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Sábados felices, tres horas de chanzas contra la mujer

Carolina Sanín

Hay un público invitado, entre el que se destacan —porque la cámara las enfoca
insistentemente— varias reinas de belleza con la corona puesta y la sonrisa congelada
(salvo cuando oyen un chiste que ridiculiza a las mujeres: entonces, para complacer con
entusiasmo, la sonrisa se les convierte en risa suelta). Hay un jurado conformado por
personas que son jueces de humor por algún recóndito motivo. Los maestros de
ceremonia son una pareja, hombre y mujer, que repiten sosamente fórmulas sosas. Al
escenario, iluminado de cualquier manera que maree, sale gente por turnos, algunos
con pelucas y disfraces, alguno con nariz de payaso, a practicar las versiones más
pobres del humor: la paradoja obvia, la burla socarrona, la caricatura burda, el jueguito
de palabras salaz. Los participantes en el concurso de graciosos alternan con los
números de los actores fijos del programa. Algunas actuaciones parecen de niños que
imitaran a comediantes en una función escolar. Otras parecen las funciones del tío
borracho que cuenta chistes archiconocidos. Otras son mezcladas. Se presenta una
humorada, luego la siguiente, luego la siguiente, en serie, sin estructura. El tono del
programa está determinado por la infernal combinación nacional de hamponería y
pudor.

Uno de los chistes que oí en Sábados felices consistía en decir “chorizo” con el doble
sentido de “pene”. Otros dos, en decirle al pene “el pajarito”. Otro, en decir, en una
canción, “metas” en lugar de “tetas”. Otro, en que “Confundieron a mi mujer en bikini
con una ballena”. En uno de los números, una mujer lloraba a un muerto y decía: “Me lo
van a enterrar y eso tiene que doler mucho”, con el afanoso doble sentido del acto
sexual. El clímax de uno de los números consistía en la frase: “Ni así me puedo separar”,
que pronunciaba un hombre que moría y en el cielo era informado de que allí también
estaba su esposa muerta. Otro chiste consistía en la pregunta: “¿Qué tal que uno se esté
bañando y le salga un payaso en la ducha?”

Todos los cómicos de Sábados felices, sin excepción, hablan a gritos. Parecen tener
mucha rabia. El punto de este humor es la estridencia. En el mundo se hace humor para
cuestionar, para captar las inconsistencias del lenguaje y de la realidad, para ganar
perspectiva y ponerse por encima de uno mismo al mirar desde un punto de vista
inusitado. También se hace humor para desahogarse, y sobre todo, se hace para reír.
Aquí, misteriosamente, el humor cumple las funciones contrarias: la de hacer
inconsistente a quien dice el chiste, la de poner a todo el mundo por debajo de sí mismo,
la de aturdir y así impedir el cuestionamiento, y la de estresar y ahogar suscitando una
risa compulsiva, automática, ansiosa y aprendida, y no fresca y verdadera.

De chanza en chanza, lo que más se oye decir a los cómicos de Sábados felices es “las
mujeres”. Las mujeres son histéricas. Son chismosas. Son suegras desquiciadas. Son
hombres ridículamente travestidos. Son hipócritas. Son objetos. No se le debe prestar
atención a lo que dicen. Son ventajosas. Son prostitutas. Inevitablemente se les
traiciona. Ningún hombre quiere estar casado con quien está casado (con una gorda).
Las mujeres no sirven ni para hacer chistes con ellas: solo para proferir ofensas contra
ellas, que no contienen ningún chiste pero que se dicen con voz rechinante y se hacen
seguir de una carcajada, para hacer pasar por gracia la expresión de la frustración y del
trastorno colectivo.

El programa se emite en horario de primera: todos los sábados de 8:00 a 11:00 p.m.
Lleva al aire 45 años, a lo largo de los cuales han ido desapareciendo afortunadamente
los chistes racistas y de estereotipos regionales. Aquellos sobre las mujeres (y unos
cuantos sobre homosexuales, para no olvidarlos) han ocupado todos los espacios de la
injuria y del estancamiento social. Tal vez la prioridad sea que no haya chistes sobre
política. Sábados felices tiene el récord del programa más viejo de humor en el mundo
—y se le nota—, y se sabe que el pueblo colombiano, que está tratando de terminar la
guerra más antigua del mundo, es el que más aguanta violencia.

En combo con la misa de la mañana siguiente, Sábados felices destruye la imaginación


de los colombianos con dosis adictivas de estupidización y paternalismo. Debe de ser lo
que los colombianos quieren, para Caracol Televisión. Hacia el final de la emisión que —
para mi mal y en aras de informarlos a ustedes— vi el sábado pasado, se dijo: “Colombia
tiene las mujeres más divinas” y, para cerrar las tres horas de paliza misógina, se
recordó al público, por supuesto, que tenemos un país feliz.

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