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sobre el estante. Los vigilantes comenzaron a quejarse y gritaron:


—¡Señor!
K cerró la puerta de inmediato y la golpeó con los puños, como si sólo así
pudiera quedar cerrada del todo. Al borde de las lágrimas se fue a ver a los
empleados, que trabajaban tranquilamente con una multicopista y permanecían
absortos en su actividad.
—¡Ordenad de una vez el trastero! —gritó—. La inmundicia nos va a llegar
al cuello.
Los empleados se mostraron dispuestos a hacerlo al día siguiente. K asintió
con la cabeza. No podía obligarles a realizar el trabajo tan tarde, como había
previsto antes. Se sentó un rato, para tener a los empleados cerca, desordenó
algunas copias, queriendo dar la impresión de que estaba examinando algo, pero
comprobó que los empleados no se atreverían a salir con él, así que se fue a casa
cansado y con la mente en blanco.
El tío. Leni
UNA tarde, cuando K estaba ocupado abriendo la correspondencia, el tío de
K, Karl, un pequeño terrateniente de la provincia, se abrió paso entre dos
empleados que llevaban algunos escritos y entró en el despacho. K se asustó menos
de la llegada del tío de lo que le había asustado la simple idea de su posible
visita.
El tío iba a venir, de eso estaba seguro desde hacía un mes. Ya al principio había
creído verlo, cómo le alcanzaba la mano derecha sobre el escritorio, algo
inclinado,
con su sombrero de jipijapa en la mano izquierda, mostrando una prisa
desconsiderada y arrollando todo lo que se le ponía en su camino. El tío siempre
tenía prisa, pues le perseguía el infeliz pensamiento de que en su estancia de un
día
en la ciudad tenía que tener tiempo para realizar todo lo que se había propuesto,
sin
perderse tampoco cualquier conversación, negocio o placer que ocasionalmente
pudiera surgirle. En todo ello tenía que ayudarle K, pues había sido su tutor y
estaba obligado; además le tenía que dejar dormir en su casa. K le solía llamar «el
fantasma rural».
Inmediatamente después de saludarse —no tenía tiempo para seguir la
invitación de K y sentarse en el sillón—, le pidió a K si podían conversar a solas.
—Es necesario —dijo, tragando con esfuerzo—, es necesario para mi
tranquilidad.
K hizo salir a los empleados del despacho con instrucciones de que no
dejaran pasar a nadie.
—¿Qué ha llegado a mis oídos, Josef? —exclamó el tío en cuanto se quedaron
solos. A continuación, se sentó sobre la mesa y, sin verlos, puso varios papeles
debajo para sentarse con más comodidad.
K no respondió: sabía lo que vendría a continuación, pero, repentinamente
relajado al dejar el fatigoso trabajo, se apoderó de él una agradable lasitud, por
lo
que se limitó a mirar por la ventana hacia la calle de enfrente, de la que desde su
sitio sólo se podía ver una pequeña esquina, la pared desnuda de una casa entre dos
escaparates de tiendas.
—¡Y te dedicas a mirar por la ventana! —exclamó el tío alzando los brazos.
¡Por amor al Cielo, Josef ¡Respóndeme! ¿Es verdad? ¿Puede ser verdad?
—Querido tío —dijo K, y salió de su ensimismamiento—, no sé qué quieres
de mí.
—Josef —dijo el tío advirtiéndole—, siempre has dicho la verdad, por lo que
sé. ¿Acaso tengo que tomar tus últimas palabras como un mal signo?
—Supongo lo que quieres —dijo K sumiso—. Probablemente has oído hablar
de mi proceso.
Así es —respondió el tío, asintiendo con la cabeza lentamente—, he tenido
noticia de tu proceso.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó

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