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Alan Silva

asilval.vdj@gmail.com

Reflexiones Atemporales

Nuevamente estoy aquí, tratando de plasmar mis ideas en una hoja de papel. Gracioso. Ni
siquiera es una hoja de papel, porque hace ya tiempo que escribir en el ordenador es bastante más
práctico: puedes borrar rápidamente, elegir cualquier fuente de tu agrado que no lograrías ni
entrenando caligrafía un año completo, editar los textos, cambiar el color de fondo, y un largo
etcétera. Lo cierto es que las posibilidades, ahora mismo, son bastante extensas.

Sea como sea, nunca hay que perder ni el elemento romántico ni el poético ¿no? No sé al lector,
pero a mí me parece más atractivo decir lo anterior que simplemente comentar la forma en que
presiono teclas y veo el resultado en menos de un microsegundo en la pantalla que tengo en
frente, sin entender exactamente cómo funciona el proceso. Si lo investigara y estudiase,
probablemente lo entendería, pero ¿para qué? Veo algunas personas que se dejan la vida
intentando comprender cómo funciona cada detalle que compone nuestro mundo
contemporáneo, pero es un contenido que parece tan infinito y el tiempo es tan escaso que mejor
me resulta orientar mis esfuerzos mentales en aquello que verdaderamente me fascina y que me
proporcionará beneficios directos si es que me pongo a ello, como estudiar a fondo y dominar
una materia que tendré que aplicar en la vida laboral. Pese a todo, no puedo negar que me
gustaría ser ese personaje que aparece en cualquier conversación sin que jamás se le escape un
dato y que puede hacer preguntas a sabiendas de que, en algún momento, le responderán con una
información inexacta o incompleta que luego él podrá corregir o concluir.

En todo caso, sigo aquí. Pareciera que aún no comienzo, porque además de que existe un
principio en el que se puede deducir que mi personalidad tiende, aunque sea ligeramente, a la
ironía y el pesimismo, no he puesto en ‘el papel’ nada que valga la pena leer, y es que siempre me
ha sucedido de esta forma. Comienzo a escribir y luego me siento inseguro al pensar en la
capacidad de la historia para generar algún tipo de emoción, o en la empatía que pueden producir
mis personajes o en si quizás no estoy detallando lo suficientemente bien el escenario en que se
desarrolla la aventura o el conflicto. Incluso, me aqueja tanto la creencia de que, a cada palabra,
exista la posibilidad de que mi redacción y la utilización de los signos de puntuación sean
incorrectas, que suelo mirar la página y releer continuamente en búsqueda de la perfecta
concordancia entre cada letra, punto y párrafo.
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Para solventar dicha preocupación, ratón y teclado me permiten realizar un viaje increíblemente
expedito hacia el motor de búsqueda para atiborrar el historial con enlaces de páginas electrónicas
relacionadas al arte de la escritura. Así, cada vez que me siento a escribir, me empapo de reglas
gramaticales. También me obsesiona a menudo la impresión de que mis textos poseen un exceso
en la cantidad de determinadas palabras, por lo que los diccionarios virtuales me ofrecen un rico
acceso a multiplicidad de sinónimos.

Y es aquí cuando me detengo y le explico al lector que esta modesta obra no tratará sobre una
especie de crítica a las nuevas tecnologías que nos facilitan cada vez más la vida y que se levantan
terroríficamente como eventuales destructoras de la humanidad. Ciertamente, podría aprovechar
de comentar el cómo nos hemos acostumbrado a la dependencia de máquinas que nos ayuden,
por ejemplo, a recordar cosas cotidianas que de otra forma se nos escaparían de la sesera; o
podría mencionar el hecho de que hayamos perdido aptitudes las cuales, al primer apagón
prologando, nos demostraran por qué debiésemos siempre estar preparados para lo peor y no
viviendo con la curiosa sospecha de que este cómodo sistema durará tanto como dio de sí
Bizancio. Mal que podría parecerlo, no será ese el concepto que trataremos en nuestra historia,
aunque puedo adelantar que ya me he quedado a gusto respecto a ello.

Realmente, estimados señores y estimadas señoras, ni yo mismo estoy al tanto de qué tratará este
escrito. Lo único que puedo esperar, eso sí, es que esta vez alcancen mi voluntad y estabilidad
mental tanto como para situar mi dedo índice sobre la tecla del punto final.

Mi objetivo está claro y acaba de quedar plasmado, como decía en un comienzo, en nuestra hoja
de papel. Aún tengo dudas, no obstante, sobre cómo seguir a partir de aquí.

¿Debería poner a continuación la frase categórica de ‘Capítulo Primero’? ¿O quizás debiese


arreglármelas para encontrar un título fascinante? O podría, sencillamente, seguir escribiendo y
dividir mi composición con impersonales números que no dejen de ayudar al lector a decidir, en
determinado momento, que leerá hasta el doce, cuando está en el nueve, o que mejor lo deja
hasta ahí, en el veinticinco. Sea cual sea mi decisión, la comprobarán ustedes mismos a
continuación, cuando esta obra reciba el verdadero puntapié inicial.
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Hagan sus apuestas.

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Espero no redundar respecto a mi introducción al mencionar nuevamente, aunque quizás de un


modo más explícito, que no sé qué escribir. Aquí comienza la historia, sobre una página en
blanco que se extiende de forma intimidante, y siento que mi mente está más en blanco todavía
que la página. ¿Por qué ponerme a escribir algo si no tengo un tema? Hablaría de buen juicio el
esperar primero a que se me ocurra algo para posteriormente llevarlo al ‘papel’. ¿Qué opina el
lector?

Lo que yo puedo decir es que difiero de ese buen juicio. No lo llamaría una improvisación, pero
sí una aventura de descubrimiento. Lo que hemos comenzado aquí, yo como escritor y el lector
como un grandioso acompañante, es una travesía en la que dejamos que las palabras nos tomen
de la mano y le den forma concreta a nuestras ideas, a la vez que somos nosotros los que creamos
las palabras en la medida en que desarrollamos nuestro pensar. Al escribir una palabra puedo
divisar más claramente cuál será la siguiente, situación que me gusta describir como una simbiosis
entre el escritor y las letras, ya que les doy vida a cambio de que inmediatamente ellas revitalicen
mi imaginación y me inviten a continuar este ciclo de beneficio mutuo.

Pero, ¿cómo se diferencia toda esta palabrería con la introducción de las primeras páginas?
Lo primero lo escribí durante la tarde, en mi casa. La luz ya estaba decayendo y se producía un
ambiente característico de aquel periodo veraniego que, entre las seis y siete de la tarde, proyecta
la luz parcial que aún no se ha escondido detrás de los cerros. Personalmente, ese ambiente me
parece deprimente y muy desagradable, sin saber exactamente la razón. Tal vez podría
rebuscármelas metafóricamente diciendo que la oscuridad que comienza a cernirse consume, a
medida que avanza, los ánimos que se han levantado por la mañana y que a esa hora se ocultan
también junto con el sol. Podría ser también que aquella hora comienza a marcar el final de la
jornada, por lo que se produce un cambio que indica que ciertas tareas que se realizan durante el
día y que requieren, por lo general, más energía, ya no tendrán lugar cuando llegue el momento
de encender las luces; esto produce una alteración casi automática en el cerebro y notifica que,

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desde ese momento, toca bajar las revoluciones.

En cualquier caso, ahora mismo escribo mientras me desplazo a lo largo de la ciudad, de sur a
norte, en el tren metropolitano que conecta de un modo tan emocionante los suburbios con el
centro y el centro con los barrios mejor acomodados. Ahora sí que escribo en papel y a tinta,
aunque lo que aquí sea leído finalmente pasará por el filtro detenido del escritor que se sienta a
teclear y corregir. Mientras que voy en el tren escribiendo en mi cuaderno, también estoy en mi
casa transcribiendo y puliendo lo que haya redactado a modo de bosquejo durante mi contacto
con el exterior.

¿Qué sería de una obra sin contacto con el exterior? Incluso Lovecraft tenía contacto con el
exterior gracias a la comunicación escrita que mantenía con otros autores, la exploración de la
naturaleza y la realidad de la pobreza material, y aquellas experiencias entregaron bastante de sí
para el citado señor en términos literarios.

Así mismo, yo aprovecho de escribir ahora que estoy fuera, para comprobar si es que tengo la
fortuna de encontrarme con la misma gracia que alguna vez empapó la mente de aquellos grandes
escritores de antaño.

Sin embargo, ya no recuerdo lo que tenía en mente cuando escribí los párrafos anteriores, puesto
que las palabras que se despliegan en este mismo instante están siendo escritas cuatro años
después. Es gracioso, ¿no? ¿Cómo puede existir un salto temporal tan, pero tan grande, y que el
lector no lo note, a menos que el escritor lo explicite? Quizá se visibilice, en la medida en que una
laguna tan grande de tiempo produzca algún tipo de contrariedad narrativa demasiado evidente.
En cualquier caso, creo que poco ha cambiado en mí desde que comencé a dar vida a esta
redacción, cuyo objetivo puedo comenzar a discernir recién cuatro años más tarde. Por lo tanto, a
riesgo de sonar soberbio, no creo que sea perceptible ningún cambio en el estilo, en las formas o
en el tono.

A pesar de que me gustaría mucho seguir escribiendo y ver hasta qué punto me lleva este
documento digital, me veo en la obligación de dejarlo hasta aquí, como un simple ejemplo de mi
capacidad para redactar historias en primera persona. Por ello, antes de despedirme, agradezco al
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lector por dedicar parte de su tiempo a leer este pretencioso escrito.

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