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OSKAR ADLER

LA
ASTROLOGIA
COMO
CIENCIA OCULTA

FUNDAMENTACION GENERAL
DE LA ASTROLOGIA

EL TESTAMENTO DE LA ASTROLOGIA
EL ZODIACO Y EL HOMBRE

CATORCE
CONFERENCIAS ESOTERICAS

UNDECIMA EDICION

EDITORIAL KIER S.A.


Av. Santa Fe 1260
(1059) Buenos Aires - Argentina

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Se hallan reservados todos los derechos. Sin autorización escrita del
editor, queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier medio –mecánico, electrónico y/u otro– y su distribución me-
diante alquiler o préstamo públicos.

Título original alemán:


Das Testament der Astrologie
Ediciones en castellano:
Editorial Kier S.R.L., Buenos Aires, 1956
Editorial Kier S.A., Buenos Aires
años: 1964 – 1971 – 1975 – 1978 – 1981
1984 – 1988 – 1992 – 1995 – 1998
LIBRO DE EDICION ARGENTINA
I.S.B.N.: 950-17-0501-3
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
©1998 by Editorial Kier S.A.; Buenos Aires.
Impreso en Argentina.
Printed in Argentina
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PROLOGO

Es este un libro extraordinario de un hombre extraordinario.


De ambos quisiera hablar; perdóneseme si al hacerlo no puedo
dejar a un lado mi persona.
Era en Viena, en el año 1929, poco antes de mi bachillerato,
cuando fui invitado a escuchar las conferencias de Oskar Adler
sobre astrología. Respondí riéndome. Por cierto que yo conocía a
Oskar Adler como uno de los mejores músicos de Austria, había
también escuchado con intenso interés y placer sus conferencias
sobre “Filosofía de la música” y admiraba a este hombre creador y
múltiple que al mismo tiempo era médico, músico y filósofo y que
en igual medida conocía las ciencias naturales y humanistas y la
literatura universal, pero lo de la astrología era una insinuación
demasiado fuerte para el bachiller educado en disciplina científica.
Sin embargo, yo también había tenido ya algunas experiencias con
respecto a la disposición de los hombres a prejuzgar. Tanto los
descubrimientos de Sigmund Freud, que en aquel tiempo fueron
objeto de mucho repudio, como asimismo las composiciones de
Arnold Schönberg, que habían sido motivo de harta burla, habían
despertado en mí gran interés, y no encontraba en ellos nada que
mereciera repudio ni burla. Así pues, decidí postergar mi juicio
sobre la astrología hasta saber más de ella, y a pesar de mi gran
resistencia interna fui a la primera conferencia de Adler, la misma
que el lector encontrará aquí en primer lugar.
La impresión que recibí resultó fuerte. Seguí asistiendo a las
conferencias de Adler durante varios años. ¿Era ciencia lo que
enseñaba? No, no lo era, evidentemente, en el sentido común de la
palabra. Pero tampoco lo es Schopenhauer, como no lo es Goethe.
¿Era entonces arte? No, tampoco lo era, aunque la capacidad
artística de Adler se expresara también en sus conferencias. Yo
sentí, desde la primera de ellas, que se trataba de algo verdadero,
aunque hasta ahora no haya sido demostrado como tal por la
ciencia. Pero ¿desde cuándo –exclamará el científico– la verdad es
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una cuestión del sentir? No, no en última instancia, pero sí lo es,
frecuentemente, en un comienzo. He aquí un solo ejemplo: Una
serie de los hechos que hoy son sabidos gracias a la experiencia
científica del psicoanálisis, han sido intuidos ya anteriormente por
Novalis, Schopenhauer y Nietzsche y fueron “sentidos” como
verdaderos por muchos de sus lectores antes de que fuesen com-
probados científicamente. Tal es el caso, por ejemplo, de lo que el
psicoanálisis sabe hoy sobre las relaciones entre lo interno y lo
externo, entre carácter y destino y entre mente y cuerpo, lo que,
además como el lector verá, tiene estrecha relación con el
pensamiento de la “astrología esotérica”.
Más adelante se agregaron asimismo una serie considerable de
hechos empíricos. Por cierto que ello no era suficiente para
considerar la astrología como ciencia en el sentido actual de la
palabra, pero era bastante para seguir confiando en que mi
“sentimiento” del comienzo no me había engañado. Lo primero que
supe fue que la astrología, tal como la enseñaba Adler, era algo
completamente distinto de lo que yo me había imaginado
anteriormente. Mi risa y mi crítica frente a aquella invitación
habían sido, como luego comprendí, perfectamente justificadas, ya
que lo que había criticado y de lo que me había burlado era de la
idea que yo tenía de la astrología, y que otros muchos como yo
tenían y siguen teniendo. Sólo que la astrología de Adler era algo
muy distinto. Lo que me interesaba en ella muy especialmente eran
sus contenidos psicológicos y caracterológicos. La riqueza y el des-
arrollo lógico de sus conceptos y afirmaciones la convierten en un
tesoro que, a mi juicio, no debería quedar fuera de la ciencia, ya
que puede enriquecer grandemente la psicología y caracterología
actuales y apoyarlas en sus mejores esfuerzos. La altura espiritual
de la astrología de Oskar Adler puede, pienso, acercar la ciencia a
estas antiguas tradiciones. Lo que aun aparezca quizá en ella como
mística o lo que todavía lo sea, puede y debe convertirse en ciencia.
La obra de Adler puede llegar a ser un valiosísimo puente para
ello.
Y ahora, ¡que hable el libro por sí mismo! Lo hace incompara-
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blemente mejor de lo que yo pudiera. Pero no quise dejar de decir
cuánto lo estimo y quiero. Puede durar mucho o poco, hasta que se
haya tendido aquel puente, pero un día, creo, sucederá. Pienso que
afirmarlo no es oficiar de “profeta", sino que obedece a la lógica
de los hechos, más algo de fe en que la verdad puede y suele
obtener la victoria sobre los prejuicios y el error.

ENRIQUE RACKER

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PREFACIO

Este prefacio a la edición de las conferencias que fueron


pronunciadas entre los años 1930 y 1938 ante un pequeño círculo de
adeptos, que ahora se dan a publicidad, está destinado a preparar al
lector para captar aquello que le sea dable aguardar de la lectura de
esta obra titulada La Astrología como Ciencia Oculta. Se trata de la
obra de un investigador destinada a quienes también sean
investigadores, esto es, a quienes se sientan con la aspiración a
adquirir conocimientos que les permitan ver hondo en el sentido de
su existencia dentro de la inconmensurable e inconcebible grandeza
de este universo. Abrumados por el sentimiento de insignificancia
de su breve existir sobre este grano de arena llamado Tierra, pero, a
la vez, elevados por la idea de poder ser testigos conscientes del
eterno enigma, es posible que los lectores vivan en esta dualidad el
germen de lo que la mente humana produjo en el curso de su
investigación desde el momento en que se encendió en ella la luz
del entendimiento, de la razón.
Acaso esta dualidad del corazón y el alma humanos no haya
sido jamás expresada con mayor claridad que en las palabras del
Salmo octavo, donde se dice lo siguiente:
“Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas
que tú formaste:
“Digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el
hijo del hombre, que lo visites?
“Pues le has hecho poco menor que los ángeles, y coronástelo
de gloria y de lustre.”
Salmos, VIII, 3-5.

Es posible que sea sobre estos sentimientos y pensamientos que


se haya edificado la tentativa de encontrar acceso a las antiquísimas
doctrinas de sabiduría que, antaño en posesión de la humanidad,
llegaron a nosotros, como expresión cabal de dicho mundo antiguo
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y de su variabilidad, en forma de fragmentos de saber que hoy
reunimos bajo el nombre de “astrología” y que, organizados en
múltiples sistemas de pensamiento, se exponen como “saber
antiguo” con pretensiones de validez “científica”, en el sentido
moderno de esta palabra.
No es mi intención la de anticipar en este prefacio el contenido
de mis investigaciones. La primera serie de ellas, titulada
Fundamentos generales de la astrología, nos aclarará el tipo de
“saber” de que se trata en nuestro caso. Lo que sí quiero ahora es
formular una advertencia destinada a todos los que, con prejuicios
favorables o desfavorables, se dispongan a leer esta obra; y esta
advertencia es la de que dejen de lado toda opinión preconcebida,
por mejor que ella fuere, y –permítaseme subrayar esto muy
especialmente– que tengan en cuenta que todo aquel que esté
dispuesto a penetrar en un antiguo patrimonio de sabiduría como
éste, tendrá que ser capaz de cumplir con dos condiciones.
La primera de ellas es la de la veneración a los pensadores de
épocas pasadas y a su pura aspiración de verdad. La segunda condi-
ción es la de entender que las palabras con que aquellos pensadores
revistieron sus conocimientos no deben ser entendidas como está
habituado a entenderlas el contemporáneo nuestro que se base
únicamente en su propio vocabulario moderno; si cayere en este
error, cometería el error aún más grave de considerar absurdas
aquellas palabras y de juzgar los errores, ya hace tiempo superados,
que, por ignorancia, se cometieron en aquellas lejanas épocas.
Veamos algunos ejemplos.
Tales de Mileto (625-548 antes de Cristo) enseñaba, conforme a
la tradición de su tiempo, que todo tenía su origen en el “agua”. En
cambio Anaxímenes hablaba del ápeiron, esto es, de lo
incognoscible, a partir de lo cual se forma todo lo cognoscible.
Heráclito habla, a su vez, del “fuego”, de lo que arde eternamente,
como origen de todas las cosas.
¡Y con esto hemos llegado nada menos que a la vieja doctrina
de los “cuatro elementos”! Pero, ¿no es esto un mero disparate? ¿No
sabemos acaso que, en el sentido de la química de nuestros días, ni
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la tierra ni el fuego ni el aire ni el agua son “elementos”? De
acuerdo; pero también sabemos que el sentido de la palabra
“elemento” era en aquellos tiempos muy distinto de su significado
químico actual.
Pero veamos otro ejemplo, tomado esta vez de la Biblia:
Allí se crea la luz en el primer día de la Creación y el sol,
empero, en el cuarto día. ¿Quién que no sepa que la palabra bíblica
aur significa realmente lo mismo que los físicos y aun los profanos
de nuestros días entienden bajo la palabra luz, acertará a hallar
sentido en tales palabras bíblicas? Lo mismo podríamos decir sobre
el uso de las palabras “día” y “noche”…
Mas será en el curso de nuestras conferencias que penetraremos
en este tema.
La historia de las ciencias naturales y físicas de épocas pasadas
también debería servirnos de advertencia en el sentido de hallar mu-
cho más correcto el estadio actual del conocimiento natural y físico
que el de tales épocas pasadas.
Las teorías científicas cambian de generación en generación.
Veamos otro ejemplo:
Según Aristóteles, los colores se originan en la mezcla de lo
claro con lo oscuro, o del blanco y el negro; según Newton, todos
los colores están contenidos en la luz blanca del sol, y so originan
en la descomposición de esta luz blanca solar. Y a partir de Newton,
comienza a progresar la discusión: Goethe, Schopenhauer, Hering,
Helmholtz… trazan una ruta de incesantes y cambiantes tentativas
de llegar al fondo del enigma, en lo cual cada intento de solución
combate al que lo precede, considerándolo craso error.
Acaso este ejemplo ni siquiera sea tan característico como los
otros mil que trazan como lápidas la ruta de los esfuerzos del
hombre por conocer la verdad, sea que se trate de las ciencias
naturales o físicas, como de la medicina, la teología o la filosofía,
puesto que toda nueva filosofía –según Schopenhauer– considera
como su deber primordial “de gobierno” –al igual que los déspotas
africanos– el de cortarles la cabeza a todos los rivales y parientes de
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los rivales.
Pero si el destino de toda aspiración a la verdad fuese el de
equivocarse siempre de nuevo, para legar al futuro una herencia que
sólo le sirva a este futuro de aprendizaje en el sentido de considerar
a dicha herencia como algo ya totalmente inútil, si el progreso
consistiese meramente en reemplazar un error por otro error, ¿no
cabría creer que lo erróneo es en ese caso la propia fuerza de la
mente humana? ¿No sería de por sí bastante trágico el tener que
reconocer de continuo que “no podemos saber nada”? ¿Y no es
digno de asombro el que, a pesar de esto, la mente humana no
desespere? Acaso viva en todos nosotros una chispa de aquella luz
del primer día de la Creación, o más bien, la esperanza
indestructible de que una chispa de esa luz nos alumbre el camino,
una chispa de aquella luz “única” que atraviesa con sus rayos tanto
nuestro ser más íntimo como el ser del universo. Acaso la idea de
no ver en la historia del conocimiento humano más que una cadena
de errores sucesivos no sea también en sí misma más que un enorme
error. Acaso en todos esos “errores” se halla oculto el germen de
una verdad indestructible que tenemos que redescubrir para darnos
cuenta de cómo los seres humanos que nos precedieron en el tiempo
recorrieron el mismo camino y nos legaron los frutos de este
camino en el idioma “de ellos”.
En este caso, no habría en realidad más que una sola ciencia
que, a la vez, sería la verdad “única”, la filosofía “única”, la religión
“única”, el “saber único”, en el cual se solucionan todos los errores
y toda» las contradicciones, y del cual, todas las ciencias y
filosofías aisladas, con el cambio histórico de sus doctrinas, todas
las religiones y sistemas morales, y aun todas las artes, no serían
sino rayos cromáticos fragmentarios o dispersos de la luz original, y
hasta el propio yo del hombre no sería más que una nota dentro de
la gran sinfonía cósmica, pero, eso sí, una nota sin la cual la
sinfonía del cosmos universal no podría subsistir.
El cobrar cada vez más conciencia de esto y el mantener esto
despierto constantemente en la conciencia, asegurará a todo aquel
que viva en tal convicción un lugar en el testamento de aquel saber
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arquetípico, antiquísimo, que hoy se conoce bajo el tan profanado
nombre de “astrología”.
Hallen, pues, estas conferencias, el camino de la publicidad
editorial, que jamás hubieran podido encontrar si no hubiera
contado su autor con la ayuda estimulante y enérgica de sus amigos,
a quienes con esto expresa su agradecimiento más profundo. Fue
ante todo la visión de mi joven amigo Ernst Orenstein, el cual
actualmente realiza una valiosa tarea de pionero y educador en el
campo de la música, en Honolulú, allá, cuando todavía estábamos
todos reunidos en Viena, quien me insistió que lo mejor sería
redactar mis conferencias para conservarlas. Pero mi gratitud se
extiende también a muchos otros. También debo gratitud al destino
benévolo que me deparó la suerte de poder actuar en tres esferas
que, complementándose recíprocamente, prepararon el terreno
desde el cual brotó y se desarrolló mi evolución. Yo era médico,
músico y maestro.
Integrante, a edad temprana, del cuerpo directivo de la sociedad
de instrucción popular de Viena, hallé oportunidad de exponer los
rasgos fundamentales de mi filosofía en unas conferencias cuyo
contenido tocaba el terreno límite entre la música y la filosofía, y
cuyas conclusiones me fue dado reunir en 1918 en un libro titulado
Die Kritik der reinen Musik (Crítica de la música pura). Antes y
durante la primera guerra mundial, la baronesa Hamar me puso
sobre la huella de la astrología, cuyas doctrinas comencé a estudiar
en actitud de escéptico. Pero bien pronto recorría caminos propios
en punto a ideas en mi aspiración a trabar ante todo conocimiento
con los fundamentos críticos de esa esfera del saber. Y es así que
aprendí a penetrar cada vez más profundamente en la faz esotérica
del proceso del conocimiento, del cual la astrología revela, sin duda,
una parte que, empero, sin aquel fundamento esotérico, no podría
resultar satisfactoria. A intentar la difusión de tal fundamento
estuvo destinada luego mi Einführung in das esoterische Denken
(Introducción al pensamiento esotérico), que, expuesta igualmente
en forma de serie de conferencias, corrió paralela a las ahora
publicadas.
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Además debo agradecer profundamente a todos aquellos que
con fiel compañerismo han contribuido a la aparición de esta obra
de astrología.
Y ante todo es a una mujer, a una gran artista, a quien debo
agradecerle el haberme fortalecido de continuo en la fe de estar
siguiendo el camino verdadero. Esta mujer ya no reside en esta
Tierra; sea a su alma pura a la que esté dedicada la Primera serie de
mi obra.
La obra total la dedico a los numerosos miembros de nuestro
círculo; ellos han sido dispersados por todo el mundo desde el año
1938. Muchos pudieron quedarse en su casa; muchos otros, entre
ellos yo, tuvieron que marcharse, a Inglaterra, a Norteamérica, a
Australia, a Sudáfrica, a Francia, a Bélgica, a Holanda, a
Dinamarca, a Suecia...
De entre los que permanecieron en Viena, vaya mi
agradecimiento especial a los señores Ernst Förster y profesor
Erwin Ratz, que asumieron la redacción final de la obra; a Felix
Deutsch, actualmente en Nueva York, que revisó con amable
espíritu crítico las primeras series y aportó a las mismas las
ilustraciones que las complementan; y finalmente a la joven artista
Helene Grünwald, que también aportó algunas ilustraciones. Con
honda gratitud recuerdo la colaboración del señor consejero de la
Corte profesor Franz Strunz y de la señora del consejero de la Corte
Schmidt, viuda del prematuramente fallecido maestro Franz
Schmidt, con quien viví horas de pura felicidad, horas que no
retornarán, en nuestras ejecuciones en el cuarteto musical que inte-
grábamos.
Y ahora una última palabra al lector.
No se encontrará en esta obra ninguna clase de indicación
acerca de cómo calcular o levantar un horóscopo. Tan no ha sido
necesario esto, como que hay muchas y excelentes obras que tratan
sobre este tema, de modo que bastará con hacer referencia a ellas.

Londres, septiembre de 1949.

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PRIMERA SERIE

FUNDAMENTACIÓN
GENERAL
DE LA ASTROLOGIA

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PRIMERA CONFERENCIA
Si el ojo no fuese solar,
El sol no lo contemplaría.
GOETHE - PLOTINO

Nos hemos reunido para penetrar conjuntamente en el estudio


de una de las ciencias más antiguas con que cuenta la humanidad.
En torno de esta ciencia se tiende desde los tiempos más remotos un
nimbo de santidad. Y ello no sólo ocurre por el hecho de que el
objeto de esta ciencia abarque literalmente todo lo que existe, sino
también porque aquella ciencia –o, más propiamente, aquel
“saber”– no se originó como producto de investigación minuciosa,
como producto de experiencias trabajosamente acumuladas, sino
por una especie de “revelación” cuyas hipótesis eran de índole muy
distinta, de índole mucho más íntima que todo aquello que hoy día
suele llamarse investigación científica.
De ahí que el principiante deba tener presente que, al iniciar
este estudio, penetrará en una esfera del conocimiento que, por su
carácter, pertenece enteramente al terreno de las ciencias ocultas.
Para aclarar esto, comenzaremos por intentar una definición im-
parcial de aquello que llamamos “astrología”.
La astrología es el estudio de las relaciones cósmicas,
universales e indestructibles, de todos los acontecimientos,
especialmente de los acontecimientos humanos sobre la Tierra –
tomados estos acontecimientos humanos, esta “existencia” humana,
juntamente con la historia de su evolución, no sólo en sentido
general, sino también en el sentido de la existencia particular del
individuo y su historia– con los sucesos exteriores y los sucesos que
confieren su contenido a la vida subjetiva, esto es, el dolor y el
placer, el temor y la esperanza, el amor y el odio, el error y la
verdad, el nacimiento, la enfermedad y la muerte, o, para decirlo en
una palabra, el “destino” del ser humano.

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De esta definición se concluye que una ciencia como la
astrología no podrá seguir el método que adoptan las ciencias físicas
de nuestra época; más aún, en una época como la nuestra, ni
siquiera podría haberse originado una ciencia del tipo de la
astrología. Las ciencias físicas siguen un método diametralmente
opuesto al de la ciencia que acabarnos de definir.
Las ciencias físicas no parten de la idea de una relación cósmica
universal que supere las relaciones particulares, sino que lo hacen
del fenómeno y de la observación particulares, yendo, en
consecuencia, de lo particular a lo universal y tratando en lo posible
de verificar por el experimento los resultados de la investigación,
esto es, reemplazando el material que se obtuvo de la experiencia
física por un material artificial inalterable, destinado a demostrar la
exactitud de los conocimientos obtenidos por aquella investigación
de la naturaleza. Es evidente que una ciencia de este tipo jamás
podría desembocar, ni aun en sus consecuencias últimas, en los
fundamentos de la astrología tal y como los hemos definido, pues el
método de investigación de esta ciencia penetra progresivamente en
el detalle, no pudiendo jamás decirse que llegue a su término, de
modo que el experimento hallaría en este caso dificultades
insuperables.
Pero, por otro lado, nos encontramos con el hecho singular de
que precisamente en nuestros días las ciencias físicas comienzan a
ocuparse del conocimiento astrológico; investigadores plenamente
imbuidos del espíritu de las ciencias físicas vuelven la atención a
aquellas doctrinas antiquísimas, para incluirlas, en cierto sentido, en
la esfera de sus conocimientos científicos de carácter exacto.
Es así que vemos originarse hoy día una especie de astrología
de las ciencias físicas que quisiera negar rotundamente que procede
de las ciencias ocultas y que, dentro del cuadro de las ciencias de
nuestro tiempo, presenta una especie de carácter bastardo, imposible
de ser incluido ni en el marco de la ciencia moderna ni en el de la
remota ciencia “sagrada”.
No cabe duda de que las causas que llegaron a conmover la
posición hasta ahora intransigente de la investigación
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“rigurosamente científica” habrán sido de peso.
Las ciencias físicas se encuentran en nuestra época en una fase
crítica de su desarrollo, que yo llamaría “crisis de la noción de cau-
salidad”. El primer paso hacia esta crisis lo dio, como sabemos, el
filósofo inglés David Hume, al hacer notar que la causalidad o la
relación de causa y efecto no puede ser percibida por la observación
objetiva, sino que solamente puede sospecharse su existencia. Sólo
percibimos series o consecuencias de fenómenos, jamás relaciones
causales en sí mismas. Las relaciones causales las incluimos dentro
de aquellas series de fenómenos. ¿Tenemos derecho a sostener que
tan siquiera existen las relaciones causales?
Este difícil problema de carácter gnoseológico, que al comienzo
no ocupó más que a los filósofos, ha penetrado ya en la esfera de las
ciencias físicas y ha dado origen a lo que estas ciencias llaman
orgullosamente su “exactitud”, la cual, empero, en lo esencial, se
basa en la prescindencia absoluta de toda causalidad.
Creo que es este el lugar adecuado para dar una idea del camino
que llevó hasta aquel punto crítico, basándome para ello en la
exposición del francés Augusto Comte. Este filósofo reconoce tres
etapas en el desarrollo de las ciencias físicas.
La primera etapa, que en cierta medida se origina en la infancia
de la humanidad, es la “teológica”. El hombre sospecha que detrás
de los fenómenos de la naturaleza obran espíritus o demonios
invisibles al ojo físico; estos espíritus o demonios manifiestan su
existencia por medio de los fenómenos que tienen lugar en la
naturaleza. Júpiter arroja el rayo, Júpiter tonante lanza el trueno,
Jupiter pluvius hace llover, las deidades fluviales mueven las aguas,
las dríadas determinan la vida y el crecimiento de los árboles, Eolo
sopla los vientos, Vulcano forja el metal en las profundidades del
fuego terrestre.
Esta etapa infantil (que Tylor llama “animismo”) desemboca en
una segunda etapa: la de la adolescencia de la humanidad. Augusto
Comte llama a este grado de desarrollo del conocimiento científico
de la naturaleza, el “estadio metafísico”. Los demonios desaparecen
de la mente humana, ya algo más madura, y en su lugar aparecen las
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“fuerzas naturales”.
Pero ¿qué se ganó con el cambio? Nada más que una sustitución
de denominaciones. El calor, la luz, el sonido, la electricidad, el
magnetismo, la gravedad, etcétera, no son más que otros tantos
nombres de aquello que antes se llamaba “demonio”; y tales
nombres son tan “invisibles” como lo eran los demonios que había
detrás de los fenómenos de la naturaleza; es decir que las “fuerzas
naturales” también están “detrás” de los procesos físicos que
representan lo puramente real. Hubo que reunir, pues, el valor
suficiente para borrar todo esto, para sacrificar aún este último resto
de metafísica con que la humanidad quiso salvar su credulidad
infantil al pasar a la etapa de la adolescencia.
Creer en la existencia de esas “fuerzas naturales” es seguir rin-
diendo culto a una teología disfrazada, a una metafísica
“prohibitiva”.
Es de este modo que la humanidad llega finalmente a su tercera
etapa, al estadio maduro de la ciencia positiva o exacta. Lo que
caracteriza a estas ciencias positivas y les confiere a la vez su valor
de exactitud es, como ya hemos dicho, la prescindencia total de que
hacen gala con respecto a cualquier tipo de metafísica en el sentido
que acabamos de exponer o, para decirlo más sencillamente, en la
prescindencia de todo resto de antropomorfismo, de ese
antropomorfismo que, en realidad, constituye el fondo de toda
causalidad o de toda necesidad causal. El ideal de la objetividad
completa se alcanzaría únicamente en el momento en que se pudiera
eliminar al sujeto observador.
¡De modo que estamos en la misma! Las ciencias físicas ven
limitadas sus funciones a la “descripción lo más sencilla y completa
posible de los procesos naturales” (Kirchhoff, Mach). De modo que,
en una palabra, aquellas ciencias llegan a constituirse en una
estadística lo más sumaria posible de los procesos físicos. De ahí
que haya que tener presente que todas las teorías que se originan en
la aspiración a establecer relaciones entre los elementos que
componen el material estadístico, para satisfacer la necesidad
causal, no pueden tener más valor que el de una “mnemotecnia”
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destinada a facilitar el dominio sobre el material estadístico. Lo que
llamamos ley física no es más que el compendio mnemoeconómico,
por medio de fórmulas memorísticas, del mayor número posible de
series de fenómenos.
Pero sabemos que el destino de toda estadística es el de no
poder dar jamás un cuadro completo de la realidad. Es así que
asistimos al curioso espectáculo que brinda una ciencia física que
querría menospreciar a la astrología por su calidad de ciencia
oculta, pero que no vacila en abrir a esta ciencia las puertas en tanto
la astrología renuncie a toda pretensión que no sea la de constituir
una mera estadística de los acontecimientos cósmicos y su
coincidencia con los procesos terrestres y aun con los procesos
humanos.
Pero no es esta la “astrología” que vamos a estudiar nosotros.
La verdadera astrología jamás fue una estadística. Su sentido más
peculiar –el de penetrar en las relaciones cósmicas del acaecer
terrestre– no podrá obtenerse por ese camino. El único método que
nos llevará a nuestra meta es el propio de las ciencias ocultas.
¿Qué es la “ciencia oculta”? ¿Qué significa esta denominación
y qué nos ofrece su contenido?
La denominación de “ciencia oculta” no responde únicamente
al hecho de que el contenido de tal ciencia haya sido un secreto, un
conocimiento que había que “ocultar” a quienes no formasen parte
de una cierta minoría de “elegidos”; más aún, ni siquiera es esta la
causa principal que llevó a aquella denominación. Lo que determina
que esta ciencia sea “oculta” es el hecho de que la fuente
cognoscitiva de que proviene tal saber se encuentre en el misterio
de la “interioridad” del propio ser humano; sólo al descubrirse esa
fuente, al encontrarse el acceso a ella, se comienza a revelar una
esfera del saber que, en última instancia, se basa en la premisa del
“ser uno con todo lo existente”.
Es de este modo que, por su propia índole, este saber seguirá
siendo oculto, pues en todo caso no será más que un saber
inmediato y, por lo tanto, incompartible, pues el sujeto cobra
“conciencia” de algo cuando acierta a conocer o al menos a
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reproducir ese algo a partir de la propia fuente. En cuanto el saber
oculto reviste carácter de “comunicación”, deja de ser un saber
“oculto”.
Se suscita ahora la cuestión de si un saber originado exclusiva-
mente en la interioridad puede tener la pretensión de revestir
carácter científico. ¿Qué criterio puede haber para demostrar que
todo lo que constituye las ciencias ocultas no es en última instancia
más que producto de la imaginación en el sentido genuino de esta
palabra?
Pensemos en qué radica el carácter de la ciencia o, más aún, del
método científico. ¿Qué valor “científico” tienen las ciencias
físicas?
Según Ernst Mach, el conocimiento científico no se distingue
del conocimiento vulgar por su carácter, sino porque los
conocimientos que se obtienen por la ciencia configuran un
conocimiento ordenado, sistemático; en cambio el conocimiento
vulgar es un conjunto desordenado de conocimientos. Las ciencias
físicas son experiencia económicamente ordenada o, más
precisamente, mnemoeconómicamente ordenada. Pues bien, no es
muy distinto lo que ocurre con las ciencias ocultas. El conocimiento
científico oculto se distingue del conocimiento vulgar oculto por el
hecho de constituir aquél un conocimiento sistemático. Sólo que el
orden de ese conocimiento es muy distinto del orden del sistema de
las ciencias físicas, como veremos más adelante.
Para decirlo en pocas palabras: hay un conocimiento oculto de
carácter vulgar, cotidiano, que es tan importante y se halla tan
difundido –a la vez que es patrimonio de cada cual– como la
percepción sensorial común. Este conocimiento vulgar oculto, que
sólo puede originarse en las profundidades de nuestra más íntima y
secreta interioridad, está dado por la revelación del “ego” dentro de
nosotros, por el “saber” acerca del hecho de nuestra individualidad;
y este saber es, al igual que todo saber de carácter oculto, inmediato
e incompartible. El ego de todo ser humano, juntamente con todo lo
que ese ego pone en movimiento y cumple, constituye el secreto de
ese y sólo ese ser humano.
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Pero en contraposición a ese ego inmediato, a ese ego que
alberga nuestra interioridad, nos encontramos con el mundo
objetivo, eternamente extraño a nosotros, sólo perceptible desde
fuera; y dentro de ese mundo objetivo está el “tú”, también extraño
y eternamente separado de nosotros, sin que jamás lleguemos a
tener la posibilidad de penetrar en su interior, como nos lo revelan
los versos de Albrecht von Haller:

“No hay alma a la que entregue su ser Naturaleza.


Feliz de aquel que llegue a verle la corteza.”

Pero si pudiéramos penetrar en la naturaleza como en nuestro


propio “yo”, entonces tendríamos también del mundo “exterior” un
saber oculto, íntimo, que respondería a la aspiración que desde
tiempos inmemoriales fue propia de los seres que buscaban la luz,
como, por ejemplo, el Fausto de Goethe:

“Para saber qué es lo que el mundo


contiene allá en lo más profundo,
atiende al germen y sus fuerzas
y en huero hablar no te retuerzas.”

¿No habrá, en verdad, ningún puente que una la interioridad con


el mundo exterior? Y en consecuencia, ¿no será el saber oculto
mera imaginación?
No. Pues la verdad es que existe el tal puente y que cualquiera
de nosotros puede trasponerlo. Hay “algo” que tiene la
particularidad de sernos accesible, del mismo modo en que nos son
accesibles las cosas exteriores y que a la vez se nos da del modo
exclusivo en que se nos da nuestro propio yo. Y ese “algo” es
nuestro cuerpo.
Bien es verdad que veo a mi cuerpo “allá afuera”, como cuerpo
entre los otros cuerpos, participando de las leyes físicas resultantes
de la investigación científica de las ciencias naturales exactas; pero
no es menos verdad que ese cuerpo es “mi” cuerpo, unido a mi
propio yo, y que si me entero de lo que me muestra la física como
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objeto de “exterioridad”, ello ocurre en la medida en que se refiere a
mi propio cuerpo, esto es, que me entero de ello como de una
“interioridad”, de un “algo” que vive dentro de mí a la vez mental y
psíquicamente. En otras palabras: también sé de mi cuerpo en la
esfera de lo “científico oculto”.
Si pudiese expandir mi cuerpo de modo tal que el mundo
exterior entrase a formar parte integrante, por así decir, de mi vida
corporal “endoempírica”, me enteraría de dicho mundo exterior de
la misma manera en que sé todo lo que se refiere a mí mismo y
únicamente a mí mismo; es decir que tendría con respecto a lo
exterior un saber científico de carácter oculto, tan susceptible de ser
sistematizado como el saber científico de carácter físico; o, lo que
es lo mismo, me vería en posesión de la ciencia oculta de carácter
cósmico.
En cuanto examinamos esta noción más de cerca, vemos que
ella pierde mucho de lo fantástico que muestra a primera vista. Al
fin de cuentas, el tránsito hacia aquella noción es señalado por la
vida cotidiana en mayor medida de lo que podría creerse en un
principio. La misma percepción común de los sentidos está llena del
secreto por el cual un objeto exterior pasa a convertirse en un
elemento de interioridad, y, vice versa, una interioridad pasa a ser
un elemento exterior.
Pero no es de esto que nos ocuparemos por el momento.
Pensemos, por ejemplo, en el “miedo a la tempestad”. El miedo
a la tempestad es, además de dicho “miedo”, algo más; no se teme
únicamente al relámpago y al trueno. La tormenta que desencadenó
la naturaleza en el mundo exterior es la misma que desencadena
nuestra alma dentro de nosotros, es decir, tormenta de la misma
fuerza elemental “fuera” y “dentro” de nosotros.
O pensemos, por ejemplo, en el aroma de la rosa. Ese algo que
vive y se exhala de la rosa se convierte dentro de mí en percepción
del aroma, en vivencia psíquica que debo profundizar
ahincadamente si quiero experimentar con ella la naturaleza, la
esencia de la rosa.

24
O pensemos, en fin, en aquello que llamamos compasión.
¿Acaso es algo más que “pasión” ajena que se convierte en pasión
propia, “saber oculto” de la pasión del prójimo?
Tratemos, pues, de llegar al fondo, al fin de esta posibilidad de
existir que tiene el saber oculto del cosmos.
Para ello me referiré a una metáfora, a una de las metáforas más
sugestivas que jamás se hayan empleado a propósito del problema
del conocimiento. Pertenece al sabio maestro hindú Ramakrishna.
Éste compara el ya mencionado proceso de conocimiento con lo
que ocurre cuando arrojamos un grano de sal al agua, frente a lo que
ocurre cuando arrojamos al agua una piedra. El agua baña la piedra
pero no la penetra, de modo que sólo toca su superficie. El agua
será por siempre extraña y exterior a la piedra; ésta jamás podrá
comunicarse con aquélla. ¡Qué mejor metáfora para expresar la
forma de conocimiento científico de carácter físico de las cosas
exteriores!
Con el grano de sal sucede algo distinto. La sal se disuelve en el
agua, se funde con ella, la atraviesa inconmensurablemente; así se
tratase de todo el océano, el grano de sal lo atravesaría, se haría
“uno” con él, al extremo de que no se podría discernir si es la sal la
que se disolvió en el agua o el agua en la sal; ambas, agua y sal. se
han hecho “uno” en ese acto de comunión. ¡Qué mejor metáfora
para expresar aquella forma de conocimiento que hemos
caracterizado de científica oculta! El yo se disuelve en el cosmos, se
expande tanto que vive en el cosmos como en el propio cuerpo.
Y es entonces que percibimos este “cuerpo-cosmos” del mismo
modo que en la vida habitual percibimos nuestro cuerpo,
interiormente, como cumplimiento psíquicomental de nuestro yo.
Tratemos de aclarar con una figura geométrica el fundamento de
esta noción. Tomemos una figura mística antiquísima: el
pentagrama, (véase figura 1.) Esta figura se obtiene prolongando los
lados de un pentágono regular hasta los puntos de intersección.
Uniendo estos puntos de intersección por líneas rectas, se obtiene
un nuevo pentágono, en escala mayor que el primero; este

25
procedimiento puede ser continuado hasta el infinito,
comprobándose que el pentágono crece “hacia afuera”. Pero el
mismo procedimiento puede repetirse “hacia adentro”. Si en el
pentágono original trazamos las cinco diagonales, obtenemos una
estrella de cinco puntas (pentagrama) en escala reducida; esta
estrella lleva a su vez inscrito otro pentágono regular, en el cual
puede volver a trazarse las diagonales, y así sucesivamente, hasta el
infinito. El pentagrama posee la curiosa propiedad de poder crecer,
según sus propias leyes, hacia afuera y hacia adentro hasta el
infinito, esto es, que puede reproducir su crecimiento exterior por su
crecimiento hacia adentro.

Fig. 1
26
Pero continuemos nuestra ideación: supongamos que el
pentágono fuese nuestro yo habitual, cotidiano. Si por algún secreto
acto de carácter místico de la expansibilidad del yo se lograse llegar
a inscribir dentro de nosotros todo aquello que vemos expandido
como figura geométrica prolongada hasta lo inconmensurable, del
mismo modo en que el grano de sal de la metáfora de Ramakrishna
dejó penetrar el agua dentro de sí, no tendríamos más necesidad que
la de mirar dentro de nosotros mismos para reencontrar allí
reproducida la imagen de lo exterior reducida hasta el infinito, o
para decirlo con las palabras de los antiguos: el macrocosmos en el
microcosmos, el mundo grande en el pequeño, el mundo exterior en
el mundo interior.
En cuanto se rompen las vallas que lo mantenían confinado, el
yo se convierte en fuente originaria de todo conocimiento científico
de carácter oculto. Es por eso que sobre la entrada del templo de
Apolo en Delfos se leían inscritas las siguientes palabras:
“¡Conócete a ti mismo!”, y que en el interior de dicho templo, es
decir, sólo allí adonde podía llegar aquel que hubiese cumplido con
la inscripción de la entrada, se leía la continuación de aquellas
palabras: “Y conocerás a Dios”1.
Lo expuesto podrá parecer a muchos mera divagación seudo-
poética, misticismo “oriental”. De ahí que me parezca importante
mostrar la forma que tales nociones han cobrado en el pensamiento
de un pensador “occidental” que, a la vez que representante sobre-
saliente de las ciencias exactas, es uno de los filósofos alemanes
más profundos: Gustav Theodor Fechner.
Este autor ha volcado los fundamentos de su filosofía en dos
obras; una más amplia, que lleva el título de Zend-Avesta, y otra,
menor, que apareció bajo el título de Die Tagesansicht gegenüber
der Nachtansicht (La visión del día frente a la de la noche). Zend-
Avesta, esto es, “palabra viva”, conocimiento vivo: tal el nombre de
su obra capital, que con ese título da a entender que su autor no “se

1 Leadbeater.
27
retuerce” en un “huero hablar”, no trabaja con conceptos abstractos
sino que extrae su saber de la vivencia inmediata.
Fechner parte del hecho de que nuestro cuerpo está formado por
millones de seres vivientes pequeñísimos: las así llamadas células.
Cada una de estas células tiene una existencia relativamente
independiente, tiene una vida propia dotada de todos los elementos
inherentes a ella: metabolismo, asimilación, secreción, desarrollo,
multiplicación y muerte. Y unidos a estos elementos exteriores de la
vida, hemos de pensar que también han de desarrollarse procesos de
vida interior, acaso bajo la forma de sensaciones extremadamente
primitivas, oscuras, de placer y displacer. Ninguna de las células
podrá percibir con carácter inmediato y claro el contenido de vida
de otra célula integrante de un mismo cuerpo humano; pero el
hombre cuyo cuerpo sea el producto de la integración de cada una
de tales células con las demás, no aísla en sus percepciones la
percepción de cada una de las células que integran su cuerpo, sino
que reúne dichas percepciones celulares como suma que da por
resultado su percepción total como ser humano. Pero esta suma no
consiste en la mera adición de las percepciones parciales, sino que
es, si se me permite decirlo, su reunión en una unidad superior, su
unión en un plano más alto, tanto más alto cuanto mayor sea la
altura a que esté la conciencia humana con respecto a la conciencia
celular. La conciencia total de las células está contenida en la
conciencia del ser humano como unidad superior. De ahí que el
continuo reemplazo de células moribundas por otras células
“sucesoras” no signifique ningún desgarramiento de la conciencia
total del hombre; en la continuidad de su experiencia vital se
incluye la continuidad de sus millones de células. Y viceversa, toda
flaqueza del organismo humano considerado en su totalidad, toda
inquietud, toda idea resultante del contacto con el medio ambiente,
todo estado de ánimo, placer, dolor, ira, amor, satisfacción,
desasosiego, serenidad, malestar, bienestar, en fin, todo lo que la
conciencia humana percibe en su plano de humanidad, hallará la
forma de manifestarse también “allá”, en la conciencia celular, bajo
forma de alteración oscuramente percibida de la vitalidad de las
células, trátese de disminución de dicha vitalidad, o de aumento de
28
ella, según el ser humano se sienta deprimido o eufórico.
Imaginemos que una de tales células tuviese igual capacidad de
discernimiento crítico que la que posee el hombre de cuyo
organismo total aquella célula es parte mínima; ni aun en ese caso
dicha célula tendría representación alguna del cuerpo total del ser
humano, ni de su apariencia exterior –que la célula jamás podría
percibir–, ni de su “interioridad”; tampoco tendría idea de la
proveniencia de las alteraciones de su estado vital; lo único que
podría creer es que tales alteraciones provienen de dentro de ella
misma o resultan del contacto con las células inmediatamente
próximas a ella. En cambio la idea de que forma parte no sólo física
sino también psíquica y mental de un organismo superior,
juntamente con millones de otras células y en la misma forma que
éstas, más aún, la idea de que aquello que dicha célula había
considerado siempre como su propia vida individual, independiente,
no es más que una partícula de vida que debe su existencia y su
esencia al hecho de estar integrando aquel organismo superior, del
cual se producen –sin que ella cobre conciencia– todos los impulsos
y energías de la vida propia aparente de dicha célula, esta idea le
parecería a ella fantástica e inaceptable, inconciliable con su
pensamiento “exacto”.
Si, en cambio, esta célula individual pudiese trasponer los
límites de su conciencia celular para proyectarse hacia la conciencia
superior del ser humano, entonces, a partir de esta nueva
perspectiva, la célula comprendería la ley que determina su relación
de dependencia con respecto a la totalidad del ser humano. Pero esta
noción puede ser ampliada. El hombre, a su vez, no es más que una
especie de célula dentro de un organismo superior. Del mismo
modo, pues, en que se disponían las células individuales en el
organismo humano, el hombre individual pasa a integrar un
organismo de categoría superior, participando de la vida de este
organismo en la misma forma en que la célula individual
participaba de la vida del organismo humano, esto es, participando
el hombre en forma “humana” de la vida de aquel organismo
superior, aun cuando sus ojos de ser humano no logren contemplar
29
ni reconocer jamás a dicho organismo.
Ahora bien, ¿dónde se encuentra ese organismo, ese ser supe-
rior del cual el ser humano no es más que una mínima célula? ¡Una
única, perecedera célula de un cuerpo gigantesco!
Ese organismo gigantesco, que contiene a la totalidad de los
seres humanos y, con ello, los pensamientos, sentimientos,
inquietudes psíquicas, estados de ánimo, experiencias,
percepciones, en fin, la totalidad de la vida física, psíquica y mental
de todos los seres humanos de la Tierra, del mismo modo en que el
cuerpo humano contenía la vida de todas las células que lo
integraban, y no como suma, sino como unidad superior de todos
estos contenidos de vida, ese organismo gigantesco que contiene
aquella totalidad en un plano de conciencia superior, que sobrepasa
el plano de la conciencia humana –del mismo modo en que la
conciencia humana sobrepasaba a la oscura conciencia celular–, ese
organismo gigantesco, es la Tierra.
La Tierra es un inmenso ser viviente, integrado no sólo por el
“órgano” de la humanidad total, sino también por los órganos de la
animalidad, de la “vegetalidad”, de la mineralidad, de las aguas y
los aires, de los fuegos, en fin, de todo lo que vemos “allá afuera”,
como mundo exterior perteneciente a la naturaleza, a la tierra; y
todas estas partes integrantes viven orgánicamente en el cuerpo
terráqueo, participan de su vida inconmensurable. Dentro del
concierto de esta vida, el ser humano individual, con todo lo que
piensa y siente, no es más que un pensamiento fugaz que germina
en una relación de dependencia inconcebiblemente superior, de
modo que toda ciencia y todo arte humanos no son más que una
letra de una palabra superior que sólo puede pensar la Tierra.
Pero también esta noción de vida “superior”, integrada en sí
misma puede ampliarse.
La Tierra, a la que Fechner asigna la categoría de “arcángel”, no
es, a su vez, más que una célula integrante de un organismo aún
superior; juntamente con otras “células” semejantes a ella –los res-
tantes planetas de nuestro mundo solar–, forma parte del sistema
solar, del cosmos solar, del cual reciben ley y sentido de vida todos
30
los planetas con sus satélites.
¡Pero sigamos adelante! Los millones de mundos solares de
“allá afuera” integran, a su vez, un ser superior, supremo, en cuya
conciencia cada uno de los mundos solares no es más que como una
letra de la palabra universal, del verbo que fue “en el principio”...
Y es así que todos somos miembros de un organismo inconmen-
surable, del cosmos, o, si se prefiere, de “Dios”, que está dentro de
nosotros en la misma medida en que nosotros estamos dentro de él.
Y sólo es posible adquirir un saber de “dentro hacia fuera” o, como
decíamos antes, un saber oculto de lo que está “allá afuera”, porque
adquirir dicho saber es sumergirse en el saber de Dios. Lleno de
este conocimiento, decía el viejo místico:

“Si el ojo como el sol no fuera,


jamás podría el sol mirarlo.
Si Dios no fuese savia nuestra,
¿cómo podría arrebatarnos?”
GOETHE - PLOTINO

Pero no sigamos desarrollando esta noción. Sólo se trataba de


mostrar cómo aquello que Ramakrishna quiso expresar con la metá-
fora del grano de sal, y que luego se aclararía aún más con la figura
del pentagrama, se configura en la mente de un estudioso de las
ciencias naturales, cómo el cuerpo humano puede considerarse
puente que une el “acá” con el “allá”, formando de este modo un
importante punto de partida para la fundamentación de las ciencias
ocultas en general y de la astrología en particular.
Pero este cuerpo humano, que hemos conocido, por así decir,
como miembro físico de unión entre el saber profano y el saber
oculto, no es el único puente. Hay otro puente entre el “acá” y el
“allá” de naturaleza puramente mental. Nos está dado en forma de
“saber” y, en cierto sentido, es “cotidiano”, aunque reviste categoría
de ciencia y posee el valor de máxima y última exactitud. Esta
ciencia que, por así decir, tiene una doble faz, una faz “oculta”,
vuelta hacia adentro, y una faz profana, vuelta hacia afuera, es la
31
matemática. La matemática contiene todos los criterios de la ciencia
oculta, pues sus objetos de conocimiento sólo pueden extraerse de
la interioridad. De ahí que el saber matemático sea de carácter
inmediato y no se base en ninguna experiencia externa; todo sujeto
es testigo inmediato de su verdad, testigo en cuya interioridad se
producen y elaboran siempre de nuevo aquellos objetos de
conocimiento. El conocimiento matemático prescinde en medida tan
absoluta de demostraciones externas como la medida en que
prescinde de ellas nuestra individualidad, nuestro yo.
Esto podría inducir a alguien a considerar los objetos del
conocimiento matemático, a pesar de sus relaciones perfectamente
rigurosas, como meros productos de la imaginación; pero no
debemos olvidar que nos encontramos frente a un hecho que, si bien
en un principio más parece un milagro que una realidad, reviste
categoría de producto comprobado; en efecto: los resultados de la
tal “imaginación” no sólo pueden ser aplicados al mundo exterior,
extraño a nosotros, sino que además nos revelan la regularidad de
dicho acaecer exterior, regularidad que sólo alcanza valor científico
al poder ser expresada por medio de fórmulas matemáticas. Y es
este hecho, iónicamente este hecho, el que confiere a la matemática
su valor de puente entre lo interior y lo exterior. Pues si bien, por
ejemplo, ciertas formas cristalizadas en cubos, octaedros, tetraedros,
etcétera, se nos presentan “allá afuera” como plasmaciones
naturales, originadas por fuerzas exteriores, las formas ideales
geométricas en que se basan dichas plasmaciones se originan, por
su parte, por vía netamente mental dentro de nosotros mismos,
siendo productos de génesis mental que apuntan a una relación
oculta entre lo exterior y la interioridad, relación que sería una
fuente común a ambas, exterioridad e interioridad. La matemática
es la revelación viviente de la vida oculta del número en sí mismo;
las partes provenientes de la unidad han tenido su origen, lo mismo
que en la multiplicación de las células, por “partición” (partus =
nacimiento) de dicha unidad. Es en este sentido que Lao-Tsé dice lo
siguiente acerca de los números: el uno procrea el dos, el uno y el
dos reunidos procrean el tres, y el uno, el dos y el tres reunidos
procrean los restantes números.
32
Todo conocimiento matemático constituye un saber nacido de
la unidad, un saber oculto, vivo, único. Pero dentro de los límites de
este saber aritmético de carácter oculto, tales números no se
manifiestan como medidas de expansión en el espacio y el tiempo,
sino como sistema natural de la relación orgánica viviente entre el
uno original y las partes de él provenientes, en las cuales se
diferencia “interiormente”. Lo que de este modo se vive por el
número es la conciencia de la armonía entre el cosmos como unidad
grande y el yo como unidad pequeña, o la forma universal de la
relación cósmica, de que hablábamos al comienzo, entre el uno y
sus partes. Y de esta experiencia tenemos un ejemplo de carácter
cotidiano que, por así decir, se nos da como repercusión
semiprofana, terrena, de aquella armonía cósmica: la música. La
música es experiencia aritmética de carácter inmediato, interno. Es
una especie de mensaje de las relaciones internas del cosmos; es en
este sentido que hablaban los antiguos de la “armonía de las
esferas” y que Goethe ponía en boca de Rafael (en el Fausto) los
versos siguientes:

“El sol compite desde antiguo


con las esferas en cantar.”

No debe, pues, asombrarnos que hasta el gran Johannes Kepler


llegase necesariamente a ideas semejantes a aquellas.
En su obra capital Harmonices mundi (armonías del cosmos),
Kepler trata de probar, como Fechner, que la Tierra es un enorme
ser viviente, dotado de asimilación, secreción, etcétera. También los
planetas son enormes seres vivientes similares a la Tierra, y la
Tierra se halla con respecto a ellos en una ininterrumpida relación
de intercambio, como lo está, por ejemplo, el ser humano con
respecto a sus semejantes. De modo que cuando un ser humano
nace en esta Tierra en un determinado momento, cuando, por así
decir, la Tierra lo da a luz, es evidente que dicho hombre llevará
dentro de sí como “dote” el temple fundamental, la disposición que
en ese momento dominaba al mundo planetario; es evidente que
llevará dentro de sí, como ley de su futura vida individual, la idea
33
que en aquel momento “pensaría” la Tierra en diálogo con el
cosmos, y que tal idea será la tónica de su vida, la expresión de la
ley “por la que naciera”:

“Como en el día que te dio a este mundo


lanzaba el sol su salva a los planetas,
fuiste creciendo más y más al punto,
según la ley por la que tú nacieras.”
GOETHE, palabras órficas

Por de pronto, esta exposición está destinada a dar una idea


general de la noción fundamental de la astrología como ciencia
oculta.
Volvamos a cotejar la posición de la ciencia física con respecto
al mundo cósmico.
Para ello basémonos nuevamente en Fechner. Este genial inves-
tigador no sólo nos revela en el Zend-Avesta, en cierta medida, el
sentido de la metáfora de Ramakrishna del grano de sal, sin haber
conocido dicha metáfora, sino que también nos revela el sentido de
la otro metáfora, la de la piedra, en la otra de sus obras
mencionadas: Visión de día y visión de noche. Fechner entiende por
“visión de día” la idea fundamental de la vida universal
anteriormente desarrollada, según la cual toda vida individual es
parte orgánicamente integrante de aquella totalidad viviente,
participación viva que se irradia a través del cosmos y que lo mismo
luce fuera que dentro de nosotros.
Por “visión de noche” entiende Fechner una cosmovisión según
la cual el mundo exterior sólo puede ser conocido en su totalidad
cuando la “apariencia” que nos brinda se libera de todo aquello que
implique experiencia humana como aporte consciente o
inconsciente a la formación de dicha apariencia, esto es, cuando se
la despoja de todo lo que pertenezca a la sensibilidad, al dolor y al
placer, o, en una palabra, a la “subjetividad” del ser humano. Claro
que en dicha subjetividad van incluidas también las cualidades
sensoriales como meras formas de función de los órganos de los
34
sentidos del ser humano (luz, sonido, calor, olor, sabor, etcétera).
¿Qué nos queda, pues, de este mundo nuestro otrora tan obvio?
Nada, nada más que la visión de un mundo nocturno, liberado de
toda subjetividad, mundo en el que ya no aparecemos con nuestro
presuntuoso yo. Este mundo es oscuro y mudo, no tiene alma ni
mente, ni hay puente que lleve a él, a este mundo muerto, salvo el
puente del engaño. Desde luego, un mundo en que no vale la pena
vivir no es conclusión de sabiduría última, resultante de esta
cosmovisión que acabamos de exponer; de ningún modo
consideramos que los pensamientos y sentimientos propios del ser
humano sean meras ilusiones insignificantes, añadidura superflua al
único estado real de los hechos, esto es, a un acaecer variable y sin
alma: la eterna ronda de los átomos.
No. Este contraste no podría ser más grotesco, este contraste
entre un mundo puramente objetivo, oscuro, sin alma, que nos
contiene a los seres humanos como mero complejo atómico
automáticamente variable, y la vida cálida y llena de luz de la que
nosotros, con todo lo que nos mueve íntimamente, somos parte
orgánica integrante. No podría ser más grotesco el abismo abierto
entre esta “visión nocturna” del materialismo, que, por cierto, ganó
para sí un mundo “objetivo” a cambio de la pérdida del alma, y la
visión del mundo dada por la ciencia oculta; no podría ser más
grotesco, decíamos, que en el contraste entre la astronomía de
nuestro tiempo y la astrología como ciencia oculta. Un escritor
materialista, autor de obras de divulgación científica, expresó la
frase siguiente para explicar el triunfo del pensamiento moderno:
“Antes se creía que el sol era de naturaleza divina; ahora se sabe
que es una bola de gas incandescente.” ¿No se podría decir con el
mismo derecho que antes se creía que las sinfonías de Beethoven
eran excelsas obras de arte y que ahora se sabe que no son más que
masas de aire que vibran? O lo siguiente: “ayer creía que tú, ¡oh
escritor que escribiste las palabras arriba mencionadas, eras un ser
pensante; en cambio ahora sé que no eres más que una combinación
química de hidrógeno, oxígeno, carbono, nitrógeno y algunas otras
sales minerales!” ¿No se podría decir esto con el mismo derecho?
35
Pero lo grotesco de tal ciencia, que, como dice Goethe, “tiene
las partes en la mano pero no el lazo mental para unirlas porque le
falta el valor de buscarlo”, lo grotesco de tal ciencia va aún más
lejos. Sigamos un ejemplo utilizado por el escritor oculto Papus:
“Mira este libro. ¿En qué consiste su índole y cómo podrás
descubrirla? Mira, tiene tantas páginas, mide tantos centímetros de
largo, ancho y grosor, pesa tantos gramos, contiene tantas letras de
tal y tal tamaño, el papel está confeccionado con tanto y tanto de
carbono, oxígeno, etcétera, etcétera. ¿No constituye todo esto una
maravillosa ciencia? Pero si se replica: ¿Cómo? ¿Esta ciencia te
satisface? ¿Consideras que con esto ya conoces el libro? ¿Jamás
tuviste el deseo de leerlo? ¿Acaso dejaste de intentar de leerlo por
considerar que esto no sería más que un devaneo metafísico?
¡Anda! ¡Cobra valor y trata de leerlo! Experimentarás algo curioso:
el libro muerto te hablará “como un espíritu habla a otro espíritu”.
De este modo, lo que enseña la astronomía es como la medida
externa de un libro gigantesco que ella “mide” con la más escrupu-
losa exactitud. La astronomía conoce al dedillo las medidas de
todos los planetas y sus órbitas, conoce su tiempo de rotación y su
período de revolución, conoce la materia de que están formados los
soles más remotos. ¿No es esta una ciencia maravillosa? Pero ¿te
satisface esta ciencia? ¿Jamás sentiste la necesidad de buscar, más
allá de todas estas medidas y números, el sentido, el sentido de
aquellos signos, el sentido por el cual la astronomía vuelve a ser la
astrología de la cual se segregó hace mucho tiempo? Pero para
develar este sentido hemos de tener el valor de aprender a usar la
clave cifrada, oculta, que nos permita leer ese libro gigantesco que
llevamos imperdiblemente dentro de nosotros. Y ese libro se nos
brinda bajo una forma doble: como el propio cuerpo humano y
como número.
Sobre la base de estos dos elementos fundamentales se edificará
el viejo y sagrado patrimonio del conocimiento astrológico.
Trataremos, dicho sea con toda modestia, de penetrar, apoyados en
aquellos dos elementos auxiliares, en el “interior de la naturaleza”.
Paso a paso intentaremos conquistar un saber que en otro tiempo –
36
en tiempos ya largamente extinguidos– vivía kat’exochén en el
corazón del hombre, el saber de las grandes relaciones cósmicas que
nos abarcan a todos y a cada uno de nosotros como miembros
imperdibles del Todo inconmensurable.
Sírvanos para ello de estímulo la respuesta que dio Goethe a
aquellos que, con Albrecht von Haller, consideraban eternamente
inescrutable el “interior de la naturaleza”:

“Es una la naturaleza:


no tiene germen ni corteza.
Pruébate n fondo en lo que fueres:
si germen o corteza eres.”

y más adelante:

“Seguís la pista espuria;


no creáis que bromeamos.
¿No es el german de la natura
el corazón humano?”

Con esto concluiremos por hoy. Que cada uno de ustedes se


lleve de aquí como disposición, como temple fundamental de lo que
se dijo, la idea de una unidad grande y viviente, cuyo testigo
inmediato, adherente, es el “yo” de cada uno, el yo como guía de la
ciencia oculta más antigua de la humanidad: la astrología.

37
SEGUNDA CONFERENCIA
Hermanos, sobre el mundo de los astros
ha de vivir un padre bondadoso.
SCHILLER

La vez pasada hemos tratado de cobrar una idea –en forma de


descripción general– de la naturaleza de la astrología como parte de
las ciencias ocultas; intentamos especialmente clarificar las fuentes
de tal saber, fuentes que manan de regiones aparentemente muy dis-
tintas de aquellas de donde manan las fuentes del saber profano.
Esas fuentes interiores del saber oculto, como lo hemos expuesto
vez pasada, jamás fueron cegadas del todo; aun hoy día siguen
manando, y más que nunca; sólo que actualmente no hallan
comprensión por parte de todo lo que en el presente goza de
categoría científica. La astrología proviene, en su calidad de fuente
fidedigna, de aquel sentimiento cósmico que aun hoy día configura
el contenido de vida de todos los pueblos, que, por esa misma
razón, calificamos de pueblos “primitivos” o “naturales”, porque no
viven en relación externa sino interna con la totalidad de la
naturaleza, relación que se basa en la comunidad de vida
orgánicamente percibida con dicha naturaleza, en el presentimiento
de constituir parte integrante de la vida universal de ese cosmos,
cuyas partes integrantes de carácter “exterior” son las miríadas de
soles, planetas y lunas, dijérase que como “aspecto exterior” de un
cuerpo gigantesco, cuyos órganos aquellos soles, planetas y lunas
representan. Y, como habitante de una de estas células orgánicas, el
hombre, en tanto ser integrante de la naturaleza, se siente célula en
miniatura, transido de las corrientes vitales del cuerpo cósmico, con
su conciencia pensante, con sus esperanzas y alegrías, con sus
caídas en pecado y miseria, con sus luchas por reconquistar la fe y
la liberación. Quien, contemplando el cielo estrellado, haya sentido
esto, quien se haya entregado aunque más no fuese que en forma de
presentimiento a tal sentimiento cósmico del Todo, ha infundido
39
vida a una parte de aquello que otrora fuera la fuente de la sabiduría
astral. Pero es el caso que dicho “presentimiento” corresponde en la
vida de los pueblos a una etapa primitiva del conocimiento de la
naturaleza, una etapa que en la ascensión hacia el saber esclarecido
tenía que perderse, para luego ser reconquistada a conciencia en
calidad de saber imperdible. En nuestra disertación anterior hemos
seguido, basados en la ingeniosa exposición de Augusto Comte, el
camino ascendente a través de aquellos tres estadios de los cuales el
primero, llamado estadio “teológico”, podía muy bien ser
comparado con el sentimiento de la naturaleza de los pueblos
primitivos, y el tercero, con el punto de vista de la ciencia física.
Pero ahora seguiremos adelante y estableceremos un cuarto estadio
que reúna todo el saber detallístico o estadístico en una imagen
viva, orgánica, de carácter cósmico. Y llamaremos este saber el
saber oculto o saber esotérico, en contraposición al saber físico,
natural y exacto, que llamaremos saber exotérico.
Estas dos expresiones, que aplicaremos en lo sucesivo,
provienen de Pitágoras, el cual separó a sus discípulos en dos
grupos: los exóteroi o “exteriores”, y los esóteroi o discípulos
“interiores”, “ocultos”. A los exóteroi se les enseñó todo lo que
actualmente constituye más o menos el objeto de las ciencias
empíricas, sistemáticas, experimentales. En otras palabras, se les
inculcó un saber mediato. A su vez los esóteroi aprendieron el
método de la sumersión en la interioridad –la meditación–,
aprendieron a convertir el “yo” en mediador –medium– del saber
que mana del “cosmos”, del Todo.
Antes de continuar nuestra exposición, que comenzamos vez
pasada, vamos a reproducir una de las maravillosas metáforas de
Chuang-Tsé, en la traducción [alemana] de Martin Buber. Se trata
de una conversación entre un “positivista” y un representante del
pensamiento cósmico, de un pensador exotérico y un pensador
esotérico.

40
EL PLACER DE LOS PECES

Chuang-Tsé y Hui-Tsé estaban de pie sobre el puente que une


las márgenes del Hao. Dijo Chuang-Tsé: “¡Mira cómo gozan los
peces nadando libremente bajo las aguas!” “Pero tú no eres un pez –
repuso Hui-Tsé–, de modo que no puedes saber en qué consiste el
placer de los peces.” A lo cual respondió Chuang-Tsé: “Pero tú no
eres yo. ¿Cómo puedes saber que yo no sé en qué consiste el placer
de los peces?” “Yo no soy tú –confirmó Hui-Tsé– y no te conozco.
Pero sé que no eres un pez, de modo que no puedes conocer a los
peces.” Y Chuang-Tsé contestó: “Volvemos a tu primera pregunta.
Tú me preguntaste cómo podía yo saber en qué consistía el placer
de los peces. En el fondo, tú sabías que yo lo sabía, y sin embargo
me lo preguntaste. ¡Lo mismo da! Lo sé porque yo mismo siento
placer ante el agua.”
La vez pasada hicimos referencia especial a la separación entre
aquellas dos cosmovisiones; hoy en cambio dirigiremos por de
pronto nuestra atención a ciertos nexos existentes entre ambas
cosmovisiones, a una noción que, a pesar de todas las inclinaciones
antimetafísicas de la ciencia moderna, ha ido aflorando con nitidez
cada vez mayor en los últimos cinco decenios, aun en la
cosmovisión mecanicista. Se trata de la noción de evolución o, para
decirlo sin rodeos, de la noción del ascenso desde lo imperfecto a lo
perfecto.
Pero la noción de evolución nos ocupará en la disertación
próxima, cuando nos dediquemos a su estudio esotérico. Por hoy
baste la referencia en el sentido de que allí donde quiera que
aparezca la idea de evolución en la ciencia física, dicha idea será
pensada secretamente por analogía con el desarrollo “orgánico”, es
decir, como despliegue o evolución de gérmenes o estados
germinativos que ya llevan en sí toda exigencia futura, así fuere aun
en forma irrecognoscible por no manifiesta, como, por ejemplo, la
planta está contenida en la semilla, o el animal aparece en el huevo
como forma acabada y, a la vez, aún no manifiesta. Pero en tanto
esta “forma” parte de la célula germen y va creciendo por partición

41
celular y ulterior diferenciación, hasta llegar al organismo acabado,
ella (la forma) nos brinda, en total perceptibilidad de la realidad
exterior, “algo” que se lleva a cabo de manera exactamente igual a
aquello que vez pasada describimos como origen mental de todos
los números a partir de la unidad, esto es, por diferenciación y
partición (pars = partus) continuas.
De ahí que la ciencia física exacta, para ser consecuente,
debiera borrar de su vocabulario la noción de evolución, cuyas
causas pulsoras constituirían para dicha ciencia un enigma eterno;
debería tachar dicha noción y sustituirla por la expresión de
“sucesión de estados”, cuya validez rebasaría los límites de la esfera
de sus intereses. Pero si, con todo, dicha ciencia se decide realmente
a no ver en la evolución más que una mera sucesión de estados,
entonces esta noción pierde todo su sentido.
Pero no es ese el caso. La idea de evolución subsiste y sigue
adelante, demostrándonos con esto qué profunda es la relación
existente –por menos que se la reconozca– entre las doctrinas
exotérica y esotérica. La idea astronómica de la evolución del
cosmos, tal y como fuera expuesta por Kant y Laplace, como así
también la ulterior progresión de dicha idea o su traducción al
mundo de lo orgánico por E. Haeckel, no son más que nociones
esotéricas vestidas con el manto del saber exotérico, conocimiento
adquirido desde el punto de vista de la ciencia oculta. Ambas
nociones certifican conjuntamente la unidad de toda clase de vida
en este cosmos.
La hipótesis cosmogónica de Kant y Laplace situaba el origen
conjunto del mundo planetario en un cuerpo celeste único que en un
principio abarcaba la totalidad de la sustancia del cosmos solar cuyo
estado actual nos es conocido bajo la forma de sol. Del cuerpo del
sol se produjeron los planetas, ya por condensación de nudos
individuales de aquella sustancia, ya por expulsión de masas
(planetarias) a lo largo del ecuador solar.
De acuerdo con esto, todos los planetas, incluso nuestra Tierra,
son partes del sol, son su cuerpo, su sustancia, por diverso que sea
el distanciamiento espacial de ellos con respecto al sol, siguen
42
unidos al sol, circundándolo, según leyes invisibles, con sus
diversas órbitas. Han sido proyectados “fuera” del núcleo solar,
pero en su interior dichos planetas llevan la “dote” de la naturaleza
del sol.
El reconocimiento de este hecho por la ciencia exotérica revela
el elemento que podría conciliarla con el pensamiento astrológico.
Pues en tanto los planetas nacieron según grandes y diversos
intervalos de tiempo –intervalos determinados por el sol–, llevan
dentro de sí la herencia de diversos estadios de evolución solar,
cada uno de los cuales estadios, ya transmitido al respectivo planeta,
pasa a ser la tónica, el tono fundamental que determina la vida
futura, el porvenir del planeta. Es de este modo que al dar a luz el
sol al planeta Saturno, transmitió a éste un estadio evolutivo que
para Saturno configurará la tónica de toda la vida; lo mismo podría
decirse –referido a cada estadio evolutivo particular del sol, según
el caso– de Júpiter, Marte, en fin, de todos los planetas.
En la medida, empero, en que tales planetas son “hermanos”,
hijos de una única gigantesca madre, esto es, parientes “troncales”,
consanguíneos, en todos ellos latirá la misma vida, sólo que afinada
en cada cual según tónicas diversas, acordes respectivamente a las
diversas capas evolutivas del propio sol. Ahora bien, la Tierra,
situada entre los demás planetas como, por ejemplo, un hombre
entre sus semejantes, entre seres humanos mayores y menores que
él, hermanos suyos en cuanto “humanos”, recibirá la suma de las
influencias de sus “hermanos planetarios” mayores y menores que
ella, como resultado de fuerzas que en parte le hacen pensar en el
futuro y en parte le recuerdan el pasado, fuerzas que en el cambio
incesante de sus posiciones o constelaciones representan una
infinita y sin embargo regular multiplicidad de impulsos, cuya
totalidad es delineada por la gran línea según la cual se lleva a cabo
la propia evolución terráquea, siendo que a su vez esta evolución se
transmite a todo lo que signifique parte integrante de la Tierra, esto
es, entre otras, al ser humano.
Y con esto hemos llegado a un segundo nexo de unión entre la
ciencia actual y la astrología: la idea de constelación, esto es, de la
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posición recíproca de puntos de energía.
El doctor Otto Bryk (entre otras cosas, traductor de las obras de
Kepler), fallecido prematuramente, llamó la atención, en una
conferencia, acerca del hecho de que la idea de constelación
desempeña un papel muy importante en la química de nuestros
tiempos. Hay numerosas combinaciones químicas cuya
composición química, en lo referente a los elementos y sus
relaciones cuantitativas dentro de la molécula, debe ser considerada
idéntica, aun cuando física y químicamente sea totalmente distinta.
Tales combinaciones se llaman isómeros. Hay, por ejemplo, varias
combinaciones diversas entre sí de una misma fórmula; así:
C6H4Cl2 que cobra diversos aspectos según la posición reciproca
que adoptan entro sí los átomos de hidrógeno y del cloro. Bien es
cierto que las posiciones recíprocas posibles entre el sol y los
planetas son de una multiplicidad inagotable y, aunque se repitan en
períodos largos o breves de tiempo entre grupos aislados de pla-
netas, jamás se repiten en su totalidad.
Cada horóscopo, a pesar del hecho de estar compuesto sólo de
los nueve puntos planetarios de energía que hasta el presente se
conocen –Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, Júpiter, Saturno,
Urano, Neptuno–, representa una especie de constelación isómera,
cuyas propiedades presentan el rasgo de la “unicidad”, esto es, que
jamás se repiten en el curso de los cientos de miles de años, en
medio de la inmensa plenitud de posibilidades de constelaciones;
cada horóscopo fija un momento fugaz del proceso evolutivo de la
Tierra, mediante la individualidad del ser humano a quien la Tierra
confirió existencia en dicho momento como testigo permanente de
su vida interior.
Y es nuevamente la música, a la que ya caracterizáramos en
nuestra disertación anterior como repercusión terrena de la unidad
cósmica, la que nos muestra de manera relativamente simbólica
cómo la constelación y la evolución se brindan al pensamiento
esotérico en su entrelazamiento vivo. Pues lo que ocurre
exteriormente en la música es, por así decir, el cambio incesante de
las constelaciones formadas por sus átomos, esto es, de los doce
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tonos de la serie cromática y, en casos más sencillos, hasta de los
siete tonos de la serie diatónica. Pero el sentido de la obra musical
sólo podrá ser pasado por alto en su estadio de evolución, según la
cual se va desarrollando paulatinamente lo que al comienzo sólo
apuntaba como germen del “porvenir”, o sea, el motivo, grávido
aún de todos los presentimientos y esperanzas incumplidos, para
retornar al fin a la meta ya contenida en el germen.
En cada fase de esta evolución se combina un “pasado”
cumplido con lo “aún incumplido”, con un “futuro”, esto es, que en
cada fase de dicha evolución nace una nota, como cumplimiento de
esperanzas pasadas, que va madurando al encuentro del futuro, el
presentimiento del cual determina el sentido de la existencia fugaz
de la nota, al par que le asegura persistencia y existencia dentro del
marco de la cohesión total.
·········
Hoy avanzaremos un paso, con respecto a nuestra disertación de
la vez pasada.
Hemos visto que hay dos puentes que nos señalan el camino del
conocimiento cósmico que fundamenta a la astrologia: el cuerpo
humano como puente físico y la matemática como puente mental.
Hoy trataremos de mostrar a ustedes cómo hemos de interpretar
el cruce de dichos puentes. Trabaremos conocimiento con una
experiencia fundamental de carácter esotérico, que, si bien está al
comienzo de toda cosmología de carácter científico oculto, no por
ello deja de impresionar –casi infantilmente– a quien no pueda
vivirla.
Intentemos, mediante un sentimiento dirigido hacia la
interioridad, tocar, por así decir, los contornos de nuestro propio
cuerpo. De esta manera, podremos imaginarnos ubicados en nuestra
limitación espacial; pero si intentamos, en cambio, seguir
imaginando que en nuestra limitación no somos más que una parte
del Todo cósmico, del cosmos que nos contiene dentro de sí del
mismo modo que nosotros lo tenemos fuera de nosotros, y tratamos
de plasmar esta idea en un sentimiento viviente, entonces la
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epidermis de nuestro cuerpo, la piel que guarda a nuestro pequeño
yo, se convertirá a la vez en la superficie limítrofe común en que se
tocan el cosmos y mi cuerpo.
Del mismo modo en que lo hacía el pentágono del pentagrama,
la epidermis producirá reflejos “de un lado a otro”, y de la manera
en que tocamos en dicha epidermis nuestra limitación, en que
tenemos, al tocarla, el “sentimiento” de nuestra limitación, también
el cosmos palpa su propio contorno “con respecto” al hombre con el
cual posee aquella epidermis, en calidad de superficie común.
Es así que el hombre se convierte en “poro” de un cuerpo
gigantesco, colmado de sustancia humana, a saber, el cosmos como
arquetipo de la figura humana.
Ojo a ojo, boca a boca, nariz a nariz, mano a mano, espalda a
espalda, pecho a pecho, corazón a corazón, el “hombre” gigantesco
rodea al “hombre” pequeño, el macrocosmos rodea al microcosmos,
y el hombre pequeño vive en el grande, unidos ambos por el ya
común espejo de la “piel” humano-cósmica. Y lo que está “adentro”
de esta piel es como lo que está “fuera” de ella, o, como se dice en
un documento antiquísimo de carácter esotérico, la Tabla
esmeraldina: id quod superius est, est sicut id, quod inferius est. (Lo
que está más arriba es como lo que está más abajo.)
Y es así que llegamos a la noción del hombre irradiado por el
cosmos y, con ella, a un fundamento antiquísimo de la astrología,
que también podríamos llamar el postulado de la correspondencia
universal y general entre el hombre y el cosmos.
Es en este punto que tenemos que referirnos a la idea médica
que tenían los antiguos acerca de la proveniencia del semen
humano, idea conocida en la historia de la ciencia médica con el
nombre de teoría pangenética. Los antiguos creían que el semen
humano se formaba como extracto de todos los órganos del cuerpo,
constituyendo de este modo una especie de foco o núcleo vital del
hombre, de la misma manera en que éste (el hombre) constituye una
especie de foco o núcleo vital del universo.
El cuerpo humano ha sido, por así decir, estampado en el uni-

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verso, el cual le vuelve a aquél el mismo rostro que aquél a éste. De
acuerdo con esto, a toda parte integrante de carácter orgánico del
cuerpo humano, le corresponde un arquetipo cósmico. La cabeza y
los miembros, el corazón y el intestino, el hígado y los riñones
adquieren la ley de su organización y de su interdependencia
constitutiva, de la “figura humana”, del arquetipo macrocósmico del
ser humano; sólo que no debemos contemplar el cuerpo humano
con ojos exotéricos, sino que debemos vivirlo interiormente como
poro del cosmos cumplido en el “yo”.
Y pudiendo ser percibido este Todo que nos abarca como
“envoltura” (en griego: hólon, kóilon; en latín: coelum; en hebreo:
chol; en alemán: hohl, All), es que, en consecuencia, aparece la
figura humana, lo mismo que la figura humana arquetípica que nos
“envuelve” (de carácter celeste), como algo cerrado en sí mismo,
resuelto en sí mismo como el círculo, y la figura humana “de pie”
sería, por así decir, una circunferencia rectificada cuyos dos
“extremos” siguen recíprocamente comunicados, pues se tocan
como “extremo de cabeza” y “extremo de pie” de la figura humana.
La figura arquetípica de carácter cósmico de esta figura humana
convertida en círculo se llama zodíaco. Pero más adelante
expondremos esto con todo detalle.
Antes de hacerlo, consideremos la ya mencionada experiencia
fundamental de carácter esotérico desde otro aspecto. Si no
dirigimos nuestra atención a la manera en que se separan entre sí, por
la superficie limítrofe común, el macro y el microcosmos, sino que
atendemos a cómo, a pesar de esta separación y más allá de ella, el
macro y el microcosmos permanecen en comunicación constante
entre sí, por el hecho de que continuamente, ininterrumpidamente,
hay sustancias del macrocosmos que penetran en el microcosmos
llamado “hombre” y, viceversa, hay sustancias humanas que
penetran en el macrocosmos, si prestamos, pues, atención a este
constante intercambio de sustancias corporales entre el macro y el
microcosmos, y nos entregamos vivamente a esta experiencia, a esta
experiencia que se vive de la manera más inmediata en el hecho de
la “respiración”, entonces ya no nos sentiremos “delimitados” con
47
respecto al cosmos por la piel, sino que nos sentiremos unidos al
cosmos por la misma función de vida, función que no es, en
consecuencia, más que una constante renovación del microcosmos
por las fuerzas del macrocosmos, y viceversa. La respiración y el
metabolismo nos permiten experimentar inmediatamente nuestra
incorporación viviente a la vida universal. Y así como la piel era la
superficie común de contacto entre yo y el universo, así también la
respiración es expresión de la vida común entre yo y el universo.
Cuando inspiro, el universo espira dentro de mí, y viceversa. El “rit-
mo” de mi función de vida se convierte en este modo en analogon
del proceso especular que se produce en el límite de mi cuerpo, y
siendo como era mi cuerpo y su organización el reflejo en pequeño
del cosmos, el ritmo de mi función de vida es reflejo de la gran vida
cósmica de “allá afuera”, es, enteramente, su correspondencia
refleja. Y ahora entendemos: lo que en nosotros es ritmo de
pulsación y respiración, es “allá afuera” el gran ritmo de la órbita de
las estrellas. Aparición y desaparición de estrellas, cambio y retorno
de las fases de la luna, equinoccios y solsticios, épocas planetarias,
testimonian las pulsaciones rítmicas del cosmos, del cual es parte la
Tierra, con sus mareas, con su cambio de estaciones, con su ritmo
de días y de noches, con su cotidianidad de mañana, mediodía y
anochecer. La captación de todo esto en un sentimiento
profundamente interior constituye la segunda forma en que el
cuerpo humano se nos da como puente tendido hacia el cosmos. Y
así como la primera forma de la experiencia esotérica del cuerpo
humano conducía, a través de la percepción de la correspondencia
entre los órganos, hacia la proyección inmensa de la figura humana
circular del cielo, esto es, el zodíaco, así la segunda forma de esta
experiencia, en calidad de experiencia vital cósmica, conduce hacia
los movimientos de los astros y, especialmente, a la función de los
planetas, al movimiento planetario en el fondo del zodíaco, a lo
largo del cual se lleva a cabo dicha peregrinación rítmica de los pla-
netas. Hasta aquí hemos hablado de uno de los dos puentes.
Pasemos ahora a considerar el otro puente, el puente mental, del
que hablamos la vez pasada: la matemática.

48
En él reconocíamos un puente que une el “aquí” con el “allá'',
en la medida en que el conocimiento matemático puede
desarrollarle a partir de la idea pura del número, mientras que, por
otro lado, todo lo que se obtenga de ese modo a partir del
pensamiento puro, resultó ser a la vez la forma más general de la
regularidad del acaecer físico, más aún, el único camino que llevaba
a la ley física. Es de este modo que se produce –en terreno
puramente mental– la noción de una correspondencia universal, por
un lado, entre los números y sus funciones y, por otro lado, entre las
regularidades de los fenómenos exteriores y los sucesos exteriores.
Y es entonces que nos sobreviene una curiosa idea.
Si realmente es de la unidad y su división que se desarrollan
todos los valores numéricos, ¿no existirá una correspondencia
completa entre el desarrollo matemático y la evolución cósmica de
“allá afuera”? ¿No estaríamos obligados a creer que la evolución de
los números a partir de la unidad nos daría la clave esotérica para
captar la cosmogénesis, las leyes de la evolución y del origen del
universo, sobreentendido que se trata de la clave esotérica, de la
captación “científica oculta” del origen y evolución del universo?
Quisiera volver a mostrar a ustedes una experiencia esotérica
fundamental; se trata esta vez de una experiencia numérica, que nos
llevará inmediatamente a lo que puede ser el sentido interior de los
números, su faz interna. Pero antes de entrar en dicha experiencia,
echemos una ojeada a la posición que adopta la ciencia exotérica
frente al problema de la cosmogénesis, frente al problema del
origen del universo,
La idea de la cosmogénesis presupone un estado anterior al
origen del Universo, una época en que el mundo aún no existía. Es
decir, la “nada”.
Pero el entendimiento no puede captar la idea de que el
universo surgió de la nada. Si lo creó un Dios, ¿quién creó a ese
Dios?
De modo que toda cosmogonía exotérica tendrá que partir de
algo preexistente a lo cual preexiste a su vez el gran ignoramus,

49
ignorabimus, con que Dubois-Reymond, en su célebre discurso de
rector, soslayó la solución de este problema.
Pero en realidad, a Dubois-Reymond, más que el problema en
cuestión, le importaba el problema del origen de la vida. Su
pregunta era la pregunta habitual de la ciencia física: ¿cómo surgió
la “vida” de la “no vida”? ¿Cómo surgió la conciencia de lo
inconsciente, del ser muerto? Y su respuesta fue: esto seguirá
siendo un eterno enigma para la mente humana. Ignoramus,
ignorabimus!
Y tiene razón.
Jamás podremos responder a esa pregunta. Jamás, y por el
hecho de que desde un principio fue erróneamente formulada.
La historia de las ciencias exactas nos muestra cómo a menudo
ha sido imposible solucionar ciertos problemas, por el hecho de
habérselos planteado mal desde el comienzo; desde un principio se
partió de presuposiciones originadas en maneras de pensar
irreconocidamente inhibitorias.
Un ejemplo clásico de fuerza inhibitoria del conocimiento, pro-
ducto típico de aquellas maneras de pensar, lo encontramos en el
célebre astrónomo y astrólogo Ptolomeo.
Ptolomeo polemiza contra las concepciones de ciertos sabios
contemporáneos suyos, que afirman que el día y la noche se
originan en la rotación de la Tierra. Si esto fuese exacto, argumenta
Ptolomeo, si la Tierra girase alrededor de su eje de oeste a este, se
produciría en su superficie tal tormenta de aire y agua, en sentido
contrario del de su rotación, que todo sería barrido de dicha
superficie; pero como no se produce esa tormenta, saquemos la
conclusión...
Y bien; Ptolomeo parte tácitamente de la idea de una Tierra
estática, en reposo. Si de pronto la Tierra se pusiese en movimiento,
los argumentos de Ptolomeo resultarían... irrefutables, pues el error
de pensamiento de Ptolomeo es el de la Tierra en reposo concebida
como estado “primario”.
La misma premisa rige la pregunta acerca del origen de la vida
50
o de la conciencia, a partir de la materia muerta; es la premisa de
que esta materia sin vida es lo “primario”, y la vida y la conciencia
son lo “secundario”. Según esto, el ignorabimus cabe
perfectamente. Pero ¿quién nos asegura que se pueda establecer
aquella tácita premisa? ¿No podría ser la vida el hecho “primario”,
y la materia sin vida, siempre que la hubiese, el hecho
“secundario”? ¿Acaso la existencia, la esencia inanimada, es más
concebible que la esencia animada?
En este último caso, la cuestión del origen de este ser universal
“protoviviente”, debería ser planteada de manera distinta. No se
trataría del origen de la vida a partir de lo muerto o de la “nada”,
sino de la revelación de la vida, esto es, que el problema se
plantearía en los términos siguientes: ¿cómo es posible la revelación
de la vida, es decir, de una vida que se vive a sí misma? Pues ese es
el criterio de toda vida, a saber, que, para decirlo con un término
técnico de la filosofía, la vida ante todo está “dada” a sí misma; la
vida es autorrevelación. Con esto, toda cosmogonía tomaría su
punto de partida del instante de la revelación de una vida hasta
entonces oculta.
Si concebimos el problema cosmogónico de esa manera, lo
habremos captado esotéricamente. El “comienzo del mundo” es la
“revelación” del mundo. Pero esta revelación de la gran unidad
llamada “mundo” no es otra cosa que la revelación del número uno.
Así como el número uno no se originó en el “cero”, tampoco el
mundo surgió de la “nada”. Y así como la unidad está a solas, es
única consigo misma, así también ocurre con la totalidad del
cosmos. Este “estar a solas por y para sí” es lo que llamamos la
“revelación de la unidad”. Y este conocimiento es de importancia
inconmensurable.
La unidad sólo es unidad en cuanto se concibe a sí misma. Pero
en ese momento, en el momento en que tal cosa ocurre, la unidad ha
llegado a ser la “tríada”. La tríada es la unidad “revelada”. Pues el
proceso por el cual la unidad se concibe a sí misma es como un
reflejo de la unidad en su propio “vivirse a sí misma”. Con esto, la
unidad es desdoblada, por así decir, en dos elementos que se
51
comportan como "observador” y “observado”, como sujeto que es
objeto de sí mismo. El sujeto y el objeto existen simultáneamente en
aquel acto de revelación. “El uno procrea al dos” (Lao-Tsé). Pero el
objeto no es otra rosa que el sujeto bajo la forma en que se ha
concebido a sí mismo, en que se ha reconocido a sí mismo, y es así
que, en este origen del número dos, está inmediatamente el origen
del número “tres”, es decir, de la tercera fase del acto de la
revelación, por la cual tercera fase queda nuevamente restablecida
la identidad entre el uno y el dos. En el momento en que se revela la
unidad, esta unidad sólo es posible bajo la forma de la unidad triple.
La tríada en la unidad es el criterio de todo lo revelado.
1 = ser arquetípico.
2 = ser reflejado en sí mismo.
3 = reflexión del dos sobre el uno – identidad.
En las mitologías de los pueblos primitivos encontramos este
fundamento esotérico las más de las veces en forma de “trinidad” de
1 = padre
2 = madre
3 = hijo, o sea, elemento “conciliador” de la triada, elemento
que traspone la diferenciación entre el uno y el dos, y la vuelve a la
unidad arquetípica. La doctrina de la trinidad configura el núcleo
esotérico de todas las religiones, Contiene la esencia de toda
revelación o “manifestación”. Caracterizaremos esta trinidad de
“tripolaridad de todo lo que ha llegado a la manifestación”.
1… Polaridad positiva: fuerza que se irradia, que se expresa.
2… Polaridad negativa: fuerza que recibe, que acumula.
3… Polaridad neutral: fuerza que se emplea para la integración,
fuerza que nivela.
El juego de fuerzas entre estos tres polos es, por así decir, el
resorte del reloj cósmico, del mecanismo cuya marcha eterna es la
siguiente: desdoblamiento y reunión, diferenciación e integración.
Pero es aquí que el tercer polo, el polo de integración, tiene
asignado aún otro papel, muy especial, cuya expresión matemática
es el propio número “tres”. Siendo su función la de restablecer de

52
continuo la unidad, dicha función se parece, o mejor, el resultado de
dicha función se parece, para decirlo muy simplemente, al
movimiento de nuestra atención, cuando está dirigida a llamar de
continuo a la conciencia la identidad entre un objeto y su imagen, a
“comparar” de continuo, para restablecer la controversia entre la
imagen original y la imagen reflejada.
De esta manera, el tres pasa a ser un movimiento de oscilación,
la oscilación por la cual el desdoblamiento de las dos fases opuestas
es unificado de continuo.
El tres es la oscilación; su forma más corriente acaso sea la de
la rotación alrededor de uno o varios ejes.
De modo que toda rotación y oscilación constituyen una
“lucha” para restablecer la unidad, para conservarla. Y la expresión
más general de dicha lucha está dada, sin duda, por la fórmula
matemática siguiente:
y = sen x –la línea del seno, del sinus, la línea sinuosa– la línea
serpenteante.
Ovidio describe esta eterna lucha de la naturaleza por
conquistar su esencia, con palabras maravillosas que contienen el
misterio de la tríada:
Rerum concordia discors – concordia discordante de las cosas.
Invito ahora a ustedes a recordar los tres términos técnicos
provenientes del sánscrito que caracterizan los tres principios arriba
descritos y desempeñan en la astrología un papel fundamental:
Rajas, nombre del principio activo, positivo.
Tamas, nombre del principio pasivo, negativo.
Sattwa, nombre del principio conciliador, nivelador
(oscilación), neutralizador (vibración).
Con esto hemos trabado conocimiento con dos cosas
importantes. A partir del puente del cuerpo humano, hemos
conocido la correspondencia cósmica entre el macro y el
microcosmos, amén de la existencia del ritmo como portador de la
función de vida y su poder organizador que penetra en todo; y a
partir del puente de la matemática, hemos conocido el ritmo, aunque
53
en forma distinta, reencontrándolo como ley de la manifestación en
general, como ley de toda manifestación. Más adelante nos
ocuparemos extensamente de todo esto.
Apartemos ahora la mirada de aquellas grandes perspectivas
cósmicas y volvamos a la vida práctica, cotidiana. Es decir, a la
vida cotidiana del hombre cotidiano.
Insistimos: no nos volveremos a continuación al hombre
iniciado en el saber esotérico, ni al hombre entregado al
materialismo puro, sino a la gran masa de aquellos que no están
equipados con agudeza crítica ni con la intuición profundizada en lo
esotérico, sino cuyo entendimiento posee una predisposición natural
a entregarse a las impresiones de la naturaleza y de la vida.
Contemplaremos al ser humano, por así decir, metido en su
“ropaje de todos los días”, observaremos cómo cumple o sufre su
destino, padeciendo o gozando, alegrándose o careciendo de todo,
esperanzado o desesperado; en otras palabras: dirigiremos nuestro
interés al hombre común, y debemos entender por hombre común,
el ser humano que somos todos cuando andamos con nuestro
“ropaje de todos los días”.
Pero ni aun en este estado dejamos de estar en comunicación
interior con el cosmos. Ni aun en este estado estamos “aislados”.
Ramakrishna, a quien debemos aquellas dos maravillosas
metáforas de la piedra y la sal que describimos vez pasada, nos ha
legado otro metáfora destinada a expresar esta relación del hombre
común con el universo. Se trata de la metáfora del “trozo de tela”,
del “trapo arrojado al agua”. La piedra se encerraba en sí misma
dentro del agua, el agua sólo bañaba su superficie; el interior de la
piedra quedaba intacto; la sal se disolvía, se impregnaba
completamente de agua, y viceversa. El trapo no se encierra a sí
mismo pero tampoco se disuelve, sino que toma en sí tanta agua
como puede; podrá ser mucha o poca agua, según sea su capacidad
de absorción, según sea, digámoslo de nuevo, su “capacidad”; en
cualquier caso que fuere, sólo penetrará en el trapo una parte de
agua y, viceversa, el trapo tomará en sí sólo una parte de agua; es
decir que sólo participará “según su capacidad de recepción” de
54
aquello que en nuestra metáfora el agua representa.
Del mismo modo en que, por ejemplo, una cuerda tensa sólo
podrá vibrar con el o los “acaeceres tónicos” que, de entre los que la
rodean, corresponden a la afinación de ella, permaneciendo intocada
con respecto al resto; del mismo modo en que un objeto de color
rojo, por ejemplo, es incapaz de reflejar ningún rayo que no sea de
color rojo; del mismo modo en que el ojo humano sólo acierta a
percibir la escala cromática que se extiende desde el rojo hasta el
violeta, permaneciéndole invisibles los rayos infrarrojos y
ultravioleta, así también el ser humano individual sólo podrá
percibir de la totalidad del universo aquello que se adecúe a su
comicidad específica, sólo podrá vivir lo que caiga dentro de los
límites de lo humanamente accesible. El acceso que, de acuerdo a
dicha capacidad, hallan las fuerzas del cosmos hacia el ser humano,
es, a la vez, el camino de comunicación del hombre con el cosmos.
Y este angosto sendero es el que, contemplado esotéricamente,
determina la medida del destino individual de cada ser humano. El
destino es el color particular con que vivimos, con que debemos
vivir día a día y hora a hora el hecho de nuestra comunicación con
el universo. La noción de “destino” reviste para la astrología tanta
importancia que ya a esta altura de nuestro estudio, en la que por de
pronto sólo conocemos los fundamentos generales del pensamiento
astrológico, tenemos que tener una idea bien clara de dicha noción.
Imposible abarcar o explicar con la razón crítica, fría, la noción
de destino. El destino sólo puede ser “vivido”, es decir que no es el
“qué” del suceso sino el “cómo” del suceso; no es el contenido
objetivo de los acontecimientos, sino la manera en que dichos
acontecimientos me ocurren “a mí” lo que configura la índole del
destino. Cuando las grullas volaron sobre el teatro de Corinto no
determinaron el destino de nadie más que del asesino de Íbico. La
capacidad psíquica de estos dos seres humanos determinó que el
suceso del vuelo de las grullas incidiese sobre ellos, debiese incidir
sobre ellos, de manera distinta del resto de los espectadores.
De modo que “aquello” que es el destino se forma de dos
componentes, uno de los cuales representa el suceso objetivo y el
55
otro la recepción de este suceso objetivo de acuerdo a la
constitución subjetiva. Llamaremos a esta constitución subjetiva la
“capacidad de destino”. ¿Cómo se determina esta capacidad?
¿De dónde proviene la fuerza electiva de esta capacidad de
destino? ¿Proviene de la aptitud para escoger y modificar
adecuadamente ciertos sucesos entresacados de la totalidad de los
sucesos, de modo que de esto se plasme el destino individual, o, en
otras palabras, proviene de la aptitud de teñir tales sucesos
escogidos con el color de la propia personalidad?
Y la forma más pura de este proceso de “teñido”, de “impregna-
ción” con la propia subjetividad, está representada por el sueño.
En el sueño nos vemos colocados en un medio ambiente
“subjetivo”, totalmente impregnado, saturado, de nuestro ser, como
que en verdad representa nuestra creación inconsciente.
El sueño es “creación de destino” pura.
El mundo “exterior” de nuestros sueños es proyección pura de
nuestro “interior”, es simbolismo de nuestro estado psíquico. El
sueño nos pone al descubierto, sin ambages, los abismos de nuestra
vida psíquica. Pero, mientras estamos en él, mientras estamos
soñando, no nos damos cuenta de nada de esto.
La ciudad en que creemos estar podrá tener aparentemente
siglos de edad; el bosque podrá estar formado de árboles
pluricentenarios; los seres humanos y animales que oníricamente
nos rodeen, podrán tener padres y hermanos, podrán tener una
historia preliminar a la de su vida onírica; pero, en realidad, tanto
esta ciudad como este bosque, estos seres humanos y estos
animales, ni tienen historia ni prehistoria propias; no tienen pasado
propio “de ellos”, sino que tienen “nuestro” pasado, del cual
provienen.
Nuestro “pasado”, con la plenitud de “cosas pasadas” de que
está colmado, es lo que forma el cántaro “fatal” con que “sacamos”
de la corriente de los acontecimientos nuestro destino.
Y así llegamos a una tercera forma de comunicación de nuestro
ser con el universo: la comunicación por el destino o comunicación
56
obligada.
Y de esto surge una consecuencia importantísima. De la misma
manera en que los sucesos oníricos están esencialmente
condicionados por la constitución psíquica del soñante y contienen
los restos no liquidados del registro secreto de sus deudas, de su
registro de obligaciones, de esa misma manera el destino pone de
manifiesto la constitución de carácter del ser nacido, y la pone de
manifiesto frente a dicho “ser” mismo; en esta constitución de
carácter está contenido mi “rosto no elaborado”: la resultante del
pasado total del ser, remontada hasta sus generaciones más remotas.
La herencia y el destino personal forman una comunidad
indestructible de correspondencias, que, a su vez, penetra
profundamente en lo cósmico.
Cuando Schiller expresa en uno de sus poemas lo siguiente: “La
historia universal es el Juicio Final”, se puede decir, en este mismo
sentido, lo siguiente, acerca de cada hombre individual: el destino
de cada ser humano es el juicio cósmico final acerca de su propia
historia, del mismo modo en que el destino onírico es el juicio
propio –el juicio que el individuo formula acerca de sí mismo–, su
confrontación, con su propio pasado.
La única manera de dominar el destino es la de amortizar la
herencia o el pasado por liquidación de la “deuda”, de la obligación.
Es esta una de las exigencias más difíciles de cumplir que nos
impone la astrología: la exigencia de transformar la constitución
que nos es dada por nacimiento y herencia, la exigencia de barrer la
escoria del pasado.
En tanto nosotros mismos nos desembarazamos de esta escoria,
destruimos un obstáculo que frustra de continuo nuestra asimilación
a la gran unidad. La obligación –el peor de los males– se interpone
como un muro entre el yo y el universo, rodeando, por así decir, con
una escoria oscura el luminoso núcleo de Dios.
Esta transformación es precisamente la exigencia fundamental
de la evolución superior del ser humano, es la transformación de
nuestra “capacidad”, la metamorfosis del “trapo” en la “sal” y, con
57
ello, la evolución superior por fuerza propia.
Y con esto llegamos a una noción que va más allá del terreno de
la astrología y atañe al papel asignado al hombre dentro del cosmos.
Volvamos a la metáfora del sueño
¿Quién de nosotros no ha sido perturbado por sueños terribles
que retornaban periódicamente y que, en el fondo, no representan
otra cosa más que el obrar intermitente de restos de escoria de
nuestra constitución psíquica en el destino onírico, sólo que –a
inconsciencia del soñante– somos nosotros mismos quienes nos
deparamos este destino?
Si al despertar estamos en condiciones de barrer estos resabios
por el autoanálisis, si somos capaces de esclarecernos, de eliminar
la resaca, veremos que nuestros sueños se transformarán. Los
elementos oníricos “terribles” desaparecerán.
Lo que por esa vía hemos logrado dentro de nosotros mismos
equivale a la amortización de la deuda, al “pago” de la obligación, a
la “disolución” de una escoria tenida por insoluble o, como dice el
químico, a la “apertura de una sustancia químicamente resistente”, y
lleva necesariamente a la alteración, a la transformación del destino.
La faz interior, esotérica, de dicho proceso de transformación
científica oculta, sin la cual no puede haber ninguna evolución
“superior”, configura el objeto de la parte de la ciencia oculta que,
en contraposición con la astrología, podemos caracterizar de
doctrina de las relaciones cósmicas en general, doctrina científica
oculta de la evolución, o, para llamarla con un nombre antiguo,
honorable, alquimia.
El sujeto que acierte a eliminar a conciencia la escoria de su
propio yo, se puede considerar un alquimista en el sentido en que
Goethe dijo de sí mismo lo siguiente: “He sido de por vida un
«alquimista».”
Pero ser alquimista en este sentido es cualidad dada a muy
pocos; la mayoría de nosotros tenemos que pasar por los
“sacudones” del destino, por los sufrimientos del destino.
Y es precisamente la astrología la que nos da la clave para
58
reconocer los puntos débiles de nuestro carácter, los puntos
vulnerables al ataque del destino; ocurre algo parecido al análisis
del sueño, que nos lleva a aclarar los puntos oscuros de nuestra vida
psíquica.
Y esto nos abre una nueva perspectiva de la relación total, la
que podríamos caracterizar ya, a base de los conocimientos
adquiridos, de relación moral entre el micro y el macrocosmos.
Mis penas y mis dolores, ¿no vienen a ser una especie de
fenómeno patológico en la vida del organismo total, del cual yo soy
una pequeña, imperceptible célula?
¿No significa el coadyuvar a mi propia curación un deber moral
máximo en el sentido de la vida total de la cual parten las fuerzas de
la vida universal, no sólo para mí sino también para lo más
“prójimo” y lo más alejado de mí? Los dolores y los sufrimientos
del individuo son síntomas de su despertar; cuanto más intensos los
sufrimientos, tanto más cercano el tiempo del despertar. Mas, en
cuanto el hombre ha despertado al reconocimiento de su deber
moral, reconoce también el sentido cósmico de esta “fuerza” del
deber, ganando con ella la fuerza de penetrar con poder
transformador en las relaciones cósmicas. Pues las fuerzas que en el
cosmos obran “con poder” con expresión de la misma ley que en el
interior del ser humano determinan la fuerza moral de éste; la ley
moral es la ley suprema de la ovni lición del mundo universal.
La participación moral del hombre en el acaecer cósmico, por
más pequeña que pueda ser, coloca al hombre dentro del Todo
universal como fuerza motriz; y la doctrina esotérica del empleo de
esta fuerza –tercera y última parte de la doctrina oculta– se llama
magia.
La astrología, la alquimia y la magia configuran el patrimonio
de la doctrina oculta.
La astrología es la doctrina de la inserción del hombre en lo
totalidad del cosmos.
La alquimia es la doctrina de la transformación de lo inferior en
lo superior.
59
La magia es la doctrina del empleo y dirección de las fuerzas
que guían la evolución.
Astrología: doctrina natural oculta.
Alquimia: doctrina evolutiva oculta.
Magia: ética oculta.
Para el pensamiento exotérico, la ley natural y la ética no tienen
nada que ver entre sí. Representan dos formas de legitimidad
separadas, no unidas por ningún puente. Y entre ambas formas,
como un elemento extraño, “absurdo”, se tiende el calvario de la
“evolución” del ser humano, sin punto de partida ni meta.
Kant, ante cuyos ojos visionarios se develó la evolución del
sistema solar, se espanta de la incompatibilidad de las antinomias
que la mera crítica de la razón no puede franquear. Al final de su
Crítica de la razón práctica, escribe las siguientes, medulares
palabras:
"Dos cosas, cuanto más se ocupa de ello la reflexión, cuanto
mayor es la frecuencia y el detenimiento con que la reflexión se
ocupa de ello, dos cosas llenan el ánimo de renovada y progresiva
admiración y respeto: el cielo estrellado sobre mí, y la ley moral
dentro de mí. A ninguna de las dos debo buscarla o meramente
sospecharla como oculta en la oscuridad o en una inmensidad
exterior a mi campo visual, allí están las estrellas, yo las veo y las
conecto inmediatamente con la conciencia de mi existencia. La
primera de aquellas dos cosas comienza en el lugar que ocupo
dentro del mundo sensorial exterior, y amplifica la conexión en que
me encuentro, llevándola a la inconmensurablemente grande, a los
mundos más allá de los mundos, a los sistemas más allá de los
sistemas y, más aún, a los tiempos infinitos, al movimiento
periódico de su principio y duración. La segunda de aquellas cosas
parte de mi yo invisible, de mi personalidad, y me sitúa en un
mundo sin fin, sólo perceptible al entendimiento, con el cual me
reconozco, no como allí, en una conexión casual, sino (y por ello
también con los mundos visibles) en una conexión universal y
necesaria. La primera visión de una multitud innumerable de
mundos destruye, por así decir, mi importancia, reduciéndome a la
60
categoría de criatura animal que debe devolver al planeta del que
fue hecha (siendo este planeta un mero punto en la totalidad
cósmica) la materia que le fue dada, luego de haberle insuflado
durante un tiempo breve (no se sabe cómo) fuerza de vida. En
cambio la segunda visión eleva mi valor como inteligencia, lo eleva
infinitamente por mi personalidad, en la cual la ley moral me revela
una vida independiente de la animalidad y aun de la totalidad del
mundo de los sentidos, al menos en la medida en que de la
determinación práctica de mi existencia pueda emprenderse una
reducción, por esta ley no subordinada, a exigencias y límites
impuestos por esta vida.”
Kant quedó detenido en esta dualidad. El abismo que separa al
mundo “exterior” del mundo “interior” sólo puede ser franqueado
por el conocimiento esotérico. Sólo al abrirse las fuentes del
conocimiento esotérico, de las cuales también Kant supo beber,
aunque lo calló sabiamente, se abre el camino de la astrología, de
una astrología que ya no es un profano y supersticioso “arte de
interpretación de los astros”, sino una cosmovisión en que el cielo
estrellado y la ley moral se unen en un Todo.
La ley moral dentro de mí guía mi mirada hacia el cielo y me
permite intuir una relación que se plasma en saber, en cuanto he
reconocido dos cosas:
el cielo estrellado dentro de mí y
la ley moral sobre mí,
siendo ambas una sola cosa.

61
62
TERCERA CONFERENCIA
Donde anden fuerzas sin sentido
ninguna forma habrá surgido.
S CHILLER

Hemos visto que el cuerpo humano y la función aritmética de la


matemática son las vías de comunicación esenciales que ponen en
contacto con el cosmos el arcano último y supremo del ser humano,
su “yo”, en tanto el hombre es capaz de reconocer en tales vías un
medio “de comunicación”. Ambos caminos nos llevan a la certeza
de que somos parte del Todo de este mundo revelado y de que por
esta incorporación estamos en una relación universal e
indestructible, inmutable, con este Todo, y que lo seguiremos
estando para todos los tiempos, pero que esta relación no debe ser
pensada jamás como relación causal en el sentido de las ciencias
naturales, sino como relación orgánica viviente, cuyo modelo es la
relación de los fundamentos vivos de nuestro cuerpo, las células, o
la relación matemática de los números brotados de la unidad, de lo
cual es la música, como forma mental-sensorial, en la que los
hombres mantuvieron consciente o viva esta esta conexión cósmica
por el número hecho vibración sonora, el testimonio más antiguo y
conmovedor. Pues la relación secreta de los tonos, relación que hace
posible la existencia de la música, participa del mismo
ordenamiento que la relación cósmica, esto es, de un ordenamiento
no causal, sino surgido de la unidad, una relación orgánica brotada
de la unidad.
Es por eso que para los antiguos la ley que determina la relación
de los tonos dentro del marco de la totalidad, o la ley de la armonía
de los tonos, era ley suprema de la relación cósmica, y es en este
sentido que hablaban de la “armonía de las esferas”.
La última vez hemos conocido esta relación universal aun desde
otro imperio, diverso del que acabamos de caracterizar brevemente.

63
Del aspecto, por así decir, cotidiano, habitual, en el que dicha
relación se nos impone diaria y horariamente en forma casi
coercitiva, bajo la figura de “sufrimiento” por la necesidad de
incorporación al Todo o, para decirlo brevemente, bajo la figura del
destino individual. El “calvario" del destino es el camino que lleva
del estado de disarmonía al de armonía con el cosmos del mismo
modo en que, por ejemplo, el curso de una enfermedad es el camino
que lleva desde el estado de la armonía corporal perturbada hasta la
armonía corporal, o como dicen los antiguos, desde la discrasia
(mezcla inarmónica de las savias corporales) a la eucrasia. El
destino nos afina como cuerdas malsonantes de un instrumento
musical, el destino nos transforma de tal manera en nuestra
naturaleza que por él nos acercamos a la armonía con el concierto
cósmico.

Es de este modo que, captada esotéricamente, la idea del


destino nos llevó a plantearnos la exigencia de una transformación
de nuestra naturaleza en el sentido del concierto armónico, de una
transformación por armonización de lo inarmónico o
ennoblecimiento de lo innoble, a los efectos de nuestra
incorporación cada vez más completa a la unidad corporal orgánica
superior. El sentido del destino es el del paso hacia lo más elevado
por la superación de lo más bajo o, como se dijo vez pasuda, la
transformación alquimista.
Schiller ha expresado maravillosamente esta exigencia en su
conocido dístico:

“Tiende por siempre hacia el Todo, y si en Todo no puedes plasmarte,


Como un satélite al fin, ponte a algún Todo a servir.”

Pero la ciencia exotérica también denomina “evolución” a esta


transformación que tiene lugar como ascenso de lo imperfecto hacia
lo perfecto.
Vez pasada hemos caracterizado esta noción diciendo que se
trataba de una especie de miembro de unión entre el pensamiento
64
exotérico y el pensamiento esotérico. Hoy nos ocuparemos en
especial de esta noción de evolución, que nos revelará la unión
universal de cada ser individual y, especialmente, del ser humano,
con el cosmos, considerada esta unión desde una nueva faz. Para
ello, dejaremos por de pronto de pensar en la evolución superior del
individuo humano aislado y pondremos nuestra atención en el
ascenso de la especie humana en general a partir de las formas de
vida inferiores. En otras palabras: pensaremos en la escala total de
la vida orgánica sobre la Tierra, que, al fin de cuentas, configura el
objeto principal de la doctrina evolutiva de las ciencias naturales.
De acuerdo a dicha doctrina, el ser humano representa en la Tierra
el eslabón final de una cadena evolutiva que abarca millones de
años. Esta cadena parte del estado ígneo, incandescente de la
materia terráquea, pasa por numerosos eslabones intermedios
(estado mineral, plantas primitivas, formas de vida animal) y llega
al eslabón actual de su organización, esto es, al hombre. Ahora bien,
las ciencias naturales no abrigaban la más mínima duda acerca de la
índole de la fuerza propulsora de dicha evolución; para el
pensamiento científico natural dicha fuerza propulsora obedecía a
condiciones terrestres. Pero la fuerza propulsora en sí, como ya
dijimos la vez pasada, siguió siendo un enigma; es más: ni aun el
problema más sencillo acerca de cómo la gallina sale del huevo
ayuda a descifrar la palabra, tan científica, de “herencia” o
transmisión hereditaria. El huevo no se convertiría en gallina si la
gallina no hubiera puesto el huevo, si, por así decir, la “idea” de
gallina no hubiese existido de antemano, la misma idea que cobrará
realidad sólo al evolucionar el huevo; o, en otras palabras, si la
forma concluida no hubiese obrado como genio inspirador de la
forma “gallina” sobre el huevo (Aristóteles).
En una intuición maravillosa, que sólo puede compararse a la
visión kantiana de la evolución y formación planetaria a partir del
sol, Ernst Haeckel reconoció que la evolución del huevo hasta la
forma de gallina o, como lo expresara él mismo, la evolución
ontogenética, no es más que una repetición sintética del camino
largo de la evolución histórica de la especie (en este caso, de la
especie “gallina”), de la ascensión, a través de millones de años, de
65
las formas de vida más bajas de la materia hasta el eslabón de la
especie “gallina”. La evolución ontogenética de todo ser viviente,
esto es, su evolución desde el huevo hasta el nacimiento, es, según
Haeckel, una repetición cronológicamente sintetizada
(condensación) de la evolución filogenética (evolución de la
especie).
Y si para el entendimiento del investigador natural es más
evidente el nacimiento de la gallina a partir del huevo porque esta
vía evolutiva –aun cuando extendida a inmensos espacios de
tiempo– ya existiera anteriormente, esto es, porque la forma de la
gallina aparecía plasmada con anterioridad, no hace falta más que
dar un pequeño paso adelante para reconocer que también la
evolución filogenética tiene que responder a algún modelo que
también se proyectó en el tiempo y allí se condensó, configurando
de este modo una forma de "algo” que existiría con anterioridad,
más aún, que debería existir con anterioridad, en cuanto se lleva
adelante la teoría de Haeckel acerca de la fuerza propulsora y
configuradora de la herencia. Es entonces que la evolución a través
de millones de años de la vida y de todas las formas de vida, o, más
aún, toda la escala de seres, desde el mineral hasta el hombre, sería
–o debería ser– en sí misma una especie de ontogénesis de algo que
ya “estaba” antes de aparecer en la Tierra y de cobrar “aquí”
realidad. Y con esto hemos llegado a las puertas de la faz esotérica,
científica oculta, de la noción de evolución, de la cual dijimos vez
pasada, y repetimos ahora, que representa una especie de miembro
de unión, de eslabón entre los conocimientos exotérico y esotérico.
Recordemos que ya vez pasada habíamos caracterizado a la
figura humana como una especie de pangénesis formada del Todo
del cosmos y, en particular, del zodíaco; de acuerdo con esto,
entenderemos que aquello que los seres humanos llamaban desde
los tiempos más remotos “zodíaco” es la matriz cósmica del ser
humano y de su evolución sobre la Tierra. Pues en ese caso, la
Tierra o la materia terráquea sería efectivamente una especie de
matriz cósmica del germen humano mental recibido de la bóveda
celeste, germen cuyo arquetipo estaría ya “con anterioridad” en el
66
zodíaco, como una idea celeste del hombre.
Y es de este modo que el antiquísimo y glorificado nombre del
zodíaco cobra de pronto un sentido nuevo. Del zodíaco actúan las
fuerzas de la herencia cósmica que infunden realidad sobre la Tierra
a la idea de ser humano, al prestar a éste el “servicio hereditario”, en
su última fase evolutiva, de convertirlo de animal en hombre, en
miembro momentáneamente último de una serie evolutiva que, des-
de luego, tiene que seguir adelante, tiene que seguir elevándose.
Pues el grado evolutivo de “ser humano” no es más que una fase
intermedia dentro de le ontogénesis cósmica del hombre; al final del
curso de dicha ontogénesis estaría la altura inasequible de la
perfección en la divinidad, del modo en que, por ejemplo, se alude a
ello en la Biblia al decirse que el hombre fue creado a imagen y
semejanza de Dios,
Y ahora trataremos de penetrar en esta idea de evolución, tal y
como fue explicada, idea que nos mostrará la conexión vital del
embrión divino llamado “hombre” con la totalidad del cosmos y,
especialmente, con el zodíaco. Trataremos especialmente de
penetrar en el “cómo” de esa conexión, de la cual extrae sus fuerzas
propulsoras la evolución.
Pero antes de esto, tendremos que examinar someramente la
posición de las ciencias naturales de nuestra época con respecto al
problema de la evolución. Como ya se ha mencionado, las ciencias
naturales saben que el hombre proviene de formas inferiores de vida
y remontan la aparición del ser humano sobre la Tierra a una serie
de antecesores que llega al reino animal, hasta los organismos
unicelulares, primitivos, y más lejos aún, a una especie de gelatina
original dotada de las manifestaciones más primitivas del
crecimiento, metabolismo y reproducción, para finalmente llegar al
grado mineral, anterior a la vida, con el conocido ignoramus-
ignorabimus de Du Bois-Reymond. El reconocimiento ya clásico
del ignorabimus, con el cual capituló Du Bois-Reymond al verse
abocado a responder a la pregunta cardinal del origen “imposible”
de la vida a partir del reino mineral, tendría que ser extendido, en
rigor de aquel razonamiento, al problema total de la evolución. Pues
67
la ciencia física no está en condiciones de responder al problema de
las fuerzas propulsoras o, digámoslo de una vez claramente, de las
fuerzas elevadoras de la evolución orgánica, y es terrible comprobar
que el gran Darwin, puesto ante este problema, concluye por llamar
“casualidad” a la fuerza decisiva que guía el ascenso de la serie
evolutiva. La “lucha por la existencia”, la lucha de todos contra
todos, la tremenda competencia de vida que tiene lugar en esta
Tierra, erige infaliblemente al ser “casualmente” mejor dotado en
vencedor, en “sobreviviente”, y condena al más débil, al peor
dotado, a una desaparición paulatina. El ser más fuerte, mejor
dotado, es el más completo, el más apto para la vida, y transmite su
constitución a la posteridad, y así sucesivamente.
Es de este modo que la casualidad de que aparezcan tales seres
vivientes mejor o peor dotados se convierte en el verdadero motor
de la evolución. ¿A quién podría satisfacer semejante interpretación
de la evolución, a quién que haya concluido por reconocer que
jamás podría obedecer a una casualidad el que del huevo salga la
gallina y no, por ejemplo, un gusano? Y sin embargo, Darwin no
pudo pensar de manera distinta, pues, al igual que todos los
investigadores de las ciencias naturales, vio las fuerzas motoras de
la evolución en las condiciones de la naturaleza, sin que le
parecieran aplicables a estos efectos ninguna de las conocidas leyes
físicas y químicas. De modo que la casualidad encubre solamente
una “fuga” de energías desconocidas, una fuga “hacia afuera” del
reino de las influencias físicas y químicas, a las cuales debemos
agregar la herencia. Atribuir todo esto a la casualidad es cometer
casi un pecado contra el pensamiento lógico. Es por eso que la idea
fundamental de Darwin fue rechazada en forma unánime por los
filósofos y naturalistas de corte filosófico contemporáneos de aquél,
como, por ejemplo, K. E. von Baer.
Schopenhauer califica la obra de Darwin de producto de
“empirismo chato”; y Schiller, muy anterior a Darwin, halla la
réplica avant la lettre más ingeniosa y profunda al pensamiento de
Darwin:

68
“Donde anden fuerzas sin sentido
ninguna forma habrá surgido.”

Pero también en Darwin encontramos, fuera de las “fuerzas sin


sentido”, una fuerza que no le aparece a aquél “casual”, y que,
dentro del pensamiento de Darwin, parecería casi un mensaje de
otro mundo; se trata de la “herencia”, de la fuerza de predeterminar
la organización de la posteridad a partir de algo que al pensamiento
materialista tendría que permanecerle ajeno, fuerza cuyo aspecto
sería el de una especie de función mental de la materia, una especie
de memoria hereditaria de carácter orgánico-creador. Pero tampoco
esta memoria podría remontar la evolución hasta más allá de la
etapa alcanzada, si no existiese la “casualidad” para acudir en su
ayuda.
Y precisamente allí donde la palabra “casualidad” tendría que
descubrir la falta de posibilidad de interpretar el enigma de la evolu-
ción a partir de los medios proporcionados por las ciencias
naturales, es donde comienza a actuar el punto de vista esotérico,
que hoy nos acercará a la comprensión del problema de la evolución
en general y, con ello, al arcano del propio zodíaco, del que ya
hemos dicho que en él se basa la forma arquetípica del ser humano,
pero del cual tenemos que seguir diciendo que emite hacia esta
Tierra las fuerzas que hacen posible la ascensión del ser humano
desde el peldaño de lo mineral, vegetal y finalmente animal, hasta el
peldaño de lo humano.
Pero para esto es necesario que previamente nos formemos una
idea distinta de la que nos da la profana ciencia física acerca de los
tres reinos, el mineral, el vegetal y el animal. Desde el punto de
vista del pensamiento esotérico, lo que vemos en dichos tres reinos
sólo puede ser expresado por una frase de tono místico, una frase
que parecería pretender explicar lo oscuro por lo aún más oscuro. Y
sin embargo hubo que emplear tales palabras oscuras para hacer que
cobre vida el profundo contraste entre las fuerzas “en bruto”, por las
cuales debió haberse producido el ascenso del ser humano desde los
reinos inferiores, y aquello que nos enseña el pensamiento
69
esotérico.
En aquellos tres reinos vemos las huellas de seres mentales
altos y supremos estampadas en la “arena de esta Tierra”. Esta frase
puede en principio parecer extraña; sin embargo, aquello que
fundamenta esta frase ya alentaba en la visión de los pueblos
antiguos, bajo la forma de símbolo, forma que también aplica la
Biblia. La divinidad suprema se representa de manera que la cabeza
repose en el firmamento celeste, los brazos abarquen el espacio y
los pies toquen la Tierra; y de la Tierra dice la Biblia que es el
pedestal de la divinidad. El significado de aquella frase lo podemos
sacar por nosotros mismos de las profundidades de la conciencia
humana, en cuanto hallamos, la evidencia de que también el hombre
ha llegado a ser capaz de estampar su huella en las arenas de esta
Tierra, de dejar rastros de su obra, rastros que pueden incorporarse a
la memoria hereditaria cósmica de la Tierra; se trataría de la huella
de un pie “en pequeño”. Pero para reconocer esto es necesario que
no contemplemos al ser humano con ojos profanos, que no miremos
su figura exterior como la ve la ciencia física o como la describe la
anatomía, o, para decirlo brevemente, no debemos verla con los
ojos del zoólogo, digamos de un Linneo, que incorporaba al ser
humano al reino animal, considerándolo lo “primordial”, el orden
supremo de este reino, juntamente con el “mono del mundo antiguo,
contraponiendo al homo satyrus (orangután) el homo sapiens. Este
punto de vista sólo podrá sustentarse si se hace violencia a la figura
humana. Habría que quitarle arbitrariamente una plenitud de
características para llegar a una imagen externa del hombre, que
presentaría, desde luego, cierta semejanza con el gorila o el
chimpancé. Habría que pasar por alto todo lo que diferencia ya a
primera vista al hombre de los animales aún más evolucionados.
Pues la figura en que se presenta el hombre a los ojos de los
anatomistas profanos no es de ningún modo su figura verdadera. El
ser humano presenta una cantidad de órganos que no poseen los
animales, órganos que van mucho más allá de su cuerpo zoológico,
órganos que el hombre conquistó por sí mismo a partir de la materia
terrestre en la cual vive y obra su mente, órganos que le pertenecen
inseparablemente, casi orgánicamente, como una especie de
70
continuación de su cuerpo orgánico dentro de la materia terrestre: su
“huella” en las arenas de la Tierra. Pero ¿dónde se encuentran esos
órganos?
Todo el mundo puede verlos, mientras su vista esté libre de
obnubilaciones. Por de pronto, el ser humano posee un ropaje, que
se pone sobre la piel desnuda, es decir, una envoltura “segunda”,
elaborada por su propia mano. Pero por encima de esta segunda
piel, se pone otra envoltura, una tercera piel: la casa, que él mismo
se construye y que lo resguarda lo mismo que la piel heredada del
cosmos, que la piel “primaria”. Sobre esta casa se pone una cuarta
piel: la organización estadual de su vida en comunidad con sus
semejantes y sus leyes. Pero no sólo vemos al ser humano
recubierto de estas pieles; también lo vemos equipado de una serie
de órganos que, si bien no forman parte de su cuerpo físico, le
sirven para testimoniar su presencia en el mundo; tales órganos,
constituyen ante todo sus herramientas y maquinarias. La mente
humana trabaja en la organización de tales herramientas y
maquinarias, y las hace de materia terrestre, de manera que
podemos decir que con esto el ser humano estampa sus “huellas”.
Pues tales herramientas y aparatos le permiten obrar en forma de
transformar el medio terráqueo hasta un punto en que no podría
hacerlo con la parte meramente animal de su ser. Transforma la
dirección de las fuerzas naturales y su influencia, construye má-
quinas que orientan las fuerzas naturales de acuerdo al plan que pre-
viamente se ha trazado el ser humano, con las cuales lleva a cabo lo
que le sería imposible de realizar con los órganos dados por la natu-
raleza. Es así que en tales aparatos creados por el hombre, viven el
pensamiento y la voluntad hasta mucho más allá de los límites de
posibilidades que le permite al hombre su propio cuerpo.
En un pequeño escrito titulado Grundlinien einer Philosophie
der Technik (Fundamentos para una filosofía de la técnica),
publicado en los años ochenta del siglo pasado, el técnico Ernst
Kapp trató de demostrar que todos los descubrimientos técnicos del
ser humano, todos los inventos, son realizados según el modelo de
la propia organización de vida, las más de las veces, en forma
71
inconsciente, por un proceso que dicho autor llama “proyección
orgánica”, y que consiste en prolongar partes del propio cuerpo
(humano); es así que, por ejemplo, el martillo es una especie de
proyección del antebrazo con el puño cerrado, la tenaza es una
especie de dentadura, la cámara oscura o el aparato fotográfico son
como el ojo, etcétera. Sea, pues, como fuere, el ser humano es capaz
de proyectar y perfeccionar conscientemente en la materia la
organización vital que le fue dada inmediatamente por la naturaleza.
Si contemplamos las máquinas por él creadas, vemos que también
son órganos “humanos”, órganos que perteneciendo al hombre se
hallan, empero, fuera de su cuerpo físico, configurando en el medio
circundante de su esfera de influencia (la del hombre) una especie
de proyección de su interioridad hacia afuera, una especie de
irradiación pangenética de su ser sobre el mundo material, una
especie de conducción consciente de la herencia universal por vía
mental, o la impresión de su huella en la materia terrestre,
Y examinemos ahora un poco más de cerca tales órganos mecá-
nicos del ser humano, en relación a lo que en ellos “vive” o, mejor
dicho, “vive aparentemente”.
Pensemos, por ejemplo, en el reloj de bolsillo. Lo que alienta y
actúa en el reloj de bolsillo es la aspiración del hombre a medir el
tiempo con exactitud, el anhelo de disponer de una cosa que en todo
momento, cuando así lo desee el hombre, le indicará la posición del
sol; el hombre ha creado, pues, con el reloj de bolsillo, un “ser” que
pasa a hacer lo que durante largo tiempo tuvieron que hacer los
propios seres humanos: mirar al sol para saber qué hora era. Este
pequeño ser libera al hombre de aquel trabajo, amén de
perfeccionarlo.
O pensemos, por ejemplo, en el teléfono. Lo que alienta y actúa
en el teléfono es la aspiración del hombre a hablar con su semejante
a distancias demasiado vastas, inaccesibles al alcance auditivo. El
hombre ha creado un mensajero acústico que con velocidad de luz
corre a entregar al destinatario las palabras del remitente, que lo
hace con rapidez incomparablemente superior al mensajero más
rápido de entre los de carne y hueso o, más aún, con rapidez mayor
72
que la del sonido. O pensemos, para hablar de algo totalmente
distinto, en el libro. Lo que alienta y actúa en el libro es la
aspiración a crear una crónica lo más fiel posible de todo lo que
alguna vez fue pensado, un receptáculo de la memoria en el mundo
exterior, un archivo permanente del pensamiento binomio. O,
abundando, pensemos en el disco fonográfico. Lo que alienta y
actúa en el disco fonográfico es algo parecido a lo que ha sido
impreso en el libro, sólo que en el caso del disco, el mensaje se hace
sonido, como la voz humana misma, cuya “copia” es el disco, a
manera de archivo inmediatamente sensorial y sensorialmente
perceptible de la voz humana. O pensemos en los seguros de que el
ser humano provee a sus aparatos electrotécnicos, y que representan
una especie de dispositivo de autoprotección por el cual tales
aparatos quedan en condiciones de defenderse, por así decir, de las
influencias perniciosas provenientes de las mismas fuerzas que ellos
guían. Lo que alienta y actúa en tales seguros técnicos es la “copia”
del propio instinto de conservación, que de esa manera acierta el
hombre a imprimir como huella propia en sus aparatos. Los ejem-
plos son infinitos.
Supongamos ahora que llegara a la Tierra un ser no terráqueo,
una criatura que no supiese nada del hombre y su civilización.
Imaginemos que ese ser oyese la voz humana a través de un disco
fonográfico, o mirase cómo una locomotora transporta regularmente
de un lugar a otro cargas inmensas, o viera un reloj y percibiese su
tic-tac y la forma en que las manecillas se orientan según el curso
del sol, y viese luego la cantidad de maquinarias tremendamente
complicadas capaces de tomar materiales informes y de modelar
con ellos objetos perfectos de uso personal. Si ese ser no supiese
que es la mente humana la que trabaja en todos estos “seres”, ¿qué
otra cosa podría creer sino que se trata de organismos vivientes que
actúan según fines propios y perfectamente sopesados? Estos seres
aparentemente vivos, estos seudoorganismos son, pues, aquello que
hemos caracterizado de “huella humana” en la arena terráquea. El
hombre infundió a tales organismos aparentes una vida igualmente
aparente; la capacidad “inculcada” a las máquinas no es más que
una capacidad aparente; son, sin duda, tales capacidades la fase más
73
primitiva de aquello que también en los organismos vivientes de la
naturaleza encontramos como “capacidades”, las cuales, en
realidad, tampoco pertenecen a los seres vivientes que las poseen,
pues los seres vivientes no las conquistaron por sus propios medios,
y a las que por ello llamamos, en nuestra lengua humana,
“instintos”. Hemos tratado hasta aquí de describir qué es capaz de
hacer el hombre. Su capacidad llega, pues, hasta el “injerto” de
instintos aparentes en la materia. Lo que el ser humano no acierta a
hacer es lo siguiente: lograr que la máquina “perciba” aquello que él
(el hombre) puso en ella. El disco fonográfico no entiende nada de
la canción que fue grabada en él; el reloj no sabe una palabra del
estado del tiempo.
El pensamiento materialista del siglo dieciocho, ebrio de
progreso científico técnico, tuvo la curiosa idea de sacar una
conclusión prematura del estado de cosas que acabamos de
describir. Y tal conclusión es exactamente opuesta a lo que debería
surgir por sí solo para una mente sin prejuicio, a saber: la
conclusión errónea, apresurada, de que los organismos “realmente”
vivos de esta Tierra, inclusive el hombre, no son más que máquinas.
El representante más consecuente de esta teoría fue Lamettrie, cuya
obra clásica lleva por título L’homme machine (1748). Y bien, si el
hombre, los animales, las plantas y finalmente –¿por qué no?– las
piedras son máquinas, entonces aquello que vive en “tales”
máquinas es, con todo, algo más que lo que vive, por ejemplo, en el
reloj de bolsillo. Pues en los animales y en las plantas no actúan
instintos aparentes, sino instintos, por cierto, bien reales.
Se cuenta que el filósofo francés Malebranche2 fue sorprendido
por sus amigos en una oportunidad en que atravesaba el cuerpo de
un animal con un alfiler; a la pregunta de sus amigos, respondió el
filósofo lo siguiente, con una ligera sonrisa: “¿Creen ustedes que
haría esto si no supiese que este animal es una máquina insensible?”

2
Malebranche actúa en el siglo diecisiete; está lejos del pensamiento materialista.
Su teoría de la ausencia de alma en los animales no tiene nada que ver con la
esfera del materialismo.
74
El mismo filósofo expuso esta teoría a la reina Cristina de Suecia, la
cual le respondió lo siguiente: “Eso estará muy bien y yo lo creeré
en cuanto vuestras máquinas se unan como los animales y traigan al
mundo máquinas pequeñitas, que luego crecerán, etcétera, etcé-
tera.”
No. La sabiduría humana jamás hubiera estado en condiciones
de injertar en las plantas y en las piedras el instinto. Si realmente
queremos ver máquinas en los seres vivientes, a semejanza de las
máquinas creadas por el ser humano, entonces tendríamos que ser
consecuentes con nuestro deseo y, aplicando la lógica de acuerdo a
él, llegar a todo lo que confirió a las plantas, a los animales y a las
piedras su grado de organización, y a hablar de la “huella” de seres
que están muy encima del ser humano, infinitamente por encima del
hombre. Y estos seres tan superiores también habrán creado sus
órganos como el hombre creó sus máquinas, cada uno en su grado.
Tales huellas de seres mentales supremos son en el reino
mineral las leyes físicas y químicas, que, en cierto sentido,
representan el instinto original de la materia astral, su ley de vida
como espejo de las verdades matemáticas más altas y de las leyes
geométricas que aparecen en las formas de cristalización. Tales
huellas son en el reino vegetal las capacidades de absorción,
crecimiento y reproducción, la capacidad de que, a pesar, o acaso
“por” la materia en su cambio incesante, puede mantener viva la
forma, y lograr hasta el brote de una sensibilidad primitiva o acaso
hasta una alegría de vivir de la vida instintiva como instinto
primario del reino vegetal. Tales huellas son en el reino animal,
además de lo ya mencionado, la capacidad de vivir la actividad
“activa” o conciencia; en otras palabras, la capacidad de diferenciar
motivos, el poder diferenciador en la conciencia y, con ello, la
capacidad de conquistar aquella forma de instinto que podemos
llamar “entendimiento animal”. Y finalmente, consideraremos
huella de supremos seres, de carácter divino en el hombre, a aquello
que podemos llamar el “instinto del yo”, el germen del yo en que se
basa el criterio humano. Pues al germen del yo le fue confiada la
responsabilidad de poder participar autoconscientemente de la labor
75
creadora y poner con ello en actividad la fuerza moral de la decisión
del ser humano.
Pero volvamos al punto de partida de nuestras investigaciones.
Nos habíamos propuesto hacer plausible al pensamiento lógico
aquello que está contenido en la experiencia esotérica fundamental
que hemos descrito la última vez, esto es, el presentimiento del
hecho de que la evolución del ser humano a partir de las formas
inferiores de vida y, especialmente, su ascenso de la animalidad, no
son más que exteriorización de su comunicación arquetípica con las
fuerzas cósmicas del zodíaco, del cual el hombre ha sido irradiado
por una especie de pangénesis cósmica. Y ahora entendemos lo que
en otro caso sería incomprensible: cómo sucedió que para los
pueblos antiguos el culto a los animales fuese en realidad el culto al
zodíaco. Pues lo que aquellos antiguos reverenciaban en el animal
no era el animal mismo. sino la divinidad, que en el animal había
dejado su huella en la Tierra; de modo que el antiguo se inclinaba a
reverenciar esta huella divina. El culto a los animales era un besar
piadoso la huella de aquellos seres superiores de naturaleza divina;
el hombre antiguo (prehistórico) entendía, a partir de la influencia
total de la divinidad, las fuerzas que irradiaban del zodíaco. Y
cuando los hombres de aquella era arcaica, hace muchísimos miles
de años, caracterizaban las diversas regiones del zodíaco celeste con
nombres de determinados animales, ello quería indicar que los
antiguos sentían “cómo” de aquellas regiones les llegaban a ellos las
mismas fuerzas divinas que ellos intuían en el reino de los animales
y cuyo eslabón hereditario inmediato era en la Tierra el ser humano,
esto es, el heredero y el perfeccionador de aquello que vivía en la
piedra, en la planta y finalmente en el animal como precursor del
hombre, en aquellos tres reinos que el ser humano reunía dentro de
sí para transmitirlos al cuarto reino, a saber: el estado evolutivo de
embrión divino sobre la Tierra, que llamamos “ser humano”.
Confrontemos esto con lo que el pensamiento racional acierta a
extraer de aquellos nombres de animales o, más aún, de todo el
zodíaco; llegaremos a explicaciones como la que nos da, por
ejemplo, Volney en su obra filosófico-religiosa titulada Die Ruinen
76
(Las ruinas):
“De esa manera llamaban los etíopes de Tebas las estrellas bajo
las cuales se producían las inundaciones; les decían ‘estrellas de la
inundación’ u ‘hombro de agua’, y cuando aparecían, era tiempo de
hacer funcionar el arado, como por ejemplo, en el caso del ‘buey’ o
el ‘toro’; llamaban estrellas del ‘león’ a aquellas en que este animal,
expulsado de la selva por la sed, aparecía a orillas del río; estrellas
de la ‘virgo’ a aquellas bajo las cuales se sembraba; estrellas del
‘carnero’ a aquellas bajo las cuales nacían las ovejas y las cabras...
“Y habiendo notado el etíope que las inundaciones se producían
a intervalos regulares, cada vez que reaparecía en el cielo una
hermosa constelación, a la altura de la fuente del Nilo, como
advirtiendo al labriego de la inminente inundación, el egipcio
comparó esto con el ladrido del perro ante el peligro, llamándolo
‘sirio’; del mismo modo, llamó ‘cáncer’ a la constelación en que el
sol, al alcanzar el límite del solsticio, se mueve hacia atrás y hacia
el costado, como el cangrejo; llamó ‘Capricornio’ a la constelación
donde el sol, llegado al cénit del mediodía, imita a este animal, que
suele trepar hasta la cima de las rocas; ‘libra’ fue la constelación
donde el día y la noche son iguales, donde están en equilibrio;
‘escorpio’ fue el conjunto de estrellas donde los vientos irregulares
producían una niebla insalubre, parecida al veneno del escorpión
(!)...”
Es fácil demostrar que esta tentativa de interpretación –aparte
de que no se refiere más que a determinadas regiones geográficas,
en este caso, Egipto– sólo pudo utilizarse en aquel período de
tiempo histórico en el cual la posición del sol cae dentro de la zona
de las constelaciones arriba mencionadas, en las correspondientes
estaciones del año. Pero siendo que el punto vernal del sol, en el
cielo de estrellas fijas, se desplaza en el curso de 25.000 a 26.000
años a través de todo el zodíaco, hace ya 3.000 años no era verdad
que Sirio (el perro ladrador) anunciase la inundación, y hace
12.000 años era invierno cuando el sol se hallaba en la constelación
del Cáncer; hace 6.000 años era primavera cuando el sol se hallaba
en la constelación del Cáncer, y el solsticio de invierno tenía lugar
77
en la constelación de Aries3.
No. Las interpretaciones de los secretos fundamentales de
carácter astrológico a la manera como lo hizo Volney, lo único que
logran es revelarnos con harta nitidez el abismo que separa el pen-
samiento exotérico del pensamiento esotérico. Con palabras impre-
sionantes, que pone en boca de Wallenstein, Schiller ha descrito
este contraste, atendiendo a la noción fundamental astrológica de la
evolución cósmica, este contraste entre el pensamiento racional y el
pensamiento científico oculto:

“Hablas como lo entiendes. ¡Cuántas veces


te lo expliqué! Cuando naciste
reinaba Júpiter, el claro dios;
no puedes contemplar esos secretos,
tan sólo excavarás la oscura tierra.
ciego, como el averno que con lívido
brillo de plomo te alumbró la vida.
Lo terrestre, habitual, podrás mirar.
Unirás lo inmediato a lo inmediato;
en esto sí confío en tu poder;
mas todo lo que late ocultamente
obrando en lo profundo de Natura,
la escalera de espíritus que sube
del mundo polvoriento a las estrellas
donde actúan poderes celestiales,
eso lo ve tan sólo el ojo abierto
de los hijos de Jove, esclarecidos."

No creo que se pueda exponer con más claridad la escala de


seres que se extiende desde el mundo polvoriento (esta Tierra) hasta
las estrellas (la inmensidad de estrellas fijas).
Con esto cerraremos por hoy. Los conocimientos que
adquirimos nos servirán de preparación para profundizar cada vez

3
Constantin-François Chassebœuf de La Giraudais, conde de Volney, nacido en
1757, que conocía bien el hecho de la precesión del punto vernal, calcula en por
lo menos 15.000 años antes de Cristo la edad del zodíaco.
78
más en el secreto del zodíaco y su relación con el hombre.

79
CUARTA CONFERENCIA
Un árbol o arbusto yo he sido también,
Y un joven y una doncella,
y en el mar un callado pez.
EMPÉDOCLES

Hoy continuaremos con nuestro estudio del arcano supremo de


la astrología: el zodíaco. Vez pasada dijimos que el zodíaco era el
asiento de aquellas fuerzas que conducen la evolución del ser
humano sobre la Tierra y, especialmente, su paso del grado animal
propiamente dicho al grado humano propiamente dicho, esto es, al
cuarto peldaño en orden de vida terráquea.
Es de este modo que vimos en el zodíaco una especie de campo
mental de fuerzas, del cual irradia sobre la Tierra la influencia
conjunta de seres superiores y supremos, que en la Tierra estampan
su huella del mismo modo en que la huella del ser humano se
manifiesta en su zona de influencia terráquea: una especie de
“proyección de órganos” de carácter divino, cuya expresión está
representada por el conjunto de la existencia física y orgánica sobre
la Tierra, inclusive la del ser humano.
Pero antes de abocarnos a una mayor profundidad en el “cómo”
de esta conexión cósmica de la naturaleza humana con el zodíaco, la
cual, como veremos más adelante, no sólo se pone de manifiesto en
la evolución de la especie humana en general, sino que también se
revela en la evolución de cada individuo humano, quisiera agregar
una breve observación destinada a mostrar cómo, aun del
pensamiento materialista, resultan conclusiones que convierten en
cosa segura la existencia de seres cósmicos inconmensurablemente
superiores a la organización humana en la Tierra, seres a los que
sólo puede contemplar, según la expresión de Schiller, el “ojo
abierto”, de manera que se podría hablar casi de una prueba material
de la existencia de Dios.

81
En el sentido de las ciencias naturales, cabe considerar como
seguro que el hombre, bien es cierto que en intervalos de tiempo
enormes, ha ascendido del grado mínimo de los seres unicelulares
hasta su estado actual, sin que interese el “cómo” de ese ascenso;
desde luego, es poco menos que inadmisible que tal ascenso haya
terminado “para siempre” en el peldaño del ser humano. Antes
bien se puede suponer que el impulso de dicha evolución continúa.
La Tierra apenas ha pasado su edad “mediana”; a lo sumo contará
unos millones de años de edad, muchos de los cuales, sin duda,
habrá insumido el ascenso orgánico de la vida hasta revestir la
forma humana.
¿No cabe, pues, suponer que al cabo de otros tantos millones de
años la evolución del hombre habrá llegado a un punto en que la
organización humana acaso haya superado su estado actual, en la
misma medida en que hace remotísimo tiempo el estado humano
actual revistiera el grado de la mónera de Haeckel? Esto es, ¿no
habrá llegado para ese entonces a un grado de evolución que, con
respecto al hombre actual, presenta la misma distancia que el
hombre actual con respecto al infusorio? ¿Qué fuerza y poder de
conocimiento tendrían esos futuros seres? ¿Qué fantasía sería
capaz de pensarlo? Si uno de tales seres apareciese de pronto entre
nosotros, hoy día, ¿quién lo reconecería o, menos aún, quién
acertaría a “verlo”? Posiblemente, el hombre actual estaría en tan
malas condiciones de reconocerlo por medio de sus sentidos como
lo pudo estar la antedicha mónera con respecto a la actual forma
humana. Al hombre actual, aquel ser futuro le sería inaccesible e
inconcebible. Pero el ser humano actual posee conocimientos que,
aun cuando bastante rudimentarios todavía, lo capacitan en cierta
medida para penetrar en el curso orgánico del proceso de la vida y,
con ello, para colaborar a conciencia en la evolución ulterior. ¡Y
qué enormes perspectivas se le abren entonces! Acaso el ser
humano llegue a ser capaz de transformar la materia del cuerpo,
hasta pueda abandonar el planeta a voluntad... Aquellos seres
futuros, comparados con el hombre actual, no pueden ser llamados
menos que dioses. ¿Y por qué no existirán tales seres ya en la
actualilad, en mundos lejanos, en remotos sistemas solares
82
millones de años más viejos que nuestro globo terráqueo?
En verdad, el pensamiento materialista tendría que negarse a sí
mismo, si no admitiese esta posibilidad, más aún, si no la considera-
se mucho más verosímil que la posibilidad opuesta, esto es, que la
evolución haya concluido por todos los tiempos al alcanzar el grado
humano.
Hoy avanzaremos un paso fundamental con respecto a lo que
vimos la vez pasada.
No trataremos hoy de penetrar en la fuerza propulsora de la
evolución, sino en el proceso de la evolución misma y su relación
con el zodíaco, vale decir, la evolución como transformación hacia
un grado “superior” o, en otras palabras, contemplaremos las fases
de esta evolución ascendente en forma alquimista.
Si recordamos que el ser humano lleva en sí, como herencia de
las corrientes de vida, los tres reinos naturales inferiores a su propio
grado de hombre, esto es, que lleva en sí el “extracto” de los reinos
mineral, vegetal y animal, como heredad que luego dicho ser
humano agrega y une a aquello que lo eleva por sobre la última de
aquellas tres etapas de vida, o sea, a la cuarta etapa de vida, como
unidad configuradora del “ser humano”, entonces comprenderemos
sin más que en la observación inmediata del zodíaco, tal y como se
presenta a la mirada esotérica, tiene que estar contenido este
cuádruple ordenamiento. Y es este cuádruple ordenamiento el que
en las antiguas nociones alquimistas aparece como doctrina de los
cuatro elementos o de las cuatro etapas del ser sobre la Tierra, que
percibe el hombre como “exterioridad” y, a la vez, como
“interioridad”. Y es de esta manera que, proveniente de una
tradición antiquísima, las doce regiones del zodíaco se
representaban en un orden determinado, correspondiente a una
escala periódica triple, dada por la sucesión de los cuatro elementos
de los alquimistas: fuego, tierra, aire, agua.

Aries, Tauro, Géminis, Cáncer,


Leo, Virgo, Libra, Escorpio,
Sagitario, Capricornio, Acuario, Piscis.
83
Tales las series cuádruples, cada una de las cuales comienza con
el elemento “fuego” (Aries, Leo, Sagitario), y a través del elemento
“tierra” (Tauro, Virgo, Capricornio) y del elemento “aire”
(Géminis, Libra, Acuario), lleva al elemento “agua” (Cáncer,
Escorpio, Piscis)4.
Un racionalista de la orientación, por ejemplo, de Volney podrá
pensar que esto no constituye más que una sistematización artificial,
incluida la división en doce partes del zodíaco. Pero no es de esto
último que hablaremos en la reunión de hoy.
El orden de las zonas del zodíaco es tan poco artificial como,
por ejemplo, el orden de los colores del arco iris en el espectro
solar. Y del mismo modo en que el orden de los colores en la banda
espectral pone de manifiesto en forma inmediata una ley profunda,
siendo ésta en realidad, en tanto percepción cromática, una expe-
riencia enteramente “interior”, el orden de las zonas zodiacales
también incluye una ley que a la conciencia esotérica aparece, por
de pronto, como la escala de un espectro que, desde luego, no
representa la escala de la percepción de los colores, sino la de las
experiencias de la vida.
Fue nada menos que Goethe quien expuso la noción de que los
colores no representan en su totalidad más que “turbaciones” de la
luz arquetípica de carácter “unitario”, la que, al estado puro, es
imperceptible e inconcebible para los sentidos humanos.
La luz celestial se refracta en el prisma de la materialidad
terrestre.
De modo análogo, aquello que se irradia del zodíaco sobre la
Tierra configura en la mente una especie de luz arquetípica que
sólo se hace aprehensible al ser humano en una escala de “turba-
ciones”, formadas por “refracción” en la materia terráquea, esto es,
que, en el espejo de la conciencia humana, sólo podrá ser reco-
nocida a través del plano de organización del “hombre”. Y este
prisma es la constitución vital interior del ser humano, que lleva en

4 Véase figura 3, página 104.


84
sí a los representantes de aquellos cuatro reinos mencionados; el
hombre, en calidad de aparato receptor de las irradiaciones
zodiacales, de carácter celeste. También el hombre lleva en sí los
cuatro elementos que los alquimistas caracterizaron de “fuego”,
“tierra”, "agua” y “aire”.
Y con esto hemos llegado al borde mismo del ocultismo
alquimista. El pueblo llano suele llamar a la alquimia el “arte de
hacer oro”.
Pero para los antiguos el oro –el aurum– no era más que un
símbolo material de carácter terrestre de aquello que la Biblia llama
"aura”, la luz “original”, sólo perceptible al ojo humano en forma
"turbada”, y sólo reconocible interiormente por el “peldaño
humano", medio de percepción, por cierto, aún “turbio”. Este arte
de la alquimia consistiría en tomar esta turbiedad y transformarla de
manera que paulatinamente fuese cobrando mayor claridad y
nitidez, hasta quedar en condiciones de recibir el rayo mental
(espiritual) único de la luz arquetípica y de reflejarlo. Es en este
sentido que, por de pronto, trataremos de explicarnos aquellos
cuatro elementos de la alquimia y su transformación.
¿En qué se diferencia la alquimia de aquello que hoy día
llamamos “química”, la cual, al fin de cuentas, representa también
una especie de doctrina de los elementos de la materia y su
transformación?
Lo que distingue fundamentalmente la química de la alquimia
es el hecho de que aquélla no conoce jerarquías entre los elementos
y sus combinaciones, en el sentido de esferas “superior” o “infe-
rior”; para la química, la idea de la transformación de lo más bajo
en lo más alto y, con ello, la noción de la evolución o del plano de
organización de la materia; son concepciones extrañas e inacepta-
bles. Hay combinaciones sencillas y complicadas; se puede ordenar
los elementos químicos en una serie que presente cierta regularidad;
pero dicha serie no implica en modo alguno la idea de jerarquía en
el sentido de “superior” e “inferior”. La materia química no es ni
alta ni baja, existe siempre de la misma manera, no tiene evolución
ni menos aún jerarquización. La materia de la que está formada la
85
planta no es distinta de la materia que se encuentra en los cuerpos
“inanimados”. La química de la sustancia vegetal, animal y humana
es la misma que la de las sustancias minerales. De ahí que no haya
transformación de la materia, sino meras transformaciones de su
composición.
Acaso un ejemplo sencillo nos aclare cuál es la verdadera
diferencia entre la alquimia y la química, diferencia análoga a la
existente entre la astrología y la astronomía.
Pensemos en la vida de la planta. La planta elabora su “cuerpo”
a partir de las sustancias químicas que toma del terreno y de la
atmósfera, transformando de este modo sustancias minerales,
“inanimadas”, en la sustancia viva de su propio organismo. La
química no acierta a explicar este cambio, el cual es un proceso
únicamente comprensible en el plano de la alquimia; las energías de
que nos habla la química no alcanzan a interpretar este milagro. Si
sólo obrasen las energías químicas, el organismo de la planta jamás
podría elaborar su organismo a partir de la sustancia mineral, sino
que, viceversa, el organismo vegetal, en su calidad de peldaño
superior de la organización de la materia, iría retrotransformándose
lentamente en el peldaño inferior del cual provino, esto es, en
sustancia mineral. La transformación alquimista lleva “hacia
arriba”; la transformación química por sí sola jamás lleva hacia
arriba.
El proceso alquimista que acabamos de ver tiene un modelo
físico en el hecho universal del metabolismo, al cual aludimos
brevemente la vez pasada. Nos enseña dicho proceso a comprender
dicha transformación en el cosmos como fenómeno exterior del
ascenso orgánico de la escala de vida. El ejemplo más sencillo es el
de la asimilación.
Del mismo modo en que la planta transforma por asimilación lo
mineral en lo vegetal, el animal transforma lo mineral y vegetal en
lo animal, y el hombre lo mineral, lo vegetal y lo animal en lo
humano, en materia “teñida” de lo humano, la materia coloreada por
la esfera del hombre.

86
Y aun cuando, al cabo de una desaparición de los organismos
vegetal, animal y humano, la materia se restituyese a la Tierra, la
molécula o el átomo de materia que alguna vez habitó, por ejemplo,
el cuerpo de una planta, llevará en sí, como efecto de
transformación, un “algo” que no tendrá un valor químico, sino un
valor imperdiblemente alquimista. Llamemos a ese “algo” el aroma
del estadio evolutivo vegetal, etcétera; un átomo de materia que
alguna vez ha residido en el cuerpo de un animal –“aroma” del
estadio evolutivo animal y átomo químico que alguna vez fue parte
integrante de un cuerpo humano–, constituirá un aroma del estadio
evolutivo humano que jamás podrá serle sustraído a este estadio
evolutivo.
Lo que vemos actuar en forma alquimista en la materia es la
fuerza elevadora de energías alquimistas que atraviesan el Todo
cósmico y cuyo efecto cotidiano lo percibimos por doquier en la
naturaleza viva que nos rodea. La naturaleza llama al proceso
resultante de esto la “asimilación” –el hacerse semejante a la propia,
“analogizarse” de la materia extraña o, como ya podemos llamarla,
inferior–. De este modo vemos desde un aspecto nuevo aquello que
vez pasada fuera caracterizado, en forma mucho más elemental, de
“impresión de la huella”; reconocemos en ésta una “huella” de
segundo orden y en aquel nuevo aspecto, una huella como
“mecanismo”: el “cómo” del proceso evolutivo en la forma
puramente física de la asimilación o, mejor dicho, de la
transformación de la materia en su forma fenoménica más primitiva.
Y lo que vale para la “asimilación” física, tiene, contemplado
esotéricamente, su faz interior mental de la que hablaremos ahora,
pues sólo gracias a dicha faz podremos comprender qué es lo que
quiso caracterizar la alquimia con sus cuatro órdenes: tierra, agua,
aire y fuego, los que, a su vez, representan una especie de principio
ordenador en la constitución del zodíaco, tal y como se puso éste de
manifiesto a la conciencia humana.
La historia de la filosofía cita a Empédocles de Agrigento
(alrededor del 500 a. C.) como al primer enunciador de aquellos
cuatro elementos “pilares del universo”. Sería un grave error el de
87
creer que Empédocles entendiese por aquellos elementos algo
parecido a lo que entiende la química de nuestros días por el
concepto de “elemento”. Pero el error surgiría con evidencia, dado
el hecho de que Empédocles añadía a sus cuatro elementos otros
dos: la eris y la philia, esto es, la “querella” y la “amistad”, el odio
y el amor. Conjuntamente con la tierra, el agua, el aire y el fuego, la
eris y la philia ponen en acción el porqué y el cómo del proceso del
mundo.
No! Empédocles ve en sus “cuatro elementos” cuatro estados
del ser que, aun contemplados exteriormente, pueden ser represen-
tados por los cuatro estados de la materia:
la tierra, el estado sólido;
el agua, el estado líquido;
el aire, el estado gaseoso;
el fuego, el estado etéreo;
de modo que, por de pronto, tendríamos en los cuatro elementos
cuatro estados de densidad diferente de la materia.
La eris y la philia obran haciendo y deshaciendo las diversas
mezclas entre aquellos estados.
Pero si tratamos de entender esotéricamente qué es lo que
podrían significar estos cuatro grados de condensación de la materia
cósmica, si tratarnos una vez más de extraer de las profundidades de
la conciencia humana el sentido de dicha serie cuádruple de
condensación, nos damos cuenta de que realmente reencontramos
dichos estados en la profundidad de lo psíquico-mental dentro de
nosotros mismos, como heredad de lo mineral –tierra, lo “sólido”–,
lo vegetal –agua, lo “líquido”–, lo animal –aire, lo “gaseoso”– y,
finalmente, como fuego –embrión de Dios, ser humano–.
Es así que, por de pronto, y en grado simbólico, el estado sólido
significaría aquello que representa nuestra envoltura más externa, la
envoltura sólida, esto es, el cuerpo viviente que nos hace ocupar un
lugar en el mundo material; el estado líquido –agua– correspondería
al estado, mucho menos perfilado, de la vida del afecto y del
instinto; el estado gaseoso –aire– correspondería a un estado aún
más móvil, algo así como la libre movilidad de la actividad del
88
entendimiento; finalmente, el fuego correspondería a aquello que va
más allá de lo corporal, afectivo y aun mental –la fuerza de
voluntad dentro de nosotros–, esto es, a las cuatro “heredades” de la
actual evolución humana.
Y ahora trataremos de ver lo que sólo ha tenido valor simbólico
hasta la altura actual de nuestra exposición; lo veremos en forma de
imagen que en verdad puede ser calificada de “gigantesca”, imagen
tendiente a revelarnos en dimensiones cósmicas lo que acabamos de
mencionar; en otras palabras, una imagen cósmica del estado de la
Tierra.
Si tratamos de contemplar a la Tierra como un Todo, del mismo
modo en que contemplaríamos a un astro lejano –esto es, en forma
exterior–, anotaríamos lo siguiente: por de pronto, la corteza sólida,
que llamaremos “tierra”; luego, el agua de los océanos y de los ríos,
que llamaremos “agua”; luego, por encima, esto es, “más arriba” en
sentido espacial, el océano del aire, que llamaremos “aire”, y
finalmente, en el límite de la estratosfera, aquellos rayos cósmicos,
los más poderosos de los cuales son emitidos desde la región del
sol, y que llamaremos “fuego”.
Esto constituyeren principio, y visto desde una faz exterior,
cierta jerarquización u ordenamiento de los elementos “sobre” la
corteza terrestre.
Tratemos ahora de configurar esta imagen de modo tal que, aun
cuando todavía en forma sólo “exterior”, penetremos en la
profundidad de la Tierra, bajo la corteza terráquea, hacia el interior.
También allí nos encontramos con algo curioso; bajo la corteza
terrestre volvemos a encontrar –el agua “bajo” el agua– los gases
(aire) y, bajo ellos, como núcleo más íntimo de la Tierra, el fuego,
el así llamado núcleo “heliótico” (solar). Imaginemos a
continuación que esta interioridad de la Tierra, con aquel cuádruple
ordenamiento de los elementos correspondientes a la superficie
exterior, fuese algo que pertenece a la “vida interior” de la Tierra, es
decir, algo no espacialmente sino psíquicamente “interior”; en ese
caso, las cuatro gradaciones de lo material serían cuatro grados de
una vida interior. Si nos entregamos en forma viva a esta impresión,
89
se nos configura una visión esotérica análoga a aquella que
describimos la penúltima vez al hablar de la relación del
macrocosmos con el microcosmos, claro está que iluminada desde
otra faz, bajo un aspecto nuevo. La relación de los cuatro elementos
de la vida exterior de “allá afuera” con los cuatro elementos de la
vida interior, nos permitiría reconocer que la corteza terrestre, en
forma análoga a la “piel” de nuestra visión de entonces, representa
una especie de límite y a la vez un miembro de unión entre lo
interior y lo exterior de aquellos cuatro elementos, del mismo modo
en que el cuerpo humano tomado en su totalidad era el puente entre
el conocimiento exotérico y el conocimiento esotérico.
Aplicada, pues, al ser humano, la “Tierra” resulta ser lo material
del cuerpo humano, el representante del reino mineral, en la medida
en que dicho reino está incluido en el hombre. La Tierra es nuestro
cuerpo como fenómeno material. ¿Y qué es el agua bajo la corteza
terrestre, el Agua vivida interiormente?
Bien; del mismo modo en que la Tierra era el representante de
lo mineral, el Agua es el representante de la segunda escala vital, el
reino vegetal, escala vital que se halla por encima del reino terrestre
de los minerales, el reino vegetal interiormente vivido. El Aire es el
reino animal interiormente vivido, y finalmente, el reino humano
interiormente vivido, el reino más alto dentro de nosotros, la
revelación del “yo”, es el Fuego.
Si a base de este cuadro cósmico de la estructuración de la
Tierra tratamos de penetrar en las profundidades de la naturaleza
humana, atravesaremos, con aquellas capas, la historia de la
evolución del propio ser humano. Pero esto no es un mero
“recordar” histórico del camino evolutivo de millones de años que
recorrió el ser humano desde su ascensión a partir de los reinos más
bajos de la vida, sino que se parece al propio proceso de asimilación
alquimista que presenta al hombre actual como si éste hubiese, por
así decir, digerido con ayuda del fuego todo lo que fue recorrido en
los tres estadios anteriores de la evolución humana, esto es, tierra,
agua y aire, como si los hubiera incorporado a su propio cuerpo,
asimilándolo, como si hubiese absorbido lo que puede ser absorbido
90
de la tierra del reino mineral, del agua del reino vegetal, del aire del
reino animal y del aroma del reino humano.
¿Como si hubiese absorbido? ¡No! “Teniendo que absorberlos”.
Y con esto llegamos al misterio más profundo de la formación
humana que podamos extraer del zodíaco.
Es sagrado deber evolutivo del ser humano el emplear
conscientemente el fuego que alberga dentro de sí, como núcleo
heliótico de la Tierra, como “yo” tocado por la chispo de Dios, para
transformar con su fuerza lo más bajo en lo más alto, para fundir
“conscientemente” las materias inferiores en las superiores, y, de
ese modo, convertir en trabajo consciente lo que en la naturaleza y
sus seres vivientes fuera proceso de digestión inconsciente –
fenómeno de metabolismo–, asimilación alquimista, o, en otras
palabras, cobrar conciencia de las fuerzas nutricias que, a través de
la estructura histórico-terrestre de los reinos inferiores, penetraron
en su cuerpo, y cuyas verdaderas “vitaminas” son las irradiaciones
celestes de los seres zodiacales superiores, cuya huella obra, como
esencia de su existencia y de su vida, en el mineral, la planta y el
animal.
De modo que su misión pasa a ser la de convertir el alimento
celeste en valores humanos, de consumirlos en el fuego del
Athanor, el horno alquimista, que le fue confiado juntamente con su
“yo”, y por ese medio, transformarse a sí mismo.
Como dadora de tal alimento celeste, la mitología de los
pueblos ha tenido siempre en consideración a los grandes guías de
la humanidad, destinados a realizar el milagro alquimista de
inculcar en la humanidad un impulso evolutivo. (El milagro de la
multiplicación de los panes de la Biblia.) Es de este modo que
aquello que fuera caracterizado como sagrado deber evolutivo del
ser humano se nos presenta como la misión de humanizar lo
mineral, vegetal y animal, de revestir con el sello del hombre, con el
sello del fuego, todo aquello que el hombre halla dentro de sí como
heredad proveniente de dichos tres reinos previos al humano,
solucionando de esta manera un problema que los antiguos solían
representar como el enigma de la esfinge, destinado en realidad a
91
encubrir el secreto del zodíaco. Bajo la figura de la esfinge, los
antiguos representaban una especie de extracto simbólico de los
cuatro elementos del zodíaco, en forma de ser compuesto de las
cuatro imágenes zodiacales, representando cada una de las partes un
elemento, según el esquema siguiente:

El cuerpo de la esfinge –Tauro, o también la Osa– Tierra.


Las alas de la esfinge –Escorpio o Águila– Agua.
Las garras de la esfinge –Leo– Fuego.
La cabeza de la esfinge –Acuario o Ser humano– Aire.

Lo que se expresa en este esquema es la necesidad de


superación de la naturaleza animal del hombre, esto es, de su
penúltima etapa evolutiva, por medio de su etapa mental (cabeza de
hombre). El contenido de la vida y de toda aspiración humana
consiste, pues, en el cumplimiento de esta exigencia, de esta
necesidad. Por dicho cumplimiento el hombre no sólo hace justicia
a su deber de elevarse a sí mismo, sino que también participa
conscientemente, como “ser primero” de la escala evolutiva, del
gran milagro alquimista de la evolución del mundo, al llevar “más
allá” el elemento del fuego, implantado en su etapa evolutiva
específica, y al llevarlo a los elementos hereditarios inferiores a su
condición de ser, por medio de la impresión de su “huella”.
De este modo se abren para el ser humano cuatro campos de
acción, cuatro terrenos en los que el hombre tiene que imprimir su
huella, su sello de dignidad humana.
El primero de estos campos lo hemos visto vez pasada; se trata
del campo llamado “tierra”. En la arena de la Tierra el hombre
imprime su huella al crear sus máquinas y herramientas. Como fruto
de autoennoblecimiento por este trabajo alquimista, el hombre
cobra conocimiento de las leyes naturales que los altos seres del
zodíaco han colocado en la materia, a saber: la ciencia y la técnica
humanas. Pero este proceso alquimista no es sólo un proceso de
asimilación, sino también un proceso de separación. Por la ciencia y
la técnica, el hombre aprende a diferenciar lo dañino de lo útil, a
92
aumentar lo útil y a disminuir lo dañino, valiéndonos para esto de
un proceso de selección libre y conscientemente responsable. Para
realizar este trabajo, dispone de la ayuda de las fuerzas que se
irradian del signo de Tierra: Capricornio, Tauro y Virgo. También
el animal, la planta y la piedra viven bajo las mismas leyes
materiales y “deben” vivir según ellas, pero es el hombre el que
acierta a reconocer dichas leyes y escalar con este conocimiento un
peldaño en su ascensión desde la animalidad.
El segundo de los campos de acción que encontramos en nues-
tra excursión hacia el núcleo interior del ser humano es el de Agua,
el gran reino de aquello que eleva a la planta por encima del
mineral, el reino de los instintos y del crecimiento, de la siempre
renovada afirmación de vida, que, en la etapa animal, se convirtió
en la vida de las pasiones, en la búsqueda impulsiva y en la fuga
instintiva, en el dolor y el placer, y que, en la etapa del hombre, se
convirtió en el contenido total de su vida de deseo, de su vida
volitiva, con todos las fases intermedias entre la alegría celeste y el
dolor infernal, entre el amor y el odio. Lo que aquí tiene que ser
transformado en forma alquimista es lo siguiente: convertir en
fuerza consciente aquello que también en el animal vivía como
instinto de amor y de odio. También el animal posee en su vida
pasional una especie de instinto de amor y odio; pero esas formas
pasionales tienen que ser transformadas por el hombre, de modo
que ya no constituyan una especie de “padecer”, sino que el
“padecimiento” sea elevado a la categoría de fuerza capaz de hacer
brotar de ella misma la energía capaz de curar ese mismo
padecimiento; se trata del amor curativo, compasivo, solícito, dis-
puesto al sacrificio, que está más allá de la pasión y más allá de la
materia, de la carne; el amor que vence al odio, excluyéndolo, como
a unaa escoria, del proceso alquimista de ennoblecimiento. Las
fuerzas que lo ayudan en esta tarea de transformación son las del
signo de Agua: Cáncer, Escorpio y Piscis. Con la ayuda de estas
fuerzas, el hombre construye un segundo peldaño para su ascensión
desde la animalidad.
El tercer campo de acción es el del Aire, el gran reino de todo
93
aquello que, aún extraño a la planta, vive en el animal como
“instinto de entendimiento”, y que en el hombre configura el reino
de sus pensamientos, su vida mental. Si el hombre no poseyese más
que el entendimiento animal, esto es, la mera capacidad de ser
guiado por motivos subsistentes de los recuerdos placenteros o
dolorosos, entonces carecería del entendimiento “humano”, de
aquello que llamamos “razón”, cuya peculiaridad es la de
independizar la vida pensante de la vida instintiva, librándola de
pasiones. Pero lo que configura la tarea consciente del ser humano,
el trabajo alquimista en el reino de Aire es bastante singular, a
saber: la fuerza de independizar los pensamientos, de sacarlos de la
vida instintiva y mirarlos en una total independencia, de llevarlos a
un sistema situado más allá de toda vida placentera o pasional, cuya
regularidad ordenadora representaría una copia de las leyes
naturales que elevaban al ser humano del reino mineral. Se trata,
por así decir, de la fuerza de cristalizar los conocimientos mentales,
dándoles un cuerpo mental en el que el hombre imprima la huella de
su organización humana. Lo que se forma de este modo es, ante
todo, el “concepto”, la letra, la palabra sonora, y finalmente, la obra
de arte, en la piedra, el sonido, la palabra y la imagen, el arte como
supremo sello humano dentro de este tercer campo de acción. Y
también en esta tarea el hombre aprende a separar y seleccionar, a
diferenciar entre la verdad y el error, construyendo de este modo un
tercer peldaño para su ascensión a partir de la animalidad. Las
fuerzas que colaboran con él en esta tarea, se irradian del signo de
Aire: Libra, Acuario, Géminis.
El cuarto campo de acción es el de Fuego. Cuando el hombre ha
obtenido de los campos de Tierra, Agua y Aire los alimentos para
su crecimiento, para su ascensión desde la animalidad hasta la
humanidad, ha ganado con ello lo que luego se convierte en tarea de
su cuarto campo de acción: de las profundidades de la revelación de
su yo, el verdadero atributo humano, proveniente del sentimiento de
aquello que, a su vez, representa en las profundidades de la
individualidad el ser más íntimo del hombre, lo que, para decirlo
con las palabras de Kant, se da a conocer como “ley moral dentro de
mí”, o aquello que dentro de mí “quiere” ser espejo de una voluntad
94
suprema, invariable, a la que me debo asimilar por exclusión de
todo lo que la contradiga. Y dicha tarea es la siguiente:
transformación del núcleo humano más íntimo, del ser egoísta,
voluntarioso, en un ser que, por el sacrificio constante de la
voluntad egoísta, aprende a desarrollar el verdadero ego, según la
ley siguiente: no como quiere mi yo aparente, no como acierte a
“querer” yo, sino como “debo” querer, si la suprema ley moral ha
de conducir esta voluntad hasta la autodeterminación de mi yo,
hasta la libertad de mi voluntad, hasta la perfección. Y lo que
obtiene el ser humano de esta aspiración es la perfección de la etapa
humana por la obtención de la total libertad interior, sólo por la cual
puede llegar a ser el heredero universal de los reinos inferiores, el
dueño de ellos sobre la Tierra. Las fuerzas que lo ayudan en esta
tarea se irradian del signo de Fuego: Aries, Leo y Sagitario. Por
ellas, el hombre aprende a llevar a cabo la importante diferenciación
tendiente a completar su obra evolutiva, pues de ella depende que su
camino ascienda al encuentro de la perfección o descienda al
reencuentro del reino animal; en una palabra, la diferenciación entre
el bien y el mal.
De manera maravillosa, ha expresado Goethe en su poema Das
Göttliche (Lo divino) este milagro alquimista de la formación del
ser humano:

“¡Noble sea el hombre,


solícito y bueno!
Pues tan sólo esto
lo distinguirá de los seres todos
que conocemos.

“¡Salve a los ignotos,


altísimos seres
que presentimos!
¡Sea como ellos el hombre!
Su ejemplo enséñenos
a creer en ellos.”
(La asimilación alquimista)

95
Y más adelante:

“Según eternas, férreas,


grandes leyes,
todos debemos
cerrar el círculo
de nuestra existencia.

“Tan sólo el hombre


acierta con lo imposible.
Él diferencia,
escoge y ordena.
Él puede al instante
conferir duración... (los signos del Aire)

“Sólo él puede
premiar al bueno,
castigar al malo... (los signos del Fuego)
curar y salvar... (los signos del Agua)
lo disperso, lo errabundo,
unir útilmente"... (los signos de la Tierra)

Y ahora acaso entendamos ya cuál debía ser el sentido del


antiquísimo enigma de la esfinge, cuya popular figura nos ha sido
transmitida desde la antigüedad en una forma casi ingenua:

“¿qué ser es aquel


que de mañana anda en cuatro patas,
de mediodía en don patas
y de noche en tres patas?”

La solución de esta adivinanza es: el hombre.

“De niño se arrastra por la tierra.


De hombre camina erguido.
De viejo se apoya en el bastón.”

Pero el sentido secreto de esta adivinanza nos lleva a otra


96
interpretación: andar en cuatro patas significa pertenecer a la Tierra,
a lo mineral, cuyo símbolo científico oculto era el cuadrado.
Por la noche, una vez completado su camino, el hombre ha
ascendido al Fuego, cuyo signo era el triángulo con el vértice hacia
arriba.
Y en medio de estas dos etapas está el largo camino de la
evolución, el doble camino alquimista de la asimilación y la
separación, del atar y del soltar, el camino de la exclusión y la
diferenciación: el camino del dos.

97
QUINTA CONFERENCIA
Y dijo Dios: Sean lumbreras en la expansión de
los cielos para apartar el día y la noche: y sean por
señales, y para las estaciones, y para días y años.
GÉNESIS, I, 14.

En nuestras dos últimas conferencias nos ocupamos de la idea


de la evolución, reconociendo en ella una forma especial de la
cohesión cósmica del ser humano, que, como sabemos, configura la
premisa fundamental del edificio doctrinario de la astrología. Y,
para esto, una vez más fue el cuerpo humano nuestro punto de
partida y nuestro guía.
Hoy investigaremos cómo se representa esta cohesión, en tanto
se manifiesta en el proceso evolutivo del ser humano, no cuando se
toma como punto de partida el cuerpo humano, sino el número, esto
es, el segundo auxiliar del conocimiento esotérico; en otras
palabras, estudiaremos cómo el camino que atraviesa aquellos
cuatro estadios o elementos, el camino de 1 a 4, y la incorporación
de estos cuatro miembros evolutivos a la unidad “hombre”, pueden
ser entendidos como proceso resultante por sí mismo, con lógica
matemática, de las funciones del número.
Los números y sus relaciones internas de carácter oculto forman
la base de un sistema teórico oculto que fue elaborado
especialmente en combinación con el saber cabalístico.
Pero por hoy nos limitaremos a penetrar en esto sólo en la
medida en que nos interese a la comprensión del hecho de que en la
astrología nos encontramos siempre de nuevo con ciertos números y
relaciones numéricas que son funciones resultantes de aquellos
primeros cuatro números. El sentido de los primeros tres números
(del 1 al 3) fue expuesto en la segunda conferencia. Reconocimos
que el “3” es el número de la unidad revelada, el “2” es la expresión
del desdoblamiento en sujeto (el “1”) y objeto (el “2”), y que el “3”
99
es la expresión de la unidad que siempre se restablece, de la
oscilación arquetípica o del giro arquetípico, el fundamento de todo
lo que se convierte en “fenómeno”, el ritmo del devenir, cuyo curso
es el siguiente: desdoblamiento y reunión, desdoblamiento y
reunión, etcétera, etcétera. El número “4” resultó ser la cifra de la
mediación entre dos mundos, de los cuales el uno configura una
exterioridad y el otro una interioridad; resultó ser, por así decir, la
cabecera de puente entre dos grandes reinos –por “fuera”, del reino
de los elementos: agua, aire, fuego; por “dentro”, del reino de los
sentimientos, de los pensamientos y de la revelación del yo como
“cuerpo material— tierra”, a saber: el cuerpo humano colmado por
el yo.
Existen en cierto sentido dos tríadas unidas entre sí por un
común miembro de unión (el “4”), que están entre sí en relación de
correspondencia.
Ordenando lo que acabamos de enunciar, resulta la serie
siguiente:

es decir que obtenemos siete miembros, cuyo miembro central


representa el lugar de transición de afuera hacia adentro y viceversa:
esto es, el cuerpo humano colmado por el yo.
El esquema siguiente nos aclarará esto:
Sea “Dios” la denominación de la unidad de todos los seres si-
tuados por encima de la etapa evolutiva del ser humano.
Sea “Naturaleza” la denominación de su huella en el mundo
exterior.

100
En ascensión o curso evolutivo del hombre es como la interre-
lación entre 1 y 7, 2 y 6, 1 y 4,-siendo el 4 el mediador.

101
Fig. 2

1 + 7 , 2 + 6, 3 + 5 y 4 + 4, dan por resultado común “8”; la


figura antigua del número “8”, dos cuadrados unidos por uno de sus
vértices, esto es, con un punto común a ambos, revela el sentido
profundo de esta octuplicidad, que permite reconocer claramente
sus relaciones con el número siete.
102
De modo que, por de pronto, llegamos al número siete, que en
la figura arriba reproducida puede ser considerado el número de la
realización humana. Se forma por una especie de “dualización” de
la trinidad, y por la neutralización de dicha dualización con un
miembro unitivo: el “4”, esto es, el cuerpo humano, en el que se
refleja la divinidad creadora. La derivación del número 7 es de gran
importancia para la comprensión de la estructura de nuestro cosmos
solar.

Junto al número 7, cuya relación con la evolución del hombre y


su constitución, especialmente con los siete planetas de los
antiguos, nos ocupará más adelante, encontramos otro número
esencial: el “12".
Se puede hallar una relación aparentemente exterior entre los
números 7 y 12, al considerarse que ambos se componen de los
números 3 y 4; 7 = 3 + 4 y 12 = 3 X 4.
Pero hay otra relación entre ambos números, como nos lo
permite reconocer la figura (7 = 8) arriba reproducida. Si se sigue
las dos líneas trazadas en cruz, se obtiene las siguientes sumas: 2 +
4 + 6 y 3 + 4 + 5, es decir, en ambas sumas: = 12. Lo mismo ocurre
de “abajo” hacia “arriba”: 1 + 4 + 7 = 12.
Pero ya veremos que esta relación es realmente muy profunda.
La última vez hicimos notar que en el zodíaco se revela una es-
pecie de espectro de la unidad divina, como escala cuádruple de la
103
refracción o turbación, correspondiente a los cuatro elementos. En
la medida en que cada uno de estos cuatro elementos presenta como
unidad los tres polos –Rajas, Tamas, Sattwa–, se produce un círculo
de doce zonas.
De modo que, en esto, el número doce resulta ser realmente 3
 4.
En qué relación interno están ahora los números 7 y 12? ¿No es
bastante curioso el hecho de que también la músico, cuya
significación cósmico-simbólica pudimos comprobar repetidas
veces, conozca esta relación “7 - 12"? El conjunto del material
tónico de la música se presenta al músico en un orden
correspondiente a una escala de doce peldaños, caracterizada como
serie cromática. Esta serie representa en cierto sentido la totalidad
del material acústico de la música, en forma de una especie de
espectro tonal de doce bandas. (Hauer: Die Klangfarbe [La
tonalidad].)

Fig. 3
104
Entre este círculo espectral cerrado en sí mismo (el décimo
tercer miembro vuelve a ser el primer miembro) y el ser humano,
que elabora su música con este material, se intercala un filtro de
capacidad receptiva: la serie diatónica con sus siete tonos, que, si se
puede decir así, hace posible el sistema de la evolución o de la
elaboración orgánica de toda composición musical y de su
legitimidad en lo relativo a la acústica. Es así que las siete notas de
la serie musical diatónica pasan a ser una especie de “mediadores”
entre la totalidad del material y su recepción por el ser humano.
Por el momento interpretemos esto como una comparación,
pero una comparación que penetra a bastante profundidad, si se
tiene en cuenta que los antiguos relacionaban la escala diatónica en
forma inmediata con los nombres de los siete planetas sagrados:

Do Re Mi Fa Sol La Si
Marte Luna Mercurio Saturno Júpiter Venus Sol

Y con esto nos aproximamos a una de las premisas


fundamentales de la antigua astrología, que ordenaba en una serie
especial los siete planetas que conocía y luego los combinaba con
las doce zonas del zodíaco de manera que a cada una de las doce
zonas correspondiera un planeta.
Parecería que en dicha correspondencia debiese manifestarse un
conocimiento que brota del sentimiento fundamental cósmico de
que son los siete planetas del sistema solar los que se ubican como
una especie de escala mediadora de siete peldaños entre la totalidad
de las fuerzas zodiacales y la capacidad receptiva que posee el
hombre con respecto a tales fuerzas, de modo que el número (siete)
de tales planetas estaría en relación oculta con la septuplicidad del
camino evolutivo de la propia humanidad, cuyos impulsos se
irradian de la esfera del zodíaco.

105
Fig. 4

Y más aún: con excepción de Sol y Luna, que sólo ocupan un


signo zodiacal cada uno, los restantes cinco planetas ocupan cada
uno dos zonas zodiacales, en orden rigurosamente simétrico, orden
que en su estructura recuerda la constitución del número 7;
formando Sol y Luna por un lado y, por otro lado, el par de
Saturno, una especie de núcleo del sistema, en torno del cual se
agrupan en dos series simétricamente ordenadas los restantes cinco
planetas, del mismo modo en que en torno del núcleo “4” se
agrupan las tres etapas evolutivas de la escala séptuple de la
constitución humana.
Se nos presenta, con respecto a esto, una comparación referida a
una de las conquistas más recientes de la técnica humana.
El espíritu inventivo del hombre ha sabido convertir las ondas
eléctricas de alta frecuencia en agentes portadores de las más finas
modulaciones del lenguaje verbal, tonal y de los signos del hombre.
Pero sólo puede llegar a ser audible, de entre lo que fuera
106
“confiado” a tales irradiaciones eléctricas, aquello que por la
interposición de filtros adecuados se adapte a la capacidad receptiva
del oído humano; tales filtros tienen la función de transformar la
radiación eléctrica, de modo que pueda ser llevada al campo de la
perceptibilidad sensorial humana. La técnica llama a estos filtros
“detectores”, “transformadores de baja frecuencia”.
Imaginemos ahora que tuviéramos tales transformadores de baja
frecuencia en los planetas; la función de esos transformadores sería
la de hacer perceptible la radiación zodiacal al lenguaje de la actual
organización humana, la de traducir el lenguaje incomprensible de
la radiación zodiacal al lenguaje del hombre. ¿Qué otra cosa
representaría esta transformación, sino la escala de siete peldaños?
¿Según qué ley se formaría, sino por la ley de la escala dispuesta en
la propia naturaleza humana como predisposición a la
perceptibilidad –la séptuple escala evolutiva del ser humano
(embrión de Dios)–, de la serie doble de los cuatro elementos, cuyo
miembro central, la Tierra, representa el miembro común a ambas
series? Si tratamos de continuar esta idea para justificar, para
confirmar lo que hasta ahora fuera simple sospecha, reproduciendo
por vía de la experiencia interior aquello que para dicha sospecha
había sido, exteriormente, tan sólo un estímulo, volveremos a llegar
a la visión esotérica que describimos en la segunda conferencia.
Nos sentimos, por así decir, como poros colmados de sustancia
humana “egótica”, poros de un cuerpo gigantesco que nos muestra a
nosotros la misma faz interior que nosotros a él la faz exterior. La
superficie común de contacto era la piel o “envoltura” de nuestro
cuerpo, que simbolizaba la totalidad de nuestro cuerpo en su calidad
de puente común entre el “aquí” y el “allá”; este fue nuestro primer
contacto esotérico con el zodíaco, como figura arquetípica del ser
humano. Pero luego dirigimos nuestra atención, apartándola de la
experiencia de esta correspondencia formal entre el macrocosmos y
el microcosmos, a la, por así decir, correspondencia “funcional”, al
hecho del intercambio de vida entre el macrocosmos y el
microcosmos..
Y de este modo llegamos a la percepción de nuestra
107
comunicación por el ritmo de la unidad siempre restablecida por la
dualidad, a la experiencia de la respiración cósmica, cuya
manifestación exterior representa tanto las dos fases de la
inspiración y espiración, en su calidad de fenómeno fisiológico de
la vida, como la oscilación y el movimiento giratorio de los
planetas, “allá afuera”. Y así llegamos a reconocer la oscilación o
ritmo como forma arquetípica en que se produce toda integración de
la parte en el Todo; y en la medida en que a esto se aparejaba en la
experiencia interior una función numérica, reconocimos a la vez, en
aquella visión a la comunicación vital de la parte con el Todo, la
confirmación del axioma numérico 3 = (1 +2) = 1, el “uno” que
retorna a sí mismo.
Y lo que se producía exteriormente, en los movimientos
planetarios, fue para nosotros como la respiración de pronto
perceptible del cuerpo gigantesco llamado “cosmos”, del cual
nuestro propio cuerpo es una pequeña parte.
Si ahora, provistos de esta noción fundamental, examinamos la
relación entre el zodíaco y los planetas, tal y como aparece al ser
humano, no nos costará ver en la función planetaria una copia de la
respiración cósmica que une al hombre, en su calidad de
microcosmos, con el zodíaco, en su calidad de representante del
macrocosmos, como lazo de unión –pulsación rítmica– que, como
un inconmensurable cordón umbilical, sirve de intercambio
asimilatorio entre el embrión de Dios llamado “hombre” y el
sustrato celeste de que se alimenta la evolución del hombre.
Hoy hemos de penetrar en el significado profundo de esta pul-
sación, por la cual nuestra pequeña vida terrenal de seres humanos
va unida al mundo estelar; penetraremos en el significado de la
oscilación bifásica, por la cual se restituye de continuo a este mundo
revelado la unidad viviente. Y, de pronto, nos damos cuenta de que
también la septuplicidad constituye una oscilación bifásica entro
dos foses triples opuestas entre sí:

108
cuya unificación –combinación– es llevada a cabo por el miembro
común “Tierra” (T).
Y fue nuevamente un gran hombre el que vio en la revelación
mental este fundamento arquetípico de todos los movimientos
giratorios de los planetas, revelación equiparable a la cosmogonía
de Kant y al principio biogenético de Haeckel. Isaac Newton
reconoció que el movimiento rotatorio de los planetas era resultado
de una nivelación de dos impulsos contrapuestos entre sí: uno que
tendía hacia el centro –fuerzo centrípeta– y otro que huía del centro
–fuerza centrífuga–: rerum concordia discors.
Y ahora trataremos de explicarnos el sentido de esta rotación y
oscilación, de esta pulsación cósmica. Partiremos de las cosas más
sencillas, de las cosas que nos muestra inmediatamente la vida
cotidiana. Trataremos de conocer el curso bifásico de nuestro vida
de todos los días para captarlo en el plano de fondo de nuestra vida
cósmica. Nos sumergiremos en un estado de captación de la
pulsación del cordón umbilical cósmico, que nos depara la corriente
vital del cosmos y su ley, como alimento suministrado al embrión
de Dios llamado "hombre”.
Si nos entregamos sin preconceptos a la impresión que
obtenemos del curso de la vida en su forma exterior, no podremos
pasar por alto el hecho de que en dicho curso se pone de manifiesto
una organización rítmica, correspondiente a una periodicidad
regular de mayor o menor frecuencia, semejante a la mayor o menor
longitud de onda de los diversos tonos. Sin duda, la periodicidad
más sugestiva y acaso más elemental será la del cambio cotidiano
entre “despertar” y “dormir”, correspondiente al cambio “día” y
“noche”, e igualmente correspondiente al cambio, algo mayor,
temporalmente más amplio, de “verano” o “invierno”.
Ambos ritmos reflejan dos fases del ritmo terráqueo; dos
movimientos giratorios de la Tierra; uno de ellos, menos amplio en
el tiempo, es el de rotación alrededor de su eje; el otro, más amplio
en el tiempo, el de traslación alrededor del sol; traducidos al curso
de la vida, esos dos movimientos dan por medida básica el día y el
año respectivamente. La primavera y el verano, tomados
109
conjuntamente, corresponden a la fase diurna; el otoño y el
invierno, tomados conjuntamente, corresponden a la fase nocturna.
La fase diurna de nuestros días habituales, burgueses, comienza
al salir el sol, y dura hasta la puesta del sol; la fase nocturna
comienza en cuanto el sol desaparece bajo el horizonte, y termina
en cuanto el sol retorna. La fase diurna del año comienza con la
primavera, cuando la duración del día es igual a la de la noche, y, a
partir de esta igualdad, los días comienzan a durar más que las
noches; la fase nocturna del año comienza con el otoño, con la
misma igualdad diurno-nocturna, pero a partir de la cual son las
noches las que preponderan en la duración temporaria.
Tratemos ahora de comprender cómo estos dos ritmos
terráqueos se traducen al curso de la vida humana, cómo
“presenciamos” (vivimos conjuntamente) también nosotros esta
pulsación de la Tierra, cómo el cambio periódico de estas dos fases,
la diurna y la nocturna, se produce también psíquica y mentalmente
en la conciencia del hombre. Con fuerza de visión aparece ante
nuestro campo visual interior la doble naturaleza de nuestro ser,
cuyas partes se comportan recíprocamente como el número uno con
respecto al número dos, como los números arquetípicos, que se
ordenan en el acto de la revelación, disponiéndose como Rajas y
Tamas, como lo activo y lo pasivo, como lo masculino y lo
femenino.
De día vivimos “hacia afuera”, irradiando fuerza, haciendo,
actuando, obrando, creando, creándonos juntamente con el mundo
circundante.
De noche vivimos “hacia adentro”, incapaces de irradiar fuerza,
incapaces de hacer, de actuar, de obrar, incapaces de crear,
incapaces de crearnos juntamente con un mundo circundante, que
ahora –de noche– se ha extinguido. Nuestra conciencia, totalmente
vuelta hacia adentro, vive más bien en un mundo interior, en el que
todo aquello que durante la fase diurna fuera mundo exterior, sólo
halla acceso a nosotros al cobrar la forma que acierte a darle nuestra
memoria –esto es, vive en los recuerdos “plásticos” del pasado–,
“nuestro” pasado. En la fase diurna estamos vueltos hacia el futuro,
110
avanzamos impulsados por el tiempo, multiplicamos el capital de
nuestras experiencias, conquistamos cosas nuevas, creamos cosas
nuevas, vivimos cosas nuevas. En la fase nocturna estamos vueltos
hacia el pasado. Lo nuevo no halla acceso en nosotros, no
coleccionamos más que lo viejo, lo ya acaecido, y lo ordenamos,
clasificamos y examinamos. No cabe duda de que, en tanto nos
ocupe aparentemente lo futuro, ello no ocurre más que en la forma
en que fue anhelado o temido durante el día.
(Los así llamados sueños “verídicos” o “admonitorios”
simbolizan, sin duda, algo “futuro”, pero ello no ocurre para el
soñante, para el sujeto que duerme, para el cual son “presente”, pues
los “padece” indefenso. La naturaleza del sueño admonitorio
configura dentro del soñante “algo ya ocurrido”, siendo que en la
realidad sucederá sólo #más tarde”).
El día es como un trasponernos a nosotros mismos, como un
salir de nosotros mismos; la noche es como un retorno a nosotros
mismos. En el Fausto, Goethe describe el sentimiento solemne con
que por la noche nos damos a este “regreso”:

“Me fui del campo y de la vega


que ya cubrió la noche oscura.
Un sacro miedo el alma anega:
el sentimiento de su altura.

“Ya los instintos se han calmado,


ya se ha dormido el desenfreno.
Renace, pleno, amor humano,
y amor de Dios renace pleno.

“Y cuando en nuestra interna celda


la luz de nuevo vuelve a arder,
el corazón está de vuelta
y nos volvemos a entender.”

Con estas palabras describe Goethe el estado de ánimo que se


experimenta al finalizar la faz diurna, al llegar la noche. Entre el día
y la noche. Y entre la noche y el día se produce el despertar matu-
111
tino como una embriaguez de primavera, el presentimiento esperan-
zado de poder volver o derrocharse a sí mismo en el mundo
exterior, con todos los nuevos “enredos” que ello trae aparejados. Y
antes del retorno a lo interior, experimentamos el sentimiento del
anochecer, el sentimiento del fin de la jornada, el presentimiento de
la sumersión en la fase del recuerdo.
Del mismo modo en que, por ejemplo, los animales y las
plantas invernantes no toman en su fase nocturna interior ningún
alimento del mundo circundante, hallándose en condiciones de
consumir las materias que reunieron durante la fase diurna, el
estado nocturno del ser humano corresponde interiormente a la
consumición de las provisiones almacenadas en la vida
memorística. Pero esta consumición de las provisiones, que colma
la fase nocturna, reviste importancia inmensa para todo aquello que
configurará nuestra labor diurna del día siguiente. Pues por esta
consumición se vuelve a producir una renovación del empleo de las
impresiones recolectadas el día anterior y una incorporación a la
totalidad de nuestra constitución interior, de modo tal que
“maduramos al encuentro” del día siguiente en forma interiormente
más ordenada, armónica y, en consecuencia, más enriquecidos; ello
se produce gracias a aquella función digestiva nocturna, cuyo fruto
representa la “dote” de que disponemos para el día siguiente. Es
como regalo de bodas por el casamiento ya efectuado entre nuestro
ser “de ayer” y nuestro ser “de anteayer”, el cual, a su vez, hubo de
mostrar su labor al anterior, etcétera, hasta el pasado más remoto,
para determinar de este modo, de este continuado acto nupcial, que
el hombre del futuro aparezca cada vez más nuevo, joven y puro.
Sucede, pues, que diariamente renacemos en cierto sentido, como
brotes y herederos de nuestro antepasado del día de ayer, y que
morimos en cierto sentido todas las noches.
El sueño y la muerte, el dormirse y el morir, se corresponden
entre sí como la vigilia y la vida, el despertar y el nacer. El sueño y
la muerte, el nacer y el morir, son también dos fases, y su
intercambio dentro de una amplia periodicidad arroja como
resultado lo siguiente: la vida es la fase masculina, y aquello que
112
pueda ubicarse entre el “morir” y el “aparecer renovado” en la vida
es la fase femenina.
La relación entre la mañana y la tarde es análoga a la relación
entre el comienzo de la primavera y el otoño, mientras que los sols-
ticios, al igual que el mediodía y la medianoche, representan
momentos en los que se prepara interiormente una especie de
transformación para la fase siguiente. La entrada del sol en los
equinoccios del zodíaco convierte a estos en señales, por un lado,
del renacimiento o resurrección (primavera) y, por otro lado, de la
muerte y la comparecencia ante el Juicio Final, y de la preparación
para un nuevo despertar en señales que, en la vida de los pueblos
primitivos, de los pueblos que a partir de su unión a la naturaleza
vivieron el sentido de este gran ritmo de vida y el cambio de ambas
fases en forma inmediata, desempeñan un papel
extraordinariamente importante. Dichas “señales” se convirtieron en
cierto grado en las medidas de la vida del hombre, como así
también, por otro lado, de la vida cósmica, diríase que como las
manecillas de la esfera de un enorme reloj cuya marcha acaece
según las “mismas, eternas y férreas leyes” por las que todos
nosotros debemos completar “el círculo de nuestra existencia”.
Sea cual fuere el modo en que, según esto, se nos manifieste
interiormente la experiencia bifásica que acabamos de describir, en
ella sale a relucir lo que corresponde a los dos polos contrarios en el
acto de revelación, en los dos polos que aparecen por los dos
primeros números: “uno” y “dos”, esto es, Rajas y Tamas, que se
reúnen por Sattwa (periodicidad) en el “tres”. En suma, la cualidad
originaria masculina y femenina y su combinación.
Si, provistos de esta disquisición, nos abocamos al problema de
qué papel desempeñan los siete planetas como mediadores entre el
zodíaco y el ser humano, entenderemos, por de pronto, que, de
alguna manera, la función que desempeñan dichos planetas depende
del sentido interior de estos números, tal y como se pone de
manifiesto a partir de la experiencia de la periodicidad, en calidad
de acto de revelación constantemente restablecido. Pues aquello que
hemos llamado la revelación del yo dentro de nosotros es como un
113
espejo de la propia revelación original que, en tanto cobramos
conciencia de nuestro yo, tenemos que vivir siempre de nuevo y en
forma tal que aquellos números y su función se convierten en norma
de nuestra propia función consciente, cuya ley de vida pasa a ser la
misma que la de los números. Es así que el cosmos y su
autorrevelación se convierten en único y verdadero maestro de todo
lo que en verdad puede ser conocido, a saber: la matemática y sus
leyes como única fuente de la cual mana el saber verdadero, y el
hombre, que puede beber de esta fuente, y que se convierte en el
verdadero discípulo, esto es, el que “siempre despierta con nueva
juventud”, el mathetés, como lo llamaban lo» griegos, alimentado
de saber cósmico.
No cabe, pues, asombrarnos que los antiguos adquiriesen
inmediatamente sus símbolos numéricos a partir del conocimiento
de dicha revelación original: “tres es igual a uno”, representándola
con signos que eran a la vez símbolos gráfico-geométricos de la
revelación del mundo; tampoco debe asombrarnos que tales
símbolos les sirviesen para captar la función de los planetas.

Los símbolos numéricos con que nos


encontramos son los siguientes:
El círculo en blanco, vacío: lo no
revelado (cero).
El círculo con el punto central: punto de
partida de la revelación. Rajas – polo
masculino.
El círculo cruzado por un diámetro: el
polo femenino, Tamas.
El círculo con la cruz inscrita, esto es,
cruzado por dos diámetros perpendiculares
entre sí: Sattwa, oscilación periódica.

Con estos cuatro símbolos gráficos, que, por de pronto, son


valores numéricos, componía la astrologia los valores funcionales
114
de los siete planetas, del modo siguiente:

A la altura actual de nuestras exposiciones, todavía no podemos


abocarnos al estudio de la función de cada uno de los planetas
aislados. Pero desde ya nos es muy importante penetrar en el
sentido general de estos símbolos gráficos, que están destinados a
mostrarnos cómo, por un lado, se ponía de manifiesto la relación
entre el número y la función planetaria, y cómo, por otro lado, se
revelaban el número y el proceso evolutivo. Pues aquella relación es
lo que en realidad debía ser expresado por dichos símbolos.
El círculo vacío fue siempre símbolo del estado “no revelado”
del mundo, de su fase nocturna, a partir de la cual el mundo entró,
por el acto triple de la revelación, en la existencia. (En sof de la
cábala.) Nada puede decirse acerca de esta fase. Ni puede afirmarse
que haya subsistido ni que no haya subsistido; nada de lo que pueda
decirse o pensarse o imaginarse le atañe. El solo hecho de pensarla
implica ya un error, pues en ese caso tendría existencia al menos en
el pensamiento; para decirlo en una palabra, está más allá de toda
posibilidad de representación o de captación. Los hindúes llaman a
esta fase “La noche de Brahma” (Para-Brahman). En cambio
llaman “El día de Brahma” a la fase revelada del mundo. El círculo
vacío o “cero”, o “nulidad”, puede, con todo, y en base a lo dicho,
valer retrospectivamente, esto es, como primer peldaño agregado

115
“detrás” de la serie numérica, con respecto al cual peldaño la tríada
reunida, que le sigue en “orden”, del ser revelado se comporta
como, en el propio acto de la revelación, lo hace el “dos” con
respecto al “uno”, o lo femenino con respecto a lo masculino.
El segundo símbolo, el círculo con el punto central, nos revela
el comienzo del acto de la revelación, el alumbramiento del yo, esto
es, del “yo-no-yo” y sin embargo “yo”, o el “autoencuentro
incipiente”. El punto central simboliza la revelación del yo, y la
circunferencia (la periferia) el reflejo del yo.
Prolongando el punto central en diámetro obtenemos el tercer
símbolo, que es expresión del desdoblamiento total. El complejo
total del círculo se desdobla en dos partes, apunta al desdoblamiento
en “lo masculino” y “lo femenino”, contraponiéndolos entre sí. El
círculo y al semicírculo se enfrentan entre sí como el día y la noche.
El cuarto símbolo, la cruz inscrita en el círculo, a la vez que
signo oculto del propio globo terráqueo, aparece como expresión
del restablecimiento unitario de las polaridades contrapuestas entre
sí por reunión y separación repetidas, bajo la forma de periodicidad
de la oscilación que ahora se manifiesta en la materia: oscilación
convertida en realidad. Corresponde al grado de condensación
“Tierra”, como al signo del semicírculo corresponde al de “Agua” y
el círculo con el punto central al de “Aire”.

 = que refleja, “lo masculino”, yendo hacia el futuro, lo


activo.
 = que es reflejado, “lo femenino”, orientado hacia el pasado,
lo pasivo, conservador, receptor plástico de la forma.
 = función niveladora que ya penetró en la materia,
periodicidad del acaecer.
 y  son como los puntos finales, extremos de una serie y la
escala séptuple, de la que ya hablamos en nuestra disertación de
hoy; se representaría, en base a los símbolos numéricos descritos, de
la manera siguiente:

116
Comparemos con esto las palabras del viejo gnóstico Valentino
(siglo II d. C.):

“Cómo todo está suspendido lo veo en lo mente.


Cómo todo es transportado lo reconozco en la mente.
Veo lo carne suspendida del alma.
Veo el alma transportada por el aire,
El aire suspendido del éter.
Pero veo brotar frutos del abismo
Y del vientre materno un niño.”
M ARTIN B UBER : Ekstatische Konfessionen
(Confesiones extáticas)

Nos encontramos así con signos que resultan análogos a los


símbolos planetarios y, en parte, coinciden con estos.
Pero por el momento no es nuestro propósito el de penetrar a
mayor profundidad en la naturaleza de estos símbolos originales,
extendidos por todo el mundo, al extremo de que pertenecen al
patrimonio de conocimientos de todos los pueblos. Encierran dichos
símbolos la sabiduría más profunda; estudiarlos es como leer en el
mismo libro del cosmos; más aún, sin una profunda sumersión en el
sentido de estos signos, que son como huellas sagradas impresas por
la mente universal en el pensamiento humano, como jeroglíficos
cósmicos, tal un sello de nobleza que le permitiera al cosmos volver
a reconocerse a sí mismo en el hombre, no se abrirá el camino de la
comprensión de las funciones planetarias. Por hoy bástenos con
117
decir que el secreto de esta función planetaria se relaciona
íntimamente con el sentido de los primeros cuatro números, los que,
a su vez, en combinación con la escala evolutiva del ser humano y
la transformación alquimista de los cuatro elementos, tienen que
llevar finalmente a la misma septuplicidad que nos es dada en los
planetas.
Llevemos ahora nuestra exposición de hoy a una conclusión
provisoria.
Hemos visto que los planetas representan realmente un
miembro de unión entre el hombre y el zodíaco, que el mundo
planetario es nuestro mediador y ayudante en la lucha por la
evolución hacia la altura, por la perfección de la etapa humana.
Imagen externa de una lucha y de un movimiento giratorio, como el
palpitante cordón umbilical del embrión, nos depara el alimento
celeste. Hemos comprendido el sentido de la periodicidad que se
expresa en esta lucha y en este movimiento giratorio, y lo hemos
comprendido por el hecho mismo de la revelación del mundo, cuyo
tercer miembro polar es dicha periodicidad. El movimiento
giratorio, el movimiento oscilatorio y la rotación, y, con ello, el
cambio rítmico constante de día y noche, se representan por los
símbolos originales de estas dos fases: el círculo con el punto
central y el semicírculo, que son, a la vez, los signos del sol y la
luna. Son ellos los que nos hacen cobrar conciencia del sentido
interior del doble cambio de fases, y con su función se asocia todo
lo que constituya la medida de la vida interior y de la vida cósmica
exterior.
“Y dijo Dios: Sean lumbreras en la expansión de los cielos para
apartar el día y la noche: y sean por señales, y para las estaciones, y
para días y años.”
Cuando un ser humano nace a la vida en esta Tierra, cuando,
como se suele decir, ve la luz del mundo, se encuentra con su yo
entre dos fases, una de las cuales es el pasado cuya heredad asume
dicho ser humano (fase nocturna) y la otra el futuro, que regirá la
actuación de aquel ser humano sobre el planeta terráqueo. Y entre
ambas fases se encuentra su yo “siempre presente”, cuya evolución
118
se manifiesta como el ya descrito acto nupcial entre los impulsos
del pasado (herencia terrestre) y los impulsos del futuro (herencia
celeste). Él mismo (ser humano), brotado mitad de Tierra y mitad
de Dios, se compone de un elemento femenino-terrestre y de un
elemento masculino-divino; la neutralización de ambos elementos
configurará el rendimiento evolutivo, que se le convertirá, camino
adelante, en bendición o maldición. Ya podemos comprender por
qué todos los planetas que se agrupan alrededor del sol y la luna y
que, por ello, se convierten en representantes de aquello que en
nosotros es “de Dios y de la Tierra”, tienen que expresar dos fases
cada uno, como también comprendemos ya por qué tiene que haber
para cada uno de los cinco planetas (excluidos el sol y la luna) dos
lugares de influencia dentro del zodíaco (véase figura 4), esto es,
que Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno puedan conferir en
sentido doble sus fuerzas a la labor evolutiva del ser humano,
conectándolo tanto con su heredad terrestre como con su heredad
celeste. Colocado entre la mañana y la noche, como en el enigma de
la esfinge, el camino doble pone al hombre en el deber sagrado de
convertir dicho camino en uno solo. Y del mismo modo en que el
curso periódico de aquellos siete planetas por las doce regiones del
zodíaco, con sus cambios de fase mayores y menores, jamás ni aun
con el correr de muchos siglos, volverá a llevar de vuelta a una
constelación totalmente igual, tampoco la misión de la vida de cada
ser humano dejará de ser un acontecimiento único, un suceso que
jamán se repetirá en el cosmos, será la determinación íntegra del
sentido individual de su existencia. Y ahora volveremos por una vez
al punto da partida de nuestra exposición.
Hemos tratado de explicarnos cómo se revela el juego entre los
números “3” y “4”, como “7” (3 + 4) y “12” (3  4), por un lado,
en la relación recíproca de los planetas y, por otro lado, en su
relación con el zodíiaco. Pero hace tiempo que los astrónomos
sabían que, de una manera harto curiosa, en las medidas puramente
exteriores de la estructura del mundo solar, se repetían siempre de
nuevo los mismos números, las mismas medidas. Es así que Titius-
Bode sostiene que las distancias de los respectivos planetas al sol
pueden agruparse en una serie que reproduce dichas relaciones
119
numéricas:

Mercurio 4
Venus 4 3
Tierra 4 231
Marte 4 232
------- 4 234
Júpiter 4 238
Saturno 4 2  3  16

Se puso como “100” la distancia del sol a Saturno, de lo cual


resultaron las cifras relativas de distancias arriba reproducidas.
Entre Marte y Júpiter faltaba un miembro de la serie; fue allí donde
se descubrieron los así llamados planetoides, varios cientos de
pequeños y pequeñísimos cuerpos celestes, que acaso fuesen
desprendimientos de algún planeta extinguido o expulsado de la
serie.
No debe extrañarnos que el sentido de los hombres se sintiese
atraído siempre de nuevo a buscar en aquellas relaciones numéricas
interdependencias profundamente interiores. De tales esfuerzos
surgió la obra de Kepler Harmonices mundi, la antiquísima doctrina
de la música de las esferas, rejuvenecida por la mente de Kepler,
música en la que resuena el secreto de la creación, a partir de las
cifras fundamentales de la revelación del mundo y su combinación,
vivida en el corazón humano y en él renacida, el presentimiento de
la gran unidad viva que le fuera dado al hombre como auxiliar
evolutivo interior, mensajero de Dios, y guía para retornar a Dios.
Todos estos números y ritmos, hasta ahora sólo mencionados,
descritos, serán más adelante objeto de un examen minucioso y
detallado. Pero por hoy cerraremos con las magníficas palabras con
que Goethe hace anunciar en el Fausto a los arcángeles el milagro
de la revelación del mundo:

120
“Rafael:

“El sol compite desde antiguo La música cósmica


con las esferas en cantar;
jamás el viaje le fue exiguo,
pues lo completa en un tronar. Los números cósmicos
El sol, si el ángel languidece,
fuerzas le da como a un igual;
la obra inmensa resplandece
como en el día inaugural. Los discípulos

“Gabriel:

“Gira en girar vertiginoso Rotación


la Tierra en todo su esplendor;
un paraíso luminoso Curso bifásico
se cambia en noche de pavor.
De espumas anchas y cimeras
baña la roca el ancho mar, Día y noche
y roca y mar con las esferas
vertiginosas van a andar. Tierra y agua

“Miguel:

“Rugen tormentas, compitiendo Aire y fuego en combinación con


de mar a tierra y tierra a mar; Tierra y agua
en torno a todo van tendiendo
vivas cadenas al bramar.
Adelantándose a los truenos,
brilla el relámpago fugaz; Los series superiores más allá de
Señor, tus nuncios van serenos la Tierra
con tus jornadas de honda paz.”

121
SEXTA CONFERENCIA
Cuando veo tus cielos, obras de tus dedos, la
luna y las estrellas que tú formaste:
Digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él
memoria, y el hijo del hombre, que lo
visites?
SALMO OCTAVO

Hasta ahora hemos tratado de darnos una idea de las relaciones


entre el hombre y el mundo de las estrellas; hemos conocido una
relación de dependencia que podríamos caracterizar de relación
vital orgánica. Hoy volveremos a avanzar un paso en estos
conocimientos generales. Nos ocuparemos del ser humano aislado,
en tanto persona individual, desplazando en cierta medida el
escenario de nuestra observación hacia la Tierra, pero no a la Tierra
en general sino a cada uno de los puntos topográfico-individuales de
su superficie, en los cuales, en un instante de tiempo igualmente
único, por así decir, individual, nace un determinado individuo
humano.
De este modo llegamos a un punto de vista que tiende a tomar
todo aquello que, en parte, se irradia de la órbita del mundo
planetario y, en parte, del mundo de las estrellas fijas sobre la
Tierra, y a reunirlo, por así decir, en un punto único, espacial y
temporalmente determinado, a reunirlo por medio de una especie de
lente condensadora, de modo que el todo brilla como en un foco,
representando precisamente este foco luminoso al individuo aislado
en su constitución astrológica. Cobrar conciencia de esta
constitución astrológica, restablecerla en la mente, significa conocer
qué influencias cósmicas confluían en dicho fugaz momento único
en aquel determinado punto de la superficie de la Tierra, donde cada
ser humano inició su existencia destinada a conferir, por aquel acto
de iniciación de la existencia, duración individual a dicho momento
fugaz, y que sitúa a este fugaz “ahora”, como frontera viva entre el
123
pasado “general” transcurrido hasta entonces, y un futuro que
comienza a actuar a partir de ese mismo “entonces”, un futuro
individual a partir del “ahora” en que acaba de nacer el sujeto
humano. Y esta frontera de su “ahora”, que, como horizonte
geográfico de su lugar de nacimiento, separa la media bóveda
celeste invisible de la media bóveda visible, es la que contiene la
determinación individual del hombre recién nacido. Captar dicha
determinación, dicha frontera, significa hacer el horóscopo del na-
cimiento de tal ser humano, o restablecer en la mente el foco de las
radiaciones cósmicas que por la lente condensadora del yo recién
nacido se producen en este yo.
Antes de seguir adelante con esta noción, echemos una ojeada
retrospectiva sobre los conocimientos que hemos adquirido hasta
este momento.
Conocemos los dos elementos fundamentales de la unión
cósmico-orgánica del ser humano. Podría llamárselos dos
“perspectivas” bajo las cuales podemos considerar aquella unión.
La primera perspectiva, en cierta medida “superior” y “más vasta”,
fue la perspectiva de las estrellas fijas o perspectiva del zodíaco; el
mundo de las estrellas fijas –la plenitud de millones y millones de
soles lejanos y más lejanos, llamada “mundo de estrellas fijas” lleva
este nombre porque sus partes integrantes nos parecen “fijas”,
inmóviles, a causa de la distancia inabarcable que las separa de la
Tierra– representa, en su quietud e invariabilidad, en cierta medida,
el fondo de eternidad del cosmos.
Si pudiésemos contemplar la Tierra desde aquel mundo de
eternidad, para percibir allí al ser humano, sólo percibiríamos, a
partir de semejante perspectiva, aquello que del ser humano
representa lo “eterno”, lo relativamente invariable; esto es, no al
individuo mortal, sino a la humanidad total, bajo la forma de un
único ser humano que representa la idea de hombre, su figura
espiritual arquetípica. En el cielo de las estrellas fijas está la idea de
la figura humana, de la etapa de la vida llamada “hombre”, cuyos
representantes son los millones de individuos de esta Tierra, que, en
parte, nacen a la vida simultáneamente y, en parte, sucesivamente,
124
pero que en su conjunto representan la idea “Hombre”.
La segunda perspectiva nos representa el mundo de los
planetas: el mundo con los planetas que lo rodean, a más de la
Luna, satélite de nuestra Tierra; se trata de una totalidad de siete
miembros, cuyas partes integrantes “oscilan” y “giran”, en períodos
de tiempo mayores o menores, a lo largo del zodíaco.
Si confrontamos este ritmo de oscilación y circulación con la
quietud “eterna” del cielo de las estrellas fijas, y si tratamos de ver
al hombre desde esta perspectiva temporal, rítmica, más cercana a la
Tierra que la de las estrellas fijas, ya no nos aparecerá lo eterno de
la idea “hombre”, sino su variación temporal en la gran lucha bifá-
sica de la vida; vemos la periodicidad de la vida humana, vemos
nacer, envejecer y morir al hombre, vemos sucederse unas a otras
las generaciones, vemos cómo atardece y amanece, vemos el
contrajuego de esta oscilación y circulación traspuesta a los seres
humanos, del mismo modo que, por ejemplo, lo hace expresar
Goethe al espíritu de la Tierra:

“En corrientes de vida, en tormentas de acción,


soy ir y venir,
constante vagar.
Nacer, morir,
eterno mar...”

Tampoco en esta perspectiva divisamos al hombre individual;


sólo vemos desde ella lo típico de los ritmos de la vida; ttodavía no
resulta visible qué es lo que, dentro de las determinaciones
generales de la especie, llega a convertirse en la determinación del
hombre individual, en su relación con el mundo astral.
Esta determinación se nos revela en la tercera perspectiva, que
estudiaremos hoy: la perspectiva “terrestre”.
Al hablar de esta perspectiva, lo hacemos refiriéndonos a una
perspectiva que, para el hombre unido a la Tierra, constituye la más
natural; en realidad, es la primera perspectiva a partir de la cual el
hombre experimenta el mundo; la perspectiva que parte de la Tierra,
125
siendo que la Tierra es ella misma un planeta que gira y oscila.
Y estando el hombre inseparablemente unido a la Tierra,
transfiere –no pudiendo hacerlo de otra manera– lo que es
movimiento de la Tierra a los mundos de los planetas y de las
estrellas fijas, y ve moverse la esfera celeste alrededor de la Tierra.
Es así que las tres perspectivas mencionadas se hacen para él una
sola, la “perspectiva humana”. El hombre vive lo eterno, lo
temporal y lo individual en la mezcla peculiar de su constelación de
nacimiento, tal y como ésta se presenta vista desde la perspectiva
terráquea; luego el hombre va aprendiendo paulatinamente a separar
los tres elementos, aprende a distinguir qué es lo que de su
naturaleza pertenece a la eternidad, qué a la temporalidad y qué a la
Tierra.
Esta tercera perspectiva, que también puede ser llamada la
perspectiva natural del hombre individual, es aquella a partir de la
cual un levanta el horóscopo.
Los astrónomos la llaman el punto de vista geocéntrico, el
punto de vista más antiguo de la historia de la humanidad: la Tierra
como punto central, en reposo, del cosmos. Y sobre esta Tierra,
alrededor de la cual circulan, según leyes eternas, el Sol, la Luna y
las estrellas, me encuentro yo, como un punto central de ella, un
“yo” que reposa en el “ahora” imperecedero de mi conciencia,
alrededor de la cual el acaecer incansable conduce a la fuente del
pasado, desde el pozo inagotable del futuro, suceso tras suceso,
luego de haber sido contenido como presente de mi “eterno,
inconmovible ahora”, por un momento inconcebiblemente fugaz.
Un contenido presente que ayer yacía en el regazo del futuro y
que mañana pertenecerá a mi pasado. Acaecer hoy presente, que
para los hombres que existieron antes que yo fue eterno futuro y
para los hombres que vendrán después de mí, será eterno pasado.
Un momento como ese, fugaz, el momento de la posición de las
constelaciones en el instante de mi nacimiento, es el que trata de
fijar el horóscopo, un “ahora” individual en lo omnipresente de la
Tierra, el “ahora” individual que configura mi participación en la
temporalidad dentro de la eternidad; por así decir, el punto fijo en
126
torno del cual gira mi experiencia como el cielo en torno de la
Tierra; el foco de mi perspectiva egocéntrica, nacida conmigo.
¿Qué es, pues, lo que confiere tanta importancia al horóscopo,
al extremo de que es de este “horóscopo del nacimiento” de donde
parte toda interpretación astrológica? ¿Qué significa el nacimiento
de un ser humano sobre esta Tierra dentro del curso de los tiempos,
y qué en la vida cósmica?
Desde el punto de vista exotérico, lo significa todo para el ser
humano recién nacido. Pero para el cosmos, no significa nada.
Nosotros trataremos, sobre la base de los conocimientos que
adquirimos hasta ahora, de responder a dichas preguntas.
Ya hemos dicho con anterioridad que, en la vida cósmica, la
Tierra es un ser humano, como en la vida del ser humano, un
pensamiento que brota en un determinado momento es un miembro
transitorio, relacionado con su vida psíquico-mental.
El momento del nacimiento de un hombre corresponde en la
vida “pensante” de la Tierra al proceso de la vida mental del
hombre por el cual éste llega a expresar dicho pensamiento, el
pensamiento que hasta entonces llevara sólo “dentro” de la cabeza,
o a convertir en hecho el propósito que viviera y obrara dentro de él
durante cierto tiempo, confiriéndole de esa manera “realidad”. Lo
que ocurre en un momento como ese es de importancia inmensa.
Mientras el pensamiento no es expresado, yace dentro de
nosotros, nos pertenece únicamente a nosotros mismos, como parte
integrante de nuestra naturaleza; antes de que ocurriese el “hecho”,
nos pertenecía únicamente a nosotros mismos, vivía solamente
dentro de nosotros en calidad de “pretexto”, como parte de la fuente
futura, inagotable, como parte del futuro de la vida. Pero en cuanto
la palabra escapó a la “cerca de los dientes”, en cuanto el propósito
se convirtió en hecho, aquello que hasta entonces estuviera dentro
de nosotros sale al “exterior” y cobra existencia independiente; ya
no nos pertenece únicamente a nosotros, comienza a oponérsenos,
nos mete en enredos que hasta entonces no hubieran podido
producirse, comienza a tener poder sobre nosotros.

127
“Un rostro distinto antes de que ocurra,
Y un rostro distinto muestra al ocurrir.”
SCHILLER: La Novia de Messina

Y un rostro distinto muestra también el pensamiento expresado.


Hasta el momento de nacer, el pensamiento y el hecho tenían
nuestro rostro, tenían, como contenido, nuestro “ahora”, nuestro
presente y nuestro pasado, como los objetos de nuestro mundo
onírico. Después de nacer, el pensamiento y el hecho cobran la
capacidad de unirse con las cosas extrañas de “allá afuera”, de
entrar en combinaciones propias, de desligar su futuro del nuestro.
Y del mismo modo, el momento en que nace el ser humano, en
el cual, por así decir, la Tierra emite un pensamiento, liberándolo de
la prisión de su interioridad, no sólo es para el hombre el momento
de quedar en libertad, de asumir la responsabilidad de una vida
independiente, sino que también para la misma Tierra es un
momento de inmensa importancia, como lo veremos dentro de unos
instantes.
Pero antes nos abocaremos a la cuestión de qué es lo que
significa para la Tierra el hecho de dicha liberación de un
pensamiento por parte de esa misma Tierra.
Del mismo modo en que, por ejemplo, una palabra expresada
halla el camino al pensamiento de los otros seres humanos,
pudiendo combinarse con éstos, y habiéndose entonces
transformado en un factor integrante del mundo universal del
pensamiento, mientras que antes de ser pronunciada sólo se
relacionaba con el mundo universal del pensamiento por medio de
la persona que llevaba esa palabra en la cabeza, del mismo modo
que esto, el ser humano que acaba de nacer pasa a una relación
independiente con los planetas hermanos de la Tierra, y por medio
de éstos, con la totalidad del cielo astral, hacia el cual no tenía
acceso hasta entonces más que por intermedio de la “madre” que lo
llevaba dentro, la madre que lo rodeaba y lo “blindaba”. Es así que,
de pronto, el recién nacido, el hombre que acaba de iniciar su
existencia, es liberado de la cárcel inmediata de la Tierra, cuyo
128
último puesto de avanzada fuera en cierta medida el vientre
materno, y expuesto de una buena vez al resplandor de las
constelaciones, las cuales logran, de ese modo, “libre acceso” hacia
dicho ser humano recién nacido. Y es con las constelaciones con las
que pasa el ser humano a relacionarse de manera más íntima que
antes, cuando aún estaba “encarcelado”; y al comienzo de dicho
“intercambio” se expresa por el primer aliento; el primer “vagido”
del recién nacido da testimonio de que ha comenzado a obrar dicha
relación de intercambio; ha empezado la sumersión en el ritmo
cósmico de la vida. El primer vagido vale, pues, como el instante
exacto del nacimiento.
No debe creerse por esto que tal sumersión en el ritmo de la
vida universal pueda producirse en un momento cualquiera, que el
momento en que nace un ser humano aparece en el curso de los
tiempos de manera casual; tampoco debemos creer que el momento
en que el propósito se convirtió en hecho o en que el pensamiento
se convirtió en palabra también son casuales.
Si el pensamiento que está siendo expresado no debe
extinguirse inmediatamente, si tiene que incorporarse vitalmente al
mundo universal del pensamiento de los hombres, si el hecho tiene
que seguir obrando, si ambos no deben ser criaturas “muertas al
nacer”, tienen que nacer puntualmente, a su debido tiempo, en el
momento adecuado, en el momento en que “allá afuera” llenen una
“necesidad”.
Aplicado todo esto al nacimiento del ser humano, cabe decir lo
siguiente: el hombre sólo puede nacer apto para la vida en el
momento en que la constitución a él conferida por herencia lo
capacite para reproducir en su interior aquello que so irradia desde
las distancias astrales de la inmensa sinfonía universal, en calidad
de tono adecuado a dicha sinfonía, de tono oportuno, esto es, en el
momento en que los impulsos futuros que le están al hombre
deparados tocan la fase de su pasado para afinarla.
Los antiguos egipcios poseían una ley astrológica que en cierto
sentido permite apreciar cómo veían ellos el momento cósmico del
nacimiento del niño, en relación con las condiciones terrestres de la
129
concepción. Esta ley, conocida bajo el nombre de “ley de Hermes”,
es como sigue: “El punto del zodíaco en que, en el momento de la
concepción, está la Luna, estará al nacer el niño exactamente en el
horizonte del este o del oeste, y el punto del zodíaco en que está la
Luna en el momento de nacer el niño es, a la vez, el mismo punto
del zodíaco que, en el momento de la concepción, estaba
exactamente en el horizonte, es decir que en ese momento salía o se
ponía.” Es así que la Luna se convirtió en una especie de control de
nacimientos. (Recordemos que, entre los griegos, la diosa lunar
Artemisa era a la vez la diosa del nacimiento.) Ya estamos en
condiciones de darnos cuenta de que en esta ley de Hermes, de la
que nos ocuparemos en el curso de nuestras disertaciones, se
anuncian conocimientos de muy profundo alcance.
El principio lunar, el semicírculo, era, como dijimos vez pasada,
el principio femenino, el principio de la función memorística, de
carácter pasivo, conservador, vuelto hacia el pasado, el principio
reproductivo vuelto hacia la fase nocturna. El horizonte o frontera
entre el día y la noche está, por así decir, en el cruce entre el pasado
y el futuro. Es el principio de la memoria hereditaria el que en cierta
medida se halla bajo el horizonte, en el ámbito de la noche. Por el
nacimiento, dicho principio es sacado de este ámbito, y traspone la
frontera que separa el pasado del futuro, pasando a integrar el reino
del día. De modo que no debemos considerar casual el momento del
nacimiento. Tampoco la ciencia exotérica lo considera casual. Es
por eso que las ciencias naturales, teniendo en cuenta precisamente
que el momento del nacimiento no es más que la finalización de la
fase de vida intrauterina del ser humano, de modo que en manera
alguna es ese el momento en que se configura el ser humano
individual, preguntan por qué la astrología considera tan importante
el momento del nacimiento, al extremo de tomarlo como punto de
partida para la concepción astrológica del individuo humano.
Y bien, en cierto sentido ya hemos respondido a esta pregunta;
pero no lo bastante. La pregunta que a continuación surge, como
consecuencia de aquella otra, nos muestra la dificultad íntegra de
este problema.
130
Veamos esa pregunta: si el ser humano no se origina en el
momento de nacer, ¿por qué no se elige más bien como punto de
partida de la horoscopía el momento de la fecundación?
Pero: ¿Acaso el hombre se origina en el momento de la
fecundación? El huevo y la célula espermática que se unen en la
fecundación, existían ya antes de tal fecundación, y su historia, la
historia del plasma germen del ser humano, se remonta a un pasado
eónicamente remoto, hasta el “seno de Adán”, tan lejos que no hay
fantasía que lo pueda pensar hasta el fin, de modo que, si
quisiéramos retroceder hasta el momento del “origen” del ser
humano, tendríamos que llegar a la conclusión de que todos los
hombres tienen la misma edad. Es decir que ninguno de nosotros
llega a esta vida sin la carga de un pasado tremendamente largo, que
se remonta a tiempos eónicamente inmotos y configura su
prehistoria, hasta llegar a aquella última etapa de su historia que
comienza con el momento del nacimiento.
Y a continuación profundizaremos esta noción, la que, por de
pronto, nos permiten conocer bastante de cerca las ciencias
naturales.
Desde el punto de vista de estas ciencias, la historia del
individuo humano puede remontarse hasta un grado determinado, al
investigarse las ramificaciones de su árbol genealógico; es así que
dicha historia se convierte en historia familiar e historia de la
especie, desembocando finalmente de alguna manera en la
oscuridad del pasado histórico, oscuridad imposible de aclarar.
Cada uno de nosotros trae consigo algo de este pasado, algo que
debemos considerar como herencia de esta serie de antepasados;
cada uno de nosotros trae sus predisposiciones hereditarias, las
buenas y las malas, tanto en lo físico como en lo psíquico-mental; y
las traemos como heredad que nos transfirieron nuestros padres;
pero los padres no son más que los antepasados recientes dentro de
dicho transmisión, son los últimos en conferirnos la heredad,
modificado por la propia heredad de ellos, una heredad proveniente
de un pasado histórico remotísimo que confluye en el cuerpo y en
sus disposiciones, tal y como el hombre las encuentra al nacer.
131
Y este pasado del hombre halla su correspondencia en la
constelación del momento de su nacimiento.
Pues también esto tiene su historia preliminar, su premisa, a
saber: las constelaciones que se unen en el levantamiento de su ho-
róscopo, han llegado a través de peregrinaciones de siglos,
milenarios, millones de años, por los espacios, al lugar en que se
encuentran “el día que le dio a este mundo”.
¡Estas constelaciones han andado por los espacios durante
millones de años, esperando pacientemente el momento en que tú
aparecieras para brindarse en una constelación que ni antes ni des-
pués sería igual, para configurar tu horóscopo! Millones de seres
humanos vivieron antes de ti, formando la cadena de tus
antepasados, vivieron y amaron, haciendo posible con su vida el que
tú aparecieras sobre esta Tierra, el que tú debieras aparecer sobre
esta Tierra.
No nos cabe duda de que un singular sentimiento se apoderará
de todo aquel que piense esto por primera vez, que comience a
conocerse por primera vez en su horóscopo. Un singular
sentimiento, lleno de contradicciones, que, por un lado, lo pondrá
frente a la idea de la importancia de su existencia, mientras que, por
otro lado, le expondrá la insignificancia de tal existencia, en su
calidad de fase perecedera del curso cósmico, del discurrir del
universo que irá más allá que él, que concluirá por ignorarlo, como
si jamás hubiese existido o como si, en el mejor de los casos,
hubiese llegado a ser miembro de una serie de antepasados de
futuros herederos abocados a la misma ilusoria situación que él.
Por lo tanto, ¿qué soy en realidad? ¿Qué significa el hecho de
que yo haya sido puesto en el final provisorio de una serie evolutiva
que, habiendo comenzado con el principio arquetípico de la
humanidad, me ha tomado a mí en este momento como punto de
mira? ¿Acaso fui yo especialmente ennoblecido por aquella
remotísima serie genealógica, ennoblecido por el hecho de que la
multitud de seres humanos que me precedieron como miembros de
tal serie, como miembros ya desaparecidos de tal serie, vieran en mí
el cumplimiento del sentido de sus vidas, vieran en mí al heredero
132
universal del cosmos? ¿Acaso sea al revés, es decir que, en
presencia de las miríadas de comarcas solares que me miran de lo
alto, mi nobleza no significa nada? ¿Soy una pobre “nada”, a
despecho de mi aparente dignidad?
Por más que yo crea ser el punto de mira de una tan antigua
serie evolutiva, de una serie que me confirió este cuerpo con todos
sus atributos –cuerpo en el que confluyen los rayos cósmicos, en la
forma anteriormente caracterizada, o sea, en forma “única”, jamás
repetida–, sucederá que las mismas fuerzas que contribuyeron a
crearme, continuarán obrando dentro de mí según las mismas leyes.
¿Qué importancia tiene, pues, el que sea yo quien pueda seguir
asistiendo conscientemente a la obra futura de las fuerzas cósmicas,
y qué importancia tiene el hecho de que haya sido encendida esta
pequeña chispa que es mi conciencia?
En el mejor de los casos, ¿qué puede aportar mi vida a las
inmutables leyes cósmicas a las que estoy sometido? ¿Cuál puede
ser el contenido de esta mi vida, sino el de cumplir coercitivamente
las necesidades, de las cuales estoy destinado a ser simplemente un
espectador, mientras dure el breve período de tiempo que es mi
existencia? En otras palabras: ¿acaso el horóscopo, tal y como lo
encuentra el hombre en el momento de nacer, no determina de
antemano la línea que seguirá en lo futuro la existencia, con la
totalidad que hace a su contenido? ¿No determina el horóscopo de
antemano, inexorablemente, la obligación de aceptarlo todo, todo
suceso, todo pensamiento, todo sentimiento, y aun toda acción,
siendo, pues, yo mismo nada más que un esclavo indefenso de tal
inexorable exigencia, un esclavo cuya máxima sabiduría no puede
residir más que en aceptar todo esto? ¿Queda, al cabo de todas estas
exigencias, algo así como un resto de “libertad” para mí?
Es fundamentalmente importante que hoy respondamos a estas
preguntas; si ellas quedan sin respuesta, ¿qué sentido tendría para tu
nosotros el estudio de la astrología?
Acaso este sentimiento de la dualidad existente entre la impor-
tancia cósmica y la insignificancia terrena del individuo llamado
"hombre” jamás haya sido expresado en forma más conmovedora
133
que en el Salmo Octavo de David:

“Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas
que tú formaste:
Digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el
hijo del hombre, que lo visites?
Pues le has hecho poco menor que los ángeles, y coronástelo de
gloria y de lustre.”

Estos versículos son de profundidad abismal.


Pasemos por alto el hecho de que el salmista no haya
mencionado el sol. Tengamos, en cambio, en cuenta la
diferenciación que hace entre el “hombre” y el “hijo del hombre”.
Esta diferenciación nos dará una especie de clave para responder a
las preguntas que nos hemos formulado.
Veamos qué es lo que pueden entrañar dichas palabras.
El hombre, tal y como aparece sobre la Tierra, no consuma con
illa aparición el hecho de un “primer” nacimiento; su nacimiento de
la madre no es el primero ni tampoco el último de sus nacimientos.
El hombre aparece a la vida terrestre como “hijo del hombre”.
Pero el hombre que nace aquí como hijo del hombre, que nace de
una madre, alterna “arquetípicamente” con los millones de hombres
restantes, como antepasado dentro de la eterna idea de “ser huma-
no", de “primer hombre”, de Adán, “que fue de Dios” (Ev. de San
Lucas, III, 38), cuyo arquetipo está en el zodíaco, y lo hace de
acuerdo a la primera de las perspectivas, a la perspectiva de
eternidad. En Adán, arquetipo celeste del hombre, encontramos su
primer origen, su origen extraterrestre; de manera que el nacimiento
terrestre no nos revela de ningún modo su verdadero origen. ¿Y qué
nos revela entonces?
Nos revela el estado maduro del embrión de Dios llamado
“hombre" en la fase estelar en que, liberado del seno de la Tierra, es
dado a luz. Pero tampoco en este sentido se revela totalmente el ser
humano, tampoco esto lo expone totalmente desnudo y sin trabas a
las radiaciones del cosmos, de las que estuvo aislado hasta entonces
134
por su prisión en el vientre materno. Bien es cierto que, al nacer a la
Tierra, el hombre se libra de tal cobertura (del vientre de la madre);
también es cierto que, a partir de este nacimiento, recibe las
radiaciones del cielo astral, “descubre”, por así decir, la luz del
mundo, pero la descubre sólo a medias; entre él y la otra “mitad” de
esta luz se interpone una envoltura que lo acompañará durante toda
la vida.
Y esta envoltura que le encubre la mitad del cielo astral, del
mismo modo que, antes de nacer, cuando la Tierra todavía no lo
había “pronunciado”, era la totalidad del cielo astral la que
permanecía oculta para él, es ahora el globo terráqueo mismo, que
se interpone entre él y la parte del cielo que, al nacer el hombre,
estaba “debajo” del horizonte. La Tierra no ha alcanzado a liberarlo
del todo, el ser humano no es “total”, aún no ha nacido por última
vez; las radiaciones provenientes del cosmos que se encuentra bajo
el horizonte tienen primeramente que atravesar la Tierra antes de
llegar a él, tienen, en cierta medida, que “filtrarse” por la Tierra
antes de alcanzar al ser humano nacido a la Tierra.
¿Cuál es el sentido de este proceso de filtración, cuál es el
sentido profundo de este blindaje que aísla al hombre de la parte
“subterránea” del cielo?
Lo que impide que las radiaciones de este cielo subterráneo
lleguen libremente al hombre es la “prehistoria” de dicho hombre,
la serie de antepasados por la cual el hombre está enraizado en la
Tierra; la prehistoria que le impone íntegramente la pesadez de la
carga terrestre, lo hereditario, en lo que está contenida la heredad de
todos los antepasados terrestres; esa “masa hereditaria” se opone a
las radiaciones del cielo situado debajo del horizonte, se sitúa con
respecto a las influencias de este cielo como un filtro que sólo deja
pasar lo que corresponda al propio color de ese filtro. Aquella
heredad hace que el hombre cobre conciencia de ser “hijo del
hombre” –el hijo de la Tierra–, y, con ello, determina la medida de
su conexión, determina qué es lo que, de su naturaleza, pertenece a
la Tierra, de acuerdo a su prehistoria terrestre.
A su vez, las radiaciones emitidas por las regiones celestes
135
situadas por “encima” del horizonte, caen libremente sobre el ser
humano, le traen todo lo que no se halla influido, turbado por aquel
filtro del pasado, todo aquello que no tiene nada que ver con el “hijo
de la Tierra”, sino con aquella parte de nosotros que no pertenece a
la Tierra, antes bien, debe desligarse de ella para depararnos la
libertad, como fruto de tal proceso de desligamiento. Lo que está
debajo del horizonte toca a la parte nocturna de nuestro ser; lo que
está encima del horizonte toca a la parte diurna de nuestro ser. Y, de
pronto, comprendemos qué es lo que significa en este sentido el
nacimiento del ser humano, qué es lo que esto significa no sólo para
el propio ser humano, sino para la Tierra toda y, más aún, para todo
el cosmos.
En cuanto el hombre surge del seno de la Tierra y, con ello, por
así decir, de las profundidades del pasado, quedando a merced de la
“luz” del mundo, se ve abocado al deber de conectar, por medio de
su vida, el “arriba” y el “abajo”, conexión que nada más que él, en
su calidad de “elegido de los astros”, puede establecer; se ve
abocado a la misión de llevar adelante, de hacer avanzar por la
“huella”, por medio de la breve extensión de tiempo que constituye
su vida; la ontogénesis del embrión de Dios llamado “hombre”,
colaborando de este modo en “su” medida, en su escala de ser
humano, en la obra de la revelación del mundo. Y, por más pequeño
que pueda parecer, este trabajo sólo él lo puede realizar.
Ni la Tierra ni el cielo lo pueden realizar. En este trabajo radica
el mensaje, la importancia del ser humano. Si éste no fuese más que
el heredero de lo que le afluye del cielo nocturno, subterráneo, el
hombre no sería capaz de agregar nada a la historia genealógica de
la humanidad –la “luz” del mundo llegaría a él en vano–; el hombre
no podría recibir la luz del mundo, de modo que su vida sería una
cosa vana, el hombre viviría en una noche eterna. Siendo como
sería en ese caso un esclavo incondicional del pasado, su papel den-
tro del cosmos revestiría un significado nulo.
¿Y qué es esa “luz” del mundo que, únicamente ella, acierta a
arrancar al ser humano de la coerción del pasado, esa luz única
capaz de liberarlo?
136
“Tal vez algo mejor viviera,
si el resplandor del cielo por ti no le fluyera;
razón lo llama y lo utiliza
porque es razón que más lo bestializa”,

exclama burlonamente Mefisto en el Fausto.


¡Pero no! No es del “resplandor” del cielo de lo que el hombre
puede participar, en cuanto se pone a hacer algo de sí mismo, algo
que lo aclare por “dentro”. Sólo entonces, al hacer esto, habrá pene-
trado el día en el hombre, en ese hombre que hasta entonces perte-
neciera a la noche y que, a partir de entonces, habrá despertado a su
sol interior.
Sabemos por nuestras investigaciones anteriores que el símbolo
da la luna fue utilizado para caracterizar la fase nocturna, la fase del
pasado, frente al símbolo del sol, que fue utilizado para caracterizar
la fase diurna, activa, orientada hacia el futuro. Y con esto, la “luz"
del mundo cobra de pronto otro significado; la aparición de esta luz
en nosotros es como la aparición del principio solar en el acto de la
revelación del mundo y, con esta revelación, la conquista de aquello
que nuestro “yo” verdadero eleva por sobre aquello otro que no es
transmitido por herencia, a saber: la liberación de aquella “mitad
esencial” que no “nació de mujer”, que no es “hijo del hombre“,
niño “hijo de Dios”.
Pero para que –empleando ya el lenguaje de la astrología– este
núcleo heliótico o núcleo solar se desligue de aquello que en noso-
tros es “lunar”, hace falta realizar aquel trabajo de que hablamos tan
detalladamente la vez pasada, esto es, el acto nupcial constantemen-
te renovado entre aquello que afluye al hombre de la órbita del día y
aquello que le afluye de la órbita de la noche, para que, por esta
síntesis continua, el hombre se acerque cada vez más a la última
envoltura que lo separa del cielo. En el lenguaje de los místicos,
este acercamiento por medios propios se llama el “segundo na-
cimiento” del hombre sobre la Tierra, nacimiento por el cual éste se
libera del pasado, barriendo las escorias hereditarias para conquistar
la libertad, de modo que el globo terráqueo se le hace cada vez más

137
claro y transparente, hasta que la luz de todo el cielo lo alcanza
inmaculada, hasta que el Adán celeste, para decirlo con la Biblia, ha
sido restablecido.
Y con esto planteamos uno de los problemas más importantes
de la astrología: el del sentido del horóscopo.
Si el horóscopo del ser humano tiene sentido, este sentido sólo
podrá consistir en que el horóscopo representa la misión de la vida
del hombre en el aludido camino de la transformación del hijo de la
Tierra, haciéndole avanzar un paso hacia el espejo del cosmos, libre
de escorias hereditarias, de manera que el ser humano cumpla con
su mencionada misión cósmica. Pero todavía tenemos que decir
algunas cosas acerca de esto.
Utilicemos, por de pronto, una imagen que nos permitirá
apreciar más de cerca el objetivo que ha de alcanzar el hombre con
aquella “misión”. Pensemos en la planta, que brota de la semilla
metida en la tierra. Esta semilla contiene, condensada en un grano
mínimo, la herencia, la tradición biológica total de la historia
genealógica de su especie, la parte subterránea, vuelta hacia el
pasado, de la planta; luego, de la semilla, crece la planta al
encuentro de la luz del día, del sol, recibe la luz solar, absorbe y
elabora dentro de su cuerpo las radiaciones celestes, y, en tanto
edifica su cuerpo con ayuda de estas radiaciones a partir de la
materia terrestre, a su vez presta a la Tierra un servicio evolutivo,
por transformación alquimista de materias inferiormente
organizadas en materias de organización superior.
Si aplicamos esta imagen de la planta al ser humano, acaso no
comencemos, más que por pensar que, del modo en que la planta
crece “por sí misma” y no puede aportar por sí nada, también el
hombre crece de sí, envejece, y con su muerte corporal devuelve a
la Tierra la materia sólida, transformada de manera alquimista,
como el humus en que se convierte la planta cuando ha concluido en
ella la vida física.
Pero en ese caso el ser humano no ha vivido la vida del hombre,
sino que simplemente ha “vegetado”, como se suele decir y, por
cierto, de manera bien característica.
138
Pero la vida de la planta se puede considerar de otra manera; se
puede, por ejemplo, cultivarla como la cultiva el jardinero, pero no
el jardinero “por afición”, sino el jardinero que es como el “abuelo”
de la humanidad entera, que no se ha convertido en jardinero “en
sus ratos libres”, sino que ha abrazado su misión como una impo-
sición: la de ser un jardinero “de alma”, un Adán, a quien, según las
palabras de la Biblia, le fue asignada la misión de “cultivar la tierra
con el sudor de su frente”.
Esta tarea en el gran campo labrantío llamado “Tierra” es, de
por siempre, la profesión más importante, única, del ser humano, y
fuere cual fuere la índole de labor que éste emprendiese, su
profesión será invariablemente la de cultivar la Tierra, sembrarla,
edificar la oscura envoltura interpuesta entre la imagen arquetípica
del hombre perfecto en el zodíaco (parádeisos llamaban los griegos
al campo de cultivo celeste del ser humano) y el hijo de la Tierra, el
hijo del hombre. En suma, el cultivo del campo terráqueo, por el
cual el hombre deberá extraer el pan de la Tierra, el pan sin el cual
no podría vivir. ¿No es curioso el hecho de que la expresión para
este cultivo agrícola, para esta agricultura, sea la misma en todas
las lenguas de la Tierra?
Cultivar el agro, la agricultura, es agere, es “hacer”; la
actividad arquetípica del ser humano es la de agere, la de “hacer”,
la de trabajar en aquella parte de su naturaleza que representa su
heredad terrestre, la de “cultivar” con la acción consciente.
¿Y cuál es el fruto de esta labor, el pan que cosechará el hombre
para vivir, para vivir la vida propia del ser humano, no la de, por
ejemplo, la planta? Ese fruto es aquello que sólo puede ser arran-
cado a la Tierra por medio del agere, el bien de la cosecha, el fruto
del agere –el ego–, el “yo”, nacido de nuevo en el hombre por la
labor consciente de éste, su “propio yo”. La Luna era la simiente,
entregada al hombre por la Tierra; el Sol es el “yo” salido a luz,
encendido en él (en el hombre), vuelto a nacer, liberado del pasado,
libre.
Volvamos ahora a la pregunta que hoy se nos impuso en toda su
dimensión trágica: ante el cielo estrellado, ante la inmensidad del
139
cosmos, ¿soy yo insignificante o importante?
De mí depende. De mí depende, a partir del momento en que
empiezo a comprender cuál es mi misión, mi tarea de ser humano.
Recuérdese que partimos de la afirmación de que el momento
del nacimiento podía ser puesto en analogía con el momento en que
se expresaba un pensamiento o se realizaba en acto un propósito.
Invirtamos esta idea: ¿qué hubiera ocurrido en caso de que tal
pensamiento jamás hubiese sido expresado, en que tal propósito
jamás hubiese sido llevado a la vía del acto? ¿Qué hubiera ocurrido
en caso de que Mozart, por ejemplo, hubiese conservado sus obras
en la cabeza, sin transmitirlas jamás al mundo? ¿No hubiera bastado
con que todos los creadores que existieron en la vida cultural de la
humanidad sea para bien o para mal se hubiesen limitado a llevar
sus ideas en la cabeza, sin intentar expresarlas?
Y bien, todo artista sabe que eso no basta, sabe que sólo al “rea-
liza la obra (expresándola), al convertírsele la obra en peldaño que
le permita a su creador subir a mayor altura, cumple con la
deuda de vocación que hasta entonces debía al espíritu de su
siglo (Weltgeist).
Lo mismo ocurre con la Tierra; cuando ésta libera el
pensamiento que una vez expresado se llama “hombre”, cuando lo
da de su seno, ha dado un paso adelante por el camino de su propia
perfección. Del mismo modo en que el pensamiento liberado del
cerebro humano se convierte en algo que vuelve al ser humano, sea
para inhibirlo o para estimularlo, también el hombre que la Tierra
liberó de su seno regresa a la Tierra, insuflándole nuevas fuerzas,
inhibitorias o estimulantes.
Es así que el hombre, en tanto trabaja en su propia evolución,
colabora a la vez en la evolución de la Tierra; el grado en que
acierte a colaborar determina a su vez el grado de su propia
importancia como ser humano, determina la medida de su
“libertad”. Y con esto tocamos uno de los problemas principales de
la filosofía. Ya hoy comprendemos en cierto grado cuál es la luz
que arroja el pensamiento astrológico sobre la confusión en que se

140
debate el pensamiento no esotérico, cada vez que es puesto frente a
este problema, problema cuya clave sólo puede ser hallada en las
profundidades de la revelación del yo, problema que sólo madura al
encuentro de la libertad del hombre cuando éste se pone a trabajar
animosamente hacia la perfección que significa la libertad misma,
que significa ella misma como liberación de los lazos hereditarios
de la Tierra, que es ella misma como contenido de la libertad
humana.
No dejaría de ser interesante el echar en este punto una rápida
ojeada sobre la posición del pensamiento filosófico con respecto al
problema de la libertad. ¿No es ya de por sí bastante curioso el
hecho de que para el pensamiento antiguo este problema fuera poco
menos que desconocido? La antigüedad jamás dudó acerca del
hecho de la libre condición de la voluntad humana. No había
contradicción entre la convicción de la libertad interior de la
voluntad, por un lado, y la inexorabilidad del destino, por otro lado;
la antigüedad sólo veía en el destino el contenido objetivo del
acaecer en el que el ser humano se halla “entretejido”. Del mismo
modo en que a nadie se le ocurriría dudar de la libertad de su
voluntad porque, verbigracia, no logre mover de su sitio una
tremenda roca, tampoco a la antigüedad se le ocurrió dudar de
aquella misma libertad, no obstante su creencia en la inexorabilidad
de todo acaecer, inexorabilidad que, sencillamente, hay que aceptar,
como se acepta la ley natural y el curso de los astros.
Fue la Edad Media la que desplazó el centro de gravedad de
toda la experiencia, situándolo en el mundo psíquico, interior, con
lo cual, se encontró con el problema de la libertad en toda su
tremenda fuerza; el peso inamovible ya no era la tremenda roca de
“allá afuera”, sino la “tremenda roca de adentro”, incoercible, la
carga hereditaria o como se la consideró entonces, el “pecado
original”, que, por la caída del hombre celeste, se convirtió en
herencia de todos los seres humanos, en patrimonio transmitido
desde los tiempos de nuestros antepasados más remotos; la carga
del destino, que el hombre de la antigüedad creía exterior a él
mismo, era para el hombre medieval parte integrante de su propia
141
interioridad, fundamento del vicio, fuente de todo mal. Por lo tanto,
el pensamiento medieval tenía que negar la libertad del hombre,
pues no veía liberación posible de aquel pecado original, salvo por
la gracia de Dios. Pero es precisamente esta gracia la que enseña a
comprender claramente cómo la labor del ser humano en su agro
terreno le permitirá cosechar como premio su verdadero ego, el yo
propio, cuya conquista lo desliga, lo redime de la masa hereditaria
terrestre.
Retornemos ahora al individuo humano con su suerte individual
terrena. Estudiemos brevemente el camino de su liberación, que
también caracterizamos de “segundo nacimiento”, ese arduo camino
hacia el esclarecimiento paulatino de la región lunar, hasta que,
consumido por el fuego del sol encendido en su interior, todo lo que
fuera oscuro estalla en luminosidad y la envoltura terrestre se hace
transparente.
Este camino de liberación se puede considerar triple.
Y ha sido Gautama Buddha quien, con palabras incomparables,
caracterizó este triple camino, en el comienzo de la así llamada Co-
lección Media.

“Y así, oh monjes, uno no se ha enterado de nada, es un hombre como


todos, sin sentido para lo sagrado, impenetrable a la sagrada doctrina, sin
sentido para lo noble, impenetrable a la doctrina de los nobles, y toma la
Tierra como Tierra, y cuando ha tomado la Tierra como Tierra, piensa
tierra, piensa en la Tierra, piensa ‘sobre’ la Tierra, piensa: ‘Mía es la
Tierra’. Y se alegra de la Tierra. ¿Y por qué? Porque no la conoce...”

La perspectiva terrestre.

“En cambio, oh monjes, aquel que, cual monje combatiente, acierta a


conquistar con pecho combativo la incomparable seguridad, también para
éste valdrá la Tierra como Tierra, y una vez que la Tierra valió para él
como Tierra, no pensará tierra, no pensará en la Tierra, no pensará
‘sobre’ la Tierra, no pensará: ‘Mía es la Tierra.’ Ni se alegrará de la
Tierra. ¿Y por qué no? Porque quiere conocerla…”

La perspectiva del cambio.


142
“En cambio, oh monjes, aquel que, cual monje santo, cual vencedor
de la locura, cual perfeccionador de la obra realizada, libre de cargas, ha
alcanzado la Tierra, redimido en la sabiduría completa, también para éste
valdrá la Tierra como Tierra, y una vez que la Tierra valió para él como
Tierra, no pensará tierra, no pensará en la Tierra, no pensará ‘sobre’ la
Tierra, no pensará: ‘Mía es la Tierra’. Ni se alegrará de la Tierra. ¿Y por
qué no? Porque se ha desligado de ella…”

La primera perspectiva.

Se describe aquí tres caminos.


Al primero lo llamaremos el camino del tonto.
Al tercero lo llamaremos el camino del sabio.
El del medio es el camino del que lucha por su liberación.

¡El camino del tonto! Strindberg ha escrito una obra titulada: La


Confesión de un tonto (Die Beichte eines Toren). Este sería el título
más apropiado para la autobiografía de la mayoría de nosotros. Y,
sin embargo, es posible que cada uno de nosotros se entere de que
esta confesión comienza, en un momento de su vida, a revestir una
forma distinta, y es ese el momento en que comienza a adquirir
conocimientos astrológicos o a cosechar lo que se gana con ellos,
aun cuando surja de otros puntos de vista, no astrológicos, cuando
se da cuenta de las necesidades que lo llevaron a formular dicha
confesión y, en general, de su deseo de formularla. Todos sabemos
que la confesión puede marcar el comienzo de un acto de liberación,
sin que necesariamente deba “constituir” tal acto. La confesión de
un tonto revela en lo esencial que la vida de éste no ha consistido
más que en una obediencia ciega a los instintos y tentaciones
provenientes de la disposición hereditaria. No hubo mal impulso al
que el tal tonto no cediera; no hubo acción lo suficientemente tonta,
absurda o mala como para que no pudiera llevarse a cabo, y todo
esto lo ha hecho sufrir; nos causamos mucho daño, sufrimos de
continuo los mismos dolores, hasta que despiertan en nosotros las
energías de la resistencia. Pues sabemos que el camino del tonto es
el de “vivir tierra”, el de desahogar únicamente lo que corresponde
143
a la parte nocturna de su ser; tiene que sufrir siempre de nuevo el
mismo dolor, para aprender, en virtud de la progresión de este
dolor, a defenderse, para reconocer el punto vulnerable de su
naturaleza. Y cuando ha llegado ese momento, estamos en
condiciones de abandonar el camino del tonto.
Allí empieza el camino de la lucha por la liberación.
En cuanto nos hemos dado cuenta de que hay algo en nosotros
que resiste a los lazos que nos impone el “terruño”, ya deja de
sernos posible continuar con la misma ingenuidad el camino del
tonto. Pues es entonces que sabemos que aquel calvario de nuestro
destino sólo podrá cambiar si nos ponemos a luchar con nosotros
mismos, esto es, en cuanto comenzamos a darnos cuenta de nuestro
“otro” origen, a recordar nuestro “otro” origen.
Y en el momento en que este recuerdo se inmiscuye en la
conciencia, en forma de presentimiento, comienza a actuar nuestra
liberación. Bastará que llegue dicho momento para que
invariablemente notemos algo curioso: el destino exterior comienza
a transformarse. Cuanto más enérgica es entonces nuestra lucha,
tanto más evidente se hace la transformación de nuestro destino. El
destino, como lo expresa Meyrink, comienza a “galopar”. En el
momento en que comienza la lucha, todo se transforma en nuestro
horóscopo, se transforma en todo lo que estuvo pronto a ilustrarnos
en nuestra tontería acerca de la existencia de algo mejor a ese estado
de tontería, de manera que lo que antes fuera “golpe del destino
exterior” se convierte ahora en experiencia nuestra, “interior”. La
vida exterior ya no trabaja como hasta ahora, con sus “grandes
cañones”. En cambio sentimos ahora en nuestro interior los dolores
del parto que acompañan a la lenta solución de nuestro verdadero
“yo”, la ardua liberación de nuestro yo de su envoltura, como así
también las alegrías que acompañan al incipiente sentimiento de
libertad, situado más allá del dolor.
No quisiera hablar en detalle del sabio; la etapa de la sabiduría
es aquella en la cual el hombre se ha superado, en que, desligado de
la Tierra, se ha convertido en sí mismo. ¡No caigamos con
demasiada ligereza en la creencia de haber alcanzado este estado!
144
Pero volviendo a la perspectiva del “que lucha” y mirando desde
ella nuestro estado interior, reconocemos con total evidencia que
aquello que antes consideráramos nuestra voluntad no era tal
voluntad “nuestra”.
“Si la piedra arrojada tuviese conciencia, creería que estaría
volando porque quiere”, dice Spinoza, caracterizando este tipo de
voluntad. Tomadas las cosas de esta manera, la piedra puede
“querer“, la planta puede “querer”, el animal puede “querer”; pero
no es digno de la condición del ser humano el “querer” de ese
mismo modo, en tanto haya el ser humano pisado el camino de su
liberación. A partir de entonces, sólo podrá llamar “verdadera” a su
voluntad de acercarse al arquetipo invariable del ser humano,
arquetipo que no pertenece a la perspectiva terrestre sino a la
perspectiva de eternidad del zodíaco. Y, llegando nuevamente a lo
que tuvimos que reconocer antes: la libertad terrestre no es más que
la lucha por la liberación de los lazos del pasado, y tampoco el libre
albedrío es más que el esfuerzo por hacer desembocar nuestra
voluntad temporal en la voluntad invarable o la ley suprema, “la ley
moral sobre mí y en mí”. Llamémosla la voluntad de Dios.
Quien hubiere llegado a ese punto, ya se habría desligado to-
talmente de la Tierra, ya dejaría de tener horóscopo terrestre, pues
estaría más allá del destino.
El camino que lleva a esto es inconcebiblemente largo. Pero el
conocimiento de nuestro horóscopo nos sirve para abandonar el
camino del tonto, al indicarnos los puntos enfermos de nuestra
disposición hereditaria, al mostrarnos por dónde debemos comenzar
nuestra tarea, nuestra labor en el campo llamado ‘“Tierra”, en el
agro que es lo más importante de nuestra vida. Por más que la
consecuencia resultante de esto pueda aparecer insignificante frente
a la eternidad, no por ello deja de tener insustituible importancia,
pues sólo puede acaecer por nosotros como individuos. Es nuestra
participación en la obra de la creación, “¡Luchad sin tregua!" Tal el
legado de Buddha a sus discípulos. Schiller, a su vez, siendo acaso
su lenguaje más familiar para nosotros, se expresa del modo
siguiente:
145
“Labor que nunca trae fatiga,
que para el edificio eterno
su arena grano a grano aporta,
mas de la deuda de los tiempos
minutos, días, años borra.”

Con esto cerraremos nuestra disertación de hoy sobre la


importancia cósmica del momento del nacimiento, tal cual aparece
desde la perspectiva terrestre.

146
SÉPTIMA CONFERENCIA
¿No es más toda la eternidad?
LESSING: Educación del género humano

Hasta ahora hemos tratado de formarnos un cuadro del puesto


del hombre en el universo, desarrollando este cuadro hasta donde
pareció necesario, para hallar, a partir del mismo, el camino al saber
astrológico, a un saber que no se basa, como el saber empírico,
únicamente en experiencias ordenadas estadísticamente, sino que,
con lógica intergiversable, resulta de la comunidad de vida, de la
convivencia con el cosmos, en cuanto tal convivencia ha ya llegado
a constituir un conocimiento interior.
La profundización de este conocimiento ha sido el objeto de lo
expuesto hasta ahora. Hoy hemos de cerrar esta introducción y
aclarar a la vez cuál es la labor que nos espera o, dicho con otras
palabras, expondremos nuestro futuro plan de trabajo.
A esos efectos comenzaremos provisoriamente por no colocar
al ser humano en el punto central de nuestra investigación, sino que
ubicaremos en dicho punto a la propia astrología, cuya misión se
nos pondrá en claro en base al así llamado horóscopo. Bajo la
denominación de “horóscopo” entendemos el registro exacto de la
posición de las constelaciones, tal y como se encuentra en el
momento de nacimiento y en el lugar de nacimiento, esto es,
contemplada –dicha posición– geocéntricamente desde este lugar.
El levantamiento del horóscopo se parece, con esto, a una
especie de instantánea fotográfica que fija un momento único del
cuadro celeste constantemente en movimiento. Su cálculo es tarea
netamente astronómica, que, por lo demás, y gracias a los múltiples
recursos de que hoy disponemos a estos efectos, no reviste ninguna
clase de dificultades.
Es dentro de este cuadro de constelaciones o en base a este
horóscopo, que reconoceremos a un ser humano recién nacido, con
147
sus disposiciones, su carácter fundamental y el destino que lo
aguarda; en una palabra, al hombre viviente, con su participación
del acaecer cósmico en general, tal y como repercute en su alma. Se
trata, en verdad, de una tarea inmensa; a ella estarán dedicados los
capítulos siguientes de nuestra obra.
Comenzando por registrar, pues, el cuadro de las
constelaciones, esn importante tener en cuenta qué participación
tienen en la formación de este cuadro aquellos tres elementos, a
partir de los cuales desarrollamos vez pasada nuestras tres
perspectivas, a saber: el cielo eternamente inmóvil de las estrellas
fijas, la Tierra pensada como en reposo y, entre ambos, el mundo
oscilante, giratorio, de los planetas, a cuya cuenta debemos cargar
todo aquello que se mueva o parezca moverse entre las estrellas
fijas.
Pero sabemos que en realidad la Tierra no está en reposo; todo
lo contrario, se halla en un ininterrumpido movimiento giratorio y
de traslación, de modo que, visto a partir de ella, la totalidad del
mundo de las estrellas parece participar de este movimiento.
Esencialmente son tres los tipos de movimiento terráqueo que
transferimos al mundo astral, los cuales tres tipos se entrelazan de
manera peculiar, como lo hacen, por ejemplo, las ruedas dentadas
de un mecanismo de relojería.
El primero de tales movimientos es el de la rotación de la Tierra
alrededor de su eje; por esta rotación se originan los dos polos te-
rráqueos, y entre ellos, a igual distancia de ambos, el así llamado
ecuador terrestre. La duración de semejante rotación de la Tierra
alrededor de su eje la llamamos “día”. La proyección del ecuador
terrestre sobre el firmamento se llama “ecuador celeste”.
El segundo movimiento de la tierra es el de traslación alrededor
del sol ; la Tierra rodea al sol con una órbita que reviste la forma de
una elipse; a la duración de dicha traslación la llamamos “año”.
Ambos movimientos, observados geocéntricamente, se unen en un
movimiento resultante, cuyos dos elementos, con todo, son fáciles
de diferenciar.
A causa de la rotación de la Tierra, la esfera celeste parece mo-
148
verse diariamente una vez alrededor de la Tierra; a causa del movi-
miento de traslación, el sol parece describir en el curso de un año un
movimiento circular alrededor de la esfera celeste que diariamente
gira alrededor de la Tierra, movimiento circular que al cabo de un
año se cierra a sí mismo, para luego repetirse. Esta órbita, que en
realidad es la órbita terráquea proyectada sobre el plano de fondo
del cielo de las estrellas fijas, es lo que llamamos “eclíptica”; los
restantes planetas, parecen, acercándose a esta órbita, tener también
el mismo movimiento. Esta órbita determina además la posición del
zodíaco en el cielo. La palabra zodíaco no es en realidad más que el
nombre esotérico de aquello que los astrónomos llaman “eclíptica”.
Si el eje de la Tierra fuese perpendicular con respecto al plano
de traslación, la eclíptica y el ecuador celeste coincidirían en una
línea.
Pero el eje de la Tierra es oblicuo con respecto al plano de
traslación alrededor del sol, y lo es formando un ángulo de 66
grados 33 minutos; esto determina que la eclíptica y el ecuador se
corten en un ángulo de 23 grados, 27 minutos, siendo esto muy
importante para la vida humana; en virtud de esta intersección de la
eclíptica y el ecuador, se originan aquellos dos puntos de
intersección de que habláramos antes, calificándolos de dos señales
que desde siempre hacían aflorar a la conciencia de la humanidad la
calidad cíclica y periódica de la vida humana. Cuando el sol
atraviesa en su curso el ecuador celeste según la dirección de sur a
norte, se produce para el habitante del hemisferio septentrional la
igualdad de duración entre el día y la noche de la primavera; esto se
llama desde antiguo el “equinoccio vernal” o de primavera, y el
punto correspondiente se llama “punto vernal”; medio año después
del equinoccio de primavera, cuando el sol llega al punto opuesto,
se produce el “equinoccio de otoño”; el sol ha cruzado por el “punto
otoñal”.
Pero a estos dos ritmos terráqueos se añade un tercer ritmo cuya
longitud periódica se calcula en unos 25.600 años. Se produce por
una rotación peculiarmente lenta, que toca a la posición del eje
mismo de la Tierra. Conservando su inclinación con respecto a la
149
eclíptica, el eje de la Tierra lleva a cabo a lo largo de la superficie
de un doble cono un movimiento circular extraordinariamente lento.
La combinación de estos tres movimientos de la Tierra lleva a
consecuencias que nos mostrarán bajo una nueva luz las tres
perspectivas de que habláramos la vez pasada.
El movimiento circular descrito en último término, que lleva a
cabo el eje de la Tierra, determina que los puntos de intersección
entre la eclíptica y el ecuador, esto es, los puntos vernal y otoñal,
deban acompañar aquel movimiento, en virtud de lo cual, en el
curso de un ciclo de unos 25.600 años, habrán recorrido sobre la
superficie del zodíaco la totalidad de esta superficie, para retornar,
al cabo de este amplísimo período, llamado “año platónico”, al
punto de partida. Este hecho, que en astronomía se llama precesión
del punto vernal (porque el movimiento del punto vernal parece
oponerse al movimiento aparente del sol), nos ocupará en detalle
más adelante. Hoy nos limitaremos a considerar este fenómeno en
la medida en que nos permita explicarnos cómo debemos captar el
engranaje de las tres perspectivas.
Recordemos por de pronto que el zodíaco, en su
duodecuplicidad, es el compendio de la figura humana arquetípica
macrocósmica, de donde el hombre microcósmico extrae sus
fuerzas por el mundo planetario, como por un cordón umbilical
cósmico, de modo tal que aquello que en las vastedades de las
estrellas fijas fuera último plano de fondo del ser y de la vida de
nuestro “yo", sólo presentido por la profundización esotérica, halla-
ba acceso a la naturaleza humana únicamente por medio del mundo
planetario, cuyo centro está constituido por nuestro Sol; al recordar
todo esto, podremos comprender que aquello que afluye a nosotros
desde aquel arquetipo del hombre celeste nos es deparado en prime-
ra línea por el propio sol, pudiendo alcanzarnos exclusivamente
bajo la forma adecuada al grado evolutivo de nuestro sol.
Del mismo modo en que la Tierra obraba a manera de filtro en-
tre el cielo nocturno y el hombre recién nacido, el sol, a su vez, obra
a manera de filtro entre el macrocosmos y la humanidad; lo que en
principio nos llega del zodíaco sólo nos llega por vía del sol; el sol
150
es para la humanidad el intérprete del cielo o, en sentido de nuestras
exposiciones anteriores, el detector general de las energías celestes,
el “mediador#. Los restantes planetas también toman parte en esa
“mediación”, pero es únicamente el sol el que guía las radiaciones
celestes directamente al germen del ser humano, a su “yo”.
De aquí resulta para nosotros una consecuencia de extraordina-
ria importancia. El zodíaco, que para nosotros, los seres humanos,
es lo que por de pronto entra astrológicamente en consideración, no
es de ningún modo aquello que, allá en las vastedades de las estre-
llas fijas, fuera caracterizado como fondo de eternidad, sino aquello
otro que del propio zodíaco nos transmite el sol –una especie de
copia del zodíaco arquetípico, un zodíaco secundario–, la transposi-
ción del zodíaco a “lo solar”, un círculo que acompaña al sol en su
“movimiento”, la huella celeste del sol, el rastro que éste deja año
tras año en el cielo, un “cinto de energía solar”, cargado de energía
que extrae de las vastedades de las estrellas fijas. Este cinto, cuyos
puntos de referencia son los equinoccios y los solsticios, gira sobre
sí mismo en el cielo en reposo de las estrellas fijas una vez por año
platónico.
De modo que al hablar de las doce regiones del zodíaco (Aries,
Tauro, Géminis, etcétera), no nos referimos a las constelaciones de
estrellas fijas que levan esos mismos nombres, las cuales constela-
ciones representan, por así decir, para nosotros el zodíaco arquetípi-
co, sino que nos referimos a las doce regiones del curso solar, que
una vez cada 25.600 años coinciden con las regiones de las conste-
laciones de las estrellas fijas. Sucede así que, por ejemplo, en nues-
tro tiempo, el punto vernal, a partir del cual contamos las regiones
del zodíaco, la alcanzado el comienzo de la constelación de Piscis y
ya está por entrar en la constelación de Acuario. Para evitar confu-
siones, se ha convenido en diferenciar las regiones del zodíaco que
acompaña al sol, de sus homónimas, de las constelaciones, llaman-
do a las primeras “signos del zodíaco” y a las segundas “figuras del
zodíaco”.
¿Cuál es, empero, la repercusión de este particular proceso de
desplazamiento de los “signos” a las “figuras” zodiacales?
151
El individuo humano como tal no podrá experimentar de ningún
modo dicha repercusión; ella no se refiere a la vida individual del
hombre aislado, sino a la vida de la humanidad, en la cual va
incluida la vida del individuo humano, como una célula integrante
de un organismo superior. En la vida de la humanidad, el paso del
zodíaco primario al secundario produce algo semejante a lo que
sucede en la música por la transposición de una partitura a una
escala distinta de aquella en que fuera compuesta.
En la transposición musical no se alteran las relaciones
recíprocas de los tonos aislados; lo que se altera es el efecto de
conjunto. La partitura sigue siendo la misma, pero su tono
fundamental ha cambiado. Lo mismo ocurre por aquella
transposición cósmica de las regiones del zodíaco; esta
transposición produce un cambio de tónica en la estructura general
de los fundamentos culturales de la humanidad, siendo esa tónica la
que confiere a las diversas épocas aisladas, a las diversas “eras” en
el tiempo, su coloración especial.
Es así que hace unos 2000 años comenzó la así llamada “era de
Piscis” (el punto vernal penetró en la constelación de Piscis), y unos
2000 años antes del nacimiento de Cristo comenzó la “era de
Aries”; actualmente nos encontramos, pues, en el comienzo de la
“era de Acuario”, la cual hace ya tiempo que nos anticipa sus
síntomas. Los hindúes sostienen que, más o menos cada 2000 años,
aparece sobre la Tierra un conductor que infunde a la humanidad
nuevos impulsos, que “afina” la evolución de la humanidad de
acuerdo a la nueva región del zodíaco celeste, confiriéndole de este
modo la nueva “tónica”, según la cual, por los próximos 2000 años,
el zodíaco solar dará a la humanidad sus fuerzas. Más tarde
detallaremos esto.
De modo que podemos considerar al zodíaco –y llamaremos
simplemente “zodíaco” al zodíaco solar– una especie de proyección
del zodíaco arquetípico. Su punto de partida es siempre el punto de
intersección del ecuador con la eclíptica, que toca el sol al comienzo
de la primavera, el punto vernal, cuya inmensa importancia en los
culto de los pueblos primitivos fue mencionada por nosotros en una
152
oportunidad anterior.
Pero también este zodíaco tiene su proyección en la tercera
perspectiva, en la perspectiva terrestre. Mientras que –a causa de
esta perspectiva terrestre– el cielo de las estrellas fijas se mueve
alrededor de la Tierra y, dentro del cielo de las estrellas fijas, el
zodíaco solar se desplaza lentamente, la segunda proyección del
zodíaco arroja sobre la Tierra un círculo de doce zonas que,
observado geocéntricamente, permanece inmóvil, como el punto de
la superficie terrestre, el lugar de nacimiento del individuo humano
para el cual este lugar parece ser en un principio el centro del
mundo.
En esta tercera perspectiva, o perspectiva terrestre, se vuelven a
encontrar las correspondencias del zodíaco solar. Lo que significa
para el globo terráqueo el ecuador, por el cual se separan los
hemisferios celestes septentrional y austral, significa para el
individuo humano el horizonte, que separa el “arriba” del “abajo”; y
lo que para el globo terráqueo significan, como puntos vernal y
otoñal (autumnal), los puntos de intersección entre el ecuador y la
órbita del sol, significan, para el individuo humano nacido en un
determinado lugar, los puntos de intersección entre el horizonte y la
órbita del sol: el así llamado “ascendente”, el punto del zodíaco que
en ese momento “sube”, correspondiente al punto vernal, y el
“descendente”, el punto del zodíaco que en ese momento “baja”,
correspondiente al punto otoñal; por otro lado, los puntos de
intersección entre el meridiano y el lugar de nacimiento o, mejor
dicho, su proyección sobre la esfera celeste y la eclíptica,
corresponden a los dos solsticios. Estos cuatro puntos de referencia
“terrestres” dan origen a los cuatro cuadrantes de la eclíptica, de los
cuales, en el momento de nacer un ser humano, dos se hallan debajo
y dos encima del horizonte; cada uno de estos cuadrantes, para
completar la proyección de la constitución zodiacal en su
duodecuplicidad, debe ser, a su vez, dividido en tres subregiones.
Y con esto llegamos a un tercer tipo de división de la eclíptica
en doce zonas, que toma su punto de partida del horizonte oriental
del lugar de nacimiento.
153
Por el hecho de tener lugar esta división a partir de la
perspectiva terrestre, aquella subdivisión se dispone según puntos
de vista geométricos que surgen de la propia rotación de la Tierra,
de manera que la clave para la obtención de los puntos divisorios
sólo puede obtenerse de la posición del ecuador con respecto al
horizonte del lugar de nacimiento. Baste por hoy la comprobación
de que esta nueva división origina otra vez doce regiones del
firmamento, seis de las cuales son subterráneas, mientras que las
seis restantes pertenecen al cielo superior. Llamaremos a las doce
regiones que en su totalidad representan la proyección terrestre del
zodíaco o su transposición al color de la materia terrestre, las casas
celestes, las casas astrológicas; las contamos, partiendo del
horizonte oriental, bajo Tierra de “1” a “6”, y sobre Tierra,
comenzando por el horizonte occidental, de “7” a “12”.
Si recordamos lo que expusimos vez pasada, reconoceremos en
tales doce casas una especie de caja de resonancia afinada con la
Tierra para las radiaciones celestes, que comunica a la música
celeste, resultante de la sinfonía de la constelación conjunta, una
especie de tonalidad, por la cual dicha música celeste, que hasta
entonces sólo había sido perceptible al oído mental, cobra el tono
terrestre-material. Este eco terrestre-material de la música celeste,
que, en cierta medida, indica a cada uno de los doce tonos de la
escala zodiacal su correspondencia terrestre, se hace partícipe del
individuo humano según la posición del lugar de nacimiento de
éste, en una afinación de fondo que, para continuar expresándonos
con el lenguaje de la música, puede ser caracterizado de sensación
individual de la tonalidad de ese ser humano.
Del mismo modo en que en la música relacionamos la totalidad,
la vida total de la obra, incluidos todos sus acaeceres, con un tono
de fondo, con una “tónica”, hablando en general, también la
relacionamos con un centro de gravedad mental-sensorial que, a la
vez, es punto de partida de la valoración de todas las relaciones
tonales que se producen en el curso de los acaeceres musicales, de
ese mismo modo aquel “cinto de casas” duodécuple contiene en su
totalidad todo aquello que da a la música cósmica celeste, en la vida
154
del individuo humano el centro de gravedad “terrestre”, el analogon
de la sensación de tonalidad o, de otro modo, aquello que al
comienzo de nuestras investigaciones hemos llamado la “capacidad
de destino”: su conexión individual con el acaecer universal.
La división de los signos zodiacales y planetas en las regiones
de las casas nos permite reconocer qué parte de la radiación celeste
se extiende a las casas subterráneas “1” a “6” y qué parte a las
situadas sobre la Tierra: “7” a “12”, qué es lo que se combina con la
masa hereditaria, como reino del ser unido al pasado, y qué con el
reino de la esperanza de libertad, y bajo qué forma lo hace.
Y con esto ganamos otro argumento para sostener la
importancia del momento del nacimiento; la constelación de casas,
tal y como se representa ahora desde la perspectiva terrestre, nos
revela la situación cósmica de la percepción arquetípica del ser
humano, según la cual vivirá éste todo lo restante.
¿Todo lo restante?
Sabemos que las constelaciones siguen su viaje, que no se
detienen en el momento en que un determinado sujeto humano
individual acaba de nacer. Pero para este recién nacido, que en
realidad se ha convertido en guardia y protector del pensamiento
terrestre liberado con su nacimiento, el horóscopo terráqueo
significa la doctrina celeste, la clave de todo lo “por venir”, pues,
fuere lo que fuere lo que las vastedades celestes le depararen en lo
futuro, ello sólo podrá crecer en el suelo que a tal individuo dio su
propio nacimiento. Y es este el suelo único que tiene que cultivar
mal o bien.
Ahora bien, la calidad de ese suelo –de su percepción
arquetípica– puede ser calculada por la constitución del horóscopo.
Para comprender esto es necesario volver a echar una ojeada
sobre el mundo de los planetas, sobre aquellos siete planetas que,
como dijimos anteriormente, unen, como una especie de cordón
umbilical palpitante, la idea arquetípica de hombre macrocósmico
con el hombre terrestre. El horóscopo del nacimiento del individuo
humano nos señala, si se me permite decirlo de este modo, el

155
momento fásico particular de la pulsación de aquel séptuple cordón
umbilical, en armonía con aquellos siete elementos entre sí, de
acuerdo al intervalo individual de sus tonos troncales5.
En la astrología estos intervalos entre los diversos planetas se
llaman “aspectos”; su medida es el ángulo, expresado en grados de
arco, bajo el cual se los ve desde la Tierra.
Desde Pitágoras, es conocimiento científico de validez
universal el hecho de que la relación entre sonidos o alturas de tono
o relación de intervalos entre dos tonos dependa de las medidas de
longitud de las cuerdas que vibran o, expresándolo mejor, de las
medidas de longitud de onda de las vibraciones sonoras; si tales
medidas resultan relaciones numéricas simples, como, por ejemplo,
“1 a 2”, “2 a 3”, “ 1 a 4”, “4 a 5”, “5 a 6”, se producen armonías
fáciles, agradables; en cambio si las longitudes de onda se
encuentran en relaciones numéricas menos simples, “8 a 9”, “9 a
10”, resultan relaciones difíciles de comprender, insatisfactorias,
intranquilizadoras, inarmónicas, que reclaman continuación; y
cuando las relaciones numéricas son aún más complicadas,
concluye por producirse la imposibilidad de captar la relación por
ellas producida (“3 a 13” ó “12 a 17”, etcétera); estos intervalos son
extramusicales.
Lo mismo ocurre con la posición angular de los planetas, tal y
como se aprecia desde el punto de visto geocéntrico. Sólo se
considera esenciales en esto aquellas posiciones angulares que
resultan de la división en doce del círculo, dada cósmicamente, es
decir, ángulos cuya medida común máxima abarca una doceava
parte del círculo. Sólo de estos “aspectos” resultan para el hombre

5
A los siete planetas de lo antigua astrología se agregan posteriormente
otros tres: Urano, descubierto a fines del siglo XVIII; Neptuno, descubierto a
mediados del siglo XIX, y Plutón, descubierto en nuestros días; los tres tienen sus
órbitas más allá de la órbita de Saturno, con respecto a la aproximación al sol. En
la astrologia moderna, esos tres planetas tienen mucha importancia; más adelante
nos referiremos a ellos en detalle.

156
relaciones planetarias captables, ya armónicas, ya inarmónicas, esto
es, relaciones que le facilitarán o dificultarán la labor en el agro
“Tierra”, que le brindarán a su actividad un suelo más o menos
fértil, facilitándole, pues, o dificultándole, el cultivo del mismo. De
acuerdo con esto, el acorde total que resulta del entrelazamiento
tonal de los aspectos planetarios será co-decisivo para la tónica
cósmica con que nace un nuevo individuo humano. De esta tónica
cósmica depende cómo será en lo sucesivo, en ni curso ulterior del
cuadro celeste, siempre cambiante, el eco de ella misma, en qué
momentos serán concitadas para su cumplimiento las posibilidades
contenidas en el horóscopo del nacimiento, cuándo será actual, en el
curso de la vida, lo que hasta entonces sólo hubiera sido potencial,
cuándo se acerca la hora de la madurez y la cosecha.

“Allá en el cielo, las constelaciones


no sólo hacen los días y las noches,
no sólo primaveras y veranos,
no sólo al sembrador el tiempo indican
de siembras y cosechas. Pues también
el humano quehacer es una siembra
de inexorables suertes esparcidas
en las oscuras tierras del futuro,
expuesta esperanzada a los destinos.
Allí habrá que saber cuándo es la siembra,
leer a tiempo la hora de los astros,
rastrear todas las casas de los cielos.
No vaya a ser que oculto en sus rincones,
el enemigo del crecer fecundo
aguarde la ocasión para hacer daño.”
SCHILLER: Wallenstein

De esto resulta una división de la astrología en dos partes; la


primera parte se ocupará de la constitución del individuo humano;
tratará de captar lo peculiar del individuo humano sobre la base de
la constelación celeste que acompañe a su nacimiento, teniendo para
ello en cuenta las tres perspectivas, o, dicho de manera más sencilla:
tratará de captar el carácter del individuo humano en relación con la
157
capacidad de destino, para luego conocer la misión cósmica
particular que debe cumplir tal individuo, o de cuyo cumplimiento
debe ocuparse, en caso de que aspire a que su vida no transcurra en
vano.
La segunda parte se ocupará de “supervisar” la vida del
individuo recién nacido, en su progreso ulterior, para, en los
momentos en que las necesidades del destino vayan madurando al
encuentro de su cumplimiento –sea para placer o para dolor del
individuo–, facilitarle el conocimiento que lo ayude a abandonar el
“camino del tonto”, a no atarse al goce efímero, como así tampoco a
temer el igualmente efímero dolor, para ir adelante en el trabajo de
perfeccionamiento y “desescoriación” de su ser, camino del
segundo nacimiento.
Con palabras magníficas habla Rückert en su poema didáctico
titulado Sabiduría de los brahmanes de este segundo nacimiento:

“El sánscrito sagrado, hace tiempo perdido,


afirma que tres cosas dos veces han nacido.
La primera es el pájaro que nace y es un huevo
y que del huevo nace y es pájaro de nuevo.
Allá adentro en la boca del hombre nace el diente:
primero crece débil y luego firmemente.
El sabio que primero fue del vientre materno,
luego volvió a nacer del espíritu eterno.
El pájaro sin doble nacer queda en el nido.
El diente sin su doble crecer está perdido.
Y tendrá el pobre sabio débil conocimiento,
mientras no haya llegado al otro nacimiento.”

Y ahora, antes de cerrar esta introducción destinada a perfilar


nuestra labor futura, volvamos una vez más al principio.
Partimos de que la astrología nos enseña a conocer la
irreductible relación de dependencia cósmica a que se halla
sometida la naturaleza humana. Hemos tratado de cobrar conciencia
de esta relación como de una comunidad de vida, de una
convivencia, y de captarla tanto a la luz del saber científico físico
158
como a la luz del pensamiento científico oculto. Pero como se trata
de edificar trozo a trozo el saber astrológico sobre la base del
conocimiento adquirido, parecería querer invadirnos un raro
sentimiento, muy difícil de expresar, cuyo contenido acaso no sea
disímil del que se desprende de la temerosa pregunta del Salmo
Octavo, pero que, con todo, a diferencia de éste, parece revestir un
carácter subversivo. Pues ya no se trata de la cuestión de mi
insignificancia o de mi importancia, no es esta duda psíquica la que
pugna por liberarse de las profundidades del inconsciente, sino que
se trata da algo que tal vez pudiéramos expresar con las palabras
siguientes: ¿por qué tengo que ser precisamente yo quien deba
cumplir la misión que me ha sido conferida por mandamiento
estelar? ¿Por qué no puede ser otro?
Sin duda, esta pregunta cae fuera de los límites de la astrología,
pero de ningún modo escapa al marco de mi interés en el saber
astrológico, de mi interés práctico en tal saber.
Pues si ya he aprendido a comprender que la misión que me ha
sido impuesta sólo podrá ser cumplida por aquel ego que surgió a la
existencia en el momento de mi nacimiento, ¿por qué dicha misión
recayó sobre “mí”, por qué tuve que cargar yo con esa suerte y ser
yo quien naciera en aquel momento a esta vida? ¿Por qué, por
ejemplo, no nací en una hora más feliz, como, pongamos por caso,
mi vecino? El “agro” de este vecino mío prospera sin que éste se
esfuerce demasiado, mientras que el mío está formado por un suelo
duro, pétreo, que apenas da unos pocos y raquíticos frutos. Y
cuando mi obra esté cumplida y yo deba partir de aquí, ¿cuál es mi
recompensa, pues que mi yo vuelve a sumergirse, y esta vez para
siempre, en el gran océano del “no ser”? Mi segundo nacimiento,
¿no sería al fin más que un devoto engaño? ¿O será que luego de mi
existencia en la Tierra se me tiene reservada una existencia más
elevada (cosa que apenas me atrevo a pensar)?
Si pudiese tener confianza en que así fuera, podría entregarme
con el alma libre al estudio de la sabiduría astral.
¡Nadie debe avergonzarse de pensar tales cosas! Si hasta el
propio Schiller, en una fase sombría de su vida, escribió el poema
159
titulado Resignación que concluye con las siguientes desconsoladas
palabras:

“Tu sola fe fue tu felicidad.


Pues lo que del minuto descartaste
ya no lo da ninguna eternidad.”

¡Nadie debe avergonzarse de pensar tales cosas… pero


esfuércese cada cual en desasirse de su poder abrumador!
Se dice que alguna vez, aun cuando no en la forma arriba ex-
puesta, tales preguntas le fueron formuladas a Gautama Buddha.
¿A qué obedece –le preguntaron– que, allá entre los hombres,
unos nazcan de padres pudientes y otros de padres pobres, unos
nazcan hermosos de cuerpo y otros nazcan feos, unos nazcan llenos
de dotes espirituales o físicas y otros nazcan débiles y sin dote
alguna, unos sean de por vida hijos de la felicidad y otros de la
infelicidad?
A lo que respondió Buddha: eso es el Karma, esto es, el efecto
o el fruto de vidas pasadas, anteriores, de los aquí nacidos.
Para algunos podrá ser un consuelo el que su vida actual en la
Tierra no sea más que uno de los numerosos eslabones de la extensa
cadena de tales vidas, el que cada uno de esos eslabones pueda ser
corregido hasta cierto grado, cuando en un eslabón anterior hubiere
habido alguna corrupción; más aún, que estas vidas sucesivas
corresponden, por así decir, al curso bifásico de una oscilación de
vida cuya primera fase, la diurna, esté entre el nacimiento y la
muerte, y cuya segunda fase, la nocturna, esté entre la muerte y el
nuevo nacimiento; ¿no debería esta oscilación periódica de mi ser
continuar la vida según la misma ley, más allá de mi existencia
actual, en un futuro para el cual estaría yo ya ahora en condiciones
de trabajar conscientemente, a partir del momento en que tal noción,
en base a mi conocimiento de las leyes cósmicas, se me haya
convertido casi en convicción? ¿Acaso los grandes espíritus,
aquellas mentes que se convirtieron en guías de la humanidad, no
pisaron a la sazón estas huellas del conocimiento?
160
“ . . . pues estoy firmemente convencido de que nuestro espíritu es un
ser de naturaleza indestructible, un progreso de eternidad en eternidad,
semejante al sol, que sólo parece ponerse para nuestros ojos terrestres,
pero que en realidad no se pone jamás, sino que avanza de continuo con
su luz”,

dice Goethe a Eckermann.


¡Pero Lessing va más lejos! Recordemos las palabras con que
cierra su ensayo sobre la educación del género humano:

“¿Por qué el individuo humano no podría estar más que una sola vez
en este mundo? ¿Acaso la hipótesis que esto afirma es ridícula en virtud
de ser la más antigua, dado que el entendimiento humano, antes de que la
sofistiquería de las escuelas lo hiciera distraído, lo hubiera debilitado, fue
en lo primero que cayó en la cuenta? ¿Por qué yo no podría haber dado ya
antes todos los pasos hacia mi perfeccionamiento en este mundo, los pasos
que sólo traerían al hombre castigos o recompensas? ¿Y por qué, en otra
oportunidad, no pude haber dado aquellos otros pasos que nos ayudan
tanto en nuestra aspiración a una recompensa eterna? ¿Por qué no podría
retornar tantas veces como me está destinado, de acuerdo a los nuevos
conocimientos y a las nuevas realizaciones que deba llevar a cabo? ¿Es
posible que, de pronto yo sea capaz de hacer tanto que ya no valga la pena
retornar? ¿Es por eso que dicen que no se retorna? ¿O porque al retornar
me olvido de que estuve antes? ¡Enhorabuena me olvido! El recuerdo de
mis estados anteriores sólo me permitiría hacer un mal empleo de mi
estado actual. Y lo que ahora tengo que olvidar, ¿debo olvidarlo para
siempre? ¿O debo olvidarlo porque perdería demasiado tiempo?
¿Perdería? ¿Y qué es lo que tengo que perder?
“¿No es mía toda la eternidad?”

¡Toda la eternidad! ¡Mía!


Es realmente un consuelo maravilloso el que fluye de estas
palabras. Pero, ¿será realmente que existe fuera de toda astrología,
que no hay a partir de todo lo que hasta ahora hemos conocido
como fundamento espiritual de la astrología un camino que me
permitiese saber por qué fue precisamente a mí, en esta vida actual,
a quien le fuera asignada esta misión de colaboración en la obra
161
evolutiva del mundo, y por qué esto sucedió para mi salvación?
Olvidemos de momento las palabras de Goethe y Lessing y
tratemos nuevamente de sentirnos bañados en las olas de aquel
sentimiento cósmico previo a todo conocimiento esotérico.
Elevemos la mirada al firmamento con sus miríadas de estrellas
solitarias, libres. ¡Contemplemos la inmensidad del universo, con el
anhelo puesto en el grano de sal de la metáfora de Ramakrishna!
¡Sumerjámonos en el océano del Todo cósmico!
Es posible que entonces surja en nosotros el pensamiento
siguiente: ¿soy yo el único en el inmenso universo que siente esto
en este instante? ¿Qué, si, además de mí, en este momento, y no
sólo en la Tierra, sino también allá afuera, en la profundidad del
ámbito cósmico, hubiera seres que sintiesen lo mismo que yo
ahora? ¿No tendría yo en ese caso que encontrarme con ellos, que
unirme a ellos, por más lejos que estuvieren, en este único e
inmenso océano del ser? ¡Unirme a seres que viven tan lejos de mí
que la luz, que cubre 300.000 kilómetros en un segundo, tarda
siglos, miles, cientos de miles de años para llegar de “allá” a la
Tierra!
Por más fuerte que fuese mi ojo físico, por más inmensamente
fuerte que fuese, al punto de estar en condiciones de ver a aquel ser
lejanísimo que quiere unirse a mí en pensamiento, no alcanzaría a
verlo, pues tendría yo que esperar siglos, miles, cientos de miles de
años, antes de que su presencia física, de que su imagen física fuese
visible en la Tierra, de modo que, por ese remotísimo entonces, yo
ya no estaría en la Tierra, ni tampoco estaría aquel lejano ser en su
mundo.
Lo que yo podría contemplar ahora, en mi actualidad, de aquel
mundo, vivió allí en realidad hace milenarios, y hace tiempo que se
ha convertido en polvo; si hiciese una señal a ese lejano ser y él a su
vez me respondiese con otra señal, ni sería mi saludo el que él
recibiría ni recibiría yo el suyo; inconmensurables espacios de
tiempo, inconmensurables tiempos espaciales me separan de aquel
ser, aun cuando ahora mismo fuese tocado por su presencia. ¡Y así
como temporalmente me imagino cercano a lo que en realidad
162
ocurrió alguna vez en un pasado inconcebiblemente remoto,
también me imagino imperialmente cercano –sin medidas
espaciales conocidas– a aquellos mundos lejanísimos que hasta el
niño cree tocar con sus manitas! La luna y las estrellas me parecen
estar a igual distancia.
Pero ¿cuál es la verdadera medida de la “verdadera” distancia?
Si efectivamente me encuentro en un mismo pensamiento con
uno de aquellos remotos seres, ¿puedo calcular su alejamiento en
años luz? O dicho en otros términos: ¿en qué tiempo vive realmente
aquel remoto ser, que ópticamente pertenece a mi presente, y en qué
tiempo el ser que pertenece mentalmente a mi presente? ¿No es
absurdo que seres contemporáneos entre sí, se encuentren a la vez
apartados en cientos o miles de años por el espacio que los separa?
¿Tiene en este caso sentido alguno hablar de simultaneidad? ¿No es
igualmente absurdo que el ser del que mentalmente me encuentro en
proximidad inmediata, esté a la vez realmente separado de mí por
espacios inconmensurables y, con ello, también por tiempos
inconmensurables? ¿Tiene sentido, entonces, hablar de proximidad
espiritual?
En verdad, ¿qué sentido tiene en general el aferrarse a tales
pensamientos, que pretenden, más allá de los límites de la lógica en
que parece estar enmarcado nuestro pensamiento, llevamos a
mundos que no podemos conocer?
Sin embargo, tales pensamientos no son tan infructuosos como
pueden aparecer a primera vista. Pues lo que acabamos de decir de
los habitantes de lejanos astros, vale, tiene que valer, también para
los propios habitantes del globo terráqueo en sus relaciones mutuas.
Tampoco la proximidad de estos habitantes con respecto a mi
presencia puede ser medida ni en años luz ni en segundos luz y sus
fracciones; no puedo medir esa “distancia” con medida espacial ni
temporal. Y del mismo modo en que, por ejemplo, el habitante de
Sirio tiene, en cierto sentido, su tiempo dentro del marco de su
eternidad, que, de alguna manera inconcebible, corre junto a mi
eternidad, cada uno de mis semejantes terráqueos tiene en torno de
sí, a manera de cintura de niebla, su tiempo, “su” eternidad; ¿y
163
quién se atrevería a afirmar que los seres humanos que se imaginan
ser contemporáneos entre sí lo son realmente? ¿Se ha preguntado
alguien alguna vez cuántos años luz lo separan de Dios? ¿O se ha
preguntado alguien cuántos años luz lo separan del corazón del
prójimo? Y, sin embargo, esta pregunta, por más absurda que pueda
parecer, nos señala el camino que tendrán que seguir nuestras
investigaciones.
Volvamos a recordar, por de pronto, una comparación que
empleamos oportunamente para desarrollar la idea de la capacidad
de destino o del entretejimiento en el destino del ser humano; la
comparación con el mundo onírico. Cuando estamos soñando, no es
que estemos fuera del tiempo y del espacio, pero sí es cierto que el
tiempo de todo soñante está, por así decir, fuera del tiempo general,
del mismo modo en que su espacio onírico es extraño al espacio
general; en cuanto despertamos del sueño, reaparecemos, no cabe
duda, en el espacio general, en el tiempo general, pero no del todo,
sino en la medida en que nos hemos desligado del sueño; sólo nos
habremos liberado totalmente del sueño en cuanto pudiéremos estar
más allá de nuestra subjetividad, redimidos de Tierra y destino;
mientras esto no haya sucedido, llevaré, aún en estado de vigilia,
como cintura de niebla de mi subjetividad, un trozo de mi propio
espacio y de mi propio tiempo, que me separa de mi vecino, el cual,
vestido con envoltura similar, andará a mi lado.
Siendo así las cosas, ¿cuál es la verdadera medida para medir la
distancia recíproca entre los hombres? Pues bien: no es otra que la
medida cósmica que determina nuestra relación con las estrellas o
sistemas estelares aparentemente más lejanos. Pensemos que el
hombre que anda a mi lado posee, lo mismo que yo, un horóscopo;
que, lo mismo que yo, como resonancia de la afinación cósmica del
momento de su nacimiento, anda a mi lado, convertido, como yo, en
un pequeño cosmos planetario, por su nacimiento sobre la Tierra; en
este caso, nuestros mutuos caminos se determinan según una
medida que sólo existe entre nosotros dos y que se basa en el
encauzamiento común dentro de la unidad del cosmos solar. Y del
mismo modo en que Helmholtz determinaba en otro tiempo la
164
relación “próxima” o “lejana” entre dos tonos por el vínculo de sus
tonos concomitantes comunes, la distancia o proximidad interior
entre dos seres humanos se determina por el vínculo de sus
constelaciones comunes en sus respectivos horóscopos. Y así
llegamos a la noción de la conexión astrológica entre dos o más
seres humanos, según el grado de su parentesco astrológico. Pero
este parentesco astrológico no es sólo una clasificación teórica de
grados de similitud, sino que, al igual que la afinidad química, es
una fuerza que, como allí a las sustancias, ayuda aquí a acercar a los
hombres. Nuestra pregunta capital cae con esto bajo una nueva luz.
Si mi yo no tiene con la serie de mis antepasados ninguna relación
más que la del origen meramente corporal físico, yo tengo derecho a
quejarme más que nunca de no haber obtenido el “mejor” o “más
agradable” horóscopo, tal como le tocó a mi vecino.
Si, en cambio, aquello que me hizo llegar a mis padres estuvo
bailado en necesidades cósmicas, si tuvo que obedecer a una
afinidad astrológica, tal y como la hemos conocido en la “regla de
Hermes”, entonces el propio conocimiento astrológico nos señalaría
un camino para responder a nuestra pregunta; pues, ¿cuál es en
realidad el sentido interior de esta afinidad y en qué consiste lo
coercitivo de su fuerza? ¿Lo coercitivo? ¿No será, antes bien, lo
redentor?
Aquel que, en base a la afinidad astrológica, ande por el camino
que lleva hacia el otro yo, estará en condiciones de ofrecer al
prójimo su propio horóscopo, está en condiciones de unir su
horóscopo con el del prójimo, del mismo modo en que dos tonos se
mezclan en un sonido común que es más que la propia
simultaneidad de sus respectivos timbres. Quien de este modo
brinda su horóscopo al prójimo, ayuda a éste a realizar lo que no
podría hacer solo, lo ayuda a alcanzar lo más esencial de nuestra
existencia. ¿Y qué es esto?
Nos preguntábamos a qué distancia estaba el corazón del
prójimo. Preguntémonos ahora a qué distancia está de nosotros
mismos nuestro propio corazón, nuestro verdadero yo. Hay un
refrán que dice que cada cual es el prójimo de sí mismo. Esto, que
165
espacialmente puede ser válido, es por esto mismo completamente
absurdo.
¡No! A mi yo, que ante todo debe ser cultivado en el agro de
esta Tierra, lleva un largo camino, un camino hasta los límites del
zodíaco, donde reposa mi yo arquetipo, y en este camino tengo que
ir despojándome paulatinamente de todas las exigencias de mi
temporalidad individual, tengo que tender de la temporalidad a la
eternidad. Desde luego, para esto no alcanza “un” horóscopo. Tiene
esto más posibilidades de las que pueda brindar un solo horóscopo,
si éste tuviera que apoyarse siempre en sí mismo. Dijérase que, al
igual que el pobre Osvaldo en los Espectros de Ibsen, que pide a la
madre un poco de “sol”, tendríamos que pedir ese don a todo aquel
a quien llamamos nuestro “prójimo”, don que sólo merecemos al
estar a nuestra vez dispuestos al mismo sacrificio, o sea, a iluminar
con nuestro sol el horóscopo de nuestro semejante, a iluminarlo
como si fuese el nuestro propio, siendo que sólo entonces nuestro
semejante se convierte en “prójimo” nuestro en el verdadero sentido
de la palabra.
El Mandamiento que dice que “debes amar a tu prójimo como a
ti mismo” se nos convierte así en clave de la respuesta a nuestra
pregunta.
El camino hacia el propio yo pasa únicamente por el amor al
prójimo.
La astrología práctica está llena de ejemplos en el sentido de
que el hombre que acierte a unirse en amor al prójimo alcanzará a
captar en alto grado las pulsaciones del destino de tal prójimo.
Y es este amor el que acorta distancias, el que acerca lo lejano
por sobre tiempos y espacios, el que me enseña a comprender lo que
no podría ser captado por el mero entendimiento, el por qué mi yo
fue el que tuvo que dar con estos padres, que se encontraron en
amor, hacia el cual los condujo una elevada ley, porque en el
momento místico de la procreación, en que sus horóscopos se
confundían, en el momento en que se me determinó el ser
testimonio permanente de esa unión de dos pensamientos terrestres
en una existencia, el camino que recorrieron mis padres y mis
166
antepasados remotos era en cierto sentido también mi camino, y
porque ellos habían llegado a la misma encrucijada en que yo me
encontraba aguardando a que apareciera sobre la Tierra una pareja
de seres humanos que me “confiriera” mi sol.
Y habiendo yo recorrido el camino hasta allí, ¿no es lo más pro-
bable que lo haya recorrido sobre la misma Tierra en que luego
(ahora) nací, y no es igualmente probable que la meta provisoria
que alcanzaré al final de mi vida será luego determinada por mi
ulterior pareja de progenitores? Los padres que me ayudarán a
tomar la herencia que dejé aquí, cuyo único detentor adecuado
puedo ser yo.
Y cerremos con esto. Dos sentencias nos llegan de la sabiduría
de épocas pasadas:
“Conócete a ti mismo y conocerás a Dios.”
“Ama a tu prójimo como a ti mismo.”
La astrología nos señala el camino del conocimiento de sí
mismo; el amor nos enseña a seguir verdaderamente ese camino.
Quien logre reunir ambas cosas, únicamente quien las pueda reunir,
obtendrá beneficios del estudio de la astrología. Al fin de cuentas, el
camino que vemos recorrer en el espacio a la Tierra se parece a una
doble huella en que podemos reconocer aquellos dos elementos
fundamentales. La rotación de la Tierra alrededor de su eje le crea
un centro que está dentro de ella misma, y su traslación alrededor
del sol le crea un segundo centro alrededor del cual gira
incesantemente el primer centro, buscándolo y a la vez alejado de
él. El sol y el núcleo terrestre heliótico son correspondencias
mutuas.
¡Todavía no ha llegado el tiempo de la reunión del Sol y la
Tierra! Pero nosotros, habitantes de la Tierra, que, íntimamente
unidos a ella, estamos incluidos en el sistema doble de su traslación
y rotación, tenemos que aprender a cobrar la conciencia posible de
nuestro camino.
Con estas palabras cerraremos esta introducción a la astrología
como ciencia oculta. Acaso me haya sido dado el demostrar a
167
ustedes que la verdadera astrología sólo es posible como ciencia
oculta.

168
SEGUNDA SERIE

EL ZODÍACO Y
EL HOMBRE

Bajezid Bastámi (siglo IX) dijo:


“Durante treinta años busqué a Dios, y
cuando al fin de este tiempo abrí los ojos,
descubrí que era Él quien me buscaba a mí.”
Tomado de Martín Buber: Ekstasische
Konfessionen (Confesiones extáticas)

169
PRIMERA CONFERENCIA
“Al que venciere, daré a comer del árbol de
la vida, el cual está en medio del paraíso de
Dios.”
APOCALIPSIS, II, 7.

Y ahora nuestra misión es la de levantar, en base a las observa-


ciones hechas en nuestra primera serie, de carácter introductorio, el
edificio doctrinario de la astrología, en cuyo punto central está el
hombre, el individuo humano. No será de las profundidades abisma-
les de su naturaleza consciente, ni de la profundidad de alguna auto-
observación orientada según la peculiaridad de su disposición física,
psíquica, mental y moral, ni tampoco a partir de los métodos extra-
ordinariamente afinados del análisis moderno del alma y del carác-
ter, que adquiriremos el conocimiento de la índole del individuo
humano. El método que tiene que seguir la astrología para llegar al
misterio del individuo humano es casi inverso de aquellos métodos
arriba enunciados. Siendo para la astrología el individuo humano
una especie de imagen proyectada del cosmos, su característica (la
del hombre) es la de llegar mucho más allá de lo que puede captar
su conciencia en forma inmediata por auto-observación y análisis,
mucho más allá, decíamos, bien adentro en las profundidades del
universo. Sucede, pues, que la imagen proyectada del universo, tal y
como se hace visible aquí sobre la Tierra, bajo la forma de cada uno
de los individuos humanos, se asemejaría a la sombra que arroja un
objeto interpuesto en el curso de los rayos de la luz, sobre una su-
perficie.
Es así, como objeto colocado en el curso de los rayos del Todo
universal, que debe considerarse la verdadera naturaleza del indivi-
duo humano. Como sombra debe ser considerada su forma fenomé-
nica proyectada sobre la Tierra, tal y como se manifiesta no sólo al
mismo individuo humano sino también a sus semejantes. La psico-

171
logía práctica, en el sentido más vasto de la palabra, más aún, todo
aquello que podamos llamar conocimiento del ser humano, tiene
que ver con el análisis de esta sombra proyectada.
La captación astrológica de la naturaleza humana trata, con
todo, de penetrar en las profundidades del universo para hallar allí
no sólo aquel “objeto”, cuya sombra proyectada sobre la Tierra
representa la naturaleza humana en el sentido habitual de la palabra,
sino también para descubrir las referencias especiales que
determinan que esta sombra proyectada haya incidido de tal y tal
manera y no de otra, en el momento de nacer tal y tal ser humano o
de hacerse visible su proyección terrestre.
Sigamos aún un rato con esta comparación, que está destinada
únicamente a simplificar todo lo que hemos tratado en la introduc-
ción, para reducirlo a nuestros fines.
No cabe duda de que esta imagen proyectada dependerá de
diversos factores, siendo acaso los fundamentales los siguientes:
1. La intensidad de la luz cósmica.
2. La transparencia del objeto. (Llamémosla el “grado de
resistencia cósmica”.)
3. La mayor o menor “proximidad a la Tierra”.
La intensidad de la luz cósmica la podemos considerar
constante. La “resistencia cósmica” será para nosotros un
“significador” del grado de evolución de aquel “objeto” en el
sentido del peldaño a que haya llegado en la escala astrológica. La
proximidad a la Tierra será el grado de combinación con la masa
hereditaria terrestre. Pero el “objeto” mismo será para nosotros
aquel verdadero “ser” del hombre individual, que situamos en el
punto medio, en el centro de la astrología, aquella “naturaleza” que
nos disponemos a conocer astrológicamente.
Por de pronto, esta comparación debería hacer evidente la dife-
rencia que media entre el conocimiento psicológico del hombre y el
conocimiento astrológico del ser humano.
La psicología orienta sus investigaciones sobre esa “sombra
proyectada” llamada “hombre”; por comparación de muchas de esas
172
“sombras”, logra llegar también ella a la imagen de un tipo de
“hombre” cada vez más universal, a la abstracción “hombre”. Pero
esto no le quita a la psicología la conciencia de que este tipo univer-
sal de “hombre” no constituye una realidad sino una imagen ideal o,
considerado prácticamente, no constituye más que una imagen auxi-
liar, lo mismo que cualquier otra idea de “especie”.
La astrología trata de apoderarse del núcleo humano que oscila
libremente entre la Tierra y el mundo de las estrellas, para estudiar-
lo a él mismo y luego a su sombra terrestre, lo mismo que a la luz
celeste en cuya órbita se interpuso aquel núcleo humano.
El conocimiento práctico del hombre parte –y debe partir– del
individuo humano dado empíricamente y de sus manifestaciones de
vida; tales manifestaciones se convierten en “significadores” de la
naturaleza del hombre; el conocimiento práctico del hombre trata de
interpretar aquellas manifestaciones de vida por analogía con lo
que, por auto-observación del carácter interior del hombre, ha caído
bajo su esfera de percepciones. De ahí que acaso haya tantas clases
de conocimientos prácticos del hombre como seres humanos hay
sobre la Tierra que se ocupan de tal “conocimiento del hombre”. Sin
embargo, la profundización de tal conocimiento del hombre depen-
de en mucho del grado en que los inevitables malentendidos que en
tal conocimiento se producen contribuyan a enseñar, en base al
hombre mismo, hasta qué punto el juzgamiento de la propia natura-
leza y su utilización como llave para el conocimiento de los demás
requieran de enmiendas, de manera que finalmente aquel “arreglo”
vaya cobrando cada vez más importancia y, pareciendo un círculo
vicioso, pueda en realidad estar al comienzo de todo conocimiento
humano orientado esotéricamente, siempre que se lo capte en toda
su profundidad. Este “arreglo” exigirá que se juzgue a los demás
según uno mismo y a uno mismo según los demás.
Schiller, empero, expresa esta exigencia de manera algo distin-
ta:
“¿Quieres saberte a ti mismo? Contempla lo que hacen los
otros.
¿Quieres al otro entender? Mira tu propio latir.”
173
Vemos, sin más, que en este dístico ni se menciona el conoci-
miento del hombre, sino que se habla del “saberse a sí mismo”, del
conocerse a sí mismo, y sólo después de esto, vale decir, en segun-
do término, se habla de “entender al otro”, nótese bien, de “enten-
der” y no de “saber” o “conocer” al prójimo.
¿Qué podemos aguardar de tal conocimiento práctico del hom-
bre, qué podemos aguardar de la psicología, esto es, de la psicología
general aplicada al individuo humano particular?
Lo único que “vemos”, que nos es accesible de “los otros”, del
prójimo, es lo que éste “hace”, según las significativas palabras de
Schiller, un “hacer” que, en el mejor de los casos, podremos tan
sólo “entender”, captar para nuestras necesidades, en tanto hallemos
dentro de nosotros alguna similitud.
Pero, ¿hasta dónde llega el conocimiento de sí mismo? ¿No lle-
ga más allá del punto a que lleguemos al “contemplar lo que hacen
los otros”, al contemplar este “hacer” como expresión de un agente,
desconocido para nosotros, dentro de “los otros” hombres, y para
cuyo acceso es mi “propio latir” (mi propio corazón) el que me
brinda la llave?
Pues bien, a este agente desconocido, hacia el que debe llevar el
conocimiento psicológico del hombre que trata de comprender de
acuerdo al corazón propio las manifestaciones, esto es, los actos de
los demás seres humanos, se le ha llamado desde antiguo el carác-
ter del hombre, y es a su estudio a lo que se aboca ante todo el
conocimiento práctico del hombre. Para esto, parte de la premisa de
que este carácter es aquella parte de la naturaleza humana que
representa el fundamento permanente de todos los actos del hombre,
de manera que tal fundamento puede ser inferido de actos
resultantes de estímulos exteriores, con seguridad tan inequívoca
como, por ejemplo, las propiedades químicas de una sustancia
inferidas de su comportamiento son respecto a diversos reactivos. Y
del mismo modo en que una misma sustancia química mostrará
siempre las mismas reacciones químicas, los actos de un mismo ser
humano tendrán que ocurrir siempre en el mismo sentido, bajo las
mismas circunstancias estimulantes.
174
Quien ha representado de manera más consecuente el funda-
mento doctrinario de la constancia del carácter como exigencia teó-
rica del pensamiento ha sido Schopenhauer, el cual admite con es-
pecial vehemencia la diferencia subrayada por Kant entre el carácter
por él llamado “empírico” y el carácter “inteligible”.
El carácter inteligible del ser humano es para Schopenhauer la
dirección fundamental de la voluntad de tal ser humano, que confi-
gura el núcleo metafísico del hombre y su elemento esencial último,
invariable, situado más allá de todos los testimonios en que se reve-
la. A este elemento sólo perceptible por el sentimiento, aunque no
por ello menos inequívocamente dado, se opone el carácter empíri-
co, como una especie de nombre colectivo de todas las manifesta-
ciones continuamente cambiantes de aquel carácter fundamental,
dentro del mundo real, esto es, formalmente, de los actos ocurridos
por influencia de los motivos más dispares, motivos que, no obstan-
te, brindan tan sólo un cuadro oscilante y susceptible de interpreta-
ciones muy diversas, del cual cuadro puede inferirse por vía sintéti-
ca la constitución de un sustrato común, cuya idea será necesario
corregir de continuo. Es también este carácter empírico el que se
convierte, en principio, en punto de partida del autoconocimiento.
Sucede así que cada ser sólo conoce su carácter paulatinamente y
hasta cierto punto, su carácter “verdadero”, luego de pasar por una
cantidad de desengaños y engaños, más allá de la índole de aquella
diferencia y tanto dentro de sí mismo como con respecto a sus se-
mejantes.
En los astrólogos prácticos encontramos una contraposición
análoga a la introducida por Kant y Schopenhauer. En los astrólo-
gos prácticos se trata de la aguda diferenciación entre individuali-
dad y personalidad. Se entiende por individualidad el sujeto pura-
mente moral, y por personalidad la suma de disposiciones no pro-
venientes de la naturaleza del sujeto moral, sino que éste traba con-
tacto con ellas como heredad de particularidades preformadas, y
que, en su totalidad, no se relacionan con dicho sujeto en forma
orgánica sino en una forma distinta y muy difícil de ser interpretada.
Esta “personalidad”, que podría corresponder, por ejemplo, a lo
175
que llama Schopenhauer el carácter empírico, significa, con todo, en
el sentido de aquella concepción, algo fundamentalmente distinto.
La personalidad, derivada de persona, caracterizaría una especie de
máscara o disfraz, por cierto no elegido por el sujeto humano, sino
que representa una forma fenoménica con que todo sujeto viene
vestido al mundo. De acuerdo con esto, a dicha caracterización la
sustenta un modo de pensar como, por ejemplo, el que expresa Cal-
derón en su drama El gran teatro del mundo.
Los seres humanos, que por su nacimiento pisan el escenario te-
rrestre, son actores que tienen que desempeñar un determinado pa-
pel cuyo contenido les es impuesto; uno tendrá que hacer de malva-
do, otro de virtuoso, otro tendrá que ser rey, el de más allá será un
mendigo, un guerrero, un artesano, etcétera, sin serlo en la realidad.
Pero, sin serlo en la realidad, tendrá que parecerlo esa única “no-
che”, por esa única noche tendrá que echarse sobre su verdadero
carácter, sea cual fuere, el carácter aparente de lo que debe repre-
sentar, tendrá que unirse, “compenetrarse” con su papel.
Por cierto, esta idea tiene inusitada fuerza, al situar de pronto el
problema del carácter bajo una nueva luz.
Si para Kant el carácter empírico no era más que una forma fe-
noménica, aparente, del carácter inteligible, verdadero del ser hu-
mano, en esta oposición entre el papel y el actor se pone de mani-
fiesto un elemento fundamentalmente distinto. Preguntémonos por
de pronto en qué consiste la relación del actor con su papel; al ha-
cerlo, se revelará ante todo algo semejante a lo que contenía la rela-
ción entre el carácter empírico y el carácter inteligible, bien que de
una manera totalmente diferente. Pues si tenemos que hacer sobre el
escenario terrestre el papel de una determinada “persona”, si tene-
mos que ponernos una máscara por la que únicamente tenemos al-
guna influencia en la vida, entonces –y he aquí precisamente lo
esencial de tal relación– la relación entre el carácter verdadero y el
carácter aparente ha de contener algo similar a aquella otra relación.
Preguntémonos, para llegar al sentido profundo de la antedicha
comedia de costumbres de Calderón: ¿de dónde le viene al hombre
la tendencia a representar una comedia, la inclinación a situar, en lu-
176
gar de su individualidad verdadera o presunta, la “persona” a repre-
sentar? ¿De dónde le viene el impulso de enmascararse? ¿Por qué
tanto los niños como casi todos los adultos juegan tan a gusto al
“teatro”?
Acaso porque al “representar” puedan aprender voluntaria y es-
pontáneamente aquello que en la comedia de la vida, para conocer-
nos a nosotros mismos y probarnos en nuestra propia naturaleza,
debemos ver y comprobar en el propio cuerpo:
“Lo que hacen los otros.”
Pero, ¿son estos “otros”, cuyos papeles nosotros desempeña-
mos, cuyas máscaras tomamos, real y cabalmente “los otros”? ¿No
hay dentro de cada uno de nosotros “algo” del mendigo o del rey,
del héroe o del cobarde, del noble o del ruin que representamos...?
En ese caso, la máscara sería algo que, al igual que toda más-
cara, sirve para encubrir aquello que en realidad es, y que bajo la
protección de tal envoltura quiere desenmascararse. Nuestro verda-
dero sujeto, de acuerdo a aquello, necesitaría perentoriamente de
dicha máscara, para, detrás de su protección, desembarazarse de
algo que, si bien le es propio, no por ello deja de ser lo suficiente-
mente molesto como para que el sujeto quiera liquidarlo, librarse de
ello.
¿La “personalidad” sería, pues, la parte de nuestro ser que más
ha madurado para efectuar la conversión, para llevar a cabo la
superación, sería la escoria más suelta dentro de nuestra evolución
ascensional? ¿O sería aquella parte que conocimos mejor, que,
habiendo madurado, encarna permanentemente nuestro sujeto, de
manera que ya no necesita ser “representada”?
Sea cual fuere el juicio que podamos formular acerca del valor
de esta máscara, vemos en esta personalidad, antepuesta a nuestro
verdadero “yo”, aquel miembro de unión con el mundo circundante,
destinado a crear las condiciones apropiadas a la fase evolutiva del
“yo” y a su necesidad de evolución, condiciones que llevan al yo a
reconocer todo lo que haya madurado lo suficientemente como para
llevar a cabo la conversión.

177
Es así que acaso el verdadero actor esté más en condiciones de
representar los papeles adecuados a su evolución interior en el sen-
tido que acabamos de exponer, esto es, los papeles que, o represen-
tan la fase de su vida que en ese mismo momento el “actor” está por
transformar, o bien le brindan el presentimiento de un peldaño futu-
ro en una especie de realización anticipada. En cambio otros pape-
les, inadecuados a las dotes de tal “actor”, caerían fuera del campo
de sus intereses. Esta idea de la función de la “personalidad” nos
lleva nuevamente a otra clase de problema del carácter, tal y como
se ve a éste preponderantemente en el Oriente. Allí, en el Oriente,
para caracterizar el doble sentido de aquello que configura el carác-
ter del hombre, se suele utilizar una imagen comparativa de aque-
llos dos elementos fundamentales; se compara estos elementos con
un vehículo y su conductor, el cual utiliza este vehículo de manera
de pasar inadvertido.
De acuerdo con esto, lo único que conoceríamos de las
verdaderas intenciones, del verdadero carácter del conductor, sería
lo que éste acertare a transferir al vehículo. El cómo de esta
transferencia depende, desde luego, en grado muy alto, de la
capacidad de rendimiento de la máquina, pero también del genio del
conductor. Un virtuoso del piano será capaz de realizar ejecuciones
maravillosas aun en un instrumento no del todo en condiciones, un
gran violinista ejecutará bellamente aun en un violín infame,
llegando incluso a ennoblecer el tal defectuoso instrumento al cabo
de un uso permanente del mismo. Pero si el piano está desafinado,
ni el artista más alto, aun desplegando el máximo de su genio, podrá
evitar que ciertos tonos del instrumento suenen mal; los defectos del
instrumento se volverán contra el artista, obligándolo a “pactar”
para hacerlo lo mejor posible... y es este pacto lo que, por de pronto,
aparece como carácter “empírico”.
Pero no seguiremos esta idea de la doble naturaleza del carácter
en todas sus facetas, en todas las fases que asumió con el curso de
los tiempos en diversos pensadores; por ahora nos quedaremos con
la comprobación de que, en cuanto, partiendo del punto de vista
psicológico, se aborda el problema del análisis del carácter, se sus-
178
cita el antagonismo arriba expuesto, entre un carácter verdadero,
esto es, permanente, y un carácter aparente, variable. Los latinos
tenían un refrán muy conocido, relacionado con esto:
Naturam expellas furca lamen usque recurrit!
(Echa a Natura a horconadas, que siempre hacia ti volverá.)
Podrás expulsar la naturaleza a golpes de horqueta, pero ella
siempre retornará. Pero en nuestras lenguas modernas hay un giro
que se refiere a la “costumbre” como a una “segunda naturaleza”.
En cambio en aquel verso latino sólo puede tratarse de la “primera”
naturaleza, de la natura situada más allá de la costumbre. Pero si
esta primera naturaleza está más allá de la costumbre, la cual, sea
innata o adquirida, tiene a su vez que ser susceptible de variaciones,
¿de dónde proviene esta primera naturaleza y dónde la situaremos
en el hombre? ¿Pueden el conocimiento de sí mismo o la contem-
plación de los otros llevar a la primera naturaleza, o ésta nos per-
manece en el fondo y para siempre desconocida e irrecognoscible?
En unas palabras menos conocidas, Gautama Buddha emplea
una metáfora sencilla para hablar del lugar de nuestro verdadero
sujeto:
“El elefante que, llegado al borde del estanque, contempla en
éste su propia imagen y luego sigue su camino sin inmutarse porque
considera a aquella imagen como la imagen de otro elefante, es más
sabio que el hombre, que ve su imagen reflejada en el estanque y
exclama: ‘¡Ese soy yo!’ Pues, nuestro verdadero yo está más allá de
los lazos de la maya.”
Maya es la caracterización del gran engaño que sufren todos los
que consideran al mundo exterior, al mundo de los fenómenos,
como la realidad. Conocerla significa destruir su apariencia y lograr
con ello la posibilidad de pisar el camino del conocimiento de la
verdadera naturaleza.
Es de este modo, pues, que la tentativa de investigar psicológi-
camente el carácter del ser humano, y el ser humano mismo, desem-
boca en el océano de lo metafísico. Hasta Schopenhauer reconoce lo
siguiente en una carta: “Es y seguirá siendo un enigma insoluble la

179
profundidad a que llegan en el inconsciente las raíces de la indivi-
dualidad.”
Y allí donde la psicología práctica nos abandona a nuestra pro-
pia suerte, comienza el conocimiento astrológico del ser humano;
para este conocimiento, las condiciones previas son, de entrada,
diferentes de las del conocimiento psicológico práctico, pues no se
refieren directamente al hombre mismo, sino a su horóscopo, del
cual se interpreta, se “lee” la configuración del ser humano. Claro
que, en lo esencial, la constitución del horóscopo se refiere a mu-
chos más elementos que a aquellos dos que caracterizaremos, de
carácter empírico y carácter inteligible. Recordemos que, por de
pronto, son tres los factores fundamentales que participan del levan-
tamiento del horóscopo: el zodíaco, el mundo planetario y la propia
Tierra como superficie de proyección. El carácter del hombre se
“edifica” a su vez, de acuerdo con esto, en base a tres elementos
fundamentales, de los cuales el uno está fundado en el zodíaco, el
otro en la función planetaria y el tercero en la función terráquea.
En el zodíaco se encuentra la idea del ser humano, su figura
ideal, en forma de banda espectral duodècuple, cerrada en círculo,
cuya formación ya hemos estudiado en la primera serie de esta obra,
en lo que atañe a su sentido general.
La distribución geocéntrica de los planetas en las diversas
regiones de este círculo, en el momento de nacer un ser humano,
decide cuáles serán los colores básicos de esta banda espectral que
afluirán al recién nacido, y en qué forma lo harán. Es así que el
zodíaco y los planetas forman la figura del hombre destinado en ese
momento a cobrar forma en la Tierra. Pero es la propia superficie
terráquea de proyección la que brinda a la figura humana irradiada
sobre ella desde las vastedades celestes la posibilidad de visibiliza-
ción, de cobrar forma visible, al captar aquella figura y disponerla
de nuevo de acuerdo a su ser, midiéndola en cierto sentido en una
segunda escala de doce graduaciones que determina la repartición
de la irradiación conjunta de la figura humana de las esferas celestes
en dos grupos de seis regiones cada uno, de seis regiones por
encima y seis regiones por debajo del horizonte, entre las cuales se
180
interpone el macizo del globo terráqueo mismo, como un inmenso
filtro. Sólo de esta segunda transformación de la radiación cósmica,
en la que ya no sólo van incluidas las funciones zodiacales, sino
también la función planetaria, emerge la figura del hombre que nos
es inmediatamente accesible: el hombre en su figura terrestre
visible, en la figura con que aparece en la vida de todos los días.
De lo que acabamos de exponer, resulta en forma inmediata
aquello por lo cual tienen que diferenciarse entre sí el análisis psico-
lógico y el análisis astrológico del carácter. La psicología sólo abar-
ca la fase física final de un proceso formativo que la astrologia trata
de captar en toda su extensión. La astrologia contempla en cierta
medida la historia evolutiva de la sombra proyectada, observa el
“taller” cósmico y pone de manifiesto los elementos que se reúnen
en la caracterización conjunta del ser humano. Y es precisamente
por esto que tiene que llegar a una idea distinta de la naturaleza del
carácter humano. Podrá, acaso, admitir la diferenciación entre ca-
rácter empírico y carácter inteligible, pero con la reserva siguiente:
que ni aun el “carácter inteligible” capta el verdadero “yo” del
hombre. Pues el verdadero “yo” del hombre, que, como reza la ex-
presión de Buddha, “está más allá de los lazos de la maya”, se halla
en lo figura arquetípica de la idea “hombre”, en aquel zodíaco cuyas
radiaciones afluyen al plano terrestre únicamente por el filtro de los
planetas, es decir, en forma alterada, antes de llegar a la Tierra; su-
cede así que aquello que aparece ante nosotros como carácter indi-
vidualmente teñido del individuo humano aislado, representa ya de
por sí cierta modificación del puro germen humano, el cual se halla,
de acuerdo con esto, más allá del horóscopo. De modo que el horós-
copo nos revela la manera especial en que tiene lugar la modifica-
ción del carácter de un individuo, sea en buen o en mal sentido, y no
nos revela el carácter mismo; nos revela tan sólo propiedades de
constancia y valentía; y hasta la tan aguda diferenciación entre la
personalidad y la individualidad, que en lo sucesivo nos prestará
aún valiosos servicios, se refiere únicamente a un límite fluctuante
dentro de un análisis humano, sin duda de mayor alcance que todo
arte diferenciador de índole psicológica, pero que, con todo, queda
encerrado dentro de los límites del mundo de la maya.
181
Resumiendo ahora los resultados a que puede llegar el análisis
astrológico del individuo humano, diremos y retendremos lo si-
guiente: El núcleo del hombre –su núcleo divino– está más allá del
horóscopo y es inasequible al hombre. Su manifestación [embrión
de Dios6] o su fase evolutiva (carácter del individuo) presenta tres
características reconocibles: puede –modificando a continuación la
comparación elegida al comienzo– compararse a un árbol cuyas
raíces están en el zodíaco, cuyo tronco forma el mundo planetario y
cuya copa toca y se combina con la Tierra. El suelo (donde están
sus raíces) se representa por los cuatro elementos (triplicados) del
zodíaco; el tronco, por los nueve7 planetas; la copa o ramificación
terrestre, por las doce correspondencias terrestres de los signos del
zodíaco, las así llamadas “casas”. Son el lugar de verificación del
“yo” del hombre; sólo allí obtiene éste las fuerzas que le permitan
conocerse a sí mismo, que le permitan corregir y continuar su evo-
lución. (Véase la ilustración.)
Ahora entendemos: si queremos entender en forma astrológico-
cósmica qué es lo que los psicólogos llaman carácter del hombre, no
estaremos abarcando algo permanente, invariable, sino que
estaremos captando las posibilidades que le son dadas al hombre,
como una especie de provisiones para el “camino” que recorrerá en
ese “camino”. Y conocemos tales posibilidades con todos sus
atractivos, utilizables y derrochables, con todas sus inhibiciones,
elaborando de este modo la figura viva del hombre orgánico, en el
cual se sitúan 1a “personalidad” y la “individualidad”, como
elementos diversos y, con todo, afines entre sí.
Lo esencial de la captación astrológica del hombre sigue siendo
el hecho de que, precisamente por tener dicha captación que cobrar
conciencia de la imposibilidad de hallar acceso al verdadero “yo”
del hombre, jamás deba caer en el error, tan propio del conocimien-
to psicológico del hombre, de “juzgar” a los seres humanos, de que-
rer decidir moralmente acerco de su naturaleza fundamental.

6
Véase primera serie, tercera conferencia.
7
Contando a Plutón, recientemente descubierto, son diez.
182
El alma humana
es como el agua:
del cielo viene,
al cielo sube,
y nuevamente
baja a la Tierra,
en cambio eterno.

GOETHE: Canto de los espíritus


sobre las aguas

Más que nunca vale aquí la frase del Sermón de la Montaña:


“¡No juzguéis!” Y del mismo modo en que Sócrates dijo y sostuvo
que ningún hombre hacía mal por el mal mismo, sino que única-
mente hacía el mal por ignorancia, por ser víctima de una ignoran-
cia mayor que la de sus semejantes, mejores que él, cobre concien-
cia toda investigación astrológica del carácter humano de que el
núcleo más íntimo del hombre es de especie divina, aun cuando a
menudo el tronco del árbol de la vida humana esté enfermo y su
copa esté sumida en regiones poco propicias, acaso precisamente
porque este ser humano está por arrojar de sí una escoria, y ello sólo
pueda ocurrir en tanto él (el ser humano) desempeñe el papel de
“mal hombre”, deba desempeñar dicho papel, para deshacerse de
aquella escoria, dado que de otra manera no estaría maduro para
183
arrojarla de sí, por sentirse inseguro, por ser demasiado ignorante,
porque todavía no podría reflexionar sobre su propia naturaleza.
Y con esto vemos claramente cuál es nuestra tarea. El saber as-
trológico acerca de la constitución del ser humano será un aporte
destinado a restringir la “ignorancia”, desterrando con esto más y
más el “mal”. De este modo podrá emanar de tal conocimiento del
hombre una bendición cuya fuerza jamás flaqueará, mientras no
desaparezca la fe en lo divino de la verdadera naturaleza del ser
humano.
Y nuestra tarea se divide, consecuentemente, en tres partes. El
estudio del zodíaco y los impulsos que en él se hallan para la evolu-
ción humana, y la formación del carácter: tal, la primera parte. Esta
primera parte se referirá aún a la figura humana universal, no modi-
ficada, y desarrollará –correspondiendo a las doce regiones del zo-
díaco– doce tipos humanos.
La segunda parte de nuestra tarea será la de estudiar el mundo
planetario en relación con el zodíaco. Con esto se pondrá de relieve
la forma en que se clasifican y especifican para el individuo hu-
mano aislado las posibilidades de conjunto que brinda el zodíaco, y
la manera en que tal clasificación cobra valor, en sentido favorable
o desfavorable, y cuáles son las inhibiciones y los abatimientos que
experimenta la emanación puramente zodiacal, según la posición de
los planetas aislados en sus regiones.
Esto permitirá captar de antemano la característica del indivi-
duo humano antes de que éste haya llegado a la Tierra. Hablo aquí
expresamente de la “característica” del hombre, no del “carácter”,
dado que esta denominación lleva siempre consigo algo de aquella
valoración moral de que el conocimiento astrológico del ser hu-
mano tiene que prescindir en grado absoluto. No obstante esto, tam-
bién veremos qué parte esencial tiene la función moral en la elabo-
ración del cuadro total de la constitución del ser; como tal, la fun-
ción moral tendrá que ser estudiada en el cuadro total de da figura
humana con la misma minuciosidad de los restantes elementos, co-
mo parte de su característica de conjunto.
La tercera parte abarca el terreno del arraigo del hombre a la
184
Tierra, la verificación de su naturaleza individual en la resistencia
de la materia terrestre; hablando astrológicamente, el estudio del
significado especial, de la importancia que reviste la distribución de
las regiones zodiacales y de los planetas en las regiones situadas en-
cima y debajo del horizonte, para el desarrollo del ser humano, a
saber: la sombra del hombre “zodiacal” proyectada sobre la Tierra,
y la órbita de labor de su tarea terrestre, de su tarea en el agro lla-
mado “Tierra”, cuyos frutos el propio ser humano incorpora nue-
vamente n su ego, concebido en constante movimiento.
Y sólo entonces se origina lo que llamamos el destino del hom-
bre, en su sentido más amplio.
La característica del individuo humano y su relación con el des-
tino en base al horóscopo de su nacimiento, constituirá el primero y
más importante objeto de nuestro estudio.
Se tratará, pues, en principio, de investigar la constitución del
carácter del ser humano en base a su constelación de nacimiento.
Conoceremos los elementos aislados de esta constitución, aprende-
remos a separar lo relativamente constante de lo variable, lo impor-
tante, constante, de lo insignificante, inconstante. La primera exi-
gencia es la de trabar conocimiento con las influencias que emergen
del zodíaco, en el que se halla, como expusiéramos en nuestra intro-
ducción, la figura arquetípica del hombre, pero en el que también
debemos ver el asiento de aquellas fuerzas que subyacen a la cons-
tante del carácter humano o a la característica general del carácter
humano como tal.
Según sea la región del zodíaco de la cual fluyan las radiaciones
al hombre recién nacido, sea a causa de su posición especial con
respecto al horizonte del lugar de nacimiento en el momento de na-
cer dicho ser humano, en lo cual sabemos que la mitad de las radia-
ciones permanece “subterránea”, sea por la manera especial de dis-
tribuirse los planetas dentro del zodíaco, como mediador de esta
radiación, tendrá que darse como resultante una figura fundamental
del individuo humano, por siempre diversamente compuesta.
El análisis de este cuadro del carácter en base a las leyes astro-
lógicas presenta una amplia similitud con el así llamado análisis
185
espectroscópico de la luz irradiada por diversas sustancias al estado
de ignición. Del mismo modo en que las líneas oscuras que apare-
cen en el espectro solar –las así llamadas “líneas de Fraunhofer”–
revelan la presencia en el cuerpo solar de determinadas sustancias
químicas, cuya naturaleza resulta de la zona que ocupan dentro de la
banda espectral, de manera tal que por este curioso hecho parece
darse una signatura química para cada una de las partes exactamente
determinadas del espectro solar, también se puede hablar de una
signatura especial de índole astrológica, propia de cada una de las
regiones particulares del zodíaco, y que, en lo atinente al análisis
astrológico del carácter, desempeña un papel similar al de las líneas
de Fraunhofer en el análisis químico antedicho. Por de pronto, no ha
de verse en esta analogía, ni ha de buscarse en ella, más que una
simple comparación destinada a aclararnos cuál será ahora, cuando
nos disponemos a abocarnos al estudio del zodíaco en particular,
nuestra tarea más próxima y más importante; y tal tarea será la del
estudio de las regiones individuales del zodíaco o, en otras palabras,
de las doce regiones o signos del zodíaco, cuyos nombres y ordena-
ción sucesiva conocemos.
Pero comencemos por examinar este círculo zodiacal desde el
punto de vista exotérico. Según este punto de vista, no tendremos
más que la órbita que describe el sol en el firmamento en el curso de
un año, una órbita que se cierra en sí misma y representa la órbita
terrestre o eclíptica, proyectada sobre el cielo; a causa de la inclina-
ción del eje de la Tierra con respecto a su órbita, aquella eclíptica
formará con el ecuador terrestre proyectado sobre el cielo un ángulo
de 23 grados, 27 minutos. Los dos puntos de intersección que resul-
tan de esto y que, por lo tanto, son comunes a ambas órbitas, se lla-
man, como sabemos, punto vernal y punto otoñal; el primero de
ellos, esto es, el punto vernal, forma el punto de partida para la
cuenta de los grados, tanto de la eclíptica como del ecuador.
El punto vernal es el grado cero; el punto otoñal es el grado
180; ambos, de la eclíptica y del ecuador, los cuales, al igual que
todas las figuras circulares, y desde antiguo, se dividen en 360 gra-
dos.
186
Y con esto nos encontramos frente a una solución bien simple
de la pregunta que, sin duda, invadirá el ánimo de todo aquel que se
entregue desprevenidamente a la observación geométrica de la cir-
cunferencia como figura cerrada: dado que es una figura cerrada en
sí misma, ¿dónde está el principio y dónde el fin del círculo?
En nuestro caso, desde luego, por tratarse de dos círculos que se
cortan, no es difícil convertir uno de los puntos de intersección en
punto de partida de ambos círculos. ¿Y si sólo tenemos ante noso-
tros un círculo? ¿Dependería en ese caso, la determinación de aque-
llos dos puntos, de la mera arbitrariedad? Y más aún: ¿Qué ocurre
con la división de la circunferencia en 360 grados? ¿Es esta cifra
producto de una elección arbitraria o se oculta en tal elección un
sentido profundo, relacionado de alguna manera con la naturaleza
peculiar del círculo?
De todas estas preguntas, examinaremos hoy una sola. Y la for-
mularemos así: ¿Se trata de una mera convención astrológica aque-
llo de situar el comienzo del zodíaco en el punto vernal (intersec-
ción entre la eclíptica y el ecuador), o tiene esta convención un sen-
tido esotérico profundo? ¿Existe acaso semejante “Vivencia del
punto vernal” o, simplemente, una vivencia “circular” esotérica? Si
logramos responder a esta pregunta, acaso encontremos también el
camino que nos lleve al sentido del número 360.
Sea como sea, es indispensable que nos aboquemos al estudio
de esta pregunta antes de dedicarnos al análisis de las regiones indi-
viduales del zodíaco.
Partamos, pues, hoy también de una experiencia que, sin duda,
constituye el foco de toda experiencia fundamental de índole astro-
lógica, y que hace ya mucho que forma parte de las vivencias de la
humanidad, mucho antes de que se tuviese siquiera noticia de un
punto tal de intersección entre el ecuador y la eclíptica, a pesar de lo
cual se relacionaba íntimamente con dicho punto de intersección
llamémosla “experiencia vernal”–: se trata de la “experiencia del
punto vernal”. En la Introducción a nuestra obra hemos aludido a
esta experiencia elemental diciendo que se hallaba conectada con
uno de los cuatro puntos de referencia: los puntos vernal u otoñal y
187
los solsticios de verano o de invierno; hoy profundizaremos lo más
posible en esta “experiencia del punto vernal”, pues en ella parece
revelarse la parte interior, esotérica de la conexión de aquellos tres
elementos astronómicos, por los cuales, visto exteriormente, se lle-
ga al origen del punto vernal, a saber: la rotación de la Tierra alre-
dedor de su eje, que da origen al ecuador, la traslación de la Tierra
alrededor del sol, que da origen a la eclíptica, y la inclinación del
eje de la Tierra con respecto a la eclíptica, que hace posible la exis-
tencia de un punto de intersección.
Y la manera en que, de acuerdo con esto, se reúnen visiblemen-
te en el punto vernal los tres elementos esenciales de la relación
astronómica entre la Tierra y el sol, permitirá concluir el sentido
esotérico de esos mismos tres elementos en la experiencia vernal,
configurando tal sentido un sentimiento de profundidad cósmica
abismal. Y este sentimiento, en el cual podría justificarse el porqué
de la ubicación por parte de la astronomía y la astrología, del co-
mienzo del zodíaco en este punto, será hoy el punto de partida de
nuestra investigación, de la investigación que nos ocupará en las
sesiones siguientes.
Podría caracterizarse a esta experiencia de “estado de embria-
guez”; en ella, la vida se embriaga consigo misma hasta un grado tal
en que, con un sentimiento profundísimo, aflora a la conciencia el
presentimiento de sus profundidades abismales, y en que sus con-
trastes arquetípicos, sus extremos de siempre –ser y desaparecer,
vivir (la más firme afirmación de la vida) y morir (la más firme ne-
gación de la vida)–, se reúnen en una unidad mística, en la cual to-
ma posesión de nosotros el sacro aliento que une tales extremos, o
el alentar de la gran respiración del universo, tal y como lo descri-
bimos en la segunda conferencia de nuestra primera serie. Pero lo
que diferencia fundamentalmente a esta experiencia vernal de aquel
sentimiento cósmico de la Totalidad es el curioso estado de ánimo
que acompaña a dicha experiencia, estado de ánimo que halla su
expresión en el rito religioso, esparcido por todo el mundo, que va
unido al acaecimiento del equinoccio vernal, y cuyo acto más im-
portante es el de “ofrendar una víctima” –humana, en las épocas
188
más antiguas de la humanidad–.
Cuando expira el último estremecimiento invernal y despierta
en torno nuestro la naturaleza, sentimos como si la vida que reco-
mienza nos debiera arrebatar en el élan de su redespertar. El hielo se
derrite, los aludes truenan ladera abajo en demanda del valle, las
aguas se derraman igualmente en los valles –“un derrame de gozo-
sas lágrimas al encuentro de la primavera”, según las palabras de
Lenau, y los valles, según las palabras de este mismo autor, “sin
captar el júbilo de los ríos”–. Y mientras, en torno, como desperta-
dos por ese júbilo, verdecen los valles, y las ramas liberan las hojas,
la nueva embriaguez de vida se derrama sobre toda creatura vivien-
te. Y en medio del júbilo de la naturaleza, el hombre se ve arrebata-
do por su embriaguez, cuyo contenido es: ¡vivir, vivir! Vivir y go-
zar de la vida, entregado enteramente al mundo exterior, a la vida de
ese mundo exterior transido de calidez y de luz y de alegres sen-
tidos.
¡Pero! Mientras esta embriaguez de vida se posesiona de noso-
tros, sentimos que simultáneamente ha despertado en nosotros algo
así como un llanto silencioso por otra “vida”, que se nos desliza de
entre las manos; una gran queja silenciosa, porque la vida interior
podría morir con la afirmación de la vida exterior; sentirnos que la
entrega a la general embriaguez de la naturaleza está lejos de ser
aquel “confundirse con el cosmos”, en que el yo se expande en un
Todo universal, y que, antes bien, dicha entrega se parece más a un
morir, donde hemos sacrificado o dilapidado en el sueño lo más
valioso, en aras de la maya, lo más valioso de nosotros, el “yo” ver-
dadero, que “está más allá de los lazos de la maya”.
Sólo al prestar la debida atención a este sentimiento de tristeza
interior que acompaña de continuo a la experiencia vernal,
habremos captado el sentido de, por ejemplo, las siguientes palabras
de Schiller:

“Los caminos que a la vida llevan,


llevan de algún modo a algún sepulcro.”

189
Con esto hemos captado la otra faz de la experiencia vernal: la
experiencia de la muerte.
Y de este modo nos enfrentamos con el verdadero misterio del
punto vernal y su significado esotérico. La experiencia de la muerte,
tal y como acabamos de interpretarla, como sentimiento de
expiración en la embriaguez de vida, pero también de expiración en
otro sentido de la palabra: de tener que morir de una culpa mística
frente al yo superior; es la experiencia de la muerte la que, las más
de las veces sólo oscuramente sentida, constituyó el motivo
estimulante de la vida de los pueblos, oculto detrás de los ritos más
horripilantes y a la vez profundos, el centro de los cuales
configuraba siempre la festividad de la primavera, a saber: el
sacrificio humano en la noche del equinoccio vernal.
En su obra Kritische Tage, Sintflut und Eiszeit (Días críticos,
diluvio y período glacial), el genial Rudolf Falb trae una
descripción de tales ritos entre los indios de Centroamérica, en la
que, entre otras cosas, se dice lo siguiente:

“Esa noche no se permitía dormir a los niños para que no se


transformaran en ratones. (Es decir que se temía la transformación de
seres humanos en animales.) Luego se realizaba una gran procesión, con
toda la pompa y atributos de los dioses, a la que acompañaba una inmensa
multitud de gente del pueblo; la procesión salía de la ciudad capital en
dirección del monte Huixachta en Iztapalapa. Llegado a la cumbre de la
montaña, el cortejo quedaba quieto y en expectante silencio hasta la
medianoche.
“Allí, extendido sobre una piedra redonda, yacía un hombre que se
había ofrecido voluntariamente para ser sacrificado al dios. Exactamente a
medianoche, un sacerdote le hundía un cuchillo en el pecho y le arrancaba
el corazón, elevándolo en sus manos hacia el cielo estrellado, mientras
otro sacerdote colocaba sobre la herida abierta un pequeño bloque
redondo de madera seca y blanca, y un tercer sacerdote, saltando sobre la
piedra del sacrificio y arrodillándose sobre el cadáver, colocaba
verticalmente sobre el bloque un bastón, procediendo luego a
remolinearlo. De esta violenta fricción brotaba una chispa; la raptaban
rápidamente y la arrojaban a una pira cercana, cuyas llamas se elevaban

190
de este modo a las alturas, anunciando al pueblo la promesa del dios de
esperar todavía un tiempo antes de proceder a la destrucción del mundo, la
promesa de concederle al hombre todavía un nuevo plazo.
“Entonces se elevaba de la multitud reunida una tremenda gritería de
júbilo, que se comunicaba a las masas de gentes más lejanas del lugar de
sacrificio, a las multitudes que llenaban, en la capital y alrededores, todos
los templos, montículos y tejados de las casas particulares, con la mirada
puesta ansiosamente en el monte Huixachta. La hoguera se esparcía, y se
encendían hogueras aun antes del amanecer, en todos los altares y lugares
adecuados del Anáhuac. Los propios sacerdotes en persona llevaban el
fuego hasta el gran templo.
“Las dos semanas siguientes a las de este sacrificio eran de fiesta, de
descanso; las danzas y los juegos no tenían fin. Se renovaba, limpiaba y
desinfectaba todas las casas, se reponía los utensilios, las ropas, los teso-
ros, los dioses domésticos. Todo estaba destinado a simbolizar el renaci-
miento del mundo. La última de estas fiestas se celebró en el año 1506, y
fue más brillante y más pródiga en sacrificios humanos que nunca lo fuera
antes.”

Hasta aquí el relato de Falb. Tengamos ante todo en cuenta el


miedo de la multitud ante la posibilidad de la destrucción del género
humano por la “transformación de los niños en ratones” –¿descenso
al reino animal?–, en caso de que no se lleve a cabo el sacrificio o
de que el dios no lo acepte, y acto seguido, la jubilosa explosión
ante la vida reconquistada. Otros relatos nos cuentan de las dispara-
tadas orgías que sucedían al sacrificio en que, por ejemplo, se bebía
a menudo la sangre de la víctima sacrificada, mezclándosela al vino,
y luego mujeres y hombres se aparejaban sin ninguna discrimina-
ción, hasta caer exhaustos, envueltos en un profundo embotamiento,
y así quedaban hasta la mañana. ¿Cuál sería el sentido de estos sa-
crificios y del curioso rito que los sucedía?
Tratemos de volver a sumirnos en aquel “sentimiento vernal”,
dentro del cual, por así decir, luchan dos mundos por nuestra pose-
sión, y en el que las palabras “muerte” y “vida” parecen cobrar sen-
tidos opuestos. Vivir entregado al mundo exterior y sus “eternas,
férreas, iguales leyes”, situado eternamente en la misma órbita de la
naturaleza, de la cual no hay escapatoria, y así por días, por años,
191
dado al retorno cíclico de lo igual, como aquel Ixión de la leyenda
griega –un Ahasvero de la vida–, hasta que acaso este eterno movi-
miento circular también se agote... y, por otro lado: vida... vida de
libertad, que se dicta sus propias leyes, quebrando libremente la
cárcel de aquel círculo. Sólo aquel que pueda romper las cadenas
que lo convierten en sirviente, en esclavo del ritmo natural que
siempre retorna, tiene el derecho de elevarse de la animalidad hasta
el estado de hombre, de hombre libre. Pero esto sólo puede ocurrir
por un hecho que, de acuerdo a su más íntima índole, sea apropiado
para quebrar el eterno retorno de lo igual. Y este hecho liberador,
que sólo puede brotar de una pura espontaneidad de la voluntad, de
una voluntad que se oponga conscientemente a lo mecánico del cur-
so natural, pareciendo una negación de una vida para ganar la otra
vida, la vida superior; y este hecho es lo que llamamos “sacrificio”.
Del modo en que, por ejemplo, José en Egipto se libra del abra-
zo de su seductora, quitándose la ropa, el hombre, en aquel acto de
sacrificio, deja, por así decir, sus “ropas” en manos de la naturaleza,
para sustraerse a las artes seductoras de ésta, le deja alegremente su
cadáver. Y justamente por este sacrificio mortal logra no sólo que-
brar el círculo, imprimiéndole una nueva dirección, sino que ade-
más logra incorporar a la generación siguiente su propia sangre,
como patrimonio sagrado: el círculo ya no retornará a sí mismo, ya
no quedará indiferenciadamente desprovisto de principio y fin, sino
que dispondrá de un punto de referencia que, año tras año, se con-
vierte en comienzo de un nuevo círculo, que puede ser comenzado
un paso más arriba –el ascenso, con lo cual se ha consumado un
paso más en la formación del hombre–; el “yo” está salvado. Y aho-
ra entendemos por qué el momento de este sacrificio caía en la no-
che del equinoccio de primavera y por qué este punto vernal tiene
que ser a la vez el comienzo del zodíaco. Pero entendemos mucho
más.
Hace ya tiempo que no se realizan tan crudos sacrificios huma-
nos como aquellos de América Central y México, porque ya no es
necesaria su consumación material para pueblos que han consuma-
do, hasta cierto grado, su ascensión desde la animalidad, y cuyo
“yo” comenzó ya a moverse, a oscilar, sustrayéndose a la animali-
192
dad. Pero bajo otra forma tiene que seguir llevándose a cabo este
sacrificio, que ahora está destinado a la superación de lo inferior en
nosotros, por así decir, de lo coercitivamente hereditario, por la es-
pontaneidad del yo, del libre albedrío de nuestro yo superior. Y, de
pronto, resulta evidente por qué la primera región del zodíaco, que
el sol ocupa en la época del equinoccio vernal, lleva el nombre de
Aries, del “carnero”, del animal de sacrificio que, según el testimo-
nio de la Biblia (Génesis, XXII, 3), reemplaza simbólicamente al
sacrificio humano, del carnero que, en la concepción posterior, apa-
rece como Agnus Dei, y de cuya sangre sagrada parte siempre de
nuevo la renovación de la humanidad:

“Que decían en alta voz: el Cordero que fue inmolado es digno


de tomar el poder y riquezas y sabiduría, y fortaleza y honra y
gloria y alabanza.”
APOCALIPSIS, V, 12.

Pero también entendemos ahora por qué la primera región del


zodíaco, o el signo de Aries, no puede ser más que un signo de Fue-
go; porque la fuerza que hace posible este sacrificio, esta víctima,
representa la máxima expresión de aquel peldaño de la naturaleza
humana que, en su condición de cuarto y más interno eslabón de la
serie de los elementos, y de primero en la escala que va de abajo
hacia arriba, significa la chispa de Dios dentro del hombre, el fuego
de su individualidad o la voluntad moralmente responsable. (Véase
la cuarta conferencia de la primera serie.)
Y con esto cerraremos por hoy.
La próxima vez nos ocuparemos del problema del punto de par-
tida del zodíaco; mejor dicho, nos seguiremos ocupando de dicho
punto de partida, tratando de aplicar para ello los dos medios auxi-
liares de la investigación esotérica que ya conocemos, esto es, el
número y el cuerpo humano; por hoy dejaremos que siga repercu-
tiendo en nosotros el recuerdo de lo que acabamos de exponer, re-
cordando a tal efecto las palabras con que describe Nikolaus Lenau,
tal vez como pocos poetas, el problema siempre renovado del “yo”,

193
la experiencia del punto límite:

“Doble nostalgia el corazón recarga


cuando en el borde del abismo estamos
y hacia la noche sepulcral miramos,
turbios los ojos, la mirada amarga.

Nostalgia de la tierra y pena larga


por ser tan breve lo que aquí gozamos.
Y nostalgia del cielo que escalamos;
del aire matinal que nos embarga.

Doble nostalgia en la canción del cisne,


que en la postrera lágrima su tizne
nos deja: adioses negros y profundos.

Acaso nuestro Yo que nadie explora


no es más que oscura raya divisora
donde se cortan mágicos dos mundos.”

La investigación de la irradiación zodiacal nos señalará, por de


pronto, el camino para conocer nuestro “yo, que nadie explora”,
para alumbrar sus profundidades y descubrir allí el verdadero carác-
ter.

194
SEGUNDA CONFERENCIA
Lo eterno femenino nos eleva.
GOETHE

Vez pasada tratamos de aclarar por qué el punto de la eclíptica


correspondiente al equinoccio vernal marcaba el comienzo del
zodíaco. Y para esto, nos señaló el camino la experiencia esotérica
del círculo. El retorno cíclico de lo eternamente igual se produce
cuando ha llegado al máximo la desesperación ante la
“imposibilidad” de escapar a dicho círculo, llevando esto al hombre
a la decisión de romper el círculo por la fuerza, para librarse de las
cadenas con que la naturaleza pretendía atarlo para siempre. Con
este rompimiento, el hombre puede llegar a la autodeterminación.
Lo que ocurre aquí se parece a la curación, luego de haberse estado
mortalmente enfermo, pues fue como enfermedad mortal que
experimentó el sujeto aún no despertado al “yo”, la tal sensación;
pero, ya cercano al despertar, el hombre sintió la ardiente aspiración
a romper ese círculo antiquísimo del acaecer natural, que pretendía
encerrarlo sin remedio, y supo que, para romperlo, el único camino
que le quedaba era el del sacrificio humano en la noche vernal8.
Una figura antiquísima, que ha recibido el nombre de “resurrec-
ción” –en sánscrito, svastika– alude simbólicamente al rompimiento

8
“Como resonancia o eco tardío de esta práctica remotísima, y en un pueblo de
gran cultura, el así llamado ver sacrum de los antiguos romanos podría ser inclui-
do en estas consideraciones. Ver sacrum, en realidad, “la primavera ofrendada a
la divinidad” era, en los antiguos pueblos de la península itálica, una ofrenda
destinada a los dioses en épocas adversas, de todo lo obtenido hasta entonces. Se
ofrendaba frutas y animales; a los adolescentes se los expulsaba del país, para
que, bajo la protección del dios Marte –esto es, del dios planetario correspondien-
te a Aries–, buscaran nuevos sitios donde asentarse. La última vez que los roma-
nos festejaron un ver sacrum fue en la segunda guerra púnica, en el año 217.”
(MEYER: Konversationslexikon.)
195
de dicho círculo; se trata del signo de la cruz gamada:

Fig.1 Fig 2.

La figura 1 nos muestra la cruz inscrita en el círculo, el “signo


de la periodicidad que penetró en la materia y allí quedó presa”,
siendo a la vez el signo oculto del propio planeta Tierra9. La figura
2 nos muestra el rompimiento del círculo en los cuatro puntos de
referencia, correspondientes al punto vernal, punto otoñal, y a am-
bos solsticios.
Los tres puntos nombrados en último término fueron considera-
dos como una especie de referencias de igual especie que la del
punto vernal, desempeñando en los ritos religiosos de los pueblos
primitivos un papel muy importante. El punto otoñal, de cuyo con-
tenido anímico el soneto de Lenau acaso sea tan partícipe como de
la experiencia vernal, constituía para muchos pueblos orientales,
especialmente para los hebreos, el comienzo del año, mientras que
en los países occidentales en el solsticio de invierno el que asume
tal papel. Más tarde volveremos sobre esto.
En los cuatro puntos se trata de un “cambio”, o de la trasposi-
ción de un límite. Pero es en el punto vernal donde tiene lugar el
cambio más importante y profundo, esotéricamente considerado,
pues es allí donde se produce el equivalente de la superación del yo
aparente para alcanzar el yo verdadero.
Nuestra tarea de hoy consistirá en penetrar a mayor profundidad

9
Ver quinta conferencia de la primera serie.
196
en la estructura del zodíaco, después de haber sido fijado el punto
inicial de este círculo. Tratemos, pues, por de pronto, de observar el
zodíaco como mero círculo geométrico, aparte de todas sus relacio-
nes científicas ocultas; en ese caso, la división en doce segmentos
de círculo, cuyo sentido esotérico profundo hemos conocido ya has-
ta cierto punto, surge de la naturaleza geométrica de la circunferen-
cia. Según un teorema geométrico, el radio del círculo puede ser
transportado seis veces como cuerda sobre su periferia. De aquí
surge, por de pronto, la comprensión de la división del círculo, por
naturaleza, en seis segmentos de círculo. La ulterior división en
doce zonas o segmentos y, más allá, la división en veinticuatro, et-
cétera, resulta fácilmente de la bisección de las seis cuerdas, etcéte-
ra. Pero es el número “6” el que queda como medida fundamental
del círculo. Si aplicamos esto al zodíaco, llegamos, por combina-
ción con los cuatro puntos de referencia, inmediatamente a la divi-
sión en doce partes. (Véase figura 3).

Fig. 3

Kepler, que en su obra Mysterium Cosmographicum se ocupa


del mismo problema, vale decir, de la división del zodíaco en doce
zonas y de la división del círculo en general, en doce segmentos
circulares, llega a una solución relativamente sencilla, nuevamente
relacionada con los números básicos “3” y “4” (3  4 = 12). Si a
partir de un punto de la circunferencia, se traza el triángulo equiláte-
ro inscrito a su correspondiente círculo, y luego, a partir de aquel
mismo punto, se traza el cuadrado inscrito al mismo círculo, resulta,
197
como segmento de círculo mínimo, la doceava parte del círculo.
(Véase la figura 4).

1
Arco AC = = octava
2
1
" AE = = 2ª quinta
3
1
" AB = = 2ª octava
4
1
" EC = = 3ª quinta
6
" AD = 3
= cuarta
Pasando por B y C 4
Fig. 4 " AF = 2
= quinta
Pasando por B y C 3

Pero esta sugestión no viene únicamente de las consideraciones


de carácter geométrico, sino que, en primera línea, surge de la idea
de una armonía universal, hacia la cual es la música la que señala el
camino inmediato; la música, como resonancia de la armonía cós-
mica universal, por la medida espacial del universo hecho sonido.
Es decir que, si imaginamos el círculo como objeto sonoro, la
mitad del mismo, el semicírculo, nos da la octava; la tercera parte,
nos da la quinta; la cuarta parte, nos da nuevamente la octava, y las
tres cuartas partes, nos dan la cuarta subdominante, esto es, las ci-
fras fundamentales pitagóricas de la armonía.
Más allá de esta medida fundamental, puede realizarse la divi-
sión en cinco, correspondiente a la tercera. Si seguimos dividiendo
el círculo, obtendremos 60 partes, luego 120 partes, y finalmente,
llegaremos a la división en 360 grados o intervalos de la función
circular. Quien se interese en especial por estas ideas de Kepler,
puede recurrir a la obra arriba mencionada.

198
Fig. 5

Recordemos, por de pronto, muy especialmente, que los núme-


ros 6 y 12 se relacionan de la manera más estrecha e inmediata con
la idea del círculo; es así que se nos abre el camino que lleva a un
nuevo conocimiento, bastante curioso, y a una relación aún no men-
cionada entre el círculo y el número “7”, el número de los planetas:
6 círculos de igual diámetro, dispuestos, a su vez, entre sí, tangen-
cialmente, en orden circular, inscriben tangencialmente un séptimo
círculo igual a ellos.
Tratemos ahora de establecer una relación interior entre estas
especulaciones geométricas y nuestras investigaciones acerca del
punto de partida del zodíaco. Recordemos, por de pronto, que ha-
bíamos concebido a la figura humana (en la segunda conferencia de
la primera serie) como una especie de pangénesis irradiada del zo-
díaco, en el cual se encuentra la figura humana arquetípica; entende-
remos así que también la división en doce zonas de esta figura ar-
quetípica tiene que pasar de alguna manera a la figura humana, que
también en la figura humana tiene que estar contenido el número
doce como cifra orgánica del círculo. Y, con esto, nos volvemos a
encontrar con la doctrina antiquísima de la correspondencia recípro-
ca de los doce miembros del hombre microcósmico con los doce
miembros del zodíaco. De acuerdo a tal doctrina corresponderá a

la región de la cabeza del hombre Aries


la región del cuello Tauro
199
la región del pecho Géminis
la región del estómago Cáncer
la región del corazón Leo
la región del intestino Virgo
la región de los riñones Libra
la región del sexo Escorpio
la región de las caderas Sagitario
la región de las rodillas Capricornio
la región de las piernas Acuario
la región de los pies Piscis

Aunque las denominaciones respectivas de las partes del hom-


bre (“cabeza”, “cuello”, etcétera) se refieran en primera instancia a
la figura exterior, física, del sujeto humano individual, en el examen
esotérico se refieren a la distribución del cuerpo humano vivido
interiormente. Esto es, que, si, por ejemplo, hablamos de la “cabe-
za”, tenemos, ante nosotros, la apariencia exterior de aquello que,
captado interiormente, constituye la radiación de Aries, y si habla-
mos de los “pies”, tenemos, ante nosotros, aquello que se vive inte-
riormente como “radiación de Piscis”, y si hablamos del “corazón”,
tenemos la apariencia física, ante nosotros, de aquello que vivido
exteriormente constituye la radiación de Leo, del mismo modo en
que, por ejemplo, tenemos en el elemento “sodio” (natrium) el fe-
nómeno físico de aquello que, en el “espectro solar”, corresponde a
la línea “D”.
Si examinamos ahora la figura del ser humano en este sentido,
resulta evidente que debemos situar el comienzo del círculo humano
entre Aries y Piscis, esto es, entre la “cabeza” y los “pies”; la “cabe-
za”, como comienzo, y los “pies”, como final, del círculo humano.
¿Y cómo se reúnen los “pies” y la “cabeza”? Imaginemos la figura
humana arqueada hasta formar un círculo, como imaginó, por
ejemplo, Kepler, la página sonora; en ese caso, un giro completo
(un círculo) sería la vida interior vivida una vez, progresivamente,
de órgano en órgano, de la organización humana o de la estructura
embrional divina de cada sujeto individual humano, en su peldaño
correspondiente a su grado de evolución. Pero si el hombre tiene
200
que ir más allá, tiene que superar ese grado de evolución, si no debe
quedarse estancado, detenido en su peldaño, tendrá que romper
también este círculo, es decir, tendrá que aspirar a ir más allá de sí
mismo, a ascender por encima de sí mismo, de modo que en el nue-
vo círculo que comienza con esto, lo “más bajo” es lo que en el
círculo anterior fuera lo “más alto”, tendrá que poner los “pies” so-
bre la “cabeza”, para, a partir de esto, seguir creciendo a las alturas;
tendrá que sacrificar su círculo humano ya superado, en aras de un
círculo más elevado, superior.
Hay una figura mística antiquísima que nos aclarará esto.

Fig.6

En una serie de figuras de carácter simbólico, que trata de


representar el significado oculto de los primeros 22 números, los
cuales corresponden a la vez a las veintidós letras del antiguo
alfabeto hebreo (Taro), el símbolo del número 12, esto es, el
número del círculo, es la figura del “ahorcado”, es decir, de un
hombre que aparece colgado de un pie, de modo que la figura
humana conjunta queda, por así decir, “boca abajo”, convirtiéndose
de esa manera lo superior en lo inferior y viceversa. Pero, además
201
de esto, dicha figura humana muestra una muy curiosa posición de
los miembros. La pierna libre aparece cruzada sobre la pierna atada
por el pie (cruz, cuadrado); los brazos forman con la cabeza una
especie de triángulo, de modo que resulta, en total, más o menos la
siguiente figura geométrica:
¿No volvemos a encontrarnos con el sacrificio humano, aunque
en otro sentido?
Ya no se trata de la muerte corporal voluntaria, sino de la
“muerte eterna”10, captada espiritualmente, tal y como se dice en las
metáforas de Chuang-Tsé, de lo único que capacita al hombre para
continuar su evolución, liberándolo del círculo. Goethe llama a este
mandamiento de sacrificio “muere y vive” (o “muere y sé”).
Si examinamos más de cerca la figura del “ahorcado”, que se
compone del triángulo y la cruz, es decir, de los números “3” y “4”,
¿no nos recuerda esto, precisamente por la confrontación de estos
números, el viejo enigma de la esfinge? 11. La única diferencia es-
triba en que ahora el mandamiento es el siguiente: ganar de la noche
una nueva mañana que pueda tomar posesión de la herencia de ayer,
una mañana más libre, más rica, mejor, que vaya al encuentro del
nuevo día.
Por el momento, interrumpiremos en este punto las huellas múl-
tiples que deja el simbolismo de esta figura, la cual ocupará más
adelante nuestra atención. Recordemos, eso sí, firmemente, que el
número “12” ha surgido ante nosotros inmediatamente de la idea del
círculo, y que el encuentro de Piscis con Aries, esto es, el punto
vernal, es el punto de partida, esotéricamente captado, de aquella
división en doce.
También se llegará a dicha división en doce de la eclíptica por
vía exterior, empírica, si se tiene en cuenta que el sol, en su peregri-
naje anual por el zodíaco, se encuentra doce veces con la luna. Es de
esta manera que se originan los doce meses del año solar, los que,
empero, calculadas sus respectivas duraciones en 29 días y medio

10
Véase el final de esta segunda serie.
11
Véase el final de la cuarta conferencia, de la primera serie.
202
cada una, no completan totalmente el año… Las dificultades calen-
darias que resultan de esto forman un capítulo especial de la evolu-
ción histórica de los sistemas cronológicos de los diversos pueblos.
Arrojemos ahora una mirada orientadora, general, a la serie de
las doce regiones del zodíaco, partiendo del signo de Aries. Ya he-
mos dicho que en dicha serie se revela una especie de estructuración
espectroscópica del zodíaco. Esta estructuración espectroscópica
contiene, de acuerdo a las doctrinas antiguas, una serie triple de
cuatro signos cada una, la cual, comenzando siempre por la catego-
ría Fuego, pasa por Tierra, Aire y Agua, al avanzarse por el zodíaco
en la dirección del curso del sol. Yéndose en sentido contrario, la
serie es la siguiente: Fuego, Agua, Aire, Tierra.
De modo que jamás podrán sucederse entre sí, ni Fuego y Aire,
ni Agua y Tierra. ¿Cuál es el sentido de este ritmo en el círculo?
Con esta pregunta entramos en una zona de la cual hasta ahora
hablamos sólo en forma muy general, una zona que, en cierto senti-
do, se relaciona nuevamente con el problema del círculo y su núme-
ro –el “6” y su duplo–, la zona del “seis” cósmico, de la “hexíada”
[Sechsheit] o “sexíada” cósmica, o, en fin, de la sex(“6”)ualidad, de
la sexualidad cósmica.
Ya en la Introducción –en la segunda conferencia de la primera
serie– expusimos que todo criterio de revelación es un desdobla-
miento de la unidad arquetípica en sujeto y objeto, siendo este últi-
mo, en realidad, el mismo sujeto que se convierte en apariencia de
sí mismo, que se enfrenta a sí mismo en el acto de la autorrevela-
ción. Es así que, a aquello que originariamente reposaba en sí mis-
mo, le nace su propia apariencia, como consecuencia de un desdo-
blamiento que sólo podrá ser salvado por un tercer factor, esto es,
por la aspiración al restablecimiento de la unidad. Este tercer ele-
mento es el medio por el cual el curso universal es puesto en mar-
cha y conservado, el verdadero espíritu rector del acaecer cósmico,
que se manifiesta al ser humano bajo el triple aspecto de “tiempo”,
“espacio” y “causalidad”. Pero los dos elementos arquetípicos –a
saber, el sujeto en sí y el sujeto visto en el espejo de sí mismo– son
los elementos que hemos de considerar como formas arquetípicas
203
de aquella contraposición, que, en general, se manifiesta de conti-
nuo como “lo masculino” y “lo femenino”.
De aquí en adelante, será “masculino” todo aquello que tienda a
la objetivización, que tienda a llevar hacia afuera una interioridad,
para convertirla, allá afuera, en “realidad”. Y será “femenino” todo
aquello que tienda a recibir en sí este impulso de objetivización,
para, con su ayuda, plasmar el objeto y conferir, a aquel impulso
masculino de voluntad creadora que se testimonia, la materia en que
acuñarse.
Es así que lo femenino se convierte en una especie de reflector
o “resonador” de lo masculino. Sin este resonador femenino, el im-
pulso masculino se perdería en lo infinito, se dilapidaría; sin el im-
pulso masculino, lo femenino no sería más que una espera vacía y
estéril, una mera posibilidad sin posibles, del mismo modo que, sin
el impulso femenino, lo masculino no será más que mero obrar sin
obra. El unísono de lo masculino con lo femenino suscita lo que
llamamos “lo real”, lo delimitado por la forma, la cosa o el “obje-
to”, lo objetivo, lo que configura lo esencial de todo “fenómeno” o
“apariencia” o “aparición” sobre este mundo revelado,
En todo lo que haya llegado a ser objetivo o real, se continúan
los contrastes arquetípicos de “masculino” y “femenino”, y cobran
en la objetividad una especie de tercer sexo, un sexo “neutro”, como
efecto de combinación, igualable a la sombra que se proyecta sobre
una superficie, desde algo situado exteriormente a dicha superficie.
Pues tanto lo masculino arquetípico como lo femenino arquetí-
pico están más allá de la perceptibilidad. .
Si aplicamos lo recién expuesto a aquello que logramos conocer
en el mundo de los fenómenos, este mundo se nos muestra en una
especie de “gradería” de su devenir, en lo cual cada peldaño apare-
ce, en relación con su peldaño inmediatamente inferior, como si
emitiera de sí el impulso de ascensión, esto es, como “masculino”
antes de ser “pisado” desde “abajo”, y como “femenino” al ser
abandonado por la “pisada” en el curso ascensional que ésta sigue
hacia los peldaños de “más arriba”. Si cada una de estas “gradas” no
quiere ser la “última”, tiene que convertirse en “resonador” de un
204
impulso más alto, esto es, tiene que transformarse en “lo femenino”,
para poder “elevar a las alturas”. Es por eso que la fuerza ascensio-
nal que hace su aparición en toda evolución es la faz femenina de
tal evolución, pues representa el componente de repulsión de algo
aún irrealizado, de algo que, viniendo del futuro, quiere comulgar
con lo presente. Es lo que Goethe llama el “eterno femenino”, que
“nos atrae a la altura”.
Lo que acabamos de exponer nos ayudará a comprender una
manera especial de distribuir el espectro zodiacal, que se revela en
la ponderación sexual de sus regiones, según la cual, a un signo
masculino –Fuego o Aire– sigue un signo femenino –Agua o Tie-
rra–, y así sucesivamente, de acuerdo a las dos fases de la oscilación
arquetípica. (Véase figura 7.)

Fig. 7

La figura 7 nos muestra una línea ondulante cerrada en sí mis-


ma, provista de seis cúspides y seis concavidades.
Recordemos que los cuatro elementos correspondían a los cua-
tro peldaños de organización de la serie orgánica, esto es, que:
Tierra corresponde al reino mineral;
Agua corresponde al reino vegetal;
Aire corresponde al reino animal;
Fuego corresponde al reino humano.
205
Vemos así que a los dos extremos de esta serie, es decir, al
Mineral y al Hombre, o Tierra y Fuego, debemos asignarles
también las cualidades opuestas femenina y masculina. A la Tierra,
la femenina; al Fuego, la masculina.
Pero, dentro de la propia naturaleza humana, como recordamos,
la Tierra corresponde al cuerpo material, y el Fuego a la voluntad.
Representan, ambos, los polos opuestos de una serie en la cual el
Agua se presenta más cercana a la Tierra, esto es, en forma
femenina en relación al Fuego y al Aire, y en forma masculina en
relación a la Tierra, es decir: – – . A su vez el Aire, al presentarse
más cercano al Fuego, se presenta en forma masculina con respecto
a la Tierra y al Agua, y en forma femenina con respecto al Fuego, es
decir:   –. De modo que la Tierra es el elemento absolutamente
femenino, y el Fuego el elemento absolutamente masculino; el
Agua es un elemento mixto, aunque más femenino en lo relativo a
lo psíquico; y el Aire es un elemento mixto, aunque más masculino
en lo relativo a lo mental del ser humano.
La línea ondulante de la figura 7 toma, entonces, la forma
siguiente:

A lo absolutamente femenino atribuiremos todo lo que “ha


llegado a ser”, todo lo plasmado en lo materia y allí fijado, todo lo
que en el mundo corporal ha cobrado forma: Tierra – – –.
A lo absolutamente masculino atribuiremos todo lo que emite
206
impulsos sin poder ser influidos, o sin llegar a ser dependiente de la
materia. Se trata del “legislador supremo” como voluntad máxima:
Fuego   .
A lo preponderantemente femenino con un pliegue masculino: –
 –, atribuiremos todo lo que ya tiene que ver con la formación,
con la plasmación, esto es, que todavía no tiene nada que ver con la
forma plasmada, terminada de acuñar en la materia, todo aquello
que, reuniendo estos requisitos, se orienta a la faz negativa de este
proceso de plasmación, es decir, tiende a vivir los sufrimientos, los
dolores de una intempestiva perturbación de la perseverancia, per-
turbación que trae aparejada la transformación por el proceso de
plasmación, en forma de “dolores del parto” en la evolución: Agua
–  –, la región del dolor de la evolución.
A lo preponderantemente masculino con un pliegue femenino:
 – , atribuiremos todo lo que también se refiere a la plasmación,
pero en su faz positiva, en la captación concreta, y en la alegre y
activa colaboración en el devenir: Aire, la región del placer de la
evolución.
El dolor de la evolución es femenino, se orienta al pasado, es
“devenir” como forma pasiva, sufriente, del verbo auxiliar “ser”. El
placer de la evolución se orienta al futuro, es “devenir” como forma
activa, como flexión “futura” de aquel mismo verbo auxiliar.
En esta caracterización reconocemos, sin duda, lo que expusié-
ramos anteriormente, en la cuarta conferencia de la primera serie,
esto es:
el    Fuego como nuestro yo moral
el  –  Aire como nuestro poder cognoscitivo
el –  – Agua como lo psíquico en nosotros
la – – – Tierra como lo corporal en nosotros.
De lo expuesto hasta ahora concluiremos que la serie de los
cuatro elementos del zodíaco puede ser ordenada en doble sentido.
Comencemos con Aries, es decir, con Fuego; luego seguirá Tie-
rra o Agua, luego Aire y luego nuevamente, aunque en orden inver-
so, Agua o Tierra.
207
La serie Fuego – Tierra – Aire – Agua, etcétera, comenzando
por cero grados, esto es, en la dirección del curso del sol, configura
al hombre partiendo de la cabeza y llegando a los pies, es decir,
desde Fuego hasta Agua, de arriba para abajo. Esta serie nos mues-
tra al hombre ubicado en el impulso celeste, irradiado por el zodía-
co, por la figura arquetípica macrocósmica de su organización, en
su aspecto masculino. La otra dirección, partiendo de los 30 grados
Piscis, opuesta al curso del sol, esto es, orientada en el mismo senti-
do de la precesión del punto vernal, configura al hombre partiendo
de los pies y llegando a la cabezo, es decir, de abajo hacia arriba,
según la serie: Agua – Aire – Tierra – Fuego. Nos muestra al hom-
bre en su aspecto femenino, tomado por la Tierra y reflejado por
ésta, el hijo del hombre, el hijo de la Tierra, el hombre microcósmi-
co que tiende a elevarse.
La reunión de ambos aspectos configura al hombre tal cual se
presenta físicamente ante nosotros.
Los antiguos símbolos de Agua y Fuego fueron siempre, para
Fuego, el triángulo con el vértice hacia arriba, y para Agua, el trián-
gulo con el vértice hacia abajo.
La reunión de ambos símbolos en un signo único, nos da la es-
trella de seis puntas, símbolo de la sexualidad cósmica, o signo del
macrocosmos.
Sumido en la contemplación de este signo, que parece albergar
en sí el secreto de la creación, Goethe hace pronunciar a su Fausto
las siguientes arrebatadas palabras:

“Ante esta límpida figura,


veo en el alma activa la natura.

¡Cómo se teje todo en todo,


viviendo, obrando modo a modo!
¡Cómo el poder celeste sube y baja
su balde de oro, y sin cesar trabaja!
¡Cómo la bienaventuranza
del cielo, por la Tierra avanza,
Fig. 9 y su armonía el Todo alcanza!”
208
¡Pero hay más!
Volvamos a examinar el círculo espectral del zodíaco como una
figura puramente geométrica, con el fin de hallar lo que, en su cur-
so, se da como contraposición polar en el sentido geométrico; llega-
remos así a una especie de contraposición que hasta ahora no ha-
bíamos considerado. La designaremos con el nombre de “oposi-
ción”. Cada dos signos del zodíaco forman en conjunto un “grupo
de oposición” del mismo carácter genérico. En ellos encontraremos
siempre la oposición “Tierra – Agua” y la oposición “Aire – Fue-
go”. También en esto tenemos una especie de oposición genérica
secundaria, que, bien es cierto, debe ser apreciada de manera distin-
ta. Por de pronto, se impone la comparación con los así llamados
colores complementarios del espectro solar. Los colores comple-
mentarios, como, por ejemplo, rojo y verde, o amarillo y azul, se
“complementan”, esto es, que su mezcla arroja una especie de neu-
tralización de sus propiedades, en el sentido de la aproximación al
“blanco” de la luz solar conjunta, aun cuando con intensidad ate-
nuada. Cada uno de los colores complementarios puede dar al otro
lo que a éste le falte para la totalidad, esto es, en suma, su “com-
plemento”.
Esta relación de complemento mutuo, que también forma una
especie de oposición genérica dentro del mismo carácter genérico,
arroja los siguientes grupos:
Fuego y Aire, por un lado
Tierra y Agua, por otro lado; lo que, traducido a signos, arroja
la siguiente expresión:

 –
 Aries y Libra – – Tauro y Escorpio 
 Leo y Acuario – – Virgo y Piscis 
 Sagitario y Géminis Capricornio y Cáncer 
– –

Se forman de este modo, dentro del zodíaco:


a) seis grupos de oposición de dos miembros cada uno (fig.
10);
209
b) cuatro grupos elementales de tres miembros cada uno (fig.
11);
a) seis grupos complejos b) 4 grupos elementales
(Triplicidades)

Fig. 10 Fig. 11

c) Tres grupos de modalidades de cuatro miembros cada uno


(fig. 12);

Rajas (cardinal) Tamas (fijo)

210
Sattwa (nivelador)

Fig. 12

Para la mejor comprensión de los esquemas que acabamos de


dar, repitamos la figura reproducida ya en la primera serie (figura
3);

Fig. 13

211
Examinemos, por de pronto, las cuatro triplicidades (figura 10),
y tratemos –siempre en un sentido general– de explicarnos cómo se
presentan a la conciencia del hombre cuando se las vive
esotéricamente.
La triplicidad terrestre –el elemento Tierra, absolutamente
femenino–, el mundo perceptible o los sentidos, o mundo de
apariencia material. Estamos incorporados a este mundo por nuestro
cuerpo material, sometidos por él o las mismas leyes que obran en
este mundo de la materia, a saber, las leyes físicas y químicas. Del
mismo modo en que tomamos conocimiento inmediato de este
mundo, únicamente por los órganos de los sentidos de nuestro
cuerpo, también es sólo por los órganos de este cuerpo que podemos
influir inmediatamente sobre este mundo, influyendo para ello en
forma mecánica-física, esto es, motora, sobre el curso del devenir,
por medio de la fuerza de nuestros músculos, o de la fuerza química
de nuestra asimilación material y acaso, también, por las
radiaciones físicas del organismo total.
Pero lo fundamental del elemento Tierra es que todo lo que,
provisto del atributo de lo corporal, se da a nosotros, representa el
“sello” último, esto es, la realidad de los impulsos irresistibles, afe-
rrada a la materia y, de ahí, definitiva, independientemente de que
tales impulsos provengan de lo físico, lo psíquico, lo mental o lo
moral. En consecuencia, la realidad fijada a la materia es arquetípi-
camente femenina, o sea, “atada al pasado”, y testimonia la presen-
cia de algo que alguna vez no estuvo en la materia, de algo “incrus-
tado” en la materia, como, por ejemplo, lo son las rocas cretáceas
como incrustación de una vida de otrora en la piedra.
Es por eso que las relaciones fundamentales de espacio, tiempo
y causalidad, tal y como las vivimos en el mundo material, cobran
un color empírico válido únicamente para este mundo, un color de
experiencia que lleva exclusivamente en sí los criterios del aspecto
de “lo pasado”. En el mundo terrestre prepondera el espacio; tiempo
y causalidad son secundarios.
La categoría de espacio o de expansión en el mundo material es
una especie de irresistible pretensión de propiedad, de posesión de
212
cada cuerpo referida a su existencia y, a la vez, una posición de de-
fensa frente a cualquier tentativa de perturbar dicha pretensión.
La expansión es la multiplicación de esta pretensión legal, y, a
la vez, un desafío a la pretensión legal del prójimo.
El espacio es la barrera eterna que separa los cuerpos de los
cuerpos. Toda aproximación o superación del espacio no es más que
un “medir”, o una especie de recuperación de distancias, dentro de
la siempre vana competencia para restablecer lo pasado.
Este “medir” es el que crea el significado de la categoría de
tiempo en el mundo material.
También el tiempo se orienta al pasado. En realidad, de los tres
aspectos del tiempo, en el mundo de los cuerpos –pasado, presente
y futuro–, no hay más que el pasado, y tanto el presente como el
futuro aparecen atados al pasado, es decir que están condicionados
por lo que acaba de cobrar realidad.
El futuro no tiene realidad en el mundo material, pudiendo sólo
ser incluido en este mundo material, en tanto se aguarde de él (del
futuro) la realización de un suceso cualquiera en lo material.
El tiempo en el mundo material es el abismo medido en la
“ojeada retrospectiva” entre la esperanza y su realización en la ma-
teria. ¡Sólo se puede medir el tiempo que ha transcurrido!
También la “causalidad”, que, al igual que el tiempo, no compe-
te inmediatamente al mundo físico, cobra, al ser aplicada al mundo
físico, un carácter puramente retrospectivo; la causalidad tiende a
buscar en el pasado la determinación causal de todos los aconteci-
mientos presentes y futuros, tiende a elaborarse sobre el pasado. Y
de este modo se origina una perspectiva de pasado, pura, específica,
del mundo terrestre; llamémosla perspectiva “histórica”, o también,
perspectiva “cronológica”.
Dentro de esta peculiaridad, sólo esbozada, del mundo terrestre,
aparecen los tres polos del género Rajas, Tamas y Sattwa como tres
impulsos, de los cuales el primero se dirige a la multiplicación de la
realidad en la materia, es decir, de la realización de lo aún no reali-
zado, el segundo se dirige a la conservación y protección de lo ya
213
realizado, y el tercero se dirige a la combinación niveladora, utilita-
ria, de los otros dos impulsos, en el sentido del empleo más adecua-
do de los mismos, como así también de la obtención de una medida
invariable y objetiva de ellos, a los fines de poder dominar todos los
fenómenos reconocibles del mundo material. (Capricornio, Tauro,
Virgo.)
La triplicidad de Agua –todavía perteneciente a la categoría fe-
menina, aunque ya no en forma absoluta ( – –)– se presenta a la
vida esotérica como el mundo de los procesos psíquicos, de las pa-
siones y de los instintos, del dolor y el placer, del odio y el amor; se
manifiesta como el mundo de los anhelos y los temores, de las espe-
ranzas y las desesperaciones. Todo lo mencionado corresponde en
este mundo de Agua a aquello que en el mundo de la materia confi-
gura las realidades de ese mundo de la materia. Pero a dichas reali-
dades no tenemos acceso por nuestro cuerpo físico; no podemos
percibirlas ni con los órganos de los sentidos del cuerpo, ni las po-
demos influir inmediatamente con estos órganos. Y, con todo, di-
chas realidades nos tocan con fuerza vivida en forma inmediata.
También este mundo de Agua tiene sus leyes, en las que esta-
mos incluidos; también estamos incorporados a este mundo por una
especie de cuerpo, que nos pertenece igual que el cuerpo físico, y
que también está sometido, por su parte, a las leyes del mundo psí-
quico exterior.
Llamaremos a esta parte nuestra del mundo de Agua o mundo
psíquico, por el cual nos sentimos delimitados dentro del mundo de
los realidades psíquicas, frente a un, por así decir, “mundo psíquico
exterior” –tómese esto, si se quiere, por de pronto, como simple
construcción–, siguiendo la terminología científica oculta, nuestro
cuerpo astral.

214
Por él nos incorporamos al mundo psíquico. También en el
mundo psíquico se nos presenta una especie de “exterioridad”;
también en este mundo psíquico obran las relaciones fundamentales
de espacio, tiempo y causalidad, sólo que en forma totalmente
distinta. En el mundo de Agua, la categoría de “espacio” no se
determina, como en el mundo físico, como una “yuxtaposición”,
como la yuxtaposición absoluta, según las tres dimensiones del
espacio, sino que aquí, en el mundo psíquico, el espacio es una
forma de “correspondencia”; y la medida de la distancia espacial
dentro del mundo psíquico se establece según el grado de intensidad
de esta correspondencia (responder con), yendo de la más absoluta
indiferencia hasta el rechazo más hostil, o la unión más ardiente.
El grado de nuestra ansiedad o temor, de la in-clinación o decli-
nación, se convierte en medida espacial dentro del mundo psíquico,
y crea la perspectiva espacial psíquica, en virtud de la cual nos pa-
rece cercano y grande lo que nos es “próximo” psíquicamente, y
pequeño, lo que psíquicamente nos es “lejano”. De ahí que en el
espacio psíquico no haya medidas constantes, representables en
formas fijas. Si se intentara traducir esta medida al espacio físico,
obtendríamos un producto obediente a una ley totalmente irracional,
cambiando en todas las dimensiones, “incalculable”, un producto
sin forma constante, que, precisamente como el agua, toma la forma
del recipiente que lo contiene.
En la medida, pues, en que esta medida psíquica se manifiesta
independiente del mundo de las aspiraciones del hombre, la catego-
ría de “espacio” de este mundo va unida al pasado, y toma de los
contenidos psíquicos la ley de sus relaciones, de los contenidos psí-
quicos que extrae el hombre de sus deseos, los cuales representan
justamente aquel “recipiente” invisible, preformado, en que se vuel-
ca la realidad del Agua, el equivalente psíquico de la materia terres-
tre.
También la categoría de “tiempo” es distinta en el mundo de
Agua. Sus tres aspectos, pasado, presente y futuro, concluyen aquí
de manera harto curiosa, se mezclan, en tanto todo acaecer en el
tiempo “psíquico”, por más que en su ocurrencia en el mundo real
215
pueda presentarse en serie –esto es, pasado, presente y futuro–, no
podrá ordenarse “en serie”, sino que, en su totalidad, aparecerá co-
mo algo pasado, pero, dentro de este “pasado”, podrá ser trocado a
voluntad, de modo que en este mundo no existirá un “antes” o un
“después” en sentido físico. La medida del “antes” o del “después”
estará en el grado de esfuerzo psíquico que se emplea para sosegar
las emociones psíquicas o para “librarse” de ellas, para “olvidarlas”
y transformarlas; el analogon de esto sería aquello que en el mundo
físico hemos llamado “superación de la distancia”.
También en el mundo psíquico, al igual que en el físico, el
tiempo sólo es pleno en su aspecto de pasado; pero en el mundo
psíquico dicho pasado es variable, es “borrable”, y de acuerdo con
esto, una vez “borrado”, crea una vista hacia un futuro no unido al
pasado, no pasatista, una perspectiva imposible dentro del mundo
físico.
El aspecto de futuro en el mundo psíquico es la esperanza. ¡En
cambio al mundo físico no tiene esperanza!
La categoría de “causalidad” también presenta una faz distinta
en el mundo de Agua.
Mientras que la causalidad física pasa sobre la cabeza del hom-
bre con sus desconsideradas y férreas leyes, incluyendo dentro de su
inexorable curso al propio ser humano con su acción material, aun-
que con exclusión total de su alma y de su pensar y de su desear, la
causalidad en el mundo psíquico nos muestra al hombre, incluido en
ella, de manera totalmente distinta. Desde luego, también esta cau-
salidad se orienta al pasado, pero no en forma de presentarnos al
hombre como esclavo de ese pasado, sometido al pasado por la
coerción indestructible de la necesidad, sino en una conexión “va-
riable” según el grado de “culpabilidad”, tal y como esa culpabili-
dad se manifieste dentro de nuestro “estar incluidos” en el curso del
acaecer psíquico interior.
De ahí que, mientras en el mundo físico el pasado, de que fluye
toda causalidad, se halla eternamente inmóvil, mientras que allí lo
pasado es para siempre invariable, pues no hay en el mundo físico
ningún tipo de causalidad que, tomada temporalmente, posea fuerza
216
retroactiva, la causalidad psíquica va equipada de tal fuerza, que se
halla en condiciones de borrar el pasado psíquico, de expiar la cul-
pa, o imprimir con esto a la causalidad una dirección que va del
presente ni pasado, una fuerza capaz de quebrar la rigidez del pasa-
do y de ablandar la dura coerción que éste ejerce, capaz de destruir
el pasado, de desmontarlo, o de “perdonarlo”, modificando entonces
el curso de la causalidad, haciendo que la corriente vaya “aguas
arriba”.
En este sentido, también la causalidad psíquica se orienta al pa-
sado, pero el hombre tiene parte esencial en su fuerza; en lugar de la
necesidad inequívoca, desesperanzada, del mundo físico, según la
cual no manifiesta allí la causalidad, en el mundo de Agua dicha
causalidad se manifiesta en la idea de las “infinitas posibilidades”.
Dentro del mundo de Agua, brevemente descrito hasta ahora, vuel-
ven a presentarse los tres modi de lo activo, lo pasivo y lo neutrali-
zador, como disposición constante al aumento de intensidad de la
vida psíquica, en el sentido de la más alta sensibilidad (Cáncer), o
de la elaboración de esta sensibilidad en la más alta energía psíquica
(Escorpio), o, finalmente, como disposición al empleo de la sensibi-
lidad psíquica para el esclarecimiento y la transformación (Piscis).
La tercera triplicidad, o triplicidad de Aire, nos lleva a un te-
rreno que, en contraste con los dos anteriormente descritos, es do-
minado por los impulsos masculinos, es decir, por los impulsos
creadores; se trata del terreno del mundo mental, el mundo de las
ideas y pensamientos, da las formas y formulaciones puras:   –.
Tampoco estamos conectados inmediatamente con este mundo
mental, ni por el cuerpo físico ni por el cuerpo psíquico. Los pro-
ductos de este mundo sólo nos son accesibles inmediatamente por
aquello que intuimos dentro de nosotros como sustrato de nuestra
función cognoscitiva, o función mental. Llamémoslo nuestro “cuer-
po mental” o, para emplear el término técnico de las ciencias ocul-
tas, nuestro cuerpo “aéreo”.
Este mundo mental está lleno de aquellas realidades que repre-
sentan para nosotros las figuras arquetípicas de todo lo que en el
mundo físico ha tomado forma material, y que, como tal, es reco-
217
nocible; en dicho mundo mental se elaboran los “recipientes” invi-
sibles, cuyos contornos se hacen visibles cuando se vuelca en ellos
la corriente de la materia. La elaboración de estas formas y sus rela-
ciones recíprocas se hallan sometidas a las leyes del mundo mental,
en el cual estamos incluidos los seres humanos con nuestro cuerpo
mental, del mismo modo en que, con nuestro cuerpo físico, estamos
incluidos en el mundo terrestre, con sus leyes físicas y químicas.
Pero mientras estas leyes se hallan enteramente bajo el aspecto
del pasado o de la necesidad, de la forma femenina de la ley, las
leyes mentales son leyes de las energías creadoras, orientadas al
futuro, que son, de este modo, el modelo de todo lo que en el plano
físico constituye, en su calidad de realidades físicas, reflejo incom-
pleto de tales energías.
En el mundo mental no hay “suceder”, sino “crear”; todo “co-
nocer” es en este mundo un “manifestar”, o un activo “formar” en
sustancia mental.
De ahí que el conocer sea la fuerza activa, el “poder”, la activi-
dad artística creadora.
Es por eso que también las lenguas antiguas tienen una única
raíz lingüística para la idea de “crear”: gen, g-n: gignere, y otra úni-
ca para la idea de “conocer”: gnoscere.
Las relaciones que se originan, por aquellas leyes mentales, en-
tre las realidades mentales, se representan también aquí bajo el as-
pecto triple de “espacio”, “tiempo” y “causalidad”.
En el espacio mental, las figuras mentales no aparecen yuxta-
puestas, como las del espacio físico, ni correspondientes, como las
del espacio psíquico, sino “engranadas”, en lo cual la medida men-
tal del espacio se convierte en medida de la concentración o descen-
tración mental, esto es, de la conjunción o dispersión de las formas
creadas en la mente, en las cuales tienen que ser absorbidas las
realidades del mundo mental para que se hagan “nuestras”.
Estas dos dimensiones espaciales del mundo mental son llama-
das por Kant, en su Crítica del juicio, la “capacidad de generaliza-
ción y de especificación”.
218
Por estas dos funciones fundamentales se conservan las realida-
des del mundo mental en una relación de clasificación, coordinación
y jerarquía recíprocas, por la cual se produce lo que en lo terrestre
se representa por la causalidad activa. Las relaciones causales te-
rrestres son la sombra de las “relaciones espaciales” mentales en la
órbita de Aire.
El proceso mental de conocimiento es, con esto, una constante
producción de formas en las cuales albergamos los contenidos men-
tales; es decir que constituye un verdadero “crear” de la reserva de
la sustancia mental por medio del “recipiente” siempre restablecido.
Pero lo que asegura a estas formas, y a sus relaciones mutuas, per-
sistencia y firmeza, es una especie de coerción interior que posee la
misma fuerza inexorable que la causalidad física. La llamamos “ló-
gica” o fuerza mental creadora.
La fuerza de la lógica mantiene la cohesión del inmenso edifi-
cio de las realidades mentales; por la lógica se produce aquella fir-
meza interior, basada en sí misma, invariable, perdurable, que lla-
mamos verdad. La ley espacial que gobierna esto es la de la “infe-
rencia”, la figura arquetípica de todas las leyes matemáticas.
El esfuerzo mental que debe llevarse a cabo para crear estas for-
mas y para conservarlas, lleva a la categoría de “tiempo” en el plano
mental. Y aquí se presenta algo curioso: el aspecto mental del
“tiempo” se acerca, en su particularidad, a aquello que en la órbita
de lo físico es el “espacio”, esto es, a lo que “separa”, a lo que se
interpone entre las realidades mentales o entre las formas mentales
y a su coordinación total en una única realidad que lo abarque todo
en sí, postergando de ese modo la creación de esta realidad.
De manera que lo que se presenta como “tiempo” en lo mental
es el analogon de lo que en lo físico es el “espacio”; a su vez, el
espacio mental se manifiesta en el mundo exterior de los sentidos
como la suma de las leyes matemáticas que en él se albergan.
En la medida, empero, en que la función mental del tiempo se
halla orientada hacia el futuro, como tarea creadora –sentida inte-
riormente–, o como labor de esfuerzo creador, su objeto se convier-
te en algo que es el comienzo de toda revelación: el mundo antes de
219
su desdoblamiento, la integración del mundo, o el restablecimiento
de las cosas –apokatástasis–, el retorno a la unidad. Y en este tercer
plano de Aire, nos encontramos nuevamente con tres categorías:

Categoría activa: Creación de las formas ……… Libra


Categoría pasiva: Ordenamiento de las formas en
un sistema …………………… Acuario
Categoría neutralizadora: Búsqueda de criterios de veri-
ficación de las formas ………. Géminis

Y pasemos ahora a la cuarta triplicidad: el triángulo de Fuego.


El mundo del fuego o mundo divino de la voluntad arquetípica, que
se vive en el yo de cada cual por una autorrevelación inmediata,
representa el mundo más alto, el mundo supremo, del cual fluyen
todos los impulsos de la revelación; este mundo, que, en considera-
ción al yo humano, podemos llamar mundo de los impulsos mora-
les, está por encima de espacio, tiempo y causalidad, tres categorías
que aquí no son más que tres aspectos de la revelación, tal y como
las conocimos en los números 1, 2 y 3, que, juntos, dan la unidad
revelada.
La expansión de la voluntad crea la categoría de espacio para
los tres mundos restantes de Aire, Agua y Tierra; la voluntad cós-
mica que se vive a sí misma crea la categoría de tiempo, y la volun-
tad cósmica que se conoce a sí misma crea la causalidad o la ley
suprema del mundo revelado.
Pero estos tres aspectos de expansión, autovivencia y autocono-
cimiento son a la vez los tres modi de la cualidad de Fuego, tal y
como se producen en los signos de Aries (activo), de Leo (pasivo) y
de Sagitario (neutro).
Si, para cerrar nuestra exposición de hoy, arrojamos una breve
mirada a las tres cruces por las cuales se relacionan los cuatro gru-
pos de signos de la misma modalidad, la división de los signos zo-
diacales nos da tres grupos de cuatro miembros cada uno.
Los miembros del grupo de Rajas se llaman también los signos
220
cardinales o móviles.
Los signos del grupo de Tamas se llaman también los signos fi-
jos.
Los signos del grupo de Sattwa se llaman también los signos
niveladores o comunes.
La máxima potencia se revela en los signos fijos, pues en ellos
se reúne toda la energía de los correspondientes reinos elementales;
son la caja de resonancia de las energías fluyentes de los signos
cardinales. En ellos reposan las oportunidades aún no utilizadas de
los reinos individuales; de ahí que resulten el depósito de fuerzas de
los cuatro reinos, y son ellos los que en la Biblia se caracterizan
como los cuatro animales sagrados, como, por ejemplo, en el Libro
de Ezequiel (I, 4, 5, 6 y 10):
“Y miré, y he aquí un viento tempestuoso venía del aquilón, una
gran nube, con un fuego envolvente, y en derredor suyo un resplan-
dor, y en medio del fuego una cosa que parecía como de ámbar,
“Y en medio de ella, figura de cuatro animales. Y este era su
parecer; había en ellos semejanza de hombre.
“Y cada uno tenía cuatro rostros, y cuatro alas...
“Y la figura de sus rostros era rostro de hombre; y rostro de
león a la parte derecha en los cuatro; y a la izquierda rostro de buey
en los cuatro; asimismo había en los cuatro rostros de águila.”

A la derecha y adelante, los elementos masculinos:

Aire – Acuario (hombre) y


Fuego – Leo

A la izquierda y atrás, los elementos femeninos:

Agua – Escorpio (águila) y


Tierra – Tauro (buey).

A causa de su condición de depósitos de fuerzas, llamaremos a


221
estos signos, los “signos potenciales” o “mágicos”.
Los signos cardinales o signos del linde, los llamaremos, preci-
samente por hallarse en el “linde”, los “signos decisivos”; finalmen-
te, a los cuatro signos de Sattwa, es decir, a Fuego – Sagitario, Agua
– Piscis, Aire – Géminis y Tierra – Virgo, en los que se prepara el
empleo, la elaboración y la transformación en lo superior, los llama-
remos los “signos alquimistas”.
Con esto hemos trazado un cuadro del rango particular de cada
una de las regiones del zodíaco. De la confluencia de sus radiacio-
nes individuales brota la figura del hombre.
Tendremos que investigar cómo ese ser cuádruple llamado
“hombre”, que lleva en sí el unísono, la armonía de las cuatro po-
tencias del mundo, gracias a las sustancias, a él incorporadas, de
Tierra, Agua, Aire y Fuego, absorbe y elabora las radiaciones de las
regiones aisladas del zodíaco; de ese modo llegaremos a doce tipos
de seres humanos, cuya descripción será tema de las próximas con-
ferencias.
Por ahora, resumamos brevemente el sentido de nuestra investi-
gación de hoy; se trató de conocer cómo todo ser humano que haya
venido “aquí abajo al mundo nuestro”, al ser irradiado por el cielo y
recibido por la Tierra, tiene que emprender un ascenso, llevado por
todo aquello que él mismo, en su calidad de actuante, sufriente, cog-
noscente y “volente”, pueda conquistar con su labor, cuando, pa-
sando por el elemento Tierra, intuye, allá en lo umbroso y perecede-
ro de los contenidos materiales, las formas mentales, de las cuales
las realidades terrestres no son más que copias, y luego, al pasar por
el elemento Agua, capte la insuficiencia de todo lo que lo rodea allí
en las formas cambiantes, múltiples, jamás susceptibles de cumplir-
se, para luego, en el reino del elemento Aire, liberado al fin del pa-
sado, pueda madurar en dirección del hecho, de la actividad creado-
ra, al encuentro del plano supremo del Fuego divino.
Pues:

“Metáfora es, no más, lo transitorio. El mundo físico.


Lo defectuoso al fin se hace episodio. El mundo astral.
222
Lo inconcebible a cabo al fin lleva. El mundo mental.
Lo eterno femenino nos eleve. … Hacia Dios.

Con estas palabras de Goethe, que señalan la ruta, como un le-


gado bendiciente, a toda aspiración verdaderamente humana, cerra-
remos la exposición general acerca de la estructura del zodíaco.

223
224
TERCERA CONFERENCIA
“Antes cualquiera que quisiese hacerse grande
entre vosotros, será vuestro servidor;
“Y cualquiera de vosotros que quisiere hacerse
el primero, será siervo de todos.”
Ev. San Marcos, X, 43, 44.

Tenemos ya la preparación como para poder abocarnos a la ta-


rea de desarrollar en particular la característica de las doce casas
celestes del zodíaco, trazando de ese modo las referencias principa-
les de los doce tipos ideales de configuración humana, tal y como
fluyen inmediatamente del zodíaco.
De este modo surgirán ante nosotros doce cuadros de carácter,
cada tres de los cuales corresponden a un grupo elemental, esto es:
tres subtipos del tipo principal “Tierra”, correspondientes a las re-
giones zodiacales de Capricornio, Tauro y Virgo; tres subtipos del
tipo principal “Hombre de Agua”, correspondientes a las regiones
zodiacales Cáncer, Escorpio y Piscis; tres subtipos de tipo principal
“Hombre de Aire”, correspondientes a las regiones zodiacales Li-
bra, Acuario y Géminis, y, finalmente, tres subtipos del tipo princi-
pal “Hombre de Fuego”, correspondientes a las tres regiones zodia-
cales Aries, Leo y Sagitario.
Pero ya desde un principio hemos de subrayar muy especial-
mente que esto no puede referirse más que a tipos “puros”, cada uno
de los cuales representan en la figura total del hombre una especie
de componente individual; en la figura total del hombre, se reúnen
varios de tales componentes aislados, para, en su totalidad, y sólo en
su totalidad, dar la figura real del hombre viviente. De modo que, al
disponernos a caracterizar con la mayor penetración posible aque-
llos componentes individuales, nuestro proceder se parece en cierto
sentido al de la confección de un cuadro en colores por medio de la
así llamada “tricromía”.

225
Si consideramos, por ejemplo, la primera parte de la tricromía –
la amarilla–, notaremos que algunas partes aisladas del cuadro final,
ya aparecen en ella en su color verdadero, pero otras partes, que
momentáneamente son “amarillas”, mostrarán en el cuadro de con-
junto algún color mixto, como, por ejemplo, anaranjado, verde, cas-
taño, mientras que otras partes del cuadro total faltan totalmente a
primera vista.
No debemos olvidar esto para no caer en el error de considerar
tales caracterizaciones generales de tipos, como definitivas, como
cuadros finales de carácter, error este en que incurren tantos princi-
piantes, que no pueden esperar con paciencia a emplear los conoci-
mientos, todavía muy parciales, estando como están al comienzo del
curso, en la práctica.
De modo que, por de pronto, nos las tenemos que ver con una
caracterización general de esas doce casas del zodíaco. Hoy caracte-
rizaremos, de entre los cuatro tipos de Hombre de Tierra, de Agua,
de Aire y de Fuego, el tipo mencionado en primer término y sus tres
súbditos, esto es, el hombre de Capricornio, el de Tauro y el de Vir-
go.
Y para comenzar de una vez con esto, apoyándonos en la com-
paración, arriba efectuada, con la técnica de la tricromía –en nuestro
caso sería una “tetracromía”–, nos plantearemos la pregunta acadé-
mica de cómo el hombre que, por ejemplo, no llevase puesta más
que la lente “terrestre”, podría darse por y en este mundo.
Tal “lente” no le mostraría las cosas más que en “un solo” co-
lor, el color de su lente. Lo que posea este color le será evidente,
claro, visible; el resto será poco claro, oscuro, débil y esfumado
hasta lo irrecognoscible, poco importante frente a lo que tiene color
“terrestre”, y sólo captable en relación con este último color. Lo
mismo ocurriría con las otras tres categorías.
En otras palabras: sólo lo que posee el color de la “propia” lente
parece ser lo verdaderamente real, el mundo miscible, pero sólo en
base a tal color, y sólo digno de ser vivido por tal color; la vida no
tiene valor más que por los valores que suscite ese color.

226
Si, llegados al final de su vida terrestre, los portadores de esas
cuatro lentes pudieran echar una ojeada retrospectiva sobre lo he-
cho, de modo de poder reconocer qué pareció, a cada uno de ellos lo
principal de esta vida, lo que ya quedó atrás, obtendríamos cuatro
respuestas distintas.
El portador de la lente “terrestre” tendría que reconocer lo si-
guiente: en primera línea, “fue importante en mi vida la manera en
que actué en el mundo exterior; fueron importantes todas las rela-
ciones con lo objetivo de este mundo y, sobre todo, mi obrar y mi
actuar, en tanto por ello haya podido transformar el acaecer mate-
rial; insignificante sería todo lo que no llegó a la realización o que-
dó en intención trunca. Sólo el actuar determina mi lugar en el
mundo. Frente a la importancia de lo que pude lograr con mi actuar,
logrando finalmente dejarlo como legado material, palidecen todas
las valoraciones de la vida, resultan insignificantes todos los senti-
mientos, pensamientos y planes no llevados a cabo”.
El hombre con la lente de “Agua” diría lo siguiente; si tuviese
que resumir su vida, no consideraría que lo principal de su vida fue
lo inmediatamente real del mundo material; todo actuar, y las trans-
formaciones resultantes de ello en el mundo circundante, serían
secundarias frente a las experiencias psíquicas, que ocupan el lugar
primordial para él. No como vivimos nuestra acción, sino como
vivimos nuestros sentimientos es lo principal de su vida. ¿Cómo
soporté y me conduje en el placer y el dolor, y cómo hice gozar y
sufrir a otros? ¿Cómo me he transformado interiormente por el pla-
cer y el dolor? No fueron los bienes materiales los que me hicieron
valiosa la vida, no su posesión, ni tampoco mi rendimiento en lo
material; todas estas realidades palidecen frente al mundo de mis
sentimientos y de mis afectos, que, en mi actual ojeada retrospecti-
va, me resultan tan dulces como los placeres que gocé mucho des-
pués. ¡Sólo por ellos valió la pena vivir esta vida!
Y el hombre de la lente de “Aire” también él ha “actuado” y ha
“sentido”, lo mismo que el hombre de Tierra y el de Agua, pero el
contenido de este actuar y este sentir palidece frente a la importan-
cia que cobró en su vida el “pensar”, palidece frente a la pura felici-
227
dad de aquellas horas en que pudo retraerse en su mundo mental, y
contemplar, desde ese puerto asegurado contra todas las tormentas
de la vida, el actuar y el sentir y, consecuentemente, las alegrías del
ser humano, más o menos como desde la butaca del teatro, para
extraer de este espectáculo su filosofía de la vida; y el poder perma-
necer sin ser molestado en tal actividad filosófica constituye el con-
tenido de su felicidad. La máxima y más pura alegría de la vida va
unida a la actividad mental, a la embriaguez entusiasta del crear o
del conocer recreativo.
Si el Hombre de Aire, llegado al fin de su vida, sacara la con-
clusión de lo que fue su vida terrestre, no preguntaría por resultados
materiales que haya podido dejar en el mundo circundante su exis-
tencia en la Tierra, como tampoco preguntaría por el contenido de
sus placeres y dolores del alma. Lo único que valió la pena vivir fue
el pensar, la búsqueda espiritual –mental–, el conocer, el crear, la
aspiración a la verdad, no importa si equivocada o lograda cabal-
mente.
¿Y el hombre de la lente de “Fuego”? Para él, el mundo sería
ante todo como un inmenso campo de batalla donde desplegar su
fuerza de voluntad. Detrás de todo lo que se manifiesta en el acaecer
terrestre, material, en el dolor y el placer del alma, y detrás de toda
aspiración mental, el Hombre de Fuego vería, como primera y últi-
ma realidad “verdadera”, la dirección fundamental de una voluntad,
frente a cuya claridad palidece todo lo otro.
Los valores supremos, por los cuales vale la pena vivir la vida,
y que a la vez lo justifican a él, solo frente al tribunal de su propia
conciencia, van unidos a su naturaleza moral. El haberse apartado,
fuere por lo que fuere, del mandamiento de la propia voluntad cons-
ciente, es el peor reproche, la acusación más dura que podría formu-
lar contra sí mismo; el haber llevado al triunfo a su voluntad escla-
recida moralmente es su única justificación, la única compensación
por lo arduo de la lucha que le impuso la vida.
Los cuatro tipos ideales de Hombre de Tierra, de Agua, de Aire,
de Fuego, que sólo mencionamos brevemente, no se hallarán jamás
al estado de pureza, pues esto requeriría que en el horóscopo del
228
nacimiento de cada uno de ellos ejerciera influencia astrológica úni-
camente un solo elemento: a pesar de esto, habrá muchos seres hu-
manos en cuya constelación de nacimiento la influencia de una de-
terminada cualidad elemental sea tan preponderante que dicho ser
pudiese reconocerse de inmediato en alguno de los esquemas que
acabamos de trazar.
Por lo demás, se ha intentado varias veces clasificar fuera de la
órbita de la astrología a los hombres según su carácter, y se lo ha
hecho también en cuatro grupos, como lo muestra, por ejemplo, la
teoría de los temperamentos, que, con todo, se refieren más a la di-
versidad de fundamento afectivo de cada uno, tal y como se mani-
fiestan en la vida diaria. De acuerdo a esto, se hace la siguiente cla-
sificación:

Temperamento colérico – violento y pertinaz.


Temperamento sanguíneo – violento y súbito.
Temperamento flemático – difícil de conmover y súbito.
Temperamento melancólico – difícil de conmover y pertinaz.

Esta teoría se refería a la admisión, sobre la que se basaba la an-


tigua “patología humoral”, de los cuatro “humores” del cuerpo: la
bilis amarilla, la sangre, la mucosa y la bilis negra, y su mezcla en
el organismo total tenía, pues, que ver, en lo esencial, con el hombre
de los “fluidos” y con los diversos estados de mezclas y “desmez-
clas” de humores. Interesa en este punto el hecho de que aquellos
cuatro humores fueron relacionados de modo determinado con los
cuatro elementos, de la manera siguiente:

la bilis amarilla con Fuego,


la sangre con Aire,
la mucosa con Agua,
la bilis negra con Tierra.

Esta coordinación se agotaba, por así decir, dentro de la apa-


229
riencia física del ser humano, estaba enteramente al servicio de la
terapéutica, a pesar de que en modo alguno prescindiera de las rela-
ciones cósmicas. Acaso entendamos mejor esto, si recordamos que
durante un tiempo se vio en los elementos una expresión de ciertas
mezclas que se manifestaban como diversos grados de temperatura
de lo húmedo o de lo seco.
De acuerdo con esto, el Fuego y el Aire son calientes y el Agua
y la Tierra son frías; con todo, el Fuego y el Aire se diferencian por
el hecho de que el Fuego es absolutamente seco y el Aire es de na-
turaleza algo más húmeda; a su vez, el Agua y la Tierra, ambas de
naturaleza fría, se diferencian entre sí por el hecho de ser la Tierra
absolutamente seca y el Agua húmeda.
La Tierra y el Fuego se asemejan por prescindir ambos total-
mente da humedad.
Al mismo tiempo, por un lado la Tierra y el Fuego, y, por otro,
el Agua y el Aire, son oposiciones de lo frío y lo caliente.
Por ahora no continuaremos profundizando en el simbolismo
cósmico que sustenta esta concepción; sólo aludiremos al papel que
desempeña esta doctrina en la mitología nórdica.

“El ser primitivo caótico Ymir, el tonante, como también Oer-


gelmir, el viejísimo, de cuyo cuerpo se creó el mundo, eran un
Jötun (Jötun: algo que llamamos ‘materia’) y padres de todos los
Jötun. Ymir se originó porque en el abismo Ginnungagap, las chis-
pas de la fría parte norte, de Niflheim, el mundo de la niebla, de los
ríos de hielo bajados de la cima, de Elivagar, proveniente del mun-
do del fuego sureño, comenzaron a derretirse, y las gotas cobraron
vida.”
Uhland: Der Mythus von Thor (El Mito de Tor)

Otra clasificación, que se halla en relación más estrecha con la


doctrina de los cuatro elementos, la encontramos en el esquema del
plan de enseñanza de nuestras Universidades, bajo la forma de cua-
tro Facultades. Se trata aquí de una división del campo total de las

230
ciencias humanas según los terrenos de intereses a los que tales
ciencias deben servir, y aquí se hace evidente que, efectivamente,
son esos cuatro campos de trabajo del ser humano los que confieren
la base de división en cuatro que acabamos de mencionar. La Facul-
tad teológica o terreno de la sabiduría de Dios toma su doctrina de
la órbita de Fuego; la Facultad de filosofía toma, como se ve inme-
diatamente, su doctrina de la órbita de Aire; la Facultad de medici-
na, que se ocupa de la curación de los dolores y males, de la órbita
de Agua, y finalmente, la Facultad de derecho, como se echa de ver,
lo mismo que las ciencias sociales y del Estado, de la órbita de Tie-
rra.
Y ahora, permítasenos, también a nosotros, antes de penetrar en
los grupos elementales aislados, caracterizar con cuatro denomina-
ciones lo fundamental de aquellos grupos:
Llamaremos brevemente a los representantes del grupo terres-
tre, los “trabajadores”, trabajadores del agro llamado “Tierra”; son
los que “llevan las cosas a cabo”, los “clásicos” de la vida, o tam-
bién los “realistas”.
A los representantes del grupo “Agua” los llamaremos los “ro-
mánticos de la vida”. Son los visionarios y místicos, como así tam-
bién los grandes amantes y extáticos.
Los hombres de “Aire” serán los “filósofos”, los investigadores
e idealistas.
Los hombres de “Fuego” serán los predicadores, los arrebata-
dos, los héroes y profetas.
Y de este modo llegamos a una especie de clasificación de los
seres humanos en cuatro castas, de manera análoga a lo que hicieron
los antiguos hindúes y chinos, bien que deberemos recordar que los
límites establecidos por esta clasificación jamás son absolutos en la
vida real, sino que, antes bien, cada ser humano viviente representa
una mezcla especial de aquellas cuatro energías individuales; sin
duda, preponderará uno u otro elemento sobre los demás; acaso la
palabra más adecuada a esto sea aquella con que Gautama Buddha
caracterizó el valor de la división por castas:

231
“Del mismo modo en que los cuatro ríos que fluyen al Ganges,
pierden su nombre en cuanto sus aguas se vuelcan en las aguas del
río sagrado, también todos aquellos que creen en Buddha terminan
de ser brahamanes, kschatrias, vaisjas y sutras.”
Y ahora pasemos a explicar las regiones aisladas del zodíaco –
que de ahora en adelante llamaremos brevemente signos del zodía-
co–. Comenzaremos con el signo de

TIERRA

Es común a todos los signos de Tierra la relación inmediata con


el mundo de la realidad material. El Hombre de Tierra es ante todo
un hombre de la realidad y de la acción en este mundo. El único
órgano por el cual puede obrar en este mundo de la realidad es, co-
mo este mismo mundo, de naturaleza material, es el cuerpo físico,
cuyo miembro más importante y diferenciado es la mano, esto es,
aquel miembro del cuerpo humano que Aristóteles llamó el “ins-
trumento de los instrumentos”. Es así que la acción, la maniobra
activa, se convierte en significador de toda actividad humana que
caiga dentro del circuito de los signos de Tierra. Manus llamaban
los romanos a este “órgano de los órganos”, por el cual el hombre
puede dejar, como huella imborrable de su existencia en la Tierra,
únicamente lo que permanece en la materia, lo inmanente de su ra-
dio de acción terrestre.
Captado esotéricamente, el total del cuerpo humano en su apa-
riencia física se convierte en una especie de mano, como herramien-
ta de lo restante de ser humano que queda, esto es, del ser humano
que, estando compuesto de los elementos Fuego, Aire y Agua, po-
see en su cuerpo físico un órgano de ejecución, por el cual, y úni-
camente por el cual, puede “ahondar” en el mundo físico.
Este ahondamiento en el mundo terrestre se convierte de ese
modo en la misión de vida de todos los hombres de Tierra.
Pero en cuanto tiene lugar este ahondamiento, la materia co-
mienza a oponer resistencia, y lo que entonces cobra apariencia, es
una especie de pacto entre la voluntad, que llevara a realizar aquel
232
ahondamiento, y la resistencia de la materia, que señala a la volun-
tad los límites de su posibilidad de realización. De modo que en el
obrar de dicho compromiso se revelan tres factores, los cuales apa-
recen en todo acto:
1. La voluntad de realización, en la medida en que puede co-
municarse al órgano ejecutivo del hombre, esto es, la manifestación
de fuerza por parte del hombre.
2. La resistencia de la materia o su inercia en sentido físico.
3. El pacto o compromiso, o el efecto visible – el acto cumpli-
do.
En la física hablamos de fuerza, peso y trabajo, y expresamos la
relación variable entre estos tres elementos fundamentales de todo
acaecer físico con la siguiente fórmula: Trabajo = Fuerza  Peso.
A esta fórmula pueden reducirse todas las relaciones en que el
hombre vive las energías que le afluyen del signo de Tierra.
Si pone su atención en la fuerza y el destino, vivirá, en su deter-
minación terrestre, el término Rajas; si atiende primordialmente al
peso y su destino, vivirá, en su determinación terrestre, el término
Tamas; si le interesa primordialmente el trabajo, vivirá, en su deter-
minación terrestre, el término Sattwa.
Un ejemplo sencillo nos aclarará esto; se trata de un ejemplo
que va unido a las formas más antiguas de trabajo del ser humano, a
su “labor de agricultor en el campo de la Tierra”, a su trabajo “terrá-
queo” kat’exochén, el arquetipo del agere, en una palabra, el trabajo
agrícola.
Arar –el latín arare, lo mismo que el latín aes (bronce), se rela-
ciona con el hebreo arez (Tierra)–, el acto de introducir la semilla,
puede representar el componente Rajas; la atención está vuelta en
este caso al componente de la “fuerza”. El abono y el cuidado del
suelo, luego de la siembra, puede representar el componente Tamas;
la atención puesta en este caso sobre el peso y su destino. La cose-
cha y su utilización puede representar el componente Sattwa; la
atención se vuelve en este caso al componente del “trabajo” y su
utilización. En realidad, con esto ya está dada la tónica del conteni-
233
do de vida que señalan los tres subtipos de la calidad terrestre, a
saber: Capricornio, como signo de la siembra; Tauro, como signo
del cuidado del suelo, y Virgo, como signo de la cosecha y su utili-
zación. Sólo que tenemos que aprender a interpretar correctamente
este cuadro, para ver originarse ante nosotros los tres subtipos deri-
vados del tipo Hombre de Tierra. Sea como fuere, el contenido de
vida del Hombre de Tierra apunta a todo aquello que dicho Hombre
pueda alcanzar por la acción que emprende dentro del acaecer exte-
rior, sea en lo bueno o en lo malo, sea en beneficio o en perjuicio.
Sucede así que la medida de toda valoración será, en este caso,
el “rendimiento”, en tanto aparezca materialmente, sea, bajo forma
física, como multiplicación o aumento de valor de sus posesiones,
sea, bajo forma psíquica, como alegría ante el rendimiento y el
siguiente aumento en la consideración general, sea, bajo forma
mental, por aumento del saber, en la medida en que este aumento
hace rendir más a la acción emprendida en el mundo físico, multi-
plicando a la vez su utilidad, y sea, finalmente, bajo forma moral, en
la medida en que por esto pueda crearse disposiciones y leyes por
las cuales sea posible disminuir los males del mundo.
De aquí resultan referencias fundamentales, aspectos comunes a
los tres súbditos del tipo Hombre de Tierra.
Por de pronto, nos encontramos con la tendencia a tomar la me-
dida de todo juicio de valor a partir de los hechos y realidades del
mundo exterior, material. Este mundo exterior, se convierte, pues,
en la instancia suprema, máxima, última, de toda dubitación, pues
representa el grado más alto de “realidad”.
La experiencia cobra el rango de autoridad decisiva en todos los
terrenos, convirtiéndose en piedra de toque, aun para los valores co-
rrespondientes a las esferas de lo psíquico, lo mental y lo moral. La
“historia” se convierte en censor indiscutible de todos los valores
ideales.
Tratemos ahora de caracterizar brevemente la posición que
adopta el Hombre de Tierra con respecto a los hechos de la vida
psíquica, mental y moral; de acuerdo a lo ya expuesto, obtendremos
más o menos la siguiente posición:
234
Los sentimientos son, por desgracia, un don inevitable, agrega-
do a las realidades de la vida. Pero el Hombre de Tierra no tiene
inclinación a sumirse en ellos; es difícil separarlos y mantenerlos
separados de los procesos corporales; su contenido se mezcla en
grado muy alto con los estados corporales, con lo cual pierden mu-
cho de su intensidad psíquica; es esta una peculiaridad que sólo se
halla en el signo de Tierra, a saber, la de la inclusión del cuerpo en
casi todas las experiencias psíquicas; esto asegura a la “sensoriali-
dad” una participación preponderante en la vida psíquica, y deter-
mina, como veremos más adelante, una relación característica de la
calidad terrestre con respecto al arte y a la moral, y aun a la ciencia
en general. Pero precisamente esta conexión corporal de los afectos
psíquicos determina que tales efectos puedan ser superados con fa-
cilidad, de modo que dominen muy poco la vida, como sucede, por
ejemplo, en Acuario. Es por eso que los Hombres de Tierra parecen
fríos en su vida sensible y no muestran tendencia a tomar en cuenta
los sentimientos de los demás, a menos que aparezcan con cabal
nitidez física. Los sentimientos que no sean lo suficientemente fuer-
tes como para llevar a la realización de actos tendrán que ser ocul-
tados lo más posible.
El Hombre de Tierra no da ningún valor a la piedad, sea la pro-
pia o la ajena. Los sentimientos que se condensan en actos deben
ser tenidos en cuenta para poder disponer la conducta de acuerdo a
ellos.
También la vida mental del Hombre de Tierra orienta su interés,
en primera línea, al mundo de la realidad exterior, el cual mundo
exterior da la única medida segura para el conocimiento científico,
de modo que hasta los hechos de la experiencia interior, esto es, de
la vida psíquica y mental, sólo cobrarán valor “científico” en tanto
puedan ser sometidos a una medida tomada del mundo exterior. De
ahí que el Hombre de Tierra se incline antes a dudar de su propia
existencia que de la existencia del mundo exterior, pues la existen-
cia de este mundo exterior queda probada por el testimonio de sus
órganos de los sentidos. De esta percepción (per-ceptio) surge el
fundamento de todas las así llamadas ciencias experimentales de
235
carácter exacto, las cuales deben su origen a la necesidad práctica
de recurrir a ellas para poder dominar la historia de todo tipo de
proceso o suceso, para poder dominar mentalmente tal historia y,
además, aplicarla a fines prácticos.
Es así que no sólo es la historia humana la que se origina como
índice cronológico de los sucesos exteriores, sino que también se
origina de este modo, y muy especialmente, la historia natural, esto
es, las ciencias naturales de carácter descriptivo. Todas las ciencias,
en tanto son cultivadas desde el punto de vista del Hombre de Tie-
rra, revisten este carácter de “historia”. “Historia” es todo tipo de
ordenación estadística. Aplicada a la vida mental del hombre, se
convierte en la psicología empírica y, más allá, en la así llamada
“historia del espíritu”, en la historia de la filosofía, de la religión,
del arte, en una palabra, en la historia de la civilización.
En lo referente al arte, el Hombre de Tierra se inclina a aplicar
ante todo la medida estética, a ver en todas partes una ley en la obra
de arte, una ley que le haga aparecer el fenómeno exterior de la obra
de arte en relaciones miscibles, relaciones que impidan, además,
que la obra de arte se pierda en “sugestiones”. La cabal ponderación
de todas las partes inmediatamente perceptibles de la obra de arte es
lo que el Hombre de Tierra impone como exigencia estética, confi-
gurando a la vez el criterio de aquello que constituye en arte el ideal
de lo clásico.
De ahí que todos los Hombres de Tierra sean, ante todo, adeptos
de lo “clásico” en el arte.
Pero especialmente interesante es la posición del Hombre de
Tierra con respecto al problema moral. En esto, el Hombre de Tie-
rra tiende enteramente a convertir en medida de toda valoración
moral el hecho consumado y sus consecuencias. Ni la intención ni
el propósito, ni las pasiones ni los conflictos de conciencia que les
precedieron, sino única y exclusivamente el estado de cosas del he-
cho consumado es el que decide acerca del rango moral de aquello
que ha producido tal acto. Es del acto que el Hombre de Tierra se
siente responsable. Lo decisivo es que el acto sea de efecto útil o
dañoso, para decidir acerca del valor moral.
236
Es así que, en lugar de aquello que, por ejemplo, al Hombre de
Fuego le aparece como dogma divino, que se le anuncia inmediata-
mente en la voz de su propia conciencia, al Hombre de Tierra le
nace la idea de un ordenamiento jurídico humano, en el cual la idea
del deber toma la forma de obligación recíproca, de obligación se-
gún la cual se juzgará la utilidad o el perjuicio, dándose para ello
una medida de justicia niveladora, que tiene de algún modo su mo-
delo en la inexorabilidad de las leyes naturales; de acuerdo a tal
justicia, todo tipo de acción será respondido por una reacción en
sentido contrario. Esta respuesta o reacción es la que, dentro del
mundo material, impone al Hombre de Tierra su responsabilidad, en
tanto los actos de este Hombre la susciten consciente o inconscien-
temente.
En este sentido, el problema moral toma para el Hombre de Tie-
rra una forma que bien podríamos caracterizar de forma “jurídica”
de este problema moral, la cual, a su vez, se relaciona inseparable-
mente con la evolución histórica de la estructura social de la comu-
nidad humana.
Es interesante observar bajo esta luz cómo los pensadores indi-
viduales van tomando, según su carácter, posiciones diversas con
respecto al problema moral.
Kant, por ejemplo, cuyo horóscopo presenta una influencia fun-
damental del signo de Tierra, particularmente de Tauro, llega a ini-
ciar su imperativo categórico con las palabras siguientes: “Obra
(téngase bien en cuenta: obra) de manera que también puedas que-
rer que la máxima de tu obrar pueda ser elevada a ley universal.” Se
trata, pues, de una concepción jurídica de la ley moral. Schopen-
hauer, en cambio, en quien desempeñaba un papel especialmente
importante el signo de Piscis, esto es, uno de los signos de Agua,
elevó la “compasión” al grado de fundamento de la moral y, en lu-
gar de aquella “máxima” indefinida, colocó la siguiente frase hindú:
Tat twam asi – Eso eres tú.

* * *

237
Y a continuación empezaremos a tratar el tema de las referen-
cias principales de los signos zodiacales del grupo Tierra.
CAPRICORNIO, entre los signos terrestres, el signo cardinal,
activo –el signo de la siembra– inspira a la acción y a la meta fir-
memente delimitada, clara, de dicha acción, en el sentido del cum-
plimiento de un deber, de lo cual lo primordial es la realización de
un propósito, superando todo obstáculo que le oponga la resistencia
de la materia. El cumplimiento de tal deber es interpretado como
una especie de misión; dejarlo sin cumplir o serle infiel suscita re-
mordimientos de conciencia. “No hacer nada a medias es propio de
espíritus nobles.” Tal podría ser su lema. De aquí surge, sin más,
aquello que podremos considerar una característica esencial de la
disposición de Capricornio: la tenacidad, la incansabilidad en la
persecución de una meta previamente propuesta. La inflexibilidad
que esto trae aparejada no se refiere, empero, al carácter férreo de la
voluntad, o, más aún, a la misma voluntad, sino, ante lodo, a un
“tener que realizar el hecho”. No es el que yo imponga mi voluntad
sino el que la obra sea llevada a cabo lo que importa. Y ante esto,
tendrá que retroceder todo lo demás, sobre todo, si me lo impide
todo lo proveniente de las esferas de Agua, de Aire, y hasta de Fue-
go. Por eso el hombre, en tanto aparezca como corporización pura
de la radiación de Capricornio, no se inclina a ninguna clase de
concesión interior, pero en cambio se inclina a toda clase de conce-
siones o compromisos exteriores que le posibiliten la realización de
sus propósitos.
El camino recto –la así llamada línea aérea– es en la menor par-
te de los casos el camino “más corto” para el Hombre de Tierra. Del
mismo modo en que, por ejemplo, la hormiga está siempre dis-
puesta a emprender los rodeos más largos, eludiendo los obstáculos
que no pueda superar, para retomar siempre a la dirección origina-
ria, que la llevará a la meta, también vemos al Hombre de Capricor-
nio tomar, en sagaz ponderación de sus propias fuerzas, los rodeos
que, entre todos los caminos, le parecen los más “cortos”. De aquí
extrae aquella cualidad de astucia en la vida práctica, de inteligencia
para perseguir sus objetivos, de aquella inteligencia que se denomi-
238
na “diplomacia”, esto es, el arte de alcanzar por rodeos, tarde o
temprano, aquello que para él constituye la misión más importante a
cumplir en el mundo.
Y este arte especial de tenacidad “elástica” le confiere un grado
de capacidad de resistencia en la lucha por la vida que no podría
darle en medida similar ningún otro signo. La inflexibilidad y la
dureza que se origina con esto se verifica no sólo en la lucha contra
los obstáculos exteriores, sino también contra las resistencias inter-
nas, mostrándose especialmente en la tendencia a reprimir el mo-
mento sentimental que aparece bajo la forma de estados de ánimo,
caprichos, etcétera, y que tanta importancia tiene en el Hombre de
Agua. El Hombre de Capricornio procura evitar la influencia de
tales impulsos sobre su actuar. Los sentimientos deben quedar en la
esfera de lo privado, a nadie le importan, y será su “estilo de vida”
el poder ocultarlos a voluntad. Hasta se puede hablar en este caso de
cierto pudor ascético del alma. Es por eso que el Hombre de Capri-
cornio podría aparecer a menudo como un individuo frío y pobre de
sentimientos, simplemente porque no se muestra fácilmente dis-
puesto a conferir a las cuestiones psíquicas un espacio tan extenso
como, por ejemplo, en el caso del Hombre de Agua. El Hombre de
Capricornio comparte esta cualidad con los demás signos de Tierra,
pero tiene conciencia de ella casi como de un deber a cumplir, el
deber de no dejarse apartar de su línea principal por cosas “tan se-
cundarias”. Y de esto resultan importantes consecuencias, que se
refieren especialmente a su conducta con sus semejantes. Podremos
comprender sin más –y se trata de una característica esencial del
Hombre de Capricornio– que le importe especialmente lograr y
conservar cierta independencia, sobre todo psíquica, tanto en los
propios procesos psíquicos como en los ajenos.
Este deseo de independencia no es expresión de impulso de li-
bertad, como lo veremos en los signos de Fuego, sino que simple-
mente es expresión emanada de un mandamiento práctico. De
acuerdo con esto, podremos ver que el Hombre de Capricornio no
se muestra afecto a dejarse imponer obligaciones que no puedan ser
expresadas claramente en forma de convenio jurídico. Es para él
239
doloroso el no poder alcanzar una cosa por sus propios medios, de
modo de tener que sentirse constantemente en deuda “impagable”.
Clara pacta, boni amici: tal el lema del Hombre de Capricornio. Es
por eso que uno de los signos infaltables del carácter del Hombre de
Capricornio es el de preferir agradecerse a sí mismo todo lo que ha
alcanzado, vale decir, el de sentirse y ser un self made man; es pre-
cisamente por esto que prefiere asumir él solo, sin compartirla con
nadie, la responsabilidad de sus actos. Es con esta conciencia de su
responsabilidad que, a su vez, se fortalece su autoestimación y la
conciencia de su propio valer; y es también en este sentido que
quiere ser estimado por sus semejantes.
En el grado en que se amplía el círculo de su actividad, cuya
expansión constante e intensificación constituyen para él, en su ca-
lidad de modalidad terrestre activa, factores de especial importan-
cia, crece también su deseo de asumir cada vez mayor responsabili-
dad. Y así adquiere la idoneidad especial para convertirse en con-
ductor responsable de todas las empresas que ha puesto en marcha;
se origina de este modo un tipo especial de ambición que podríamos
llamar, en este sentido, “ambición moral”, en tanto esta ambición
aspira a ser medida según el grado de rendimiento “real”, especial-
mente, de rendimiento “útil”. Ello determina una conexión típica,
característica del Hombre de Capricornio, con sus semejantes, co-
nexión que en primera línea se refiere a los hombres que pueda
aquél poner al servicio de su trabajo, el cual trabajo a su vez es em-
prendido en favor de una empresa mayor. Es así que puede aparecer
como “señor” de aquellos de quienes en realidad se siente “servi-
dor”. Y en tanto sea mayor el número de gente que participe de su
trabajo, en esta relación de servicio singular, basada en la reciproci-
dad, el número de gente de la que en realidad dicho Hombre de Ca-
pricornio es el “comandante”, sin sacar de esto más utilidad que la
de lograr la satisfacción de su impulso de actividad en la autoesti-
mación y en la estimación de los demás, se cumple su misión prin-
cipal en la vida, a saber, la de ser un “sembrador” en el agro llama-
do Tierra.
Y en esto se basa el hecho de que el Hombre de Capricornio
240
muestre constantemente la tendencia de ocuparse de algún modo de
una actividad pública, de desempeñar oficios que le permitan
desempeñarse en ese sentido, esto es, gobernar por la servidumbre o
servir por el gobierno. De ahí que haya que mencionar muy espe-
cialmente el hecho de que la sagacidad de vida arriba enunciada y la
disposición diplomática capacitan al Hombre de Capricornio a
desempeñar ante lodo los oficios que le permitan aplicar las men-
cionadas aptitudes. En los casos excepcionales o sobresalientes,
serían tales oficios el del estadista, el del político y el del diplomáti-
co.
Pasando ahora a atender, más que al aspecto exterior de la pro-
fesión, al efecto que producen las disposiciones descritas sobre la
vida del hombre medio, esto es, en sus formas más primitivas, nos
encontramos también con un factor de vida muy característico e
importante, infaltable casi en el Hombre de Capricornio. Se trata de
la concepción de la existencia humana como profesión.
¡Creced y multiplicaos! ¿No suena este antiquísimo manda-
miento como la voz de la conciencia del primitivo, la voz que le
advierte que debe dejar signos perceptibles de su existencia en la
Tierra, y que debe dejarlos en el mundo material, en el que no po-
dría obrar sino comunicado con la posteridad, que tiene su misma
sangre, a la cual posteridad se siente, además, unido por un nítido
sentimiento de responsabilidad por su existencia y por la preocupa-
ción de su evolución ulterior? Es así que surge ante nosotros la figu-
ra del pater familias, del patriarca. Lo que es el patriarca dentro de
su estirpe, es, en el sentido más amplio de la palabra, todo Hombre
de Capricornio dentro de los límites de su actividad.
De lo ya expuesto podemos ver sin más que es totalmente im-
posible al Hombre de Capricornio tomar la vida con “liviandad”,
considerar que la vida es “fácil”, ni aun cuando nade en la riqueza.
Sobre él pesa la dura carga de una responsabilidad: la de tener que
obrar. Es por eso que la tónica de su vida está dada por una grave
seriedad, que parece provenir de una conciencia siempre dispuesta a
la responsabilidad, que se extiende a las consecuencias de sus actos
en tanto estos actos hayan cobrado realidad. Debemos dar impor-
241
tancia especial a este hecho, pues en él se manifiesta una forma típi-
ca de la experiencia responsable, que no encontraremos en las otras
cualidades elementales. No es cosa del Hombre de Capricornio el
imaginar, luego de haber llevado a cabo un acto, cuánto mejor hu-
biera sido no haberlo realizado. Si, empero, llega a esta convicción,
se pondrá de inmediato, y en tanto sea posible, a corregir lo ocurri-
do, claro que sin mostrar inclinación alguna a entregarse a un pro-
longado arrepentimiento.
Hemos evitado hablar, en lo que va de la caracterización gene-
ral de la radiación de Capricornio, de otras características más que
de aquellas que resultan de la combinación de la cualidad de Rajas
con la cualidad terrestre. Lo que describimos de acuerdo a esto de
ningún modo puede contener aún referencia alguna a la manera en
que las energías irradiadas del signo de Capricornio son elaboradas
e incluidas por el individuo humano en la totalidad de su vida. Pero
para darnos ya ahora una idea aproximada de las posibilidades de
variación que puede dar la disposición fundamental recientemente
descrita, de la variedad con que se puede presentar en la vida prácti-
ca, confrontaremos entre sí dos tipos de Hombre de Capricornio,
que, bien es cierto, presentan entrambos enteramente los elementos
mencionados de la radiación de Capricornio, pero que, con todo, se
diferencian entre sí por el grado de evolución a que ha llegado cada
uno de ellos.
Recordemos que al comienzo de esta serie comparamos el cua-
dro de carácter que nos presenta el individuo humano con la sombra
que arroja sobre una superficie un objeto interpuesto en el curso de
los rayos de la luz. Dijimos entonces que la naturaleza de esa som-
bra dependía de la fuente de luz, que debemos considerar constante,
esto es, en nuestro caso actual, el signo de Capricornio, y que de-
pendía además –aquella “sombra”– de la transparencia y, finalmen-
te, de la proximidad terrestre del objeto.
Y son la transparencia y la proximidad a la Tierra las que carac-
terizaremos ahora de “grado de evolución” de aquello que en otro
pasaje caracterizamos en el hombre como su propio “yo”. Si el
hombre todavía no ha despertado en grado intenso a su yo, nos ve-
242
mos frente a un grado evolutivo bajo; por así decir, es en ese caso el
“hijo de la Tierra”, más fuerte en él que lo divino, y el embrión de
Dios está todavía muy lejos de su segundo nacimiento –tal y como
lo describimos en la cuarta conferencia de la primera serie–, más
lejos que en el otro caso. Podemos, pues, muy bien hablar de un tipo
menos y otro más evolucionado de Capricornio.
¿En qué se diferenciarán entre sí estos dos tipos? Hemos cono-
cido dos elementos astrológicos fundamentales que pueden ayude-
mos a captar lo esencial de esta diferencia.
Toda ascensión en lo evolutivo es posible únicamente por la re-
cepción de aquellos impulsos que nos acercan a la comunión con el
universo, preservándonos de este modo del aislamiento y del estan-
camiento en nuestra etapa evolutiva. Toda evolución ascensional
exige, de acuerdo con esto, la constante realización de un sacrificio
evolutivo, sacrificio que consiste en la disposición a abandonar de
continuo y jubilosamente todo apego al peldaño ya alcanzado, para
mantener vivo en nuestra conciencia el hecho de que, estemos don-
de estemos, no somos más que parte de un Todo superior.
Astrológicamente, esto se nos da por dos factores.
El uno consiste en el hecho de que, como dijimos la última vez,
todo signo se enfrenta con su opuesto en una relación de comple-
mento. Y de aquí resulta inmediatamente que la ayuda más podero-
sa que le llega al tipo humano situado bajo la influencia de la radia-
ción de Capricornio en su evolución superior, debe provenir de la
radiación de Cáncer.
Capricornio y Cáncer son, pues, recíprocamente, los auxiliares
más importantes, uno del otro, en la evolución ascensional, y toda-
vía veremos –la próxima vez, al tratar los signos de Agua– qué es lo
que tiene que aprender Capricornio de Cáncer y, viceversa, Cáncer
de Capricornio, para completarse recíprocamente por complementa-
ción.
Pero ya hoy podemos explicar la segunda relación general que
resulta de la idea del propio zodíaco como figura arquetípica del ser
humano, en tanto cada uno de los signos aislados del zodíaco signi-

243
fica un órgano incluido en tal figura humana, órgano cuyo sentido
sólo podrá ser comprendido en su relación de dependencia con el
organismo total.
Como mencionamos vez pasada, Capricornio corresponde a la
“rodilla” del hombre, a la rodilla como la radiación de Capricornio
vivida en forma interiormente corporal. Cuanto más íntima y pro-
fundamente captemos el sentido de esta radiación en relación con la
figura cósmica arquetípica del hombre; tanto más evidente nos re-
sulta lo que, en lo referente al tipo de Capricornio, quieren decir las
caracterizaciones de “superior” e “inferior”.

¿Qué significa la rodilla? ¿Y qué significa arrodillarse?

La rodilla es aquella parte del cuerpo humano a la cual se adhie-


ren los músculos que elevan (tomemos esta palabra, por de pronto,
en sentido corporal) al hombre, cuando éste escala, por ejemplo,
una montaña; que lo elevan, en tanto lo ayudan a doblar y estirar
alternativamente la tal “rodilla”. De modo que las fuerzas que se
ponen de manifiesto en la función de la rodilla son las de flexión y
extensión del relajamiento y el estiramiento; entre estas dos fases de
la ascensión está aquello que decide sobre lo “alto” y lo “bajo”. De
este modo, Capricornio se convierte en signo de aquello que quiere
rebajar a los otros para elevarse a sí mismo, o de aquello que se re-
baja a sí mismo para elevar a los otros; signo de aquello que, con su
carga, pesa sobre los demás para convertirlos en sirvientes suyos, o
de aquello que se convierte en portador voluntario de toda carga,
para llevarla consigo hacia arriba.
No puede dudarse, en sentido esotérico, acerca de cuál de los
dos extremos es el que caracteriza al hombre superior. Y de este
modo podemos comprender por qué fue bajo este signo del “porta-
dor de cargas que se rebaja a sí mismo” que nació el Hombre más
alto, el Hombre que enseñó el sentido más profundo de este signo:
“Mas Jesús, llamándolos, les dice: Sabéis que los que se ven ser
príncipes entre las gentes, se enseñorean de ellas, y los que entre
ellas son grandes, tienen sobre ellas potestad.
244
“Mas no será así entre vosotros: antes cualquiera que quisiere
hacerse grande entre vosotros, será vuestro servidor;
“Y cualquiera de vosotros que quisiere hacerse el primero, será
siervo de todos.
“Porque el Hijo del hombre tampoco vino, para ser servido, mas
para servir, y dar vida en rescate por muchos.”
Nos encontramos aquí frente a un sacrificio similar al descrito
en relación con el signo de Aries, sólo que aquello que se opera por
el sacrificio de Capricornio se produce en el plano físico, en el
plano de la “labor agrícola” en el reino de la Tierra.
Y así se comprende que en una época en que este conocimiento
comenzaba a difundirse en la humanidad, la fijación del comienzo
del año y, con ella, la cuenta del tiempo en general, cambiaran, de
modo que a partir de entonces el comienzo del año se contase con la
entrada del sol en el signo de Capricornio. Pero ya en la antigua
Roma había una organización que era muy adecuada para concretar
bastante esta doctrina de Capricornio.
Por la época de la entrada del sol en el signo de Capricornio –
solsticio de invierno–, se festejaba en la antigua Roma la fiesta de
las saturnales. Saturno, dios de la siembra, es a la vez el nombre del
planeta que, como ya sabemos, debe ser considerado el “señor” de
este signo; fue pues, Saturno el que dio su nombre a dicha fiesta.
Durante la celebración de ella subsistía la costumbre de liberar a los
esclavos y convertirlos simbólicamente en “señores”; se sentaban a
la mesa del banquete y eran servidos por sus propios señores.
Y ahora, antes de apartarnos del signo de Capricornio, refirá-
monos brevemente a la forma en que el Hombre de Capricornio aún
no despierto a lo elevado recibe y elabora la radiación de Capricor-
nio. Ante todo le falta la conciencia de saberse parte integrante del
organismo superior que lo incluye. Es decir que llevará en sí todas
las cualidades arriba expuestas, correspondientes al tipo de Capri-
cornio, pero de una manera enteramente egoísta. Las energías del
“obrar” las empleará en misiones mezquinas. Las tendencias mez-
quinas a atraer sobre sí la atención cobran importancia; la subordi-

245
nación del elemento sentimental a la significación de lo real se
transforma en indiferencia, si no en insensibilidad. El sentido fami-
liar lleva a la limitación de todas las obligaciones y responsabilida-
des sociales, reduciéndolas a los pocos miembros del círculo estre-
cho de la familia. La fría ambición y la necesidad de valoración,
combinadas con la actividad incesante, completan el cuadro corres-
pondiente a este tipo que, como oprimido por el peso constante del
deber, llevando a cuestas la carga de su propio ser, lleva, en el fon-
do, la vida miserable de un esclavo que tiene la desgracia de estar al
servicio de sí mismo.

Y estudiemos ahora el signo de TAURO.


Corresponde al sexo femenino de la cualidad terrestre, a la mo-
dalidad de Tamas, vale decir, al sexo femenino de la cualidad Tie-
rra, por lo demás, ella misma absolutamente femenina, revelándo-
nos con esto, de entre todos los signos del zodíaco, aquel en el que
se manifiesta con mayor claridad la propiedad de lo femenino.
También este signo terrestre se dirige a la realidad material, y halla
en ésta el campo principal de sus actividades. Pero esta actividad es
distinta de la que encontramos al hablar del signo de Capricornio.
No se trata aquí del despliegue de fuerzas en el sentido de la siem-
bra, no se trata de la aspiración a obrar transformando el mundo
exterior, sino de la aspiración que acaso podamos comprender me-
jor si recordamos la siguiente ecuación física: T (trabajo) = F (fuer-
za)  P (peso). Siendo que en este caso debemos pensar en el peso,
en la carpa.
Trataremos de sumirnos psíquica y mentalmente en la naturale-
za de todo aquello que podríamos llamar la pura experiencia de la
carga, en atención al mundo material.
El “peso” es el compendio de todas las resistencias que se opo-
nen a la actividad de la fuerza, de todas las resistencias que impo-
nen a la fuerza las concesiones y compromisos de que hablábamos
al caracterizar el signo de Capricornio. También Tauro es signo de
compromiso, sólo que la intención con que éstos se establecen es
aquí opuesta a la intención que persigue Capricornio en sus com-
246
promisos. Con sus compromisos, Tauro pretende asegurar sus pre-
tensiones de actividad máxima, sus pretensiones, en la máxima me-
dida posible, de evitar todas las transformaciones.
A la consecuencia de Capricornio en las realizaciones de sus
propósitos opone Tauro la consecuencia de su resistencia. Y así
llegamos a la primera y fundamental característica de la naturaleza
de Tauro, al “conservadorismo” en el más amplio sentido de la pa-
labra.
El conservadorismo, en todas sus formas, es la faz captada inte-
riormente, femenina, pasiva, del complejo de trabajo. El conserva-
dorismo es la consecuencia de lo inactivo, la consecuencia de lo
inerte y de la inercia.
¿Y qué significa esta consecuencia de la inercia en el plano de
lo físico? Es ella la que asegura al mundo terrestre ante todo su es-
tabilidad, es el fundamento de toda firmeza, sin la cual no existiría
ningún suelo estable sobre el que laborar. En este sentido, es Tauro
el más fuerte de los signos terrestres, en tanto representa la propie-
dad peculiar del elemento Tierra en la forma más pura, tal y como
lo describimos vez pasada.
Tratemos de trazar el tipo del Hombre de Tauro; nos encontra-
remos frente a la imagen de un hombre que ha nacido con una pre-
disposición inconsciente a la resistencia pasiva, con la predisposi-
ción a conservar y defender como propio y a cualquier precio todo
aquello que trae consigo como heredad, sean sus aptitudes o la pro-
piedad material que pudo haberle sido legada en virtud de su perte-
nencia a una determinada familia, sean los conocimientos o prejui-
cios que adquirió de padres y maestros en su infancia. Llamemos a
la cualidad que resulta de esto la “fidelidad”. Pero por de pronto,
esta fidelidad no debe ser entendida en sentido moral. Detrás de ella
se oculta únicamente la obsesión del partidismo o, en general, el
sentimiento de dependencia absoluta, es decir, otra especie de ser-
vidumbre o esclavitud. Esta servidumbre tiene un carácter diferente
del de la servidumbre del Hombre de Capricornio. El Hombre de
Capricornio nace con la tendencia a dominar; el más elevado de
entre estos hombres de Capricornio es el que sabe elevarse por reba-
247
jamiento voluntario. En cambio el Hombre de Tauro nace con la
tendencia a la relación de dependencia que asume para no tener que
actuar por propia responsabilidad. De ahí que su deseo fundamental
y manifiesto sea el de ser y seguir siendo un subalterno, el de saber
que sobre él hay una autoridad protectora en lo moral; esta autori-
dad es para él ante todo el peso de la tradición, de lo “sobrevenido”,
de lo heredado, que, en principio, hace las veces del “dueño respon-
sable”. Entendiendo de esa manera la naturaleza de la fidelidad,
comprenderemos que, según el grado de evolución del hombre, di-
cha fidelidad puede tomar todos los grados de la dependencia, en el
sentido más propio de la palabra, hasta llegar a aquella piedad su-
prema y voluntaria que, a plena conciencia y con total espíritu de
entrega, se somete constantemente al mandamiento de lo que por
propia elección es “más elevado”.
Esta idea de fidelidad constituirá el punto de partida de nuestro
análisis del Hombre de Tauro.
En las formas menos desarrolladas de este tipo, el Hombre de
Tauro proviene inmediatamente del hecho de que las energías que
reposan en el género Tamas de la cualidad terrestre comienzan a po-
nerse en movimiento en cuanto una fuerza positiva despierta su re-
sistencia; es entonces que la resistencia incipiente sirve a la defensa
del “tener que persistir”, con la tendencia a llevar esto hasta el final.
Lo que sale a relucir de este modo, en punto a capacidad de resis-
tencia a partir de la inercia, no es otra cosa que lo históricamente
“afirmado”, provisto del nimbo de la piedad y de la invulnerabili-
dad; la fidelidad resguardada por esto será para nosotros la “fideli-
dad tradicional”, el estar atado a la tradición, unido a la tendencia a
defender dicha tradición como a una fortaleza sagrada. Los Hom-
bres de Tauro viven, sin excepción, en tal fortaleza, construida con
el material de su patrimonio tradicional, sea de los antepasados más
lejanos, sea de las primeras experiencias de la propia vida, y esta
fortaleza es el poder de las costumbres a las que tales hombres se
aferran con toda la intensidad de su tendencia a la persistencia; el
choque contra ellas puede llegar a serles insoportable.
Pero estas costumbres no se refieren únicamente a la posesión
248
física, no abarcan únicamente la gradación completa de la depen-
dencia a lo que aparece en forma físicamente inmediata, como, por
ejemplo, la vivienda y la disposición, los parientes y amigos, o la
ocupación, la profesión, el programa diario, sino que también van
incluidos en ellas los sentimientos de toda clase de dependencia con
respecto a la comunidad, por ejemplo, a la familia, a la nación, a los
correligionarios, a la orientación política que se sigue, o a la patria a
que se pertenece.
En lo mental, el poder de esta costumbre despierta una fidelidad
basada en mera inercia de pensamiento, una lealtad que, por de
pronto, se manifiesta en un suave apego a las maneras de pensar
adquiridas en la infancia. Es esta lealtad la que hace difícil acceder a
modos de pensar distintos del propio. Se produce el predominio de
aquello de que habla Kant en forma tan característica al calificarlo
de "sano entendimiento humano”, y que, en su concepción, no es
otra cosa que el apego a los modos de pensar heredados, constitu-
yendo esto el adversario más resistente de todo lo que se oponga
real o aparentemente a tales modos de pensar.
En la fidelidad por inercia se alberga gran parte de la tragedia
del destino de Tauro.
“El haber algo de lo que uno no se puede desembarazar funda-
menta a toda tragedia”, dice Lenau en una carta. Schiller lo llama en
Wallenstein “el eterno ayer”. Pero es Goethe quien va más lejos:

“Se heredan leyes y derecho


como una eterna enfermedad;
de sitio en sitio y hecho en hecho,
de edad se arrastran en edad.
La buena acción se hace molesta
y la razón se vuelve absurda.
¡Pobre de ti que naces nieto!”

Sería, empero, erróneo el querer ver la naturaleza de Tauro úni-


camente desde esta faz, desde el lado que sólo nos muestra el grado
inferior de evolución del signo de Tauro.

249
La clave para la interpretación del signo de Tauro en sentido
elevado surge en tanto tratamos de captar esotéricamente la fuerza
de persistencia como tal; es así que esta fuerza se convierte en poder
de la memoria, como guardián fiel de lo pasado. La memoria del
hombre es la cámara del tesoro del pasado, y el Hombre de Tauro es
el guardián de esa cámara.
Sin esta cámara, todo aquello que alguna vez fue objeto de ex-
periencia, y que lo será alguna otra vez, se perdería para siempre. El
signo de Tauro es, como decían los antiguos, uno de los “cuatro
vigías del cielo”; así llamaban los antiguos a los cuatro signos de
Tamas. Recordemos ahora nuestra imagen del sembrador, la semilla
y el fruto; al signo de Tauro le corresponde la semilla, con lo cual
nos resulta de pronto evidente que esta “semilla” es a la vez la cá-
mara del tesoro de todo el pasado orgánico de la planta y el guar-
dián que a ésta puso la naturaleza.
La característica, pues, del Hombre de Tauro más evolucionado
es la de cobrar conciencia de esta “guardia” y de esta condición de
“guardián” como de una misión sagrada. A este tipo le está dado el
preocuparse por la conservación de todo lo que ya ha llegado a ser
patrimonio de cultivo. Su misión no es la de tender a lo nuevo, sino
la de conservar lo conquistado y disponerlo para el uso en el mo-
mento oportuno.
En el doble sentido de la palabra “cuidar”, como “cultivar” y
“proteger”, se revela la disposición psíquica fundamental del Hom-
bre de Tauro, a la cual disposición corresponden en igual medida la
tolerancia y la paciencia. Es por eso que a Tauro se lo podría llamar
también el “paciente” y, ya en esta caracterización, hay una referen-
cia al sentido esotérico de este signo. Tauro: “cuidador”, “guar-
dián”, “paciente”.
Tengamos presente, además, que a Tauro corresponde en el or-
ganismo del hombre la región del cuello; esto nos permitirá ver con
claridad que, efectivamente, la garganta puede ser considerada el
guardián de todo lo que tiene que pasar por ella antes de pasar a
formar parte integrante del cuerpo. Pero en la garganta está además
la laringe o el órgano de la voz; y éste también es el guardián de los
250
pulmones. Sin embargo, no es esto lo único que importa. Los órga-
nos de la garganta no sólo vigilan todo lo que tenga que pasar por
ellos al entrar en el cuerpo, sino que también vigilan todo lo que por
ellos “sale” del cuerpo. La laringe es, ante todo, en sentido esotéri-
co, el guardián y el custodio de la palabra sonora.
Del mismo modo en que la memoria es la cámara del tesoro del
pasado, la palabra es la cámara del tesoro de los conocimientos
mentales. La palabra es asistencia del espíritu, atalaya de la mente,
que, por así decir, alberga y custodia el sentido. (“¡Dejar en paz a la
palabra!”, como dice Lutero.)
Pero en la región del cuello humano no sólo encontramos el ór-
gano de la voz; también pertenecen a ella la nuca y los hombros.
Sobre ellos carga el hombre el peso, sobre ellos echa el hombre la
carga que le es propia, como el Atlas de la leyenda antigua, que
carga con la esfera celeste, como guardián del mundo. La carga que
lleva sobre sus hombros el Hombre de Tauro es una especie de esfe-
ra celeste en pequeño, es la masa de tradiciones de la historia cós-
mica del desarrollo humano sobre la Tierra, el patrimonio cultural
de la siembra humana. Es esta la carga que lleva el Hombre de Tau-
ro, cuidándola, entregado a ella en fiel solicitud, del mismo modo
en que la mujer lleva en su cuerpo –esperanzada y paciente– la si-
miente del embrión de Dios llamado “Hombre”. Esto se aclara aún
más si pensamos en el planeta sometido a la radiación de Tauro, os
decir, Venus.
Sin entrar prematuramente en un capítulo posterior de nuestro
curso, que estará dedicado al mundo planetario, entenderemos a
Venus como al representante de todo aquello que llamamos la últi-
ma vez lo “eterno femenino”. Es Venus el planeta que da al hombre
el poder de venerare, esto es, de “venerar”, de mirar en adoración a
las alturas, el único poder por el cual fluyen en el hombre, y lo fe-
cundan, los impulsos del peldaño superior al de su propia evolución.
Con esto llegamos al efecto más alto que puede ejercer la radiación
de Tauro sobre el ser humano, a saber, la fuerza de una entrega es-
peranzada, paciente, a lo más alto y a lo supremo, esto es, en otras
palabras, el aspecto moral de esta radiación.
251
El signo simbólico para esta región del zodíaco nos revela de la
manera más penetrante qué es lo que debemos ver en este alto sen-
tido como misión que le es propia; el semicírculo abierto en la parte
de arriba, colocado sobre el círculo –el símbolo femenino sobre el
círculo masculino–, la posición del que ora y agradece o del que se
convierte en ser femenino en arrebatos de piedad, para aguardar el
impulso creador de lo alto. Si confrontamos ahora el tipo superior
con el tipo inferior del Hombre de Tauro, las cualidades de que aca-
bamos de hablar se transforman en sentido igual a lo que hemos ex-
puesto al referirnos al signo de Capricornio. La “limitación” en todo
sentido de la palabra se convierte en la característica de todas las
variaciones del complejo de Tauro.
La fidelidad del Hombre de Tauro es como la del perro, es de-
pendencia y proviene del sometimiento ancilar de todo su ser al
mandamiento de una tradición que, instituida por él mismo, se con-
vierte en medida de todo aquello que el Hombre de Tauro se permi-
te pensar y hacer. A su lado anda, constantemente invisible, el fan-
tasma de una “autoridad” que se le ha convertido en instancia últi-
ma e inapelable, sobre cuya palabra el Hombre de Tauro podría
prestar juramento. ¡Y la palabra gobierna al sentido, y la letra a la
mente!

“A la palabra estad alerta,


y así podréis franquear la puerta
que al templo da de la verdad.”

También el Hombre de Tauro es un prisionero de sí mismo,


atado a la tierra, entregado a ella con profundísima superstición, que
defiende tenazmente, dispuesto a juzgarlo todo, a condenar lo que
no haya crecido en su campo de cultivo; vemos así, en el grado me-
nos evolucionado del Hombre de Tauro, la desagradable figura de
un ser humano cuya profesión principal es la del coleccionista, que
tiene instalada una cámara de valores muertos cuyo uso le queda
vedado a él mismo y a los demás. ¡El custodio de su propia reliquia!

252
Y pasamos al signo de VIRGO. Se trata del género neutraliza-
dor o de Sattwa de la calidad terrestre.
La fuerza de la radiación de Virgo no se basa en la siembra, ni
en el cuidado y el cultivo de la simiente, sino en la cosecha, la reco-
lección y empleo del fruto del agro.
Se trata de la preparación del pan o del alimento, para la cual se
llevaron a cabo la siembra y el cultivo.
En principio, la radiación de Virgo también obra en el mundo
de la realidad, de la materialidad terrestre, pero, en atención a las
condiciones físicas de este mundo, dicha radiación corresponde, en
nuestro ecuación: T = F  P, al término “T”, esto es, al trabajo, a lo
que llamaremos el efecto útil. Lo útil y la utilidad se convierten,
pues, en contenido fundamental de todo aquello que configura la
vida del tipo de Virgo. Se trata de disponer el proceso de labor del
agro “Tierra”, al cual están dirigidos todos los signos terrestres, de
manera que, con el menor esfuerzo, y tomando lo más posible en
consideración el factor inercia, se alcance el máximo efecto útil
posible. Se produce así la exigencia que modernamente llamamos
racionalización del trabajo; la racionalización de cualquier trabajo,
sea que se refiera a lo físico, sea a lo psíquico, a lo mental y hasta a
lo moral, es elevada a “leitmotiv” del tipo de Virgo, y su primer y
más importante efecto es el de la búsqueda de un plan de trabajo
antes de la asunción de cualquier tarea.
Precaución, previsión o aquello que los latinos llamaban provi-
dentia o prudentia, o sea, inteligencia previsora, tal es lo que la ra-
diación de Virgo comunica al hombre, bajo la forma de una especial
sensibilidad por todo aquello que pueda reportarle utilidad y cau-
sarle algún perjuicio.
La elaboración de esta sagacidad especial hasta convertirla en
un reconocimiento consciente de sí misma lleva consecuentemente
a la fundamentación metódica de todas las aspiraciones orientadas a
lo práctico, convirtiéndolas en “ciencias”, en cuya primera línea
están las ciencias naturales, y luego, muchas otras disciplinas cuyo
objeto es el de acortar el camino que lleve a los conocimientos úti-
les, y el de evitar los perjuicios, el de evitar que sobrevenga cada
253
vez el perjuicio, para que el hombre cobre conciencia de él, y el de
alcanzar, en consecuencia, la inteligencia previa a la producción del
daño.
Pero la misma fundamentación de todas estas ciencias útiles
tiene que realizarse según un plan de racionalización; el contenido
de estas ciencias tiene que responder a un orden planeado, que ase-
gure su fácil apreciación de conjunto. El método de trabajo que re-
sulta de esto lo llamaremos “organización”, o sea, el principio de su
aplicación y de su utilización, el principio de la “economía”.
Para representarnos vivamente la importancia de aquello que
hasta ahora hemos considerado lo esencial del signo de Virgo, co-
menzaremos por volver a pensar en el órgano del cuerpo humano
cuya función esotéricamente experimentada se define como lo esen-
cial de tal radiación de Virgo.
Vale decir: el intestino, la función digestiva. Por esta función, el
pan incorporado al cuerpo como alimento, se transforma de manera
que sus fuerzas puedan comulgar inmediatamente con las fuerzas
vitales del cuerpo humano. El cuerpo humano viviente toma del
alimento consumido aquello que resulte útil, y desecha lo inútil. Lo
que se produce aquí, en la órbita del órgano físico del cuerpo hu-
mano, se convierte en modelo de todo lo que hemos expuesto en
relación a la tarea consciente de Virgo.
El Hombre de Virgo se comporta con respecto al mundo circun-
dante como la región intestinal con respecto al alimento consumido.
Del mismo modo en que éste separa con inequívoca seguridad lo
provechoso de lo perjudicial, procurando que lo perjudicial abando-
ne lo más pronto posible el cuerpo, el Hombre de Virgo posee un
fino sentido por todo lo que pudiera impurificar y perturbar la eco-
nomía más estricta. Y así llegamos a una tercera característica de
Virgo, a saber: la aversión ante lo superfluo, impuro y confuso. Es
aquí donde cobra especial importancia la diferenciación entre lo
“principal” y lo “secundario”.
Tratemos de aplicar lo recién expuesto a las esferas de vida in-
dividuales.

254
La medida más apropiada para juzgar la conducta del Hombre
de Virgo en la vida es la de su actitud fundamental de investigar
todo fenómeno en el sentido de su posible o imposible grado de
asimilación. A esta actitud le es necesaria, ante todo, una previsión
fundamental, extrema, dirigida por el sentimiento instintivo hacia
todo lo que se adecúa a la propia naturaleza y resulta apropiado para
armonizar esta propia naturaleza con la “naturaleza” en general. Lo
“natural” se convierte aquí en hilo conductor de la práctica de la
vida. En un sentido puramente físico, esta actitud lleva al encareci-
miento de toda forma de higiene, y a ocuparse escrupulosa y larga-
mente de las funciones del propio cuerpo.
En lo psíquico, esta actitud higiénica se manifiesta como senti-
do fino por la simpatía y la antipatía, que se sienten casi con nitidez
física. Este sentido es el que impide de antemano que luego se pro-
duzcan los graves desengaños y catástrofes sentimentales de que
está tan llena, por ejemplo, la vida del Hombre de Agua. La previ-
sión del Hombre de Agua se extiende también al terreno de lo psí-
quico. Esto lleva a un retraimiento critico en todo lo concerniente a
la esfera psíquica, retraimiento que suele calificarse de “pudor psí-
quico”, pero que en realidad se podría calificar mejor de “economía
psíquica”.
En la esfera de lo mental también se puede aplicar útilmente el
fundamento de la “asimilación”, para poder entenderse la peculiari-
dad del tipo de Virgo. Se trata en este caso de tener presentes en
forma constante todos los conocimientos que configuran la “des-
pensa” del acervo mental, de tenerlos presentes de manera tal que
en cualquier momento puedan ser aplicados como medida de lo que,
con su ayuda, pueda ser digerido o asimilado en punto a nuevos co-
nocimientos.
También aquí nos hallamos con un baluarte del “sano” entendi-
miento humano, claro que no en el sentido del Hombre de Tauro,
sino en un sentido enteramente higiénico mental; sólo se puede
creer lo que no contraría la nota del propio pensar. La vida mental
del Hombre de Virgo se halla, pues, bajo un autocontrol que cobra
un significado similar al que en lo psíquico revisten las simpatías y
255
antipatías de Virgo.
Finalmente, en lo moral nos encontramos con la misma actitud
de fondo; nada se puede reconocer como “bueno” si, de un modo u
otro, causa algún perjuicio. También la moral tiene su lado econó-
mico; es una especie de compromiso neutralizador entre las preten-
siones de vivir en el grado más alto posible de “bienestar”, cuidando
lo más posible el interés personal del individuo, de acuerdo a su
propia naturaleza. El código moral que resulta de esto tampoco
puede separarse –lo mismo que en Capricornio– del organismo so-
cial, pero no tiene nada que ver con la identidad entre el gobernar y
el servir, sino con un sistema de ayuda recíproca, basado en la de-
pendencia mutua, de acuerdo al principio de una racionalización lo
más amplia posible, cuando no de una racionalización del perjuicio
y la utilidad. Si se lograra encontrar un ordenamiento tal de la vida
en común entre los hombres, que el provecho de cada cual sea, a su
vez, útil a los demás, del mismo modo en que el perjuicio de cada
cual sea a la vez perjuicio de todos, habríamos hallado el ideal de un
orden social en que el principio moral de Virgo celebraría su triunfo
máximo. Se ha llamado a este principio el del “egoísmo bien enten-
dido”. Y con esto hemos llegado al punto en que se separan los ca-
minos del tipo do Virgo altamente evolucionado y del poco evolu-
cionado.
¿En qué conocemos al tipo de Virgo altamente evolucionado?
Si volvemos a partir de la correspondencia orgánica del signo
de Virgo, entenderemos sin más que, aquello que se rinde por la
función intestinal –el empleo del alimento y su asimilación– sirve a
la conservación del organismo total, con inclusión del propio intes-
tino. En tanto el intestino cuida de su propio progreso, cuida a la
vez del progreso de la totalidad del cuerpo del cual forma parte. De
modo que, en tanto el intestino se sirve a sí mismo, sirve a la vez a
la comunidad en la que va incluido.
Hasta aquí, esta exposición coincide con la de más arriba.
Pero el criterio para el tipo de Virgo superior o inferior, como
órgano peculiar de la asimilación, se podrá adquirir fácilmente a
partir del lado esotérico de la función orgánica del intestino. No se
256
trata más que de la transformación alquimista de lo inferior en lo
superior, en cuanto a la elaboración del cuerpo, pero, en la medida
en que el individuo humano aislado que recibe la radiación de Virgo
asume por sí la función intestinal cósmica, se convierte en mediador
de la radiación celeste para la comunidad humana a la que pertene-
ce, y, en tanto cuida de su propia superación en lo evolutivo, cuida a
la vez de la ventaja de todos aquellos con los cuales está comunica-
do. La aspiración a la propia perfección en favor de la redención de
los demás es, entonces, la obra de vida bien entendida, y ser en este
sentido un alquimista es lo que constituye el verdadero oficio del
Hombre de Virgo superiormente evolucionado.
Pero esta perfección tiene que permanecer en una constante re-
lación de dependencia con la labor en el agro llamado “Tierra”, con
el agere, con el obrar, el hacer y el actuar. Y a continuación, permí-
taseme expresar una noción que va unida a lo expuesto en oportu-
nidades anteriores, para de ese modo captar en toda su profundidad
el sentido esotérico del signo de Virgo.
Recordemos que en nuestra primera serie, en la sexta conferen-
cia, decíamos que el fruto más valioso y maduro del agro terrestre,
esto es, del mundo físico, debía ser el fruto que se obtenía con el
agere del ego humano, que debe ser conquistado de nuevo, luego
del pecado de los primeros hombres, trabajando para ello larga y
arduamente, de modo de obtenérselo en su pureza original. El senti-
do de nuestra labor en el reino terrestre es el de redespertar por esa
tarea nuestro verdadero yo, que sólo podemos hallar si renunciamos
a nuestra ansia egoísta de lograr ventajas temporales, si logramos
transformar nuestro yo limitado, de manera que este yo se convierta
en alimento ennoblecedor del prójimo a quien servimos con nuestro
yo.
También aquí vuelve a tratarse de un sacrificio por cuya reali-
zación se eleva el propio oficiante, al elevar a los demás, y se sirve
a sí mismo, al servir a los demás.
Y ahora podemos entender qué significa la “doncella” con las
espigas. No sólo es la segadora profana, que ayuda a recolectar el
cereal, sino que es además el símbolo de la transformación del ser
257
humano, que, en su segundo yo, nace por segunda vez, luego de
haber ofrendado su yo egoísta. El hombre que haya pasado por este
segundo nacimiento, por el cual ha superado la Tierra, se llama por
eso el “Nacido de la Virgen”, el que nació de la Virgen en Bet-
Lechem, es decir, en la casa del pan.
Es por eso que el planeta que sirve de transmisor de fuerzas ba-
jo el signo de Virgo es “Mercurio”, cuya función esencial es la de
mediador entre lo “elevado” y lo “bajo”, el “mediador”.
Más tarde volveremos sobre esto con más extensión.
Y pasemos finalmente a trazar rápidamente el cuadro del tipo
de Virgo poco evolucionado.
Entregado en todo y a cualquier precio a lo útil y conveniente,
precavido hasta la desconfianza más extrema, jamás llega a alcanzar
sus objetivos, de tanto prepararse y tomar medidas para alcanzarlos
“mejor”; ello ocurre porque antepone al propio objetivo el servicio
puesto en lo conveniente. Su vida entera se convierte en una cadena
de pedanterías de todo tipo, de preocupaciones mezquinas, de ela-
boración interminable de sistemas, clasificaciones, estadísticas,
ejercicios, preparativos, pruebas. Sólo al creerse a total seguro de
todo, cuando cree asegurada su existencia física, dirige su interés al
“prójimo”. Pero el “principal” seguirá siendo siempre él mismo.
Sólo la vez próxima, al hablar del Hombre de Agua, podremos
reconocer qué colaboración evolutiva puede llegar al Hombre de
Virgo de parte de la radiación del signo opuesto al suyo, a saber, el
signo de Piscis, del mismo modo que vale esto mismo para las opo-
siciones “Capricornio-Cáncer” o “Tauro-Escorpio”. Tauro y Virgo,
la potencia decisiva, mágica y alquimista, de la calidad terrestre po-
drá ser entendida brevemente por el hecho de ser Capricornio el
signo por el cual el hombre llega a la Tierra, Tauro el signo por el
cual so instala en ella y Virgo el signo por el cual supera y abando-
na la Tierra.

258
CUARTA CONFERENCIA
Y toda planta del campo antes que fuese
en la tierra, y toda hierba del campo antes
que naciese: porque aún no había Jehová
Dios hecho llover sobre la tierra.
GÉNESIS, II, 5

Hoy investigaremos la zona de radiación de los tres signos de


Agua, a saber: Cáncer, Escorpio y Piscis, y su significado especial
dentro de la caracterización general del ser humano, cuyo horósco-
po no muestre más que las influencias provenientes de aquellas re-
giones del zodíaco. De modo que también en este caso se tratará de
una mera ficción, como la del Hombre de Tierra “puro” que vimos
vez pasada, pero esta ficción del Hombre de Agua “puro” y sus ca-
racterísticas nos enfrenta con una tarea mucho más dificultosa que
la de la ficción del Hombre de Tierra puro.
La Tierra –compendio de la realidad material exterior, objetiva,
perceptible por los sentidos, mundo de las leyes naturales inconmo-
vibles– es la autoridad común, suprema, de la realidad para todos
los hombres. Con ella intimamos desde la infancia; su existencia in-
dubitable nos garantiza a todos nuestro innato instinto de fe. De ahí
que la descripción de los tipos humanos correspondientes a la Tierra
no haya chocado casi con dificultades de cuidado, aun cuando co-
rrespondiesen, por ejemplo, a simples ficciones. Otra cosa ocurre
con el mundo de Agua, el mundo de los sentimientos y los estados
de ánimo, de los instintos, los deseos y las pasiones. Este mundo es
inaccesible a la percepción objetiva, no nos está “al alcance de la
mano”; sólo nos está dado en forma subjetiva, por la sumersión en
nuestras experiencias psíquicas, y, en tanto se trate de su captación
por esta sumersión, sólo será accesible, para la persona de cada
cual, el “propio” mundo.
Podría decirse que el mundo terrestre existiría aun sin constituir

259
la experiencia de nadie, sin que nadie lo percibiese. Pero no es posi-
ble pensar lo mismo en lo referente al mundo de los sentimientos;
no se puede creer en la existencia de procesos psíquicos que no fue-
sen experiencia psíquica particular de nadie. Y con esto, el mundo
de Agua escapa a la esfera de la determinación objetiva.
En la segunda conferencia de esta segunda serie hemos expues-
to algo acerca de lo fundamental de este mundo de Agua. Recorde-
mos, por de pronto, que este mundo de Agua, junto con la calidad
terrestre, corresponde al componente femenino de la radiación total
del zodíaco. De este modo llegamos a un cuadro sencillo y sin em-
bargo bastante singular, en cuanto pensamos en la correspondencia
física entre lo “terrestre” y lo “acuático”. La Tierra y el Agua for-
man conjuntamente una mezcla, un producto mixto que se llama
“barro”.
La Tierra, “fría y seca”, se amasa y se forma con el Agua, “fría
y húmeda”, se convierte en el Golem de la Biblia, del cual fue he-
cho el cuerpo del hombre antes de que le fuera insuflado el hálito de
vida (Aire), el ruach, por Dios12.
De este modo, el Agua es el último puesto de avanzada de la
irradiación divina sobre el mundo de la materia.
El comportamiento entre la Tierra y el Agua podemos, pues, re-
presentarlo simbólicamente por la confrontación de:

 –
Tierra – Agua –
– –

En el grupo de arriba, el género común femenino supera la opo-


sición de géneros.
Pero la oposición entre Tierra y Fuego es la más completa:

12
También en la lengua latina aparece el principio de vida como “hálito”, aunque
con dos géneros: el animus masculino, el “ánimo”, el valor, la voluntad, y al
anima femenina, esto es, el alma vuelta al cuerpo.
260
– – – Tierra
   Agua

y crea de este modo, entre estos dos extremos, una relación que se
percibe desde el punto de vista exotérico de la mera observación
psicológica en la conciencia ingenua del hombre, por el hecho de
sospechar en la resistencia de la materia la expresión de una inexo-
rable voluntad natural, en cuya superación se fortalece la propia
voluntad.
De ahí que no sea sólo el agro llamado “Tierra” la escuela ca-
racterística de la evolución del “yo” del hombre, sino que es, por
otra parte, el cuerpo del ser humano, la limitación del “yo”, espa-
cial, incorporada en la materia del mundo exterior, la confirmación
física de su yo y su reflector, la envoltura exteriormente visible de
su mundo interior. De ahí que, entre todos los mundos elementales,
sea el mundo de Tierra el que exija más de la voluntad del hombre,
al exigir que se oponga voluntad a voluntad, y lleve, por esto, a la
penetración más inmediata y activa en este mundo de la materia,
que aparece a la conciencia ingenua del hombre como fruto de una
voluntad natural inexorable y poderosa.
En el mundo de Agua, las cosas son distintas. Este mundo, sus
formas y fenómenos, no están sometidos a las leyes de la materia
física. Pero hoy no es con el estudio del mundo de Agua en general
que nos las tenemos que ver, dado que ya hicimos esto la penúltima
vez, sino que nos ocuparemos de la caracterización de los tipos hu-
manos para los cuales es el mundo de Agua el único escenario sobre
el que se reflejan su ser y su obrar.
De manera que también hoy crearemos la ficción de un ser hu-
mano que sólo vive psíquicamente, la ficción del Hombre de Agua
“puro”.
Acaso nos acerquemos al máximo a la imagen de tal “Hombre
de Agua puro” si recordamos el estado en que nos encontramos to-
dos mientras dormimos y soñamos por la noche, pues en la esfera
de lo onírico es donde vivimos una vida puramente psíquica.
El cuerpo físico ha sido dejado de lado; en nuestra condición de
261
soñantes, ya no tenemos un organismo real y material; nuestro
cuerpo material está acostado en la cama, pero, por cierto, no es el
cuerpo que se atribuye el soñante, sino que éste tiene un cuerpo casi
diríamos aparente, sometido a leyes totalmente distintas de las que
imperan sobre su cuerpo físico. También han sido “dejados de la-
do”, en cierto sentido, el “cuerpo mental” y el “yo”. La vida del
pensamiento ha sido reducida considerablemente y deja de funcio-
nar según las leyes de la estricta lógica. En cambio los recuerdos
cobran de inmediato una plástica realidad de carácter onírico y se
presentan en forma de toda clase de imágenes y figuras simbólicas
que buscan su lugar en el medio onírico ondulante, o que, con bas-
tante frecuencia, nos hablan por boca de seres creados sólo a estos
efectos, apareciendo entonces en esos casos simplemente como pa-
labras y frases que no son nuestras, sino que corresponden a ideas y
opiniones de otros.
Y del mismo modo en que ha sido “despotencializado” nuestro
pensar, también nuestro yo moral pierde realidad; ya no podemos
“querer”, sino que sólo podemos “desear”; a veces la despotenciali-
zación de nuestro yo va tan lejos que, por así decir, vemos nuestros
destinos oníricos desde una atalaya invisible, como si fueran desti-
nos ajenos o, como dice Rudolf Steiner, a menudo en el sueño no
nos vivimos a nosotros mismos en primera, sino en tercera persona.
De modo que el “yo” y el cuerpo faltan en la vida onírica.
No es la voluntad sino la vida de los deseos la que asume en-
tonces la dilección de los episodios oníricos, y es, a la vez, el repre-
sentante de aquello que en el mundo exterior es la ley natural, y en
el mundo interior la ley moral.
Para entender ahora la actitud del Hombre de Agua puro y su
disposición psicológica fundamental con respecto a la vida y sus
problemas en general, será conveniente tomar como punto de parti-
da la vida onírica y su psicología. Acaso –basándonos en los resul-
tados de la investigación del genial onirólogo Sigmund Freud–, po-
damos considerar como la fuerza pulsora del mecanismo onírico
total los impulsos volitivos y los apetitos. El contenido onírico se
agrupa en torno de un elemento fundamental único, a saber: la satis-
262
facción de un deseo. Sólo que no debemos pasar por alto el hecho
de que también el deseo tiene dos formas de expresión: una positiva
y otra negativa; se desea que ocurra o que no ocurra algo.
El deseo y el temor son los dos regisseurs de la vida del Hom-
bre de Agua.

“El hombre cree lo que desea


y lo que teme.”
GRABBE: Herzog Theodor von Gothland

El miedo y la esperanza (el deseo) gobiernan la vida, y lo que


en el mundo físico es respiración libre y falta de aire, es en la vida
psíquica el sperare y el desperare, el “esperar” y el “desesperar”.
Y así se forma un cambio periódico entre satisfacción psíquica
e indigencia psíquica. Pero es precisamente este hecho el que revela
un proceso que constituye el analogon de aquello que en lo físico
significan la alimentación y la asimilación, la satisfacción y el ham-
bre.
Pues del mismo modo que el cuerpo físico tiene que tomar ali-
mento material del mundo circundante, el cuerpo psíquico necesita
de una especie de alimento psíquico, y este alimento sólo podrá
tomarlo del medio psíquico que, por de pronto, configura para él el
“prójimo” viviente.
El aire que respira, el alimento que toma, lo obtiene de su rela-
ción psíquica con el prójimo.
De lo que hemos expuesto hasta ahora, resultan dos importantes
características. Una de ellas se refiere, al comportamiento del Hom-
bre de Agua con respecto al mundo material o a la realidad, en me-
dio de la cual aquél se siente como un extranjero. Huye de la reali-
dad; su problema principal no es el de cómo comportarse con res-
pecto a ella, sino el de cómo huir de todo comportamiento al respec-
to.
La segunda característica es la de estar referido a los demás, la
dependencia psíquica del “tú”. Pero este “tú” tampoco es más que
263
psíquico, es, como el propio Hombre de Agua, una entidad extraída
a un cuerpo físico, de modo que su apariencia externa pierde impor-
tancia. La figura y el aspecto corporales, la posición social, la edad,
la salud o la enfermedad, la inteligencia alta o baja, son factores
secundarios, frente al interés, en una relación psíquica de carácter
recíproco, de una “correspondencia”, de la comprensión mutua por
la alegría compartida y el dolor compartido.
Pero hay algo más.
La marcada dependencia de la relación psíquica con otros seres
humanos y la ocupación intensa de esto, relacionada con los propios
procesos psíquicos, crean un alto grado de sensibilidad psíquica,
hasta llegar a lo “quejumbroso”. De esto resulta una forma especial
de “egoísmo”, muy distinta de la del tipo de Virgo, por ejemplo;
antes bien podríamos caracterizarla con la expresión moderna de
“egocentrismo”. La preocupación constantemente alimentada por el
miedo y la esperanza, la preocupación por lo pureza de la propia
vida psíquica, pone de relieve la forma de egoísmo típica del Hom-
bre de Agua. No la dicta ninguna clase de ventaja material ni tam-
poco se crea a costa de tipo alguno de ventaja. El egoísmo del
Hombre de Agua pertenece puramente a la esfera del sentimiento; el
Hombre de Agua quiere probar hasta el final el placer y el dolor; en
el placer y el dolor, y en la forma en que los experimenta, el Hom-
bre de Agua quiere vivirse a sí mismo lo más intensamente posible,
quiere gozarse y olvidar, con ello, la “realidad”. Esto convierte al
Hombre de Agua en un ser de la irrealidad, en un romántico de la
vida, en contraste con el Hombre de Tierra, a quien llamamos el
clásico de la vida. El Hombre de Tierra quiere “completar”; el
Hombre de Agua huye de toda “terminación”, pues esto significaría
el despertar de su vida onírica, el fin de su fabuloso mundo mágico.
Basándonos ahora en la imagen que poseemos del sujeto que
sueña, avancemos un paso.
Decíamos que el soñante no tiene cuerpo físico, sino tan sólo un
cuerpo aparente, por cierto nada idéntico al cuerpo real. Y esto nos
lleva a otra comparación que, a primera vista, parece grotesca, a la
comparación con un sinnúmero de otros seres vivientes que tene-
264
mos al alcance de la mano en nuestro medio ambiente, y que, a la
manera de nuestro ficticio “hombre psíquico” u Hombre de Agua,
viven en este mundo desprovistos de cuerpo físico; estos seres vi-
vientes son los “animales”. El animal vive en este mundo, por así
decir, “descorporizado”, porque le falta la relación con el “yo”, la
única relación que podría convertir el cuerpo animal en “su” cuerpo.
El animal no sufre en su propio cuerpo más que lo que sufre en el
mundo exterior, e1 cual se le manifiesta únicamente bajo la confi-
guración de tal “sufrir”. La piedra que lastima al animal “duele”
tanto como la parte afectada del cuerpo del animal. Para el animal
no hay “mundo exterior” opuesto a un mundo interior, no sabe dife-
renciar entre lo “interior” y lo “exterior”, de modo que tampoco
tiene cuerpo en el sentido en que lo tiene el hombre despierto. Es
decir que el animal también es un ser que vive sólo psíquicamente;
vive, para decirlo en lenguaje humano, una mera vida onírica. Y en
esta vida onírica, aquello que llamamos realidad, no existe como tal,
sino que configura una parte de su vida psíquica en que el sujeto y
el objeto no están separados entre sí.
Esto determina una curiosa relación, propia del Hombre de
Agua, con respecto al “animal”; esta relación nos ayudará a captar
una nueva característica del Hombre de Agua.
La relación que pueda tener el hombre con los animales que lo
rodean, de ser “interior”, sólo podrá revestir el carácter de “psíqui-
ca”. De modo que si, por ejemplo, no utiliza al perro para cuidar su
casa y ni gato para cazar ratones, sino que busca el camino que lo
lleve hasta el “alma” del animal, atinará a ponerse a “jugar” con
éste. Mi perro está siempre dispuesto a jugar, tanto de día como de
noche.
Pero es aquí donde se produce un gran malentendido entre
aquello que significa el “jugar” para el ser humano y aquello que
significa el “jugar” para el perro, para el animal. Al traerme el perro
de vuelta diez veces la piedra por mí diez veces arrojada lejos, y
mostrarse “pedigüeñamente” dispuesto a correr por oncena vez a
buscarla, en cuanto yo la arroje nuevamente, quien está “jugando”
soy yo, pues para el perro esto mismo significa una actividad sagra-
265
da y seria. Lo que hace el perro, al traerme de vuelta en el hocico la
piedra por mi arrojada, es para él como un acto de sacrificio que me
ofrenda a mí, mientras que yo sólo estoy “jugando”. Y en este sen-
tido podemos entender que el Hombre de Agua posee una inexpug-
nable tendencia a “jugar”. El Hombre de Agua no sólo es un “tras-
nochado”, sino también un “juguetón”, y para él, lo mismo que para
el “animal”, el juego cobra el significado de una sagrada y seria
actividad.
También “juega” el Hombre de Tierra, también a él puede in-
teresarle el juego; pero mientras que para éste la ganancia y la
pérdida significan algo esencial, algo sin lo cual el juego pierde
todo sentido, para el Hombre de Agua el juego es por el juego mis-
mo.
El “juego”, desligado de todo fin práctico, se convierte en la ca-
racterística de lo específicamente humano en la esfera de Agua. El
hombre –dice Schiller, el cual presentaba muchas de las disposicio-
nes del Hombre de Agua– sólo es totalmente hombre cuando jue-
ga.” (La Educación estética del hombre, XV.)
Es así que la propia vida se convierte en un extenso campo de
juego de las pasiones y los sentimientos; el vivirlos es más impor-
tante que las causas que los han provocado.
Resulta, pues, claro que la imagen del Hombre de Agua, tal y
como la conocemos hasta ahora, se parece mucho a la imagen que
muestra el hombre en su primera infancia. El niño también vive en
una especie de mundo onírico irreal, también el niño es “soñador” y
“juguetón”. Puede decirse que casi todos los hombres de Agua con-
servan en este sentido, de por vida, algo de niños, que siguen siendo
niños grandes durante toda la vida. Pero la infancia del Hombre de
Agua se caracteriza las más de las veces por el hecho de alcanzar o
condición de soñador un grado muy alto, aproximándose en mucho
a la verdadera vida onírica.
La comparación con la vida psíquica del animal nos permite
hablar aún de algo que tiene que ver con la apariencia exterior, físi-
ca del Hombre de Agua. Para esto, haremos referencia a dos facto-
res.
266
Por de pronto, el “parentesco” que de este modo existe entre los
tipos de vida de las diversas especies de animales y la vida pasional
del Hombre de Agua se relaciona con el hecho de que ciertos tipos
de animales parecen constituir para el Hombre de Agua la expresión
simbólica de la afinidad electiva de aquello que él mismo siento
como carácter fundamental de sus estados psíquicos, de manera que
ya por esto, en los tiempos antiguos la elección de ciertos animales
heráldicos provenía de una circunstancia que se daba especialmente
en la denominación individual. Los nombres como Löwe (León),
Wolf (Lobo), Ochs (Buey), Adler (Águila), etcétera, corresponden
a un parecido exterior que, si se me permite, no puede ser apreciado
con el ojo físico del hombre terrestre, sino con el ojo “astral” del
Hombre de Agua. Lo que se manifestaba en la fisonomía exterior
del hombre era la faz de su “alma animal”, como se llamaba desde
tiempos inmemoriales a aquello que, al hablar del Mundo de Agua y
de sus leyes, llamamos “cuerpo astral” del hombre. Y es precisa-
mente esta “faz” la que se manifiesta especialmente en el aspecto
del Hombre de Agua, porque la vivacidad de sus estados de ánimo
continuamente cambiantes imprime con claridad y elocuencia ma-
yores sus huellas en la fisonomía del hombre que en el caso de las
restante cualidades elementales13.
Y aquí podremos referirnos a un segundo elemento que, en ge-
neral, es tomado en poca consideración.
Pertenece a la característica de la apariencia exterior del Hom-
bre de Agua el hecho de presentar éste un desarrollo peculiar, si no
una acentuación consciente, del crecimiento del pelo.
En el crecimiento del pelo podría verse una especie de reminis-
cencia atávica de la escala animal; es harto evidente y sabido que
los animales presentan una pelambre mucho más abundante que el
ser humano. Y es precisamente este hecho del crecimiento del pelo
el que se halla en íntima relación con el grado de intensidad de la
vida del Hombre de Agua en su alma animal. No es por cierto ca-
sualidad el que las mujeres, que, en general, llevan una vida “astral”

13
Acaso radique en esto mismo el origen de las fábulas de animales.
267
mucho más intensa que los varones, atienden muy especialmente al
cuidado del cabello, pues instintivamente tienen conciencia de la
importancia biológica del crecimiento del pelo para la higiene de la
vida psíquica.
Como sabemos por las investigaciones del investigador de
Stuttgart Gustav Jaeger, el pelo se relaciona estrechamente con la
vida “astral”. Jaeger comprobó que todo proceso de excitación psí-
quica va acompañado de la aparición de sustancias efímeras, finísi-
mas en el cuerpo físico, las cuales no es posible verificar química-
mente pero que se manifiestan al sentido del olfato. Un olfato muy
desarrollado estaría, pues, en condiciones de percibir las pasiones y
los estados de ánimo cambiantes del ser humano14.
Los pelos configuran, como nos enseña Gustav Jaeger, el ór-
gano selectivo de tales “sustancias psíquicas”, y a la vez son órga-
nos astrales de protección, pues poseen la capacidad de acumular
aquellas sustancias psíquicas necesarias a la vida psíquica, como,
por ejemplo, las “sustancias aromáticas” de la satisfacción, del pla-
cer, de la alegría, en fin, aquellas sustancias que Jaeger llama “eufó-
ricas”, y la capacidad de desechar las sustancias “disfóricas”, tales
como las “sustancias aromáticas” de la ira, el odio y el temor, que
influyen desfavorablemente sobre el alma. Las sustancias almace-
nadas dan al pelo su aroma característico, su “personalidad”. Los
seres humanos con aroma eufórico despiertan simpatía; los seres
humanos con aroma disfórico despiertan antipatía. La comparación
arriba expuesta con la alimentación psíquica y la asimilación psí-
quica halla, gracias a Gustav Jaeger, una confirmación casi material.
Y ahora podemos entender muy bien que, con esto, el creci-
miento del pelo y la atracción que de él emana llegan a ser muy
importantes en la vida del Hombre de Agua, mientras que, por
ejemplo, en la vida del hombre mental desempeñan un papel mucho
más secundario; la calva no va unida a falta alguna de vitalidad en
el hombre mental.
Y antes de entrar en la descripción de los signos aislados de la

14
G. JAEGER: Die Entdeckung der Seele (El Descubrimiento del Alma).
268
calidad de Agua, pensemos brevemente y en general en el compor-
tamiento del Hombre de Agua con respecto a las tres restantes zo-
nas de vida: Tierra, Aire y Fuego.
En lo que respecta a su comportamiento con respecto a las
realidades del mundo físico, ya hemos dicho que todos los signos de
Agua huyen lo más posible de tales realidades y tratan de rehuir
todo enfrentamiento con ellas. Tratan de postergar lo más posible el
despertar de su sueño, tratan de seguir siendo niños el mayor tiempo
posible, de “jugar” lo más que puedan.
Pero como esta fuga llega al fin a hacerse imposible, tarde o
temprano se halla una salida que acaso pudiera ser caracterizada con
las palabras que escogió Goethe para titular la confesión de su vida:
Poesía y Verdad (Dichtung und Wahrheit). Poesía y verdad (reali-
dad) no se refieren a una yuxtaposición, sino a una “corres-
pondencia”, de acuerdo a la cual toda poesía es a la vez la verdad
que, para el Hombre de Agua, lleva en sí una realidad más elevada
que la de la mera verdad histórica, que fuera el ideal del Hombre de
Tierra. Es así que, sin necesidad de cobrar conciencia de ello, todo
lo que el Hombre de Agua acepta de la realidad es luego recreado
por éste de manera tal que puede transportarlo a su vida onírica. La
realidad se le convierte en vestidura simbólica del curso de su vida,
y este curso de su vida se le convierte en novela. El mundo de Agua
se convierte en el suelo sobre el cual todo suceso real se convierte
en novela, y dentro de la novela “biográfica”, el mundo exterior
recibe un significado simbólico similar al de las realidades de su
medio onírico. Y del mismo modo que, por ejemplo, el niño cierra
los ojos porque cree que de esa manera no verá nada de “lo otro”, la
política principal del Hombre de Agua es y sigue siendo, antes de
haberse desligado de su mundo, la así llamada “política del aves-
truz”.
No podremos acabar la descripción de las relaciones del Hom-
bre de Agua con el medio físico sin referirnos en pocas palabras al
terreno erótico, que en la vida del Hombre de Agua es distinto que
en el Hombre de Tierra. También aquí cabe aplicar, a los efectos de
la diferenciación, la distinción entre lo clásico y lo romántico.
269
La vida erótica del Hombre de Tierra se halla, como se com-
prenderá, marcadamente sometida al signo de la sensualidad. El
Hombre de Tierra puro es un amante asiduo. Si no logra alcanzar su
objetivo, se consuela, al poco tiempo, como los jóvenes de la anti-
gua Roma, con otra pareja, que le hace olvidar la anterior.
Distinto es el estado de cosas en lo referente al Hombre de
Agua; en su mundo no hay unión del mismo grado de realidad que
en el mundo físico, pues las almas no pueden unirse de la misma
manera que los cuerpos.
Es por eso que el erotismo del Hombre de Agua vive del senti-
miento de la nostalgia constante de lo inalcanzable. ¡Pero! Del
mismo modo en que la realidad física es para él el símbolo de una
verdad situada más allá de esta realidad, y que, a la vez, se trans-
forma igualmente en poesía, el ser humano no es tomado en su for-
ma física, es decir, en su aparición sensible, sino como símbolo de
un fantasma situado más allá de lo sensual, por el cual el Hombre de
Agua entró en el juego del amor. Es así que el Hombre de Agua es
de nacimiento un “pretendiente sensual-extrasensual” de la figura
fantasmal jamás realizable, de una creación amada en inclinación
mística, por el ansia y el padecer de amar en cada mujer y en cada
hombre al custodio de lo inaccesible.
En lo mental, el Hombre de Agua muestra la tendencia a con-
vertir al deseo en censor de sus ideas. La lógica que se origina de
este modo se diferencia en mucho de la lógica del Hombre de Tie-
rra. Mientras éste está siempre dispuesto a someterse a la censura de
la realidad en todo momento, a convertir a la realidad en la piedra
de toque del valor de verdad de sus pensamientos, pudiéndosela,
pues, caracterizar de lógica inductiva, la lógica del Hombre de Agua
no reconoce a la realidad como última instancia para el valor de
verdad de sus ideas. Esta lógica ve, antes bien, en lo real o en lo que
ha llegado a ser real, un caso particular de lo “posible”. ¡Antes de
que algo se convierta en realidad tiene que haber sido posible! Del
seno de las posibilidades pudo haber surgido también una realidad
distinta de la que ha surgido, de modo que en toda realidad lo único
coercitivo como idea es el hecho de haber estado dada necesaria-
270
mente su posibilidad previa.
Por eso la posibilidad es más importante que la realidad. La
necesidad lógica se satisface en cuanto no reconoce la posibilidad
en su raíz; la realidad que de ella surja es cosa secundaria.
En esta lógica se revela un elemento positivo creador: –  –
que, desde luego, sólo reviste carácter recreador. A dicha lógica no
le importa el arte de cálculo, sino el del “descubrimiento” de un
estado de cosas, a partir de las condiciones de una regularidad pre-
sentida, de la cual el conocimiento inductivo no representa más que
un caso particular. En tanto a este presentimiento se le confiere un
alto poder cognoscitivo, se convierte en el suelo sobre el que se ele-
van aquellos edificios de ideas que, en forma plástica o simbólica,
aspiran a representar en lo sensible “algo” más allá de lo sensible,
en lo particular algo universal, en lo real el terreno mucho más vas-
to de lo posible.
Y ahora resulta evidente la parte preponderante que tiene en la
vida mental del Hombre de Agua la fantasía, hecho este que, en los
casos extremos, puede llevar a la total desorientación en el mundo
físico.
De entre las ciencias, el Hombre de Agua prefiere aquellas que
dejan margen al “descubrimiento”; es decir, las ciencias que tienen
que ver con la propia vida psíquica, como, por ejemplo, la psicolo-
gía aplicada o el psicoanálisis, etcétera, o las ciencias referidas al
arte, pero no en el sentido de la estética, sino en el sentido de la “in-
terpretación artística”.
Con esto es fácil comprender cuál es la posición del Hombre de
Agua con respecto al arte. No es el cuerpo de la obra de arte, sino el
alma que está “más allá” de dicho cuerpo, lo que le interesa primor-
dialmente, como, por así decir, sustrato místico de todas las posibi-
lidades, “una” de las cuales se materializó en la obra de arte.

“Las canciones más bellas son las que no se han cantado.”

Estas palabras, que Ibsen pone en boca de Skalden Jatgeir, en el


Pretendiente a la corona, pueden servir de lema al Hombre de
271
Agua. De aquí resulta ya que también en el arte es el Hombre de
Agua un romántico, y que en su aspiración de dejar impronunciado
lo último, será más adepto, entre las artes, a la música, y menos
adepto a las artes plásticas, que, a su vez, constituirán más el domi-
nio del Hombre de Tierra.
En lo moral nos encontramos con la tendencia a convertir en
fundamento de valoración moral, no al hecho, sino a sus trasfondos
psíquicos, al conflicto psíquico que precedió al hecho.
Sentir este conflicto para poder comprenderlo psíquicamente es
más importante que sentarse en un tribunal de justicia. Quien sabe
“comprender” también sabe “perdonar”.
El Hombre de Tierra se las ve con el daño que el hecho infirió
al mundo; el Hombre de Agua se las ve con la culpa. El daño perte-
nece al mundo exterior y la culpa al interior. Y esta culpa ya se pro-
duce allí donde simplemente se desea el mal, aun cuando jamás se
ponga en práctica. Pero por el hecho de que todos nosotros, tal y
como lo muestran nuestros sueños, estemos llenos de malos deseos,
nadie podrá arrojar la primera piedra. De esto resulta una actitud
moral que al Hombre de Tierra podría parecerle tibia, cuando no
indiferente, y que, muy a grandes rasgos, debe ser considerada co-
mo de tendencia a la indulgencia, con lo cual se diferencia esen-
cialmente de la actitud moral del Hombre de Tierra o del Hombre
de Fuego.
Y veamos ahora las tres modalidades de la calidad de Agua.
Es evidente que la ecuación T = F  P, que valía para las rela-
ciones del mundo físico, no puede ser aplicada aquí en forma inme-
diata, pues en el mundo de Agua no se trata de un “hacer” sino de
un “padecer”, y, por ende, el elemento “pasivo” pasa al lugar del
“activo”, con lo cual los significados de las modalidades de Rajas y
Tamas aparecen trastrocados, confundidos. Es así que el signo car-
dinal de Cáncer, esto es, el componente de radiación o de fuerza, se
convierte en sensibilidad exacerbada –llamemos a esto fuerza pa-
sional–; el signo fijo de Escorpio, esto es, el componente recolector
o de peso, se convierte en pasión –llamemos a esto poder pasional–;
y el signo neutralizador de Piscis, es decir, el trabajo pasional, se
272
convierte en fruto pasional, esto es, en esclarecimiento psíquico o
cambio psíquico, de modo que la ecuación arriba mencionada toma
la forma siguiente:

Redención pasional = Fuerza pasional  Poder pasional.

Y ahora pasamos a considerar el signo de CÁNCER.


Se trata del signo activo, cardinal o móvil de la calidad acuática.
Las energías psíquicas que parten de la radiación de este signo
tienen que ser inmediatamente reflejadas por el hombre que las reci-
be; ello, correspondiendo a la naturaleza de este signo, pues tales
radiaciones no pueden ser recibidas por el cuerpo físico, como vié-
ramos en los signos terrestres. El hombre colocado bajo la radiación
exclusiva de Cáncer carece de defensa corporal; su cuerpo psíquico
se halla expuesto, indefenso y desnudo. Es por eso que en él se ori-
ginará bien temprano el sentimiento de la desnudez psíquica y del
desamparo. El Hombre de Cáncer nace con este sentimiento, que
bien pronto toma lit forma de un expreso miedo a la vida. El temor
es la primera característica que permite reconocer al carácter de
Cáncer.
Qué puede ser más comprensible que el hecho de que el Hom-
bre da Cáncer empiece bien pronto a buscar toda clase de ayudas
que lo protejan de su desnudez y desvalimiento, que le sustituyan
aquello que el Hombre de Tierra posee ya por naturaleza, esto es, el
cuerpo protector. Este sustituto sólo se lo podrá proporcionar el me-
dio, que el Hombre de Agua trata de utilizar en sentido psíquico
como una especie de envoltura que sirva de “vestidura” para su
desnudez. Y esta envoltura no puede ser más que la simpatía que le
profesen sus semejantes. De este modo se desarrolla tempranamente
en el Hombre de Agua una especial agudeza para captar las corrien-
tes de simpatía que le afluyen y desechar las corrientes de antipatía.
El primer ser humano en cuya aura se siente envuelto, protegido ya
en su más temprana infancia el Hombre de Agua, es la madre. La
madre es el ser de cuya protección aquél ha gozado incondicional-
mente desde su nacimiento. Si bien esto vale para todo ser humano,
273
sin distinción de origen, es en la memoria del Hombre de Cáncer
que este hecho permanece unido de una manera orgánica especial,
de manera que de por vida se encuentra fuertemente fijado en la
madre. Es también en ella que se refugia luego, en la vida adulta, al
anhelar su retorno a la vida infantil al pensar en ella continuamente;
la influencia de la madre es durante toda la vida del Hombre de
Cáncer la más fuerte. De ella experimentó éste las primeras demos-
traciones de ternura, que, en lo psíquico, eran para él como la leche
materna en lo físico. El Hombre de Cáncer anhela profundamente
ese alimento psíquico; la necesidad de ternura subsiste en él para
siempre. Su deseo, al principio puramente instintivo, de simpatía y
amor cobra luego forma consciente. Y es así que lo vemos tratando
de conquistar las simpatías del prójimo. Bien es cierto que esto no
ocurre por el empleo de medios exteriores refinados, sino por in-
termedio de una política bien curiosa, opuesta a la política del hom-
bre de Capricornio. Capricornio es en la política un diplomático de
la vida exterior; el Hombre de Cáncer es un diplomático de la vida
psíquica, y esta diplomacia se muestra, por de pronto, en la elección
de las personas con quienes trata. Pero tampoco es activo en esta
elección. El Hombre de Cáncer deja que los demás vayan hacia él y,
de entre ellos, conserva sólo a aquellos a quienes él tiene algo que
brindar, para de ese modo atarlos a él por la gratitud. Tales seres
tienen que formar la envoltura protectora que envuelva su cuerpo
psíquico desnudo.
Es de ahí que se vea al Hombre de Cáncer frecuentar preferen-
temente el trato de gente que, comparada con él, parece necesitada
de ayuda, de manera que por este motivo aparezca, tal gente, colo-
cada en un plano inferior al de él. Se trata de la gente a quien el
Hombre de Cáncer no tiene por qué temer, por sentirse superior a
ella.
Por la misma razón, el Hombre de Cáncer rehúye la compañía
de gente que pueda llegar a ser superior a él. En esto se diferencia
esencialmente del Hombre de Capricornio, que se une a gusto con
gente que esté por encima de él, sea personal como socialmente.
El Hombre de Cáncer teme la crítica, y mientras pueda, la
274
rehuirá. Se comprende, pues, que el así llamado “miedo al examen”
esté especialmente “como en su casa” bajo el signo de Cáncer.
Este miedo a la crítica o a la superioridad de los demás puede ir
tan lejos que el Hombre de Cáncer prefiera callar sus méritos, para
no tener que ver, por ejemplo, cómo otros tratan de “echarle som-
bra”. Para la lucha en la vida pública se siente poco capacitado.
Aquí nos encontramos con el término opuesto a Capricornio, que
está especialmente bien equipado para la publicidad, pero que
muestra, frente a lo psíquico, una timidez similar a la que el Hom-
bre de Cáncer muestra frente al juicio de la publicidad. Nada teme
éste más que los “papelones”. Si, al fin, no hay más remedio que
enfrentarse con la publicidad, el Hombre de Cáncer despliega su
arte diplomático, en el sentido de saber desechar de antemano a
quienes pudieran llegar a ser sus competidores peligrosos.
El Hombre de Cáncer trata de crear de antemano las condicio-
nes que determinen que la gente con la cual alternará esté por deba-
jo de él. Y entonces descenderá gustosamente para asistir a aquellos
de quienes, por los motivos arriba expuestos, pueda llegar a ser
maestro, guía, conductor o protector, para estar seguro de la simpa-
tía de estas gentes. Es terrible para el Hombre de Cáncer hallarse en
un medio del que no le llegue ninguna clase de simpatías. Donde no
tiene más remedio, procura conquistárselas, halagando a ciertas
personas o tratando de adaptarse a ellas, para no “chocar”.
“Bailar al son que tocan” suele llamarse esta táctica, de la cual
el astuto Ulises supo dar más de un instructivo ejemplo. Su triqui-
ñuela de emplear un mimetismo, al principio inconsciente, mas lue-
go, bien consciente, con fines de autodefensa, configura una parte
esencial de la diplomacia que en la vida despliega el Hombre de
Cáncer cuando se siente demasiado débil para luchar abiertamente.
Pero allí donde se sienta fuerte, esto es, donde haya encontrado el
medio adecuado para gobernar, o, en otras palabras, donde haya
encontrado su “guardia de corps”, impone de inmediato su tenden-
cia a erigirse en tirano, a obligar a quienes pertenecen a él a que lo
ayuden a soportar sus padecimientos y a conllevar sus alegrías.
Trata de descargar sus estados de ánimo, para desligarse de
275
ellos (tiranía de sentimientos). Pero en la medida en que conquistó a
aquellos que luego empleó para su propia protección psíquica, co-
menzando primeramente por ser una especie de servidor de ellos,
para luego dominarlos, también subsistirá en él una marcada rela-
ción de dependencia con respecto a cada uno de los integrantes de
su “guardia de corps”; y este hecho determina que sea muy difícil
para el Hombre de Cáncer, por ser consciente de las dificultades y,
especialmente, del enorme gasto de energía psíquica que implica la
conquista de un nuevo ser humano, ver marcharse a alguien que
alguna vez perteneciera al círculo de sus allegados. El Hombre de
Cáncer llora por cada alma que escapa a su órbita.
Pero hay más. La dependencia con respecto a la envoltura pro-
tectora viviente que ha creado en torno de su cuerpo psíquico, hace
que al Hombre de Cáncer sea extremadamente sensible con respecto
a ella. Del mismo modo en que, por ejemplo, el Hombre de Tierra
experimenta las alteraciones de su cuerpo físico como menoscabo
de su salud, el Hombre de Cáncer se “enferma” ante todas las dis-
cordancias que puedan producirse entre él y su “guardia de corps”.
A semejanza de un termómetro extremadamente sensible a cual-
quier alteración de temperatura, el Hombre de Cáncer responde de
inmediato, a cualquier alteración de la simpatía o el humor de los
suyos, con el correspondiente mal humor; el signo más característi-
co de este cambio de estado de ánimo es el de la “arbitrariedad”; la
arbitrariedad hace que el Hombre de Cáncer cambie, a capricho, de
“favorito”, entre las personas que lo rodean. Pero entre todos los
estados de ánimo posibles, y en tanto la radiación de Cáncer no ha-
ya evolucionado ascensionalmente, es el del dolor el que predomina
sobre el de la alegría.
Es por eso que, como ocurre con todos los signos de Agua, se
vea muy especialmente al Hombre de Cáncer emprender temprana-
mente la fuga hacia el reino de la fantasía, que le compensará los
sinsabores y amarguras de la vida. Es aquí donde encontramos muy
especialmente al “soñador diurno”, al sujeto que con harta facilidad
llega a resultados que a su tipo opuesto, el Hombre de Capricornio,
le cuestan una ardua lucha.
276
En este reino de la fantasía, cuyas maravillosas plantas se riegan
diariamente con el agua de los deseos insatisfechos, crecen los árbo-
les más espléndidos, los frutos más dulces, frente a las uvas agrias
de la vida real, que felizmente, cuelgan “muy altas”. El ejercicio
constante de la fantasía capacita muy especialmente al Hombre de
Cáncer para servir al arte a su manera y convertirse de ese modo en
fino intérprete de artistas creadores, lo capacita muy especialmente
en el arte de la reproducción, de la recreación en el campo de la
música, que, de entre todas las artes, es la que más próxima debe
estar a su sensibilidad, dado que la música carece igualmente de
cuerpo físico inmediato, esto es que, al igual que el cuerpo psíquico,
es “intangible”.
Hemos trazado hasta aquí un cuadro en el cual todavía no sale a
relucir en qué se diferencia el Hombre de Cáncer altamente evolu-
cionado del Hombre de Cáncer poco evolucionado. Nuevamente
debemos recordar que la característica de todos los que aún no han
madurado lo suficiente como para situarse en un plano evolutivo
elevado, es la de aferrarse al peldaño a que han llegado o la de ence-
rrarse en su egoísmo. En nuestro caso, este egoísmo se refiere a la
esfera del sentimiento, y va unido a la arriba descrita tiranía senti-
mental.
Y es aquí donde sale a relucir de inmediato qué es lo que Cán-
cer tiene que aprender de Capricornio, que representa el signo com-
plementario de aquél:
El Hombre de Cáncer se rebaja a servicios cuyo único fin es el
de llegar a depararle el derecho a dominar las almas. Su servidum-
bre no tiene valor ético, en tanto no haya reconocido qué misión le
ha sido impuesta en virtud de la característica de su predisposición.
Suya es la misión de emplear la agudeza y sensibilidad, que le fue-
ron dadas de nacimiento a su cuerpo psíquico, en la curación, en el
alivio de los demás. Y este empleo resultará fácil de reconocer si
recordamos la correspondencia orgánica del signo de Cáncer. Co-
rresponde la radiación de Cáncer, en el organismo del ser humano,
al “estómago”. Y el estómago puede considerarse como el antepatio
del intestino. Su deber es, pues, el de retener los alimentos hasta que
277
el jugo gástrico los haya puesto en condiciones de pasar al intestino,
donde serán distribuidos al organismo total.
El Hombre de Cáncer es el antepatio psíquico de todas las fuer-
zas que, conscientes de responsabilidad, tendrán más adelante que
obrar en el mundo exterior por la acción del hombre. El Hombre de
Cáncer será el que quite de esas fuerzas todos los elementos que
pudieran dañar el patrimonio psíquico.
De ahí que los hombres altamente evolucionados que se hallan
bajo el signo de Cáncer sean aquellos en quienes debemos ver a los
patronos protectores de los débiles y menesterosos, aquellos que
emplean sus fuerzas en elevar a los demás, aquellos que consideran
como su oficio principal el de aliviar el sufrimiento psíquico, el de
infundir consuelo y valor al acobardado, esperanza al desesperado y
alimento al psíquicamente hambriento.
¿Y el Hombre de Cáncer poco evolucionado? Utilizará su agu-
deza psíquica en su exclusivo provecho, el cual, desde luego no
posee más que un carácter negativo. Su lema es el de huir a todo
precio. De este modo nos presenta el cuadro de un sujeto cuyo mie-
do a la vida no aporta más frutos que el de un sistema de proteccio-
nes personales, disponiéndose de esa manera una estrategia pura-
mente defensiva, vale decir que la táctica principal será, en todos
los casos, de la retirada.
El planeta correspondiente al signo de Cáncer es, en calidad de
transmisor de energías, la Luna. Corresponde dentro de nosotros a
aquello que se dispone según la faz nocturna de nuestro ser, según
nuestro lado femenino; corresponde, pues, a lo receptivo en noso-
tros, y en la tríada de “padre, madre, hijo”, corresponde al principio
materno.
Pero el detalle de esto lo veremos en la próxima serie.

Y ahora pasamos a la modalidad fija de la triplicidad de Agua, a


saber: el signo de ESCORPIO.
La característica fundamental del Hombre de Escorpio no con-
siste en reflejar, sino en recolectar las radiaciones provenientes de

278
esta región del zodíaco. Recolectarlas hasta llegar al grado máximo
posible de tensión interna, de modo que las energías psíquicas de
ese modo enriquecidas se condensan, en contraste con Cáncer, en
una especie de depósito de fuerzas, cuya actividad, con todo, en su
calidad de correspondencia con el signo de Escorpio, muestra ras-
gos enteramente negativos.
El proceso que de este modo tiene lugar en la esfera de lo psí-
quico se parece ni proceso de absorción de una bomba. El Hombre
de Escorpio es insaciable en la absorción de energías psíquicas que,
tomadas por él, no hallan, por de pronto, ningún empleo en el mun-
do exterior. Y de esto resultan consecuencias muy importantes, que
nos permiten echar una profunda ojeada en el alma de este tipo hu-
mano.
En su calidad de Hombre de Agua, el Hombre de Escorpio tam-
poco tiene cuerpo físico que pudiera recibir en sí, inmediatamente,
aquella radiación; también el Hombre de Escorpio es, en principio,
extraño al mundo de la realidad. También él tiene que procurarse
una envoltura protectora para la desnudez de su cuerpo psíquico.
También él conquista esta envoltura tomándola de las corrientes
psíquicas que fluyen de la gente que lo rodea. Pero mientras el
Hombre de Cáncer busca en esta gente una especie de protección
psíquica, ofreciendo el aspecto de un ser que implora ayuda, el
Hombre de Escorpio está equipado para apropiarse de las fuerzas
psíquicas de quienes lo rodean y, aun, en cierto sentido, de “enaje-
nar” tales fuerzas, hasta el extremo de llegar a “brindarlas” a quie-
nes se las quitó, como a seres necesitados de protección, inferiores a
él. Pero la fuerza que de esa manera parece emanar del Hombre de
Escorpio es bastante curiosa. Valiéndonos de una imagen, para ca-
racterizar la relación en que se encuentra el Hombre de Escorpio
con respecto a su medio, podríamos hablar del “vampiro” o la “san-
guijuela”15. Pero estas imágenes no llegan al fondo del problema del
Hombre de Escorpio. Si, por de pronto, establecemos las caracterís-

15
Cfr. la descripción del tipo de vamp norteamericana aparecida en lo Neue Freie
Presse del 4/IV/1935, escrita por Louise Maria Mayer.
279
ticas exteriores de sus relaciones con las gentes del medio en que
actúa, tal y como se presentan en la vida del Hombre de Escorpio,
encontraremos a éste rodeado las más de las veces por grupos de
personas que, como conjuradas por un encanto secreto, tuvieron que
llegarse hasta él para dispensarle el alimento psíquico –esto es, de-
jarse expropiar psíquicamente– y, subrayemos esto, sentirse felices
al desempeñar este papel, como si fuesen esas personas las favore-
cidas por tal dispensa, en lugar de ser lo que son efectivamente, esto
es, dispensadores. Es así que tales personas se colocan de entrada en
una relación de dependencia, sin sentir el peso de esta relación.
Las fuerzas que, en virtud de esto, ponen esas personas a dispo-
sición del Hombre de Escorpio regresan a ellas en forma de man-
tener y fortalecer aún más la relación de dependencia, que, desde
luego, es recíproca. Desde el punto de vista físico, se podría hablar
de un sistema de ondas “continuas”, o ver el zodíaco, en cuyo cen-
tro se entroniza la psiquis de Escorpio, como una especie de reflec-
tor gigantesco, por cuya energía radiante acumulada en un punto, se
cargan cada vez de nuevo las superficies reflectoras, para aumentar
constantemente el efecto de conjunto y agotarse finalmente en la
ilusión de un perpetuum mobile presuntivamente psíquico.
La verdadera energía de que se alimenta este proceso de reflejos
es el hambre psíquica que provoca la disposición de Escorpio. Pero,
¿es posible satisfacerse con alimentos que no hacen más que nutrir
el hambre, esto es, que no alimentan el cuerpo?
En los Proverbios de los Padres se habla de un objeto que
cuanto más se le da de comer más hambriento se pone.
La energía más fuerte del Hombre de Escorpio es la fuerza de
su “deseo”, que en él alcanza un grado tan singular de intensidad
que, para caracterizarla de algún modo, tenemos que darle un nom-
bre especial. La llamaremos fuerza volitiva mágica, y de este modo
nos enfrentaremos con el verdadero enigma del carácter de Escor-
pio.
Acaso estemos más próximos a la naturaleza de esta enigmática
fuerza, si partimos de la correspondencia orgánica del signo de Es-
corpio, a saber: el órgano sexual. Lo que hemos llamado “fuerza
280
volitiva mágica” se convierte en la fuerza de atraer a los seres del
sexo opuesto y mantenerlos aferrados, a establecer con ellos una
relación, por así decir, de dependencia sexual, y vivirse de este mo-
do a sí mismo en forma “aumentada”, una vez cobrada la conciencia
de tal poder.
Llamaremos a esta especie de magia la “magia sexual”. Por
analogía con esta magia natural, inconscientemente propia, de todos
los hombres y animales, trataremos de explicar en qué consiste la
esencia de la fuerza de Escorpio como tal, la cual presenta, en el
fondo, una afinidad cósmica más profunda con aquella magia se-
xual. Aquellas fuerzas penetran, efectivamente, muy hondo en lo
cósmico; forman los dos polos de la sexualidad universal, cuyo ori-
gen ha de buscarse en el desdoblamiento arquetípico del “uno” en el
“dos”. Todos los seres llamados a participar de la continua obra de
creación, sólo aciertan a cumplir su misión por medio de tales fuer-
zas. Lo que une entre sí con fuerza inexplicablemente coercitiva a
los animales y a los seres humanos cuando son llamados a la repro-
ducción, es la magia de este poder arquetípico del acto de revela-
ción, del misterio siempre renovado de la vida misma. Ser “aboga-
do” de estas fuerzas es facultad dada a los órganos sexuales de toda
criatura viviente.
Para tener una idea de cómo se manifiesta esta facultad en el
alma animal del ser humano, acaso sea lo más promisorio partir del
animal del cual ha sido tomado el nombre del signo celeste, del
“Escorpio”, esto es, de un “arácnido”.
Y otro arácnido, la “araña”, perteneciente, pues, al mismo géne-
ro del Escorpio, “tiende su red” y, lejos de abandonarla, de “salir de
caza”, se queda a esperar; de pronto, atraídas por algo que ellas mis-
mas no aciertan a explicarse, las moscas quedan enredadas en esta
red, v la araña se limita entonces a acercarse y succionarlas.
Pero no es por esto que elegimos la comparación con la araña.
Si tomamos la tela de araña como símbolo de la fuerza mágica de
"retener una víctima”, y transferimos esto a la vida sexual de la ara-
ña, nos encontramos con algo extrañamente horripilante. Cuando la
araña macho se ha acercado a la araña hembra –atraído hacia ella
281
por un impulso original, ésta, luego del acto “nupcial”, mata a
aquél y lo succiona. Muy pocas veces logra la araña macho salir con
vida de semejante “aventura”.
La traducción de lo animal de este proceso a lo humano ha sido
lograda en forma insuperable por el escritor alemán H. H. Ewers, en
su novela Die Spinne (La Araña), de la colección Die Besessenen
(Los Poseídos). También en otras obras, posteriores a aquélla, se
ocupa el mencionado escritor del enigma de los “arácnidos”, espe-
cialmente del “Escorpión”, cuyo contenido configura, en realidad,
el misterio de la propia sexualidad, y cuya personificación tendría
que dársenos en el ser humano que representase el tipo “puro” de
Escorpio; pero sólo debemos buscar las expresiones de esta fuerza
de la sexualidad en lo enteramente psíquico. Es decir que tenemos
que traducirla de la esfera de lo físico, donde nos es más conocida, a
la esfera de lo puramente psíquico. De esto resultan consecuencias
muy importantes.
Lo que sucede, por de pronto, en lo físico, por la fuerza de la
sexualidad, es la activación de la memoria hereditaria, cuyo sostén
sabemos ya que es Tauro. La “heredad” por la cual los descendien-
tes, en lo físico, son llevados a la esfera de los “antepasados”, es,
por así decir, una sugestión secreta de efecto orgánico que se impar-
te al germen durmiente, el cual, al serle impartida tal heredad, co-
mienza a evolucionar de acuerdo a aquella “sugestión”. La fuerza
que emana del Hombre de Escorpio se parece a aquella fuerza su-
gestiva que se apodera de las almas de los seres que han caído den-
tro de su órbita, y las lleva a una dependencia “hereditaria” –si se
me permite el término– de carácter inconsciente, a un estado de
“mimetismo” impuesto, que las hace asimilarse psíquicamente al
cuadro total16, bajo el cual aparece ante ellas el Hombre de Escor-
pio. Podemos hablar aquí de un mimetismo “activo”, en contraste
con el mimetismo “pasivo” que describiéramos como característica

16
También Ewers ha sabido describir magistralmente este rasgo.

282
del Hombre de Cáncer. El giro “su deseo es para mí como una or-
den” acaso exprese de la mejor manera la forma en que hemos de
imaginar este proceso en el inconsciente, a lo cual ha de agregarse
aún el hecho de que el deseo que aquí se convierte en “orden” tam-
bién permanece las más de las veces en el inconsciente.
De manera que el Hombre de Escorpio posee en alto grado la
capacidad de imprimir su sello característico al círculo sobre el cual
ejerce su dominio. Y ya ahora nos resulta evidente que de aquella
peligrosa fuerza se puede hacer un uso muy diverso, en cuanto se la
reconoce, y que este uso será el factor que permitirá diferenciar
agudamente el tipo altamente evolucionado del tipo poco evolucio-
nado de Escorpio. Para caracterizar el tipo altamente evolucionado
nos sirve el nombre de Adler (águila), que introduce el signo de
Escorpio en la Biblia. Mas para entender esto, confrontaremos pri-
meramente, de acuerdo al carácter sexual de este signo, el Escorpio
masculino y el Escorpio femenino, y lo haremos por el hecho de
que, de acuerda a la signatura fundamental femenina del Hombre de
Agua, los rasgos del tipo menos evolucionado se presentan más
frecuentemente en 1a mujer al estado “puro”, mientras que en el
Hombre de Escorpio altamente evolucionado, se encuentran con
mayor frecuencia en el varón.
De ahí que el modelo del tipo poco evolucionado de este signo
son el del sexo femenino, aun cuando se tratase de un varón, y vice-
versa; en otras palabras, se trata en este caso de mujeres de ambos
“sexos”, es decir, de mujeres masculinas o de hombres femeninos.
Al tipo mencionado en primer término pertenece, ante todo, la
“mujer demoníaca”, tantas veces descrita en la literatura. En medio
de una verdadera corte de almas “esclavas” de él, este personaje se
entroniza; y el servirle es algo así como una distinción especial. De
esto resulta, naturalmente, un exacerbado sentimiento de la propia
personalidad, un goce cándidamente creyente en todo tipo de halago
y “éxito” y, sobre todo, un impulso de “imponerse”, que incluso
puede llegar a grados patológicos. Desde luego, de este afán de te-
ner “éxito” no tarda en producirse una especie de placer de “cace-
ría”, que, en lo erótico, cobra el carácter de deseo insaciable, cuya
283
meta tiende únicamente al aumento del propio sentimiento de pode-
río, es decir que no es propia y concretamente una “meta”. En cuan-
to se obtiene un determinado poder, desaparece el interés que llevó
a conquistarlo, y la atención se vuelve ávida a otro objetivo, aún no
conquistado. Es así que sucede que de este comportamiento se ori-
ginen síntomas de tipo obsesivo, los cuales, en principio, aparecen
en la esfera del juego erótico, y representan exactamente lo contra-
rio de aquello que definimos como lo característico de la naturaleza
de Tauro, esto es: infidelidad, impiedad, ingratitud o –expresándolo
en forma general– falta de memoria moral. La negativa a asumir
cualquier clase de responsabilidad, así fuere en el sentido del Hom-
bre de Tierra, es una característica casi infaltable de la naturaleza
desasosegadamente volitiva del tipo de Escorpio.

“¿No escapa el mundo en todas las corrientes?


¿Por qué ha de retenerme una promesa?”

hace decir Goethe –en cuyo horóscopo, junto al signo de Virgo, es


el signo de Escorpio el que desempeña un papel muy importante–
en Fausto.
¿Y qué aspecto presentan los deseos que expresa frente a Mefis-
to?

“Un juego en que jamás se gana


me muestra el fruto malo antes de abrirlo,
y árboles que verdecen diariamente.”

Algo parecido a lo expresado acerca de la mujer demoníaca


puede decirse del hombre demoníaco, cuyo tipo sería Don Juan, en
tanto lo tradujésemos a lo absolutamente psíquico.
La exacerbada necesidad de imponerse, de la que acabamos de
hablar, no pocas veces muestra consecuencias que, allí donde no se
produzca el “éxito” ansiado, llevan a ciertos fenómenos de carácter
compensatorio, de los cuales los más frecuentes son los que siguen:
la conversión de fracasos en “éxitos”, el afán de hacer aparecer co-
mo importantes, ante sí mismo y ante los demás, éxitos que en
284
realidad son insignificantes. Casi nunca falta la tendencia a la glori-
ficación.
Es casi infalible que la utilización intensa de las energías psí-
quicas de los demás, tan inevitable en el curso de la vida sometida
al signo de Escorpio, abre heridas graves que, durante cierto tiempo,
no nota quien las infiere.
Pero si, en años posteriores, las fuerzas de Escorpio comienzan
a desaparecer, o tan siquiera a extinguirse, sin haberse logrado ele-
var las “energías sexuales” a un plano superior, o sin haberse podi-
do transformarlas, el portador de tales energías sufrirá de las mis-
mas heridas que infiriera antaño a otros con su “aguijón”, como si
este aguijón se hubiera vuelto contra él mismo.
El único remedio para esto, es el de la transformación de los de-
seos mágicos volitivos de otrora en una forma por la cual el efecto
de tales deseos se convierte en su contrario. No se trata de alimentar
la propia alma con las fuerzas nutricias que se sustraen a los demás,
sino de emplear las fuerzas psíquicas acrecentadas e interiormente
transformadas de manera que les sea ya imposible inferir heridas,
sino, al contrario, restañar heridas.
Y es así que las fuerzas de sugestión que antes no servían más
que a fines egoístas se despojan de tal egoísmo y se ponen al servi-
cio del amor redentor, desinteresado. Y con esto se muestra ante
nosotros la función esencial del Hombre de Escorpio altamente evo-
lucionado –en principio, como “médico”, en el más amplio sentido
de la palabra–, del hombre del cual emanan fuerzas curativas.
Sigamos aún con esta idea.
Anteriormente, para comprender las energías inferiores de Es-
corpio, partimos del tipo de la “mujer demoníaca”. Partamos ahora,
para captar las energías superiores del tipo de Escorpio, del tipo del
hombre (varón), pero no del varón demoníaco, sino del varón cuyas
energías sexuales de carácter mágico se han convertido en poderes
curativos. De este tipo parten fuerzas sexuales que no obran en lo
erótico. Acaso la mejor comparación que se pueda hacer a su res-
pecto sea la de confrontarlas con aquello que Jaeger llama la fuerza

285
de la “supervirilidad”, por la cual, y en el sentido traslaticio de la
palabra, se produce, entre el portador de tal fuerza y el destinatario
de la misma, una relación similar a la que media entre la “mujer
demoniaca” y las víctimas por ella esclavizadas, sólo que las fuer-
zas que obran en aquel caso de “supervirilidad” se convierten en
fuerzas conductoras, a las que les está dado inocular al prójimo la
sustancia inyectable –el antídoto constituido por la “etapa superior”
de la evolución, lograda por transformación propia–, formándolo de
este modo, como por el poder ennoblecedor de un mimetismo má-
gico, “a su imagen y semejanza”.
También estas fuerzas poseen en alto grado el don de la fascina-
ción, el don de “atar” al prójimo. Es de ellas que parte la formación
de la figura ideal, que asume el círculo por ella dominado, como im-
pulso evolutivo de efecto orgánico, en cuyo obrar se restablecen
siempre de nuevo, rejuvenecidas, las energías vitales.
Y del mismo modo en que de los órganos sexuales, dentro de la
organización de nuestro cuerpo físico, parten las fuerzas que lo re-
generan siempre de nuevo, es deber del Hombre de Escorpio alta-
mente evolucionado el constituirse en fuente rejuvenecedora de la
humanidad.
La forma en que Tauro y Escorpio se complementan entre sí no
nos parece necesario exponerla ya en detalle.
El planeta correspondiente a Escorpio es Marte.
Sin penetrar prematuramente en las investigaciones sobre el ca-
rácter astrológico de la radiación de Marte, podremos, con todo,
subrayar desde ya que nos encontramos frente a una energía plane-
taria que forma un contraste firmemente delineado con respecto al
principio de Venus, correspondiente a Tauro. Venus era el represen-
tante de lo eterno femenino, de la esperanza humilde y anhelosa del
alma abierta al impulso elevado; Marte, en cambio, es el represen-
tante de las energías activas, que pugnan por salir al exterior, de la
expansión de la esfera de acción.
Examinando los símbolos del planeta Marte y del signo de Es-
corpio (4 y  respectivamente), vemos que en ambas figuras hay

286
una especie de punta de flecha, que, en el caso de Escorpio, nos
recuerda, acaso, el “aguijón” del Escorpio, y en el caso de Marte,
nos hace pensar en la “flecha” como instrumento “marcial”, esto es,
“de guerra”. Pero del mismo modo en que el “aguijón” del Escor-
pión puede convertirse, en manos del médico, en la aguja de inyec-
ciones, en la vía de inoculación del suero terapéutico, la flecha de
Marte puede también llegar a ser, en el sentido de Escorpio elevado,
el símbolo de una muerte voluntariamente asumida, impuesta a la
vida de las bajas pasiones, que debe morir en nosotros, para renacer
como amor superior, desinteresado, más allá de los sentidos, “cura-
tivo”.

Pasemos ahora al signo de PISCIS. Se trata del signo neutrali-


zador de la calidad de Agua.
De entre las tres modalidades de la calidad acuática, podemos
considerar el signo de Piscis como el más desvalido. Sabemos que
los tres dignos de Agua –Cáncer, Escorpio y Piscis– carecen de la
protección que en el mundo material significa el cuerpo. Pero mien-
tras Cáncer y Escorpio logran conquistar el auxilio al desvalimiento
del cuerpo psíquico desnudo, recurriendo para ello al medio hu-
mano que los rodea, a la naturaleza de Piscis le faltan las energías
adecuadas para la conquista de tal auxilio; le faltan totalmente, por-
que se agotan y neutralizan en la lucha por establecer el equilibrio
entre las polaridades psíquicas activa y pasiva. Es por eso que, de
entre los signos de Agua, es el de Piscis el que envuelve más pro-
fundamente al ser humano en lo psíquico, y lo mantiene sujeto a la
vida psíquica, como a un sonámbulo que no acertara a despertar de
su estado onírico, o como a un soñador que no puede llegar al esta-
do de vigilia.
Tratemos de ver más de cerca este estado, recurriendo a una
imagen que tomaremos del símbolo del signo zodiacal correspon-
diente a Piscis.
Los dos peces que componen este signo de Piscis se disponen,
en el símbolo, paralelos a sus ejes longitudinales, pero de manera tal
que la “cabeza” del uno quede a la altura de la “cola” del otro.
287
Este apareamiento nos recuerda involuntariamente a aquella
unión de dos agujas magnéticas que en la física se denomina par de
agujas astáticas.
Cada una de estas agujas astáticas posee una fuerza directriz
magnética propia, tiene, por así decir, su propio carácter, su propia
estabilidad; pero al estar el polo positivo sobre el polo negativo, y el
polo negativo sobre el polo positivo, el par de agujas pierde toda
dirección. Las fuerzas magnéticas parecen totalmente neutralizadas
en ese par de agujas imantadas; pero lo que ocurre, en realidad, es
que tales fuerzas magnéticas se han desligado del magnetismo te-
rrestre, con lo cual se hacen mucho más sensibles a las influencias
más mínimas que se comuniquen a su alrededor por las alteraciones
de las tensiones electromagnéticas.
Aplicado al hombre, esto nos daría más o menos lo siguiente: el
estado psíquico no tiene dirección propia, pero es extremadamente
sensible a toda oscilación del alma, a toda vibración psíquica que le
llegue del mundo circundante. Vive –creyendo vivir una vida pro-
pia– una vida psíquica ajena, que le fluye de las corrientes psíquicas
del medio, una vida psíquica sugerida, como si fuese la propia. Esta
vida psíquica ajena no se convierte, empero, en protectora de la vida
psíquica propia, sino que se mezcla con ésta, de manera que, en el
producto mixto resultante, se esfumen “oníricamente” los límites
entre ambas vidas psíquicas. Dijérase que el Hombre de Piscis vive
una vida –para decirlo con los términos de Ewers– en que otro sue-
ña de él. Vive, por así decir, su vida psíquica en forma pasiva, pa-
dece la vida propia y la ajena. Al pronunciar Fausto, ante la entrada
de Margarita en la celda, las palabras siguientes:

“Me embarga toda la miseria humana”,

expresa de modo aproximado aquello que puede sentir el alma del


Hombre de Piscis al tener que soportar, en la hora de su nacimiento,
su encarcelamiento en un cuerpo humano que le es dado como pro-
pio; y es así que, de por vida, se encontrará en un estado que, en lo
referente a la vida psíquica del medio que lo rodea, no convierte a
288
este medio ambiente en una envoltura protectora, como en Cáncer y
Escorpio, sino que lo convierte en una “prisión perpetua”, que, para
emplear una palabra moderna, podríamos calificar de una especie de
“prisión preventiva”.
Si lo que aquí exponemos recurriendo a una imagen se presen-
tara ante nosotros en forma real, corporal, nos encontraríamos ante
un loco, un enfermo psíquico o un hipnotizado, o también, un so-
námbulo que por nada podría ser arrancado de su vida onírica. Es
decir que nos encontraríamos ante un enfermo.
Hasta cierto grado, este retraimiento onírico es característica
común a todos los Hombres de Agua. Ninguno de ellos tiene cuerpo
físico que pudiera unirlos inmediatamente con el mundo de la reali-
dad. Pero es el Hombre de Piscis el que ni siquiera posee la capaci-
dad de crearse un cuerpo sustitutivo, como lo hacen los otros dos
signos acuáticos. Es por eso que a él le aflorará a la conciencia, an-
tes que a los demás hombres de calidad acuática, su condición de
“paciente”, de prisionero de sus padecimientos. Un paciente preso
en el sentimiento de su estado de enfermedad trata ante todo de vi-
vir su enfermedad del mismo modo en que el sujeto sano trata de
vivir su estado de buena salud. Quien se sienta tan conforme con su
enfermedad como el sujeto sano con su buena salud, puede ser lla-
mado ciertamente “merodeador”. El Hombre de Piscis es, en princi-
pio, el merodeador innato de la vida.
No son pocos los hombres de Piscis que se refugian en un esta-
do duradero de este tipo, huyendo, de ese modo, del campo de bata-
lla de la vida. Hacen esto, sobre todo, aquellos que han renunciado
de entrada a la lucha por la vida. Tratemos de darnos una idea de
este estado de alma, cuya característica esencial consiste en susten-
tar una idea inconfesada de la propia inferioridad frente al prójimo,
frente al hombre de la realidad, sano y mejor equipado para la vida,
que se sabe arreglar fácilmente allí donde no alcanzan sus propias
fuerzas. Esto trae como consecuencia el que, por de pronto, el
Hombre de Piscis trate de continuar con su vida onírica, con una
especie de tedio remordido, mientras sea posible hacerlo. Como
siempre en tales casos, habrá que tratar de convertir el defecto en
289
virtud, o de sacar a relucir los valores positivos de su predisposición
innata. Pero no es poco el esfuerzo que exige el andar realmente por
este camino. En muchísimos casos vemos formarse la tendencia a
recorrer una especie de camino de compromiso; el Hombre de Pis-
cis ve, entonces, la “virtud” únicamente en el hecho de tener que
“conformarse”, que reconciliarse con el destino propio. Y es enton-
ces que se produce un curioso estilo de vida, que lleva o la utiliza-
ción, o aun a la demanda, de todas las consideraciones a las que el
enfermo cree tener derecho. Y así como el niño tiene el derecho
natural a ser tratado con consideración, el Hombre de Piscis, que
sólo quiere curarse –llamémoslo tipo de Piscis menos evoluciona-
do–, pone especial cuidado en alimentar la pretensión de ser tratado
con consideraciones especiales, pues –y así, al menos, lo siente él–
no es más que un “niño”, un niño que jamás llegará a ser adulto, y,
ante todo, un niño indefenso.
Sin embargo, no está tan indefenso como parece; lo que ocurre
es que tal Hombre de Piscis ha “copiado” su táctica, su estilo de
vida, de la táctica de los niños, esto es, ha adoptado la táctica de los
débiles, cuya exagerada, recalcada debilidad constituye, a la vez, su
fortaleza. Esta fortaleza se manifiesta, de entrada, en la pretensión,
propia también del niño, de no ser tomado en serio, de seguir siendo
irresponsable, aun en las situaciones más serias, como es el caso del
niño ante la ley. De aquí resulta un curioso comportamiento que, sin
ser moral, puede, con todo, ser entendido en sus consecuencias mo-
rales Nos las tenemos que ver en este caso con un ejemplo especial
de mimetismo defensivo, que caracterizaremos, en contraste con el
mimetismo pasivo del Hombre de Cáncer y el mimetismo activo del
Hombre de Escorpio, de “mimetismo moral”.
Recordemos que la característica del Hombre de Piscis es el he-
cho de que éste convive con la vida psíquica de sus semejantes,
convirtiéndola de ajena en propia, estando, pues, abierto a todos los
impulsos pasionales que le lleguen; esto nos permitirá entender
cuán capacitado debe hallarse para recibir en sí, y combinar entre sí,
las corrientes psíquicas más contrarias. El restablecer de continuo
tales combinaciones y conferirles una especie de centro de grave-
290
dad, no es tarea que pueda abarcar un único sujeto moral, pues ten-
dría que ser tan amplia, que el conciliar armónicamente amor y
odio, crueldad y piedad, esperanza y desesperación, maldad y bon-
dad, en fin, todo lo imaginable en punto a contenido de vida psíqui-
ca, tendría que capacitar a quien tales cosas acertarse a realizar, a
penetrar simultáneamente en todas las formas imaginables. La posi-
bilidad de esto tendría por condición previa el que un ser humano
pudiese ser, a la vez, todo aquello, que, por ejemplo, parece ser un
actor dúctil “alternativamente”, en las distintas obras que represen-
ta. Téngase bien en cuenta: “parece ser”, es decir, sin “tener que
serlo” necesariamente. Si aplicamos esta comparación a la naturale-
za psíquica del Hombre de Piscis, resultará, con pasmosa evidencia,
que tendremos ante nosotros un talento mimético realmente moral,
que no sólo capacita al ser humano, como lo vimos, por ejemplo, en
el signo de Cáncer, para “bailar al son que tocan”, sino que convier-
te momentáneamente al Hombre de Piscis en el propio “ejecutante”
de dicho “son”; y lo “ejecuta”, no por creerse inteligente, sino por-
que un impulso seudomoral de su interior lo obliga a ello. Y con
esto llegamos a otra de las características de la naturaleza de Piscis:
la “mediación” moral.
La huida hacia este estado suscita ese estilo lúdico, propio del
Hombre de Piscis que podríamos calificar de “actor de la vida”. Del
mismo modo en que, por ejemplo, se llamaba al famoso actor
cinematográfico Lon Chaney el “hombre de las mil máscaras”,
podríamos hablar aquí del hombre o de la mujer de los mil
caracteres, sólo que con la diferencia de que, en nuestro caso, se
trata de un arte histriónico más o menos inconsciente, que no es más
que una táctica de infancia prolongada a la vida adulta, una táctica
infantil de emplear el arte de la imitación para adaptarse al medio.
Pero el Hombre de Piscis no experimenta este mimetismo mo-
ral, bastante doloroso y, por momentos, humillante, como acto vo-
luntario, sino como algo impuesto, como una especie de orden su-
gestiva, que apaga la propia voluntad moral para sustituirla por una
voluntad moral ajena. Esto nos lleva finalmente a una nueva carac-
terística del Hombre de Piscis, la cual representa la otra faz del
291
“merodeo”, a saber: el sentimiento de ser víctima, una víctima des-
pojada de toda resistencia moral, indefensa, un “hijastro” de Dios
sobre la Tierra, destinado a pasar la vida en impotente rebelión con-
tra la prisión psíquica, para, al fin, buscar en la resignación la única
salida posible que le ahorre la vana lucha por la liberación.
Hasta ahora hemos tratado de trazar un cuadro de la naturaleza
de Piscis, cuyo elemento esencial caracterizaremos ahora de “me-
diumnidad”. Del mismo modo en que el Hombre de Cáncer es el
romántico y el Hombre de Escorpio es el mago, el Hombre de Piscis
es el “médium”.
Y ya en esto vemos una referencia al camino evolutivo que ha
de seguir en la vida el Hombre de Piscis.
Dos caminos se forman de lo que antes fuera un solo camino;
uno de ellos lleva hacia abajo y el otro hacia arriba; aquél lleva cada
vez más profundamente al “merodeo” –lo llamaremos camino de la
enfermedad–, y éste lleva hacia la curación –llamémoslo camino de
la salud–, hacia la redención. Y de este modo podremos distinguir
claramente los dos tipos fundamentales de Hombre de Piscis “supe-
rior” y Hombre de Piscis “inferior”; éste se sume cada vez más en
su enfermedad, “consagrando” su existencia a vivir la enfermedad;
aquél halla el camino de la redención y lo recorre triunfalmente.
Veamos el camino del martirologio resignado. Es profesión de
todos aquellos que recorran este camino la de vivir su mediación
sentimental de modo de convertirse en una especie de médium pro-
fesional, sea en el verdadero sentido de la palabra, sea en sentido
figurado, esto es, aspirando a convertirse en médium de los seres
humanos que caen en la esfera de su personalidad. Con gran agude-
za escogen a las personas de las cuales se convertirán luego en he-
rramientas o víctimas, a las personas dotadas de una suficiente dosis
de sentido de la realidad, o de brutal egoísmo, como para que a ellos
(a los Hombres de Piscis poco evolucionados) les sea, de esa mane-
ra, posible cargar con un martirio, en cuya vanidosa gloriola puedan
luego sentirse ele vados, para finalmente volver a refugiarse en su
sueño predilecto de considerarse como “hijastros” de Dios. Por úl-
timo, mencionaremos, como postrera tentativa de fuga ante los so-
292
bresaltos de un despertar repentino la tendencia, muy frecuente en
los hombres de Piscis, la tendencia a dedicarse a la toxicomanía, al
alcohol, al opio, a la cocaína, a la morfina, etcétera. No es casuali-
dad el que este vicio asalte a un número tan elevado de gente con
predisposición mediúmnica –trátese de médiums, profesionales o de
espectadores “mediúmnicos”, los que, como se entenderá, son espe-
cialmente numerosos entre los hombres de Piscis–, pues con esto se
les abre un terreno que les permite crearse un campo de batalla se-
cundario, al cual puedan llevar su tendencia al mimetismo moral sin
tener por eso que darse “enteramente”.
¿Y el camino de redención?
Por de pronto, lo podemos caracterizar con las palabras que em-
plea Richard Wagner en Parsifal:
“Ser sabio por piedad.”
¡Quién más capacitado que aquel en cuya alma resuena toda la
miseria de la humanidad, que aquel que, a través de esta resonancia,
vive dentro de sí la música que armoniza lo elevado con lo bajo que
mueve al alma humana, quién más capacitado que éste para desen-
trañar todas las disonancias, para desbaratarlas y convertirlas en
consonancias, al procurar, de aquello que para el Hombre de Piscis
poco evolucionado constituyera la fuente de su enfermedad, y por
medio de un sacrificio voluntario de sí mismo, de una penetración
comprensiva en las profundidades del torbellino psíquico, al procu-
rar, decíamos, el remedio a estos males, al superar estos males den-
tro de sí mismo, pudiendo, de este modo, señalar el camino a los
demás, pudiendo, por así decir, brindar a los demás el extracto cura-
tivo de su propio calvario como suero redentor, es decir, la sabidu-
ría brotada de la piedad, como una bendición para todos los seres
humanos! Y ahora, lo que importa es ni más ni menos que convertir
la maldición de tener que compadecer, en la bendición de una pie-
dad voluntaria, de la piedad que puede procurar únicamente el saber
aliviar los males.
Pero para entender esto, volveremos a partir del órgano que co-
rresponde en el cuerpo humano a la radiación de Piscis, es decir, de
los “pies".
293
Con los pies se para el hombre sobre la Tierra; los pies apuntan
hacia la Tierra, mientras la cabeza apunta hacia el cielo. Pero es
también con los pies que nos encontramos en contacto directo, in-
mediato, con la suciedad terrestre. Jamás ha habido un ser humano
tan limpio como para que este contacto no le haya dejado adherido
un poco de suciedad.

“De sucia tierra, en tanto, queda un rosto,


y así fuese de amianto, es bien molesto.”
GOETHE: Fausto, II.

Pero esta “suciedad de tierra” no es más que nuestra participa-


ción de aquello que la Edad Media ha llamado el “pecado original”,
por el cual quedaremos atados a la Tierra, seguiremos siendo el Hijo
del Hombre, el hijo de la Tierra (como dijéramos en la sexta confe-
rencia de la primera serie).
De esta región vuelta al pasado, de esta región femenina de
nuestro ser, crecen nuestras pasiones, en esta región se acumulan,
como se acumula la suciedad en los pies, los restos de los escom-
bros hereditarios, lo bajo y ruinoso. Es por eso, precisamente, que le
está dado al Hombre elevado de Piscis el poder de obrar en algo que
no le está dado a ningún otro signo, esto es, la fuerza de limpiar esta
suciedad, de “lavar los pies del prójimo”, como enseñaba Cristo
(recordemos el signo de ichthys, del “pez” de los cristianos primiti-
vos).

“Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los


discípulos, y a limpiarlos con la toalla con que estaba ceñido.
“Entonces vino a Simón Pedro; y Pedro le dice: Señor, ¿tú me lavas
los pies?
“Respondió Jesús, y díjole: Lo que yo hago, tú no entiendes ahora;
mas lo entenderás después.
“Dícele Pedro: No me lavarás los pies jamás.
“Respondióle Jesús: Si no te lavare, no tendrás parte conmigo.
“Dícele Simón Pedro: Señor, no sólo mis pies, más aun las manos y
la cabeza.
294
“Dícele Jesús: El que está lavado, no necesita sino que lave los pies,
mas está todo limpio.
EV. S. JUAN, XIII, 5-10.

Pero el poder de cobrar la fuerza de redimir a los demás sólo le


está dado a aquel que pueda recorrer el camino del Hombre de Pis-
cis superiormente evolucionado, de aquel que vea en el creador al
sujeto abrumado por el pasado, al sujeto sufriente, al enfermo que
aún no acierta a limpiar su propia “suciedad”; sólo le está dado a
aquel que pueda convertirse en médico sapiente por transformación
de la sustancia enferma en suero salvador.
Y es así que sale a relucir el verdadero oficio del Hombre de
Piscis altamente evolucionado, esto es, el de ayudar a todo aquel
que, preso aún en la egocentricidad de su quejumbroso cuerpo psí-
quico, no puede encontrar el camino hacia el Todo, el de convertir-
se, ante todo, en un médico de almas, para aquellos que se esfuerzan
en vano por escapar a la suciedad que se les ha acumulado, como
sustrato de todo lo bajo y mezquinamente atado a la Tierra, pues es
él, en su calidad de “médico”, el que sabe cómo hacerlo, porque,
como “Hombre-Pie” que es, fue destinado a vivir y obrar en esas
regiones psíquicas.
Y ahora entendemos también qué cambio tiene que producirse
en aquello que llamamos “mimetismo moral”, que, en casos extre-
mos, podría llevar a la extinción total de la conciencia moral. El
mimetismo moral se convierte, así, en un “poder comprenderlo to-
do” y, por ende, en un “poder perdonarlo todo”, pero no perdonar
en el sentido de una endeble indulgencia, sino en el de aquella pie-
dad curativa, triunfante, que lleva a decir: ¡No volverás a pecar!
El planeta transmisor de fuerzas correspondiente a la radiación
de Piscis es Júpiter en su polaridad femenina; basta aquí con la mera
referencia a esto, con la simple mención de que este poderoso pla-
neta depara las fuerzas de ascensión que se liberan, al cabo, de toda
clase de escorias, neutralizando de este modo la gravedad terrestre;
es Júpiter el que da alas a la esperanza fervorosa, y se convierte, de
este modo, en la brújula interior del camino a las alturas.
295
Y ahora, antes de abandonar la región de Agua, digamos unas
palabras acerca de las relaciones de esta región con la región terres-
tre en general. Hoy mismo, al comienzo, hemos hecho a este respec-
to algunas observaciones a grandes rasgos. Pero es a esta altura que
resulta plenamente evidente la forma en que se complementan entre
sí los signos opuestos de Tierra y Agua. Sólo por la acción recípro-
ca de estas dos regiones se ablanda, por un lado, la Tierra áspera,
dura, seca, y, por otro lado, el Agua cobra efecto al impregnarse de
Tierra. Sin Agua, la Tierra quedaría huérfana de vida; sin Tierra, el
Agua quedaría sin obrar.
Y es en la Biblia, en el Génesis, donde resuena maravillosamen-
te esta idea:
“Y toda planta del campo antes que fuese en la tierra, y toda
hierba del campo antes que naciese: porque aún no había Jehová
Dios hecho llover sobre la tierra...”
GÉNESIS, II, 5

¿Qué es la lluvia?
El racionalista diría: la lluvia es agua, es H2O. Pero en la con-
cepción de las ciencias chinas del espíritu, la lluvia es algo parecido
a nuestra concepción esotérica del agua, en su calidad de nuncio de
los reinos superiores, vuelto hacia la Tierra. Allá arriba, en las re-
giones que tienen libre acceso a la radiación solar, las gotas de agua
toman en sí esta radiación, y luego, al caer a la Tierra en forma de
lluvia, para ser absorbidas por dicha Tierra, transmiten a los gérme-
nes de vida, que esperan sumidos en el seno de la Tierra, un “salu-
do” del sol. Y, estremeciéndose por este saludo, la vida comienza a
moverse al encuentro del sol.
Y lo que la lluvia es en la órbita del macrocosmos, es la “lágri-
ma” en el microcosmos llamado “Hombre”. La lágrima es nuncio
de la Piedad de Dios, el agua del sufrimiento, por cuya fuerza santi-
ficadora se neutraliza el rigor inexorable de la ley natural, inclemen-
te, férreamente terrestre.
Todas las lágrimas que hayan sido derramadas por dolor y

296
sufrimiento son el agua que, por su fuerza positiva (–  –), puede
llevar la gravedad, la pesantez terrestre, hacia “arriba”, arrancándola
al pasado.
Las lágrimas son el agua que fluye hacia las alturas.

297
QUINTA CONFERENCIA
“Y exclama Zeus: El mundo me es ajeno;
ni otoño, caza o feria tengo ya.
¿Quieres vivir conmigo aquí en el cielo?»
Abierto, cuando vengas, estará.”
SCHILLER: Die Teilung der Erde
(La Partición de la Tierra).

Hemos pasado por los mundos terrestre y acuático y, con ello,


hemos trabado conocimiento con la mitad femenina del espectro
zodiacal; tenemos ya el conocimiento suficiente como para com-
prender cuáles son los tipos humanos que corresponden a dicha mi-
tad. Hemos visto cobrar vida ante nosotros a los tres “súbditos” del
Hombre de Tierra, del Hombre activo, y a los tres “súbditos” del
Hombre de Agua, claro está que únicamente en su calidad de “ti-
pos”, esto es, no como seres humanos individuales, corpóreos, co-
mo partes monocromas de una policromía.
Nuestra tarea de hoy será la de tratar en forma análoga la cues-
tión relativa a la zona de Aire, al Hombre de Aire, es decir, a los
tipos humanos que corporizan la influencia pura de las radiaciones
provenientes de los signos de Aire, a saber: Libra, Acuario y Gémi-
nis.
Y al penetrar en esta región del zodíaco, penetramos en la mitad
positiva, masculina del espectro zodiacal, en el mundo mental, o
mundo de nuestro poder cognoscitivo, en el reino de las energías
creadoras, liberadas del pasado, orientadas hacia el futuro.
Tratemos, por de pronto, de darnos una idea de la relación exis-
tente entre el mundo mental, o mundo de Aire, y los tres mundos
restantes.

299
   Fuego
 –  Aire
–  – Agua
– – – Tierra

Vemos que el mundo de Aire se opone al mundo de Agua; esta


oposición presenta una marcada analogía con la oposición entre los
mundos de Fuego y Tierra, aunque, contemplada en su totalidad,
muestre un carácter más atenuado.
Podemos entender la primera oposición en el sentido de que el
hombre dotado de los impulsos de la acción, el hombre “activo” de
Tierra, choca dentro del mundo en que actúa, por todas partes con
algún obstáculo que se ve precisado a comprender como expresión
de una voluntad contraria a la suya. En la materia, o sustrato de este
mundo de la realidad, y sus resistencias, el Hombre de Tierra sospe-
cha la dureza de una voluntad natural inflexible, contra la cual tiene
que emplear sus fuerzas en sagaz ponderación de sus propios obje-
tivos. Y de este modo resulta una relación estrecha entre las calida-
des de Fuego y de Tierra, en la medida en que ahora la materia de-
bería aparecer ante el hombre “actuante” como un sedimento de
inflexibilidad, constancia y férrea consecuencia, propia de una vo-
luntad suprema, y sus leyes como reflejo de la ley moral del mundo,
inherentes a esta voluntad.
Distinta es, en cambio, la relación en que se encuentra el Hom-
bre de Aire, instalado en el mundo mental, con respecto al mundo
de Tierra.

 – 
– – –

Encontramos aquí un miembro de unión común a ambos térmi-


nos. Lo que se manifiesta ante el Hombre de Aire, u Hombre men-
tal, como contrajuego de su especie, no es la resistencia de su “ma-
teria”, con respecto a la cual no tiene ninguna “sensibilidad inme-
300
diata”, no es ninguna propiedad particular de la materia, que, de
alguna manera, pudiera aparecerle como una especie de reflejo de la
ley moral de una voluntad superior, sino que es la constancia o la
fuerza interior de cohesión de las formas, que, si bien es cierto se
acuñan en la materia terrestre, no por ello coinciden en sus leyes
propias con las leyes de la materia, sino que tales leyes son de otra
índole.
Al hombre mental, el mundo terrestre no se le presenta como
escenario donde actúan las fuerzas físicas y químicas, con sus res-
pectivas leyes, sino como escenario de las formas acuñadas en la
materia. Estas formas también son sólidas (formare o firmare = afir-
mar, fortalecer, “solidificar”); su resistencia alcanza, como veremos,
todavía más allá que la de la materia. Pero la base de esta “firmeza”
está enteramente en lo mental.
Tales formas aparecen en el mundo material en la medida en
que pueden ser contempladas en la esfera de lo mental; además tie-
nen un lugar enteramente propio, están “estrelladas” en el mundo
terrestre. Platón las llama arquetipos o “ideas”. Y es este mundo de
las ideas lo que hemos estado tratando de describir, aunque sólo en
forma muy general17.
Hoy tendremos que detenernos algo más en el estudio de esto.
La relación entre este reino de las ideas y el reino de la materia
acaso no haya sido expresada en forma más vivida que en el poema
de Schiller titulado Das Ideal und das Leben (El Ideal y la Vida).
Allí se habla del reino de las “regiones donde habitan las formas
puras”; y en otra parte:

“Pero libre de tempórea corma,


compañera de las mentes puras,
con la luz jugando en las alturas,
diosa entre los dioses, es la forma.”

17 Véase la segunda conferencia de esta serie.


301
Y es Lao-Tsé quien subraya con particular agudeza la oposición
entre el mundo mental y el mundo terrestre. Dice en el aforismo un-
décimo:

“Treinta rayos se encuentran en el cubo,


pero el vacío entre ellos produce la esencia de la rueda.
De la arcilla nacen las vasijas,
pero el vacío en ellas produce la esencia de las
vasijas.
Muros con ventanas y puertas forman la casa
pero el vacío en ellas produce la esencia de la casa.
Lo material encierra utilidad.
Lo inmaterial produce esencialidad.”

¿El vacío?
No olvidemos que este “vacío” es metafórico. La esencia de la
forma no puede ser explicada por la materia y sus leyes. Es otro el
tipo de ley que halla el hombre a través de las mallas (de las másca-
ras) de la materia. Este tipo de leyes se comporta, con respecto a la
materia y sus leyes, como la forma de la vasija con respecto al con-
tenido de la misma (el contenido podrá cambiar, pero la forma sigue
siendo la misma), se comporta como el sentido con respecto a la
palabra sonora.
Y es Goethe quien, en forma ingeniosamente graciosa, habla de
esta relación en el Diván oriental-occidental:

“Que las palabras no son tan sencillas


es cosa que se entiende por sí sola.
La palabra es un abanico; entre las varillas
nos mira un par de ojos, hermoso.
El abanico no es más que un crespón delicioso,
un crespón que aunque al rostro se ciña
no me encubre a la niña,
pues la niña me brinda su hermosura:
un ojo que en el ojo me fulgura.”
II. Hafiz Nameh

302
De modo que el ojo mental, espiritual, ve, “fulgurando en el
ojo”, detrás de lo materia algo que es afín, algo “mental”, “espiri-
tual”, más real, más material, aquello que, si se me permite la ex-
presión, sólo está “ceñido”, “pintado” con el color de la materia
para que cobre perceptibilidad en el mundo de los sentidos.
El ejemplo sin duda más convincente de la relación entre la sus-
tancialidad mental y la sustancialidad material nos lo da, empero, el
mundo orgánico, en el cual se pone de relieve la manera en que las
plantas y los animales no sólo se conservan, aun a pesar de que sus
sustancias materiales se renueven y cambien constantemente, sino
que, precisamente, se mantienen vivos por este cambio. Resulta así
la forma que “viviente evoluciona”, como algo más resistente y
perdurable, como la sustancia en la que hace su aparición.

“Ni el tiempo rompe ni el poder destrona


la forma que viviente evoluciona.”
GOETHE: palabras órficas.

Pero lo que en el mundo “terrestre” aparece como forma unida a


la materia, siendo, por cierto, el factor de organización de tal mate-
ria, es la correspondencia de aquello que en lo mental aparece como
función viviente del conocimiento, cuya fuerza esencial es la de
delimitar y volver a esfumar la delimitación, incorporando lo así
delimitado y luego ilimitado, a la unidad superior, esto es, la expre-
sión mental del “gran aliento”, cuyo “soplar” describimos en las dos
primeras conferencias de la primera serie.
Y de este modo se forman en el pensamiento los reflejos de se-
res mentales superiores, de arquetipos creados por esos seres, cuya
captación intuitiva lleva al hombre mental a hallar el acceso al
mundo terrestre, el único acceso posible, logrado en tanto el hombre
mental pone “nombres” a las formas que le salen al encuentro. Los
nombres y las formas provienen de la misma fuente, son correlatos.
El nombre es el manto finito de la mente infinita. Y así como el
Hombre de Tierra interpreta la resistencia de la materia como ex-
presión de una voluntad suprema, el Hombre de Aire interpretará en
303
la constancia de las formas una inteligencia suprema, en la que pue-
da basarse con mayor seguridad para interpretar mentalmente el
mundo material.
Si el Hombre de Tierra es, por definición, el físico por excelen-
cia, el Hombre de Aire es, por excelencia, el metafísico.
Y ahora, antes de pasar a la caracterización general del Hombre
de Aire, digamos unas palabras acerca de las relaciones del mundo
de Aire con el mundo de Agua.

 –  Aire
– – – Agua

Esta relación es más difícil de captar, pues a pesar de consistir


en una pura oposición, también tiene importancia decisiva en ella el
factor “semejanza”.
Acaso captemos de la mejor manera esta relación, si imagina-
mos que el mundo de Agua se interpone como una especie de
miembro de unión entre los mundos mental y terrestre, entre la for-
ma y su aparición en la materia, entre el pensamiento y el hecho
real. El pensamiento no contiene ninguna clase de determinación
que exija un hecho real. Es sólo en el mundo de Agua donde surgen
los deseos y las pasiones que atraen al pensamiento puro hacia el
reino de la materia. Y lo que de aquí resulta es la limitación de la
fuerza mental tendiente al infinito, por la materia, como represen-
tante de una legislación moral, que, en tanto sirve a la realización o
materialización del pensamiento, pone de relieve, a la vez, la con-
cretización de lo hasta entonces “general” y las imperfecciones de
lo creado en la mente y aún no probado en la realidad, preparando
de este modo la evolución ascensional en lo mental. El deseo, agen-
te peculiar de la fuerza acuática, no es, desde luego, padre del pen-
samiento, pero sí es madre de su temple en la materia. Y de este
modo nos encontramos con una idea, con una noción que va más
hondo de lo que parece a primera vista.
Recordemos el esquema de la estructuración de los mundos
elementales que dimos en la quinta conferencia de la primera serie:
304
Tierra - Mineral - Lo corporal
Agua - Planta - Lo psíquico
Aire - Animal - Lo mental
Fuego - Hombre - Lo moral: el “yo”.

Es así, pues, que, en su ascensión hacia lo divino, el Hombre re-


conoce ante todo al Fuego dentro de sí como al miembro más alto,
por medio de su reflejo en el cuerpo, de manera que la escala evolu-
tiva se invierte y el último eslabón de la misma, que llevaba hasta el
Hombre, se convierte ahora en el eslabón más bajo, de donde co-
mienza la ascensión independiente hacia lo divino.
La figura siguiente, que simplifica el esquema de la figura 2 de
la primera serie, nos aclarará esto.

El cuerpo o la “Tierra” en el ser humano se convierte de este


modo en el primer peldaño de su ascensión o de su ruta interior; de
aquí sube el hombre, por las regiones interiores de Agua y de Aire,
al Fuego. Pero en esta evolución interior, a aquello que en la evolu-
ción exterior era Aire, corresponde ahora la región de Agua, y a
aquello que en la evolución exterior era Agua, la región de Aire. Es
decir: al progresar el hombre en su evolución psíquica, encuentra
dentro de sí al “animal”, que tendrá que transformar (Psiquis ani-
mal), y al evolucionar mentalmente, encontrará dentro de sí a la
“planta”, que también tendrá que transformar.
Y ahora entendemos en qué consiste la semejanza y, a la vez, la
oposición entre el mundo de Agua y el de Aire. Lo que el entendi-
305
miento animal pone de relieve en el Animal, se convierte en el
Hombre en la vida pasional de éste, y lo que la vida instintiva pone
de relieve en la Planta, se convierte en el Hombre en su vida mental.
Sigamos aún con esta noción.
Vez pasada, al trazar el cuadro del Hombre de Agua “al estado
puro”, partimos del estado onírico del ser humano, del estado dur-
miente del ser humano, que, a semejanza del animal, no posee un
cuerpo físico, y cuyo mundo onírico es un contrajuego de deseos y
pasiones. El hombre, en su calidad de Hombre de Agua al estado
puro, vive en realidad la vida del animal humanizado, o el animal,
comparado con el ser humano, vive una vida puramente onírica.
Pero del mismo modo en que el animal, considerado humanamente,
vive una vida puramente onírica, así también la planta, humanamen-
te considerada, vive una vida mental pura, sólo que esta vida de
creación de formas puras se le manifiesta a la planta en forma ins-
tintiva. De modo que aquello que se manifiesta al estado puro en la
vida vegetal está más allá de las pasiones y los deseos, y es la conti-
nua afirmación, o, dicho más agudamente, la afirmación defensiva
de las formas puras, del modo que, por medio de las leyes, tales
formas se pliegan a una especie de simetría en el sentido más am-
plio de la palabra, y se procrean siempre de nuevo como reacción
contra las influencias hostiles, y se conservan por una verificación
interior que representa el analogen de aquello que, en la vida mental
del hombre, constituye la “verdad”. Por la fuerza de esta verdad se
renuevan y se conservan las formas y las estructuras de pensamien-
to, oponiéndose a todos los poderes adversos, y no hay “fuerza bru-
ta” que las destruya. Y esta verdad está más allá de todas las pasio-
nes y deseos, que, frente a ella, son impotentes.
Pero, en tanto que esta fuerza defensiva aparece a la verdad en
la conciencia del Hombre de Aire como la fuerza organizadora típi-
ca de su mundo, una segunda determinación cobra tal fuerza dentro
de su vida mental, o, expresado de otro modo, abre los ojos del
Hombre de Aire a la otra faz de esta verdad, como ley por la cual no
es únicamente el mundo mental el que halla su soporte, sino que
también él (el Hombre de Aire) se rejuvenece de continuo con sus
306
fuerzas, en su calidad de testigo y colaborador de dicha verdad. Es
en este sentido que el Hombre de Aire participa inmediatamente de
esta fuerza interior propulsora de la verdad; la embriaguez cognos-
citiva creadora de la vida mental arrastra consigo al Hombre de Aire
y lo sume en un éxtasis de vida cuyo espejo podría ser en el mundo
físico la alegría de vivir, en su calidad de embriaguez de existir, tal
y como aparece de la manera más pura en el mundo vegetal, y que,
observada mentalmente, se revela como la “belleza”, esto es, como
“la otra cara de la verdad”.
De la vivencia de esta belleza parte una influencia consagratoria
que pertenece enteramente al mundo mental, convirtiendo a todo
aquel a quien dicha belleza envolviere en su magia, por más que
quien así fuese arrebatado, estuviese unido a la materia terrestre o a
las pasiones del mundo acuático, mientras dure esta magia, en un
ciudadano del mundo de Aire, de modo tal que éste se siente libera-
do de toda determinación terrestre o de toda ligadura pasional, lle-
gando incluso a dejar de ser “Fulano” o “Mengano”, es decir, un
sujeto humano que lleva tal o cual nombre, que pertenece a tal o
cual comunidad de familia o de pueblo, a tal o cual época en el
tiempo, a tal o cual edad, y se convierte entonces en lo que llama
Schopenhauer, un “sujeto del puro conocer”.
Desligado, pues, del mundo terrestre, el hombre se convierte en
ser descorporizado, en hombre mental. En la fuente de esta belleza
se renuevan de continuo las energías mentales fatigadas de la mate-
ria y de la resistencia que opone esta materia; es en la belleza donde
se renuevan y se restablecen todos los ideales de la humanidad. La
belleza conduce la intuición del hombre a la frecuentación de las
leyes que están más allá de todo lo terrestre y que se comportan, con
respecto a lo terrestre, como la libertad interior con respecto a la
coerción exterior.
De lo ya expuesto podrían surgir los perfiles característicos del
Hombre de Aire al estado puro con la suficiente nitidez como para
que pudiéramos definir a este tipo con unos pocos trazos.
El Hombre de Aire tampoco es hombre de la “realidad”, tam-
bién él vive, como el Hombre de Agua, una vida de irrealidad, pero
307
que en este caso no podremos comparar sin más con la vida onírica.
Tratemos de imaginar a un ser humano que sólo viva en un
mundo de pensamientos y de construcciones mentales; de esta ma-
nera nos encontraremos con una dificultad que nos permitirá captar
de inmediato la característica del comportamiento del Hombre de
Aire en la vida.
No se podrá negar que en este mundo mental que, en realidad,
no debería contener más que aquello que produjeran el pensar y sus
leyes, el hombre se encontrará con figuras y construcciones de pen-
samiento que, como hace notar Kant yo al principio de su Crítica de
la razón pura, apuntan a una realidad exterior al “pensar”, a la acti-
vidad pensante del ser humano, una realidad que no pudo originarse
en ese pensar.
Pero siendo que el Hombre de Aire al estado puro no se halla
rodeado más que por la “realidad” de su exclusiva actividad pensan-
te, de su “pensar”, tendrá que situarse, con respecto a los contenidos
de su medio mental, como si tales contenidos hubieran sido produ-
cidos en su totalidad, “necesariamente”, por tal pensar. El pensar
del Hombre de Aire así captado no podrá descansar antes de haber
reconocido, en todo lo que “le sale al encuentro” dentro de este me-
dio mental, la función de esa misma actividad pensante, y lo que
entonces pasa a serle misión específica (al Hombre de Aire) no
puede ser ni más ni menos que el acto de crear en la mente, de “re-
crear en la mente”, por sus propios medios, aquello que le aparece
como “realidad”. El ejemplo más puro de la “recreación” de tales
“edificios mentales” a partir de realidades que se nos aparecen y
que, lo queramos o no, son parte de nuestra propia naturaleza, está
dado por el edificio de la matemática y la geometría.
El colocar todas las formas de nuestro medio mental en una re-
lación tal que entren en una dependencia análoga a la de la matemá-
tica, es el leitmotiv de la vida del Hombre de Aire, el cual, por esto,
parece el mandamiento supremo de una sabiduría de vida, cuyo
símbolo está dado por la verdad matemáticamente concebible.
Y ya ahora nos resulta evidente que este leitmotiv puede ser
aplicado en tres sentidos, a saber:
308
Como exigencia ideal de erigir un edificio que, visto de afuera,
parezca una reproducción de lo dado por la naturaleza, reproducción
lograda por la fuerza mental creadora, y que visto de adentro, parez-
ca el presentimiento de lo dado por la naturaleza en la mente. A la
fuerza de erigir tal edificio la llamaremos fuerza artística, y el edifi-
cio será la obra de arte.
De esto resulta la determinación de una de las modalidades den-
tro de la calidad aérea: la modalidad activa, tal y como se irradia del
signo cardinal de Libra. El Hombre de Libra es el “artista”.
La segunda modalidad, o modalidad “pasiva”, femenina, se re-
ferirá a la capacidad de construirse, dentro de este edificio erigido
por los propios medios de, formándolo en todas direcciones, un
mundo totalmente hermético, donde el Hombre de Aire podrá vivir
recluido como el monje en su clausura, bien que aquel edificio sea
más rico y más amplio que la celda del monje, más espléndido y
vasto que toda realidad, y en él todas las cosas que, “allá afuera,
chocan entre sí por falta de espacio” “vivirán holgadas” en su forma
mental. Llamemos provisoriamente a este tipo Acuario, o el “sabio”
o el “eremita”. Y finalmente tenemos una tercera modalidad, la neu-
tralizadora, que aspira incesantemente a comprobar el valor interior
de este edificio, a examinar siempre de nuevo sus fundamentos y a
probar su solidez. Llamaremos al tipo así caracterizado, el Hombre
de Géminis, el “examinador” o el investigador.
Y antes de pasar a la descripción de cada uno de estos tres sub-
tipos, veamos la relación del Hombre de Aire con las tres restantes
regiones en general. Con respecto al mundo físico, se ha dicho ya
bastante; la realidad material de este mundo, que para el Hombre de
Tierra fuera la instancia máxima, última, de la realidad, no puede
tener el mismo significado para el Hombre de Aire. A éste, las reali-
dades le parecen, antes bien, proyecciones de un mundo más alto,
captado por la materia como una especie de pantalla de proyección.
Los procesos reales ocurren, de acuerdo con esto, en otro
“plano”. El “plano” físico, como podemos llamar, en el sentido del
Hombre de Aire, a esta pantalla de proyección que es para él el
mundo material, no constituye, pues, más que un escenario de efec-
309
tos, ninguno de los cuales es captable en una relación causal con
otros de estos efectos, del mismo modo en que, por ejemplo, las
imágenes que ruedan proyectadas sobre la pantalla cinematográfica
no pueden intercondicionarse en forma causal sino que más bien
apuntan, en su aparente “cosidad”, a la causa fundamental, situada
más allá de la superficie de la pantalla, o, hablando en general, a un
mundo de causas fundamentales que no se brinda a los sentidos,
sino que sólo es captable por la mente18.
Del comportamiento peculiar, bien que sólo consciente, en
realidad, a las formas superiores de evolución, del Hombre de Aire,
en sus tres subtipos, con respecto al mundo físico, se origina una
especie de actitud hacia los procesos reales de la vida que se aseme-
jan a la situación de un espectador en el teatro.
También el espectador sabe que lo que se está desarrollando en
escena sólo pretende “representar” algo, sabe que los actores no son
los verdaderos actores del drama, y saca de ahí una conclusión: le es
lícito, se dice, ver la obra, pero, se agrega, sería absurdo intervenir
en su desarrollo, por ejemplo, en forma activa, para hacer cambiar
su desenlace. Si el espectador pretendiese influir sobre tal desenla-
ce, tendría que hablar con el propio autor de la obra, y éste está más
allá del producto de su imaginación creadora. Ver la realidad de este
modo, como si fuera la obra de un dramaturgo, un juego de sombras
proyectadas, es lo que los griegos llamaban theorein. Quien así con-
templa la vida no es, como el Hombre de Tierra, un “práctico”, no
es un sujeto actuante, pero tampoco es un sujeto paciente, como el
Hombre de Agua, sino, a lo sumo, un “crítico” o –para emplear el
término de los antiguos– un “teórico”. El Hombre de Aire es, ante
todo, el teórico de la vida.
Los procesos de la vida, y la vida misma, sólo tienen para él un
sentido captable cuando pueden ser entendidos como una especie de
verificación o de ejemplo ilustrativo de una teoría, cuya lógica in-

18
Es por eso que diversas escuelas ocultistas llaman a la parte dal cuerpo mental,
al que son inmediatamente accesibles las formas del mundo de las ideas, cuerpo
“causal”.
310
terna reemplaza, en lo mental, lo que falta de causalidad en los pro-
cesos naturales. Y así como el Hombre de Tierra tendía a dudar has-
ta de su propia existencia antes que de la realidad del mundo exte-
rior, el Hombre de Aire antes desconfiará del testimonio de sus sen-
tidos que de los resultados de su teoría. El lema de Protágoras: “El
hombre es la medida de todas las cosas, de las que son, por serlo, y
de las que no son, por no serlo”, puede contarse en este tipo.
Del recién descrito distanciamiento del hombre con respecto a
la vida real, resulta una casi infaltable torpeza y vacilación en la
iniciación de una empresa, vacilación que determina que casi todos
los Hombres de Aire sean dubitativos, sujetos que “llegan tarde”;
son los Hombres de Aire los que, como los poetas somnolientos de
la Partición de la Tierra de Schiller, se van con las manos vacías
por no haberse podido decidir a hacer nada, a defender su lugar a
brazo partido, o a conquistarlo “mano a mano”.
Antes de abandonar la relación del Hombre de Aire con el
mundo físico, digamos unas palabras acerca de su actitud erótica. El
leitmotiv no lo forman, en este sentido, ni la sensualidad ni la nos-
talgia del alma, ni la unión corporal o psíquica.
El objeto del deseo es aquí algo que los Minnesänger, los anti-
guos trovadores –especialmente Walter von der Vogelweide– lla-
maban Minne (el “amor”), ante cuya majestad se inclinaban reve-
renciosos.

“Amor no es hombre ni mujer


ni cuerpo ni alma ha de tener;
ni tampoco es terrestre su figura.
Su nombre es claro mas su forma oscura;
pues nadie sin amor podrá en el suelo
ganar la gloria y la piedad del cielo.”

Sólo se podrá captar mentalmente la Minne; es el don que sale a


relucir en las profundidades de un recuerdo revelado “más allá”, el
don de reconocer lo que ya antes estaba en nosotros como parte de
otro ser que nos pertenece indisolublemente y que con nosotros pro-
duce la unidad llamada “hombre”. De este modo, el sentimiento
311
erótico se convierte en placer de reencuentro y de reconocimiento
en la bienaventuranza de la renovación de un pacto que existía “de
antes”. Lo que, empero, consagra a este pacto es el hecho de que en
él se incluya todo lo que une al hombre con el hombre; se trata,
pues, de toda clase de afinidad, que la forma asume en una herman-
dad cósmicamente ennoblecida, la cual, de acuerdo a su índole, sólo
es posible dentro de un orden ideal, dentro del orden máximo, en
cuanto a amplitud, el orden de la propia humanidad, al que pertene-
cen en calidad de hermanos todos los que se sienten ciudadanos del
mundo mental. El amor enraizado en el ideal de estas relaciones es
el que transfigura la vida erótica del Hombre de Aire.
Con relación al mundo de Agua, el Hombre de Aire asume una
posición que le impone la búsqueda, detrás de las pasiones e inquie-
tudes sentimentales, de un sentido secreto, cuyo conocimiento le
hace posible ver tales pasiones e inquietudes como síntomas de una
enfermedad que amenaza la armonía espiritual. Lo mismo que los
dolores físicos, también los dolores psíquicos apuntan a un punto
vulnerable, y son, en el fondo, expresión de un desconcierto mental
que debe ser subsanado por la mente. Las pasiones y los dolores son
errores del alma por oscurecimiento u obnubilación del claro dis-
cernimiento. En cuanto se logra desbaratar, aclarar tal oscureci-
miento, se produce aquella forma de estado de alma que sólo el
hombre mental es digno de experimentar, o sea, la serena, impertur-
bable alegría del sabio.

“Pero allá en las límpidas alturas


donde habitan formas puras,
cesan los quejidos del doliente,
ya no fluyen lágrimas de pena,
sólo está el espíritu valiente.
Como el iris sus colores pesa
ígneo en el rocío oliente a nube,
a través de un velo de tristeza
el azul a las alturas sube.”
SCHILLER: El Ideal y la Vida

312
La posición del Hombre de Aire con respecto a su propia región
FUE descrita ya de manera suficiente.
Con respecto a las ciencias, el Hombre de Aire es enteramente
metafísico; su aspiración apunta a la que Kant llamó “ciencia pura”,
es decir, a una ciencia cuyos conocimientos obedecen enteramente a
las leyes de la lógica. Pero esto permite reconocer claramente que,
lo que aquí aparece como ciencia, en contraposición con el carácter
empírico de la ciencia del Hombre de Tierra, cobra un carácter mar-
cadamente especulativo y eventualmente constructivo, de modo que
la ciencia que de esta manera se origina es esencialmente afín al
arte.
Toda ciencia basada en suelo de Aire tiene por misión la de in-
vestigar las leyes que representan, a la vez, el plan de construcción
de aquella la máxima obra de arte que los griegos, con admiración
adorativa, llamaban el kósmos (el universo o cosmos), literalmente,
“ornamento”, el “edificio” del mundo.
Del cosmos fluyen a la vez las leyes del arte humano y de la
ciencia de la región de Aire. Todas las ciencias de esta región po-
seen el carácter de “ciencias del espíritu”.
¿Y el arte?
El arte es el experimento adecuado a tales ciencias, experimento
en el verdadero sentido de lo palabra, esto es, tentativa de crear un
cosmos en pequeño y, de este modo, ejercitar la energía creadora –
la capacidad cognoscitiva– en el modelo. En el plano de lo mental,
el arte se convierte en un campo de ejercitación del espíritu hu-
mano, en escuela de sabiduría.
De ahí que el Hombre de Aire no busque en la obra de arte ni la
perfección de la forma ni el romanticismo de un alma dispuesta a
recibir en sí lo más elevado, sino el nuncio espiritual del mundo
más elevado, el nuncio mental que le susurre la palabra de solución,
la fórmula que le abra las puertas del cielo, la puerta que le permita,
luego de haber desechado lo terrestre, penetrar en el cielo como un
huésped, como un creador que, a partir de entonces, pueda entrar y
salir a voluntad por esa puerta.

313
El signo de reconocimiento de este nuncio fue, como ya hemos
visto, la “belleza”.
La belleza se convierte en medida de toda valoración artística.
Y el propio artista se convierte en maestro de una sabiduría que, a
pesar de ser la misma sabiduría a que aspiran las ciencias del espíri-
tu, es de rango más elevado que esta última, o como dijo en una
oportunidad Beethoven de la música:
“La música es revelación elevada, como toda la sabiduría de la
filosofía.” O como dice Schiller en su Oda a los artistas:

“Lo que en mil años de razón se expande


antes de ser manifestado,
simbólico en lo bello y en lo grande
del niño se encontraba revelado.”

Para el Hombre de Aire, el valor de todo arte radica en que


constituya un símbolo de la verdad.
Y ahora, unas palabras acerca de la posición del Hombre de Ai-
re con respecto al problema moral.
Es, sin duda, evidente que los criterios del bien y del mal no
pueden verse aquí en el hecho útil o perjudicial, como tampoco en
el grado de carga hereditaria y de apasionamiento en que se esté
envuelto, sino tan sólo en la “convicción” que no niega lo que ha
sido reconocido como bueno y lo defiende a cualquier precio.
Y de aquí resulta que sólo puede haber una forma de “mal”: la
de obrar contra la convicción verdadera.
Lo que trae este tipo de “mal” al mundo no es la “desgracia” ni
la “culpa”, sino el “pecado” o tentación vituperable de socavar el
edificio de la propia verdad, de la verdad que configura el funda-
mento del mundo mental. Y lo que, de acuerdo con esto, aparece
como el peor de los pecados es la mentira bajo todas sus formas. De
la mentira brotan los más graves peligros para el mundo de Aire.
Por la mentira se produce la contraparte de lo bello, a saber: lo feo,
lo falso; más tarde hablaremos de esto con mayor extensión,
Y pasemos al fin a los signos particulares de la región de Aire.
314
LIBRA, el signo de Aire cardinal, activo, correspondiente a la
modalidad de Rajas, está, como está Aries al comienzo del espectro
zodiacal, en la mitad de éste, vale decir, en posición diametralmente
opuesta al signo de Aries.
El hombre situado en la esfera de irradiación de este signo, en
su calidad de expresión exclusiva, pura, de la energía de Libra –lo
llamaremos el Hombre de Libra– tendrá que aparecer de manera
adecuadamente activa ante esta radiación, deberá tratar de actuar so-
bre el mundo circundante. Pero mientras el Hombre de Tierra po-
seía en su cuerpo material el instrumento adecuado a este mundo
circundante, por el cual instrumento podía comunicarse con la mate-
ria del medio que lo rodeaba, el Hombre de Libra carece –en su
calidad de Hombre de Aire– de tal órgano; carece de “mano” para
actuar en este mundo “penetrando” en él; antes de toda actuación
tiene que proceder a crearse semejante “agente” de penetración;
para ello, interpone entre él y el mundo circundante un órgano regu-
lador que, como la mano del Hombre de Tierra, lo capacite para
obrar, para actuar mentalmente. Y este instrumento de penetración
mental no es ni más ni menos que aquello que llamamos “concep-
to”, vale decir, la “captación de conjunto”, de índole mental. Por el
“concepto” capta el Hombre de Libra este mundo, toma posesión de
este mundo, mentalmente hablando. Por la creación de los concep-
tos crea, por así decir, el terreno a él extraño e intransitable del
mundo de la realidad material, con un sistema de calles principales
y laterales; por la fuerza del pensamiento organizador, el Hombre
de Libra se crea un camino a través de la maleza de lo material. Si
se pudiese contemplar esta actividad del Hombre de Libra con los
ojos de la mente, veríamos que se parece al trabajo de los pioneros,
de los que dedican toda su vida a abrir caminos y construir vías de
tránsito, para, de ese modo, lograr el dominio de un terreno ante-
riormente inaccesible. Este proceso de apertura de caminos es lo
que llamamos la “reflexión”, la ponderación. El instrumento de este
trabajo de pionero es el pensamiento organizador, el concepto cons-
treñido en la palabra. La creación de esta palabra y su configuración
en sistema de concepciones concatenadas en forma de lenguaje, es
el analogon de aquello que para el Hombre de Tierra constituye la
315
consumación del hecho.
El lenguaje constituye el instrumental del Hombre de Libra, ins-
trumental que sirve a la preparación de caminos; el lenguaje consti-
tuye la correspondencia mental de aquello que significa la mano
para el Hombre de Tierra. Y del mismo modo en que Aristóteles
llama a la mano el “instrumento de los instrumentos”, puede carac-
terizarse el lenguaje de los hombres la “obra de arte entre las obras
de arte”.
Si ahora, en base a esta comprobación, tratamos de trazar la ca-
racterística del Hombre de Libra y de entender psicológicamente su
naturaleza, nos resultará ante todo evidente que la obsesión de ac-
tuar que le impone su condición de hallarse incluido en el mundo
exterior, llega a ser la fuente principal de todos los enredos que para
él reserva la vida terrestre. Lo que aquí configura el verdadero con-
tenido de su tragedia no es tanto el tener que “hacer” en sí mismo,
como la necesidad de tener que completar la tarea de ponderación, y
de llegar a una decisión antes de llegar, en la mente, a la meta. La
obsesión de decidir es para el Hombre de Libra la fuente principal
de todos los males. Pero estos males, estos sufrimientos, tienen una
forma muy curiosa, difícilmente accesible a la comprensión del
Hombre de Tierra. Consisten en una especie de necesidad interior
de contradecir en la fantasía el hecho siempre prematuramente ha-
llado y ya crecido a la acción, para continuar de ese modo la inútil
ponderación, como si el hecho no hubiera ocurrido (Epimeteo).
Es por eso que se verá con frecuencia a Hombres de Libra que,
apremiados por parte del medio a adoptar una resolución, concluyen
por hacer algo que se da de golpes con toda la sabiduría teórica con
que aconsejan de continuo y en cualquier momento a los demás; y
lo hacen únicamente para rehuir la tortura que les significa el ser
sacados de su órbita mental.
Reflexionar largamente y hacer luego mal las cosas o dejar la
decisión para los demás es propio de Libra.

“Sagaz pensar y tonto obrar,


así por la vida paso y he de pasar.”
316
Esto confiesa de sí mismo Grillparzer, que, al parecer, se halla-
ba marcadamente bajo la influencia de Libra.
Incapacidad de decidirse, irresolución para penetrar en el rudo
mundo de la realidad; con todo, estas características tienen su fun-
damento muy profundo, que llega a la raíz de aquello que hemos de
considerar como la verdadera determinación del Hombre de Libra, y
el grado hasta el cual es capaz el Hombre de Libra de justificar esta
determinación decide acerca de la condición de “elevado” o de “in-
ferior” de este tipo humano.
Esta misión significa ni más ni menos que el hallar la mediación
entre la interioridad y la exterioridad, el encontrar en la mente el
camino verdadero que solucione la contradicción, en otro caso inso-
luble, entre la mente y la materia, y que la solucione de manera ar-
mónica. El empleo de todas sus fuerzas en esta solución es tarea
propia del Hombre de Libra. Sustraerse a ella es propio del Hombre
de Libra inferior y solucionarlo, no para sí, sino para los demás, es
propio del Hombre de Libra elevado.
Si pudiésemos ver mentalmente de antemano la solución de esta
tarea, tendríamos ante nosotros la imagen de una carretera, creada
por la mente del Hombre de Libra elevado, y en la cual todos,
reunidos en comunidad de metas, vueltos más o menos rápidamente
camaradas de ruta, siguen el mismo camino, el camino “verdadero”,
como llama Lao-Tsé a su obra: Tao-Te-King, el libro del camino
verdadero; Lao-Tsé, el hijo grande del Imperio del Centro, de
China, el país que se halla bajo el signo de Libra.
Lao-Tsé es en realidad el heraldo de la doctrina de Libra; Tao
es la palabra que en chino significa a la vez “camino” y “pondera-
ción” o, mejor dicho, el “camino” y el pensar que crea tal camino.
Pensemos en qué resultaría, en qué ocurriría, si, como Hombre
de Libra, se tratara de rehuir el cumplimiento de la misión específi-
ca, por significar ya de por sí esta misión una decisión a tomar; lle-
gamos así a un tipo humano que, aunque también muestre los crite-
rios del artista, lo hace en sentido negativo. El Hombre de Libra
inferior ha convertido en su filosofía de vida el rehuir en lo posible
toda clase de rozamientos, buscar un punto de apoyo tranquilo y
317
quedarse allá en actitud de expectación ante la vida; allí donde se
vea obligado a seguir adelante, tratará de seguir el camino del me-
nor esfuerzo, sometiéndose a todas las circunstancias para ello; la
“comodidad” es su máxima principal. Y en esto presenta una gran
semejanza con el tipo inferior de Tauro. Éste huye de todo conflic-
to; lo principal es no esforzarse; toda pasión es desagradable; lo
mejor es no actuar mientras se pueda postergar las cosas; al fin de
cuentas, si se sabe esperar, todo concluye por transcurrir. ¿Para qué
inquietarse? Y más aún: no tomar partido, no mezclarse en cosas
que a uno “no le importan”. ¡Y cuidado con mirar lo que no se pue-
de ver con agrado! El último refugio en la vida es la coartada moral-
mental de un desinterés absoluto. ¡Sí, en el fondo, todo no es más
que vanidad!
Se puede llegar así a una especie de indiferencia como la que
conocimos en el tipo de Piscis. Sólo que aquí, en el tipo inferior de
Libra, no es el “comprenderlo todo” psíquicamente lo que importa,
sino que importa una actitud en lo moral, que podría –en analogía
con la ya mencionada imagen del par de agujas astáticas– ser com-
parada con el estado de indiferencia de la balanza misma, que en su
imparcialidad es, a no dudarlo, apta para “ponderar”, para “pesar”,
pero no para guiar ni para decidir. De este modo se produce un es-
tado de inercia moral que podrá llamarse “más allá del bien y del
mal” –siendo, en realidad, el término de “más allá”, mera expresión
de completa indiferencia ética– y que es la caricatura negativa de la
justicia. Hacer triunfar esta indiferencia en la vida es el arte especial
del Hombre de Libra poco evolucionado.
Pues también éste es un artista, también él sabe neutralizar dife-
rencias con la aplicación de este principio de Libra, sabe neutralizar,
ante todo, los contrastes, “por principio”. Todos tienen razón a su
manera; el único error está en haberse afirmado sobre un único pun-
to de apoyo. Pues como hace decir Raimund a su buen viejo Valen-
tín en Der Verschwender: “Al final, nadie sabe nada”. O como dice
el viejo Hauderer de Anzengruber: “¡Todo esto es una tontería!”
Y llegamos a un grupo de tres características propias del tipo de
Libra, que aún no ha cobrado conciencia de su misión, a saber:
318
Falta de decisión, fuga ante cualquier perturbación del estado de
equilibrio y fuga ante la lucha.
No olvidemos que esta actitud significa para el tipo de Libra in-
ferior una filosofía teórica de la vida, que, allí donde le toque ac-
tuar, demuestra ser impotente para dar una orientación a ese “ac-
tuar”. Es por eso que resultaría difícil hallar un signo que muestre
de manera más funesta que este la controversia entre el modo de
actuar y la configuración del carácter; la fuerza de Rajas se agota,
en este tipo de Libra poco evolucionado, en el rechazo de toda coer-
ción para actuar y en la lucha por conservar el equilibrio mental.
Si ahora confrontamos este tipo de debilidad, blandura y arte de
escabullirse con el Hombre de Libra elevado, cuya misión, bien
reconocida por él mismo, es la de reconciliar el mundo mental con
el mundo físico, la de vestir la verdad mentalmente captada con el
manto de la materia, obtendremos la verdadera fuerza de Rajas del
elemento aéreo, la fuerza del artista creador, que sabe imponer a la
materia la forma de la idea o de la imagen arquetípica.
Para entender esta fuerza, volveremos a recorrer aquí el camino
que, en oportunidad de estudiar la evolución del tipo humano supe-
rior en los demás signos del zodíaco, recorrimos ya otras veces.
Partimos del órgano que en el cuerpo humano corresponde al campo
de radiación de Libra, esto es, del riñón, cuya función específica es
la de librar el cuerpo de la escoria fisiológica, por la desintoxicación
de la sangre. El riñón se convierte aquí efectivamente en un órgano
de la “decisión” en el cuerpo, sólo que, en este caso, se trata de una
decisión que sólo podrá ocurrir cuando se haya logrado establecer la
“diferencia” entre aquello que se orienta en la dirección de la vida
constructiva y aquello que amenaza con la destrucción.
El riñón se parece a un tamiz viviente o a un filtro que separa lo
deleznable de la vida. La diferencia entre la función renal y la diges-
tiva –Virgo– es clara; en el caso del riñón no se trata de aportar ali-
mento al cuerpo, sino, simplemente, de mantenerlo en estado de
higiene.
Y lo que ocurre en la vida corporal por el riñón se parece a la
labor de un escultor, que de la piedra hace surgir la estatua, alejando
319
con el cincel y el martillo lo que la piedra “oculta”; pues la estatua
ya está contenida en 1a piedra, ya está contenida para el ojo del ar-
tista, que vio su figura arquetípica en la mente y la pensó “dentro”
de la materia, de modo que su tarea se limita luego a liberarla del
ataúd de esta materia.
Y es misión del Hombre de Libra elevado la de ser un escultor
de la vida. Es sagrada misión de su vida el convertirse él mismo en
el riñón de la humanidad, en el órgano de desintoxicación de las
sustancias agotadoras de la vida; el cincel y el martillo se convierten
en instrumentos mentales; la estatua, en imagen viviente del hombre
superior; los desechos de la piedra, en la escoria evolutiva de que la
ha librado aquél.
De allí en adelante, la misión del Hombre de Libra consiste en
mantener viva, tanto en lo grande como en lo pequeño, la imagen
ideal del hombre superior, del hombre mental, de mantenerla viva
para la humanidad, de mantener abierto el camino al que afluyen los
impulsos mentales de los mundos superiores en dirección a los infe-
riores, el camino del cual el Hombre de Libra, gracias a su naturale-
za de Libra, puede ser guardián escogido. ¿Y cuál es este camino?
Aquel en que, sin excepción, se producen las nupcias entre el
macro y el microcosmos, el intercambio de fuerzas entre la parte y
el todo, o aquello que hemos llamado la gran respiración, cuyo sím-
bolo era la estrella de cinco puntas (véase la figura 1 de la primera
conferencia de la primera serie).
Recordemos este símbolo. La estrella de cinco puntas tiene la
capacidad de crecer, en la misma medida, hacia afuera y hacia aden-
tro, hacia lo infinitamente grande y hacia lo infinitamente pequeño,
según una y la misma ley; de este modo vemos plásticamente cuál
es el sentido profundo de este símbolo: constreñir en lo pequeño,
captable, lo que brinda el Todo universal en incaptable infinitud.
Esta reproducción constreñida, condensada, del Gran Todo, es lo
que los griegos llamaban el symbolos, el “símbolo”, esto es, lo
“condensado”, en suma, lo creado, la obra de arte.
El símbolo es como un talismán dado a la humanidad, una
“prenda” de recuerdo para que ésta olvide a su patria, para renovár-
320
sela siempre de nuevo en su fuerza ennoblecedora, misión confiada
al Hombre de Libra elevado, o “mensaje” del artista.
Pero, en tanto el artista mantiene abierto el camino hacia la pa-
tria mental y cuida de tal camino, se convierte a la vez en custodio
de la entrada de toda interiorización, en custodio cuya función es la
de cuidar los portales del camino mental o de la iniciación en el
saber oculto.
Del mismo modo en que, en el signo de Aries, que se opone al
signo de Libra y, como veremos más adelante, configura el com-
plemento de éste, podemos ver el comienzo del zodíaco, porque, a
partir de dicho signo de Aries, sale la renovación de la vida de la
humanidad luego del sacrificio, por cuya fuerza se logró quebrar el
círculo siempre cerrado en sí mismo, de ese mismo modo podemos
ver en el signo de Libra el camino de la renovación del yo indivi-
dual o del “lugar de nacimiento” del hombre superior, que se des-
embaraza del hombre inferior; surge, por así decir, de éste como a
través, de un nuevo nacimiento. Por eso, como el signo de Aries al
comienzo del zodíaco, el signo de Libra está en el medio del zodía-
co, como signo de cambio, que no posee el carácter de una ruptura,
sino el de una transposición de un portal que libera la mirada en
ambas direcciones y, de este modo, permite reconocer cómo lo infe-
rior no es más que reflejo incompleto de lo superior. Y del mismo
modo en que la obra de arte, como sacrificio del hombre que atra-
viesa dicho portal ante el altar de la sabiduría, muestra dos rostros,
uno orientado hacia el mundo material, que se llama “belleza”, y
otro orientado hacia el mundo mental, que se llama “verdad”, así la
función del planeta Venus, que representa el transmisor de fuerzas
del signo Libra, nos muestra esta función doble en una figura que
Schiller ha descrito con palabras incomparables, las cuales nos per-
miten reconocer con total claridad cómo el planeta (Venus), que ya
conociéramos como señor del signo de Tauro, aparece aquí en el
signo de Libra en su fuerza orientada hacia el futuro:

“Ella, rodeada de una gloria


de Oriones, en augusta excelsitud,
por genios puros en su trayectoria
321
seguida, sobre toda magnitud
astral, huyendo pues la entrona
el sol, la majestuosa Urania,
despojada, de fuego, su corona,
ante nosotros bella está.
Ceñido el cinto niñamente,
nos brinda como a niños su beldad,
y lo que cual belleza aquí se siente
alguna vez veremos cual verdad.”

Urania, Venus Urania, así se llamaba entre los griegos la Venus


mental, correspondiente a Libra.
Si nos detenemos ahora en el papel que desempeña el Hombre
de Libra en la vida práctica, lo veremos constantemente activo, sir-
viendo a la belleza, suavizando asperezas, redondeando lo escarpa-
do, instando por doquier a la reconciliación y, allí donde la riña de
los puños, de las pasiones y de las opiniones amenace con destruir
la paz de los hombres, el Hombre de Libra mostrará cómo el apar-
tarse del camino verdadero no obedece más que a la falta de un co-
rrecto punto de vista, pues el camino verdadero no puede ser más
que uno: el de la armonía máxima posible entre la verdad correcta-
mente captada y la realidad. Aspirar a las grandes medidas de la
armonía es deber moral, el convertirlas en medida para el juicio se
llama ser justo. Y de este modo, el Hombre de Libra, lo mismo que
el Hombre de Capricornio, llega a un ideal de justicia. Pero mien-
tras el Hombre de Capricornio ve en la justicia una especie de nor-
ma jurídica, que poseería su modelo en la ley física de la igualdad
entre la acción y la reacción, es decir que, en realidad, correspondía
a una ley de venganza, la idea de justicia que corresponde al signo
de Libra apunta a la neutralización, esto es, a la preocupación de un
criterio que expulse del mundo los opuestos. Y de este modo llega-
mos también aquí a tres ideales: verdad, justicia y belleza.
Si ahora comparamos los dos tipos de Libra, el superior y el in-
ferior, cuyas características ya fueron descritas, resulta que, aún en
el tipo de Libra que todavía no ha madurado a la conciencia de su
propia misión, se puede percibir un resplandor del tipo más evolu-
322
cionado, haciéndose entonces notar este resplandor por el hecho de
que también de él irradia un algo capaz de esparcir en torno de sí
una curiosa aureola de serenidad y sosiego, como el aceite que se
derrama sobre las olas.

Y pasamos al signo de ACUARIO.


Acuario, la modalidad fija, femenina o de Tamas, de la región
de Aire, reúne las fuerzas del conocimiento creador y las eleva a la
máxima potencia. Pero esta potencia permanece totalmente en esta-
do de reposo, queda, como dicen los físicos, en estado “potencial”,
encerrada en sí misma, sin buscar salida hacia “afuera”. Es aquí
donde cobra la más pura realidad aquello que fue dicho acerca de la
peculiaridad del tipo humano ficticio, cuya vida transcurre en forma
exclusivamente mental y se desarrolla en un mundo que es producto
exclusivo de su propia creación mental, mundo en el que no impera
más ley que la de la interdependencia del ordenamiento, o de la
coordinación, o de la superposición de todos los elementos funda-
mentales, dentro del marco de un inmenso edificio cuya arquitectura
obedece al “espacio” mental, del modo en que la hemos descrito en
la segunda conferencia de esta segunda serie.
Acaso el reflejo más inmediato de esta arquitectura mental en el
mundo físico, común a todos nosotros, estaría dado por la arquitec-
tura del lenguaje humano y de la música instrumental. De acuerdo
con esto, en el mundo mental sólo se podrá hablar de un espacio o
de una ley espacial en sentido figurado. En realidad, este mundo
mental de Acuario está tan al margen del espacio físico como el
lenguaje y la música. Y a un mundo de esta índole, totalmente des-
ligado del espacio físico, aun cuando esté comprendido en las leyes
de un espacio mental, un lo puede llamar, para aclarar este “no estar
en el espacio”, según Thomas Morus, la utopia. Y así llegamos a la
primera característica fundamental del Hombre de Acuario: éste es
“utopista”.
Y en esta utopía vive el Hombre de Acuario como el monje en
su celda, pues también él es un monje, un mónakos, un “ermitaño”
en su mundo, en el cual todo se halla relacionado en forma exclusi-
323
vamente mental, en relaciones que se completan en perfecto equili-
brio, del mismo modo en que, a su vez, este equilibrio sustenta e
impulsa al Hombre de Acuario, de manera que se llega a aquella
medida máxima del “bastarse a sí mismo” que ya no necesita de
ningún apoyo exterior.
Este “bastarse a sí mismo” de su mundo, confiere al Hombre de
Acuario su segunda característica fundamental: éste ya no es úni-
camente un utopista, un eremita, sino que también es un “autarca”,
un ser “fuerte”, un ser que logra su poderío máximo cuando está
solo, y que por eso mismo sabe que es en tal soledad que se basa su
fuerza, esto es, que dicha fuerza se verá amenazada en cuanto aquél
dilapide su soledad y abandone la utopía. Es por eso que su man-
damiento máximo puede ser el de mantenerse fiel a sí mismo cueste
lo que cueste. Deberá conservar una absoluta falta de compromisos
frente a la vida práctica, para conservar el leitmotiv de su conducta.
Esta autarquía no se refiere, empero, más que a lo mental de su
vida. En esta fase, la condición principal que se le impone es la de
una incondicional originalidad en relación a todo lo que haga; no
pisar la huella de nadie, si el camino no fue hallado por los propios
medios; debe conservar a cualquier precio su independencia mental.
Cuando le preguntaron al compositor Franz Lachner si era wag-
neriano o brahmsiano, respondió: “Ni lo uno ni lo otro; soy yo
mismo.”
El Hombre de Acuario tiene su propia cosmovisión, su propia
ciencia, su propia ética, su lógica y psicología propias. Y por eso
siente que, para conservar estas propiedades, no sólo debe evitar ex-
ponerse a influencias extrañas, sino que hasta debe procurar no ha-
blar a los demás acerca de su propio mundo utópico, para no profa-
narlo, para no tener que sufrir, por ejemplo, la conmoción de este
mundo por obra ajena. Tendrá que mantener este mundo alejado de
los pasos ajenos; más aún: él mismo tendrá que alejarse lo más po-
sible de los otros.
Es por eso que una tercera característica del Hombre de Acuario
es la del orgullo espiritual, acompañado de la conciencia de no po-
der pertenecer jamás a la masa, de ser un “elegido”. Y precisamente
324
por el hecho de temer la profanación de su mundo, que lo llevará a
sustraerse a los demás, también tendrá que mantener en secreto la
nobleza de su condición de elegido. Aun cuando en el fondo de su
ser todo compromiso le sea desagradable, tendrá que obrar como si
no supiese una palabra acerca de aquella condición nobiliaria, se-
llando de este modo un compromiso aparente consigo mismo. Ten-
drá, como dicen los psiquíatras, que “disimular” la creencia en su
singularidad, y conducirse, en lo posible, como los seres “comunes”
del rebaño.
El Hombre de Acuario –y esta es una característica más– alter-
na “de incógnito” con sus semejantes, como, por ejemplo, un Harun
al Raschid o un José II, amable y benévolo, pero con una repugnan-
cia interior por todo lo ordinario y vulgar.

“Parece usted venir de noble techo,


parece usted soberbio, insatisfecho.”

De esta manera identifica Frosch en la Taberna de Auerbach a


los huéspedes extraños que podrían ser nobles.
En el cuadro de carácter dado hasta ahora no se alcanza a
diferenciar al Hombre de Acuario superiormente evolucionado del
Hombre de Acuario inferior. Sin embargo, podemos ver que los
rasgos individuales de este cuadro pueden ser aplicados, sin
cambios fundamentales, a dos extremos: al sabio solitario y al tonto,
igualmente solitario, pero enredado en sus propios delirios
paranoicos. Por más que la diferencia entre ambos sea extrema,
tiene que haber cierta similitud, y nada insignificante, entre ambos.
¡Cuánto verdadero sabio pasó por tonto ante sus coetáneos, y cuánto
demente pasó por sabio!
¿Era Diógenes más tonto o más sabio? ¿Era uno de aquellos lo-
cos metódicos, consecuentes, no contradictorios, acabadamente me-
tódicos? Esta noción del método en la locura nos lleva a un concep-
to que pertenece enteramente a la esfera del signo fijo de Aire, y
porque es de por sí lo suficientemente interesante como para que, al
caracterizar el riguroso método mental del demente, se hable de la
325
“idea fija”, esto es, de una idea que, de acuerdo a la realidad exte-
rior es absolutamente incapaz de compromiso alguno, porque la
idea fija exige que la realidad se ordene por ella, de manera que la
frase de Protágoras anteriormente citada (“El hombre es la medida
de todas las cosas”) rezaría así: “Yo, yo soy la medida de la verdad
misma, yo soy el método, yo soy la medida de todas las cosas.”
Si se pretendiese incluir esta doctrina de vida en alguno de los
sistemas filosóficos, se llegaría a una visión que se denomina solip-
sismo, esto es, una filosofía en virtud de la cual lo único acerca de
lo cual no puedo dudar, en cuanto a existencia, es mi propio yo,
entiéndase bien, mi propio yo, y no el “yo” de otros, o el yo en ge-
neral. Esta filosofía sólo puede existir una única vez y ser propia de
un único ser, esto es, de mí; no es apropiada para ser enseñada a
nadie, pues, fuera de mí, no hay nadie que la pudiera aceptar. Y con
esto hemos llegado al punto en que se separan los caminos del tipo
de Acuario superior y del tipo de Acuario inferior. Ambos viven en
su utopía como en su verdadera patria, pero es la índole especial de
esta utopía la que nos permite reconocer en qué dirección evolucio-
na el tipo de Acuario que la habita.
Lo que diferencia sustancialmente entre sí a ambas orientacio-
nes es su respectiva relación con el “tú”. Es este el problema más
difícil que debe afrontar la naturaleza de Acuario: ¿cómo encuentra
el Hombre de Acuario, a partir de su mundo hermético, él camino
hacía el tú?
Sólo podrá transitar, o tan sólo hallar este camino, por dos me-
dios: concediendo al tú el derecho del yo, o “dejando caer” su yo
superpotenciado, para, luego de unirlo al tú, reencontrarlo en un
plano superior, en un “ultra-yo” u “omni-ego”, al cual fue sacrifica-
do el presuntuoso “ego exclusivo”, en favor del yo universal, de
modo que muera el “superhombre”, para que cobre realidad el
hombre sencillamente puro que, a su vez, conociendo ya su natura-
leza humana universal, deberá bailar el camino hacia el prójimo,
que, al fin de cuentas, es tan “noble” como él, pues también puede
ser o es depositario del rango cósmico de su condición humana.

326
“Hombres por igual nacidos
son especie nobiliaria.”
HEINE

Y para delinear nítidamente el matiz diferencial entre los tipos


elevado y bajo de Acuario, partiremos del órgano que, en la corres-
pondencia cósmica, representa la radiación de Acuario: la pierna, es
decir, la pantorrilla.
Las pantorrillas son aquella parte del cuerpo humano de donde
provienen, los músculos por cuya fuerza no sólo estamos en condi-
ciones de avanzar, sino que, y esto es mucho más esencial, de “sal-
tar” y de “bailar”, o sea, y aunque no sea más que fugazmente, de
abandonar el suelo, de desligarnos de él y de elevarnos por encima
de él. Traducido esto a lo mental, este desligamiento de lo “terres-
tre” significa, ante todo, la liberación de las ataduras pretéritas de la
tradición, de lo heredado y transmitido, de todo aquello que, en su
Wallenstein, llama Schiller el “eterno ayer”,

“que vale hoy porque ha valido ayer”.

Desde luego, lo que ha valido ayer puede valer también hoy, pe-
ro no porque haya valido “ayer”; antes bien, por haber sido “redes-
cubierto” hoy. No se trata aquí de proceder como en el Fausto de
Goethe:

“Lo que hayas heredado de tus padres


conquístalo y lo poseerás.”

Ya de por sí es una maldición el que exista eso que se llama lo


“hereditario”. Huye de ello, para poder resurgir todos los días a tu
propio tú, libre de trabas.
Es por eso que el auténtico Hombre de Acuario tendrá que ser,
como el Zarathsustra de Nietzsche, el “bailarín”, que, liberado de
toda forma de tradición, es primera y última autoridad de sí mismo.
Pero precisamente en este momento, en el breve, demasiado

327
breve momento en que el bailarín se ha elevado del suelo, reaparece
la gravedad terrestre y el bailarín tiene que “regresar” y volver a
“apoyarse” para el próximo salto, y así sucesivamente. Si no existie-
ra el suelo terrestre, ¿cómo emplearía sus fuerzas? Y así sucede que,
siguiendo con nuestro ejemplo, se forma un estado en que encon-
tramos dos elementos que nos permitirán diferenciar con claridad el
camino hacia arriba del camino hacia abajo, para el Hombre de
Acuario. El uno de entrambos elementos está dado por el hecho de
tener que despegarse continuamente de la Tierra; se trata del camino
de la protesta siempre renovada contra lo gravitación terrestre; el
otro elemento es el de la continua “llegada abajo”, luego de estarse
“arriba”, de haberse gozado de una vasta y libre perspectiva, más
amplia que la que se puede obtener abajo.
Quien recorra el camino de la protesta vivirá en un continuo es-
tado de guerra contra un mundo de enemigos; el mero esfuerzo de
mantener a estos enemigos apartados de sí, consumirá gran parte de
las energías vitales de aquél, concluyendo por imponerle, como úl-
timo refugio, el del ascetismo y la soledad. Y de esta manera vemos
surgir ante nosotros la figura del “excéntrico”, o aun del “cínico” y,
finalmente, la del “misántropo”, que tiene que aislarse, para con-
cluir la última consecuencia trágica del hecho de haber cometido el
grave error de creer que la parte desprendida del todo pudiera algu-
na vez llegar a constituir un todo por sí misma. Pero precisamente
por estar obligado a negar este todo, se imponen a este “misántro-
po” dos profesiones de fe que, antes bien, podrían calificarse de
profesiones de incredulidad y que, ante el forum de la propia con-
ciencia, desempeñan el mismo papel que el del disimulo, arriba ca-
racterizado, ante el forum del mundo circundante.
El tal “excéntrico” es ateo sin convicción e irreligioso sin liber-
tad interior.
Y del mismo modo en que el bailarín que periódicamente “cae”
al suelo podría considerar esta “caída”, este “aterrizaje”, como una
interrupción necesaria de su “vuelo por los aires”, el tipo inferior de
Acuario sólo se entera de la necesidad de tener que salir temporaria-
mente de su exclusividad en la medida en que tal necesidad le per-
328
mita reconocer cuánto mejor, cuánto más perfecta y armónicamente
se está en su celda utópica, donde halla, sin rozamientos ni luchas,
las correspondencias mentales, o los equivalentes inconfesados de
todos los valores, cuyas caricaturas le chocan tanto “allá afuera”, a
él, el “noble”. Siendo “hacia afuera” un misántropo, y despreciando
el mundo, bien que en forma secreta, recibirá, en la sala del trono de
su mundo mental, a todos, amigos y enemigos, en una indestructible
unión espiritual, pues, al fin de cuentas, los ha vuelto a crear a todos
según el plan de su propia mentalidad, como un segundo Prometeo.
La tragedia de este solitario, que, a cualquier precio, aun a costa de
la disensión con Dios y con el mundo, quiere resguardar su “propio
yo”, ha sido descrita con fuerza incomparable por Nikolaus Lenau,
como idea fundamental de su Fausto.
Dice el monje:

“¿Quieres al santo ver y conocer?


Su luz primero en tu alma debe arder.
Su fuerza hará que al fin se te imagine.
¡Oh, que su fuerza sobre ti se incline!

Y dice Fausto:

“Si el contemplado sólo es él,


si es ojo y luz el santo aquel,
tan sólo él mismo ha de ver
y verlo yo no he de poder.

Y más adelante, sigue Fausto:

“Sólo un saber me habrá colmado,


que es mío y que de él se ha desligado;
conmigo mismo siempre he de quedarme,
con este murallón que me acompaña;
pues con su oleaje el mar no ha de arrancarme
como al rocío que la hierba baña.”

Si ahora comparamos este presunto “superhombre” con el


329
Hombre de Acuario superiormente evolucionado, que no conoce la
protesta contra la Tierra y conoce, en cambio, el arte de desligarse
de ella, para, luego del “salto”, caído nuevamente a la Tierra, brin-
dar a ésta lo que él ha visto “allá arriba”, el cuadro descrito se trans-
forma de manera curiosa.
Permítaseme describir en forma de visión qué es lo que en este
caso puede manifestarse como utopía del Hombre de Acuario supe-
rior, como utopía al cabo de la cual (luego de haberse desligado de
la Tierra) regresa a la Tierra, y qué es lo que tal Hombre de Acuario
acierta a llevarse consigo, de esa utopía, a la Tierra. Esta visión nos
abrirá los ojos con respecto a algo que existió desde siempre, pero
que sólo en nuestros días cobró forma perceptible para todo el mun-
do.
Recordemos que, al tratar el problema de la evolución, hablá-
bamos de la huella de seres mentales superiores, de la huella que
estos seres dejaban sobre la arena de la Tierra, y que, más aún, era
el propio ser humano el que también estaba empezando a la sazón a
estampar su huella en el reino terrestre, continuando, en su grado de
evolución, la obra de aquellos seres superiores, al recrear intuitiva-
mente los símbolos secretamente ocultos en su propio cuerpo físico,
los símbolos de las fuerzas creadoras, en forma de herramientas,
instrumentos y máquinas para su propio uso, siendo que sólo más
tarde reconoce de dónde le vino el saber que le permitiera llevar a
cabo tales obras de creación: el puño (martillo, tenaza, tijeras), el
ojo (la cámara fotográfica, etcétera)19. El hombre de Acuario infe-
rior podrá hablar de sus inventos, oponiéndolos a la “tonta” natura-
leza; el Hombre superior no lo hará.
Y lo que acabamos de exponer ha de darnos una idea clara de
aquella visión, pues pasamos ahora a hablar de una invención del
ser humano que al parecer no ha sido sacada de la organización del
cuerpo físico, como los ejemplos arriba citados, sino de la organiza-
ción de su cuerpo mental. Este invento, que permite presentir la

19 Primera serie, tercera conferencia.


330
utopía del Hombre de Acuario superior, es la radiotelefonía.
La radiotelefonía crea la ilusión de un mundo puramente men-
tal, en el que los pensamientos de todos los seres humanos fluyen
paralelos, o se entremezclan, convertidos, como aquí las ondas del
éter, en objetos, en patrimonio común de la percepción, como aquí
los objetos físicos. Provisto de una antena mental, cada ser humano
se convertiría inmediatamente en habitante de este mundo mental.
En esta utopía no habría posibilidad de aislamiento mental; todo
pensamiento se haría de inmediato visible al espacio común de tal
utopía. Y de aquí resulta con lógica coercitiva, una ley que se dife-
rencia en mucho de la ley física del mundo material, pues, orienta-
da, como está, hacia el futuro, cobra la forma de una “exigencia”,
una exigencia que parecería la contraparte del imperativo categórico
de Kant, la exigencia de pensar de modo que cada pensamiento ais-
lado resulte apto para alimentar la fuerza de la corriente única, co-
mún, del pensamiento de la verdad, y de conservar esta corriente.
La idea resultante de esto, la idea de una armonía universal, total,
mental, bajo el signo de la verdad, puede compararse realmente con
la ley que, por ejemplo, guía la ejecución de conjunto de los músi-
cos integrantes de una orquesta, siendo que cada uno de ellos, lejos
de pensar que su registro es el principal, y de considerar a sus com-
pañeros como una especie de mal necesario, tiene plena conciencia
de que sólo alcanzará la meta común en armonía con los demás, de
los cuales él es parte integrante, como miembro necesario a la co-
munidad; sólo así alcanzará la realización ideal de la obra de arte o,
en otras palabras, podrá conferir a la obra mentalmente contemplada
el cuerpo físico que le corresponda.
Y lo que, con esto, constituye el deber del Hombre de Acuario
superior es el conferir realidad a la idea de una comunidad humana,
dentro de una aspiración pura a la verdad, para convertirla en “ho-
gar” del hombre perfecto, en forma tal que el hijo de la Tierra co-
mulgue con el hijo del Cielo.
De tales impulsos provino, en el siglo XVIII, por los clásicos
alemanes, y especialmente por Herder, el ideal de “humanidad”,
como ideal humano universal. En el espíritu de este ideal estaba el
331
axioma utópico de la igualdad de todos los seres que llevasen rostro
humano con respecto al logro de la suprema dignidad humana, in-
dependientemente del origen, la raza, la lengua, la religión y aun del
grado de evolución física, psíquica, mental y moral de cada uno.
Cualquier diferencia en cualquiera de estos sentidos no tiene ningu-
na importancia ante la mirada mental, que, hasta en el degenerado,
acierta a reconocer lo divino.
Si examinamos ahora la utopía que configura el “hogar” del
Hombre de Acuario superior, estaremos contemplando a una comu-
nidad humana cuyos miembros se pertenecen mutuamente en forma
inseparable, como los órganos físicos del cuerpo humano. El senti-
miento de vida que se irradia de la conciencia de esta reciprocidad
sobre cada uno de los individuos de tal comunidad es como la em-
briaguez de un amor y una gratitud recíprocos, que no ha nacido ni
de un nostálgico romanticismo ni de un deseo sensual, sino de aque-
lla alegría ultraterrena de vivir que representa el analogon de lo que,
en lo físico, es el sentimiento de la salud, vale decir, una eterna pri-
mavera del espíritu. Fue a esa elísea embriaguez que dedicó Schiller
su inmortal Himno a la alegría, el cual, a la vez, está destinado a
exaltar los sentimientos fraternales de toda la humanidad, senti-
mientos que la venidera época de Acuario llevará a la realidad.
Y ahora, para resumir una vez más lo esencial de este signo,
que simboliza, entre los cuatro animales sagrados de la Biblia, al
propio hombre en su naturaleza más peculiar, recordemos las pala-
bras que Klopstock pone en labios de Adán “moribundo”, como
bendición para la humanidad futura:
“Sed sabios, para que vuestro corazón sea noble... Amaos unos
a otros. ¡Sois hermanos! Por tanto, la humanidad sea vuestra biena-
venturanza. Halle grandeza máxima entre vosotros el hombre que
logre ser el más humano. . .”
El transmisor de la fuerza de Acuario es el planeta Saturno, el
mismo planeta que ya conocimos como señor del signo de Capri-
cornio, el dios del tiempo y de la siembra, señor de toda simiente;
sólo que aquí, en Acuario, lo tenemos en su polaridad positiva,
orientada hacia el futuro. Pues lo peculiar del misterio de la simien-
332
te, de este “símbolo” vivo, o de creación de la vida, es el hecho de
que en él radican tanto la memoria del pasado como la fuerza orien-
tadora del ideal futuro. Del mismo modo en que el germen humano
brotó de Dios, comulgó con la Tierra y aspira a regresar a Dios, a un
“regresar” que es a la vez un “avanzar”, brotado de un pasado que a
la vez constituye el ideal de un futuro, sea también el ideal del
hombre, el ideal siempre despierto en el espíritu del hombre, el de
hacer que el germen divino que le fuera confiado como simiente
madure al encuentro del futuro, consciente de la dignidad que gravi-
ta sobre la etapa humana de la evolución del Todo.

Y pasemos a GÉMINIS, los “mellizos”, el signo de la modali-


dad neutralizadora, el género Sattwa del elemento Aire. No es ahora
con el “artista” con quien nos encontramos, con el hombre que creó
la obra de arte como herramienta de su penetración en el mundo de
la realidad; tampoco nos encontramos con el “sabio”, con el hombre
que “vive” la obra de arte concluida, de la que se irradian las fuer-
zas que permiten aspirar a la armonización paulatina del mundo de
la realidad; ahora, al encontrarnos con el Hombre de Géminis, es-
tamos en presencia de un ser cuya naturaleza revela, con especial
claridad, un “algo” semejante a la naturaleza del Hombre de Piscis,
sólo que aquí no se refiere ese “algo” al mundo psíquico, sino al
mundo mental.
Para entender esto, partiremos del símbolo gráfico del signo de
Géminis; vemos así dos líneas verticales paralelas, unidas arriba y
abajo por una especie de barra vertical. Esta figura puede ser consi-
derada como una simplificación de las figuras mitológicas de Cástor
y Pólux, los mellizos de la conocida historia de que hablaremos de
inmediato. En el símbolo del signo de Piscis, los dos peces estaban
dispuestos uno al lado del otro, pero tocando la cabeza del uno la
cola del otro, y viceversa, lo que nos sugería la comparación de este
símbolo gráfico con el par de agujas astático; aquí, en el símbolo
del signo de Géminis, las dos “figuras humanas” de los mellizos
están dispuestas una al lado de la otra, pero no en posición recípro-
camente invertida; y a pesar de esto, subsiste entre ellas el mismo
contraste que entre los peces de Piscis, aunque de otra manera. Cás-
333
tor y Pólux son mellizos, son hijos de una misma madre, pero no de
un mismo padre. El padre del uno, de Pólux –Polideuco–, es un
dios, el dios supremo, es Zeus; el padre de Cástor es un ser humano,
el rey Tindareo. Y Pólux, al igual que su padre celeste Zeus, es in-
mortal, mientras que Cástor, al igual que su padre terrestre, es un
hombre mortal. Y de este modo resulta, de pronto, evidente que
aquellos dos hermanos mellizos no están destinados a representar a
dos diversos individuos humanos, sino que forman conjuntamente
el Hombre en el cual se unen el origen celeste y terrestre, el hijo del
hombre y el hijo de Dios. Llegamos así al sentido profundo del pro-
blema de Géminis, sentido que expresan con absoluta evidencia los
versos, tan a menudo citados, que puso Goethe en boca de Fausto:

“Dos almas viven ¡ay! dentro de mí;


la una de la otra quiere aislarse.
La una con sus órganos aquí
en este mundo, insiste en regodearse.
La otra desde el polvo hasta el país
de sus mayores quiere remontarse.”

En estas palabras se pone más de manifiesto la tensión psíquica


del ser humano, cuyos anhelos, cuya nostalgia está dividida entre su
patria celeste y su patria terrestre, tal y como surgiera también de
los versos del poema de Lenau titulado Doppelheimweh (Doble nos-
talgia); en cambio, en el signo de Géminis, debemos tratar de en-
tender este desdoblamiento en la esfera de lo mental. Y en esta esfe-
ra, el desdoblamiento se convierte en duda, deviene en proceso que,
en lo mental, sale a relucir con igual fuerza que, en lo psíquico,
aquella “doble nostalgia”. La du-da (du-o, dos) no es únicamente la
incapacidad de decidirse por una dirección, sino que configura
además la aspiración a seguir a la vez dos posibilidades contrarias
entre sí, las dos posibilidades de la así llamada oposición contradic-
toria, aunque careciendo de la fuerza de reunirlas en una unidad
superior. De este modo, la duda se erige en estado de permanencia;
y el contenido peculiar de la vida de Géminis es vivir esa duda; en
cuanto la duda desaparece, dicha peculiaridad pierde su razón de
334
ser. Vemos, pues, que la vida del Nombre de Géminis se consume
en la búsqueda y en la tentativa, y tal “búsqueda” y “tentativa” son
para él más importantes que el “hallazgo”. Y si Goethe hablaba de
las “dos almas” que viven dentro del pecho del hombre “dual”, Les-
sing, con no menor claridad, habla de la naturaleza doble, en lo es-
piritual, del “buscador”, del sujeto que, situado ante la disyuntiva de
la “verdad” y el impulso de buscar dicha verdad, se decide, aún a
costa de equivocarse de continuo, por el impulso de buscar la ver-
dad.
“El valor del hombre no se hace por la verdad de cuya posesión
esté o crea estar seguro un hombre cualquiera, sino del honrado
esfuerzo que ha puesto en perseguir la verdad.
“Pues las fuerzas del hombre no se amplían con la posesión,
sino con la investigación, único factor, esta última, de la siempre
creciente perfección humana. La posesión lleva a la quietud, a la
inercia, al orgullo.
“Si Dios encerrase en su diestra toda verdad y, en su siniestra,
el impulso constante de buscar la verdad, incluida en este impulso la
eventualidad de equivocarme siempre y eternamente, y me dijese:
‘¡Escoge!’, apuntaría humildemente a su siniestra y le diría: ‘¡Padre,
tiéndeme tu siniestra, que la pura verdad no es más que Tuya!’
Tratemos de ver claro en el sentido peculiar de esta curiosa dua-
lidad que, en aquella extraña bifurcación espiritual, se entrega a un
rodeo que, aun teniendo ante sí la lejana meta de la verdad, retenida
por un pudor interior, no reúne el valor de seguir el camino “más
corto”; es así que se nos revelará una experiencia, a la vez abruma-
dora y patética en su pasmosa amplitud, y que no es otra cosa que el
presentimiento del camino de la propia evolución del mundo; el
mundo, surgido de la unidad, y perdida ya esta unidad, ansia retor-
nar a ella; la expresión de esto estaba dada por el número “3”, por la
oscilación original, la ley del ritmo que rige la totalidad del mundo
revelado, la rerum concordia discors, la línea del seno trigonomé-
trico, cuya onda se manifiesta tanto en la oscilación de los electro-
nes como en la rotación y traslación de los planetas, en el cambio de
día y noche, y, dentro del microcosmos llamado “hombre”, en la
335
respiración, en el cambio de inspiración y espiración.
Todo esto, tratado in extenso en la primera serie (Exposición ge-
neral de la astrología como ciencia oculta), volverá a resonar en
nosotros para tratar de penetrar en el misterio del signo de Géminis.
Subrayaremos, desde ya, que el órgano corporal destinado a corpo-
rizar la radiación de Géminis es el pulmón, esto es, el órgano que
sirve al metabolismo gaseoso. Por el pulmón se toma del aire el
oxígeno necesario a la renovación de la sangre (inspiración), y se
expele de esta sangre el anhídrido carbónico (espiración).
Si traducirnos este proceso de vida a la esfera de lo espiritual
(spiritus – respirare – “aire”), veremos inmediatamente el
mecanismo de un proceso aparentemente similar al de la
“ponderación” que conocimos en oportunidad de estudiar la función
de Libra, con lo diferencia de que aquí, en el signo de Géminis, no
se trato de crear un camino, sino de convertirse a sí mismo en
instrumento de la preparación de tal camino, de vivirse en un estado
igual al de la respiración en sí misma, desdoblamiento, siempre, en
dos fases, de las cuales cada una, según el lado desde el cual se la
examine, es, a la vez, inspiración y espiración. “Al espirar yo en el
cosmos, el cosmos me inspira a mí”20.
¡Estar a la vez dentro y fuera de uno mismo, estar a la vez
“aquí” y “allá”, ser a la vez hilo terrestre e hijo divino, estar a la vez
en el día y en la noche, conociendo, al par que siendo conocido, a la
vez masculino y femenino! ¡Quién acertaría a pensar esta cabal, per-
fecta contradicción, igualmente misteriosa para el sabio y para el
tonto! Y sin embargo, es principio de vida para el hombre de Gémi-
nis el de vivir esta contradicción o, empleando un término caro a
Rudolf Steiner, el de “vivenciar” (darleben) esta contradicción.
Veamos esto a través de un ejemplo sencillo.
El tono es un elemento acústico de realidad incontrovertible,
pero sólo puede producirse por vibraciones constituidas por dos
fases opuestas entre sí, “contradictorias” entre sí. La solución de

20
Primera serie, segunda conferencia.
336
esta contradicción recíproca significaría el fin del tono. Quien vive
el tono vive la síntesis de dicha contradicción. El tono no es sólo
cúspide de onda y hueco de onda, sino que, además, es ambas cosas
a la vez.
Y bien; si escuchamos el tono, no notamos nada de su naturale-
za dual; pero si nosotros mismos fuésemos ese tono, y nos fuese
dado el poder vivir esta naturaleza dual dentro de nosotros como
vibración espiritual, estaríamos en contacto con lo que configura la
vida espiritual (mental), la vida del Hombre de Géminis. Tendría-
mos dentro de nosotros las dos fases, y la conjunción de ambas ha-
ría que la “vida” fuese un hecho. Lo que vivimos de este modo es la
eterna fuerza motriz de la vida que se revela de continuo en la mate-
ria, la corriente eterna del devenir como hecho trascendental, que
nunca “es” y que sólo se mantiene de la negación de sí mismo, co-
mo las aguas que fluyen constantes en el río, mientras el río es for-
ma y figura únicamente por este “fluir”. “Todo fluye”: tal una de las
fases de esta noción en la filosofía de Heráclito; la otra fase es la del
“antagonismo”, padre de todas las cosas.
El cuadro espiritual (mental) del Hombre do Géminis se aseme-
ja, pues, a una vibración en que se vive, a la vez, la cúspide y el
hueco de la onda. El símbolo venerable, antiguo, de este misterio
del “antagonismo perfecto” en el devenir, es el “caduceo”, la Vara
de Hermes (Mercurio), la vara alrededor de la cual se enlazan dos
serpientes (líneas sinuosas – sinus – seno), dispuestas sus sinuosi-
dades de manera simétrica.
Y ahora, en base a las analogías dadas do le radiación de Gémi-
nis, pasemos a describir el tipo humano que corporiza esta radiación
de Géminis, tomada en su estado puro.
Las primeras características del Hombre de Géminis al estado
puro con que nos encontramos son las siguientes: inquietud interior,
sentimiento de tensión, coerción mental de pensar según términos
antitéticos, una especie de necesidad espiritual de simetría, que lle-
va al Hombre de Géminis a oponer a todo pensamiento su pensa-
miento opuesto, de modo de seguir de continuo caminos antitéticos,
por no poder confiarse exclusivamente a ningún camino aislado. De
337
ahí que para el Hombre de Géminis no haya caminos “en línea rec-
ta”, caminos que están colocados en el medio de dos términos anti-
téticos; la vía que crea el hombre de Libra, abriéndose paso por en-
tre la maleza del mundo circundante, caótico, informe, para hallarse
en condiciones de recorrer este mundo caótico, no es camino para el
Hombre de Géminis, porque el carácter unívoco de esta vía lo re-
chaza. Y entonces prefiere quedar a la deriva, prefiere ser un “es-
céptico”, a quien la duda parece mejor guía que la fe, destructora de
la duda. Sólo la fe, la creencia que naciera de nociones antagónicas,
podría representar el ideal a que aspira el Hombre de Géminis, y si,
de acuerdo a la Biblia, antes será bienvenido al cielo un pecador
arrepentido que noventa y nueve justos que se mantuvieran firmes,
al Hombre de Géminis antes le será bienvenido aquel que, al cabo
de un largo rodeo, haya llegado de la duda a la fe, que el creyente
que se hubiera mantenido firme.
Y de este modo hemos llegado al punto en que se diferencian
entre sí el Hombre de Géminis superior del Hombre de Géminis
poco evolucionado.
Este último ama la duda por la duda misma, es, como el Hom-
bre de Escorpio en lo psíquico, un “juguetón” en lo mental, lo atrae
la aventura mental únicamente por la tensión interior, por someter a
prueba una fuerza mental, sin más objetivo que el de revivirse de
continuo en esa misma fuerza.
El Hombre de Géminis superiormente evolucionado ve cuál es
su meta, la meta que le señala el camino de la verdad por el error,
para llevar a cabo, en lo mental, una obra de redención, cuyas pre-
misas configuran el analogon de la obra de redención del signo de
Piscis; en Piscis, “saber por la piedad”; en Géminis, “creer por el
error”.
Comencemos por estudiar las peculiaridades del Hombre de
Géminis tal y como se dan en relación con las exigencias de la vida
cotidiana.
Sabemos sin más que la tendencia a dudar de todo, antes de que
no fuera medida en la posibilidad opuesta, depara una disposición
agudamente crítica, que se dirige tanto a la opinión ajena como a la
338
propia. Esta crítica siempre dispuesta confiere a la vida un elemento
fuertemente inhibitorio, y lleva, aparte del tiempo que insume y
que, por ello, queda perdido para la actividad práctica, a abandonar
el minino iniciado, para intentar el recorrido de otro camino,
etcétera, etcétera; lleva, en una palabra, a vivir la vida en
fragmentos, empezando muchas cosas y no concluyendo ninguna,
para dejar siempre a salvo la posibilidad de cambiar de rumbo.
Estas tentativas de recorrer muchos caminos, lo más diversos
posible entre sí, crean la curiosa particularidad de la amplia
“orientación” y habilidad en lo mental, amplitud que puede crecer
hasta el grado de la universalidad, asemejándose de este modo a
aquella disposición que, al caracterizar el signo de Piscis,
denominamos “mimetismo moral”. En el signo de Géminis, tal
amplitud se manifestaría en la capacidad de asumir casi todas las
direcciones mentales espirituales, aun las más antagónicas, y cobrar
de este modo una vasta comprensión de los caminos mentales
propios de los tipos humanos diversos. Pero esto encierra un peligro
semejante al que corría el Hombre de Piscis, “a saber, el de caer en
la mediumnidad.
Y es así que puede llegar a una especie de falta mental de carác-
ter que, unida a la capacidad crítica fortalecida por el escepticismo,
lleva a atacar hoy, con los argumentos más terminantes de la discu-
sión, lo que mañana será defendido con los argumentos del an-
tagonista de hoy. Y sucede entonces que también en esto la duda
amenaza con sumir al Hombre de Géminis en una especie de deses-
peración, que concluye por desembocar en el nihilismo o por dege-
nerar en una desorientación absoluta, de modo que lo que otrora
debió haber sido etapa previa a una fe por conquistarse se convierte
ahora en objeto por sí mismo, esto es, en destrucción de todos los
valores.
Ahora que, por más similitud que haya entre la disposición psí-
quica de Piscis y la disposición mental de Géminis, no habrá que
pasar por alto el hecho de que, bajo el signo de Géminis, nos las
tenemos que ver con una cualidad masculina, orientada al futuro,
que, de acuerdo a su naturaleza, debe ser entendida como entera-
339
mente activa, enteramente “no pasiva”. Es por eso que el Hombre
de Géminis en ningún caso podrá quedarse en la mera vivencia inte-
rior de la duda. También él tendrá que “vivenciar” la duda, como
tuvo que “vivenciar” el Hombre de Acuario la obra de arte de su
utopía. El Hombre de Géminis está obligado a exponer a todo el
mundo su escepticismo, para convertir a todo el mundo en compa-
ñero de suerte.
Sucede así que vemos al Hombre de Géminis, tanto al tipo su-
perior como al inferior, rodearse de mucha gente a la que él quiere
llegar a convertir en “buscadores” y “dudadores” como él mismo,
tratando para ello, incansablemente, de demostrar a tal gente que la
presunta seguridad que ella tiene obedece únicamente a una defec-
tuosa autocrítica, y que la credulidad y la superficialidad sustituyen
en ella a aquello que sólo un arduo esfuerzo podrá deparar: la con-
quista de un patrimonio de fe. Y entonces, el lugar del buen Va-
lentín, cuya resignada sabiduría se expresara en aquellas palabras de
“al final nadie sabe nada”, es ocupado por aquel gran antepasado, el
sabio máximo de la antigua Grecia, Sócrates, que se había impues-
to como misión la de demostrar a todos que no sabían nada, del
mismo modo en que tampoco él sabía nada, pero que se diferen-
ciaban de él, en desventaja para ellos, en que ni siquiera sabían –
como sí sabía él– que no saben nada. ¿De modo que también Sócra-
tes era un “dudador”, o aun, un destructivo escéptico?
Recordemos que, en ocasión de hablar, en la segunda conferen-
cia de esta segunda serie, de las características del mundo de Aire,
comprobamos que todo “conocimiento” verdadero es una especie de
“creación”, un “crear” formativo por medio del recipiente que siem-
pre se restablece a sí mismo; es así que el contenido esencial de la
doctrina de Géminis resultará la convicción de que jamás se podrá
prestar o conservar tales recipientes, sino que, de continuo, tendrán
que ser restablecidos de nuevo por cada cual, de manera que no hay
más saber que aquel cuya verdad es creada siempre de nuevo en la
mente, siendo, pues, de esta manera como se rejuvenecerá de conti-
nuo por sí mismo.
Y al reconocer Fausto, el “buscador”, al final de la obra de su
340
vida, que:

“Es la final sabiduría


que, cual la vida, libertad merece
quien la conquiste día a día,”

no hace más que enseñarnos a comprender el sentido profundo del


signo de Géminis.
Sólo reconoce la verdad quien la conquista “día a día”. Y así
como la vida orgánica sólo se conserva por la lucha antagónica en-
tre la forma perdurable y la materia perecedera, el destino de toda
verdad es el de no poder darse más que a aquel que, incansablemen-
te, diariamente, hora a hora, lucha por tal verdad, y sale airoso de
todas las pruebas que el largo y penoso rodeo le impone, el largo y
penoso camino, tan lleno de tentaciones y aventuras de toda especie,
de confusiones y caos.
Y retornando a la correspondencia cósmica del signo de Gémi-
nis, podremos entender la misión del Hombre de Géminis superior
en el hecho de que éste constituya el “pulmón” de la humanidad, y
demuestre, con ello, incansablemente, que, del mismo modo en que
no basta con haber respirado una sola vez para estarse seguro de la
vida por siempre jamás, tampoco un conocimiento adquirido “una
sola vez” podrá ser conservado si no se lo prueba de continuo con
1a fuerza de su término antitético. Hacer que mentalmente el mundo
“siga respirando” abierto al soplo del Espíritu Santo, tal el mensaje
del Hombre de Géminis superior.
Si confrontamos este cuadro del Hombre de Géminis superior
con el del Hombre de Géminis inferior, que sólo trata de erigirse,
sin buscar la verdad, en apóstol de la incredulidad, lo veremos re-
vestir muchas figuras; la del globe-trotter del pensamiento, la del
dilettante de profesión, la del discutidor sin seriedad, del ecléctico
“a discreción”, del sujeto “muy ocupado” sin ocupación fija, dis-
puesto de continuo a instruir a los demás en lo que los demás no
necesitan ser instruidos, la figura del adivinador de enigmas, del que
“resuelve” todos los enigmas, la del “perdido” que rechaza toda

341
conducción, cuya virtud fundamental es la de no perder jamás la
paciencia en el “rompecabezas” de su vida por considerar inagota-
bles sus reservas.
La próxima vez complementaremos la descripción de los tres
signos de Aire con el estudio de sus relaciones con los signos de
Fuego, opuestos a ellos. Por hoy cerraremos exponiendo la compro-
bación de que el Hombre de Libra llega al mundo como artista, se
crea en el mundo una patria en calidad de sabio, esto es, como
Hombre de Acuario, y que sólo como Hombre de Géminis podrá
abandonarla, al transformar las fuerzas del conocimiento en la fuer-
za de la fe en Dios.
El planeta que sirve de transmisor de fuerzas al signo de Gé-
minis es Mercurio, al que ya conocimos como señor del signo de
Virgo; aquí, en Géminis, aparece en su cualidad masculina de me-
diador entre lo “alto” y lo “bajo”, adoptando la figura del conductor
Hermes, que dio nombre por primera vez al caduceo.
Lo que logra con su obra podrá ser expresado por una frase del
“oscuro maestro de Éfeso” (Heráclito), cuyas palabras no creemos
actualmente que sean tan oscuras. Heráclito habla de los
“Dos caminos; el camino descendente y el camino ascendente”
(las dos serpientes), que son juntos un solo camino.

342
SEXTA CONFERENCIA
Y apareciósele el Ángel de Jehová en una
llama de fuego en medio de una zarza; y él
miró, y vio que la zarza ardía en fuego, y 1a
zarza no se consumía.
ÉXODO, III, 2

Hoy estudiaremos los signos de Fuego; Aries, Leo y Sagitario,


finalizando de este modo el análisis de las diferentes zonas de ra-
diación del zodíaco.
La región de Fuego es, entre las cuatro regiones elementales, la
más positiva, y representa el principio absolutamente masculino
dentro de la naturaleza humana, el principio correspondiente al nú-
cleo del “yo”, o a la “voluntad”. La voluntad es la manifestación de
vida adecuada al yo. En la escala evolutiva de los seres vivientes, el
ser humano es el primero de tales seres que se halla en condiciones
de enfrentarse a un “no yo” con plena conciencia de sí mismo, co-
mo así también, de delimitarse en su cuerpo, frente a una “exteriori-
dad”; es el primer ser viviente de la escala ascensional evolutiva
que, como ya dijimos, puede llamar suyo un cuerpo físico, que, de
acuerdo con esto, constituirá la correspondencia física de aquello
que, vivido interiormente, se le manifiesta como su “yo”. Y esta
vivencia del yo es, en sí misma, el secreto más típico y verdadero de
la naturaleza humana; sobre ella reposa, como lo demostramos al
comienzo de nuestra obra (primera parte, primera conferencia), la
posibilidad de todo conocimiento de carácter oculto.
De modo que hoy, siendo como es nuestra tarea la de investigar
aquella zona del espectro zodiacal de la cual parte la irradiación de
la cualidad de Fuego, hemos de penetrar profundamente, lo más
profundamente posible, en la vivencia del yo, y tener, ante todo,
bien presente en qué relaciones mutuas se encuentran el yo y el
elemento Fuego. Recordemos que, en lo atinente a los cuatro ele-

343
mentos, dijimos que

lo actuante corresponde al Hombre de Tierra,


lo paciente corresponde al Hombre de Agua,
lo pensante corresponde al Hombre de Aire, y, finalmente,
lo volitivo corresponde al Hombre de Fuego,

y vemos, entonces, que hoy nos queda por establecer la relación


estrecha existente entre la voluntad, como expresión de la cualidad
de Fuego, y el yo, como miembro supremo de la naturaleza humana.
¿Es realmente en el hombre volente o volitivo donde lo que
llamamos nuestro “yo” se revela de la manera más pura? ¿Es el
“yo” aquella parte de nosotros que “quiere”, aquella parte que po-
dríamos, acaso, llamar portador autónomo de la voluntad?
El yo no está en el cuerpo, en la materia de nuestro cuerpo. Po-
dremos cortar pedazos del cuerpo, y el yo permanecerá intacto; de
modo que no es en lo corporal en que consiste la naturaleza del yo.
Debemos decir de los miembros de nuestro cuerpo, pues, lo que
enseñaba Gautama Buddha a sus discípulos: sin duda, este cuerpo
me pertenece, es mi cuerpo, pero este cuerpo no es “yo”, no soy yo
mismo. Las leyes que rigen en este cuerpo la vida orgánica son ex-
teriores a la esfera de mi yo.
Pero, ¿no estará mi yo en lo psíquico, en mis pasiones, deseos,
dolores y placeres? No; pues también aquí hemos de reconocer que
yo no soy eso, que eso no es mi yo. Todo deseo y afán es “padecer”,
es algo que sucede conmigo, algo que quiere dominarme, atarme,
subyugarme, hasta, eventualmente, llegar a despojarme de mí mis-
mo. De modo que “eso” no puede ser “yo mismo”.
¿Y qué ocurre con mi pensar? A lo mejor este pensar sea total-
mente mío, de modo que, en lo cierto o equivocado en cuanto a tal
pensar, deba decir: este soy yo mismo, esto soy yo. Y, en efecto, en
los comienzos de la filosofía moderna nos encontramos con el he-
cho mental de la existencia de un hombre que dijo osadamente: co-
gito, ergo sum, pienso luego existo (soy). Si puedo dudar de todo,
no puedo dudar de que dudo. Y esta evidencia, este hecho de duda,
344
asegura irrefutablemente mi existencia.
¡Dudar! Pero, ¿dudar es “pensar”? ¿O es algo más que un mero
pensar? Pensadores posteriores a Descartes han aducido, en contra
de éste, el que su famosa frase, examinada a fondo, constituye un
círculo vicioso; en realidad debió decir: “ello” piensa, pues el pen-
sar como tal no contiene ninguna relación con el yo. ¿Acaso la lógi-
ca no es para el pensar una coerción de la cual ningún ser humano
podrá sustraerse mientras piense “lógicamente”, del mismo modo
en que lo son los deseos en tanto no resistimos a ellos? Y, precisa-
mente, si uno tiene que pensar que dos por dos son cuatro, y esta
inducción es inevitable en el pensar, entonces podemos, en verdad,
estar seguros de que mi yo no está en el pensar, pues el pensar me
pasa por alto en su necesidad. De modo que mi yo no está en el pen-
sar; en cambio sí lo está en mi “dudar”. La duda no es un pensar; es
una oposición, es “mi” oposición a la coerción de una lógica que,
aunque sólo vivida en mi cabeza, va por encima de mi cabeza y
llega mucho más allá, “pasa de largo”. Dos por dos también son
cuatro “sin” mí. Pero la duda no puede existir sin mí. Es decir que
Descartes debió haber sustituido en su frase el cogito por un dubito;
dubito, ergo sum; no el “pienso, luego existo”, sino el “dudo, luego
existo”.
Pues, en primera línea, la duda no es un hecho mental sino un
hecho moral, es oposición, sublevación, contra una especie de coer-
ción mental, es expresión del impulso de libertad de una voluntad,
de la cual depende la sanción de todo conocimiento mental, están-
dose, pues, reservada a tal voluntad la última decisión.
Fue el filósofo Franz Brentano quien reconoció el carácter mo-
ral de todas las decisiones en la esfera de lo mental; Brentano hizo
notar, con marcada agudeza, que todo “juicio”, aun el juicio lógico
más simple, no es en realidad más que la expresión de un juicio
moral, pues con él se manifiesta lo que, por parte del sujeto que
emite tal juicio, se “reconoce” o se “desecha” de un estado de cosas.
Reconocer y desechar son actos volitivos en los cuales se incluye,
con lo que acabamos de exponer, también la “última instancia” de
lo mental. Aquello que resulte inconciliable con lo moral dentro de
345
mí no puede ser verdad.
¿De modo que Descartes debió, finalmente, decir: volo, ergo
sum?
¡No! Una vez que se esté saturado de la certeza de lo volitivo
(del volo), se podrá suprimir tal flexión. En el volo consciente se
halla inmediatamente la autovivencia, la vivencia de sí mismo. Es
por eso que también Schopenhauer ve en la voluntad el último y
original sustrato de todo ser.
Actuar, padecer, pensar, sólo cobrarán relación con el yo por la
voluntad. Por el volo se elevan el “actuar”, y el “padecer” y el
“pensar” a la esfera de lo humano.
¿Y qué es la voluntad?
La voluntad es, en la misma medida que el yo, el secreto más
profundo del ser humano.
Rudolf Steiner ha subrayado repetidas veces que, del mismo
modo en que el yo del ser humano es captado sólo en los comienzos
de su evolución, la voluntad se halla, en dichos comienzos, poco
esclarecida por la conciencia. Y es así que comprendemos lo difícil
o aun lo imposible que resulta diferenciar entre sí el desear del que-
rer (volo). Es crecido el número de seres humanos que sólo llegan a
la conciencia de su “querer” cuando este querer ha llegado al “he-
cho”, para conocer entonces con asombro que lo que cobró realidad
por el hecho no era en modo alguno su verdadera voluntad, esto es,
que no habían “querido” ese hecho. ¿Cómo reconocemos, pues, cuál
es la verdadera esencia de la voluntad?
Tratemos, por de pronto, de captar la relación del mundo de
Fuego con los tres mundos restantes, tal y como se manifiesta a la
conciencia del hombre. Ya hemos hablado en detalle acerca de la
relación del mundo de Fuego con el mundo de Tierra. El hombre ve
en toda ley física una voluntad actuante, cuya invariabilidad es pre-
cisamente la ley natural de expresión extrema e irrevocable.
Y este hecho nos lleva en forma casi inmediata a establecer una
analogía entre esta relación y la relación entre el mundo de Fuego
con el mundo de Aire, el mundo de los pensamientos.
346
  
 – 

Si el descubrimiento de las leyes naturales ya es de por sí una


obra mental del hombre, ello no obsta para que, en la mente, algo se
anticipe a esta obra mental, algo que se parece a una fe inmediata en
el hecho de que, en general, pueda haber leyes. La ley presupone
una fuerza capaz no sólo de dar dicha ley, sino también de procu-
rarle validez irrefutable. ¿Y qué fuerza es esa, que no sólo acierta a
dar a la naturaleza, sino también al pensar, su ley irrefutable, a dar y
combinar entre sí las leyes naturales y mentales?
¿Quién confirió al pensar la ley de su consecuencia lógica, para-
lela a la de la ley natural? Si detrás de la invariabilidad de las leyes
naturales, acierto a sospechar la existencia de una voluntad, cuya
inflexibilidad garantiza la validez de aquellas leyes, tendré, conse-
cuentemente, que sospechar la existencia de una voluntad igualmen-
te inflexible detrás de las leyes del pensamiento, como garantía de
la verdad, contra la cual puede, sin duda, sublevarse la mente, pero
la cual sublevación concluirá por resultar tan impotente como la
oposición a las leyes naturales.
Y es, con todo, a partir de tal oposición, y de la superación de la
misma, que parte la vivencia del “yo”, porque en esta vivencia se
revela la característica fundamental del yo, a saber: la fuerza moral
revelada en el reconocimiento o en el rechazo, la fuerza moral de la
decisión.
Pero del mismo modo en que todo conocimiento dirigido a la
naturaleza ha de resultar fallido no bien desconfíe de la invariabili-
dad de una voluntad que lo sustenta, también el conocimiento men-
tal, en tanto desconfíe de la invariabilidad de la lógica, fallará por
completo, fallará en cuanto deje de confiar en la fuerza directriz
suprema, fundamental, de todo pensar, de la verdad, en las fuerzas
directrices que, sin duda, aparecen dentro del pensar, pero que no
pueden haberse originado en virtud de este pensar; y, a su vez, este
pensar no es otra cosa que la confianza moral en una voluntad su-
prema invariable, que es la ley misma, de una confianza en la vo-
347
luntad de Dios, cuyo eco en la conciencia del individuo aislado ya
no es el mero “saber”, sino la medida patrón intangible del saber: la
“conciencia”.

“¿De dónde pues vendrá la sabiduría? ¿Y dónde es-


tá el lugar de la inteligencia?
“Porque encubierta está a los ojos de todo viviente,
y a toda ave del cielo es oculta.

“El infierno y la muerte dijeron: Su fama hemos oí-


do con nuestros oídos.
“Dios entiende el camino de ella, y él conoce su lu-
gar.

“Porque él mira hasta los fines de la tierra, y ve de-


bajo de todo el cielo.
“Al dar peso al viento, y poner las aguas su medida;
“Cuando él hizo ley a la lluvia, y camino al relám-
pago de los truenos;
“Entonces la veía él, y la manifestaba; preparóla y
descubrióla también.
“Y dijo al hombre: He aquí que el temor del Señor es
la sabiduría, y el apartarse del mal la inteligencia.”
Libro de Job, XXVIII, 20-28

Si ahora nos preguntamos por la relación entre el mundo de


  
Fuego y el mundo de Aire , resultará evidente que todo
 – 
encuentro con el “yo”, y con él, la voluntad, la voluntad se expresa
en una especio de credo, de confesión, de profesión de fe que señala
la dirección al pensar; nadie puede reconocer nada que no esté dado
por la dirección de este credo. Y es por eso que también aquí cual-
quier decisión, tal como, según Brentano, se manifiesta aun en el
“juicio” más sencillo (por ejemplo: “llueve”), se convierte en un
juicio moral, en una profesión de fe detrás de la cual se halla, como
fuerza orientadora, nuestra participación de la voluntad conjunta,
esto es, nuestro sujeto moral.
348
En lo referente a la relación del mundo de Fuego con el mundo
de Agua, no puede dejar de reconocerse cierta analogía de esta rela-
ción con la existente entre el mundo de Aire y el mundo de Tierra:

Fuego    – – – Tierra
Agua –  –  –  Aire

Esta peculiaridad se pone también de manifiesto con bastante


claridad en los planetas correspondientes a las respectivas zonas del
zodíaco, Saturno, Venus, Mercurio, que, en su polaridad femenina,
dominan los signos terrestres, dominan, en su polaridad masculina,
los signos de Aire.

Capricornio Tauro Virgo


 Saturno  Venus  Mercurio
Acuario Libra Géminis

Lo mismo vale para Fuego y Agua; pero aquí aparecen sólo una
vez cada uno el Sol y la Luna, que no poseen polaridad doble.

Aries Leo Sagitario


Sol
 Marte  Júpiter
Luna
Escorpio Cáncer Piscis

De modo que esta relación puede ser contemplada de manera


análoga a la relación entre Aire y Tierra.
Pues de la misma manera en que las formas contempladas en lo
mental pudieron ser consideradas como arquetipos de aquello que,
en la esfera de lo físico, se hace visible en calidad de “forma” toca-
da del color de la materia, también los deseos y las pasiones consti-
tuyen una especie de coloración terrestre de aquello que, en el reino
de la voluntad pura, representa el arquetipo de todos los deseos. Y
del mismo modo en que las formas puras sólo se estampan en la
349
matriz material, apareciendo, de acuerdo a esto, únicamente, como
una especie de negativo, los deseos y las pasiones no son más que
una especie de negativos psíquicos en la esfera de la sustancia psí-
quica, de índole femenina. Y así como la materia, unida a la cual
aparecen las formas en el mundo de la materia, obedece a las leyes
físicas, y la forma se halla, en cambio, más allá de tales leyes,
subordinada como está a leyes mentales, así también la voluntad,
que aparece en el mundo psíquico en el sombrío reflejo de los dones
y las pasiones, está, en realidad, más allá de las leyes que dominan
la vida psíquica, sometida como está –la voluntad–, exclusivamente,
a la ley moral.
Los deseos y las pasiones mueren al ser satisfechos; la voluntad
es inmortal. Es por eso que, en realidad, todos los deseos son amo-
rales y “sin conciencia”, como emanaciones de la voluntad caídas a
la temporalidad, y allí desbaratadas, despojadas de su poder. Esto
vale tanto para los “malos” como para los “buenos” deseos, pues
tanto los unos como los otros apuntan a la satisfacción de sí mis-
mos, a satisfacciones que deben tener lugar sin participación nuestra
y, con ello, sin nuestra responsabilidad. Quien dude de la naturaleza
amoral de tales deseos que compare el desgaste de energía moral
que se produce en los millones de seres que desean los “buenos
días” y las “buenas noches” al prójimo, con el desgaste de energía
de aquel que aporta de sus propias fuerzas algo para deparar al pró-
jimo realmente un “buen” día o una “buena” noche.
La diferencia fundamental entre el desear (amoral) y el querer
(volo) consiste en que los deseos, sin excepción, están vueltos hacia
el pasado, pues su contenido apunta a liberarse de un estado de insa-
tisfacción, de dolor o de sufrimiento, sin poderse aportar para tal
liberación la propia fuerza. “Desear” significa vivirse a sí mismo en
la tragedia de lo inexorable, sin reunir la fuerza suficiente para libe-
rarse.
Todos los deseos se orientan al logro de objetivos temporales.
En cambio la voluntad es intemporal, puesto que se orienta hacia el
eterno futuro.
El “querer” (volo) se orienta al futuro, y es la fuerza sustentada
350
por la fe, que permite resistir a las tentaciones provenientes de lo
psíquico, que tratan de atar tal “querer” a satisfacciones efímeras,
pasajeras, la fuerza que permite resistir tales tentaciones en favor de
la eternidad, del mismo modo en que la forma resiste a la materia.
Sólo quien sepa resistir a sus deseos sabrá lo que significa el “que-
rer”, la voluntad. Y siéndole, pues, ya posible vivirse a sí mismo, en
esta energía dirigida contra los deseos, el hombre habrá llegado cer-
ca del mundo de Fuego, del mundo en que ya no hay dolores ni tris-
tezas, sino tan sólo la alegría de un vivir que hasta triunfa de la
muerte.
Es por eso que el Hombre de Fuego es, bajo cualquier circuns-
tancia, un hombre alegre, un optimista, al contrario del Hombre de
Agua, que es un pesimista, un hombre dolido. Pues el hombre que
actúa según sus pasiones e instintos no puede menos que sentirse
triste al darse cuenta de lo que ha podido llevar a la realidad a partir
de tales motivos, y tener que soportar, cobrada tal conciencia, el
dolor de no poder estar en modo alguno de acuerdo con lo hecho.
Todo lo que hacemos impulsados por la pasión, por más que, en el
momento de hacerlo, parezca brotar de la manera más viva de nues-
tro propio núcleo esencial, aparecerá luego, en el recuerdo, como
una triste derrota de nuestra condición humana. En cambio, al ac-
tuar, no por coerción instintiva, sino por la voluntad consciente,
nuestros actos irán acompañados de un sentimiento de alegría, en
que el placer de la propia valoración se renovará de continuo en la
defensa de la dignidad humana, frente a todo lo que amenace con
destruirla.
Y ahora, al cabo de esta breve caracterización de la región de
Fuego en el ser humano, tracemos a grandes rasgos los perfiles del
“Hombre de Fuego” mismo, tomado en general. Otra vez tenemos
que recurrir a la ficción de un ser humano que es sola voluntad, cu-
ya vida no consiste en otra cosa que la obra de la voluntad en todos
los terrenos. ¿Cómo transcurre una vida de este tipo y cómo se ma-
nifiesta en los cuatro planos de lo físico, lo psíquico, lo mental y lo
moral?
El Hombre puramente volitivo que tenemos ante nosotros se
351
siente de continuo impulsado hacia adelante por una fuerza interior
que en modo alguno le aparece como un “tener que hacer”, sino
como un “deber hacer”. Es por eso que su vida se halla constante-
mente situada bajo la voz interior de imperativos con los cuales se
identifica, o contra los cuales se rebela, exigiendo un imperativo
más elevado. Sea como fuere, en todos los casos se sentirá como el
encargado del cumplimiento de leyes dictadas por un legislador
superior a él. De este modo resulta ya con evidencia que podremos
entender las tres modalidades de la calidad ígnea de la manera res-
pectiva siguiente: al signo de Aries corresponderá un tipo humano a
quien aquel imperativo interior llevará a imponer a otros la ley de su
voluntad, lo llevará a convertirse en el pionero de su propia volun-
tad; llamemos a este tipo el “luchador”. El signo fijo de Fuego, Leo,
nos mostrará una voluntad consciente de su inatacabilidad, serena,
de fuerza basada en sí misma, invencible en el “ser”; llamaremos a
este tipo de Hombre de Fuego, a este Hombre de Leo, el “vence-
dor”. Al signo neutralizador de Fuego, Sagitario, lo llamaremos el
“superador”, porque lo que aquí determina la neutralización no pue-
de ser más que la aspiración a llevar la voluntad propia en dirección
de una ley “superior”, suprema, reconocida como ley divina, esto
es, de entregar la propia voluntad a la voluntad superior, de “su-
perarse a sí mismo”.
Y antes de pasar al estudio de los signos aislados de la zona de
Fuego, hagamos un resumen de las características esenciales del
Hombre de Fuego.
El Hombre de Fuego no es ni el “romántico” ni el “filósofo” ni
el “artista”, sino que se trata del “idealista” en el sentido más propio
de esta palabra; el pionero o portaestandarte de una idea moral; y el
contenido de la vida del Hombre de Fuego consiste en crear a esta
idea la validez interior y exterior. Medida con la fuerza de esta exi-
gencia, palidece la importancia de todo otro interés. El Hombre de
Fuego es un ser de entusiasmo y de alegría, pues no tiene tiempo
para los dolores y los sufrimientos. En la voluntad y la consecuente
afirmación de la vida se alberga toda la felicidad, y del mismo mo-
do en que todo ser captado en las raíces de su vitalidad tiende hacia
352
adelante, liberándose a cada momento de un pasado moribundo,
gozoso de resurgir al encuentro del siempre renovado futuro, tam-
poco para el Hombre de Fuego puro hay pasados que puedan ligar-
lo. Y de la misma manera en que Eduard Steuermann, el ingenioso
músico de nuestros días, llamaba a toda música “música del futuro”,
porque su contenido no tendía a realizarse en el “ahora”, sino en lo
que fluye de continuo, también puede el Hombre de Fuego puro ser
caracterizado de Hombre del futuro, porque vive lo todo ya “ahora”
con gravidez de futuro.
Y es así que la relación del Hombre de Fuego con las tres re-
giones restantes se perfila de manera inequívoca.
El mundo de la realidad se convierte para él en una liza, donde
no interesa alcanzar un objetivo práctico, sino crear la validez de la
ley de la voluntad, no detenerse en ningún objetivo, sino, antes bien,
contemplar cada objetivo como una especie de mojón que le permi-
ta descansar unos instantes, para luego seguir su camino, cada vez
más lejos, sin fatigarse... La “exigencia ideal”, sea cual fuese su
contenido, llena todos los quehaceres de la vida y los coloca bajo un
ceremonial de vida consagrado por la legislación personal de cada
uno, en el sentido de que la voluntad, que no siempre se encuentra
en un mismo grado de vigilia, se vaya acrecentando.
En lo concerniente a las pasiones, deseos e inquietudes psíqui-
cas de toda especie, el Hombre de Fuego no tiende en ningún mo-
mento a entregarse a ellos. Existen para ser eliminados lo más pron-
to posible, como si fuesen síntomas patológicos, tensiones molestas,
o bien, para que el Hombre de Fuego se ejercite en resistirlos, de
manera de crecer moralmente con esta misma resistencia.
En lo referente a la esfera mental, el Hombre de Fuego se mues-
tra poco proclive a la formulación de demostraciones lógicas o a
entregarse a especulaciones de este mismo tipo; antes bien, prefiere
confiar en su intuición, cuyo camino se parecería a una especie de
línea aérea mental. Es por eso que tiende especialmente a emitir
prejuicios muy difíciles de rebatir con argumentos lógicos. Cabría a
esto muy bien, como lema, la frase de Tertuliano: Credo, quia ab-
surdum est.
353
De entre las ciencias, interesan especialmente al Hombre de
Fuego aquellas que no revisten carácter objetivo sino dogmático,
cuando no “dictatorial”. Ciencias que se refieren a un “deber”, es
decir, en primera línea, a la filosofía práctica de la vida, la eudemo-
nología, la pedagogía, la macrobiótica, la calobiótica, etcétera.
El peligro máximo a que se ve expuesto el Hombre de Fuego,
en el terreno de lo mental, es al de sentirse conmovido en los ci-
mientos de su fe, el vivir la catástrofe del derrumbe de sus ideales.
En lo moral, el ideal supremo del Hombre de Fuego está dado
por la conquista de la libertad, que no conoce legislador sobre sí
más que el del mandamiento de la conciencia; es por eso que la di-
ferenciación entre el Hombre de Fuego superior y el inferior depen-
de, en lo esencial, del rango moral de su conciencia; veremos más
adelante cómo es precisamente en la categoría de Fuego que el
abismo entre los dos extremos aquí posibles es mucho mayor que en
las tres restantes categorías; como que se trata nada menos que del
abismo entre el bien y el mal.
Y ahora nos referiremos brevemente a las relaciones del Hom-
bre de Fuego con el arte. De acuerdo al optimismo en que se basa su
cosmovisión, la exigencia principal que impone el Hombre de Fue-
go en materia artística, más aún, la “medida” de toda obra de arte,
es para él el que dicha obra de arte posibilite de continuo el triunfo
de la alegría sobre el dolor, del bien sobre el mal. De ahí que las
obras de arte creadas bajo el dominio del principio de Fuego obe-
dezcan sin excepción, a temáticas de lucha, con la perspectiva del
sojuzgamiento final de lo destructivo, y de la realización de la fuer-
za triunfante sobre la burda materia y el humillante dolor y, más
aún, sobre los caos de opiniones e ideas, el triunfo de la fuerza de la
alegría ultraterrena. Vale esto para todas las artes, como también
para toda técnica. Per aspera ad ostra. O las palabras que Schiller
pone en la “doncella de Orléans” moribunda:

“Breve el dolor y eterna la alegría.”

Tales las palabras que podrían valer en esto como lema.


354
Y para cerrar esta caracterización general, digamos aún unas
palabras sobre la vida erótica del Hombre de Fuego. No cabe duda
de que ésta se diferencia, en lo fundamental, en algunos puntos
esenciales con respecto a la vida erótica del Hombre de Agua y del
Hombre de Aire. Se aproxima a la vida erótica del Hombre de Tie-
rra en la medida en que la sensualidad pasa a primer plano, bien
que, con respecto a lo terrestre, no deja de comportarse como, en
general, lo hace el elemento Fuego con respecto al elemento Tierra.
Es así que lo que, en lo terrestre, aparece como placer de los senti-
dos, se convierte en símbolo material de una felicidad en el más
allá, una felicidad celeste, que Schiller, en su Oda a la alegría, con-
fronta con su sombra terrestre:

“Voluptuoso es el gusano y el
querube está ante Dios.”

Este “estar ante Dios”, vivido en la más profunda interioridad,


partícipe de la gozosa embriaguez creadora que se derrama sobre
toda la creación viviente como voluptuosidad (volo) de la voluntad
eternamente suprema, ennoblece y santifica, convirtiéndola en don
celeste, la voluptuosidad que, sin esto, permanecería en lo animal, la
transforma en ceremonial celeste del pacto sellado en la Tierra entre
dos seres humanos, y de su iniciación conjunta en la obra de crea-
ción, cuya revelación continua los incluye como testigos de la sa-
grado tríada arquetípica de “padre”, “madre” e “hijo”.
Lo que de esta actitud erótica fundamental se conserva –las más
de las veces, como oscuro sentimiento– en la vida cotidiana halla su
expresión en el ceremonial terrestre, surgido de aquella base –de
esto no cabe duda–, de la así llamada “galantería”, en la cual la aspi-
ración al reconocimiento del papel de la pareja sexual –
reconocimiento de grado diverso según los momentos– como heral-
do de lo divino, se alberga como fundamento consagrado que, al fin,
preservará a hombre y mujer de una profanación denigrante.
Y pasemos a continuación a los signos aislados.

355
ARIES. Se trata de la modalidad activa, masculina o cardinal de
Fuego; ya al comienzo de esta segunda serie fue estudiado en razón
de su importancia especial como primer término de la serie de los
signos del zodíaco. Hoy nos dedicaremos al estudio de las caracte-
rísticas humanas del ser representado por la radiación de Aries al
estado puro. La actividad, de la cual es expresión esta radiación de
Aries, depara al Hombre de Aries puro la exigencia de una expan-
sión total de sus impulsos volitivos. El Hombre de Aries se halla de
por vida sometido al poder de un imperativo interior que lo impulsa
a llevar adelante, sin volver la mirada ni mirar a derecha ni izquier-
da, la ley de su propia voluntad, venciendo todos los obstáculos e
imponiendo esta ley a su antagonista. Y como esta voluntad no re-
conoce vallas exteriores –tampoco la barrera de la voluntad ajena–,
la primera y fundamental característica del Hombre de Aries con
que nos encontramos es la de su liberación de toda consideración
con respecto a la naturaleza de tales obstáculos, sean de tipo físico,
mental o moral. Al igual que el instrumento bélico que los romanos
llamaban aries (ariete), el Hombre de Aries quiere “atravesar la
pared con la cabeza”. Es así que, a la característica de la desconsi-
deración e irreflexión, se agrega, en lo atinente a la dirección que a
toda costa hay que seguir, la cualidad de la temeridad, que no pon-
dera el obstáculo antes de atropellarlo.

“De ser prudente, no sería Tell.”


SCHILLER: Wilhelm Tell

Es decir, pues, loca temeridad y desconsideración. Todo medio


es bueno, con tal de que lleve al objetivo, sin perezosos compromi-
sos ni rodeos. Y se pone aquí de manifiesto una diferencia funda-
mental entre el Hombre de Aries y el Hombre de Capricornio, que
también procura vencer todos los obstáculos que se opongan a un
determinado propósito. Pero mientras el Hombre de Capricornio,
que considera que lo principal es la realización del objetivo concre-
to, se dedica con arte diplomático a sellar toda clase de compromi-
sos para ello, el Hombre de Aries es absolutamente antidiplomático,
pues no le importa un ardite el logro de un objetivo material de ca-
356
rácter limitado, que pondría fin a su voluntad, sino que pugna por
imponer al mundo una ley continua, cuya validez sólo él podría
impugnar.
Y vemos con toda evidencia hasta qué punto, hasta qué alto
grado de evolución del Hombre de Aries depende el que, dotado de
tales fuerzas desenfrenadas, siga el camino del bien o el camino del
mal.
Pues el Hombre de Aries también tiene que ver con la prepara-
ción del camino, como el Hombre de Libra del signo de Aire,
opuesto al signo de Fuego. Pero el Hombre de Libra crea por la
fuerza de la verificación, de la ponderación, el camino mental, antes
de ponerse en acción; en cambio el Hombre de Aries, como el arie-
te, irrumpe en medio de todos los obstáculos, en cuanto, no una
“ponderación”, sino una inspiración interior, en la que confía cie-
gamente, le ha señalado la ruta a seguir. De modo que en la manera
en que se mantenga en la misma dirección, sin hacer caso de obs-
táculos, radicará la diferencia entre el Hombre de Aries superior y el
Hombre de Aries inferior. El Hombre de Aries superior obedece a
un imperativo moral que le confiere la fuerza del “conductor”, al
permitirle ser partícipe, con la fe indestructible en la fuerza moral
de su ideal, del don de ver un camino donde nadie lo viera antes que
él, y capacitarlo para transmitir este don a otros. Y de este modo, el
Hombre de Aries, como un segundo Moisés que llevara a su pueblo
sano y salvo a través de la mar, acertaría a “dividir las aguas como
muro a su diestra y a su siniestra”.
Y es esta fe la que no sólo le otorga el ímpetu arrebatador, sino
también el coraje de continuar el camino iniciado, sin vacilación de
ninguna especie, aun a costa del sacrificio de la propia vida, y de
exigir lo mismo de los que se hayan adherido a él en la empresa. La
cobardía, y hasta la flojedad, son crímenes graves.
Vemos surgir de este modo ante nosotros a la figura del “hé-
roe”, estimado en todas las épocas, especialmente en las de los ro-
manos y griegos; el héroe, el conquistador, el héros de los griegos.
Si comparamos este tipo evolucionado de Hombre de Aries con
el Hombre de Aries aún no evolucionado, nos veremos igualmente
357
ante un hombre de cualidades heroicas; también el tipo inferior de
Aries es valeroso, también él posee un ímpetu arrebatador de su
propia voluntad, también él está dispuesto a arriesgar la vida. Pero
el imperativo a que obedece el Hombre de Aries inferior carece de
fuerza moral, no tiene intuición moral sustentada por la fe en un
ideal; el camino que crea este tipo de Aries no está destinado a sa-
tisfacer a otros y a sí mismo. Por eso es que este camino se caracte-
riza por fenómenos concomitantes que de ningún modo pueden
formar parte de las características de vida propias de un ser humano
situado en un plano elevado de moralidad. Ya no vemos ante noso-
tros al “conductor”, sino al “seductor”; ya no se trata del “héroe”,
sino del “criminal”, para quien todo medio es lícito, con tal de que
sirva para imponer su voluntad, aún al precio de todo valor ético; la
mentira, la calumnia, el abuso de confianza, la delación, la inescru-
pulosidad, la crueldad, la “sangre fría”, la indiferencia por la digni-
dad del prójimo y, sobre todo, la irresponsabilidad, en el sentido
más vasto de la palabra, hacen posible a este tipo de Aries el “pasar
sobre cadáveres”, en todo sentido del término.
Y sin embargo, no es, en cierto modo, fácil distinguir los tipos
superior e inferior de Aries. Del mismo modo en que, a menudo, no
se puede reconocer entre el sabio y el tonto, también es difícil res-
ponder a la pregunta siguiente: ¿héroe o criminal? ¿Conductor o
fanático extraviado? La historia abunda en ejemplos de héroes tar-
díamente venerados que, en épocas de su vida, pasaron por crimina-
les. Pues también el héroe, que por la salvación del género humano
busca el nuevo camino, tiene que ser “duro” y estar dispuesto en
todo momento, no sólo a hacer sacrificios, sino aún a exigir sacrifi-
cios.
Para esclarecer este problema, partamos del órgano que en el
cuerpo humano corresponde a la radiación de Aries: la cabeza del
hombre, esto es, aquella parte de la figura humana que, orientada
inmediatamente hacia el cielo, apunta hacia “arriba”. El “cráneo”, el
extremo superior de la columna vertebral, que, configurado en for-
ma de “cápsula” (caput) (Goethe), alberga el cerebro; del cerebro
parte la transmisión de las órdenes impartidas por el “yo” a los res-
358
tantes órganos del cuerpo, por los conductos secretos del sistema
nervioso.
Pero la cápsula craneana no está totalmente cerrada; posee, por
así decir, ventanas para los órganos destinados a recibir la luz y el
sonido; por estas ventanas penetran en nosotros noticias que nos
testimonian la existencia de una “exterioridad”, que visten esta exte-
rioridad con el lenguaje familiar a nuestra “interioridad”, de modo
que tal exterioridad pierda su carácter de “cosa de afuera”, que el
mundo exterior esté a la vez fuera y dentro de nosotros. No es este
el lugar adecuado para penetrar en el misterio de la percepción sen-
sorial, o para desarrollar el problema del conocimiento.
Pero el hecho de que sea por los órganos de los sentidos que lle-
guen a nosotros las imágenes de una “exterioridad” y que lo hagan
en forma que las entendamos por adecuadas a nuestra propia natura-
leza, no significa en modo alguno que tales imágenes se hayan ori-
ginado dentro de nosotros., Y esto nos pone en contacto con una
rara idea en cuanto intentamos traducirlo a lo esotérico. ¿No podría
pensarse que el cráneo, ese extremo superior de la “columna verte-
bral” tuviese en su punto más alto, en la así llamada “coronilla” –
vertex, vértice– una ventana imperceptible para los órganos exterio-
res, una ventana a través de la cual penetrasen los rayos de “lo alto”,
del universo estelar, de la región de la libertad21, que diesen testi-
monio al hombre, en la lengua familiar a su “yo”, de la voluntad del
universo, de la voluntad de Dios?
En ese caso, el Hombre de Aries más altamente evolucionado
sería aquel que supiese mantener abierta esa “ventana”, para some-
ter humildemente su voluntad a la voluntad de Dios, que resuena
como un eco en su “conciencia”, como la luz “repercute” en el “ojo
solar”, a fin de que tal Hombre de Aries no olvidase jamás que
aquello que, de otro modo, podría llamar “voluntad suya propia”, no
es tal, sino que es la fuerza de Dios que repercute en su interior.
Por cierto, no hemos estado fantaseando; desde los tiempos más
antiguos, la membrana parietal, la así llamada gran fontanela, era

21
Primera serie, sexta conferencia.
359
considerada el asiento de un órgano mental (los hindúes lo llaman
Shakra del vértice craneano), que, en la cabeza de Buddha, se repre-
senta en forma de corona.
Tal “corona”, la corona de la dignidad humana, es la que deter-
mina que el hombre sea el señor de la Tierra. El cranium, como lla-
maban los antiguos al “cráneo”, se convierte de este modo en el
asiento de esa “corona” del ser humano, que se somete humilde-
mente a la voluntad suprema, brindando a esta voluntad la voluntad
propia.
Sólo por este sacrificio podrá el Hombre de Aries, u hombre
“capital” (caput), convertirse en la “cabeza” de la humanidad, y
transmitir a ésta las órdenes de Dios, constituyéndose de esta suerte
en intérprete del dios supremo, del legislador altísimo.
¿Hace falta todavía que digamos cuál es la característica del
Hombre de Aries inferior?
También éste podrá llevar una “corona”, pero esta corona será
sólo exterior, será una corona artificial, que, lleno de soberbia, se
pondrá sobre la cabeza, enfrentándose obstinado a las estrellas.
El planeta transmisor de las fuerzas de la radiación de Aries es
Marte en su polaridad positiva. En Marte reposa la fuerza de la de-
cisión. También podría llamarse, a esta fuerza, la “fuerza de la es-
pada desenvainada”, del poder capaz de abrir o hacer saltar una ce-
rradura.
Sólo por esta fuerza podrá quebrarse el círculo de la necesidad y
conquistarse la libertad. En la confrontación de las dos polaridades
de Marte, en sus calidades de señor de Aries y de Escorpio, se repite
la conocida oposición entre las energías del deseo y las de la volun-
tad, o de las energías de la espada aún envainada y las de la espada
ya desenvainada, como caracterización de la decisión ya tomada.

Y pasamos al signo de LEO, modalidad fija, de Tamas, de la ca-


lidad de Fuego.
En este signo se reúne, se acumula la fuerza de la voluntad, y
madura hasta alcanzar el grado máximo de concentración, crece
360
hasta la máxima potencia de la conciencia del “yo”, llegando a re-
vestir el carácter de voluntad consciente de vivir que, en esa misma
voluntad, se afirma en la vida. Este “autoafirmarse” no ha de enten-
derse, empero, como proceso corporal ni psíquico ni mental, sino
como experiencia inmediata de vida intemporal que arraiga en el
yo, referida al “ser” siempre presente. “Soy quien soy”, tal podría
ser la expresión de esta experiencia de vida autoafirmativa. Para
entender esto, partiremos del planeta que es el transmisor de fuerzas
de la radiación de Leo, y constituye, además, como ya se ha expues-
to, el verdadero mediador entre el zodíaco primario de las estrellas
fijas y el zodíaco secundario del sol, esto es, del Sol mismo, el cen-
tro de nuestro cosmos solar.
El Sol, llamado “planeta” en sentido astrológico, porque, con-
templado geocéntricamente, parece moverse entre las estrellas fijas,
no sólo es el más grande y más importante de todos los planetas,
sino que, en su forma actual, es la madre arquetípica común a todos
los planetas restantes, la fuente de toda la vida planetaria, dispensa-
dor de la luz, del calor, emisor de las así llamadas energías actíni-
cas. Tratemos de captar esotéricamente lo que de este modo nos
llega desde el Sol; es así que, como sucede en el propio planeta te-
rráqueo, en su correspondencia por el núcleo terrestre heliótico, es
decir, como en el fuego terrestre interior, lo que nos llega del sol se
convierte en símbolo inmediato de la revelación del yo. Pero tam-
bién aquello que llamamos luz y calor cobra esotéricamente un sig-
nificado especial. La “luz”, el “aura” de la Biblia, que, creada el
Primer Día, está en el principio de la revelación del mundo, es, a la
vez, condición fundamental de toda revelación. Es la polaridad de la
oscilación original opuesta a la “oscuridad”, oscilación cuyas fases
opuestas entre sí se comportan mutuamente como día y noche, co-
mo ser revelado y ser no revelado22.

22 Primera serie, quinta conferencia.


361
“Y apartó Dios la luz de las tinieblas.
“Y llamó Dios a la luz Día y a las tinieblas
llamó Noche.”
GÉNESIS, I, 4 - 5

Pero ya la palabra “aura” revela algo más que el mero hecho del
“estar en la luz”, llega mucho más allá que todo lo que exotérica-
mente suele despertar la idea de “luz”. Los tres fonemas que confi-
guran esta palabra arcaica: “a”, “u”, “r”, aur(a), señalan una tríada
que se revela en el destello de la luz, una tríada que puede ser pa-
rangonada, en un todo, con la triplicidad del acto de revelación de la
unidad misma, pero que aquí, en la palabra aur, se nos manifiesta
con un sentido especial. “A”, primera letra del abecedario, aleph,
señala el punto de partida de la revelación: “ser = ser arquetípico”.
“R”, último fonema, letra de la mencionada palabra, señala a la pa-
labra resh, el caput latino, la “cabeza”, es decir, el “ser” captado en
la conciencia. “U”, o lo que antiguamente era lo mismo: “V”, señala
la palabra vaf = aguja, aguja capotera, señala la reunión de la con-
ciencia y el ser, en el acto de autocaptación del ser. Este acto triple
del destello de la autorrevelación es el que separa la luz original de
las tinieblas, y esta “luz” brilla a la vez “adentro” y “afuera”; sólo
en esta luz se reconoce lo “exterior” a la vez como “interior”. En el
aur = aura, está toda posibilidad de percepción sensorial, es decir,
toda posibilidad de “interiorización” de algo exterior a nosotros y
que, con todo, puede a la vez hallarse en nosotros, a saber: el miste-
rio de la revelación del mundo. Es por eso que la sílaba “aur” cons-
tituye la raíz común a todo lo que nos aportan los sentidos desde
“allá afuera”. ¿No es, por cierto, bastante curioso el que, por ejem-
plo, los antiguos griegos empleasen para la idea de “ver” la misma
palabra que en alemán se utiliza para expresar la idea de “oír”, esto
es, respectivamente, horán (en griego: “ver”) y hören (en alemán:
“oír”), palabras éstas, entrambas, formadas de la raíz lingüística
común aur? Otro ejemplo: en latín, aura, aurora, referidas a fenó-
menos lumínicos, y, en cambio, auris = oído (oreja) y, nuevamente
en griego, óps = voz, y optikón = lo luminoso (lo óptico), etcétera,
etcétera. Y entre los persas: ahura mazda, ormuzd, el gran ser solar,
362
alude a la fuerza que fluye a la Tierra por el Sol, pero que no es la
luz en sentido físico, sino la revelación de la luz original, la santidad
vivida en la conciencia, en la que, primeramente, se hace visible la
Tierra, y luego, aunque no en último lugar, el Sol, como cuerpo
celeste. El “mundo como fenómeno” refleja lo que vive en nosotros
como santidad de la conciencia.
Es interesante el hecho de que la concepción del acto de ver se
moviera por parte de los platónicos y epicúreos, totalmente dentro
del marco de tal visión de fondo, que reducía la luz exterior y la luz
interior a una raíz común. El ojo emite rayos que se encuentran con
los rayos emitidos por los objetos exteriores y que, luego de este en-
cuentro, retornan al ojo con el sentimiento de estos objetos23.
Tratemos de cobrar conciencia viva e íntima de este “estar su-
mergido en la radiación de la luz original”, para de ese modo captar
lo esencial de aquello que llamamos radiación de Leo, es decir, de
la modalidad de Tamas del signo de Fuego.
Y de esta manera, también el “calor” cobra, captado esotérica-
mente, un significado especial. Si en la luz captábamos lo extensivo
de la revelación del mundo, en el calor vivimos la intensidad de
nuestra coparticipación en la revelación; o de la participación de
nuestro yo en el hecho de la vida universal.
Tratemos de aclarar esto con una imagen que extraeremos de la
investigación natural de carácter exotérico. El calor es, desde el
punto de vista físico, el almacén universal de todas las energías que
actúan en el mundo. De este almacén o depósito fluyen incesante-
mente, en todas direcciones, montones de energía dispuesta a trans-
formarse y a retornar por reflejo, fluyen hacia todas partes del cos-
mos, bañándolo, “calentándolo”, nutriéndolo, como el ardimiento
de un amor que todo lo abarca con igual intimidad. Si, en cambio,
pudiésemos seguir con ojos expertos el curso de esta radiación, y
ver, especialmente, cómo es recibida por los organismos vivientes,

23
LANDOIS: Lehrbuch der Psychologie (Tratado de psicología).

363
asistiríamos a un espectáculo curioso.
Según nos enseña la fisiología, lo exterior del proceso vital or-
gánico se manifiesta como una especie de lenta ustión del sustrato
de vida material, esto es, de las partes integrantes de carácter quími-
co de los cuerpos celulares, cuyo índice de ustión exteriormente
cognoscible está dado precisamente por el “calor de vida”. Si pudié-
semos ver este lento proceso de ustión de las sustancias orgánicas
con una especie de “acelerador”, como los que se usan en la técnica
cinematográfica, contemplaríamos, en lugar de cada uno de los se-
res vivientes, una llamita en la que, en pequeño, se repite el milagro
bíblico de la zarza ardiendo, vale decir, el milagro de que la forma
viviente no se consume en este fuego, sino que, al contrario, es por
este fuego que se revela en su verdadera naturaleza. Si luego obser-
vásemos el mismo proceso, ya no por medio de un acelerador cine-
matográfico, sino por un “retardador” cinematográfico, un retarda-
dor que, desde luego, debería sobrepasar en mucho a los retardado-
res que estamos acostumbrados a ver en el cine, dejaríamos de ser
testigos de un proceso de carácter óptico, para experimentar las aho-
ra muy lentas vibraciones del calor como sonidos y, finalmente,
como números.
Y todos los colores de estas llamas y llamitas, desde el rojo os-
curo hasta el rojo blanco, y todos los matices del sonido, desde el
más grave hasta el más agudo, y todos los grados de temperatura,
desde el frío gélido hasta el ardor más quemante, testimonian la
existencia de una inmensa escala de intensidades de experiencias de
vida, en la inabarcable sinfonía vital del universo, cuyo transmisor
es para nosotros el Sol, como dice Goethe:

“El sol compite desde antiguo


con las esferas en cantar.”

El “tú” y el “yo” no son en esta sinfonía universal más que pe-


queñas llamitas de sol con luz propia, calor propio, sonido propio,
iluminadas por la “luz” universal y sumergidas en ella como partí-
cipe del aura.

364
Hicimos esta disquisición previa para aclarar qué es lo que vi-
bra en la experiencia inmediata, autoafirmativa, de vida, y confi-
gura el carácter de todos los seres humanos que corporiza la radia-
ción de Leo al estado puro.
Y ahora intentaremos dar en pocos trazos la característica
principal del Hombre de Leo. Es propia del Hombre de Leo una
vitalidad extraordinariamente fuerte, enteramente optimista, casi
diríamos elemental, que, en el sentido de la naturaleza de Tamas
del signo de Leo, alcanza un grado tan alto que refleja sus radia-
ciones sobre el mundo circundante como la fuerza mágica de la
naturaleza del Hombre de Escorpio. También el Hombre de Leo
se rodea gustoso de seres humanos sobre quienes pueda reflejar su
alegría de vivir y de amar. Pero sus relaciones con respecto al
mundo circundante son de tipo fundamentalmente distinto de las
relaciones, por ejemplo, de los Hombres de Agua, acerca de los
cuales pudimos establecer que se encuentran en una relación de
marcada dependencia con el mundo que los rodea, o, más aún, que
dependerían enteramente de este mundo. Para el Hombre de Cán-
cer, por ejemplo, el mundo que lo rodea significa una especie de
protección psíquica; para el Hombre de Escorpio, un imprescindi-
ble alimento psíquico; para el Hombre de Piscis, el sustituto de su
falta de orientación interior. En contraste con esto, nos encontra-
mos con la independencia interior del Hombre de Leo, con respec-
to al mundo circundante; en realidad, el Hombre de Leo no necesi-
ta del medio ambiente, pero lo ama porque puede comunicarle
parte de su alegría de vivir, la cual alegría se refleja luego y retor-
na a él, de modo que se solaza en el reflejo de su propia fuerza
vital. “Vivir y dejar vivir” es, por así decir, el lema del Hombre de
Leo. En esto encontramos cierta similitud con el proceso de refle-
jo que comprobamos en el Hombre de Escorpio; pero la diferencia
seguirá siendo siempre la de la independencia psíquica del Hom-
bre de Leo con respecto a los demás.
Y de esto resulta un fuerte sentimiento del propio valer, lo que,
a su vez, trae consigo, como consecuencia, un alto grado de auto-
conciencia y de sentimiento de la importancia de la propia persona-
365
lidad, a lo que se agrega aquello que llamamos lisa y llanamente
“orgullo”. Pero este orgullo no proviene, como por ejemplo, en el
Hombre de Agua, de la idea de ser algo singular, extraordinario; en
realidad, el tal orgullo casi no es cualidad del Hombre de Leo, sino
que se origina en el juicio del mundo circundante; es, por así decir,
la reacción mental con que este mundo circundante acusa recibo de
la independencia interior del Hombre de Leo. Pero, además, la ale-
gría de vivir y el animado color de la actitud total ante la vida que
observa el Hombre de Leo se relacionan con el hecho de que, tem-
pranamente, éste encuentra una táctica de vida que tiende a mante-
ner alejado todo lo que signifique un estorbo para tal alegría de vi-
vir, y a evitar en lo posible los dolores psíquicos propios, o el com-
partir los ajenos. Así como el Hombre de Cáncer se cuida de toda
compañía de la que sospeche que no le es benévola, el Hombre de
Leo elude la compañía de los tristes de temperamento o de los psí-
quicamente deprimidos, o bien trata de paliar de algún modo el des-
agrado que tales personas le causan y causan en los demás. Pero
esto no ocurre del mismo modo en que ocurre, por ejemplo, en el
Hombre de Piscis, vale decir, por participación psíquica con el su-
friente, sino por conservación de la propia alegría. El Hombre de
Leo no puede soportar el sufrimiento ajeno, del mismo modo en que
no puede soportar el sufrimiento propio.
De esto se desprende que, efectivamente, el Hombre de Leo no
es en general un psicólogo demasiado profundo; antes bien, diríase
que es extraño a los problemas psíquicos que, por ejemplo, torturan
tanto al Hombre de Agua. Es por eso que tampoco se destaca el
Hombre de Leo por sus condiciones de “conocedor del hombre”, en
el sentido de aquellos que consideran los conflictos psíquicos que,
en parte inconsciente y en parte conscientemente, se desarrollan en
el interior del ser humano, como el sustrato fundamental del juicio
acerca de los hombres, antes de que tales conflictos lleguen a las
vías del hecho. De acuerdo con su naturaleza de Fuego, el Hombre
de Leo lo único que considera importante para juzgar a los demás es
el resultado final, futuro, de tales desdoblamientos interiores, y en
este sentido, acierta a predecir con asombrosa seguridad cuáles pue-
den llegar a ser tales resultados; ello, porque ve en los demás el su-
366
jeto volitivo, y porque siente que, en todas las decisiones, lo que
importa al final es la fuerza ética de la voluntad. Y del mismo modo
en que el Hombre de Leo no experimenta inclinación alguna a pene-
trar en los conflictos ni psíquicos ni mentales de los demás, sino
que, antes bien, prefiere pasarlos alegremente por alto, tampoco es,
en lo atinente a su propia persona, un caviloso, un ser de “buenos y
malos humores”, de barómetro psíquico inestable. Comparado con
la casi infaltable arbitrariedad del Hombre de Agua, o con la pru-
dencia crítica del Hombre de Aire, el Hombre de Leo aparece ante
los demás como dotado de una bienhechora serenidad. Y esta sere-
nidad, en combinación con la independencia que le es propia con
respecto al medio, le comunica una marcada supremacía en lo mo-
ral, una indiferencia frente a la crítica ajena que lo hace aparecer
valeroso y lleno de grandeza.
Al Hombre de Leo no le gusta quedar en ridículo; pero esto no
significa para él una catástrofe como, por ejemplo, para el Hombre
de Cáncer; el Hombre de Leo pasa por alto el ridículo con su inago-
table buen humor, tanto el ridículo propio como el ajeno.
Ahora será de importancia establecer la diferencia entre el
Hombre de Leo superior y el Hombre de Leo inferior.
Podemos decir tranquilamente que, en este caso, las diferencias,
por enraizar en lo moral del hombre, aparecen exteriormente como
si el Hombre de Leo poco evolucionado fuese una especie de dimi-
nutivo moral del Hombre de Leo superiormente evolucionado, o,
por así decir, una especie de Leo (de “León”) enano, como el gato
es, por ejemplo, la copia reducida del tigre; en suma, un Hombre de
Leo que se ha quedado rezagado en su crecimiento moral interior,
estando, pues, sus grandes cualidades morales potenciales condena-
das a la mutilación.
Si partimos de esta noción, no será difícil dar la característica
del Hombre de Leo inferior.
Rebosando alegría de vivir, autoafirmación, tendencia a eludir
lo sombrío y desagradable, afán de goce, caza de diversiones, unida
a la tendencia a rehuir toda consecuencia grave que pudiere surgir
de los actos propios; en suma, frivolidad en todos los aspectos de la
367
vida.
En lo atinente a sus relaciones con el prójimo, será la compara-
ción con el gato la que nos resulte de extraordinaria utilidad. El ga-
to, como el león, es un animal “real”, al que le importan un ardite
los seres humanos; le gusta que éstos lo acaricien y lo mimen, con-
sumirá grandes cantidades de bondad y de cariño ajenos, pero jamás
se sentirá por ello obligado a gratitud alguna; en cuanto le basta, se
despereza y se manda mudar, como si con esto quisiera demostrar al
hombre cuánto es su real desprecio por tales testimonios de “bajo”
cariño. Pues bien, lo mismo ocurre con el Hombre de Leo poco evo-
lucionado; le encanta que se le demuestre cariño, y tomará de este
cariño la parte “sonriente”, halagadora para su autovaloración. Lue-
go, una vez terminado esto, se mandará mudar sin sentir comprome-
tida ninguna clase de gratitud. Este hecho se manifiesta de manera
muy especial en el terreno de lo erótico. En este terreno, el Hombre
de Leo poco evolucionado muestra la tendencia, una vez satisfecha
su necesidad de goce, no sólo a olvidar a su pareja, sino hasta a des-
preciarla.
Placer de burlarse, de denigrar aquello que escapa a la órbita de
su comprensión; tales las características que a menudo no hacen
más que ocultar el miedo inconfesado de aparecer ante sí mismo
como inferior de los que se cree.
Pero esto no es todo; también aquello que conocimos como fal-
ta de sentimentalidad o aversión a penetrar en las profundidades de
los conflictos psíquicos y mentales, aparece en el Hombre de Leo
poco evolucionado como caricatura, en un estilo de vida que califi-
caríamos de “frivolidad” e “irresponsabilidad”; y faltando, pues, en
este tipo de Leo, el ímpetu vital a lo grande, tal frivolidad, unida a
las ya mencionadas características mezquinas de la naturaleza infe-
rior de Leo, configurará el poco favorable cuadro de un filisteo del
placer de vivir. De modo que el tipo de Leo inferior estará dotado
también de las características de satisfacción consigo mismo y de
autoindulgencia, amén de la tendencia a degradar las naturalezas
más profundas que vivan toda clase de conflictos, burlándose de
ellas con irónica piedad.
368
Muy distinto es el cuadro del Hombre de Leo superior. Todo lo
que conocimos al estudiar la naturaleza del signo fijo de Fuego,
cobra, en el plano superior del tipo de Leo, un significado bien dis-
tinto del que acabamos de ver. El orgullo se convierte en sentimien-
to de la dignidad humana. La mirada de “superioridad” que se echa
sobre los conflictos psíquicos ajenos, y que el propio Hombre de
Leo no acierta a reproducir en su propia interioridad, se convierte en
una especie de contemplación humorística, solícita, con respecto al
sujeto que, en su constitución psíquica, está menos dotado que él
mismo, ni sujeto a quien algo le falta para ser feliz, algo que el
Hombre de Leo superiormente evolucionado le daría de muy buena
gana. Éste quisiera hacer felices a todos los seres desdichados, qui-
siera comunicarles parte de su propia naturaleza solar. Y la “frivoli-
dad” del Hombre de Leo inferior se convierte, en el Hombre de Leo
superior, en una actitud que le enseña a reconocer que el hombre
cuya vida psíquica aún no se ha podido liberar de las pasiones y los
apetitos, tiene que ser redimido, ayudándoselo para ello a salir de la
cárcel en que se ve sumida su voluntad por la exagerada supremacía
de la vida instintiva; y para liberarlo de esto, tratará de infundirle el
ideal de la alegría autoafirmativa de existir. Y, de este modo, se
convierte en consuelo de sus semejantes y, ¿por qué no?, emana de
él una influencia que hace que en su presencia se olviden los sufri-
mientos y se logre, en cambio, un desbordante valor de vivir, como
se le siente al exponerse a los cálidos, luminosos rayos del sol.
Y es así que, considerado a la luz de esta relación, también el
optimismo en la vida cobra una importancia especial, una importan-
cia que podríamos calificar de una especie de confianza en Dios,
que ha llegado a ser orgánica y reviste aun un carácter más o menos
inconsciente. El Hombre de Leo superior está lleno del sentimiento
de que, al fin, todo se orientará hacia el bien, puesto que, a su en-
tender, el triunfo del bien sobre el mal es ley inmutable en el mun-
do. Si se pudiese encerrar la doctrina de vida que surge de esto en
un sistema filosófico, obtendríamos una filosofía que sería una es-
pecie de miembro de unión entre el estoicismo y el epicureísmo.
Del estoicismo extraería el Hombre de Leo la máxima de no consi-
derar jamás los procesos exteriores de la vida como algo que pudie-
369
ra tocar a nuestro verdadero yo, ni en la dicha ni en la desgracia, y
del epicureísmo, extraería la fe en el valor del placer, opuesta al
estoicismo, que desprecia el mundo exterior y sus placeres.
Hemos llamado a Leo el signo del “vencedor”.
El Hombre de Leo, superior e inferior, se solaza en la concien-
cia de fuerza que el triunfo infunde a todo vencedor. Acaso tenga
algo que ver con esto el que el Hombre de Leo estime en tan alto la
fuerza, en la vida; la fuerza lo impresiona, no le gusta la blandura.
Es por eso que se conseguirá muy poco de él si se apela a sus sen-
timientos, y en cambio se obtendrá de él mucho si se atina a captar-
lo en la conciencia de su fuerza y se lo halaga en este sentido.
Volvamos al Hombre de Leo superior y preguntémonos cuál es
en realidad su misión característica en la humanidad, la misión por
la cual hace justicia a su alto grado de evolución; para esto, lo mejor
será partir del órgano que corresponde en el cuerpo humano a la
radiación de Leo, esto es, el corazón.
Del mismo modo en que el sol es el centro de nuestro sistema
planetario, el corazón es el centro vital orgánico de nuestro cuerpo;
del corazón fluyen a todos los órganos –incluido el propio corazón–
las oleadas de sangre. Mientras el corazón late, vive el cuerpo hu-
mano. La detención definitiva del corazón significa la muerte física
del cuerpo. De modo que toda fuerza vital sale del corazón, y desde
siempre se ha “sentido” que el corazón es el verdadero asiento de la
voluntad de vivir, de la voluntad orgánica de vivir, y de la fuerza
vital.
El ritmo de los latidos del corazón repite la ley arquetípica de
todo desdoblamiento en la vida; el latido es la vibración orgánica-
mente transformada, sobre la cual reposa, en su calidad de tercera
manifestación, la triple unidad del acto de la revelación, el aur, y es
en este sentido, referido al AUR, que los antiguos llamaban al reci-
piente cardíaco que inicia la ramificación circulatoria de todo el
cuerpo, la A O (u) R-TA, la “aorta”.
Y esto nos lleva de vuelta al símbolo del sol, donde también ha-
llamos una relación de carácter inmediato con el corazón.

370
Recordemos que el círculo con el punto central significa el pun-
to de partida de la revelación24.
Si ahora contemplamos este círculo vacío, como, por ejemplo,
un huevo que despierta a la vida, el “punto central” pasa a ser la
primera forma de germen del corazón, es decir, un pequeño punto
palpitante, saltarín, que Aristóteles denominó, precisamente, “punto
saliente”, punctum saliens, y que constituye la correspondencia cor-
poral de aquella gran respiración del cosmos que todo lo vuelve a
reunir, o del principio por el cual los millones de células reunidas en
el organismo humano obtienen la unidad que a ellas confluye, uni-
das como unidades “parciales” con los millones de unidades “par-
ciales” restantes, para formar el organismo inmediatamente superior
a ellas, etcétera25.
Es así que, dentro del cuerpo humano, el corazón se convierte
en una especie de gobernador o virrey de la vida orgánica del cuer-
po, como el sol es rey del sistema planetario.
Es por eso que los antiguos llamaban a este órgano cor, koira-
nos, kyrios, cherr, hasta llegar al Herr (“señor”, “dueño”, en ale-
mán) y al Herz = corazón.
Y ahora podemos comprender cuál es el sentido esotérico de tal
dignidad “regia”, que convierte al signo de Leo en el signo regio
kat’ exochén, o en el representante de la máxima dignidad humana.
Y la misión peculiar del Hombre de Leo superior es la de cuidar
de esta dignidad, la de captar con conciencia responsable que de-
pende de la conservación de la dignidad la posibilidad de evolución
superior de la propia humanidad.
Y si Schiller dijo del artista que:

“La dignidad humana está en tus manos”,

en otra parte, dice:

24
Primera serie, quinta conferencia.
25
Primera serie, primera conferencia.
371
“Por eso el rey con el cantor se hermana,
pues ambos viven en la cima humana.”

El mandamiento interior del Hombre regio es el de no descen-


der jamás del peldaño a que ha llegado, y el de sustentar con el pro-
pio ejemplo, sin órdenes ni consejos, sino con la fuerza mágica que
le fuera dada en la conciencia de su propia nobleza, el de sustentar
moralmente, como su “yo” tocado por la Gracia de Dios, a los de-
más, a quienes lo rodean, de modo que a éstos llegase incluso a pa-
recerles una traición el no sentirse dignos de él.

Y pasamos ahora al signo de SAGITARIO, la modalidad neu-


tralizadora de la calidad de Fuego. Lo que debe ser neutralizado en
este caso es la fuerza de la voluntad, tendiente a lo infinito, de con-
tinuo tensa, expansiva, y la fuerza del vencedor, serena, concentrada
en sí misma, la fuerza triunfal de la voluntad afirmativa de vivir.
Para captar lo que ocurre por esta neutralización, tenemos que
recordar cómo se producía esta neutralización en los otros signos de
Sattwa. En la órbita de Tierra, su sentido era el de la obtención de
un principio económico, por el cual se pudiera cumplir la exigencia
de una máxima utilidad con un mínimo de trabajo. La exigencia de
desechar todo lo superfluo y perjudicial llevó a aplicar, ante todo,
este principio de economía, al pensar, de modo de llegar, por el te-
soro lo más panorámicamente posible ordenado de las experiencias,
a aquellas ciencias que, en su calidad de ciencias naturales, trataban
de captar las leyes cuyo conocimiento sólo podría obtenerse fructí-
feramente por el trabajo del ser humano.
En la órbita de Agua vimos la lucha por el predominio, librada
por dos términos opuestos, antitéticos, que, en su inconciliabilidad,
crearon, como patrimonio hereditario terrestre y celeste de la natu-
raleza humana, la “duda”, cuyo sentido era el de redimir la insegu-
ridad y el desdoblamiento mentales en antítesis de todo tipo, por
medio de la obtención de un centro de gravedad “aéreo”, por medio
de la fe, la sola fe que señala la verdadera dirección, la dirección
inequívoca a todo conocimiento verdaderamente espiritual.

372
Y bien; en la órbita de Fuego las cosas ocurren de modo similar.
Si en esta esfera de lo “más alto” de la naturaleza humana, en la que
se vive la función del yo del hombre en forma inmediata, también
tiene que ocurrir una neutralización, un equilibrio entre las dos po-
laridades, la de expansión y la de voluntad concéntrica (respectiva-
mente, Aries y Leo), tal equilibrio sólo podrá tener lugar, al igual
que en las tres esferas restantes, por una ley en virtud de la cual la
voluntad se enfrene a sí misma, una ley que se dé a sí misma la pro-
pia voluntad. Claro que esta ley no podrá ser más que de carácter
ético, esto es, que no podrá valer más que para la obtención del cen-
tro de gravedad ético. ¿Y dónde está este centro de gravedad ético?
Subrayemos una vez más lo que mostráramos al comienzo de
nuestra investigación de hoy, es decir que la voluntad es aquella
esfera de nuestra interioridad que a la sazón se reconoce poco en la
conciencia y que, por esto, es confundida a menudo con la vida de
los instintos y los deseos. De manera que, ante todo, habrá que lim-
piar la voluntad de escorias de instintos y deseos. Habrá que llegar a
la separación entre la voluntad pura y aquello que, revistiendo la
engañosa apariencia de nuestra voluntad moral, no es en verdad más
que una “voluntariosidad” extraviada, dominada por instintos e im-
pulsos exacerbados, caída “fuera” del dominio de lo moral, o aún no
madurada para formar parte de tal dominio. Y es así que, dentro de
la naturaleza moral de nuestro ser, se produce un desdoblamiento
similar al que tiene lugar dentro de la naturaleza mental. La duda
mental halla su contrajuego en la duda moral, y la función propia de
la radiación de Sagitario es la de solucionar esta duda, la de llenar
nuestra voluntariosidad, falsificada por la vida instintiva e impulsi-
va, con la voluntad pura, “limpia” de aquellas escorias, redimiendo
de este modo, a aquella “voluntariosidad”, de sí misma, para con-
vertirla en parte de la voluntad “pura”.
Y penetrando más profundamente en el problema así planteado,
partiremos, como hicimos al estudiar el signo de Géminis, de la
figura simbólica de Sagitario. Vemos representado un símbolo que,
de manera análoga al de Géminis, al de los “mellizos”, nos muestra
dos figuras enlazadas entre sí, que, en realidad, representan una sola
373
figura, una sola imagen: la del hombre dual. Pero mientras aquellas
figuras de Géminis se disponían una al lado de la otra como “her-
manos”, en el símbolo de Sagitario las dos figuras se hallan sobre-
puestas, para indicar con esto que, en lugar de la coordinación de
los opuestos, que en Géminis todavía se hallaba en pugna, aquí en
Sagitario uno de entrambos poderes ha triunfado ya sobre el otro.
Este curioso ser de carácter doble que visualiza el signo de Sa-
gitario es la figura del “centauro”; su parte inferior es un animal y
su parte superior es un dios. Y en la mano de este dios vemos el
arco y la flecha preparada para el disparo; por esta figura se dio al
centauro el nombre de Sagitario (“arquero”).
Es de por sí bastante evidente el significado de la oposición en-
tre el animal y el dios, como para que nos detengamos en él; las dos
figuras señalan respectivamente la serie de antepasados terrestres y
celestes del ser humano, las etapas evolutivas animal y divina entre
las cuales se halla, a la sazón, el estadio evolutivo del embrión de
Dios llamado “Hombre”, sobre la Tierra. ¿Y el arco y la flecha?
Pensemos en lo que ocurre cuando se dispara la flecha del arco
tenso. El arco tenso es un símbolo de aquello que, en el sentido de
la investigación física, posee la energía potencial en fuerza acumu-
lada, en el momento en que está por descargarse; la flecha disparada
es, a su vez, el símbolo de la energía puesta en el mundo, vuelta
“actual” por la descarga, vuelta actual in statu nascendi. Lo que
ocurre en este caso se parece al acto de nacer, y es en este sentido
que los antiguos ponían en manos de Artemisa, la diosa del naci-
miento, el arco y la flecha como símbolo de la natura naturans, de
la naturaleza siempre pronta a dar a luz, que los griegos calificaban,
en el mismo sentido, de physis, esto es, de “vejiga” tensa, a punto
de “estallar”. ¿Y no es asombroso que también el dios del sol, Apo-
lo, lleve arco y flecha, Apolo, el genio del Sol, cuyos rayos, como
flechas disparadas, caen constantemente sobre la Tierra, pletóricos
de energía actual, recién nacida?
De modo que la flecha disparada se convierte en símbolo de la
transformación de la energía potencial en energía cinética.
¡Pero! La figura del centauro nos dice mucho más acerca de la
374
índole de esta transformación. Pues las flechas disparadas no salen
“ciegamente” del arco, no salen disparadas del arco tenso por una
“necesidad” falta de miras. ¡Todo lo contrario! Apuntan a una
meta; no es la ciega necesidad la que las dispara, sino el “arque-
ro”, Sagitario, consciente de la meta.
La transformación que se produce de esta suerte no es, pues,
una metamorfosis meramente física, sino que se trata de una meta-
morfosis alquimista, la fuerza propulsora de toda evolución ascen-
sional, la transformación de lo más bajo en lo más alto, del animal
en el dios. Pero, para que esto sea posible, tiene que haber una me-
dida directriz que determine con exactitud lo bajo y lo alto, o la di-
rección “hacia arriba”.
Lo que se expresa con esta exigencia es manifestado con toda
claridad por el órgano que, en el cuerpo humano, corresponde a la
radiación de Sagitario: la cadera.
Las caderas son los órganos del cuerpo por los cuales se pro-
duce la elevación, es decir, por los cuales el hombre “se pone de-
recho”, adopta la posición corporal erecta, que lo diferencia del
animal.

“Y pues avanzan mirando hacia el polvo los seres restantes,


alto y erguido el mirar de los hombres dispuso que fuese
porque así vieran el cielo y la faz elevaran al astro.”
OVIDIO, Metamorfosis, I

Pero esta posición exteriormente erguida del cuerpo humano


es, en verdad, el símbolo físico de la elevación interior del ser
humano, de su ascensión desde el grado de animal hasta el grado
de hombre. Esta elevación ha de ser conquistada; ha de vencer el
hombre al animal que lleva dentro, ha de “superarse” matando al
animal, de modo que de esta muerte nazca la etapa “superior”,
correspondiente al grado de “ser humano”.
Sigamos observando la figura del centauro. ¿No se parece a la
figura de un jinete que domina por completo al animal, de modo
de tomar en su voluntad su vida instintiva, sin saber el animal que
375
es a una voluntad superior a quien está obedeciendo, aun cuando
la presienta y, por ello, se haya hecho uno con el propio jinete, se
haya convertido en instrumento incondicional de éste?
Y ahora entendemos: del mismo modo en que el animal, guiado
por la voluntad del hombre, ha tomado al hombre como a un instin-
to que no entiende, convirtiéndose de esta suerte en instrumento
voluntario del hombre, éste, el hombre, se convierte en instrumento
del ser que es superior a él, aun cuando sea el hombre quien tome la
voluntad de tal ser superior, la voluntad que le confiere la fuerza
directriz ascensional que lo lleve, superando su propia condición
humana, al encuentro de Dios.
Pero de la misma manera en que el animal (del centauro) con-
vierte inconscientemente en instinto propio la voluntad del hombre,
tomará el hombre conscientemente el mandamiento de la voluntad
superior a él, reconociendo que lo que gana en sí por la superación
del animal, se parece a un trofeo de victoria que puede ostentar co-
mo “ley” que determina su centro de gravedad moral, como la “ley
moral sobre mí”, la “otra parte”, la faz esotérica de la ley natural26.
Esta ley moral es de tipo distinto del que encontramos en el
signo de Virgo y que, en lo fundamental, se refería al ordenamiento
social o a la relación de hombre a hombre. Aquí, en Sagitario, se
trata de una ley que no regula la vida en común de los seres huma-
nos, sino que establece el ordenamiento de la voluntad humana en
un mundo superior, de modo que, de ley social, se convierte en ley
religiosa. El hombre sometido a la radiación de Sagitario no obra
por un principio de economía social, sino por la más íntima unión
del “yo” con la voluntad divina.
Lo que en este caso se presenta al conocimiento del hombre no
reviste la forma de ley científica, sino de impulso proveniente de
mundos superiores. El imperativo moral que resulta de esto pode-
mos calificarlo de intuición religiosa del Hombre de Sagitario, in-
tuición que, a la vez, le confiere la dignidad peculiar del signo de
Sagitario, vale decir, no sólo conocer la meta, esto es, verse situado

26
Primera serie, segunda conferencia.
376
en la voluntad humana, como miembro de unión conscientemente
responsable, entre el impulso natural y su transformación en tal vo-
luntad humana, sino también como custodio de todos aquellos seres
humanos que todavía no han llegado al plano de evolución a que él
ha llegado.
Si ahora nos ponemos a describir en pocas palabras la misión
del Hombre de Sagitario, no podríamos hacerlo mejor que transcri-
biendo las palabras con que Lao-Tsé, en su vigésimo séptimo afo-
rismo, describe el ordenamiento divino-humano:

“El hombre superior es señor del hombre inferior;


el hombre inferior es instrumento del hombre superior.
Veneración al señor, amor al instrumento:
tal el orden del mundo.”

Veneración a la altura y amor “hacia abajo” son los dos princi-


pios alquimistas fundamentales de la evolución ascensional.
De la altura se origina, sin más, la característica, tanto del Hom-
bre de Sagitario superior, como del Hombre de Sagitario inferior,
que hallamos en nuestra vida cotidiana. Subrayemos que la caracte-
rística de todo hombre que represente la radiación de Sagitario al
estado puro es la de participar de la “intuición religiosa”. Pero el
uso que cada cual hace de este don es lo que crea las diferencias
fundamentales, que, sin duda, pueden remontarse al hecho de que
no se reconozcan las fuerzas directrices de la veneración y del amor.
Y así llegamos a la característica predominante de la naturaleza
inferior de Sagitario, a saber: al arrogante desdén moral. El Hombre
de Sagitario inferior está imbuido de la creencia de que él siempre
tiene razón en todo lo referente a la ética. Esto lo convierte en un,
las más de las veces, indeseable juez de todos los litigios imagina-
bles. Se lo ve juzgar sin contemplaciones los defectos y errores aje-
nos, con tal exceso de fanatismo que contrasta con la adoración que
se complace en profesar hacia aquel en quien él vea lo perfecto,
confiando, en ambos casos, en su intuición “infalible”, al par que
lleno de intolerancia y dureza.

377
Es en este suelo que crecen aquellos fanáticos religiosos que
“no tienen amor” (como, por ejemplo, el “Brand” de Ibsen), que
sacrifican el sentido del amor en favor del principio ético.
El Hombre de Sagitario poco evolucionado, inferior, no duda
jamás de que tiene derecho a imponer su ley moral o, al menos a
predicarla a los demás.
Pero como su rigor para con los demás no puede disminuir para
con su propia persona, vemos surgir a menudo un curioso tipo de
Hombre de Sagitario, cuyo representante, sin captar el sentido de la
ley ética, se convierte sin ambages en su despiadado depositario, de
modo que, en lugar de ir madurando, por esta ley, hacia la libertad,
se va convirtiendo cada vez más en esclavo de sus propias máximas.
Tales seres comienzan a vivir ellos mismos según los “principios”
que imparten a los demás, es decir que no reciben de primera mano
las leyes éticas según las cuales regirán su vida, se convierten en
“doctrinarios”, en sujetos que han perdido la intuición ética inme-
diata. Acaso la característica principal de tales sujetos sea la de que
buscan un sustituto de la perdida fuerza de la intuición religiosa, y
lo buscan en la adhesión a aquello que, en la vida práctica, corres-
ponde, por ejemplo, al ritual en el oficio divino, el “ceremonial”, en
el más amplio sentido de la palabra. Se convierten en seres forma-
les, en hombres que atienden primordialmente a la observancia del
ceremonial de las así llamadas “formas convencionales”. El Hom-
bre inferior de Sagitario es un adepto del ritual y de las ceremonias,
que han de servirle de sustitutos de la medida moral interior que ya
no atina a sentir con claridad.
En lo mental, este hecho se refleja en una metamorfosis análo-
ga, que, de la fuerza de fe del Hombre de Sagitario superior, toma la
superstición, y llena con ella todos los quehaceres de la vida; el
Hombre inferior de Sagitario no puede vivir sin la superstición,
pues ésta tiene que sustituirle lo que, en el Hombre superior de Sa-
gitario, es la Fe.
Pero lo que caracteriza a ambos tipos es la exigencia de una ley
que mantenga enhiesta la jerarquización que garantice la idea de la
subordinación y de la superioridad moral. Del mismo modo en que
378
la planta está por encima de la piedra, el animal por encima de la
planta, y el ser humano por encima del animal y todos los demás
reinos inferiores, que él reúne en sí, lo moral debería regir en el
hombre al cuerpo, a las inquietudes psíquicas y a los pensamientos,
lo moral debería ser juez supremo de todo en el hombre. Es así que
el así llamado cuidado del cuerpo se convertiría en ejercitación in-
cansable, como antes fuera conocido en calidad de “deporte” y valo-
rado como tal, y sería tan importante como el enfrenamiento de las
pasiones y de los pensamientos, cuyo valor de verdad –como piedra
de toque– sería examinado ante el foro de la conciencia ética, es
decir que sólo podría ser verdad aquello que no contradijese los
fundamentos éticos. La figura del Hombre superior de Sagitario ya
no necesita de una descripción detallada. Es el Hombre superior de
Sagitario aquel por cuya vida y obra, tanto en lo más grande como
en lo más pequeño, se mantiene de continuo aquel ceremonial en el
mundo que no reviste el carácter de mero formulismo, sino que,
como fuerza viva, señala, a la erguida figura del hombre, el camino
a las alturas, como en el lema de Lao-Tsé. La veneración de aquello
que se reconoce como superior, como más elevado, el “amor al ins-
trumento”, forma el compendio de toda verdadera religiosidad, y es
de esta verdadera religiosidad de lo que está lleno el Hombre supe-
rior de Sagitario, y es esta verdadera religiosidad lo que él lleva a
todas partes, a todos sus semejantes. Esta religiosidad lo hace apto;
no sólo para el sacerdocio, sino hasta para ser profeta, porque, mi-
rando dentro de su fantasía fecundada por la fe y contemplando allí
el ordenamiento jerárquico que tal fe ha establecido, ve de ante-
mano qué es lo que debe ocurrir a los demás, a los que están inclui-
dos en ese ordenamiento. Y de esto se le hace evidente su misión, el
don y el deber de comunicar a los demás su fuerza interior, esa
fuerza que, como un fluido fortalecedor, caerá dentro de las almas
de sus semejantes, o, para decirlo en una palabra, el don y el deber
de “bendecir”, consumando con esto lo que únicamente es capaz de
llevar a cabo el “superador”.
El planeta que transmite la radiación de Sagitario es Júpiter, que
también es señor del signo de Piscis. Sin penetrar en el contenido de
la serie siguiente de esta obra, digamos brevemente que este plane-
379
ta, denominado por los antiguos con el nombre de su dios supremo,
del padre de los dioses y de los hombres, depara toda la ayuda que
puede prestarse al hombre, en su lucha por la ascensión, vale decir,
sobre todo, la fuerza de la bendición, de la bendición que “viene de
arriba”. Pero mientras en Piscis esta fuerza provenía de una especie
de anulación del pasado, aquí en Sagitario proviene de la fe en el
ideal de la futura etapa evolutiva, que, por así decir, tiende desde lo
alto su mano solícita, la tiende benévolamente, a todo aquel que esté
dispuesto a tomarla con fe y con veneración.

380
SÉPTIMA CONFERENCIA
Pues todo en Nada ha de esfumarse
si es que en el Ser quiere quedar.
GOETHE

Hemos llevado nuestras investigaciones sobre la característica


general de las doce regiones del zodíaco a un término provisorio. Lo
que hemos expuesto con respecto a tal característica se asemejó al
análisis espectral de la órbita de radiación que traza el sol en su re-
corrido anual por la eclíptica. Este análisis espectral nos enseñó a
comprender la relación especial en que se encuentra cada una de las
doce regiones del zodíaco con respecto al ser llamado “hombre”,
tomado en general. Aún no hemos podido referirnos a la manera en
que el individuo humano absorbe y combina en sí estas diversas
radiaciones, porque la forma especial en que esto ocurre depende,
en cada caso, de la “mezcla” particular en que se produce, que no
sólo es determinada por la posición del zodíaco con respecto al ho-
rizonte del lugar del nacimiento, en el momento mismo de producir-
se este nacimiento, sino también, y en no menor medida, por la dis-
tribución de los planetas entre las distintas partes del espectro celes-
te; estos dos factores deciden la manera especial en que afluye al
individuo, en el momento de nacer, la radiación total del cielo. De
modo que si, de acuerdo a lo expuesto, la caracterización dada hasta
ahora, de la radiación del zodíaco, no permite sacar conclusiones
aplicables a la índole individual de una persona determinada, por-
que, mirado desde la perspectiva zodiacal, el individuo humano aún
no resulta recognoscible, ello no obsta para que la estructura general
de la especie humana, que de allí resulta recognoscible, nos permita
penetrar en un terreno que –por su misma generalidad–, llegando
mucho más allá de toda disposición y destino individuales, toca a la
totalidad de la humanidad y crea los fundamentos de un juicio gene-
ral de la naturaleza humana y de sus posibilidades de evolución. Es
más: en base a lo estudiado hasta este momento acerca de la estruc-
381
turación del zodíaco, en el cual, como expusiéramos en la primera
serie, no sólo se halla el arquetipo de la figura humana, sino que
también reposan en él las condiciones de su evolución, podemos
llegar a intuir la ley cósmica de la evolución humana, y a ver, en las
doce regiones del zodíaco, las fuentes de doce impulsos evolutivos
que afluyen a las épocas históricas sucesivas de la humanidad, y de
la cual fuente toman estas épocas el grado respectivo de madurez,
obedeciendo, en su sucesión, a un ritmo cuyo espíritu reviste vali-
dez indestructible, como la ley que regula la sucesión de día y no-
che, o de primavera, verano, otoño e invierno.
Si fuese posible formular esta ley, podríamos ver dentro de la
totalidad de la historia de la humanidad y reconoceríamos las fuer-
zas directrices que ésta sigue. La historia de la humanidad nos reve-
laría un sentido que iluminaría todo aquello que solemos llamar
“historia” con una luz totalmente distinta de la que arroja la ciencia
histórica. Nos descubriría el fondo cósmico de las necesidades his-
tóricas, del mismo modo en que el zodíaco nos descubre los linea-
mientos fundamentales de la especie humana. La ciencia histórica
es, en lo esencial, crónica del pasado. En el cuadro de las ciencias,
la historia ocupa, según Schopenhauer, el grado más bajo, porque
hasta “del nuevo día tiene que aprender lo que hasta entonces no
sabía”. Es por eso que su conocimiento exacto no permite sacar
conclusiones de “hoy para mañana”.
Hoy, para cerrar esta serie, trataremos de penetrar en las fuerzas
que mueven la historia de la humanidad, y, para ello, nos basaremos
en la doctrina de la estructura del zodíaco.
Es menester que cobremos una noción distinta de la que nos im-
parte la investigación histórica exotérica acerca de lo que conoce-
mos, en general, por “historia”; en otras palabras, colocaremos en el
lugar de la noción exotérica de la historia su correspondiente noción
esotérica.
Toda captación esotérica de la índole de la historia humana, y,
en general, de la historia, parte de un postulado que, por así decir,
aparece como axioma y que, insensiblemente, ha pasado también a
la concepción exotérica de la historia. Se trata del postulado si-
382
guiente: la humanidad, tomada en su totalidad, ha de ser vista como
una estructura existente, viva, es decir, no sólo como un simple
“concepto de especie”, lógicamente antepuesto al individuo hu-
mano, sino como una especie de gigantesco ser viviente, con su
evolución propia, tan propia como la evolución propia del individuo
humano.
La faz esotérica de esta noción la hemos expuesto en detalle en
las dos primeras conferencias del ciclo introductorio, y, en las dos
conferencias siguientes a aquéllas, expusimos la faz esotérica de la
noción de evolución. Con todo, resulta importante, en el sentido de
la tarea que nos proponemos llevar hoy a cabo, pasar revista al pa-
pel que desempeña la noción de evolución en el pensamiento exoté-
rico de Occidente.
Hace menos de ciento ochenta años que comenzó a abrirse ca-
mino este pensamiento, y nunca lo hizo más que en forma de hipó-
tesis, cuyo contenido no pasó de ser enteramente discutible, discuti-
ble hasta nuestros días, de modo que la cuestión de si se puede ha-
blar de una “evolución” de la humanidad como un Todo, no ha sido
respondido hasta ahora.
Claro está que la idea de la evolución en general es antiquísima.
Pero esta idea fue siempre aplicada al individuo humano, al indivi-
duo viviente. Se veía que de la semilla brotaba la planta, que del
huevo nacía el ave, se veía nacer al ser humano, se lo veía crecer,
madurar, alcanzar la plenitud de sus fuerzas, envejecer y morir.
Pero la aspiración a continuar más allá esta idea de evolución, a
aplicarla a la especie, y con ello, yendo más allá del individuo, lle-
gar a una suerte de ser “sobre-individual”, como lo sería, por ejem-
plo, la especie “encina” o “pino”, la especie gallinácea o equina o,
en una generalización aún más vasta, la especie “mamífero” o “ave”
y, finalmente, la especie “hombre” = “humanidad”, y a buscar las
leyes de tal amplificada evolución, que, por eso mismo, por ser tan
amplia, tendría que extenderse por espacios de tiempo mucho más
vastos, esta aspiración se originó a mediados del siglo XVIII.
Hasta entonces, ni siquiera se había pensado que la evolución
individual pudiese llegar a transponer los límites que determinan la
383
pertenencia del individuo a una especie definida, aun cuando, ex-
cepcionalmente, sucediese esto en casos aislados; hasta entonces
jamás se hubiera pensado que la evolución pudiera referirse a la
especie.
La idea de la invariabilidad de las especies, tal y como la expu-
sieron un Linneo o un Buffon, constituía un dogma científico.
Pero de pronto, en medio del dogma de la invariabilidad de las
especies, que existían “desde el principio”, irrumpió una idea dia-
metralmente opuesta a tal dogma; la idea de que también las espe-
cies se hallaban en una progresiva evolución, y de que los indivi-
duos aislados que configuraban las distintas especies se hallaban
incluidos en ellas de manera tal que los impulsos evolutivos no ata-
casen en primera línea a tales individuos, sino a la especie. Luego
que Swedenborg expusiera el primero la idea de la evolución cós-
mica de nuestro sistema planetario, a partir de la tiniebla original,
idea que más tarde fue fundada nuevamente por Kant y Laplace,
surgió, especialmente en Francia, por Lamarck, la idea de que las
formas aisladas de vida del mundo orgánico no se hallan compren-
didas en forma constante, sino en forma de incesante transforma-
ción progresiva; y así se formó la así llamada doctrina de la descen-
dencia en sus diversas formas. Pero la novedad de todas estas doc-
trinas radica en la aplicación de la idea de evolución a la especie
Hombre, a la humanidad tomada como organismo. Esto marca el
origen de la ficción de la “persona metafísica”, de la “persona” lla-
mada “humanidad”, en cuyo cuerpo está incluido el individuo hu-
mano, como, por ejemplo, un órgano de este individuo humano está
incluido en el cuerpo de él. Y a este organismo de la humanidad se
lo veía ascender a lo alto de inmensos espacios de tiempo, por una
escala evolutiva de muchos peldaños, cuyo punto de partida se ha-
llaba “allá abajo" en el reino de los organismos unicelulares, y cuya
cima se perdía de vista en las alturas. Pero esta enorme idea de la
ascensión de la humanidad tenía que despertar sus dudas, referidas,
no sólo a la aceptación del postulado de una evolución o ascensión
del género humano, sino, ante todo, al derecho que se podía tener de
hablar de la humanidad como de un ser viviente de orden superior.
384
De todos modos, no se respondió a la pregunta acerca de la partici-
pación que en esta vida conjunta de la humanidad correspondía al
individuo humano. ¿Qué aporta el individuo humano a esta evolu-
ción total? ¿Fluyen del individuo humano, al encuentro del cuerpo
total de la humanidad, las fuerzas propulsoras de la evolución, o,
viceversa, es del cuerpo total de la humanidad que fluyen a cada
individuo humano los impulsos evolutivos, que el individuo, en ese
caso, se limitaría a “padecer”, sin entenderlos, pues sólo podrían ser
comprendidos por una conciencia superior que abarcase todas las
conciencias individuales, por la conciencia de ese cuerpo gigantesco
de la propia humanidad? Claro que si tales problemas e ideas apare-
cieron en la humanidad occidental por primera vez a mediados del
siglo XVIII, no por ello hacía poco tiempo que fueran largamente
conocidas por las ciencias ocultas. En la esfera de las ciencias ocul-
tas se enseñaba desde hacía muchísimo tiempo, desde “siempre”,
que la humanidad, considerada como un Todo, recibe impulsos que
no se originan en la Tierra, sino que fluyen del universo, impulsos
enviados a la Tierra por seres ultraterrenos.
Se trata de la doctrina de Avataras, o del descenso de seres de
orden superior a la Tierra, y que, al llegar a la Tierra, toman forma
humana, para comunicar a la humanidad nuevos impulsos, como,
por ejemplo, el jardinero injerta en una planta la savia vital de una
planta más evolucionada. La doctrina hindú habla aquí de encarna-
ciones diversas del principio de Vishnú, del segundo polo de Tri-
murti, esto es, de la trinidad hindú. Sólo por mediación de estos
seres, provenientes de regiones ultraterrenas, puede ser inoculada a
la humanidad esa savia, una savia que, en realidad, es alimento ce-
leste o, para hablar en el lenguaje de la ciencia moderna, es “vita-
mina celeste” que, al incorporarse al cuerpo, al alma y al espíritu de
la humanidad, la transforma paulatinamente, de modo que ésta as-
cienda un peldaño en la escala evolutiva.
Y es de por sí bastante curioso el hecho de que en el siglo
XVIII dos espíritus selectos hayan trasplantado la idea fundamental
de esta doctrina a la filosofía occidental, aun cuando lo hayan hecho
con un ropaje enteramente racionalizado; tales fueron Johann
385
Gottfried Herder y Gotthold Ephraim Lessing. Ambos buscaron los
impulsos evolutivos en influencias de origen extraterrestre, cuando
no ultraterreno, provenientes, pues, no de la Tierra, sino del cielo.
Y es con estas palabras (“Del cielo”) que empieza Herder su
obra filosófico-histórica titulada Ideas para una filosofía de la his-
toria de la humanidad. Oigamos a Herder:
“Del cielo debe partir nuestra filosofía de la historia del género
humano, si es que debe merecer de algún modo el nombre de tal.
Pues no siendo nuestra sede humana, la Tierra, nada por sí misma,
sino que recibe su estructura y forma de fuerzas celestes que se ex-
tienden por todo el universo nuestro, y es también de tales fuerzas
que recibe su caudal para la organización y conservación de las cria-
turas, no hemos de considerarla sola y solitaria, sino incluida en el
coro de los mundos entre los cuales ha sido puesta. La Tierra se
halla unida por lazos invisibles y eternos a su punto central, el Sol,
del cual recibe la luz, el calor, la vida y el progreso...
“Las más de las veces nos conformamos con ver a la Tierra co-
mo un grano de polvo que flota en el gran abismo, donde las Tierras
completan sus órbitas en torno al Sol, y donde los soles completan,
a su vez, sus órbitas con otros sistemas solares, en espacios inmen-
sos del cielo, hasta que, finalmente, la fantasía y el entendimiento se
pierden en este mar de inmensidades, donde no hay ni punto de par-
tida ni punto final...
“De modo que, al abrir el gran libro celeste y ver ante mí el in-
menso palacio que sólo acierta a llenar la divinidad, concluyo, lo
más imparcialmente que puedo, por ir del Todo al individuo, y del
individuo al Todo. Pues “una” fue la fuerza que creó el sol brillante
y que, a la vez, mantiene mi grano de polvo con ese sol; “una” es la
fuerza por la cual, acaso, una vía láctea de soles se mueve en torno
de Sirio, y que, a la vez, obra según la ley de gravedad sobre mi
cuerpo terráqueo. Y al ver yo que el espacio que ocupa la Tierra en
nuestro templo solar, el lugar que ocupa con su movimiento, su ta-
maño, su masa y todo lo que de ella depende, está regido por leyes
que también obran en lo inconmensurable, si es que no quiero arre-
meter contra lo infinito, no sólo estaré contento y satisfecho de ha-
386
ber aparecido en este lugar integrando un coro rico en armonías, un
coro de innúmeros seres, sino que, además, será mi más excelsa
ocupación la de averiguar qué es lo que debo ser en este lugar o,
acaso, qué es lo único que puedo ser. Y si aun en aquello que pudie-
ra parecerme lo más limitado y chocante, hallase, no sólo huellas de
aquella fuerza creadora, sino también una relación manifiesta de lo
más pequeño con el esbozo del creador en lo inconmensurable, la
mejor de las cualidades que mostrará mi entendimiento –imitador
de Dios– será la de seguir este plan y de agregarme al entendimien-
to celeste.”
Imposible hablar en forma más extraordinaria de esta idea de la
ley única y homogénea en sí, que une la vida sobre esta Tierra con
la vida de todo el cosmos. En Lessing, esta idea es distinta. En él se
trata de un breve ensayo que no se publicó en vida del autor. Lleva
por título: Die Erziehung des Menschengeschlechtes (La educación
del género humano); es decir, no la educación del individuo hu-
mano, sino de la humanidad considerada como un todo. “Lo que es
educación en el individuo humano, es revelación en el género hu-
mano.” Bástenos con explicar qué entendía Lessing por “revela-
ción”. La revelación es para Lessing el hecho de serle dado algo a la
humanidad que ella no posee por sí sola, de serle injertado ese “al-
go” por obra de grandes conductores de la humanidad, que, en Les-
sing, ocupan sin duda el sitio de Avatar.
Pero, ¿es realmente necesario abandonar la Tierra y penetrar en
las regiones celestes para entender el problema de la evolución?
Volvamos una vez más al punto de vista del pensamiento no esoté-
rico y, con ello, a la cuestión cardinal de si puede haber una forma
de evolución como esta, que abarque el organismo total de la “hu-
manidad”, y ampliemos la pregunta hasta cuestionar el derecho que
pueda haber de sustentar tal idea evolutiva, como idea de perfeccio-
namiento de lo imperfecto, esto es, una idea de ascensión hacia una
cúspide determinada. Pues bien, del hecho de la evolución embrio-
nal del huevo hasta la forma de la gallina, de la semilla hasta la
planta, del embrión humano hasta el hombre recién nacido, jamás se
dudó, y ello, a pesar de que, en todos estos casos, se trataba real-
387
mente de un tránsito desde un estado incompleto a un estado más
completo. Y si tomamos este hecho como punto de partida para la
cuestión de cómo es posible la evolución del huevo a la gallina,
etcétera, y, más aún, de cómo tendríamos que imaginarnos la evolu-
ción de la “humanidad”, acaso se pueda responder al hecho de si
realmente es necesario ir más allá de las relaciones terrestres y su-
mirse en las profundidades del cosmos. No debemos creer que es
tan sencillo el dar una respuesta satisfactoria a la pregunta de cómo
sale del huevo la gallina. Vemos que ello ocurre, pero no podemos
ver la profundidad del mecanismo de este suceso. Según Aristóte-
les, lo que obra es, por así decir, la “idea” de la gallina completa, y
lo hace como un impulso espiritual sobre la evolución del huevo. Es
decir que, en cierto sentido, la idea de la gallina, ya completa, flota
sobre el huevo, invisible al ojo físico. En el siglo XIX surgió un
pensador que retomó y amplió esta concepción aristotélica, aunque
revistiéndola de un barniz racionalista.
Ernst Haeckel, tal el pensador, vio el “resorte” de la evolución
embrional en la por él así llamada “evolución genealógica”, es de-
cir, en procesos que postulaban, como premisa, la especie conside-
rada en su totalidad. Haeckel imaginó que en el curso de inmensos
espacios de tiempo, por ejemplo, la especie “gallina” se formó de
formas de vida unicelular, y que toda evolución embrional de la
gallina individual repite en pequeño ese largo proceso evolutivo de
la especie, como bajo la influencia de un recuerdo orgánico que se
alberga de continuo en la memoria plástica, en la cual se contiene la
historia inconmensurablemente larga del camino evolutivo de la
especie. De acuerdo con esto, la resurrección de este recuerdo es la
fuerza típica que guía toda evolución embrional o toda evolución
del ser individual. La especie “gallinácea” como tal es el portador
del impulso evolutivo de cada gallina individual que, día a día, sal-
ga del huevo.
Esta idea es enteramente metafísica, y va mucho más allá de los
límites de la vida de todos los individuos aislados, integrantes de la
especie. Pero, ¿de dónde extrae la especie “gallina” la ley de su evo-
lución genealógica? O, para traducir esta pregunta al plano de la
388
humanidad. ¿De dónde extrae la humanidad la ley de su evolución
genealógica? Pues si captamos, en el sentido de Haeckel, el hecho
de que cada germen humano que, aquí en la Tierra, madura en el
breve lapso temporal de nueve meses, hasta cobrar la categoría de
ser humano maduro para nacer, y ello ocurre con el objeto de que la
historia genealógica de la humanidad se repita en la Tierra en forma
sintética, acaso el enigma de la evolución embrional del individuo
haya sido solucionado con tal “captación”, pero lo que no habrá
sido solucionado con ella será la “genealogía” humana. Pero si se-
guimos profundizando en las ideas de Haeckel, llegaremos al borde
mismo de lo cósmico. Y entonces los millones de años que duró la
evolución genealógica humana nos parecerán la repetición sintética
–digámoslo brevemente–, o una especie de evolución embrional,
que apunta a un modelo situado mucho más allá de lo terrestre, en
las profundidades cósmicas, en la idea del Hombre acabado, perfec-
to, divino, que reposa en el zodíaco, y que ahora, como un huevo
gigantesco, alberga dentro de sí al embrión llamado “humanidad”.
Es así que del cosmos parte una corriente de vida hacia la humani-
dad, y, de la humanidad, esta corriente va al individuo humano; y
cada mujer que, nacida dentro de la humanidad, da vida a un niño,
transmite a este niño lo que, en verdad, fue transmitido desde las
profundidades cósmicas. Sin duda, es algo parecido lo que debió
haber “visto” Herder al poner a la cabeza de su filosofía de la histo-
ria de la humanidad las frases arriba citadas. Y con esto hemos lle-
gado al umbral de la captación esotérica de la historia humana.
La faz esotérica de la idea de evolución fue tratada con detalles
en las conferencias tercera y cuarta de la primera serie. Hoy relacio-
naremos la regularidad de tal evolución con los hechos que pode-
mos extraer de la contemplación del cielo estrellado. Una doctrina
antiquísima, que coincide en lo fundamental con la ya mencionada
doctrina del retorno de Vishnú, sostiene que, al cabo de espacios de
tiempo de unos 2000 años cada uno, fluye sobre la humanidad un
nuevo impulso evolutivo. Y estos 2000 años no son otra cosa que la
duración de un así llamado “mes cósmico”, de la duodécima parte
del año platónico, esto es, del espacio de tiempo de alrededor de
25.600 años durante el cual el punto vernal, es decir, el punto de
389
intersección entre la eclíptica y el ecuador terrestre, que el sol atra-
viesa en su viaje de sud a norte, retrocediendo por toda la extensión
de la eclíptica, retorna a su punto de partida. Como sabemos, lla-
mamos a este movimiento del punto vernal, y con él al movimiento
de todo el zodíaco secundario (solar) sobre el zodíaco primario (de
las estrellas fijas), la precesión del punto vernal. Esta precesión ha-
ce que el punto vernal, que, por ejemplo, durante los últimos 2000
años estuvo en la constelación de Piscis, procure ahora abandonar
esta constelación para pasar a la de Acuario. Esta precesión deter-
minará que los impulsos de la renovación de la vida y todo aquello
que de ella dependa, que lo que llamáramos experiencia del punto
vernal, con todas sus consecuencias, tome en los próximos 2000
años un color distinto, el color de Acuario; de este modo, sucederá
que la “era de Piscis”, de 2000 años de duración, llegará a su fin
para dar lugar a la “era de Acuario”, del mismo modo en que hace
2000 años concluyó la “era de Aries”, y hace 4000 años concluyó la
“era de Tauro”, etcétera, etcétera.
Y ahora, en base a los análisis de las regiones del zodíaco que
llevamos a cabo en esta segunda serie, estamos en condiciones de
comprender de qué índole pueden ser, y de qué índole no pueden
ser, los impulsos evolutivos que obran en aquellos meses cósmicos,
del mismo modo en que, por ejemplo, los estadios sucesivos de la
evolución embrional se hallan sometidos a una ley que hace impo-
sible que la serie de tales estadios evolutivos cambie, del mismo
modo en que tampoco es posible que, por ejemplo, al embrión hu-
mano le crezca la dentadura en el segundo mes de su evolución. La
precesión nos permitirá apreciar qué leyes de evolución sigue el
embrión de Dios llamado “Hombre”, sobre la Tierra, teniendo
siempre en cuenta que, del mismo modo en que la idea de la “galli-
na concluida” flota sobre el huevo, la idea del hombre celeste, de la
imagen “a semejanza” de Dios, flota sobre el embrión de Dios, o, en
otras palabras, cómo las regiones del zodíaco, en calidad de corres-
pondencias cósmicas de los órganos del cuerpo humano, aparecen
sucesivamente como terreno celeste de cultivo de la evolución hu-
mana. Ya hemos tratado en detalle tales correspondencias; las he-
mos sacado a relucir de continuo para trazar la imagen del represen-
390
tante superiormente evolucionado de las respectivas radiaciones
zodiacales. Pero ahora iremos un poco más allá. Trataremos de ex-
plicarnos qué es lo que pueden significar estos órganos del hombre
celeste en el sentido del estudio esotérico del hombre, estos órga-
nos, tan “por encima” de los órganos terrestres del cuerpo humano,
como la idea del hombre perfecto, de la “imagen y semejanza” de
Dios, lo está del hombre terrestre, del “Hijo del hombre”. Los ór-
ganos del hombre psíquico se convierten en seres que representan el
grado completo de aquello que, en los hombres más evolucionados,
vivo como representante de las radiaciones individuales del zodía-
co, en calidad de instinto divino implantado en ellos, de instinto
divino todavía oscuramente sentido. Tales órganos se convierten en
seres mentales altamente evolucionados que, como los órganos del
cuerpo humano, se unen en la totalidad del ser humano, se reúnen
en “cuerpo de Dios”, tal y como aparece captable al hombre en la
etapa de su evolución de hombre. Y ahora, antes de sacar las conse-
cuencias resultantes de esta idea, reforcémosla con una imagen que
nos presenta Swedenborg como una especie de visión. Para
Swedenborg, la totalidad de los seres espirituales que están por en-
cima del hombre se hallan unidos de una manera enteramente simi-
lar a la de la organización del cuerpo humano. Pero lo mejor será
transcribir las palabras con que Kant describe sintéticamente la vi-
sión de Swedenborg:

“De aquí, en tanto valga la pena, podremos darnos una idea de la


ocurrencia más fabulosa y rara en que van a parar sus ensoñaciones. Pues
del mismo modo en que diversas fuerzas y capacidades configuran la
unidad que es el alma o el hombre interior, así también diversos espíritus,
cuyos caracteres principales se refieren tanto a sí mismos como las
capacidades de un espíritu entre sí, configuran una sociedad que muestra
la apariencia de un gran ser humano, y en cuya sombra, cada espíritu se ve
en el lugar y en las extremidades adecuadas a su disposición peculiar
dentro de tal cuerpo espiritual. Y a su vez, todas las sociedades de
espíritus y el mundo de todos estos seres invisibles cobran al final la
apariencia de Hombre máximo.”

Y continúa Kant:
391
“Estoy harto de copiar los devaneos del máximo de los fanáticos, o de
continuarlos hasta las descripciones del estado que sobreviene después de
la muerte. Además tengo otros escrúpulos. Pues, por más que un
naturalista coleccione entre sus preparados piezas de animales, no sólo
piezas normales, sino también monstruos de la naturaleza, no por ello
tendrá que dejar de tener cuidado en permitir que las vea todo el mundo.
Pues entre los curiosos podría haber personas embarazadas, en quienes
tales visiones pudieran causar impresiones funestas. Y, dado que entre mis
lectores podría haber algunos que, en punto a impresiones ideales,
estarían, digamos, en estado interesante, sentiría mucho que, por mi culpa,
se enterasen de cosas inconvenientes. Entretanto, habiéndoles advertido de
entrada acerca de este peligro, me desligo de toda responsabilidad al
respecto, y espero que no se me echen en cara los monstruos, que en
virtud de lo expuesto, pudieran haber brotado de sus fértiles fantasías.”

En verdad, si se habla de “descuidos”, ¿qué podría ser más exi-


gible a la naturaleza humana, qué podría concernir más a las fuerzas
secretas que impulsan la evolución ascensional, que el hecho de que
la criatura humana terrestre pudiese descuidarse un poco, pudiese
“embelesarse” un poco en la contemplación de la figura ideal divina
del hombre celeste, como para convertir en perdurable el estado de
“gravidez” de la mente y del alma, en una “gravidez” continua, en
la que penetrase la luz del ideal superior de lo que tendrá que adve-
nir, la vitamina celeste de la evolución superior?
Si seguimos ahora la marcha del punto vernal por las diversas
regiones del zodíaco, este punto vernal se nos convertirá en una
especie de pauta para el reconocimiento, no del sentido de la histo-
ria humana, pero sí del ritmo que sigue en su curso. Del mismo mo-
do en que dentro del propio zodíaco, a un signo masculino (Fuego o
Aire) sigue un signo femenino (Tierra o Agua), en la historia de la
humanidad, a una era masculina, sigue una era femenina o, en
otras palabras, se alternan eras cuyos impulsos histórico-evolutivos se
orientan al pasado y al futuro.
Se orientan al pasado (Tierra, Agua) aquellas épocas en que lo
primordial es ordenar, supervisar, esclarecer, limpiar, elaborar, ser-
vir, padecer, redimir; no se trata en ellas de conquistar nada nuevo,
sino de ponderar lo ya conquistado, lo “antiguo”, de sobrellevar lo
392
antiguo, de padecer, de expiar, de “pagar las deudas”.
Se orientan al futuro (Aire, Fuego) aquellas épocas en que lo
primordial es, creando y combatiendo el pasado y sus restos de pre-
sente, oponer al tiempo la voluntad y el espíritu, tanto, físicamente,
a los poderes naturales, como, psíquicamente, al poder del sufri-
miento.
En las épocas femeninas domina en nosotros lo femenino, y el
interés del ser humano apunta al cuerpo y a lo corpóreo, a las fuer-
zas naturales y psíquicas, a todo lo que en nosotros nos ata a la Tie-
rra y a la tradición.
En las épocas masculinas domina lo masculino en nosotros, y el
interés del ser humano apunta al dominio de las ideas y de la volun-
tad, a todo lo que “libera”, a todo lo que nos hace olvidar que no
somos libres. Si aplicamos esta noción del cambio periódico de las
épocas bimilenarias, que se suceden unas a otras como el día y la
noche, al curso de la historia, habremos logrado penetrar algo en el
ritmo del así llamado “espíritu de época” de la historia de la huma-
nidad. El problema de la naturaleza del espíritu de época debe ocu-
par a todo investigador histórico. Y vuelve a ser Herder quien, ocu-
pado del problema de la historia humana, expresa palabras extraor-
dinarias acerca de la naturaleza del espíritu de época, en aquella
obra que, bajo el título de Briefe zur Beförderung der Humanität
(Cartas para el progreso de la humanidad), es conocida de todos.
Allí responde Herder al autor de una carta, luego de citar esta carta,
en la que, entre otras cosas, dice su autor: “Encuentro en su carta
citado varias veces el espíritu de época. ¿Por qué no aclarar esta
expresión? El espíritu de época, ¿es un genio, un demonio, un
duendecillo que retorna de viejas sepulturas, o un soplo de aire, o un
tañido del arpa de Eolo? ¿De dónde viene, adónde va, cuál es su
regimiento, dónde está su poder? ¿Es su condición la de gobernar,
la de servir? ¿Es posible guiarlo?” Y la respuesta de Herder es como
sigue: “Sí, el espíritu de época es un poderoso genio, un tremendo
demonio. Si Averroes era capaz de creer que la totalidad del género
humano tenía un alma única, de la cual participaba todo individuo,
ya activa, ya pasivamente, yo preferiría aplicar esta creación al espí-
393
ritu de época. Todos nos hallamos en la esfera del espíritu de época,
participando ya activa, ya pasivamente.”
Este cambio periódico entre lo activo y lo pasivo halla su co-
rrespondencia cósmica en el movimiento de retroceso del punto
vernal por el zodíaco, movimiento que lo lleva, alternativamente, de
un signo masculino a un signo femenino.
Ya ahora intentaremos traducir esta noción a las sucesivas épo-
cas históricas de 2000 años de duración cada una, en la medida en
que tales épocas puedan caer bajo el dominio de lo históricamente
controlable; con ello, daremos además brevemente, la característica
del espíritu de época de cuatro espacios de tiempo o meses cósmi-
cos, a saber: la “Era de Tauro” (del 4000 hasta el 2000 antes de
Cristo, aproximadamente), la “Era de Aries” (del 2000 antes de
Cristo hasta el nacimiento de Cristo, aproximadamente), la “Era de
Piscis” (del nacimiento de Cristo hasta el 2000 después de Cristo,
aproximadamente) y la “Era de Acuario”, que ya, al presente, co-
mienza a mostrar sus primeros síntomas del 2000 hasta el 4000 des-
pués de Cristo).
Para entender los impulsos psíquico-mentales de estas eras, de-
bemos recordar lo que expusiéramos en oportunidad del análisis de
los correspondientes signos zodiacales, transfiriéndolos al organis-
mo de la “humanidad” misma, la cual vivió, en la Era de Tauro, la
radiación del “cuello”, y, en la Era de Aries, la radiación de la “ca-
beza”, y la cual pasó, en la Era de Piscis, por la región de los “pies”,
y, en la Era de Acuario, desarrollará la fuerza de las “piernas”.
Tengamos en cuenta, además, que al mirar las cosas desde se-
mejante perspectiva zodiacal de la Tierra, no sólo desaparece el
individuo humano, sino que con él desaparecen, además, todos los
sucesos de la así llamada historia de la política, sucesos tales como
guerras y victorias, ascensiones al trono o golpes de estado, con-
quistas y sometimientos, y que, en el cambio de todos estos proce-
sos, lo único que alcanzará a ser perceptible será el genio de la hu-
manidad, cuya faz refleja los impulsos que recibe de las vastedades
celestes, tal y como estos impulsos, correspondientes a la función
orgánica de las regiones individuales del zodíaco, fluyen a dicha
394
faz. Lo que de este modo se nos presenta, es algo así como el cua-
dro de un hombre, que, con fines educativos, sigue un curso “celes-
te”, siendo promovido de un grado al inmediato superior por genios
celestes que lo llevan hacia adelante según un plan de regularidad
cósmica que asciende de los “pies” a la “cabeza”, y va aún más alto,
al cabo de la terminación de cada uno de los años platónicos de “en-
señanza”.
Y ahora veremos pasar a vuelo de pájaro, ante nosotros, las Eras
de Piscis, Aries y Tauro.
La Era de Piscis, que está tocando a su fin en nuestros días, ha
sido una era de carácter femenino, orientada hacia el pasado, vuelta
la mirada hacia adentro, hacia la expiación de las escorias psíquicas.
Al iniciarse esta era, la humanidad estaba realmente “anochecien-
do”, estaba dominada por el mismo estado de ánimo que nos em-
barga, cuando, al anochecer, al caer el sol, comienzan a moverse
dentro de nosotros las mil voces de la interioridad, que, luego, ya
cerrada la noche, tomarán posesión de nosotros.
El brillo solar que la antigüedad clásica esparció sobre la huma-
nidad comienza a ponerse, y entonces comienza a develarse ante el
campo visual de la interioridad el escenario de los valores interio-
res, psíquicos. La conciencia de estar condicionados por el pasado,
de estar enredados con el pasado por el pecado y lo hereditario, se
apodera de las almas, y entonces despierta la voz de la conciencia
enjuiciadora, que exige la conquista de una libertad “interior” por la
purificación de la vida psíquica de todo lo que sea suciedad de Tie-
rra. Y es de este modo que el acto de “lavarse los pies”, tal y como
lo interpretamos en la cuarta conferencia de esta serie, se convierte
en el símbolo de la Era de Piscis.

“Los dioses bajaron del trono del cielo,


y el Hijo nació de la Virgen.
Cayeron las magnas columnas al suelo,
y el Hijo la Tierra redime.
El goce sensual se esfumó, fugitivo,
y el hombre se ha puesto meditativo.

395
El encanto orgulloso, opulento de otrora
en el mundo ya no se aloja.
Caballeros de hierro compiten ahora;
se flagelan el monje y la monja.
Mas si ahora la vida es sombría y grave,
el amor sigue siendo luminoso y suave.”
SCHILLER: Las cuatro edades del mundo

Se ha llamado a la Edad Media, que configura la primera parte


de la Era de Piscis, la “noche de mil años”; la denominación es jus-
ta, si se entiende por tal “noche” lo que se debe entender en general
por la noción “noche”, esto es, aquella fase del ritmo de la vida que
se ocupa de la regeneración, de la limpieza de escorias, de la re-
constitución, vale decir, en una palabra, que se ocupa de la expia-
ción de los restos del pasado. De la misma manera hemos de enten-
der la Era de Tauro (de 4000 hasta 2000 antes de Cristo). También
en esta era vemos al hombre prosternado y humilde, al hombre de
“configuración femenina”. Pero la Era de Tauro está señalada por
un signo de Tierra, esto es, que el sometimiento no se produce en
medio de un sentimiento de culpabilidad; no es el barro en los pies
lo que humilla al hombre. Ahora es la nuca (el cuello) la que se do-
blega al yugo de poderes físicos, al yugo del “poder de la naturale-
za”, vivido en medio de un respetuoso temor, del poder de la natura-
leza que manifiesta en la materia terrestre la voluntad despiadada de
la ley del mundo. En esta era surge Egipto, con sus inmensos edifi-
cios que, como, por ejemplo, las pirámides, simbolizan el poder
natural y sus leyes, a las cuales está sometido sin remedio el ser
humano. La pirámide de Keops que, de acuerdo a las investigacio-
nes más recientes, contiene en forma simbólica todas las medidas
fundamentales del cosmos, impone al alma el poder de la naturale-
za. Se penetra en las leyes del devenir cíclico de todo acaecer. El
año egipcio con sus períodos de Sotis27, domina la mentalidad de la

27
Un período de Sotis (período de Sirio) –1460 años– era, por así decir, un
año platónico en pequeño, durante el cual no era, por ejemplo, el punto vernal
sino la fecha calendaria del comienzo de la primavera la que recorría el zodíaco.
396
humanidad, que, en la creencia en el eterno retorno de lo igual, sin
posibilidad de que se interrumpa o rompa este curso cíclico, se en-
reda cada vez más en la materia y su dominio. Y de este modo se
origina el sometimiento dictado por el medio y el terror, impuesto
por la fuerza conservadora de la materia, en la que toda forma con-
cluye por petrificarse, por convertirse en momia de la memoria
cósmica, cuyo representante en la forma aparencial terrestre está
dado por todo lo femenino y maternal. El principio cósmico feme-
nino –la materia– asume el dominio. Se produce la servidumbre
natural, el matriarcado y el sometimiento a todo lo que, al igual que
la materia, aparezca como elemento conservador. Lo corpóreo ejer-
ce su dominio, de modo que, hasta después de la muerte, el cuerpo
del ser humano es conservado –o se trata de conservarlo– en su ma-
terialidad. La pirámide y la momia se convierten en los símbolos de
esta era ante la humanidad posterior a ella.
Otra cosa ocurre en la Era de Aries (2000 antes de Cristo hasta
el nacimiento de Cristo). Domina la radiación de la cabeza. Se trata
de la época de la antigüedad clásica. Diríase, al comienzo de esta
era, que la humanidad intentara, con toda su energía, sublevarse
contra los impulsos de la Era de Tauro. La humanidad parece inspi-
rada: no te dejes dominar por los poderes naturales, sacúdete de
encima el pasado. Despliega tu voluntad (Fuego) y sé indomeñable.
¡Llegado el caso, oponte hasta a los dioses! La voluntad del hombre
se levanta contra los poderes de la naturaleza; aun cuando no pueda
él dominar a la naturaleza, no por eso doblegará ante ella la nuca.
Nace el ideal del “héroe”. La voluntad del ser humano sale infali-
blemente vencedora en todas las circunstancias, aun a costa del de-
rrumbe del cuerpo. La virtud máxima de la Era de Tauro está dada

Esto era consecuencia del hecho de que la cronología egipcia no tenía años bisies-
tos, de manera que sólo al cabo de cada cuatro veces 365 años las estaciones
volvían a caer en la misma fecha. En contraste con el año platónico, el período de
Sotis es un período de tiempo meramente artificial, por así decir, originado en un
error.

397
por la areté griega, es decir, por la “virtud de Ares”, por la “virtud
de Marte”, que configura la imagen del héroe, de lo heroico-
masculino del ser humano. Esta virtud se verifica de la misma ma-
nera frente a los hombres y a los dioses. Desde luego, al hombre le
es imposible defenderse del poder superior de los dioses; pero no
por esto se doblegará ante ellos, pues tiene conciencia del poder de
su voluntad, que lo convierte en el ser más poderoso de la Tierra:

“Muchos poderes existen, mas nada


es más poderoso que el Hombre”

dice Sófocles del hombre que doblega la “cerviz (la nuca) del toro”.
Si prestamos atención a la forma en que se produjo el tránsito
de la Era de Tauro a la Era de Aries, descubriremos un proceso que
se produce con una consecuencia casi de fuerza de ley, en cada trán-
sito de una Era a la que le sigue. Cada Era está llena de ansias de
solución unidas a una protesta especialmente violenta contra el espí-
ritu de época de la Era anterior a ella, del mismo modo en que, por
ejemplo, el hombre, al despertar por la mañana, trata de “sacudirse”
de sí el recuerdo de los sucesos de la noche anterior, o en que el
hombre que de noche se dispone a acostarse para dormir, procura
olvidar lo ocurrido durante el día, para volver a sumergirse en su
mundo interior.
Luego, más o menos al promediar toda Era, vemos que, como
surgiendo de los recuerdos, retornan los impulsos de la Era anterior,
claro que transformados de acuerdo al nuevo espíritu de época, para
incorporarse, bajo esta nueva forma, al proceso de la evolución. Si
seguimos simbólicamente al punto vernal en su precesión por el
zodíaco primario, veremos que, al promediar cada Era, llegará un
punto que, en cierto sentido, corresponde al signo de Libra. Es decir
que, luego de que el “luchador” ha avanzado hasta promediar la
época, sale a relucir el “artista”. Es misión del arte de todo mes
cósmico la de consumar, mirando hacia adelante y hacia atrás, las
nupcias de los impulsos evolutivos masculinos y femeninos. El arte
es el lazo eterno que une los espíritus de época de las Eras cósmi-
cas.
398
Y es de esta manera que vemos retornar el contenido de vida de
la época de Tauro, en forma transformada, en la Era de Aries. Por
de pronto, asistimos a la “resurrección” de la momia; lo que era la
momia para el antiguo Egipto, se convierte, en la antigua Grecia, en
la estatua del hombre viviente. Allí está, erguido, como una espe-
ranza tendida hacia el cielo, una espera puesta en un futuro en que
el hombre, idealizado en tal estatua, ande vivo por la Tierra, el ideal
del hombre “bello y bueno”, en quien se reúnen el poder físico de la
naturaleza y la voluntad ética.
Pero asistimos también a otro renacimiento de la época de Tau-
ro. Nace el drama, el drama fatalista.
Lo que en la Era de Tauro apareciera como poder natural, se
convierte ahora en destino del hombre, destino que no logra destro-
nar la voluntad humana, pero que, a su vez, tampoco puede nada
contra ésta. Hay que aceptar el destino, pero el hombre permanece
intocado por él. (Filosofía estoica.)
Y ahora, pasando nuevamente a la Era de Piscis, veremos obrar
a las mismas leyes. La primera mitad de esta Era está llena de la
protesta contra los ideales de la Era que la precedió. En lugar del
“héroe”, pasa a ocupar el primer plano el “penitente”, el cual, sin
duda, también profesa una especie de heroísmo, pero de un heroís-
mo que no se verifica en la lucha contra enemigos exteriores, sino
que se vuelve contra el enemigo interior, el antagonista que debe ser
individualizado y aniquilado en la liza de la propia alma. También
este “penitente” anda doblegado bajo un peso, pero este peso es el
del alma, es dicho en otras palabras– el cargo de conciencia que
surge del pecado original, del cual sólo podrá librarse desplegándo-
se en una fuerza psíquica que esté llena de resistencia a las tentacio-
nes de los sentidos, de un heroísmo similar al del espíritu de resis-
tencia de la Era anterior, contra el poder del destino.
Esta transformación en lo psíquico, que, en la Era de Aries, apa-
reciera como el espíritu del “héroe”, del héros, se convierte aquí en
la fuerza del “amor”, del éros. No será el poder de la voluntad pro-
pia opuesta a la voluntad ajena, sino la fuerza del amor que perdona
y hasta convierte en amor la hostilidad del antagonista, lo que pase
399
a ser principio ético. De esta transmutación parece tocado, además,
otro recuerdo proveniente de la Era femenina de Tauro: la mujer,
representante, en la Era de Tauro, del poder natural, se convierte, en
la Era de Piscis, en instrumento ennoblecedor de la transformación
del héros (héroe) en éros (amor). La “madre” del culto egipcio anti-
guo pasa a ser la figura ideal de lo eternamente femenino nimbada
de la gloria de la Madre de Dios, la Virgen María.
Pero en la segunda mitad de la Era de Piscis se produce un nue-
vo renacimiento, que esta vez atañe a la Era de Aries y su arte; el
drama fatalista, la tragedia del mundo antiguo celebra su resurrec-
ción; sólo que, en lugar del héroe, del rey o del general de un ejérci-
to, con su destino “histórico”, aparece el hombre común, con sus
dolores y padecimientos, en lucha contra los adversarios de su pro-
pia interioridad, sus pasiones e instintos.
El drama “burgués” celebra su nacimiento, y, con él, despierta
el interés en el más allá de todas las aspiraciones exteriores, en el
“ser humano” vuelto a lo “interior”, en lo eternamente humano. La
momia de la Era de Tauro, renacida en el mundo antiguo como “es-
tatua”, se convierte ahora en la figura ideal del hombre que lucha
por la salvación del alma, y, de este modo, origina una idea de amor
que abarca la totalidad de los seres humanos, la idea de “humani-
dad”, tal y como fuera difundida especialmente por los clásicos
alemanes.
Y es precisamente esta idea la que se refleja en el arte excelso
con que la Era de Piscis corona el legado de las Eras anteriores. La
expresión más ideal de este arte es la de la música instrumental, en
cuyas leyes, florecidas en formas puras y maravillosas, obran con-
juntamente los tonos, como almas en el unísono de amor que tiende
a elevar a una comunidad humana hacia la armoniosa obra de arte
de un invisible templo cósmico, que pasa a ocupar el lugar de la
pirámide de Keops.
Desde ya podemos predecir que los elementos preformados en
este maravilloso y puro arte de la Era de Piscis retornarán a media-
dos de la venidera Era de Acuario en forma de viva experiencia
humana, del mismo modo en que retornaron las momias de Egipto
400
en las estatuas de Grecia, y que luego, al cabo de mil años, retorna-
rán los grandes arquitectos de aquel templo cósmico, como Bach,
Haydn, Mozart, Beethoven, y lo harán como organizadores de la
comunidad humana utópica de la Era de Acuario.
Digamos aún unas palabras sobre esta era de Acuario que llena-
rá los próximos dos mil años. Ya hemos hablado en detalle acerca
de los ideales espirituales (mentales) de este período de vida de la
humanidad, cuya disposición será masculina; hablamos de esto al
estudiar el signo de Acuario. Una vez más, antes de que se cumplan
los ideales utópicos propios de esa Era, la primera parte de la Era de
Acuario mostrará a la humanidad en su protesta contra la doctrina
“piadosa” de la Era de Piscis. Pero no podemos hablar de esto.
No nos guió la intención de penetrar demasiado profundamente
en el espíritu de la historia humana y de las leyes que la rigen. El
examen breve, quizá demasiado breve, que acabamos de hacer tie-
ne, empero, que volver a hacernos cobrar conciencia de que una
gran ley campea en las profundidades del cosmos, a la vez que en
las almas de la humanidad, una ley que finalmente se refleja en la
vida y en el ser de cada individuo humano, una ley que constituye la
noción fundamental del saber astrológico.
Pero esto nos abre una perspectiva hacia distancias inmensas.
Pues del mismo modo en que el curso anual del sol por los doce
signos del zodíaco nos puede parecer el año platónico en pequeño, y
el mes nos puede aparecer como el espacio de tiempo reducido del
mes cósmico de 2000 años de la historia de la humanidad, y el día,
esto es, la duración de una rotación completa de la Tierra alrededor
de su eje, puede parecemos un año platónico aún más reducido,
dentro del cual el “mes” está formado por espacios de tiempo de dos
horas cada uno, y finalmente, una alentada se comporta, de acuerdo
a su duración, con respecto a la duración de un día, como el año
burgués con respecto al platónico28, es decir, en fin, que del mismo
modo en que el ritmo de algo más de 24.000 años se refleja hasta en

28
RUD. S TEINER : El sur humano hace en el curso de un día unas 26.000 alenta-
das, es decir, unas 18 alentadas por minuto.
401
lo más pequeño, los años platónicos también se proyectan hacia
ciclos de tiempo cada vez más grandes, más amplios, hasta que,
finalmente, el más grande de estos ciclos llega a constituir la dura-
ción del “día de Brahma”, al cual sigue la “noche de Brahma”, for-
mando ambos conjuntamente una alentada del universo infinito. Y
este ritmo inconmensurable halla finalmente el camino hacia el in-
dividuo humano por la interposición de las épocas planetarias que,
en órbitas más grandes y más pequeñas, circulan alrededor del Sol.
Y en esta inmensa maquinaria de relojería del cosmos, cada ser hu-
mano tiene destinado su lugar y, por el breve lapso de su residencia
en la Tierra, se halla incluido en la gran rotación y circulación.
Y con esto hemos llegado al punto de partida de esta investiga-
ción del zodíaco y del ser humano.
La serie siguiente a esta que acabamos de exponer, nos mostrará
las pequeñas ruedas de esta maquinaria de relojería (El Mundo pla-
netario en su relación con el Hombre). Por hoy concluiremos, no
sin antes volver a entregarnos bien íntimamente a la idea de que
sólo podrá cumplir su verdadera determinación como ser humano,
aquel que comprenda que toda forma de vida que se oponga a la
armonía con el organismo superior, con el Gran Organismo, cerrán-
dose a la necesidad de sacrificio de lo propio, estará condenada a
sucumbir, pues sólo podrá aspirar a la eternidad aquel que en cual-
quier momento sepa morir para ganar la vida en el sentido más ele-
vado de la palabra, aquel que sepa renunciar al yo aparente, para
alcanzar, para conquistar el verdadero yo, escapado a la muerte en
virtud de su aportación a la obra de sacrificio de la gran unidad.
Resumamos esto una vez más, y hagámoslo escuchando a dos
grandes maestros que sabían de este supremo secreto.
Dice Chuang-Tsé:

“Y todo hombre es de su espíritu solar, del cual depende; cuando este


espíritu se va, el hombre muere, y el hombre vuelve a vivir cuando aquél
retorna. Y si yo, cuerpo dotado de espíritu, voy al encuentro del fin, pero
sin la transmutación eternamente renovadora de la vida; si me abandono
como una mera cosa al desgaste eterno de los días y las noches; si no sé

402
del eterno morir; si, a pesar de este cuerpo dotado de espíritu que llevo,
sólo sé que nadie me salvará de la sepultura, entonces consumo la vida,
hasta que en la muerte parecerá como si tú y yo hubiéramos ido una única
vez hombro contra hombro, antes de ser separados para siempre. ¿No vale
esto la pena? Tú, en cambio, llevas la mirada a posarse en algo mío, que,
cuando tú lo miras, ya ha desaparecido. Y sin embargo lo buscas como si
aún debiese existir; lo buscas como aquel que en el mercado busca
caballos vendidos. Mira: lo que yo admiro de ti es variable. Lo que tú
admiras de mí es variable. ¿Por qué, pues, apesadumbrado? Si bien mi yo
muere a cada instante, en la transmutación se verifica lo eterno.”

Y dice Goethe:

UNO Y TODO

Por habitar lo ilimitado,


desaparece el ser aislado,
y allí termina todo esplín.
Sin apetitos ni quereres,
sin exigencias ni deberes,
deja la lid y goza al fin.

¡Alma del cosmos, ven a henchirnos!


Que con el mundo ha de medirnos
nuestra esforzada profesión.
Buenos espíritus nos llevan,
benignamente nos elevan
al Rey de toda creación.

Por transformar lo ya creado


–que no se afirme demasiado–,
obra un viviente, eterno actuar.
Lo que no fue ha de ser ahora,
un nuevo sol la tierra dora;
y nunca debe descansar.

Ha de moverse, obrar creando,


irse formando y transformando,
y ni un instante ha de parar.
403
Lo eterno en todo es renovarse,
pues todo en Nada ha de esfumarse
si es que en el Ser quiere quedar.

404
INDICE

Prólogo …………………………………………………………… 7
Prefacio …………………………………………………………... 9

PRIMERA SERIE
FUNDAMENTACION GENERAL DE LA ASTROLOGIA
Primera Conferencia Idea general de la “astrología como
ciencia oculta”. ¿Qué es la ciencia ocul-
ta? La ciencia física y la ciencia oculta.
Hombre y universo. El cuerpo humano
y el número como puentes hacia el uni-
verso. Astronomía y astrología. El “yo”
como clave del saber oculto …………... 17
Segunda Conferencia Comunidad de vida entre el hombre y el
cosmos; macrocosmos y microcosmos.
La unidad y el número uno. El dolor y el
sufrimiento como otros tantos puentes
hacia el cosmos. La idea de destino. Ley
natural y ley moral ……………………. 39
Tercera Conferencia El enigma de la “evolución” a la luz de
la ciencia oculta. El zodíaco …………... 63
Cuarta Conferencia Evolución y alquimia. Los cuatro ele-
mentos; sus relaciones con el curso evo-
lutivo del ser humano. El enigma de la
esfinge ………………………………… 81
Quinta Conferencia Números cósmicos y evolución humana.
Los números 4, 7 y 12. Zodíaco y plane-
tas. La periodicidad y la ley del ritmo.
Símbolos planetarios y símbolos numé-
ricos …………………………………… 99

405
Sexta Conferencia Las tres perspectivas cósmicas. La im-
portancia cósmica del momento de na-
cimiento. El hombre entre el cielo y la
Tierra. El problema de la libertad. He-
rencia y evolución propia. El “segundo
nacimiento” …………………………… 123
Séptima Conferencia Las figuras y los signos del zodíaco. La
precesión del punto vernal. El horóscopo
y los aspectos. Eternidad y temporalidad.
El camino hacia el prójimo …………… 147

SEGUNDA SERIE
EL ZODIACO Y EL HOMBRE
Primera Conferencia El problema del carácter. Caracterología
psicológica y astrológica. El zodíaco
como espectro de 1a vida. La
“experiencia zodiacal”. Punto vernal y
sacrificio humano. La vida y la muerte .. 171
Segunda Conferencia División del zodíaco, su estructura; las
doce regiones; los cuatro mundos ele-
mentales ………………………………. 195
Tercera Conferencia Los cuatro tipos humanos …………….. 225
El Hombre de Tierra en general
El Hombre de Capricornio
El Hombre de Tauro
El Hombre de Virgo
Cuarta Conferencia El Hombre de Agua en general ……… 259
El Hombre de Cáncer
El Hombre de Escorpio
El Hombre de Piscis
Quinta Conferencia El Hombre de Aire en general ………… 299
El Hombre de Libra
El Hombre de Acuario
El Hombre de Géminis

406
Sexta Conferencia El Hombre de Fuego en general ………. 343
El Hombre de Aries
El Hombre de Leo
El Hombre de Sagitario
Séptima Conferencia La precesión del punto vernal y la evo-
lución de la humanidad ……………….. 381

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Tabla de contenidos de la obra

Tomo 1
1a Serie. Fundamentación general de la astrología

1ª Conferencia. Idea general de la "astrología como ciencia


oculta". ¿Qué es la ciencia oculta? La ciencia física y la
ciencia oculta. Hombre y universo. El cuerpo humano, y el
número como puentes hacia el universo. Astronomía y as-
trología. El "yo" como clave del saber oculto
2ª Conferencia. Comunidad de vida entre el hombre y el
cosmos; macrocosmos y microcosmos. La unidad y el nú-
mero uno. El dolor y el sufrimiento como otros tantos puen-
tes hacia el cosmos. La idea de destino. Ley natural y ley
moral.
3ª Conferencia. El enigma de la "evolución" a la luz de la
ciencia oculta. El zodíaco.
4ª Conferencia. Evolución y alquimia. Los cuatro elemen-
tos; sus relaciones con el curso evolutivo del ser humano.
El enigma de la esfinge.
5ª Conferencia. Números cósmicos y evolución humana.
Los números 4, 7 y 12. Zodíaco y planetas. La periodicidad
y la ley del ritmo. Símbolos planetarios y símbolos numéri-
cos.
6ª Conferencia. Las tres perspectivas cósmicas. La impor-
tancia cósmica del momento de nacimiento. El hombre en-
tre el cielo y la Tierra. El problema de la libertad. Herencia
y evolución propia. El "segundo nacimiento".
7ª Conferencia. Las figuras y los signos del zodíaco. La
precesión del punto vernal. El horóscopo y los aspectos.
Eternidad y temporalidad. El camino hacia el prójimo.

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2ª Serie. El zodíaco y el hombre

1ª Conferencia. El problema del carácter. Caracterología


psicológica y astrológica. El zodíaco como espectro de la
vida. La "experiencia zodiacal". Punto vernal y sacrificio
humano. La vida y la muerte.
2ª Conferencia. División del zodíaco, su estructura; las do-
ce regiones; los cuatro mundos elementales.
3ª Conferencia. Los cuatro tipos humanos. El Hombre de
Tierra en general. El Hombre de Capricornio. El Hombre de
Tauro. El Hombre de Virgo.
4ª Conferencia. El Hombre de Agua en general. El Hom-
bre de Cáncer. El Hombre de Escorpio. El Hombre de Pis-
cis.
5ª Conferencia. El Hombre de Aire en general. El Hombre
de Libra. El Hombre de Acuario. El Hombre de Géminis.
6a Conferencia. El Hombre de Fuego en general. El Hom-
bre de Aries. El Hombre de Leo. El Hombre de Sagitario.
7ª Conferencia. La precesión del punto vernal y la evolu-
ción de la humanidad.

Tomo 2
El mundo planetario y el hombre (10 conferencias)

1ª Conferencia. La experiencia del ritmo universal como


mensajera entre el tiempo y la eternidad. Los planetas como
mediadores entre el Zodíaco y el hombre.
2ª Conferencia. Memoria del universo. El tiempo y la eter-
nidad. Polaridad y sexualidad en el mundo de los planetas y
la música. Los planetas y los signos. Exaltación del Sol y la
Luna.
3ª Conferencia. Planetas y los órganos sensitivos cósmi-
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cos. Polaridad y relatividad. Definición de la función de los
7 planetas sagrados.
4ª Conferencia. Esencia y valor de los símbolos planeta-
rios.
5ª Conferencia. El Individuo en el concierto de las estre-
llas. El Sol y la Luna como los polos del ego. Concepción y
nacimiento. Luna nueva y Luna llena. Eclipses solares y lu-
nares.
6ª Conferencia. Las fases de la Luna. Los 24 cuartos de
Luna y su importancia.
7ª Conferencia. La Luna y el Sol en los 12 signos. La Luna
en los 3 signos de Fuego.
8ª Conferencia. La Luna en los 3 signos de Aire.
9ª Conferencia. La Luna en los 3 signos de Agua.
10ª Conferencia. La Luna en los 3 signos de Tierra.
11ª Conferencia. El antiguo esquema de las regencias pla-
netarias. "Exaltaciones" y "caídas". Examen crítico. Los
planetas descubiertos recientemente: Urano, Neptuno y Plu-
tón y el antiguo sistema que comprende sólo 7 planetas.
12ª Conferencia. Planetas y sonidos. Períodos de 7 años en
el desarrollo del hombre. Auto-conservación y auto-
inmolación.
13ª Conferencia. La función de Mercurio.
14ª Conferencia. La función de Venus.
15ª Conferencia. La función de Marte.
16ª Conferencia. La función de Júpiter.
17ª Conferencia. La función de Saturno.
18ª Conferencia. La función de Urano.
19ª Conferencia. La función de Neptuno.
20ª Conferencia. El problema Plutón.

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Tomo 3
1ª Parte. El Hombre y la Tierra (6 Conferencias)

1ª Conferencia. Las doce Casas.


2ª Conferencia. El signo ascendente.
3ª Conferencia. Ascendentes en Signos de Fuego.
4ª Conferencia. Ascendente en Signos de Aire.
5ª Conferencia. Ascendente en signos de Agua.
6ª Conferencia. Ascendentes en Tierra.

2ª Parte. El Hombre y la Tierra (15 Conferencias)

7ª Conferencia. Los cuatro elementos en el Horóscopo.


8ª Conferencia. Interpretación psicológica de las Casas.
9ª Conferencia. Aspectos mundanos. Casas opuestas y su
significado.
10ª Conferencia. Planetas en la 1ª Casa.
11ª Conferencia. Planetas en la 2ª Casa.
12ª Conferencia. Planetas en la 3ª Casa.
13ª Conferencia. Planetas en la 4ª Casa.
14ª Conferencia. Planetas en la 5ª Casa.
15ª Conferencia. Planetas en la 6ª Casa.
16ª Conferencia. Planetas en la 7ª Casa.
17ª Conferencia. Planetas en la 8ª Casa.
18ª Conferencia. Planetas en la 9ª Casa.
19ª Conferencia. Planetas en la 10ª Casa.
20ª Conferencia. Planetas en la 11ª Casa.
21ª Conferencia. Planetas en la 12ª Casa.

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3ª Parte. El Hombre y la Tierra (11 Conferencias)

22ª Conferencia. Destino y azar. El señor del Ascendente y


los señores de las doce Casas.
23ª Conferencia. Causalidad o casualidad.
24ª Conferencia. El Señor del Ascendente en 1ª a 6ª Casa.
25ª Conferencia. El Señor del Ascendente en 7ª a 12ª Casa.
26a Conferencia. La importancia del Señor del Descenden-
te en las Casas 1ª a 6ª.
27ª Conferencia. La importancia del Señor del Descenden-
te en las Casas 7ª a 12ª.
28ª Conferencia. El Señor del Medio Cielo en 1ª a 6ª Casa.
29ª Conferencia. El Señor del Medio Cielo en 7ª a 12ª Ca-
sa.
30ª Conferencia. El Señor del Fondo del Cielo en la 1ª a 6ª
Casa.
31ª Conferencia. El Señor del Fondo del Cielo en la 7ª a
12ª Casa.
32ª Conferencia. Los Señores de las Casas no angulares en
las casas angulares.

Tomo 4
1ª Parte. El hombre en el concierto de las estrellas (25 Confe-
rencias)

1ª Conferencia. Construcción y constitución del horóscopo


y del cuerpo humano. Aspectos "buenos" y "malos".
2ª Conferencia. La esencia de cada aspecto. El aspecto en
paralelo.
3ª Conferencia. La conjunción del Sol y la Luna.
4ª Conferencia. Las conjunciones de Sol-Júpiter, Sol-
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Saturno y Sol-Mercurio.
5ª Conferencia. Las conjunciones Sol-Venus y Sol-Marte.
6ª Conferencia. Las conjunciones Sol-Urano y Sol-
Neptuno.
7ª Conferencia. Las conjunciones Luna-Marte y Luna-
Venus.
8ª Conferencia. Las conjunciones Luna-Mercurio y Luna-
Saturno.
9ª Conferencia. Las conjunciones Luna-Júpiter, Luna-
Urano y Luna-Neptuno.
10ª Conferencia. Las conjunciones Mercurio-Venus, Mer-
curio-Marte.
11ª Conferencia. Las conjunciones Mercurio-Júpiter, Mer-
curio-Saturno.
12ª Conferencia. Las conjunciones Mercurio-Urano, Mer-
curio-Neptuno.
13ª Conferencia. Las conjunciones Venus-Marte.
14ª Conferencia. Las conjunciones Venus-Júpiter, Venus-
Saturno.
15ª Conferencia. Las conjunciones Venus-Urano, Venus-
Neptuno.
16ª Conferencia. Las conjunciones Marte-Júpiter, Marte-
Saturno.
17ª Conferencia. Las conjunciones Marte-Urano, Marte-
Neptuno.
18ª Conferencia. Las conjunciones Júpiter-Saturno, Júpi-
ter-Urano.
19ª Conferencia. Las conjunciones de Júpiter-Neptuno, Sa-
turno-Urano, Saturno-Neptuno y Urano-Neptuno.
20ª Conferencia. El aspecto de oposición - Los signos del
zodíaco opuestos.
21ª Conferencia. Oposiciones.
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22ª Conferencia. Cuadratura, trígono, sextil, semisextil y
quincuncio, semicuadratura y sesquicuadratura, quintil.
23ª Conferencia. El aspecto en paralelo - Planetas retró-
grados.
24ª Conferencia. Los Nodos de la Luna - El Parte de fortu-
na.
25ª Conferencia. Género y horóscopo.

2ª Parte. El movimiento de las estrellas y el curso de vida (13


Conferencias)

26ª Conferencia. La predicción del destino. Profecía ma-


temática, científica y moral.
27ª Conferencia. La predicción de los tránsitos y direccio-
nes. Destino propio y masivo. Cuatro formas de tránsitos.
28ª Conferencia. El ritmo anual del Sol y el ritmo mensual
de la Luna.
29ª Conferencia. Las horas planetarias. Tránsitos del Sol,
la Luna y Mercurio sobre los otros planetas.
30ª Conferencia. Los tránsitos de Venus, Marte y Júpiter.
31ª Conferencia. Los tránsitos de Saturno.
32ª Conferencia. Los tránsitos de Urano.
33ª Conferencia. Los tránsitos de Neptuno y los Nodos
Lunares.
34ª Conferencia. Tránsitos sobre aspectos. Punto crítico.
Advertencia sobre conclusiones falsas.
35ª Conferencia. La enseñanza de las progresiones. La mi-
gración progresada del Ascendente.
36ª Conferencia. Tránsitos del Ascendente y el Medio Cie-
lo progresados.
37ª Conferencia. Tránsitos del Immum Coeli y el Descen-
dente progresados.
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38ª Conferencia. Tránsitos del Descendente progresado.
Progresiones sobre los Nodos Lunares

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