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Mientras miraba las sombras caer en la fachada de los edificios del frente, a través de la

ventana del segundo piso de la casa de mi tía Nora, como un telón que ratifica el fin de
la obra, sentía los estragos que hacían la comida, el ácido y el dolor en mi estómago:
previo aviso de un vómito visceral. Aún sostenía el teléfono en mi oreja.
-¿André? ¿And... Estás ahí? ¿Aló? -preguntaba desesperadamente una voz desde el otro
lado del teléfono, que estaba fuertemente apretado a mi oreja.
Y, sin embargo, -Pensé- esa voz desesperada, y desesperante con su preocupación
excesiva que no me deja pensar, se escucha tan lejana como si saliera de un pozo
oscuro e insondable. Como si emergiera del infierno.
-S-sí. -atino a responder. -Perdón, es sólo que…
¿Es sólo que qué? Pensé. ¿Es sólo que me dejé arrastrar por la fuerza de la noticia
que, como un agujero negro, acaba de desintegrar mi vida por completo? Me sentí
irritado repentinamente. ¿No alcanza a dimensionar la magnitud de la noticia que, en
un lenguaje demasiado llano y entendiblemente vulgar acaba de soltarme? Le pregunté,
mentalmente, con ardiente enojo. Pero el tono apacible y sereno de su voz, casi
protector, me hizo sentir avergonzado cuando me contestó:
-Tranquilo, m´hijo. Si quiere me quedo con usted al teléfono hasta que su mamá llegue.
-No, tranquila doña Miriam, no hace falta.
Seguía avergonzado. Sin embargo, muy en el fondo deseaba, con todas mis fuerzas, que
la comunicación se cortara repentinamente.
¿Qué haría después? No lo sabía. Mi mente era puro vacío. Mi mundo había sido
borrado. Mi vida, o lo que había sido de ella hasta ahora, había quedado atrapado en la
voz de doña Miriam, en las tres simples palabras que pronunció con torpeza, miedo,
tristeza, y, por supuesto, dolor; las tres palabras que arrasaron con mi vida: Natalia se
mató.

***

¿Qué haría ahora? Esa pregunta no paraba de rondarme la cabeza. Hacía un minuto que
doña Miriam, después de varias y repetitivas fórmulas de cortesía, había colgado el
teléfono. Sin embargo, yo seguía allí, parado frente a la ventana. Me llevé el teléfono
lentamente al bolsillo. ¿Qué haría ahora? Mi primer impulso fue escapar, pero ¿hacia
dónde? ¿Tenía algún lugar a donde llegar? No, no tenía a nadie. El instinto primitivo e
irracional que nos hace huir del dolor a toda costa me espoleaba a saltar por la ventana;
sentía cómo el cortisol inundaba mi sistema nervioso y el estrés aumentaba. Los latidos
de mi corazón galopaban en mis sienes y sentí que un velo negro cubrió mis ojos. Tomé
un poco de impulso hacia atrás. Pero mi instinto racional, mucho más fuerte que el otro,
me hizo ver que era solo un segundo piso, y que, como mucho, me fracturaría una
cantidad considerable de huesos. ¿Qué haría ahora? Miraba a mi alrededor y no veía a
nadie. No había nadie. Tampoco había alguien que pudiera ayudarme. Estaba solo y
confundido. ¿Qué haría ahora?
¿Qué?

***

Me senté en un sillón y las lágrimas, sin darle tiempo a mis párpados para contenerlas,
se desbordaron por mi rostro. Las imágenes empezaron a abalanzarse sobre mí como
una jauría de lobos sobre un venado herido; me sentí caer en un pozo oscuro e
insondable junto a pesados escombros, fragmentos del pasado, que a cada instante
amenazaban mi vida. Luego hubo un destello, como un relámpago, y me vi de nuevo a
principios de agosto del 2007, dos meses después de la separación de mis padres.
Me había mudado con mi madre de la casa en que vivíamos en el barrio Puyana, un
barrio acomodado en Sevilla, a una casa de tres plantas en el barrio San Vicente, un
pequeño caserío plagado de escombros y casas en avanzado estado de deterioro que la
alcaldía nunca puso interés en limpiar y restaurar. La casa no era, evidentemente, nada
parecida a la que habité anteriormente. Sin embargo, tampoco estaba en avanzado
estado de deterioro. Si exceptuamos un poco de humedad que se filtraba en la pared
trasera, estaba, prácticamente, entera. En la entrada de aquella casa había varios
montículos de tierra con los que solía deleitarme jugando a armar estructuras con
piedras o ramas que hallaba por ahí.
Eso estaba haciendo, justamente, la mañana del 3 de agosto de aquel año. Era viernes y
había faltado a la escuela porque me encontraba enfermo. Por aquél entonces empezaba
a sufrir de fuertes dolores de estómago crónicos, pero los médicos no habían podido dar
con la causa, y uno de ellos me despertó en la madrugada, motivo por el cual mi madre
decidió que lo mejor era que estuviera en casa. Como ninguno de mis padres podía
quedarse conmigo, mi abuela se comprometió a ir en la mañana a acompañarme. A eso
de las diez de la mañana, después de que la abuela se fuera a comprar los ingredientes
para el almuerzo, el dolor empezó a remitir, y decidí salir a jugar un rato.
Me hallaba, pues, armando estructuras de la manera primitiva en que conté, concentrado
a más no poder, como si de la perfección de la estructura dependiera el futuro de una
nación entera, cuando, repentinamente, un pie pequeño, descalzo y mugroso, puso fin
prematura e intempestivamente a mi obra. Levanté la mirada rápidamente, irritado, y
mis ojos se detuvieron abruptamente en un rostro, casi tan mugroso como el pie que
había destruido mi construcción, que me miraba, exhibiendo una gran ventana al interior
de su boca en su sonrisa mueca. Al ver su rostro percibí cierta ternura en la agresividad
de su gesto, y eso disipó mi irritación.

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