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Ariel Educación

ÉTICA DOCENTE
Francisco Altarejos, José A. Ibáñez-Martín, José
Antonio Jordán y Gonzalo Jover

ÉTICA DOCENTE

Ariel
Diseño de la cubierta Joana Gironella

1.a edición: noviembre 1998


2.a edición: septiembre 2003

© 1998: Francisco Altarejos, José A. Ibáñez-Martín


José Antonio Jordán y Gonzalo Jover

Derechos exclusivos de edición en español


reservados para todo el mundo:
© 1998 y 2003: Editorial Ariel, S. A.
Avda. Diagonal, 662-664 – 08034 Barcelona

ISBN: 84-344-2625-0

Depósito legal: B . 35.168 – 2003

Impreso en España

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de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida
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SUMARIO

Introducción, por FRANcisco ALTAREJOS

1. La docencia como profesión asistencial, por FRANcisco ALTAREJOS

2. Los códigos de ética profesional de los profesores: ¿simple receta o signo de


una nueva educación?, por JOSÉ A. IBÁÑEZ-MARTÍN

3. Elaboración de un significado pedagógico de la deontología profesional


docente, por GONZALO JOVER

4. El ethos docente: una propuesta deontológica, por FRANCISCO ALTAREJOS

5. Códigos deontológicos y compromiso moral del profesorado, por JOSÉ


ANTONIO JORDÁN

6. Principales códigos deontológicos en el ámbito educativo, por GONZALO


JOVER

Bibliografía general
AUTORES

FRANCISCO ALTAREJOS MASOTA


Doctor en Filosofia. Catedrático de Bachillerato y director del Instituto de Ba-
racaldo (1977-1979). Profesor de Lógica, Metodología de las Ciencias y Filoso-
fía de la Educación (1979-1983). Catedrático de Filosofia de la Educación por la
Universidad Complutense (1984). Profesor Ordinario de la Universidad de
Navarra. Vicedecano de la Facultad de Filosofia y Letras (1984-1992). Sus últi-
mos libros son Dimensión ética de la educación (2002, 2.a ed.) y como coautor,
Pensar la sociedad (2002 2.a ed.) y Retos educativos de la globalización (2003).

JOSÉ A. IBÁÑEZ-MARTÍN
Catedrático de Filosofia de la Educación de la Universidad Complutense de
Madrid, sus líneas de investigación se han centrado en el estudio de las bases
antropológicas y los supuestos crítico-filosóficos de los procesos educativos en
la política de la educación, en la formación cívica propia de los sistemas de-
mocráticos y en la deontología profesional de las actividades educativas, temas
sobre los que se ha publicado alrededor de un centenar de trabajos en cinco
lenguas diversas. Ha obtenido siete premios, entre los que cabe destacar el Na-
cional de Literatura para obras de Ensayo y el Raimundo Lulio del Consejo
Superior de Investigaciones Científicas. Es director de la Revista Española de
Pedagogía y miembro de diversas sociedades científicas, siendo el único Fellow
español de la Philosophy of Education Society de Estados Unidos. Actualmente
dirige en la Universidad Complutense el título de Especialista en Educación
Moral y Educación Cívica en el Sistema Educativo.

JOSÉ ANTONIO JORDÁN


Profesor Titular de Teoría de la Educación de la Universidad Autónoma de
Barcelona. Sus líneas prioritarias de investigación se vinculan a temas de for-
mación y perfeccionamiento del profesorado, educación moral y educación
multicultural. Sus últimas publicaciones son fiel reflejo de sus trabajos: La es-
cuela multicultural (1994), Educación intercultural para profesores (1996), La
educación moral hoy (1995) y Multiculturisme i educació (1998).
6 ÉTICA DOCENTE

GONZALO JOVER OLMEDA


Catedrático de Teoría de la Educación en la Universidad Complutense de
Madrid. Visiting Scholar en las Universidades de Boston y Queen's (Canadá) y
Visiting Professor en varias universidades europeas, entre ellas la Universidad
Karlova de Praga, la Universidad Humboldt de Berlín y la Universidad de
Londres. Ha participado y presentado trabajos en congresos y seminarios en
distintos países de Europa, Asia, América y Oceanía. Pertenece a la secretaría de
edición de la Revista Española de Pedagogía y es codirector de la revista
internacional Encounters on Education / Encuentros sobre Educación /
Rencontres sur l'Éducation. Ha publicado numerosos artículos en revistas
especializadas y varios libros sobre cuestiones de teoría y práctica de la educa-
ción. Sus trabajos se han traducido a varios idiomas. Durante sus estudios de
Pedagogía, fue Premio Extraordinario de Licenciatura y de Doctorado. Ha
recibido el Premio Infancia de la Comunidad de Madrid por sus investigaciones
en el campo de la pedagogía infantil.
INTRODUCCIÓN
En nuestro tiempo, ética y técnica son dos mundos disociados; dos
saberes recíprocamente extrañados en su génesis, constitución y desa-
rrollo. Sus respectivas teleologías parecen repelerse mutuamente, en
cuanto que sus fines resultan divergentes respecto del progreso humano;
así se manifiestan en campos tan dispares como la bioética, la ecología o
la economía. La disociación entre técnica y ética no es más que una
dimensión de la ruptura entre teoría y praxis, escollo -hasta ahora
insalvable- en la cultura de la modernidad. El empecinamiento en
considerar primordialmente el saber como fuente de poder ha llevado a un
desarrollo preferente de la teoría como ciencia formalizada que se
expande luego en técnica transformadora de la realidad, ambas escindidas
de la praxis ética; esto es: ciencia y técnica se constituyen como saberes
de manera autónoma y separada respecto de la raíz humana de la
existencia. Nada ni nadie escapa a este desgarro cultural de los últimos
siglos: ni el pensamiento, ni el arte, ni la política, ni la educación.
También alcanza, por supuesto, a las personas singulares, pues la cultura
no es más que la objetivación histórica de los actos sociales de las
personas.
En el orden ético y antropológico, dicha ruptura emerge como de-
sintegración existencial. La vocación de humanidad llega a ser el que
eres reclama una unidad de vida entre saber, querer y hacer, que se
persigue incesantemente, pero rara vez se alcanza. Uno de los modos de
desviarse de dicha unidad es el intento de reducirla a una dé sus
dimensiones, fundando además en ella el sentido de la existencia humana.
En nuestros días, el hacer se ha hipertrofiado en desmedro del querer: la
eficacia productiva pretende ser la finalidad definitiva, el referente
teleológico supremo del hacer humano. La eficacia se instaura como
sentido efectivo del trabajo: mejor es un trabajo, cuanto más y mejor
produce.
10 ÉTICA DOCENTE

Sin embargo, la prosecución de lo mejor debe entrañar también un


sentido perfectivo para el agente que produce, además de la eficacia en la
actividad productiva. El trabajo no puede fundarse sólo, ni prin-
cipalmente, en un saber técnico que conforme al profesional eficiente. La
aspiración a ser un buen profesional es demasiado noble como para
merecer el pago actual de la fractura de la personalidad y la quiebra del
sentido humano del trabajo. Se requiere también, y sobre todo, un saber
ético que haga bueno al que trabaja; que conforme al profesional bueno,
para conseguir así un buen profesional. Desde la metodología de la
investigación científica, la teoría de las organizaciones, la ingeniería
genética, la práctica jurídica o periodística; desde muchos y muy variados
saberes se reclama un talante ético consolidado, tanto más cuanto mayor
proyección social tenga el saber. La pedagogía no se queda al margen en
esta demanda, porque la necesidad de un ethos profesional es en ella más
inmediata y acuciante que en otros saberes y otras prácticas profesionales.
Sin embargo, tan evidente y clara es la necesidad de un saber ético en
educación, como lo es su olvido o postergación en la teoría y la práctica
pedagógicas.
En las últimas décadas, el predominio del hacer sobre el querer y el
saber se ha dado tanto en la pedagogía como en la cultura que la envolvía.
En consecuencia, los estudios y las investigaciones pedagógicas se han
orientado en su gran mayoría por la mejora de la eficacia técnica en la
enseñanza: se trataba de encontrar los mejores métodos docentes; mejores,
por supuesto, para el beneficio de los alumnos. No obstante, tan
encomiable intención estaba lastrada por el supuesto implícito del
objetivismo metodológico, tan querido para la modernidad ya desde
Descartes por el cual se pretende que la aplicación del método sea
indiferente para cualquier sujeto; que no sea dirimente la subjetividad del
ejecutor, sino la objetividad del protocolo metódico.
Tal posición, acaso pueda ser válida en ciertos momentos y aspectos del
conocimiento de la ciencia teórica; pero no puede sustentarse, como
posición determinante, en el ámbito del saber práctico de la acción humana.
El carácter moral del sujeto que sigue el método, no sólo incide en su
aplicación, sino que es un elemento más del proceder metódico. El saber
práctico se constituye en la acción; no es un diseño operativo preestablecido
teóricamente, desvinculado de la acción a la que regula y guía. La misma
acción que se realiza es también un elemento más del saber práctico, pues la
mutabilidad y diversidad de las circunstancias que delimitan la acción
rompen toda posibilidad de previsión exhaustiva de la misma. El agente a-
fronta cada vez una nueva acción, análoga a otras anteriores, pero no en-
teramente homologable a las mismas. Y esta situación se acentúa cuando el
INTRODUCCIÓN 11

objeto es otra acción libre, como sucede en la educación. La concurrencia


de dos libertades personales convierten a la acción pretendida en
radicalmente imprevisible en sus detalles y desenlace. Una acción posible
no es nunca prevista: sólo las acciones realizadas pueden ser vistas como
tales, como acciones pasadas y, por tanto, inmodificables. Irremedia-
blemente, se cumple el aviso aristotélico: para saber lo que tenemos que
hacer, tenemos que hacer lo que queremos saber.
No cabe entonces prescindir de las decisiones del agente en la ac-
tuación, las cuales ajustan la intención a la variabilidad de las cir-
cunstancias. Y dichas decisiones no son nunca derivaciones o deducciones
dimanadas de un saber teórico, constituido en la universalidad del
conocimiento necesario y purgado de todo rastro de contingencia y
particularidad. Eliminar la subjetividad agente de la aplicación del método
conlleva cercenar a éste una de sus dimensiones esenciales y, por tanto,
hacer una fuerte apuesta por su ineficacia resolutiva. Así se explica el
desencanto creciente hacia las metodologías didácticas; pues, no por sí
mismas, sino por las condiciones «objetivas» de su aplicación, han
generado un lánguido escepticismo final como resultado de una ingenua
ilusión inicial. Los métodos objetivos de enseñanza y aprendizaje, en su
pretensión de curarse de todo subjetivismo, suscitan otros problemas
distintos de los que prometen solucionar, y éstos, además, los resuelven
mal.
Tal es la situación actual: conjunto de problemas que se deben resolver;
aplicación de un método objetivo; emergencia de nuevos problemas por
efecto del método aplicado; búsqueda y aplicación de nuevos métodos;
promoción de nuevos problemas... Y así incesantemente, hasta quedar
obturados por la complejidad de la situación. La misma complejidad se
instituye como el magno problema sobre el que confluyen otra vez nuevas
teorías, que suscitan nuevos métodos que enredarán más aún la situación... Es
un proceso de bucles de complejidad, abierto al infinito.
El tajo firme que debe darse a este nudo gordiano es sencillo, pero arduo:
la formación ética de los docentes en general, de todo educador, cuya
ausencia en los currículos pedagógicos es lacerante. El estudiante medio de
Pedagogía, de Magisterio o de cualquier otra carrera pedagógica, concluye
sus estudios con una fe desmesurada en el poder y la eficacia de los métodos
aprendidos para su desarrollo profesional; al cabo, casi no se le ha enseñado
otra cosa a lo largo de su carrera. Esta convicción inconsciente le empuja al
choque con la realidad profesional, cuando percibe que los medios, recursos
y métodos de que disponen quedan colgados en el vacío ético de su for-
mación. El quehacer cotidiano le emplaza a tomar las decisiones per-
tinentes para dar sentido a los medios, recursos y métodos, cuya efi-
12 ÉTICA DOCENTE

ciencia se ve comprometida por falta de claridad en la intencionalidad


educativa. Más aún: dicho choque con la realidad se anticipa cuando, a
través de prácticas o de contactos con la educación efectiva, percibe la
disociación entre teoría y práctica, entre lo que estudia y lo que se hace y
se espera del educador. El desencanto se manifiesta ya en la misma etapa
de formación y le induce una inseguridad habitual en su posible
competencia profesional, que no se resuelve mediante el aprendizaje de
meros saberes teóricos o puramente técnicos. Los mismos profe-
sionales de la educación se convertirán así en los mejores propa-
gadores del desprestigio creciente de las profesiones educativas.
La formación ética es una demanda inaplazable, no sólo para los
educandos, sino sobre todo, y prioritariamente para los mismos edu-
cadores. La presencia de una materia de ética profesional en los currículos
pedagógicos, sin duda, no va a llenar el vacío por sí sola; pero sin ella, no
podrá afrontarse seriamente tan gravosa ausencia. Ni siquiera se
podrá encarar debidamente el problema central de toda formación
humana en nuestros días: el relativismo moral, que en última
instancia pretende hacer aparecer como violencia cualquier empe-
ño educativo.
En la educación, los intentos para establecer una ética profesional han
sido y son tan abundantes como escasos los resultados perdurables: aún se
está en fase de ensayo. Existe un amplio mercado de códigos
deontológicos a disposición de los profesores, pero la satisfacción del
cliente parece ser mínima, al menos si se atiende a la difusión y vigencia
de dichos códigos. La causa de esta precariedad descansa en gran medida
en el citado relativismo moral, que se ve reforzado en ocasiones -
inadvertida, pero fehacientemente- por el llamado pluralismo ético. Éste
también se está descubriendo y perfilando en la actualidad; su valor es
poco estable, de momento. Tal vez convendría orientar la investigación
hacia la compleja búsqueda de una nueva ética plural: una nueva ética
que abandone el imposible de pretender encontrar una teoría que
justificaría la diversidad de conductas que observamos -tantas veces
contrapuestas- y que superara la cómoda tentación de limitarse a un
mínimo común denominador, que concluye inevitablemente en una moral
diminuta. Es urgente estudiar esa nueva ética que pueda verterse en
diferentes posiciones y actuaciones humanas, habiendo alcanzado los
fundamentos de la moral profesional. Tal tarea quizá sea oscura e,
indudablemente será objeto de debates; pero también será la garantía
sólida para sostener una deontología válida para cualquier profesión, lo
que es tan necesario, al menos, como la estipulación y discusión de los
derechos y deberes profesionales.
INTRODUCCIÓN 13

Muchos conflictos éticos en las profesiones se resuelven hoy mediante


la abstención de la actuación; sucede esto cuando se pretende usar el saber
profesional para un fin deshonesto. Es corriente además que tales casos
reciban por nombre un eufemismo tecnocrático que no se corresponde con
el juicio ético: por ejemplo, ingeniería financiera, por fraude económico;
legítima defensa jurídica por mentira cínica; rigor crediticio, en vez de
usura legal; concentración empresarial, por codicia monopolística;
eutanasia, en lugar de asistencia al suicidio; transfuguismo político, en
vez de deslealtad. Y no es raro que algunos actos concretos de esta ralea
no sean punibles por la ley. Pero estén o no tipificados como delito, su
calado ético es indiscutible.
Se apunta aquí un hecho sobre el que merece la pena detenerse: se afirma
que el pluralismo ético impide la concordancia en los juicios morales. Esto es
cierto, pero sólo en parte. Ciertamente, hay una fuerte divergencia entre
algunas propuestas o teorías éticas; pero en cambio, ante ciertos problemas se
manifiesta una sensibilidad moral común y compartida; en ocasiones, casi
unánime. Hoy, la ética no es sólo campo de discrepancia doctrinal; también
hay coincidencia en la calificación negativa de ciertas conductas. Se puede
tener un comportamiento moral, inmoral, o incluso amoral, pero no es posible
un comportamiento sin sustancia ni referencia moral; cabe la afirmación, la
negación o la indiferencia ante la ética: lo que no cabe es su inexistencia. Por
eso, el desempeño profesional se entrevera de referencias morales constan-
temente, y en ocasiones, por mantener firme la áncora ética, el profesional
suspende su actividad técnica.
Sin embargo, esta situación no se da nunca en la actividad docente. En la
práctica ordinaria de la profesión, el médico, el ingeniero o el abogado
pueden abstenerse de obrar ante un acto con finalidad deshonesta. Pero,
¿puede pasar algo análogo en la docencia? ¿Cuándo un maestro o un
profesor, en su práctica habitual de enseñar, se va a ver impelido a suspender
su actuación para salvaguardar su referencia ética? Hay ocasiones en que el
docente puede considerar oportuno no enseñar tal cosa o tal otra, pero
siempre es en beneficio del discente, por una mejor adecuación a su grado de
madurez personal. No se trata de que todo docente sea incorruptible, sino de
que todo acto de enseñanza es intrínsecamente ético. Hay actividades
pseudodocentes; se habla entonces de manipulación, de adoctrinamiento o de
adiestramiento. Pero no son modificaciones negativas de la enseñanza, sino
variedades de la sofistica. La enseñanza, si lo es realmente, es comunicación
de la verdad, y ahí no caben abstencionismos justificados.
Los trabajos profesionales son actividades científico-técnicas que
tienen un soporte ético. Dentro de ellos está la docencia, donde la re-
lación es inversa: se trata de una práctica ética que se vierte en des-
14 ÉTICA DOCENTE

trezas y metodologías didácticas. El bien ético de las profesiones es el


beneficio del cliente; en la docencia, su bien ético es hacer ético al
cliente. La configuración radicalmente moral de las profesiones edu-
cativas, y particularmente de la docencia, dan a su ética profesional un
sentido propio, diverso y más sustantivo que en otras profesiones. Por eso,
la ética profesional docente transciende ampliamente la deontología al
uso. La estipulación objetiva de derechos y deberes en un código de
conducta para resolver los conflictos interpersonales de la práctica
profesional, tiene sin duda un lugar en la ética profesional docente, pero
no es el preeminente, ni mucho menos tiene carácter exclusivo y
excluyente.
La deontología es el logos, o estudio, del deón, o deber, según se dice
usualmente. Ahora bien, «deber» no sólo significa la norma general que guía
la acción hacia el fin superior, sino también la conveniencia de obrar de una
determinada manera que potencia la acción. El deber no es sólo lo que se
debe cumplir para realizar un ideal universal, sino lo que es menester hacer
para mejorar un modo de ser particular o ethos. Además de establecer y
consensuar normas éticas para el ejercicio profesional, recopiladas en forma
de código prescriptivo, conviene estudiar y reflexionar sobre el mismo ethos
profesional, su razón de ser, sus elementos e implicaciones.
El momento actual de la ética profesional sólo ofrece ensayos y
tentativas primerizas; no podría ser de otra forma tras décadas de estiaje
ético. Sin embargo, tampoco son hipótesis provisionales que puedan ser
falseadas por el estudio posterior, al modo experimental: son propuestas
que deberán ser moduladas y ahondadas desde el núcleo germinal de
realidad que ya contienen. Así deben ser tomadas las ideas que se ofrecen
en este libro, cuyo espíritu y temple no es el de una fantasiosa victoria de
la ética sobre la técnica. Si se contempla la eclosión del interés ético en
los últimos años, y especialmente en los ámbitos pragmáticos de la
empresa y la economía, surge la tentación de creer que la batalla empieza
a ganarse; que la flamígera espada del sentido moral se abate sobre la
pagana cerviz del individualismo materialista dominante. Esto sería una
boba ingenuidad. Realmente, la batalla debe librarse hoy como siempre:
con tenacidad y esperanza. Si acaso ha habido alguna ganancia ha sido
sólo la de un terreno más favorable para luchar.
A. McIntyre ha recordado la necesaria cautela que debe tenerse
ante esta floración ética en la cultura empresarial y mercantil, pues
puede ser fruto de otra oscilación pendular ante los hechos de la ter-
ca realidad. Sigue perviviendo el utilitarismo pragmatista de siempre:
la justificación de la acción humana por la búsqueda y logro del pla-
cer y del bienestar. La diferencia es que este talante carece ahora de
INTRODUCCIÓN 15

las ínfulas triunfalistas de tiempos pasados, al no lograr los rendimientos


esperados y apetecidos. Ante el fracaso de los procedimientos empleados
para el éxito social -que se frustra insistentemente porque no se resuelven
los problemas planteados, sino que, muy al contrario, se multiplican y
acendran- se prueba entonces una nueva y original vía como es la
referencia ética de la actuación. Pero la finalidad hedonista o crematística
se mantiene; por lo que la ética, en este contexto, resulta ser una auténtica
superestructura ideológica, al modo de K. Marx. La apelación al sentido
ético entonces es un mero remozado de fachada.
Éste es el ámbito de preocupaciones en el que se mueve el presente
libro, que pretende sacar a la discusión pública diversos acercamientos al
problema de la fundamentación de la ética profesional docente. La
complejidad del problema explica que las perspectivas que siguen los
diversos autores del libro no sean siempre las mismas y que haya incluso
entre ellos diferencias significativas, que deben mover al lector a
mantener una continua actitud de reflexión personal.
El libro se inicia con un capítulo mío que estudia el sentido del término
«profesión» y su proyección a los trabajos educativos. La docencia es, sin
duda, una tarea que goza de cierto reconocimiento social, pero no tiene el
prestigio de otras profesiones. Quizá ello se deba a la falta de tradición
histórica; pero también se implican otras cuestiones derivadas de la
peculiariedad de la profesión docente, y que podrían sintetizarse en la
falta de resultados inmediatos que conlleva la tarea de enseñar. La
docencia no es un trabajo entre otros del sector terciario porque es más
que un servicio particular: es una ayuda al desarrollo humano.
En el segundo capítulo, J. A. Ibáñez-Martín muestra el balance actual
de la situación de la ética profesional en el mundo de la educación: desde
el antecedente de la acción educativa concebida como Diktat del Estado,
que se decanta en un difuso pero pregnante autoritarismo, hasta los
emergentes pactos educativos que reconocen la libertad y la
responsabilidad de otras instancias sociales para conformar la educación.
La quiebra de la mentalidad estatalista va unida al creciente descrédito de
la razón instrumental que ha pretendido configurar la vida humana en
todos sus aspectos; se abren así nuevas y fecundas posibilidades para la
reivindicación y recuperación de la razón práctica. Tal situación reclama
una atención prioritaria al sentido del quehacer docente, que sólo puede
plantearse desde la consideración de la ética profesional. No se trata ya de
establecer qué pueden hacer los profesores, y cómo deben hacerlo; se trata
de ver qué deben hacer los profesores, y por qué y para qué pueden y
deben hacerlo.
16 ÉTICA DOCENTE

El tercer capítulo contiene la indagación de G. Jover sobre las vir-


tualidades pedagógicas y formativas de la ética profesional docente. La
consideración de ésta como mero estudio de normas y estipulación posterior
de un código deontológico, tiene un doble sentido: establecer un referente
común para la solución de conflictos profesionales y contribuir al
acrecentamiento del prestigio profesional de los profesores. No obstante,
además de estos dos motivos generalmente admitidos -y sin negarlos como
tales- existe otra posibilidad de justificación y desarrollo para la ética
profesional: ser el saber práctico que pueda configurar pedagógicamente la
tarea docente en general y, al tiempo, formar éticamente al docente en
particular. Esto implica unas ciertas condiciones para el desarrollo de dicho
saber, en cuanto a su elaboración, su estilo y su soporte axiológico; supone
además una apuesta firme por la persona y la incertidumbre que conlleva el
despliegue de su libertad, frente a un afán de seguridad normativa que, a la
postre, puede resultar estéril para la mejora humana.
El cuarto capítulo proporciona un estudio reflexivo sobre el ethos
docente. El ejercicio de una profesión genera ciertos hábitos en el agente
que son característicos de cada profesión, por la índole específica del
trabajo que se desarrolla. El conjunto de los hábitos más eminentes
definen el carácter o modo de ser propio de una profesión; puede hablarse
entonces de virtudes profesionales, de capacidades de acción referidas al
desarrollo de un determinado quehacer formalizado en una profesión.
Partiendo de la teoría y sistematización clásica de las virtudes, se analizan
éstas desde la experiencia común de la enseñanza, señalando ciertas
especificaciones de la prudencia, justicia, fortaleza y templanza que
caracterizarían al profesional docente.
En el quinto capítulo, J. A. Jordán ofrece una síntesis del significado de
una deontología educativa desde la referencia del compromiso ético,
señalando sus acuerdos y desacuerdos con otros planteamientos. Frente a la
prosecución de la eficacia como orientación esencial del quehacer educativo,
se considera la nueva vía de sentido que ofrece el compromiso moral del
profesional, como elemento que aglutina el servicio debido al educando, con
la exigencia de perfeccionamiento personal del docente. Desde esta
perspectiva se precisaría una fundamentación de carácter ético-pedagógica;
una nueva reflexión sobre el alcance y sentido de los códigos deontológicos
en orden a la promoción de un ethos y una cultura profesional, y también un
sesgo a la investigación deontológica que se orientara por la relación entre
madurez y formación moral del profesional docente y la ética profesional que
debe practicarse en la tarea educativa cotidiana.
El sexto capítulo pretende dar a conocer al lector el texto comple-
to de los que consideramos son los códigos deontológicos más signifi-
INTRODUCCIÓN 17

cativos del momento actual. G. Jover los recopila y comenta, tras una
presentación que proporciona un visión general de los códigos aparecidos
hasta el momento y una justificación de la selección realizada, que pone
en conocimiento del público de habla castellana algunos textos relevantes,
de difícil localización.
Por último, el libro termina con una bibliografía general en la que
hemos incluido los títulos que consideramos de mayor relevancia para el
estudio de las cuestiones éticas de la acción educativa.
El punto de partida y los intereses teóricos y prácticos son diversos en
cada autor, como ya se ha señalado. No obstante, hay una preocupación
compartida por todos: la necesidad de investigar en este campo
eminentemente pedagógico que es la deontología docente, pues cualquier
profesión educativa tiene en la enseñanza su tarea nuclear común. En el
marco de la educación formal, cuando menos, cualquier ocupación lleva
consigo un quehacer pedagógico de enseñar, sea en la pedagogía social, la
educación especial o la docencia académica. En este sentido, la
deontología docente no se refiere sólo a los profesores, aunque pueda
concernirles a ellos primeramente; alcanza también a todas las profesiones
pedagógicas, que si bien se diversifican en su acción, coinciden en el
núcleo docente que comportan.
La pretensión de los autores no es otra que recoger los logros ob-
tenidos en la investigación y la práctica pedagógicas, y abrir nuevas
sendas para la reflexión en la deontología educativa, campo temático de
permanente y creciente actualidad en nuestro tiempo.

FRANCISCO ALTAREJOS
CAPÍTULO 1
LA DOCENCIA COMO PROFESIÓN ASISTENCIAL

por FRANCISCO ALTAREJOS


1. La ambigua noción de «profesión»

La noción de profesión presenta arduas dificultades para su definición.


Parece indudable que el término «profesión» expresa una realidad social, o
dicho de otro modo, la consideración y reconocimiento social de ciertos
trabajos; pero su explicación es una tarea que siempre ofrece resultados
discutibles. Incluso partiendo de esa evidencia segura, como es el sentido
social de su contenido conceptual, los estudios aparentemente más idóneos
para esclarecer su noción por ejemplo, los que se realizan desde la
llamada «sociología de las profesiones» no resuelven la cuestión, aunque
descubran aspectos sugerentes y atinados sobre las profesiones.1
Varias razones pueden explicar esta situación. En primer lugar, el
desconcierto característico de la cultura occidental en la actualidad, que se
revela en la ausencia de referentes estables para juzgar la realidad social.
La abundancia de criterios éticos y antropológicos, tan numerosos como
dispares, dificulta la consideración nuclear o esencial de la realidad. El
pluralismo social y cultural suele considerarse como un beneficio en sí
mismo, pero esto no significa que sea bueno absolutamente, es decir, que
sólo ofrezca ventajas; también genera algunos problemas, y de
considerable entidad. Además de la diversidad y divergencia en las
conclusiones del pensamiento, también impide a éste orientarse con
seguridad en los comienzos del estudio y la indagación sobre la realidad.

1. Cfr. por ejemplo, P. Elliot (1975), Sociología de las profesiones, Madrid, Tecnos; J.
MartínMoreno y A. de Miguel (1982), Sociología de las profesiones, Madrid, Centro de
Investigaciones Sociológicas.
22 ÉTICA DOCENTE

Por otra parte, y estrechamente vinculado a lo anterior, la vía analítica


y cuantitativista propia de la razón instrumental, todavía dominante en
nuestros días, no favorece la consideración sintética e integradora de la
realidad, que es imprescindible para el conocimiento del ser humano. La
multiplicidad de elementos pulcramente analizados no facilita la
comprensión del todo unitario en que se inscriben. Cuantos más factores
o aspectos parciales se descubren sobre lo que hay, más y más difícil
resulta saber qué es lo que hay. Verdaderamente, los árboles no dejan ver
el bosque.
Por último, y en relación directa con la noción de profesión, ésta se
encuentra íntimamente imbricada con la realidad del progreso de la
modernidad. «Surge el concepto de profesión, tal como lo entendemos
hoy, cuando aparece la organización y la división del trabajo, y también,
como consecuencia de ello, la distribución de los servicios.»2 Las
profesiones han estado en continuo cambio ya desde su origen, y de modo
acelerado en nuestros días, en los que se reconoce, por ejemplo, que los
estudios superiores que en principio parece que deberían capacitar para el
desempeño profesional, en verdad sólo inician o introducen al definitivo
y real aprendizaje: el que tiene lugar en el ejercicio de la profesión.
Éstas y otras razones pueden explicar la relativa ambigüedad de la
noción de profesión, que se manifiesta incluso semánticamente; pues si
bien su sentido es incierto, su referencia, en cambio, parece perfilarse
claramente. En efecto, el término «profesión», como sustantivo, es difícil
de definir; pero lo «profesional», como adjetivo, denota claramente el
rigor, la competencia, la mejora en el trabajo y la satisfacción del cliente.
«Profesional» puede significar un estatus sociolaboral, y ahí radican las
dificultades para su definición; pero también indica una cualificación de
excelencia en el trabajo, y a este respecto no parece haber dudas en el uso
del término. No obstante, tampoco esta seguridad en el uso resulta
enteramente fiable; pues en ocasiones se emplea el calificativo de
«profesional» para tareas correctamente realizadas en su ejecución, pero
con finalidades deshonestas. Así, por ejemplo, suele aceptarse que se
hable de un «profesional» de la estafa financiera o del engaño político.
Este uso tiene validez comunicativa, aunque en un sentido propio y
riguroso sea inadmisible.
La concepción subyacente a este uso singular del término «profe-
sional» remite a otro de los parámetros o puntos de vista dominantes
en la consideración sobre la actuación humana: el principio del resul-
tado, según el cual el juicio sobre las acciones humanas está en fun-

2. C. W. Gichure (1995), La ética de la profesión docente (Estudio introductorio a la


deontología de la educación), Pamplona, Eunsa, p. 160.
LA DOCENCIA COMO PROFESIÓN ASISTENCIAL 23

ción del resultado obtenido y sus efectos subsecuentes, entendidos siempre


en términos de placer o bienestar. Esta concepción incluso llega a
plasmarse en un modelo o sistema ético como es el consecuencialismo,
fruto en última instancia de la ética de situación y del emotivismo ético de
D. Hume. Pero, por encima de esta teoría ética particular, el principio del
resultado es un elemento configurador esencial de la práctica individual y
social e incluso del pensamiento. No sorprende entonces que también la
noción de profesión caiga bajo su alcance, y que la competencia operativa
dimensión indudable de la profesionalidad se entienda como eficacia
técnica que se acredita por los resultados. Así, si una tarea consigue eficaz
y brillantemente sus objetivos, sin apenas consideración al sentido moral
de éstos, se la califica alegre y ligeramente como profesional.
Esta situación contrasta significativamente con el origen del término
«profesión» que tiene un sentido y un uso religioso, referido a la
profesión de votos que antecedía y constituía públicamente la toma de
estado clerical. Antes del siglo xvi, la profesión era el acto que realizaba
aquella persona que comenzaba una nueva vida incorporándose a una
orden monacal. Para M. Weber, en la palabra profesión «hay cuando
menos una reminiscencia religiosa, la idea de una misión impuesta por
Dios. Este sentido religioso de la palabra se revela en toda su nitidez en
cada caso concreto que se la tome en la plenitud de su significado».3 Este
núcleo de sentido llevaba aparejada una honda dimensión ética: la
decisión libre y abierta de quien profesaba en la vida religiosa conllevaba
una obligación moral de seguir los dictados establecidos para regular la
nueva vida. Incluso el estado religioso se expresa desde su aparición en
Occidente con el término «orden monacal», entendiendo orden en su
doble referencia: por una parte, orden como relación a Dios, como
respuesta a su llamada, que es la vocación; por otra parte, orden como
mandato, como conjunto de prescripciones que ordenan la vida, tanto en
lo espiritual como en lo material. Los primeros estatutos que constituyen
la vida monacal llevan precisamente el nombre de regla la de san
Benito, denominación que apela a las obligaciones que contrae
libremente el profesado, e inmediatamente a la obligación de obedecer.
La opinión más generalizada achaca a Lutero el sentido moderno
de profesión, al cambiar la referencia directa a Dios en la vida con-
templativa monacal por la proyección al trabajo en el mundo. Lutero,
reconocido por la filología como el forjador de la lengua alemana,
principalmente a través de su traducción de la Biblia, empieza a utili-
zar el término Beruf (profesión) para traducir vocatio, esto es, «llama-

3. M. Weber (1969), La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona, Península, p. 81.
24 ÉTICA DOCENTE

miento», interpretando toda llamada divina desde el Génesis, que acaso


para él expresaba su sentido radical por ser la primera: «Dios creó al
hombre para que trabajara.» Pero también emplea Beru f para traducir
opus, que significa «trabajo», pero no en sentido lato, sino como trabajo
especializado, estable y fuente de ingresos para subvenir la existencia. En
este aspecto, conviene resaltar que opus se emparenta etimológicamente
con opificium y con officium, que si puede traducirse por «oficio», tiene
también el sentido de obligación moral o deber, tal como se usa en el
refrán latino non studio, sed oficio: no por afición, sino por deber.
El nuevo sentido que da Lutero a «profesión» (Beruf) no es arbitrario.
Se comprende la desvinculación de la profesión religiosa de la vida
monástica: para Lutero, y posteriormente para el protestantismo, la vida
monacal carece de sentido, pues olvida los deberes mundanos en aras de
la propia perfección. No obstante, esta visión desfigurada y parcial de la
vida religiosa no le impide percibir el hondo sentido semántico que tiene
la vocación o llamamiento, a la vez externo o interno, que tiene el ser
humano respecto del cumplimiento de sus deberes, referidos entonces al
trabajo mundano. «Lo que de Lutero en adelante fue algo completamente
nuevo, fue la consideración de que el más noble contenido de la propia
conducta moral consistía justamente en sentir como un deber el
cumplimiento de la tarea profesional en el mundo.»4 Desde Lutero
aparecen perfilados dos elementos o notas distintivas de la noción de
profesión que van a perdurar hasta nuestros días, aunque añadiéndoles
matices correctores: la vocación y la obligación. Vocación como una
cierta llamada a ocuparse o trabajar en una profesión determinada; y
obligación como deber aceptado libremente en pro del desempeño de tal
trabajo, que se convierte entonces en trabajo profesado o profesional.
Realmente, la libertad humana queda comprometida, teórica y
prácticamente, en el espíritu del protestantismo a este respecto al me-
nos, pues sólo cabe entenderla como aceptación rendida de un deber
que se prefigura como destinación irrecusable, como predestinación.
La vocación ya no comporta la elección de un modo de vida al lado
de otros, que se manifiesta en unos compromisos profesados por amor
a Dios, sino que conlleva la aceptación de un destino para el hombre,
que es el trabajo en el mundo. El sentido del deber, en suma, es el re-
conocimiento de la necesidad y el asentimiento a las exigencias de una
vida recibida, no elegida. En última instancia, tal aceptación incondi-
cional se remite teóricamente a la voluntad de Dios; se admite el de-
ber de trabajar en el mundo porque tal es el designio divino. Pero tal

4. C. W. Gichure (1995), cit., p. 166.


LA DOCENCIA COMO PROFESIÓN ASISTENCIAL 25

concepción, cuando se une al principio luterano de la sola fides, repercute


prácticamente en una creciente lejanía o distanciamiento aunque nunca
negación explícita de la voluntad divina. Pues si para la salvación basta con
la sola fe y sobran las obras, éstas son expulsadas, o al menos postergadas en
la vida ascética. La obras humanas y entre ellas y sobre todo el trabajo
quedan abandonadas a su propia dinámica, y sólo pueden justificarse
intrínsecamente, desde sí mismas: esto es, desde su resultado logrado, desde su
éxito. El trabajo es bueno cuando rinde, cuando alcanza eficazmente sus
objetivos. Es un caso más de la vigencia del principio del resultado.
Con todo, e incluso siendo discutible la visión de la libertad sub-
yacente, la secularización de la noción de profesión que inaugura Lutero
anticipa su desarrollo posterior. Si el trabajo se justifica sólo y
principalmente por su culminación operativa, y la realización eminente
del trabajo es el trabajo profesional, empiezan a cobrar importancia los
aspectos sociales y económicos de las profesiones: más que el desarrollo
y perfeccionamiento inmanente del profesional, el beneficio del cliente;
más que el uso y cuidado de los elementos materiales, su manipulación y
la transformación de la naturaleza en pro del dominio humano sobre el
mundo; más que la subsistencia digna, la ganancia y el lucro crecientes;
más que la propia satisfacción con el trabajo bien hecho, el prestigio que
conlleva el reconocimiento social. El buen profesional es entonces quien
triunfa en la relación de compraventa de su trabajo porque sabe cómo
dominar, controlar y modificar la realidad a través de su quehacer; por
eso obtiene un rendimiento económico, que será mayor cuanto más eficaz
sea su labor, y por medio del cual alcanza y consolida su estatus y
prestigio social. Estos dos últimos factores son especialmente
significativos en la situación actual de las profesiones: en la llamada
«sociedad abierta», donde la excelencia individual ya no es efecto de la
tradición aristocrática sino de la dinámica meritocrática, la
profesionalidad así entendida es la vía ordinaria para el reconocimiento,
la eminencia, e incluso para la integración social.
Otro elemento que se incorpora a la configuración de las profesio-
nes es la razón instrumental o tecnológica, que en el siglo XVIII de
modo germinal y en el XIX de modo avasallador, empapa la cultura
occidental como fruto granado del desarrollo acelerado de la ciencia na-
tural y la expansión creciente de sus conocimientos. La ciencia expe-
rimental se vierte en técnica poderosa y eficiente que se aplica a re-
solver los problemas humanos. En el perfil del profesional se instaura
como nota esencial y definitoria la fundamentación en un saber cien-
tífico-técnico que le respalda socialmente. La posesión de dicho saber
teórico llega a ser incluso la clave de la certificación o licencia legal
26 ÉTICA DOCENTE

para poder ejercer la profesión. Entonces, a la par que la ciencia se va


diversificando en áreas o subciencias debido a la dilatación de los co-
nocimientos y al crecimiento intensivo de los métodos, las profesiones
van diferenciándose según la pauta de la especialización técnica. Las
profesiones que mejor muestran esta dinámica cultural y social son la
medicina y la ingeniería: por una parte, vienen a ser los prototipos de las
profesiones, pues realizan mejor que las restantes las condiciones
definitorias; además, la hiperespecialización es evidente, pues incluso los
mismos currículos en sus respectivas carreras van desarrollándose sobre
la restricción de las materias comunes y la ampliación de las específicas
de la especialización. El principio de la división del trabajo por un lado, y
la revolución industrial por otro, fueron también factores coadyuvantes
en este proceso. La diversificación en la ciencia redunda en la
especialización profesional, hasta el punto de que hoy llega a ser casi
imposible hablar con precisión y rigor de «profesión», pareciendo más
viable hablar de «profesiones». La analogía con la libertad acaso sea más
que una coincidencia: hoy también parece más asequible y más práctico
hablar de libertades, en plural, que de libertad sin más.
En las últimas décadas aparecen otros dos elementos que inciden
poderosamente en la conformación del sentido y la actividad profesional:
la necesidad de trabajar en equipo, organizada y cooperativamente, y el
crecimiento del sector terciario de los servicios. El trabajo en equipo, en
primer lugar, puede contemplarse como reacción o compensación a la
hiperespecialización de las profesiones; es una dinámica que, dejada a su
propio impulso, hubiera llevado al aislamiento socioprofesional; sería
como un cierto trasunto de la necesidad de la interdisciplinariedad en el
trabajo científico e investigador. Por otra parte, la expansión del sector
terciario ha contribuido a dignificar los trabajos de servicio, que antes se
consideraban como meros oficios, alejados en todos los aspectos de las
profesiones: eran las tareas u ocupaciones de los sirvientes. Este término
casi ha desaparecido hoy, aunque no así los trabajos serviles con todas
las connotaciones peyorativas que suponen; pero esas tareas,
lamentablemente, se dejan a cargo de la marginación o la emigración. Lo
cierto es que la fusión de ambos elementos, trabajo en equipo y
dignificación de los trabajos de servicio, supone posiblemente el factor
más transformador del sentido de las profesiones, tal como se mantenía
en el siglo pasado y principios de éste, donde los profesionales por
excelencia eran los profesionales liberales.
El modelo de la profesión liberal, referencia idónea de las profe-
siones en el pasado reciente, en el cual el profesional actuaba en soli-
tario, basado en su saber científico, su competencia técnica y sus ha-
LA DOCENCIA COMO PROFESIÓN ASISTENCIAL 27

bilidades sociales, resulta hoy insostenible por la vía de los hechos.


Ningún profesional puede hoy desempeñar su cometido sin ser miembro
de un equipo e incluso de una organización; y cada vez más raramente se
puede trabajar sin mantener relaciones intersubjetivas de tipo
comunicativo que, en sentido profundo, requieren un talante singular muy
próximo a la disposición personal de servicio, y cada vez más distante de
la referencia del beneficio económico del cliente, también en las
profesiones del sector secundario.
Por último, el desarrollo de las nuevas tecnologías de la información en la
anterior y presente década, es el último eslabón de la cadena del maquinismo
y la automatización, que transforma a ambos en robotización, y es el último
factor que fortalece y consolida los elementos anteriores. Las nuevas
tecnologías de la información en su conjunto, y principalmente la
informática, ponen de relieve el peso decisivo de dos habilidades destacadas:
la gestión de los conocimientos y la capacidad de comunicación
interpersonal e institucional. P. E Drucker, autoridad reconocida en el campo
del management y la teoría de las organizaciones, ha insistido fervientemente
en estos aspectos configuradores del trabajo en nuestros días, y en su poder
transformador e innovador para las profesiones, la economía, la cultura y
también para la educación.5 Hoy no cabe pensar en el ejercicio de cualquier
profesión sin tener próximo un ordenador; pero esta imagen cierta es sólo el
detalle anecdótico que manifiesta una realidad emergente, y al tiempo
envolvente del quehacer profesional. En cierto sentido reactualiza la
autonomía característica del quehacer profesional; pero también manifiesta
la creciente interdependencia de las profesiones. En pleno siglo XVIII, en el
auge de la Ilustración, Rousseau concibe a su Emilio como paradigma del
nuevo hombre del futuro, y elige para él el oficio de carpintero por una
simple razón: es la mejor ocupación laboral porque es la más autónoma
prácticamente; la que menos necesita de otros oficios para realizarse, pues
con unas sencillas herramientas que incluso puede fabricarse él mismo sin
grandes esfuerzos ni conocimientos especiales sólo necesita un bosque
cercano para hacer su trabajo, con la mínima dependencia de los demás.
Rousseau ha sido considerado por muchos como el profeta secularizado de
los nuevos tiempos y del nuevo hombre; pero no hay regla sin excepción, y
al menos en el futuro de las profesiones, Rousseau marró.
A la vista de esta situación puede comprenderse la relativa ambi-
güedad de la noción de profesión. Tras siglos de evolución en su con-
cepto y en su práctica social, parece haber hoy un repunte de los ele-

5. Cfr. P. E Drucker (1989), Las nuevas realidades, Barcelona, Edhasa.


28 ÉTICA DOCENTE

mentos primitivos, si bien transformados por el decurso histórico. Así, cobra


importancia creciente en nuestros días el factor de la vocación; aunque no
obviamente en su acepción religiosa, ni tampoco estrictamente como
llamada general al trabajo, tal como se da en Lutero. Pero sí entendida como
predisposición individual favorable para tales o tales otras profesiones.
Además el elemento de obligación o deber se resalta hoy como compromiso
personal con la tarea y los deberes profesionales, siendo el motor del
creciente interés por la deontología y la ética profesional. Por otra parte, se
sigue postulando la autonomía del profesional, pero dentro de los límites que
impone la ineludible interdependencia de los trabajos en la sociedad del
conocimiento. También a este respecto hay un nuevo sesgo en la inmediata
actualidad, pues el saber científico-técnico que caracteriza definidamente al
profesional suponía un conocimiento cuasi privado, o por lo menos poseído
sólo por la élite profesional correspondiente. Sin embargo, hoy el
conocimiento está rompiendo las barreras de contención gremial y se
difunde capilarmente a través de las nets informáticas. Además, el mismo
desempeño profesional reclama crecientemente un saber que es menos
científico y teórico y más prudencial y práctico: el saber tomar decisiones es
hoy, por lo menos, tan apreciado como el saber técnico de resolución de
problemas; en la práctica profesional no pueden separarse uno de otro.
La noción de profesión, siendo en sí misma un concepto dinámico, se
encuentra hoy en una encrucijada del cambio social que hace difícil
prever las tendencias que se consolidarán en el futuro. No obstante, una
de ellas se percibe claramente en todos los ámbitos: la tendencia a la
profesionalización de multitud de trabajos, que eran considerados hasta la
fecha, bien como oficios, bien como ocupaciones.

2. La demanda generalizada de profesionalización

Clausurados los tiempos de las revoluciones sociales, según parece,


ha desaparecido con ellos un término respetable antaño que para mu-
chos pretendía designar la categoría más humana respecto del traba-
jo: el término «obrero». El obrero era el miembro de una clase social
oprimida, pero noble y laboriosa que buscaba satisfacer sus legítimas
y debidas aspiraciones a través del trabajo y la acción social y políti-
ca. Se diría que actualmente se mantiene el sentido de «obrero» en el
término «trabajador»; pero tal transformación es fruto del lenguaje
propagandístico emanado de ciertas ideologías que se mantienen por
la inercia del pasado, pero sin afrontar las sinergias sociales del pre-
sente. La verdad es que hoy, en el mundo del trabajo occidental, las
LA DOCENCIA COMO PROFESIÓN ASISTENCIAL 29

reivindicaciones sociales han sido reemplazadas por las demandas


profesionales, y máximamente por la aspiración a la profesionalización
de los trabajos.
Por otra parte, la llamada economía globalizada requiere competi-
tividad, y ésta, en el momento actual, se plantea y se intenta resolver
técnicamente en términos de calidad en la organización de la producción
y los servicios; incluso se ha acuñado la expresión de «calidad total»,
mostrando así que es un objetivo superior, que no deja resquicios a otra
consideración orientadora del trabajo. No es necesario justificar que el
carácter profesional es un elemento esencial para la calidad de cualquier
trabajo; al oponer lo chapucero a lo profesional, se está señalando el
primer indicio de calidad de un trabajo. Como consecuencia del quehacer
profesional se ensayan y desarrollan diversos sistemas y prácticas
tendentes a mejorar el trabajo y el servicio que se presta; pero el punto de
partida de la calidad se encuentra en la configuración profesional de las
tareas realizadas.
Esta primera reflexión contiene otra, aparentemente trivial: toda
profesión es un trabajo, pero no todo trabajo es una profesión; y no lo es
en el doble sentido indicado: como estatus y como signo de calidad.
Respecto de la educación, cabe plantear entonces dos preguntas, cuyas
respuestas están íntimamente vinculadas: ¿tiene la docencia un verdadero
estatus profesional? ¿Se reconoce y por tanto se potencia
fehacientemente la profesionalización docente como factor clave de la
calidad de la educación?
Estas preguntas no tienen una clara respuesta afirmativa, atendiendo a
la experiencia común y a los estudios realizados. En Estados Unidos,
desde los años setenta hasta nuestros días, un número considerable de
propuestas para mejorar la calidad de la enseñanza se refieren a la
necesidad de elevar la docencia «al estatus de una verdadera profesión».6
De este lado del Atlántico, cabe destacar la celebración en Barcelona, en
julio de 1993 del III Seminario Internacional de la ATEE (Association for
Teacher Education in Europe) con el lema «la profesionalización de la
enseñanza y de los profesores», cuyo balance final es que no se ha
conseguido una profesionalización satisfactoria en la docencia.
Siendo unámine este juicio negativo, las propuestas positivas para
la profesionalización docente son variadas, según se entienda la no-
ción de profesión. A las dificultades intrínsecas reseñadas en el apar-
tado anterior, se añaden las posiciones ideológico-políticas que sesgan
las orientaciones para la acción profesionalizadora. Así, y por hablar

6. Cfr. I. Abdal-Hagg (1995), Professional Standards Development: Teacher Involvement,


Washington, Office of Educational Research and Improvement (ED).
30 ÉTICA DOCENTE

sólo de España, en el número monográfico extraordinario de la Revista


de Educación de 1988 que se ocupaba del tema, predomina la
consideración de las profesiones desde la dimensión de poder social y
político que conllevan. Este prejuicio compartido lleva a manifestar un
cierto recelo o cautela hacia la incuestionable demanda de profe-
sionalización para los docentes. Por otra parte, la revista Cuadernos de
Pedagogía se ocupa del asunto en un número de 1993, donde prevalece
la recomendación de insistir en la formación de profesionales re-
flexivos.
Debido a la ambigüedad que presenta la noción de profesión, conviene
realizar una consideración detenida de sus notas o rasgos distintivos para
poder situar el contenido y sentido del proceso de profesionalización. No
obstante, este análisis no es resolutivo, sino sólo orientador, pues «las
características que definen el concepto de profesión no son condiciones
necesarias y/o suficientes para otorgar la condición de profesión a una
actividad».7 Las profesiones poseen estas características, pero en un
grado distinto entre unas y otras, según sea la naturaleza del trabajo que
cubren y según su posición o estatus social, fruto éste principalmente de
la tradición. La mayoría de los estudios realizados sobre el concepto de
profesión tienen un enfoque sociológico que se expresa en la
enumeración de rasgos o notas distintivas; son sugerentes listados que,
sin embargo, no llegan a calar suficientemente en la realidad profunda del
trabajo humano, considerado desde la profesión. Por tanto, si se aplicara
la plantilla de notas distintivas como rasero al análisis sociológico de las
profesiones, prácticamente ninguna pasaría el examen. Sin embargo,
considerando esas notas definidoras sólo como indicios o signos
orientadores, el resultado puede ser valioso para una mejor comprensión
del proceso de profesionalización demandado.
C. W. Gichure, resumiendo buena parte de estos estudios, en una
primera aproximación, establece cuatro criterios para formar parte de la
lista selecta de las profesiones:8
1) Una base sistemática de saber o especialización.
2) Fines claros y definidos.
3) Componente científico del saber (científico desde el punto de
vista del sistema de las ciencias positivas).
4) Estandarización.

7. J. M. Touriñán (1990), «La profesionalización como principio del sistema educativo y la


función pedagógica», Revista de Ciencias de la Educación, 141, p. 11.
8. C. W. Gichure (1995), cit., p. 180.
LA DOCENCIA COMO PROFESIÓN ASISTENCIAL 31

Los dos primeros criterios son de carácter netamente social, y los dos
últimos de origen científico o epistemológico. Especialmente llama la
atención el último, por su rango de metacriterio, o criterio reflexivo sobre
el anterior. Por la estandarización «se excluyen aquellas prácticas fundadas
en la actividad consuetudinaria [customary practice] modificadas por
ensayo y error en la práctica individual. En opinión de ciertos autores, este
tipo de actividades se opone radicalmente a la actividad profesional e
incluso se consideran como antítesis de la profesión».9 Este criterio
excluyente es una transposición velis nolis del requisito esencial postulado
para el método de investigación científica ya desde Descartes, en su
Discurso del método. Es una vieja aspiración de la metodología y la
epistemología científicas de la modernidad: que la acción cognoscitiva y
práctica de la investigación se realice protocolaria y fluidamente a la
postre, mecánicamente, sin dependencia del sujeto investigador que la
realice. Este principio es realmente un desideratum más que una regla o
norma prescriptiva, pues parcial pero significativamente ha sido
transgredido en la historia de la ciencia moderna: los más fecundos
descubrimientos teóricos han sido fruto de innovaciones metodológicas,
realizadas saltándose las reglas metódicas, inspiradas precisamente por el
procedimiento del ensayo-error y gracias a la determinación subjetiva de
los científicos. Pero al margen de esto, no acaba de entenderse la
equiparación de este criterio con los anteriores, por su origen y por su
posible aplicación. La demanda actual de innovación imaginativa en el
ámbito del trabajo humano repelería a las profesiones que guardaran
fielmente el criterio de estandarización de procedimientos. En última
instancia, si se mantuviera dicho criterio, quedarían fuera las «profesiones
de ayuda» (helping-professions), en las que resultan imprescindibles las
disposiciones e iniciativas subjetivas de los agentes individuales. En defi-
nitiva, no parece posible mantener este criterio como criba definidora del
rango de profesionalización para cualquier trabajo.
Trascendiendo el planteamiento inicial de los cuatro criterios de se-
lección reseñados, la misma C. W Gichure resume los requisitos que
configurarían de modo general el perfil de la profesión desde una
perspectiva de análisis sociológico;10 éstos son:

a) Poseer conocimientos especializados, de naturaleza intelectual y


técnica; esto supone que el sujeto dedique una parte amplia de su vida a
instruirse en tal saber, puesto que no puede haber actividad técnica sin
conocimiento teórico previo.

9. Ibídem.
10. Op. cit., pp. 186-95.
32 ÉTICA DOCENTE

b) Tener estudios de un nivel superior garantizados por una titulación;


ésta, si bien puede considerarse como algo accidental o secundario
respecto al efectivo desempeño profesional, es la garantía legal de la
posesión de los conocimientos requeridos, aunque por sí sola no acredita
la idoneidad o competencia personal para el trabajo profesional.
c) Procedimiento de selectividad para la entrada a la profesión; tiene
sentido restrictivo justificado en la responsabilidad social del gremio
profesional, que garantiza así públicamente la confianza que merecen los
aprobados; se desarrolla mediante un procedimiento de examen y
certificación, instituido por las organizaciones profesionales y ratificado
ordinariamente por un organismo del Estado.
d) Prestación de servicios sociales útiles. Su rango es un punto debatido
entre los estudiosos, pues encontrándose vinculado al salario, unos anteponen
la disponibilidad del profesional con sentido de servicio llegando incluso a
postular la prestación gratuita de servicios a los necesitados como rasgo
definitorio del quehacer profesional mientras otros ven en la justa y debida
remuneración, entendida como cambio de servicios por bienes, la expresión
concreta de la esencial dimensión social del trabajo profesional.
e) Un conjunto de reglamentos o normas para el autogobierno
frecuentemente objetivados en un código deontológico, cuya finalidad
es mantener y potenciar un sentido ético elevado en el ejercicio profesional y
en las relaciones entre colegas, con los clientes y con la sociedad en general;
este requisito, obviamente, desemboca en la reflexión ético-profesional.
f) Alguna modalidad de inspección o autovigilancia del quehacer
profesional para el necesario control de su calidad técnica, su tono ético
y, consecuentemente, su prestigio social.

Además de estas notas distintivas o condiciones definitorias, habría


que añadir un elemento más, que es como un suprarrequisito que justifica
los anteriores: la autonomía. En un loable afán de síntesis, y en una de las
obras que más repercusión ha tenido en la última década, W. Carr y S.
Kemmis11 reducen a tres amplios rasgos la profesionalidad, y entre ellos
está la apelación a la autonomía como «derecho a formular juicios
autónomos, exentos de control extraprofesional», junto con el
«conocimiento fundado en un saber teórico» y la «subordinación del
profesional al interés y bienestar del cliente».
Es prácticamente unánime el reconocimiento de esta característica
para distinguir las profesiones de los oficios o trabajos ocupacionales.
La autonomía del profesional se refiere tanto a la capacidad personal

11. W. Carr y S. Kemmis (1988), Teoría crítica de la enseñanza, Barcelona, Martínez Roca, p. 26.
LA DOCENCIA COMO PROFESIÓN ASISTENCIAL 33

de tomar decisiones operativas en el trabajo, con ausencia de toda presión


externa u opinión dirimente extraprofesional, como a la pertinente
responsabilidad social ante los resultados y la calidad de dicho trabajo.
Con todo, la unanimidad en el reconocimiento teórico de este derecho no
significa limpieza y fluidez en su ejercicio. Como se señaló
anteriormente, el desarrollo actual de las profesiones reclama in-
terdependencia creciente entre los trabajos, lo que es una cierta cons-
tricción operativa para la autonomía en el desempeño profesional. Por
otra parte, y en el campo concreto de la profesión docente, la exclusión
de las opiniones del cliente no parece posible si se aspira seriamente a la
educación, y no a la mera instrucción intelectual o técnica: sobre la
educación de sus hijos, parece que los padres sí tienen algo que decir.
Como se dijo antes, y puede verse claramente ahora, la aplicación
rigurosa y tajante de estos requisitos no dejaría «profesión con cabeza».
Así ocurre con todas las clasificaciones, pero especialmente con las de
este tipo, fruto de un análisis sociológico que es incapaz de detectar la
jerarquía interna entre los elementos, pues de la cuantificación de hechos
en datos, por abundantes que éstos sean, nunca emana el principio de
orden o de referencia esencial.
Otro resumen desde una perspectiva diversa lo realiza J. Sarramona12
atendiendo más a la figura del profesional que al perfil de la profesión
como en la enumeración anterior, y refiriendo los rasgos o requisitos a la
profesión docente en concreto. Propone los siguientes elementos:
a) Delimitación de un ámbito específico de actuación. Pero en la
educación los límites no son fácilmente objetivables, pues la educación
no es un concepto unívoco, ni son los profesionales docentes los únicos
que intervienen en la acción educativa.
b) Preparación técnica y científica para resolver los problemas propios
de su ámbito de actuación. En la profesión docente ese requisito
reduplica lo problemático del anterior: justamente por la indefinición de
su ámbito de actuación no puede concretarse el contenido preciso de la
formación y preparación iniciales; además, también genera una dañina
confusión la extendida aunque errónea sensibilidad social según la
cual, para ser profesor, basta con tener conocimiento de la materia,
sentido común y experiencia.

12. J. Sarramona (1992), «La professionalitat pedagógica», en L'educació: el repte del tercer
mil⋅leni, Simposio Internacional, Institució Familiar d'Educació, Sitges, 1995, pp. 7-12; para la
explicación y comentarios a cada requisito cfr. J. Sarramona, J. Noguera y J. Vera (1997), «¿Qué es
ser profesional docente?», ponencia del XVI Seminario Interuniversitario de Teoría de la
Educación, Pamplona, pp. 17-35 (texto policopiado).
34 ÉTICA DOCENTE

c) Compromiso de actualización y perfeccionamiento de los co-


nocimientos y habilidades que le son propios. De nuevo se reproduce la
situación anterior: al estar indefinida curricularmente e indebidamente
regulada la preparación técnica y científica adecuada, la formación
permanente se confunde con la formación inicial; por otra parte, la
responsabilidad de actualización y perfeccionamiento es del docente,
pero los gastos y los medios para realizarla no pueden depender sólo de
él.
d) Unos ciertos derechos sociales como individuo y como colectivo
profesional. Este aspecto es particularmente espinoso en la situación actual,
en la que, junto con un reconocimiento social unánime sobre la importancia
de la educación en general, se encuentra cierto desdén hacia las demandas de
los docentes en particular, que «ya tienen bastante con las vacaciones que
disfrutan». Además, la extensión y asequibilidad de los conocimientos ha
contribuido a la merma del prestigio de los docentes: el maestro, de ser una
fuerza viva en los pueblos y los barrios de antes, ha pasado a ser un
funcionario más en la prestación de los servicios sociales mínimos; la
demanda de derechos en esta situación se percibe como una mera cuestión
técnica que debe resolver el organismo local o estatal correspondiente.
e) Autonomía en la actuación. En comparación con otras profesiones,
prácticamente es un requisito inaplicable en la enseñanza pues sus
restricciones son grandes y diversas, provenientes del respeto debido al
ideario o carácter propio del centro donde trabaja, sea de titularidad
estatal o no estatal, o debido a la necesaria cooperación con otras
instancias educativas, sean familias o colegas. No puede decirse que la
autonomía profesional del docente sea inexistente, pero sí debe afirmarse
que está mucho más condicionada que en otras profesiones.
f) Compromiso deontológico con la práctica profesional; establecido
en un código de derechos y deberes tendente a regular la práctica laboral
y la conducta de los profesionales. Todas las profesiones eminentes
tienen su código deontológico, decantado de la experiencia secular y
sancionado por la tradición, aunque no por el ordenamiento legal.
Respecto de la profesión docente, sin embargo, no hay ni tan sólida
tradición, ni siquiera conciencia clara de su valor o conveniencia.

Ante la complejidad que revela el análisis, la tarea de definir satis-


factoriamente el proceso de profesionalización resulta tan inviable
como la de definir la misma noción de profesión. Los intentos que se
han hecho generalmente resultan válidos, pero incompletos. Así, por
ejemplo, cuando se dice que «se entiende por profesión aquel conjun-
to de actividades específicas que, fundadas en conocimientos científi-
LA DOCENCIA COMO PROFESIÓN ASISTENCIAL 35

cos y técnicos, se aplica a la resolución de problemas sociales»,13 se está


apuntando sin duda al núcleo de la cuestión. Ateniéndonos a ella, no
cabría objeción dirimente para negar a la docencia la categoría de
profesión, y sin embargo, examinando detenidamente los requisitos en su
detalle, sólo surgen obstáculos e impedimentos.
En la situación actual, la valoración más ponderada es que no puede
considerarse la docencia como mero oficio, aunque sólo sea por la
cualificación universitaria que requiere; se encontraría en un rango in-
termedio, como una cierta semiprofesión, como una ocupación o que-
hacer que aspira a constituirse como plena profesión, o que quiere «ganar
en espacios de profesionalidad».14 Sin embargo, tampoco se trata de
determinar si la actividad docente cumple o no unos requisitos para
alcanzar una categoría estanca superior; si «da la talla» de la debida
profesionalización o no la da.15 En primer lugar, la tendencia a la
profesionalización es generalizada en todos los oficios, pero sus motivos
no son siempre encomiables, pues, como se ha denunciado
razonablemente, con dicha pretensión frecuentemente «se trata de la
supervivencia de un sistema estamental que busca en la idea de servicio y
respetabilidad, en el desinterés y en el conocimiento para resolver
problemas humanos, la manera de situarse en una cómoda jerarquía,
ajena a la disciplina que sigue el resto de trabajadores».16 Por otra parte,
la profesionalización es una realidad dinámica que va modificando en el
tiempo su configuración, y actualmente más intensamente que en décadas
pasadas. Cabe preguntarse si conviene a toda costa orientar el desarrollo
de la enseñanza por el cumplimiento de unos requisitos de incierta
validez para el futuro, aunque de aparente solidez en el momento actual.
El noble afán inicial de profesionalización puede decaer en turbio «pro-
fesionalismo» o en patológica «profesionalitis», y hay que precaverse
ante ambos: ni corporativismo elitista ni dedicación exhaustiva, exclusiva
y excluyente a la profesión, pues tales actitudes viciadas conturbarían el
quehacer educativo por su doble carácter peyorativo, para uno mismo y
para los demás. En cualquier trabajo honesto, lo importante no es si
figura en la galería social como ocupación, oficio o profesión; lo
verdaderamente útil es profundizar en las entrañas de su sentido y
reavivar los elementos que más lo consoliden en cada situación. Nunca
conviene que lo urgente haga olvidar lo importante.

13. J. Sarramona, J. Noguera y J. Vera (1997), cit.


14. F. Imbernón (1994), La formación y el desarrollo profesional del profesorado. Hacia una
nueva cultura profesional, Barcelona, Graó, p. 14.
15. A este respecto y con esa intención es representativa la obra de T. M. Stinnet (1968), Profe-
ssional Problems of Teachers, Nueva York, Macmillan.
16. J. Martín-Moreno y A. de Miguel (1982), cit., p. 61.
36 ÉTICA DOCENTE

3. La incierta profesionalización de la docencia

El prestigio social es un bien legítimo y atrayente para todos; y no cabe


duda de que las profesiones reconocidas tienen mayor reputación que los
oficios o las semiprofesiones. Con el renombre o prestigio se asocia la
influencia o ascendiente social, y por ello es una aspiración lícita para toda
persona. Sin embargo, no conviene olvidar que, como la felicidad y como
todo bien superior, no es objeto directo e inmediato de las acciones; en tanto
que fines, son remotos respecto de la actuación. Se obra bien y
meritoriamente en lo cotidiano, y así se obtiene el valor añadido del
prestigio, la fama o el honor. No obstante, la condición humana hace posible
siempre una desviación de la tendencia recta que consiste en la inversión de
los supuestos: en este caso consiste primero, y ante todo, en buscar la fama
directamente, pensando que ésta hará buenas las acciones. «Crea fama, y
échate a dormir», «que hablen de mí, aunque sea mal», son refranes
populares que intuyen y denuncian dicha inversión. Cabe preguntarse si con
el afán de profesionalización de los trabajos no estará ocurriendo esto, y par-
ticularmente con el trabajo educativo, aunque, como también cabe esperar,
nunca se admita ni pública ni privadamente.
Por supuesto, las razones que se aducen para lograr la profesiona-
lización son buenas en sí mismas, y generalmente desinteresadas. Así,
por ejemplo, se afirma que «sin las virtudes características de la pro-
fesionalidad cualquier otra reforma quedaría incompleta y no penetrada
hasta el núcleo de la cuestión: la mejora de la instrucción».17 Ante esta
noble finalidad, nadie se negaría razonablemente a suscribir la demanda
de profesionalización para la docencia. Pero si se examinan con
detenimiento las razones de dicha demanda puede que surjan algunas
dudas, no por las razones o motivos en sí mismas, sino por ser
insuficientes o incompletas; y no sería razonable quedarse a medias en
una noble aspiración. Retomando las notas características de la
profesionalidad, tal como las exponen sintéticamente W. Carr y S.
Kemmis, refiriéndolas al quehacer educativo, pueden verse las jus-
tificadas cautelas que deben estar presentes. Según ellos, son tres los
rasgos definitorios de la profesionalidad:

a) Conocimiento fundado en un saber teórico.


b) Subordinación del profesional al interés y bienestar del cliente.
c) Derecho a formular juicios autónomos exentos de control ex-
traprofesional.

17. G. Sykes (1992), «En defensa del profesionalismo docente como una opción de política edu-
cativa», Educación v Sociedad, 11, pp. 85-96, 96.
LA DOCENCIA COMO PROFESIÓN ASISTENCIAL 37

Respecto al primer elemento, las reservas que se plantean son: cuál o


cuáles son los saberes que fundamenten la práctica educativa; si son
suficientes unos saberes meramente teóricos para dicha práctica, y si cabe
pensar que la docencia es una práctica que pueda realizarse como aplicación
de dicho saber teórico. Son dudas que surgen de la peculiar naturaleza del
saber educativo, que es un saber práctico, y de la confusión que sigue reinando
sobre la consistencia y validez de los saberes prácticos.18 Ningún saber
práctico, ni el educativo, ni el político, ni el artístico ni el ético, pueden
considerarse como conjunto de destrezas o habilidades operativas derivadas o
deducidas de un saber científico, esto es, de un saber teórico puro. Aun en el
supuesto de que pueda conocerse algún día qué es la condición humana y
cómo opera, no por ello se sabrá qué debe hacerse en cada caso para ayudar a
su mejora o perfeccionamiento, pues éste es un proceso permanentemente
abierto, constituido tanto por las acciones realizadas como por las
posibilidades suspendidas. A obrar se aprende obrando, y a educar se aprende
educando, pero no conociendo el ser de la educación y la naturaleza del
educando.19 Aunque el conocimiento teórico de la educación ayude, no
resuelve por sí mismo la acción educativa; puede ser una asistencia eficaz,
pero no indica por sí mismo cómo debe obrarse en cada situación; y ésta, cada
situación singular, es lo que importa en educación.
Indudablemente, cada profesión tiene su propia práctica, pero no
hay equiparación con la docencia en cuanto a la relación entre saber
teórico y práctica técnica del trabajo profesional. En efecto, en la me-
dicina, la ingeniería o incluso en la abogacía a este respecto, el sa-
ber teórico prescribe la actividad a realizar por el profesional, aunque
esas prescipciones puedan ser moduladas y configuradas particular-
mente por la práctica clínica, fabril o forense. En realidad, la expe-
riencia práctica es el elemento que acaba sosteniendo la competencia
profesional, pues los conocimientos teóricos son comunes para todos,
y la diferencia decisiva en el trabajo se establece desde la pericia sub-
jetiva de cada profesional. No obstante, en estos casos la práctica
siempre es secundaria o derivada en la acción, que se resuelve desde
los enunciados del saber teórico. En el saber educativo, no hay tal sa-
ber teórico que dicte la actuación profesional debida a cada situación;
mejor dicho, hay multitud de saberes y, sobre todo, de teorías peda-
gógicas que pretenden resolver la práctica educativa... sin lograrlo. Al
cabo el balance sigue igual: no hay saber pedagógico establecido a

18. Cfr. F. Altarejos: Dimensión ética de la educación, Pamplona, Eunsa, 2002 (2.a ed.); cap. VI:
«La practicidad del saber educativo».
19. Cfr. R. Alvira Domínguez (1988), «La educación como arte», en Reivindicación de la
voluntad, Pamplona, Eunsa, pp. 130-40.
38 ÉTICA DOCENTE

causa de tantas teorías pedagógicas que pretenden establecerse en exclusiva.


Tal vez la libertad humana pueda ayudar a entender esta situación, que no es
lamentable, sino estimulante, al menos para quien tiene presente que en la
docencia «no se trabaja con cosas, sino con personas».20
La segunda condición esencial es la subordinación del profesional al
interés y bienestar del cliente. Evidentemente es un requisito encomiable,
y además sencillamente descriptivo, pues un trabajo profesional se
mantiene como tal por el servicio selecto que presta al cliente; por tanto,
es éste y su interés lo que determina la actuación profesional. Como
formulación genérica y abstracta para toda profesión e incluso para
todo trabajo humano es irreprochable. El problema surge cuando se
intenta precisar en particular para el quehacer educativo, pues la
proposición, teniendo un significado claro, no tiene una referencia
definida. ¿Quién es realmente el cliente del docente? El discente, se
respondería de primeras, y así es en efecto; pero se trata de un cliente
peculiar frente a la clientela de otras profesiones. Para empezar, en las
enseñanzas primaria y secundaria al menos, el cliente no es mayor de
edad, y por eso no figura en la relación contractual con el profesional; no
es parte contratante. Son sus padres o tutores quienes se relacionan con el
docente, pero no quienes reciben sus servicios; no son los destinatarios de
su labor. Esto implica que no reciben directamente los beneficios del
trabajo profesional, por lo cual no pueden ser buenos jueces del mismo.
Tampoco pueden serlo en otro sentido, pues los servicios que prestan las
profesiones consagradas como tales tienen un preciso grado de
concreción en su rendimiento, del cual carece el quehacer educativo. Se
puede argüir si estoy curado o no; si la casa está bien hecha o no; si el
pleito se ha ganado o no; y el médico, el ingeniero o el abogado
responden del éxito o del fracaso. Pero, ¿a quién se le ocurre acudir con
un planteamiento similar ante el docente? Sólo a quien ignora qué es la
educación. El profesional típico puede incluso dar cuenta anticipada del
fracaso, porque controla suficientemente la situación en la que trabaja: si
afronta una enfermedad incurable, la conoce como tal y avisa al paciente;
y si la sentencia depende de un juez corrupto, también lo sabe y prepara
al cliente. Pero un docente no tiene ni podrá tener nunca un control si-
milar del aprendizaje, pues éste depende de muchos y diversos facto-
res además de su actuación didáctica. Se dirá entonces con razón que,
precisamente por eso, la docencia no puede ser una plena profesión.
Y precisamente de eso se trata aquí, aunque con un matiz diferencial:
la cuestión que estamos examinando no es si la docencia puede o no

20. T. Alvira Alvira (1985), Calidad del profesor: calidad de educación, Madrid, Dossat, p. 8.
LA DOCENCIA COMO PROFESIÓN ASISTENCIAL 39

puede profesionalizarse, si no más bien, si debe o no debe profesiona-


lizarse; si realmente merece la pena pagar el precio social y cultural
exigido para constituirse como una más entre las renombradas y afa-
madas profesiones tradicionales.
Este planteamiento puede resultar desconcertante a primera vista, pero el
examen detenido de las razones para la profesionalización lo indica
reiteradamente, y con más vigor aun cuando se considera la tercera condición
de la profesionalidad: el derecho a formular juicios autónomos exentos de
control extraprofesional. Es un punto decisivo en esta cuestión, y también es el
más problemático para el quehacer educativo, tal como se apuntó antes. «Es en
el aspecto de la autonomía donde halla sus limitaciones más serias la
profesionalidad de los maestros. Pues si bien los maestros pueden formular
juicios autónomos en el decurso de la actividad cotidiana de las clases, y en
efecto lo hacen, en cambio poseen escaso control sobre el contexto organi-
zativo general dentro del cual ocurre dicha actividad.»21 La exigencia de
autonomía es una herencia de las profesiones liberales, que hasta hace bien
poco tiempo eran consideradas el estatus arquetípico de la profesionalidad; y
dicha exigencia, obviamente, se refería a la práctica que se ejercía «por libre»
o, a lo sumo, en asociación con un número reducido de colegas en una
consulta privada, un bufete o una oficina técnica. Éste era incluso el aspecto
más ostensible: el ejercicio liberal de la profesión, que determinaba horarios,
retribuciones y, en general, regulaba las relaciones entre profesional y cliente.
En el caso de la docencia, esta tradición liberal no ha incidido prác-
ticamente nunca, pues son muy pocos los colegios o escuelas que se han
formado por iniciativa y con titularidad de los profesores. La situación
común del docente es la de ser asalariado, contratado por una institución
privada o por el sistema público de enseñanza. No obstante, su autonomía
tampoco es la propia de dicha situación laboral, sino mucho más amplia.
No cabe comparación con la autonomía de los oficios, que es casi
inexistente; por ejemplo, con los oficios de la construcción, donde todas
las decisiones están tomadas por el arquitecto y el constructor. Los
docentes, como se ha comentado por doquier, son autónomos dentro de
las paredes del aula, donde operan de hecho como si el cliente fuera la
institución que les ha contratado: rinden cuentas de su trabajo al colegio,
ante cuya dirección son responsables de su práctica. Éste es un aspecto
peculiar de la docencia: el cliente real, el destinatario de los servicios no
es quien exige directamente la responsabilidad sobre el trabajo, ni
tampoco sobre los resultados obtenidos, entendidos éstos en términos de
rendimiento académico.

21. W. Carry S. Kemmis (1988), cit., p. 27


40 ÉTICA DOCENTE

Además, conviene atender a otro factor que también resulta peculiar


en la incierta profesionalidad de la enseñanza: el docente tiene una
autonomía relativa, pero significativa, en la organización del tiempo de
trabajo. En su jornada laboral hay un tiempo mayoritario que viene
determinado por el horario de clases; pero también hay otra considerable
porción de tiempo que distribuye él mismo. Esta capacidad distingue más
que otras al profesional del asalariado, aunque no sea contemplada
frecuentemente en el estudio del tema. Sin embargo, la dinámica social la
va revalorizando por la vía de los hechos: en la sociedad urbana, la
semiflexibilidad en el horario de trabajo de los docentes es un elemento
apreciable e incluso envidiable.
Generalmente, la relativamente escasa autonomía de los profesores se
refiere a la relación libertad de cátedra / ideario del centro, como punto
caliente y muestra fehaciente de la situación. Pero al lado de este
debatido tema, cargado de ideología en el planteamiento, hay otros
aspectos como los reseñados, tal vez intrascendentes en la teoría y la
ideología, pero dirimentes en la práctica cotidiana de la enseñanza.
El balance final concluye en la inviable profesionalización de la do-
cencia si y sólo sí se atiene a las condiciones o requisitos clásicos de las
profesiones. Esta conclusión lleva a ver de otra manera ciertas propuestas
sobre el tema, que son posiblemente bienintencionadas, pero también
precipitadas e irreflexivas. Como se señaló en el apartado anterior, las
mismas profesiones clásicas tienen comprometido su estatuto por el
cambio progresivo en la estructura social que viene experimentándose en
las últimas y recientes décadas. Repasando lo dicho anteriormente:

a) El conocimiento científico-técnico postulado no tiene hoy la


patente exclusiva en el saber profesional; también se requiere, y con
importancia creciente, el saber tomar decisiones ante situaciones com-
plejas; y el asunto de la complejidad no puede resolverse prácticamente
mediante el saber científico-técnico.
b) La subordinación del profesional al interés del cliente se man-
tiene, pero también se ve modificada por la creciente vinculación del
profesional a instituciones y organizaciones; paulatina pero constan-
temente, la ineludible adscripción a empresas y corporaciones va
arrumbando la figura y situación del profesional liberal; esto se debe
principalmente al elevado coste de los medios tecnológicos que precisa el
trabajo, y que no puede ser subvenido por el ejercicio liberal de la
profesión; aunque la posición social del profesional siga distinguiéndose
de los oficios, efectivamente su situación social y laboral está próxima a
la de un asalariado.
LA DOCENCIA COMO PROFESIÓN ASISTENCIAL 41

c) Debido a esta dinámica socioprofesional, la autonomía se au-


tolimita, y su grado efectivo se aproxima a la poseída por los docentes, y
por el mismo motivo: la pertenencia a una institución, que es quien
realmente contrata los servicios; de hecho, esta característica, que antes
era la señera en los análisis sociológicos sobre la profesionalidad, es
actualmente la más cuestionada.
Así las cosas, la cuestión es si realmente conviene al quehacer docente
orientar su profesionalización por los parámetros de referencia usuales, que
son los expuestos sintéticamente, o si conviene orientar la búsqueda por
otros derroteros. En suma, si no interesaría replantearse el problema de la
profesionalidad. Tal posibilidad es, en general, una vía lógica y sensata:
cuando no se acierta a resolver el problema planteado, en vez de buscar
nuevas alternativas, primero conviene revisar el propio planteamiento del
problema. Esta disposición reflexiva invierte la perspectiva de consideración
en este caso: en vez de buscar el ajuste del quehacer docente a los requisitos
de las profesiones, mejor será profundizar en las características propias del
quehacer docente, para educir una nueva noción de profesionalidad.
Siguiendo este orden procedimental hay que ocuparse de una cuestión
previa: ¿enseñantes o docentes?; ¿meros instructores en un saber o
formadores mediante la enseñanza de un saber?22 Desde la racionalidad
tecnológica o instrumental la primera opción era la válida y sensata; y, en
concreto, según sus más enfervorizados propugnadores, ni siquiera había
tal opción: había enseñantes por un lado, y por otro ilusos y desvaídos
místicos de la enseñanza que postulaban curiosos principios como la
vocación docente, la grandeza de la educación y otras entelequias
similares. Según esta concepción, el profesor y el maestro sólo son los
expositores de un saber, los «facilitadores» del aprendizaje. Éste es un
proceso natural del alumno hacia la incorporación de un saber que se
constituye objetivamente, es decir, amoralmente; es un proceso en el que
los enseñantes actúan como meros catalizadores. El enseñante, desde
luego, también contribuye a la educación del individuo a través de la
transmisión del saber, pero su actividad en clase es moralmente neutra;
no debe incidir en la asunción de valores ni la incorporación de normas o
principios en el alumno.
Lo que puede decirse de esta posición es que resulta tan endeble
como la ideología que la sustenta. La demanda y expectativas mun-
diales para la educación han desbordado tan estrecho marco, yendo
más allá de la mera comunicación de datos y hechos. De la informa-

22. Para una detallada y sugerente discusión de esta cuestión cfr. C. W. Gichure (1995), cit., pp.
215-38.
42 ÉTICA DOCENTE

ción al conocimiento media un paso decisivo que sólo puede darlo la


acción docente intencionalmente educativa.23 En el último informe de la
Unesco24 se incide constantemente en este punto: los grandes objetivos de
«aprender a conocer» y «aprender a aprender» implican a las personas
enteras del docente y del discente, y tal aprendizaje no puede realizarse
sin el continuo concurso de la voluntad y los afectos. Además, las nuevas
exigencias de profesionalidad como ya se ha apuntado y se desarrollará
en el siguiente apartado dejan inerme al quehacer docente si se concibe
como mera tarea técnica de los «enseñantes». Esta concepción ni siquiera
encuentra acomodo en la docencia universitaria: cuando se ha propuesto
que sólo cabía hablar de profesión académica, consistente esencialmente
en la investigación y parcial y ocasionalmente en la enseñanza, no se ha
tenido en cuenta la creciente demanda de preparación profesional, la cual
requiere formación en actitudes y capacidades tanto como en
conocimientos. El docente no puede ser solamente el científico que
conoce lo que hay, sino también el sabio, que conoce cómo obrar, en la
ciencia y en la vida; y ambos saberes pueden y deben ser comunicados a
los discentes, pues es la mejor ayuda que pueden recibir.

4. La docencia como profesión asistencial:


su sentido ético

La noción de «ayuda» es de importancia capital para la comprensión de la


esencia del quehacer educativo y de su debida profesionalidad. En la actual y
difundida consideración económica de los trabajos, la educación caería en
principio dentro del llamado sector terciario. Indudablemente, la expansión
de los servicios ha sido otro de los elementos transformadores de la noción
general de profesionalidad; y en este sentido las tareas educativas, y la
docencia entre ellas, estarían en primera fila de la nueva oleada laboral. Sin
embargo, esta afirmación es discutible por el carácter mismo del quehacer
educativo, que es más que un servicio: es una ayuda.
Hay una neta diferencia conceptual entre «servicio» y «ayuda» en
razón de su finalidad. Se trata en ambos casos de una relación entre
personas, pero la relación de servicio consiste en la actuación de al-
guien que procura y ofrece algo que yo no puedo o no quiero obtener
por mí mismo; y ésta no es la misma situación de la relación de ayu-
da. En el servicio se ofrece un bien que el receptor renuncia a lograr

23. P. E Drucker (1989), cit.


24. J. Delors (coord.) (1996), La educación encierrra un tesoro, Madrid, Santillana / Ediciones
Unesco.
LA DOCENCIA COMO PROFESIÓN ASISTENCIAL 43

por sí mismo. En teoría, y en otras condiciones, el destinatario del ser-


vicio podría bastarse a sí mismo; por ejemplo, confeccionándose un
vestido, fabricándose sus muebles o desplazándose a pie para viajar. Pero
la finalidad de la autarquía es de suyo una aspiración truncada en su raíz;
resulta antisocial y, además, es improductiva, pues quien me presta el
servicio lo hace mejor que yo. El receptor del servicio lo es, ante todo,
por su renuncia voluntaria y consciente a obrar por sí mismo en ese
trabajo concreto.
Obviamente, ésta no es la situación definitoria del educando o aprendiz.
En la adquisición del saber, se trata precisamente que el discente obre por sí
mismo, para un mejor y más eficaz aprendizaje, y para el crecimiento o
desarrollo de sus capacidades personales. La relación de ayuda se establece
como cooperación; como apoyo o asistencia para que el aprendiz procure
algo por sí mismo, algo que puede y debe obtener por sí mismo; pero que se
favorece y se propicia con la ayuda de otro, que es experto en la asistencia a
tal logro. Ciertamente, la proximidad de un servicio a una ayuda es grande;
pero su diferencia es neta. En el servicio, el tomador es alguien que recibe el
bien, y es por tanto un receptor pasivo. En cambio, en la ayuda, el des-
tinatario es alguien reforzado en su propia acción, y dicho refuerzo es
precisamente el bien que se ofrece; el ayudado es un agente activo.
Hoy ya se habla de las «profesiones de ayuda o asistenciales» (hel-
ping professions) que posiblemente acaben constituyendo un sector
cuaternario en la economía. Podrá pensarse que ésta es una conjetura
aventurada; pero también debió parecer chocante en los siglos pasados,
cuando los trabajos de servicio se consideraban tareas menestrales,
indignas de las clases altas y medias de la sociedad, que llegara a haber
un sector terciario en la economía, equiparable al primario y al
secundario. En todo caso, y examinadas la índole de las relaciones de
servicio y de ayuda, la docencia cae entre estas últimas por definición:
regla de oro del quehacer educativo es no suplir al educando en su ac-
ción, sino sólo asistirle hasta que se baste por sí mismo. Así se des-
prende de la observación directa de la enseñanza, y también de la tra-
dición si, por ejemplo, nos remontamos a Sócrates. A primera vista,
Sócrates parecería el profesional hiperliberal, pues su autonomía de
actuación era absoluta, enseñando lo que, a quién, cómo y cuándo
quería; pero le faltaba el pequeño detalle de la remuneración, pues se
imponía a sí mismo que su enseñanza fuera gratuita. Además, el
mismo Sócrates, al definir su práctica o arte, recurre a lo que hoy se
declararía sin ambages como «profesión asistencial»: el arte de la co-
madrona que practicaba su madre.25 Sócrates, en efecto, se veía a sí

25. Platón, Teeteto, 148-150 b.


44 ÉTICA DOCENTE

mismo prestando la ayuda para dar a luz en el conocimiento, análo-


gamente a como la comadrona ayuda a dar a luz un hijo.
Desde los parámetros oficiales de la teoría sociológica, las profesiones
asistenciales no merecerían el nombre de profesiones; pero esto se debe al
excesivo cientificismo de los análisis sociológicos. Tampoco desde la
sensibilidad corriente parece posible aunar el prestigio social de las
profesiones clásicas con la dedicación a tareas asistenciales; pero esta
valoración es fruto del individualismo acendrado de la posmodernidad. Por
contra, cuanto más se profundiza en la consideración serena y desprovista de
prejuicios socioculturales, más signos emergentes se perciben en esta nueva
realidad. Además, el declive de la racionalidad tecnológica o instrumental es
tan claro como el auge de las tareas solidarias y humanizadoras, que van
convirtiéndose progresivamente en quehaceres profesionales remunerados,
en las profesiones asistenciales. Y éstas también pueden definirse por unos
rasgos o requisitos que resultan coincidir con la evolución de las caracterís-
ticas de las profesiones clásicas, o si se quiere, a la inversa: las profesiones
clásicas presentan una evolución en sus notas distintivas que es bastante
coincidente con las condiciones de las profesiones asistenciales.
Hay cinco notas esenciales que, además de otras más accidentales,
definen la índole de cualquier tarea de ayuda, pero con un sentido propio,
constante en el tiempo y perfectivo o de mejora en el quehacer; son pues
las notas características de las profesiones asistenciales: competencia,
iniciativa, responsabilidad, compromiso y dedicación.
La competencia es un concepto de rico sentido, pues se refiere a la
habilidad o capacidad para resolver los problemas propios del trabajo.
Puede considerarse como equivalente de la exigencia clásica de saber
científico-técnico especializado, pero con decisivas correcciones o
ampliaciones; pues, a) no se refiere a un saber teórico, sino a un saber
práctico, o a la acción racional-práctica; b) no es tanto un saber
objetivo, asequible para muchos, sino la realización de ese saber teórico
en una subjetividad, desde la experiencia y con un conocimiento
suficiente, distinto y actualizado de la finalidad. La persona compe-
tente no es tanto la que sabe y por eso puede hacer; sino la que
sabe obrar y hacer y puede afrontar los problemas prácticos en su
complejidad. En la competencia radica la autoridad del profesional y su
valor social: se le busca entonces, más que por una titulación certifi-
cada en unos estudios, por una aptitud acreditada en su quehacer. La
titulación académica y el procedimiento de selectividad para la en-
trada en la profesión no son recusables, pero tampoco son dirimen-
tes, porque no son imprescindibles desde la perspectiva de la compe-
tencia. Se admite la posibilidad de que alguien que carezca del título
LA DOCENCIA COMO PROFESIÓN ASISTENCIAL 45

académico pertinente haya podido adquirir la idoneidad operativa en el


curso de su trayectoria laboral. La competencia expresa la síntesis de
saber y hacer; de doctrina y capacidad; de conocimiento y acción
eficiente.
La iniciativa personal es la cualidad que se requiere hoy desde todos
los ámbitos; es una vertiente esencial de la competencia y raramente
pueden darse la una sin la otra. Incluso desde las profesiones que no son
asistenciales se demanda iniciativa personal para afrontar la complejidad
creciente y dominante en las tareas flexibles y las situaciones cambiantes.
La iniciativa se resuelve en anticipación e innovación, cualidades
apreciadas en todos los trabajos, pero que resultan inexcusables en las
tareas de ayuda; pues la radical originalidad e imprevisibilidad de la
persona hace ineludible esa disposición. Las situaciones y los problemas
propios de las profesiones asistenciales son diversísimos, y si bien
pueden clasificarse teóricamente en amplias categorías, cada caso tiene
un matiz significativo diferente, un aspecto distintivo único que le
prestan las circunstancias irrepetibles de cada posición personal e
interpersonal. Poder tomar la delantera a las acciones del ayudado es
cualidad capital para la prestación de la ayuda.
Además, en cualquier situación de asistencia el referente es una realidad
humana, es decir, un dinamismo subjetivo que integra una pluralidad de ins-
tancias operativas que deben ser acogidas, aunque no siempre directamente
subvenidas por el asistente. La delimitación de un campo específico de
actuación, que es un requisito de las profesiones tradicionales, queda aquí en
entredicho, pues ni se puede ni acaso se debe objetivar dichos ámbitos; como
mucho podría decirse que tal delimitación de ámbitos la establece el propio
profesional. Así, por ejemplo, en las situaciones de falta de motivación o de
actividad para el aprendizaje, el docente se topa frecuentemente con situa-
ciones cuya resolución trasciende el mero ámbito académico; problemas de
afectividad o de integración pueden incidir negativamente en el aprendizaje
y aunque el docente como tal sea incapaz de resolverlos directamente, no por
eso deja de ser conveniente y eficaz su asistencia a la familia y al experto
que trate directamente el problema: y la cualidad, la implicación y el alcance
de la ayuda prestada en tales situaciones concierne al profesional. Sin
iniciativa personal resulta inútil plantearse esta posibilidad. En verdad, la
iniciativa es un sustituto aventajado de la autonomía práctica del profesional;
cuando se permite, e incluso se propicia la actuación con iniciativa personal,
se está favoreciendo fehacientemente la autonomía profesional.
Ni la competencia ni la iniciativa pueden concebirse si no es des-
de la responsabilidad, que puede entenderse con la expresión zubiria-
na de «hacerse cargo». Supone una obligación, pero no impuesta por
46 ÉTICA DOCENTE

instancias abstractas o códigos generales de conducta, sino acogida por el


sujeto, que quiere hacerse cargo de las consecuencias de su acción por un
lado, y pretende constantemente mejorar dicha acción por otro lado, para
que las consecuencias sean crecientemente beneficiosas, para uno mismo
y para los demás. Desde la responsabilidad precisamente se sostiene y
realiza la actualización o formación permanente; otra de las notas
distintivas de todo profesional. La responsabilidad es la otra cara de la
libertad; la cara de su incremento o desarrollo. La libertad aumenta
progresivamente el potencial operativo del sujeto; y desde ese
crecimiento se da cuenta de las acciones y se responde de los efectos. La
responsabilidad denota la capacidad de responder de las propias acciones,
ante los otros y, sobre todo, ante uno mismo, haciéndose cargo de las
resultas de la actuación. El sentido de «pagar por los errores» es un
reduccionismo de la responsabilidad, fruto de una moral rigorista. La
verdadera responsabilidad es también una dimensión de la autonomía de
acción. En el profesional, es el débito exigido a la confianza depositada
por el cliente. En el docente, es la respuesta personal al delicado y
gravoso encargo que detenta: contribuir a la formación humana.
Ciertamente, la responsabilidad es una cualidad moral en sí misma, y por
lo tanto propia de todo profesional de cualquier tiempo; pero como
condición o requisito para definir una profesión se modula particularmente,
en cuanto que funda la misma razón de ser de la profesionalidad, y muy
particularmente en las profesiones asistenciales. En el ofrecimiento que hace
un profesional de su competencia, está implícito el hacerse cargo del interés
y beneficio del cliente, y por tanto no se admite la posibilidad de
«descargar» en otro, de «echar la culpa al jefe». La radical individualización
que conlleva toda tarea de ayuda impone que el profesional que la presta
pueda ser reemplazado, pero no acompañado por otro en el ámbito
específico de su actuación, por ser éste, según se ha dicho, radicalmente
personal. La incidencia de dos o más asistentes en la misma tarea de
ayuda resulta disfuncional, salvo que haya, más que una enorme
coincidencia, una total y completa sintonía entre ellos; y esta necesaria
comunión rara vez se consigue fuera del matrimonio, e incluso dentro de
él. Las discrepancias en la acción asistencial son muy perjudiciales, para
el quehacer y para quien recibe la ayuda, a quien puede incitarse inad-
vertidamente a la confusión afectiva. La tarea de ayuda suscita una re-
lación afectiva que, si bien no es el fundamento, sí que es un recurso
eficaz para el quehacer asistencial. Por supuesto que esa relación debe
ser moderada para evitar el pernicioso efecto Pigmalión; pero sería
inhumano yugular la correspondencia de gratitud y cariño hacia quien
presta el inestimable bien de su ayuda. El grato y afectuoso recuerdo
LA DOCENCIA COMO PROFESIÓN ASISTENCIAL 47

que guardan los discípulos hacia el maestro es un elemento más, y no


banal, de la ayuda profesional del docente.
Cuando se habla de «dedicación» como condición para el ejercicio
profesional, obviamente no se está hablando en el sentido de dedicatoria,
homenaje o conmemoración, sino en el de ofrecimiento, entrega o
asignación. El significado de dedicación aquí es el de «estar por». Dedicarse
a algo es más que ocuparse en ello; la ocupación, aunque sea intensa, es un
quehacer transitorio e inestable que concluye tendencialmente en la des-
ocupación, en liberarse de la ocupación. Tiene un carácter de imposición o
necesidad externa que se opone radicalmente a la dedicación, fruto de una
voluntad íntima y constante. Cuando alguien se dedica a algo, está por esa
tarea, y su actitud entonces sobrepasa a la disposición de la persona ocupada;
la dinámica de un quehacer realizado con dedicación tiende a la persistencia,
y no a la desocupación. La dedicación no tiene un sentido extensivo y cuan-
titativo, sino intensivo y cualitativo, la persona dedicada a un quehacer no
«echa muchas horas» en el trabajo, pero concentra sus energías y embarga
sus disposiciones cuando «está por la labor». El sentido del tiempo es
relevante en la dedicación profesional: más que en trabajar continuamente,
catorce horas al día, consiste en estar disponible permanente para las
necesidades que eventualmente puedan surgir. Aunque sólo fuera por esto, el
requisito de la dedicación competería plenamente a la docencia, no tanto en
el sentido de no tener horario aunque algo de esto, también, sino sobre
todo en tanto que la enseñanza requiere un tiempo abierto; libre, por
ejemplo, de la constricción de una programación que predeterminara los
contenidos, los tiempos y los tempos de la actividad docente.
La dedicación es un concepto frecuentemente malentendido. Por
ejemplo, es corriente su adscripción a la ocupación de los llamados
«ejecutivos», que son quienes realizan tareas directivas en las organi-
zaciones. Se percibe inmediatamente que las profesiones asistenciales
tienen poco que ver con las tareas directivas en las empresas, pero es
precisamente por la real dedicación de éstas a las personas, a los clien-
tes o destinatarios de la ayuda. En verdad, la ocupación directiva parece
tender también a la profesionalización según los requisitos tradi-
cionales, pues la condición particular que le faltaba hace décadas está
sobradamente cubierta en la actualidad por las carreras y cualificados
programas de posgrado en dirección de empresas. Hoy día es posible
hablar con rigor de una profesionalización de la tarea directiva. Y es
debido también hablar de una tendencia a la diversidad de ocupaciones
de los directivos, que desempeñan diversas funciones, e incluso
diversos cargos en distintas instituciones. Esto es posible porque la
función directiva se ocupa directamente tanto de personas como de ta-
48 ÉTICA DOCENTE

reas, pero preferentemente de éstas. Tal situación se opone prácticamente


a la dedicación propia de las profesiones asistenciales, donde la
disponibilidad conlleva la concentración en procesos, objetivos y, sobre
todo, en las personas.
Es obvio que todas estas condiciones o características de las profesiones
asistenciales no pueden realizarse si no es desde el compromiso personal del
profesional. Éste es un elemento respetable, pero temible para los análisis
socioprofesionales, pues no es conmensurable con otros factores. El com-
promiso es un elemento radicalmente antiobjetivo, y reacio a toda medida y a
toda estandarización, por su misma naturaleza: un compromiso sólo puede
entenderse como un acto enteramente personal. Sin embargo, no cabe otra
posibilidad para fundamentar sólidamente los requisitos de competencia,
iniciativa, responsabilidad y dedicación, salvo la apelación al compromiso
personal. Tales características suponen implícitamente un grado de excelencia
en el desempeño profesional, y la excelencia se inscribe en la dimensión
subjetiva del trabajo; es como un exceso esencial sobre las condiciones
objetivas del trabajo, un desbordamiento de la mera eficacia productiva. Y,
dada la falta de objetividad, o la imposibilidad de objetivación, ¿sobre qué
base cabría exigir competencia, iniciativa, responsabilidad y dedicación al
profesional? Podría pensarse que tal exigencia sería materia de los códigos
deontológicos, pero tal posibilidad está cerrada por la misma índole de todo
código normativo, público y general. Un reglamento o conjunto de normas se
dirige a varios o a muchos, o de lo contrario, carece de sentido. Pero precisa-
mente por eso debe tener un carácter de estipulación de mínimos, o de lo
contrario no podría cumplirse más que por unos pocos. Las ordenanzas o
códigos de deberes deben definir éstos a un nivel de mínima exigencia, pues
sólo así pueden ser comunes a varios individuos. La aspiración a la excelencia
trasciende ampliamente los reglamentos.
De esta forma, el examen de las características propias de las pro-
fesiones asistenciales sitúan a la profesionalidad en una perspectiva
innovadora. Ya no son condiciones o requisitos objetivos para el tra-
bajo, sino pautas de exigencia para quien trabaja. Dicha exigencia,
además, se orienta por el perfeccionamiento personal, que supone una
mejora eficiente de la tarea, más que por la eficacia de la tarea que no
garantiza en modo alguno un crecimiento personal. Se trata de pro-
mover una praxis, una acción inmanente abierta a toda actividad tran-
sitiva que fundamente y otorgue sentido a la actuación humana. Se trata,
en definitiva, de retomar el sentido primitivo de la noción de profesión,
ampliando uno de sus elementos diferenciales: la vocación. Según
se expuso en el primer apartado, junto a la obligación, la voca-
ción era un núcleo significativo esencial del concepto de profesión, al
LA DOCENCIA COMO PROFESIÓN ASISTENCIAL 49

que Lutero seculariza. Igualmente, el concepto de dedicación puede


considerarse como secularización de «consagración»; y el compromiso es
sin duda un cierto trasunto secularizado de los votos monásticos.
Actualmente, la vocación se entiende psicológicamente como una
disposición particular, o como el descubrimiento subjetivo de idoneidad
para cierto tipo de quehaceres. Pero eso no significa una contradicción
con el sentido antiguo, sino sólo una diferente perspectiva de
consideración: la vocación puede ser un cierto llamamiento que se
percibe en el descubrimiento de la aptitud personal para la tarea a
realizar. En todo caso, y se entienda o no desde las nociones de praxis y
de vocación, lo cierto es que las profesiones asistenciales se fundan
preferentemente en la dimensión subjetiva del trabajo y anteponen el
sentido ético al sentido técnico, sin ser éste menospreciable.
El esquema tradicional de análisis socioprofesional ha señalado siempre la
fundamentación en un saber científico positivo-experimental, y en la técnica
derivada o aplicada. Esta posición no supone necesariamente la negación de la
dimensión ética, aunque en algunos planteamientos se ha realizado explícita o
implícitamente, propugnando la neutralidad axiológica del profesional. En las
profesiones asistenciales, se ha invertido la relación: lo sustantivo es la
dimensión ética del profesional que da sentido a la dimensión técnica. En los
procesos laborales la eficacia técnica antecede al sentido ético en el orden
productivo inmediato, pero se sustenta en éste en el orden de los fines,
próximos y remotos. La competencia técnica no es negada, sino al contrario,
es reforzada y consolidada: la actuación ética sostiene y potencia la actividad
técnica. La apelación a la ética no es el refugio del individualismo insolidario.
Un vivo sentido ético es el motor eficaz del cuidado de toda práctica social y
también de lá práctica profesional. Indudablemente, el afán de lucro o el deseo
de honor pueden mover al profesional a mejorar su técnica; pero es una
motivación inestable e insegura, porque la consecución de dinero o de cargos
puede frustrarse. En cambio, el fundamento ético de la profesión presta al
saber técnico un cierto sentido de inmanencia: se trabaja principalmente por la
obligación libremente querida del crecimiento personal, que implica
necesariamente la mejora del saber y la técnica profesional, resulte ésta exitosa
o no. Nada ayuda más a superar los fracasos que el convencimiento del valor
intrínseco del trabajo que se realiza.
El sentido ético predominante en las profesiones asistenciales se
realiza intensamente en el trabajo educativo, en cuanto que éste con-
siste en hacer ético al educando; no sólo se reclama las disposiciones
morales en el educador, sino que se pretende promover la actuación
ética del educando. Considerada de este modo, la docencia, realiza-
ción eminente de la educación toda actuación educativa supone en-
50 ÉTICA DOCENTE

señar algo a alguien- puede contemplarse como una profesión de ayuda


arquetípica. Este valor ha sido destacado desde otra perspectiva, en
relación con el planteamiento tradicional de las profesiones, llegándose a
hablar de la docencia como «madre de todas las profesiones»:26 pues
cualquier profesión se entiende fundada en un saber que ha debido
adquirirse mediante la docencia. También podría aducirse el singular y
estrecho parentesco lingüístico entre los términos «profesión» y
«profesor», que sin duda es más que una casualidad fortuita. Sin
embargo, el valor eminente de la docencia se expresa en su radical
configuración ética, dentro de las profesiones asistenciales, que se
definen preferentemente desde el sentido ético. La ética profesional se
justifica por el contenido moral de toda profesión; pero en la docencia
dicho contenido tiene que ser explícito y manifestativo, pues su
comunicación es esencial en su dimensión formativa.
Ahora bien: una cosa es la realidad y otra son los vientos que soplan
en la sociedad. En el momento actual no es sensato esperar un
reconocimiento social parejo a la trascendencia intrínseca de la docencia.
Se admite abstractamente desde hace décadas el valor decisivo de la
educación para la prosperidad y el bienestar social; pero no se reconoce
con obras tal valor eminente. Ciertamente, los vientos que soplan no son
favorables..., pero los vientos son cambiantes. Los nuevos valores son
emergentes, no deducidos o construidos desde la cultura presente; surgen
sorpresivamente y son asumidos rápidamente gracias a la endeblez y al
vacío de los valores presentes. Hay signos evidentes y crecientes de una
paulatina colonización ética de la vida social. Puede que esta tendencia
general progrese, y sería deseable que así fuera. Pero también puede que
no sea así. En un caso o en otro, sólo cabe una postura: mantener
tenazmente la prioritaria referencia ética de la docencia. «Todo educador
debe sentir profundamente la grandeza de su profesión. No debe
importarle que una sociedad miope no la reconozca.»27

26. M. T. Stinnet (1968), cit., p. 55.


27. T. Alvira Alvira (1985), cit., p. 16.
CAPÍTULO 2

LOS CÓDIGOS DE ÉTICA PROFESIONAL


DE LOS PROFESORES: ¿SIMPLE RECETA
O SIGNO DE UNA NUEVA EDUCACIÓN?
por JOSÉ A. IBÁÑEZ-MARTÍN
Si al finalizar el año, todos echamos la vista atrás, aunque pronto
rechacemos el deseo de examinar lo que hemos hecho con nuestra vida
durante ese año, al terminar un milenio quizá estamos más obligados a
reflexionar sobre las respuestas que cada uno de nosotros, y la sociedad
en la que vivimos, hemos ido dando a los grandes problemas humanos.
Entre estos grandes problemas que las circunstancias nos mueven a
estudiar, considero que sobresale el de la educación, no sólo por la
importancia que objetivamente tiene, sino también por haberse con-
vertido en un importante ámbito de enfrentamiento, en el que habiéndose
iniciado el siglo con un conjunto de ideas dominantes, termina con una
amplia descalificación de las perspectivas previas, abriéndose a nuevos
planteamientos, todavía en ebullición.

1. La acción educativa de nuestro siglo


como Diktat

Si observamos las líneas de fuerza que se descubren en los sistemas de


enseñanza más influyente's a principios de siglo, cabe afirmar que la acción
educativa se concibió esencialmente como un Diktat del Estado y,
secundariamente, de los profesores.
En el siglo pasado, el Estado asumió la responsabilidad no acep-
tada hasta el momento de educar a la nación. Pero en este siglo se
consolida la tendencia a hacerse cargo de tal responsabilidad en prác-
54 ÉTICA DOCENTE

tica exclusividad, imponiendo a la sociedad un conjunto de decisiones


que tienden a convertir al Estado en dueño y señor de la mayoría de los
procesos educativos.
El Estado procura ser el único titular de las escuelas, afirmando que es
él quien de verdad garantiza la libertad de todos y de cada uno, al
conducir a los hombres por el camino de la razón frente al oscurantismo y
los contrapuestos intereses de los diversos grupos sociales y de las
distintas confesiones religiosas. Así, se mitologiza una escuela estatal a la
que se adorna en exclusividad de la capacidad para proporcionar una
educación científica y racional disipadora de las brumas de lo
mágico, una educación nacional capaz de promover tanto la unión
entre los ciudadanos como la lealtad e integración de éstos en el espíritu
propio del país y, finalmente, una educación profesionalizadora, que
capacite a los estudiantes a ser económicamente autosuficientes,
miembros eficaces de lo que se denomina la «población activa».
Las consecuencias de estos planteamientos son numerosas: las es-
cuelas no estatales comienzan a estar simplemente toleradas, cuando no
se ponen fuera de la ley, siendo el caso más paradigmático el de Estados
Unidos, donde, a pesar de autocalificarse como el país de las libertades,
hay que terminar acudiendo a la Corte Suprema para evitar su
desaparición; la enseñanza se hace obligatoria durante un número
progresivamente creciente de años; a los alumnos se les asigna una
concreta escuela, según su domicilio; el currículum es determinado por el
poder público, que fija las finalidades, las materias y los contenidos
mínimos, llegando incluso a precisar el calendario y el horario.
Ese comportamiento autoritario se trasladó al profesor. Comentaba un
autor inglés que cuando hubo de llevar a su hijo al colegio, acudió 'a uno
que le recomendaron por su espíritu progresista. La visita duró poco
tiempo: al llegar se encontró con que no muy lejos de la puerta de entrada
había una gruesa raya amarilla con el mensaje «prohibido a los padres
traspasar esta línea», por lo que abandonó de inmediato sus intenciones.
El profesor se ha presentado con la imagen de que es quien sabe, de lo
que se deducía que no estaba obligado a establecer diálogo con nadie.
Esto no se aplica, claro está, a sus superiores fundamentalmente al gran
patrón que es el Estado, que son los que determinan la mayor parte de
sus actuaciones, con tales exigencias que consiguen que los profesores
estén mucho más atentos a satisfacerles que a buscar el verdadero bien de
sus alumnos.
LOS CÓDIGOS DE ÉTICA PROFESIONAL DE LOS PROFESORES 55

2. Sobre el autoritarismo en las democracias:


la fuerza de las mentalidades
y las exigencias sociales

Quizá llame la atención la denuncia que acabamos de hacer contra los


modos autoritarios con que se ha producido, en este siglo, el sistema
educativo, cuando nos estamos refiriendo a lo que ha ocurrido no sólo en
países gobernados por una dictadura sino también a naciones claramente
democráticas. Nadie debe extrañarse, pues ello no es sino consecuencia del
poder que sobre la persona humana tienen las mentalidades y las vigencias
sociales. Muchos autores han señalado en nuestro tiempo por no
remitirnos a la clásica obra de Tocqueville que hay cosas plenamente
concebibles y aceptables en una época y en una cultura determinada, que
dejan de serlo en un momento concreto,1 lo que es independiente de las
concepciones políticas que se defiendan, ya que ciertos comportamientos,
como señala Ortega,2 no dependen tanto de ideas que uno construye cuanto
de creencias de las que se parte, de forma casi inconsciente.
Pues bien, las dos creencias básicas que explican el autoritarismo
señalado, han sido la creencia en una diosa razón, a la que se debería
culto por su capacidad para satisfacer el humano deseo de poder, y la
creencia en la gestión científica, apta para solucionar todos los problemas
gracias a la competencia técnica.
Hace ya mucho tiempo que los filósofos descubrieron el poder que
confería la sabiduría. Pero lo propio de nuestro siglo es el reduccionismo
de una razón instrumental que, subyugada por los resultados de la
metodología físico-experimental, pretende reducir la razón a los límites
de una epistemología verificacionista, obsesionada por la idea de eficacia
y control. Una razón que se presenta como indiscutiblemente objetiva,
por encima de cualquier enfrentamiento de valores, transhistórica, cuyos
resultados básicos constituirán los elementos esenciales de la enseñanza
obligatoria, pues se entiende que ellos serán la estructura fundamental de
toda educación humanizadora, que ponga al estudiante en condiciones de
conseguir «la liberación del hombre de su culpable incapacidad [...] de
servirse de su inteligencia sin la guía de otro».3

1. Véase Ph. Ariés (1988), «La historia de las mentalidades», en J. Le Goff y otros, La nueva
historia, Bilbao, Mensajero, p. 461.
2. Véase J. Ortega y Gasset, La historia como sistema, en Obras completas, 6.a ed., Madrid,
Revista de Occidente, vol. VI, p. 22. Hablando algo sarcásticamente de sus colegas los ensayistas
afamados, C. S. Lewis (1956) llega más lejos señalando que éstos no siempre han defendido lo que
consideraban verdadero sino que, en ocasiones, se han sumado a la corriente de la moda porque les
resultaba más beneficioso para «la popularidad, la venta de sus libros, invitaciones a granel...» (El
gran divorcio, Buenos Aires, Carlos Lohlé, p. 38 s.).
3. E. Kant (1979), «¿Qué es la Ilustración?», en Filosofía de la historia, México, FCE, p. 25.
56 ÉTICA DOCENTE

También desde las épocas antiguas el hombre conoce la importancia


de la formación para ejercer una actividad profesional capaz de so-
lucionar los problemas de las personas, como vemos ya en el juramento
de Hipócrates. Pero Hipócrates, en contra de lo defendido pa-
radigmáticamente por Woodrow Wilson4 hace algo más de un siglo, para
quien la acción en la Administración y en la escuela pública está
presidida por la mentalidad de la gestión científica, no creía que el
profesional hubiera de moverse en el plano de una eficacia pretendi-
damente ajena a los valores: sabe que debe «evitar todo mal e injusticia»
y que sus propósitos como médico deben ser buscar «el bien y la salud de
los enfermos».5

3. La quiebra de una mentalidad

Todo empresario sabe lo mala que es una quiebra: no sólo por las
responsabilidades penales de los que han llevado el negocio a esa si-
tuación, sino también porque, a partir del día en que se declara, hay
valiosos activos que pasan a liquidarse a precios de saldo. Ahora bien,
que haya quiebras no es en sí malo, pues es signo de la salud de la so-
ciedad que no está dispuesta a esconder lo que no se dirige con el cuidado
debido.
La mentalidad que acabamos de describir, se ha declarado en quiebra.
Por supuesto que al quebrar la «diosa razón» se ha devaluado todo lo
referente a la razón: ya habrá tiempo para dar á cada cosa su valor
preciso. Pero, por de pronto, mostremos los datos en los que nos basamos
para levantar acta de esa quiebra y para mostrar cómo se va configurando
una «nueva sensibilidad».6 Señalemos algunos de los más relacionados
con los temas que nos ocupan.

a) Nadie cree hoy que el pleno desarrollo humano estribe en la


promoción de esa razón instrumental articulada según la metodología
físico-experimental: no sólo hay un mayor conocimiento de los límites de
nuestros saberes sino, sobre todo, hay una clara conciencia de que
ninguna época ha originado tanto sufrimiento como la que se propuso que
los hombres alcanzaran la felicidad a través de las luces de la razón.
b) Es difícil encontrar a alguien que siga afirmando que la cien-
cia sea neutral, ajena al mundo de los valores. Se discutirá si hay va-

4. Véase W. Wilson (1887), «The Study of Administration-, Political Science Quarterly, junio.
5. Hipócrates (460-377 a. C.), «El Juramento», en Aforismas y pronósticos, Madrid, Biblioteca
Económica Filosófica, 1904, vol. 72.
6. Cfr. A. Llano (1988), La nueva sensibilidad, Madrid, Espasa-Calpe.
LOS CÓDIGOS DE ÉTICA PROFESIONAL DE LOS PROFESORES 57

lores objetivos, capaces de ser descubiertos por cualquier espíritu atento,


y que, por tanto, todos estarán en condiciones de compartir, o si, por el
contrario, los valores carecen de universalidad, por su propia naturaleza o
por el modo como sean captados. Sin embargo, lo que no se discute es la
importante y variada relación entre ciencia y valores.7
c) Progresivamente ha ido adquiriendo mayor importancia ese
conjunto de dimensiones humanas que habían sido silenciadas hasta el
momento por no poder ser objeto de análisis a través de la razón
instrumental. Más aún, no es que se haya dejado a un lado el deseo de
controlar la naturaleza, sino que se ha ido tomando conciencia de que la
primacía de la mentalidad de control lleva al fracaso existencial, pues es
incompatible con realidades tan plenificantes como el amor, la
admiración, la gratuidad, etc.8
d) Ciertos autores protestan, con acierto, de que se está olvidando ese
gran descubrimiento de Grecia, que es la razón no enfeudada en lo límites
étnicos.9 Paralelamente se subraya que defender esa capacidad de
emergencia de la razón, no significa, en modo alguno, pensar en un
conocimiento absolutamente independiente del conjunto de las
circunstancias histórico-sociales, circunstancias, por tanto, que deben
tener un lugar en la enseñanza.
e) Como señaló hace ya años David Tyack, la creencia en la gestión
científica se había traducido en la implantación en la escuela del llamado
One Best System,10 conducido por profesores expertos y neutrales, en
cuya acción tenía poco lugar «la reflexión ética sobre la vida buena y la
sociedad buena».11 Nadie canta ya las excelencias de este sistema,
pretendidamente el único bueno por basarse en criterios técnicos
«objetivos».
f) Cada vez se siente con mayor urgencia la necesidad de una re-
flexión más profunda sobre las características y finalidades de las
grandes instituciones sociales, de modo que descubramos cómo pue-

7. Véase en este sentido el interesante manifiesto de F. García Moliner y A. Fernández Rañada


(1994), «Invitación a la autocrítica», Revista Española de Físicas, 8: 3, pp. 2-4.
8. Sigue siendo interesante el artículo de Smith y Huston (1979), «Excluded Knowledge: A
Critique of the Modern Western Mind Set., Teachers College Record, 80 (3), febrero, pp. 419-45,
que termina con una significativa entrevista a Bateson hecha por Daniel Goleman, cuando éste era
el editor de Psychology Today: con los años el entrevistador ha terminado siendo mucho más
famoso que el entrevistado.
9. Véase A. Bloom (1989), El cierre de la mente moderna, Barcelona, Plaza & Janés.
10. D. B. Tyack (1974), The One Best System, Harvard University Press. Sobre la quiebra de este
sistema cabe consultar el artículo de Erickson en R. B. Everhart (ed.), The Public School Monopoly,
San Francisco, Pacific Institute for Public Policy Research, 1982, y W. F. Losito (1991), «From the
"One Best System" to "Several Excellent Educational Communities"., Educational Philosophy and
Theory, 23 (2), 1991, pp. 58-66.
11. R. N. Bellah y otros (1992), The Good Society, Nueva York, Vintage Books, p. 163.
58 ÉTICA DOCENTE

den contribuir más acertadamente al bien común. En este sentido han de


interpretarse los numerosos trabajos actuales que advierten cómo la
educación no es una mera técnica, sino una verdadera práctica, en la que
tiene importancia central la dimensión moral.12 Reivindicar hoy que el
profesor es un verdadero profesional, no es simplemente tratar de
responder a quienes denuncian los fracasos del sistema educativo,
afirmando que la situación sería distinta si los profesores gozaran de
mejores condiciones de trabajo y de mayor autonomía, sino que es, sobre
todo, querer sacar el debate educativo del nivel de lo cuantitativo, para
subrayar la necesidad que tiene el profesor de formarse y de actuar
pensando en el bien del estudiante, en la apertura de su horizonte vital, en
el desarrollo del conjunto de sus capacidades, en la práctica de la virtud,
de lo que hace valiosa a la propia vida. 13
g) Pretender presentar hoy al Estado como el único promotor y
garante de la libertad y racionalidad es exponerse a la inmediata des-
calificación general, del mismo modo que se consideran inaceptables los
recelos contra los grupos de pertenencia. Es posible que esa «baja de
confianza en los poderes públicos [...] originada por tantos escándalos
abundantemente documentados»14 en algún momento se recupere, de la
misma forma que la moda neoliberal de un Estado mínimo pueda
cambiar. Pero lo que ya parece definitivamente enterrado es la pretensión
de glorificar en exclusiva al sector público de la educación. No se trata
hoy día tanto de establecer comparaciones, cuanto de subrayar que la
democracia pluralista exige también una pluralidad de escuelas,15 que
sean expresión natural de los deseos de los diversos grupos de
pertenencia. La atención a estos diversos grupos evidentemente es tarea
difícil, pero ha pasado a ser inexcusable.16

12. Véase por ejemplo las obras de A. Tom (1984), Teaching as a moral craft, Nueva York,
Longman; los trabajos de J. J. Schwab sobre lo práctico recogidos en J. J. Westbury e I. N. Wilkof
(eds.), Science, curriculum and liberal education: selected essays of J. J. Schwab, University of
Chicago Press, 1978; F. Elbaz (1983), Teachers Thinking: a study of Practical Knowledge, Nueva
York, Croom Helm; H. Sockett (1993), The Moral Base for Teacher Professionalism, Nueva York,
Teachers College Press, etc.
13. La discusión de las ideas de este párrafo está muy bien desarrollada en el trabajo de G. D.
Fenstermacher (1990), «Some Moral Considerations on Teaching as a Profession», en J. I. Goodlad
(ed.), The Moral Dimension of Teaching, San Francisco, Jossey-Bass, pp. 130-51.
14. S. Washington y E. Armstrong (1996), L'éthique dans le service public, París, OCDE, p. 7.
15. La bibliografía de referencia es casi infinita. Algunos títulos significativos son: C. L. Glenn
(1988), The Myth of the Common School, Amherst, University of Massachusetts Press; M. Holmes
(1992), Educational Policy for the pluralist democracy: the common school, choice and diversity,
Londres, Falmer Press; W. H. Clune y J. F. Witte (eds.) (1990), Choice and Control in American
Education, Londres, Falmer Press; J. E. Coons (1983), «Educational Alternatives for the 1980s:
Common Schools and the Commoner., The Urban Lawyer, 15 (1), verano, pp. 77-93.
16. Véase el muy interesante libro de C. Taylor (1994), La ética de la autenticidad, Barcelona,
Paidós.
LOS CÓDIGOS DE ÉTICA PROFESIONAL DE LOS PROFESORES 59

4. Del Diktat a los emergentes pactos educativos

Este conjunto de características de la mentalidad de hoy día, tiene como


consecuencia indudable la necesidad de replantear con profundidad el modo
como deben comportarse las instituciones docentes y los profesores. Sin
duda que no todos han tomado conciencia de esta necesidad, y quizá ello
explica, en parte, la escalada de violencia escolar que observamos.
Siguiendo con la metáfora de la quiebra, hay que reconocer que no es
fácil saber cómo proceder para salir de una declaración de quiebra. Pero
es indudable que hemos de poner toda nuestra imaginación para proponer
las líneas de actuación en el ámbito educativo, que consigan se recupere
la legitimidad hoy en entredicho.17
Pasemos, por tanto, a hacer algunas sugerencias que consideramos
deben tenerse muy en cuenta en los pactos educativos (toda acción
educativa es intrínsecamente un pacto) del Tercer Milenio.

1) Las instituciones docentes y los profesores han de establecer un


amplio diálogo social para individuar los problemas más graves con los
que hoy se enfrenta la joven generación y, a continuación, proponer las
posibles aportaciones del sistema educativo que doten a los estudiantes
de mayores recursos para poder superarlos. Más aún, aunque un
interlocutor básico en ese diálogo son los padres de familia, hemos de
tener presente la crisis en la que se encuentran tantos matrimonios, lo que
exige a la escuela, en no pocas ocasiones, asumir con mayor plenitud
competencias que en otros tiempos recaían principalmente sobre las
familias. Pues bien, entre estos problemas de mayor enjundia, vamos a
fijarnos en los tres siguientes:

a) La crisis ética y religiosa de nuestros días ha potenciado la


tradicional dificultad en el aprendizaje de la libertad. Si en los tiem-
pos clásicos, el educador procuraba ayudar al educando a solucionar
el problema del Quod vitae sectabor iter? (¿qué camino seguiré para
mi vida?), apoyado por tantos testimonios de la literatura, de la his-
toria, de la filosofía y de la religión, en los tiempos actuales la situa-
ción es dramáticamente diversa. En efecto, no es sólo que haya una
situación de crisis en las religiones institucionales como ha ocurri-
do en otras épocas, sino que ésta coincide con una amplia crisis
ética, cuyo núcleo básico es la extendida idea de que el único valor

17. Aunque las soluciones que propone entiendo son limitadas, tiene interés conocer, en este
sentido, el trabajo de J. Hallack y M. Poisson (1996), Les pouvoirs publics en education: vers une
légitimité renouvelée, París, Unesco, Institut Internationale de Planification de 1'Éducation.
60 ÉTICA DOCENTE

moral es la autonomía, lo que se traduce popularmente en proclamar que


ninguna conducta es más valiosa que otra, pues el valor no radicaría en lo
que se haga no habría mal absoluto, sino en el principio interior de
la acción individual. Lamentablemente hay que señalar que teniendo la
idea de autonomía importantes dimensiones positivas, las que, de hecho,
tienen mayor vigencia son las potencialmente negativas. Adorno, desde
una perspectiva que me atrevería a calificar de optimista, afirma que «la
única fuerza verdadera contra el principio de Auschwitz sería la
autonomía [...] la fuerza de la reflexión, de la autodeterminación »;18 para
él, esta educación superaría la ciega supremacía de lo colectivo,
favoreciendo un criterio personal, que no se conformará con practicar lo
que el poder ordena. Pero la realidad no ha seguido tales deseos: la
presión del grupo cada vez tiene más importancia y no es posible
entender numerosos hechos que leemos en la prensa si creemos que toda
la propaganda actual a favor de la autonomía ha conseguido,
verdaderamente, que la acción de las personas se explique partiendo de la
voluntad individual. La autonomía sin referente se ha convertido en
escudo para justificar cualquier acción, pero no ha conseguido promover
realmente una firmeza de criterio propio. Si recordamos al joven alemán
que junto con una banda quema las casas donde duermen unos turcos o al
niño español de catorce años que, ayudado por dos amigos, apalea y acu-
chilla a su madre porque no le dejaba fumar ni salir en la madrugada del
viernes, se hace evidente que no nos encontramos ante ejemplos de
comportamientos autónomos, sino ante claros exponentes de una
obediencia ciega al poder del grupo. Los jóvenes dicen ser in-
conformistas, pero casi todos llevan vaqueros y la inmensa mayoría de
quienes no pueden comprarse prendas de marca se sienten profundamente
desgraciados, como aquellos a los que, por la arbitraria decisión de un
portero, no se les permite entrar en la discoteca de moda, a la que «van
todos».
La sociedad reclama que el sistema educativo se haga cargo de este
problema. Por supuesto, no se trata de que los profesores impongan
sus valores. No hay lugar para el autoritarismo. Ahora bien, tampoco
lo hay para la falsa neutralidad ni para el desinterés, y por ello cada
vez se insiste más en la importancia de la educación moral. Es obvio
que esto exige un diálogo social para determinar los objetivos y los
métodos. Pero aunque este diálogo pueda, en ocasiones, no ser fácil,
la última Conferencia Internacional de Educación organizada por la

18. T. W. Adorno (1969), «La educación después de Auschwitz», en Consignas, Buenos Aires,
Amorrortu, p. 84. Auschwitz, como punto de referencia para la educación de la juventud, ha sido
retomado por J. F. Forges (1997), Eduquer contre Auschwitz: histoire et mémoire, París, ESE
LOS CÓDIGOS DE ÉTICA PROFESIONAL DE LOS PROFESORES 61

Unesco insiste en que «se espera del docente que cumpla el papel de guía
moral y pedagógico que permita al educando orientarse en esta masa de
informaciones y de valores diferentes».19
b) Siempre se ha visto con temor el esfuerzo y siempre ha sido un
escándalo el dolor y el sufrimiento. Pero se contaba con ellos, como
elementos inexcusables de la existencia: se sabía que era necesario es-
forzarse para ser alguien o para hacer algo en la vida, esfuerzo que, aun
siendo invariablemente doloroso, nadie pensaba que fuera a producir
siempre los resultados deseados.
La situación hoy ha cambiado. Occidente vive en esa formulación
histórica del fundamental principio de solidaridad social que se llama
Estado del Bienestar (es políticamente correcto escribirlo con ma-
yúsculas) en el que los horrores de la guerra y las privaciones de la
miseria pertenecen a la noche del pasado y en el que el Estado garantiza
que nadie fracasará: hoy son inconcebibles las palabras de Roepke
cuando hace años afirmaba que «sólo se puede dar a uno a base de quitar
a otro. Cuando hablamos de que el Estado debe ayudarnos, nos estamos
refiriendo siempre al dinero del otro, al fruto de los esfuerzos y ahorros
de otros».20 Como es sabido, asistimos a una discusión importante acerca
del sentido y los límites del Estado del bienestar, que no corresponde
tratar en estas líneas. Más aún, pienso que lo que realmente preocupa a la
sociedad no son tanto los efectos perversos del Estado del bienestar,
cuanto oír al médico contar los que acuden a él para que ingrese a su
anciano padre en un hospital porque quieren irse de vacaciones; oír al
policía de tráfico quejarse de que no encuentra nadie aun habiendo un
alto porcentaje de parados a quien contratar un fin de semana para
poner en la carretera las señales que regulan el flujo de salida y entrada
de la ciudad; ver que en las películas sólo aparecen viajes exóticos,
coches caros y pisos lujosos, sin que jamás aparezca nadie trabajando,
como si el trabajo fuera algo vergonzoso y el dinero para esos gastos
cayera del cielo; descubrir tantas situaciones en las que la convivencia
familiar tiende a romperse con gran facilidad en cuanto aparecen las
primeras dificultades. Y de esta preocupación no está ajeno el sistema
educativo, pues muchos se quejan no sólo de que los profesores no lu-
chan contra esos problemas, sino que ellos mismos son parte del pro-
blema.
Un nuevo pacto educativo obliga a cambiar ciertas actitudes y
comportamientos en los centros de enseñanza, que frecuentemente se

19. Recomendaciones de la 45 Reunión de la Conferencia Internacional de la Educación (Unesco,


Ginebra, 5 octubre 1996), «Presentación», n.º 3.
20. W. Roepke (1979), Más allá de la oferta y la demanda, Madrid, Unión Editorial.
62 ÉTICA DOCENTE

presentaron como «progresistas», cuando en no pocas ocasiones eran,


simplemente, cómodas. La Universidad de Vincennes decidió a prin-
cipios de los años setenta abolir los exámenes y el desastre subsiguiente
llevó a dejar sus títulos académicos sin validez profesional. Mandar
trabajos a casa se dijo que era una carga desproporcionada sobre quienes
estaban creciendo, y se terminó estableciendo lo que Haberman llama the
Deal («el pacto»): «el estudiante no entorpece la marcha de la clase y, en
correspondencia, el profesor ignora que el estudiante no hace nada. La
simple presencia se transforma en virtud».21 Este tipo de planteamiento
ha comenzado a ser considerado como trasnochado, volviéndose a las
distantes palabras de Eugenio d'Ors, cuando en 1917 afirmaba: «tal vez
es hora de rehabilitar el valor del esfuerzo, del dolor, de la disciplina de
la voluntad, ligada, para decirlo de una vez, no a aquello que place, sino a
aquello que desplace.22 Hoy lo que dice el 1996 National Education
Summit Policy Statement, al que asistieron los gobernadores de 41
estados de los Estados Unidos, junto a diversos empresarios destacados y
un grupo de expertos en educación, aun desde posiciones ideológicas
muy lejanas a las de D'Ors, es que «creemos que los esfuerzos para
proponer niveles de resultados académicos claros, comunes, de nivel
estatal y/o local, para los estudiantes en cada distrito escolar o estado, son
necesarios para mejorar los resultados de los estudiántes».23 La escuela
no puede ser un lugar adusto ni en el que impere una disciplina militar,
entre otras cosas porque no es una dependencia del ejército. Pero sí tiene
que ser un lugar en el que se aprenda a distinguir y a valorar la calidad, y
en el que se descubra que, ordinariamente, los productos de calidad
ningún producto más importante que alcanzar una vida lograda sólo
se consiguen tras un continuado esfuerzo.
c) El último problema que señalaremos es el de la progresiva di-
ficultad que se observa en nuestra sociedad para escuchar y com-
prender a los demás, para sacar adelante proyectos comunes. Esta di-
ficultad tiene su máximo exponente en las guerras civiles declaradas
entre etnias o religiones diversas que todos los días leemos en la
prensa. Pero esta dificultad tiene también muy perniciosas conse-
cuencias en países con una gran homogeneidad social. En efecto, el
mundo postindustrial es esencialmente relacional, por lo que la acti-
vidad profesional creciente es el sector de servicios, es decir, el sec-

21. M. Haberman (1997) -Unemployment Training. The Ideology of Nonwork Learned in Urban
Schools», Phi Delta Kappan, marzo, p. 500.
22. E. d'Ors (1988), Aprendizaje y heroísmo, Madrid, Real Sociedad Económica Matritense, p.
27.
23. 1996 National Education Summit Policy Statement, firmado el 27 de marzo de 1996 y trans-
mitido por Internet.
LOS CÓDIGOS DE ÉTICA PROFESIONAL DE LOS PROFESORES 63

tor que no se enfrenta con las máquinas sino que ha de trabajar con los
demás. Antes, el mundo del trabajo era el mundo de la obediencia, de
modo que, en el fondo, someterse a un sistema educativo autoritario era
alcanzar una habilidad fundamental para el trabajo. Pero hoy la
obediencia ha pasado a segundo plano: se trata de desarrollar la
imaginación, de buscar gracias a una reflexión profunda sobre las
informaciones recibidas soluciones que no vienen en los libros, y,
sobre todo, se trata de escuchar a los demás, con quienes y para quienes
se trabaja. Ser responsable en nuestro tiempo no significa sólo estar
dispuesto a que las cosas salgan adelante, sino decidirse a que todos se
sientan integrados en una actividad conjunta, lo cual es tan infrecuente
que Crozier afirma que «los ejecutivos pasan de la mitad a tres cuartas
partes de su tiempo resolviendo problemas
humanos».24
Tiene mucha razón el Informe Delors cuando subraya la importancia
de «aprender a vivir juntos, aprender a vivir con los demás, lo que sin
duda constituye una de las principales empresas contemporáneas».25 Y es
todavía más importante la observación de que para alcanzar este objetivo
«no basta con organizar el contacto y la convivencia entre miembros de
grupos diferentes (por ejemplo, en escuelas en las que concurran niños de
varias etnias o religiones)».26 En efecto, la educación nunca se consigue
por medios mecánicos: la comprensión, el «hacerse cargo», la gestión
inteligente y pacífica de los conflictos, es una tarea delicada que
alcanzará éxito en la medida en que los educadores muestren, primero
con su comportamiento, el respeto que merece todo ser humano, el
cuidado que hemos de poner en no herir a los demás, la generosidad y
apertura para ver los problemas también desde el punto de vista del otro,
sabiendo ceder tantas veces en los propios gustos o en lo que uno
considera son «sus derechos», para favorecer una convivencia cordial en
la que nadie se sienta injustamente tratado.
2) Todo lo que hemos analizado en el apartado anterior es obvio
que, dentro del espíritu plural defendido, no se refiere alternativa-
mente al comportamiento que hayan de seguir las escuelas del Estado
o las escuelas fundadas por la variada iniciativa de personas o de gru-
pos, sino que ha de aplicarse a cualquiera de las instituciones docen-

24. M. Crozier (1996), La crisis de la inteligencia, Madrid, Instituto Nacional de Administración


Pública, p. 79; véase todo el capítulo II («El mal de las élites») sobre estas cuestiones.
25. Informe a la Unesco de la Comisión Internacional sobre la Educación para el Siglo XXI, pre-
sidida por Jacques Delors (1996), La educación encierra un tesoro, Madrid, Santillana / Ediciones
Unesco, p. 103.
26. Ibídem, p. 104.
64 ÉTICA DOCENTE

tes que se han erigido con voluntad de formar parte del sistema edu-
cativo nacional.
Cómo se determinen los concretos pactos que busquen solucionar los
problemas expuestos y qué grado de estabilidad tengan, dependerá de un
variado conjunto de circunstancias. Es indudable que no se encuentran en
la misma situación un instituto del Estado, cuya zona de influencia
primaria puede sufrir cambios relevantes con el tiempo, que un colegio
Montessori, que será elegido por los padres precisamente porque
sintonizan con unas finalidades y una metodología específica, llamadas a
continuar en el tiempo.
Pero tanto en uno como en otro caso, la educación no puede or-
ganizarse sin tener en cuenta la voz de los padres, del mismo modo que,
también en cualquier tipo de titularidad del centro, los profesores deben
formarse en una cultura colaborativa, que haga posible se alcance entre
todos el proyecto educativo pactado. Aunque pronunciadas para un
contexto más restringido, me siguen pareciendo acertadas las palabras de
nuestro Tribunal Constitucional, cuando declaró que «la existencia de un
ideario [...] no obliga al profesor ni a convertirse en apologista del
mismo, ni a transformar su enseñanza en propaganda o adoctrinamiento,
ni a subordinar a ese ideario las exigencias que el rigor científico impone
a su labor. El profesor es libre como profesor, en el ejercicio de su
actividad específica. Su libertad es, sin embargo, libertad en el puesto
docente que ocupa, es decir, en un determinado centro y ha de ser
compatible, por tanto, con la libertad del centro del que forma parte el
ideario. La libertad del profesor no le faculta, por tanto, para dirigir
ataques abiertos o solapados contra ese ideario, sino sólo para desarrollar
su actividad en los términos que juzgue más adecuados y que con arreglo
a un criterio serio y objetivo no resulten contrarios a aquél».27
Quizá no sea fácil conseguir el entusiasmo de todo el profesorado en
torno al proyecto educativo del centro, a veces visto con reticencia,
especialmente por algunos profesores, pocos, que son funcionarios del
Estado. Pero estos profesores deben abandonar la tendencia al man-
darinato, que proviene de la tradición napoleónica, y encontrar el pro-
fundo sentido de la terminología inglesa, que llama al funcionario public
servant «servidor (del) público», así como deben ser conscientes que
cuando se producen enfrentamientos entre el profesorado, quien siempre
pierde es el estudiante.
3) La conclusión que cabe sacar de lo que se ha expuesto es que
la tarea de enseñar se ha ido convirtiendo en algo cada vez más com-

27. Sentencia del Tribunal Constitucional 5/1981 (BOE del 24 de febrero de 1981) sobre el
recurso de inconstitucionalidad contra la LOECE, motivo l.º, n.º 7.
LOS CÓDIGOS DE ÉTICA PROFESIONAL DE LOS PROFESORES 65

plejo. Todos conocemos la injuriosa frase de que «quienes pueden, hacen,


y quienes no pueden, enseñan» (those who can, do; those who can't,
teach). Hoy es claro que la enseñanza no es una actividad que cualquiera
pueda llevar a cabo, sino que para desarrollarla con plenitud es preciso
estar dotado de un conjunto no pequeño de cualidades. Ello explica que la
citada Conferencia Internacional de Educación, en su primera
recomendación sugiera «poner en práctica actividades para sensibilizar
más a los jóvenes de la importancia de la profesión docente y orientarles
hacia ella»,28 así como afirma que los criterios para seleccionar entre los
jóvenes más competentes a los futuros docentes, no deberían depender
sólo del nivel de conocimientos, pues «las cualidades personales, tales
como el rigor moral, el sentido de responsabilidad y de solidaridad, la
motivación, la predisposición para el trabajo en equipo y la aptitud para
comunicar son también condicio
nes necesarias».29
Las palabras de esta recomendación expresan con toda claridad que los
tiempos han cambiado. Quizás alguno podría creer que, en el fondo, los
ministros de Educación asistentes a la conferencia no representan a nadie.
Desde luego eso es un error, al menos en el caso de España. En efecto, el
Instituto Nacional de Calidad y Evaluación de la Educación realizó en
octubre de 1997 una encuesta a la que respondieron más de tres mil
profesores de la enseñanza secundaria obligatoria, repartidos por toda
España, menos Andalucía. Pues bien, más del 96 % afirmaron preocuparse
por incorporar la dimensión ética a su práctica docente y el 90 % aseguraron
que sería positiva la existencia de un código deontológico para profesores,
que podría convertirse en un punto de referencia importante para su
formación, pues el 87 % afirma haber reflexionado con otros colegas sobre
los problemas éticos que les habían surgido en su función docente.30
Todo ello confirma que ha terminado la época del funcionalismo y
del Diktat, abriéndose una nueva era en la que es preciso dar un ca-
rácter prioritario «a la formación del personal de educación centrán-
dola en particular en la ética profesional ...».31 Los códigos de ética
profesional, así, no son una receta para cambiar algo, de modo que
todo siga igual, como pretendía el príncipe de Lampedusa, o una sim-
ple cortina de humo para confundir a los que se encuentran insatisfe-
chos por la marcha del sistema educativo. Por el contrario, ofrecer a
todos una reflexión ética acerca de la acción de los educadores, plas-

28. Recomendación n.° 1, cit., 1.3.1.


29. L.c. 1.2.
30. Cfr. J. A. Ibáñez-Martín et al. (1998), La profesión docente. Diagnóstico del sistema
educativo 1997, Madrid, INCE, Ministerio de Educación y Cultura.
31. Declaración de la 45 Reunión de la Conferencia Internacional de la Educación, cit.
66 ÉTICA DOCENTE

mada en un código público, es signo de que se consolida la idea de que la


educación es una práctica cooperativa de carácter profesional. Quizá esta
idea muchos la estén ya viviendo, de forma más o menos consciente: el
cambio que preconizamos no está obsesionado con modificar muchas
cosas, pero sí todas las necesarias para que nada sea como antes.
CAPÍTULO 3

ELABORACIÓN DE UN SIGNIFICADO PEDAGÓGICO


DE LA DEONTOLOGÍA PROFESIONAL
DOCENTE

por GONZALO JOVER


Factores de índole muy variada, entre los que pueden mencionarse el
giro de la ética desde las grandes construcciones de validez general a las
perspectivas más contextualizadas y de intención práctica, el clamor por
una revalorización ética en esferas como la política, la economía o los
medios de comunicación, o la redefinición de las condiciones de
profesionalización del profesorado motivada por las reformas educativas
de los años ochenta y noventa, han creado las condiciones para la
eclosión de un nuevo interés por el desarrollo de una deontología
específica de la profesión docente.1
Al mismo tiempo, la experiencia acumulada en lugares en los que
se cuenta con una mayor tradición deontológica, tanto en el campo de
la enseñanza como en el entorno general de las profesiones de la edu-
cación (de la intervención psicopedagógica y social, a la administra-
ción escolar, pasando por la investigación educativa), ha puesto de
manifiesto la necesidad de un mayor trabajo de fundamentación de la
deontología profesional, atravesada por esa tensión de la que habla
Habermas entre validez y facticidad, «entre planteamientos normati-
vistas, que siempre corren el riesgo de perder el contacto con la reali-
dad social, y planteamientos objetivistas que eliminan todos los as-
pectos normativos»,2 y que obliga a adoptar enfoques metodológicos
amplios. He sugerido, por ello, basar tal fundamentación en la con-

1. En nuestro país, este interés se ha concretado en la aprobación de sendos códigos deontológi-


cos por el Consejo Escolar de Cataluña, en 1992, y el Consejo General de Colegios Oficiales de
Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras y en Ciencias, en 1996.
2. J. Habermas (1998), Facticidad y validez, Madrid, Trotta, p. 68.
70 ÉTICA DOCENTE

fluencia de tres diferentes niveles que conjugan el análisis descriptivo y


el normativo: los niveles sociológico, ético-jurídico y pedagógico.3 Pues
bien, siguiendo en esta línea, a continuación aplicaré este esquema al
examen de las tres funciones principales que pueden pretenderse en los
códigos deontológicos docentes, y que llamaremos funciones
sociopolítica, regulativa y constitutiva. El recorrido por estas tres
funciones, por su alcance y limitaciones, revelará, finalmente, el
significado, potencialidad y condiciones de tales códigos como instru-
mentos de aplicación pedagógica.

1. La profesionalización como aspiración y la función


sociopolítica de los códigos deontológicos

Desde un punto de vista sociológico, los códigos deontológicos


cumplen básicamente una función de pretensión de legitimación, de
búsqueda de prestigio y confianza social. Es la función sociopolítica de
los códigos, como mecanismos de manifestación pública de capacidad
autorregulativa que colaboran a las aspiraciones de profesionalización de
las ocupaciones. La propia actividad docente no ha sido ajena a la
necesidad de este tipo de demostraciones de imagen profesional, por lo
que ya en 1966 la Recomendación de la Unesco y la OIT relativa a la
situación del profesorado animaba a las organizaciones de profesionales a
«elaborar normas de ética y de conducta, ya que dichas normas
contribuyen en gran parte a asegurar el prestigio de la profesión y el
cumplimiento de los deberes profesionales según principios aceptados».4
La finalidad de esta Recomendación era plasmar una serie de criterios
y orientaciones para los gobiernos acerca de la formación y per-
feccionamiento del profesorado, las condiciones del ejercicio profesional,
los derechos y deberes de los profesores, etc. A treinta años de su
aprobación, conviene, sin embargo, a la hora de valorar las posibilidades
del recurso a la deontología, tener en cuenta los cambios que se han
experimentado en torno a la profesión, según una evolución que en
ciertos contextos no se duda en calificar de auténtico eclipse de la
«ideología del profesionalismo».5

3. G. Jover (1995), «Líneas de desarrollo y fundamentación en el campo de la deontología de


las profesiones educativas», Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 7, pp. 137-52.
4. Unesco (1966), «Recomendación relativa a la situación del personal docente», art. 73, en Co-
misión Nacional Española de Cooperación con la Unesco, Convenciones, recomendaciones y
declaraciones de la Unesco, Madrid, MEC, 1981.
5. Así, por ejemplo, M. Lawn (1996), Modern Times? Work, Professionalism and Citizenship in
Teaching, Londres/Washington, The Falmer Press.
DEONTOLOGÍA PROFESIONAL DOCENTE 71

Los años sesenta, en los que se produce esta llamada a la producción


deontológica desde los organismos internacionales, son los años de la
confianza en la educación como motor de desarrollo económico y social, de
la confianza en que mediante la educación es posible conseguir un mundo
mejor y más justo, de la confianza, por tanto, en que invertir en educación
merece la pena. En estos años, señala Guy Neave en su estudio sobre el
profesorado en la Unión Europea, aparece con fuerza la idea de
profesionalización de los profesores.6 Sólo una década más tarde el
panorama ya no será el mismo. Un documento de la Unesco de 1974 refleja
este cambio de tonalidad cuando destaca como una de las desventajas más
grandes de los sistemas educativos la penuria de docentes cualificados y la
existencia de unos planes de formación que preparan mal a los educadores
para afrontar sus responsabilidades; además añade el documento, el
cuerpo docente se ha convertido en el blanco de las críticas más variadas.7
Ha empezado a perderse la confianza.
En el entorno europeo, la evolución alcanza uno de sus momentos
más duros a mediados de los años ochenta, cuando se producen mo-
vilizaciones del profesorado en distintos países reclamando mejores
condiciones y reconocimiento. A la autoconfianza de los años sesenta y
comienzos de los setenta, señala Guy Neave, sucede en los ochenta un
clima de gran desmotivación y sensación de desprofesionalización:

La abundancia de recursos que alentó el camino hacia una condición


profesional, elevó las esperanzas y expectativas normativas. La reducción de
esos mismos recursos, con independencia de sus razones, fue vista, por el
mismo motivo, por el profesorado no meramente como una imposición de las
circunstancias económicas, sino también como un bache por no decir parón
total en el avance hacia un completo rango profesional.8

Si a eso se añade que, desde fuera más incluso que desde dentro,
las dificultades del sistema suelen focalizarse en el profesorado, se en-
tiende que un informe de la OCDE de 1990 llame la atención sobre la
tendencia a una escasez de aspirantes a la profesión, que empieza a
ser preocupante en algunos países y especialidades. Se han propuesto

6. G. Neave (1991), The Teaching Nation. Prospects for Teachers in the European Community,
Oxford, Pergamon Press, p. 122. Para una historia y contexto de la Recomendación, desde los
primeros trabajos de la Unesco a mediados de los años cuarenta, hasta su aprobación en octubre de
1966: L. Towsley (1991), The Story of the Unesco 1966 Recommendation concerning the Status of
Teachers, Morges, World Confederation of Organisations of the Teaching Profession.
7. Unesco (1974), «Análisis de problemas y cuadro de objetivos que servirán de base para un
planteamiento a medio plazo (1977-1982)» (Documento 18 C/4), párr. 213, citado en Unesco
(1994), ¿Qué formación para los maestros?, París, Ediciones de la Unesco, p. 25.
8. G. Neave (1991), cit., p. 123.
72 ÉTICA DOCENTE

diversos factores adicionales que explicarían esta tendencia: la pirámide


demográfica y relevo generacional de los profesores, la dificultad de las
prospectivas debido a las variabilidades demográficas y mayores
demandas de escolarización en los niveles postobligatorios, la
diversificación del acceso de la mujer a otras actividades profesionales, o
la necesidad de competir con otras ocupaciones que resultan más
llamativas y rentables.9 Sea como fuere, el hecho es que la profesión
docente ha dejado de ser atractiva para muchos jóvenes.
Por eso, la Conferencia Internacional de Educación sobre «El for-
talecimiento del papel de los profesores en un mundo en cambio» ce-
lebrada en 1996, con ocasión del trigésimo aniversario de la Reco-
mendación de 1966, tuvo que dedicar una de sus recomendaciones finales
a qué hacer para recobrar ese atractivo y atraer hacia la profesión a las
personas más cualificadas. Algunas de las iniciativas apuntadas fueron
las siguientes: a) adoptar acciones que impulsen la conciencia de los
jóvenes acerca de la importancia de la profesión educativa y los animen
hacia ella, a través de encuentros con profesores eminentes, mayor
reconocimiento público de los profesores, días abiertos en las escuelas y
en los centros de formación del profesorado, difusión en los medios de
comunicación de las experiencias innovadoras realizadas por los colegios
y profesores, etc.; b) ofrecer incentivos y becas a los alumnos y
estudiantes con buenos expedientes académicos y extracurriculares que
deseen seguir estudios de formación del profesorado; c) promover la
igualdad entre hombres y mujeres, procurando un mayor equilibrio en la
profesión docente en todos los niveles y disciplinas académicas; d)
animar a personas competentes procedentes de otros campos
profesionales a la dedicación a la enseñanza y establecer para ello los
sistemas adecuados de adscripción y formación; e) desarrollar programas
dirigidos a los formadores de los profesores para que a través de ellos se
proporcionen cualificaciones académicas y profesionales adecuadas y se
atraiga a los jóvenes más competentes hacia la profesión docente.10
Otra de las recomendaciones finales de esta conferencia llevó por
título «La profesionalización como una estrategia para mejorar la si-
tuación y condiciones laborales de los profesores», y en ella volvió a
insistirse, entre otras medidas, en la necesidad de buscar un equilibrio
entre los derechos y responsabilidades de los profesores. 11 Y es que en

9. Cfr. OCDE (1990), The Teacher Today, Paris, OCDE, pp. 114-55.
10. Cfr. International Conference of Education (1996), Recommendation Nº.1 "Recruitment of
Teachers: Attracting the Most Competent Young People to Teaching"», Unesco (documento
informático).
11. Cfr. ibid.,«Recommendation No. 7 "Professionalization as a Strategy for Improving the
Status and Working Conditions of Teachers"».
DEONTOLOGÍA PROFESIONAL DOCENTE 73

estos foros internacionales existe la clara convicción de que el profesor es


la llave para cualquier reforma o cambio que se pretenda en los sistemas
educativos, y de que sin su colaboración estas reformas están abocadas al
fracaso. Pero, al mismo tiempo, hay también conciencia de que al
profesor cada día se le exige más, de que no basta con que sea un simple
dispensador de conocimientos, sino que debe ser también: un modelo, un
iniciador democrático, un mediador entre el conocimiento y el alumno,
un promotor de valores, un motor de cambio, un sustituto de los padres,
un experto en nuevas tecnologías, un gestor de recursos, un dinamizador
de la comunidad, un catalizador de la transformación social... Se ha
repetido muchas veces que estas nuevas demandas están en relación con
los cambios que ha ido experimentando la vida social. Los cambios, por
ejemplo, en la familia, que hacen que el profesor deba asumir ahora
funciones tradicionalmente encomendadas al ámbito familiar, delegación
que se produce aparejada a la exigencia de un mayor control.
Ante estas nuevas demandas, desde los organismos internacionales se
aboga por una diversificación de los recursos institucionales y personales
de educación. El Informe de la Comisión Internacional de la Educación
para el siglo xxi sugiere ir más allá de la idea de «sistema educativo»,
para avanzar hacia la de «sociedad educativa»,12 lo que implica reconocer
decía el presidente de la Comisión Internacional en un coloquio
celebrado en la Conferencia Internacional de 1996 que ya no podemos
pensar en el profesor como alguien que asume la totalidad de las
responsabilidades educativas, sino que se hace preciso recobrar el
concurso de otras instancias sociales, pues de otro modo el
derrumbamiento ante una tarea imposible será inevitable. Ello no debe
significar añadía Jacques Delors una relajación en los deberes del
profesorado, en su esfuerzo por ofrecer una enseñanza de calidad, por
aprender y perfeccionarse, por orientarse hacia lo específico de cada
alumno.13
Treinta años después de la Recomendación de la Unesco y la OIT,
este nuevo escenario de redefinición del profesorado parece requerir,
pues, un replanteamiento de la función sociopolítica de la deontología
profesional y los códigos deontológicos. En la situación actual de es-
cepticismo de los profesores, acuciados por exigencias muy diversas,
quizás éstos puedan servir mejor a las aspiraciones de profesionaliza-
ción convirtiéndose en una especie de contrato de responsabilidades
compartidas y clarificación de expectativas, en cuya elaboración par-

12. Cfr. J. Delors (1996), La educación encierra un tesoro, Madrid, Santillana/Unesco, pp. 68-73.
13. Cfr. International Conference of Education (1996), «Major debate led by Mr. Jacques Delors
"Teachers in search of new perspectives"», Unesco (documento informático).
74 ÉTICA DOCENTE

ticipen los distintos agentes de la educación. En cualquier caso, la evo-


lución a lo largo de estos treinta años, unida al proceso de cambio más
general en la imagen social del profesional, parece aconsejar la necesidad
de rebajar la esperanza en las posibilidades del recurso a la deontología
en orden a estas aspiraciones. Puede hacerse esta lectura del hecho de que
la Conferencia Internacional de 1996 no volviese a apelar explícitamente
a ella como estrategia de reconocimiento profesional, lo que, quizás,
exija repensar en una clave distinta las relaciones entre deontología y
profesionalización.

2. Las peculiaridades normativas y la función


regulativa de los códigos deontológicos

El carácter normativamente peculiar de la deontología profesional fue


ya subrayado por Émile Durkheim en la serie de conferencias, editadas bajo
el título de Ética profesional y moral cívica, que pronunció en la
Universidad de Burdeos primero, y en la Soborna después, entre finales del
siglo pasado y comienzos del actual. En estos cursos desarrollaba Durkheim
su idea de una especie de continuo moral formado por distintos ámbitos. En
los extremos de este continuo situaba los deberes para con uno mismo y para
con los demás en general. Estos grupos de deberes, decía, son comunes a
todos, porque «emanan de nuestra propia naturaleza intrínseca, o de la propia
naturaleza humana de aquellos con quienes nos encontramos en relación».14
Pero entre estos dos extremos, hay ámbitos o conjuntos de deberes que son
distintos, porque dependen de condiciones particulares. Estos ámbitos son
fundamentalmente los de la ética familiar, la ética cívica que Durkheim,
como es sabido, circunscribe al ámbito de la organización política, o del
Estado y, por último, en el punto de menor generalidad de los deberes, la
ética profesional. Esta situación explicaría, según Durkheim, por qué
precisamente con esta última se es más condescendiente que con las demás:

No hay reglas morales con las que, en general, la opinión pública sea más
indulgente cuando son infringidas. Las transgresiones que tienen sólo que ver
con la práctica de la profesión, reciben si acaso una vaga censura fuera del
campo estrictamente profesional. [...] Esta característica de las éticas profe-
sionales es fácilmente explicable. No pueden tener un gran interés en la con-
ciencia común, precisamente porque no son comunes a todos los miembros de
la sociedad o porque, por decirlo de otra forma, son ajenas a tales
conciencias.15

14. E. Durkheim (1992), Professional Ethics and Civic Morals, Londres/ Nueva York, Routledge, p. 3.
15. Ibíd., p. 6.
DEONTOLOGÍA PROFESIONAL DOCENTE 75

A cien años vista, suelen destacarse en relación con este esquema de


Durkheim los cambios operados en el ámbito de lo cívico, que ya no
puede ser simplemente identificado con el ámbito de la organización
estatal, afectado por la redimensionalización de los espacios políticos en
la doble dirección de configuración de entidades supranacionales, por un
lado, y de preeminencia de lo subestatal, regional o local por el otro.16 En
la historia europea reciente tenemos un ejemplo, entre otros, de este
doble movimiento en el concepto de ciudadano de la Unión Europea, que
introdujo el Tratado de Unión de 1992, y que se operativiza, junto a otros
aspectos, en el derecho a votar y ser votado en las elecciones locales en
cualquier Estado miembro. Hoy, ser ciudadano ya no es simplemente ser
español, alemán o belga, ni educar para la ciudadanía puede consistir, por
lo menos sólo, en educar para una conciencia de español, alemán o belga.
Por supuesto, hay que asumir que en otros contextos el problema puede
adoptar perfiles diferentes.
En cualquier caso, como señala Kymlicka al comienzo de su obra
Ciudadanía multicultural, «la globalización ha hecho que el mito de un
Estado culturalmente homogéneo sea todavía más irreal y ha forzado a
que la mayoría, dentro de cada Estado, sea más abierta al pluralismo y la
diversidad».17 Al viejo ideal de una ciudadanía y de una educación de
base estatal-nacional, se opone hoy la de una ciudadanía y una educación
multicultural, a la que se abren retos como el reconocimiento e
integración de la diversidad étnica y cultural o los derechos de las
minorías.
Pues bien, algo similar entiendo que cabe decir en lo que se refie-
re a la ética profesional. En su época, Durkheim destacaba como una
de las causas del escaso interés que parecía existir por ésta en el cam-
po de las actividades económicas, la incapacidad de las antiguas aso-
ciaciones gremiales base de la constitución de las ciudades para
adaptarse a la situación de una industria de alcance nacional, y pro-
ponía, en consecuencia, la creación, por sectores industriales, de con-
sejos de tipo estatal que, a modo de pequeños parlamentos, regulasen
los diferentes aspectos de la actividad profesional.18 Sin embargo, ac-
tualmente, por un lado, la globalización de la vida social, de la eco-
nomía, las comunicaciones, los avances tecnológicos, están obligando
en muchos casos a la elaboración de códigos éticos internacionales,
mientras que, por otro, se aboga por planteamientos más locales y

16. Cfr. J. Benedicto y F. Reinares (1992), «Las transformaciones de lo político desde una pers-
pectiva europea», en J. Benedicto y E Reinares (eds.), Las transformaciones de lo político, Madrid,
Alianza, pp. 28 ss.
17. W. Kymlicka (1996), Ciudadanía multicultural, Barcelona, Paidós, pp. 22 y 23.
18. Cfr. E. Durkheim (1991), cit., pp. 28-41.
76 ÉTICA DOCENTE

cercanos a los ciudadanos.19 Tomados en su conjunto, estos movimientos


parecen estar apuntando a la necesidad de tener en cuenta diferentes
niveles normativos a la hora de formular una deontología profesional: del
nivel de los criterios éticos compartidos con amplitud general los
derechos humanos recogidos en las declaraciones y convenciones
internacionales al nivel local de la compresión y experiencia concreta.
Contrariamente a lo que en su tiempo denunciase Durkheim, asistimos
hoy, señala Adela Cortina, a una especie de inflación ética en el campo
de la empresa, motivada, entre otros factores, por una nueva cultura
empresarial y, también, por una nueva sensibilidad ética, en la que las
regulaciones deontológicas tienen un sentido menos prohibitivo que
propositivo, esto es, su objetivo es menos el de servir de catálogo de
prohibiciones que el de ayudar a tomar decisiones, fomentando un
modelo de cooperación frente a un modelo de conflicto. Pero tal ética
empresarial, añade Cortina, sólo puede ya entenderse como concreción de
una ética cívica asentada en ciertos valores de pretensión universal y que,
al mismo tiempo, reafirma la capacidad de iniciativa y responsabilidad de
los sujetos. «Su tarea consiste en la dilucidación del sentido y fin de la
actividad empresarial y en proponer orientaciones y valores morales
específicos para alcanzarlo. Las decisiones concretas quedan en manos de
los sujetos que tienen que ser responsables de ellas y, por tanto, no
pueden tomarlas sin contar con el fin que se persigue, los valores morales
orientadores, la conciencia moral socialmente alcanzada y los contextos y
consecuencias de cada decisión. »20
También en el campo de la enseñanza, se trata, pues, de situar las
posibilidades regulativas de la deontología profesional en sus coorde-
nadas específicas, definidas tanto por la orientación a ese entramado
de valores irrenunciables, como por la complejidad y variedad de exi-
gencias que operan sobre las situaciones concretas. Durante los últi-
mos años, diversas investigaciones están poniendo de manifiesto que,
como ya intuíamos, una de las grandes fuentes de conflicto en la ac-
tividad de los profesores está, en efecto, en las colisiones que se pro-
ducen entre los diferentes contextos normativos que inciden sobre la
actividad: entre, por ejemplo, el cuidado y atención al alumno y las
normas institucionales, compromisos corporativos hacia los colegas u

19. En el campo específico de la deontología profesional docente, ha defendido esta perspectiva


más local H. Sockett (1985), Toward a Professional Code in Teaching., en P. Gordon (ed.), Is
teaching a profession?, University of London - Institute of Education, pp. 26-43, y (1993), The
Moral Base for Teacher Professionalism, Nueva York / Londres, Teachers College Press,
especialmente pp. 108-27.
20. A. Cortina (1994), Ética de la empresa, Madrid, Trotta, p. 80. Véase también de la misma au-
tora (1997), Ciudadanos del mundo, Madrid, Alianza, pp. 97 ss.
DEONTOLOGÍA PROFESIONAL DOCENTE 77

obligaciones para con los padres.21 Lo que hace más complicada esta
situación comenta Colnerud como resultado de una de estas investi-
gaciones sobre la ética de los docentes en las escuelas obligatorias sue-
cas es la carencia de un acuerdo explícito sobre lo que es una buena
enseñanza, o lo que supone tratar de modo perjudicial a los alumnos.
Según hemos apuntado, ésta es una de las principales tareas que pueden
cumplir hoy los códigos deontológicos, para lo cual deben tener en
cuenta, como propone este autor, tanto el cometido social de los
profesores como sus responsabilidades específicas para con los derechos
de los alumnos. Ahora bien, con la misma evidencia se muestra que,
mientras las situaciones problemáticas en el campo de la ética de los
profesores son bastante comunes y generalizables, las soluciones que
reclama cada circunstancia no se dejan someter a recetas. Este estudio,
concluye Colnerud, «confirma la idea de que la conducta ética no puede
ser estandarizada, sino que tiene que ser siempre una conducta situada».22
Por tanto, si desde un punto de vista regulativo los códigos deon-
tológicos pueden servir de guías generales de acción, representan sólo
una ayuda limitada de cara a las situaciones concretas, razón por la cual a
menudo se ha criticado en ellos su escasa repercusión real en la práctica.
Es una consecuencia de la propia condición normativa de estos códigos,
forzados a situarse en una ambigua zona intermedia entre lo jurídico y lo
ético, el mecanismo de aplicación legal y la norma moral autoasumida
que apela al juicio y responsabilidad del profesional. Pero, así como por
el lado de lo jurídico, la dificultad es la de establecer sistemas
suficientemente operativos y públicamente confiables de seguimiento y
control, por el de lo ético cabe preguntarse hasta qué punto la misma
pretensión regulativa no termina por contradecir y ahogar la idea de
profesionalidad, como capacidad de decisión autónoma y responsable.
Siempre me han parecido un reto interesante unas incisivas palabras de
Marañón en las que, con referencia a la ética médica, decía que el buen
profesional no necesita de reglamentos para su rectitud, mientras que a
quien no lo es las normas y consejos morales le resultan totalmente
inútiles; «sobran aquí, como en todos los problemas de conducta moral,
las leyes».23 El intento de responder a esta aparente contradicción nos
introduce en la búsqueda de un nuevo sentido para la deontología
profesional y los códigos deontológicos.

21. Cfr. E. Campbell (1996), Ethical Implications of Collegial Loyalty as One View of Teachers
Professionalism-, Teachers and Teaching: Theory and Practice, 2 (2), pp. 191-208, y G. Colnerud
(1997), «Ethical Conflicts in Teaching», Teaching and Teacher Education, 13 (6), pp. 627-35.
22. G. Colnerud (1997), cit., p. 633.
23. G. Marañdn (1981), Vocación y ética y otros ensayos, Madrid, Espasa-Calpe, p. 62.
78 ÉTICA DOCENTE

3. Reformulación de las relaciones entre deontología


y profesionalización: la función constitutiva
de los códigos deontológicos

Pedagógicamente, el problema de la profesionalización del profesorado


está, antes que nada, en saber qué significa ser un profesional de la
enseñanza, en qué condiciones de ejercicio se sustenta, qué requisitos de
formación supone, etc. Como ha señalado Goodlad, «se ha hablado mucho
recientemente de la necesidad de una verdadera profesión de la enseñanza,
según parece, en base a la premisa de que la creación de tal profesión dará
lugar a mejores escuelas. Rara vez, los términos profesión, profesional,
profesionalismo y profesionalización han sido esgrimidos en frentes tan
diversos. Curiosamente, esta retórica no se ha visto acompañada de un
discurso igualmente intenso acerca de la naturaleza de la profesión, lo que ha
hecho que las definiciones y presunciones varíen ampliamente ... ».24
De este modo, el discurso sobre la profesionalización ha podido ser
mantenido tanto por quienes defienden una concepción técnica y aplicada
de la actividad docente, como por quienes se sitúan en la perspectiva de
la educación como una forma de praxis y acción ética, en los términos de
la distinción que se hizo célebre en los años ochenta.25 Como hemos
desarrollado en otro momento, el punto en litigio no es tanto el de la
presencia de lo técnico y lo ético como elementos normativos de la
actividad educativa, algo en lo que todo el mundo parece estar de
acuerdo, sino el de la concepción epistemológica global que desde un
enfoque tecnológico o moral se mantiene del conocimiento pedagógico y
la educación.26 En este sentido, la tipificación de normas y pautas de
acción a través de códigos deontológicos parece sobre todo acorde con
una idea de la actividad docente en la que se busca dejar el menor espacio
posible al azar, y en la que, como se decía en los antiguos manuales para
el diseño de la instrucción, «debe adoptarse menor número de
decisiones».27 Se ha señalado, así, cómo el desarrollo moderno de la
deontología profesional y su plasmación en códigos éticos va unido al
cambio en el sentido de las profesiones desde significados básicamente
vocacionales a otros de carácter más técnico.28

24. J. I. Goodlad (1991), ,The Occupation of Teachers in Schools,,, en J. I. Goodlad, R. Soder y


K. A. Sirotnik (eds.), The Moral Dimensions of Teaching, San Francisco, Jossey-Bass, p. 12.
25. W. Carr y S. Kemmis (1988), Teoría crítica de la enseñanza, Barcelona, Martínez Roca.
26. Cfr. F. Bárcena, F. Gil y G. Jover (1993), -The Ethical Dimension of Teaching: A Review
and a Proposal-, The Journal of Moral Education, 22 (3), pp. 242-44.
27. L. J. Briggs (1973), Manual para el diseño de la instrucción, Buenos Aires, Editorial Guadalu
pe, p. 197.
28. Cfr. G. M. Schurr (1982), -Toward a Code of Ethics for Academics,,, The Journal of Higher
Education, 53 (3), pp. 319-22.
DEONTOLOGÍA PROFESIONAL DOCENTE 79

No es por ello extraño que los planteamientos deontológicos queden


en un plano mucho más secundario desde la concepción práxica y ética
de la educación, como una actividad deliberativa que implica la adopción
de decisiones al hilo de las situaciones, sobre la base tanto de elementos
cognoscitivos como de un compromiso moral,29 y en la que las
posibilidades de las anticipaciones y regulaciones previas, sean de
carácter técnico o ético quedan, por tanto, muy limitadas. Si ser un
profesional significa no sólo poseer unos conocimientos y técnicas
específicas, sino sobre todo una idea de compromiso hacia el beneficio
del otro como criterio fundamental en la adopción de decisiones, ¿para
qué necesitamos que nadie venga a recordarnos cuáles son nuestros
deberes? Éstos están implícitos en la misma idea de profesionalidad. O se
es profesional, o no se es. Por otro lado, ¿cómo recoger en un código la
variabilidad de situaciones que pueden producirse? La respuesta a cada
situación vendrá más bien dada desde ese compromiso y juicio
profesional. Y si ese compromiso no existe, ¿cómo asegurar el
cumplimiento del código? En un caso o en otro, lo que se requiere no es
tanto la tipificación de normas que nunca van a abarcar todas las posibles
contingencias, como la consolidación de ese compromiso moral a través
de los procesos de formación de los profesionales.
Ahora bien, a mi juicio, esta posible contradicción entre prescrip-
ciones deontológicas y condición profesional debe mucho a que, pro-
bablemente, estemos demasiado acostumbrados a pensar en la ética y la
profesionalización en lo que podríamos llamar clave ilustrada. La idea
fundamental es la de «autonomía»: autonomía de juicio moral y de
competencia profesional. Si cada cual ejerce su juicio moral y
competencia profesional con autonomía se entiende que, como decía
Marañón, «sobren aquí las leyes», esto es, se entiende el papel ilimitado,
que, como veíamos, cabe asignar a la función regulativa de los códigos
deontológicos. Pero lo que se ha llamado la crisis del proyecto ético
ilustrado, con su disolución de la separación tajante entre ética y ley, nos
ha enseñado a mirar también las cosas de otro modo. Por eso hoy, la
pregunta acerca de las posibilidades de los códigos deontológicos en el
campo de la enseñanza hay que situarla en el marco de la revisión de ese
proyecto ético, para lo que resultan especialmente fructíferas dos ideas
que podemos llamar el sentido contextual de la identidad personal y el
carácter constitutivo de los sistemas normativos.

29. F. Bárcena (1994), La práctica reflexiva en educación, Madrid, Editorial Complutense. Y


véase también la clásica obra de D. A. Schón (1983), The Reflective Practitioner. How
Professionals Think in Action, Nueva York, Basic Books (edición en castellano: Barcelona, Paidós,
1998).
80 ÉTICA DOCENTE

Frente a la imagen de una identidad desencarnada, que se mueve fuera de


referencias de espacio y tiempo, las perspectivas postilustra das han insistido
en el sentido contextualizado y narrativo de la identidad personal, que,
citando a Charles Taylor, se forja permanente mente en las urdimbres de la
interlocución en el seno de comunidades definidoras.30 Como resumen
Goolishian y Anderson:

El self, en una perspectiva posmoderna, puede considerarse una expresión de


esta capacidad para el lenguaje y la narración. Dicho simplemente, los seres
humanos siempre se han contando cosas entre sí y han escuchado lo que los demás
les contaban; y siempre hemos comprendido qué somos y quiénes somos a partir de
las narraciones que nos relatamos mutuamente. En el mejor de los casos, no somos
más que coautores de una narración en permanente cambio que se transforma en
nuestro sí mismo, en nuestra mismidad. Y como coautores de estas narraciones de
identidad hemos estado inmersos desde siempre en la historia de nuestro pasado
narrado y en los múltiples contextos de nuestras construcciones narrativas.31

Lo mismo cabe decir entonces de la identidad profesional. Según


destacan algunos enfoques actuales en la investigación sociológica y
pedagógica, tampoco ésta se forja en el vacío, sino en contextos de-
terminados de experiencia y relación. Más que como sistema de acre-
ditación y competencia, la profesionalización se entiende como el pro-
ceso de reconstrucción permanente de una identidad profesional que se
fragua en el juego de transacciones tanto sociales como biográficas, o
dicho de otra forma, «en la articulación entre los sistemas de acción que
proponen identidades virtuales y las "trayectorias vividas" en el seno de
las cuales se forjan las identidades reales a las que se adhieren los
individuos».32 Paralelamente, el conocimiento profesional de los
profesores se conceptúa como un conocimiento práctico que se de-
sarrolla de forma narrativa a través de la experiencia. 33 Estos enfoques
sugieren la inexistencia de una línea tajante de demarcación entre
identidad personal e identidad profesional. Todo confluye en la mane-
ra en la que nos vamos definiendo a nosotros mismos y proyectamos

30. Cfr. C. Taylor (1996), Las fuentes del yo, Barcelona, Paidós, pp. 41-67.
31. H. A. Goolishian y H. Anderson (1994), «Narrativa y self: Algunos dilemas postmodernos de
la psicoterapia», en D. F. Schnitman et al., Nuevos paradigmas de cultura y subjetividad,
Barcelona, Paidós, pp. 296-97.
32. C. Dubar (1996), La socialisation. Construction des identités sociales et professionnelles,
París, Armand Colin, pp. 114-15.
33. M. Beattie (1995), Constructing Professional Knowledge in Teaching. A Narrative of Change
and Development, Nueva York, Teachers College Press. El enfoque narrativo y autobiográfico del
conocimiento de los profesores ha generado una abundante bibliografía durante los últimos años.
Para un revisión crítica, con extensión a las posibilidades de su aplicación pedagógica en los
alumnos: F. Gil Cantero (1997), «Educación y narrativa: la práctica de la autobiografía en
educación», Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 9, pp. 115-36.
DEONTOLOGÍA PROFESIONAL DOCENTE 81

esa imagen en nuestra práctica profesional, por lo que desde la inves-


tigación pedagógica cualitativa se indaga el modo en que ciertos aspectos
del género a las posturas religiosas afectan a esa práctica en el marco
de la micropolítica de la escuela.34
En el trasfondo de estos enfoques se encuentra el problema de lo que
se ha llamado la disolución posmoderna del sujeto, desparramado en
múltiples esferas de lenguaje y relación. La amplitud y ramificaciones de
la discusión impiden poder abordarla aquí, si bien conviene señalar que,
como observa Schrag en su revisión del tema, multiplicidad no significa
necesariamente heterogeneidad, «el quién del discurso permanece
presente a sí mismo en sus múltiples formas de habla, diversos juegos de
lenguaje y variadas narrativas»,35 aunque no como algo fijo e inmutable,
sino al unísono logro y tarea, ni pura autonomía ni total heteronomía,
«ciudadano de una polis, un actor en el proceso de una tradición de
creencias y obligaciones, participante en una serie de instituciones y
tradiciones en desarrollo».36 La identidad, y la identidad profesional,
surge entonces como proceso, pero también como unidad; como
contextualización, pero también como reinterpretación. Sólo ello hace
posible hablar de un fondo de iniciativa personal, de acción del sujeto, en
última instancia, de dimensión ética de la actividad del profesional.
Por otro lado, también desde la investigación pedagógica más em-
pírica se trabaja en la idea de la profesionalidad como comunidad, y no
sólo como competencia individual, indicando la necesidad, com-
plementaria a una preparación y profesionalización individuales, del
trabajo activo en el grupo profesional para incrementar la autoimagen de
los profesores y su compromiso global en contextos de actuación
progresivamente más difíciles y exigentes. Se intenta demostrar cómo la
existencia en las escuelas de este sentido de comunidad profesional es la
variable de mayor peso en la responsabilidad que adopta el profesor hacia
el aprendizaje de los alumnos, lo que, a su vez, repercute
significativamente en los logros alcanzados por éstos. La existencia de tal
sentido de comunidad depende tanto de la percepción del profesorado
como de ciertas condiciones estructurales y recursos sociales y humanos,
formando parte esencial de su definición, entre otros factores, la posesión
de un conjunto de normas y valores compartidos.37

34. Véase el número monográfico que dedicó no hace mucho al tema el Anthropology of Educa-
tion Quarterly, 28:2, 1997.
35. C. 0. Schrag (1997), The Self after Postmodernity, New Haven / Londres, Yale University
Press, pp. 32-33.
36. Ibid., p. 86.
37. Cfr. K. S. Louis, H. M. Marks y S. Kruse (1996), «Teachers' Professional Community in Res-
tructuring Schools», American Educational Research Journal, 33 (4), pp. 757-98.
82 ÉTICA DOCENTE

El replanteamiento de la noción de profesionalización e identidad


profesional que emerge de estos nuevos enfoques, ofrece el horizonte a
las posibilidades actuales de la deontología profesional y los códigos
deontológicos. Parafraseando a Clifford Geertz, podría decirse que, en
tanto que sistemas normativos, los mismos representan marcos de in-
terpretación enraizados en la cultura profesional, que más que regular la
conducta, la constituyen.38 Entender los códigos deontológicos como
sistemas constitutivos indica, en primer lugar, que los mismos dotan de
significado a la conducta dentro de una cultura profesional. Toda cultura
profesional supone en este sentido una deontología, independientemente
de que ésta esté o no explícitamente formulada. Norma y acción se
realimentan mutuamente. Por ello, junto a esta dimensión interpretativa,
el carácter constitutivo de los códigos encierra una dimensión formativa.
Los códigos como expresión y generación al mismo tiempo de un ethos
profesional. También aquí la antropología se hermana con los nuevos
rumbos de la ética y la filosofia política.
Frente al principio de neutralidad y procedimentalismo ético de la
tradición liberal, desde estos nuevos rumbos se insiste en lo que Ha-
bermas ha llamado el significado pedagógico de la política y la ley en
sentido aristotélico, que, más allá de un alcance regulador de proyectos e
intereses individuales, se orienta hacia la «formación del carácter».39 Con
reminiscencias en la antigua noción griega de la polis, en su uso por la
filosofia actual el concepto de comunidad señala Schrag no es, pues,
un concepto sólo descriptivo, sino normativo, esto es, con una dimensión
moral implícita.40 Hablar en estos términos de comunidad supone
«reconocer las raíces sociohistóricas de la autoconstitución y la
inevitabilidad de las consideraciones sociomorales».41 Es hablar de una
colectividad estructurada mediante unos patrones y normas que no tienen
un sentido neutral, sino que se sustentan en valores que proporcionan el
substrato para la autoconstitución de los individuos.
Y no es cuestión de opción. Como ha vuelto a recordar Walzer a
propósito de la postura liberal del principio de neutralidad,

el mínimo procedimental resulta ser más que mínimo [...] La moralidad


tenue es ya bastante densa: con una decente densidad liberal o social-
demócrata. Las reglas de juego constituyen de hecho una forma de vida.
¿Cómo podría ser de otra manera? Los hombres y mujeres que recono-
cen su mutua igualdad, reivindican los derechos de libertad de expresión

38. Cfr. C. Geertz (1994), Conocimiento local, Barcelona, Paidós, pp. 241 ss.
39. Cfr. J. Habermas (1987), Teoría y praxis. Estudios de filosofía social, Madrid, Tecnos, p. 50.
40. Cfr: C. O. Schrag (1997), cit., pp. 86 ss.
41. Ibid., p. 91.
DEONTOLOGÍA PROFESIONAL DOCENTE 83

y practican las virtudes de la tolerancia y el respeto mutuo, no surgen de la


mente del filósofo, como Atenea de la cabeza de Zeus. Son criaturas de la
historia, han sido trabajadas, por así decirlo, por muchas generaciones y
habitan una sociedad que se «ajusta» a sus cualidades y apoya, refuerza y
reproduce a gente como ellos. Son maximalistas incluso antes de empezar sus
42
discusiones dialógicamente reguladas.

No hay sistema normativo exclusivamente procedimental, a modo de


árbitro neutral entre los distintos proyectos de vida. Todo sistema normativo
implica una ética sustantiva, un ethos desde el que los individuos construyen
su propia forma de situarse, o, si se quiere, su ethos personal, su
personalidad en sentido ético. Se trata, pues, de descubrir también ese
significado configurador de identidad, esa potencialidad pedagógica, en los
códigos deontológicos docentes. Y ello como marco no sólo de socialización
profesional, sino también, y sobre todo, de convivencia escolar. He sugerido,
por ello, entender estos códigos como elementos de proyectos educativos
elaborados en el seno de cada institución,43 o, como también se ha dicho,
contratos morales del profesorado,44 a condición de que tal contrato no se en-
tienda ya sólo como estipulación de derechos y deberes, sino como marco de
definición del ethos pedagógico de la escuela.
Este carácter configurador y pedagógico de los códigos deontológicos
implica algunas condiciones. La primera se refiere a su elaboración.
Tradicionalmente, los códigos deontológicos se han vinculado al
autogobierno del colectivo profesional. En la actualidad, sin embargo, la
disolución de los contornos demasiado cerrados de la ética cívica y la
ética profesional, hacen inevitable la interacción entre ambos ámbitos.
Una simple mirada a los medios de comunicación muestra cómo, en el
lado opuesto a aquella apatía y condescendencia que denunciaba
Durkheim, hoy la ética profesional se ha convertido en parte esencial de
la propia ética cívica, que afecta al interés general de los ciudadanos. Y
en tanto que parte de la ética cívica, su formulación ya no puede
considerarse competencia exclusiva del cuerpo profesional, sino que debe
tener en cuenta el amplio conjunto de expectativas y aspiraciones de
todos aquellos a quienes afecta.
Aunque sólo fuese por razones estratégicas, salvaguardar cotas de
autogobierno profesional y recobrar, como se pretende a través del re-
curso a la deontología, una mayor confianza pública en la profesión,

42. M. Walzer (1996), Moralidad en el ámbito local e internacional, Madrid, Alianza, pp. 44-45.
43. Cfr. G. Jover (1991), «Ámbitos de la deontología profesional docente», Teoría de la
Educación. Revista Interuniversitaria, 3, p. 89.
44. Cfr. M. Martínez (1997), «La educación moral en el currículum», en P. Ortega (ed.),
Educación moral, Murcia, Caja de Murcia, pp. 57-61.
84 ÉTICA DOCENTE

aconsejaría abrir al usuario la negociación y seguimiento de los códigos.


Lo mismo sucede en la posibilidad, que se ha sugerido, de la función
sociopolítica de los códigos deontológicos como contratos de res-
ponsabilidades compartidas entre los distintos agentes de la educación.
Pero, más radicalmente, la función ya no sólo regulativa sino constitutiva
de los códigos no deja otra alternativa, en tanto que inductores de un
ethos escolar que se pretende democrático. Sobre todo si en la línea
apuntada por la anterior cita de Walzer la democracia no es sólo un
conjunto de procedimientos neutrales, sino un modo de instalación, una
«forma de vida», educar en la democracia exigirá un entorno escolar
fundado en el mismo ethos democrático.
La segunda condición se refiere al estilo normativo de los códigos.
¿Deben éstos recoger principios generales o normas específicas? Desde
una pretensión regulativa, parecen preferibles los códigos detallados, que
dejen el menor lugar posible a las vacilaciones. Por el contrario, es más
acorde con el carácter configurador de los códigos, que los mismos se
basen en enunciados de principios que ofrezcan un amplio campo a la
elaboración, a partir de ellos, de respuestas y proyectos personales. La
justificación pedagógica de estos códigos está en su contribución a la
formación de la personalidad. Una formación sobre la que hoy está
ampliamente asumido que no se agota en el desarrollo de habilidades
procedimentales, sino que se produce intersubjetivamente en una
multiplicidad de espacios sustantivos de valor, pero que, al mismo
tiempo, implica cierta capacidad de distanciamiento reflexivo con
respecto a esos espacios. El significado formativo de los entornos de
socialización exige por ello reconocer su relación dialéctica con los
individuos.45 El individuo se sitúa y forja en referencia a la comunidad,
pero ésta, a su vez, evoluciona en la línea de las iniciativas y disidencias
de aquellos. De otra forma no podría hablarse de significado pedagógico
de la deontología profesional, porque no podría hablarse de educación.
En consecuencia, un código deontológico como el propuesto no puede
entenderse como un todo acabado y cerrado, sino como un marco
referencial amplio y un conjunto de aspiraciones en evolución.
Por último, la tercera condición se refiere al soporte axiológico de
tales códigos. También éste queda implícito en su carácter pedagógico. Si
la pertinencia pedagógica de estos códigos radica en su contribución a la
generación de un determinado ethos esçolar, ese soporte axiológico
deberá responder como criterio fundamental a las finalidades que se
asignan a la educación:

45. Cfr. J. M. Puig Rovira (1996), La construcción de la personalidad moral, Barcelona, Paidós,
pp. 152-54.
DEONTOLOGÍA PROFESIONAL DOCENTE 85

La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad


humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las
libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la
amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos; y
promoverá el desarrollo de las actividades las Naciones Unidas para el
mantenimiento de la paz.46

Como no podría ser de otro modo, se trata del marco axiológico


propio de la tradición ética de la modernidad, la que todavía mejor
permite acoger a una pluralidad de proyectos y decir al mismo tiempo
que no todo depende de las circunstancias, que no todo puede ser
justificado.
Aplicando a la deontología profesional docente lo que Adela Cortina
indica con respecto a la ética empresarial, cabría decir que la misma
consiste en la proyección de la ética cívica a un determinado ámbito de
convivencia, en este caso, el entorno escolar, lo que requiere entenderla
según un modelo postilustrado y comunitarista, pero siempre, como es
lógico, empapado de los principios y valores que conforman tal ética
cívica, y a los que ninguna actividad puede ya renunciar sin abjurar de su
moralidad: la libertad, la igualdad y la solidaridad plasmadas en las
sucesivas generaciones de derechos humanos.47 La idea es, pues, la de
utilizar pedagógicamente la deontología profesional para hacer de las
escuelas comunidades de aprendizaje de valores, si se quiere,
comunidades morales, en el sentido no sólo procedimental de
comunidades que irradian un determinado ethos. Ethos que, sin embargo,
sólo puede ser el de los principios y valores de nuestras sociedades
pluralistas, esto es, por decirlo con Dworkin, el ethos de una
comunidad liberal.48
La justificación de esta propuesta pasa por reconocer que criterios
como los derechos humanos pueden ser considerados, a distancia de
un apriorismo ético, como ideales morales sustantivos, enraizados en
la historia y en las aspiraciones de los sujetos, según una articulación
en la que, frente a la separación radical de lo legal y lo moral, las nor-
mas, costumbres y valores sociales ya no son vistos como «expresio-
nes imperfectas por comparación con unas aspiraciones morales cla-
ramente conocidas, sino como expresiones imperfectas por compara-
ción con unas aspiraciones morales más o menos difusas, que están
basadas en los intereses y necesidades que los propios sujetos van ge-
nerando y descubriendo en el ejercicio de esos mismos valores y cos-

46. Declaración Universal de Derechos Humanos, art. 26.2.


47. Cfr. A. Cortina (1994), cit., p. 89.
48. Cfr. R. Dworkin (1989), «Liberal Community», California Law Review, 77 (3), pp. 479-504.
86 ÉTICA DOCENTE

tumbres sociales».49 De momento, no parece posible ir más lejos. Quizás


no sea necesario. La urgencia de la tarea de educar obliga a una cierta
incertidumbre, a tener que trabajar sin «buscar anclajes celestiales, sino
tan sólo un asidero».50 Por encima de seguridades últimas está el tipo de
persona que tenemos que educar y el tipo de sociedad que tenemos que
construir.

49. E Bárcena, F. Gil y G. Jover (1995), «La socialización como forma de educación moral: una
propuesta en el contexto de la reforma educativa», Pedagogía Social, 11, p. 191.
50. R. Rorty (1996), Objetividad, relativismo y verdad. Escritos filosóficos, I, Barcelona, Paidós,
p. 32.
CAPÍTULO 4

EL ETHOS DOCENTE: UNA PROPUESTA


DEONTOLÓGICA
por FRANCISCO ALTAREJOS
1. La moral rediviva

En las dos últimas décadas, las actitudes predominantes en la educación


han cambiado de signo. El significado y la referencia de las acciones
educativas han sufrido un desplazamiento gradual pero persistente, desde la
predominancia de una perspectiva técnica hasta la reflexión desde un
enfoque moral. Los tres mojones más visibles de esta evolución
posiblemente serían El planeamiento de la educación,1 Aprender a ser (E.
Faure)2 y La educación encierra un tesoro (J. Delors).3 El cambio de rumbo
en la navegación de los organismos internacionales a este respecto, y durante
los últimos años, resulta innegable. Esta transición podría ser objeto de una
interesante investigación histórico-descriptiva. Además, este proceso no es
una lenta y pausada emergencia, sino que en sintonía con tantos
fenómenos sociales de las dos últimas décadas es un firme y bullicioso
brotar de lo nuevo; en este caso, de la perspectiva u orientación ética en
educación. El vigor del actual renacimiento ético se expresa, más que en la
rápida velocidad, en la intensa energía de su eclosión.
Si la orientación ética en los estudios y las prácticas sociales tiene
hoy una vigencia insospechada hace pocas décadas, la apelación a la
deontología no le va a la zaga. Las profesiones, categorías configura-
doras y garantes de la excelencia personal en su dimensión pública,4

1. Unesco (1968), El planeamiento de la educación. Informe final (Conferencia Internacional,


París, 1968), Madrid, Ministerio de Educación y Ciencia.
2. E. Faure (1975), Aprender a ser, Madrid, Alianza.
3. J. Delors (1996), La educación encierra un tesoro, Madrid, Santillana / Ediciones Unesco.
4. Cfr. V. Camps (1990), Virtudes públicas, Madrid, Espasa-Calpe, p. 111.
90 ÉTICA DOCENTE

especifican la referencia moral en su deontología o ética profesional.


Mediante ésta se pretende regular e incluso ennoblecer la práctica
profesional respecto a los destinatarios del trabajo. La referencia
deontológica, en su acepción más extendida, es extrínseca. La necesidad de
la deontología viene determinada por los conflictos nacidos de la misma
práctica profesional en el seno de la comunidad. La intención profunda que
parece sustentar a la deontología es la necesidad de equilibrio entre derechos
individuales y colectivos. El contrapeso a los derechos, obviamente, son los
deberes; de ahí el mismo nombre de la materia: deón, «deber».
Sin embargo, conviene recordar que, al menos etimológicamente, el
término deón es más amplio. No designa sólo una acción a realizar como
derivación o consecuencia de una norma prescriptiva general; de modo
más propio y radical, puede explicarse como lo que conviene hacer, lo
que es menester hacer en orden al desarrollo del sujeto agente particular.
Ésta más amplia consideración llevaría a definir la deontología laxa,
pero verazmente como el «tratado de lo que conviene hacer al hombre,
es decir, como un saber o disciplina que se ocupa de determinar aquellas
obligaciones y responsabilidades de tipo ético o moral que surgen en la
práctica o ejercicio de alguna profesión».5 El primer sentido del deber es
de raigambre kantiana: la necesidad de la acción por respeto a la ley, que
remite a la consideración formal de las máximas éticas universales. El
deber así entendido viene a ser la limitación que se autoimpone el sujeto
en aras de la objetividad que le sobrepasa: esto es, la ley. El segundo
sentido, en cambio, lejos de ser una limitación, potencia la libertad del
sujeto en pro de su perfeccionamiento como agente moral. El deber, aquí,
se vincula a la obligación zubiriana. La razón de ser del deber no está en
la constricción de la capacidad operativa del sujeto, sino precisamente en
lo contrario: en la expansión intensa de su actuación, que es perfectible
de suyo. Desde esta perspectiva carece de sentido la contraposición entre
ser y deber: el ser reclama al deber para realmente ser.
En la cosmovisión kantiana no es así, pues «el hombre es de una
madera tan torcida, que nunca llega a enderezarse». A través de sus
escritos, no puede discutirse la preocupación de Kant por el bien de
la humanidad; pero no es tan fácil encontrar rastros de interés por los
seres humanos singulares. Para él resultaba compatible defender el
bien universal del hombre con la ruptura total de relaciones con su
hermana, con quien ni siquiera se saludaba al cruzarse por la calle. Es
un talante que se perpetúa hasta nuestros días: el amor a la humani-
dad en general junto con el olvido de la gente en particular. Las revo-

5. C. W. Gichure (1996), La ética de la profesión docente, Pamplona, Eunsa, p. 16.


EL ETHOS DOCENTE: UNA PROPUESTA DEONTOLÓGICA 91

luciones políticas y sociales de la modernidad no pueden entenderse ni


hubieran podido realizarse prescindiendo de esta singular actitud.
Si el ser humano, en cuanto agente moral, es contemplado desde este
pesimismo básico, su quehacer relacional por ejemplo, su trabajo
profesional debe ser regulado desde la estipulación de los deberes, que
pasan a ser el núcleo de toda ética posible. La deontología se resuelve
entonces en el código: listado de deberes del profesional por su relación a los
otros, y también de derechos, expresión de los deberes recíprocos que los
demás tienen respecto a mí. Esta visión se ha hecho consustancial a la
cultura de la modernidad, hasta el punto de que la mención de una
deontología profesional sugiere inmediatamente la explicitación de un
código de deberes y derechos. La primacía o precedencia de unos sobre otros
depende, obviamente, del punto de vista: para el cliente o destinatario del
trabajo anteceden los deberes; para el profesional, los derechos.
En principio, todo parece estar bien, en el sentido de estar equilibrado
o, mejor dicho, contrapesado. No obstante, la resolución de la
deontología en códigos normativos promueve más problemas de los que
resuelve. El más inmediato, recuerda G. Jover, es la naturaleza mixta de
los códigos deontológicos: «normativamente, los códigos deontológicos
tienen un estatuto peculiar, siendo habitual situarlos en el espacio
intermedio entre lo jurídico y lo ético. La positivación en una norma,
procesos formales de adopción, carácter vinculante para los miembros del
colectivo profesional, etc., los dota de cierta naturaleza jurídica».6 Es un
efecto de la formalidad del deber, cuya prescripción concreta se funda en
una ley universal de la cual deriva. Se sobredimensiona entonces la
necesidad que comporta el deber que choca con la libertad del agente.
Éste puede efectivamente no cumplir con la prescripción; como puede
por el mismo motivo, la libertad excederse e ir más allá de lo
prescrito. En ambos casos la eficacia del código es discutible. «Su
operatividad como tal suele ser puesta en entredicho, al no poder
garantizarse sistemas adecuados de seguimiento y control, ni en última
instancia la preeminencia del interés de los destinatarios de la actividad.
Y es probable que la razón sea, justamente, ese aludido carácter
intermedio que deja a los códigos en una zona de gran ambigüedad, ni
estrictamente lo uno, ni totalmente lo otro.»7 Ni naturaleza puramente
jurídica, ni puramente ética.
Por otra parte, la formulación de códigos deontológicos acaba re-
mitiendo a su problema radical, partiendo de un hecho inmediato, que

6. G. Jover (1995), «Líneas de desarrollo y fundamentación en el campo de la deontología de


las profesiones educativas», Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 7, p. 146.
7. Ibídem.
92 ÉTICA DOCENTE

es su diversidad. En efecto, existe hoy una amplia y variada oferta de


códigos deontológicos que impiden fácticamente una síntesis operativa, cara
a la acción. Se plantea entonces una dificultad: la elección entre las
diferentes listas de derechos y deberes; y esto exige una referencia explícita
a la razón o motivo de elección. Así, por los mismos requerimientos de la
práctica, surge la pregunta por el fundamento de los códigos deontológicos,
que no es más que la concreción de la pregunta esencial por el sentido y la
razón de ser de la ética. Pero, ¿cómo dar respuesta a tal pregunta si se
proclama abiertamente que «no hay naturaleza humana»?8 No queda otro
camino para la fundamentación de la deontología que la afirmación de un
consenso formal respecto de los enunciados morales y su justificación. El
criterio decisivo es entonces la validez del consenso o acuerdo, que no puede
valorarse sino en términos cuantitativos, rasgo definitorio de la reciente
modernidad. La diferencia entre unos postulados deontológicos y otros
estriba en el número de aserciones concordantes: más valioso será un código
deontológico derivado de la Declaración Universal de Derechos Humanos
que el establecido en un congreso sindical o asamblea profesional local,
sencillamente por el mayor número de suscriptores. Pero en ninguno de los
dos casos puede obviarse el carácter provisional y por tanto, precario de
las normas, derechos y deberes estipulados, cuyo valor no es intrínseco ni
racional, sino que depende de una feliz conjunción de afectos, inestable de
suyo.
Entonces, el sentido de la deontología es impreciso y su alcance y
validez, relativo: en relación o en función de los individuos que lo con-
sensúan. La dimensión jurídica expresión de las relaciones entre sujetos
fagocita a la dimensión ética expresión del perfeccionamiento del
agente, y así, proclamando genéricamente la naturaleza de la deontología
como una ética particular o aplicada, se acaba concluyendo en un
formalismo que bien podría expresarse como una «ética sin moral».
Es ésta una expresión extraña, casi una paradoja chestertoniana,
pues encierra una realidad efectiva bajo la apariencia de una contra-
dicción lógica. Un código de derechos y deberes, por bien elaborado
que esté, tiene un origen extrínseco respecto del sujeto agente; aunque
se declare humano universalmente, no deja de ser un principio formal
que pretende regir necesariamente la acción humana en su particula-
ridad y contingencia. Una deontología así concebida puede en el
mejor de los casos garantizar unas prácticas correctas entre los
miembros de una profesión, supuesto el acatamiento del código por
éstos; o cuando menos, puede ofrecer la posibilidad de juzgar objeti-

8. J. P. Sartre (1967), L'existencialisme est un humanisme, París, Nagel, p. 22.


EL ETHOS DOCENTE: UNA PROPUESTA DEONTOLÓGICA 93

vamente sobre determinadas acciones de los profesionales en el ejercicio


de su trabajo. Lo que no parece tan claro es que pueda sustentar la
realización personal en el trabajo. Salvaguardadas las exigencias propias
de la profesión, y ofreciendo incluso un criterio para la solución de
posibles conflictos entre los destinatarios del trabajo y los profesionales,
no ofrece a éstos unas normas de conducta suficientemente claras, en las
cuales se refleje su modo de ser propio como profesional; si acaso cabe
esperar que se caracterice al buen profesional, sin embargo no es capaz
de definir al profesional bueno. Esta incapacidad es particularmente
peligrosa en el ámbito profesional de la docencia, pues «lo primero que
debe hacer el educador, como profesional de la enseñanza, es conseguir
que su propia tarea sea un acto ético: debe actuar éticamente, como
persona que se dirige a personas, y dar a esa relación recíproca que se
establece un sentido moralmente bueno: ha de ser un acto personal bueno,
en sí y en sus consecuencias. Ha de ser un buen profesor, siendo un
profesor bueno».9 Es inexcusable la referencia moral, esto es, la relación
a la bondad, también en el trabajo profesional, pues de lo contrario se
podrá llevar en conjunto una «buena vida», aunque tal vez no sea una
vida buena.10
Ésta es una finalidad deontológica irrenunciable. Si la ética profe-
sional es en verdad una ética particular o aplicada debe ocuparse
necesariamente de la bondad del agente; no puede ceñirse sólo a la co-
rrecta relación profesional con el cliente. Esto cabe expresarlo ade-
cuadamente en un código, pero no aquello, pues el cumplimiento es-
crupuloso de derechos y deberes no garantiza por sí mismo la felicidad.
Más aún: un código moral tiene su fundamento normativo en la acción
humana, y ésta se realiza desde su finalidad propia, de la cual es
imposible desgajar el perfeccionamiento operativo del sujeto agente. Y la
mejora o crecimiento del ser humano, en tanto que racional, exige
ineludiblemente el conocimiento no sólo de lo que puedo o no puedo
hacer, sino y sobre todo de por qué y para qué lo hago: es decir, el
conocimiento de qué y quién soy. No se trata sólo de saber como
profesional qué debo hacer y cómo debo obrar: se trata también de
saber qué y quién soy por dedicarme a este oficio y no a otro.
Desde esta perspectiva, y contando con el obrar responsable del
profesional, los códigos deontológicos quedan relegados a una función
secundaria, de mediación. Pueden  y deben  cumplir una fun-
ción de arbitraje objetivo cuando surjan conflictos singulares que, por

9. C. Cardona (1990), Ética del quehacer educativo, Madrid, Rialp, p. 19.


10. Cfr. L. Polo (1996), «La Vida Buena y la Buena Vida: una confusión posible», en La
persona humana ,y su crecimiento, Pamplona, Eunsa, pp. 161-97.
94 ÉTICA DOCENTE

su especificidad y concreción, resultan difíciles de resolver analíticamente;


también permiten la necesaria reflexión sobre el quehacer profesional, sobre
todo en sus aspectos comunitarios. Pero al cabo, como afirma E Bárcena, el
profesional «cultivando su carácter y asumiendo un compromiso en la tarea
desempeñada, ni deja de ser eficaz, ni precisa de códigos de conducta para
cumplir con su deber».11

2. La deontología posible: el estudio


del ethos profesional

«Deontología docente» significa, radicalmente, estudio del carácter o


modo de ser del profesional de la docencia; secundaria y derivadamente es
también el estudio de los derechos y deberes que la práctica docente
conlleva. Para poder ocuparse de estipular unos débitos y unas obligaciones
en la actuación humana, es necesaria la referencia al agente en cuanto que su
práctica los reclama y su condición los justifica. De la misma manera que el
ser humano detenta unos derechos fundamentales en razón de su humanidad,
análogamente el profesional es sujeto de derechos por su profesionalidad.
No es difícil aparentemente, al menos conocer el ser humano en
cuanto tal. De dicho conocimiento pueden educirse los derechos esenciales,
o en la formulación positivista, los derechos universales del hombre. Se
sabe suficientemente lo que el hombre es en esencia, es decir, lo que
originariamente tiene como suyo. Esta propiedad, lo que tiene como suyo, se
expresa en lo que le debe ser reconocido y no enajenado; lo que tiene el ser
humano en cuanto tal no puede ser vulnerado por nadie, sino que debe ser
afirmado y defendido: son los derechos humanos. Del mismo modo, para
poder afirmar unos derechos profesionales, ante todo se requiere una
cierta definición de lo que el sujeto tiene por razón de ese oficio, en
cuanto que realiza cierta actividad. Las prácticas profesionales van
generando un carácter o modo de ser, que es tenido por el sujeto; dicho
carácter del agente poseído por él en cuanto profesional sustenta sus
derechos, que sólo indirectamente se refieren a los medios o recursos de
que debe disponer. Primariamente, los derechos profesionales se refieren
a lo que el profesional tiene como tal; y dicha tenencia no consiste en un
elenco de medios o recursos externos, pues éstos, puestos a disposi-
ción de quien no es profesional, no le permiten que realice el trabajo
u oficio concreto. Cuando se dice, por tanto, «lo que tiene el profesio-

11. F. Bárcena (1989), «Explicación de la educación como práctica moral», Revista Española de
Pedagogía, 183, p. 266.
EL ETHOS DOCENTE: UNA PROPUESTA DEONTOLÓGICA 95

nal», se está diciendo de otro modo «lo que es el profesional»; lo in-


manente a él y que no se encuentra fuera de él: no los medios materiales,
sino el saber, la experiencia, la destreza, la intención, etc. El
conocimiento del modo de ser profesional es, obviamente, el fundamento
de los derechos de la profesión, y también de los deberes co-
rrespondientes; entre los cuales, por cierto, el primerísimo es la defensa y
vindicación de tales derechos radicales, que tienen un carácter
irrevocable, pues su dejación comportaría la renuncia a la condición
profesional.
Hay una diferencia destacable entre los derechos esenciales o universales
del hombre y los derechos profesionales. No es sólo la condición de
fundamento moral y jurídico de aquéllos y la naturaleza derivada y
secundaria de éstos. Desde la perspectiva práctica, de la acción, existe otra
diferencia: los derechos fundamentales del hombre son otorgados por el
mero hecho de existir; los derechos profesionales, en cambio, son adquiridos
por medio del trabajo, de la práctica del oficio que hace que un ser humano
no sea solamente tal, sino que sea además un profesional. El conocimiento
de la actividad y del carácter o modo de ser que engendra, una vez más,
resulta ineludible. La ignorancia sobre la índole misma de la docencia
mayor que el saber que de ella se tiene posiblemente sea la causa
directa de la diversidad y variabilidad en los códigos deontológicos docentes.
El mayor acuerdo que suele encontrarse en otras profesiones como, por
ejemplo, la médica o la jurídica respecto de los códigos deontológicos,
puede explicarse razonablemente por un mayor conocimiento del carácter o
modo de ser propio de la profesión. Esta ignorancia de la docencia como
profesión, desde luego, no es una ignorancia culpable; no se puede reprochar
negligencia a los docentes por ese desconocimiento de la naturaleza misma
de la actividad, que no nos es imputable a nosotros por falta de estudio o
reflexión. La causa de esta ignorancia es sencillamente la pobreza de
tradición. La profesión docente como tal, como profesión establecida y
reconocida socialmente, es un retoño en la historia de la humanidad. Los
médicos pueden remontarse a Hipócrates y los juristas a Cicerón cuando
menos, o a Ulpiano, Papiniano y Paulo con todo rigor; pero ¿cuál es el
predecesor seguro de la tradición pedagógica? Indudablemente, Sócrates es
un docente, y más incluso: un pedagogo; y es además uno de los mejores
docentes y mayores pedagogos que hayan existido..., pero ni la docencia ni
la pedagogía eran su profesión, sino sólo su afición; aunque fuera su afición
profunda, es decir, su vocación; pero no era su profesión.
El conocimiento del modo de ser, del carácter humano que forja
una profesión, no puede ser sólo el resultado de la investigación cien-
tífica, ni la expresión vivencial de la experiencia de eminentes profe-
96 ÉTICA DOCENTE

sionales, ni tampoco la síntesis de ambas: es y no puede ser otra cosa que


la figura cultural que la tradición decanta con el correr de los siglos, y
que consta también, por supuesto, de las reflexiones, investigaciones y
experiencias de todos los profesionales, tanto de los brillantes y
destacados, como de los consuetudinarios. Si hay una ignorancia básica
sobre el carácter del oficio de enseñar, se debe al desconocimiento
insalvable de la naturaleza de la docencia, causado por la innegable
juventud de la profesión docente. Esto es un hecho, como lo es también,
sin embargo, que del nombre de «profesional» al de «profesor» apenas
medie distancia lingüística apreciable; al menos semánticamente, por el
contrario, hay una clara y palmaria comunidad de origen. El profesional
lo es, ante todo, por un saber que profesa, y que sustenta su acción
profesional, distinta del saber; el profesor lo es o lo puede ser por
profesar un saber y comunicarlo. Por otra parte, incluso cabe hablar de la
docencia como «madre de las profesiones»12 en cuanto que cualquier
saber profesional se adquiere a través de la docencia.
Si falta tradición para llegar a conclusiones seguras en la deontología
docente, será necesario nutrirla desde su cuna. La tarea primaria en la
deontología docente aparece así como estudio y reflexión sobre el modo de
ser propio de la enseñanza, la cual, en cuanto que oficio o actividad
profesada socialmente, va configurando el carácter del profesor o del
maestro, el ethos docente. «Delinear un ethos de la profesión docente es así
emprender la tarea de la definición y redefinición de la esencia misma de la
docencia, de lo que supone ser educador o ser profesor-investigador.» 13
La reivindicación de la filosofía práctica, característica de la pos-
modernidad, tiene uno de sus puntos focales en el concepto de ethos, lo
que hace inevitable la referencia a Aristóteles. En él, ethos es un pre-
dicamento del género cualidad que se refiere a la conducta. Tiene dos
vertientes, discernibles pero no separables:

a) El ethos ( ηθος
!! ) como inclinación natural o disposición dada
para la acción o consecución de algo determinado; actualmente se te-
matiza o comprende como idoneidad o, en términos psicológicos más
técnicos, como aptitud. En Aristóteles la denominación precisa sería
hábito natural, que posteriormente la tradición medieval definirá
como hábito entitativo: se refiere a las capacidades operativas del in-
dividuo, de índole psicosomática, que le son congénitas; son inclina-

12. T. M. Stinett (1968), The professional problems of Teaching, Nueva York, Macmillan, p. 55;
cfr. C. W. Gichure, cit., p. 234.
13. C. W. Gichure, cit., p. 38.
EL ETHOS DOCENTE: UNA PROPUESTA DEONTOLÓGICA 97

ciones dadas con independencia de que su origen pueda atribuirse a la


herencia genética, al temperamento psicofisico individual o incluso al
instinto específico; un ejemplo sería la aptitud para la natación ágil y
desenvuelta que se da en las focas;
εθος ) como disposición a la acción, pero no dada con-
b) El ethos ( !!
génita y naturalmente, sino adquirida por el individuo mediante la
repetición de actos particulares que van configurando una capacidad
dinámica; por ejemplo, son torpes los movimientos de la foca sobre
tierra, pero son compatibles con la eficaz destreza adquirida para sostener
objetos en equilibrio sobre el hocico. Para Aristóteles es la costumbre de
hacer algo, que se tiene a causa del ejercicio; también en este caso se
puede hablar de hábito, pero no entitativo, sino operativo, en razón de su
origen: también el hábito entitativo es una capacidad de acción, pero no
adquirida operativamente, sino dada constitutivamente.
Ambos tipos de cualidades tanto el ηθος
!! εθος  son po-
como el !!
seídas por el individuo y permanentes y estables en él, pero de modo
diverso. Y esta diversidad de origen se acentúa cuando se trata del ser
humano, pues si bien en el comienzo de la vida en la infancia las
inclinaciones naturales dadas son más fácilmente discernibles de las
disposiciones adquiridas, a lo largo de la maduración personal las
cualidades adquiridas por el ejercicio se desarrollan máximamente, por
encima de las congénitas; incluso el mismo crecimiento de éstas se
εθος concluye asumiendo al ηθος
realiza en función de aquéllas: el !! !! . El
ser humano está constituido originariamente (ontológicamente) por su
esencia racional, pero se autoconstituye dinámicamente (éticamente)
mediante su obrar libre que va conformando su modo de ser propio, su
carácter: su ethos. Así lo considera A. Maclntyre: «Ciertamente, moralis,
como su predecesor griego ethikos, significa "perteneciente al carácter",
en donde el carácter de un hombre no es más que sus disposiciones
estables para conducirse sistemáticamente de un modo y no de otro, y
para llevar un determinado tipo de vida.» 14
Con todo rigor, histórico y conceptual, el ethos es ante todo el modo
de ser propio del agente, y eminentemente atendiendo sobre todo al
ËOog del agente libre, del que se autoposee en y a través de su acción
deliberada. La ética tiene otra dimensión, más radical que la normativa,
como la deontología la tiene respecto a la estipulación de derechos y
deberes: la del conocimiento del carácter, del modo de ser del sujeto.

14. Maclntyre (1982), After Virtue, Chicago, Notre Dame Press, p. 37.
98 ÉTICA DOCENTE

La naturaleza ética no es por tanto la naturaleza inicialmente dada, la


recibida con la dotación genética, sino que es esta otra que se adquiere por la
particular conquista de cada uno. Se obtiene como consecuencia de un peculiar
modo de dirigir la propia actividad, y se puede traducir correctamente por el
término carácter en cuanto contrapuesto al simple temperamento. A su vez,
donde hay naturaleza ética, el temperamento queda moldeado por ese carácter,
porque configura interiormente a los sujetos que lo tienen, de tal modo que se
manifiesta por la manera de obrar de ellos. Es decir, afecta al ser y al actuar de
la persona. Pero para que esto ocurra se necesita un esfuerzo, por el cual puede
decirse que el carácter ético es el resultado de una conquista personal, el
hacerse. En esto consiste la condición constitutivamente ética o moral del ser
humano.15

El ethos o carácter es el modo de ser personal autoadquirido en el


ejercicio cotidiano de la propia libertad. La complejidad antropológica y
psicológica del ser humano impiden de hecho comprenderlo en una
consideración directa e inmediata y menos aún permiten expresarlo en
proposiciones simples. El conocimiento del ethos sólo puede realizarse
mediante la vía analítica, esto es, a través del estudio de sus elementos
constitutivos: los hábitos. Éstos son las diversas cualidades que muestran
al sujeto, en cuanto resultado del desarrollo de las diferentes capacidades
operativas humanas, congénitas y adquiridas. Hábito es costumbre, pero
no sólo ni principalmente eso. El término «costumbre» tiene hoy una
connotación dominante de acción rutinaria que no se encuentra, por
ejemplo, en el latino mos. Además, al mencionar «costumbre» la atención
se dirige espontáneamente a lo primario: a su dimensión significativa de
repetición continuada de actos. Sin embargo, en su raíz antropológica, el
hábito es un elemento primordialmente ético en el sentido señalado: el
hábito es la especificación del modo de ser de una persona.
Si cabe hablar de una dimensión de vida apta como ninguna otra para
formar hábitos, desde esta perspectiva, sin duda que es la del trabajo
profesional. Los hábitos profesionales, según todo lo dicho, se ca-
racterizan entonces por:

a) Ser ineludibles en su formación, pues la profesión supone una


ocupación intensa en el tiempo, y continuada en cuanto a las accio-
nes; el trabajo profesional puede compararse a otras actividades en
diversos sentidos: por ejemplo, respecto a los hobbies o aficiones,
comparte con ellos en cierta forma el carácter de vocación; pero una
afición carece de la intensidad en la dedicación y, por tanto, de la re-

15. Cfr. C. W. Gichure, cit., p. 35.


EL ETHOS DOCENTE: UNA PROPUESTA DEONTOLÓGICA 99

petición inevitable de actos que configuran los hábitos; la profesión


genera hábitos necesariamente, que pueden ser perfectivos o defectivos.
b) Ser definitorios operativamente de la naturaleza de la profesión;
cabe un estudio de los fines, recursos, obligaciones y resultados de un
trabajo profesional, pero el saber obtenido es teórico y abstracto, no
práctico de la praxis y de la poíesis y concreto; mediante el saber
teórico puede saberse qué es la medicina o la enseñanza, pero no ya quién
es un buen médico o buen profesor, y menos aún quién sea un médico o
un profesor buenos; si se pretende esto, deberá hacerse una deducción o
derivación de los principios y consideraciones genéricas establecidas en
el saber teórico, según el talante ilustrado, pero no podrá ser un saber
propiamente práctico, esto es, un saber constituido en y desde la acción.16
c) Ser elementos configuradores del carácter profesional propio, de
un ethos o modo de ser determinado, fruto en lo intelectual y en lo más
propiamente moral de unas acciones específicas exigidas por la finalidad
y actividades propias de la profesión; dicho ethos desborda el marco
estricto del trabajo profesional, pues los hábitos no son sólo destrezas o
habilidades para ciertas prácticas concretas, sino que conforman las
capacidades humanas en absoluto. Un ingeniero o un abogado no sólo
son reconocibles en la fábrica o en los tribunales, pues sus tendencias y
tenencias profesionales, al ser hábitos, se manifiestan también en las
acciones de relación social y en su vida entera; desde la profesión de
enseñar se consolida un unitario modo de ser personal, de tal manera que,
según J. A. Ibáñez-Martín, «el educador auténtico pronto descubre que su
trabajo no resbala sobre su personalidad sino que cuando lo realiza
correctamente le es utilísimo para avanzar en su propia humanización».17
d) Ser las nociones centrales de la deontología, entendida ésta como
conocimiento práctico del ethos de la profesión; los hábitos son las
cualidades adquiridas por el agente en tanto que obra y hace de una
determinada manera; cualidades que conllevan el perfeccionamiento de
las capacidades mediante su creciente autoposesión; se inscriben
plenamente en el tercer nivel de tenencia, el de la posesión ética; su
estudio es, en rigor, el de una ética aplicada, es decir, el de una ética
profesional.

16. Cfr F. Altarejos (1989), «La practicidad del saber educativo», en AA. VV, Filosofía de la
educación hoy, Madrid, Dykinson, 1989, p. 362 y ss.; «La naturaleza práctica de la filosofía de la
educación», en AA. VV, La Filosofía de la educación en Europa, Madrid, Dykinson, 1992, pp.
119-33.
17. J. A. Ibáñez-Martín (1989), «El concepto y las funciones de una filosofía de la educación a
la altura de nuestro tiempo», en AA. VV., Filosofía de la educación hoy, Madrid, Dykinson, 1989,
p. 416.
100 ÉTICA DOCENTE

El estudio de los hábitos profesionales es un asunto sumamente


delicado por su misma naturaleza. El saber, tras haber reflexionado sobre
los principios y elementos de la acción humana, debe llegar a considerar
ésta en y desde sí misma. Es preciso entonces partir de la misma realidad
y atenerse a ella, pero directamente, y no mediante consideraciones
conceptuales previas. El método o vía para el conocimiento es inductivo,
según el significado clásico. Se parte de los hechos, pero no como quiere
la epistemología contemporánea, contemplándolos desde una hipótesis,
derivada de una teoría cognoscitiva; esta metodología, por otra parte, es
plenamente válida para determinadas modalidades del conocimiento
científico experimental. Pero el punto de partida aquí es la experiencia
subjetiva, tanto externa como interna, confrontada con la experiencia
ajena; y buscando la comunidad en la diversidad de las experiencias se
establecen los conceptos.
Este procedimiento, obviamente, no proporciona la precisión y
exactitud de otros métodos para el saber. Sin embargo, debe aceptarse
esta falta de rigor lógico constitutiva, o bien renunciar a conocer aspectos
de la realidad. Hace más de un siglo que la psicología abandonó la
investigación sobre ciertos elementos del psiquismo humano porque su
estudio le planteaba conflictos epistemológicos insalvables; el caso más
destacado es la proscripción de la voluntad. No obstante, la realidad,
echada por la puerta, vuelve a entrar por la ventana, y hoy la
consideración del will se hace ineludible en uno de los campos más
vitales y fecundos de la psicología actual: la motivación. Sencillamente,
basta con no pedir al conocimiento más de lo que éste puede dar en razón
de su objeto. Aristóteles ya lo advirtió con toda claridad, refiriéndose
precisamente a estas cuestiones:

no se ha de buscar el rigor por igual en todos los razonamientos, como tampoco


en todas las profesiones manuales [...] Hemos de darnos por contentos con
mostrar la verdad de un modo tosco y esquemático; hablando sólo de lo que
ocurre por lo general y partiendo de tales datos, basta con llegar a conclusiones
semejantes. Del mismo modo se ha de aceptar cuanto aquí digamos: porque es
propio del hombre instruido buscar la exactitud en cada género de
conocimiento en la medida en que lo admite la naturaleza del asunto.18

No hay alternativa: o se acepta el asunto como es, con sus condi-


cionantes metódicos y epistemológicos, o se prescinde de su estu-
dio.
Unos optarán por esta posibilidad; otros no renunciarán a indagar,

18. Aristóteles, Ética a Nicómaco, I, 3 1094 b.


EL ETHOS DOCENTE: UNA PROPUESTA DEONTOLÓGICA 101

avisados tal vez por la indicación de Goethe: «si no pretendiésemos saber


todo con tanta exactitud, puede que conociéramos mejor las cosas».19
En esta situación, como se ha dicho, se parte de la experiencia hu-
mana. En primer lugar de la experiencia individual, no científica, for-
malizada y selectiva; y continuamente se contrasta con la experiencia
común, esto es, con lo que se ha entendido y sentido en general, en la
mayoría de épocas también la propia y lugares. No se trata de
contabilizar casos y decidir en razón de su número; éste es el proce-
dimiento moderno de la inducción, que aboca en la probabilidad. La
inducción en sentido propio es una vía ordinaria del conocimiento hu-
mano, por la que se conocen los primeros principios y algunas pro-
posiciones como «el hombre es libre» o «el hombre es racional»; es decir,
aquello que no es demostrable. La inducción tiene como objeto lo
sensible, primario y complejo. Es, pues, el modo adecuado para el estudio
de los hábitos en general, y de los hábitos profesionales en particular.
Éstos deben estudiarse teniendo en cuenta previamente unas con-
diciones preliminares y elementales:

a) Tienen que ser considerados en su conjunto. Para esclarecer el


ethos de una determinada profesión deben estipularse sus hábitos propios,
esto es, aquéllos que singularizan a un profesional y lo distinguen de
otro. Estos hábitos profesionales son los que definen el tipo de acciones
que el profesional se ve forzado a realizar frecuente y constantemente en
su trabajo, tanto por su voluntad como porque así lo exige la naturaleza
de su labor. Por lo tanto deben contemplarse en su conjunto, y
especialmente atendiendo a las relaciones particulares entre unos y otros.
b) No son exclusivos de una profesión. Obviamente, entre la di-
versidad de profesiones hay empero una comunidad operativa esencial,
dimanada de la común naturaleza de las capacidades humanas. Si éstas se
especifican precisamente en el ejercicio de la profesión, no lo hacen hasta
tal punto que se llegue a una distinción excluyente. Determinados
hábitos pueden ser comunes en varios profesiones; de ahí la con-
veniencia de atender siempre al elenco en su totalidad, al conjunto de los
hábitos profesionales; pues si hubiera en algún caso plena
coincidencia con otro elenco, entonces se trataría del mismo ethos
profesional.
c) Los hábitos profesionales no son los únicos hábitos en cada pro-
fesional, en cuanto tal. Además de los que conforman específicamente

19. Goethe, Adagios en prosa, n.° 36.


102 ÉTICA DOCENTE

el ethos de la profesión, cabe la posibilidad de que se desarrollen per-


sonalmente otros hábitos, e incluso es exigible que así sea. El ser humano es
persona, y como tal excede esencialmente las condiciones materiales y
formales de una actividad, por abarcante e intensiva que ésta sea. Hay un ethos
profesional, pero debe realizarse desde un ethos personal. Esto no sólo supone
la modulación de los hábitos profesionales propiamente tales, sino también el
desarrollo de algunos otros como aportación subjetiva al quehacer profesional:
son los que definen el estilo personal dentro del ethos profesional.
d) Son especificaciones de los hábitos comunes humanos. La profesión
no abarca todas las dimensiones de la existencia; el profesional actúa también
en otros ámbitos que conllevan otras posibilidades de desarrollo habituales.
Por otra parte, la profesión emplaza de alguna manera a todas las facultades
propiamente humanas; de no ser así, el trabajo será deshumanizador, pues
atentará contra la integridad y la unidad de la persona. Así, los hábitos
profesionales pueden contemplarse como concreciones, como especifica-
ciones del ethos humano común. Entonces, la aproximación al tema puede
realizarse razonablemente desde la consideración de las virtudes fundamen-
tales o radicales de la condición humana. Atendiendo a su objeto y a su ejer-
cicio, tanto al hacer como al obrar, podrá encontrarse qué aspectos o dimen-
siones de los hábitos comunes resaltan en un determinado ethos profesional.

3. El ethos docente: virtudes profesionales básicas

La diferencia entre los términos «hábito» y «virtud» es de natura-


leza conceptual, pues ambos representan una misma realidad; tienen
la misma referencia real, pero distinto significado conceptual. «Hábi-
to» expresa la dimensión de posesión de la facultad, fruto de la reite-
ración de actos de la misma; responde, por así decir, a la considera-
ción presente de la acción, pero desde su antecedente. «Virtud», en
cambio, expresa lo mismo, pero respecto de la potencialidad que aña-
de a la acción para el futuro; es la consideración del hábito en
cuanto que supone una energía operativa en el agente. El término latino
virtus está emparentado etimológicamente con vir («varón», no en el
sentido de «macho», sino como «varonil», es decir, entero y firme) y
con vis (fuerza, potencia, energía). Recoge el sentido del griego areté:
es una disposición o capacidad operativa específica para algo. El ple-
xo entre lo adquirido y lo potencial no significa aquí composición,
sino unidad real abierta a una doble consideración intelectual. Así,
desde una perspectiva teleológica, «virtud» es el nombre que indica la
culminación en la acción y, en este sentido, más completo que el de
EL ETHOS DOCENTE: UNA PROPUESTA DEONTOLÓGICA 103

«hábito»; «la virtud significa algo adquirido hasta el punto de que se


convierta en hábito, algo querido por la voluntad y que acaba siendo
asimismo objeto del deseo».20
También desde la perspectiva teleológica, consustancial a la edu-
cación, se puede percibir un elemento característico de la profesión
docente que la diferencia netamente de las restantes: la imprecisión e
incertidumbre de sus efectos. Este rasgo parece ser específico del oficio
de educar, pues en ningún otro trabajo se encuentra tan crasa e
inequívocamente. En los trabajos del sector primario y secundario hay un
resultado neto y concreto; se recoge la cosecha, se construye una casa, se
fabrica un coche, etc.; siempre hay un objeto material que se muestra
incondicionalmente. También en las tareas del llamado sector terciario
hay una acción que concluye inmediatamente en un beneficio concreto,
evaluable objetivamente: el servicio prestado. Caben grados perfectivos
en el trabajo, cuyo efecto es la calidad del producto, observable,
contrastable y evaluable. Pero ¿cómo ponderar y aquilatar los efectos
formativos de la enseñanza? Respecto de los efectos meramente
instructivos, no parece haber problemas de evaluación; más no así
respecto de los efectos formativos, inseparables de aquéllos. Hasta la
fecha no se ha descubierto el modo de saber con razonable certeza el
resultado de la enseñanza, salvo en los aspectos meramente instructivos,
que no son desdeñables en absoluto, pero tampoco definitivos en el
potencial de la actividad docente. Es clásica la comparación entre
medicina y educación por la concomitancia de diversos aspectos propios.
Pero sólo es una analogía, no una equiparación: la medicina puede juzgar
de modo inequívoco sobre sus efectos: tras el tratamiento médico, el
enfermo se cura o no se cura. Sin embargo, en el quehacer docente se
puede decir a lo sumo que se ha aprendido tal cosa o no se ha aprendido;
pero no cabe respuesta semejante respecto si el alumno se ha formado o
no. En suma, se tiene que realizar una tarea que, por su propia naturaleza,
no encuentra estimación proporcionada de sus efectos, y por ende, de
quien la realiza, del docente; ni siquiera hay, correspondencia adecuada a
este respecto por parte del destinatario, esto es, del alumno.

3.1. LAS VIRTUDES DE LA RESISTENCIA

Ante esta situación, el profesor debe tener la capacidad necesaria


para afrontar el quehacer con una motivación intrínseca casi exclusi-
vamente; lo cual presenta la tarea docente como un empeño por el va-

20. V. Camps, p. 24.


104 ÉTICA DOCENTE

lor y la nobleza propias de su quehacer, de la enseñanza. Ésta tiene un


sentido inmanente; su posible falta de rendimiento es sólo aparente, y no es
razón suficiente para interrumpirla o cesar de impartirla: sólo es motivo
indicativo para intentar mejorarla. El profesional docente lo es precisamente
por afrontar la tarea de enseñar desde su saber científico, su saber práctico y
su intención de comunicar y sólo con una frágil esperanza de conseguir un
resultado firme, claro y concreto. El hondo valor intrínseco de su tarea
sostiene su acción principal y casi totalmente; muy poco o casi nada, lo
sostiene el logro de un resultado. Este talante reclama una virtud que «tienda
a lo máximo según la recta razón»;21 que no se detenga ante los resultados
escasos, pues el bien que persigue permanentemente es superior a las
deficiencias e incertidumbres de la acción. Además, al buscar directamente
la mejora personal, el docente se centra en la promoción de las obras y
modera su ánimo ante unos resultados inciertos y pobres; por eso no se
alegra excesivamente si los consigue, ni tampoco se entristece si no los lo-
gra.22 La clave de la eficacia no es la habilidad didáctica del docente, pues
depende eminentemente de la capacidad y disposición del alumno; tampoco
es sensato fiarse de la propia capacidad, por alta que sea, pues la formación
se realiza desde múltiples influencias incontrolables por el profesional
docente. El profesor deberá tener entonces la virtud que «en primer lugar se
opone a la ambición excesiva y en segundo lugar a la presunción».23 Todos
estos rasgos son propios de la virtud llamada clásicamente magnanimidad;
actualmente se la llama por alguna de sus partes o efectos, y se emplean los
nombres de abnegación y, sobre todo, altruismo.
La enseñanza formativa se guía siempre por el fin de la educación, y
no sólo por la consecución de metas parciales y concretas. Más aún:
éstas se avaloran como tales como metas por su participación en la
finalidad educativa superior; el profesor que quiere formar mediante su
enseñanza no enseña cálculo diferencial, ni sintaxis o historia por el
valor que tengan en sí mismas, sino por su incidencia formativa en los
alumnos. La finalidad formativa aparece siempre lejana y ardua, y por
eso contrista el ánimo. Estrechamente ligadas a la magnanimidad, en
razón de estas necesidades y exigencias de la docencia, está por una
parte «la virtud que tensa el ánimo hacia algo distante y alejado», o
longanimidad,24 cuya referencia lingüística en la actualidad es muy
borrosa. No debe sorprender este vacío semántico, pues la ex-
pectativa ilusionada del futuro, la esperanza en definitiva, es posible-

21. Tomás de Aquino, Summa. Theologice, 2-2, q. 129, a. 3; q. 130, a. 2.

22. Cfr. ibídem, 2-2, q. 129, a. 8 ad 2 y 3; q. 132, a. 2 ad 1, 2 y 3.


23. 2-2, q. 131, a. 1, ad 1 y 2.
24. 1-2, q. 70, a. 3; 2-2, q. 17, a. 5 ad 3; q. 36, a. 5.
EL ETHOS DOCENTE: UNA PROPUESTA DEONTOLÓGICA 105

mente el bien más escaso en nuestro tiempo; no obstante, entre los


términos en uso, los más próximos serían constancia, perseverancia,
entereza, y tenacidad. Constancia parece ser el nombre más adecuado
hoy para la longanimidad porque, aunque con cierta debilidad respecto de
ella, conlleva la referencia a la distancia espacial y temporal entre la
intención y la realización, mejor que los otros términos.
Por otra parte está la virtud «que conserva la razón de bien frente a la
tristeza», o paciencia,25 por la cual se persiste en el empeño y se sostiene la
empresa iniciada, pese a las adversidades externas y el desánimo interno.
Este término por una vez tiene plena vigencia en la actualidad; tal vez
por la dureza existencial del propio tiempo que vivimos.
Estas tres virtudes magnanimidad, longanimidad y pacienciaparecen ser
las correspondientes al ethos docente respecto de la virtud fundamental de la
fortaleza (andreia para Platón y Aristóteles). Son, en términos de Tomás de
Aquino, «partes potenciales» suyas, diversos modos de darse la virtud de la
fortaleza, según el objeto y las circunstancias de la acción. La fortaleza se
expresa adecuada y esencialmente como resistencia; el acto propio de la virtud
de la fortaleza es resistir al mal.26 Esto, lejos de lo que supone alguna
interpretación precipitada, en modo alguno implica pasividad. Aunque el acto
de resistir se manifieste en ocasiones en una quietud o inmovilidad exterior,
conlleva una enérgica actividad interna, un valiente acto de perseverancia en la
adhesión al bien27 «del que se nutre la energía que da arrestos al cuerpo y al
alma»28 para sufrir las adversidades. Todos los docentes saben y los no
docentes lo adivinan que para dedicarse profesionalmente a la enseñanza...
hay que ser un valiente, y más en nuestros días. Valiente es el nombre propio
del que tiene y cultiva la virtud de la fortaleza.

3.2. LAS VIRTUDES DE LA MODERACIÓN

En toda profesión hay dificultades, obstáculos a veces insalvables


que son parte constitutiva de todo trabajo humano. Pero, una vez más,
el oficio docente presenta su distintiva peculariedad frente a otros, de-
rivada de su carácter eminentemente práxico y no poiético. Cualquier
profesional debe lidiar con problemas; si no fuera así, no habría tra-
bajo y no existiría siquiera la profesión. Pero generalmente son pro-

25. 1-2, q. 66, a. 4, ad 2; 2-2, q. 128; q. 136, a. 1 y a. 5.


26. J. Pieper (1997), Las virtudes fundamentales, 5.a ed., Madrid, Rialp, p. 200.
27. Cfr. S. Th., 2-2, q. 123, a. 6 ad 2.
28. J. Pieper, ibídem.
106 ÉTICA DOCENTE

blemas dimanados de la materia objetiva a la que se refiere el trabajo,


sean las plagas agrícolas, la resistencia de materiales para la cons-
trucción, la endeblez del organismo para su curación, o la abstracción de
las leyes en orden a su aplicación jurídica. Sin embargo, la raíz de los
problemas docentes señalada no la única, pero sí la más propia se da
en el mismo docente y en su relación con los alumnos; por ello le afecta
más intensamente a su persona, a su modo de ser profesional: a su ethos,
en definitiva. Magnanimidad, longanimidad y paciencia son, por así
decir, las virtudes de choque en el quehacer docente; pero éstas requieren
un respaldo, un substrato individual específico que las sostenga.
El docente precisa un soporte íntimo de sentido de la realidad, pero
también y sobre todo de sentido de sí mismo ante esa realidad que se le
escapa, que difícilmente puede controlar por carecer de indicadores
definitivos sobre su auténtica eficacia profesional. Es imprescindible
«actuar con templanza, que significa tener temple, o tener un equilibrio
psicofisico»,29 una armonía interior sólida que impida desmesuras en la
sensibilidad subjetiva y desorden en las intenciones operativas.
Ciertamente, para dedicarse a la enseñanza, antes que ser un valiente se
ha de ser primero una persona templada. La templanza es la virtud
fundamental cuya «significación original del vocablo griego [sofrosyne],
abarca todo lo que es "discreción ordenadora" [...] Éste es el sentido
propio y primigenio del temperare: hacer un todo armónico de una serie
de componentes dispares».30 Templar significa esencialmente moderar.
Es la virtud que realiza el principio del justo medio en las intenciones y
las acciones humanas; sin esa moderación se hace imposible la ejecución
de la justicia, pues no parece que nadie pueda ser ponderado con los
demás cuando es un descontrolado consigo mismo.
La especificación de la virtud de la moderación o templanza al ethos
docente se realiza por medio de tres partes potenciales suyas. Primero
que nada es necesario conocer justamente: conocer la realidad y a sí
mismo, en y frente a esa realidad. Tiene que ser un conocimiento
alejado de extremos templado y moderado, que no lleve a ver
destacadamente los aspectos positivos ni se obceque en los aspectos
negativos de la realidad; al tiempo, el propio conocimiento debe ser
realista y ponderado, sin caer en el pesimismo por los fracasos, ni en la
fatuidad por los éxitos. Este conocimiento sostenido en el tiempo da
lugar a la virtud que «consiste en que el hombre se tenga por lo
que realmente es», esto es, en la humildad.31 Actualmente, desde la
29. C. W. Gichure, p. 271.
30. J. Pieper, p. 222.
31. S. Th., 2-2, q. 161, a. 6; q. 162, a. 3, ad 2.
EL ETHOS DOCENTE: UNA PROPUESTA DEONTOLÓGICA 107

psicología de la motivación se la valora crecientemente como autoestima:


no apreciarse ni más ni menos de lo que se es; estimarse justa y
moderadamente como efectivamente se es. Desde el prepotente orgullo
que es el filo peligroso del progreso, se ha llegado a entender la humildad
como apocamiento o pusilanimidad, pero no hay nada que permita pensar
«que la humildad tenga algo que ver con una constante actitud de
autorreproche, con la depreciación del propio ser y de los propios méritos
o con una conciencia de inferioridad».32 Por el contrario, es el hábito que
mejor puede defender, ética y psíquicamente, contra esa extendida
tendencia depresiva del docente.
La necesidad de la autoestima o humildad destaca otra cualidad
necesaria en la docencia, perceptible directamente y por sí misma como
imprescindible en la enseñanza: el afán de aprender. No se trata del grado
o nivel de conocimiento que se posea o se desee poseer, pues el afán de
aprender se sostiene y se tensa desde sí mismo, sin dependencia del
resultado cognoscitivo; es una virtud que «no se refiere al conocimiento,
sino al apetito de adquirir el conocimiento».33 Pero no puede tratarse de
un afán de aprender desbocado, sin capacidad para discernir lo valioso y
conveniente de lo frívolo e inútil. Afán de aprender no es atolondrada y
morbosa curiosidad, sino que, en su sentido recto, precisamente es lo que
«se opone a la curiosidad»;34 «es virtud moral que principalmente refrena
y modera el apetito de conocer».35 Su nombre clásico es el de
estudiosidad. Además de ser necesaria inmediatamente para el docente en
razón de su propio perfeccionamiento profesional, lo es también como
refuerzo afectivo para la misma tarea docente, pues no sólo se enseña el
saber; también se muestran las actitudes ante el saber y, en general, la
actitud ante el aprendizaje; como dijo J. Rassam, «se educa por lo que se
es, más que por lo que se dice; se enseña también lo que se es más que lo
que se sabe».36 «Aprender a conocer» es uno de «los cuatro pilares
básicos de la educación», según el último informe de la Unesco, y según
se dice en el texto, «como fin, su justificación es el placer de comprender,
de conocer, de descubrir».37 Incentivar este afán de aprender en los
alumnos, como objetivo educativo, se potencia desde la estudiosidad del
profesor.
Con la humildad o autoestima y la estudiosidad o afán de apren-
der se especifica la virtud de la templanza o moderación, principal-

32. J. Pieper, p. 277.


33. S. Th., 2-2, q. 166, a. 2, ad 2; q. 167, a. 1.
34. 2-2, q. 160, a. 2.
35. 2-2, q. 166, a. 2; q. 167, a. 1.
36. J. Rassam (1979), «Le professeur et les eléves», Revue Thomiste, 76, p. 64.
37. J. Delors, p. 97.
108 ÉTICA DOCENTE

mente y por así decir, en el interior del sujeto, en la misma persona del
profesional docente. Pero éstas revierten al exterior de un modo concreto
en la relación con los alumnos. Teniendo la templanza un sentido propio,
que es «realizar el orden en el propio yo»,38 tiene su sentido derivado en
la acción comunicativa con los demás, la cual, si se da obviamente en
todas las profesiones, en la docencia es su quicio o eje esencial. La
moderación en el trato con los otros supone unas disposiciones afectivas
como la simpatía o la afabilidad que potencian dicho trato; pero no es
ésta la cuestión ahora, sino cómo, partiendo de esas cualidades, se realiza
en concreto la relación humana, materia prima del quehacer docente. En
esta relación, el principal obstáculo es la resistencia al aprendizaje de los
alumnos, natural e inevitable por el supremo esfuerzo que supone
aprender, y que no logra anular y ni siquiera aminorar la «pedagogía
lúdica». Todos los recursos didácticos que pretenden hacer amable y
«facilitar» el aprendizaje como se ha llegado a decir con expresión
sorprendente por su ingenuidad no pueden eliminar el trabajo individual
de comprensión y ejercitación en lo aprendido por parte del alumno; éste,
como todo ser humano, siente una repulsa natural hacia el esfuerzo
gravoso, en su caso, hacia el esfuerzo de aprender. Muy unida a esta
dificultad para la enseñanza, está también la diversidad personal: un
mismo acto docente se dirige a diferentes intereses, niveles de
conocimiento y competencia, capacidades intelectuales, estados
emotivos, etc. Es otra dimensión más de la singularidad de la profesión
docente, originada en este caso por la voluntad libre de quienes aprenden;
no cabe uniformidad en el tratamiento ni en la respuesta a las lecciones.
En otros oficios se puede afrontar la variedad por separado,
particularizando la acción; por ejemplo, un médico o un abogado tratan a
un paciente o a un cliente uno a uno, pero un profesor debe ocuparse de
varios alumnos a la vez: hasta un padre de familia puede singularizar su
trato, y con él, otros profesionales de la educación. No así el profesor,
que requiere para ello una energía especial, un impulso anímico que acoja
esta dificultad y se crezca ante ella. Esta energía humana contiene, por
otra parte, la posibilidad de un efecto negativo, pues ante la adversidad
constante, el coraje puesto en su superación suscita la capacidad de
irritarse; el quehacer docente propicia de suyo la irritación, más que la
desazón, inquietud o preocupación. En nuestro tiempo, suena extraño el
nombre clásico de esta fuerza, espiritual y sensible a un tiempo, proclive
al enojo, pero sin la cual no es posible acometer las grandes dificultades;
grandes, más por su presencia constante y permanente que por su fuerza
inhibidora aislada: se trata de la ira.
38. J. Pieper, p. 225.
EL ETHOS DOCENTE: UNA PROPUESTA DEONTOLÓGICA 109

Un cierto «angelismo» o espiritualismo desencarnado ha llevado a una


absoluta consideración negativa de la ira, reduciéndola a la agresividad,
que ciertamente es uno de sus efectos. Sin embargo, «en la capacidad de
irritarse es donde mejor se manifiesta la energía de la naturaleza humana.
La ira va dirigida hacia objetivos difíciles de alcanzar, hacia aquello que
se resiste a los intentos fáciles; es la energía que hace acto de presencia
cuando hay que conquistar un bien que no se rinde, un bien arduo».39 Un
deportista de competición es inconcebible sin esta energía psíquica
mental, afectiva y sensible que le impulsa a alcanzar la meta aun con
el riesgo de irritarse; un profesor, igual. No obstante, su dinamismo no
culmina en el enojo, sino en su sujeción; pues de lo contrario la energía
se quema y malgasta inútilmente, haciéndole perder el control y el
dominio de sí. Cuando esto sucede con frecuencia, se va generando el
hábito, que en este caso no es virtud, sino vicio: la iracundia. «La persona
iracunda convierte todo su ser en un látigo que maneja su mano airada;
pero cuando lo usa contra la templanza fracasa por necesidad en aquello
mismo que se proponía: tener en su mano el dominio y el empleo de un
caudal de energías.»40 La parte potencial de la virtud de la templanza que
modera la agresividad o ira, recibía clásicamente el nombre de manse-
dumbre y actualmente el de tolerancia. Esta virtud templa la ira pero no
la anula, y por eso no debe confundirse con «la ingenuidad de cara
pálida», en palabras de Pieper, que procede de un carácter castrado y una
voluntad famélica. Aristóteles no es menos rotundo: «Los que no se
irritan por lo debido son, en efecto, tenidos por necios, así como los que
lo hacen cuando y como no deben y por las causas que no de
ben.»41
Quedan así establecidas las virtudes propuestas como propias del
ethos docente y que se han llamado básicas, en cuanto que obran de modo
dispositivo respecto a la enseñanza: altruismo, constancia y paciencia por
parte de la fortaleza, y autoestima, afán de aprender y tolerancia por parte
de la templanza.

4. El ethos docente: virtudes profesionales superiores

Además de las virtudes básicas que sustentan la enseñanza, que


son como el soporte elemental de la acción docente, hay un segundo
grupo que se refiere directamente a la realización didáctica y son per-

39. Ibídem, p. 282.


40. Ibídem, p. 285.
41. Ética a Nicómaco, N, 5, 1126a.
110 ÉTICA DOCENTE

tinentes al mismo acto de enseñar. Unas y otras son obviamente propias


del profesor y definen por igual su ethos profesional; pero respecto de la
misma relación comunicativa que constituye la enseñanza, parece que
unas se refieren más a sus condiciones y otras a su realización. Aquéllas
resultan entonces básicas y éstas superiores, aunque en modo alguno
excluyentes de las básicas. Por otra parte, las virtudes que aquí se
denominan superiores, se corresponden con las que en toda consideración
ética general figuran como más eminentes: la justicia y la prudencia.

4.1. LA ESPECIFICACIÓN DOCENTE DE LA JUSTICIA

Es innecesario resaltar las razones por las que el profesor requiere la


virtud de la justicia como elemento esencial de su ethos profesional. Pero
tras esta evidencia late un complejo problema; una vez más emerge el
carácter singular de la profesión docente frente a otras profesiones. La
distinción clásica entre las tres formas de justicia sigue siendo válida, porque
responde a un esquema lógico de la realidad más que a la concepción sobre
la naturaleza de la justicia. Pues, en efecto, se entienda lo que se entienda
teóricamente por justicia, al menos su realización práctica debe tener tres
formas por la misma índole de las relaciones humanas que regula:

a) Las relaciones de los individuos entre sí o justicia conmutativa.


b) Las de la comunidad para con los individuos o justicia distri-
butiva.
c) Las del individuo con la comunidad: justicia legal o general.

Sin embargo, esta clara clasificación se oscurece cuando se repara


en que toda profesión educativa debe trascender necesariamente el ca-
rácter de individuo para referirse inmediatamente a la condición de
persona, con todo lo que esto supone. Cualquier trabajo tiene relación
con seres humanos, pero unos de manera indirecta o remota, y otros
de forma directa y próxima; así, por ejemplo, es distinto el trabajo del
arquitecto que el del médico, entre otras cosas porque éste no opera
en materiales inertes, y aquél sí. La consideración del otro como per-
sona, «el paso del él al tú», como decía expresivamente G. Marcel, no
está excluido de ninguna profesión, pero algunas, como la medicina o
incluso la abogacía, lo propician más que otras. Pero en todas ellas la
relación verdaderamente personal es una gracia, un exceso sobre las
exigencias normales de la profesión. Un médico o un abogado tratan
a sus pacientes como individuos en cuanto que las diferencias perso-
EL ETHOS DOCENTE: UNA PROPUESTA DEONTOLÓGICA 111

nales no dicen nada respecto a su trabajo; el abogado, claramente; el


médico, menos rotundamente. Sin duda, éste cura a una persona, pero de
ella, dicho con más rigor, cura a su cuerpo; incluso en la especialidad
médica de la psiquatría, donde su acción terapéutica apunta a la mente,
pero opera primero en el cuerpo.
La razón es principio sustantivo de la persona, y es el objeto de la
enseñanza. Por ello, la referencia al otro como persona es una exigencia
de la docencia si es que ésta quiere ejercerse eminentemente como
enseñanza formativa; no es una graciosa merced que se otorga al alumno,
sino un derecho esencial suyo como «cliente» de la enseñanza. Este
principio, aplicado en su seca literalidad, llevaría la docencia al
paroxismo en sus actuales condiciones laborales. Es imposible
personalizar real y efectivamente todas las relaciones docentes; a veces
por falta de capacidad del profesor, pero siempre por falta de tiempo,
dado el número de alumnos, habitualmente elevado. Pero el acto docente
puede permanecer abierto o no a la personalización de la relación
comunicativa, y esto depende sólo y exclusivamente del profesor.
La virtud de la justicia exige la consideración del otro como indi-
viduo y no como persona; de lo contrario es inconcebible su misma
posibilidad porque se hace imposible la igualdad. La consideración
personal se asienta sobre la acogida y la afirmación de la diversidad
individual dimanada de la condición de unicidad en la persona. No es
que la justicia niegue la realidad personal de los individuos, pero debe
quedarse en éstos como tales, y no como personas, porque no puede
sustentarse en la diversidad; condición de posibilidad es la igualdad,
que sostiene y se expresa en la ley. Al profesor, como a todo educador,
le compete vivir la justicia de modo que pueda realizarse desde y para
la diversidad personal, afirmando ésta desde los actos de la justicia. El
ethos docente se configura con esa forma de la justicia que «conserva la
intención de la ley en aquello que la ley no alcanza».42 La experiencia
común atestigua que, precisamente para mantener la ley en su esencia y
espíritu, debe desbordársela; que hay una especie eminente de justicia,
«pero no en el sentido de la ley, sino como una rectificación de la
justicia legal. La causa de ello es que toda ley es universal, y hay
cosas que no se pueden tratar rectamente de un modo universal».43 Se
trata del frecuente conflicto entre el espíritu y la letra de la ley que,
en toda tarea educativa, llega a ser constante y habitual, y que
debe resolverse desde una especificación perfectiva de la justicia
que es la equidad. Mediante ella la epikéia que tanto destaca Aristó-

42. S. Th., 2-2, q. 120,, a. 1.


43. Ética a Nicómaco, V, 10, 1137b.
112 ÉTICA DOCENTE

teles se intentar concretar operativamente la abstracción estática de la


ley general, que no puede atender a la diversidad personal. «Aquel que
elige y practica esta clase de justicia y no exige una justicia minuciosa en
el mal sentido, sino que sabe ceder aun cuando tiene la ley de su parte, es
equitativo; y esta disposición de carácter es la equidad, que es una clase
de justicia y no una disposición de otra índole.»44
Otra parte potencial de la justicia, conformadora del ethos docente, y
que tampoco precisa de justificación, es la veracidad, que no es otra cosa
que la sinceridad pero referida directamente a la verdad conocida y no
sólo a la intención de decirla. Aparentemente es una diferencia
insustancial de matiz, pero en la práctica no es tan ligera. Veraz, según el
diccionario de la Real Academia de la Lengua, es «el que dice, usa o
profesa siempre la verdad»; sincero viene del latín sincerus, que significa
intacto, puro, no corrompido. La sinceridad se refiere a la integridad y
honestidad personal; por eso, en determinados momentos, no desdice de
la sinceridad el guardar silencio, pues puede mantenerse neta la intención
veraz. Sin embargo, en cuanto que la veracidad se refiere directamente a
la verdad, y no a la intención, profesarla es una obligación. De todos
modos, esta diferencia es sutil, y evanescente. Puede entreverse que la
veracidad tiene un carácter más formal y objetivo que la sinceridad, y por
ello parece ser más idónea para el ethos docente que la sinceridad, más
subjetiva y afectiva; pero la frontera entre ambas es tenue. En los textos
aristotélicos, por ejemplo, no se puede concluir que se hable de veracidad
más que de sinceridad; pero, eso sí, no cabe ninguna duda de que, sea una
u otra, es considerada como encomiable. El veraz es el hombre «que es
sincero en sus palabras y en su vida cuando el serlo no supone diferencia
alguna, y por el mero hecho de tener tal carácter, tal hombre parecería ser
un hombre cabal. Pues el que ama la verdad y la dice cuando da lo mismo
decirla o no, la dirá aún más cuando no da lo mismo».45
Por último, la justicia también se realiza particularmente en el ethos
docente como rectitud. Es la justicia en la intención del agente; más que
del docente es virtud del ethos educativo, exigida por la misma
naturaleza de la acción formativa. La formación es tarea de toda la vida.
Siempre se ha entendido así en los ambientes pedagógicos; pero, en la
actualidad, también fuera de ellos por la necesidad de formación
permanente que plantea la llamada sociedad del conocimiento. No
obstante, hay tiempos y espacios concretos en que las personas se
dedican más exclusivamente a formarse, principalmente en la infan-
cia, la adolescencia y la juventud. La escasa experiencia de la vida en

44. Ibídem.
45. IV, 7, 1127 b.
EL ETHOS DOCENTE: UNA PROPUESTA DEONTOLÓGICA 113

esas etapas conlleva una cierta incapacidad para entender las acciones de sus
semejantes en su complejidad vital. No alcanzan aún las razones de la
prudencia, pero entienden bien el sentido de la justicia. Es imprescindible
entonces que quienes les enseñan muestren un obrar recto en todo momento,
que no se retraiga ni desvíe respecto del derecho y la razón; que otorgue lo
que corresponde y corrija lo indebido. Sobre todo, el docente debe ser recto
porque sólo así puede rectificar al alumno y a sí mismo. La rectificación de
los propios errores es la mejor enseñanza posible respecto al valor de la
justicia; no merma la autoridad docente, sino que suscita respuestas de
respeto y estimación. Pero tal capacidad de rectificar, necesaria para la
acción formativa de corregir, no es factible sin la virtud de realizar «el débito
ordenado al fin»46 que es la rectitud. Es una virtud muy «exigente» pues,
como enseña la experiencia, un solo acto incorrecto le resta consistencia y
esplendor; perjudica al docente y a la percepción de los alumnos del valor de
la rectitud. Tomás de Aquino expresa esto cosa infrecuente en él
mediante una metáfora, geométrica en este caso, cuando dice que «la rectitud
puede disminuir si lo recto se curva en alguna parte».47 De ahí el gran valor
que tiene la rectificación de los errores por parte del docente, pues
reactualiza e incluso potencia la repercusión formativa en los alumnos,
quienes al margen del aumento de simpatía hacia el profesor que rectifica
públicamente afecto que no siempre se da siempre perciben el valor que
se otorga a la justicia al rectificar.
Equidad, veracidad y rectitud especifican la virtud de la justicia en el
ethos docente; la primera en cuanto que la justicia se aplica con la
referencia de la condición personal de los alumnos, ineludible para una
enseñanza formativa; la segunda es la misma justicia, pero en su
referencia al saber que se profesa y a su comunicación docente; la ter-
cera es la realización práctica y personal de la justicia. Contempladas en
relación con las virtudes básicas, especificaciones de la templanza y la
fortaleza, se percibe una íntima trabazón entre todas ellas, e incluso un
cierto orden jerárquico de precedencia y eminencia. El profesional
docente con autoestima, afán de aprender y tolerancia está en
excelentes condiciones para vencer las dificultades que le plantea la
enseñanza, y que deben ser superadas mediante el altruismo, la cons-
tancia y la paciencia. Así se encontrará en inmejorables condiciones
para poder comunicar el saber verazmente, tratando a los alumnos
con equidad y obrando personalmente con rectitud. Con una conduc-
ta perfilada éticamente por estas virtudes, se muestra además la uni-

46. S. Th., 1-2, q. 55, a. 4, ad 4.


47. De malo, q. 2, a. 11 ad 34.
114 ÉTICA DOCENTE

dad íntima de bien y verdad, de vida y saber, cuya integración cada vez
es más difícil de percibir en unos tiempos en que la fama y el poder
marcan el rumbo de la vida social e individual.

4.2. LA ESPECIFICACIÓN DOCENTE DE LA PRUDENCIA

La tarea de especificar la prudencia en el ethos docente es ardua y


comprometida, por ser la virtud que culmina prácticamente a las demás.
Al cabo, todo pensamiento o intención debe resolverse en la acción
particular; pero ésta no depende sólo de la inteligencia y la voluntad del
agente, sino también de las circunstancias que la envuelven y de las
personas a quienes afecta. Juntamente con la decisión a obrar hay una
elección de los mejores medios disponibles. Esta elección es el acto
propio de la prudencia, «virtud intelectual por su esencia, pero moral por
su materia»,48 y que es por ello «la regla general y la perfección de las
virtudes morales, pues las modifica y conforma».49 Desde la elección de
los medios se realizan todas las demás virtudes, siempre dependiendo de
ellos para la ejecución. La prudencia ayuda a ver prácticamente la esencia
de la acción moral, que no se orienta por la decisión entre lo bueno y lo
malo, sino entre lo mejor y lo peor. Es, al cabo, la virtud que realiza
eminentemente la perfección operativa humana.
Por ello, cabría decir que el ethos docente reclama la virtud de la
prudencia, pero no tanto por las exigencias profesionales específicas, sino
por el deber universal de humanizar toda profesión. En otras palabras,
cualquier profesional requiere la prudencia en su integridad, pues en todo
momento debe escoger la mejor acción respecto del fin en el obrar ético.
(No se trata aquí de la elección del mejor medio para el quehacer
didáctico; esto es asunto de la técnica, que también puede considerarse
hábito, pero intelectual y no moral.) No obstante, hay unos aspectos del
obrar prudente que son requeridos por la tarea de enseñar más
frecuentemente que otros, y por eso destacan más en lo que cabría
expresar imprecisamente como «prudencia docente».
Así, por ejemplo, el profesional docente necesita capacidad de im-
provisación en su enseñanza cotidiana. El discurso didáctico no es
científico, sino más bien retórico, en el noble y propio sentido del tér-
mino. La docencia no pretende reexponer el orden y el sistema de la
ciencia que enseña, pues no se dirige a los que pueden comprenderlo,
sino a los que ignoran esa ciencia o saber. Es uno de los problemas

48. S. Th., 1-2, q. 58, a. 3, ad 1; q. 61, a. 1; 2-2; q. 181, a. 2, ad 3.


49. 2-2, q. 166, a. 2 ad 1.
EL ETHOS DOCENTE: UNA PROPUESTA DEONTOLÓGICA 115

técnicos, clave para la enseñanza; hace años se formuló parcialmente


como «el orden lógico y el orden psicológico de la enseñanza». La tarea
docente exige postergar aspectos lógico-formales del saber en pro de su
comprensión discente; así, por ejemplo, aunque no se discute que la
matemática se funda en una teoría axiomática, se ha tenido que
abandonar la enseñanza iniciada en dicha teoría, pues de la posible
comprensión de la teoría de conjuntos comprensión muy discutible, por
otra parte no había forma de pasar a la comprensión de las operaciones
matemáticas básicas. Esta posibilidad, que se dio en nuestro país hace
unos años, como es sabido, fue «un triunfo de la esperanza sobre la
experiencia», en palabras de G. Bernard Shaw. Sin merma del rigor
conceptual y del orden discursivo, es evidente que un saber no puede ni
debe ser enseñado como es constituido.
Esto supone que el profesor debe atender más al proceso de apren-
dizaje individual, cambiante y en buena medida imprevisible, que a la
exposición según la estructura lógica del saber, inalterable y metódica. Se
requiere entonces una disposición especial de flexibilidad e im-
provisación para poder acoger prontamente las variaciones suscitadas en
la actividad docente, bien por las demandas del alumnado, o bien por la
propia iniciativa de quien enseña, que objetiva su saber en su discurso
docente y puede reflexionar sobre él; o bien por la concurrencia de ambos
factores. Pero esta posibilidad de improvisar se ejerce con rectitud y
veracidad precisamente; esto es, sin desviarse de la verdad ni del objetivo
formativo. Esta capacidad de la improvisación flexible pero recta y
prudente, recibe clásicamente el nombre de solercia, nombre que figura
en el diccionario, pero está claramente en desuso. No obstante, que el
término esté olvidado no significa que no sea parte de la prudencia «la
facultad de captar de una sola ojeada la situación imprevista y tomar al
instante la decisión».50 El primer elemento de la situación, la agudeza que
capta la realidad inesperada, podría significarse bien con el término
perspicacia; pero le falta la dimensión voluntaria de la decisión
igualmente pronta y sin demoras. En multitud de situaciones
imprevisibles que plantea la docencia cotidiana, se demanda una
respuesta rápida, que no puede dilatarse: esta virtud de «la objetividad
ante lo inesperado»51 se llama solercia o perspicacia.
Por otra parte, y ateniéndose a la misma naturaleza de la pruden-
cia, hay otra dimensión suya inexcusable para el profesor, suscitada
por la imperiosa y creciente necesidad de siempre, pero más si cabe
en nuestros días de tomar consejo, y oír otras campanas, general-

50. J. Pieper, p. 45.


51. Ibídem, p. 50.
116 ÉTICA DOCENTE

mente las más expertas, antes de tañer la propia. La enorme complejidad


del oficio docente (cada clase, un mundo de diversidad personal; cada
persona, un mundo de vivencias y expectativas) desborda prácticamente
el obrar solitario de un profesional. Las propuestas educativas de los
organismos sobre la tarea docente, recogidas en las legislaciones
educativas, proponen insistentemente el trabajo en equipo del profesor;
en ocasiones, como en la reciente LOGSE española (Ley de Ordenación
General del Sistema Educativo), el trabajo cooperativo del profesorado
llega a ser conditio sine qua non de la enseñanza. Para poder trabajar en
equipo se requieren diversas cualidades y habilidades, así como una
progresiva habituación. Pero el primer y esencial requisito es saber
escuchar; oír atentamente las opiniones ajenas, pero no para discutir o
confrontarlas con las propias. La verdadera capacidad de escuchar que
fecunda el trabajo cooperativo es la que busca lo que haya de valioso y
sensato en la opinión ajena, por pequeño que sea, pasando por alto las
disonancias y buscando la integración de sensibilidades. Quien escucha
con plena voluntad de hacerlo no recoge las discrepancias como carnaza
de disputa, sino que se detiene en los juicios estimables y los acoge como
consejos. Esta capacidad podría designarse como atención, en su sentido
más amplio y a la vez profundo: «tendera», «estar por él», en este caso,
por sus palabras; metafóricamente podría utilizarse «acechar», por la
intensidad de la atención que supone, pero no es aconsejable por su
indisociable referencia cinegética. No hay aquí tampoco un nombre
idóneo y vivo en la actualidad para designar la capacidad de escuchar
que, además, es valiosísima también para la relación profesor/alumno.
Sin embargo, el nombre clásico está bien claro, aunque hoy suena como
algo, más que distinto, casi opuesto a su significado primigenio:
docilidad.
Originariamente, el dócil nunca fue el espíritu aborregado ni el tímido y
obediente esclavito, sino, y según el diccionario, «el que aprende con
facilidad»; su etimología, efectivamente, remite a docere: enseñar. Docilidad
es «la aptitud de adquirir buenas opiniones de los otros ».52

Por docilitas no se ha de entender la docilidad y el celo inconsciente del


«buen escolar». El término alude más bien a esa disciplina que se enfrenta con
la polifacética realidad de las situaciones y cosas que brinda la experiencia,
renunciando a la absurda autarquía de un saber de ficción. Por docilitas debe
entenderse el saber-dejarse-decir-algo, aptitud nacida no de una vaga
«discreción», sino de la simple voluntad de conocimiento real.53

52. S. Th., 2-2, q. 48; q. 49, a. 3 y a. 4.


53. J. Pieper, p. 49.
EL ETHOS DOCENTE: UNA PROPUESTA DEONTOLÓGICA 117

Virtudes fundamentales
Virtudes básicas Virtudes superiores
Templanza Fortaleza Justicia Prudencia
Autoestima Altruismo Perspicacia
Equidad
Humildad Magnanimidad Solercia
Tolerancia Constancia Atención
Veracidad
Mansedumbre Longanimidad Docilidad
Afán de aprender
Paciencia Rectitud
Estudiosidad

Sería demasiado intrincado explicar las razones del descrédito del


término «docilidad», pero pueden imaginarse, y en el fondo son las mismas
de la devaluación del término «prudencia». Podrían resumirse en la
prepotente negación de la firme declaración tomista: «en las cosas que
atañen a la prudencia nadie hay que se baste siempre a sí mismo».54 El deseo
actual de autenticidad, referente ético generalmente aceptado, lleva a
desdeñar los consejos por considerarlos cortapisas a la autonomía individual.
Se olvida lamentablemente que un consejo es distinto de una orden, que no
obliga en la acción, sino que robustece de diversas maneras la decisión
personal que siempre puede ser libre en razón de la voluntad subjetiva.

Las virtudes éticas que conforman el ethos profesional docente


forman un entramado, discernible teóricamente, pero indisociable en la
práctica. Conviene tener presente las primeras advertencias: estas
virtudes no son exclusivas del ethos docente; algunas, e incluso muchas,
pueden conformar el ethos de otras profesiones, pero no tendrán el
mismo nivel de prioridad o precedencia. Además, estas virtudes deben
ser consideradas en su conjunto: ninguna de ellas por separado, ni
tampoco la selección de las que puedan considerarse más valiosas o
estimables, podrán definir por sí solas el ethos docente; de lo contrario,
se renunciará a la unidad de vida ética que reclama toda profesión para
promover eficazmente la integración personal, esto es, la humanización
de la vida laboral. Un oficio del que se proclame que ofrece la
posibilidad de desarrollar la fortaleza o la prudencia, pero no la
templanza y la justicia a la vez, es sencillamente un fraude: la su-
puesta fortaleza será temeridad, y la prudencia no será realmente tal,

54. S. Th., 2-2, q. 49, a. 3 ad 3.


118 ÉTICA DOCENTE

sino astucia. Con la finalidad de facilitar esta visión comprensiva, las


virtudes que configuran el ethos profesional docente se reseñan en el
cuadro sinóptico de la página anterior.
Es una propuesta primeriza. Su principal valor, sin duda, está en las
rectificaciones y mejoras que pueda suscitar. Como se apuntaba
anteriormente, es muy difícil vivir la virtud de la rectitud; por eso, ge-
neralmente, además de aspirar a ser rectos, tenemos que aceptar paciente
y «autoestimativamente» el ser co-rectos, esto es, corregidos.
CAPÍTULO 5

CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS Y COMPROMISO


MORAL DEL PROFESORADO
por JOSÉ ANTONIO JORDÁN
En este capítulo pretendo abordar particularmente dos puntos en-
trelazados entre sí: por un lado, la dimensión pedagógica de los códigos
deontológicos docentes y, por otro, el carácter y alcance de la moralidad
del profesor en lo que se refiere a la dimensión ética de la profesión
educativa.
Antes de entrar propiamente en materia, deseo aclarar dos premisas
básicas, también estrechamente unidas: ¿cuál es la misión de los centros
escolares, sobre todo a nivel no universitario? Y ¿qué entendemos al
hablar de educación?
Sin poder negar que en la práctica la tendencia es la valoración
abusiva de los logros académicos de los alumnos, no es menos cierto que
las expectativas de la sociedad en general y de los padres en particular
sobre la función de la escuela siempre han estado íntimamente
relacionadas con aspectos formativos, cívicos y morales. Como bien
razona J. I. Goodlad:

Si las escuelas sólo tienen como propósito enseñar, no las necesitamos


en realidad; esa tarea también la pueden realizar [cada vez mejor] con tanta
o más eficiencia otros centros basados en ordenadores y diversas
tecnologías avanzadas [...]; ahora bien, si las escuelas tienen objetivos más
amplios [cultivar la responsabilidad, el espíritu crítico, las actitudes
democráticas, y el carácter], entonces resultan del todo necesarios unos
profesores bien seleccionados y preparados en el ámbito moral.1

1. J.I. Goodlad (1990), «The Occupation of Teaching in Schools,,, en J. I. Goodlad, R. Soder y


K. A. Sirotnik (eds.), The Moral Dimensions of Teaching, San Francisco, Jossey-Bass, p. 28.
122 ÉTICA DOCENTE

En esta línea, no es coherente que numerosos profesores piensen que su mi-


sión consiste solamente en enseñar a sus alumnos lo más eficazmente posible.
Esas creencias, cuando se dan, se basan en concepciones reductivas del propio
rol profesional: «¡Como profesionales argumentan algunos debemos ser
neutrales; la moralidad es privativa del ámbito puramente personal!» En otras o-
casiones, esas actitudes responden más bien al temor a educar en valores mora-
les en un clima cultural complejo y confuso: «¡Quién se atreve hoy comentan
otros a pronunciarse ante los alumnos sobre qué es el bien y el mal! »2
El planteamiento de este capítulo parte de la base, sin embargo, que el
objetivo de la escuela es educar, en su sentido más genuino y completo. En este
sentido, la tarea de los profesores resulta ser más amplia que la de ayudar a sus
alumnos a aprender contenidos académicos. No es que este objetivo no sea
importante; ¡es fundamental! Pero el quehacer profesional de los educadores
está llamado a ir más allá de estos lindes. Porque, ¿no comprende la educación,
también, el desarrollo de las dimensiones psicológicas, sociales y morales de la
personalidad de los alumnos, además de las intelectuales? El que sea menos fácil
y corriente la evaluación de tales dimensiones educativas no debiera implicar su
marginación o infravaloración práctica por parte de los agentes educativos.
Una educación centrada puramente en el desarrollo de destrezas
mentales (saber conocer) y procedimentales (saber hacer) es, sin duda,
todavía miope e, incluso, incoherente. La enseñanza pura y aséptica no
es completa ni eficaz sin tener en cuenta la dimensión formativamoral.
¿Acaso es provechoso aprender muchos saberes, sin tener en cuenta,
tanto profesores como alumnos, el «para qué» de esas adqui-
siciones? 3 ¿Es igualmente válido, desde el punto de vista pedagógico,

2. Aunque no han faltado quienes hayan puesto en duda la misión educadora de la escuela
véase C. Bereiter (1973), Must We Educate?, Englewood Cliffs, Prentice-Hall, la mayoría de
teóricos afirman el protagonismo formativo de la institución escolar. Véase, por ejemplo, H. Howe
(1987), «Can Schools Teach Values?», Teachers College Record, 89 (1), pp. 55-68. Más
concretamente, Noddings ha insistido en que el énfasis puesto en la dimensión técnica-académica
de la escuela, en detrimento de su función educadora, puede deberse a un complejo haz de factores
socioculturales, entre los que destaca el culto a la eficacia y eficiencia, la visión crítica de la
escuela tradicional como adoctrinadora e hipócrita, la expansión de una mentalidad laica y
relativista, la creencia de que la institución escolar es impotente para arreglar los males
morales de la sociedad..., y la primacía actual de ciertos valores como el logro de éxito
sociolaboral y la competitividad aneja para alcanzarlos. Cfr. N. Noddings (1988), «An Ethic of
Caring and its Implications for Instructional Arrangements», American Journal of Education, 96,
(2), pp. 215-31.
3. R. S. Peters matizó con todo acierto que el «hombre educado» debía alcanzar una conciencia
clara de la repercusión que los aprendizajes concretos recibidos tenían en su mentalidad y
personalidad global; en el caso de que éstos no llegasen a influir en una visión más madura y
correcta de sí mismo y del mundo, serían a todas luces irrelevantes. Por otro lado, en feliz relación
con nuestro propósito, subrayó la superficialidad de una educación meramente «instrumental»
(encaminada a fines extrínsecos, como la obtención de una buena nota o de un reconocido puesto
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS Y COMPROMISO MORAL 123

cualquier medio o método utilizado para lograr abundantes aprendizajes?4


O, por lanzar una última pregunta: ¿qué se espera en definitiva en
nuestras problemáticas sociedades actuales de la educación en general,
y más concretamente de la ofertada por nuestras escuelas? En este caso
prefiero ceder la palabra a reconocidas voces en el mundo educativo
actual.
En el Informe para la Unesco de la Comisión Internacional sobre la
Educación para el siglo XXI, aparece ciertamente de forma reiterativa esa
expectativa generalizada que roza la necesitada utopía pedagógica de
nuestro tiempo:

La Comisión no considera la educación como un remedio milagroso o


como una fórmula mágica que abra la puerta a un mundo en que se
consigan todos los ideales, sino como un medio, entre otros ciertamente,
pero más que otros, al servicio de un desarrollo humano más auténtico y
más armonioso, que posibilite el retroceso de la probreza, la marginación,
la ignorancia, la opresión y la guerra.5

Más adelante, este mismo Informe afirma que la educación ha de


contribuir a superar

la tensión entre lo espiritual y lo material; frecuentemente, aun sin darse


cuenta, el mundo de hoy siente un deseo, a menudo no expresado, de
ideales y de valores, de lo que se podría llamar «moral» para no herir a
nadie. La educación tiene, por esto, la noble tarea de estimular a cada uno
de acuerdo con sus tradiciones y convicciones, respetando plenamente el
pluralismo a elevar su mente y su espíritu al nivel de lo universal
y, en cierta medida, a trascenderse. No es en absoluto exagerado
________________________
laboral), destacando la necesidad de apuntar a una educación «intrínseca», repleta de aprendizajes
valiosos per se, es decir, enriquecedores de la personalidad del alumno. Al margen de que sus
análisis a mi juicio tuvieran una decantación marcadamente racionalista, ello no obsta para que
su afán por dar con una educación esencialmente valiosa le llevara a la sincera cuestión: «si los
filósofos morales (o los profesionales de la educación) se hicieran a sí mismos la pregunta: ¿cómo
desearía criar a mis propios hijos?, se iluminarían muchos rincones oscuros de la ética
(pedagógica)». R. S. Peters (1982), «La educación y el hombre educado», en R. F. Dearden, P. H.
Hirst y R. S. Peters (eds.), Educación y desarrollo de la razón, Madrid, Narcea, p. 33. Y véase
también R. S. Peters (1966), Ethics and Education, Londres, Allen and Unwin.
4. Aunque volveré sobre esta cuestión más adelante, debemos recordar aquí los lúcidos
argumentos de J. M. Esteve a la hora de discernir los procesos realmente educativos de aquellos
otros más o menos afines (adoctrinamiento, manipulación, adiestramiento..., o la simple
enseñanza). El profesor Esteve subraya, entre otras cosas, que una de las condiciones insoslayables
para hablar de educación con propiedad es que los procesos utilizados para generar aprendizajes en
los alumnos sean »moralmente inobjetables», o dicho en una versión positiva: que sean
«moralmente plausibles». Cfr. J. M. Esteve (1983), «El concepto de educación y su red
nomológica», en J. L. Castillejo et al., Teoría de la educación (1). El problema de la educación,
Murcia, Ed. Límites, pp. 9-25.
5. J. Delors (1996), La educación encierra un tesoro, Barcelona, Santillana-Unesco, p. 11.
124 ÉTICA DOCENTE

afirmar, por parte de la Comisión, que de esto depende la supervivencia de


6
la humanidad.

La educación en suma ha de contribuir al desarrollo total de cada


persona, es decir, del cuerpo, la inteligencia, la sensibilidad, el sentido
7
estético, la responsabilidad personal y la espiritualidad.

En coherencia con la perspectiva que intento resaltar aquí acerca del


concepto de educación que debería impregnar la mentalidad profesional de
pedagogos y profesores, traigo casi a modo de conclusión las cabales palabras
de Fritz K. Oser, sobradamente reconocido en el ámbito que nos ocupa:

Un alto rendimiento académico, un buen autoconcepto, y un sentido de


autonomía, son objetivos importantísimos, pero en modo alguno su-
ficientes. Una escuela cualitativamente buena debe ser responsable del
aprendizaje personal de cada uno de sus alumnos, del compromiso in-
terpersonal, de la solidaridad, y del desarrollo de un clima sociomoral de
justicia y de «cuidado». Sin esas dimensiones no se puede hablar realmente
de «una buena escuela», de calidad, desarrollo y mejora escolares, o de
otros objetivos afines «no académicos» [...] El enfoque positivista, con su
insistencia en la prioridad de cualidades amorales y el consiguiente
olvido de objetivos morales explícitos ha venido enfatizando
competencias como el afán de logro, la adaptabilidad y el éxito académico,
utilizables en la vida real tanto para fines buenos como claramente
negativos. Cuando la afirmación de Adorno de que lo primero y más
urgente que hay que pedir a la educación es que «Auschwitz ya no se
vuelva a repetir jamás» es tomada seriamente, debe concluirse que el
ámbito moral ha de ser central en la vida escolar, tanto en lo que se refiere a
fines como a competencias profesionales de los profesores. La escuela, en
definitiva y desde esta perspectiva, ha de buscar un equilibrio entre la
responsabilidad moral y la eficacia académica, tanto en los resultados como
8
en los procesos.

Lo que diga a partir de aquí se apoyará, por tanto, en este punto


de vista básico: la educación no es una tarea aséptica, ni de índole
prioritariamente técnica.9 Tanto sus fines como sus procesos están

6. Ibid., p. 15.
7. Ibid., p. 83.
8. F. K. Oser (1994), «Moral Perspectives on Teaching», Review of Research in Education, 20,
pp. 73-74.
9. H. Sockett (1993) The moral base for teacher professionalism, Nueva York / Londres, Teachers
College Press, p. 15 recuerda en relación a este punto el extremo pedagógico de Skinner: la educación
vista como una «ingeniería social» (pensando, sobre todo, en las ideas propuestas en su libro Más allá de
la libertad y de la dignidad). Contrariamente al conocido líder conductista, son precisamente estas dos
prerrogativas, la dignidad y la libertad, lo que hacen al hombre educable en el sentido más hondo de la
expresión, así como intensamente moral la profesión educativa.
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS Y COMPROMISO MORAL 125

empapados de componentes morales. Además, a diferencia de otras


profesiones de «ayuda humana» (medicina, abogacía), la personalidad del
profesor queda implicada inevitable y esencialmente en todos y cada uno
de los procesos educativos. La salud de un enfermo depende, por
ejemplo, de forma casi exclusiva de la competencia técnicamédica de los
profesionales de ese campo profesional, pues el objeto de los médicos es
el cuerpo, algo muy cercano aunque no exactamente a un «objeto».10
El foco de trabajo de los profesores es bien diferente y peculiar: yendo
más allá de la pura «mente» de los alumnos, abarca la personalidad
global de éstos, desde las dimensiones más físicas hasta las más morales.
De ahí que para educar responsablemente, incluso de forma exitosa, ya
no sea suficiente una competencia profesional asentada solamente en
saberes y estrategias tecnológicas, sino que sea preciso también un bagaje
de cualidades y actitudes morales, constitutivas igualmente de la
«competencia profesional». H. Sockett11 describe y justifica algunas de
esas cualidades (honestidad, coraje, cuidado, justicia y phrónesis). Esa
lista básica podría sin duda alargarse o matizarse, pero tiene el mérito,
como mínimo, de defender que la personalidad moral del profesor, en su
dimensión profesional, afecta directa y poderosamente en la calidad de la
«ayuda humano-pedagógica» que constituye la educación. Los apartados
siguientes mostrarán algunos matices de esa necesidad intrínseca de mo-
ral profesional en los docentes.

1. Dimensión pedagógica de los códigos


deontológicos docentes

En este mismo libro, el profesor Jover plantea su trabajo señalan-


do que los códigos deontológicos tienen tres dimensiones esenciales,
en la medida en que desempeñan funciones de carácter sociopolítico,
regulativo y constitutivo, cuyo análisis revelaría su significado peda-

10. Conviene matizar que cualquier profesional de la medicina (e.g.: un cardiólogo) casi nunca
interviene puramente sobre un «cuerpo-cosificado». La relación «cuerpo-psique» y la de «médico-
paciente» hacen que las características personales de un determinado médico influyan en el mismo
éxito de su tarea (e.g.: la confianza que su talante humano puede inspirar suele influir en la
rigurosidad con que el paciente siga un tratamiento concreto). En otro sentido, también los médicos
han de realizar a menudo decisiones delicadas y dilemáticas a nivel ético; de ahí la pertinencia de
una ética acerca de la práctica médica y de un código deontológico que guíe mínimamente sus
actuaciones relacionadas con aspectos morales. Con todo, a mi juicio, el núcleo del quehacer
médico es ante todo la salud del cuerpo; por ello la ética médica es un marco más bien externo
necesario para regular debidamente sus actuaciones profesionales. En el caso del profesorado,
como intentaré mostrar, la moral profesional deviene un constitutivo interno exigido por su
«objeto»: la educación de una persona en su globalidad, que da sentido a dicha profesión.
11. Cfr. Sockett (1993), cit., pp. 62 ss.
126 ÉTICA DOCENTE

gógico, estrechamente relacionado con las condiciones que detalla en las


páginas finales de su capítulo.
No voy a entrar aquí en el sentido sociopolítico de los códigos, que el
mismo profesor Jover ha abordado ya de forma abundante en otros estudios
suyos,12 sin dejar de recoger su repetida observación de que tales códigos se
ubican con práctica facilidad entre los planos ético (deber) y legal-jurídico
(regulación), me dedicaré a continuación a analizar, para su mejor
entendimiento y con una cierta profundidad, la dimensión pedagógica que
anda pareja a aquella ética propia de los mencionados códigos deontológicos.

1.1. JUSTIFICACIÓN PEDAGÓGICA

Resulta incuestionable que ambos pilares de justificación (el ético y el


legal-jurídico) pueden ser oportunos y hasta necesarios para el ejercicio
práctico en el que nos movemos, pero resultan a la vez claramente
insuficientes en mi opinión para los profesionales de la educación.
Los deberes morales que anidan en las normas propias de los códigos
deontológicos, en efecto, suelen apoyarse en una serie de criterios éticos,
como mínimo, movedizos; esto es, modelados a partir de los consensos de
quienes están implicados en una actividad socioprofesional concreta: en
nuestro caso, en la educación. Aun dejando de lado los peligros prácticos,
que sin duda surgen en los procesos formales propios de la aplicación o
concreción de unos cuantos principios éticos socialmente básicos dentro de
una determinada cultura profesional (como es, por ejemplo, la docente),
quedarían todavía por despejar cuestiones teóricas de tanto bulto como:
¿cuáles son, a su vez, los fundamentos de esos valores éticos mínimos
sociales, tomados como puntos de referencia?; ¿bastan los acuerdos sociales
explícitos o implícitos sobre esos principios morales empleados a
menudo para defender precisamente su valor ético o conviene
entenderlos más bien como «seudosoluciones» al magno problema de
fundamentar lo sustantivamente ético en unos tiempos como los nuestros,
crispados por pluralismos relativistas? Finalmente, ¿es teóricamente
aceptable que los principios éticos que regulan la deontología de una
profesión concreta sean simples derivaciones de esa especie de «meta-
ética» social, o la especificidad de cada cultura profesional habría de
matizar sustancialmente tales criterios morales externos?

12. G. Jover (1991), «Ámbitos de la deontología profesional docente», Teoría de la Educación.


Revista Interuniversitaria, 3, pp. 75-92 y (1995), «Líneas de desarrollo y fundamentación en el
campo de las profesiones educativas», Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 7, pp.
137-52.
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS Y COMPROMISO MORAL 127

Por supuesto, no me detendré ahora en estos interrogantes cuasi


gigantescos. Sólo recordaré, aunque suene casi a vulgaridad, que la
piedra angular que debería sostener y filtrar los problemáticos criterios
éticos arriba mencionados es last but not least, la dignidad humana. O
formulada la propuesta ahora en forma «negativa»: ningún principio ético
social y/o profesional básico, ya sea entendido como un fruto histórico,
como el reconocimiento de un consenso, o como la demanda de una
determinada cultura deontológica profesional, puede lesionar siquiera la
superficie de tal dignidad humana.
Comentaré algo más la insuficiencia de los códigos deontológicos
mismos para sustentar y asegurar la apetecida ética profesional de los
profesores. En este sentido, una razón que ayuda a explicar esa indigencia
de los códigos radica en la naturaleza externa de los mismos. Aun en el
supuesto de que su configuración fuera realizada de la forma más pura y
feliz: por ejemplo, a través de «contratos» morales del profesorado,13 con
la mayor implicación y participación posible,14 los códigos deontológicos
no acabarían de sostener las entrañas mismas de la mentalidad ética
profesional que ha de caracterizar al profesorado.
Lo que me preocupa, pues, no es una «moral deontológica profe-
sional», en la que la responsabilidad se dirige hacia deberes nacidos fuera
de la mentalidad del docente (sean éstos consensuados por el gremio, o
sean autoimpuestos por una comunidad escolar más concreta). Lo que me
inquieta insisto no es otra cosa sino la «moral inherente
profesional», pues en ésta la responsabilidad ha de devenir plenamente
interna, enraizada en motivos constitutivos a la misma profesión.
Intentaré explicar esto último un poco más detalladamente, en los
breves comentarios siguientes:

a) Todo profesor tiene un compromiso moral inherente al objeto de


su profesión: «educar bien y globalmente la personalidad de su
alumnado».
Entiendo que, en este sentido, el profesor debería asumir que su
dedicación profesional le exige procurar con ahínco una «educación de
calidad», dado que, al menos implícitamente, esto es lo que profesó al
decidir trabajar en pro de ese bien social. Dicho con palabras de D.
Koehn: «los profesionales tienen sentido de ser tales en la medida
que, de un modo u otro, han prometido a los clientes reales o poten-

13. Cfr. M. Martínez (1997), «La educación moral en el currículum», en P. Ortega (ed.),
Educación moral, Murcia, Caja de Murcia, pp. 37-68.
14. Cfr, J. Escámez, R. García y J. Zabala (1991), «Hacia un código deontológico de la profesión
docente», PAD'E, 1 (2), pp. 69-86.
128 ÉTICA DOCENTE

ciales de una sociedad el proporcionarles algún tipo de bien concreto y


valioso: nada menos que su educación».15 Ahora bien, en las profesiones
de ayuda como es, hondamente, la de los profesores la consecución
óptima del bien prometido no puede ser garantizada de forma plena, en
tanto en cuanto los destinatarios son seres humanos, lo que implica que
son ellos, en última instancia, los agentes responsables y últimos del
«bien final» obtenido, según el grado de su cooperación y forma de
procesar interiormente la ayuda ofrecida por otros. Es en este sentido que
«la regla que debería regir a los profesionales [de la educación] habría de
ser la del deber moral, más que la del éxito, como tal»,16 pues este último
no siempre puede asegurarse, mientras que el compromiso y esfuerzo
moral de tales profesionales por lograrlo siempre es posible y exigible.17
Como puede verse, sin dejar esta línea, mientras que los deberes dictados
por una ética «deontológica» son más bien directrices que invitan en ciertas
ocasiones u obligan externamente en otras a la responsabilidad pro-
fesional, en el caso de una ética de la «convicción» los deberes se convierten
en compromisos morales intrínsecos a la mentalidad del que en su día decidió
prestar ayuda profesional a los socialmente necesitados de educación.
En este punto, a mi juicio, lo fundamental es la actitud profesional
del profesor; una actitud que precisa formación, y que se expresa en una
profunda sensibilidad y en un intenso esfuerzo moral por buscar
comprometidamente el desarrollo físico, intelectual, psicológico y mo-
ral del alumnado. En parte, esta dimensión de la responsabilidad ética
profesional ha sido denominada usualmente «vocación», si bien no
coincide exactamente con la connotación vulgar que este término ha ido
adquiriendo con el tiempo.18 He puntualizado que la vocación, tal como
aquí se está enfocando, corresponde «sólo en parte» a la res-
ponsabilidad moral de los profesores porque cuando es entendida so-

15. D. Koehn (1994), The Ground of Professional Ethics, Londres, Routledge, p. 150.
16. Ibid., p. 177.
17. Es útil recordar aquí la conveniencia de entender y practicar ese compromiso moral profesio-
nal de forma equilibrada. Numerosos autores han señalado con acierto la necesidad de no mitificar
la responsabilidad moral del profesor, si se desea evitar síndromes de autoculpabilización
enfermiza. Cfr. A. Hargreaves (1996), Profesorado, cultura y postmodernidad, Madrid, Morata, pp.
174 ss. Tal como señala Ryan, «tal compromiso no debería ser entendido como una obsesión» (K.
Ryan, 1988, «Teacher Education and Moral Education,, Journal of Teacher Education, 39, p. 20). 0
como apunta el propio Koehn, los profesionales han de proporcionar bienes (educativos) a sus
clientes (alumnos), pero, a la vez, deben tomar conciencia de que son sólo ayudantes en la
autoconformación del bien global (formativo) que los receptores, en calidad de agentes, o sus
padres (¡los profesores actúan, en principio, in loco parentis!) finalmente deciden. Cfr. D. Koehn
(1994), cit., pp. 90 ss. En definitiva, la discreción y el realismo profesional no están reñidos, en
absoluto, con el apetecido compromiso moral profesional.
18. Para una aclaración terminológica actualizada y una propuesta equilibrada del concepto de
vocacion en la profesión docente, puede consultarse el artículo de D. T. Hansen (1994), «Teaching
and the Sense of vocation , Educational Theory, 44 (3), pp. 259-75.
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS Y COMPROMISO MORAL 129

bre todo como un proceso personal e inicial de compromiso con la


profesión docente resulta ser, ciertamente, insuficiente; y es que, en
realidad, la responsabilidad moral profesional que aquí se está planteando
se refiere más exactamente a un ejercicio reflexivo constante y
ascendente por parte del profesorado en orden a mantener e incrementar
vivamente el compromiso ético inherente a su tarea de educar.
b) Los criterios que han de regir las normas de los códigos deon-
tológicos han de ser, a la vez y simbióticamente, ético-pedagógicos.
Aunque es cierto que, como han enfatizado algunos,19 los profesores son
«también personas», desde el punto de vista que aquí nos interesa han de ser
considerados, sobre todo, como profesionales. En este sentido, es del todo
necesario pero al mismo tiempo no totalmente suficiente, que los profesores
posean una madura sensibilidad y personalidad moral. La buena voluntad de
los profesores en relación al ámbito ético de la educación no basta
frecuentemente para resolver la complejidad moral de la práctica educativa
cotidiana.20 La cantidad de decisiones que los profesores deben tomar ante
decisiones más o menos dilemáticas de tipo moral para prodigar una
educación realmente valiosa, es tan abundante que hace preciso disponer
también de una «competencia moral profesional» fundamentada, por ello, en
criterios inseparablemente ético-pedagógicos.
Entre nosotros, algunos han hecho ya interesantes incursiones en esta
forma de concebir la ética profesional docente. Por ejemplo, E Bárcena
ha afirmado de forma atinada: «Se trata de articular dos saberes el
pedagógico y el ético, que además de ser distintos, son autónomos [...];
se trata de saberlo hacer, de saberlos usar complementariamente [...], de
forma que la práctica educativa alcance una valoración positiva tanto
desde el punto de vista pedagógico como desde el ángulo ético».21
Aunque la ética y la pedagogía sean dos formas de saber
epistemológicamente autónomas, «nada impide que ambos saberes se den
en una misma persona», en un mismo profesional de la educación.22 La
phrónesis y la responsabilidad comprometida son los ingredientes que
conforman la fórmula «para hacer operativa esa unidad, para resolver la
integración de ambas dimensiones [...], de modo que en la intervención
pedagógica (responsable), las decisiones han de ser, a la vez,
técnicamente eficaces y éticamente pertinentes».23

19. Véase, por ejemplo, el libro de A. Abraham (1986), El enseñante es también una persona,
Barcelona, Gedisa.
20. Cfr. J. Kultgen (1988), Ethics and Professionalism, Filadelfia, University of Pennsylvania
Press, pp. 12 y 94.
21. F. Bárcena (1994), La práctica reflexiva en educación, Madrid, Editorial Complutense, p. 25.
22. Ibid., p. 109.
23. Ibid., p. 21.
130 ÉTICA DOCENTE

Y termina su tesis al respecto así: «la máxima ética se constituye como


un precepto negativo, pues dicta que no se haga nada en educación por
justificado que esté desde el punto de vista de la pedagogíaque vaya
contra la mutua humanización de los hombres, del educador y del
educando»;24 la máxima pedagógica, de forma complementaria, se
muestra como el precepto positivo, en cuanto que indica lo que sí deben
hacer los profesores para actuar de forma educativamente plau
sible y exitosa.25
Las claras afirmaciones de F Bárcena ahorran ya muchos comentarios
a la hora de explicar la tesis central que deseo resaltar en este apartado.
Por esto, me dedicaré aquí a apuntar ciertos matices al respecto, así como
a mostrar algunos ejemplos que ilustren cómo la «competencia moral
profesional» es necesaria para un justo entendimiento de la denominada
ética profesional docente e, incluso, para la justificación y la consiguiente
obligación pedagógicoética que debería caracterizar a cualquier norma
de un código deontológico docente, fundamentado de forma completa.
Acertadamente, F. Oser nos invita, así, a la primera consideración:

Una teoría de la responsabilidad moral debe explicar por qué y cómo la


eficacia y la moralidad se influyen mutuamente y deben ser tomadas en
consideración al mismo tiempo. La moralidad, en efecto, puede moderar la
excesiva búsqueda de eficacia; a su vez, la eficacia está llamada a moderar la
excesiva moralización educativa. Del mismo modo, la eficacia puede
potenciar la moralidad, y ésta optimizar la eficacia.26

Ilustraré estas tesis con algunos ejemplos. El primero se refiere a la


reconocida norma deontológica: «el profesor debe tratar a todos y cada
uno de sus alumnos de forma justa y equitativa, sin mostrar preferencias
especiales por ninguno de ellos en particular». A primera vista puede
parecer que la justificación de esta norma obedece a criterios pura y
únicamente éticos (e.g.: el justo respeto hacia cada uno de los alumnos en
razón de su dignidad personal, que en todos es igual). Sin obviar este tipo
de fundamentación capital, un examen más cuidadoso nos muestra que
existen también legitimaciones esencialmente pedagógicas para esa
norma deontológica.
En este segundo sentido, son interesantes las observaciones y co-
mentarios de D. T. Hansen:27 cuando un profesor lanza al conjunto de

24. Ibid., p. 110.


25. Cfr. ibid., pp. 110-13.
26. F. K. Oser (1994), cit., p. 64.
27. D. T. Hansen (1993), From Role to Person: The Moral Layeredness of Classroom
Teaching, American Educational Research Journal, 30 (4), pp. 651-74.
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS Y COMPROMISO MORAL 131

la clase preguntas sobre el contenido de sus enseñanzas y pide cosa


habitual que los niños, antes de contestar levanten la mano, suele
ocurrir con frecuencia que «elija» muchas veces a ciertos niños para
responder a las preguntas lanzadas y que «ignore» otras manos alzadas
(las de los menos brillantes). Este fenómeno no resulta, cuando se da,
antideontológico sólo por razones éticas, sino también y esto es lo que
deseo poner de relieve aquí por otras de carácter pedagógico: el hecho
de ignorar de forma sistemática a una serie de alumnos cuando «piden»
participar en la dinámica de enseñanza-aprendizaje, ¿no acabará minando
su autoestima psicológica y su autoconcepto como aprendiz?; es decir,
¿no tendrá efectos negativos, desde la perspectiva pedagógica, el apagar
su motivación por los aprendizajes escolares en general?; o, finalmente,
¿no abonará ese tipo de actuaciones el terreno para la indisciplina o, al
menos, el desinterés y la falta de atención en la clase? Todos estaremos
de acuerdo en que los resultados pedagógicos negativos de una actuación
docente semejante serían ésos, entre otros; en que el incumplimiento de
ese deber profesional de equidad, no sólo discriminaría éticamente a las
personas de ciertos alumnos, sino que, al mismo tiempo, erosionaría la
condición de «agente»28 en sentido amplio en el campo del rendimiento
académico, o si se quiere de la eficacia docente. En definitiva, de lo
dicho se deriva con facilidad lógica que la dimensión moral de la norma
deontológica del actuar profesional del docente que nos ha servido para
ilustrar nuestra tesis influye en el éxito pedagógico.
El segundo ejemplo pretende ilustrar la dirección contraria: una equilibrada
búsqueda de eficacia educativa promueve la moralidad del profesor y de los
alumnos. La constatación más evidente es que la búsqueda de una «eficaz»
educación moral de los alumnos conduce y, en cierto sentido, «obliga» aun
de forma inconsciente a la autoeducación del profesor en las cualidades o
valores que pretende generar en aquéllos.29
Prefiero, sin embargo, sugerir aquí un ejemplo, en principio, más

28. J. M. Touriñán (1990), «La profesionalización como principio del sistema educativo y la fun-
ción pedagógica», Revista de Ciencias de la Educación, 36 (141), pp. 9-21.
29. H. Sockett (1993) cit., p. 140 comenta que la personalidad moral profesional de un
profesor puede, o no, coincidir más o menos con su talante moral privado; pero está fuera de toda
duda que el rol (en este caso, la responsabilidad asumida para desarrollar valores morales en los
alumnos) acaba moldeando en menor o mayor grado dicha personalidad ética profesional del
docente. Dicho de otra forma: el modelling funciona no sólo en la dirección profesor-alumno, sino
también en el sentido inverso. Por eso, comenta Fenstermacher: «los profesores que toman
conciencia de su impacto como educadores morales toman muy en serio el cuidado de su talante
moral profesional» (G. D. Fenstermacher, 1990, «Some Moral Considerations on Teaching as a
Profession,,, J. I. en Goodlad, R. Soder y K. A. Sirotnik, eds., cit., p. 135). Puede ser útil en este
punto consultar el capítulo IV del libro de S. Uhl sobre la eficacia de los modelos en el desarrollo
de la personalidad moral de los alumnos: S. Uhl (1997), Los medios de educación moral y su
eficacia, Barcelona, Herder.
132 ÉTICA DOCENTE

aséptico..., menos moralizante. Pensemos en aquellos profesores que buscan,


con profesional honradez, los mejores aprendizajes para todos sus alumnos.
Si esto es así, se esforzarán en incrementar el interés de dichos alumnos
hacia la materia que están enseñando, en hacer que los aprendizajes de éstos
sean realmente significativos..., y en intentar con diversos medios que todos
los que le han sido encomendados alcancen los máximos rendimientos
posibles según sus aptitudes. Ahora bien, esos objetivos, centrados en la
eficacia académica de su docencia, si realmente son perseguidos con
honestidad profesional, no podrán menos que conducir y, también en cierto
sentido, «obligar», a tales profesores a subir sus cotas de moralidad
profesional. ¿En qué sentido? Entre otras cosas, en cuanto que esas metas
docentes generarán un «autocontrol» más maduro de sus preferencias y/o
rechazos personales respecto a ciertos alumnos concretos, una «responsabili-
dad» siempre mayor para sacar a la luz el potencial de todos y cada uno de
los que les han sido confiados, un «autoperfeccionamiento» o reciclaje
realizado de forma más convencida por motivos ético-profesionales en los
aspectos que necesiten su alumnado, yendo más allá de sus variables
apetencias personales; un cultivo, en fin, de ciertas cualidades personales
positivas (entusiamo, afabilidad, apertura)30 y de no pocos valores netamente
morales (paciencia, imparcialidad, responsabilidad).31
Ciertamente, el reino del «es» y el del «debe» no están, en la prác-
tica, separados. Creo que puede decirse sin temor a equivocarse que
una cosa es evitar la falacia naturalista de Hume, según la cual lo
que «es» explicable (e.g.: el tema del éxito académico) no tiene nece-
sariamente la virtualidad de generar un auténtico «deber» ético (e.g.:
la generación de motivaciones genuinamente morales para estudiar y,
así, aprender más), y otra cosa bien distinta es constatar que el «valor
eficacia» per se no es antinómico respecto al más refinado «valor éti-

30. Parece demostrado al menos hasta cierto punto que la mejora de cualidades personales
en los docentes (entusiasmo, respeto, apertura, autencidad, sencillez) son factores causales de un
mayor interés de los alumnos por las materias enseñadas, un incremento de sus autoconceptos
personales y como aprendices, una sensación de agrado por «ir a» y «estar en» la escuela,... y una
mayor confidencialidad en los momentos de tutoría. Véase, por ejemplo, R. Tausch (1987), «El
fomento del aprendizaje personal del maestro», Educación (Tubinga), 35, pp. 7-30.
31. Noddings, por ejemplo, desde su «ética del cuidado», apunta la necesidad de una cuidadosa
responsabilidad respecto a todos los alumnos y a la totalidad personal de cada uno de ellos en todo
acto de la enseñanza. Así, los niños más marginados socialmente deberían tener la oportunidad de
sentir que en la escuela son valorados, aceptados e integrados por parte, sobre todo, del profesor.
Directa o indirectamente, todos los alumnos y especialmente los más necesitados tendrían que
percibir del educador un «yo deseo seguir ayudándote y me siento responsable de ti», de tus
aprendizajes, integrados en el marco de tu circunstancia biográfica global. Sólo este tipo de trato y
de valoración, concluye Noddings, puede generar motivos para entre otras cosas desear
aprender. Cfr. N. Noddings (1993), «Caring: A Feminist Perspective», en K. A. Strike y P. L.
Ternasky (eds.), Ethics for Professionals in Education, Nueva York, Teachers College Press, pp.
43-53.
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS Y COMPROMISO MORAL 133

co»; más aún: lo más frecuente es que anden en el ámbito profesional
docente, concretamente como mínimo en estrechísima correlación.

2. Moralidad personal del profesor y ética profesional

No faltan autores que, desconfiando un tanto de la eficacia que pueden


tener los códigos deontológicos sobre la ética docente (entendida en su
hondo sentido), insisten en que los profesores deberían ejercer éticamente
su quehacer educativo diario a partir del acicate de una obligación moral
personal. A modo de ejemplo, L. Polo propone en esta dirección que «el
educador, como profesional de la enseñanza, debe actuar éticamente
como persona que se dirige a otras personas, lo que significa, a fin
de cuentas, que ha de ser un buen profesor, siendo un profesor
bueno».32
A mi juicio, este modo de abordar la problemática ética del profesor
no va desencaminado, pues ofrece muchos aspectos dignos de tener en
cuenta. Si la ética profesional docente llega a entenderse como una ética
aplicada más, lo lógico es que la preocupación principal sea la
moralidad personal del agente educador. Y es que, ciertamente, incluso
manteniendo la fundamentación ético-pedagógica comentada en el
apartado anterior, parece indudable que, en la realidad continua y
cotidiana, la misma ética profesional anda necesitada de un aval todavía
más profundo: la madurez moral personal de quien se dedica a la
docencia. Porque, ¿podrá el profesor realizar constantemente su
quehacer de forma ética a base de recurrir a cada instante a conscientes
razones ético-pedagógicas? La respuesta no creo que pueda ser
afirmativa, dado que, a menos que el profesor sea responsable a nivel
moral personal, tendrá muchas «fugas» no éticas en la enseñanza que
imparta a lo largo de los innumerables incidentes que tejen cada jornada
escolar. En este sentido, aunque pueda parecer un tópico ya supuesto,
no está de más recordar con algún autor que «el educador no puede
separar lo que es de lo que hace [...], y que dedicarse profesionalmente
a educar supone un compromiso personal con un proyecto moral».33
Sería de desear, en suma, que una «ética de mínimos»  característica
de los códigos deontológicos  fuera elevada mediante un
plus moral libre, es decir, por medio de una «ética de máximos», que

32. Esta referencia está tomada del capítulo del profesor Altarejos, de este mismo libro.
33. J. Sarramona (1997), «El educador», en A. J. Colom (coord.), Teorías e instituciones contem-
poráneas de la educación, Barcelona, Ariel, p. 181.
134 ÉTICA DOCENTE

expresaran el compromiso personal con un ideal de vida éticamente


superior, propio de una «ética de la virtud».34
Con todo, sustentar solamente en estos presupuestos la «ética pro-
fesional» del profesorado no me acaba de parecer suficiente. Cuando un
profesor decide, por ejemplo, dedicar más tiempo a unos objetivos,
temas, actividades y alumnos, que a otros, debe poder dar y darse-
«razones éticopedagógicas» que expliquen por qué tienen más valor
educativo que otros esos aspectos elegidos a través de su libertad aca-
démica. Dar cuenta de sus decisiones sólo con argumentos personales
sería responder en el sentido profundo de este término de su do-
cencia insuficientemente, al menos como profesional.35
En una dirección algo distinta, aunque es cierto que no se puede
impedir la influencia que tiene el mundo de vivencias, preferencias y
razones personales en el tipo y la calidad de actuaciones educativas
diarias de los profesores,36 también es verdad que conviene que toda esa
carga psicológica personal ha de ser autorregulada por el mismo
profesor, no sólo por códigos externos, sino mediante la utilización de
criterios ético-pedagógicos, profesionales. Por ejemplo, un profesor de
filosofía de bachilerato puede desear vivamente, movido por con-
vicciones personales, la promoción del razonamiento moral de sus
alumnos a través de debates sobre temas controvertidos utilizando el
máximo de textos filosóficos afines a sus deseos. Sin embargo, en casos
de este tipo o semejantes la buena voluntad no puede legitimar el uso
indiscriminado de contenidos y objetivos distantes a los que su docencia
concreta le exige desde una perspectiva estrictamente pedagógica: que
sus alumnos adquieran contenidos básicos amplios y profundos sobre la
materia; que forjen actitudes esenciales, como puede ser, entre otras, el
espíritu crítico; o que experimenten ciertos cambios formativos de
mentalidad respecto a su cosmovisión de la vida con criterios amplios
extraídos de una enseñanza filosófica de calidad.
En este sentido, conviene no olvidar que la escuela es una institución
social, y la educación una ayuda prestada a un colectivo también social.
Por ello, los profesores de todo nivel educativo deben tener con-
ciencia clara de que están «por y para» el bien educativo de sus alum-
34. J. M. Lozano (1996), Qué vol dir professional? Marc de referencia per a una ética
professional (documento policopiado), pp. 31-34.
35. Consúltese para esta temática el artículo de P. Kansanen (1991), «Pedagogical Thinking: The
Basic Problem of Teacher Education», European Journal of Education, 26 (3), pp. 251-60. En esta
línea resultan también de suma utilidad las tesis e investigaciones de M. Buchman (1986), «Role
over Person: Morality and Authenticity in Teaching-, Teachers College Record, 87 (4), pp. 529-43.
Concretamente esta autora resalta que los profesores que se guían prioritariamente por «razones
personales» suelen «tomar su tarea como una extensión de su personalidad» (p. 537).
36. D. T. Hansen (1993), cit.
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS Y COMPROMISO MORAL 135

nos:37 los reales y los potenciales. En el ejemplo expuesto, todo esto


puede concretarse, más o menos, así: un profesor (e.g.: de filosofía), aun
con características personales tan positivas como las descritas, debe
reflexionar continuamente si sus propias metas, preferencias y
metodologías en la enseñanza de su asignatura son, o no, benéficas y
educativas para su alumnado desde un punto de vista realmente
pedagógico; y en el caso de no serlo, autorregularse en pro de su
quehacer profesional. Los criterios genuinamente pedagógicos con res-
pecto a su docencia concreta habrían de ser, pues, los que configurasen
fundamentalmente la norma para regular sus propensiones personales a la
hora de enseñar su materia. No hace falta insistir en que este tipo de
consideraciones valen todavía más para aquellos profesores que centren
su docencia en áreas, en principio, más asépticas, como podría ser el caso
de los que imparten la enseñanza de las matemáticas.
Lo que quiero dar a entender a fin de cuentas es que la personalidad
psicológica y también moral de todo profesor ha de ser
autocontrolada por criterios ético-pedagógicos. En este marco, por tanto,
la voluntad y, aun, la exigencia intrínseca a todo tipo de docencia de
influir positivamente en la formación y educación de la dimensión moral
de los alumnos, debe hacerse en su mayor parte de forma más bien
indirecta: desde el esmero y la solicitud por impartir una enseñanza de
gran calidad, hasta el impacto moralmente plausible y eficaz que se puede
dar a través de las incontables interacciones que tienen lugar con los
alumnos en la dinámica de la vida diaria del aula.

3. A modo de conclusión

La temática abordada es amplia y compleja, por lo que sólo intentaré


decir en estas líneas finales algunas consideraciones que condensen
algunas de las principales ideas y tesis centrales defendidas en este
capítulo.

1) En este complejo tema, creo que lo más importante es apoyarse


en una fundamentación de tipo ético-pedagógica, y sin salirse de-
masiado de la categoría profesional del docente. Esto resulta aún más

37. El hecho de que, a través de la singular tarea profesional de enseñar y educar, los profesores
se beneficien como suele ocurrir en general a nivel personal: psicológica, cultural y (con
frecuencia) también moralmente, no debe verse creo como algo primario y prioritario, sino
más bien como una consecuencia natural de una actividad profesional de interacción humana hecha
con calidad, tanto ética como pedagógica.
136 ÉTICA DOCENTE

comprensible si se resalta que el objetivo prioritario en esta temática


debería ser el que la mentalidad profesional del profesorado se sintiera
obligada moralmente, ante todo, por valores pedagógico-éticos; valores
que de algún modo brotarían de oportunas reelaboraciones de aquellos
que éticamente son más apreciados social, cultural y huma
namente.38
2) Los mismos códigos deontológicos docentes también han de ser
reconsiderados, tanto en su justificación y elaboración, como en su
utilización pedagógica. Algunas de las críticas que se les han hecho
ponen en evidencia que la función que cumplen actualmente es rela-
tivamente pobre en ese sentido. Es decir, tal como sugiere G. Jover en
este libro y señaló M. Martínez,39 deben ser explotados mucho más como
medios para crear ethos y culturas profesionales y escolares de más
calidad moral, que como reglamentaciones externas para guiar la
actuación del profesorado.
3) Todo lo anterior, sin embargo, no es incompatible con la in-
soslayable relación, como mínimo práctica y real, que se da entre la
formación y madurez moral de la persona del profesor y la ética
profesional que éste debe asumir y practicar en la tarea educativa diaria.40
En estas páginas quizá no se ha dado a este hecho toda la relevancia que
por supuesto se merece. Esto es debido, sobre todo, a que el presente
capítulo tiene como finalidad principal proporcionar una visión más bien
panorámica de la necesidad de considerar los códigos deontológicos
desde la doble perspectiva pedagógica y profesional.

38. Cfr. J. A. Jordán (1989), «Problematicidad epistemológica de los fines de la educación»,


Educar, 14-15, pp. 9-33, y J. M. Touriñán (1989), «Las finalidades de la educación: análisis
teórico», en J. M. Esteve (ed.), Objetivos y contenidos de la educación para los años noventa,
Málaga, Universidad de Málaga, pp. 15-36.
39. Cfr. M. Martínez (1997), cit.
40. Oser, por ejemplo, ha contribuido de forma importante en el intento de diseñar una ética mo-
ral profesional de tipo procedimental, en la que el peso se reparte entre una responsabilidad ética
referida a una educación eficaz y de calidad, y entre la pericia acumulativa para resolver decisiones
moralmente dilemáticas en la práctica educativa diaria. Sin embargo, creo que no da todo el valor
que merece a la propia formación y madurez moral de la persona del profesor. Quizá sin percibirlo,
Oser se decanta hacia una ética profesional de tipo «consecuencialista», aminorando la importancia
de una ética donde ocupa también un primer lugar el compromiso ético genuino y profundo por las
personas no sólo, pues, por los «alumnos o aprendices que son objeto de educación. F. K. Oser
(1994), cit., y véase también F. K. Oser (ed.) (1992), Effective and Responsible Teaching, San
Francisco, Jossey-Bass. Creo que no resulta forzado interpretar, en este punto, el mensaje de D. A.
Schón (1992) La formación de profesionales reflexivos, Barcelona, Paidós/MEC, pp. 88-89 en
clave moral: siguiendo a M. Polany (1967) The Tacit Dimension, Nueva York, Doubleday ese
autor invita a pensar que, paralelamente a lo que ocurre con el conocimiento técnico, se puede
llegar a hablar de un conocimiento ético tácito, que hecho connatural en la vida personal del
profesor a base de hacerse experto a través de múltiples decisiones phrónicas diarias, le hace capaz
también en cuanto profesional para rastrear con la «solución» ética más óptima en la compleja
educación cotidiana.
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS Y COMPROMISO MORAL 137

El objetivo, en fin, de esta reflexión no ha sido otro que el dar un paso


más en un asunto que tanto nos afecta a todos: en particular a los
profesores y a los alumnos. Aunque tal paso haya sido corto, si las
consideraciones que conforman este capítulo han ayudado en alguna
medida a ello, ya habrán merecido la pena.
CAPÍTULO 6

PRINCIPALES CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS


EN EL ÁMBITO EDUCATIVO
por GONZALO JOVER
La atención a la deontología y la plasmación de los deberes profesionales en
códigos éticos, se han considerado tradicionalmente factores que colaboran a
dotar de reconocimiento e imagen profesional a las ocupaciones. Una imagen
profesional que, en lo que se refiere al profesorado, se ve afectada por una
persistente sensación de crisis. Recientemente, el informe acerca de la profesión
docente, que forma parte del estudio llevado a cabo en nuestro país sobre el
diagnóstico del sistema educativo en educación secundaria obligatoria,1 ha
vuelto a revelar algunos datos interesantes de esta crisis. Así, se comprueba
cómo los profesores siguen percibiendo una escasa valoración social de su
actividad, pero se pone también de manifiesto cómo tal autopercepción no se
corresponde con las opiniones, globalmente positivas, que la sociedad y los
padres de los alumnos declaran tener de los profesores. Lo que existe es, pues,
un desequilibrio, un déficit de autoimagen, que, quizás, denote la incertidumbre
y conflicto latente que parecen experimentar los docentes ante lo que se ha
llamado la redefinición de su papel profesional, de sus funciones y obligaciones,
forzada por la nueva dinámica de la vida social y familiar.
Según revela el mismo informe, el aspecto ético está muy presente
en los intereses del profesorado: el 96 % de los profesores consultados
(más de 3.000, pertenecientes a 619 centros educativos) responde que se
preocupa de incorporar este aspecto en su práctica profesional, y el 87
% afirma haber reflexionado con otros colegas sobre los problemas
éticos que aparecen en el desempeño de su trabajo. A su vez, el 90 %
consideraría positiva la existencia de un código deontológico. Sin em-

1. Cfr. J. A. Ibáñez-Martín et al. (1998), La profesión docente. Diagnóstico del sistema


educativo 1997, Madrid, INCE, Ministerio de Educación y Cultura.
142 ÉTICA DOCENTE

bargo, un 56 % declara no haber recibido nunca información sobre los


criterios éticos básicos para el ejercicio de la docencia, del mismo modo
que el 80 % afirma que no se le ha enseñado ningún código y el 95 %
desconoce si se está estudiando o no la implantación de tal código en su
Comunidad Autónoma.
¿Qué características deberían cumplir estos códigos según los profesores?
Como parte de un curso sobre «Ética y educación» desarrollado en un centro
de profesores de la Comunidad Autónoma de Madrid durante 1998, se pidió
al profesorado participante (en su mayor parte de educación secundaria) que
identificase algunos de los conflictos éticos que surgen en el transcurso de su
práctica profesional e indicase de qué modo la existencia y difusión de un
código deontológico podría ayudar a resolverlos. Los profesores muestran
una valoración positiva de estos instrumentos, pero con ciertas condiciones y
matices. Consideran que los mismos podrían ser más operativos en lo que se
refiere a la relación con las familias que con los propios alumnos, toda vez
que sitúan en esa relación una de las principales fuentes de posibles
conflictos éticos. Consideran también que tal código puede ser valioso
siempre que no se entienda como un «documento» cerrado y muerto, sino
más bien señalaba en su respuesta uno de los profesores que tomaron parte
en la experiencia «como una ayuda a nuestro bien hacer y al refuerzo de
una imprescindible autoestima». Hacer de un código deontológico un
instrumento operativo y vivo, exige, finalmente, que los propios profesores
se sientan involucrados en él. Ese código, afirmaba otro de los participantes,
«tendría que estar muy estudiado, y no realizado por pedagogos de despacho,
sino por profesionales que estén en contacto con el alumno día a día».
De hecho, esta preocupación ética y deontológica ha cuajado en los
últimos años en nuestro país en la elaboración y aprobación de sendos
códigos deontológicos por el Consejo Escolar de Cataluña y el Consejo
General de Colegios Oficiales de Doctores y Licenciados en Filosofia y
Letras y en Ciencias. Estas elaboraciones se sitúan en la línea de una
tradición que en lugares como Estados Unidos se remonta a hace más de
un siglo, y que ha configurado todo un entramado de recursos
normativos en lo que podría denominarse el entorno amplio de las
profesiones de educación.2 Con relación a la actividad docente, el
primer código de ámbito estatal fue adoptado ya en 1896 por la Georgia
Education Association, iniciativa a la que se sumarían otras
asociaciones estatales en los años veinte. En el nivel nacional o fede-
ral, la National Education Association estableció en 1924 un comité de

2. Cfr. G. Jover (1995), «Líneas de desarrollo y fundamentación en el campo de la


deontología de las profesiones educativas», Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 7,
pp. 137-52.
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS EN EL ÁMBITO EDUCATIVO 143

ética profesional, que formuló un código adoptado por la Asociación en


1929, experimentando desde entonces diversas reelaboraciones. Por su
lado, la American Association of University Professors, fundada en 1915,
establecía en 1966 la primera versión de su Declaración de ética
profesional (revisada en 1987), materializando el interés suscitado
cincuenta años antes por uno de los miembros más destacados de esta
Asociación que, durante algún tiempo, fue presidente de su comité de
ética profesional: el pedagogo y filósofo de la educación John Dewey.
Aparte de estas referencias centrales, en la actualidad se asiste a una gran
proliferación y diversificación del interés ético y deontológico, en
ocasiones plasmado en códigos éticos o normas de conducta profesional,
por áreas, especialidades y niveles educativos.
Expresión de la demanda de un mayor control ético de la Administración
pública en general, los problemas relativos a la ética de la Administración
educativa y escolar, en sus diferentes aspectos, funciones y niveles (de la
macro a la micropolítica) vienen siendo, asimismo, objeto de un vivo interés,
que ha dado ya lugar a una considerable elaboración normativa. Numerosos
distritos y juntas de educación, así como asociaciones profesionales de
administradores, directores escolares, etc., establecieron durante los años
setenta y ochenta códigos o declaraciones de ética profesional, que siguen
encontrando un referente en el código de ética aprobado por la American
Association of School Administrators en 1966.
La orientación y tratamiento psicopedagógico en sus distintas mo-
dalidades es otro de los campos con una amplia tradición deontológica, en la
que hay ciertos problemas recurrentes, como los que giran alrededor del
principio de confidencialidad, condición de comunicación privilegiada
(secreto profesional), deber de prevención y de protección a terceros, etc. En
el plano normativo, pueden destacarse, entre otros, códigos como los de la
American School Counselor Association, la American Association for
Counseling and Development o el Council for Exceptional Children.
En el campo de la pedagogía social, no puede pasarse por alto la
gran experiencia acumulada en el entorno vecino del trabajo social, con
textos deontológicos incluso de alcance internacional. En Estados
Unidos, tras primeras tentativas que se remontan, como en otros casos,
a los años veinte, el texto más representativo es el código de la National
Association of Social Workers, una asociación de ámbito federal
formada en 1955 por fusión de organizaciones sectoriales, que elaboró
su primer código en 1960, con diversas modificaciones y revisiones
posteriores. Igualmente, en el contexto europeo las principales
asociaciones de trabajadores sociales (British Association of Social
Workers, Association Nationale des Assistants de Service Social, Cole-
144 ÉTICA DOCENTE

gio Profesional de Diplomados en Trabajo Social y Asistentes Sociales de


Cataluña, etc.) han establecido o reactualizado a lo largo de las dos
últimas décadas instrumentos de ética profesional.
La investigación pedagógica abre, por último, otro gran campo que tanto en
Estados Unidos como en Europa está generando una creciente atención ética y
deontológica. No sólo confluyen en ella preocupaciones similares a las de otras
áreas de investigación, sobre objetividad, comunicabilidad, fraude, etc., sino que
su situación en el ámbito de las ciencias humanas y sociales la dota de un
especial significado ético. Por ello, dentro del marco tradicional de los aspectos
éticos de la investigación en ciencias sociales, en los últimos años se ha
desarrollado una literatura específica sobre la ética de la investigación
pedagógica, referida tanto a paradigmas y métodos de investigación, como a
problemas concretos: consentimiento informado, privacidad, etc. Recogiendo tal
interés, la American Educational Research Association (AERA) propuso en
1992 unas normas éticas con la intención de estimular el debate en este terreno.
Así pues, puede afirmarse que la deontología de las profesiones
educativas ofrece hoy grandes posibilidades de desarrollo, tanto en un
sentido extensivo (diversidad de campos) como intensivo (desarrollo
dentro de cada campo). En un intento de facilitar más el conocimiento y
acceso a estos instrumentos, recogemos a continuación una selección de
códigos deontológicos, centrados, sobre todo, en la actividad de la
enseñanza, que pretende ofrecer una muestra de algunas de las
elaboraciones que han tenido lugar a lo largo de la última década, tanto
en nuestro país como fuera de él. Se recogen, en primer lugar, los
Criterios para una deontología del docente, aprobados por el Pleno del
Consejo Escolar de Cataluña en octubre de 1992, animado por el
propósito de abrir una reflexión colectiva sobre la dimensión ética del
trabajo docente y contribuir, de este modo, a mejorar la enseñanza e
incrementar la sensibilidad hacia los valores de la educación. Le sigue
el Código deontológico de los profesionales de la educación, aprobado
por el Consejo General de Colegios Oficiales de Doctores y Licenciados
en Filosofia y Letras y en Ciencias en 1996, y que supuso la cul-
minación de los trabajos iniciados cuatro años antes con consultas tanto
a especialistas como a representantes de los principales sectores con
incidencia en el mundo de la educación. Saliendo de nuestras fronteras
para observar lo que viene haciéndose últimamente en otros contextos,
recogemos a continuación el código profesional para profesores del
Consejo General de la Enseñanza de Escocia, sometido a examen del
profesorado escocés a principios de 1998. Cierran la selección las ya
citadas Normas éticas propuestas por la Asociación Americana de
Investigación Educativa (AERA) en 1992, y que han venido a re-
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS EN EL ÁMBITO EDUCATIVO 145

cordarnos a todos los que de un modo u otro nos dedicamos a la


investigación pedagógica que «nuestro compromiso no es sólo con la
investigación, sino con la educación. Es por ello esencial que reflexionemos
continuamente acerca de nuestra actividad, a fin de asegurar no sólo su
solidez científica, sino también su contribución positiva a la empresa
educativa». En lo que a nosotros respecta, tal ha sido el objetivo que ha
guiado la elaboración de este estudio acerca de la deontología profesional del
profesorado. Esperamos haberlo cumplido.

1. Criterios para una deontología del docente,


Consejo Escolar de Cataluña (1992)

El Consejo Escolar de Cataluña creó la subcomisión de «Deontología


del docente», que ha reflexionado sobre las obligaciones y actividades de
los enseñantes desde una perspectiva ética, y las ha debatido.
El fruto de este trabajo ha sido sometido a la revisión de todos los
miembros del Consejo, y se presenta al conjunto de la comunidad edu-
cativa de Cataluña y a la sociedad en general, con el propósito de abrir
una reflexión colectiva sobre la dimensión ética del trabajo docente.
Así pues, presentamos un documento de trabajo abierto a nuevas aportaciones
que lo puedan enriquecer, con la pretensión de contribuir a mejorar la enseñanza, y
al mismo tiempo acrecentar la sensibilidad hacia los valores de la educación.
En este breve escrito hay implicadas cuestiones como las siguientes: la
autocomprensión que tiene el profesorado del trabajo docente, las
circunstancias peculiares de un sistema educativo sometido a cambios
importantes, y la preocupación actual de los enseñantes para mejorar el
reconocimiento social de la función docente.
Éstos y otros temas han sido debatidos en un diálogo abierto, matizado a
fondo y desde perspectivas ideológicas plurales. Asimismo, querríamos
compartir aún más nuestro trabajo y tener en cuenta las opiniones y
comentarios que pueda suscitar.
Ya sabemos que la complejidad del hecho educativo plantea numerosos
interrogantes de índole moral. La profesión docente tiene una singular
dimensión ética que es conveniente profundizar mediante una reflexión lo más
amplia posible y abierta a todos aquellos que quieran tomar parte en ella.
Para la redacción de este documento, hemos tenido en cuenta trabajos
realizados sobre el tema y declaraciones deontológicas de organismos y
asociaciones internacionales. En nuestra propuesta, sin embargo, hemos
evitado la complejidad y los detalles excesivos que tienen, a veces, estos
documentos.
146 ÉTICA DOCENTE

Al contrario, no hemos pretendido elaborar una declaración ex-


haustiva, sino un documento que promueva una reflexión personal y
colectiva sobre los «criterios éticos mínimos» para una deontología
docente; criterios que puedan ser libremente aceptados por los profe-
sionales de la docencia y compartidos por la comunidad educativa de
Cataluña.
Hemos de añadir, finalmente, que como nuestro trabajo se refiere
específicamente a la deontología del docente, no contiene ninguna re-
ferencia a los deberes de otros agentes sociales y de las Administraciones
públicas implicadas en la enseñanza.
Así, entre las cuestiones que nos hemos formulado, por ejemplo, fi-
guran las siguientes:

 La necesidad de equilibrio entre los deberes hacia el alumnado y


los derechos individuales de los docentes.
 La armonía entre los deberes y los derechos del educador, es-
pecialmente sus derechos laborales.
 La relación entre la autonomía y la libertad de cátedra de los
docentes y la necesaria vinculación a un proyecto educativo común.

Hemos imaginado supuestos en los cuales el cumplimiento de algún


deber podría entrar en colisión con una obligación impuesta por la
relación contractual de los docentes y con las instituciones escolares de
las cuales dependen. Esto nos ha hecho reflexionar sobre los mecanismos
de protección jurídica de los docentes, aunque sobrepasaba el marco
estricto de nuestra reflexión.
Por lo tanto este documento se sitúa en un espacio y un tiempo
concreto. Pero también, al ser un documento abierto, prevé y tiene en
cuenta los cambios sociales que se producen en nuestro entorno, con
rapidez y profundidad y con las consecuencias que estos cambios tienen
para el sistema educativo. Es decir, hemos tenido presente situaciones de
futuro, sin limitarnos al momento histórico de transición que vivimos.
Así pues, creemos que más allá de estos condicionamientos tem-
porales, los profesionales de la enseñanza hemos de conseguir, como
educadores, alumnos que lleguen a ser cada día mejores como personas y
que la escuela asuma este objetivo, por utópico que pueda parecer.

Deberes del educador hacia los alumnos

1. Establecer con los alumnos una relación de confianza gratifi-


cante, comprensiva y exigente, que fomente la autoestima necesaria
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS EN EL ÁMBITO EDUCATIVO 147

para su crecimiento así como el respeto vinculante hacia los demás,


formando grupo y aceptando maneras de ser y de hacer diferentes.
2. Promover la educación a favor de los niños y jóvenes sin dejarse
nunca inducir a utilizarlos para intereses ajenos, sean comerciales,
económicos, políticos o religiosos. Trabajar para que todos los niños y
jóvenes lleguen a ser adultos autónomos que contribuyan positivamente
en la sociedad en la que han de vivir.
3. Tratar a los alumnos con total ecuanimidad, sin mostrar prefe-
rencia por ninguno de ellos por ningún motivo. No practicar ni aceptar
prácticas discriminatorias por motivo de sexo, raza, color, religión,
opiniones políticas, origen social, condición económica, ni nivel inte-
lectual.
4. Aportar los elementos necesarios para que el alumno conozca y
reconozca críticamente su propia identidad cultural y respete la de los otros.
5. No adoctrinar ideológicamente y respetar en todo momento la
dignidad del alumno y la ternura de su espíritu, de acuerdo con la con-
fianza que él deposita en el educador.
6. Actuar de confidenciarios de todo aquello que se sabe de los
alumnos y de las familias, por motivos profesionales, y en ningún caso
hacer uso de informaciones que puedan perjudicarlos.
7. Poner a disposición de los alumnos sus capacidades y saber, con
ilusión y sentido del humor a fin de despertarles un interés máximo hacia
todo aquello que constituye el patrimonio de la humanidad.

Deberes hacia los padres y tutores

1. Respetar los derechos de las familias en la educación de los hijos y


ponerse de acuerdo sobre las cuestiones relativas a los valores y a las
finalidades de la enseñanza, para introducirlos en los proyectos educativos.
2. Asumir la propia responsabilidad en las materias que son de la
estricta competencia profesional de los educadores.
3. Evitar confrontaciones desorientadoras y ser respetuosos con el
pluralismo presente en la escuela.
4. Favorecer la cooperación entre las familias y los maestros,
compartiendo la responsabilidad en la educación y estableciendo una
relación de confianza que garantice el buen funcionamiento del centro y
propicie la participación de los padres y madres en la escuela.
5. Tener informados a los padres del proceso educativo de sus hijos,
responder profesionalmente a sus demandas y habiendo escuchado sus
puntos de vista, darles las orientaciones que les permitan contribuir
adecuadamente a la educación de sus hijos.
148 ÉTICA DOCENTE

6. Evaluar con los padres el progreso de los alumnos respecto al


desarrollo de su personalidad.
7. Respetar la confianza que los padres depositan en los docentes cuando
hacen confidencias sobre circunstancias familiares o personales que afectan a los
alumnos, y mantener siempre una discreción total sobre estas informaciones.

Deberes respecto a la profesionalidad

1. Dedicarse al trabajo docente con generosidad, con plena conciencia


del servicio que se presta a la sociedad y con la satisfacción de hacer las cosas
bien hechas.
2. Mejorarse profesionalmente mediante la formación permanente.
3. Contribuir a la dignificación social de la profesión docente asu-
miendo las propias responsabilidades.
4. Hacer respetar los derechos de la profesión.
5. Animar y orientar especialmente en los períodos de prácticas a los
futuros docentes, el trabajo profesional de personas capacitadas para la
docencia; y también recomendar a aquellos que se hayan podido
equivocar al escogerla, que abandonen la profesión.
6. Contribuir, en la medida de sus propias posibilidades, a una
práctica solidaria de la profesión.
7. Hacer de la planificación previa de la actividad profesional una
constante.
8. Mantener una actitud crítica permanente hacia la propia actuación
profesional, garantizando un constante perfeccionamiento.
9. Tomar las decisiones profesionales de forma reflexiva, a fin de
que los conocimientos técnicos y científicos compartidos se añadan a los
adquiridos mediante la experiencia profesional.

Deberes hacia los otros educadores

1. Considerar que tiene la condición de secreto profesional todo


aquello que se refiere a la información sobre los compañeros de trabajo
que se ha adquirido en el ejercicio de cargos de responsabilidad directiva,
administrativa o profesional.
2. Evitar obtener indebidamente ventajas sobre los compañeros de
profesión.
3. No hacer pronunciamientos peyorativos sobre otros profesionales;
para la corrección de las inaptitudes, las carencias o los abusos
observados en el ejercicio de la profesión, usar vías correctas y res-
ponsables.
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS EN EL ÁMBITO EDUCATIVO 149

4. Respetar el ejercicio profesional de los demás educadores sin


interferir injustificadamente en su trabajo, ni en su relación con los
alumnos, padres y tutores.
5. Crear un clima de confianza que potencie un buen trabajo en
equipo y contribuir al buen funcionamiento de los órganos de partici-
pación, de coordinación y de dirección a fin de favorecer la calidad de la
enseñanza.

Deberes hacia la institución escolar

1. Participar activamente en las consultas que sobre temas de po-


lítica educativa, organización escolar o cualquier aspecto de reforma
educativa, promuevan las Administraciones correspondientes.
2. Participar personalmente o por medio de las organizaciones
representativas de los docentes en la elaboración y realización de
mejoras en la calidad de la enseñanza, en la investigación pedagógica y
en el desarrollo y divulgación de métodos y técnicas para el ejercicio más
adecuado de la educación.
3. Conseguir los niveles de eficiencia exigibles a los profesionales
de la enseñanza y mantener una buena relación con la inspección edu-
cativa con el propósito de conseguir una escuela de calidad.
4. Respetar y asumir el proyecto educativo del centro, como un
deber inherente al desempeño de la función docente.
5. Respetar la autoridad de los órganos de gobierno del centro en el
cumplimiento de sus funciones y colaborar al buen funcionamiento de los
equipos pedagógicos, de la acción tutorial y orientadora.
6. Delegar tareas, cuando sea necesario solamente, a personas
preparadas.
7. Participar en actividades extraescolares para el bien de los alum-
nos y la comunidad. Prepararlas y realizarlas con plena responsabilidad
con las debidas condiciones y garantías jurídico-administrativas.
8. Cooperar con las Administraciones públicas, como un servicio a
los alumnos, a la enseñanza y al país.

Deberes hacia la sociedad

1. Fomentar la creatividad, la iniciativa, la reflexión, la coherencia y


la exigencia personal en los alumnos y en el propio trabajo profesional.
2. Tener, en la forma de actuar, un estilo de vida democrático, ajeno
a cualquier discriminación o xenofobia; y que fomente, al contrario, la
acción cooperadora y de estímulo a los valores de la civilización europea.
150 ÉTICA DOCENTE

3. Promover el conocimiento de la lengua y el incremento de su uso social,


y realizar un trabajo educativo basado en los valores socioculturales que nos han
configurado como país.
4. Educar para una convivencia fundamentada en la práctica de la justicia,
en la tolerancia, en el ejercicio de la libertad, en la paz, y en el respeto a la
naturaleza.
5. Que los alumnos aprecien el valor del trabajo de todas las personas.
Contribuir mediante la orientación adecuada a hacer que cada alumno realice
aquellas opciones profesionales que encajen mejor con sus capacidades y las
preferencias personales.
6. Contribuir de una manera efectiva al dinamismo de la vida cultural del
entorno social.

2. Código deontológico de los profesionales de la educación,


Consejo General de Colegios Oficiales de Doctores y
Licenciados en Filosofía y Letras
y en Ciencias (1996)

La función educativa, en cuanto se centra en facilitar el crecimiento de los


educandos en todos los aspectos formativos, como individuos y como seres socia-
les, conforma una de las profesiones más significativas y valiosas en la sociedad.
Los profesionales de la educación, docentes y pedagogos en general,
precisan de una formación específica, de un ámbito sociológico de actuación,
en el que los problemas de aprendizaje son su núcleo, de una autonomía y li-
bertad de acción y, como consecuencia de los anteriores distintivos profesiona-
les, en especial de la libertad de acción, necesitan de un compromiso con el
bien, es decir, de un código deontológico asumido, explícito y publicado.
La profesión educativa es compleja, difícilmente delimitable y plantea tantos
interrogantes que sería imposible su regulación racional por meros principios
jurídicos, dado que lo ético y lo jurídico, sensu estricto, no son plenamente
coincidentes. Por otra parte, los principios éticos necesariamente presentes en el
ejercicio profesional tienen una indudable orientación teleológica, conformando
actitudes y valores e incidiendo, por tanto, en la necesidad de una autorregula-
ción ética por medio de un código deontológico libremente aceptado.
Supuesto que los profesionales de la educación son ciudadanos en
plenitud de sus derechos y que las funciones que se les confía son de
extraordinario valor para la colectividad y, como consecuencia, su tra-
tamiento social y económico debe ser coherente con lo que se les con-
fía y exige, se espera de ellos que, en el desempeño de sus funciones,
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS EN EL ÁMBITO EDUCATIVO 151

como rasgo distintivo, no prime el ánimo de lucro, sino una orientación


básica encaminada al bien común.
El educador, docente y pedagogo en general, tiene que ser consciente
del valor y la dignidad que tiene todo ser humano, persiguiendo como
objetivos en su ejercicio profesional:

a) La permanente búsqueda de lo verdadero y válido para el hombre.


b) La permanente preocupación por su perfeccionamiento profesional.
c) La continua promoción de los principios democráticos a partir de
una buena convivencia y como base para ella.

Para conseguir estos objetivos es fundamental garantizar:

a) La libertad de aprender.
b) La libertad de enseñar.
c) La igualdad de oportunidades educativas para todos.

El incentivo más importante que tiene el educador para realizar su


trabajo y para que el proceso educativo sea eficaz reside en su com-
promiso deontológico que habrá que dar forma a su acción educativa en
todos aquellos ámbitos donde actúe:

a) Ámbito de relación con el alumnado y educandos en general.


b) Ámbito de relación con los padres y tutores.
c) Ámbito de la profesión.
d) Ámbito de relación con otros educadores.
e) Ámbito de la institución.
f) Ámbito social.

El punto principal de referencia, base de la deontología de educadores


y pedagogos, es el alumno, o educando en general, en sus aspectos de
aprendizaje y formación integral como persona.
Se entiende que los principios deontológicos que se proclaman en
este documento afectan a todos los profesionales de la educación, en-
tendiendo como tales los doctores, licenciados, diplomados universi-
tarios y otros titulados facultados por las leyes para ejercer la profesión,
que desarrollan sus actividades en ámbitos relacionados con la
educación formal o no formal, tanto en los aspectos reglados como en
los no reglados, que abarcan desde las tareas docentes hasta aquellas
relativas a la inspección, investigación, dirección, planificación, segui-
miento, evaluación, tutoría, orientación, apoyo psicopedagógico, ase-
152 ÉTICA DOCENTE

soramiento técnico, es decir, todas aquellas que contribuyan a asegurar la


calidad de los procesos educativos.

Deberes del educador hacia los educandos

1. Procurar la autoformación y puesta al día en el dominio de las


técnicas educativas, en la actualización científica y en general en el co-
nocimiento de las técnicas profesionales.
2. Establecer con los alumnos una relación de confianza com-
prensiva y exigente que fomente la autoestima y el desarrollo integral de
la persona, así como el respeto a los demás.
3. Promover la educación y formación integral de los educandos sin
dejarse nunca inducir por intereses ajenos a la propia educación y
formación, sean del tipo que sean.
4. Trabajar para que todos lleguen a tener una formación que les
permita integrarse positivamente en la sociedad en la que han de vivir.
5. Tratar a todos con total ecuanimidad, sin aceptar ni permitir
prácticas discriminatorias por motivos de sexo, raza, religión, opiniones
políticas, origen social, condiciones económicas, nivel intelectual, etc.
6. Aportar los elementos necesarios para que los educandos co-
nozcan críticamente su propia identidad cultural y respeten la de los
demás.
7. No adoctrinar ideológicamente y respetar en todo momento la
dignidad del educando.
8. Guardar el secreto profesional, no haciendo uso indebido de los
datos que se disponga sobre el alumno o su familia.
9. Poner a disposición de los alumnos todos sus conocimientos con
ilusión y fomentar el máximo interés hacia el conocimiento y con-
servación de todo aquello que constituye el patrimonio de la humanidad.
10. Favorecer la convivencia en los centros educativos, fomentando
los cauces apropiados para resolver los conflictos que puedan surgir y
evitando todo tipo de manifestación de violencia física o psíquica.

Deberes del educador hacia los padres y tutores


1. Respetar los derechos de las familias en la educación de sus hijos
en lo que afecta a las cuestiones relativas a los valores y a las finalidades
de la educación para poder incorporarlas a los proyectos educativos.
2. Asumir la propia responsabilidad en aquellas materias que son de
la estricta competencia profesional de los educadores.
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS EN EL ÁMBITO EDUCATIVO 153

3. Evitar confrontaciones y actitudes negativas, siendo respetuoso


con el pluralismo presente en los centros y en la sociedad.
4. Favorecer la cooperación entre las familias y el profesorado,
compartiendo la responsabilidad de la educación y estableciendo una
relación de confianza que garantice el buen funcionamiento del centro y
propicie la participación de los padres y las madres.
5. Tener informados a los padres del proceso educativo de sus hijos,
responder profesionalmente a sus demandas y, habiendo escuchado sus
puntos de vista, darles las orientaciones que les permitan contribuir
adecuadamente a la educación de sus hijos.
6. Analizar con los padres el progreso de los alumnos respecto al
desarrollo de su personalidad y consecución de finalidades y objetivos
que se persiguen en cada una de las etapas, al mismo tiempo que co-
laborar en hacer más efectiva la educación para aquellos alumnos con
necesidades educativas especiales.
7. Respetar la confianza que los padres depositan en los docentes cuando
hacen confidencias sobre circunstancias familiares o personales que afectan a los
alumnos y mantener siempre una discreción total sobre estas informaciones.

Deberes del educador con respecto a la profesión

1. Dedicarse al trabajo docente con plena conciencia del servicio


que se presta a la sociedad.
2. Promover su desarrollo profesional con actividades de formación
permanente y de innovación e investigación educativa, teniendo en
cuenta que esta cuestión constituye un deber y un derecho del educador.
No sólo en su actividad individual, sino también en su proyección hacia
los demás formando claustro o equipo.
3. Contribuir a la dignificación social de la profesión docente y
asumir de forma correcta las responsabilidades y competencias propias de
la profesión.
4. Defender y hacer respetar los derechos inherentes a la profesión
educativa (consideración social, económica, etc.).
5. Contribuir, en la medida de las propias posibilidades, a una
práctica solidaria de la profesión.
6. Esforzarse por adquirir y potenciar las cualidades que configuran el
carácter propio y que son necesarias para el mejor cumplimiento de los deberes
profesionales: autocontrol, paciencia, interés, curiosidad intelectual, etc.
7. Mantener un dominio permanente de los principios básicos de su
materia o área esforzándose por incorporar a su didáctica los avances
científicos, pedagógicos y didácticos oportunos.
154 ÉTICA DOCENTE

8. Mantener una actitud crítica y reflexiva permanente hacia la


propia actuación profesional, para garantizar un constante perfeccio-
namiento en todas sus actividades profesionales.

Deberes del educador hacia los otros educadores

1. Crear un clima de confianza que potencie un buen trabajo en


equipo y contribuir al buen funcionamiento de los órganos de partici-
pación, de coordinación y de dirección con objeto de garantizar una
elevada calidad de enseñanza.
2. Respetar el ejercicio profesional de los demás educadores sin
interferir en su trabajo ni en su relación con los alumnos, padres y tu-
tores.
3. No hacer comentarios peyorativos sobre otros profesionales. En el
caso de observarse ineptitudes, carencias o abusos en el ejercicio de la
profesión, se usarán responsablemente vías adecuadas para su
información y, en su caso, corrección.
4. Evitar obtener indebidamente ventajas sobre los compañeros de
profesión.
5. Considerar que tiene la condición de secreto profesional toda
aquella información sobre los compañeros de trabajo que se haya ad-
quirido en el ejercicio de cargos de responsabilidad directa, adminis-
trativa o profesional.

Deberes del educador hacia la institución escolar

1. Respetar y asumir el proyecto educativo del centro, como un


deber inherente al desempeño de la función docente dentro de los límites
del precepto constitucional de la libertad de cátedra.
2. Participar en la elaboración y realización de mejoras en la calidad
de la enseñanza, en la investigación pedagógica y en el desarrollo y
divulgación de métodos y técnicas para el ejercicio más adecuado de
nuestra actividad educativa, con objeto de conseguir los más elevados
niveles de eficiencia.
3. Respetar la autoridad de los órganos de gobierno del centro y
colaborar al buen funcionamiento de los equipos pedagógicos, de la
acción tutorial y de la acción orientadora.
4. Participar en los órganos de gobierno del centro cuando así sea requerido.
5. Promover actividades extraescolares, preparándolas y realizán-
dolas con plena responsabilidad, y siempre con las debidas garantías
jurídico-administrativas.
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS EN EL ÁMBITO EDUCATIVO 155

6. Cooperar con las instituciones y asociaciones educativas dentro del


amplio marco social de la educación.
7. Participar activamente en las consultas que sobre temas de política
educativa, organización escolar, o cualquier aspecto educativo promuevan las
Administraciones correspondientes.

Deberes del educador hacia la sociedad

1. Educar para una convivencia fundamentada en la igualdad de derechos y


en la práctica de la justicia, de la tolerancia, del ejercicio de la libertad, de la paz
y del respeto a la naturaleza. Para ello el educador colaborará para que estos
valores se incluyan en los proyectos educativos de los centros.
2. Tener en la forma de actuar un estilo de vida democrático, asumiendo y
promocionando los valores que afectan a la convivencia en sociedad: libertad,
justicia, igualdad, pluralismo, tolerancia, comprensión, cooperación, respeto,
sentido crítico, etc.
3. Fomentar la creatividad, la iniciativa, la reflexión, la coherencia, la
sensibilidad, la autonomía y la exigencia personal en los alumnos y en el propio
trabajo profesional.
4. Fomentar el correcto conocimiento y uso social de las lenguas y realizar
un trabajo educativo que resalte los valores socioculturales de toda España y de
cada una de las Autonomías que la constituyen.
5. Procurar que el alumnado aprecie el valor del trabajo de todas las personas y
contribuir mediante la orientación adecuada a lograr que cada alumno, conociendo y
valorando las realidades del estudio y del trabajo, así como sus propias posi-
bilidades, tome decisiones responsables ante sus opciones escolares y profesionales.
6. Colaborar de una manera efectiva en la dinamización de la vida
sociocultural de su entorno, fomentando el conocimiento y la valoración
de todos los aspectos sociales y culturales que puedan contribuir a la
formación integral del alumno o educando en general.

3. Código profesional para profesores, Consejo General


de la Enseñanza en Escocia (1998)

Preámbulo

El profesional se caracteriza porque

a) realiza a los demás un servicio que necesitan y que no pueden


conseguirlo ellos por sí mismos;
156 ÉTICA DOCENTE

b) está capacitado para proporcionar ese servicio gracias a sus especiales


capacidades, que ha adquirido y desarrollado mediante una apropiada y
calificada educación y entrenamiento;
c) se ha comprometido a proporcionar un servicio de calidad.

Los profesionales trabajan dentro de la estructura que determinan las políticas lo-
cales y nacionales sobre el servicio que ofrecen. En el mundo actual cada vez se les
exige más que respondan de sus actividades como profesionales, específicamente a
aquellos a quienes directamente sirven, pero también a sus colegas de la profesión y
al público en general. Por tanto, las profesiones deben, necesariamente, clarificar y
promover la comprensión de cuáles son las características de los comportamientos a
los que se comprometen. Esto se lleva a cabo ordinariamente bajo la forma de un có-
digo, que se presenta como una declaración pública, concisa y explícita, de las carac-
terísticas que definen el modo como los profesionales se comprenden a ellos mismos.

Objetivos de este documento

Este documento se dirige a los profesores que forman parte del Consejo General
de la Enseñanza en Escocia.
Como la educación trata del desarrollo de los jóvenes de cada sociedad, es
evidente su importancia para el conjunto del bienestar social. Mediante la publi-
cación de su código profesional, los miembros de la profesión docente buscan pro-
mover la confianza del público en general en las características del servicio que se
espera en cada profesional de la docencia, comprometido en esta tarea fundamental.
La práctica del juicio personal responsable se encuentra en el corazón de la
actividad profesional. El ejercicio continuado de los comportamientos
característicos de los profesionales es el modo de actuar que han elegido los
profesionales preocupados por los demás, competentes y comprometidos en
su trabajo como su forma de responder a las necesidades de aquellos cuyo
mejor interés sirven. La intención de este documento es proporcionar una guía
general de los principios con los que los profesores afrontan los asuntos éticos
que aparecen en el ejercicio de su actividad profesional, principios que
apropiadamente aplicarán a los casos y circunstancias concretos.
La profesión docente comparte un sentimiento general de cuáles sean
las obligaciones de los profesores, originado a través del paso del
tiempo y de una amplia gama de experiencias que han tenido sus
miembros. El presente documento articula los elementos centrales de
esta forma de comprenderse la profesión docente para dar cuerpo a
sus valores centrales en la búsqueda de sus objetivos comunes. Así,
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS EN EL ÁMBITO EDUCATIVO 157

proporciona una declaración explícita de los valores centrales en los que


se basa la conducta profesional. Tal declaración puede ser un punto de
referencia para orientar las decisiones y los comportamientos en caso de
duda. Puede proporcionar un criterio claro para centrar la reflexión en
una autocomprensión compartida, contribuyendo de este modo a su
mayor clarificación y desarrollo.
Creemos que este acercamiento contribuirá objetivamente a un recono-
cimiento público más amplio y a una mejor comprensión de las actividades
propias de la profesión docente. Ayudará también a asegurar que se propor-
cionen los servicios profesionales con una mayor calidad en el compor-
tamiento y en los resultados, afirmándose así la estima en que se tiene a la
profesión por parte de aquellos a quienes sirve. Todos los educadores
profesionales deberán descubrir cómo vale la pena suscribir estos principios.

Las obligaciones profesionales

Las específicas obligaciones profesionales de los profesores surgen

a) de la naturaleza de los servicios que ofrecen como profesionales;


b) de los valores centrales implícitos en la intención de ofrecer un
servicio profesional; y
c) de las necesidades e intereses de las personas con deseos de
aprender a quienes sirven.

Por supuesto, se parte de la base, compartida con todos los miembros


de la sociedad, de la atención a valores humanos fundamentales como la
honestidad, la integridad, el respeto a los demás, etc.
Ahora bien, la posición de autoridad o experto entraña obligaciones
especiales, que se relacionan con la responsabilidad primaria del
profesional de salvaguardar el bienestar de los que aprenden y de todos
los demás afectados por el servicio profesional ofrecido. Estas
obligaciones incluyen cosas como la imparcialidad y el uso adecuado de
la información privilegiada. Más concretamente, toda persona que ofrece
un servicio profesional acepta por ello mismo la obligación de cuidar de
los demás, proporcionando tal servicio de un modo competente y
comprometido.
La actividad definitoria de estos profesionales es promover la edu-
cación y el desarrollo de quienes aprenden, procurando capacitarles para
conducir vidas productivas y plenas, como seres humanos en su
individualidad y en su dimensión social. Para conseguir este objetivo,
todo profesor desarrolla un variado tipo de funciones y responsabili-
158 ÉTICA DOCENTE

dades. La preocupación por los demás, la competencia y el compromiso tie-


nen su concreta aplicación en cada una de estas funciones y responsabilidades.
La relación de enseñanza-aprendizaje es central en la tarea del profesor,
aunque, indudablemente, los mismos valores centrales están presentes en
todas las restantes funciones y responsabilidades del profesional docente. De
un modo semejante, estos mismos valores centrales tienen relevancia para
todos los profesores colegiados, prescindiendo de los concretos servicios o
capacidades que proporcionen, y pueden aplicarse a esa diversidad de un
modo apropiado. Se aplican también en las relaciones con los padres o
tutores, colegas y la profesión en general. Los criterios generales que siguen
son aplicables a todas esas circunstancias.

Código profesional de los profesores

Un profesor colegiado debe comprometerse a llevar a cabo sus res-


ponsabilidades profesionales de modo que

a) salvaguarde y promueva los intereses y el bienestar de quienes


aprenden, teniendo en cuenta a la vez los intereses de los demás afectados
por el servicio que se proporciona;
b) ejercite el debido cuidado y la diligencia en todos los asuntos
relacionados con el bienestar de los que aprenden;
c) reconozca y responda apropiadamente al hecho de que quienes
aprenden son susceptibles de ser influidos por el ejemplo de su profesor;
d) enseñe un respeto apropiado e imparcial a cada uno de los que
aprenden, como un individuo que tiene necesidades y capacidades es-
pecíficas, adaptando así el servicio que le ofrece en la medida de lo
posible a dichas necesidades y aptitudes personales;
e) haga partícipe al que aprende y, allí donde proceda, a los otros
cuyos intereses son afectados en la determinación de cuáles sean las
necesidades que deben ser convenientemente satisfechas;
f) observe una confidencialidad profesional, respetuosa con las
exigencias legales, los intereses del público en general y los de cada uno
de quienes aprenden;
g) mantenga en todo momento una apropiada relación profesional
con quienes aprenden;
h) asegure que el conocimiento profesional y la competencia
práctica se mantengan en el nivel preciso para proporcionar un servicio
de alta calidad;
i) coopere y colabore con sus colegas y con otros profesionales,
promoviendo el bienestar de quienes aprenden;
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS EN EL ÁMBITO EDUCATIVO 159

j) tenga un conocimiento operativo de sus responsabilidades en el


cuidado de los demás, tanto contractuales como legales y administrativas,
considerando lo que sea razonable en cada circunstancia;
k) haga justicia a la confianza que en él deposita el público y eleve la
estima en que es tenida la profesión.

4. Normas éticas, Asociación Americana


de Investigación Educativa (1992)

Prefacio

Los investigadores en educación provienen de múltiples disciplinas,


abarcan distintos marcos teóricos de referencia, y usan variadas
metódologías de investigación. El código ético de la Asociación Americana
de Investigación Educativa (AERA) incluye un conjunto de normas que
pretenden guiar el trabajo de los investigadores en el campo de la educación.
La educación, por su propia naturaleza, busca mejorar la vida de los
individuos y las sociedades. Además, la investigación educativa está referida
a veces a los niños y otras poblaciones vulnerables. Un objetivo fundamental
de este código es recordarnos que, como investigadores en educación,
deberemos esforzarnos en proteger a estas poblaciones, así como en
mantener la integridad de nuestra investigación, de nuestra comunidad
investigadora, y de todos aquellos con los que mantenemos relaciones
profesionales. Deberemos comprometernos con estos objetivos, asegurando
nuestra propia competencia y la de aquellos a los que introducimos en el
campo, valorando continuamente la adecuación ética y científica de nuestra
investigación, y comportándonos en nuestras relaciones internas y externas
de acuerdo con las más altas normas éticas.
Las normas que siguen nos recuerdan que nuestro compromiso no es sólo
con la investigación, sino con la educación. Es por ello esencial que reflexio-
nemos continuamente acerca de nuestra actividad, a fin de asegurar no sólo su
solidez científica, sino también su contribución positiva a la empresa educativa.

I. Normas guía: responsabilidades con el campo


de la investigación en sí

A. Preámbulo
Para mantener la integridad de la investigación, los investigadores en
educación deberán garantizar adecuadamente sus conclusiones, de
forma que sean consistentes con los cánones de sus correspondientes
160 ÉTICA DOCENTE

perspectivas teóricas y metodológicas. Deberán, igualmente, estar bien


informados tanto de los propios como de otros paradigmas que sean
relevantes para su campo de investigación, y evaluar continuamente los
criterios de adecuación con los que se juzga la investigación.

B. Normas
1. Los investigadores en educación deberán comportarse en su vida
profesional de forma que no ponga en peligro la investigación futura, la
reputación pública del campo, o los resultados de investigación de la
disciplina.
2. Los investigadores en educación no deben inventar, falsificar, o
tergiversar autorías, evidencias, datos, hallazgos o conclusiones.
3. Los investigadores en educación no deben, consciente o negli-
gentemente, usar su situación profesional para propósitos fraudulentos.
4. Los investigadores en educación deberán manifestar honesta y
completamente sus competencias y limitaciones al proporcionar opi-
niones profesionales al público, instituciones gubernamentales y otros
que pudieran valerse del carácter experto de miembros de la AERA.
5. Los investigadores en educación deberán procurar comunicar sus
hallazgos a todos los promotores relevantes, y evitar guardarlos en
secreto o comunicarlos selectivamente.
6. Los investigadores en educación deberán comunicar las con-
cepciones de investigación, procedimientos, resultados y análisis fiel-
mente y con suficiente detalle, de modo que permita a los investigadores
experimentados entenderlos e interpretarlos.
7. Los informes de los investigadores en educación dirigidos al
público deberán estar escritos de una forma clara que revele su signi-
ficado práctico para posibles planes de acción, incluyendo los límites de
efectividad y generalización a situaciones, problemas y contextos. Al
escribir para los no expertos, los investigadores en educación deben tener
cuidado de no tergiversar las implicaciones prácticas o de política
educativa de su investigación o la de otros.
8. Cuando los investigadores en educación participen en acciones
relacionadas con la selección, mantenimiento o promoción, no deberán
discriminar por motivos de género, orientación sexual, discapacidades
físicas, estado civil, color, clase social, religión, raíces étnicas, origen
nacional, u otros atributos no relevantes para la valoración de la
competencia académica o investigadora.
9. Los investigadores en educación tienen la responsabilidad de ser
sinceros y francos en sus recomendaciones de personal, y no recomendar
a aquellos que sean claramente inadecuados.
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS EN EL ÁMBITO EDUCATIVO 161

10. Los investigadores en educación deberán declinar invitaciones a


revisar el trabajo de otros cuando estén envueltos fuertes conflictos de
intereses, o cuando no puedan realizarse a tiempo con suficientes
garantías. Los materiales proporcionados para revisar, deberán ser leídos
en su integridad y cuidadosamente considerados, con comentarios
valorativos justificados mediante razones explícitas.
11. Los investigadores en educación deberán evitar todo tipo de
hostigamiento, y no sólo aquellas amenazas o acciones públicas que
puedan ser causa de acción legal. No deben usar su situación o rango
profesional para la coacción personal, favores sexuales, u obtener be-
neficios económicos o profesionales de los estudiantes, ayudantes, equipo
de administración, colegas o cualquier otro.
12. Los investigadores en educación no deberán ser penalizados por
informar de buena fe de la violación de éstas u otras normas profesionales.

II. Normas guía: poblaciones de investigación,


instituciones educativas y público

A. Preámbulo
Los investigadores en educación realizan su actividad dentro de un
amplio espectro de marcos e instituciones, incluyendo escuelas, colegios
universitarios y universidades, hospitales y prisiones. Es de la mayor
importancia que los investigadores en educación respeten los derechos,
privacidad, dignidad y sensibilidad de sus poblaciones de investigación,
así como la integridad de las instituciones en las que se lleva a cabo la
misma. Los investigadores en educación deberán poner especial cuidado
al trabajar con niños y otras poblaciones vulnerables. Estas normas
pretenden reforzar y consolidar las normas ya existentes impuestas por
comités institucionales y otras asociaciones profesionales.
B. Normas
1. Los participantes, o sus tutores, en un estudio de investigación
tienen el derecho a ser informados de sus riesgos potenciales y posibles
consecuencias, así como al consentimiento informado antes de participar
en la investigación. Los investigadores en educación deberán comunicar
lo mejor posible los fines de la investigación a los informadores y
participantes (y sus tutores), así como a los representantes adecuados de
las instituciones, y mantenerlos al tanto de cualquier cambio significativo
en el programa de investigación.
2. Las relaciones de los investigadores con los participantes y re-
presentantes de la institución, deberán caracterizarse por la honesti-
162 ÉTICA DOCENTE

dad. Se desaprueba el engaño, que deberá usarse sólo cuando sea cla-
ramente necesario para los estudios científicos, debiendo entonces estar
minimizado. Tras el estudio, los investigadores deberán explicar a los
participantes y representantes de la institución las razones del engaño.
3. Los investigadores en educación deberán ser sensibles a cualquier
normativa o política institucional localmente establecida para la
realización de la investigación.
4. Los participantes tienen el derecho a retirarse del proyecto en
cualquier momento, a no ser que sus condiciones o funciones oficiales
hagan necesaria otra cosa.
5. Los investigadores en educación deberán poner precaución para
asegurar que no existe explotación en beneficio personal de las
poblaciones o marcos institucionales de investigación. Los investigadores
en educación no deberán usar su influencia sobre los subordinados,
estudiantes u otros para obligarles a participar en la investigación.
6. Los investigadores tienen la responsabilidad de ser cuidadosos
con las diferencias culturales, religiosas, de género, etc., dentro de la
población de investigación, al planificarla, realizarla y darla a conocer.
7. Los investigadores deberán prestar gran atención y minimizar el
uso de técnicas que puedan tener consecuencias sociales negativas, tales
como técnicas sociométricas negativas con niños de corta edad o
prácticas experimentales que puedan privar a los estudiantes de partes
importantes del currículo normal.
8. Los investigadores en educación deberán ser sensibles con res-
pecto al desarrollo de las actividades institucionales en marcha, y pre-
venir a los representantes adecuados de la institución sobre las posibles
perturbaciones que pueda producir en tales actividades la realización de
la investigación.
9. Los investigadores en educación deberán comunicar sus hallazgos
y el significado práctico de su investigación a las poblaciones de
investigación relevantes, representantes institucionales y otros pro-
motores, en un lenguaje claro, preciso y apropiado.
10. Los informadores y participantes tienen el derecho a permanecer
en el anonimato. Este derecho deberá ser respetado siempre que no
existan claras razones para lo contrario. Los investigadores tienen la
responsabilidad de adoptar las precauciones necesarias para proteger la
confidencialidad de los participantes y de los datos. Se deberá hacer
conscientes a los sujetos de estudio de las posibilidades de las
diferentes tecnologías de tratamiento de datos que sean usadas en la
investigación, a fin de garantizar la decisión informada sobre su par-
ticipación. Se deberá dejar claro también a los informadores y parti-
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS EN EL ÁMBITO EDUCATIVO 163

cipantes que, a pesar de todos los esfuerzos que se hagan para pre-
servarlo, el anonimato puede verse comprometido. Segundos investi-
gadores deberán respetar y mantener el anonimato establecido por los
primeros.

III. Normas guía: propiedad intelectual

A. Preámbulo
La propiedad intelectual es predominantemente una función de
contribución creativa. La propiedad intelectual no es predominantemente
una función de esfuerzo empleado.

B. Normas
1. La autoría deberá estar determinada en base a los siguientes
criterios, que no pretenden ahogar la colaboración, sino más bien cla-
rificar el mérito apropiado a las distintas contribuciones en la investi-
gación:

a) Todos aquellos, independientemente de su condición, que hayan


hecho una contribución creativa sustantiva a la generación de un producto
intelectual tienen derecho a ser incluidos como autores de ese producto.
b) La autoría y orden de autoría deberá ser la consecuencia de la
relativa dirección y contribución creativa. Ejemplos de contribuciones
creativas son: escribir primeros borradores o partes sustanciales; revi-
siones significativas o trabajo de edición sustantivo; y contribución a la
generación de ideas, esquemas conceptuales fundamentales o categorías
analíticas, recopilación de datos que requieran un trabajo significativo de
interpretación o juicio, e interpretación de los mismos.
c) Las contribuciones administrativas o mecánicas a un producto
intelectual no dan razones para adscribir autoría. Ejemplos de tales
contribuciones mecánicas son: transcripción, recopilación o análisis
rutinarios de datos, trabajo rutinario de edición, y participación en las
reuniones del equipo.
d) La autoría y primera autoría no están justificadas por la res-
ponsabilidad o autoridad legal o contractual en o sobre el proyecto o
proceso que genera un producto intelectual. Es inadecuado establecer
acuerdos contractuales que impidan la apropiada asignación de autoría.
e) Cualquier autor debe dar su consentimiento para figurar como tal.
f) El trabajo de quienes hayan contribuido a la producción de un
producto intelectual en formas cercanas a estos requisitos de autoría
deberá tener el reconocimiento apropiado dentro del producto.
164 ÉTICA DOCENTE

g) Se requiere el reconocimiento de cualquier trabajo significati-


vamente relacionado con el desarrollo de un producto intelectual. No
obstante, en tanto que ese trabajo no sea plagiado o usado de otra forma
inapropiada, tal relación no supone un derecho para la autoría o
propiedad.
h) Usar posiciones de autoridad para apropiarse del trabajo de otros
o pretender derechos sobre él, es incorrecto.
i) Las tesis y disertaciones son casos especiales en los que la autoría
no viene determinada estrictamente por los criterios plasmados en estas
normas. Los directores y tutores de los estudiantes, que podrían en otras
circunstancias tener derecho de autoría basada en la contribución de su
colaboración, no deberán ser considerados autores. Su contribución
creativa deberá, sin embargo, ser total y convenientemente reconocida.
j) Los autores deberán revelar el historial de publicación de los
artículos que presenten para ser publicados; esto significa que si dicho
artículo es sustancialmente similar en contenido y forma a otro pre-
viamente publicado, deberá hacerse constar este hecho y el lugar de
publicación.

2. Si bien en circunstancias deseables, las ideas y otros productos


intelectuales pueden ser considerados como mercancías, los acuerdos
acerca de la producción o distribución de ideas u otros productos in-
telectuales deben ser coherentes con la libertad académica y la apropiada
disponibilidad de productos intelectuales a investigadores, estudiantes y
público. En adición, en caso de que surjan conflictos entre los propósitos
académicos de producción intelectual y los beneficios de tal producción,
deben darse preferencia a los propósitos académicos.
3. La propiedad de los productos intelectuales deberá basarse en los
siguientes criterios:

a) Los individuos tienen derecho a beneficiarse de la venta o disposición


de aquellos productos intelectuales que ellos crean. Pueden, por tanto, esta-
blecer contratos u otro tipo de acuerdos para la publicación o disposición de
los productos intelectuales, y beneficiarse económicamente de estos acuerdos.
b) Los acuerdos para la publicación o disposición de productos
intelectuales deberá ser coherente con su apropiada disponibilidad pú-
blica y con la libertad académica. Tales acuerdos deberán acentuar las
funciones académicas de la publicación sobre la maximización de be-
neficios.
c) Los individuos o grupos que financian o proporcionan de cual-
quier otro modo recursos para el desarrollo de productos intelectua-
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS EN EL ÁMBITO EDUCATIVO 165

les, tienen derecho a demandar una parte equitativa de los derechos y


beneficios que se generen de la venta o disposición de esos productos.
Para evitar contenciosos, las instituciones de financiación y autores
deberían establecer acuerdos escritos sobre la disposición de los be-
neficios al comienzo de la investigación o desarrollo del proyecto.
d) Los autores no deberán usar posiciones de autoridad sobre otros
individuos para forzarles a adquirir un producto intelectual del que se
beneficia el autor. Esta norma no significa prohibición de usar en clase el
propio libro de texto del autor, pero deberá disponerse de copias del mismo
en la biblioteca para que los alumnos no estén obligados a adquirirlo.

IV. Normas guía: edición, revisión y valoración


de la investigación

A. Preámbulo
Los editores y quienes realizan revisiones críticas tienen la respon-
sabilidad de reconocer una amplia variedad de perspectivas teóricas y
metodológicas y, al mismo tiempo, de asegurar que los manuscritos
cumplen con los criterios más altos tal como están definidos por las
distintas perspectivas.

B. Normas
1. Las revistas científicas de la AERA deberán tratar los artículos
sometidos a decisión de acuerdo con los siguientes principios:

a) La imparcialidad hace necesario un proceso de revisión que valore


los artículos presentados exclusivamente en función del mérito. El mérito
será entendido de forma que incluya tanto la competencia con la que se
desarrolla el argumento como la importancia de los resultados alcanzados.
b) Aunque cada revista de la AERA puede centrarse en un campo o
tipo de investigación particular, el conjunto de revistas como una to-
talidad deberá estar abierto a todas las disciplinas y perspectivas que
actualmente están representadas en los miembros de la Asociación, y que
apoyan una tradición de responsabilidad en la investigación educativa.
Esta norma no pretende excluir las innovaciones valiosas.
c) Deberán usarse revisiones ciegas, con múltiples lectores, para
cada trabajo presentado, excepto en los casos en los que se renuncie
explícitamente (véase n.° 3).
d) Los juicios acerca de la adecuación de una investigación debe-
rán ser hechos por especialistas competentes en. su revisión. Los edi-
tores deberán esforzarse en seleccionar especialistas para revisión que
166 ÉTICA DOCENTE

estén familiarizados con el paradigma de investigación y que no sean tan


incomprensivos que hagan imposible un juicio desinteresado del mérito
de la investigación.
e) Los editores deberán insistir en que incluso las revisiones des-
favorables sean desapasionadas y constructivas. Los autores tienen de-
recho a conocer las razones de rechazo de su trabajo.

2. Las revistas de la AERA deberán tener normativas escritas y


publicadas sobre los artículos sometidos a decisión.
3. Las revistas de la AERA deberán tener normativas escritas y
publicadas que indiquen los casos en los que se permiten publicaciones
no sometidas a decisión.
4. Las revistas de la AERA deberán informar acerca de cualquier
énfasis especial que se espere encontrar en los artículos que se presenten
para ser revisados.
5. Además de aplicar los criterios existentes contra el lenguaje se-
xista y racista, los editores deberán rechazar artículos que contengan ad
hominem ataques contra individuos o grupos, o insistir en que tal
lenguaje o ataques sean suprimidos antes de proceder a la publicación.
6. Las revistas de la AERA y los miembros de la misma que sean editores
requerirán a los autores revelar el historial de publicación completo de material
sustancialmente similar en contenido y forma al enviado a sus revistas.

V. Normas guía: patrocinadores, gestores y otros usuarios


de la investigación

A. Preámbulo
Los investigadores, instituciones de investigación y patrocinadores
comparten conjuntamente la responsabilidad de la integridad ética de la
investigación, y deberán asegurar que esta integridad no es violada. Ya
que los legítimos intereses de cada una de estas partes pueden a veces
entrar en conflicto, todos aquellos con responsabilidad en la investigación
deberán guardarse de comprometer los cánones de investigación,
comunidad de investigadores, sujetos de investigación y usuarios. Se
debe apoyar la mayor difusión y publicidad posible de los resultados de
investigación. La AERA deberá promover, tanto como pueda,
condiciones que colaboren a preservar la integridad de la investigación.

B. Normas
1. Los datos y resultados de un estudio de investigación pertene-
cen a los investigadores que lo hayan diseñado y realizado, a menos
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS EN EL ÁMBITO EDUCATIVO 167

de que se hayan suscrito acuerdos contractuales específicos con respecto


a los datos, los resultados o ambos, salvo lo observado en el apartado
ILB.4 (los participantes pueden retirarse del estudio en cualquier
momento).
2. Los investigadores en educación son libres de interpretar y publicar
sus hallazgos sin la censura o aprobación de individuos u organizaciones,
incluyendo patrocinadores, instituciones de financiación, participantes,
colegas, supervisores o administradores. Este extremo debe ser
transmitido a los participantes como parte de la responsabilidad que
garantice un consentimiento informado.
3. Los investigadores que llevan a cabo una investigación patrocinada,
mantienen el derecho a publicar los hallazgos bajo sus propios nombres.
4. Los investigadores en educación no deberán comprometerse con
investigaciones que entren en conflicto con la libertad académica, ni
transigir con la pretensión de una influencia indebida o cuestionable del
gobierno o de otras instituciones de financiación. Los ejemplos de tal
influencia incorrecta incluyen las tentativas de interferir en el desarrollo
de la investigación, el análisis de los hallazgos o la presentación de las
interpretaciones. Los investigadores deberán poner en conocimiento de la
AERA las tentativas de cualquier tipo de influencia cuestionable de
patrocinadores o instituciones de financiación.
5. Los investigadores en educación deberán revelar completamente
los objetivos y patrocinio de su investigación, excepto cuando tal
revelación pueda suponer una violación de los principios usuales de
confidencialidad o anonimato. Los patrocinadores y quienes aportan
financiación, tienen el derecho a que dentro de los informes de in-
vestigación se haga constar la independencia de su patrocinio con res-
pecto a las conclusiones de la investigación.
6. Los investigadores en educación no deberán aceptar la financiación
de instituciones que requieran una multiplicación de informes que
pudieran distorsionar los. resultados o confundir a los lectores.
7. Los investigadores en educación deben cumplir sus responsa-
bilidades para con las instituciones que financien la investigación, que
tienen el derecho a que se les dé cuenta del uso de sus fondos, y a que se
les informe de los procedimientos, hallazgos e implicaciones de la
investigación financiada.
8. Los investigadores en educación deberán hacer claras las bases y
razones, al igual que los límites, del juicio profesional emitido al ser
consultados por el público, gobierno u otras instituciones. En los casos en
los que así ocurra, deberá manifestarse la existencia de opiniones
profesionales alternativas a la ofrecida.
168 ÉTICA DOCENTE

9. Los investigadores en educación deberán poner en conocimiento de


aquellos a quienes sea necesario, todos los casos en los que podrían obtener
un beneficio económico de su investigación, o los casos en los que sus
afiliaciones pudieran afectar a sus interpretaciones o juicio profesional.

VI. Normas guía: estudiantes y estudiantes investigadores

A. Preámbulo
Los investigadores en educación tienen la responsabilidad de asegurar
la competencia de aquellos a los que introducen en este campo y
proporcionar la ayuda y orientación profesional adecuada a los in-
vestigadores que comienzan.

B. Normas
1. En sus relaciones con los estudiantes y estudiantes investigadores,
los investigadores en educación deberán ser francos, justos, de-
sinteresados, y comprometidos con su bienestar y promoción. Deberán
animar, apoyar y supervisar con pleno conocimiento a los estudiantes y
estudiantes investigadores en sus tentativas académicas, y deberán
ayudarles convenientemente a conseguir soporte para la investigación o
puesto profesional.
2. Los estudiantes y estudiantes investigadores deberán ser selec-
cionados en base a su competencia y contribución potencial al campo.
Los investigadores en educación no deberán discriminar a los estudiantes
o estudiantes investigadores por motivos de género, orientación sexual,
estado civil, color, clase social, religión, raíces étnicas, origen nacional u
otros factores irrelevantes.
3. Los investigadores en educación deberán informar a los estudiantes y
estudiantes investigadores acerca de las dimensiones éticas de la investigación,
instarles a que su práctica investigadora esté de acuerdo con las normas éticas,
y apoyar su rechazo de proyectos que puedan ser cuestionables.
4. Los investigadores en educación deberán informar con realismo a
los estudiantes y estudiantes investigadores acerca de las oportunidades
de promoción e implicaciones asociadas con su participación en
proyectos de investigación o programas de graduado determinados. Los
investigadores en educación deberán garantizar que la situación de
ayudante en investigación sea formativa.
5. Los investigadores en educación deberán ser imparciales en la
evaluación de la acción investigadora, y deberán informar completa y
honestamente a los estudiantes y estudiantes investigadores de esta
evaluación. Los investigadores tienen la obligación de informar ho-
CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS EN EL ÁMBITO EDUCATIVO 169

nestamente sobre la competencia de los ayudantes a otros profesionales


que soliciten tales evaluaciones.
6. Los investigadores en educación no deberán permitir que ani-
mosidades personales o diferencias intelectuales con otros colegas,
impidan que los estudiantes y estudiantes investigadores puedan tener
acceso a tales colegas, o situarlos en una posición incómoda con respecto
a los mismos.
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ÍNDICE
Sumario .................................................................................................................. 3
Autores ................................................................................................................... 5
Introducción, por FRANCISCO ALTAREJOS .............................................................. 7

1. La docencia como profesión asistencial, por FRANCISCO ALTAREJOS 19


1. La ambigua noción de «profesión» .......................................................... 21
2. La demanda generalizada de profesionalización ..................................... 28
3. La incierta profesionalización de la docencia .......................................... 36
4. La docencia como profesión asistencial: su sentido ético ........................ 42

2. Los códigos de ética profesional de los profesores: ¿ simple re-


ceta o signo de una nueva educación?, por JOSÉ A. IBÁÑEZ-MARTÍN ......... 51
1. La acción educativa de nuestro siglo como Diktat ................................... 53
2. Sobre el autoritarismo en las democracias: la fuerza de las mentalida-
des y las exigencias sociales .................................................................... 55
3. La quiebra de una mentalidad .................................................................. 56
4. Del Diktat a los emergentes pactos educativos ........................................ 59

3. Elaboración de un significado pedagógico de la deontología


profesional docente, por GONZALO JOVER ............................................ 67
1. La profesionalización como aspiración y la función sociopolíti
ca de los códigos deontológicos .............................................................. 70
2. Las peculiaridades normativas y la función regulativa de los
códigos deontológicos ............................................................................. 74
3. Reformulación de las relaciones entre deontología y profesionalización:
la función constitutiva de los códigos deontológicos................................ 78

4. El ethos docente: una propuesta deontológica, por FRANCISCO AL-


TAREJOS ......................................................................................................... 87
1. La moral rediviva .................................................................................... 89
2. La deontología posible: el estudio del ethos profesional .... ..................... 94
3. El ethos docente: virtudes profesionales básicas ..................................... 102
186 ÍNDICE

3.1. Las virtudes de la resistencia ........................................................ 103


3.2. Las virtudes de la moderación ...................................................... 105
4. El ethos docente: virtudes profesionales superiores .............................. 109
4.1. La especificación docente de la justicia ....................................... 110
4.2. La especificación docente de la prudencia ................................... 114

5. Códigos deontológicos y compromiso moral del profesorado,


por JOSÉ ANTONIO JORDÁN ................................................................... 119
1. Dimensión pedagógica de los códigos deontológicos docentes ............. 125
1.1. Justificación pedagógica .............................................................. 126
2. Moralidad personal del profesor y ética profesional .............................. 133
3. A modo de conclusión ........................................................................... 135

6. Principales códigos deontológicos en el ámbito educativo, por


GONZALO JOVER ......................................................................................... 139
1. Criterios para una deontología del docente, Consejo Escolar de
Cataluña (1992) ..................................................................................... 145
2. Código deontológico de los profesionales de la educación, Consejo
General de Colegios Oficiales de Doctores y Licenciados en Filosofía
y Letras y en Ciencias (1996) ................................................................ 150
3. Código profesional para profesores, Consejo General de la Enseñanza
de Escocia (1998) .................................................................................. 155
4. Normas éticas, Asociación Americana de Investigación Educati-
va (1992) ............................................................................................... 159

Bibliografía general ................................................................................................ 171

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