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EJEMPLOS DE TEXTOS PERIODÍSTICOS DE CARÁCTER EXPOSITIVO ARGUMENTATIVO PARA

COMENTARIO

Zoquetes
Uno de los pensamientos más tópicos de la Humanidad, propio del anquilosamiento de la edad, consiste en
sostener que las nuevas generaciones son degeneraciones, y que la juventud actual es mucho peor que la juventud
que uno vivió. En los muros de las pirámides egipcias se han encontrado graffitis milenarios que ya se quejaban de lo
mismo, o sea, de lo maleducados y echados a perder que eran los jóvenes, lo que demuestra que este refunfuñe de
la gente madura es una tontería sumamente añeja.

Sin embargo, los españoles, siempre a la cabeza de la evolución humana, estamos a punto de conseguir rizar
el rizo y hacer verdad, por primera vez desde Tutankamón, ese lugar común de la juventud calamitosa. Los informes
demuestran, en efecto, que nuestros quinceañeros son los peores. Estamos a la cabeza del fracaso escolar y a la cola
de los países desarrollados en educación. En lectura, matemáticas y ciencia, hemos logrado ser unos verdaderos
marmolillos. Dicen los actuales responsables ministeriales, con modestia admirable, que éstos son los resultados
esperables en un país con un nivel socioeconómico y cultural como el de España. Pero no, hombre; económica y
socialmente ocupamos puestos muy superiores... Este pleno triunfo de la burricie nos lo hemos ganado a pulso,
invirtiendo mucho esfuerzo en ello durante años, cambiando los programas de estudios cada dos días y pergeñando
planes educativos más preocupados por la ideología y por la batalla del poder político que por el mundo real.

Por lo demás, la sociedad entera ha colaborado en la debacle de muy diversos modos, como, por ejemplo,
proponiendo a la juventud modelos de triunfadores salidos del basurero moral y mental de los reality shows
televisivos y potenciando toda esa bazofia oficialmente. Ahí está, sin ir más lejos, ese proyecto de difundir la
Constitución europea por medio de los concursantes del Gran Hermano, abracadabrante idea que, dicen, tiene el
beneplácito de la vicepresidenta del Gobierno. ¡Duro con los jóvenes, descerebrémoslos a todos! A ver si
conseguimos que nuestros hijos sean de verdad más zoquetes que nosotros, con lo que eso consuela los sinsabores
de la edad madura.

ROSA MONTERO 14/12/2004

NI DECADENCIA NI CATÁSTROFE

¿Se da hoy día, entre nosotros, un proceso de decadencia de la ortografía? ¿Han dejado los jóvenes de
valorar la corrección en la expresión escrita? ¿Son parte en esta decadencia los nuevos modos de comunicación
escrita que posibilita internet? Existe una fuerte corriente de opinión que responde afirmativamente a estas
preguntas y se mueve entre el lamento por la decadencia –al parecer, habría existido una edad de oro en que la
afición a la lectura estaba generalizada, las gentes del común se expresaban en prosa ciceroniana y cometer faltas de
ortografía era algo excepcional– y el tecnocatastrofismo, que predice la muerte no sólo de la ortografía, sino de la
memoria y del pensamiento mismo a manos de las nuevas tecnologías de la comunicación.

Lo primero es evidentemente falso y sería bueno recordar cómo se ha producido y cuándo se ha completado
el proceso de alfabetización en España. En cuanto a las profecías tecnocatastrofistas, no son muy distintas en esencia
de las que se produjeron con motivo de la aparición de la radio, el cine, la televisión o la misma escritura.

Centrándonos en el impacto de internet y las TIC: nunca antes habíamos vivido tan rodeados de escritura, se
podría decir que nunca antes tantos habían escrito tanto. En la parte negativa de este fenómeno –por delante de las
incorrecciones ortográficas o los solecismos expresivos–, la pobreza intelectual y expresiva que delatan muchos de
estos escritos.

Pero, junto a esto, hay que reconocer también en la red una corriente de escritura en la que muchos
ciudadanos de a pie expresan opiniones y aportan conocimientos valiosos a través de blogs, cuentas de redes
sociales y otros medios. Escritos que, en muchos casos, no se producirían si internet no existiera, y entre los que se
puede detectar un fenómeno muy interesante para el proceso de escritura, la corrección cooperativa. Internet está
ayudando a visualizar también, en el terreno de la escritura, un ámbito panhispánico que contribuye a darnos una
perspectiva global de los errores y los problemas en el uso del idioma y que está poniendo en pie iniciativas de
distinto tipo en la defensa del idioma y en la creación de herramientas de ayuda para un mejor uso de la lengua.

El sistema educativo no es la única instancia concernida en la tarea de afrontar los problemas que, sin duda,
existen en este ámbito, pero su contribución es indispensable, y para ello debe replantearse también el papel de la
escritura en todo el proceso de aprendizaje.

José Mª Echauri, La Vanguardia

RESUCITAR
Si es cierto, como lo es, que todo el tiempo que ya hemos vivido es el que ya hemos
muerto, cualquier experiencia que nos devuelva al pasado hay que tomarla como una forma de
resurrección. Basta con hojear el álbum de fotos. Ese niño con el caballo de cartón, esa chica de
la bicicleta, el chaval que aparece con los amigos en un parque, la adolescente con el primer
carmín en los labios, el barbudo con la trenca apoyado en el pretil del Sena en París, todas esas
criaturas sucesivas que fuimos una vez, ya se las ha tragado la vida. Pertenecen al reino de los
muertos. Por fortuna seguimos vivos, porque vivir no es sino flotar cada día en la superficie de
nuestro propio abismo. Esta teoría tiene una aplicación práctica.
Profetas de toda índole coinciden en diagnosticar la extrema gravedad de la actual crisis
económica, pero a la hora de pronosticar qué va a ser de nosotros no se ponen de acuerdo. Los
oráculos más pesimistas indican que esta recesión nos va a retrotraer al nivel de vida del final de
la posguerra; los más optimistas confían en que podremos vivir como lo hacíamos veinte años
atrás. En todo caso, si esto es así, sucederá un hecho feliz: con el regreso al pasado este colapso
económico nos va a hacer más jóvenes. El constructor, hoy arruinado, volverá a ser de nuevo
aquel barbudo de la trenca con un libro de Sartre en la mano; la chica de amianto abrazada a un
motero macarra recuperará la falda de flores y la bicicleta con la que iba a la playa; el ejecutivo de
una multinacional en quiebra será otra vez un simple oficinista con la bufanda de felpa cruzada en
el pecho; el progresista gastrónomo que adora el faisán lo cambiará por el pollo de Carpanta; el
contertulio de la caverna que suelta soflamas incendiarias contra la izquierda recobrará el perfil de
leninista sectario de hace unos años. La crisis nos dará la oportunidad de resucitar cada cual en
su edad de oro. Bastará con abrir el álbum de fotos y uno podrá elegir a su antojo ser de nuevo el
joven que luchaba por cambiar el mundo, o el que todavía creía en Dios, o el que aún no tenía
tripa, o el que se arriesgaba por los demás, o el que soñaba con las estrellas compartiendo con
su amante un bocadillo de sardinas. Sólo la crisis puede hacer este milagro.

Manuel Vicent, EL PAÍS, 2009

HORMIGAS

Fuera del hormiguero ya no hay salvación. Las cámaras que siguen tus pasos desde cualquier ángulo de la
ciudad y los satélites que te vigilan desde el espacio te juzgarán un día si te apartas del río confuso de los mortales y
tratas de ser tú mismo navegando contracorriente. Lo que hablas o tecleas por el móvil queda grabado para siempre
en el nido de la araña planetaria y podrá ser tomado en tu contra mañana. Solo si te comportas como una hormiga
anónima estarás a salvo. Las cámaras aceptan de buen grado el fluido uniforme de la gente; la gran araña digiere sin
problema en su tripa la algarabía insignificante con que expresan los humanos sus sentimientos anodinos, pero si
tratas de ser original, singular, y no te comportas como una hormiga conformista te convertirás en un sospechoso.
Puede que te sientas un ser libre porque la vida te ofrece la posibilidad de elegir limón o gaseosa para el
tinto de verano, pero en realidad con cualquier cosa que uno haga no está sino obedeciendo las reglas inexorables
del hormiguero. Eso mismo que haces, piensas, dices o callas, creyéndote muy ocurrente o extravagante, en este
preciso momento millones de personas lo están ejecutando, pensando, pronunciando o callando al mismo tiempo
con gestos semejantes, intercambiables. La partitura musical de risas y lágrimas que ejecuta de forma ciega la
humanidad apenas tiene una docena de compases. Nuestro destino en lo universal consiste en ser esa hormiga que
no se sale nunca del pentagrama.

Un día las cámaras captaron a un tipo que iba con abrigo en pleno verano por la City de Londres. Fue
detenido y juzgado como posible terrorista. Hoy todos los abrigos en verano pueden ocultar la faja de dinamita de
un suicida. Si pronuncias por el móvil más de tres veces en un día la palabra yihad o Bin Laden, la araña planetaria
tomará tu filiación y la de tus antepasados. Cuando pases por el control de un aeropuerto norteamericano, tu
pasaporte engendrará tres pitidos de alarma. A continuación se acercará un gorila con toda una ferretería alrededor
de su barriga y te llevará a un cuarto sin ventanas, donde enumerará los pelos de tu nariz y no podrás salir en
libertad si no demuestras que no eres más que una hormiga perpleja, prueba que correrá a tu cargo.

Manuel Vicent, El País

TE QUIERO

Tradicionalmente las mujeres nos hemos quejado de la nula expresividad afectiva de nuestros hombres. En
la tradición estaba la queja. Lo otro (la nula expresividad) estaba en el origen mismo de la vida y no tenía remedio. La
reivindicación del afecto fue una batalla, pero un día nos cansamos de pelear y poco a poco la amargura dio paso al
conformismo. Había nacido el hombre que todas llevamos dentro. Puro contagio.

La condición humana se acostumbra a lo que le echen. Antes, si tu pareja te decía “te quiero” es que estaba
febril. Ahora, en cambio, si lo dice te mosqueas. La razón es simple. Nos hemos habituado tanto a los afectos mudos
que cualquier expresión amorosa nos parece motivo de sospecha. Para muchas mujeres, amar ya no es decir lo
siento, sino callarse y tener la fiesta en paz. La fuerza de la costumbre nos ha llevado a sobrevivir en un ecosistema
arisco y borde donde la literatura y el cine son las únicas fuentes de abastecimiento sentimental. El amor nos excita
los sueños, pero la vida ha de ser neutra y confortable, relajada.

Ahora resulta que aparece una moda y todo el mundo se quiere o dice que se quiere. Me refiero a la moda
de declararse continuamente sin venir a cuento. Ahora ya no decimos “ciao” o “agur” antes de colgarle el teléfono a
un amigo. Hoy se ha impuesto el “te quiero”. Yo, que me conozco, trato de resistirme, pues todo se pega y
terminaría diciéndole “te quiero” a la señorita de movistar que llama para colocarme una oferta.

No hace mucho encontré a una conocida a quien no veía desde hacía 15 años. Teníamos prisa, pero el
encuentro nos entretuvo cinco minutos en los que conversamos alegremente sobre lo bien que estábamos ambas. Al
terminar nos dimos un beso y, sin cotejar nuestros respectivos móviles, espetó: ¡¡te quiero!! Todavía flipo. Lo dijo
una segunda vez, mientras se alejaba, y yo sentí un irreprimible acceso de pudor. Está chiflada, pensé: cosas de la
edad.

Se ha puesto de moda quererse de boquilla, pero lo que más de moda se ha puesto es la impostura. La gente
dice “te quiero” con la misma naturalidad que en el vestuario del gimnasio hace tertulia en pelota picada. Vivir es
interpretar, darse pisto, contar mentiras. Y, sobre todo, quererse. Pero a ese precio yo no quiero que me quieran.

Carmen Rigalt, El Mundo


POCHOLO ES VIRTUAL

Hace tiempo que vengo observando con preocupación que la gente se cree la tele. Que cree que lo
estrambótico, arbitrario, excepcional y llamativo, que son norma en la televisión, constituyen la realidad. Las
audiencias se disparan cuando aparecen la mujer barbuda o el perro de tres cabezas. El fenómeno no es nuevo.
Siempre han existido las coplas de ciego, los cómicos de la legua y los circos ambulantes que hacían posible lo
imposible y por unas horas llenaban la vida de exageración, de disparate. La diferencia es que antaño a nadie se le
ocurría ordenar su vida cotidiana según esos parámetros. La gente se educaba en familias estables, bajo
tradiciones seculares y con certezas sólidas. A nadie se le ocurría romper su matrimonio a la vista de una cara o
unas piernas bonitas, abandonar a sus hijos para ver mundo o mentir o darse a la maledicencia para hacerse rico
y famoso. A nadie, menos a los trasnochados y los delincuentes. En la medida sin embargo en que hemos pasado
de ser un pueblo con tradiciones, relaciones y habilidades heredadas a ser una masa de telespectadores aislados
entre sí, nos hemos hecho vulnerables. Hemos sustituido el paseo, la partida con los amigos o los juegos en
familia por las películas y magazines favoritos. Está demostrado que hasta carecemos de tiempo para el afecto
conyugal por culpa de nuestra entrega a la caja mágica. Ella acorta las horas de sueño, impide las conversaciones,
dificulta la lectura y hasta sustituye la misa dominical.

El hombre y la mujer actuales están solos. Ante las dificultades no acuden al amigo, al sacerdote, a sus
padres, sino que siguen directamente el ejemplo catódico. Los pocholos, los cotos, las maricielos se han convertido
en los arquetipos. Los que cocinamos los medios sabemos que estos personajes son monstruos atípicos, creados
para divertir a las masas, pero los telespectadores creen en ellos cada vez más. Así, el adolescente que
experimenta una gran atracción por su amigo cae en la trampa de creerse homosexual. El depresivo empieza a
acariciar la idea de la eutanasia. La gente se casa, se junta, se divorcia y se desjunta a velocidad de vértigo
dejando hijos e hijas por el camino, heridas abiertas para siempre. Y en general se piensa que hacerse rico y/o
famoso es realmente el objetivo de la vida. El resultado es una infelicidad cada vez más extendida porque los
problemas reales, en lugar de afrontarse, se evitan. Porque la enfermedad, la duda, la pena que forman parte
inevitable e importante de la existencia se censuran y destierran. Conviene recordar que la tele no es real. Que se
inventa diariamente para entretener. Que la vida se desarrolla fuera de su estrecho armazón y que los
mecanismos que regulan el ritmo apasionante de la existencia nada tienen que ver con las tonterías catódicas.

Cristina López Schlichting, "Pocholo es virtual", ABC, 9 de enero de 2004

Bien, lo hemos logrado: España es líder internacional en descargas ilegales de música. ¡Guay! Por fin
hemos conseguido ser los primeros del mundo en algo. Y además hay que decir que no es un puesto
preeminente que nos haya caído encima de chiripa, sino que nos lo hemos venido trabajando desde el más
remoto pasado histórico, con un sostenido e indomable esfuerzo de nuestra idiosincrasia individualista. Y es
que, ¿en qué se puede decir, sin temor a equivocarnos, que estamos verdaderamente entre los más
destacados del planeta? Pues en nuestra incivilidad, señoras y señores; en nuestra apasionada elección del
propio ombligo como paisaje social; en el desdén del otro, de los derechos del otro y del espacio común.

Ya lo decía el célebre escritor Gerald Brenan en 1943: los españoles estamos atomizados en grupos
tribales y somos incapaces de concebir lo colectivo. Y, antes que él, otros visitantes extranjeros han dado fe
de nuestra larga porfía por ocupar el más elevado puesto de la cerrilidad. "Entre ellos, los españoles se
devoran", anotaba en 1603 el francés Bartolomé Joy. Y a mediados del siglo XIX, el inglés Richard Ford
observó: "La propia persona es el centro de gravedad de todo español (...) Desde tiempos muy remotos a
todos los observadores les ha sorprendido este localismo, considerándolo como uno de los rasgos
característicos de la raza ibera, que nunca (...) consintió en sacrificar su interés particular en aras del bien
general".

Ya digo, llevamos muchos años trabajándonos la incuria social, que ahora florece con esplendor
magnífico en la piratería a tutiplén, en las incendiarias rabietas con respecto a la ley del tabaco o en nuestro
furioso sectarismo político (solo apoyo a mi horda, lo haga mal o bien). En fin, hay que reconocer que en
esto somos buenísimos.

Rosa Montero, El País, 25 de enero de 2011

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