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LA DEFORESTACIÓN DEL AMAZONAS

Fuente: Wikimedia
20 enero, 2019
Teresa Romero @TRomVil

Fuente de vida, riqueza y


hogar ancestral de cientos de
comunidades, la Amazonia
es mucho más que el
“pulmón del planeta”. Con una extensión de seis millones de kilómetros cuadrados,
constituye la mayor selva tropical del mundo y abarca territorios en nueve países
diferentes. Pero la sostenibilidad de la selva amazónica y la vida que alberga se ve
amenazada por una deforestación rampante: la Amazonia ha perdido cerca de un
millón de kilómetros cuadrados de masa forestal, lo que equivale a una quinta parte
de su superficie.

El motor que impulsa la deforestación en la Amazonia es la explotación de su


inmensa riqueza. Encabezando la desaparición de masa forestal encontramos la
conversión del terreno en plantaciones agrícolas o en zonas de pastoreo, la
construcción de carreteras, la extracción maderera, las actividades mineras o la
especulación agraria, todas ellas, en muchas ocasiones, realizadas de manera ilegal
o, cuando menos, irregular. Desde los años 90, los protagonistas de la deforestación
han sido la expansión de terrenos para la cría de ganado y para plantaciones de soja
y aceite de palma.

El peso de la ganadería como aliciente para la eliminación de selva es


particularmente importante en Brasil. Se calcula que el 80% de la deforestación en la
Amazonia brasileña ha tenido como objetivo la expansión de pasturas, hecho que
responde tanto a patrones internos como externos: a pesar de que tan solo una
cuarta parte de la producción de carne de res se destina al mercado internacional,
Brasil es, junto a Estados Unidos, el principal exportador de carne del mundo.

Vinculado a la industria de productos animales encontramos el segundo factor que


está alimentando la desaparición de la Amazonia: la soja. El boom del consumo de
carne y de productos derivados de animales en Europa, Estados Unidos y China ha
convertido esta selva tropical, particularmente la zona brasileña, en la plantación de
soja de los países desarrollados. Así, la soja se ha convertido en la principal
exportación de Brasil, cuyo principal empleo es como pienso animal. China se ha
convertido en el mayor mercado de la soja latinoamericana —así como de carne de
res y cuero—, seguida de Europa: más de la mitad de los 46,8 millones de toneladas
de soja y derivados importados por Europa en 2016 procedían de América Latina,
especialmente de Brasil, Argentina, Paraguay y Bolivia.

Proporción de deforestación por países y causas. Fuente: “State of the World’s


Forests”, FAO, 2016
La explotación económica del Amazonas está, además, salpicada de irregularidades.
Los madereros de Brasil disponen de un sistema para sortear la ley y conseguir que
la madera talada ilegalmente llegue a los mercados internacionales, y en Perú el
número de canteras ilegales ha aumentado más de un 400% en las dos últimas
décadas. La implementación de la ley —cuando la hay— se ve obstaculizada por la
enorme extensión de la selva, las limitadas capacidades de control, la debilidad de
las instituciones medioambientales, el poder de las mafias locales y la corrupción
política.

Contra la vida y el
medio ambiente

El valor de la selva
amazónica como
ecosistema y como
barrera ante el cambio climático es inconmensurable. Hogar de millones de especies
animales y de plantas, se calcula que en la Amazonia habitan una de cada diez
especies conocidas. Desgraciadamente, la tala y quema indiscriminada de árboles
amenaza la que es la bio- reserva más grande y variada de la Tierra. El peligroso
cóctel que supone la combinación del cambio climático con la tala y los incendios
provocados podría suponer que el Amazonas esté al borde de alcanzar su punto de
inflexión —un calentamiento de 4 ºC o una deforestación del 40%—. Sobrepasar esta
frontera acarrearía cambios irreversibles en el ecosistema más rico del planeta,
principalmente un proceso de sabanización a gran escala.

Hasta el momento, el Amazonas ha experimentado una deforestación del 20% de su


superficie —casi un millón de kilómetros cuadrados— y un calentamiento de 1 ºC en
los últimos 60 años.
Los cambios en el clima regional derivados de la praderización de la selva
amazónica reducirían las precipitaciones y aumentarían la temperatura. A su vez,
estaciones secas más prolongadas e intensas —en 2005, 2010 y 2015 la Amazonia
brasileña sufrió las sequías más intensas del siglo, consecuencia tanto del cambio
climático mundial como de la deforestación regional— podrían conllevar no solo una
mayor vulnerabilidad ante los incendios y las sequías, sino una mayor tasa de
mortalidad entre determinadas especies, cambios en la bioma y perdida de hábitat —
todos estos, factores estrechamente vinculados—.

La biodiversidad está siendo la primera víctima de la desaparición de masa forestal;


ya ha provocado la pérdida y simplificación de especies. A largo plazo, el problema
no es tanto la desaparición directa de flora y fauna, sino el lento proceso de extinción
por la desaparición de su hábitat y la masificación de animales en parcelas cada vez
más pequeñas, lo que reduce su tasa de reproducción e intensifica la lucha por los
alimentos. Se trata de una condena a la desaparición gradual. La “deuda de
extinción” de la selva amazónica es enorme; aún está por llegar entre un 80 y un
90% de la extinción de vertebrados por la deforestación en el pasado. Por otro lado,
al ritmo actual, más de la mitad de las especies de árboles de la Amazonia podría
acabar en peligro de extinción en los próximos años.

La otra cara de la deforestación es la destrucción de uno de los mayores sumideros


de carbono del planeta. La selva amazónica absorbe dióxido de carbono de la
atmósfera y lo almacena; actualmente acumula entre 150.000 y 200.000 millones de
toneladas de carbono, que podrían ser liberadas de vuelta a la atmósfera debido a la
tala y quema de árboles. De hecho, se teme que la selva amazónica —que podría
haber alcanzado su límite de absorción de CO2— se transforme de sumidero a
emisor de carbono. La tala y quema de árboles podría ser responsable de hasta un
10% de las emisiones que contribuyen al calentamiento global; tan solo en el último
septiembre se alcanzó la cifra récord de 106.000 incendios.

Las comunidades indígenas en el frente de batalla

Las comunidades indígenas amazónicas constituyen otro frente perjudicado por la


desaparición de la selva y las actividades económicas que se ensañan extrayendo su
riqueza. En la Amazonia habitan alrededor de 400 tribus indígenas; la Amazonia
brasileña, en particular, concentra el mayor número de tribus no contactadas del
planeta: unas 70 de las aproximadamente 100 que existen podrían habitar la región.

La explotación de la Amazonia supone un envite al bienestar de las poblaciones


indígenas, cuyo medio de vida depende de su entorno natural. La expansión
agrícola, la ocupación de tierras, las actividades de minería o la construcción de
carreras, gasoductos, plataformas de extracción petrolera y centrales hidroeléctricas
son actividades que les afectan directamente. Dependientes de actividades
recolectoras, caza y pesca para su subsistencia, la degradación o destrucción de la
selva les ha supuesto la pérdida de la soberanía alimentaria y graves problemas de
malnutrición, así como empobrecimiento y problemas de alcoholismo. Las
construcciones y llegadas de colonos conllevan desplazamientos forzosos, muertes
por contracción de enfermedades ante las que los indígenas carecen de defensas
inmunológicas y una variedad de desastres medioambientales: contaminación de las
aguas por vertidos de petróleo, modificación de los cauces fluviales, pérdida de
caudal o disminución de poblaciones animales. Algunos de los proyectos más
controvertidos han sido el de la presa de Belo Monte, en Brasil; el megaproyecto de
gas de Camisea, en Perú, o las represas Bala-Chepete, en Bolivia.

Manifestación para reivindicar los derechos de las indígenas ecuatorianas. Fuente:


Nina Gualinga
A lo largo de los años, ha habido numerosos enfrentamientos directos entre
comunidades indígenas y las fuerzas de seguridad estatales o entre indígenas y
nuevos colonos o extractivistas ilegales. En muchas ocasiones, el desalojo forzoso
para la instalación de actividades extractivas conlleva una fuerte militarización de
zonas habitadas por indígenas. El conflicto entre el pueblo shuar y el Gobierno
ecuatoriano es un ejemplo de la violencia que pueden acarrear estos proyectos:
conllevó una breve ocupación del campamento minero por los indígenas, el
despliegue del ejército y fuerzas de la policía, declaración del estado de excepción, el
secuestro de dos militares y la detención de un líder shuar, entre otros incidentes. En
muchos casos, como el del proyecto Camisea, se viola los límites de las reservas
naturales indígenas y se hacen concesiones a empresas sin previa consulta a las
comunidades.

No son pocos los ejemplos de comunidades indígenas que se han movilizado en


defensa de la Amazonia. Se han implicado en la lucha contra la tala ilegal, han
logrado la paralización de proyectos de gran perjuicio socioeconómico e incluso
consiguieron un fallo favorable de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Uno de los mayores éxitos ha sido la firma del Acuerdo Regional sobre el Acceso a la
Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos
Ambientales en América Latina y el Caribe, también conocido como Acuerdo de
Escazú. Adoptado en marzo de 2018, este acuerdo pionero promueve la protección
de personas y organizaciones defensoras de los derechos humanos en asuntos
medioambientales. El acuerdo reconoce el derecho a vivir en un medio ambiente
sano, promueve la participación pública en políticas medioambientales y hace
mención concreta de la vulnerabilidad de los pueblos indígenas.

Por desgracia, el activismo medioambiental en América Latina no está libre de


violencia. El número de asesinatos de defensores medioambientales no ha hecho
más que aumentar en los últimos años: con 207 muertos, 2017 ha sido el año más
catastrófico para los activistas medioambientales hasta la fecha. Brasil tiene el
dudoso honor de encabezar la clasificación con un total de 57 asesinatos —el 80%
de ellos vinculados con la defensa del Amazonas—, seguido de Colombia —24— y
México —15—. A pesar de conformar tan solo el 5% de la población mundial, en
2017 un cuarto de los activistas asesinados fueron indígenas; un año antes, la cifra
fue del 40%. Otras formas de violencia que sufren los activistas medioambientales
son amenazas de muerte personales y contra sus familiares, violencia sexual,
vigilancia ilegal, chantaje, campañas de desprestigio y criminalización.

Retrocesos y sombras sobre el futuro

A pesar de los avances en los últimos años, el progreso está lejos de estar
asegurado. La prueba más evidente es el aumento de la deforestación en países
como Brasil, Colombia y Ecuador. El futuro luce todavía más lóbrego si se tiene en
cuenta la reciente elección de Jair Bolsonaro como presidente de Brasil, el pujante
mercado de carne y soja en China y el aumento de la demanda mundial de
biocombustibles, ya que el cultivo de aceite de palma y soja para su producción está
provocando una deforestación mayor en Bolivia, Colombia y Perú.

Pérdida de cobertura forestal en la Amazonia —en morado—. Fuente: Global Forest


Watch
En Colombia la tasa de deforestación se ha disparado desde el acuerdo de paz;
entre 2016 y 2017 se ha duplicado, lo que lo convierte en el país con la mayor
pérdida de masa forestal en 2017. La desmovilización de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia (FARC) tras el acuerdo de paz supuso el fin de su
control sobre gran parte de la Amazonia colombiana, donde ahora el vacío de poder
ha propiciado la ocupación de tierras, la tala ilegal de árboles, la cría de ganado, el
cultivo de coca y la extracción de minerales y madera. Además, el acceso a áreas
antes controladas por el grupo rebelde ha permitido que el Gobierno promueva la
construcción de nuevas carreteras e infraestructuras.

En Perú, el país con la segunda mayor extensión de selva amazónica después de


Brasil, el ritmo de deforestación también ha estado aumentando en los últimos años,
con un decrecimiento puntual del 13% en 2017. Regiones como las de Madre de
Dios y Ucayali han sufrido los efectos de la creciente minería de oro, la extensión
ganadera y el cultivo de la palma aceitera.

Pero es en Brasil —país clave para la gestión de la selva, pues concentra el 60% de
su extensión— donde los últimos datos generan más desazón. Tras alcanzar en
2004 un pico de 27.700 kilómetros cuadrados deforestados —un territorio del tamaño
de Haití—, la ratio de deforestación decreció un 80% en los años siguientes, hasta
alcanzar un mínimo histórico en 2012 con una deforestación de solo 4.571 kilómetros
cuadrados. Desgraciadamente, desde entonces ha retomado una tendencia
creciente; entre 2015 y 2016 superó los 7.000 kilómetros cuadrados. Con estas
cifras, parece poco probable que Brasil sea capaz de cumplir el compromiso
adoptado en la Cumbre de Copenhague de reducir el ritmo de deforestación
amazónica en un 80% para 2020.

Además, los últimos años han estado protagonizados por un proceso de relajación
de las leyes medioambientales y galvanización de los intereses privados, defendidos
a ultranza por la bancada ruralista —representante de la agroindustria y mayoría en
el Congreso—. Brasil ha sido testigo de una creciente privatización de territorio
amazónico, recortes en el presupuesto de instituciones medioambientales,
ralentización en el proceso de demarcación de tierras indígenas y la aprobación de
una polémica ley que regularizó el estatus de tierras ocupadas ilegalmente, una
suerte de amnistía para aquellos que estaban provocando talas e incendios ilegales.
Tasa de deforestación en la Amazonia brasileña. Fuente: Oxford University Press
Durante la campaña electoral, Bolsonaro realizó numerosas promesas —más bien
amenazas— relacionadas con la política medioambiental. Entre ellas, destacaban la
apertura de territorios indígenas con fines de explotación, la construcción de una
autopista que atravesaría la Amazonia o la retirada del Acuerdo de París —de la que
posteriormente se retractó—. Menos de un mes después de su toma de posesión, ya
ha comenzado su ataque contra el medioambiente con la medida de fusionar los
ministerios de Agricultura y Medioambiente.
Brotes verdes en el horizonte

A pesar del sombrío panorama que parece presentarse, hay numerosos hitos
positivos que deben tenerse en cuenta. El espectacular descenso de la deforestación
en Brasil entre los años 2004 y 2012, la expansión de áreas protegidas e iniciativas
como la “moratoria de la soja”, que fortalecen el control sobre la cadena de
producción, son prueba de que frenar la deforestación es posible. La promoción de
una gestión sostenible, una mayor titularidad de la tierra para las comunidades
indígenas, la lucha contra la especulación con la tierra o la persecución efectiva de
las actividades ilegales son algunas de las muchas medidas que se pueden y deben
implementar para frenar la desaparición de la selva amazónica.

El caso de la moratoria constituye un hito histórico. Un informe publicado por


Greenpeace en 2006 denunció la implicación de grandes empresas occidentales,
como McDonald’s, en la deforestación de la selva amazónica debido a la creciente
demanda de soja. El escándalo condujo a un acuerdo entre la sociedad civil, la
industria y el Gobierno para frenar la deforestación. La moratoria, firmada en 2006 y
renovada indefinidamente en 2014, busca evitar que llegue al mercado soja que haya
implicado trabajo esclavo o procedente de territorios indígenas o de terreno
deforestado después de la entrada en vigor del acuerdo. Asimismo, en 2009 las tres
mayores empresas brasileñas de la industria cárnica firmaron con Greenpeace el
Acuerdo G4 o “Deforestación Cero”, por el que se comprometieron a no comprar
carne de res que haya sido criada en terrenos recientemente deforestados.
La implantación de ambos acuerdos todavía no es perfecta, pero el balance de los
resultados es positivo. A pesar de que el cultivo de soja creció en 3,6 millones de
hectáreas en la década siguiente a la moratoria, menos de un 1% tuvo lugar en
nuevas zonas deforestadas. Por otro lado, el Gobierno brasileño anunció
recientemente que ha sobrepasado la meta acordada en el Acuerdo de París de
reducir en 564 millones de toneladas las emisiones de gases de efecto invernadero
procedentes de la deforestación amazónica.
Frenar la deforestación resulta crucial tanto para preservar la vida en la Amazonia y
los derechos de sus habitantes como para frenar el cambio climático. Se va a
requerir un esfuerzo hercúleo y grandes cambios estructurales, pero revertir la
tendencia actual es posible.

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