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El Guardián del Faro

LUIS ANGEL FUENTES LOPEZ.

Había una vez un viejo faro solitario, erguido en la costa rocosa de un pequeño pueblo
pesquero. Me llamaba la atención desde que era niño, con su estructura imponente y
su luz intermitente que cortaba la oscuridad de la noche. Mi abuelo solía contarme
historias sobre el faro, diciendo que era un guardián de los marineros perdidos, una
guía en medio de la tormenta.

Cuando crecí, decidí convertirme en el guardián del faro. Pasé años aprendiendo su
funcionamiento, memorizando cada engranaje y cada rincón de su interior. Finalmente,
un día fui designado como su cuidador oficial.

Mis días en el faro eran tranquilos y solitarios. Pasaba las horas cuidando la
maquinaria, limpiando los cristales de la linterna y observando el horizonte en busca de
barcos. La rutina me envolvía, y me sentía en armonía con el mar y el cielo.

Pero un día, una tormenta azotó la costa con una ferocidad inesperada. El viento
aullaba y las olas rugían contra las rocas. La luz del faro se volvía loca, parpadeando y
tambaleándose con cada embate del viento. Me aferré a la barandilla, luchando por
mantenerme en pie mientras intentaba restaurar el orden en el faro.

En medio del caos, divisé un barco a la deriva, siendo arrastrado peligrosamente hacia
las rocas afiladas. Sin pensarlo dos veces, encendí la señal de emergencia del faro y
dirigí su luz hacia el mar embravecido. El destello cortó la oscuridad, guiando al barco
hacia aguas más seguras.

Con el peligro pasado, me sentí exhausto pero lleno de gratitud. El faro había cumplido
su propósito una vez más, salvando vidas en medio de la tormenta. Me di cuenta de
que, aunque mi vida en el faro fuera solitaria, mi labor era importante y significativa.

Desde ese día, continué cuidando el faro con renovado fervor, sabiendo que, en los
momentos de oscuridad, mi luz podría marcar la diferencia entre la vida y la muerte en
el vasto y tumultuoso mar.

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