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beneficio alguno habría tenido que incumplir seriamente su deber y, muy

probablemente, por partida doble, pues K, mientras permaneciera sujeto al


procedimiento, debía ser inviolable para todos los empleados del tribunal. Es
posible, no obstante, que en ese terreno hubiera disposiciones especiales. Pero, en
todo caso, K no podía haber hecho otra cosa que cerrar la puerta, aunque ni
siquiera
así había alejado del todo el peligro. Que al final hubiera tenido que empujar a
Franz era algo lamentable y sólo se podía disculpar por su estado de excitación.
Oyó en la lejanía los pasos de los empleados. Para no llamar la atención cerró
la ventana y avanzó en dirección a la escalera principal. Permaneció un rato
escuchando al lado de la puerta del trastero. Silencio. El hombre podía haber
matado a azotes a los vigilantes, estaban sometidos a su poder. K ya había
extendido la mano para coger el picaporte, pero se arrepintió. Era tarde para
ayudar
a nadie y los empleados tenían que estar al llegar. No obstante, se propuso hablar
del asunto e intentar que castigasen convenientemente a los culpables reales, es
decir, a los funcionarios superiores, que aún no habían tenido el valor de
presentarse ante él. Mientras bajaba la escalinata del banco, observó
cuidadosamente a los paseantes, pero no había ninguna muchacha en las cercanías
que pudiera estar esperando a alguien. La indicación de Franz, de que su prometida
le estaba esperando, no era más que una mentira, si bien disculpable, cuyo único
objetivo había sido despertar una mayor compasión.
El día siguiente K siguió pensando en los vigilantes. Como no se podía
concentrar en el trabajo, decidió obligarse a permanecer más tiempo en el banco que
el día anterior. Cuando pasó por el trastero para irse a casa, abrió la puerta como
si
fuera una costumbre. Quedó desconcertado ante la inesperada escena que se
mostró ante sus ojos. Todo estaba exactamente igual que la noche anterior, cuando
abrió la puerta. Los formularios y los frascos de tinta se acumulaban detrás del
umbral; el azotador con el látigo; los vigilantes, completamente vestidos; la vela
sobre el estante. Los vigilantes comenzaron a quejarse y gritaron:
—¡Señor!
K cerró la puerta de inmediato y la golpeó con los puños, como si sólo así
pudiera quedar cerrada del todo. Al borde de las lágrimas se fue a ver a los
empleados, que trabajaban tranquilamente con una multicopista y permanecían
absortos en su actividad.
—¡Ordenad de una vez el trastero! —gritó—. La inmundicia nos va a llegar
al cuello.
Los empleados se mostraron dispuestos a hacerlo al día siguiente. K asintió
con la cabeza. No podía obligarles a realizar el trabajo tan tarde, como había
previsto antes. Se sentó un rato, para tener a los empleados cerca, desordenó
algunas copias, queriendo dar la impresión de que estaba examinando algo, pero
comprobó que los empleados no se atreverían a salir con él, así que se fue a casa
cansado y con la mente en blanco.
El tío. Leni
UNA tarde, cuando K estaba ocupado abriendo la correspondencia, el tío de
K, Karl, un pequeño terrateniente de la provincia, se abrió paso entre dos
empleados que llevaban algunos escritos y entró en el despacho. K se asustó menos
de la llegada del tío de lo que le había asustado la simple idea de su posible
visita.
El tío iba a venir, de eso estaba seguro desde hacía un mes. Ya al principio había
creído verlo, cómo le alcanzaba la mano derecha sobre el escritorio, algo
inclinado,
con su sombrero de jipijapa en la mano izquierda, mostrando una prisa
desconsiderada y arrollando todo lo que se le ponía en su camino. El tío siempre
tenía prisa, pues le perseguía el infeliz pensamiento de que en su estancia de un
día
en la ciudad tenía que tener tiempo para realizar todo lo que se había propuesto,
sin
perderse tampoco cualquier conversación, negocio o placer que ocasionalmente
pudiera surgirle. En todo ello tenía que ayudarle K, pues había sido su tutor y
estaba obligado; además le tenía que dejar dormir en su casa. K le solía llamar «el
fantasma rural».
Inmediatamente después de saludarse —no tenía tiempo para seguir la
invitación de K y sentarse en el sillón—, le pidió a K si podían conversar a solas.
—Es necesario —dijo, tragando con esfuerzo—, es necesario para mi
tranquilidad.
K hizo salir a los empleados del despacho con instrucciones de que no
dejaran pasar a nadie.
—¿Qué ha llegado a mis oídos, Josef? —exclamó el tío en cuanto se quedaron
solos. A continuación, se sentó sobre la mesa y, sin verlos, puso varios papeles
debajo para sentarse con más comodidad.
K no respondió: sabía lo que vendría a continuación, pero, repentinamente
relajado al dejar el fatigoso trabajo, se apoderó de él una agradable lasitud, por
lo
que se limitó a mirar por la ventana hacia la calle de enfrente, de la que desde su
sitio sólo se podía ver una pequeña esquina, la pared desnuda de una casa entre dos
escaparates de tiendas.
—¡Y te dedicas a mirar por la ventana! —exclamó el tío alzando los brazos.
¡Por amor al Cielo, Josef ¡Respóndeme! ¿Es verdad? ¿Puede ser verdad?
—Querido tío —dijo K, y salió de su ensimismamiento—, no sé qué quieres
de mí.
—Josef —dijo el tío advirtiéndole—, siempre has dicho la verdad, por lo que
sé. ¿Acaso tengo que tomar tus últimas palabras como un mal signo?
—Supongo lo que quieres —dijo K sumiso—. Probablemente has oído hablar
de mi proceso.
Así es —respondió el tío, asintiendo con la cabeza lentamente—, he tenido
noticia de tu proceso.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó

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