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El aire fresco y las moscas

“Mario Vargas Llosa”


Vuelvo a China después de unos quince años y parece otro país. Aunque he
oído y leído todos los ditirambos sobre su formidable desarrollo económico, la
realidad va todavía más allá. En Shanghái, el distrito de Pudong, junto al río,
hace cuatro lustros una llanura de arrozales, es ahora un Wall Street cuatro
veces más grande y con el doble o triple de rascacielos. Tanto en esta ciudad
como en Pekín la transformación urbana es portentosa: puentes, avenidas,
túneles, construcciones para oficinas o viviendas, tiendas, galerías, parques,
exhiben una modernidad y prosperidad impetuosas, un dinamismo que
fermenta las veinticuatro horas del día.

Una riqueza ostentosa, sin complejos, se pavonea por doquier, en los grandes
almacenes y los hoteles lujosísimos, en las gigantescas vitrinas que ofrecen los
vestidos, trajes, bolsos, joyas, relojes, zapatos, automóviles, fantasías y locuras
de las firmas más afamadas del mundo. Hay restaurantes por doquier y todos
están llenos de gente generalmente bien vestida y amable que conversa y
come sin soltar los teléfonos móviles, espiando de tanto en tanto el contorno
desde detrás de sus anteojos marca Ray Ban, Ferragamo, Gucci o Lanvin. Uno
se creería en la Quinta Avenida, los Champs Elysées o Bond Street, pero
multiplicados por cinco o por diez. Se diría que desde que Deng Xiaoping lanzó
la consigna “¡Enriquecerse es glorioso!” la realidad le hizo caso y sus 1,400
millones de compatriotas empezaron a producir y ganar dinero de manera
frenética.

¿Es esto un país marxista-leninista? Según el Partido Comunista, que en estos


días se prepara a celebrar su 90 aniversario de manera multitudinaria y
fastuosa, rindiendo homenajes incesantes al mismo Mao Zedong que con sus
delirantes políticas del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural hundió a
China en la miseria más atroz y sacrificó a muchos millones de pobres, lo es
más que nunca y vive ahora, gracias a las reformas y políticas “socialistas” de
mercado que han convertido a China en la segunda potencia económica del
mundo después de los Estados Unidos, una etapa de abundancia que en un
futuro próximo –unos cien años más o menos–desembocará en la perfecta
sociedad donde reinará la justicia distributiva y todos recibirán lo que requieran
según sus necesidades. La utopía colectivista igualitaria se hará entonces
realidad.

Por el momento, la sociedad china es la más desigual del mundo, pues las
diferencias entre los que más y menos tienen superan las de cualquier otro
país, aunque, eso sí, probablemente éste sea el único en el que, por decisión
del propio Comité Central, el Partido Comunista acepta ahora entre su
militancia a millonarios y billonarios. Si usted detecta en todo esto ciertas
contradicciones y misterios ideológicos, le aconsejo que lea el interesante libro
de Eugenio Bregolat, La segunda revolución China (Destino, 2007) en el que
este experimentado diplomático español y profundo conocedor del país donde
ha vivido muchos años explica con lujo de detalles y divertidas anécdotas la
extraordinaria conversión económica de China que llevó a cabo, luego de
tropiezos, intrigas, retrocesos y tantas caídas como victorias, Deng Xiaoping.
Este anciano compañero y adversario de Mao fue quien, sintetizando su
propósito con otra de sus famosas frases, “Da igual que el gato sea blanco o
negro, lo que importa es que cace ratones”, convirtió a la paupérrima dictadura
totalitaria, colectivista y estatista erigida por Mao Zedong, en la sociedad
capitalista autoritaria que sacó de la miseria a ochocientos millones de
campesinos y disparó un crecimiento y desarrollo vertiginosos sin precedentes
en la historia.

Bregolat explica que esta insólita variante del “socialismo” concebida por Deng
Xiaoping y sus seguidores, que ahora controlan el poder, sería incomprensible
si no se la relaciona con la tradición cultural y filosófica china del confucianismo
y los cuatro mil años de historia de un país invadido, ocupado y humillado por
Occidente y al que la prosperidad y modernización actuales han desagraviado
y devuelto el orgullo de sí mismo. La ideología “socialista” es ahora una retórica
que sirve para justificar el monopolio del poder político por el Partido Comunista
y la ideología real que ha echado hondas raíces en el país es el nacionalismo.
Eugenio Bregolat es optimista y piensa que el notable progreso económico
traerá, tarde o temprano, una apertura política, pues las nuevas clases medias
y profesionales, que crecen cada día, educan a sus hijos en el extranjero, y
mantienen un intenso comercio con el mundo a través de las nuevas
tecnologías, van a ir reclamando cada vez más la democratización política del
sistema. Ésta se llevará a cabo de manera pacífica.

Ojalá él tenga razón y los que no compartimos tanto su optimismo, como yo,
nos equivoquemos. Mi pesimismo se debe a que, además del nacionalismo, lo
que parece haberse convertido en una segunda naturaleza para buena parte
de la sociedad china moderna, empezando por los jóvenes, es un materialismo
consumista, precisamente aquel que algunos pensadores liberales lúcidos
como el propio Adam Smith y Karl Popper temían: que la obsesiva
concentración de la acción humana en la creación de riquezas embotara la vida
espiritual e intelectual y empobreciera valores como el idealismo, la solidaridad
y la generosidad.

Aunque, por razones obvias, en mis conversaciones con intelectuales,


académicos y escritores chinos, fui prudente y me abstuve de acosarlos con
preguntas impertinentes, a muchos de ellos los escuché quejarse del poco o
nulo interés que mostraban los jóvenes –sobre todo los mejor formados– por la
vida cívica, la cultura, y, en general, por todo lo que fuera desinteresado y
espiritual, como la filosofía, el arte o la religión. (En las universidades en las
que hablé en Shanghái y Pekín nadie me hizo una sola pregunta política,
tampoco los periodistas chinos que me entrevistaron, y creo que es la primera
vez que me pasa en la vida). Todos parecen obsesionados con alcanzar una
buena formación técnica y profesional que les abra las puertas a las grandes
transnacionales y sus jugosos salarios o a los puestos administrativos, ahora
también magníficamente dotados. A uno de ellos le oí murmurar, haciendo una
mueca tristona: “Hoy apenas habría un puñadito de muchachos para
manifestarse en Tiananmen”. La gran mayoría sólo aspira a ganar dinero,
mucho dinero, y vivir mejor.

Otra de las célebres frases de Deng Xiaoping fue: “Si abrimos la ventana, junto
al aire fresco entran las moscas”. Me imagino que debió pronunciarla en la
primavera de 1989, poco antes de dar la orden al Ejército de poner fin a las
manifestaciones de los estudiantes que, acampados en la enorme plaza de
Tiananmen, pedían democracia y libertad, y que se saldó con la muerte de un
número incierto de jóvenes, en todo caso algunos centenares. La frase resume
admirablemente la filosofía que aplica el régimen: apertura económica y social,
sí, pero sólo mientras no cuestione el control absoluto que sobre la vida política
del país ejerce el Partido Comunista. Quien lo acepta, puede tener un margen
bastante amplio de libertad personal, viajar al extranjero, usar Internet, si es
escritor o profesor procurarse revistas y publicaciones ‘capitalistas’, siempre
que no critiquen la política china. Pero no hay tolerancia con la disidencia
política. Los disidentes, como Liu Xiaobo, Ai Weiwei y otros, son acosados,
vigilados, o, si sus acciones repercuten y llegan al extranjero, encarcelados,
juzgados y sentenciados a penas variables. A diferencia de lo que ocurría en el
pasado, se fusila poco, y generalmente por delitos económicos, no políticos. La
disidencia intelectual lleva ahora a la cárcel en vez del paredón y, a veces, sólo
al arraigo domiciliario. “De todos modos, es un progreso sobre el pasado”, me
dijo alguien.

La censura moral existe siempre, pero atenuada, y en los quioscos callejeros y


en las librerías, se descubren a veces revistas y libros eróticos, en tanto que, al
parecer, en los cabarets, bares, karaokes, se permiten ahora licencias
inconcebibles en el pasado. “Pero, sin llegar a los extremos de Tailandia, claro
está”. A mi editor y a mis traductores les pregunté si mis libros habían sido
censurados. Enfáticamente, me aseguraron que no.

¿Hubiera sido posible el prodigioso desarrollo chino en libertad? Eugenio


Bregolat lo pone en duda y piensa que los jóvenes mártires de Tiananmen
actuaron con precipitación. Yo quiero creer que sí era posible. ¿Por qué en
China no hubiera sido posible lo que lo fue en Estados Unidos, en Inglaterra,
en Francia, en España y lo está siendo ahora en India, Chile, Brasil y tantas
otras sociedades democráticas?

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