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La Biblia contiene numerosos registros genealógicos.

Muchos de nosotros miramos estas secciones o las


saltamos por completo, considerándolas en gran parte irrelevantes y quizás incluso aburridas. Sin
embargo, son parte de la Escritura y, puesto que toda la Escritura es inspirada por Dios (2 Timoteo 3:16),
deben tener algún significado. Debe haber algo que podamos aprender de estos listados.

En primer lugar, las genealogías ayudan a corroborar la exactitud histórica de la Biblia. Estos listados
confirman la existencia física de los personajes de la Biblia. Al conocer las historias familiares,
entendemos que la Biblia está lejos de ser una mera historia o una parábola de cómo debemos vivir
nuestras vidas. Es una auténtica verdad histórica. Un hombre real llamado Adán tuvo descendientes
reales (y, por lo tanto, su propio pecado tiene consecuencias reales).

Las genealogías también confirman la profecía. Se profetizó que el Mesías vendría del linaje de David
(Isaías 11:1). Al registrar Su linaje en las Escrituras, Dios confirma que Jesús era descendiente de David
(ver Mateo 1:1-17 y Lucas 3:23-38). La genealogía es otro testimonio del cumplimiento de Jesucristo
conforme a las profecías del Antiguo Testamento.

Las listas también demuestran la naturaleza detallada de Dios y Su interés en las personas. Dios no vio a
Israel de una manera ambigua, como si fuera un grupo anónimo de personas; Él lo vio con exactitud,
precisión y detalle. No hay nada separado en las genealogías. Muestran a un Dios comprometido. La
Palabra inspirada menciona a las personas por su nombre. Gente real, con historias reales y un
verdadero futuro. Dios se preocupa por cada persona y por los detalles de su vida (Mateo 10:27-31;
Salmo 139).

Por último, podemos aprender de varias personas que aparecen en las genealogías. Algunas de las listas
contienen porciones narrativas que nos permiten vislumbrar la vida de las personas. Por ejemplo, la
oración de Jabes se encuentra dentro de una genealogía (1 Crónicas 4:9-10). De esto aprendemos sobre
el carácter de Dios y la naturaleza de la oración. Otras genealogías revelan que Rut y Rahab están en el
linaje mesiánico (Rut 4:21-22; Mateo 1:5). Vemos que Dios valora las vidas de estas personas, a pesar de
que eran gentiles y no formaban parte de Su pueblo con el que había hecho un pacto.

Aunque a primera vista las genealogías pueden parecer insignificantes, ocupan un lugar importante en
las Escrituras. Las genealogías reafirman la historicidad de las Escrituras, confirman las profecías y
proporcionan una visión del carácter de Dios y de las vidas de Su pueblo.

La blasfemia contra el Espíritu


"No es que Dios no pueda perdonar; es el hombre el que se opone a recibir la verdad y el amor. Aquí
radica el drama enorme de la libertad humana que puede oponerse a Dios hasta sus últimas
consecuencias".

Las palabras de Jesús en el evangelio de este domingo siempre sorprenden a los lectores. Dice que
«todo se les podrá perdonar a los hombres; los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que
blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre» (Mc 3,
28-29). ¿Cómo es posible que este pecado no tenga perdón? ¿No es infinito el amor de Dios e infinita su
capacidad de perdonar?

Para entender esta afirmación de Cristo, conviene situarla en su contexto histórico. La enseñanza y la
actividad de Jesús suscitó fuertes controversias, muchas alimentadas por la admiración hacia su persona
y otras por el odio que alentaban sus enemigos. Sus propios familiares, dice Marcos en el evangelio de
este domingo, llegaron a pensar que estaba loco. En este contexto, se añade que los escribas de
Jerusalén pensaban que estaba endemoniado y que expulsaba los demonios por un pacto con el jefe de
los demonios. Contra esta acusación, Jesús se defiende con un argumento contundente: Es imposible
que Satanás luche contra sí mismo para dividir su reino. Los milagros de Jesús, especialmente las
curaciones de posesos, indican que él es más fuerte que Satanás y puede arrebatarle sus rehenes. Y para
dejar claro en qué consiste la blasfemia contra el Espíritu Santo, añade el evangelista: «Se refería a
quienes decían que tenía dentro un espíritu inmundo».

Equiparar al Espíritu Santo con Satanás constituye una blasfemia imperdonable, pues da por supuesto
que quien llega a tal extremo se cierra al arrepentimiento y al perdón. Un teólogo de nuestro tiempo
comenta así esta blasfemia contra el Espíritu Santo: «Es una abierta oposición a Dios, cuyo Espíritu,
activo en la obra de Jesús es visible a quien lo quiera ver. Allí donde actúan los hombres —también la
Iglesia— su acción puede ser criticada, pero donde es Dios mismo el que actúa, el hombre que se opone
a él se condena a sí mismo». Se explica así por qué Jesús, cuando invita a creer en él a quienes se le
oponían de modo pertinaz, les ofrecía el testimonio de sus obras: «Si no creéis en mi, al menos creed
en mis obras» que dan testimonio de mí. Si Jesús, en efecto, realizaba milagros, cuyos contemporáneos
reconocían, era en razón de su poder espiritual y de su estrecha unión con su Padre. Interpretar este
poder como signo de un pacto con el demonio significaba oponerse radicalmente a Dios y negar en
definitiva el bien supremo. Tal posición incapacita para recibir el perdón. No es que Dios no pueda
perdonar; es el hombre el que se opone a recibir la verdad y el amor. Aquí radica el drama enorme de la
libertad humana que puede oponerse a Dios hasta sus últimas consecuencias.

El evangelio de este domingo, sin embargo, no es sombrío, a pesar de esta seria advertencia de Jesús.
Cuando le dicen a Jesús que su madre y familiares le buscan, Jesús afirma: «¿Quiénes son mi madre y ms
hermanos? Y paseando la mirada por el corro, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la
voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc 3,35). En contraste con aquellos
que blasfemaban contra el Espíritu, aparece la comunidad de Jesús, que escucha su palabra y le sigue.
Son los bienaventurados y sencillos de corazón que perciben en Jesús la presencia misma de Dios,
actuando en la historia, y se adhieren con fe y alegría a quien revela la autoridad de Dios en sus gestos y
palabras. Esta es la familia de Jesús, que no se rige por categorías de carne y sangre sino por la fe. Esta
familia nacida en torno a Jesús, la Iglesia, es el signo más elocuente de que la acción de Cristo
desautoriza la crítica de sus enemigos.

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