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Recientes publicaciones: Del zurriagazo cauchero no nos hemos recuperado. Seguimos adoloridos y adormilados.

La algazara y la sangría han despertado y desnortado al perezoso, Bradypus tridactylus, de su EL INSOMNIO DEL PEREZOSO
&DPELRGHSDODEUDV  sueño dulce. Han desarbolado su hábitat. Abrió los ojos y observó la crueldad que pasaba Trilogía gomera
&pVDU+LOGHEUDQGW debajo de la copa de los árboles. Quiso volver a cerrarlos y no pudo, desde entonces le acosa
(QWUHYLVWDV el insomnio.

$\XGDSRUWHOpIRQR\RWURVFXHQWRV 
Este machihembrado ha buceado en el piélago del horror, del cinismo político y de la diás- MIGUEL DONAYRE PINEDO
pora. Ha metido las narices en ese periodo truculento, sanguinolento y demencial de lo que
-XDQ&DUORV%RQG\
ocurrió con la explotación de la goma, el oro blanco y lo ha llevado al presente. Lamentable-

El insomnio del perezoso


&XHQWRV
mente, el horizonte sigue brumoso. La irrupción del boom cauchero trastocó la vida en estos
(OOLQDMHGHORVRUtJHQHV  montes. Tiñeron de rojo los arreboles. Pusieron patas arriba al bosque. Hicieron correr sin
3HUF\9tOFKH]9HOD mirar atrás a los dueños del monte. La avanzadilla sin escrúpulos de la codicia empresarial
(QVD\R llevó a tratar como esclavos a personas humanas, eran simplemente externalización de MIGUEL DONAYRE PINEDO (Iquitos,
costes, dígitos. Los nombres y salarios ni siquiera figuraban en los libros de contabilidad 1962). Ha publicado el libro de cuen-
5HODWRVGHXQPLWD\HUR  de la Peruvian Amazon Rubber Company, eran indios, no personas. La extracción gomera
$QWRQLR9iVTXH] tos Ocaso de los defines (Iquitos,
ahondó más la difícil relación centro-periferia y emergió la ciudad boom. De Potosí a la miseria 2001). Desde su exilio madrileño ha
&XHQWRV
en un abrir y cerrar de ojos. El sistema funcionaba a toda máquina sin respetar mínimos publicado las novelas Estanque de
0DULR9DUJDV/ORVD(QWUHYLVWDVHVFRJLGDV  derechos y regateando condiciones laborales, «las leyes de la civilización» eran utopías de
ranas (Iquitos, 2006; Lima, 2007), Ar-
6HOHFFLyQGH-RUJH&RDJXLOD chalados. Sin embargo, a pesar que los torturaron, los flagelaron, los asesinaron, ellos siguen
(QWUHYLVWDV chipiélago de sierpes (Iquitos, 2009)
allí luchando, de pie, mambeando coca en la maloca, plantando cara al día.
La trilogía tiene de fondo escenográfico la floresta y la violencia alrededor del recurso natural, y El búho de Queen Gardens Street,

MIGUEL DONAYRE PINEDO


(OE~KRGH4XHHQ*DUGHQV6WUHHW  el caucho. Es la excusa para husmear la condición humana. La novela se divide en tres partes. que forman esta trilogía.
0LJXHO'RQD\UH3LQHGR
La primera parte, Estanque de ranas, pone en solfa las historias urbanas y muestra el lado oculto
1RYHOD
de una metrópoli que se vanagloria de héroes de lodo. De empalagar momentos dulces que
$QLPDOGHOHQJXDMH  no lo fueron. De una ciudad mezquina con la reflexión, que promueve el encastillamiento
&DUORV5H\HV5DPtUH] de quien lo hace. La segunda, Archipiélago de sierpes, un benjamín de periodista de culturales 35208(9(
1RYHOD se mete a fisgonear en las tripas del poblado literario de Isla Grande y sale quemado. Y,
en la tercera parte, El búho de Queens Garden Street, muestra la vida de un descarriado de la
8QDSLHGUDHQHO]DSDWR  goma y la vida de muchos otros en la situación de él. Es una desgarradora historia de los
&pVDU+LOGHEUDQGW
que perdieron. De los invisibles.
&ROXPQDVGHRSLQLyQ

5XLGRV 
-RVp0DUtD6DOFHGR
&ROXPQDVGHRSLQLyQ «La obra es un hermoso testimonio de recuperación de la memoria fracturada, de reivindica-
ción de anónimos y excluidos, de búsqueda de nuestros propios rastros dispersos. Es, desde
el estricto punto de vista literario, la mejor obra escrita sobre el caucho hasta ahora».
PERCY VÍLCHEZ

Tierra Nueva Editores


Iquitos, Perú
Teléfono: (065)601-144
Correo electrónico:
director@proycontra.com.pe
El insomnio del perezoso / Miguel Donayre Pinedo
Primera edición, marzo del 2012

El Insomnio del perezoso


© Miguel Donayre Pinedo

© Edición: Tierra Nueva


Jr.Trujillo Nº1565, Punchana, Iquitos, Peru
Telefono: 065-601144

Diseño de carátula y interiores: Juan Carlos Bondy.


Corrección de textos: Percy Vílchez Vela.
Cuidado de edición: Jaime Vásquez Valcárcel
Correo electronico: jaimevasquez2002@yahoo.com
Jr. Trujillo Nº1565, Punchana, Iquitos, Peru
Impreso en “imprenta Gráfica Daniela”
De: Jaime Antonio Vásquez Valcárcel
Jr. Trujillo Nº 1565, Punchana, Iquitos, Perú
Derechos reservados para todas las ediciones
© Tierra Nueva

Hecho el deposito legal en la Biblioteca Nacional del Peru: 2012-03446


ISBN: 978-612-45933-9-0

Impreso en Perú
Printed in Peru
Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio, en forma idéntica,
extractada o modifcada, en cualquier idioma sin permiso del editor.
Miguel Donayre Pinedo

El insomnio del perezoso


Trilogía gomera
Índice

Estanque de ranas 11
Archipiélago de sierpes 115
El búho de Queen Gardens Street 251
Para Melita y Miguel, mis padres,
para quienes la floresta no se apaga.

A Jaime Vásquez, por animar


esta trilogía.

A Sulamita Gottlieb Bejman,


donde quiera que esté.

Para Sonia Franco Alonso,


a su fe en la escritura,
a su corazón bizarro
y por rescatarme de la maraña.
ESTANQUE DE RANAS
Maldigo en silencio y observo el campo
mientras siembran la caja de tus historias.
Carlos Reyes
1. La búsqueda [Palimpsesto]
La gente con memoria no tiene sitio en este mundo.
Manuel Vázquez Montalbán

Quizá, se le atribuye demasiado valor


a la memoria y no el suficiente a la reflexión.
Susan Sontag
Golpeaban. Gritos. Aldabonazos. Percutían que tam-
baleaba la puerta. Dormía como un roque luego de la visita
Carla. Todavía mis labios saboreaban el roce de su cuerpo. Me
remoloneaba. Más golpes. El timbre no funcionaba. Me levan-
té con un humor de perros y con ganas de mentarle la madre
al golpista. Al abrirla rabiosamente delante de mí esperaba un
joven vestido de una guayabera blanca, zapatos con puntera y
pelo pincho con gomina que se identificó como el secretario
del Juzgado en lo civil, se disculpó con amabilidad inusual por
las molestias ocasionadas, insistí porque sus vecinos me juraron
que dormía dentro. Alardeaba de unos llamativos pendientes.
A continuación, me entregó una demanda exigiendo el desalojo
del inmueble. Aturullado, firmé unos papeles y me quedé con
una copia. Sonrió flojamente y se marchó.
Sin darle importancia me volví a la cama. No era consciente de
nada. La notificación de marras la dejé en la mesa junto a la canasta
de frutas. Dormí largo y a pierna suelta. Me levanté súbitamente
y encendí la radio para escuchar a Carlita, pero su programa de
cumbia concluía a las doce; gozaba de gran audiencia. Me preparé
un jugo de melocotones y corrí escopetado a la ducha. Cuando
salí del baño me puse a leer la pizarra de anotaciones y advertí
las tareas por acabar. Me pasé la mano por la cara, noté la barba
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crecida y pocas ganas para afeitarme. A la chamba para ganar
el día, me aleccioné. La noche fue pasada por agua y refrescó el
ambiente, será por eso que no oí al empleado del juzgado.
Qué putada. Iría donde Gabriel para que me eche un cable.
Mientras salí a pasear un rato en bicicleta por el malecón a buscar
aires nuevos, porque quería quitarme de la cabeza ese engorroso
incidente.
Unos niños jugaban a la pelota con las chicas de unifor-
me blanco que los cuidaban, mientras sus padres desde lejos
los miraban con poca atención, bebían una cerveza en el bar
Huascarán; el marido, sigilosamente sin que notara su mujer,
eructaba y miraba el culo de una guapa muchacha que paseaba
despreocupadamente. La mujer comía chicle y leía una revista
de corazón.
No existía un puto carril-bici, así que toreaba con habilidad a
los carros, motos y motocarros para no ser arrollado. Me recorrí
el jirón Próspero y rematé con un buen sprint antes de volver
a casa.
En la noche vendrían unos amigos para discutir sobre el
borrador de un texto sobre litigios de tierras auspiciados por indí-
genas, aunque en verdad era una buena excusa para parlotear.
¿No te das cuenta? ¿De qué? En el culo del mundo vivimos.
Aquí nadie nos recuerda, salvo cuando hay pachanga y sexo. No
jodas, no seas exagerado. Ni es el culo ni el ombligo del mundo,
depende dónde estés. Álvaro, no jodas, siempre seremos el culo
del mundo. La discusión se perpetuaba en medio de la espuma
de la cerveza, copas de vino, humo de cigarro y papas fritas. La
música de fondo era un soul de Ray Charles, pero nadie le pres-
taba atención en esos momentos del charloteo.
Este difunto puerto es el atrezzo del cauchero extravagante y
cínico que escuchaba música de Bach paseando en una barca en
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el medio del río mientras los indios se agusanaban en los cepos.
Es un buen vino, alguien matizó luego de catarlo. Afrutado, con
barricas de fina madera, ironizó un tertuliano. Calla, carajo. Del
petrolero manirroto que se gasta en barraganas. Es el trampolín
para el puesto público del político mediocre y trepa. Del em-
presario putero, del periodista sin escrúpulos que intoxica cada
mañana con bulos, del abogado esbirro de las petroleras. Mierda,
falta vino. Una chanchita para las bebidas espirituales. En fin,
del viajero medroso que pinta desolación. No hay quien frene a
este huevas, es un fanático del palo a la burra blanca y palo a la
burra negra. Cuidado que te atascas, risas, huevones.
¿Es un puerto o una isla? Es manigua, los embrolla. No hay
un centro sino varios ejes, no jodas, chucha. ¿Eres posmoderno?
Al sentirnos ignorados, recreamos los mitos como dar celoso
crédito a las apariciones de anacondas inmensas y gruesas que se
sumergen en el río, los estrujamos para ahuyentar a la soledad.
Nos regodeamos de los boatos con fecha de prescripción.
Desdeñamos la austeridad, aunque nunca fuimos ricos, des-
confiamos de los purismos frívolos y preferimos lo híbrido.
¡Por fin llegó el vino! Puta, este tío continúa con su monserga.
Salud. Con descaro fotocopiamos recetas fallidas del progreso.
Machos de pelo en pecho y de culo peludo. Mierda, despellejas
a medio mundo. Somos estridentes, bullangueros y bailarines
con la música que pongan, hala, meneamos sin parar. Apaga la
radio, suenan esas odiosas cumbias pegaditas. Qué cojudo, no
sabes lo que te pierdes. No te das cuenta de que danzamos en
cualquier lugar, cantamos, bromeamos en los velorios y entierros.
Y sin importarnos el finado ligamos con la viuda y, sin más, la
llevamos al huerto. Salud, hermanito.
Qué filosofía dura carcome la noche, ¿no? No te burles, chi-
quillo de mierda. La ciudad es un varadero para la aventura. Puta,
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me pongo huachafo, recordemos que los varaderos son lugares de
descanso entre dos cuencas fluviales en la toponimia local. Discul-
pa, sabihondillo, es una paráfrasis huera. ¿Acaso no vivimos en un
solaz mogote? No. Sí. No jodas. Es la estación para el descanso de
la epopeya equinoccial. Pero no es para morar, vivir o quedarse,
porque la humedad y el olvido te pisan los talones. Aquí reina la
provisionalidad. Nos engolosinamos de morriña indigesta. ¿Por
qué sigo aquí? Por testarudo. Mis amigos ya se fueron y persisto
como un mastuerzo deshojando folios amarillentos.
¿Recuerdas el incendio de octubre? Sí, hombre. La algarada
quemó los archivos, los calcinaron. Nadie protestó. ¿Sabías el
motivo del incendio? No. Era para tapar los trapicheos del al-
calde. Los radioperiódicos desviaban la atención desgañitándose
que detrás se escondía el jefe de Inteligencia Nacional, aquel
medio calvo y anteojos que protagonizaba los vídeos comprando
a diputados. Esa tarde del 14 de septiembre las ratas salieron
desesperadas porque el barco se hundía, se metían en cualquier
madriguera a guarecerse. ¿Te acuerdas de esa pareja que echaba
mierda a medio mundo por la radio y la televisión? Sí, viven en
Pucallpa tan frescos, aquí pones la cara de conchudo y no pasa
nada, hermanito.
Escociéndome de la resaca recordé la notificación. Me con-
minaban contestar la demanda de desalojo en el plazo de ocho
días útiles. Era la puntilla que me faltaba. Sobre mi habitación
donde depositaba mis esperanzas para desentrañar los códices
de esta ciudad cernía esta amenaza.
Me repateaba. ¿Adónde irían mis libros? La querella mostraba
la fragilidad de mi proyecto. Atesoraba dos mil libros. En último
caso suplicaría a mis hermanos para que me hicieran un hueco en
sus casas. Aunque ellos con gran escepticismo no creían en mis pla-
nes. Compadre, ¿con cuarenta y muchos años y no piensas en tu
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futuro? ¿Pagas un plan privado de pensiones? No. Me pinchaban
la bolsa de autoestima. ¿Cuentas con ahorros? Sí, algún sencillo.
Te puede pasar algo, ya no eres joven para esas excentricidades.
Piensa en una vejez tranquila y sin sobresaltos. Por eso yo trabajo
como una bestia mientras pueda, me reprochaba mi hermano
menor, para luego gozar de la renta de mis ahorros. No les parecía
una chamba seria, era un disparate más en mi cuenta.
Era un mazazo en el peor momento. La demanda judicial
ponía en peligro la publicación de una antología sobre los viaje-
ros de esta parte de la selva y la recopilación de historias de los
antiguos moradores de la ciudad, del río Pintuyacu.
Qué gusto. Déjalo. No remuevas los adoquines del pasado,
era la recomendación más frecuente de los colegas. Los inves-
tigadores eran felices con sus miserias y abultadas barrigas de
ocio, no revolver era la consigna. A codazos se disputaban los
viajes fuera del país. Era una carrera de adulaciones, zancadillas
y delaciones. Ah, estos instigadores, restregaba el chascarrillo
uno de los radioperiódicos matutinos.
Con la copia fui donde Gabriel García, era experto en
procesos judiciales. Era de esos típicos abogados litigantes que
conocían los resquicios y contradicciones de la ley de alquileres;
no era una crítica, más bien puntos a favor en el reino de los
chupatintas. Mira, podía marear la perdiz por lo menos año y
medio, no más, me recalcó. Es cierto que la demanda adolecía
de defectos de procedimiento. Pero era un aviso para navegantes,
Álvaro, me indicó con clara alusión a mis libros y papeles que
acumulaba en ese chiribitil como me rezongaba mi madre. Él
sabía de mi situación de albacea del tiempo porque me pasaba la
voz de las ofertas de libros de viejo que la esposa de un fallecido
colega remataba a precios baratos, en verdad la viuda o sus hijos
querían deshacerse del agridulce legado.
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Cogía oxígeno cuando escuché la explicación de Gabriel.
Aunque no me dormí en mis laureles, organicé un plan de
contingencia con potenciales custodios de las cajas de libros.
Aceptaron mi propuesta. Ellos los anidarían temporalmente en
caso del amenazante desalojo. Los libros más antiguos irían a la
casa de mis hermanos y los otros donde una amiga que editaba
una revista de literatura.
Gabriel fue el abogado de mi divorcio que en realidad fue
de mero trámite. Mi reparo era que los pleitos en los fueros de
los abogados se enzarzaban en vacuas fórmulas de procedimien-
to como despotricaba mi padre. De ahí la mano de él en este
meandro de las leyes.
En el reparto de los bienes gananciales me quedé con mi
ropa, libros, cuadros y una portátil. El resto con mi ex mujer, que
era poca cosa. Pactamos la liquidación y la partición de bienes
de mutuo acuerdo. A ella le tocó la mayoría de los cuadros de
pintores importantes, que remató antes de su viaje. Aunque me
duela por los lienzos que perdí, no me arrepiento de la partición,
creo que en la vida los ajustes e inventarios nos vienen de perlas.
Este lo fue, saldaba una relación que era como tirar de un coche
sin ruedas.
Me quedé con lo justo. Aprendí mogollón. He abandonado
los superfluos lujos y aposté por una existencia de cartujo. Cada
moneda que salía de mi bolsillo sudaba sangre. La primera
medida de shock que tomé fue cancelar las tarjetas de crédito:
aprende a vivir de ellas, machaconamente me repetía Cecilia. Eso
me mortificaba, porque en mi estenosis contable no ingresaba la
columna de débito y números rojos.
Aún así, aplicando mano de hierro en las cuentas, no me libré
de este acreedor de marras. Debía cinco meses de alquiler. Hablé
con el casero con el ánimo de lograr un arreglo, pero fracasé,
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me bramó que me perdonaron varios meses, que su paciencia se
rebasó y lo demostraba con la demanda judicial.
Después de mi separación vine a vivir a la calle Putumayo.
Quería depurarme luego de mi magra experiencia marital. Aun-
que no bajé los brazos. Empecé por fijarme un horario, muy de
madrugada, para leer y escribir. Me apañaría. Los ahorrillos en
moneda extranjera me servían como un paraguas para la inflación
y con las exiguas utilidades de los intereses tiraba del mes. Eso
aprendimos de los malos y corruptos gobiernos que nos dejaron
con el culo al aire, por eso apenas podemos, compulsivamente,
compramos dólares.
Escribía escolios para una revista cultural de nombre Varadero; la
dirigía y editaba la poeta Ana Varela. Colaboraba sin ánimo de lucro
muy consciente que no aliviaba mi endeble economía de guerra
—no todos son números, pero satisfacía mi inquietud de buscar
adeptos a la lectura que se contaban con los dedos de la mano.
Las apostillas se referían a los escritores de boom y posboom
latinoamericano. Observaba que en sus novelas actuales cami-
naban desnortados y romos. También glosaba autores de otras
latitudes que me impresionaron por su garra y modo de contar
historias. Huía de escritores bluf, esos que adornaban librerías
con sus fotos en poses canallas y chupas de cuero.
Aprovechaba los huecos en los diarios o revistas para publicar,
eran los medios más al alcance de la mano. Si no, tendría que
esperar a un alcalde de buen rollo. Un colega me comentó que
en una lóbrega habitación municipal se arrinconaban los libros
que auspiciaban, entre esos colonos de la oscuridad se contaba mi
libro de cuentos. Quizá la cerril administración edil entendía que
el moho y la humedad eran voraces y fieles lectores. Otros patas
con más proyección cabildeaban en la burocracia para aparecer
dentro de los textos escolares de literatura regional y de lectura
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obligatoria. Así los alumnos y profesores compraban los libros
que ellos mismos editaban y vendían.
En este quehacer era muy consciente de las tradiciones oral y
escrita en la que estaba metido, y al mismo tiempo, manejar esas
tensiones que no siempre han sido bien resueltas. Me incluyo.
Existía una pila de libros de abundante caricatura del realismo
mágico que contribuían, y mucho, para que lancen denuestos y
estigmas sin entenderla.
Una regla de oro era huir de los improvisados libros de viajes
que nos asolaban y que repiten como loro lo ya escrito. Han con-
seguido reforzar los mecanismos de dominación de cierta élite.
Me fastidiaba. Escribir era plantar cara a esos manidos tópicos
como el del territorio libre para la aventura del peregrino.
En esas broncas y rumias conmigo mismo, estudié Derecho.
Bajo el secreto juramento de no ejercer como abogado porque
las aulas se llenaban de profesores de vía estrecha, pensaban en
sus calenturientas mentes tirarse un casquete con las alumnas
previo chantaje con las calificaciones. Con estos no aprendo ni
mierda, refunfuñaba. Dictaban unas clases sosas que dejaban
huérfana a la retórica y a la argumentación como el cantamañanas
de Long Zoy, el ínclito decano. La investigación era motivo de
chirigotas. Aquí me crecerán las orejas de burro y me voy directo
a la cárcel, farfullaba.
A regañadientes obtuve el bachillerato. El título de abogado,
a trancas y barrancas. Ambos diplomas los guardé en el ropero y
a tomar por saco. Quería dedicarme a lo mío. Me esforzaba en no
claudicar. Un familiar muy molesto por mi decisión me increpó
que mi actitud de renuencia y renuncia a ejercer de abogado era
la de un timorato que me entraba cagalera litigar. Él, un viejo
magistrado, de quien resaltaban más sus públicos defectos que
sus virtudes, se comía los mocos de la nariz en plena sala de
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audiencias. Poseía un ego tan grande como una catedral y una
mente envilecida por el dinero. A pesar de esas trágalas no reculé,
claro que no descartaba litigar, pero sería el último recurso.
Mientras descodificaba esos viejos manuscritos, creía, con
candor, que se despejaban las neblinas, pero ganaba la bruma.
Sobrellevaba como podía los reveses como el polvo del tiempo
que molestaba la nariz generándome una alergia y estornudaba
sin parar por unos minutos, pero me mantenía inmarcesible. Me
compré una mascarilla y una lupa para leer mejor.
Los pequeños gastos diarios me ponían gruñón. Por eso tocaba
muchos palos como el de negro literario de memorias de políticos
jubilados, como la de un ex alcalde que se cargaba de recuerdos
ególatras que me obligaba a desherbarlos. Se le metió entre ceja y
ceja que la construcción de carreteras y ferrocarriles nos sacarían
del ostracismo. Desarbolar la floresta era una de sus obsesiones y
limpiar las malezas otra. Trabajó con diferentes gobiernos, desde
aquellos que designaban a dedo hasta ganarse el voto popular. Pese
al timón populista de sus gobiernos como el ofertar trabajos para
todos al día siguiente de ser elegido que no cumplía, los males
se perpetuaban como el pésimo servicio de recojo de basura o el
agua potable que cada día la tomábamos con materias fecales, de
acuerdo con los informes de la oficina de salud.
Escribía obituarios como la de un naviero andino que hizo
dinero a base de esfuerzo, self made man. Se despertaba muy
temprano y no descansaba hasta las doce de la noche. Empe-
zó vendiendo chucherías y terminó como dueño y accionista
de una empresa naviera. Huyó del terrorismo en los Andes y
vivió en la selva a su gusto. Una vida muy dura, resaltaban su
tacañería. Los deudos construyeron un mausoleo muy peculiar:
reprodujeron a escala una de las naves de la empresa, era lo que
más sobresalía del camposanto. Cada aniversario de su muerte
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era una romería entre la comida que le gustaba al difunto y la
bienvenida juerga.
Un amigo con cierto retintín de burla me lanzaba la puya por
los variopintos oficios sin lograr mellar mi ánimo. Muchos eran
candidatos rivales a puestos públicos. A posta me visitaban en la
oscuridad de la madrugada para que les entregue sus discursos
de pedido ante los enfados ibéricos de Belén. Quedaba claro
que la política era el arte de lo posible y de los gatos pardos que
aprovechaban la noche.
Con mi ex mujer nos conocimos en la Plaza Mayor. Ella mi-
raba una exposición-venta de cuadros. Casi todos paisajes. Muy
pocos abstractos que tanto me gustaban. Conversaba con uno de
ellos y cruzamos las miradas de simpatía, de cierta química. Hubo
flechazo. Luego nos topábamos en lugares frecuentados por tu-
ristas que buscaban lo bueno, bonito y barato, según la recomen-
dación de la guía de viajes Lonely Planet. Ella era guía de turismo
de una empresa en Lima que promocionaba viajes a las reservas
naturales, y como parte del tour, anclaban en las comunidades
indígenas empobrecidas que danzaban el baile de la serpiente; era
parte del negocio que no le causaba ningún rubor.
Era asidua del puerto. Se extrañó de toparse con un pata que
admiraba el arte en una ciudad aparentemente entregada a la este-
rilidad. Manya, no puede ser, resolló entusiasmada, eres como un
cactus en el desierto. Hay más cactus, le replicaba. Ella vivía sola.
Me ponía su cabello corto, resaltaba más su rostro. Los encuentros
casuales o muñidos acababan entre las sábanas de cualquier hotel.
Me aferraba a sus tersas grupas. Follábamos en su pequeña oficina
en las horas del refrigerio, bajo el axioma del aquí te pillo aquí te
mato. Degustaba su lengua. Su olor urbanita y silvestre.
Un día de sol se apareció con sus maletas en mi habitación,
que quedaba por el club de tenis. La casa resultó muy pequeña
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para dos personas que necesitaban su propio espacio. Mi despa-
cho para escribir desapareció, no me era fácil digerir esa pérdida,
para mí era vital y no transigía, lo defendía con uñas y dientes.
Sin mencionar la zambra de cada fin de semana en el bendito
club que nos ponía la cabeza como un bombo. Una puñeta.
Duraban hasta la madrugada Sin embargo, los vecinos no se
palteaban. Más prácticos, le sacaban la vuelta al jaleo, aprove-
chaban la música para armar sus fiestas familiares. La zarabanda
y los apretujamientos nos empujaron a la mudanza. Sin pensarlo
dos veces, pasamos a vivir en la quinta de una familia alemana
por la calle Callao, era más espaciosa. Luego de unos meses de
convivencia, ardores y desbordadas fogosidades, creíamos que eso
era un buen indicador para formar pareja, nos casamos.
Desde el primer momento ella fue muy clara conmigo, no
quería quedarse en la ciudad, oye, viajemos y dejemos esta aldea
de mierda. Así visitarías otras bibliotecas, leerás otros libros, escu-
charás y aprenderás otras lenguas, bacán, ¿qué te parece? Pucha,
oye, este es un jodido puerto como las Azores. Los navegantes
se detienen pero solo para tomar aire, pisar tierra y echarse un
polvo. Me cerraba en banda ante la hipotética deserción. Las
discusiones cada vez más fuertes minaron la vida conyugal, la
convivencia se hizo cuesta arriba.
Un día luego de un rifirrafe concluimos separarnos porque
volaban vasos y platos contra las paredes, fue el punto de inflexión.
Rompimos. Un día asió su equipaje como vino, sin avisar. Casi
sin discutir arreglamos el divorcio y por correo electrónico; «in-
compatibilidad de caracteres», rezaba la sumilla de la demanda.
Me escribía correos o me remitía postales. Rehizo su vida. En
verdad, éramos, mutuamente, una carga para el otro. Era la lucha
encarnizada del arraigo contra el desarraigo. Ella en su nomadismo
impenitente, yo en mi sedentarismo terco y obstinado, no me
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voy. Me ponía bruto. Se volvió a casar con un alemán, por lo que
me cuenta van a comerse al mundo con aventuras a los sitios más
impensados. Posiblemente vengan a verme, me comentaba en una
de sus últimas cartas. Sabía que era un cumplido limeño.
A pesar de que llovía guijarros, no me minaba la moral. En
mi habitación soportaba estoicamente la murga urbana. Una
vez aprovechando mi condición de negro de las redacciones
filtré varios escritos y editoriales en los diarios locales contra
ese veneno mortal que viajaba por los aires, me regañaron. Son
patochadas, la típica queja del exquisito intelectual encerrado
en su atalaya.
Como partisano declarado contra la zarabanda me enredé en
una jocosa paradoja. Quienes vivían en la habitación de al lado
era una joven pareja recién casada, disfrutaban, vehementemente
y como debe ser, la luna de miel. Desde mi habitación escuchaba
el sonido del crujido amoroso de los cuerpos cuando se aman.
Los gemidos y gritos de excitación trascendían la alcoba. Atiné
cívicamente a tapiarme a los oídos y dormir luego de tomar un
trago de ron con jugo de melocotones, ese ruido no envenena
me consolaba.
Con la ayuda de mi portátil expurgaba los datos que leía en
mis incursiones por los archivos y bibliotecas. Los expedientes
se catalogaban por nombres, otros por años. Hice un curso de
auxiliar de archivero, para así desenmarañar mejor esta jungla. Era
un alud de información lo que atesoraba. Llegué a reconocerlos
por el color del folio o la letra del secretario de juzgado. Este
mismo rigor no se reproducía en las estanterías, eran manga por
hombro, anarquía que Belén reprobaba con humor.
Regresaba a mi habitación a las once o doce de la noche
porque durante el día contaba con una camarilla común de ene-
migos del buen ocio: el ruido diurno de las motos y la música de
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los altoparlantes de los restaurantes de la primera planta. Aparte
del calor que invadía el pequeño departamento por las tardes,
convirtiéndolo en un sauna de vapor.
Cogía la bicicleta y me iba a la biblioteca a las orillas del río
Amazonas, era un antiguo edificio cauchero de diseño andaluz,
¿no recuerdas que los alarifes eran gaditanos? Solía ir en las
mañanas. Chambeaba hasta las dos, que era la hora del cierre.
Comía un menú en uno de esos restaurantes vegetarianos reco-
mendado por Percy, corría de la dieta hipercalórica. Retornaba
a las cuatro de la tarde hasta las ocho de la noche. En las tardes
cabeceaba un poco delante de un libro, me apetecía una siesta.
Se me caían los ojos. Me rehacía. Gozaba del aire acondicionado,
salvo cuando asolaban esos putos apagones de luz eléctrica porque
comenzaba el bochorno y el calor se expandía por el local. Con
prisas abandonaba el recinto. Por esos cortes intempestivos de
energía eléctrica una vez perdí varios archivos con los consabidos
cabreos contra la empresa.
Mi asignatura pendiente era podar los veintitrés tomos de
una colección de documentos de un jurista despistado. Eran
unos tochos indigeribles. Descansaban arracimados sin orden
cronológico. Échale un diente, me alentaba Percy, era una veta
para despejar los celajes del bosque.
La noche dejaba mi habitación fresca. No obstante, la ba-
tahola urbana era una barda difícil de eludir. Me machacaba el
sueño y agriaba mi carácter. Puteaba. Buscaba remedios como
sellarme los oídos con cera para escribir o leer. Cuando no es-
cribía ni leía, me ponía los auriculares para escuchar latin jazz,
Paquito D’Rivera, en clara muestra de guilladura tropical. Eran
mis armas contra este guirigay.
Un buen día me llegó la oferta de un diario del norte del
país en la cual me pedían colaborar como articulista de opinión
31
sobre artistas plásticos regionales y en la recesión de libros, que
por cierto eran muy escasos. Me pagarían unos setenta dólares
por artículo, no estaba mal para este oficio que por esos pagos
era una obligación hacerlo gratis; de lo contrario, se ofendían. En
parte, esos fréjoles aliviaron las angustias y apuros. Les propuse
cuatro artículos mensuales y para mi sorpresa aceptaron, pero
solo dos. Esta carta se la debía a una amiga trujillana, era muy
pata con la directora de ese diario.
Yolanda era animadora cultural y arribó con la misión de
elaborar un reportaje sobre la movida cultural. La pasamos bien
paseando por los lagos, tragos de ayahuasca y recitales de poesía
por el barrio de Belén en un local comunal. Aquí el bullicio es
parecido al de Trujillo, me graznó. Se asombró de la ausencia de
cines, de las pocas revistas de arte, salvo Varadero.
¿Y tú cómo vives?, me preguntó con sus ojos achinados. So-
brevivo como los hongos fosforescentes del bosque tropical, de
la poca luz y del reino de las sombras. Bueno, ya en serio, oye,
no te pongas existencial tampoco, me replicó con un ademán de
carantoña. Mientras me arrojaba la almohada a la cara cuando
mordía sus morenos senos. Era pluriempleado y precario. Un
saltimbanqui. Escribía el horóscopo en un diario local, redactaba
tesis de bachiller. Qué loco, reía Yolanda. De locutor radial en
programas de madrugada y, a veces, vespertinamente como co-
mentarista de fútbol de la liga local. Parece que esos zozobrantes
oficios para ganarse las habichuelas la conmovieron.
La paga de las crónicas contribuiría al pago del alquiler. Me
habló con cierta marcialidad Gabriel que parte de la estrategia
legal era amortizarla a través de una consignación en el banco y
nos aseguramos para un tiempo más, no te preocupes. Cuando
menos pensé se cambiaron las tornas, entraba en tiempos de
buena racha.
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Un amigo de Montreal, profesor de la Universidad de Mc-
Gill, quien escribió su tesis doctoral sobre los campesinos en el
río Tahuayo, logró el financiamiento para uno de mis proyectos
sobre la propiedad y el rol de los agentes judiciales en el periodo
en que el puerto era jauja. Con Oliver T. Coomes me unía la
común preocupación por el ciclo gomero. Me sugirió que usara
como hipótesis de trabajo la relación entre el Derecho y Geogra-
fía, que podría ser mucho más evidente en este inconmensurable
espacio de la floresta donde coexistían diversos actores sociales.
Era para un año y con posibilidades de renovación. La noticia
era una bocanada de aire fresco.
Uno de los badenes con que me tropezaba era la fecha de
la erección de este puerto, suscitaba reyertas en los sanedrines
tropicales. Bailaban las fechas, pareciera que el ánimo de dar con
el momento exacto de la fundación era para exorcizarlo de la
bastardía. Como si le faltara pedigrí. La ausencia del documento
escrito era una recurrente preocupación. Pero apenas rasgabas
se superponían meses y años. ¿5 de enero? ¿Septiembre? ¿1864?
¿1874? ¿Cuándo llegaron los primeros barcos de la Armada? ¿El
primer astillero?
¿Por qué no reinventar una fecha? Esa cándida pregunta la
propuse en una de mis gacetillas. Lo pagué caro, me afearon.
Recibí un fuerte varapalo de un dirigente del Frente Patriótico
[FP]. Me espetó con acritud que era un Judas, que ultrajé la
dignidad de la ciudad. Me llamó antojadizo, pedante, intelectual
de baja estofa. Muy irritado en una entrevista radial atizaba a una
marcha de repudio por mi majadería, los del FP se autoprocla-
maban los vigilantes de las conciencias. Qué podía hacer yo, ni
mierda, aguantar el tipo como podía. Al diario donde publiqué
el comentario remitieron masivas cartas al director desaprobando
«la infeliz paparruchada». Se enfadaron. Las calles se inundaron
33
de octavillas achacándome la desvergüenza. Mi departamento
amaneció con las paredes pintadas de rojo apostrofándome de
indigno, vende patria e hijo de puta. Sin querer, metí la pata.
Ese pajolero incidente me espoleó. Me obligaba a hilar fino.
Una noche de fin de semana me desperté como a las diez
de la mañana con un fuerte dolor de cabeza que no se me qui-
taba, era el mal aguardiente de la caipiriña. Fui al frigorífico,
bebí agua y me tomé un paracetamol. Puse la cafetera y me
reanimó el olor a café. Ruth sin despertarme fue a una reunión
como dirigente de base del FP. Recogí su nota olvidada a posta
en la silla del escritorio. La leí antes de ir a la ducha, arengaba:
«¡Correligionarios patrióticos, hagan el amor y no la bronca!».
Esbocé una sonrisa por la guasa, la reclamaba para desdramatizar
el desaguisado.
Tomé un rápido desayuno con jugo de naranja, una taza de
café con leche, con pan pero sin mermelada de fresa, como solía
tomar en las mañanas. Era una medida del plan de austeridad,
dado que los martes y jueves tocaban esa ración. El pan integral
o de centeno y la mermelada light serían para los otros días de la
semana, porque a mi edad debía cuidarme del colesterol malo. A
pesar de los buenos tiempos, me empecinaba continuar a rajatabla
la vida austera, bajé unos kilos y se redujo la tripa.
Como un espartano hacía footing soportando los picotazos
zahirientes de la gente que desalentaban correr, el deporte en
solitario les revolvía las vísceras. Corre, corre, cabronazo, me
gustan tus piernas, papacito, qué buen culo. Afrentas que mal
tragaba en mi recorrido por el jirón Próspero.
Por el severo plan de ajuste, creo que exageré, descuidé acu-
dir al café de Pedro, entre el jirón Próspero con Morona. En ese
mentidero te enterabas del los amaños en las licitaciones donde
pedían peajes los alcaldes, diez por ciento. O las ocurrencias del
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alcalde, que se dedicaba a viajar y menos a gobernar la ciudad.
Me reprochaba. Haré un reajuste y el próximo mes paso por el
café, me prometí.
«Hay corrupción, sí señores, ratas en el municipio», así bra-
maba uno de los locutores de la radio, lo escuchaba mientras
masticaba con desgano el duro cacho de pan del día anterior.
Salí caminando con dirección al antiguo local municipalidad
en plena Plaza Mayor, a unos metros de mi habitación. En los
bajos quedaba la biblioteca que guardaba una buena colección
de diarios antiguos. En mis pesquisas me topé con la hoja de un
diario de finales del siglo XIX que se editaba en Yurimaguas, otro
puerto de este montón de islas. Eran hallazgos reconfortantes
que luego contaba en mi columna de opinión, demostraba así
el lado débil de los que escribían la historia porteña que omitían
escudriñar las fuentes.
Salí muy temprano porque más tarde el sol era inclemente.
Persistía en hurgar en la panza e intestinos de este cetáceo como
era la biblioteca municipal donde la intuición me recomendaba
meter mis narices.
Discutía con Elena, una amiga que era profesora rural,
sobre las obligaciones morales y las deudas con el terruño. Me
aguijaba. Tuve acalorados debates sobre esos débitos del éxodo.
Abandonarla es traicionarla, le rezongaba. No. Tú llevarás a este
puerto dentro de ti. No es traicionarla, replicaba Elena con su
cuello de cisne, dientes de conejo y gruesos anteojos, mientras
tomábamos una botella de vino blanco que ella compraba y el
pastel de patatas que yo preparaba en la buhardilla, hobby que a
mi padre le caía como un golpe en el hígado.
Lo que pasa es que el hipotético exilio truncaría mis planes,
le incordiaba. Me causaría una desazón. ¿No te das cuenta de
que los que se quedan aquí terminan locos y vagabundos? Mira
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a Sisley puliendo esculturas en plena calle y se mofan de él.
Qué cabezotas eres. A Germán que no escribió más poesía. Esta
ciudad te pone huero o te manda a la granja psiquiátrica como
premio, rezumaba Cecilia con cierto retintín de malevolencia
en su voz. No seamos tampoco tan pesimistas, respondí. Me
cerraba en banda. Se enfadaba porque desechaba invitaciones
como conferenciante de centros de estudios, universidades del
país y del extranjero. Si quieren escucharme, que vengan aquí,
les respondía secamente.
Al vetusto edificio municipal lo declararon en ruinas y en
peligro inminente de derrumbe, según la ley de edificaciones. A
pesar de esta resolución administrativa, en la primera planta fun-
cionaba una oficina de turismo, con dos empleados encargados de
repartir mapas trabucados de la ciudad, así entendía la campaña
de promoción turística el alcalde. En el otro lado de la misma
planta funcionaba la biblioteca que atesoraba. Era innegable que
se pasaban la declaración por el forro. El edificio pintado de un
color verde loro que con las lluvias se tornaban de color negro, la
roña verde amarillo ganaba sus territorios en las paredes.
Las escaleras de madera que conducían para la segunda planta
eran muy frágiles, cada paso dado sonaba de manera poco discreta,
crujía. Un letrero de cartón escrito a mano advertía: «Prohibido el
paso». Me despreocupé de este aviso y subí con cuidado, sopesando
mis noventa kilos de humanidad en cada grada. Al llegar al segundo
piso advertía en las paredes los retratos de los alcaldes que posaron
el culo por el sillón de la Casa Consistorial, como reseñaba un
huachafo reportero radial, colega de Carla. Ese salón se pobló de
telarañas y lagartijas. Presumía que la mirada de estos circunspec-
tos burgomaestres celaban los arcanos de esta urbe. Uno de ellos
era bizco. Aquí se escondían los febles linajes y las componendas,
grazné mirando los retratos. Tomé fotos y de vuelta a casa.
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Antes de pirarme repasé el mural del pintor César Calvo.
Buscaba un guiño iluminador en esos brochazos, apuntaba con
reconcomio. Cuando era un niño mi padre me traía para admirar
ese mural. Se veía bergantines y barcos acoderados al frente de
la ciudad que apenas se dibujaba. ¿No era acaso la llegada de
la flotilla naval con la misión de construir un apostadero? No
era ninguna ceremonia de fundación como se cree. Me percaté
de que en el lienzo los indígenas aparecían de refilón. Como se
sabe, ellos huyeron. Era la silla vacía de estas ceremonias. En la
interpretación de estos murales y en desmigajar los palimpsestos
andaban las claves de esta confusión.
Otra de mis batallas pírricas era la defensa del centro histórico
que cada día se devaluaba más. Los adoquines de las pistas de
antaño terminaron edificando la torre de homenaje a un héroe
nacional. Ganaba el pasotismo ciudadano. En los corrillos polí-
ticos se comentaba que la abulia dejó al centro de la ciudad caer
en esa degradación. Les importaba un pimiento. Qué mierda es
eso de bienes culturales. Para los insulares le sonaba a vanidades
intelectuales.
Me acosaba un sueño. Últimamente era casi recurrente
cuanto más obseso me volvía detrás de esas huellas gomeras. Un
inmenso lago donde los íncubos del monte navegaban sobre las
aguas en apacibles actitudes de seducción para que abriera una
caja que atesoraba una pila de papeles. Gnomos en actitud dialo-
gante. Toninas coloradas arrepintiéndose de los amores robados.
Croaban acremente las ranas hasta las primeras garúas. Parecían
imágenes extraídas de una toma de ayahuasca o de un cuadro
del pintor Ceccarelli. El sueño no me atormentaba, pero estaba
allí como una sombra.
Hablé con Belén sobre el fondo pictórico del sueño. Ella
sugería que hurgara y me detuviera más sobre esas imágenes
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oníricas. Ella llegó en el mejor momento de esta tolvanera, su
buen humor y ojos azules diluían esos brotes de ansiedad que
me atenazaban en esos baches de la navegación.
¿Era necesaria la fundación? ¿Una fundación con fecha y
hora? Ensayaba respuestas y conjeturas como aquella que abogaba
que el no poseer partida de nacimiento nos restituía el equilibrio
con los ancestros. Me explicaba, se fundirían los puntos de vistas
entre las dos tradiciones de relatar la historia: la oral y la escrita.
Sugería que el camino era la reinvención como los nacionalismos,
pero con cuidado de no meter la pata, puede devenir la patología
y el empacho. Sí, sí, está bien, pero sin prueba indubitable de la
partida tu hipótesis se cae sola, me replicaban muy convencidos
historiadores domingueros. Qué obstinación. Malvivía con esas
respuestas que alimentaban mis noches en blanco.
Moraba en pleno corazón del puerto. Cuando era adolescente
vivía en una zona de expansión urbana a pocos minutos del cen-
tro. La ciudad creció bajo el principio Potosí, a golpe de bonanzas,
mano de obra barata y depresiones económicas. La penúltima fue
la del petróleo que la expandió a límites inconmensurables tanto
que ningún humedal aledaño quedó libre. Fueron desecados y
la población desplazada invadió esas tierras.
Con unos primos gamberros, omitiendo las advertencias
paternas cruzábamos la frontera señalada y pedaleábamos en las
céntricas calles. Todavía quedaban los azulejos portugueses de una
época que ya fue, pero que la población se regocijaban de añoranza
enfermiza. Con grandes dosis de morriña apuntan al mecano de
la Casa de Hierro, era de Eiffel, fue traída de París, comentan con
chulería bufa. Apenas se aguantaban en pie las antiguas casas cau-
cheras que cedían paso a la sed inmobiliaria que era un espanto de
gusto. Kitsch y calurosas. A los arquitectos el diseño bioclimático
les importaba un carajo, esas son ridiculeces, refutaban.
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Cuando me emancipé de mis viejos busqué un rincón por la
calle Morona. Me animaba que desde el corazón de la almendra
vindicara la memoria del puerto. Mi primera chambre era tan
pequeña que apenas cabían una cama en la habitación. Mis libros
fueron la razón mayor para buscar otra morada.
Las buenas intensiones de colonizar el centro histórico se
topaba con una china en el zapato: el ruido. Me dañaban los
tímpanos. La furia enconada de los tubos de escape sin silenciador
de las motos era el rival a batir. Las alegres bandas de música
irrumpían sin horario. Era un bombardeo demoledor como el
de Guernica. Sin contar con las jubilosas marchas militares cada
domingo, te despertaban muy temprano. O en su defecto, las
marchas alborotadoras del fp se deslizaban cuando menos me
imaginaba. En mis horas bajas pensaba seriamente, si valía la
pena resistir, ¿desertaría? Me fustigaba. No flaquearía.
«La algazara se garantiza los trescientos sesenta y cinco días
del año», omitió estipular el propietario en una de las cláusulas
contractuales. Las ventanas sin doble protección y sin criba
para frenar el jaleo sin límites. Cuando me desesperaba de los
altos decibelios apelaba a un somnífero. Dormía de largo el día
domingo, salvo cuando un pata o patas me despertaban muy
temprano, por la arraigada costumbre local de no anunciar las
visitas. Mierda, me fastidiaban.
Los que pasaban por mi habitación no me preguntaban sobre
esos viejos papeles. Me conminaban a ponerlos en orden, oye, si
quieres te ayudo, masculló Lady un día, es una maraña. Aprove-
chaba la ocasión para explicarles sucintamente lo que escarbaba
como el rol taumatúrgico de los escribanos para defender las
tierras de indios. Bueno, flaquito, veo que estás empapado de eso.
Pero ¿en verdad se interesan por esas historias? Me balbuceaba
insinuantemente la voluptuosa y membruda Lucía, del lunar
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cerca de la boca, en una de esas noches que acudió a la habitación,
sus labios carnosos eran deliciosos. Sus besos de tornillos me
ardían hasta desprenderme de los manuscritos que comentaba.
Era madre soltera de dos hijos, el padre de sus críos era un ex
diputado, pero ella rehizo su vida con esfuerzo sin pedir nada a
cambio. Se ganaba los garbanzos como profesora de Literatura
y ocasionalmente me visitaba.
Me irritaba malbaratar los tiempos. Gruñía. Me exigía
dosificarlos y maldecía distraerme en engorros domésticos,
como el cambiar el timbre por uno nuevo, hacer la colada, ir de
compras al mercado. Belén, ante esos ahogos, me llamaba cari-
ñosamente en italiano tesdesco. Ella tomaba la vida con filosofía
mediterránea de contemplar y disfrutar. No apurar y tomarse
su tiempo. Me seducía su perfil cuando dormía, parecía a una
musa de Goya, y yo a la de un inca por mi nariz ganchuda, me
decía ella.
Cuando se erigió la Corte de Justicia uno de sus magistrados
publicó una monografía en defensa de los indígenas que moraban
en el río Putumayo y alrededores. Sindicaba a los responsables
de la carnicería y advertía de las triquiñuelas usadas para zafarse
de los cargos que les imputaban. Se apoyaba en la veracidad del
testimonio de uno de los testigos in loco de los crímenes ocurri-
dos. Se me dibujó una sonrisa por el hallazgo, esos que te hacen
brincar de contento. Lo releía.
Por eso era importante desempolvar pliegos. No le perdía ojo
en estos desbroces de papeles. Era la diana que buscaba.
Acudía a ese texto para contraargumentar la teoría de los que
negaban empecinadamente esos asesinatos. Son invenciones de
cronistas e intelectuales tullidos pinchaban con denuesto. Esas
muertes de indios son alucinaciones de los resentidos sociales y
filocomunistas.
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La humedad alteraba los datos, me advertía Percy, con quien
las tertulias cobraban brillo dialéctico. El puso voz a los indios
originarios de la ciudad, los ikito, que andan en pleno éxodo en
el monte como miles de descarriados. En la biblioteca de la casa
notaba que los papeles no se conservan secos, se humedecían. Las
páginas de los libros antiguos se difuminaban. Contaban como
siniestra y voraz aliada a las polillas que engullían las páginas como
el alzhéimer a los recuerdos. Ante estos contratiempos me armaba
de paciencia como cuando uno esperaba con la caña de pescar.
Trazaba mapas con la experiencia de un cartógrafo naif, era
con el propósito de situarme mejor entre calles y avenidas. Era
el escenario de las escaramuzas como los de los bloques de La
Cueva con los de La Liga, sociedades secretas que pugnaban por
el poder local apelando al lugar de nacimiento. Sin embargo, me
sabía a poco, creía que no agarraba el cogollo.
Los curas agustinos refunfuñaron. No querían vivir en estos
bosques por que le jodían los mosquitos, era el culo del mundo.
A los curas los confundían con los gallinazos, que traían la mala
suerte por la levita negra y el alzacuellos que portaban. La po-
blación fue muy hostil con ellos, no los querían sobre todo los
caucheros. Se ganaron fama que manipulaban las notas, sobre
todo las fechas ¿Te acuerdas del cura franquista del colegio que se
enfadaba cuando escuchaba comentarios contra el Generalísimo?
Todavía la presencia agustiniana deja un sabor agridulce, más
con las invasiones de otras religiones, santones y sectas.
«Se prohíbe la entrada de animales, excepto abogados», reza-
ba un afiche en uno de los bares de puerto. No los querían por
leguleyos y corrompidos. No entendían que ganaran dinero con
los pleitos de otras personas. «Primero, matemos a los abogados»,
citaban la frase de Shakespeare en una de las editoriales del El
Imparcial. Ni curas ni abogados que les destrozaran los sueños.
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El día a día me sorprendía como un zurriagazo en el mentón.
Cada cierto tiempo reportaban el hallazgo en la cuneta
cadáveres de homosexuales. Tirados en barrios o calles, por la
carretera Isla Grande- Nauta. Son muertes violentas, a punta
de machetes y cuchillos. ¡¡¡Horror!!!, se desgañitaba un radio-
periódico. Un apuesto y joven concejal fue asesinado en manos
de su amante [una mujer alegaba entre lágrimas, en uno de los
radioperiódicos, que quedó embarazada del finado]. Se presumía
que el asesino era un peluquero de moda de la calle Fanning. Su
cuerpo lo encontraron pica-pica, gritaba un comentarista de La
Isla, famoso radioperiódico matutino. Morían de una brutalidad
y ensañamiento despiadado. Me acojonaba la violencia brutal.
Para rematar, los telediarios traían la noticia de un grupo alzado
en armas contra el Estado central, no admitían a los gay en los
poblados que ellos ganaban a punta de fusil. Los amenazaban
con matarlos con una bala donde más le dolía, huían. Muchos
de los desplazados llegaron al puerto.
Me embarullaba la cima de contrastes. Por un lado, vivían
filántropos como aquel polaco candidato a la presidencia de su
país que instaló la televisión por cable hace veinticinco años, y que
Lima, no gozaba de esos servicios que con cierto soniquete se jac-
taban los isleños. O de la constitución de un grupo cultural, hijos
y nietos de exiliados gallegos, que se denominaba La Falange.
Por otro lado, los desplazados pergeñaban barrios empo-
brecidos donde ambulaba el hambre y que los políticos con la
retórica tabernaria la negaban bailando cumbias y regalando
besos con lengua a sus prosélitos. Peleaban por un techo a
punta de invasiones en casuchas con restos de madera aserrada
y plástico. O de los aborrecidos agiotistas como Nicoló Flores,
La Paña, que sangraba a los profesores rurales como una piraña
con intereses altísimos y sin esconder cada domingo que era un
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devoto evangélico. Los proxenetas, putas, santones y curas en el
mismo patio de aguas.
Me desesperaban los momentos de incertidumbre. A mo-
mentos era incapaz de enhebrar los diferentes canales, cursos de
los ríos interiores, mareas, corrientes secretas, mares de fondo,
remansos, orillas. Me restregaba los ojos, y nada. Cuando menos
uno pensaba pisabas el cenagal. Convenía andar despiertos, con
el lamparín encendido de día y de noche como el viejo Diógenes
el Cínico. Por esos días urdían cuestionamientos a las autoridades
apenas juraban sus cargos, muchos eran presuntos imputados de
malos manejos de dinero público o de líos con la justicia, no pa-
gaban la mensualidad de sus hijos. Era una agonía. Se fabricaban
bulos que viajaban de una punta a otra de la ciudad como que
el presidente regional aceptaba coimas como el traje de fiestas
como regalo para darte una adjudicación, era muy vanidoso.
Aquí todavía es tierra de aluviones.
Paseaba con Belén cerca del lago albañal. Quizá en la carroña
podía saltar alguna pista, me alentaba. Así pillaron a Abimael
Guzmán, el lujurioso gordo y jefe de Sendero Luminoso entre
las basuras y miasmas. Estas excursiones eran un pretexto para
conocer la ciudad. Se asentaban los desplazados por la guerra
interna en los Andes en casuchas de chapas. Desempleados de la
costa que emigraban con la consigna de esquilmar los bosques.
Empleados del petróleo en paro, putas de todos los rincones del
país, cafichos, indígenas y campesinos empobrecidos. A conquis-
tar la selva, predicaba un ex presidente peruano.
Era uno de los lagos míticos que se alimentaba de las aguas
residuales. Cada día ganaba la playa que los chiquillos aprove-
chaban y jugaban al fútbol, inocentes de todo. En sus orillas se
erigía la iglesia del que fue de uno de los iluminados o santones
muy famoso. La del Hermano Francisco que buscaba la tierra
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sin dolor, eso prometía a sus fieles. Hombres de largas barbas y
mujeres con túnicas blancas adoraban una gran cruz de madera.
Afirmaban muy convencidos que el Hermano Francisco curaba
y sanaba enfermedades. Un amigo locutor de radio y alcohólico
impenitente dejó de serlo al escuchar su palabra, es un converso
de las virtudes del santón y formaba parte de su exclusivo séquito.
De repente, de un día para otro el gurú perdió las facultades de
sanación y se regresó a su tierra. Aunque el cotilleo y la guasa
vecinal que nunca faltaba, comentaban que se emperró con una
feligresa que le sacó de sus iluminaciones.
Esas cavilaciones se rompieron por el despegue de un hidroa-
vión de una base militar cercana. Mierda, mire la hora. Recordé
la cita muñida con el Tunchi, era el mote de Amado Campos.
Tomamos un motocarro y de vuelta a la ciudad.
Campos era un secretario de juzgado que, simultaneaba con
el oficio de detective privado, con el caché de esta profesión se
jactaba en las borracheras con sus colegas del Juzgado. Gabriel
me habló de él. En su activo currículo de fisgón contaba con el
descubrimiento de las infidelidades del marido de la celosísima
Eva Flores, una amiga en común del colegio y periodista de un
programa de chismes en un canal de televisión. El pata era un
artista, lo disimulaba muy bien con su vecina cuñadito, que era
prima de su suegra, un pendejo. La vecina era uña y carne de
Eva, compartían hasta el marido por lo visto. En este puerto para
ganar la liga se debe hacer puntos en casa y fuera de ella sino no
ganas el campeonato era el chascarrillo del adúltero.
Los méritos del Tunchi para unos, era la cicuta para otros.
Destapó al hijo negado del alcalde con una quinceañera, ex em-
pleada suya, que vivía por la calle de Morona. Ella fue reina de
belleza en las fiestas patronales. Fue la campanada que pinchó
la carrera política del burgomaestre. Llegó a divorciarse. Dios
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perdona el pecado pero no el escándalo, se desgañitaba Jaime
Zumaeta por las ondas de El Imparcial, radioperiódico que era
un grano en el culo de los políticos regionales. El patín desde la
noticia se desnortó. Urdió una alianza política con un ex alcalde
que ciscaba en cualquier fiesta o ceremonia sin importar quienes
eran los acompañantes, conducta que lesionaba seriamente el
barroco protocolo que era despiadado con quienes lo incumplían.
Por cierto, en las últimas elecciones el ex burgomaestre de vientre
flojo obtuvo cinco votos.
Amado Campos, de rostro moreno, nariz chata como de
boxeador, con unos púbicos bigotes a lo Cantinflas, era natural
de Piura, del barrio de la Mangachería, churre. Mostraba sin
rubor las medias porque su pantalón era más corto y sus in-
contestables zapatos blancos. Coterráneo del pelmazo de Long
Zoy. El apodo de El Tunchi en el localismo insular quiere decir
fantasma. Nunca aparecía en público, los testaferros que ponían
rostros a sus pesquisas como periodistas amigos o abogados que
eran patas de él. Su consigna, nunca aparecer.
Lo que le sorprendió al Tunchi fue la tarea encomendada.
Puta madre, de todos los cachuelos nadie me encargó uno tan
peculiar. Encontrar esa puñetera carta anexada al proceso del
Putumayo. Como referencia le sugerí hurgar los archivos de
los notarios y de los juzgados. Sin perder el ojo al expediente
principal que sería la caza mayor, le remarqué.
La oficina de Amado era austera. Colgaba sobre la silla del
escritorio un diploma muy grande de una escuela argentina de
detectives privados donde obtuvo el título por correspondencia
que anunciaban en la revista Mecánica Popular, que las hallaba
cuando era mocoso esparcidas en la casa del tío Pedro Seabra.
Un par de sillas para los clientes, un ordenador de los primeros
años de la vertiginosa industria informática. Miraba con cara de
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asombro ese aparato, carraspeó, que no necesitaba más sofistica-
do, quiero solamente un procesador de textos, el resto como sabe
es pura publicidad, me señaló muy convencido y guiñándome el
ojo, sonreí cómplicemente. Junto al diploma, un teléfono rojo
y al lado el calendario de una vedette que mostraba unos enor-
mes pechos y una milimétrica tanga. Prescindía de secretaria.
Era muy discreto, nadie debía saberlo si no ponía en peligro la
chamba del Juzgado.
Campos pensó a priori que la tarea era papayita. Mientras le
hablaba pensaba en el depósito donde amontonaban los viejos
expedientes, en el sótano de la Corte, era el socavón a explorar. Se
dio ánimo, es una búsqueda aséptica. Era académico, me restregó
con una risita cachacienta. Te voy a ayudar mi estimado, me recalcó
con voz remilgada. A ratos quería hacerse el bacán e interesante,
mientras me invitaba un vaso de licor de algarrobo de su tierra.
Salud. Pero la búsqueda cuesta, profesor. No hay problema, le in-
diqué. Luego de regatear nos pusimos de acuerdo en los costes.
No podía más. Por eso pedí que me echara una mano al
Tunchi porque mis pesquisas eran infructuosas. Un antropólogo
me apostilló que una vez mandaron a un becario a bucear en los
archivos de la audiencia y no encontró ni un pajolero folio de
los crímenes del Putumayo.
Una mañana anunciaron por la radio que el alcalde consti-
tuía una comisión que se encargará de señalar el día exacto de la
fundación de la ciudad. Con ese lenguaje plagado de arcaísmos
aseveraba, rimbombantemente, que una Comisión de Notables
visitaría la madre patria porque mucha de la documentación
inédita se encontraba en el Archivo de Indias, en la ciudad de
Sevilla, a orillas del Guadalquivir. El periodista Jaime Rosas antes
de terminar de leer el anuncio con ironía soltaba el latiguillo, de
la madrastra patria dirás, sí, señores y señoras, empieza el turismo
46
histórico con el dinero de los impuestos. Con la boca chica y en
medio de la publicidad se comunicaba la reedición del libro de
los crímenes del Putumayo.
Al Tunchi el latiguillo final de la noticia le espoleó e inme-
diatamente ató cabos. Se puso a trabajar a destajo y sin chistar,
debe ser importante, chasqueó. En su larga estancia en oficinas
y foros judiciales no escuchó de esos escándalos, ¿fue soterrado?
¿Dónde mierda estará ese expediente?, se preguntó mirando el
archivo desordenado. Se intentó inventariar y fue un fracaso.
No encontraron a ningún archivero que se quisiera meter en ese
hoyo lleno de viejos papeles.
El Tunchi me preguntaba: jefe, ¿cuándo fue eso? En 1904,
más o menos. No joda, jefe, eso ya es agua pasada. Era un ex-
pediente de las muertes de indígenas. Un caso muy sonado y
con repercusión internacional. En los libros de historia regional
estos crímenes se pasaban en puntillas. Hummm..., pero de
todas maneras lo buscaré, lo decía con suspicacia. Maestro,
recuerdo que un abogado, de gafas y cara de cura, escrutaba
en el depósito aunque él vive fuera de la ciudad, se marchó sin
encontrar pistas.
Sin embargo, las virtudes de este detective de los humedales
me recomendaron ponerlas en remojo. Me advirtió Gabriel, más
aún si es pata de Long Zoy, que no es trigo limpio. Él jugaba a
doble banda y sacaba una buena tajada a los querellantes. Pero,
ni hablar, era el más idóneo. Profesor, todos resbalaban donde
él. Cumplía con el perfil de secretario cicatero, pero tenía que
fiarme. Una de sus bazas, a pesar de ser un ave carroñera, era su
indiscutida discreción.
Esperaba que el Tunchi diera las primeras señales. Pero nada.
Él leía afanosamente las fotocopias del magistrado que denunció
los asesinatos del Putumayo. Hubo miles de muertos agusanados,
47
violados, torturados. En Lima, un catalán denunció estos crí-
menes en La Prensa, un diario limeño. Los delitos ocurrieron en
esa zona fronteriza con Colombia. Esta disputa territorial fue la
mala excusa para que nadie protestara contra esos crímenes, era
tierra dejada de la mano de dios. La sangre les importó un carajo
porque eran de indios. El ministro de Relaciones Exteriores, un
famoso historiador, negó que esos hechos acontecieran. «Son
comentarios interesados del país vecino para enlodar a esos pro-
hombres de la patria», apostillaba. Las denuncias periodísticas,
lamentablemente, cayeron en papel mojado. Amado se quedó
alelado por la historia. Se le hizo un nudo en el estómago.
Me cabreaba los agujeros negros en estos homicidios ¿Por qué
la mala práctica de repetir lo dicho? ¿Por qué no buceaban en
estos antiguos papeles? Se pasaba por agua caliente las muertes
en la zona de La Chorrera o por el lado de El Encanto. Me era
difícil digerir.
Mi interés cada vez mayor por el juicio del Putumayo se
ligaba con los casos que investigaba sobre la administración de
justicia. Era lo que más descollaba. Es que los protagonistas se
repetían. Los encontraba como: alcaldes, congresistas, jueces,
prósperos comerciantes. Como un geógrafo que era abogado
de caucheros o congresistas que tapaban con una mano lo que
ocurría en ese rincón de la selva. Recuerdo que mi padre compró
una colección de libros de Historia y en uno de esos tomos pude
leer esos crímenes, desde entonces no he parado de saber más de
ese grave incidente que ha descepado estos bosques.
En los tiempos de lluvias sufría. Por las resquebrajadas tejas
que cubrían el techo de zinc filtraba el agua como una regadera.
Ponía cazos en la sala, en el comedor, en escritorio. Belén se reía
de nervios de mis gritos y colaboraba en los inútiles esfuerzos por
librar a los viejos papeles de las goteras. Por eso a los andamios
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los cubría con una manta de plástico, protegidos de la lluvia y
el polvo. Puteaba. Pero me agarraba a esos papeles viejos como
a un clavo ardiendo me espetaba mi madre.
Mientras lidiaba estos entuertos domésticos, Campos me
pedía paciencia por la «mucha carga procesal» en el juzgado y
que el encargo lo aparcaba temporalmente. Por mi parte apro-
vechaba para visitar a personas que residían muchos años en el
puerto. Era para obtener una mejor fotografía de la época de la
goma. Grababa entrevistas, tomaba fotos que era la parte que más
gustaba a los entrevistados. Prestaba atención que en las paredes
de las casas colgaban mapas antiguos que eran mi pasatiempo
favorito. Sin publicidad de mi hobby, compraba esos mapas, los
más desaprensivos me regalaban. No entendían esa manía mía
de coleccionar cosas baladíes, pareces gringo, me reprochaban
con ese punzante sarcasmo tropical.
Arracimaba una buena colección de mapas. Era curioso que
cada cartógrafo construyera su propia ciudad. Se acotaba lo que in-
teresaba. Esas compras eran a cargo del proyecto financiado por la
universidad canadiense. Era material valioso que una vez concluida
la investigación donaría a la biblioteca municipal, esa posibilidad
me producía más de un escalofrío por la incuria demostrada con
estos bienes. Un administrador, cuyo mérito para ocupar el cargo
era ser amigo del Alcalde, mandó a reciclar material bibliográfico
porque era viejo, olía mal y esos amarillentos folios apestaban a
humedad. Por eso me mortificaba esa posible donación.
Cumplía con creces con el proyecto. Se hizo una primera
publicación con buenos resultados. Aunque los lectores fueran el
número exacto de los dedos de la mano derecha. Se sacó a la luz
a un sector no ostensible en la historia, a los indígenas litigantes
o como los llamó Percy a los indígenas jurisprudentes. Un indí-
gena defendía la posesión de sus tierras utilizando argumentos
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simétricamente articulados con la ayuda de un escribano. Se abría
la caja de los truenos y se ponía voz a este sector marginado. Era
una historia subalterna expresaban los más entusiastas.
Los historiadores locales y despellejadores sudaban resen-
timiento y lanzaban denuestos contra el libro. Mostraban in-
diferencia con la publicación. Lo que no fuera de su parroquia
les parecía desdeñable. Que no entendían el libro, que era una
muestra de pedantería intelectual, me enteré del cotilleo en el
Café de Pedro, me reproché con resignación con el dicho, el
que ajos pica, ajos come. A pesar de ello, los que auspiciaban el
proyecto quedaron muy contentos. Es más, tuve más financiación
y se prorrogó por dos años más.
El nuevo proyecto planteaba escarbar los pasos de una mujer
indígena que disputó sus gomales contra un cauchero alemán. Lo
que pasaba es que los focos puestos sobre estos personajes margi-
nales contradecían a la cáfila de despistados que argumentaban la
tesis que los indígenas no gozaban de derechos civiles, no resistían.
Les causaba resquemor una entrada diferente al tema.
Los hallazgos iban en dirección contraria a los acostumbrados
panegíricos a los prohombres de esta tierra, como llamaban a
los caucheros de antaño. Era una retórica frívola y lagotera que
escondía la muerte de los desheredados del bosque.
El Tunchi, cierta mañana de poco sol, me despertó muy
temprano para ofrecerme unos viejos expedientes. Los cogió del
archivo. Nadie se va a dar cuenta de la sustracción, me remarcó
Amado muy seguro. Aquí no les importa esos papeles viejos,
subrayó ufanamente. Me sonrío, además se guardarán en buenas
manos. Los hojeé a matacaballo. Era una pequeña mina. Me
quedé con la miel. Maldita sea, me negué comprarlos por una
cuestión de pudor, que luego me arrepentiría porque acabaron
carbonizados en esas aciagas piras de octubre.
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Amado miraba con ojos de plato los ingentes documentos
que abarrotaban la habitación. Apilados. Le comentaba que temía
que la información se perdiera. Se reía cachosamente. Aunque
en estos charcos pagaba el pato o era mi cara de huevón, me
surtían de pergaminos adulterados a pesar de los juramentos de
autenticidad. Eran de mis abuelos, me aseveraban los vende-
dores. Luego de cotejarlos tranquilamente en la biblioteca caía
en cuenta de que no era cierta, eran palimpsestos. Se prestaron
alterar nombres y fechas.
Como era culo de mal asiento, en las horas muertas, redactaba
la perorata de un director de una caja de ahorros para la ganadora
de un concurso de belleza —el muy cabrón denegó la publicación
sobre la historia de los ikito— hice tripas corazón y transcribía
las parrafadas tópicas de estos eventos, fue una dificilísima elec-
ción, la elegida era la perla del Amazonas y que atraerá recursos
turísticos. Qué buen lomo, chocherita, se reían mis amigos del
periódico al ver la foto de la elegida en traje de baño. Un cuerazo.
Otro de los pedidos fue desgranar argumentos a favor para la
declaración del día nacional del juane, una comida regional de
arroz y pollo que se envuelve en una hoja de una planta llamada
bijao. Fue de un diputado quien sustentaba su proyecto de ley
ante el Parlamento. Le sabía a gloria a quien degustara ese plato,
pero necesitaba un serio reconocimiento gastronómico ante los
representantes de la soberanía nacional. Fue una de las iniciativas
de ley más brillantes que presentó desde su púlpito este padre de
la patria, que lo mostraba con exultante orgullo.
Otro de los encargos me dejó patidifuso. Un concejal me
urgía una loa de bienvenida por la elección de señorita gay en su
distrito, ganó un exagustino a mucha honra, la Jimmy, promo-
ción 75. Tres folios nada más, hermanito. Mi perplejidad crecía
cuando se difundían por la radio las muertes truculentas de
51
homosexuales en las alcantarillas de la ciudad. Me desconcertaba
esos bandazos de la tolerancia a la tropelía.
En una de sus apariciones por la casa, El Tunchi se dio cuenta
que un ejército de hormigas marchaba calladamente por la ha-
bitación, en armónico orden, era una línea bermeja que partía
la habitación en dos. ¿Y eso? Puso el rostro ceñudo. Bueno,
siempre hacen lo mismo desde que me he mudado a este piso.
No sé cómo combatirlas, eche lo que eche ellas trazan su camino.
Sonrió. Amado me habló seriamente que ese cruzar de las hor-
migas por la casa era el anuncio de un viaje largo e intempestivo.
No le presté atención a su premonición. Es más, lo tomé como
un chascarrillo. Mira, le mostré para distraerlo, este es el libro
original del sonado caso del Putumayo, con la firma del autor.
Un amigo me lo trajo en uno de sus viajes a Madrid. Lo vendían
en una librería de viejo de la cuesta de Moyano.
En el mobiliario de la chambre reposaban copias de cuadernos
de bitácoras de los capitanes de barco de las misiones cartográficas,
cartas de navegación de marineros del primer astillero, aparejos
como las escuadras y compases con que los cartógrafos medían
las rutas por los ríos. Los ojos achinados del Tunchi se cerraban
y abrían, se refregaba. Le mostré, orgullosamente, una carta de
un grupo de ciudadanos del puerto que dirigió a la Sociedad de
Naciones en Ginebra. Adjuntaban fotografías en blanco y negro
de los soldados en el frente de batalla. Alegaban en una larga carta
a máquina de escribir, para mejor señas Remington que la conocía
por el molde de la letra, contra la decisión del Estado peruano de
legar una restinga al vecino país de Colombia. Era vox pópuli que
fue el regalo de bodas de un ex presidente de la república perulera.
Se revelaban contra esa martingala. De estas rebeliones sacaban
punta los políticos e historiadores con un empalagoso, flamígero
y superficial discurso insubstancial. Que no conducía a nada.
52
Le comentaba que mis abuelos narraban ese incidente con
cierto dolor, olía a traición. Una jeremiada. Mis tíos maternos
pelearon en el frente de batalla. Estos viscerales sentimientos de
apego a la patria chica era una prédica que desdeñaba porque
esos furibundos amores eran endebles. Me jorobaba porque la
soflama no se acompañaba de la requerida honestidad de sus
líderes. Cuando concluían el mandato como autoridad, los
denunciaban por sus pillerías. Recuerdo que en Contamana
desnudaron en la Plaza Mayor a una fiscal porque el pueblo
estaba hasta la coronilla de las autoridades, ella pagó los platos
rotos. Me ganaba el desencanto, pero confieso con vergüenza que
me nutría de esos vividores, colaboraba con ellos en cachuelillos
ocasionales.
Le invité un café que me rechazó, me pone nervioso, se dis-
culpó, si hay jugo de camu camu, te acepto, me replicó. Mira,
Campos, le mostré, la azucarera está llena de hormigas. No se
puede dejar nada afuera porque inmediatamente ellas se apode-
ran del motín, lo guardamos en el frigorífico. Me miró como si
fuera un pasmarote.
Una amiga de la Universidad de Salamanca me avisó por
correo electrónico que me visitaría una chica que escribía su
tesis doctoral sobre la visión del desarrollo de las ong desde el
sur. Eligió esta parte nororiente de la floresta por la historia que
hay detrás: muchos proyectos de desarrollo fracasados a pesar
del apoyo de la cooperación internacional. Izaskun leyó con en-
tusiasmo el libro del indígena jurisprudente y conocía mi recelo
con el tema de cooperación al desarrollo. Este hatajo de islotes
era el osario de estos proyectos. Me irritaba la imposición de las
agendas a las llamadas contrapartes.
Izaskun trabajaba sobre la esclavitud en Cuba y Yucatán,
un amigo en común dio paso a esta amistad. El nombre de
53
la doctoranda era Belén. Iba a pasar unos meses en el puerto.
Recogiendo información. Fue a verme, conversamos de largo.
Quedamos en vernos para continuar con el charloteo.
Belén me visitaba esporádicamente y con previo aviso. Me
contaba sus exploraciones. Avanzaba meticulosamente como
una hormiga, poseía disciplina y orden de los que yo carecía. Me
invitó a cenar al restaurante Maloca. Esa noche el traje negro
que llevaba le hacía estar más guapa. Lo que sobresalía eran sus
ojos del color cielo abierto. Me quedé colgado de ella. Tomamos
unas chelas, a pesar de que no le gustaba la cerveza, aunque las
chicas españolas que pasaban por este puerto se ganaron la fama
que les ponía la marcha.
En estos lodazales pasaba situaciones rocambolescas, claro
guiado de la mano del detective fantasma. Esperaba en un bar
de mala muerte donde Campos me indicó. Maestro, te llevo
información que va ser una bomba. Era la cita a unos metros
de El Molino, un motel cerca del lago de Moronacocha. Bebía
una cerveza. El patio andaba muy movido. Una muchacha con
coquetos labios rojos repintados de la mesa vecina, minifalda muy
corta y zapatos de plataforma me miró fijamente a los ojos, por
unos instantes; mordía los labios descaradamente y me sonrió. Me
hice el huevón y no le devolví la sonrisa, seguí mirando perdido
al horizonte. Ella se levantó. Se fue balbuceando y un mohín de
desagrado, oye guapo, de repente eres de esos que se les moja la
canoa, un rosquete, murmuró con su deje insular al pasar. Me
reí por la confusión, ojala venga pronto el cabrón del Tunchi, el
huevas demoraba. Pedí otra botella de cerveza. En la puerta del
motel se detenían una larga fila de carros.
Unos minutos más tarde entró el carro del Prefecto que re-
lucía la escarapela oficial en la puerta del chofer, la pareja saludó
al guardián, este levantó la cadena y pasaron. Corría la fama de
54
putero del Prefecto. Pude comprobar la mitad del rumor porque
la otra era que desconocía el pobre infeliz que su mujer le devolvía
con la misma moneda. Si abriera la boca, resopló el guardián del
garito con cachita, tras beber un vaso de cerveza.
El Tunchi no me traía noticias sino información de un
negocio cutre. No jodas, no soy periodista de radioperiódico,
le amonesté al fresco. Pero escribes para ellos, me pinchó con
cierto sarcasmo. Escucha y verás. Maestro, no me metas gato por
liebre, para decirlo claro, en cojudeces. Escucha, escucha. Hay
un gringo proxeneta que recluta jóvenes, hombres y mujeres,
que están por terminar el colegio. El puta invita lo que quieras:
comida, baile, encandila con engreimientos a estos mocosos como
comprar y regalarles una moto, ropa de marca. Luego te pide
el favor, sí, ¿cuál favor? Que poses desnudo o desnuda para una
sesión fotográfica y te pone un fajo de dólares sobre la mesa. Tu
foto está colgada en internet en pocos minutos, calatito. Luego,
te invita a Miami, él no viaja, el runrún es que pesa una orden
de captura en los iunaites. Esta red cuenta allá con empleados.
Llegas al aeropuerto de Miami, te esperan en una limosina,
estás a cuerpo de rey. Te llevan a los mejores hoteles y grandes
tiendas, están cinco días y luego regresas. Es que en esos viajes a
sus invitados les ponen cocaína hasta por el culo. Ninguna cayó
hasta el momento, sí, una, la Carola, se quedó en el aeropuerto,
está pudriéndose en el Penal de Guayabamba.
No me jodas, Tunchi. Espera, espera, no me cortes. Luego del
viaje, te invita a orgías donde participan autoridades policiales,
militares y civiles en una linda casa por la carretera al balneario
de Bellavista. Disfruta con los muchachos de dieciséis años.
Muere por ellos, les encanta desvirgarlos. Disculpa, Tunchi,
pero no entiendo ese negocio con el mío, le regañé contrariado.
Mucho, profesor, así se erige esta ciudad, de negocios sucios y
55
gentes sin escrúpulos. Son las profundidades que ustedes igno-
ran. El cotilleo es que uno de sus socios es el dueño de una de
las mejores empresas de turismo de la ciudad donde trabajó tu
ex mujer. No me jodas, Campos. No me entiendes, ellos son
los protagonistas de la historia, no te olvides, tú simplemente la
escribes arbitrariamente.
Adocenaba situaciones desternillantes con este Colombo
tropical. Concurrí por su persuasiva labia, cómo no, al consul-
torio de un hombre que curaba imponiéndoles las manos a sus
clientes, también ejecutaba otros milagros, remataba el azotillo.
Él en sus sesiones grabó las voces de muchos ahogados del río,
del buque Don Camilo. Identificaron el lugar de sus cuerpos y
así los familiares les dieron cristiana sepultura. Esclareció las
herencias de los que murieron en el avión que se estrelló en
Trompeteros, muchos eran petroleros con dos mujeres y puso
paz entre las pleiteantes. Contaban que contactó desde el más
allá a los familiares de los pasajeros de la Chachita, aquella em-
barcación que naufragó por el río Corrientes que las lenguas
filudas alegaban que en la panza de la nave ocultaba la blanquita,
de la buena.
El chamán me proponía invocar a los espíritus de los jefes
de sección de la Peruvian Amazon Rubber y para ello tomaría
unos brebajes incomibles, amén de los baños de flores. Me cagaba
en el hechicero, pero sonreía sin ilusión. Era muy receloso del
experimento y lo deseché, educadamente, a la primera de cam-
bios. Tunchi, eres un pendejo, me haces caer como un cojudo,
le espetaba. Se reía a boca suelta. Comentan los guías de turis-
mo que me conocían, colegas de mí ex, que los gringos pedían
como parte del recorrido por la ciudad la parada obligatoria en
la tienda este chamán. Su fama trascendía las fronteras, era muy
conocido por su página web.
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Recapitulaba cada paso, más cuando el Tunchi me distraía
con sus ocurrencias. Cuidado que te pongas friki, me dije como
regaño, es uno de los riesgos, sonreí.
Campos me comentó que el expediente se quemó en los
últimos incendios. Vaya putada. Me advertía como consuelo y
voz aguardientosa, que no existía un solo expediente, jefe, si no
alrededor de ochenta copias de expedientes sobre el Putumayo.
Era la ardid dilatoria sugerida por uno de los abogados de la causa.
De esos setenta y nueve no se sabía si se salvaron del fuego o no.
Los buscaré porque se me ha metido el caramelo en la lengua,
jefecito. Seguro que nos espera como una anaconda, mirándonos
antes de engullirnos.
Con Belén paseamos por el río. El plan era pescar porque
era la temporada. Ella carecía de experiencia con el manejo de la
caña de pescar pero locas ganas de hacerlo. Era un agradable día
nublado, sin mucho sol. En un barco pequeño enrumbamos a
uno de los lagos cercanos por recomendación de mi padre, pero
con mala fortuna. Bebí un mejunje de ajos para que no notaran el
olor a humano, rezaba la tradición. Pero los peces no nos hicieron
puto caso, no olisqueaban los anzuelos ni las carnadas a pesar
de la época del tucunaré, un exquisito pez fluvial. Resignados
de la mala pesca, comimos pescados ahumados con ensalada de
palmito en uno de los restaurantes de Nanay, de rechupete. Se
imponía un menú regional.
Caminamos por uno de los barrios más pobres del mismo
nombre de Belén, aquí los turistas sacan fotos sin ningún com-
plejo de culpa. Es el turismo que se regodea retratando la mise-
ria, las casas flotantes y los niños pidiendo limosnas. A lo lejos
resaltaban apiñados los palafitos que despedían humos de sus
cocinas. Las lanchas con techos de pamacari traían productos del
bosque como la carne silvestre, el pescado fresco y salado, frutos
57
del monte. Una radio por los altoparlantes anunciaba avisos co-
merciales, funerales y comunicados de servicio público. Miraba
de reojo que su rostro se afligía. No te preocupes, la mayoría de
los políticos sostienen que vivimos en el mejor de los mundos,
le comenté con el vano intento de quitarle hierro.
De vuelta le mostré una placa de uno de los monumentos de
la Plaza Mayor. Estaban esculpidos perfiles de soldados chinos en
plena batalla contra el invasor. La placa llegó en un aniversario
patrio que se recuerda, quizá por error y no se ha movido desde
esa fecha. Nadie impugnó nada, ni el FP, sigue allí a pesar de la
confusión del escultor o de quien lo trajo. ¿Ves que la historia
nos interesa muy poco? Entre la tertulia de mitos y leyendas nos
enrollamos con Belén.
Ella desde entonces vivía conmigo en esta jungla de papeles.
Luego de unos meses de convivencia me anunció que se volvía
a Madrid. Me tocaba a mí decidir.

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2. Los [des]encuentros
Y en ese momento a Pereira se le vino a la cabeza
una frase que le decía siempre su tío, que era
un escritor fracasado, y la repitió. Dijo: La filosofía
parece ocuparse solo de la verdad, pero quizá
no diga más que fantasías, y la literatura parece
ocuparse solo de fantasías, pero quizá diga la verdad.
Antonio Tabucchi

El Imperio no exige que sus servidores


se amen los unos a los otros, sino únicamente
que cumplan con su obligación.
J. M. Coetzee

Y muchas veces me he puesto a cavilar sobre las


torcidas visiones de las cosas que tienen los indios.
Percy Vílchez
1. El  de septiembre de 1917 concurrí ante un notario. Mi
nombre es Carlos Quinto Nonuya, indígena civilizado, vecino
en tránsito por este puerto, sin documento de identificación, con
oficio conocido, católico, no fumo ni bebo. Mis padres fueron
Zoila y Humberto, ambos nacieron en San Regis y Lagunas,
respectivamente.

2. Cuando era niño mi padre me enseñó a cazar en el monte.


Llegué a ser un diestro cazador gracias a él. Manejaba bien el
machete. Mi madre curaba las plagas y epidemias con hierbas, la
gente acudía a verla, sanaba enfermedades muy extrañas. Ella me
explicó con deje maternal que cuando fuera grande me enseñaría
a tomar la soga de los muertos, la ayahuasca.
Al lado de nuestra casa vivían vecinos del río Chambira,
otros del Ucayali, Ampiyacu. No les entendía cuando hablaban,
les costó mucho aprender el idioma de los cristianos. Un día,
mi padre y madre no volvieron a casa, unos me alegaban que se
volcó la canoa en medio del río. Otros que fueron muertos en
una correría. Me crié con unos tíos, pero apenas pude me libré
de ellos.

3. La sección a la que me designaron quedaba a muchos días en


barco. Casi a cuarenta días de viaje sumando los imprevistos. Nos
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embarcamos en el Liberal; portaba unos buenos motores alemanes.
Mientras tanto, leía en el camarote un libro de la catequesis. Tra-
bé conversación con unos pasajeros. Entre ellos Isaac Barchilón,
comerciante conocido del puerto. Iba por unos meses, la goma da
dinero, pero no es para quedarse, me comentó. Voy a estar unos
meses, el tiempo en que vuelve la embarcación Melita.

4. En la ruta se comentaba la denuncia de un periodista sobre


las crueldades que se cometían en las secciones. Era un agobio.
Sabía cuál iba a ser mi trabajo, ayudante del jefe de sección, Al-
fredo Jiménez. Mi labor consistía en exigir que los indios uitoto
trajesen mucha shiringa de los montes; si no traían la goma en
la medida que se les ha pedido, recibían severos castigos. No
hay que tener piedad con ellos, me regañaba Jiménez. Estos son
unos vagos y no les gusta trabajar. Me prometieron una buena
paga, comida y cama.

5. Participaba en las correrías de indios. Es decir, traerlos con


forcejeos porque sino estos holgazanes no venían. Para eso los
acarreaba a la fuerza de sus aldeas, con engaños. No eran nada
malo estas correrías porque hasta los curas lo consentían para
conseguirse muchachos como sirvientes.

6. Las obligaciones los sabía de memoria por mi experiencia en


el fundo San José, por el río Samiria. El dueño era el llamado
Conde de Parinari. Allí aprendí a leer. Me enseñó un profesor
de Galicia, no sabía dónde quedaba ese lugar, yo creía que era
brasileño por su manera de hablar. En el fundo moraban indios
Kukamas; si no traían los kilos requeridos del látex, palo con ellos,
hasta hacerles arrepentir de nacer. Cepos, látigos, torturas eran
las armas. Estos indios sin palo no caminan, muchas veces los
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empalábamos por el recto. Una vez discutí con el conde porque
no quería pagarnos lo que prometió, sin más me despidió.
Luego supe que le denunciaron por malos tratos y por varias
muertes de indios. Algunos amigos que le vieron comentaban
que vagaba ido por las calles, dormía en las mesas de las ventas
del mercado. Los abogados se encargaron de desplumarle su
fortuna y él quedó tocado de la cabeza. No reconoce a nadie, el
que a hierro mata a hierro muere.

7. Me arrepiento de tanta muerte. Me mandaron a la Sección de


Andoques porque allí estaba Jiménez. Era la antesala al infierno si
es que existía este. En aquel lugar indígenas paraban borrachos y
andaban con taparrabos para cubrir sus vergüenzas. Las mujeres
mostraban sus enormes senos caídos. En el mismo trabajo que
el mío estaban los endrinos ciudadanos de Barbados y otros
empleados civilizados. Yo ya no mostraba el cuerpo descubierto
de manera impúdica. Llevaba traje aunque no zapatos.

8. En el monte veía a los venados, monos o aves con rapidez. Sabía


donde se ubicaban las manchas de gomales. Cuando monteaba
nunca volvía sin una presa por eso me querían las cocineras de la
sección y los jefes. Quizá por eso me comisionaban a las misiones
más delicadas, me gané su confianza.

9. Los indios mambeaban coca. Me invitaban aunque eso no le


gustaban a los jefes, decían era la excusa para que estos cholos
tramaran rebeliones, hay que erradicar que mastiquen coca. Fue
una de mis primeras tareas matar a machetazos al jefe del clan
que le llamaban capitán Pichaco.
A cada clan le correspondía un capitán. Pichaco tuvo una
atroz muerte. Primero, le dimos latigazos, luego le pusimos en el
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cepo bajo el fuerte sol y lluvia. No moría. Las heridas se llenaron
de gusanos y con mal olor, no quería estirar la pata, sacamos los
machetes de buen filo para rematarlo. Despedazamos sus carnes
para darle de comer a los perros.

10. Alfredo Jiménez, era un buen jefe. Nos regalaba a sus mujeres,
eran chiquillas. Lindas huambras. Me enamoré de Catalina, era
la hija de un capitán que conocí en una correría. Un día me sor-
prendió al decirme que esperaba un hijo mío, me puse contento.
Le comenté a don Alfredo. Se disgustó. Eres un huevonazo, un
tonto de mierda, me reprochó con rabia. Me llenó de improperios
e inmediatamente la mandó a matar. De estas hembras no hay
que enamorarse, Carlos, me reprendió con esa voz que le da la
experiencia. Escuché un disparo de pistola, la mató. No quise
comer varios días. Mi corazón se inundó de cólera contra Jimé-
nez. Uno de los chamanes de los Muinanes me dio una buena
purga, así arrojé el resentimiento.

11. Jiménez, el Supayocote, le conocíamos con ese mote que


significaba, culo del diablo, porque hedía, no se bañaba. Se
levantaba de mal humor, dormía muy poco. Peor cuando en la
noche escuchaba los sonidos del manguaré, esos tambores que
retumbaban en sus oídos, estos salvajes sin alma piensan atacar-
nos, me recriminaba. Disparaba al aire con su retrocarga que
no la abandonaba ni cuando iba al escusado. Se molestaba. Sus
órdenes eran azotar a los jóvenes, mujeres y viejos hasta matarlos.
Los cuerpos descuartizados se desperdigaban por todas partes y
hasta los perros los despreciaban como alimento. Los jefes de
sección marchaban sedientos de sangre. Fuimos inducidos por
ellos a dar de comer a los indios carne humana, ellos rechazaban
¿pero no son caníbales? No. No nos gusta la carne humana. La
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carne de blanco menos, apestan cuando sudan, será peor cuando
mueren, me contestaban.

12. Ordenó que a una niña de cinco años le introdujesen un tizón


en los ojos, a ver si aguanta. La niña murió desangrada y gritando.
Él no pestañeaba con esas órdenes ni muertes. Le producía una
alegría que brillaba la pupila de sus ojos. A otra cría, él mismo
le introdujo en la vagina un cuchillo caliente hasta traspasar su
cuerpo. Luego, se transmutaba en un santo varón y escribía una
carta a su hijo que estudiaba Medicina en París, aquí no pasaba
nada hijo, salvo unos indios revoltosos a los que les cae látigo y
cepo. Confieso que me acostumbré al horror.

13. Las mujeres uitoto eran guapísimas, con unas nalgas redondas
y duras que enloquecían a los caucheros. Unos senos inmensos
que lo mostraban sin ningún pudor como ya mencioné, apenas
se cubrían sus partes. Recuerdo que una vez en la parroquia
un misionero que tomaba notas para un libro de geografía me
amonestó que debía esconder mis partes porque eso eran malas
costumbres de los infieles. Me cubro desde entonces con una
camisa y pantalón. Miraba con desdén a estos bárbaros.
Sin embargo, los jefes de sección perdieron la cabeza por
ellas. Santiago Benavides se obsesionó por la Rosaura. Era una
guapa morena, muy risueña. Muchos comentaban que Benavi-
des adolecía problemas de erección, nunca la poseyó ni penetró.
Cuando ella murió en las fauces del tigre, lloraba Benavides
desconsoladamente. Pensé que iba a cambiar. Nada. Se volvió
más cruel y sanguinario. Si nosotros no les traíamos suficientes
indios de una correría, te castigaba con latigazos y al cepo a pleno
sol. De verdugos pasábamos a víctimas en un abrir y cerrar los
ojos. No se arrepintió nunca. Eso fue en Abisinia.
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14. Ambulé por casi todas las secciones. Los jefes estaban con-
tentos con mi trabajo. Cumplía las órdenes que no dudaba en
ejecutarlas. Si no las cumplía, me mataban.
En la fría celda junto al río no podía dormir. La cárcel era
vieja, cuando llovía nos mojábamos. Me despertaba continua-
mente porque escuchaba voces mientras dormía. Aullidos de
jóvenes, niños y mujeres que pedían clemencia y que nunca atiné
escuchar. Eran de mi sangre.

15. Los jefes de la Peruvian a través de un amigo me enviaban


ropa y unos cuantos soles. Esos jefes eran justos. Me negué a
confesar ante el juez que investigaba esos crímenes. Esas enco-
miendas, deducía, era el premio a mi silencio. Me preguntaban
pero no respondía. No era cierto, exclamaba, replicaba. Aunque las
pruebas indicaban lo contrario. Unos indios señalaban los lugares
donde fueron ejecutados sus parientes y amigos, hallaban huesos
calcinados, compañeros con heridas marcadas por los latigazos,
cepos, barras con que torturábamos. Negaba, me mantenía en mis
trece. Me trajeron a la ciudad para depositarme en la cárcel. Qué
tranquila, apenas se escuchaba el ruido del tranvía que pasaba por
la ciudad hasta el lago de Moronacocha. Nadie hablaba de lo que
sucedía en el Putumayo. Se entretenían con la noticia de la cons-
trucción de un tren que partiría desde la costa. Atravesaría costa,
sierra y montaña. La inalámbrica no dejaba de asombrarlos.

16. Entre los amigos de los dueños de la Peruvian se contaba con


el cronista de un diario. Replicaba las calumnias lanzadas por
diferentes periódicos nacionales y en el extranjero por lo ocurrido
en el Putumayo, eran puras habladurías, exageraciones de ciertos
periodistas acostumbrados al chantaje. Era un buen amigo de
sus amigos. Por esos escándalos vino un cónsul inglés que era un
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borracho y que le gustaban los jóvenes, murmuraban los jefes con
mala saliva. Solo interrogó a los mozallones de Barbados, muchos
originarios de Senegal. Escribía en su libreta y tomaba nota de
las quejas de los infieles. Clic, clic, sonaba su cámara fotográfica.
Vestía un impecable traje blanco.
Este cronista y compadre de los dueños de la Peruvian en
sus editoriales ensalzaba a los imputados. «Aquellos abnegados
hombres que iban a la estrada a extraer la goma para contribuir
al desarrollo nacional en esta parte del país. Eran de espíritu
como los pioneros de las praderas y cañones de Norteamérica.
Al mismo tiempo que frenaban la ambición territorial de los
colombianos. Eran los gomeros prohombres de la región de los
montes». A pesar de que a mi celda nadie me visitaba sabía lo
que pasaba en la ciudad, las paredes hablaban.

17. Uno de los momentos más difíciles fue la rebelión de Ka-


tenere. Un capitán uitoto al que un grupo de muchachos de
confianza como yo, de la sección Atenas, mató a su mujer y
sus hijos. Armó una revuelta. Pensé que nos derrotarían. Los
indios peleaban con todo, con mucha fuerza. Les envalentonaba
la coca que chupaban. La coca es resistencia y el ampiri, la sal
del monte, les fortalecía la inteligencia, eso decían. Estábamos
asustados. En las noches los ancianos les contaban historias, eso
encabronaba más a los jefes. Desde entonces mataban a los viejos.
No pudieron vencernos, los matamos a todos. Corté la cabeza
del capitán rebelde, despedacé su cuerpo y luego los quemé. Los
indios miraban con horror y dolor. Hay que darles señales muy
claras que eso ocurría en caso de desobedecer.

18. Diezmábamos las aldeas. Maté más de mil indios con mi


machete y retrocarga. Quizá hayan sido más. Las órdenes eran
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liquidarlos. Chupaban coca en la maloca y nosotros llegábamos
con rifles, balas y machetes. La hoguera ardía sola. Nadie salía
vivo. Tierra arrasada. Huían al bosque y cuando los localizába-
mos recibían latigazos y luego la muerte. Por cada blanco que
mataban recibían varios muertos como respuesta. En ocasiones
los jefes apostaban cuántos indios traeríamos de las correrías,
eran grandes jugadores. Colocábamos en una larga fila a diez
indios, jugaban tiro al blanco. Morían como hormigas. El bosque
hedía a muerte. Los jefes encantados del horror. No les inco-
modaba. Quemaban niños para ver si resistían esos calores, olía
como pollo quemado. A los enfermos los dejábamos agusanar,
no les curábamos, morían solos, quejándose en su idioma. Los
entendía, pero moví un dedo para salvarlos. Así era este juego,
sí ayudaba me mataban.

19. Me enteré de que el juez de la causa abandonó varias veces


la ciudad. Recibía amenazas, organizaban marchas a favor de
los jefes y embestían contra la casa de este magistrado. Me reía
disimuladamente, ese maldito nos quería cargar la culpa de todo.
Era un trabajo como cualquier otro lo que hacíamos. Otros com-
pañeros en la cárcel me contaron que escribió un libro donde
describía con lujos de detalles lo ocurrido con esas muertes. Es
cierto que ese juez nunca puso el culo en la zona. Sí, pero estuvo
comisionado un amigo suyo, otro juez. Los testigos narraban cada
uno de los crímenes, en ese expediente los indios contaban con
voz. Unos pelagatos. Aunque para mi tranquilidad aceptaron las
peticiones del abogado de la Peruvian de que los indios no son
civilizados y, por lo tanto, sus testimonios adolecían de validez
legal. ¿Servirá este testimonio? Para rematar mi mala suerte salgo
en una de las fotografías que hizo ese juez de mierda.

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20. He ojeado las fotografías que aparecen en el libro, me tra-
jo un escribano previa coima. Uy, aparecen los jefes. Ellos no
hablaban con la cholada. Nos visitaban vestidos de blanco y
fumando puros. Al jefe mayor nunca logré verlo. Un día llegó
cuando yo hacía una correría. No pude conocerlo. Sé que pre-
guntó por mí, me consoló Jiménez. Reconozco a los indios que
salían en las fotos mostrando las heridas, los muy jijunas. El juez
comisionado fue quien hizo esas fotos en blanco y negro. No
recuerdo el momento. Salgo con otro compañero, me ayuda la
foto, aparezco mejor de lo que era. Hoy sería imposible dejarme
tomar una foto.

21. No dormía. Me molestaba la noche porque no podía conciliar


el sueño. Escuchaba que los demás dormían sin problemas. Yo
en cambio oía lamentos y quejidos, me atosigaban los rostros de
niños y mujeres que maté. Ancianos y capitanes de rostros largos
y arrugados me señalaban con el dedo. El temor me penetraba
como una cuña en mi cuerpo. Vociferaba descorazonadamente.
Los alguaciles de la cárcel me amenazaban que si seguía así me
enviarían al sanatorio. Me calmaba, me dolía hasta reventar la
cabeza. Llevaba semanas sin pegar ojo. Me hice una herida en
la mano que no se quería cerrar; hedía. Nadie sabía lo que era.
Me pudría en vida.

22. Me quedé solo en la celda. A los que dormían conmigo se los


llevaron a otros calabozos. Me enteré de que los acusados como yo
ya han sido puestos en libertad por falta de pruebas. Ya te tocará
a ti me decía a mí mismo. Mientras tanto mi cuerpo parecía una
piltrafa. Sin dedos de la mano, son unos muñones. Nadie comía
conmigo. Fui separado de mis compañeros. El alcaide mostraba
cara de preocupación. Temía que pudiera infectar a los demás.
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Supe que los jefes de la Peruvian se defendieron como gatos panza
arriba. Toda la bulla del juicio ya pasó, pero seguía confinado.

23. No era indio porque me bauticé. Adoraba a un Dios, no era


infiel. Esa era mi condición de frontera ni blanco ni indio, era
un indio educado por ellos. Pisaba los dos mundos. Obedecía
sin rechistar. En el fundo del Conde de Parinari, allí en las aguas
negras del Samiria o en el Putumayo acataba lo que mis jefes
me ordenaban. Me pagaban bien por cumplir a pie puntillas las
leyes propias del fundo.

24. Este testimonio lo hago para que descanse mi conciencia,


si quedan rescoldos de ella. Un amigo escribano, de una de las
mesas cerca del Palacio de Justicia, me recomendó dejarlo. Tu
testimonio quedará en palabras escritas Cayo, me aconsejó.
Cuando lo des, una copia le voy a entregar al juez de la causa.
Me indicaron que partía de viaje a Nueva York. A pesar de que
me causaba grima, era un juez que no se dejaba comprar. Se
rumoreaba que los magistrados le hacían la vida imposible en
especial el Fiscal de la Audiencia.

[Parte emborronada] Di tumbos antes de llegar aquí. Nadie


me quería. Se espantaban al ver mis heridas. Han pasado muchos
años. En el puerto ya olvidaron lo del Putumayo. En esta aldea
hay otros como yo. Apenas pueden ver sus ojos. Nos afincaron
en este lazareto. Los compañeros murmuraban eso, porque yo no
me acuerdo nada. En verdad, no recuerdo nada. Más bien cada
cierto tiempo pasaba a vernos un médico polaco. Nos llamaba
por nuestro nombre. No ponía cara de asco de mirar nuestras
heridas, los muñones de nuestras manos o el poco rostro que
nos dejaba esta enfermedad que se lo lleva todo. Somos unos
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guiñapos. Comía con nosotros, sin temor a contagiarse. No nos
hacía de lado como en la cárcel cuando obraban así mis propios
compañeros. Se marchaban, tú apestas, me reñían.
Hago muebles para la parroquia. Para el botiquín de enferme-
ría hago las sillas. Para la oficina de administración las estanterías.
Al mismo tiempo, soy el monaguillo, espero que las pesadillas
que me envuelven cada noche se laven. Nadie me conoce y no
doy razones de mi vida anterior.

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Huellas digitales

La oscuridad esquivaba los rostros, palpaban y olían sus cuerpos


rociados de perfumes silvestres y esencias de palo de rosa. La
pasión aliñaba el momento. Una noche de nubes blancas que
señalaba inequívocamente lluvia, intranquilizó a los amantes y
no sabían por qué. A ella le sacudió los escalofríos. En sus senos
marrones como el zapote le pinchó un dolor, alguien va enfer-
mar profetizó acongojada. En plena tormenta cayó un rayo y el
resplandor reveló la lengua roja y la cara de ellos. Eran hermanos
y murieron de tristeza.

75
2

El dueño del arco iris despertó cuando las gotas de la llovizna


caían sobre sus colores. En aquel momento desaparecieron los
colores, se fue la lluvia. Todo era azul.

76
3

Hablaban la misma lengua hasta que arribó esa inmensa y gruesa


serpiente que escupía leche sobre el río. Buceaba en las aguas
saladas, murmuraban. Los hombres y mujeres que bajaron del
lomo de la anaconda discutían sin que nadie los comprendiera.
Desde entonces cada clan pronuncia en sus malocas historias
ininteligibles.

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4

Los jóvenes lozanos peregrinaban desnudos, sin vergüenzas. Has-


ta que leyeron el libro grueso que mentaba malignos, desdichas
y pudores. Cubrieron sus partes con los folios del libro.

78
5

Somos del color huito. Fruto marrón oscuro y sabroso como los
senos de una mujer. La luna llena develó caras, panzas gordas y
lenguas rojas. Reímos.
Clan del ungurahui.

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6

El río se tiñó de rojo, se respiraba un fuerte olor a azufre. Parecía


el fin del mundo. Aparecieron animales fantásticos flotando en
las aguas, bestias inimaginables, manatíes y sirenas. Carachamas
descomunales que asustaron a la abuela, esos peces sin escamas
y huesudos. Durante varios días tomamos aguas de las quebra-
das. Los más viejos aseguraban que fue el grito enloquecido de
un curaca. El curandero luego de beber la soga de los muertos,
la ayahuasca, balbuceó que cayó abruptamente un meteorito.
Mentira, era la petrolera que nos endosaba aguas residuales.

80
7

Revisaba los viejos manuscritos. Cayó en cuenta que después


del bosque existía un gran océano salado. Consultaba mapas
de diferentes siglos y de distintos cartógrafos. Cada ejercicio
topográfico era un pretexto para imaginar la ciudad, porque
los incendios devoraron el acervo urbano y los recuerdos de las
habitaciones. En ese quehacer acertaba en muy poco, y en otros
eran intentos deslucidos. La ciudad no entraba en los atlas ur-
banos que escorzaba. Se percató del error cuando el mar dulce
irrumpió los sueños.

81
8

Al despertar los ojos lagrimosos y rojos de la gamitana me mi-


raban, es el pez del que me hablaba la abuela. Estaba dentro del
río otra vez.

82
9
El arcángel Santiago

Fue amante de Santiago porque él antes mató a latigazos a su


marido, el curaca Pichaco. Por los celos mataba a los compañeros
a quien la miraba de reojo, el miedo nos atenazaba. Le embelesa-
ban sus senos, me dan tranquilidad, mordía los pezones porque
se parecían al fruto del camu camu, ácido y delicioso a la vez.
Los besaba con fruición antes de ir a desollar niños y mujeres. En
las noches mientras retozaban, ella se moría de pavor. Repasaba
su silueta con besos y suaves mordiscos de deseo, tu cuerpo es
precioso, hecho para el pecado, resollaba, mientras traspasaba
obscenamente con la mirada su piel morena. El candil de la
habitación centellaba un brillo lujurioso. Mojaba el sexo de ella
con vino francés que le trajo el buhonero Ruiz. Luego sorbía
muy lentamente hasta hacerla gritar de placer a Rosaura. Parecía
un niño frente a una tarta de manzana. Dormía con sobresaltos.
Se despertaba como un poseso muy temprano con el látigo y la
balanza romana en la mano para pesar los kilos de shiringa, el
látex extraído por los muinanes. Sin pestañear ni razones orde-
naba a los atezados criados de Barbados que castigasen al cepo a
Quiayroque, un niño de ocho años, la goma que trajo no servía
para nada. Acuchillaba niños y niñas por vana ocurrencia, son
unas plagas. Era una persona completamente desconocida la que
despertaba después de copular con la Rosaura. Ella durante el
día no salía de su cuja donde dormía. No se movía, se protegía
con un amplio mosquitero, no quería mirar los castigos ni es-
cuchar los gritos de dolor de sus hermanos, del clan del ulloai,
gente de coco. Cerraba los ojos y se tapaba los oídos porque
el sonido del manguaré avisaba de más muertes. Que se callen
83
esos tambores, mierda. Una de las mujeres que cocinaba para el
jefe le contó que mataron a Dorotea, su hija, una niña de cinco
años. Ordenó que le pusiera un tizón ardiendo en su lengua,
murió en el acto, la mujer lloraba desconsoladamente. Mandó
a que a su sobrino le introdujeran brasas incandescentes por el
recto, pobre niño, berreaba lanzando maldiciones en su lengua.
Él se reía, estos indios no soportan un poco de calor en el cuerpo.
Ella estaba a punto de volverse loca. Santi era muy pródigo en
regalos y baratijas que le ponía en los pies de la cama: cremas
de piel, peinetas, perfumes, calzones y sostenes comprados en
una de las mejores tiendas del puerto. La amante anterior a ella
murió de puntapiés, propinados por él al saber de su embarazo.
En la noche con el miedo y la mansedumbre ponía buena cara y
a mecerse bien, él gozaba cuando Rosaura succionaba su miem-
bro fláccido en unos minutos. Lloraba en el regazo de ella, no
podía poseerla y maldecía a sus dedos con artritis. Dormía con
un rifle bajo la cama. Era desconfiado. Un día que Benavides
fue de correrías a una aldea cercana, y los barbadenses más los
muchachos de confianza dormían luego de una borrachera con
aguardiente, ella aprovechó para escaparse con tres mujeres más
al monte. Huyeron. Se perdieron en el bosque. Las buscaron
por cada rama. Hasta encontrarlas muertas porque un tigre las
engulló. Santiago lloraba a ríos oliendo su ropa. Eso no apaciguó
su furia impía, la incrementó con más brutalidad. Mataba a los
Rezígaros jugando tiro al blanco o a machetazos porque le salía
de la punta del pie. Un día cuando los ríos engordaban de agua
llegó la noticia que los buscaban por órdenes judiciales, entonces,
abandonaron las secciones sigilosamente, casi sin decirles nada. Se
escaparon a Manaos, a Lima, a Londres. Pusieron otros negocios
con los réditos de las muertes del Putumayo. El expediente donde
les juzgaban se perdió en los vericuetos de la audiencia, uno de
84
los acusados de los crímenes lo escondió en casa. Se perdieron
en la fosca. Santiago agonizaba lejos del infierno, ese gran reino
donde él era uno de sus devotos guardianes, Abisinia. Su vida
se apagaba frente al mar de Miraflores, roía sus labios, olía el
cuerpo de ella, sintió una ilusoria erección agónica y balbuceaba
el nombre de Rosaura ante el rubor y enojo de su mujer, Marifé,
de rostro agrio, boca torcida y con las cejas negras arqueadas
desgañitaba, qué atesoraba esa india de mierda que no tuviera
yo. No se olvidaron de este desastrado, todavía aquí en la ma-
nigua recuerdan al arcángel Santiago porque en esta ciudad sin
memoria hay una calle con su nombre.

85
3. Mitológicas
aquí donde la angustia es una vía
Ana Varela
I

Aterricé cuando el aeropuerto quedaba a orillas del lago


vertedero y el calor humedo te penetraba por los poros. Los
dueños de estas casuchas era una compañía de gringos, de la
Ganso Azul que buscaba petróleo, lo dejaron cuando se mar-
charon y servía de terminal. Te confieso que me atrapó no se
qué desde el primer momento, amor a primera vista, por eso
me fui quedando, encontrando excusas para el arraigo. Vine
un poco a tantear y me quedé. Con una amiga, la Verita, juntas
pusimos varios negocios, pero La Balsa Mágica fue la sensación
en su momento. La ayudaba en los menesteres más a la mano,
como reclutar chicas aunque las mujeres de aquí son abnega-
das, buenas mozas y orgullosas, orgullosísimas, cuando menos
pensabas nos dejaban colgadas con los clientes. Me encargaba
de los trámites administrativos, aunque metía las narices en la
logística y el marketing. Era muy avispado. Sin dejar de chinear
al cocinero sino te huevean. Me sacaba la chochoca. Atendía a
los clientes personalmente. Con Verita éramos muy amigas allá
en Chiclayo, ella me animó a esta aventura. Dejé el sólido norte
de los algarrobos y del seco de cabrito por estos calores ecuato-
riales. La gente piensa que esta ciudad es abierta para el visitante,
91
bueno, depende de qué visitante. Los extranjeros cuentan con
más oportunidades, aunque no faltan los quejumbrosos. Los
que somos del mismo país la pasamos canutas. Los encontraba
muy cerrados, viven en su círculo y no se abren para nada. Es el
orgullo insular, hay que entenderlo. Sufrí duro en la convivencia,
y luego de a pocos se van abriendo. Años difíciles querido, así
fueron mis primeros meses, luego poco a poco fui parte de ellos.
Me encanta la forma de hablar, alterando el orden de las palabras,
de la Vera su amiga me decían, risas. Te tutean al momento.
Hablan despacio no como los limeños de culos pequeños que
no se les entiende ni dios.
Quién no ha pisado este bar, casi todos. Recuerdo a ese al-
calde con la chapa de Tiburón por su gran nariz, entraba con
paso triunfante rodeado con bellas chicas, se armaban unos
bacanales de padre y señor mío. Con sus patas se ponían a jugar
cartas, eran grandes apostadores, se ganaban y perdían fortunas,
los he visto con mis propios ojos ¿Recuerdas la casa de Silfo de
la calle Putumayo? Sí, un chalet grande con piscina, sí, lo perdió
aquí en un juego de cartas una noche, lo he visto con estos
ojitos. Allí vive el notario Rojas, el ganador de esa noche, esta-
ba con una flor en el culo, de buena racha. Aparecía cuando
menos esperabas el prefecto Pereira, conchichón como sonaba
la cumbia, pedía una cerveza y la tomaba como en secreto en
uno de esos rincones en uno de esos rincones, fumaba como
chino en quiebra. ¿Te acuerdas de los hermanos Meza? Sí, esos
patitas que traficaban con la blanca, con la blanquita, también
ellos, traían mucha juerga cada vez que llegaban de Colombia
o de Miami. Hacíamos grandes recepciones y nos encomenda-
ban el bufet a nosotras, tiraban el dinero ¡ésas sí eran fiestas!
Eran grandes clientes. Pero no todo era alegría también sobor-
nábamos a la policía para que nos dejaran en paz. Sí, eran unas
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ratas de cloaca, inspeccionaban a las dos o tres de la mañana el
local, justo en la hora de mayor movimiento, puta madre, los
untábamos con dinero y reservarles, era una exigencia, a la Lu-
cerito, una de las mejoras hembras y la sensación en la balsita.
Era limeña mazamorrera de pura cepa, vivía en Barrios Altos,
era guapa la majadera. Los clientes deliraban, uno de ellos se
volvió loco por ella, estaba encamotado, murmuraban que era
un comandante. El pata perdía los estribos, pagaba por cerrar el
local y no abandonaba hasta las cinco de la mañana bebiendo y
escuchando canciones de Manzanero. Lucerito chambeaba en el
Pigalle, aquel reputado antro de Lince, en la mera Lima ¿lo
conoces? Era la estrella, bailarina de primer nivel que abandonó
una posible carrera de éxitos por los amores con un teniente del
glorioso Ejército peruano, que le trasladaron a esta ciudad. Era
la querida. Se quedó un tiempo, estaba enchuchada. Cuando
bajó el negocio por la dura competencia de las visitadoras, que
llegaban de todos los puntos del Perú para los centros petroleros,
entró a la fuerza a ese negocio, nos dejó solas y abandonadas.
Pero así es esta chamba. Hay que guardar siempre pan para mayo
y cuidar el cuerpo, porque luego comienzas a engordar, a arru-
garte y con amaños a ponerte en las puertas de las habitaciones
mostrando medio cuerpo, el culo o las tetas, sino los clientes
pasan de ti. ¿Qué no he visto, di? No creas, yo sufrí mal de
amores, me enamoré de un alférez de la Fuerza Aérea, con los
de la fap eran con quienes más hablábamos, los del Ejército eran
unos cholos brutos y los de la Marina eran unos pitucos creídos,
sin gracia, afeminados, perdona mis malas palabras, eran unos
tipos de mierda, choleaban a medio mundo. Mi amorcito pre-
cioso se llamaba Jorge Garrido, El Llullampa, era alférez, espada
de honor, volaba de cuando en cuando. Luego supe que el muy
rosquete era administrativo, por eso su mote. En su perra vida
93
piloteó ni un barco a control remoto siquiera. Se cagaba de
miedo. Nos amábamos furtivamente, solamente la Verita sabía
de lo nuestro. Pero no pudo ser, lo dejamos ahí porque quería
demasiado a su madre, amén de las diferencias. A los años leí en
los diarios, esos diarios chichas que ponían verde a medio mun-
do y ensalzaban a Fujimori, que se casó con una de las bailarinas
que salía en la televisión en un programa del mediodía promo-
cionando música chicha. Lloré al mirarlo en la pantalla, perdió
un poco el pelo, pero se le veía bien. Se retiró de la FAP, gozaba
de las ganancias de su mujer, era su agente, amante y manager.
Aquí se pierde y se gana hijo, es una balanza que hay que saber
donde poner las pesas. Los que escriben la historia nos dejan de
lado, aquí entre cervezas y mujeres se han decidido licitaciones
públicas, concesiones forestales, sentencias de casos difíciles, si
te contara. No salen en los libros. Cuando empezaba sufrí un
poco, por las calles recibían insultos y hostilidades por mis con-
toneos, te hacían la vida imposible. Uno de los vecinos me
agredió y lo denuncié, los policías se reían, no querían tomarme
la denuncia, anda nomás maricón de mierda que no ha pasado
nada. Verita llamó por teléfono a los jueces y fiscales que eran
clientes de la casa para que se registrara la denuncia. Eran unas
mierdas, a pesar de esto me gané el respeto. No me metía con
nadie, hacía mi trabajo. ¿Acaso lo que te cuento no forma parte
de la historia? Claro, hijo, afirmaba una voz meliflua. Los clien-
tes fijos eran el Presidente de la Corte y uno de los vocales de
pocos modales, de nombre de gobernante inca, era un cachondo
cuando bebía más de la cuenta. Se rodeaba de unas huambras
bien jóvenes. Una de ellas, la del culo respingón y cuerpazo de
tentación era la hija de un conocido periodista. Este magistrado
era un hombre serio en la calle. No reía salvo en La Balsa Mági-
ca, la balsita. Sus lentes verdes tapaban sus ojos porque sufría
94
estrabismo, era cejijunto. Cuando nos topábamos en el jirón
Lima, ¿Ahora le llaman jirón Próspero, no? Nos saludábamos
modosamente. Le acompañaba su mujer, una gorda horrible y
aburrida, muy limeña, con aires de pituca la muy huevona,
entonces entendí mejor sus escapadas nocturnas del honorable
hombre de Derecho como le llamaban en un cursi programa
radial de sociedad. En esta tierra no puedes marcar diferencias,
si las haces, te la marcan. Se reían como hablaba ella sobre todo
cuando decía poyo en lugar de pollo, gayina en lugar de gallina,
chel en lugar de Schell y sin la Sh de Shapiama. Huáscar, el
magistrado, era de Balsapuerto y sufría esa falta de salero de su
mujer, por eso se volvió putero, era el rumor. Pero no solamen-
te era él, también Jaime Rosas, ese periodista que por las ondas
de radio voz en cuello exhortaba la honorabilidad, la sensatez y
el trabajo, llegaba acompañado con otra periodista casada con
un tontarrón, era su amante. Y otras veces, con el Milton Del
Águila, uno de sus montoyas, bailaban y salían, con ellos hacía-
mos canje de publicidad por consumo. Nos dimos el lujo de
auspiciar un evento con el Instituto Nacional de Cultura, salía-
mos en los carteles de publicidad. Mejor no hablo, por aquí se
vive otra historia, la que no se quiere contar. Doro, Doro me
llamaba la gente cuando era dirigente de una invasión cuyos
terrenos estaba en los bajos del malecón, confiaban en mí. Mu-
chas de las autoridades eran mis amigos o de la Verita. Nos valían
porque a la velocidad del rayo obteníamos lo que queríamos.
Logramos que pongan luz eléctrica y agua potable, los directores
de las empresas agua y de energía eléctrica eran nuestros clientes
de madrugada, los metíamos en cintura porque sabíamos de qué
pie cojeaban. Sacamos la construcción de un colegio, eso sí nos
costó porque la directora de educación no la conocía, pero uno
de los asesores era novio de la Vera y al toque conseguimos el
95
colegio. Demoró unos meses la vaina, pero misión cumplida.
Recuerdo que lloré de emoción cuando el alcalde en una cere-
monia especial nos entregó el título de propiedad, se hizo una
gran fiesta comunal, pachanga para todos. Álvaro, ¿Por qué
trabajas en eso? Aquí dejamos entre reglones, nos olvidamos muy
rápido. Del escándalo al olvido se pasa en menos que canta un
gallo. De un día para otro la memoria ese pone en blanco, así
comentaba entre risas y gritos, Jaime Rosas, en sus memorables
borracheras y con una tanga blanca bien puesta cuando era drag
queen. Venían escritores y poetas en los buenos tiempos, un
abogado muy conocido de las tertulias por la radio celebró su
cumpleaños en el bar, en coro le cantamos el cumpleaños feliz.
Es cierto eso que los negocios aquí crecen rápido y al mismo
tiempo mueren. Es la ley de la selva, ¿no? No creo, caen porque
lo hacen mal. Por estos meses el negocio anda por los suelos por
más ruda que me echo, está hasta el culo, no hay plata. La dro-
ga dejó dinero, pero eso ya pasó y no hay quien nos levante ni
el Viagra. Hay que tomar dosis de paciencia cuando llegan los
malos tiempos, ¡ya vendrán los buenos! Mira querido, de filoso-
fía no entiendo ni michi pero te digo lo que veo con mis ojos,
¿te sirves otra cervecita? Invita la casa mi amor, sabemos que
andas misio.

II

Doroteo Guerrero Minaya, El Pindayo, mozallón de cuarenta


años. Amazónico de adopción y chiclayano de nacimiento. Mu-
rió cuando perseguía a un niño gamberro que entró al bar La
Balsa Mágica y sin levantar sospechas robaba una botella de agua
mineral. Corría tras él pero al cruzar la pista de doble tránsito
96
no se dio cuenta que por el otro carril pasaba un ómnibus de
la empresa Etuisa a toda mecha, con dirección al balneario de
Nanay, llevándoselo a la mejor vida. El chofer nada pudo hacer a
pesar de las maniobras para evitar el infausto accidente. Doroteo,
Doro para los conocidos será enterrado hoy en el cementerio de
la ciudad. Mis más sinceras condolencias de tu amigo y hermano,
Jaime Rosas.

97
4. Epílogo. Trópico y humedades [otra vez las ranas]
5 de enero

Es el día de uno de los muchos aniversarios del puerto fantasma.


Todo es fiesta a pesar los recortes de presupuesto. Me pidieron
escribir un artículo. Y no sé por dónde empezar. Lo difícil es
encontrar la primera frase; luego que la hallo, tomo carrerilla.
Para que la inspiración y el sudor sean socios de ruta, hago un
largo recorrido. Primero, leo artículos de diarios, revistas, ensayos,
poco a poco, voy calentando los fogones. Luego irrumpen las
palabras, las imágenes, así voy dando cuerpo al artículo. Estoy
en ese empeño por eso garabateo este diario.
Me llegó por correo electrónico una foto de mis sobrinos.
Recuerdo con nostalgia sus primeros años, sus primeras construc-
ciones de palabras en la mesa paterna. Mi hermano dejó un mensaje
en el contestador, nació una nueva sobrina, se llama Claudia.

Enero

Abandoné el estanque que me carcomía mis fuerzas. Cuando


Belén anunció su viaje tuve que decidir. Fue mi punto de rup-
tura. Me costó sangre tomarla pero era necesaria, sino moriría
101
lentamente. Agonizaba como los renacuajos ante el síndrome de la
rana hervida, que si no sales del estanque te mueres quemado. No
es exageración. Pero metido en esa dinámica y círculo monótono
era resignarse amargamente. Por eso me envalentoné y decidí
cambiar radicalmente de aires. No siempre es fácil, te atosigas. En
la transición del paisanaje te mueves con otros códigos. Llegué en
pleno otoño peninsular, he aprendido a distinguir las estaciones.
Coincidí con el veranillo de San Miguel que me rememoró al
calor del trópico. Aquí los árboles cambian de color [no gana el
verde durante todo el año, como en la selva], me encanta el color
del otoño y los árboles sin hojas en el invierno. Joder, el agua sí
que es helada. Valoré como nunca el agua tibia.
Es enero y el frío me congela. Me forro bien contra el gélido
viento siberiano. Me esfuerzo doblemente para entender a los
nuevos vecinos, no los comprendo cuando me indican las calles
adonde voy cuando me pierdo. Es un duro ejercicio de inmersión.
Saboreo cada gota del café con leche, las magdalenas del desayuno,
el jamón serrano. En mi fuero interno me convencía de que no
quería retornar; en todo caso, sería mejor luego de unos años.
Sentía la necesidad casi biológica de apartarme. Confieso que,
curiosamente, a lo que pensaba no me aturrullé en dilemas morales
al abandonar el puerto. Lo tenía claro. No sentí ninguna traición,
más bien fue como quitarme un peso de encima ir al destierro. Me
di cuenta de que eran trampantojos que me ponía para caminar.

3 de febrero

A pesar de mi declaratoria en barbecho, leo lo que puedo. Tam-


bién decidí tomar cursos del Doctorado. Quería probarme y
espolear a ese fantasma jurídico que habitaba dentro de mí.
102
A pesar de mi empeño traté por todos los medios de ser
disciplinado en horas y lecturas. Pero no puedo, me apura la
coyuntura, voy siempre a rebufo. Mi orden de prioridades varía
de acuerdo con el clima interno del cuerpo. Si tuve una pesadi-
lla, entonces el libro planificado es sustituido por otro. Busco
uno más afín a mi ánimo; por lo general, esa receta funciona, y
entonces la cocina literaria da sus frutos.
Remarcar que en esta vorágine navego en una suerte de caos
creativo.

5 de febrero

Aquí aprendí el disfrute y sosiego de las bibliotecas públicas, estoy


en deuda con Belén. En el puerto las bibliotecas naufragaban en
el delirio y la esterilidad. Cada nuevo director que entraba era
peor que el otro. Uno de ellos promocionaba un concurso de
rap en los salones de la biblioteca, argumentaba solemnemente
que era para acercar los libros a los jóvenes. Les importaba una
mierda la educación, los libros, la lectura.
Descubrí que en la biblioteca de la universidad te permiten
llevar hasta quince libros a casa por quince días, una pasada. Me
pasaba el día leyendo hasta que llegaba la hora de comer y me
ponía a los fogones, cada vez domino al miedo escénico de cara
a ollas y sartenes. Me salen mejor las pastas, las ensaladas. Quiero
conocer los principios básicos y experimentar.
Me he propuesto rellenar los vacíos académicos y de lecturas
que eran como lagunas, luego de un exhaustivo autoexamen.
Sobre todo de literatura.
He descubierto escritores y novelas, y en otras, me he rati-
ficado en mis juicios antes de venir a Madrid. Hay un alud de
103
publicaciones, claro no todos se pueden leer, son bazofia. La
actual, dispersa e inabarcable narrativa española era uno de mis
objetivos a rellenar.
Mi asignatura pendiente era revisar los originales de la Jor-
nada de El Dorado en la Biblioteca Nacional de Madrid. Sigue
ahí, lo pospongo sin querer. Siempre hay un pretexto, surge un
imprevisto y no voy.
Belén me regaló este diario de uno de sus viajes por Sri
Lanka, mejor aquí anotas tus proyectos e ideas que suelen salirte
a borbotones.

3 de marzo

Por estos días espero la carta de contestación de la Oficina de


Migraciones. No llega. Es un dolor de muelas. Me fastidia. Estoy
subordinado a esa respuesta administrativa. Mortifica. Es un
incordio. Pasé varios meses sin el visado de estudiante por un
error administrativo, tuve que salir del país y volver a solicitar
la visa en Lima.
Qué tensión, y luego retomar los trámites en Madrid. He
pasado inviernos muy crudos frente a la delegación de la policía
para el sello correspondiente. Solicitar el permiso para abrir una
cuenta corriente en un banco. El seguro de estudiantes. A pesar
de estos pedruscos en los zapatos, no reculaba por mi decisión
del exilio.
El Tunchi de cuando en cuando me manda correos. Me desea
lo mejor, él me chismeaba que desde aquella chamba no volvió
a los archivos. Le cogió cariño husmear entre tanto papel, pero
la chamba le gana. Anda espiando a candidatos para la Alcaldía,
todos cojean de un pie o se percibe un fuerte olor a pezuña, me
104
comentaba. Pero si ha regresado a los garitos y lupanares, lo aposti-
llaba con humor cínico. Allí se encuentra como pez en el agua.

30 de abril

Sigo esperando la carta de la oficina de Migraciones. Belén también


anda preocupada. Me fastidio, ni siquiera tengo ganas de escribir ni
leer, que venga esa puta carta de una vez. Bajo varias veces a revisar
el buzón o espero al cartero, es gallego y de buena onda, que pasa
puntualmente a las once y quince de la mañana, me saluda y me
habla con consuelo que esta vez no ha llegado nada para nosotros.
Si no llega por estos días, entonces, me han denegado la estancia.

10 de mayo

Los primeros días de este mes llegó la puñetera carta. Respiro.


Ahora me encaminaré a una comisaría para las fotografías y el car-
né. Otra vez, la prórroga. Hasta el próximo año con los trámites
y apremios. ¡Ya somos muchos!, vociferaba un barbado líder polí-
tico cuando miraba la cola larga en las oficinas de Inmigraciones.
Omitía citar que un sinnúmero de ellos trabajan en la economía
sumergida de las empresas inmobiliarias que él asesora.

11 de mayo

Cuando me vine traje conmigo las copias de expedientes judi-


ciales del periodo cauchero. Lo investigado me sabía a poco. He
encontrado obras que me han iluminado más el camino.
105
Seguiré colaborando con Oliver a la distancia. Además, era
mi compromiso. Nuestras pesquisas sobre el Derecho y la Geo-
grafía dieron buenos resultados y se publicaron. Pero no tuvieron
la acogida del primer texto, pasó desapercibida. Nadie le hizo
caso. Un amigo me apostilló que faltaba un riguroso trabajo de
campo, seguro, era solo una parte del trabajo.
En cambio, en el proceso del Putumayo nos deparaba sor-
presas, hay más pistas.
Antes de venirme, Campos me entregó el testimonio de uno
de los muchachos de confianza de La Chorrera. Lo encontró en
uno de los archivos de los fallecidos notarios de la ciudad y a un
paso para incinerarlos [la pirómana pasión insular de quemar los
recuerdos, la memoria]. De repente te sirve, añadió parcamente.
Estaba muy borroso que tuve que meter mano como cuando
se restaura un cuadro, pero la esencia de su voz está, no lo he
quitado ninguna coma.

18 de mayo

La epístola de Carlos Quinto Nonuya fue un campanazo. Me


dejó con el corazón helado. Aterido. Repasaba cada una de sus
palabras. Destilaba arrepentimiento, culpa. Horror. Descargaba
sus demonios y culpas al tiempo, era como lanzar una botella
al mar y ver quién se la lea [el Tunchi la halló en ese piélago de
papeles]. Pedía perdón. Narraba con descripción macabra lo que
pasó en esas estancias sanguinolentas. Me sobrecogía. A ratos un
escalofrío recorría mi cuerpo.
El caucho desarboló el monte como contaba la abuela. Se
estrujó al bosque para conseguir más goma, exigían los clientes
y automóviles allende a los mares. No dejaron lugares vírgenes,
106
desfloraron la selva y sembraron hondos prejuicios que se han
fortalecido. Desollaron tallos. Secaron cenagales y espantaron a
los dueños del monte, a los mosquitos. Palmaban indios y no
les sobrecogía el remordimiento. Eran infrahumanos para sus
ojos, no eran personas. Sabandijas. ¿Hemos dejado de mirarlos
así? Me temo lo peor.
Todavía les cae el sambenito de indios piojosos y bullangue-
ros. Perros del hortelano y que ponen cancelas para el crecimiento
económico al impedir que se aprovechen sus recursos naturales.
Cholos egoístas.
¿Nos hemos vacunado contra la barbarie del Putumayo? Por
lo visto, falta mucho por hacer, la vacuna ni siquiera lo pensamos.
Sigue el dominio colonial. Esa brutalidad contra otros seres hu-
manos puede regresar en cualquier momento y no se hace nada
para revertirla. La educación que recibimos sigue portando ese
infecto virus racista y de descepe frente a los recursos naturales.
Es una relación de conflicto, no dialógica. «No me vengas con
esas florituras, el progreso trae muertes y no pasa nada», me
replicaba uno de los colegas periodistas ante mi rollo sobre este
genocidio. Me amedrentaba cuando vuelvo al testimonio de
Carlos Quinto. Me paralizo. Puteo. Maldigo.
Los políticos con quienes colaboraba redactando discursos
y loas, cerraban los ojos cuando se opinaba sobre el Putumayo.
Son preocupaciones de intelectual transmontano, me paraban en
seco. A los indios hay que darles aguardiente y pedirles el voto, el
resto no interesa, me decía un alcalde de una municipalidad por
el río Marañón. «Hablas eso porque no vives la necesidad de la
gente, no jodas, chiquillo iluso», me comentaba un experimentado
abogado. Gana la indiferencia ante lo que pasó en La Chorrera.
No escarmentamos, somos el animal que se tropieza dos, tres veces
con la misma piedra. La deslavada memoria en los bosques.
107
Lo paradójico y cruel era que Carlos V moraba la maltrecha
zona gris, pasajero magullado de esos mundos enfrentados. A pun-
to de ser irreconciliables. Era un indio igual a los que morían bajo
el filo de su machete. Sus carrillos eran deformes porque mambea-
ba coca por más de los disgustos del jefe, se podía vislumbrar en
esa fotografía en blanco y negro del libro de ese magistrado.
Su mirada era de extrañeza y al vacío. Era una estampa ex-
traña, observaba a los verdugos. Al brazo ejecutor de la crueldad.
El corte de pelo al estilo bacinica le hacía parecer más viejo de
lo que era. Su olor era del pijuayo, fruta del monte. Abanderaba
correrías. Cumplía con mansedumbre las órdenes del patrón
sino moría y sería rociado de sal para la comida de los perros.
¿Obediencia debida? Cumplía ciegamente lo que le ordenaban.
Le ganaba el remordimiento si dejaba de cumplirla, sufría un
vacío indescriptible, era faltar al patrón. Se proclamaba civilizado
y lo era. La civilización era para él matar al otro por un salario.
Apretar las tuercas para que emergiera la goma. No solo fueron
los caucheros sino también indios que mataban a sus propios
congéneres. Se sumaron los fuliginosos barbadenses que también
asesinaban y se arrepintieron. La ingeniería del mal se metió en
la piel de todos.
Los jefes de sección descoyuntaban personas, y seguidamente,
como si no pasara nada, escribían cartas a sus hijos que estudiaban
en el extranjero o compraban bisutería para sus noches de lujuria
con mujeres que los esperaban con un nudo en la garganta. La
muerte campeó. Se conocieron esas muertes y se callaron. Fueron
cómplices. Es peor, seremos cómplices si tratamos de silenciar
la memoria. Enterrarla.
El alma en pena de Carlos desde ese rincón solicitaba cle-
mencia. Era la imagen del lobo hambriento que anidamos dentro
y que puede prorrumpir cuando menos esperamos. Esos indios
108
ignorantes, rezaba hace poco un político cuando reclamaban que
en su comunidad la compañía petrolera los intoxicaba con aguas
residuales, por el río Chambira. Pedigüeños. Vendidos. Apenas
te das la vuelta te clavan el cuchillo. Que se quejan por todo,
quejicas de los cojones. Les llovía denuestos.
El mundo se puso patas arriba por la borracha, la shiringa.
Se mataba por no traer los kilos de goma o porque les salía de
la punta de los pies a los cabecillas. La avidez por encontrar los
manchales de goma era lo que primaba. Se mataba por eso. Aun-
que no era solo Carlos V, hubo muchos otros que asesinaban a
sus mismos hermanos de etnia, de su sangre. La peligrosa zona
gris donde los principios se diluyen a favor de la fiera alojada en
no sé qué parte del cerebro. Puta madre, la globalización gomera
irrumpió en el dosel del bosque y encarroñó la selva. La empon-
zoñó. Salía pus de los ríos. Todavía lamemos los rescoldos que
quedaron como alimentar los chiflados planes de carreteras para
expandir la frontera agrícola, erigir inmensas centrales hidroeléc-
tricas aunque el manatí huya a morar en piscinas artificiales como
en la represa de Balbina, cerca de Manaos, por las desquiciadas
construcciones de trenes o trasvases de aguas.
Desgraciadamente, la floresta sigue alimentando proyectos dis-
paratados como la siembra de soja en miles de hectáreas de monte
arrasado. Habrá que tocar los tambores, que hablen los abuelos,
no silenciemos estas muertes porque quien calla otorga.

30 de mayo

Los integrantes de la Comisión de la Verdad y Reconciliación


concluyeron el informe sobre la situación de derechos humanos
en Perú en el periodo de la violencia política 1980-2000.
109
Como resultado tenemos que uno de los violadores de los
derechos humanos fue Sendero Luminoso: liquidaron pueblos
enteros. En esta misma lógica asesina también entró el Estado a
través de las fuerzas policiales y militares [en Accomarca murieron
adultos, treinta y nueve niños y mujeres fueron violadas]. Todo
pasó en uno de los departamentos más pobres, y de paso revelaba
y releva la incomunicación geográfica y mental de Perú, Lima
con sus otras regiones. La violencia asesina arrojó alrededor de
sesenta y nueve mil víctimas, según el informe.
A pesar de lo ocurrido la clase política se ha puesto un chubas-
quero. Siguen mangoneando. No asumen sus responsabilidades.
No hay ganas de cambiar al país sino perpetuar el sistema de
castas y el pensamiento colonial. ¿Pasará como los crímenes del
Putumayo y se olvide? ¿Se mantendrán los asesinatos impunes?
¿Se pedirá justicia, perdón y reparación?
Seguimos siendo un país de manifiesto, sutil y, al mismo tiem-
po, de descarnado apartheid. Uno de los escritores que revelaba este
desgarro ha sido José María Arguedas, veía con claridad a este país
escindido. Sus novelas y testimonios revelaban esta situación.

Septiembre

Otro aniversario más. Lo que se vio el vídeo fue un duro golpe


moral. Se mostraba al jefe de Inteligencia Nacional como el sumo
sacerdote de los amaños y homicidios, con el rostro estragado
entregaba fajos de dólares.
Recuerdo que mi ex mujer, de paso por Lima con su nuevo
marido, me llamó para avisarme que el vídeo lo pasarían por
la televisión pública. Desde el día siguiente de la publicidad
de esas imágenes empezó la caída del régimen de Fujimori. Mi
110
padre, admirador de este gobernante, se quedó atónito con lo
que veían sus ojos.
Vimos a un Fujimori errático antes de la huida al Japón.
Seguramente muy consciente del sistema de corrupción que
contribuyó a implantarlo. Reforzó un país autoritario. La receta
económica que pregonaban era, como se decía por entonces,
«yuca para todos, solamente nos queda movernos porque la
tenemos dentro». En esta legión de ayudas al tándem ladrón
engrosaron profesores que admirábamos por su erudición. Una
gran desilusión.
La corrupción promovida por el régimen fue clamorosa. Los
periodistas inclinados al calor del gobierno tergiversaban las
noticias [han cambiado de trincheras y patrones, no sabes dónde
están]. Era manipulación pura y dura como pudo ser con los
escándalos del Putumayo. No hubo tortura, se autotorturaba,
vociferaba una congresista de la mayoría ante la invalidez de
una mujer torturada en el Servicio de Inteligencia Nacional.

Septiembre

Acabo de recibir noticias de mi padre. A pesar de las desgracias


financieras en sus exiguas arcas sigue siendo optimista, no pa-
raba de pensar en proyectos. Su cabeza está como un volcán en
actividad, no se detiene. Belén me anima apuntándome que en
eso me parezco a él, en elaborar proyectos, en temas pendientes.
No descansas ni cuando duermes, me farfullaba.
Cuando menciona eso de parecerme a mi padre, me recuerda
a una de las prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro; señalaba
que, conforme pasan los años y uno siente que en el profundo de
su yo se parece a su padre, era una revelación de la vejez. Peino
111
ya canas, alopecia galopante [parte de mi herencia genética] y
barriga abultada por apoltronado. Hago los mismos gestos que
él cuando me molesto o estoy alegre, doy vuelta a los pulgares
cuando ando impaciente. En las iras más bien me parezco a mi
madre, mis ojos se llenan de sangre como los pericos, me remata
en sus rapapolvos.

15 de noviembre

Recibí un correo de mi hermano desde Perú, mostraba su pre-


ocupación e impotencia porque las cosas van de mal en peor en
lo político. Uno de mis sobrinos se fracturó la clavícula en un
partido de fútbol, él es portero como yo en el colegio. También
me cuenta que los libros, a pesar de mi lejanía, se cuidan bien.
Mi cuñada puso antipolillas en los archivos para salvaguardarlos.
Deuda eterna. Mi hermano ha vuelto a insistirme sobre mi futuro
laboral. Si trabajo o no en el exilio. Es un pelma. Le preocupa
que esté frisando la tercera edad y sin un centavo en el banco. Te
vas a quedar como las abuelas. Me freno para contestarle, para
no herirle. Me fustigaba, le doy la razón. No me dejaba ganarme
la moral y recular. Pero seguiré en mi empeño.
Belén ha rematado las conclusiones de la tesis y espera fecha
para leerla.

Diciembre

En las notas periodísticas que escribo, la columna se llama «Notas


de Navegación», anoto lo que observo en esta parte del mundo,
aquí hay pocas hormigas.
112
Confieso que no somos ni culo ni ombligo, sino algo peor.
Un lugar de la memoria a punto de borrarse. A pesar de estos
escollos del destierro, mi columna se ha convertido en mi bitácora
para estos tiempos huérfanos donde es imprescindible ajustar
los instrumentos de navegación. No bajar la guardia. Como en
mi sueño, todos los días persisto como las ranas en la manigua,
croar hasta que llueva.

113
ARCHIPIÉLAGO DE SIERPES
Tiempo lluvioso, tiempo que falta para llegar
Percy Vílchez

la frontera que cruzo


en esta calle de provincia
es un ancla sin peso
Ana Varela

la retórica política es emocionalmente poderosa


Marta Nussbaum
En la pared frontal del local del diario hay un letrero de cedro
con letras góticas de metal de color verde moho, muy grandes,
que linda con la huachafería, donde se lee:

/D5D]yQ

Entras por una puerta ancha que era una antigua cochera,
la han rehabilitado para que sean las oficinas, y tras unos pasos
te topas con una mesa grande que casi siempre está abarrotada
de grapadoras, clips, facturas y papeles en desorden. En el techo
da vueltas las aspas de un ventilador. Cuando lleva velocidad se
zangolotea de mala manera hasta llegar a descentrarse y rechina
monótonamente, pienso que en cualquier momento nos segará la
cabeza como matan los narcos en Tijuana. En la pared del salón
hay una foto grande con los rostros de los redactores después de
un partido de fútbol organizado por el director y con muchas
chelas en el cuerpo, estábamos con una curda que para qué te
cuento. Para darle un toque chic al ambiente de trabajo, la mujer
del jefe ha colocado un búcaro con una rosa roja de plástico en
una pequeña mesa en la esquina de la puerta de entrada al diario,
además de una raída alfombra donde se lee: «Bienvenidos».
En la pared pintada, con óleo especial contra las humedades
del trópico, se cuelgan diplomas de reconocimiento al diario por
119
su labor informativa, entre ellos el de la Cámara de Comercio,
están debidamente enmarcados con cristal mate y son el orgullo
del director. En una vitrina se han colocado los trofeos ganados
de los campeonatos de fútbol entre los equipos de colegas de
otros diarios y radioperiódicos. A diario él mira a cada uno de
esos premios por unos minutos, saca pecho y esboza una sonrisa
de satisfacción.
En una mesa pequeña está un teléfono de color verde loro
y una silla, en ese puesto de la primera línea de cara al público
se sienta Mercedes, es la secretaria que es la prima del director.
Es guapa y coqueta, con un diente de oro que muestra cada vez
que sonríe. Casi siempre acude con minifalda que resalta sus
torneadas piernas, que son munición para los piropos soterrados
de los redactores, que ella escucha e ignora. Otras veces, va con
pantalones donde abiertamente muestra el color y dimensiones
de su tanga, chulería muy de moda entre las chicas jóvenes. Como
diciéndonos, mierditas, jódanse. Mechita ha contribuido a más
de un sueño húmedo entre la calenturienta tropa de la redac-
ción del más noble o vil de los oficios. Asevera fatuamente que
le llueven novios por internet, los cambia a sola voluntad y sin
expresión de causa. Además es fanática de las revistas de corazón,
sabe la vida y milagros de la gente de la farándula ya sea local,
nacional o global, como que Paris Hilton no lleva calzón en las
fiestas o que los jugadores de la selección peruana de fútbol en
un ampay han sido vistos choborras, y con la mona en las carnes
no se ganan partidos, te daba la turra con esas paparruchadas.
Ella es la prima del jefe, ni hablar, maestro, donde comes no
cagues, me repetía pausadamente el redactor más viejo con deje
de filósofo de desamores.
Si avanzas por el pasillo, llegarás a dos oficinas, allí es la cocina
del periódico. En estos fogones se sazona La Razón, se discuten
120
los posibles titulares y el orden de la noticias, ja, que finalmente
lo decide el director sin consultarnos, él pondera los intereses del
diario, lo recalca reiteradamente dándose aires de importante en
las reuniones de trabajo. Se cuenta con dos ordenadores; para
acceder a ellos se han establecido turnos, porque a las máquinas
de escribir nadie les presta atención, se pudren en un rincón con
telarañas. Si uno está usando internet, el resto pagamos el pato,
porque la conexión es en una de las máquinas. Gritos, insultos,
se montan discusiones, cabrón, ya llevas más de una hora en
internet, corta ya, que quiero consultar mi correo porque me
van a enviar la nota de prensa del Municipio y se publicará hoy.
No jodas, es mi turno y respeta. Es el rifirrafe acostumbrado
que le pone la pimienta al día. El diario subsiste, agónicamente,
con los avisos de las empresas e instituciones públicas, son las
principales fuentes de financiamiento. También de los anuncios
judiciales, de las convocatorias de juntas de accionistas y esquelas
de defunciones. Ha sido uno de los primeros diarios en lanzar
su propia página web, era la envidia mala de los otros medios
de comunicación.
En la redacción hay tres patas más aparte de mí. Hay un
pelao dedicado exclusivamente a la sección de policiales, es el
más mimado del diario. El director le da todas las facilidades de
horario y trabajo, el tiraje depende de él, lo deja caer con cachita.
Es un viejo zorro del periodismo local que no se desprende de
sus lentes verdes para sol ni cuando se baña. Cuanta más sangre
haya en las páginas del matutino, el director, con panza de hacer
pocos ejercicios, sonríe. Se toca el bigote y se coge la barriga con
complacencia pensando en las ventas del día siguiente. Tenemos
una tirada de quinientos ejemplares dentro de una población
de quinientos mil. No nos engañemos, casi nadie lo lee porque
a veces nos devuelven algunos ejemplares del día. Un viejo
121
periodista insular señalaba que en esta ciénaga, «el periodismo
escrito carece de importancia, es como si no existiera». Es un
oficio de espectros, hablando claro.
Esas son las noticias que le gustan a la gente, exclama el jefe
con aire de superioridad al leer los titulares del día. «Mujer
mata amante adúltero», «Yerno persigue a suegra con
una escopeta», «Brujo violaba mujeres en pleno conjuro».
Nosotros le decimos guasonamente a este reportero que se parece
a los murciélagos, por su gusto por la sangre. Que en el antiguo
astillero a estos mamíferos le decimos «Mashos», apodo que le
cae a él en singular, «Masho», se llama Josías Rodríguez, pero en
la redacción y en el puerto ha perdido este nombre, él mismo se
hace llamar así. Es el redactor de esa hemorrágica sección.
Una vez con el ánimo ingenuo del benjamín que pisaba la
redacción por primera vez, le acompañé en su tour de una punta a
otra de la ciudad. Marchaba a rebufo de él. Fuimos a la morgue, a
la fiscalía, a las dependencias policiales, a los juzgados de guardia
y, puta, me arrepentí. Esa noche no pude dormir de solo recordar
la cara de la chica que yacía en la mesa de la morgue, en el dedo
pulgar del pie derecho le ataba una papeleta con un número. Olía
muy fuerte a formol y el hedor me rondó la nariz por varios días.
La cara de la muchacha parecía que dormía un profundo y largo
sueño, los labios morados, desnuda, simplemente, vulnerable e
inerte. Me recordó a la hija del carpintero del barrio que murió
cuando era niño, ella estaba en la misma aula que yo. Era muy
blanca, yacía extinta en la mesa del comedor de su casa y rodeada
de velas encendidas, mientras su padre entre lloros y lamentos
construía su ataúd a martillazos. Mi alma atribulada. Me indicó
el Masho, sin mostrar un ápice de congoja, que murió por in-
toxicación de anhídrido carbónico, la muerte dulce. Él tomaba
fotos, buscaba los ángulos más morbosos, fulguraba el flash de
122
la cámara fotográfica, esto le va gustar al jefe, qué notición, se
relamía de gusto. Me dio grima y me regurgitaba el estómago,
se me viene el huayco, cuñao. Es que mirar el rostro de esa joven
fallecida me produjo al mismo tiempo arcadas y angustia, me
autoinfligía reproches sobre lo trágico y lo efímero de la vida, me
recriminaba mi infecundo pasotismo. Chiquillo, eres un cojudo,
no te pongas a estas alturas en esas disquisiciones tontas y sin
sentido. Los continuos cortes de luz eléctrica que azotaban el
puerto hacían que algunos cuerpos empezaran a descomponerse.
Olía mal desde la puerta de entrada. Nadie viene a preguntar
por ellos. Lo más jodido lo llevan los vagabundos o gente de la
chacra, del campo. Sus familiares ni se enteran que han muerto.
Si no vienen dentro de un par de semanas les donaremos a los
estudiantes de la Facultad de Medicina que están como los ávidos
gallinazos esperando donativos como este, nos subrayó sin pena
el ayudante del médico forense.
No te pongas existencial, mocoso de mierda, me regañó
Josías, sacúdete y vamos a tomar un caldo de pollo, «levanta
muerto», en la Alfonso Ugarte, yo pago tu desvirgada. Con el
estómago hecho trizas le acompañé, es para cortar las náuseas. En
reciprocidad a los paseos por los avernos, le ayudaba a redactar
sus crónicas periodísticas. Las que él escribía eran un batiburrillo
de extranjerismos y localismos que no lo entendía ni Dios. Una
crónica que necesitaba traducción, le machacaba el jefe para
joderle la autoestima por las meteduras de pata, recados que se
los pasaba por el Arco del Triunfo. No le hacía ni caso y con la
mirada como el filo de un machete le replicaba, calla, cabronazo,
que no sabes ni mierda.
El Masho en muy buena onda, me invitaba a sus rondas,
pero le preguntaba primero por dónde va a ir y decidía, si
pasaba por la morgue me hacía el cojudo, buscaba cualquier
123
excusa y aparcaba la invitación. No te amaricones, chibolo,
me aguijoneaba con su sonrisa de ardilla y mirada estrábica.
No, no, tengo una crónica pendiente y es urgente, me lo han
pedido para ayer.
Las visitas a las dependencias policiales me caían mejor, son
un archivo de agravios y querellas de la vida del puerto, se podía
saber por dónde van los tiros de ese adn violento que llevamos
dentro los porteños. Era un inventario heterogéneo y topográ-
fico de los pleitos, era como descerrajar la caja de los truenos:
denuncias de mujeres maltratadas por sus parejas que luego eran
negadas y retiradas por ellas mismas, acusaciones a ladrones de
poca monta como los que hurtaban gallinas o carteras en el
aeropuerto a turistas desprevenidos. Denuncias de violaciones y
homicidios. De una página a otra del libro de querellas variaban
las sensaciones y emociones como la de un paisano de setenta
años, con el rostro sufrido y de liberación al mismo tiempo, ex-
traña sensación que le ofuscaba. A momentos le mordía la culpa.
El llanto, la risa histérica. Era un infanticida, mató a su nieto al
saber que no era su nieto biológico. Esos cambios súbitos de las
emociones te producían grietas, huecos, vacíos de cara a lo que
vivías tan linealmente la vida. Era un agujero con esquirlas que
me escocía el pecho. Te encontrabas de repente con detenidos con
la cabeza gacha, arrepentidos en los calabozos de mala muerte,
malolientes y llenos de chinches, sentías una rara sensación que
se movía entre la condena por lo que hizo y la compasión por las
consecuencias. Eran sensaciones bipolares. Luego te cruzabas con
los mismos en plena calle Próspero o en la discoteca, te pedían
un cigarro o dinero para comprar comida como si nada pasó.
En las mazmorras de la Policía del barrio de Belén, te topabas
con furcias detenidas por no llevar el certificado de salud, te
lanzaban sin vergüenza piropos, papito rico, sálvame y tendrás
124
un polvo gratis de recompensa. Una vez encontré en la carceleta
de la Corte a un sanitario indígena que asesinó a un brujo y el
«cuerpo del delito» no era habido, como sentenciaba el Masho,
lo tiró al río Napo. El brujo se burlaba de ellos en la comunidad
quechua de Angoteros, los amenazaba, les ponía cuernos y ca-
chos a los comuneros, abusaba de las niñas hasta que un buen
día le llegó al pincho y lo mató con la retrocarga de caza. La cara
del hombre era de una desgarradora soledad, apesadumbrado,
balbuceaba quedamente en quechua, lloraba, según contaban
los guardias que le custodiaban, perdió unos cinco kilos de peso
por esos días. Sufría estrés postraumático, glosó el reportero
vampiro de La Razón con solemnidad. Mira, con estas sombras
y carroñas de la existencia humana podemos bosquejar un bes-
tiario socioetnográfico, le apostillaba burlonamente a Masho.
Calla, calla, cabronazo, me respingaba, esto no es nada, son tus
huevadas intelectuales, no te dejes impresionar.
Revisábamos el libro de denuncias de las comisarías, podíamos
hurgarlo a nuestro aire gracias a la coima al oficial de guardia con
unas entradas gratis al Alfil Mañoso, cuyo dueño era compadre
del director del diario. Era un puticlub muy de moda, se dio el
lujo de auspiciar concursos de belleza y muestras pictóricas, los
podías leer en las pancartas y octavillas como los patrocinadores del
evento. Allí, en esos folios ennegrecidos por el sudor del escriba de
guardia, encontrabas situaciones muy curiosas como la denuncia
de un marido por la desaparición de su esposa, llevaba tres semanas
perdida, no sabía nada de ella. Días después el mismo denunciante
se retractaba porque los vecinos le informaron que la mujer, apro-
vechando la marcha convocada por el Frente Patriótico por el alza
del porcentaje del canon petrolero, se fugó a la frontera en com-
plicidad y planificación con su amante, su peor es nada, la vieron
muy acaramelada y entre arrumacos por el Puerto Masusa. Me reía
125
a boca suelta, Masho me miraba con rabia contenida. No te rías,
huevón, recuerda que hay que aparentar que somos periodistas
serios. Pero de serio poco, El Masho no era exigente en su vestir,
calzaba unos pantalones de perneras ajustadas, camisas y zapatos
blancos de gruesos tacos, los llamados makarios que marcaron
una época. Acompañado de un señorial sombrero de panamá que
ocultaba el desteñido tupé marrón, este vestuario elegido a posta
lo equiparaba a un sicario de unos de los cárteles colombianos, era
como si fuera su uniforme de trabajo y caminaba muy orondo
con la elección del traje. Cojudos ignorantes, rezongaba, así vestían
los antiguos caucheros. Era buen pata, me invitaba los fines de
semana a tomar unas cervezas luego de la chamba, sabiendo que
le costaría los regaños de su mujer, tenía fama de manirroto y un
obsesionado con los juegos de azar. Como no me interesaban esos
juegos él iba solo a los casinos de esos coreanos por la Plaza Mayor
a jugar con las máquinas tragaperras y así terminaba con gran parte
de su paga mensual. El lunes a primera hora desde la redacción
llamaba a un ingeniero que era agiotista para tapar sus huecos, es
un recurso al que acuden gran parte de los profesores, era como
ponerse la soga del ahorcado, no cabía otra alternativa. El sueldo
no alcanza, causita, y hay que ir a las casas de esos jaboneros. Su
estado de nervios era de alarma permanente y, con el susto metido
en el cuerpo, por temor a la cobranza de estos prestamistas, que le
caían en los momentos menos pensados, adeudaba a cada santo
una vela el muy pendejo.
Otro de los colegas se dedicaba a las crónicas deportivas
y, en sus ratos libres, era pluriempleado, fuera de la redacción
era locutor radial de fútbol de primera división, presentador
de quinceañeros y fiestas de gala. También le acompañaba a él,
quería nutrirme de todas las fuentes del periodismo, sin contar
con el ingreso gratis al Estadio Max Augustin, el más grande de
126
la selva peruana. Un político de cabello peído por el sol y pendejo
alardeaba que en ese estadio entraban treinta mil personas; en la
pura verdad, allí no entraban ni quince mil. Se puso de acuerdo
con el constructor y negocio resuelto, es cuestión de números y
buena retórica, lo decía muy jactancioso. Por estos días, ese geri-
falte anda enchuchado con una hembra de Contamana, dos tetas
pueden más que dos carretas, ¿no? Así es la vida del político bajo
estos árboles que basculan entre la pendejada y las lubricaciones,
aunque las hembras entre risas cachacientas murmuraban que
follaban mal, pegaban gatillazos a pesar de que toman viagra,
les falta tiempo para un buen polvo, están más pensando en los
rivales y obras por inaugurar que en el polvorete, qué cabrones,
la erótica del poder se ha vuelto un revulsivo para estos pánfilos
que han perdido la brújula de los vientos.
Manuel cada vez que podía invitaba a Mechita a la discote-
ca, vamos gratis al Noa Noa, ella se negaba y lo miraba debajo
el hombro como diciéndole, no voy con cholos presumidos,
vamos con una collera de amigas, ella se resistía, el sábado ani-
mará el grupo cumbia de moda, Explosión en el cni, Mechita,
la blanquiñosa de La Razón, volvía a negarlo. Él insistía en la
invitación por joderla.
Manuel era delgado a pesar de ser un tragaldabas, de piel mo-
rena y con una cabeza que parecía una bombilla de luz eléctrica.
Siempre vestía impecables guayaberas beiges o blancas y pantalones
oscuros, el Masho de cachondeo le espoleaba que parecía un em-
pleado bancario o que iba a una fiesta de promoción del colegio.
Manu se reía y tú en cambio pareces un marinero abandonado
en el Puerto Masusa, siempre de blanco, ya sabes, cuñadito, que
quien se pica pierde. Se jodían mutuamente, que era una forma
de relacionarse en este puerto difunto, quien aguantaba más la
pendejada ganaba. A Mañuco, a pesar de lo serio que parecía, le
127
le gustaba la marcha y la jarana, organizaba pequeñas fiestas en
su casa por el pueblo joven Anita Cabrera, eran infalibles sus
colegas locutores y las secretarias de la radio que disfrutaban con
las cumbias y salsas, no pongas salsa, esa es de costeños huevones
y de los desarraigados latinos en Gringolandia que huyeron de
la patria por dinero, causita. No seas resentido, cabrón, que mi
familia vive en Paterson, New Jersey, a mí están a punto de darme
la visa. Se montaba un buen sarao hasta las seis de la mañana.
En los pasillos de las redacciones se corría el runrún que Ma-
ñuco era gay, pero conmigo, con los otros colegas de La Razón
y de la prensa deportiva se comportaba correctamente. No se le
veía el plumero. No salía del clóset. Poco a poco, fue ganando
confianza en su decisión, así que su salida del armario en la ofi-
cina fue de a pocos y sin traumas, aunque la noticia no la digirió
por unos días el Masho. Rumiaba. Bufaba. Luego la entendió a
sorbos. En cambio, Mechita se volvió su íntima confidente. Al
jefe le importaba un pimiento, total, que rinda en la chamba. Lo
más jodido era la calle, confesaba Manuel. Él confesaba que el
diario era una burbuja de aire fresco frente a los trogloditas que
le agredían con puñetes y patadas, rosquete de mierda, le incre-
paban en su cara ante un gesto afeminado o cuando caminaba
contoneándose. Sufría muchos males de amores y por épocas
le molaba el amour fou, se metía en unos bucles sentimentales
que ni él mismo sabía salir de esa espiral. Se enamoraba de patas
violentos que no querían salirse del clóset, qué dirán mi mujer o
mis hijos. Hay jugadores de fútbol que se les moja la canoa, ellos
se hacen los mosquitas muertas. Pero al margen de esos estados
carenciales por los que todos alguna vez hemos pasado con los
amores, Manu era un buen chochera, cuando le pedías que me-
tiera el hombro en una investigación se dejaba la piel. Contaba
con muchos enchufes en los lugares menos insospechados como
128
aquellos informantes de la noticia de un recluta maltratado que
le dejaron tetrapléjico, lo denunciamos previa investigación y los
responsables identificados están bajo juicio [el director del diario
estaba literalmente acojonado con la publicación de la noticia, eso
de pelearse con los milicos no era lo suyo, suave camay]. Manuel
nunca te negaba un favor que le pedías.
Dick Yahuarcani Arimuya era también parte del «equipo de
los sueños», paleto apelativo por el que nos llamaba el director
con un par de copas en el cuerpo a los cuatros patas que estába-
mos dándole a la piedra en esta redacción de mierda. Era de pelo
duro como la espina de pescado, de ojos achinados, lampiño y
de media estatura, un metro sesenta y ocho centímetros; altura
que hacía gala a cada momento al ponerse, gallardamente, de
pie delante de Mechita para piropearla mordiéndose los labios.
Por sus reacciones parecía que le faltaba un hervor, era una dis-
capacidad calculada para huevearnos, cuñao, resoplaba Mañuco.
Siempre en el bolsillo izquierdo de su camisa sobresalía un peine,
me producía cierto rechazo esa clase de personas que a cada mo-
mento buscan peinarse, me demostraba una vanidad patológica.
El peine le servía también para rascarse de la alergia a la piel que
le producía picor por todo el cuerpo cuando en la cocina de La
Razón ganaban las prisas y tensiones. El Masho le pinchaba, oye,
huevón, no quiero imaginarme cuando esa reacción baja a tus
talegas, el peine hará puré a tus huevos, reía fuertemente entre
carcajadas. Además, Dick, como transpiraba mucho, se acom-
pañaba de una toallita blanca para secarse. El fuerte desodorante
que se echaba olía a metros de distancia de él.
Este pata se dedicaba a la sección «Quien ajos pica, ajos
come», la sección del cotilleo político. No de las noticias confirma-
das, sino del chisme, del rumor, que es una forma existencial del
ejercicio periodístico en la isla que, por supuesto, eran prácticas
129
informativas denostadas por los libros de estilo y que se pasaban
por sus genitales el director y él. Era una de las secciones donde
los políticos leían y releían, podían adivinar luego de una lectura
atenta por dónde van los tiros de sus rivales. De su sección salieron
los bulos que se convirtieron en tremendos tirabuzones de furia
contra sus protagonistas. El gobernador se separó de su mujer
al publicarse en este rincón periodístico que frecuentaba antros
de mala muerte, sacó los pies del plato. Él justificaba que era
parte de su chamba, sí, huevón, pero no que fueras de pachanga
con chicas y el personal masculino de la oficina. O el bulo de la
parrillada organizada por un jugador de fútbol del cni, donde
se pegaron una soberana borrachera horas antes del partido de
la liga contra Alianza Lima, que terminó por goleada en contra
del equipo insular. Quien avisa no es traidor, se jactaba, así reve-
ló las relaciones adulterinas de aquel colega modoso y con cara
de reprimido de la radio de los evangelistas, era el pastor de la
iglesia del barrio de Belén zona baja. Lo odiaban unos y otros lo
veneraban por ser un tocapelotas de los caciques locales.
Sin embargo, para Dick la doblez era su bandera de iden-
tidad. Te cojudeaba y cuando menos pensaba te la clavaba sin
dolor. Era un metomentodo en las secciones de La Razón con
sus comentarios pijoteros. Se mosqueó cuando se enteró de que
Mañuco era oñonoy, oye, colega, le dije, no seas trágico, no me
jodas, me respondió acremente. Un mes no nos habló en la re-
dacción, luego entró en sus cabales y lo entendió, maestro, cada
uno hace lo que quiere con su vida y disfrútala, profe. Calla,
calla, sabelotodo, me espetó. Puta, no es para tanto, compadre,
tranquilo, si quieres escuchar, bacán, si no, no me escuches, pero
no ofendas, rosquete. Nos reímos al mismo tiempo.
Y el otro mosquetero de la noticia era yo. Me dedico a la sec-
ción cultural en el diario. Es decir, si la prensa escrita era inexistente,
130
la cultural rebosaba de duendes en busca, escopetada, de cuerpos
donde posesionarse. Una pinche sección que no era ostensible en
las páginas del diario, salvo cuando moría un escritor, un poeta o
de cetrinos eventos culturales y me metían los apuros para redac-
tar su obituario o un epítome del suceso literario. Llegué porque
pensaban editar un suplemento cultural. Primero, me dijeron que
saldría quincenalmente. Luego, mensualmente y más tarde cada
tres meses. Mi situación laboral en el diario residía en el limbo,
ni en el cielo ni en el infierno, se arrinconaba en la claustrofóbica
levedad del pedo.
No sé cuándo saldrá el anunciado suplemento cultural, me-
jor dicho, la publicación caminaba a la voluntad y capricho del
director, a pesar de contar con los borradores de las próximas
ediciones en su escritorio. Solo se publicaron dos números en
seis meses. Por estos días anunciaban la publicación, pero no hay
cuando salga el próximo número. Hay serios problemas de caja,
profesor. Era un sin vivir. El periodismo cultural en el puerto
aparece como los embalsamadores ante la muerte de alguien,
pertenezco a esa casta de los espantajos del bosque.
Antes de cruzarme de brazos, me invento tareas como los
náufragos en una isla perdida. Pugnaba por hacerme un hueco.
Lo que hago, al director le importa un pepino, sin embargo
presume y se llena la boca, cuando vocifera en el bar de al lado
que es el único diario con suplemento cultural y pegajosamente
me anima casi vociferando, que soy uno de los pocos periodistas
culturales de esta pendenciera urbe, no le cree ni su madre, que
en paz descanse. La pelea entre unos homosexuales por el amor de
su maromo vende más que las apostillas de la novela para niños
del poeta Germán Lequerica o del último poemario de Percy
Vílchez, ¿me entiendes, no? Son muy buenas tus gacetillas, pero,
Eduardo, hermano, gana la coyuntura, maestro, si no vendemos,
131
nos vamos a la mierda, el pagaré del banco cada fin de mes es
una espada de Damocles. Me aprietan las cuentas, compréndelo.
Cada vez que escuchaba esas palabras, coyuntura o cuentas, me
ponía de mal humor y dientes largos, lo puteaba para mis aden-
tros. Después de comer los cebiches que invitaba en uno de esos
huecos que conocía, en la quinta botella de cerveza con los ojos
bizcos, se me pegaba como una lapa abrazándome y me repasa-
ba el sonsonete de esos momentos, Eduardo, hermanito, estoy
pendiente de una platita de la municipalidad y sale el número,
te lo juro por mi santísima madre. Sabía que eran promesas de
borrachos, porque el lunes después de la resaca y con cara de
mierda ni mencionaba la oferta.
En este racimo de islas, la temporalidad y la precariedad son
reglas de oro de los plumíferos, así que remendaba y bordaba es-
pacios en una y otra sección del diario. Me voy a cubrir la noticia
cuando llegan ministros de la capital para las inauguraciones de
obras y de paso me banqueteo en los piscolabis que ponen para
las personas de la prensa, hay colegas que casi almuerzan en estos
ágapes, como el Muñeco de Torta, reportero de policiales de un
radioperiódico que de manera infalible está en estos tentempiés,
lleva furtivamente cacharros para llenarlos y luego comer en casa.
Hace unas semanas llegó una ministra de Lima que causaba
más de un calentón en la redacción por lo guapa y coqueta [el
marido de la ministra es empresario musical], con buen lejos,
pero de cerca gana la cara de pituca acriollada limeña, con ese
rictus discriminador racista, esas que miran con desprecio a la
gente y que en su casa te topas con el quicio de la puerta falsa
para que pasen las personas del servicio. Se promocionaba la
campaña «El río más largo del mundo», que discurría por las
orillas de estos cayos tropicales, pero que desde hace años está
a unos metros más lejos de Isla Grande. El evento contaba con
132
los auspicios del gobierno regional. «Corresponde por derecho
ser catalogado como una de las ocho maravillas del mundo, se
votará por internet», descontaban la participación mayoritaria de
los porteños, muy entusiastas con estas hueras distracciones. Eres
un cabronazo, pensábamos que era rica. Una hembra normalita,
que eructa, va al baño cuando le toca y no está estreñida, riñe
con su marido y se tira sus polvitos. Calla, calla, cabronazo, no
la vuelvas terrenal a esa musa por la rechucha de tu vida. Carajo,
ustedes son los cabrones, les replicaba entre risas, a la primera
de cambios se desaniman. Obviamente, mis gustos y elecciones
de las chicas diferían de los de la redacción.

133
Así que a robar, y mejor en el gobierno que es más seguro
y el cielo es para los pendejos
Fernando Vallejo

Esperando que el capitán diga que ya zarpamos, salimos


dentro de una horita, tranqui, ingeniero que salimos. No me
jodas, llevamos tres horas de espera. No es culpa nuestra, se lo
juro por mi madrecita. La jarana es que el capitán de puerto
que busca tres pies al gato porque quiere su alita, pone pegas
por nada, quiere su combustible, inge, su mordida, tranquilo,
se arregla. Conchasumadre, siempre es la misma vaina, esperar.
Cojudos. Ayer me cantaron la misma copla, puta madre, y no
salimos. Así estamos desde hace tres días. El primer día porque
llovía, además por la poca carga y pasajeros, el segundo porque
faltaba la orden de zarpe de la Capitanía de puerto, hoy es la
excusa de la coima para el capitán de este puto puerto donde
acampa la desolación, como diría un viajero hortera. En las orillas
porteñas repiqueteaba la algarabía de la cumbia de moda, quiere
reventar los tímpanos, nadie refunfuñaba. En una esquina unos
adolescentes bailaban entre ellos, con tocamientos obscenos al
compás de la música. Estoy ya resignado a este ruido, primero
protestaba, me endilgaban que escupía la mala uva, en cambio
ahora aguanto nomás. Cuándo mierda saldremos, me quiero
perder, quiero descansar, alejarme de este enjambre de alimañas
y pozo de culebras. Felizmente que unos chocheras me consi-
guieron esa chamba, me voy, dejo todo atrás.
135
Me voy con una maleta donde amontoné unas pocas mudas
de ropa. Tres blue jeans, cinco camisas, camisetas, calzoncillos
y medias, hacen que mi zurrón no pese y ande ligero. En otro
maletín así un par de novelas, una radio y papeles donde indi-
can mi destaque a Santa Rosa, enseñaré Literatura, en realidad
no voy a enseñar nada, en estos pueblos de mierda no hay ni
siquiera bibliotecas, no se logra motivar a nadie como mandan
los cánones. Los muchachos apenas saben leer. Las bibliotecas
están mal implementadas, en estos platanales mejor no te hablo,
uno se aburre, hay pocos o casi ningún libro, salvo los cuentos o
novelas de escritores regionales que han entrado al panteón de los
libros seleccionados y recomendados a través de favores de patas
o siendo amigo del concejal de cultura, aquí todo está amarrado,
maestro. Atado y bien atado. No hay presupuesto para esos gastos
superfluos, sostenía el contador del municipio en la sesión de
concejo, lo recuerdo, porque se reservaba con anticipación las
asignaciones presupuestales para la fiesta del pueblo, ahí tirábamos
la casa por la ventana. Concurso de señoritas, chicas mostrando el
culo, concejales tumbándoselas por las noches, borracheras y vivas
al pueblo. Es tierra de pachanga y, como remataba el estribillo de
la canción, la tierra del dios del amor. Donde voy era la excusa
para reengancharme a la enseñanza, lugar donde empecé. Son casi
cinco días a la frontera, claro, si no hay averías o percances en el
barco, por el momento ya llevaba ocho días de viaje, claro, tres
días sin salir del puerto de Masusa como marinero de tierra.
No conocí a mi padre, un cabrón que embarazó a mi madre y
se fue a trabajar a la costa, era obrero de construcción civil, vino
cuando se edificó el nuevo aeropuerto por San Juan, comentaban
de su otra familia en Limonta, eso me irritaba. Ni siquiera guardo
una foto de él, del muy hijo de puta, un compadre de mi madre
divulgó la noticia que vivía por la urbanización Córpac en Lima,
136
me importaba un pepino. Mi madre me crió e hizo un poco de
todo, padre, madre, tío. Tuve también otros hermanos de dife-
rentes padres, eran de los huevones que cortejaban a mi madre.
Unos chuchas sus madres que apenas la empreñaban hacían la de
Villadiego, no se les veía nunca más la cara por la casa a los muy
rosquetes. Con mis tres hermanos y con rabia contenida cono-
cimos a muchos paltos que la pretendían, buena hembra era mi
madre, que los patas parecían perros excitados por tirársela. Desde
muy niño empecé a trabajar cargando leña, vendiendo pasteles
y dulces en el estadio, en el puerto, en la puerta del colegio de
la San Agustín, del Sagrado Corazón. También vendía helados
caseros de las frutas que compraba mi madre al por mayor en el
Mercado Central, chupetes de aguaje, camu camu, ungurahui y
otras delicias tropicales. Me metía por unos andurriales que no
conocía, era así de intrépido hasta que una vez me asaltaron unos
costeños, hablaban rápido y medio afeminados esos chalacos.
Caminaba con el susto alojado en el cuerpo, casi me violan. Puta,
recuerdo que me quedé misio y llorando como una Magdalena.
Trabajaba duro, bueno, todos los hermanos trabajábamos de sol a
sombra y sin quejarnos. Nunca vi a mi madre visitando juzgados
ni abogados para reclamar pensión, como le indicaban sus amigas
del mercado. Trabajábamos como chinos, comentaban entre risas
que los jueces y abogados cobran en crudo, sí, se las tiraban a las
alimentistas en telos de tres estrellas de camino al aeropuerto, se
garantiza agua caliente y televisión por cable, por donde mojaba
con una de sus jermas el Ponguete Robalino. Por eso mi madre nos
sermoneaba conformistamente que de los trabajos bien habidos
no hay que quejarse. Fui a un colegio fiscal y aprendí a leer, fue
lo mejor que me ocurrió, desde entonces leo todo lo que cae en
mis manos como las recetas de los médicos y el prospecto de las
indicaciones que se adjuntan a los remedios que compramos en
137
la botica, lo leo, leo hasta en el baño, me pide el cuerpo. Eso
sí, en la pobreza no pasamos hambre, no acudimos como los
vecinos y amigos a los comedores populares y comer en las ollas
comunales del asentamiento humano donde vivíamos, aunque
mi madre colaboraba con las otras mujeres del barrio. La pobreza
no te hace mezquino, aconsejaba mi madrecita. Donaba carnes
y verduras. Mierda, de un momento a otro las cosas subieron
más de cien por ciento, yuca para todos, refrendaba el presidente
de la República de entonces con esa sonrisa de chino pendejo,
pero a los burócratas comechados no les importaba el alza del
costo de vida, se les veía en la televisión dándose la buena vida
en reuniones contra la pobreza. El pueblo aguanta, predecían
muy seguros.
Nosotros acampamos aquí con un grupo de amigos, mu-
chos chambearon en el petróleo, en el monte matando boas y
bichos raros como esa culebra de dos cabezas que encontraron
en una laguna por el río Corrientes, no jodas, te lo juro por mi
santa madre. Algunos trabajaban en empresas de aguas gaseosas,
otros eran gentes desplazadas de Huánuco, San Martín, huían
de Sendero Luminoso o de los Túpac Amaru, gente de la sierra
que corría de la pobreza y el terrorismo. Otros eran guías turís-
ticos, obreros de construcción civil, recolectores de frutos del
monte. La gran mayoría sin techo y sin agua, éramos los que
no salíamos en las encuestas ni en las estadísticas de la buena
marcha de la economía nacional. Un dirigente nos avisó que
ese monte era terreno del Estado, estaba vacío y lo tomamos un
fin de semana, porque ni a los policías ni a los jueces les gusta
trabajar los sábados ni domingos, están de francachela y de putas.
Junto a otros amigos, mis hermanos, mi madre y yo lo hicimos
una madrugada. Fuimos a los aserraderos para recoger trozos de
madera, así construimos las paredes de nuestra cueva, de cinco
138
metros de frente por diez de fondo. Era un lote chico, luego
podríamos conseguir más, le sugirió a mi madre el presidente
de la asociación, el muy pendeivis no dejaba de mirarle el culo
y las tetas, la cortejaba, ponía cara de tonto el muy cabrón. Mi
madre lo notaba y se ponía muy seria delante de nosotros, mis
patas me cuchicheaban que a ella la veían con ese compadre en
un bar por Nanay tomando una chelitas, pobre mi madre, nunca
le reproché nada.
Para este negocio de las invasiones se multiplicaban como
conejos los vendedores ambulantes que te proveían calaminas
para el techo, felizmente les compramos porque la primera noche
nos cayó un diluvio. Entre todos hicimos letrinas, un sitio para
cagar decentemente, no en medio del monte como en la chacra.
Esos terrenos baldíos eran del Estado, no servían ni para Dios
ni para el diablo, si es del Estado es nuestro, nos reconoció el
asesor legal, que en realidad era un tinterillo experto en estos
trámites, ahí me picó el gusanillo de estos líos, de la necesidad de
la gente y la sed de justicia social, como nos recitaban los libros
del colegio. Los ricos roban millones y millones de soles, mientras
nosotros pedimos lo que nos corresponde, sentenciaba El Tunchi,
el asesor legal y secretario de juzgado [detective privado en sus
ratos libres]. No somos mangantes como el alcalde, que pide
una coima por una licitación, usamos lo que es nuestro, lo que
nos corresponde en este mal reparto de los recursos de este país.
No somos delincuentes, somos personas de carne y hueso que
quieren comer y vivir en una casita decente, cachacos de mierda,
gruñíamos cuando cargaba la Policía con gases lacrimógenos o
en las entrevistas de los reporteros de los radioperiódicos.
Era un monte silvestre, lo talamos y desaguamos lagunas.
Pelearnos con zancudos y otros animales, cuentan que mataron
a un lagarto negro, no te creo. La laguna se secó porque mataron
139
a la boa de cinco metros que era la madre de esa charca, comen-
taba un vecino que era de Nauta. Nos dio malaria y fiebres.
Resistíamos. Nadie se bajó del carro como en otras invasiones,
que a la primera arremetida se disolvían. Hicimos piña. No nos
movimos por más bombas lacrimógenas que nos caían en los
techos de las casas que lanzaban los tombos. No, aquí juntos,
nos tapábamos la cara con trapo húmedo y nos burlábamos de
las fuerzas del orden, como vociferaba en tono condescendiente
Jaime Zumaeta en su radioperiódico, La Voz de los Sin Voz. En
nuestro asentamiento humano, como pomposamente se llama a
nuestra chabola o barrio miseria, los matones contratados por el
alcalde querían provocar incendios para que nosotros huyéramos,
las huevas, a lo lejos les hacíamos corte de manga, nos burlába-
mos de esos torpes y gordos policías que apenas podían correr.
Resistimos. Luego de tres años de gestiones, coimas y reclamos
logramos que nos titularan. Sin olvidarnos de las espinosas mar-
chas al municipio con sol o con lluvia, reclamábamos al camión
que reparte agua con pancartas: ¡el agua es un derecho, no un
capricho!, luego de altercados, noches sin dormir y lucha frontal
en las calles aceptaron a regañadientes, les amenazamos que no
votaríamos por ellos, se cagaban en los pantalones, se arrugaron,
chochera, y firmaron el decreto correspondiente. En otra protesta,
nos atamos con cadenas a la puerta de la iglesia matriz, vino el
cura, el obispo, los fiscales y jueces, les hicimos firmar un acta
donde se comprometían a poner en el plazo de seis meses un
colegio de primaria para los calatitos y un centro de salud para
las ñoras y los cochos. Aquí hay que arranchar cosas, si no, no
te las dan, esos huevones que se apropian del poder lo saben y
se hacen de rogar.
Antes de que nos dieran nuestro título de propiedad que en-
marcamos y lo colgamos en la sala de casa, también nos ampliaron
140
los metros del lote, no quiero preguntar cómo. No solo fuimos
nosotros los beneficiarios de la ampliación, los vecinos también
estaban chinos de contentos. Mi madre se mostraba seria ante
la mirada de cordero degollado del presidente de la asociación,
este huevón se enchuchó con mi madre a pesar de que el muy
maricón tenía mujer e hijos. Era una canita al aire ante esa rica
hembra, se jamoneaba en las borracheras con sus patas. Mi madre
era guapa, parecía una actriz de la televisión, de cine, en serio, no
te cochineo. Era resultona como Silvana Mangano, una mujer
mito, cuñadito, ¿te acuerdas cuando salió en los sesenta en la re-
vista Life?, qué portento, qué mujer, era para comerla a pedacitos
como los amantes antropófagos, con un pata de la universidad
alquilábamos películas de ella, era un bombón. El pelo negro y
la piel blanca seducían a cualquiera. Al pata que paraba detrás de
mi madre lo vacilaban por lo encamotado que estaba de ella.
En esa escuela fiscal a la vuelta de mi casa aprendí a leer. La
secundaria la hice con una beca en el San Agustín, al menos eso
me remachaba mi madre a la primera diablura del día, aunque
creo que conocía a uno de los curas, le lavaba y planchaba la ropa
y por esa santa amistad estudiaba en esa escuela. Eran unos niños
mimados esos patines. Se peleaban por todo, ¿te acuerdas de la
Gallina Paulet? Puta, cómo no, es diputado regional, para llegar
a él pides citas con tres meses de antelación, ¿para hablar con
la Gallina? Sí. Qué cotizado está. No me jodas. ¿Y de la Jimmy
Freitas? Claro, recuerdo que leí en los diarios que fue la primera
Miss Gay del Perú, sí, sí, sí, orgullo agustino, maestro. Calla,
calla, cabrón, que no se entere nadie. No me jodas, no seas un
dinosaurio. No, compadre, aquí somos hombrecitos. Ja, ja, ja,
eran bisexuales sin saberlo, se tumbaban por unos cuantos soles
a la China Ríos o a Vitocho del Águila, no se hagan los estrechos
que los conocemos, para vacilarse luego en las discotecas con
141
las hembritas como la Cetraro, ¡qué hembrón! Qué chancona,
me gustaba más cuando se ponía sus lentes y con cara que no
rompía un plato, ¿cómo se llamaba la hembra esa que salía en
la tele leyendo fichas de bingo? Puta, no sé, ¿te acuerdas de la
hermana de Del Águila? ¡Qué morena! Me volvía loco, ¿de las
hermanas Garrido? Su padre imponía miedo, ¿no? Parecía gruñir.
Allí me quedan amigos. A veces me topo con ellos, son unos
bacanes, en la burocracia les llaman la argolla de la San Agustín,
no friegues, puta, los encuentras por todos lados, claro, en lo
bueno y en lo malo.
Era la época de ir a las discotecas, mismo John Travolta, qué
cojudos, trataban de imitarle como bailaba con el dedo índice
para arriba, claro que lo remedaban hasta las huevas, las discotecas
servían para las aparradas, manoseos y fumar maconha, cuñadito,
todos con la vestimenta a lo Travolta, meneaban el culo y las
manos, ¿te acuerdas de John Palma? ¿Palma? Se vanagloriaba que
era pariente del insigne escritor costumbrista Ricardo Palma, ja,
ja, ja. No, causa, salió como ganador del concurso de «Fiebre
de sábado por la noche», en el Coliseo Cerrado, trágame tierra,
aunque se puso el mundo por montera y, hala, a bailar como
John, se estudió al milímetro los pasos sincopados, los gestos, la
ropa, el peinado. Hasta que ganó, le dieron como premio viajes
a Lima. Puta, hasta la peluca se hizo como el Tony Manero,
claro, tropical, solo que era lampiño. Vaya mierda, éramos carne
del consumo, puta, no vengas con esas pajas mentales, cabrón
de muchacho. Recuerdo que la película la vi en el cine Belén,
coimeé al boletero, puso cara de huevón y entré solapa. Qué
baile, no faltaba nadie del cuarto A, hasta que unos patas, los
más pendejos, se bajaron por unos vericuetos del baño a platea y,
puta, desde allí vociferaban, balconeros y por nuestros nombres
y apellidos para avergonzarnos, qué cabrones, a todo esto, ¿qué
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sabes de John? No sé en qué negocios anda, la fiable radio bemba
lo sindica como un floreciente comerciante, sigue creyéndose Tra-
volta. Se ha reciclado. Ha logrado mezclar el baile de la película
con la samba de Brasil, no jodas, sí, y va de profesor. No jodas,
qué idea de ese pata, sí, enseña a mover culo cual bailarines de
lambada en los quince años y cobra sus dolarillos a los quiero
y no puedo, que van de finos, los muy huachafos. Así llegamos
hasta el fin, cual «heroico paladín», como la aburrida estrofa de
la canción del colegio, ¿te acuerdas? Sí, balbuceo algunas frases,
cantábamos como unos memos los lunes y viernes de la semana,
y en las borracheras de los reencuentros agustinianos.
Vaya coincidencia, ¿cómo llegaste hasta aquí? Porque este es
un lugar que apenas sale en los mapas. Corrí sin mirar atrás. Ah,
el otro día estuvo de paso el presidente de la región, un huevón
más, prometió de todo, le acompañaba una hembrita, conozco a
su mujer y esa muchacha que la acompañaba no era ella, me hice
el tuerto. Me saludó efusivamente, no entiendo por qué. La gente
le aplaudía, me murmuraba muy bajito y riéndose que cuando
se siente en su despacho ni se va a acordar de tanta promesa,
nadie tomaba nota de sus ofertas. Prometió barcos-ambulancia,
comprar calamina para el colegio porque cuando llueve el techo
parece una regadera, implementar la posta médica, una lancha
para ir a Tabatinga y Leticia, letrinas, grupo electrógeno, antenas
parabólicas. Prometió de todo el muy malandrín, ya sabes cómo
son. Sí, sí, en la ciudad es igual, ¿cuándo mierda cambiaremos?
Los opositores hacen campaña política desde el día siguiente de
perder las elecciones, es un negocio. La política se ha convertido
en una entrada más para cubrir los frejoles y aumentar su cuenta
corriente. Suena la misma cumbia desde hace mucho tiempo,
nadie quiere cambiar. ¿Te acuerdas de ese bache de la pista por
el Agricobank?, sí, claro, lleva veinte años y nadie lo arregla, así
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de mal andamos. Aunque más me acuerdo de las fiestas y los
pichitos, ja, ja, ja. Salud, profesor, nunca mejor dicho, causita.
Al terminar la secundaria me presenté al concurso como
profesor rural. Leía como podía en la preparación antes del
examen. Conseguí un buen puntaje pero me faltaba enchufes
y me mandaron a Intuto, te jodieron, te mandaron al monte a
comer mosquitos, y me fui. ¿Jodieron? No, qué va, fue mi mejor
época, me comía a todas las hembras que se movían, me gané
el apodo de Sheretero. Muchos padres de familia me odiaban
por eso, era como el picaflor, iba de hembrita en hembrita o de
cama en cama, tanto que pergeñé un catálogo de culos: redondos,
respingones, planos, gordos, flacos, delicados, en fin, una larga
lista de bundas. Un putín. Allí en ese pueblo perdido en la selva
conocí al alcalde, un serrano mandón, que me nombró su asesor
en temas culturales porque era profesor de Lengua y Literatura.
Así, poco a poco fui adentrándome en este negocio.
Pocas pero lindas huambras retoñaban en Intuto. Como la
hija de Chávez, un hembrón, qué cuerpazo, mamacita. Qué rica
hembra. Muchos corrían tras de ella, para la envidia de esos mal
hablados vecinos. Le predisponían que yo no era un buen partido,
que un profesorcillo de mierda, que en mi entierro no habría ni
velas. Convivimos un tiempo, luego murió el amor, los entendidos
indican que nace con fecha de expiración, debe ser, de la fogosidad
pasamos a ser témpanos de hielo. Decidimos terminar de buenas
maneras, ella parió dos hijos y vive en Lima, eso me puso al día
uno de sus hermanos con un par de chelas, un pata que compra
y vende materiales de construcción, vino por aquí porque le ad-
judicaron la obrita de un colegio y él traía los materiales.
Allí en el colegio les enseñaba lo poco que sabía, al principio
andaba más perdido que un esquimal en el monte tropical. Me
puse las pilas y aprendí en las capacitaciones de la universidad en
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los meses de enero a marzo, hasta sacar mi título de profesor, que
mi viejita colgaba junto al título de propiedad en la sala de la casa.
Como te contaba, las hembritas estaban a pedido, unos de los
padres despechados me denunció por violación. Mierda, se jodió
porque no pudo probarme nada. Las envidias, cumpa. Nunca
dejé de enviarle un dinerito a mi madre, le caía puntualmente
cada fin de mes. Pude burlar la ley ante esa querella, el alcalde
de ese pueblo, que estaba donde el diablo perdió sus calzoncillos,
era amigo del mejor penalista de esos montes, el Negro Long Zoy,
y con sus ardides me libraron de todos los cargos que pesaban
contra mí, movió sus influencias en la Corte Superior de Justicia
y salí limpio como una patena. La rumorología local glosaba que
era abogado de curas en los mismos líos de calzones y de las putas
del chongo cerca del aeropuerto, que en las redadas de la Policía
no llevaban su carné sanitario. Fue un padre despechado, luego
me hice amigo de él y de paso disfruté de la hija, ni cojudo, mi
coronel, después ella se casó con un abogado del puerto que
asesora bancos, es especialista en embargos y cobranzas coacti-
vas, me contó con cierto retintín mi ex suegro. Luego de ese lío,
prometí ir con más cuidado y cautela [no dejaba los condones
para nada]. Cuando salgas a orinar, cierra el mosquitero, carajo,
si no, los zancudos te sacan la mierda.
El alcalde era un pata particular, enrolado en el servicio
militar y sirviendo a la patria llegó a la selva, se licenció del
Ejército y se volvió comerciante de poca monta, hoy lleva un
negocio de varias tiendas en el puerto, era muy próspero, eso
sí, el puta full chamba. No descansaba ni domingos. Él notaba
mi interés en los asuntos públicos, a los cuales se refería con
solemnidad patriótica y churrigueresca, llevaba la mano al
corazón y entonaba al borde de las lágrimas las primeras letras
del himno nacional, «...somos libres, seámoslo siempre...», y
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a renglón seguido gruñía, la patria no se vende, refunfuñaba,
mientras uno de los contratistas de la obra del colegio le avisaban
por el celular el depósito de la coima en su cuenta corriente. Por
esos asuntillos de la gestión del municipio, me mandó a varios
cursos en la capital de la República, sí, a la Ciudad de los Virreyes,
como repetían esa deferencia los radioperiódicos zalameros, era
un curso sobre gestión municipal, de cuatro meses y financiado
por la cooperación internacional, tiraban la plata, cuñao, muchos
se paseaban y con sus trampas, como el concejal Ramírez, que
se echaba sus polvitos con una honorable concejal devota de las
peregrinaciones en el pueblo adorando al santo de turno. Ni se
enteraban que no asistía a las capacitaciones, esos gringos piensan
que somos huevones, mientras están de ida nosotros estamos
regresando. Para qué, cumpa, el curso me sirvió, le saqué el jugo
a lo que me enseñaron. Puse orden en el municipio y las cosas
mejoraron. Los asesores que nos cojudeaban, desde ese momento
se pusieron pilas. Por eso fuimos reelegidos durantes tres ges-
tiones y, al mismo tiempo, escalaba puestos, ganaba confianza y
responsabilidades. No me gustó Lima, huele a orines y la basura
adorna las esquinas. Es muy sucia y no llueve nunca, qué ciudad
para triste. Yo ya miraba otros sitios. Intuto ya me quedaba chico.
Es más, el alcalde no vivía en el pueblo, alquiló una oficina del
municipio en Isla Grande, vivía haciendo gestiones del presupues-
to asignado porque camarón que se duerme termina en el chifa
Way Ming, a propósito, rica comida la de ese chifa de la plaza
28 de Julio. Mientras él se entretenía en esas gestiones propias
de su cargo y representación, me dejaba a mí a cargo de todo,
era su hombre de confianza, aunque te confieso que el tío era
bien desconfiado, me gané a pulso, con mi constancia y lealtad,
celaba a su mujer hasta con la sombra, ella era una serrana guapa
de nariz andina, mandona y baja de estatura, se ocupaba de sus
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operaciones de cirugía plástica para arreglarse la nariz, las tetas,
levantarse el culo para engreír al celoso de su marido. Al mismo
tiempo, yo era concejal y alcalde encargado. Cuñao, levantamos
un movimiento político de la nada, él invirtió dinero y el resto de
los concejales nos sacamos la mierda en la campaña y ganamos.
Fuimos caserío por caserío ofreciendo el oro y el moro, estos son
cholos ignorantes, pachanga y alcohol nos recomendaba el jefe de
campaña, no le creímos. Él insistía, a estos pueblos hay que darles
aguardiente no más, vas a ver que votan por ti. Fue como mano
de santo, el aguardiente nos abría las puertas y las piernas ja, ja,
ja. Me cansaba de tirar a las hembras, tanto que me enrollé con
la mujer de uno de los candidatos de la lista contraria, qué vida,
qué vida. La primera vez que fuimos de visita a esos caseríos nadie
nos hacía puto caso, ese asesor con mucho cayetano nos repetía
hasta el cansancio su consejo, compren trago, al principio nos
resistíamos, al final, le escuchamos y claudicamos, la campaña
cambió trescientos sesenta grados. En las comunidades y caseríos
nos esperaba entre aplausos el comité de base, sonaba las notas
musicales de la cumbia de moda.
El alcalde y su enorme ambición pactaron con un partido
a nivel regional, puta, era otra cosa. Muchos cuchillos largos y
espinas en esos ambientes, parecía eso una cueva de serpientes.
Poderoso es don dinero, el suegro de uno de los candidatos a
diputado le financiaba la campaña, lo que hace el calzón, maestro.
Es un mundo podrido. No pensé que era así, apenas dormitabas
y ya te clavaban el cuchillo y usaban la motosierra. Es el reino
de la defección. No me gustó nada y me refugié en mi pueblo,
quería trabajar por él. En el puerto quien pestañea muere, no
bajar la guardia las veinticuatro horas del día y dormir pegado
a la pared, no me gustó. No pude más, un día discutí con don
Cirilo, me peleé con él, nos mandamos a la mierda mutuamente,
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y con un grupo de amigos formamos otro partido independien-
te, no político, como el del Chinito, que fue el primer político
sin tutela de partido de la sacrosanta República peruana, como
repetía un locutor radial, y logramos ganar la alcaldía, a partir de
ahí, los políticos me respetaban. Hicimos la campaña en menos
de un mes y ganamos, conchasusmadres. Hay que saber tocar las
clavijas pertinentes, como cuando vas a la cama con una mujer, se
jactaba en público un nadador peruano que se llevó los laureles
deportivos que lucen en el Estadio Nacional de Lima. Uno de
ellos me propuso ser candidato a diputado, mierda, qué ascenso
para rápido. No, no, le respondí. No me tiente. Trabajé años en
política y era una oferta para no descartarla, Le contesté que no
a su propuesta, todavía quería trabajar para mi pueblo, como
era la manida frase para salir del paso de un ex alcalde acusado
de cohecho. Cuando era concejal falleció mi madre, el rumor
más convincente era que le hizo daño el agua intoxicada del río
Nanay que probó cuando vendía chucherías por esos pueblos
con uno de sus maridos. La hablilla en los funerales era que la
contaminación era del mercurio de los buscadores de oro que
arrojaban en la cabecera de esos ríos. Mi vieja se fue al otro barrio
como vino, pobre, sin embargo le dimos un entierro digno, en
ese cementerio privado de la carretera de Isla Grande-Nauta. Allí
descansa en paz y en la gloria del Altísimo, como era el latiguillo
de un lunático ex presidente de la República que desbrozó la
selva. Veo poco a mis hermanos, cada uno baila con su pañuelo;
en cambio, ese día como una piña, juntos.
Miraba desde este puerto de mierda el perfil de la ciudad,
donde se divisa esa mole de cemento que sirve para poner ante-
nas de repetidoras de televisión y que esconde chanchullos, me
prometí que volvería a la política, esta vez para ganar. Me reservo.
Esta lancha que no se mueve, ya son las siete de la noche y nada.
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Tranquilo, ingeniero, esta vez salimos. Colgué mi hamaca en la
cubierta del barco, hay muchas hamacas. Puta, de repente respi-
ras un pedo hediondo que te da ganas de vomitar. Resignado a
aguantar. Estoy lejos de mi buena vida, en hoteles de lujo, fiestas,
licor y comidas exquisitas. Maestro, ya nos dieron la orden de
zarpe, salimos dentro de diez minutos, esos minutos pueden
ser fácilmente una hora. Bajé a comprar Coca-Cola y cigarros
en un puesto ambulante. Los muchachos te ofrecían pescados
ahumados, refrescos y mi barriga era un nudo, no quería comer
nada, quería ya salir de una vez. Veo que el capitán del barco
sube y baja de su puesto, creo que ya salimos. Cada vez se hace
más oscuro. El que conduce el barco enciende y apaga el motor,
ojalá sean indicios de partir. La hélice removía las aguas quietas
del puerto. Se encienden las bombillas de los camarotes y las que
están a lo largo del barco. Siguen cargando sacos de arroz, cada vez
más rápido. Salimos, el timonel hace sonar una bocina, el ruido
agudo es fuerte que me tapo los oídos. Los niños que ofrecían
su mercadería corren loca y desesperadamente para bajarse del
barco. Se mueve este bendito barco, gritos, me dejan, me dejan,
grita uno de los ambulantes. Risas. Las cuerdas que ataban el
barco a la orilla del puerto son desatadas por los grumetes de la
lancha, estamos listos para salir, por fin. Se menea lentamente
como una sigilosa tortuga acuática y abandonamos el puerto.
En la frontera me esperaba una casa de madera, casi sin techo
y como mierda de mosquitos. Así no voy a poder hacer nada.
En una canoa crucé el pantano donde vivo hasta tierra firme, a
Tabatinga, era lento, me llevaron el presidente de la asociación
de padres de familia y el agente municipal, quería comprar mis
utensilios básicos, un espejo, un buen mosquitero, dos planchas
de zinc para cubrir el techo que faltaba, latas de atún y galletas.
Me temo que por la carga tendré que alquilar un transporte más
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rápido a la vuelta, estaba montado en un bote deslizador en el
que te cobran cinco soles y te hacen el cruce. Es que vivimos
en una ciénaga con mosquitos y con la visita del cólera, así se
hace patria, como mosconeaba el profesor de Química en el San
Agustín, abandonados por Dios y por las leyes. Me recomendó
Benjamín, el presidente de la asociación, que arreglara el baño,
es decir, la letrina. Era el aparcamiento de murciélagos y víbo-
ras, es que los profesores brillaron por su ausencia durante tres
años, siempre interinos que nunca vivían en el pueblo, se iban
a vivir a Tabatinga, el último que vino empreñó a una niña de
catorce años. Por eso el monte ha ganado terreno, hay mala
hierba en la sala y el comedor de la casa. Escuche, convoque a
un trabajo comunal y le ayudamos a limpiar la letrina. Bacán,
sería después de la presentación ante la comunidad. Bien, pro-
fesor. Mi presencia era un acontecimiento en el pueblo que se
enorgullecía de cara a otros caseríos de contar con un largo ca-
llejón de cemento, casas alrededor y la infalible cancha de fútbol
donde unos muchachos jugaban en la mitad del campo porque
en la otra mitad unas chicas y varios muchachos homosexuales
entrenaban al vóley. Uno que otro hotel de paso porque es zona
de frontera. De la burocracia peruana solo están la oficina de la
Policía y Migraciones. Se convocó a las fuerzas vivas del pueblo,
como el teniente gobernador, el agente municipal, al sanitario, el
presidente de la asociación de padres de familia, de los programas
de lucha contra la pobreza, en fin, no quedó nadie en casa. Una
presentación larga y al final mi inflamado discurso de ley que
hablaba de la abnegación y honradez del magisterio, sonaba a
timo, aplausos y al baile de bienvenida, a bailar y una soberana
tranca. Por supuesto que ese día no arreglamos la letrina, lo
pasamos para el día siguiente. En este pueblo no se puede ni
cagar bien. Eso sí, al día después, a pesar de la resaca entre todos
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arreglaron el baño, lo dejaron limpio de alimañas y malezas, el
váter era digno para las posaderas de un profesor. Una vecina
se ofreció a lavarme la ropa, si quería, claro. Le dije que sí. Así
fueron los primeros días. No pisaba un profesor permanente
por este pantano durante años. Los alumnos eran casi de paso,
muchos iban a Colombia y Brasil, les regalan los libros y cua-
dernos, profesor, aquí te mandan a comprar útiles escolares que
encargas a la ínsula capital, hasta que lleguen han pasado dos
meses. Es una cagada, así cualquiera desertaría de ser peruano.
De mi parte, no cargaría con ningún remordimiento por dejar
de ser peruano. Es más, los médicos colombianos o brasileños
les visitan periódicamente con medicinas, aquí moramos a la
ventura de Dios, antes que este cayera enfermo.

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En este sañudo puerto todos los días hay muertes violentas
y de sangre. «Disfruten de esta pacífica y apacible ciudad, es la
puerta del Amazonas», se resalta en los eslóganes de las agencias
de viajes, si esos turistas o viajeros se quedaran unos días más,
seguro que cambiarían de impresión cuando la sangre exudaría
por las paredes y chorrearían por los caños del agua. Muertes
que no se explicaban, no se encontraban a los asesinos. Es el
crimen perfecto, aquí los escritores de novela negra fracasarían
o se volverían locos porque la Policía marea la perdiz. Impuni-
dad. Aquí puedes matar y nadie se entera, los tombos, fiscales y
jueces son tuertos o ciegos. Las estadísticas elaboradas por una
consultora privada del puerto señalaba que el 90 por ciento de
las investigaciones de los crímenes están abiertos, no se pueden
cerrar porque no hay rastros de los asesinos. No hay dinero ni
recursos para investigar. En los diarios salen noticias sobre cuer-
pos que flotan en el río y no se sabe qué es lo que ocurrió, como
aquella balsa que navegaba a la deriva, a bandazos llegó a Indiana
con tres cuerpos muertos de personas. Nadie sabía quiénes eran,
allí yacían los cadáveres de cara al sol. Desaparece un viajero de
una lancha y no pasa nada, el río se los tragó es la respuesta,
¿se cayó porque estaba borracho? De repente, encuentran unos
restos flotando cerca de la toma de agua de la Empresa de Agua
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Potable, nadie da razón de nada salvo los titulares sangrientos de
los diarios: «Mujer asesina a su cónyuge para huir con el amante
veinte años más joven que ella. Homosexual mata a su pareja
por celos de una mujer. Joven se mata por amor. Madre masacra
hijo». Muchos pasajeros que se embarcan en el puerto de Masusa
no llegan a su destino, los encuentran ahogados y carcomidos
por los peces en las orillas del río grande.
El otro día en uno de los radioperiódicos de la mañana rela-
taban el caso de El Motocarrista Destripador. Sí, es un sujeto que
mata a sus víctimas en el menor descuido. Les hace una carrera
y con un filudo desarmador les amenaza y les obliga a ir a sitios
solitarios. Las viola y luego las mata. Indicaban de lo poco que
recuerdan que era blanco, otros de piel morena e inclusive algunas
de las víctimas lo ha identificado como un negro de un metro
ochenta y dos. Un curandero muy famoso del pasaje Paquito, que
se mantiene en el anonimato, señaló en un radioperiódico que
el temido asesino es un bufeo colorado con ánimo de venganza,
porque los ríos están contaminados de sustancias residuales y se
están muriendo de a pocos. Uno de los periodistas forenses seña-
laba que es un asesino en serie como el de American Psycho, claro,
claro, a escalas tropicales, no pongas esa cara. Han encontrado
envueltos en bolsas y papel periódico partes de cuerpos humanos
en los basureros de la ciudad. Hay manos, dedos, lenguas, orejas,
cabezas, brazos y piernas, parecen las piezas de un puzle del ser
humano, ¿practicará el canibalismo? Estos y otras indicios dieron
pie a relacionarlo con otros casos de violaciones y desapariciones
de personas. Si es así, sería el primer asesino en serie de la ciudad.
Bueno, el primero que se sepa, rumiaba con su cascada voz el
Masho. Antes existieron, solo que no les han dado demasiada
importancia. Tanto ha cundido el miedo que a la gente le cuesta
tomar un motocarro, lo piensa dos veces. Han desempolvado las
154
bicicletas y prefieren movilizarse con ellas. Paradójicamente, en
la ciudad se ha producido un efecto positivo, por fin el sosiego
ganó en demérito de la zambra de estos aguajales.
Este puerto se desangra a diario ante nuestros ojos.

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La lancha revolviéndose como una tortuga se aleja lenta-
mente. Esta urbe fagocita lo que encuentra a su paso, como los
pantanos y bosques de alrededor que han sido devastados. En
estos lodazales no se construye nada, todo se lo lleva el río o lo
traga la tierra, ¿te acuerdas del colegio que inauguró el Chini-
to, frente al Barrio Florido, con bombos y festín, y que al día
siguiente se lo engulló el río? Comentaban que el edificio de
la calle Raimondi, en plena construcción, se hundía, no jodas,
qué buenos ingenieros hilvanaron los cálculos, ¿no? ¿Acaso no
sabes que en el sótano de ese cerro de cemento está escondida
una inmensa boa negra?, por eso los sótanos están inundados.
Qué ciudad. Vemos anacondas por todas partes, hasta en los
sueños. ¿Te acuerdas cuando llegaron las golondrinas? Claro,
cagaban a todos, nadie se libraba, ¿y al alcalde con luces cortas
que mandó a podar los árboles?, vaya solución de ese cabrón, el
remedio fue peor que la enfermedad. Observabas que morían
las golondrinas como hormigas, se precipitaban contra el suelo
o contra el tronco de los árboles. Sus cuerpos crujían con el
golpe. Mierda. Así solucionamos los problemas de esta ciudad,
tapándolos o empeorándolos.
Fui líder en el asentamiento humano donde vivíamos, sa-
líamos con un grupo de dirigentes a visitar los despachos de las
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autoridades. Promesas, promesas y nada, como sonaba la canción
de moda que pasaban en Radio Loreto. Deambulábamos con
nuestra máquina de escribir para redactar memoriales, peticiones,
solicitudes. Era un chuchín. Ayudaba a un amigo que chambeaba
en su mesa, ahí por la calle Putumayo, le llamaban doctor al puta,
allí redactaba cartas amorosas, cartas de duelo, solicitudes pidiendo
pensión de viudez, separación de bienes gananciales para que vayan
a firmar donde el notario, ¡he trabajado de todo! Estoy curtido
contra las penas, pon ron Cartavio, maestro, sin compasión. Me
voy decepcionado, quiero perderme en el bosque, ya sabes, la cabra
siempre tira al monte. Estaré sin dar señales durante un tiempo
y volveré otra vez a dar guerra con la frente en alto.
Allí en Intuto, mientras enseñaba en esos colegios de mala
muerte, en carne propia viví la desigualdad de la gente, allí nos
arrojaban dádivas, mendrugos. La gente se moría envenenada
por la contaminación de la petrolera, nadie les reprocha nada.
La empresa es vecina de ellos y le importa un carajo la gente. Las
aguas residuales sin ningún procedimiento previo las soltaban
directo al río y luego eran solventadas por los informes de la
universidad, aquí no pasa nada. Nos envenenan sigilosamente,
¿a eso llaman responsabilidad social de la empresa? En ese río no
hay peces, casi todos han muerto y el agua que tomas te produce
diarrea y escozor en el cuerpo. Bebes el agua de la quebrada selva
adentro, del río ni cojudo, nadie toma de ese río infectado. Los
análisis de las aguas revelan que son aguas aptas para consumo
humano, claro, como ellos no las toman. Aquí les pagan con
regalos huevones como un motor fuera borda que no sirve para
una puta mierda, un grupo electrógeno. No se invierte en edu-
cación como becas o el pago de la universidad a los hijos de los
comuneros. No. Te cuento que una vez, mientras me reunía con
los padres de familia, uno de ellos salió del aula como alma que
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ha visto al diablo y corrió a esconderse en el monte que estaba
a unos pasos del colegio, temblaba de nervios, su cara denotaba
el miedo, estupor. Era un pata tranquilo, no se metía en hueva-
das, sus hijos eran de los que sacaban buenas notas. Se rumoreó
que en esos momentos atracaba una comisión de la empresa
petrolera y entre ellos viajaba un teniente de la Policía que per-
tenecía al Servicio de Inteligencia Nacional. Lo sindicaban a él
como el promotor de esas denuncias que se difundieron en los
radioperiódicos por contaminación de aguas contra la petrolera,
salió como un rayo, cuñao, sí, es el mismo al que unos meses
le torturaron en la dependencia policial por ir contra el orden
público, por protestar frente a las oficinas de la petrolera. La
comisión integrada por biólogos y antropólogos con nombres
de héroes nacionales, creo que eran Quiñones o Grau. Eran de la
compañía, realizaban visitas de inspección y acopiaban muestras
de aguas, pero nunca mostraron los resultados de la inspección
ni el reporte de la calidad de las aguas. Es una muerte lenta, ellos
no salen en las estadísticas de salud. A mí que no me cuenten
milongas, me metí de lleno en la política, no podía aguantar
tanta injusticia, me alenté, y, mira, he terminado en pleno silo
lleno de mierda, como el poeta de Pisco.
Ahí donde el serrano de la esquina, que era el propietario
de un cibercafé, me metí a internet y puse el nombre de Intuto
en Google, puta madre, me quedé huevón, salió el pueblo. Salió
una foto de satélite y con mapas. Como jugando quise saber la
distancia entre una ciudad europea y el pueblo y me salió que
no se puede calcular la distancia entre Madrid e Intuto. Estamos
en el final de la tierra, en la periferia de la periferia. Sí, donde el
diablo perdió el poncho.
Puta, mano, la cumbia iguala, reacomoda clases. Sí, todos
mueven el trasero sin distinción de raza ni credos. Al menos
159
en la selva, cuñao, la sierra y costa es otro pastel. Aquí hasta el
limeño más blanquiñoso mueve el esqueleto, si no, la hembra ni
le mira, bueno, lo mira como si fuera un mongo, cuñadito. No
creas. Bailo como el culo aunque hago la finta con unos pasos.
Los fines de semana se llenan de limeños eyaculadores precoces
que no hacen ni gemir en la cama, como comentan las hembras.
No por mucho tirar eres más hombre, ¿no? Las huevas. Conocí
a un alcalde que luego fue diputado, más parecía putado, era
un arrecho, perseguía a los culitos de su entorno, el pendejo nos
invitaba después de las reuniones de alcaldes, ahora, señores, a
comer el menú y llegaba un montón de hembras a su finca por
la carretera Isla Grande-Nauta, causita. Sí, nos esperaban. A
pesar de estas iniciativas de macho cachero, se rumoreaba que
era rosquete, no jodas, sí, se le quemaba el arroz, le sudaba la
espalda. Era compañero de ruta de la Tigresa del periodismo, que
cerraban discotecas para dar rienda suelta a su show, sí, se ponían
a bailar con otros oñoñoy disfrazados como en los carnavales de
Venecia, con antifaces, puta, que hay a montones que patean con
la zurda, están calladitos, cuñadito. Desde ingenieros a militares,
solapa no más. Son el gay power de la ciudad, ¿por qué no salen
del armario? Cuñao, sería tirar por la borda su carrera política,
sí, pero están engañando a medio mundo. Qué inocente eres,
vivimos de eso, de la mentira. Qué cabrón, en esta ciénaga hay
que irse por las ramas, eludir es nuestro lema de guerra. Aquí
se huevea.
Uno de mis primeros actos como alcalde electo fue inaugurar
la galería de alcaldes, éramos dos, el serrano y yo, así que bacán,
mano, éramos los dos en la ancha pared de madera. Nos pintó
un amigo mío de Bellas Artes, qué vanidosos somos los políticos,
nos encanta que nos adoren, que nos admiren, somos como
los artistas, vivimos de los aplausos, de los vítores, del pueblo,
160
del público. Recuerdo bien clarito que esa coletilla repetía una
vedette que mostraba su poto cholo, fue congresista con el chino
Fujimori, ese es mi lema y filosofía, vivimos del aplauso de la
gente. Mandé a cambiar el mobiliario de la municipalidad, sillas
estilo Luis XVI con sus respectivos reposabrazos que miré en
una revista. Liiiiiiindo quedó, maestro, a pesar de las críticas de
tus colegas por la radio, eran muy ostentosos, clamaban. Hubo
unanimidad entre los concejales, saltaban agradecidos del nuevo
mobiliario. A los de la oposición les compré con viajes donde ellos
quisieran, viajaban hasta con sus tacu tacu, su calentao. Les puse
en la sala de sesiones aire acondicionado que funcionaba con un
grupo electrógeno por más que al pueblo le faltara electricidad,
los metí en mi bolsillo, comían de mi plato y ya sabes que no
muerdas la mano que te da de comer. Además de las buenas
dietas por las sesiones, la política se hizo para forrarse los bolsi-
llos, lo reseñaba un sabio político español en pleno estiércol, si
no lo haces, eres loco o huevón, que para estos casos la línea de
frontera casi siempre es invisible. Te digo que en esos ambientes
de la política hueles a hez, no es para que te decepciones, pisas
esa mierda y comes mierda, para remate no te quieres salir, ¿te
acuerdas de Tito Castro? Quién chucha es que no recuerdo, el
que fue diputado. Algo, no le pongo cara, que era pastor de una
iglesia evangélica, sí, sí, puta, no me acuerdo, pero qué carajo
quieres decirme de él, el pata se ganó su buena platita siendo
congresista y por ser amigo del vicepresidente de la República,
que era evangelista y es pastor, le va de puta madre, no trabaja
como nosotros como unos negros. Va y viene a Estados Unidos,
la congregación es con sede en Miami, el puta está feliz como
una perdiz.
Mira, allá viene una lancha, la gente está abarrotada, ¿no
ves que están en el techo? Falta como dos horas todavía para ir
161
a puerto, así mato mi tiempo, viendo llegar y partir a los pa-
sajeros. «¡Bienvenidos al Perú!», se lee en un letrero de la balsa
que funge de puerto, le ganaba el cardenillo de la humedad y
de la lluvia. Desde esta casita miro a los viajeros que vienen a la
frontera, todos preocupados por sus carimbos o sellos de la oficina
de migraciones. Van y vienen para comprar y vender por allá, a
los brasileños o colombianos no les importa el Perú, se cagan en
nosotros, ellos andan a su bola, cuñao. Nos miran con desdén.
Les importamos un carajo, mientras nosotros sufriendo con las
inundaciones y el desamparo, ellos están felices. ¿Te acuerdas
del negro Sosa? Sí, el puta hace negocios en Manaos, ¿no es el
que huyó porque pesaba contra el una orden de captura?, sí,
vende frejoles y fariña, los lleva a diferentes pueblos de la selva
brasileña, ¿no ves que estos brashicos son frejoleros y fariñeros?
¿Tú me quieres entrevistar? Puta, no soy nadie, maestro, quiero
que me cuente cómo una persona como usted llegó tan alto. Tu-
téame. Así que escribes reportajes para La Razón, mira, maestro,
cuando era alcalde financiaba a diarios y revistas como mierda,
claro, a cambio de publirreportajes, salían a página entera y con
mi foto, eran alabanzas y lisonjas a mi gestión. Si eres periodista,
¿sabes que perteneces al club de los mierda?, ¿por qué me increpa
eso? Esos son tus colegas. No pinchan ni cortan, se bajan los
pantalones por iniciativa propia. Sinvergüenzas. No, no quiero
ningún reportaje para publicar en algún diario porteño. No,
no es para publicarlo, es material para una novela. ¿Novela?
Entonces invéntate cosas, ¿acaso no es ficción? Lo que pasa es
que los personajes como tú aparecen de cuando en vez en la
floresta, como Julio C. Arana, que de vendedor de sombreros de
paja pasó a potentado cauchero. Mira, Leguía fue presidente de
la República de la nada, Fujimori igual, el tsunami del Chinito.
Sus ojos verdes claros brillaban, toqué su ego, me chismearon
162
que era su talón débil [en realidad, como la mayor parte de los
políticos que viven en este tremedal]. Tú también has llegado a ser
poderoso en esta parte del país y eso es lo que me interesa. Puta,
qué jodido eres, no pensé en compararme con esos personajes.
Él reía disimuladamente, se envanecía por los halagos. Me estás
levantando la autoestima, no, mejor déjame pensarlo y te digo
mañana en el bar que está cerca del puerto.
Con tanto trago que bebía en fiestas y reuniones me volví
alcohólico, me daban un poco de aguardiente y me caía de bo-
rracho. Mis asesores y amigos me sacaban de las fiestas porque
me cagaba en pleno ágape, sin reparo ni vergüenza alguna se me
iba el cuerpo, mis esfínteres no aguantaban lo suficiente y me
zurraba donde me complacía. Caga el rey, caga el papa, del cagar
nadie se escapa, ¿no? Mis compañeras de ruta me abandonaban
por mi boda con el licor, perdí mucho de mi patrimonio en los
juegos de azar y en las apuestas de caballos. En lo profundo de
esa vorágine que vivía, me repetía tozudamente entre lagrimones,
quiero cambiar. Para salir del hoyo me reconvertí en evangelis-
ta por unos meses. Una férrea disciplina y fui escupido de ese
infierno del alcohol, no se lo recomiendo a nadie. A la gente le
gustó mi cambio, mi fuerza de voluntad y volví otra vez a las
bridas del poder. Chiquillo, te confío un secreto porque me caes
bien, que no solo me gustaban las chicas, también los chicos,
como los gallos viejos que ponen huevo. Para saborear mejor el
potaje hay que visitar las dos aceras. No jodas, sí. Hay bastante
rosquetes por aquí, solo que lo llevan bien disimulados. Qué no
hacemos, dirás. Amén de esas anécdotas, te digo que hacemos
mucho por la patria, por el pueblo. ¿Tú sabes lo que es aguantar,
con sol a reventar y resaca de por medio, un desfile militar de
fiestas patrias? Nos sacrificamos. Mira, maestro, he visto morir
amigos en manos de Sendero Luminoso, ¿te acuerdas de un
163
alcalde de Pucallpa que lo volaron a pedazos? Era amigo mío,
nos conocimos en un encuentro de alcaldes en Lima, bien pata
era. Los senderistas lo mataron a sangre fría, hijos de puta. Sin
misericordia. A sangre fría. Los del mrta o los narcos asesinaron
a otros en San Martín. Hemos sufrido, nadie nos puede señalar
con el dedo. Pusimos la cara cuando otros huían del país.

164
Se acercaban las elecciones políticas, muchos de los candida-
tos ya metidos en campaña desde la noche de su última derrota.
En las paredes de las casas y calles se advertían carteles y pintas
de los candidatos que no se borraban nunca, cambio  o «el
apra nunca muere… honrado», ya formaban parte del paisaje
urbano, los grafitos resumían la sabiduría popular del rechazo
a la política. «educación, modernidad y provecho propio»,
«el cambio es posible… pasado mañana».
El director del diario estaba en buenas migas con el alcalde
y el presidente de la región, se reunían en la casa de campo de
este último, en una especie de maloca, para tomarse unos tragos
y urdir tácticas políticas. La publicidad no faltaba en las páginas
de noticias, no chorrea, pero gotea. El director pensaba en editar
más ejemplares del periódico e incluir más páginas. El diario les
apoyaba en las campañas que realizaban, como la proclamación
del río Amazonas como una de las maravillas del mundo, son
huevadas que la gente cree, farfullaba y discutía con el Masho,
que así se promueve ese regionalismo superfluo que me repug-
naba. Mira, cholo, aprendí en este oficio a tragarme esos sapos
y culebras, me chantaba. También entrábamos de lleno con la
campaña contra el dengue, ha vuelto con mayor virulencia y no
hay que bajar la guardia. De eso se aprovechaba la oposición para
165
denunciar que el ascenso de los casos de dengue era responsabi-
lidad del alcalde. Era necesario una campaña preventiva en los
medios de comunicación a tope, le preparamos las cuñas radiales
junto con Marylin Chota, una colega de otro radioemisora, ella
ponía la voz. «¡El dengue está a la vuelta de la esquina!», brama-
ban sin límite por los radioperiódicos, que turbaron los nervios
al director de Salud, si gritan es porque estás haciéndolo bien, le
apostillaba con aire de autoridad el director de La Razón.
Se les veía inquietos a ese trío de cojudos. Sí, claro, me lo
venía venir, el director aviesamente entró a la oficina de redacto-
res, se detuvo delante de mi mesa de trabajo, me miró a los ojos
con una seriedad sobreactuada que rozaba la hilaridad. El aire
acondicionado de este lado de la redacción resoplaba un ronquido
que en sus picos mugíamos para hablar, tronaba como una moto
sin silenciador y no echaba aire suficiente. Transpirabas como
un maratonista, traía ropa adicional para cambiarme. Eduardo,
me ordenó, hay que ir a entrevistar a Salomón Sotomayor, ¿So-
tomayor?, ¿todavía vive? Sí, está vivito y culeando, lo remató con
cierto tufillo de chacota machista que no me hizo mucha gracia.
No me reí. Me quedé callado por unos segundos y recordé, al
vuelo, que este era un político que formó su propio partido y que
ocupó todos los cargos públicos, como el de maestro de escuela
rural, concejal, alcalde, presidente del gobierno regional y postuló
como diputado de la nación, aunque sin llegar a su curul, por
pocos votos le ganó una candidata de más grasa corporal, pesaba
como cien kilos en la báscula. ¿Por qué a él? Dick, nuestros ojos y
oídos del mundillo político, cuenta con un datazo sin confirmar
que quiere regresar a la arena política otra vez, ¿acaso no se retiró?
¿Retirado? Los políticos como los toreros, los viejos roqueros o los
curas nunca se retiran del jaleo, jovenzuelo. Sí, está de vuelta al
ruedo, nos avisan. Así que la misión es entrevistarlo y sondearlo
166
si se va a presentar como candidato a las elecciones que vienen,
porque están que se comen las uñas en la alcaldía. El alcalde
quería postularse a diputado, ¿lo sabes, no?, porque si él, Salo-
món, vuelve, forzosamente cambiará su estrategia de campaña,
conllevaría exigirse a fondo y buscar muchos verdes [tradúzcase,
coimas] porque Sotomayor es un hueso duro. ¿Y dónde vive
Sotomayor?, no tenía puñetera idea. En la frontera, en Santa
Rosa. Mierda. Sí que está lejos, te pagamos el pasaje y la estadía,
serán unos cinco días y partirás cuanto antes. Mira, maestro, tú
te vas porque tienes más mano izquierda que Masho y Mañuco,
porque a Dick no lo quiere ver ni en pintura, además que a ti te
gusta la mermelada, me soltó y guiñó con picardía. Me gusta la
política, pero no a esos soplapollas que viven mintiendo a la gente,
le restregué amargamente. Calla, calla. Cuidado que te oyen, las
paredes hablan, me respondía como si temieran que escucharan,
poniendo la boca como un cono y con el dedo índice delante de
sus labios. La noticia me cayó como el culo, porque Mañuco ese
fin de semana planeaba a posta uno de sus fandangos de rompe y
raja y convenció a que fuera Marylin Chota, a quien le tiraba los
tejos. Un hembrón. Con un guapo rostro aindiado. Morena de
piel. Andas templado, cabronazo. Su presencia me atolondraba,
tartamudeaba. Ella narraba noticias en el telediario local de las
noches y colaboraba con nosotros en la elaboración de las cuñas
radiales para diferentes instituciones. Era adicta a los programas
de reality show, no se perdía ninguno. Le gustaban como cancha
los programas de concursos y los musicales. Además, era presi-
denta del club de fans del cantante Julio Iglesias. Vivía la tele a
cien por cien. Urdió la maqueta de un programa musical; sin
embargo, todavía no encontraba patrocinadores. Sabía además
que era una chica difícil, a varios patas les dio calabazas, les tiró
arroz. Manu me dio pormenorizadas referencias de ella.
167
—Debe ser ya, me espetó el jefe, sí, era para ayer. Sus palabras
retiñeron como una orden, me jodía más, me dan resquemor
las órdenes con halitosis autoritaria. Hacen que me cruce los
cables con facilidad y me enfurezco más. No estaba mi cuerpo
para alegrías. Sabía que los viajes en barco son un cuento, no
puedes planificar nada, si dicen tres días son cinco o más, por
mis santos cojones. El director me miró seriamente, sus ojos
parecían salirse, y me sentenció sin más, pregúntale a Meche,
ella lo ha preparado al detalle y no vas en lancha, sino en la línea
de «los rápidos», para que vuelvas pronto, ves que pensamos en
todo. La entrevista es cocer y cantar, tú lo manejas mejor que
nadie en la redacción, el halago para salir del apuro me impor-
taba un pito. Es una noticia calientita, además que creamos un
ambiente de competencia electoral que al diario le favorece por
la publicidad. Ya, ya, huevón. Ni eso lograba contentarme, me
cago en ese cabrón. Renegaba y hablaba entre dientes, el muy
conchasumadre me pasa la voz hoy miércoles.

168
Martes 5 de septiembre, puerto El Huequito. Es muy
de madrugada. A las cinco de la mañana en el embarcadero,
me remarcó Meche. Sentía un poco de frío mientras me venía
en el motocarro al puerto El Huequito. Al llegar a él, muchos
cargadores te quieren arranchar las maletas al vuelo. Es una
batahola. Antes de subir al barco tomo una foto del puerto.
Apesta a huevos podridos porque por aquí descarga uno de los
desagües de la ciudad. Nos llaman por nuestro nombre uno de
los marineros y subo al bote-deslizador de nombre «Anaconda».
Me siento casi al final de la fila de asientos. El que conduce la
embarcación para animarnos nos recibe por los altavoces con
un cd de Manolo Otero y Camilo Sesto. Son unos carcamanes
de la música, aunque mucha gente todavía deliraba con ellos,
mi primo Antuco era fanático del cantante argentino Sandro,
de la misma onda. Recuerdo que en el colegio un pata se vestía
y cantaba como Camilo Sesto, con el pelo cardado como él, se
presentaba a los festivales de música que organizaban y desde ahí
se ganó el mote de Camilo. En esos festivales se presentaban la
Isabel Pantoja de la selva, el Raphael del infierno verde, el Leo
Dan del paraíso perdido o el Bret Easton Ellis de la floresta de-
solada. Es un cúmulo de cursilería que nos encanta coleccionar
y regodearnos. Nos retrataba la falta de originalidad [por decir
169
esto, recibí duras críticas de mis colegas del diario, huevón, no
dramatices, deja vivir a la gente como quiera, sé más tolerante].
Sonrío.
El día no parece bueno. Hay nubes negras en el horizon-
te, parece que va a llover, me olvidé de mirar el clima para los
próximos días por internet. Al interior de la nave sientes que el
calor del trópico entra por las entrañas. Me quito la rebeca que
llevaba por el fresco de la mañana. Se percibía en la lancha una
mezcla de olores de pescado fresco mezclado con carne seca. Por
el pasillo entraban y salían niños invitándote a comprar jugo de
aguaje o camu camu en bolsa y también otras frutas exóticas como
manzanas, peras y uvas. Te vendían de todo, hay un canillita que
vende diarios, entre ellos veo a La Razón. Me río sigilosamente
por el hallazgo. Hay una foto a colores rompiendo página del
cuerpo de un ahogado que fue encontrado en el río Momón,
seguro que es noticia del Masho, anoche no pude quedarme para
la diagramación final. El titular rotulaba: muere ahogado por
epiléptico y borracho, típico título del jefe.

Martes 5 de septiembre, en Pevas, entre los ríos Amazo-


nas y Ampiyacu. En realidad no sabía dónde estaba. Del bote
deslizador se rompió algo del motor y arrumbábamos a marcha
de caracol. La idea del capitán de la embarcación era llegar como
sea a Santa Rosa. Avanzábamos lentamente, puteando a la mala
suerte y sin escuchar música, felizmente. Los pasajeros con las
caras largas, para digerir nuestra rabia nos sirvieron la comida.
Era carne sancochada con arroz y un vaso de Inca Kola, de sabor
nacional, aunque la haya comprado la Coca-Cola Company, in-
cordiaba el Masho en la redacción. Hinqué el diente con muchas
ganas, en verdad, me sonaba de hambre el estómago. Eructé casi
hablando, me repitió el olor a comida durante el viaje. Hicimos
170
una parada en Pevas, aproveché para entrevistar a un dirigente
de una organización indígena bora-uitoto, Fecona, reclamaba
que hay madereros que han usurpado sus territorios comunales
sin permisos del Ministerio de Agricultura y que unos vecinos
del pueblo de Pevas, por venganza, han envenenado uno de sus
lagos con barbasco, un veneno letal para los peces. Por estos
montes nunca faltan las noticias, en cambio en Isla Grande las
ignoran. Termino la entrevista y subo por unas escaleras que me
llevan a lo más alto del pueblo, se divisa la unión del Ampiyacu
con el Amazonas, ríos de diferentes colores de aguas. Es una
gozada. Fumo un cigarro negro. Paramos cerca de tres horas en
ese pueblo, pareciera que el tiempo tuviera otras medidas fuera
de la ciudad, en Pevas el tiempo se ralentiza hasta paralizarte.
En cambio, en el puerto nos gana el agobio por terminar una
crónica, los apuros del director por una noticia de último mi-
nuto o la urgencia de perseguir a un cliente para que pague la
publicidad, se hacen los cojudos y no te pagan. Cerca de Pevas
está un puesto militar, El Pijuayal, recuerdo que vine por aquí
en un ida y vuelta para informar sobre la secta de los barbudos
israelitas como corresponsal de un canal de televisión de Lima,
proclamaban que la salvación está en este lugar de la selva, es
una mezcla de las visiones míticas andinas con judaísmo, Mi-
guel Donayre, un colega que es columnista en La Razón y vive
en Madrid, en una de sus notas refería que vio a estos israelitas
por la Puerta del Sol, con pancartas y con las botas puestas. Se
rumoreaba en los mentideros que los milicos destinados como
comandantes a este puesto se hacían los ciegos y sordos para
el paso de la droga, y se han ido millonarios a Lima. «¡Viva la
patria! ¡Loreto no se vende, Loreto se defiende!», eran las pintas
del abandonado cuartel.

171
Miércoles 6 de septiembre, navegamos sin rumbo. Es muy
temprano, hemos pernoctado por horas en San Pablo [donde la
hija del Che Guevara repasaba las huellas de su padre antes que su
nieta posara desnuda con unas zanahorias que cubrían sus tetas],
Chimbote. Damos tumbos y los mecánicos nos señalan que una
parte del motor está rota y por eso la lentitud. Estornuda, lanza
ronquidos el motor en su avance. Da la impresión de que en
cualquier momento podía explotar. Restallaban como ventosi-
dades. El capitán del barco con un celular en la mano hablaba
cada hora y nos reportaba las novedades, muy brevemente, lo
que le dijeron, comentaba que en la tienda de repuestos no le
quedaba la parte del motor que se ha dañado, lo importarán de
Estados Unidos y demorará unos días. La disyuntiva era esperar
unos días o andar así traqueteando hasta la frontera. La gente
escuchaba sin alterarse, como resignada a lo peor. Y él, luego de
mirarnos y dándose a sí mismo importancia, muy solemnemente
pronunció, continuaremos.

Jueves 7 de septiembre, Santa Rosa, las tres fronteras:


Perú, Colombia y Brasil. El lado peruano está en un pantano
donde abundan los mosquitos, el dengue, el cólera y la malaria,
no es tierra de altura que sí poseen las ciudades de Leticia y Ta-
batinga al otro lado del río y que miran su propio culo peludo,
no toman en cuenta al resto. En la parte peruana se observa
poca actividad económica, hay hoteles de mala muerte donde
voy a alojarme y las casas se divisan desde lejos como una hilera
de palafitos mal sembrados. Bajo de la lancha a tierra a través
de unas escaleras que rozan con el agua y cables eléctricos, a los
pasajeros que van a Manaos y otras ciudades colombianas les
ordenan cumplimentar una formulario de salida y les entregan
un albarán que si lo pierden no pueden ingresar de vuelta al
172
país. Al final el día se arregló y por esta parte de la frontera hacía
un sol que quería reventar la piel, duele demasiado. Hay botes
pequeños conducidos por niños que te ofrecen chimbar o cruzar
el río Amazonas. Bueno, lo haré mañana, hoy buscaré un hotel,
que no hay muchos.

173
El hotel austero ofertaba lo que buenamente podía. Ni
mierda. Una cuja que zurriaba al primer movimiento, un
mueble de madera para poner la ropa [maté a unas cucarachas
que revoloteaban entre los cajones], te entregaban un rollo de
papel higiénico y un lamparín. Contaba con una grifería que
cuando abrías las llaves de agua salía aire. Para poder bañarte
te entregaban un balde con el cual acarreabas agua del pozo
que distaba cincuenta metros del hotel, igual pasaba cuando
ocupabas el excusado, felizmente, porque en San Regis, en el
río Marañón, de las deposiciones se beneficiaban a los cerdos,
mismo las zonas deprimidas de Mumbai [Bombay]. Es un pozo
comunitario situado en una esquina del campo de fútbol, que
lo hizo Foncodes, un programa de lucha contra la pobreza, es
decir, que a los pobres los dejarán más pobres, como señalaba
con cachita uno los radioperiódicos. Un anuncio grande, muy
cerca del pozo, decía de manera rimbombante, «¡El pueblo lo
hizo!».
El cielorraso del hotel no existe, eso hace que el calor aumente
en la habitación como si fuera una sauna. El techo avisaba de
goteras, pude comprobarlo el primer día cuando no pegué ojo
por la tormenta que nos dio la bienvenida, se mojó parte del
colchón. En los rincones del techo se guarecen los murciélagos y
175
en las vigas se pasean sin cohibirse los ratones y salamandras, el
muchacho de la recepción con desparpajo me advirtió que son
bichos muy educados, los murciélagos, que no hacen nada —son
prejuicios de ver tantas películas—, no atacan a las personas sino
a las vacas y ratas silvestres. Esas palabras no me reconfortaron,
me puse mosca de los vampiros y de los roedores, temía encon-
trarlos un día muy cerca de la cama. Una vez fui a cubrir una
noticia por el Alto Marañón en una comunidad aguaruna, los
murciélagos se dieron su banquete con varias familias y lo peor
era que contagiaban la rabia.
En el hotel me jorobaban los defectuosos servicios, me ponía
de mal humor. No soy un quejica, pero me fastidiaba un montón
que no se dispusiera de lo mínimo que ofertaba, a pesar del precio
que pagaba como en La Pousada do Sol, en Tabatinga. Un colega
me contó que en un hotel de pueblo se topó entre las sábanas con
una culebra, se cagó de susto. La habitación carecía de espejo,
me dejé crecer la barba. Una de las normas de cumplimiento a
rajatabla era el uso del mosquitero, si no, los mosquitos disfru-
tarían de la nueva sangre, aunque no valía repelente alguno para
espantarlos. Además, que a las seis de la tarde se extremaba el
cuidado, porque a esa hora sale el Aedes aegypti, el que transmite
el dengue, o puede ser el anófeles, el de la malaria.
No sé cuál mierda es peor, hace unos meses tuve una virosis,
rótulo con que los médicos señalan a las enfermedades que no
están en el libro, bajé cinco kilos en dos semanas y las fiebres me
atacaban en las noches hasta delirar, ni te cuento de los dolores en
todo el cuerpo. En Leticia y Tabatinga observé que los camiones
del Ministerio de Salud fumigaban las casas y retiraban los trastos
viejos de las calles y viviendas; sin embargo, en Santa Rosa no
circulaba un puto camión, aquí te inmolas como Carrión con
la malaria o el dengue.
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Pregunté al muchacho de la recepción del hotel por Salomón
Sotomayor, aquí le llamamos Don Shaluco, me replica, en esa
manía tropical de hacer sonar los nombres, la onomatopeya
nos ciega. Su nombre con esa sonoridad me suena a gallego. Sí,
vive como a dos horas en canoa y en lancha como a unos diez
minutos. Es propietario de un fundo. Cada dos días pasa por
Santa Rosa por sus compritas. Es nuestro cliente preferido. Fíjese,
viene mañana porque llega «El Mozandero» desde Isla Grande y
él espera carga. Es un buen vecino, nos ayuda mucho en las tareas
comunitarias. Con otros comuneros presentaron un proyecto de
recolección de camu camu al gobierno regional, él conserva los
contactos, sería la extracción de uno de los lagos cercanos a Santa
Rosa, la gente golosamente comenta que los japoneses pagan
bien por ese fruto, Myrciaria dubia, ¿es cierto?, ¿las semillas se las
llevan, no?, ¿cómo se llevaron el caucho? Sin dejar que le conteste
lo que me ha preguntado, él sigue con su incansable parloteo. Ha
colaborado con el equipo de fútbol donando camisetas y varias
pelotas. Cuando la comunidad hace limpieza de caminos viene
él y se mete con nosotros entre los barrizales. Se presentó como
profesor y poco a poco se fue comprando sus cositas como el
fundo. ¿Quién no conoce a don Shaluco? El otro día le visitaron
unas personas de Lima, bien pitucos eran, no vinieron en lancha
como usted, llegaron en una avioneta. Estamos muy contentos
con Don Shaluco aunque le advierto que ese genio de mierda
no le quita nadie. Da la impresión que anda con mala leche, así
es su carácter, mayor perfección no se le puede pedir ¿no?, ¿Lo
esperará? Sí, claro, en esos momentos recordé la fiesta de Mañuco
y a Marylin Chota, quien ostentaba las mejoras nalgas del gremio
periodístico insular, duritas, se notaba por los pantalones pega-
dos que realzaba esa parte de su cuerpo. Tuve una erección. Sus
labios carnosos color del vino tinto. Su largo pelo negro y ojos
177
achinados. Era de una belleza tropical inusual, cómo te puede
gustar esa hembra, me molestaba Dick, es media chola, con la
boca grande y el poto gordo. Me encanta, cabrón, es suficiente,
ni que tú fueras el hijo de Robert Redford, no hables huevadas.
En mi enfado en ese punto perdido de la floresta, maldecía mi
suerte, recordaba a la difunta y abnegada madre del director del
diario, por la ocurrencia de su hijo de comisionarme en esos
momentos al monte, me cagaba en sus muertos.

178
Fui profesor por un tiempo en medio de estos platanales.
Me cansé. Con unos ahorrillos que escondí en bajo el colchón,
como recomendaba sabiamente un ministro de Fujimori, me
compré este lote de terreno, que aquí llaman fundo. Este era
un antiguo shiringal o manchal, con mucha goma, mira, por
allí quedan algunos retoños. ¿Quién no recuerda lo que pasó
en el caucho? Sangró la selva y todavía no nos reponemos de la
hemorragia. Fue saqueada. Una violación sin límite. Conservaba
unos metros de monte virgen y una casa en mal estado, pensé
que con unos arreglos quedaría muy bien. Y mira cómo quedó,
muy confortable, ¿no? Hay dos hamacas para visitas como tú.
Quédate por unos días, hay botes de vuelta casi todos los días,
de eso no te puedes quejar. Así hablaremos más animadamen-
te. No creas, lo he pensado y repensado acerca de la entrevista
que me quieres hacer. Chiquillo, se entrevista a quienes revelan
algo; en cambio, yo no voy a decir nada. ¿Qué voy a anunciar?
Nada. Estoy en ese periodo de curación, de purificación. Cada
mes viene un chamán para darme una purga de ayahuasca, me
va muy bien, he sacado a los demonios que guarecían dentro,
habitaban tantos que podían fundar una federación. Llevo una
dieta a base de vegetales y sin sexo, como los curas en celibato,
ja, ja, ja, ja, aunque hay harto cheroca. Cargaba con una sarta
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de malos espíritus dentro de mí, me ha dicho don Jorge, el cu-
randero, es un brujo Kukama de los buenos, quiero exorcizarlos
y la soga de los muertos me ayuda un montón. Seguro que se
arrugan de miedo porque los cuchicheos de café me apuntan sin
titubeos que voy a postular a un puesto público, ¿es cierto? No
voy a decirlo hasta el último momento, me voy a dejar querer.
Por ahora vivo una vida tranquila y sin sobresaltos, ya sabes
que en la política quien pestañea muere. Desconfías de todos
y encajas bien los halagos como las críticas, te dan ganas de
mandarles a la concha su madre, te aguantas para no putearles.
Dar buena cara y mostrar una sonrisa. Eso sí, el pueblo siempre
lleva razón, por más que te estés cagando en él. Es una jarana,
porque terminas con una fuerte resaca de las celebraciones. La
elección de tu cuadro de confianza es una olla de grillos, no te
faltará alguna oveja negra que te traicione. Que se hace el hue-
vón y te jode la campaña como lo fue Rigoberto Tello, el muy
cabrón coimeaba a la gente para conseguir una cita conmigo y
cobraba a mis espaldas su cinco por ciento a los constructores
por una licitación pública, él se vanagloriaba que sería de la faena
de su vida, el faenón, hermanito. Es para el partido, causita; en
realidad, era para su cuenta personal. Los patas se vuelven en
tu contra de un momento a otro, se tornan muy sensibles, no
admiten reproches y quieren un cargo importante, lo distribuía
de acuerdo con su contribución durante la campaña. Que no te
importe pelearte con tu compadre o comadre, más aún si sabes
que ellos la están embarrando, de esos crápulas inútiles aléjate.
No me jodan. Para las próximas elecciones varios partidos me
ofrecen el oro y el moro, no, me hago el difícil, que sufran. ¿Sobre
el caso de corrupción que estoy siendo investigado? Está bajo
control, no me quita mis horas de sueño, ya sabes, quien detenta
el poder político lo usa como arma arrojadiza. Esos jueces ponen
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el trasero donde el sol más calienta. Se bajan los pantalones y al
mejor pujador, son unos miserables. Me consta, me han pedido
dinero y cuelgan su tarifa para sentencias a favor o en contra, ¿te
acuerdas de ese juez Tardelli? Sí, su juzgado funcionaba como una
pequeña empresa que incluía un sistema tarifario, no me jodan.
Por más que sepas que un correligionario la ha cagado, no pidas
su renuncia, no ofrezcas la cabeza de tus amigos a los enemigos,
sería claudicar. Blíndate y que nadie dimita, todos como una
piña. Aguanta el chaparrón, pasada la tormenta, prémiale con un
puesto político una vez pasado el huracán, como integrante del
directorio de una caja municipal o una empresa del municipio
o de la región, te lo agradecerá y está en deuda contigo, no sabes
lo que pueda pasar mañana. A los políticos nos critican porque
cambiamos de tiendas políticas de una contienda electoral a otra,
mira, maestro, ¿quién es fiel en política? Los cojudos que te creen.
Es una palabra feble. Aquí mandan los favores, ¿no crees que la
fidelidad en política está sobrevalorada?

181
Vivía con mis padres por la calle Trujillo, aunque ellos no pa-
raban en casa. Su periplo de viaje era visitar a un hermano que
vivía en Lima y a una hermana que trabajaba en Manaos. Así que
era el dueño y rey de la casa. El único impedimento era que no
podía traer a las gilas a casa. Porque los vecinos le informaban a
mi madre y me caían sus sermones, mi casa se está convirtiendo
en un chongo, me espetó penetrándome con sus ojos, se enteró
de las visitas de unas amigas. Del momento, no podía irme a vivir
solo porque el sueldo del diario no me alcanzaba para una puta
mierda. Estaba pendiente de una corresponsalía de una radio
de nivel nacional, eso sería otra cosa, me daría más estabilidad
económica. Por eso, para evitar esos reproches de carga moralina,
me abstenía de llevarlas a casa, de extranjis corría a los telos de
la carretera a Santo Tomás o Rumococha, sin hacer ruido y con
roche, qué va a ser, allí encuentras a todos los políticos, abogados,
ingenieros, empresarios de estos platanales, son puteros. Claro,
son clientes vip y de tarjeta dorada en el Alfil Mañoso. Felizmente
heredé una moto, es un poco vieja que cuando anda estornuda,
es la bujía, que para llevarlas a las hembras al huerto me saca de
estos apuros, me la legó mi padre porque él ya no conducía, se
le nublaba la vista. En la redacción se burlaban de la moto, le
cantaban en coro el cacharrito, la canción de Roberto Carlos,
183
carajo, cuando menos pensaba, menuda sorpresa, se pinchaba
las ruedas y abortaba el planeta con la hembrita, puteaba, las
chiquillas se reían a carcajadas del chasco.
Aquí vivo desde que era niño, cuando la casa contaba con una
huerta anexa. Hoy lo que llaman huerta está llena de cemento,
apenas quedan las macetas de plantas de mi madre y está vigilada
por el perro de mis sobrinos, Bart, que es un fox terrier, con pedigrí,
pero muy irritable, que lo saco a pasear muy temprano a dar unas
vueltas y amansar su nerviosismo. Sus ladridos me despiertan muy
de mañana o en cualquier momento de la madrugada, ladra por
cada ruido y movimiento que escucha en la calle, así que hay días
que cargo con ojeras que son la mofa de Mechita. Me comprometí,
religiosamente, a darle de comer al perro y llevarlo, cada cuarenta y
cinco días, al veterinario para que le hagan el corte de pelo. Era un
perro muy mimado que mi hermana pensaba llevárselo a Manaos,
decisión que contaba con el beneplácito de mi cuñada, es que Bart
se cagaba por todos los rincones de la casa. Mi hermano, antes que
se vaya a vivir a Lima con su familia, hizo varias modificaciones
a la casa, estaba como si fuera otra.
La calle mudó de aires. Era una calle con acequias donde
fluían los desagües y las culebras del fango conocidas como atin-
gas, cuentan que una señora sentada en un inodoro tan tranqui-
lamente como es menester en esos momentos, sintió cosquilleos
en el culo, mierda, se levantó intrigada y se encuentra con esa
culebra. Desde esa anécdota, tengo como lección que cada vez
que voy al váter lo miro y remiro, no me siento tranquilo en
esos momentos de filosofía profunda. Era un barrio chiquito,
pobrecito, como sonaba la letra de un bolero de un vate local.
Al frente de la casa no vivía nadie. Era monte, allí íbamos a
jugar a los indios y vaqueros, no faltaba un cabrón que te ataba
bien a los árboles llenos de hormigas. Pedías clemencia, que
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accedían siempre que cumplieras sus órdenes ciegamente por
tres días, qué juego para tonto. Con mis primos maternos, en
esa pequeña algaida, construimos una casita para escondernos
del rapapolvo de los padres, por cada travesura en la que nos
involucrábamos. En el terreno baldío, allí matábamos a roe-
dores silvestres que terminaban en la olla, como uno de ellos
denominado punchana, o de las culebras que se escondían bajo
los escombros, no parábamos hasta darles muerte, era la ley del
barrio no dejar una culebra viva. Recuerdo que la abuela con
rifle en mano, una vez mató a un zorro que estaba a punto de
llevarse a los pollos del gallinero de la huerta de mi madre. Hoy
por hoy, todo eso ha cambiado en un santiamén, parece fábula,
tío, me dicen mis sobrinos cuando les hablo del barrio.
Uno de los vecinos pintó en su muro de límites, «esta pared
no es medianera», anuncio que para nada era disuasivo porque
se pasaban por el forro esa advertencia y construían apoyados en
ambos lados de pared que no eran medianeras. Así se vivía en
la villa de Punchana, como ensalzaba Manu cuando ejercía de
maestro de ceremonias en el día de la Purísima, que era la patrona
del pueblo, se desafía hasta la ley de la gravedad por el gusto de
burlarla como el de no usar cascos cuando se conduce motocicleta,
si obligas a los motociclistas a usarlos se enfadan con el mundo,
te miran raro y te montan huelgas, puede costarle el puesto a una
autoridad. Cuando llovía las calles eran lodazales, fangos donde
no se podía transitar. No existía persona u objeto que atravesara la
calle, el jeep de mi padre se atascaba en ese empeño, a pesar de la
tracción en las cuatro ruedas. Nada. El Willys de color verde mi-
litar se quedaba casi sumergido en esos barros. Solamente podías
ir en bicicleta o a pie esquivando charcos y riachuelos. Hoy, luego
de incontables pleitos e impugnaciones, que duraron diez años,
construyeron una pista que ha dado paso a los motocarros y la
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consecuente bulla que revienta mis oídos. Amén de las parrilladas
que cada día hacen los vecinos con los altavoces a toda pastilla, es
una forma de financiamiento de las alicaídas economías de este
matorral, justificaba Mañuco buscando comprensión al guirigay
vecinal. Sí, pero te hinchan las pelotas cuando ese tiberio es de
todos los días, mi capacidad de tolerancia terminaba quebrándose,
los mandaba a la concha su madre.
A unas tres calles de la casa se alzaba la iglesia del barrio a
cargo de un cura hijo de puta, hacías un poco de ruido y te caía
sobre la cabeza un escobazo que te dolía tanto que terminabas
mentándole a la madre, en ese momento te importaba un comino
que te excomulgara o te mandara a rezar infinitos padres nuestros
y aves marías. Era un cabronazo el vallisoletano. Nunca fui a la
catequesis que él promovía, me parecían aburridas y una lata.
Mi hermano mayor acudía a esas reuniones, no para conocer
más de la Biblia, sino por las chiquillas que asistían. Tonteaba
con más de dos novias, mientras yo pensaba en el fútbol y ser
un buen portero como Yashin, La Araña Negra. Y admiraba la
simetría y el virtuosismo de los regates de Diego Maradona, El
Pelusa, colgaba un póster de él en mi habitación con la camiseta
del Boca Juniors.
En ese barrio, que en realidad era una calle, comprábamos
caramelos con mis hermanos en una tienda regentada por una
señora que se distinguía por una notoria giba, era una comer-
ciante con sangre en las venas, vendía hasta las naranjas, mameyes
o toronjas caídas en el suelo de su huerta, no regalaba nada.
Cuando llegó la televisión al barrio, ella alquilaba cada hora por
unos soles, allí veíamos las series de vaqueros como Bonanza o
del Súper Agente 86 en blanco y negro, niños, tranquilos, no se
tiren pedos, protestaba abanicándose. Seguro que si viviera hoy,
qué negocio no habría pensado con los ordenadores.
186
Más allá de la calle, en los extramuros de mi cartografía ba-
rrial, vivían unos primos con quienes jugábamos a la pelota en
plena calle, nadie transitaba por esa avenida de tierra, de cuando
en cuando un camión que llevaba tubos para el oleoducto nor-
peruano que nos sacaría de la pobreza, como parafraseaban en el
noticiero del Canal 7. Uno de esos camiones atropelló al perro
pastor alemán de mi hermano. Llorábamos desconsoladamente,
desde entonces me prometí no encariñarme con los perros, sufro
demasiado cuando se van al otro barrio. Es por ello que mi rela-
ción con Bart era distante, burocrático, casi de trámite.
Entre mis ocupaciones cuando era niño, estaba la de tirar
de un carro de ruedas de cojinete de motor de un viejo camión
y jugar al fútbol con mi hermano, en el pasadizo de la casa, que
volvíamos loca a mi madre. Rompíamos sus preciadas macetas de
rosas, nos llovía cada reprimenda. Este barrio era diverso y mul-
ticlasista, de migrantes del campo a la ciudad, de desempleados
del petróleo, abogados, de gente de oficios múltiples como el de
un curandero de gran clientela o el heladero exitoso que vendía
helados de frutas tropicales, el mejor chupete de aguaje de toda la
selva y del mundo, él aseguraba eso con henchido orgullo. A unas
cuantas casas de la nuestra, vivía un señor que mataba cerdos, era
más conocido como El Chanchero, su mote sin querer trascendió
generaciones, a sus nietos los conocen como Los Chancheritos, por
más que los patas sean técnicos electricistas o contables, es decir,
el primer apodo familiar te persigue de la cuna hasta la tumba.
Una casa blanca de ladrillo y de dos plantas era de propiedad de
un narco que lavaba su dinero con negocios inanes. En la esquina
habitaba un panadero con varios sobrinos a su cargo, unos eran
sobrinos carnales de hermanas fallecidas y otros que él los recogía
de la calle. Era un hombre animado, creó un equipo de vóley y de
baloncesto en el barrio. En las Navidades armaba belenes como
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afición, sin ánimo de lucro, para el disfrute de los vecinos. Uno de
esos sobrinos de Mario era homosexual, se acercaba mucho a los
niños y adolescentes, «dejad que los niños vengan a mí», recitaba
con cachita y, riéndose a carcajadas, los amaba. Unos patas que
cayeron en sus garras o, mejor dicho, en su culo terminaron con
gonorrea. Era mi gran temor y amenaza cuando era adolescente,
cuñao, que te quemaran era una joda. Te quemaban hasta en el
burdel, tira con jebe, era la recomendación en las clases sobre
sexualidad de la profesora Bariloche, que, por supuesto, nadie
seguía, por irresponsabilidad, a pelo que te quedas con buen sabor
de boca, hasta las hembritas te piden eso.
A este muchacho pequeño de estatura le apodaban Come-
gato, por su gran parecido a uno de los personajes de un cómic
chileno de mucho éxito de esa época, era muy delgado y se ganaba
fácilmente la confianza, una vez me reveló con gramos de sus-
pense que una de las empleadas, la más gordita, de la fábrica de
curichis, chupetes y helados de la esquina del barrio, estaba loca
por mí, me quedé azorado con esa noticia, el muy cazurro sabía
pinchar y pulsear la testosterona de los jóvenes adolescentes, me
resaltó con una risita que él podría ser el enlace, te hago el bajo,
hablando claro, previo pago de peaje, añadió el muy pendejo con
una descojonada sonrisa de oreja a oreja y mirándose su trasero.
Rechacé la propuesta porque no me gustaban los tíos, no se
ofendió, sin embargo, cada que podía arremetía con su cruzada
particular e intentaba llevarte al huerto, nadie lo denunció por
sus debilidades sexuales con los jóvenes.
Era un barrio donde la argamasa del apartheid se cocía, poco
a poco, a fuego lento, como en los apodos a tus patas como los
de Chino, Cholo, Negro o de gringos cebiches a los de piel más
blanca o al elegir a tus amigas, no seas cholero, búscate hembras
de buen apellido, huevón, cuando te veían que hablabas con
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chicas del color de la tierra, morenas o de rostro andino, se desga-
ñitaban con burlas. Galán de la puerta falsa, cholero, ¿te gusta la
carne de monte, di? Sus hembritas eran las del Sagrado Corazón
e hijas de militares, a esas hembras asexuadas no le tocaban ni el
poto ni las tetas, ni que fueras depravado. Esos magreos con las
cholitas, con las jugadoras. Eduardo cholero, Eduardo cholero.
Peor si no llevabas vestido de marca o eran de marcas bambas.
Era una tortura.
Cerca del barrio convivían muchos personajes como Ding,
al lado de la cancha de los curas. Era un muchacho avispado, un
poco gordito y con poco pelo. Con síndrome de down, murmu-
raban que era un mongolito, entendía yo por su semejanza con
los habitantes de Mongolia. Jugábamos con él a las escondidas,
muy poco a la pelota. Los muchachos le trataban como alguien
raro. De cuando en cuando le daba berrinches y lo encadenaban
a un árbol frente a su casa. Lloraba a grito pelado y se orinaba. La
ignorancia de la familia hacía que trataran mal a Ding, musita-
ban que era una maldición de sus padres, follaron en una noche
de borrachera, comentaban los vecinos. No. Que un brujo les
hizo un grave daño a esa familia. En verdad, nadie sabía cómo
tratarlo. Se comentaba entre burlas de su rápido despertar sexual,
en cambio, desconocían las potencialidades que poseía, pesaba
el prejuicio, casi lo querían ocultar a Ding, como se portaban
muchas familias con niños como él. El pobre terminó como
ayudante de cocinero en un bar del barrio donde comían los
tombos de la comisaría. Son esas huellas infantiles que no se te
borran y que te marcan por el resto de tu vida, todavía recuerdo
en sueños el rostro achinado y bonachón de Ding. Como la del
viejo que vivía al frente del muelle, en una casa de menos de un
dos metros de ancho y diez de largo. Era casado con una señora
china. Te hablaba muy poco. Su mujer era la vocera de él en la
189
chingana. A los niños nos miraba, concentradamente, por varios
minutos. Era de larga barba blanca, de pelo largo atusado. Casi
de dos metros y unos pies que parecían unos panes largos. Ojos
intensamente azules. Ese hombre siempre me pareció una anéc-
dota trapisonda en mi infancia. Los brazos y parte de su pecho
plagado de tatuajes, algunos muchachos advirtieron que vieron
una esvástica pintada en su fláccido cuerpo y otros mascullaban
que en los brazos flagelados vieron grabados números de su
paso por Auschwitz. El chismorreo, cuya leyenda se abultaba
cada día, contaba que él era un alemán desertado de los campos
de exterminio donde se mataban judíos y que huyó al perder la
guerra. No paró hasta este puerto para esconderse. A veces, lo
encontrabas hablando solo, llorando y con los ojos desorbitados.
Su rostro era de atormentado, de qué naufragio sobrevivió, me
preguntaba. Pocos nos acercábamos a él, parecía huraño, olía a
orín muchas veces. Otros especulaban que no era alemán, que era
un judío que, efectivamente, se escapó como pudo de los campos
de concentración, aunque él se encargaba el trabajo sucio en
ellos, era quien colaboraba con los nazis en el exterminio de sus
propios paisanos, de ahí su martirio, su culpa. Eran conjeturas.
Nunca supimos más de él, hasta que mi madre, al darme cuenta
de las notas necrológicas del barrio, me indicó que un día lo
encontraron muerto en su casa por un ataque cardiaco.
Al lado de la casa, en una especie de maloca, vivía un vecino,
era un hombre alto que siempre paraba borracho. No se despegaba
de una maleta grande de cuero ni de un sombrero de safari que
no se los quitaba para nada. Él solo se peleaba contra el mundo.
Escuchábamos sus gritos y maldiciones, mientras jugábamos
pelota con mi hermano en el pasillo de la casa. Los ratos que
no empinaba el codo, con las olas del guayabo en sus carnes
nos convidaba a los niños del barrio caramelos de fabricación
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inglesa. Un día se dejó de oír sus gritos, nos comentaban a los
mocosos del barrio que partió sin billete de vuelta en uno de
los barcos para Liverpool. El barrio te curtía para después, era el
campo de experimentación del mundo mayor. Cerca de la casa
de mis primos vivía una mujer de unos treinta años de nombre
Luchita. Con el pelo siempre corto, vestía de pantalón todo el
tiempo y, casi siempre, acompañado de unas camisas blancas de
manga larga. Me parecía un disfraz demasiado forzado, no sé por
qué algo no encajaba, lo comprendí después. Manejaba moto
y carro, indistintamente. Se dedicaba a traer y repartir leña del
puerto para las panaderías y otros negocios. Las veces que la veía
la sonrisa no se le quitaba, los vecinos de pie en las puertas de
sus casas cuchicheaban al verla pasar y callaban ante la presencia
de niños. De cuando en cuando sacaba la lengua para tratar
de alcanzar al lunar cerca de su boca. Luchita era marimacho.
Convivía en pareja con una mujer y adoptaron dos niños. No
nos parecía esa pareja ni extraña ni rara en ese mundo, salvo de
esos gestos muy forzados de ella, su empeño de ser un chico con
la elección de las prendas de vestir o llevar el cabello corto. Los
recelos y prejuicios brotaron después.
A esa edad de catorce años, la edad del pavo, no hay situa-
ciones que no te asombren. Estás cascando el mundo con tus
ímpetus e imprudencias. Uno de los patas trajo para alquilar-
nos, a un sol por mitra, unos apuntes pornográficos dibujados
a mano, eran hombres vestidos de curas a los que unas monjas,
con rostros de mosquitas muertas, les prodigaban unas reve-
rendas mamadas, en posturas lujuriosas. Estabas explorando
lo que vendría después en el colegio, huevón, debes perder la
virginidad a los catorce años. Daniel se desvirgó con la cholita
de su casa cuando cumplía doce años, huevonazo, es mi ídolo,
hay que hacerle la ola.
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Me sorprendía que las chicas del barrio, de mi edad, con
quienes jugábamos siendo niños, en un pispás resultaban em-
barazadas, no podía creerlo. Se arrejuntaban con gente mayor
que ellas. Mierda, estaban embarazadas, al igual que sus madres
que eran madres solteras. Dejaban la adolescencia como si nada
pasara, a ser madres. Me quedé helado cuando me enteré de
que un pata del colegio fuera padre a los catorce años, puta,
era tremendo, a esa edad no estás preparado para nada. Como
decía mi madre, ni siquiera te limpiabas bien el culo y, mierda,
ya eras padre por la gracia divina, perdón, por ser un pinga loca.
En la collera del barrio te enterabas de que tu chochera no co-
nocía a su padre o que los veían dos o tres veces a la semana por
unas horas y que sabían de otros hermanos en otra casa y a los
cuales no frecuentaban. Cada pisotón en el mundo de la calle
te asombraba, ese mundo idílico que me contaba y recreaba mi
padre, en los cuentos para quedarme dormido, implosionó de
un plumazo al asomarme a la puerta de la casa y mirar el barrio.
Era como un torcido cuento para adultos o, simplemente, eran
fragmentos de un mundo que detonó hace tiempo.
Las parcelas en que está divido este caducado astillero eran
también parte de nuestra vida. Cada uno se sentía en su cortijo
o hacienda. Su cuadrado. Cerca de la casa estaba la Villa de la
Marina, a unos ciento cincuenta metros. Eran casas de ladrillo,
cemento y con tela metálica contra los mosquitos. Nada que
ver con la de los vecinos, de madera y con desagües a la vista de
todos. Los que moraban allí se acostaban ajenos a esos apuros
diarios. Eran peruanos diferentes. A la villa le rodeaba un muro
de menos de un metro, que dividía la casa de los oficiales de la
Armada peruana y la gente de la calle Trujillo. Muchas vecinas
lavaban ropa en sus casas o carpinteros que reparaban muebles.
Éramos muy mocosos, que donde rodaba la pelota allí estábamos,
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así con muchos de los hijos de esos oficiales de la patria jugába-
mos baloncesto. No se hagan ilusiones, jugábamos en su cancha
cuando nos llamaban porque unos de ellos asistía en el mismo
colegio de curas que yo. No nos permitían bañarnos en la piscina,
de repente podríamos infectarlos, contagiar nuestra pobreza. Ellos
no se contaminaban con la gente, no salían de esa agrupación de
casas homogéneas, que la llamaban villa y que paraba custodiada
por marineros fuertemente armados de día y de noche, ¿acaso
temían a los muertos de hambre?
De un día para otro, se construyó una tapia más alta. Le-
vantaron el muro porque la inopia afeaba el paisaje, provocaba
asco, repugnaba. Fuera de la villa, sus residentes no conocían de
la falta de luz eléctrica de sus vecinos, la carestía de agua potable,
de las discusiones que montaba el vecino borracho o de putas
que alquilaban cuartuchos de mala muerte. Por eso levantaron
más el palenque, querían alejarse de la chusma. Se conservaban
en una burbuja impoluta, recordemos que en este país cada
uno construye su propio castillo, rumió uno de los curas del
colegio, luego de citar a un monseñor brasileño al que apodaban
el cura rojo. Para los inquilinos de la villa, continuamente, era
una obcecación, deslindaban, pintaban el linde. pare, orden
de disparar, se leía en una de las entradas, como si fuera el
Checkpoint Charlie de Berlín. Dividía dos mundos, ellos, los
ocupantes de la villa con mayordomo incluido, y nosotros, los
de esas casas de alrededores, donde mi padre recibió tres títulos
de propiedad sobre el mismo terreno. Cada ley publicada era
un nuevo título como ampliación urbana, como asentamiento
humano. Mi padre se reía para no putear a esos funcionarios. Para
algunos de mis amigos, cuando le preguntaban por dónde vivían,
ellos decían, por la Villa de la Marina, les daba más caché ante
las hembritas. Un buen día de lluvia, de repente y sin anuncios,
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por una de las calles que atravesaba la villa, se comenzó a levantar
el bendito muro, era de ladrillo expuesto. Sí, una cerca ya no de
un metro sino de tres metros, los que la construían eran obreros
del barrio. Cada vela en su poste, añadía con desaire el capitán
de puerto, que era inquilino en esa villa de militares. Con ese
muro cerraron la calle, la vía pública era para ellos, por la razón
o por la fuerza, que la usaban cuando les viene en gana. Es para
que no pasen esos cholos de mierda, resolló el almirante mientras
tomaba güisqui que traían de contrabando, esa gentuza siempre
trae problemas y, sobre todo, amparados en la seguridad nacional.
Dejamos de jugar al baloncesto. Con esa pared nos afeaban, se
cagaban en nosotros que éramos más pobres, más cholos. Juntos,
pero no revueltos. Nadie protestó, este país es de pendejos, de
curas y de militares, gruñó resignadamente un vecino. Al muro
se adhirieron seguidores, se levantaron también vallas más altas
en la villa del Ejército y de la Fuerza Aérea, era como vivir en la
Edad Media, cada uno dentro de su fortín, claro, los construían
los que más pueden. Los clubes privados también se sumaron a
esa iniciativa de las vallas, cuanto más altas mejor. Quien podía
levantaba un tabique, si no eran de ladrillos, levantaban muros
mentales, que eran los más difíciles de saltar con la pértiga. Luego
nos enteramos de que en el mundo existían muchos muros en
las fronteras de los países, para dividir, para excluir, como fue
la muralla de la Villa de la Marina. Desde entonces no se supo
más de ellos, de los defensores del mar de Grau, salvo cuando los
marinos salían de putas por las discotecas o con sus amantes.

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¿Tú también estudiaste en el colegio de los curas? Sí, ¿de qué
promoción eres? Puta, ocho años menos que yo. ¿Conoces al
gordo Moncada? ¿Papayita? Sí, claro. El que vende combustible
en Belén y Nanay. El mismo, sí. Estudié con él, maestro. Ese
gordo era una fiesta, putero como él solo, las hembras le siguen
por el dinero que derrocha, es un gordo buena gente. Pata de
patas, chochera de chocheras. Con él hacíamos negocios, le
comprábamos el combustible para la motonave del municipio.
Las cuentas eran claras y el chocolate, espeso. Así pude construir
la casa a mi madrecita. Él no está en la relación de mi libro ne-
gro, era buen pata. La placa de mi promoción está colgada en
la puerta del colegio, vete, ahí leerás mi nombre. Éramos una
tribu urbana, un incordio para curas y profesores, cuñao, peor
que esos mashacuris de Belén que te mataban a machetazos, no
creíamos en nadie, unos alpinchistas. Fumábamos drogas en el
baño del colegio. Esos enchufes me sirven mucho. ¿Te acuerdas
de Chueca?, sí, claro, era mediocampista de lujo del equipo del
colegio de la liga de fútbol, gozaba de una beca el cabrón, sí,
lo sé, por eso era de lujo, porque su culo chupaba el banco de
suplentes casi todos los partidos. Sí, es contador en el gobierno
regional, él me salvó de meter la pata y también me dio conse-
jillos profesionales como burlar la ley de presupuesto. Son mis
195
chocheras, carajo. Están atemorizados esos huevones, si vuelvo
saben que arrasaría en votos porque nunca engañé al pueblo por
más que digan lo contrario esos chuchasusmadres. Se construía
lo que el pueblo solicitaba, no puedes satisfacer a todos, pero
nos esforzábamos de edificar un colegio, una cancha deportiva,
una posta médica. Tomé prestado la prédica del Chinito, cuanto
menos tiempo en el escritorio, mejor, estaba en contacto con la
gente, escuchando sus necesidades con libreta en mano aunque
luego no puedas resolverlos, quieren ser escuchados. Ahhh, en-
tonces, mejor si eres agustino, me siento más en confianza para
la entrevista. No concedo entrevistas en estos tiempos sabáticos
de la política. Pucha, flaco, me das confianza, se nota a leguas
que eres zanahoria, no estás todavía tan corrupto como tus co-
legas de La Razón, ¿conoces al Masho?, un personaje, ¿no? Casi
todos escondemos una mancha negra, no me vengas con vainas,
tú no escondes nada, flaco, ni la pashurita conoces, ja, ja, ja, ja,
eres sanote, lo percibo. Hay un sinvergüenza conchasumadre de
esos que escucho a las seis de la tarde, su radioperiódico dura
quince minutos y solamente oyes de su boca insultos, difama-
ciones, la madre que lo parió a ese hijodeputa. Flaco, tu gremio
es una mierda. Nunca hubo buen periodismo, todos son unos
marrulleros. Viven de las migajas que les arroja el poder. No hay
periodista intachable, cojean o cargan una mácula en la espalda
que les pesa más que los kilos del Papayita. Están bañados en la
misma caca. ¿Acaso no sabes dónde estás metido?

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Por una recomendación de unos amigos de mi padre me consi-
guieron este trabajo en La Razón. Recuerdo que mis pinitos como
comentarista de un libro de cuentos sobre jazz y literatura que
reseñé para una revista que salía de las sombras cuando disponía
de presupuesto [de repente, no lo sé, aceleré la quiebra, porque
por estos días ya es historia], nadie lo leyó, por supuesto, aunque
lo ponía muy orgulloso en el currículum en el rubro de publi-
caciones. Cuando entré al diario redactaba recensiones de libros
de diez a quince líneas de modo gratuito, uuyyyy, me jaleaba el
director, con estas apostillas se van a quemar las preclaras mentes,
se reía histéricamente. Baja el listón, muchacho, me recalcaba el
jefe, el que va de erudito se hace un haraquiri, tranquilo, si no te
dirán que eres vago, haragán. Recibía el fin de semana propinas
por ello. Luego de unos meses le encaré al jefe, en su cara pelada,
que lo del periodismo en mí iba en serio. Puso un careto como
si se le reventara uno de sus testículos de una patada, bacán, me
replicó con la boca bien pequeña, casi murmurando. Te dedicarás
a la página cultural y asuntos varios [era un cajón de sastre o de
desastre], fue el encargo, con un sueldo equivalente al mínimo
vital y, si marchaba sobre ruedas, carajo, te pagaremos mejor y
me extendió la mano para chocarla. Es el único diario del puerto
con la sección cultural, resaltaba en la página web. Mi padre
197
chocheras, carajo. Están atemorizados esos huevones, si vuelvo
saben que arrasaría en votos porque nunca engañé al pueblo por
más que digan lo contrario esos chuchasusmadres. Se construía
lo que el pueblo solicitaba, no puedes satisfacer a todos, pero
nos esforzábamos de edificar un colegio, una cancha deportiva,
una posta médica. Tomé prestado la prédica del Chinito, cuanto
menos tiempo en el escritorio, mejor, estaba en contacto con la
gente, escuchando sus necesidades con libreta en mano aunque
luego no puedas resolverlos, quieren ser escuchados. Ahhh, en-
tonces, mejor si eres agustino, me siento más en confianza para
la entrevista. No concedo entrevistas en estos tiempos sabáticos
de la política. Pucha, flaco, me das confianza, se nota a leguas
que eres zanahoria, no estás todavía tan corrupto como tus co-
legas de La Razón, ¿conoces al Masho?, un personaje, ¿no? Casi
todos escondemos una mancha negra, no me vengas con vainas,
tú no escondes nada, flaco, ni la pashurita conoces, ja, ja, ja, ja,
eres sanote, lo percibo. Hay un sinvergüenza conchasumadre de
esos que escucho a las seis de la tarde, su radioperiódico dura
quince minutos y solamente oyes de su boca insultos, difama-
ciones, la madre que lo parió a ese hijodeputa. Flaco, tu gremio
es una mierda. Nunca hubo buen periodismo, todos son unos
marrulleros. Viven de las migajas que les arroja el poder. No hay
periodista intachable, cojean o cargan una mácula en la espalda
que les pesa más que los kilos del Papayita. Están bañados en la
misma caca. ¿Acaso no sabes dónde estás metido?

196
Por una recomendación de unos amigos de mi padre me consi-
guieron este trabajo en La Razón. Recuerdo que mis pinitos como
comentarista de un libro de cuentos sobre jazz y literatura que
reseñé para una revista que salía de las sombras cuando disponía
de presupuesto [de repente, no lo sé, aceleré la quiebra, porque
por estos días ya es historia], nadie lo leyó, por supuesto, aunque
lo ponía muy orgulloso en el currículum en el rubro de publi-
caciones. Cuando entré al diario redactaba recensiones de libros
de diez a quince líneas de modo gratuito, uuyyyy, me jaleaba el
director, con estas apostillas se van a quemar las preclaras mentes,
se reía histéricamente. Baja el listón, muchacho, me recalcaba el
jefe, el que va de erudito se hace un haraquiri, tranquilo, si no te
dirán que eres vago, haragán. Recibía el fin de semana propinas
por ello. Luego de unos meses le encaré al jefe, en su cara pelada,
que lo del periodismo en mí iba en serio. Puso un careto como
si se le reventara uno de sus testículos de una patada, bacán, me
replicó con la boca bien pequeña, casi murmurando. Te dedicarás
a la página cultural y asuntos varios [era un cajón de sastre o de
desastre], fue el encargo, con un sueldo equivalente al mínimo
vital y, si marchaba sobre ruedas, carajo, te pagaremos mejor y
me extendió la mano para chocarla. Es el único diario del puerto
con la sección cultural, resaltaba en la página web. Mi padre
197
anunciaba en este diario avisos de su comercio de redes y aceites,
en buen romance, era uno de los patrocinadores del diario y eso
le puso entre la espalda y la pared al director para admitirme en
la chamba, me dio el sí entre dientes porque en la chamba hue-
veaba, era para aburrirme yo solo, sin que se diera cuenta burlaba
sus estrategias con artículos de opinión, reportajes y entrevistas.
A pulso me gané una ventana en la redacción. Era la cara seria
del diario, me pedían glosar sobre tal o cual libro que llegaba a
la dirección. Estaba orgulloso de mí el jefe, aunque sentía que
no lo digería con tranquilidad. Le suponía un gasto extra y eso
le provocó almorranas. Acepté con mucho gusto el trabajo, a
pesar de la mala paga. Una vez escuché decir a un viejo periodista
que a la única universidad que acudió fue a la universidad de la
vida, me motivó mucho esa frase y desde entonces, con menos
entusiasmo, ando en este oficio que con escepticismo digo que
no sé si envilece o ennoblece. Lo que sí estoy seguro es que no
lo voy a dejar fácilmente, por más palos que metan a las ruedas.
Me he matriculado en un curso a distancia de periodismo del
Bausate y Meza de Lima, donde la teoría afirma lo que hago en
la práctica diaria, claro que hablar de ética o deontología suena
a chino en estos matorrales, más cuando lanzas dardos empon-
zoñados por encargo a los rivales políticos y sin escuchar a las
dos partes ni contrastar las fuentes antes de publicar la noticia,
chiquillo soñador, se mofaba el Masho.
En el grupo de estudiantes a distancia de Periodismo, acudía
la guapa Marylin. Poníamos cara de tontainas, babeábamos. Ella
se reía de los ridículos que éramos. En realidad el ejercicio de este
oficio es sentido común, se jactaba el jefe, claro, siempre y cuando
no claudiques en tus principios mínimos, que pendejo, quién
habla, murmurábamos. La teoría te marca pautas, la práctica,
chibolos, es otro marchamo, se justificaba en sus alocuciones
198
pedorras de borrachera. En mis lecturas de autodidacta, leía un
libro sobre los crímenes del Putumayo donde murieron miles
de indígenas, en ese libro citaban a un periodista de raza como
fue Benjamín Saldaña, el denunció, ante el juez de turno del
puerto al Presidente de la compañía y a los empleados de The
Amazon, que en los fundos gomeros asesinaban impunemente a
los indios de esa zona de frontera. Los mataban porque les salía
de la punta del pie, sin alimañas en el bosque era la consigna de
los gomeros para asesinarlos. Y gracias a esa denuncia se investi-
gó judicialmente, aunque la sentencia del juicio se perdió en el
olvido, se diluyeron responsabilidades como siempre, para eso
sirve la administración de justicia en estos montes, para hacer
el trabajo sucio, limpiar de mierda a los amigos y hundir en la
cloaca a los enemigos. Alguna gente retorcida dudaba de la ho-
nestidad del periodista, contraargumentaban que lo denunció
porque no pudo chantajear al cauchero Arana, recuerda que
todos comían del cuenco de este patricio selvático. No quiero
creer, no hay indicios que solventen eso de Saldaña. Mierda,
si no, no hay un palo a que arrimarnos, estaríamos como un
puerto sin faro. O de repente sería bueno reconstruir el faro,
me aleccionaba. Esa vez, con la denuncia, temblaron los jefes,
temían ir a chirona. Estaban pálidos, pero serenos, porque sabían
que no no pasarían por la cárcel, ¿no te das cuenta de que en la
cárcel están solos los cholos? Los blanquiñosos pagan abogados,
jueces y andan libres. Ninguno de los acusados pisó la cárcel.
Solamente fueron a pudrirse los indios que no pudieron esca-
par. Cómo se pudren ahora los pobres. De cuando en cuando
cae un pituco por merca, por droga. Es la excepción, los presos
exclamaban lujuriosamente, uyyyyy, carne blanca y nueva. Dime
si desde entonces, ¿existe un periodismo bizarro? No hubo, no
hay. ¿Alguien denunció la esquilada de los funcionarios con el
199
canon petrolero?, ¿quién reveló la contaminación de los ríos de
parte de las compañías petroleras?, nadie, ¿la corrupción en la
contratación de maestros?, ¿la corrupción de los militares? Nadie.
Solamente hay siseos, murmullos, se habla a media voz. No me
toquen las narices, no quieran quitarle el mérito a Saldaña, no
se domeñó para denunciar a los Arana y sus secuaces. No como
hoy, que se arrodillan frente al poder y extienden la mano para
pasar la factura de la publicidad. Con el periodismo se puede
hacer todo. Lo blanco puede ser negro o al revés, mira las fecho-
rías y complicidades de los diarios con Montesinos y su banda.
Se canalizan emociones y simpatías de los candidatos al poder a
través de la prensa, ¿recuerdas a ese candidato que le llamaban
El Buenazo? Sí, se fabricó en una de las radios, se maquillaron
frases como la de su mote, así dicen las mujeres insulares luego de
un buen polvo, estuvo buenazo, jugaban a la picaresca, al doble
sentido. Ja, ja, ja, ja. No hay cabo suelto. ¿Y cuando arrojaba
dinero desde un helicóptero uno de los candidatos financiados
por los narcotraficantes?, los radioperiódicos destacaban que era
generosidad y desprendimiento hacia los más pobres de parte
del candidato. Miente, miente, que se queda. Como abatido
colofón, reconozco que soy testigo de esas tretas en el tiempo
que chambeo en la redacción de La Razón, el menos cartesiano
de los diarios.

200
Eduardo, mis ojos qué no han visto, no me pueden cojudear.
En un mitin en la plaza Sargento Lores, simulé que me herían con
un arma blanca, me rozó el brazo, yo descaradamente me cubría
la cara, salía sangre a chorros, era una buena puesta en escena,
la gente se arremolinó alrededor de mí, sangraba. Es un viejo
truco pícaro y válido, algunos candidatos se hacen secuestrar, ¿te
acuerdas de uno de Bogotá que lo secuestraron? Esa herida y la
sangre me catapultó en las encuestas y en la intención de voto,
salía con el rostro casi cubierto por las vendas declarando en la
televisión. Te falta mucho por aprender, muchacho, un conse-
jillo, si me permites, nunca pongas toda la carne en el asador,
hay que ir con prudencia, y los huevos ponerlos en diferentes
canastas. En unas elecciones promoví una caminata desde Isla
Grande hasta Nauta, para corroborar que se podía construir
una carretera que las enlazara y que sería uno de mis planes y
preocupaciones, apenas llegue al gobierno municipal, claro que
funcionó, me salió de la puta madre, arrasé en las urnas. Este
pueblo es de gestos y barrigas por llenar, no de ideas. No me
van a quitar lo bailado. En otra campaña construía carreteras
con tractores que yo mismo conducía en los pueblos jóvenes,
a lo serio. Son cosillas que no fallan, le gusta a la gente que le
prometan. ¿Te acuerdas de Felícita Acosta? Ella ofrecía calzones
201
en sus mítines, barboteaba que con ello demostraba que las
mujeres eran las que llevaban los calzones en la casa, ja, ja, ja,
no me gustaría estar en la piel del cojudo de su marido, ¿no? A
las campañas hay que ir con humor del bueno, tolerar hasta la
puya más perversa y sonreír. Aquí todo vale, hasta tus muertos
sirven a la causa política, no sabes lo que monté cuando murió
mi madrecita. De la congoja saqué rédito, salí en todos los medios
de comunicación. Por si acaso, leemos periódicos y consultamos
internet, estamos al tanto de lo que sucede en otras partes del
mundo, no somos analfabetos como piensan los intelectuales,
carajo. Eso sí, en este negocio soportarás estoicamente que te
arrojen agua de pescado como a Alan García o que te manoseen
los huevos o el poto en los cierres de campaña. Recuerdo que
uno de mis rivales se ponía a construir casas y desagües en los
pueblos jóvenes, luego lo olvidó. Este negocio es de ademanes.
La política es una inversión a largo plazo y hay que saber elegir
el momento para saltar a la palestra, si no, es como pegarse un
tiro en el pie. Ese chochera se puso de acuerdo con un grupo de
constructores que financiaban la campaña para que edificaran pis-
tas y postas médicas, luego pasarían a cobrarle la factura en caso
de ganar, las licitaciones con marbete y nombre propio. Mira,
conozco como la palma de mi mano las triquiñuelas de las leyes
de presupuesto y gasto público, el reglamento de licitaciones.
Aquí la mafia se nutre del recojo de la basura, sí, misma mafia
napolitana, negociamos con la carroña, es de la empresa de unos
compadres que son mis testaferros. Es más, creo que esos business
son tolerados por la gente, ni siquiera se molestan en reclamar, es
como darte carta blanca, pasa, pasa, huevón. Lo importante no
es que robes sino que hagas algo, así le consentían la rapacería al
chinito, que acopiaba cuentas en dólares en el extranjero el muy
jijuna, educación, tecnología y mordida, no le creía ni su vieja y
202
mira, mira, salió presidente. Aprendimos mucho de sus mañas,
es un gran maestro del arte del birlibirloque y las trastadas. De
tus colegas no te fíes, gozan de un prontuario, a muchos les he
puesto su cruz. Son unos gañanes, varios de ellos han comido
de mi plato y luego se han portado como unos felones. Alquilan
sus conciencias, y no quiero mentar otras cosas que arriendan.
No me fío de ninguno. Ha venido a visitarme gente de Lima,
quieren poner una radio y un canal de televisión si me meto en
la campaña, ellos pondrían todos estos recursos a mi disposición,
quieren invertir y saben votar a ganador, aunque mantengo mis
dudas, no sé si estoy para esos trajines. Flaco, de las hembritas
no te enamores de ninguna, ellas te mirarán como una mina y tú
míralas para una noche de placer. Te lo digo por estas pocas canas
que peinan mi calva. Si pillas un gatillazo, serás el hazmerreír
del pueblo, recuerda que no eres un garañón siempre, la edad es
corrosiva con el ímpetu sexual, ¿te acuerdas de la Gata Valencia?
Sí, ese pata que era candidato por la uno, su amante comentaba
que le gustaba en los preliminares los juegos de sadomasoquismo,
gozaba que le golpearan con el látigo en el poto y que le ataran a
la cama, mientras estaba en el asunto. Sí, como en los manuales
de sexología que venden en los ambulantes de Sachachorro, su-
gerían textualmente que provocan goce inconfesable hasta al más
recatado macho de pelo en pecho. Pero en este bendito puerto,
estos retozos y retazos del placer son de pervertidos, quién les
hace entender que no es así. Por eso, hay que saber dónde y con
quién pedirlo, si no, estás perdido.

203
Antes de salir a la redacción de La Razón en las mañanas o al
mediodía, escuchaba las noticias de la televisión por cable, ¿por
qué esos presentadores de noticias hablan con una voz neutra y
monocorde? Han borrado los localismos que sazonan el idioma,
hablan un castellano agringado e insípido. Es como si mastica-
ras un borrador sin sabor. Mezclan español e inglés de manera
pendular. Es para taparse los oídos. Me gustaba por eso Marylin,
ella narraba las noticias con su voz cantarina y despacio, cuando
pronunciaba la efe como jota o al revés, Fanito, o cuando añadía
al final de la pregunta en una entrevista la coletilla, ¿di? No sonaba
como esas chicas de la televisión global tan falsas y plásticas, como
las que salen en cnn, guapas nada más. Lo que me fastidia es que
quieren homogenizarnos a la puta fuerza, vaya cabrones. Habría
que reivindicar las diferencias de tonos y matices, me fastidiaba
escuchar a los narradores de noticias del canal por cable, parecen
robots programados, seguro que no follan, metía su cuchara
el Masho. Me estaré volviendo paranoico, eso es pensamiento
vertical puro y duro, no lo trago. ¿No te das cuenta de que las
causas políticas son las causas de los dueños de los medios de
comunicación? Se mueven o se inmovilizan sus caprichos. Si
alguien no les gusta o ponían trabas en sus negocios, van a por
él o lo congelaban sin darle la oportunidad de una entrevista,
205
nada. Hay que alinearse como soldados del mismo uniforme, es
el lema, puro y bruto autoritarismo. Marylin, la chica del lustroso
pelo largo, que me hipnotizaba como un lelo, odiaba que en la
redacción del canal de televisión no escribieran bien las noticias
en los folios que le pasaban cuando leía, los muy pesados alte-
raban los vocablos, metían palabros. Quebraban la sintaxis, la
sindéresis. Lo condimentaban con anglicismos y galicismos sin
sentido. Ni te digo del uso de los localismos, fuera de contexto
que sonaba a falso. Hacían que se confundiera o que la dejaran
por varios segundos frente a la pantalla del televisor sin decir
nada, a la espera de la anunciada imagen de los reporteros, no
sé dónde meterme y ensayaba una sonrisa floja, lo contaba sin
rencor, con sus labios de piñón y pelo planchado en la peluquería,
el Ronaldo me urgía cada que lo veo en el vestuario qué nuevo
peinado lucir, tú impones moda y marcas tendencias como las
celebrities. ¿Qué?, son mariconadas, le picaba jocosamente Ma-
ñuco. Ante sus reproches laborales, le respondí, como consuelo,
que al mal tiempo buena cara. Hay que tirar para adelante. Qué
te cuento yo, me era un engorro el pragmatismo ígneo del jefe,
todo es dinero para ese huevas. Ella leía noticias en las noches y
trabajaba en el día como cajera de banco. También prestaba su
imagen, previo contrato, para las presentaciones de productos
nuevos, cuñas radiales para campañas de salud, en los certámenes
de reinas que era el evento del año más esperado. Cuando se
presentó a la audición para el puesto de narradora de noticias,
soportó el asedio y acoso del encargado del telediario, un viejo
mañoso y manos largas, cuando menos pensaba te quería tocar
las tetas o el poto, qué maricón de viejo verde. Este austero y
misio canal de televisión, que contaba apenas con tres cámaras
en el plató y decorado de triplay, era una tapadera para lavar
dinero de un narco colombiano, que invertía harto billete en
206
hoteles, restaurantes, entre otros, ¿no te das cuenta de que las
publicidades son de las mismas empresas del dueño del canal?
Ni qué decir del ambiente laboral, los camarógrafos están más
arrechos que burros en primavera, te lanzan gruesos piropos y
callar o simular no escuchar para no ser mal educada con ellos,
no jodas, de ahí han surgido amores, hay locutoras de televisión
con camarógrafos como los amoríos de los médicos con enfer-
meras y andan felices comiendo perdices. Son excepciones, no
me vaciles. Por eso me gustaba Marylin, porque sacaba arresto
y coraje de leer noticias en un canal de mierda.

207
Si te contara, hermano, las componendas en que nos hemos
metido, hablaba en plural mayestático, ¿por qué no te tomas
otro vaso de aguardiente?, aquí lo producimos, con la caña
de azúcar que mis propias manos han sembrado y cosechado.
Anímate, todavía eres muchacho y estás con el ardor de querer
hacer bien las cosas, pronto de curtirás y tus buenas intenciones
acabarán en ese vertedero que queda por el aeropuerto. A pro-
pósito, no se dan cuenta de que esos ambientalistas de mierda
arman un quilombo sin sentido, qué chongo han montado, eso
de protección del medio ambiente suena a exotismo de otras
tierras, ¿por qué no protestan contra esos mismos que les hacen
donaciones a sus cuentas corrientes porque son los más grandes
contaminadores en su país de origen? Los muy cabrones callan.
Me muerdo la lengua para no contestarle, porque yo apoyé
esa campaña contra ese basurero que invadía un área natural
protegida y no recibí ningún dinero de nadie, lo hice por com-
promiso con estos bosques y pájaros. Mi entrevistado se callaba,
mientras tanto miraba el techo, las vigas, las hojas de irapay de
los techos de estas casas que dan un frescor agradable, aquí no
hay murciélagos, me comenta y me insinúa un choque de vasos,
chin, chin, cojo el mío muy despacio y le digo salud, se ríe. Me
sirvo para comer, una porción de plátano frito que dejaron en la
209
mesa, me trepaba el aguardiente a la cabeza. Ahhh, muchacho,
te falta mucho por conocer. En este negocio no solo se paga con
dinero sino también en crudo, me explicó para evitar suspicacias,
nunca giras un cheque, ¿no has visto El Padrino?, escucha, pedía
a un constructor que me apoyara en un mitin, le chamullaba que
comprara cervezas y que saliera a su cuenta o aceptaba regalos
que yo no compraba, pero pedía con sutileza. Te confieso, mi
estimado, que todavía hay animales muy vanidosos y narcisistas,
ellos piden trajes a la medida en un determinado sastre y de los
más caros, ¿Ermenegildo Zegna puede ser? Hay uno que pedía
trajes confeccionados en Miami, vaya caprichito, no revelaré
el nombre, ya sabes de quién te hablo, por eso te ríes. Eran a
medida, eso sí, le quedaba como un guante y ambulaba muy
presuntuoso en los platós de televisión, en las inauguraciones de
obras públicas, en el Te Deum de fiestas patrias, iba hecho un
pincel, un pindayo. Estos ojos qué no han visto, hijo..., y lo que
me falta por ver. Me das buena confianza, flaco. No seas como
Dick Manuyama, menudo hijo de la gran puta, ese señor con
sus bulos y rumores en el diario donde trabajas ha jodido a gente
como mi compadre Robinsón, destapó a la querida que ocultaba
en Padre Isla, carajo, cada uno es dueño de su vida íntima, este
cumpa gozaba de un hogar serio y sólido, a este estercolero le
importó un rábano y ventiló su vida íntima, todos supimos el hilo
dental de flores y seda fina con que se engalanaba, que cuando
follaba lanzaba grititos ridículos de placer, siu, siu, que Panchito
Lara era del tamaño de un arroz, de las amantes insatisfechas que
se quejaban por su rapidez, ¿quién no se ha echado una canita
o polvito al aire? Hasta el mismo Dick, no me joda, se hace el
culo estrecho. Este malandrín es un «garganta profunda», pero
con amigdalitis crónica del trópico. Es un ventrílocuo. Risas de
nervios. Una mierda sin más. Me adeuda muchos favores, no
210
recuerda cuando era un don nadie y era mi relacionista público,
comía de mis lentejas, no sabía nada de esta faena. Le enseñé el
abecé de este oficio y me pagó mal. Está en la lista de mi libro
negro, entre los primeros, seguro que saldaremos cuentas con
ese cabronazo. Recuerdo que fui uno de los primeros alcaldes
en este país que autoricé y auspicié el concurso de Miss Gay en
mi pueblo. No sabes el chongo que se armó, me comentaban
con la irritante guasa tropical que yo era afín a esas opciones o
inclinaciones sexuales, en buen romance que era rosquete. Nada,
les decía, miren mis fojas y horas de vuelo en la cama con dami-
selas, nada les convencía. No atinaba cómo acallar a esos grillos,
se armó la marabunta. Me insultaban por los radioperiódicos, el
diario de la iglesia me puso a parir, que me excomulgarían, qué
curas para pendejos, como si no supiéramos de qué pie renguean
los muy santitos, como los diablos del monte o la Runamula,
ja, ja, ja, ja. Tanto lío para nada, era por joder. Desde hace unos
años, veo que muchos de los municipios se disputan la sede de
señorita gay, claro, claro, recién se enteran de que eso es nego-
cio, se llenan las arcas fiscales en esos municipios donde no va
ni Dios. Estos oñoñoys derrochan plata. Pasaba el entrevistado
con facilidad de un tema a otro, su memoria disparaba como
una metralleta sin control. Salud. Aquí sufrimos en carne propia
el centralismo insular, te digo también el centralismo de Lima,
¿has visitado Lima? Todo lo que muestra es gracias a la sangre de
las provincias, aquí vamos a morir de falta de recursos, pero les
importa un bledo a los mandamases de este ciego país. Allí están
los mejores servicios, lo mejor en todo y al resto nos reparten
mierda, que no nos sirve para nada. Mira, cholito, viajé junto con
otros alcaldes a Medellín. ¿No te das cuenta de que los políticos
recién viajamos cuando estamos en el poder? Vamos a la China o
al Japón y seguimos siendo muy provincianos mentalmente, nos
211
miramos el ombligo, el ralo vello púbico y las aceitunas que la
adornan. No traemos nuevas ideas, solo pensamos, arrechamente,
en visitar los clubes de alterne y tirarnos a las putas, mejor si
son brasileñas, como me contó un compadre que fue diputado.
Antes de ese viaje, no salimos de nuestras casas, no movemos el
culo de los asientos. Puta, cuando sales encuentras ciudades más
descentralizadas, como Medellín, no este asfixiante país en el
que vivimos. Cholo, miras a tu país como una mierda, que está
perdido en las tinieblas de unas familias que rotan el mando. En
la época de Fujimori fue peor, se consultaba todo a Lima, no sé a
quién chucha se le ocurrió que las decisiones finales se tomaban
en Lima. Porque sin padrinos o colleras parecías como cuy en
tómbola, perdido. Tuve que valerme de todo, ja, ja, ja, mejor
hablemos de otras cosas, chiquillo, que si sigo se me suelta la
lengua y se asustarían hasta los dioses de estos montes.

212
Ante las repetidas y continuas postergaciones de la publica-
ción de la sección de cultura en La Razón, que se actualizaba
mensualmente en la web con huevadingas como el rifirrafe de
dos cantantes del grupo de cumbia de moda, ¡que vuelva Betina
a Explosión!, o que el presidente de la región visitó el zoológico
de la ciudad para colocar la enésima primera piedra del parque de
animales, le expliqué mi iniciativa al jefe que me dedicaría a las
entrevistas a la fauna política local. Le comenté que iría a mi aire,
entrevistaría a quien quisiera. Bacán, muchacho, me palmoteó,
pero no se publican si antes yo no las leo, tú sabes, hay que velar
por los intereses del diario, me respondió con cachita, la burla
que me cayó como un codazo en plena cara, asentí mentándole
a la madre para mis adentros. Mierda, mascullé. A pesar de este
aviso de censura previa, en este diario que se desgañitaba de ser
el guardián de la libertad de expresión en estos montes, acepté
de mala gana. Conchesumadre. La vida es un toma y daca, me
remachó con ese tufillo de realismo ponzoñoso que se acicalaba
el director y que lo llevaba con estoicismo. Me jodía escuchar a
diario las órdenes del jefe cuando le mandaba a Dick lanzar un
anatema a un determinado cacique en su columna de chismes.
Eran flechas infectas que las víctimas al día siguiente desmentían
apresuradamente en los radioperiódicos y en conferencia de
213
prensa ad hoc, se ha manchado mi honorabilidad, afirmaban
muy sueltos de huesos esos caudillos porteños. Estos rumores
altamente tóxicos publicados en el diario conllevaban un efecto
expansivo, nocivo y contaminante, porque eran leídos por los ra-
dioperiódicos, por eso temían a esa columna, porque en realidad,
como recuerdan, aquí nadie lee diarios ni revistas ni novelas, les
propinaba un serio dolor de cabeza. Leo y no retengo nada, se
excusaban los redactores del diario ante una novela prestada de
Coetzee. A pesar de la advertencia del director, nunca sufrí un
recorte o tijeretazo a mis entrevistas, se publicaban tal cual. Estos
gerifaltes locales portaban la vanidad subida hasta la bandera, a
la gente que no pensara o actuara como ellos los desterraban de
la administración, le cerraban el caño de la publicidad. La gente
de esta calaña es del mismo perfil genético de los que mandaron a
Jorge Luis Borges a un corral de pollos de un mercado de abastos
de Buenos Aires. No se podía esperar menos de ellos, le glosaba
con ironía al Masho, no jodas con esas cosas, rata de biblioteca,
me contestaba, chiquillo, eres muy inocente, embárrate más, me
reclamaba. Para mis entrevistas bosquejé, previamente, un inven-
tario del serpentario local. Los clasifiqué como entomólogo, por
categorías y subcategorías de especies, algunas de ellas en peligro
de extinción y otras que gozaban de rebosante salud, que eran
los más caraduras, los más conchudos, como Quema-Quema,
un político que, antes que le pillaran, mandó como Nerón a
encender con fuego la documentación de los lúgubres rincones
de su cuestionada gestión en Pihuicho Isla, localidad cercana que
se distinguía porque allí moraban entre los árboles miles de loros
y era la cuna de los partidos políticos que impulsaban las ideas
autárquicas, frentistas o regionalistas, que por cierto cotizaban a la
baja en el proscenio político tropical. Cada uno de los personajes
seleccionados exhibía pleitos y juicios con la justicia. Casi todos
214
con sendos procesos por malversación de fondos públicos y dila-
taban los juicios como podían en la Audiencia, allí se derriten las
culpas, maestro. Muchas de estas sierpes eran personas con serios
y graves complejos de inferioridad, estaban como un cencerro.
Me cotilleó un colega de otro diario local, que uno de ellos, para
su juramentación del cargo, mandó a poner una larga alfombra
roja, luego él pasó acompañado de una despampanante azafata
cogida del brazo, la chica era más alta que él, era mi sueño, era
mi sueño, repetía. Minutos antes bajaba de un coche de lujo, era
mi noche de boato, reclamaba. Sin contar que estos otorongos,
como llamaban los sociólogos a nuestra caterva política, estaban
con el virus de la avidez por la cosa pública, como la tenia que
parasitaba en los intestinos, parecían cleptómanos como lo fueron
Fujimori y su asesor Montesinos en la escena nacional.
Luego de la selección de la camarilla política local, me
propuse entrevistar a la gran mayoría, sin importar la bandera
ideológica que portaban, era espolear a los representantes de la
escena pública sobre sus planes y proyectos, conocer sus ideas.
Así, un día me cité en un hotel con una de las candidatas políti-
cas que más descollaba en el ambiente electoral, era una señora
obesa, más gorda que las figuras femeninas del pintor Botero. Me
dejó caer que estaba de paso por la ciudad y en campaña, lo más
oportuno era el hotel donde se hospedaba. Ostentaba un envi-
diable currículum académico que ponía celosos a sus rivales que
no exhibían logros académicos alguno. Uno de los contendientes
puso entre sus laureles profesionales, con toda concha, que fue
delegado y tesorero de un club de fútbol de tercera división en
Washalado, un cayo futbolero a unos minutos en deslizador de
Isla Grande. Mientras, ella publicitaba en su cv que trabajó en
el Banco Interamericano de Desarrollo, jactanciosamente mos-
traba los tres diplomas de posgrado en Estados Unidos, España,
215
Brasil y quería ser elegida autoridad local. Nadie entendía su alta
generosidad y desprendimiento, en declinar a ese puesto del bid
para postular como autoridad porteña, es por la marmaja que
recibirá, dentellaban los viperinos radioperiódicos locales. Quería
poner sus nalgas ya sea en el sillón consistorial como alcaldesa,
en la silla fea y barroca del presidente de región o en una curul
como diputada en el Parlamento nacional, aspiraba a todo, era
una caníbal del puesto público, sostenía uno de sus rivales. En su
círculo de amigos comentaban que ella podía ser una convincente
candidata a la Presidencia de la República, éxitos no le faltaban,
argumentaban insolentemente.
La entrevista era en un céntrico hotel de la Plaza Mayor,
esperé como quince minutos, aquí los políticos son como las
mujeres porteñas, te hacen esperar y van de ocupados, una vez
una hembrichi se demoró como tres horas para llegar a una
cita, adujo un ligero retraso, fue su excusa que me restregó sin
pestañear ante mi cara larga. Seguro que estabas enchuchado,
es el poder de las bragas, me remató el Masho con su sonrisa
donde se veían sus rojas encías y dientes menudos como el de
una piraña. Esperé, salió su jefe de imagen, la doctora saldrá en
unos minutos, en estos momentos está en una entrevista con
una radio nacional. Espero que lo comprendas, e inmediata-
mente sonrío forzadamente. Con la jefe de imagen de la doctora
Michelín, como ironizaba Dick a sus visibles bolsas de grasa,
tuvimos un rollo rápido, de una noche loca y sexo salvaje, en el
Día del Periodista que auspiciaba el colegio de este sacrificado
y digno oficio, como señaló el decano, un pobre hombre que
no ejercía el periodismo, en cambio era emblemático entre los
colegas. Sus años a cuestas y bajo perfil eran valores que en los
trópicos pesaban como mierda, a pesar de que muchas veces
hayas sido el mayor boludo de la vida. Nos saludamos con un
216
beso en la mejilla. Las entrevistas se publicaban cada quince días,
con su peso específico y espacio en las páginas de La Razón. No
eran adulonas como los descarados publirreportajes, así que los
políticos querían aprovechar este tirón de la imparcialidad que
ofrecía el diario en los reportajes a estos pro hombres y mujeres
de la tierra. El jefe, gracias a las entrevistas, negoció más contratos
de publicidad que, sin embargo, no me reportaban nada en mi
sueldo, solo comida gratis con unos vales en un restaurante que
se anunciaba en una de las páginas principales del diario.
La primera entrevista fue a un político retirado que vivía en
Lima, que daba una vuelta de cuando en cuando por el puer-
to, en su momento de gloria le declararon hijo predilecto y le
entregaron las llaves de la ciudad. Luego no se supo nada de él,
era un inquilino de las umbrías de estos platanales. Con la en-
trevista salió del ostracismo y fue muy comentada en las tertulias
políticas, fue un homenaje en vida a este gran señor, sentenció
Jaime Zumaeta en su radioperiódico, el noticiario que más se
escuchaba en la región, según sus palabras. Fue uno de los artí-
fices del canon petrolero, canon que se gravaba a la explotación
petrolera en esa parte de la región, que serviría para el desarrollo
de estos pantanos, en realidad se usaba para pagar el sueldo de la
displicente y morosa burocracia regional. Este político de patillas
encanecidas y con ojos cansados promovió, a través de una pro-
puesta de ley, la importación de búfalos de la India que ocasionó
fuertes impactos en la ecología de la floresta, por esos días nadie
recordaba esa polémica ni los efectos negativos de esas bestias en
el bosque. Además, entre sus proyectos de ley más recordados y
comentados fue el que declaró el Día Nacional de la Aguajina,
un refresco natural que cargaba la leyenda popular que si lo to-
mabas en exceso te volvías maricón, él quería desmitificar esas
tontas fábulas con el reconocimiento y homenaje a esa palmera
217
tropical, Mauritia flexuosa. Él, ante la promulgación de la ley en
Palacio de Gobierno, hizo un brindis a los asistentes con aguajina
en el salón de Pizarro, cotilleaban los cronistas palaciegos que las
copas se tomaron con reticente recelo, temían que surtiera efecto
la leyenda popular. Por eso, los isleños le agradecían eternamente,
desde entonces la gente toma sin reparos ni medidas ese refresco
del poderoso aguaje. En su casa del puerto, todavía conservaba
entre sus retratos la foto del Che Guevara, es mi inspirador, me
confesó fuera de la entrevista.
La jefa de imagen de la doctora triscó y coqueteó, fingida-
mente, conmigo por unos minutos, como haciendo hora hasta
que se desocupara la candidata. La doctora candidata no salía
para la entrevista. Llevábamos media hora de hablar tonterías
y de repente se levantó y me musitó, espera. Por esas muñidas
coincidencias la colega llevaba un vestido con escote, palabra de
honor, y una minifalda de infarto, como profería un programa
radial del mundo rosa [la clase media insular pagaba por salir en
él], mostraba el canalillo de sus erguidos senos y unas largas pier-
nas de la Cindy Crawford tropical, era la guasa que gastaba uno
de los reporteros de la radio para piropear esa parte de su cuerpo.
Ni te cuento de la coquetona peca cerca de la boca. Se fue a la
habitación, salió nuevamente y me puntualizó con sobrecargada
gentileza que pasara, que la doctora y candidata me esperaba,
me sonaron muy recargados esos honores. No te olvides que nos
encontramos en el Aris Burger, bacán, nos vemos en la noche.
Entré a la habitación, la doctora candidata reposaba su pin-
güe culo en el centro de una cama. En el fondo de la pared se
veía el cuadro de un famoso pintor local, esos trillados paisajes
amazónicos que agotaban mirarlos por repetidos. Sí, la candidata
posaba como si fuera un luchador de sumo japonés. El cabello
negro azabache recogido con un coletero y un vestido blanco
218
que magnificaba su robusta corpulencia. Me susurró con un
ademán, siéntese, mientras hablaba por el móvil. Sus piernas
eran groseramente gruesas. Llevaba para la entrevista una libreta
pequeña con las preguntas, la grabadora y la cámara de fotos. Las
preparaba con tiempo, no me gustaba improvisar, huevón, no
seas cuadriculado, me jodía Mañuco, cuando empezaba con esa
liturgia ex ante a la entrevista. La aspirante a autoridad pública
escribió un libro de Derecho Constitucional sobre el control
entre los poderes políticos, que contó con el financiamiento
de la universidad local y el prólogo lo escribió un reconocido
jurista español que nadie conocía. Era una lumbrera regional, su
padre, conocido putero, trabajaba de oficinista en la aduana, era
uno de los que más sacaba pecho de su hija. Recientemente, en
ceremonia pública, le dieron el Premio Páucar, por sus servicios
de engrandecer esta patria chica.
Ingresó Lourdes a la habitación-despacho, añadiéndome,
con media sonrisa, que pidieron unos sándwiches con papas
fritas para comer, por órdenes de la doctora. Eran casi las dos
de la tarde y los jugos gástricos daban un concierto mismo Iron
Maiden que me ruborizaban. Qué oportunos los sándwiches, me
supieron a gloria. La doctora no paraba de hablar por el móvil,
me sentía incómodo. Llegó el pedido, para ella eran tres bocatas
de pollo, de jamón y un mixto, más un cerro de papas fritas,
me pareció demasiado para los que estábamos allí. Terminó de
hablar, me dio la mano y me pidió disculpas. Si no te molestas,
primero comemos, me aseveró, claro, respondí. La candidata
comía con unas ganas que desbordaba la cordura, era un barril
sin fondo, diría mi sobrino Miguel. Se ventiló los dos primeros
sándwiches en un pispás. Simultáneamente, bebía Coca-Cola,
merendaba glotonamente y sin refinamientos las papas fritas
aliñadas con mayonesa y ketchup. Pude ver el bolo alimenticio
219
cuando masticaba. Eructó, sigilosamente, tapándose la boca con
la mano grasienta. Devoraba. Era un espectáculo zafio donde el
manual de buenas costumbres del cura Carreño se tiraba al traste.
Mientras zampaba, gesticulaba con las manos, pensé en un mo-
mento que se ahogaba. Su corte de asesores le recitaban alabanzas,
que estuvo brillante y lúcida en la entrevista, inteligente, locuaz,
magnífica, con visión de estadista. Le alimentaban el estómago y
el ego a la vez, como si fuera ella la octava maravilla de la tierra o
la última Coca-Cola en el desierto, como irónicamente se refería
Marylin a los bacanes que pasaban por el set de televisión.
Según las encuestas era una de las personalidades políticas
mejor valoradas del país, siempre que no la vieran comer, me
respondí para mí mismo, no votaría ni Dios por ella. Qué horror.
Eran las perlas que uno se gana con este oficio. La entrevista salió
en la página central de La Razón. Me llamó para agradecerme y
no paraba de elogiarme, sobonamente, hasta incomodarme, no
me gustan los ditirambos desmedidos, pesan lo mismo que el
pedo. Esa noche, Lourdes fue a la cita, pero para presentarme a su
novio. Un médico pediatra. Se les veía en complicidad de mira-
das, arrumacos y carantoñas. Mientras tanto yo sufría por dentro
por Marylin, me dejaba en el aire, profesor, te doy la receta, me
cuchicheó en voz baja el Masho, invítala a comer, porque lo que
boquita come culito paga, se reía estruendosamente, no me jodas,
le contestaba. Eso hace para templarte, me aguijoneaba Dick. Si
bajas el listón, estás vendido. De pronto esas recomendaciones
tontas sobre las mujeres se esfumaron. Me devolvía la imagen,
recurrente, de la candidata tragando comida chatarra, rodeada
de su séquito que se prodigaba en loas a ella, comía por la boca
y por los oídos. Creo que no se borrará nunca de mis retinas esa
gula por la comida, el ego y el puesto público. Ella salió elegida
diputada y no se le volvió a ver más por la ciénaga, como hacen
220
todos los elegidos. Goza de buena prensa en la capital y se perfi-
laba como una seria candidata a la Presidencia de la República,
según los sondeos de opinión pública de un prestigioso centro
académico de la ciudad capital, era el latiguillo que usaban los
reporteros del telediario local para dar cuenta de las noticias de
Lima. La aspirante a la Casa de Pizarro en esos momentos urdía
alianzas y frentes políticos para lanzar su flamante candidatura y
para ello escogió como símbolo de la campaña una papa rellena,
le aconsejaron sus asesores de marketing político, de quienes se
fiaba a fe ciega, que chispa y buen humor en la campaña electoral
no estarían mal. En este país todo es posible en política y en los
votos, luego que Fujimori mandó a freír monos en sartén de palo
a los sociólogos y politólogos, con su llegada a la presidencia
mandó a la mierda a estos tertulianos de pacotilla.

221
Jueves 12 de septiembre [aniversario del día que arresta-
ron a Abimael Guzmán Reynoso (a) «El Gordo»]. Anotacio-
nes marginales de un despistado. En Santa Rosa-Tabatinga
y en un café net de Leticia, escuchando vallenatos de Dio-
medes Díaz.
Me fastidio, no arribó ninguna embarcación al puerto. Anun-
ciaban que acuatizaría un hidroavión, un vuelo de acción cívica a
la frontera, como indicaban los boletines de prensa de la Fuerza
Aérea que remitían a La Razón. No acuatizó. El día fue aciago,
diría mi padre. Mucha lluvia, no me apetecía salir, «son esos días
para estar con una hembrita, dándole al asunto», recordaba las
palabras del Masho en un bar del Malecón Maldonado ante un
día similar. Me sobrepuse de la pereza, cogí fuerzas y decidí cruzar
a la banda del frente. Felizmente en el macuto metí un par de
novelas de autores regionales y les echaba el diente. A veces, leo
gacetillas que lanzan duros dardos contra los autores regionales,
esos escritores que viven dentro y fuera de estos países son im-
placables contra lo que se produce aquí en la floresta. Me parece
que son injustos esos adjetivos. En mi opinión premiaría a los
que están al pie de la máquina de escribir. Son como el salmón
que remontan el río de la desidia, la indolencia, el conformismo.
Nadan a contracorriente. Los pocos. No son aquellos que se
223
refugian y alegan la excepcionalidad o singularidad amazónica,
que con eso cubren su mediocridad. Ellos no.
Se esfuerzan por escribir, no desperdician el tiempo toman-
do cervezas o jugando bingo en las esquinas. También es cierto
que hay escritores con obras para no recordar ni citar, están
sumergidos dentro de un provincianismo mental de los cojones.
Recuerdo que fui a entrevistar, muy ilusionado, a un escritor
con obra editada en Lima y ganador de casi todos los premios
regionales, como el que auspicia un semanario de la Iglesia ca-
tólica en Navidad. Era reconocido por propios y extraños como
uno de los escritores de mayor proyección literaria. Era un tipo
campechano, que cargaba como dogma de fe que los escritores
no deben leer lo que otros escriben, «eso te contamina, copias
el estilo», me remachó en calidad de sentencia de cosa juzgada.
«No me dejo contaminar, yo hago mi propia trocha en la selva»,
me largó la parrafada, como si esculpiera la tabla de los manda-
mientos para un joven escritor. Le cité a Quiroga, Hemingway,
Faulkner, Arguedas, Borges, Vargas Llosa, Roth, García Márquez,
Coetzee, Goytisolo, Carver, Auster, Cortázar, entre otros. Su cara
era de estupor, atinó a taparse los oídos en señal que me callara.
Mira, viejo, con las justas leo a García Márquez, sus cuentos,
porque sus novelas las siento muy confusas, me pierdo con sus
rupturas de tiempos y con los personajes que se repiten como
clones, esos otros señores de las letras no sé ni me interesan. Me
dejó de piedra esa confesión. En su biblioteca, en efecto, no se
veía ningún libro. Una antigua máquina de escribir cubierta
con un trapo verde que orlaba al pie de su estantería. La cual
se mostraba arracimada de cuentos y novelas que publicó y que
todavía no encontraban lectores. Pensé que me estaba mamando
gallo, pero era cierto. Mi asombro se incrementaba, se puso de
pie, cogió uno de sus libros, me escribió una dedicatoria y me
224
lo regaló. Me quedé torpemente sin palabras, me reprochó con
aspereza, siquiera agradece, pues, hijo. Le agradecí forzadamente,
para disimular, fingí leer su dedicatoria con una sonrisa.
«Mira, te voy a enseñar la vida de donde se nutre la literatura»,
me quedé aturullado. Gritó a su mujer, que andaba por la cocina
viendo en la televisión una novela brasileña de gran audiencia, «ya
vuelvo». Vamos en mi moto. Primero fuimos a un bar que quedaba
por el malecón Tarapacá, aquí empieza la cacería, maestro. Eran
como las diez de la noche, las hembras que paseaban alardeaban
lo mejor del armario. Este es el primer punto del viaje. Tomamos
un par de cervezas, su conversación giraba en torno al sexo, a las
hembras. Me aburría como un hongo. Tranquilo, compañero,
me armaba de paciencia, ya vamos. Salimos en su moto a rumbo
desconocido por la carretera al aeropuerto. Y llegamos a un burdel
donde era recibido entre aclamaciones y vítores, mismo presidente
regional. Sobre el techo de zinc de esta casa de madera, relampa-
gueaban unas bombillas rojas que anunciaban el nombre del local.
Me dio corte estar allí en esos momentos, el sexo por dinero no
me interesaba. Mi entrevistado pisaba el cielo. Bailaba. Cantaba.
Desgañitaba. Era otro. Los colegas de la radio corrían la voz entre
chirigotas que cuando el Papa Juan Pablo II visitó esta viril ciudad
que nunca duerme, lo primero que vio desde el avión fue un anun-
cio luminoso que decía, Teletroca, así se llamaba este puticlub.
Las furcias te mandaban sonoros besos volados, guapo,
precioso, qué tal cuero, qué nos traes esta noche para el postre,
gritaban en medio del carcajeo. A él le llovían besos de las chicas
en ropa de baño y de todas las edades, él las pellizcaba en las
nalgas y las besaba con cierta violencia. Risas. Mandó a cerrar
el lupanar y ordenó, atiendan a mi amigo. Sinceramente, me
sentía como sapo en pozo ajeno. No te hagas el huevón, gruñía,
«aquí está la vida, no en los libros que lees, nútrete de aquí». A
225
goooooozaaaaaaar. Supe que una de las chicas, una limeña de
tetas de silicona, era su novia. Me quedé con él y su harén un
par de horas, le mentí que me piraba a la redacción para cerrar
la edición y prometí volver, claro, era un regate para la fuga.
Además, a propósito dejé olvidado su libro autografiado en ese
lugar, no me pesó ningún remordimiento de culpa.
Desde entonces tomo distancia y desconfío de los escritores
que no leen, me dan grima. No es que sea pejiguera, pero, carajo,
seamos fieles a este oficio de aprendizajes y lecciones.
En el puerto no puedes hablar de literatura, eso suena elitista
y con resuello de cultureta. Como aquel día que me encontré
con un viejo escritor en una cafetería cuando parloteaba con otro
colega, de las páginas de sociales, de otro diario. Era la cafetería
de Pedro, sito en la calle del Próspero, como llamaba el callejero
de antes, nos saludamos. Traté de hacer una finta literaria y no
me hicieron caso, me pararon los pies. El viejo novelista se puso
a charlotear de sus conquistas amatorias con una chiquilla de
dieciocho años que lo volvía loco de fogosidad, me da juven-
tud y ardo de deseo, lo mentaba con lascivia, casi babeando.
Mientras, el otro le jodía de su uso compulsivo del viagra. Mira,
me comentó con cierto pudor, en mi última novela inédita he
escrito escenas eróticas vividas de esa experiencia, me señaló y
sacó de una carpeta unos folios de su novela inédita y me hizo
leer un párrafo. No acusaba nada de sorprendente, de manera
previsible y burda narraba a una muchacha en calzones de motas
[no mencionaba la palabra pezones]. Mientras leía sentía que se
ruborizaba, algo incómodo me inquirió, ¿está muy fuerte, no?,
le dije que no, le sugerí leer al Marqués de Sade, tirarse una paja
y mirar la película japonesa El imperio de los sentidos. Se moles-
tó por la recomendación tan directa, y tan torpe de mi parte,
reconozco que me arrepentí. A raíz de esa anécdota no entendía
226
el porqué en la literatura de la floresta los escritores fueran tan
ariscos con el furor sexual, salvo excepciones como los poemas
de Ana Varela o Sui Yun. El erotismo se exhibe tapiado, a pesar
de que hacen gala de sus batallas carnales en los cenáculos.
Vivo con esas agonías. Recuerdo que el director del diario,
en uno de sus chispazos de entusiasmo que parecían las descar-
gas de Cachao López, convocó a varios escritores para que en un
número especial del diario se publicaran cuentos. La mayoría de
los escribidores renunciaron a esa iniciativa porque en esos mo-
mentos los pillaron en el dique seco. Ambulaban en esos periodos
temporales de esterilidad literaria o de bloqueo, que en ellos era
una cuestión casi perpetua, dignos personajes de Monterroso. En
cada solicitud de colaboración aducían esa coartada, pero si no
los invitabas, se ofendían contigo y corrían los rumores de que
en las convocatorias pesaba el sectarismo o el nepotismo.
Con este tipo de pájaros, serpientes y ranas que asolan estos
bosques hay que convivir. Los pocos que quedan ponían sudor
y bizarría, a pesar de las distancias y la pobreza académica con lo
que te encuentras a diario [hasta los antropólogos se volvían en
redomados urbanitas y se enzarzan en impúdicas cabriolas con
la clase burguesa local jugando al tenis]. Hay una buena genera-
ción de poetas de los ochenta que luchan contra esa molicie de
la mediocridad y envidias enfermizas. Han dado la cara contra
el machismo de muchos escritores y viajeros que confunden la
literatura con la lubricidad. Pelean a diario contra los ociosos
hechiceros del relato que aderezan con atosigantes sofritos de
exotismo en sus recetarios.
Recordemos que esto es un yermo, no crecería ni una hierba
si no fuera por ese esfuerzo supremo por escribir y leer de unos
cuantos, son como las ranas cuando croan contra la estupidez, la
rutina. Hacen que el candil no se apague. Existe una sola librería
227
Antes de salir a la redacción de La Razón en las mañanas o al
mediodía, escuchaba las noticias de la televisión por cable, ¿por
qué esos presentadores de noticias hablan con una voz neutra y
monocorde? Han borrado los localismos que sazonan el idioma,
hablan un castellano agringado e insípido. Es como si mastica-
ras un borrador sin sabor. Mezclan español e inglés de manera
pendular. Es para taparse los oídos. Me gustaba por eso Marylin,
ella narraba las noticias con su voz cantarina y despacio, cuando
pronunciaba la efe como jota o al revés, Fanito, o cuando añadía
al final de la pregunta en una entrevista la coletilla, ¿di? No sonaba
como esas chicas de la televisión global tan falsas y plásticas, como
las que salen en cnn, guapas nada más. Lo que me fastidia es que
quieren homogenizarnos a la puta fuerza, vaya cabrones. Habría
que reivindicar las diferencias de tonos y matices, me fastidiaba
escuchar a los narradores de noticias del canal por cable, parecen
robots programados, seguro que no follan, metía su cuchara
el Masho. Me estaré volviendo paranoico, eso es pensamiento
vertical puro y duro, no lo trago. ¿No te das cuenta de que las
causas políticas son las causas de los dueños de los medios de
comunicación? Se mueven o se inmovilizan sus caprichos. Si
alguien no les gusta o ponían trabas en sus negocios, van a por
él o lo congelaban sin darle la oportunidad de una entrevista,
205
Por la mala baba de un conchasumadre caí en desgracia. Me
jodí la vida. Firmé un documento por consejo del contador, que
era mi compadre y me fui a la mierda. Creo que se enteró de que
me acostaba con su mujer y el puta se vengó como los popes de
la mafia siciliana, en frío. Me jodí. Mierda. No quiero ponerme
intelectual, esas poses son huevadas que las detesto, hermano,
aquí en estas humedades y árboles hemos pichicateado a Ma-
quiavelo, profesor, sí, cuales alquimistas de lo ajeno alteramos su
esencia a base de risas, pendejadas y adobos de populismo para
nuestro propio beneficio. Sacamos la vuelta a Sun Tzu el de El
arte de la guerra, lo leí en una edición popular de la editorial
Bruño. Todos se llevan algo de la marmaja, se salva ese alcalde
de Lima, un rojillo que murió pobre, por cojudo. El resto somos
otorongos y no nos comemos entre tigres. Se dio la licitación
del Programa del Vaso de Leche para el desayuno escolar. No
intervine en nada, eso era tarea de los concejales y funcionarios
encargados. Me cargaron con el muerto. Resulta que un diario de
mierda, periodicucho de tres por cuatro, denunció que la leche
que consumían los niños no era leche, era harina. Mierda, yo
no gestioné ese programa. No me escucharon, se conchabaron
contra mí. Para colmo de males, ocurrió en un colegio de un
asentamiento humano, la leche intoxicó a un montón de niños
231
en uno de los desayunos. Murieron diez niños, uno de ellos
era el sobrino de un concejal de la oposición. Las malavenidas
informaciones periodísticas afirmaban que la leche se mezcló
con un plaguicida para ratas del depósito del colegio donde lo
guardaban. Esa noticia me descoyuntó. Me comí un marrón
gratuitamente, son responsabilidades políticas, me argumentaban
los de la oposición. No jodas, castigaremos caiga quien caiga.
Nada, no me escuchaban. Me horroricé, la muerte de los niños
no la pude olvidar. Me persiguen las pesadillas, tengo corazón,
maestro. Solté a mis perros de presa, los periodistas esbirros a
quienes pagaba para que detuvieran esa infamia que crecía como
una bola de nieve cada día, nada, no pudieron contra esa cam-
paña orquestada. Son las nueve de la mañana y el alcalde sigue
en el cargo, recitaban en los radioperiódicos. Son las tres de la
tarde hora peruana y el alcalde no ha renunciado. Vociferaban.
Cuando te quieren joder, te joden. Tañían hasta las campanas
de esos curas cacheros de la iglesia matriz. Las organizaciones
de base convocaban a las caceroleadas por las noches. Hacían
vigilias en la puerta de la municipalidad. Lavaban la bandera de
la región en una de las esquinas de la Plaza Mayor. Al frente de
donde vivía colgaron las fotografías de los niños muertos. Era
un campaña de acoso y derribo. Los motocarristas promovían
marchas de protestas por la ciudad, con más bulla sonaban sus
cláxones [me juraron vendetta porque los obligué a comprar un
silenciador para mitigar el ruido del tubo de escape y obligué
el uso del casco de seguridad]. Me querían echar y arranchar lo
ganado en las urnas, hijos de mala madre. Me resistía. Era una
injusticia. En el fondo y con más perspectiva, reconozco que no
les gustaba que un don nadie como yo, que no pertenecía a esos
clubes de oñoñoy, ejerciera el mando de la ciudad. No autenti-
caba pedigrí como ellos. Me insultaban que era un cholo creído,
232
lampiño y solterón. Qué cabrones, encendieron el ventilador y
nos embarraron a mí y a tres concejales más. El contador era
compadre con un cura que me recelaba cierta inquina porque
no le quise apoyar financieramente en la semana de la cultura,
una actividad donde venían los amigos y compadres de ese ca-
brón sin ningún beneficio para la ciudad, se cobró la revancha
dulcemente. Me la juró y la pagué. Contra la recomendación de
mis asesores y del sentido común [aquí en estos platanales no se
dimite, conchudamente y sin inmutarte te quedas en el cargo],
renuncié por honor, para defenderme mejor de mis refractarios y
no perjudicar a los intereses de mi ciudad; la gente lloraba en las
oficinas de la municipalidad, se sentían identificados conmigo,
me veían como su padre. Me fui con la frente limpia. La concejala
del Programa de Ollas Comunes, con un grupo de madres de
esos comedores populares de los pueblos jóvenes, con pancartas
y pitos, vinieron a la oficina consistorial para respaldarme. Nada.
Era injusto lo que tramaron tus coleguitas, que no tienen donde
caerse muertos y que chupan la sangre del nuevo alcalde, un se-
rrano de mierda. Estos porteños fungen ser regionalistas, pero se
bajan los pantalones hasta el suelo con los afuerinos. Les seduce.
Son regionalistas de boca, aquí el sentimiento por tu terruño no
existe. Mira, hoy hay más escándalos de los alcaldes serranos y la
gente se calla, ¿qué? ¿Quién se acuerda de un mediocre diputado
de Toledo que no volvió al puerto después de jurar el cargo?
Llegó a ser ministro. Ya. Hizo su plata y se marchó saqueando
la selva como señala una ley no escrita en estos bosques, ¿son el
cuarto poder? No jodas, no son poder de nada. Ustedes son los
hombres de paja del poder, no me vengan con esas vainas. No
jodas, aquí no hay ética, hasta una furcia recela más ética que
ustedes. Me refirió una vez un colega tuyo que investigaba el caso
de una coima de tres mil soles de un teniente de la intendencia
233
del Ejército peruano, se fue donde el director del diario donde
trabajaba y este le quitó hierro al asunto y agregó que eso no
era coima, a lo más es una falta sin importancia, además que es
una denuncia que no produce escándalo, son como los pecados
veniales que se perdonan. Está podrido todo esto, chiquillo. Sí,
lo tienen atado, los editores de los diarios y sus mujeres viajan y
comen de la mano de los responsables de los malos manejos en
este puerto. Te das cuenta, que por más que Fujimori haya robado
dinero público a la gente no le interesa, es más, lo justificaba, «el
japonesito robaba, en compensación, hacía escuelas y carreteras
asfaltadas». Me guardaron en Guayabamba durante un tiempo,
el Negro Long Zoy me ha sacado de la cana, de Canadá Dry [el
abogado de los pobres y de los funcionarios públicos probos,
anunciaba en el radioperiódico vespertino], me subrayó con
malicia, profesor, hay que hacerse el muertito y no te metas en
líos. Puta, no mates ni una mosca. Mientras yo lo arreglo con los
de arriba, déjame. Irás a la frontera, tómalo como un consejo.
Soy asesor del director de Educación, no te preocupes, te damos
un puesto de profesor en un lugar perdido de la selva. Que pase
un tiempo, luego vienes y lo solucionamos. Los radioperiódicos
hablan de ti y de tu familia por estos días, braman que eres un
embaucador, un corrupto, un hijo de la guayaba. Tú bien sabes
que en pueblos como estos, de memoria atolondrada, lo que ha
ocurrido y los insultos se olvidan, no jodas, hasta hoy recuerdan
a ese alcalde que salía de putas y se cagaba en las fiestas. Huevón,
eso no es un demérito, por el contrario, es un orgullo regional,
ja, ja, ja. Por algo se acordarán de ti.

234
Epílogo

En la RENTRÉE todo me fue al revés. Fue como si me hubiera


levantado con el pie izquierdo o me miró un tuerto [no es polí-
ticamente correcto decirlo]. El director me apretaba las tuercas
con la entrevista, «eso es pan caliente», le daba largas, me ace-
chaban las dudas de publicarla. Le comenté cuestiones muy por
encima. Le hablé que redactaría crónicas sobre el viaje y de los
pueblos por los que pasé. A los pocos metros que te alejas, te das
cuenta de que esta ínsula es como una aspiradora que absorbe la
riqueza de los pueblos de alrededor. Eso me jode. Los profesores
de las escuelas se las ingenian para dar clases a treinta niños de
diferentes grados de enseñanza y algunos, apenas, balbucean el
castellano. En Caballococha existen poblaciones indígenas ticuna,
es como si estas no existieran para las autoridades locales, como
los saharauis para los marroquíes, son los invisibles. Los niños,
muy empeñosos, estudian en un galpón de pollos. Las postas
médicas cuentan con lo básico, si uno está grave se muere por
falta de medicamentos y de médicos. No se observa la presencia
del Estado, estamos reñidos con él porque están en manos de
las familias de siempre. Te topas con un alcalde en una puta bo-
rrachera y durmiendo la resaca en su despacho, con un guardia
civil que se aprovecha del cargo para trajinarse a las chicas, con
profesores que nunca vienen a clases, pero cobran el sueldo de
235
fin de mes. Con un habilitador de dinero, que presiona para que
sus deudores traigan recursos del bosque como las prohibidas
maderas rojizas. Con cazadores ilegales de fauna silvestre o con
pescadores furtivos. Eso quería contar, en cambio no era novedad,
me espetó el director. A él, al jefe, le parecía mejor la entrevista,
chiquillo, eso es solomillo y no tripas. Escurría el bulto, como
podía, con excusas peregrinas ante los requerimientos insistentes
del jefe. Que se me mojó la grabadora y que en esos momentos
dependía del mecánico.
Lo que Salomón me confesó me escocía moralmente. En
todo caso, la publicaría de modo parcial. Esos eran mis titubeos.
Me fastidiaba una engorrosa ampolla emocional. La entrevista
a Salomón Sotomayor, si la publico tal cual, sería mandarlo al
camal y una carnaza para sus antagonistas políticos. Creo que
fue sincero conmigo y lo confesó a pecho descubierto, me sor-
prendió viniendo de un político como él. ¿Lo hizo a propósito?
¿Ha sido sincero conmigo o ha sido una entrevista pensando en
sus rivales?
Su vida fue la de un sobreviviente, como muchos de su
pelaje. Son aquellos que se aferran a un madero para respirar,
para vivir y regatear la riada de la mala fortuna. Son esos seres a
los que la vida les salva de un naufragio. El camino les ha sido
espinoso. Echar codos para estudiar y trabajar al mismo tiempo.
Por eso, se me hace difícil de entender el pragmatismo corrosivo
que emanaban de estos sobrevivientes. Están pensando en los
beneficios del olor y color del dinero. Cuando no lo poseen,
no descansan hasta tenerlo. No disfrutan de sus logros, están
siempre insatisfechos. Caminan cuesta arriba con esa ansiedad.
Empero, en personas como Sotomayor, reparo mis defectos. Se
revela mi falta de constancia, afloran mis inseguridades, agrandan
mis torpezas cotidianas como la falta de control sobre la dislexia
236
relativa que sufro y y que se agudiza ante la presión del director
del diario, me olvido de cosas, confundo arriba y abajo, izquierda
y derecha. Lo patoso que soy para las cuestiones domésticas. Al
mismo tiempo, me increpo mi falta de madurez para no inde-
pendizarme de mis viejos, de cortar el cordón umbilical, como
me sugería una amiga sicóloga. En fin, es un largo etcétera por
lo que me machaco.
De retorno a La Razón, Mañuco me advirtió que Marylin,
la pizpireta narradora de noticias, salía con otro pata, era un
futbolista del cni, el conchasumadre gana mucha guita, así
que era un duro rival a batir. Hay otras hembritas, causita, me
reconfortó palmoteándome el hombro como consuelo. Lo miré
casi sin escuchar, perdido en otro mundo. Esbocé una mueca
de levantar las cejas de resignación. Ni siquiera me mosqueó la
noticia. Me llegaba al pincho absolutamente todo. Esos días en
la frontera me sacudieron del marasmo conformista y displicente
en que vivía. El director del diario estaba frenético con ideas,
consiguió hábilmente cabildeando con el alcalde, un poco de
plata para montar la semana del libro, que en realidad no era
una semana, sino cinco días. ¿Semana del Libro? ¿Eso mismo
no lo hacían los de la argolla y meapilas de la calle Putumayo?
¿La Semana del Libro? Porque en las ferias del libro ofrecían
souvenirs y se premiaban con esculturas de maderas a los amigos
de la vicaría. No jodas, esta vez haremos una feria del libro dife-
rente. Traeremos gente interesante de Lima, ¿eso no es repetir el
mismo esquemas de los beatos? Por qué no traemos a otra gente
de la floresta de Brasil, Bolivia, Colombia. No fastidies, pes, el
dinero no nos sobra, por eso con los de Lima no más. Sí, será
parecido, chochera, lo vamos a hacer mejor, con más caché. Los
traeremos con todos los gastos pagados y buen fin de semana en
la selva ¿Quién chucha no va a querer venir? Se van a quitar de las
237
manos esos limeños huevones que mueren por estar en la tierra
del dios del amor. Traeremos periodistas, poetas y narradores. En
la lluvia de ideas del Comité de Organización, alguien mencionó
que también podríamos editar a algunos escritores de la región,
¿qué tal si reeditamos Sangama? Pero ese libro es más de historia
de la literatura que literatura viva, además, hay que ponerse de
acuerdo con los herederos. Sí, llevaría mucho tiempo, tenemos
billete, pero hay que aprovechar al máximo. Vamos, más ideas.
Eduardo, hermanito, busca entre tus amigos de la cultura que
quieran publicar y editamos un suplemento cultural especial. Me
reí. Huevón, no seas resentido, va en serio. Además, recuerda
que es martes y para el jueves preséntame la entrevista. No me
marees la perdiz, chocherita, cojudo no soy.
En el diario, el «dream team», cada uno de sus integrantes
bailaba con su pañuelo. El Masho investigaba la muerte de un
muchacho motocarrista. Una mañana el propietario del moto-
carro, al ver que su chofer no venía, se preocupó. Le llamó al
móvil y no respondía. Al ver que tardaba buscó a otro chofer.
Al día siguiente lo mismo, carajo, y no me ha pagado la feria del
otro día, mis cincuenta dólares a la mierda. Preocupado por su
silencio [y dinero] se fue a buscarle a su casa por el pueblo joven
Óscar Iván, llegó a su casa. Los vecinos como nunca ignoraban
su paradero. Qué raro, porque estos oyen hasta los pedos que se
tira uno, apuntilló con burla. Le dieron aldabonazos en la puerta.
No respondían. ¿Se habrá ido de viaje a la chacra de sus padres
en Mazán? Me avisaría. Nada. Se fue. Volvió al día siguiente y
llamó a la Policía. Ellos entraron por la fuerza y en el comedor
de la austera y humilde casa encontraron al motocarrista colgado
de una de las vigas de la casa sin falso techo. Se ahorcó con su
propio cinturón, no vas a creerme, hermanito, con el pito muy
erecto, comentaba medio en risas el Masho.
238
Fue un suicido de acuerdo con el certificado forense, que no
siempre acertaba. Los casos de violaciones sexuales o agresiones
no son tales para los peritos forenses, depende de quién paga
más. Un médico forense fue sustituido por coima flagrante, se-
ñalaba en sus dictámenes que las víctimas de golpes y cortes se
autoinfringían esas lesiones. Así las denuncias por malos tratos
no procedían. El Masho contaba con otra versión proporcionada
por los vecinos sobre esa muerte, que conectaba con los grandes
comerciantes del puerto. Sospechaba que fue una venganza de
un marido celoso o bien ajustes de cuentas. Es decir, le ponía los
cachos a la mujer de un narco. El Masho andaba muy ocupado
en esos barullos y sombras.
Mechita en mi ausencia se echó novio argentino por inter-
net, le prometió viajar para conocerla cara a cara. Pavoneaba que
era hincha del Boca Juniors, le encomendé que me comprara
una camista xeneize. Ella supercontenta, todo el día canturreaba
canciones de rock gaucho en su mp, cuando le hablabas casi no
te escuchaba. Su otro pasatiempo eran las noticias del programa
radial El mundo de clase A, gracias a él se enteró de la visita de una
compañera de colegio que vivía en Toronto. Mientras, yo seguía
con las dudas que me calcinaban sobre la entrevista. Me quedaban
horas para entregarla, sentía que los flecos no cerraban del todo,
eso me retenía, ¿era acaso una suerte de testamento lo que me
legó Salomón en esa conversación? A decir verdad, la entrevista
ofrecía mucha miga para sus contrincantes políticos. Sin embargo,
algo me atajaba a no publicarla, son esas cosas que tu cuerpo y tu
mente intuyen y no me aclaraba, por eso esquivaba al jefe.
Dick muy metido en la misma salsa del camanduleo, lo
notaba más aprehensivo con los rumores políticos. En los co-
rrillos se cotilleaba que recibía su marmaja de los grandes de
la política, soltaba el rumor emponzoñado en unos casos y en
239
otros callaba, silenciaba como una pelandusca el muy cabrón.
No mencionaba nada del contrabando de gasolina de los mili-
tares o de las concesiones forestales dadas a empresas fantasmas
vinculadas a la familia del alcalde. Callaba y otorgaba, a pesar de
que los radioperiódicos comentaban esos casos de corrupción,
como noticias del día con sendos editoriales. El Gasolinazo. Los
lectores se quejaban contra él, reclamaban a través de sus cartas
que la sección perdía agudeza e imparcialidad. Era romo, ya no
era el ácaro, el isango que presumía ser. Duro varapalo para su
ego, mientras el jefe era duro de oído, lo mantenía en la sección.
Los militares alteraban facturas de las cantidades de gasolina
y kerosén que vendían informalmente a los que fabricaban la
cocaína por el Putumayo. Ellos, los que defienden la soberanía
territorial, juran fidelidad a la bandera y a la patria cada 7 de
junio. Por eso, cada día me fiaba menos de los milicos y sus
lealtades públicas a la patria. Dick para con cara de cojudo todo
el día, que no le costaba mucho esfuerzo, el jefe tampoco le
conminaba investigar. Es más, nos arengaba para distraernos en
escudriñar noticias de más calado para investigar. Para burlar esta
suerte de autocensura y mutilación muda, hicimos un blog que
era muy visitado, donde se comentaban estas cosillas que olían
mal. Por esos días, era el aniversario del diario, se les veía a esos
mandamases del cuerpo militar, con sus chelas y sus hembritas
en la fiesta. Esos no traían a sus mujeres, para qué llevar leña al
monte, decían entre carcajadas. Mientras tanto, entre trago y
trago, me arrastraba por mi anorexia de ánimo.
¿No te das cuenta de que se hacen los huevones? ¿Y tú te
quieres sacrificar con esa entrevista? Te noto acojonado, hecho
polvo, me increpó sin mala fe Mañuco, aguanté el diagnóstico
rápido y le respondí, estoy de horas bajas, tranquilo que lo
resuelvo, ¿era un regalo envenenado que me ofrecía Salomón?
240
No sabía qué paso dar, me sentía patitieso como tenista con
tendinitis. Cuando escribía frente a la pantalla del ordenador,
las dudas buceaban dentro de mí, me mordían como pirañas
sangrientas. Mis categóricas decisiones iniciales, en cuestión de
segundos, se transmutaban en una gelatina blandengue. Esas
vacilaciones arremetían contra la publicación de la entrevista.
Crujían, abrían grietas dentro de mí. Has claudicado, has clau-
dicado, me retumbaba en mi cabeza. No, no, la publicarás, esa
era la idea. Me martillaba la culpa de no verla en papel y tinta
ya. Me levantaba, no dejaba que las riadas de indecisiones que
me asolaban en esos momentos me ganaran. Pedía un balón de
oxígeno, que me llegaba a ráfagas, de a pocos, respiraba con di-
ficultad. Era verdad que la tertulia con Sotomayor poseía mucha
punta, pero no para una entrevista, necesariamente. Pensé en otro
formato, sí, es eso, como reportaje. Se lo diré al jefe.
Mire, entrevisté al alcalde de Islandia, donde el pata so-
licitaba que el porcentaje del canon petrolero se hiciera más
equitativo en el archipiélago. Cada vez ellos reciben menos, y
no puede ser. Con lo que le dan, no puede planificar obras de
infraestructura, como colegios y postas médicas. Muy seriamente
y sin pestañear, me manifestó el alcalde, fuera de los micrófonos,
que una de las primeras medidas que tomaría al concederse ese
aumento sería nivelar su sueldo al de otros regidores, somos
los que menos dietas percibimos en la región. Quería poner el
parche, esta entrevista va a tener eco, más aún si están de por
medio las próximas elecciones. Mocoso, me crees huevón, te pedí
la entrevista del viejo Salomón, no del pata de Islandia o Beirut,
no me jodas. ¿Qué es eso de un reportaje?, no me vengas con
zarandajas, quiero la entrevista. Para eso viajaste a la frontera,
por si acaso, no era un viaje de turismo como acostumbran los
otros colegas.
241
Luego de restañar los punzantes mordiscos de conciencia,
pergeñé y publiqué la entrevista. No con los detalles de las luces,
sombras y claroscuros de su centellante carrera como animal
político, como solía llamarse el mismo Salomón. Si no, sus ideas
y obsesiones de la política en mayúsculas. Él blasonaba de su
buen olfato de cazador o, simplemente, afloraba su instinto de
sobreviviente, recuerdo que se alió con la candidatura del Fre-
demo, creía en el escritor-presidente y su proyecto político. Sin
embargo, cuando las cosas cambiaron, tan repentinamente, en
la segunda vuelta, Shaluco se emparejó con Fujimori. Ni cojudo,
Eduardo. Hizo campaña por él, aunque nunca vino por la selva en
su campaña, ganamos. Lo que pasa es que los del Fredemo eran
muy pitucos los hijos de puta y con los políticos de siempre, las
mismas caras. En los predios del vetusto astillero era candidato de
lista un pirómano, quemó los papeles de la contabilidad antes que
le cayera la Contraloría de la República, era mi cuate, profesor,
entre gitanos no nos podemos ver la suerte. La fidelidad no es
amiga de la política, está sobrevalorada, lo advierto. El Chinito
de los millones aparecía a pescar con sus amigos. Una vez le
llevé a pescar en unas lindas cochas que yo conocía [no te voy
a decir dónde es], me ofrecí a mi compadre Samuel, Shamuco,
ser el anfitrión y nos fuimos. Esa vez pescamos sábalos, pacos,
sardinas, tucunaré. Bien paciente era el presidente, a pesar de
que el zancudo le picaba el poto. Además, le saqué dinero para
unas obritas en el municipio.
No entendía de planes de gobierno o principios, eso era
finlandés para él, soy pragmático, hermano de mi alma, hay
que agarrarse al cogollo del poder y no soltarlo, nada de retórica
flatulenta, bueno, de vez en cuando hay que hablar desde el bal-
cón con florituras donde menciones tu abnegado trabajo. No te
olvides que la política es el arte de lo posible, por eso cambiamos
242
de piel más rápido que las anacondas, si no, te mueres confundido
en la hojarasca de la selva. No fui el único que me cambié de
bando, de partido, de ideas, muchos hicieron lo mismo, como
el senador Henry Txirinos, al que le gustaba empinar el codo
con guizque muy de mañana, le acompañaba un fuerte turrón
de doña Pepa en sus conferencias de prensa. Esos malditos de los
radioperiódicos y en la televisión local repetían la misma canción
y estrofa [hasta ese hembrón de la Marylin Chota], ¡tránsfugas!,
¡quien no ha sido tránsfuga en la arena política que tire la primera
piedra! Los caviares son los primeros en cambiarse de camiseta,
sin pudor, todo por salvar sus preciosos culos. Beben, comen
y follan los encantos de la burguesía que tanto desprecian. Me
llamaron tránsfuga, me resbalaba. Lo hice por mi pueblo y no
me arrepiento.
Las dudas que me laceraban por la publicación de la entrevista
era porque, de alguna manera, percibía que Salomón, con sus
defectos y virtudes, se parecía a mí, a mis amigos, al ciudadano
de a pie que pelea todos los días para llevar los frejoles a casa y
que le confiaba su voto. No somos tan distintos, estamos en la
misma placenta. Parimos a los políticos de acuerdo con nuestra
semejanza, partimos de la misma arcilla. Nos portamos como
cómplices al tolerarles sus rapiñas. Somos una parte de ese barro
vivo que delinea sus brazos, piernas, cabeza, ideas, palabras. No
nos diferenciamos en nada de ellos, por más que nosotros los abo-
rrezcamos, los insultamos, los odiamos y los queremos al mismo
tiempo. Si ellos mienten, es porque nosotros los dejamos tener
manga ancha. Si roban, es porque nos hacemos los cojinovas. Si
evaden impuestos, es que nosotros también metemos la mano
con malabarismos aritméticos y abusamos del uso de las exone-
raciones para no pagarlos. Estos bosques son tierra de hipócritas,
del doble rasero. Si ellos son pillos, nosotros también somos de
243
la misma ralea cuando no cumplimos la palabra e inventamos
excusas dilatorias o pedimos el puesto público como recompensa
por los servicios prestados al partido. Si mangonean es porque les
dejamos manos libres, no le pedimos rendición de cuentas, esas
son recetas que no se entienden, mi roedor de librería, farfullaba
riéndose Mañuco. Me reprochaba a mí mismo que no hay que
descargar nuestras irresponsabilidades sobre ellos, pensamos que
así estamos libres de culpa, de pecado, de mácula. Estamos en el
mismo desagüe. Hay que vigilarlos más para frenar su cinismo en
el manejo de la cosa pública, es peligrosísimo dejarlo en manos
de estos cabrones. Huevón, suena bonito, pero es pura mierda,
metía el pico el Masho. Nos gana la pereza, el hastío, la dejadez,
el conformismo. Entonces, no nos quejemos. Mis emociones eran
picadillo. Por eso vacilaba, me torturaba. En medio de ese mar
del desasosiego, el Masho me preguntaba dándome la puntilla
a mis titubeos, oye, chiquillo, ¿y no vas a publicar la entrevista
entera? ¿Era honesto de mi parte hacer eso? Vacilé cojudamente,
no obstante, la decisión era publicarla previa poda. Los flecos más
personales quedaban conmigo, lo que interesaba a la política y a
los políticos lo publiqué sin remordimientos de conciencia. Esa
parte del lomo era para ellos.
En el gorro de la entrevista escribí que Salomón era muy
esquivo en su sabático político para conceder entrevistas y que
esta era una primicia exclusiva de La Razón. El jefe, luego de
leerla, me amonestó con mala saliva, puta, no conseguiste nada,
no dice ni mierda, entonces, ha sido un viaje a la China y por las
puras albóndigas. No crea, lo dice entre líneas, eso quizá alimente
más el morbo, así podemos ganarnos alguito, jefe, le respondí
guiñándole el ojo y levantando el pulgar de la mano derecha. Se
quedó mirándome hoscamente por un rato, no sabía si decirme,
chiquillo huevón o pendejo de mierda. Sonrió despacio, tocándose
244
la barbilla lentamente. No pensaba así, pero por el momento te
doy la razón. Sus enemigos no van a poner freno a la publicidad
electoral, más ahora que ofrecemos los servicios de radio propia.
En la entrevista no se dejaba entrever nada de su postulación en
las próximas elecciones, aunque sus rivales y periodistas políti-
cos interpretaron con malicia, como siempre lo hacen, que esa
entrevista le devolvía otra vez a la arena política. Que era ya un
potencial candidato y que esta era el pistoletazo de salida a su
candidatura. Seguidamente, sus adversarios se ensañaron con él,
sacaron el hacha de guerra. No faltaba día que no se hablara de la
pésima gestión de Salomón, que recordaran sus procesos judiciales
pendientes en la Audiencia, de su vida personal, como que todavía
no estaba casado, porque viejo y maduro, maricón seguro. En
fin, le hicieron puré con mojigatería bufa. Les incomodaba que
postulara otra vez. Salían magramente los escuderos de Sotomayor,
que a duras penas blandían los sables, eran los menos.
Sin querer, esa inocente [y premeditada] afonía sobre su pos-
tulación política levantó un tsunami de especulaciones sobre las
posibles alianzas electorales, como los supuestos compañeros de
lista que acompañarán a Salomón, tanto era el tirón de la noticia
de que hubo personas que se ofrecieron libre y voluntariamente
a integrar la lista de Sotomayor. Sobre el financiamiento de la
campaña, los analistas políticos la atribuían a gente adinerada
de Lima que fueron sus huéspedes en el fundo de la frontera. El
cuchicheo era que la campaña estaba casi montada y Salomón,
lo peor [o lo mejor] estratégicamente, no decía ni mu.
Encendía la radio en la mañanas y seguían con el rollo sobre
la posible candidatura de Salomón, qué engorro, el director se
frotaba las manos. Me abrazaba, ha sido un golazo de media
cancha, maestro. También le adelanté que quería dedicarme a
la crónica deportiva, más aún cuando el cni jugaba en la liga
245
profesional. Así me iría alejando a sorbitos de la política. Luego
de estar en las entrañas del lobo me quedé con un sabor de boca
agridulce. Me apetecía explorar otros espacios. Ya lo hablamos,
me contestó el jefe, me parece que mi decisión lo cogió con el pie
cambiado. Por esos días, el director organizaba un campeonato
de fútbol sala entre los colegas de los otros medios de comunica-
ción por los quince años del diario y con mil cosas en la cabeza.
Por otro lado, los patas que se comprometieron a colaborar con
el suplemento cultural no querían hacerlo porque les avisamos
con poco tiempo, su socorrida excusa. Felizmente, se confirmó
el arribo de la gente invitada de Lima para la feria del libro.
Alborotarían el cotarro insular, prometieron.
Mi vida personal cambió de rumbo. Mis viejos, que eran
peregrinos entre Lima y Manaos, se sentían con achaques de la
edad, deseaban volver de modo más permanente a su casa. A mi
padre le atemorizó que la parca lo visitara fuera de su terruño,
un bajón de presión le puso nervioso, él es muy arraigado a estos
montes y aguas. Es un amazónico de pro. Reconozco sin ambages
que la decisión del arraigo domiciliario paterno me vino a pelo
porque quería independizarme y eso me precipitaba a cortar
el cordón que me ataba a la familia. Mi sueño era alquilar una
habitación pequeña donde pudiera levantarme a la hora que
quisiera los domingos, andar calato por la casa sin que nadie me
reprochara nada y escuchar jazz o a Mahler, que para los oídos
insulares eran gustos afeminados, todo lo que no suene a cum-
bia es de maricones. Soñaba con armar tertulias con los patas,
meterme en los braseros y degustar platos como un buen lomo
saltado o un tucunaré al chifa que quedaban para chuparse los
dedos, ese pasatiempo de chef le caía como el culo a mi padre,
le parecía que ponía en cuestión la labrada trayectoria de mis an-
cestros cazadores y recolectores en esta parte de la floresta. Entre
246
mis planes contaba que podría dedicarme a escribir una novela,
que me quitaba el sueño, sobre el periodo cauchero. Además
de enfrentarme a la página en blanco no solo los domingos y
feriados, con disciplina.
En ese estado de necesidad pasé la voz a los amigos para que
me avisaran si conocían el alquiler de alguna habitación. Visité
varios huariques y no me convencieron, eran un chamizo. Manu
me pasó el dato que un agente inmobiliario que arrendaba casas
y departamentos a turistas le pasó la voz de una petite chambre
por la calle del Morona. Era una quinta con varios departamen-
tos donde vivían parejas jóvenes. Me puse las pilas y fui a verla.
Me gustó. Era bien chiquita, justo lo que necesitaba mi cuerpo
y ánimo. Me faltaba un poco de dinero para completar los dos
meses de adelanto y la garantía que exigía el dueño. Ah, además
de un aval. Pediré algo de dinero prestado a mi padre y que sea
mi aval, en eso estoy.

247
Apéndice

Llegó un fax a la redacción desde la Audiencia. Era una nota


de prensa que recogió Mechita y con prisa nos avisó. A veces,
entregaba los fax luego de tres días. Parece que le conminó el
director, previa reprenda, a informarnos apenas reposaran en su
mesa. Por eso, apenas llegó el bendito fax, lo llevó a la redacción.
Señalaba que los magistrados porteños, luego de un exhausti-
vo, riguroso y ponderado análisis [frases cliché] del expediente
judicial contra Salomón Sotomayor, llegaron a la conclusión
de que no existían pruebas de que constituyeran delitos y que
sobreseían la causa. Un día antes me avisaron por la radiofonía
desde Santa Rosa que Salomón falleció de muerte natural, y le
darían cristiana sepultura en ese lugar de la frontera, a petición
expresa del difunto. El jefe resolló fuertemente y me urgió que
redactara una nota necrológica sobre la marcha, para publicarla
en la edición de mañana.

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250
EL BÚHO DE QUEEN GARDENS STREET
Es posible que escribir signifique rellenar
los espacios blancos de la existencia.
Claudio Magris

El exilio es la vida sacada de su orden habitual.


Es nómada, descentrada, contrapuntística;
pero en cuanto uno se acostumbra a ella,
su fuerza desestabilizadora emerge de nuevo.
Edward W. Said

Yo entiendo la vida como una trashumancia.


Miquel Barceló
1. Marchamo
Los talles lacerados de los árboles y los folios amarillentos de
una mísera biblioteca anidaban la semblanza de este descarriado
del caucho. Intenté contarla, pero entonces carecía de pericia y
tesón. Era una orgía de datos pendiente de un zafarrancho de
limpieza. Bregaba desnortado. Me embrollaba.
He adquirido cierto oficio y disciplina, eso creo. Cual poseso
garrapatearé cuartillas con riguroso horario. Veremos qué nos
depara la patria de la ficción. Estoy animado, me ha entrado el
gusanillo de la escritura en las carnes. Confieso que no me fue
fácil controlar mi dispersión. Espabilé y aprendí que el antídoto
del bloqueo ante la página en blanco es la paciencia y repensar
los documentos que reposan en la mesa del escritorio. A salir sin
desesperarse del atolladero. A no capitular ante el primer bache.
Esta vez no me cogía desprevenido, rodaba con kilómetros de
lecciones por medio.
Tomé cursos de escritura creativa que abandoné por mi desi-
dia. Pero enmendé esa dejadez por propia cuenta y riesgo. Entrené
a pulso para desalojar la atonía. Estoy con aptitud, decidido. Con
buenas sensaciones; chispa, como dicen los deportistas. Presumo
que será como una competencia de ciclismo con tramos de mon-
taña y con diferentes ritmos como la contra reloj. Dosificaré el
aire y aprenderé a respirar como los corredores ante una escapada
257
del pelotón sin que le venga la pájara. Leo despacio y aprendí
de las treguas, las he degustado íntimamente. En los paréntesis
estimularé los sentidos, arrebujaré las emociones. Porqué pulir la
palabra es sudor y cincel. Es perseverar. No vale pestañear.
Este último diciembre, ¿acaso serán los cincuenta años?, a
pesar de los reparos de Teresa corrí una maratón que me pasó
factura, una seria tendinitis de la que sufro sus consecuencias,
renqueo. Todavía padezco los dolores en las piernas y las inanes
recetas de un traumatólogo despistado. Me auscultó y me aseveró
que no era problema ni de huesos ni de músculo, y me advirtió
que la Seguridad Social no cargaría con las dolencias deportivas
bajo el supuesto de que las hubiera. Pasé por una resonancia
magnética y nada. Un tac y nada. Los dolores y las agujetas
me mordían. Es probable que sea por otros padecimientos, me
espetó el neurólogo seriamente, una artrosis. No en vano pasan
los años, me lanzó soterradamente la puya. La moraleja de este
calvario es que no caben improvisaciones ni en la carrera física
ni en la escritura. Hay que darle a la tecla como el tenista que se
rehace después del punto perdido.
Contaré los lances y malandanzas de un kukama viajero al
pie del Támesis, en una estancia corta en Londres tras las huellas
dactilares de un uitoto en la diáspora.
Mis ancestros crecieron cerca de los ríos, a unos metros junto
a los carrizos y el croar de las ranas de esos estanques. Para mi
groupe el río vive, respira, sueña, habla, aunque las aguas estén
maculadas por la contaminación de las actividades petroleras. El
runrún es que por los ríos Pastaza y el Tigre no se puede beber
por la toxicidad y que es una de las zonas más críticas, indicaban
los reportes de las federaciones indígenas.
A los de mi tribu los conocen como la «gente de allá», «gente
de la fuerza». Somos ágrafos, con excepciones, claro. Los sueños
258
de la tierra sin mal nos pertenecen, al menos eso pensamos, por
más que Freud sostenga lo contrario. Las actividades cinegéticas
de los bichos de la selva nos dan el pan diario en el marjal. El
axioma para la sobrevivencia es morar cerca de las ramas de los
árboles y de las aguas.
Los ecologistas aducen que el patrimonio biológico más
importante de estos tremedales, aparte de los bosques, es el
agua dulce y está aquí, delante de nuestros ojos. Un Potosí. Los
insulares le quitan hierro al asunto, les importa un pepino esas
monsergas ambientalistas. Les mosquea ese discurso, aunque en
sus narices las dragas que van por el oro sigan vertiendo mer-
curio al río Nanay o que la deforestación devaste sin piedad sus
bosques. Ellos van a su aire.
Los mitos de fundación kukama relatan que descendemos
de la cópula de una serpiente hembra con un hombre. ¿Será un
erotismo encubierto? ¿Zoofilia? De ese apareamiento salimos
«la gente de la fuerza». Mitad persona, mitad animal, como el
bufeo colorado. Los relatos de boca en boca de los más viejos
rebosan panteísmo exultante. Aunque la memoria locativa fija a
la serpiente como la ordenadora del mundo.
Escrutar el mundo con sus propias reglas me recuerda a mi
dulce redescubrimiento de Baruch Spinoza. De este persuasivo
marrano que escribió Ética demostrada según el orden geométrico.
La personalidad silente e intercultural del judío-hispano-luso-
holandés me ha seducido hasta el tuétano [sus biógrafos apuntan
que era irascible en la intimidad de las epístolas]. Sin estridencias,
callado de aquella manera, pero muy expectante de su entorno,
por eso será un acicate y paradigma en mi reto de escribir. Hay
que caminar en los márgenes.
Era el judío de la calle Paviljoensgracht, número 72-74, de
La Haya, que limaba pacientemente cristales para las gafas de sus
259
clientes y desdeñó la cátedra universitaria. Que fue expulsado,
excomulgado, maldecido y separado de su religión por ir a contra
corriente del pensamiento de la sinagoga. Su obra fue secuestrada
de los círculos académicos durante larguísimos años, al igual que
el alma de Juan, el fantasma, al que trataré de desempaquetar
de las sombras.
En mi sordina estancia madrileña que se parece a la de Spinoza,
mi amigo y poeta Percy Vílchez es quien me inoculó esa preocu-
pación sobre el uitoto londinense. Es el responsable indirecto de
estos desvelos y vigilias. La jerga bélica muy en boga por estos días
los llamaría daños colaterales. Advierto que él es ajeno y no es el
causante de esta agonía que padezco. Suelto este rollo para exonerar
de responsabilidad al poeta de Panguana, cenagal de donde proce-
de Percy. Pongo este parche para evitar fárragos [como no, por lo
deslenguados que son] muy propios en la deriva de los insulares.
Percy develó a este uitoto. Era la breva que atesoraba. En la
ínsula iletrada nadie se dio por enterado del descubrimiento. Es
que los libros apenas se leen y los lectores con seguridad son im-
probables. A este aborigen como yo lo raptaron para llevárselo a
tierras londinenses; este descepe ocurría en pleno boom cauchero.
Fue una correría urbana del dueño de la Amazon Rubber. Salió
del puerto con el niño en brazos y nadie le puso reparos.
Cuando leía esa crónica del rapsoda de Panguana, sonó
dentro de mí un timbrazo fuertemente en mi oído. Como el
chupinazo de los encierros de San Fermín. Esa noticia fue mortal
de necesidad para el letargo que me trituraba como una pitón
en mi sillón azul en Madrid.
Recordé que Teresita, hija del indio Caruso Muinane, del clan
etogaro, gente de pájaro carpintero, fue arrancada de la sección
Matanzas. No soñaba, bebía ayahuasca y para su desdicha se le
nublaron visiones.
260
Acopié mogollón de bibliografía pero con resultados fallidos.
No me conducían a nada. Me sacudí de la breña. Partiría de cero,
recrear era la estratagema. Sin un plan definido pero con un
mapa provisional, me escoraba al terreno de mis preocupaciones
sobre el exilio, más cuando lo sufría en mis propios huesos. La
indagación sobre Aymena me ponía un espejo en mi cara.
Me reconocí palpándome el rostro. Mi larga, gruesa y gan-
chuda nariz indígena era lo que más sobresalía. Mis facciones
indias difieren de los rostros de mandíbula cuadrada y dura de
quienes viven en la península -se parecen a las caras de los per-
sonajes de Fellini, de hablar grosero, tosco y con ingente dosis
de mala leche. Con humor fácil y rebuscado, no los entiendo.
Para sandungueros los andaluces, pero sin excederse. Mi pelo de
erizo y rigurosamente negro me daban un toque exótico y étnico,
remataría como acotación final. Además, soy gafapasta.
A la primera de cambios los nativos de fino oído me miran
de reojo por mi dejo, dejándome caer que no soy de aquí. Seseo.
Que hablamos despacio y pedimos delante de un por favor. Me
llegan al huevo. Mi suegra, que es muy guasona, subraya que soy
moreno; en cambio, en Perú era trigueño, ja, ja, ja, que significa
castaño, marrón, como el color de la tierra o del membrillo, como
acotaba un cronista de Indias.
En el diccionario que consulté indicaba de trigueño: «De
color del trigo, entre moreno y rubio». Nunca lo entendí. En el
certificado de Antecedentes Penales en Perú se rubricaba: «Color:
trigueño». Tengo pocas cejas, casi una hilacha de hormigas y unos
labios gruesos que no son rojos carmín como salen los protago-
nistas de las películas, es casi color del vino tinto. Pelo pincho
que parezco un puercoespín. Sin pelos en el pecho, lampiño,
de culo redondo, como diría Teresa, y sin pelos, añadiría yo.
Además, disfruto enjuagándome en virguerías verbales y nunca
261
digo lo que pienso, actitud que exaspera a los peninsulares y
de la cual me río por dentro. A que jode. Me refugio en frases
elusivas como un tal vez, a lo mejor, de repente, son mis palabras
favoritas que pronuncio con desparpajo ante la irritación de la
fauna local.
Además, soy un parado de larga, larguísima duración y no
me ando quejando como los oriundos de esta parte de la meseta.
No es mi estilo. Llevo cinco años en el pajolero paro, pero eso
no interesa a nadie. Soy un trasgo, un simple número de las es-
tadísticas mensuales de la oficina de empleo y de las noticias del
telediario. El tiempo que dedico a los quehaceres domésticos no
se traduce en monedas ni en el pago de un salario ni en la seguri-
dad social, lo que las feministas llaman la «típica invisibilización
o externalización de costes», que me conduce a largo plazo a la
precariedad. Lo sufro en carne propia y sin protestar. No quiero
quejarme. Pero a veces reculo, me viene a la cabeza la angustia
sobre mi futura vejez y la pérdida paulatina de mis fuerzas.
Vivo en Madrid, cerca del río Manzanares; es un río menor
comparado con cualquiera de escalas amazónicas. Para nosotros
de las tierras bajas, muy vanidosamente, diríamos que es una
quebrada, una acequia o el meado de un burro. Casi es una hi-
lera de agua frente a la anchura, caudal y rapidez del río Napo.
Aquí las aguas del río están estancadas, no fluyen. En el verano
simplemente apestan y esperan a la lluvia como agua de mayo.
La corriente del río se mueve al ritmo del timón del director de
esta cuenca hidrográfica. Es de un hedor intolerable. Por razones
de mi adn, los lugares escogidos para vivir suelen ser a la vera de
un río. Necesito ver el agua cada mañana y Teresa lo sabe, por eso
los pisos alquilados son cerca de la ribera del Manzanares. No soy
de tierra adentro. Tampoco me disgustaría que el mar estuviera
a unos metros, pero estoy feliz con lo que me ha tocado.
262
Este apego fluvial coincidía con la elección de los hoteles
donde nos hospedamos; por lo general, están cerca de un río,
como el de Burgos, que pasaba a unos metros el Arlanzón, o en
Zaragoza, al lado al Ebro, y para mejor, en Venecia. Hojeaba que
Dostoievski prefería la casa que diera en una esquina, con las
ventanas a los dos lados de la calle y cerca una iglesia para oír las
campanadas. En cambio, la casa de Cervantes en Valladolid era
de austeridad castellana y gozaba de una simpática huerta, como
la de Lope de Vega en Madrid, me colmaba de mucho sosiego
mirar el naranjo en flor. En mi caso, el elemento de inspiración
es el agua y escucho el tañer de las campanas cada media hora.
El periplo por Venecia fue la piedra de toque que atizó la
escritura. A igual que la estancia en Budapest, cerca del Danubio
y comiendo una cazuela de goulash. Me despertaba temprano, me
arrimaba a la ventana y escuchaba al río. Era ancho y con solera.
Los puentes sobre él le daban un guiño muy especial. Los cruzaba
a pie. Esa parte del Danubio me impresionó como la novela de
Claudio Magris, es una aventura por lo largo y ancho de este
río, fusiona literatura e historia. Pero en Venecia era como morar
en la ciudad de luces en el fondo de los ríos de los cuentos de la
abuela, ¿no era acaso un relato kukama, kandoshi o gallego?
Me despistaba en la jungla de papel. Me exigía cierto orden
para que no se me descuajeringara y no escuchar los regaños de
Teresa al notar la vorágine de folios revueltos por el piso. En mi
escritorio se mostraba el caos creativo: revistas, libros, una taza de
café, mapas, fotografías, un vaso de gazpacho a medio terminar,
bosquejos sueltos. El desbarajuste se homologaba, alegaba como
eximente, al estudio de Francis Bacon, lo vi en una muestra de
su obra en el Museo del Prado.
Al pergeñar libros hallé uno que mentaba tangencialmente a
Juan. Era sobre Julio César Arana del Águila y el autor contaba que
263
viajó de un lado al otro del mundo para rastrear a este personaje
tan controvertido. Que todavía desataba furias y adhesiones. Hay
apologistas y turiferarios y una minoritaria, pero activa, corriente
de opinión que niegan esos crímenes. Son paparruchadas inte-
lectuales, remachan.
A momentos me cabreaba. Me comía el tarro para trazar
la línea de base. ¿Por dónde empezar? ¿Por mis recuerdos? ¿Me
obligaría a hurgarlos? Debía ponerme a ello. Me comuniqué por
el Skype con Percy para que me echara un cable. Se quedó frío
cuando le esbocé mi plan. No pensé que sacarías tanta miga, me
alentó Percy, sí y mucha, le contesté.
El secuestro aún conservaba flecos abiertos. No bajaría los
brazos, me aleccionaba. A muchos niños y niñas de la guerra
civil española los desclavaron de sus hogares. Al igual que a los
nietos de las abuelas de Plaza de Mayo, en Buenos Aires. Fueron
desraizados. Qué manía de los sátiros que, luego de matar a los
padres, se quedaban con sus hijos. ¿No les remordía la conciencia?
¿Cómo podían mirar a los ojos de sus hijos?
En la guerra contra Sendero Luminoso se justificaban las
desapariciones forzadas de impúberes porque para matar el virus
comunista era necesario apartar a sus hijos de la fuente del mal.
Qué empanada mental. Sabía que no solo fueron muertes en los
territorios del diablo, como lo llamaban a la zona del Putumayo,
sino que arramblaron como a la niña del clan etogaro. ¿Cuántos
eran? ¿Lo recordarán? Varios se perdían en el limbo ¿El de Juan
se perderá?
Los extravíos urbanitas de Juan se asemejaban a los míos por
las calles de Trieste tras las huellas de James Joyce, en esa ciudad
dicen que escribió parte del Ulises. Aclaro que la hermandad con
Aymena, es en cuanto al sentimiento de desarraigo. Escocía más
en él que fue desgajado de los bosques húmedos a la llovizna casi
264
perpetua de Londres. El mío era un éxodo voluntario. Venía de un
lugar donde no se lee ni el periódico ni novelas, estas envenenan
las molleras, argumentaban, y es un pasatiempo para los ociosos,
charloteaban los más sabihondos al pasearse en sus motos con el
tubo de escape abierto por la biblioteca de la Plaza Mayor.
El secuestro y mi destierro se fueron encadenando y emul-
sionando. No percibía la delgada línea roja del personaje real y el
ficticio, tiraba por la borda la recomendada distancia óptima. Me
contaminaba. Sentía que mi cuerpo escondía un ser en el fondo
del armario que no sé quién era. Miraba mis brazos del color de
la tierra. Mis ojos parecidos al de los pescados, ¿eran así? Como
la del Señor de Sipán. Tartamudeo cuando me emociono, puteo
cuando me enfado. Me gusta el fútbol y el jazz [Wynton Marsalis
es un tostón]. Tengo los huevos parecidos a un cacahuete o maní
negro y, sobre todo, sepan disculpar la pequeñez. No me gusta
el baile, soy patoso y desorejado. ¿Soy yo?, ¿es Juan?
Eso sí, sueño con las aguas negras del Marañón o el Nanay.
Teresa piensa que ando chiflado, que eso me pasaba cuando me
metía en la piel del protagonista, ando fuera de mí. Desharrapado
y con poco baño. Qué fachas. Estoy chalado. Seguro que daba
esa impresión porque ella no miente con sus apreciaciones.
La reclusión londinense de este coterráneo copaba mi dis-
co duro, como se refería con gracejo uno de mis sobrinos. La
inundaba a tope.
Al pie de las aguas azules de la laguna de Venecia, sentado
sobre un cipo de hierro donde los barcos suelen atar sus cabos
para atracar, volvía intempestivamente a aguijonearme el nombre
de Juan Aymena, el rehén del tiempo. Las aguas añil atizaban
mi imaginación.
Los vaporetto pasaban de ida y vuelta con turistas hasta la
bandera y con la cámara de fotos en la mano. Clic, clic a lo que
265
veían. Por estos soportales ambulaba Thomas Mann, muy serio y
con gruesos bigotes, balbuceando una novela. El agua era el cata-
lizador, abría intempestivamente los postigos de voces, personajes,
novelas, vivencias. Se trocaban. ¿Juan paseó por estas aguas?
En las calles venecianas me topaba con centenares de turis-
tas, arrastraban sus maletas en mil direcciones por la estación
de Santa Lucía. Miraba fijamente sus caras, con la esperanza de
hallar un rastro, un parecido a la de Juan, era el desajuste ocular
que me proporcionaba la obsesión. Me equivocaba de plano,
eran otavaleños de largas cabelleras con chullos andinos que
vivían trashumantes en París, Madrid, Burdeos o Berlín. No
eran uitotos. Qué maraña. Al salir del Aeropuerto Marco Polo
me topé con un anuncio de tráfico que indicaba la dirección a
Rávena; recordé que allí pasó sus últimos días un cura que vino
embriagado de la selva.
Tomamos un taxi y llegamos a medianoche a la laguna.
Nevaba. Luego de cruzar el puente de Calatrava nos esperaba
las calles heladas, con el peligro de resbalar y terminar sentado
de culo en la acera. La neblina era espesa. Felizmente que en el
hotel nos esperaba la habitación muy caliente.
En los paseos por las calles y puentes advertía que los gon-
doleros mofletudos, con camisetas a rayas negras y blancas, en
sus piraguas se asemejaban a los remeros de San Martín del
Tipishca, por el Marañón, sí, pero allá son más pobres, me re-
procho y corto por lo sano el símil extravagante. Estaba atento
a cualquier indicio o pista, y por eso cargaba con una libreta y
un lápiz en el bolso.
Uno escribe lo que el cerebro quiere y no lo que piensa.
Estamos gobernados por él, por ese órgano que se parece a una
nuez mondada y que tanto misterio cautiva y trae locos a los
neurocientíficos más serios.
266
En esta misma dirección sabía que las decisiones racionales
en puridad no existen, están teñidas de emociones. Entiendo
mejor por qué me he embarcado tras de Juan. Es cierto, los que
se dedican al oficio de arañar, adulterar o coser la realidad lo saben
más que nadie. Es el misterio del proceso creativo, siempre com-
plejo y asombroso. Cuando miraba atrás, me sorprendía de mis
ímpetus iniciales de las gacetillas abortadas, eran consecuencia de
un chispazo mágico, un fogonazo creativo, lúdico, que encendía
la pradera. Pero en esos momentos adolecía de asiduidad, conti-
nuidad. No solo era darse cuenta de las llamaradas.
Un viaje o una anécdota, aparentemente intrascendente,
chispeaba la flama de la fantasía, pero a mí me llegaban como las
troceadas imágenes de un tráiler. Como fragmentos sin soldar.
Era un punto a corregir.
El descepe me asaltaba cuando menos pensaba, temía aca-
bar con el síndrome de Estocolmo. Rondaba en mi cabeza y
no se despegaba del rincón donde escribo. No sabía por dónde
empezar. Mi madre ante los nudos difíciles recomendaba soplar
sobre él y en un santiamén se deshacía. Soplaba, resoplaba y no
se desamarraba. Una voz me percutía dentro de mí, me pedía
que la rescatara de la humedad.
En Venecia fue el pistoletazo de salida.
Se me ocurrían mil hipótesis. Los registraba en unos folios
meticulosamente ordenados para asombro de Teresa. ¿Llegó a
estudiar como quiso el cauchero Arana? Me imaginaba a un es-
pigado estudiante de una universidad británica con rostro indio
y vestido con cierta solemnidad por el campus, ¿siguió viviendo
cerca de Hyde Park?, ¿se mudó?, ¿tuvo mujer e hijos?, ¿se metió
al equipo de remo de la universidad?, ¿visitó las oficinas de Ara-
na en Salisbury?, ¿escuchó discutir a los speakers en esa esquina
famosa de Hyde Park? ¿En esa esquina mentaron al caucho y
267
sus atrocidades? ¿Discutieron la denuncia de Roger Casement?
¿Denunciaron las muertes crueles de indígenas en el Putumayo?
¿Llegó a dominar la lengua de Shakespeare?, porque los uitoto se
distinguen por su don por las lenguas.
Atropellaba con mi sarta de preguntas. ¿Le habrán caído bien
los rigores de este invierno inglés a un pájaro tropical? Como
observan, me ahogaba en un océano de titubeos. ¿Habrá ido a
los partidos de fútbol? Ese fútbol rápido y de buen físico de los
ingleses, no como los que juegan en Perú, rácano y de regate
inútil. ¿Era hincha de un equipo de fútbol? ¿Se enamoró disi-
muladamente [platónicamente] de esas guapas chicas inglesas
que pasean por los parques y tiendas? ¿Son un poco gorditas, no?
Mierda, pero sí eso le gustaba, que tuvieran un poto gordo, piel
blanca y morena de cabellos. ¿Era Juan? ¿Era yo? ¿Era el trasvase
de gustos del que hablé hace unos momentos?
Me obstiné [a lo bruto] en reflexionar sobre lo ocurrido en el
Putumayo, tomando como referencia el libro del magistrado de
esa causa judicial, quedé hecho polvo. La violencia encharcada
en ese texto me cayó como un alud. Soñaba con los huesos cal-
cinados de los indios Jeviche y Cadañeico, que fueron quemados
vivos. Irrumpían lamentos de párvulos despanzurrados que me
sobresaltaban. Gritos de mujeres y ancianos. Quedé mudo de
leer tanta crueldad. Era la ingeniería del mal que asoló la floresta.
Obra de Belcebú y de las libras esterlinas. Mi afonía emocional
alarmó a Teresa. A pesar de sus insistencias y mi renuencia, tuve
que acudir al psicólogo para que me echara una mano. Este fue
el primer aviso para navegantes.
Me dejaba perplejo la insania del virrey de la goma. Se ensa-
ñó con crueldad con su tribu y lo mandaba a Londres para que
estudiara. ¿Estaba cuerdo o demente? ¿Cuál habrá sido la suerte
de Juan? Porque al cauchero le vino la desgracia de un porrazo.
268
¿Alcanzó la quiebra del imperio Arana como una mancha de
aceite a Juan? Arana llegó a ser alcalde del puerto. En los salones
del municipio hay un retrato de él que cuelga en una de las salas
principales con sus ojos de Gran Hermano de querer controlar
lo que mira. Como suponen, las preguntas no llegaban a buen
puerto. En esos tiempos las correrías de indios para la mano de
obra barata era pan del día y el secuestro de un niño indio era
una raya más a la cebra.
Mis ancestros eran de las tierras bajas y los de Juan eran de
tierras de altura, aunque muchos piensan que los bosques son
uno solo. Esa miopía unidimensional nos persigue. Sí, sus ante-
pasados ostentaban más abolengo que los míos. Ellos manejaban
sus purmas o barbechos. De mejores cultivos, excelente comida
de caza. Un venado, un pecarí. En cambio, mis abuelos peleaban
contra el aumento de las aguas de los ríos porque moraban casi
al pie de ellos como en Lagunas, San Regis por el río Marañón.
Eran diestros en la pesca, no les ganaba nadie quien les retara.
¿Qué te pasa?, me dijo con inquietud Teresa, enarcando las cejas.
Cálmate. Estás hablando entre sueños. Tranquilo, tranquilo. No,
no te equivoques, estás en la laguna de Venecia.
Teresa, al verme agobiado, me sorprendió un día cuando me
mostró los billetes que compró para irnos en tren a Burdeos. Salté
de alegría. Eran casi trescientos cincuenta kilómetros desde Bilbao;
previamente hicimos una escala en Vitoria para oír jazz y reposar
en un balneario de Orduña. Mi cuerpo lo pedía a gritos.
En esa ciudad francesa estuvo de paso Joseph Conrad antes de
salir al Congo. Sí, el mismísimo autor de El corazón de las tinieblas.
El que conoció a Roger Casement. El cónsul de origen irlandés
que denunció las atrocidades en el Congo y que, al mismo tiem-
po, con un informe al Foreign Office, reveló las monstruosidades
que prodigaban a indígenas uitoto en el Putumayo. Se armó un
269
merequetengue. Este documento sacó a la luz la vesania de los
empleados de la Amazon Rubber contra los ancestros de Juan.
Que se agusanaban hasta morir.
Acopiaba las pisadas del rehén intuitivamente. En unas de
frente y en otras en diagonal, como esta en el sur de Francia.
Fuimos muy temprano a la oficina de información de la ciudad
donde nació el barón de Montesquieu: hay una calle con el nom-
bre de Espíritu de las Leyes, en su honor. La oficina de marras
distaba unos diez minutos en tranvía desde el hotel.
Se podía llegar caminando pero era más rollo, graduaba
la resistencia física para dar el tute por la ciudad. La oficina a
reventar, plagada de turistas con diferentes intereses. Mis cono-
cimientos del francés eran mínimos, mi traductora era Teresa.
Hicimos cola y cuando llegamos a la ventanilla, nos atendió
una guapa chica que se quedó con los ojos cuadrados cuando
le preguntamos sobre Conrad. ¿Quién es ese?, nos repreguntó,
le respondimos el escritor inglés. Nos contestó secamente, con
apuro y sin esquivarnos que sobre él la información era nula y nos
dio un programa de incursiones urbanas por la ciudad. Pero esa
ignorancia no me desanimó; al contrario, me estimuló más.
Burdeos mantiene un idilio con el río La Garonne, que
moja sus riberas. Recibe aguas salinas y fluviales, y las mareas y
corrientes cambian mucho durante el día. No es una ciudad que
huye del río; por el contrario, muestra su mejor mimo. La arropa.
Desde una barca, el perfil de la ciudad impresiona y mucho.
Me encantó Burdeos. Pasear por sus calles era rescatar los
recorridos imaginarios de Conrad durante su estancia, que para
mi suerte estaba tan igual como cuando él estuvo en 1890. Ha
sido declarada ciudad Patrimonio de la Humanidad.
Disfrutamos de una caminata por el paseo fluvial. Navega-
mos como si fuéramos lobos de río. Todavía se conserva en pie
270
un puente diseñado por Eiffel. Nos perdimos en sus nostálgicas
rúas como la centenaria y larga rue Sainte Catherine, que atra-
viesa el centro histórico. Mirar y admirar el Gran Teatro con
sus columnas romanas, seguro que Conrad pisó estos lugares.
Sería imperdonable que no pasara. La iglesia de San Andrés, la
Fleche de Saint Michelle, justamente la zona de San Miguel se
ha convertido en un barrio multicultural. El Porte Cailhau. No
tengo un mínimo dudas que Conrad anduvo por esas calzadas.
Es una ciudad donde gana el silencio, escuchaba mis latidos. Hay
escasa bulla, no es como Isla Grande o Madrid, donde la batahola
no para ni en las noches. Aquí, por el contrario, el espíritu se
vuelve apacible, tranquilo, sereno.
Revisando los folletos de turismo dimos el itinerario del pin-
tor Francisco de Goya en sus últimos días en Burdeos. ¿Qué?, me
pregunté. Vaya, las coordenadas geográficas entrelazaron a Con-
rad y Goya, ellos describieron y pintaron el horror humano.
Se tropezaron con sus propios tiempos en esta ciudad, claro,
en momentos diferentes. ¿Es quizá Burdeos una ciudad para la
reflexión antes de ir o de volver de los caminos del espanto?, me
preguntaba luego de mirar con detenimiento el lienzo con aliños
impresionistas de «La lechera de Burdeos», del pintor zaragozano,
dicen que recuperó aquí el buen ánimo y el color de sus pinturas.
¿Me pasará eso con Juan?
Para coronar las casualidades, Conrad en 1888 navegó en el
Otago la ruta Bangkok-Sydney-Isla Mauricio-Puerto de Ade-
laida en un barco de nombre Melita, y Melita es el nombre de
mi madre y hermana. Con estos datos navegaba entusiasmado
sobre las aguas intranquilas de La Garonne.
En este punto del mapa, en la estación de tren de Burdeos
esperando para salir a Biarritz, advertía que a Aymena ese extravío
que le privó parte de una vida le sirvió, paradójicamente, para
271
esquivar una muerte segura, como lo fueron los crímenes contra
su tribu. Quizá por eso permanecía oculto en los folios y en la
copa de los árboles de caucho que quedaban en pie. Con shock
postraumático casi perpetuo. Mordiendo los labios, con ganas
de contar y gritar lo que le pasó.

272
6 de enero

Es más humano reírse de la vida que llorarla.


Séneca

Temperatura: 8°C
Clima: Frío, pero soportable

Me ha gustado la emoción de Teresa para esta fecha, aquí en


la península es la bajada de los Reyes Magos, los kukama tam-
bién celebramos la bajada de reyes en el monte. Ella conserva su
ternura incólume. Ha desarrollado con destreza las emociones
cognitivas. En esos charcos confieso que soy un analfabeto. Sin
embargo, me pondré las pilas, más sí trabajo el tema de las emo-
ciones y el Derecho, que a muchos aquí en la península les suena
a un excentricismo tropical, es propio de los países exóticos, me
ironizó cierta vez un compañero del Opus Dei de patillas largas
y con cara de hacha.
Estas fiestas de fin de año han sido un banquete. Leí a Séneca,
Marco Aurelio y está pendiente el elocuente verbo de Cicerón.
Durante mis años verdes de la universidad limeña pensé que
estos pensadores eran ya caducos, nada menos cierto. Me ganó
el prejuicio para desdeñarlos. Pero en ellos veo un poso o una
laguna de sabiduría insaciable. ¿Será una renuncia y claudicación
del intelectual colonizado? No creo, carajo, tampoco te pongas
teatral. Son interesantes sus batallas por encontrar la felicidad.
Me nutro de ellos.
En estas escapadas al Perú por internet, leo una de un
columnista que, a su modo y entendimiento, elaboraba una
273
síntesis y balance de la narrativa peruana publicada el año que
ha pasado. Una morralla. Me enfada constatar que el Perú sigue
siendo Lima y las principales editoriales el foco de atención
[¿solo Lima?]. Es un centralismo mental irrespirable, fue una
de mis tantas razones esgrimidas para mi éxodo, el empalagoso
centralismo limeño.
En la reseña se obviaba sin vergüenza a las editoriales y libros
editados en tierra adentro. No miraba lo que se movía en la peri-
feria. Para rematar los males, el pata va de rompedor y con gramos
de borde. Su resumen me olía a chamusquina. La relación centro-
periferia en Perú es hiriente, tortuosa y de ignorancia. Seguimos
empecinados en el analfabetismo geográfico y mental.
Escondí los regalos hasta la medianoche para entregárselos
a Teresa, se solaza con esos obsequios.

Hay seres que detesto en mi intimidad cuando observo sus


estupideces. Sus escaramuzas que son chapuzas sin nombre. Lo
peor es que se hacen los suecos. Son los que apuestan por una
interculturalidad instrumental, me fastidia. Católicos, musul-
manes o de cualquier otra religión a la carta. Se hacen los culos
angostos. No son leales consigo mismo ni con los demás.

274
7 de enero

Temperatura: 4°C
Clima: Lluvia fina y persistente

Escribo con el ánimo de desafiar al tiempo, quizá sea la in-


fluencia de Séneca y sus observaciones sobre la serenidad de la
vida. Es que los mortales pasamos este sendero de manera gris,
sin decir una palabra. Eso me corroe mis carnes. Pero hay los
«mudos» forzados u obligados, como es el caso de los espías. Me
gustaría fisgonear sus diarios, ¿anotarán gacetillas de sus hazañas,
proezas y traiciones? Me parece que no, se delatarían, al menos
eso presuponemos. Es un desperdicio, a pesar de una vida intensa
y no dejar rastro.
El otro día hablaba con mi hermana, quien está de vacaciones
en Perú. Me recordó una carta de adolescente que escribía a mi
madre. Mierda, me jodió el toque sensiblero. Me regocijaba en
mi propia palabra, era de un barroquismo inútil.
Confieso que en la diáspora me he vuelto un cocinillas. Ando
pidiendo recetas a mi madre, a mi hermana, a mi suegra, a Teresa.
Las anoto y cuando puedo preparo un platillo. No me salen nada
mal la tortilla de patatas, salmorejo, sudado de pescado, pasta al
pesto. Cada fogón guarda sus secretos. De la fusión a la pureza
de los sabores. Ahí ando ensayando y cometiendo errores. Ha
sido un grato redescubrimiento.

El exilio me trajo una paz interna. Pero no ha sido nada


sencillo. Hay que pasar por océanos y lagunas. En mi caso quizá
275
haya sido más fácil, en el sentido que el andar dando tumbos
entre el bosque y los arenales en mi infancia me ha creado una
gran coraza de hipopótamo contra el desarraigo. Para acostum-
brarse a la inestabilidad. De la vida en contrapunto. Sí, te vuelves
más duro en las despedidas. En los abrazos, en las lágrimas de
mi madre en el aeropuerto o cuando hablo por teléfono desde
Madrid. No extrañé la comida peruana que el cursi periodismo
gastronómico atribuye como rasgo de identidad chola, esa nos-
talgia por comer bien son zarandajas que no contribuyen a nada
en un país desigual. Eso me joroba. No guardo morriña por la
comida y eso de vincular la identidad con la gastronomía me
parece un ejercicio de simplismo plano.
La cartografía de la diáspora esconde montañas de sal. Un
amigo vino con locas ilusiones a España, le fue de culo. Era un
«sin papeles» como sindican los telediarios, ¿qué ser humano
«no tiene papeles»?, fue muy duro. Con tanta zozobra diaria
adquirió el síndrome de Ulises o síndrome del emigrante,
con estrés crónico y múltiple. Lloraba en solitario y comía de
la beneficencia de una parroquia cerca de su piso-patera que
compartía con ocho paisanos, cuyo alquiler les cobraba un viejo
de bigotitos y nostálgico del generalísimo Franco, devoto de
la bandera rojigualda con íconos preconstitucionales. Quería
regresar a Lima, pero allá le esperaba una deuda económica
y su mujer le imploraba que no volviera por el temor a los
embargos judiciales. Tampoco podía repatriar a la familia, no
alcanzaba la plata, todos eran escollos. Con mochila en mano
se ofrecía al mejor postor en la Ronda de Atocha para currar
en la construcción civil o en lo que sea, «debes esperar unos
años para solicitar el arraigo y acreditar solvencia económica»,
le aconsejó una abogada de inmigraciones. Sentía que en los
lugares que visitaba las miradas penetrantes le atravesaban
276
como si les quitaría algo, se salía corriendo. Estaba al borde del
suicidio. No era Jauja como le pintaban.
Aunque el dueto de la felicidad y la tristeza va por barrios y no
llovía al gusto de todos. Luchito del Águila, [a] El Ronsoco para
más señas, es el más feliz, él puso una consulta de parapsicología,
brujería, puta, el negocio marchaba sobre ruedas. Era un chamán
reconocido. Reconciliaba parejas separadas y aconsejaba en mal
de amores, según las octavillas que te entregaban en el Metro
de la Puerta del Sol, en el castizo Madrid. Era el campeón de
mejunjes y sortilegios para unir parejas y santiguaba relaciones
duraderas. No quería volver a Perú ni loco, más cuando descubrió
aquí su lado gay y perdidamente enamorado. Vivía muy feliz con
su novio, un mozallón dominicano que parecía boxeador antes
que vendedor de electrodomésticos.
El exilio te aguza en habilidades sociales más temprano que a
otros. Cuando escucho a la gente nativa quejarse por banalidades
de la vida me entra la indignación. Es que no va conmigo esas
quejas superficiales. Los que más se quejan son los que menos
oportunidades han tenido. Es cruel. Eso sí hay que tenerlo claro
desde el principio, sino te desesperas, esa idea del vals, «todos
vuelven al lugar donde nacieron...», no es una buena consejera.
Está cargada hasta las orejas de añoranzas. Es que te agarras a
lo que no existe.
Ayer me desperté temprano para ser domingo y en invierno,
levanté la persiana. Corría un viento frío, helado. Cerca de un
carro estacionado miré a una paloma muerta. Llevaba poco tiem-
po. Sus plumas volaban esa mañana de lluvia y se divisaba desde
la ventana su piel blanca e inerte. El legado son las cagarrutas
con que te topas cada mañana. Paso la fregona cada semana para
limpiar la mierda que dejan. Me enfado porque ensuciaban la
terraza, pero al mirar su cuerpo bajo las ruedas de ese coche me
277
vino un repentino sentimiento de culpa. Ha sido un punto y
seguido de la fragilidad de la vida.

**

El día ha cambiado, amenaza nieve


y es el cumpleaños de Teresa.

Cuando salimos a Venecia, días antes del viaje las noticias repor-
taban del acqua alta, «acqua alta, ma quanto alta?», se pregun-
taba uno de los afiches en una de las esquinas de la laguna. Pero
cuando arribamos, pudimos patear a nuestro aire. Llegamos sin
problemas hasta la Plaza de San Marcos y nos dio tiempo para
hurgar por la judería, quedé encantado del color de las casas de
este barrio.
Para este año, el objetivo era Londres. Previamente, una
tormenta del ártico dejó paralizados aeropuertos y autopistas
unos días antes. Sin embargo, el día del viaje, el mal tiempo se
desvaneció por arte de magia como cuando la abuela fumaba ta-
baco ante la amenaza de una tormenta. Qué suerte. Disfrutamos
Venecia sin el agua alta y Londres con poca lluvia ni nieve.

278
1
Nocturno en Londres

Notaba en Londres que mi inglés cada día que pasaba era


torpe e inútil. No me servía para nada. Pensé que la lectura se
me daba mejor y veo que voy de Málaga a Malagón. En medio
de esta desilusión con el puñetero inglés, miraba el mapa del
metro en Londres, me abrumaban las preguntas: ¿Admiró Juan
las estatuas de los animales que están frente a los jardines de
Hyde Park? Aquí hay estatuas a los animales, en la floresta ellos
llevan la peor parte, amén de los maltratos como cuando matan
a una tortuga o a un perezoso para comerlos.
El avión se retrasó como una hora para salir, el rumor que
corría es que era una «huelga blanca de los controladores aéreos»,
pucha, para estas fechas nos volvemos reivindicativos, claro que
se gana la furia fácil contra los sindicatos. Aprovechaba esos
atrasos porque los aeropuertos son lugares para observar con-
ductas y actitudes, es un laboratorio psicosocial, eso aprendí de
Teresa. Hay personajes a retratar dignos de novela, me recreo
mirando rostros largos, de forma de pan. Cómo visten, actúan.
Los paisanos de Teresa por los nervios vociferan, retumban en el
avión y escucho contar su vida entera en apenas unos minutos,
sé cuántas operaciones al corazón ha tenido y que se ha casado
dos veces. No logro verle la cara al narrador.
Antes de llegar a Londres pasamos por una turbulencia
que puso los nervios de punta a Teresa, me aprieta los dedos
279
de la mano con fuerza que no los suelta hasta que aterricemos,
a veces la hago olvidar y nos ponemos a hablar, pero apenas
siente que el avión levanta el tren de aterrizaje me agarra con
fuerza. Pero llegamos bien. Usé el pasaporte español y no me
pusieron trabas, si usaba el peruano habría que ir por el visado
previo, un lío.
Los arcos de seguridad de los aeropuertos y el control de la
policía son mi punto de inflexión donde suelo preguntarme con
el pasaporte en mano, ¿Qué soy? ¿Un kukama o medio?, ¿un
amazónico o medio?, ¿un peruano o medio?, ¿un puto sudaca
o medio?, ¿un español o medio?, ¿un europeo o medio? ¿Qué
mierda soy? Soy como el puchero, de muchos tipos de cocido.
Mi madre, con cierto retintín sobre las nacionalidades de
sus hijos, me sermoneó un día: los he parido peruanos y en el
camino se transforman como los bufeos colorados en españoles,
brasileños o norteamericanos. Mama, no te hagas problemas,
le repliqué. Hay que ser como los de Bilbao. ¿Cómo? Nacen
donde quieren. Mi madre me miró estoicamente sin entenderme
nada.
En quince minutos llegamos a la estación de Paddington en
tren desde Heathrow, a unos metros quedaba el hotel. En esto
de los viajes Teresa posee gran capacidad de organización, casi
todos los billetes de transporte público los compró por internet
y enviados anticipadamente a casa por correo certificado.
Es un axioma de peregrinos de que cada lugar donde nos hos-
pedamos inmediatamente hacemos de él nuestra guarida, como
dice Teresa, nos amoldamos con facilidad, sea en Quetzaltenango
en un antiguo cortijo, una habitación helada y sin calefacción
de Chivay en Arequipa o en un hotel moderno del centro de
Bruselas. Recordamos entre bromas un hotel cutre en Barcelona,
era el peor de la lista, pero esos días de cansancio por recorrer
280
la ciudad nos hizo olvidar lo penoso del hotelito, muy antiguo,
clásico, a tiro de piedra de la Plaza de la Merced, de franciscanas
comodidades. El dueño era un viejo déspota que nos miraba
fijamente cuando le preguntábamos algo y no atinaba a respon-
dernos. Nos reímos al recordarlo como la estancia en La Pousada
du Sol en Tabatinga, en las tres fronteras del Perú, Colombia y
Brasil, abrías la puerta y una turba de zancudos irrumpían en
la habitación. Ni contar de los murales eróticos en una de las
duchas. Pero la sorpresa de los alojamientos fue la primera noche
en un hotel de Medellín, en la zona más pituca.
Era un hotel modesto frente a los pijos de alrededores. Sí,
austero. Nos asignaron una habitación de dos camas en la primera
planta ante el enfado de Teresa que quería cama matrimonial, lo
increíble era el baño o, mejor dicho, la bañera. Carajo, parecía
una cámara de gas de película por lo tétrico. Una bañera rectangu-
lar de color azul deprimente, una ducha que no funcionaba bien,
casi besábamos la pared porque la fuerza del agua era mínima. Sí,
era un espanto. Lo pensabas seriamente antes de darte una ducha.
Felizmente que al día siguiente nos cambiaron de habitación,
porque en la que estábamos era realmente patética.
No nos incomodamos de los sinsabores del viaje, más bien
es el aliño de ellos, nos adaptamos como los camaleones. En
Roma estuvimos cinco días con la misma ropa, porque una de las
aerolíneas perdió nuestro equipaje, hicimos proezas y equilibrios
para que no oliéramos mal.
Son incontables las anécdotas de las andanzas. Recuerdo que
en Santander, en un hotelito, un visitante borracho quiso entrar
en nuestra habitación, yo dormía como un roque y Teresa escuchó
y empezó a vocear que al descaminado se le pasó la borrachera
en segundos. No solemos quejarnos, tomamos con humor los
incidentes. Salir de casa implica renunciar a ciertos mimos.
281
¿No te das cuenta de que en cada viaje —me reprochaba
con su sonrisa sarcástica y mirada felina Teresa— nos vamos de
romería?
En París, pateamos a Montmartre, mi empeño era la tumba
de César Vallejo con la lluvia encima. Trazamos rutas y nos
dividimos por sectores para escudriñar al vate de Santiago de
Chuco. No fue fácil. Los rastreábamos y no dábamos con él. Ya
pasaba la cuenta el cansancio y a punto de desistir, hasta que, de
un momento a otro, apareció la lápida.
En el sepulcro reposaban poemas sueltos, cartas al tiempo.
Llegar era rendirle homenaje quedamente al gran poeta que un
crítico le mandó a sembrar patatas. Volvimos al día siguiente
porque leí en la guía de viajes que en ese mismo camposanto
descansaba Julio Cortázar. Escuchaba imaginariamente la desin-
hibida trompeta de Charlie Parker. Pero no todo es celeste en las
búsquedas por estos santos lugares. No tuvimos igual suerte en
la islote de Cimitero di San Michele, en Venecia, no dimos con
la tumba de Ezra Pound, ese querido viejo facha y senil, dimos
vueltas en vano.
Esta vez en Londres veníamos a por Juan.
Dejamos los zurrones y salimos como los antiguos guerre-
ros a olisquear el terreno. Queríamos estar al corriente de las
tiendas cercanas de ultramarinos, para las provisiones. Sobraba
la oferta. Desde las de hamburguesas, chifas hasta döner kebab.
Divisamos un supermercado para comprar comida. Allí cerca,
en uno de los edificios que era un hospital, colgaba una placa
donde rendían homenaje a Fleming, quien descubrió la penicilina
y se salvaron millones de vidas. Esa parte de Paddington era un
barrio tranquilo.
Como parte del equipaje llevaba novelas que aprovechaba
en leer muy temprano mientras dormía Teresa, porque, una vez
282
despierta, alborota la habitación, ella preparaba la agenda lon-
dinense con aire maragato-mediterráneo y con grandes pausas.
Muy a su aire, ante mi desesperación.
Si vas a Londres, no lo dejes escapar, me sugería en uno de sus
correos Percy. Este descarriado se me apareció de a pocos, asomó
su cabeza con cautela mientras escribía ese ensayo sobre el caucho.
En los viajes por el Putumayo, Ampiyacu, me topé con ciertas
pistas. Estaba enganchado a mí. No me soltaba. Su presencia era
omnipresente. Me aguijoneaba cada vez más fuerte.

El autobús turístico nos pasearía por Londres. The Big Bus, de


dos plantas y de color rojo, esos clásicos que salen en las pelícu-
las. A diferencia de Madrid, aquí los autobuses de línea regular
pasaban muy seguidos [en la melancólica Lisboa las esperas de
autobuses se hacen muy largas]. Nos pusimos los casquillos y
empecinados a descubrir las esquinas de Londres, al menos de la
ruta convencional. Nos indicaron dos rutas, nosotros cogimos la
ruta roja. Transitábamos frente a Hyde Park. Percy me indicó que
por esa zona quedaba la calle de Juan, según sus coordenadas.
En el Olmo confirmé la dirección, aunque para este viaje la
perdí por un olvido huevón de mi parte. Lo puse en una libreta
de apuntes porque desconfiaba de los medios electrónicos, una
vez se me voló la información [es mi punto friqui]. Por ese temor
lo anoté con mi puño y letra. Resoplaba. Me traje otra libreta del
mismo color donde asiento las recetas de cocinas caseras. Puteaba.
Di un puntapié a la pared y me lesioné el dedo pulgar. Lo único
que recordaba vagamente era el nombre de la calle que no enca-
jaba con ninguna de alrededor que figuraban en el callejero.
El cauchero Arana poseía una casa donde vivía con su familia,
muy cerca de la estación de Paddington.
283
Las búsquedas bibliográficas en las ateridas bibliotecas
develaron su apellido. Su nombre figuraba en el libro Jaque al
barón, de Richard Collier. Claro, era su nombre en español, no
en lengua indígena. A mí se me escurrió ese dato al leer ese libro,
no caí en cuenta. En un primer momento no hice ostensible a
Juan. Pasé de largo su rezongo, seguro que ambulaba con otras
fijaciones.
Me reprochaba que el libro de Collier se lo regalé a una
ong limeña que se dedicaba a proteger el medio ambiente en
la noche, porque en el día sus abogados asesoraban a empresas
mineras y a la industria química que vertía aguas residuales a un
pantano cerca de Lima, caí en cuenta de esa trastada después de
la donación. Leía en los diarios que asesoraban a una empresa
que construía un puerto en Vegueta, cerca de Chancay, sin los
previos estudios de impacto ambiental. Sin embargo, ellos no se
sonrojaban del doble rasero, buceaban como peces en el agua.
En plena faena mi salud se resintió. Primero fue un pinchazo
en el antebrazo y la mano derecha, se pronunció durante el ve-
rano. Pensé que era la mala posición al escribir. Me dolía mien-
tras tecleaba, pero le restaba importancia. Era un fuerte dolor
muscular. No le presté atención. Persistía, se pasará. Aumentaba.
Empeoraba. No me pasaba ni con el paracetamol que tomaba.
Cuando aparecía el malestar solía detenerme, me cortaba el tra-
bajo. Qué ironía, justo en las extremidades con las que trabajo.
Puto dolor. Me levantaba y paseaba por la casa. Nada. No me
pasaba. Volvía de modo intermitente. Mi hermana médico me
recomendó que cada cierto tiempo debía levantarme de estar
sentado en el ordenador y hacer ejercicios de la mano y del cuello,
pero solía omitir esos ejercicios en el furor de la escritura. ¿Se
imaginan al fecundo e ingenioso Lope de Vega en estos ahogos?
Me recrimino y me digo que soy un tiquismiquis.
284
Admito que avanzo a bandazos. A ciegas. Solía apuntar lo
que pasaba por mi cabeza con resultados desastrosos, transcribía
como un periodista apurado ganado por la hora del cierre de
edición. Bajo estas zozobras no me era fácil conciliar el sueño,
peleaba con él. Sabía del cotilleo literario que Cortázar se contaba
cuentos para combatir el insomnio, eso me animaba, pero en mi
caso pasaba por un detalle, era Teresa quien contaba los cuentos,
fantasea con realismo que derrotaba al sueño. Pero ciertas noches
que ese efugio no funcionaba, me despertaba en la madrugada.
Me quemaba la cama. Encendía el ordenador o leía hasta las
ocho de la mañana en que preparaba el desayuno. Teresa solía
mirarme con sus inmensos ojos azules, ya sabe que cuando me
entrego a la causa es de cuerpo entero.
La información del poeta Vílchez era la baza que permitía
develar y correr la cortina sobre este perdido del Putumayo. Pedía
a gritos un hábeas corpus y que lo liberaran de esos barrotes del
olvido. Esos aullidos morales me escocían.
Reconozco que durante mi nomadismo en las famélicas
bibliotecas no atendí al lamento de Juan. Se me pasó. Quizá se
deba, quiero entenderlo, a que mi travesía por esos anaqueles
era en agonía. No eran estimulantes. En las librerías no existía
la sección nuevas adquisiciones, los muebles se caían a pedazos
y la informática era un sueño de opio. Todo era manual y gana-
ba la pereza. La crisis económica, de las muchas que toreamos,
se dejaba sentir, más cuando el gobierno regional les redujo el
presupuesto y el personal. «Tenemos que hacer una región re-
productiva» [ese eslogan excluía a la lectura y los más mordaces
aludían a la promoción de elevar la natalidad o al dale que te
pego], era uno de los objetivos a cumplir a rajatabla para el pro-
greso de la región, argumento por el que la autoridad regional
se quedaba tan fresca.
285
Uno de los apotegmas de la felicidad era no leer y no recordar,
traen malos presagios y te calientan la cabeza con boberías, te
echaban en cara los tertulianos del café de Pedro. Es mal augurio,
sentenciaban los popes de la cultura. Contaban los radioperió-
dicos matutinos que un lugareño quiso leer más de la cuenta y
lo llevaron a la Granja Psiquiátrica. El titular señalaba: Man se
volvió loco por leer. Chifló, su enfermedad consistía en que
no distinguía por varios grados la ficción de la dura realidad. ¿La
dolencia de El Quijote?, imaginaba el obseso lector que vivía en
el paraíso, pero estaba, desgraciadamente, en un lugar de mierda,
como balbuceaba al mirar las calles con olor a pescado y con la
baraúnda de los motocarros.
Pucha, ¿si me paso de rosca? Aconsejaba la cautela. Frenaba
mis ímpetus para que no derrapen. Quizá por ello los insulares
desplegaban su propio sistema inmune. Vituperaban a los que
leen o escriben quienes recibían ingentes ultrajes: intelectuales
de mierda, capullos, cobarde, por qué no te quedaste en tu país,
cabronazo, tocahuevos, entre otros enaltecimientos. Es solo
una muestra de sus zahirientes coplas que suelen proferir en las
cartas de los lectores a los columnistas o en filípicas anónimas
que remitían a sus casas.
Pero, eso sí, llámenlos a los guateques, menean el culo sin
importar edad ni sexo. Es un pueblo alegre, me respingó un
obeso candidato a diputado por la región, con el convencimiento
de que él si sabía tocar los resortes en plena campaña electoral,
mientras degustaba una cerveza con guaraná en un bar al lado
del río Nanay acompañado de sus ayareros. En su campaña el
candidato regalaba cerdos, besos de tornillo sin importarle el sexo
de sus prosélitos bajo los sonidos de rumbosas cumbias.
Declaro que me siento como un cronista indiano extempo-
ráneo que llegaba con retraso a la cita.
286
Echaba un vistazo el cambio de guardia en Downing Street,
cuentan que por esas oficinas paseaba Arana. Clic, clic. Era un
esbirro del imperio, ¿habrá paseado Juan por esas escaleras?
En estas apretujadas calles londinenses vivió este descarriado.
Por los auriculares señalaban la casa de uno de los Beatles frente
a un inmenso parque. Dejamos el bus y atravesamos el Puente
del Milenio de Norman Foster para ir a la Tate Gallery. Cuando
llegamos éramos unos pollos mojados, Teresa arrojó al cubo de
basura el paraguas, la intensa fuerza de la lluvia la hizo añicos.
En la noche me ganaban los remordimientos, me reprochaba
que diera prioridad a mi lado cultureta.
Al día siguiente fuimos a la National Gallery, me pregun-
taba si él deambularía por medio de esos cuadros. Paseamos
cerca de la Torre de Londres, no entramos porque preferimos
el paseo por barco: seguramente, Aymena paseaba por él en
un claro aguafuerte de nostalgia por el agua. No entramos a la
torre porque nos jorobaba pagar para visitar lugares históricos,
era una protesta pírrica contra la privatización de los bienes
públicos. A la mierda, se vende el agua para tomar y compro
dos botellines, conchasumadre, es mi falta de originalidad. El
Parlamento británico se erigía solemne a orillas del Támesis. Me
reí, otra vez mi adn kukama me trasladaba al río. El suelo de ese
recinto parlamentario fue pisado por Casement cuando apostilló
su informe de lo visto en el Putumayo, al igual que Arana. ¿Lo
pisó Juan? El irlandés denunció las impiedades contra los uitoto
en esa parte de Perú. ¿Estaría Aymena atento a esos debates sobre
la Casa Arana?
Él perteneció al clan del búho, monuis. Lo deduje porque, de
acuerdo con una historia de vida recogida por un antropólogo y
de mi amigo Jorge Pérez —un bloguero uitoto—, el informante se-
ñalaba que por esa zona del Putumayo residía parte de ese clan.
287
¿Se acostumbró al desayuno inglés? Para mí es un exceso.
Es cuestión de gustos, más cuando el colesterol malo está muy
alto. Sí, ese completo desayuno inglés [full English breakfast] con
huevos revueltos, salchicha, morcilla [black pudding], champi-
ñones, baked beans, hash browns y medio tomate, pucha, como
para calentar el día.
Seguro que sus papilas gustativas añoraban la carne fresca
del pecarí o de un pescado recién salido del agua de la cocha,
como el acarahuazú asado en hoja con pimientos para chuparse
los dedos.

288
8 de enero

Temperatura: 4°C
Clima: Frío, sensación térmica es mayor

Es un día de perros. Los meteorólogos anunciaban un día chungo


en las carreteras y los aeropuertos [el año pasado fue igual y pare-
ciera que la noticia se repite nuevamente: bloqueos de carreteras,
pistas inutilizadas para el despegue y aterrizaje de los aviones,
puertos cerrados hasta que pase el temporal de nieve como el
del puerto de Pajares, pasajeros que se quejan por deporte y con
afilados argumentos para quedar bien]. Dormí sintiendo el frío
a pesar de contar con la calefacción en máximos. Me levanté
a preparar el zumo de naranja y un reparador café. Teresa se
despertará luego, ella duerme como un tronco seco y mejor que
yo. Me despierto a cualquier hora de la madrugada, pienso que
me gana la hora.
Encendí el televisor para escuchar el telediario, la parte de
política nacional es realmente empalagosa, hago zapping. En este
punto, reconozco que sufrí una decepción de la vida política en
la península porque es un ejercicio de derribar al contrario por
oficio. Acoso y derribo. Es decepcionante. Más cuando se vuelve
retrógrada, hay una sumisión de ideas y poca decencia. ¡No que-
remos a los putos inmigrantes! Es una vida en blanco y negro,
no sé, le falta pluralidad. Existe un fuerte legado autoritario. En
fin, es mi cabreo de las mañanas.

289
2
Nocturno en Londres

La sajadura del Putumayo fue uno de los primeros crímenes


contra la humanidad del siglo pasado. Así se inauguró en los
montes el 1900 con riadas de muertes y sangre que mancillaron
los calendarios y las utilidades de ambos lados del charco.
Era niño, apenas le llegaban imágenes de su paso por la al-
gaida. Se reía, porque el huito, Genipa americana, era del color
de la tierra y de él mismo.
Mientras dormía le traían retazos de la vida en la floresta. El
ruido de la selva. De las chicharras. Su aldea no quedaba en un río
principal sino en uno de sus afluentes, casi escondido, siguiendo
las enseñanzas de sus abuelos para ocupar el monte.
En la maloca grande se reunían los mayores para discutir.
Una enorme casa de gruesos troncos y hojas de pamacari que
amortiguaban el calor. Era como un cono en plena selva, un
remilgado etnógrafo apostillaba que la maloca se parecía a una
mujer pariendo. Allí los adultos y jóvenes masticaban, mambea-
ban coca y tomaban ampiri, él era niño y no comía esas cosas.
Deliberaban sobre la presencia de los caucheros, cada vez los veían
más cerca. Sonaban los manguarés, repicaban los tambores que
tanto temían los gomeros, se cagaban de miedo. Esos indios se
van a sublevar, que acallen esos atabales.
Los árboles del monte cerca de su casa eran de tallo delgado
y jaspeados como los cuadros de bosques que miró en la galería
291
cerca de Trafalgar Square. El olor de la cocina de la abuela abría
un agujero en el estómago, asaba aves silvestres, carne de venado,
de mono o pescado fresco.
Cuando llegaron esos usurpadores desaparecieron los viejos.
Los mataron. ¿Era acaso esas muertes para tasajear la memoria?
Solo quedaron los jóvenes.
El autobús turístico que cogimos era de largo recorrido.
Londres se beneficia de un buen transporte público, pero caro
para los bolsillos. Hay conexiones ya sea en tren, metro o au-
tobuses. Hay esquinas que me remitían a mi paso por Boston,
aquel estío. Pero no sentía la hostilidad de cuchillo como cuando
llegué a Lima siendo adolescente. Con los cascos puestos buscaba
la traducción en castellano del paseo y Teresa con los cascos en
inglés, quería aguzar sus oídos.
En Bruselas se dio cuenta de que perdía el francés por desu-
so. Se oxidaba, reconocía. No estaba dispuesta a perder terreno.
Recuerdo que una vez rompió el miedo escénico con mi cuñado
y departió en portugués. Le costó pero lo hizo bien, hay que
darle un empujón. Ella vivió varios meses en Lisboa, pero le
avergonzaba hablarlo, ese día rompió el hielo y habló. Con él,
con Geziel, mi cuñado, apenas balbuceo el portugués, me siento
un boludo a la redonda por no mentar una palabra. Mi madre y
mi padre hablan y entienden mejor que yo. Mi puta debilidad
por los idiomas me hostigó.
Hace poco me compré un libro de antropología en inglés
sobre los ilingonts, era una etnografía precursora sobre las
emociones de un grupo filipino. Me costó leerlo, a duras penas
y con el diccionario a la mano. Me molesto conmigo mismo el
tiempo desperdiciado por los idiomas, me reprenderé. Teresa,
para no desmoralizarme, me alienta y señala mi buen acento,
pero, mierda, no salgo de chapurrear varios de ellos.
292
¿Por qué le dio la ventolera a Arana de mandarlo a estudiar a
una universidad inglesa?, ¿remordimiento de conciencia?, ¿mos-
trar que era generoso con los indios?, mierda, era para ganarse
a la tribuna y demostrar que su relación con ellos era buena,
porque él, según los cronistas, era un civilizador de bárbaros y
celoso defensor de fronteras. Era un trampantojo. ¿Cómo esos
panegiristas no escucharon los gemidos y el dolor de Jodacodonay
cuando era muerto a puntapiés por uno de sus capataces de esas
secciones? ¿Cómo?
Estos trastornos mentales me recordaba a los de los nazis
que despojaban de humanidad en los campos de concentración
y luego regresaban a sus casas a darles carantoñas a sus hijos,
o a los militares en la guerra sucia contra Sendero Luminoso,
que mataban a indígenas quechuas y mostraban, en reuniones
familiares, las fotografías de las fosas comunes, me mostraron
una de ellas que me dejó patidifuso.
¿Se planteó algún dilema moral Arana? No creo, ni siquiera
era un aprieto para él, no pasaba por su cabeza preguntarse por
esas muertes de esos animales cochinos, piojosos, repugnantes.
Los indios no gozan de alma.
Eran muertes necesarias, abogaba uno de los defensores que
negaban ardorosamente lo que ocurrió en el Putumayo en un
debate público donde conocí a un pariente de Arana. Lo im-
portante era que la maquinaria expurgara el oro blanco, el resto
no interesaba.

***

Recibí una queja contra extractores forestales en una de las aldeas


de la federación indígena a la que apoyaba. Viajé hasta Pucaur-
quillo, por el río Ampiyacu, afluente del Amazonas. Allí era la
293
sede de la federación. En la lancha de la organización demoraba
ocho horas.
Me aburría las cosas de gabinete o quizá sean las hemorroi-
des que me hacen ser culo inquieto, en estos viajes observaba a
los actores en plena acción. Miraba de paso cómo el Derecho
sufría desajustes y conflictos de aplicación. Nos reuníamos en la
mañana con los presidentes de varias aldeas que denunciaban a
extractores forestales de mala fe. La añagaza era muy fácil, falsi-
ficaban permisos de extracción y contaban con la colaboración
de compañeros indígenas, era el negocio redondo. Manipulaban
al presidente de la aldea y listo, negocio arreglado. Después los
arrepentimientos al no recibir los pagos prometidos.
Uno de los dirigentes de la federación, Mauricio Rubio,
que andaba siempre risueño y muy colaborador en solicitudes y
quejas, me explicó mientras masticábamos coca que ellos llegaron
a Pucaurquillo porque un patrón cauchero, ¿Salazar?, ¿Rojas?,
¿Loayza? , no recuerdo cuál, los desgajó del racimo central del
Putumayo. Los trajeron contra su voluntad para que extrajeran
las bolas de caucho. Fueron secuestrados y desperdigados por
este mar verde de coral y sin agua salada. Me mostró un bloque
de hormigón en pleno monte, que testimoniaba la presencia
cauchera por el Ampiyacu.
Mierda, la misma suerte que Juan, fueron descuartizados,
seccionados, esparcidos, desmembrados.
Hay plantaciones en la isla de Borneo, Sri Lanka, Guate-
mala. Su semilla se ha desparramado por el mundo a igual que
los uitoto, urbi et orbi. En Retalhuleu miré con curiosidad unas
cajas el caucho extraído, eran como los que hacían en la flores-
ta peruana a principios del 900, en forma de pan. En la selva
maya miré por primera vez un árbol de caucho, como goteaba
la sangre derramada del tallo. Ese líquido blanco y pegajoso
294
enloqueció a los caucheros codiciosos, mataron cerca de treinta
mil indígenas.
Los árboles salpicados de sangre se repetían incansablemente.
Cabezas decapitadas. Quería gritar y no podía. Las nalgas de
un niño con huellas de látigo en imágenes. Vociferaba. Sentía a
mis manos maniatadas. Gritos de ayuda. De mi boca no salían
palabras. No podía levantar la mano e increpar a los criminales
que se detuvieran. Ni impedirlos. Me revolvía en la cama de
un lado para otro. Luchaba. Presionaba. Forzaba a romper la
cuerda que me ataba. Me estrujaba más. No movía la mano.
Me sacudo, por un esfuerzo rompo el sueño y súbitamente des-
pierto. Enciendo la lámpara. Respiro sin querer ahogarme. Era
una pesadilla, me digo. Sudaba frío, se me bajó la presión. Ante
esos malos sueños, me recomendaba mi amigo Alfonso, corre
inmediatamente al grifo de la casa, ábrela y cuéntale el sueño,
me reía ante su sugerencia.
Amén de esas congojas, el entumecimiento de mis manos me
cortaba abruptamente el sueño. Eran las dos, como si el músculo
estuviera inflamado. Me sacudía el dolor. Teresa dormía. Encen-
día la lámpara de la cama, miraba la hora, eran las cuatro de la
mañana. Apretaba mis dedos y los soltaba lentamente, era un
ejercicio que me aconsejaron. Me ponía paños calientes y fríos.
Poco a poco volvía la calma, palpaba otra vez mis manos. Mis
dedos. Se esfumaba el ardor y pellizcaba mis dedos.
Me quedaba en vela, temía que se volvieran a cruzar esas
imágenes de las secciones de Oriente y de El Encanto. Estupro.
Alaridos. Niños flagelados y olor a muerte. Ancianos degollados.
Mujeres azotadas hasta morir. Me costaba cerrar los ojos.

295
9 de enero

Temperatura: 4°C
Clima: Sigue estando muy frío

El temporal de nieve no se movía. Quitaba las ganas de salir.


Fui a comprar el diario y retorné convertido en un carámbano.
Tanto era el frío que me dolían las manos. Es un invierno fuerte,
pero lo prefiero al calor, con la canícula encima no se puede leer
ni escribir. Las imágenes en los noticieros son de nieve por gran
parte de Europa y el norte de América. Anoche fuimos a ver la
película Mi amigo Eric, una película muy bien construida narra-
tivamente, presentaba como fondo de armario a Eric Cantona,
jugador francés del Manchester United [aunque soy un forofo
del Liverpool]. Me encanta la afición inglesa, siempre con el
equipo en las duras y en las maduras. En cambio, las aficiones
del Real Madrid o del Barcelona realmente dan que hablar por
su pasotismo cuando pierde y lo que más emerge son ultrajes.
Les rellenan de insultos a los jugadores y al entrenador. Es el
fragor deportivo mal entendido.
Me llamó la atención esta mañana una reseña de la sección
Obituarios, era sobre Toru Arakawa, un ciudadano japonés que
contribuyó voluntariamente a desenterrar fosas de las víctimas de
la guerra civil española. Murió de un ataque al corazón en Niigata
[Japón] y, su familia, por expreso deseo de él, no se participó a
nadie sobre su fallecimiento. Lo curioso es que le escribían a su
correo electrónico y él no respondía, la cruel ironía es que la vida
virtual nos da una prórroga después de muerto.
296
Así se debe morir, sin estridencia, ni homenajes superfluos,
irse de la vida a la francesa. Toru se preparó aprendiendo caste-
llano oyendo unas cintas y luego puso ánimos con la Asociación
para la Recuperación de la Memoria Histórica [amrh], fundada
en Ponferrada, León.
Era profesor de inglés, jubilado. De 68 años, un día leyó en
un periódico japonés sobre la apertura de una fosa de la guerra
civil en España, en León, y se contactó con la amrh, y para ello
recorrió cerca de veinte mil kilómetros. Se resaltaba en la nota
necrológica su desprendimiento, su solidaridad. Estuvo presente,
sigilosamente en la Audiencia Nacional de Madrid cuando las
familias de los desaparecidos en guerra entregaron el censo de
los 143.353 nombres de personas ante el juez. Es un gesto el de
Toru que engrandece su humanidad.
La actitud honesta de este ciudadano japonés me espoleó:
¿podré ubicar e identificar a Juan Aymena en Londres? ¿Qué
tal si se fue al otro barrio sin hacer bulla, como Toru? ¿Podré
reconstruir sus pasos? Estaba claro que él no vendría hacia mí,
debía ir hacia él. Me remachaba, partía casi de cero.
Se viene a la vida discretamente y se va de ella del mismo
modo, quizá estas reflexiones sobre la muerte de Toru en Niigata
estén inficionadas de mi lectura de Marco Aurelio. Este estoico re-
flexionaba críticamente sobre el uso del poder, lamentablemente
las pocas memorias de los líderes políticos actuales dejan mucho
que desear. Son posos de resentimiento. Aportan toxicidad al
debate actual, es realmente deplorable.
Me lamento de la vida política española, es muy pobre, plana,
y cuanto más rápido enriquezcas tu cuenta bancaria, mejor, es el
axioma de estos prebostes y caciques. Es el cortoplacismo. Las
ideas se imponen verticalmente, no se debate. Llama la atención
que la gente lo consienta sin cuestionar nada. Sin indignarse.
297
Parecen resignados, no hay remedio, qué se le va hacer, me suenan
a frases peruanas donde la descomposición de la vida política es
notoria y notable. No hay ganas de luchar por una vida mejor,
todo es lucro a cualquier coste. La nueva ética de los tiempos,
llaman los más optimistas. Pensaba que la rapiña del dueto
Fujimori-Montesinos eran de escalafones tercermundistas, pero
lamentablemente se irradiaban al mundo entero.

10 de enero

Temperatura: 4°C
Clima: Frío, muy frío

Enciendo el televisor para escuchar noticias y la que más sobre-


sale de los titulares es la nieve. Abrí la persiana y casi me quedé
pajarito, qué frío. He clavado un termómetro en la terraza, así
que durante el día miro varias veces la temperatura. Se desplo-
maban. Leí que en Lima llovió y causó ciertos estragos en una
ciudad poca acostumbrada a las lluvias. Me conmovió escuchar
a una señora campesina, pero que ya vivía en la ciudad, que
declaraba, «no se puede hacer nada contra la naturaleza», con
profunda resignación y respeto a ella.
En estos días de invierno trabajo en un relato de un oso
perezoso, estoy en el ajo.

298
11 de enero

Temperatura: ‒1°C
Clima: Clima frío, pero agradable

Alcé la persiana, se entrometió un chorro de frío ártico, tiritaba. El


color predominante era el blanco, los coches aparcados en la calle
colgaban penachos de nieve. Nevó la noche entera, se volvieron
a complicar las comunicaciones y los medios de comunicación,
para variar, exageraban las noticias. Las personas entrevistadas
tomaban al temporal con naturalidad, es lo que debe pasar en
invierno, señalaban ante el desconcierto de la reportera.
Sonaba la alarma del móvil, es el cumpleaños de mi hermana
que no está en Manaos, sino en Lima. La llamaré más tarde.
Desde muy temprano me entretengo en lecturas relacionadas
con menesteres no literarios.

299
3
Nocturno en Londres

El hotel portaba luminosamente un cartel con el nombre


de Quality; sin embargo, la calidad anunciada se enmarañaba
en relación con el espacio de las habitaciones, con Teresa no
podíamos arreglar las maletas o cambiarnos de ropa al mismo
tiempo porque chocábamos.
Uno de nosotros optaba por echarse en la cama. Pero, al
margen de este detalle espacial, el hotel resultó acogedor. Me
despertaba temprano y con la bombilla de mi lado de la cama,
repasaba el callejero tratando de recordar el pajolero nombre del
lugar donde residía el cauchero.
Removiendo consulté la bibliografía en la Biblioteca Nacional
de Madrid, pero era muy limitada y no alcanzaba ni a los pies
a Juan. Me molesto, dice Teresa que últimamente ando muy
gruñón, que me enfado por todo. Mierda, debe de ser la edad o
mis bajos baremos de vitamina b.
Se me hacía una montaña. Era imposible, manifesté resigna-
do. No me soltaban ni a sol ni a sombra las voces y recuerdos,
como si estuviera imbuido en uno de esos coloridos viajes con
la ayahuasca, la televisión del monte era el símil que causaba
chacota, que me llevaba a mis épocas de asesor de campesinos
sin tierras y sin bosques, muchos de ellos eran uitoto, kukama,
kechuas, pero los estudios etnográficos señalaban que no eran
indios. Que perdieron la identidad como yo.
301
En contrapunto comparaba el secuestro de Juan y mi exilio.
¿Qué nos unía? El desarraigo. Sí, era la puñetera diáspora. Sí,
sí, esa era la conexión que me ataba con el párvulo del clan del
búho.
La extirpación, ¿fue con nocturnidad?, ordenada por un señor
de tupida barba negra salpicada de canas que se autodenominaba,
«civilizador de indios», él pensó que hacía el bien y que el plagio
a los incivilizados no era delito. Es más, uno de los capataces le
regaló al niño en una de sus visitas al infierno del Putumayo.
Era un error de comprensión de la ley, diría el abogado de la
defensa como excusa.
En cambio, en mi caso el éxodo fue voluntario. Pero nos
ligaba la vida en ese patio de expatriados como los suabos del
Banato, Spinoza o el mismo Conrad.
Me quemaba el pueblo chiquito, infierno grande. Escaldado.
Calcinado de la rutina, de la gente de vía estrecha que no miraba
más allá de sus intereses. De las colleras que se lucran cuando
ejercen el poder. De la falta de teatros, cines. Como argüía Percy,
de las despampanantes estupideces de la ciudad iletrada.
En cambio, la suerte de él era muy distinta a la mía. Él no
eligió, lo descaminaron. De acuerdo con la literatura consultada,
la etnia de Juan soportó muchos raptos como el que me contó
Mauricio en Pucaurquillo. Sus padres vivían en el Putumayo y
los trajeron por el Ampiyacu para explotar la goma, se quedaron
allí sin billete de vuelta. Otros primos fueron depositados en otro
fundo gomero por el río Momón. Los trataron de descoyuntar,
separar, borrarlos y ellos miraban con alegría, fastidio y burla a lo
que ocurría en el mundo. Se reían de sí mismos y de los turistas
pánfilos que fotografiaban la danza de la culebra.
Una vez fui a ver a Mauricio, él y sus patas bailaban en la
feria de San Juan. Era el baile de la víbora, danzaban y cantaban
302
en uitoto. Muy armónico y simétrico en sus movimientos, hue-
vón, y eso que tomamos un poco de cachaza y otros le dieron a
la coca, nos salió bien, ¿di? Aquella vez ganaron ajustadamente
porque les plantó cara un bizarro competidor, los danzantes de
los ikito que vivieron en este lodazal antes de su forzado éxodo
a la hondura del monte.
Los senos de las bailarinas del baile de la culebra se bam-
boleaban sin pudor ni rubor como en las playas de Zurriola
en Donosti o de las nudistas en playas andaluzas o canarias.
Reconozco que con estos cañamazos confirmaban el deslavazado
cronista indiano que funjo.
La alegría y júbilo uitoto lo viví en una la maloca de Pucaur-
quillo, en la fiesta de las frutas. Dancé con ellos, con los brazos
creábamos una larga cadena de bailarines cantado en idioma.
No faltaban los pícaros piropos de las muchachas, yo mambeaba
coca mientras bailaba. Sabía muy rica, dulce. Bailaba lo mejor
posible, según yo, y aún así sufría la chanza de los otros bailarines.
No mates hormigas, me picaba uno de ellos, burla que desinfló
mi bolsa de autoestima, pero persistía, sabía quien enterraba el
hacha de guerra perdía.
Como asesor de la federación impartía cursos de capacita-
ción legal a dirigentes en el Putumayo, en El Estrecho. Viajaba
en avioneta en un vuelo de acción cívica de la Fuerza Aérea de
Perú, volaba medio acojonado, un pata me balbuceó no sé si por
pendejada o para que lo tomara en serio que los pilotos de la fap
saltaban de la pista del bailongo a los mandos del avión Twin
Otter. Con ese runrún mi agnosticismo se difuminaba, imploraba
a los penates y al santoral familiar cuando acuatizábamos.
En El Estrecho me esperaban unos amigos y al toque en-
rumbamos al local de la federación para absolver consultas, que
eran un batiburrillo de sinsabores. Desde juicios de cambio de
303
nombre hasta denuncias de malos tratos de la Policía, malos
manejos del alcalde de los fondos públicos, la farc. Contaban
trastadas alucinantes que alimentaban mi tensión. Uyyy, esto
no es nada, hace unos años los narcos entraban y salían como
si fuera su casa. Contrataban personas de la farándula para sus
pachangas, sí, esas que salen mostrando las tetas y el poto en los
diarios sensacionalistas. Para ellos lo que pagaban era poco.
En plena consulta de una tortura contra un campesino come-
tida por la policía local, abruptamente se cortó la luz. Hijoputa,
rezongué para mis adentros. El presidente de la Federación de
Comunidades Nativas Fronterizas del Putumayo (Feconafropu)
me gritó, échate al suelo, me tiré al piso, sin moverme, apenas
respiraba y mis latidos querían salir de mi pecho. Me entró can-
guelo, conchasumadre, aquí estoy jodido. Luego de unos largos
minutos escuché al presidente que me farfullaba, levántate, lo que
pasa es que el grupo electrógeno se quedó sin gasolina, es por eso
que se cortó la luz. Respiraba sin ansiedad. Te pasé la voz para
que te tiraras al suelo porque los narcos y sicarios colombianos
aprovechaban los apagones para matar gente porque ya sabes,
me masculló, con una gran sonrisa gamberra, aquí los abogados
no son bienvenidos.
Me desperté muy temprano, palpé el reloj y miré, eran alre-
dedor de las cinco de la mañana. Caían gotas de lluvia y la gente
caminaba con dirección a la estación de tren de Paddington.
Miré a Teresa que dormía despreocupadamente. Pensé por un
momento que visitaba la maloca de Virgilio en el Putumayo, un
curaca donoso quien hizo un cameo saliendo en la portada del
disco de cumbia de Juaneco y su combo.
Una tarde de nubes bajas, uno de los jóvenes líderes de la
federación me llevó a conocer a su abuelo paterno. Me preguntó,
¿te interesa lo ocurrido en el Putumayo? Mi abuelo vivió eso.
304
Dentro de mí miríadas de emociones me salpicaron el cuerpo,
puta, es el gordo de la lotería, repetía. Era la primera vez que oiría
un testimonio de primera mano. Rebosaba de alegría contenida.
Me pareció muy raro que nadie registrara el testimonio a este
anciano, es que los antropólogos no mueven el culo de sus sillas,
me rumió el presidente de la federación.
Luego de caminar por calles de calzadas de barro rojo y
lleno de charcos, llegamos a la vivienda familiar. Un helicópte-
ro militar revoloteaba muy cerca. Me topé con un anciano de
unos ochenta años. Le quedaban pocas muelas como a muchos
pobladores de este lado del monte. De piel morena donde se
notaba claramente sus arrugas. Me recordaba a las de mi abuela
Natividad. Él dormitaba sentado en una silla al frente de su casa.
Le despertaron. Balbució en lengua, me miró. Era como si no
mirara a nadie, sombras, padecía de cataratas y sordera. Le dije
hola con mucho entusiasmo, él me sonrío y me dio la mano.
Susurró unas palabras que no entendí. Le sugerí a Ari que me
tradujera la pregunta sobre lo que pasó en la Casa Arana, ¿dónde
vivía? Nada, me miraba como perdido. Escrutaba al vacío como
mi abuela o Teresa en plena conversación con ellas. Solamente
susurró, tambores, tambores. Se levantó apresuradamente y
entró a su casa. Está cansado, me rezongó Ari. Mi padre anda
preocupado porque duerme muy poco, no le sueltan las pesa-
dillas y grita en las noches. Lo llevamos al curandero luego de
una purga y baños de hierbas, pero no sabe qué es. Eso sí, en lo
demás está sano como un roble.
En este lugar del monte hallé a esta persona que llevaba la
cruz de esa pesadilla en carne propia, pero que no podía contarme
nada. Qué frustración. No entendía la canallada del azar. Con
esos vagos mensajes me agarraba como un clavo ardiendo para
desempolvar a Juan.
305
En la noche de estrellas y lamparines, el cura del pueblo
me mostró el libro de los bautizos de sus fieles. Era una mina
ese registro. Reconocí por los nombres a varios caucheros que
bautizaban a sus hijos cuyas madres eran hermosas uitotas. Eran
muy guapas y elegantes, como la Rosaura, que enloqueció de
deseo y ardor a Santiago Benavides.

306
12 de enero

Temperatura: 3°C
Clima: Lluvia y frío

A las once de la mañana enrumbamos a León en tren y luego en


un coche de alquiler a Mansilla del Páramo, en el páramo leones.
Falleció uno de los hermanos de Antonio, mi suegro. Fuimos
a darle el último homenaje. Vimos a Miguel por última vez en
su casa el 1 de noviembre, después de la visita a Antonio en el
cementerio de Mansilla. Se le notaba que se le agotaba el buen
humor que siempre acompañaba sus visitas. Era muy acogedor,
al igual que Ángeles, su mujer. Pasabas a saludarlo y cargabas
con tomates, papas, cebollas y manzanas. Era un hombre sano.
Queda como único hermano vivo Lorenzo. El tren caminaba en
plena lluvia, el paisaje también cambió. De mucha luz a un día
gris, con lluvia y de cuando en cuando con rayos de sol.
En la iglesia del pueblo de Antonio, mis pies se helaban.
En la casa de tía Luisa, felizmente, me encendió la calefacción
y eso restituyó mis piernas, que no las sentía. Me explicaban
que eso no era nada, que en las Navidades el clima era peor de
despiadado.

13 de enero

Temperatura: 3°C
Clima: Lluvia

El día a día me ha ganado y no pude escribir una línea del dia-


rio. Me vencía el sentimiento de culpa. Es una excusa que no
307
se perdona y con la que convivo. Las cuestiones más prosaicas
ganaban y desviaban mi pretensión de escribir, es una debilidad
a subsanar en esta carrera de obstáculos.

20 de enero

Temperatura: 8°C
Clima: Frío agradable

Hoy Teresa me mostró los dientes, se enfadó porque la desperté


para ir a trabajar. Le cuesta y me reprocha cuando no le aviso.
Bueno, antes me molestaba, ahora soy indiferente a sus enfados,
los suelta para defenderse. Cuida con celo su sueño y se pone tapo-
nes en los oídos, nadie la levanta. Es el arranque del día. Mientras
remoloneaba en la cama, buscaba el texto que leía. Mierda, en el
tren a León olvidé el libro de Marco Aurelio. Subrayé párrafos
y páginas. Nada. Me compré otro, y hala, a volver a leerlo, mi
consuelo es que es una mejor edición que la anterior.
Teresa se preocupó por el entumecimiento de mis manos.
Me insistía que fuera a pedir cita al médico. Es una señora gorda,
de mal genio y poco tratable que me causaba repelús. Miraba el
ordenador y obviaba la presencia del paciente. De solo pensar en
la cita se me pasaba en un santiamén el dolor. Teresa me sugería
que dejara de escribir si quiera unos días. No le escuchaba, me
enrabietaba. Este puñetero dolor era intermitente. Me resistía
ir al médico y rehacía viejas excusas. Era preso de la pereza y el
fastidio. Peleo conmigo mismo, mi temor de ir al médico me
viene de familia, a mi padre le disgusta ir a la consulta. Desgañito,
pero voy a la cita.
308
22 de enero

Temperatura 10°C
Clima: Frío y sin lluvia

Un día frío, pero agradable. De mañana caía una manta de nebli-


na en el norte de Madrid y la neblina bajo los árboles sin hojas,
con una sensación muy agradable. De película. El día entero en
clases. Me asombraba que los colegas, ante la primera cortapisa
que encuentran, se agobian. Piden con urgencia instrucciones
para no naufragar. Un libro de soluciones. No estaban aptos para
la navegación de cabotaje. Quizá mi experiencia en los montes
me ha curtido que, ante la falta de un plan o declaración, hay
que pensar sobre la marcha en otro, pero no agobiarse. Pareciera
que les molestara la incertidumbre, he vivido años en ella que
no me calcina las carnes.

309
El leviatán de la tierra arrasada

Salí de Quetzaltenango rumbo a Antigua. El viaje fue tor-


tuoso. Terminé con un dolor de cabeza inaguantable, temo los
caminos sinuosos, más con el estómago vacío y fui dando tumbos
por ellos. Náuseas. Quería desembuchar. Bajé de la furgoneta
como un trapo. Molido. Bebí una Coca-Cola y me levantó el
ánimo.
Al pasear por Antigua se cruzaban diferentes calles amerindias
como las de Bogotá, Cusco, Arequipa, Ayacucho, La Paz, Quito.
Cada fachada me parecía igual. Cerca del hotel estaba una iglesia
monumental, inmensa, aguantó el terremoto sin pestañear me
comentaron. La rodeé porque estaba cerrada y cerca de allí se
erigía una estatua en homenaje a Bartolomé de las Casas, uno
de los primeros curas en denunciar la vejación de indígenas en
manos de los españoles. Otra estatua de él la encontré en Olmedo,
un pueblo de Valladolid.
La denuncia del cura De las Casas sobre crímenes y atrocida-
des me recordaba a las sentencias de la Corte Interamericana de
Derechos Humanos, ¿recuerdas el caso Velásquez? ¿Barrios Altos?
¿Accomarca? Eran cruentas las desapariciones de personas. Las
fuerzas del Estado violentaban y nadie les paraba los pies, salvo
la queja de esos denunciantes anónimos o de sus mujeres, como
lo fue en Honduras, El Salvador, Argentina, Perú. Gracias a esas
311
denuncias se investigaron sobre el paradero de los desaparecidos.
Mujeres, madres o hijos ante la desaparición de sus familiares
denunciaban. Cada vez que leo una de esas sentencias para pre-
parar las clases un frío recorre mi espalda. La vida no vale nada,
así fueron maltratados y torturados los ancestros de Juan.
En Antigua pasé una tarde-noche en un pequeño hostal. Al
día siguiente en avión a Tikal, un sitio arqueológico en plena
selva maya. Impresiona el manejo del ecosistema, construyeron
grandes piscifactorías como los ancestros amazónicos en los
terrenos de altura.
Subí al templo del Gran Jaguar. Sudé la gota gorda en sus
empinadas escaleras, donde a esas alturas los árboles esbozan un
mar verde. Con plena lluvia un grupo de personas al mando
de un sacerdote realizaban una tradicional ceremonia maya. El
guía que me acompañaba era un muchacho de gran corazón,
pero escaldado de su trabajo, el lago de Petén cerca de Tikal,
cotilleaban que desde el aire es un lagarto, eso me comentó una
turista brasileña.
Pero el paseo se aliñó con ingredientes inesperados. Muy de
madrugada me llevaron en una furgoneta de Antigua directa-
mente al aeropuerto en Ciudad de Guatemala. Me caía de sueño.
Antes de mi partida a Guatemala eché un diente al informe del
Arzobispado de Guatemala, Guatemala, nunca más. Los meca-
nismos del Horror. Además el Informe, Guatemala. Memoria
del silencio, era una relación de ultrajes contra la condición
humana. Para enloquecer de tanta barbarie.
La experiencia de Teresa en El Quiché renovó mi interés por
este país que sufrió la muerte de indígenas como en el Putumayo
o en los Andes peruanos. Me sacudió. En el aeropuerto de La
Aurora, la funcionaria de migraciones me confundió con un
español, mierda, me dije, estoy como las toninas que mudan de
312
color. Pensé que era por las patillas largas y perilla que llevaba.
Lo que pasaba es que escuchó un español con una sazón extraña
y el avión llegaba de Madrid. Intuía que en Guatemala la ama-
bilidad de la gente era un disfraz, acumulaba un poso de pena,
de dolor. Me recordaba el mismo abatimiento de Ayacucho en
Perú, era el rincón de los muertos. Allí brotó la violencia anegada
en los Andes.
Esa madrugada esperaba que un avión pequeño nos transpor-
tara hasta Flores. La sala reventaba de turistas como yo. Marcia,
esta mujer brasileña muy espabilada, me ofreció café y se perdió
por unos momentos para conversar con otros viajeros. En ese
preciso instante se armó un alboroto. La guapa chica de rasgos
mayas de la recepción no sabía qué hacer. Entraba gente, perio-
distas, flashes, cámaras de televisión. Escuchaba música de fondo.
Sin saber ni querer, a unos metros de mí distinguí a uno de los
sindicados de las mayores matanzas de indígenas en Guatemala.
Era un antiguo general. Pequeñajo, sinsorgo, con unos bigotes
teñidos de blanco. Su mirada se escondía detrás de unos anteojos
mal puestos. La piel de su cara muy maltratada. Daba la mano a
sus adeptos que lo perseguían con pancartas y jolgorio. Al verlo
se me heló la sangre. Me dio ganas de meterle una zancadilla y
que ese viejo crápula se cayera al suelo. Me contuve. Era uno de
los responsables de las masacres denominadas «tierra arrasada»,
planificadas para exterminar comunidades mayas. El diablo, el
supay, rondaba libremente por La Aurora.
Hijoputa, me enrabieté para mis adentros. La soldadesca
destruía casas y aldeas como tornados. Se registraron alrededor
de seiscientas cincuenta masacres de este tipo contra la población
maya. ¿Acaso no hicieron lo mismo con los ancestros de Juan en
las correrías de los caucheros o los militares en los Andes? Estaba
tan encabronado que el café con solo olerlo me regurgitaba.
313
Me costaba mantener la calma al tenerlo a unos metros de mí
a este impresentable. Me aproximé a la chica de la recepción y
le pregunté si era el famoso militar, Me indicó jubilosamente
que sí, ¿cómo está, general?, le preguntó al momento que él
presentaba su billete de embarque. Ella sonreía encantada, me
remarcó pavoneándose, siempre viaja en nuestra compañía. No
le contesté nada. Me repateaba, ¿qué puta podía hacer?, ¿darle un
puñete en plena cara? Se dio la vuelta y la pequeña sala empezó
apestar a azufre.

314
El sol rasgado

El otoño se expresa como pájaros invisibles.


¿Qué harías si tu memoria estuviera llena de olvido,
qué harías tú en un país al que no querías llegar?
Antonio Gamoneda

El sol anunciaba un buen día. La sensación de pequeñez se agi-


gantaba al pisar este manojo de islas, que son un lunar en medio
del océano. Me dejaba sin palabras la inmensidad del mar azul.
Las playas de arena negra y de piedra, las piedras me salpicaban
a la memoria a las de Pisco, donde pasé mi infancia. Pasamos
años frente al mar, mirando a las islas Ballestas e imaginando
que allí se escondían los piratas y las almas de los pilotos de los
aviones que morían en el piélago. En un día diáfano divisabas
Punta Pejerrey. El recuerdo atracaba con el olor a algas, el olor de
las cebollas blancas y el limón chiclayano, ingrediente del buen
cebiche. A los ricos picarones en la playa de Chaco, cuando el
sol se disolvía en el fondo del mar.
Cerca de donde nos hospedábamos colindaba con una playa
nudista. Muy concurrida. Algarabía. Me ganaba el pudor, mi
liberación no es para tanto, me digo. Mientras miraba desde muy
lejos los cuerpos desnudos y comparo con la abultada tripa de
cholo calato, suspiro. No estoy para esos charcos. El cielo abierto
en medio del océano es una bendición.
De un momento a otro, como si fueran unos disparos en pleno
concierto, se escuchan sirenas de ambulancias, carros de policías.
Alboroto. Corros, cada uno recitaba su versión de lo que escucha-
ba o veía. Comentaban que mientras los nudistas descansaban,
315
divisaron que tocaba tierra una patera, bajaban corriendo y sin
dirección unos jóvenes a la orilla. Con convulsiones y vomitando.
Tiritaban. No paraban de sacudirse. Uno de los nudistas dio el
aviso y corrieron a auxiliarlos. Llevaban toallas, albornoces, cami-
setas lo que estaba a la mano para ayudarlos. Un vecino llamó a
Urgencias y por eso el ruido de las sirenas. Navegaban varios días
a la deriva, según las reseñas periodísticas al día siguiente.
Partían de un clandestino puerto de Senegal y se toparon con
unos culos al sol. Apetecían El Dorado europeo que los saque
de la miseria. Son los exiliados que corren de la pobreza. Es el
instinto de conservación que husmea un mendrugo de pan. Ma-
nifestaban en la Policía que en media travesía marina el patrón
del barco se piró. Daban bastonazos de ciego en pleno océano.
Se los llevaba la corriente del mar.
Al mediodía, un líder político, en tono agrio y barba encane-
cida, se desgañitaba por el telediario muy indignado e indiferente
ante estas pateras ¡No cabemos más! ¡Que se vuelvan a su país
de origen! ¡Los españoles primero!

316
El ingenio selecto del bosque

Los libros señalan a Charles de La Condamine, en el siglo


XVIII, como el descubridor de la semilla del caucho. Se ganaba
la gloria con avemarías ajenas porque una lectura oblicua de las
crónicas, como las del poeta de Panguana en sus interpretaciones,
ponen en tela de juicio este hallazgo.
Él señalaba que los indígenas Omagua, hoy desaparecidos, des-
pués de sus bacanales de opíparas y pantagruélicas comidas usaban
un aparato de caucho de nombre topotarana. «Parecía una pera
con dos puntas, donde la rellenaban de agua y funcionaba como
una jeringa». Fue la primera apropiación cultural del caucho que
la historia oficial se hace la sueca, la ciega y no quiere reconocerlo.
Lo fabricaron los omagua, etnia ya extinguida. Quienes sufrían de
empacho luego de comer pescados ahumados, carne de venado y
caldos de tortugas, reían de contento al pasar por esa lavativa. Fue
el primer uso del oro blanco o caucho, pero nadie les hizo caso.
Por otro lado, los uitoto domesticaron una yuca amarga y
venenosa. Esa yuca que, si la comes sin procesarla, te mata. Ellos,
luego de ponerla en agua y dejarla descansar unos días, sacan la
harina para el casave, una tortilla sabrosa y del veneno destilado,
previo tratamiento, elaboran una especie de ají, tucupí, que se
acompaña en las comidas. Es decir, transforman la ponzoña en
comida sin más virguerías.
317
Los azares fallidos

El cauchero Arana se encaprichó que Juan estudiara Derecho.


Casi en paralelo, la hija de otro cauchero, Miguelina Acosta, fue
una de las primeras doctoras en Derecho en Perú. Estudió en
la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Miguelina era
feminista, litigaba causas laborales y dirigente de la Asociación
Pro Indígena. Ella compartía tertulias y escribía en la revista de
José Carlos Mariátegui, quien contribuyó al ingreso de las ideas
marxistas en tierras incas. Era una abogada que luchaba contra
el establishment oligárquico y nacida en la ciudad de Yurimaguas,
cuyas orillas son bañadas por el rugiente Huallaga, ¿recuerdas
que la ciudad anidaba militares por el terrorismo? Te torturaban
y no pasaba nada.
Cerca de allí, Sendero Luminoso quiso incursionar en la selva,
aunque fue un fracaso, cerca de la ciudad de Lagunas. ¿Lagunas?
Es uno de los lugares sagrados de los kukama.
Pero Juan ya apuntaba maneras, discutía con sus mayores,
quizá Arana escuchó esas dotes retóricas de ese mocoso despierto
y comedido, y por eso le mandó estudiar a Oxford. ¿Pero si era
un niño? A los uitoto les encanta argumentar, señaló el cauchero.
En el caso de Miguelina fue una abogada muy respetada, flirteó
con el anarquismo. Pero el caso de Juan parece ser que el azar le
cambió de tornas. Se cruzaron, pero no se vieron.
318
Fue el mismo vate de Panguana quien me sugirió en una
conversación, ¿qué tal si él fue uno de los abogados defensores
de Arana en Londres? Pudiera ser, le contesté con escepticismo.
Nunca se sabe cuándo nos cambiamos de bando, lo único que no
se cambia es el equipo de fútbol que has elegido, lo dije en tono
resignado. No era tan descabellada la idea esa suerte de conver-
sión, cuántas se han dado por los trópicos. Aquí los antropólogos
militantes a brazo partido con los indios de un momento a otro
se caen del caballo y militan en las petroleras con el punzante
ardor del converso. ¿Quién entiende ese cambio de camiseta? Es
que tenemos un Charpentier dentro de uno, me apostilló con
sorna el poeta andante.
Charpentier era un personaje dentro de la farándula política
tropical. Un caso digno de la antología de lo insólito. El pueblo le
llamaba cariñosamente Sharpico. Un personaje de estos bosques
a toda regla y pico de oro. Se metía en todas las harinas habidas
y por haber. Le encantaba la discusión, era el estanque donde
se relamía. El eterno candidato a diputado de Departamento,
a Senador de la República, a la Presidencia de la República, a
cuanto puesto público se convocaba. Un personaje que hablaba
un día una cosa y al día siguiente se contradecía, pero él no se
amilanaba ante esas incoherencias. Era hilarante y jocoso escu-
charle. Sí, sí, de Charpentier tenemos una gota.
En esa misma línea de la hipótesis de Percy, de abogado del
diablo, conjeturaba que el rehén del tiempo era un pinche prac-
ticante de uno de los despachos más distinguidos de la capital
del imperio británico. Sí, recordar que estamos en el plano de la
ucronía. Hizo sus prácticas allí con traje y corbata, era un becario
que no hacía cosas gruesas sino aspectos muy sencillos, como
el de ordenar los expedientes de los clientes que obraban en los
grandes anaqueles de la oficina. Aún así muy animado de conocer
319
ese mundo de los códigos, la jurisprudencia y la interpretación.
El despacho se encargaba de derecho marítimo, no podía ser
menos. Pero esa situación se acabó en un abrir y cerrar de ojos.
Esas prácticas duraron lo que el boyante negocio del caucho
de Arana estuvo en la cima, unos pocos años, pero seguro que
cuando cayó en desgracia Juan tuvo que levantar anclas e irse.
¿Adónde fue Juan? ¿Siguió como abogado? ¿Les enrostró a los
Arana lo del Putumayo? ¿Él lo supo todo? ¿Recuerdas que unas
guapas hermanas Reátegui terminaron de abogadas en Londres?
No, ellas eran más recientes, es tu memoria de calvatrueno de
los trópicos.

320
Playa de Pinedo

Longitud de la playa: 1.576 metros


Pinedo Poble

Recorríamos embobados el Parque Natural de la Albufera,


es un gran ecosistema y sitio de paso de aves migratorias. La
defensa contra el mar es una restinga con dunas estabilizadas por
un bosque de pinos [Dehesa del Saler]. Miraba el mapa y me
quedé sin palabras al observar la amenaza del urbanismo ciego
[y corrupto] que inunda la costa del Levante. La consigna es
preservar estos espacios por nuestro bienestar, lo que nos provee
la naturaleza es solo en calidad de préstamo. Eso nos confunde
y nos comportamos como unos tunantes.
Tomamos una lancha con un motorista atildado con atuen-
dos tradicionales y salimos a dar una vuelta entre los juncos,
carrizos y aves de este gran humedal. Mi sensación era de una
rana en el estanque. Placidez. Teresa miraba mis ojos, brillaban de
contentos. Donde haya agua y plantas siento que me devuelven
a mi hábitat.
Esa mañana, por el centro histórico, un grupo de muchachos
y muchachas en pelota picada protestaban para que la ciudad
tuviera carril para bicicletas. Bike or death, resaltaba un grafito
al frente de la casa en el Olmo.
Es verdad, es una ciudad que rinde genuflexión al automóvil.
Me gustó la protesta, es un despertar de la ciudadanía, más cuan-
do la corrupción inmobiliaria se expande como una gangrena.
321
En estos viajes andamos con el mapa. Teresa los interpreta
mejor, soy torpe, confundo la ubicación exacta de los lugares.
No sé trasladar la realidad del mapa al entorno donde estoy, me
he llevado más de un chasco. Mirándolo, me di cuenta de que
a unos minutos de Valencia capital estaba la Playa de Pinedo.
¿Qué? No lo creía, pedí a Tere leerme otra vez el mapa. Me leyó
en voz alta y con una risotada final: Playa de Pinedo, ya sé, me
replicó, mañana en la mañana salimos para esa playa.
Salí muy emocionado a Pinedo Poble [en valenciano], Pueblo
de Pinedo. Era el apellido materno de la abuela. Es una pedanía
costera con una playa de kilómetro y medio más o menos. Hus-
meamos su Plaza Mayor llena de naranjos. Como era invierno,
no se avistaba visitantes en la playa. ¿Cuál será el gentilicio de
este pueblo?
Estábamos Teresa y yo, y un anciano que caminaba por la
playa. El júbilo me invadía. Caminaba tenso. Acaricié la arena.
A unos pasos más divisé un preservativo que fue abandonado
por un amante muy apremiado. Latas de cerveza. Un poco de
residuos entre las olas que no desteñía el paisaje, era como un
móvil lienzo posmoderno. No hay paisajes puros, siempre andan
contaminados. Caminaba sin decir palabra de cara al mar.
La cercanía al agua era una constante entre los ancestros de
la floresta y de este lado de la península. Yo nací a unos metros
del Amazonas, en la casa de la abuela. El agua dulce de los ríos
de la selva se nutría con las aguas saladas del mar Mediterráneo,
era una gran metáfora de continuidad del territorio manglar. A
lo lejos se divisaba las grúas aparcadas en el puerto. Un buque
de turistas salía de él. En una búsqueda en Google decía que esta
playa naturista «tolera el nudismo».

322
Nauta

A las orillas del Marañón se levanta Nauta. Era la antigua


capital del departamento: por un problema de playas que no
dejaban acoderar los barcos en el muelle, cambiaron al puerto de
Isla Grande. Así languideció el puerto de Nauta. Se fue muriendo
lentamente. La burocracia y el comercio mudaron de puerto.
La primera vez que llegué a Nauta fue como abogado en
un juicio penal, no recuerdo exactamente la causa judicial. Era
un pueblo pequeño como los que están asentados a lo largo del
Marañón. Dormí en un hotel donde te levantaban las pulgas.
Un primo que vivía por allí me llevó al mercado a comer. Hoy
me cuentan que ha cambiado mucho, muchísimo. Ya no es el
de antes. Se puede llegar por río y por una carretera que les une
con Isla Grande. La construcción de la carretera se demoró un
siglo. Sí, un siglo. Todos hablaban de ella. Pero nadie se atrevió
a construirla y cuando la construyeron lo hicieron con tanta co-
rrupción que opacó el logro centenario, se obviaron los estudios
de impacto al ambiental, qué chucha será eso, pregonaban los
constructores por los radioperiódicos. Los insulares aplaudieron
rabiosamente. Un locutor de religión evangelista de un progra-
ma radial profetizó que la carretera era una carta abierta a los
adulterios, al puterío, lo tomaron entre serios y con risas, como
se toman las cosas en este astillero fantasma.
323
Llamaba mi atención en Nauta que en la Plaza Mayor se
erigía la estatua de Manuel Pacaya, un indígena kukama que lo
fundó. La figura es una mezcla de fundaciones e imaginarios de
la tradición indígena y mestiza. La tradición oral señala que vino
desde muy lejos del Marañón. ¿Habrá sido Lagunas? Nadie da
razón de ello, ni los historiadores regionales más exhaustivos y
prolijos.
En la efigie de la plaza reinventaron el rostro de Manuel, la
vestimenta. Es una de las pocas ciudades de la floresta donde
reconocen que la fundó un indígena. En las otras tratan de borrar-
los. En el río Napo hay una de Orellana por su descubrimiento
del Amazonas, pero no recordaron a los indígenas navegantes
antes de la presencia de este trujillano de Extremadura. Des-
graciadamente, en este bosque todavía se camina por senderos
claroscuros.

324
La jugadora de baloncesto

Mi madre nació en una isla, se llamaba de San Salvador, por


Yanamono. En el Amazonas. Un buen día el caudal del río en-
gulló a la ínsula, desde entonces mi madre se ha convertido en
una sin tierra como yo. Su éxodo ha sido una constante en su
vida como la de la abuela Natividad o como el mío, creo, si no
me equivoco, de la grey familiar.
Ella con mis otras tías vino a Isla Grande desde muy niña.
Cuando era un crío me contaba la vida con su padre, hoy
siendo yo más viejo apenas me habla de eso. Se crió con unos
primos míos, ellos eran alrededor de once hermanos, dos ya han
fallecido. Mi madre fue deportista y le gustaba cantar. Jugaba
baloncesto, así testimonia ella, mi padre, las reseñas periodísticas
y las fotos donde fue retratada con el equipo. Llevaba el cabello
corto. Pero yo no la vi jugar, aún no estaba ni en el proyecto de
mis padres.
Desde muy temprano estudió y trabajó al mismo tiempo.
Advierto que cuando se irrita se apodera de ella unos enfados
griegos , mi padre se muerde la lengua para no generar más lío.
Espero que no se moleste cuando escriba esto sobre ella. «Mira,
hijo —me reprochó un día—, a tus novelas no las entiendo. Hay
muchas rupturas de tiempo que no puedo seguirlas, debes ser más
ordenado. Me gusta más cuando trabajas el ensayo, además que
325
no dices palabrotas ni narras situaciones que me avergüenzas».
Se ríe, pero me lanzó la puya envenenada.
Mi recuerdo en las playas de Pisco es con ella o con mi padre.
Acudía al hospital de Lima periódicamente, me revisaban los
oídos porque adolecía de los tímpanos perforados y cada gripe
para mí era un tormento. Los mocos me salían por esos tímpanos
agujereados. Me acompañaba en esas agonías y apuros. A veces
les interrumpía el sueño ante el dolor de oído y quería dormir
junta a ella, quería respirar su olor materno. Es que así apaciguaba
el dolor. Durante ese tiempo de idas y venidas no bajaron los
brazos. Al menos no me lo hicieron notar. Los dolores de oído
y las precauciones para que no me resfriara los soporté hasta los
trece años, cuando me operaron de los tímpanos. Desde entonces
descansaron de mis quejas. Observaba que los oídos han sido
los puntos débiles en mi constitución física, pero no solo en la
mía. Mi madre y mi padre por los años escuchan menos [¿será
la genética?]. Un hermano de mi madre era sordo..., de ahí que
mis oídos sean mi punto flaco.
Cada vuelta a casa ella se esmeraba en la comida. Sabe el talón
de Aquiles de las crías. Sí, me prepara un cebiche, un saltado,
patacones, un arroz con pollo, cecina, en fin, innumerables platos
que gozo durante mi estadía. Trago con voracidad, ella me mira
y me regaña que en las comidas la pausa entre cuchara y cuchara
es la mejor consejera. Estoy acostumbrado a comer rápido y por
influencia de mi hermana, ahora ella es una firme discípula del
arte de comer despacio. Gozando cada cucharada, cada bocado.
Por eso es que me freno, como despacio, muy despacio, para no
causar sus enojos.
Esta defensa de baloncesto que se entregaba con denuedo en
cada partido luce como una amazona. Sí, ha perdido un pecho
a consecuencia del cáncer. Ha superado la depresión inicial de
326
la noticia. No fue un camino fácil. Ella sabe como antes y ahora
que debe estar de pie para recoger el rebote bajo el aro y la vida.
La noticia me pilló en Madrid. Muy lejos, son los costes emo-
cionales a pagar por la diáspora.

327
Arrigorriaga

Llegamos en tren para visitar a Isabel desde Bilbao. Un pueblo


de colinas verdes. En este pueblo eta mató a una persona. La
asesinaron con alevosía y ventaja, me producía grima. Le comento
a mi mujer la noticia. Subimos en un ascensor que nos indicó
una persona del lugar, caminamos una cuesta por unos minutos
y estábamos en la residencia para ancianos donde vivía. Tere le
atesoraba mucho cariño, era una tía que la vio desde que era
niña. Era una mujer trabajadora y que al final, ante la muerte
de su marido y sin hijos, a las hermanas de Isabel no les quedó
más remedio que recluirla en esa residencia. Sufría de Alzheimer
y cada vez las hermanas ancianas como ella apenas podían.
Preguntamos por Isabel, nos indicaron que subiéramos a la
segunda planta, que ella miraba la tele. Mi corazón se hacía un
puño. En una masa de ancianos buscábamos la cara risueña de
Isabel. Nos reconoció y caminó como podía, Teresa fue a verla
y rompió en llanto. Era muy doloroso este trámite. Se me ponía
la piel de gallina.
Mientras esperaba a Teresa e Isabel, que fueron a caminar,
me quedé sentado en una de las sillas. Se me vino a la cabeza la
imagen de Juan, ¿Acaso terminó en una residencia? ¿Gozó del
Estado de bienestar antes que viniera la Thatcher?
En ese remolino de pensamientos me costaba verme sentado
en medio de varios viejos compañeros en una residencia. Cada
328
uno con sus males y esperando el pitazo final. Aquí es donde
mueren los elefantes. Me costaría que me separaran de Teresa.
Extrañaría su olor, sus ocurrencias, su buen humor, sus arroces.
Me agobiaba. No lo perdonaría a la vida esa mala jugada. Sería
una putada. Pelearía para que no nos llevaran. Me costaba en-
tenderlo y dejaba escapar una lágrima.

***

En el verano regresamos por Isabel. Teresa rezumaba nervios.


Sus ojos se llenaban de lágrimas que trataba que no se notaran.
La vimos con la cabeza recostada en una silla como durmiendo.
La despertaron y vino acompañada de una enfermera brasileña.
Mientras caminaba observé que su mirada era otra. Sus ojos
grandes. Caminaba más encorvada. Teresa la saludó con un beso,
hola, Marta, ¿cómo estás? No, tía, soy Teresa. Claro, Marta. Y no
salía de ese nombre. A mí me miró y se asustó. Sus ojos escruta-
ban a la nada, se mordía los labios. La enfermedad le embuchó
un zarpazo. No nos reconocía. Estuvimos unos minutos. Nos
despedimos y el rostro de Teresa se entristeció.

pd: En uno de mis viajes a Lima, tuve de compañero de


asiento a un muchacho muy despabilado, vivía en Logroño.
Me contaba que cuidaba ancianos. Los aseaba, les limpiaba los
mocos y las cacas. Los paseaba. Volvía a Perú porque a su madre
le diagnosticaron Alzheimer, pero la Administración de este
lado del charco no le dejaba traer a su madre, le salía muy caro
a las cuentas de la Seguridad Social. Se le notaba muy cabreado,
resentido, ¿quién no?
329
Anotación marginal

Soy un parado laboral de interminable duración, como es-


cuché que remachaban en las noticias de uno de los telediarios.
Estoy dentro de los dígitos del 20 por ciento y que no encuentra
trabajo. Me lo dicen en mi cara mestiza y fea. Tengo cincuenta
años y expectorado del mercado laboral. Manuel Henríquez,
mi amigo chileno amante del tango y degustador de vinos, me
recomendó que por la edad me revisara la próstata, te puede
llevar sorpresas, me reiteró, ya vienen los achaques. Sí, a mi edad
y sin puto trabajo.
La homologación de los títulos que traje del Perú es uno
de los pendientes en mi cuenta. Fue mi apuesta el exilio y no
me quejo. Pero no es nada fácil. Cuando hay oportunidad para
trabajar me pongo a él como un estajanovista, son casi siempre
temporales para unas semanas y desde casa, el socorrido teletra-
bajo que acentúa la precarización laboral. Vivimos en precario,
me subrayó Teresa una vez al mirar las cuentas. La otra vez uno
de mis sobrinos me preguntó, tío, ¿dónde trabajas? Él pensaba
que soy un trabajador de traje, corbata, horario y con jefe de
por medio, nadie lo entiende ni los vecinos de la finca donde
vivo, sospechan que me toco el papo. El paro es una enfermedad
desoladora y no me quejo, sé esquivarla. No es nada sencillo.
Llama la atención que los nativos de la península se auto-
señalan como valor que son muy amigueros, vaya falacia. Son
330
muy cerrados, rancios y endogámicos [¿por qué gran parte del
cine español es tan provinciano?], no son así los de mi tribu.
Allí al peregrino se le recibe con los brazos abiertos, aquí con
murmuraciones y vociferando, ¡no caben más! Felizmente, mi
conexión con la gente local es mínima, apenas hablo con el
frutero pakistaní, con la peluquera que es muy dicharachera y
con mi casero del periódico que es un forofo del Real Madrid
al igual que yo. No va más allá que unos buenos días. Salvo en
forzadas reuniones con amigos, pero no entiendo tampoco su
manera de divertirse. Tomar cañas y comer tapas como cosacos
y navegar de bar en bar. Además que me aburre pasar el tiempo
sosteniendo una copa en la mano. Prefiero otras cosas, pero no
quiero parecer borde, estoy de visitante.

331
8 de febrero

Temperatura: 10°C
Clima: Frío, lluvia y un poco de sol

Casi una semana sin escribir. Una semana metido en cosas mun-
danas que me olvidé el diario. Me increpo la falta de disciplina.
Me he perdido leyendo escritos de un curso de aggiornamento
laboral que doy. Me ganaba la culpa porque no le estaba dedi-
cando tiempo a la escritura. Pero ando en el ajo, si no escribo,
leo. Sigo con Magris y su viaje por el Danubio. Es un bello libro,
me recuerda uno de Sergio Pitol que caminaba entre el ensayo
y la creación literaria. Esos libros mestizos me seducen. Es un
arte y fusión de aguas.

11 de febrero

Temperatura: 6°C
Clima: Muy frío, casi me congelo

Ha sido un día intenso de frío, lo anunciaban por el telediario.


Salí a la calle muy abrigado, ni por esas. Se desmoronaban las
temperaturas de un día para otro, para mí mejor. Suelo escribir
y leer más en invierno, soy como los osos que invernan en su
madriguera. Me pasa igual. Llegué a acostumbrarme al frío, antes
le esquivaba, pero hoy no. Al contrario, lo festejo, no soporto el
calor seco del verano, este se vuelve insoportable. No puedes leer
ni dormir, estás anegado de sudor, ¿esto mismo le habrá pasado
332
a Juan en Londres? Seguro que sí, como los camaleones mutó
de piel. Me intriga a este bípedo de la floresta que el tiempo, la
nieve, el frío y la llovizna persistente londinense lo hayan bo-
rrado sin más. Me parece eso increíble. No me era fácil digerir,
una persona no desaparece así porque sí, debe de haber pistas
de este coterráneo. No me resignaba a bajar los brazos. Estoy
como viajero sin brújula dando vueltas en el mismo lugar. La
experiencia me dice que vaya con calma. Me daré una pausa,
escudriñaré con detalle.

13 de febrero

Temperatura: 4°C
Clima: Frío, aire muy frío que abre grietas en la cara

Salí a comprar el periódico, el frío me congelaba como un cubito


de hielo. Mis manos adoloridas. Qué horror, mis orejas no las
sentía. Qué frío, frío. Me quejo, pero me gusta. Ayer fuimos al
cine con Teresa. No me interesan las superpelículas donde se
regocijan estérilmente los críticos de cine. Si una película está
bien contada, me es suficiente, igual me pasa con la literatura.
Solo exijo eso a cualquier texto, amén quien sea el autor.
Los sábados que compro el diario me enfurezco cuando oteo
el suplemento cultural. Parece una octavilla publicitaria de las
grandes editoriales. No hay novedad, solo novelería basura. Es
un coñazo. No matizan el best seller con fecha de caducidad y
la literatura, están en el mismo saco, ¿serán los tiempos que so-
plan tan sin norte? En Perú circulaba un suplemento dominical
cultural, El Caballo Rojo, no me perdía ni un domingo. Todavía
333
se guardan en la casa de mi madre. Sí que era una buena revista
cultural, podías saber por dónde van los tiros, apostillaban a los
clásicos y personas de gran valía académica. Lo que leo en Madrid
son comentarios de superficie, de una liviandad preocupante. Así
no se llega a ninguna parte. Quizá la única pega que la encontraba
a El Caballo Rojo era su obsceno centralismo. Aunque la calidad
de las revistas, en Perú han bajado y mucho.

Por estos días van a operar a mi madre. Me pongo tenso. No


dormí con normalidad, me desperté a las tres de la mañana. El
insomnio hace mella en mi cuerpo. Es la urticaria del exilio,
la lejanía. He llorado solo en mi sillón azul al saber la noticia,
aunque ella estaba bastante tranquila, más bien ella me trans-
mitió seguridad y me alivió bastante. La llamaré más tarde para
que me cuente los pormenores de la biopsia. En todo caso, mi
hermana sugirió en el peor de los escenarios, una mastectomía.
La operación me llevó a mis tiempos de los viajes forzados por
mi dolencia de Pisco. Visitaba los hospitales cada dos por tres.
Me llegaba al huevo, pero era un paso obligado hacerlo. Por esa
temprana discapacidad aprendí a nadar tarde y sin estilo, miraba
cómo nadaba la gente y hala patos al agua. Pero hoy eso está
superado, me operaron. Sin embargo, la sordera precoz que me
viene atropellando es por mi edad. El médico, guasonamente,
me recomendó que la solución pasaba por recular el reloj, en eso
las dolencias son implacables, no perdonan. Me duele el oído
o escucho como una chicharra, es la sordera irreversible con la
que convivo.
De cuando en cuando me visitan los mareos, Teresa con ner-
viosismo señala que pueden ser las cervicales. Me he propuesto
334
correr, tengo una panza de burócrata peruano, sí como de asesor
de alcaldes de la floresta. Que está de acorde a los chanchullos
que aceptan por ocupar esa cercanía con el alcalde. Me he puesto
serio con esto. Poseo una barriga y lorzas [pan, jamón serrano,
queso para untar son en parte los responsables], que en las fotos
no salgo muy favorecido ante tamaña redondez de sandia. Mi her-
mano y mi padre me han dicho que parezco al gordo Capulina,
un héroe infantil. Al principio no me ejercitaba, me repantigaba
con la excusa de mis lecturas, pero tardíamente me di cuenta de
que no solo es lectura, también hay que alternar con gimnasia
física. De ahí mi empeño de participar en la maratón del día de
San Silvestre, que me dejó como un pingajo.
Me asusté cuando los pantalones ya no me entraban. xxxl es
mi medida. Los que traje los metía con calzador y tomando aire.
Mierda, deben de ser las grasas saturadas. Leía que la salud de un
país se mide a través de la gordura de su población, no cabe duda
que mi corpulencia no es el mejor indicador de vida saludable.
Enmendaré, más que ahora las compañías aéreas van a cobrar
a los de más peso por dos asientos. Tu culo vale por dos, es una
injusticia..., son paparruchadas, lo nuestro es grave. ¿Le habrá
pasado igual a Juan? Luego de comer comida fresca consumía
pescado congelado y engordaba como un jabalí.

22 de febrero

Sobre la familia cayó la peor de las noticias. La biopsia confir-


mó lo que temíamos. Mi madre tiene un cáncer inicial en el
pecho. Las emociones se me vinieron como un alud. Mis años
de infancia y en los hospitales de la mano de mi madre por mis
335
dolencias. Sus comidas cuando volvíamos de vacaciones a casa.
Sus regañinas. Sus alabardas con sabor agridulce a las novias de
entonces. El panorama pintaba negro. Me retorcía de dolor,
maldecía, puteaba a la vida, mierda, mierda. A mis hermanos,
a mi padre la noticia nos dio una bofetada en plena cara, casi se
lleva los dientes.
En esa oscuridad se me vino a la luz, llamé a una amiga en
Perú cuyo padre era patólogo. La puse en contacto con mi padre
y las noticias adquirían otro matiz. Respiramos. Veremos qué
pasa. Cerca de donde escribo tengo la foto de mi madre y el de
mi padre, la miro y se me salen las lágrimas. Ayer el techo se me
caía encima. No pude dormir. Mis pensamientos me comían,
me devoraban mi cerebro como en el cuadro de Goya sobre
«El sueño de la razón produce monstruos». Todo era negro. Me
sentaba en el sillón azul a llorar desconsoladamente cuando me
quedaba en solitario.
Con el dolor encima avanzaba con unos encargos y me
bloqueé. Me atasqué. Me costaba salir de esa penumbra. Es
como si estuviera en el fango. Embarrado. Llamaba a Manaos,
donde vive mi hermana, a Lima, donde estaban mis padres, a
mi amiga Yolanda. En fin, casi dos horas en el teléfono y con los
ánimos por el suelo. Qué dolor. Veía en imágenes a mi madre
vulnerable, dos de sus tres hijos en el exilio. Sentí a mi padre
muy afectado. Es un varapalo en que cuesta levantar la cabeza.
Me desplomaba.
¿Se puede escribir con dolor? No lo sé, pero en estos mo-
mentos es un desahogo. Me asfixio de pensar de lo que sufre
mi madre. Ha sido un palo fuerte de esta perra vida. Cada vez
que hablo con ella, me vengo abajo. No puedo contenerme.
Sigo dando vueltas a este tsunami emocional que vivo. Cuando
miro la televisión me acuerdo de ella. Mierda, mierda. En las
336
noches no duermo, me despierto a las tres de la mañana y de
manera puntual. Doy vueltas a la cama, las sábanas me queman.
Intento conciliar el sueño, pero me gana la intranquilidad. Me
hundo. Aparece la imagen de mi madre en diferentes lugares:
Pisco, Chiclayo, Lima, Isla Grande. Las caminatas en el bos-
que cuando mi padre planificaba un paseo. Ella se encargaba
de la logística, lo preveía casi todo. Es una herida abierta que
sangra. Me escuece y no puedo más. En cada paso me ganaba
la tristeza. Los tres hermanos estamos hundidos. Muy jodidos.
Queremos salir del hueco y volvemos a caer. Las noticias que
desde lejos a mi hermana y a mí que nos llegaban a cuentago-
tas, eso duele más. Hay un gran umbral de incertidumbre que
nos mata y nos persigue el insomnio. Somos reos de nuestras
propias trampas mentales. No puedo salir, hasta el aire se hace
irrespirable. Teresa me da un balón de oxígeno con su buen
humor y optimismo.
Presumo que a Juan, al ser extirpado de sus padres y familia
extendida, le fueron duros los primeros años. Un quiebre, un
palo. ¿Se comunicó con ellos?

***

Lima un domingo con casi treinta grados de temperatura. La


noticia de mi madre me ha descoyuntado. Compramos el billete
para ir a verla. Ha sido un obús en la línea de flotación. Me ha
cogido desprevenido. Sin armas.
Salimos de Madrid con ocho grados, en cambio en Lima la
temperatura estaba para cocerme vivo. Mi obsesión era mi madre,
pero no pude verla. No llegué a tiempo. A ella la internaron en
el hospital el domingo muy temprano, como a las nueve de la
mañana, yo llegué a las siete de la noche.
337
Con el jet lag encima, me sentía como el personaje de la
película de Lost in Traslation, con esa sensación de perpetua
transición, de no saber en qué mundo pisabas. Era claroscuro.
De penumbras. Encima no llegaron mis maletas, puta madre,
así fue en el viaje anterior. Maldecía. Puteaba. Fui a reclamar,
me dijeron que las esperaban para mañana. No se preocupe,
señor, me rezongó una chica de rostro andino con dejo limeño
autoritario. Vale, vale, respondía. Me miraba como si fuera un
gilipollas. Le llevaremos las maletas a casa, señor, déjenos su
dirección que nos encargamos de todo.
Aprovechaba el cambio de horario para leer libros. Era de
madrugada. Leía uno sobre los locos proyectos en la floresta, la
construcción de un tren. Era un disparate más del camino. Las
ideas sobre el progreso era la pescadilla que se mordía la cola.
La construcción del puto tren ha vuelto a aparecer como alma
en pena en la agenda política. Lo quieren volver a construir.
Qué obsesión ese puñetero ferrocarril. Me molesto. Miro de
reojo el rostro de angelote de Teresa, que duerme con placer. Le
encanta dormir. Mientras, yo deambulo como reo en la noche.
Ella me deja ir y venir en mis locuras para aclimatarme a los
horarios. Escucho a mi madre que está despierta, anda por la
casa y se acuesta otra vez. Ella, la jugadora de baloncesto, está
bajo tratamiento contra el cáncer y nos ha devuelto en parte la
tranquilidad. El insomnio me da un bocado.

338
2. La pesadilla del perezoso
Abrí los ojos y de golpe el río Charles rebosaba en mi retina.
Es apacible y sereno, no como los caudalosos de la floresta que
arrasan pueblos y se llevaban a las personas al fondo de las aguas,
donde conviven con pecios, ciudades y hamacas, como contaba
mi abuela en Semana Santa. Desde los cristales de la habitación
se veía a lo lejos las siluetas de los botes de remo y a los pira-
güistas remando ordenadamente y con buen ritmo desde muy
temprano cada mañana. Estaba en Cambridge, Boston, para un
curso de verano.
En la puerta del Amazonas, así le denominaban en uno de
los folletos de la oficina de turismo con cierto tufillo hortera a
Isla Grande, ejercía como abogado en juicios de alimentos, em-
bargos, casos penales como la defensa por difamación e injurias
de parientes, amigos y putas, homicidios culposos en los casos
de accidentes de tráfico a personas de pocos recursos, entre otros
de poca monta. Oye, pareces una beneficencia pública, public
welfware, me aguijoneaba Maite.
Esos pleitos eran un torrente de emociones trituradas, pero
paraban las habichuelas. Me prometí que no llevaría juicios de
narcotráfico que eran el pan del día y de los cuales se disputa-
ban a codazos como las aves de carroña ante un poso de basura.
Sentías cuchillos, patadas y en sus ojos brillaban los dólares que
341
cobrarían, «les ampara el derecho a la defensa», argüían los más
apegados a la ley con cara de hipócritas. Esos picapleitos en
sus grandes residencias ofrecían saraos a todo tren. No era para
envidiar, porque eran bacanales en mansiones de nuevos ricos
donde se ausentaba el buen gusto, un cuadro de un internacional
y reputado pintor peruano colgaba arriba del váter. Recuerdo que
asistí legalmente a un consumidor de cocaína, un muchacho sin
oficio ni beneficio. Sus ojos delataban el miedo de pasar por los
calabozos de la Policía en Belén que se granjeó mala fama por
los malos tratos. Eran una pocilga. Le caían cachetadas para que
hablara, me contó después de salir de la comisaría, pero eran dos
ketes y arman un chongo por las huevas, chocherita, con una
sonrisa cachosa.
Entonces eres un pobre..., un pobre cojudo, me sentenció
el decano del Colegio de Abogados, el ilustre doctor Carlos
Long Zoy, en una animada tertulia de graduación de abogados
en un local de la Plaza Mayor ante mi negativa por llevar uno
de esos casos. Estaba como una cuba que cuando hablaba su
boca se torcía, presumía de su amistad con los magistrados de
la Audiencia, dejaba caer con una sonrisa siniestra, sus ojos
bizcos por la cogorza, que los cogía de los cojones, en buen
romance. No me importaba ser pobre, le contesté para salirme
de paso de sus monsergas patrimonialistas que me importaban
un pepino.
Simultaneaba el litigio con unas horas de enseñanza en la
universidad local, una facultad que contaba con una menesterosa
biblioteca y alumnos con pocas ganas de estudiar e investigar,
profe, nos vemos en el Noa esta noche, me invitó una de las
chicas con dejo provocador y traviesa sonrisa, hoy está La Ti-
gresa del Oriente. Puta, no hay apremio por investigar, solo de
echarse un buen polvo con las hembritas más ricas. Sonreí para
342
no llorar, mis peroratas matutinas sobre Spinoza y la libertad
individual les sonaba a chino. Era un profesor ambulante, ab-
solvía consultas de los alumnos en el patio de la universidad o
en mi propio despacho, y tantas, en el bar cerca de la facultad.
Con unas cervecitas se arregla, profe.
Eran esas universidades que son flor de un día y sin planifi-
cación previa, eso viene después, me chantó uno de los promo-
tores ante la insinuación de comprar libros para la biblioteca.
La educación da guita, billete, profesor, me reiteró convencido
el inversionista serio, detrás de sus anteojos cuadriculados. La
legalidad de la casa de estudios estaba en constante cuestiona-
miento en los juzgados. Denuncias, acciones de amparo, recursos
en Lima ante la Asamblea Nacional de Rectores. Era una guerra
legal de nunca acabar.
Rechacé trabajar en un banco como ejecutor de embargos y
no me arrepentía por nada de mi decisión. La primera vez que
embargué no pegué ojo. En las pesadillas se cruzaban los rostros
desesperados de la mujer y sus hijos, que clamaban desgarrado-
ramente que no les quitaran sus pocos cacharros que celaban.
Recibí las maldiciones del marido. Fue un mal trago, al menos
para mí. Juré no dedicarme más a este oficio de ejecutor de deu-
das y letras de cambios, por eso rechace la propuesta del finado
Banco Amazónico, hoy está comprado por el bbva, que la gente
al pronunciar sus siglas se confunde, es una dislexia colectiva e
insular, al pronunciar la uve, los isleños preferían pronunciar la
hue a la uve.
Me acongojaban esos mandatos judiciales de embargo que
sonaban como una orden de apretar el gatillo de un sicario. Me
mortificaba. Después de esta fallida experiencia de ejecutor de
bienes y garantías que me dejó muy medroso, un amigo me reco-
mendó, luego de una puta bomba en el Agricobanc, cuñao, pasar
343
por una purga con ayahuasca, donde un buen curandero que
vivía por el puerto de Masusa, entonces recuperé la chispa.
Antes de mi periplo renuncié a continuar trabajando en Lima
por propia voluntad, me alenté para ir a la floresta, la cabra siem-
pre tira al monte, ¿no?, me masculló uno de mis jefes al saber mi
decisión. Mis patas me machacaban que era una mala elección,
allí vas a agonizar y luego morir. Que truncarás tus sueños. Que,
huevas, ¿acaso no sabes que es un lugar perdido del Perú para
tirarse un buen polvo? Es joderte la vida tontamente, flagelarte
la existencia, qué chibolo para porfiado.
Isla Grande fue una ciudad boom en el periodo cauchero, está
geográficamente justo en el cruce de los ríos Marañón y Ucayali.
La señalan como la ciudad de la burocracia y que chupa las ri-
quezas de las demás ínsulas. Ha tenido pocos picos de bonanza y
muchos de depresión económica, aunque los historiadores locales
sostienen lo contrario. Es conocida la alergia de los insulares a
la investigación, son patochadas. Era un molino real con el que
luchaba, era muy consciente.
A pesar de esas advertencias y mi terquedad, soy muy cabe-
zotas como mi padre, puse mis cosas en la mochila y partí a la
tierra de los platanales en pleno invierno limeño, recuerdo que
caía un chirimiri fastidioso que mojaba lo que encontraba a su
paso.
Estaba muy animado de la decisión, a pesar de que iba a
contracorriente de mis amigos, colegas y compañeros de trabajo.
Esbocé una pequeña agenda de intenciones: quería impulsar in-
vestigaciones en los archivos sobre indígenas litigantes, promover
pleitos medioambientales, como los casos de contaminación
de aguas en los ríos de la selva o desentumecer entuertos de las
concesiones forestales de parte de empresas furtivas y dedicarme,
si se podía, a escribir.
344
Era una pasión escondida la escritura, que a los insulares
les hace poca gracia, creen que es un quehacer de afeminados y
borrachines. Pedazo de rosquete. A petición de un compañero
de universidad bosquejé tímidamente unos poemas para una
revista que nunca se editó, me parecían malos de morir, pero él
opinaba que se podían publicar, eso me dio alas y colchón para
pensar en la escritura.
Con esos empeños bajo el brazo aterricé en el desangelado
aeropuerto de Francisco Secada Vigneta, un típico aeropuerto
tropical, a mí me recordaba a un inconfundible aeropuerto ba-
nanero centroamericano.
La humedad y la lluvia dejaban huellas en las paredes y el
techo. El moho verde crecía, pero a nadie incomodaba. Me
esperaban mis padres y mis sobrinos.
En Lima chambeaba como asesor legal en los arenales de
Villa El Salvador. Al sur de Lima. Para ser precisos, en el parque
industrial de esta comunidad autogestionaria. Fue una de las
primeras ciudades satélites de los que los sociólogos llamaban
«desborde popular» o «el otro sendero», dependía de la cantera
ideológica en la que ponías los pies.
En una ciudad tan centralista y centralizada como Lima,
estaba muy claro que estas invasiones podían suceder, eran los sin
tierra de los setenta. Luego vino Sendero Luminoso. Después el
shock de Fujimori y sus escándalos de corrupción. Vaya suerte de
mierda. Mi chamba era dar consejos legales a la junta directiva,
fungía como secretario del directorio, sí, sonaba muy pomposo.
Te consultaban desde el lote adjudicado a un pequeño empre-
sario hasta aspectos de macroeconomía. Además, supervisaba
la adjudicación de los contratos de concesión a los empresarios
que se instalaban en las inmediaciones del parque. Si cumplían
los plazos o el abandono de la concesión.
345
Cada pequeño empresario era una historia. Una mezcla de
lógica capitalista y de lógica comunitaria tradicional. Joder, me
arrepiento de no apelar a las historias de vida que me hubieran
dado más juego y entender en ese mosaico de intereses en el que
me movía. Al lado del parque industrial pasaba los raíles del tren
eléctrico que no se concluyó al descubrirse un sonado caso de
corrupción del primer gobierno aprista, pero las vías de tren allí
continuaban desoladas como las segundas plantas de las casas
sin construir en el arenal.
Entre las personas del directorio sobresalía una líder política
que sería asesinada por Sendero Luminoso, María Elena Moyano,
esa muerte me impactó, fue descuartizada y despedazada para
infundir miedo en la comunidad. El asesinato sucedió a unas
semanas de renunciar a la asesoría legal. Sabíamos que periódi-
camente ese grupo terrorista repartía cuartillas por el mercado
de abastos, pero jamás pensábamos que los patibularios estarían
en nuestras narices. Esa muerte fue el Waterloo de este grupo
homicida, perdieron apoyos populares, además que asesinaban
a campesinos inocentes en los Andes.
Los funerales de esa líder se convirtieron en una marcha de
repudio contra esos fanáticos asesinos. Por esos giros crueles de
la vida, la hermana de esta líder de izquierdas era una diputada
en el bando de Fujimori, era un ángel guardián e incondicional
del ingeniero-presidente cleptómano.
Por esos días en los arenales aplicaron, con mano dura, un se-
vero «ajuste de precios», que hizo que los costes de los alimentos se
dispararan por los aires. Fue un jab en plena cara o en los bolsillos
de las familias. Aumentaron los comedores populares. Las ollas
comunes. Sin embargo, los despachos de abogados como los de
Maite se frotaban las manos en consultorías sobre desregulación
de mercados, liberalización, asesorías en los comités de privatiza-
346
ción, lo decían con cierta chulería porque sonaba cool, manyas.
Días después del anuncio del shock, muletilla muy de moda
por esos tiempos, a unos metros de mi despacho en el Parque
Industrial se destruyó un bosque de algarrobo que costó tiempo
en levantarlo. No se sabía si era impotencia, rabia, frustración o
del interés por el dinero. Nos quedamos sin decir palabra.
Tras las balas y granadas de Sendero Luminoso pensé volver
a la floresta, lo decidí convencido, quería meterme en lo que más
me gustaba. Es que una chamba exclusivamente de escritorio
me ganaba la pereza, necesitaba aires y cuotas de realidad como
un aspirante a escritor realista. Estar sentado en un despacho,
farfullaba, no venía conmigo.
Con los ahorrillos alquilé una pequeña habitación. Mis
padres me pidieron que volviera a la casa paterna, tu habitación
estaba tal cual la dejaste, me decía mi madre, no se ha movido
nada. Estaban pósters del Alianza Lima que honraba la memoria
de los fallecidos en el accidente de Ventanilla y la imagen de Hugo
Orlando Gatti con la camiseta xeniense, la vincha en la frente y
en pleno vuelo para cazar la pelota. En una percha colgaba mi
camisa blanca del colegio, pintarrajeada con las firmas de los
compañeros del colegio, promoción 79. En un rincón con las
hojas mohosas mis dietarios de esos años, mi letra era ilegible.
La pelota de baloncesto en un rincón junto a la de fútbol y un
banderín de los Celtics de Boston.
Desestimé la oferta de mis padres. Más bien, recogí de la
casa un pequeño refrigerador, un equipo de música, una cocina
eléctrica de dos hornillas, una cama de dos plazas, un colchón
y paramos de contar. La ropa la llevaría a esas lavanderías que
abundan por la ciudad, es un negocio en expansión. Mi padre me
ayudó en la mudanza en su viejo jeep, que traqueteaba y botaba
más humo que la chimenea de cualquier panadería a leña.
347
En Lima vivía con Maite en un departamento de Miraflores,
nos conocimos en el campus de Pando, de la Pontificia Univer-
sidad Católica, la puc, ¿Católica Letras o Católica Ciencias? Esa
universidad de oñoñoys, me zarandeó socarronamente Alfonso,
mi viejo amigo de la universidad, con sorna, en un curso de
actualización en leyes sobre medioambiente. Mi preocupación
era cómo enlazar la defensa legal de la floresta, porque en ese
rincón de Perú el saqueo continúa. Lo más desafortunado de esta
esquilma fue en el caucho y la sangría continuaba sin límite.
Ella trabajaba para un bufete de abogados cuyos clientes eran,
preferentemente, empresas mineras y petroleras en diferentes
regiones del país, esas que en los estudios de impacto ambiental
y las demás medidas de mitigación se pasaban por los huevos y
acudían a ese despacho, para que con una pértiga saltaran la ley.
Sí, por San Antonio. Para mí era un estudio de los quiero y no
puedo, empezando por el jefe, que era socio del Club Regatas y
se afanaba en mandar a sus hijos a los Estados Unidos, aunque
se quedara con el culo al aire.
Maite pleiteaba preparando remedios legales a esas empresas
para sus defectuosas prospecciones mineras o petroleras. Ella se
forjó en las prácticas judiciales en una secretaría de juzgado del
damero de Pizarro. No le temblaba la mano para la ejecución
de deudas, eres un pazguato, me punzaba, pareces al perezoso,
dubitativo para los pasos que debes dar. Ella entró de becaria en
ese despacho y dentro de un par de años sería socia del bufete. Es
fácil, puro procedimiento, se regodeaba en sus irónicas apostillas.
Si te pones melancólico y te gana el corazón, entonces no embargas
nada. Lo jodes, oye. Esa pizca de sensiblería no está para el derecho
procesal, me espetaba con segundas intenciones, me reía.
Mis amigos no entendían nuestra alianza carnal, servinakuy,
en medio de la disparidad de intereses tan contrapuestos. En
348
verdad, era una tarea hercúlea y emocionalmente desgastante para
ambos. La convivencia escandalizó a los padres de ella, viven en
pecado. A mis padres tampoco les hacía puta gracia, pero asumían
la decisión de su hijo tarambana a regañadientes.
Ella tramitaba su divorcio que demoraba como dos años
entre pitos y flautas [las huelgas judiciales alargaban los plazos],
pendía de la sentencia y libre otra vez. Se casó con un pata de su
misma promoción de la puc, eran novios desde que estudiaban
Letras, era la pareja ideal. Era una de las hembras más deseadas
en la universidad, le decían El Cuerpo. Despampanante, con unas
curvas de lujuria. En una borrachera de los famosos encierros
de la facultad perdieron la virginidad. Le incordiaba, estábamos
borrachos, se lamentaba.
A los dos meses de casados él sacó los pies del plato con la
secretaria del despacho de abogados de un profesor de la univer-
sidad, un viejo canoso con cara de crápula e hijoputa que salía
comentando en la televisión sobre cualquier cosa. Le gustaba
figurar, lo mismo defendía a una transnacional que la constitu-
cionalidad de un derecho fundamental. Era el abogado de moda
del oligárquico y racista jet set limeño.
La boda fue por todo lo alto, salió reseñada en la sección
«Ellos & Ellas» de la revista Caretas, lo que pasaba es que el Des-
pacho le llevaba los pleitos a un periodista de la revista. Maite
era alta y guapa, pelo ensortijado y castaño teñido, lo que más
sobresalía era su nariz y sus ojos azules como los de su madre,
que se enorgullecía voz en cuello que su padre era francés, cepa
sin comprobación. Luego supe que su padre era un hijo bastardo
con una rijosa mulata que trabajaba en la casa, de ahí los pelos
hirsutos, me decía, y de francés solo el nombre. Maite Martin,
de caderas anchas y el culo gordo que delataba sus ancestros, «era
la andina y dulce Rita, de junco y capulí». Los lugares de origen
349
era un punto para el rifirrafe, a mi padre, forofo amazónico, le
caía como un tiro que Maite fuera serrana, de Huaraz, a pesar de
estudiar en el Liceo Francés de Lima y hablar tres idiomas. En
sus ratos de tregua y en la intimidad me cantaba dulces canciones
en quechua, poseía una voz muy cultivada.
Maite no compartía mi decisión de regresar a la selva y, por
eso y otros desacuerdos que atragantaban la convivencia, rompi-
mos. Me fastidiaba con pizcas de hostilidad que no iría ni a balas
al territorio hostil de los chunchos de taparrabos y mosquitos. Me
reí por la patada en la canilla que me propinaba, que en el fondo
era un camuflado ropaje de fastidio para contradecir mi decisión.
En esa tierra de bárbaros, un fin de semana que visitamos a mis
padres, ella me confesó que gozó del primer gran orgasmo de su
vida. Gemía. Gimoteaba ardorosamente. Dentellaba mi cuerpo
con aprehensión, en un albergue en medio de la Reserva Pacaya
Samiria, en pleno corazón de la selva.
Ella contaba con otros planes. Quería salir del Perú a como
diera lugar, conmigo o sin mí. Los terrucos van a arrasar, rezon-
gaba, van a hacer limpieza étnica si lograban demoler a ese pobre
Estado que se sostiene con mocos. Discrepaba de esa idea, creía en
la capacidad de resiliencia de los hombres y mujeres de este país
le contestaba, son huevadas de intelectualoides, me replicaba. Los
únicos que pasan por esa resiliencia y reciclaje son los políticos en
este país, mira, oye, esos carcas están de vuelta. Las discusiones
se caldeaban los últimos meses y subían de decibelios.
Los baches de la convivencia se agudizaban más cuando
insistía en casarse y mi interés era intrascendente, eso le moles-
taba. No creía en los bodorrios ni de firmar ante un concejal,
son huevadas, le contestaba. Oye, encima me has salido medio
hippy, pucha, oye, respingaba. Me llevaba por departamentos
amoblados y sin amoblar en San Isidro, por El Olivar o por
350
Miraflores, cerca del mar, yo pasaba de largo de esas visitas, me
era indiferente. En verdad, me aburrían.
El matrimonio no corría conmigo, para qué matar lo que
vivíamos, le replicaba, ella se enfadaba. Menos de hablar de
hijos. La paternidad no era el momento de afrontarla, luego de
las brutalidades que hacen los padres con sus hijos, nunca hay
tiempo para los mocosos, están con la chica del servicio, como
lo vimos en la playa de un hotel de Paracas o los empaquetan a
los abuelos y marchaban tan panchos.
La relación se quiñó. Fue el cansancio mutuo, amén de sus
idas al psicoterapeuta cada semana que la volvía más crítica
consigo misma, conmigo, tanto que no me dejaba respirar, con
sus padres, con el bufete. Me reprochaba, exageradamente, mi
pachorra, eres un hueberto, me regañaba, y yo me obstinaba más
en ralentizarlos. Es cierto que me trabo por asuntos domésticos,
como tramitar los certificados de estudios o el pasaporte para la
visa, recuerdo mi pasaporte de color verde militar, fue uno de
los primeros que tuve.
Pucha, oye, esto no camina, estamos anclados, me señaló
con resignación a la espera que le contestara, pero callé. Espe-
raba la respuesta de una beca y, si no sale por ahí, me voy por
otros medios, me remató. Estaba decidida, manyas, si es posible
apelaré a la nacionalidad de mis ancestros italianos de parte de
su padre o a los franceses de tu madre, le rezongaba con cachita,
ella era indiferente a mi puya. Mientras que en Maite afloraba
su espíritu inmigrante, de mi parte huía a la selva.
No dejes de escribirme, me balbuceó con lágrimas y después
del último beso seco en sus mejillas. Antes de subir al taxi [era
un Tico amarillo y sentado en el asiento mis piernas llegaban
a mi cara] de una madrugada pasada por agua, me condujo al
aeropuerto con rumbo a la isla.
351
Un compadre de mi padre me consiguió un departamento
en pleno Centro Histórico. Es chiquitito, me ortigaba mi madre.
Parece un cuchitril. Obviaba las punzantes ironías maternas. Con
Maite nos repartimos de facto los libros, los cuadros y los pocos
enseres que compramos. Me los donó, pronto me iré yo, lanzó el
chascarrillo. Esos eran parte de mis bártulos que traía, los llevé por
barco que me costaba más barato, de Lima a Pucallpa en camión
y luego en barco. Un amigo de infancia que estudió Derecho en
Trujillo se ofreció compartir la oficina y los gastos.
Él sería del turno de las mañanas y yo por las tardes. Quería
centrarme en organizaciones interesadas en temas sobre desarrollo
y pueblos indígenas. No encontré ninguna, no jodas, los abogados
también están en estos temas, me fustigó uno de los responsables.
Perseveraba en esa búsqueda sin descuidar la defensa de los pleitos
tradicionales que me cubrían para pagar los gastos de la oficina y
parar la olla. Atendía gratuitamente a comuneros que denuncia-
ban la superposición de concesiones forestales con empresas de
la madera, quejas ante las oficinas de pesquería, porque sus lagos
estaban siendo envenenados por pescadores inescrupulosos que
vivían y negociaban en el puerto fantasma, problemas de linderos
de terrenos con invasores venidos de los Andes y ante la pasividad
del gobierno que alardeaba que esa región es promisoria para la
agricultura. Esos barbudos nos están quitando nuestra tierrita,
me indicaba en tono afligido un teniente gobernador uitoto, de
una comunidad muy cerca de Pevas. Pero con esos cachuelos no
alcanzaba ni para sal, como decía mi padre. Estaba jodido, reco-
nozco que compaginaba malamente la chamba, más cuando el
colchón de los ahorros se esfumaba. Me preocupaba ese agujero,
esperaba que fuera temporal.
Telefoneaba a Maite cada que podía, la notaba mejor, con
la distancia se dio cuenta de que lo nuestro era una quimera.
352
Su amargor por la ruptura se diluía, estaba entusiasmada con la
salida del Perú.
A ratos le caía la morriña y me pedía volver, volvería a ser
como antes. Era un imposible, las segundas partes nunca son
buenas. Y era prolongar el ocaso inútilmente. La beca no se la
concedieron, pero pendía de otra puerta abierta, de una amiga
de una universidad en Miami. Le dio el dato de un programa
de intercambio, ya que portaba todas las papeletas para irse. Su
currículum era impecable con diferencia sobre los otros candi-
datos, le dijeron. Estaba contenta, ya soñaba con el billete. Al
bufete ya no lo aguantaba más y a Lima menos, y en esas esperas,
por fin, le salió el divorcio.
Con Maite nos hallábamos en mundos diferentes y distan-
ciados a escalas cósmicas, lo entendí mejor cuando visitaba a
caseríos para aconsejarles sobre el procedimiento de linderos de
su comunidad, ella cobraba como cien dólares la hora de una
consulta, oye, eres un cojudo, cobra algo a esos cholos brutos,
me rezongó una vez.
Éramos como el agua al aceite, diferentes. Una vez, en un
caserío de pleno río Marañón, mientras me reunía con campe-
sinos para escuchar la denuncia por invasión de sus tierras de
una empresa de turismo, ella, ante mi asombro, al igual que los
patas de la reunión, tomaba el sol con bronceador y en ropa de
baño en la proa de la lancha. Fue el prologuillo de la separación.
Sí, sí, lo más acertado fue romper.
Se preparó a conciencia para el toefl con un profesor par-
ticular, lo aprobó y al toque salió lo del intercambio. No cabía
en sí, me volvió a insistir que la acompañara. Me carcomió la
duda por un momento, pero mi decisión era irrevocable. Eso no
caminaba. Desde esa llamada no supe más de ella, desapareció
de mis cartas de navegación.
353
Pasé por los puñeteros trámites para la visa, parecía una
prueba de ordalía. Mierda. Pensaba que con el curso pagado y
todos los demás en regla era coser y cantar. Nada que ver. En un
primer intento me rechazaron porque faltaba acreditar suficien-
te solvencia económica. La funcionaria de la embajada en este
extremo fue lacónica, ¿se habría levantado con el pie izquierdo?
Era una mujer negra, guapísima, de treinta años y con anteojos
de Superman. Me hizo tres preguntas y me sentenció, denegán-
dome. Puta, qué jodido. Me dolió el palo. En la cola miraba a
la gente con los rostros tensos, preocupados. Se sentía como si
fuéramos al cadalso. Vaya mierda de nacer accidentalmente en un
país como Perú, estas barreras burocráticas liquidan mi idealismo
de ciudadano del mundo, no me jodan, así no se puede ir ni a
la esquina. Hasta para entrar a Chile te piden visa, qué jodido,
me lamentaba mientras miraba mi pasaporte de color Burdeos
que decía Comunidad Andina, puta, comunidad que para nada
mierda sirve, me desahogué.
El calor era para correr de Boston, mi camiseta húmeda de
tanto sudor y sin hacer nada. Me dieron una habitación en la sexta
planta del Leverett Tower. Fui a recoger mi carnet y a cumplimen-
tar papeles. Salí de la oficina y me perdí en el intento de llegar
al Leverett House para comer. Pregunté a un policía. ¿Leverett
Tower?, me repreguntó. Sí, le respondí. Sube, me ordenó. Me aupé
al carro en la parte trasera, me sentía como esos delincuentes de
las películas. Me llevó hasta la misma puerta del edificio.
Desde la ventana se veía el Weeks Memorial Bridge y el río
Charles. Dormía en una cama austera. En Washington compré
un par de sábanas, fue una de mis primeras escalas antes de Bos-
ton. Allí me paseé por el Museo de Arte y otros museos como
el aeronáutico. En el marjal iletrado una vez al año llegaba una
desabrida exposición de pintura.
354
Contaba con una mesa para escribir, todavía encontré tarjetas
de presentación del anterior inquilino, era un pata que estudiaba
Derecho, en esa mítica facultad [recuerdo que cuando cursaba
en la gris y mediocre universidad limeña, pasaban una serie por
la tele sobre esta facultad. Las mochilas y los lentes redondos
del protagonista abundaron como plagas en el campus de la
universidad donde la originalidad era contumaz]. Al buzón de
correo le llegaba su correspondencia bancaria, eran las cuentas
de las tarjetas de crédito.
Era un curso de verano que financié con un préstamo banca-
rio que avaló mi padre y la parte que faltaba la pagó él. Necesitas
nuevos aires, me espoleó al verme con cara de circunstancias y
esmirriado de la decepción con Maite, quedé hecho un miñam-
bre [aunque ellos en el fondo saltaban de un pie, porque veían
mucha incompatibilidad] y de paso observaba que mi idealismo
reivindicativo de la floresta decaía ante la falta de clientes.
No contaba con aire acondicionado, si lo quería lo compraba
o alquilaba, así estipulaba el contrato que firmé con la universi-
dad. A igual que el teléfono, te ponían la línea, pero no el aparato.
Mi presupuesto era de mínimos y no alcanzaba para tanto. Me
comunicaba con mis padres con llamadas a cobro revertido desde
el teléfono de Sulamita Gottlieb, una gran amiga colombiana
[un amigo de Maite me pasó la voz que ella vivía por Arkansas,
pero no intenté buscarla].
En las tardes el sol reventaba las paredes del cuarto, se ponía
como una olla a presión. El calor intolerable abría los poros y
transpiraba como un caballo. Como parte de las obligaciones del
alquiler cada uno debía hacer limpieza, te indicaban los utensilios
para esos quehaceres. Unos amigos argentinos se quejaban, che,
esto es una mierda, gringos sucios. A mí me parecían que eran
unos chicos muy ñoños, me apostilló Jane, la profesora.
355
El primer día en Cambridge me puse a caminar guiado por un
plano que me regalaron en la oficina donde me registré. Era un
trasiego de estudiantes y una babel de idiomas. Las chicas negras
y japonesas como Yoshiko eran guapísimas. Sin querer llegué a
la plaza homenaje a Kennedy. No me percaté del cielo. Esa tarde
llovió a mares y terminé empapado, no portaba paraguas, nunca
llevaba, dije que no lo necesitaría, sí, me equivoqué.
Más tarde y en los siguientes días conocí a los roomates. Un
muchacho norteamericano, él era biólogo y aspiraba a médico.
Estaba en Harvard para eso. Era de California y se mostraba muy
orgulloso de sus ancestros pieles rojas y era un fanático del surf,
Con un buen tono de bronceado. Mira, me señaló ladeándose
una mañana antes de entrar a la ducha, ¿acaso no tengo el perfil
piel roja? Sí, sí, le dije, te pareces mucho, le contesté mientras me
afeitaba los pocos pelos que me crecían en la barba, es que eran
poco estéticos. Omití comentarle de mis ancestros amazónicos,
porque los rasgos indios en mi rostro eran más notorios que los
de él. Ojos de pescado, de cabello negro intenso y piel morena. Se
llamaba Marcus, nos encontrábamos muy temprano en el baño
que compartíamos antes que lo ocuparan unas chicas españolas,
muy majas, con quienes parloteaba en el desayuno.
Otra compañera de planta era de Hawái, era muy dicharache-
ra y simpática, nos saludábamos al estilo de su tierra haciendo un
gesto con la mano. Me comía la vergüenza. Se parecía el saludo
de Ronaldinho, un jugador de fútbol del Barcelona, me jodía
en el alma porque yo era madridista y contra mis principios le
respondía con la puñetera reverencia culé. Confieso que me
sentía ridículo con ese puto gesto con la mano, un huevón a la
redonda. La evitaba cuanto podía. Además que por mi timidez,
y declarada falta de personalidad, apenas podía sostener su mi-
rada y sonrisa. Siempre cargaba con gruesos libros en la mano
356
y pasaba horas de horas en la biblioteca como los muchachos
japoneses que prácticamente dormían en ella, Cinthya, así se
llamaba mi compañera de planta. Traía los mismos planes que
Marcus, quería ser médico. Con las chicas españolas me topaba
en las comidas en el Union Dinner, sabía que una de ellas era de
Valencia, Cristina, la muchacha rubia de voz gruesa.
En esta mescolanza multicultural conocí a una chica magrebí.
Era muy particular, a pesar de su belleza oriental, parecía una
actriz de Bollywood. Sus amigos la rehuían, apenas la visitaban,
no salía a ninguna parte el fin de semana. Se parapetaba en su
habitación. Se marchaba a clases y volvía a encerrarse bajo llave,
estaba matriculada en un curso más avanzado de inglés que yo.
No salía de noche porque leyó en los tablones de la universidad
que violaban, me contó que eso la ponía en estado de pánico,
el miedo era un inquilino gozoso en su cuerpo. Le atenazaba
hasta el rastro de la hormiga. Desconfiaba de todos. Apenas ha-
blaba, por más que le buscaras conversación, no soltaba prenda.
Coincidimos en la cola para la inscripción y balbuceamos dos
palabras. Conmigo no sé por qué se soltaba un poco más de lo
usual, seguramente porque el nombre del Perú le sonaba a chino
[recuerdo que Alan García inauguró una embajada en Marrue-
cos para poner a sus amigos como embajadores, eso decían en
los corrillos políticos], dónde puta quedaba ese país de mierda,
habrá pensado. Estaba a su bola. Se quejaba de la comida, ella
escogía menú vegetariano, pero, a pesar de que lo merendaba,
se quejaba. Detestaba el olor a carne, de cerdo casi vomitaba.
Una quejica profesional. Esa clase de personas es mejor tenerla
lejos, me traía a la cabeza la frase de mi padre ante personas tan
difíciles como la prima Rosaura o el tío Pablo que no eran fáciles
de contentar. Sin embargo, Laia no dejaba títere con cabeza en
sus sermones.
357
Era picajosa, comentaba que la discriminaban en la cola, en
el comedor, en clases, en la lavandería al mínimo comentario
se ofendía. Se ponía a la defensiva y de víctima. Si caminaba de
manera patosa, se creía observaba. Si vestía una blusa ajustada
y se notaban sus senos, se cubría con sus carpetas, y, lo peor,
nadie la miraba, pasaban de ella, preferían ir de voyeur por los
dorados senos de las chicas italianas o alemanas que tomaban
el sol en topless a la orilla del Charles river. Se atrincheraba en
su estéril orgullo. Cuando usaba pañuelo en la cabeza me co-
mentaba que se fijaban en ella, no creo, le decía para quitarle
hierro, pero se enfadaba. Aquí hay sijs, judíos, hindúes y nadie
los mira. Estaba paranoica, en delirio persecutorio. Me contó
que lo primero que hizo al llegar al Leverett fue averiguar si
existía una mezquita cerca. Laia vivía presa de sus miedos y sus
dogmas cojudos.
Se reía de los muchachos judíos que portaban su kipá,
comentaba que lo de la franja de Gaza era genocidio, eso me
charloteaba a la hora de la comida con mi chapurreado inglés.
Viven en una ratonera, es una cárcel que cuenta con la anuen-
cia e hipocresía de propios y extraños. Luego de la soflama, se
enardecía por chorradas, mira, no pronuncian bien mi nombre,
el mío tampoco le replicaba, tranquila, no es para tanto. Una
buena opción es cambiarlo por uno local, me miró con rabia e
hizo como si no me escuchara.
Con los que sí conseguí entablar amistad fue con un mucha-
cho italiano y dos japoneses, me costaba seguir la agonía de Laia
y ese enfrascado provincianismo que lo extraño le molestaba.
Con estos patines jugábamos tenis en las canchas de cemento de
la universidad. Me retaron a un partido en el que terminé muy
mal, apabullado por la destreza en el manejo de la raqueta de
tenis. Poseían un drive muy potente y un revés que para qué les
358
cuento. Íbamos a visitar el Museo de Ciencias o correr, cuando
podíamos, por la orilla del río Charles.
Un compañero del mismo curso era mexicano. Era chi-
lango y abogado como yo. De rostro indio como el mío. De
piel morena, canijo y no muy alto. Muy observador de lo que
pasaba por alrededores del campus, me facilitaba información
privilegiada como en qué merendero se comía mejor. Su partido
le pagaba el curso de verano, porque estudiaría en la Escuela de
Gobierno de Harvard. Era taciturno, apenas hablaba. Cuando
lo hacía, eran frases cortas y punzantes. Me comentaba que le
interesaban los últimos fallos judiciales del Tribunal Supremo
de Estados Unidos, se sabía al dedillo la doctrina y la última
jurisprudencia de este tribunal. Hacía gala de su sapiencia, salvo
cuando le pregunté sobre las muertes de mujeres en Ciudad
Juárez. ¿Qué?, me contestó algo desconcertado. Es una ciudad
fronteriza al norte del México, le repliqué mordazmente. Des-
apariciones, asesinatos de mujeres, crueldades sexuales, torturas.
Eran más de trescientas mujeres muertas. Cuerpos degollados
y tirados en la cuneta. Nadie investiga, las autoridades mira-
ban para otro lado. No sabía mucho del tema o simplemente
lo eludía. Profesor, hay películas sobre eso. Nada de nada. Él
ensimismado en la misma ceguera moral y de olvido al igual
que sus propias autoridades. De los mexicanos que conocí nadie
quería hablarme del tema.
Bajo las ramas de los árboles centenarios de Harvard Yard,
me espoleaba las palabras con las que Maite me pellizcaba, con
sonrisa de tunante, pareces a un perezoso, no sabía por qué, si
por lo lento que era para tomar decisiones o porque en las largas
sesiones amatorias me dormiía como los mismos perezosos del
follaje tropical. Reía sigilosamente. Con esa lentitud que tanto
me espoleaba estaba en Nueva Inglaterra. No volví a saber más
359
de ella, era un alivio para ambos. Porque cuando se le metía en
la cabeza cosas, se volvía muy pesada, casi ahogaba. No quería
reconocerlo en un primer momento, pero [nos] asfixiaba [mos].
Quería alejarme de los momentos que pasé con ella, eran esquir-
las que me aguijoneaban mi cuerpo, seguro que poco a poco se
me irán quitando. Quería desinflamar esas pupas. Eso era uno
de mis propósitos en este verano.
Estaba escaldado. Me aburría la rutina. De las pachangas
insalubres, los partiditos de futbol del fin de semana con los
patas y sexo salvaje cada noche. De la ética bufa del putero
Decano Long Zoy. Amén de los insufribles chistes fáciles sobre
maricones y discapacitados que no los toleraba. Por eso viajaba
a Lima cada fin de mes. No quería caer en la monotonía, en lo
fácil. Necesitaba aire fresco. No crean, Lima tampoco me entu-
siasmaba, era un pueblo grande y lleno de argollas sociales. Me
jodía. Mi cuerpo me pedía irme.
Por otro lado, las cosas de la oficina no pintaban nada bien.
No funcionaba como inicialmente nos planteamos con mi colega
Alberto. Berto, como lo llamábamos, convirtió al despacho en
un bulín. Las clientas pagaban pato. Narraba golosamente como
un sibarita sus ménages à trois. Se disculpaba, pero me jorobaba.
Te topabas con bragas de colores donde menos esperabas, entre
los libros de la biblioteca o el sobre de condones en la balanza
de la justicia, levemente inclinada, que él compró para la oficina.
Cuñao, me la ponen en bandeja y no puedo contener la arrechura,
me era difícil decir no, huevón, sería un cojudo si rechazaba esas
coconitas y reía a carcajadas.
A los pocos días me enteré por los anuncios en las pizarras y
tablones de la universidad de la formación de grupos por lenguas
afines y por opciones sexuales. Para un amazónico como yo, me
parecía una distribución muy peculiar. Más cuando la universidad
360
peruana atravesaba una profunda crisis en todos los sentidos. Un
amigo antes de salir para Cambridge me aconsejó entre risas y
con vasos de cerveza encima, oye, maestro, si quieres aprender
inglés rápido, échate un polvo con una gringa, vas a ver que el
inglés va rodado.
Era un verano cruel, ¿era el cambio climático como presa-
giaban las revistas? Vestía pantalón corto, era insoportable la
temperatura y el ambiente muy seco para mi gusto tropical.
Consumía mucha agua pero prefería las Coca-Colas, que las
compraban en la despensa de la lavandería del sótano. Las bebía
como un desesperado. En la mañana tomaba un buen desayuno y
al mediodía disfrutaba de una gran comida, ni te digo en la cena.
Fue terrible mi ritmo dietético. Cuando regresé, había subido
varios kilogramos. Mi madre me miró extrañada cuando fue a
recibirme en el aeropuerto. Cuánto has engordado, me soltó el
dardo mordiente de bienvenida. No tuve problemas de dietas,
pensaba con cierto remordimiento que me soplaba una cantidad
ingente de grasa saturada sin saberlo.
Una amiga argentina me presentó a Sulamita en una librería
por la Mount Auburn Street, buscaba un libro de cuentos. Pa-
saba casi todas las mañanas por la puerta de esta librería donde
te esperaba en el aparador un libro de poemas abierto, lo leía y
enrumbaba a clases. Hablamos muy poco, casi de presentación.
Nos volvimos a ver en el Museo de Ciencias. No me acordaba,
ella me dio la mano y añadió, ante mi cara de desconcierto, que
hace unos días nos conocimos a través de Susana. Claro, claro,
balbuceé para ocultar mi sonrojo y clamoroso olvido. Con Sula
la música y la literatura era tema de conversación. Ella tocaba el
fagot en su Cali natal. Mi ignorancia en la música fue alfabetizada
por ella. Me enseñó a leer a Dvorak, a Mendelsohn a poner oído
a la música, a entender la ópera.
361
Sulamita solía ir acompañada con amigas por el campus,
poseía don de gentes y una gran sensibilidad por el arte. Esa
tarde la acompañaba una amiga de nombre Catalina. Sí, era una
muchacha muy guapa que usaba brackets. Me dejó sin habla. La
vi y me abochorné como un adolescente. Amable, con ese deje
candoroso de las chicas colombianas. Con un puntito de tímida
que me volvía loco. Nos miramos a los ojos fijamente hasta que
desvié la mirada. Mi cuerpo sentía estallar de contento. Ella
se matriculó en un curso superior al mío, en otra aula que no
coincidía con la pesada de Laia. Sula vio cierta complicidad y se
hizo a un lado muy discretamente.
Ese día hablamos de literatura, de pintura, de feminismo, del
cual era militante pero no fundamentalista [creía en las relaciones
sin ahogos]. Nos sentamos en una de las bancas de un parque
solitario de Cambridge y nos pusimos a conversar, me ponía al
día de las novelas recientes publicadas en Colombia. Quedamos
en vernos después, mi corazón no estaba para más aventuras,
yo mismo me achacaba. Temía resbalar. La gris convivencia con
Maite me pesaba. Me mostraba muy inseguro, casi vulnerable,
aunque mostraba un corazón duro. A pesar de mis vacilaciones,
quedamos en vernos otro día.
Se alojaba en el Lowell House. Fui a verla para ir al Museum
of Fine Arts. Llamaba a su habitación por el intercomunicador y
no respondía nadie, qué extraño. Cuando se abrió la puerta de la
residencia entré con sigilo. Escuché una música de piano, sonaba
una alegre cumbia colombiana. Me llamó la atención que en los
territorios de Nueva Inglaterra escuchara una música así, me
dirigí al sótano y encontré a Catalina en plena ejecución de «La
pollera colará». Reí. Me pidió disculpas, no me di cuenta de la
hora. Tranquila, me gusta lo que tocabas. Se reía nerviosamente.
Le dije que no me insinuara a bailar, soy patoso. La empatía se
362
respiraba entre nosotros, pero mi temor recurrente a iniciar una
relación me atenazaba. Me resistía, mientras tocaba el piano
disfrutaba de su perfil, era como la de un serafín que admiraba
en una de las revistas de arte en la Wydinner Library, donde me
documentaba sobre el caucho y sus espectros.
Ella no hablaba de su vida. Tampoco le preguntaba. Cada uno
guarda sus motivos para cerrarse en banda. Me fui enterando de
ella, de a pocos y sin proponérmelo. Venía de una relación con
un muchacho que murió por una bala suelta de un sicario. No
quise preguntarle más, era meter el dedo en la herida. Le conté
sumariamente de mi frustrada convivencia con Maite. Bajo esas
confesiones nos miramos fijamente [sus ojos azabaches eran
bellísimos] y nos dimos un largo beso. Las dudas eran diques de
contención emocional y martirios que nos reprimían. Me puso
al corriente que la llamaba uno de sus futuros cuñados para
preguntarle qué tal estaba [ese agobiante patriarcado latino, me
lanzó la azagaya]. Ella echó tierra de por medio ese episodio de
su vida, pero no quería ser grosera con la familia de su ex, poco
a poco fue delimitando la cancha. Pero nuestros cuerpos se bus-
caban. Nos abrazamos fuertemente, como reencontrándonos
después de una larga espera. Mi cuerpo se ceñía en el de ella y
me provocaba tranquilidad.
Fuimos a comer unas pizzas para la celebración. En la cena
le conté que mi abuela era herbolaria, dado su credo de comer
comida vegetariana, le encantaban las sopas y las comidas a base
de soja, que avivaba mi memoria a los guisos que preparaba de mi
madre en los arenales de Pisco, nosotros los llamábamos frejolitos
chinos. Me solté el rollo de la comida fusión peruana, en verdad
sonó a patrioterismo barato.
Las clases eran por las mañanas y por las tardes, apenas termi-
naban éstas nos buscábamos como si el tiempo obrara en nuestro
363
perjuicio. Su padre, al cumplir los dieciocho años, como regalo
por terminar sus estudios, le pagó unos meses de vacaciones en
Boston. Ella lo conocía al dedillo y me llevaba por los locales
donde tocaban jazz en Central Park. Poseía un buen humor
inteligente y para mí es fundamental para una buena relación,
con Maite marchaba muy enfadado, gruñía. Nos peleábamos por
quítame una paja. Una palabra, una frase altisonante terminaba
en bronca. En cambio, Cata se ponía a bailar dando pasos de
salsa acompañada de una escoba. Reía a carcajadas.
Un fin de semana alquilamos un coche y enrumbamos a
Nueva York. Nos perdimos al no saber interpretar los mapas
de carreteras, pero preguntando llegamos a la Gran Manzana.
Las avenidas muy anchas, eso me llamó la atención. Dormimos
en el hotel. Su olor me adormecía, me calmaba. Su cuerpo
desnudo era bello. Su barriga perfecta y redonda, la rellenaba
de besos. No me cansaba de mirarla y mordisquearla. Remiraba
su cara. Al día siguiente visitamos New Jersey, donde vivían
unos familiares de ella. Era un antiguo barrio portugués habi-
tado por hispanos, era una fotografía del melting pot. Mientras
paseábamos por sus calles y tiendas, me sentía en un lugar sin
nombre de América Latina. Anunciaban arepas. Mojitos. Ta-
males. «Pollos asados al estilo peruano», sentenciaba un afiche
de una tienda.
Al día siguiente planificamos irnos a Ellis Island. Luego de
subidas y bajadas en el metro llegamos hasta Battery Park, un
parque sin mucho para ver, salvo su gran valor histórico. Allí
compramos los billetes del barco. Ese mogote era la primera
entrada a este país de las oportunidades. En sus muros, si pones
oídos y lo aguzas, puedes escuchar los reclamos de los descarria-
dos en el museo que existe allí. Por estos días los muros se han
trasladado a los aeropuertos, ante las gélidas miradas de la policía
364
de frontera. Nos metimos dentro de la panza de la Estatua de la
Libertad y miramos a los rascacielos de enfrente. Subimos por
unas extenuantes escaleras. Me acojonaban y acojona las alturas,
me provocaba vértigo, así que el paseo fue muy rápido.
En el ferry nos tomamos fotos. Besándonos. Abrazados.
Luego tomamos el metro y no paramos hasta Central Park, allí
nos sentamos para tomar un café que sabía a mierda. Subimos al
Empire State y divisaba el río Hudson. La miraba detenidamente
para que su rostro no se me borrara nunca, sentía que a ratos me
engolosinaba huachafamente como buen peruano. Ella reía y me
decía que sí. Un poco cursi, hortera. En mi travesía a Boston
pasé por la estación de autobuses, muy perdido, por cierto, y era
lo único que conocía de la Gran Manzana. Compré un billete
de Washington a Boston, pero se rompió el motor y estuvimos
por casualidad en la estación de madrugada. Me sentía en esa
oportunidad como cuy en tómbola, muy despistado, hoy, en
cambio, la ciudad era parte de mí.
Conocí Tanglewood gracias a ella, el famoso festival de mú-
sica del verano. En Lenox, en las colinas de Berkshire a ciento
veinte millas de Boston, rezaba el folleto de publicidad. Es como
un peñasco lleno de vegetación donde solo escuchabas música.
Fuimos en autobús. En el recorrido nos comíamos a besos,
como si nuestra pasión se hubiera desatascado. Nos tendimos
en el césped con nuestro almuerzo y a deleitarnos de la música.
Alucinaba y me pellizcaba para apreciar lo que vivía. Pude escu-
char al pianista Claudio Arrau y a la batuta de Seiji Ozawa de la
Orquesta Sinfónica de Boston.
De una manera muy peculiar se comunicaba con sus sobri-
nos, los hijos de su hermano. Ella le escribía cuentos sobre Boston
en tarjetas postales, eran aventuras de un ratón husmeando la
ciudad y cada calle, cada ventana era un episodio. Le dibujaba
365
mariposas, corazones, hormigas, casas. Eso motivaba a los niños
que esperaban como miel los cuentos de la tía Catalina.
En autobús fuimos a Newport, llegamos a ese pueblo ma-
rítimo luego de casi dos horas de viaje. Cogidos de la mano
paseábamos por la playa, cerca de aquí veraneaban los Kennedy,
me comentó. Eran casas de verano de pitucos. No parábamos
de mirarnos. Nos olíamos. La mordía. Era la ebullición del
momento. Recuerdo que en el hotel pequeño donde nos hos-
pedamos salimos solo para comer. En la noche las calles eran un
espectáculo. Parecía los carnavales de Río de Janeiro. La gente
de la mañana nada que ver de los que paseaban por la noche.
Disfraces. Lesbianas con bigotes y homosexuales vestidos de
Marilyn Monroe. Travestidos. Fiesta. Diversión sin fronteras
ni límites.
Catalina despertó mi espíritu trashumante. Recorríamos
el centro histórico siguiendo la línea roja que nos llevaba a los
principales lugares referenciales para la ciudad, me gustaban
cómo estaban tallados sus dedos, como si fueron limados por
un paciente orfebre cusqueño. Con delicadeza y mimo. En las
noches, cuando regresaba de la habitación de Cata, me ponía a
escribir en la libreta de apuntes. Ella dormía de cansancio. Mien-
tras me enfrentaba al reto de escribir una novela que rastrearía
el éxodo y sus laberintos.
Cada día que pasaba era un dolor recíproco que compartía-
mos con Cata. Sabíamos que pronto acabaría lo que vivíamos.
Ella se haría cargo del bufete de su padre, un tradicional abogado
cachaco, de Bogotá [su abuelo también se dedicó al negocio del
caucho]. Yo pensaba seguir en mis luchas [¿pírricas?] a favor de
la floresta. Pero no queríamos renunciar a lo nuestro. Los fuegos
bostonianos llevaban fecha de caducidad, me jodía en el alma.
Muñí con Gabriel García, un amigo, para fundar una asociación
366
sin fines de lucro y dar batalla en el frente judicial. Cada vez llega-
ban al barrizal pachanguero peregrinos dispuestos a ganar dinero
para luego olvidarse de su paso por este puerto que parece una
pista de aterrizaje de portaaviones, eso lo queríamos impedir.
Nos despedimos en el aeropuerto. Con lágrimas y con el
corazón a tumba abierta. Nos dejamos nuestras señas: dirección,
teléfono, correo electrónico. Dependía de nosotros. No quería-
mos forzarlo, temíamos que se vaya al traste. El sentimiento de
lo frágil nos agobiaba. Nos ganaba el día a día en el trabajo, pero
no queríamos que eso nos derrotara. Intentábamos plantar cara
a lo cotidiano con llamadas telefónicas que económicamente
casi nos declaramos técnicamente en quiebra. En este esfuerzo
de no perdernos simulamos una cita a ciegas vez en Quito. Un
lugar neutral, cerca de Colombia y del Perú.
En el ecuador del mundo hacía ese puñetero frío andino
que se mete por los poros, pero nos importaba un pepino
porque no salimos del hotel. Hacíamos el amor no sé cuántas
veces. Sin despegarnos uno del otro. Queríamos fundirnos en
uno solo. Mordía suavemente sus pezones. Cata, Cata. Go-
zábamos. De las risas pasábamos al llanto de solo pensar que
al día siguiente ya no estaríamos juntos. La veía más guapa.
Me gustaba perderme entre sus cabellos y olerlos. Entre sus
pechos. Ese deje cantarín cuando hablaba me subyugaba, me
hechizaba. Olvídame cuando estés en el avión. Sin embargo,
nuestros cuerpos presentían que sería una de las últimas veces
que nos veíamos. Nos azotaba un ramalazo, no sé por qué. Lo
intuíamos, la emoción es predictiva, apuntillaban en los libros.
No quería despedirme de ella. Cogía sus manos que eran unas
hermosas ramas, las besaba. Se comía las uñas de nervios. Me
gustaba que rozara las yemas de los dedos por mi espalda, me
relajaba. La volvía abrazar. Quedamos para vernos una próxima
367
vez en un lugar diferente y neutral. Ella se embarcó como un
equeco, llevaba mucho equipaje de mano.
Me quedé esperando el vuelo a Lima mirando el reloj regalado
por Catalina. Siempre admiré su desprendimiento por los bienes
terrenales. Desde el primer momento.
Cuando me exhortó melindrosamente que la acompañara a
ver a unos tíos de ella a Nueva York, ella alquiló un carro, me
pidió que condujera, que se sentía muy nerviosa. Carajo, conduje
con mucho miedo. Mi experiencia peruana en conducir automó-
viles no era un buen punto en mi currículum, ya sabemos que
los peruanos manejamos coches como el culo, sin respetar las
reglas de tráfico, nos saltamos los pasos peatonales, somos unas
bestias pardas. Conducimos torpemente, sin avisar el cambio de
carril y las señales de tránsito son un incentivo para infringirlas.
Somos unos trogloditas del manejo, aflora nuestro poco apego
a las reglas de juego; si las hay, las torcemos.
En las pistas temía al lobo autoritario perulero que dormía,
por eso manejaba en tierras del tío Tom con tensión y estrés
como apaciguando al lobo para que no despertara. Mirando
con sigilo las señales para cumplir estrictamente las normas de
tráfico, a rajatabla. Conducía nervioso con las dos manos pues-
tas en el timón. Terminé con dolor en las cervicales. No cometí
ninguna infracción. Esa noche por falta de tiempo dormimos
en un hotel de carretera con el típico decorado de las películas.
Al día siguiente muy temprano volvimos a Boston y a las clases.
Esas vivencias me arremolinaban en la sala de pasajeros mientras
esperaba mi vuelo.
Cuando volví me topé con el reclamo de unos pobladores del
Alto Marañón que alegaban muy indignados que la compañía
ocultó un derrame de petróleo y lo peor es que no existía ningún
plan de contingencia. Les enfurecía la indiferencia. Somos indios y
368
no valemos nada, me decían con rabia e impotencia. El agua no se
podía beber, los peces salían muertos y los centros de salud estaban
abarrotados con niños con disentería y enfermedades a la piel.
Con esa información testimonial presentamos quejas en
diferentes instancias y a través de notas de prensa inundamos la
noticia del derrame.
Tuvo relativo éxito, se llegó a multar a la empresa. Pero no
se supo más, dicen que apelaron y lograron rebajar la multa. Al
mismo tiempo, con la ong que colaborábamos presentamos
proyectos para que los financiaran por dos años y nos aprobaron.
Estaba en racha.
De un día para otro las noticias de Catalina se silenciaron.
Nos enviábamos cuatro a cinco correos en el día. Pero nada.
Nos llamábamos por teléfono, aunque esos días sin saber de
ella, no quise llamarla, pensé que sería muy pesado. Dije que de
repente le cayó un incidente fuerte en su despacho. Desde que
llegué leía los diarios colombianos on-line, quería enterarme lo
que pasaba por allá. Mi cabeza se llenó de paramilitares. De los
falsos positivos. De los sicarios. De las desapariciones y la poca
voluntad por investigarlas. Una de las hijas de Sulamita, que era
artista plástica, exponía en Cali, ella estaba muy contenta y me
envió las fotos por el correo electrónico. Tuvo gran acogida de
público y crítica. Dejé muchos mensajes en el buzón de voz, y
nada. Una amiga de Cata que sabía de lo nuestro en Boston me
mandó un correo electrónico con la peor de las noticias, me chafó.
Que en un centro comercial de Bogotá estalló una bomba y que
por esas circunstancias pasaba por allí Catalina alcanzándola el
radio de la explosión.
Desde entonces voy solo a pescar en un barco pequeño por
el lago Tarapoto, a unos minutos de la gran restinga. Trato que
la soledad purgue y sane el naufragio.
369
3. Escolio
Las almas nómadas rendimos culto a los vestigios
y a las peregrinaciones. No edificamos
nada duradero, pero dejamos huellas.
Y algunos murmullos que permanecen.
Amín Maalouf

porque uno nunca encuentra lo que busca,


sino que la realidad le entrega.
Javier Cercas

Porque esta es otra de las cosas propias de los


inmigrantes (fugitivos, emigrados, exiliados):
no pueden escapar de su historia más de lo
que uno puede escapar de su sombra.
Zadie Smith
Damos vueltas por el barrio. Sin norte, giramos sobre el mis-
mo punto. Teresa mostraba su disgusto ante mi olvido. Me hace
un mohín de reprobación con la boca. Le delatan sus labios en
punta, se ponen así cuando está enfadada. Se me escapaba la seña
exacta de la dirección. Me reprochaba a mí mismo. Qué pringa-
do. Maldecía mi falta de pericia. Mi inseguridad e ineptitud. Me
machacaba la pifia. Estar tan cerca y no llegar al lugar donde vivió.
Me dejaba con la miel en los labios. Releía el mapa de Londres
buscando nombres que me dieran la pista. Nada. Me bloqueé.
No me acordaba ni de la primera letra. Últimamente hay cosas
que omito con facilidad, deben de ser los años. Estoy como mi
padre que se olvida de la cámara de fotos en un evento familiar,
claro, yo tengo ochenta años, pero tú no. Empecé a sentir los
tropiezos de mi embarullada memoria desde que llegué a Madrid,
es el exilio, me reconfortaba. Hay palabras que me confundo al
pronunciarlas. ¿Es el español del Perú o de esta parte de la penín-
sula? No sé qué responder a Teresa cuando me pregunta: ¿cómo
se dice eso en Perú? Mientras escribía, mi memoria perdularia no
reconocía los nombres de las calles de Isla Grande, mierda, no
podría describir Dublín como Joyce. Me esforzaba en evocarlas y
no daba pie con bola. Como receta me obligué a resolver sudokus
para fortalecer la memoria. Ando en ello.
375
Olvidarme la dirección no me perdonaba. Me flagelaba.
Luego de su fastidio pasajero, me reconfortaba Teresa, tranqui-
lo, planificaremos otro viaje y tendremos como diana la calle y
casa donde vivía Juan. Me sabía a poco. No me consolaba. Me
pongo bruto cuando algo se me mete entre ceja y ceja. Gruñía
contra mí mismo. Me puse como un basilisco. En cada paso
por las aceras de Paddington o por una calle de Londres pen-
saba ilusoriamente hallar una huella de Aymena. Claro que sus
pisadas con seguridad estaban regadas por medio Londres, pero
no tengo ni cuento con las técnicas de los forenses modernos
de las series policiales de televisión que le gustan a Teresa. In-
equívocamente descubrirían pistas en esas cabinas rojas y de
madera para llamar por teléfono, en la boletería del metro. Es
innegable que dejó una huella de adn, pero para mi desdicha
no podía distinguirla.
A ratos en la caminata por la City me volvía el puñetero dolor
a las manos. El hormigueo recorría mis brazos. En la falange de
los dedos. En el tarso y metatarso. Como en las otras noches, no
podía dormir porque ese prurito me robaba el sueño. Tomaba
paracetamol y conseguía un alivio momentáneo y luego arre-
metía punzantemente el dolor hasta despertarme. Amasaba una
pelotita de jebe que me regaló Teresa y nada. Cerraba y abría la
mano como los tenistas ante una mala jugada ante la red. Los
dedos. Nada. Cogía una compresa fría y me ponía sobre mis
brazos, sobre los dedos, sobre las manos. Me desesperaba. Qué
crueldad e ironía que a un bisoño escritor los males le vengan
por ahí, por las manos. Luego de por sí se quitaba el dolor, tal
como vino.
Visitamos el Palacio de Buckingham, donde tomé un par de
buenas fotografías por el reflejo parcial del sol, y cuando menos
pensaba me agolpaban las preguntas. ¿Cómo habrá sido su vida
376
en esta capital? ¿Paseó por Picadilly Circus? ¿Por Chelsea? ¿Estu-
vo por Trafalgar Square apoyando las proclamas antiesclavistas?
¿Por el Soho? ¿Se habrá enterado de la existencia de la Sociedad
Antiesclavista y Protectora de Aborígenes de Inglaterra? ¿De la
Asociación Pro Indígena a la que pertenecía Miguelina Acosta?
¿De que al barbado cónsul irlandés que denunció lo que ocurría
en el Putumayo lo mataron por espía del imperio y escandalizó
la moral victoriana por sus supuestas proezas homosexuales?
Por el Soho nos acompañó una lluvia ligera y molesta que
impedía disfrutar el trayecto. Le pedí e imploré a Teresa que
nos fuéramos a la casa donde vivió por un tiempo Carlos Marx,
era un lugar que insistí visitar antes del viaje. Imaginaba al
viejo regordete, de barbas largas escribiendo mientras sus hijos
jugaban cerca de él, era un estrecho piso donde moraba. Era
él un exiliado como Juan o el mismo Joseph Conrad, quien
pintó el infierno africano como más tarde escorzó el reino del
demonio en el Putumayo. ¿Se enceguecieron los empleados de
las secciones de la Peruvian Amazon, O’Donell, Montt, como
el agente Kurtz?
La cuadrilla de exiliados ha revelado el mundo de injusticias
que les ha tocado vivir. Los desterrados en los tiempos de tormen-
ta siguen denunciando el racismo, la xenofobia, la intolerancia
en las tierras de alquiler por donde tropiezan y murmullan.
Al otear la casa de Marx se me cayó el mito de los lugares
sagrados. Era solo un edificio rehabilitado donde en la primera
planta era un restaurante con el nombre de Marx, con unas flores
que parecía una corona para los funerales, me dio cierto corte.
En el resto de plantas eran oficinas anodinas, seguro que muchas
de publicidad para dar la puntilla sobre el santo lugar y marcar el
signo de los tiempos. En fin, ese desgaste y de las circunstancias
moldeándolas nos pasa a todos. Las oficinas de un gremio de base
377
Los testimonios judiciales y de expertos, como el informe de
Casement o del juez Rómulo Paredes, no pueden ser borrados
de un plumazo [el informe de este magistrado anda extraviado en
los viejos papeles de la Corte]. Después de su ardorosa invectiva
contra mi ponencia y más sosegados, en el ambigú le indiqué que
deseaba sostener una conversación con él. Me miró con recelo
y me chasqueó secamente que fuera a su casa y me anotó en un
papel la dirección.
La cita era a las cinco de la tarde. Teresa se quedó en la casa
de mis padres, jugaba con mi sobrina Claudia, que no cesaba de
traerle un juguete nuevo de su colección. Ella tiene más mano
izquierda con los niños, a mí me agotan muy rápido. Fui con
sentimientos muy confusos a la entrevista. Me picaba el cuerpo.
Ni en los mejores sueños pensaba contar delante de mí a un
familiar de esos caucheros.
Ataba hilos y ensamblaba cachos de historias de lo que el azar
me prodigaba de manera generosa. Primero fue el abuelo de Arí
en El Estrecho. Luego el hallazgo de Percy, más tarde el bloque
de cemento en la aldea de Mauricio en Pucaurquillo. Mi paso
por Burdeos, ahora es un familiar de Arana quien me planta cara.
Algo me quieren decir. Qué putada, no podía desentrañar con
claridad el lenguaje encriptado de esas casualidades. La historia
renqueaba.
Cogí un motocarro desde la casa de mis padres hasta la calle
Moore, el vehículo llevaba una radio instalada, el volumen a tope
y con las cumbias del momento en los oídos. Bajé casi sordo.
Cerca de la casa por la Moore se resaltaba el tanque elevado de
hierro que en sus días sirvió a la ciudad, hoy solo es un adorno
sin importancia en el paisaje porteño. Aquí se usa y se desecha
de cualquier manera las cosas, igual pasó con el caucho. Llovía
tenuemente, ¿será una buena señal? Persistía la garúa que terminé
380
mojado, mi manía de no llevar chubasquero ni paraguas. Su casa,
que no era nada ostentosa, me esperaba.
Era muy amable en la distancia corta. Era una persona de
mediana estatura. Nos saludamos con un sincero apretón de
manos. Pensé que no venía, me musitó. Era pintor autodidacta y
ex maestro en la Escuela de Bellas Artes. Sus retratos colgaban en
las paredes. Eran buenos cuadros, pero que por las circunstancias
de la entrevista no me atraían, los miraba por el rabillo del ojo.
Confieso que en esos momentos me seducía más lo que él
quería contarme que los lienzos. Quería su testimonio de parte,
era un defecto profesional en mi chamba de evaluador free lance
y por una retorcida y mortal curiosidad que rozaba el morbo.
Empezó su alocución diciéndome que la familia no tuvo un
camino de rosas como piensan. Se forjaron a base de trabajo,
sudor y lágrimas. Por el contrario, la mala suerte asolaba en cada
charco que pisaban. Suicidios de familiares. Muertes tempranas
como el mismo hijo de Arana, que murió a la edad de veintiocho
años y que nada se sabe. Sinceramente, lo desconocía. Es más,
murió en plena algazara del Putumayo, me rumió en tono de
un dolido reproche. Nadie nos dio el pésame, solo los amigos y
allegados. Pero la gente emite juicios sin saberlo, me rezongó con
amargura y mirándome seriamente a la cara. Sí, me repetía, mi
tío era propietario de una casa en Londres, se comentaba. Soy
el biznieto sobrino. Con las mentiras que vertieron sobre él la
familia tuvo perfil bajo. Nadie comentaba nada, por más que nos
doliera. Tratábamos que no se fijaran en nosotros. Queríamos ser
uno más del montón y no los sindicados por el dedo acusador,
por los bulos. Me contaba eso muy emocionado al compás de
la tremolina de los tubos de escapes de los motocarros. A ratos
me acercaba a él porque no lo escuchaba, más cuando mis oídos
sufren de hipoacusia.
381
¿Qué? Claro, me responde. Vea, señor, mi tío era muy gene-
roso con la gente, con sus peones. Mire, mire estas fotografías que
he rescatado del álbum familiar. Aquí están mis tíos. Arana muy
peripuesto con un terno blanco. Su cara era la misma que salía
en el libro del juez que lo denunció. Quería indicar ese traje la
prosperidad que vivía, un traje de levita. Me mostró también la
foto de unos esposos que miraban muy serios a la cámara. Son
mis tíos. Hasta aquí nada nuevo, apostillé para mis adentros.
Él me miraba con recelo, me volvió a dar la matraca de la
última anoche, es una farsa lo que sostienen ustedes. Se sabe muy
poco. Mi tío fue diputado nacional. Hizo una pausa. Alcalde, esos
méritos se los ganó a pulso. Nadie se los ha regalado, ese discurso
machacón me sonaba familiar. Lo que pasaba era que mi padre
coincidía con la tesis que el dueño de la Amazon Rubber era el
protector de la patria, el hombre que cuidó con celo extremo
los linderos de la frontera. Era tan contundente esa tesis que se
alineaba hasta el diario de la parroquia de la Plaza Mayor.
Yo recuerdo que usted escribió una crónica cuestionando
la calle que lleva su nombre, me lanzó el dardo mojado de re-
sentimiento. No le respondí nada y aguantaba el tipo. Para que
sepa, me remachaba, mi tío y mi familia somos patriotas. Mi tío
defendió en ese territorio con uñas y dientes. Las adquirió en
propiedad. No le miento, con su propio dinero compró armas
para la defensa del suelo patrio. Ustedes son intelectuales de
pacotilla, hablan tonterías, respingó. Las tarascadas de su parte
las asumía con hidalguía por más que me cagaba en ellas. Estaba
dispuesto a oírlo.
Un momento, no se vaya a ir, me pungió. Esperé paciente-
mente. Se metió dentro de la casa. Mientras tanto, me quedé
mirando sus cuadros. A los cinco minutos apareció con un sobre
amarillo. Mírelo con cuidado, por si acaso, es información que
382
no sale de esta casa. Tampoco se pueden sacar copias, me advirtió
secamente. Abrí el sobre y eran fotografías en blanco y negro.
Eran de Uitoto. Una mujer con cabellera larga, de vestido blanco
y llevaba un niño en los brazos. Un niño guapo que sonreía a la
cámara. El sobre arropaba varias fotos. Para mi gusto, parecidos
a los de Martín Chambi, un puneño que fotografiaba indígenas
andinos. No pude mirar el nombre del estudio fotográfico que
podría ser una buena pista, el sello de agua era muy difuso. Lue-
go nos enrostran que mi tío maltrataba indígenas, me remarcó
arqueándome las cejas. No era cierto. Observe, ellos vivían felices
en la casa de mis tíos, sus palabras sonaban un poco a orden
que me llegaba al huevo, pero comprendí que era cuestión de
la situación.
Los Arana eran mi familia, ¿cómo se atreven a decir que los
maltrataban?, me espetaba mientras me removía despacito en una
mecedora. Era una invención de sus enemigos. Una difamación.
Éramos como una familia, lo recuerdo.
Me aturullé con tantas señas juntas. Como si me apretujaran
las piernas y me inmovilizaran. La discreción era una regla que
no podía soslayar. Mordía los dientes. Luego de varias intentonas
me aproximaba al blanco. Era una intuición.
Uno de los hijos de esas indias fue a estudiar a Londres, me
arrojó a bocajarro y señalando una foto donde posaba un niño
uitoto. Me quedé de piedra cuando lo soltó. ¿Qué? Sí, vivió en
la casa de mi tío y nunca más supimos de él. Mis primos habla-
ban de ese indio, que se pelaba de frío en Londres, esa ciudad
donde la sangre se esconde bajo las veredas, me refunfuñó con
resentimiento [recordé a la Torre de Londres, en el distrito de
Tower Hamlets].
Mis ojos achinados se quedaron redondos y sin dar crédito a
lo que decía. Era la mejor pista. Me repuse apresuradamente de la
383
impresión. Cuando le comenté mi interés sobre el uitoto que fue
a Londres, él quitó importancia. Regateaba con titubeos. Eludía
hablarme más de él. Y luego nos dicen que hemos tratado mal a
los indios, vaya farsa de caviares resentidos, izquierdistas de café,
intelectuales extranjerizantes. A ese le pagamos la universidad,
gruñía con ira ante mí. A ratos se contenía de palabras como si
las mordiera al pronunciarlas.
Desde esa cita se me ha quedado grabado el rostro del niño.
No pude meterle en razón para que me dejara sacar una copia de
la foto. No, de aquí nada sale, me rezongó con acritud. Ya nos
hablaron bastante en este puerto de mierda, me sentenció.
La foto del párvulo me zarandeó y despabilé. Ataba cabos,
en las reuniones en la maloca de Pucaurquillo, me refirieron que
en la época del éxodo muchos niños se perdieron en el camino,
los caucheros los regalaban. ¿Cómo?, pregunté. Sí, los niños se
quedaban con los caucheros, porque sus padres fueron acuchi-
llados por ellos y servían de mano de obra gratis en las casas de
éstos. Otros murieron de tristeza. Bullía. Ahhh, rebusqué en
mi memoria que Mauricio me relató una vez que a varios mu-
chachos se los llevaron al extranjero. ¿Qué? Uno de ellos viajó a
Londres. Mis oídos oyeron música de percusión. No puede ser.
Muchos viven por allí. Sí, están fuera de sus orígenes. Mierda,
no era entonces una historia embrollada en la floresta. Una de
ellas, Teresita, se casó con un hacendado de la costa. ¿De qué
te asombras?, me lanzó la pregunta seriamente Mauricio. No,
es asombro. Lo que pasa es que los rastros del niño que se fue
para Londres los sigo desde hace un tiempo y tú confirmas la
información que me dio el sobrino de Arana. Mierda, saltaba,
brincaba, chillaba. Por fin, atinaba en plena diana.
Mauricio no entendía mi contento. Iba a rebufo de este
fantasma desde hace años. Me retrucó: ¿Pero tú no has leído el
384
caso de ese muchacho shipibo que se graduó en una universidad
inglesa? Estudió en Oxford como alumno visitante. Se graduó en
Stanford. Lo leí en los diarios. Es Miguel Hilario. ¿Supo Miguel
Hilario Manenima [así se llama este muchacho shipibo, lo anun-
ciaba en su página web que dictaba cursos para sus paisanos] que
pisaba las huellas de Juan bajo el gris cielo londinense? ¿Alguien
le contó esta historia? ¿La conocía? ¿Lo buscó? Cada vez que me
internaba, me topaba con diferentes historias subyacentes, es
como si levantara muy despacio las capas de una cebolla.
El sobrino del ángel caído del Putumayo me invitó un refresco
de guayaba, muy oloroso. Es fruta que cultivo en la huerta. Tengo
piscigranjas con buenos peces. La zarabanda de los motocarros
era la música de fondo de la entrevista. Me repateaba, en cambio
la ciudad del amor loco se relamía del guirigay. En esta trocha
y por diferentes aceras, los mensajes como el de este sobrino de
Arana me llegaban sin avisar. Puta madre, como soy un pringado
no traje el magnetófono, así que los apuntes de la entrevista los
hacía a mano, eran unos garabatos.
Salí de la casa del biznieto sobrino de Arana con un buen
sabor de boca y con mil historias interconectadas como los ríos
de la floresta.
Al fisgonear la posible ruta de su diáspora me ha develado
en parte cómo era Juan. Cómo soy yo. Me ha puesto un espejo
al frente de mí y desnudó nuestras vidas en el exilio. Memoricé
la cara de ese crío. Su mirada era despierta. Con brillo infantil.
Vestía un traje blanco con pantalón corto. Con mucho pelo
graso que se le caía por la frente. Era un hermoso niño uitoto.
De seguro que no se me quitará fácilmente. A mi héroe le ponía
cara. No era irreal. Sí, con rostro y pasado que muchos les han
negado, a los uitoto, a los kukama nos han llamado indígenas
invisibles. Reía de a pocos, satisfecho.
385
Me recuperaba de la operación del síndrome del túnel carpita-
no, que fue como mano de santo, me quitó de golpe los molestos
dolores de la mano derecha que me llegaban a irritarme como si
tuviera malas pulgas. Es posible que me intervengan la otra mano,
está por verse. Seguiré la terapia posoperatoria con rigor.
De vuelta al Olmo, escruté y revisé la libreta de apuntes que
perdí antes del viaje a Londres, se leía apuntado a lápiz: Queen
Gardens Street, número 40. Londres. Sonreí. El domicilio del
reo londinense que estaba a unas calles del hotel fue una buena
excusa para este peregrinaje.
Mi historia y la de Juan se trocaban. Nos hemos trasmutado
uno al otro. Aunque él seguirá mirándonos en plena noche desde
una esquina de Queen Gardens Street con esos inmensos ojos
de búho y diciéndonos mare, como se indica en uitoto cuando
las cosas salen bien y masticando coca en la maloca.

386
Remate
Aquí me guío con la luna, domino mis pasos
inseguros
y evoco mis sueños soñados en los
barrancos.
Ana Varela
Nos despertamos temprano y fuimos al puerto en un taxi
conducido por una guapa chica senegalesa. Las calles de Dakar
bullían de gente. Sin darnos cuenta, estábamos sentados en el
ferry que nos llevará a la isla de Gorée. Desde la ventana del hotel
se divisaba el perfil de la ínsula, tres kilómetros nos separaban.
En el mapa trazando una línea casi recta sobre el Atlántico está
Brasil. Entre los pasajeros hay muchos que viven en el islote [las
muchachas lucen vestidos muy coloridos y son muy guapas con
estética a lo Naomi Campbell] y turistas reconocibles por sus
cámaras de fotos. Me remecía dentro de mí. Mordía los dientes.
A lo lejos se divisan unas casas de dos aguas de color pomarrosa
amazónica y naranja, techos de tejas. Al lado un torreón militar
con unos cañones viejos en el suelo. Me rebullía de aflicción en
estos viajes tras las huellas del uitoto descarriado. Las aguas del
mar se mostraban mansas. Con un azul muy peculiar. Miraba
al horizonte difuso. Silencio. Pisábamos un lugar de la memoria
que no se olvida fácilmente. Hacíamos el mismo recorrido de
muchos cimarrones, de mujeres, de niños y niñas. Del puerto
a la isla. De aquí salieron los descarriados a las plantaciones de
Brasil, Estados Unidos y el Caribe [muchos de ellos se toparon
con los ancestros de Juan en el Putumayo, el mundo es un pa-
ñuelo de sevicias]. Eran africanos negros que fueron acarreados
391
con violencia. Descepados. Desgajados. Fueron desarraigados
alrededor de doce a quince millones de personas para el tráfico
esclavo [hay un monumento a los libertos rompiendo unas ca-
denas]. Los trataban como bestias. Era la nación de la crueldad,
de las vejaciones, de patibularios traficantes. El calor era intenso,
quería desintegrarnos. El botellín se quedó sin agua y compra-
mos en una tienda que vendían batiks y cuadros de mujeres de
cuello largo.
Es una herida abierta y sangrante, que supura. Que nos debe
recordar las miserias que cultivamos dentro de nosotros. Hay
unos vitrales donde muestran un fusil, grilletes, argollas que
inutilizaban las manos y los pies de los secuestrados —se pare-
cían a los que usaron en el Putumayo. Estoy hundido cuando
pasamos por las habitaciones que están rotuladas como cellule des
recalcitrants, enfants, jeumes fillles, inaptos tempore. Son chamizos
lúgubres, reina la pena, el dolor.
Me reprocho que en el Putumayo ni siquiera exista memoria.
Quieren echar tierra de por medio y pasar página. Consolidándo-
se la impunidad. No escuchan los murmullos de Juan, de Teresita
[los largaron a la diáspora de la que no se vuelve]. Recorro como
un pesaroso espectro más. Esta Casa de los Esclavos es obra de la
maldad, de la negación de lo humano, del triunfo de los ángeles
exterminadores que llevamos dentro y que afloran cuando menos
pensamos. Nos detenemos en una escuela, hay niños escuchan-
do clases. Son vivarachos. Nos saludan. Me detengo y bajo la
sombra de un árbol [existe un insondable poso de sufrimiento
que te coge el cuello] recuerdo el despojo de los ancestros de
Juan. Escucho la alegre sonoridad del wolof. Teresa está dotada
de mejor ojo fotográfico que yo, le pido que tome una foto de
la puerta que linda al mar. Me sobrecoge. Cruzabas esa puerta
y borrabas de tu memoria a tus abuelos, de tus tierras, de una
392
parte de ti. Te cercenaba. Era para salir y no volver. Se escucha
el eco de los susurros del éxodo [desde aquí salen las pateras
con inmigrantes para el sueño europeo]. Trataba de poner oído
al murmullo de siglos. Era la puerta como la que cruzó Juan y
muchos descarriados y que nunca volvieron ni volveremos. Es
un lugar del horror, del espanto y también de la esperanza, más
cuando escuchamos las notas musicales de un sentido soul del
Gorée Diaspora Festival.

393
Recientes publicaciones: Del zurriagazo cauchero no nos hemos recuperado. Seguimos adoloridos y adormilados.
La algazara y la sangría han despertado y desnortado al perezoso, Bradypus tridactylus, de su EL INSOMNIO DEL PEREZOSO
&DPELRGHSDODEUDV  sueño dulce. Han desarbolado su hábitat. Abrió los ojos y observó la crueldad que pasaba Trilogía gomera
&pVDU+LOGHEUDQGW debajo de la copa de los árboles. Quiso volver a cerrarlos y no pudo, desde entonces le acosa
(QWUHYLVWDV el insomnio.

$\XGDSRUWHOpIRQR\RWURVFXHQWRV 
Este machihembrado ha buceado en el piélago del horror, del cinismo político y de la diás- MIGUEL DONAYRE PINEDO
pora. Ha metido las narices en ese periodo truculento, sanguinolento y demencial de lo que
-XDQ&DUORV%RQG\
ocurrió con la explotación de la goma, el oro blanco y lo ha llevado al presente. Lamentable-

El insomnio del perezoso


&XHQWRV
mente, el horizonte sigue brumoso. La irrupción del boom cauchero trastocó la vida en estos
(OOLQDMHGHORVRUtJHQHV  montes. Tiñeron de rojo los arreboles. Pusieron patas arriba al bosque. Hicieron correr sin
3HUF\9tOFKH]9HOD mirar atrás a los dueños del monte. La avanzadilla sin escrúpulos de la codicia empresarial
(QVD\R llevó a tratar como esclavos a personas humanas, eran simplemente externalización de MIGUEL DONAYRE PINEDO (Iquitos,
costes, dígitos. Los nombres y salarios ni siquiera figuraban en los libros de contabilidad 1962). Ha publicado el libro de cuen-
5HODWRVGHXQPLWD\HUR  de la Peruvian Amazon Rubber Company, eran indios, no personas. La extracción gomera
$QWRQLR9iVTXH] tos Ocaso de los defines (Iquitos,
ahondó más la difícil relación centro-periferia y emergió la ciudad boom. De Potosí a la miseria 2001). Desde su exilio madrileño ha
&XHQWRV
en un abrir y cerrar de ojos. El sistema funcionaba a toda máquina sin respetar mínimos publicado las novelas Estanque de
0DULR9DUJDV/ORVD(QWUHYLVWDVHVFRJLGDV  derechos y regateando condiciones laborales, «las leyes de la civilización» eran utopías de
ranas (Iquitos, 2006; Lima, 2007), Ar-
6HOHFFLyQGH-RUJH&RDJXLOD chalados. Sin embargo, a pesar que los torturaron, los flagelaron, los asesinaron, ellos siguen
(QWUHYLVWDV chipiélago de sierpes (Iquitos, 2009)
allí luchando, de pie, mambeando coca en la maloca, plantando cara al día.
La trilogía tiene de fondo escenográfico la floresta y la violencia alrededor del recurso natural, y El búho de Queen Gardens Street,

MIGUEL DONAYRE PINEDO


(OE~KRGH4XHHQ*DUGHQV6WUHHW  el caucho. Es la excusa para husmear la condición humana. La novela se divide en tres partes. que forman esta trilogía.
0LJXHO'RQD\UH3LQHGR
La primera parte, Estanque de ranas, pone en solfa las historias urbanas y muestra el lado oculto
1RYHOD
de una metrópoli que se vanagloria de héroes de lodo. De empalagar momentos dulces que
$QLPDOGHOHQJXDMH  no lo fueron. De una ciudad mezquina con la reflexión, que promueve el encastillamiento
&DUORV5H\HV5DPtUH] de quien lo hace. La segunda, Archipiélago de sierpes, un benjamín de periodista de culturales 35208(9(
1RYHOD se mete a fisgonear en las tripas del poblado literario de Isla Grande y sale quemado. Y,
en la tercera parte, El búho de Queens Garden Street, muestra la vida de un descarriado de la
8QDSLHGUDHQHO]DSDWR  goma y la vida de muchos otros en la situación de él. Es una desgarradora historia de los
&pVDU+LOGHEUDQGW
que perdieron. De los invisibles.
&ROXPQDVGHRSLQLyQ

5XLGRV 
-RVp0DUtD6DOFHGR
&ROXPQDVGHRSLQLyQ «La obra es un hermoso testimonio de recuperación de la memoria fracturada, de reivindica-
ción de anónimos y excluidos, de búsqueda de nuestros propios rastros dispersos. Es, desde
el estricto punto de vista literario, la mejor obra escrita sobre el caucho hasta ahora».
PERCY VÍLCHEZ

Tierra Nueva Editores


Iquitos, Perú
Teléfono: (065)601-144
Correo electrónico:
director@proycontra.com.pe

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