuerdo del que
dependían para ser válidas, las resoluciones de la asamblea popular. Los senadores plebeyos que
se fueron incorporando (conscripti = «añadidos») no estaban facultados durante la primitiva
República para votar. Además, eran solamente los patricios quienes proporcionaban los
magistrados de la comunidad, y entre éstos los funcionarios superiores de duración anual, cuyo
número ya desde el inicio de la República fue fijado en dos y que primero se denominaron
praetores y más tarde consules; asimismo de sus filas salían el dictator (originariamente magister
populi), dotado en situaciones militares de emergencia de poderes ilimitados por espacio a lo sumo
de medio año, y los sacerdotes. En situaciones de excepción, en las que no había ningún
funcionario (o ningún rey en época de la monarquía), los patricios escogían de entre los suyos a
una persona que tomaba a su cargo los asuntos internos (interrex) Una cierta estratificación social
dentro de este estamento homogéneo es sólo discernible en la medida en que el grupo de cabeza,
compuesto por los varones de los linajes más distinguidos (patres maiorum gentium), gozaba de
una influencia especialmente señalada; el presidente del senado (princeps senatus) era elegido de
entre dicho círculo.
El otro estamento en la sociedad tempranorromana era la plebs («muchedumbre», de plere =
«llenar»), el pueblo llano compuesto por los libres, parte asimismo del conjunto del pueblo-nación
(populus). Los plebeyos disponían como los patricios del derecho de ciudadanía, pero no poseían
los privilegios de aquéllos. Los comienzos de la plebe remontan ciertamente al tiempo de los reyes,
sí bien ésta sólo tomó una forma consistente a partir del inicio de su lucha organizada contra la
nobleza patricia poco después del 500 a. C, una vez que se hubo consolidado como una
comunidad aparte con instituciones propias. Por tanto, la plebe como orden aparte no era una
institución etrusca, sino específicamente romana, tanto más cuanto que el ordenamiento social
etrusco sólo conocía en un polo de la sociedad a los señores y en el otro a los clientes, servidores y
esclavos.
En una parte de la tradición antigua tardía la plebe tempranorromana se nos aparece como un
estrato básicamente campesino. Campesinos que pudieron preservar su independencia económica
frente a los patricios los hubo siempre en la Roma primitiva, y la unión en el marco de la plebe fue
para ellos la única posibilidad de afirmarse frente a la poderosa nobleza de la tierra. Pero los que
sobre todo no dejaron de aumentar generación tras generación, fueron los grupos más pobres del
campesinado, aquellos quequedaban desposeídos como consecuencia del continuado reparto del
fundo familiar entre los herederos; también ellos sólo podían esperar la mejora de su situación de
una comunidad de lucha plebeya. No obstante, es de suponer que en el nacimiento de la plebe
como estamento cerrado estuvo presente también un estrato bajo de tipo más bien urbano,
integrado por artesanos y gentes de comercio. La manufactura y el comercio, y consiguientemente
también los grupos profesionales de artesanos y mercaderes, gozaban
de muy baja reputación en la Roma primitiva, en correspondencia con el orden aristocrático de la
sociedad, basado predominantemente en la agricultura: según la tradición, Rómulo habría
prohibido terminantemente el ejercicio de la actividad artesanal a quienes debían sentirse llamados
al servicio militar y al cultivo de la tierra, y la idea de que era el agricultor, y no un menestral o un
mercader, la figura moralmente superior en la sociedad, se mantuvo así después de Catón el Viejo
y Cicerón hasta los tiempos del Imperio. Según algunos escritores tardíos, como Tito Livio (1,56,1)
y Plinio (N. h. 35,154),
eran extranjeros, y sobre todo inmigrantes etruscos, quienes desarrollaron la manufactura en la
Roma primitiva y enseñaron a sus habitantes el saber artesanal. La predisposición de Roma a
acoger en su suelo a los extranjeros debió de ser grande; según la leyenda, ya Rómulo había
instituido un asylum para los refugiados venidos de fuera. La posición social de estos inmigrantes
en tiempos del dominio de la nobleza era con certeza bastante desfavorable, pero personalmente
debían de ser menos dependientes de las poderosas familias nobles que la mayoría de los
campesinos romanos: la resolutiva actuación de la plebe contra la nobleza patricia desde el

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comienzo de la República sólo resulta comprensible si partimos del hecho de que un «núcleo más
fuerte» de los plebeyos vivía en parte libre de las presiones económicas, sociales, políticas, y
también morales, que unían a los miembros corrientes de un clan a su cúspide patricia y que en
consecuencia afectaban ante todo a las masas de la población campesina. En todo caso, sería un
error equiparar sin más a la plebe con los clientes de la nobleza patricia. Los clientes constituían,
en contraposición a una parte de la plebe, un estrato inferior prioritariamente campesino. Las
fronteras entre estos dos grupos sociales estaban en verdad poco marcadas, tanto más cuanto que
también los clientes podían verse libres de su sujeción a los nobles (por su muerte, pongamos por
caso, sin dejar herederos) y entrar así a formar parte de la plebe; como también era posible que
algunos miembros de la plebe llegasen a encontrar una posición estable en la sociedad romana
merced a su vinculación personal a una familia patricia. Pero, si los plebeyos consiguieron
aglutinarse en un estamento cerrado, éste no fue el caso de los clientes, hecho que se debió sobre
todo a su fuerte dependencia personal de la nobleza. Esta forma de sujeción sobrevivió al antiguo
ordenamiento gentilicio de la sociedad romana. El cliens (de cluere = «obedecer a alguien»)
entraba en relación de fidelidad (fides) con el noble rico y poderoso, relación que lo obligaba a la
prestación de una serie de servicios de índole económica y -moral (operae y obsequium). En
contraprestación el noble, como patronus-suyo que era, asumía una tutela «paternal», ofreciendo a
su cliente protección personal y poniendo a su disposición una parcela de tierra, que éste había de
cultivar junto con su familia. Una relación parecida prevalecía asimismo entre el amo y su esclavo
manumitido (libertus), que tras la liberación (manumissio) seguía atado a su patronus, bien como
campesino, bien como artesano o bien como comerciante.
Dentro del ordenamiento patriarcal de la sociedad de época temprana la esclavitud sólo tuvo
oportunidad de desarrollarse en la medida en que a ésta le fue asignada una función en el seno de
la familia, marco de la vida social y económica. Consiguientemente, esta forma patriarcal de la
esclavitud, que nosotros conocemos por la historia de otros pueblos, como en el caso de Grecia
gracias principalmente a la épica homérica, difería enormemente de la esclavitud diferenciada de la
República tardía y del Imperio.'Por una parte, el esclavo era considerado como propiedad del amo
carente de derechos personales; era un objeto para comprar y vender y, en consecuencia con esto,
se le denominaba no sólo servus, sino también mancipium («posesión»); estaba asimismo menos
reputado que el hombre libre, cosa que se desprende con toda claridad de una disposición penal
de la Ley de las Doce Tablas: quien rompía los huesos a un esclavo, quedaba obligado únicamente
a satisfacer la mitad de la indemnización que debería en caso de la misma lesión corporal a un
libre. Pero por otra parte, la posición del esclavo en la familia apenas divergíale Tanque tenían los
otros miembros normales y corrientes de ella. Como éstos, hallábase totalmente integrado en la
unión familiar, compartía con ellos su vida diaria y siempre podía mantener un contacto personal
estrecho con el pater familias, a la autoridad del padre de familia estaba tan sometido como la
mujer o los hijos de éste, personas a las que, como a él, podía castigar y hasta vender como
esclavos (tres veces, a lo sumo, según la Ley de las Doce Tablas); también la función económica
que desempeñaba apenas se diferenciaba de la ejercida por los restantes miembros del grupo
familiar, pues, dejando ahora a un lado sus tareas como servidor de la casa, lo vemos empleado
como campesino en la heredad familiar o como pastor, y ciertamente asociado también aquí a los
miembros «libres» de la familia. Hasta un individuo de pensamiento tan conservador como Catón el
Viejo llegaría a afirmar que de soldado preparaba a menudo la comida en compañía de su servidor,
que en su finca —pese a toda la severidad con que trataba a sus esclavos— solía comer con sus
criados, tomaba el mismo pan y bebía el mismo vino que ellos, y que su mujer, además de a su
propio hijo, criaba también a los de sus esclavos (Plut., Cato 1,9; 3,2; 20,5 s.).
El sentido de la institución de la esclavitud bajo esta forma residía en el acrecentamiento de la
fuerza de trabajo del grupo familiar en los quehaceres domésticos (manufactura incluida) y en la
agricultura, especialmente tras los éxitos de la expansión romana desde finales del siglo V a. C,
que trajeron consigo el nacimiento de grandes fundos. A esto se añadió el hecho de que las
familias ricas deseaban elevar su prestigio y su posición de poder mediante cuadrillas de clientes lo
más grandes posibles, que se reclutaban muy fácilmente entre sus esclavos manumitidos. La
necesidad de esclavos era en todo caso una realidad evidente, y se recurrió a distintos
procedimientos para atender a esta demanda. Hasta el siglo IV a. C. jugaron un importante papel
dos formas de hacer esclavos entre los ciudadanos libres del círculo del populus Romanus. Una

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era la posibilidad que tenía un padre de familia empobrecido de vender como esclavos a sus
propios hijos; de la Ley de las Doce Tablas se deduce que el padre podía también recuperar
mediante compra al hijo. La otra forma de hacer esclavos a partir de ciudadanos libres era la
servidumbre por deudas, al igual, por ejemplo, que en la Atenas anterior a Solón: él derecho de uso
registrado en la Ley de las Doce Tablas obligaba al deudor a responder de su deuda con su propio
cuerpo (nexum), y en caso de insolvencia había de ponerse a disposición de su acreedor como
mancipium, caso, v. gr., de un gran número de ciudadanos en el año 385 a. C, quienes por lo visto
habían perdido sus bienes como consecuencia de la devastación de Roma por los galos en el 387
a. C. (Liv. 6,15,8 y 20,6 s.). Sin duda, estas fuentes de esclavos se vieron completadas en todo
momento con la esclavización de los prisioneros de guerra, amén de la proliferación natural de
dicho elemento: el esclavo nacido en la familia (verna) seconvertía automáticamente en propiedad
del pater familiar.
Dada la naturaleza patriarcal de la esclavitud temprano-romana, han de enjuiciarse con gran
precaución los supuestos intentos de rebelión de los esclavos durante el primer siglo de la
República, de los que nos informan autores tardíos. En las fuentes aparecen caracterizados como
«conjuraciones». La primera «conjuración» de esta especie tuvo lugar, según Dionisio de
Halicarnaso, en el año 501 a.C, cuando los latinos quisieron traer de nuevo a Roma al expulsado
rey Tarquinio. Luego, en el 500 a. C, el propio ex monarca habría tramado una «conjuración» de
libres y esclavos contra la joven república. En el 460 a.C, según Tito Livio, Roma necesitó de ayuda
exterior para hacer frente a la banda del sabino Apio Herdonio, reclutada a base de desterrados y
esclavos romanos. En el 409 a.C. debió de haberse producido nuevamente una «conjuración» de
esclavos. Los relatos antiguos sobre movimientos serviles suelen seguir casi siempre el mismo
esquema: en una situación de dificultades para la comunidad romana los esclavos y algunos
grupos de libres conspiran con el plan de ocupar las colinas de la ciudad, de libertar a los esclavos,
de matar a los amos y de apropiarse de sus bienes y mujeres; eso sí, la conjuración es descubierta
y desbaratada a tiempo. No cabe duda de que tales relatos fueron compuestos bajo la impresión de
los grandes levantamientos de esclavos de la República tardía y merecen tan poca credibilidad
como, pongamos por caso, las disquisiciones de Tito Livio sobre si el rey Servio Tulio (no
necesariamente una figura histórica) nació ya esclavo o fue posteriormente esclavizado. Solamente
la acción de Apio Herdonio en el 460 a. C. acaeció realmente (ya Catón el Viejo tenía conocimiento
de ella), pero, según Dionisio de Halicarnaso, sus seguidores no eran precisamente esclavos
normales y corrientes, sino clientes y «servidores». Posible es, desde luego, que en las agitaciones
promovidas por grupos marginales de la sociedad romana, como en el 460 a. C. la de los
desterrados, tomasen parte también ocasionalmente esclavos. Sin embargo, es característico el
hecho de que en un conflicto social de la República temprana tan decisivo como el de la lucha
entre patricios y plebeyos los esclavos no actuasen en absoluto como grupo social unitario, por
ejemplo, en alianza con la plebe: mientras que ellos siguiesen plenamente integrados en la familia,
faltábales el estímulo y la posibilidad para cuajar como tal formación. Incluso en la propia tradición
romana ya no hay más mención hasta el año 259 a. C. de otra acción semejante a la supuesta
conjuración del 409 a. C.

La lucha de órdenes en la Roma primitiva

La contradicción fundamental en el ordenamiento social tempranorromano, que se expresó en


fuertes conflictos sociales y políticos y que puso en marcha un proceso de transformación en la
estructura de la sociedad y del estado, no fue, ni mucho menos, la tensión entre libres y esclavos,
sino la lucha entre los distintos grupos de los campesinos libres: frente a frente estaban, de un lado,
los integrantes de la nobleza de sangre y de la tierra, y del otro, los ciudadanos corrientes, cuyos
derechos políticos estaban limitados y de los cuales muchos se encontraban en una situación
económica apurada. Este enfrentamiento fue dirimido en la llamada lucha de estamentos entre los
patres y la plebs, en una pugna entre patricios y plebeyos que duraría más de dos siglos, un hecho
único en la historia de los pueblos y las tribus de Italia y de una trascendencia extraordinaria para el
futuro de la sociedad romana. La primera fase de esta lucha estuvo caracterizada por la formación
de frentes muy vivos, perfilándose los plebeyos como estamento aparte en oposición consciente al

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patriciado e imponiendo la constitución de un estado de dos órdenes. En la segunda fase, entre los
años sesenta, del siglo IV y el comienzo del siglo III a. C., se llegó a un compromiso entre el grupo
rector de los plebeyos y los patricios, y esto produjo a su vez el nacimiento de una nueva élite. El
orden social arcaico de Roma, que ya se había visto socavado por los logros de la plebe durante el
siglo V, se descompuso en esta segunda fase del enfrentamiento, que coincidió cronológicamente
con la extensión del dominio de Roma a toda la península italiana. En su lugar se impuso una
nueva estructura de sociedad.
Las causas del conflicto entre patricios y plebeyos hay que buscarlas en el desarrollo económico,
social y también militar de la Roma arcaica. Remontaban a la sexta centuria. Por una parte, fueron
determinantes la explotación económica y la opresión política de amplias masas de la población por
la nobleza patricia. Por otra parte, ya desde el siglo VI se había operado un proceso de
diferenciación en el seno del pueblo, en virtud del cual las tensiones entre los patricios y los
ciudadanos corrientes se agudizaron, y el pueblo pudo declarar la guerra a la nobleza. Algunos
artesanos y comerciantes, pues desde un principio fueron poco dependientes personalmente de las
familias patricias, pudieron aprovecharse del auge económico de la joven ciudad en época de la
actividad constructora de los reyes y amasar así una fortuna, consistente sobre todo, en el valioso
armamento y en los artículos de uso corriente. Otros grupos de población entraron paralelamente
en una situación económica y socialmente catastrófica, debido a la pérdida de sus tierras y a su
endeudamiento, particularmente gran número de pequeños campesinos, que habían de repartir,
generación tras generación, el modesto patrimonio familiar entre cada vez más herederos y que ya
no podían sustentarse adecuadamente con su producción agrícola.
Los objetivos de estos dos grupos plebeyos eran, consiguientemente, muy diferentes: los plebeyos
acomodados aspiraban, ante todo, a la equiparación política, esto es, a la admisión en las
magistraturas y a la igualdad de derechos con los patricios en el senado, a más de a la integración
social mediante la autorización de los enlaces matrimoniales entre cónyuges nobles y no nobles. Al
miembro pobre de la plebe le interesaba mejorar su situación económica y su posición social, que
pasaba por una solución de las deudas y por una adecuada participación en el disfrute de la tierra
estatal (ager publicus). El enemigo para ambos grupos era, sin duda el mismo, la nobleza patricia
las posibilidades de éxito que ellos tenían consistían en aliarse contra ésta, en desarrollar
instituciones comunes como organizaciones de lucha y en arrancar las reformas apetecidas por
ambos.
Los plebeyos pudieron sacar partido por vez primera a estas oportunidades tras la caída de la
monarquización en la situación política exterior de la comunidad y también hubo cambios en la
táctica de guerra romana ofrecieron las condiciones favorables para la asunción de una lucha
política resolutiva contra el dominio de la nobleza. Después de que Roma hubo perdido el
protectorado de las poderosas ciudades etruscas con la expulsión del último rey, quedó expuesta
durante un siglo a la amenaza exterior,proveniente, por un lado, de los centros de poder etrusco
vecinos, especialmente de Veyes (Veii), y por otro lado, de las tribus montañosas de la Italia
central, como eran los ecuos y los volscos. La táctica de la secesión política y militar (secessio),
que según la tradición fue ya aplicada en el siglo V en dos situaciones críticas (494 y 449 a. C.)
como medio de presión, o también la simple amenaza de hacer tal defección, forzaba a la nobleza
a transigir en el interior en vista de la amenaza que pesaba sobre el estado.
Ello se hacía tanto más necesario cuanto que con el paso del siglo VI al V a. C. la infantería vio
acrecer su importancia táctica: la forma arcaica de hacer la guerra, con la nobleza a caballo, se
mostró ya insuficiente en las campañas militares contra la bien fortificada Veyes (Veii) y contra los
pueblos de la montaña. El desarrollo de la ciudadanía hoplítica, al igual que en Grecia a partir de la
séptima centuria, hizo que con la fuerza militar del pueblo se elevase también su propia confianza y
seguridad, y que aumentase su actividad política. El papel fundamental en la nueva táctica de
guerra correspondió, como es natural, a las formaciones de infantería pesada; toda vez que las
unidades de élite fueron cubiertas por los plebeyos ricos, que podían pagarse la panoplia requerida
o hasta fabricársela en caso de ser artesano, era en este grupo de la plebe donde las ambiciones
políticas estaban más pronunciadas.
El primer paso decidido, y al mismo tiempo el primer gran triunfo de los plebeyos fue la puesta en
funcionamiento de instituciones propias: ello significaba la creación de una organización para su
autodefensa y para la lucha política, a más de su unión como orden aparte frente a la nobleza.

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Según la tradición de la analística, este acontecimiento decisivo tuvo lugar en el año 494 a. C, en
que la primera secesión del pueblo se vio coronada por el éxito y la institución del tribunado de la
plebe fue introducida. Que este dato resulta más o menos cierto, ha de inferirse de la noticia sobre
una fundación de un templo por los plebeyos: en el 493 a. C. el templo a la diosa Ceres fue erigido
sobre la colina del Aventino, cuyo culto siempre estuvo allí reservado a los plebeyos, y esta
fundación religiosa no fue otra cosa que la congregación de la plebe en una comunidad sagrada. El
hecho de que esta comunidad separada en el seno del populus Romanus se formase oficialmente
para atender a un culto divino, era algo comprensible si reparamos, por un lado, en que el pueblo
sólo podía legitimar su unión apelando a la protección divina; y, por otro, en que este acto era un
remedo consciente de la fundación del templo a Júpiter sobre el Capitolio —según la tradición, en
el 507 a. C, en el punto central del estado patricio—, con la intención evidente de poner en esta
forma de relieve la propia existencia de la comunidad plebeya sedaba. En la práctica, esta
comunidad no limitó ni mucho menos sus actividades a atender un culto religioso, sino que tuvo la
pretensión de ser «un estado dentro del estado». Como alternativa a la asamblea popular, los
plebeyos celebraron asambleas propias (contilia plebis) en el marco de esta comunidad de culto y
en ellas adoptaron algunas resoluciones (plebiscita). Elegían jefes, los aediles («administradores
del templo», de aedes = «templo»), y los tribuni plebis, cuyo número era de dos en un principio y de
diez desde mediados del siglo V a. C; mediante sagrado juramento (lex sacrata) acordaron la
inviolabilidad (sacrosanctitas) para los tribunos de la plebe, requirieron su amparo contra la
arbitrariedad de los magistrados patricios (ius auxilii) y lograron incluso que los tribunos de la plebe
pudiesen interferir en el proceso incoado por la autoridad patricia contra un plebeyo (ius
intercedendi) y que paulatinamente adquiriesen un derecho de veto contra los magistrados y el
senado. Aún cuando estas instituciones no fueron al principio reconocidas por el patriciado como
parte del ordenamiento estatal, demostraron ser —gracias al apoyo de la gran masa del pueblo—
políticamente efectivas.
El segundo triunfo de los plebeyos consistió en forzar una repartición del conjunto del pueblo en
tribus según un principio de división favorable para ellos y, por consiguiente, también una nueva
ordenación de la asamblea popular en consonancia con sus intereses. Puesto que el nombre de los
tribuni plebis viene de la palabra tribus, es posible que la medida reformadora definitiva en el
proceso gradual de reorganización de la división en tribus se hubiese operado simultáneamente a
la introducción del tribunado de la plebe.
Las tres viejas asociaciones gentilicias de los Tities, Ramnes y Luceres no fueron ciertamente
suprimidas, pero sí ampliamente sustituidas por tribus articuladas regionalmente. Cuatro de ellas, la
Suburana, Palatina, Esquilina y Collina, correspondían, en tanto que tribus urbanae, a los cuatro
distritos de la ciudad de Roma; a esto se añadieron en el siglo V a. C. las 16 tribus rusticae en un
cinturón alrededor de la ciudad, cuyo número no dejaría de incrementarse desde fines del siglo V
(hasta la culminación de esta evolución en el año 241 a. C, con un total de 35 tribus). Toda vez que
la división en tribus servía, sobre todo, como base para la asamblea popular, su importancia política
era considerable, especialmente en la preparación y celebración de las elecciones de magistrados.
En la asamblea popular organizada según el principio de división regional de las tribus (comitia
tributa), los patricios no podían comparecer ya a la cabeza de unos clanes cerrados y sometidos a
ellos, y dominar de antemano estos comicios con la movilización de sus clientes, como sucedía en
la vieja forma de asamblea popular (comitia curiata). El nuevo marco ofrecía al mismo tiempo
buenas posibilidades para la agitación plebeya, que ya no podía ser acallada sin más ni más.
Mientras que las magistraturas estatales siguiesen reservadas únicamente a los patricios, la
influencia de esta agitación sobre las elecciones quedaba relativamente atenuada, pero podía
resultar importante, en la medida en que los plebeyos tenían la posibilidad de elegir para los
puestos de funcionarios a candidatos patricios de su agrado y dispuestos al compromiso.
Los plebeyos pudieron anotarse una tercera victoria a mediados del siglo V, en el 451 o el 450 a. C,
según la tradición, concretamente con la codificación del derecho en la llamada Ley de las Doce
Tablas (leges duodecim tabularum). No se trató en absoluto de una legislación innovadora y
filoplebeya, sino tan sólo de una fijación por escrito del derecho vigente con disposiciones bien que
duras para los estratos bajos de la población; nos ponen éstas de manifiesto que la lucha de la
plebe hubo de ser iniciada unos decenios antes desde una posición imaginablemente peor y que la
situación del pueblo, incluso después de sus primeras grandes conquistas políticas, era todavía

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todo lo que se quiera menos favorecida. Los trazos arcaicos de la ley, tales como la consagración
del poder absoluto del pater familias, quien podía vender a sus hijos como esclavos, como la
legitimación de la esclavitud por deudas en la forma del nexum, o como el reconocimiento del
derecho a la represalia por lesiones corporales en la misma forma y manera (talio), eran cosa
manifiesta y poco propicia para aliviar la situación de los socialmente más débiles. También la
aguda división entre patricios y plebeyos quedaba sancionada, ante todo, por la prohibición de los
enlaces matrimoniales entre miembros de los dos órdenes, y en esta norma se contemplaba
asimismo a los plebeyos ricos. Ello no obstante, el hecho de poner por escrito el derecho vigente,
comportaba en sí una reforma política de gran trascendencia: a partir de entonces el ciudadano
corriente estaba en condiciones de apelar contra la injusticia y la violencia de los poderosos no ya
sólo a un derecho consuetudinario generalmente respetado, aunque no siempre claro y terminante,
sino a normas de comportamiento y a disposiciones penales registradas con precisión. Con el
principio de que todo ciudadano podía ser citado a juicio y tenía derecho a un defensor (vindex), se
garantizaba también a los pobres y a los débiles la protección legal. El camino de la futura
evolución social se vio asimismo allanado por el hecho de que la Ley de las Doce Tablas dejaba ya
de contemplar a la nobleza y al pueblo corriente como a los grupos sociales únicos: también se
tenía en cuenta la riqueza como criterio de estratificación social, concretamente al establecerse la
diferencia entre los poseedores (assidui), cuyo patrimonio —habida cuenta de las condiciones de la
ciudad-estado arcaica— resultaba a todas luces bastante modesto todavía, y los desposeídos
(proletarii), que no disponían más que de sus hijos (proles = «la prole»).
La consideración de las relaciones de propiedad como criterio de cualificación social redundaba en
especial provecho de los plebeyos ricos, que ya no podrían contarse en adelante como simple
parte de la gran masa del pueblo; su riqueza les aseguraba prestigio e influencia. Lo mucho que
interesaba al grupo rector de los plebeyos una nueva ordenación de la estructura social en base a
la riqueza, es algo que se pondría de manifiesto en el cuarto gran triunfo de la plebe en su lucha
contra el patriciado. En efecto, ésta logró finalmente imponer una nueva división de la ciudadanía
en clases propietarias. Esa constitución timocrática de la comunidad fue atribuida por la tradición
romana al rey Servio Tulio, que como hombre de baja extracción parecía a los ojos de los analistas
la figura modélica del reformador democrático. No obstante, lo cierto es que en el siglo VI a. C. no
se habían dado todavía los presupuestos económicos y sociales para semejante reforma; incluso la
Ley de las Doce Tablas desconocía aún todo tipo de clase censitaria. Por consiguiente, dicha
constitución, al menos en cuanto base para la organización de la asamblea popular, entró en vigor
sólo después del 450; la institución del cargo de censor para determinar la cualificación económica
del ciudadano, hecho que según la tradición tuvo lugar en el 443 a. C, podría haber señalado su
nacimiento.
Las escalas de propiedad de los miembros de cada una de las clases posesoras venían calculadas
en la llamada constitución serviana por el tipo de armamento que podían permitirse en la guerra. Se
evidenciaba así con toda claridad que esta constitución tenía su origen en la nueva ordenación de
las fuerzas armadas, seguramente que con posterioridad a la introducción de la táctica hoplítica; a
esta razón de fondo apuntan también los nombres de las clases posesoras (classis = «leva para la
guerra») y de sus subdivisiones (centuria = una «centuria» en la primitiva división del ejército). En
forma detallada esta constitución nos es conocida sólo a partir de la República tardía, momento en
que ya había experimentado un progresivo perfeccionamiento. Por encima de las clases (supra
classem) figuraban los equites, evidentemente los integrantes de la nobleza ecuestre patricia,
repartidos en 18 centurias. La primera clase comprendía las 80 centurias de la infantería pesada,
que, pertrechada de yelmo, escudo, coraza, grebas, jabalina, lanza y espada, constituía la columna
vertebral del conjunto de la leva romana; en dicha clase estaban representados ante todo los
plebeyos ricos. A la segunda, tercera y cuarta clase, con 20 centurias respectivamente, pertenecían
los restantes propietarios en grados decrecientes de fortuna: los miembros de la segunda clase
portaban armas ligeras como los de la primera clase, aunque sin coraza y con unpequeño escudo
alargado en lugar del escudo redondo; los ciudadanos de la tercera clase carecían por completo de
armadura y sólo llevaban yelmo y armas ofensivas; los miembros de la cuarta clase iban
únicamente provistos de jabalina y dardo. En la quinta clase, compuesta de 30 centurias, estaban
reunidos los pobres, armados únicamente con una honda. A estas unidades se añadían además
dos centurias de fabri, que se encargaban de las máquinas de guerra y estaban asignadas a la

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primera clase, así como dos centurias más de músicos, adscritas a la quinta clase. Los
desposeídos por completo, por consiguiente los «proletarios» sin armas, fueron agrupados en una
centuria por debajo del ordenamiento en clases (infra classem), pudiendo encontrar ocupación en
la guerra como ordenanzas y rastreadores a lo sumo. Como acaeciera en su día con la repartición
del pueblo en agrupaciones gentilicias y más tarde en tribus locales, también este nuevo
ordenamiento sirvió al mismo tiempo de base para la organización de la asamblea popular. En los
comicios organizados por clases y centurias (comitia centuriata) cada centuria tenía un voto, con
independencia del número efectivo de sus miembros; y éste, por cierto, variaba ya de una centuria
a otra simplemente por el hecho de que las quintas por encima de los cuarenta y seis años, menos
nutridas numéricamente, las de los séniores, tenían en cada clase el mismo número de centurias
que los iuniores, con lo que dentro de una clase los votos de las personas de más edad, y por ende
de las más conservadoras en cuanto a forma de pensar, igualaban a los de los hombres jóvenes. El
voto por centurias significaba claramente que los integrantes de las centurias de caballeros y de la
primera clase, con sus 98 votos en total, podían en todo momento sobrepasar a las 95 centurias
restantes, caso de que sus miembros lograsen poner de acuerdo los intereses de sus clases. Como
ya hiciera notar Cicerón (De re p. 2,39), a la hora de tomar decisiones este sistema aseguraba a los
propietarios un claro predominio sobre la gran masa del pueblo.
El relegamiento político y la opresión económica de amplias masas populares no fueron eliminados
por este nuevo ordenamiento de la estructura social, como tampoco lo habían sido por la Ley de las
Doce Tablas. Antes bien, las diferencias sociales entre la nobleza situada supra classem y el
pueblo corriente se vieron fortalecidas, si bien ya no en forma totalmente idéntica a como hasta
ahora; así culminaba también la división de frentes entre patricios y plebeyos, que se había iniciado
con la unión del pueblo en una comunidad aparte. En los decenios siguientes, hasta el primer tercio
del siglo IV a. C, la sociedad romana vivió asentada sobre la base de esta separación entre los
órdenes. Pero paralelamente la constitución serviana trajo consigo un desequilibrio para el orden
social arcaico de Roma y abrió el camino para la formación de un nuevo modelo de sociedad. Si los
nobles pudieron representar en la constitución serviana el vértice de la sociedad, hay que decir
también que para mantener esa posición no fue ya únicamente determinante su ilustre
ascendencia, sino también su situación económica. Todavía más importante fue que a los plebeyos
más pudientes se les aseguraba institucionalmente un lugar distinguido en la sociedad, que tenía
en cuenta su relevancia económica y militar, así como sus ambiciones políticas. Este maridaje se
expresó asimismo en la abolición de la prohibición de matrimonios entre los miembros de la
nobleza y los del pueblo. Lo que ya no nos es dado dilucidar es si esta reforma acaeció
efectivamente ya en el 445 a. C. en virtud de la lex Canuleia, como creían los analistas, o si, por el
contrario, su puesta en práctica fue más tardía. En todo caso, dicha medida caminaba en la misma
dirección que la apuntada ya por la constitución timocrática, a saber, por el camino del
acercamiento y el compromiso entre los patricios y el elemento rector de la plebe.

La disolución del orden social arcaico: la nivelación de los órdenes y la expansión

En el momento de producirse el paso del siglo V al IV a. C, Roma era todavía una ciudad-estado
arcaica: su ordenamiento social, con la nobleza dominante a un lado y el pueblo muy desfavorecido
política y económicamente al otro, seguía basándose en un principio estamental realmente simple,
y su ámbito de soberanía se reducía a un modesto territorio en el entorno de la ciudad. Empero, las
alteraciones operadas en la estructura de la sociedad romana desde la caída de la monarquía y el
comienzo de la lucha de los órdenes, colocaron a Roma ante el umbral de una nueva época de su
evolución social.
El pueblo había dejado de ser una masa muda: se había unido en un estamento independiente,
con una conciencia de identidad cada vez más acusada, y podía preciarse de una serie de logros
políticos considerables. Al mismo tiempo, bajo la superficie del simple modelo estamental nobleza-
pueblo se había configurado una división social más profunda como resultado de la diferenciación
en las relaciones de propiedad, división que iba desde los ricos propietarios de tierras hasta los
pobres campesinos y proletarios desposeídos, pasando por los artesanos y mercaderes
acaudalados. Tampoco Roma era ya hacia el 400 a. C. aquel poder de segundo rango de un siglo
antes. Tras la expulsión de los reyes etruscos se vio obligada a mantenerse a la defensiva durante

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largo tiempo, pero a partir de la mitad del siglo V pudo pasar a la ofensiva y, con la conquista de
Fidenas (426 a. C.) y, sobre todo, el sometimiento de Veyes (396 a.C), consiguió aumentar
sustancialmente el territorio de su soberanía. Con ello estaba sellado su futuro, y se abría el camino
para la disolución del orden arcaico en el enfrentamiento social y político interno el imperativo del
momento para los plebeyos no era un mayor distanciamiento de la nobleza, sino precisamente lo
contrario, el compromiso con el patriciado, al menos en el caso de los grupos rectores del pueblo;
de cara al exterior, la meta tanto de la nobleza como de otros sectores dirigentes del pueblo sólo
podía ser la prosecución de las conquistas, a fin de resolver a costa de terceros la apurada
situación económica de los pobres y asegurar al propio tiempo mayor riqueza a los ya acaudalados.
Tras los decenios, al parecer en calma, posteriores a los años centrales del siglo V a. C, en los que
las estructuras arcaicas desgastadas estaban ya maduras para su sustitución por un nuevo modelo
de sociedad, sólo hizo falta una aceleración del proceso histórico, para que las consecuencias de la
evolución precedente se pusiesen plenamente de manifiesto.
A esta aceleración del proceso histórico se llegó a partir de los primeros decenios del siglo IV a.C,
con el resultado de que la estructura social del estado romano experimentó una alteración
fundamental en el curso de los cien años siguientes, aproximadamente. Poco después del 400 a.
C, las tensiones en Roma se incrementaron notablemente. Debido al crecimiento natural de la
población el número de desposeídos de tierras se elevó cuantiosamente, mientras que la
ampliación del territorio nacional romano, tras la conquista de Fidenas y Veyes (Veii) no aplacó en
absoluto el descontento de los pobres, sino que precisamente lo que hizo fue agudizarlo aún más:
la tierra anexionada por Roma como botín de guerra no fue repartida entre los indigentes, sino que
se vio ocupada por los hacendados ricos; Simultáneamente, las condiciones políticas del momento
avivaron el descontento de la plebe, incluidos los plebeyos ricos: en las guerras victoriosas contra
los vecinos la infantería plebeya, y en particular la infantería pesada nutrida por los plebeyos
pudientes, había tenido una participación fundamental y reclamaba la influencia política que le
correspondía. La situación se tornó aún más difícil después de que en el 387 a. C. una tropa en
busca de botín, integrada por galos asentados en la Italia superior, batió al ejército romano, tomó
temporalmente Roma hasta el Capitolio, saqueó la ciudad y devastó los campos circundantes:
muchas familias perdieron entonces sus haciendas y como consecuencia de ello se vieron
reducidas a la esclavitud por deudas; al propio tiempo, también el ordenamiento estatal patricio
sufrió a resultas de todo ello una conmoción. El camino de salida sólo podía estar o en una
revolución o en una reforma fundamental.
Según la tradición representada por la analística, los descontentos intentaron en dos ocasiones
consecutivas, en el 385 y en el 375 a. C, derribar por la fuerza el orden existente (Liv. 6, 11,1 s.). La
impresión, sin embargo, era que las estructuras sociales vigentes no eran alterables mediante la
violencia, y menos aún cuando tal cosa iba también en contra de los intereses de los plebeyos más
acomodados. En cualquier caso, a raíz de todo esto se puso en evidencia la necesidad de
reformas, y el ala del patriciado dispuesta al compromiso —en alianza con los jefes de la plebe—
logró imponerse y hacer valer sus criterios.
Según las fuentes, la reforma decisiva tuvo lugar en el 367 a. C, en virtud de las llamadas leges
Liciniae Sextiae (Liv. 6, 35,3 s.), así denominadas por los tribunos de la plebe Cayo Licinio Estolón
y Lucio Sextio Laterano. Mediante esta legislación se logró de un sólo golpe mejorar
considerablemente la situación económica de los plebeyos pobres y alcanzar la equiparación
política de la plebe con el acceso de los líderes del pueblo a las más altas magistraturas. A partir
del triunfo de esta reforma la mayor parte de las reformas necesarias pendientes fueron también
acometidas por vía legislativa. Puesto que las leyes habían de ser votadas por la asamblea
popular, se aseguraban así que las reformas fuesen asumidas por la mayoría del pueblo (o, cuando
menos, de la asamblea popular), y puesto que habían de contar con la autorización del senado, su
aprobación significaba al mismo tiempo también el sancionamiento de la obra reformadora por
aquella instancia estatal superior en la que los intereses de la nobleza estaban mejor
representados. En todo caso, el desarrollo legislativo de la República desde las leyes licinio-sextias,
que pusieron el proceso en marcha, hasta la lex Hortensia del año 287 a. C, fue una corriente
imparable de reformas sociales y políticas en favor de la plebe; tampoco los ocasionales reveses
creados por la actitud de unas cuantas familias más influyentes y conservadoras entre los patricios,
pudieron frenar esta evolución. En congruencia con la apertura de esta política reformadora por las

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leyes licinio-sextias, también las disposiciones ulteriores se orientaron en las dos direcciones ya
conocidas: por un lado, procurando remediar la acuciante situación económica de los plebeyos
pobres; y, por otro, efectuando la equiparación política del pueblo con los patricios, lo que no
significaba otra cosa que la fusión de los sectores plebeyos dirigentes con los descendientes del
viejo patriciado.
Para mejorar la situación de quienes carecían de tierras y para subvenir a sus necesidades
materiales, ya en las leyes licinio-sextias del 367 a.C. se acometían enérgicas medidas. Las
deudas, que oprimían a los indigentes y los amenazaban con la pérdida de la libertad personal,
fueron en parte canceladas (al igual que aconteciera en Atenas con la reforma de Solón en una
constelación histórica muy similar).
Paralelamente, se acordó que nadie podría ocupar en suelo del estado una superficie de
explotación superior a las 500 yugadas. Esta medida de las leyes licinio-sextias, a veces tenida por
anacrónica, ha de valorarse como auténtica, y ciertamente no sólo porque Catón el Viejo la
mencionase en el 167 a.C. como una antigua disposición (en Gellius, Noct. Att. 6, 3,37), sino
también porque es perfectamente compatible con la extensión alcanzada por el territorio romano
tras la anexión de los territorios de Fidenas y Veyes (Veii). La superficie de 500 yugadas por unidad
de tenencia (aproximadamente, 1,25 km) no constituía en aquel tiempo, ni mucho menos, el
tamaño habitual de una parcela de tierra, sino que representaba a todas luces la extensión de los
predios de unas pocas familias de la cúspide rectora, que se habían repartido entre ellas las áreas
conquistadas unos cuantos decenios antes y que, sobre todo en el antiguo territorio de Veyes
(Veii), habían tomado posesión de fundos aun por encima de las 500 yugadas. Sea como fuere, los
ricos hacendados tuvieron que ceder al menos una parte de la tierra que se habían arrogado, y
esta tierra pudo ser entonces repartida entre los pobres.
Lo que se dice plenamente, la política de aprovisionamiento de tierras a los pobres pudo entrar en
vigor sólo a partir del 340, gracias al rápido aumento del ager publicus como consecuencia de la
expansión. En conexión con esto pudo ser también abolida la servidumbre por deudas, sancionada
en su día por la Ley de las Doce Tablas: la importancia de la lex Poetelia Papiria (326 a.C), que
introdujo este cambio, llegaría más tarde a ser comparada por Tito Livio (8,28,1 s.) con la fundación
de la república (velut aliud initium libertatis). Durante su censura del 312 a.C, el filoplebeyo y
reformista Apio Claudio Ceco impuso todavía otra medida que iba en la misma dirección que la
reforma agraria de las leyes licinio-sextias: a los antiguos esclavos, en su mayor parte gente muy
pobre, que tras su manumisión carecían por lo general de todo tipo de bienes raíces y que en
consecuencia venían siendo inscritos únicamente en las cuatro tribus urbanas, los repartió también
en las tribus rústicas, a fin de que pudiesen disfrutar de un lugar de residencia fijo y una parcela de
tierra en el campo. Ello significaba al mismo tiempo que los libertos, como ciudadanos de la más
baja condición social que eran y que hasta el momento sólo habían podido intervenir políticamente
dentro de las tribus urbanas, estaban ahora en condiciones de influir también en la opinión y en la
vida política de la población campesina. Cierto que en el año 304 a. C. esta reforma fue anulada
(se trató de uno de los pocos casos de clara reacción patricia en la segunda fase de la lucha entre
los órdenes), pero esta medida sólo pudo limitar el campo de juego político de los libertos, ya que
no poner una barrera a sus ambiciones económicas.
La mayoría de los esfuerzos reformadores de esta época estaban encaminados a la plena
igualación política de los plebeyos. Para la plebe era de gran importancia el fortalecer su seguridad
jurídica frente a la arbitrariedad de los funcionarios del estado. A tal fin, el tribuno de la plebe Cneo
Flavio hizo públicas las fórmulas procesales (ius Flavianum), que garantizaban normas uniformes
de procedimiento para cualquier ciudadano ante un tribunal. La lex Valeria de provocatione del 300
a. C. fortalecía la seguridad del ciudadano ante los magistrados: en virtud de dicha ley, el
ciudadano que era condenado por un magistrado a la pena máxima tenía el derecho de apelar a la
asamblea popular (provocatio), que había de decidir sobre el asunto en un tribunal propio
constituido al efecto; en los procesos políticos que se veían en la ciudad de Roma los magistrados
perdieron todas sus competencias, para Ser entregadas a la asamblea popular. Es evidente que a
los dirigentes plebeyos les interesaba sobre todo verse igualados con los patricios en la dirección
política del estado romano. Toda vez que la actividad política se canalizaba bien a través de las
magistraturas, bien a través del senado y la asamblea popular, en sus funciones consultiva y
deliberante respectivamente, las principales miras de la cúspide plebeya estuvieron puestas en su

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admisión en los más elevados cargos del estado, en la paridad con los patricios también en el
senado y al mismo tiempo en la salvaguardia del papel protector ejercido por la asamblea popular
frente a aquella cámara. Por lo que se refiere a la participación en la dirección política del estado a
través de las magistraturas, la táctica original del grupo rector plebeyo había consistido en crear
cargos aparte.
Sólo tras este rodeo habían decidido luchar también por entrar en aquellos puestos que hasta
entonces les habían estado vedados. Ya mucho tiempo antes de la promulgación de las leyes
licinio-sextias pudieron cosechar algunos éxitos modestos en este sentido. Los tribunos militares,
cuya institución data del 444 a. C. según la tradición, fueron desde un principio en parte patricios y
en parte plebeyos, evidentemente porque la plebe sólo estaba dispuesta a ir a la guerra bajo el
mando de sus propios jefes y porque en vista de su importancia militar pudo imponer rápidamente
la homologación de sus mandos superiores con los generales patricios. En los cargos civiles el
primer plebeyo apareció en el 409 a. C, cumpliendo la función de quaestor (en calidad de ayudante
de los funcionarios superiores), significativamente en el puesto más bajo. La auténtica equiparación
de los plebeyos con los patricios en el ejercicio de las magistraturas dio comienzo unos cuantos
decenios más tarde, en el curso de la misma agitación política que condujo a la obra reformadora
licinio-sextia. En la situación excepcional del 368 a. C. el entonces dictador patricio nombró como
magister equitum a un representante plebeyo; simultáneamente, los miembros de la plebe fueron
admitidos en el colegio sacerdotal de los custodios oraculares. Las leyes licinio-sextias de los años
siguientes trajeron ya la reforma más contundente: desde entonces los funcionarios superiores del
estado —tanto en la administración de justicia como en la conducción de la guerra— fueron los dos
cónsules de los cuales uno podía ser plebeyo, más el praetor, solo con atribuciones en el ámbito de
la justicia, y cuya magistratura podía ser revestida tanto por un patricio como por un plebeyo;
paralelamente, se confirió también a los plebeyos el derecho a presentarse a los restantes cargos
más elevados (dictadura, censura).
Amén de esto, junto a los dos aediles plebis fueron elegidos dos ediles patricios (con el título de
aedilis curulis), a fin de que también las funciones de los ediles quedasen repartidas por igual entre
los representantes de ambos órdenes. Poco después tomaban también posesión de sus cargos los
primeros funcionarios superiores plebeyos: el primer cónsul plebeyo fue Lucio Sextio Laterano, en
el 366 de acuerdo con la tradición; el primer dictador plebeyo, Cayo Marcio Rutilo en el 356; el
primer censor plebeyo fue el mismo senador en el 351; el primer pretor plebeyo, Quinto Publilio
Filón, en el 377 a. C. La culminación de este proceso de integración de los plebeyos en las
magistraturas tuvo lugar por la lex Ogulnia del 300 a. C, momento a partir del cual quedaron
abiertos para los representantes de la plebe los altos puestos sacerdotales de pontifices y augures.
Dentro de este movimiento de reformas los dirigentes plebeyos hicieron valer su deseo de mejorar
también su posición en el senado. En virtud de la lex Ovinia (anterior al año 312) quedó estipulado
que las bajas producidas en las filas de los senadores habían de ser cubiertas regularmente por los
censores; ello significaba que en cada censura el senado podía ser renovado con plebeyos
acaudalados e influyentes. Al mismo tiempo, los senadores plebeyos se vieron igualados por esta
ley a los patricios, y el pleno derecho de voto, antes sólo disfrutado por los patres, fue otorgado a
los conscripti. En concreto,durante la censura de Apio Claudio Ceco en el 312 a. C, muchos
plebeyos fueron admitidos en el senado, entre ellos hasta hijos de libertos, es decir, hombres que
se dedicaban también al comercio y a la industria; con ello el senado dejaba de ser el bastión que
había sido de una nobleza privilegiada y exclusivista, por nacimiento y propiedad de la tierra (Diod.
20, 36,1 s.). Por otra parte, los derechos del senado sufrieron un recorte en favor de la asamblea
popular, fuertemente influenciada por los plebeyos ricos. Mientras que antes las decisiones
populares podían ser anuladas sin más por la negativa del senado a darles su aprobación, a partir
de la lex Publilia (339 a. C) las objeciones que el alto órgano tuviese contra cualquier decisión de
los comicios, tenían que expresarse de antemano y ante la asamblea popular; de esta forma, los
acuerdos tomados por el pueblo escapaban al riesgo de verse declarados sin validez por obra
simplemente de una mayoría conservadora de los padres. Más lejos aún fue la lex Hortensia del
287 a. C, que en general es considerada como el cierre de la lucha entre los órdenes. Tras
producirse alteraciones como consecuencia del endeudamiento de particulares, la lucha entre
patricios y plebeyos pareció encenderse de nuevo con la misma virulencia de los viejos tiempos,
pues la plebe recurrió incluso a la medida extrema de la secesión, como por dos veces aconteciera

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en el siglo V, según cuenta la tradición; «pero, precisamente en este instante los jefes de la plebe y
del patriciado hubieron de pasar por alto esa tensión del momento para llegar a un acuerdo general
sobre las desavenencias del pasado» (A. Heuss). Los acuerdos de la asamblea popular plebeya
(plebiscita) adquirieron fuerza de ley sin el consentimiento del senado. Que tal reforma llegase a
ser posible, pese a que con ella pudo haberse producido el colapso del estado, era buena prueba
de lo muy avanzados que estaban la compenetración y el entendimiento entre los órdenes: la base
de esta reforma se hallaba a todas luces en el convencimiento de que en el senado y en la
asamblea popular estaban básicamente representados los mismos intereses, ya que los líderes del
pueblo y de la asamblea eran ahora a un tiempo representantes y miembros rectores de una
aristocracia senatorial de nueva formación.
El triunfo de los plebeyos, así pues, estaba conseguido. Comportaba éste la superación de las
barreras estamentales entre patricios y plebeyos, sin dar paso por ello a una sociedad igualitaria;
antes bien, lo que aquél hizo fue crear los supuestos para una nueva diferenciación social. Los
plebeyos debían la victoria a su tenacidad en la lucha estamental y a su política coherente de
alianza entreoíos miembros ricos y pobres del pueblo; también a la actitud de compromiso por parte
de la nobleza, o cuando menos de amplios círculos de ella, dada la presión de la situación política
exterior de Roma; y finalmente, al común interés de todos los grupos de vencer los problemas
sociales mediante el expediente de la expansión. Las implicaciones histórico-sociales de la
expansión romana no quedarán nunca suficientemente valoradas: la reforma del sistema social
romano por vía legislativa no sólo coincidió cronológicamente con la extensión del dominio de
Roma por Italia, sino que además estuvo orgánicamente unida a dicho proceso. Las negativas
consecuencias de la derrota contra los galos en el año 387 a. C. pudieron ser pronto remontadas
por el estado romano. Después de diversas luchas con los vecinos y tras la consolidación de la
posición romana en el Lacio y su entorno por obra de la diplomacia, una gran ofensiva dio
comienzo pasada la mitad del siglo IV a. C, ofensiva que, tras duras guerras contra las tribus
montañosas unidas en la liga samnita (hasta el 290 a. C.) y tras los determinantes éxitos frente a
galos y etruscos (285 a.C), condujo al sometimiento de la Italia central y, después de la guerra
contra Tarento y el rey epirota Pirro (282-270 a.C), al de la Italia meridional.
Las causas de esta guerra de conquista no residían en una suerte de impulso irracional de los
romanos a la expansión, sino en la necesidad de resolver los problemas internos de su sociedad a
base de extender su esfera de dominación. Por lo demás, también la presión de los samnitas y sus
aliados del interior montañoso italiano hacia la región costera, y en parte muy feraz, situada entre
Roma y Nápoles, hecho que iba en contra de los intereses romanos, tenía parecidas razones: las
consecuencias de la superpoblación fueron aún más catastróficas para estos pueblos de pastores
que para el estado agrário romano. Asimismo, los asombrosos éxitos de la política exterior de la
República en tan poco tiempo resultan sólo plenamente explicables si los situamos en su debido
contexto histórico-social: no eran éstos únicamente imputables a las cualidades militares y
diplomáticas de los generales y políticos romanos, sino también a la superioridad de la sociedad
romana sobre el orden social de la mayoría de los pueblos y tribus de Italia. Contrariamente a las
atrasadas tribus montañosas de la Italia central, el ejército romano podía apoyarse siempre, aparte
de la propia Roma, en centros urbanos que funcionaban como reserva de tropas y armamento; se
trataba, desde la fundación de la colonia de Ostia hacia mediados del siglo IV a. C, de todo un
rosario de colonias de ciudadanos, tales como Antium, Terracina, Minturnae, Sinuessa, Castrum
Novum, Sena Gallicia (fundadas todas del 338 al 283), emplazadas a lo largo de las costas itálicas;
frente a los ejércitos etruscos, compuestos por los nobles y sus vasallos armados, se alzaba una
milicia de ciudadanos con una conciencia de sí misma completamente diferente. A la vez, con la
concesión del derecho de ciudadanía, Roma abrió a las distintas tribus y pueblos de Italia la
posibilidad de entrar a formar parte de su sistema socio-político. A partir del momento en que Italia
quedó finalmente unificada bajo el dominio romano, hecho consumado en vísperas de la primera
guerra púnica, la península apenina quedó constituida como una red de comunidades de diferente
condición jurídica bajo la soberanía romana: junto a los «aliados», titulares de una soberanía
nominal (socii), había «comunidades de ciudadanos a medias», con ciudadanía romana, pero sin el
derecho a participar en las elecciones de los magistrados romanos (civitates sine suffragio); otras
comunidades constituidas por una población local con ciudadanía romana y autonomía municipal
(municipia), y, finalmente, las colonias romanas (coloniae civium Romanorum). La concesión tan

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generosa del derecho de ciudadanía romana en sus diferentes modalidades no sólo fue una jugada
diplomática, también sentó las bases para el acrecentamiento del manpower (potencial humano)
romano y, con ello, para la unificación de la península en un mismo marco estatal. Merced a la
legislación reformadora y como consecuencia de la extensión del dominio romano en Italia tuvo
lugar un profundo cambio en la estructura de la sociedad romana, aproximadamente en los cinco
años que transcurren desde las leyes licinio-sextias hasta el estallido de la segunda guerra púnica.
Las reformas promovieron una nueva forma de diferenciación social Los vínculos gentilicios, que
habían servido de base a las estructuras arcaicas, fueron aún mantenidos durante siglos por el
siempre vivo sistema de clientelas y por los cultos privados, teniendo su gran influencia en las
relaciones entre los particulares y los grupos, pero dejaron ya de funcionar como principio
determinante de división de la sociedad. El origen patricio que evidentemente retuvo su
significación social durante toda la historia de Roma, no era ya desde hacía tiempo el criterio
decisivo a la hora de establecer la posición rectora del individuo dentro de la sociedad. La posición
especial de la nobleza de sangre patricia fue preservada institucionalmente en la titulación y la
indumentaria, así como en la reserva de unos cuantos cargos sacerdotales, pero la diferenciación
entre patricios y no patricios dejó de ser el fundamento del orden social. El sistema simple de los
dos órdenes de patres y plebs se vio sustituido por un nuevo modelo de sociedad. La nueva capa
alta se componía, de los descendientes, de la vieja nobleza de sangre y de las familias plebeyas
dirigentes, unidos entre sí mediante estrechos lazos familiares. Los componentes de este
estrato superior debían su posición rectora a sus funciones de mando, que ejercían como
magistrados y miembros del senado —y ello gracias a su propiedad y fortuna, que les posibilitaban
precisamente el revestimiento de tales funciones de mando, con el consiguiente prestigio personal
que tocaba a cada uno de ellos. Por debajo de esta capa alta, que se dividía en una cúspide
rectora de ex-magistrados patricios y plebeyos y en un grupo más extenso de senadores
«corrientes», ya no se extendía una masa poco diferenciada de gentes más pobres o totalmente
pobres, sino diferentes capas de población articuladas en función de la cuantía y naturaleza de su
patrimonio: había campesinos ricos, que obtuvieron tierras en los territorios conquistados,
pequeños artesanos y mercaderes, agricultores modestos y jornaleros con mayor dependencia de
los grandes hacendados —como clientes suyos, por ejemplo—, ambién libertos, desempeñando
predominantemente profesiones urbanas, y esclavos, que ya no se incorporaban automáticamente,
como antes, al círculo patriarcal de la familia. Este modelo entrañaba la disolución de la estructura
social arcaica e implicaba también que las tensiones del nuevo orden social no podían
circunscribirse ya al simple conflicto entre nobleza y pueblo, y ello menos aún desde el momento en
que los elementos de conflicto —los económicos, en parte, y los políticos, prácticamente del todo—
habían quedado orillados. Pese a la persistente oposición entre pobres y ricos, pudo comenzar una
pausa de relativa calma, en la que paulatinamente irían madurando nuevos y graves conflictos.
También fueron evidentes las consecuencias de las guerras de conquista para la sociedad
romana. El común interés en la expansión obligó a los grupos sociales enfrentados a llegar a un
compromiso, y los resultados de aquélla hicieron posible la solución de los problemas sociales a
costa de terceros, esto es, pudieron atenuar las tensiones sociales e hicieron innecesario un
cambio violento del sistema de poder, que amenazaba con serlo antes de la promulgación de las
leyes licinio-sextias. Los desposeídos de tierras obtuvieron un patrimonio en bienes raíces en las
áreas conquistadas, en los alrededores de Roma y en el territorio de las colonias romanas y latinas
de reciente fundación. Al mismo tiempo, el modelo de sociedad romano, concentrado hasta ahora
en Roma y sus aledaños, trascendió el marco de la ciudad estado por obra de la expansión, la
colonización y la concesión del derecho de ciudadanía, y fue trasplantado a un sistema estatal en
el que coexistían muchos otros centros urbanos con territorios propios; paralelamente, este nuevo
estado vio incorporar a sí sistemas locales de sociedad muy variopintos, como poleis griegas en el
sur, florecientes centros agrícolas en Campania pueblos de pastores y ganaderos en las montañas
y comunidades urbanas con sus peculiares estructuras en Etruria.

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Unidad temática 3. INSTITUCIONES, GUERRA, SOCIEDAD Y CULTURA.
3. 1. La Constitución Republicana clásica. Magistraturas, cursus honorus. Comicios. El Senado.
3. 2. El ejercito manipular republicano.
3. 3. Sociedad romana en el S. III a.C.
3. 4. El hombre romano. La familia.
3. 5. El arte y la religión. La influencia griega en la cultura romana.
3. 6. Las viviendas romanas.

La Constitución Republicana clásica.


ROLDÁN HERVÁS José Manuel, La República Romana, Madrid, Océano, 1976.

Los órganos de gobierno de la Roma republicana

Desde el final de la lucha de patricios y plebeyos, el estado romano quedó constituido como una
comunidad de ciudadanos libres -el populus Romanus-, que, como las poleis griegas, tenía los
caracteres de una ciudad-estado. Pero en Roma, comunidad y estado no se identificaban, porque
a esta comunidad concreta se superponía el concepto abstracto de res publica, es decir, el
conjunto de intereses del populus. En consecuencia, no era el pueblo el que tomaba en sus manos
directamente los negocios de estado; éstos eran objeto de un delicado reparto de competencias
entre distintas instancias públicas, agrupadas en tres ámbitos: las magistraturas, el consejo o
senado y las asambleas populares.
Las magistraturas
Concepto
Magistrado era llamado todo aquel que ejercía una función pública civil en la ciudad. Como
portador del poder estatal, no existía en la Roma republicana ningún poder por encima del que
ejercía el magistrado correspondiente: como consecuencia de ello, el concepto romano de
magistrado implicaba la unidad de mando civil y militar.
Las magistraturas estaban definidas por una serie de principios, caracterizadas por un conjunto de
poderes y limitadas por distintos requisitos y reglamentaciones. Pero para poder comprender la
esencia de la magistratura romana es preciso detenerse previamente en los dos conceptos
fundamentales de potestas e imperium, que se encuentran entre los más originales aspectos del
derecho público romano, para los que no existen paralelos modernos.
La potestas era el poder estatal concedido a un magistrado legalmente, es decir, la competencia
en su función. La potestas regulaba las relaciones de jerarquía entre las distintas magistraturas,
con sus distinto carácter de maior, minor o par, es decir, mayor, menor o igual en poderes a las
demás.
Frente al concepto abstracto de potestas, con el término de imperium se señalaba el poder de
mando concreto, restringido a las más altas magistraturas, consulado y pretura. Sólo el
magistrado provisto de imperium tenía derecho a “recibir los auspicios”, es decir, de convertirse
en intérprete de la voluntad divina, y a ser aclamado como imperator por sus soldados después de
una victoria. Comportaba, entre sus prerrogativas, la de dirigir el ejército en campaña, realizar el
reclutamiento de las tropas, imponer los tributos necesarios para su mantenimiento y castigar,
incluso con la pena de muerte y sin posibilidad de apelación, la indisciplina de los soldados. Pero
estos ilimitados poderes sólo podía ejercerlos el portador de imperium en campaña; dentro de los
sagrados límites de la ciudad (pomerium), todo ciudadano condenado por un magistrado tenía
derecho de apelación ante el pueblo.
Principios generales
Eran tres los principios fundamentales de la magistratura romana: la anualidad, la colegialidad y el
derecho de veto o intercessio.
Todo magistrado romano ejercía su función durante el término de un año. Pero la complicación de
competencias desarrollaron pragmáticamente la costumbre de la prorrogatio o prolongación de la
función, no de la magistratura, a su antiguo titular, por el tiempo que se estimase conveniente
hasta la solución de un asunto.

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En cuanto a la colegialidad, con excepción del dictador, todos los magistrados romanos formaban
colegios de, al menos, dos miembros. Sin embargo, esto no significaba que, para obrar, hubieran
de estar completos o funcionar como conjunto, ya que, en el interior de los mismos, cada
miembro estaba en posesión por sí solo de la competencia correspondiente a su función, de forma
total e ilimitada, sin vinculación alguna a una hipotética decisión del correspondiente colegio.
Precisamente del hecho de que todos los miembros de un colegio tuvieran el mismo poder se
desprende el tercer principio fundamental de la magistratura, la intercessio o veto que cada
miembro de un colegio tenía sobre las decisiones de sus colegas, individual o colectivamente. No
se trataba tanto de repartir las competencias, sino de dejar abierta una válvula que permitiera
paralizar la acción de un magistrado cuando se temiera contraria a los intereses del estado.

Derechos, poderes y prerrogativas


Para cumplir su función, los magistrados romanos contaban con una serie de derechos, poderes y
prerrogativas que se traducían en unos correspondientes honores con los que se reconocía la
superioridad del magistrado.
El magistrado es en toda ocasión el representante de la comunidad ciudadana, para la que actúa.
Esta representación del estado romano es usada por los magistrados en los ámbitos más variados,
tanto frente a los dioses, como en el exterior o ante el pueblo en general o el ciudadano en
particular.
Más importante es el derecho de los auspicios. Todos los magistrados desde el rango de cuestor
tenían el derecho a dirigir el servicio tradicional ritual de los auspicios (ius auspicii), la ceremonia
mágico-religiosa con la que se imprecaba el favor de los dioses antes de emprender una acción
cualquiera.
Se entiende que el magistrado, como portador del poder estatal, durante el periodo de su cargo,
no estaba sujeto a responsabilidad, ni necesitaba dar cuenta de sus actos. Esta inmunidad se
perdía, sin embargo, al tiempo que la propia magistratura, y abría la posibilidad de entablar
proceso al ex magistrado, exigiéndole cuentas sobre las eventuales irregularidades de su
administración.
A la idea de que los magistrados personificaban el poder estatal correspondían los honores a los
que tenían derecho y el respeto de que gozaban por parte del ciudadano común. Los honores u

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ornamenta , en ciertos casos, permanecían incluso después de entregar, tras el año de función, la
magistratura; así, entre otros, la utilización de la toga praetexta, orlada de púrpura; la sella curulis
o silla adornada de marfil (sólo en el caso, claro está, de los magistrados curules); el derecho de
proedría o asiento especial en teatros y espectáculos, y el acompañamiento de líctores,
portadores de las fasces (el hacha de doble hoja y las varas, símbolos del derecho de vida o
muerte), para el caso de los magistrados con imperium.

El cursus honorum
Si tenemos en cuenta que la magistratura era un
honor gratuito y que su cumplimiento exigía, en
ciertos casos, enormes gastos, es evidente que el
ejercicio del poder sólo podía recaer en las manos de
una clase privilegiada, la nobilitas, que terminó por
monopolizarlo, hasta convertirse en una verdadera
clase política, cuyos miembros contemplaban el
ejercicio de la magistratura como la máxima aspiración
vital. Con el tiempo, se fueron desarrollando una serie
de normas que terminaron por establecer un orden y
correlación en el conjunto de las magistraturas y en el
modo de cumplirlas. Así se fijó una auténtica carrera,
que podía llevar, grado por grado, hasta la dignidad
suprema de cónsul. Esta carrera o cursus honorum,
regulada por decreto en el año 180 a.C., fijaba, entre
otras cosas, los distintos escalones de la magistratura,
de menor a mayor, y establecía la limitación mínima
de edad para cada uno de los grados.
Era la cuestura el grado más bajo de la magistratura.
Su función fundamental consistía en la administración del tesoro público y en la protección del
archivo del estado, guardados en
el templo de Saturno. Su número originario de dos fue aumentado paulatinamente hasta alcanzar,
a comienzos del siglo I a.C., la cifra de veinte.
Seguía en rango la edilidad, un colegio compuesto por cuatro miembros, los dos ediles patricios y
los dos plebeyos. Sus tareas, fundamentalmente, eran de naturaleza policial en el interior de
Roma, lo que incluía el control de las calles, edificios y mercados y la responsabilidad del
abastecimiento de víveres a la ciudad. También estaban encargados de la organización, con sus
correspondientes gastos, de los juegos públicos del estado.
Paralelo en el cursus honorum a la edilidad era el tribunado de la plebe, compuesto de diez
miembros de origen plebeyo, que, si en su origen tuvo un carácter revolucionario, pasó a incluirse
como magistratura pública del estado. Los amplios poderes desarrollados en favor de los plebeyos
durante la lucha de estamentos, fueron mantenidos y extendidos a todo el cuerpo ciudadano,
como protectores del pueblo contra posibles abusos de los otros magistrados.
Más arriba estaba el colegio de pretores, especializados en el campo de la administración de
justicia. Estaban investidos, como los cónsules, de imperium, aunque, frente al de aquellos, era de
categoría menor y, por tanto, subordinado. La expansión de Roma fuera de Italia y la necesidad
de gobernar los nuevos territorios incluidos bajo la soberanía de Roma multiplicaron su número con
nuevas funciones: el encargo de la directa administración de estos nuevos ámbitos de
competencia o provincias.

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Los magistrados supremos de la República eran los dos cónsules, a quienes estaba encomendada
la dirección del estado y el mando del ejército. Poseían en plenitud el imperium con todas sus
prerrogativas, y su ámbito de competencia apenas tenía limitaciones: convocaban las asambleas
populares y el senado y juzgaban causas de carácter civil y penal.

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Como cabezas visibles del estado, eran magistrados epónimos, es decir, daban su nombre al
año en que cumplían su cargo.
Una posición especial ocupaban los censores. Formaban un colegio de dos miembros, elegidos
cada cinco años para un período activo de año y medio. La razón estaba en la función
fundamental que cumplían: confección y control de la lista de ciudadanos, así como su reparto, en
orden al servicio militar y al tributo, en clases censitarias y tribus. Más tarde, entre el 318 y el 312
a.C., se les otorgó la competencia de confeccionar la lista de senadores.
De este control sobre el cuerpo ciudadano y sobre el órgano superior del estado derivaría su
función de supervisores de las costumbres y guardianes de la moral, así como el control de las
finanzas, de las obras públicas y de las fuentes de ingresos del estado. Se comprende así el alto
prestigio del que gozaba esta magistratura, para la que se elegía, en general, a antiguos cónsules.
Finalmente, como magistratura extraordinaria, hemos de considerar la dictadura. En casos de
grave peligro exterior o interior, los cónsules podían nombrar un dictador, cuya función no podía
sobrepasar un período de más de seis meses. La concentración de poder del dictador era tan
fuerte que, contra él, no tenía validez el derecho de veto de los tribunos de la plebe, ni, durante
mucho tiempo, el de apelación ante el pueblo. Pero, precisamente por estos desmesurados
poderes, sólo en casos excepcionales se hizo uso de la dictadura.

El senado
Era el senado la institución que agrupaba a la aristocracia patricio-plebeya, detentadora del
poder político. Originariamente compuesto por los jefes de los clanes, el senado fue
desarrollándose a lo largo de la República como un consejo supremo destinado a asesorar a los
magistrados. En el 216 a.C., la institución acabó por convertirse en la reunión de todos los ex
magistrados. El nombramiento era vitalicio, y el número de trescientos miembros se mantuvo
invariable hasta el siglo I a.C.
La significación del senado en la vida pública se elevó muy por encima de su real función jurídica.
Como reunión de ex magistrados, el senado personificaba la tradición pública romana y toda la
experiencia de gobierno y administración de sus componentes. Así, frente a os magistrados
anuales, el senado se destacaba como el núcleo permanente del estado, el elemento que
otorgaba a la política romana su solidez y continuidad. No es extraño, por tanto, que, a pesar de
su función puramente consultiva, el senado se superpusiera, sobre la magistratura y sobre las
asambleas populares, como el auténtico gobierno, ante cuya experiencia y prestigio aquellos se
plegaban.
Competencias
No es fácil expresar de modo concreto las competencias del senado, que prácticamente entendía
en cualquier asunto de interés para la dirección del estado, en los ámbitos de la religión, política
exterior, finanzas, administración y orden interno. En el ámbito de la religión, era el senado el
guardián de los cultos de la ciudad y decidía sobre la dedicación de los templos, admisión de
nuevos dioses, fijación de fiestas. Pero era, sin duda, en el ámbito de la política exterior donde su
papel se manifestaba más relevante. Decidía las operaciones militares y proporcionaba los

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medios necesarios para llevar a cabo las campañas; ratificaba los acuerdos que los magistrados
estipulaban en el extranjero; distribuía las provincias y, en definitiva, llevaba de manera cotidiana
los diversos aspectos de la diplomacia, con el envío de embajadas y recepción de delegaciones
procedentes del exterior.
En el ámbito interno, una función fundamental era la relativa a las finanzas públicas, en la que
ejercía el papel de gestor del Tesoro, así como la administración de los bienes del Estado, en
especial, del ager publicus o tierras comunales y de los arrendamientos de los
recursos estatales: tributos, minas, bosques...
Las asambleas
El tercer elemento institucional del estado romano era el populus, es decir, la comunidad de
ciudadanos con plenitud de derechos, cuya vía de participación pública se encauzaba a través de
las asambleas, los comitia.
Como en la mayor parte de los estados antiguos, en las asambleas populares romanas no
existía el principio de la representación: la presencia física era imprescindible. Pero además, la
reunión de ciudadanos en asamblea no era tumultuaria, sino que, invariablemente, estaba
compuesta por la suma de un conjunto de partes o grupos, en los que todo el pueblo se ordenaba
según unos principios. La República mantuvo los distintos criterios de ordenación que se había
dado a lo largo de su historia y, como consecuencia, la existencia paralela de distintas asambleas:
aunque cada una de ellas representaban al conjunto del populus, lo hacía
desde distintos puntos de vista.
Comicios curiados
Las más antiguas eran los comicios por curias, procedentes de época real, en las que el pueblo se
ordenaba en treinta curias. En época republicana, esta asamblea quedó reducida a un simple
símbolo, aunque cumplía un acto formulario de importancia crucial: la concesión del imperium al
magistrado correspondiente, mediante votación de la lex curiata de imperio, sin el que no podía
legalmente ejercer sus funciones.
Comicios centuriados
Los comitia centuriata eran, por muchos aspectos, la asamblea fundamental del pueblo romano.
Su principio de organización eran las centurias, agrupadas en clases censitarias de acuerdo con la
fortuna personal, según el propio ordenamiento del ejército.
Sus orígenes oscuros se remontan a la llamada "constitución serviana", que dividió a la población
en una classis o clase, con medios de fortuna suficientes para poder hacer frente a las cargas que
imponía el servicio en el ejército, y una infraclassem, que, por su falta de medios económicos, ni
estaba sujeta al servicio militar, ni gozaba de derechos políticos.
A lo largo de la lucha de estamentos, la classis unitaria fue articulándose en varias, para poder
medir con precisión tanto la riqueza y las correspondientes cargas para con el estado como los
derechos políticos acordes con esta contribución.
En su forma evolucionada y definitiva, desde finales del siglo IV a.C., el orden centuriado serviano
constaba de 193 centurias: 175 de infantes, agrupadas en cinco clases censitarias, y 18 centurias
de caballeros (equites). A la primera clase, correspondían ochenta centurias; veinte, de la segunda
a la cuarta; treinta, a la quinta, y cinco centurias, al margen de la clasificación censitaria: cuatro
de ellas constituían el elemento auxiliar del ejército carpinteros, herreros, músicos...-, y la quinta la
formaba la gran masa de individuos, que, al no disponer de medios de fortuna, sólo podían
contribuir al estado con sus hijos (proletarii) o con su persona (capite censi).
Si, como hemos dicho, era la estimación que los censores hacían de los bienes de fortuna de cada
ciudadano (censo) la base de esta clasificación, se comprende que había muchos más individuos
en las clases inferiores -y, consecuentemente, en las correspondientes centurias- que en las
superiores. La razón de este ordenamiento era evidente: bajo una apariencia formalmente
democrática, el poder de decisión descansaba en los más ricos, ya que, en los comicios
centuriados, la unidad de voto no era el individuo, sino la centuria. Así, al ser 193 las centurias y,
por tanto, los votos, la mayoría absoluta se alcanzaba con 98, que era precisamente la suma de
las centurias de los equites (18) más las de la primera clase (80). Si tenemos en cuenta que la
votación se realizaba por riguroso orden de las clases, de superior a inferior, y que, una vez
alcanzada la mayoría, se paralizaba la votación, pocas ocasiones se ofrecían a las centurias de las
clases inferiores para ejercer su derecho de voto.

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Comicios por tribus
Junto a la organización centuriada, basada en el censo, el populus romano estaba repartido, por
su lugar de residencia, en distritos territoriales, las tribus, fundamento de los concilia plebis y de
los comitia tributa. Estos distritos fueron divididos en urbanos, correspondientes al recinto de la
ciudad, y rústicos, el resto del territorio considerado como ager Romanus. El número de estos
últimos -y, como consecuencia, el de las tribus- fue creciendo al compás de la expansión de Roma
en Italia hasta alcanzar, en el año 241 a.C., el definitivo de 31, que, sumado a los cuatro urbanos,
fijó el número de las tribus en 35. A partir de entonces, cualquier nuevo territorio englobado dentro
del ager Romanus fue adscrito a una de las 35 tribus existentes.
Durante la lucha de estamentos, la plebe utilizó este principio de residencia para ordenar sus
propias reuniones, los concilia plebis tributa. Tras el final de la lucha, los concilia plebis fueron
mantenidos, con sus tradiciones plebeyas, aunque se convirtieron en una asamblea popular
estatal, cuyos acuerdos (plebiscita) obligaban al conjunto del populus. Pero, paralelamente, se
organizó una asamblea general de todo el cuerpo ciudadano, sin distinción de estamentos, basado
en el mismo principio de las tribus, los comitia tributa, que, desde finales del siglo IV a.C.,
compartió con la asamblea por centurias el conjunto de las actividades políticas del populus
romano. La votación en los comicios por tribus tampoco era tumultuaria, ni individual: la tribu era la
unidad de voto; se alcanzaba, por tanto, la mayoría cuandos se obtenía el acuerdo de 18 tribus.
También en los comicios por tribus el principio democrático era más aparente que real.
La división en cuatro tribus urbanas y 31 rústicas proporcionaba una mayoría aplastante a los
propietarios sobre los ciudadanos desligados de la tierra.
Funciones de las asambleas
Las asambleas romanas eran una pieza imprescindible del mecanismo del estado, con funciones
vitales para el desarrollo de la vida política. En ellas se elegía a los magistrados: los superiores -
cónsules, pretores y censores-, en los comitia centuriata; los restantes, en los comitia tributa.
Votaban también las leyes, en su mayor parte, en forma de plebiscitos y, por tanto, en los concilia
plebis, aunque era en los comicios por centurias donde se decidían las declaraciones de guerra y
la conclusión de tratados. Finalmente, las asambleas tenían competencia en materia penal para
crímenes contra el estado, como máximo tribunal de apelación. Si la condena entrañaba la pena
capital, eran los comitia centuriata los que entendían en el juicio; los tributa quedaban para los
crímenes castigados sólo con multas.
Sus limitaciones
Pero el principio de soberanía del populus, expresado en las asambleas, era en muchos aspectos
más formal que real, al estar sometidas a una serie de cortapisas, que aseguraban el control del
senado y de los magistrados. Así, para ser válidas, las asambleas habían de ser convocadas por
un magistrado, en días hábiles -sólo 195 al año-, tras una serie de prescripciones religiosas y en
lugar adecuado. Era el magistrado competente el que presidía y dirigía los comicios y, en ellos, el
populus sólo podía expresar su voluntad sobre la cuestión propuesta, sin posibilidad de discutirla.
La auctoritas del senado, con su derecho de ratificación sobre toda decisión comicial, y el sistema
de voto, oral hasta el siglo II a.C. y, por tanto, sometido a todas las presiones imaginables, eran
otras tantas restricciones a la soberanía de las asambleas. Pero, sobre todo, la ausencia de un
principio de representación, que obligaba a la presencia física del ciudadano en las votaciones,
terminó por convertir las asambleas en la simple reunión de la plebs urbana, es decir, de los
ciudadanos residentes en
Roma, blanco fácil de la ambición de los políticos, que, con los más diversos modos de
corrupción, desprestigiaron la institución.

La práctica política
Preeminencia del senado: la nobilitas
El delicado equilibrio entre las tres instituciones básicas de la res publica -senado, magistrados y
asambleas populares- no se mantuvo inmutable a lo largo de la República. El desenlace de la
Segunda Guerra Púnica significó un aumento del papel rector del senado, que había guiado al
estado en los terribles años de la invasión de Aníbal. Tras la victoria, Roma se lanzó a una política
de expansión por el Mediterráneo, para la que no contaba con una infraestructura idónea. Fue el

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senado el que condujo la expansión, como único elemento estable de una constitución basada en
el cambio anual de los magistrados.
Efectivamente, la magistratura no estaba en condiciones de elaborar una política de largo
alcance, pero, además, todos los magistrados entraban a formar parte del senado y, por ello, se
plegaban, normalmente, a las directrices emanadas de la alta cámara, que aumentó así su
prestigio, su auctoritas. Incluso el tribunado de la plebe perdió su carácter
“revolucionario” para convertirse en un instrumento más de poder de la institución.
En cuanto a las asambleas, existían fuertes limitaciones al ejercicio de su teórica soberanía -voto
no secreto, medios de corrupción, control sacerdotal...- , que permitían convertirlas en dóciles
instrumentos del poder del senado. Pero, sobre todo, la dispersión de los ciudadanos, en un
régimen no representativo, hacía muy difícil el ejercicio del voto para quienes vivían fuera de
Roma o se encontraban lejos de la ciudad, sirviendo en el ejército. Su composición quedó
restringida al proletariado urbano, que, al estar ligado por vínculos de clientela y dependencia
económica a la nobleza senatorial, podía ser fácil objeto de control y manipulación.
De este modo, el senado, aunque sólo era un consejo asesor, se elevó sobre asambleas y
magistraturas, para decidir en todos los ámbitos de política interior y exterior, así como en el
decisivo campo de las finanzas.
Necesidades e intereses de esta oligarquía política, llevaron, en el curso del siglo II a C., a
encasillarla como aristocracia de propietarios inmuebles. Una lex Claudia, del año 219 a.C.,
excluyó a los senadores de las actividades ligadas al comercio marítimo y a los negocios de capital
mueble, por considerarlas indignas de su rango, fijándolos así a la economía agraria.
De este modo, el estamento senatorial (ordo senatorius) se destacó netamente del resto de la
sociedad romana, con rasgos típicos: el monopolio del poder político y la limitación de la actividad
económica a la propiedad inmueble. Estos rasgos todavía se subrayarían, a comienzos del siglo
II a.C., con signos externos característicos: túnica orlada con una franja ancha de púrpura
(laticlavius), sandalias doradas, anillo de oro, derecho a exhibir en las ceremonias los bustos de
sus antepasados (ius imaginum), asientos especiales en los teatros...Con esta diferenciación, los
miembros del orden senatorial se separaron también del resto de las clases más acomodadas, los
caballeros (equites), en las que hasta entonces estaban incluidos.
Pero incluso, dentro del propio estamento senatorial, se produjo, en la primera mitad del siglo II
a.C., un proceso de restricción, que limitó el efectivo control del poder a un número reducido de
familias. Esta oligarquía, la nobilitas, extremadamente cerrada y muy pequeña en número,
monopolizó la investidura de la más alta magistratura -el consulado- e impidió casi por completo la
entrada en su estrecho círculo de nuevos miembros, los llamados homines novi. Entre el 200 y el
146 a.C., sólo cuatro individuos, ajenos a la nobilitas, lograron acceder al consulado e incluirse,
así, en esta cúspide oligárquica.

Esta clase política, cada vez más cerrada, contaba para gobernar con instrumentos inadecuados,
que no cesó de defender para preservar su poder. Pero el pueblo aceptó el sistema, al que se
sentía ligado por vínculos de dependencia social y moral con los miembros de la aristocracia,

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como las relaciones de clientela y patronato o el respeto al mos maiorum, las sagradas
costumbres de los antepasados.

Senado y magistratura
En el interior del senado, el modo de hacer política estaba regulado por un juego variable de
alianzas entre individuos, familias y grupos del propio estamento, movidos por intereses
personales, familiares y sociales, que intentaban hacer prevalecer con el apoyo de fuerzas
sociales exteriores a la nobleza, como la plebe urbana, los propietarios agrícolas o los grupos
comerciales y mercantiles. Así, una clase restringida, convertida en oligarquía cerrada, puso a su
servicio los instrumentos constitucionales del estado para materializar sus intereses particulares.
El canon de virtud, la virtus, de los miembros de la nobleza romana se fundamentaba en la
aspiración a ver reconocidos sus servicios a la res publica , a través de la investidura de las más
altas magistraturas. La lógica competencia de los nobiles para lograr su elección en las
asambleas populares convirtió esta carrera por las magistraturas en un juego sucio e interesado,
en el que era necesario invertir enormes fortunas para arrancar el voto favorable de los electores.
Esta competencia, desatada entre los nobles, para acceder a responsabilidades políticas y
militares rentables, tuvo efectos negativos sobre la solidaridad de clase que exigía el sistema de
gobierno oligárquico.
El senado, como corporación, no dejó de percibir los peligros derivados de estas tendencias e
introdujo una serie de medidas, dirigidas a controlar las conductas de sus miembros y, sobre todo,
a frenar la posibilidad de “carreras” espectaculares, que pusieran en peligro la cohesión y la
necesaria igualdad del grupo. Personajes como Escipión el Africano, con su actitud abierta a las
corrientes de pensamiento del mundo griego, su carisma personal y su postura independiente,
eran un revulsivo para el núcleo más tradicional del senado, decidido a combatir posibles
amenazas “monocráticas”, derivadas de un excesivo culto a la personalidad. Un ejemplo de esta
oposición, en los años 80 del siglo II a.C., fue el frente común, dirigido por Catón, contra el
Africano, hasta eliminarlo políticamente. Poco después, en el año 180 a.C., la lex Villia regulaba el
acceso a las magistraturas, para intentar contener los apresuramientos en la escalada de los altos
puestos. Estas medidas de protección corporativa fueron extendidas a otros campos, como el de la
corrupción electoral (leges de ambitu) o la ostentación incontinente en el ámbito de la vida privada
(leges sumptuariae ).
Pero esta política interior de los grupos oligárquicos, basada en el conservadurismo y en el rígido
aferramiento a los valores tradicionales, no pudo extenderse al ámbito de la política exterior, con
sus ilimitidas posibilidades de promoción personal, difícil de controlar.

El gobierno de las provincias


Era, sin duda, la actividad pública fuera de Italia -encargos diplomáticos, comandos del ejército,
gobierno de las provincias- la meta política más ambicionada. Las posibilidades de enriquecimiento,
prestigio y gloria que la política exterior abría a los aristócratas, dio un fuerte impulso al militarismo
de la clase senatorial. Todas las cortapisas legales y morales que podían imponerse a los
miembros de la aristocracia en el interior de Roma, desaparecían en el exterior, donde los
magistrados, revestidos de un ilimitado imperium, escapaban al control senatorial e, impunemente,
podían imponer su voluntad para lograr sus intereses particulares. Se emprendieron así muchas
campañas, provocadas sólo por la ambición de un triunfo o por las considerables ganancias de
botín. Pero fue, sobre todo, el sistema de gobierno provincial el que más claramente puso de
manifiesto la discrepancia entre la estructura político-social de Roma y el inmenso ámbito de
dominio del imperio.
El sistema de gobierno provincial no sólo rompió la solidaridad de la sociedad aristocrática que
daba estabilidad al estado, sino, lo que es más grave, fue causa de su militarización. La unidad de
mando civil y militar de los magistrados portadores del imperium y las continuas exigencias en el
ámbito de la milicia desde la segunda guerra púnica en los campos de decisión bélica y en la
misma gestión gubernamental, acuñaron lentamente el ideal de caudillo como única forma de
articulación del ideal aristocrático de poder y prestigio. La aristocracia romana quedó atrapada

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entre una doble alternativa: o ver amenazada su posición si renunciaba a responder a las
exigencias de la política exterior, o poner en peligro los propios fundamentos de su dominio de
clase si, al responder a estas exigencias, sus miembros, en la persecución de una posición
personal, atentaban a la igualdad y a la cohesión de clase, ignorando o pasando sobre las reglas
tradicionales de moral política y social que las sustentaban. La elección de la segunda alternativa
llevaría al estado indefectiblemente, por un tortuoso y sangriento camino, a la dictadura militar.

El ejercito manipular republicano


José Manuel Roldán Hervás
Las legiones romanas

El ejército republicano
Como otras ciudades-estado de la Antigüedad, el sistema militar romano estaba indisolublemente
unido al político y, por ello, el disfrute de los derechos inherentes a la condición de ciudadano
estaba ligado a la obligación del servicio militar. El ciudadano romano era, como tal, un soldado y
viceversa. Esta obligación se extendía a todos los ciudadanos varones sin excepción, que desde la
mayoria de edad se encontraban inscritos en una lista de movilizables, el censo. Esta ecuación
básica que ligaba la participación militar a la cívica tenía su principio en la constitución centuriada, a
su vez unida a una revolucionaria transformación del ejército: el sistema hoplítico.
Como en otras sociedades arcaicas el primitivo ejército romano era una milicia de élite, en la que la
técnica militar estaba dominada por la aristocracia y basada esencialmente en el encuentro
individual, en el que jugaban un papel de primer orden el carro y el caballo: el valor personal era
decisivo en la suerte de la guerra, de carácter, pues, típicamente heroica.

El ejército gentilicio
La unidad política básica, cuyo conjunto constituía el Estado romano primitivo, la gens,
proporcionaba, según sus posibilidades económicas, un cierto número de gentiles, armados para el
combate, a los que seguían, con el simple papel de fuerzas auxiliares, el resto de los miembros de
cada gens, que, en forma tumultuaria, ayudaban con sus gritos o sus armas improvisadas a los
verdaderos y propios combatientes. Estos recibían el nombre de celeres y se articulaban en tres
centurias, correspondientes a las tres tribus primitivas—Ramnes, Tities y Luceres—, de cien
Jinetes cada una. Este ejército de caballería, que se supone introducido en Roma por los
dominadores etruscos durante el siglo Vl antes de Cristo, constituía,
antes de la formación de la infantería pesada, un eficaz y temible instrumento bélico que,
restringido a la aristocracia, cuyos miembros tenían en exclusiva el derecho de servir como jinetes,
contribuía a afirmar el predominio político de los patricios.

La reforma hoplítica: el nacimiento de la legión


El ejército, ordenado sobre la base de las gentes y, por tanto, de carácter gentilicio, se transformará
radicalmente a la par que la sociedad para dar paso a lo que comúnmente se llama ordenamiento
de centurias o constitución serviana que, desde el punto de vista militar, tendrá su reflejo en la
nueva táctica hoplitica.
Frente al duelo singular de la época heroica, esta táctica consiste básicamente en la utilización de
una línea continua de batalla formada por soldados de infantería pesada que, como una muralla
movible, avanzan lanza en ristre protegiéndose los flancos mutuamente con sus escudos. La
guerra no está ya basada en el valor personal, o por lo menos no exclusivamente, sino, sobre todo
en ia coherencia y disciplina de la formación.
El ejército hoplitico no es, por supuesto, una innovación introducida violentamente sino una
evolución gradual, de la que la leyenda romana conserva trazas. La reforma del ejército supone la
formación de clases sociales capaces de soportar la carga de las armas y al propio tiempo
interesadas en asumirla como distinción suprema del ciudadano. Pero el cambio fundamental está
en que estas clases ya no se adecúan según la base gentilicia, sino según su potencial económico,
es decir, según una base timocrática. Este ordenamiento timocrático decidirá los derechos y

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deberes ciudadanos frente al estado y supone una crisis o debilitamiento de la aristocracia
gentilicia, que en Roma se data en época de Servio Tulio, de donde el nombre de constitución
serviana que personalizó en un ser mítico una larga evolución, comenzada todavfa durante la
dominación etrusca y sólo concluida varios siglos después.
Frente a la tajante distinción entre gentiles, es decir, miembros integrados en el sistema gentilicio
de la gens, y resto de la población libre —en la que se incluye a la plebe, exenta de derechos

políticos por su extrañamiento de la gens— , en el nuevo sistema el pueblo romano en su conjunto


se distribuye en cinco clases de ciudadanos con capacidad de llevar armas, según su fortuna
personal. La primera clase se compone de cuarenta centurias de iuniores (de dieciocho a cuarenta
y cinco años) y cuarenta de seniores (de cuarenta y cinco a sesenta años); las tres siguientes, de
diez centurias de iuniores y otro número igual de seniores; la última, de quince y quince,
respectivamente.
A este núcleo se añaden por arriba dieciocho centurias de equites o caballeros, los más elevados
de rango y de posición económica, antiguo resto de las centurias originarias de caballerfa del
ejército gentilicio; pero también, por abajo, se completan con cuatro centurias de técnicos —
artesanos y músicos— y una no armada, en la que se integran todos los proletarii, así llamados
porque, carentes de medios económicos, sólo contribuyen al estado con su prole, o capite censi,
es decir, censados por su propia persona y no por sus bienes: en total, pues, 193 centurias.
Ejército ciudadano
En el ordenamiento militar, la centuria constituye la unidad de población destinada a proporcionar al
ejército un contingente fijo de hombres armados (en su origen, cien). No todos los ciudadanos con
derechos y deberes militares estaban igualmente armados. Precisamente, el principio timocrático
descargaba sobre los más ricos las más pesadas obligaciones militares. Y así, originariamente,
sólo los iunores de las tres primeras clases estaban dotados de armamento pesado
correspondiente a la infantería hoplítica, mientras las centurias de las otras clases aparecían sólo
como auxiliares de las primeras. Estas sesenta centurias de infantería pesada constituían la legio,

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la unidad orgánica que el ejército romano mantendrá como tal a lo largo de toda su historia,
compuesta de un efectivo de alrededor de 5.000 hombres.
En época histórica, pues, Roma, como ciudad-estado, es una comunidad de guerreros en la que la
función militar no está monopolizada por un grupo, sino que se identifica con la ciudad misma. Sin
embargo, este ejército ciudadano no excluye ciertos rasgos funcionales que se derivan del propio
ordenamiento centuriado y que son, básicamente, la distinción de una clasis armada, como grupo
funcional socialmente diferenciado, constituido por las cinco clases timocráticas en su fase más
evolucionada (los adsidui), y de una infraclassem (proletarii y capite censi), a los que si, por su falta
de posibilidades económicas, se les ahorra su contribución a las cargas militares, en contrapartida
tiene sus derechos políticos reducidos a la mínima expresión.

La obligación o el derecho a servir como soldado está profundamente grabada en la conciencia del
ciudadano; el ejército cívico es consustancial con la ciudad. El cives, en su calidad de soldado, bien
subrayada con el término de miles, es consciente de que sobre él descansa la defensa de la ciudad
al lado de los demás ciudadanos, incluidos en una máquina disciplinada que hace de él más un
combatiente que un guerrero.
Roma nunca ha renunciado al ejército de ciudadanos como única forma de defensa nacional,
cuando los estados más avanzados contemporáneos helenísticos o influidos por el helenismo
habían derivado al recurso del mercenariado. El ejército hoplítico del siglo V antes de Cristo,
modelado con criterios timocráticos es un ejército de ricos que, en un precario estado, ha de tomar
a sus expensas armamento y subsistencia. Pero, al propio tiempo, un ejército ciudadano de estas
características, en el que el soldado ha de compaginar defensa del estado con dedicación a sus
propios intereses, fundamentalmente agrarios, supone un tipo de guerra rigurosamente limitada en
el espacio —para permitir al soldado trasladarse del campo de batalla al escenario de sus
ocupaciones— y en el tiempo, dándole margen para compaginar ambas actividades.
Así es en efecto. El horizonte exterior de Roma en el siglo V antes de Cristo es ciertamente limitado
y el tipo de combate se concibe como un modo particular de relación y de competición con las
ciudades vecinas, en el que no se cuestiona ni la existencia de las ciudades beligerantes, ni la
extensión de su territorio, ni su soberanía política. Las guerras de razzias tienen lugar en las
épocas en que el campo no necesita brazos para trabajarlo, guerras confusas e interminables cuyo
eco percibimos en el incierto relato de Tito Livio. No es tanto la expansión territorial como la
confrontación vigilante con los pueblos vecinos la que absorbe la atención militar.

La introducción del stipendium


Un conjunto de circunstancias internas y exteriores habían de transformar este ejército primitivo de
ricos armados a sus expensas, o de adsidui con armamentos acordes a sus posibilidades, en
beneficio tanto de una necesaria uniformación como de un reparto más racional de los pesados
deberes militares. La complicación creciente y la ampliación del horizonte internacional (en la que
se inserta como pieza inesperada y catastrófica la invasión por los galos de Roma de comienzos
del siglo IV antes de Cristo, que disloca de raíz las relaciones de Italia central) y el recrudecimiento
de las luchas sociales en el interior de la ciudad por la tierra cultivable explican, o al menos
influencian, el comienzo de una política de expansión que marca un nuevo período en la historia
militar romana y cuyo rasgo más característico es la introducción del stipendium o soldada para
indemnizar a los ciudadanos que, efectivamente, soportan sobre sus hombros el servicio de las
armas.
La introducción de la soldada comienza a cuestionar los principios fundamentales del estado
timocrático basado en la ecuación de a mayor censo mayores deberes militares y más amplios
derechos políticos. El stipendium, no obstante, no es propiamente un salario y, por tanto, no
supone en absoluto una profesionalización del ejército, sino que se trata de una contribución estatal
o compensación a los adsidui o posesores de los perjuicios causados por el prolongamiento
invernal de las acostumbradas campañas estivales, tanto más frecuente cuanto más se alejaban
los escenarios bélicos del territorio de la ciudad.

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Por supuesto, esta indemnización era baja, ya que apenas estaba destinada a cubrir la
subsistencia y acaso también el equipo. Según los datos de Polibio, el legionario romano debía
recibir dos óbolos por día, cantidad que se doblaba para el caballero y se triplicaba para los
centuriones. Esta suma no experimentaría sustanciales variaciones hasta las reformas de César, y
se estima que venía a representar por año alrededor de 90 a 100 denarios, cifra muy por debajo del
salario medio de un obrero de la época.

Pero el pago del stipendium tuvo como consecuencia privar poco a poco a la milicia ciudadana de
su esencia clasista y, sobre todo, produjo una rotura de identidad entre ordenamiento político y
militar, manifestada en la pérdida de importancia de la centuria, frente al nuevo sistema manipular,
más flexible y eficaz, en el que el manipulum, compuesto de dos centurias, pasó a ser la unidad
táctica básica. La legión manipular, que sustituye, seguramente a finales del siglo IV antes de
Cristo, a la rígida formación de la falange hoplítica, significa el alejamiento romano de la concepción
bélica de sus modelos griegos y una neta superioridad frente a éstos, que quedaría demostrada en
la guerra contra Pirro (280-275 antes de Cristo).
La uniformidad introducida en las filas del ejército tuvo como consecuencia que el ordenamiento
centuriado ya no sirviera de base para la organización del ejército. En su lugar, seguramente desde
mitad del siglo III antes de Cristo, el nuevo sistema de leva se basó en las tribus, es decir, en las
circunscripciones territoriales —rústicas y urbanas— del territorio romano, en las que estaba
inscrito todo ciudadano por su domicilio, con independencia de su capacidad económica o censo.
Sólo se mantuvo el principio de reclutar a los soldados ex classibus, o sea, de entre las clases de
adsidui, excluyendo, como antes, a los proletarii o capite censi.

El dilectus
El servicio militar, obligatorio para los ciudadanos, no era, en cambio, efectivo. De hecho, Roma no
ha conocido hasta muy tarde el ejército permanente e incluso, teóricamente, podía ocurrir que, en
ciertas épocas, el Estado romano no contara con un ejército movilizado. La práctica adaptación de
los medios a las necesidades supone en principio una elección limitada, tanto de los sujetos
movilizados como del tiempo de movilización. Esta elección, dilectus, es en Roma sinónima de
reclutamiento. Del dilectus están exentos los proletarii o capite censi, que no alcanzan el censo
mínimo para ser considerados como adsidui, pertenecientes a una de las cinco clases censitarias, y
de éstos, sólo tienen obligación de servir los comprendidos entre los diecisiete y sesenta años,
iuniores, de diecisiete a cuarenta y cinco, y seniores, hasta los sesenta. Es, pues, el censo mínimo
de la quinta clase el que, estableciendo la diferencia entre adsidui y proletarii, señala la aptitud o
descualificación del servicio activo, del que en casos determinados, ni siquiera estos últimos están
totalmente exentos.

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De un lado, la igualdad y obligatoriedad ante el impuesto de sangre, de otro, la necesidad de
compaginar deberes militares y ocupaciones privadas, desarrollaron una serie de usos que, si no
con la categoría definitiva de leyes, regularon en cualquier caso el sistema del dilectus, reduciendo
los cuarenta y cuatro años teóricos de servicio activo a sólo dieciséis o veinte y otras tantas
campañas. En el primer siglo y medio de la república, estas campañas estacionales coincidían
generalmente con el período de obligado reposo en la agricultura y permitían al cives-miles
compaginar su trabajo habitual como campesino con sus deberes militares.
La ampliación de la política exterior romana a escenarios cada vez más alejados del núcleo de
residencia ciudadano causaron los primeros desfases en este sistema, que pretendía aminorar los
inconvenientes y perjuicios sin renunciar al principio básico del ejército cívico-proletario. La
expansión de Roma por la península Itálica y el subsiguiente duelo con
Cartago, la otra gran potencia del Mediterráneo occidental, con las consiguientes necesidades
bélicas crecientes por tiempo superior a las campañas estivales y en espacios demasiado alejados
para permitir el regreso a sus hogares de los soldados en el intervalo entre campaña y campaña,
tenían que ser una carga cada vez más difícil de soportar, mientras el número de
soldados-propietarios, incluso utilizados hasta los últimos recursos, se tornaba en ocasiones
insuficiente.
Según el sistema serviano, era considerado adsiduus el ciudadano con una renta anual superior a
una cifra entre 11.000 y 12.500 ases, es decir, de 1.100 a 1.250 denarios, aproximadamente un
séxtuplo de la cantidad establecida como stipendium o soldada. Teniendo en cuenta las
necesidades mínimas de subsistencia, el límite de la quinta clase de adsidui no era abismal frente a
los proletarii. Por otro lado, dado el carácter indiscriminado de la leva por tribus, sin relación al
censo, a excepción de la consideración de adsidui, y la progresiva disminución del número de
ciudadanos en las categorías censitarias superiores, es obvia la pesada contribución de sangre de
los propietarios que más precariamente podían mantenerse con sus bienes en la categoría de
tales.
En cualquier caso, antes de la segunda guerra púnica (218-202 antes de Cristo), probablemente la
carga no se consideraba, salvo excepciones, demasiado insoportable. El servicio militar era, en
primer lugar, una obligación inmemorial y parte de la experiencia normal de un ciudadano que,
incluso en la educación, era motivado con una atención preferente a ejercicios físicos y
paramilitares. Pero además, antes del 200 antes de Cristo, la guerra era, en general, provechosa.

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No de otra manera que con las armas había comenzado la expansión del territorio romano, que
permitió aumentar el número de familias de propietarios y la misma extensión de la tierra cultivable.
En un estado que se mantuvo largo tiempo en su primitivo carácter agrario, las victorias terminaban
con mucha frecuencia en distribuciones de tierra, cuyos beneficios eran, en gran parte, para los
soldados vencedores. Sin duda, fue el progresivo alejamiento de los frentes y la necesidad de
mantener tropas de forma ininterrumpida sobre los territorios ultramarinos ganados tras la primera
guerra púnica —Sicilia, Córcega y Cerdeña—, con la ruptura de la tradicional alternancia cíclica del
campesino-soldado, el origen de una crisis del ejército que, al cambiar considerablemente las
condiciones de servicio, sin, paralelamente, atender al modus vivendi del soldado, aceptaba ya una
permanente contradicción de consecuencias imprevisibles.
Bajo la tradicional apariencia de un ejército basado en la conscripción anual, y transitorio por tanto,
Roma comenzó a tener ejércitos permanentes en los que el dilectus no era ya, o no lo era
completamente, el efectivo total armado, sino sólo un suplemento (supplementum) anual destinado
a proporcionar tropas de refresco, sustituir bajas o licenciamientos o crear unidades para empresas
militares nuevas.
Las consecuencias de la segunda guerra púnica
Fue la segunda guerra púnica, con su agobiante presión sobre todos los recursos del Estado, el
acontecimiento que más radicalmente influyó en esta evolución, acelerando las contradicciones
implícitas en su estructura. En ocasiones especialmente dramáticas, hubo necesidad de recurrir a
levas extraordinarias, el tumultus, en las que, sin respetar las formas y exigencias de la constitución
censitaria, se movilizaban todos los recursos de hombres de la ciudad, es decir, también los
proletarii. Todavía más, ni siquiera, llegado el caso, se prescindió de los libertos, de los propios
esclavos o, incluso, de deudores y criminales.
La consecuencia lógica que hubiera podido esperarse, es decir, la apertura de las legiones a todos
los proletarii, no se dio; el Gobierno prefirió recurrir a medidas parciales e indirectas, de las que la
más evidente fue la reducción del censo serviano de 11.000 a 4.000 ases, seguramente en el año
214 antes de Cristo.
Ciertamente, es más que probable que la medida citada, en la ocasión limite de una coyuntura
apurada —en 215, de un total de 75.000 ciudadanos adsidui, hubo que proveer a la formación de
seis o siete legiones por año, es decir, alrededor de 30.000 hombres—, fuera pensada sólo como
expediente transitorio. Pero el abismo imperialista en que el Estado romano se sumergió, no bien
resuelto el conflicto con Cartago, no sólo exigiría la durabilidad de la medida, sino, todavia más, la
tornaría en apenas medio siglo completamente insuficiente.
Si en los últimos diez años de la guerra Roma movilizó a 50.000 legionarios, la complicada politica
exterior, después del 202, en Macedonia, lliria, Grecia, la Galia Cisalpina y la peninsula Ibérica,
exigió fuerzas bélicas no menos importantes.
Entre 200 y 168, el promedio anual fue de ocho a diez legiones, es decir, de 44.000 a 55.000
soldados ciudadanos, de un
censo inferior a 300.000 varones adultos, por tanto, una sexta parte del mismo.
El cuerpo cívico romano hubo de acostumbrarse a soportar las consecuencias del imperialismo y
las crecientes exigencias de sangre, descargadas sobre un núcleo de agricultores arruinados, a los
que se privaba de medios y tiempo para rehacer sus haciendas, no sólo transformaron la realidad
del ejército, sino las propias bases socioeconómicas del cuerpo
cívico. Como no podia ser de otra manera, se produjo un continuo deterioro de las condiciones
económicas de los ciudadanos
adsidui, que tendieron a disminuir, como consecuencia de la regresión demográfica ocasionada por
la guerra, el empobrecimiento general y la depauperación de las clases medias, que empujó a las
filas de los proletarii a muchos pequeños propietarios.
Esta disminución de adsidui no podia sino generar mayor presión del Gobierno en el reclutamiento,
y esta presión, a su vez, resistencia en los afectados, produciendo, en suma, una total falta de
adecuación entre fines de la politica romana y medios para llevarla a término.

Los socii

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No es extraño que el Gobierno romano, ante la escasez y repugnancia de los ciudadanos a la
conscripción, recurriera, como en épocas anteriores, a un incremento en la cifra de aliados itálicos,
exigida en los correspondientes pactos de alianza (formula togatorum).
El lanzamiento de Roma a una política expansiva en la península Itálica, a partir del siglo IV antes
de Cristo, con la consiguiente extensión de sus fronteras, y la pluralidad de frentes de una política
agresiva, necesitada de mayores contingentes armados, llevaron al Estado romano, sin romper con
el esquema tradicional ciudadano-soldado, a aprovechar las posibilidades bélicas de las ciudades
incluidas en la confederación itálica sobre la que ejercitaba su hegemonía política.
Así, paulatinamente los socii o aliados latinos fueron enrolados obligatoriamente en el ejército
romano.
Estos nuevos contingentes no fueron ensamblados en las unidades regulares romanas, las
legiones, sino en alae, aunque de igual efectivo humano que aquéllas. Eran los cónsules, la más
alta magistratura republicana, los que decidían, de acuerdo con el Senado, lo mismo que los
contingentes de ciudadanos anuales reclutados mediante el dilectus, el número y las localidades
que proporcionarían cada año tropas al ejército. A los aliados latinos se añadieron, a partir de
mediados del siglo IV antes de Cristo, con la progresiva conquista de Italia, otros contingentes de
pueblos itálicos que aceptaron la obligación de servir como socii en el ejército romano, a tenor de
los tratados o foedera concretos que los convertían en aliados del pueblo romano.
Legiones y alae, compuestas, respectivamente, de ciudadanos romanos y aliados itálicos, con
armamento semejante y similar organización numérica y táctica, formaron así, como infantería
pesada, ei núcleo del ejército romano republicano, que se completaba con contingentes de
caballería.
En su origen, la caballería fue un cuerpo de élite reservado a la aristocracia romana. La doble
acepción del término eques como «jinete» y «caballero» lo demuestra. Pero la profunda y mal
conocida evolución que aboca a la afirmación de la infantería pesada con armamento homogéneo
como núcleo fundamental del ejército, afectó tanto a la importancia de la caballería militar romana
como al propio interés del noble por servir en ella.
Así, mientras la legión se iba modelando como el instrumento táctico más eficaz y temible de su
época, la caballería permaneció anquilosada, sin reformas ni acomodaciones significativas, como
muestra del escaso interés en el arte militar romano, y pasó a cumplir un simple papel de
complemento en cada unidad legionaria, que no llegaba al 7 por 100 de sus efectivos totales.
No es extraño que, cuando la expansión italiana de Roma descubrió una casi in agotable reserva
de hombres para la guerra en los socii, se descargara progresivamente en éstos un servicio cada
vez menos atractivo para las capas altas de la sociedad romana, en la que descansaba esta carga.
Pero mientras el reclutamiento de la infantería pesada aliada se hizo
bajo el principio de la paridad con respecto a las legiones ciudadanas, el de la caballería se
multiplicó por tres.
Es significativo, sin embargo, que esta caballería aliada no suplantó, en principio, a la romana.
Organizada en unidades de 300 jinetes, fueron llamadas también alae —alae equitum frente a las
alae sociorum de infantería— para subrayar su carácter ajeno y contrapuesto al de la caballería
legionaria ciudadana. Pero es 1ógico que la duplicación de cometidos se saldara definitivamente a
favor del contingente aliado desde finales del siglo II antes de Cristo. Cada alae
equitum se articulaba en diez turmae, homogéneas por nacionalidad. La turma, pues, constaba de
treinta jinetes; a su mando se hallaban tres decuriones, uno de los cuales, el mas antiguo, era al
propio tiempo comandante de la unidad.

Auxilia
Las guerras púnicas, que desde mitad del siglo lll antes de Cristo lanzan a Roma fuera de la
península Itálica, añadieron todavía un nuevo elemento al ejército romano tradicional, el de las
tropas auxiliares de procedencia extra-itálica. El contacto con los cartagineses, cuyos ejércitos
hacían abundante uso de mercenarios de distintas procedencias, con sus particulares métodos y
artes bélicas, impuso a Roma la necesidad de procurarse armas y tácticas efectivas contra estos
modos de guerrear.
El recurso de tropas extra-itálicas por parte romana se generalizó, sobre todo, en la segunda guerra
púnica y, naturalmente, fue el principal teatro de operaciones, la península Ibérica, la fuente más

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inmediata y rentable, con soldados de otras procedencias como galos, númidas y cretenses. Estos
recursos, con ser en ocasiones muy importantes, no transformaron las estructuras tradicionales
organizativas del ejército romano: los elementos extra-itálicos, con el nombre genérico de auxilia,
sirvieron para sustituir progresivamente la necesidad de tropas ligeras —los antiguos velites— o
para disponer de contingentes con armamento especializado. Las diversas fuentes de
reclutamiento y el distinto armamento de estas tropas obligaba a integrarlas, renunciando a
cualquier tipo de homogeneidad. Es 1ógico, por tanto, que sólo constituyeran un complemento de
la infantería pesada romano-itálica que, aunque constante, fue incluido en el ejército durante toda
la república a impulsos de una continua improvisación, de acuerdo con las circunstancias
específicas de cada campana.
La organización, según eso, no podía ser excesivamente rígida. Los mandos eran indígena , se
agrupaban según su nacionalidad y, en consecuencia, según su función en el combate de acuerdo
con el tipo de armamento que portaban: caballería ligera gala y númida, honderos baleares,
arqueros cretenses o, simplemente, infantería ligera de hostigamiento, provista de su armamento
nacional.
Esta falta de homogeneidad se debía traducir también en el sistema de reclutamiento, bien
mediante el mercenariado, de tradición helenística, o con otros métodos adaptados a las
circunstancias concretas: con los pueblos amigos o aliados, mediante contratos o pactos; en el
caso de las provincias, es decir, de los espacios geográficos sometidos a la soberanía del pueblo
romano, de acuerdo con los tratados suscritos con cada comunidad o recurriendo a distintos
sistemas de coacción.
Estas tropas, irregulares y mal ensambladas en el ejército, eran disueltas al finalizar la
correspondiente campaña, sin que el servicio significase para el Estado romano ulterior obligación
o compromiso, tras la satisfacción de las cantidades estipuladas, en el caso de los mercenarios, o
su reenvío a las comunidades de procedencia para los auxiliares proporcionados por amigos,
aliados o súbditos.
Reformas tácticas y organizativas
Si la innovación en los reclutamientos había sido accidental y dictada por las circunstancias, las
reformas técnicas y organizativas, desarrolladas en los años siguientes, son un mérito personal del
caudillo, sistemáticamente planeadas y llevadas a la práctica, que perdurarán hasta las parciales
modificaciones introducidas por César. Sin duda, la principal de ellas es la utilización de la cohorte
como unidad táctica en sustitución del manipulo, con la consiguiente mejora en la capacidad de
maniobra.
La legión anterior a Mario, tal como la conocemos por los datos de Polibio, estaba articulada en 30
manípulos, compuestos cada uno de dos centurias y dispuestos en tres líneas, de acuerdo con la
edad y el armamento. Los más jóvenes, los hastati, 10 manipulos de 120 hombres, formaban la
primera; los principes, también 10 de 120, la segunda; los triarii, 10 de 60, la tercera. Cada
manipulo formaba un orden cerrado, pero entre manipulo y manipulo quedaba un espacio libre para
moverse con agilidad, en disposición ajedrezada (quincunx). A este número había que añadir 1.200
velites, repartidos por igual entre todos los manípulos; en total, pues, 4.200 hombres.
Los velites iban provistos de espadas, jabalinas y un pequeño escudo circular (parma). Los hastati
y los príncipes llevaban la espada corta, adaptada de la utilizada por las tribus ibéricas, el gladius, y
dos pila o lanzas, una ligera y otra pesada; finalmente los triarii, en lugar del pilum utilizaban el
asta, una lanza larga. Todos los soldados portaban coraza, casco y grebas de bronce. Cada
manipulo tenía dos centuriones, de los que el mayor ejercía el mando. La legión se completaba con
un cuerpo de caballería de 300 jinetes, dividido en 10 turmae, mandadas por decuriones.
La oficialidad de la legión estaba compuesta por seis tribunos militares, procedentes de los dos
órdenes privilegiados de la sociedad romana, el senatorial y el ecuestre, que cumplian las
funciones administrativas y tácticas que les encomendaba el comandante en jefe de cada ejército
—compuesto por una o varias legiones—, un magistrado con imperium (cónsules o pretores). Tras
la segunda guerra púnica comenzó a introducirse la costumbre de que el magistrado
correspondiente llevara con él a su provincia uno o varios legati, miembros del orden senatorial, a
los que podía delegar parte de las fuerzas y cometidos de los que era responsable.

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Con Mario se da el último y definitivo paso de un importante cambio en la organización táctica de la
legión, que substituye el manípulo por la cohorte como sub-unidad fundamental. A partir de ahora,
en lugar de los treinta manípulos de la infantería pesada, la legión se ordena en diez cohortes,
compuestas cada una por los tres manípulos del mismo número, uno detrás de otro, en una triple
línea (triplex acies). Al entrar a combatir en un mismo frente los hastati, principes y triarii,
desaparece toda diferenciación entre ellos y, por consiguiente, la diversidad del armamento. La
legión adquiere asi una estructura homogénea: su efectivo normal se eleva a 6.000 hombres, en
diez cohortes compuesta cada una de tres manípulos de doscientos infantes pesados, y cada
manipulo dividido en dos centurias.
Otra de las innovaciones, cuya atribución a Mario está atestiguada, es la asignación de un
emblema o enseña a cada legión, el aquila de plata. El águila supone la conversión de la legión en
un cuerpo, con un espíritu colectivo y una continuidad de tradición.
La nueva organización trajo un incremento de la disciplina y una intensificación de la instrucción,
con medidas como la preparación de los legionarios para la esgrima, según el modelo de las
escuelas de gladiadores, y la modificación del equipaje individual del soldado, en el sentido de
aumentar su carga para disminuir el tren o impedimenta colectiva: de ahí la proverbial expresión de
mulus Marianus, aplicada al legionario.

El orden social romano en el siglo III a. C.


ALFÖLDY, Gezá, Historia Social de Roma, Madrid, Alianza Universidad, 1996, pp. 11-36.

El desenlace de la lucha entre los órdenes y la extensión del poder de la ciudad del Tíber a la
península itálica determinaron claramente el camino que la sociedad romana seguiría en su
evolución posterior. Tres fueron los factores condicionantes de la división de la sociedad romana y
de las mutuas relaciones entre sus distintas capas derivadas del cambio que advino en la historia
de Roma durante el siglo transcurrido entre las leyes licinio-sextias y la primera guerra púnica.
Tanto el desarrollo interno del cuerpo cívico romano como la victoriosa expansión condujeron a que
en la estructura económica del estado romano, y, por consiguiente, también en su estructura social,
se introdujese una diferenciación más pronunciada que antes. Además, como consecuencia de la
expansión el orden social de Roma en esta centuria dejó de descansar sobre el vecindario
numéricamente insignificante de una sola comunidad urbana, para imponerse a una población
cifrada en varios millones y reunir así a grupos sociales en principio muy heterogéneos. Finalmente,
fue inevitable que los distintos grupos sociales quedasen aglutinados en un orden social
aristocrático: el triunfo político de los dirigentes plebeyos no había acarreado la democratización del
ordenamiento de la sociedad, como en Atenas a partir de Clístenes, sino la formación de una

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nueva nobleza con un poder más firme. Dados estos presupuestos, la Roma del siglo III a. C. vio
cristalizar un sistema social aristocrático peculiar, cuya evolución no hizo sino acelerarse con la
victoria romana en la primera guerra púnica (264-241) y que sólo a raíz de las transformaciones
acaecidas durante la segunda guerra púnica (218-201) tomó en parte un rumbo nuevo.
Considerada desde la perspectiva de su estructura económica, Roma era todavía en el siglo IV a.
C. un estado agrario, en el que la inmensa mayoría de la población vivía del cultivo de la tierra y del
pastoreo y en el cual la propiedad del suelo constituía la fuente principal y al mismo tiempo el
distintivo más importante de riqueza. Artesanía y comercio tenían sólo un papel limitado; en el
comercio eran aún empleados medios de trueque arcaicos (ganado, además de barras y planchas
de cobre bruto valoradas a peso), en lugar de dinero acuñado; artesanos y mercaderes sólo podían
constituir un grupo proporcionalmente reducido en el seno de la plebe. La importancia primaria de
la producción agraria es una constante mantenida a lo largo de toda la Antigüedad e incluso hasta
la revolución industrial de la época moderna. Empero, para el desarrollo romano tuvo ciertamente
una gran relevancia el que la artesanía, el comercio y también la economía monetaria conquistasen
un rango considerable en la economía y condujesen al fortalecimiento de los grupos sociales
activos en estos sectores. Esta diversificación de la vida económica se vio particularmente
acelerada por el hecho de que Roma se convirtió asimismo en un poder naval a raíz de sus
enormes esfuerzos en tal sentido durante la primera guerra púnica, circunstancia que, añadida a la
conquista de Sicilia en el 241 a. C. y a las de Cerdeña y Córcega en el 237 a. C, y más aún, con la
organización de estas islas en el 227 a. C. como las primeras provincias romanas en el
Mediterráneo occidental, activó de forma inevitable su expansión económica. El signo más claro de
ese cambio en la estructura de la economía romana fue la introducción de la acuñación regular de
moneda ya en el 269 a. C, en vísperas de la primera guerra púnica. Esto tuvo igualmente
consecuencias para el establecimiento del criterio de valoración según el cual sería definida la
posición social del individuo: la adscripción de los ciudadanos a cada una de las clases de censo,
fijadas en su día en la llamada constitución serviana, pudo ser regulada de acuerdo con una
calificación económica que expresaba en sumas monetarias la cuantía de la fortuna mínima para
cada una de las clases.
Inevitable fue también una más acusada diversificación de la sociedad romana como consecuencia
del hecho de que su ordenamiento social en el siglo III a. C. descansaba ya sobre el conjunto de la
población de la península itálica; la población era muy heterogénea, tanto étnica como social y
culturalmente, y ya sólo por sus efectivos numéricos excluía toda posibilidad de división propia de
un orden social simple y arcaico. Según las listas del censo correspondientes al siglo III a. C,
cuyos datos podrían indicarnos al menos la cuantía aproximada de los cives Romani, el número de
los ciudadanos romanos adultos ascendía en el año 276 a. C. a 271.224 y en el 265 había crecido
a 292.234; tras un retroceso demográfico debido a las pérdidas ocasionadas por la primera guerra
púnica, con al parecer sólo 241.712 ciudadanos en el año 247, las cifras del cuerpo cívico debieron
recuperarse otra vez, hasta llegar a los 270.713 en el 234 (Liv., Epit. 14-20). Ateniéndonos a los
datos recogidos por Polibio (2, 24,3 s.) sobre la población de Italia movilizable para la guerra en el
225 a.C, cabría evaluar, según P. A. Brunt, en unos 3.000.000 el número total de habitantes libres
de la península (excluida la Italia superior), a los que habría que añadir todavía 2.000.000 de
esclavos. Aun cuando esta valoración es sólo aproximada y, al menos en lo que se refiere a los no
libres, parte ciertamente de una cifra alta en exceso, nos hace patente en cualquier caso que la
sociedad romana del siglo III a.C. tuvo que proseguir su desarrollo en condiciones muy diferentes,
condiciones en las que el modelo social primitivo y simple de nobleza-pueblo sería inconcebible.
Esta población diversificada se vio aglutinada en un orden social aristocrático. Si en Roma
surgieron de la lucha entre los órdenes una nueva aristocracia y un ordenamiento social dominado
por ésta, y si el dominio de la nobleza sobre el estado no fue sustituido por un sistema democrático
de sociedad, ello no fue en absoluto debido simplemente al talante conservador del cuerpo cívico
romano, compuesto en gran medida por propietarios rurales y campesinos; dicha evolución se
derivaba de la naturaleza del enfrentamiento entre patricios y plebeyos. La victoria política de la
plebe no había sido otra cosa que el triunfo de aquellos grupos plebeyos dirigentes que ya desde el
siglo V a. C. aspiraban a verse integrados en la capa rectora y que nunca se habían empeñado en
echar abajo el dominio de la nobleza, sino en participar en él. Al igualarse en derechos con los
patricios en el lapso de tiempo entre la legislación licinio-sextia y la ley Hortensia, los objetivos

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políticos de estos grupos fueron definitivamente alcanzados; una organización de la sociedad en la
que también las masas inferiores del campesinado debieran recibir poderes ilimitados, nunca entró
en los planes políticos de los dirigentes plebeyos. Paralelamente, en cambio, para la gran masa de
plebeyos pobres la equiparación política había constituido una meta de su lucha sólo en la medida
en que por esta vía creía ver cumplida su más importante demanda, a saber, la de participar
equitativamente en el disfrute de la tierra estatal; una vez que con las leyes licinio-sextias y la
conquista de Italia fue provista de tierras, sus problemas se consideraron ampliamente resueltos.
Por otra parte, el sistema clientelar no sólo permaneció intacto tras la constitución de una nueva
capa superior, sino que aún cobró nueva vida merced a los lazos anudados entre grupos inferiores
de la población y las familias plebeyas encumbradas; en el marco de este sistema, que garantizaba
siempre a las familias ricas y poderosas una especial influencia y una base de apoyo gracias a las
relaciones personales con sus partidas de clientes, era imposible que cuajase una democratización
como en Atenas. Por consiguiente, también la sociedad romana del siglo III —al igual que la de
toda su historia posterior— siguió estando encuadrada en un orden aristocrático.
Dadas estas condiciones, la estructura de la sociedad romana del siglo III a. C. quedó marcada por
una estratificación diferente a la de antes y consecuentemente también por unas nuevas relaciones
entre cada uno de sus estratos. La división de la sociedad descansaba en un complicado juego de
criterios de valoración, en el que influían los privilegios de sangre (descendencia), aunque también
la capacidad personal, la propiedad fundiaria y el dinero, el ascendiente político por pertenecer al
senado y más concretamente por tener acceso a las magistraturas, amén del status jurídico del
individuo en función del disfrute o no del derecho de ciudadanía y de libertad Personal, la actividad
en la producción agraria o en otros sectores de la economía, y finalmente tenían también un papel
que jugar las relaciones que cada una de las comunidades itálicas mantenía con Roma. En
correspondencia con este sistema de división había una serie de estratos sociales que iban desde
la aristocracia senatorial hasta los esclavos y que en absoluto eran homogéneos en sí mismos.
Aunque la plebe como institución fue preservada oficialmente, sólo la aristocracia senatorial recién
formada, con sus privilegios y su elevado concepto de sí misma, poseía algunos de los caracteres
de un estamento, aunque ciertamente sin cerrarse a los escalones inferiores; pero, paralelamente a
esto, se habían sentado ya las bases para que cristalizase una élite no sólo interesada en la
posesión de tierras, sino también, y cada vez más, en el enriquecimiento a través de la industria, el
comercio y la economía monetaria. Las tensiones sociales entre las distintas capas se situaban en
zonas distintas a las de antes: en lugar del conflicto entre patricios y plebeyos se desarrollaron
ahora nuevas contradicciones sociales, así entre el estrato dominante y los grupos proletarios que
se iban formando sin cesar en la ciudad de Roma, entre los romanos y sus aliados frecuentemente
sometidos, entre amos y esclavos. Estas contradicciones, sin embargo, difícilmente podían
conducir a serios conflictos internos, ya
que o bien se resolvían por medios pacíficos, o bien eran controladas por el férreo poder de
quienes imperaban en Roma. El poder político de esta capa dominante era en suma el factor más
importante que aglutinaba a los diversos grupos de la sociedad, hecho en buena parte explicable si
tenemos en cuenta que aquélla tenía en las masas de campesinos provistos de tierras a un seguro
aliado, como se pondría perfectamente de manifiesto durante las guerras contra Cartago.
Hasta qué punto seguía conservando su carácter aristocrático la sociedad romana aun después de
la terminación de la lucha entre los órdenes, lo prueba mejor que nada el hecho de que la nobleza
dominante senatorial comprendía solamente una minúscula parte del cuerpo ciudadano: el número
de los senadores, y por tanto el de los miembros adultos de la aristocracia senatorial, ascendía por
lo general a unos 300 solamente. Pero incluso en el seno de esta aristocracia había un grupo de
cabeza numéricamente aún más
reducido, la nobilitas, que gozaba del máximo prestigio, de una influencia política determinante, y
que se sabía con gran orgullo detentadora de esa posición dirigente; se tenían por viri nobiles —sin
que el concepto como tal se hubiera aún formalizado— a los senadores dirigentes, que eran por lo
general los titulares del consulado, el cargo supremo del estado, junto con sus descendientes. En
el transcurso del siglo III a. C. estas personas integraban alrededor de unas 20 familias nobles
patricias y plebeyas, amén de unos cuantos individuos de elevación reciente, quienes a su vez
introducían a otras familias en el círculo de la alta nobleza. Las familias más viejas, aquellas que
contrariamente a muchos linajes patricios extinguidos en el siglo IV a. C. todavía desempeñaron

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por mucho tiempo un importante papel en la historia de Roma, eran los Fabii, de siempre la estirpe
de más abolengo entre la nobleza romana, los Aemilii y Cornelii, además de los Claudii y Valerii, de
origen sabino. Un representante típico de este
círculo en tiempos de la segunda guerra púnica era Quinto Fabio Máximo Verrucoso, el
«Cunctator», censor, cinco veces cónsul, dos veces dictador, perfectamente consciente del
abolengo y tradición de su linaje, cuyo origen hacía él remontar a Hércules, pero al mismo tiempo
hombre no carente de sensibilidad frente a las nuevas corrientes espirituales (Prut., Fabius 1,1 s.).
Junto a estos linajes patricios había asimismo otros plebeyos que a partir de las leyes licinio-sextias
venían suministrando también cónsules. En la segunda mitad del siglo IV a. C. estaban ya en
condiciones de poner en juego hombres del mayor relieve en el estado romano, como un Quinto
Publilio Filón, cuatro veces cónsul y padre espiritual de la lex Publilia. También en el siglo III
muchos de ellos entraron en la historia, como Marco Atilio Régulo, el dos veces cónsul y general en
la primera guerra púnica. Una tajante separación entre familias patricias y plebeyas no la volvió a
haber ya más; determinadas familias rectoras, como, por ejemplo, los Veturii, contaban tanto con
una rama patricia como con otra plebeya, mientras que la mayoría de las grandes casas estaban
emparentadas entre sí, caso, v. gr., de los Fabios con diversas familias plebeyas. Al mismo tiempo,
a partir de los últimos decenios del siglo IV a. C. también las primeras familias de las distintas
ciudades romanas y latinas de Italia fueron aceptadas en la nobleza senatorial de Roma, como los
Plautii de Tibur, los Mamilii, Fulvii y Coruncanii de Tusculum, los Atilii de Cales, los Otacilii de
Beneventum o los Ogulnii de Etruria; las capas superiores de las comunidades aliadas mantenían a
su vez estrechas relaciones con la aristocracia romana, caso de los nobles de Capua
emparentados con los romanos (Liv. 23,4,7).
La aristocracia senatorial, con la nobilitas como su élite rectora, se hallaba separada de las
restantes capas de la sociedad romana por sus privilegios, actividades, posesiones y fortuna, su
prestigio y su conciencia de grupo. Con ello evidenciaba al menos ciertos principios de constitución
estamental, si bien no reivindicando todavía exclusivismo alguno. Dejaba la posibilidad abierta a
que los descendientes más capaces de las familias no senatoriales fuesen admitidos en su círculo,
los cuales tenían también la oportunidad de alcanzar como «hombres nuevos» incluso el cargo más
elevado del estado, el consulado. Un homo novus así era Cayo Flaminio, que entre las dos guerras
púnicas impuso nuevas medidas en beneficio del campesinado y que por sus concepciones
políticas y religiosas entró a menudo en conflicto con sus iguales de orden. Pero la mayoría de la
aristocracia se componía de los descendientes de aquellas familias senatoriales que en la segunda
mitad del siglo IV a. C, o bien podían jactarse ya de un largo pasado, o bien pudieron constituirse
entonces en el marco de la integración de los plebeyos dirigentes en la nobleza; por su parte, los
pocos homines novi adoptaban por lo general con toda rapidez y seriedad las concepciones
conservadoras de esa nobleza. Marco Porcio Catón (234-149), hijo de un caballero de Tusculum,
quasi exemplar ad industriam virtutemque, era, según Cicerón (De re p. 1,1), el mejor ejemplo de
ello.
La posición rectora de la aristocracia en la sociedad era consecuencia de su papel determinante en
la vida política: eran ellos quienes suministraban los magistrados, de ellos se componía el senado y
con su influencia, sobre todo mediante sus clientes, dominaban la asamblea popular. La forma
establecida de revestir los cargos públicos, que se tradujo en la constitución de una carrera político-
administrativa reglamentada desde los puestos inferiores hasta la censura y el consulado (cursus
honorum), hizo que el acceso a las magistraturas se convirtiese en un privilegio de la nobleza:
únicamente sus integrantes
disponían de la riqueza necesaria para presentarse a un cargo con el aparato de propaganda
electoral requerido en tales casos; disponían de masas de clientes, con cuyos votos podían contar
en las elecciones; sólo ellos eran económicamente tan independientes como para permitirse el lujo
de revestir cargos no retribuidos y con ciertas obligaciones financieras; y, sobre todo, sólo ellos,
criados e instruidos en las tradiciones de las familias dirigentes, poseían la adecuada formación
política. Dada su experiencia adquirida en el ejercicio de las magistraturas, constituían luego en el
senado el círculo de políticos profesionales más competente a la hora de tomar las decisiones
importantes. Estos hombres disfrutaban, por consiguiente, de un gran prestigio y podían influir en la
opinión pública de amplias capas de la ciudadanía.

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El dominio de la aristocracia quedó institucionalmente asegurado frente a las masas populares y,
en particular, frente a la asamblea popular. Es cierto que Polibio, un ferviente admirador de la
constitución de la república romana, opinaba que la fuerza de los romanos residía en una saludable
combinación de formas de poder monárquico, aristocrático y democrático en un sistema de
magistraturas, senado y asamblea popular (6, 11,11 s.), pero en realidad era la aristocracia la que
dominaba en Roma. Sólo los magistrados, esto es, los miembros de la nobleza, podían convocar a
la asamblea popular, y únicamente a éstos correspondía asimismo el derecho de presentar en ella
cualquier propuesta. Por otra parte, los comicios populares no eran demasiado concurridos, ya que
los ciudadanos que vivían lejos de Roma sólo ocasionalmente se acercaban a la urbe; la
celebración de las asambleas en los días de mercado, en los que verdaderas masas de la
población campesina afluían a Roma, quedó prohibida en interés de la nobleza. Paralelamente,
todas las formas de los comicios populares aparecidas hasta ahora fueron conservadas, y, puesto
que los votos eran emitidos por centurias y por tribus, todas las posibilidades de manipulación que
cabían en el ordenamiento centuriado y tribal fueron utilizadas en adelante en perjuicio de las
masas, ya que las fuerzas numéricas y la composición de cada una de las tribus y centurias no
estaban representadas justa y proporcionalmente en el momento de las votaciones. Además,
cualquiera de los diez tribunos de la plebe ahora existentes, que como todos los magistrados
pertenecían a la nobleza, podía bloquear con su veto cualquier acto oficial lesivo a los intereses de
la aristocracia. Finalmente, era de gran importancia el hecho de que grandes masas de la población
estuviesen ligadas a las familias nobles en virtud de pactos de patronato y clientela, y ciertamente
no sólo sus parientes pobres, los vecinos o libertos, sino también últimamente comunidades
enteras de la península itálica. Evidentemente, en este sistema era también importante el que la
aristocracia controlase a sus propios grupos para impedir que los linajes nobiliares particulares
lograsen apoyándose en sus partidarios y clientes una posición de poder de tipo monárquico
semejante, v. gr., a la de Grecia con la tiranía: tal cosa, al margen ya de la limitación del poder de
los magistrados en virtud del principio de la anualidad y colegialidad, era posible por el hecho de
que los distintos linajes nobiliares, que a menudo perseguían objetivos políticos contrapuestos,
mantenían en equilibrio la balanza y tampoco estaban siempre del todo unidos internamente.
Sin embargo, no eran sólo el poder político y las manipulaciones en favor de la nobleza senatorial,
lo que hacía posible que la sociedad romana se mantuviese aglutinada por el dominio de la
aristocracia. La nobleza senatorial con sus tradiciones imprimía su sello en la conciencia de
identidad del pueblo romano, inculcando al menos a las capas libres del cuerpo ciudadano la idea
de que el estado era sostenido por la sociedad entera —la res publica como una res populi (Cic, De
re p. 1,39). La base espiritual de esta idea del estado era la religión. Polibio lo pondría bien
claramente de relieve: «Pero la diferencia positiva mayor que tiene la constitución romana es, a mi
juicio, la de las convicciones religiosas. Y me parece también que ha sostenido a Roma una cosa
que entre los demás pueblos ha sido objeto de mofa: un temor casi supersticioso a los dioses.
Entre los romanos este elemento está presente hasta tal punto y con tanto dramatismo, en la vida
privada y en los asuntos públicos de la ciudad, que es ya imposible ir más allá» (6, 56,6 s.). Pero
era la aristocracia la que decidía qué constituía el contenido de esa religio, de la correcta relación
con los dioses: sus miembros suministraban los sacerdotes del estado, que estaban llamados a
escrutar los deseos de la divinidad y a fijar los preceptos religiosos. Las pautas de comportamiento
de los individuos en la sociedad inspiradas en esa religiosidad se basaban asimismo en la tradición
de las familias nobiliares. La medida de la corrección en el pensar y en el obrar no era otra cosa
que el mos maiorum, el modo de conducirse los antepasados, puesto de manifiesto en todas sus
gestas; la memoria colectiva de esos hechos y su imitación eran la garantía de continuidad de la
idea del estado. Moribus antiquis res stat Romana virisque, escribía el poeta Ennio (en Cic, De re p.
5,1), un contemporáneo más viejo que Polibio, y este último lo formulaba con no menos claridad:
«Así se renueva siempre la fama de los hombres óptimos por su valor, se inmortaliza la de los que
realizaron nobles hazañas, el pueblo no la olvida y se transmite a las generaciones futuras la gloria
de los bienhechores de la patria. Y lo que es más importante, esto empuja a los jóvenes a soportar
cualquier cosa en el servicio del estado para alcanzar la fama que obtienen los hombres valerosos»
(6, 54,2-3). Mas también el modo de actuar reflejado en tales hechos no era otro que el modo de
pensar y actuar de los senadores: los hombres que habían realizado los hechos gloriosos del

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pasado, políticos, generales y sacerdotes, eran sus mayores, y su gloria aseguraba también el
prestigio de sus descendientes.
La posición rectora aquí descrita de la nobleza senatorial habría sido inconcebible sin la base
económica en que reposaba el predominio de la aristocracia. Esta base era como siempre la
propiedad de la tierra: aun cuando por las leyes licinio-sextias quedó abolida la constitución de
grandes fincas, la nobleza senatorial representaba todavía la capa de los grandes propietarios más
ricos dentro de la sociedad romana. La extensión de la dominación romana a Italia y, sobre todo, la
expansión romana en la cuenca occidental del Mediterráneo a partir de la primera guerra púnica
habían abierto a los senadores la atrayente posibilidad de extraer ganancias hasta ahora
desconocidas del comercio, la actividad empresarial y la economía monetaria, y sin duda hubo
también grupos senatoriales influyentes que estaban dispuestos a seguir ese camino, el cual habría
podido conducir a una completa alteración de la estructura económica y social romana. En el año
218, sin embargo, una lex Claudia, a la que entre los senadores al parecer sólo prestó su apoyo la
voz discrepante de Cayo Flaminio (Liv. 21, 63,3 s.), frenó este proceso: a los senadores y a sus
descendientes les fue vedado poseer barcos mercantes con capacidad para más de 300 ánforas,
pues ésta parecía suficiente para el transporte de sus productos agrarios; la supuesta justificación
de la ley sería la de que el negocio se tenía por algo indigno de los senadores romanos (quaestus
omnis patribus indecorus visus). Ahora bien, resulta a todas luces inconcebible que una asamblea
popular romana hubiese podido imponer una resolución tan absolutamente en contra de los
intereses de la nobleza dominante. Antes bien, debieron de ser los propios círculos decisorios de la
nobleza los que vieron que la garantía de continuidad de la forma de dominación aristocrática
estaba en que la capa rectora continuase siendo como siempre una nobleza de la tierra: un estrato
superior así configurado tenía menos necesidad de arriesgar económicamente, mantenía intactos
los lazos que la población campesina había anudado con los detentadores del poder y estaba
menos expuesta a las influencias externas que una capa dirigente que se hubiese compuesto de
mercaderes y hombres de negocios (cf. Cato, Agr. praef. 1 s.).
En cualquier caso, el número de los comerciantes y artesanos, así como la importancia social de
tales grupos de la sociedad romana, se acrecentaron a lo largo del siglo III, si bien en lo tocante a
su prestigio social, como sucederá siempre en la historia romana, éstos quedaron muy por debajo
de la aristocracia senatorial. Las guerras contra Cartago aceleraron considerablemente la
consolidación de un amplio estrato de artesanos y hombres de comercio. Como Polibio nos
informa, Roma no poseía todavía a comienzos de la primera guerra púnica absolutamente ningún
barco de guerra, y fue a partir de ese momento que fomentó por primera vez el trabajo artesanal
necesario para la construcción naval (1, 20,10 s.); en el año 255 a. C. conseguía tener listos en tres
meses 220 barcos (1, 38,6), lo que sólo era posible con la existencia de una capa especializada de
artesanos (en parte de origen extranjero) numéricamente elevada.
Por otra parte, en esta guerra se desplazaron también a África artesanos itálicos en apoyo de las
tropas romanas (Polib. 1, 83,7 s.), y poco después de la primera guerra púnica comerciantes
itálicos reaparecían bajo la protección de Roma también en el Adriático (ibid. 2,8,1 s.). En la
segunda guerra púnica mercaderes romanos acompañaron a las tropas no sólo para su
aprovisionamiento, sino también para comprarles el botín de guerra (Polib. 14,7, 2 s.) y hacer así
grandes ganancias. Por aquel entonces había ya en Roma ricos empresarios que podían acudir en
ayuda del estado con grandes créditos para el armamento y las obras de construcción (Liv. 23,49, 1
s. y 24, 18,10). Se abrió así paso a un proceso de desarrollo que en el siglo II a. C. condujo al
nacimiento de una capa social muy importante de empresarios acaudalados, hombres de comercio
y banqueros, y que de esta forma contribuyó al nacimiento del orden ecuestre.
La gran mayoría de la sociedad romana se componía de campesinos, cuya división social incluía
desde los propietarios acaudalados en las proximidades de las nuevas colonias romanas y latinas
hasta los trabajadores agrícolas y clientes bajo una fuerte dependencia personal de la nobleza.
Gracias a la prosecución de la colonización romana también en tiempos de las guerras púnicas, los
más pobres de ellos y las masas proletarias de la ciudad de Roma pudieron ser provistas en su
mayor parte de campos de cultivo. Este desarrollo fortaleció sobremanera a las capas altas y
medias del campesinado, fuertemente marcadas ya por la primera colonización, y que constituían
los apoyos más importantes de aquel sistema social y político dominado por la aristocracia; ellas
garantizaban la dominación romana en las regiones conquistadas y jugaban el papel decisivo en el

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ejército romano. En correspondencia con esto la nobleza les haría algunas concesiones políticas y
militares, a fin de asegurar su comunidad de intereses. La aparición en el año 241 a. C. de las
últimas tribus romanas de nueva creación provocó un
fortalecimiento numérico y un afianzamiento económico adicional de estos estratos campesinos,
semejantes a los procurados por la fundación de nuevas colonias, en particular la colonización del
ager Galhcus en los alrededores de Sena Gallica, llevada adelante en el 232 a.C. por Cayo
Flaminio frente a la oposición de los grupos conservadores de la nobleza (Polib. 2,21,7 s.; según él,
esta reforma era el primer resquebrajamiento en la estructura a su juicio equilibrada del sistema
social romano). La consecuencia política del fortalecimiento económico y social de estas capas
campesinas fue la reforma de la asamblea popular en Roma en el 241 a.C. o poco más tarde: el
ordenamiento tribal y el centuriado se vieron entrelazados en un complicado sistema, y las
modalidades de votación quedaron de tal manera establecidas que el sufragio del campesinado
rico consiguió más peso que antes. Sus victorias en la primera y en la segunda guerra púnica las
debía Roma especialmente a este campesinado, aunque sus catastróficas pérdidas humanas,
sobre todo en la segunda contienda contra Cartago, tuvieron graves consecuencias para la
evolución ulterior de la sociedad romana.
Considerado desde el punto de vista jurídico, el status de los libertos en la sociedad romana de
tiempos de las guerras púnicas era más decaído que el de los campesinos libres, pero su número e
importancia se incrementaron en Roma y en las restantes ciudades, como también en el campo.
Las familias dirigentes de Roma, que gustaban de comparecer en la asamblea popular al frente de
sus masas de seguidores para defender en ella sus intereses políticos, daban la libertad a gran
número de esclavos; éstos, viéndose en posesión de la ciudadanía romana en virtud de la
manumisión, apoyaban en los comicios los objetivos políticos de sus patroni, a más de serles de
gran utilidad con sus prestaciones económicas y personales.
Aunque ya al parecer en el 357 a.C. fue fijado un impuesto del 5 por 100 del valor de un esclavo en
la manumisión (Liv. 7, 16,7), el número de libertos ascendió marcadamente en el curso del siglo III
a.C; la frecuencia de las liberaciones se puede calibrar si pensamos que hacia el año 209 a. C. los
ingresos del estado romano en tasas de manumisión ascendían a casi 4.000 libras de oro (Liv. 27,
10,11 s.). Tras la desintegración del orden social arcaico la posición más baja en la sociedad
romana hasta el Alto Imperio correspondió a los esclavos. La importancia de la esclavitud se
acrecentó en el curso de la evolución económica y social de Roma a partir del siglo IV a. C. Sobre
todo en las fincas de los hacendados rurales, aunque también en las de los campesinos más ricos,
los esclavos podían ser empleados como fuerza de trabajo. Había también más posibilidades que
antes de adquirir esclavos. Las formas arcaicas de obtención de esclavos, tan gravosas para la
comunidad romana, fueron abolidas: la esclavización de los niños de ciudadanos libres no se hizo
ya necesaria a partir del momento en que el campesinado fue provisto de tierras y la esclavitud por
deudas quedó oficialmente prohibida en el 326 a. C. En su lugar aumentó la importancia del
comercio de esclavos con otros pueblos y estados, intercambio al que ya en el 348 a. C. el
segundo tratado entre Roma y Cartago prestaba atención, pues en él se prohibía vender como
esclavos a los aliados de ambas partes contratantes en sus respectivas esferas de influencia
(Polib. 3,24,6 s.). Pero, fueron sobre todo las continuas guerras, primero con los pueblos de Italia y
luego con Cartago y sus aliados, las que posibilitaron a Roma aumentar sus existencias de
esclavos a base de reducir a la esclavitud a los prisioneros de guerra. El año 307 a. C. vio al
parecer vender como esclavos de un solo golpe a unos 7.000 aliados de los samnitas (Liv. 9,42,8);
en el 262 a. C. llegaron al mercado de esclavos más de 25.000 habitantes de Agrigento y en el 254
a. C. 13.000 prisioneros hechos en Panormo (Diod. 23,9,11 y 18,5). En la segunda guerra púnica
las esclavizaciones en masa fueron hechos habituales y dieron paso a aquella época en la que la
esclavitud alcanzó la cota máxima de importancia. Pero con anterioridad a la segunda guerra
púnica la sociedad romana se hallaba lejos todavía de asentar fuertemente su producción
económica sobre la base del trabajo esclavo; también entonces se mantenían aún intactas en parte
las formas patriarcales de esclavitud. Con frecuencia los esclavos de guerra no eran esclavizados,
sino liberados a cambio de un rescate en dinero, como, por ejemplo, en el 254 a. C. la mayoría de
los habitantes de Panormo; incluso romanos ricos no disponían necesariamente en aquellos
tiempos de masas de esclavos, como lo atestigua el caso del general Marco Atilio Régulo, de quien
se nos dice que sólo tenía a su disposición a un esclavo y a un trabajador a sueldo (Val. Max. 4,

78
4,6). No es sino a partir de la época de la segunda guerra púnica que aparecen noticias sobre el
empleo en masa de esclavos en la economía, y así los vemos en la manufactura (Polib. 10,17,9 s.).
En consonancia con esta importancia relativamente escasa de la esclavitud tampoco sobrevino en
Roma ningún gran movimiento de esclavos durante el siglo III a.C. En el año 259 a. C. parece
efectivamente que 3.000 esclavos se juramentaron con 4.000 soldados aliados de la flota (navales
socii)contra el estado romano; la acción de estos insurrectos, que eran probablemente en su
mayoría prisioneros de guerra de las regiones montañosas de la Italia central, privados hacía poco
tiempo de libertad, ha de entenderse más bien como un movimiento de enemigos vencidos atípico
en la estructura social de la Roma del entonces. De forma parecida habría quizá que enjuiciar una
conjuración de 25 esclavos en Roma durante el año 217 a.C, a instigación presuntamente de un
agente cartaginés; el escaso número de implicados nos muestra ya que este movimiento carecía
de importancia. Una acción tan temeraria por parte de los esclavos como la acaecida en Volsinii,
aliada de Roma, habría sido aquí algo absolutamente inimaginable: la nobleza etrusca de aquella
ciudad había concedido la libertad a sus esclavos en el 280 a.C. y transferido a éstos el poder, pero
luego se sintió maltratada por sus nuevos señores y pidió ayuda a Roma, que sólo en el 264 a.C.
consiguió restablecerla en sus antiguos derechos tras una sangrienta guerra; una evolución
semejante de los acontecimientos estaba aquí descartada tanto por la fuerza del sistema militar
romano como por la importancia relativamente escasa de la esclavitud.
Ni los levantamientos de esclavos ni las agitaciones de las capas inferiores de la población en la
ciudad y en el campo constituían una amenaza para Roma en el siglo III a. C; al margen ya de los
peligros de la política exterior, la cuestión decisiva era si las comunidades de Italia, muy numerosas
y diversamente estructuradas, estaban dispuestas a la larga a aceptar la preponderancia de Roma
y a integrarse también junto a los romanos en el cuadro de un orden social más o menos unitario.
Cuán difícil de alcanzar era la unidad de Italia, se puso de relieve en la defección de tantos aliados
de Roma durante la segunda guerra púnica, incluyéndose entre ellos hasta la ciudad de Capua,
estrechamente unida a los linajes dirigentes romanos; incluso después de esta conflagración
hicieron falta todavía un largo desarrollo ulterior y un levantamiento de los itálicos contra Roma
para que este problema pudiese ser definitivamente resuelto. Pero las posibilidades y vías que
tenía Roma de asegurar su dominio sobre Italia mediante la aglutinación de las comunidades
itálicas en un orden social más o menos unitario, se habían perfilado ya mucho antes de la
segunda guerra púnica: consistían aquéllas en la admisión de las familias rectoras itálicas en la
nobleza senatorial, en el cultivo de las relaciones políticas y sociales entre la aristocracia romana y
la capa alta de cada una de las comunidades, amén de en la formación de un extendido estrato de
campesinos animado de sentimientos prorromanos en amplias regiones de Italia merced a la
colonización. Además, el episodio de Volsinii ponía claramente de manifiesto que el poderío de
Roma podía ser plenamente compatible con los intereses de la capa alta de las distintas
colectividades etruscas o itálicas. En cualquier caso, la aristocracia romana era lo suficientemente
fuerte en el siglo III a. C. como para mantener en cohesión tanto a las diferentes capas de la
sociedad romana como también a Italia con toda su diversidad política, social y cultural, amén de
que el estado romano dominado por ella emergió de sus dos confrontaciones con Cartago como
gran potencia vencedora. Con la segunda guerra púnica y con la expansión romana subsiguiente
en el Oriente, llevada adelante con vigor, dio comienzo para la sociedad romana una nueva época,
que conoció la configuración de un nuevo modelo de sociedad y la aparición de nuevas tensiones
sociales. Pero ya durante el siglo III a. C. se prefiguró la dirección en la que había de producirse el
cambio: la mayoría de los procesos de desarrollo histórico-social de la República tardía, a saber,
la transformación de la nobilitas en una oligarquía, la constitución de un estrato acaudalado de
comerciantes, empresarios y banqueros, la decadencia del campesinado itálico, el empleo de las
masas de esclavos en la producción económica, la integración, cargada de reveses, de la
población itálica en el sistema social romano, estaban preparados por la historia de la sociedad
romana de antes y de después de la segunda guerra púnica.

79
El orden familiar

CALDERÓN BOUCHET Rubén, Pax Romana, Ensayo para una interpretación del poder
político en Roma, Buenos Aires, Huemul, 1980, pp. 31-36

En la familia y en el culto del hogar se formó el temple del romano. Allí adquirió la consistencia que
debía convertirlo en hombre de costumbres austeras pero sin rigidez, solidario sin obsecuencias y
siempre dispuesto a oirecer la vida por su comunidad sin convertirse nunca en un profesional de la
guerra. La solidaridad con el grupo comunitario recibió el nombre de “pietas” o patriotismo. Cuando
se formó la Urbe, los miembros de las familias fundadoras extendieron su “pietas” a toda la ciudad:
“Dulce et decorum est pro patria morí”.
La educación recibida por el romano en el seno de la familia obedecía a una finalidad distinta de
aquella que orientó la paideia del joven griego. Ni los ideales estéticos del aristócrata ateniense, ni
la parcialidad castrense del espartano. Su formación en el predio rústico tuvo un propósito práctico
y si se quiere utilitario: cultivar la tierra y defenderla con tenacidad de sus enemigos: plagas,
desastres y ataques armados.
Este origen campesino mantiene su sello a lo largo de toda la historia romana, y cada vez que el
giro de los sucesos los llevó a pensar que decaían su primer movimiento de restauración fue hacia
el campo, hacia la tierra. El romano vinculó sus virtudes con la “res rustica”.
La casa romana conservó su origen agrícola. Tenía un gran patio donde se recibía el agua de las-
lluvias v que tanto recordaba a un corral. Sus huertas y sus jardines, a las que Grimal ha dedicado
uno de sus mejores libros, eran la prueba de sus preferencias campestres.
Las tareas propias del campo robustecían el cuerpo de los jóvenes y, sin embellecerlo, le daban la
dureza propia de los ejercicios sostenidos en largas jornadas de trabajo. No fue el romano un atleta
de estadio ni el concurrente asiduo a los gimnasios. Alternaba la azada y el pico con la lanza y la
espada, y adquiría en el trato con esos instrumentos una consistencia férrea y una paciencia de
labriego. No tuvo en sus gestos ni en su apostura la conciencia lúdica del aristócrata y hasta en sus
sacrificios heroicos conservó un sentido claro de su valor práctico.
Se puede añadir que su educación no fue el resultado de una organización racionalizada del
proceso formativo del hombre; se impuso al compás de las exigencias cotidianas de una vida dura.
El campo de sus actividades era el agro y de allí pasó al terreno del combate sin perder de vista el
propósito utilitario de una y otra faena. Esto explica que el espíritu romano no haya cedido nunca a
las solicitaciones de las abstracciones ideológicas, ni fue tentado por el deseo de hacer una guerra
sin finalidad política precisa.
Fue hombre austero, sobrio y cortante como una espada, pero supo siempre que la espada es un
instrumento, un medio y no un fin en sí misma. Este pueblo tan combativo fue al mismo tiempo muy
parco en sus elogios a las glorias militares. No obstante supo siempre que para alcanzar una paz
durable habría que concluir con el enemigo. En este sentido fue definitivo.
La verdadera filiación en la familia romana no quedaba sellada por el acto natural del nacimiento.
Ocho días después de haber venido al mundo un niño, se cumplía una ceremonia a la que asistían
los miembros más importantes del grupo familiar. En esta oportunidad el nuevo vástago recibía su
nombre propio, que era en realidad el de la gente ( “gens” ), y un prenombre que se anteponía al
gentilicio. Así César, que llevaba el nombre personal de Cayo, pertenecía a la “gens” Julia y a la
familia César. Cavo Julio César constituía su completa filiación. La mujer llevaba solamente el
nombro gentilicio: Julia, Tulia o Cornelia. Como esto se prestaba a grandes confusiones en el seno
de una comunidad tan numerosa, se usaron innumerables sobrenombres y diminutivos que
permitían la individualización de las muchachas.
Pese a la triple designación masculina: Cayo Julio César, Marco Tulio Cicero o Cayo Cornelio
Graco, se podían dar homonimias y esta circunstancia explica el recurso al mote, especialmente
cuando se trataba de tocayos por partida triple como fue el caso de Publio Cornelio Escipión, el
destructor de Cartago, y su homónimo, vencedor de Aníbal.
El primero de ellos añadió a sus tres designaciones usuales la de Emiliano Africano Menor. El
resultado no podía ser más pomposo ni más largo, pero servía para señalar su catadura militar. El
propósito de tales fórmulas era indicar claramente los grupos familiares y con ellos la

80
responsabilidad social que correspondía al que así se denominaba: “Erano nomi lunghi —escribe
Indro Montanelli— posanti e imponenti, che già di per se stessi caricavano un certo numero di
doveri sulle spalle del neonato”.
Un romano que se respetaba era miembro de una familia y nadie que se sustrajera a sus vínculos
tribales podía ocupar un lugar importante en el seno de la República. La historia familiar formaba
parte de la realidad espiritual de un hombre y no podía aspirar a convertirse en una personalidad
de relieve si no estaba adscripto por nacimiento o adopción a una importante comunidad gentilicia.
De ella recibía su fuerza y la cohesión de sus relaciones políticas, a ella pedía explicaciones la
sociedad entera cuando alguno de sus miembros no respondía con valor a las exigencias de su
cargo.
El profundo sentido de la educación familiar romana no concluía en la adhesión del recién nacido a
un orden histórico de esfuerzos, suponía también la recepción de todas aquellas influencias
espirituales que gravitaban en su formación. En las primeras épocas de la República no hubo
pedagogos esclavos para substituir a los padres, ni siquiera maestros pagados: “En Roma —
escribe Marrou— no se confiaba la educación de un niño a un esclavo. Es la madre quien lo educa
y esto hasta en las familias de mejor linaje. La madre se honra permaneciendo en su casa para
asegurar el cumplimiento de este deber sagrado que la convierte en servidora de sus hijos”.
Si no bastaba la madre, se elegía a una parienta que reuniera los requisitos exigibles para hacerse
responsable de esa tarea. A partir de los diez años el niño, en todo lo que hacía a su educación,
pasaba a depender del padre. Los maestros, cuando los había, realizaban una función dependiente
de la paterna.
Marco Porcio Catón, llamado también el “Censor”, es quizás, una figura excesiva para convocar su
testimonio acerca de la educación romana, pero, dado el grado de obstinación que puso en
revivirlas virtudes tradicionales, nos sirve para hacernos una idea aproximada de lo que pudieron
ser tales usos en la mejor época de la Urbe. Narra Plutarco que Catón enseñó a sus vastagos las
primeras letras, porque no quería que los niños tuviesen que agradecer a un esclavo tan excelente
enseñanza. Luego les dio a conocer las leyes de la ciudad y los adiestró en el manejo de las
armas, los curtió en los ejercicios para que pudieran resistir el frío y el calor y vencieran a nado las
corrientes de los ríos. Con su propia mano escribió una historia de Roma y señaló en ella los
hechos más salientes para que crecieran en la emulación de las grandes hazañas. Cuidó mucho la
delicadeza corporal en su relación con los niños y no compareció desnudo delante de ellos, como
solían hacerlo los griegos.
El romano de la época clásica, antes de contagiarse de las costumbres helénicas, fue un varón
grave y pudoroso. Un poco solemne, si se quiere, pero severamente apegado a una estricta
diferenciación sexual. A los dieciséis años el adolescente vestía la toga viril y se despojaba para
siempre de los signos exteriores de la infancia. El padre lo colocaba junto a un amigo, con
preferencia alguien que tuviera cierta importancia en la vida pública, para que lo iniciare en el
aprendizaje de los negocios. Un largo servicio militar completaba este primer ciclo del “curriculum”
romano. Nadie podía iniciar con provecho una fructuosa carrera de honores si no había demostrado
en el ejército que era digno de su sangre.
La educación familiar tendía a desarrollar en los jóvenes un carácter noble, jorque no sólo insistía
en el respeto a la tradición nacional, sino que acentuaba la fidelidad a las virtudes de la propia
familia. “Cada una de las grandes casas romanas —observa Marrou— tenía ante la vida una
actitud definida, un comportamiento fijo”. Los padres trataban que los hijos tomaran en
consideración tales hábitos y los reprodujeran en sus costumbres. La crítica moderna suele
considerar con cierto escepticismo la referencia a ciertos hechos reiterados por los miembros de
una misma familia a través de dos o tres generaciones, como la famosa “devotio” de los Decio,
repetida por el padre, un hijo y un nieto en 340, 295 y 279, respectivamente. En cada una de estas
fechas y en el curso de una batalla decisiva un Decio se consagró a los dioses infernales para
obtener el triunfo del ejército romano. La “devotio” imponía el sacrificio de lavida en un ofrecimiento
expiatorio.

81
Cultura y religión. Influencia griega en Roma
ROLDÁN HERVÁS José Manuel, La República Romana, Madrid, Océano, 1976.

La religión arcaica

El siglo de la monarquía de procedencia etrusca modificó profundamente en Roma mentalidad y


estructuras. Es especialmente notable el influjo en el campo religioso de la religión griega.
La religión romana, desde sus inicios, se desarrolló como una típica religión de campesinos. La
palabra latina religio no designaba originariamente el culto a la divinidad ni el sentimiento de la fe,
sino la relación general de los hombres con la esfera de los “sagrado” y, especialmente, la
impresión de encontrarse continuamente ante una serie de peligros de orden sobrenatural.
Esta actitud, típica de una mentalidad agrícola, dominada por la idea de un universo
incomprensible y sometido al capricho de fuerzas invisibles y misteriosas, se basaba en la
creencia de fuerzas sobrenaturales, los numina o 'espíritus”, presentes por todas partes, que
actuaban sobre la tierra, a veces, para ayudar a los hombres y, más a menudo, para
atormentarlos. Por ello, las formas de expresión religiosa, en forma de ritos, sacrificios y plegarias,
con un rígido formalismo, tenían como finalidad la protección contra estas fuerzas.
La actitud religiosa fundamental de los romanos estaba dictada por la pietas, el reconocimiento
del poder de los dioses y de los lazos que los unían con los hombres.
Era necesario conocer su voluntad y tratar de mantener su favor con sacrificios y plegarias. Pero
la relación del individuo con la divinidad no se producía de modo directo, sino a través de
intermediarios. En el seno de la familia, la célula fundamental de la sociedad, el pater familias era
el responsable de esta relación; en el estado, sacerdotes oficiales se encargaban de llevar a cabo
este contacto con los doses.
Son de época monarquica los principales colegios sacerdotales que encontramos en Roma,
fundados, según la tradición, por Numa Pompilio. El más importante de ellos era el de los
pontifices, presidido por el pontifex maximus. Este sacerdote estaba considerado como el
lugarteniente del rey para todas las cuestiones relativas a la organización de la religión pública,
depositario e intérprete de las tradiciones y del derecho divino. El colegio de los augures tenía
como misión fundamental la consulta de los auspicios en nombre de la ciudad y, por ello,
disfrutaban de un protagonismo muy destacado en la vida pública. Los flamines, por su parte, eran
sacerdotes especializados en el culto a una divinidad concreta; existían quince flamonia, pero los
principales eran los flamines Dialis, Martialis y Quirinalis, dedicados respectivamente al culto de
Júpiter, Marte y Quirino. Los Fetiales cuidaban de las relaciones de Roma con el exterior, sobre
todo en lo respectivo a la declaración de guerra y los tratados de paz. El colegio de las Vestales,
el único sacerdocio estrictamente femenino, por su parte, tenía como función principal el
mantenimiento del fuego sagrado. Otras cofradías de época monárquica era la de los Salios, un
sacerdocio de carácter militar, cuya actividad se movía en relación a la preparación ritual de las
campañas de guerra, y los Fratres Arvales, sacerdocio de gran antigüedad, cuya acción se
enmarcaba en el ámbito de los rituales agrarios.

La cultura: los primeros foros de Roma


Durante el siglo de la monarquía etrusca, a pesar de la fuerte influencia de los poderosos vecinos
del norte y del establecimiento en Roma de un buen número de inmigrantes etruscos (existía
incluso un barrio etrusco o vicus Tuscus cerca del Tíber), Roma siguió siendo una ciudad latina,
incluso en la lengua. Las inscripciones más antiguas que conocemos, el Lapis Niger, un texto de
época monárquica de carácter religioso, y el vaso de Duenos, están en latín con letras del alfabeto
griego, no sabemos si directamente importado de los griegos de Cumas o a través de la mediación
etrusca. Así pues, el mundo cultural greco-etrusco fue el que enseñó a los romanos a leer y a
escribir.
Desde comienzos del siglo VI a.C., coincidiendo con el reinado de Tarquinio Prisco, el panorama
arqueológico de Roma es excepcional, caracterizado por una gran riqueza arquitectónica y
monumental. La ciudad se puebla de edificios levantados con las nuevas técnicas arquitectónicas
ensayadas poco antes en Etruria, y las antiguas cabañas de tapial y paja se sustituyen por casas

82
con cimientos de piedra, paredes de ladrillo y cubrimiento de tejas, de acuerdo con un plan
urbanístico previamente concebido. El Capitolio y el valle del Foro se convierten en las principales
áreas públicas. En el primero, domina el gran templo de tres cellae consagrado a la Tríada
Capitolina, Júpiter, Juno y Minerva, el mayor del mundo itálico, para cuya decoración los reyes
hicieron venir de Etruria grandes artistas, entre ellos, el célebre Vulca de Veyes.
A los pies de Capitolio, el valle del Foro, atravesado por la Via Sacra, se fue cubriendo de edificios
públicos, de los que el más importante era la Regia, la “casa del rey”, un conjunto donde se
encontraba la residencia real, el complejo de Vesta, con el templo dedicado a la divinidad y la
casa de las Vestales, y las capillas de Ops y Marte, los dioses de la abundancia agrícola y de la
guerra, respectivamente. En otro lugar de Foro, estaba el Comitium, con la Curia Senatus, el
centro político de la ciudad. Junto a él, el Volcanal estaba dedicado al culto en honor de Vulcano,
un dios del fuego, luego asimilado al griego Hefesto, y no lejos se hallaba el mundus, uno de los
monumentos más arcaicos de Roma, una fosa incluida dentro de un templete, dedicada a los
dioses infernales, Dis Pater y Proserpina, vía de comunicación entre el cielo, la tierra y los
infiernos.
Con el Foro del Capitiolio, el Foro Boario, área portuaria al lado del Tíber dividida por el arroyo del
Velabro, se configuró en época etrusca como un segundo gran espacio público, donde se daba
culto a Hércules, en el ara maxima, y
al par de diosas Fortuna
y Mater Matuta, en dos templos
gemelos, construidos en época de
Servio Tulio. Finalmente, en el
Aventino, también en la misma época,
se construyó un templo a Diana, con
la intención de presentar a Roma ante
los latinos como una ciudad con
pretensiones de hegemonía, si
tenemos en cuenta la importancia de
este culto en el antiguo Lacio.
Y, en efecto, con sus 285 hectáreas
de extensión, provista de un recinto
murado de siete kilómetros de
diámetro, el llamado murus servianus,
y adornada con importantes
monumentos civiles y religiosos, la
“Grande Roma dei Tarquinii” era, a finales del período monárquico, una de las principales ciudades
del Lacio.

La religión romana clásica

Como las restantes religiones, la romana constaba de dos elementos estrechamente relacionados:
un conjunto de concepciones religiosas y una serie de prácticas rituales con proyección temporal
en el correspondiente calendario y social en los diversos ámbitos de organización de la
comunidad. De hecho, el propio término latino religio del que, obviamente, derivan los
correspondientes en las lenguas románicas, es susceptible de una doble interpretación
etimológica, ya que puede significar observación escrupulosa de sus prácticas o vinculación con la
divinidad.
Además de estos elementos comunes, la religión romana poseía peculiaridades, observables en
sus concepciones y en sus rituales que, aunque afectadas por diversas transformaciones
históricas, se encuentran presentes a lo largo de toda su existencia y, especialmente, durante los
siglos comprendidos entre la formación de la ciudad de Roma y el final de la República.
Una de las características generales de la religión romana la constituye su profundo
conservadurismo. En realidad, la religión romana puede compararse con un Jano bifronte que,
dirigiendo su mirada hacia ambos lados, se encuentra atenta al pasado pero también abierta al
futuro y sus innovaciones. Precisamente, este carácter antitético tiene proyecciones en diversos

83
ámbitos de su ordenamiento. Su profundo conservadurismo se materializaba en las prerrogativas
del Pontífice Máximo, que debía velar por la preservación de la tradición- de hecho, la
contraposición conservación-innovación en el ordenamiento religioso se manifestó, incluso, en la
existencia de una clara polarización clasificatoria de las divinidades. En concreto, se aprecia la
presencia de dos tipos de dioses: unos eran los originarios y específicos de la ciudad -se les
conocía como dí índigetes- y otros eran los nuevos dioses que habían sido integrados en el
panteón romano, conocidos como di novensides.
Dos tipos de divinidades
Las innovaciones generaban diferenciaciones rituales y cultuales, que se aprecian en la influencia
de los dos tipos de divinidades en el territorio de la ciudad. En este espacio se constata la
existencia de un área, delimitada mediante el arado en el ritual ceremonial de su fundación,
conocida con el nombre de pomeñum que, de esta forma, marcaba un ámbito sagrado amurallado
y habitado por la comunidad ciudadana.
La importancia que adquirieron las innovaciones religiosas en el contexto de la expansión exterior
romana generó toda una regulación institucional y ritual, que posibilitaba la adopción de los dioses
ajenos; concretamente, la introducción de nuevas divinidades debía hacerse previa consulta de los
líbros Sibílinos por parte del correspondiente colegio sacerdotal- éstos habían sido escritos por la
Sibila de Cumas, inspirada por los dioses, y se custodiaban en el templo supremo de la ciudad,
dedicado a la Tríada Capitolina, desde el siglo vi a.C. hasta su destrucción parcial en el 83 a.C.
Los dos procedimientos que ritualizaban la introducción de nuevas divinidades eran la evocación y
la asimilación. Mediante el primero se invocaba a la divinidad de un pueblo enemigo para que
abandonase a la comunidad que protegía y se integrase en el panteón romano; se trataba de un
ritual que poseía una clara dimensión psicológica al privar a los enemigos de la protección divina.
No obstante, también debe subrayarse su importancia en relación con la ampliación territorial de
Roma: en efecto, la incorporación de estas divinidades al panteón romano facilitaba la de los
pueblos y ciudades a los que en un origen habían estado vinculadas.
Con el otro procedimiento, se equiparaba a las divinidades ajenas con las de Roma; este proceso
fue especialmente relevante en relación con las divinidades griegas, pero también con respecto a
los diversos contextos religiosos de la zona del Mediterráneo occidental.
Antropomorfismo divino
En principio, la religión romana era completamente ajena a concepciones como el antropomorfismo
y sus proyecciones hierogámicas es decir, el matrimonio sagrado, que se producían en la
mayoría de las concepciones mitológicas del Mediterráneo oriental.
En relación con esta «pureza» originaria, Varrón afirmaba, a mediados del siglo I a.C., que los
romanos carecieron de estatuas para sus dioses durante más de los ciento cincuenta años
posteriores a la fundación de la ciudad. Algo similar se observa en otros planos, como el de la
clasificación por género de las divinidades, que tan sólo se introdujo con la asimilación de las
concepciones antropomórficas: se han conservado una serie de fórmulas religiosas originarias que
expresan esta indistinción del sexo de la divinidad bajo la apelación de «tanto si eres dios como si
eres diosa».
La difusión de las concepciones antropomórficas y de su mitología está vinculada a la progresiva
asimilación de concepciones orientales y, específicamente, griegas. Se trata de un proceso
iniciado desde finales del siglo vil e inicios del VI a.C. y que estuvo presente durante todo el
período republicano. En esta progresiva asimilación de las concepciones religiosas y mitológicas
griegas desempeñó un papel esencial el dominio etrusco, en el que esta influencia estuvo presente
desde comienzos del siglo VIII a.C.
Pese a las innovaciones, la religión romana conservó algunas características que denotaban su
propia especificidad. Entre ellas, su funcionalidad, lo que implicaba que cada divinidad se
vinculara a un determinado objetivo, cuyo desarrollo o cumplimiento protegía; esta particularidad
generó el que las divinidades supremas del Estado fuesen invocadas con apelativos específicos en
relación con la actividad que se les asignaba. Tal fenómeno se aprecia, por ejemplo, en el caso de
Júpiter que, como divinidad suprema, era adorado como óptimo y Máximo; no obstante, la
proyección de su soberanía en ámbitos concretos generaba el que se le invocase como Júpiter
Ilicio, es decir, como divinidad reguladora de las lluvias. En otras ocasiones, en cambio, los
apelativos se relacionaban con la actividad militar o política: se le denominaba «pétreo» como

84
garantizador de los tratados entre Roma y los demás pueblos, o se le calificaba como stator, en
clara relación con su capacidad para detener a los soldados que huían.
Dioses para cualquier situación
Semejante funcionalidad no sólo se aprecia en relación con la multiplicidad de funciones que se les
adscribían a la divinidades supremas; también poseía su propia divinidad cualquier ámbito de la
organización social, que protegía al grupo o garantizaba una actividad: desde la familia a los
grupos profesionales sociales o a la actividad económica. La concreción de la funcionalidad puede
apreciarse en la religión familiar o en la de divinidades específicas de la plebe y de la aristocracia,
también se aprecia su presencia en cada una de las actividades agrícolas- de hecho, los romanos
poseían un conjunto de divinidades menores en relación con ella, desde la que protegía el arado
de los rastrojos (Veruactor) hasta la que lo hacía con el almacenamiento de la cosecha (Conditor).
Junto a su funcionalidad, la religión romana poseyó un carácter eminentemente político, lo que
implicaba una proyección cívica. No se trataba, pues, de una religión personal, destinada a la
salvación de cada individuo en concreto: este tipo de religiosidad tan sólo se difundió en Roma a
medida que lo hicieron los diversos cultos orientales. Semejante contenido es coherente con la
naturaleza de la sociedad romana de este período, en la que el individuo sólo contaba en la
medida en que poseía la ciudadanía romana y se integraba en sus correspondientes cuadros.
La misma connotación política se plasmaba en otro plano, como el de la soberanía que el Estado
ejercía sobre su organización. Este fenómeno se aprecia en el carácter de los colegios
sacerdotales, que se concebían como una magistratura más de la organizacíón de la ciudad,
aunque con especifícidades que afectaban a sus atribuciones y su nombramiento. Semejante
amalgama de la organización religiosa con la de Estado adquirió en el mundo romano una
proyección aún más amplia que en las ciudades griegas, como se observa en la organización de la
actividad oracular, que en Grecia se encontraba al margen de la estructura de la ciudad y en
Roma, en cambio, constituía la actividad específica de un colegio sacerdotal.
Los grandes ciclos festivos
La ritualización también se hallaba presente en los grandes ciclos festivos, relacionados con las
necesidades y exigencias de la vida de la comunidad. Dos de ellos poseían especial relevancia:
marzo y octubre. El ciclo festivo de la guerra tenía sus rituales fundamentales durante los meses
de marzo y de octubre, coincidiendo con los cambios climatológicos de las estaciones de
primavera y de otoño.
El inicio de la actividad militar se conmemoraba con un conjunto de fiestas que se iniciaban el 1
de marzo con la procesión de los salios. El correspondiente colegio sacerdotal realizaba en esa
fecha un recorrido que, partiendo del Palatino, visitaba el resto de la ciudad, portando once
escudos bilobulados, que habían sido fabricados por Numa Pompilio a imitación de uno caído del
cielo; en su recorrido interpretaban una danza acompañada de cantos y de golpes sobre los
escudos, significando una clara incitación a la actividad guerrera. En los días inmediatamente
posteriores, otros rituales completaban las fiestas como las carreras de caballos, la lustración de
las armas y una danza guerrera que se realizaba en el comicio, donde se reunía el pueblo en
armas.
La finalización de las campañas militares también generaba fiestas religiosas, en las que se
reproducían algunos de los rituales de sus inicios: una nueva procesión de los salios, celebrada en
el monte Aventino, es decir, fuera del espacio sagrado de la ciudad, que exigía la correspondiente
purificación de la sangre derramada; su culminación era el sacrificio del equus october, es decir,
del caballo vencedor de las correspondientes carreras, cuya sangre derramada preservaba la
victoria militar para el próximo año.
Los colegios sacerdotales
Por último, dentro de la reorganización que la tradición vincula a Numa Pompilio, se encuentra la
instauración de los colegios sacerdotales. Su aparición se relacionaba con la consolidación y
desarrollo del Estado y con la mayor complejidad del ordenamiento religioso.
La personificación del intermediario entre la comunidad y las divinidades se encarnaba en el rey,
que asumía esta función religiosa junto a las de carácter militar o jurídico. Precisamente, estas
funciones se ejemplificaban en algunos de los símbolos del poder real que con posterioridad se
adscribieron a las magistraturas de la República. En concreto, en la conformación de las fasces -

85
un haz de varas atadas, con la presencia o no de una hacha de doble filo-, se plasmaban
simbólicamente las funciones religiosas y jurídicas, ya que sus varas
se relacionaban con la aplicación del castigo, mientras que el hacha bifaz constituye un
instrumento religioso relacionado con la celebración de sacrificios.
En consecuencia, la creación de los distintos colegios sacerdotales debe explicarse en relación
con esta delegación de funciones del rey, cuya primacía en el ordenamiento sacerdotal subsistió
tras el período monárquico como rex sacrorum. También influyó en su formación la progresiva
complejidad del ritual, cuya escrupulosa observancia requería una gran especialización. En este
sentido, la tradición literaria recuerda que el tercer rey romano, Tulo Hostilio, fue fulminado por
un rayo por su equivocación en el desarrollo del ritual.
Pontífices, fiámines, vestales y augures
Aunque con posterioridad se crearon nuevos colegios sacerdotales, los que existían a comienzos
del período monárquico fueron los fundamentales: pontífices, flámines, vestales y augures. En su
origen, el colegio de los pontífices, que después ocupó una posición jerárquica superior en el
ordenamiento sacerdotal, debió de tener menor preeminencia; su denominación, incluso, resulta
paradójica con su función religiosa, pues, literalmente, significa «hacer puentes» (pontem facere)
y, de hecho, el mantenimiento del puente Sublicio de Roma se hallaba entre sus prerrogativas. Es
muy posible que la explicación del nombre se encuentre en la función primigenia de estos
sacerdotes, que guiaban las comunidades en todos sus desplazamientos migratorios.
El número de integrantes del colegio de los pontífices aumentó desde los cinco iniciales, dirigidos
por el Pontífice Máximo, hasta los quince definitivos. Sus funciones también se vieron notablemente
incrementadas: a su esfera se adjudicó el control del calendario y del ordenamiento religioso en
general; pero también se proyectaron más ampliamente en el ámbito administrativo, acompañando
a los magistrados, y en el jurídico, ya que eran los que conocían el derecho de la ciudad.
Los flámines constituían un colegio sacerdotal con paralelos en otros contextos indoeuropeos,
como es el caso de los brahmanes hindúes. Su composición definitiva la integraban quince
sacerdotes con una organización interna jerárquica, en la que los tres flámines superiores eran los
que se vinculaban a la tríada originaria de Júpiter, Marte y Quirino. Por su parte, el de
Júpiter, conocido como flamen dialis, tualizaba en su propia vida toda una serie de tabúes, que
expresaban los terrores de las primeras comunidades romanas: prohibición de ingerir alimentos o
bebidas fermentadas, tocar a un muerto o asistir a un funeral, llevar armas o montar a caballo.
Las vestales manifestaban su antigüedad en su vinculación al culto del fuego y al mantenimiento
del hogar de la ciudad. Su colegio estaba formado por seis sacerdotisas, escogidas entre los seis
y los diez años de edad y consagradas durante un período de treinta. Vestidas de blanco, debían
mantenerse castas, en caso contrario, eran enterradas vivas.
El colegio de los augures, compuesto originariamente por nueve sacerdotes y con posterioridad
por dieciséis, poseía una gran importancia en el ámbito de la organización de la comunidad
romana. Eran los encargados, en nombre del Estacio, de realizar los auspicios, que consistían en la
observación de diversos signos en un espacio delimitado ritualmente en el cielo, entre los cuales
se encontraban el vuelo o el canto de los pájaros. Su interpretación permitía cuestionar las
decisiones de los magistrados romanos, que debían contar con la aquiescencia de los auspicios.
La función augural de este sacerdocio incluía la elección de los enclaves para la fundación de
ciudades.

Las viviendas romanas

http://romantigua.webnode.es/vida-y-costumbres-romanas/las-casas-romanas/

Gracias a que en el siglo XVIII se descubre la ciudad de Pompeya y Herculano y la arqueología en


Ostia y Roma aumenta, los expertos nos han dado a conocer la laguna existente durante siglos
sobre la vida cotidiana de los romanos. Gracias al descubrimiento de estas ciudades sepultadas y a
la labor de los arqueólogos durante estos dos últimos siglos se han llenado las lagunas existentes
sobre la forma de vida de los romanos.

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Tal como hemos comentado ya, Roma se formó poco a poco a partir de unas aldeas ya existentes
en las colinas de la futura ciudad e incluso en los primeros
tiempos de la monarquía, los romanos vivían en un tipo de
cabaña circular tal como indica el dibujo, se dedicaban a
cultivar la tierra o a pastorear en los prados vecinos y entre el
trabajo y las obligaciones religiosas, poco tiempo les quedaba
exceptuando algunas fiestas al año de origen religioso como
el Septimontium. La típica casa itálica o cabaña era redonda y
desgraciadamente no se han conservado, pero su forma nos
es conocida por las representaciones de éstas en vasos y
urnas funerarias y la forma gracias a los hallazgos realizados
en la colina Palatina en la que se ha podido comprobar la
cimentación de estas casas. Estaban hechas en madera, caña
y recubiertas de paja y el techo era cónico. Sólo disponía de
una habitación en la que se comía y se dormía, con dos
entradas, la puerta y una abertura en el centro del techo por la
que el humo podía salir. Parece ser que a esta zona abierta en
el techo se le llamaba atrium que procede de la palabra ater y significa negro y por tanto como esa
zona estaría ennegrecida por la acumulación del humo se la denominó así (Servio, I,726: Ibi culina
erat, unde atrium dictum est, atrum enim erat ex fumo)

El contacto con otras culturas como la etrusca y la griega, gradualmente fueron cambiando la
situación y a partir de la llegada de la monarquía etrusca a Roma, la técnica urbanística etrusca
irrumpe en la ciudad y el asentamiento de mercaderes y comerciantes impulsa el desarrollo de la
urbe con lo que el modo de vida se va haciendo poco a poco más llevable. Se construyen edificios
tanto públicos como privados y va tomando forma el sistema de cloacas y el desvío de agua a las
zonas urbanas que se van desarrollando principalmente en las zonas altas de las colinas donde las
condiciones sanitarias son mejores.

Por supuesto es
la clase patricia
la que prospera
en mayor grado
pero también
gracias a
mejoras como
el sistema de
cloacas en
tiempos de
Tarquino hace
que el valle sea
menos insano y
también se
desarrollen los
barrios bajos
como Subura y
el Velabrum. La
riqueza va
aumentando y
gracias a las conquistas romanas, los esclavos aumentan. A finales de la monarquía tras más de
doscientos años de desarrollo urbano, la calidad de vida de las familias más poderosas ha
aumentado y el modo de vida etrusco y griego se va consolidando. Las primeras casas romanas
dejan paso a la domus importada de Etruria en los tres últimos siglos de la república, en la que
aparece el atrium, perystilum, compluvium, impluvium, etc. Este tipo de casa-patio responde a un
modelo cuyo origen parece ser Mesopotamia y desarrollado durante el tercer milenio a.c. por la

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civilización sumeria. Se difundió por todo el Creciente Fértil y Anatolia y así se introdujo en el
mundo griego y etrusco.
En el siglo III a.c. y ante la carencia de espacio en las casas arcaicas romanas, se adoptó de los
etruscos el modelo que permitía aumentar el espacio de la vivienda. Así el huerto trasero pasa a
transformarse en un nuevo patio porticado similar al peristilo griego por lo que la nueva vivienda
romana pasa a disponer de dos ambientes, el atrio y el peristilo apareciendo el andron como
comunicación de ambos ambientes y se abre el tablinum para que exista una comunicación amplia
entre el atrio y el peristilo convirtiéndose así el atrio en zona de recepción y acceso a la vivienda y
lujosamente amueblado de cara a los visitantes.
Inicialmente el lugar de paso entre ambos ambientes llamado andron por los griegos pasa a ser
una zona reservada al pater familias como un tipo de triclinium o sala de banquetes y se crean en
la zona del peristilo diferentes habitaciones como el triclinium como comedor o sala de banquetes,
la exedra como sala abierta al peristilo y lugar de recreo, estar o recepción, el oecus como comedor
de gala más amplio y cómodo que el triclinium.
Con el tiempo, en este segundo patio (peristilum) las familias pudientes de Roma la ornamentarán
con estatuas, estanques y jardines. En el año 78 a.c. el cónsul Lépido introdujo en Roma el mármol
procedente de Numidia para pavimentar su casa e instauró la moda de la opulencia y el fasto por lo
que pocos años más tarde, la mayoría de sus contemporáneos ornamentaban las suyas con
columnas de mármol como Licinio Craso o con mármoles negros el príncipe del Senado,
Escauro.... Si pueden visitar Pompeya, comprobarán las muchas posibilidades que los romanos
establecieron.
Existieron diversos tipos de domus pero representamos en la figura el tipo medio de casa
unifamiliar de una planta ya que por ejemplo en lo que representa el atrium existían cinco modelos
tal como Vitruvio nos explica: Atrium Tuscanicum (uno de los más antiguos y más utilizados sin
columnas, soportando el peso del compluvium con vigas horizontales para atrios pequeños),
el atrium Tetrastylum (con cuatro columnas o pilares en los cuatro ángulos del compluvium y muy
utilizado), el atrium Corinthium (similar al anterior pero con mayor número de pilares),
el Displuviatum (con el tejado y compluvium inclinado al exterior y por tanto las aguas recogidas se
eliminaban fuera de la casa) y el Testudinatum ( todo tejado sin compluvium).

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Según los registros de que disponemos, ya en época imperial en el siglo I d.c. sólo existían en
Roma 1800 domus por lo que no podemos incluirla como la casa típica romana. Solo las clases
más pudientes de Roma como miembros del Senado, patricios y miembros del orden ecuestre más
adinerados podían permitírselo de la misma forma que en nuestros días sólo algunas familias
pueden permitirse vivir en el centro de las grandes ciudades en una gran mansión a todo lujo. Por
ello no podemos decir que la domus sea la casa romana por excelencia, la mayoría del pueblo
romano vivía en ínsulas en la ciudad y en casas de campo en el resto por lo que si debemos
ponerle un nombre a la casa típica en Roma debe ser la ínsula.

Estas casas de las familias pudientes constituía una vivienda urbana de carácter unifamiliar, es
decir, la vivienda del pater familias y de todos los que vivían bajo su tutela por lo que podemos
denominarla casa familiar y curiosamente construída hacia adentro, sin ventanas al exterior y
distribuída, en una sola planta en general (algunas domus podían tener un segundo piso alrededor
del atrium con habitaciones secundarias tanto para la vivienda principal como para las tabernae o
tiendas que pudieran tener en los laterales).
Influída por la arquitectura helenística y concebida en sentido horizontal, la domus estaba
construída en torno al patio interior llamado atrio (atrium) y a un jardín también interior o peristilo
(peristylum). Hoy día los patios andaluces o los claustros de nuestros monasterios románicos y
edificios bizantinos proceden de esta forma de edificar y que importaron los romanos que se
acomodaron en la península.
A veces, en los dos laterales de la fachada principal se construían tiendas llamadas tabernae, sin
conexión con el interior de la casa en la que se acomodaban diferentes artesanos o comerciantes a
los que se les alquilaba por parte del dueño de la casa (fullonicae, thermopolia, cauponae,
tabernae..).
Desde la calle y una vez traspasada la puerta llamada ostium o Ianua (procedente del dios Jano o
Ianus bifronte) se accedía a la casa a través del vestibulum en el que se recibía a las visitas, y tras
el pasillo o fauces se llegaba al atrio como centro de la casa, normalmente sostenida por columnas
con un corredor que lo circundaba y por el que se accedía a casi todas las habitaciones. También
era el centro social y lugar de reunión para todos.
En el centro del atrio casi siempre existía un pequeño estanque o impluvium que tenía como misión
recoger las aguas de la lluvia a través de las canalizaciones en el techo de éste
llamado compluvium y bajo el atrio se disponía de un depósito donde se almacenaba esta agua
procedente del impluvium o estanque. (Vitruvio, Festo y Plinio nos han dejado toda una serie de
explicaciones sobre la domus por si interesa).
La rica decoración de sus columnas, el compluvium, impluvium y las paredes eran un factor muy
tenido en cuenta por los romanos para resaltar la posición social de la familia y era el lugar en el
que normalmente se colocaban los dos altares que existían en una casa romana, el lararium y
el imagines maiorum (éste último se colocaba también en el vestibulum).
El lararium era una pequeña capilla o altar donde se cuidaba la llama del hogar y en el que todas
las mañanas se rezaba a los dioses familiares (lares) que protegían la casa y sus moradores.
El Imagines maiorum en cambio era una zona, normalmente situada en la entrada de la casa, ya
sea en el vestibulum, en las fasces o en el atrium, en la que se colocaban las máscaras en cera y
objetos de los antepasados familiares que ocuparon cargos importantes como el consulado. Eran
motivo de orgullo familiar y se sacaban a la calle en los funerales de los miembros de la familia.

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Como ya hemos comentado, las aguas de lluvia se conducían gracias al tejado
llamado compluvium hasta el estanque o impluvium.
Desde el atrium o también llamado cavum aedium se accedía a las habitaciones o cubiculae, a
las alae y a otras dependencias situadas entre el atrio y el peristilo como el tablinum o habitación
despacho del pater familia en el que se recibía a los amigos o a los clientes y el triclinium o
comedor y sala de recepción para invitados. En el siglo I a.c. cercano el fin de la república,
el atrium dejó de ser el centro de reunión como pieza central de la casa y pasó a la parte más
interior el centro familiar alrededor del peristylum y las casas dispusieron de otras habitaciones más
grandes como el oecus como sala de recepción de invitados y la exedra. Como no disponían de
ventanas al exterior, las casas romanas no eran muy luminosas ya que la luz sólo provenía del
atrium y el peristylium y todas las paredes de las habitaciones estaban decoradas con pinturas
geométricas de perspectiva para dar sensación de amplitud, alegóricas con motivos mitológicos o
de escenas alusivas al uso de esa habitación y el suelo de las habitaciones más representativas
como el vestibulum, tablinum, triclinium u oecus con mosaicos deslumbrantes. Con el tiempo esta
sociedad de ricos y aristócratas llegaron a disponer no solo de agua corriente proveniente del
acueducto, sino calefacción como en los baños públicos (en una habitación por debajo del nivel del
suelo de la domus se quemaban materiales combustibles como la madera en un horno y por medio
de una red de conductos que iban por debajo del suelo y paredes se conducían los gases de la
combustión que calentaban la casa. A esta habitación la llamaban hipocastium) y a decorar sus
casas con todo tipo de riquezas y obras de arte provenientes del mundo helénico, unas de gran
gusto y otras de pésimo gusto tal como atestigua Petronio (siglo I d.c. en tiempos de Nerón) en su
novela “El Satiricon” sobre la casa de Trimalción, un liberto enriquecido.

En Roma sobre todo, y motivado por la falta de espacio dentro de las murallas servianas, se
desarrolló un tipo de edificación que solucionase esta falta de espacio para la gran mayoría del
pueblo romano: la insula, como edificio en el que pudieran alojarse tanto clases acomodadas como
la plebe y lo más parecido a nuestras casas de pisos.
La ínsula estaba diseñada a partir de una planta baja similar a la del domus en la que se
incorporan varias tabernae, patios centrales
viviendas de gran tamaño similares a la domus para las clases altas y sobre esta planta se elevan
varios pisos y cada una de estas plantas se dividen en viviendas llamadas cenaculas. En los
últimos pisos, estas viviendas disminuyen mucho su tamaño llegando incluso a ser algunas de una
sola habitación (cubicula). Estos pisos no disponen de agua corriente pero disponen de luz
proveniente del patio interior y de las ventanas y balcones que se incorporan en las diferentes

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fachadas, a diferencia de la domus construída sin ventanas y a resguardo del bullicio de la calle.,
con lo que se convierten en viviendas ruidosas tal como nos explica Juvenal: “En Roma para poder
descansar y dormir se necesita mucho dinero para vivir en una domus”.
Las primeras ínsulas se construyeron con madera y adobe, materiales tan poco resistentes que no
permitían grandes alturas y ocasionaron multitud de muertos al hundirse o en los numerosos
incendios que se producían. En el siglo III a.c. se desarrollan técnicas que permitirán construir
ínsulas de más de tres y cuatro pisos utilizando materiales más resistentes como el hormigón,
argamasa y ladrillos cocidos junto con la madera, pero la especulación de los constructores y
contratistas hacen necesario establecer una serie de leyes con imposición máxima de altura y
grosores de muros. Ni que decir tiene que no se pudo acabar con la especulación y el
enriquecimiento a expensas de la seguridad, más o menos como hoy día por lo que siguieron
cayéndose ínsulas y produciéndose incendios. Como dato que avala lo dicho, en el siglo I a.c. el
plutócrata Marco Licinio Craso conocido por eliminar la sublevación de Espartaco según nos cuenta
Plutarco, compró un gran número de esclavos arquitectos y maestros de obras, en cuanto se
producía un incendio o un derrumbe de edificios, procuraba hacerse con éstos y los contiguos a
ellos a un precio irrisorio por el miedo y la incertidumbre, consiguiendo con los años ser dueño de
casi todos los edificios de Roma.

Con el tiempo, llegaron a ser tan imponentes en Roma que incluso hubo que normalizar su
construcción. Así en época de Augusto se fijó como altura máxima los 20 metros y dejar
separaciones, llamadas ambitus entre edificios, de casi 1 metro a fin de evitar incendios masivos, y
posteriormente en época de Trajano, bajaron a 17 metros a fin de evitar posibles derrumbamientos
ante el incumplimiento sistemático de las construcciones (ver en ingeniería romana).

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