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Índice

Contenido
Rinconete y Cortadillo ...................................................................................................................................... 2
Donde se cuenta la novela del «Curioso impertinente» ................................................................................ 23
Donde el cautivo cuenta su vida y sucesos .................................................................................................... 45
Aventurarse perdiendo ................................................................................................................................... 65
El prevenido engañado ................................................................................................................................... 87
Rinconete y Cortadillo
Miguel de Cervantes Saavedra
EN LA VENTA del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos campos de Alcudia, como
vamos de Castilla a la Andalucía, un día de los calurosos del verano, se hallaron en ella acaso dos
muchachos de hasta edad de catorce a quince años: el uno ni el otro no pasaban de diez y siete; ambos
de buena gracia, pero muy descosidos, rotos y maltratados; capa, no la tenían; los calzones eran de
lienzo y las medias de carne. Bien es verdad que lo enmendaban los zapatos, porque los del uno eran
alpargates, tan traídos como llevados, y los del otro picados y sin suelas, de manera que más le servían
de cormas que de zapatos. Traía el uno montera verde de cazador, el otro un sombrero sin toquilla,
bajo de copa y ancho de falda. A la espalda y ceñida por los pechos, traía el uno una camisa de color
de camuza, encerrada y recogida toda en una manga; el otro venía escueto y sin alforjas, puesto que
en el seno se le parecía un gran bulto, que, a lo que después pareció, era un cuello de los que llaman
valones, almidonado con grasa, y tan deshilado de roto, que todo parecía hilachas. Venían en él
envueltos y guardados unos naipes de figura ovada, porque de ejercitarlos se les habían gastado las
puntas, y porque durasen más se las cercenaron y los dejaron de aquel talle. Estaban los dos quemados
del sol, las uñas caireladas y las manos no muy limpias; el uno tenía una media espada, y el otro un
cuchillo de cachas amarillas, que los suelen llamar vaqueros.
Saliéronse los dos a sestear en un portal, o cobertizo, que delante de la venta se hace; y, sentándose
frontero el uno del otro, el que parecía de más edad dijo al más pequeño:
—¿De qué tierra es vuesa merced, señor gentilhombre, y para adónde bueno camina?
—Mi tierra, señor caballero —respondió el preguntado—, no la sé, ni para dónde camino, tampoco.
—Pues en verdad —dijo el mayor— que no parece vuesa merced del cielo, y que éste no es lugar
para hacer su asiento en él; que por fuerza se ha de pasar adelante.
—Así es —respondió el mediano—, pero yo he dicho verdad en lo que he dicho, porque mi tierra no
es mía, pues no tengo en ella más de un padre que no me tiene por hijo y una madrastra que me trata
como alnado; el camino que llevo es a la ventura, y allí le daría fin donde hallase quien me diese lo
necesario para pasar esta miserable vida.
—Y ¿sabe vuesa merced algún oficio? —preguntó el grande.
Y el menor respondió:
—No sé otro sino que corro como una liebre, y salto como un gamo y corto de tijera muy
delicadamente.
—Todo eso es muy bueno, útil y provechoso —dijo el grande—, porque habrá sacristán que le dé a
vuesa merced la ofrenda de Todos Santos, porque para el Jueves Santo le corte florones de papel para
el monumento.
—No es mi corte desa manera —respondió el menor—, sino que mi padre, por la misericordia del
cielo, es sastre y calcetero, y me enseñó a cortar antiparas, que, como vuesa merced bien sabe, son
medias calzas con avampiés, que por su propio nombre se suelen llamar polainas; y córtolas tan bien,
que en verdad que me podría examinar de maestro, sino que la corta suerte me tiene arrinconado.
—Todo eso y más acontece por los buenos —respondió el grande—, y siempre he oído decir que las
buenas habilidades son las más perdidas, pero aún edad tiene vuesa merced para enmendar su ventura.
Mas, si yo no me engaño y el ojo no me miente, otras gracias tiene vuesa merced secretas, y no las
quiere manifestar.
—Sí tengo —respondió el pequeño—, pero no son para en público, como vuesa merced ha muy bien
apuntado.
A lo cual replicó el grande:
—Pues yo le sé decir que soy uno de los más secretos mozos que en gran parte se puedan hallar; y,
para obligar a vuesa merced que descubra su pecho y descanse conmigo, le quiero obligar con
descubrirle el mío primero; porque imagino que no sin misterio nos ha juntado aquí la suerte, y pienso
que habemos de ser, déste hasta el último día de nuestra vida, verdaderos amigos. «Yo, señor hidalgo,
soy natural de la Fuenfrida, lugar conocido y famoso por los ilustres pasajeros que por él de contino
pasan; mi nombre es Pedro del Rincón; mi padre es persona de calidad, porque es ministro de la Santa
Cruzada: quiero decir que es bulero, o buldero, como los llama el vulgo. Algunos días le acompañé
en el oficio, y le aprendí de manera, que no daría ventaja en echar las bulas al que más presumiese en
ello. Pero, habiéndome un día aficionado más al dinero de las bulas que a las mismas bulas, me abracé
con un talego y di conmigo y con él en Madrid, donde con las comodidades que allí de ordinario se
ofrecen, en pocos días saqué las entrañas al talego y le dejé con más dobleces que pañizuelo de
desposado. Vino el que tenía a cargo el dinero tras mí, prendiéronme, tuve poco favor, aunque, viendo
aquellos señores mi poca edad, se contentaron con que me arrimasen al aldabilla y me mosqueasen
las espaldas por un rato, y con que saliese desterrado por cuatro años de la Corte. Tuve paciencia,
encogí los hombros, sufrí la tanda y mosqueo, y salí a cumplir mi destierro, con tanta priesa, que no
tuve lugar de buscar cabalgaduras. Tomé de mis alhajas las que pude y las que me parecieron más
necesarias, y entre ellas saqué estos naipes —y a este tiempo descubrió los que se han dicho, que en
el cuello traía—, con los cuales he ganado mi vida por los mesones y ventas que hay desde Madrid
aquí, jugando a la veintiuna;» y, aunque vuesa merced los vee tan astrosos y maltratados, usan de una
maravillosa virtud con quien los entiende, que no alzará que no quede un as debajo. Y si vuesa merced
es versado en este juego, verá cuánta ventaja lleva el que sabe que tiene cierto un as a la primera carta,
que le puede servir de un punto y de once; que con esta ventaja, siendo la veintiuna envidada, el
dinero se queda en casa. Fuera desto, aprendí de un cocinero de un cierto embajador ciertas tretas de
quínolas y del parar, a quien también llaman el andaboba; que, así como vuesa merced se puede
examinar en el corte de sus antiparas, así puedo yo ser maestro en la ciencia vilhanesca. Con esto voy
seguro de no morir de hambre, porque, aunque llegue a un cortijo, hay quien quiera pasar tiempo
jugando un rato. Y desto hemos de hacer luego la experiencia los dos: armemos la red, y veamos si
cae algún pájaro destos arrieros que aquí hay; quiero decir que jugaremos los dos a la veintiuna, como
si fuese de veras; que si alguno quisiere ser tercero, él será el primero que deje la pecunia.
—Sea en buen hora —dijo el otro—, y en merced muy grande tengo la que vuesa merced me ha hecho
en darme cuenta de su vida, con que me ha obligado a que yo no le encubra la mía, que, diciéndola
más breve, es ésta: «yo nací en el piadoso lugar puesto entre Salamanca y Medina del Campo; mi
padre es sastre, enseñóme su oficio, y de corte de tisera, con mi buen ingenio, salté a cortar bolsas.
Enfadóme la vida estrecha del aldea y el desamorado trato de mi madrastra. Dejé mi pueblo, vine a
Toledo a ejercitar mi oficio, y en él he hecho maravillas; porque no pende relicario de toca ni hay
faldriquera tan escondida que mis dedos no visiten ni mis tiseras no corten, aunque le estén guardando
con ojos de Argos. Y, en cuatro meses que estuve en aquella ciudad, nunca fui cogido entre puertas,
ni sobresaltado ni corrido de corchetes, ni soplado de ningún cañuto. Bien es verdad que habrá ocho
días que una espía doble dio noticia de mi habilidad al Corregidor, el cual, aficionado a mis buenas
partes, quisiera verme; mas yo, que, por ser humilde, no quiero tratar con personas tan graves, procuré
de no verme con él, y así, salí de la ciudad con tanta priesa, que no tuve lugar de acomodarme de
cabalgaduras ni blancas, ni de algún coche de retorno, o por lo menos de un carro.»
—Eso se borre —dijo Rincón—; y, pues ya nos conocemos, no hay para qué aquesas grandezas ni
altiveces: confesemos llanamente que no teníamos blanca, ni aun zapatos.
—Sea así —respondió Diego Cortado, que así dijo el menor que se llamaba—; y, pues nuestra
amistad, como vuesa merced, señor Rincón, ha dicho, ha de ser perpetua, comencémosla con santas
y loables ceremonias.
Y, levantándose, Diego Cortado abrazó a Rincón y Rincón a él tierna y estrechamente, y luego se
pusieron los dos a jugar a la veintiuna con los ya referidos naipes, limpios de polvo y de paja, mas no
de grasa y malicia; y, a pocas manos, alzaba tan bien por el as Cortado como Rincón, su maestro.
Salió en esto un arriero a refrescarse al portal, y pidió que quería hacer tercio. Acogiéronle de buena
gana, y en menos de media hora le ganaron doce reales y veinte y dos maravedís, que fue darle doce
lanzadas y veinte y dos mil pesadumbres. Y, creyendo el arriero que por ser muchachos no se lo
defenderían, quiso quitalles el dinero; mas ellos, poniendo el uno mano a su media espada y el otro
al de las cachas amarillas, le dieron tanto que hacer, que, a no salir sus compañeros, sin duda lo pasara
mal.
A esta sazón, pasaron acaso por el camino una tropa de caminantes a caballo, que iban a sestear a la
venta del Alcalde, que está media legua más adelante, los cuales, viendo la pendencia del arriero con
los dos muchachos, los apaciguaron y les dijeron que si acaso iban a Sevilla, que se viniesen con
ellos.
—Allá vamos —dijo Rincón—, y serviremos a vuesas mercedes en todo cuanto nos mandaren.
Y, sin más detenerse, saltaron delante de las mulas y se fueron con ellos, dejando al arriero agraviado
y enojado, y a la ventera admirada de la buena crianza de los pícaros, que les había estado oyendo su
plática sin que ellos advirtiesen en ello. Y, cuando dijo al arriero que les había oído decir que los
naipes que traían eran falsos, se pelaba las barbas, y quisiera ir a la venta tras ellos a cobrar su
hacienda, porque decía que era grandísima afrenta, y caso de menos valer, que dos muchachos
hubiesen engañado a un hombrazo tan grande como él. Sus compañeros le detuvieron y aconsejaron
que no fuese, siquiera por no publicar su inhabilidad y simpleza. En fin, tales razones le dijeron, que,
aunque no le consolaron, le obligaron a quedarse.
En esto, Cortado y Rincón se dieron tan buena maña en servir a los caminantes, que lo más del camino
los llevaban a las ancas; y, aunque se les ofrecían algunas ocasiones de tentar las valijas de sus medios
amos, no las admitieron, por no perder la ocasión tan buena del viaje de Sevilla, donde ellos tenían
grande deseo de verse.
Con todo esto, a la entrada de la ciudad, que fue a la oración y por la puerta de la Aduana, a causa del
registro y almojarifazgo que se paga, no se pudo contener Cortado de no cortar la valija o maleta que
a las ancas traía un francés de la camarada; y así, con el de sus cachas le dio tan larga y profunda
herida, que se parecían patentemente las entrañas, y sutilmente le sacó dos camisas buenas, un reloj
de sol y un librillo de memoria, cosas que cuando las vieron no les dieron mucho gusto; y pensaron
que, pues el francés llevaba a las ancas aquella maleta, no la había de haber ocupado con tan poco
peso como era el que tenían aquellas preseas, y quisieran volver a darle otro tiento; pero no lo hicieron,
imaginando que ya lo habrían echado menos y puesto en recaudo lo que quedaba.
Habíanse despedido antes que el salto hiciesen de los que hasta allí los habían sustentado, y otro día
vendieron las camisas en el malbaratillo que se hace fuera de la puerta del Arenal, y dellas hicieron
veinte reales. Hecho esto, se fueron a ver la ciudad, y admiróles la grandeza y sumptuosidad de su
mayor iglesia, el gran concurso de gente del río, porque era en tiempo de cargazón de flota y había
en él seis galeras, cuya vista les hizo suspirar, y aun temer el día que sus culpas les habían de traer a
morar en ellas de por vida. Echaron de ver los muchos muchachos de la esportilla que por allí
andaban; informáronse de uno dellos qué oficio era aquél, y si era de mucho trabajo, y de qué
ganancia.
Un muchacho asturiano, que fue a quien le hicieron la pregunta, respondió que el oficio era
descansado y de que no se pagaba alcabala, y que algunos días salía con cinco y con seis reales de
ganancia, con que comía y bebía y triunfaba como cuerpo de rey, libre de buscar amo a quien dar
fianzas y seguro de comer a la hora que quisiese, pues a todas lo hallaba en el más mínimo bodegón
de toda la ciudad.
No les pareció mal a los dos amigos la relación del asturianillo, ni les descontentó el oficio, por
parecerles que venía como de molde para poder usar el suyo con cubierta y seguridad, por la
comodidad que ofrecía de entrar en todas las casas; y luego determinaron de comprar los instrumentos
necesarios para usalle, pues lo podían usar sin examen. Y, preguntándole al asturiano qué habían de
comprar, les respondió que sendos costales pequeños, limpios o nuevos, y cada uno tres espuertas de
palma, dos grandes y una pequeña, en las cuales se repartía la carne, pescado y fruta, y en el costal,
el pan; y él les guió donde lo vendían, y ellos, del dinero de la galima del francés, lo compraron todo,
y dentro de dos horas pudieran estar graduados en el nuevo oficio, según les ensayaban las esportillas
y asentaban los costales. Avisóles su adalid de los puestos donde habían de acudir: por las mañanas,
a la Carnicería y a la plaza de San Salvador; los días de pescado, a la Pescadería y a la Costanilla;
todas las tardes, al río; los jueves, a la Feria.
Toda esta lición tomaron bien de memoria, y otro día bien de mañana se plantaron en la plaza de San
Salvador; y, apenas hubieron llegado, cuando los rodearon otros mozos del oficio, que, por lo
flamante de los costales y espuertas, vieron ser nuevos en la plaza; hiciéronles mil preguntas, y a
todas respondían con discreción y mesura. En esto, llegaron un medio estudiante y un soldado, y,
convidados de la limpieza de las espuertas de los dos novatos, el que parecía estudiante llamó a
Cortado, y el soldado a Rincón.
—En nombre sea de Dios —dijeron ambos.
—Para bien se comience el oficio —dijo Rincón—, que vuesa merced me estrena, señor mío.
A lo cual respondió el soldado:
—La estrena no será mala, porque estoy de ganancia y soy enamorado, y tengo de hacer hoy banquete
a unas amigas de mi señora.
—Pues cargue vuesa merced a su gusto, que ánimo tengo y fuerzas para llevarme toda esta plaza, y
aun si fuere menester que ayude a guisarlo, lo haré de muy buena voluntad.
Contentóse el soldado de la buena gracia del mozo, y díjole que si quería servir, que él le sacaría de
aquel abatido oficio. A lo cual respondió Rincón que, por ser aquel día el primero que le usaba, no le
quería dejar tan presto, hasta ver, a lo menos, lo que tenía de malo y bueno; y, cuando no le contentase,
él daba su palabra de servirle a él antes que a un canónigo.
Rióse el soldado, cargóle muy bien, mostróle la casa de su dama, para que la supiese de allí adelante
y él no tuviese necesidad, cuando otra vez le enviase, de acompañarle. Rincón prometió fidelidad y
buen trato. Diole el soldado tres cuartos, y en un vuelo volvió a la plaza, por no perder coyuntura;
porque también desta diligencia les advirtió el asturiano, y de que cuando llevasen pescado menudo
(conviene a saber: albures, o sardinas o acedías), bien podían tomar algunas y hacerles la salva,
siquiera para el gasto de aquel día; pero que esto había de ser con toda sagacidad y advertimiento,
porque no se perdiese el crédito, que era lo que más importaba en aquel ejercicio.
Por presto que volvió Rincón, ya halló en el mismo puesto a Cortado. Llegóse Cortado a Rincón, y
preguntóle que cómo le había ido. Rincón abrió la mano y mostróle los tres cuartos. Cortado entró la
suya en el seno y sacó una bolsilla, que mostraba haber sido de ámbar en los pasados tiempos; venía
algo hinchada, y dijo:
—Con ésta me pagó su reverencia del estudiante, y con dos cuartos; mas tomadla vos, Rincón, por lo
que puede suceder.
Y, habiéndosela ya dado secretamente, veis aquí do vuelve el estudiante trasudando y turbado de
muerte; y, viendo a Cortado, le dijo si acaso había visto una bolsa de tales y tales señas, que, con
quince escudos de oro en oro y con tres reales de a dos y tantos maravedís en cuartos y en ochavos,
le faltaba, y que le dijese si la había tomado en el entretanto que con él había andado comprando. A
lo cual, con estraño disimulo, sin alterarse ni mudarse en nada, respondió Cortado:
—Lo que yo sabré decir desa bolsa es que no debe de estar perdida, si ya no es que vuesa merced la
puso a mal recaudo.
—¡Eso es ello, pecador de mí —respondió el estudiante—: que la debí de poner a mal recaudo, pues
me la hurtaron!
—Lo mismo digo yo —dijo Cortado—; pero para todo hay remedio, si no es para la muerte, y el que
vuesa merced podrá tomar es, lo primero y principal, tener paciencia; que de menos nos hizo Dios y
un día viene tras otro día, y donde las dan las toman; y podría ser que, con el tiempo, el que llevó la
bolsa se viniese a arrepentir y se la volviese a vuesa merced sahumada.
—El sahumerio le perdonaríamos —respondió el estudiante.
Y Cortado prosiguió diciendo:
—Cuanto más, que cartas de descomunión hay, paulinas, y buena diligencia, que es madre de la buena
ventura; aunque, a la verdad, no quisiera yo ser el llevador de tal bolsa; porque, si es que vuesa merced
tiene alguna orden sacra, parecerme hía a mí que había cometido algún grande incesto, o sacrilegio.
—Y ¡cómo que ha cometido sacrilegio! —dijo a esto el adolorido estudiante—; que, puesto que yo
no soy sacerdote, sino sacristán de unas monjas, el dinero de la bolsa era del tercio de una capellanía,
que me dio a cobrar un sacerdote amigo mío, y es dinero sagrado y bendito.
—Con su pan se lo coma —dijo Rincón a este punto—; no le arriendo la ganancia; día de juicio hay,
donde todo saldrá en la colada, y entonces se verá quién fue Callejas y el atrevido que se atrevió a
tomar, hurtar y menoscabar el tercio de la capellanía. Y ¿cuánto renta cada año? Dígame, señor
sacristán, por su vida.
—¡Renta la puta que me parió! ¡Y estoy yo agora para decir lo que renta! —respondió el sacristán
con algún tanto de demasiada cólera—. Decidme, hermanos, si sabéis algo; si no, quedad con Dios,
que yo la quiero hacer pregonar.
—No me parece mal remedio ese —dijo Cortado—, pero advierta vuesa merced no se le olviden las
señas de la bolsa, ni la cantidad puntualmente del dinero que va en ella; que si yerra en un ardite, no
parecerá en días del mundo, y esto le doy por hado.
—No hay que temer deso —respondió el sacristán—, que lo tengo más en la memoria que el tocar de
las campanas: no me erraré en un átomo.
Sacó, en esto, de la faldriquera un pañuelo randado para limpiarse el sudor, que llovía de su rostro
como de alquitara; y, apenas le hubo visto Cortado, cuando le marcó por suyo. Y, habiéndose ido el
sacristán, Cortado le siguió y le alcanzó en las Gradas, donde le llamó y le retiró a una parte; y allí le
comenzó a decir tantos disparates, al modo de lo que llaman bernardinas, cerca del hurto y hallazgo
de su bolsa, dándole buenas esperanzas, sin concluir jamás razón que comenzase, que el pobre
sacristán estaba embelesado escuchándole. Y, como no acababa de entender lo que le decía, hacía
que le replicase la razón dos y tres veces.
Estábale mirando Cortado a la cara atentamente y no quitaba los ojos de sus ojos. El sacristán le
miraba de la misma manera, estando colgado de sus palabras. Este tan grande embelesamiento dio
lugar a Cortado que concluyese su obra, y sutilmente le sacó el pañuelo de la faldriquera; y,
despidiéndose dél, le dijo que a la tarde procurase de verle en aquel mismo lugar, porque él traía entre
ojos que un muchacho de su mismo oficio y de su mismo tamaño, que era algo ladroncillo, le había
tomado la bolsa, y que él se obligaba a saberlo, dentro de pocos o de muchos días.
Con esto se consoló algo el sacristán, y se despidió de Cortado, el cual se vino donde estaba Rincón,
que todo lo había visto un poco apartado dél; y más abajo estaba otro mozo de la esportilla, que vio
todo lo que había pasado y cómo Cortado daba el pañuelo a Rincón; y, llegándose a ellos, les dijo:
—Díganme, señores galanes: ¿voacedes son de mala entrada, o no?
—No entendemos esa razón, señor galán —respondió Rincón.
—¿Qué no entrevan, señores murcios? —respondió el otro.
—Ni somos de Teba ni de Murcia —dijo Cortado—. Si otra cosa quiere, dígala; si no, váyase con
Dios.
—¿No lo entienden? —dijo el mozo—. Pues yo se lo daré a entender, y a beber, con una cuchara de
plata; quiero decir, señores, si son vuesas mercedes ladrones. Mas no sé para qué les pregunto esto,
pues sé ya que lo son; mas díganme: ¿cómo no han ido a la aduana del señor Monipodio?
—¿Págase en esta tierra almojarifazgo de ladrones, señor galán? —dijo Rincón.
—Si no se paga —respondió el mozo—, a lo menos regístranse ante el señor Monipodio, que es su
padre, su maestro y su amparo; y así, les aconsejo que vengan conmigo a darle la obediencia, o si no,
no se atrevan a hurtar sin su señal, que les costará caro.
—Yo pensé —dijo Cortado— que el hurtar era oficio libre, horro de pecho y alcabala; y que si se
paga, es por junto, dando por fiadores a la garganta y a las espaldas. Pero, pues así es, y en cada tierra
hay su uso, guardemos nosotros el désta, que, por ser la más principal del mundo, será el más acertado
de todo él. Y así, puede vuesa merced guiarnos donde está ese caballero que dice, que ya yo tengo
barruntos, según lo que he oído decir, que es muy calificado y generoso, y además hábil en el oficio.
—¡Y cómo que es calificado, hábil y suficiente! —respondió el mozo—. Eslo tanto, que en cuatro
años que ha que tiene el cargo de ser nuestro mayor y padre no han padecido sino cuatro en el
finibusterrae, y obra de treinta envesados y de sesenta y dos en gurapas.
—En verdad, señor —dijo Rincón—, que así entendemos esos nombres como volar.
—Comencemos a andar, que yo los iré declarando por el camino —respondió el mozo—, con otros
algunos, que así les conviene saberlos como el pan de la boca.
Y así, les fue diciendo y declarando otros nombres, de los que ellos llaman germanescos o de la
germanía, en el discurso de su plática, que no fue corta, porque el camino era largo; en el cual dijo
Rincón a su guía:
—¿Es vuesa merced, por ventura, ladrón?
—Sí —respondió él—, para servir a Dios y a las buenas gentes, aunque no de los muy cursados; que
todavía estoy en el año del noviciado.
A lo cual respondió Cortado:
—Cosa nueva es para mí que haya ladrones en el mundo para servir a Dios y a la buena gente.
A lo cual respondió el mozo:
—Señor, yo no me meto en tologías; lo que sé es que cada uno en su oficio puede alabar a Dios, y
más con la orden que tiene dada Monipodio a todos sus ahijados.
—Sin duda —dijo Rincón—, debe de ser buena y santa, pues hace que los ladrones sirvan a Dios.
—Es tan santa y buena —replicó el mozo—, que no sé yo si se podrá mejorar en nuestro arte. Él tiene
ordenado que de lo que hurtáremos demos alguna cosa o limosna para el aceite de la lámpara de una
imagen muy devota que está en esta ciudad, y en verdad que hemos visto grandes cosas por esta buena
obra; porque los días pasados dieron tres ansias a un cuatrero que había murciado dos roznos, y con
estar flaco y cuartanario, así las sufrió sin cantar como si fueran nada. Y esto atribuimos los del arte
a su buena devoción, porque sus fuerzas no eran bastantes para sufrir el primer desconcierto del
verdugo. Y, porque sé que me han de preguntar algunos vocablos de los que he dicho, quiero curarme
en salud y decírselo antes que me lo pregunten. Sepan voacedes que cuatrero es ladrón de bestias;
ansia es el tormento; rosnos, los asnos, hablando con perdón; primer desconcierto es las primeras
vueltas de cordel que da el verdugo. Tenemos más: que rezamos nuestro rosario, repartido en toda la
semana, y muchos de nosotros no hurtamos el día del viernes, ni tenemos conversación con mujer
que se llame María el día del sábado.
—De perlas me parece todo eso —dijo Cortado—; pero dígame vuesa merced: ¿hácese otra
restitución o otra penitencia más de la dicha?
—En eso de restituir no hay que hablar —respondió el mozo—, porque es cosa imposible, por las
muchas partes en que se divide lo hurtado, llevando cada uno de los ministros y contrayentes la suya;
y así, el primer hurtador no puede restituir nada; cuanto más, que no hay quien nos mande hacer esta
diligencia, a causa que nunca nos confesamos; y si sacan cartas de excomunión, jamás llegan a nuestra
noticia, porque jamás vamos a la iglesia al tiempo que se leen, si no es los días de jubileo, por la
ganancia que nos ofrece el concurso de la mucha gente.
—Y ¿con sólo eso que hacen, dicen esos señores —dijo Cortadillo— que su vida es santa y buena?
—Pues ¿qué tiene de malo? —replicó el mozo—. ¿No es peor ser hereje o renegado, o matar a su
padre y madre, o ser solomico?
—Sodomita querrá decir vuesa merced —respondió Rincón.
—Eso digo —dijo el mozo.
—Todo es malo —replicó Cortado—. Pero, pues nuestra suerte ha querido que entremos en esta
cofradía, vuesa merced alargue el paso, que muero por verme con el señor Monipodio, de quien tantas
virtudes se cuentan.
—Presto se les cumplirá su deseo —dijo el mozo—, que ya desde aquí se descubre su casa. Vuesas
mercedes se queden a la puerta, que yo entraré a ver si está desocupado, porque éstas son las horas
cuando él suele dar audiencia.
—En buena sea —dijo Rincón.
Y, adelantándose un poco el mozo, entró en una casa no muy buena, sino de muy mala apariencia, y
los dos se quedaron esperando a la puerta. Él salió luego y los llamó, y ellos entraron, y su guía les
mandó esperar en un pequeño patio ladrillado, y de puro limpio y aljimifrado parecía que vertía
carmín de lo más fino. Al un lado estaba un banco de tres pies y al otro un cántaro desbocado con un
jarrillo encima, no menos falto que el cántaro; a otra parte estaba una estera de enea, y en el medio
un tiesto, que en Sevilla llaman maceta, de albahaca.
Miraban los mozos atentamente las alhajas de la casa, en tanto que bajaba el señor Monipodio; y,
viendo que tardaba, se atrevió Rincón a entrar en una sala baja, de dos pequeñas que en el patio
estaban, y vio en ella dos espadas de esgrima y dos broqueles de corcho, pendientes de cuatro clavos,
y una arca grande sin tapa ni cosa que la cubriese, y otras tres esteras de enea tendidas por el suelo.
En la pared frontera estaba pegada a la pared una imagen de Nuestra Señora, destas de mala estampa,
y más abajo pendía una esportilla de palma, y, encajada en la pared, una almofía blanca, por do coligió
Rincón que la esportilla servía de cepo para limosna, y la almofía de tener agua bendita, y así era la
verdad.
Estando en esto, entraron en la casa dos mozos de hasta veinte años cada uno, vestidos de estudiantes;
y de allí a poco, dos de la esportilla y un ciego; y, sin hablar palabra ninguno, se comenzaron a pasear
por el patio. No tardó mucho, cuando entraron dos viejos de bayeta, con antojos que los hacían graves
y dignos de ser respectados, con sendos rosarios de sonadoras cuentas en las manos. Tras ellos entró
una vieja halduda, y, sin decir nada, se fue a la sala; y, habiendo tomado agua bendita, con grandísima
devoción se puso de rodillas ante la imagen, y, a cabo de una buena pieza, habiendo primero besado
tres veces el suelo y levantados los brazos y los ojos al cielo otras tantas, se levantó y echó su limosna
en la esportilla, y se salió con los demás al patio. En resolución, en poco espacio se juntaron en el
patio hasta catorce personas de diferentes trajes y oficios. Llegaron también de los postreros dos
bravos y bizarros mozos, de bigotes largos, sombreros de grande falda, cuellos a la valona, medias de
color, ligas de gran balumba, espadas de más de marca, sendos pistoletes cada uno en lugar de dagas,
y sus broqueles pendientes de la pretina; los cuales, así como entraron, pusieron los ojos de través en
Rincón y Cortado, a modo de que los estrañaban y no conocían. Y, llegándose a ellos, les preguntaron
si eran de la cofradía. Rincón respondió que sí, y muy servidores de sus mercedes.
Llegóse en esto la sazón y punto en que bajó el señor Monipodio, tan esperado como bien visto de
toda aquella virtuosa compañía. Parecía de edad de cuarenta y cinco a cuarenta y seis años, alto de
cuerpo, moreno de rostro, cejijunto, barbinegro y muy espeso; los ojos, hundidos. Venía en camisa,
y por la abertura de delante descubría un bosque: tanto era el vello que tenía en el pecho. Traía cubierta
una capa de bayeta casi hasta los pies, en los cuales traía unos zapatos enchancletados, cubríanle las
piernas unos zaragüelles de lienzo, anchos y largos hasta los tobillos; el sombrero era de los de la
hampa, campanudo de copa y tendido de falda; atravesábale un tahalí por espalda y pechos a do
colgaba una espada ancha y corta, a modo de las del perrillo; las manos eran cortas, pelosas, y los
dedos gordos, y las uñas hembras y remachadas; las piernas no se le parecían, pero los pies eran
descomunales de anchos y juanetudos. En efeto, él representaba el más rústico y disforme bárbaro
del mundo. Bajó con él la guía de los dos, y, trabándoles de las manos, los presentó ante Monipodio,
diciéndole:
—Éstos son los dos buenos mancebos que a vuesa merced dije, mi sor Monipodio: vuesa merced los
desamine y verá como son dignos de entrar en nuestra congregación.
—Eso haré yo de muy buena gana —respondió Monipodio.
Olvidábaseme de decir que, así como Monipodio bajó, al punto, todos los que aguardándole estaban
le hicieron una profunda y larga reverencia, excepto los dos bravos, que, a medio magate, como entre
ellos se dice, le quitaron los capelos, y luego volvieron a su paseo por una parte del patio, y por la
otra se paseaba Monipodio, el cual preguntó a los nuevos el ejercicio, la patria y padres.
A lo cual Rincón respondió:
—El ejercicio ya está dicho, pues venimos ante vuesa merced; la patria no me parece de mucha
importancia decilla, ni los padres tampoco, pues no se ha de hacer información para recebir algún
hábito honroso.
A lo cual respondió Monipodio:
—Vos, hijo mío, estáis en lo cierto, y es cosa muy acertada encubrir eso que decís; porque si la suerte
no corriere como debe, no es bien que quede asentado debajo de signo de escribano, ni en el libro de
las entradas: «Fulano, hijo de Fulano, vecino de tal parte, tal día le ahorcaron, o le azotaron», o otra
cosa semejante, que, por lo menos, suena mal a los buenos oídos; y así, torno a decir que es
provechoso documento callar la patria, encubrir los padres y mudar los propios nombres; aunque para
entre nosotros no ha de haber nada encubierto, y sólo ahora quiero saber los nombres de los dos.
Rincón dijo el suyo y Cortado también.
—Pues, de aquí adelante —respondió Monipodio—, quiero y es mi voluntad que vos, Rincón, os
llaméis Rinconete, y vos, Cortado, Cortadillo, que son nombres que asientan como de molde a vuestra
edad y a nuestras ordenanzas, debajo de las cuales cae tener necesidad de saber el nombre de los
padres de nuestros cofrades, porque tenemos de costumbre de hacer decir cada año ciertas misas por
las ánimas de nuestros difuntos y bienhechores, sacando el estupendo para la limosna de quien las
dice de alguna parte de lo que se garbea; y estas tales misas, así dichas como pagadas, dicen que
aprovechan a las tales ánimas por vía de naufragio, y caen debajo de nuestros bienhechores: el
procurador que nos defiende, el guro que nos avisa, el verdugo que nos tiene lástima, el que, cuando
[alguno] de nosotros va huyendo por la calle y detrás le van dando voces: «¡Al ladrón, al ladrón!
¡Deténganle, deténganle!», uno se pone en medio y se opone al raudal de los que le siguen, diciendo:
«¡Déjenle al cuitado, que harta mala ventura lleva! ¡Allá se lo haya; castíguele su pecado!» Son
también bienhechoras nuestras las socorridas, que de su sudor nos socorren, ansí en la trena como en
las guras; y también lo son nuestros padres y madres, que nos echan al mundo, y el escribano, que si
anda de buena, no hay delito que sea culpa ni culpa a quien se dé mucha pena; y, por todos estos que
he dicho, hace nuestra hermandad cada año su adversario con la mayor popa y solenidad que
podemos.
—Por cierto —dijo Rinconete, ya confirmado con este nombre—, que es obra digna del altísimo y
profundísimo ingenio que hemos oído decir que vuesa merced, señor Monipodio, tiene. Pero nuestros
padres aún gozan de la vida; si en ella les alcanzáremos, daremos luego noticia a esta felicísima y
abogada confraternidad, para que por sus almas se les haga ese naufragio o tormenta, o ese adversario
que vuesa merced dice, con la solenidad y pompa acostumbrada; si ya no es que se hace mejor con
popa y soledad, como también apuntó vuesa merced en sus razones.
—Así se hará, o no quedará de mí pedazo —replicó Monipodio.
Y, llamando a la guía, le dijo:
—Ven acá, Ganchuelo: ¿están puestas las postas?
—Sí —dijo la guía, que Ganchuelo era su nombre—: tres centinelas quedan avizorando, y no hay que
temer que nos cojan de sobresalto.
—Volviendo, pues, a nuestro propósito —dijo Monipodio—, querría saber, hijos, lo que sabéis, para
daros el oficio y ejercicio conforme a vuestra inclinación y habilidad.
—Yo —respondió Rinconete— sé un poquito de floreo de Vilhán; entiéndeseme el retén; tengo buena
vista para el humillo; juego bien de la sola, de las cuatro y de las ocho; no se me va por pies el
raspadillo, verrugueta y el colmillo; éntrome por la boca de lobo como por mi casa, y atreveríame a
hacer un tercio de chanza mejor que un tercio de Nápoles, y a dar un astillazo al más pintado mejor
que dos reales prestados.
—Principios son —dijo Monipodio—, pero todas ésas son flores de cantueso viejas, y tan usadas que
no hay principiante que no las sepa, y sólo sirven para alguno que sea tan blanco que se deje matar
de media noche abajo; pero andará el tiempo y vernos hemos: que, asentando sobre ese fundamento
media docena de liciones, yo espero en Dios que habéis de salir oficial famoso, y aun quizá maestro.
—Todo será para servir a vuesa merced y a los señores cofrades —respondió Rinconete.
—Y vos, Cortadillo, ¿qué sabéis? —preguntó Monipodio.
—Yo —respondió Cortadillo— sé la treta que dicen mete dos y saca cinco, y sé dar tiento a una
faldriquera con mucha puntualidad y destreza.
—¿Sabéis más? —dijo Monipodio.
—No, por mis grandes pecados —respondió Cortadillo.
—No os aflijáis, hijo —replicó Monipodio—, que a puerto y a escuela habéis llegado donde ni os
anegaréis ni dejaréis de salir muy bien aprovechado en todo aquello que más os conviniere. Y en esto
del ánimo, ¿cómo os va, hijos?
—¿Cómo nos ha de ir —respondió Rinconete— sino muy bien? Ánimo tenemos para acometer
cualquiera empresa de las que tocaren a nuestro arte y ejercicio.
—Está bien —replicó Monipodio—, pero querría yo que también le tuviésedes para sufrir, si fuese
menester, media docena de ansias sin desplegar los labios y sin decir esta boca es mía.
—Ya sabemos aquí —dijo Cortadillo—, señor Monipodio, qué quiere decir ansias, y para todo
tenemos ánimo; porque no somos tan ignorantes que no se nos alcance que lo que dice la lengua paga
la gorja; y harta merced le hace el cielo al hombre atrevido, por no darle otro título, que le deja en su
lengua su vida o su muerte, ¡como si tuviese más letras un no que un sí!
—¡Alto, no es menester más! —dijo a esta sazón Monipodio—. Digo que sola esa razón me convence,
me obliga, me persuade y me fuerza a que desde luego asentéis por cofrades mayores y que se os
sobrelleve el año del noviciado.
—Yo soy dese parecer —dijo uno de los bravos.
Y a una voz lo confirmaron todos los presentes, que toda la plática habían estado escuchando, y
pidieron a Monipodio que desde luego les concediese y permitiese gozar de las inmunidades de su
cofradía, porque su presencia agradable y su buena plática lo merecía todo. Él respondió que, por
dalles contento a todos, desde aquel punto se las concedía, y advirtiéndoles que las estimasen en
mucho, porque eran no pagar media nata del primer hurto que hiciesen; no hacer oficios menores en
todo aquel año, conviene a saber: no llevar recaudo de ningún hermano mayor a la cárcel, ni a la casa,
de parte de sus contribuyentes; piar el turco puro; hacer banquete cuando, como y adonde quisieren,
sin pedir licencia a su mayoral; entrar a la parte, desde luego, con lo que entrujasen los hermanos
mayores, como uno dellos, y otras cosas que ellos tuvieron por merced señaladísima, y los demás,
con palabras muy comedidas, las agradecieron mucho.
Estando en esto, entró un muchacho corriendo y desalentado, y dijo:
—El alguacil de los vagabundos viene encaminado a esta casa, pero no trae consigo gurullada.
—Nadie se alborote —dijo Monipodio—, que es amigo y nunca viene por nuestro daño. Sosiéguense,
que yo le saldré a hablar.
Todos se sosegaron, que ya estaban algo sobresaltados, y Monipodio salió a la puerta, donde halló al
alguacil, con el cual estuvo hablando un rato, y luego volvió a entrar Monipodio y preguntó:
—¿A quién le cupo hoy la plaza de San Salvador?
—A mí —dijo el de la guía.
—Pues ¿cómo —dijo Monipodio— no se me ha manifestado una bolsilla de ámbar que esta mañana
en aquel paraje dio al traste con quince escudos de oro y dos reales de a dos y no sé cuántos cuartos?
—Verdad es —dijo la guía— que hoy faltó esa bolsa, pero yo no la he tomado, ni puedo imaginar
quién la tomase.
—¡No hay levas conmigo! —replicó Monipodio—. ¡La bolsa ha de parecer, porque la pide el alguacil,
que es amigo y nos hace mil placeres al año!
Tornó a jurar el mozo que no sabía della. Comenzóse a encolerizar Monipodio, de manera que parecía
que fuego vivo lanzaba por los ojos, diciendo:
—¡Nadie se burle con quebrantar la más mínima cosa de nuestra orden, que le costará la vida!
Manifiéstese la cica; y si se encubre por no pagar los derechos, yo le daré enteramente lo que le toca
y pondré lo demás de mi casa; porque en todas maneras ha de ir contento el alguacil.
Tornó de nuevo a jurar el mozo y a maldecirse, diciendo que él no había tomado tal bolsa ni vístola
de sus ojos; todo lo cual fue poner más fuego a la cólera de Monipodio, y dar ocasión a que toda la
junta se alborotase, viendo que se rompían sus estatutos y buenas ordenanzas.
Viendo Rinconete, pues, tanta disensión y alboroto, parecióle que sería bien sosegalle y dar contento
a su mayor, que reventaba de rabia; y, aconsejándose con su amigo Cortadillo, con parecer de
entrambos, sacó la bolsa del sacristán y dijo:
—Cese toda cuestión, mis señores, que ésta es la bolsa, sin faltarle nada de lo que el alguacil
manifiesta; que hoy mi camarada Cortadillo le dio alcance, con un pañuelo que al mismo dueño se le
quitó por añadidura.
Luego sacó Cortadillo el pañizuelo y lo puso de manifiesto; viendo lo cual, Monipodio dijo:
—Cortadillo el Bueno, que con este título y renombre ha de quedar de aquí adelante, se quede con el
pañuelo y a mi cuenta se quede la satisfación deste servicio; y la bolsa se ha de llevar el alguacil, que
es de un sacristán pariente suyo, y conviene que se cumpla aquel refrán que dice: «No es mucho que
a quien te da la gallina entera, tú des una pierna della». Más disimula este buen alguacil en un día que
nosotros le podremos ni solemos dar en ciento.
De común consentimiento aprobaron todos la hidalguía de los dos modernos y la sentencia y parecer
de su mayoral, el cual salió a dar la bolsa al alguacil; y Cortadillo se quedó confirmado con el
renombre de Bueno, bien como si fuera don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, que arrojó el cuchillo
por los muros de Tarifa para degollar a su único hijo.
Al volver, que volvió, Monipodio, entraron con él dos mozas, afeitados los rostros, llenos de color
los labios y de albayalde los pechos, cubiertas con medios mantos de anascote, llenas de desenfado y
desvergüenza: señales claras por donde, en viéndolas Rinconete y Cortadillo, conocieron que eran de
la casa llana; y no se engañaron en nada. Y, así como entraron, se fueron con los brazos abiertos, la
una a Chiquiznaque y la otra a Maniferro, que éstos eran los nombres de los dos bravos; y el de
Maniferro era porque traía una mano de hierro, en lugar de otra que le habían cortado por justicia.
Ellos las abrazaron con grande regocijo, y les preguntaron si traían algo con que mojar la canal
maestra.
—Pues, ¿había de faltar, diestro mío? —respondió la una, que se llamaba la Gananciosa—. No tardará
mucho a venir Silbatillo, tu trainel, con la canasta de colar atestada de lo que Dios ha sido servido.
Y así fue verdad, porque al instante entró un muchacho con una canasta de colar cubierta con una
sábana.
Alegráronse todos con la entrada de Silbato, y al momento mandó sacar Monipodio una de las esteras
de enea que estaban en el aposento, y tenderla en medio del patio. Y ordenó, asimismo, que todos se
sentasen a la redonda; porque, en cortando la cólera, se trataría de lo que más conviniese. A esto, dijo
la vieja que había rezado a la imagen:
—Hijo Monipodio, yo no estoy para fiestas, porque tengo un vaguido de cabeza, dos días ha, que me
trae loca; y más, que antes que sea mediodía tengo de ir a cumplir mis devociones y poner mis
candelicas a Nuestra Señora de las Aguas y al Santo Crucifijo de Santo Agustín, que no lo dejaría de
hacer si nevase y ventiscase. A lo que he venido es que anoche el Renegado y Centopiés llevaron a
mi casa una canasta de colar, algo mayor que la presente, llena de ropa blanca; y en Dios y en ni
ánima que venía con su cernada y todo, que los pobretes no debieron de tener lugar de quitalla, y
venían sudando la gota tan gorda, que era una compasión verlos entrar ijadeando y corriendo agua de
sus rostros, que parecían unos angelicos. Dijéronme que iban en seguimiento de un ganadero que
había pesado ciertos carneros en la Carnicería, por ver si le podían dar un tiento en un grandísimo
gato de reales que llevaba. No desembanastaron ni contaron la ropa, fiados en la entereza de mi
conciencia; y así me cumpla Dios mis buenos deseos y nos libre a todos de poder de justicia, que no
he tocado a la canasta, y que se está tan entera como cuando nació.
—Todo se le cree, señora madre —respondió Monipodio—, y estése así la canasta, que yo iré allá, a
boca de sorna, y haré cala y cata de lo que tiene, y daré a cada uno lo que le tocare, bien y fielmente,
como tengo de costumbre.
—Sea como vos lo ordenáredes, hijo —respondió la vieja—; y, porque se me hace tarde, dadme un
traguillo, si tenéis, para consolar este estómago, que tan desmayado anda de contino.
—Y ¡qué tal lo beberéis, madre mía! —dijo a esta sazón la Escalanta, que así se llamaba la compañera
de la Gananciosa.
Y, descubriendo la canasta, se manifestó una bota a modo de cuero, con hasta dos arrobas de vino, y
un corcho que podría caber sosegadamente y sin apremio hasta una azumbre; y, llenándole la
Escalanta, se le puso en las manos a la devotísima vieja, la cual, tomándole con ambas manos y
habiéndole soplado un poco de espuma, dijo:
—Mucho echaste, hija Escalanta, pero Dios dará fuerzas para todo.
Y, aplicándosele a los labios, de un tirón, sin tomar aliento, lo trasegó del corcho al estómago, y acabó
diciendo:
—De Guadalcanal es, y aun tiene un es no es de yeso el señorico. Dios te consuele, hija, que así me
has consolado; sino que temo que me ha de hacer mal, porque no me he desayunado.
—No hará, madre —respondió Monipodio—, porque es trasañejo.
—Así lo espero yo en la Virgen —respondió la vieja.
Y añadió:
—Mirad, niñas, si tenéis acaso algún cuarto para comprar las candelicas de mi devoción, porque, con
la priesa y gana que tenía de venir a traer las nuevas de la canasta, se me olvidó en casa la escarcela.
—Yo sí tengo, señora Pipota —(que éste era el nombre de la buena vieja) respondió la Gananciosa—
; tome, ahí le doy dos cuartos: del uno le ruego que compre una para mí, y se la ponga al señor San
Miguel; y si puede comprar dos, ponga la otra al señor San Blas, que son mis abogados. Quisiera que
pusiera otra a la señora Santa Lucía, que, por lo de los ojos, también le tengo devoción, pero no tengo
trocado; mas otro día habrá donde se cumpla con todos.
—Muy bien harás, hija, y mira no seas miserable; que es de mucha importancia llevar la persona las
candelas delante de sí antes que se muera, y no aguardar a que las pongan los herederos o albaceas.
—Bien dice la madre Pipota —dijo la Escalanta.
Y, echando mano a la bolsa, le dio otro cuarto y le encargó que pusiese otras dos candelicas a los
santos que a ella le pareciesen que eran de los más aprovechados y agradecidos. Con esto, se fue la
Pipota, diciéndoles:
—Holgaos, hijos, ahora que tenéis tiempo; que vendrá la vejez y lloraréis en ella los ratos que
perdistes en la mocedad, como yo los lloro; y encomendadme a Dios en vuestras oraciones, que yo
voy a hacer lo mismo por mí y por vosotros, porque Él nos libre y conserve en nuestro trato peligroso,
sin sobresaltos de justicia.
Y con esto, se fue.
Ida la vieja, se sentaron todos alrededor de la estera, y la Gananciosa tendió la sábana por manteles;
y lo primero que sacó de la cesta fue un grande haz de rábanos y hasta dos docenas de naranjas y
limones, y luego una cazuela grande llena de tajadas de bacallao frito. Manifestó luego medio queso
de Flandes, y una olla de famosas aceitunas, y un plato de camarones, y gran cantidad de cangrejos,
con su llamativo de alcaparrones ahogados en pimientos, y tres hogazas blanquísimas de Gandul.
Serían los del almuerzo hasta catorce, y ninguno dellos dejó de sacar su cuchillo de cachas amarillas,
si no fue Rinconete, que sacó su media espada. A los dos viejos de bayeta y a la guía tocó el escanciar
con el corcho de colmena. Mas, apenas habían comenzado a dar asalto a las naranjas, cuando les dio
a todos gran sobresalto los golpes que dieron a la puerta. Mandóles Monipodio que se sosegasen, y,
entrando en la sala baja y descolgando un broquel, puesto mano a la espada, llegó a la puerta y con
voz hueca y espantosa preguntó:
—¿Quién llama?
Respondieron de fuera:
—Yo soy, que no es nadie, señor Monipodio: Tagarete soy, centinela desta mañana, y vengo a decir
que viene aquí Juliana la Cariharta, toda desgreñada y llorosa, que parece haberle sucedido algún
desastre.
En esto llegó la que decía, sollozando, y, sintiéndola Monipodio, abrió la puerta, y mandó a Tagarete
que se volviese a su posta y que de allí adelante avisase lo que viese con menos estruendo y ruido. Él
dijo que así lo haría. Entró la Cariharta, que era una moza del jaez de las otras y del mismo oficio.
Venía descabellada y la cara llena de tolondrones, y, así como entró en el patio, se cayó en el suelo
desmayada. Acudieron a socorrerla la Gananciosa y la Escalanta, y, desabrochándola el pecho, la
hallaron toda denegrida y como magullada. Echáronle agua en el rostro, y ella volvió en sí, diciendo
a voces:
—¡La justicia de Dios y del Rey venga sobre aquel ladrón desuellacaras, sobre aquel cobarde
bajamanero, sobre aquel pícaro lendroso, que le he quitado más veces de la horca que tiene pelos en
las barbas! ¡Desdichada de mí! ¡Mirad por quién he perdido y gastado mi mocedad y la flor de mis
años, sino por un bellaco desalmado, facinoroso e incorregible!
—Sosiégate, Cariharta —dijo a esta sazón Monipodio—, que aquí estoy yo que te haré justicia.
Cuéntanos tu agravio, que más estarás tú en contarle que yo en hacerte vengada; dime si has habido
algo con tu respecto; que si así es y quieres venganza, no has menester más que boquear.
—¿Qué respecto? —respondió Juliana—. Respectada me vea yo en los infiernos, si más lo fuere de
aquel león con las ovejas y cordero con los hombres. ¿Con aquél había yo de comer más pan a
manteles, ni yacer en uno? Primero me vea yo comida de adivas estas carnes, que me ha parado de la
manera que ahora veréis.
Y, alzándose al instante las faldas hasta la rodilla, y aun un poco más, las descubrió llenas de
cardenales.
—Desta manera —prosiguió— me ha parado aquel ingrato del Repolido, debiéndome más que a la
madre que le parió. Y ¿por qué pensáis que lo ha hecho? ¡Montas, que le di yo ocasión para ello! No,
por cierto, no lo hizo más sino porque, estando jugando y perdiendo, me envió a pedir con Cabrillas,
su trainel, treinta reales, y no le envié más de veinte y cuatro, que el trabajo y afán con que yo los
había ganado ruego yo a los cielos que vaya en descuento de mis pecados. Y, en pago desta cortesía
y buena obra, creyendo él que yo le sisaba algo de la cuenta que él allá en su imaginación había hecho
de lo que yo podía tener, esta mañana me sacó al campo, detrás de la Güerta del Rey, y allí, entre
unos olivares, me desnudó, y con la petrina, sin escusar ni recoger los hierros, que en malos grillos y
hierros le vea yo, me dio tantos azotes que me dejó por muerta. De la cual verdadera historia son
buenos testigos estos cardenales que miráis.
Aquí tornó a levantar las voces, aquí volvió a pedir justicia, y aquí se la prometió de nuevo Monipodio
y todos los bravos que allí estaban. La Gananciosa tomó la mano a consolalla, diciéndole que ella
diera de muy buena gana una de las mejores preseas que tenía porque le hubiera pasado otro tanto
con su querido.
—Porque quiero —dijo— que sepas, hermana Cariharta, si no lo sabes, que a lo que se quiere bien
se castiga; y cuando estos bellacones nos dan, y azotan y acocean, entonces nos adoran; si no,
confiésame una verdad, por tu vida: después que te hubo Repolido castigado y brumado, ¿no te hizo
alguna caricia?
—¿Cómo una?—respondió la llorosa—. Cien mil me hizo, y diera él un dedo de la mano porque me
fuera con él a su posada; y aun me parece que casi se le saltaron las lágrimas de los ojos después de
haberme molido.
—No hay dudar en eso —replicó la Gananciosa—. Y lloraría de pena de ver cuál te había puesto; que
en estos tales hombres, y en tales casos, no han cometido la culpa cuando les viene el arrepentimiento;
y tú verás, hermana, si no viene a buscarte antes que de aquí nos vamos, y a pedirte perdón de todo
lo pasado, rindiéndosete como un cordero.
—En verdad —respondió Monipodio— que no ha de entrar por estas puertas el cobarde envesado, si
primero no hace una manifiesta penitencia del cometido delito. ¿Las manos había él de ser osado
ponerlas en el rostro de la Cariharta, ni en sus carnes, siendo persona que puede competir en limpieza
y ganancia con la misma Gananciosa que está delante, que no lo puedo más encarecer?
—¡Ay! —dijo a esta sazón la Juliana—. No diga vuesa merced, señor Monipodio, mal de aquel
maldito, que con cuan malo es, le quiero más que a las telas de mi corazón, y hanme vuelto el alma
al cuerpo las razones que en su abono me ha dicho mi amiga la Gananciosa, y en verdad que estoy
por ir a buscarle.
—Eso no harás tú por mi consejo —replicó la Gananciosa—, porque se estenderá y ensanchará y hará
tretas en ti como en cuerpo muerto. Sosiégate, hermana, que antes de mucho le verás venir tan
arrepentido como he dicho; y si no viniere, escribirémosle un papel en coplas que le amargue.
—Eso sí —dijo la Cariharta—, que tengo mil cosas que escribirle.
—Yo seré el secretario cuando sea menester —dijo Monipodio—; y, aunque no soy nada poeta,
todavía, si el hombre se arremanga, se atreverá a hacer dos millares de coplas en daca las pajas, y,
cuando no salieren como deben, yo tengo un barbero amigo, gran poeta, que nos hinchirá las medidas
a todas horas; y en la de agora acabemos lo que teníamos comenzado del almuerzo, que después todo
se andará.
Fue contenta la Juliana de obedecer a su mayor; y así, todos volvieron a su gaudeamus, y en poco
espacio vieron el fondo de la canasta y las heces del cuero. Los viejos bebieron sine fine; los mozos
adunia; las señoras, los quiries. Los viejos pidieron licencia para irse. Diósela luego Monipodio,
encargándoles viniesen a dar noticia con toda puntualidad de todo aquello que viesen ser útil y
conveniente a la comunidad. Respondieron que ellos se lo tenían bien en cuidado y fuéronse.
Rinconete, que de suyo era curioso, pidiendo primero perdón y licencia, preguntó a Monipodio que
de qué servían en la cofradía dos personajes tan canos, tan graves y apersonados. A lo cual respondió
Monipodio que aquéllos, en su germanía y manera de hablar, se llamaban avispones, y que servían
de andar de día por toda la ciudad avispando en qué casas se podía dar tiento de noche, y en seguir
los que sacaban dinero de la Contratación o Casa de la Moneda, para ver dónde lo llevaban, y aun
dónde lo ponían; y, en sabiéndolo, tanteaban la groseza del muro de la tal casa y diseñaban el lugar
más conveniente para hacer los guzpátaros —que son agujeros— para facilitar la entrada. En
resolución, dijo que era la gente de más o de tanto provecho que había en su hermandad, y que de
todo aquello que por su industria se hurtaba llevaban el quinto, como Su Majestad de los tesoros; y
que, con todo esto, eran hombres de mucha verdad, y muy honrados, y de buena vida y fama,
temerosos de Dios y de sus conciencias, que cada día oían misa con estraña devoción.
—Y hay dellos tan comedidos, especialmente estos dos que de aquí se van agora, que se contentan
con mucho menos de lo que por nuestros aranceles les toca. Otros dos que hay son palanquines, los
cuales, como por momentos mudan casas, saben las entradas y salidas de todas las de la ciudad, y
cuáles pueden ser de provecho y cuáles no.
—Todo me parece de perlas —dijo Rinconete—, y querría ser de algún provecho a tan famosa
cofradía.
—Siempre favorece el cielo a los buenos deseos —dijo Monipodio.
Estando en esta plática, llamaron a la puerta; salió Monipodio a ver quién era, y, preguntándolo,
respondieron:
—Abra voacé, sor Monipodio, que el Repolido soy.
Oyó esta voz Cariharta y, alzando al cielo la suya, dijo:
—No le abra vuesa merced, señor Monipodio; no le abra a ese marinero de Tarpeya, a este tigre de
Ocaña.
No dejó por esto Monipodio de abrir a Repolido; pero, viendo la Cariharta que le abría, se levantó
corriendo y se entró en la sala de los broqueles, y, cerrando tras sí la puerta, desde dentro, a grandes
voces decía:
—Quítenmele de delante a ese gesto de por demás, a ese verdugo de inocentes, asombrador de
palomas duendas.
Maniferro y Chiquiznaque tenían a Repolido, que en todas maneras quería entrar donde la Cariharta
estaba; pero, como no le dejaban, decía desde afuera:
—¡No haya más, enojada mía; por tu vida que te sosiegues, ansí te veas casada!
—¿Casada yo, malino? —respondió la Cariharta—. ¡Mirá en qué tecla toca! ¡Ya quisieras tú que lo
fuera contigo, y antes lo sería yo con una sotomía de muerte que contigo!
—¡Ea, boba —replicó Repolido—, acabemos ya, que es tarde, y mire no se ensanche por verme hablar
tan manso y venir tan rendido! Porque, ¡vive el Dador, si se me sube la cólera al campanario, que sea
peor la recaída que la caída! Humíllese, y humillémonos todos, y no demos de comer al diablo.
—Y aun de cenar le daría yo —dijo la Cariharta—, porque te llevase donde nunca más mis ojos te
viesen.
—¿No os digo yo? —dijo Repolido—. ¡Por Dios que voy oliendo, señora trinquete, que lo tengo de
echar todo a doce, aunque nunca se venda!
A esto dijo Monipodio:
—En mi presencia no ha de haber demasías: la Cariharta saldrá, no por amenazas, sino por amor mío,
y todo se hará bien; que las riñas entre los que bien se quieren son causa de mayor gusto cuando se
hacen las paces. ¡Ah Juliana! ¡Ah niña! ¡Ah Cariharta mía! Sal acá fuera por mi amor, que yo haré
que el Repolido te pida perdón de rodillas.
—Como él eso haga —dijo la Escalanta—, todas seremos en su favor y en rogar a Juliana salga acá
fuera.
—Si esto ha de ir por vía de rendimiento que güela a menoscabo de la persona —dijo el Repolido—
, no me rendiré a un ejército formado de esguízaros; mas si es por vía de que la Cariharta gusta dello,
no digo yo hincarme de rodillas, pero un clavo me hincaré por la frente en su servicio.
Riyéronse desto Chiquiznaque y Maniferro, de lo cual se enojó tanto el Repolido, pensando que
hacían burla dél, que dijo con muestras de infinita cólera:
—Cualquiera que se riere o se pensare reír de lo que la Cariharta, o contra mí, o yo contra ella hemos
dicho o dijéremos, digo que miente y mentirá todas las veces que se riere, o lo pensare, como ya he
dicho.
Miráronse Chiquiznaque y Maniferro de tan mal garbo y talle, que advirtió Monipodio que pararía en
un gran mal si no lo remediaba; y así, poniéndose luego en medio dellos, dijo:
—No pase más adelante, caballeros; cesen aquí palabras mayores, y desháganse entre los dientes; y,
pues las que se han dicho no llegan a la cintura, nadie las tome por sí.
—Bien seguros estamos —respondió Chiquiznaque— que no se dijeron ni dirán semejantes
monitorios por nosotros; que, si se hubiera imaginado que se decían, en manos estaba el pandero que
lo supiera bien tañer.
—También tenemos acá pandero, sor Chiquiznaque —replicó el Repolido—, y también, si fuere
menester, sabremos tocar los cascabeles, y ya he dicho que el que se huelga, miente; y quien otra cosa
pensare, sígame, que con un palmo de espada menos hará el hombre que sea lo dicho dicho.
Y, diciendo esto, se iba a salir por la puerta afuera. Estábalo escuchando la Cariharta, y, cuando sintió
que se iba enojado, salió diciendo:
—¡Ténganle no se vaya, que hará de las suyas! ¿No veen que va enojado, y es un Judas Macarelo en
esto de la valentía? ¡Vuelve acá, valentón del mundo y de mis ojos!
Y, cerrando con él, le asió fuertemente de la capa, y, acudiendo también Monipodio, le detuvieron.
Chiquiznaque y Maniferro no sabían si enojarse o si no, y estuviéronse quedos esperando lo que
Repolido haría; el cual, viéndose rogar de la Cariharta y de Monipodio, volvió diciendo:
—Nunca los amigos han de dar enojo a los amigos, ni hacer burla de los amigos, y más cuando veen
que se enojan los amigos.
—No hay aquí amigo —respondió Maniferro— que quiera enojar ni hacer burla de otro amigo; y,
pues todos somos amigos, dense las manos los amigos.
A esto dijo Monipodio:
—Todos voacedes han hablado como buenos amigos, y como tales amigos se den las manos de
amigos.
Diéronselas luego, y la Escalanta, quitándose un chapín, comenzó a tañer en él como en un pandero;
la Gananciosa tomó una escoba de palma nueva, que allí se halló acaso, y, rascándola, hizo un son
que, aunque ronco y áspero, se concertaba con el del chapín. Monipodio rompió un plato y hizo dos
tejoletas, que, puestas entre los dedos y repicadas con gran ligereza, llevaba el contrapunto al chapín
y a la escoba.
Espantáronse Rinconete y Cortadillo de la nueva invención de la escoba, porque hasta entonces nunca
la habían visto. Conociólo Maniferro y díjoles:
—¿Admíranse de la escoba? Pues bien hacen, pues música más presta y más sin pesadumbre, ni más
barata, no se ha inventado en el mundo; y en verdad que oí decir el otro día a un estudiante que ni el
Negrofeo, que sacó a la Arauz del infierno; ni el Marión, que subió sobre el delfín y salió del mar
como si viniera caballero sobre una mula de alquiler; ni el otro gran músico que hizo una ciudad que
tenía cien puertas y otros tantos postigos, nunca inventaron mejor género de música, tan fácil de
deprender, tan mañera de tocar, tan sin trastes, clavijas ni cuerdas, y tan sin necesidad de templarse;
y aun voto a tal, que dicen que la inventó un galán desta ciudad, que se pica de ser un Héctor en la
música.
—Eso creo yo muy bien —respondió Rinconete—, pero escuchemos lo que quieren cantar nuestros
músicos, que parece que la Gananciosa ha escupido, señal de que quiere cantar.
Y así era la verdad, porque Monipodio le había rogado que cantase algunas seguidillas de las que se
usaban; mas la que comenzó primero fue la Escalanta, y con voz sutil y quebradiza cantó lo siguiente:
Siguió la Gananciosa cantando:
Y luego Monipodio, dándose gran priesa al meneo de sus tejoletas, dijo:
Por un sevillano, rufo a lo valón,
tengo socarrado todo el corazón.
Siguió la Gananciosa cantando:
Por un morenico de color verde,
¿cuál es la fogosa que no se pierde?
Y luego Monipodio, dándose gran priesa al meneo de sus tejoletas, dijo:
Riñen dos amantes, hácese la paz:
si el enojo es grande, es el gusto más.
No quiso la Cariharta pasar su gusto en silencio, porque, tomando otro chapín, se metió en danza, y
acompañó a las demás diciendo:
Detente, enojado, no me azotes más;
que si bien lo miras, a tus carnes das.
No quiso la Cariharta pasar su gusto en silencio, porque, tomando otro chapín, se metió en danza, y
acompañó a las demás diciendo:
Detente, enojado, no me azotes más;
que si bien lo miras, a tus carnes das.
—Cántese a lo llano —dijo a esta sazón Repolido—, y no se toquen estorias pasadas, que no hay para
qué: lo pasado sea pasado, y tómese otra vereda, y basta.
Talle llevaban de no acabar tan presto el comenzado cántico, si no sintieran que llamaban a la puerta
apriesa; y con ella salió Monipodio a ver quién era, y la centinela le dijo cómo al cabo de la calle
había asomado el alcalde de la justicia, y que delante dél venían el Tordillo y el Cernícalo, corchetes
neutrales. Oyéronlo los de dentro, y alborotáronse todos de manera que la Cariharta y la Escalanta se
calzaron sus chapines al revés, dejó la escoba la Gananciosa, Monipodio sus tejoletas, y quedó en
turbado silencio toda la música, enmudeció Chiquiznaque, pasmóse Repolido y suspendióse
Maniferro; y todos, cuál por una y cuál por otra parte, desaparecieron, subiéndose a las azoteas y
tejados, para escaparse y pasar por ellos a otra calle. Nunca ha disparado arcabuz a deshora, ni trueno
repentino espantó así a banda de descuidadas palomas, como puso en alboroto y espanto a toda aquella
recogida compañía y buena gente la nueva de la venida del alcalde de la justicia. Los dos novicios,
Rinconete y Cortadillo, no sabían qué hacerse, y estuviéronse quedos, esperando ver en qué paraba
aquella repentina borrasca, que no paró en más de volver la centinela a decir que el alcalde se había
pasado de largo, sin dar muestra ni resabio de mala sospecha alguna.
Y, estando diciendo esto a Monipodio, llegó un caballero mozo a la puerta, vestido, como se suele
decir, de barrio; Monipodio le entró consigo, y mandó llamar a Chiquiznaque, a Maniferro y al
Repolido, y que de los demás no bajase alguno. Como se habían quedado en el patio, Rinconete y
Cortadillo pudieron oír toda la plática que pasó Monipodio con el caballero recién venido, el cual dijo
a Monipodio que por qué se había hecho tan mal lo que le había encomendado. Monipodio respondió
que aún no sabía lo que se había hecho; pero que allí estaba el oficial a cuyo cargo estaba su negocio,
y que él daría muy buena cuenta de sí.
Bajó en esto Chiquiznaque, y preguntóle Monipodio si había cumplido con la obra que se le
encomendó de la cuchillada de a catorce.
—¿Cuál? —respondió Chiquiznaque—. ¿Es la de aquel mercader de la Encrucijada?
—Ésa es —dijo el caballero.
—Pues lo que en eso pasa —respondió Chiquiznaque— es que yo le aguardé anoche a la puerta de
su casa, y él vino antes de la oración; lleguéme cerca dél, marquéle el rostro con la vista, y vi que le
tenía tan pequeño que era imposible de toda imposibilidad caber en él cuchillada de catorce puntos;
y, hallándome imposibilitado de poder cumplir lo prometido y de hacer lo que llevaba en mi
destruición...
—Instrucción querrá vuesa merced decir —dijo el caballero—, que no destruición.
—Eso quise decir —respondió Chiquiznaque—. Digo que, viendo que en la estrecheza y poca
cantidad de aquel rostro no cabían los puntos propuestos, porque no fuese mi ida en balde, di la
cuchillada a un lacayo suyo, que a buen seguro que la pueden poner por mayor de marca.
—Más quisiera —dijo el caballero— que se la hubiera dado al amo una de a siete, que al criado la de
a catorce. En efeto, conmigo no se ha cumplido como era razón, pero no importa; poca mella me
harán los treinta ducados que dejé en señal. Beso a vuesas mercedes las manos.
Y, diciendo esto, se quitó el sombrero y volvió las espaldas para irse; pero Monipodio le asió de la
capa de mezcla que traía puesta, diciéndole:
—Voacé se detenga y cumpla su palabra, pues nosotros hemos cumplido la nuestra con mucha honra
y con mucha ventaja: veinte ducados faltan, y no ha de salir de aquí voacé sin darlos, o prendas que
lo valgan.
—Pues, ¿a esto llama vuesa merced cumplimiento de palabra —respondió el caballero—: dar la
cuchillada al mozo, habiéndose de dar al amo?
—¡Qué bien está en la cuenta el señor! —dijo Chiquiznaque—. Bien parece que no se acuerda de
aquel refrán que dice: «Quien bien quiere a Beltrán, bien quiere a su can».
—¿Pues en qué modo puede venir aquí a propósito ese refrán? —replicó el caballero.
—¿Pues no es lo mismo —prosiguió Chiquiznaque— decir: «Quien mal quiere a Beltrán, mal quiere
a su can»? Y así, Beltrán es el mercader, voacé le quiere mal, su lacayo es su can; y dando al can se
da a Beltrán, y la deuda queda líquida y trae aparejada ejecución; por eso no hay más sino pagar luego
sin apercebimiento de remate.
—Eso juro yo bien —añadió Monipodio—, y de la boca me quitaste, Chiquiznaque amigo, todo
cuanto aquí has dicho; y así, voacé, señor galán, no se meta en puntillos con sus servidores y amigos,
sino tome mi consejo y pague luego lo trabajado; y si fuere servido que se le dé otra al amo, de la
cantidad que pueda llevar su rostro, haga cuenta que ya se la están curando.
—Como eso sea —respondió el galán—, de muy entera voluntad y gana pagaré la una y la otra por
entero.
—No dude en esto —dijo Monipodio— más que en ser cristiano; que Chiquiznaque se la dará
pintiparada, de manera que parezca que allí se le nació.
—Pues con esa seguridad y promesa —respondió el caballero—, recíbase esta cadena en prendas de
los veinte ducados atrasados y de cuarenta que ofrezco por la venidera cuchillada. Pesa mil reales, y
podría ser que se quedase rematada, porque traigo entre ojos que serán menester otros catorce puntos
antes de mucho.
Quitóse, en esto, una cadena de vueltas menudas del cuello y diósela a Monipodio, que al color y al
peso bien vio que no era de alquimia. Monipodio la recibió con mucho contento y cortesía, porque
era en estremo bien criado; la ejecución quedó a cargo de Chiquiznaque, que sólo tomó término de
aquella noche. Fuese muy satisfecho el caballero, y luego Monipodio llamó a todos los ausentes y
azorados. Bajaron todos, y, poniéndose Monipodio en medio dellos, sacó un libro de memoria que
traía en la capilla de la capa y dióselo a Rinconete que leyese, porque él no sabía leer. Abrióle
Rinconete, y en la primera hoja vio que decía:
MEMORIA DE LAS CUCHILLADAS QUE SE HAN DE DAR ESTA SEMANA
La primera, al mercader de la encrucijada: vale cincuenta escudos. Están recebidos treinta a buena
cuenta. Secutor, Chiquiznaque.
—No creo que hay otra, hijo —dijo Monipodio—; pasá adelante y mirá donde dice: MEMORIA DE
PALOS.
Volvió la hoja Rinconete, y vio que en otra estaba escrito:
MEMORIA DE PALOS
Y más abajo decía:
Al bodegonero de la Alfalfa, doce palos de mayor cuantía a escudo cada uno. Están dados a buena
cuenta ocho. El término, seis días. Secutor, Maniferro.
—Bien podía borrarse esa partida —dijo Maniferro—, porque esta noche traeré finiquito della.
—¿Hay más, hijo? —dijo Monipodio.
—Sí, otra —respondió Rinconete—, que dice así:
Al sastre corcovado que por mal nombre se llama el Silguero, seis palos de mayor cuantía, a
pedimiento de la dama que dejó la gargantilla. Secutor, el Desmochado.
—Maravillado estoy —dijo Monipodio— cómo todavía está esa partida en ser. Sin duda alguna debe
de estar mal dispuesto el Desmochado, pues son dos días pasados del término y no ha dado puntada
en esta obra.
—Yo le topé ayer —dijo Maniferro—, y me dijo que por haber estado retirado por enfermo el
Corcovado no había cumplido con su débito.
—Eso creo yo bien —dijo Monipodio—, porque tengo por tan buen oficial al Desmochado, que, si
no fuera por tan justo impedimento, ya él hubiera dado al cabo con mayores empresas. ¿Hay más,
mocito?
—No señor —respondió Rinconete.
—Pues pasad adelante —dijo Monipodio—, y mirad donde dice: MEMORIAL DE AGRAVIOS
COMUNES.
Pasó adelante Rinconete, y en otra hoja halló escrito:
MEMORIAL DE AGRAVIOS COMUNES. CONVIENE A SABER: REDOMAZOS, UNTOS DE
MIERA, CLAVAZÓN DE SAMBENITOS Y CUERNOS, MATRACAS, ESPANTOS,
ALBOROTOS Y CUCHILLADAS FINGIDAS, PUBLICACIÓN DE NIBELOS, ETC.
—¿Qué dice más abajo? —dijo Monipodio.
—Dice —dijo Rinconete—:
Unto de miera en la casa...
—No se lea la casa, que ya yo sé dónde es —respondió Monipodio—, y yo soy el tuáutem y esecutor
desa niñería, y están dados a buena cuenta cuatro escudos, y el principal es ocho.
—Así es la verdad —dijo Rinconete—, que todo eso está aquí escrito; y aun más abajo dice:
Clavazón de cuernos.
—Tampoco se lea —dijo Monipodio— la casa, ni adónde; que basta que se les haga el agravio, sin
que se diga en público; que es gran cargo de conciencia. A lo menos, más querría yo clavar cien
cuernos y otros tantos sambenitos, como se me pagase mi trabajo, que decillo sola una vez, aunque
fuese a la madre que me parió.
—El esecutor desto es —dijo Rinconete— el Narigueta.
—Ya está eso hecho y pagado —dijo Monipodio—. Mirad si hay más, que si mal no me acuerdo, ha
de haber ahí un espanto de veinte escudos; está dada la mitad, y el esecutor es la comunidad toda, y
el término es todo el mes en que estamos; y cumpliráse al pie de la letra, sin que falte una tilde, y será
una de las mejores cosas que hayan sucedido en esta ciudad de muchos tiempos a esta parte. Dadme
el libro, mancebo, que yo sé que no hay más, y sé también que anda muy flaco el oficio; pero tras este
tiempo vendrá otro y habrá que hacer más de lo que quisiéremos; que no se mueve la hoja sin la
voluntad de Dios, y no hemos de hacer nosotros que se vengue nadie por fuerza; cuanto más, que
cada uno en su causa suele ser valiente y no quiere pagar las hechuras de la obra que él se puede hacer
por sus manos.
—Así es —dijo a esto el Repolido—. Pero mire vuesa merced, señor Monipodio, lo que nos ordena
y manda, que se va haciendo tarde y va entrando el calor más que de paso.
—Lo que se ha de hacer —respondió Monipodio— es que todos se vayan a sus puestos, y nadie se
mude hasta el domingo, que nos juntaremos en este mismo lugar y se repartirá todo lo que hubiere
caído, sin agraviar a nadie. A Rinconete el Bueno y a Cortadillo se les da por distrito, hasta el
domingo, desde la Torre del Oro, por defuera de la ciudad, hasta el postigo del Alcázar, donde se
puede trabajar a sentadillas con sus flores; que yo he visto a otros, de menos habilidad que ellos, salir
cada día con más de veinte reales en menudos, amén de la plata, con una baraja sola, y ésa con cuatro
naipes menos. Este districto os enseñará Ganchoso; y, aunque os estendáis hasta San Sebastián y San
Telmo, importa poco, puesto que es justicia mera mista que nadie se entre en pertenencia de nadie.
Besáronle la mano los dos por la merced que se les hacía, y ofreciéronse a hacer su oficio bien y
fielmente, con toda diligencia y recato.
Sacó, en esto, Monipodio un papel doblado de la capilla de la capa, donde estaba la lista de los
cofrades, y dijo a Rinconete que pusiese allí su nombre y el de Cortadillo; mas, porque no había
tintero, le dio el papel para que lo llevase, y en el primer boticario los escribiese, poniendo: Rinconete
y Cortadillo, cofrades: noviciado, ninguno; Rinconete, floreo; Cortadillo, bajón; y el día, mes y año,
callando padres y patria.
Estando en esto, entró uno de los viejos avispones y dijo:
—Vengo a decir a vuesas mercedes cómo agora, agora, topé en Gradas a Lobillo el de Málaga, y
díceme que viene mejorado en su arte de tal manera, que con naipe limpio quitará el dinero al mismo
Satanás; y que por venir maltratado no viene luego a registrarse y a dar la sólita obediencia; pero que
el domingo será aquí sin falta.
—Siempre se me asentó a mí —dijo Monipodio— que este Lobillo había de ser único en su arte,
porque tiene las mejores y más acomodadas manos para ello que se pueden desear; que, para ser uno
buen oficial en su oficio, tanto ha menester los buenos instrumentos con que le ejercita, como el
ingenio con que le aprende.
—También topé —dijo el viejo— en una casa de posadas, en la calle de Tintores, al Judío, en hábito
de clérigo, que se ha ido a posar allí por tener noticia que dos peruleros viven en la misma casa, y
querría ver si pudiese trabar juego con ellos, aunque fuese de poca cantidad, que de allí podría venir
a mucha. Dice también que el domingo no faltará de la junta y dará cuenta de su persona.
—Ese Judío también —dijo Monipodio— es gran sacre y tiene gran conocimiento. Días ha que no le
he visto, y no lo hace bien. Pues a fe que si no se enmienda, que yo le deshaga la corona; que no tiene
más órdenes el ladrón que las tiene el turco, ni sabe más latín que mi madre. ¿Hay más de nuevo?
—No —dijo el viejo—; a lo menos que yo sepa.
—Pues sea en buen hora —dijo Monipodio—. Voacedes tomen esta miseria —y repartió entre todos
hasta cuarenta reales—, y el domingo no falte nadie, que no faltará nada de lo corrido.
Todos le volvieron las gracias. Tornáronse a abrazar Repolido y la Cariharta, la Escalanta con
Maniferro y la Gananciosa con Chiquiznaque, concertando que aquella noche, después de haber
alzado de obra en la casa, se viesen en la de la Pipota, donde también dijo que iría Monipodio, al
registro de la canasta de colar, y que luego había de ir a cumplir y borrar la partida de la miera. Abrazó
a Rinconete y a Cortadillo, y, echándolos su bendición, los despidió, encargándoles que no tuviesen
jamás posada cierta ni de asiento, porque así convenía a la salud de todos. Acompañólos Ganchoso
hasta enseñarles sus puestos, acordándoles que no faltasen el domingo, porque, a lo que creía y
pensaba, Monipodio había de leer una lición de posición acerca de las cosas concernientes a su arte.
Con esto, se fue, dejando a los dos compañeros admirados de lo que habían visto.
Era Rinconete, aunque muchacho, de muy buen entendimiento, y tenía un buen natural; y, como había
andado con su padre en el ejercicio de las bulas, sabía algo de buen lenguaje, y dábale gran risa pensar
en los vocablos que había oído a Monipodio y a los demás de su compañía y bendita comunidad, y
más cuando por decir per modum sufragii había dicho per modo de naufragio; y que sacaban el
estupendo, por decir estipendio, de lo que se garbeaba; y cuando la Cariharta dijo que era Repolido
como un marinero de Tarpeya y un tigre de Ocaña, por decir Hircania, con otras mil impertinencias
(especialmente le cayó en gracia cuando dijo que el trabajo que había pasado en ganar los veinte y
cuatro reales lo recibiese el cielo en descuento de sus pecados) a éstas y a otras peores semejantes; y,
sobre todo, le admiraba la seguridad que tenían y la confianza de irse al cielo con no faltar a sus
devociones, estando tan llenos de hurtos, y de homicidios y de ofensas a Dios. Y reíase de la otra
buena vieja de la Pipota, que dejaba la canasta de colar hurtada, guardada en su casa y se iba a poner
las candelillas de cera a las imágenes, y con ello pensaba irse al cielo calzada y vestida. No menos le
suspendía la obediencia y respecto que todos tenían a Monipodio, siendo un hombre bárbaro, rústico
y desalmado. Consideraba lo que había leído en su libro de memoria y los ejercicios en que todos se
ocupaban. Finalmente, exageraba cuán descuidada justicia había en aquella tan famosa ciudad de
Sevilla, pues casi al descubierto vivía en ella gente tan perniciosa y tan contraria a la misma
naturaleza; y propuso en sí de aconsejar a su compañero no durasen mucho en aquella vida tan perdida
y tan mala, tan inquieta, y tan libre y disoluta. Pero, con todo esto, llevado de sus pocos años y de su
poca esperiencia, pasó con ella adelante algunos meses, en los cuales le sucedieron cosas que piden
más luenga escritura; y así, se deja para otra ocasión contar su vida y milagros, con los de su maestro
Monipodio, y otros sucesos de aquéllos de la infame academia, que todos serán de grande
consideración y que podrán servir de ejemplo y aviso a los que las leyeren.
Don Quijote de la Mancha. Primera parte

Capítulo XXXIII

Donde se cuenta la novela del «Curioso impertinente»


En Florencia, ciudad rica y famosa de Italia, en la provincia que llaman Toscana, vivían Anselmo y
Lotario, dos caballeros ricos y principales, y tan amigos, que, por excelencia y antonomasia, de todos
los que los conocían «los dos amigos» eran llamados. Eran solteros, mozos de una misma edad y de
unas mismas costumbres, todo lo cual era bastante causa a que los dos con recíproca amistad se
correspondiesen. Bien es verdad que el Anselmo era algo más inclinado a los pasatiempos amorosos
que el Lotario, al cual llevaban tras sí los de la caza; pero, cuando se ofrecía, dejaba Anselmo de
acudir a sus gustos, por seguir los de Lotario, y Lotario dejaba los suyos, por acudir a los de Anselmo,
y desta manera andaban tan a una sus voluntades, que no había concertado reloj que así lo anduviese.
Andaba Anselmo perdido de amores de una doncella principal y hermosa de la misma ciudad, hija de
tan buenos padres y tan buena ella por sí, que se determinó, con el parecer de su amigo Lotario, sin
el cual ninguna cosa hacía, de pedilla por esposa a sus padres, y así lo puso en ejecución; y el que
llevó la embajada fue Lotario, y el que concluyó el negocio, tan a gusto de su amigo, que en breve
tiempo se vio puesto en la posesión que deseaba, y Camila tan contenta de haber alcanzado a Anselmo
por esposo, que no cesaba de dar gracias al cielo, y a Lotario, por cuyo medio tanto bien le había
venido. Los primeros días, como todos los de boda suelen ser alegres, continuó Lotario como solía la
casa de su amigo Anselmo, procurando honralle, festejalle y regocijalle con todo aquello que a él le
fue posible; pero acabadas las bodas y sosegada ya la frecuencia de las visitas y parabienes, comenzó
Lotario a descuidarse con cuidado de las idas en casa de Anselmo, por parecerle a él (como es razón
que parezca a todos los que fueren discretos) que no se han de visitar ni continuar las casas de los
amigos casados de la misma manera que cuando eran solteros, porque aunque la buena y verdadera
amistad no puede ni debe de ser sospechosa en nada, con todo esto es tan delicada la honra del casado,
que parece que se puede ofender aun de los mesmos hermanos, cuanto más de los amigos.
Notó Anselmo la remisión de Lotario y formó dél quejas grandes, diciéndole que si él supiera que el
casarse había de ser parte para no comunicalle como solía, que jamás lo hubiera hecho, y que si, por
la buena correspondencia que los dos tenían mientras él fue soltero, habían alcanzado tan dulce
nombre como el de ser llamados «los dos amigos», que no permitiese, por querer hacer del
circunspecto, sin otra ocasión alguna, que tan famoso y tan agradable nombre se perdiese; y que, así,
le suplicaba, si era lícito que tal término de hablar se usase entre ellos, que volviese a ser señor de su
casa y a entrar y salir en ella como de antes, asegurándole que su esposa Camila no tenía otro gusto
ni otra voluntad que la que él quería que tuviese, y que, por haber sabido ella con cuántas veras los
dos se amaban, estaba confusa de ver en él tanta esquiveza.
A todas estas y otras muchas razones que Anselmo dijo a Lotario para persuadille volviese como solía
a su casa, respondió Lotario con tanta prudencia, discreción y aviso, que Anselmo quedó satisfecho
de la buena intención de su amigo, y quedaron de concierto que dos días en la semana y las fiestas
fuese Lotario a comer con él; y aunque esto quedó así concertado entre los dos, propuso Lotario de
no hacer más de aquello que viese que más convenía a la honra de su amigo, cuyo crédito estaba en
más que el suyo proprio. Decía él, y decía bien, que el casado a quien el cielo había concedido mujer
hermosa tanto cuidado había de tener qué amigos llevaba a su casa como en mirar con qué amigas su
mujer conversaba, porque lo que no se hace ni concierta en las plazas ni en los templos ni en las
fiestas públicas ni estaciones (cosas que no todas veces las han de negar los maridos a sus mujeres),
se concierta y facilita en casa de la amiga o la parienta de quien más satisfación se tiene.
También decía Lotario que tenían necesidad los casados de tener cada uno algún amigo que le
advirtiese de los descuidos que en su proceder hiciese, porque suele acontecer que con el mucho amor
que el marido a la mujer tiene o no le advierte o no le dice, por no enojalla, que haga o deje de hacer
algunas cosas que el hacellas o no le sería de honra o de vituperio, de lo cual siendo del amigo
advertido, fácilmente pondría remedio en todo. Pero ¿dónde se hallará amigo tan discreto y tan leal y
verdadero como aquí Lotario le pide? No lo sé yo, por cierto. Solo Lotario era este, que con toda
solicitud y advertimiento miraba por la honra de su amigo y procuraba dezmar, frisar y acortar los
días del concierto del ir a su casa, porque no pareciese mal al vulgo ocioso y a los ojos vagabundos y
maliciosos la entrada de un mozo rico, gentilhombre y bien nacido, y de las buenas partes que él
pensaba que tenía, en la casa de una mujer tan hermosa como Camila; que puesto que su bondad y
valor podía poner freno a toda maldiciente lengua, todavía no quería poner en duda su crédito ni el
de su amigo, y por esto los más de los días del concierto los ocupaba y entretenía en otras cosas que
él daba a entender ser inexcusables. Así que en quejas del uno y disculpas del otro se pasaban muchos
ratos y partes del día.
Sucedió, pues, que uno que los dos se andaban paseando por un prado fuera de la ciudad, Anselmo
dijo a Lotario las semejantes razones:
—Pensabas, amigo Lotario, que a las mercedes que Dios me ha hecho en hacerme hijo de tales padres
como fueron los míos y al darme no con mano escasa los bienes, así los que llaman de naturaleza
como los de fortuna, no puedo yo corresponder con agradecimiento que llegue al bien recebido y
sobre al que me hizo en darme a ti por amigo y a Camila por mujer propria, dos prendas que las
estimo, si no en el grado que debo, sí en el que puedo. Pues con todas estas partes, que suelen ser el
todo con que los hombres suelen y pueden vivir contentos, vivo yo el más despechado y el más
desabrido hombre de todo el universo mundo, porque no sé qué días a esta parte me fatiga y aprieta
un deseo tan estraño y tan fuera del uso común de otros, que yo me maravillo de mí mismo, y me
culpo y me riño a solas, y procuro callarlo y encubrillo de mis proprios pensamientos, y así me ha
sido posible salir con este secreto como si de industria procurara decillo a todo el mundo. Y pues que
en efeto él ha de salir a plaza, quiero que sea en la del archivo de tu secreto, confiado que con él y
con la diligencia que pondrás, como mi amigo verdadero, en remediarme, yo me veré presto libre de
la angustia que me causa, y llegará mi alegría por tu solicitud al grado que ha llegado mi descontento
por mi locura.

Suspenso tenían a Lotario las razones de Anselmo, y no sabía en qué había de parar tan larga
prevención o preámbulo, y aunque iba revolviendo en su imaginación qué deseo podría ser aquel que
a su amigo tanto fatigaba, dio siempre muy lejos del blanco de la verdad; y por salir presto de la
agonía que le causaba aquella suspensión, le dijo que hacía notorio agravio a su mucha amistad en
andar buscando rodeos para decirle sus más encubiertos pensamientos, pues tenía cierto que se podía
prometer dél o ya consuelo para entretenellos o ya remedio para cumplillos.

—Así es la verdad —respondió Anselmo—, y con esa confianza te hago saber, amigo Lotario, que el
deseo que me fatiga es pensar si Camila, mi esposa, es tan buena y tan perfeta como yo pienso, y no
puedo enterarme en esta verdad si no es probándola de manera que la prueba manifieste los quilates
de su bondad, como el fuego muestra los del oro. Porque yo tengo para mí, ¡oh amigo!, que no es una
mujer más buena de cuanto es o no es solicitada, y que aquella sola es fuerte que no se dobla a las
promesas, a las dádivas, a las lágrimas y a las continuas importunidades de los solícitos amantes.
Porque ¿qué hay que agradecer —decía él— que una mujer sea buena si nadie le dice que sea mala?
¿Qué mucho que esté recogida y temerosa la que no le dan ocasión para que se suelte, y la que sabe
que tiene marido que en cogiéndola en la primera desenvoltura la ha de quitar la vida? Ansí que la
que es buena por temor o por falta de lugar, yo no la quiero tener en aquella estima en que tendré a la
solicitada y perseguida que salió con la corona del vencimiento. De modo que por estas razones, y
por otras muchas que te pudiera decir para acreditar y fortalecer la opinión que tengo, deseo que
Camila, mi esposa, pase por estas dificultades y se acrisole y quilate en el fuego de verse requerida y
solicitada, y de quien tenga valor para poner en ella sus deseos; y si ella sale, como creo que saldrá,
con la palma desta batalla, tendré yo por sin igual mi ventura: podré yo decir que está colmo el vaso
de mis deseos, diré que me cupo en suerte la mujer fuerte, de quien el Sabio dice que «¿quién la
hallará?». Y cuando esto suceda al revés de lo que pienso, con el gusto de ver que acerté en mi opinión
llevaré sin pena la que de razón podrá causarme mi tan costosa experiencia. Y prosupuesto que
ninguna cosa de cuantas me dijeres en contra de mi deseo ha de ser de algún provecho para dejar de
ponerle por la obra, quiero, ¡oh amigo Lotario!, que te dispongas a ser el instrumento que labre aquesta
obra de mi gusto, que yo te daré lugar para que lo hagas, sin faltarte todo aquello que yo viere ser
necesario para solicitar a una mujer honesta, honrada, recogida y desinteresada. Y muéveme, entre
otras cosas, a fiar de ti esta tan ardua empresa el ver que si de ti es vencida Camila, no ha de llegar el
vencimiento a todo trance y rigor, sino a solo a tener por hecho lo que se ha de hacer, por buen respeto,
y, así, no quedaré yo ofendido más de con el deseo, y mi injuria quedará escondida en la virtud de tu
silencio, que bien sé que en lo que me tocare ha de ser eterno como el de la muerte. Así que si quieres
que yo tenga vida que pueda decir que lo es, desde luego has de entrar en esta amorosa batalla, no
tibia ni perezosamente, sino con el ahínco y diligencia que mi deseo pide y con la confianza que
nuestra amistad me asegura.

Estas fueron las razones que Anselmo dijo a Lotario, a todas las cuales estuvo tan atento, que, si no
fueron las que quedan escritas que le dijo, no desplegó sus labios hasta que hubo acabado; y viendo
que no decía más, después que le estuvo mirando un buen espacio, como si mirara otra cosa que jamás
hubiera visto, que le causara admiración y espanto, le dijo:

—No me puedo persuadir, ¡oh amigo Anselmo!, a que no sean burlas las cosas que me has dicho,
que, a pensar que de veras las decías, no consintiera que tan adelante pasaras, porque con no
escucharte previniera tu larga arenga. Sin duda imagino o que no me conoces o que yo no te conozco.
Pero no, que bien sé que eres Anselmo y tú sabes que yo soy Lotario: el daño está en que yo pienso
que no eres el Anselmo que solías y tú debes de haber pensado que tampoco yo soy el Lotario que
debía ser, porque las cosas que me has dicho, ni son de aquel Anselmo mi amigo, ni las que me pides
se han de pedir a aquel Lotario que tú conoces, porque los buenos amigos han de probar a sus amigos
y valerse dellos, como dijo un poeta, «usque ad aras», que quiso decir que no se habían de valer de
su amistad en cosas que fuesen contra Dios. Pues si esto sintió un gentil de la amistad, ¿cuánto mejor
es que lo sienta el cristiano, que sabe que por ninguna humana ha de perder la amistad divina? Y
cuando el amigo tirase tanto la barra, que pusiese aparte los respetos del cielo por acudir a los de su
amigo, no ha de ser por cosas ligeras y de poco momento, sino por aquellas en que vaya la honra y la
vida de su amigo. Pues dime tú ahora, Anselmo: ¿cuál destas dos cosas tienes en peligro, para que yo
me aventure a complacerte y a hacer una cosa tan detestable como me pides? Ninguna, por cierto,
antes me pides, según yo entiendo, que procure y solicite quitarte la honra y la vida, y quitármela a
mí juntamente, porque si yo he de procurar quitarte la honra, claro está que te quito la vida, pues el
hombre sin honra peor es que un muerto; y siendo yo el instrumento, como tú quieres que lo sea, de
tanto mal tuyo, ¿no vengo a quedar deshonrado y, por el mesmo consiguiente, sin vida? Escucha,
amigo Anselmo, y ten paciencia de no responderme hasta que acabe de decirte lo que se me ofreciere
acerca de lo que te ha pedido tu deseo, que tiempo quedará para que tú me repliques y yo te escuche.

—Que me place —dijo Anselmo—, di lo que quisieres.

Y Lotario prosiguió diciendo:

—Paréceme, ¡oh Anselmo!, que tienes tú ahora el ingenio como el que siempre tienen los moros, a
los cuales no se les puede dar a entender el error de su secta con las acotaciones de la Santa Escritura,
ni con razones que consistan en especulación del entendimiento, ni que vayan fundadas en artículos
de fe, sino que les han de traer ejemplos palpables, fáciles, intelegibles, demonstrativos, indubitables,
con demostraciones matemáticas que no se pueden negar, como cuando dicen: «Si de dos partes
iguales quitamos partes iguales, las que quedan también son iguales»; y cuando esto no entiendan de
palabra, como en efeto no lo entienden, háseles de mostrar con las manos y ponérselo delante de los
ojos, y aun con todo esto no basta nadie con ellos a persuadirles las verdades de nuestra sacra religión.
Y este mesmo término y modo me convendrá usar contigo, porque el deseo que en ti ha nacido va tan
descaminado y tan fuera de todo aquello que tenga sombra de razonable, que me parece que ha de ser
tiempo gastado el que ocupare en darte a entender tu simplicidad —que por ahora no le quiero dar
otro nombre—, y aun estoy por dejarte en tu desatino, en pena de tu mal deseo; mas no me deja usar
deste rigor la amistad que te tengo, la cual no consiente que te deje puesto en tan manifiesto peligro
de perderte. Y porque claro lo veas, dime, Anselmo: ¿tú no me has dicho que tengo de solicitar a una
retirada, persuadir a una honesta, ofrecer a una desinteresada, servir a una prudente? Sí que me lo has
dicho. Pues si tú sabes que tienes mujer retirada, honesta, desinteresada y prudente, ¿qué buscas? Y
si piensas que de todos mis asaltos ha de salir vencedora, como saldrá sin duda, ¿qué mejores títulos
piensas darle después que los que ahora tiene, o qué será más después de lo que es ahora? O es que
tú no la tienes por la que dices, o tú no sabes lo que pides. Si no la tienes por lo que dices, ¿para qué
quieres probarla, sino, como a mala, hacer della lo que más te viniere en gusto? Mas si es tan buena
como crees, impertinente cosa será hacer experiencia de la mesma verdad, pues después de hecha se
ha de quedar con la estimación que primero tenía. Así que es razón concluyente que el intentar las
cosas de las cuales antes nos puede suceder daño que provecho es de juicios sin discurso y temerarios,
y más cuando quieren intentar aquellas a que no son forzados ni compelidos y que de muy lejos traen
descubierto que el intentarlas es manifiesta locura. Las cosas dificultosas se intentan por Dios o por
el mundo o por entrambos a dos: las que se acometen por Dios son las que acometieron los santos,
acometiendo a vivir vida de ángeles en cuerpos humanos; las que se acometen por respeto del mundo
son las de aquellos que pasan tanta infinidad de agua, tanta diversidad de climas, tanta estrañeza de
gentes, por adquirir estos que llaman bienes de fortuna; y las que se intentan por Dios y por el mundo
juntamente son aquellas de los valerosos soldados, que apenas veen en el contrario muro abierto tanto
espacio cuanto es el que pudo hacer una redonda bala de artillería, cuando, puesto aparte todo temor,
sin hacer discurso ni advertir al manifiesto peligro que les amenaza, llevados en vuelo de las alas del
deseo de volver por su fe, por su nación y por su rey, se arrojan intrépidamente por la mitad de mil
contrapuestas muertes que los esperan. Estas cosas son las que suelen intentarse, y es honra, gloria y
provecho intentarlas, aunque tan llenas de inconvenientes y peligros; pero la que tú dices que quieres
intentar y poner por obra, ni te ha de alcanzar gloria de Dios, bienes de la fortuna, ni fama con los
hombres, porque, puesto que salgas con ella como deseas, no has de quedar ni más ufano, ni más rico,
ni más honrado que estás ahora; y si no sales, te has de ver en la mayor miseria que imaginarse pueda,
porque no te ha de aprovechar pensar entonces que no sabe nadie la desgracia que te ha sucedido,
porque bastará para afligirte y deshacerte que la sepas tú mesmo. Y para confirmación desta verdad,
te quiero decir una estancia que hizo el famoso poeta Luis Tansilo, en el fin de su primera parte de
Las lágrimas de San Pedro, que dice así:

Crece el dolor y crece la vergüenza


en Pedro, cuando el día se ha mostrado,
y aunque allí no ve a nadie, se avergüenza
de sí mesmo, por ver que había pecado:
que a un magnánimo pecho a haber vergüenza
no solo ha de moverle el ser mirado,
que de sí se avergüenza cuando yerra,
si bien otro no vee que cielo y tierra.

Así que no escusarás con el secreto tu dolor, antes tendrás que llorar contino, si no lágrimas de los
ojos, lágrimas de sangre del corazón, como las lloraba aquel simple doctor que nuestro poeta nos
cuenta que hizo la prueba del vaso, que con mejor discurso se escusó de hacerla el prudente Reinaldos;
que puesto que aquello sea ficción poética, tiene en sí encerrados secretos morales dignos de ser
advertidos y entendidos e imitados. Cuanto más que con lo que ahora pienso decirte acabarás de venir
en conocimiento del grande error que quieres cometer. Dime, Anselmo, si el cielo o la suerte buena
te hubiera hecho señor y legítimo posesor de un finísimo diamante, de cuya bondad y quilates
estuviesen satisfechos cuantos lapidarios le viesen, y que todos a una voz y de común parecer dijesen
que llegaba en quilates, bondad y fineza a cuanto se podía estender la naturaleza de tal piedra, y tú
mesmo lo creyeses así, sin saber otra cosa en contrario, ¿sería justo que te viniese en deseo de tomar
aquel diamante y ponerle entre una yunque y un martillo, y allí, a pura fuerza de golpes y brazos,
probar si es tan duro y tan fino como dicen? Y más, si lo pusieses por obra; que, puesto caso que la
piedra hiciese resistencia a tan necia prueba, no por eso se le añadiría más valor ni más fama, y si se
rompiese, cosa que podría ser, ¿no se perdía todo? Sí, por cierto, dejando a su dueño en estimación
de que todos le tengan por simple. Pues haz cuenta, Anselmo amigo, que Camila es finísimo diamante,
así en tu estimación como en la ajena, y que no es razón ponerla en contingencia de que se quiebre,
pues aunque se quede con su entereza no puede subir a más valor del que ahora tiene; y si faltase y
no resistiese, considera desde ahora cuál quedarías sin ella y con cuánta razón te podrías quejar de ti
mesmo, por haber sido causa de su perdición y la tuya. Mira que no hay joya en el mundo que tanto
valga como la mujer casta y honrada, y que todo el honor de las mujeres consiste en la opinión buena
que dellas se tiene; y pues la de tu esposa es tal que llega al estremo de bondad que sabes, ¿para qué
quieres poner esta verdad en duda? Mira, amigo, que la mujer es animal imperfecto, y que no se le
han de poner embarazos donde tropiece y caiga, sino quitárselos y despejalle el camino de cualquier
inconveniente, para que sin pesadumbre corra ligera a alcanzar la perfeción que le falta, que consiste
en el ser virtuosa. Cuentan los naturales que el arminio es un animalejo que tiene una piel blanquísima,
y que cuando quieren cazarle los cazadores, usan deste artificio: que, sabiendo las partes por donde
suele pasar y acudir, las atajan con lodo, y después, ojeándole, le encaminan hacia aquel lugar, y así
como el arminio llega al lodo se está quedo y se deja prender y cautivar, a trueco de no pasar por el
cieno y perder y ensuciar su blancura, que la estima en más que la libertad y la vida. La honesta y
casta mujer es arminio, y es más que nieve blanca y limpia la virtud de la honestidad; y el que quisiere
que no la pierda, antes la guarde y conserve, ha de usar de otro estilo diferente que con el arminio se
tiene, porque no le han de poner delante el cieno de los regalos y servicios de los importunos amantes,
porque quizá, y aun sin quizá, no tiene tanta virtud y fuerza natural que pueda por sí mesma atropellar
y pasar por aquellos embarazos, y es necesario quitárselos y ponerle delante la limpieza de la virtud
y la belleza que encierra en sí la buena fama. Es asimesmo la buena mujer como espejo de cristal
luciente y claro, pero está sujeto a empañarse y escurecerse con cualquiera aliento que le toque. Hase
de usar con la honesta mujer el estilo que con las reliquias: adorarlas y no tocarlas. Hase de guardar
y estimar la mujer buena como se guarda y estima un hermoso jardín que está lleno de flores y rosas,
cuyo dueño no consiente que nadie le pasee ni manosee: basta que desde lejos y por entre las verjas
de hierro gocen de su fragrancia y hermosura. Finalmente, quiero decirte unos versos que se me han
venido a la memoria, que los oí en una comedia moderna, que me parece que hacen al propósito de
lo que vamos tratando. Aconsejaba un prudente viejo a otro, padre de una doncella, que la recogiese,
guardase y encerrase, y entre otras razones le dijo estas:

Es de vidrio la mujer,
pero no se ha de probar
si se puede o no quebrar,
porque todo podría ser.
Y es más fácil el quebrarse,
y no es cordura ponerse
a peligro de romperse
lo que no puede soldarse.
Y en esta opinión estén
todos, y en razón la fundo:
que si hay Dánaes en el mundo,
hay pluvias de oro también.

Cuanto hasta aquí te he dicho, ¡oh Anselmo!, ha sido por lo que a ti te toca, y ahora es bien que se
oiga algo de lo que a mí me conviene, y si fuere largo, perdóname, que todo lo requiere el laberinto
donde te has entrado y de donde quieres que yo te saque. Tú me tienes por amigo y quieres quitarme
la honra, cosa que es contra toda amistad; y aun no solo pretendes esto, sino que procuras que yo te
la quite a ti. Que me la quieres quitar a mí está claro, pues cuando Camila vea que yo la solicito, como
me pides, cierto está que me ha de tener por hombre sin honra y malmirado, pues intento y hago una
cosa tan fuera de aquello que el ser quien soy y tu amistad me obliga. De que quieres que te la quite
a ti no hay duda, porque viendo Camila que yo la solicito ha de pensar que yo he visto en ella alguna
liviandad que me dio atrevimiento a descubrirle mi mal deseo, y teniéndose por deshonrada te toca a
ti, como a cosa suya, su mesma deshonra. Y de aquí nace lo que comúnmente se platica: que el marido
de la mujer adúltera, puesto que él no lo sepa, ni haya dado ocasión para que su mujer no sea la que
debe, ni haya sido en su mano ni en su descuido y poco recato estorbar su desgracia, con todo le
llaman y le nombran con nombre de vituperio y bajo, y en cierta manera le miran los que la maldad
de su mujer saben con ojos de menosprecio, en cambio de mirarle con los de lástima, viendo que no
por su culpa, sino por el gusto de su mala compañera está en aquella desventura. Pero quiérote decir
la causa por que con justa razón es deshonrado el marido de la mujer mala, aunque él no sepa que lo
es, ni tenga culpa, ni haya sido parte, ni dado ocasión para que ella lo sea. Y no te canses de oírme,
que todo ha de redundar en tu provecho. Cuando Dios crió a nuestro primero padre en el Paraíso
terrenal, dice la divina Escritura que infundió Dios sueño en Adán y que, estando durmiendo, le sacó
una costilla del lado siniestro, de la cual formó a nuestra madre Eva; y así como Adán despertó y la
miró, dijo: «Esta es carne de mi carne y hueso de mis huesos»; y Dios dijo: «Por esta dejará el hombre
a su padre y madre, y serán dos en una carne misma». Y entonces fue instituido el divino sacramento
del matrimonio, con tales lazos, que sola la muerte puede desatarlos. Y tiene tanta fuerza y virtud este
milagroso sacramento, que hace que dos diferentes personas sean una mesma carne, y aún hace más
en los buenos casados: que, aunque tienen dos almas, no tienen más de una voluntad. Y de aquí viene
que, como la carne de la esposa sea una mesma con la del esposo, las manchas que en ella caen o los
defectos que se procura redundan en la carne del marido, aunque él no haya dado, como queda dicho,
ocasión para aquel daño. Porque así como el dolor del pie o de cualquier miembro del cuerpo humano
le siente todo el cuerpo, por ser todo de una carne mesma, y la cabeza siente el daño del tobillo, sin
que ella se le haya causado, así el marido es participante de la deshonra de la mujer, por ser una
mesma cosa con ella; y como las honras y deshonras del mundo sean todas y nazcan de carne y sangre,
y las de la mujer mala sean deste género, es forzoso que al marido le quepa parte dellas y sea tenido
por deshonrado sin que él lo sepa. Mira, pues, ¡oh Anselmo!, al peligro que te pones en querer turbar
el sosiego en que tu buena esposa vive; mira por cuán vana e impertinente curiosidad quieres revolver
los humores que ahora están sosegados en el pecho de tu casta esposa; advierte que lo que aventuras
a ganar es poco y que lo que perderás será tanto, que lo dejaré en su punto, porque me faltan palabras
para encarecerlo. Pero si todo cuanto he dicho no basta a moverte de tu mal propósito, bien puedes
buscar otro instrumento de tu deshonra y desventura, que yo no pienso serlo aunque por ello pierda
tu amistad, que es la mayor pérdida que imaginar puedo.

Calló en diciendo esto el virtuoso y prudente Lotario, y Anselmo quedó tan confuso y pensativo, que
por un buen espacio no le pudo responder palabra; pero, en fin, le dijo:

—Con la atención que has visto he escuchado, Lotario amigo, cuanto has querido decirme, y en tus
razones, ejemplos y comparaciones he visto la mucha discreción que tienes y el estremo de la
verdadera amistad que alcanzas, y ansimesmo veo y confieso que si no sigo tu parecer y me voy tras
el mío, voy huyendo del bien y corriendo tras el mal. Prosupuesto esto, has de considerar que yo
padezco ahora la enfermedad que suelen tener algunas mujeres que se les antoja comer tierra, yeso,
carbón y otras cosas peores, aun asquerosas para mirarse, cuanto más para comerse. Así que es
menester usar de algún artificio para que yo sane, y esto se podía hacer con facilidad solo con que
comiences, aunque tibia y fingidamente, a solicitar a Camila, la cual no ha de ser tan tierna que a los
primeros encuentros dé con su honestidad por tierra; y con solo este principio quedaré contento y tú
habrás cumplido con lo que debes a nuestra amistad, no solamente dándome la vida, sino
persuadiéndome de no verme sin honra. Y estás obligado a hacer esto por una razón sola, y es que
estando yo, como estoy, determinado de poner en plática esta prueba, no has tú de consentir que yo
dé cuenta de mi desatino a otra persona, con que pondría en aventura el honor que tú procuras que no
pierda; y cuando el tuyo no esté en el punto que debe en la intención de Camila en tanto que la
solicitares, importa poco o nada, pues con brevedad, viendo en ella la entereza que esperamos, le
podrás decir la pura verdad de nuestro artificio, con que volverá tu crédito al ser primero. Y pues tan
poco aventuras y tanto contento me puedes dar aventurándote, no lo dejes de hacer, aunque más
inconvenientes se te pongan delante, pues, como ya he dicho, con solo que comiences daré por
concluida la causa.

Viendo Lotario la resoluta voluntad de Anselmo y no sabiendo qué más ejemplos traerle ni qué más
razones mostrarle para que no la siguiese, y viendo que le amenazaba que daría a otro cuenta de su
mal deseo, por evitar mayor mal determinó de contentarle y hacer lo que le pedía, con propósito e
intención de guiar aquel negocio de modo que sin alterar los pensamientos de Camila quedase
Anselmo satisfecho; y, así, le respondió que no comunicase su pensamiento con otro alguno, que él
tomaba a su cargo aquella empresa, la cual comenzaría cuando a él le diese más gusto. Abrazóle
Anselmo tierna y amorosamente, y agradecióle su ofrecimiento como si alguna grande merced le
hubiera hecho, y quedaron de acuerdo entre los dos que desde otro día siguiente se comenzase la obra,
que él le daría lugar y tiempo como a sus solas pudiese hablar a Camila, y asimesmo le daría dineros
y joyas que darla y que ofrecerla. Aconsejóle que le diese músicas, que escribiese versos en su
alabanza, y que, cuando él no quisiese tomar trabajo de hacerlos, él mesmo los haría. A todo se ofreció
Lotario, bien con diferente intención que Anselmo pensaba.

Y con este acuerdo se volvieron a casa de Anselmo, donde hallaron a Camila con ansia y cuidado
esperando a su esposo, porque aquel día tardaba en venir más de lo acostumbrado.

Fuese Lotario a su casa, y Anselmo quedó en la suya tan contento como Lotario fue pensativo, no
sabiendo qué traza dar para salir bien de aquel impertinente negocio. Pero aquella noche pensó el
modo que tendría para engañar a Anselmo sin ofender a Camila, y otro día vino a comer con su amigo,
y fue bien recebido de Camila, la cual le recebía y regalaba con mucha voluntad, por entender la
buena que su esposo le tenía.

Acabaron de comer, levantaron los manteles y Anselmo dijo a Lotario que se quedase allí con Camila
en tanto que él iba a un negocio forzoso, que dentro de hora y media volvería. Rogóle Camila que no
se fuese, y Lotario se ofreció a hacerle compañía, mas nada aprovechó con Anselmo, antes importunó
a Lotario que se quedase y le aguardase, porque tenía que tratar con él una cosa de mucha importancia.
Dijo también a Camila que no dejase solo a Lotario en tanto que él volviese. En efeto, él supo tan
bien fingir la necesidad o necedad de su ausencia, que nadie pudiera entender que era fingida. Fuese
Anselmo, y quedaron solos a la mesa Camila y Lotario, porque la demás gente de casa toda se había
ido a comer. Viose Lotario puesto en la estacada que su amigo deseaba, y con el enemigo delante,
que pudiera vencer con sola su hermosura a un escuadrón de caballeros armados: mirad si era razón
que le temiera Lotario.

Pero lo que hizo fue poner el codo sobre el brazo de la silla y la mano abierta en la mejilla, y, pidiendo
perdón a Camila del mal comedimiento, dijo que quería reposar un poco en tanto que Anselmo volvía.
Camila le respondió que mejor reposaría en el estrado que en la silla, y, así, le rogó se entrase a dormir
en él. No quiso Lotario, y allí se quedó dormido hasta que volvió Anselmo, el cual, como halló a
Camila en su aposento y a Lotario durmiendo, creyó que, como se había tardado tanto, ya habrían
tenido los dos lugar para hablar, y aun para dormir, y no vio la hora en que Lotario despertase, para
volverse con él fuera y preguntarle de su ventura.

Todo le sucedió como él quiso: Lotario despertó, y luego salieron los dos de casa, y, así, le preguntó
lo que deseaba, y le respondió Lotario que no le había parecido ser bien que la primera vez se
descubriese del todo y, así, no había hecho otra cosa que alabar a Camila de hermosa, diciéndole que
en toda la ciudad no se trataba de otra cosa que de su hermosura y discreción, y que este le había
parecido buen principio para entrar ganando la voluntad y disponiéndola a que otra vez le escuchase
con gusto, usando en esto del artificio que el demonio usa cuando quiere engañar a alguno que está
puesto en atalaya de mirar por sí: que se transforma en ángel de luz, siéndolo él de tinieblas, y,
poniéndole delante apariencias buenas, al cabo descubre quién es y sale con su intención, si a los
principios no es descubierto su engaño. Todo esto le contentó mucho a Anselmo, y dijo que cada día
daría el mesmo lugar, aunque no saliese de casa, porque en ella se ocuparía en cosas que Camila no
pudiese venir en conocimiento de su artificio.

Sucedió, pues, que se pasaron muchos días que, sin decir Lotario palabra a Camila, respondía a
Anselmo que la hablaba y jamás podía sacar della una pequeña muestra de venir en ninguna cosa que
mala fuese, ni aun dar una señal de sombra de esperanza, antes decía que le amenazaba que si de
aquel mal pensamiento no se quitaba, que lo había de decir a su esposo.

—Bien está —dijo Anselmo—. Hasta aquí ha resistido Camila a las palabras; es menester ver cómo
resiste a las obras. Yo os daré mañana dos mil escudos de oro para que se los ofrezcáis, y aun se los
deis, y otros tantos para que compréis joyas con que cebarla; que las mujeres suelen ser aficionadas,
y más si son hermosas, por más castas que sean, a esto de traerse bien y andar galanas, y si ella resiste
a esta tentación, yo quedaré satisfecho y no os daré más pesadumbre.

Lotario respondió que ya que había comenzado, que él llevaría hasta el fin aquella empresa, puesto
que entendía salir della cansado y vencido. Otro día recibió los cuatro mil escudos, y con ellos cuatro
mil confusiones, porque no sabía qué decirse para mentir de nuevo; pero, en efeto, determinó de
decirle que Camila estaba tan entera a las dádivas y promesas como a las palabras, y que no había
para qué cansarse más, porque todo el tiempo se gastaba en balde.

Pero la suerte, que las cosas guiaba de otra manera, ordenó que, habiendo dejado Anselmo solos a
Lotario y a Camila, como otras veces solía, él se encerró en un aposento y por los agujeros de la
cerradura estuvo mirando y escuchando lo que los dos trataban, y vio que en más de media hora
Lotario no habló palabra a Camila, ni se la hablara si allí estuviera un siglo, y cayó en la cuenta de
que cuanto su amigo le había dicho de las respuestas de Camila todo era ficción y mentira. Y para ver
si esto era ansí, salió del aposento y, llamando a Lotario aparte, le preguntó qué nuevas había y de
qué temple estaba Camila. Lotario le respondió que no pensaba más darle puntada en aquel negocio,
porque respondía tan áspera y desabridamente, que no tendría ánimo para volver a decirle cosa alguna.

—¡Ah —dijo Anselmo—, Lotario, Lotario, y cuán mal correspondes a lo que me debes y a lo mucho
que de ti confío! Ahora te he estado mirando por el lugar que concede la entrada desta llave, y he
visto que no has dicho palabra a Camila, por donde me doy a entender que aun las primeras le tienes
por decir; y si esto es así, como sin duda lo es, ¿para qué me engañas o por qué quieres quitarme con
tu industria los medios que yo podría hallar para conseguir mi deseo?

No dijo más Anselmo, pero bastó lo que había dicho para dejar corrido y confuso a Lotario, el cual,
casi como tomando por punto de honra el haber sido hallado en mentira, juró a Anselmo que desde
aquel momento tomaba tan a su cargo el contentalle y no mentille cual lo vería si con curiosidad lo
espiaba, cuanto más que no sería menester usar de ninguna diligencia, porque la que él pensaba poner
en satisfacelle le quitaría de toda sospecha. Creyóle Anselmo, y para dalle comodidad más segura y
menos sobresaltada, determinó de hacer ausencia de su casa por ocho días, yéndose a la de un amigo
suyo, que estaba en una aldea, no lejos de la ciudad, con el cual amigo concertó que le enviase a
llamar con muchas veras, para tener ocasión con Camila de su partida.

¡Desdichado y mal advertido de ti, Anselmo! ¿Qué es lo que haces? ¿Qué es lo que trazas? ¿Qué es
lo que ordenas? Mira que haces contra ti mismo, trazando tu deshonra y ordenando tu perdición.
Buena es tu esposa Camila; quieta y sosegadamente la posees; nadie sobresalta tu gusto; sus
pensamientos no salen de las paredes de su casa; tú eres su cielo en la tierra, el blanco de sus deseos,
el cumplimiento de sus gustos y la medida por donde mide su voluntad, ajustándola en todo con la
tuya y con la del cielo. Pues si la mina de su honor, hermosura, honestidad y recogimiento te da sin
ningún trabajo toda la riqueza que tiene y tú puedes desear, ¿para qué quieres ahondar la tierra y
buscar nuevas vetas de nuevo y nunca visto tesoro, poniéndote a peligro que toda venga abajo, pues
en fin se sustenta sobre los débiles arrimos de su flaca naturaleza? Mira que el queLXI busca lo
imposible, es justo que lo posible se le niegue, como lo dijo mejor un poeta, diciendo:

Busco en la muerte la vida,


salud en la enfermedad,
en la prisión libertad,
en lo cerrado salida
y en el traidor lealtad.
Pero mi suerte, de quien
jamás espero algún bien,
con el cielo ha estatuido
que, pues lo imposible pido,
lo posible aun no me den.

Fuese otro día Anselmo a la aldea, dejando dicho a Camila que el tiempo que él estuviese ausente
vendría Lotario a mirar por su casa y a comer con ella, que tuviese cuidado de tratalle como a su
mesma persona. Afligióse Camila, como mujer discreta y honrada, de la orden que su marido le
dejaba, y díjole que advirtiese que no estaba bien que nadie, él ausente, ocupase la silla de su mesa,
y que si lo hacía por no tener confianza que ella sabría gobernar su casa, que probase por aquella vez
y vería por experiencia como para mayores cuidados era bastante. Anselmo le replicó que aquel era
su gusto, y que no tenía más que hacer que bajar la cabeza y obedecelle. Camila dijo que ansí lo haría,
aunque contra su voluntad.

Partióse Anselmo, y otro día vino a su casa Lotario, donde fue rescebido de Camila con amoroso y
honesto acogimiento, la cual jamás se puso en parte donde Lotario la viese a solas, porque siempre
andaba rodeada de sus criados y criadas, especialmente de una doncella suya llamada Leonela, a quien
ella mucho quería, por haberse criado desde niñas las dos juntas en casa de los padres de Camila, y
cuando se casó con Anselmo la trujo consigo. En los tres días primeros, nunca Lotario le dijo nada,
aunque pudiera, cuando se levantaban los manteles y la gente se iba a comer con mucha priesa, porque
así se lo tenía mandado Camila, y aun tenía orden Leonela que comiese primero que Camila y que de
su lado jamás se quitase; mas ella, que en otras cosas de su gusto tenía puesto el pensamiento y había
menester aquellas horas y aquel lugar para ocuparle en sus contentos, no cumplía todas veces el
mandamiento de su señora, antes los dejaba solos, como si aquello le hubieran mandado. Mas la
honesta presencia de Camila, la gravedad de su rostro, la compostura de su persona era tanta, que
ponía freno a la lengua de Lotario.

Pero el provecho que las muchas virtudes de Camila hicieron, poniendo silencio en la lengua de
Lotario, redundó más en daño de los dos, porque si la lengua callaba, el pensamiento discurría y tenía
lugar de contemplar parte por parte todos los estremos de bondad y de hermosura que Camila tenía,
bastantes a enamorar una estatua de mármol, no que un corazón de carne.

Mirábala Lotario en el lugar y espacio que había de hablarla, y consideraba cuán digna era de ser
amada, y esta consideración comenzó poco a poco a dar asaltos a los respectos que a Anselmo tenía,
y mil veces quiso ausentarse de la ciudad y irse donde jamás Anselmo le viese a él ni él viese a
Camila; mas ya le hacía impedimento y detenía el gusto que hallaba en mirarla. Hacíase fuerza y
peleaba consigo mismo por desechar y no sentir el contento que le llevaba a mirar a Camila; culpábase
a solas de su desatino; llamábase mal amigo, y aun mal cristiano; hacía discursos y comparaciones
entre él y Anselmo, y todos paraban en decir que más había sido la locura y confianza de Anselmo
que su poca fidelidad, y que si así tuviera disculpa para con Dios como para con los hombres de lo
que pensaba hacer, que no temiera pena por su culpa.

En efecto, la hermosura y la bondad de Camila, juntamente con la ocasión que el ignorante marido le
había puesto en las manos, dieron con la lealtad de Lotario en tierra; y sin mirar a otra cosa que aquella
a que su gusto le inclinaba, al cabo de tres días de la ausencia de Anselmo, en los cuales estuvo en
continua batalla por resistir a sus deseos, comenzó a requebrar a Camila, con tanta turbación y con
tan amorosas razones, que Camila quedó suspensa y no hizo otra cosa que levantarse de donde estaba
y entrarse en su aposento sin respondelle palabra alguna. Mas no por esta sequedad se desmayó en
Lotario la esperanza, que siempre nace juntamente con el amor, antes tuvo en más a Camila. La cual,
habiendo visto en Lotario lo que jamás pensara, no sabía qué hacerse, y, pareciéndole no ser cosa
segura ni bien hecha darle ocasión ni lugar a que otra vez la hablase, determinó de enviar aquella
mesma noche, como lo hizo, a un criado suyo con un billete a Anselmo, donde le escribió estas
razones:

Así como suele decirse que parece mal el ejército sin su general y el castillo sin su castellano, digo
yo que parece muy peor la mujer casada y moza sin su marido, cuando justísimas ocasiones no lo
impiden. Yo me hallo tan mal sin vos y tan imposibilitada de no poder sufrir esta ausencia, que si
presto no venís, me habré de ir a entretener en casa de mis padres, aunque deje sin guarda la vuestra,
porque la que me dejastes, si es que quedó con tal título, creo que mira más por su gusto que por lo
que a vos os toca; y pues sois discreto, no tengo más que deciros, ni aun es bien que más os diga.

Esta carta recibió Anselmo, y entendió por ella que Lotario había ya comenzado la empresa y que
Camila debía de haber respondido como él deseaba; y, alegre sobremanera de tales nuevas, respondió
a Camila, de palabra, que no hiciese mudamiento de su casa en modo ninguno, porque él volvería con
mucha brevedad. Admirada quedó Camila de la respuesta de Anselmo, que la puso en más confusión
que primero, porque ni se atrevía a estar en su casa, ni menos irse a la de sus padres, porque en la
quedada corría peligro su honestidad, y en la ida, iba contra el mandamiento de su esposo.

En fin se resolvió en lo que le estuvo peor, que fue en el quedarse, con determinación de no huir la
presencia de Lotario, por no dar que decir a sus criados, y ya le pesaba de haber escrito lo que escribió
a su esposo, temerosa de que no pensase que Lotario había visto en ella alguna desenvoltura que le
hubiese movido a no guardalle el decoro que debía. Pero, fiada en su bondad, se fió en Dios y en su
buen pensamiento, con que pensaba resistir callando a todo aquello que Lotario decirle quisiese, sin
dar más cuenta a su marido, por no ponerle en alguna pendencia y trabajo; y aun andaba buscando
manera como disculpar a Lotario con Anselmo, cuando le preguntase la ocasión que le había movido
a escribirle aquel papel. Con estos pensamientos, más honrados que acertados ni provechosos, estuvo
otro día escuchando a Lotario, el cual cargó la mano de manera que comenzó a titubear la firmeza de
Camila, y su honestidad tuvo harto que hacer en acudir a los ojos, para que no diesen muestra de
alguna amorosa compasión que las lágrimas y las razones de Lotario en su pecho habían despertado.
Todo esto notaba Lotario, y todo le encendía.

Finalmente, a él le pareció que era menester, en el espacio y lugar que daba la ausencia de Anselmo,
apretar el cerco a aquella fortaleza, y, así, acometió a su presunción con las alabanzas de su
hermosura, porque no hay cosa que más presto rinda y allane las encastilladas torres de la vanidad de
las hermosas que la mesma vanidad, puesta en las lenguas de la adulación. En efecto, él, con toda
diligencia, minó la roca de su entereza, con tales pertrechos, que aunque Camila fuera toda de bronce
viniera al suelo. Lloró, rogó, ofreció, aduló, porfió y fingió Lotario con tantos sentimientos, con
muestras de tantas veras, que dio al través con el recato de Camila y vino a triunfar de lo que menos
se pensaba y más deseaba.
Rindióse Camila, Camila se rindió... Pero ¿qué mucho, si la amistad de Lotario no quedó en pie?
Ejemplo claro que nos muestra que solo se vence la pasión amorosa con huilla y que nadie se ha de
poner a brazos con tan poderoso enemigo, porque es menester fuerzas divinas para vencer las suyas
humanas. Solo supo Leonela la flaqueza de su señora, porque no se la pudieron encubrir los dos malos
amigos y nuevos amantes. No quiso Lotario decir a Camila la pretensión de Anselmo, ni que él le
había dado lugar para llegar a aquel punto, porque no tuviese en menos su amor y pensase que así,
acaso y sin pensar, y no de propósito, la había solicitado.

Volvió de allí a pocos días Anselmo a su casa y no echó de ver lo que faltaba en ella, que era lo que
en menos tenía y más estimaba. Fuese luego a ver a Lotario y hallóle en su casa; abrazáronse los dos,
y el uno preguntó por las nuevas de su vida o de su muerte.

—Las nuevas que te podré dar, ¡oh amigo Anselmo! —dijo Lotario—, son de que tienes una mujer
que dignamente puede ser ejemplo y corona de todas las mujeres buenas. Las palabras que le he dicho
se las ha llevado el aire; los ofrecimientos se han tenido en poco, las dádivas no se han admitido; de
algunas lágrimas fingidas mías se ha hecho burla notable. En resolución, así como Camila es cifra de
toda belleza, es archivo donde asiste la honestidad y vive el comedimiento y el recato y todas las
virtudes que pueden hacer loable y bien afortunada a una honrada mujer. Vuelve a tomar tus dineros,
amigo, que aquí los tengo, sin haber tenido necesidad de tocar a ellos, que la entereza de Camila no
se rinde a cosas tan bajas como son dádivas ni promesas. Conténtate, Anselmo, y no quieras hacer
más pruebas de las hechas; y pues a pie enjuto has pasado el mar de las dificultades y sospechas que
de las mujeres suelen y pueden tenerse, no quieras entrar de nuevo en el profundo piélago de nuevos
inconvenientes, ni quieras hacer experiencia con otro piloto de la bondad y fortaleza del navío que el
cielo te dio en suerte para que en él pasases la mar deste mundo, sino haz cuenta que estás ya en
seguro puerto y aférrate con las áncoras de la buena consideración, y déjate estar hasta que te vengan
a pedir la deuda que no hay hidalguía humana que de pagarla se escuse.

Contentísimo quedó Anselmo de las razones de Lotario y así se las creyó como si fueran dichas por
algún oráculo, pero, con todo eso, le rogó que no dejase la empresa, aunque no fuese más de por
curiosidad y entretenimiento, aunque no se aprovechase de allí adelante de tan ahincadas diligencias
como hasta entonces, y que solo quería que le escribiese algunos versos en su alabanza, debajo del
nombre de Clori, porque él le daría a entender a Camila que andaba enamorado de una dama a quien
le había puesto aquel nombre, por poder celebrarla con el decoro que a su honestidad se le debía; y
que cuando Lotario no quisiera tomar trabajo de escribir los versos, que él los haría.

—No será menester eso —dijo Lotario—, pues no me son tan enemigas las musas, que algunos ratos
del año no me visiten. Dile tú a Camila lo que has dicho del fingimiento de mis amores, que los versos
yo los haré: si no tan buenos como el subjeto merece, serán por lo menos los mejores que yo pudiere.

Quedaron deste acuerdo el impertinente y el traidor amigo, y, vuelto Lotario a su casa, preguntó a
Camila lo que ella ya se maravillaba que no se lo hubiese preguntado, que fue que le dijese la ocasión
por que le había escrito el papel que le envió. Camila le respondió que le había parecido que Lotario
la miraba un poco más desenvueltamente que cuando él estaba en casa, pero que ya estaba
desengañada y creía que había sido imaginación suya, porque ya Lotario huía de vella y de estar con
ella a solas. Díjole Anselmo que bien podía estar segura de aquella sospecha, porque él sabía que
Lotario andaba enamorado de una doncella principal de la ciudad, a quien él celebraba debajo del
nombre de Clori, y que, aunque no lo estuviera, no había que temer de la verdad de Lotario y de la
mucha amistad de entrambos. Y a no estar avisada Camila de Lotario de que eran fingidos aquellos
amores de Clori, y que él se lo había dicho a Anselmo por poder ocuparse algunos ratos en las mismas
alabanzas de Camila, ella sin duda cayera en la desesperada red de los celos; mas, por estar ya
advertida, pasó aquel sobresalto sin pesadumbre.
Otro día, estando los tres sobre mesa, rogó Anselmo a Lotario dijese alguna cosa de las que había
compuesto a su amada Clori, que, pues Camila no la conocía, seguramente podía decir lo que quisiese.

—Aunque la conociera —respondió Lotario—, no encubriera yo nada, porque cuando algún amante
loa a su dama de hermosa y la nota de cruel, ningún oprobrio hace a su buen crédito; pero, sea lo que
fuere, lo que sé decir, que ayer hice un soneto a la ingratitud desta Clori, que dice ansí:

SONETO

En el silencio de la noche, cuando


ocupa el dulce sueño a los mortales,
la pobre cuenta de mis ricos males
estoy al cielo y a mi Clori dando.
Y al tiempo cuando el sol se va mostrando
por las rosadas puertas orientales,
con suspirosVIII y acentos desiguales
voy la antigua querella renovando25.
Y cuando el sol, de su estrellado asiento
derechos rayos a la tierra envía,
el llanto crece y doblo los gemidos.
Vuelve la noche, y vuelvo al triste cuento
y siempre hallo, en mi mortal porfía,
al cielo sordo, a Clori sin oídos.

Bien le pareció el soneto a Camila, pero mejor a Anselmo, pues le alabó y dijo que era
demasiadamente cruel la dama que a tan claras verdades no correspondía. A lo que dijo Camila:

—Luego ¿todo aquello que los poetas enamorados dicen es verdad?

—En cuanto poetas, no la dicen —respondió Lotario—; mas en cuanto enamorados, siempre quedan
tan cortos como verdaderos.

—No hay duda deso —replicó Anselmo, todo por apoyar y acreditar los pensamientos de Lotario con
Camila, tan descuidada del artificio de Anselmo como ya enamorada de Lotario.

Y así, con el gusto que de sus cosas tenía, y más teniendo por entendido que sus deseos y escritos a
ella se encaminaban y que ella era la verdadera Clori, le rogó que si otro soneto o otros versos sabía,
los dijese.

—Sí sé —respondió Lotario—, pero no creo que es tan bueno como el primero, o, por mejor decir,
menos malo. Y podréislo bien juzgar, pues es este:

SONETO

Yo sé que muero, y si no soy creído,


es más cierto el morir, como es más cierto
verme a tus pies, ¡oh bella ingrata!, muerto,
antes que de adorarte arrepentido.
Podré yo verme en la región de olvido,
de vida y gloria y de favor desierto,
y allí verse podrá en mi pecho abierto
como tu hermoso rostro está esculpido.
Que esta reliquia guardo para el duro
trance que me amenaza mi porfía,
que en tu mismo rigor se fortalece.
¡Ay de aquel que navega, el cielo escuro,
por mar no usado y peligrosa vía,
adonde norte o puerto no se ofrece!

También alabó este segundo soneto Anselmo como había hecho el primero, y desta manera iba
añadiendo eslabón a eslabón a la cadena con que se enlazaba y trababa su deshonra, pues cuando más
Lotario le deshonraba, entonces le decía que estaba más honrado; y con esto todos los escalones que
Camila bajaba hacia el centro de su menosprecio, los subía, en la opinión de su marido, hacia la
cumbre de la virtud y de su buena fama.

Sucedió en esto que hallándose una vez, entre otras, sola Camila con su doncella, le dijo:

—Corrida estoy, amiga Leonela, de ver en cuán poco he sabido estimarme, pues siquiera no hice que
con el tiempo comprara Lotario la entera posesión que le di tan presto de mi voluntad. Temo que ha
de desestimar mi presteza o ligereza, sin que eche de ver la fuerza que él me hizo para no poder
resistirle.

—No te dé pena eso, señora mía —respondió Leonela—, que no está la monta ni es causa para
mengua de la estimación darse lo que se da presto, si en efecto lo que se da es bueno y ello por sí
digno de estimarse. Y aun suele decirse que el que luego da, da dos veces.

—También se suele decir —dijo Camila— que lo que cuesta poco se estima en menos.

—No corre por ti esa razón—respondió Leonela—, porque el amor, según he oído decir, unas veces
vuela y otras anda: con este corre y con aquel va despacio; a unos entibia y a otros abrasa; a unos
hiere y a otros mata; en un mesmo punto comienza la carrera de sus deseos y en aquel mesmo punto
la acaba y concluye; por la mañana suele poner el cerco a una fortaleza y a la noche la tiene rendida,
porque no hay fuerza que le resista. Y siendo así ¿de qué te espantas, o de qué temes, si lo mismo
debe de haber acontecido a Lotario, habiendo tomado el amor por instrumento de rendirnos la
ausencia de mi señor? Y era forzoso que en ella se concluyese lo que el amor tenía determinado, sin
dar tiempo al tiempo para que Anselmo le tuviese de volver y con su presencia quedase imperfecta la
obra; porque el amor no tiene otro mejor ministro para ejecutar lo que desea que es la ocasión: de la
ocasión se sirve en todos sus hechos, principalmente en los principios. Todo esto sé yo muy bien, más
de experiencia que de oídas, y algún día te lo diré, señora, que yo también soy de carne, y de sangre
moza. Cuanto más, señora Camila, que no te entregaste ni diste tan luego, que primero no hubieses
visto en los ojos, en los suspiros, en las razones y en las promesas y dádivas de Lotario toda su alma,
viendo en ella y en sus virtudes cuán digno era Lotario de ser amado. Pues si esto es ansí, no te asalten
la imaginación esos escrupulosos y melindrosos pensamientos, sino asegúrate que Lotario te estima
como tú le estimas a él, y vive con contento y satisfación de que, ya que caíste en el lazo amoroso, es
el que te aprieta de valor y de estima, y que no solo tiene las cuatro eses que dicen que han de tener
los buenos enamorados, sino todo un abecé entero: si no, escúchame, y verás como te le digo de coro.
Él es, según yo veo y a mí me parece, agradecido, bueno, caballero, dadivoso, enamorado, firme,
gallardo, honrado, ilustre, leal, mozo, noble, honesto, principal, quantioso, rico y las eses que dicen,
y luego, tácito, verdadero. La x no le cuadra, porque es letra áspera; la y ya está dicha; la z, zelador
de tu honra.

Rióse Camila del abecé de su doncella y túvola por más plática en las cosas de amor que ella decía,
y así lo confesó ella, descubriendo a Camila como trataba amores con un mancebo bien nacido, de la
mesma ciudad; de lo cual se turbó Camila, temiendo que era aquel camino por donde su honra podía
correr riesgo. Apuróla si pasaban sus pláticas a más que serlo. Ella, con poca vergüenza y mucha
desenvoltura, le respondió que sí pasaban. Porque es cosa ya cierta que los descuidos de las señoras
quitan la vergüenza a las criadas, las cuales, cuando ven a las amas echar traspiés, no se les da nada
a ellas de cojear ni de que lo sepan.

No pudo hacer otra cosa Camila sino rogar a Leonela no dijese nada de su hecho al que decía ser su
amante, y que tratase sus cosas con secreto, porque no viniesen a noticia de Anselmo ni de Lotario.
Leonela respondió que así lo haría, mas cumpliólo de manera que hizo cierto el temor de Camila de
que por ella había de perder su crédito. Porque la deshonesta y atrevida Leonela, después que vio que
el proceder de su ama no era el que solía, atrevióse a entrar y poner dentro de casa a su amante,
confiada que, aunque su señora le viese, no había de osar descubrille. Que este daño acarrean, entre
otros, los pecados de las señoras: que se hacen esclavas de sus mesmas criadas y se obligan a
encubrirles sus deshonestidades y vilezas, como aconteció con Camila; que aunque vio una y muchas
veces que su Leonela estaba con su galán en un aposento de su casa, no solo no la osaba reñir, mas
dábale lugar a que lo encerrase y quitábale todos los estorbos, para que no fuese visto de su marido.

Pero no los pudo quitar que Lotario no le viese una vez salir al romper del alba; el cual, sin conocer
quién era, pensó primero que debía de ser alguna fantasma, mas cuando le vio caminar, embozarse y
encubrirse con cuidado y recato, cayó de su simple pensamiento y dio en otro, que fuera la perdición
de todos si Camila no lo remediara. Pensó Lotario que aquel hombre que había visto salir tan a deshora
de casa de Anselmo no había entrado en ella por Leonela, ni aun se acordó si Leonela era en el mundo:
solo creyó que Camila, de la misma manera que había sido fácil y ligera con él, lo era para otro; que
estas añadiduras trae consigo la maldad de la mujer mala, que pierde el crédito de su honra con el
mesmo a quien se entregó rogada y persuadida, y cree que con mayor facilidad se entrega a otros y
da infalible crédito a cualquiera sospecha que desto le venga. Y no parece sino que le faltó a Lotario
en este punto todo su buen entendimiento y se le fueron de la memoria todos sus advertidos discursos,
pues, sin hacer alguno que bueno fuese, ni aun razonable, sin más ni más, antes que Anselmo se
levantase, impaciente y ciego de la celosa rabia que las entrañas le roía, muriendo por vengarse de
Camila, que en ninguna cosa le había ofendido, se fue a Anselmo y le dijo:

—Sábete, Anselmo, que ha muchos días que he andado peleando conmigo mesmo, haciéndome
fuerza a no decirte lo que ya no es posible ni justo que más te encubra. Sábete que la fortaleza de
Camila está ya rendida, y sujeta a todo aquello que yo quisiere hacer della; y si he tardado en
descubrirte esta verdad, ha sido por ver si era algún liviano antojo suyo, o si lo hacía por probarme y
ver si eran con propósito firme tratados los amores que con tu licencia con ella he comenzado. Creí
ansimismo que ella, si fuera la que debía y la que entrambos pensábamos, ya te hubiera dado cuenta
de mi solicitud; pero habiendo visto que se tarda, conozco que son verdaderas las promesas que me
ha dado de que, cuando otra vez hagas ausencia de tu casa, me hablará en la recámara donde está el
repuesto de tus alhajas—y era la verdad que allí le solía hablar Camila—. Y no quiero que
precipitosamente corras a hacer alguna venganza, pues no está aún cometido el pecado sino con
pensamiento, y podría ser que desde este hasta el tiempo de ponerle por obra se mudase el de Camila
y naciese en su lugar el arrepentimiento. Y, así, ya que en todo o en parte has seguido siempre mis
consejos, sigue y guarda uno que ahora te diré, para que sin engaño y con medroso advertimiento te
satisfagas de aquello que más vieres que te convenga. Finge que te ausentas por dos o tres días, como
otras veces sueles, y haz de manera que te quedes escondido en tu recámara, pues los tapices que allí
hay y otras cosas con que te puedas encubrir te ofrecen mucha comodidad, y entonces verás por tus
mismos ojos, y yo por los míos, lo que Camila quiere; y si fuere la maldad que se puede temer antes
que esperar, con silencio, sagacidad y discreción podrás ser el verdugo de tu agravio.

Absorto, suspenso y admirado quedó Anselmo con las razones de Lotario, porque le cogieron en
tiempo donde menos las esperaba oír, porque ya tenía a Camila por vencedora de los fingidos asaltos
de Lotario y comenzaba a gozar la gloria del vencimiento. Callando estuvo por un buen espacio,
mirando al suelo sin mover pestaña, y al cabo dijo:

—Tú lo has hecho, Lotario, como yo esperaba de tu amistad; en todo he de seguir tu consejo: haz lo
que quisieres y guarda aquel secreto que ves que conviene en caso tan no pensado.

Prometióselo Lotario, y en apartándose dél se arrepintió totalmente de cuanto le había dicho, viendo
cuán neciamente había andado, pues pudiera él vengarse de Camila, y no por camino tan cruel y tan
deshonrado. Maldecía su entendimiento, afeaba su ligera determinación y no sabía qué medio tomarse
para deshacer lo hecho o para dalle alguna razonable salida. Al fin, acordó de dar cuenta de todo a
Camila; y como no faltaba lugar para poderlo hacer, aquel mismo día la halló sola, y allí, así como
vio que le podía hablar, le dijo:

—Sabed, amigo Lotario, que tengo una pena en el corazón, que me le aprieta de suerte que parece
que quiere reventar en el pecho, y ha de ser maravilla si no lo hace; pues ha llegado la desvergüenza
de Leonela a tanto, que cada noche encierra a un galán suyo en esta casa y se está con él hasta el día,
tan a costa de mi crédito cuanto le quedará campo abierto de juzgarlo al que le viere salir a horas tan
inusitadas de mi casa. Y lo que me fatiga es que no la puedo castigar ni reñir, que el ser ella secretario
de nuestros tratos me ha puesto un freno en la boca para callar los suyos, y temo que de aquí ha de
nacer algún mal suceso.

Al principio que Camila esto decía, creyó Lotario que era artificio para desmentille que el hombre
que había visto salir era de Leonela, y no suyo; pero viéndola llorar y afligirse y pedirle remedio, vino
a creer la verdad, y en creyéndola acabó de estar confuso y arrepentido del todo. Pero, con todo esto,
respondió a Camila que no tuviese pena, que él ordenaría remedio para atajar la insolencia de Leonela.
Díjole asimismo lo que, instigado de la furiosa rabia de los celos, había dicho a Anselmo, y cómo
estaba concertado de esconderse en la recámara, para ver desde allí a la clara la poca lealtad que ella
le guardaba. Pidióle perdón desta locura, y consejo para poder remedialla y salir bien de tan revuelto
laberinto como su mal discurso le había puesto.

Espantada quedó Camila de oír lo que Lotario le decía, y con mucho enojo y muchas discretas razones
le riñó y afeó su mal pensamiento y la simple y mala determinación que había tenido; pero como
naturalmente tiene la mujer ingenio presto para el bien y para el mal, más que el varón, puesto que le
va faltando cuando de propósito se pone a hacer discursos, luego al instante halló Camila el modo de
remediar tan al parecer inremediable negocio, y dijo a Lotario que procurase que otro día se
escondiese Anselmo donde decía, porque ella pensaba sacar de su escondimiento comodidad para
que desde allí en adelante los dos se gozasen sin sobresalto alguno; y, sin declararle del todo su
pensamiento, le advirtió que tuviese cuidado que, en estando Anselmo escondido, él viniese cuando
Leonela le llamase y que a cuanto ella le dijese le respondiese como respondiera aunque no supiera
que Anselmo le escuchaba. Porfió Lotario que le acabase de declarar su intención, porque con más
seguridad y aviso guardase todo lo que viese ser necesario.

—Digo —dijo Camila— que no hay más que guardar, si no fuere responderme como yo os preguntare
—no queriendo Camila darle antes cuenta de lo que pensaba hacer, temerosa que no quisiese seguir
el parecer que a ella tan bueno le parecía y siguiese o buscase otros que no podrían ser tan buenos.

Con esto se fue Lotario; y Anselmo, otro día, con la escusa de ir a aquella aldea de su amigo, se partió
y volvió a esconderse, que lo pudo hacer con comodidad, porque de industria se la dieron Camila y
Leonela.

Escondido, pues, Anselmo, con aquel sobresalto que se puede imaginar que tendría el que esperaba
ver por sus ojos hacer notomía de las entrañas de su honra, víase a pique de perder el sumo bien que
él pensaba que tenía en su querida Camila. Seguras ya y ciertas Camila y Leonela que Anselmo estaba
escondido, entraron en la recámara; y apenas hubo puesto los pies en ella Camila, cuando, dando un
grande suspiro, dijo:

—¡Ay, Leonela amiga! ¿No sería mejor que antes que llegase a poner en ejecución lo que no quiero
que sepas, porque no procures estorbarlo, que tomases la daga de Anselmo que te he pedido y pasases
con ella este infame pecho mío? Pero no hagas tal, que no será razón que yo lleve la pena de la ajena
culpa. Primero quiero saber qué es lo que vieron en mí los atrevidos y deshonestos ojos de Lotario
que fuese causa de darle atrevimiento a descubrirme un tan mal deseo como es el que me ha
descubierto, en desprecio de su amigo y en deshonra mía. Ponte, Leonela, a esa ventana y llámale,
que, sin duda alguna, debe de estar en la calle, esperando poner en efeto su mala intención. Pero
primero se pondrá la cruel cuanto honrada mía.

—¡Ay, señora mía! —respondió la sagaz y advertida Leonela—. ¿Y qué es lo que quieres hacer con
esta daga? ¿Quieres por ventura quitarte la vida o quitársela a Lotario? Que cualquiera destas cosas
que quieras ha de redundar en pérdida de tu crédito y fama. Mejor es que disimules tu agravio y no
des lugar a que este mal hombre entre ahora en esta casa y nos halle solas. Mira, señora, que somos
flacas mujeres, y él es hombre, y determinado; y como viene con aquel mal propósito, ciego y
apasionado, quizá antes que tú pongas en ejecución el tuyo hará él lo que te estaría más mal que
quitarte la vida. ¡Mal haya mi señor Anselmo, que tanta mano ha querido dar a este desuellacaras en
su casa! Y ya, señora, que le mates, como yo pienso que quieres hacer, ¿qué hemos de hacer dél
después de muerto?

—¿Qué, amiga? —respondió Camila—. Dejarémosle para que Anselmo le entierre, pues será justo
que tenga por descanso el trabajo que tomare en poner debajo de la tierra su misma infamia. Llámale,
acaba, que todo el tiempo que tardo en tomar la debida venganza de mi agravio parece que ofendo a
la lealtad que a mi esposo debo.

Todo esto escuchaba Anselmo, y a cada palabra que Camila decía se le mudaban los pensamientos;
mas cuando entendió que estaba resuelta en matar a Lotario, quiso salir y descubrirse, porque tal cosa
no se hiciese, pero detúvole el deseo de ver en qué paraba tanta gallardía y honesta resolución, con
propósito de salir a tiempo que la estorbase.

Tomóle en esto a Camila un fuerte desmayo y, arrojándose encima de una cama que allí estaba,
comenzó Leonela a llorar muy amargamente y a decir:

—¡Ay, desdichada de mí, si fuese tan sin ventura que se me muriese aquí entre mis brazos la flor de
la honestidad del mundo, la corona de las buenas mujeres, el ejemplo de la castidad...!

Con otras cosas a éstas semejantes, que ninguno la escuchara que no la tuviera por la más lastimada
y leal doncella del mundo, y a su señora por otra nueva y perseguida Penélope. Poco tardó en volver
de su desmayo Camila y, al volver en sí, dijo:

—¿Por qué no vas, Leonela, a llamar al más leal amigo de amigo que vio el sol o cubrió la noche?
Acaba, corre, aguija, camina, no se esfogue con la tardanza el fuego de la cólera que tengo y se pase
en amenazas y maldiciones la justa venganza que espero.

—Ya voy a llamarle, señora mía —dijo Leonela—, mas hasme de dar primero esa daga, porque no
hagas cosa, en tanto que falto, que dejes con ella que llorar toda la vida a todos los que bien te quieren.

—Ve segura, Leonela amiga, que no haré —respondió Camila—, porque ya que sea atrevida y simple,
a tu parecer, en volver por mi honra, no lo he de ser tanto como aquella Lucrecia de quien dicen que
se mató sin haber cometido error alguno y sin haber muerto primero a quien tuvo la causa de su
desgracia. Yo moriré, si muero, pero ha de ser vengada y satisfecha del que me ha dado ocasión de
venir a este lugar a llorar sus atrevimientos, nacidos tan sin culpa mía.

Mucho se hizo de rogar Leonela antes que saliese a llamar a Lotario, pero en fin salió, y entre tanto
que volvía quedó Camila diciendo, como que hablaba consigo misma:

—¡Válame Dios! ¿No fuera más acertado haber despedido a Lotario, como otras muchas veces lo he
hecho, que no ponerle en condición, como ya le he puesto, que me tenga por deshonesta y mala,
siquiera este tiempo que he de tardar en desengañarle? Mejor fuera, sin duda, pero no quedara yo
vengada, ni la honra de mi marido satisfecha, si tan a manos lavadas y tan a paso llano se volviera a
salir de donde sus malos pensamientos le entraron. Pague el traidor con la vida lo que intentó con tan
lascivo deseo: sepa el mundo, si acaso llegare a saberlo, de que Camila no solo guardó la lealtad a su
esposo, sino que le dio venganza del que se atrevió a ofendelle. Mas, con todo, creo que fuera mejor
dar cuenta desto a Anselmo; pero ya se la apunté a dar en la carta que le escribí al aldea, y creo que
el no acudir él al remedio del daño que allí le señalé debió de ser que de puro bueno y confiado no
quiso ni pudo creer que en el pecho de su tan firme amigo pudiese caber género de pensamiento que
contra su honra fuese; ni aun yo lo creí después por muchos días, ni lo creyera jamás, si su insolencia
no llegara a tanto, que las manifiestas dádivas y las largas promesas y las continuas lágrimas no me
lo manifestaran. Mas ¿para qué hago yo ahora estos discursos? ¿Tiene por ventura una resolución
gallarda necesidad de consejo alguno? No, por cierto. ¡Afuera, pues, traidores! ¡Aquí, venganzas!
¡Entre el falso, venga, llegue, muera y acabe, y suceda lo que sucediere! Limpia entré en poder del
que el cielo me dio por mío, limpia he de salir dél; y, cuando mucho, saldré bañada en mi casta sangre
y en la impura del más falso amigo que vio la amistad en el mundo.

Y diciendo esto se paseaba por la sala con la daga desenvainada, dando tan desconcertados y
desaforados pasos y haciendo tales ademanes, que no parecía sino que le faltaba el juicio y que no
era mujer delicada, sino un rufián desesperado.

Todo lo miraba Anselmo, cubierto detrás de unos tapices donde se había escondido, y de todo se
admiraba, y ya le parecía que lo que había visto y oído era bastante satisfación para mayores sospechas
y ya quisiera que la prueba de venir Lotario faltara, temeroso de algún mal repentino suceso. Y
estando ya para manifestarse y salir, para abrazar y desengañar a su esposa, se detuvo porque vio que
Leonela volvía con Lotario de la mano; y así como Camila le vio, haciendo con la daga en el suelo
una gran raya delante della, le dijo:

—Lotario, advierte lo que te digo: si a dicha te atrevieres a pasar desta raya que ves, ni aun llegar a
ella, en el punto que viere que lo intentas, en ese mismo me pasaré el pecho con esta daga que en las
manos tengo. Y antes que a esto me respondas palabra, quiero que otras algunas me escuches, que
después responderás lo que más te agradare. Lo primero, quiero, Lotario, que me digas si conoces a
Anselmo, mi marido, y en qué opinión le tienes; y lo segundo, quiero saber también si me conoces a
mí. Respóndeme a esto y no te turbes ni pienses mucho lo que has de responder, pues no son
dificultades las que te pregunto.

No era tan ignorante Lotario, que desde el primer punto que Camila le dijo que hiciese esconder a
Anselmo no hubiese dado en la cuenta de lo que ella pensaba hacer, y, así, correspondió con su
intención tan discretamente y tan a tiempo, que hicieran los dos pasar aquella mentira por más que
cierta verdad; y, así, respondió a Camila desta manera:

—No pensé yo, hermosa Camila, que me llamabas para preguntarme cosas tan fuera de la intención
con que yo aquí vengo. Si lo haces por dilatarme la prometida merced, desde más lejos pudieras
entretenerla, porque tanto más fatiga el bien deseado cuanto la esperanza está más cerca de poseello;
pero, porque no digas que no respondo a tus preguntas, digo que conozco a tu esposo Anselmo y nos
conocemos los dos desde nuestros más tiernos años; y no quiero decir lo que tú tan bien sabes de
nuestra amistad, por no me hacer testigo del agravio que el amor hace que le haga, poderosa disculpa
de mayores yerros. A ti te conozco y tengo en la misma posesión que él te tiene; que, a no ser así, por
menos prendas que las tuyas no había yo de ir contra lo que debo a ser quien soy y contra las santas
leyes de la verdadera amistad, ahora por tan poderoso enemigo como el amor por mí rompidas y
violadas.

—Si eso confiesas —respondió Camila—, enemigo mortal de todo aquello que justamente merece
ser amado, ¿con qué rostro osas parecer ante quien sabes que es el espejo donde se mira aquel en
quien tú te debieras mirar, para que vieras con cuán poca ocasión le agravias? Pero ya cayo, ¡ay,
desdichada de mí!, en la cuenta de quién te ha hecho tener tan poca con lo que a ti mismo debes, que
debe de haber sido alguna desenvoltura mía, que no quiero llamarla deshonestidad, pues no habrá
procedido de deliberada determinación, sino de algún descuido de los que las mujeres que piensan
que no tienen de quien recatarse suelen hacer inadvertidamente. Si no, dime: ¿cuándo, ¡oh traidor!,
respondí a tus ruegos con alguna palabra o señal que pudiese despertar en ti alguna sombra de
esperanza de cumplir tus infames deseos? ¿Cuándo tus amorosas palabras no fueron deshechas y
reprehendidas de las mías con rigor y con aspereza? ¿Cuándo tus muchas promesas y mayores dádivas
fueron de mí creídas ni admitidas? Pero, por parecerme que alguno no puede perseverar en el intento
amoroso luengo tiempo, si no es sustentado de alguna esperanza, quiero atribuirme a mí la culpa de
tu impertinencia, pues sin duda algún descuido mío ha sustentado tanto tiempo tu cuidado, y, así,
quiero castigarme y darme la pena que tu culpa merece. Y porque vieses que siendo conmigo tan
inhumana no era posible dejar de serlo contigo, quise traerte a ser testigo del sacrificio que pienso
hacer a la ofendida honra de mi tan honrado marido, agraviado de ti con el mayor cuidado que te ha
sido posible, y de mí también con el poco recato que he tenido del huir la ocasión, si alguna te di,
para favorecer y canonizar tus malas intenciones. Torno a decir que la sospecha que tengo que algún
descuido mío engendró en ti tan desvariados pensamientos es la que más me fatiga y la que yo más
deseo castigar con mis propias manos, porque, castigándome otro verdugo, quizá sería más pública
mi culpa; pero antes que esto haga quiero matar muriendo y llevar conmigo quien me acabe de
satisfacer el deseo de la venganza que espero y tengo, viendo allá, dondequiera que fuere, la pena que
da la justicia desinteresada y que no se dobla al que en términos tan desesperados me ha puesto.

Y, diciendo estas razones, con una increíble fuerza y ligereza arremetió a Lotario con la daga
desenvainada, con tales muestras de querer enclavársela en el pecho, que casi él estuvo en duda si
aquellas demostraciones eran falsas o verdaderas, porque le fue forzoso valerse de su industria y de
su fuerza para estorbar que Camila no le diese. La cual tan vivamente fingía aquel estraño embuste y
fealdad, que por dalle color de verdad la quiso matizar con su misma sangre; porque, viendo que no
podía haber a Lotario, o fingiendo que no podía, dijo:

—Pues la suerte no quiere satisfacer del todo mi tan justo deseo, a lo menos no será tan poderosa que
en parte me quite que no le satisfaga.

Y haciendo fuerza para soltar la mano de la daga, que Lotario la tenía asida, la sacó y, guiando su
punta por parte que pudiese herir no profundamente, se la entró y escondió por más arriba de la islilla
del lado izquierdo, junto al hombro, y luego se dejó caer en el suelo, como desmayada.

Estaban Leonela y Lotario suspensos y atónitos de tal suceso, y todavía dudaban de la verdad de aquel
hecho, viendo a Camila tendida en tierra y bañada en su sangre. Acudió Lotario con mucha presteza,
despavorido y sin aliento, a sacar la daga, y en ver la pequeña herida salió del temor que hasta entonces
tenía y de nuevo se admiró de la sagacidad, prudencia y mucha discreción de la hermosa Camila; y,
por acudir con lo que a él le tocaba, comenzó a hacer una larga y triste lamentación sobre el cuerpo
de Camila, como si estuviera difunta, echándose muchas maldiciones, no solo a él, sino al que había
sido causa de habelle puesto en aquel término. Y como sabía que le escuchaba su amigo Anselmo,
decía cosas que el que le oyera le tuviera mucha más lástima que a Camila, aunque por muerta la
juzgara.

Leonela la tomó en brazos y la puso en el lecho, suplicando a Lotario fuese a buscar quien
secretamente a Camila curase; pedíale asimismo consejo y parecer de lo que dirían a Anselmo de
aquella herida de su señora, si acaso viniese antes que estuviese sana. Él respondió que dijesen lo que
quisiesen, que él no estaba para dar consejo que de provecho fuese: solo le dijo que procurase tomarle
la sangre, porque él se iba adonde gentes no le viesen. Y con muestras de mucho dolor y sentimiento,
se salió de casa, y cuando se vio solo y en parte donde nadie le veía, no cesaba de hacerse cruces,
maravillándose de la industria de Camila y de los ademanes tan proprios de Leonela. Consideraba
cuán enterado había de quedar Anselmo de que tenía por mujer a una segunda Porcia, y deseaba verse
con él para celebrar los dos la mentira y la verdad más disimulada que jamás pudiera imaginarse.

Leonela tomó, como se ha dicho, la sangre a su señora, que no era más de aquello que bastó para
acreditar su embuste, y, lavando con un poco de vino la herida, se la ató lo mejor que supo, diciendo
tales razones en tanto que la curaba, que, aunque no hubieran precedido otras, bastaran a hacer creer
a Anselmo que tenía en Camila un simulacro de la honestidad.

Juntáronse a las palabras de Leonela otras de Camila, llamándose cobarde y de poco ánimo, pues le
había faltado al tiempo que fuera más necesario tenerle, para quitarse la vida, que tan aborrecida tenía.
Pedía consejo a su doncella si diría o no todo aquel suceso a su querido esposo, la cual le dijo que no
se lo dijese, porque le pondría en obligación de vengarse de Lotario, lo cual no podría ser sin mucho
riesgo suyo, y que la buena mujer estaba obligada a no dar ocasión a su marido a que riñese, sino a
quitalle todas aquellas que le fuese posible.

Respondió Camila que le parecía muy bien su parecer, y que ella le seguiría, pero que en todo caso
convenía buscar qué decir a Anselmo de la causa de aquella herida, que él no podría dejar de ver; a
lo que Leonela respondía que ella ni aun burlando no sabía mentir.

—Pues yo, hermana —replicó Camila—, ¿qué tengo de saber, que no me atreveré a forjar ni sustentar
una mentira, si me fuese en ello la vida? Y si es que no hemos de saber dar salida a esto, mejor será
decirle la verdad desnuda, que no que nos alcance en mentirosa cuenta.

—No tengas pena, señora: de aquí a mañana —respondió Leonela— yo pensaré qué le digamos, y
quizá que por ser la herida donde es la podrás encubrir sin que él la vea, y el cielo será servido de
favorecer a nuestros tan justos y tan honrados pensamientos. Sosiégate, señora mía, y procura sosegar
tu alteración, porque mi señor no te halle sobresaltada, y lo demás déjalo a mi cargo y al de Dios, que
siempre acude a los buenos deseos.

Atentísimo había estado Anselmo a escuchar y a ver representar la tragedia de la muerte de su honra,
la cual con tan estraños y eficaces afectos la representaron los personajes della, que pareció que se
habían transformado en la misma verdad de lo que fingían. Deseaba mucho la noche y el tener lugar
para salir de su casa y ir a verse con su buen amigo Lotario, congratulándose con él de la margarita
preciosa que había hallado en el desengaño de la bondad de su esposa. Tuvieron cuidado las dos de
darle lugar y comodidad a que saliese, y él, sin perdella, salió y luego fue a buscar a Lotario; el cual
hallado, no se puede buenamente contar los abrazos que le dio, las cosas que de su contento le dijo,
las alabanzas que dio a Camila. Todo lo cual escuchó Lotario sin poder dar muestras de alguna alegría,
porque se le representaba a la memoria cuán engañado estaba su amigo y cuán injustamente él le
agraviaba; y aunque Anselmo veía que Lotario no se alegraba, creía ser la causa por haber dejado a
Camila herida y haber él sido la causa; y así, entre otras razones, le dijo que no tuviese pena del suceso
de Camila, porque sin duda la herida era ligera, pues quedaban de concierto de encubrírsela a él, y
que según esto no había de qué temer, sino que de allí adelante se gozase y alegrase con él, pues por
su industria y medio él se veía levantado a la más alta felicidad que acertara a desearse, y quería que
no fuesen otros sus entretenimientos que en hacer versos en alabanza de Camila que la hiciesen eterna
en la memoria de los siglos venideros. Lotario alabó su buena determinación y dijo que él, por su
parte, ayudaría a levantar tan ilustre edificio.

Con esto quedó Anselmo el hombre más sabrosamente engañado que pudo haber en el mundo: él
mismo llevaba por la mano a su casa, creyendo que llevaba el instrumento de su gloria, toda la
perdición de su fama. Recebíale Camila con rostro al parecer torcido, aunque con alma risueña. Duró
este engaño algunos días, hasta que al cabo de pocos meses volvió Fortuna su rueda y salió a plaza la
maldad con tanto artificio hasta allí cubierta, y a Anselmo le costó la vida su impertinente curiosidad.

Sucedió, pues, que, por la satisfación que Anselmo tenía de la bondad de Camila, vivía una vida
contenta y descuidada, y Camila, de industria, hacía mal rostro a Lotario, porque Anselmo entendiese
al revés de la voluntad que le tenía; y para más confirmación de su hecho, pidió licencia Lotario para
no venir a su casa, pues claramente se mostraba la pesadumbre que con su vista Camila recebía. Mas
el engañado Anselmo le dijo que en ninguna manera tal hiciese; y, desta manera, por mil maneras era
Anselmo el fabricador de su deshonra, creyendo que lo era de su gusto.

En esto, el que tenía Leonela de verse cualificada con sus amores llegó a tanto, que sin mirar a otra
cosa se iba tras él a suelta rienda, fiada en que su señora la encubría y aun la advertía del modo que
con poco recelo pudiese ponerle en ejecución. En fin, una noche sintió Anselmo pasos en el aposento
de Leonela, y, queriendo entrar a ver quién los daba, sintió que le detenían la puerta, cosa que le puso
más voluntad de abrirla, y tanta fuerza hizo, que la abrió y entró dentro a tiempo que vio que un
hombre saltaba por la ventana a la calle; y acudiendo con presteza a alcanzarle o conocerle, no pudo
conseguir lo uno ni lo otro, porque Leonela se abrazó con él, diciéndole:

—Sosiégate, señor mío, y no te alborotes ni sigas al que de aquí saltó: es cosa mía, y tanto, que es mi
esposo.

No lo quiso creer Anselmo, antes, ciego de enojo, sacó la daga y quiso herir a Leonela, diciéndole
que le dijese la verdad; si no, que la mataría. Ella, con el miedo, sin saber lo que se decía, le dijo:

—No me mates, señor, que yo te diré cosas de más importancia de las que puedes imaginar.

—Dilas luego —dijo Anselmo—; si no, muerta eres.

—Por ahora será imposible —dijo Leonela—, según estoy de turbada; déjame hasta mañana, que
entonces sabrás de mí lo que te ha de admirar; y está seguro que el que saltó por esta ventana es un
mancebo desta ciudad, que me ha dado la mano de ser mi esposo.

Sosegóse con esto Anselmo y quiso aguardar el término que se le pedía, porque no pensaba oír cosa
que contra Camila fuese, por estar de su bondad tan satisfecho y seguro; y, así, se salió del aposento
y dejó encerrada en él a Leonela, diciéndole que de allí no saldría hasta que le dijese lo que tenía que
decirle.

Fue luego a ver a Camila y a decirle, como le dijo, todo aquello que con su doncella le había pasado
y la palabra que le había dado de decirle grandes cosas y de importancia. Si se turbó Camila o no, no
hay para qué decirlo, porque fue tanto el temor que cobró creyendo verdaderamente, y era de creer,
que Leonela había de decir a Anselmo todo lo que sabía de su poca fe, que no tuvo ánimo para esperar
si su sospecha salía falsa o no, y aquella mesma noche, cuando le pareció que Anselmo dormía, juntó
las mejores joyas que tenía y algunos dineros y, sin ser de nadie sentida, salió de casa y se fue a la de
Lotario, a quien contó lo que pasaba y le pidió que la pusiese en cobro o que se ausentasen los dos
donde de Anselmo pudiesen estar seguros. La confusión en que Camila puso a Lotario fue tal, que no
le sabía responder palabra, ni menos sabía resolverse en lo que haría.

En fin, acordó de llevar a Camila a un monesterio, en quien era priora una su hermana. Consintió
Camila en ello, y con la presteza que el caso pedía la llevó Lotario y la dejó en el monesterio, y él
ansimesmo se ausentó luego de la ciudad, sin dar parte a nadie de su ausencia.

Cuando amaneció, sin echar de ver Anselmo que Camila faltaba de su lado, con el deseo que tenía de
saber lo que Leonela quería decirle, se levantó y fue adonde la había dejado encerrada. Abrió y entró
en el aposento, pero no halló en él a Leonela: solo halló puestas unas sábanas añudadas a la ventana,
indicio y señal que por allí se había descolgado e ido. Volvió luego muy triste a decírselo a Camila,
y, no hallándola en la cama ni en toda la casa, quedó asombrado. Preguntó a los criados de casa por
ella, pero nadie le supo dar razón de lo que pedía.

Acertó acaso, andando a buscar a Camila que vio sus cofres abiertos y que dellos faltaban las más de
sus joyas, y con esto acabó de caer en la cuenta de su desgracia y en que no era Leonela la causa de
su desventura; y ansí como estaba, sin acabarse de vestir, triste y pensativo, fue a dar cuenta de su
desdicha a su amigo Lotario. Mas cuando no le halló y sus criados le dijeron que aquella noche había
faltado de casa y había llevado consigo todos los dineros que tenía, pensó perder el juicio. Y para
acabar de concluir con todo, volviéndose a su casa no halló en ella ninguno de cuantos criados ni
criadas tenía, sino la casa desierta y sola.

No sabía qué pensar, qué decir, ni qué hacer, y poco a poco se le iba volviendo el juicio.
Contemplábase y mirábase en un instante sin mujer, sin amigo y sin criados, desamparado, a su
parecer, del cielo que le cubría, y sobre todo sin honra, porque en la falta de Camila vio su perdición.

Resolvióse, en fin, a cabo de una gran pieza, de irse a la aldea de su amigo, donde había estado cuando
dio lugar a que se maquinase toda aquella desventura. Cerró las puertas de su casa, subió a caballo y
con desmayado aliento se puso en camino; y apenas hubo andado la mitad, cuando, acosado de sus
pensamientos, le fue forzoso apearse y arrendar su caballo a un árbol, a cuyo tronco se dejó caer,
dando tiernos y dolorosos suspiros, y allí se estuvo hasta casi que anochecía; y aquella hora vio que
venía un hombre a caballo de la ciudad, y, después de haberle saludado, le preguntó qué nuevas había
en Florencia. El ciudadano respondió:

—Las más estrañas que muchos días ha se han oído en ella, porque se dice públicamente que Lotario,
aquel grande amigo de Anselmo el rico, que vivía a San Juan, se llevó esta noche a Camila, mujer de
Anselmo, el cual tampoco parece. Todo esto ha dicho una criada de Camila, que anoche la halló el
gobernador descolgándose con una sábana por las ventanas de la casa de Anselmo. En efeto no sé
puntualmente cómo pasó el negocio: solo sé que toda la ciudad está admirada deste suceso, porque
no se podía esperar tal hecho de la mucha y familiar amistad de los dos, que dicen que era tanta, que
los llamaban los dos amigos.

—¿Sábese por ventura —dijo Anselmo— el camino que llevan Lotario y Camila?

—Ni por pienso —dijo el ciudadano—, puesto que el gobernador ha usado de mucha diligencia en
buscarlos.

—A Dios vais, señor —dijo Anselmo.

—Con Él quedéis —respondió el ciudadano, y fuese.


Con tan desdichadas nuevas, casi casi llegó a términos Anselmo, no solo de perder el juicio, sino de
acabar la vida. Levantóse como pudo y llegó a casa de su amigo, que aún no sabía su desgracia, mas
como le vio llegar amarillo, consumido y seco, entendió que de algún grave mal venía fatigado. Pidió
luego Anselmo que le acostasen y que le diesen aderezo de escribir. Hízose así, y dejáronle acostado
y solo, porque él así lo quiso, y aun que le cerrasen la puerta. Viéndose, pues, solo, comenzó a cargar
tanto la imaginación de su desventura, que claramente conoció que se le iba acabando la vida, y, así,
ordenó de dejar noticia de la causa de su estraña muerte; y comenzando a escribir, antes que acabase
de poner todo lo que quería, le faltó el aliento y dejó la vida en las manos del dolor que le causó su
curiosidad impertinente.

Viendo el señor de casa que era ya tarde y que Anselmo no llamaba, acordó de entrar a saber si pasaba
adelante su indisposición y hallóle tendido boca abajo, la mitad del cuerpo en la cama y la otra mitad
sobre el bufete, sobre el cual estaba con el papel escrito y abierto, y él tenía aún la pluma en la mano.
Llegóse el huésped a él, habiéndole llamado primero; y trabándole por la mano, viendo que no le
respondía y hallándole frío, vio que estaba muerto. Admiróse y congojóse en gran manera, y llamó a
la gente de casa para que viesen la desgracia a Anselmo sucedida, y finalmente leyó el papel, que
conoció que de su mesma mano estaba escrito, el cual contenía estas razones:

Un necio e impertinente deseo me quitó la vida. Si las nuevas de mi muerte llegaren a los oídos de
Camila, sepa que yo la perdono, porque no estaba ella obligada a hacer milagros, ni yo tenía
necesidad de querer que ella los hiciese; y pues yo fui el fabricador de mi deshonra, no hay para
qué...

Hasta aquí escribió Anselmo, por donde se echó de ver que en aquel punto, sin poder acabar la razón,
se le acabó la vida. Otro día dio aviso su amigo a los parientes de Anselmo de su muerte, los cuales
ya sabían su desgracia, y el monesterio donde Camila estaba casi en el término de acompañar a su
esposo en aquel forzoso viaje, no por las nuevas del muerto esposo, mas por las que supo del ausente
amigo. Dícese que, aunque se vio viuda, no quiso salir del monesterio, ni menos hacer profesión de
monja, hasta que no de allí a muchos días le vinieron nuevas que Lotario había muerto en una batalla
que en aquel tiempo dio monsiur de Lautrec al Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba en el
reino de Nápoles, donde había ido a parar el tarde arrepentido amigo; lo cual sabido por Camila, hizo
profesión y acabó en breves días la vida a las rigurosas manos de tristezas y melancolías. Este fue el
fin que tuvieron todos, nacido de un tan desatinado principio».
Don Quijote de la Mancha. Primera parte

Capítulo XXXIX

Donde el cautivo cuenta su vida y sucesos


—En un lugar de las montañas de León tuvo principio mi linaje, con quien fue más agradecida y liberal la
naturaleza que la fortuna, aunque en la estrecheza de aquellos pueblos todavía alcanzaba mi padre fama de
rico, y verdaderamente lo fuera si así se diera maña a conservar su hacienda como se la daba en gastalla; y la
condición que tenía de ser liberal y gastador le procedió de haber sido soldado los años de su joventud, que
es escuela la soldadesca donde el mezquino se hace franco, y el franco, pródigo, y si algunos soldados se
hallan miserables, son como monstruos, que se ven raras veces. Pasaba mi padre los términos de la liberalidad
y rayaba en los de ser pródigo, cosa que no le es de ningún provecho al hombre casado y que tiene hijos que
le han de suceder en el nombre y en el ser. Los que mi padre tenía eran tres, todos varones y todos de edad
de poder elegir estado. Viendo, pues, mi padre que, según él decía, no podía irse a la mano contra su
condición, quiso privarse del instrumento y causa que le hacía gastador y dadivoso, que fue privarse de la
hacienda, sin la cual el mismo Alejandro pareciera estrecho. Y, así, llamándonos un día a todos tres a solas en
un aposento, nos dijo unas razones semejantes a las que ahora diré: «Hijos, para deciros que os quiero bien
basta saber y decir que sois mis hijos; y para entender que os quiero mal basta saber que no me voy a la mano
en lo que toca a conservar vuestra hacienda. Pues para que entendáis desde aquí adelante que os quiero
como padre, y que no os quiero destruir como padrastro, quiero hacer una cosa con vosotros que ha muchos
días que la tengo pensada y con madura consideración dispuesta. Vosotros estáis ya en edad de tomar estado,
o a lo menos de elegir ejercicio, tal que cuando mayores os honre y aproveche. Y lo que he pensado es hacer
de mi hacienda cuatro partes: las tres os daré a vosotros, a cada uno lo que le tocare, sin exceder en cosa
alguna, y con la otra me quedaré yo para vivir y sustentarme los días que el cielo fuere servido de darme de
vida. Pero querría que, después que cada uno tuviese en su poder la parte que le toca de su hacienda, siguiese
uno de los caminos que le diré. Hay un refrán en nuestra España, a mi parecer muy verdadero, como todos lo
son, por ser sentencias breves sacadas de la luenga y discreta experiencia; y el que yo digo dice: “Iglesia o
mar o casa real”, como si más claramente dijera: “Quien quisiere valer y ser rico siga o la Iglesia o navegue,
ejercitando el arte de la mercancía, o entre a servir a los reyes en sus casas”; porque dicen: “Más vale migaja
de rey que merced de señor”. Digo esto porque querría y es mi voluntad que uno de vosotros siguiese las
letras, el otro la mercancía, y el otro sirviese al rey en la guerra, pues es dificultoso entrar a servirle en su
casa; que ya que la guerra no dé muchas riquezas, suele dar mucho valor y mucha fama. Dentro de ocho días
os daré toda vuestra parte en dineros, sin defraudaros en un ardite, como lo veréis por la obra. Decidme
ahora si queréis seguir mi parecer y consejo en lo que os he propuesto». Y mandándome a mí, por ser el
mayor, que respondiese, después de haberle dicho que no se deshiciese de la hacienda, sino que gastase todo
lo que fuese su voluntad, que nosotros éramos mozos para saber ganarla, vine a concluir en que cumpliría su
gusto, y que el mío era seguir el ejercicio de las armas, sirviendo en él a Dios y a mi rey. El segundo hermano
hizo los mesmos ofrecimientos y escogió el irse a las Indias, llevando empleada la hacienda que le cupiese. El
menor, y a lo que yo creo el más discreto, dijo que quería seguir la Iglesia o irse a acabar sus comenzados
estudios a Salamanca. Así como acabamos de concordarnos y escoger nuestros ejercicios, mi padre nos
abrazó a todos, y con la brevedad que dijo puso por obra cuanto nos había prometido; y dando a cada uno su
parte, que, a lo que se me acuerda, fueron cada tres mil ducados en dineros (porque un nuestro tío compró
toda la hacienda y la pagó de contado, porque no saliese del tronco de la casa), en un mesmo día nos
despedimos todos tres de nuestro buen padre. Y en aquel mesmo, pareciéndome a mí ser inhumanidad que
mi padre quedase viejo y con tan poca hacienda, hice con él que de mis tres mil tomase los dos mil ducados,
porque a mí me bastaba el resto para acomodarme de lo que había menester un soldado. Mis dos hermanos,
movidos de mi ejemplo, cada uno le dio mil ducados; de modo que a mi padre le quedaron cuatro mil en
dineros, y más tres mil que a lo que parece valía la hacienda que le cupo, que no quiso vender, sino quedarse
con ella en raíces. Digo, en fin, que nos despedimos dél y de aquel nuestro tío que he dicho, no sin mucho
sentimiento y lágrimas de todos, encargándonos que les hiciésemos saber, todas las veces que hubiese
comodidad para ello, de nuestros sucesos, prósperos o adversos. Prometímoselo, y, abrazándonos y
echándonos su bendición, el uno tomó el viaje de Salamanca, el otro de Sevilla, y yo el de Alicante, adonde
tuve nuevas que había una nave ginovesa que cargaba allí lana para Génova. Este hará veinte y dos años que
salí de casa de mi padre, y en todos ellos, puesto que he escrito algunas cartas, no he sabido dél ni de mis
hermanos nueva alguna; y lo que en este discurso de tiempo he pasado lo diré brevemente. Embarquéme en
Alicante, llegué con próspero viaje a Génova, fui desde allí a Milán, donde me acomodé de armas y de algunas
galas de soldado, de donde quise ir a asentar mi plaza al Piamonte; y estando ya de camino para Alejandria
de la Palla, tuve nuevas que el gran Duque de Alba pasaba a Flandes. Mudé propósito, fuime con él, servíle
en las jornadas que hizo, halléme en la muerte de los condes de Eguemón y de Hornos, alcancé a ser alférez
de un famoso capitán de Guadalajara, llamado Diego de Urbina, y a cabo de algún tiempo que llegué a
Flandes, se tuvo nuevas de la liga que la Santidad del papa Pío Quinto, de felice recordación, había hecho con
Venecia y con España, contra el enemigo común, que es el Turco, el cual en aquel mesmo tiempo había ganado
con su armada la famosa isla de Chipre, que estaba debajo del dominio de venecianos, y fue pérdida
lamentable y desdichada. Súpose cierto que venía por general desta liga el serenísimo don Juan de Austria,
hermano natural de nuestro buen rey don Felipe; divulgóse el grandísimo aparato de guerra que se hacía,
todo lo cual me incitó y conmovió el ánimo y el deseo de verme en la jornada que se esperaba; y aunque
tenía barruntos, y casi premisas ciertas, de que en la primera ocasión que se ofreciese sería promovido a
capitán, lo quise dejar todo y venirme, como me vine a Italia, y quiso mi buena suerte que el señor don Juan
de Austria acababa de llegar a Génova, que pasaba a Nápoles a juntarse con la armada de Venecia, como
después lo hizo en Mecina. Digo, en fin, que yo me hallé en aquella felicísima jornada, ya hecho capitán de
infantería, a cuyo honroso cargo me subió mi buena suerte, más que mis merecimientos; y aquel día, que fue
para la cristiandad tan dichoso, porque en él se desengañó el mundo y todas las naciones del error en que
estaban creyendo que los turcos eran invencibles por la mar, en aquel día, digo, donde quedó el orgullo y
soberbia otomana quebrantada, entre tantos venturosos como allí hubo (porque más ventura tuvieron los
cristianos que allí murieron que los que vivos y vencedores quedaron), yo solo fui el desdichado; pues, en
cambio de que pudiera esperar, si fuera en los romanos siglos, alguna naval corona, me vi aquella noche que
siguió a tan famoso día con cadenas a los pies y esposas a las manos. Y fue desta suerte: que habiendo el
Uchalí, rey de Argel, atrevido y venturoso cosario, embestido y rendido la capitana de Malta, que solos tres
caballeros quedaron vivos en ella, y éstos malheridos, acudió la capitana de Juan Andrea a socorrella, en la
cual yo iba con mi compañía; y haciendo lo que debía en ocasión semejante, salté en la galera contraria, la
cual desviándose de la que la había embestido, estorbó que mis soldados me siguiesen, y, así, me hallé solo
entre mis enemigos, a quien no pude resistir, por ser tantos: en fin me rindieron lleno de heridas. Y como ya
habréis, señores, oído decir que el Uchalí se salvó con toda su escuadra, vine yo a quedar cautivo en su poder,
y solo fui el triste entre tantos alegres y el cautivo entre tantos libres, porque fueron quince mil cristianos los
que aquel día alcanzaron la deseada libertad, que todos venían al remo en la turquesca armada.

Lleváronme a Costantinopla, donde el Gran Turco Selín hizo general de la mar a mi amo, porque
había hecho su deber en la batalla, habiendo llevado por muestra de su valor el estandarte de la
religión de Malta. Halléme el segundo año, que fue el de setenta y dos, en Navarino, bogando en la
capitana de los tres fanales. Vi y noté la ocasión que allí se perdió de no coger en el puerto toda el
armada turquesca, porque todos los leventes y genízaros que en ella venían tuvieron por cierto que
les habían de embestir dentro del mesmo puerto y tenían a punto su ropa y pasamaques, que son sus
zapatos, para huirse luego por tierra, sin esperar ser combatidos: tanto era el miedo que habían
cobrado a nuestra armada. Pero el cielo lo ordenó de otra manera, no por culpa ni descuido del general
que a los nuestros regía, sino por los pecados de la cristiandad y porque quiere y permite Dios que
tengamos siempre verdugos que nos castiguen. En efeto, el Uchalí se recogió a Modón, que es una
isla que está junto a Navarino, y echando la gente en tierra, fortificó la boca del puerto y estúvose
quedo hasta que el señor don Juan se volvió. En este viaje se tomó la galera que se llamaba La Presa,
de quien era capitán un hijo de aquel famoso cosario Barbarroja. Tomóla la capitana de Nápoles,
llamada La Loba, regida por aquel rayo de la guerra, por el padre de los soldados, por aquel venturoso
y jamás vencido capitán don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. Y no quiero dejar de decir lo
que sucedió en la presa de La Presa. Era tan cruel el hijo de Barbarroja y trataba tan mal a sus cautivos,
que así como los que venían al remo vieron que la galera Loba les iba entrando y que los alcanzaba,
soltaron todos a un tiempo los remos y asieron de su capitán, que estaba sobre el estanterol gritando
que bogasen apriesa, y pasándole de banco en banco, de popa a proa, le dieron bocados, que a poco
más que pasó del árbol ya había pasado su ánima al infierno: tal era, como he dicho, la crueldad con
que los trataba y el odio que ellos le tenían. Volvimos a Constantinopla, y el año siguiente, que fue el
de setenta y tres, se supo en ella como el señor don Juan había ganado a Túnez y quitado aquel reino
a los turcos y puesto en posesión dél a Muley Hamet, cortando las esperanzas que de volver a reinar
en él tenía Muley Hamida, el moro más cruel y más valiente que tuvo el mundo. Sintió mucho esta
pérdida el Gran Turco, y, usando de la sagacidad que todos los de su casa tienen, hizo paz con
venecianos, que mucho más que él la deseaban, y el año siguiente de setenta y cuatro acometió a la
Goleta y al fuerte que junto a Túnez había dejado medio levantado el señor don Juan. En todos estos
trances andaba yo al remo, sin esperanza de libertad alguna; a lo menos, no esperaba tenerla por
rescate, porque tenía determinado de no escribir las nuevas de mi desgracia a mi padre. Perdióse, en
fin, la Goleta, perdióse el fuerte, sobre las cuales plazas hubo de soldados turcos, pagados, setenta y
cinco mil, y de moros y alárabes de toda la África, más de cuatrocientos mil, acompañado este tan
gran número de gente con tantas municiones y pertrechos de guerra y con tantos gastadores, que con
las manos y a puñados de tierra pudieran cubrir la Goleta y el fuerte. Perdióse primero la Goleta,
tenida hasta entonces por inexpugnable, y no se perdió por culpa de sus defensores, los cuales hicieron
en su defensa todo aquello que debían y podían, sino porque la experiencia mostró la facilidad con
que se podían levantar trincheas en aquella desierta arena, porque a dos palmos se hallaba agua, y los
turcos no la hallaron a dos varas; y, así, con muchos sacos de arena levantaron las trincheas tan altas,
que sobrepujaban las murallas de la fuerza, y tirándoles a caballero, ninguno podía parar ni asistir a
la defensa. Fue común opinión que no se habían de encerrar los nuestros en la Goleta, sino esperar en
campaña al desembarcadero, y los que esto dicen hablan de lejos y con poca experiencia de casos
semejantes; porque si en la Goleta y en el fuerte apenas había siete mil soldados, ¿cómo podía tan
poco número, aunque más esforzados fuesen, salir a la campaña y quedar en las fuerzas, contra tanto
como era el de los enemigos? ¿Y cómo es posible dejar de perderse fuerza que no es socorrida, y más
cuando la cercan enemigos muchos y porfiados, y en su mesma tierra? Pero a muchos les pareció, y
así me pareció a mí, que fue particular gracia y merced que el cielo hizo a España en permitir que se
asolase aquella oficina y capa de maldades, y aquella gomia o esponja y polilla de la infinidad de
dineros que allí sin provecho se gastaban, sin servir de otra cosa que de conservar la memoria de
haberla ganado la felicísima del invictísimo Carlos Quinto, como si fuera menester para hacerla
eterna, como lo es y será, que aquellas piedras la sustentaran. Perdióse también el fuerte, pero fuéronle
ganando los turcos palmo a palmo, porque los soldados que lo defendían pelearon tan valerosa y
fuertemente, que pasaron de veinte y cinco mil enemigos los que mataron en veinte y dos asaltos
generales que les dieron. Ninguno cautivaron sano de trecientos que quedaron vivos, señal cierta y
clara de su esfuerzo y valor, y de lo bien que se habían defendido y guardado sus plazas. Rindióse a
partido un pequeño fuerte o torre que estaba en mitad del estaño, a cargo de don Juan Zanoguera,
caballero valenciano y famoso soldado. Cautivaron a don Pedro Puertocarrero, general de la Goleta,
el cual hizo cuanto fue posible por defender su fuerza y sintió tanto el haberla perdido, que de pesar
murió en el camino de Constantinopla, donde le llevaban cautivo. Cautivaron ansimesmo al general
del fuerte, que se llamaba Gabrio Cervellón, caballero milanés, grande ingeniero y valentísimo
soldado. Murieron en estas dos fuerzas muchas personas de cuenta, de las cuales fue una Pagán de
Oria, caballero del hábito de San Juan, de condición generoso, como lo mostró la suma liberalidad
que usó con su hermano el famoso Juan Andrea de Oria; y lo que más hizo lastimosa su muerte fue
haber muerto a manos de unos alárabes de quien se fió, viendo ya perdido el fuerte, que se ofrecieron
de llevarle en hábito de moro a Tabarca, que es un portezuelo o casa que en aquellas riberas tienen
los ginoveses que se ejercitan en la pesquería del coral, los cuales alárabes le cortaron la cabeza y se
la trujeron al general de la armada turquesca, el cual cumplió con ellos nuestro refrán castellano, que
«aunque la traición aplace, el traidor se aborrece»; y, así, se dice que mandó el general ahorcar a los
que le trujeron el presente, porque no se le habían traído vivo. Entre los cristianos que en el fuerte se
perdieron, fue uno llamado don Pedro de Aguilar, natural no sé de qué lugar del Andalucía, el cual
había sido alférez en el fuerte, soldado de mucha cuenta y de raro entendimiento; especialmente tenía
particular gracia en lo que llaman poesía. Dígolo porque su suerte le trujo a mi galera y a mi banco y
a ser esclavo de mi mesmo patrón, y antes que nos partiésemos de aquel puerto hizo este caballero
dos sonetos a manera de epitafios, el uno a la Goleta y el otro al fuerte. Y en verdad que los tengo de
decir, porque los sé de memoria y creo que antes causarán gusto que pesadumbre.
En el punto que el cautivo nombró a don Pedro de Aguilar, don Fernando miró a sus camaradas y
todos tres se sonrieron; y cuando llegó a decir de los sonetos, dijo el uno:

—Antes que vuestra merced pase adelante, le suplico me diga qué se hizo ese don Pedro de Aguilar
que ha dicho.

—Lo que sé es —respondió el cautivo— que al cabo de dos años que estuvo en Constantinopla, se
huyó en traje de arnaute con un griego espía, y no sé si vino en libertad, puesto que creo que sí, porque
de allí a un año vi yo al griego en Constantinopla y no le pude preguntar el suceso de aquel viaje.

—Bueno fue —respondió el caballero—, porque ese don Pedro es mi hermano y está ahora en nuestro
lugar, bueno y rico, casado y con tres hijos.

—Gracias sean dadas a Dios —dijo el cautivo— por tantas mercedes como le hizo, porque no hay en
la tierra, conforme mi parecer, contento que se iguale a alcanzar la libertad perdida.

—Y más —replicó el caballero—, que yo sé los sonetos que mi hermano hizo.

—Dígalos, pues, vuestra merced —dijo el cautivo—, que los sabrá decir mejor que yo.

—Que me place —respondió el caballero—; y el de la Goleta decía así:

SONETO

Almas dichosas que del mortal velo


libres y esentas, por el bien que obrastes,
desde la baja tierra os levantastes
a lo más alto y lo mejor del cielo,
y, ardiendo en ira y en honroso celo,
de los cuerpos la fuerza ejercitastes,
que en propia y sangre ajena colorastes
el mar vecino y arenoso suelo:
primero que el valor faltó la vida
en los cansados brazos, que, muriendo,
con ser vencidos, llevan la vitoria;
y esta vuestra mortal, triste caída
entre el muro y el hierro, os va adquiriendo
fama que el mundo os da, y el cielo gloria.

—Desa mesma manera le sé yo —dijo el cautivo.

—Pues el del fuerte, si mal no me acuerdo —dijo el caballero—, dice así:

SONETO

De entre esta tierra estéril, derribada,


destos terrones por el suelo echados,
las almas santas de tres mil soldados
subieron vivas a mejor morada,
siendo primero en vano ejercitada
la fuerza de sus brazos esforzados,
hasta que al fin, de pocos y cansados,
dieron la vida al filo de la espada.
Y este es el suelo que continuo ha sido
de mil memorias lamentables lleno
en los pasados siglos y presentes.
Mas no más justas de su duro seno
habrán al claro cielo almas subido,
ni aun él sostuvo cuerpos tan valientes.

No parecieron mal los sonetos, y el cautivo se alegró con las nuevas que de su camarada le dieron y,
prosiguiendo su cuento, dijo:

—Rendidos, pues, la Goleta y el fuerte, los turcos dieron orden en desmantelar la Goleta (porque el
fuerte quedó tal, que no hubo qué poner por tierra), y para hacerlo con más brevedad y menos trabajo
la minaron por tres partes, pero con ninguna se pudo volar lo que parecía menos fuerte, que eran las
murallas viejas, y todo aquello que había quedado en pie de la fortificación nueva que había hecho el
Fratín, con mucha facilidad vino a tierra. En resolución, la armada volvió a Constantinopla triunfante
y vencedora, y de allí a pocos meses murió mi amo el Uchalí, al cual llamaban Uchalí Fartax, que
quiere decir en lengua turquesca ‘el renegado tiñoso’, porque lo era, y es costumbre entre los turcos
ponerse nombres de alguna falta que tengan o de alguna virtud que en ellos haya; y esto es porque no
hay entre ellos sino cuatro apellidos de linajes, que decienden de la casa otomana, y los demás, como
tengo dicho, toman nombre y apellido ya de las tachas del cuerpo, y ya de las virtudes del ánimo. Y
este Tiñoso bogó el remo, siendo esclavo del Gran Señor, catorce años, y a más de los treinta y cuatro
de su edad renegó, de despecho de que un turco, estando al remo, le dio un bofetón, y por poderse
vengar dejó su fe; y fue tanto su valor, que, sin subir por los torpes medios y caminos que los más
privados del Gran Turco suben, vino a ser rey de Argel, y después a ser general de la mar, que es el
tercero cargo que hay en aquel señorío. Era calabrés de nación, y moralmente fue hombre de bien, y
trataba con mucha humanidad a sus cautivos, que llegó a tener tres mil, los cuales, después de su
muerte, se repartieron, como él lo dejó en su testamento, entre el Gran Señor (que también es hijo
heredero de cuantos mueren y entra a la parte con los más hijos que deja el difunto) y entre sus
renegados; y yo cupe a un renegado veneciano, que, siendo grumete de una nave, le cautivó el Uchalí,
y le quiso tanto, que fue uno de los más regalados garzones suyos, y él vino a ser el más cruel renegado
que jamás se ha visto. Llamábase Azán Agá, y llegó a ser muy rico y a ser rey de Argel; con el cual
yo vine de Constantinopla, algo contento, por estar tan cerca de España, no porque pensase escribir a
nadie el desdichado suceso mío, sino por ver si me era más favorable la suerte en Argel que en
Constantinopla, donde ya había probado mil maneras de huirme, y ninguna tuvo sazón ni ventura, y
pensaba en Argel buscar otros medios de alcanzar lo que tanto deseaba, porque jamás me desamparó
la esperanza de tener libertad, y cuando en lo que fabricaba, pensaba y ponía por obra no correspondía
el suceso a la intención, luego sin abandonarme fingía y buscaba otra esperanza que me sustentase,
aunque fuese débil y flaca. Con esto entretenía la vida, encerrado en una prisión o casa que los turcos
llaman baño, donde encierran los cautivos cristianos, así los que son del rey como de algunos
particulares, y los que llaman del almacén, que es como decir cautivos del concejo, que sirven a la
ciudad en las obras públicas que hace y en otros oficios; y estos tales cautivos tienen muy dificultosa
su libertad, que, como son del común y no tienen amo particular, no hay con quien tratar su rescate,
aunque le tengan. En estos baños, como tengo dicho, suelen llevar a sus cautivos algunos particulares
del pueblo, principalmente cuando son de rescate, porque allí los tienen holgados y seguros hasta que
venga su rescate. También los cautivos del rey que son de rescate no salen al trabajo con la demás
chusma, si no es cuando se tarda su rescate; que entonces, por hacerles que escriban por él con más
ahínco, les hacen trabajar y ir por leña con los demás, que es un no pequeño trabajo. Yo, pues, era
uno de los de rescate, que, como se supo que era capitán, puesto que dije mi poca posibilidad y falta
de hacienda, no aprovechó nada para que no me pusiesen en el número de los caballeros y gente de
rescate. Pusiéronme una cadena, más por señal de rescate que por guardarme con ella, y así pasaba la
vida en aquel baño, con otros muchos caballeros y gente principal, señalados y tenidos por de rescate.
Y aunque la hambre y desnudez pudiera fatigarnos a veces, y aun casi siempre, ninguna cosa nos
fatigaba tanto como oír y ver a cada paso las jamás vistas ni oídas crueldades que mi amo usaba con
los cristianos. Cada día ahorcaba el suyo, empalaba a este, desorejaba aquel, y esto, por tan poca
ocasión, y tan sin ella, que los turcos conocían que lo hacía no más de por hacerlo y por ser natural
condición suya ser homicida de todo el género humano. Solo libró bien con él un soldado español
llamado tal de Saavedra, el cual, con haber hecho cosas que quedarán en la memoria de aquellas
gentes por muchos años, y todas por alcanzar libertad, jamás le dio palo, ni se lo mandó dar, ni le dijo
mala palabra; y por la menor cosa de muchas que hizo temíamos todos que había de ser empalado, y
así lo temió él más de una vez; y si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo
que este soldado hizo, que fuera parte para entreteneros y admiraros harto mejor que con el cuento de
mi historia. Digo, pues, que encima del patio de nuestra prisión caían las ventanas de la casa de un
moro rico y principal, las cuales, como de ordinario son las de los moros, más eran agujeros que
ventanas, y aun estas se cubrían con celosías muy espesas y apretadas. Acaeció, pues, que un día,
estando en un terrado de nuestra prisión con otros tres compañeros, haciendo pruebas de saltar con
las cadenas, por entretener el tiempo, estando solos, porque todos los demás cristianos habían salido
a trabajar, alcé acaso los ojos y vi que por aquellas cerradas ventanillas que he dicho parecía una caña,
y al remate della puesto un lienzo atado, y la caña se estaba blandeando y moviéndose, casi como si
hiciera señas que llegásemos a tomarla. Miramos en ello, y uno de los que conmigo estaban fue a
ponerse debajo de la caña, por ver si la soltaban o lo que hacían; pero así como llegó alzaron la caña
y la movieron a los dos lados, como si dijeran no con la cabeza. Volvióse el cristiano, y tornáronla a
bajar y hacer los mesmos movimientos que primero. Fue otro de mis compañeros, y sucedióle lo
mesmo que al primero. Finalmente, fue el tercero, y avínole lo que al primero y al segundo. Viendo
yo esto, no quise dejar de probar la suerte, y así como llegué a ponerme debajo de la caña, la dejaron
caer, y dio a mis pies dentro del baño. Acudí luego a desatar el lienzo, en el cual vi un nudo, y dentro
dél venían diez cianíis, que son unas monedas de oro bajo que usan los moros, que cada una vale diez
reales de los nuestros. Si me holgué con el hallazgo no hay para qué decirlo, pues fue tanto el contento
como la admiración de pensar de dónde podía venirnos aquel bien, especialmente a mí, pues las
muestras de no haber querido soltar la caña sino a mí claro decían que a mí se hacía la merced. Tomé
mi buen dinero, quebré la caña, volvíme al terradillo, miré la ventana y vi que por ella salía una muy
blanca mano, que la abrían y cerraban muy apriesa. Con esto entendimos o imaginamos que alguna
mujer que en aquella casa vivía nos debía de haber hecho aquel beneficio, y en señal de que lo
agradecíamos hecimos zalemas a uso de moros, inclinando la cabeza, doblando el cuerpo y poniendo
los brazos sobre el pecho. De allí a poco sacaron por la mesma ventana una pequeña cruz hecha de
cañas y luego la volvieron a entrar. Esta señal nos confirmó en que alguna cristiana debía de estar
cautiva en aquella casa, y era la que el bien nos hacía; pero la blancura de la mano y las ajorcas que
en ella vimos nos deshizo este pensamiento, puesto que imaginamos que debía de ser cristiana
renegada, a quien de ordinario suelen tomar por legítimas mujeres sus mesmos amos, y aun lo tienen
a ventura, porque las estiman en más que las de su nación. En todos nuestros discursos dimos muy
lejos de la verdad del caso, y, así, todo nuestro entretenimiento desde allí adelante era mirar y tener
por norte a la ventana donde nos había aparecido la estrella de la caña, pero bien se pasaron quince
días en que no la vimos, ni la mano tampoco, ni otra señal alguna. Y aunque en este tiempo
procuramos con toda solicitud saber quién en aquella casa vivía y si había en ella alguna cristiana
renegada, jamás hubo quien nos dijese otra cosa sino que allí vivía un moro principal y rico, llamado
Agi Morato, alcaide que había sido de la Pata, que es oficio entre ellos de mucha calidad. Mas cuando
más descuidados estábamos de que por allí habían de llover más cianíis, vimos a deshora parecer la
caña, y otro lienzo en ella, con otro nudo más crecido, y esto fue a tiempo que estaba el baño, como
la vez pasada, solo y sin gente. Hecimos la acostumbrada prueba, yendo cada uno primero que yo, de
los mismos tres que estábamos, pero a ninguno se rindió la caña sino a mí, porque en llegando yo la
dejaron caer. Desaté el nudo y hallé cuarenta escudos de oro españoles y un papel escrito en arábigo,
y al cabo de lo escrito hecha una grande cruz. Besé la cruz, tomé los escudos, volvíme al terrado,
hecimos todos nuestras zalemas, tornó a parecer la mano, hice señas que leería el papel, cerraron la
ventana. Quedamos todos confusos y alegres con lo sucedido, y como ninguno de nosotros no
entendía el arábigo, era grande el deseo que teníamos de entender lo que el papel contenía, y mayor
la dificultad de buscar quien lo leyese. En fin, yo me determiné de fiarme de un renegado, natural de
Murcia, que se había dado por grande amigo mío, y puesto prendas entre los dos que le obligaban a
guardar el secreto que le encargase; porque suelen algunos renegados, cuando tienen intención de
volverse a tierra de cristianos, traer consigo algunas firmas de cautivos principales, en que dan fe, en
la forma que pueden, como el tal renegado es hombre de bien y que siempre ha hecho bien a cristianos
y que lleva deseo de huirse en la primera ocasión que se le ofrezca. Algunos hay que procuran estas
fees con buena intención; otros se sirven dellas acaso y de industria: que viniendo a robar a tierra de
cristianos, si a dicha se pierden o los cautivan, sacan sus firmas y dicen que por aquellos papeles se
verá el propósito con que venían, el cual era de quedarse en tierra de cristianos, y que por eso venían
en corso con los demás turcos. Con esto se escapan de aquel primer ímpetu y se reconcilian con la
Iglesia, sin que se les haga daño; y cuando veen la suya, se vuelven a Berbería a ser lo que antes eran.
Otros hay que usan destos papeles y los procuran con buen intento, y se quedan en tierra de cristianos.
Pues uno de los renegados que he dicho era este mi amigo, el cual tenía firmas de todas nuestras
camaradas, donde le acreditábamos cuanto era posible; y si los moros le hallaran estos papeles, le
quemaran vivo. Supe que sabía muy bien arábigo, y no solamente hablarlo, sino escribirlo; pero antes
que del todo me declarase con él, le dije que me leyese aquel papel, que acaso me había hallado en
un agujero de mi rancho. Abrióle, y estuvo un buen espacio mirándole y construyéndole, murmurando
entre los dientes. Preguntéle si lo entendía; díjome que muy bien, y que si quería que me lo declarase
palabra por palabra, que le diese tinta y pluma, porque mejor lo hiciese. Dímosle luego lo que pedía,
y él poco a poco lo fue traduciendo, y en acabando, dijo: «Todo lo que va aquí en romance, sin faltar
letra, es lo que contiene este papel morisco, y hase de advertir que adonde dice Lela Marién quiere
decir Nuestra Señora la Virgen María». Leímos el papel, y decía así:

Cuando yo era niña, tenía mi padre una esclava, la cual en mi lengua me mostró la zalá cristianesca
y me dijo muchas cosas de Lela Marién. La cristiana murió, y yo sé que no fue al fuego, sino con Alá,
porque después la vi dos veces y me dijo que me fuese a tierra de cristianos a ver a Lela Marién, que
me quería mucho. No sé yo cómo vaya. Muchos cristianos he visto por esta ventana, y ninguno me
ha parecido caballero sino tú. Yo soy muy hermosa y muchacha, y tengo muchos dineros que llevar
conmigo. Mira tú si puedes hacer cómo nos vamos, y serás allá mi marido, si quisieres, y si no
quisieres, no se me dará nada, que Lela Marién me dará con quien me case. Yo escribí esto, mira a
quién lo das a leer; no te fíes de ningún moro, porque son todos marfuces. Desto tengo mucha pena,
que quisiera que no te descubrieras a nadie, porque si mi padre lo sabe, me echará luego en un pozo
y me cubrirá de piedras. En la caña pondré un hilo: ata allí la respuesta; y si no tienes quien te escriba
arábigo, dímelo por señas, que Lela Marién hará que te entienda. Ella y Alá te guarden, y esa cruz
que yo beso muchas veces, que así me lo mandó la cautiva.

Mirad, señores, si era razón que las razones deste papel nos admirasen y alegrasen; y, así, lo uno y lo
otro fue de manera que el renegado entendió que no acaso se había hallado aquel papel, sino que
realmente a alguno de nosotros se había escrito, y, así, nos rogó que si era verdad lo que sospechaba,
que nos fiásemos dél y se lo dijésemos, que él aventuraría su vida por nuestra libertad. Y diciendo
esto sacó del pecho un crucifijo de metal y con muchas lágrimas juró por el Dios que aquella imagen
representaba, en quien él, aunque pecador y malo, bien y fielmente creía, de guardarnos lealtad y
secreto en todo cuanto quisiésemos descubrirle, porque le parecía y casi adevinaba que por medio de
aquella que aquel papel había escrito había él y todos nosotros de tener libertad y verse él en lo que
tanto deseaba, que era reducirse al gremio de la Santa Iglesia su madre, de quien como miembro
podrido estaba dividido y apartado, por su ignorancia y pecado. Con tantas lágrimas y con muestras
de tanto arrepentimiento dijo esto el renegado, que todos de un mesmo parecer consentimos y
venimos en declararle la verdad del caso, y, así, le dimos cuenta de todo, sin encubrirle nada.
Mostrámosle la ventanilla por donde parecía la caña, y él marcó desde allí la casa y quedó de tener
especial y gran cuidado de informarse quién en ella vivía. Acordamos ansimesmo que sería bien
responder al billete de la mora, y como teníamos quien lo supiese hacer, luego al momento el renegado
escribió las razones que yo le fui notando, que puntualmente fueron las que diré, porque de todos los
puntos sustanciales que en este suceso me acontecieron ninguno se me ha ido de la memoria, ni aun
se me irá en tanto que tuviere vida. En efeto, lo que a la mora se le respondió fue esto:

El verdadero Alá te guarde, señora mía, y aquella bendita Marién, que es la verdadera madre de Dios
y es la que te ha puesto en corazón que te vayas a tierra de cristianos, porque te quiere bien. Ruégale
tú que se sirva de darte a entender cómo podrás poner por obra lo que te manda, que ella es tan buena,
que sí hará. De mi parte y de la de todos estos cristianos que están conmigo te ofrezco de hacer por ti
todo lo que pudiéremos, hasta morir. No dejes de escribirme y avisarme lo que pensares hacer, que
yo te responderé siempre, que el grande Alá nos ha dado un cristiano cautivo que sabe hablar y escribir
tu lengua tan bien como lo verás por este papel. Así que, sin tener miedo, nos puedes avisar de todo
lo que quisieres. A lo que dices que si fueres a tierra de cristianos que has de ser mi mujer, yo te lo
prometo como buen cristiano; y sabe que los cristianos cumplen lo que prometen mejor que los moros.
Alá y Marién su madre sean en tu guarda, señora mía.

Escrito y cerrado este papel, aguardé dos días a que estuviese el baño solo como solía, y luego salí al
paso acostumbrado del terradillo, por ver si la caña parecía, que no tardó mucho en asomar. Así como
la vi, aunque no podía ver quién la ponía, mostré el papel, como dando a entender que pusiesen el
hilo; pero ya venía puesto en la caña, al cual até el papel, y de allí a poco tornó a parecer nuestra
estrella, con la blanca bandera de paz del atadillo. Dejáronla caer, y alcé yo y hallé en el paño, en toda
suerte de moneda de plata y de oro, más de cincuenta escudos, los cuales cincuenta veces más
doblaron nuestro contento y confirmaron la esperanza de tener libertad. Aquella misma noche volvió
nuestro renegado y nos dijo que había sabido que en aquella casa vivía el mesmo moro que a nosotros
nos habían dicho, que se llamaba Agi Morato, riquísimo por todo estremo, el cual tenía una sola hija,
heredera de toda su hacienda, y que era común opinión en toda la ciudad ser la más hermosa mujer
de la Berbería; y que muchos de los virreyes que allí venían la habían pedido por mujer, y que ella
nunca se había querido casar, y que también supo que tuvo una cristiana cautiva, que ya se había
muerto; todo lo cual concertaba con lo que venía en el papel. Entramos luego en consejo con el
renegado en qué orden se tendría para sacar a la mora y venirnos todos a tierra de cristianos, y en fin
se acordó por entonces que esperásemos al aviso segundo de Zoraida, que así se llamaba la que ahora
quiere llamarse María, porque bien vimos que ella y no otra alguna era la que había de dar medio a
todas aquellas dificultades. Después que quedamos en esto, dijo el renegado que no tuviésemos pena,
que él perdería la vida o nos pondría en libertad. Cuatro días estuvo el baño con gente, que fue ocasión
que cuatro días tardase en parecer la caña; al cabo de los cuales, en la acostumbrada soledad del baño,
pareció con el lienzo tan preñado, que un felicísimo parto prometía. Inclinóse a mí la caña y el lienzo;
hallé en él otro papel y cien escudos de oro, sin otra moneda alguna. Estaba allí el renegado; dímosle
a leer el papel dentro de nuestro rancho, el cual dijo que así decía:

Yo no sé, mi señor, cómo dar orden que nos vamos a España, ni Lela Marién me lo ha dicho, aunque
yo se lo he preguntado. Lo que se podrá hacer es que yo os daré por esta ventana muchísimos dineros
de oro: rescataos vos con ellos, y vuestros amigos, y vaya uno en tierra de cristianos y compre allá
una barca y vuelva por los demás; y a mí me hallarán en el jardín de mi padre, que está a la puerta de
Babazón, junto a la marina, donde tengo de estar todo este verano con mi padre y con mis criados.
De allí, de noche, me podréis sacar sin miedo y llevarme a la barca; y mira que has de ser mi marido,
porque, si no, yo pediré a Marién que te castigue. Si no te fías de nadie que vaya por la barca, rescátate
tú y ve, que yo sé que volverás mejor que otro, pues eres caballero y cristiano. Procura saber el jardín,
y cuando te pasees por ahí sabré que está solo el baño y te daré mucho dinero. Alá te guarde, señor
mío.

Esto decía y contenía el segundo papel; lo cual visto por todos, cada uno se ofreció a querer ser el
rescatado y prometió de ir y volver con toda puntualidad, y también yo me ofrecí a lo mismo; a todo
lo cual se opuso el renegado, diciendo que en ninguna manera consentiría que ninguno saliese de
libertad hasta que fuesen todos juntos, porque la experiencia le había mostrado cuán mal cumplían
los libres las palabras que daban en el cautiverio, porque muchas veces habían usado de aquel remedio
algunos principales cautivos, rescatando a uno que fuese a Valencia o Mallorca con dineros para
poder armar una barca y volver por los que le habían rescatado, y nunca habían vuelto, porque de la
libertad alcanzada y el temor de no volver a perderla les borraba de la memoria todas las obligaciones
del mundo. Y en confirmación de la verdad que nos decía nos contó brevemente un caso que casi en
aquella mesma sazón había acaecido a unos caballeros cristianos, el más estraño que jamás sucedió
en aquellas partes, donde a cada paso suceden cosas de grande espanto y de admiración. En efecto, él
vino a decir que lo que se podía y debía hacer era que el dinero que se había de dar para rescatar al
cristiano, que se le diese a él para comprar allí en Argel una barca, con achaque de hacerse mercader
y tratante en Tetuán y en aquella costa; y que siendo él señor de la barca, fácilmente se daría traza
para sacarlos del baño y embarcarlos a todos. Cuanto más que si la mora, como ella decía, daba
dineros para rescatarlos a todos, que estando libres era facilísima cosa aun embarcarse en la mitad del
día, y que la dificultad que se ofrecía mayor era que los moros no consienten que renegado alguno
compre ni tenga barca, si no es bajel grande para ir en corso, porque se temen que el que compra
barca, principalmente si es español, no la quiere sino para irse a tierra de cristianos, pero que él
facilitaría este inconveniente con hacer que un moro tagarino fuese a la parte con él en la compañía
de la barca y en la ganancia de las mercancías, y con esta sombra él vendría a ser señor de la barca,
con que daba por acabado todo lo demás. Y puesto que a mí y a mis camaradas nos había parecido
mejor lo de enviar por la barca a Mallorca, como la mora decía, no osamos contradecirle, temerosos
que, si no hacíamos lo que él decía, nos había de descubrir y poner a peligro de perder las vidas, si
descubriese el trato de Zoraida, por cuya vida diéramos todos las nuestras; y, así, determinamos de
ponernos en las manos de Dios y en las del renegado, y en aquel mismo punto se le respondió a
Zoraida diciéndole que haríamos todo cuanto nos aconsejaba, porque lo había advertido tan bien como
si Lela Marién se lo hubiera dicho, y que en ella sola estaba dilatar aquel negocio o ponello luego por
obra. Ofrecímele de nuevo de ser su esposo, y, con esto, otro día que acaeció a estar solo el baño, en
diversas veces, con la caña y el paño, nos dio dos mil escudos de oro y un papel donde decía que el
primer jumá, que es el viernes, se iba al jardín de su padre, y que antes que se fuese nos daría más
dinero, y que si aquello no bastase, que se lo avisásemos, que nos daría cuanto le pidiésemos, que su
padre tenía tantos, que no lo echaría menos, cuanto más que ella tenía las llaves de todo. Dimos luego
quinientos escudos al renegado para comprar la barca; con ochocientos me rescaté yo, dando el dinero
a un mercader valenciano que a la sazón se hallaba en Argel, el cual me rescató del rey, tomándome
sobre su palabra, dándola de que con el primer bajel que viniese de Valencia pagaría mi rescate;
porque si luego diera el dinero, fuera dar sospechas al rey que había muchos días que mi rescate
estaba en Argel y que el mercader, por sus granjerías, lo había callado. Finalmente, mi amo era tan
caviloso, que en ninguna manera me atreví a que luego se desembolsase el dinero. El jueves antes del
viernes que la hermosa Zoraida se había de ir al jardín, nos dio otros mil escudos y nos avisó de su
partida, rogándome que si me rescatase, supiese luego el jardín de su padre, y que en todo caso
buscase ocasión de ir allá y verla. Respondíle en breves palabras que así lo haría y que tuviese cuidado
de encomendarnos a Lela Marién con todas aquellas oraciones que la cautiva le había enseñado.
Hecho esto, dieron orden en que los tres compañeros nuestros se rescatasen, por facilitar la salida del
baño, y porque viéndome a mí rescatado y a ellos no, pues había dinero, no se alborotasen y les
persuadiese el diablo que hiciesen alguna cosa en perjuicio de Zoraida; que puesto que el ser ellos
quien eran me podía asegurar deste temor, con todo eso, no quise poner el negocio en aventura y, así,
los hice rescatar por la misma orden que yo me rescaté, entregando todo el dinero al mercader, para
que con certeza y seguridad pudiese hacer la fianza; al cual nunca descubrimos nuestro trato y secreto,
por el peligro que había.

No se pasaron quince días, cuando ya nuestro renegado tenía comprada una muy buena barca, capaz de más
de treinta personas; y para asegurar su hecho y dalle color, quiso hacer, como hizo, un viaje a un lugar que se
llamaba Sargel, que está treinta leguas de Argel hacia la parte de Orán, en el cual hay mucha contratación de
higos pasos. Dos o tres veces hizo este viaje, en compañía del tagarino que había dicho. (Tagarinos llaman en
Berbería a los moros de Aragón, y a los de Granada, mudéjares, y en el reino de Fez llaman a los mudéjares
elches, los cuales son la gente de quien aquel rey más se sirve en la guerra.) Digo, pues, que cada vez que
pasaba con su barca daba fondo en una caleta que estaba no dos tiros de ballesta del jardín donde Zoraida
esperaba, y allí muy de propósito se ponía el renegado con los morillos que bogaban el remo o ya a hacer la
zalá o a como por ensayarse de burlas a lo que pensaba hacer de veras; y, así, se iba al jardín de Zoraida, y le
pedía fruta y su padre se la daba sin conocelle, y, aunque él quisiera hablar a Zoraida, como él después me
dijo, y decille que él era el que por orden mía la había de llevar a tierra de cristianos, que estuviese contenta
y segura, nunca le fue posible, porque las moras no se dejan ver de ningún moro ni turco, si no es que su
marido o su padre se lo manden. De cristianos cautivos se dejan tratar y comunicar aun más de aquello que
sería razonable; y a mí me hubiera pesado que él la hubiera hablado, que quizá la alborotara, viendo que su
negocio andaba en boca de renegados. Pero Dios, que lo ordenaba de otra manera, no dio lugar al buen deseo
que nuestro renegado tenía; el cual, viendo cuán seguramente iba y venía a Sargel, y que daba fondo cuando
y como y adonde quería, y que el tagarino su compañero no tenía más voluntad de lo que la suya ordenaba,
y que yo estaba ya rescatado, y que solo faltaba buscar algunos cristianos que bogasen el remo, me dijo que
mirase yo cuáles quería traer conmigo, fuera de los rescatados, y que los tuviese hablados para el primer
viernes, donde tenía determinado que fuese nuestra partida. Viendo esto, hablé a doce españoles, todos
valientes hombres del remo y de aquellos que más libremente podían salir de la ciudad; y no fue poco hallar
tantos en aquella coyuntura, porque estaban veinte bajeles en corso y se habían llevado toda la gente de
remo, y estos no se hallaran si no fuera que su amo se quedó aquel verano sin ir en corso, a acabar una galeota
que tenía en astillero. A los cuales no les dije otra cosa sino que el primer viernes en la tarde se saliesen uno
a uno, disimuladamente, y se fuesen la vuelta del jardín de Agi Morato, y que allí me aguardasen hasta que
yo fuese. A cada uno di este aviso de por sí, con orden que aunque allí viesen a otros cristianos, no les dijesen
sino que yo les había mandado esperar en aquel lugar. Hecha esta diligencia, me faltaba hacer otra, que era
la que más me convenía, y era la de avisar a Zoraida en el punto que estaban los negocios, para que estuviese
apercebida y sobre aviso, que no se sobresaltase si de improviso la asaltásemos antes del tiempo que ella
podía imaginar que la barca de cristianos podía volver. Y, así, determiné de ir al jardín y ver si podría hablarla;
y, con ocasión de coger algunas yerbas, un día antes de mi partida fui allá, y la primera persona con quien
encontré fue con su padre, el cual me dijo en lengua que en toda la Berbería y aun en Costantinopla se halla
entre cautivos y moros, que ni es morisca ni castellana ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las
lenguas, con la cual todos nos entendemos, digo, pues, que en esta manera de lenguaje me preguntó que
qué buscaba en aquel su jardín y de quién era. Respondíle que era esclavo de Arnaute Mamí (y esto, porque
sabía yo por muy cierto que era un grandísimo amigo suyo) y que buscaba de todas yerbas para hacer
ensalada. Preguntóme, por el consiguiente, si era hombre de rescate o no y que cuánto pedía mi amo por mí.
Estando en todas estas preguntas y respuestas, salió de la casa del jardín la bella Zoraida, la cual ya había
mucho que me había visto; y como las moras en ninguna manera hacen melindre de mostrarse a los cristianos,
ni tampoco se esquivan, como ya he dicho, no se le dio nada de venir adonde su padre conmigo estaba: antes,
luego cuando su padre vio que venía, y de espacio, la llamó y mandó que llegase. Demasiada cosa sería decir
yo agora la mucha hermosura, la gentileza, el gallardo y rico adorno con que mi querida Zoraida se mostró a
mis ojos: solo diré que más perlas pendían de su hermosísimo cuello, orejas y cabellos que cabellos tenía en
la cabeza. En las gargantas de los sus pies, que descubiertas, a su usanza, traía, traía dos carcajes (que así se
llamaban las manillas o ajorcas de los pies en morisco) de purísimo oro, con tantos diamantes engastados
que ella me dijo después que su padre los estimaba en diez mil doblas, y las que traía en las muñecas de las
manos valían otro tanto. Las perlas eran en gran cantidad y muy buenas, porque la mayor gala y bizarría de
las moras es adornarse de ricas perlas y aljófar, y, así, hay más perlas y aljófar entre moros que entre todas
las demás naciones, y el padre de Zoraida tenía fama de tener muchas y de las mejores que en Argel había, y
de tener asimismo más de docientos mil escudos españoles, de todo lo cual era señora esta que ahora lo es
mía. Si con todo este adorno podía venir entonces hermosa o no, por las reliquias que le han quedado en
tantos trabajos se podrá conjeturar cuál debía de ser en las prosperidades, porque ya se sabe que la
hermosura de algunas mujeres tiene días y sazones y requiere accidentes para diminuirse o acrecentarse, y
es natural cosa que las pasiones del ánimo la levanten o abajen, puesto que las más veces la destruyen. Digo,
en fin, que entonces llegó en todo estremo aderezada y en todo estremo hermosa, o a lo menos a mí me
pareció serlo la más que hasta entonces había visto; y con esto, viendo las obligaciones en que me había
puesto, me parecía que tenía delante de mí una deidad del cielo, venida a la tierra para mi gusto y para mi
remedio. Así como ella llegó, le dijo su padre en su lengua como yo era cautivo de su amigo Arnaute Mamí y
que venía a buscar ensalada. Ella tomó la mano, y en aquella mezcla de lenguas que tengo dicho me preguntó
si era caballero y qué era la causa que no me rescataba. Yo le respondí que ya estaba rescatado y que en el
precio podía echar de ver en lo que mi amo me estimaba, pues había dado por mí mil y quinientos zoltanís.
A lo cual ella respondió:

—En verdad que si tú fueras de mi padre, que yo hiciera que no te diera él por otros dos tantos; porque
vosotros, cristianos, siempre mentís en cuanto decís y os hacéis pobres por engañar a los moros.

—Bien podría ser eso, señora —le respondí—, mas en verdad que yo la he tratado con mi amo, y la
trato y la trataré con cuantas personas hay en el mundo.

—¿Y cuándo te vas? —dijo Zoraida.

—Mañana, creo yo —dije—, porque está aquí un bajel de Francia que se hace mañana a la vela, y
pienso irme en él.

—¿No es mejor —replicó Zoraida— esperar a que vengan bajeles de España y irte con ellos, que no
con los de Francia, que no son vuestros amigos?

—No —respondí yo—; aunque si, como hay nuevas, que viene ya un bajel de España es verdad,
todavía yo le aguardaré, puesto que es más cierto el partirme mañana, porque el deseo que tengo de
verme en mi tierra y con las personas que bien quiero es tanto, que no me dejará esperar otra
comodidad, si se tarda, por mejor que sea.

—Debes de ser sin duda casado en tu tierra —dijo Zoraida— y por eso deseas ir a verte con tu mujer.

—No soy —respondí yo— casado, mas tengo dada la palabra de casarme en llegando allá.

—¿Y es hermosa la dama a quien se la diste? —dijo Zoraida.

—Tan hermosa es —respondí yo—, que, para encarecella y decirte la verdad, te parece a ti mucho.

Desto se rió muy de veras su padre, y dijo:

—Gualá, cristiano, que debe de ser muy hermosa si se parece a mi hija, que es la más hermosa de
todo este reino. Si no, mírala bien y verás como te digo verdad.

Servíanos de intérprete a las más de estas palabras y razones el padre de Zoraida, como más ladino,
que aunque ella hablaba la bastarda lengua que, como he dicho, allí se usa, más declaraba su intención
por señas que por palabras. Estando en estas y otras muchas razones, llegó un moro corriendo y dijo
a grandes voces que por las bardas o paredes del jardín habían saltado cuatro turcos y andaban
cogiendo la fruta, aunque no estaba madura. Sobresaltóse el viejo, y lo mesmo hizo Zoraida, porque
es común y casi natural el miedo que los moros a los turcos tienen, especialmente a los soldados, los
cuales son tan insolentes y tienen tanto imperio sobre los moros que a ellos están sujetos, que los
tratan peor que si fuesen esclavos suyos. Digo, pues, que dijo su padre a Zoraida:

—Hija, retírate a la casa y enciérrate en tanto que yo voy a hablar a estos canes; y tú, cristiano, busca
tus yerbas y vete en buen hora, y llévete Alá con bien a tu tierra.

Yo me incliné, y él se fue a buscar los turcos, dejándome solo con Zoraida, que comenzó a dar
muestras de irse donde su padre la había mandado. Pero apenas él se encubrió con los árboles del
jardín, cuando ella, volviéndose a mí, llenos los ojos de lágrimas, me dijo:
—¿Ámexi, cristiano, ámexi? (Que quiere decir: ‘¿Vaste, cristiano, vaste?’.)

Yo la respondí:

—Señora, sí, pero no, en ninguna manera, sin ti: el primero jumá me aguarda, y no te sobresaltes
cuando nos veas, que sin duda alguna iremos a tierra de cristianos.

Yo le dije esto de manera que ella me entendió muy bien a todas las razones que entrambos pasamos,
y, echándome un brazo al cuello, con desmayados pasos comenzó a caminar hacia la casa. Y quiso la
suerte, que pudiera ser muy mala si el cielo no lo ordenara de otra manera, que yendo los dos de la
manera y postura que os he contado, con un brazo al cuello, su padre, que ya volvía de hacer ir a los
turcos, nos vio de la suerte y manera que íbamos, y nosotros vimos que él nos había visto. Pero
Zoraida, advertida y discreta, no quiso quitar el brazo de mi cuello, antes se llegó más a mí y puso su
cabeza sobre mi pecho, doblando un poco las rodillas, dando claras señales y muestras que se
desmayaba, y yo ansimismo di a entender que la sostenía contra mi voluntad. Su padre llegó corriendo
adonde estábamos y, viendo a su hija de aquella manera, le preguntó que qué tenía; pero como ella
no le respondiese, dijo su padre:

—Sin duda alguna que con el sobresalto de la entrada de estos canes se ha desmayado.

Y, quitándola del mío, la arrimó a su pecho, y ella, dando un suspiro y aún no enjutos los ojos de
lágrimas, volvió a decir:

—Ámexi, cristiano, ámexi. (‘Vete, cristiano, vete’.)

A lo que su padre respondió:

—No importa, hija, que el cristiano se vaya, que ningún mal te ha hecho y los turcos ya son idos. No
te sobresalte cosa alguna, pues ninguna hay que pueda darte pesadumbre, pues, como ya te he dicho,
los turcos, a mi ruego, se volvieron por donde entraron.

—Ellos, señor, la sobresaltaron, como has dicho —dije yo a su padre—, mas pues ella dice que yo
me vaya, no la quiero dar pesadumbre: quédate en paz, y, con tu licencia, volveré, si fuere menester,
por yerbas a este jardín, que, según dice mi amo, en ninguno las hay mejores para ensalada que en él.

—Todas las que quisieres podrás volver —respondió Agi Morato—, que mi hija no dice esto porque
tú ni ninguno de los cristianos la enojaban, sino que, por decir que los turcos se fuesen, dijo que tú te
fueses, o porque ya era hora que buscases tus yerbas.

Con esto me despedí al punto de entrambos, y ella, arrancándosele el alma al parecer, se fue con su
padre, y yo, con achaque de buscar las yerbas, rodeé muy bien y a mi placer todo el jardín: miré bien
las entradas y salidas y la fortaleza de la casa y la comodidad que se podía ofrecer para facilitar todo
nuestro negocio. Hecho esto, me vine y di cuenta de cuanto había pasado al renegado y a mis
compañeros, y ya no veía la hora de verme gozar sin sobresalto del bien que en la hermosa y bella
Zoraida la suerte me ofrecía. En fin, el tiempo se pasó y se llegó el día y plazo de nosotros tan deseado;
y siguiendo todos el orden y parecer que con discreta consideración y largo discurso muchas veces
habíamos dado, tuvimos el buen suceso que deseábamos; porque el viernes que se siguió al día que
yo con Zoraida hablé en el jardín, nuestro renegado, al anochecer, dio fondo con la barca casi frontero
de donde la hermosísima Zoraida estaba.

Ya los cristianos que habían de bogar el remo estaban prevenidos y escondidos por diversas partes de
todos aquellos alrededores. Todos estaban suspensos y alborozados aguardándome, deseosos ya de
embestir con el bajel que a los ojos tenían: porque ellos no sabían el concierto del renegado, sino que
pensaban que a fuerza de brazos habían de haber y ganar la libertad, quitando la vida a los moros que
dentro de la barca estaban. Sucedió, pues, que así como yo me mostré y mis compañeros, todos los
demás escondidos que nos vieron se vinieron llegando a nosotros. Esto era ya a tiempo que la ciudad
estaba ya cerrada y por toda aquella campaña ninguna persona parecía. Como estuvimos juntos,
dudamos si sería mejor ir primero por Zoraida o rendir primero a los moros bagarinos que bogaban
el remo en la barca; y estando en esta duda, llegó a nosotros nuestro renegado diciéndonos que en qué
nos deteníamos, que ya era hora y que todos sus moros estaban descuidados, y los más de ellos
durmiendo. Dijímosle en lo que reparábamos, y él dijo que lo que más importaba era rendir primero
el bajel, que se podía hacer con grandísima facilidad y sin peligro alguno, y que luego podíamos ir
por Zoraida. Pareciónos bien a todos lo que decía, y, así, sin detenernos más, haciendo él la guía,
llegamos al bajel, y, saltando él dentro primero, metió mano a un alfanje y dijo en morisco:

—Ninguno de vosotros se mueva de aquí, si no quiere que le cueste la vida.

Ya a este tiempo habían entrado dentro casi todos los cristianos. Los moros, que eran de poco ánimo,
viendo hablar de aquella manera a su arráez, quedáronse espantados, y sin ninguno de todos ellos
echar mano a las armas, que pocas o casi ningunas tenían, se dejaron, sin hablar alguna palabra,
maniatar de los cristianos, los cuales con mucha presteza lo hicieron, amenazando a los moros que si
alzaban por alguna vía o manera la voz, que luego al punto los pasarían todos a cuchillo. Hecho ya
esto, quedándose en guardia dellos la mitad de los nuestros, los que quedábamos, haciéndonos
asimismo el renegado la guía, fuimos al jardín de Agi Morato, y quiso la buena suerte que, llegando
a abrir la puerta, se abrió con tanta facilidad como si cerrada no estuviera; y, así, con gran quietud y
silencio, llegamos a la casa sin ser sentidos de nadie.

Estaba la bellísima Zoraida aguardándonos a una ventana, y así como sintió gente preguntó con voz
baja si éramos nizarani, como si dijera o preguntara si éramos cristianos. Yo le respondí que sí y que
bajase. Cuando ella me conoció, no se detuvo un punto, porque, sin responderme palabra, bajó en un
instante, abrió la puerta y mostróse a todos tan hermosa y ricamente vestida, que no lo acierto a
encarecer. Luego que yo la vi, le tomé una mano y la comencé a besar, y el renegado hizo lo mismo,
y mis dos camaradas; y los demás que el caso no sabían hicieron lo que vieron que nosotros hacíamos,
que no parecía sino que le dábamos las gracias y la reconocíamos por señora de nuestra libertad. El
renegado le dijo en lengua morisca si estaba su padre en el jardín. Ella respondió que sí y que dormía.

—Pues será menester despertalle —replicó el renegado— y llevárnosle con nosotros, y todo aquello
que tiene de valor este hermoso jardín.

—No —dijo ella—, a mi padre no se ha de tocar en ningún modo, y en esta casa no hay otra cosa que
lo que yo llevo, que es tanto, que bien habrá para que todos quedéis ricos y contentos, y esperaos un
poco y lo veréis.

Y diciendo esto se volvió a entrar, diciendo que muy presto volvería, que nos estuviésemos quedos,
sin hacer ningún ruido. Preguntéle al renegado lo que con ella había pasado, el cual me lo contó, a
quien yo dije que en ninguna cosa se había de hacer más de lo que Zoraida quisiese; la cual ya que
volvía cargada con un cofrecillo lleno de escudos de oro, tantos, que apenas lo podía sustentar. Quiso
la mala suerte que su padre despertase en el ínterin y sintiese el ruido que andaba en el jardín, y,
asomándose a la ventana, luego conoció que todos los que en él estaban eran cristianos, y dando
muchas, grandes y desaforadas voces, comenzó a decir en arábigo:

—¡Cristianos, cristianos! ¡Ladrones, ladrones!


Por los cuales gritos nos vimos todos puestos en grandísima y temerosa confusión; pero el renegado,
viendo el peligro en que estábamos y lo mucho que le importaba salir con aquella empresa antes de
ser sentido, con grandísima presteza subió donde Agi Morato estaba, y juntamente con él fueron
algunos de nosotros, que yo no osé desamparar a la Zoraida, que como desmayada se había dejado
caer en mis brazos. En resolución, los que subieron se dieron tan buena maña, que en un momento
bajaron con Agi Morato, trayéndole atadas las manos y puesto un pañizuelo en la boca, que no le
dejaba hablar palabra, amenazándole que el hablarla le había de costar la vida. Cuando su hija le vio,
se cubrió los ojos por no verle, y su padre quedó espantado, ignorando cuán de su voluntad se había
puesto en nuestras manos. Mas entonces siendo más necesarios los pies, con diligencia y presteza nos
pusimos en la barca, que ya los que en ella habían quedado nos esperaban, temerosos de algún mal
suceso nuestro. Apenas serían dos horas pasadas de la noche, cuando ya estábamos todos en la barca,
en la cual se le quitó al padre de Zoraida la atadura de las manos y el paño de la boca, pero tornóle a
decir el renegado que no hablase palabra, que le quitarían la vida. Él, como vio allí a su hija, comenzó
a suspirar ternísimamente, y más cuando vio que yo estrechamente la tenía abrazada, y que ella, sin
defenderse, quejarse ni esquivarse, se estaba queda; pero con todo esto callaba, porque no pusiesen
en efeto las muchas amenazas que el renegado le hacía. Viéndose, pues, Zoraida ya en la barca, y que
queríamos dar los remos al agua, y viendo allí a su padre y a los demás moros que atados estaban, le
dijo al renegado que me dijese le hiciese merced de soltar a aquellos moros y de dar libertad a su
padre, porque antes se arrojaría en la mar que ver delante de sus ojos y por causa suya llevar cautivo
a un padre que tanto la había querido. El renegado me lo dijo y yo respondí que era muy contento,
pero él respondió que no convenía, a causa que si allí los dejaban, apellidarían luego la tierra y
alborotarían la ciudad, y serían causa que saliesen a buscallos con algunas fragatas ligeras, y les
tomasen la tierra y la mar, de manera que no pudiésemos escaparnos; que lo que se podría hacer era
darles libertad en llegando a la primera tierra de cristianos. En este parecer venimos todos, y Zoraida,
a quien se le dio cuenta, con las causas que nos movían a no hacer luego lo que quería, también se
satisfizo; y luego, con regocijado silencio y alegre diligencia, cada uno de nuestros valientes remeros
tomó su remo, y comenzamos, encomendándonos a Dios de todo corazón, a navegar la vuelta de las
islas de Mallorca, que es la tierra de cristianos más cerca. Pero a causa de soplar un poco el viento
tramontana y estar la mar algo picada, no fue posible seguir la derrota de Mallorca, y fuenos forzoso
dejarnos ir tierra a tierra la vuelta de Orán, no sin mucha pesadumbre nuestra, por no ser descubiertos
del lugar de Sargel, que en aquella costa cae sesenta millas de Argel; y asimismo temíamos encontrar
por aquel paraje alguna galeota de las que de ordinario vienen con mercancía de Tetuán, aunque cada
uno por sí y por todos juntos presumíamos de que si se encontraba galeota de mercancía, como no
fuese de las que andan en corso, que no solo no nos perderíamos, mas que tomaríamos bajel donde
con más seguridad pudiésemos acabar nuestro viaje. Iba Zoraida, en tanto que se navegaba, puesta la
cabeza entre mis manos por no ver a su padre, y sentía yo que iba llamando a Lela Marién que nos
ayudase. Bien habríamos navegado treinta millas, cuando nos amaneció, como tres tiros de arcabuz
desviados de tierra, toda la cual vimos desierta y sin nadie que nos descubriese; pero con todo eso
nos fuimos a fuerza de brazos entrando un poco en la mar, que ya estaba algo más sosegada; y
habiendo entrado casi dos leguas, diose orden que se bogase a cuarteles en tanto que comíamos algo,
que iba bien proveída la barca, puesto que los que bogaban dijeron que no era aquél tiempo de tomar
reposo alguno: que les diesen de comer los que no bogaban, que ellos no querían soltar los remos de
las manos en manera alguna. Hízose ansí, y en esto comenzó a soplar un viento largo, que nos obligó
a hacer luego vela y a dejar el remo, y enderezar a Orán, por no ser posible poder hacer otro viaje.
Todo se hizo con mucha presteza, y así, a la vela, navegamos por más de ocho millas por hora, sin
llevar otro temor alguno sino el de encontrar con bajel que de corso fuese. Dimos de comer a los
moros bagarinos, y el renegado les consoló diciéndoles como no iban cautivos, que en la primera
ocasión les darían libertad. Lo mismo se le dijo al padre de Zoraida, el cual respondió:

—Cualquiera otra cosa pudiera yo esperar y creer de vuestra liberalidad y buen término, ¡oh
cristianos!, mas el darme libertad, no me tengáis por tan simple que lo imagine, que nunca os pusistes
vosotros al peligro de quitármela para volverla tan liberalmente, especialmente sabiendo quién soy
yo y el interese que se os puede seguir de dármela; el cual interese, si le queréis poner nombre, desde
aquí os ofrezco todo aquello que quisiéredes por mí y por esa desdichada hija mía, o, si no, por ella
sola, que es la mayor y la mejor parte de mi alma.

En diciendo esto, comenzó a llorar tan amargamente, que a todos nos movió a compasión y forzó a
Zoraida que le mirase; la cual, viéndole llorar, así se enterneció, que se levantó de mis pies y fue a
abrazar a su padre, y, juntando su rostro con el suyo, comenzaron los dos tan tierno llanto, que muchos
de los que allí íbamos le acompañamos en él. Pero cuando su padre la vio adornada de fiesta y con
tantas joyas sobre sí, le dijo en su lengua:

—¿Qué es esto, hija, que ayer al anochecer, antes que nos sucediese esta terrible desgracia en que nos
vemos, te vi con tus ordinarios y caseros vestidos, y agora, sin que hayas tenido tiempo de vestirte y
sin haberte dado alguna nueva alegre de solenizalle con adornarte y pulirte, te veo compuesta con los
mejores vestidos que yo supe y pude darte cuando nos fue la ventura más favorable? Respóndeme a
esto, que me tiene más suspenso y admirado que la misma desgracia en que me hallo.

Todo lo que el moro decía a su hija nos lo declaraba el renegado, y ella no le respondía palabra. Pero
cuando él vio a un lado de la barca el cofrecillo donde ella solía tener sus joyas, el cual sabía él bien
que le había dejado en Argel, y no traídole al jardín, quedó más confuso, y preguntóle que cómo aquel
cofre había venido a nuestras manos y qué era lo que venía dentro. A lo cual el renegado, sin aguardar
que Zoraida le respondiese, le respondió:

—No te canses, señor, en preguntar a Zoraida tu hija tantas cosas, porque con una que yo te responda
te satisfaré a todas: y, así, quiero que sepas que ella es cristiana y es la que ha sido la lima de nuestras
cadenas y la libertad de nuestro cautiverio; ella va aquí de su voluntad, tan contenta, a lo que yo
imagino, de verse en este estado como el que sale de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida y de
la pena a la gloria.

—¿Es verdad lo que este dice, hija? —dijo el moro.

—Así es —respondió Zoraida.

—¿Que en efeto —replicó el viejo— tú eres cristiana y la que ha puesto a su padre en poder de sus
enemigos?

A lo cual respondió Zoraida:

—La que es cristiana yo soy, pero no la que te ha puesto en este punto, porque nunca mi deseo se
estendió a dejarte ni a hacerte mal, sino a hacerme a mí bien.

—¿Y qué bien es el que te has hecho, hija?

—Eso —respondió ella— pregúntaselo tú a Lela Marién, que ella te lo sabrá decir mejor que no yo.

Apenas hubo oído esto el moro, cuando con una increíble presteza se arrojó de cabeza en la mar,
donde sin ninguna duda se ahogara, si el vestido largo y embarazoso que traía no le entretuviera un
poco sobre el agua. Dio voces Zoraida que le sacasen, y, así, acudimos luego todos y, asiéndole de la
almalafa, le sacamos medio ahogado y sin sentido; de que recibió tanta pena Zoraida, que, como si
fuera ya muerto, hacía sobre él un tierno y doloroso llanto. Volvímosle boca abajo, volvió mucha
agua, tornó en sí al cabo de dos horas, en las cuales, habiéndose trocado el viento, nos convino volver
hacia tierra y hacer fuerza de remos, por no embestir en ella. Mas quiso nuestra buena suerte que
llegamos a una cala que se hace al lado de un pequeño promontorio o cabo que de los moros es
llamado el de la «Cava Rumía», que en nuestra lengua quiere decir ‘la mala mujer cristiana’, y es
tradición entre los moros que en aquel lugar está enterrada la Cava, por quien se perdió España,
porque cava en su lengua quiere decir ‘mujer mala’, y rumía, ‘cristiana’; y aun tienen por mal agüero
llegar allí a dar fondo cuando la necesidad les fuerza a ello —porque nunca le dan sin ella—, puesto
que para nosotros no fue abrigo de mala mujer, sino puerto seguro de nuestro remedio, según andaba
alterada la mar. Pusimos nuestras centinelas en tierra y no dejamos jamás los remos de la mano;
comimos de lo que el renegado había proveído y rogamos a Dios y a Nuestra Señora, de todo nuestro
corazón, que nos ayudase y favoreciese para que felicemente diésemos fin a tan dichoso principio.
Diose orden, a suplicación de Zoraida, como echásemos en tierra a su padre y a todos los demás
moros que allí atados venían, porque no le bastaba el ánimo, ni lo podían sufrir sus blandas entrañas,
ver delante de sus ojos atado a su padre y aquellos de su tierra presos. Prometímosle de hacerlo así al
tiempo de la partida, pues no corría peligro el dejallos en aquel lugar, que era despoblado. No fueron
tan vanas nuestras oraciones, que no fuesen oídas del cielo, que en nuestro favor luego volvió el
viento, tranquilo el mar, convidándonos a que tornásemos alegres a proseguir nuestro comenzado
viaje. Viendo esto, desatamos a los moros, y uno a uno los pusimos en tierra, de lo que ellos se
quedaron admirados; pero llegando a desembarcar al padre de Zoraida, que ya estaba en todo su
acuerdo, dijo:

—¿Por qué pensáis, cristianos, que esta mala hembra huelga de que me deis libertad? ¿Pensáis que
es por piedad que de mí tiene? No, por cierto, sino que lo hace por el estorbo que le dará mi presencia
cuando quiera poner en ejecución sus malos deseos. Ni penséis que la ha movido a mudar religión
entender ella que la vuestra a la nuestra se aventaja, sino el saber que en vuestra tierra se usa la
deshonestidad más libremente que en la nuestra.

Y volviéndose a Zoraida, teniéndole yo y otro cristiano de entrambos brazos asido, porque algún
desatino no hiciese, le dijo:

—¡Oh infame moza y mal aconsejada muchacha! ¿Adónde vas, ciega y desatinada, en poder destos
perros, naturales enemigos nuestros? ¡Maldita sea la hora en que yo te engendré y malditos sean los
regalos y deleites en que te he criado!

Pero viendo yo que llevaba término de no acabar tan presto, di priesa a ponelle en tierra, y desde allí
a voces prosiguió en sus maldiciones y lamentos, rogando a Mahoma rogase a Alá que nos destruyese,
confundiese y acabase; y cuando por habernos hecho a la vela no podimos oír sus palabras, vimos sus
obras, que eran arrancarse las barbas, mesarse los cabellos y arrastrarse por el suelo; mas una vez
esforzó la voz de tal manera, que podimos entender que decía:

—Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que todo te lo perdono; entrega a esos hombres ese dinero, que
ya es suyo, y vuelve a consolar a este triste padre tuyo, que en esta desierta arena dejará la vida, si tú
le dejas.

Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo sentía y lloraba, y no supo decirle ni respondelle palabra,
sino:

—Plega a Alá, padre mío, que Lela Marién, que ha sido la causa de que yo sea cristiana, ella te
consuele en tu tristeza. Alá sabe bien que no pude hacer otra cosa de la que he hecho, y que estos
cristianos no deben nada a mi voluntad, pues aunque quisiera no venir con ellos y quedarme en mi
casa, me fuera imposible, según la priesa que me daba mi alma a poner por obra esta que a mí me
parece tan buena como tú, padre amado, la juzgas por mala.

Esto dijo, a tiempo que ni su padre la oía, ni nosotros ya le veíamos; y así, consolando yo a Zoraida,
atendimos todos a nuestro viaje, el cual nos le facilitaba el próspero viento, de tal manera que bien
tuvimos por cierto de vernos otro día al amanecer en las riberas de España. Mas como pocas veces o
nunca viene el bien puro y sencillo, sin ser acompañado o seguido de algún mal que le turbe o
sobresalte, quiso nuestra ventura, o quizá las maldiciones que el moro a su hija había echado, que
siempre se han de temer de cualquier padre que sean, quiso, digo, que estando ya engolfados y siendo
ya casi pasadas tres horas de la noche, yendo con la vela tendida de alto baja, frenillados los remos,
porque el próspero viento nos quitaba del trabajo de haberlos menester, con la luz de la luna, que
claramente resplandecía, vimos cerca de nosotros un bajel redondo, que con todas las velas tendidas,
llevando un poco a orza el timón, delante de nosotros atravesaba, y esto, tan cerca, que nos fue forzoso
amainar por no embestirle, y ellos asimesmo hicieron fuerza de timón para darnos lugar que
pasásemos. Habíanse puesto a bordo del bajel a preguntarnos quién éramos y adónde navegábamos y
de dónde veníamos, pero, por preguntarnos esto en lengua francesa, dijo nuestro renegado:

—Ninguno responda, porque estos sin duda son cosarios franceses, que hacen a toda ropa.

Por este advertimiento, ninguno respondió palabra, y habiendo pasado un poco delante, que ya el
bajel quedaba sotavento, de improviso soltaron dos piezas de artillería, y, a lo que parecía, ambas
venían con cadenas, porque con una cortaron nuestro árbol por medio y dieron con él y con la vela
en la mar; y al momento disparando otra pieza, vino a dar la bala en mitad de nuestra barca, de modo
que la abrió toda, sin hacer otro mal alguno; pero como nosotros nos vimos ir a fondo, comenzamos
todos a grandes voces a pedir socorro y a rogar a los del bajel que nos acogiesen, porque nos
anegábamos. Amainaron entonces, y, echando el esquife o barca a la mar, entraron en él hasta doce
franceses bien armados, con sus arcabuces y cuerdas encendidas, y así llegaron junto al nuestro; y
viendo cuán pocos éramos y como el bajel se hundía, nos recogieron, diciendo que por haber usado
de la descortesía de no respondelles nos había sucedido aquello. Nuestro renegado tomó el cofre de
las riquezas de Zoraida y dio con él en la mar, sin que ninguno echase de ver en lo que hacía. En
resolución, todos pasamos con los franceses, los cuales, después de haberse informado de todo aquello
que de nosotros saber quisieron, como si fueran nuestros capitales enemigos, nos despojaron de todo
cuanto teníamos, y a Zoraida le quitaron hasta los carcajes que traía en los pies. Pero no me daba a
mí tanta pesadumbre la que a Zoraida daban como me la daba el temor que tenía de que habían de
pasar del quitar de las riquísimas y preciosísimas joyas al quitar de la joya que más valía y ella más
estimaba. Pero los deseos de aquella gente no se estienden a más que al dinero, y desto jamás se vee
harta su codicia, lo cual entonces llegó a tanto, que aun hasta los vestidos de cautivos nos quitaran si
de algún provecho les fueran. Y hubo parecer entre ellos de que a todos nos arrojasen a la mar
envueltos en una vela, porque tenían intención de tratar en algunos puertos de España con nombre de
que eran bretones y si nos llevaban vivos serían castigados siendo descubierto su hurto. Mas el
capitán, que era el que había despojado a mi querida Zoraida, dijo que él se contentaba con la presa
que tenía y que no quería tocar en ningún puerto de España, sino pasar el estrecho de Gibraltar de
noche, o como pudiese, y irse a la Rochela, de donde había salido; y, así, tomaron por acuerdo de
darnos el esquife de su navío y todo lo necesario para la corta navegación que nos quedaba, como lo
hicieron otro día, ya a vista de tierra de España, con la cual vista todas nuestras pesadumbres y
pobrezas se nos olvidaron de todo punto, como si no hubieran pasado por nosotros: tanto es el gusto
de alcanzar la libertad perdida. Cerca de medio día podría ser cuando nos echaron en la barca,
dándonos dos barriles de agua y algún bizcocho; y el capitán, movido no sé de qué misericordia, al
embarcarse la hermosísima Zoraida, le dio hasta cuarenta escudos de oro y no consintió que le
quitasen sus soldados estos mesmos vestidos que ahora tiene puestos. Entramos en el bajel; dímosles
las gracias por el bien que nos hacían, mostrándonos más agradecidos que quejosos; ellos se hicieron
a lo largo, siguiendo la derrota del estrecho; nosotros, sin mirar a otro norte que a la tierra que se nos
mostraba delante, nos dimos tanta priesa a bogar, que al poner del sol estábamos tan cerca, que bien
pudiéramos, a nuestro parecer, llegar antes que fuera muy noche; pero por no parecer en aquella noche
la luna y el cielo mostrarse escuro, y por ignorar el paraje en que estábamos, no nos pareció cosa
segura embestir en tierra, como a muchos de nosotros les parecía, diciendo que diésemos en ella,
aunque fuese en unas peñas y lejos de poblado, porque así aseguraríamos el temor que de razón se
debía tener que por allí anduviesen bajeles de cosarios de Tetuán, los cuales anochecen en Berbería
y amanecen en las costas de España, y hacen de ordinario presa y se vuelven a dormir a sus casas;
pero de los contrarios pareceres el que se tomó fue que nos llegásemos poco a poco, y que si el sosiego
del mar lo concediese, desembarcásemos donde pudiésemos. Hízose así, y poco antes de la media
noche sería cuando llegamos al pie de una disformísima y alta montaña, no tan junto al mar, que no
concediese un poco de espacio para poder desembarcar cómodamente. Embestimos en la arena,
salimos a tierra, besamos el suelo y con lágrimas de muy alegrísimo contento dimos todos gracias a
Dios Señor Nuestro por el bien tan incomparable que nos había hecho. Sacamos de la barca los
bastimentos que tenía, tirámosla en tierra y subímonos un grandísimo trecho en la montaña, porque
aun allí estábamos, y aún no podíamos asegurar el pecho, ni acabábamos de creer que era tierra de
cristianos la que ya nos sostenía. Amaneció más tarde, a mi parecer, de lo que quisiéramos. Acabamos
de subir toda la montaña, por ver si desde allí algún poblado se descubría o algunas cabañas de
pastores; pero aunque más tendimos la vista, ni poblado, ni persona, ni senda, ni camino descubrimos.
Con todo esto, determinamos de entrarnos la tierra adentro, pues no podría ser menos sino que presto
descubriésemos quien nos diese noticia della. Pero lo que a mí más me fatigaba era el ver ir a pie a
Zoraida por aquellas asperezas, que, puesto que alguna vez la puse sobre mis hombros, más le cansaba
a ella mi cansancio que la reposaba su reposo, y, así, nunca más quiso que yo aquel trabajo tomase;
y con mucha paciencia y muestras de alegría llevándola yo siempre de la mano, poco menos de un
cuarto de legua debíamos de haber andado, cuando llegó a nuestros oídos el son de una pequeña
esquila, señal clara que por allí cerca había ganado, y, mirando todos con atención si alguno se
parecía, vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo que con grande reposo y descuido estaba
labrando un palo con un cuchillo. Dimos voces, y él, alzando la cabeza, se puso ligeramente en pie,
y, a lo que después supimos, los primeros que a la vista se le ofrecieron fueron el renegado y Zoraida,
y como él los vio en hábito de moros, pensó que todos los de la Berbería estaban sobre él, y
metiéndose con estraña ligereza por el bosque adelante, comenzó a dar los mayores gritos del mundo,
diciendo:

—¡Moros, moros hay en la tierra! ¡Moros, moros! ¡Arma, arma!

Con estas voces quedamos todos confusos, y no sabíamos qué hacernos; pero considerando que las
voces del pastor habían de alborotar la tierra y que la caballería de la costa había de venir luego a ver
lo que era, acordamos que el renegado se desnudase las ropas del Turco y se vistiese un gilecuelco o
casaca de cautivo que uno de nosotros le dio luego, aunque se quedó en camisa. Y así,
encomendándonos a Dios, fuimos por el mismo camino que vimos que el pastor llevaba, esperando
siempre cuándo había de dar sobre nosotros la caballería de la costa; y no nos engañó nuestro
pensamiento, porque aún no habrían pasado dos horas, cuando habiendo ya salido de aquellas malezas
a un llano, descubrimos hasta cincuenta caballeros, que con gran ligereza, corriendo a media rienda,
a nosotros se venían, y así como los vimos, nos estuvimos quedos aguardándolos. Pero como ellos
llegaron y vieron, en lugar de los moros que buscaban, tanto pobre cristiano, quedaron confusos, y
uno dellos nos preguntó si éramos nosotros acaso la ocasión porque un pastor había apellidado al
arma.

—Sí —dije yo; y queriendo comenzar a decirle mi suceso y de dónde veníamos y quién éramos, uno
de los cristianos que con nosotros venían conoció al jinete que nos había hecho la pregunta y dijo, sin
dejarme a mí decir más palabra:

—¡Gracias sean dadas a Dios, señores, que a tan buena parte nos ha conducido! Porque si yo no me
engaño, la tierra que pisamos es la de Vélez Málaga, si ya los años de mi cautiverio no me han quitado
de la memoria el acordarme que vos, señor, que nos preguntáis quién somos, sois Pedro de
Bustamante, tío mío.
Apenas hubo dicho esto el cristiano cautivo, cuando el jinete se arrojó del caballo y vino a abrazar al
mozo, diciéndole:

—Sobrino de mi alma y de mi vida, ya te conozco y ya te he llorado por muerto, yo, y mi hermana tu


madre, y todos los tuyos, que aún viven, y Dios ha sido servido de darles vida para que gocen el placer
de verte. Ya sabíamos que estabas en Argel, y por las señales y muestras de tus vestidos, y la de todos
los desta compañía, comprehendo que habéis tenido milagrosa libertad.

—Así es —respondió el mozo—, y tiempo nos quedará para contároslo todo.

Luego que los jinetes entendieron que éramos cristianos cautivos se apearon de sus caballos, y cada
uno nos convidaba con el suyo para llevarnos a la ciudad de Vélez Málaga, que legua y media de allí
estaba. Algunos dellos volvieron a llevar la barca a la ciudad, diciéndoles dónde la habíamos dejado;
otros nos subieron a las ancas, y Zoraida fue en las del caballo del tío del cristiano. Saliónos a recebir
todo el pueblo, que ya de alguno que se había adelantado sabían la nueva de nuestra venida. No se
admiraban de ver cautivos libres, ni moros cautivos, porque toda la gente de aquella costa está hecha
a ver a los unos y a los otros; pero admirábanse de la hermosura de Zoraida, la cual en aquel instante
y sazón estaba en su punto, ansí con el cansancio del camino como con la alegría de verse ya en tierra
de cristianos, sin sobresalto de perderse, y esto le había sacado al rostro tales colores, que, si no es
que la afición entonces me engañaba, osaré decir que más hermosa criatura no había en el mundo, a
lo menos que yo la hubiese visto. Fuimos derechos a la iglesia a dar gracias a Dios por la merced
recebida, y así como en ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros que se parecían a los de Lela
Marién. Dijímosle que eran imágines suyas, y como mejor se pudo le dio el renegado a entender lo
que significaban, para que ella las adorase como si verdaderamente fueran cada una dellas la misma
Lela Marién que la había hablado. Ella, que tiene buen entendimiento y un natural fácil y claro,
entendió luego cuanto acerca de las imágenes se le dijo. Desde allí nos llevaron y repartieron a todos
en diferentes casas del pueblo; pero al renegado, Zoraida y a mí nos llevó el cristiano que vino con
nosotros, y en casa de sus padres, que medianamente eran acomodados de los bienes de fortuna, y
nos regalaron con tanto amor como a su mismo hijo. Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de los
cuales el renegado, hecha su información de cuanto le convenía, se fue a la ciudad de Granada a
reducirse por medio de la Santa Inquisición al gremio santísimo de la Iglesia. Los demás cristianos
libertados se fueron cada uno donde mejor le pareció. Solos quedamos Zoraida y yo, con solos los
escudos que la cortesía del francés le dio a Zoraida, de los cuales compré este animal en que ella
viene, y, sirviéndola yo hasta agora de padre y escudero, y no de esposo, vamos con intención de ver
si mi padre es vivo, o si alguno de mis hermanos ha tenido más próspera ventura que la mía, puesto
que por haberme hecho el cielo compañero de Zoraida me parece que ninguna otra suerte me pudiera
venir, por buena que fuera, que más la estimara. La paciencia con que Zoraida lleva las incomodidades
que la pobreza trae consigo y el deseo que muestra tener de verse ya cristiana es tanto y tal, que me
admira y me mueve a servirla todo el tiempo de mi vida, puesto que el gusto que tengo de verme suyo
y de que ella sea mía me le turba y deshace no saber si hallaré en mi tierra algún rincón donde
recogella y si habrán hecho el tiempo y la muerte tal mudanza en la hacienda y vida de mi padre y
hermanos, que apenas halle quien me conozca, si ellos faltan. No tengo más, señores, que deciros de
mi historia; la cual si es agradable y peregrina júzguenlo vuestros buenos entendimientos, que de mí
sé decir que quisiera habérosla contado más brevemente, puesto que el temor de enfadaros más de
cuatro circustancias me ha quitado de la lengua.
Novelas amorosas y ejemplares, María de Zayas Sotomayor

Introducción

JUNTÁRONSE a entretener a Lisis, hermoso milagro de la naturaleza y prodigioso asombro desta


corte (a quien unas atrevidas cuartanas tenían rendidas sus hermosas prendas), la hermosa Lisarda, la
discreta Matilde, la graciosa Nise y la sabia Filis, todas nobles, ricas, hermosas y amigas, una tarde
de las cortas de diciembre, cuando los yelos y terribles nieves dan causa a guardar las casas y gozar
de los prevenidos braseros, que en competencia del mes de julio quieren hacer tiro a las cantimploras
y lisonjear las damas para que no echen menos el prado, el río y las demás holguras que en Madrid
se usan.

Pues como fuese tan cerca de Navidad, tiempo alegre y digno de solenizarse con fiestas, juegos y
burlas, habiendo gastado la tarde en honestos y regocijados coloquios, por que Lisis con la agradable
conversación de sus amigas no sintiese el enfadoso mal concertaron entre sí un sarao [y]
entretenimiento para la Nochebuena y los demás días de Pascua, convidando para este efeto a don
Juan, caballero mozo, galán, rico y bien entendido, primo de Nise y querido dueño de la voluntad de
Lisis, y a quien pensaba ella entregar en legítimo matrimonio las hermosas prendas de que el Cielo le
había hecho gracia; si bien don Juan aficionado a Lisarda, prima de Lisis, a quien deseaba para dueño,
negaba a Lisis la justa correspondencia de su amor, sintiendo la hermosa dama el tener a los ojos la
causa de sus celos y haber de fingir agradable risa en el semblante cuando el alma, llorando mortales
sospechas, había dado motivo a su mal y ocasión a su tristeza, y más viendo que Lisarda, contenta
como estimada, soberbia como querida, y falsa como competidora, en todas ocasiones llevaba lo
mejor de la amorosa competencia.

Convidado don Juan a la fiesta y agradecido por principal della, a petición de las damas se acompañó
de don Álvaro, don Miguel, don Alonso y don Lope, en nada inferiores a don Juan, por ser todos en
nobleza, gala y bienes de Fortuna iguales y conformes, y todos aficionados a entretener el tiempo
discreta y regocijadamente. Juntos, pues, todos en un mismo acuerdo, dieron a la bella Lisis la
presidencia deste gustoso entretenimiento, pidiéndole que ordenase a cada uno lo que se había de
hacer; la cual escusándose como enferma, viéndose importunada de sus amigas, sustituyendo a su
madre en su lugar (que era una noble y discreta señora, a quien el enemigo común de las vidas quitó
su amado esposo), se salió de la obligación en que sus amigas la habían puesto.

Laura, que este es el nombre de la madre de Lisis, repartió en esta forma la entretenida fiesta: a Lisis
su hija, que como enferma se escusaba, y era razón, dio cargo de prevenir de músicos la fiesta, y para
que fuese más gustosa mandó expresamente que les diese las letras y romances que en todas cinco
noches se hubiesen de cantar. A Lisarda su sobrina, y a la hermosa Matilde mandó que después de
inventar una airosa máscara en que ellas y las otras damas, con los caballeros, mostrasen su gala,
donaire, destreza y bizarría la primera noche, después de haber danzado contasen dos maravillas (que
con este nombre quiso desempalagar al vulgo del de novelas: título tan enfadoso que ya en todas
partes le aborrecen).

(…)

La cual [Lisarda] viendo que, todos colgados de su dulce boca y bien entendidas palabras, aguardaban
que empezase, buscando las más discretas que pudo ditarle su claro entendimiento y estremado
donaire, dijo así:
Novela primera:

Aventurarse perdiendo
El nombre, hermosísimas damas y nobles caballeros, de mi maravilla es Aventurarse perdiendo,
porque en el discurso della veréis cómo para ser una mujer desdichada, cuando su estrella la inclina
a serlo, no bastan exemplos ni escarmientos; si bien serviría el oírla de aviso para que no se arrojen
al mar de sus desenfrenados deseos, fiadas en la barquilla de su flaqueza, temiendo que en él se
aneguen, no sólo las flacas fuerzas de las mujeres, sino los claros y heroicos entendimientos de los
hombres, cuyos engaños esrazón que se teman, como se verá en mi maravilla, cuyo principio es éste:

Por entre las ásperas peñas de Monserrat, suma y grandeza del poder de Dios y milagrosa
admiración de las excelencias de su divina Madre, donde se ven en divinos misterios, efectos de sus
misericordias, pues sustenta en el aire la punta de un empinado monte, a quien han desamparado los
demás, sin más ayuda que la que le da el cielo, que no es la de menos consideración el milagroso
ysagrado templo, tan adornado de riquezas como de maravillas; tanto, son los milagros que hay en él,
y el mayor de todos aquel verdadero retrato de la Serenísima Reina de los Ángeles y Señora nuestra
después de haberla adorado, ofreciéndola el alma llena de devotos afectos, y mirado con atención
aquellas grandiosas paredes, cubiertas de mortaja y muletas con otras infinitas insinias de su poder,
subía Fabio, ilustre hijo de la noble villa de Madrid, lustre y adorno de su grandeza; pues con su
excelente entendimiento y conocida nobleza, amable condicion y gallarda presencia, la adorna y
enriquece tanto como cualquiera de sus valerosos fundadores, y de quien ella, corno madre, se precia
mucho.

Llevaban a este virtuoso mancebo por tan ásperas malezas, deseos piadosos de ver en ellas las
devotas celdas y penitentes monjes, que se han muerto al Mundo por vivir para el cielo. Después de
haber visitado algunas y recebido sustento para el alma y cuerpo, y considerado la santidad de sus
moradores, pues obligan con ella a los fugitivos paxarillos a venir a sus manos a comer las migajas
que les ofrece, caminando a lo más remoto del monte, por ver la nombrada cueva, que llaman de San
Antón, así por ser la más áspera como prodigiosa, respecto de las cosas que allí se ven; tanto de las
penitencias de los que las habitan, como de los asombros que les hacen los demonios; que se puede
decir que salen dellas con tanta calificación de espíritu que cada uno por sí es un San Antón, cansado
de subir por una estrecha senda, respeto de no dar lugar su aspereza a ir de otro modo que a pie, y
haber dexado en el convento la mula y un criado que le acompañaba, se sentó a la margen de un
cristalino y pequeño arroyuelo, que derramando sus perlas entre menudas hierbecillas, descolgándose
con sosegado rumor de una hermosa fuente, que en lo alto del monte goza regalado asiento;
pareciendo allí fabricada más por manos de ángeles que de hombres, para recreo de los santos
ermitaños, que en él habitan, cuya sonorosa música y cristalina risa, ya que no la vían los ojos no
dexaba de agradar a los oídos. Y como el caminar a pie, el calor del Sol y la aspereza del camino le
quitasen parte del animoso brío, quiso recobrar allí el perdido aliento.

Apenas dio vida a su cansada respiración, cuando llegó a sus oídos una voz suave y delicada,
que en baxos acentos mostraba no estar muy lexos el dueño. La cual, tan baxa como triste, por servirle
de instrumento la humilde corriente, pensando que nadie la escuchaba, cantó así:

¿Quién pensara que mi amor


escarmentado en mis males,
cansado de mis desdichas,
tan descubiertas verdades,
y mal haya quien llamó
a las mujeres mudables!
Cuando de tus sinrazones
pudiera, Celio, quexarme,
y mal haya quien llamó
a las mujeres mudables!
Cuando de tus sinrazones
pudiera, Celio, quexarme,
y mal haya quien llamó
a las mujeres mudables!
Cuando de tus sinrazones
pudiera, Celio, quexarme,
quiere amor que no te olvide,
quiere amor que más te ame.
Desde que sale la Aurora,
hasta que el Sol va a bañarse
al mar de las playas Indias,
lloro firme y siento amante.
Vuelve a salir y me halla
repasando mis pesares,
sintiendo tus sin razones,
llorando tus libertades.
Bien conozco que me canso,
sufriendo penas en balde,
que lágrimas en ausencia
cuestan mucho y poco valen.
Vine a estos montes huyendo
de que ingrato me—maltrates,
pero más firme te adoro,
que en mí es sustento el amarte.
De tu vista me libré,
pero no pude librarme
de un pensamiento enemigo,
de una voluntad constante.
Quien vio cercado castillo,
quien vio combatida nave,
quien vio cautivo en Argel,
tal estoy, y sin mudarme.
Mas pues te elegí por dueño
matadme, penas, matadme,
pues por lo menos dirán:
murió, pero sin mudarse.
¡Ay bien sentidos males,
poderosos seréis para matarme,
mas no podréis hacer que amor se acabe.

Con tanto gusto escuchaba Fabio la lastimosa voz y bien sentidas quexas, que aunque el dueño
dellas no era el más diestro que hubiese oído, casi le pesó de que acabase tan presto. El gusto, el
tiempo, el lugar y la montaña, le daban deseo de que pasara adelante; y si algo le consoló el no hacerlo,
fue el pensar que estaba en parte que podría presto con la vista dar gusto al alma, como con la voz
había dado aliento a los oídos; pues cuando la causa fuera más humilde, oír cantar en un monte le era
de no pequeño alivio, para quien no esperaba sino el aullido de alguna bestia fiera. En fin, Fabio,
alentado más que antes, prosiguió su camino en descubrimiento del dueño de la voz que había oído,
pareciéndole no estar en tal parte sin causa, llevándole enternecido y lastimado oír quexas en tan
áspera parte. Noble piedad y generosa acción, enternecerse de la pasión ajena.

Iba Fabio tan deseoso de hablar al lastimado músico, que no hay quien sepa encarecerlo; y porque
no se escondiese iba con todo el silencio posible. Siguiendo, en fin, por la margen de la cima de cristal
buscando su hermoso nacimiento, pareciéndole que sería el lugar que atesoraba la joya, que a su
parecer buscaba con alguna sospecha de lo mismo que era.

Y no se engañó, porque acabando de subir a un pradillo que en lo alto del monte estaba, morada
sola por la casta Diana o para alguna desesperada criatura; la cual hacía por una parte espaldas una
blanca peña, de donde salía un grueso pedazo de cristal, sabroso sustento de las olorosas flores, verdes
romeros y graciosos tomillos. Vio recostado en ellos un mozo, que al parecer su edad estaba en la
primavera de sus años, vestido sobre un calzón pardo, una blanca y erizada piel de algún cordero, su
zurrón y cayado junto a sí, y él con sus abarcas y montera. Apenas le vio cuando conoció ser el dueño
de los cantados versos, porque le pareció estar suspenso y triste, llorando las pasiones que había
cantado. Y si no le desengañara a Fabio la voz que había oído, creyera ser figura desconocida, hecha
para adorno de la fuente, tan inmóvil le tenían sus cuidados. Tenía un nudo hecho de sus blancas
manos, tales que pudieran dar envidia a la nieve, si ella de corrida no tuviera desamparada la montaña.
Si su rostro se la daba al Sol, dígalo la poca ofensa que le hacían sus rayos, pues no les había concedido
tomar posesión de su belleza, ni exercer la comisión que tienen contra la hermosura. Tenía esparcidas
por entre las olorosas hierbas una manada de blancas ovejas, más por dar motivo a su traje, que por
el cuidado que mostraba tener con ellas, porque más eran terceras de traerle perdido.

Era la suspensión del hermoso mozo tal, que dio lugar a Fabio de llegarse tan cerca que pudo
notar que las doradas flores del rostro desdecían del traje, porque a ser hombre ya había de dorar la
boca el tierno vello, y para ser mujer era el lugar tan peligroso, que casi dudó lo mismo que vía. Mas
diciéndose en parte que casi el mismo engaño le culpaba de poco atrevido, se llegó más cerca, y le
saludó con mucha cortesía. A la cual el embelesado zagal volvió en sí, con un ¡ay! tan lastimoso, que
parecía ser el último de su vida. Y como en él aún no había la montaña quitado la cortesía, viendo a
Fabio se levantó, haciéndosela con discretas caricias preguntándole de su venida por tal parte. A lo
cual Fabio, después de agradecer sus corteses razones, satisfizo de esta suerte:

—Yo soy un caballero natural de Madrid; vine a negocios importantes a Barcelona; y como les
di fin y era fuerza volver a mi patria, no quise ponerlo en execución hasta ver el milagroso templo de
Monserrate. Visitéle devoto, y quise piadoso ver las ermitas que hay en esta montaña. Y estando
descansando entre esos olorosos tomillos, oí tu lastimosa voz, que me suspendió el gusto y animó el
deseo por ver el dueño de tan bien sentidas quexas, conociendo en ellas que padeces firme y lloras
mal pagado; y viendo en tu rostro y en tu presencia que tu ser no es lo que muestra tu traje, porque ni
viene el rostro con el vestido, ni las palabras con lo que procuras dar a entender, te he buscado, y
hallo que tu rostro desmiente a todo, pues en la edad pasas de muchacho, y en las pocas señales de tu
barba no muestras ser hombre; por lo cual te quiero pedir en cortesía me saques desta duda,
asegurándote primero que si soy parte para tu remedio, no lo dexes por imposibles que lo estorben,
ni me envíes desconsolado, que sentiré mucho hallar una mujer en tal parte y con ese traje y no saber
la causa de su destierro, y ansí mismo no procurarle remedio.

Atento escuchaba el mozo al discreto Fabio, dexando de cuando en cuando caer unas cansadas
perlas, que con lento paso buscaban por centro el suelo. Y como le vio callar, y que aguardaba
respuesta, le dixo:

—No debe querer el cielo, señor caballero, que mis pasiones estén ocultas, o porque haya quien
me las ayude a padecer, o porque se debe acercar el fin de mi cansada vida; y pretende que queden
por exemplo y escarmiento a las gentes pues cuando creí que sólo Dios y estas peñas me escuchaban,
te guió a ti, llevado de tu devoción, a esta parte, para que oyeses mis lástimas y pasiones, que son
tantas y venidas por tan varios caminos, que tengo por cierto que te haré más favor en callarlas que
en decirlas, por no darte que sentir; de más de que es tan larga mi historia, que perderás tiempo, si te
quedas a escucharla.

—Antes —replicó Fabio— me has puesto en tanto cuidado y deseo de saberla, que si me pensase
quedar hecho salvaje a morar entre estas peñas, mientras estuvieres en ellas, no he de dexarte hasta
que me la digas, y te saque, si puedo, de esta vida, que sí podré, a lo que en ti miro, pues a quien tiene
tanta discreción, no será dificultoso persuadirle que escoxa más descansada y menos peligrosa vida,
pues no la tienes segura, respecto de las fieras que por aquí se crían, y de los bandoleros que en esta
montaña hay; que si acaso tienen de tu hermosura el conocimiento que yo, de creer es que no
estimarán tu persona con el respeto que yo la estimo. No me dilates este bien, que yo aguardaré los
años de Ulises para gozarle.

Pues si así es —dixo el mozo—, siéntate, señor, y oye lo que hasta ahora no ha sabido nadie de
mí, y estima el fiar de tu discreción y entendimiento, cosas tan prodigiosas y no sucedidas sino a
quien nació para extremo de desventuras, que no hago poco sin conocerte, supuesto que de saber
quién soy, corre peligro la opinión de muchos deudos nobles que tengo, y mi vida con ellos, pues es
fuerza que por vengarse, me la quiten.

Agradeció Fabio lo mejor que supo, y supo bien, el quererle hacer archivo de sus secretos; y
asegurándole, después de haberle dicho su nombre, de su peligro, y sentándose juntos cerca de la
fuente, empezó el hermoso zagal su historia desta suerte:

—Mi nombre, discreto Fabio, es Jacinta, que no se engañaron tus ojos en mi conocimiento; mi
patria Baeza, noble ciudad de la Andalucía, mis padres nobles, y mi hacienda bastante a sustentar la
opinión de su nobleza. Nacimos en casa de mi padre un hermano y yo, él para eterna tristeza suya, y
yo para su deshonra, tal es la flaqueza en que las mujeres somos criadas, pues no se puede fiar de
nuestro valor nada, porque tenemos ojos, que, a nacer ciegas, menos sucesos hubiera visto el mundo,
que al fin viviéramos seguras de engaños. Faltó mi madre al mejor tiempo, que no fue pequeña falta,
pues su compañía, gobierno y vigilancia fuera más importante a mi honestidad, que los descuidos de
mi padre, que le tuvo en mirar por mí y darme estado (yerro notable de los que aguardan a que sus
hijas le tomen sin su gusto). Quería el mío a mi hermano tiernísimamente, y esto era sólo su desvelo
sin que le diese yo en cosa ninguna, no sé qué era su pensamiento, pues había hacienda bastante para
todo lo que deseara y quisiera emprender.

Diez y seis años tenía yo cuando una noche estando durmiendo, soñaba que iba por un bosque
amenísimo, en cuya espesura hallé un hombre tan galán, que me pareció (¡ay de mí, y cómo hice
despierta esperiencia dello!) no haberle visto en mi vida tal. Traía cubierto el rostro con el cabo de un
ferreruelo leonado, con pasamanos y alamares de plata. Paréme a mirarle, agradada del talle y deseosa
de ver si el rostro confirmaba con él; con un atrevimiento airoso, llegué a quitarle el rebozo, y apenas
lo hice, cuando sacando una daga, me dio un golpe tan cruel por el corazón que me obligó el dolor a
dar voces, a las cuales acudieron mis criadas, y despertándome del pesado sueño, me hallé sin la vista
del que me hizo tal agravio, la más apasionada que puedas pensar, porque su retrato se quedó
estampado en mi memoria, de suerte que en largos tiempos no se apartó ni se borró della. Deseaba
yo, noble Fabio, hallar para dueño un hombre de su talle y gallardía, y traíame tan fuera de mí esta
imaginación, que le pintaba en ella, y después razonaba con él, de suerte que a pocos lances me hallé
enamorada sin saber de qué, porque me puedes creer que si fue Narciso moreno, Narciso era el que
vi.

Perdí con estos pensamientos el sueño y la comida y tras esto el color de mi rostro, dando lugar
a la mayor tristeza que en mi vida tuve, tanto que casi todos reparaban en mi mudanza. ¿Quién vio,
Fabio, amar una sombra?, pues, aunque se cuenta de muchos que han amado cosas increíbles y
monstruosas, por lo menos tenían forma a quien querer. Disculpa tiene conmigo Pigmaleón que adoró
la imagen que después Júpiter le animó; y el mancebo de Atenas, y los que amaron el árbol y el delfín;
mas yo que no amaba sino una sombra y fantasía ¿qué sentirá de mí el mundo?, ¿quién duda que no
creerá lo que digo, y si lo cree me llamará loca? Pues doyte mi palabra, a ley de noble, que ni en esto
ni en los demás que te dixere, adelanto nada más de la verdad. Las consideraciones que hacía, las
reprensiones que me daba créeme que eran muchas, y así mismo que miraba con atención los más
galanes mozos de mi patria, con deseo de aficionarme de alguno que me librase de mi cuidado; mas
todo paraba en volverme a querer a mi amante soñado, no hallando en ninguno la gallardía que en
aquél. Llegó a tanto mi amor, que me acuerdo que hice a mi adorada sombra unos versos, que si no
te cansases de oirlos te los diré, que aunque son de mujer, tanto que más grandeza, porque a los
hombres no es justo perdonarles los yerros que hicieren en ellos, pues los están adornando y
purificando con arte y estudios; mas una mujer, que sólo se vale de su natural, ¿quién duda que merece
disculpa en lo malo y alabanza en lo bueno?

—Di, hermosa Jacinta, tus versos, dixo Fabio, que serán para mí de mucho gusto, porque aunque
los sé hacer con algún acierto, préciome tan poco dellos, que te juro que siempre me parecen mejor
los ajenos que los míos.

—Pues si así es —replicó Jacinta— mientras durare mi historia no he menester pedirte licencia
para decir los que hicieren a propósito; y así digo que los que hice son éstos:

Yo adoro lo que no veo,


y no veo lo que adoro,
de mi amor la causa ignoro
y hallar la causa deseo.
Mi confuso devaneo
¿quién le acertará a entender?,
pues sin ver, vengo a querer
por sola imaginación,
inclinando mi afición
a un ser que no tiene ser.
Que enamore una pintura
no será milagro nuevo,
que aunque tal amor no apruebo,
ya en efecto es hermosura,
mas amar a una figura,
que acaso el alma fingió,
nadie tal locura vio:
porque pensar que he de hallar
causa que está por criar,
¿quién tal milagro pidió?
La herida del corazón
vierte sangre, mas no muero,
la muerte con gusto espero
por acabar mi pasión.
De estado fuera razón
cuando no muero, dormir,
¿mas cómo puedo pedir
vida ni muerte a un sujeto,
que no tuvo de perfecto,
más ser que saber herir?
Dame, cielo, si has criado
aqueste ser que deseo,
de mi voluntad empleo,
y antes que nacido, amado;
¿mas qué pide un desdichado,
cuando sin suerte nació?,
porque, ¿a quién le sucedió
de amor milagro tan nuevo,
que le ocupase el deseo
amante que en sueños vio?

¿Quién pensara, Fabio, que había de ser el cielo tan liberal en darme aún lo que no le pedí?
Porque como deseaba imposibles no se atrevía mi libertad a tanto, sino fue en estos versos, que fue
más gala que petición. Mas cuando uno ha de ser desdichado, también el cielo permite su desdicha.

Vivía en mi mismo lugar un caballero natural de Sevilla, del nobilísimo linaje de los Ponce de
León, apellido tan conocido como calificado, que habiendo hecho en su tierra algunas travesuras de
mozo, se desnaturalizó della, y casó en Baeza con una señora su igual, en quien tuvo tres hijos, la
mayor y menor hembras, y el de en medio varón. La mayor casó en Granada, y con la más pequeña
entretenía la soledad y ausencia de don Félix, que éste era el nombre del gallardo hijo, que deseando
que luciese en el valor y valentía de sus ilustres antecesores, seguía la guerra, dando ocasión con sus
valerosos hechos a que sus deudos, que eran muchos y nobles, como lo publican a voces las excelentes
casas de los Duques de Arcos y Condes de Bailén, le conociesen por rama de su descendencia. Llegó
este noble caballero a la florida edad de veinticuatro años, y habiendo alcanzado por sus manos una
bandera, y después de haberla servido tres años en Flandes, dio la vuelta a España para pretender sus
acrecentamientos. Y mientras en la Corte se disponían por mano de sus deudos, se fue a ver a sus
padres, que había día que no los había visto, y que vivían con este deseo.

Llego don Félix a Baeza al tiempo que yo, sobre tarde ocupaba un balcón, entretenida en mis
pensamientos, y siendo forzoso haber de pasar por delante de mi casa, por ser la suya en la misma
calle, pude, dexando mis imaginaciones (que con ellas fuera imposible), poner los ojos en las galas,
criados y gentil presencia, y deteniéndome en ella más de lo justo, vi tal gallardía en él, que querértela
significar fuera alargar esta historia y mi tormento. Vi en efecto el mismo dueño de mi sueño, y aun
de mi alma, porque si no era él, no soy yo la misma Jacinta que le vio y le amó más que a la misma
vida que poseo. No conocía yo a don Félix ni él a mí, respecto de que cuando fue a la guerra, quedé
tan niña que era imposible acordarme aunque su hermana doña Isabel y yo éramos muy amigas. Miró
don Félix al balcón, viendo que sólo mis ojos hacían fiesta a su venida. Y hallando amor ocasión y
tiempo, executó en él el golpe de su dorada saeta, que en mí ya era excusado su trabajo por tenerle
hecho. Y así de paso me dixo: «Tal joya será mía, o yo perderé la vida.» Quiso el alma decir: «Ya lo
soy», mas la vergüenza fue tan grande como el amor, a quien pedí con hartas sumisiones y humildades
que diesen ocasión y ventura, pues me había dado causa.

No dexó don Félix perder ninguna de las que la Fortuna le dio a las manos. Y fue la primera, que
habiendo doña Isabel avisádome de la venida de su hermano, fue fuerza el visitarle y darle el parabién,
en cuya visita me dio don Félix en los ojos y en las palabras a conocer su amor, tan a las claras, que
pudiera yo darle albricias de mi suerte, y como yo le amaba no pude negarle en tal ocasión justas
correspondencias. Y con esto le di ocasión para pasear mi calle de día y de noche al son de una
guitarra, con la dulce voz y algunos versos, en que era diestro, darme mejor a conocer su voluntad.
Acuérdome, Fabio, que la primera vez que le hablé a solas por una rexa baxa, me dio causa este
soneto:

Amar el día, aborrecer el día,


llamar la noche y despreciarla luego,
temer el fuego y acercarse al fuego,
tener a un tiempo pena y alegría.
Estar juntos valor y cobardía,
el desprecio cruel y el blando ruego,
tener valiente entendimiento ciego,
atada la razón, libre osadía.
Buscar lugar en que aliviar los males
y no querer del mal hacer mudanza,
desear sin saber que se desea.
Tener el gusto y el disgusto iguales,
y todo el bien librado en la esperanza,
si aquesto no es amor, no se que sea.

Dispuesta tenía amor mi perdición, y así me iba poniendo los lazos en que me enredase, y los
hoyos donde cayese, porque hallando la ocasión que yo misma buscaba desde que oí la música, me
baxé a un aposento baxo de un criado de mi padre llamado Sarabia, más codicioso que leal, donde
me era fácil hablar por tener una rexa baxa, tanto que no era difícil tomar las manos. Y viendo a don
Félix cerca le dixe:

—Si tan acertadamente amáis como lo decís, dichosa será la dama que mereciere vuestra
voluntad.

—Bien sabéis vos, señora mía —respondió don Félix—, de mis ojos, de mis deseos y de mis
cuidados, que siempre manifiestan mi dulce perdición; que sé mejor querer que decirlo. Que vos
sepáis que habéis de ser mi dueño mientras tuviere vida, es lo que procuro, y no acreditarme ni por
buen poeta ni mejor músico.

—¿Y paréceos —repliqué yo— que me estará bien creer eso que vos decís?

—Sí —respondió mi amante—, porque hasta dexar quererse y querer al que ha de ser su marido
tiene licencia una dama.

—¿Pues quién me asegura a mí que vos lo habéis de ser? —le torné a decir.

—Mi amor —dixo don Félix— y esta mano, que si la queréis en prendas de mi palabra, no será
cobarde, aunque le cueste a su dueño la vida.

¿Quién se viera rogado con lo mismo que desea, amigo Fabio, o qué mujer despreció jamás la
ocasión de casarse, y más del mismo que ama, que no acete luego cualquier partido? Pues no hay tal
cebo para en que pique la perdición de una mujer que éste, y así no quise poner en condición mi dicha,
que por tal la tuve, y tendré siempre que traiga a la memoria este día. Y sacando la mano por la rexa,
tomé la que me ofrecía mi dueño, diciendo:

—Ya no es tiempo, señor don Félix, de buscar desdenes a fuerza de engaños, ni encubrir
voluntades a costa de resistencias, disgustos, suspiros y lágrimas. Yo os quiero, no tan sólo desde el
día que os vi, sino antes. Y para que no os tengan confuso mis palabras, os diré cosas que espanten—
. Y luego le conté todo lo que te he dicho de mi sueño.

No hacía don Félix, mientras yo le decía estas novedades para él y para quienes lo oyen, sino
besarme la mano, que tenía entre las suyas como en agradecimiento de mis penas; en cuya gloria nos
cogiera el día, y aun el de hoy, si no hubiera llegado nuestro amor a más atrevimiento. Despedímonos
con mil ternezas, quedando muy asentada nuestra voluntad, y con propósito de vernos todas las
noches en la misma parte, venciendo con oro el imposible del criado, y con mi atrevimiento el poder
llegar allí, respeto de haber de pasar por delante de la cama de mi padre y hermano, para salir de mi
aposento.

Visitábame muy a menudo doña Isabel, obligándola a esto, después de su amistad, el dar gusto
a su hermano, y servirle de fiel tercera de su amor.

En este sabroso estado estaba el nuestro, sin tratar don Félix de volver por entonces a Italia,
cuando entre las damas a quien rindió su gallarda presencia, que eran casi todas las de la ciudad, fue
una prima suya llamada doña Adriana, la más hermosa que en toda aquella tierra se hallaba. Era esta
señora hija de una hermana de su padre de don Félix, que como he dicho era de Sevilla, y tenía cuatro
hermanas, las cuales por muerte de su padre había traído a Baeza, poniendo las dos menores en
Religión. En la misma tierra casó la que seguía tras ellas, quedando la mayor sin querer tomar estado,
con esta hermana, ya viuda, a quien le había quedado para heredera de más de cincuenta mil ducados
esta sola hija, a la cual amaba como puedes pensar, siendo sola y tan hermosa como te he dicho. Pues
como doña Adriana gozase muy a menudo de la conversación de mi don Félix, respeto del parentesco,
le empezó a querer tan loca y desenfrenadamente, que no pudo ser más, como verás en lo que sucedió.

Conocía don Félix el amor de su prima, y como tenía tan llena el alma del mío, disimulaba cuanto
podía, excusando el darle ocasión a perderse más de lo que estaba, y así cuantas muestras doña
Adriana le daba de su voluntad, con un descuido desdeñoso se hacía desentendido. Tuvieron, pues,
tanta fuerza con ella estos desdenes, que vencida de su amor, y combatida dellos dio consigo en la
cama, dando a los médicos muy poca seguridad de su vida, porque demás de no comer ni dormir, no
quería que se le hiciese ningún remedio. Con que tenía puesta a su madre en la mayor tristeza del
mundo, que como discreta dio en pensar si sería alguna afición el mal de su hija, y con este
pensamiento, obligando con ruegos una criada de quien doña Adriana se fiaba, supo todo el caso, y
quiso como cuerda poner remedio.

Llamó a su sobrino, y después de darle a entender, con lágrimas la pena que tenía del mal de su
querida hija, y la causa que la tenía en tal estado, le pidió encarecidamente que fuese su marido, pues
en toda Baeza no podía hallar casamiento más rico; que ella alcanzaría de su hermano, que lo tuviese
por bien.

No quiso don Félix ser causa de la muerte de su prima ni dar con una desabrida respuesta pena a
su tía. Y en esta conformidad, le dixo, fiado en el tiempo que había de pasar en tratarse y venir la
dispensación, que lo tratase con su padre, que como él quisiese, lo tendría por bien. Y entrando a ver
a su prima, le llenó el alma de esperanzas, mostrando su contento en su mejoría, acudiendo a todas
horas a su casa, que así se lo pedía su tía, con que doña Adriana cobró entera salud.

Faltaba don Félix a mis visitas, por acudir a las de su prima, y yo desesperada maltrataba mis
ojos, y culpaba su lealtad. Y una noche, que quiso enteramente satisfacer mis celos, y que, por excusar
murmuraciones de los vecinos, había facilitado con Sarabia el entrar dentro, viendo mis lágrimas, mis
quexas y lastimosos sentimientos, como amante firme, inculpable en mis sospechas, me dio cuenta
de todo lo que con su prima pasaba, enamorado, mas no cuerdo, porque si hasta allí eran sólo temores
los míos, desde aquel punto fueron celos declarados. Y con una cólera de mujer celosa, que no lo
pondero poco, le dixe que no me hablase ni viese en su vida, si no le decía a su prima que era mi
esposo, y que no lo había de ser suyo. Quise con este enojo irme a mi aposento, y no lo consintió mi
amante, mas amoroso y humilde, me prometio que no pasaría el día que aguardaba sin obedecerme,
que ya lo hubiera hecho, si no fuera por guardarme el justo decoro. Y habiéndome dado nuevamente
palabra delante del secretario de mis libertades, le di la posesión de mi alma y cuerpo, pareciéndome
que así le tendría más seguro.
Pasó la noche más apriesa que nunca, porque había de seguirla el día de mis desdichas, para cuya
mañana había determinado el médico, que doña Adriana, tomando un acerado xarabe, saliese a hacer
exercicio por el campo, porque como no podía verse el mal del alma, juzgaba por la perdida color
que eran opilaciones. Y para este tiempo llevaba también mi esposo, librado el desengaño de su amor
y la satisfación de mis celos, porque como un hombre no tiene más de un cuerpo y un alma, aunque
tenga muchos deseos, no puede acudir a lo uno sin hacer falta a lo otro, y la pasada noche mi don
Félix por haberlo tenido conmigo, había faltado a su prima; y lo más cierto es que la fortuna que
guiaba las cosas más a su gusto que a mi provecho, ordenó que doña Adriana madrugase a tomar su
acerada bebida, y saliendo en compañía de su tía y criadas, la primera estación que hizo fue a casa de
su primo, y entrando en ella con alegría de todos, que le daban como a un sol el parabién de su venida
y salud, se fue con doña Isabel al cuarto de su hermano, que estaba reposando lo que había perdido
de sueño en sus amorosos empleos, y le empezó delante de su hermana, muy a lo de propia mujer, a
pedirle cuenta de haber faltado la noche pasada, a quien don Félix no satisfizo; mas desengañó de
suerte que en pocas palabras le dio a entender, que se cansaba en vano, porque demás de tener puesta
su voluntad en mí, estaba ya desposado conmigo, y prendas de por medio, que si no era faltándole la
vida era imposible que faltasen.

Cubrió a estas razones un desmayo los ojos de doña Adriana, que fue fuerza sacarla de allí y
llevarla a la cama de su prima, la cual vuelta en sí, disimulando cuanto pudo las lágrimas, se despidió
della, respondiendo a los consuelos que doña Isabel le daba con grandísima sequedad y despego.

Llegó a su casa, donde en venganza de su desprecio, hizo la mayor crueldad que se ha visto
consigo misma, con su primo, y conmigo. ¡Oh celos, qué no haréis y más si os apoderáis de pecho de
mujer! En lo que dio principio a su furiosa rabia fue en escribir a mi padre un papel, en que le daba
cuenta de lo que pasaba, diciéndole que velase y tuviese cuenta con su casa, que había quien le quitaba
el honor. Y con ello aguardó la mañana, que tomando su prima, y dando el papel a un criado que se
le llevase a mi padre dándole a entender que era una carta de Madrid, ya con el manto puesto para
salir a hacer exercicio, se llegó a su madre algo más enternecida que su cruel corazón le daba lugar,
y le dixo:

—Madre mía, al campo voy, si volveré Dios lo sabe; por su vida, señora, que me abrace por si
no la volviere a ver.

—Calla, Adriana —dixo algo alterada su madre—, no digas tales disparates, si no es que tienes
gusto de acabarme la vida; ¿por qué no me has de volver a ver, si ya estás tan buena que ha muchos
días que no te he visto mejor? Vete, hija mía, con Dios y no aguardes a que entre el sol y te haga
daño.

—¿Pues qué, vuestra merced no me quiere abrazar? —replicó doña Adriana.

Y volviendo, preñados de lágrimas los ojos, las espaldas, llegó a la puerta de la calle, y apenas
salió por ella y dio dos pasos, cuando arrojando un lastimoso ¡ay! se dexó caer en el suelo.

Acudió su tía y sus criadas y su madre, que venía tras ella, y pensando que era un desmayo, la
llevaron a su cama, llamando al médico para que hiciese las diligencias posibles, mas no tuvo ninguna
bastante, por ser su desmayo eterno; y declarando que era muerta, la desnudaron para amortajarla,
hundiéndose la casa a gritos; y apenas la desabotonaron un jubón de tabí de oro azul, que llevaba
puesto, cuando entre sus hermosos pechos la hallaron un papel, que ella misma escribía a su madre,
en que le decía que ella propia se había quitado la vida con solimán que había echado en el xarabe,
porque más quería morir que ver a su primo en brazos de otra.
Quien a este punto viera a la triste de su madre, de creer es que se le partiera el corazón por
medio de dolor, porque ya de traspasada no podía llorar, y más cuando vieron que después de frío el
cuerpo, se puso muy hinchada, y negra, porque no sólo consideraba el ver muerta a su hija, sino haber
sido desesperadamente. Y así, puedes considerar, Fabio, cuál estaría su casa, y la ciudad y yo que en
compañía de doña Isabel fui a ver este espectáculo, inocente y descuidada de lo que estaba ordenado
contra mí, aunque confusa de ser yo la causa de tal suceso, porque ya sabía por un papel de mi esposo,
lo que había pasado con ella.

No se halló al entierro don Félix por no irritar al cielo en venganza de su crueldad, aunque yo lo
eché a sentimiento, y lo uno y lo otro debía ser y era razón.

Enterraron la desgraciada y malograda dama, facilitando su riqueza y calidad los imposibles que
pudiera haber, habiéndose ella muerto por sus manos. Y con esto yo me torné a mi casa, deseando la
noche para ver a don Félix, que apenas eran las nueve cuando Sarabia me avisó cómo ya estaba en su
aposento (pluguiera a Dios le durara su pesar y no viniera), aunque a mi parecer se disponía mejor el
verle que otras noches, porque mi cauteloso padre, que ya estaba avisado por el papel de doña
Adriana, se acostó más temprano que otras veces, haciendo recoger a mi hermano y a la demás gente,
y yo hice lo mismo para más disimulación, dando lugar a mi padre, que ayudado de sus desvelos y
melancolía, a pesar de su cuidado, se durmió tan pesadamente, que le duró el sueño hasta las cuatro
de la mañana.

Yo como le vi dormido me levanté, y descalza, con sólo un faldellín, me fui a los brazos de mi
esposo, y en ellos procuré quitarle, con caricias y ruegos el pesar que tenía, tratando con admiraciones
el suceso de doña Adriana.

Estaba Sarabia asentado en la escalera, siendo vigilante espía de mis travesuras, a tiempo que mi
padre despavorido despertó, y levantándose, fue a mi cama y como no me hallase en ella, tomó un
pistolete y su espada, y llamando a mi hermano, le dio cuenta del caso, breve y sucintamente—, mas
no pudieron hacerlo con tanto silencio ni tan paso que una perrilla que había en casa, no avisase con
sus voces a mi criado, el cual escuchando atento, como oyó pasos, llegó a nosotros, y nos dixo que si
queríamos vivir le siguiésemos, porque éramos sentidos.

Hicímoslo así, aunque muy turbados, y antes que mi padre tuviese lugar de baxar la escalera, ya
los tres estábamos en la calle, y la puerta cerrada por defuera, que esta astucia me enseñó mi
necesidad.

Considérame, Fabio, con sólo el faldellín de damasco verde, con pasamanos de plata, y descalza,
porque así había baxado la escalera a verme con mi deseado dueño. El cual con la mayor priesa que
pudo me llevó al convento donde estaban sus tías, siendo ya de día. Llamó a la portería, y entrando
dentro al torno, y en dándoles cuenta del suceso, en menos de una hora me hallé detrás de una red,
llena de lágrimas y cercada de confusión, aunque don Félix me alentaba cuanto podía, y sus tías me
consolaban asegurándome todas el buen suceso, pues pasada la cólera, tendría mi padre por bien el
casamiento. Y por si le quisiese pedir a don Félix el escalamiento de la casa, se quedó retraído él y
Sarabia en el mismo monasterio, en una sala, que para su estancia mandaron aderezar sus tías, desde
donde avisó a su padre y hermana el suceso de sus amores.

Su padre, que ya por las señales se imaginaba que me quería, y no le pesaba dello, por conocer
que en Baeza no podría su hijo hallar más principal ni rico casamiento, pareciéndole que todo vendría
a parar en ser mi marido, fue luego a verme en compañía de doña Isabel, que proveída de vestidos y
joyas, que supliesen la falta de las mías, mientras se hacían otras, llegó donde yo estaba, dándome
mil consuelos y esperanzas.
Esto pasaba por mí, mientras mi padre, ofendido de acción tan escandalosa como haberme salido
de su casa, si bien lo fuera más si yo aguardara su furia, pues por lo menos me costara la vida, remitió
su venganza a sus manos, acción noble, sin querer por la justicia hacer ninguna diligencia, ni más
alboroto ni más sentimiento, que si no le hubiera faltado la mejor joya de su casa y la mejor prenda
de su honra. Y con este propósito honrado, puso espías a don Félix, de suerte que hasta sus intentos
no se encubrían. Y antes de muchos días halló la ocasión que buscaba, aunque con tan poca suerte
como las demás, por estar hasta entonces la fortuna de parte de don Félix. El cual una noche cansado
ya de su reclusión, y estando cierto que yo estaba recogida en mi celda con sus tías, que me querían
como hija, venciendo con dinero la facilidad de un mozo, que tenía las llaves de la puerta de la casa,
le pidió que le dexase salir, que quería llegar hasta la de su padre, que no estaba lexos, que luego daría
la vuelta. Hízolo el poco fiel guardador, previniéndole su peligro, y él facilitándolo todo lleno de
armas y galas salió, y apenas puso los pies en la calle cuando dieron con él mi padre y hermano, las
espadas desnudas, que hechos vigilantes espías de su opinión, no dormían sino a las puertas del
convento. Era mi hermano atrevido cuanto don Félix prudente, causa para que a la primera ida y
venida de las espadas, le atravesó don Félix la suya por el pecho, y sin tener lugar ni aun de llamar a
Dios, cayó en el suelo de todo punto muerto.

El mozo que tenía las llaves, como aún no había cerrado la puerta, por ser todo en un instante,
recogió a don Félix, antes que mi padre ni la justicia pudiesen hacer las diligencias, que les tocaban.

Vino el día, súpose el caso, dióse sepultura al malogrado y lugar a las murmuraciones. Y yo
ignorante del caso, salí a un locutorio a ver a doña Isabel, que me estaba aguardando llena de lágrimas
y sentimientos, porque pensaba ella, siendo yo mujer de su hermano, serlo del mío, a quien amó
tiernamente. Prevínome del suceso y de la ausencia que don Félix quería hacer de Baeza y de toda
España, porque se decía que el Corregidor trataba de sacarle de la Iglesia, mientras venía un Alcalde
de Corte, por quien se había enviado a toda priesa.

Considera, Fabio, mis lágrimas y mis extremos con tan tristes nuevas, que fue mucho no costarme
la vida, y más viendo que aquella misma noche había de ser la partida de mi querido dueño a Flandes,
refugio de delincuentes y seguro de desdichados, como lo hizo, dexando orden en mi regalo, y cuidado
a su padre de amansar las partes y negociar su vuelta.

Con esto, por una puerta falsa, que se mandaba por la estancia de las monjas, y no se abría sino
con grande ocasión, con licencia del Vicario y Abadesa, salió, dexándome en los brazos de su tía casi
muerta, donde me trasladó de los suyos, por no aguardar a más ternezas, tomando el camino derecho
de Barcelona, donde estaban las galeras que habían traído las compañías, que para la expulsión de los
moriscos había mandado venir la Majestad de Felipe III, y aguardaban al Excelentísimo don Pedro
Fernández de Castro, Conde de Lemos, que iba a ser Virrey y Capitán General del Reino de Nápoles.

Supo mi padre la ausencia de don Félix, y como discreto, trazó, ya que no se podía vengar dél
hacerlo, de mí. Y la primera traza que para esto dio fue tomar los caminos, para que ni a su padre ni
a mí viniesen cartas, tomándolas todas, que el dinero lo puede todo, y no fue mal acuerdo, pues así
sabía el camino que llevaba, que los caballeros de la calidad de mi padre, en todas partes tienen
amigos, a quien cometer su venganza.

Pasaron quince o veinte días de ausencia, pareciéndome a mí veinte mil años, sin haber tenido
nuevas de mi ausente. Y un día, que estaban mi suegro y cuñado, que me visitaban por momentos,
entró un cartero y dio a mi suegro una carta, diciendo ser de Barcelona, que a lo después supe, había
sido echada en el correo. Decía así:

«Mucho siento haber de ser el primero que dé a V. m. tan malas nuevas, mas aunque quisiera
excusarme no es justo dexar de acudir a mi amistad y obligación. Anoche, saliendo el alférez don
Félix Ponce de León, su hijo de V. m. de una casa de juego, sin saber quién ni cómo, le dieron dos
puñaladas, sin darle lugar ni aun de imaginar quién sea el agresor. Esta mañana le enterramos, y luego
despacho ésta, para que V. m. lo sepa, a quien consuele Nuestro Señor, y dé la vida que sus servidores
deseamos. A Sarabia pasaré conmigo a Nápoles, si V. m. no manda otra cosa. Barcelona 20 de junio.
El Capitán Diego de Mesa.»

¡Ay, Fabio, y qué nuevas! No quiero traer a la memoria mis extremos, bastará decirte que las
creí, por ser este capitán un muy particular amigo de don Félix, con quien él tenía correspondencia,
y a quien pensaba seguir en este viaje. Y pues las creí, por esto podrás conjeturar mi sentimiento, y
lágrimas. No quieras saber mas, sino que sin hacer más información, otro día tomé el hábito de
religiosa, y conmigo para consolarme y acompañarme doña Isabel, que me quería tiernamente.

Ve prevenido, discreto Fabio, de que mi padre fue el que hizo este engaño, y escribió esta carta,
y cómo cogía todas las que venían. Porque don Félix como llegó a Barcelona, halló embarcado al
Virrey, y sin tener lugar de escribir mas que cuatro renglones, avisando de cómo ese día partían las
galeras se embarcó y con él Sarabia, que no le había querido dexar, temeroso de su peligro. Pedía que
le escribiésemos a Nápoles, donde pensaba llegar, y desde allí dar la vuelta a Flandes.

Pues como su padre y yo no recebimos esta carta, pues en su lugar vino la de su muerte, y la
tuviésemos por tan cierta, no escribimos más, ni hicimos más diligencias, que, cumplido el año, hacer
doña Isabel y yo nuestra profesión con mucho gusto, particularmente en mi pareciéndome que
faltando don Félix no quedaba en el mundo quien me mereciese.

A un mes de mi profesión murió mi padre, dexándome heredera de cuatro mil ducados de renta,
los cuales no me pudo quitar, por no tener hijos, y ser cristiano, que, aunque tenía enojo, en aquel
punto acudió a su obligación. Estos gastaba yo largamente en cosas del convento, y así era señora
dél, sin que se hiciese en todo más que mi gusto.

Don Félix llegó a Nápoles, y no hallando cartas allí, como pensó, enojado de mi descuido y
desamor, sin querer escribir, viendo que se partían cinco compañías a Flandes, y que en una dellas le
habían vuelto a dar la bandera, se partió; y en Bruselas, para desapasionarse de mis cuidados, dio los
suyos a damas y juegos, en que se divirtió de manera, que en seis años no se acordó de España ni de
la triste Jacinta, que había dexado en ella; ¡pluguiera a Dios que estuviera hasta hoy, y me hubiera
dexado en mi quietud, sin haberme sujetado a tantas desdichas! Pues para traerme a ellas, al cabo
deste tiempo, trayendo a la memoria sus obligaciones, dio la vuelta a España y a su tierra, donde
entrando al anochecer, sin ir a la casa de sus padres, se fue derecho al convento, y llegando al torno
al tiempo que querían cerrarle, preguntó por doña Jacinta, diciendo que le traía unas cartas de Flandes.
Era tornera una de sus tías, y deseosa de saber lo que me quería, pareciéndole novedad que me buscase
nadie fuera de su padre de don Félix, que era la visita que yo siempre tenía, se apartó un poco, y
llegándose luego, preguntó:

—¿Quién busca a doña Jacinta, que yo soy?

—Ese engaño no a mí —dixo don Félix—, que el soldado que me dio las cartas, me dio también
a conocer su voz.

Viendo la sutileza la mensajera, a toda diligencia me envió a llamar por saber tales enigmas, y
como llegué, preguntando quién me buscaba, y conociese don Félix mi voz, se llegó más cerca
diciendo:

—¿Era tiempo, Jacinta mía, de verte?


¡Oh Fabio, y qué voz para mí! Ahora parece que la escucho, y siento lo que sintiera aquel punto.
Así como conocí en la habla a don Félix, no quieras más de que considerando en un punto las falsas
nuevas de su muerte, mi estado, y la imposibilidad de gozarle, despertando mi amor que había estado
dormido, di un grito, formando en él un ¡ay! tan lastimoso como triste, y di conmigo en el suelo, con
un desmayo tan cruel, que me duró tres días estar como muerta, y aunque los médicos declaraban que
tenía vida, por más remedios que se hacían no podían volverme en mi.

Recogióse don Félix en una cuadra, dentro de la casa, que debió de ser la misma en que primero
estuvo, donde vio a su hermana, porque había en ella una rexa donde nos hablábamos, de quien supo
lo hasta allí sucedido, que viendo que estaba profesa, fue milagro no perder la vida.

Encargóle el cuidado de mi salud, y el secreto de su venida, porque no quería que la supiese su


padre, que ya su madre era muerta.

Yo volví del desmayo, mejoré del mal, porque guardaba el cielo mi vida para más desdichas, y
salí a ver a mi don Félix.

Lloramos los dos, y concertamos de que Sarabia fuese a Roma por licencia para casarnos, pues
la primera palabra era la valedera.

Mientras yo juntaba dineros que llevase, pasaron quince días, o un mes, en cuyo tiempo volvió
a vivir amor, y los deseos a reinar, y las persuasiones de don Félix a tener la fuerza que siempre habían
tenido, y mi flaqueza a rendirse. Y pareciéndonos que el Breve del Papa estaba seguro, fiándonos en
la palabra dada antes de la profesión, di orden de haber la llave de la puerta falsa por donde salió don
Félix para ir a Flandes (el cómo no me lo preguntes, si sabes cuánto puede el interés); la cual le di a
mi amante, hallándose más glorioso que con un reino. ¡Oh caso atroz y riguroso! Pues todas o las más
noches entraba a dormir conmigo. Esto era fácil, por haber una celda que yo había labrado de aquella
parte. Cuando considero esto no me admiro, Fabio, de las desdichas que me siguen, y antes alabo y
engrandezco el amor y la misericordia de Dios, en no enviar un rayo contra nosotros.

En este tiempo se partió Sarabia a Roma, quedándose don Félix escondido, con determinación
de que no se supiese que estaba allí, hasta que el Breve viniese.

Pues como Sarabia llegó a Roma, y presentó los papeles y un memorial que llevaba para dar a
Su Santidad, en el cual se daba cuenta de toda la sustancia del negocio, y cómo entraba en el convento,
caso tan riguroso a sus oídos, que mandó el Papa que pena de excomunión mayor latae sententiae,
pareciese don Félix ante su tribunal, donde sabiendo el caso más por entero, daría la dispensación,
dando por ella cuatro mil ducados.

Pues cuando aguardábamos el buen suceso, llegó Sarabia con estas nuevas; empecé con mayores
extremos el ausentarse don Félix, temiendo sus descuidos, el cual con la misma pena me pidió me
saliese del convento y fuese con él a Roma, y que juntos alcanzaríamos más fácilmente la licencia
para casarnos.

Díxolo a una mujer que amaba, que fue facilitar el caso, porque la siguiente noche, tomando yo
gran cantidad de dineros y joyas que tenía, dexando escrita una carta a doña Isabel, y dexándole el
cuidado y gobierno de mi hacienda, me puse en poder de don Félix, que en tres mulas que Sarabia
tenía prevenidas, cuando llegó el día ya estábamos bien apartados de Baeza, y en otros doce nos
hallábamos en Valencia; y tomando una falúa, con harto riesgo de las vidas, y mil trabajos, llegamos
a Civita Vieja, y en ella tomamos tierra, y un coche en que llegamos a Roma.
Tenía don Félix amistad con el Embaxador de España y algunos Cardenales que habían estado
en la insigne ciudad de Baeza, cabeza de la Cristiandad, con cuyo favor nos atrevimos a echarnos a
los pies de Su Santidad, el cual mirando nuestro negocio con piedad, nos absolvió, mandando que
diésemos dos mil ducados al Hospital Real de España, que hay en Roma; y luego nos desposó, con
condición y en penitencia del pecado, que no nos juntásemos en un año, y si lo hiciésemos quedase
la pena y castigo reservado a él mismo.

Estuvimos en Roma visitando aquellos santuarios, y confesándonos generalmente algunos días,


en cuyo intermedio, supo don Félix, cómo la Condesa de Gelves, doña Leonor de Portugal, se
embarcaba para venir a Zaragoza, de donde habían hecho a don Diego Pimentel, su marido, Virrey.
Y pareciéndole famosa ocasión para venir a España y a nuestra tierra a descansar de los trabajos
pasados, me traxo a Nápoles, y acomodó por medio del Marqués de Santacruz, con las damas de la
Condesa, y él se llegó a la tropa de los acompañantes.

Tuvo la fortuna el fin que se sabe, porque forzados de una cruel tormenta, nos obligó a venir por
tierra. Bastaba yo, Fabio, venir allí. Finalmente mi esposo y yo vinimos a Madrid, y en ella me llevó
a casa de una deuda suya, viuda, y que tenía una hija tan dama como hermosa, y tan discreta como
gallarda, donde quiso que estuviese, respecto de haber de estar lo que faltaba del año, apartados. Y él
presentó los papeles de sus servicios en Consejo de Guerra, pidiendo una compañía, pareciéndole que
con título de capitán y mi hacienda y la suya, sería rey en Baeza, premisas ciertas de su pretensión.

Tenía mi don Félix, cuando salió, orden de su Majestad que todos los soldados pretendientes
fuesen a servirle a la Mamora. que a la vuelta les haría mercedes. Y como a él respecto de haber
servido. también le honrasen por esta ocasión con el deseado cargo de capitán, no le dexaron sus
honrados pensamientos acudir a las obligaciones de mi amor. Y así un día que se vio conmigo, delante
de sus parientes, me dixo:

—Amada Jacinta, ya sabes en la ocasión que estoy, que no sólo a los caballeros obliga, más a
los humildes, si nacieron con honra. Esta empresa no puede durar mucho tiempo, y caso que dure
más de lo que agora se imagina, como un hombre tenga lo que ama consigo, y no le falte una posada
honrada, vivir en Argel o en Constantinopla, todo es vivir, pues el amor hace los campos ciudades, y
las chozas, palacios. Dígote esto, porque mi ausencia no se excusa por tan justos respectos, que si los
atropellase, daría mucho que decir. Tan honrosa causa disculpa mi desamor, si quieres dar este
nombre a mi partida. La confianza que tengo de ti, me excusa el llevarte, que si no fuera esto, me
animara a que en mi compañía, empezaras a padecer de nuevo, o ya viéndome a mí cercado de
trabajos, o llegando ocasión de morir juntos. Mas será Dios servido, que, en sosegándose estas
revoluciones, yo tenga lugar de venir a gozarte, o por lo menos enviar por ti, donde me emplee en
servirte, que bien sé la deuda en que estoy a tu amor y voluntad. Mi esposa eres, siete meses nos
quedan para poder yo libremente tenerte por mía. La honra y acrecentamiento que yo tuviere, es tuya.
Ten por, bien, señora mía, esta jornada, pues ahorrarás con esto parte del pesar que has de tener, y yo
tengo. En casa de mi tía quedas, y con la deuda de ser quien eres, y quien soy. Lo necesario para tu
regalo no te ha de faltar. A mi padre y hermana dexo escrito, dándoles cuenta de mis sucesos, a ti
vendrán las cartas y dineros. Con esto y las tuyas, tendré más ánimo en las ocasiones, y más
esperanzas de volverte a ver. Yo me he de partir esta tarde, que no he querido hasta este punto decirte
nada, porque no hagas el mal con vigilia. Por tu vida y la mía, que mostrando en esta ocasión el valor
que en las demás has tenido, excuses el sentimiento, y no me niegues la licencia que te pido con un
mar de lágrimas en mis ojos.

Escuché, discreto Fabio, a mi don Félix, pareciéndome en aquel punto más galán, más cuerdo y
más amoroso, y mi amor mayor que nunca; habíale de perder, ¡qué mucho que para atormentarme
urdiese mi mala suerte esta cautela! Queríale responder, y no me daba lugar la pasión; y en este tiempo
consideré que tenía razón en lo que decía; y así, le dixe con muy turbadas palabras que mis ojos
respondían por mí, pues claro era que consentía el gusto y la voluntad, pues que ellos hacían tal
sentimiento, pasando entre los dos palabras muy amorosas, mas para aumentar la pena, que para
considerarla. Llegó la hora en que le había de perder para siempre, partióse al fin don Félix, y quedé
como el que ha perdido el juicio, porque ni podía llorar, ni hablar, ni oír los consuelos que me daba
doña Guiomar y su madre, que me decían mil cosas y consuelos para desembelesarme. Finalmente,
me costó la pérdida de mi dueño tres meses de enfermedad, que estuve va para desamparar la vida.
¡Pluguiera al Cielo que me hiciera este bien! ¿Mas cuando le reciben los desdichados, ni aún de quien
tiene tantos que dar?

En todo este tiempo no tuve cartas de don Félix, y aunque pudieran consolarme las de su padre
y hermana, que alegres de saber el fin de tantas desdichas, y prevenidas de mil regalos y dineros que
me daban el parabién, pidiéndome que en volviendo don Félix, tratásemos de irnos a descansar en su
compañía, no era posible que hinchiesen el vacío de mi cuidadosa voluntad, la cual me daba mil
sospechas de mi desdicha, porque tengo para mí, que no hay más ciertos astrólogos que los amantes.

Más habían pasado de cuatro meses que pasaba esta vida, cuando una noche, que parece que el
sueño se había apoderado de mí más que otras (porque como la Fortuna me dio a don Félix en sueños,
quiso quitármele de la misma suerte) soñaba que recebía una carta suya, y una caxa que a la cuenta
parecía traer algunas joyas, y en yéndola a abrir, hallé dentro la cabeza, de mi esposo. Considera,
Fabio, que fueron los gritos y las voces que di tan grandes, despertando con tantas lágrimas y
congoxas y ansias, que parecía que se me acababa la vida, ya desmayándome, y ya tornando en mí, a
puras veces que me daba doña Guiomar, y agua que me echaba en el rostro, que era la mayor
compasión del mundo. Contéles el sueño, y ella y su madre, y criadas no osaban apartar de mí, por el
temor con que estaba, pareciéndome que a todas partes que volvía la cabeza, vía la de don Félix.

Hasta que se llegó la mañana, que determinaron llevarme a mi confesor, para que me confesase,
por ser un sacerdote muy bien entendido y teólogo. Al tiempo de salir de mi casa, oí una voz, aunque
las demás no la oyeron:

—Muerto es, sin duda, don Félix, ya es muerto.

Con tales agüeros, puedes creer que no hallé consuelo en el confesor, ni la tenía en cosa criada.

Pasé así algunos días, al cabo de los cuales vinieron las nuevas de lo que sucedió en la Mamora,
y con ellas la relación de los que en ella se ahogaron, viniendo casi en los primeros don Félix. De allí
algunos días llegó Sarabia, que fue la nueva más cierta, el cual contó, cómo yendo a tomar puerto las
naves, en competencia unas con otras, dos dellas se hicieron pedazos, y abriéndose por medio, se
fueron a pique, sin poderse salvar de los que iban en ella ni tan sólo un hombre. En una de éstas iba
mi don Félix, armado de unas armas dobles, causa de que cayendo en la mar, no volvió a parecer más;
echó algunos fuera, él no fue visto; así acabó la vida en tan desgraciada ocasión, el más galán mozo
que tuvo la Andalucía, esto sin pasión, porque a treinta y cuatro años acompañaban las más gallardas
partes que pudo formar la Naturaleza.

Cansarte en contar mi sentimiento, mis ansias, mi llanto, mi luto, sería pagarte mal el gusto con
que me escuchas, sólo te digo, que en tres años ni supe qué fue alegría, ni salud.

Supieron su padre y hermana el suceso, trataron de llevarme y restituirme a mi convento; mas


yo, aunque sentía con tantas veras la muerte de mi esposo, no lo aceté, por no volver a los ojos de mis
deudos sin su amparo, ni menos con las monjas, respecto de haber sido causa de su escándalo; demás
que mi poca salud no me daba lugar de ponerme en camino, ni volver de nuevo a ser novicia, y sufrir
la carga de la Religión, antes di órdenes que Sarabia, a quien yo tenía por compañero de mis fortunas,
se fuese a gobernar mi hacienda, y yo me quedé en compañía de doña Guiomar, y su madre, que me
tenían en lugar de hija, y no hacían mucho, pues yo gastaba con ellas mi renta, bien largamente.

Aconsejábanme algunas amigas que me casase, mas yo no hallaba otro don Félix, que satisfaciese
mis ojos ni hinchiese el vacío de mi corazón, que aunque no lo estaba de su memoria, ni mis
compañeras quisieran que le hallara; mas para mi desdicha le hallo amor, que quizá estaba agraviado
de mi descuido.

Visitaba a doña Guiomar un mancebo, noble, rico y galán, cuyo nombre es Celio, tan cuerdo
como falso, pues sabía amar cuando quería, y olvidar cuando le daba gusto, porque en él las virtudes
y los engaños están como los ramilletes de Madrid, mezclados ya los olorosos claveles, como
hermosas mosquetas, con las flores campesinas, sin olor ni virtud ninguna. Hablaba bien y escribía
mejor, siendo tan diestro en amar como en aborrecer. Este mancebo que digo, en rnucho tiempo que
entró en mi casa, jamás se le conoció designio ninguno, porque con llaneza y amistad entretenía la
conversación, siendo tal vez el más puntual en prevenirme consuelos a mi tristeza, unas veces jugando
con doña Guiomar, y otras diciendo algunos versos, en que era muy diestro y acertado. Pasaba el
tiempo, teniendo en todo lo que intentaba más acierto que yo quisiera. Igualmente nos alababa, sin
ofender a ninguna nos quería, ya engrandecía la doncella, ya encarecía la viuda; y como yo también
hacía versos, competía conmigo y me desafiaba en ellos, admirándole, no el que yo los compusiese,
pues no es milagro en una mujer, cuya alma es la misma que la del hombre, o porque naturaleza quiso
hacer esa maravilla, o porque los hombres no se desvaneciesen, siendo ellos solos los que gozan de
sus grandezas, sino porque los hacía con algún acierto.

Jamás miré a Celio para amarle, aunque nunca procuré aborrecerle, porque si me agradaba de
sus gracias, temía de sus despegos, de que él mismo nos daba noticia, particularmente un día, que nos
contó cómo era querido de una dama, y que la aborrecía con las mismas veras que la amaba,
gloriándose de las sinrazones con que le pagaba mil ternezas. ¡Quién pensara, Fabio, que esto
despertara mi cuidado, no para amarle, sino para mirarle con más atención que fuera justo! De mirar
su gallardía, nació en mí un poco de deseo, y con desear, se empezaron a enxugar mis ojos, y fui
cobrando salud, porque la memoria empezó a divertirse tanto, que del todo le vine a querer, deseando
que fuera mi marido, si bien callaba mi amor, por no parecer liviana, hasta que él mismo traxo la
ocasión por los cabellos, y fue pedirme que hiciera un soneto a una dama, que mirándose a un espejo,
dio en el sol, y la deslumbró. Y yo aprovechándome della, hice este soneto:

En el claro cristal del desengaño


se miraba Jacinta descuidada,
contenta de no amar, ni ser amada,
viendo su bien en el ajeno daño.
Mira de los amantes el engaño,
la voluntad, por firme, despreciada,
y de haberla tenido escarmentada,
huye de amor el proceder extraño.
Celio, sol desta edad, casi envidioso,
de ver la libertad con que vivía,
exenta de ofrecer a amor despojos,
Galán, discreto, amante y dadivoso,
reflexos que animaron su osadía,
dio en el espejo, y deslumbró sus ojos.
Sintió dulces enojos,
y apartando el cristal, dixo piadosa:
Por no haber visto a Celio, fui animosa,
y aunque llegue a abrasarme,
no pienso de sus rayos apartarme.

Recibió Celio con tanto gusto este papel, que pensé que ya mi ventura era cierta, y no fue sino
que a nadie le pesa de ser querido. Alabó su ventura, encareció su suerte, agradeció mi amor, dando
claras muestras del suyo, y dándome a entender que me lo tenía, desde el día que me vio, solenizó la
traza de darle a entender el mío, y finalmente, armó lazos en que acabase de caer, solenizando en un
romance, mi hermosura, y su suerte. ¡Ay de mí, que cuando considero las estratagemas y ardides con
los que los hombres rinden las mujeres y combaten su flaqueza, digo que todos son traidores, y el
amor guerra y batalla campal, donde el amor combate a sangre y fuego al honor, alcaide de la fortaleza
del alma! De mí te digo, Fabio, que aunque ciega, y más cautiva a esta voluntad, nunca dexó de
conocer lo que he perdido por ella, pues cuando no sea, sino por haber dexado de ser cuerda,
queriendo a quien me aborrece, basta este conocimiento para tenerme arrepentida, si durase este
propósito.

En fin, Celio es el más sabio para engañar que yo he visto, porque empezó a dar tal color de
verdadero a su amor, que le creyera, no sólo una mujer que sabía de la verdad de un hombre, que se
preció de tratarla, sino a las más astutas y matreras. Sus visitas eran continuas, porque mañana y tarde
estaba en mi casa, tanto que sus amigos llegaron a conocer, en verle negarse a su conversación, que
la tenía con persona que lo merecía, en particular uno de tu nombre, con quien la conservó más que
ninguno, y a quien contaba sus empleos, que según me dixo el mismo Celio, me tenía lástima, y le
rogaba que no me hablase, si me había de dar el pago que a otras que le había conocido. Sus papeles
tantos, que fueron bastantes a volverme loca. Sus regalos tantos y tan a tiempo, que parecía tenía de
su mano los movimientos del cielo, para hacerlos a punto que me acabase de precipitar. Yo simple,
ignorante destas traiciones, no hacía sino aumentar amor sobre amor, y s, bien se le tuve siempre con
propósito de hacerle mi esposo, que de otra manera, antes me dexara morir, que darle a entender mi
voluntad; y en ello entendí hacerle harto favor, siendo quien soy, Celio no debía de pensar esto, según
pareció, aunque no ignoraba lo que ganara con tal casamiento. Mas yo, con mi engaño, estaba tan
contenta de ser suya, que ya de todo punto no me acordaba de don Félix; sólo en Celio estaban
empleados mis sentidos, si bien temerosa de su amor, porque desde que le empecé a querer, temí
perderle; y para asegurarme deste temor, un día que le vi más galán, y más amante que otros, le conté
mi pensamiento, diciéndole, que si como tenía cuatro mil ducados de renta, tuviera juntas todas las
que poseen todos los señores del mundo, y con ellas la Monarquía dél de todas le hiciera señor.

Seguía Cello las letras, y en ellas tenía más acierto que yo ventura, con lo que cortó a mi
pretensión la cabeza, diciendo que él había gastado sus años en estudios de letras divinas, con
propósito de ordenarse de sacerdote, y que en eso tenían puesto sus padres los ojos, fuera de haber
sido esta su voluntad; y que supuesto esto, que le mandase otras cosas de mi gusto, que no siendo esa,
las demás haría, aunque fuese perder la vida, y que en razón de asegurarme de perderle, me daba su
fe y palabra de amarme mientras la tuviese.

Lo que sentí en ver defraudada mis esperanzas, confirmándose en todo mis temores, y recelos,
pues siendo quien soy, no era justo querer si no era al que había de ser mi legítimo marido, y respecto
desto, había de tener fin nuestra amistad. Dieron lágrimas mis ojos, y más viendo a Celio tan cruel,
que en lugar de enxugarlas, pues no podía ignorar que nacían de amor, se levantó y se fue, dexándome
bañada en ellas, y así estuve toda aquella noche y otro día, que de los muchos recados, que otras veces
me enviaba, en ésta faltó, no quien los traxese, sino la voluntad de enviaros. Hasta que aquella tarde
vino Celio a disculparse, con tanta tibieza, que en lugar de enxugarlas las aumentó. Esta fue la primera
ingratitud que Celio usó conmigo; y como a una siguen muchas, empezó a descuidarse de mi amor,
de suerte que ya no me vía, sino de tarde en tarde, ni respondía a mis papeles, siendo otras veces
objeto de su alabanza. A estas tibiezas daba por disculpas sus ocupaciones, y sus amigos, y con ellas
ocasión a mis tristezas y desasosiegos, tanto, que ya las amigas, que adoraban mis donaires y
entretenimientos, huían de mí, viéndome con tanto disgusto.
Acompañó su desamor, con darme celos. Visitaba damas y decíalo, que era lo peor, con que,
irritando mi cólera y ocasionando mi furor, empecé a ganar en su opinión nombre de mal
acondicionada; y como su amor fue fingido, antes de seis meses se halló tan libre dél como si nunca
le hubiera tenido, y como ingrato a mis obligaciones, dio en visitar a una dama libre, y de las que
tratan de tomar placer y dineros, y hallóse tan bien con esta amistad, porque no le celaba, ni apretaba,
que no se le dio nada que yo lo supiese, ni hacía caso de las quexas, que yo le daba por escrito y de
palabra las veces que venía, que eran pocas.

Supe el caso por una criada mía que le siguió y supe los pasos en que andaba. Escribí a la mujer
un papel, pidiéndole no le dexase entrar en su casa. Lo que resultó desto, fue no venir más a la mía,
por darse más enteramente a la otra. Yo triste y desesperada, me pasaba los días y las noches llorando.
¿Mas para qué te canso en estas cosas?, pues con decir que cerró ojos a todo, basta.

Fue fuerza en medio destos sucesos, irse a Salamanca, y por no volver a verme se quedó allí
aquel año. Lo que en esto sentí, te lo dirá este traxe, y este monte, donde, siendo quien sabes, me has
hallado. Y fue desta suerte: a pocos días que estaba en Salamanca, supe que andaba de amores, por
nuevo, por galán y cortesano; cuyas nuevas sentí tanto que pensé perder el juicio. Escribíle algunas
cartas,no tuve respuesta de ninguna. En fin, me determiné de ir a aquella famosa ciudad, y procurar
con caricias, volver a su gracia, y ya que no estorbase sus amores, por lo menos llevaba determinación
de quitarme la vida. Mira, Fabio, en qué ocasiones se vía mi opinión; mas, ¿qué no hará una mujer
celosa?

Comuniqué mi pensamiento con doña Guiomar, con quien descansaba en mis desdichas, y
viendo que estaba resuelta, no quiso dexarme partir sola. Entraba en casa un gentilhombre, cuya
amistad y llaneza era de hermano, al cual rogó doña Guiomar y su madre me acompañase. Él lo acató
luego, y alquilando dos mulas, nos pusimos en ellas, y salimos de Madrid, bien prevenida de dineros
y joyas. Y como yo sé tan poco de caminos (porque los que había andado con don Félix habían sido
con más recato), en lugar de tomar el camino de Salamanca, el traidor que me acompañaba tomó el
de Barcelona, y antes de llegar a ella media legua, en un monte, me quitó cuanto llevaba, y las mulas,
y se volvió por do había venido.

Quedé en el campo sola y desesperada, con intentos de hacer un disparate. En fin, a pie y sola
empecé a caminar, hasta que salí del monte al camino real, donde hallé gente a quien pregunté, qué
tanto estaba de allí Salamanca. De cuya pregunta se rieron, respondiéndome que más cerca estaba de
Barcelona, en lo que vi el engaño del traidor, que por robarme me traxo allí. En fin, me animé, y a
pie llegué a Barcelona, donde vendiendo una sortijilla de hasta diez ducados, que por descuido me
dexó el traidor en el dedo, compré este vestido, y me corté los cabellos, y desta suerte me vine a
Monserrate, donde estuve tres días, pidiendo a aquella santa Imagen me ayudase en mis trabajos; y
llegando a pedir a los padres alguna cosa que comer, me preguntaron si quería servir de zagal, para
traer al monte este ganado que ves. Yo viendo tan buena ocasión, para que Celio ni nadie sepa de mí,
y pueda sin embarazo gozar sus amores y yo llorar mis desdichas, aceté el partido, donde ha cuatro
meses que estoy, con propósito de no volver eternamente donde sus ingratos ojos me vean.

Esta es, discreto Fabio, la ocasión de mis desdichadas quexas, que te dieron motivo a buscarme;
en estas ocasiones me ha puesto amor, y en ellas pienso que se acabará mi vida.

Atento había estado Fabio a las razones de Jacinta, y viendo que había dado fin, le respondió así:

—Por no cortar el hilo, discreta Jacinta, a tus lastimosos sucesos, tan bien sentidos, como bien
dichos, no he querido decirte, hasta que les dieses fin, que soy Fabio el amigo de Celio que dixiste
que estaba tan lastimado de tu empleo, cuanto deseoso de conocerte. Con tales colores has pintado su
retrato, que cuando yo no supiera tus desdichas, y por ellas conociese desde que le nombraste, que
eras el dueño de las que yo tengo tan sentidas como tú, conociera luego tu ingrato amante, a quien no
culpo por ser esa su condición, y tan sujeto a ella, que jamás en eso se valió de su entendimiento, ni
se inclina a vencerla. Muchas prendas le he conocido, y a todas ha dado ese mismo pago, y tenido esa
misma correspondencia. De lo que puedo asegurarte, después de decirte que pienso que su estrella le
inclina a querer donde es aborrecido, y aborrecer donde le quieren, es que siempre oí en su boca tus
alabanzas, y en su veneración tu persona, tratando de ti con aquel respeto que mereces. Señal de que
te estima, y si tú le quisieras menos de lo que le has querido, o no lo mostraras por lo menos, ni tú
estuvieras tan quexosa, ni él hubiera sido tan ingrato. Mas ya no tiene remedio, porque si amas a Celio
con intención de hacerle tu dueño, como de ser quien eres creo, y de tu discreción siempre presumí,
ya es imposible; porque él tiene ya las puertas cerradas a esas pretensiones y a cualesquiera que sean
desta calidad por tener ya órdenes, impedimento para casarse, como sabes. Para su condición, sólo
este estado le conviene, porque imagino que si tuviera mujer propia, a puros rigores y desdenes la
matara, por no poder sufrir estar siempre en una misma parte, ni gozar una misma cosa. Pues que
quieras forzada de tu amor, lograrle de otra suerte, no lo consentirá el ser cristiana, tu nobleza y
opinión, que será desdecir mucho della, pues no es justo que ni el padre de don Félix, ni su hermana,
tus deudos, y el monasterio, donde estuviste y fuiste tanto tiempo verdadera religiosa, sepan de ti esa
flaqueza, que imposible será incubrirse; y estar aquí, donde estás a peligro de ser conocida de los
bandoleros desta montaña, y de la gente que para visitar estas Santas Ermitas la pasan, ni es decente,
ni seguro; pues como yo te conocí, escuché y busqué, lo podrán hacer los demás. Tu hacienda está
perdida, tus deudos, y los de tu muerto esposo confusos, y quizás sospechando de ti mayores males
de los que tú piensas, ciega con la desesperación de amor, y la pasión de tus celos, tanto, que no das
lugar a tu entendimiento para que te aconseje, y que elijas mejor modo de vida. Yo, que miro las cosas
sin pasión, te suplico que consideres y que pienses que no me he de apartar de aquí sin llevarte
conmigo, porque de lo contrario entendiera que el cielo me había de pedir cuenta de tu vida, pues
antes que haga acción tan cruel, me quedaré aquí contigo, esto sin más interés, que el de la obligación
en que me has puesto con decirme tu historia, y descubrirme tus pensamientos, la que tengo a ser
quien soy, y la que debo a Celio, mi amigo, del cual pienso llevar muchos agradecimientos, si tengo
suerte de apartarte deste intento, tan contrario a tu honor y fama, porque no me quiero persuadir a que
te aborrece tanto, que no estime tu sosiego, tu vida y honra tanto como la suya. Esto te obligue, Jacinta
hermosa, a desviarte de semejante disinio. Vamos a la Corte, donde en un Monasterio principal della
estarás más conforme a quien eres, y si acaso allí te saliese ocasión de casarte, hacienda tienes con
que poder hacerlo, y vivir descansada; y discreción para olvidar, con las caricias verdaderas de tu
legítimo esposo, las falsas y tibias de tu amante; y si olvidándole y conociendo las desdichas que has
pasado, y las malas correspondencias de los hombres, tomases estado de religiosa, pues ya sabes la
vida que es, y conoces que es la más perfeta, tanto más gusto darías a los que te conocemos. Ea, bella
Jacinta, vamos al convento que se viene la noche, y entregarás a los frailes sus corderos, dichosos de
ser apacentados de tal zagal, porque mañana poniéndote en tu traxe, pues ése no es decente a lo que
mereces, recibirás una criada que te acompañe, y alquilaremos un coche para volver a Madrid, que
desde hoy, con tu licencia, quiero que corra por mi cuenta tu opinión, y agradecerme a mí mismo el
ser causa de tu remedio. Y si no puedes vivir sin Celio, yo haré que Celio te visite, trocando el amor
imperfecto en amor de hermanos. Y mientras con esto entretienes tu amorosa pasión, querrá el cielo
que mudes intento, y te envíe el remedio que yo deseo, al cual ayudaré, como si fueras mi hermana,
y como tal irás en mi compañía.

—Con estos brazos, noble y discreto Fabio —replicó Jacinta, llenos los ojos de lágrimas,
enlazándolos al cuello del bien entendido mancebo—, quiero, si no pagar, agradecer la merced que
me haces; y pues el cielo te traxo a tal tiempo por estos montes inhabitables, quiero pensar que no me
tiene olvidada. Iré contigo más contenta de lo que piensas, y te obedeceré en todo lo que de mí
quisieras ordenar, y no haré mucho, pues todo es tan a provecho mío. La entrada en el Monasterio
aceto; sólo en lo que no podré obedecerte, será en tomar uno, ni otro estado, si no se muda mi
voluntad, porque para admitir esposo, me lo estorba mi amor, y para ser de Dios, ser de Celio, porque
aunque es la ganancia diferente, para dar la voluntad a tan divino Esposo es justo que esté muy libre
y desocupada. Bien sé lo que gano por lo que pierdo, que es el cielo, o el infierno, que tal es el de mis
pasiones; mas no fuera verdadero mi amor, si no me costara tanto. Hacienda tengo; bien podré estarme
en el estado que poseo, sin mudarme dél. Soy Fénix de amor, quise a don Félix hasta que me le quitó
la muerte, quiero y querré a Celio hasta que ella triunfe de mi vida. Hice elección de amar y con ella
acabaré. Y si tú haces que Celio me vea, con eso estoy contenta, porque como yo vea a Celio, eso me
basta, aunque sé que ni me ha de agradecer ni premiar esta fineza, esta voluntad, ni este amor; mas
aventuraréme perdiendo, no porque crea que he de ganar, que ni él dexará de ser tan ingrato, como
yo firme, ni yo tan desdichada como he sido, mas por lo menos comerá el alma el gusto de su vista,
a pesar de sus despegos y deslealtades.

Con esto se levantaron y dieron la vuelta a la santa Iglesia, donde reposaron aquella noche, y
otro día partieron a Barcelona, donde mudando Jacinta traje, y tomando un coche y una criada, dieron
la vuelta a la Corte, donde hoy vive en un Monasterio della, tan contenta, que le parece que no tiene
más bien que desear, ni más gusto que pedir. Tiene consigo a doña Guiomar, porque murió su madre,
y antes desta muerte, le pidió que la amparase hasta casarse, de quien supe esta historia, para que la
pusiese en este libro por maravilla, que lo es, y su caso tan verdadero, porque a no ser los nombres
de todos supuestos, fueran de muchos conocidos, pues viven todos, sólo don Félix, que pagó la deuda
a la muerte en lo mejor de su vida.

Con tanto donaire y agrado contó la hermosa Lisarda esta maravilla, que colgados los oyentes
de sus dulces razones y prodigiosa historia, quisieran que durara toda la noche; y así, conformes y de
un parecer, comenzaron a alabarla y a darle las gracias de favor tan señalado, y más don Juan, que
como amante, se despeñaba en sus alabanzas, dándole a Lisis con cada una la muerte; tanto que por
estorbarlo, tomando la guitarra que sobre la cama tenía, llorando el alma cuando cantaba el cuerpo,
hizo señas a los músicos, los cuales atajaron a don Juan las alabanzas, y a Lisis el pesar de oírlas con
este soneto:

No desmaya mi amor con vuestro olvido,


porque es gigante armado de firmeza,
no os canséis en tratarle con tibieza,
pues no le habéis de ver jamás vencido.
Sois mientras más ingrato, más querido,
que amar, por sólo amar, es gran fineza.
Sin premio sirvo, y tengo por riqueza,
lo que suelen llamar tiempo perdido.
Si mis ojos en lágrimas bañados,
quizá viendo otros ojos más queridos,
se niegan a sí mismos el reposo,
les digo: Amigos, fuiste desdichados;
y pues no sois llamados ni escogidos,
amar, por sólo amar, es premio honroso.

Pocos hubo en la sala que no entendieron que los versos cantados por la bella Lisis se dedicaron
al desdén con que don Juan premiaba su amor, aficionado a Lisarda, y naturalmente les pesó de ver
tan mal pagada la voluntad de la dama, y a don Juan tan ciego que no estimase tan noble casamiento,
porque aunque Lisarda era deuda de Lisis, y en la nobleza y hermosura iguales, le aventajaba en la
riqueza. Mas amor no mira en inconvenientes cuando es verdadero.

Quien más reparó en la pasión de Lisis fue don Diego, amigo de don Juan, caballero noble y rico,
que sabía la voluntad de Lisis y despegos de don Juan, por haberle contado la dama sus deseos; y
viendo ser tan honestos, que no pasaban los límites de la vergüenza, propuso, sintiendo ocupada el
alma con la bella imagen de Lisis, pedirle a don Juan licencia para servirla, y tratar su casamiento. Y
así, por principio, comenzó a engrandecer, ya los versos, ya la voz. Y Lisis, o agradecida o falsa quizá,
con deseos de venganza, comenzó a estimar la merced que le hacía, con cuyo favor don Diego pidió
licencia para que la última noche de la fiesta sus criados representasen algunos entremeses y bailes y
dar la cena a todos los convidados. Y concedida, con muchos agradecimientos, tan contento, como
don Juan enfadado de su atrevimiento, dio lugar a Matilde para contar su maravilla. La cual habiendo
trocado con Lisarda el lugar, empezó así:

Ya que la bella Lisarda ha probado en su maravilla la firmeza de las mujeres cifrada en las
desdichas de Jacinta, razón será que siguiendo yo su estilo, diga en la mía a lo que estamos obligadas,
que es a no dexarnos engañar de las invenciones de los hombres, o ya que como flacas mal entendidas
caigamos en sus engaños, saber buscar la venganza, pues la mancha del honor, sólo con sangre del
que le ofendió sale. El caso sucedió en esta Corte, y empieza así:

Noche segunda

Ya Febo se recogía debaxo de las celestes cortinas, dando lugar a la noche, que con su negro
manto cubriese el mundo, cuando todos aquellos caballeros y damas que la primera noche fueron
convidados a la fiesta se juntaron en casa de la noble Laura, siendo recebidos de la discreta señora y
su hermosa hija con mil agrados y cortesías. Y así, por la misma orden que en la pasada noche se
fueron sentando, avisados de don Diego que sus criados habían de dar principio a la fiesta, con
algunos graciosos bailes y un entremés de repente que quisieron hacer.

Y viendo aquellas señoras que no les tocaba danzar aquella noche, se acomodaron por su orden.
Estaba Lisis vestida de una lama de plata morada, y al cuello una firmeza de diamantes, con una cifra
del nombre de Diego, joya que aquel mismo día le envió su nuevo amante, en cambio de una banda
morada, que ella le dio para que prendiese la verde cruz que traía; dando esto motivo a don Juan para
algún desasosiego, si bien Lisarda con sus favores le hacía que se arrepintiese de tenerle.

Ya se prevenía la bella Lisis de su instrumento, y de un romance que aquel día había hecho y
puesto tono cuando los músicos le suplicaron los cantase aquella noche, guardando para la tercera
fiesta sus versos, porque el señor don Juan los había prevenido de lo que habían de cantar, que por
ser parto de su entendimiento, era razón lograrlos. A todos pareció bien, porque sabían que don Juan
era en eso, como en lo demás, muy acertado, y dándoles lugar, cantaron así:

A la cabaña de Menga
Antón un disanto fue,
ya está rostrituerta Gila,
celos debe de tener.
Delta se quexa el zagal,
bien justa su quexa es,
que sospechas sin razón
son desaires de la fe.
Sin culpa le da desvíos,
¡cómo no se ha de ofender!,
que ella los dé tan de balde,
costándole tanto a él.
Hablar a Menga agradable,
no es culpa, que bien se ve,
si no hay querer sin agrados,
que hay agrados sin querer.
Quisiera que huyese Antón
de Menga, rigor cruel,
darle lo favorecido
a precio de descortés.
No es la misma permisión
en el hombre y la mujer,
que en ellos es grosería
lo que en ellas es desdén.
No hay quien se ponga a razones
con los celos, y ¡pardiez!
gente que razón no escucha,
muy necia debe de ser.
Los vanos recelos, Gila,
no aseguran, que tal vez
temer donde no hay tropiezos,
dispone para caer.
Vedarle que mire a Menga,
si es cordura, no lo sé,
que una hermosura vedada
dicen que apetito es.
Sujeciones hay civiles
bastaba Antón, a mi ver,
estar sujeto a unos ojos
sin que a su engaño lo estés.
Esto es amor en los hombres,
ser su lisura doblez,
sus inocencias delitos,
¡mal haya el amor!, amén.

Quien mirara a la bella Lisis, mientras se cantó este romance, conociera en su desasosiego la
pasión con que le escuchaba, viendo cuán al descubierto don Juan reprehendía en él las sospechas
que de Lisarda tenía, y a estarle bien respondiera. Mas cobrándose de su descuido, viendo a don Diego
melancólico de verla inquieta, alegró el rostro y serenó el semblante, mandando como presidente de
fiesta a don Álvaro, que dixese su maravilla; el cual, obedeciendo, dixo así.

—Es la miseria la más perniciosa costumbre que se puede hallar en un hombre, pues en siendo
miserable, luego es necio, enfadoso y cansado, y tan aborrecible a todos, sin que haya ninguno que
no guste de atropellarle, y con razón. Esto se verá claramente en mi maravilla, la cual es desta suerte.
Novela cuarta

El prevenido engañado
Tuvo la ilustre ciudad de Granada (milagroso asombro de las grandezas de la Andalucía) por hijo a
don Fadrique, cuyo apellido y linaje no será justo que se diga, por los nobles deudos que en ella tiene;
solo se dice que su nobleza y riqueza corrían parejas con su talle, siendo en lo uno y lo otro el de más
nombre, no solo en su tierra sino en otras muchas donde era conocido, no dándole otro que el del rico
y galán don Fadrique.

Murieron sus padres, quedando este caballero muy mozo, mas él se gobernaba con tanto acuerdo que
todos se admiraban de su entendimiento, porque no le parecía de tan pocos años como tenía; y como
los mozos sin amor dicen algunos que son jugadores sin dinero o danzantes sin son, empleó su
voluntad en una gallarda y hermosa dama de su misma tierra cuyo nombre era Serafina, y un serafín
en belleza, aunque no tan rica como don Fadrique.

Apasionose tanto por ella cuanto ella desdeñosa le desfavorecía, por tener ocupado el deseo en otro
caballero de la ciudad (lástima por cierto bien grande que llegase un hombre de las cualidades de don
Fadrique a querer donde tenga otro tomada la posesión); no ignoraba don Fadrique el amor de
Serafina, mas parecíale que con su riqueza vencería mayores inconvenientes, y más siendo el galán
que la dama amaba ni de los más ricos ni de los más principales.

Seguro estaba don Fadrique de que apenas pediría a Serafina a sus padres, cuando la tendría; mas
Serafina no estaba de ese parecer, porque esto del casarse tras el papel, el desdén hoy, y mañana el
favor, tiene no sé qué sainete que enamora y embelesa el alma y hechiza el gusto.

Y por esta misma causa procuró don Fadrique granjear primero la voluntad de Serafina que la de sus
padres, y más viendo competidor favorecido, si bien no creía de la virtud y honestidad de su dama,
que se extendía a más su amor que amar y desear.

Empezó con estas esperanzas a regalar a Serafina y a sus criadas, y ella a favorecerle más que hasta
allí, porque aunque quería a don Vicente (que así se llamaba su amado) no quería ser aborrecida de
don Fadrique; y las criadas a fomentar sus esperanzas, por cuanto creía el amante que era cierto su
pensamiento en cuanto a alcanzar más que el otro galán; y con este contento, una noche que las astutas
criadas habían prometido tener a su ama en un balcón, cantó al son de un laúd este soneto:

Que muera yo, tirana, por tus ojos,


y que gusten tus ojos de matarme,
que quiera con tus ojos consolarme,
y que me den tus ojos mil enojos.
Que rinda yo a tus ojos por despojos
mis ojos, y ellos en lugar de amarme,
pudiendo en mis enojos alegrarme,
las flores me conviertan en abrojos.
Que me maten tus ojos con desdenes,
con rigores, con celos, con tibiezas,
cuando mis ojos por tus ojos mueren.
¡Ay dulce ingrata, que en los ojos tienes
tan grande ingratitud como belleza
contra unos ojos que a tus ojos quieren!
Agradecieron y engrandecieron a don Fadrique las que escuchaban la música la gracia y destreza con
que había cantado, mas no se diga que Serafina estaba a la ventana, porque desde aquella noche se
negó de suerte a los ojos de don Fadrique, que por diligencias que hizo no la pudo ver en muchos
días, ni por papeles que la escribió pudo alcanzar respuesta, y la que le daban las criadas a sus
importunas quejas era que Serafina había dado en una melancolía tan profunda que no tenía una hora
de salud.

Sospechoso don Fadrique que sería el mal de Serafina el verse defraudada de las esperanzas que quizá
tenía de verse casada con don Vicente, porque no le veía pasear la calle como solía, creyó que por su
causa se había retirado. Y pareciéndole que estaba obligado a restaurarle a su dama el gusto que le
había quitado, fiado en que con su talle y riqueza le granjearía la perdida alegría, la pidió a sus padres
por mujer.

Ellos que (como dicen) vieron el cielo abierto, no solo le dieron un sí acompañado de infinitos
agradecimientos, mas se ofrecieron a ser esclavos suyos. Y tratando con su hija este negocio, ella que
era discreta, dio a entender que se holgaba mucho y que estaba presta para darles gusto si su salud le
ayudase; que les pedía entretuviesen a don Fadrique algunos días hasta que mejorase, que luego se
haría cuanto mandaban en aquel caso.

Tuvieron los padres de la dama esta respuesta por bastante, y a don Fadrique no le pareció mala; y
así pidió a sus suegros que regalasen mucho a su esposa para que cobrase más presto salud, ayudando
él por su parte con muchos regalos, paseando su calle aún con más puntualidad que antes, tanto por
el amor que la tenía cuanto por los recelos con que le hacía vivir don Vicente.

Serafina tal vez se ponía a la ventana, dando con su hermosura aliento a las esperanzas de su amante,
aunque su color y tristeza daban claros indicios de su mal, y por esto estaba lo más del tiempo en la
cama; y las veces que la visitaba su esposo, que con este título lo hacía algunas, le recibía en ella y
en presencia de su madre, por quitarle los atrevimientos que este nombre le podía dar.

Pasáronse algunos meses, al cabo de los cuales don Fadrique, desesperado de tanta enfermedad y
resuelto a casarse, estuviese con salud o sin ella, una noche, que como otras muchas estaba a una
esquina velando sus celos y adorando las paredes de su enferma señora, vio a más de las dos de la
noche abrir la puerta de su casa y salir una mujer, que en el aire y hechura del cuerpo le pareció ser
Serafina.

Admirose, y casi muerto de celos se fue acercando más, donde claro conoció ser la misma, y
sospechando que iba a buscar la causa de su temor, la siguió y vio entrar en una como corraliza en
que se solía guardar madera, y por estar sin puertas, solo servía de esconder y guardar a los que por
algunas travesuras amorosas entraban dentro.

Aquí pues entró Serafina; y don Fadrique, ya cierto de que dentro estaría don Vicente, irritado a una
colérica acción como a quien le parecía que le tocaba aquella venganza, dio la vuelta por la otra parte,
y entrando dentro vio como la dama se había bajado a una parte en que estaba un aposentillo
derribado, y que tragándose unos gemidos sordos, parió una criatura, y los gritos desengañaron al
amante de lo mismo que estaba dudando.

Pues como Serafina se vio libre de tal embarazo, recogiéndose un faldellín, se volvió a su casa,
dejándose aquella inocencia a lo que sucediese.

Mas el cielo, que a costa de la opinión de Serafina y de la pasión de don Fadrique, quiso que no
muriese sin bautismo por lo menos, llegó donde estaba llorando en el suelo, y tomándola, la envolvió
en su capa, haciéndose mil cruces de tal caso, coligiendo que el mal de Serafina era este y que el
padre era don Vicente, por cuyo hecho se había retirado, y dando infinitas gracias a Dios que le había
sacado de su desdicha por tal modo, se fue con aquella prenda a casa de una comadre y la dijo que
pusiese aquella criatura como había de estar y le buscase una ama, que importaba mucho que viviese.

Hízolo la comadre, y mirándola con grande atención vio que era una niña tan hermosa que más parecía
ángel del cielo que criatura humana. Buscose el ama, y don Fadrique luego el siguiente día habló con
una señora deuda suya para que en su propia casa se criase Gracia, que aqueste era el nombre que se
le puso en el bautismo.

Dejémosla criar, que a su tiempo se tratará de ella como de la persona más importante de esta historia,
y vamos a Serafina, que ya guarecida de su mal, dentro de quince días, viéndose restaurada en su
primera hermosura, dijo a sus padres que cuando gustasen se podía efectuar el casamiento con don
Fadrique, el cual temoroso y escarmentado de tal suceso, se fue a la casa de su parienta, la que tenía
en su poder a Gracia, y la dijo que a él le había dado deseo de ver algunas tierras de España y que en
esto quería gastar algunos años, y que la quería dejar poder para que gobernase su hacienda, que
hiciese y deshiciese en ella, y que solo la suplicaba tuviese grandísimo cuidado con doña Gracia,
haciendo cuenta que era su hija, porque en ella había un grandísimo secreto, y que si Dios la guardaba
hasta que tuviese tres años, que la pedía encarecidamente la pusiese en un convento donde se criase,
sin que llegase a conocer las cosas del mundo, porque llevaba cierto designio que andando el tiempo
le sabría.

Y hecho esto, haciendo llevar toda su ropa en casa de su tía, tomó grandísima cantidad de dineros y
joyas, y escribiendo este soneto se le envió a Serafina, y con solo un criado se puso a caballo, guiando
su camino a la muy noble y riquísima ciudad de Sevilla. Recibió Serafina el papel, que decía:

Si cuando hacerme igual a ti podías,


ingrata, con tibiezas me trataste;
y a fuerza de desdenes procuraste
mostrarme el poco amor que me tenías;
si a vista de ojos, de glorias mías,
el premio con engaño me quitaste,
y en todas ocasiones me mostraste
montes de nieve en tus entrañas frías;
ahora que no puedes, ¿por qué quieres
buscar el fuego entre cenizas muertas?
Déjale estar, ten lástima a mis años.
Imposibles me ofreces, falsa eres,
no avives estas llamas que no aciertas,
que a tu pesar ya he visto desengaños.

Este papel, si bien tan ciego, dio mucho que temer a Serafina, y más que aunque hizo algunas
diligencias por saber qué se había hecho la criatura que dejó en la corraliza, no fue posible, y
confirmando dos mil sospechas con la repentina partida de don Fadrique, y más sus padres, que decían
que en algo se fundaba, viendo que Serafina gustaba de ser monja, ayudaron su deseo, y así se entró
en un monasterio, harto confusa y cuidadosa de lo que había sucedido, y más del desalumbramiento
que tuvo en dejar allí aquella criatura, creyendo que se habría muerto o la habrían comido perros,
cargando su conciencia con tal delito, motivo para que procurase con su vida y penitencia no solo
alcanzar perdón de su pecado sino el nombre de santa, y así era tenida por tal en Granada.

Llegó don Fadrique a Sevilla, tan escarmentado en Serafina que por ella ultrajaba a todas las demás
mujeres, no haciendo excepción de ninguna: cosa tan contraria a su entendimiento, pues para una
mala hay ciento buenas.
Mas, en fin, él decía que no había de fiar de ellas, y más de las discretas, porque de muy sabias y
entendidas daban en traviesas y viciosas, y que con sus astucias engañaban a los hombres; pues una
mujer no había de saber más de hacer su labor y rezar, gobernar su casa y criar sus hijos, y lo demás
eran bachillerías y sutilezas, que no servían sino de perderse más presto.

Con esta opinión, como digo, entró en Sevilla y se fue a posar en casa de un deudo suyo, hombre
principal y rico, con intento de estarse allí algunos meses, gozando de las grandezas que se cuentan
de esta ciudad, y como muchos días la pasease en compañía de aquel su deudo, vio en una de las más
principales calles de ella, a la puerta de una hermosísima casa, bajar de un coche una dama en hábito
de viuda, la más bella que había visto en toda su vida: era, sobre hermosa, muy moza y de gallardo
talle, y tan rica y principal, según dijo aquel su deudo, que era de lo mejor y más ilustre de Sevilla; y
aunque don Fadrique iba escarmentado del suceso de Serafina, no por eso rehusó el dejarse vencer de
la belleza de doña Beatriz, que este es el nombre de la bellísima viuda.

Pasó don Fadrique la calle, dejando en ella el alma, y como la prenda no era para perder, pidió a su
camarada que diesen otra vuelta. A esta acción le dijo don Mateo (que así se llamaba):

—Pienso, amigo don Fadrique, no dejaréis a Sevilla tan presto, pues sois demasiado tierno. A fe que
lo ha puesto bueno la vista de esta dama.

—Yo siento de mí lo mismo —respondió don Fadrique—, aun gustaría, si pensase ser suyo, los años
que el cielo me diese de vida.

—Conforme fuera vuestra pretensión —dijo don Mateo—, porque la hacienda, nobleza y virtud de
esta dama no admite si no es la del matrimonio, aunque fuera el pretendiente el mismo rey, porque
ella tiene veinte y cuatro años; cuatro estuvo casada con un caballero igual, y dos ha que está viuda;
y en este tiempo no ha merecido ninguno sus paseos doncella, ni su vista casada, ni su voluntad viuda,
con haber muchos pretendientes de este bien. Mas si vuestro amor es de la calidad que me significáis
y queréis que yo le proponga vuestras prendas, pues para ser su marido no os faltan las que ella puede
desear, lo haré, y podrá ser que entre los llamados seáis el escogido. Ella es deuda de mi mujer, a
cuya causa la hago algunas visitas, y ya me prometo buen suceso, porque veisla allí, se ha puesto en
el balcón, que no es poca dicha haber favorecido vuestros deseos.

—¡Ay, amigo! —dijo don Fadrique—, ¡y cómo me atreveré yo a pretender lo que a tantos caballeros
de Sevilla ha negado, siendo forastero! Mas si he de morir a manos de mis deseos, sin que ella lo
sepa, muera a manos de sus desengaños y desdenes; habladla, amigo, y demás de decir mi nobleza y
hacienda le podréis decir que muero por ella.

Con esto dieron los dos vuelta a la calle, haciéndola al pasar una cortés reverencia; a la cual la
bellísima doña Beatriz, que al bajar del coche vio con el cuidado que la miró don Fadrique,
pareciéndole forastero y viéndole en compañía de don Mateo, con cuidado, luego que dejó el manto,
ocupó la ventana, y viéndose ahora saludar con tanta cortesía, habiendo visto que mientras hablaban
la miraban, hizo otra no menos cumplida.

Dieron con esto la vuelta a su casa muy contentos de haber visto a doña Beatriz tan humana, quedando
de acuerdo que don Mateo la hablase otro día en razón del casamiento; mas don Fadrique estaba tal
que quisiera que luego se tratara.

Pasó la noche, y no tan presto como el enamorado caballero quisiera; dio prisa a su amigo para que
fuese a saber las nuevas de su vida o muerte; y así lo hizo.
Habló en fin a doña Beatriz, proponiéndole todas las calidades del novio; a lo cual respondió la dama
que le agradecía mucho la merced que le hacía, y a su amigo el desear honrarla con su persona; mas
que ella había propuesto el día que enterró a su dueño no casarse hasta que pasasen tres años, por
guardar más el decoro que debía a su amor, que por esta causa despedía cuantos le trataban de esto;
mas que si este caballero se atrevía a aguardar el año que le faltaba, que ella le daba su palabra de que
no sería otro su marido; porque si había de tratar verdad, le había agradado su talle sin afectación, y
sobre todo las relevantes prendas que le había propuesto, porque ella deseaba que fuese así el que
hubiese de ser su dueño.

Con esta respuesta volvió don Mateo a su amigo, no poco contento, por parecerle que no había
negociado muy mal.

Don Fadrique cada hora se enamoraba más, y si bien le desconsolaba la imaginación de haber de
aguardar tanto tiempo, determinó estarse aquel año en Sevilla, pareciéndole buen premio la hermosa
viuda, si llegaba a alcanzarla: y como iba tan bien abastecido de dineros, aderezó un cuarto en la casa
de su deudo, recibió criados y empezó a echar galas para despertar el ánimo de su dama; a la cual
visitaba tal vez en compañía de don Mateo, que menos que con él no se le hiciera tanto favor.

Quiso regalarla, mas no le fue permitido, porque doña Beatriz no quiso recibir un alfiler: el mayor
favor que le hacía, a ruegos de sus criadas (que no las tenía el granadino mal dispuestas, porque lo
que su ama regateaba el recibir ellas lo hicieron costumbre, y así no le desfavorecían en este particular
su cuidado), era, cuando ellas le decían que estaba en la calle, salir al balcón, dando luz al mundo con
la belleza de sus ojos; y tal vez acompañarlas de noche por oír cantar a don Fadrique, que lo hacía
diestramente.

Y una, entre muchas, que le dio música, cantó este romance que él mismo había hecho, porque doña
Beatriz no había salido aquel día al balcón, enojada de que le había visto en la iglesia hablar con una
dama.

En fin, él cantó así:

Alta torre de Babel,


edificio de Nembrot,
que pensó subir al cielo,
y en un grande abismo dio.
Parecen mis esperanzas,
que según atendí yo,
al cielo de mis deseos,
llegará su pretensión.
Mas como fue su cimiento
el rapacillo de Amor,
sin méritos, para ser
reverenciado por dios.
Mudó como niño al fin
su traviesa condición,
siendo ciego para ver
de mi firmeza el valor.
¡Ay mal logrados deseos,
caídos como Faetón,
porque quisisteis subiros
al alto carro del sol!
Esperanzas derribadas,
marchitas como la flor,
horas alegres, que ahora
seréis horas de dolor.
¿Dónde pensabas subir,
gallarda imaginación,
si tus alas son de cera,
y este signo es de León?
Bien pensaste que te diera
manos y brazos afición;
vano fue tu pensamiento,
si en eso se confió.
En el balcón del oriente
hoy ha salido mi sol,
encubriendo con nublados
la luz de su perfección.
Caros vende amor sus gustos,
y si los da es con pensión,
que son censos al quitar,
que es la desdicha mayor.
Mueras quemado en mi fuego,
ciego lince, niño dios,
mas, perdona, Amor, mi ofensa,
que humilde a tus pies estoy.

El favor que alcanzó don Fadrique esta noche fue oír a doña Beatriz, que dijo a sus criadas que ya era
hora de recoger, dando a entender con esto que le había oído, con lo que fue más contento que si le
hubieran hecho señor del mundo.

En esta vida pasó nuestro amante más de seis meses sin que jamás pudiese alcanzar de doña Beatriz
licencia para verla a solas, cuyos honestos recatos le tenían tan enamorado que no tenía punto de
reposo.

Y así una noche que se halló en la calle de su dama, viendo la puerta abierta, por mirar de más cerca
su hermosura se atrevió con algún recato a entrar en su casa, y sucediole tan bien que sin ser visto de
nadie llegó al cuarto de doña Beatriz, y desde la puerta de un corredor la vio sentada en su estrado
con sus criadas, que estaban velando, y dando muestras de querer desnudarse para irse a la cama, le
pidieron ellas (como si estuvieran cohechadas de don Fadrique) que cantase un poco.

A lo que doña Beatriz se excusó con decir que no estaba de humor, que estaba melancólica; mas una
de las criadas, que era más desenvuelta que las demás, se levantó y entró en una cuadra, de donde
salió con una arpa diciendo:

—A fe, señora, que si hay melancolía, este es el mejor alivio; cante usted un poco y verá cómo se
halla más aliviada.

Decir esto y ponerle la arpa en las manos fue todo uno; y ella por darlas gusto cantó así:

Cuando el alba muestra


su alegre risa,
cuando quita alegre
la negra cortina
al balcón de oriente,
porque salga el día:
Cuando muestra hermosa
la madeja rica,
derramando perlas
sobre clavellinas;
y, en fin, cuando el campo
vierte alegría,
llora ausente de Albano
celos Marfisa.
Cuando alegre apresta
la carroza rica,
a Febo que viene
de las playas indias:
Cuando entre cristales,
claras fuentecillas
murmuran de engaños,
aljófar destilan:
Cuando al son del agua
cantan las ninfas,
llora ausente de Albano
celos Marfisa.
Cuando entre claveles
con claras linfas,
guarnición de plata
en sus ojos pinta:
Cuando dan las aves,
con sonoras liras,
norabuena a Febo
de su hermosa vista:
Cuando en los serranos
mil gustos se miran,
llora ausente de Albano
celos Marfisa.
Fue aquesta zagala
monstruo de la villa,
de los ojos muerte,
de la muerte vida.
Fiero basilisco,
causa de desdichas,
porque con sus desdenes
veneno tenía:
Cuando a sus donaires,
que eran sal decían,
llora ausente de Albano
celos Marfisa.
Rindió sus desdenes
a la bizarría
de un serrano ingrato,
que ausente la olvida:
Y cuando él alegre,
nueva prenda estima,
bellezas defiende,
finezas publica:
Hermosuras rinde,
y a glorias aspira,
llora ausente de Albano
celos Marfisa.

Dejó con esto la arpa diciendo que la viniesen a desnudar, dejando a don Fadrique (que le tenía
embelesado el donaire, la voz y dulzura de la música) como en tinieblas. No tuvo sospecha de la letra,
porque como tal vez se hacen para agradar a un músico, pinta el poeta como quiere.

Y viendo que doña Beatriz se había entrado a acostar, se bajó al portal para irse a su casa, mas fue en
vano, porque el cochero, que posaba allí en un aposentillo, había cerrado la puerta de la calle, seguro
de que no había quien entrase ni saliese, y se había acostado.

Pesole mucho a don Fadrique, mas viendo que no había remedio se sentó en un poyo para aguardar
la mañana, porque aunque fuera fácil llamar que le abriese, no quiso, por no poner en opinión ni en
lenguas de criadas la honra de doña Beatriz, pareciéndole que mientras el cochero abría, siendo de
día, se podía esconder en una entrada de cueva.

Dos horas habría que estaba allí, cuando sintiendo ruido en la puerta del cuarto de su dama, que desde
donde estaba sentado se veía la escalera y corredor, puso los ojos donde sintió el rumor y vio salir a
doña Beatriz, nueva admiración para quien creía que estaba durmiendo.

Traía la dama sobre la camisa un faldellín de vuelta de tabí encarnado cuya plata y guarnición parecían
estrellas, sin traer sobre sí otra cosa más que un rebocillo del mismo tabí, aforrado en felpa azul,
puesta tan al desgaire que dejaba ver en la blancura de la camisa los bordados de hilo de pita: sus
dorados cabellos cogidos en una redecilla de seda azul y plata, aunque por algunas partes
descompuestos, para componer con ellos la belleza de su rostro; en su garganta dos hilos de gruesas
perlas, conformes a las que llevaba en sus hermosas muñecas, cuya blancura se veía sin embarazo por
ser la manga de la camisa suelta, a modo de manga de fraile.

De todo pudo el granadino dar muy bastantes señas; porque doña Beatriz traía en una de sus
blanquísimas manos una bujía de cera encendida, en un candelero de plata, a la luz de la cual estuvo
contemplando en tan angélica figura, juzgándose por dichoso si fuere él el sujeto que iba a buscar. En
la otra mano traía una salva de plata, y en ella un vidrio de conserva, y una limetilla con vino, y sobre
el brazo una toalla blanquísima.

—¡Válgame Dios! —decía entre sí don Fadrique, mirándola desde que salió de su aposento, hasta
que la vio bajar por la escalera—, ¿quién será el venturoso a quién va a servir tan hermosa la
maestresala? ¡Ay si yo fuera, y cómo diera en cambio cuanto vale mi hacienda!

Diciendo esto, como la vio que habiendo acabado de bajar, enderezaba sus pasos hacia donde estaba,
se fue retirando hasta la caballeriza, y en ella por estar más encubierto, se entró; mas viendo que doña
Beatriz encaminaba sus pasos a la misma parte, se metió detrás de uno de los caballos del coche.
Entró en fin la dama en tan indecente lugar para tanta belleza, y sin mirar en don Fadrique, que estaba
escondido, enderezó hacia un aposentillo que al fin de la caballeriza estaba. Creyó don Fadrique de
tal suceso que algún criado enfermo despertaba la caridad y piadosa condición de doña Beatriz a tal
acción; aunque más competente era para alguna de las muchas criadas que tenía, que no para tal
señora: mas atribuyéndolo todo a cristiandad, quiso ver el fin de todo; y saliendo de donde estaba
caminó tras ella, hasta ponerse en parte que veía todo el aposento, por ser tan pequeño que apenas
cabía una cama.
Grande fue el valor de don Fadrique en tal caso, porque así como llegó cerca y descubrió todo lo que
en el aposento se hacía, vio a su dama en una ocasión tan terrible para él que no sé cómo tuvo
paciencia para sufrirla.

Es el caso que en una cama que estaba en esta parte que he dicho estaba echado un negro tan atezado
que parecía su rostro hecho de un bocací. Parecía en la edad de hasta veinte y ocho años, mas tan feo
y abominable, que no sé si fue pasión, o si era la verdad, le pareció que el demonio no podía serlo
tanto. Parecía asimismo en su desflaquecido semblante que le faltaba poco para acabar la vida, con
lo que parecía más abominable.

Sentose doña Beatriz en entrando sobre la cama, y poniendo sobre una mesilla la vela y lo demás que
llevaba, le empezó a componer la ropa, pareciendo en la hermosura ella un ángel y él un fiero
demonio. Puso tras esto una de sus hermosísimas manos sobre la frente y con enternecida y lastimada
voz le empezó a decir:

—¿Cómo estás, Antón? ¿No me hablas, mi bien? Oye, abre los ojos, mira que está aquí Beatriz; toma,
hijo mío, come un bocado de esta conserva, anímate por amor de mí, si no quieres que yo te acompañe
en la muerte como te he querido en la vida: ¿óyesme, amores? ¿No quieres responderme ni mirarme?

Diciendo esto, derramando por sus ojos gruesas perlas, juntó su rostro con el del endemoniado negro,
dejando a don Fadrique, que la miraba, más muerto que él, sin saber qué hacerse ni qué decirse, unas
veces determinándose a perderse y otras considerando que lo más acertado era apartarse de aquella
pretensión.

Estando en esto abrió el negro los ojos, y mirando a su ama, con voz debilitada y flaca la dijo,
apartándola con las manos el rostro que tenía junto con el suyo:

—¿Qué me quieres, señora? Déjame ya, por Dios; ¿qué es esto? ¿Que aun estando yo acabando la
vida me persigues? ¿No basta que tu viciosa condición me tiene como estoy, sino que quieres que
cuando estoy ya en el fin de mi vida, acuda a cumplir tus viciosos apetitos? Cásate, señora, cásate y
déjame ya a mí, que ni te quiero ver, ni comer lo que me das.

Y diciendo esto se volvió del otro lado sin querer responder a doña Beatriz, aunque más tierna y
amorosa le llamaba, o fuese que se murió luego, o no quisiese hacer caso de sus lágrimas y palabras.
Doña Beatriz cansada ya, volvió a su cuarto, la más llorosa y triste del mundo.

Don Fadrique aguardó a que abriesen la puerta, y apenas la vio abierta, cuando salió huyendo de
aquella casa, tan lleno de confusión y aborrecimiento cuanto primero de gusto y gloria. Acostose en
llegando a su casa, sin decir nada a su amigo, y saliendo a la tarde dio una vuelta por la calle de la
viuda por ver qué rumor había, a tiempo que vio sacar a enterrar al negro.

Volviose a su casa, siempre guardando secreto; y en tres o cuatro días que volvió a pasear la calle, ya
no por amor sino por enterarse más de lo que aún no creía, nunca vio a doña Beatriz: tan sentida la
tenía la muerte de su negro amante. Al cabo de los cuales, estando sobre mesa hablando con su amigo,
entró una criada de doña Beatriz, y en viéndole, con mucha cortesía le puso en las manos un papel
que decía así:

«Donde hay voluntad, poco sirven los terceros; de la vuestra estoy satisfecha y de vuestras finezas
pagada: y así no quiero aguardar lo que falta del año para daros la merecida posesión de mi persona
y hacienda, y así cuando quisiéredes se podrá efectuar nuestro casamiento, con las condiciones que
fuéredes servido, porque mi amor y vuestro merecimiento no me dejan reparar en nada. Dios os
guarde. Doña Beatriz.»
Tres o cuatro veces leyó don Fadrique este papel y aún no acababa de creer tal; y así no hacía más
que darle vueltas y en su corazón admirarse de lo que le sucedía, que ya dos veces había estado a
pique de caer en tanta afrenta, y tantas le había descubierto el cielo secretos tan importantes.

Y como viese claro que la determinada resolución de doña Beatriz nacía de haber faltado su negro
amante, en un punto hizo la suya y se resolvió a una determinación honrada: y diciendo a la criada
que se aguardase, salió a otra sala, y llamando a su amigo, dijo estas breves razones:

—Amigo, a mí me importa la vida y la honra salir dentro de una hora de Sevilla, y no me ha de


acompañar más que el criado que traje de Granada. Esa ropa que ahí queda venderéis después de
haberme partido, y pagaréis con el dinero que dieren por ella a los demás criados: el porqué no os
puedo decir, porque hay opiniones de por medio; y ahora, mientras escribo un papel, buscadme dos
mulas y no queráis saber más.

Y luego, escribiendo un papel a doña Beatriz y dándole a la criada que le llevase a su ama, y
habiéndole ya traído las mulas se puso de camino, y saliendo de Sevilla tomó el de Madrid con su
antiguo tema de abominar de las mujeres discretas, que fiadas en su saber, procuran engañar a los
hombres.

Dejémosle ir hasta su tiempo y volvamos a doña Beatriz, que en recibiendo el papel, vio que decía
así:

«La voluntad que yo he tenido a usted ha sido solo con deseo de poseer su belleza; porque he llevado
la mira a su honra y opinión, como lo han dicho mis recatos. Yo, señora, soy algo escrupuloso, y haré
cargo de conciencia en que usted, viuda anteayer, se case hoy; aguarde usted siquiera otro año a su
negro malogrado, que a su tiempo se tratará de lo que usted dice, cuya vida guarde el cielo.»

Pensó doña Beatriz perder con este papel su juicio, mas viendo que don Fadrique era ido, dio el sí a
un caballero que le habían propuesto, remediando con el marido la falta del muerto amante.

Por sus jornadas contadas (como dicen) llegó don Fadrique a Madrid y fuese a posar a los barrillos
del Carmen, en casa de un tío suyo que tenía allí casas propias.

Era este caballero rico y tenía para heredero de su hacienda un solo hijo, llamado don Juan, gallardo
mozo, y demás de su talle, discreto y muy afable.

Teníale su padre desposado con una prima suya muy rica, aunque el matrimonio se dilataba hasta que
la novia tuviese edad, porque la que en este tiempo alcanzaba era diez años.

Con este caballero tomó don Fadrique tanta amistad que pasaba el amor del parentesco, que en pocos
días se trataban como hermanos. Andaba don Juan muy melancólico, en lo cual reparando don
Fadrique, después de haberle obligado con darle cuenta de su vida y sucesos, sin nombrar parte, por
parecerle que no es verdadera amistad la que tenía reservado algún secreto a su amigo, le rogó le
dijese de qué procedía aquella tristeza. Don Juan, que no deseaba otra cosa, por sentir menos su mal
comunicándole, le respondió:

—Amigo don Fadrique, yo amo tiernamente una dama de esta corte, a la cual dejaron sus padres
mucha hacienda con obligación de que se casase con un primo suyo que está en Indias.

No ha llegado nuestro honesto amor a más que una conversa, reservando el premio de él para cuando
venga su esposo, porque ahora ni su estado ni el mío dan lugar a más amorosas travesuras; pues
aunque no gozo de mi esposa, me sirve de cadena para no disponer de mí.
Deciros su hermosura será querer cifrar la misma belleza a breve suma, pues su entendimiento es tal
que en letras humanas no hay quien la aventaje: finalmente, doña Ana (que este es su nombre) es el
milagro de esta edad, porque ella y doña Violante su prima son las sibilas de España, entrambas
bellas, discretas, músicas y poetas. En fin, en las dos se halla lo que en razón de belleza y discreción
está repartido en todas las mujeres.

Hanle dicho a doña Ana que yo galanteo una dama, cuyo nombre es Nise, porque el domingo pasado
me vieron hablar con ella en San Ginés, donde acude. En fin, muy celosa me dijo ayer que me
estuviese en mi casa y no volviese a la suya. Porque sabe que me abraso de celos cuando nombra a
su esposo, me dijo enojada que en solo él adora y que le espera con mucho gusto y cuidado.

Escribile sobre esto un papel, y en su respuesta me envió otro, que es este, porque en hacer versos es
tan extremada como en lo demás.

Esto dijo, sacando un papel, el cual tomándole don Fadrique, vio que era de versos, a que naturalmente
era aficionado, y que decía así:

Tus sinrazones, Lisardo,


son tantas, que ya me fuerza
mi agravio a darte la culpa,
y quedarme con la pena.
Mas no me quiero poner
con tu ingratitud en cuentas,
porque siempre los ingratos
ceros por números dejan.
Preside apetito solo,
Lisardo, y es bien que tema,
que cuentas de obligaciones,
a todas horas las niega.
Y así no quiero traerte
a la memoria mis penas;
pues jamás diste recibo
de cosa que tanto pesa.
Vayan al aire suspiros,
pues lo son, y no se metan
en contar, pues no los llaman,
cuántos sus millares sean.
Las lágrimas a la mar,
los cuidados a mis quejas,
y mi afición a tu hielo,
para que quede sin fuerzas.
Decir, Lisardo, que ya,
por entretener ausencias,
esfuerzo mi voluntad,
engáñante tus quimeras.
Si quisiera entretenerme,
pastores tiene la aldea,
que aunque les doy disfavores,
mis pobres partes celebran,
en quien pudiera escoger
alguno que me tuviera
con amor entretenida,
y con interés contenta.
Y tú, Lisardo, aunque alcanzas
favores que otros desean,
tan solo no los estimas,
sino que ya los desprecias.
Lisardo, creyera yo
que la mujer de mis prendas
con solo un mirar suave,
favor y premio te diera.
Mas como siempre quisiste
ser ingrato a mis finezas,
ni estimas mi voluntad,
ni con la tuya me premias.
Que no sabes qué es amor,
tengo por cosa muy cierta;
no has entrado en los principios,
y ya los fines deseas.
Lo que da lugar mi estado
te favorezco, no quieras
que me alargue a más, si el tuyo
tiene a mi gusto la rienda.
Y temas que el mayoral,
que ha de ser mi dueño, venga:
Si tu remedio aborreces,
Lisardo, ¿de qué te quejas?
Pides salud, y si aplico
el remedio, desesperas;
eso es querer que te sangren,
sin que te rompan la vena.
Lo cierto es que ya, Lisardo,
te mata nueva nobleza,
y haces mi amor achacoso,
ya lo entiendo, no soy necia.
Maldiga, Lisardo, el cielo,
a quien con gracias ajenas,
a lo que adora enamora,
tal como a mí le suceda.
Canta el músico en la calle,
hace versos el poeta,
apasiónase la dama,
y olvida al que la requiebra.
Ya conozco tus engaños,
ya conozco tus cautelas,
mas pues yo te alabé a Nise,
¿Qué mucho que tú la quieras?
Goces, ingrato Lisardo,
mil años de su belleza,
tantos favores te rinda,
como a mí me matan penas.
bebe sus dulces engaños,
los míos amargos deja,
que yo al tiempo de mi fe
pienso colgar la cadena.
Desde allí estaré mirando,
como el que mira al que juega,
al naipe en que aventuras
tu verdad y tu cautela.
No me quejo de este agravio,
Lisardo, porque mis quejas
no te volverán amante,
y es darte venganza en ellas.
Tú estás muy bien empleado,
porque sus tinadas hebras
es ébano en que se engasta
su hermosura y sus finezas.
Sus ojos, negros luceros,
en cuyas niñas traviesas
hallará tu guerra paz,
y bonanza tu tormenta.
Tú vestirás sus colores,
con que saldrás, aunque negras,
más galán que con las mías,
pues con gusto las desprecias.
Podrás tomar por devoto,
para alivio de tus penas,
al glorioso san Ginés,
que es de tu Nise la iglesia.
Con esto pido al amor,
de tu inconstancia se duela.
Dios te guarde. De mi casa,
la que tu gusto desea.

—No hay mucho que temer a este enemigo —dijo acabando de leer el papel don Fadrique—, porque
muestra estar más rendida que furiosa. La mujer escribe bien, y si como decís es tan hermosa, hacéis
mal en no conservar su amor hasta coger el premio de él.

—Este es —respondió don Juan— una tilde, una nada, conforme a lo que hay en belleza y discreción,
porque ha sido muchas veces llamada la sibila española.

—Por Dios, primo —replicó don Fadrique—, que temo a las mujeres que son tan sabias más que a la
muerte, que quisiera hallar una que ignorara las cosas del mundo, al paso que esta las comprende, y
si la hallara, vive Dios que me había de emplear en servirla y amarla.

—¿Lo decís de veras? —dijo don Juan—, porque no sé qué hombre apetece una mujer necia, no solo
para aficionarse, mas para comunicarla un cuarto de hora, pues dicen los sabios que en el mundo son
más celebrados que el entendimiento es manjar del alma, pues mientras los ojos se ceban en la
blancura, en las bellas manos, en los lindos ojos y en la gallardía del cuerpo, y finalmente, en todo
aquello digno de ser amado en la dama, no es razón que el alma no solo esté de balde, sino que no se
mantenga de cosas tan pesadas y enfadosas como las necedades; pues siendo el alma tan pura criatura,
no la hemos de dar manjares groseros.

—Ahora dejemos esta disputa —dijo don Fadrique—, que en eso hay mucho que decir, que yo sé lo
que en este caso me conviene; y respondamos a doña Ana, aunque mejor respuesta era ir a verla, pues
no la hay más tierna y de más sentimiento que la misma persona, y más que deseo ver si me hace
sangre su prima, para entretenerme con ella el tiempo que he de estar en Madrid.

—Vamos allá —dijo don Juan—, que si os he de confesar verdad, por Dios que lo deseo; mas advertid
que doña Violante no es necia, y si es que por esta parte os desagradan las mujeres, no tenéis que ir
allá.

—Acomodareme con el tiempo —respondió don Fadrique.

Con esto, de conformidad se fueron a ver las hermosas primas; de las cuales fueron recibidos con
mucho gusto, si bien doña Ana estaba como celosa zahareña, aunque tuvo muy poco que hacer don
Juan en quitarle el ceño.

Vio don Fadrique a doña Violante, pareciéndole una de las más hermosas damas que hasta entonces
había visto, aunque entrasen en ellas Serafina y doña Beatriz. Estábase retratando (curiosidad usada
en la corte), y para esta ocasión estaba tan bien aderezada que parece que de propósito para rendir a
don Fadrique se había vestido con tanta curiosidad y riqueza. Tenía puesta una saya entera negra,
cuajada de lentejuelas y botones de oro, cintura y collar de diamantes, y un apretador de rubíes.

A cuyo asunto, después de muchas cortesías, tomando don Fadrique una guitarra, cantó este romance:

Zagala, cuya hermosura


mata, enamora y alegra,
siendo del cielo milagro,
y gloria de nuestra aldea.
¿Qué pincel habrá tan sabio,
supuesto que Apeles sea
el que le gobierna y rige,
para imitar tu belleza?
¿Qué rayos, aunque el sol
nos dé los de su madeja,
que igualen a la hermosura
de esas tus castañas trenzas?
¿Qué luces a las que miro
en esas claras estrellas;
vislumbres que a los diamantes
eclipsan sus luces bellas?
¿Qué azucenas a tu frente,
qué arcos de amor a tus cejas,
de viras a tus pestañas,
a tu vista qué saetas?
¿Qué rosas Alejandrinas
a tus mejillas, pues quedan
a su encarnado vencidas,
a su hermosura sujetas?
¿Qué rubíes con esos labios?
Sin duda, zagala, que eran
con los fines de tu boca
falsos los de tu cabeza.
Tus palabras son claveles,
y tus blancos dientes perlas,
de las que llorando el alba,
borda los campos con ellas.
Cristal tu hermosa garganta,
columna en que se sustenta
un cielo donde amor vive,
si como dios se aposenta.
¿Qué nieve iguala a esas manos,
en cuyas nevadas sierras
los atrevidos se pierden
cuando pasarlos intentan?
De lo que encubre el vestido,
zagala hermosa, quisiera
decir muchas alabanzas,
mas no se atreve mi lengua.
Que si cual otra Campaspe,
mostráis tan divinas prendas;
¡Ay del Apeles que os mira,
y sin esperanzas de ellas!
Decid, zagala, al Apeles,
cuyos pinceles se emplean
en trasladar de este cielo
vuestra hermosura a la tierra,
que él y yo seremos cortos,
pincel y plumas se quedan
sin saber sacar la estampa,
que al natural se parezca.
pues el molde en que os formó
la sabia naturaleza,
ya el mundo no lo posee,
porque otra cual vos no tenga.
Diamantes, oro, cristal,
luceros, rosas, azucenas,
cielos, estrellas, rubíes,
claveles, jazmines, perlas:
Todo en vuestra presencia
pierde el valor,
y sin belleza queda.
¿Qué pincel ni qué pluma
harán de tal belleza
breve suma?

Encarecieron doña Ana y su prima la voz y los versos de don Fadrique; y más doña Violante, que
como se sintió alabar, empezó a mirar al granadino, dejando desde esta tarde empezado el juego de
la mesa de Cupido, y don Fadrique tan aficionado y perdido que por entonces no siguió la opinión de
aborrecer las discretas y temer las astutas, porque otro día antes de ir con don Juan a la casa de las
bellas primas, envió a doña Ana este papel:

Por cuerda os tiene amor en su instrumento,


bella y divina prima; y tanto estima
vuestro suave son, que ya de prima
os levanta a tercera, y muda intento.
Discreto fue de amor el pensamiento,
y con vuestro valor tanto se anima,
que siendo prima, quiere que se imprima
en vuestro ser tan soberano acento.
Bajar a prima suele una tercera,
mas siendo prima el ser tercera es cosa
divina, nueva, milagrosa y rara;
y digo que si Orfeo mereciera
hacer con vos su música divina,
a los que adormecía enamorara.
Mas, pluma mía, para, que en esta prima bella,
amor que lo posee canta de ella.
Lo que yo le suplico es que, siendo tercera,
diga a su bella prima que me quiera.

La respuesta que doña Ana dio a don Fadrique fue decirle que en eso tenía ella muy poco que hacer,
porque doña Violante estaba muy aficionada a su valor. Con esto quedó tan contento, que ya estaba
olvidado de los sucesos de Serafina y Beatriz.

Pasáronse muchos días en esta voluntad, sin extenderse a más los atrevimientos amorosos que a solo
aquello que sin riesgo del honor se podía gozar, teniendo estos impedimentos tan enamorado a don
Fadrique que casi estaba determinado a casarse, aunque Violante jamás trató nada acerca de esto,
porque verdaderamente aborrecía el casarse, temerosa de perder la libertad que entonces gozaba.

Sucedió pues que un día, estándose vistiendo los dos primos para ir a ver las dos primas, fueron
avisados por un recado de sus damas cómo el esposo de doña Ana era venido tan de secreto que no
habían sido avisadas de su venida, y que esta acción las tenía tan espantadas, creyendo ellas que no
sin causa venía así, sino que le había obligado algún temeroso designio; que era fuerza hasta
asegurarse vivir con recato; que le suplicaban, que armándose de paciencia, como ellas hacían, no
solo no las visitasen, mas que excusasen el pasar por la calle hasta tener otro aviso.

Nueva fue esta para ellos pesadísima y que la recibieron con muestras de mucho sentimiento, y más
cuando supieron dentro de cuatro días cómo se había desposado doña Ana, poniendo el dueño tanta
clausura y recato en la casa, que ni a la ventana era posible verlas ni ellas enviaron a decirles más
palabra, ni aun a saber de su salud, doña Ana por la ocupación de su esposo y doña Violante por lo
que se dirá a su tiempo.

Aguardando nuevo aviso con impacientes ansias y penosos pensamientos pasaron don Juan y don
Fadrique un mes, bien desesperados; y viendo que no había memoria de su pena, se determinaron a
todo riesgo a pasear la calle y procurar ver a sus damas o alguna criada de su casa. Anduvieron en fin
un día y otro en los cuales veían entrar al marido de doña Ana en su casa, y con él un hermano suyo
estudiante, mozo, y muy galán: mas no fue posible verlas, ni aun una sombra que pareciese mujer;
algunos criados sí: mas como no eran conocidos, no se atrevían a decirles nada.

Con estas ansias madrugaban y trasnochaban, y un domingo muy de mañana fue su ventura tal que
vieron salir una criada de doña Violante, que iba a misa, a la cual don Juan llegó a hablar, y ella con
mil temores, mirando a una parte y a otra, después de haberles contado el recato con que vivían y la
celosa condición de su señor, tomando un papel que don Juan llevaba escrito para cuando hallase
alguna ocasión, se fue con la mayor priesa del mundo: solo les dijo que anduviesen por allí otro día,
que ella procuraría la respuesta.

Ella le llevó a su señora, y leído decía así:


«Más siento el olvido que los celos, porque ellos son mal sin remedio y él le pudiera tener si dura la
voluntad: la mía pide misericordia, si hay alguna centella del pasado fuego, úsese de ella en caso tan
cruel.»

Leído el papel por las damas, dieron la respuesta a la misma criada, que como vio a los caballeros se
le arrojó por la ventana, y abierto decía estas palabras:

«El dueño es celoso y recién casado, tanto que aún no ha tenido lugar de arrepentirse ni descuidarse.
Mas él ha de ir dentro de ocho días a Valladolid a ver unos deudos suyos, entonces pagaré deudas y
daré disculpas.»

Con este papel, a quien los dos primos dieron mil besos, haciéndole mil devotas recomendaciones,
como si fuera oráculo, se entretuvieron algunos días: mas viendo que ni se les avisaba de lo que en él
les prometía, ni había más novedad que hasta allí en casa de sus señoras, porque ni en la calle ni en
la ventana era posible verlas, tan desesperados como antes de haberle recibido empezaron a rondar
de día y de noche.

Pues un día que acertó don Juan a entrar en la iglesia del Carmen a oír misa vio entrar a su querida
doña Ana (vista para él harto milagrosa), y como viese que se entró en una capilla a oír misa la fue
siguiendo los pasos, y a pesar de un escudero que la acompañaba se arrodilló a su mismo lado, y
después de pasar entre los dos largas quejas y breves disculpas, conforme lo que da lugar la parte
donde estaban, le respondió doña Ana que su marido, aunque decía que se había de ir a Valladolid,
no lo había hecho, mas que ella no hallaba otro remedio para hablarle un rato despacio, si no era que
aquella noche viniese, que le abriría la puerta, mas que había de venir con él su primo don Fadrique,
el cual se había de acostar con su esposo, en su lugar, y que para esto hacía mucho al caso el estar
enojada con él, tanto que había muchos días que no le hablaba: y que demás de que el sueño se
apoderaba bastantemente de él, era tanto el enojo que sabía muy cierto que no echaría de ver la burla:
y que aunque su prima pudiera suplir la falta, era imposible, respecto de que estaba enferma, y que si
no era de esta suerte, que no hallaba modo de satisfacer sus deseos.

Quedó con esto don Juan más confuso que jamás: por una parte veía lo que perdía y por otra temía
que don Fadrique no había de querer venir en tal concierto. Fuese con esto a su casa, y después de
largas peticiones y encarecimientos le contó lo que doña Ana le había dicho. A lo cual don Fadrique
le respondió que si estaba loco, porque no podía creer que si tuviera juicio dijera tal disparate.

Y en estas demandas y respuestas, suplicando el uno y excusándose el otro, pasaron algunas horas:
mas viéndole don Fadrique tan rematado que sacó la espada para matarle, bien contra su voluntad,
concedió con él en ocupar el lugar de doña Ana al lado de su esposo; y así se fueron juntos a su casa
y como llegasen a ella, la dama que estaba con cuidado, conociendo de su venida que don Fadrique
había aceptado el partido, les mandó abrir, y entrando en fin en una sala, antes de llegar a la cuadra
donde estaba la cama, mandó doña Ana desnudar a don Fadrique, y obedecía de mal talante: ya
descalzo y en camisa, estando todo sin luz, se entró en la cuadra y poniéndole junto a la cama le dijo
paso que se acostase, y en dejándole allí muy alegre se fue con su amante a otra cuadra.

Dejémosla y vamos a don Fadrique, que así como se vio acostado al lado de un hombre, cuyo honor
estaba ofendiendo él con suplir la falta de su esposa, y su primo gozándola, considerando lo que podía
suceder, estaba tan temeroso y desvelado que diera cuanto le pidieran por no haberse puesto en tal
estado; y más cuando suspirando entre sueños el ofendido marido, dio vuelta hacia donde creyó que
estaba su esposa, y echándole un brazo al cuello, dio muestras de querer llegarse a él; si bien como
esta acción la hacía dormido, no prosiguió adelante: mas don Fadrique, que se vio en tanto peligro,
tomó muy paso el brazo del dormido y quitándole de sí se retiró a la esquina de la cama, no culpando
a otro que a sí de haberse puesto en tal ocasión por solo el vano antojo de dos amantes locos.
Apenas se vio libre de esto cuando el engañado marido, extendiendo los pies, los fue a juntar con los
del temeroso compañero, siendo para él cada acción de estas la muerte.

En fin, el uno procurando llegarse, y apartarse el otro, se pasó la noche, hasta que ya la luz empezó a
mostrarse por los resquicios de las puertas, poniéndole en cuidado el ver que en vano había de ser lo
padecido, si acababa de amanecer antes que doña Ana viniese: pues considerando que no le iba en
salir de allí menos que la vida, se levantó lo más presto que pudo y se fue atentando hasta dar con la
puerta, que como llegase a intentar abrirla encontró con doña Ana, que a este punto la abría, y como
le vio con voz alta le dijo:

—¿Dónde vais tan aprisa, señor don Fadrique?

—¡Ay, señora! —respondió con voz baja—, ¿cómo os habéis descuidado tanto, sabiendo mi peligro?
Dejadme salir por Dios, que si despierta vuestro dueño, no lo libraremos bien.

—¿Cómo salir? —replicó la astuta dama—, por Dios que ha de ver mi marido con quien ha dormido
esta noche, para que vea en qué han parado sus celos y sus cuidados.

Y diciendo esto, sin poder don Fadrique estorbarlo, respecto de su turbación y ser la cuadra pequeña,
se llegó a la cama, y abriendo una ventana tiró las cortinas diciendo:

—Mirad, señor marido, con quién habéis pasado la noche.

Puso don Fadrique los ojos en el señor de la cama, y en lugar de ver el esposo de doña Ana vio a su
hermosísima doña Violante, porque el marido de doña Ana ya caminaba más había de seis días.
Parecía la hermosa dama al alba cuando sale alegrando los campos.

Quedó con la burla de las hermosas primas tan corrido don Fadrique que no hablaba palabra ni la
hallaba a propósito, viéndolas a ellas celebrar con risa el suceso, contando Violante el cuidado con
que le había hecho estar.

Mas como el granadino se cobrase de su turbación, dándoles lugar doña Ana, cogió el fruto que había
sembrado gozando con su dama muy regalada vida, no solo estando ausente el marido de doña Ana
sino después de venido, que por medio de una criada entraba a verse con ella, con harta envidia de
don Juan, que como no podía gozar de doña Ana, le pesaba de las dichas de su primo.

Pasados algunos meses que don Fadrique gozaba de su dama con las mayores muestras de amor que
pensar se puede, tanto que se determinó a hacerla su esposa si viera en ella voluntad de casarse; mas
tratando de mudar estado, lo atajaba con mil forzosas excusas.

Al cabo de este tiempo, cuando con más descuido estaba don Fadrique de tal suceso, empezó Violante
a aflojar en su amor, tanto que excusaba lo más que podía el verle: y él celoso, dando la culpa a nuevo
empleo, se hacía más enfadoso y desesperado de verse caído de su dicha cuando más en la cumbre de
ella estaba.

Cohechó con regalos y acarició con promesas una criada, y supo lo que diera algo por no saberlo,
porque la traidora le dijo que se fingiese malo y que ella daría a entender a su señora que estaba en la
cama, porque descuidada de su venida no estuviese apercibida como otras noches, y que viniese
aquella, que dejaría la puerta abierta.

Podía hacerse eso con facilidad, respecto que Violante desde que se casó su prima posaba en un cuarto
apartado, donde estaba sin intervenir con doña Ana ni con su marido, cuya condición llevaba mal
doña Violante, que ya enseñada a su libertad no quería tener a quien guardar decoro, si bien tenía
puerta por donde se correspondía con ellos y comía muchas veces, obligando su agrado a desear el
esposo de doña Ana su conversación.

Es el caso que el hermano del marido de doña Ana, como todo lo demás del tiempo asistía con él y
su cuñada, se aficionó de doña Violante: ella, obligada de la voluntad de don Fadrique, no había dado
lugar a su deseo; mas ya, o cansada de él o satisfecha de las joyas y regalos de su nuevo amante, dio
al través con las obligaciones del antiguo, cuyo nuevo entretenimiento fue causa para que le privase
de todo punto de su gloria, no dando lugar a los deseos y afectos de don Fadrique: pues esta noche
que le pareció que por su indisposición estaba seguro, avisó a su amante, y él vino al punto a gozar
de la ocasión. Pues como don Fadrique hallase la puerta abierta y no le sufriese el corazón esperar,
oyendo hablar, llegó a la de la sala y entrando halló a la dama ya acostada y al mozo que se estaba
descalzando para hacer lo mismo.

No pudo en este punto la cólera de don Fadrique ser tan cuerda que no le obligase a entrar con
determinación de molerle a palos, por no ensuciar la espada en un mozuelo de tan pocos años; mas el
amante, que vio entrar aquel hombre tan determinado y se vio desnudo y sin espada, se bajó al suelo
y tomando un zapato le encubrió en la mano, como si fuese un pistolete, y diciéndole que si no se
tenía afuera le mataría, cobró la puerta, y en poco espacio la calle, dejando a don Fadrique temeroso
de su acción.

Pues como Violante, ya resuelta a perder de todo punto la amistad de don Fadrique, le viese quedar
como helado mirando a la puerta por donde había salido su competidor, empezó a reír muy de
propósito la burla del zapato.

De esto más ofendido el granadino que de lo demás, no pudo la pasión dejar de darle atrevimiento, y
llegándose a Violante la dio de bofetadas que la bañó en sangre, y ella perdida de enojo le dijo que se
fuese con Dios, que llamaría a su cuñado y le haría que le costase caro. Él, que no reparaba en
amenazas, prosiguió en su determinada cólera, asiéndola de los cabellos y trayéndola a mal traer,
tanto que la obligó a dar gritos, a los cuales doña Ana y su esposo se levantaron y vinieron a la puerta
que pasaba a su posada.

Don Fadrique, temeroso de ser descubierto, se salió de aquella casa, y llegando a la de don Juan, que
era también la suya, le contó todo lo que había pasado y ordenó su partida para el reino de Sicilia
donde supo que iba el duque de Osuna a ser virrey, y acomodándose con él para este pasaje, se partió
dentro de cuatro días, dejando a don Juan muy triste y pesaroso de lo sucedido.

Llegó don Fadrique a Nápoles, y aunque salió de España con ánimo de ir a Sicilia, la belleza de esta
ciudad le hizo que se quedase en ella algún tiempo, donde le sucedieron varios y diversos casos, con
los cuales confirmaba la opinión de todas las mujeres que daban en discretas, destruyendo con sus
astucias la opinión de los hombres.

En Nápoles tuvo una dama que todas las veces que entraba su marido le hacía parecer una artesa
arrimada a una pared. De Nápoles pasó a Roma donde tuvo amistad con otra, que por su causa mató
a su marido una noche y le llevó a cuestas metido en un costal a echarle en el río.

En estas y otras cosas gastó muchos años, habiendo pasado diez y seis que salió de su tierra. Pues
como se hallase cansado de caminar, falto de dineros, pues apenas tenía los bastantes para volver a
España, lo puso por obra: y como desembarcase en Barcelona, después de haber descansado algunos
días y hecho cuenta con su bolsa, compró una mula para llegar a Granada, en que partió una mañana
solo, por no haber ya posibilidad para criado.
Poco más habría caminado de cuatro leguas cuando pasando por un hermoso lugar de quien era señor
un duque catalán casado con una dama valenciana, el cual por ahorrar gastos estaba retirado en su
tierra, al tiempo que don Fadrique pasó por este lugar, llevando propósito de sestear y comer en otro
que estaba más adelante, estaba la duquesa en un balcón, y como viese aquel caballero caminante
pasar algo de prisa y reparase en su airoso talle, llamó un criado y le mandó que fuese tras él y de su
parte le llamase.

Pues como a don Fadrique le diesen este recado y siempre se preciase de cortés, y más con las damas,
subió a ver qué le mandaba la hermosa duquesa; ella le hizo sentar y preguntó con mucho agrado de
dónde era y por qué caminaba tan aprisa; encareciendo el gusto que tendría en saberlo, porque desde
que le había visto se había inclinado a amarle, y así estaba determinada que fuese su convidado porque
el duque estaba en caza.

Don Fadrique, que no era nada corto, después de agradecerle la merced que le hacía le contó quién
era y lo que le había sucedido en Granada, Sevilla, Madrid, Nápoles y Roma, con los demás sucesos
de su vida, feneciendo la plática con decir que la falta de dinero y cansado de ver tierras, le volvía a
la suya, con propósito de casarse, si hallase mujer a su gusto.

—¿Cómo ha de ser —dijo la duquesa— la que ha de ser de vuestro gusto?

—Señora —dijo don Fadrique—, tengo más que medianamente lo que he menester para pasar la vida,
y así, cuando la mujer que hubiera de ser mía no fuera muy rica, no me dará cuidado, como sea
hermosa y bien nacida: lo que más me agrada en las mujeres es la virtud, esa procuro, que los bienes
de fortuna Dios los da y Dios los quita.

—Al fin —dijo la duquesa—, si hallásedes mujer noble, hermosa, virtuosa y discreta, presto
rindiérades el cuello al amable yugo del matrimonio.

—Yo os prometo, señora —dijo don Fadrique—, que por lo que he visto, y a mí me ha sucedido,
vengo tan escarmentado de las astucias de las mujeres discretas que de mejor gana me dejaré vencer
de una mujer necia, aunque sea fea, que no de las demás partes que decís. Si ha de ser discreta una
mujer, no ha menester saber más que amar a su marido, guardarle su honor y criarle sus hijos, sin
meterse en más bachillerías.

—¿Y cómo —dijo la duquesa—, sabrá ser honrada la que no sabe en qué consiste el serlo? ¿No
advertís que el necio peca, y no sabe en qué; y siendo discreta, sabrá guardarse de las ocasiones? Mala
opinión es la vuestra, que a toda ley una mujer bien entendida es gusto para no olvidarse jamás, y
alguna vez os acordaréis de mí. Mas dejando esto aparte, yo estoy tan aficionada a vuestro talle y
entendimiento que he de hacer por vos lo que jamás creí de mí.

Y diciendo esto se entró con él a su cámara, donde por más recato quiso comer con su huésped, de lo
cual estaba él tan admirado que ninguno de los sucesos que había tenido le espantaba tanto. Después
de haber comido y jugado un rato, convidándoles la soledad y el tiempo caluroso, pasaron con mucho
gusto la siesta, tan enamorado don Fadrique de las gracias y hermosura de la duquesa que ya se
quedara de asiento en aquel lugar si fuera cosa que sin escándalo lo pudiera hacer.

Ya empezaba la noche a tender su manto sobre las gentes cuando llegó una criada y le dijo cómo el
duque era venido. No tuvo la duquesa otro remedio sino abrir un escaparate dorado que estaba en la
misma cuadra, en que se conservaban las aguas de olor, y entrarle dentro, y cerrando después con la
llave ella se recostó sobre la cama.
Entró el duque, que era hombre de más de cincuenta años, y como la vio en la cama la preguntó la
causa. A lo cual la hermosa dama respondió que no había otra más de haber querido pasar la calurosa
siesta con más silencio y reposo.

Venía el duque con alientos de cenar, y diciéndoselo a la duquesa, pidieron que les trajesen la vianda
allí donde estaban, y después de haber cenado con mucho espacio y gusto, la astuta duquesa, deseosa
de hacerle una burla a su concertado amante, le dijo al duque si se atrevía a decir cuántas cosas se
hacían del hierro: y respondiendo que sí, finalmente, entre la porfía del sí y no, apostaron entre los
dos cien escudos, y tomando el duque la pluma, empezó a escribir todas cuantas cosas se pueden
hacer del hierro: y fue la ventura de la duquesa tan buena, para lograr su deseo, que jamás el duque
se acordó de las llaves.

La duquesa que vio este descuido y que el duque, aunque ella le decía mirase si había más, se afirmaba
no hacerse más cosas, logró en esto su esperanza, y poniendo la mano sobre el papel le dijo:

—Ahora, señor, mientras se os acuerda si hay más que decir, os he de contar un cuento el más donoso
que habréis oído en vuestra vida. Estando hoy en esa ventana, pasó un caballero forastero, el más
galán que mis ojos vieron, el cual iba tan de prisa que me dio deseo de hablarle y saber la causa:
llamele, y venido, le pregunté quién era; díjome que era granadino y que salió de su tierra por un
suceso que es este —y contole cuanto don Fadrique la había dicho y lo que había pasado en las tierras
que había estado—, feneciendo la plática con decirme que se iba a casar a su tierra si hallase una
mujer boba, porque venía escarmentado de las discretas. Yo, después de haberle persuadido a dejar
tal propósito, y él dádome bastantes causas para disculpar su opinión, pardiez, señor, que comió
conmigo y durmió la siesta, y como me entraron a decir que veníades, le metí en ese cajón en que se
ponen las aguas destiladas.

Alborotose el duque, empezando a pedir aprisa las llaves. A lo que respondió la duquesa con mucha
risa:

—Paso, señor, paso, que esas son las que se os olvidaron decir que se hacen del hierro, que lo demás
fuera ignorancia vuestra creer que había de haber hombre que tales sucesos le hubiesen pasado ni
mujer que tal dijese a su marido. El cuento ha sido porque os acordéis, y así, pues habéis perdido,
dadme luego el dinero, que en verdad que lo he de emplear en una gala, para que lo que os ha costado
tanto susto y a mí tal artificio, juzguéis como es razón.

—¡Hay tal cosa! —respondió el duque—; demonio sois; miren por qué modo me ha advertido en mi
olvido, yo me doy por vencido. Y volviendo al tesorero que estaba delante le mandó que diese luego
a la duquesa los cien escudos. Con esto se salió fuera a recibir algunos de sus vasallos que venían a
verle y saber cómo le había ido en la caza.

Entonces la duquesa, sacando a don Fadrique de su encerramiento, que estaba temblando la temeraria
locura de la duquesa, le dio los cien escudos ganados y otros ciento suyos, y una cadena con un retrato
suyo, y abrazándole y pidiéndole la escribiese, le mandó sacar por una puerta falsa, que cuando don
Fadrique se vio en la calle, no acababa de hacerse cruces de tal suceso.

No quiso quedarse aquella noche en el lugar sino pasar a otro, dos leguas más adelante, donde había
determinado ir a comer si no le hubiera sucedido lo que se ha dicho. Iba por el camino admirando la
astucia y temeridad de la duquesa con la llaneza y buena condición del duque, y decía entre sí:

—Bien digo yo que a las mujeres el saber las daña. Si esta no se fiara en su entendimiento, no se
atreviera a agraviar a su marido ni a decírselo: yo me libraré de esto si puedo, o no casándome, o
buscando una mujer tan inocente que no sepa amar ni aborrecer.
Con estos pensamientos entretuvo el camino hasta Madrid, donde vio a su primo don Juan ya
heredero, por muerte de su padre, y casado con su prima, de quien supo como Violante se había
casado y doña Ana ídose con su marido a las Indias.

De Madrid partió a Granada, en la cual fue recibido como hijo, y no de los menos ilustres de ella.
Fuese en casa de su tía, de la cual fue recibido con mil caricias; supo todo lo sucedido en su ausencia,
la religión de Serafina, su penitente vida, tanto que todos la tenían por una santa, y la muerte de don
Vicente de melancolía de verla religiosa, arrepentido del desamor que con ella tuvo, debiéndola la
prenda mejor de su honor. Había procurado sacarla del convento y casarse con ella: y visto que
Serafina se determinó a no hacerlo, en cinco días, ayudado de un tabardillo, había pagado con la vida
su ingratitud.

Y sabiendo que doña Gracia, la niña que dejó en guarda a su tía, estaba en un convento antes que
tuviera cuatro años, y que tenía entonces diez y seis, la fue a ver otro día acompañando a su tía, donde
en doña Gracia halló la imagen de un ángel, tanta era su hermosura, y al paso de ella su inocencia y
simplicidad, tanto que parecía figura hermosa, mas sin alma.

Y, en fin, en su plática y descuido conoció don Fadrique haber hallado el mismo sujeto que buscaba,
aficionado en extremo de la hermosa Gracia, y más por parecerse mucho a Serafina su madre. Dio
parte de ello a su tía, la cual desengañada de que no era su hija, como había pensado, aprobó la
elección.

Tomó la hermosa Gracia esta ventura como quien no sabía qué era gusto, bien, ni mal; porque
naturalmente era boba e ignorante, lo cual era agravio de su mucha belleza, siendo esto lo mismo que
deseaba su esposo.

Dio orden don Fadrique en sus bodas, sacando galas y joyas a la novia, y acomodando para su
vivienda la casa de sus padres, herencia de su mayorazgo, porque no quería que su esposa viviese en
la de su tía, sino de por sí, porque no se cultivase su rudo ingenio.

Recibió las criadas a propósito, buscando las más ignorantes, siendo este el tema de su opinión, que
el mucho saber hacía caer a las mujeres en mil cosas; y para mí, él no debía de ser muy cuerdo, pues
tal sustentaba, aunque al principio de su historia dije diferente, porque no sé qué discreto puede
apetecer a su contrario, mas a esto le puede disculpar el temor de su honra, que por sustentarla le
obligaba a privarse de este gusto.

Llegó el día de la boda, salió Gracia del convento admirando los ojos su hermosura y su simplicidad
los sentidos. Solemnizose la boda con muy grande banquete y fiesta, hallándose en ella todos los
mayores señores de Granada, por merecerlo el dueño. Pasó el día, y despidió don Fadrique la gente,
no quedando sino su familia, y quedando solo con Gracia, ya aliviada de sus joyas y, como dicen, en
paños menores y solo con un jubón y un faldellín, y resuelto a hacer prueba de la ignorancia de su
esposa, se entró con ella en la cuadra donde estaba la cama y sentándose sobre ella, le pidió le oyese
dos palabras, que fueron estas:

—Señora mía, ya sois mi mujer, de lo que doy mil gracias al cielo, para mientras viviéremos; conviene
que hagáis lo que ahora os diré, y este estilo guardaréis siempre: lo uno porque no ofendáis a Dios y
lo otro para que no me deis disgusto.

A esto respondió Gracia con mucha humildad que lo haría muy de voluntad.

—¿Sabéis —replicó don Fadrique— la vida de los casados?


—Yo, señor, no la sé —dijo Gracia—; decídmela vos, que yo la aprenderé como el Ave María.

Muy contento don Fadrique de su simplicidad, sacó luego unas armas doradas y poniéndoselas sobre
el jubón, como era peto y espaldar, gola y brazaletes, sin olvidarse de las manoplas, le dio una lanza
y le dijo que la vida de los casados era que, mientras él dormía, le había ella de velar paseándose por
aquella sala.

Quedó vestida de esta suerte tan hermosa y dispuesta, que daba gusto verla, porque lo que no había
aprovechado en el entendimiento, lo hacía en el gallardo cuerpo, que parecía con el morrión sobre los
ricos cabellos y con espada ceñida, una imagen de la diosa Palas.

Armada como digo la hermosa dama, le mandó velar mientras dormía, que lo hizo don Fadrique con
mucho respeto, acostándose con mucho gusto y durmió hasta las cinco de la mañana.

Y a esta hora se levantó, y después de estar vestido, tomó a doña Gracia en sus brazos, y con muchas
ternezas la desnudó y acostó, diciéndola que durmiese y descansase; y dando orden a las criadas no
la despertasen hasta las once, se fue a misa y luego a sus negocios, que no le faltaban, respecto de que
había comprado un oficio de veinticuatro. En esta vida pasó más de ocho días, sin dar a entender a
Gracia otra cosa, y ella como inocente entendía que todas las casadas hacían lo mismo.

Acertó a este tiempo suceder en el lugar algunas contiendas, para lo cual ordenó el consejo que don
Fadrique se partiese por la posta a hablar al rey, no guardándole las leyes de recién casado la necesidad
del negocio, por saber que como había estado en la corte, tenía en ella muchos amigos.

Finalmente, no le dio lugar este suceso para más que para llegar a su casa, vestirse de camino, y
subiendo en la posta decirle a su mujer que mirase que la vida de los casados la misma había de ser
en ausencia suya que había sido en presencia: ella lo prometió hacer así, con lo cual don Fadrique
partió muy contento. Y como a la corte se va por poco y se está mucho, le sucedió a él de la misma
suerte, deteniéndose no solo días sino meses, pues duró el negocio más de seis.

Prosiguiendo doña Gracia su engaño, vino a Granada un caballero cordobés a tratar un pleito a la
chancillería, y andando por la ciudad los ratos que tenía desocupados, vio en un balcón de su casa a
doña Gracia las más tardes haciendo su labor, de cuya vista quedó tan pagado que no hay más que
encarecer, sino que cautivo de su belleza la empezó a pasear.

Y la dama, como ignorante de estas cosas, ni salía ni entraba en esta pretensión, como quien no sabía
las leyes de la voluntad y correspondencia: de cuyo descuido sentido el cordobés andaba muy triste,
las cuales acciones viendo una vecina de doña Gracia, conoció por ellas el amor que le tenía a la
recién casada; y así un día le llamó, y sabiendo ser su sospecha verdadera, le prometió solicitarla, que
nunca faltan hoyos en que caiga la virtud.

Fue la mujer a ver a doña Gracia, y después de haber encarecido su hermosura con mil alabanzas, la
dijo como aquel caballero que paseaba su calle la quería mucho y deseaba servirla.

—Yo lo agradezco en verdad —dijo la dama—, mas ahora tengo muchos criados y hasta que se vaya
alguno no podré cumplir su deseo, aunque si quiere que yo se lo escriba a mi marido, él por darme
gusto podrá ser que lo reciba.

—Que no, señora —dijo la astuta tercera, conociendo su ignorancia—, que este caballero es muy
noble, tiene mucha hacienda y no quiere le recibáis por criado, sino serviros con ella, si le queréis
mandar que os envíe alguna joya o regalo.
—¡Ay amiga! —dijo entonces doña Gracia—, tengo yo tantas que muchas veces no sé dónde
ponerlas.

—Pues si así es —dijo la tercera— que no queréis que os envíe nada, dadle por lo menos licencia
para que os visite, que lo desea mucho.

—Venga enhorabuena —dijo la boba señora—, ¿quién se lo quita?

—Señora —replicó ella—, ¿no veis que los criados, si le ven venir de día públicamente, lo tendrán a
mal?

—Pues mirad —dijo doña Gracia—, esta llave es de la puerta falsa del jardín y aun de toda la casa,
porque dicen que es maestra, y llevadla y entre esta noche, y por una escalera de caracol que hay en
él subirá a la propia sala donde duermo.

Acabó la mujer de conocer su ignorancia y así no quiso más batallar con ella, sino tomando su llave
se fue a ganar las albricias, que fueron una rica cadena; y aquella noche don Álvaro, que este era su
nombre, entró por el jardín como le habían dicho, y subiendo por la escalera, así como fue a entrar en
la cuadra vio a doña Gracia armada, como dicen, de punta en blanco y con su lanza, que parecía una
amazona: la luz estaba lejos y no imaginando lo que podía ser, creyendo que era alguna traición,
volvió las espaldas y se fue.

A la mañana dio cuenta a su tercera del suceso, y ella fue luego a ver a doña Gracia, que la recibió
con preguntarla por aquel caballero, que debía de estar muy malo, pues no había venido por donde le
dijo.

—¡Ay mi señora! —dijo ella—, y cómo que vino, mas dice que halló un hombre armado, que con
una lanza se paseaba por la sala.

—¡Ay Dios! —dijo doña Gracia, riéndose muy de voluntad—, ¿no ve que soy yo, que hago la vida
de los casados? Este señor no debe de ser casado, pues pensó que era hombre; dígale que no tenga
miedo, que como digo, soy yo.

Tornó con esta respuesta a don Álvaro la tercera; el cual la siguiente noche fue a ver a su dama, y
como la vio así la preguntó la causa. Ella respondió riéndose:

—¿Pues cómo tengo de andar sino de esta suerte para hacer la vida de los casados?

—¿Qué vida de casados, señora? —respondió don Álvaro—, mirad que estáis engañada,

que la vida de los casados no es esta.

—Pues, señor, esta es la que me enseñó mi marido; mas si vos sabéis otra más fácil, me

holgaré de saberla, que esta que hago es muy cansada.

Oyendo el desenvuelto mozo esta simpleza, la desnudó él mismo, y acostándose con ella gozó lo que
el necio marido había dilatado por hacer probanza de la inocencia de su mujer.

Con esta vida pasaron todo el tiempo que estuvo don Fadrique en la corte, que como hubiese acabado
los negocios y escribiese que venía, y don Álvaro hubiese acabado el suyo, se volvió a Córdoba.
Llegó don Fadrique a su casa, y fue recibido de su mujer con mucho gusto, porque no tenía
sentimiento como no tenía discreción. Cenaron juntos, y como se acostase don Fadrique, por venir
cansado, cuando pensó que doña Gracia se estaba armando para hacer el complimiento de la orden
que la dejó, la vio salir desnuda, y que se entraba con él en la cama, y admirado de esta novedad la
dijo:

—¿Pues cómo no hacéis la vida de los casados?

—Andad, señor —dijo la dama—, ¡qué vida de casados, ni qué nada! Harto mejor me iba a mí con el
otro marido, que me acostaba con él y me regalaba más que vos.

—¿Pues cómo? —replicó don Fadrique—, ¿habéis tenido otro marido?

—Sí, señor —dijo doña Gracia—, después que os fuisteis vino otro marido tan galán y tan lindo, y
me dijo que él me enseñaría otra vida de casados mejor que la vuestra.

Y finalmente, le contó cuanto le había pasado con el caballero cordobés, mas que no sabía qué se
había hecho, porque así como vio la carta de que él venía, no le había visto.

Preguntole el desesperado y necio don Fadrique de dónde era y cómo se llamaba. Mas a esto respondió
doña Gracia que no lo sabía, porque ella no le llamaba sino «otro marido».

Y viendo don Fadrique esto, y que pensando librarse había buscado una ignorante, la cual no solo le
había agraviado, mas que también se lo decía, tuvo su opinión por mala, y se acordó de lo que le había
dicho la duquesa. Y todo el tiempo que después vivió alababa las discretas que son virtuosas, porque
no hay comparación ni estimación para ellas; y si no lo son, hacen sus cosas con recato y prudencia.
Y viendo que ya no había remedio, disimuló su desdicha, pues por su culpa sucedió: que si en las
discretas son malas pruebas, ¿qué pensaba sacar de las necias? Y procurando no dejar de la mano a
su mujer porque no tornase a ofenderle, vivió algunos años.

Cuando murió, por no quedarle hijos, mandó su hacienda a doña Gracia, si fuese monja en el
monasterio en que estaba Serafina, a la cual escribió un papel en que le declaraba cómo era su hija.
Y escribiendo a su primo don Juan a Madrid, le envió escrita su historia de la manera que aquí va.

En fin, don Fadrique, sin poder excusarse por más prevenido que estaba, y sin ser parte las tierras
vistas y los sucesos pasados, vino a caer en lo mismo que temía, siendo una boba quien castigó su
opinión.

Entró doña Gracia monja con su madre, contentas de haberse conocido las dos; porque como era
boba, fácil halló el consuelo, gastando la gruesa hacienda que le quedó en labrar un grandioso
convento, donde vivió con mucho gusto, y yo le tengo de haber dado fin a esta maravilla.

A los últimos acentos estaba don Alonso de su entretenida y gustosa maravilla, y todos absortos y
elevados en ella, cuando los despertó de este sabroso éxtasis el son de muchos y muy acordes
instrumentos que en una sala, antes de llegar a esta en que estaban, se tocaron.

Y volviendo a ver quién hacía tan dulce armonía vieron entrar hasta doce mancebos vestidos de
vaqueros y monteras de raso morado y guarnición de plata, con hachas blancas encendidas en las
manos, danzando diestramente, y después de haber hecho un concertado paseo, se dividieron en dos
órdenes, y uno de ellos, el más airoso y galán, empezó a danzar solo con una hacha en la mano, y
después de dar la vuelta por la sala, se fue a la hermosa Lisarda y con una cortés reverencia la sacó a
danzar.
Obedeció la dama, y después de ponerla en su puesto, volvió el airoso mozo a la discreta Matilde, y
tras de ella a Nise, y tomando por compañero a don Juan, como en la danza de la hacha se usa, la
danzaron con grandísimo desenfado y donaire, y dejando la hacha a Lisarda, vueltas las otras dos
damas a sus asientos, prosiguió la dama sacando a don Miguel, don Lope y don Diego, el cual yendo
por la sala, suplicó a Lisarda sacase a su prima: y ella, como a quien no le estaba mal esta voluntad,
se llegó a la camilla donde Lisis estaba, y con una hermosa reverencia y muy corteses palabras la
suplicó que se sirviese de honrar la fiesta, pues sus cuartanas eran tan corteses que desde el primer
día que se empezó no la habían molestado.

Obedeció Lisis, más por dar gusto a don Diego que a su prima, y danzó tan divinamente que a todos
dio notable contento, y más a don Diego, que mientras duró la danza y al volverla a su asiento, le dio
a entender su voluntad, y ella a él cuán agradecida estaba, juntamente con licencia para tratar con su
madre y deudos su casamiento.

Finalmente, mientras los criados de don Diego se aderezaban para el ridículo entremés, no quedó
caballero ni dama en la sala que no danzase. Empezose a representar, y como para dar lugar se
mudasen algunos asientos, vinieron a sentarse don Diego y don Juan juntos. Y don Juan como
agraviado le dijo a don Diego:

—Favorecido estás de Lisis, y si bien por haber sido pretensor suyo me pesa, por no vermemolestado
de sus quejas lo doy por muy bien empleado: mas bueno fuera haberme dado parte de esto, pues soy
mejor para amigo que para enemigo.

—Así es —replicó don Diego con enfado—, que un poeta, si es enemigo, es terrible, porque no hay
navaja como su pluma; y a Lisis deseo servir, y como ella es libre, yo con su beneplácito me contento.
Lisarda es vuestro cuidado, debéis contentaros con ella y no querer una para estimar y otra para
maltratar. Licencia tengo de Lisis para pedirla a su madre para mi esposa, y si de esto os agraviáis,
aquí estoy para daros la satisfacción que quisiéredes y como quisiéredes.

—Soy contento —replicó don Juan—, ya no por Lisis, que pues ella quiere ser vuestra, yo no quiero
sea mía; acabada es sobre esto la cuestión, sino porque sepáis que si soy poeta con la pluma, soy
caballero con la espada.

—Sea así —dijo don Diego—, mas no es razón que perturbemos el gusto a estas damas atajando la
fiesta; tres días faltan, dejemos que se acaben y después trataremos de esto donde fuéredes servido.

—Soy contento —dijo don Juan: y con esto se volvieron a ver el entremés que andaba en los últimos
fines.

Bien oyó Lisis lo que había pasado, y aunque quisiera remediarlo, lo sufrió, viendo que don Juan y
don Diego dejaban su desafío para después de la fiesta, y que había lugar para impedir su intento.

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