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Devastación

Violencia civilizada contra los indios


de las llanuras del Plata y Sur de Chile
(Siglos XVI a XIX)
Devastación

Violencia civilizada contra los indios


de las llanuras del Plata y Sur de Chile
(Siglos XVI a XIX)

Sebastián Leandro Alioto


Juan Francisco Jiménez
Daniel Villar
(compiladores)

Rosario, 2018
Devastación : violencia civilizada contra los indios de las llanuras del Plata y Sur de
Chile : siglos XVI a XIX / Sebastián Alioto ... [et al.] ; compilado por Sebastián Alioto;
Juan Francisco Jiménez ; Daniel Villar. - 1a ed - Rosario : Prohistoria Ediciones, 2018.
420 p. ; 23 x 16 cm.

ISBN 978-987-4963-06-2

1. Historia Argentina. I. Alioto, Sebastián II. Alioto, Sebastián, comp. III. Jiménez, Juan
Francisco, comp. IV. Villar, Daniel, comp.
CDD 793.2054

Maquetación de interiores: Lorena Blanco


Maquetación de tapa: Estudio XXII
Imagen de tapa: Expedición en los Desiertos del Sud contra los indios salvages en
el año de 1833 ejecutada con el mayor acierto y sabiduría por su digno jefe el gran
Rosas. Autor: Calixto Tagliabue (1797-1850).

Este libro recibió evaluación académica y su publicación ha sido recomendada por re-
conocidos especialistas que asesoran a esta editorial en la selección de los materiales.

TODOS LOS DERECHOS REGISTRADOS


HECHO EL DEPÓSITO QUE MARCA LA LEY 11723

© Sebastián Leandro Alioto, Juan Francisco Jiménez y Daniel Villar

© de esta edición:
Email: admin@prohistoria.com.ar
www.prohistoria.com.ar
Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, incluido su diseño tipográfico y
de portada, en cualquier formato y por cualquier medio, mecánico o electrónico, sin
expresa autorización del editor.
Este libro se terminó de imprimir en MULTIGRAPHIC, Buenos Aires, Argentina,
en el mes de diciembre de 2018.

Impreso en la Argentina

ISBN 978-987-4963-06-2
Grita “¡devastación!” y desata los perros de la guerra…
Shakespeare, Julio César, 3, I.

¿Muertes tantas que perdieron


el cuerpo de la muerte?
Gelman, Hechos.
Índice

Presentación
Daniel Villar ................................................................................................. 13

Introducción
Violencia, atrocidades, masacres y genocidio contra los indígenas en la
frontera sur del Río de la Plata y Chile (siglos XVI-XIX)
Sebastián L. Alioto - Juan Francisco Jiménez - Daniel Villar ..................... 15

PRIMERA PARTE
Masacres y políticas violentas contra los indígenas

CAPÍTULO I
Violencias imperiales. Masacres de indios en las pampas del Río de la
Plata (siglos XVI-XVIII)
Juan Francisco Jiménez - Sebastián L. Alioto - Daniel Villar ..................... 49

CAPÍTULO II
Han quedado tan amedrentados… La rebelión indígena de 1792-93 en
los llanos de Valdivia y el trato a los no-combatientes durante la repre-
sión hispana
Sebastián L. Alioto - Juan Francisco Jiménez ............................................. 69

CAPÍTULO III
Atrocidades civilizadas en la guerra contra los bárbaros (principios del
siglo XIX)
Juan Francisco Jiménez - Daniel Villar - Sebastián L. Alioto .................... 85

CAPÍTULO IV
Campañas de aniquilación, masacres, reparto de botín y violencia sexual
contra los indios de la pampa centro-oriental en la época de Rosas
(1833-1836)
Juan Francisco Jiménez - Sebastián Leandro Alioto - Daniel Villar............ 125
10 Devastación

CAPÍTULO V
Seguros de no verse con necesidad de bastimentos. Violencia interétnica
y manejo de recursos silvestres y domésticos en tierras de los pehuenches
(Aluminé, siglo XVII)
Daniel Villar - Juan Francisco Jiménez ....................................................... 149

CAPÍTULO VI
Dos políticas fronterizas y sus consecuencias. diplomacia, comercio
y uso de la violencia en los inicios del fuerte del Carmen de Río Negro
(1779-1785)
Sebastián L. Alioto ....................................................................................... 173

CAPÍTULO VII
En lo alto de una pica. Manipulación ritual, transaccional y política de las
cabezas de los vencidos en las fronteras indígenas de América meridional
(Araucanía y las pampas, siglos XVI-XIX)
Daniel Villar - Juan Francisco Jiménez........................................................ 201

SEGUNDA PARTE
Toma de cautivos, apropiación de niños y reparto de familias

CAPÍTULO VIII
Por aquel escaso servicio doméstico. El destino de los niños y mujeres
nativas cautivados en las guerras fronterizas en el Río de la Plata,
1775-1801
Juan Francisco Jiménez - Sebastián L. Alioto ............................................. 223

CAPÍTULO IX
Cautivas indígenas. Abusos, violencia y malos tratos en el Buenos Aires
colonial
Natalia Salerno ............................................................................................ 237

CAPÍTULO X
Sociedad de Beneficencia, Maternalismo y Genocidio Estructural.
Colocaciones de niños, niñas y mujeres indígenas en el último cuarto del
siglo XIX
Pablo D. Arias .............................................................................................. 259

CAPÍTULO XI
Quindi... acqua in bocca e silenzio. Producción de olvido y memoria en
los testimonios salesianos sobre la Conquista del Desierto (1879-1885)
Joaquin García Insausti ................................................................................ 275
Índice 11

TERCERA PARTE
Enfermedades, descuidos y consecuencias

CAPÍTULO XII
Viruela, negligencia sanitaria colonial y mortalidad de indígenas reclui-
dos (Río de la Plata, fines del siglo XVIII)
Juan Francisco Jiménez - Sebastián L. Alioto ............................................. 289

CAPÍTULO XIII
Políticas de confinamiento e impacto de la viruela sobre las poblaciones
nativas de la región pampeano-nordpatagónica (décadas de 1780 y 1880)
Juan Francisco Jiménez - Sebastián L. Alioto ............................................. 303

CUARTA PARTE
Desnaturalizaciones y rebeliones

CAPÍTULO XIV
Indios desnaturalizados por mar en el área panaraucana. Resistencia,
fugas y motines (Siglos XVIII y XIX)
Juan Francisco Jiménez - Sebastián L. Alioto - Daniel Villar ...................... 325

CAPÍTULO XV
La rebelión indígena de 1693. Desnaturalización, violencia y comercio en
la frontera de Chile
Sebastián Leandro Alioto ............................................................................. 343

Bibliografía ................................................................................................. 367

Sobre los autores ........................................................................................ 417

Créditos editoriales .................................................................................... 419


Presentación

Daniel Villar

A
partir del año 2010, los compiladores de este libro iniciamos el estudio de
las diversas formas de violencia estatal aplicadas contra las poblaciones
nativas de las fronteras meridionales del Río de la Plata y de Chile, en
tiempos del imperio español y en la época posterior a su colapso hasta mediados
del siglo XIX. El tema formó parte de los objetivos de dos proyectos de inves-
tigación acreditados y subsidiados por la Universidad Nacional del Sur, ambos
ejecutados en su Departamento de Humanidades y en el Centro de Documentación
Patagónica que lo integra.1
Desde entonces fuimos produciendo resultados, representados por la publica-
ción de artículos en revistas de la disciplina en nuestro país y en el extranjero y
por la presentación de ponencias defendidas en numerosas reuniones científicas
nacionales e internacionales. Agradecemos a los Comités Editoriales de esas revis-
tas –enumeradas al final del volumen– no sólo el espacio que en su oportunidad nos
otorgaron, sino también la conformidad prestada para que los trabajos respectivos
se incluyesen en esta obra.2
No obstante esos progresos parciales, todavía falta bastante para que podamos
siquiera vislumbrar la meta de haber alcanzado un adecuado nivel de conocimien-
tos con respecto a la totalidad de los múltiples aspectos que integran un conjunto
tan abigarrado y complejo de cuestiones como las constituidas por la aplicación
de procedimientos violentos, sus consecuencias y respuestas. Sobre todo cuando
las interacciones recíprocas tuvieron lugar entre sociedades sin Estado en contacto
prolongado y conflictivo con sociedades estatales, a lo largo de períodos muy ex-
tensos y en cambiantes condiciones económicas, sociales y políticas.

1 Esos proyectos relativos a la Historia de las Sociedades Indias de las pampas, Norte de Patagonia
y Araucanía (Siglos XVII a XX), fueron registrados por la Secretaría General de Ciencia y Tec-
nología bajo los Códigos 24/I 193 (Años 2011-2014) y 24/I 233 (Años 2015-2018) y dirigidos por
el suscripto hasta septiembre de 2016, y en lo sucesivo por el doctor Juan Francisco Jiménez.
2 Las bibliografías citadas en cada una de esas aportaciones fueron reunidas en una única nómina
final conjuntamente con las correspondientes a los textos inéditos que hemos incorporado. Los tres
mapas incluidos han sido elaborados por el doctor Walter D. Melo (Departamento de Geografía y
Turismo de la Universidad Nacional del Sur – CONICET): el de la página 44 acompañó originaria-
mente al artículo Jiménez, Alioto y Villar 2017; los dos restantes (páginas 150 y 201) corresponden
a los artículos con los que aparecen vinculados.
14 Devastación

Pero aun así, hemos considerado conveniente que la tarea realizada hasta ahora
bajo la forma de un buen número de aproximaciones, si bien incompleta,3 se reúna
en un único volumen que las rescate del ostracismo al que suele condenarlas la
inevitable exigencia de dar a conocer avances paulatinos por medios que no siem-
pre están al alcance sobre todo de personas ajenas a los ámbitos académicos que
pudieran sentirse interesadas, unos siempre anhelados lectores que ojalá seamos
capaces de captar.
Por otra parte, nos ha estimulado el hecho de que el problema de la violencia
contra los indios ha vuelto a reclamar atención en Argentina y Chile. Esa trágica y
lamentable reactualización se convirtió en un acicate adicional para decidirnos a
proceder como lo hacemos.
Si el libro ayudase, entonces, siquiera en mínima medida, a crear conciencia de
que también con respecto a las comunidades nativas es imprescindible un Nunca
Más y de que el estado nacional debe respetarlas y satisfacer sus justas demandas
sin dilaciones además de haberlas reconocido a ellas y a estas en el papel, no po-
dríamos concebir un mejor corolario para nuestro trabajo.
Dedicamos estas páginas a todas las comunidades indias del área panaraucana
y a la memoria de Santiago Maldonado y de Rafael Nahuel.

Bahía Blanca (Argentina), septiembre de 2018.

3 Podrá verse que, además del material compilado –ya publicado o defendido con anterioridad–, se
añadió otro inédito y una Introducción, especialmente preparados para su inclusión aquí.
Introducción
Violencia, atrocidades, masacres y genocidio contra los
indígenas en la frontera sur del Río de la Plata y Chile
(siglos XVI-XIX)
Sebastián L. Alioto – Juan Francisco Jiménez – Daniel Villar

I. Apertura

L
a invasión europea produjo en las comunidades nativas del sur del Río de
la Plata y Chile una reacción que en general pasó de la curiosidad y –al
menos en ciertas situaciones– de la colaboración inicial a la resistencia ar-
mada ante un proyecto prontamente visible de desposesión territorial y subordi-
nación política y social (incluso esclavización) de los indios. Antes que nadie, los
españoles habían conquistado y puesto bajo su control en América a numerosas
poblaciones y amplios dominios, pero en otros casos como el mencionado más
arriba, su expansión encontró límites de momento infranqueables por distintas
razones. En estos lugares, poblados casi siempre por sociedades sin Estado, la
reluctancia indígena forzó a la constitución de “fronteras de guerra”, algunas más
perdurables incluso que el propio régimen colonial.1
En la Araucanía, a la conquista inicial –que aplicó mano de obra indígena pre-
cariamente domeñada sobre todo a la extracción del oro en lavaderos– siguió una
enorme rebelión de los nativos, que quemaron siete enclaves –las denominadas
Siete Ciudades– y expulsaron a los intrusos al lado norte del río Bío-Bío (donde
quedó instalado el fragoroso deslinde continental) y a la isla de Chiloé. En el Río
de la Plata, en cambio, la expansión se detuvo enseguida de iniciada y más bien
por la falta de interés peninsular en los abiertos territorios pampeanos, carentes de
recursos minerales de inmediata obtención y fuerza de trabajo local en abundancia.
Los bordes de estas inmensidades constituyeron durante todo el período colo-
nial amplísimas fronteras que, más allá de las vicisitudes históricas, la corona no
pudo transponer ni anular. Fue así, entonces, que los estados postcoloniales hereda-
ron sendas situaciones fronterizas percibidas por sus elites dirigentes como un pro-
blema que tarde o temprano habría que liquidar; pero no era el único, ni en muchos
casos el más urgente. Los inconvenientes surgidos de las guerras de independencia
primero y luego de las guerras civiles impidieron prestar atención preferencial a la
después denominada “cuestión indígena”.2

1 Saignes 2000.
2 Mases 1998.
16 Devastación

Sin embargo, al paso que iban fraguando los intentos de formar estados nacio-
nales fuertes y unificados, y las instituciones y recursos estatales se asentaban y
multiplicaban, la atención pasó a dirigirse cada vez más a las “fronteras internas”.3
En la década de 1870, el estado nacional argentino ejecutó un paulatino avance
sobre las tierras pampeanas y nordpatagónicas todavía en manos indígenas, que
culminó en el sometimiento armado de sus poseedores, hecho efectivo en especial
a partir de las campañas iniciadas en 1878-79.4 Esa acometida, culminación de un
largo proceso de apropiación, respondía ideológicamente a un objetivo de remo-
ción de todos los obstáculos que, definidos en términos de rémoras del pasado,
pudiesen retrasar un progreso calificado como inevitable. La inserción argentina
en el mercado mundial exigía la ocupación efectiva de los espacios que sirvieran
para el cultivo, a la vez que el nuevo orden global no toleraba estados que no se
mostrasen capaces de dominar sólidamente las tierras que reclamaban. Los pueblos
nativos del sur (al igual que los que poblaban el Chaco) quedaron incluidos en ese
conjunto de escollos que inevitablemente deberían desaparecer.
La ejecución de las acciones políticas así inspiradas ideológicamente se tradujo
en una ocupación violenta, previa eliminación, desbaratamiento o expulsión de las
comunidades nativas.5 Las familias capturadas durante la empresa fueron desmem-
bradas y sus integrantes individualmente incorporados más tarde como mano de
obra rural, personal de servicio, o tropa de las fuerzas armadas,6 con el propósito
de clausurar la futura reproducción biológica y cultural. El vínculo existente entre
ideología liberal, formación de los estados–nación y supresión de los grupos étni-
cos o sociales que se interpusieran en el camino presupuso –y no sólo en el caso de
América– un necesario eslabonamiento entre modernidad, “sociedad de normali-
zación” y genocidio.7

II. Los estudios sobre la violencia


En los últimos años, un conjunto importante de contribuciones científicas ha exa-
minado el ejercicio de violencia sistemática por parte de los estados nacionales
argentino y chileno sobre las poblaciones indígenas autónomas hacia fines del siglo
XIX, en la época de las llamadas Conquista del Desierto en Argentina y Pacifica-
ción de la Araucanía en Chile, en el marco de una avanzada estatal que implicó,
además del despojo territorial, la desaparición física y el desplazamiento forzado
de gran cantidad de personas durante y después de los enfrentamientos.

3 Ratto y Lagos 2011.


4 Aunque hubo algunas campañas en los años previos: cf. Valko 2013; sobre los conflictivos años
que van de 1869 a 1873 ver Ratto 2009a y 2009b. Daniel Headrick (2011, 270-275) enfatiza la
importancia de la nueva tecnología bélica, en especial los Remington, en la expansión fronteriza de
Argentina y Chile.
5 Delrio 2005, 85-92.
6 Mases 2002, 85-140; Salomón Tarquini 2010; Pérez 2016.
7 Foucault 1996, 39; Feierstein 2007.
Introducción 17

En Argentina, la discusión giró especialmente en torno a si las pérdidas huma-


nas ocurridas en el curso de las campañas militares de esa época y las que tuvieron
lugar luego durante el reacomodamiento forzoso de la población nativa en lugares
ajenos a sus asentamientos tradicionales8 constituyen una forma de genocidio,9 o
bien si ese concepto resulta inaplicable y sería preferible aludir únicamente a ma-
sacres10 o matanzas. José Emilio Burucúa, por ejemplo, en una entrevista reciente,
negó el carácter genocida de la campaña al desierto, argumentando que para con-
ferírselo debió haber existido una explícita intención

…de exterminio, actuada, planificada… Roca va al Congreso y ha-


bla de sus intenciones, habla de llevar la civilización a los indígenas,
pero no parece que fuera una matanza programada para hacer desa-
parecer un pueblo. Es muy discutible que sea un genocidio.11

Dejando de lado por ahora las cuestiones conceptuales sobre las que se volverá
más adelante, señalemos que la gran mayoría de los valiosos aportes al conoci-
miento del tema se han concentrado en la época mencionada (1878-79 en adelante),
circunscribiendo a ella la voluntad estatal de ejercer una violencia de exterminio
sobre la población indígena.
No obstante, una visión del problema limitada a esa temporalidad podría lle-
varnos al error de conjeturar que en épocas previas la relación entre indígenas e
hispano-criollos debió haber excluido tales prácticas. Sin embargo, y como de he-
cho afirman los integrantes de la Red de Investigadores sobre Genocidio y Política
Indígena en Argentina, la praxis genocida “lejos de ser un accidente histórico, es un
factor que por su sistematicidad y extensividad opera como trasfondo de la política
indigenista de larga duración”.12 Entonces, así como es cierto que las políticas ge-
nocidas “no se acaba[n] con la conquista del desierto” sino que se extienden hacia
el presente configurando una sucesión en la cual no puede vislumbrarse ningún
corte de clausura,13 también lo es que tampoco comenzaron con ella, sino que sus
raíces pueden rastrearse muchos decenios hacia atrás.

8 Ver Mases 2002 y Delrio 2005.


9 Red de Investigadores sobre Genocidio y Política Indígena en Argentina 2008, Pérez 2011, Roulet
y Garrido 2011, Tamagno 2011.
10 Ver la definición más adelante; debe notarse que la ocurrencia de actos puntuales de masacre no
excluye, ni mucho menos, la existencia de acciones, planes e ideologías genocidas o eliminacionistas
de base en el largo plazo.
11 Leonardo Moledo e Ignacio Jawtuschenko 2009, cf. Burucúa y Kwiatkowski 2014. Sobre el debate
actual y sus componentes políticos, ver Delrio y Lenton 2008; una discusión centrada en el caso de
los textos escolares en la provincia de La Pampa, en Zink y Salomón Tarquini 2005. Ver también
los estudios incluidos en Bayer (coord.) 2010. Algunos matices sobre la aplicación analítica del
concepto en Delrio y Ramos 2011, Escolar 2011.
12 Red de Investigadores sobre Genocidio y Política Indígena en Argentina 2008, 49.
13 Id., 53; Lenton 2014; ver también Tamagno 2011, 4.
18 Devastación

Las numerosas fuentes examinadas para elaborar los estudios reunidos en este
libro acreditan, en efecto, usos previos de la violencia que han pasado hasta ahora
sin un análisis específico.14 Los trabajos presentados permiten retrotraer la vigen-
cia de esos usos a la iniciación misma de la instalación española perdurable en las
llanuras del Plata (1580), prolongándose luego durante las primeras décadas re-
publicanas para cobrar renovada visibilidad en ocasión de las campañas roquistas,
y extenderse por último a sus consecuencias inmediatas y mediatas. A lo largo de
ese dilatado itinerario, puede reconocerse la existencia de una serie de continui-
dades, pero también de significativos cambios, tanto en los discursos como en las
prácticas.
El objetivo de nuestros trabajos consiste, por lo tanto, en un tributo al conoci-
miento de las maneras en que se desarrollaron y variaron los episodios de violencia
inter-étnica, principalmente en el Río de la Plata pero también en Chile,15 dentro del
rango temporal mencionado, con el propósito adicional de establecer si las prácti-
cas llevadas adelante en esas ocasiones por parte de los agentes y las autoridades
españolas y luego criollas pueden calificarse como genocidas,16 eliminacionistas,17
en tanto iban dirigidas a exterminar a un determinado grupo étnico, y masivamente
violentas18 en el sentido de que las vidas de mujeres, niños y demás no combatien-
tes fueron irrespetadas, algunas veces en desobediencia a las órdenes superiores,
pero otras en cumplimiento estricto de las mismas.
Abordaremos en primer término y sucintamente el problema de las definiciones
conceptuales que saturan la discusión para saber de qué modo se aplicarían en re-
lación con la historia de la frontera rioplatense.

14 A las contribuciones aquí reunidas, se ha sumado con posterioridad otro estudio relativo a la violen-
cia contra indígenas durante los tiempos coloniales (Roulet 2018).
15 Esta introducción y los textos que integran el presente volumen tratan menos sobre Chile que sobre
el Río de la Plata, en parte porque sobre el tema en las fronteras trasandinas hay ya una cantidad de
muy buenos trabajos, en especial para la época colonial, comenzando por el clásico libro de Jara
(1971), y siguiendo por otros más recientes: Obregón Iturra y Zavala Cepeda 2009, Valenzuela
Márquez 2009, Díaz Blanco 2011a, Valenzuela Márquez (ed.) 2017, Contreras Cruces 2017. Sobre
la “Pacificación de la Araucanía” en el siglo XIX, en cambio, la producción historiográfica con-
temporánea es menos numerosa, aunque algunos autores han prestado cierta atención al tema, si
bien no tanto como a los efectos de la ocupación en la historia chilena posterior: cf. Bengoa 2000,
Pinto Rodríguez 2000, León Solís 2002 y 2007. Una excepción reciente, que integra en el análisis
la conquista y el proceso de “radicación” posterior es Vergara y Mellado 2018. El único trabajo que
encontramos donde se relacionan firmemente conquista chilena y genocidio del pueblo mapuche es
el de José Lincoqueo Huenuman (2007).
16 Una interesante discusión en torno a la pertinencia y aplicabilidad del concepto genocidio al caso
regional puede verse en las distintas colaboraciones reunidas en la sección Debates de la revista
Corpus: Lenton (ed.) et al. 2011. Algunos de los inconvenientes que irroga su aplicación derivan
de que además de un concepto científico es un tipo penal –reciente– del derecho internacional, con
lo cual las cuestiones jurídicas derivadas (como el juicio a los culpables y los resarcimientos a las
víctimas) ocupan un lugar eminente en la discusión y se solapan con los problemas estrictamente
epistemológicos.
17 Goldhagen 2010.
18 Gerlach 2006.
Introducción 19

III. Conceptos y perspectivas en juego


1. Ante las dificultades que ofrece el término genocidio y en ligazón con la discu-
sión de sus limitaciones,19 varios autores comenzaron recientemente a evaluar la
pertinencia de nociones alternativas: la más importante para el análisis histórico es
la de masacre, que ha obtenido creciente atención de los especialistas.20
Según Mark Levene, quizá el primero en definirlas con rigor para el uso histo-
riográfico, las masacres ocurren

…cuando un grupo de animales o personas sin posibilidades de de-


fenderse, al menos en ese momento, son muertos –usualmente por otro
grupo– [cuyos integrantes] tienen los medios físicos, el poder, con el
cual llevar adelante la matanza sin riesgo para sí mismos. Una masacre
es incuestionablemente un asunto unilateral y aquellos asesinados son
entonces percibidos como víctimas; incluso como inocentes.21

Levene sugirió también que tales masacres son una señal no de la fortaleza, sino de
la debilidad del Estado que las consuma.22 Esta idea, que él aplicó especialmente a
las masacres que el aparato estatal ejecutaba sobre sus propios súbditos,23 conserva
cierta validez sin embargo en el contexto fronterizo colonial: los colonos y/o las au-
toridades estatales masacraban a enemigos con respecto a los cuales no disponían
de una superioridad bélica decisiva, y las masacres mismas eran expresión de esa
fragilidad.24 Los perpetradores aprovechaban un momento de predominio circuns-

19 V. infra.
20 Levene y Roberts (eds.) 1999, El Krenz (ed.) 2005, Dwyer y Ryan (eds.) 2015.
21 Levene 1999, 5, traducción propia.
22 La idea fue luego retomada por Jacques Semelin, entre otros autores.
23 Según Levene, precisamente cuando su debilidad le impide manejar los conflictos sociales, el Estado
habilita e incluso apoya o financia la violencia contra ciertos grupos demonizados (por prejuicios cul-
turales, o porque son vistos como una amenaza a las fuentes de trabajo, etc.). Pero el autor se refiere a
aquellas masacres producidas en el seno de una unidad política (es decir, en lo que se supone que es el
dominio de un Estado) cuando un grupo se vuelca violentamente sobre otro, percibido como una especie
de enemigo doméstico al que hay que eliminar, “sanear”, o “purificar”. En nuestro caso no ocurre del
todo así: no se trata de un conflicto desatado dentro de una unidad política (estatal), sino entre unidades
políticas distintas e incluso de diverso nivel de organización. En este caso entonces, se vinculan violen-
cia y guerra, y emerge un modo peculiar de llevarla adelante. Los ejemplos ofrecidos por Levene (el
genocidio armenio, los pogroms rusos, las guerras religiosas en Francia, el caso ruandés, y otros) no
son los más atinados para establecer una comparación; lo son más desde luego todas las contiendas de
invasión y ocupación colonial. Aquí la necesidad de fabricar un otro es casi innecesaria: la alteridad es
un hecho garantizado. Pero aun así la debilidad del Estado para enfrentar a sus enemigos y proteger a sus
súbditos sí es clave. En tiempos coloniales, los habitantes de Buenos Aires no se cansaban de solicitar a
la corona refuerzos militares y dinero para proteger las fronteras y fue precisamente esa debilidad e inse-
guridad lo que hizo que, en las ocasiones en que los hispano-criollos lograban juntar fuerza e incursionar
en territorio indígena, buscaran dejar una lección ejemplificadora y escarmentar a los indios, fueran o
no “culpables”. Sin embargo, sus conductas nunca dejaron de generar reacciones contraproducentes,
porque una vez iniciadas desencadenaban la previsible espiral de violencia y venganza.
24 Debe notarse que, en los territorios de colonización española, el peso del Estado en las cuestiones
fronterizas fue mayor por ejemplo que en aquellos anexados al imperio británico, en los cuales la
20 Devastación

tancial, sabiendo que sería probable que no volvieran a encontrarse en la misma


situación por un tiempo, y en la esperanza de que la violencia aplicada sirviera
de perdurable lección. No obstante, en general, esa expectativa se reveló errónea,
porque las razzias de venganza sobrevenían ineluctablemente.
Sin embargo, la relación entre masacres y control estatal es objeto de discusión.
Las masacres pueden ocurrir

…dirigidas por una política estatal oficial o […] como resultado de


la falta de control estatal sobre aquellos grupos o colectivos que es-
tán sobre el terreno. Las masacres, en otras palabras, pueden ocurrir
con o sin sanciones oficiales estatales aunque el Estado, especial-
mente en el contexto colonial, con frecuencia cierra los ojos ante las
matanzas de poblaciones indígenas por grupos de colonos que están
geográficamente fuera del centro del poder y sobre los cuales tiene
poco o ningún control.25

Si bien las masacres tienen motivaciones y contextos particulares, en las fronte-


ras coloniales las circunstancias son extraordinariamente repetidas y consisten casi
siempre en

…la alegada destrucción de propiedad valiosa y/o la argüida muer-


te de un colono conjuntamente con una creencia primordial de que
las poblaciones indígenas no tienen derecho a la tierra. En estos ca-
sos, la masacre es una venganza bien planeada, usualmente bajo la
forma de un ataque armado al amanecer sobre un campamento de
hombres, mujeres y niños dormidos.26

En la región que estudiamos, las masacres así definidas sin duda existieron, y es-
tán registradas documentalmente: en este libro se examina un buen número de
ellas, aunque huelga decir que no son la totalidad de las ocurridas, sino únicamente
aquellas cuyo nivel de visibilidad justificó su incorporación.27 Todas se ajustan al
patrón fronterizo clásico: son ataques por sorpresa que los atacantes, asegurándose

acción privada de grupos de civiles resultaba más relevante. Sin embargo, en estos últimos casos
debe tenerse presente que “…más que algo separado o contrario al estado colonial, las actividades
asesinas de la plebe fronteriza constituyen su principal medio de expansión… los oficiales manifies-
tan pena por la anarquía del proceso, mientras se resignan a su inevitabilidad” (Wolfe 2006, 392).
25 Dwyer y Ryan 2015, xv, traducción propia. Los mismos autores (Id., xvii) piensan que, mientras los
perpetradores de un genocidio actúan a las órdenes de un Estado, los ejecutores de una masacre pue-
den no hacerlo, y accionar por sus propios medios y en función de sus intereses. Pero muchos otros
investigadores opinan que no es necesaria la previa existencia de órdenes estatales para que sobreven-
ga un genocidio, y refiriéndose a distintos casos históricos, han cuestionado que las acciones e ideas
genocidas constituyan un patrimonio exclusivo del Estado, señalando que debe prestarse atención a
los actores no estatales en condición de protagonistas relevantes (Gerlach 2006, Court 2008).
26 Dwyer y Ryan 2015, xvi, traducción propia.
27 Ver capítulos 1, 2, 3, 4, 6 y 8 de este volumen.
Introducción 21

la superioridad numérica y tecnológica, consuman en una sucesión de pasos que


Benjamin Madley ya había encontrado en otras áreas.28
Durante la época colonial, los perpetradores –carentes de motivos para ocultar
su proceder– solían mostrarse orgullosos del éxito alcanzado, razón que facilita el
conocimiento científico. La tendencia a encubrir las masacres y negar que hubiesen
tenido lugar es un fenómeno más reciente. Con el fin del Antiguo Régimen y ante la
progresiva constitución de un público lector y un cambio de sensibilidad respecto de
la muerte violenta de personas, la opacidad documental se incrementó. Para descubrir
las masacres es necesario o que sean demasiado notorias como para esconderlas, o que
los participantes (perpetradores, víctimas, testigos) hablen o escriban sobre el hecho.29
Tales masacres –eventos puntuales localizados y temporalmente acotados
abordables en su individualidad– ¿formaron parte acaso de un plan sistemático de
aniquilación que, según las interpretaciones más frecuentes del concepto, pueda
constituir un genocidio?
En una primera aproximación, Raphaël Lemkin definió genocidio en términos
amplios y abarcadores:

Por “genocidio” entendemos la destrucción de una nación o un gru-


po étnico [...] genocidio no significa necesariamente la destrucción
inmediata de una nación, excepto cuando esto se lleva a cabo por
matanzas masivas de todos sus miembros. Más bien quiere aludir a
un plan coordinado de diferentes acciones que pretende destruir los
fundamentos esenciales de la vida de los grupos nacionales, con el
objetivo de aniquilar a los grupos mismos.30

En estudios posteriores, Lemkin relacionó firmemente el genocidio con las políticas


de colonización de nuevos territorios a partir de la expansión europea, y uno de los
ejemplos más significativos para él fue la conquista de América en sus diversas fases.31
No obstante, Naciones Unidas acotó más tarde esa amplitud, debido a restricciones de-
rivadas de la legislación respectiva,32 y otro tanto hicieron distintos estudiosos del tema.

28 Madley 2015; ver capítulo 1 de este volumen.


29 Dwyer y Ryan 2015, xx. Ejemplos de ello pueden verse en los capítulos 3 y 4 de este volumen.
30 Lemkin 1944, 79, traducción propia.
31 McDonnell y Moses 2005; Docker 2008, 16. La idea de que la conquista y colonización europea
de América en sus diversas etapas fue en muchos casos realizada a través de prácticas genocidas ha
sido ampliada por innumerables trabajos; entre muchos otros, Freeman 1995; Maybury-Lewis 2002;
Barkan 2003; Levene 2005, 7-29; Jones 2006, 67-77; Melber 2008, Bartrop 2014.
32 Esa nueva definición adoptada en 1948 sigue a grandes rasgos la propuesta de Lemkin, aunque es
más restrictiva (ONU 1948). Daniel Feierstein (2008, 37-49) argumentó que sus mayores defectos
radican en que (a) se creó un tipo penal que discrimina según las características de las víctimas y (b)
se excluyó de la definición de víctima de genocidio a las personas eliminadas por razones políticas.
Daniel Goldhagen, por su parte, arguye que “las definiciones corrientes de genocidio excluyen las
formas no letales de eliminación, así como los muchos casos de agresiones eliminacionistas letales
que se consideran demasiado reducidas o parciales”, de forma que “el genocidio se ve separado de
fenómenos afines que están interrelacionados sin solución de continuidad” (Goldhagen 2010, 41-42).
22 Devastación

Siguiendo la línea insinuada pero no completada por Lemkin,33 investigadores


posteriores indagaron más en la relación entre colonización y genocidio: una ya
larga tradición académica de estudio de los procesos históricos de expansión euro-
pea sobre los territorios de su “periferia” moderna (América, África, Oceanía) ha
concluido que esa expansión implicó en efecto la consumación de un genocidio
que tuvo por víctimas a las poblaciones originarias.
En síntesis, y según Anthony Dirk Moses, estamos en presencia de dos corrien-
tes teóricas principales en lo concerniente a genocidio. La primera sería la liberal,
basada en que el Estado actúa con la intención de exterminar a un determinado gru-
po por diversas razones: el Holocausto constituye la referencia central e ineludible
de esta corriente y el exterminio del grupo-víctima es físico y no (sólo) cultural.34
La teoría no tiene en cuenta al Estado como articulador de intereses sociales; el sis-
tema económico y la rivalidad interestatal no existen como factores; y tampoco se
toman en consideración las fuerzas sociales que operan detrás de la colonización.
La “avaricia” es definida en términos de un vicio individual y no de una fuerza es-
tructural. En ese orden de ideas, las muertes nativas en el contexto colonial fueron
consecuencias colaterales y no deseadas de la modernización, y no constituyeron
genocidio. En suma, entre colonialismo y genocidio no podría establecerse corre-
lación alguna y el obrar de las sociedades occidentales queda legitimado: se trataría
de una teodicea de cuño hegeliano, en cuyo desarrollo todo tiene un propósito. En
este caso, el progreso y el triunfo de la civilización occidental.35
Una segunda corriente, la post-liberal, al contrario que la anterior, deslegitima
el accionar de las sociedades occidentales en su avance colonial y tiende a equi-
parar colonialismo con genocidio –o al menos a postular una fuerte correlación
entre ambos. Los autores que la representan interpretan que, en la formulación
de Lemkin, el núcleo del concepto pivoteaba sobre la desaparición cultural y no
física de los grupos. También cuestionan que los casos postulados como genoci-
dios deban estar siempre marcados por su comparación con el Holocausto y que
se postule de este su carácter único, inconmensurable, cuya formidable dimensión
lo torna imparangonable con cualquier evento indígena. Para estos autores, la rela-
ción colonialismo-genocidio es estructural. Por ejemplo, Tony Barta caracterizó a
Australia como una sociedad genocida, en el sentido de que los invasores europeos
establecieron una relación de ese tipo con los aborígenes, incluso aunque el Estado
no promoviera un genocidio. Esta relación produjo efectos devastadores no siem-
pre queridos, como enfermedades, hambre y baja de la natalidad. Barta argumenta
entonces que es necesaria una concepción de genocidio “que abarque las relaciones

33 El clásico caso de Tasmania fue uno de los examinados por el propio Lemkin (2007) y luego
retomado por otros autores (cf. Curthoys 2007).
34 Ver Chalk y Jonassohn 2010. Algunos autores diferencian los conceptos de genocidio y etnocidio,
este último referido “no ya la destrucción física de los hombres [...] sino a la de su cultura” (Clas-
tres 1987b, 56). Si aceptáramos esa distinción, podría haber quien argumentase que buena parte de
las políticas hacia los indígenas posteriores a la Campaña del Desierto fueron etnocidas, dada la
preponderancia de una ideología de asimilación y “ciudadanización” (Quijada 1999, 2003, 2006).
35 Moses 2007, 162-165.
Introducción 23

de destrucción, y quite de la palabra el énfasis en las políticas y la intención que


lleva desde su nacimiento”.36
En esa perspectiva, adquiere centralidad la noción de settler colonialism37 que
alude a un colonialismo de índole especial que

…busca reemplazar la población original del territorio colonizado


con una nueva sociedad de pobladores (con frecuencia provenien-
tes de la metrópolis colonial). Esta nueva sociedad necesita tierra, y
por eso este colonialismo depende fundamentalmente del acceso al
territorio. Esto se logra de varias maneras, bien por tratados con los
habitantes originarios o simplemente “tomando posesión.38

Patrick Wolfe ha señalado que los efectos de este colonialismo no cesan aun cuan-
do haya finalizado la situación fronteriza y tampoco concluyen con el confinamien-
to o la asimilación de las poblaciones indígenas. El largo y continuo proceso de
eliminación sigue operando e imprime a la sociedad colonizadora un sello peculiar.
Por esa razón, se constituye en un “genocidio estructural” que no es cosa del pasa-
do, sino que perdura en estado de suspensión o latencia.39
Por su parte, Moses observa que, aunque la teoría post-liberal acierte en encon-
trar una relación estructural entre colonialismo y genocidio, ella es menos una re-
lación causal que una predisposición: bajo ciertas circunstancias, los colonizadores
serán proclives a asesinar masivamente a los nativos, en especial cuando perciban
que el régimen que los favorece está en riesgo.40
Pero esta relación estructural sin más presenta dos dificultades. Una, la de no
contemplar la posibilidad de una escalada hacia conductas genocidas cuando hay
resistencia, y la de un desescalamiento cuando la resistencia mengua o es vencida.
El autor se pregunta de qué modo

36 Barta 2000; cf. Barta 2008. Raymond Evans y Bill Thorpe (2001) crearon el concepto de indige-
nocidio para nombrar el tipo particular de genocidio que habría tenido lugar en Australia, y que
consistiría en el proceso dirigido por un grupo de inmigrantes (y no del Estado) con intenciones
de desplazar definitivamente a los nativos, en la convicción de que la tierra era más valiosa que las
vidas de sus pobladores. El indigenocidio tiene cinco rasgos característicos: invasión intencional y
colonización de la tierra, conquista de los nativos, su asesinato hasta impedir que puedan reprodu-
cirse normalmente como grupo, su clasificación como plaga por los invasores, y la destrucción de
sus sistemas religiosos.
37 La expresión es difícil de trasladar al castellano: literalmente equivaldría a colonialismo de los
colonos, que resulta redundante; otras posibilidades son colonialismo de los pobladores o, como se
la ha traducido también, colonialismo de los pioneros.
38 LeFevre 2015, traducción propia.
39 Wolfe 2006.
40 Moses argumenta, con razón, que no siempre y en todo lugar los imperialismos son genocidas; no lo
son especialmente cuando necesitan utilizar la mano de obra local, como en el caso de los ingleses en
la India. Según él, no es correcto asimilar destrucción cultural y biológica o física, y menos aún usar
la obra de Lemkin en ese sentido, puesto que su énfasis está puesto en la destrucción biológica de
un grupo. Pero ocurre que, al asimilar genocidio a aculturación, es más sencillo establecer vínculos
estructurales entre genocidio y colonialismo, especialmente después de la conquista de los indígenas.
24 Devastación

…políticas de ocupación que no eran inicialmente asesinas pueden


radicalizarse o escalar en una dirección exterminatoria cuando son
resistidas. Si la lógica del colonialismo de los pobladores es ocupar
y explotar la tierra (más que la mano de obra indígena), entonces
muestra momentos genocidas cuando el proceso es puesto bajo pre-
sión y está en crisis.41

La restante: al poner el énfasis causal en la estructura colonial y las relaciones socia-


les objetivas, releva de responsabilidad a los actores individuales. El genocidio no era
la única opción del imperialismo: aunque pudiera asumirse lo contrario, ha ocurrido
que regímenes racistas –tipo apartheid– no acabaron con la población local. A veces
se trató de una opción política: más allá de las condiciones estructurales ofrecidas por
la situación colonial, hubo agentes que llevaron el genocidio adelante de un modo
consciente que debiera impedir la invocación del argumento de las “consecuencias
no queridas”. No obstante y aunque, en general, los administradores metropolitanos
no asumieron la medida política de detener las masacres y las enfermedades –deci-
sión que hubiera obstado al desarrollo de la empresa colonial–, pedían moderación
recurriendo a aquella supuesta inevitabilidad de las malas consecuencias, sin avanzar
más allá. Por eso no puede decirse con franqueza que no hubiera intención genocida
ni responsabilidad: la intención estaba implícita en el proyecto civilizador.42
Ahora bien, ¿cuáles objeciones podrían oponérsele a la idea de que la conquista
y colonización hispano-criolla en la región que estudiamos pueda ser considerada
un genocidio?

2. En primer término, resurge la cuestión del deliberado designio, que para Lemkin
era fundamental: los perpetradores debían tener el propósito demostrable de eliminar
definitivamente a las víctimas. Esta es la coartada que más suele usarse para lavar cul-
pas o desviar la atención. Se dirá: es verdad que hubo exterminio, pero no fue adrede;
se trató de secuelas impensadas del avance de la civilización.43 Pero en nuestro caso la
voluntad sobreentendida o explícitamente expresada en los documentos de borrar a los
indios del mapa aparece una y otra vez con respecto a todos ellos en forma indiscrimi-
nada o a determinados grupos seleccionados de acuerdo a circunstancias de momento,
despejando cualquier duda al respecto.
Sin que deba interpretarse que esta haya sido la primera vez que se manifestó
en el Río de la Plata, ese furor brota con toda claridad en un momento de fuerte
recrudecimiento de la violencia interétnica durante la década de 1770, al menos de
acuerdo a los registros de que disponemos hasta ahora.

41 Moses 2007, 171.


42 Moses 2007, 173-174.
43 Moses incluye algo injustamente a Leo Kuper (1981) entre quienes sostienen esa posición, pero al
hacerlo lo tergiversa. Es cierto que el autor distingue erróneamente como causas a guerras y ma-
sacres por un lado, y a “políticas deliberadas de exterminio” por el otro, como si fueran opuestas;
pero también sostiene que aunque los procesos de colonización no siempre fueron genocidas, sí lo
fueron con frecuencia, por ejemplo en el caso de las Américas y Australia (Kuper 1981, 15-16).
Introducción 25

En 1777, Felipe de Haedo –dirigiéndose a Pedro de Ceballos, primer virrey de


aquella nueva jurisdicción– subrayaba que, a diferencia de la española, la expan-
sión de los portugueses por sus dominios americanos se había logrado quitándoles
“…la vida a todos quantos Yndios se les oponian, ò no querian reducirse â ser sus
amigos”, en base al convencimiento de que los nativos en todas partes “…son
belicosos, inconstantes, y desagradecidos, y se tiene experimentado que siempre
que pueden, quitan la vida, sin reservar à sus venefactores por bien que los tra-
ten”.44 Según la visión del informante, una conducta tan extrema chocaría con el
temperamento más benigno de sus compatriotas, de modo que para salvaguardar
esa bonhomía analizaba posibles alternativas: la primera, tomarlos prisioneros,
“…y colocarlos en parages que se instru[y]an en breve y abrazen la Catholica reli-
gión”;45 pero dado que en la región las reducciones de naturales habían demostrado
su ineficacia, porque no se había logrado la conversión de los reducidos, se inclina-
ba por considerar más efectivo el reparto “para toda clase de Indios”

…entre las familias de las ciudades Villas, lugares, y Estancias;


dando à cada uno medidamente los que necesite para su Seruidumbre
y exercicios, por el termino de diez años que esta dispuesto, y que
al ca[b]o de ellos se sugeten à darles, un recompensativo correspon-
diente al travaxo que ayan emprendido dichos Indios, en especie de
Bacas, Yeguas, Cauallos, Potros, Obexas, ò Plata, con que puedan
comprarlos.46

Mediante esa reducción a la servidumbre en la producción agropecuaria o en el


trabajo doméstico se destruirían “…los enemigos mas crueles de la Naturaleza hu-
mana de estos paizes”, transformándolos en fieles vasallos, tributarios y soldados
defensores de la corona al cabo de pocos años.47
Sin embargo, aquella supuesta benevolencia quedó desmentida ese mismo año.
Ceballos esbozó una entrada general que penetrara en las pampas y derrotase a sus
habitantes, terminando con los inconvenientes que causaban a los españoles en la
frontera unos seres “…tan inhumanos que se deleitan en matar sin perdonar edad,
ni sexo, y solo reservan alguna vez la vida a las Mugeres que se llevan para sus abo-
minables vicios”.48 Si resultaba imposible convertirlos al cristianismo y reducirlos
a vivir en pueblos como hubiera sido debido, se tornaba indispensable “…por la

44 “Informe elevado por don Felipe de Haedo al virrey del Río de la Plata, don Pedro de Cevallos,
sobre la fundación de la Colonia del Sacramento por los portugueses…”, Biblioteca Nacional
-Sección Manuscritos- Documento N. 1984. Publicado en: Revista de la Biblioteca Nacional, XIII
(33): 73, Primer Trimestre de 1945, 92-93. En esta y las siguientes citas se ha mantenido la grafía
original pero se han desarrollado las abreviaturas.
45 “Informe elevado…”, 93.
46 “Informe elevado…”, 93.
47 “Informe elevado…”, 93-94.
48 Pedro de Ceballos a Joseph de Galvez, Buenos Aires, 27 de Noviembre de 1777. AGI, Buenos
Aires, 57 Duplicados del Virrey, 1776-1777, f. 142.
26 Devastación

natural defensa, y la seguridad publica tratar seriamente de perseguirlos hasta su


extinción”.49
Su relevo del cargo ocurrido poco después impidió que el virrey avanzase en
el proyecto. Su sucesor, Joseph de Vértiz, comenzó por solicitar a los responsa-
bles de la defensa fronteriza sus pareceres sobre la conveniencia de concretarlo.
Los maestres de campo consultados se mostraron de acuerdo con el objetivo
final, aunque lo consideraron irrealizable en las circunstancias del momento:

Desde luego se contarían gloriosas estas Provincias si en la execu-


cion se hiciese tan fácil como al pensamiento la entrada General à
los Yndios infieles propuesta por el Excelentísimo Señor Don Pedro
de Cevallos por que consintiendo en ella la extinción de los Barba-
ros que ocupan estas bastas, y desconocidas Campañas, facilitaban
con seguridad el Comercio, Poblaciones, y otros beneficios que re-
sultarían de esta tan util operación, pero nos hallamos con infinitas
dificultades insuperables à nuestra penetración que para el éxito de
la empresa seria preciso vencer, y sin la esperanza de su deseado fin
à que se dirige.50

Pocos años después, el marqués de Loreto, tercer titular del alto oficio, volvió a
acariciar la idea de destruir por completo y mediante un solo golpe a las agru-
paciones nativas de la frontera meridional. En las instrucciones que impartió a
Basilio Villarino y Francisco Xavier de Piera cuando ambos se dirigían a asumir
sus empleos en el fuerte del río Negro les recomendaba tomar conocimiento de
los caminos y pasos cordilleranos utilizados por los indígenas y los puntos donde
generalmente habitaban, “por lo mucho que interesa para el acierto de las operacio-
nes”, con miras a tomar las “disposiciones relativas â perseguirlos, ô exterminarlos
si fuese posible”.51
Francisco de Piera, que iba a ser comandante del establecimiento del Carmen,52
debería buscar a “la Yndiada, en el Cholechoel” y contando con fuerzas para ata-
carla “…lo hara de modo que no puedan escaparse […] en cuyo caso reservara
Vm [solamente] la vidas a las Mugeres y Niños”.53 Estas crueles instrucciones,

49 Ceballos a Galvez, Buenos Aires, 27 de Noviembre de 1777. AGI, Buenos Aires, 57 Duplicados del
Virrey, 1776-1777, f. 142. El resaltado es nuestro.
50 “Dictamen de la Junta de Maestros de Campo sobre la Expedición proyectada contra los indios
Pampas. 1778.” Biblioteca Nacional de Río de Janeiro (en adelante BNRJ), MS I-29, 9, 59. Los
firmantes son Diego de Salas, Manuel de Pinazo, Ventura Echeverría, Salvador Cabañas, Juan Báez
de Quiroga, Joseph Francisco Amigorena, Joseph Bague y Juan Antonio Hernández.
51 Loreto a Basilio Villarino, Buenos Aires, 24 de Mayo de 1784. AGN IX, 16.04.01. División Colonia
– Sección Gobierno. Costa Patagónica Años 1784-1785.
52 Finalmente no lo sería en ese momento, porque el rey decidió, después de un proceso judicial,
devolver a Juan de la Piedra el cargo de comandante y superintendente del río Negro.
53 “Instrucción reservada que deberá observar el Comandante del establecimiento del Río Negro, D.
Francisco Xavier Piera, en la expedición contra los indios infieles.” BNRJ, MS I-29, 10, 36.
Introducción 27

que implicaban matar a todos los varones adultos, fueron apenas aliviadas por el
comandante Juan de la Piedra cuando agregó las suyas, ordenándole a Piera que si
descubriese asentamientos indios procurase “atacarlos y destruirlos […] reservan-
do [solamente] las [vidas de] mugeres y niños”, pero agregando la posibilidad de
perdonar la vida a quienes

degen los Cavallos y armas, dando muestras de estar sujetos à la


obediencia de Su Magestad y viniéndose à este Establecimiento con
carta de Vm en que asi lo esprese à este Comandante.54

En general y aunque las políticas de la monarquía española en América variaron


según el momento y las condiciones locales,55 puede afirmarse que los encarga-
dos inmediatos de las cuestiones fronterizas rioplatenses fueron muy proclives a
los castigos violentos, y eso por varias razones. En primer lugar, los indios eran
competidores por los recursos –especialmente el ganado– y al mismo tiempo
poblaban las tierras aptas para su crianza. Además, algunos grupos perturbaban
el comercio y la circulación de bienes y personas entre puntos y por rutas vitales,
como la que unía Buenos Aires con Mendoza y Santiago de Chile.56 Unas fronte-
ras demasiado amplias y abiertas dificultaban su control integral y esa dificultad
hacía allí la vida más insegura. Competencia, inseguridad y debilidad en la vi-
gilancia se conjugaban para propiciar la aplicación de una violencia desmedida.
Tanto las acciones como las reacciones españolas, muchas veces a ciegas y en-
caminadas a dar una lección y amedrentar a posibles incursores y merodeadores,
generaban respuestas aún más difíciles de controlar.
La misma cara atroz del Estado volvería a mostrarse con relación a algunos
grupos indígenas una vez concluida la etapa colonial, durante la época de Juan
Manuel de Rosas. Desde sus primeras intervenciones políticas a principios de
la década de 1820, el futuro restaurador negó a los grupos indígenas el status
de sociedades independientes que pudieran considerarse amparadas por el dere-
cho de gentes y sostenía que debían ser asimilados a la condición de bandoleros
punibles como vulgares ladrones o delincuentes comunes.57 En ese sentido, su
pensamiento está distante del posterior discurso legitimador de la invasión de los
territorios indígenas durante la década de 1870, cuando se los tendería a equipa-

54 Juan dela Piedra. “Instrucción reservada al comandante de la expedición contra los indios infieles
del Rio Negro. 1784”. Doc. Nº 2º: “Ynstruccion q.e deverà observar Ygn.º Galadoch Patron dela
Chalupa San Juan Bap.ta enla comisión que se le confiere por estè rio àrriva”. Rio Negro, 24 de
Diciembre de 1784. BNRJ MS I-29, 10, 39.
55 Cf. Weber 2005. Por ejemplo, Francisco de Viedma (el comandante de Carmen de Patagones
anterior a Piedra), mientras compraba diariamente ganado a los indios para el abasto del pueblo,
sugería al virrey la eliminación de los nativos con el objeto de interrumpir las incursiones en la
frontera de Buenos Aires. Sin embargo, nunca dio el menor paso en ese sentido, sabiendo que,
dadas las circunstancias, el objetivo sería de imposible cumplimiento (ver capítulo 6).
56 Villar y Jiménez 2000 y 2003c.
57 Cfr. Acción de Juan M. de Rosas sobre derechos de ganados, AGN, VII, 2066, s.f.; Bechis 1996b;
Alioto 2011a, 183-185.
28 Devastación

rar con la condición de fuerzas extranjeras que era preciso desalojar en nombre
de la integridad nacional.58
La compleja política rosista se tradujo en la meditada trama del negocio pacífi-
co que incluía a indios amigos y aliados,59 aunque al mismo tiempo prescribía una
actitud despiadada respecto de los indígenas hostiles, esto es, quienes se negaban
a ingresar en aquel trato o se rebelaban.60 Con ellos, Rosas fue implacable: los
ranqueles sufrieron varias campañas en las que perdieron centenares de vidas y
recursos,61 percibiéndose claramente en la palabra y en el obrar del gobernador que
su rotunda intención última apuntaba a eliminarlos del mapa étnico de la región.62
Para decirlo sintéticamente: en épocas previas a la Conquista del Desierto, la
inclinación de gobernantes, funcionarios, religiosos y militares a promover políti-
cas de exterminio análogas contra grupos indígenas del Río de la Plata y Chile fue
permanente. En realidad, la diferencia reside no tanto en la voluntad de ejecutar
esas acciones como en la precariedad de los medios militares y las instituciones de
apoyo con que contaban, en contraste con los de los estados nacionales unificados
en las últimas décadas del siglo XIX.
Los funcionarios coloniales de las fronteras meridionales de América estaban
en su mayoría persuadidos de que sólo la imposibilidad de vencerlos definitiva-
mente hacía que debiera tolerarse a los indígenas, en un mero gesto de realismo
político.63 Pero no obstante, en los distintos momentos de una disputa a largo plazo
por el territorio, la violencia fue moneda común y el ideal de eliminar a la pobla-
ción nativa como tal se mantuvo vigente.64
A partir de los inicios de la era moderna, los europeos habían establecido ciertos
códigos de restricción en las acciones de guerra que conformaban el jus in bello,
es decir el derecho vigente entre naciones en tiempos de contienda armada. Esas
reglas (a menudo no escritas) estipulaban, entre otras cosas, un trato humanita-
rio hacia los no combatientes y prisioneros, únicamente cuando se luchaba contra
enemigos “civilizados” a quienes se consideraba iguales. Pero con respecto a los
infieles o “salvajes”, aplicaban, en cambio, la llamada bellum romanum –heredada
justamente del imperio– que eliminaba toda barrera o limitación y consideraba

58 Trinchero 2006, 131.


59 Ratto 1994. En el mejor de los casos, únicamente a estas dos categorías podría referirse la afirmación
de Pedro Navarro Floria acerca de que la política indígena del restaurador fue fundamentalmente
pacífica (2001, 359) y ello cerrando con fuerza los ojos frente a la gran conflictividad –no sólo
en el sentido bélico del término– que singularizó a las relaciones inter-étnicas y fronterizas en su
conjunto, sobre todo durante la década de 1830.
60 Ratto 1996, 1998.
61 Jiménez y Alioto 2007, y ver capítulo 4.
62 Jiménez, Alioto y Villar 2014, ver capítulo 4.
63 Alioto 2014a, ver capítulo 6. Cf. en general, la obra de David Weber (2005, 181); y el análisis de
Florencia Roulet acerca del comportamiento político individual de un funcionario colonial (2002).
64 De todas maneras, y como ha demostrado Rob Harper (2015), es necesaria una interpretación
contextual de las masacres: no basta con la motivación en general, sino que hay que considerar las
circunstancias que las hacen posible.
Introducción 29

al enemigo merecedor de las mayores atrocidades.65 Inclusive los tratadistas del


Derecho de Gentes iluminista establecían esa distinción, sosteniendo que las reglas
no corrían “cuando se está en guerra con una nación feroz, que no observa reglas
ningunas ni sabe dar cuartel”.66
En términos de la relación entre hispano-criollos y nativos en la región, no
faltaron hombres de armas, miembros de la iglesia y civiles que mostraran su vo-
luntad expresa (devenida en acciones concretas tendientes a ese objetivo cuando la
ocasión era propicia) de exterminar a poblaciones enteras que resultaran molestas
por alguna causa, en general relacionada con su resistencia a subordinarse.
En esas oportunidades, se transformaba en papel mojado toda regla usualmente de
rigor en acciones bélicas entre potencias europeas –y en principio aplicables también
a los contextos coloniales–, tendiente a preservar la vida de mujeres, niños y ancianos
y a ejercer violencia sólo en contra de varones adultos en actitud o con capacidad de
combatir. En tales contextos, por el contrario, se permitió y alentó de hecho la muerte
de la mayor cantidad de personas –fueran o no combatientes– con el objetivo de acen-
tuar el derrumbe demográfico de las comunidades enemigas y desencadenar una crisis
que cancelase la capacidad de defender su autonomía y su territorio.
Hacia la conclusión de la época colonial, incluso, cuando en general se admite
una merma en la violencia fronteriza, algunas campañas mostraron conductas reñidas
con la idea de pacificación. Por mencionar sólo un ejemplo, en la campaña realizada
contra la sublevación de los indios de Río Bueno, al sur de Valdivia, en 1792, el ejér-
cito español mató por igual a combatientes y no combatientes, hombres, mujeres y
niños, con la complacencia y estímulo de los franciscanos que lo acompañaban.67 Lo
mismo había ocurrido en 1784 con una partida enviada desde Carmen de Patagones
aguas arriba del río Negro por el comandante Juan de la Piedra, antes de involucrarse
en otra campaña de idénticas características e intenciones que fue truncada por los
indios en Sierra de la Ventana y le costó la vida al propio comandante.68
Podría argumentarse la plausibilidad de que algunos funcionarios militares ha-
yan actuado a su discrecional arbitrio y sin seguir órdenes superiores, y en efecto
así ocurrió en ocasiones; pero a menudo la claridad de las instrucciones recibidas

65 Howard 1994, 3. En este sentido, el Holocausto nazi puede ser visto como el regreso a casa de la
barbarie, aplicada desde los inicios de la expansión sobre el resto del mundo y ejercida ahora en el
centro mismo de Europa, basándola en una concepción racista (Lindqvist 2004, 30-32; Zimmerer
2008); esa idea es conocida como parte de las tesis de Hanna Arendt (1968 [1950]), pero Sven
Lindqvist (2002, 49) notó que ya en 1885 James Anson Farrer señalaba el peligro de que los ofi-
ciales acostumbrados a la barbarie colonial la llevaran consigo de regreso a Europa (Farrer 1885).
Acerca de la existencia de un racismo pre-científico o “arcaico” de potencialidad genocida anterior
al darwinismo y aplicado en América y Australia, ver Finzsch 2005.
66 Vattel 1834, 114. Es asimismo cierto que esos tratadistas fueron parte de una larga tradición intelec-
tual que, en Occidente, cuestionó con variable énfasis el colonialismo y sus procederes violentos:
cf. Fitzmaurice 2010. A esa tradición pertenecía Lemkin, y también las varias generaciones poste-
riores de estudiosos entre los que querríamos contarnos.
67 Ver capítulo 2.
68 Ver capítulo 6. Sobre los conflictos entre indios y cristianos y entre las distintas parcialidades
indígenas de la región en la época considerada, ver Villar y Jiménez 2003a, 2003b, 2003c.
30 Devastación

por escrito demuestra lo contrario. Si a los casos ya aludidos hubiera que agregar
una referencia a tiempos postcoloniales, bastaría con recordar que Juan Manuel de
Rosas, en las campañas contra los ranqueles de la década de 1830 mencionadas
más arriba, dejó categóricas y estrictas consignas de matar a todas las personas que
fuera posible. Y además manifestó su diáfana intención de acabar con el grupo en
su conjunto, exponiendo el designio de exterminarlo sin más.69

3. Una segunda objeción podría girar en torno a la naturaleza bélica de los conflictos,
con el argumento de que lo ocurrido en las fronteras rioplatenses fue una guerra y no
un genocidio y que, como siempre sucede en las guerras, hubo vencedores y venci-
dos con tremendas consecuencias negativas para estos.70 Pero guerra y eliminación
genocida no son opuestos excluyentes; al contrario, la segunda es (o puede ser) parte
de aquella.71 No obstante, la alternancia de periodos de paz y convivencia pacífica no
está excluida y menos aún la posibilidad del comercio: los mismos grupos que ba-
tallan en un momento pueden comerciar en el siguiente. Muchas masacres tuvieron
lugar en tiempo de guerra y contra enemigos declarados,72 pero muchas otras no: en
una serie numerosa de casos que estudiamos, los indígenas no deberían haber tenido
por qué temer, pues eran aliados de sus inesperados predadores e incluso habían reci-
bido promesas de no agresión inmediatamente antes del ataque.73
El modelo de beligerancia que gradualmente fue imponiéndose en la frontera
y terminó por constituirse en una tradición de cómo ejecutar la “guerra contra los
bárbaros” implicaba la incursión sorpresiva en el territorio enemigo, la muerte de
los varones adultos, y la toma de cautivos entre mujeres y niños. Generación tras
generación, desde los primeros tiempos de la conquista española, todo líder militar
u oficial con experiencia de campo transmitió a sus subordinados nociones tácticas
acerca de cuándo y cómo atacar a los campamentos indios.74 La excesiva aproxi-
mación de los indios a la frontera, el crecimiento desusado de su número, las pre-
sencias no habituales entre ellos, el hecho de que poblaran espacios apetecidos o de
que se apropiaran de animales que los cristianos consideraban propios generaban
tensiones constantes y tendían a producir choques y entredichos que conllevaban
la necesidad de la consabida represalia.75

69 Ver capítulo 4.
70 Un ejemplo de esta posición en Bechis 2010a.
71 Lemkin ya lo había percibido así, al definir el concepto de genocidio a partir de la conducta de los
alemanes durante la Segunda Guerra Mundial.
72 Sobre la relación entre genocidio y crímenes de guerra, aunque centrado en casos del siglo XX, ver
los estudios reunidos en Andreopoulos (ed.) 1994.
73 Ver capítulo 1.
74 Una transferencia similar -y quizá relacionada- ocurriría más tarde con las tradiciones de la llamada
guerra contrainsurgente, como la ejecutada por los españoles en Cuba, los franceses en Argelia, los
militares argentinos contra la propia población de su país, y los estadounidenses en muchas partes
del mundo.
75 Nancy Scheper-Hughes y Phillipe Bourgois sostienen que la violencia es mimética, y así como en
el principio homeopático o en la magia imitativa lo semejante produce lo semejante, la violencia
Introducción 31

Al malón, modalidad militar predominante de los indígenas, se contrapuso una


forma simétrica de lucha.76 Los contingentes hispánicos se habituaron rápidamente
(debieron hacerlo) al tipo de combate incursivo –informal, sorpresivo y veloz– an-
tes que a persistir en el enfrentamiento abierto y formalizado de dos ejércitos.77 Se
consolidó entonces una suerte de cultura militar mestiza: ambos “bandos” procu-
raban reunir toda la fuerza que pudiesen, atacar al enemigo de un solo golpe y por
sorpresa, producir el mayor daño posible, llevarse cautivos y animales y –especial-
mente en el caso de los españoles– destruir las reservas de alimentos, las viviendas
y cualquier otro tipo de infraestructura, y los recursos de transporte (caballos).78
Así, la entrada a territorio enemigo pasó a ser un denominador común y las
masacres se hicieron frecuentes. Los españoles, afectados por la escasez de dine-
ro, personal, armas y animales, aprovechaban cuanta oportunidad se presentara de
reunir con esfuerzo los medios necesarios para incursionar, cuidándose luego de
demostrar a sus superiores que la aventura había valido la pena. Ocurrió entonces
que, si no encontraban a las parcialidades buscadas (o no sabían con certeza a quié-
nes buscaban), atacaban a otras en su reemplazo, porque los objetivos a cumplir
siempre demandaban la aplicación de un castigo a las –alegadas– ofensas recibidas
(aunque fuera genéricamente y no recayera sobre los “verdaderos culpables”) para
crear en los nativos un temor perdurable y acreditarse un triunfo que mereciera ser
exhibido políticamente. En la región tuvieron poco efecto práctico –o ninguno– las

produce violencia: por eso es que puede hablarse de cadenas, espirales y espejos de violencia, o de
lo que ambos autores llaman continuum de violencia (Scheper-Hughes y Bourgois 2004).
76 Notemos también que, como señaló Nicolás Richard (2015), en parte del discurso historiográfico
tradicional las conquistas de los territorios indígenas a fines del siglo XIX se pretendieron hechas
sin guerra, porque el término guerra se reservaba a la confrontación entre Estados: entonces son
“expediciones” o “campañas” sin enemigo y sin sujeto.
77 La tendencia a tomar como parámetro general esta forma de combatir -propia de la modernidad e
interna a Europa- está siendo cuestionada: cf. Barkawi 2016.
78 Con esto está ligada la cuestión de la agencia indígena: ¿Decir que los indígenas han sido sólo
víctimas de un genocidio equivale a despojarlos de su rol de agentes históricos y negar el conflicto
y la guerra? Nicholas Thomas afirma que el discurso acerca del dominio colonial sobre pueblos
indefensos es una replicación de otro más antiguo referido a la desaparición de las razas atrasa-
das: niega a los indios agencia y capacidad de resistencia y adaptación; Scheper-Hughes opina,
al contrario, que la antropología se construyó y alimentó de los varios genocidios coloniales y
post-coloniales (ambos citados en Moses y Stone 2007, vi). En el caso regional, no hay duda de
que hubo resistencia y que los nativos tuvieron capacidad de actuar, puesto que las masacres se
relacionaron con la guerra. Semelin (2002) propone que las masacres pueden ser bilaterales (como
en una guerra civil) o unilaterales (el Estado contra sus ciudadanos). ¿Puede afirmarse que en las
fronteras meridionales del Río de la Plata y Chile hubo masacres bilaterales? Más aún, si los indios
hubiesen podido, ¿habrían eliminado a los españoles, en una especie de “genocidio desde abajo” o
de genocidio anticolonial, como ocurrió por ejemplo en Haití? Sobre las atrocidades francesas en
Haití, cf. Girard 2005 y 2013. Hubo históricamente ocasiones en que los nativos subordinados por
un imperio replicaron con un alto nivel de violencia, apelando a prácticas genocidas y generando
lo que Jones y Robins (2009, 3) denominaron “genocidios subalternos”. Nicholas Robins vincula
estos genocidios con prácticas milenaristas, y ha estudiado sistemáticamente dos casos: la rebelión
entre los Pueblos en Nuevo Méjico en 1680 y la Gran Rebelión Andina en el alto Perú en 1780-82
(Robins 2002, 2005 y 2009).
32 Devastación

órdenes reales de que no se utilizara la violencia salvo que mediaran motivos va-
lederos, entre otras razones debido a que la decisión acerca de quiénes la merecían
quedaba deferida al criterio de los responsables locales.
La prueba más palmaria de la vigencia entre los propios españoles de esa cultu-
ra militar creada reside en que los ataques a las tolderías indias muestran un patrón
de comportamiento recurrente a lo largo del tiempo. Las sucesivas generaciones
aprendieron sobre el campo el ejercicio de una guerra peculiar, cuyas prácticas sui
generis se asimilaban y ejercían en especial en los territorios coloniales.79
En las largas disputas territoriales –similares a las ocurridas en otras situaciones
coloniales–, la violencia constituyó un resorte habitualmente aprovechado por las
partes que no puede desvincularse del efecto que la intrusión expansiva del estado
tuvo en las poblaciones indígenas: el de militarizarlas y obligarlas a resistir el avan-
ce a mano armada, la creación, en suma, de una “zona tribal”.80
Es notable la repetición del hecho –ya aludido– de que muchos de los grupos
que fueron víctimas de masacres y violencia masiva no se encontraban en conflicto
con los hispano-criollos, y que no fueron atacados en condiciones de combate: todo
lo contrario, eran grupos que estaban de paz y no tenían motivos para considerarse
en peligro. A la hora de tomar revancha por algún motivo o de ejercer una violencia
ejemplificadora, los cristianos parecían asumir que los grupos indígenas eran inter-
cambiables: si no se ubicaba a los “agresores”, cualquier objetivo resultaba bueno
para sustituirlos. Al calor de la indignación, las fronteras conceptuales y políticas
entre indios amigos y enemigos, indios de paz y de guerra se esfumaban, y una vez
en campaña, cualquiera podía transformarse en víctima.

4. Una tercera cuestión es la sistematicidad y continuidad del proceso. ¿Sólo puede


considerarse como genocidio un plan sistemático y de aplicación permanente dentro
de un periodo acotado? ¿O es aceptable la idea de que lo constituyan una serie de
acciones discontinuas, separadas por periodos de (relativa) paz?81
En el caso de las fronteras que nos interesan, consideramos que fue a la inversa
de lo que en general se piensa: hubo una intención genocida desde el comienzo, pero
no la posibilidad de concretarla totalmente. Siempre existió la intención de quitar a
los nativos de en medio, sostenida por una ideología que, con matices cambiantes,
los definía como bárbaros o salvajes, menos que humanos, y por lo tanto no mere-
cedores de ocupar el territorio que la corona primero y el estado nacional después

79 Aunque convenga recordar que también las experimentaron ciertos europeos rebeldes, como
ocurrió en Flandes.
80 Cf. Ferguson y Whitehead 1992.
81 Algunos autores utilizan el concepto de mass killing para designar una situación intermedia entre
la masacre -considerada un acontecimiento puntual y de una letalidad comparativamente menor- y
el genocidio, extendido en el tiempo y más mortífero: “las matanzas masivas no están, en general,
limitadas geográfica o temporalmente, esto es, ocurren con frecuencia durante un período prolon-
gado e involucran un número más elevado de gente que una masacre. Cuando las matanzas masivas
ocurren, no hay intención de eliminar enteramente al grupo víctima en cuestión. No es genocidio,
aunque puede ser un paso en el camino” (Dwyer y Ryan 2015, xiii, traducción propia).
Introducción 33

reivindicaban como propio. La falta de recursos económicos y militares impidió lle-


var adelante una campaña de eliminación total. Los planes fueron reiteradamente
presentados, pero no pudieron materializarse, dado que el Estado colonial, o bien no
disponía de recursos militares suficientes, o no quería destinarlos a territorios que se
consideraban marginales; y los particulares no podrían haber consumado la empresa
sin la colaboración estatal. Después de la independencia, y especialmente con Rosas,
aparece la posibilidad de que los recursos del Estado se usen para eliminar a pobla-
ciones enteras; y esas posibilidades se incrementarán más aún a medida que el Estado
crezca en sus capacidades militares, económicas, financieras, y políticas.
Si se observan con atención las prolongadas disputas por el dominio de la tie-
rra, podrá constatarse que estuvieron jalonadas por una larga sucesión de pulsos
genocidas. Bastaba que los cristianos se sintieran amenazados para que, reunidas
las fuerzas necesarias, se desatara la violencia sobre los nativos con una inflexibi-
lidad difícil de superar y la intención eliminatoria como logro de máxima. A causa
de ello, las comunidades indígenas debieron ir reconfigurándose, en gran medi-
da a raíz de los detrimentos demográficos, económicos y territoriales infringidos.
Aunque se lo haya percibido como una guerra con agresiones de ambos lados, las
consecuencias sobre las poblaciones indias, dada su menor densidad, fueron tre-
mendamente peores: la pérdida de un cierto número de personas, en especial si eran
jóvenes y mucho más si se trataba de mujeres en edad reproductiva, colocaba la
sustentabilidad grupal en estado crítico, sin que importe en realidad cuán pequeña
pueda parecer la cantidad de víctimas.

5. Una cuarta cuestión, relacionada con la anterior, se expresa en la siguiente pre-


gunta: para considerar que estamos frente a un genocidio ¿debería acreditarse que
los perpetradores perseguían la eliminación de todos los grupos indígenas, o basta-
ría con que se busque sólo la de algunos de ellos? Dejando de lado los ambiciosos
propósitos que inspiraban a los proyectos de organizar grandes entradas (como el
pergeñado por Cevallos), con mayor frecuencia los administradores tenían de an-
temano la certeza de que se les haría imposible la eliminación de todos los nativos,
pero sí tenían la expectativa de provocar la desaparición de ciertas comunidades
que evocaban la idea de una permanente reluctancia, o de aquellos que eran identi-
ficados como seguidores de un líder considerado irreductible.82
Si considerásemos que cada agrupación indígena local –o incluso cada unidad
política (digamos, de manera convencional, cada cacicato)– constituía sólo un seg-
mento de una unidad más amplia y abarcadora, como lo hace por ejemplo Martha
Bechis,83 hasta podría admitirse que las atrocidades cometidas no fuesen considera-

82 Los caciques corsarios de la segunda mitad del siglo XVIII despertaban un furor de ese estilo en
los oficiales de la corona, en especial Llanquetruz (ver Jiménez 2006, 75-93).
83 Bechis 2008. Bechis argumenta convincentemente que el área pan-araucana puede considerarse
una unidad cultural, pero no logra demostrar que se trata de lo que ella llama una unidad social: su
idea de que cada agrupación es un segmento que no puede reproducirse independientemente es para
nosotros errónea, y sus consecuencias van más allá de lo atinente al tema de esta introducción.
34 Devastación

das genocidas, en tanto no se encaminaban a eliminar a la totalidad de un grupo ét-


nico, sino solamente a una fracción del mismo. Pero si en cambio sostuviéramos –y
así lo hacemos en este libro– que una agrupación dada equivale a una unidad en sí,
es evidente que los ataques tuvieron con frecuencia el resultado casi siempre inten-
cional de eliminarlas completamente, o de ponerlas en serio riesgo, dispersándolas
y obligando a los sobrevivientes a rearmarlas luego de superar grandes dificultades.
¿Cómo se relacionan las políticas fronterizas con las necesidades y posibilida-
des económicas de sus gestores? Ya vimos más arriba que la decisión colonial de
preservar o intentar preservar las vidas de los indios ocurre casi siempre cuando su
fuerza de trabajo puede ser utilizada preferencialmente.84
El hecho de que las llanuras del Plata constituyeran espacios abiertos y dedicados
en buena medida a la explotación ganadera extensiva hacía que los indios fueran vis-
tos como predadores de riqueza, para colmo imposibles de frenar a causa de la enor-
me y desconocida extensión que poblaban y de su propio modo de vida “nómade”.
En ese sentido, los nativos componían un conjunto de gente prescindible que hubiera
convenido eliminar. La explotación ganadera con fines comerciales, su exigencia de
nuevas tierras, y la tendencia a desarrollar políticas genocidas contra los habitantes
indígenas de aquellas guardan entre sí una estrecha relación que ya ha sido notada en
variadas regiones fronterizas como Sudáfrica, Australia, y Norteamérica.85
Pero por otra parte, se trataba de una región en la que siempre hubo escasez de
mano de obra, que debió suplirse con esclavos o migrantes del norte. Porque si bien
la ganadería no requería mucho personal, sí la reclamaba la agricultura que lógi-
camente también se practicaba, y más aún y especialmente el servicio doméstico.
De acuerdo con eso, la modalidad militar preferida por los cristianos (matan-
za de los varones adultos y prisión y reparto de mujeres y niños) les reportaba
un doble beneficio: disolvía la amenaza bélica y depredatoria que se ceñía sobre
personas, campos y ganados, a la vez que generaba un flujo de fuerza de trabajo fe-
menina e infantil hacia aquellos rubros en los que los españoles más la echaban de
menos –como el del trabajo doméstico– puesto que su falta implicaba invertir altas
sumas en esclavos, o resignarse a que las mujeres españolas tuvieran que trabajar
en actividades impropias de su rango.
En síntesis: el hecho de que se considere o no un genocidio, ¿se define por las
intenciones, por las características de los hechos perpetrados, o por sus resultados?
Si lo que importa es la intención genocida, en nuestro caso parece existir desde
el principio, aunque no siempre se haya formulado de un modo totalmente claro.

84 Jean-Paul Sartre notó tempranamente que la necesidad de mano de obra indígena en el contexto co-
lonial africano hacía que las demás formas de violencia opresiva no culminaran en genocidio: “¡Po-
bre colono! Su contradicción queda al desnudo. Debería, como hace, según se dice, el ogro, matar
al que captura. Pero eso no es posible. ¿No hace falta acaso que los explote? Al no poder llevar la
matanza hasta el genocidio y la servidumbre hasta el embrutecimiento animal, pierde el control,
la operación se invierte, una implacable lógica lo llevará a la descolonización” (Sartre 1961, 15).
Sin embargo, cuando los colonizadores no supieron cómo enfrentar una guerrilla que involucraba a
todos los pobladores, no dudaron en matar a gran parte de la población civil para aterrorizar al resto.
85 Adhikari 2015.
Introducción 35

No obstante, estuvo presente sin lugar a dudas en la década de 1770, momento a


partir del cual se la encuentra enunciada sin ambages.
Si, por el contrario, fuera definitorio el tipo de acciones consumadas, se cuentan
la mayoría de las que son consideradas parte integrante de un proceso genoci-
da: masacres, eliminación de no combatientes –mujeres, niños, ancianos–, reparto
posterior de los sobrevivientes entre oficiales y familias de los vencedores, y des-
articulación de las comunidades. Aunque no lo estén bajo la forma de un obrar
continuado, sino de una serie de sucesivos eventos discontinuos cuya integración
se percibe en su larga duración.
En cambio, si lo que se tomase en consideración fueran las consecuencias –es
decir, cuánta gente murió y cuánta sobrevivió, y si el grupo agredido subsistió o
no–,86 la calificación de genocidio aplicada a los eventos de épocas anteriores a las
campañas iniciadas en la segunda mitad de los años de 1870 exigiría una adecua-
ción de la escala de nuestra observación. En efecto: como se trata no de operaciones
militares simultáneamente ejecutadas en contra de la totalidad de los grupos indios
existentes en la región, sino de acometidas que afectaron a ciertas comunidades en
particular, podrá afirmarse que hubo genocidio sólo cuando la subsistencia autóno-
ma de una de ellas se haya convertido en inviable a causa del embate. Una inviabi-
lidad de esta magnitud pudo verificarse por tres vías no estrictamente excluyentes
entre sí: desaparición comunitaria a causa de la muerte violenta de todos –resultado
infrecuente– o de la gran mayoría de sus miembros, seguida en este caso por el
reparto de familias o individuos aprisionados entre los hispano-criollos, y por la
dispersión de sobrevivientes en fuga y su posterior incorporación voluntaria a otras
comunidades indígenas, asumiendo una nueva identidad en el marco de procesos
etnogenéticos regionales muy frecuentes y de largo alcance.

IV. Reparto de no combatientes y otras prácticas violentas


1. Hemos visto que las prácticas violentas y atroces perpetradas por los coloniza-
dores no se agotaron en la comisión de masacres. Toda una serie de acciones adi-
cionales colaboraron en sus objetivos crecientes de controlar, desplazar, desposeer,
e incluso eliminar a las poblaciones indígenas.
Ligado a las matanzas estuvo el reparto de los sobrevivientes –su complemen-
to y corolario–, casi siempre mujeres y niños, entre oficiales militares y vecinos.
Ambas acciones se integraban en una secuencia, constituyendo un complejo masa-
cre-reparto invariablemente reiterado en la historia de las fronteras pampeanas.87

86 Por ejemplo, la definición utilizada por Mohamed Adhikari va en ese sentido: “la destrucción física
intencional de un grupo social en su totalidad, o la aniquilación intencional de una parte tan significativa
del grupo que este ya no es capaz de reproducirse biológica o culturalmente” (Adhikari 2015, 2).
87 Ver capítulos 8, 9 y 10. Sólo llamaremos la atención ahora acerca del hecho de que el secuestro de
niños y la separación de sus familias, su apropiación y cambio de identidad, son considerados o
bien constituyentes principales de un genocidio, o bien, en la más frecuente aplicación del derecho
público contemporáneo, como delitos de lesa humanidad que resultan imprescriptibles.
36 Devastación

La guerra que en ellas tuvo lugar propiciaba el descontrol, porque las prácticas no
se cometían contra una población civil cuyos derechos fueran reconocidos.88
El hecho de dejar con vida a mujeres y niños indígenas89 responde en parte a
una necesidad económica: eran personas que podían ser reducidas a la servidumbre
y más fáciles de controlar que los varones adultos, de manera que resultaba mejor
conservarlas vivas.90 Por esa misma razón, su apropiación por parte de institucio-
nes y familias hispano-criollas para destinarlos en general al servicio doméstico
comenzó con la propia colonización, incluso adoptando formas de aparente cari-
dad, como en el caso de los niños acusados de brujería en Chile “rescatados” por
conchavadores para “salvarlos de la muerte” y vendidos luego a los vecinos.91 La
distribución de personas alcanzó su culminación en los años de 1880, aunque con-
tinuó luego hasta el día de hoy.
Un ejemplo de la afligente situación de los no combatientes capturados se evi-
dencia en el alto grado de exposición a los abusos cometidos por quienes debían
cuidar a las prisioneras indias recluidas en la Casa de Recogimiento durante la
época colonial,92 lo mismo que en los repetidos maltratos cotidianos de que fueron
objeto las personas destinadas al servicio en casas particulares.
A muchos años de concluida la etapa colonial, la práctica de reparto y desmem-
bramiento de familias93 –nunca interrumpida– tuvo desde luego, como dijimos, su
más notable expresión durante y después de las campañas roquistas. Sin perjuicio
de las investigaciones que ya han dado cuenta de ello,94 en este volumen se agregan
datos e interpretaciones acerca del nivel de participación de la sociedad civil que
aportan al respecto una visión en cierto sentido más contundente.95

88 Como a pesar del desorden revolucionario ocurrió durante las Guerras de Independencia: cf.
Rabinovich 2013.
89 No faltan casos en que también ellos fueron ultimados durante el ataque con el argumento de que
se habían resistido.
90 Podría decirse que esa también es la lógica indígena, pero la diferencia reside en el status de las
cautivas tomadas por los nativos: ver entre otros Socolow 1987b, Mayo y Latrubesse 1998, Villar
y Jiménez 2001, Ratto 2010.
91 Villar y Jiménez 2001.
92 Ver al respecto el estudio elaborada por Natalia Salerno e incluido en este volumen, capítulo 9.
93 Respecto de esta cuestión y para ilustrar también la vaguedad conceptual que suele campear en el uso
de los términos, recordemos que Burucúa y Kwiatkowski (2008 y 2014), siguiendo la teoría liberal,
señalaron que la existencia de un genocidio se verifica especialmente cuando es un Estado criminal
el que lo planea y ejecuta. En ese orden de ideas, Burucúa considera que en el caso de la Conquista
del Desierto no hubo genocidio, porque no se planeó un exterminio, pero no obstante, en la misma
entrevista, afirma que la dictadura argentina de 1976 sí fue responsable de cometerlo porque “…
jurídicamente el rasgo particular que la define como genocidio es lo que se hizo con los niños, la sus-
tracción de bebés” (Moledo 2009). No queda clara, por lo tanto, la razón que veda el uso del concepto
con relación a las campañas de Roca (promovidas, financiadas y ejecutadas por el Estado), durante las
cuales -y con posterioridad- se sustrajeron niños de ambos sexos y de todas las edades, separándolos
para siempre de sus familias y comunidades.
94 Cf. Mases 2002; Delrio 2005; Delrio, Lenton y Musante 2010; entre otros.
95 La investigación de Pablo Arias sobre este tema se encuentra en el capítulo 10.
Introducción 37

La iglesia legitimó todas esas acciones atroces desplegadas por las fuerzas ar-
madas y los civiles. Los misioneros salesianos, acompañantes de las expediciones,
participaron luego en el reparto de familias, oscilando entre el apoyo entusiasta, el
silencio, y unas tímidas manifestaciones de disconformidad ante el obrar de los mi-
litares, que no se transformaron en denuncias públicas, sino en críticas restringidas
al interior de la orden.96
Otra de las acciones violentas desplegadas contra las comunidades indígenas,
y quizá la menos visible, fue la violencia sexual ejercida sobre mujeres prisio-
neras.97 Su registro es infrecuente, dado que, al contrario de las muertes hechas
“en combate”, no eran conductas de las que los perpetradores pudieran sentirse
orgullosos como para informarlas, dar testimonio público de ellas o dejarlas re-
gistradas de alguna manera. Su ocurrencia entonces, sin duda silenciada y sub-re-
presentada en las fuentes, sólo puede inferirse de documentación menos directa,
por caso, las acusaciones debidas a la prédica de enemigos políticos o de obser-
vadores externos, sensibilizados por la crudeza de los hechos.
Una serie adicional de prácticas estuvo relacionada con la desnaturalización o
destierro de los indígenas, alejados de sus territorios con la intención de castigarlos
y también de neutralizar posibles represalias. Ese recurso fue utilizado con fre-
cuencia por las autoridades coloniales y republicanas de Chile y el Río de la Plata
para “sacar del medio” a aquellos individuos o grupos de personas que, a su modo
de ver, resultaran molestos o peligrosos. Los indígenas temían el desarraigo –lo
concebían uno de los peores destinos posibles– y lo resistieron de todas las maneras
a su alcance.98
Por último, se registra asimismo un conjunto de conductas relacionadas con las
epidemias introducidas desde el Viejo Mundo que provocaron una fuerte mortali-
dad en los indígenas. La conciencia de su relevancia se ha hecho cada vez mayor
entre los estudiosos. Aunque pueda argüirse con cierta razonabilidad que no se
trató de una acción ejecutada ex professo, los europeos no están del todo eximidos
de responsabilidad. La dicotomía violencia y guerra (como forma voluntaria de ex-
terminar o diezmar) versus enfermedades infecciosas (como consecuencia involun-
taria de la invasión y colonización) ve muy aminorada su potencia argumentativa,
en cuanto se consideren ciertas modalidades intermedias que enlazan los extremos
de esa proposición, minando la idea de que se trataría de opuestos irreconciliables.
En distintas épocas, hubo situaciones de descuido y negligencia evidenciados en
el tratamiento de epidemias propagadas entre los prisioneros nativos –típica pero

96 Ver el aporte de Joaquín García Insausti en el capítulo 11. Ya hemos consignado que mucho tiempo
antes, los misioneros franciscanos que acompañaban la expedición de 1792 comandada por Figue-
roa contra los huilliche rebeldes en el sur chileno brindaron sin reservas su asistencia espiritual a las
tropas, en una actitud que se reitera muy a menudo en contextos análogos: ver capítulo 2. Además,
estos casos traen a la memoria la justificación eclesiástica de los crímenes cometidos durante la
última dictadura militar en nuestro país, un apoyo esencial para los perpetradores.
97 Ver capítulo 4.
98 Al tema se refiere la contribución incorporada como capítulo 14 de este volumen.
38 Devastación

no exclusivamente la viruela–, que constituyeron un complemento de la violencia


ejercida en el campo.99
Las prácticas enumeradas en las páginas anteriores no han sido excluyentes,
sino confluyentes: conformaron un complejo integral que puede ser conceptua-
lizado de diversas maneras. Una opción es la de utilizar el concepto genocidio,
cuyo significado en disputa no es unívoco y tal vez nunca lo será. Stein lleva razón
cuando afirma que

[e]n algún grado los argumentos obtienen resonancia por la pesada


carga de oprobio moral que conlleva el concepto genocidio. Como
nota Lang, el término genocidio “ha llegado a ser usado cuando to-
dos los demás términos del oprobio fallan, cuando el hablante o es-
cribiente quiere subrayar una serie de acciones como extraordinarias
en su malevolencia o atrocidad”. Clasificar un caso de estudio como
un ejemplo de genocidio tiene implicancias que conciernen a su im-
portancia académica y también moral. De ahí el grado de resolución
con el cual algunos académicos han argumentado para la clasifica-
ción de ejemplos particulares bajo un título o el otro.100

Otra alternativa sería inclinarse por la noción eliminacionismo propuesta por Da-
niel Goldhagen, cuando se refiere a la suma de las formas en que diversos grupos,
sociedades o estados enfrentaron “a las poblaciones con las que tienen conflictos,
o a las que consideran un peligro que debe ser neutralizado, intentando eliminarlas
o anulando su capacidad de infligir el presunto daño”.101 Con esos propósitos, han
empleado cualquiera de las siguientes cinco formas principales de eliminación:
transformación, represión, expulsión, prevención de su reproducción y exterminio.
Al apuntar a un mismo objetivo común, son intercambiables y se integran a un
continuo de violencia creciente.

V. Historiografía de la violencia en las fronteras meridionales


En cuanto a la atención historiográfica merecida por el uso de la violencia contra
los indios, es posible diferenciar tres etapas sucesivas en los estudios relativos a las
fronteras sur rioplatenses.
En una primera instancia, la historiografía liberal veía en los nativos un salva-
jismo irredimible –expresado principalmente en los malones– francamente opuesto
a la civilización: esos ataques a traición constituían la manifestación culminante
del carácter artero de los incursores. Los historiadores se identificaban con la visión
de los protagonistas hispano-criollos o criollos, haciendo suyos idénticos temores
y ambiciones. Asumían, en suma, que el mundo tal como lo conocían hubiera sido

99 Ver capítulos 12 y 13.


100 Stein 2002, 49, traducción propia.
101 Goldhagen 2010, 29.
Introducción 39

muy distinto si la potencia de una evolución progresiva no hubiese prevalecido


contra la barbarie.102
Una segunda etapa ha tendido a cuestionar la visión de los espacios fronte-
rizos concebidos únicamente en términos de conflicto, enfatizando la existencia
de formas de convivencia más pacífica, modos de articulación antes impensados,
frecuentes contactos interculturales y emergencia de mediadores étnicos. El mundo
mestizo que gracias a esta perspectiva comenzó a salir a la luz mostró la futilidad
de la antinomia civilización-barbarie y de la antigua concepción de límites infran-
queables. Se revisó el carácter de la economía indígena (cuestionando que fuera
predominantemente predatoria) y se examinaron las relaciones interétnicas en su
diversidad, comprobándose que la violencia convivía con el comercio y la diplo-
macia. La productividad de esta perspectiva ha sido extremadamente relevante al
abrir nuevas áreas de interés y complejizar sensiblemente los temas en estudio,
pero no obstante el ejercicio de la violencia en sí, un pan cotidiano para los habitan-
tes de las regiones fronterizas –fueran indios o cristianos– continuó oculta.
Quizá haya influido el hecho de que buena parte de la historiografía acerca de
las consecuencias de la invasión europea sobre América y del contacto interétnico
que sobrevino hizo hincapié sobre todo en la violencia derivada del “choque” inicial,
ciñéndose a la fase de conquista. Pareciese así que, una vez establecidos los estados
coloniales, ese grado de violencia hubiera amainado, dando creciente lugar a una
predominancia de las vías pacíficas de interacción y de convivencia que persistió
hasta segunda mitad del siglo XIX.103 Fue en ese momento, por imperio de un cúmulo
de circunstancias nacionales e internacionales, que los Estados se enfrentaron –en
Argentina y también en Chile– a la tarea de expulsar a los indios de territorios consi-
derados propios e imprescindibles para la consolidación de sus proyectos.
Esta imagen construida sobre la idea de un largo intermezzo de paz, si es discu-
tible aun para los sectores continentales donde los españoles dominaron con mayor
rapidez a las poblaciones nativas y ejercieron control político sobre ellas, lo es mu-
cho más para aquellos casos en que no pudieron (o no quisieron) hacerlo. Durante
todo el prolongado periodo de contacto en que no se dieron las condiciones para
que alguno de los oponentes consumara un golpe definitivo, la violencia fue una
de las claves de la relación. La disputa por tierras, recursos, animales y personas se
mantuvo intensamente vigente.

102 En palabras de Scheper-Hughes y Bourgois, “[d]ependiendo de la posición político-económica que


uno tenga en el (des)orden del mundo, los actos particulares de violencia podrán ser percibidos como
‘depravados’ o ‘gloriosos’, como cuando los hombres-bomba suicidas palestinos y los atacantes del
World Trade Center son vistos alternativamente como mártires o terroristas, o los colonos israelíes y
las fuerzas militares estadounidenses en Medio Oriente como patriotas/libertadores heroicos o bien
como violentos opresores” (Scheper-Hughes y Bourgois 2004, 2, traducción propia).
103 En realidad, esto aplica principalmente para las pampas platenses, pues la Guerra de Chile, sobre
todo en sus momentos más tempranos, tuvo modalidades distintas: la cantidad de población y su
menor movilidad espacial incentivó especialmente en el siglo XVII la esclavitud de los indígenas
y su desnaturalización hacia las posesiones españolas del valle central o al Perú.
40 Devastación

En la tercera etapa de los estudios –la actual– se hace necesario entonces revi-
sitar el tema del uso de la violencia ampliando el rango de observación de manera
que se incorporen a las investigaciones los eventos ocurridos en tiempos coloniales
y post-coloniales y se agreguen otros problemas a los ya examinados.104 Algunos
de los más trascendentes se vinculan con la necesidad de un conocimiento preci-
so acerca de las políticas coloniales hacia los indios y el grado de violencia que
comportaron; del modo en que se los consideraba –sea poseedores de recursos
valiosos (tierra, animales, mujeres), o mano de obra, o enemigos que debían des-
aparecer; de las características que tuvieron los conflictos armados –es decir, si se
desarrollaron en condiciones de igualdad o desigualdad, en términos de una cultura
militar en común que haya sido una adaptación de los europeos a las tácticas de sus
contrincantes, o de los indígenas a las de aquellos, o bien una acomodación mutua;
y de comprobar si existió una política consecuente de exterminio de largo plazo,
o sólo se trató de estrategias circunstanciales que cambiaban con los funcionarios
de turno.
Otra vinculación a estudiar es la existente entre conductas violentas y liderazgo
político: en relación con este tema, habrá que ver de qué manera jugaron sus cartas
los líderes indígenas y los funcionarios estatales; las variaciones de perspectiva
de las autoridades fronterizas con respecto a la aplicación de la violencia y en
punto a sus posibilidades de ejercerla; la medida en que ese ejercicio pasaba por
los intereses personales o grupales de los actores y asimismo por sus posibilidades
materiales, vinculadas con las directivas y recursos metropolitanos. Respecto de
los líderes indios, debiéramos averiguar si les convenía proceder con violencia, y
en este supuesto hasta qué punto,105 considerando incluso los cambios de actitud
perceptibles dentro de los términos cronológicos de un mismo liderazgo, en distin-
tos momentos de su ejercicio.
Es imprescindible tener presente que estamos frente a manifestaciones de vio-
lencia diferenciables no sólo en función de circunstancias de tiempo y lugar, sino
también de los intereses de los actores indígenas, fronterizos y metropolitanos.
Mientras que en Chile colonial tuvo incidencia la importancia asignada al control
de la necesaria mano de obra nativa, en el Río de la Plata los indios fueron mirados
más bien como los dañinos y peligrosos ocupantes de un espacio que debía “lim-
piarse” y extractores de unos animales que eran –o se consideraban– propios.
Patrick Wolfe sintetizó con magistral habilidad la base económica de la expan-
sión del colonialismo poblador, al relacionarla con la agricultura y la ganadería
comerciales, vinculadas al mercado mundial, que son naturalmente expansivas,

104 Desde luego, el tratamiento de estos temas plantea para los historiadores una cantidad de cuestiones
metodológicas y políticas, algunas de las cuales han sido tratadas agudamente en LaCapra 2005.
105 Está claro que era funcional para algunos: es el caso de los mencionados caciques corsarios,
cuya acumulación de bienes arrebatados a los españoles conllevaba un conveniente aumento de
prestigio y poder (Villar y Jiménez 2003c). Para otros, en cambio, seguramente no: ya en el siglo
XIX, Namuncura le aseguraba a Estanislao Zeballos que a Calfucura y su grupo les convenía la
paz, argumentando que sólo ella garantizaba la estabilidad y autonomía territorial y social y la
continuidad del liderazgo ejercido por su padre (Alioto 2011b).
Introducción 41

tienen vocación de permanencia, y se reproducen demandando cada vez mayores


extensiones de tierra y recursos.106
Según el mismo autor señala, el discurso colonial asume que las sociedades in-
dígenas son siempre nómades sin raíces en la tierra, y que la agricultura (a la que
aquellas son ajenas por definición), además de su importancia económica, representa,
a partir precisamente de su conexión con la tierra como medio de vida, “un símbolo
potente de la identidad colonial”.107 Los hispano-criollos regionales sostuvieron esa
misma idea de que los indios eran incapaces de cultivar la tierra, una excusa para
habilitar su expropiación. Falso, desde luego. Los mapuche del actual centro-sur de
Chile eran cultivadores desde antes de la invasión española. De hecho, algunos gru-
pos cordilleranos que practicaban la agricultura debieron abandonarla temporalmen-
te a raíz de la propia presión colonial, que aprovechaba la detección de los campos
cultivados para invadir sus territorios, quemar sus cosechas y vaciar de cereal los
silos de almacenamiento.108 Varios grupos pampeanos practicaron asimismo el cul-
tivo durante el siglo XIX, en la medida en que el paisaje y la situación política lo
permitieran.109 El hecho de que personas ilustradas como Estanislao Zeballos (que
vio las chacras indias en persona) o estudiosos más modernos (que hallaron el cul-
tivo consignado en las fuentes históricas) insistieran en subrayar la inexistencia de
experiencia agrícolo-hortícola, está sin duda vinculado con el rol ideológico que la
agricultura tuvo en la afirmación de la “civilización” frente a la “barbarie”.110

106 “En sí misma, sin embargo, la modernidad no puede explicar la insaciable dinámica según la
cual el colonialismo de los pobladores siempre necesita más tierra. La respuesta que viene con
mayor rapidez a la mente es la agricultura, aunque no es necesariamente la única. Un buen rango
de sectores primarios puede motivar el proyecto. Además de la agricultura, entonces, deberíamos
pensar en términos de forestación, pesca, ganadería y minería… Con la excepción de la agricultu-
ra, sin embargo, (y, para algunos pueblos, la ganadería) nada de eso es suficiente en sí mismo. No
se puede comer madera u oro; la pesca para el mercado mundial requiere fábricas de conservas.
Más aún, tarde o temprano los mineros se irán, mientras que los bosques y los peces se agotarán
o requerirán ser cultivados. La agricultura no sólo sustenta a los otros sectores: es inherentemente
sedentaria, y por lo tanto permanente. En contraste con las industrias extractivas, que dependen
de lo que casualmente haya allí, la agricultura es un cálculo racional de medios/fines orientado a
avalar su propia reproducción, generando capital que se proyecta a un futuro en el cual se repite a
sí mismo… Más aún…, la agricultura sustenta una población mayor que los modos de producción
no sedentarios. En términos coloniales, esto habilita a que la población se expanda por la inmi-
gración continua a expensas de las tierras y recursos nativos. Las inequidades, contradicciones y
pogroms de la sociedad metropolitana aseguran un suministro recurrente de inmigrantes frescos
–especialmente… entre los sin tierra. De esta manera, las motivaciones individuales encajan con
el imperativo de expansión del mercado mundial. Mediante su incesante expansión, la agricultura
(incluyendo, en este sentido, a la ganadería comercial) progresivamente se devora al territorio indí-
gena, en una acumulación originaria que transforma flora y fauna nativas en recursos menguantes
y cercena la reproducción de los modos indígenas de producción. En tal caso, los indígenas son
o bien llevados a la dependencia de la economía introducida, o reducidos a las incursiones que
proveen el clásico pretexto para los escuadrones coloniales de la muerte” (Wolfe 2006, 395).
107 Idem, 396.
108 Ver capítulo 5 de este volumen.
109 Jiménez y Alioto 2007 y 2011a.
110 Culminando su razonamiento, Wolfe se pregunta por qué motivo y dado que los indios son ya agri-
42 Devastación

En el caso rioplatense, la actividad agropecuaria, considerada en el sentido más


amplio del término, revistió decisiva importancia en la conflictividad fronteriza, y
el ganado fue su piedra de toque. En tiempos tempranos, la disputa se desencadenó
en torno a la apropiación de los animales cimarrones que vagaban a su voluntad
por la pradera. Más tarde, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XVIII,
los animales alzados que se internaban tierra adentro, asilvestrándose en épocas de
sequía, también generaron querellas respecto de su aprovechamiento. Las estancias
ganaderas mismas, acompañando a los fuertes, fueron la vanguardia cristiana del
avance fronterizo, conformando una explotación extensiva que necesitaba ingentes
cantidades de tierra para la cría de animales, toda aquella que los propios estan-
cieros y las fuerzas militares estuvieran en cada momento en (siquiera precarias)
condiciones de proteger. A partir de la independencia, la ganadería comenzó a co-
brar una relevancia creciente y pasó a ser la forma predominante de producción y
de conexión de la economía rioplatense con el mercado mundial, centrada ahora
en el litoral pampeano y su feracidad pecuaria.111 Entonces, los grupos económicos
locales interesados en ese negocio se nutrieron con familias antes dedicadas predo-
minantemente al comercio o la minería y crecieron en poder: la nueva élite encon-
traba uno de sus principales incentivos en el avance de la ganadería y la conquista
de nuevas tierras para su desarrollo.112
Mohamed Adhikari ha notado que el avance de la ganadería comercial está
estrechamente ligado con la eliminación y el genocidio de los pueblos indígenas.
No sólo porque tiende a ser expansiva y a ocupar territorios cada vez mayores,
sino porque necesita poca mano de obra y el trabajo indígena no le interesa ni le
resulta valioso. Además, la ubicación dispersa de los establecimientos productivos,
al ocasionar el aislamiento de sus ocupantes, genera en estos temor a los ataques
indígenas, haciéndolos proclives a organizar embates preventivos, cuyas respues-
tas cierran el círculo de una profecía autocumplida.113
El análisis de las vinculaciones entre economía –tanto indígena como his-
pano-criolla y criolla– y violencia genera otros interrogantes. Se hace necesario
saber si el comercio era el reverso antitético de la guerra, o podía ser comple-
mentario o representar una alternativa; y determinar las consecuencias que pudo
haber tenido el establecimiento de relaciones comerciales sobre la aplicación de
medios violentos.

cultores, no se incorporó su productividad a la economía colonial: la respuesta es que el sistema


colonial requiere la supresión de la propiedad colectiva y por esa razón está dispuesto a permitir
que, bajo ciertas condiciones, los indios sean propietarios individuales de tierras, siempre y cuando
no reclamen la propiedad comunal (Wolfe 2006, 397).
111 Durante el período colonial, el negocio ganadero había desempeñado un papel secundario respecto
de la minería de la plata con centro en el Alto Perú.
112 Halperín Donghi 1963. Refiriéndose a Juan Manuel de Rosas, Halperin recordaba que había
“surgido del sector de esa elite que se ha hecho rural para utilizar las ventajas que la nueva
coyuntura ofrece”: Halperin Donghi 2015, 431.
113 Adhikari 2015, 7-8.
Introducción 43

En Chile, por ejemplo, se da el caso de que algunos gobernadores se valieron de


los intercambios con los indios en beneficio propio y desencadenaron entre ellos una
lógica reacción violenta. Tal fue la conducta de Tomás Marín de Poveda que provocó
el levantamiento o rebelión de 1693: la imposición de un monopolio en favor del
mismo gobernador y de sus socios y aliados (vendían caros los productos españoles
y compraban baratos los nativos) colmó la paciencia de los perjudicados.114 Como si
fuera poco, también bajo su gestión y no obstante los riesgos de inducir una reacción,
continuó la saca de piezas humanas en condición de esclavos –expresamente pro-
hibida por la corona–, a través de la utilización de ciertos subterfugios tendientes a
prolongar la manera tradicional de hacerse de mano de obra.115 Los cargos hechos a
las autoridades, los juicios y las acusaciones cruzadas proporcionaron evidencia docu-
mental del provecho económico que los gobernantes extraían de sus posiciones. Estos
negociados no pasaron predominantemente por la recuperación o compra de ganado
que los indios hubieran saqueado según se ha afirmado,116 sino en hacerles la guerra
y esclavizar a los “rebeldes”, estimulando incluso conflictos entre parcialidades, por
un lado; y por otro, en monopolizar el comercio en los pueblos de frontera, tanto con
indios como con españoles. Violencia e intereses económicos se cruzan en más de una
ocasión y entre las causas profundas de la primera pueden hallarse a menudo los se-
gundos. En Chile y además en Patagonia norte se aplicó otra forma de eliminacionis-
mo consistente en la organización de sistemáticas campeadas que, mediante la quema
de las cosechas, la destrucción de bienes y el arrasamiento de la tierra, diezmaban la
base económica nativa para provocar su rendición, obligándolos a avenirse.117
En el Río de la Plata, a las motivaciones económicas ya mencionadas (la com-
petencia por el ganado y la avidez por mano de obra de servicio, infantil y feme-
nina) puede sumarse el maltrato recurrente a indígenas que pasaban a comerciar a
Buenos Aires por parte de vecinos y autoridades, consistente en apropiarse de sus
bienes, apresándolos e incluso deportándolos. El periodo de gran conflictividad que
tuvo lugar a principios de la década de 1780 estuvo en buena parte motivado por la
reacción nativa frente a esos atropellos.118
La reconstrucción de todos estos eventos ofrece, sin duda, sus dificultades. Las
huellas de la violencia deben buscarse en la filigrana de las fuentes y documentos
que atestigüen lo ocurrido,119 pero en ellos los indios casi nunca hablan, sino que

114 Ver capítulo 15.


115 Obregón Iturra y Zavala Cepeda 2009; Villar y Jiménez 2001; Villar, Jiménez y Alioto 2010.
116 Ver Alioto 2011a.
117 Ver capítulo 5. Cf. Urbina Carrasco 2009, 75-106.
118 Como se dijo antes, Jiménez ha elaborado la explicación de que el reclamo por la devolución de los
cautivos indígenas tomados en las entradas españolas, o apresados durante sus visitas a la ciudad,
fue la principal motivación de los malones de esa época.
119 Hay allí una tarea difícil. Cierta historiografía, en forma más o menos explícita, suele experimen-
tar una fascinación por los imperios, productores de cosas importantes que parecen destinadas a
la memoria de la posteridad y -sobre todo- productores de las fuentes escritas que conservan esa
memoria y de las cuales se alimenta el quehacer historiográfico.
44 Devastación

son hablados. Se les adjudica la violencia característica de la barbarie, que justi-


fica una reacción inevitable. Los malones indígenas son descriptos en términos
de sufrimiento y pérdida, de consecuencias nefastas, mientras que las entradas a
territorio indígena se consignan en un tono castrense, aséptico, describiéndose la
victoria, los asesinatos, la toma de cautivos, la quema de viviendas y sementeras
como una práctica normal de la guerra.
Una labor que hemos comenzado aquí, pero que sin duda debe ser continuada
extensamente, es la de examinar qué tipo de continuidades o rupturas existieron
en los discursos y las prácticas violentas a lo largo del período colonial y luego
de la revolución de independencia, de acuerdo a las variaciones que los móviles
políticos e ideológicos hayan experimentado, a raíz de los importantes cambios
estructurales que generó el colapso del orden colonial.
Uno de ellos consistió en que durante los tiempos postcoloniales los intereses
locales pasaron a tener un peso mayor, al par que disminuía la distancia administra-
tiva y militar entre los actores situados en la frontera misma y las altas autoridades
políticas, de modo que los recursos y la atención prestada a los asuntos fronterizos
(vinculados a espacios que ahora más que nunca eran la sede de uno de los principa-
les recursos económicos) fueron en sentido ascendente. Sin perjuicio de lo anterior,
resta aun profundizar el conocimiento de la relación existente entre los funcionarios
de mayor nivel residentes en las capitales, alejados del contacto cotidiano con la
situación de frontera, y los militares y administradores involucrados directamente
en los problemas particulares y atenazados por la doble exigencia de lidiar con la
situación concreta en vinculación estrecha con los actores regionales, guardándose a
la vez de no desatender los mandatos recibidos de sus superiores. Sabemos de casos
contrapuestos, reflejados incluso en el contenido de un mismo documento: habién-
dose impartido la orden de matar, sobreviene la negativa a hacerlo y, al contrario, la
matanza se lleva a cabo, mediando una instrucción contraria.120

VI. Reflexión final


El material reunido en este libro constituye la expresión múltiple del primer acer-
camiento a un tema complejo que requerirá por fuerza mucha mayor atención por
parte de los estudiosos.
Cuando comenzamos a trabajar en su preparación, parecía que estábamos re-
construyendo historias relacionadas con nuestro presente sólo de manera mediata
e indirecta. Pero mientras avanzábamos en la tarea, el ministro de Educación de la
Nación argentina proclamó en la localidad de General Roca, a orillas del emble-
mático río Negro, que el gobierno estaba preparando una “segunda Conquista del
Desierto”. A partir de entonces, las fuerzas de seguridad –federales y provinciales–
comenzaron a perpetrar violentos desalojos de comunidades nativas mapuche y
tehuelche del sur del país, ejerciendo una feroz represión sobre sus integrantes y

120 Confrontar, por ejemplo, los términos del oficio de Andres Mestre a Josef de Galvez, Córdoba, 6
septiembre 1780. AGI, Buenos Aires, 49.
Introducción 45

adherentes a la causa indígena, cuyas consecuencias más crueles y notorias fueron


la desaparición de Santiago Maldonado durante una ilegal irrupción a tierras co-
munitarias seguida del demorado y sospechoso hallazgo de su cuerpo en las aguas
del río Chubut, y el homicidio por la espalda de Rafael Nahuel. Todavía hoy las
tierras continúan siendo objeto de disputa. Los recursos en juego ya no pasan por
los ganados, sino por los depósitos y cursos de agua en cualquiera de sus variantes,
los yacimientos hidrocarburíferos y los espacios de interés turístico existentes den-
tro de reservas nativas instaladas hace más de un siglo, cuando esos recursos (o su
valor estratégico) aun no eran visibles ni justipreciados y únicamente se trataba de
confinar a los vencidos a áreas marginales para la explotación agropecuaria.
Una imprecisa pero decidida argumentación eliminacionista ha comenzado a
ser difundida por el gobierno y los grandes medios de comunicación, basada en
una nueva estigmatización de los indios aprisionados en la categoría de otros ame-
nazantes y en el cuestionamiento a la legitimidad de derechos y demandas, sin que
gravite para impedirlo su expreso reconocimiento constitucional y legislativo.
A pesar del tiempo transcurrido, el anti-indigenismo sigue siendo una parte
esencial de esa curiosa simbiosis ideológica liberal-nacionalista que suscriben las
clases dominantes de nuestros países, de acuerdo con la cual los indígenas serían
invasores extranjeros y los terratenientes e inversores estadounidenses o europeos,
pacíficos vecinos bienvenidos.
El pasado, remoto en apariencia, muestra ahora de nuevo y descarnadamente
sus vínculos con la actualidad. Por esa razón merecieron la pena las investigaciones
hechas y no lo merecería menos su continuidad y difusión.

Bahía Blanca, julio de 2018.


46 Devastación

Mapa 1
Región pampeana, Patagonia septentrional y Araucanía: territorios bajo
control exclusivo o predominante de distintos grupos indígenas, y algunos de
los principales establecimientos estatales fronterizos (siglos XVIII y XIX)

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