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TRILOGIA FINAL - Indd
TRILOGIA FINAL - Indd
La algazara y la sangría han despertado y desnortado al perezoso, Bradypus tridactylus, de su EL INSOMNIO DEL PEREZOSO
&DPELRGHSDODEUDV sueño dulce. Han desarbolado su hábitat. Abrió los ojos y observó la crueldad que pasaba Trilogía gomera
&pVDU+LOGHEUDQGW debajo de la copa de los árboles. Quiso volver a cerrarlos y no pudo, desde entonces le acosa
(QWUHYLVWDV el insomnio.
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Este machihembrado ha buceado en el piélago del horror, del cinismo político y de la diás- MIGUEL DONAYRE PINEDO
pora. Ha metido las narices en ese periodo truculento, sanguinolento y demencial de lo que
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ocurrió con la explotación de la goma, el oro blanco y lo ha llevado al presente. Lamentable-
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&ROXPQDVGHRSLQLyQ «La obra es un hermoso testimonio de recuperación de la memoria fracturada, de reivindica-
ción de anónimos y excluidos, de búsqueda de nuestros propios rastros dispersos. Es, desde
el estricto punto de vista literario, la mejor obra escrita sobre el caucho hasta ahora».
PERCY VÍLCHEZ
Impreso en Perú
Printed in Peru
Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio, en forma idéntica,
extractada o modifcada, en cualquier idioma sin permiso del editor.
Miguel Donayre Pinedo
Estanque de ranas 11
Archipiélago de sierpes 115
El búho de Queen Gardens Street 251
Para Melita y Miguel, mis padres,
para quienes la floresta no se apaga.
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2. Los [des]encuentros
Y en ese momento a Pereira se le vino a la cabeza
una frase que le decía siempre su tío, que era
un escritor fracasado, y la repitió. Dijo: La filosofía
parece ocuparse solo de la verdad, pero quizá
no diga más que fantasías, y la literatura parece
ocuparse solo de fantasías, pero quizá diga la verdad.
Antonio Tabucchi
10. Alfredo Jiménez, era un buen jefe. Nos regalaba a sus mujeres,
eran chiquillas. Lindas huambras. Me enamoré de Catalina, era
la hija de un capitán que conocí en una correría. Un día me sor-
prendió al decirme que esperaba un hijo mío, me puse contento.
Le comenté a don Alfredo. Se disgustó. Eres un huevonazo, un
tonto de mierda, me reprochó con rabia. Me llenó de improperios
e inmediatamente la mandó a matar. De estas hembras no hay
que enamorarse, Carlos, me reprendió con esa voz que le da la
experiencia. Escuché un disparo de pistola, la mató. No quise
comer varios días. Mi corazón se inundó de cólera contra Jimé-
nez. Uno de los chamanes de los Muinanes me dio una buena
purga, así arrojé el resentimiento.
13. Las mujeres uitoto eran guapísimas, con unas nalgas redondas
y duras que enloquecían a los caucheros. Unos senos inmensos
que lo mostraban sin ningún pudor como ya mencioné, apenas
se cubrían sus partes. Recuerdo que una vez en la parroquia
un misionero que tomaba notas para un libro de geografía me
amonestó que debía esconder mis partes porque eso eran malas
costumbres de los infieles. Me cubro desde entonces con una
camisa y pantalón. Miraba con desdén a estos bárbaros.
Sin embargo, los jefes de sección perdieron la cabeza por
ellas. Santiago Benavides se obsesionó por la Rosaura. Era una
guapa morena, muy risueña. Muchos comentaban que Benavi-
des adolecía problemas de erección, nunca la poseyó ni penetró.
Cuando ella murió en las fauces del tigre, lloraba Benavides
desconsoladamente. Pensé que iba a cambiar. Nada. Se volvió
más cruel y sanguinario. Si nosotros no les traíamos suficientes
indios de una correría, te castigaba con latigazos y al cepo a pleno
sol. De verdugos pasábamos a víctimas en un abrir y cerrar los
ojos. No se arrepintió nunca. Eso fue en Abisinia.
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14. Ambulé por casi todas las secciones. Los jefes estaban con-
tentos con mi trabajo. Cumplía las órdenes que no dudaba en
ejecutarlas. Si no las cumplía, me mataban.
En la fría celda junto al río no podía dormir. La cárcel era
vieja, cuando llovía nos mojábamos. Me despertaba continua-
mente porque escuchaba voces mientras dormía. Aullidos de
jóvenes, niños y mujeres que pedían clemencia y que nunca atiné
escuchar. Eran de mi sangre.
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20. He ojeado las fotografías que aparecen en el libro, me tra-
jo un escribano previa coima. Uy, aparecen los jefes. Ellos no
hablaban con la cholada. Nos visitaban vestidos de blanco y
fumando puros. Al jefe mayor nunca logré verlo. Un día llegó
cuando yo hacía una correría. No pude conocerlo. Sé que pre-
guntó por mí, me consoló Jiménez. Reconozco a los indios que
salían en las fotos mostrando las heridas, los muy jijunas. El juez
comisionado fue quien hizo esas fotos en blanco y negro. No
recuerdo el momento. Salgo con otro compañero, me ayuda la
foto, aparezco mejor de lo que era. Hoy sería imposible dejarme
tomar una foto.
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Huellas digitales
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Somos del color huito. Fruto marrón oscuro y sabroso como los
senos de una mujer. La luna llena develó caras, panzas gordas y
lenguas rojas. Reímos.
Clan del ungurahui.
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El arcángel Santiago
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3. Mitológicas
aquí donde la angustia es una vía
Ana Varela
I
II
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4. Epílogo. Trópico y humedades [otra vez las ranas]
5 de enero
Enero
3 de febrero
5 de febrero
3 de marzo
30 de abril
10 de mayo
11 de mayo
18 de mayo
30 de mayo
Septiembre
Septiembre
15 de noviembre
Diciembre
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ARCHIPIÉLAGO DE SIERPES
Tiempo lluvioso, tiempo que falta para llegar
Percy Vílchez
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Entras por una puerta ancha que era una antigua cochera,
la han rehabilitado para que sean las oficinas, y tras unos pasos
te topas con una mesa grande que casi siempre está abarrotada
de grapadoras, clips, facturas y papeles en desorden. En el techo
da vueltas las aspas de un ventilador. Cuando lleva velocidad se
zangolotea de mala manera hasta llegar a descentrarse y rechina
monótonamente, pienso que en cualquier momento nos segará la
cabeza como matan los narcos en Tijuana. En la pared del salón
hay una foto grande con los rostros de los redactores después de
un partido de fútbol organizado por el director y con muchas
chelas en el cuerpo, estábamos con una curda que para qué te
cuento. Para darle un toque chic al ambiente de trabajo, la mujer
del jefe ha colocado un búcaro con una rosa roja de plástico en
una pequeña mesa en la esquina de la puerta de entrada al diario,
además de una raída alfombra donde se lee: «Bienvenidos».
En la pared pintada, con óleo especial contra las humedades
del trópico, se cuelgan diplomas de reconocimiento al diario por
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su labor informativa, entre ellos el de la Cámara de Comercio,
están debidamente enmarcados con cristal mate y son el orgullo
del director. En una vitrina se han colocado los trofeos ganados
de los campeonatos de fútbol entre los equipos de colegas de
otros diarios y radioperiódicos. A diario él mira a cada uno de
esos premios por unos minutos, saca pecho y esboza una sonrisa
de satisfacción.
En una mesa pequeña está un teléfono de color verde loro
y una silla, en ese puesto de la primera línea de cara al público
se sienta Mercedes, es la secretaria que es la prima del director.
Es guapa y coqueta, con un diente de oro que muestra cada vez
que sonríe. Casi siempre acude con minifalda que resalta sus
torneadas piernas, que son munición para los piropos soterrados
de los redactores, que ella escucha e ignora. Otras veces, va con
pantalones donde abiertamente muestra el color y dimensiones
de su tanga, chulería muy de moda entre las chicas jóvenes. Como
diciéndonos, mierditas, jódanse. Mechita ha contribuido a más
de un sueño húmedo entre la calenturienta tropa de la redac-
ción del más noble o vil de los oficios. Asevera fatuamente que
le llueven novios por internet, los cambia a sola voluntad y sin
expresión de causa. Además es fanática de las revistas de corazón,
sabe la vida y milagros de la gente de la farándula ya sea local,
nacional o global, como que Paris Hilton no lleva calzón en las
fiestas o que los jugadores de la selección peruana de fútbol en
un ampay han sido vistos choborras, y con la mona en las carnes
no se ganan partidos, te daba la turra con esas paparruchadas.
Ella es la prima del jefe, ni hablar, maestro, donde comes no
cagues, me repetía pausadamente el redactor más viejo con deje
de filósofo de desamores.
Si avanzas por el pasillo, llegarás a dos oficinas, allí es la cocina
del periódico. En estos fogones se sazona La Razón, se discuten
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los posibles titulares y el orden de la noticias, ja, que finalmente
lo decide el director sin consultarnos, él pondera los intereses del
diario, lo recalca reiteradamente dándose aires de importante en
las reuniones de trabajo. Se cuenta con dos ordenadores; para
acceder a ellos se han establecido turnos, porque a las máquinas
de escribir nadie les presta atención, se pudren en un rincón con
telarañas. Si uno está usando internet, el resto pagamos el pato,
porque la conexión es en una de las máquinas. Gritos, insultos,
se montan discusiones, cabrón, ya llevas más de una hora en
internet, corta ya, que quiero consultar mi correo porque me
van a enviar la nota de prensa del Municipio y se publicará hoy.
No jodas, es mi turno y respeta. Es el rifirrafe acostumbrado
que le pone la pimienta al día. El diario subsiste, agónicamente,
con los avisos de las empresas e instituciones públicas, son las
principales fuentes de financiamiento. También de los anuncios
judiciales, de las convocatorias de juntas de accionistas y esquelas
de defunciones. Ha sido uno de los primeros diarios en lanzar
su propia página web, era la envidia mala de los otros medios
de comunicación.
En la redacción hay tres patas más aparte de mí. Hay un
pelao dedicado exclusivamente a la sección de policiales, es el
más mimado del diario. El director le da todas las facilidades de
horario y trabajo, el tiraje depende de él, lo deja caer con cachita.
Es un viejo zorro del periodismo local que no se desprende de
sus lentes verdes para sol ni cuando se baña. Cuanta más sangre
haya en las páginas del matutino, el director, con panza de hacer
pocos ejercicios, sonríe. Se toca el bigote y se coge la barriga con
complacencia pensando en las ventas del día siguiente. Tenemos
una tirada de quinientos ejemplares dentro de una población
de quinientos mil. No nos engañemos, casi nadie lo lee porque
a veces nos devuelven algunos ejemplares del día. Un viejo
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periodista insular señalaba que en esta ciénaga, «el periodismo
escrito carece de importancia, es como si no existiera». Es un
oficio de espectros, hablando claro.
Esas son las noticias que le gustan a la gente, exclama el jefe
con aire de superioridad al leer los titulares del día. «Mujer
mata amante adúltero», «Yerno persigue a suegra con
una escopeta», «Brujo violaba mujeres en pleno conjuro».
Nosotros le decimos guasonamente a este reportero que se parece
a los murciélagos, por su gusto por la sangre. Que en el antiguo
astillero a estos mamíferos le decimos «Mashos», apodo que le
cae a él en singular, «Masho», se llama Josías Rodríguez, pero en
la redacción y en el puerto ha perdido este nombre, él mismo se
hace llamar así. Es el redactor de esa hemorrágica sección.
Una vez con el ánimo ingenuo del benjamín que pisaba la
redacción por primera vez, le acompañé en su tour de una punta a
otra de la ciudad. Marchaba a rebufo de él. Fuimos a la morgue, a
la fiscalía, a las dependencias policiales, a los juzgados de guardia
y, puta, me arrepentí. Esa noche no pude dormir de solo recordar
la cara de la chica que yacía en la mesa de la morgue, en el dedo
pulgar del pie derecho le ataba una papeleta con un número. Olía
muy fuerte a formol y el hedor me rondó la nariz por varios días.
La cara de la muchacha parecía que dormía un profundo y largo
sueño, los labios morados, desnuda, simplemente, vulnerable e
inerte. Me recordó a la hija del carpintero del barrio que murió
cuando era niño, ella estaba en la misma aula que yo. Era muy
blanca, yacía extinta en la mesa del comedor de su casa y rodeada
de velas encendidas, mientras su padre entre lloros y lamentos
construía su ataúd a martillazos. Mi alma atribulada. Me indicó
el Masho, sin mostrar un ápice de congoja, que murió por in-
toxicación de anhídrido carbónico, la muerte dulce. Él tomaba
fotos, buscaba los ángulos más morbosos, fulguraba el flash de
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la cámara fotográfica, esto le va gustar al jefe, qué notición, se
relamía de gusto. Me dio grima y me regurgitaba el estómago,
se me viene el huayco, cuñao. Es que mirar el rostro de esa joven
fallecida me produjo al mismo tiempo arcadas y angustia, me
autoinfligía reproches sobre lo trágico y lo efímero de la vida, me
recriminaba mi infecundo pasotismo. Chiquillo, eres un cojudo,
no te pongas a estas alturas en esas disquisiciones tontas y sin
sentido. Los continuos cortes de luz eléctrica que azotaban el
puerto hacían que algunos cuerpos empezaran a descomponerse.
Olía mal desde la puerta de entrada. Nadie viene a preguntar
por ellos. Lo más jodido lo llevan los vagabundos o gente de la
chacra, del campo. Sus familiares ni se enteran que han muerto.
Si no vienen dentro de un par de semanas les donaremos a los
estudiantes de la Facultad de Medicina que están como los ávidos
gallinazos esperando donativos como este, nos subrayó sin pena
el ayudante del médico forense.
No te pongas existencial, mocoso de mierda, me regañó
Josías, sacúdete y vamos a tomar un caldo de pollo, «levanta
muerto», en la Alfonso Ugarte, yo pago tu desvirgada. Con el
estómago hecho trizas le acompañé, es para cortar las náuseas. En
reciprocidad a los paseos por los avernos, le ayudaba a redactar
sus crónicas periodísticas. Las que él escribía eran un batiburrillo
de extranjerismos y localismos que no lo entendía ni Dios. Una
crónica que necesitaba traducción, le machacaba el jefe para
joderle la autoestima por las meteduras de pata, recados que se
los pasaba por el Arco del Triunfo. No le hacía ni caso y con la
mirada como el filo de un machete le replicaba, calla, cabronazo,
que no sabes ni mierda.
El Masho en muy buena onda, me invitaba a sus rondas,
pero le preguntaba primero por dónde va a ir y decidía, si
pasaba por la morgue me hacía el cojudo, buscaba cualquier
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excusa y aparcaba la invitación. No te amaricones, chibolo,
me aguijoneaba con su sonrisa de ardilla y mirada estrábica.
No, no, tengo una crónica pendiente y es urgente, me lo han
pedido para ayer.
Las visitas a las dependencias policiales me caían mejor, son
un archivo de agravios y querellas de la vida del puerto, se podía
saber por dónde van los tiros de ese adn violento que llevamos
dentro los porteños. Era un inventario heterogéneo y topográ-
fico de los pleitos, era como descerrajar la caja de los truenos:
denuncias de mujeres maltratadas por sus parejas que luego eran
negadas y retiradas por ellas mismas, acusaciones a ladrones de
poca monta como los que hurtaban gallinas o carteras en el
aeropuerto a turistas desprevenidos. Denuncias de violaciones y
homicidios. De una página a otra del libro de querellas variaban
las sensaciones y emociones como la de un paisano de setenta
años, con el rostro sufrido y de liberación al mismo tiempo, ex-
traña sensación que le ofuscaba. A momentos le mordía la culpa.
El llanto, la risa histérica. Era un infanticida, mató a su nieto al
saber que no era su nieto biológico. Esos cambios súbitos de las
emociones te producían grietas, huecos, vacíos de cara a lo que
vivías tan linealmente la vida. Era un agujero con esquirlas que
me escocía el pecho. Te encontrabas de repente con detenidos con
la cabeza gacha, arrepentidos en los calabozos de mala muerte,
malolientes y llenos de chinches, sentías una rara sensación que
se movía entre la condena por lo que hizo y la compasión por las
consecuencias. Eran sensaciones bipolares. Luego te cruzabas con
los mismos en plena calle Próspero o en la discoteca, te pedían
un cigarro o dinero para comprar comida como si nada pasó.
En las mazmorras de la Policía del barrio de Belén, te topabas
con furcias detenidas por no llevar el certificado de salud, te
lanzaban sin vergüenza piropos, papito rico, sálvame y tendrás
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un polvo gratis de recompensa. Una vez encontré en la carceleta
de la Corte a un sanitario indígena que asesinó a un brujo y el
«cuerpo del delito» no era habido, como sentenciaba el Masho,
lo tiró al río Napo. El brujo se burlaba de ellos en la comunidad
quechua de Angoteros, los amenazaba, les ponía cuernos y ca-
chos a los comuneros, abusaba de las niñas hasta que un buen
día le llegó al pincho y lo mató con la retrocarga de caza. La cara
del hombre era de una desgarradora soledad, apesadumbrado,
balbuceaba quedamente en quechua, lloraba, según contaban
los guardias que le custodiaban, perdió unos cinco kilos de peso
por esos días. Sufría estrés postraumático, glosó el reportero
vampiro de La Razón con solemnidad. Mira, con estas sombras
y carroñas de la existencia humana podemos bosquejar un bes-
tiario socioetnográfico, le apostillaba burlonamente a Masho.
Calla, calla, cabronazo, me respingaba, esto no es nada, son tus
huevadas intelectuales, no te dejes impresionar.
Revisábamos el libro de denuncias de las comisarías, podíamos
hurgarlo a nuestro aire gracias a la coima al oficial de guardia con
unas entradas gratis al Alfil Mañoso, cuyo dueño era compadre
del director del diario. Era un puticlub muy de moda, se dio el
lujo de auspiciar concursos de belleza y muestras pictóricas, los
podías leer en las pancartas y octavillas como los patrocinadores del
evento. Allí, en esos folios ennegrecidos por el sudor del escriba de
guardia, encontrabas situaciones muy curiosas como la denuncia
de un marido por la desaparición de su esposa, llevaba tres semanas
perdida, no sabía nada de ella. Días después el mismo denunciante
se retractaba porque los vecinos le informaron que la mujer, apro-
vechando la marcha convocada por el Frente Patriótico por el alza
del porcentaje del canon petrolero, se fugó a la frontera en com-
plicidad y planificación con su amante, su peor es nada, la vieron
muy acaramelada y entre arrumacos por el Puerto Masusa. Me reía
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a boca suelta, Masho me miraba con rabia contenida. No te rías,
huevón, recuerda que hay que aparentar que somos periodistas
serios. Pero de serio poco, El Masho no era exigente en su vestir,
calzaba unos pantalones de perneras ajustadas, camisas y zapatos
blancos de gruesos tacos, los llamados makarios que marcaron
una época. Acompañado de un señorial sombrero de panamá que
ocultaba el desteñido tupé marrón, este vestuario elegido a posta
lo equiparaba a un sicario de unos de los cárteles colombianos, era
como si fuera su uniforme de trabajo y caminaba muy orondo
con la elección del traje. Cojudos ignorantes, rezongaba, así vestían
los antiguos caucheros. Era buen pata, me invitaba los fines de
semana a tomar unas cervezas luego de la chamba, sabiendo que
le costaría los regaños de su mujer, tenía fama de manirroto y un
obsesionado con los juegos de azar. Como no me interesaban esos
juegos él iba solo a los casinos de esos coreanos por la Plaza Mayor
a jugar con las máquinas tragaperras y así terminaba con gran parte
de su paga mensual. El lunes a primera hora desde la redacción
llamaba a un ingeniero que era agiotista para tapar sus huecos, es
un recurso al que acuden gran parte de los profesores, era como
ponerse la soga del ahorcado, no cabía otra alternativa. El sueldo
no alcanza, causita, y hay que ir a las casas de esos jaboneros. Su
estado de nervios era de alarma permanente y, con el susto metido
en el cuerpo, por temor a la cobranza de estos prestamistas, que le
caían en los momentos menos pensados, adeudaba a cada santo
una vela el muy pendejo.
Otro de los colegas se dedicaba a las crónicas deportivas
y, en sus ratos libres, era pluriempleado, fuera de la redacción
era locutor radial de fútbol de primera división, presentador
de quinceañeros y fiestas de gala. También le acompañaba a él,
quería nutrirme de todas las fuentes del periodismo, sin contar
con el ingreso gratis al Estadio Max Augustin, el más grande de
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la selva peruana. Un político de cabello peído por el sol y pendejo
alardeaba que en ese estadio entraban treinta mil personas; en la
pura verdad, allí no entraban ni quince mil. Se puso de acuerdo
con el constructor y negocio resuelto, es cuestión de números y
buena retórica, lo decía muy jactancioso. Por estos días, ese geri-
falte anda enchuchado con una hembra de Contamana, dos tetas
pueden más que dos carretas, ¿no? Así es la vida del político bajo
estos árboles que basculan entre la pendejada y las lubricaciones,
aunque las hembras entre risas cachacientas murmuraban que
follaban mal, pegaban gatillazos a pesar de que toman viagra,
les falta tiempo para un buen polvo, están más pensando en los
rivales y obras por inaugurar que en el polvorete, qué cabrones,
la erótica del poder se ha vuelto un revulsivo para estos pánfilos
que han perdido la brújula de los vientos.
Manuel cada vez que podía invitaba a Mechita a la discote-
ca, vamos gratis al Noa Noa, ella se negaba y lo miraba debajo
el hombro como diciéndole, no voy con cholos presumidos,
vamos con una collera de amigas, ella se resistía, el sábado ani-
mará el grupo cumbia de moda, Explosión en el cni, Mechita,
la blanquiñosa de La Razón, volvía a negarlo. Él insistía en la
invitación por joderla.
Manuel era delgado a pesar de ser un tragaldabas, de piel mo-
rena y con una cabeza que parecía una bombilla de luz eléctrica.
Siempre vestía impecables guayaberas beiges o blancas y pantalones
oscuros, el Masho de cachondeo le espoleaba que parecía un em-
pleado bancario o que iba a una fiesta de promoción del colegio.
Manu se reía y tú en cambio pareces un marinero abandonado
en el Puerto Masusa, siempre de blanco, ya sabes, cuñadito, que
quien se pica pierde. Se jodían mutuamente, que era una forma
de relacionarse en este puerto difunto, quien aguantaba más la
pendejada ganaba. A Mañuco, a pesar de lo serio que parecía, le
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le gustaba la marcha y la jarana, organizaba pequeñas fiestas en
su casa por el pueblo joven Anita Cabrera, eran infalibles sus
colegas locutores y las secretarias de la radio que disfrutaban con
las cumbias y salsas, no pongas salsa, esa es de costeños huevones
y de los desarraigados latinos en Gringolandia que huyeron de
la patria por dinero, causita. No seas resentido, cabrón, que mi
familia vive en Paterson, New Jersey, a mí están a punto de darme
la visa. Se montaba un buen sarao hasta las seis de la mañana.
En los pasillos de las redacciones se corría el runrún que Ma-
ñuco era gay, pero conmigo, con los otros colegas de La Razón
y de la prensa deportiva se comportaba correctamente. No se le
veía el plumero. No salía del clóset. Poco a poco, fue ganando
confianza en su decisión, así que su salida del armario en la ofi-
cina fue de a pocos y sin traumas, aunque la noticia no la digirió
por unos días el Masho. Rumiaba. Bufaba. Luego la entendió a
sorbos. En cambio, Mechita se volvió su íntima confidente. Al
jefe le importaba un pimiento, total, que rinda en la chamba. Lo
más jodido era la calle, confesaba Manuel. Él confesaba que el
diario era una burbuja de aire fresco frente a los trogloditas que
le agredían con puñetes y patadas, rosquete de mierda, le incre-
paban en su cara ante un gesto afeminado o cuando caminaba
contoneándose. Sufría muchos males de amores y por épocas
le molaba el amour fou, se metía en unos bucles sentimentales
que ni él mismo sabía salir de esa espiral. Se enamoraba de patas
violentos que no querían salirse del clóset, qué dirán mi mujer o
mis hijos. Hay jugadores de fútbol que se les moja la canoa, ellos
se hacen los mosquitas muertas. Pero al margen de esos estados
carenciales por los que todos alguna vez hemos pasado con los
amores, Manu era un buen chochera, cuando le pedías que me-
tiera el hombro en una investigación se dejaba la piel. Contaba
con muchos enchufes en los lugares menos insospechados como
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aquellos informantes de la noticia de un recluta maltratado que
le dejaron tetrapléjico, lo denunciamos previa investigación y los
responsables identificados están bajo juicio [el director del diario
estaba literalmente acojonado con la publicación de la noticia, eso
de pelearse con los milicos no era lo suyo, suave camay]. Manuel
nunca te negaba un favor que le pedías.
Dick Yahuarcani Arimuya era también parte del «equipo de
los sueños», paleto apelativo por el que nos llamaba el director
con un par de copas en el cuerpo a los cuatros patas que estába-
mos dándole a la piedra en esta redacción de mierda. Era de pelo
duro como la espina de pescado, de ojos achinados, lampiño y
de media estatura, un metro sesenta y ocho centímetros; altura
que hacía gala a cada momento al ponerse, gallardamente, de
pie delante de Mechita para piropearla mordiéndose los labios.
Por sus reacciones parecía que le faltaba un hervor, era una dis-
capacidad calculada para huevearnos, cuñao, resoplaba Mañuco.
Siempre en el bolsillo izquierdo de su camisa sobresalía un peine,
me producía cierto rechazo esa clase de personas que a cada mo-
mento buscan peinarse, me demostraba una vanidad patológica.
El peine le servía también para rascarse de la alergia a la piel que
le producía picor por todo el cuerpo cuando en la cocina de La
Razón ganaban las prisas y tensiones. El Masho le pinchaba, oye,
huevón, no quiero imaginarme cuando esa reacción baja a tus
talegas, el peine hará puré a tus huevos, reía fuertemente entre
carcajadas. Además, Dick, como transpiraba mucho, se acom-
pañaba de una toallita blanca para secarse. El fuerte desodorante
que se echaba olía a metros de distancia de él.
Este pata se dedicaba a la sección «Quien ajos pica, ajos
come», la sección del cotilleo político. No de las noticias confirma-
das, sino del chisme, del rumor, que es una forma existencial del
ejercicio periodístico en la isla que, por supuesto, eran prácticas
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informativas denostadas por los libros de estilo y que se pasaban
por sus genitales el director y él. Era una de las secciones donde
los políticos leían y releían, podían adivinar luego de una lectura
atenta por dónde van los tiros de sus rivales. De su sección salieron
los bulos que se convirtieron en tremendos tirabuzones de furia
contra sus protagonistas. El gobernador se separó de su mujer
al publicarse en este rincón periodístico que frecuentaba antros
de mala muerte, sacó los pies del plato. Él justificaba que era
parte de su chamba, sí, huevón, pero no que fueras de pachanga
con chicas y el personal masculino de la oficina. O el bulo de la
parrillada organizada por un jugador de fútbol del cni, donde
se pegaron una soberana borrachera horas antes del partido de
la liga contra Alianza Lima, que terminó por goleada en contra
del equipo insular. Quien avisa no es traidor, se jactaba, así reve-
ló las relaciones adulterinas de aquel colega modoso y con cara
de reprimido de la radio de los evangelistas, era el pastor de la
iglesia del barrio de Belén zona baja. Lo odiaban unos y otros lo
veneraban por ser un tocapelotas de los caciques locales.
Sin embargo, para Dick la doblez era su bandera de iden-
tidad. Te cojudeaba y cuando menos pensaba te la clavaba sin
dolor. Era un metomentodo en las secciones de La Razón con
sus comentarios pijoteros. Se mosqueó cuando se enteró de que
Mañuco era oñonoy, oye, colega, le dije, no seas trágico, no me
jodas, me respondió acremente. Un mes no nos habló en la re-
dacción, luego entró en sus cabales y lo entendió, maestro, cada
uno hace lo que quiere con su vida y disfrútala, profe. Calla,
calla, sabelotodo, me espetó. Puta, no es para tanto, compadre,
tranquilo, si quieres escuchar, bacán, si no, no me escuches, pero
no ofendas, rosquete. Nos reímos al mismo tiempo.
Y el otro mosquetero de la noticia era yo. Me dedico a la sec-
ción cultural en el diario. Es decir, si la prensa escrita era inexistente,
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la cultural rebosaba de duendes en busca, escopetada, de cuerpos
donde posesionarse. Una pinche sección que no era ostensible en
las páginas del diario, salvo cuando moría un escritor, un poeta o
de cetrinos eventos culturales y me metían los apuros para redac-
tar su obituario o un epítome del suceso literario. Llegué porque
pensaban editar un suplemento cultural. Primero, me dijeron que
saldría quincenalmente. Luego, mensualmente y más tarde cada
tres meses. Mi situación laboral en el diario residía en el limbo,
ni en el cielo ni en el infierno, se arrinconaba en la claustrofóbica
levedad del pedo.
No sé cuándo saldrá el anunciado suplemento cultural, me-
jor dicho, la publicación caminaba a la voluntad y capricho del
director, a pesar de contar con los borradores de las próximas
ediciones en su escritorio. Solo se publicaron dos números en
seis meses. Por estos días anunciaban la publicación, pero no hay
cuando salga el próximo número. Hay serios problemas de caja,
profesor. Era un sin vivir. El periodismo cultural en el puerto
aparece como los embalsamadores ante la muerte de alguien,
pertenezco a esa casta de los espantajos del bosque.
Antes de cruzarme de brazos, me invento tareas como los
náufragos en una isla perdida. Pugnaba por hacerme un hueco.
Lo que hago, al director le importa un pepino, sin embargo
presume y se llena la boca, cuando vocifera en el bar de al lado
que es el único diario con suplemento cultural y pegajosamente
me anima casi vociferando, que soy uno de los pocos periodistas
culturales de esta pendenciera urbe, no le cree ni su madre, que
en paz descanse. La pelea entre unos homosexuales por el amor de
su maromo vende más que las apostillas de la novela para niños
del poeta Germán Lequerica o del último poemario de Percy
Vílchez, ¿me entiendes, no? Son muy buenas tus gacetillas, pero,
Eduardo, hermano, gana la coyuntura, maestro, si no vendemos,
131
nos vamos a la mierda, el pagaré del banco cada fin de mes es
una espada de Damocles. Me aprietan las cuentas, compréndelo.
Cada vez que escuchaba esas palabras, coyuntura o cuentas, me
ponía de mal humor y dientes largos, lo puteaba para mis aden-
tros. Después de comer los cebiches que invitaba en uno de esos
huecos que conocía, en la quinta botella de cerveza con los ojos
bizcos, se me pegaba como una lapa abrazándome y me repasa-
ba el sonsonete de esos momentos, Eduardo, hermanito, estoy
pendiente de una platita de la municipalidad y sale el número,
te lo juro por mi santísima madre. Sabía que eran promesas de
borrachos, porque el lunes después de la resaca y con cara de
mierda ni mencionaba la oferta.
En este racimo de islas, la temporalidad y la precariedad son
reglas de oro de los plumíferos, así que remendaba y bordaba es-
pacios en una y otra sección del diario. Me voy a cubrir la noticia
cuando llegan ministros de la capital para las inauguraciones de
obras y de paso me banqueteo en los piscolabis que ponen para
las personas de la prensa, hay colegas que casi almuerzan en estos
ágapes, como el Muñeco de Torta, reportero de policiales de un
radioperiódico que de manera infalible está en estos tentempiés,
lleva furtivamente cacharros para llenarlos y luego comer en casa.
Hace unas semanas llegó una ministra de Lima que causaba
más de un calentón en la redacción por lo guapa y coqueta [el
marido de la ministra es empresario musical], con buen lejos,
pero de cerca gana la cara de pituca acriollada limeña, con ese
rictus discriminador racista, esas que miran con desprecio a la
gente y que en su casa te topas con el quicio de la puerta falsa
para que pasen las personas del servicio. Se promocionaba la
campaña «El río más largo del mundo», que discurría por las
orillas de estos cayos tropicales, pero que desde hace años está
a unos metros más lejos de Isla Grande. El evento contaba con
132
los auspicios del gobierno regional. «Corresponde por derecho
ser catalogado como una de las ocho maravillas del mundo, se
votará por internet», descontaban la participación mayoritaria de
los porteños, muy entusiastas con estas hueras distracciones. Eres
un cabronazo, pensábamos que era rica. Una hembra normalita,
que eructa, va al baño cuando le toca y no está estreñida, riñe
con su marido y se tira sus polvitos. Calla, calla, cabronazo, no
la vuelvas terrenal a esa musa por la rechucha de tu vida. Carajo,
ustedes son los cabrones, les replicaba entre risas, a la primera
de cambios se desaniman. Obviamente, mis gustos y elecciones
de las chicas diferían de los de la redacción.
133
Así que a robar, y mejor en el gobierno que es más seguro
y el cielo es para los pendejos
Fernando Vallejo
151
En este sañudo puerto todos los días hay muertes violentas
y de sangre. «Disfruten de esta pacífica y apacible ciudad, es la
puerta del Amazonas», se resalta en los eslóganes de las agencias
de viajes, si esos turistas o viajeros se quedaran unos días más,
seguro que cambiarían de impresión cuando la sangre exudaría
por las paredes y chorrearían por los caños del agua. Muertes
que no se explicaban, no se encontraban a los asesinos. Es el
crimen perfecto, aquí los escritores de novela negra fracasarían
o se volverían locos porque la Policía marea la perdiz. Impuni-
dad. Aquí puedes matar y nadie se entera, los tombos, fiscales y
jueces son tuertos o ciegos. Las estadísticas elaboradas por una
consultora privada del puerto señalaba que el 90 por ciento de
las investigaciones de los crímenes están abiertos, no se pueden
cerrar porque no hay rastros de los asesinos. No hay dinero ni
recursos para investigar. En los diarios salen noticias sobre cuer-
pos que flotan en el río y no se sabe qué es lo que ocurrió, como
aquella balsa que navegaba a la deriva, a bandazos llegó a Indiana
con tres cuerpos muertos de personas. Nadie sabía quiénes eran,
allí yacían los cadáveres de cara al sol. Desaparece un viajero de
una lancha y no pasa nada, el río se los tragó es la respuesta,
¿se cayó porque estaba borracho? De repente, encuentran unos
restos flotando cerca de la toma de agua de la Empresa de Agua
153
Potable, nadie da razón de nada salvo los titulares sangrientos de
los diarios: «Mujer asesina a su cónyuge para huir con el amante
veinte años más joven que ella. Homosexual mata a su pareja
por celos de una mujer. Joven se mata por amor. Madre masacra
hijo». Muchos pasajeros que se embarcan en el puerto de Masusa
no llegan a su destino, los encuentran ahogados y carcomidos
por los peces en las orillas del río grande.
El otro día en uno de los radioperiódicos de la mañana rela-
taban el caso de El Motocarrista Destripador. Sí, es un sujeto que
mata a sus víctimas en el menor descuido. Les hace una carrera
y con un filudo desarmador les amenaza y les obliga a ir a sitios
solitarios. Las viola y luego las mata. Indicaban de lo poco que
recuerdan que era blanco, otros de piel morena e inclusive algunas
de las víctimas lo ha identificado como un negro de un metro
ochenta y dos. Un curandero muy famoso del pasaje Paquito, que
se mantiene en el anonimato, señaló en un radioperiódico que
el temido asesino es un bufeo colorado con ánimo de venganza,
porque los ríos están contaminados de sustancias residuales y se
están muriendo de a pocos. Uno de los periodistas forenses seña-
laba que es un asesino en serie como el de American Psycho, claro,
claro, a escalas tropicales, no pongas esa cara. Han encontrado
envueltos en bolsas y papel periódico partes de cuerpos humanos
en los basureros de la ciudad. Hay manos, dedos, lenguas, orejas,
cabezas, brazos y piernas, parecen las piezas de un puzle del ser
humano, ¿practicará el canibalismo? Estos y otras indicios dieron
pie a relacionarlo con otros casos de violaciones y desapariciones
de personas. Si es así, sería el primer asesino en serie de la ciudad.
Bueno, el primero que se sepa, rumiaba con su cascada voz el
Masho. Antes existieron, solo que no les han dado demasiada
importancia. Tanto ha cundido el miedo que a la gente le cuesta
tomar un motocarro, lo piensa dos veces. Han desempolvado las
154
bicicletas y prefieren movilizarse con ellas. Paradójicamente, en
la ciudad se ha producido un efecto positivo, por fin el sosiego
ganó en demérito de la zambra de estos aguajales.
Este puerto se desangra a diario ante nuestros ojos.
155
La lancha revolviéndose como una tortuga se aleja lenta-
mente. Esta urbe fagocita lo que encuentra a su paso, como los
pantanos y bosques de alrededor que han sido devastados. En
estos lodazales no se construye nada, todo se lo lleva el río o lo
traga la tierra, ¿te acuerdas del colegio que inauguró el Chini-
to, frente al Barrio Florido, con bombos y festín, y que al día
siguiente se lo engulló el río? Comentaban que el edificio de
la calle Raimondi, en plena construcción, se hundía, no jodas,
qué buenos ingenieros hilvanaron los cálculos, ¿no? ¿Acaso no
sabes que en el sótano de ese cerro de cemento está escondida
una inmensa boa negra?, por eso los sótanos están inundados.
Qué ciudad. Vemos anacondas por todas partes, hasta en los
sueños. ¿Te acuerdas cuando llegaron las golondrinas? Claro,
cagaban a todos, nadie se libraba, ¿y al alcalde con luces cortas
que mandó a podar los árboles?, vaya solución de ese cabrón, el
remedio fue peor que la enfermedad. Observabas que morían
las golondrinas como hormigas, se precipitaban contra el suelo
o contra el tronco de los árboles. Sus cuerpos crujían con el
golpe. Mierda. Así solucionamos los problemas de esta ciudad,
tapándolos o empeorándolos.
Fui líder en el asentamiento humano donde vivíamos, sa-
líamos con un grupo de dirigentes a visitar los despachos de las
157
autoridades. Promesas, promesas y nada, como sonaba la canción
de moda que pasaban en Radio Loreto. Deambulábamos con
nuestra máquina de escribir para redactar memoriales, peticiones,
solicitudes. Era un chuchín. Ayudaba a un amigo que chambeaba
en su mesa, ahí por la calle Putumayo, le llamaban doctor al puta,
allí redactaba cartas amorosas, cartas de duelo, solicitudes pidiendo
pensión de viudez, separación de bienes gananciales para que vayan
a firmar donde el notario, ¡he trabajado de todo! Estoy curtido
contra las penas, pon ron Cartavio, maestro, sin compasión. Me
voy decepcionado, quiero perderme en el bosque, ya sabes, la cabra
siempre tira al monte. Estaré sin dar señales durante un tiempo
y volveré otra vez a dar guerra con la frente en alto.
Allí en Intuto, mientras enseñaba en esos colegios de mala
muerte, en carne propia viví la desigualdad de la gente, allí nos
arrojaban dádivas, mendrugos. La gente se moría envenenada
por la contaminación de la petrolera, nadie les reprocha nada.
La empresa es vecina de ellos y le importa un carajo la gente. Las
aguas residuales sin ningún procedimiento previo las soltaban
directo al río y luego eran solventadas por los informes de la
universidad, aquí no pasa nada. Nos envenenan sigilosamente,
¿a eso llaman responsabilidad social de la empresa? En ese río no
hay peces, casi todos han muerto y el agua que tomas te produce
diarrea y escozor en el cuerpo. Bebes el agua de la quebrada selva
adentro, del río ni cojudo, nadie toma de ese río infectado. Los
análisis de las aguas revelan que son aguas aptas para consumo
humano, claro, como ellos no las toman. Aquí les pagan con
regalos huevones como un motor fuera borda que no sirve para
una puta mierda, un grupo electrógeno. No se invierte en edu-
cación como becas o el pago de la universidad a los hijos de los
comuneros. No. Te cuento que una vez, mientras me reunía con
los padres de familia, uno de ellos salió del aula como alma que
158
ha visto al diablo y corrió a esconderse en el monte que estaba
a unos pasos del colegio, temblaba de nervios, su cara denotaba
el miedo, estupor. Era un pata tranquilo, no se metía en hueva-
das, sus hijos eran de los que sacaban buenas notas. Se rumoreó
que en esos momentos atracaba una comisión de la empresa
petrolera y entre ellos viajaba un teniente de la Policía que per-
tenecía al Servicio de Inteligencia Nacional. Lo sindicaban a él
como el promotor de esas denuncias que se difundieron en los
radioperiódicos por contaminación de aguas contra la petrolera,
salió como un rayo, cuñao, sí, es el mismo al que unos meses
le torturaron en la dependencia policial por ir contra el orden
público, por protestar frente a las oficinas de la petrolera. La
comisión integrada por biólogos y antropólogos con nombres
de héroes nacionales, creo que eran Quiñones o Grau. Eran de la
compañía, realizaban visitas de inspección y acopiaban muestras
de aguas, pero nunca mostraron los resultados de la inspección
ni el reporte de la calidad de las aguas. Es una muerte lenta, ellos
no salen en las estadísticas de salud. A mí que no me cuenten
milongas, me metí de lleno en la política, no podía aguantar
tanta injusticia, me alenté, y, mira, he terminado en pleno silo
lleno de mierda, como el poeta de Pisco.
Ahí donde el serrano de la esquina, que era el propietario
de un cibercafé, me metí a internet y puse el nombre de Intuto
en Google, puta madre, me quedé huevón, salió el pueblo. Salió
una foto de satélite y con mapas. Como jugando quise saber la
distancia entre una ciudad europea y el pueblo y me salió que
no se puede calcular la distancia entre Madrid e Intuto. Estamos
en el final de la tierra, en la periferia de la periferia. Sí, donde el
diablo perdió el poncho.
Puta, mano, la cumbia iguala, reacomoda clases. Sí, todos
mueven el trasero sin distinción de raza ni credos. Al menos
159
en la selva, cuñao, la sierra y costa es otro pastel. Aquí hasta el
limeño más blanquiñoso mueve el esqueleto, si no, la hembra ni
le mira, bueno, lo mira como si fuera un mongo, cuñadito. No
creas. Bailo como el culo aunque hago la finta con unos pasos.
Los fines de semana se llenan de limeños eyaculadores precoces
que no hacen ni gemir en la cama, como comentan las hembras.
No por mucho tirar eres más hombre, ¿no? Las huevas. Conocí
a un alcalde que luego fue diputado, más parecía putado, era
un arrecho, perseguía a los culitos de su entorno, el pendejo nos
invitaba después de las reuniones de alcaldes, ahora, señores, a
comer el menú y llegaba un montón de hembras a su finca por
la carretera Isla Grande-Nauta, causita. Sí, nos esperaban. A
pesar de estas iniciativas de macho cachero, se rumoreaba que
era rosquete, no jodas, sí, se le quemaba el arroz, le sudaba la
espalda. Era compañero de ruta de la Tigresa del periodismo, que
cerraban discotecas para dar rienda suelta a su show, sí, se ponían
a bailar con otros oñoñoy disfrazados como en los carnavales de
Venecia, con antifaces, puta, que hay a montones que patean con
la zurda, están calladitos, cuñadito. Desde ingenieros a militares,
solapa no más. Son el gay power de la ciudad, ¿por qué no salen
del armario? Cuñao, sería tirar por la borda su carrera política,
sí, pero están engañando a medio mundo. Qué inocente eres,
vivimos de eso, de la mentira. Qué cabrón, en esta ciénaga hay
que irse por las ramas, eludir es nuestro lema de guerra. Aquí
se huevea.
Uno de mis primeros actos como alcalde electo fue inaugurar
la galería de alcaldes, éramos dos, el serrano y yo, así que bacán,
mano, éramos los dos en la ancha pared de madera. Nos pintó
un amigo mío de Bellas Artes, qué vanidosos somos los políticos,
nos encanta que nos adoren, que nos admiren, somos como
los artistas, vivimos de los aplausos, de los vítores, del pueblo,
160
del público. Recuerdo bien clarito que esa coletilla repetía una
vedette que mostraba su poto cholo, fue congresista con el chino
Fujimori, ese es mi lema y filosofía, vivimos del aplauso de la
gente. Mandé a cambiar el mobiliario de la municipalidad, sillas
estilo Luis XVI con sus respectivos reposabrazos que miré en
una revista. Liiiiiiindo quedó, maestro, a pesar de las críticas de
tus colegas por la radio, eran muy ostentosos, clamaban. Hubo
unanimidad entre los concejales, saltaban agradecidos del nuevo
mobiliario. A los de la oposición les compré con viajes donde ellos
quisieran, viajaban hasta con sus tacu tacu, su calentao. Les puse
en la sala de sesiones aire acondicionado que funcionaba con un
grupo electrógeno por más que al pueblo le faltara electricidad,
los metí en mi bolsillo, comían de mi plato y ya sabes que no
muerdas la mano que te da de comer. Además de las buenas
dietas por las sesiones, la política se hizo para forrarse los bolsi-
llos, lo reseñaba un sabio político español en pleno estiércol, si
no lo haces, eres loco o huevón, que para estos casos la línea de
frontera casi siempre es invisible. Te digo que en esos ambientes
de la política hueles a hez, no es para que te decepciones, pisas
esa mierda y comes mierda, para remate no te quieres salir, ¿te
acuerdas de Tito Castro? Quién chucha es que no recuerdo, el
que fue diputado. Algo, no le pongo cara, que era pastor de una
iglesia evangélica, sí, sí, puta, no me acuerdo, pero qué carajo
quieres decirme de él, el pata se ganó su buena platita siendo
congresista y por ser amigo del vicepresidente de la República,
que era evangelista y es pastor, le va de puta madre, no trabaja
como nosotros como unos negros. Va y viene a Estados Unidos,
la congregación es con sede en Miami, el puta está feliz como
una perdiz.
Mira, allá viene una lancha, la gente está abarrotada, ¿no
ves que están en el techo? Falta como dos horas todavía para ir
161
a puerto, así mato mi tiempo, viendo llegar y partir a los pa-
sajeros. «¡Bienvenidos al Perú!», se lee en un letrero de la balsa
que funge de puerto, le ganaba el cardenillo de la humedad y
de la lluvia. Desde esta casita miro a los viajeros que vienen a la
frontera, todos preocupados por sus carimbos o sellos de la oficina
de migraciones. Van y vienen para comprar y vender por allá, a
los brasileños o colombianos no les importa el Perú, se cagan en
nosotros, ellos andan a su bola, cuñao. Nos miran con desdén.
Les importamos un carajo, mientras nosotros sufriendo con las
inundaciones y el desamparo, ellos están felices. ¿Te acuerdas
del negro Sosa? Sí, el puta hace negocios en Manaos, ¿no es el
que huyó porque pesaba contra el una orden de captura?, sí,
vende frejoles y fariña, los lleva a diferentes pueblos de la selva
brasileña, ¿no ves que estos brashicos son frejoleros y fariñeros?
¿Tú me quieres entrevistar? Puta, no soy nadie, maestro, quiero
que me cuente cómo una persona como usted llegó tan alto. Tu-
téame. Así que escribes reportajes para La Razón, mira, maestro,
cuando era alcalde financiaba a diarios y revistas como mierda,
claro, a cambio de publirreportajes, salían a página entera y con
mi foto, eran alabanzas y lisonjas a mi gestión. Si eres periodista,
¿sabes que perteneces al club de los mierda?, ¿por qué me increpa
eso? Esos son tus colegas. No pinchan ni cortan, se bajan los
pantalones por iniciativa propia. Sinvergüenzas. No, no quiero
ningún reportaje para publicar en algún diario porteño. No,
no es para publicarlo, es material para una novela. ¿Novela?
Entonces invéntate cosas, ¿acaso no es ficción? Lo que pasa es
que los personajes como tú aparecen de cuando en vez en la
floresta, como Julio C. Arana, que de vendedor de sombreros de
paja pasó a potentado cauchero. Mira, Leguía fue presidente de
la República de la nada, Fujimori igual, el tsunami del Chinito.
Sus ojos verdes claros brillaban, toqué su ego, me chismearon
162
que era su talón débil [en realidad, como la mayor parte de los
políticos que viven en este tremedal]. Tú también has llegado a ser
poderoso en esta parte del país y eso es lo que me interesa. Puta,
qué jodido eres, no pensé en compararme con esos personajes.
Él reía disimuladamente, se envanecía por los halagos. Me estás
levantando la autoestima, no, mejor déjame pensarlo y te digo
mañana en el bar que está cerca del puerto.
Con tanto trago que bebía en fiestas y reuniones me volví
alcohólico, me daban un poco de aguardiente y me caía de bo-
rracho. Mis asesores y amigos me sacaban de las fiestas porque
me cagaba en pleno ágape, sin reparo ni vergüenza alguna se me
iba el cuerpo, mis esfínteres no aguantaban lo suficiente y me
zurraba donde me complacía. Caga el rey, caga el papa, del cagar
nadie se escapa, ¿no? Mis compañeras de ruta me abandonaban
por mi boda con el licor, perdí mucho de mi patrimonio en los
juegos de azar y en las apuestas de caballos. En lo profundo de
esa vorágine que vivía, me repetía tozudamente entre lagrimones,
quiero cambiar. Para salir del hoyo me reconvertí en evangelis-
ta por unos meses. Una férrea disciplina y fui escupido de ese
infierno del alcohol, no se lo recomiendo a nadie. A la gente le
gustó mi cambio, mi fuerza de voluntad y volví otra vez a las
bridas del poder. Chiquillo, te confío un secreto porque me caes
bien, que no solo me gustaban las chicas, también los chicos,
como los gallos viejos que ponen huevo. Para saborear mejor el
potaje hay que visitar las dos aceras. No jodas, sí. Hay bastante
rosquetes por aquí, solo que lo llevan bien disimulados. Qué no
hacemos, dirás. Amén de esas anécdotas, te digo que hacemos
mucho por la patria, por el pueblo. ¿Tú sabes lo que es aguantar,
con sol a reventar y resaca de por medio, un desfile militar de
fiestas patrias? Nos sacrificamos. Mira, maestro, he visto morir
amigos en manos de Sendero Luminoso, ¿te acuerdas de un
163
alcalde de Pucallpa que lo volaron a pedazos? Era amigo mío,
nos conocimos en un encuentro de alcaldes en Lima, bien pata
era. Los senderistas lo mataron a sangre fría, hijos de puta. Sin
misericordia. A sangre fría. Los del mrta o los narcos asesinaron
a otros en San Martín. Hemos sufrido, nadie nos puede señalar
con el dedo. Pusimos la cara cuando otros huían del país.
164
Se acercaban las elecciones políticas, muchos de los candida-
tos ya metidos en campaña desde la noche de su última derrota.
En las paredes de las casas y calles se advertían carteles y pintas
de los candidatos que no se borraban nunca, cambio o «el
apra nunca muere… honrado», ya formaban parte del paisaje
urbano, los grafitos resumían la sabiduría popular del rechazo
a la política. «educación, modernidad y provecho propio»,
«el cambio es posible… pasado mañana».
El director del diario estaba en buenas migas con el alcalde
y el presidente de la región, se reunían en la casa de campo de
este último, en una especie de maloca, para tomarse unos tragos
y urdir tácticas políticas. La publicidad no faltaba en las páginas
de noticias, no chorrea, pero gotea. El director pensaba en editar
más ejemplares del periódico e incluir más páginas. El diario les
apoyaba en las campañas que realizaban, como la proclamación
del río Amazonas como una de las maravillas del mundo, son
huevadas que la gente cree, farfullaba y discutía con el Masho,
que así se promueve ese regionalismo superfluo que me repug-
naba. Mira, cholo, aprendí en este oficio a tragarme esos sapos
y culebras, me chantaba. También entrábamos de lleno con la
campaña contra el dengue, ha vuelto con mayor virulencia y no
hay que bajar la guardia. De eso se aprovechaba la oposición para
165
denunciar que el ascenso de los casos de dengue era responsabi-
lidad del alcalde. Era necesario una campaña preventiva en los
medios de comunicación a tope, le preparamos las cuñas radiales
junto con Marylin Chota, una colega de otro radioemisora, ella
ponía la voz. «¡El dengue está a la vuelta de la esquina!», brama-
ban sin límite por los radioperiódicos, que turbaron los nervios
al director de Salud, si gritan es porque estás haciéndolo bien, le
apostillaba con aire de autoridad el director de La Razón.
Se les veía inquietos a ese trío de cojudos. Sí, claro, me lo
venía venir, el director aviesamente entró a la oficina de redacto-
res, se detuvo delante de mi mesa de trabajo, me miró a los ojos
con una seriedad sobreactuada que rozaba la hilaridad. El aire
acondicionado de este lado de la redacción resoplaba un ronquido
que en sus picos mugíamos para hablar, tronaba como una moto
sin silenciador y no echaba aire suficiente. Transpirabas como
un maratonista, traía ropa adicional para cambiarme. Eduardo,
me ordenó, hay que ir a entrevistar a Salomón Sotomayor, ¿So-
tomayor?, ¿todavía vive? Sí, está vivito y culeando, lo remató con
cierto tufillo de chacota machista que no me hizo mucha gracia.
No me reí. Me quedé callado por unos segundos y recordé, al
vuelo, que este era un político que formó su propio partido y que
ocupó todos los cargos públicos, como el de maestro de escuela
rural, concejal, alcalde, presidente del gobierno regional y postuló
como diputado de la nación, aunque sin llegar a su curul, por
pocos votos le ganó una candidata de más grasa corporal, pesaba
como cien kilos en la báscula. ¿Por qué a él? Dick, nuestros ojos y
oídos del mundillo político, cuenta con un datazo sin confirmar
que quiere regresar a la arena política otra vez, ¿acaso no se retiró?
¿Retirado? Los políticos como los toreros, los viejos roqueros o los
curas nunca se retiran del jaleo, jovenzuelo. Sí, está de vuelta al
ruedo, nos avisan. Así que la misión es entrevistarlo y sondearlo
166
si se va a presentar como candidato a las elecciones que vienen,
porque están que se comen las uñas en la alcaldía. El alcalde
quería postularse a diputado, ¿lo sabes, no?, porque si él, Salo-
món, vuelve, forzosamente cambiará su estrategia de campaña,
conllevaría exigirse a fondo y buscar muchos verdes [tradúzcase,
coimas] porque Sotomayor es un hueso duro. ¿Y dónde vive
Sotomayor?, no tenía puñetera idea. En la frontera, en Santa
Rosa. Mierda. Sí que está lejos, te pagamos el pasaje y la estadía,
serán unos cinco días y partirás cuanto antes. Mira, maestro, tú
te vas porque tienes más mano izquierda que Masho y Mañuco,
porque a Dick no lo quiere ver ni en pintura, además que a ti te
gusta la mermelada, me soltó y guiñó con picardía. Me gusta la
política, pero no a esos soplapollas que viven mintiendo a la gente,
le restregué amargamente. Calla, calla. Cuidado que te oyen, las
paredes hablan, me respondía como si temieran que escucharan,
poniendo la boca como un cono y con el dedo índice delante de
sus labios. La noticia me cayó como el culo, porque Mañuco ese
fin de semana planeaba a posta uno de sus fandangos de rompe y
raja y convenció a que fuera Marylin Chota, a quien le tiraba los
tejos. Un hembrón. Con un guapo rostro aindiado. Morena de
piel. Andas templado, cabronazo. Su presencia me atolondraba,
tartamudeaba. Ella narraba noticias en el telediario local de las
noches y colaboraba con nosotros en la elaboración de las cuñas
radiales para diferentes instituciones. Era adicta a los programas
de reality show, no se perdía ninguno. Le gustaban como cancha
los programas de concursos y los musicales. Además, era presi-
denta del club de fans del cantante Julio Iglesias. Vivía la tele a
cien por cien. Urdió la maqueta de un programa musical; sin
embargo, todavía no encontraba patrocinadores. Sabía además
que era una chica difícil, a varios patas les dio calabazas, les tiró
arroz. Manu me dio pormenorizadas referencias de ella.
167
—Debe ser ya, me espetó el jefe, sí, era para ayer. Sus palabras
retiñeron como una orden, me jodía más, me dan resquemor
las órdenes con halitosis autoritaria. Hacen que me cruce los
cables con facilidad y me enfurezco más. No estaba mi cuerpo
para alegrías. Sabía que los viajes en barco son un cuento, no
puedes planificar nada, si dicen tres días son cinco o más, por
mis santos cojones. El director me miró seriamente, sus ojos
parecían salirse, y me sentenció sin más, pregúntale a Meche,
ella lo ha preparado al detalle y no vas en lancha, sino en la línea
de «los rápidos», para que vuelvas pronto, ves que pensamos en
todo. La entrevista es cocer y cantar, tú lo manejas mejor que
nadie en la redacción, el halago para salir del apuro me impor-
taba un pito. Es una noticia calientita, además que creamos un
ambiente de competencia electoral que al diario le favorece por
la publicidad. Ya, ya, huevón. Ni eso lograba contentarme, me
cago en ese cabrón. Renegaba y hablaba entre dientes, el muy
conchasumadre me pasa la voz hoy miércoles.
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Martes 5 de septiembre, puerto El Huequito. Es muy
de madrugada. A las cinco de la mañana en el embarcadero,
me remarcó Meche. Sentía un poco de frío mientras me venía
en el motocarro al puerto El Huequito. Al llegar a él, muchos
cargadores te quieren arranchar las maletas al vuelo. Es una
batahola. Antes de subir al barco tomo una foto del puerto.
Apesta a huevos podridos porque por aquí descarga uno de los
desagües de la ciudad. Nos llaman por nuestro nombre uno de
los marineros y subo al bote-deslizador de nombre «Anaconda».
Me siento casi al final de la fila de asientos. El que conduce la
embarcación para animarnos nos recibe por los altavoces con
un cd de Manolo Otero y Camilo Sesto. Son unos carcamanes
de la música, aunque mucha gente todavía deliraba con ellos,
mi primo Antuco era fanático del cantante argentino Sandro,
de la misma onda. Recuerdo que en el colegio un pata se vestía
y cantaba como Camilo Sesto, con el pelo cardado como él, se
presentaba a los festivales de música que organizaban y desde ahí
se ganó el mote de Camilo. En esos festivales se presentaban la
Isabel Pantoja de la selva, el Raphael del infierno verde, el Leo
Dan del paraíso perdido o el Bret Easton Ellis de la floresta de-
solada. Es un cúmulo de cursilería que nos encanta coleccionar
y regodearnos. Nos retrataba la falta de originalidad [por decir
169
esto, recibí duras críticas de mis colegas del diario, huevón, no
dramatices, deja vivir a la gente como quiera, sé más tolerante].
Sonrío.
El día no parece bueno. Hay nubes negras en el horizon-
te, parece que va a llover, me olvidé de mirar el clima para los
próximos días por internet. Al interior de la nave sientes que el
calor del trópico entra por las entrañas. Me quito la rebeca que
llevaba por el fresco de la mañana. Se percibía en la lancha una
mezcla de olores de pescado fresco mezclado con carne seca. Por
el pasillo entraban y salían niños invitándote a comprar jugo de
aguaje o camu camu en bolsa y también otras frutas exóticas como
manzanas, peras y uvas. Te vendían de todo, hay un canillita que
vende diarios, entre ellos veo a La Razón. Me río sigilosamente
por el hallazgo. Hay una foto a colores rompiendo página del
cuerpo de un ahogado que fue encontrado en el río Momón,
seguro que es noticia del Masho, anoche no pude quedarme para
la diagramación final. El titular rotulaba: muere ahogado por
epiléptico y borracho, típico título del jefe.
171
Miércoles 6 de septiembre, navegamos sin rumbo. Es muy
temprano, hemos pernoctado por horas en San Pablo [donde la
hija del Che Guevara repasaba las huellas de su padre antes que su
nieta posara desnuda con unas zanahorias que cubrían sus tetas],
Chimbote. Damos tumbos y los mecánicos nos señalan que una
parte del motor está rota y por eso la lentitud. Estornuda, lanza
ronquidos el motor en su avance. Da la impresión de que en
cualquier momento podía explotar. Restallaban como ventosi-
dades. El capitán del barco con un celular en la mano hablaba
cada hora y nos reportaba las novedades, muy brevemente, lo
que le dijeron, comentaba que en la tienda de repuestos no le
quedaba la parte del motor que se ha dañado, lo importarán de
Estados Unidos y demorará unos días. La disyuntiva era esperar
unos días o andar así traqueteando hasta la frontera. La gente
escuchaba sin alterarse, como resignada a lo peor. Y él, luego de
mirarnos y dándose a sí mismo importancia, muy solemnemente
pronunció, continuaremos.
173
El hotel austero ofertaba lo que buenamente podía. Ni
mierda. Una cuja que zurriaba al primer movimiento, un
mueble de madera para poner la ropa [maté a unas cucarachas
que revoloteaban entre los cajones], te entregaban un rollo de
papel higiénico y un lamparín. Contaba con una grifería que
cuando abrías las llaves de agua salía aire. Para poder bañarte
te entregaban un balde con el cual acarreabas agua del pozo
que distaba cincuenta metros del hotel, igual pasaba cuando
ocupabas el excusado, felizmente, porque en San Regis, en el
río Marañón, de las deposiciones se beneficiaban a los cerdos,
mismo las zonas deprimidas de Mumbai [Bombay]. Es un pozo
comunitario situado en una esquina del campo de fútbol, que
lo hizo Foncodes, un programa de lucha contra la pobreza, es
decir, que a los pobres los dejarán más pobres, como señalaba
con cachita uno los radioperiódicos. Un anuncio grande, muy
cerca del pozo, decía de manera rimbombante, «¡El pueblo lo
hizo!».
El cielorraso del hotel no existe, eso hace que el calor aumente
en la habitación como si fuera una sauna. El techo avisaba de
goteras, pude comprobarlo el primer día cuando no pegué ojo
por la tormenta que nos dio la bienvenida, se mojó parte del
colchón. En los rincones del techo se guarecen los murciélagos y
175
en las vigas se pasean sin cohibirse los ratones y salamandras, el
muchacho de la recepción con desparpajo me advirtió que son
bichos muy educados, los murciélagos, que no hacen nada —son
prejuicios de ver tantas películas—, no atacan a las personas sino
a las vacas y ratas silvestres. Esas palabras no me reconfortaron,
me puse mosca de los vampiros y de los roedores, temía encon-
trarlos un día muy cerca de la cama. Una vez fui a cubrir una
noticia por el Alto Marañón en una comunidad aguaruna, los
murciélagos se dieron su banquete con varias familias y lo peor
era que contagiaban la rabia.
En el hotel me jorobaban los defectuosos servicios, me ponía
de mal humor. No soy un quejica, pero me fastidiaba un montón
que no se dispusiera de lo mínimo que ofertaba, a pesar del precio
que pagaba como en La Pousada do Sol, en Tabatinga. Un colega
me contó que en un hotel de pueblo se topó entre las sábanas con
una culebra, se cagó de susto. La habitación carecía de espejo,
me dejé crecer la barba. Una de las normas de cumplimiento a
rajatabla era el uso del mosquitero, si no, los mosquitos disfru-
tarían de la nueva sangre, aunque no valía repelente alguno para
espantarlos. Además, que a las seis de la tarde se extremaba el
cuidado, porque a esa hora sale el Aedes aegypti, el que transmite
el dengue, o puede ser el anófeles, el de la malaria.
No sé cuál mierda es peor, hace unos meses tuve una virosis,
rótulo con que los médicos señalan a las enfermedades que no
están en el libro, bajé cinco kilos en dos semanas y las fiebres me
atacaban en las noches hasta delirar, ni te cuento de los dolores en
todo el cuerpo. En Leticia y Tabatinga observé que los camiones
del Ministerio de Salud fumigaban las casas y retiraban los trastos
viejos de las calles y viviendas; sin embargo, en Santa Rosa no
circulaba un puto camión, aquí te inmolas como Carrión con
la malaria o el dengue.
176
Pregunté al muchacho de la recepción del hotel por Salomón
Sotomayor, aquí le llamamos Don Shaluco, me replica, en esa
manía tropical de hacer sonar los nombres, la onomatopeya
nos ciega. Su nombre con esa sonoridad me suena a gallego. Sí,
vive como a dos horas en canoa y en lancha como a unos diez
minutos. Es propietario de un fundo. Cada dos días pasa por
Santa Rosa por sus compritas. Es nuestro cliente preferido. Fíjese,
viene mañana porque llega «El Mozandero» desde Isla Grande y
él espera carga. Es un buen vecino, nos ayuda mucho en las tareas
comunitarias. Con otros comuneros presentaron un proyecto de
recolección de camu camu al gobierno regional, él conserva los
contactos, sería la extracción de uno de los lagos cercanos a Santa
Rosa, la gente golosamente comenta que los japoneses pagan
bien por ese fruto, Myrciaria dubia, ¿es cierto?, ¿las semillas se las
llevan, no?, ¿cómo se llevaron el caucho? Sin dejar que le conteste
lo que me ha preguntado, él sigue con su incansable parloteo. Ha
colaborado con el equipo de fútbol donando camisetas y varias
pelotas. Cuando la comunidad hace limpieza de caminos viene
él y se mete con nosotros entre los barrizales. Se presentó como
profesor y poco a poco se fue comprando sus cositas como el
fundo. ¿Quién no conoce a don Shaluco? El otro día le visitaron
unas personas de Lima, bien pitucos eran, no vinieron en lancha
como usted, llegaron en una avioneta. Estamos muy contentos
con Don Shaluco aunque le advierto que ese genio de mierda
no le quita nadie. Da la impresión que anda con mala leche, así
es su carácter, mayor perfección no se le puede pedir ¿no?, ¿Lo
esperará? Sí, claro, en esos momentos recordé la fiesta de Mañuco
y a Marylin Chota, quien ostentaba las mejoras nalgas del gremio
periodístico insular, duritas, se notaba por los pantalones pega-
dos que realzaba esa parte de su cuerpo. Tuve una erección. Sus
labios carnosos color del vino tinto. Su largo pelo negro y ojos
177
achinados. Era de una belleza tropical inusual, cómo te puede
gustar esa hembra, me molestaba Dick, es media chola, con la
boca grande y el poto gordo. Me encanta, cabrón, es suficiente,
ni que tú fueras el hijo de Robert Redford, no hables huevadas.
En mi enfado en ese punto perdido de la floresta, maldecía mi
suerte, recordaba a la difunta y abnegada madre del director del
diario, por la ocurrencia de su hijo de comisionarme en esos
momentos al monte, me cagaba en sus muertos.
178
Fui profesor por un tiempo en medio de estos platanales.
Me cansé. Con unos ahorrillos que escondí en bajo el colchón,
como recomendaba sabiamente un ministro de Fujimori, me
compré este lote de terreno, que aquí llaman fundo. Este era
un antiguo shiringal o manchal, con mucha goma, mira, por
allí quedan algunos retoños. ¿Quién no recuerda lo que pasó
en el caucho? Sangró la selva y todavía no nos reponemos de la
hemorragia. Fue saqueada. Una violación sin límite. Conservaba
unos metros de monte virgen y una casa en mal estado, pensé
que con unos arreglos quedaría muy bien. Y mira cómo quedó,
muy confortable, ¿no? Hay dos hamacas para visitas como tú.
Quédate por unos días, hay botes de vuelta casi todos los días,
de eso no te puedes quejar. Así hablaremos más animadamen-
te. No creas, lo he pensado y repensado acerca de la entrevista
que me quieres hacer. Chiquillo, se entrevista a quienes revelan
algo; en cambio, yo no voy a decir nada. ¿Qué voy a anunciar?
Nada. Estoy en ese periodo de curación, de purificación. Cada
mes viene un chamán para darme una purga de ayahuasca, me
va muy bien, he sacado a los demonios que guarecían dentro,
habitaban tantos que podían fundar una federación. Llevo una
dieta a base de vegetales y sin sexo, como los curas en celibato,
ja, ja, ja, ja, aunque hay harto cheroca. Cargaba con una sarta
179
de malos espíritus dentro de mí, me ha dicho don Jorge, el cu-
randero, es un brujo Kukama de los buenos, quiero exorcizarlos
y la soga de los muertos me ayuda un montón. Seguro que se
arrugan de miedo porque los cuchicheos de café me apuntan sin
titubeos que voy a postular a un puesto público, ¿es cierto? No
voy a decirlo hasta el último momento, me voy a dejar querer.
Por ahora vivo una vida tranquila y sin sobresaltos, ya sabes
que en la política quien pestañea muere. Desconfías de todos
y encajas bien los halagos como las críticas, te dan ganas de
mandarles a la concha su madre, te aguantas para no putearles.
Dar buena cara y mostrar una sonrisa. Eso sí, el pueblo siempre
lleva razón, por más que te estés cagando en él. Es una jarana,
porque terminas con una fuerte resaca de las celebraciones. La
elección de tu cuadro de confianza es una olla de grillos, no te
faltará alguna oveja negra que te traicione. Que se hace el hue-
vón y te jode la campaña como lo fue Rigoberto Tello, el muy
cabrón coimeaba a la gente para conseguir una cita conmigo y
cobraba a mis espaldas su cinco por ciento a los constructores
por una licitación pública, él se vanagloriaba que sería de la faena
de su vida, el faenón, hermanito. Es para el partido, causita; en
realidad, era para su cuenta personal. Los patas se vuelven en
tu contra de un momento a otro, se tornan muy sensibles, no
admiten reproches y quieren un cargo importante, lo distribuía
de acuerdo con su contribución durante la campaña. Que no te
importe pelearte con tu compadre o comadre, más aún si sabes
que ellos la están embarrando, de esos crápulas inútiles aléjate.
No me jodan. Para las próximas elecciones varios partidos me
ofrecen el oro y el moro, no, me hago el difícil, que sufran. ¿Sobre
el caso de corrupción que estoy siendo investigado? Está bajo
control, no me quita mis horas de sueño, ya sabes, quien detenta
el poder político lo usa como arma arrojadiza. Esos jueces ponen
180
el trasero donde el sol más calienta. Se bajan los pantalones y al
mejor pujador, son unos miserables. Me consta, me han pedido
dinero y cuelgan su tarifa para sentencias a favor o en contra, ¿te
acuerdas de ese juez Tardelli? Sí, su juzgado funcionaba como una
pequeña empresa que incluía un sistema tarifario, no me jodan.
Por más que sepas que un correligionario la ha cagado, no pidas
su renuncia, no ofrezcas la cabeza de tus amigos a los enemigos,
sería claudicar. Blíndate y que nadie dimita, todos como una
piña. Aguanta el chaparrón, pasada la tormenta, prémiale con un
puesto político una vez pasado el huracán, como integrante del
directorio de una caja municipal o una empresa del municipio
o de la región, te lo agradecerá y está en deuda contigo, no sabes
lo que pueda pasar mañana. A los políticos nos critican porque
cambiamos de tiendas políticas de una contienda electoral a otra,
mira, maestro, ¿quién es fiel en política? Los cojudos que te creen.
Es una palabra feble. Aquí mandan los favores, ¿no crees que la
fidelidad en política está sobrevalorada?
181
Vivía con mis padres por la calle Trujillo, aunque ellos no pa-
raban en casa. Su periplo de viaje era visitar a un hermano que
vivía en Lima y a una hermana que trabajaba en Manaos. Así que
era el dueño y rey de la casa. El único impedimento era que no
podía traer a las gilas a casa. Porque los vecinos le informaban a
mi madre y me caían sus sermones, mi casa se está convirtiendo
en un chongo, me espetó penetrándome con sus ojos, se enteró
de las visitas de unas amigas. Del momento, no podía irme a vivir
solo porque el sueldo del diario no me alcanzaba para una puta
mierda. Estaba pendiente de una corresponsalía de una radio
de nivel nacional, eso sería otra cosa, me daría más estabilidad
económica. Por eso, para evitar esos reproches de carga moralina,
me abstenía de llevarlas a casa, de extranjis corría a los telos de
la carretera a Santo Tomás o Rumococha, sin hacer ruido y con
roche, qué va a ser, allí encuentras a todos los políticos, abogados,
ingenieros, empresarios de estos platanales, son puteros. Claro,
son clientes vip y de tarjeta dorada en el Alfil Mañoso. Felizmente
heredé una moto, es un poco vieja que cuando anda estornuda,
es la bujía, que para llevarlas a las hembras al huerto me saca de
estos apuros, me la legó mi padre porque él ya no conducía, se
le nublaba la vista. En la redacción se burlaban de la moto, le
cantaban en coro el cacharrito, la canción de Roberto Carlos,
183
carajo, cuando menos pensaba, menuda sorpresa, se pinchaba
las ruedas y abortaba el planeta con la hembrita, puteaba, las
chiquillas se reían a carcajadas del chasco.
Aquí vivo desde que era niño, cuando la casa contaba con una
huerta anexa. Hoy lo que llaman huerta está llena de cemento,
apenas quedan las macetas de plantas de mi madre y está vigilada
por el perro de mis sobrinos, Bart, que es un fox terrier, con pedigrí,
pero muy irritable, que lo saco a pasear muy temprano a dar unas
vueltas y amansar su nerviosismo. Sus ladridos me despiertan muy
de mañana o en cualquier momento de la madrugada, ladra por
cada ruido y movimiento que escucha en la calle, así que hay días
que cargo con ojeras que son la mofa de Mechita. Me comprometí,
religiosamente, a darle de comer al perro y llevarlo, cada cuarenta y
cinco días, al veterinario para que le hagan el corte de pelo. Era un
perro muy mimado que mi hermana pensaba llevárselo a Manaos,
decisión que contaba con el beneplácito de mi cuñada, es que Bart
se cagaba por todos los rincones de la casa. Mi hermano, antes que
se vaya a vivir a Lima con su familia, hizo varias modificaciones
a la casa, estaba como si fuera otra.
La calle mudó de aires. Era una calle con acequias donde
fluían los desagües y las culebras del fango conocidas como atin-
gas, cuentan que una señora sentada en un inodoro tan tranqui-
lamente como es menester en esos momentos, sintió cosquilleos
en el culo, mierda, se levantó intrigada y se encuentra con esa
culebra. Desde esa anécdota, tengo como lección que cada vez
que voy al váter lo miro y remiro, no me siento tranquilo en
esos momentos de filosofía profunda. Era un barrio chiquito,
pobrecito, como sonaba la letra de un bolero de un vate local.
Al frente de la casa no vivía nadie. Era monte, allí íbamos a
jugar a los indios y vaqueros, no faltaba un cabrón que te ataba
bien a los árboles llenos de hormigas. Pedías clemencia, que
184
accedían siempre que cumplieras sus órdenes ciegamente por
tres días, qué juego para tonto. Con mis primos maternos, en
esa pequeña algaida, construimos una casita para escondernos
del rapapolvo de los padres, por cada travesura en la que nos
involucrábamos. En el terreno baldío, allí matábamos a roe-
dores silvestres que terminaban en la olla, como uno de ellos
denominado punchana, o de las culebras que se escondían bajo
los escombros, no parábamos hasta darles muerte, era la ley del
barrio no dejar una culebra viva. Recuerdo que la abuela con
rifle en mano, una vez mató a un zorro que estaba a punto de
llevarse a los pollos del gallinero de la huerta de mi madre. Hoy
por hoy, todo eso ha cambiado en un santiamén, parece fábula,
tío, me dicen mis sobrinos cuando les hablo del barrio.
Uno de los vecinos pintó en su muro de límites, «esta pared
no es medianera», anuncio que para nada era disuasivo porque
se pasaban por el forro esa advertencia y construían apoyados en
ambos lados de pared que no eran medianeras. Así se vivía en
la villa de Punchana, como ensalzaba Manu cuando ejercía de
maestro de ceremonias en el día de la Purísima, que era la patrona
del pueblo, se desafía hasta la ley de la gravedad por el gusto de
burlarla como el de no usar cascos cuando se conduce motocicleta,
si obligas a los motociclistas a usarlos se enfadan con el mundo,
te miran raro y te montan huelgas, puede costarle el puesto a una
autoridad. Cuando llovía las calles eran lodazales, fangos donde
no se podía transitar. No existía persona u objeto que atravesara la
calle, el jeep de mi padre se atascaba en ese empeño, a pesar de la
tracción en las cuatro ruedas. Nada. El Willys de color verde mi-
litar se quedaba casi sumergido en esos barros. Solamente podías
ir en bicicleta o a pie esquivando charcos y riachuelos. Hoy, luego
de incontables pleitos e impugnaciones, que duraron diez años,
construyeron una pista que ha dado paso a los motocarros y la
185
consecuente bulla que revienta mis oídos. Amén de las parrilladas
que cada día hacen los vecinos con los altavoces a toda pastilla, es
una forma de financiamiento de las alicaídas economías de este
matorral, justificaba Mañuco buscando comprensión al guirigay
vecinal. Sí, pero te hinchan las pelotas cuando ese tiberio es de
todos los días, mi capacidad de tolerancia terminaba quebrándose,
los mandaba a la concha su madre.
A unas tres calles de la casa se alzaba la iglesia del barrio a
cargo de un cura hijo de puta, hacías un poco de ruido y te caía
sobre la cabeza un escobazo que te dolía tanto que terminabas
mentándole a la madre, en ese momento te importaba un comino
que te excomulgara o te mandara a rezar infinitos padres nuestros
y aves marías. Era un cabronazo el vallisoletano. Nunca fui a la
catequesis que él promovía, me parecían aburridas y una lata.
Mi hermano mayor acudía a esas reuniones, no para conocer
más de la Biblia, sino por las chiquillas que asistían. Tonteaba
con más de dos novias, mientras yo pensaba en el fútbol y ser
un buen portero como Yashin, La Araña Negra. Y admiraba la
simetría y el virtuosismo de los regates de Diego Maradona, El
Pelusa, colgaba un póster de él en mi habitación con la camiseta
del Boca Juniors.
En ese barrio, que en realidad era una calle, comprábamos
caramelos con mis hermanos en una tienda regentada por una
señora que se distinguía por una notoria giba, era una comer-
ciante con sangre en las venas, vendía hasta las naranjas, mameyes
o toronjas caídas en el suelo de su huerta, no regalaba nada.
Cuando llegó la televisión al barrio, ella alquilaba cada hora por
unos soles, allí veíamos las series de vaqueros como Bonanza o
del Súper Agente 86 en blanco y negro, niños, tranquilos, no se
tiren pedos, protestaba abanicándose. Seguro que si viviera hoy,
qué negocio no habría pensado con los ordenadores.
186
Más allá de la calle, en los extramuros de mi cartografía ba-
rrial, vivían unos primos con quienes jugábamos a la pelota en
plena calle, nadie transitaba por esa avenida de tierra, de cuando
en cuando un camión que llevaba tubos para el oleoducto nor-
peruano que nos sacaría de la pobreza, como parafraseaban en el
noticiero del Canal 7. Uno de esos camiones atropelló al perro
pastor alemán de mi hermano. Llorábamos desconsoladamente,
desde entonces me prometí no encariñarme con los perros, sufro
demasiado cuando se van al otro barrio. Es por ello que mi rela-
ción con Bart era distante, burocrático, casi de trámite.
Entre mis ocupaciones cuando era niño, estaba la de tirar
de un carro de ruedas de cojinete de motor de un viejo camión
y jugar al fútbol con mi hermano, en el pasadizo de la casa, que
volvíamos loca a mi madre. Rompíamos sus preciadas macetas de
rosas, nos llovía cada reprimenda. Este barrio era diverso y mul-
ticlasista, de migrantes del campo a la ciudad, de desempleados
del petróleo, abogados, de gente de oficios múltiples como el de
un curandero de gran clientela o el heladero exitoso que vendía
helados de frutas tropicales, el mejor chupete de aguaje de toda la
selva y del mundo, él aseguraba eso con henchido orgullo. A unas
cuantas casas de la nuestra, vivía un señor que mataba cerdos, era
más conocido como El Chanchero, su mote sin querer trascendió
generaciones, a sus nietos los conocen como Los Chancheritos, por
más que los patas sean técnicos electricistas o contables, es decir,
el primer apodo familiar te persigue de la cuna hasta la tumba.
Una casa blanca de ladrillo y de dos plantas era de propiedad de
un narco que lavaba su dinero con negocios inanes. En la esquina
habitaba un panadero con varios sobrinos a su cargo, unos eran
sobrinos carnales de hermanas fallecidas y otros que él los recogía
de la calle. Era un hombre animado, creó un equipo de vóley y de
baloncesto en el barrio. En las Navidades armaba belenes como
187
afición, sin ánimo de lucro, para el disfrute de los vecinos. Uno de
esos sobrinos de Mario era homosexual, se acercaba mucho a los
niños y adolescentes, «dejad que los niños vengan a mí», recitaba
con cachita y, riéndose a carcajadas, los amaba. Unos patas que
cayeron en sus garras o, mejor dicho, en su culo terminaron con
gonorrea. Era mi gran temor y amenaza cuando era adolescente,
cuñao, que te quemaran era una joda. Te quemaban hasta en el
burdel, tira con jebe, era la recomendación en las clases sobre
sexualidad de la profesora Bariloche, que, por supuesto, nadie
seguía, por irresponsabilidad, a pelo que te quedas con buen sabor
de boca, hasta las hembritas te piden eso.
A este muchacho pequeño de estatura le apodaban Come-
gato, por su gran parecido a uno de los personajes de un cómic
chileno de mucho éxito de esa época, era muy delgado y se ganaba
fácilmente la confianza, una vez me reveló con gramos de sus-
pense que una de las empleadas, la más gordita, de la fábrica de
curichis, chupetes y helados de la esquina del barrio, estaba loca
por mí, me quedé azorado con esa noticia, el muy cazurro sabía
pinchar y pulsear la testosterona de los jóvenes adolescentes, me
resaltó con una risita que él podría ser el enlace, te hago el bajo,
hablando claro, previo pago de peaje, añadió el muy pendejo con
una descojonada sonrisa de oreja a oreja y mirándose su trasero.
Rechacé la propuesta porque no me gustaban los tíos, no se
ofendió, sin embargo, cada que podía arremetía con su cruzada
particular e intentaba llevarte al huerto, nadie lo denunció por
sus debilidades sexuales con los jóvenes.
Era un barrio donde la argamasa del apartheid se cocía, poco
a poco, a fuego lento, como en los apodos a tus patas como los
de Chino, Cholo, Negro o de gringos cebiches a los de piel más
blanca o al elegir a tus amigas, no seas cholero, búscate hembras
de buen apellido, huevón, cuando te veían que hablabas con
188
chicas del color de la tierra, morenas o de rostro andino, se desga-
ñitaban con burlas. Galán de la puerta falsa, cholero, ¿te gusta la
carne de monte, di? Sus hembritas eran las del Sagrado Corazón
e hijas de militares, a esas hembras asexuadas no le tocaban ni el
poto ni las tetas, ni que fueras depravado. Esos magreos con las
cholitas, con las jugadoras. Eduardo cholero, Eduardo cholero.
Peor si no llevabas vestido de marca o eran de marcas bambas.
Era una tortura.
Cerca del barrio convivían muchos personajes como Ding,
al lado de la cancha de los curas. Era un muchacho avispado, un
poco gordito y con poco pelo. Con síndrome de down, murmu-
raban que era un mongolito, entendía yo por su semejanza con
los habitantes de Mongolia. Jugábamos con él a las escondidas,
muy poco a la pelota. Los muchachos le trataban como alguien
raro. De cuando en cuando le daba berrinches y lo encadenaban
a un árbol frente a su casa. Lloraba a grito pelado y se orinaba. La
ignorancia de la familia hacía que trataran mal a Ding, musita-
ban que era una maldición de sus padres, follaron en una noche
de borrachera, comentaban los vecinos. No. Que un brujo les
hizo un grave daño a esa familia. En verdad, nadie sabía cómo
tratarlo. Se comentaba entre burlas de su rápido despertar sexual,
en cambio, desconocían las potencialidades que poseía, pesaba
el prejuicio, casi lo querían ocultar a Ding, como se portaban
muchas familias con niños como él. El pobre terminó como
ayudante de cocinero en un bar del barrio donde comían los
tombos de la comisaría. Son esas huellas infantiles que no se te
borran y que te marcan por el resto de tu vida, todavía recuerdo
en sueños el rostro achinado y bonachón de Ding. Como la del
viejo que vivía al frente del muelle, en una casa de menos de un
dos metros de ancho y diez de largo. Era casado con una señora
china. Te hablaba muy poco. Su mujer era la vocera de él en la
189
chingana. A los niños nos miraba, concentradamente, por varios
minutos. Era de larga barba blanca, de pelo largo atusado. Casi
de dos metros y unos pies que parecían unos panes largos. Ojos
intensamente azules. Ese hombre siempre me pareció una anéc-
dota trapisonda en mi infancia. Los brazos y parte de su pecho
plagado de tatuajes, algunos muchachos advirtieron que vieron
una esvástica pintada en su fláccido cuerpo y otros mascullaban
que en los brazos flagelados vieron grabados números de su
paso por Auschwitz. El chismorreo, cuya leyenda se abultaba
cada día, contaba que él era un alemán desertado de los campos
de exterminio donde se mataban judíos y que huyó al perder la
guerra. No paró hasta este puerto para esconderse. A veces, lo
encontrabas hablando solo, llorando y con los ojos desorbitados.
Su rostro era de atormentado, de qué naufragio sobrevivió, me
preguntaba. Pocos nos acercábamos a él, parecía huraño, olía a
orín muchas veces. Otros especulaban que no era alemán, que era
un judío que, efectivamente, se escapó como pudo de los campos
de concentración, aunque él se encargaba el trabajo sucio en
ellos, era quien colaboraba con los nazis en el exterminio de sus
propios paisanos, de ahí su martirio, su culpa. Eran conjeturas.
Nunca supimos más de él, hasta que mi madre, al darme cuenta
de las notas necrológicas del barrio, me indicó que un día lo
encontraron muerto en su casa por un ataque cardiaco.
Al lado de la casa, en una especie de maloca, vivía un vecino,
era un hombre alto que siempre paraba borracho. No se despegaba
de una maleta grande de cuero ni de un sombrero de safari que
no se los quitaba para nada. Él solo se peleaba contra el mundo.
Escuchábamos sus gritos y maldiciones, mientras jugábamos
pelota con mi hermano en el pasillo de la casa. Los ratos que
no empinaba el codo, con las olas del guayabo en sus carnes
nos convidaba a los niños del barrio caramelos de fabricación
190
inglesa. Un día se dejó de oír sus gritos, nos comentaban a los
mocosos del barrio que partió sin billete de vuelta en uno de
los barcos para Liverpool. El barrio te curtía para después, era el
campo de experimentación del mundo mayor. Cerca de la casa
de mis primos vivía una mujer de unos treinta años de nombre
Luchita. Con el pelo siempre corto, vestía de pantalón todo el
tiempo y, casi siempre, acompañado de unas camisas blancas de
manga larga. Me parecía un disfraz demasiado forzado, no sé por
qué algo no encajaba, lo comprendí después. Manejaba moto
y carro, indistintamente. Se dedicaba a traer y repartir leña del
puerto para las panaderías y otros negocios. Las veces que la veía
la sonrisa no se le quitaba, los vecinos de pie en las puertas de
sus casas cuchicheaban al verla pasar y callaban ante la presencia
de niños. De cuando en cuando sacaba la lengua para tratar
de alcanzar al lunar cerca de su boca. Luchita era marimacho.
Convivía en pareja con una mujer y adoptaron dos niños. No
nos parecía esa pareja ni extraña ni rara en ese mundo, salvo de
esos gestos muy forzados de ella, su empeño de ser un chico con
la elección de las prendas de vestir o llevar el cabello corto. Los
recelos y prejuicios brotaron después.
A esa edad de catorce años, la edad del pavo, no hay situa-
ciones que no te asombren. Estás cascando el mundo con tus
ímpetus e imprudencias. Uno de los patas trajo para alquilar-
nos, a un sol por mitra, unos apuntes pornográficos dibujados
a mano, eran hombres vestidos de curas a los que unas monjas,
con rostros de mosquitas muertas, les prodigaban unas reve-
rendas mamadas, en posturas lujuriosas. Estabas explorando
lo que vendría después en el colegio, huevón, debes perder la
virginidad a los catorce años. Daniel se desvirgó con la cholita
de su casa cuando cumplía doce años, huevonazo, es mi ídolo,
hay que hacerle la ola.
191
Me sorprendía que las chicas del barrio, de mi edad, con
quienes jugábamos siendo niños, en un pispás resultaban em-
barazadas, no podía creerlo. Se arrejuntaban con gente mayor
que ellas. Mierda, estaban embarazadas, al igual que sus madres
que eran madres solteras. Dejaban la adolescencia como si nada
pasara, a ser madres. Me quedé helado cuando me enteré de
que un pata del colegio fuera padre a los catorce años, puta,
era tremendo, a esa edad no estás preparado para nada. Como
decía mi madre, ni siquiera te limpiabas bien el culo y, mierda,
ya eras padre por la gracia divina, perdón, por ser un pinga loca.
En la collera del barrio te enterabas de que tu chochera no co-
nocía a su padre o que los veían dos o tres veces a la semana por
unas horas y que sabían de otros hermanos en otra casa y a los
cuales no frecuentaban. Cada pisotón en el mundo de la calle
te asombraba, ese mundo idílico que me contaba y recreaba mi
padre, en los cuentos para quedarme dormido, implosionó de
un plumazo al asomarme a la puerta de la casa y mirar el barrio.
Era como un torcido cuento para adultos o, simplemente, eran
fragmentos de un mundo que detonó hace tiempo.
Las parcelas en que está divido este caducado astillero eran
también parte de nuestra vida. Cada uno se sentía en su cortijo
o hacienda. Su cuadrado. Cerca de la casa estaba la Villa de la
Marina, a unos ciento cincuenta metros. Eran casas de ladrillo,
cemento y con tela metálica contra los mosquitos. Nada que
ver con la de los vecinos, de madera y con desagües a la vista de
todos. Los que moraban allí se acostaban ajenos a esos apuros
diarios. Eran peruanos diferentes. A la villa le rodeaba un muro
de menos de un metro, que dividía la casa de los oficiales de la
Armada peruana y la gente de la calle Trujillo. Muchas vecinas
lavaban ropa en sus casas o carpinteros que reparaban muebles.
Éramos muy mocosos, que donde rodaba la pelota allí estábamos,
192
así con muchos de los hijos de esos oficiales de la patria jugába-
mos baloncesto. No se hagan ilusiones, jugábamos en su cancha
cuando nos llamaban porque unos de ellos asistía en el mismo
colegio de curas que yo. No nos permitían bañarnos en la piscina,
de repente podríamos infectarlos, contagiar nuestra pobreza. Ellos
no se contaminaban con la gente, no salían de esa agrupación de
casas homogéneas, que la llamaban villa y que paraba custodiada
por marineros fuertemente armados de día y de noche, ¿acaso
temían a los muertos de hambre?
De un día para otro, se construyó una tapia más alta. Le-
vantaron el muro porque la inopia afeaba el paisaje, provocaba
asco, repugnaba. Fuera de la villa, sus residentes no conocían de
la falta de luz eléctrica de sus vecinos, la carestía de agua potable,
de las discusiones que montaba el vecino borracho o de putas
que alquilaban cuartuchos de mala muerte. Por eso levantaron
más el palenque, querían alejarse de la chusma. Se conservaban
en una burbuja impoluta, recordemos que en este país cada
uno construye su propio castillo, rumió uno de los curas del
colegio, luego de citar a un monseñor brasileño al que apodaban
el cura rojo. Para los inquilinos de la villa, continuamente, era
una obcecación, deslindaban, pintaban el linde. pare, orden
de disparar, se leía en una de las entradas, como si fuera el
Checkpoint Charlie de Berlín. Dividía dos mundos, ellos, los
ocupantes de la villa con mayordomo incluido, y nosotros, los
de esas casas de alrededores, donde mi padre recibió tres títulos
de propiedad sobre el mismo terreno. Cada ley publicada era
un nuevo título como ampliación urbana, como asentamiento
humano. Mi padre se reía para no putear a esos funcionarios. Para
algunos de mis amigos, cuando le preguntaban por dónde vivían,
ellos decían, por la Villa de la Marina, les daba más caché ante
las hembritas. Un buen día de lluvia, de repente y sin anuncios,
193
por una de las calles que atravesaba la villa, se comenzó a levantar
el bendito muro, era de ladrillo expuesto. Sí, una cerca ya no de
un metro sino de tres metros, los que la construían eran obreros
del barrio. Cada vela en su poste, añadía con desaire el capitán
de puerto, que era inquilino en esa villa de militares. Con ese
muro cerraron la calle, la vía pública era para ellos, por la razón
o por la fuerza, que la usaban cuando les viene en gana. Es para
que no pasen esos cholos de mierda, resolló el almirante mientras
tomaba güisqui que traían de contrabando, esa gentuza siempre
trae problemas y, sobre todo, amparados en la seguridad nacional.
Dejamos de jugar al baloncesto. Con esa pared nos afeaban, se
cagaban en nosotros que éramos más pobres, más cholos. Juntos,
pero no revueltos. Nadie protestó, este país es de pendejos, de
curas y de militares, gruñó resignadamente un vecino. Al muro
se adhirieron seguidores, se levantaron también vallas más altas
en la villa del Ejército y de la Fuerza Aérea, era como vivir en la
Edad Media, cada uno dentro de su fortín, claro, los construían
los que más pueden. Los clubes privados también se sumaron a
esa iniciativa de las vallas, cuanto más altas mejor. Quien podía
levantaba un tabique, si no eran de ladrillos, levantaban muros
mentales, que eran los más difíciles de saltar con la pértiga. Luego
nos enteramos de que en el mundo existían muchos muros en
las fronteras de los países, para dividir, para excluir, como fue
la muralla de la Villa de la Marina. Desde entonces no se supo
más de ellos, de los defensores del mar de Grau, salvo cuando los
marinos salían de putas por las discotecas o con sus amantes.
194
¿Tú también estudiaste en el colegio de los curas? Sí, ¿de qué
promoción eres? Puta, ocho años menos que yo. ¿Conoces al
gordo Moncada? ¿Papayita? Sí, claro. El que vende combustible
en Belén y Nanay. El mismo, sí. Estudié con él, maestro. Ese
gordo era una fiesta, putero como él solo, las hembras le siguen
por el dinero que derrocha, es un gordo buena gente. Pata de
patas, chochera de chocheras. Con él hacíamos negocios, le
comprábamos el combustible para la motonave del municipio.
Las cuentas eran claras y el chocolate, espeso. Así pude construir
la casa a mi madrecita. Él no está en la relación de mi libro ne-
gro, era buen pata. La placa de mi promoción está colgada en
la puerta del colegio, vete, ahí leerás mi nombre. Éramos una
tribu urbana, un incordio para curas y profesores, cuñao, peor
que esos mashacuris de Belén que te mataban a machetazos, no
creíamos en nadie, unos alpinchistas. Fumábamos drogas en el
baño del colegio. Esos enchufes me sirven mucho. ¿Te acuerdas
de Chueca?, sí, claro, era mediocampista de lujo del equipo del
colegio de la liga de fútbol, gozaba de una beca el cabrón, sí,
lo sé, por eso era de lujo, porque su culo chupaba el banco de
suplentes casi todos los partidos. Sí, es contador en el gobierno
regional, él me salvó de meter la pata y también me dio conse-
jillos profesionales como burlar la ley de presupuesto. Son mis
195
chocheras, carajo. Están atemorizados esos huevones, si vuelvo
saben que arrasaría en votos porque nunca engañé al pueblo por
más que digan lo contrario esos chuchasusmadres. Se construía
lo que el pueblo solicitaba, no puedes satisfacer a todos, pero
nos esforzábamos de edificar un colegio, una cancha deportiva,
una posta médica. Tomé prestado la prédica del Chinito, cuanto
menos tiempo en el escritorio, mejor, estaba en contacto con la
gente, escuchando sus necesidades con libreta en mano aunque
luego no puedas resolverlos, quieren ser escuchados. Ahhh, en-
tonces, mejor si eres agustino, me siento más en confianza para
la entrevista. No concedo entrevistas en estos tiempos sabáticos
de la política. Pucha, flaco, me das confianza, se nota a leguas
que eres zanahoria, no estás todavía tan corrupto como tus co-
legas de La Razón, ¿conoces al Masho?, un personaje, ¿no? Casi
todos escondemos una mancha negra, no me vengas con vainas,
tú no escondes nada, flaco, ni la pashurita conoces, ja, ja, ja, ja,
eres sanote, lo percibo. Hay un sinvergüenza conchasumadre de
esos que escucho a las seis de la tarde, su radioperiódico dura
quince minutos y solamente oyes de su boca insultos, difama-
ciones, la madre que lo parió a ese hijodeputa. Flaco, tu gremio
es una mierda. Nunca hubo buen periodismo, todos son unos
marrulleros. Viven de las migajas que les arroja el poder. No hay
periodista intachable, cojean o cargan una mácula en la espalda
que les pesa más que los kilos del Papayita. Están bañados en la
misma caca. ¿Acaso no sabes dónde estás metido?
196
Por una recomendación de unos amigos de mi padre me consi-
guieron este trabajo en La Razón. Recuerdo que mis pinitos como
comentarista de un libro de cuentos sobre jazz y literatura que
reseñé para una revista que salía de las sombras cuando disponía
de presupuesto [de repente, no lo sé, aceleré la quiebra, porque
por estos días ya es historia], nadie lo leyó, por supuesto, aunque
lo ponía muy orgulloso en el currículum en el rubro de publi-
caciones. Cuando entré al diario redactaba recensiones de libros
de diez a quince líneas de modo gratuito, uuyyyy, me jaleaba el
director, con estas apostillas se van a quemar las preclaras mentes,
se reía histéricamente. Baja el listón, muchacho, me recalcaba el
jefe, el que va de erudito se hace un haraquiri, tranquilo, si no te
dirán que eres vago, haragán. Recibía el fin de semana propinas
por ello. Luego de unos meses le encaré al jefe, en su cara pelada,
que lo del periodismo en mí iba en serio. Puso un careto como
si se le reventara uno de sus testículos de una patada, bacán, me
replicó con la boca bien pequeña, casi murmurando. Te dedicarás
a la página cultural y asuntos varios [era un cajón de sastre o de
desastre], fue el encargo, con un sueldo equivalente al mínimo
vital y, si marchaba sobre ruedas, carajo, te pagaremos mejor y
me extendió la mano para chocarla. Es el único diario del puerto
con la sección cultural, resaltaba en la página web. Mi padre
197
chocheras, carajo. Están atemorizados esos huevones, si vuelvo
saben que arrasaría en votos porque nunca engañé al pueblo por
más que digan lo contrario esos chuchasusmadres. Se construía
lo que el pueblo solicitaba, no puedes satisfacer a todos, pero
nos esforzábamos de edificar un colegio, una cancha deportiva,
una posta médica. Tomé prestado la prédica del Chinito, cuanto
menos tiempo en el escritorio, mejor, estaba en contacto con la
gente, escuchando sus necesidades con libreta en mano aunque
luego no puedas resolverlos, quieren ser escuchados. Ahhh, en-
tonces, mejor si eres agustino, me siento más en confianza para
la entrevista. No concedo entrevistas en estos tiempos sabáticos
de la política. Pucha, flaco, me das confianza, se nota a leguas
que eres zanahoria, no estás todavía tan corrupto como tus co-
legas de La Razón, ¿conoces al Masho?, un personaje, ¿no? Casi
todos escondemos una mancha negra, no me vengas con vainas,
tú no escondes nada, flaco, ni la pashurita conoces, ja, ja, ja, ja,
eres sanote, lo percibo. Hay un sinvergüenza conchasumadre de
esos que escucho a las seis de la tarde, su radioperiódico dura
quince minutos y solamente oyes de su boca insultos, difama-
ciones, la madre que lo parió a ese hijodeputa. Flaco, tu gremio
es una mierda. Nunca hubo buen periodismo, todos son unos
marrulleros. Viven de las migajas que les arroja el poder. No hay
periodista intachable, cojean o cargan una mácula en la espalda
que les pesa más que los kilos del Papayita. Están bañados en la
misma caca. ¿Acaso no sabes dónde estás metido?
196
Por una recomendación de unos amigos de mi padre me consi-
guieron este trabajo en La Razón. Recuerdo que mis pinitos como
comentarista de un libro de cuentos sobre jazz y literatura que
reseñé para una revista que salía de las sombras cuando disponía
de presupuesto [de repente, no lo sé, aceleré la quiebra, porque
por estos días ya es historia], nadie lo leyó, por supuesto, aunque
lo ponía muy orgulloso en el currículum en el rubro de publi-
caciones. Cuando entré al diario redactaba recensiones de libros
de diez a quince líneas de modo gratuito, uuyyyy, me jaleaba el
director, con estas apostillas se van a quemar las preclaras mentes,
se reía histéricamente. Baja el listón, muchacho, me recalcaba el
jefe, el que va de erudito se hace un haraquiri, tranquilo, si no te
dirán que eres vago, haragán. Recibía el fin de semana propinas
por ello. Luego de unos meses le encaré al jefe, en su cara pelada,
que lo del periodismo en mí iba en serio. Puso un careto como
si se le reventara uno de sus testículos de una patada, bacán, me
replicó con la boca bien pequeña, casi murmurando. Te dedicarás
a la página cultural y asuntos varios [era un cajón de sastre o de
desastre], fue el encargo, con un sueldo equivalente al mínimo
vital y, si marchaba sobre ruedas, carajo, te pagaremos mejor y
me extendió la mano para chocarla. Es el único diario del puerto
con la sección cultural, resaltaba en la página web. Mi padre
197
anunciaba en este diario avisos de su comercio de redes y aceites,
en buen romance, era uno de los patrocinadores del diario y eso
le puso entre la espalda y la pared al director para admitirme en
la chamba, me dio el sí entre dientes porque en la chamba hue-
veaba, era para aburrirme yo solo, sin que se diera cuenta burlaba
sus estrategias con artículos de opinión, reportajes y entrevistas.
A pulso me gané una ventana en la redacción. Era la cara seria
del diario, me pedían glosar sobre tal o cual libro que llegaba a
la dirección. Estaba orgulloso de mí el jefe, aunque sentía que
no lo digería con tranquilidad. Le suponía un gasto extra y eso
le provocó almorranas. Acepté con mucho gusto el trabajo, a
pesar de la mala paga. Una vez escuché decir a un viejo periodista
que a la única universidad que acudió fue a la universidad de la
vida, me motivó mucho esa frase y desde entonces, con menos
entusiasmo, ando en este oficio que con escepticismo digo que
no sé si envilece o ennoblece. Lo que sí estoy seguro es que no
lo voy a dejar fácilmente, por más palos que metan a las ruedas.
Me he matriculado en un curso a distancia de periodismo del
Bausate y Meza de Lima, donde la teoría afirma lo que hago en
la práctica diaria, claro que hablar de ética o deontología suena
a chino en estos matorrales, más cuando lanzas dardos empon-
zoñados por encargo a los rivales políticos y sin escuchar a las
dos partes ni contrastar las fuentes antes de publicar la noticia,
chiquillo soñador, se mofaba el Masho.
En el grupo de estudiantes a distancia de Periodismo, acudía
la guapa Marylin. Poníamos cara de tontainas, babeábamos. Ella
se reía de los ridículos que éramos. En realidad el ejercicio de este
oficio es sentido común, se jactaba el jefe, claro, siempre y cuando
no claudiques en tus principios mínimos, que pendejo, quién
habla, murmurábamos. La teoría te marca pautas, la práctica,
chibolos, es otro marchamo, se justificaba en sus alocuciones
198
pedorras de borrachera. En mis lecturas de autodidacta, leía un
libro sobre los crímenes del Putumayo donde murieron miles
de indígenas, en ese libro citaban a un periodista de raza como
fue Benjamín Saldaña, el denunció, ante el juez de turno del
puerto al Presidente de la compañía y a los empleados de The
Amazon, que en los fundos gomeros asesinaban impunemente a
los indios de esa zona de frontera. Los mataban porque les salía
de la punta del pie, sin alimañas en el bosque era la consigna de
los gomeros para asesinarlos. Y gracias a esa denuncia se investi-
gó judicialmente, aunque la sentencia del juicio se perdió en el
olvido, se diluyeron responsabilidades como siempre, para eso
sirve la administración de justicia en estos montes, para hacer
el trabajo sucio, limpiar de mierda a los amigos y hundir en la
cloaca a los enemigos. Alguna gente retorcida dudaba de la ho-
nestidad del periodista, contraargumentaban que lo denunció
porque no pudo chantajear al cauchero Arana, recuerda que
todos comían del cuenco de este patricio selvático. No quiero
creer, no hay indicios que solventen eso de Saldaña. Mierda,
si no, no hay un palo a que arrimarnos, estaríamos como un
puerto sin faro. O de repente sería bueno reconstruir el faro,
me aleccionaba. Esa vez, con la denuncia, temblaron los jefes,
temían ir a chirona. Estaban pálidos, pero serenos, porque sabían
que no no pasarían por la cárcel, ¿no te das cuenta de que en la
cárcel están solos los cholos? Los blanquiñosos pagan abogados,
jueces y andan libres. Ninguno de los acusados pisó la cárcel.
Solamente fueron a pudrirse los indios que no pudieron esca-
par. Cómo se pudren ahora los pobres. De cuando en cuando
cae un pituco por merca, por droga. Es la excepción, los presos
exclamaban lujuriosamente, uyyyyy, carne blanca y nueva. Dime
si desde entonces, ¿existe un periodismo bizarro? No hubo, no
hay. ¿Alguien denunció la esquilada de los funcionarios con el
199
canon petrolero?, ¿quién reveló la contaminación de los ríos de
parte de las compañías petroleras?, nadie, ¿la corrupción en la
contratación de maestros?, ¿la corrupción de los militares? Nadie.
Solamente hay siseos, murmullos, se habla a media voz. No me
toquen las narices, no quieran quitarle el mérito a Saldaña, no
se domeñó para denunciar a los Arana y sus secuaces. No como
hoy, que se arrodillan frente al poder y extienden la mano para
pasar la factura de la publicidad. Con el periodismo se puede
hacer todo. Lo blanco puede ser negro o al revés, mira las fecho-
rías y complicidades de los diarios con Montesinos y su banda.
Se canalizan emociones y simpatías de los candidatos al poder a
través de la prensa, ¿recuerdas a ese candidato que le llamaban
El Buenazo? Sí, se fabricó en una de las radios, se maquillaron
frases como la de su mote, así dicen las mujeres insulares luego de
un buen polvo, estuvo buenazo, jugaban a la picaresca, al doble
sentido. Ja, ja, ja, ja. No hay cabo suelto. ¿Y cuando arrojaba
dinero desde un helicóptero uno de los candidatos financiados
por los narcotraficantes?, los radioperiódicos destacaban que era
generosidad y desprendimiento hacia los más pobres de parte
del candidato. Miente, miente, que se queda. Como abatido
colofón, reconozco que soy testigo de esas tretas en el tiempo
que chambeo en la redacción de La Razón, el menos cartesiano
de los diarios.
200
Eduardo, mis ojos qué no han visto, no me pueden cojudear.
En un mitin en la plaza Sargento Lores, simulé que me herían con
un arma blanca, me rozó el brazo, yo descaradamente me cubría
la cara, salía sangre a chorros, era una buena puesta en escena,
la gente se arremolinó alrededor de mí, sangraba. Es un viejo
truco pícaro y válido, algunos candidatos se hacen secuestrar, ¿te
acuerdas de uno de Bogotá que lo secuestraron? Esa herida y la
sangre me catapultó en las encuestas y en la intención de voto,
salía con el rostro casi cubierto por las vendas declarando en la
televisión. Te falta mucho por aprender, muchacho, un conse-
jillo, si me permites, nunca pongas toda la carne en el asador,
hay que ir con prudencia, y los huevos ponerlos en diferentes
canastas. En unas elecciones promoví una caminata desde Isla
Grande hasta Nauta, para corroborar que se podía construir
una carretera que las enlazara y que sería uno de mis planes y
preocupaciones, apenas llegue al gobierno municipal, claro que
funcionó, me salió de la puta madre, arrasé en las urnas. Este
pueblo es de gestos y barrigas por llenar, no de ideas. No me
van a quitar lo bailado. En otra campaña construía carreteras
con tractores que yo mismo conducía en los pueblos jóvenes,
a lo serio. Son cosillas que no fallan, le gusta a la gente que le
prometan. ¿Te acuerdas de Felícita Acosta? Ella ofrecía calzones
201
en sus mítines, barboteaba que con ello demostraba que las
mujeres eran las que llevaban los calzones en la casa, ja, ja, ja,
no me gustaría estar en la piel del cojudo de su marido, ¿no? A
las campañas hay que ir con humor del bueno, tolerar hasta la
puya más perversa y sonreír. Aquí todo vale, hasta tus muertos
sirven a la causa política, no sabes lo que monté cuando murió
mi madrecita. De la congoja saqué rédito, salí en todos los medios
de comunicación. Por si acaso, leemos periódicos y consultamos
internet, estamos al tanto de lo que sucede en otras partes del
mundo, no somos analfabetos como piensan los intelectuales,
carajo. Eso sí, en este negocio soportarás estoicamente que te
arrojen agua de pescado como a Alan García o que te manoseen
los huevos o el poto en los cierres de campaña. Recuerdo que
uno de mis rivales se ponía a construir casas y desagües en los
pueblos jóvenes, luego lo olvidó. Este negocio es de ademanes.
La política es una inversión a largo plazo y hay que saber elegir
el momento para saltar a la palestra, si no, es como pegarse un
tiro en el pie. Ese chochera se puso de acuerdo con un grupo de
constructores que financiaban la campaña para que edificaran pis-
tas y postas médicas, luego pasarían a cobrarle la factura en caso
de ganar, las licitaciones con marbete y nombre propio. Mira,
conozco como la palma de mi mano las triquiñuelas de las leyes
de presupuesto y gasto público, el reglamento de licitaciones.
Aquí la mafia se nutre del recojo de la basura, sí, misma mafia
napolitana, negociamos con la carroña, es de la empresa de unos
compadres que son mis testaferros. Es más, creo que esos business
son tolerados por la gente, ni siquiera se molestan en reclamar, es
como darte carta blanca, pasa, pasa, huevón. Lo importante no
es que robes sino que hagas algo, así le consentían la rapacería al
chinito, que acopiaba cuentas en dólares en el extranjero el muy
jijuna, educación, tecnología y mordida, no le creía ni su vieja y
202
mira, mira, salió presidente. Aprendimos mucho de sus mañas,
es un gran maestro del arte del birlibirloque y las trastadas. De
tus colegas no te fíes, gozan de un prontuario, a muchos les he
puesto su cruz. Son unos gañanes, varios de ellos han comido
de mi plato y luego se han portado como unos felones. Alquilan
sus conciencias, y no quiero mentar otras cosas que arriendan.
No me fío de ninguno. Ha venido a visitarme gente de Lima,
quieren poner una radio y un canal de televisión si me meto en
la campaña, ellos pondrían todos estos recursos a mi disposición,
quieren invertir y saben votar a ganador, aunque mantengo mis
dudas, no sé si estoy para esos trajines. Flaco, de las hembritas
no te enamores de ninguna, ellas te mirarán como una mina y tú
míralas para una noche de placer. Te lo digo por estas pocas canas
que peinan mi calva. Si pillas un gatillazo, serás el hazmerreír
del pueblo, recuerda que no eres un garañón siempre, la edad es
corrosiva con el ímpetu sexual, ¿te acuerdas de la Gata Valencia?
Sí, ese pata que era candidato por la uno, su amante comentaba
que le gustaba en los preliminares los juegos de sadomasoquismo,
gozaba que le golpearan con el látigo en el poto y que le ataran a
la cama, mientras estaba en el asunto. Sí, como en los manuales
de sexología que venden en los ambulantes de Sachachorro, su-
gerían textualmente que provocan goce inconfesable hasta al más
recatado macho de pelo en pecho. Pero en este bendito puerto,
estos retozos y retazos del placer son de pervertidos, quién les
hace entender que no es así. Por eso, hay que saber dónde y con
quién pedirlo, si no, estás perdido.
203
Antes de salir a la redacción de La Razón en las mañanas o al
mediodía, escuchaba las noticias de la televisión por cable, ¿por
qué esos presentadores de noticias hablan con una voz neutra y
monocorde? Han borrado los localismos que sazonan el idioma,
hablan un castellano agringado e insípido. Es como si mastica-
ras un borrador sin sabor. Mezclan español e inglés de manera
pendular. Es para taparse los oídos. Me gustaba por eso Marylin,
ella narraba las noticias con su voz cantarina y despacio, cuando
pronunciaba la efe como jota o al revés, Fanito, o cuando añadía
al final de la pregunta en una entrevista la coletilla, ¿di? No sonaba
como esas chicas de la televisión global tan falsas y plásticas, como
las que salen en cnn, guapas nada más. Lo que me fastidia es que
quieren homogenizarnos a la puta fuerza, vaya cabrones. Habría
que reivindicar las diferencias de tonos y matices, me fastidiaba
escuchar a los narradores de noticias del canal por cable, parecen
robots programados, seguro que no follan, metía su cuchara
el Masho. Me estaré volviendo paranoico, eso es pensamiento
vertical puro y duro, no lo trago. ¿No te das cuenta de que las
causas políticas son las causas de los dueños de los medios de
comunicación? Se mueven o se inmovilizan sus caprichos. Si
alguien no les gusta o ponían trabas en sus negocios, van a por
él o lo congelaban sin darle la oportunidad de una entrevista,
205
nada. Hay que alinearse como soldados del mismo uniforme, es
el lema, puro y bruto autoritarismo. Marylin, la chica del lustroso
pelo largo, que me hipnotizaba como un lelo, odiaba que en la
redacción del canal de televisión no escribieran bien las noticias
en los folios que le pasaban cuando leía, los muy pesados alte-
raban los vocablos, metían palabros. Quebraban la sintaxis, la
sindéresis. Lo condimentaban con anglicismos y galicismos sin
sentido. Ni te digo del uso de los localismos, fuera de contexto
que sonaba a falso. Hacían que se confundiera o que la dejaran
por varios segundos frente a la pantalla del televisor sin decir
nada, a la espera de la anunciada imagen de los reporteros, no
sé dónde meterme y ensayaba una sonrisa floja, lo contaba sin
rencor, con sus labios de piñón y pelo planchado en la peluquería,
el Ronaldo me urgía cada que lo veo en el vestuario qué nuevo
peinado lucir, tú impones moda y marcas tendencias como las
celebrities. ¿Qué?, son mariconadas, le picaba jocosamente Ma-
ñuco. Ante sus reproches laborales, le respondí, como consuelo,
que al mal tiempo buena cara. Hay que tirar para adelante. Qué
te cuento yo, me era un engorro el pragmatismo ígneo del jefe,
todo es dinero para ese huevas. Ella leía noticias en las noches y
trabajaba en el día como cajera de banco. También prestaba su
imagen, previo contrato, para las presentaciones de productos
nuevos, cuñas radiales para campañas de salud, en los certámenes
de reinas que era el evento del año más esperado. Cuando se
presentó a la audición para el puesto de narradora de noticias,
soportó el asedio y acoso del encargado del telediario, un viejo
mañoso y manos largas, cuando menos pensaba te quería tocar
las tetas o el poto, qué maricón de viejo verde. Este austero y
misio canal de televisión, que contaba apenas con tres cámaras
en el plató y decorado de triplay, era una tapadera para lavar
dinero de un narco colombiano, que invertía harto billete en
206
hoteles, restaurantes, entre otros, ¿no te das cuenta de que las
publicidades son de las mismas empresas del dueño del canal?
Ni qué decir del ambiente laboral, los camarógrafos están más
arrechos que burros en primavera, te lanzan gruesos piropos y
callar o simular no escuchar para no ser mal educada con ellos,
no jodas, de ahí han surgido amores, hay locutoras de televisión
con camarógrafos como los amoríos de los médicos con enfer-
meras y andan felices comiendo perdices. Son excepciones, no
me vaciles. Por eso me gustaba Marylin, porque sacaba arresto
y coraje de leer noticias en un canal de mierda.
207
Si te contara, hermano, las componendas en que nos hemos
metido, hablaba en plural mayestático, ¿por qué no te tomas
otro vaso de aguardiente?, aquí lo producimos, con la caña
de azúcar que mis propias manos han sembrado y cosechado.
Anímate, todavía eres muchacho y estás con el ardor de querer
hacer bien las cosas, pronto de curtirás y tus buenas intenciones
acabarán en ese vertedero que queda por el aeropuerto. A pro-
pósito, no se dan cuenta de que esos ambientalistas de mierda
arman un quilombo sin sentido, qué chongo han montado, eso
de protección del medio ambiente suena a exotismo de otras
tierras, ¿por qué no protestan contra esos mismos que les hacen
donaciones a sus cuentas corrientes porque son los más grandes
contaminadores en su país de origen? Los muy cabrones callan.
Me muerdo la lengua para no contestarle, porque yo apoyé
esa campaña contra ese basurero que invadía un área natural
protegida y no recibí ningún dinero de nadie, lo hice por com-
promiso con estos bosques y pájaros. Mi entrevistado se callaba,
mientras tanto miraba el techo, las vigas, las hojas de irapay de
los techos de estas casas que dan un frescor agradable, aquí no
hay murciélagos, me comenta y me insinúa un choque de vasos,
chin, chin, cojo el mío muy despacio y le digo salud, se ríe. Me
sirvo para comer, una porción de plátano frito que dejaron en la
209
mesa, me trepaba el aguardiente a la cabeza. Ahhh, muchacho,
te falta mucho por conocer. En este negocio no solo se paga con
dinero sino también en crudo, me explicó para evitar suspicacias,
nunca giras un cheque, ¿no has visto El Padrino?, escucha, pedía
a un constructor que me apoyara en un mitin, le chamullaba que
comprara cervezas y que saliera a su cuenta o aceptaba regalos
que yo no compraba, pero pedía con sutileza. Te confieso, mi
estimado, que todavía hay animales muy vanidosos y narcisistas,
ellos piden trajes a la medida en un determinado sastre y de los
más caros, ¿Ermenegildo Zegna puede ser? Hay uno que pedía
trajes confeccionados en Miami, vaya caprichito, no revelaré
el nombre, ya sabes de quién te hablo, por eso te ríes. Eran a
medida, eso sí, le quedaba como un guante y ambulaba muy
presuntuoso en los platós de televisión, en las inauguraciones de
obras públicas, en el Te Deum de fiestas patrias, iba hecho un
pincel, un pindayo. Estos ojos qué no han visto, hijo..., y lo que
me falta por ver. Me das buena confianza, flaco. No seas como
Dick Manuyama, menudo hijo de la gran puta, ese señor con
sus bulos y rumores en el diario donde trabajas ha jodido a gente
como mi compadre Robinsón, destapó a la querida que ocultaba
en Padre Isla, carajo, cada uno es dueño de su vida íntima, este
cumpa gozaba de un hogar serio y sólido, a este estercolero le
importó un rábano y ventiló su vida íntima, todos supimos el hilo
dental de flores y seda fina con que se engalanaba, que cuando
follaba lanzaba grititos ridículos de placer, siu, siu, que Panchito
Lara era del tamaño de un arroz, de las amantes insatisfechas que
se quejaban por su rapidez, ¿quién no se ha echado una canita
o polvito al aire? Hasta el mismo Dick, no me joda, se hace el
culo estrecho. Este malandrín es un «garganta profunda», pero
con amigdalitis crónica del trópico. Es un ventrílocuo. Risas de
nervios. Una mierda sin más. Me adeuda muchos favores, no
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recuerda cuando era un don nadie y era mi relacionista público,
comía de mis lentejas, no sabía nada de esta faena. Le enseñé el
abecé de este oficio y me pagó mal. Está en la lista de mi libro
negro, entre los primeros, seguro que saldaremos cuentas con
ese cabronazo. Recuerdo que fui uno de los primeros alcaldes
en este país que autoricé y auspicié el concurso de Miss Gay en
mi pueblo. No sabes el chongo que se armó, me comentaban
con la irritante guasa tropical que yo era afín a esas opciones o
inclinaciones sexuales, en buen romance que era rosquete. Nada,
les decía, miren mis fojas y horas de vuelo en la cama con dami-
selas, nada les convencía. No atinaba cómo acallar a esos grillos,
se armó la marabunta. Me insultaban por los radioperiódicos, el
diario de la iglesia me puso a parir, que me excomulgarían, qué
curas para pendejos, como si no supiéramos de qué pie renguean
los muy santitos, como los diablos del monte o la Runamula,
ja, ja, ja, ja. Tanto lío para nada, era por joder. Desde hace unos
años, veo que muchos de los municipios se disputan la sede de
señorita gay, claro, claro, recién se enteran de que eso es nego-
cio, se llenan las arcas fiscales en esos municipios donde no va
ni Dios. Estos oñoñoys derrochan plata. Pasaba el entrevistado
con facilidad de un tema a otro, su memoria disparaba como
una metralleta sin control. Salud. Aquí sufrimos en carne propia
el centralismo insular, te digo también el centralismo de Lima,
¿has visitado Lima? Todo lo que muestra es gracias a la sangre de
las provincias, aquí vamos a morir de falta de recursos, pero les
importa un bledo a los mandamases de este ciego país. Allí están
los mejores servicios, lo mejor en todo y al resto nos reparten
mierda, que no nos sirve para nada. Mira, cholito, viajé junto con
otros alcaldes a Medellín. ¿No te das cuenta de que los políticos
recién viajamos cuando estamos en el poder? Vamos a la China o
al Japón y seguimos siendo muy provincianos mentalmente, nos
211
miramos el ombligo, el ralo vello púbico y las aceitunas que la
adornan. No traemos nuevas ideas, solo pensamos, arrechamente,
en visitar los clubes de alterne y tirarnos a las putas, mejor si
son brasileñas, como me contó un compadre que fue diputado.
Antes de ese viaje, no salimos de nuestras casas, no movemos el
culo de los asientos. Puta, cuando sales encuentras ciudades más
descentralizadas, como Medellín, no este asfixiante país en el
que vivimos. Cholo, miras a tu país como una mierda, que está
perdido en las tinieblas de unas familias que rotan el mando. En
la época de Fujimori fue peor, se consultaba todo a Lima, no sé a
quién chucha se le ocurrió que las decisiones finales se tomaban
en Lima. Porque sin padrinos o colleras parecías como cuy en
tómbola, perdido. Tuve que valerme de todo, ja, ja, ja, mejor
hablemos de otras cosas, chiquillo, que si sigo se me suelta la
lengua y se asustarían hasta los dioses de estos montes.
212
Ante las repetidas y continuas postergaciones de la publica-
ción de la sección de cultura en La Razón, que se actualizaba
mensualmente en la web con huevadingas como el rifirrafe de
dos cantantes del grupo de cumbia de moda, ¡que vuelva Betina
a Explosión!, o que el presidente de la región visitó el zoológico
de la ciudad para colocar la enésima primera piedra del parque de
animales, le expliqué mi iniciativa al jefe que me dedicaría a las
entrevistas a la fauna política local. Le comenté que iría a mi aire,
entrevistaría a quien quisiera. Bacán, muchacho, me palmoteó,
pero no se publican si antes yo no las leo, tú sabes, hay que velar
por los intereses del diario, me respondió con cachita, la burla
que me cayó como un codazo en plena cara, asentí mentándole
a la madre para mis adentros. Mierda, mascullé. A pesar de este
aviso de censura previa, en este diario que se desgañitaba de ser
el guardián de la libertad de expresión en estos montes, acepté
de mala gana. Conchesumadre. La vida es un toma y daca, me
remachó con ese tufillo de realismo ponzoñoso que se acicalaba
el director y que lo llevaba con estoicismo. Me jodía escuchar a
diario las órdenes del jefe cuando le mandaba a Dick lanzar un
anatema a un determinado cacique en su columna de chismes.
Eran flechas infectas que las víctimas al día siguiente desmentían
apresuradamente en los radioperiódicos y en conferencia de
213
prensa ad hoc, se ha manchado mi honorabilidad, afirmaban
muy sueltos de huesos esos caudillos porteños. Estos rumores
altamente tóxicos publicados en el diario conllevaban un efecto
expansivo, nocivo y contaminante, porque eran leídos por los ra-
dioperiódicos, por eso temían a esa columna, porque en realidad,
como recuerdan, aquí nadie lee diarios ni revistas ni novelas, les
propinaba un serio dolor de cabeza. Leo y no retengo nada, se
excusaban los redactores del diario ante una novela prestada de
Coetzee. A pesar de la advertencia del director, nunca sufrí un
recorte o tijeretazo a mis entrevistas, se publicaban tal cual. Estos
gerifaltes locales portaban la vanidad subida hasta la bandera, a
la gente que no pensara o actuara como ellos los desterraban de
la administración, le cerraban el caño de la publicidad. La gente
de esta calaña es del mismo perfil genético de los que mandaron a
Jorge Luis Borges a un corral de pollos de un mercado de abastos
de Buenos Aires. No se podía esperar menos de ellos, le glosaba
con ironía al Masho, no jodas con esas cosas, rata de biblioteca,
me contestaba, chiquillo, eres muy inocente, embárrate más, me
reclamaba. Para mis entrevistas bosquejé, previamente, un inven-
tario del serpentario local. Los clasifiqué como entomólogo, por
categorías y subcategorías de especies, algunas de ellas en peligro
de extinción y otras que gozaban de rebosante salud, que eran
los más caraduras, los más conchudos, como Quema-Quema,
un político que, antes que le pillaran, mandó como Nerón a
encender con fuego la documentación de los lúgubres rincones
de su cuestionada gestión en Pihuicho Isla, localidad cercana que
se distinguía porque allí moraban entre los árboles miles de loros
y era la cuna de los partidos políticos que impulsaban las ideas
autárquicas, frentistas o regionalistas, que por cierto cotizaban a la
baja en el proscenio político tropical. Cada uno de los personajes
seleccionados exhibía pleitos y juicios con la justicia. Casi todos
214
con sendos procesos por malversación de fondos públicos y dila-
taban los juicios como podían en la Audiencia, allí se derriten las
culpas, maestro. Muchas de estas sierpes eran personas con serios
y graves complejos de inferioridad, estaban como un cencerro.
Me cotilleó un colega de otro diario local, que uno de ellos, para
su juramentación del cargo, mandó a poner una larga alfombra
roja, luego él pasó acompañado de una despampanante azafata
cogida del brazo, la chica era más alta que él, era mi sueño, era
mi sueño, repetía. Minutos antes bajaba de un coche de lujo, era
mi noche de boato, reclamaba. Sin contar que estos otorongos,
como llamaban los sociólogos a nuestra caterva política, estaban
con el virus de la avidez por la cosa pública, como la tenia que
parasitaba en los intestinos, parecían cleptómanos como lo fueron
Fujimori y su asesor Montesinos en la escena nacional.
Luego de la selección de la camarilla política local, me
propuse entrevistar a la gran mayoría, sin importar la bandera
ideológica que portaban, era espolear a los representantes de la
escena pública sobre sus planes y proyectos, conocer sus ideas.
Así, un día me cité en un hotel con una de las candidatas políti-
cas que más descollaba en el ambiente electoral, era una señora
obesa, más gorda que las figuras femeninas del pintor Botero. Me
dejó caer que estaba de paso por la ciudad y en campaña, lo más
oportuno era el hotel donde se hospedaba. Ostentaba un envi-
diable currículum académico que ponía celosos a sus rivales que
no exhibían logros académicos alguno. Uno de los contendientes
puso entre sus laureles profesionales, con toda concha, que fue
delegado y tesorero de un club de fútbol de tercera división en
Washalado, un cayo futbolero a unos minutos en deslizador de
Isla Grande. Mientras, ella publicitaba en su cv que trabajó en
el Banco Interamericano de Desarrollo, jactanciosamente mos-
traba los tres diplomas de posgrado en Estados Unidos, España,
215
Brasil y quería ser elegida autoridad local. Nadie entendía su alta
generosidad y desprendimiento, en declinar a ese puesto del bid
para postular como autoridad porteña, es por la marmaja que
recibirá, dentellaban los viperinos radioperiódicos locales. Quería
poner sus nalgas ya sea en el sillón consistorial como alcaldesa,
en la silla fea y barroca del presidente de región o en una curul
como diputada en el Parlamento nacional, aspiraba a todo, era
una caníbal del puesto público, sostenía uno de sus rivales. En su
círculo de amigos comentaban que ella podía ser una convincente
candidata a la Presidencia de la República, éxitos no le faltaban,
argumentaban insolentemente.
La entrevista era en un céntrico hotel de la Plaza Mayor,
esperé como quince minutos, aquí los políticos son como las
mujeres porteñas, te hacen esperar y van de ocupados, una vez
una hembrichi se demoró como tres horas para llegar a una
cita, adujo un ligero retraso, fue su excusa que me restregó sin
pestañear ante mi cara larga. Seguro que estabas enchuchado,
es el poder de las bragas, me remató el Masho con su sonrisa
donde se veían sus rojas encías y dientes menudos como el de
una piraña. Esperé, salió su jefe de imagen, la doctora saldrá en
unos minutos, en estos momentos está en una entrevista con
una radio nacional. Espero que lo comprendas, e inmediata-
mente sonrío forzadamente. Con la jefe de imagen de la doctora
Michelín, como ironizaba Dick a sus visibles bolsas de grasa,
tuvimos un rollo rápido, de una noche loca y sexo salvaje, en el
Día del Periodista que auspiciaba el colegio de este sacrificado
y digno oficio, como señaló el decano, un pobre hombre que
no ejercía el periodismo, en cambio era emblemático entre los
colegas. Sus años a cuestas y bajo perfil eran valores que en los
trópicos pesaban como mierda, a pesar de que muchas veces
hayas sido el mayor boludo de la vida. Nos saludamos con un
216
beso en la mejilla. Las entrevistas se publicaban cada quince días,
con su peso específico y espacio en las páginas de La Razón. No
eran adulonas como los descarados publirreportajes, así que los
políticos querían aprovechar este tirón de la imparcialidad que
ofrecía el diario en los reportajes a estos pro hombres y mujeres
de la tierra. El jefe, gracias a las entrevistas, negoció más contratos
de publicidad que, sin embargo, no me reportaban nada en mi
sueldo, solo comida gratis con unos vales en un restaurante que
se anunciaba en una de las páginas principales del diario.
La primera entrevista fue a un político retirado que vivía en
Lima, que daba una vuelta de cuando en cuando por el puer-
to, en su momento de gloria le declararon hijo predilecto y le
entregaron las llaves de la ciudad. Luego no se supo nada de él,
era un inquilino de las umbrías de estos platanales. Con la en-
trevista salió del ostracismo y fue muy comentada en las tertulias
políticas, fue un homenaje en vida a este gran señor, sentenció
Jaime Zumaeta en su radioperiódico, el noticiario que más se
escuchaba en la región, según sus palabras. Fue uno de los artí-
fices del canon petrolero, canon que se gravaba a la explotación
petrolera en esa parte de la región, que serviría para el desarrollo
de estos pantanos, en realidad se usaba para pagar el sueldo de la
displicente y morosa burocracia regional. Este político de patillas
encanecidas y con ojos cansados promovió, a través de una pro-
puesta de ley, la importación de búfalos de la India que ocasionó
fuertes impactos en la ecología de la floresta, por esos días nadie
recordaba esa polémica ni los efectos negativos de esas bestias en
el bosque. Además, entre sus proyectos de ley más recordados y
comentados fue el que declaró el Día Nacional de la Aguajina,
un refresco natural que cargaba la leyenda popular que si lo to-
mabas en exceso te volvías maricón, él quería desmitificar esas
tontas fábulas con el reconocimiento y homenaje a esa palmera
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tropical, Mauritia flexuosa. Él, ante la promulgación de la ley en
Palacio de Gobierno, hizo un brindis a los asistentes con aguajina
en el salón de Pizarro, cotilleaban los cronistas palaciegos que las
copas se tomaron con reticente recelo, temían que surtiera efecto
la leyenda popular. Por eso, los isleños le agradecían eternamente,
desde entonces la gente toma sin reparos ni medidas ese refresco
del poderoso aguaje. En su casa del puerto, todavía conservaba
entre sus retratos la foto del Che Guevara, es mi inspirador, me
confesó fuera de la entrevista.
La jefa de imagen de la doctora triscó y coqueteó, fingida-
mente, conmigo por unos minutos, como haciendo hora hasta
que se desocupara la candidata. La doctora candidata no salía
para la entrevista. Llevábamos media hora de hablar tonterías
y de repente se levantó y me musitó, espera. Por esas muñidas
coincidencias la colega llevaba un vestido con escote, palabra de
honor, y una minifalda de infarto, como profería un programa
radial del mundo rosa [la clase media insular pagaba por salir en
él], mostraba el canalillo de sus erguidos senos y unas largas pier-
nas de la Cindy Crawford tropical, era la guasa que gastaba uno
de los reporteros de la radio para piropear esa parte de su cuerpo.
Ni te cuento de la coquetona peca cerca de la boca. Se fue a la
habitación, salió nuevamente y me puntualizó con sobrecargada
gentileza que pasara, que la doctora y candidata me esperaba,
me sonaron muy recargados esos honores. No te olvides que nos
encontramos en el Aris Burger, bacán, nos vemos en la noche.
Entré a la habitación, la doctora candidata reposaba su pin-
güe culo en el centro de una cama. En el fondo de la pared se
veía el cuadro de un famoso pintor local, esos trillados paisajes
amazónicos que agotaban mirarlos por repetidos. Sí, la candidata
posaba como si fuera un luchador de sumo japonés. El cabello
negro azabache recogido con un coletero y un vestido blanco
218
que magnificaba su robusta corpulencia. Me susurró con un
ademán, siéntese, mientras hablaba por el móvil. Sus piernas
eran groseramente gruesas. Llevaba para la entrevista una libreta
pequeña con las preguntas, la grabadora y la cámara de fotos. Las
preparaba con tiempo, no me gustaba improvisar, huevón, no
seas cuadriculado, me jodía Mañuco, cuando empezaba con esa
liturgia ex ante a la entrevista. La aspirante a autoridad pública
escribió un libro de Derecho Constitucional sobre el control
entre los poderes políticos, que contó con el financiamiento
de la universidad local y el prólogo lo escribió un reconocido
jurista español que nadie conocía. Era una lumbrera regional, su
padre, conocido putero, trabajaba de oficinista en la aduana, era
uno de los que más sacaba pecho de su hija. Recientemente, en
ceremonia pública, le dieron el Premio Páucar, por sus servicios
de engrandecer esta patria chica.
Ingresó Lourdes a la habitación-despacho, añadiéndome,
con media sonrisa, que pidieron unos sándwiches con papas
fritas para comer, por órdenes de la doctora. Eran casi las dos
de la tarde y los jugos gástricos daban un concierto mismo Iron
Maiden que me ruborizaban. Qué oportunos los sándwiches, me
supieron a gloria. La doctora no paraba de hablar por el móvil,
me sentía incómodo. Llegó el pedido, para ella eran tres bocatas
de pollo, de jamón y un mixto, más un cerro de papas fritas,
me pareció demasiado para los que estábamos allí. Terminó de
hablar, me dio la mano y me pidió disculpas. Si no te molestas,
primero comemos, me aseveró, claro, respondí. La candidata
comía con unas ganas que desbordaba la cordura, era un barril
sin fondo, diría mi sobrino Miguel. Se ventiló los dos primeros
sándwiches en un pispás. Simultáneamente, bebía Coca-Cola,
merendaba glotonamente y sin refinamientos las papas fritas
aliñadas con mayonesa y ketchup. Pude ver el bolo alimenticio
219
cuando masticaba. Eructó, sigilosamente, tapándose la boca con
la mano grasienta. Devoraba. Era un espectáculo zafio donde el
manual de buenas costumbres del cura Carreño se tiraba al traste.
Mientras zampaba, gesticulaba con las manos, pensé en un mo-
mento que se ahogaba. Su corte de asesores le recitaban alabanzas,
que estuvo brillante y lúcida en la entrevista, inteligente, locuaz,
magnífica, con visión de estadista. Le alimentaban el estómago y
el ego a la vez, como si fuera ella la octava maravilla de la tierra o
la última Coca-Cola en el desierto, como irónicamente se refería
Marylin a los bacanes que pasaban por el set de televisión.
Según las encuestas era una de las personalidades políticas
mejor valoradas del país, siempre que no la vieran comer, me
respondí para mí mismo, no votaría ni Dios por ella. Qué horror.
Eran las perlas que uno se gana con este oficio. La entrevista salió
en la página central de La Razón. Me llamó para agradecerme y
no paraba de elogiarme, sobonamente, hasta incomodarme, no
me gustan los ditirambos desmedidos, pesan lo mismo que el
pedo. Esa noche, Lourdes fue a la cita, pero para presentarme a su
novio. Un médico pediatra. Se les veía en complicidad de mira-
das, arrumacos y carantoñas. Mientras tanto yo sufría por dentro
por Marylin, me dejaba en el aire, profesor, te doy la receta, me
cuchicheó en voz baja el Masho, invítala a comer, porque lo que
boquita come culito paga, se reía estruendosamente, no me jodas,
le contestaba. Eso hace para templarte, me aguijoneaba Dick. Si
bajas el listón, estás vendido. De pronto esas recomendaciones
tontas sobre las mujeres se esfumaron. Me devolvía la imagen,
recurrente, de la candidata tragando comida chatarra, rodeada
de su séquito que se prodigaba en loas a ella, comía por la boca
y por los oídos. Creo que no se borrará nunca de mis retinas esa
gula por la comida, el ego y el puesto público. Ella salió elegida
diputada y no se le volvió a ver más por la ciénaga, como hacen
220
todos los elegidos. Goza de buena prensa en la capital y se perfi-
laba como una seria candidata a la Presidencia de la República,
según los sondeos de opinión pública de un prestigioso centro
académico de la ciudad capital, era el latiguillo que usaban los
reporteros del telediario local para dar cuenta de las noticias de
Lima. La aspirante a la Casa de Pizarro en esos momentos urdía
alianzas y frentes políticos para lanzar su flamante candidatura y
para ello escogió como símbolo de la campaña una papa rellena,
le aconsejaron sus asesores de marketing político, de quienes se
fiaba a fe ciega, que chispa y buen humor en la campaña electoral
no estarían mal. En este país todo es posible en política y en los
votos, luego que Fujimori mandó a freír monos en sartén de palo
a los sociólogos y politólogos, con su llegada a la presidencia
mandó a la mierda a estos tertulianos de pacotilla.
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Jueves 12 de septiembre [aniversario del día que arresta-
ron a Abimael Guzmán Reynoso (a) «El Gordo»]. Anotacio-
nes marginales de un despistado. En Santa Rosa-Tabatinga
y en un café net de Leticia, escuchando vallenatos de Dio-
medes Díaz.
Me fastidio, no arribó ninguna embarcación al puerto. Anun-
ciaban que acuatizaría un hidroavión, un vuelo de acción cívica a
la frontera, como indicaban los boletines de prensa de la Fuerza
Aérea que remitían a La Razón. No acuatizó. El día fue aciago,
diría mi padre. Mucha lluvia, no me apetecía salir, «son esos días
para estar con una hembrita, dándole al asunto», recordaba las
palabras del Masho en un bar del Malecón Maldonado ante un
día similar. Me sobrepuse de la pereza, cogí fuerzas y decidí cruzar
a la banda del frente. Felizmente en el macuto metí un par de
novelas de autores regionales y les echaba el diente. A veces, leo
gacetillas que lanzan duros dardos contra los autores regionales,
esos escritores que viven dentro y fuera de estos países son im-
placables contra lo que se produce aquí en la floresta. Me parece
que son injustos esos adjetivos. En mi opinión premiaría a los
que están al pie de la máquina de escribir. Son como el salmón
que remontan el río de la desidia, la indolencia, el conformismo.
Nadan a contracorriente. Los pocos. No son aquellos que se
223
refugian y alegan la excepcionalidad o singularidad amazónica,
que con eso cubren su mediocridad. Ellos no.
Se esfuerzan por escribir, no desperdician el tiempo toman-
do cervezas o jugando bingo en las esquinas. También es cierto
que hay escritores con obras para no recordar ni citar, están
sumergidos dentro de un provincianismo mental de los cojones.
Recuerdo que fui a entrevistar, muy ilusionado, a un escritor
con obra editada en Lima y ganador de casi todos los premios
regionales, como el que auspicia un semanario de la Iglesia ca-
tólica en Navidad. Era reconocido por propios y extraños como
uno de los escritores de mayor proyección literaria. Era un tipo
campechano, que cargaba como dogma de fe que los escritores
no deben leer lo que otros escriben, «eso te contamina, copias
el estilo», me remachó en calidad de sentencia de cosa juzgada.
«No me dejo contaminar, yo hago mi propia trocha en la selva»,
me largó la parrafada, como si esculpiera la tabla de los manda-
mientos para un joven escritor. Le cité a Quiroga, Hemingway,
Faulkner, Arguedas, Borges, Vargas Llosa, Roth, García Márquez,
Coetzee, Goytisolo, Carver, Auster, Cortázar, entre otros. Su cara
era de estupor, atinó a taparse los oídos en señal que me callara.
Mira, viejo, con las justas leo a García Márquez, sus cuentos,
porque sus novelas las siento muy confusas, me pierdo con sus
rupturas de tiempos y con los personajes que se repiten como
clones, esos otros señores de las letras no sé ni me interesan. Me
dejó de piedra esa confesión. En su biblioteca, en efecto, no se
veía ningún libro. Una antigua máquina de escribir cubierta
con un trapo verde que orlaba al pie de su estantería. La cual
se mostraba arracimada de cuentos y novelas que publicó y que
todavía no encontraban lectores. Pensé que me estaba mamando
gallo, pero era cierto. Mi asombro se incrementaba, se puso de
pie, cogió uno de sus libros, me escribió una dedicatoria y me
224
lo regaló. Me quedé torpemente sin palabras, me reprochó con
aspereza, siquiera agradece, pues, hijo. Le agradecí forzadamente,
para disimular, fingí leer su dedicatoria con una sonrisa.
«Mira, te voy a enseñar la vida de donde se nutre la literatura»,
me quedé aturullado. Gritó a su mujer, que andaba por la cocina
viendo en la televisión una novela brasileña de gran audiencia, «ya
vuelvo». Vamos en mi moto. Primero fuimos a un bar que quedaba
por el malecón Tarapacá, aquí empieza la cacería, maestro. Eran
como las diez de la noche, las hembras que paseaban alardeaban
lo mejor del armario. Este es el primer punto del viaje. Tomamos
un par de cervezas, su conversación giraba en torno al sexo, a las
hembras. Me aburría como un hongo. Tranquilo, compañero,
me armaba de paciencia, ya vamos. Salimos en su moto a rumbo
desconocido por la carretera al aeropuerto. Y llegamos a un burdel
donde era recibido entre aclamaciones y vítores, mismo presidente
regional. Sobre el techo de zinc de esta casa de madera, relampa-
gueaban unas bombillas rojas que anunciaban el nombre del local.
Me dio corte estar allí en esos momentos, el sexo por dinero no
me interesaba. Mi entrevistado pisaba el cielo. Bailaba. Cantaba.
Desgañitaba. Era otro. Los colegas de la radio corrían la voz entre
chirigotas que cuando el Papa Juan Pablo II visitó esta viril ciudad
que nunca duerme, lo primero que vio desde el avión fue un anun-
cio luminoso que decía, Teletroca, así se llamaba este puticlub.
Las furcias te mandaban sonoros besos volados, guapo,
precioso, qué tal cuero, qué nos traes esta noche para el postre,
gritaban en medio del carcajeo. A él le llovían besos de las chicas
en ropa de baño y de todas las edades, él las pellizcaba en las
nalgas y las besaba con cierta violencia. Risas. Mandó a cerrar
el lupanar y ordenó, atiendan a mi amigo. Sinceramente, me
sentía como sapo en pozo ajeno. No te hagas el huevón, gruñía,
«aquí está la vida, no en los libros que lees, nútrete de aquí». A
225
goooooozaaaaaaar. Supe que una de las chicas, una limeña de
tetas de silicona, era su novia. Me quedé con él y su harén un
par de horas, le mentí que me piraba a la redacción para cerrar
la edición y prometí volver, claro, era un regate para la fuga.
Además, a propósito dejé olvidado su libro autografiado en ese
lugar, no me pesó ningún remordimiento de culpa.
Desde entonces tomo distancia y desconfío de los escritores
que no leen, me dan grima. No es que sea pejiguera, pero, carajo,
seamos fieles a este oficio de aprendizajes y lecciones.
En el puerto no puedes hablar de literatura, eso suena elitista
y con resuello de cultureta. Como aquel día que me encontré
con un viejo escritor en una cafetería cuando parloteaba con otro
colega, de las páginas de sociales, de otro diario. Era la cafetería
de Pedro, sito en la calle del Próspero, como llamaba el callejero
de antes, nos saludamos. Traté de hacer una finta literaria y no
me hicieron caso, me pararon los pies. El viejo novelista se puso
a charlotear de sus conquistas amatorias con una chiquilla de
dieciocho años que lo volvía loco de fogosidad, me da juven-
tud y ardo de deseo, lo mentaba con lascivia, casi babeando.
Mientras, el otro le jodía de su uso compulsivo del viagra. Mira,
me comentó con cierto pudor, en mi última novela inédita he
escrito escenas eróticas vividas de esa experiencia, me señaló y
sacó de una carpeta unos folios de su novela inédita y me hizo
leer un párrafo. No acusaba nada de sorprendente, de manera
previsible y burda narraba a una muchacha en calzones de motas
[no mencionaba la palabra pezones]. Mientras leía sentía que se
ruborizaba, algo incómodo me inquirió, ¿está muy fuerte, no?,
le dije que no, le sugerí leer al Marqués de Sade, tirarse una paja
y mirar la película japonesa El imperio de los sentidos. Se moles-
tó por la recomendación tan directa, y tan torpe de mi parte,
reconozco que me arrepentí. A raíz de esa anécdota no entendía
226
el porqué en la literatura de la floresta los escritores fueran tan
ariscos con el furor sexual, salvo excepciones como los poemas
de Ana Varela o Sui Yun. El erotismo se exhibe tapiado, a pesar
de que hacen gala de sus batallas carnales en los cenáculos.
Vivo con esas agonías. Recuerdo que el director del diario,
en uno de sus chispazos de entusiasmo que parecían las descar-
gas de Cachao López, convocó a varios escritores para que en un
número especial del diario se publicaran cuentos. La mayoría de
los escribidores renunciaron a esa iniciativa porque en esos mo-
mentos los pillaron en el dique seco. Ambulaban en esos periodos
temporales de esterilidad literaria o de bloqueo, que en ellos era
una cuestión casi perpetua, dignos personajes de Monterroso. En
cada solicitud de colaboración aducían esa coartada, pero si no
los invitabas, se ofendían contigo y corrían los rumores de que
en las convocatorias pesaba el sectarismo o el nepotismo.
Con este tipo de pájaros, serpientes y ranas que asolan estos
bosques hay que convivir. Los pocos que quedan ponían sudor
y bizarría, a pesar de las distancias y la pobreza académica con lo
que te encuentras a diario [hasta los antropólogos se volvían en
redomados urbanitas y se enzarzan en impúdicas cabriolas con
la clase burguesa local jugando al tenis]. Hay una buena genera-
ción de poetas de los ochenta que luchan contra esa molicie de
la mediocridad y envidias enfermizas. Han dado la cara contra
el machismo de muchos escritores y viajeros que confunden la
literatura con la lubricidad. Pelean a diario contra los ociosos
hechiceros del relato que aderezan con atosigantes sofritos de
exotismo en sus recetarios.
Recordemos que esto es un yermo, no crecería ni una hierba
si no fuera por ese esfuerzo supremo por escribir y leer de unos
cuantos, son como las ranas cuando croan contra la estupidez, la
rutina. Hacen que el candil no se apague. Existe una sola librería
227
Antes de salir a la redacción de La Razón en las mañanas o al
mediodía, escuchaba las noticias de la televisión por cable, ¿por
qué esos presentadores de noticias hablan con una voz neutra y
monocorde? Han borrado los localismos que sazonan el idioma,
hablan un castellano agringado e insípido. Es como si mastica-
ras un borrador sin sabor. Mezclan español e inglés de manera
pendular. Es para taparse los oídos. Me gustaba por eso Marylin,
ella narraba las noticias con su voz cantarina y despacio, cuando
pronunciaba la efe como jota o al revés, Fanito, o cuando añadía
al final de la pregunta en una entrevista la coletilla, ¿di? No sonaba
como esas chicas de la televisión global tan falsas y plásticas, como
las que salen en cnn, guapas nada más. Lo que me fastidia es que
quieren homogenizarnos a la puta fuerza, vaya cabrones. Habría
que reivindicar las diferencias de tonos y matices, me fastidiaba
escuchar a los narradores de noticias del canal por cable, parecen
robots programados, seguro que no follan, metía su cuchara
el Masho. Me estaré volviendo paranoico, eso es pensamiento
vertical puro y duro, no lo trago. ¿No te das cuenta de que las
causas políticas son las causas de los dueños de los medios de
comunicación? Se mueven o se inmovilizan sus caprichos. Si
alguien no les gusta o ponían trabas en sus negocios, van a por
él o lo congelaban sin darle la oportunidad de una entrevista,
205
Por la mala baba de un conchasumadre caí en desgracia. Me
jodí la vida. Firmé un documento por consejo del contador, que
era mi compadre y me fui a la mierda. Creo que se enteró de que
me acostaba con su mujer y el puta se vengó como los popes de
la mafia siciliana, en frío. Me jodí. Mierda. No quiero ponerme
intelectual, esas poses son huevadas que las detesto, hermano,
aquí en estas humedades y árboles hemos pichicateado a Ma-
quiavelo, profesor, sí, cuales alquimistas de lo ajeno alteramos su
esencia a base de risas, pendejadas y adobos de populismo para
nuestro propio beneficio. Sacamos la vuelta a Sun Tzu el de El
arte de la guerra, lo leí en una edición popular de la editorial
Bruño. Todos se llevan algo de la marmaja, se salva ese alcalde
de Lima, un rojillo que murió pobre, por cojudo. El resto somos
otorongos y no nos comemos entre tigres. Se dio la licitación
del Programa del Vaso de Leche para el desayuno escolar. No
intervine en nada, eso era tarea de los concejales y funcionarios
encargados. Me cargaron con el muerto. Resulta que un diario de
mierda, periodicucho de tres por cuatro, denunció que la leche
que consumían los niños no era leche, era harina. Mierda, yo
no gestioné ese programa. No me escucharon, se conchabaron
contra mí. Para colmo de males, ocurrió en un colegio de un
asentamiento humano, la leche intoxicó a un montón de niños
231
en uno de los desayunos. Murieron diez niños, uno de ellos
era el sobrino de un concejal de la oposición. Las malavenidas
informaciones periodísticas afirmaban que la leche se mezcló
con un plaguicida para ratas del depósito del colegio donde lo
guardaban. Esa noticia me descoyuntó. Me comí un marrón
gratuitamente, son responsabilidades políticas, me argumentaban
los de la oposición. No jodas, castigaremos caiga quien caiga.
Nada, no me escuchaban. Me horroricé, la muerte de los niños
no la pude olvidar. Me persiguen las pesadillas, tengo corazón,
maestro. Solté a mis perros de presa, los periodistas esbirros a
quienes pagaba para que detuvieran esa infamia que crecía como
una bola de nieve cada día, nada, no pudieron contra esa cam-
paña orquestada. Son las nueve de la mañana y el alcalde sigue
en el cargo, recitaban en los radioperiódicos. Son las tres de la
tarde hora peruana y el alcalde no ha renunciado. Vociferaban.
Cuando te quieren joder, te joden. Tañían hasta las campanas
de esos curas cacheros de la iglesia matriz. Las organizaciones
de base convocaban a las caceroleadas por las noches. Hacían
vigilias en la puerta de la municipalidad. Lavaban la bandera de
la región en una de las esquinas de la Plaza Mayor. Al frente de
donde vivía colgaron las fotografías de los niños muertos. Era
un campaña de acoso y derribo. Los motocarristas promovían
marchas de protestas por la ciudad, con más bulla sonaban sus
cláxones [me juraron vendetta porque los obligué a comprar un
silenciador para mitigar el ruido del tubo de escape y obligué
el uso del casco de seguridad]. Me querían echar y arranchar lo
ganado en las urnas, hijos de mala madre. Me resistía. Era una
injusticia. En el fondo y con más perspectiva, reconozco que no
les gustaba que un don nadie como yo, que no pertenecía a esos
clubes de oñoñoy, ejerciera el mando de la ciudad. No autenti-
caba pedigrí como ellos. Me insultaban que era un cholo creído,
232
lampiño y solterón. Qué cabrones, encendieron el ventilador y
nos embarraron a mí y a tres concejales más. El contador era
compadre con un cura que me recelaba cierta inquina porque
no le quise apoyar financieramente en la semana de la cultura,
una actividad donde venían los amigos y compadres de ese ca-
brón sin ningún beneficio para la ciudad, se cobró la revancha
dulcemente. Me la juró y la pagué. Contra la recomendación de
mis asesores y del sentido común [aquí en estos platanales no se
dimite, conchudamente y sin inmutarte te quedas en el cargo],
renuncié por honor, para defenderme mejor de mis refractarios y
no perjudicar a los intereses de mi ciudad; la gente lloraba en las
oficinas de la municipalidad, se sentían identificados conmigo,
me veían como su padre. Me fui con la frente limpia. La concejala
del Programa de Ollas Comunes, con un grupo de madres de
esos comedores populares de los pueblos jóvenes, con pancartas
y pitos, vinieron a la oficina consistorial para respaldarme. Nada.
Era injusto lo que tramaron tus coleguitas, que no tienen donde
caerse muertos y que chupan la sangre del nuevo alcalde, un se-
rrano de mierda. Estos porteños fungen ser regionalistas, pero se
bajan los pantalones hasta el suelo con los afuerinos. Les seduce.
Son regionalistas de boca, aquí el sentimiento por tu terruño no
existe. Mira, hoy hay más escándalos de los alcaldes serranos y la
gente se calla, ¿qué? ¿Quién se acuerda de un mediocre diputado
de Toledo que no volvió al puerto después de jurar el cargo?
Llegó a ser ministro. Ya. Hizo su plata y se marchó saqueando
la selva como señala una ley no escrita en estos bosques, ¿son el
cuarto poder? No jodas, no son poder de nada. Ustedes son los
hombres de paja del poder, no me vengan con esas vainas. No
jodas, aquí no hay ética, hasta una furcia recela más ética que
ustedes. Me refirió una vez un colega tuyo que investigaba el caso
de una coima de tres mil soles de un teniente de la intendencia
233
del Ejército peruano, se fue donde el director del diario donde
trabajaba y este le quitó hierro al asunto y agregó que eso no
era coima, a lo más es una falta sin importancia, además que es
una denuncia que no produce escándalo, son como los pecados
veniales que se perdonan. Está podrido todo esto, chiquillo. Sí,
lo tienen atado, los editores de los diarios y sus mujeres viajan y
comen de la mano de los responsables de los malos manejos en
este puerto. Te das cuenta, que por más que Fujimori haya robado
dinero público a la gente no le interesa, es más, lo justificaba, «el
japonesito robaba, en compensación, hacía escuelas y carreteras
asfaltadas». Me guardaron en Guayabamba durante un tiempo,
el Negro Long Zoy me ha sacado de la cana, de Canadá Dry [el
abogado de los pobres y de los funcionarios públicos probos,
anunciaba en el radioperiódico vespertino], me subrayó con
malicia, profesor, hay que hacerse el muertito y no te metas en
líos. Puta, no mates ni una mosca. Mientras yo lo arreglo con los
de arriba, déjame. Irás a la frontera, tómalo como un consejo.
Soy asesor del director de Educación, no te preocupes, te damos
un puesto de profesor en un lugar perdido de la selva. Que pase
un tiempo, luego vienes y lo solucionamos. Los radioperiódicos
hablan de ti y de tu familia por estos días, braman que eres un
embaucador, un corrupto, un hijo de la guayaba. Tú bien sabes
que en pueblos como estos, de memoria atolondrada, lo que ha
ocurrido y los insultos se olvidan, no jodas, hasta hoy recuerdan
a ese alcalde que salía de putas y se cagaba en las fiestas. Huevón,
eso no es un demérito, por el contrario, es un orgullo regional,
ja, ja, ja. Por algo se acordarán de ti.
234
Epílogo
247
Apéndice
********
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249
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250
EL BÚHO DE QUEEN GARDENS STREET
Es posible que escribir signifique rellenar
los espacios blancos de la existencia.
Claudio Magris
272
6 de enero
Temperatura: 8°C
Clima: Frío, pero soportable
274
7 de enero
Temperatura: 4°C
Clima: Lluvia fina y persistente
**
Cuando salimos a Venecia, días antes del viaje las noticias repor-
taban del acqua alta, «acqua alta, ma quanto alta?», se pregun-
taba uno de los afiches en una de las esquinas de la laguna. Pero
cuando arribamos, pudimos patear a nuestro aire. Llegamos sin
problemas hasta la Plaza de San Marcos y nos dio tiempo para
hurgar por la judería, quedé encantado del color de las casas de
este barrio.
Para este año, el objetivo era Londres. Previamente, una
tormenta del ártico dejó paralizados aeropuertos y autopistas
unos días antes. Sin embargo, el día del viaje, el mal tiempo se
desvaneció por arte de magia como cuando la abuela fumaba ta-
baco ante la amenaza de una tormenta. Qué suerte. Disfrutamos
Venecia sin el agua alta y Londres con poca lluvia ni nieve.
278
1
Nocturno en Londres
288
8 de enero
Temperatura: 4°C
Clima: Frío, sensación térmica es mayor
289
2
Nocturno en Londres
***
295
9 de enero
Temperatura: 4°C
Clima: Sigue estando muy frío
10 de enero
Temperatura: 4°C
Clima: Frío, muy frío
298
11 de enero
Temperatura: ‒1°C
Clima: Clima frío, pero agradable
299
3
Nocturno en Londres
306
12 de enero
Temperatura: 3°C
Clima: Lluvia y frío
13 de enero
Temperatura: 3°C
Clima: Lluvia
20 de enero
Temperatura: 8°C
Clima: Frío agradable
Temperatura 10°C
Clima: Frío y sin lluvia
309
El leviatán de la tierra arrasada
314
El sol rasgado
316
El ingenio selecto del bosque
320
Playa de Pinedo
322
Nauta
324
La jugadora de baloncesto
327
Arrigorriaga
***
331
8 de febrero
Temperatura: 10°C
Clima: Frío, lluvia y un poco de sol
Casi una semana sin escribir. Una semana metido en cosas mun-
danas que me olvidé el diario. Me increpo la falta de disciplina.
Me he perdido leyendo escritos de un curso de aggiornamento
laboral que doy. Me ganaba la culpa porque no le estaba dedi-
cando tiempo a la escritura. Pero ando en el ajo, si no escribo,
leo. Sigo con Magris y su viaje por el Danubio. Es un bello libro,
me recuerda uno de Sergio Pitol que caminaba entre el ensayo
y la creación literaria. Esos libros mestizos me seducen. Es un
arte y fusión de aguas.
11 de febrero
Temperatura: 6°C
Clima: Muy frío, casi me congelo
13 de febrero
Temperatura: 4°C
Clima: Frío, aire muy frío que abre grietas en la cara
22 de febrero
***
338
2. La pesadilla del perezoso
Abrí los ojos y de golpe el río Charles rebosaba en mi retina.
Es apacible y sereno, no como los caudalosos de la floresta que
arrasan pueblos y se llevaban a las personas al fondo de las aguas,
donde conviven con pecios, ciudades y hamacas, como contaba
mi abuela en Semana Santa. Desde los cristales de la habitación
se veía a lo lejos las siluetas de los botes de remo y a los pira-
güistas remando ordenadamente y con buen ritmo desde muy
temprano cada mañana. Estaba en Cambridge, Boston, para un
curso de verano.
En la puerta del Amazonas, así le denominaban en uno de
los folletos de la oficina de turismo con cierto tufillo hortera a
Isla Grande, ejercía como abogado en juicios de alimentos, em-
bargos, casos penales como la defensa por difamación e injurias
de parientes, amigos y putas, homicidios culposos en los casos
de accidentes de tráfico a personas de pocos recursos, entre otros
de poca monta. Oye, pareces una beneficencia pública, public
welfware, me aguijoneaba Maite.
Esos pleitos eran un torrente de emociones trituradas, pero
paraban las habichuelas. Me prometí que no llevaría juicios de
narcotráfico que eran el pan del día y de los cuales se disputa-
ban a codazos como las aves de carroña ante un poso de basura.
Sentías cuchillos, patadas y en sus ojos brillaban los dólares que
341
cobrarían, «les ampara el derecho a la defensa», argüían los más
apegados a la ley con cara de hipócritas. Esos picapleitos en
sus grandes residencias ofrecían saraos a todo tren. No era para
envidiar, porque eran bacanales en mansiones de nuevos ricos
donde se ausentaba el buen gusto, un cuadro de un internacional
y reputado pintor peruano colgaba arriba del váter. Recuerdo que
asistí legalmente a un consumidor de cocaína, un muchacho sin
oficio ni beneficio. Sus ojos delataban el miedo de pasar por los
calabozos de la Policía en Belén que se granjeó mala fama por
los malos tratos. Eran una pocilga. Le caían cachetadas para que
hablara, me contó después de salir de la comisaría, pero eran dos
ketes y arman un chongo por las huevas, chocherita, con una
sonrisa cachosa.
Entonces eres un pobre..., un pobre cojudo, me sentenció
el decano del Colegio de Abogados, el ilustre doctor Carlos
Long Zoy, en una animada tertulia de graduación de abogados
en un local de la Plaza Mayor ante mi negativa por llevar uno
de esos casos. Estaba como una cuba que cuando hablaba su
boca se torcía, presumía de su amistad con los magistrados de
la Audiencia, dejaba caer con una sonrisa siniestra, sus ojos
bizcos por la cogorza, que los cogía de los cojones, en buen
romance. No me importaba ser pobre, le contesté para salirme
de paso de sus monsergas patrimonialistas que me importaban
un pepino.
Simultaneaba el litigio con unas horas de enseñanza en la
universidad local, una facultad que contaba con una menesterosa
biblioteca y alumnos con pocas ganas de estudiar e investigar,
profe, nos vemos en el Noa esta noche, me invitó una de las
chicas con dejo provocador y traviesa sonrisa, hoy está La Ti-
gresa del Oriente. Puta, no hay apremio por investigar, solo de
echarse un buen polvo con las hembritas más ricas. Sonreí para
342
no llorar, mis peroratas matutinas sobre Spinoza y la libertad
individual les sonaba a chino. Era un profesor ambulante, ab-
solvía consultas de los alumnos en el patio de la universidad o
en mi propio despacho, y tantas, en el bar cerca de la facultad.
Con unas cervecitas se arregla, profe.
Eran esas universidades que son flor de un día y sin planifi-
cación previa, eso viene después, me chantó uno de los promo-
tores ante la insinuación de comprar libros para la biblioteca.
La educación da guita, billete, profesor, me reiteró convencido
el inversionista serio, detrás de sus anteojos cuadriculados. La
legalidad de la casa de estudios estaba en constante cuestiona-
miento en los juzgados. Denuncias, acciones de amparo, recursos
en Lima ante la Asamblea Nacional de Rectores. Era una guerra
legal de nunca acabar.
Rechacé trabajar en un banco como ejecutor de embargos y
no me arrepentía por nada de mi decisión. La primera vez que
embargué no pegué ojo. En las pesadillas se cruzaban los rostros
desesperados de la mujer y sus hijos, que clamaban desgarrado-
ramente que no les quitaran sus pocos cacharros que celaban.
Recibí las maldiciones del marido. Fue un mal trago, al menos
para mí. Juré no dedicarme más a este oficio de ejecutor de deu-
das y letras de cambios, por eso rechace la propuesta del finado
Banco Amazónico, hoy está comprado por el bbva, que la gente
al pronunciar sus siglas se confunde, es una dislexia colectiva e
insular, al pronunciar la uve, los isleños preferían pronunciar la
hue a la uve.
Me acongojaban esos mandatos judiciales de embargo que
sonaban como una orden de apretar el gatillo de un sicario. Me
mortificaba. Después de esta fallida experiencia de ejecutor de
bienes y garantías que me dejó muy medroso, un amigo me reco-
mendó, luego de una puta bomba en el Agricobanc, cuñao, pasar
343
por una purga con ayahuasca, donde un buen curandero que
vivía por el puerto de Masusa, entonces recuperé la chispa.
Antes de mi periplo renuncié a continuar trabajando en Lima
por propia voluntad, me alenté para ir a la floresta, la cabra siem-
pre tira al monte, ¿no?, me masculló uno de mis jefes al saber mi
decisión. Mis patas me machacaban que era una mala elección,
allí vas a agonizar y luego morir. Que truncarás tus sueños. Que,
huevas, ¿acaso no sabes que es un lugar perdido del Perú para
tirarse un buen polvo? Es joderte la vida tontamente, flagelarte
la existencia, qué chibolo para porfiado.
Isla Grande fue una ciudad boom en el periodo cauchero, está
geográficamente justo en el cruce de los ríos Marañón y Ucayali.
La señalan como la ciudad de la burocracia y que chupa las ri-
quezas de las demás ínsulas. Ha tenido pocos picos de bonanza y
muchos de depresión económica, aunque los historiadores locales
sostienen lo contrario. Es conocida la alergia de los insulares a
la investigación, son patochadas. Era un molino real con el que
luchaba, era muy consciente.
A pesar de esas advertencias y mi terquedad, soy muy cabe-
zotas como mi padre, puse mis cosas en la mochila y partí a la
tierra de los platanales en pleno invierno limeño, recuerdo que
caía un chirimiri fastidioso que mojaba lo que encontraba a su
paso.
Estaba muy animado de la decisión, a pesar de que iba a
contracorriente de mis amigos, colegas y compañeros de trabajo.
Esbocé una pequeña agenda de intenciones: quería impulsar in-
vestigaciones en los archivos sobre indígenas litigantes, promover
pleitos medioambientales, como los casos de contaminación
de aguas en los ríos de la selva o desentumecer entuertos de las
concesiones forestales de parte de empresas furtivas y dedicarme,
si se podía, a escribir.
344
Era una pasión escondida la escritura, que a los insulares
les hace poca gracia, creen que es un quehacer de afeminados y
borrachines. Pedazo de rosquete. A petición de un compañero
de universidad bosquejé tímidamente unos poemas para una
revista que nunca se editó, me parecían malos de morir, pero él
opinaba que se podían publicar, eso me dio alas y colchón para
pensar en la escritura.
Con esos empeños bajo el brazo aterricé en el desangelado
aeropuerto de Francisco Secada Vigneta, un típico aeropuerto
tropical, a mí me recordaba a un inconfundible aeropuerto ba-
nanero centroamericano.
La humedad y la lluvia dejaban huellas en las paredes y el
techo. El moho verde crecía, pero a nadie incomodaba. Me
esperaban mis padres y mis sobrinos.
En Lima chambeaba como asesor legal en los arenales de
Villa El Salvador. Al sur de Lima. Para ser precisos, en el parque
industrial de esta comunidad autogestionaria. Fue una de las
primeras ciudades satélites de los que los sociólogos llamaban
«desborde popular» o «el otro sendero», dependía de la cantera
ideológica en la que ponías los pies.
En una ciudad tan centralista y centralizada como Lima,
estaba muy claro que estas invasiones podían suceder, eran los sin
tierra de los setenta. Luego vino Sendero Luminoso. Después el
shock de Fujimori y sus escándalos de corrupción. Vaya suerte de
mierda. Mi chamba era dar consejos legales a la junta directiva,
fungía como secretario del directorio, sí, sonaba muy pomposo.
Te consultaban desde el lote adjudicado a un pequeño empre-
sario hasta aspectos de macroeconomía. Además, supervisaba
la adjudicación de los contratos de concesión a los empresarios
que se instalaban en las inmediaciones del parque. Si cumplían
los plazos o el abandono de la concesión.
345
Cada pequeño empresario era una historia. Una mezcla de
lógica capitalista y de lógica comunitaria tradicional. Joder, me
arrepiento de no apelar a las historias de vida que me hubieran
dado más juego y entender en ese mosaico de intereses en el que
me movía. Al lado del parque industrial pasaba los raíles del tren
eléctrico que no se concluyó al descubrirse un sonado caso de
corrupción del primer gobierno aprista, pero las vías de tren allí
continuaban desoladas como las segundas plantas de las casas
sin construir en el arenal.
Entre las personas del directorio sobresalía una líder política
que sería asesinada por Sendero Luminoso, María Elena Moyano,
esa muerte me impactó, fue descuartizada y despedazada para
infundir miedo en la comunidad. El asesinato sucedió a unas
semanas de renunciar a la asesoría legal. Sabíamos que periódi-
camente ese grupo terrorista repartía cuartillas por el mercado
de abastos, pero jamás pensábamos que los patibularios estarían
en nuestras narices. Esa muerte fue el Waterloo de este grupo
homicida, perdieron apoyos populares, además que asesinaban
a campesinos inocentes en los Andes.
Los funerales de esa líder se convirtieron en una marcha de
repudio contra esos fanáticos asesinos. Por esos giros crueles de
la vida, la hermana de esta líder de izquierdas era una diputada
en el bando de Fujimori, era un ángel guardián e incondicional
del ingeniero-presidente cleptómano.
Por esos días en los arenales aplicaron, con mano dura, un se-
vero «ajuste de precios», que hizo que los costes de los alimentos se
dispararan por los aires. Fue un jab en plena cara o en los bolsillos
de las familias. Aumentaron los comedores populares. Las ollas
comunes. Sin embargo, los despachos de abogados como los de
Maite se frotaban las manos en consultorías sobre desregulación
de mercados, liberalización, asesorías en los comités de privatiza-
346
ción, lo decían con cierta chulería porque sonaba cool, manyas.
Días después del anuncio del shock, muletilla muy de moda
por esos tiempos, a unos metros de mi despacho en el Parque
Industrial se destruyó un bosque de algarrobo que costó tiempo
en levantarlo. No se sabía si era impotencia, rabia, frustración o
del interés por el dinero. Nos quedamos sin decir palabra.
Tras las balas y granadas de Sendero Luminoso pensé volver
a la floresta, lo decidí convencido, quería meterme en lo que más
me gustaba. Es que una chamba exclusivamente de escritorio
me ganaba la pereza, necesitaba aires y cuotas de realidad como
un aspirante a escritor realista. Estar sentado en un despacho,
farfullaba, no venía conmigo.
Con los ahorrillos alquilé una pequeña habitación. Mis
padres me pidieron que volviera a la casa paterna, tu habitación
estaba tal cual la dejaste, me decía mi madre, no se ha movido
nada. Estaban pósters del Alianza Lima que honraba la memoria
de los fallecidos en el accidente de Ventanilla y la imagen de Hugo
Orlando Gatti con la camiseta xeniense, la vincha en la frente y
en pleno vuelo para cazar la pelota. En una percha colgaba mi
camisa blanca del colegio, pintarrajeada con las firmas de los
compañeros del colegio, promoción 79. En un rincón con las
hojas mohosas mis dietarios de esos años, mi letra era ilegible.
La pelota de baloncesto en un rincón junto a la de fútbol y un
banderín de los Celtics de Boston.
Desestimé la oferta de mis padres. Más bien, recogí de la
casa un pequeño refrigerador, un equipo de música, una cocina
eléctrica de dos hornillas, una cama de dos plazas, un colchón
y paramos de contar. La ropa la llevaría a esas lavanderías que
abundan por la ciudad, es un negocio en expansión. Mi padre me
ayudó en la mudanza en su viejo jeep, que traqueteaba y botaba
más humo que la chimenea de cualquier panadería a leña.
347
En Lima vivía con Maite en un departamento de Miraflores,
nos conocimos en el campus de Pando, de la Pontificia Univer-
sidad Católica, la puc, ¿Católica Letras o Católica Ciencias? Esa
universidad de oñoñoys, me zarandeó socarronamente Alfonso,
mi viejo amigo de la universidad, con sorna, en un curso de
actualización en leyes sobre medioambiente. Mi preocupación
era cómo enlazar la defensa legal de la floresta, porque en ese
rincón de Perú el saqueo continúa. Lo más desafortunado de esta
esquilma fue en el caucho y la sangría continuaba sin límite.
Ella trabajaba para un bufete de abogados cuyos clientes eran,
preferentemente, empresas mineras y petroleras en diferentes
regiones del país, esas que en los estudios de impacto ambiental
y las demás medidas de mitigación se pasaban por los huevos y
acudían a ese despacho, para que con una pértiga saltaran la ley.
Sí, por San Antonio. Para mí era un estudio de los quiero y no
puedo, empezando por el jefe, que era socio del Club Regatas y
se afanaba en mandar a sus hijos a los Estados Unidos, aunque
se quedara con el culo al aire.
Maite pleiteaba preparando remedios legales a esas empresas
para sus defectuosas prospecciones mineras o petroleras. Ella se
forjó en las prácticas judiciales en una secretaría de juzgado del
damero de Pizarro. No le temblaba la mano para la ejecución
de deudas, eres un pazguato, me punzaba, pareces al perezoso,
dubitativo para los pasos que debes dar. Ella entró de becaria en
ese despacho y dentro de un par de años sería socia del bufete. Es
fácil, puro procedimiento, se regodeaba en sus irónicas apostillas.
Si te pones melancólico y te gana el corazón, entonces no embargas
nada. Lo jodes, oye. Esa pizca de sensiblería no está para el derecho
procesal, me espetaba con segundas intenciones, me reía.
Mis amigos no entendían nuestra alianza carnal, servinakuy,
en medio de la disparidad de intereses tan contrapuestos. En
348
verdad, era una tarea hercúlea y emocionalmente desgastante para
ambos. La convivencia escandalizó a los padres de ella, viven en
pecado. A mis padres tampoco les hacía puta gracia, pero asumían
la decisión de su hijo tarambana a regañadientes.
Ella tramitaba su divorcio que demoraba como dos años
entre pitos y flautas [las huelgas judiciales alargaban los plazos],
pendía de la sentencia y libre otra vez. Se casó con un pata de su
misma promoción de la puc, eran novios desde que estudiaban
Letras, era la pareja ideal. Era una de las hembras más deseadas
en la universidad, le decían El Cuerpo. Despampanante, con unas
curvas de lujuria. En una borrachera de los famosos encierros
de la facultad perdieron la virginidad. Le incordiaba, estábamos
borrachos, se lamentaba.
A los dos meses de casados él sacó los pies del plato con la
secretaria del despacho de abogados de un profesor de la univer-
sidad, un viejo canoso con cara de crápula e hijoputa que salía
comentando en la televisión sobre cualquier cosa. Le gustaba
figurar, lo mismo defendía a una transnacional que la constitu-
cionalidad de un derecho fundamental. Era el abogado de moda
del oligárquico y racista jet set limeño.
La boda fue por todo lo alto, salió reseñada en la sección
«Ellos & Ellas» de la revista Caretas, lo que pasaba es que el Des-
pacho le llevaba los pleitos a un periodista de la revista. Maite
era alta y guapa, pelo ensortijado y castaño teñido, lo que más
sobresalía era su nariz y sus ojos azules como los de su madre,
que se enorgullecía voz en cuello que su padre era francés, cepa
sin comprobación. Luego supe que su padre era un hijo bastardo
con una rijosa mulata que trabajaba en la casa, de ahí los pelos
hirsutos, me decía, y de francés solo el nombre. Maite Martin,
de caderas anchas y el culo gordo que delataba sus ancestros, «era
la andina y dulce Rita, de junco y capulí». Los lugares de origen
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era un punto para el rifirrafe, a mi padre, forofo amazónico, le
caía como un tiro que Maite fuera serrana, de Huaraz, a pesar de
estudiar en el Liceo Francés de Lima y hablar tres idiomas. En
sus ratos de tregua y en la intimidad me cantaba dulces canciones
en quechua, poseía una voz muy cultivada.
Maite no compartía mi decisión de regresar a la selva y, por
eso y otros desacuerdos que atragantaban la convivencia, rompi-
mos. Me fastidiaba con pizcas de hostilidad que no iría ni a balas
al territorio hostil de los chunchos de taparrabos y mosquitos. Me
reí por la patada en la canilla que me propinaba, que en el fondo
era un camuflado ropaje de fastidio para contradecir mi decisión.
En esa tierra de bárbaros, un fin de semana que visitamos a mis
padres, ella me confesó que gozó del primer gran orgasmo de su
vida. Gemía. Gimoteaba ardorosamente. Dentellaba mi cuerpo
con aprehensión, en un albergue en medio de la Reserva Pacaya
Samiria, en pleno corazón de la selva.
Ella contaba con otros planes. Quería salir del Perú a como
diera lugar, conmigo o sin mí. Los terrucos van a arrasar, rezon-
gaba, van a hacer limpieza étnica si lograban demoler a ese pobre
Estado que se sostiene con mocos. Discrepaba de esa idea, creía en
la capacidad de resiliencia de los hombres y mujeres de este país
le contestaba, son huevadas de intelectualoides, me replicaba. Los
únicos que pasan por esa resiliencia y reciclaje son los políticos en
este país, mira, oye, esos carcas están de vuelta. Las discusiones
se caldeaban los últimos meses y subían de decibelios.
Los baches de la convivencia se agudizaban más cuando
insistía en casarse y mi interés era intrascendente, eso le moles-
taba. No creía en los bodorrios ni de firmar ante un concejal,
son huevadas, le contestaba. Oye, encima me has salido medio
hippy, pucha, oye, respingaba. Me llevaba por departamentos
amoblados y sin amoblar en San Isidro, por El Olivar o por
350
Miraflores, cerca del mar, yo pasaba de largo de esas visitas, me
era indiferente. En verdad, me aburrían.
El matrimonio no corría conmigo, para qué matar lo que
vivíamos, le replicaba, ella se enfadaba. Menos de hablar de
hijos. La paternidad no era el momento de afrontarla, luego de
las brutalidades que hacen los padres con sus hijos, nunca hay
tiempo para los mocosos, están con la chica del servicio, como
lo vimos en la playa de un hotel de Paracas o los empaquetan a
los abuelos y marchaban tan panchos.
La relación se quiñó. Fue el cansancio mutuo, amén de sus
idas al psicoterapeuta cada semana que la volvía más crítica
consigo misma, conmigo, tanto que no me dejaba respirar, con
sus padres, con el bufete. Me reprochaba, exageradamente, mi
pachorra, eres un hueberto, me regañaba, y yo me obstinaba más
en ralentizarlos. Es cierto que me trabo por asuntos domésticos,
como tramitar los certificados de estudios o el pasaporte para la
visa, recuerdo mi pasaporte de color verde militar, fue uno de
los primeros que tuve.
Pucha, oye, esto no camina, estamos anclados, me señaló
con resignación a la espera que le contestara, pero callé. Espe-
raba la respuesta de una beca y, si no sale por ahí, me voy por
otros medios, me remató. Estaba decidida, manyas, si es posible
apelaré a la nacionalidad de mis ancestros italianos de parte de
su padre o a los franceses de tu madre, le rezongaba con cachita,
ella era indiferente a mi puya. Mientras que en Maite afloraba
su espíritu inmigrante, de mi parte huía a la selva.
No dejes de escribirme, me balbuceó con lágrimas y después
del último beso seco en sus mejillas. Antes de subir al taxi [era
un Tico amarillo y sentado en el asiento mis piernas llegaban
a mi cara] de una madrugada pasada por agua, me condujo al
aeropuerto con rumbo a la isla.
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Un compadre de mi padre me consiguió un departamento
en pleno Centro Histórico. Es chiquitito, me ortigaba mi madre.
Parece un cuchitril. Obviaba las punzantes ironías maternas. Con
Maite nos repartimos de facto los libros, los cuadros y los pocos
enseres que compramos. Me los donó, pronto me iré yo, lanzó el
chascarrillo. Esos eran parte de mis bártulos que traía, los llevé por
barco que me costaba más barato, de Lima a Pucallpa en camión
y luego en barco. Un amigo de infancia que estudió Derecho en
Trujillo se ofreció compartir la oficina y los gastos.
Él sería del turno de las mañanas y yo por las tardes. Quería
centrarme en organizaciones interesadas en temas sobre desarrollo
y pueblos indígenas. No encontré ninguna, no jodas, los abogados
también están en estos temas, me fustigó uno de los responsables.
Perseveraba en esa búsqueda sin descuidar la defensa de los pleitos
tradicionales que me cubrían para pagar los gastos de la oficina y
parar la olla. Atendía gratuitamente a comuneros que denuncia-
ban la superposición de concesiones forestales con empresas de
la madera, quejas ante las oficinas de pesquería, porque sus lagos
estaban siendo envenenados por pescadores inescrupulosos que
vivían y negociaban en el puerto fantasma, problemas de linderos
de terrenos con invasores venidos de los Andes y ante la pasividad
del gobierno que alardeaba que esa región es promisoria para la
agricultura. Esos barbudos nos están quitando nuestra tierrita,
me indicaba en tono afligido un teniente gobernador uitoto, de
una comunidad muy cerca de Pevas. Pero con esos cachuelos no
alcanzaba ni para sal, como decía mi padre. Estaba jodido, reco-
nozco que compaginaba malamente la chamba, más cuando el
colchón de los ahorros se esfumaba. Me preocupaba ese agujero,
esperaba que fuera temporal.
Telefoneaba a Maite cada que podía, la notaba mejor, con
la distancia se dio cuenta de que lo nuestro era una quimera.
352
Su amargor por la ruptura se diluía, estaba entusiasmada con la
salida del Perú.
A ratos le caía la morriña y me pedía volver, volvería a ser
como antes. Era un imposible, las segundas partes nunca son
buenas. Y era prolongar el ocaso inútilmente. La beca no se la
concedieron, pero pendía de otra puerta abierta, de una amiga
de una universidad en Miami. Le dio el dato de un programa
de intercambio, ya que portaba todas las papeletas para irse. Su
currículum era impecable con diferencia sobre los otros candi-
datos, le dijeron. Estaba contenta, ya soñaba con el billete. Al
bufete ya no lo aguantaba más y a Lima menos, y en esas esperas,
por fin, le salió el divorcio.
Con Maite nos hallábamos en mundos diferentes y distan-
ciados a escalas cósmicas, lo entendí mejor cuando visitaba a
caseríos para aconsejarles sobre el procedimiento de linderos de
su comunidad, ella cobraba como cien dólares la hora de una
consulta, oye, eres un cojudo, cobra algo a esos cholos brutos,
me rezongó una vez.
Éramos como el agua al aceite, diferentes. Una vez, en un
caserío de pleno río Marañón, mientras me reunía con campe-
sinos para escuchar la denuncia por invasión de sus tierras de
una empresa de turismo, ella, ante mi asombro, al igual que los
patas de la reunión, tomaba el sol con bronceador y en ropa de
baño en la proa de la lancha. Fue el prologuillo de la separación.
Sí, sí, lo más acertado fue romper.
Se preparó a conciencia para el toefl con un profesor par-
ticular, lo aprobó y al toque salió lo del intercambio. No cabía
en sí, me volvió a insistir que la acompañara. Me carcomió la
duda por un momento, pero mi decisión era irrevocable. Eso no
caminaba. Desde esa llamada no supe más de ella, desapareció
de mis cartas de navegación.
353
Pasé por los puñeteros trámites para la visa, parecía una
prueba de ordalía. Mierda. Pensaba que con el curso pagado y
todos los demás en regla era coser y cantar. Nada que ver. En un
primer intento me rechazaron porque faltaba acreditar suficien-
te solvencia económica. La funcionaria de la embajada en este
extremo fue lacónica, ¿se habría levantado con el pie izquierdo?
Era una mujer negra, guapísima, de treinta años y con anteojos
de Superman. Me hizo tres preguntas y me sentenció, denegán-
dome. Puta, qué jodido. Me dolió el palo. En la cola miraba a
la gente con los rostros tensos, preocupados. Se sentía como si
fuéramos al cadalso. Vaya mierda de nacer accidentalmente en un
país como Perú, estas barreras burocráticas liquidan mi idealismo
de ciudadano del mundo, no me jodan, así no se puede ir ni a
la esquina. Hasta para entrar a Chile te piden visa, qué jodido,
me lamentaba mientras miraba mi pasaporte de color Burdeos
que decía Comunidad Andina, puta, comunidad que para nada
mierda sirve, me desahogué.
El calor era para correr de Boston, mi camiseta húmeda de
tanto sudor y sin hacer nada. Me dieron una habitación en la sexta
planta del Leverett Tower. Fui a recoger mi carnet y a cumplimen-
tar papeles. Salí de la oficina y me perdí en el intento de llegar
al Leverett House para comer. Pregunté a un policía. ¿Leverett
Tower?, me repreguntó. Sí, le respondí. Sube, me ordenó. Me aupé
al carro en la parte trasera, me sentía como esos delincuentes de
las películas. Me llevó hasta la misma puerta del edificio.
Desde la ventana se veía el Weeks Memorial Bridge y el río
Charles. Dormía en una cama austera. En Washington compré
un par de sábanas, fue una de mis primeras escalas antes de Bos-
ton. Allí me paseé por el Museo de Arte y otros museos como
el aeronáutico. En el marjal iletrado una vez al año llegaba una
desabrida exposición de pintura.
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Contaba con una mesa para escribir, todavía encontré tarjetas
de presentación del anterior inquilino, era un pata que estudiaba
Derecho, en esa mítica facultad [recuerdo que cuando cursaba
en la gris y mediocre universidad limeña, pasaban una serie por
la tele sobre esta facultad. Las mochilas y los lentes redondos
del protagonista abundaron como plagas en el campus de la
universidad donde la originalidad era contumaz]. Al buzón de
correo le llegaba su correspondencia bancaria, eran las cuentas
de las tarjetas de crédito.
Era un curso de verano que financié con un préstamo banca-
rio que avaló mi padre y la parte que faltaba la pagó él. Necesitas
nuevos aires, me espoleó al verme con cara de circunstancias y
esmirriado de la decepción con Maite, quedé hecho un miñam-
bre [aunque ellos en el fondo saltaban de un pie, porque veían
mucha incompatibilidad] y de paso observaba que mi idealismo
reivindicativo de la floresta decaía ante la falta de clientes.
No contaba con aire acondicionado, si lo quería lo compraba
o alquilaba, así estipulaba el contrato que firmé con la universi-
dad. A igual que el teléfono, te ponían la línea, pero no el aparato.
Mi presupuesto era de mínimos y no alcanzaba para tanto. Me
comunicaba con mis padres con llamadas a cobro revertido desde
el teléfono de Sulamita Gottlieb, una gran amiga colombiana
[un amigo de Maite me pasó la voz que ella vivía por Arkansas,
pero no intenté buscarla].
En las tardes el sol reventaba las paredes del cuarto, se ponía
como una olla a presión. El calor intolerable abría los poros y
transpiraba como un caballo. Como parte de las obligaciones del
alquiler cada uno debía hacer limpieza, te indicaban los utensilios
para esos quehaceres. Unos amigos argentinos se quejaban, che,
esto es una mierda, gringos sucios. A mí me parecían que eran
unos chicos muy ñoños, me apostilló Jane, la profesora.
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El primer día en Cambridge me puse a caminar guiado por un
plano que me regalaron en la oficina donde me registré. Era un
trasiego de estudiantes y una babel de idiomas. Las chicas negras
y japonesas como Yoshiko eran guapísimas. Sin querer llegué a
la plaza homenaje a Kennedy. No me percaté del cielo. Esa tarde
llovió a mares y terminé empapado, no portaba paraguas, nunca
llevaba, dije que no lo necesitaría, sí, me equivoqué.
Más tarde y en los siguientes días conocí a los roomates. Un
muchacho norteamericano, él era biólogo y aspiraba a médico.
Estaba en Harvard para eso. Era de California y se mostraba muy
orgulloso de sus ancestros pieles rojas y era un fanático del surf,
Con un buen tono de bronceado. Mira, me señaló ladeándose
una mañana antes de entrar a la ducha, ¿acaso no tengo el perfil
piel roja? Sí, sí, le dije, te pareces mucho, le contesté mientras me
afeitaba los pocos pelos que me crecían en la barba, es que eran
poco estéticos. Omití comentarle de mis ancestros amazónicos,
porque los rasgos indios en mi rostro eran más notorios que los
de él. Ojos de pescado, de cabello negro intenso y piel morena. Se
llamaba Marcus, nos encontrábamos muy temprano en el baño
que compartíamos antes que lo ocuparan unas chicas españolas,
muy majas, con quienes parloteaba en el desayuno.
Otra compañera de planta era de Hawái, era muy dicharache-
ra y simpática, nos saludábamos al estilo de su tierra haciendo un
gesto con la mano. Me comía la vergüenza. Se parecía el saludo
de Ronaldinho, un jugador de fútbol del Barcelona, me jodía
en el alma porque yo era madridista y contra mis principios le
respondía con la puñetera reverencia culé. Confieso que me
sentía ridículo con ese puto gesto con la mano, un huevón a la
redonda. La evitaba cuanto podía. Además que por mi timidez,
y declarada falta de personalidad, apenas podía sostener su mi-
rada y sonrisa. Siempre cargaba con gruesos libros en la mano
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y pasaba horas de horas en la biblioteca como los muchachos
japoneses que prácticamente dormían en ella, Cinthya, así se
llamaba mi compañera de planta. Traía los mismos planes que
Marcus, quería ser médico. Con las chicas españolas me topaba
en las comidas en el Union Dinner, sabía que una de ellas era de
Valencia, Cristina, la muchacha rubia de voz gruesa.
En esta mescolanza multicultural conocí a una chica magrebí.
Era muy particular, a pesar de su belleza oriental, parecía una
actriz de Bollywood. Sus amigos la rehuían, apenas la visitaban,
no salía a ninguna parte el fin de semana. Se parapetaba en su
habitación. Se marchaba a clases y volvía a encerrarse bajo llave,
estaba matriculada en un curso más avanzado de inglés que yo.
No salía de noche porque leyó en los tablones de la universidad
que violaban, me contó que eso la ponía en estado de pánico,
el miedo era un inquilino gozoso en su cuerpo. Le atenazaba
hasta el rastro de la hormiga. Desconfiaba de todos. Apenas ha-
blaba, por más que le buscaras conversación, no soltaba prenda.
Coincidimos en la cola para la inscripción y balbuceamos dos
palabras. Conmigo no sé por qué se soltaba un poco más de lo
usual, seguramente porque el nombre del Perú le sonaba a chino
[recuerdo que Alan García inauguró una embajada en Marrue-
cos para poner a sus amigos como embajadores, eso decían en
los corrillos políticos], dónde puta quedaba ese país de mierda,
habrá pensado. Estaba a su bola. Se quejaba de la comida, ella
escogía menú vegetariano, pero, a pesar de que lo merendaba,
se quejaba. Detestaba el olor a carne, de cerdo casi vomitaba.
Una quejica profesional. Esa clase de personas es mejor tenerla
lejos, me traía a la cabeza la frase de mi padre ante personas tan
difíciles como la prima Rosaura o el tío Pablo que no eran fáciles
de contentar. Sin embargo, Laia no dejaba títere con cabeza en
sus sermones.
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Era picajosa, comentaba que la discriminaban en la cola, en
el comedor, en clases, en la lavandería al mínimo comentario
se ofendía. Se ponía a la defensiva y de víctima. Si caminaba de
manera patosa, se creía observaba. Si vestía una blusa ajustada
y se notaban sus senos, se cubría con sus carpetas, y, lo peor,
nadie la miraba, pasaban de ella, preferían ir de voyeur por los
dorados senos de las chicas italianas o alemanas que tomaban
el sol en topless a la orilla del Charles river. Se atrincheraba en
su estéril orgullo. Cuando usaba pañuelo en la cabeza me co-
mentaba que se fijaban en ella, no creo, le decía para quitarle
hierro, pero se enfadaba. Aquí hay sijs, judíos, hindúes y nadie
los mira. Estaba paranoica, en delirio persecutorio. Me contó
que lo primero que hizo al llegar al Leverett fue averiguar si
existía una mezquita cerca. Laia vivía presa de sus miedos y sus
dogmas cojudos.
Se reía de los muchachos judíos que portaban su kipá,
comentaba que lo de la franja de Gaza era genocidio, eso me
charloteaba a la hora de la comida con mi chapurreado inglés.
Viven en una ratonera, es una cárcel que cuenta con la anuen-
cia e hipocresía de propios y extraños. Luego de la soflama, se
enardecía por chorradas, mira, no pronuncian bien mi nombre,
el mío tampoco le replicaba, tranquila, no es para tanto. Una
buena opción es cambiarlo por uno local, me miró con rabia e
hizo como si no me escuchara.
Con los que sí conseguí entablar amistad fue con un mucha-
cho italiano y dos japoneses, me costaba seguir la agonía de Laia
y ese enfrascado provincianismo que lo extraño le molestaba.
Con estos patines jugábamos tenis en las canchas de cemento de
la universidad. Me retaron a un partido en el que terminé muy
mal, apabullado por la destreza en el manejo de la raqueta de
tenis. Poseían un drive muy potente y un revés que para qué les
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cuento. Íbamos a visitar el Museo de Ciencias o correr, cuando
podíamos, por la orilla del río Charles.
Un compañero del mismo curso era mexicano. Era chi-
lango y abogado como yo. De rostro indio como el mío. De
piel morena, canijo y no muy alto. Muy observador de lo que
pasaba por alrededores del campus, me facilitaba información
privilegiada como en qué merendero se comía mejor. Su partido
le pagaba el curso de verano, porque estudiaría en la Escuela de
Gobierno de Harvard. Era taciturno, apenas hablaba. Cuando
lo hacía, eran frases cortas y punzantes. Me comentaba que le
interesaban los últimos fallos judiciales del Tribunal Supremo
de Estados Unidos, se sabía al dedillo la doctrina y la última
jurisprudencia de este tribunal. Hacía gala de su sapiencia, salvo
cuando le pregunté sobre las muertes de mujeres en Ciudad
Juárez. ¿Qué?, me contestó algo desconcertado. Es una ciudad
fronteriza al norte del México, le repliqué mordazmente. Des-
apariciones, asesinatos de mujeres, crueldades sexuales, torturas.
Eran más de trescientas mujeres muertas. Cuerpos degollados
y tirados en la cuneta. Nadie investiga, las autoridades mira-
ban para otro lado. No sabía mucho del tema o simplemente
lo eludía. Profesor, hay películas sobre eso. Nada de nada. Él
ensimismado en la misma ceguera moral y de olvido al igual
que sus propias autoridades. De los mexicanos que conocí nadie
quería hablarme del tema.
Bajo las ramas de los árboles centenarios de Harvard Yard,
me espoleaba las palabras con las que Maite me pellizcaba, con
sonrisa de tunante, pareces a un perezoso, no sabía por qué, si
por lo lento que era para tomar decisiones o porque en las largas
sesiones amatorias me dormiía como los mismos perezosos del
follaje tropical. Reía sigilosamente. Con esa lentitud que tanto
me espoleaba estaba en Nueva Inglaterra. No volví a saber más
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de ella, era un alivio para ambos. Porque cuando se le metía en
la cabeza cosas, se volvía muy pesada, casi ahogaba. No quería
reconocerlo en un primer momento, pero [nos] asfixiaba [mos].
Quería alejarme de los momentos que pasé con ella, eran esquir-
las que me aguijoneaban mi cuerpo, seguro que poco a poco se
me irán quitando. Quería desinflamar esas pupas. Eso era uno
de mis propósitos en este verano.
Estaba escaldado. Me aburría la rutina. De las pachangas
insalubres, los partiditos de futbol del fin de semana con los
patas y sexo salvaje cada noche. De la ética bufa del putero
Decano Long Zoy. Amén de los insufribles chistes fáciles sobre
maricones y discapacitados que no los toleraba. Por eso viajaba
a Lima cada fin de mes. No quería caer en la monotonía, en lo
fácil. Necesitaba aire fresco. No crean, Lima tampoco me entu-
siasmaba, era un pueblo grande y lleno de argollas sociales. Me
jodía. Mi cuerpo me pedía irme.
Por otro lado, las cosas de la oficina no pintaban nada bien.
No funcionaba como inicialmente nos planteamos con mi colega
Alberto. Berto, como lo llamábamos, convirtió al despacho en
un bulín. Las clientas pagaban pato. Narraba golosamente como
un sibarita sus ménages à trois. Se disculpaba, pero me jorobaba.
Te topabas con bragas de colores donde menos esperabas, entre
los libros de la biblioteca o el sobre de condones en la balanza
de la justicia, levemente inclinada, que él compró para la oficina.
Cuñao, me la ponen en bandeja y no puedo contener la arrechura,
me era difícil decir no, huevón, sería un cojudo si rechazaba esas
coconitas y reía a carcajadas.
A los pocos días me enteré por los anuncios en las pizarras y
tablones de la universidad de la formación de grupos por lenguas
afines y por opciones sexuales. Para un amazónico como yo, me
parecía una distribución muy peculiar. Más cuando la universidad
360
peruana atravesaba una profunda crisis en todos los sentidos. Un
amigo antes de salir para Cambridge me aconsejó entre risas y
con vasos de cerveza encima, oye, maestro, si quieres aprender
inglés rápido, échate un polvo con una gringa, vas a ver que el
inglés va rodado.
Era un verano cruel, ¿era el cambio climático como presa-
giaban las revistas? Vestía pantalón corto, era insoportable la
temperatura y el ambiente muy seco para mi gusto tropical.
Consumía mucha agua pero prefería las Coca-Colas, que las
compraban en la despensa de la lavandería del sótano. Las bebía
como un desesperado. En la mañana tomaba un buen desayuno y
al mediodía disfrutaba de una gran comida, ni te digo en la cena.
Fue terrible mi ritmo dietético. Cuando regresé, había subido
varios kilogramos. Mi madre me miró extrañada cuando fue a
recibirme en el aeropuerto. Cuánto has engordado, me soltó el
dardo mordiente de bienvenida. No tuve problemas de dietas,
pensaba con cierto remordimiento que me soplaba una cantidad
ingente de grasa saturada sin saberlo.
Una amiga argentina me presentó a Sulamita en una librería
por la Mount Auburn Street, buscaba un libro de cuentos. Pa-
saba casi todas las mañanas por la puerta de esta librería donde
te esperaba en el aparador un libro de poemas abierto, lo leía y
enrumbaba a clases. Hablamos muy poco, casi de presentación.
Nos volvimos a ver en el Museo de Ciencias. No me acordaba,
ella me dio la mano y añadió, ante mi cara de desconcierto, que
hace unos días nos conocimos a través de Susana. Claro, claro,
balbuceé para ocultar mi sonrojo y clamoroso olvido. Con Sula
la música y la literatura era tema de conversación. Ella tocaba el
fagot en su Cali natal. Mi ignorancia en la música fue alfabetizada
por ella. Me enseñó a leer a Dvorak, a Mendelsohn a poner oído
a la música, a entender la ópera.
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Sulamita solía ir acompañada con amigas por el campus,
poseía don de gentes y una gran sensibilidad por el arte. Esa
tarde la acompañaba una amiga de nombre Catalina. Sí, era una
muchacha muy guapa que usaba brackets. Me dejó sin habla. La
vi y me abochorné como un adolescente. Amable, con ese deje
candoroso de las chicas colombianas. Con un puntito de tímida
que me volvía loco. Nos miramos a los ojos fijamente hasta que
desvié la mirada. Mi cuerpo sentía estallar de contento. Ella
se matriculó en un curso superior al mío, en otra aula que no
coincidía con la pesada de Laia. Sula vio cierta complicidad y se
hizo a un lado muy discretamente.
Ese día hablamos de literatura, de pintura, de feminismo, del
cual era militante pero no fundamentalista [creía en las relaciones
sin ahogos]. Nos sentamos en una de las bancas de un parque
solitario de Cambridge y nos pusimos a conversar, me ponía al
día de las novelas recientes publicadas en Colombia. Quedamos
en vernos después, mi corazón no estaba para más aventuras,
yo mismo me achacaba. Temía resbalar. La gris convivencia con
Maite me pesaba. Me mostraba muy inseguro, casi vulnerable,
aunque mostraba un corazón duro. A pesar de mis vacilaciones,
quedamos en vernos otro día.
Se alojaba en el Lowell House. Fui a verla para ir al Museum
of Fine Arts. Llamaba a su habitación por el intercomunicador y
no respondía nadie, qué extraño. Cuando se abrió la puerta de la
residencia entré con sigilo. Escuché una música de piano, sonaba
una alegre cumbia colombiana. Me llamó la atención que en los
territorios de Nueva Inglaterra escuchara una música así, me
dirigí al sótano y encontré a Catalina en plena ejecución de «La
pollera colará». Reí. Me pidió disculpas, no me di cuenta de la
hora. Tranquila, me gusta lo que tocabas. Se reía nerviosamente.
Le dije que no me insinuara a bailar, soy patoso. La empatía se
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respiraba entre nosotros, pero mi temor recurrente a iniciar una
relación me atenazaba. Me resistía, mientras tocaba el piano
disfrutaba de su perfil, era como la de un serafín que admiraba
en una de las revistas de arte en la Wydinner Library, donde me
documentaba sobre el caucho y sus espectros.
Ella no hablaba de su vida. Tampoco le preguntaba. Cada uno
guarda sus motivos para cerrarse en banda. Me fui enterando de
ella, de a pocos y sin proponérmelo. Venía de una relación con
un muchacho que murió por una bala suelta de un sicario. No
quise preguntarle más, era meter el dedo en la herida. Le conté
sumariamente de mi frustrada convivencia con Maite. Bajo esas
confesiones nos miramos fijamente [sus ojos azabaches eran
bellísimos] y nos dimos un largo beso. Las dudas eran diques de
contención emocional y martirios que nos reprimían. Me puso
al corriente que la llamaba uno de sus futuros cuñados para
preguntarle qué tal estaba [ese agobiante patriarcado latino, me
lanzó la azagaya]. Ella echó tierra de por medio ese episodio de
su vida, pero no quería ser grosera con la familia de su ex, poco
a poco fue delimitando la cancha. Pero nuestros cuerpos se bus-
caban. Nos abrazamos fuertemente, como reencontrándonos
después de una larga espera. Mi cuerpo se ceñía en el de ella y
me provocaba tranquilidad.
Fuimos a comer unas pizzas para la celebración. En la cena
le conté que mi abuela era herbolaria, dado su credo de comer
comida vegetariana, le encantaban las sopas y las comidas a base
de soja, que avivaba mi memoria a los guisos que preparaba de mi
madre en los arenales de Pisco, nosotros los llamábamos frejolitos
chinos. Me solté el rollo de la comida fusión peruana, en verdad
sonó a patrioterismo barato.
Las clases eran por las mañanas y por las tardes, apenas termi-
naban éstas nos buscábamos como si el tiempo obrara en nuestro
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perjuicio. Su padre, al cumplir los dieciocho años, como regalo
por terminar sus estudios, le pagó unos meses de vacaciones en
Boston. Ella lo conocía al dedillo y me llevaba por los locales
donde tocaban jazz en Central Park. Poseía un buen humor
inteligente y para mí es fundamental para una buena relación,
con Maite marchaba muy enfadado, gruñía. Nos peleábamos por
quítame una paja. Una palabra, una frase altisonante terminaba
en bronca. En cambio, Cata se ponía a bailar dando pasos de
salsa acompañada de una escoba. Reía a carcajadas.
Un fin de semana alquilamos un coche y enrumbamos a
Nueva York. Nos perdimos al no saber interpretar los mapas
de carreteras, pero preguntando llegamos a la Gran Manzana.
Las avenidas muy anchas, eso me llamó la atención. Dormimos
en el hotel. Su olor me adormecía, me calmaba. Su cuerpo
desnudo era bello. Su barriga perfecta y redonda, la rellenaba
de besos. No me cansaba de mirarla y mordisquearla. Remiraba
su cara. Al día siguiente visitamos New Jersey, donde vivían
unos familiares de ella. Era un antiguo barrio portugués habi-
tado por hispanos, era una fotografía del melting pot. Mientras
paseábamos por sus calles y tiendas, me sentía en un lugar sin
nombre de América Latina. Anunciaban arepas. Mojitos. Ta-
males. «Pollos asados al estilo peruano», sentenciaba un afiche
de una tienda.
Al día siguiente planificamos irnos a Ellis Island. Luego de
subidas y bajadas en el metro llegamos hasta Battery Park, un
parque sin mucho para ver, salvo su gran valor histórico. Allí
compramos los billetes del barco. Ese mogote era la primera
entrada a este país de las oportunidades. En sus muros, si pones
oídos y lo aguzas, puedes escuchar los reclamos de los descarria-
dos en el museo que existe allí. Por estos días los muros se han
trasladado a los aeropuertos, ante las gélidas miradas de la policía
364
de frontera. Nos metimos dentro de la panza de la Estatua de la
Libertad y miramos a los rascacielos de enfrente. Subimos por
unas extenuantes escaleras. Me acojonaban y acojona las alturas,
me provocaba vértigo, así que el paseo fue muy rápido.
En el ferry nos tomamos fotos. Besándonos. Abrazados.
Luego tomamos el metro y no paramos hasta Central Park, allí
nos sentamos para tomar un café que sabía a mierda. Subimos al
Empire State y divisaba el río Hudson. La miraba detenidamente
para que su rostro no se me borrara nunca, sentía que a ratos me
engolosinaba huachafamente como buen peruano. Ella reía y me
decía que sí. Un poco cursi, hortera. En mi travesía a Boston
pasé por la estación de autobuses, muy perdido, por cierto, y era
lo único que conocía de la Gran Manzana. Compré un billete
de Washington a Boston, pero se rompió el motor y estuvimos
por casualidad en la estación de madrugada. Me sentía en esa
oportunidad como cuy en tómbola, muy despistado, hoy, en
cambio, la ciudad era parte de mí.
Conocí Tanglewood gracias a ella, el famoso festival de mú-
sica del verano. En Lenox, en las colinas de Berkshire a ciento
veinte millas de Boston, rezaba el folleto de publicidad. Es como
un peñasco lleno de vegetación donde solo escuchabas música.
Fuimos en autobús. En el recorrido nos comíamos a besos,
como si nuestra pasión se hubiera desatascado. Nos tendimos
en el césped con nuestro almuerzo y a deleitarnos de la música.
Alucinaba y me pellizcaba para apreciar lo que vivía. Pude escu-
char al pianista Claudio Arrau y a la batuta de Seiji Ozawa de la
Orquesta Sinfónica de Boston.
De una manera muy peculiar se comunicaba con sus sobri-
nos, los hijos de su hermano. Ella le escribía cuentos sobre Boston
en tarjetas postales, eran aventuras de un ratón husmeando la
ciudad y cada calle, cada ventana era un episodio. Le dibujaba
365
mariposas, corazones, hormigas, casas. Eso motivaba a los niños
que esperaban como miel los cuentos de la tía Catalina.
En autobús fuimos a Newport, llegamos a ese pueblo ma-
rítimo luego de casi dos horas de viaje. Cogidos de la mano
paseábamos por la playa, cerca de aquí veraneaban los Kennedy,
me comentó. Eran casas de verano de pitucos. No parábamos
de mirarnos. Nos olíamos. La mordía. Era la ebullición del
momento. Recuerdo que en el hotel pequeño donde nos hos-
pedamos salimos solo para comer. En la noche las calles eran un
espectáculo. Parecía los carnavales de Río de Janeiro. La gente
de la mañana nada que ver de los que paseaban por la noche.
Disfraces. Lesbianas con bigotes y homosexuales vestidos de
Marilyn Monroe. Travestidos. Fiesta. Diversión sin fronteras
ni límites.
Catalina despertó mi espíritu trashumante. Recorríamos
el centro histórico siguiendo la línea roja que nos llevaba a los
principales lugares referenciales para la ciudad, me gustaban
cómo estaban tallados sus dedos, como si fueron limados por
un paciente orfebre cusqueño. Con delicadeza y mimo. En las
noches, cuando regresaba de la habitación de Cata, me ponía a
escribir en la libreta de apuntes. Ella dormía de cansancio. Mien-
tras me enfrentaba al reto de escribir una novela que rastrearía
el éxodo y sus laberintos.
Cada día que pasaba era un dolor recíproco que compartía-
mos con Cata. Sabíamos que pronto acabaría lo que vivíamos.
Ella se haría cargo del bufete de su padre, un tradicional abogado
cachaco, de Bogotá [su abuelo también se dedicó al negocio del
caucho]. Yo pensaba seguir en mis luchas [¿pírricas?] a favor de
la floresta. Pero no queríamos renunciar a lo nuestro. Los fuegos
bostonianos llevaban fecha de caducidad, me jodía en el alma.
Muñí con Gabriel García, un amigo, para fundar una asociación
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sin fines de lucro y dar batalla en el frente judicial. Cada vez llega-
ban al barrizal pachanguero peregrinos dispuestos a ganar dinero
para luego olvidarse de su paso por este puerto que parece una
pista de aterrizaje de portaaviones, eso lo queríamos impedir.
Nos despedimos en el aeropuerto. Con lágrimas y con el
corazón a tumba abierta. Nos dejamos nuestras señas: dirección,
teléfono, correo electrónico. Dependía de nosotros. No quería-
mos forzarlo, temíamos que se vaya al traste. El sentimiento de
lo frágil nos agobiaba. Nos ganaba el día a día en el trabajo, pero
no queríamos que eso nos derrotara. Intentábamos plantar cara
a lo cotidiano con llamadas telefónicas que económicamente
casi nos declaramos técnicamente en quiebra. En este esfuerzo
de no perdernos simulamos una cita a ciegas vez en Quito. Un
lugar neutral, cerca de Colombia y del Perú.
En el ecuador del mundo hacía ese puñetero frío andino
que se mete por los poros, pero nos importaba un pepino
porque no salimos del hotel. Hacíamos el amor no sé cuántas
veces. Sin despegarnos uno del otro. Queríamos fundirnos en
uno solo. Mordía suavemente sus pezones. Cata, Cata. Go-
zábamos. De las risas pasábamos al llanto de solo pensar que
al día siguiente ya no estaríamos juntos. La veía más guapa.
Me gustaba perderme entre sus cabellos y olerlos. Entre sus
pechos. Ese deje cantarín cuando hablaba me subyugaba, me
hechizaba. Olvídame cuando estés en el avión. Sin embargo,
nuestros cuerpos presentían que sería una de las últimas veces
que nos veíamos. Nos azotaba un ramalazo, no sé por qué. Lo
intuíamos, la emoción es predictiva, apuntillaban en los libros.
No quería despedirme de ella. Cogía sus manos que eran unas
hermosas ramas, las besaba. Se comía las uñas de nervios. Me
gustaba que rozara las yemas de los dedos por mi espalda, me
relajaba. La volvía abrazar. Quedamos para vernos una próxima
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vez en un lugar diferente y neutral. Ella se embarcó como un
equeco, llevaba mucho equipaje de mano.
Me quedé esperando el vuelo a Lima mirando el reloj regalado
por Catalina. Siempre admiré su desprendimiento por los bienes
terrenales. Desde el primer momento.
Cuando me exhortó melindrosamente que la acompañara a
ver a unos tíos de ella a Nueva York, ella alquiló un carro, me
pidió que condujera, que se sentía muy nerviosa. Carajo, conduje
con mucho miedo. Mi experiencia peruana en conducir automó-
viles no era un buen punto en mi currículum, ya sabemos que
los peruanos manejamos coches como el culo, sin respetar las
reglas de tráfico, nos saltamos los pasos peatonales, somos unas
bestias pardas. Conducimos torpemente, sin avisar el cambio de
carril y las señales de tránsito son un incentivo para infringirlas.
Somos unos trogloditas del manejo, aflora nuestro poco apego
a las reglas de juego; si las hay, las torcemos.
En las pistas temía al lobo autoritario perulero que dormía,
por eso manejaba en tierras del tío Tom con tensión y estrés
como apaciguando al lobo para que no despertara. Mirando
con sigilo las señales para cumplir estrictamente las normas de
tráfico, a rajatabla. Conducía nervioso con las dos manos pues-
tas en el timón. Terminé con dolor en las cervicales. No cometí
ninguna infracción. Esa noche por falta de tiempo dormimos
en un hotel de carretera con el típico decorado de las películas.
Al día siguiente muy temprano volvimos a Boston y a las clases.
Esas vivencias me arremolinaban en la sala de pasajeros mientras
esperaba mi vuelo.
Cuando volví me topé con el reclamo de unos pobladores del
Alto Marañón que alegaban muy indignados que la compañía
ocultó un derrame de petróleo y lo peor es que no existía ningún
plan de contingencia. Les enfurecía la indiferencia. Somos indios y
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no valemos nada, me decían con rabia e impotencia. El agua no se
podía beber, los peces salían muertos y los centros de salud estaban
abarrotados con niños con disentería y enfermedades a la piel.
Con esa información testimonial presentamos quejas en
diferentes instancias y a través de notas de prensa inundamos la
noticia del derrame.
Tuvo relativo éxito, se llegó a multar a la empresa. Pero no
se supo más, dicen que apelaron y lograron rebajar la multa. Al
mismo tiempo, con la ong que colaborábamos presentamos
proyectos para que los financiaran por dos años y nos aprobaron.
Estaba en racha.
De un día para otro las noticias de Catalina se silenciaron.
Nos enviábamos cuatro a cinco correos en el día. Pero nada.
Nos llamábamos por teléfono, aunque esos días sin saber de
ella, no quise llamarla, pensé que sería muy pesado. Dije que de
repente le cayó un incidente fuerte en su despacho. Desde que
llegué leía los diarios colombianos on-line, quería enterarme lo
que pasaba por allá. Mi cabeza se llenó de paramilitares. De los
falsos positivos. De los sicarios. De las desapariciones y la poca
voluntad por investigarlas. Una de las hijas de Sulamita, que era
artista plástica, exponía en Cali, ella estaba muy contenta y me
envió las fotos por el correo electrónico. Tuvo gran acogida de
público y crítica. Dejé muchos mensajes en el buzón de voz, y
nada. Una amiga de Cata que sabía de lo nuestro en Boston me
mandó un correo electrónico con la peor de las noticias, me chafó.
Que en un centro comercial de Bogotá estalló una bomba y que
por esas circunstancias pasaba por allí Catalina alcanzándola el
radio de la explosión.
Desde entonces voy solo a pescar en un barco pequeño por
el lago Tarapoto, a unos minutos de la gran restinga. Trato que
la soledad purgue y sane el naufragio.
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3. Escolio
Las almas nómadas rendimos culto a los vestigios
y a las peregrinaciones. No edificamos
nada duradero, pero dejamos huellas.
Y algunos murmullos que permanecen.
Amín Maalouf
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Remate
Aquí me guío con la luna, domino mis pasos
inseguros
y evoco mis sueños soñados en los
barrancos.
Ana Varela
Nos despertamos temprano y fuimos al puerto en un taxi
conducido por una guapa chica senegalesa. Las calles de Dakar
bullían de gente. Sin darnos cuenta, estábamos sentados en el
ferry que nos llevará a la isla de Gorée. Desde la ventana del hotel
se divisaba el perfil de la ínsula, tres kilómetros nos separaban.
En el mapa trazando una línea casi recta sobre el Atlántico está
Brasil. Entre los pasajeros hay muchos que viven en el islote [las
muchachas lucen vestidos muy coloridos y son muy guapas con
estética a lo Naomi Campbell] y turistas reconocibles por sus
cámaras de fotos. Me remecía dentro de mí. Mordía los dientes.
A lo lejos se divisan unas casas de dos aguas de color pomarrosa
amazónica y naranja, techos de tejas. Al lado un torreón militar
con unos cañones viejos en el suelo. Me rebullía de aflicción en
estos viajes tras las huellas del uitoto descarriado. Las aguas del
mar se mostraban mansas. Con un azul muy peculiar. Miraba
al horizonte difuso. Silencio. Pisábamos un lugar de la memoria
que no se olvida fácilmente. Hacíamos el mismo recorrido de
muchos cimarrones, de mujeres, de niños y niñas. Del puerto
a la isla. De aquí salieron los descarriados a las plantaciones de
Brasil, Estados Unidos y el Caribe [muchos de ellos se toparon
con los ancestros de Juan en el Putumayo, el mundo es un pa-
ñuelo de sevicias]. Eran africanos negros que fueron acarreados
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con violencia. Descepados. Desgajados. Fueron desarraigados
alrededor de doce a quince millones de personas para el tráfico
esclavo [hay un monumento a los libertos rompiendo unas ca-
denas]. Los trataban como bestias. Era la nación de la crueldad,
de las vejaciones, de patibularios traficantes. El calor era intenso,
quería desintegrarnos. El botellín se quedó sin agua y compra-
mos en una tienda que vendían batiks y cuadros de mujeres de
cuello largo.
Es una herida abierta y sangrante, que supura. Que nos debe
recordar las miserias que cultivamos dentro de nosotros. Hay
unos vitrales donde muestran un fusil, grilletes, argollas que
inutilizaban las manos y los pies de los secuestrados —se pare-
cían a los que usaron en el Putumayo. Estoy hundido cuando
pasamos por las habitaciones que están rotuladas como cellule des
recalcitrants, enfants, jeumes fillles, inaptos tempore. Son chamizos
lúgubres, reina la pena, el dolor.
Me reprocho que en el Putumayo ni siquiera exista memoria.
Quieren echar tierra de por medio y pasar página. Consolidándo-
se la impunidad. No escuchan los murmullos de Juan, de Teresita
[los largaron a la diáspora de la que no se vuelve]. Recorro como
un pesaroso espectro más. Esta Casa de los Esclavos es obra de la
maldad, de la negación de lo humano, del triunfo de los ángeles
exterminadores que llevamos dentro y que afloran cuando menos
pensamos. Nos detenemos en una escuela, hay niños escuchan-
do clases. Son vivarachos. Nos saludan. Me detengo y bajo la
sombra de un árbol [existe un insondable poso de sufrimiento
que te coge el cuello] recuerdo el despojo de los ancestros de
Juan. Escucho la alegre sonoridad del wolof. Teresa está dotada
de mejor ojo fotográfico que yo, le pido que tome una foto de
la puerta que linda al mar. Me sobrecoge. Cruzabas esa puerta
y borrabas de tu memoria a tus abuelos, de tus tierras, de una
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parte de ti. Te cercenaba. Era para salir y no volver. Se escucha
el eco de los susurros del éxodo [desde aquí salen las pateras
con inmigrantes para el sueño europeo]. Trataba de poner oído
al murmullo de siglos. Era la puerta como la que cruzó Juan y
muchos descarriados y que nunca volvieron ni volveremos. Es
un lugar del horror, del espanto y también de la esperanza, más
cuando escuchamos las notas musicales de un sentido soul del
Gorée Diaspora Festival.
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Recientes publicaciones: Del zurriagazo cauchero no nos hemos recuperado. Seguimos adoloridos y adormilados.
La algazara y la sangría han despertado y desnortado al perezoso, Bradypus tridactylus, de su EL INSOMNIO DEL PEREZOSO
&DPELRGHSDODEUDV sueño dulce. Han desarbolado su hábitat. Abrió los ojos y observó la crueldad que pasaba Trilogía gomera
&pVDU+LOGHEUDQGW debajo de la copa de los árboles. Quiso volver a cerrarlos y no pudo, desde entonces le acosa
(QWUHYLVWDV el insomnio.
$\XGDSRUWHOpIRQR\RWURVFXHQWRV
Este machihembrado ha buceado en el piélago del horror, del cinismo político y de la diás- MIGUEL DONAYRE PINEDO
pora. Ha metido las narices en ese periodo truculento, sanguinolento y demencial de lo que
-XDQ&DUORV%RQG\
ocurrió con la explotación de la goma, el oro blanco y lo ha llevado al presente. Lamentable-
5XLGRV
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&ROXPQDVGHRSLQLyQ «La obra es un hermoso testimonio de recuperación de la memoria fracturada, de reivindica-
ción de anónimos y excluidos, de búsqueda de nuestros propios rastros dispersos. Es, desde
el estricto punto de vista literario, la mejor obra escrita sobre el caucho hasta ahora».
PERCY VÍLCHEZ