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OSKAR ADLER
LA
ASTROLOGIA
COMO
CIENCIA OCULTA
FUNDAMENTACION GENERAL
DE LA ASTROLOGIA
EL TESTAMENTO DE LA ASTROLOGIA
EL ZODIACO Y EL HOMBRE
CATORCE
CONFERENCIAS ESOTERICAS
UNDECIMA EDICION
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Se hallan reservados todos los derechos. Sin autorización escrita del
editor, queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier medio –mecánico, electrónico y/u otro– y su distribución me-
diante alquiler o préstamo públicos.
ENRIQUE RACKER
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PREFACIO
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PRIMERA SERIE
FUNDAMENTACIÓN
GENERAL
DE LA ASTROLOGIA
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PRIMERA CONFERENCIA
Si el ojo no fuese solar,
El sol no lo contemplaría.
GOETHE - PLOTINO
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De esta definición se concluye que una ciencia como la
astrología no podrá seguir el método que adoptan las ciencias físicas
de nuestra época; más aún, en una época como la nuestra, ni
siquiera podría haberse originado una ciencia del tipo de la
astrología. Las ciencias físicas siguen un método diametralmente
opuesto al de la ciencia que acabarnos de definir.
Las ciencias físicas no parten de la idea de una relación cósmica
universal que supere las relaciones particulares, sino que lo hacen
del fenómeno y de la observación particulares, yendo, en
consecuencia, de lo particular a lo universal y tratando en lo posible
de verificar por el experimento los resultados de la investigación,
esto es, reemplazando el material que se obtuvo de la experiencia
física por un material artificial inalterable, destinado a demostrar la
exactitud de los conocimientos obtenidos por aquella investigación
de la naturaleza. Es evidente que una ciencia de este tipo jamás
podría desembocar, ni aun en sus consecuencias últimas, en los
fundamentos de la astrología tal y como los hemos definido, pues el
método de investigación de esta ciencia penetra progresivamente en
el detalle, no pudiendo jamás decirse que llegue a su término, de
modo que el experimento hallaría en este caso dificultades
insuperables.
Pero, por otro lado, nos encontramos con el hecho singular de
que precisamente en nuestros días las ciencias físicas comienzan a
ocuparse del conocimiento astrológico; investigadores plenamente
imbuidos del espíritu de las ciencias físicas vuelven la atención a
aquellas doctrinas antiquísimas, para incluirlas, en cierto sentido, en
la esfera de sus conocimientos científicos de carácter exacto.
Es así que vemos originarse hoy día una especie de astrología
de las ciencias físicas que quisiera negar rotundamente que procede
de las ciencias ocultas y que, dentro del cuadro de las ciencias de
nuestro tiempo, presenta una especie de carácter bastardo, imposible
de ser incluido ni en el marco de la ciencia moderna ni en el de la
remota ciencia “sagrada”.
No cabe duda de que las causas que llegaron a conmover la
posición hasta ahora intransigente de la investigación
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“rigurosamente científica” habrán sido de peso.
Las ciencias físicas se encuentran en nuestra época en una fase
crítica de su desarrollo, que yo llamaría “crisis de la noción de cau-
salidad”. El primer paso hacia esta crisis lo dio, como sabemos, el
filósofo inglés David Hume, al hacer notar que la causalidad o la
relación de causa y efecto no puede ser percibida por la observación
objetiva, sino que solamente puede sospecharse su existencia. Sólo
percibimos series o consecuencias de fenómenos, jamás relaciones
causales en sí mismas. Las relaciones causales las incluimos dentro
de aquellas series de fenómenos. ¿Tenemos derecho a sostener que
tan siquiera existen las relaciones causales?
Este difícil problema de carácter gnoseológico, que al comienzo
no ocupó más que a los filósofos, ha penetrado ya en la esfera de las
ciencias físicas y ha dado origen a lo que estas ciencias llaman
orgullosamente su “exactitud”, la cual, empero, en lo esencial, se
basa en la prescindencia absoluta de toda causalidad.
Creo que es este el lugar adecuado para dar una idea del camino
que llevó hasta aquel punto crítico, basándome para ello en la
exposición del francés Augusto Comte. Este filósofo reconoce tres
etapas en el desarrollo de las ciencias físicas.
La primera etapa, que en cierta medida se origina en la infancia
de la humanidad, es la “teológica”. El hombre sospecha que detrás
de los fenómenos de la naturaleza obran espíritus o demonios
invisibles al ojo físico; estos espíritus o demonios manifiestan su
existencia por medio de los fenómenos que tienen lugar en la
naturaleza. Júpiter arroja el rayo, Júpiter tonante lanza el trueno,
Jupiter pluvius hace llover, las deidades fluviales mueven las aguas,
las dríadas determinan la vida y el crecimiento de los árboles, Eolo
sopla los vientos, Vulcano forja el metal en las profundidades del
fuego terrestre.
Esta etapa infantil (que Tylor llama “animismo”) desemboca en
una segunda etapa: la de la adolescencia de la humanidad. Augusto
Comte llama a este grado de desarrollo del conocimiento científico
de la naturaleza, el “estadio metafísico”. Los demonios desaparecen
de la mente humana, ya algo más madura, y en su lugar aparecen las
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“fuerzas naturales”.
Pero ¿qué se ganó con el cambio? Nada más que una sustitución
de denominaciones. El calor, la luz, el sonido, la electricidad, el
magnetismo, la gravedad, etcétera, no son más que otros tantos
nombres de aquello que antes se llamaba “demonio”; y tales
nombres son tan “invisibles” como lo eran los demonios que había
detrás de los fenómenos de la naturaleza; es decir que las “fuerzas
naturales” también están “detrás” de los procesos físicos que
representan lo puramente real. Hubo que reunir, pues, el valor
suficiente para borrar todo esto, para sacrificar aún este último resto
de metafísica con que la humanidad quiso salvar su credulidad
infantil al pasar a la etapa de la adolescencia.
Creer en la existencia de esas “fuerzas naturales” es seguir rin-
diendo culto a una teología disfrazada, a una metafísica
“prohibitiva”.
Es de este modo que la humanidad llega finalmente a su tercera
etapa, al estadio maduro de la ciencia positiva o exacta. Lo que
caracteriza a estas ciencias positivas y les confiere a la vez su valor
de exactitud es, como ya hemos dicho, la prescindencia total de que
hacen gala con respecto a cualquier tipo de metafísica en el sentido
que acabamos de exponer o, para decirlo más sencillamente, en la
prescindencia de todo resto de antropomorfismo, de ese
antropomorfismo que, en realidad, constituye el fondo de toda
causalidad o de toda necesidad causal. El ideal de la objetividad
completa se alcanzaría únicamente en el momento en que se pudiera
eliminar al sujeto observador.
¡De modo que estamos en la misma! Las ciencias físicas ven
limitadas sus funciones a la “descripción lo más sencilla y completa
posible de los procesos naturales” (Kirchhoff, Mach). De modo que,
en una palabra, aquellas ciencias llegan a constituirse en una
estadística lo más sumaria posible de los procesos físicos. De ahí
que haya que tener presente que todas las teorías que se originan en
la aspiración a establecer relaciones entre los elementos que
componen el material estadístico, para satisfacer la necesidad
causal, no pueden tener más valor que el de una “mnemotecnia”
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destinada a facilitar el dominio sobre el material estadístico. Lo que
llamamos ley física no es más que el compendio mnemoeconómico,
por medio de fórmulas memorísticas, del mayor número posible de
series de fenómenos.
Pero sabemos que el destino de toda estadística es el de no
poder dar jamás un cuadro completo de la realidad. Es así que
asistimos al curioso espectáculo que brinda una ciencia física que
querría menospreciar a la astrología por su calidad de ciencia
oculta, pero que no vacila en abrir a esta ciencia las puertas en tanto
la astrología renuncie a toda pretensión que no sea la de constituir
una mera estadística de los acontecimientos cósmicos y su
coincidencia con los procesos terrestres y aun con los procesos
humanos.
Pero no es esta la “astrología” que vamos a estudiar nosotros.
La verdadera astrología jamás fue una estadística. Su sentido más
peculiar –el de penetrar en las relaciones cósmicas del acaecer
terrestre– no podrá obtenerse por ese camino. El único método que
nos llevará a nuestra meta es el propio de las ciencias ocultas.
¿Qué es la “ciencia oculta”? ¿Qué significa esta denominación
y qué nos ofrece su contenido?
La denominación de “ciencia oculta” no responde únicamente
al hecho de que el contenido de tal ciencia haya sido un secreto, un
conocimiento que había que “ocultar” a quienes no formasen parte
de una cierta minoría de “elegidos”; más aún, ni siquiera es esta la
causa principal que llevó a aquella denominación. Lo que determina
que esta ciencia sea “oculta” es el hecho de que la fuente
cognoscitiva de que proviene tal saber se encuentre en el misterio
de la “interioridad” del propio ser humano; sólo al descubrirse esa
fuente, al encontrarse el acceso a ella, se comienza a revelar una
esfera del saber que, en última instancia, se basa en la premisa del
“ser uno con todo lo existente”.
Es de este modo que, por su propia índole, este saber seguirá
siendo oculto, pues en todo caso no será más que un saber
inmediato y, por lo tanto, incompartible, pues el sujeto cobra
“conciencia” de algo cuando acierta a conocer o al menos a
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reproducir ese algo a partir de la propia fuente. En cuanto el saber
oculto reviste carácter de “comunicación”, deja de ser un saber
“oculto”.
Se suscita ahora la cuestión de si un saber originado exclusiva-
mente en la interioridad puede tener la pretensión de revestir
carácter científico. ¿Qué criterio puede haber para demostrar que
todo lo que constituye las ciencias ocultas no es en última instancia
más que producto de la imaginación en el sentido genuino de esta
palabra?
Pensemos en qué radica el carácter de la ciencia o, más aún, del
método científico. ¿Qué valor “científico” tienen las ciencias
físicas?
Según Ernst Mach, el conocimiento científico no se distingue
del conocimiento vulgar por su carácter, sino porque los
conocimientos que se obtienen por la ciencia configuran un
conocimiento ordenado, sistemático; en cambio el conocimiento
vulgar es un conjunto desordenado de conocimientos. Las ciencias
físicas son experiencia económicamente ordenada o, más
precisamente, mnemoeconómicamente ordenada. Pues bien, no es
muy distinto lo que ocurre con las ciencias ocultas. El conocimiento
científico oculto se distingue del conocimiento vulgar oculto por el
hecho de constituir aquél un conocimiento sistemático. Sólo que el
orden de ese conocimiento es muy distinto del orden del sistema de
las ciencias físicas, como veremos más adelante.
Para decirlo en pocas palabras: hay un conocimiento oculto de
carácter vulgar, cotidiano, que es tan importante y se halla tan
difundido –a la vez que es patrimonio de cada cual– como la
percepción sensorial común. Este conocimiento vulgar oculto, que
sólo puede originarse en las profundidades de nuestra más íntima y
secreta interioridad, está dado por la revelación del “ego” dentro de
nosotros, por el “saber” acerca del hecho de nuestra individualidad;
y este saber es, al igual que todo saber de carácter oculto, inmediato
e incompartible. El ego de todo ser humano, juntamente con todo lo
que ese ego pone en movimiento y cumple, constituye el secreto de
ese y sólo ese ser humano.
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Pero en contraposición a ese ego inmediato, a ese ego que
alberga nuestra interioridad, nos encontramos con el mundo
objetivo, eternamente extraño a nosotros, sólo perceptible desde
fuera; y dentro de ese mundo objetivo está el “tú”, también extraño
y eternamente separado de nosotros, sin que jamás lleguemos a
tener la posibilidad de penetrar en su interior, como nos lo revelan
los versos de Albrecht von Haller:
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O pensemos, en fin, en aquello que llamamos compasión.
¿Acaso es algo más que “pasión” ajena que se convierte en pasión
propia, “saber oculto” de la pasión del prójimo?
Tratemos, pues, de llegar al fondo, al fin de esta posibilidad de
existir que tiene el saber oculto del cosmos.
Para ello me referiré a una metáfora, a una de las metáforas más
sugestivas que jamás se hayan empleado a propósito del problema
del conocimiento. Pertenece al sabio maestro hindú Ramakrishna.
Éste compara el ya mencionado proceso de conocimiento con lo
que ocurre cuando arrojamos un grano de sal al agua, frente a lo que
ocurre cuando arrojamos al agua una piedra. El agua baña la piedra
pero no la penetra, de modo que sólo toca su superficie. El agua
será por siempre extraña y exterior a la piedra; ésta jamás podrá
comunicarse con aquélla. ¡Qué mejor metáfora para expresar la
forma de conocimiento científico de carácter físico de las cosas
exteriores!
Con el grano de sal sucede algo distinto. La sal se disuelve en el
agua, se funde con ella, la atraviesa inconmensurablemente; así se
tratase de todo el océano, el grano de sal lo atravesaría, se haría
“uno” con él, al extremo de que no se podría discernir si es la sal la
que se disolvió en el agua o el agua en la sal; ambas, agua y sal. se
han hecho “uno” en ese acto de comunión. ¡Qué mejor metáfora
para expresar aquella forma de conocimiento que hemos
caracterizado de científica oculta! El yo se disuelve en el cosmos, se
expande tanto que vive en el cosmos como en el propio cuerpo.
Y es entonces que percibimos este “cuerpo-cosmos” del mismo
modo que en la vida habitual percibimos nuestro cuerpo,
interiormente, como cumplimiento psíquicomental de nuestro yo.
Tratemos de aclarar con una figura geométrica el fundamento de
esta noción. Tomemos una figura mística antiquísima: el
pentagrama, (véase figura 1.) Esta figura se obtiene prolongando los
lados de un pentágono regular hasta los puntos de intersección.
Uniendo estos puntos de intersección por líneas rectas, se obtiene
un nuevo pentágono, en escala mayor que el primero; este
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procedimiento puede ser continuado hasta el infinito,
comprobándose que el pentágono crece “hacia afuera”. Pero el
mismo procedimiento puede repetirse “hacia adentro”. Si en el
pentágono original trazamos las cinco diagonales, obtenemos una
estrella de cinco puntas (pentagrama) en escala reducida; esta
estrella lleva a su vez inscrito otro pentágono regular, en el cual
puede volver a trazarse las diagonales, y así sucesivamente, hasta el
infinito. El pentagrama posee la curiosa propiedad de poder crecer,
según sus propias leyes, hacia afuera y hacia adentro hasta el
infinito, esto es, que puede reproducir su crecimiento exterior por su
crecimiento hacia adentro.
Fig. 1
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Pero continuemos nuestra ideación: supongamos que el
pentágono fuese nuestro yo habitual, cotidiano. Si por algún secreto
acto de carácter místico de la expansibilidad del yo se lograse llegar
a inscribir dentro de nosotros todo aquello que vemos expandido
como figura geométrica prolongada hasta lo inconmensurable, del
mismo modo en que el grano de sal de la metáfora de Ramakrishna
dejó penetrar el agua dentro de sí, no tendríamos más necesidad que
la de mirar dentro de nosotros mismos para reencontrar allí
reproducida la imagen de lo exterior reducida hasta el infinito, o
para decirlo con las palabras de los antiguos: el macrocosmos en el
microcosmos, el mundo grande en el pequeño, el mundo exterior en
el mundo interior.
En cuanto se rompen las vallas que lo mantenían confinado, el
yo se convierte en fuente originaria de todo conocimiento científico
de carácter oculto. Es por eso que sobre la entrada del templo de
Apolo en Delfos se leían inscritas las siguientes palabras:
“¡Conócete a ti mismo!”, y que en el interior de dicho templo, es
decir, sólo allí adonde podía llegar aquel que hubiese cumplido con
la inscripción de la entrada, se leía la continuación de aquellas
palabras: “Y conocerás a Dios”1.
Lo expuesto podrá parecer a muchos mera divagación seudo-
poética, misticismo “oriental”. De ahí que me parezca importante
mostrar la forma que tales nociones han cobrado en el pensamiento
de un pensador “occidental” que, a la vez que representante sobre-
saliente de las ciencias exactas, es uno de los filósofos alemanes
más profundos: Gustav Theodor Fechner.
Este autor ha volcado los fundamentos de su filosofía en dos
obras; una más amplia, que lleva el título de Zend-Avesta, y otra,
menor, que apareció bajo el título de Die Tagesansicht gegenüber
der Nachtansicht (La visión del día frente a la de la noche). Zend-
Avesta, esto es, “palabra viva”, conocimiento vivo: tal el nombre de
su obra capital, que con ese título da a entender que su autor no “se
1 Leadbeater.
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retuerce” en un “huero hablar”, no trabaja con conceptos abstractos
sino que extrae su saber de la vivencia inmediata.
Fechner parte del hecho de que nuestro cuerpo está formado por
millones de seres vivientes pequeñísimos: las así llamadas células.
Cada una de estas células tiene una existencia relativamente
independiente, tiene una vida propia dotada de todos los elementos
inherentes a ella: metabolismo, asimilación, secreción, desarrollo,
multiplicación y muerte. Y unidos a estos elementos exteriores de la
vida, hemos de pensar que también han de desarrollarse procesos de
vida interior, acaso bajo la forma de sensaciones extremadamente
primitivas, oscuras, de placer y displacer. Ninguna de las células
podrá percibir con carácter inmediato y claro el contenido de vida
de otra célula integrante de un mismo cuerpo humano; pero el
hombre cuyo cuerpo sea el producto de la integración de cada una
de tales células con las demás, no aísla en sus percepciones la
percepción de cada una de las células que integran su cuerpo, sino
que reúne dichas percepciones celulares como suma que da por
resultado su percepción total como ser humano. Pero esta suma no
consiste en la mera adición de las percepciones parciales, sino que
es, si se me permite decirlo, su reunión en una unidad superior, su
unión en un plano más alto, tanto más alto cuanto mayor sea la
altura a que esté la conciencia humana con respecto a la conciencia
celular. La conciencia total de las células está contenida en la
conciencia del ser humano como unidad superior. De ahí que el
continuo reemplazo de células moribundas por otras células
“sucesoras” no signifique ningún desgarramiento de la conciencia
total del hombre; en la continuidad de su experiencia vital se
incluye la continuidad de sus millones de células. Y viceversa, toda
flaqueza del organismo humano considerado en su totalidad, toda
inquietud, toda idea resultante del contacto con el medio ambiente,
todo estado de ánimo, placer, dolor, ira, amor, satisfacción,
desasosiego, serenidad, malestar, bienestar, en fin, todo lo que la
conciencia humana percibe en su plano de humanidad, hallará la
forma de manifestarse también “allá”, en la conciencia celular, bajo
forma de alteración oscuramente percibida de la vitalidad de las
células, trátese de disminución de dicha vitalidad, o de aumento de
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ella, según el ser humano se sienta deprimido o eufórico.
Imaginemos que una de tales células tuviese igual capacidad de
discernimiento crítico que la que posee el hombre de cuyo
organismo total aquella célula es parte mínima; ni aun en ese caso
dicha célula tendría representación alguna del cuerpo total del ser
humano, ni de su apariencia exterior –que la célula jamás podría
percibir–, ni de su “interioridad”; tampoco tendría idea de la
proveniencia de las alteraciones de su estado vital; lo único que
podría creer es que tales alteraciones provienen de dentro de ella
misma o resultan del contacto con las células inmediatamente
próximas a ella. En cambio la idea de que forma parte no sólo física
sino también psíquica y mental de un organismo superior,
juntamente con millones de otras células y en la misma forma que
éstas, más aún, la idea de que aquello que dicha célula había
considerado siempre como su propia vida individual, independiente,
no es más que una partícula de vida que debe su existencia y su
esencia al hecho de estar integrando aquel organismo superior, del
cual se producen –sin que ella cobre conciencia– todos los impulsos
y energías de la vida propia aparente de dicha célula, esta idea le
parecería a ella fantástica e inaceptable, inconciliable con su
pensamiento “exacto”.
Si, en cambio, esta célula individual pudiese trasponer los
límites de su conciencia celular para proyectarse hacia la conciencia
superior del ser humano, entonces, a partir de esta nueva
perspectiva, la célula comprendería la ley que determina su relación
de dependencia con respecto a la totalidad del ser humano. Pero esta
noción puede ser ampliada. El hombre, a su vez, no es más que una
especie de célula dentro de un organismo superior. Del mismo
modo, pues, en que se disponían las células individuales en el
organismo humano, el hombre individual pasa a integrar un
organismo de categoría superior, participando de la vida de este
organismo en la misma forma en que la célula individual
participaba de la vida del organismo humano, esto es, participando
el hombre en forma “humana” de la vida de aquel organismo
superior, aun cuando sus ojos de ser humano no logren contemplar
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ni reconocer jamás a dicho organismo.
Ahora bien, ¿dónde se encuentra ese organismo, ese ser supe-
rior del cual el ser humano no es más que una mínima célula? ¡Una
única, perecedera célula de un cuerpo gigantesco!
Ese organismo gigantesco, que contiene a la totalidad de los
seres humanos y, con ello, los pensamientos, sentimientos,
inquietudes psíquicas, estados de ánimo, experiencias,
percepciones, en fin, la totalidad de la vida física, psíquica y mental
de todos los seres humanos de la Tierra, del mismo modo en que el
cuerpo humano contenía la vida de todas las células que lo
integraban, y no como suma, sino como unidad superior de todos
estos contenidos de vida, ese organismo gigantesco que contiene
aquella totalidad en un plano de conciencia superior, que sobrepasa
el plano de la conciencia humana –del mismo modo en que la
conciencia humana sobrepasaba a la oscura conciencia celular–, ese
organismo gigantesco, es la Tierra.
La Tierra es un inmenso ser viviente, integrado no sólo por el
“órgano” de la humanidad total, sino también por los órganos de la
animalidad, de la “vegetalidad”, de la mineralidad, de las aguas y
los aires, de los fuegos, en fin, de todo lo que vemos “allá afuera”,
como mundo exterior perteneciente a la naturaleza, a la tierra; y
todas estas partes integrantes viven orgánicamente en el cuerpo
terráqueo, participan de su vida inconmensurable. Dentro del
concierto de esta vida, el ser humano individual, con todo lo que
piensa y siente, no es más que un pensamiento fugaz que germina
en una relación de dependencia inconcebiblemente superior, de
modo que toda ciencia y todo arte humanos no son más que una
letra de una palabra superior que sólo puede pensar la Tierra.
Pero también esta noción de vida “superior”, integrada en sí
misma puede ampliarse.
La Tierra, a la que Fechner asigna la categoría de “arcángel”, no
es, a su vez, más que una célula integrante de un organismo aún
superior; juntamente con otras “células” semejantes a ella –los res-
tantes planetas de nuestro mundo solar–, forma parte del sistema
solar, del cosmos solar, del cual reciben ley y sentido de vida todos
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los planetas con sus satélites.
¡Pero sigamos adelante! Los millones de mundos solares de
“allá afuera” integran, a su vez, un ser superior, supremo, en cuya
conciencia cada uno de los mundos solares no es más que como una
letra de la palabra universal, del verbo que fue “en el principio”...
Y es así que todos somos miembros de un organismo inconmen-
surable, del cosmos, o, si se prefiere, de “Dios”, que está dentro de
nosotros en la misma medida en que nosotros estamos dentro de él.
Y sólo es posible adquirir un saber de “dentro hacia fuera” o, como
decíamos antes, un saber oculto de lo que está “allá afuera”, porque
adquirir dicho saber es sumergirse en el saber de Dios. Lleno de
este conocimiento, decía el viejo místico:
y más adelante:
37
SEGUNDA CONFERENCIA
Hermanos, sobre el mundo de los astros
ha de vivir un padre bondadoso.
SCHILLER
40
EL PLACER DE LOS PECES
41
celular y ulterior diferenciación, hasta llegar al organismo acabado,
ella (la forma) nos brinda, en total perceptibilidad de la realidad
exterior, “algo” que se lleva a cabo de manera exactamente igual a
aquello que vez pasada describimos como origen mental de todos
los números a partir de la unidad, esto es, por diferenciación y
partición (pars = partus) continuas.
De ahí que la ciencia física exacta, para ser consecuente,
debiera borrar de su vocabulario la noción de evolución, cuyas
causas pulsoras constituirían para dicha ciencia un enigma eterno;
debería tachar dicha noción y sustituirla por la expresión de
“sucesión de estados”, cuya validez rebasaría los límites de la esfera
de sus intereses. Pero si, con todo, dicha ciencia se decide realmente
a no ver en la evolución más que una mera sucesión de estados,
entonces esta noción pierde todo su sentido.
Pero no es ese el caso. La idea de evolución subsiste y sigue
adelante, demostrándonos con esto qué profunda es la relación
existente –por menos que se la reconozca– entre las doctrinas
exotérica y esotérica. La idea astronómica de la evolución del
cosmos, tal y como fuera expuesta por Kant y Laplace, como así
también la ulterior progresión de dicha idea o su traducción al
mundo de lo orgánico por E. Haeckel, no son más que nociones
esotéricas vestidas con el manto del saber exotérico, conocimiento
adquirido desde el punto de vista de la ciencia oculta. Ambas
nociones certifican conjuntamente la unidad de toda clase de vida
en este cosmos.
La hipótesis cosmogónica de Kant y Laplace situaba el origen
conjunto del mundo planetario en un cuerpo celeste único que en un
principio abarcaba la totalidad de la sustancia del cosmos solar cuyo
estado actual nos es conocido bajo la forma de sol. Del cuerpo del
sol se produjeron los planetas, ya por condensación de nudos
individuales de aquella sustancia, ya por expulsión de masas
(planetarias) a lo largo del ecuador solar.
De acuerdo con esto, todos los planetas, incluso nuestra Tierra,
son partes del sol, son su cuerpo, su sustancia, por diverso que sea
el distanciamiento espacial de ellos con respecto al sol, siguen
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unidos al sol, circundándolo, según leyes invisibles, con sus
diversas órbitas. Han sido proyectados “fuera” del núcleo solar,
pero en su interior dichos planetas llevan la “dote” de la naturaleza
del sol.
El reconocimiento de este hecho por la ciencia exotérica revela
el elemento que podría conciliarla con el pensamiento astrológico.
Pues en tanto los planetas nacieron según grandes y diversos
intervalos de tiempo –intervalos determinados por el sol–, llevan
dentro de sí la herencia de diversos estadios de evolución solar,
cada uno de los cuales estadios, ya transmitido al respectivo planeta,
pasa a ser la tónica, el tono fundamental que determina la vida
futura, el porvenir del planeta. Es de este modo que al dar a luz el
sol al planeta Saturno, transmitió a éste un estadio evolutivo que
para Saturno configurará la tónica de toda la vida; lo mismo podría
decirse –referido a cada estadio evolutivo particular del sol, según
el caso– de Júpiter, Marte, en fin, de todos los planetas.
En la medida, empero, en que tales planetas son “hermanos”,
hijos de una única gigantesca madre, esto es, parientes “troncales”,
consanguíneos, en todos ellos latirá la misma vida, sólo que afinada
en cada cual según tónicas diversas, acordes respectivamente a las
diversas capas evolutivas del propio sol. Ahora bien, la Tierra,
situada entre los demás planetas como, por ejemplo, un hombre
entre sus semejantes, entre seres humanos mayores y menores que
él, hermanos suyos en cuanto “humanos”, recibirá la suma de las
influencias de sus “hermanos planetarios” mayores y menores que
ella, como resultado de fuerzas que en parte le hacen pensar en el
futuro y en parte le recuerdan el pasado, fuerzas que en el cambio
incesante de sus posiciones o constelaciones representan una
infinita y sin embargo regular multiplicidad de impulsos, cuya
totalidad es delineada por la gran línea según la cual se lleva a cabo
la propia evolución terráquea, siendo que a su vez esta evolución se
transmite a todo lo que signifique parte integrante de la Tierra, esto
es, entre otras, al ser humano.
Y con esto hemos llegado a un segundo nexo de unión entre la
ciencia actual y la astrología: la idea de constelación, esto es, de la
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posición recíproca de puntos de energía.
El doctor Otto Bryk (entre otras cosas, traductor de las obras de
Kepler), fallecido prematuramente, llamó la atención, en una
conferencia, acerca del hecho de que la idea de constelación
desempeña un papel muy importante en la química de nuestros
tiempos. Hay numerosas combinaciones químicas cuya
composición química, en lo referente a los elementos y sus
relaciones cuantitativas dentro de la molécula, debe ser considerada
idéntica, aun cuando física y químicamente sea totalmente distinta.
Tales combinaciones se llaman isómeros. Hay, por ejemplo, varias
combinaciones diversas entre sí de una misma fórmula; así:
C6H4Cl2 que cobra diversos aspectos según la posición reciproca
que adoptan entro sí los átomos de hidrógeno y del cloro. Bien es
cierto que las posiciones recíprocas posibles entre el sol y los
planetas son de una multiplicidad inagotable y, aunque se repitan en
períodos largos o breves de tiempo entre grupos aislados de pla-
netas, jamás se repiten en su totalidad.
Cada horóscopo, a pesar del hecho de estar compuesto sólo de
los nueve puntos planetarios de energía que hasta el presente se
conocen –Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, Júpiter, Saturno,
Urano, Neptuno–, representa una especie de constelación isómera,
cuyas propiedades presentan el rasgo de la “unicidad”, esto es, que
jamás se repiten en el curso de los cientos de miles de años, en
medio de la inmensa plenitud de posibilidades de constelaciones;
cada horóscopo fija un momento fugaz del proceso evolutivo de la
Tierra, mediante la individualidad del ser humano a quien la Tierra
confirió existencia en dicho momento como testigo permanente de
su vida interior.
Y es nuevamente la música, a la que ya caracterizáramos en
nuestra disertación anterior como repercusión terrena de la unidad
cósmica, la que nos muestra de manera relativamente simbólica
cómo la constelación y la evolución se brindan al pensamiento
esotérico en su entrelazamiento vivo. Pues lo que ocurre
exteriormente en la música es, por así decir, el cambio incesante de
las constelaciones formadas por sus átomos, esto es, de los doce
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tonos de la serie cromática y, en casos más sencillos, hasta de los
siete tonos de la serie diatónica. Pero el sentido de la obra musical
sólo podrá ser pasado por alto en su estadio de evolución, según la
cual se va desarrollando paulatinamente lo que al comienzo sólo
apuntaba como germen del “porvenir”, o sea, el motivo, grávido
aún de todos los presentimientos y esperanzas incumplidos, para
retornar al fin a la meta ya contenida en el germen.
En cada fase de esta evolución se combina un “pasado”
cumplido con lo “aún incumplido”, con un “futuro”, esto es, que en
cada fase de dicha evolución nace una nota, como cumplimiento de
esperanzas pasadas, que va madurando al encuentro del futuro, el
presentimiento del cual determina el sentido de la existencia fugaz
de la nota, al par que le asegura persistencia y existencia dentro del
marco de la cohesión total.
·········
Hoy avanzaremos un paso, con respecto a nuestra disertación de
la vez pasada.
Hemos visto que hay dos puentes que nos señalan el camino del
conocimiento cósmico que fundamenta a la astrologia: el cuerpo
humano como puente físico y la matemática como puente mental.
Hoy trataremos de mostrar a ustedes cómo hemos de interpretar
el cruce de dichos puentes. Trabaremos conocimiento con una
experiencia fundamental de carácter esotérico, que, si bien está al
comienzo de toda cosmología de carácter científico oculto, no por
ello deja de impresionar –casi infantilmente– a quien no pueda
vivirla.
Intentemos, mediante un sentimiento dirigido hacia la
interioridad, tocar, por así decir, los contornos de nuestro propio
cuerpo. De esta manera, podremos imaginarnos ubicados en nuestra
limitación espacial; pero si intentamos, en cambio, seguir
imaginando que en nuestra limitación no somos más que una parte
del Todo cósmico, del cosmos que nos contiene dentro de sí del
mismo modo que nosotros lo tenemos fuera de nosotros, y tratamos
de plasmar esta idea en un sentimiento viviente, entonces la
45
epidermis de nuestro cuerpo, la piel que guarda a nuestro pequeño
yo, se convertirá a la vez en la superficie limítrofe común en que se
tocan el cosmos y mi cuerpo.
Del mismo modo en que lo hacía el pentágono del pentagrama,
la epidermis producirá reflejos “de un lado a otro”, y de la manera
en que tocamos en dicha epidermis nuestra limitación, en que
tenemos, al tocarla, el “sentimiento” de nuestra limitación, también
el cosmos palpa su propio contorno “con respecto” al hombre con el
cual posee aquella epidermis, en calidad de superficie común.
Es así que el hombre se convierte en “poro” de un cuerpo
gigantesco, colmado de sustancia humana, a saber, el cosmos como
arquetipo de la figura humana.
Ojo a ojo, boca a boca, nariz a nariz, mano a mano, espalda a
espalda, pecho a pecho, corazón a corazón, el “hombre” gigantesco
rodea al “hombre” pequeño, el macrocosmos rodea al microcosmos,
y el hombre pequeño vive en el grande, unidos ambos por el ya
común espejo de la “piel” humano-cósmica. Y lo que está “adentro”
de esta piel es como lo que está “fuera” de ella, o, como se dice en
un documento antiquísimo de carácter esotérico, la Tabla
esmeraldina: id quod superius est, est sicut id, quod inferius est. (Lo
que está más arriba es como lo que está más abajo.)
Y es así que llegamos a la noción del hombre irradiado por el
cosmos y, con ella, a un fundamento antiquísimo de la astrología,
que también podríamos llamar el postulado de la correspondencia
universal y general entre el hombre y el cosmos.
Es en este punto que tenemos que referirnos a la idea médica
que tenían los antiguos acerca de la proveniencia del semen
humano, idea conocida en la historia de la ciencia médica con el
nombre de teoría pangenética. Los antiguos creían que el semen
humano se formaba como extracto de todos los órganos del cuerpo,
constituyendo de este modo una especie de foco o núcleo vital del
hombre, de la misma manera en que éste (el hombre) constituye una
especie de foco o núcleo vital del universo.
El cuerpo humano ha sido, por así decir, estampado en el uni-
46
verso, el cual le vuelve a aquél el mismo rostro que aquél a éste. De
acuerdo con esto, a toda parte integrante de carácter orgánico del
cuerpo humano, le corresponde un arquetipo cósmico. La cabeza y
los miembros, el corazón y el intestino, el hígado y los riñones
adquieren la ley de su organización y de su interdependencia
constitutiva, de la “figura humana”, del arquetipo macrocósmico del
ser humano; sólo que no debemos contemplar el cuerpo humano
con ojos exotéricos, sino que debemos vivirlo interiormente como
poro del cosmos cumplido en el “yo”.
Y pudiendo ser percibido este Todo que nos abarca como
“envoltura” (en griego: hólon, kóilon; en latín: coelum; en hebreo:
chol; en alemán: hohl, All), es que, en consecuencia, aparece la
figura humana, lo mismo que la figura humana arquetípica que nos
“envuelve” (de carácter celeste), como algo cerrado en sí mismo,
resuelto en sí mismo como el círculo, y la figura humana “de pie”
sería, por así decir, una circunferencia rectificada cuyos dos
“extremos” siguen recíprocamente comunicados, pues se tocan
como “extremo de cabeza” y “extremo de pie” de la figura humana.
La figura arquetípica de carácter cósmico de esta figura humana
convertida en círculo se llama zodíaco. Pero más adelante
expondremos esto con todo detalle.
Antes de hacerlo, consideremos la ya mencionada experiencia
fundamental de carácter esotérico desde otro aspecto. Si no
dirigimos nuestra atención a la manera en que se separan entre sí, por
la superficie limítrofe común, el macro y el microcosmos, sino que
atendemos a cómo, a pesar de esta separación y más allá de ella, el
macro y el microcosmos permanecen en comunicación constante
entre sí, por el hecho de que continuamente, ininterrumpidamente,
hay sustancias del macrocosmos que penetran en el microcosmos
llamado “hombre” y, viceversa, hay sustancias humanas que
penetran en el macrocosmos, si prestamos, pues, atención a este
constante intercambio de sustancias corporales entre el macro y el
microcosmos, y nos entregamos vivamente a esta experiencia, a esta
experiencia que se vive de la manera más inmediata en el hecho de
la “respiración”, entonces ya no nos sentiremos “delimitados” con
47
respecto al cosmos por la piel, sino que nos sentiremos unidos al
cosmos por la misma función de vida, función que no es, en
consecuencia, más que una constante renovación del microcosmos
por las fuerzas del macrocosmos, y viceversa. La respiración y el
metabolismo nos permiten experimentar inmediatamente nuestra
incorporación viviente a la vida universal. Y así como la piel era la
superficie común de contacto entre yo y el universo, así también la
respiración es expresión de la vida común entre yo y el universo.
Cuando inspiro, el universo espira dentro de mí, y viceversa. El “rit-
mo” de mi función de vida se convierte en este modo en analogon
del proceso especular que se produce en el límite de mi cuerpo, y
siendo como era mi cuerpo y su organización el reflejo en pequeño
del cosmos, el ritmo de mi función de vida es reflejo de la gran vida
cósmica de “allá afuera”, es, enteramente, su correspondencia
refleja. Y ahora entendemos: lo que en nosotros es ritmo de
pulsación y respiración, es “allá afuera” el gran ritmo de la órbita de
las estrellas. Aparición y desaparición de estrellas, cambio y retorno
de las fases de la luna, equinoccios y solsticios, épocas planetarias,
testimonian las pulsaciones rítmicas del cosmos, del cual es parte la
Tierra, con sus mareas, con su cambio de estaciones, con su ritmo
de días y de noches, con su cotidianidad de mañana, mediodía y
anochecer. La captación de todo esto en un sentimiento
profundamente interior constituye la segunda forma en que el
cuerpo humano se nos da como puente tendido hacia el cosmos. Y
así como la primera forma de la experiencia esotérica del cuerpo
humano conducía, a través de la percepción de la correspondencia
entre los órganos, hacia la proyección inmensa de la figura humana
circular del cielo, esto es, el zodíaco, así la segunda forma de esta
experiencia, en calidad de experiencia vital cósmica, conduce hacia
los movimientos de los astros y, especialmente, a la función de los
planetas, al movimiento planetario en el fondo del zodíaco, a lo
largo del cual se lleva a cabo dicha peregrinación rítmica de los pla-
netas. Hasta aquí hemos hablado de uno de los dos puentes.
Pasemos ahora a considerar el otro puente, el puente mental, del
que hablamos la vez pasada: la matemática.
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En él reconocíamos un puente que une el “aquí” con el “allá'',
en la medida en que el conocimiento matemático puede
desarrollarle a partir de la idea pura del número, mientras que, por
otro lado, todo lo que se obtenga de ese modo a partir del
pensamiento puro, resultó ser a la vez la forma más general de la
regularidad del acaecer físico, más aún, el único camino que llevaba
a la ley física. Es de este modo que se produce –en terreno
puramente mental– la noción de una correspondencia universal, por
un lado, entre los números y sus funciones y, por otro lado, entre las
regularidades de los fenómenos exteriores y los sucesos exteriores.
Y es entonces que nos sobreviene una curiosa idea.
Si realmente es de la unidad y su división que se desarrollan
todos los valores numéricos, ¿no existirá una correspondencia
completa entre el desarrollo matemático y la evolución cósmica de
“allá afuera”? ¿No estaríamos obligados a creer que la evolución de
los números a partir de la unidad nos daría la clave esotérica para
captar la cosmogénesis, las leyes de la evolución y del origen del
universo, sobreentendido que se trata de la clave esotérica, de la
captación “científica oculta” del origen y evolución del universo?
Quisiera volver a mostrar a ustedes una experiencia esotérica
fundamental; se trata esta vez de una experiencia numérica, que nos
llevará inmediatamente a lo que puede ser el sentido interior de los
números, su faz interna. Pero antes de entrar en dicha experiencia,
echemos una ojeada a la posición que adopta la ciencia exotérica
frente al problema de la cosmogénesis, frente al problema del
origen del universo,
La idea de la cosmogénesis presupone un estado anterior al
origen del Universo, una época en que el mundo aún no existía. Es
decir, la “nada”.
Pero el entendimiento no puede captar la idea de que el
universo surgió de la nada. Si lo creó un Dios, ¿quién creó a ese
Dios?
De modo que toda cosmogonía exotérica tendrá que partir de
algo preexistente a lo cual preexiste a su vez el gran ignoramus,
49
ignorabimus, con que Dubois-Reymond, en su célebre discurso de
rector, soslayó la solución de este problema.
Pero en realidad, a Dubois-Reymond, más que el problema en
cuestión, le importaba el problema del origen de la vida. Su
pregunta era la pregunta habitual de la ciencia física: ¿cómo surgió
la “vida” de la “no vida”? ¿Cómo surgió la conciencia de lo
inconsciente, del ser muerto? Y su respuesta fue: esto seguirá
siendo un eterno enigma para la mente humana. Ignoramus,
ignorabimus!
Y tiene razón.
Jamás podremos responder a esa pregunta. Jamás, y por el
hecho de que desde un principio fue erróneamente formulada.
La historia de las ciencias exactas nos muestra cómo a menudo
ha sido imposible solucionar ciertos problemas, por el hecho de
habérselos planteado mal desde el comienzo; desde un principio se
partió de presuposiciones originadas en maneras de pensar
irreconocidamente inhibitorias.
Un ejemplo clásico de fuerza inhibitoria del conocimiento, pro-
ducto típico de aquellas maneras de pensar, lo encontramos en el
célebre astrónomo y astrólogo Ptolomeo.
Ptolomeo polemiza contra las concepciones de ciertos sabios
contemporáneos suyos, que afirman que el día y la noche se
originan en la rotación de la Tierra. Si esto fuese exacto, argumenta
Ptolomeo, si la Tierra girase alrededor de su eje de oeste a este, se
produciría en su superficie tal tormenta de aire y agua, en sentido
contrario del de su rotación, que todo sería barrido de dicha
superficie; pero como no se produce esa tormenta, saquemos la
conclusión...
Y bien; Ptolomeo parte tácitamente de la idea de una Tierra
estática, en reposo. Si de pronto la Tierra se pusiese en movimiento,
los argumentos de Ptolomeo resultarían... irrefutables, pues el error
de pensamiento de Ptolomeo es el de la Tierra en reposo concebida
como estado “primario”.
La misma premisa rige la pregunta acerca del origen de la vida
50
o de la conciencia, a partir de la materia muerta; es la premisa de
que esta materia sin vida es lo “primario”, y la vida y la conciencia
son lo “secundario”. Según esto, el ignorabimus cabe
perfectamente. Pero ¿quién nos asegura que se pueda establecer
aquella tácita premisa? ¿No podría ser la vida el hecho “primario”,
y la materia sin vida, siempre que la hubiese, el hecho
“secundario”? ¿Acaso la existencia, la esencia inanimada, es más
concebible que la esencia animada?
En este último caso, la cuestión del origen de este ser universal
“protoviviente”, debería ser planteada de manera distinta. No se
trataría del origen de la vida a partir de lo muerto o de la “nada”,
sino de la revelación de la vida, esto es, que el problema se
plantearía en los términos siguientes: ¿cómo es posible la revelación
de la vida, es decir, de una vida que se vive a sí misma? Pues ese es
el criterio de toda vida, a saber, que, para decirlo con un término
técnico de la filosofía, la vida ante todo está “dada” a sí misma; la
vida es autorrevelación. Con esto, toda cosmogonía tomaría su
punto de partida del instante de la revelación de una vida hasta
entonces oculta.
Si concebimos el problema cosmogónico de esa manera, lo
habremos captado esotéricamente. El “comienzo del mundo” es la
“revelación” del mundo. Pero esta revelación de la gran unidad
llamada “mundo” no es otra cosa que la revelación del número uno.
Así como el número uno no se originó en el “cero”, tampoco el
mundo surgió de la “nada”. Y así como la unidad está a solas, es
única consigo misma, así también ocurre con la totalidad del
cosmos. Este “estar a solas por y para sí” es lo que llamamos la
“revelación de la unidad”. Y este conocimiento es de importancia
inconmensurable.
La unidad sólo es unidad en cuanto se concibe a sí misma. Pero
en ese momento, en el momento en que tal cosa ocurre, la unidad ha
llegado a ser la “tríada”. La tríada es la unidad “revelada”. Pues el
proceso por el cual la unidad se concibe a sí misma es como un
reflejo de la unidad en su propio “vivirse a sí misma”. Con esto, la
unidad es desdoblada, por así decir, en dos elementos que se
51
comportan como "observador” y “observado”, como sujeto que es
objeto de sí mismo. El sujeto y el objeto existen simultáneamente en
aquel acto de revelación. “El uno procrea al dos” (Lao-Tsé). Pero el
objeto no es otra rosa que el sujeto bajo la forma en que se ha
concebido a sí mismo, en que se ha reconocido a sí mismo, y es así
que, en este origen del número dos, está inmediatamente el origen
del número “tres”, es decir, de la tercera fase del acto de la
revelación, por la cual tercera fase queda nuevamente restablecida
la identidad entre el uno y el dos. En el momento en que se revela la
unidad, esta unidad sólo es posible bajo la forma de la unidad triple.
La tríada en la unidad es el criterio de todo lo revelado.
1 = ser arquetípico.
2 = ser reflejado en sí mismo.
3 = reflexión del dos sobre el uno – identidad.
En las mitologías de los pueblos primitivos encontramos este
fundamento esotérico las más de las veces en forma de “trinidad” de
1 = padre
2 = madre
3 = hijo, o sea, elemento “conciliador” de la triada, elemento
que traspone la diferenciación entre el uno y el dos, y la vuelve a la
unidad arquetípica. La doctrina de la trinidad configura el núcleo
esotérico de todas las religiones, Contiene la esencia de toda
revelación o “manifestación”. Caracterizaremos esta trinidad de
“tripolaridad de todo lo que ha llegado a la manifestación”.
1… Polaridad positiva: fuerza que se irradia, que se expresa.
2… Polaridad negativa: fuerza que recibe, que acumula.
3… Polaridad neutral: fuerza que se emplea para la integración,
fuerza que nivela.
El juego de fuerzas entre estos tres polos es, por así decir, el
resorte del reloj cósmico, del mecanismo cuya marcha eterna es la
siguiente: desdoblamiento y reunión, diferenciación e integración.
Pero es aquí que el tercer polo, el polo de integración, tiene
asignado aún otro papel, muy especial, cuya expresión matemática
es el propio número “tres”. Siendo su función la de restablecer de
52
continuo la unidad, dicha función se parece, o mejor, el resultado de
dicha función se parece, para decirlo muy simplemente, al
movimiento de nuestra atención, cuando está dirigida a llamar de
continuo a la conciencia la identidad entre un objeto y su imagen, a
“comparar” de continuo, para restablecer la controversia entre la
imagen original y la imagen reflejada.
De esta manera, el tres pasa a ser un movimiento de oscilación,
la oscilación por la cual el desdoblamiento de las dos fases opuestas
es unificado de continuo.
El tres es la oscilación; su forma más corriente acaso sea la de
la rotación alrededor de uno o varios ejes.
De modo que toda rotación y oscilación constituyen una
“lucha” para restablecer la unidad, para conservarla. Y la expresión
más general de dicha lucha está dada, sin duda, por la fórmula
matemática siguiente:
y = sen x –la línea del seno, del sinus, la línea sinuosa– la línea
serpenteante.
Ovidio describe esta eterna lucha de la naturaleza por
conquistar su esencia, con palabras maravillosas que contienen el
misterio de la tríada:
Rerum concordia discors – concordia discordante de las cosas.
Invito ahora a ustedes a recordar los tres términos técnicos
provenientes del sánscrito que caracterizan los tres principios arriba
descritos y desempeñan en la astrología un papel fundamental:
Rajas, nombre del principio activo, positivo.
Tamas, nombre del principio pasivo, negativo.
Sattwa, nombre del principio conciliador, nivelador
(oscilación), neutralizador (vibración).
Con esto hemos trabado conocimiento con dos cosas
importantes. A partir del puente del cuerpo humano, hemos
conocido la correspondencia cósmica entre el macro y el
microcosmos, amén de la existencia del ritmo como portador de la
función de vida y su poder organizador que penetra en todo; y a
partir del puente de la matemática, hemos conocido el ritmo, aunque
53
en forma distinta, reencontrándolo como ley de la manifestación en
general, como ley de toda manifestación. Más adelante nos
ocuparemos extensamente de todo esto.
Apartemos ahora la mirada de aquellas grandes perspectivas
cósmicas y volvamos a la vida práctica, cotidiana. Es decir, a la
vida cotidiana del hombre cotidiano.
Insistimos: no nos volveremos a continuación al hombre
iniciado en el saber esotérico, ni al hombre entregado al
materialismo puro, sino a la gran masa de aquellos que no están
equipados con agudeza crítica ni con la intuición profundizada en lo
esotérico, sino cuyo entendimiento posee una predisposición natural
a entregarse a las impresiones de la naturaleza y de la vida.
Contemplaremos al ser humano, por así decir, metido en su
“ropaje de todos los días”, observaremos cómo cumple o sufre su
destino, padeciendo o gozando, alegrándose o careciendo de todo,
esperanzado o desesperado; en otras palabras: dirigiremos nuestro
interés al hombre común, y debemos entender por hombre común,
el ser humano que somos todos cuando andamos con nuestro
“ropaje de todos los días”.
Pero ni aun en este estado dejamos de estar en comunicación
interior con el cosmos. Ni aun en este estado estamos “aislados”.
Ramakrishna, a quien debemos aquellas dos maravillosas
metáforas de la piedra y la sal que describimos vez pasada, nos ha
legado otro metáfora destinada a expresar esta relación del hombre
común con el universo. Se trata de la metáfora del “trozo de tela”,
del “trapo arrojado al agua”. La piedra se encerraba en sí misma
dentro del agua, el agua sólo bañaba su superficie; el interior de la
piedra quedaba intacto; la sal se disolvía, se impregnaba
completamente de agua, y viceversa. El trapo no se encierra a sí
mismo pero tampoco se disuelve, sino que toma en sí tanta agua
como puede; podrá ser mucha o poca agua, según sea su capacidad
de absorción, según sea, digámoslo de nuevo, su “capacidad”; en
cualquier caso que fuere, sólo penetrará en el trapo una parte de
agua y, viceversa, el trapo tomará en sí sólo una parte de agua; es
decir que sólo participará “según su capacidad de recepción” de
54
aquello que en nuestra metáfora el agua representa.
Del mismo modo en que, por ejemplo, una cuerda tensa sólo
podrá vibrar con el o los “acaeceres tónicos” que, de entre los que la
rodean, corresponden a la afinación de ella, permaneciendo intocada
con respecto al resto; del mismo modo en que un objeto de color
rojo, por ejemplo, es incapaz de reflejar ningún rayo que no sea de
color rojo; del mismo modo en que el ojo humano sólo acierta a
percibir la escala cromática que se extiende desde el rojo hasta el
violeta, permaneciéndole invisibles los rayos infrarrojos y
ultravioleta, así también el ser humano individual sólo podrá
percibir de la totalidad del universo aquello que se adecúe a su
comicidad específica, sólo podrá vivir lo que caiga dentro de los
límites de lo humanamente accesible. El acceso que, de acuerdo a
dicha capacidad, hallan las fuerzas del cosmos hacia el ser humano,
es, a la vez, el camino de comunicación del hombre con el cosmos.
Y este angosto sendero es el que, contemplado esotéricamente,
determina la medida del destino individual de cada ser humano. El
destino es el color particular con que vivimos, con que debemos
vivir día a día y hora a hora el hecho de nuestra comunicación con
el universo. La noción de “destino” reviste para la astrología tanta
importancia que ya a esta altura de nuestro estudio, en la que por de
pronto sólo conocemos los fundamentos generales del pensamiento
astrológico, tenemos que tener una idea bien clara de dicha noción.
Imposible abarcar o explicar con la razón crítica, fría, la noción
de destino. El destino sólo puede ser “vivido”, es decir que no es el
“qué” del suceso sino el “cómo” del suceso; no es el contenido
objetivo de los acontecimientos, sino la manera en que dichos
acontecimientos me ocurren “a mí” lo que configura la índole del
destino. Cuando las grullas volaron sobre el teatro de Corinto no
determinaron el destino de nadie más que del asesino de Íbico. La
capacidad psíquica de estos dos seres humanos determinó que el
suceso del vuelo de las grullas incidiese sobre ellos, debiese incidir
sobre ellos, de manera distinta del resto de los espectadores.
De modo que “aquello” que es el destino se forma de dos
componentes, uno de los cuales representa el suceso objetivo y el
55
otro la recepción de este suceso objetivo de acuerdo a la
constitución subjetiva. Llamaremos a esta constitución subjetiva la
“capacidad de destino”. ¿Cómo se determina esta capacidad?
¿De dónde proviene la fuerza electiva de esta capacidad de
destino? ¿Proviene de la aptitud para escoger y modificar
adecuadamente ciertos sucesos entresacados de la totalidad de los
sucesos, de modo que de esto se plasme el destino individual, o, en
otras palabras, proviene de la aptitud de teñir tales sucesos
escogidos con el color de la propia personalidad?
Y la forma más pura de este proceso de “teñido”, de “impregna-
ción” con la propia subjetividad, está representada por el sueño.
En el sueño nos vemos colocados en un medio ambiente
“subjetivo”, totalmente impregnado, saturado, de nuestro ser, como
que en verdad representa nuestra creación inconsciente.
El sueño es “creación de destino” pura.
El mundo “exterior” de nuestros sueños es proyección pura de
nuestro “interior”, es simbolismo de nuestro estado psíquico. El
sueño nos pone al descubierto, sin ambages, los abismos de nuestra
vida psíquica. Pero, mientras estamos en él, mientras estamos
soñando, no nos damos cuenta de nada de esto.
La ciudad en que creemos estar podrá tener aparentemente
siglos de edad; el bosque podrá estar formado de árboles
pluricentenarios; los seres humanos y animales que oníricamente
nos rodeen, podrán tener padres y hermanos, podrán tener una
historia preliminar a la de su vida onírica; pero, en realidad, tanto
esta ciudad como este bosque, estos seres humanos y estos
animales, ni tienen historia ni prehistoria propias; no tienen pasado
propio “de ellos”, sino que tienen “nuestro” pasado, del cual
provienen.
Nuestro “pasado”, con la plenitud de “cosas pasadas” de que
está colmado, es lo que forma el cántaro “fatal” con que “sacamos”
de la corriente de los acontecimientos nuestro destino.
Y así llegamos a una tercera forma de comunicación de nuestro
ser con el universo: la comunicación por el destino o comunicación
56
obligada.
Y de esto surge una consecuencia importantísima. De la misma
manera en que los sucesos oníricos están esencialmente
condicionados por la constitución psíquica del soñante y contienen
los restos no liquidados del registro secreto de sus deudas, de su
registro de obligaciones, de esa misma manera el destino pone de
manifiesto la constitución de carácter del ser nacido, y la pone de
manifiesto frente a dicho “ser” mismo; en esta constitución de
carácter está contenido mi “rosto no elaborado”: la resultante del
pasado total del ser, remontada hasta sus generaciones más remotas.
La herencia y el destino personal forman una comunidad
indestructible de correspondencias, que, a su vez, penetra
profundamente en lo cósmico.
Cuando Schiller expresa en uno de sus poemas lo siguiente: “La
historia universal es el Juicio Final”, se puede decir, en este mismo
sentido, lo siguiente, acerca de cada hombre individual: el destino
de cada ser humano es el juicio cósmico final acerca de su propia
historia, del mismo modo en que el destino onírico es el juicio
propio –el juicio que el individuo formula acerca de sí mismo–, su
confrontación, con su propio pasado.
La única manera de dominar el destino es la de amortizar la
herencia o el pasado por liquidación de la “deuda”, de la obligación.
Es esta una de las exigencias más difíciles de cumplir que nos
impone la astrología: la exigencia de transformar la constitución
que nos es dada por nacimiento y herencia, la exigencia de barrer la
escoria del pasado.
En tanto nosotros mismos nos desembarazamos de esta escoria,
destruimos un obstáculo que frustra de continuo nuestra asimilación
a la gran unidad. La obligación –el peor de los males– se interpone
como un muro entre el yo y el universo, rodeando, por así decir, con
una escoria oscura el luminoso núcleo de Dios.
Esta transformación es precisamente la exigencia fundamental
de la evolución superior del ser humano, es la transformación de
nuestra “capacidad”, la metamorfosis del “trapo” en la “sal” y, con
57
ello, la evolución superior por fuerza propia.
Y con esto llegamos a una noción que va más allá del terreno de
la astrología y atañe al papel asignado al hombre dentro del cosmos.
Volvamos a la metáfora del sueño
¿Quién de nosotros no ha sido perturbado por sueños terribles
que retornaban periódicamente y que, en el fondo, no representan
otra cosa más que el obrar intermitente de restos de escoria de
nuestra constitución psíquica en el destino onírico, sólo que –a
inconsciencia del soñante– somos nosotros mismos quienes nos
deparamos este destino?
Si al despertar estamos en condiciones de barrer estos resabios
por el autoanálisis, si somos capaces de esclarecernos, de eliminar
la resaca, veremos que nuestros sueños se transformarán. Los
elementos oníricos “terribles” desaparecerán.
Lo que por esa vía hemos logrado dentro de nosotros mismos
equivale a la amortización de la deuda, al “pago” de la obligación, a
la “disolución” de una escoria tenida por insoluble o, como dice el
químico, a la “apertura de una sustancia químicamente resistente”, y
lleva necesariamente a la alteración, a la transformación del destino.
La faz interior, esotérica, de dicho proceso de transformación
científica oculta, sin la cual no puede haber ninguna evolución
“superior”, configura el objeto de la parte de la ciencia oculta que,
en contraposición con la astrología, podemos caracterizar de
doctrina de las relaciones cósmicas en general, doctrina científica
oculta de la evolución, o, para llamarla con un nombre antiguo,
honorable, alquimia.
El sujeto que acierte a eliminar a conciencia la escoria de su
propio yo, se puede considerar un alquimista en el sentido en que
Goethe dijo de sí mismo lo siguiente: “He sido de por vida un
«alquimista».”
Pero ser alquimista en este sentido es cualidad dada a muy
pocos; la mayoría de nosotros tenemos que pasar por los
“sacudones” del destino, por los sufrimientos del destino.
Y es precisamente la astrología la que nos da la clave para
58
reconocer los puntos débiles de nuestro carácter, los puntos
vulnerables al ataque del destino; ocurre algo parecido al análisis
del sueño, que nos lleva a aclarar los puntos oscuros de nuestra vida
psíquica.
Y esto nos abre una nueva perspectiva de la relación total, la
que podríamos caracterizar ya, a base de los conocimientos
adquiridos, de relación moral entre el micro y el macrocosmos.
Mis penas y mis dolores, ¿no vienen a ser una especie de
fenómeno patológico en la vida del organismo total, del cual yo soy
una pequeña, imperceptible célula?
¿No significa el coadyuvar a mi propia curación un deber moral
máximo en el sentido de la vida total de la cual parten las fuerzas de
la vida universal, no sólo para mí sino también para lo más
“prójimo” y lo más alejado de mí? Los dolores y los sufrimientos
del individuo son síntomas de su despertar; cuanto más intensos los
sufrimientos, tanto más cercano el tiempo del despertar. Mas, en
cuanto el hombre ha despertado al reconocimiento de su deber
moral, reconoce también el sentido cósmico de esta “fuerza” del
deber, ganando con ella la fuerza de penetrar con poder
transformador en las relaciones cósmicas. Pues las fuerzas que en el
cosmos obran “con poder” con expresión de la misma ley que en el
interior del ser humano determinan la fuerza moral de éste; la ley
moral es la ley suprema de la ovni lición del mundo universal.
La participación moral del hombre en el acaecer cósmico, por
más pequeña que pueda ser, coloca al hombre dentro del Todo
universal como fuerza motriz; y la doctrina esotérica del empleo de
esta fuerza –tercera y última parte de la doctrina oculta– se llama
magia.
La astrología, la alquimia y la magia configuran el patrimonio
de la doctrina oculta.
La astrología es la doctrina de la inserción del hombre en lo
totalidad del cosmos.
La alquimia es la doctrina de la transformación de lo inferior en
lo superior.
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La magia es la doctrina del empleo y dirección de las fuerzas
que guían la evolución.
Astrología: doctrina natural oculta.
Alquimia: doctrina evolutiva oculta.
Magia: ética oculta.
Para el pensamiento exotérico, la ley natural y la ética no tienen
nada que ver entre sí. Representan dos formas de legitimidad
separadas, no unidas por ningún puente. Y entre ambas formas,
como un elemento extraño, “absurdo”, se tiende el calvario de la
“evolución” del ser humano, sin punto de partida ni meta.
Kant, ante cuyos ojos visionarios se develó la evolución del
sistema solar, se espanta de la incompatibilidad de las antinomias
que la mera crítica de la razón no puede franquear. Al final de su
Crítica de la razón práctica, escribe las siguientes, medulares
palabras:
"Dos cosas, cuanto más se ocupa de ello la reflexión, cuanto
mayor es la frecuencia y el detenimiento con que la reflexión se
ocupa de ello, dos cosas llenan el ánimo de renovada y progresiva
admiración y respeto: el cielo estrellado sobre mí, y la ley moral
dentro de mí. A ninguna de las dos debo buscarla o meramente
sospecharla como oculta en la oscuridad o en una inmensidad
exterior a mi campo visual, allí están las estrellas, yo las veo y las
conecto inmediatamente con la conciencia de mi existencia. La
primera de aquellas dos cosas comienza en el lugar que ocupo
dentro del mundo sensorial exterior, y amplifica la conexión en que
me encuentro, llevándola a la inconmensurablemente grande, a los
mundos más allá de los mundos, a los sistemas más allá de los
sistemas y, más aún, a los tiempos infinitos, al movimiento
periódico de su principio y duración. La segunda de aquellas cosas
parte de mi yo invisible, de mi personalidad, y me sitúa en un
mundo sin fin, sólo perceptible al entendimiento, con el cual me
reconozco, no como allí, en una conexión casual, sino (y por ello
también con los mundos visibles) en una conexión universal y
necesaria. La primera visión de una multitud innumerable de
mundos destruye, por así decir, mi importancia, reduciéndome a la
60
categoría de criatura animal que debe devolver al planeta del que
fue hecha (siendo este planeta un mero punto en la totalidad
cósmica) la materia que le fue dada, luego de haberle insuflado
durante un tiempo breve (no se sabe cómo) fuerza de vida. En
cambio la segunda visión eleva mi valor como inteligencia, lo eleva
infinitamente por mi personalidad, en la cual la ley moral me revela
una vida independiente de la animalidad y aun de la totalidad del
mundo de los sentidos, al menos en la medida en que de la
determinación práctica de mi existencia pueda emprenderse una
reducción, por esta ley no subordinada, a exigencias y límites
impuestos por esta vida.”
Kant quedó detenido en esta dualidad. El abismo que separa al
mundo “exterior” del mundo “interior” sólo puede ser franqueado
por el conocimiento esotérico. Sólo al abrirse las fuentes del
conocimiento esotérico, de las cuales también Kant supo beber,
aunque lo calló sabiamente, se abre el camino de la astrología, de
una astrología que ya no es un profano y supersticioso “arte de
interpretación de los astros”, sino una cosmovisión en que el cielo
estrellado y la ley moral se unen en un Todo.
La ley moral dentro de mí guía mi mirada hacia el cielo y me
permite intuir una relación que se plasma en saber, en cuanto he
reconocido dos cosas:
el cielo estrellado dentro de mí y
la ley moral sobre mí,
siendo ambas una sola cosa.
61
62
TERCERA CONFERENCIA
Donde anden fuerzas sin sentido
ninguna forma habrá surgido.
S CHILLER
63
Del aspecto, por así decir, cotidiano, habitual, en el que dicha
relación se nos impone diaria y horariamente en forma casi
coercitiva, bajo la figura de “sufrimiento” por la necesidad de
incorporación al Todo o, para decirlo brevemente, bajo la figura del
destino individual. El “calvario" del destino es el camino que lleva
del estado de disarmonía al de armonía con el cosmos del mismo
modo en que, por ejemplo, el curso de una enfermedad es el camino
que lleva desde el estado de la armonía corporal perturbada hasta la
armonía corporal, o como dicen los antiguos, desde la discrasia
(mezcla inarmónica de las savias corporales) a la eucrasia. El
destino nos afina como cuerdas malsonantes de un instrumento
musical, el destino nos transforma de tal manera en nuestra
naturaleza que por él nos acercamos a la armonía con el concierto
cósmico.
68
“Donde anden fuerzas sin sentido
ninguna forma habrá surgido.”
2
Malebranche actúa en el siglo diecisiete; está lejos del pensamiento materialista.
Su teoría de la ausencia de alma en los animales no tiene nada que ver con la
esfera del materialismo.
74
El mismo filósofo expuso esta teoría a la reina Cristina de Suecia, la
cual le respondió lo siguiente: “Eso estará muy bien y yo lo creeré
en cuanto vuestras máquinas se unan como los animales y traigan al
mundo máquinas pequeñitas, que luego crecerán, etcétera, etcé-
tera.”
No. La sabiduría humana jamás hubiera estado en condiciones
de injertar en las plantas y en las piedras el instinto. Si realmente
queremos ver máquinas en los seres vivientes, a semejanza de las
máquinas creadas por el ser humano, entonces tendríamos que ser
consecuentes con nuestro deseo y, aplicando la lógica de acuerdo a
él, llegar a todo lo que confirió a las plantas, a los animales y a las
piedras su grado de organización, y a hablar de la “huella” de seres
que están muy encima del ser humano, infinitamente por encima del
hombre. Y estos seres tan superiores también habrán creado sus
órganos como el hombre creó sus máquinas, cada uno en su grado.
Tales huellas de seres mentales supremos son en el reino
mineral las leyes físicas y químicas, que, en cierto sentido,
representan el instinto original de la materia astral, su ley de vida
como espejo de las verdades matemáticas más altas y de las leyes
geométricas que aparecen en las formas de cristalización. Tales
huellas son en el reino vegetal las capacidades de absorción,
crecimiento y reproducción, la capacidad de que, a pesar, o acaso
“por” la materia en su cambio incesante, puede mantener viva la
forma, y lograr hasta el brote de una sensibilidad primitiva o acaso
hasta una alegría de vivir de la vida instintiva como instinto
primario del reino vegetal. Tales huellas son en el reino animal,
además de lo ya mencionado, la capacidad de vivir la actividad
“activa” o conciencia; en otras palabras, la capacidad de diferenciar
motivos, el poder diferenciador en la conciencia y, con ello, la
capacidad de conquistar aquella forma de instinto que podemos
llamar “entendimiento animal”. Y finalmente, consideraremos
huella de supremos seres, de carácter divino en el hombre, a aquello
que podemos llamar el “instinto del yo”, el germen del yo en que se
basa el criterio humano. Pues al germen del yo le fue confiada la
responsabilidad de poder participar autoconscientemente de la labor
75
creadora y poner con ello en actividad la fuerza moral de la decisión
del ser humano.
Pero volvamos al punto de partida de nuestras investigaciones.
Nos habíamos propuesto hacer plausible al pensamiento lógico
aquello que está contenido en la experiencia esotérica fundamental
que hemos descrito la última vez, esto es, el presentimiento del
hecho de que la evolución del ser humano a partir de las formas
inferiores de vida y, especialmente, su ascenso de la animalidad, no
son más que exteriorización de su comunicación arquetípica con las
fuerzas cósmicas del zodíaco, del cual el hombre ha sido irradiado
por una especie de pangénesis cósmica. Y ahora entendemos lo que
en otro caso sería incomprensible: cómo sucedió que para los
pueblos antiguos el culto a los animales fuese en realidad el culto al
zodíaco. Pues lo que aquellos antiguos reverenciaban en el animal
no era el animal mismo. sino la divinidad, que en el animal había
dejado su huella en la Tierra; de modo que el antiguo se inclinaba a
reverenciar esta huella divina. El culto a los animales era un besar
piadoso la huella de aquellos seres superiores de naturaleza divina;
el hombre antiguo (prehistórico) entendía, a partir de la influencia
total de la divinidad, las fuerzas que irradiaban del zodíaco. Y
cuando los hombres de aquella era arcaica, hace muchísimos miles
de años, caracterizaban las diversas regiones del zodíaco celeste con
nombres de determinados animales, ello quería indicar que los
antiguos sentían “cómo” de aquellas regiones les llegaban a ellos las
mismas fuerzas divinas que ellos intuían en el reino de los animales
y cuyo eslabón hereditario inmediato era en la Tierra el ser humano,
esto es, el heredero y el perfeccionador de aquello que vivía en la
piedra, en la planta y finalmente en el animal como precursor del
hombre, en aquellos tres reinos que el ser humano reunía dentro de
sí para transmitirlos al cuarto reino, a saber: el estado evolutivo de
embrión divino sobre la Tierra, que llamamos “ser humano”.
Confrontemos esto con lo que el pensamiento racional acierta a
extraer de aquellos nombres de animales o, más aún, de todo el
zodíaco; llegaremos a explicaciones como la que nos da, por
ejemplo, Volney en su obra filosófico-religiosa titulada Die Ruinen
76
(Las ruinas):
“De esa manera llamaban los etíopes de Tebas las estrellas bajo
las cuales se producían las inundaciones; les decían ‘estrellas de la
inundación’ u ‘hombro de agua’, y cuando aparecían, era tiempo de
hacer funcionar el arado, como por ejemplo, en el caso del ‘buey’ o
el ‘toro’; llamaban estrellas del ‘león’ a aquellas en que este animal,
expulsado de la selva por la sed, aparecía a orillas del río; estrellas
de la ‘virgo’ a aquellas bajo las cuales se sembraba; estrellas del
‘carnero’ a aquellas bajo las cuales nacían las ovejas y las cabras...
“Y habiendo notado el etíope que las inundaciones se producían
a intervalos regulares, cada vez que reaparecía en el cielo una
hermosa constelación, a la altura de la fuente del Nilo, como
advirtiendo al labriego de la inminente inundación, el egipcio
comparó esto con el ladrido del perro ante el peligro, llamándolo
‘sirio’; del mismo modo, llamó ‘cáncer’ a la constelación en que el
sol, al alcanzar el límite del solsticio, se mueve hacia atrás y hacia
el costado, como el cangrejo; llamó ‘Capricornio’ a la constelación
donde el sol, llegado al cénit del mediodía, imita a este animal, que
suele trepar hasta la cima de las rocas; ‘libra’ fue la constelación
donde el día y la noche son iguales, donde están en equilibrio;
‘escorpio’ fue el conjunto de estrellas donde los vientos irregulares
producían una niebla insalubre, parecida al veneno del escorpión
(!)...”
Es fácil demostrar que esta tentativa de interpretación –aparte
de que no se refiere más que a determinadas regiones geográficas,
en este caso, Egipto– sólo pudo utilizarse en aquel período de
tiempo histórico en el cual la posición del sol cae dentro de la zona
de las constelaciones arriba mencionadas, en las correspondientes
estaciones del año. Pero siendo que el punto vernal del sol, en el
cielo de estrellas fijas, se desplaza en el curso de 25.000 a 26.000
años a través de todo el zodíaco, hace ya 3.000 años no era verdad
que Sirio (el perro ladrador) anunciase la inundación, y hace
12.000 años era invierno cuando el sol se hallaba en la constelación
del Cáncer; hace 6.000 años era primavera cuando el sol se hallaba
en la constelación del Cáncer, y el solsticio de invierno tenía lugar
77
en la constelación de Aries3.
No. Las interpretaciones de los secretos fundamentales de
carácter astrológico a la manera como lo hizo Volney, lo único que
logran es revelarnos con harta nitidez el abismo que separa el pen-
samiento exotérico del pensamiento esotérico. Con palabras impre-
sionantes, que pone en boca de Wallenstein, Schiller ha descrito
este contraste, atendiendo a la noción fundamental astrológica de la
evolución cósmica, este contraste entre el pensamiento racional y el
pensamiento científico oculto:
3
Constantin-François Chassebœuf de La Giraudais, conde de Volney, nacido en
1757, que conocía bien el hecho de la precesión del punto vernal, calcula en por
lo menos 15.000 años antes de Cristo la edad del zodíaco.
78
más en el secreto del zodíaco y su relación con el hombre.
79
CUARTA CONFERENCIA
Un árbol o arbusto yo he sido también,
Y un joven y una doncella,
y en el mar un callado pez.
EMPÉDOCLES
81
En el sentido de las ciencias naturales, cabe considerar como
seguro que el hombre, bien es cierto que en intervalos de tiempo
enormes, ha ascendido del grado mínimo de los seres unicelulares
hasta su estado actual, sin que interese el “cómo” de ese ascenso;
desde luego, es poco menos que inadmisible que tal ascenso haya
terminado “para siempre” en el peldaño del ser humano. Antes
bien se puede suponer que el impulso de dicha evolución continúa.
La Tierra apenas ha pasado su edad “mediana”; a lo sumo contará
unos millones de años de edad, muchos de los cuales, sin duda,
habrá insumido el ascenso orgánico de la vida hasta revestir la
forma humana.
¿No cabe, pues, suponer que al cabo de otros tantos millones de
años la evolución del hombre habrá llegado a un punto en que la
organización humana acaso haya superado su estado actual, en la
misma medida en que hace remotísimo tiempo el estado humano
actual revistiera el grado de la mónera de Haeckel? Esto es, ¿no
habrá llegado para ese entonces a un grado de evolución que, con
respecto al hombre actual, presenta la misma distancia que el
hombre actual con respecto al infusorio? ¿Qué fuerza y poder de
conocimiento tendrían esos futuros seres? ¿Qué fantasía sería
capaz de pensarlo? Si uno de tales seres apareciese de pronto entre
nosotros, hoy día, ¿quién lo reconecería o, menos aún, quién
acertaría a “verlo”? Posiblemente, el hombre actual estaría en tan
malas condiciones de reconocerlo por medio de sus sentidos como
lo pudo estar la antedicha mónera con respecto a la actual forma
humana. Al hombre actual, aquel ser futuro le sería inaccesible e
inconcebible. Pero el ser humano actual posee conocimientos que,
aun cuando bastante rudimentarios todavía, lo capacitan en cierta
medida para penetrar en el curso orgánico del proceso de la vida y,
con ello, para colaborar a conciencia en la evolución ulterior. ¡Y
qué enormes perspectivas se le abren entonces! Acaso el ser
humano llegue a ser capaz de transformar la materia del cuerpo,
hasta pueda abandonar el planeta a voluntad... Aquellos seres
futuros, comparados con el hombre actual, no pueden ser llamados
menos que dioses. ¿Y por qué no existirán tales seres ya en la
actualilad, en mundos lejanos, en remotos sistemas solares
82
millones de años más viejos que nuestro globo terráqueo?
En verdad, el pensamiento materialista tendría que negarse a sí
mismo, si no admitiese esta posibilidad, más aún, si no la considera-
se mucho más verosímil que la posibilidad opuesta, esto es, que la
evolución haya concluido por todos los tiempos al alcanzar el grado
humano.
Hoy avanzaremos un paso fundamental con respecto a lo que
vimos la vez pasada.
No trataremos hoy de penetrar en la fuerza propulsora de la
evolución, sino en el proceso de la evolución misma y su relación
con el zodíaco, vale decir, la evolución como transformación hacia
un grado “superior” o, en otras palabras, contemplaremos las fases
de esta evolución ascendente en forma alquimista.
Si recordamos que el ser humano lleva en sí, como herencia de
las corrientes de vida, los tres reinos naturales inferiores a su propio
grado de hombre, esto es, que lleva en sí el “extracto” de los reinos
mineral, vegetal y animal, como heredad que luego dicho ser
humano agrega y une a aquello que lo eleva por sobre la última de
aquellas tres etapas de vida, o sea, a la cuarta etapa de vida, como
unidad configuradora del “ser humano”, entonces comprenderemos
sin más que en la observación inmediata del zodíaco, tal y como se
presenta a la mirada esotérica, tiene que estar contenido este
cuádruple ordenamiento. Y es este cuádruple ordenamiento el que
en las antiguas nociones alquimistas aparece como doctrina de los
cuatro elementos o de las cuatro etapas del ser sobre la Tierra, que
percibe el hombre como “exterioridad” y, a la vez, como
“interioridad”. Y es de esta manera que, proveniente de una
tradición antiquísima, las doce regiones del zodíaco se
representaban en un orden determinado, correspondiente a una
escala periódica triple, dada por la sucesión de los cuatro elementos
de los alquimistas: fuego, tierra, aire, agua.
86
Y aun cuando, al cabo de una desaparición de los organismos
vegetal, animal y humano, la materia se restituyese a la Tierra, la
molécula o el átomo de materia que alguna vez habitó, por ejemplo,
el cuerpo de una planta, llevará en sí, como efecto de
transformación, un “algo” que no tendrá un valor químico, sino un
valor imperdiblemente alquimista. Llamemos a ese “algo” el aroma
del estadio evolutivo vegetal, etcétera; un átomo de materia que
alguna vez ha residido en el cuerpo de un animal –“aroma” del
estadio evolutivo animal y átomo químico que alguna vez fue parte
integrante de un cuerpo humano–, constituirá un aroma del estadio
evolutivo humano que jamás podrá serle sustraído a este estadio
evolutivo.
Lo que vemos actuar en forma alquimista en la materia es la
fuerza elevadora de energías alquimistas que atraviesan el Todo
cósmico y cuyo efecto cotidiano lo percibimos por doquier en la
naturaleza viva que nos rodea. La naturaleza llama al proceso
resultante de esto la “asimilación” –el hacerse semejante a la propia,
“analogizarse” de la materia extraña o, como ya podemos llamarla,
inferior–. De este modo vemos desde un aspecto nuevo aquello que
vez pasada fuera caracterizado, en forma mucho más elemental, de
“impresión de la huella”; reconocemos en ésta una “huella” de
segundo orden y en aquel nuevo aspecto, una huella como
“mecanismo”: el “cómo” del proceso evolutivo en la forma
puramente física de la asimilación o, mejor dicho, de la
transformación de la materia en su forma fenoménica más primitiva.
Y lo que vale para la “asimilación” física, tiene, contemplado
esotéricamente, su faz interior mental de la que hablaremos ahora,
pues sólo gracias a dicha faz podremos comprender qué es lo que
quiso caracterizar la alquimia con sus cuatro órdenes: tierra, agua,
aire y fuego, los que, a su vez, representan una especie de principio
ordenador en la constitución del zodíaco, tal y como se puso éste de
manifiesto a la conciencia humana.
La historia de la filosofía cita a Empédocles de Agrigento
(alrededor del 500 a. C.) como al primer enunciador de aquellos
cuatro elementos “pilares del universo”. Sería un grave error el de
87
creer que Empédocles entendiese por aquellos elementos algo
parecido a lo que entiende la química de nuestros días por el
concepto de “elemento”. Pero el error surgiría con evidencia, dado
el hecho de que Empédocles añadía a sus cuatro elementos otros
dos: la eris y la philia, esto es, la “querella” y la “amistad”, el odio
y el amor. Conjuntamente con la tierra, el agua, el aire y el fuego, la
eris y la philia ponen en acción el porqué y el cómo del proceso del
mundo.
No! Empédocles ve en sus “cuatro elementos” cuatro estados
del ser que, aun contemplados exteriormente, pueden ser represen-
tados por los cuatro estados de la materia:
la tierra, el estado sólido;
el agua, el estado líquido;
el aire, el estado gaseoso;
el fuego, el estado etéreo;
de modo que, por de pronto, tendríamos en los cuatro elementos
cuatro estados de densidad diferente de la materia.
La eris y la philia obran haciendo y deshaciendo las diversas
mezclas entre aquellos estados.
Pero si tratamos de entender esotéricamente qué es lo que
podrían significar estos cuatro grados de condensación de la materia
cósmica, si tratarnos una vez más de extraer de las profundidades de
la conciencia humana el sentido de dicha serie cuádruple de
condensación, nos damos cuenta de que realmente reencontramos
dichos estados en la profundidad de lo psíquico-mental dentro de
nosotros mismos, como heredad de lo mineral –tierra, lo “sólido”–,
lo vegetal –agua, lo “líquido”–, lo animal –aire, lo “gaseoso”– y,
finalmente, como fuego –embrión de Dios, ser humano–.
Es así que, por de pronto, y en grado simbólico, el estado sólido
significaría aquello que representa nuestra envoltura más externa, la
envoltura sólida, esto es, el cuerpo viviente que nos hace ocupar un
lugar en el mundo material; el estado líquido –agua– correspondería
al estado, mucho menos perfilado, de la vida del afecto y del
instinto; el estado gaseoso –aire– correspondería a un estado aún
más móvil, algo así como la libre movilidad de la actividad del
88
entendimiento; finalmente, el fuego correspondería a aquello que va
más allá de lo corporal, afectivo y aun mental –la fuerza de
voluntad dentro de nosotros–, esto es, a las cuatro “heredades” de la
actual evolución humana.
Y ahora trataremos de ver lo que sólo ha tenido valor simbólico
hasta la altura actual de nuestra exposición; lo veremos en forma de
imagen que en verdad puede ser calificada de “gigantesca”, imagen
tendiente a revelarnos en dimensiones cósmicas lo que acabamos de
mencionar; en otras palabras, una imagen cósmica del estado de la
Tierra.
Si tratamos de contemplar a la Tierra como un Todo, del mismo
modo en que contemplaríamos a un astro lejano –esto es, en forma
exterior–, anotaríamos lo siguiente: por de pronto, la corteza sólida,
que llamaremos “tierra”; luego, el agua de los océanos y de los ríos,
que llamaremos “agua”; luego, por encima, esto es, “más arriba” en
sentido espacial, el océano del aire, que llamaremos “aire”, y
finalmente, en el límite de la estratosfera, aquellos rayos cósmicos,
los más poderosos de los cuales son emitidos desde la región del
sol, y que llamaremos “fuego”.
Esto constituyeren principio, y visto desde una faz exterior,
cierta jerarquización u ordenamiento de los elementos “sobre” la
corteza terrestre.
Tratemos ahora de configurar esta imagen de modo tal que, aun
cuando todavía en forma sólo “exterior”, penetremos en la
profundidad de la Tierra, bajo la corteza terráquea, hacia el interior.
También allí nos encontramos con algo curioso; bajo la corteza
terrestre volvemos a encontrar –el agua “bajo” el agua– los gases
(aire) y, bajo ellos, como núcleo más íntimo de la Tierra, el fuego,
el así llamado núcleo “heliótico” (solar). Imaginemos a
continuación que esta interioridad de la Tierra, con aquel cuádruple
ordenamiento de los elementos correspondientes a la superficie
exterior, fuese algo que pertenece a la “vida interior” de la Tierra, es
decir, algo no espacialmente sino psíquicamente “interior”; en ese
caso, las cuatro gradaciones de lo material serían cuatro grados de
una vida interior. Si nos entregamos en forma viva a esta impresión,
89
se nos configura una visión esotérica análoga a aquella que
describimos la penúltima vez al hablar de la relación del
macrocosmos con el microcosmos, claro está que iluminada desde
otra faz, bajo un aspecto nuevo. La relación de los cuatro elementos
de la vida exterior de “allá afuera” con los cuatro elementos de la
vida interior, nos permitiría reconocer que la corteza terrestre, en
forma análoga a la “piel” de nuestra visión de entonces, representa
una especie de límite y a la vez un miembro de unión entre lo
interior y lo exterior de aquellos cuatro elementos, del mismo modo
en que el cuerpo humano tomado en su totalidad era el puente entre
el conocimiento exotérico y el conocimiento esotérico.
Aplicada, pues, al ser humano, la “Tierra” resulta ser lo material
del cuerpo humano, el representante del reino mineral, en la medida
en que dicho reino está incluido en el hombre. La Tierra es nuestro
cuerpo como fenómeno material. ¿Y qué es el agua bajo la corteza
terrestre, el Agua vivida interiormente?
Bien; del mismo modo en que la Tierra era el representante de
lo mineral, el Agua es el representante de la segunda escala vital, el
reino vegetal, escala vital que se halla por encima del reino terrestre
de los minerales, el reino vegetal interiormente vivido. El Aire es el
reino animal interiormente vivido, y finalmente, el reino humano
interiormente vivido, el reino más alto dentro de nosotros, la
revelación del “yo”, es el Fuego.
Si a base de este cuadro cósmico de la estructuración de la
Tierra tratamos de penetrar en las profundidades de la naturaleza
humana, atravesaremos, con aquellas capas, la historia de la
evolución del propio ser humano. Pero esto no es un mero
“recordar” histórico del camino evolutivo de millones de años que
recorrió el ser humano desde su ascensión a partir de los reinos más
bajos de la vida, sino que se parece al propio proceso de asimilación
alquimista que presenta al hombre actual como si éste hubiese, por
así decir, digerido con ayuda del fuego todo lo que fue recorrido en
los tres estadios anteriores de la evolución humana, esto es, tierra,
agua y aire, como si los hubiera incorporado a su propio cuerpo,
asimilándolo, como si hubiese absorbido lo que puede ser absorbido
90
de la tierra del reino mineral, del agua del reino vegetal, del aire del
reino animal y del aroma del reino humano.
¿Como si hubiese absorbido? ¡No! “Teniendo que absorberlos”.
Y con esto llegamos al misterio más profundo de la formación
humana que podamos extraer del zodíaco.
Es sagrado deber evolutivo del ser humano el emplear
conscientemente el fuego que alberga dentro de sí, como núcleo
heliótico de la Tierra, como “yo” tocado por la chispo de Dios, para
transformar con su fuerza lo más bajo en lo más alto, para fundir
“conscientemente” las materias inferiores en las superiores, y, de
ese modo, convertir en trabajo consciente lo que en la naturaleza y
sus seres vivientes fuera proceso de digestión inconsciente –
fenómeno de metabolismo–, asimilación alquimista, o, en otras
palabras, cobrar conciencia de las fuerzas nutricias que, a través de
la estructura histórico-terrestre de los reinos inferiores, penetraron
en su cuerpo, y cuyas verdaderas “vitaminas” son las irradiaciones
celestes de los seres zodiacales superiores, cuya huella obra, como
esencia de su existencia y de su vida, en el mineral, la planta y el
animal.
De modo que su misión pasa a ser la de convertir el alimento
celeste en valores humanos, de consumirlos en el fuego del
Athanor, el horno alquimista, que le fue confiado juntamente con su
“yo”, y por ese medio, transformarse a sí mismo.
Como dadora de tal alimento celeste, la mitología de los
pueblos ha tenido siempre en consideración a los grandes guías de
la humanidad, destinados a realizar el milagro alquimista de
inculcar en la humanidad un impulso evolutivo. (El milagro de la
multiplicación de los panes de la Biblia.) Es de este modo que
aquello que fuera caracterizado como sagrado deber evolutivo del
ser humano se nos presenta como la misión de humanizar lo
mineral, vegetal y animal, de revestir con el sello del hombre, con el
sello del fuego, todo aquello que el hombre halla dentro de sí como
heredad proveniente de dichos tres reinos previos al humano,
solucionando de esta manera un problema que los antiguos solían
representar como el enigma de la esfinge, destinado en realidad a
91
encubrir el secreto del zodíaco. Bajo la figura de la esfinge, los
antiguos representaban una especie de extracto simbólico de los
cuatro elementos del zodíaco, en forma de ser compuesto de las
cuatro imágenes zodiacales, representando cada una de las partes un
elemento, según el esquema siguiente:
95
Y más adelante:
“Sólo él puede
premiar al bueno,
castigar al malo... (los signos del Fuego)
curar y salvar... (los signos del Agua)
lo disperso, lo errabundo,
unir útilmente"... (los signos de la Tierra)
97
QUINTA CONFERENCIA
Y dijo Dios: Sean lumbreras en la expansión de
los cielos para apartar el día y la noche: y sean por
señales, y para las estaciones, y para días y años.
GÉNESIS, I, 14.
100
En ascensión o curso evolutivo del hombre es como la interre-
lación entre 1 y 7, 2 y 6, 1 y 4,-siendo el 4 el mediador.
101
Fig. 2
Fig. 3
104
Entre este círculo espectral cerrado en sí mismo (el décimo
tercer miembro vuelve a ser el primer miembro) y el ser humano,
que elabora su música con este material, se intercala un filtro de
capacidad receptiva: la serie diatónica con sus siete tonos, que, si se
puede decir así, hace posible el sistema de la evolución o de la
elaboración orgánica de toda composición musical y de su
legitimidad en lo relativo a la acústica. Es así que las siete notas de
la serie musical diatónica pasan a ser una especie de “mediadores”
entre la totalidad del material y su recepción por el ser humano.
Por el momento interpretemos esto como una comparación,
pero una comparación que penetra a bastante profundidad, si se
tiene en cuenta que los antiguos relacionaban la escala diatónica en
forma inmediata con los nombres de los siete planetas sagrados:
Do Re Mi Fa Sol La Si
Marte Luna Mercurio Saturno Júpiter Venus Sol
105
Fig. 4
108
cuya unificación –combinación– es llevada a cabo por el miembro
común “Tierra” (T).
Y fue nuevamente un gran hombre el que vio en la revelación
mental este fundamento arquetípico de todos los movimientos
giratorios de los planetas, revelación equiparable a la cosmogonía
de Kant y al principio biogenético de Haeckel. Isaac Newton
reconoció que el movimiento rotatorio de los planetas era resultado
de una nivelación de dos impulsos contrapuestos entre sí: uno que
tendía hacia el centro –fuerzo centrípeta– y otro que huía del centro
–fuerza centrífuga–: rerum concordia discors.
Y ahora trataremos de explicarnos el sentido de esta rotación y
oscilación, de esta pulsación cósmica. Partiremos de las cosas más
sencillas, de las cosas que nos muestra inmediatamente la vida
cotidiana. Trataremos de conocer el curso bifásico de nuestro vida
de todos los días para captarlo en el plano de fondo de nuestra vida
cósmica. Nos sumergiremos en un estado de captación de la
pulsación del cordón umbilical cósmico, que nos depara la corriente
vital del cosmos y su ley, como alimento suministrado al embrión
de Dios llamado "hombre”.
Si nos entregamos sin preconceptos a la impresión que
obtenemos del curso de la vida en su forma exterior, no podremos
pasar por alto el hecho de que en dicho curso se pone de manifiesto
una organización rítmica, correspondiente a una periodicidad
regular de mayor o menor frecuencia, semejante a la mayor o menor
longitud de onda de los diversos tonos. Sin duda, la periodicidad
más sugestiva y acaso más elemental será la del cambio cotidiano
entre “despertar” y “dormir”, correspondiente al cambio “día” y
“noche”, e igualmente correspondiente al cambio, algo mayor,
temporalmente más amplio, de “verano” o “invierno”.
Ambos ritmos reflejan dos fases del ritmo terráqueo; dos
movimientos giratorios de la Tierra; uno de ellos, menos amplio en
el tiempo, es el de rotación alrededor de su eje; el otro, más amplio
en el tiempo, el de traslación alrededor del sol; traducidos al curso
de la vida, esos dos movimientos dan por medida básica el día y el
año respectivamente. La primavera y el verano, tomados
109
conjuntamente, corresponden a la fase diurna; el otoño y el
invierno, tomados conjuntamente, corresponden a la fase nocturna.
La fase diurna de nuestros días habituales, burgueses, comienza
al salir el sol, y dura hasta la puesta del sol; la fase nocturna
comienza en cuanto el sol desaparece bajo el horizonte, y termina
en cuanto el sol retorna. La fase diurna del año comienza con la
primavera, cuando la duración del día es igual a la de la noche, y, a
partir de esta igualdad, los días comienzan a durar más que las
noches; la fase nocturna del año comienza con el otoño, con la
misma igualdad diurno-nocturna, pero a partir de la cual son las
noches las que preponderan en la duración temporaria.
Tratemos ahora de comprender cómo estos dos ritmos
terráqueos se traducen al curso de la vida humana, cómo
“presenciamos” (vivimos conjuntamente) también nosotros esta
pulsación de la Tierra, cómo el cambio periódico de estas dos fases,
la diurna y la nocturna, se produce también psíquica y mentalmente
en la conciencia del hombre. Con fuerza de visión aparece ante
nuestro campo visual interior la doble naturaleza de nuestro ser,
cuyas partes se comportan recíprocamente como el número uno con
respecto al número dos, como los números arquetípicos, que se
ordenan en el acto de la revelación, disponiéndose como Rajas y
Tamas, como lo activo y lo pasivo, como lo masculino y lo
femenino.
De día vivimos “hacia afuera”, irradiando fuerza, haciendo,
actuando, obrando, creando, creándonos juntamente con el mundo
circundante.
De noche vivimos “hacia adentro”, incapaces de irradiar fuerza,
incapaces de hacer, de actuar, de obrar, incapaces de crear,
incapaces de crearnos juntamente con un mundo circundante, que
ahora –de noche– se ha extinguido. Nuestra conciencia, totalmente
vuelta hacia adentro, vive más bien en un mundo interior, en el que
todo aquello que durante la fase diurna fuera mundo exterior, sólo
halla acceso a nosotros al cobrar la forma que acierte a darle nuestra
memoria –esto es, vive en los recuerdos “plásticos” del pasado–,
“nuestro” pasado. En la fase diurna estamos vueltos hacia el futuro,
110
avanzamos impulsados por el tiempo, multiplicamos el capital de
nuestras experiencias, conquistamos cosas nuevas, creamos cosas
nuevas, vivimos cosas nuevas. En la fase nocturna estamos vueltos
hacia el pasado. Lo nuevo no halla acceso en nosotros, no
coleccionamos más que lo viejo, lo ya acaecido, y lo ordenamos,
clasificamos y examinamos. No cabe duda de que, en tanto nos
ocupe aparentemente lo futuro, ello no ocurre más que en la forma
en que fue anhelado o temido durante el día.
(Los así llamados sueños “verídicos” o “admonitorios”
simbolizan, sin duda, algo “futuro”, pero ello no ocurre para el
soñante, para el sujeto que duerme, para el cual son “presente”, pues
los “padece” indefenso. La naturaleza del sueño admonitorio
configura dentro del soñante “algo ya ocurrido”, siendo que en la
realidad sucederá sólo #más tarde”).
El día es como un trasponernos a nosotros mismos, como un
salir de nosotros mismos; la noche es como un retorno a nosotros
mismos. En el Fausto, Goethe describe el sentimiento solemne con
que por la noche nos damos a este “regreso”:
115
“detrás” de la serie numérica, con respecto al cual peldaño la tríada
reunida, que le sigue en “orden”, del ser revelado se comporta
como, en el propio acto de la revelación, lo hace el “dos” con
respecto al “uno”, o lo femenino con respecto a lo masculino.
El segundo símbolo, el círculo con el punto central, nos revela
el comienzo del acto de la revelación, el alumbramiento del yo, esto
es, del “yo-no-yo” y sin embargo “yo”, o el “autoencuentro
incipiente”. El punto central simboliza la revelación del yo, y la
circunferencia (la periferia) el reflejo del yo.
Prolongando el punto central en diámetro obtenemos el tercer
símbolo, que es expresión del desdoblamiento total. El complejo
total del círculo se desdobla en dos partes, apunta al desdoblamiento
en “lo masculino” y “lo femenino”, contraponiéndolos entre sí. El
círculo y al semicírculo se enfrentan entre sí como el día y la noche.
El cuarto símbolo, la cruz inscrita en el círculo, a la vez que
signo oculto del propio globo terráqueo, aparece como expresión
del restablecimiento unitario de las polaridades contrapuestas entre
sí por reunión y separación repetidas, bajo la forma de periodicidad
de la oscilación que ahora se manifiesta en la materia: oscilación
convertida en realidad. Corresponde al grado de condensación
“Tierra”, como al signo del semicírculo corresponde al de “Agua” y
el círculo con el punto central al de “Aire”.
116
Comparemos con esto las palabras del viejo gnóstico Valentino
(siglo II d. C.):
Mercurio 4
Venus 4 3
Tierra 4 231
Marte 4 232
------- 4 234
Júpiter 4 238
Saturno 4 2 3 16
120
“Rafael:
“Gabriel:
“Miguel:
121
SEXTA CONFERENCIA
Cuando veo tus cielos, obras de tus dedos, la
luna y las estrellas que tú formaste:
Digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él
memoria, y el hijo del hombre, que lo
visites?
SALMO OCTAVO
127
“Un rostro distinto antes de que ocurra,
Y un rostro distinto muestra al ocurrir.”
SCHILLER: La Novia de Messina
“Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas
que tú formaste:
Digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el
hijo del hombre, que lo visites?
Pues le has hecho poco menor que los ángeles, y coronástelo de
gloria y de lustre.”
137
claro y transparente, hasta que la luz de todo el cielo lo alcanza
inmaculada, hasta que el Adán celeste, para decirlo con la Biblia, ha
sido restablecido.
Y con esto planteamos uno de los problemas más importantes
de la astrología: el del sentido del horóscopo.
Si el horóscopo del ser humano tiene sentido, este sentido sólo
podrá consistir en que el horóscopo representa la misión de la vida
del hombre en el aludido camino de la transformación del hijo de la
Tierra, haciéndole avanzar un paso hacia el espejo del cosmos, libre
de escorias hereditarias, de manera que el ser humano cumpla con
su mencionada misión cósmica. Pero todavía tenemos que decir
algunas cosas acerca de esto.
Utilicemos, por de pronto, una imagen que nos permitirá
apreciar más de cerca el objetivo que ha de alcanzar el hombre con
aquella “misión”. Pensemos en la planta, que brota de la semilla
metida en la tierra. Esta semilla contiene, condensada en un grano
mínimo, la herencia, la tradición biológica total de la historia
genealógica de su especie, la parte subterránea, vuelta hacia el
pasado, de la planta; luego, de la semilla, crece la planta al
encuentro de la luz del día, del sol, recibe la luz solar, absorbe y
elabora dentro de su cuerpo las radiaciones celestes, y, en tanto
edifica su cuerpo con ayuda de estas radiaciones a partir de la
materia terrestre, a su vez presta a la Tierra un servicio evolutivo,
por transformación alquimista de materias inferiormente
organizadas en materias de organización superior.
Si aplicamos esta imagen de la planta al ser humano, acaso no
comencemos, más que por pensar que, del modo en que la planta
crece “por sí misma” y no puede aportar por sí nada, también el
hombre crece de sí, envejece, y con su muerte corporal devuelve a
la Tierra la materia sólida, transformada de manera alquimista,
como el humus en que se convierte la planta cuando ha concluido en
ella la vida física.
Pero en ese caso el ser humano no ha vivido la vida del hombre,
sino que simplemente ha “vegetado”, como se suele decir y, por
cierto, de manera bien característica.
138
Pero la vida de la planta se puede considerar de otra manera; se
puede, por ejemplo, cultivarla como la cultiva el jardinero, pero no
el jardinero “por afición”, sino el jardinero que es como el “abuelo”
de la humanidad entera, que no se ha convertido en jardinero “en
sus ratos libres”, sino que ha abrazado su misión como una impo-
sición: la de ser un jardinero “de alma”, un Adán, a quien, según las
palabras de la Biblia, le fue asignada la misión de “cultivar la tierra
con el sudor de su frente”.
Esta tarea en el gran campo labrantío llamado “Tierra” es, de
por siempre, la profesión más importante, única, del ser humano, y
fuere cual fuere la índole de labor que éste emprendiese, su
profesión será invariablemente la de cultivar la Tierra, sembrarla,
edificar la oscura envoltura interpuesta entre la imagen arquetípica
del hombre perfecto en el zodíaco (parádeisos llamaban los griegos
al campo de cultivo celeste del ser humano) y el hijo de la Tierra, el
hijo del hombre. En suma, el cultivo del campo terráqueo, por el
cual el hombre deberá extraer el pan de la Tierra, el pan sin el cual
no podría vivir. ¿No es curioso el hecho de que la expresión para
este cultivo agrícola, para esta agricultura, sea la misma en todas
las lenguas de la Tierra?
Cultivar el agro, la agricultura, es agere, es “hacer”; la
actividad arquetípica del ser humano es la de agere, la de “hacer”,
la de trabajar en aquella parte de su naturaleza que representa su
heredad terrestre, la de “cultivar” con la acción consciente.
¿Y cuál es el fruto de esta labor, el pan que cosechará el hombre
para vivir, para vivir la vida propia del ser humano, no la de, por
ejemplo, la planta? Ese fruto es aquello que sólo puede ser arran-
cado a la Tierra por medio del agere, el bien de la cosecha, el fruto
del agere –el ego–, el “yo”, nacido de nuevo en el hombre por la
labor consciente de éste, su “propio yo”. La Luna era la simiente,
entregada al hombre por la Tierra; el Sol es el “yo” salido a luz,
encendido en él (en el hombre), vuelto a nacer, liberado del pasado,
libre.
Volvamos ahora a la pregunta que hoy se nos impuso en toda su
dimensión trágica: ante el cielo estrellado, ante la inmensidad del
139
cosmos, ¿soy yo insignificante o importante?
De mí depende. De mí depende, a partir del momento en que
empiezo a comprender cuál es mi misión, mi tarea de ser humano.
Recuérdese que partimos de la afirmación de que el momento
del nacimiento podía ser puesto en analogía con el momento en que
se expresaba un pensamiento o se realizaba en acto un propósito.
Invirtamos esta idea: ¿qué hubiera ocurrido en caso de que tal
pensamiento jamás hubiese sido expresado, en que tal propósito
jamás hubiese sido llevado a la vía del acto? ¿Qué hubiera ocurrido
en caso de que Mozart, por ejemplo, hubiese conservado sus obras
en la cabeza, sin transmitirlas jamás al mundo? ¿No hubiera bastado
con que todos los creadores que existieron en la vida cultural de la
humanidad sea para bien o para mal se hubiesen limitado a llevar
sus ideas en la cabeza, sin intentar expresarlas?
Y bien, todo artista sabe que eso no basta, sabe que sólo al “rea-
liza la obra (expresándola), al convertírsele la obra en peldaño que
le permita a su creador subir a mayor altura, cumple con la
deuda de vocación que hasta entonces debía al espíritu de su
siglo (Weltgeist).
Lo mismo ocurre con la Tierra; cuando ésta libera el
pensamiento que una vez expresado se llama “hombre”, cuando lo
da de su seno, ha dado un paso adelante por el camino de su propia
perfección. Del mismo modo en que el pensamiento liberado del
cerebro humano se convierte en algo que vuelve al ser humano, sea
para inhibirlo o para estimularlo, también el hombre que la Tierra
liberó de su seno regresa a la Tierra, insuflándole nuevas fuerzas,
inhibitorias o estimulantes.
Es así que el hombre, en tanto trabaja en su propia evolución,
colabora a la vez en la evolución de la Tierra; el grado en que
acierte a colaborar determina a su vez el grado de su propia
importancia como ser humano, determina la medida de su
“libertad”. Y con esto tocamos uno de los problemas principales de
la filosofía. Ya hoy comprendemos en cierto grado cuál es la luz
que arroja el pensamiento astrológico sobre la confusión en que se
140
debate el pensamiento no esotérico, cada vez que es puesto frente a
este problema, problema cuya clave sólo puede ser hallada en las
profundidades de la revelación del yo, problema que sólo madura al
encuentro de la libertad del hombre cuando éste se pone a trabajar
animosamente hacia la perfección que significa la libertad misma,
que significa ella misma como liberación de los lazos hereditarios
de la Tierra, que es ella misma como contenido de la libertad
humana.
No dejaría de ser interesante el echar en este punto una rápida
ojeada sobre la posición del pensamiento filosófico con respecto al
problema de la libertad. ¿No es ya de por sí bastante curioso el
hecho de que para el pensamiento antiguo este problema fuera poco
menos que desconocido? La antigüedad jamás dudó acerca del
hecho de la libre condición de la voluntad humana. No había
contradicción entre la convicción de la libertad interior de la
voluntad, por un lado, y la inexorabilidad del destino, por otro lado;
la antigüedad sólo veía en el destino el contenido objetivo del
acaecer en el que el ser humano se halla “entretejido”. Del mismo
modo en que a nadie se le ocurriría dudar de la libertad de su
voluntad porque, verbigracia, no logre mover de su sitio una
tremenda roca, tampoco a la antigüedad se le ocurrió dudar de
aquella misma libertad, no obstante su creencia en la inexorabilidad
de todo acaecer, inexorabilidad que, sencillamente, hay que aceptar,
como se acepta la ley natural y el curso de los astros.
Fue la Edad Media la que desplazó el centro de gravedad de
toda la experiencia, situándolo en el mundo psíquico, interior, con
lo cual, se encontró con el problema de la libertad en toda su
tremenda fuerza; el peso inamovible ya no era la tremenda roca de
“allá afuera”, sino la “tremenda roca de adentro”, incoercible, la
carga hereditaria o como se la consideró entonces, el “pecado
original”, que, por la caída del hombre celeste, se convirtió en
herencia de todos los seres humanos, en patrimonio transmitido
desde los tiempos de nuestros antepasados más remotos; la carga
del destino, que el hombre de la antigüedad creía exterior a él
mismo, era para el hombre medieval parte integrante de su propia
141
interioridad, fundamento del vicio, fuente de todo mal. Por lo tanto,
el pensamiento medieval tenía que negar la libertad del hombre,
pues no veía liberación posible de aquel pecado original, salvo por
la gracia de Dios. Pero es precisamente esta gracia la que enseña a
comprender claramente cómo la labor del ser humano en su agro
terreno le permitirá cosechar como premio su verdadero ego, el yo
propio, cuya conquista lo desliga, lo redime de la masa hereditaria
terrestre.
Retornemos ahora al individuo humano con su suerte individual
terrena. Estudiemos brevemente el camino de su liberación, que
también caracterizamos de “segundo nacimiento”, ese arduo camino
hacia el esclarecimiento paulatino de la región lunar, hasta que,
consumido por el fuego del sol encendido en su interior, todo lo que
fuera oscuro estalla en luminosidad y la envoltura terrestre se hace
transparente.
Este camino de liberación se puede considerar triple.
Y ha sido Gautama Buddha quien, con palabras incomparables,
caracterizó este triple camino, en el comienzo de la así llamada Co-
lección Media.
La perspectiva terrestre.
La primera perspectiva.
146
SÉPTIMA CONFERENCIA
¿No es más toda la eternidad?
LESSING: Educación del género humano
155
momento fásico particular de la pulsación de aquel séptuple cordón
umbilical, en armonía con aquellos siete elementos entre sí, de
acuerdo al intervalo individual de sus tonos troncales5.
En la astrología estos intervalos entre los diversos planetas se
llaman “aspectos”; su medida es el ángulo, expresado en grados de
arco, bajo el cual se los ve desde la Tierra.
Desde Pitágoras, es conocimiento científico de validez
universal el hecho de que la relación entre sonidos o alturas de tono
o relación de intervalos entre dos tonos dependa de las medidas de
longitud de las cuerdas que vibran o, expresándolo mejor, de las
medidas de longitud de onda de las vibraciones sonoras; si tales
medidas resultan relaciones numéricas simples, como, por ejemplo,
“1 a 2”, “2 a 3”, “ 1 a 4”, “4 a 5”, “5 a 6”, se producen armonías
fáciles, agradables; en cambio si las longitudes de onda se
encuentran en relaciones numéricas menos simples, “8 a 9”, “9 a
10”, resultan relaciones difíciles de comprender, insatisfactorias,
intranquilizadoras, inarmónicas, que reclaman continuación; y
cuando las relaciones numéricas son aún más complicadas,
concluye por producirse la imposibilidad de captar la relación por
ellas producida (“3 a 13” ó “12 a 17”, etcétera); estos intervalos son
extramusicales.
Lo mismo ocurre con la posición angular de los planetas, tal y
como se aprecia desde el punto de visto geocéntrico. Sólo se
considera esenciales en esto aquellas posiciones angulares que
resultan de la división en doce del círculo, dada cósmicamente, es
decir, ángulos cuya medida común máxima abarca una doceava
parte del círculo. Sólo de estos “aspectos” resultan para el hombre
5
A los siete planetas de lo antigua astrología se agregan posteriormente
otros tres: Urano, descubierto a fines del siglo XVIII; Neptuno, descubierto a
mediados del siglo XIX, y Plutón, descubierto en nuestros días; los tres tienen sus
órbitas más allá de la órbita de Saturno, con respecto a la aproximación al sol. En
la astrologia moderna, esos tres planetas tienen mucha importancia; más adelante
nos referiremos a ellos en detalle.
156
relaciones planetarias captables, ya armónicas, ya inarmónicas, esto
es, relaciones que le facilitarán o dificultarán la labor en el agro
“Tierra”, que le brindarán a su actividad un suelo más o menos
fértil, facilitándole, pues, o dificultándole, el cultivo del mismo. De
acuerdo con esto, el acorde total que resulta del entrelazamiento
tonal de los aspectos planetarios será co-decisivo para la tónica
cósmica con que nace un nuevo individuo humano. De esta tónica
cósmica depende cómo será en lo sucesivo, en ni curso ulterior del
cuadro celeste, siempre cambiante, el eco de ella misma, en qué
momentos serán concitadas para su cumplimiento las posibilidades
contenidas en el horóscopo del nacimiento, cuándo será actual, en el
curso de la vida, lo que hasta entonces sólo hubiera sido potencial,
cuándo se acerca la hora de la madurez y la cosecha.
“¿Por qué el individuo humano no podría estar más que una sola vez
en este mundo? ¿Acaso la hipótesis que esto afirma es ridícula en virtud
de ser la más antigua, dado que el entendimiento humano, antes de que la
sofistiquería de las escuelas lo hiciera distraído, lo hubiera debilitado, fue
en lo primero que cayó en la cuenta? ¿Por qué yo no podría haber dado ya
antes todos los pasos hacia mi perfeccionamiento en este mundo, los pasos
que sólo traerían al hombre castigos o recompensas? ¿Y por qué, en otra
oportunidad, no pude haber dado aquellos otros pasos que nos ayudan
tanto en nuestra aspiración a una recompensa eterna? ¿Por qué no podría
retornar tantas veces como me está destinado, de acuerdo a los nuevos
conocimientos y a las nuevas realizaciones que deba llevar a cabo? ¿Es
posible que, de pronto yo sea capaz de hacer tanto que ya no valga la pena
retornar? ¿Es por eso que dicen que no se retorna? ¿O porque al retornar
me olvido de que estuve antes? ¡Enhorabuena me olvido! El recuerdo de
mis estados anteriores sólo me permitiría hacer un mal empleo de mi
estado actual. Y lo que ahora tengo que olvidar, ¿debo olvidarlo para
siempre? ¿O debo olvidarlo porque perdería demasiado tiempo?
¿Perdería? ¿Y qué es lo que tengo que perder?
“¿No es mía toda la eternidad?”
168
SEGUNDA SERIE
EL ZODÍACO Y
EL HOMBRE
169
PRIMERA CONFERENCIA
“Al que venciere, daré a comer del árbol de
la vida, el cual está en medio del paraíso de
Dios.”
APOCALIPSIS, II, 7.
171
logía práctica, en el sentido más vasto de la palabra, más aún, todo
aquello que podamos llamar conocimiento del ser humano, tiene
que ver con el análisis de esta sombra proyectada.
La captación astrológica de la naturaleza humana trata, con
todo, de penetrar en las profundidades del universo para hallar allí
no sólo aquel “objeto”, cuya sombra proyectada sobre la Tierra
representa la naturaleza humana en el sentido habitual de la palabra,
sino también para descubrir las referencias especiales que
determinan que esta sombra proyectada haya incidido de tal y tal
manera y no de otra, en el momento de nacer tal y tal ser humano o
de hacerse visible su proyección terrestre.
Sigamos aún un rato con esta comparación, que está destinada
únicamente a simplificar todo lo que hemos tratado en la introduc-
ción, para reducirlo a nuestros fines.
No cabe duda de que esta imagen proyectada dependerá de
diversos factores, siendo acaso los fundamentales los siguientes:
1. La intensidad de la luz cósmica.
2. La transparencia del objeto. (Llamémosla el “grado de
resistencia cósmica”.)
3. La mayor o menor “proximidad a la Tierra”.
La intensidad de la luz cósmica la podemos considerar
constante. La “resistencia cósmica” será para nosotros un
“significador” del grado de evolución de aquel “objeto” en el
sentido del peldaño a que haya llegado en la escala astrológica. La
proximidad a la Tierra será el grado de combinación con la masa
hereditaria terrestre. Pero el “objeto” mismo será para nosotros
aquel verdadero “ser” del hombre individual, que situamos en el
punto medio, en el centro de la astrología, aquella “naturaleza” que
nos disponemos a conocer astrológicamente.
Por de pronto, esta comparación debería hacer evidente la dife-
rencia que media entre el conocimiento psicológico del hombre y el
conocimiento astrológico del ser humano.
La psicología orienta sus investigaciones sobre esa “sombra
proyectada” llamada “hombre”; por comparación de muchas de esas
172
“sombras”, logra llegar también ella a la imagen de un tipo de
“hombre” cada vez más universal, a la abstracción “hombre”. Pero
esto no le quita a la psicología la conciencia de que este tipo univer-
sal de “hombre” no constituye una realidad sino una imagen ideal o,
considerado prácticamente, no constituye más que una imagen auxi-
liar, lo mismo que cualquier otra idea de “especie”.
La astrología trata de apoderarse del núcleo humano que oscila
libremente entre la Tierra y el mundo de las estrellas, para estudiar-
lo a él mismo y luego a su sombra terrestre, lo mismo que a la luz
celeste en cuya órbita se interpuso aquel núcleo humano.
El conocimiento práctico del hombre parte –y debe partir– del
individuo humano dado empíricamente y de sus manifestaciones de
vida; tales manifestaciones se convierten en “significadores” de la
naturaleza del hombre; el conocimiento práctico del hombre trata de
interpretar aquellas manifestaciones de vida por analogía con lo
que, por auto-observación del carácter interior del hombre, ha caído
bajo su esfera de percepciones. De ahí que acaso haya tantas clases
de conocimientos prácticos del hombre como seres humanos hay
sobre la Tierra que se ocupan de tal “conocimiento del hombre”. Sin
embargo, la profundización de tal conocimiento del hombre depen-
de en mucho del grado en que los inevitables malentendidos que en
tal conocimiento se producen contribuyan a enseñar, en base al
hombre mismo, hasta qué punto el juzgamiento de la propia natura-
leza y su utilización como llave para el conocimiento de los demás
requieran de enmiendas, de manera que finalmente aquel “arreglo”
vaya cobrando cada vez más importancia y, pareciendo un círculo
vicioso, pueda en realidad estar al comienzo de todo conocimiento
humano orientado esotéricamente, siempre que se lo capte en toda
su profundidad. Este “arreglo” exigirá que se juzgue a los demás
según uno mismo y a uno mismo según los demás.
Schiller, empero, expresa esta exigencia de manera algo distin-
ta:
“¿Quieres saberte a ti mismo? Contempla lo que hacen los
otros.
¿Quieres al otro entender? Mira tu propio latir.”
173
Vemos, sin más, que en este dístico ni se menciona el conoci-
miento del hombre, sino que se habla del “saberse a sí mismo”, del
conocerse a sí mismo, y sólo después de esto, vale decir, en segun-
do término, se habla de “entender al otro”, nótese bien, de “enten-
der” y no de “saber” o “conocer” al prójimo.
¿Qué podemos aguardar de tal conocimiento práctico del hom-
bre, qué podemos aguardar de la psicología, esto es, de la psicología
general aplicada al individuo humano particular?
Lo único que “vemos”, que nos es accesible de “los otros”, del
prójimo, es lo que éste “hace”, según las significativas palabras de
Schiller, un “hacer” que, en el mejor de los casos, podremos tan
sólo “entender”, captar para nuestras necesidades, en tanto hallemos
dentro de nosotros alguna similitud.
Pero, ¿hasta dónde llega el conocimiento de sí mismo? ¿No lle-
ga más allá del punto a que lleguemos al “contemplar lo que hacen
los otros”, al contemplar este “hacer” como expresión de un agente,
desconocido para nosotros, dentro de “los otros” hombres, y para
cuyo acceso es mi “propio latir” (mi propio corazón) el que me
brinda la llave?
Pues bien, a este agente desconocido, hacia el que debe llevar el
conocimiento psicológico del hombre que trata de comprender de
acuerdo al corazón propio las manifestaciones, esto es, los actos de
los demás seres humanos, se le ha llamado desde antiguo el carác-
ter del hombre, y es a su estudio a lo que se aboca ante todo el
conocimiento práctico del hombre. Para esto, parte de la premisa de
que este carácter es aquella parte de la naturaleza humana que
representa el fundamento permanente de todos los actos del hombre,
de manera que tal fundamento puede ser inferido de actos
resultantes de estímulos exteriores, con seguridad tan inequívoca
como, por ejemplo, las propiedades químicas de una sustancia
inferidas de su comportamiento son respecto a diversos reactivos. Y
del mismo modo en que una misma sustancia química mostrará
siempre las mismas reacciones químicas, los actos de un mismo ser
humano tendrán que ocurrir siempre en el mismo sentido, bajo las
mismas circunstancias estimulantes.
174
Quien ha representado de manera más consecuente el funda-
mento doctrinario de la constancia del carácter como exigencia teó-
rica del pensamiento ha sido Schopenhauer, el cual admite con es-
pecial vehemencia la diferencia subrayada por Kant entre el carácter
por él llamado “empírico” y el carácter “inteligible”.
El carácter inteligible del ser humano es para Schopenhauer la
dirección fundamental de la voluntad de tal ser humano, que confi-
gura el núcleo metafísico del hombre y su elemento esencial último,
invariable, situado más allá de todos los testimonios en que se reve-
la. A este elemento sólo perceptible por el sentimiento, aunque no
por ello menos inequívocamente dado, se opone el carácter empíri-
co, como una especie de nombre colectivo de todas las manifesta-
ciones continuamente cambiantes de aquel carácter fundamental,
dentro del mundo real, esto es, formalmente, de los actos ocurridos
por influencia de los motivos más dispares, motivos que, no obstan-
te, brindan tan sólo un cuadro oscilante y susceptible de interpreta-
ciones muy diversas, del cual cuadro puede inferirse por vía sintéti-
ca la constitución de un sustrato común, cuya idea será necesario
corregir de continuo. Es también este carácter empírico el que se
convierte, en principio, en punto de partida del autoconocimiento.
Sucede así que cada ser sólo conoce su carácter paulatinamente y
hasta cierto punto, su carácter “verdadero”, luego de pasar por una
cantidad de desengaños y engaños, más allá de la índole de aquella
diferencia y tanto dentro de sí mismo como con respecto a sus se-
mejantes.
En los astrólogos prácticos encontramos una contraposición
análoga a la introducida por Kant y Schopenhauer. En los astrólo-
gos prácticos se trata de la aguda diferenciación entre individuali-
dad y personalidad. Se entiende por individualidad el sujeto pura-
mente moral, y por personalidad la suma de disposiciones no pro-
venientes de la naturaleza del sujeto moral, sino que éste traba con-
tacto con ellas como heredad de particularidades preformadas, y
que, en su totalidad, no se relacionan con dicho sujeto en forma
orgánica sino en una forma distinta y muy difícil de ser interpretada.
Esta “personalidad”, que podría corresponder, por ejemplo, a lo
175
que llama Schopenhauer el carácter empírico, significa, con todo, en
el sentido de aquella concepción, algo fundamentalmente distinto.
La personalidad, derivada de persona, caracterizaría una especie de
máscara o disfraz, por cierto no elegido por el sujeto humano, sino
que representa una forma fenoménica con que todo sujeto viene
vestido al mundo. De acuerdo con esto, a dicha caracterización la
sustenta un modo de pensar como, por ejemplo, el que expresa Cal-
derón en su drama El gran teatro del mundo.
Los seres humanos, que por su nacimiento pisan el escenario te-
rrestre, son actores que tienen que desempeñar un determinado pa-
pel cuyo contenido les es impuesto; uno tendrá que hacer de malva-
do, otro de virtuoso, otro tendrá que ser rey, el de más allá será un
mendigo, un guerrero, un artesano, etcétera, sin serlo en la realidad.
Pero, sin serlo en la realidad, tendrá que parecerlo esa única “no-
che”, por esa única noche tendrá que echarse sobre su verdadero
carácter, sea cual fuere, el carácter aparente de lo que debe repre-
sentar, tendrá que unirse, “compenetrarse” con su papel.
Por cierto, esta idea tiene inusitada fuerza, al situar de pronto el
problema del carácter bajo una nueva luz.
Si para Kant el carácter empírico no era más que una forma fe-
noménica, aparente, del carácter inteligible, verdadero del ser hu-
mano, en esta oposición entre el papel y el actor se pone de mani-
fiesto un elemento fundamentalmente distinto. Preguntémonos por
de pronto en qué consiste la relación del actor con su papel; al ha-
cerlo, se revelará ante todo algo semejante a lo que contenía la rela-
ción entre el carácter empírico y el carácter inteligible, bien que de
una manera totalmente diferente. Pues si tenemos que hacer sobre el
escenario terrestre el papel de una determinada “persona”, si tene-
mos que ponernos una máscara por la que únicamente tenemos al-
guna influencia en la vida, entonces –y he aquí precisamente lo
esencial de tal relación– la relación entre el carácter verdadero y el
carácter aparente ha de contener algo similar a aquella otra relación.
Preguntémonos, para llegar al sentido profundo de la antedicha
comedia de costumbres de Calderón: ¿de dónde le viene al hombre
la tendencia a representar una comedia, la inclinación a situar, en lu-
176
gar de su individualidad verdadera o presunta, la “persona” a repre-
sentar? ¿De dónde le viene el impulso de enmascararse? ¿Por qué
tanto los niños como casi todos los adultos juegan tan a gusto al
“teatro”?
Acaso porque al “representar” puedan aprender voluntaria y es-
pontáneamente aquello que en la comedia de la vida, para conocer-
nos a nosotros mismos y probarnos en nuestra propia naturaleza,
debemos ver y comprobar en el propio cuerpo:
“Lo que hacen los otros.”
Pero, ¿son estos “otros”, cuyos papeles nosotros desempeña-
mos, cuyas máscaras tomamos, real y cabalmente “los otros”? ¿No
hay dentro de cada uno de nosotros “algo” del mendigo o del rey,
del héroe o del cobarde, del noble o del ruin que representamos...?
En ese caso, la máscara sería algo que, al igual que toda más-
cara, sirve para encubrir aquello que en realidad es, y que bajo la
protección de tal envoltura quiere desenmascararse. Nuestro verda-
dero sujeto, de acuerdo a aquello, necesitaría perentoriamente de
dicha máscara, para, detrás de su protección, desembarazarse de
algo que, si bien le es propio, no por ello deja de ser lo suficiente-
mente molesto como para que el sujeto quiera liquidarlo, librarse de
ello.
¿La “personalidad” sería, pues, la parte de nuestro ser que más
ha madurado para efectuar la conversión, para llevar a cabo la
superación, sería la escoria más suelta dentro de nuestra evolución
ascensional? ¿O sería aquella parte que conocimos mejor, que,
habiendo madurado, encarna permanentemente nuestro sujeto, de
manera que ya no necesita ser “representada”?
Sea cual fuere el juicio que podamos formular acerca del valor
de esta máscara, vemos en esta personalidad, antepuesta a nuestro
verdadero “yo”, aquel miembro de unión con el mundo circundante,
destinado a crear las condiciones apropiadas a la fase evolutiva del
“yo” y a su necesidad de evolución, condiciones que llevan al yo a
reconocer todo lo que haya madurado lo suficientemente como para
llevar a cabo la conversión.
177
Es así que acaso el verdadero actor esté más en condiciones de
representar los papeles adecuados a su evolución interior en el sen-
tido que acabamos de exponer, esto es, los papeles que, o represen-
tan la fase de su vida que en ese mismo momento el “actor” está por
transformar, o bien le brindan el presentimiento de un peldaño futu-
ro en una especie de realización anticipada. En cambio otros pape-
les, inadecuados a las dotes de tal “actor”, caerían fuera del campo
de sus intereses. Esta idea de la función de la “personalidad” nos
lleva nuevamente a otra clase de problema del carácter, tal y como
se ve a éste preponderantemente en el Oriente. Allí, en el Oriente,
para caracterizar el doble sentido de aquello que configura el carác-
ter del hombre, se suele utilizar una imagen comparativa de aque-
llos dos elementos fundamentales; se compara estos elementos con
un vehículo y su conductor, el cual utiliza este vehículo de manera
de pasar inadvertido.
De acuerdo con esto, lo único que conoceríamos de las
verdaderas intenciones, del verdadero carácter del conductor, sería
lo que éste acertare a transferir al vehículo. El cómo de esta
transferencia depende, desde luego, en grado muy alto, de la
capacidad de rendimiento de la máquina, pero también del genio del
conductor. Un virtuoso del piano será capaz de realizar ejecuciones
maravillosas aun en un instrumento no del todo en condiciones, un
gran violinista ejecutará bellamente aun en un violín infame,
llegando incluso a ennoblecer el tal defectuoso instrumento al cabo
de un uso permanente del mismo. Pero si el piano está desafinado,
ni el artista más alto, aun desplegando el máximo de su genio, podrá
evitar que ciertos tonos del instrumento suenen mal; los defectos del
instrumento se volverán contra el artista, obligándolo a “pactar”
para hacerlo lo mejor posible... y es este pacto lo que, por de pronto,
aparece como carácter “empírico”.
Pero no seguiremos esta idea de la doble naturaleza del carácter
en todas sus facetas, en todas las fases que asumió con el curso de
los tiempos en diversos pensadores; por ahora nos quedaremos con
la comprobación de que, en cuanto, partiendo del punto de vista
psicológico, se aborda el problema del análisis del carácter, se sus-
178
cita el antagonismo arriba expuesto, entre un carácter verdadero,
esto es, permanente, y un carácter aparente, variable. Los latinos
tenían un refrán muy conocido, relacionado con esto:
Naturam expellas furca lamen usque recurrit!
(Echa a Natura a horconadas, que siempre hacia ti volverá.)
Podrás expulsar la naturaleza a golpes de horqueta, pero ella
siempre retornará. Pero en nuestras lenguas modernas hay un giro
que se refiere a la “costumbre” como a una “segunda naturaleza”.
En cambio en aquel verso latino sólo puede tratarse de la “primera”
naturaleza, de la natura situada más allá de la costumbre. Pero si
esta primera naturaleza está más allá de la costumbre, la cual, sea
innata o adquirida, tiene a su vez que ser susceptible de variaciones,
¿de dónde proviene esta primera naturaleza y dónde la situaremos
en el hombre? ¿Pueden el conocimiento de sí mismo o la contem-
plación de los otros llevar a la primera naturaleza, o ésta nos per-
manece en el fondo y para siempre desconocida e irrecognoscible?
En unas palabras menos conocidas, Gautama Buddha emplea
una metáfora sencilla para hablar del lugar de nuestro verdadero
sujeto:
“El elefante que, llegado al borde del estanque, contempla en
éste su propia imagen y luego sigue su camino sin inmutarse porque
considera a aquella imagen como la imagen de otro elefante, es más
sabio que el hombre, que ve su imagen reflejada en el estanque y
exclama: ‘¡Ese soy yo!’ Pues, nuestro verdadero yo está más allá de
los lazos de la maya.”
Maya es la caracterización del gran engaño que sufren todos los
que consideran al mundo exterior, al mundo de los fenómenos,
como la realidad. Conocerla significa destruir su apariencia y lograr
con ello la posibilidad de pisar el camino del conocimiento de la
verdadera naturaleza.
Es de este modo, pues, que la tentativa de investigar psicológi-
camente el carácter del ser humano, y el ser humano mismo, desem-
boca en el océano de lo metafísico. Hasta Schopenhauer reconoce lo
siguiente en una carta: “Es y seguirá siendo un enigma insoluble la
179
profundidad a que llegan en el inconsciente las raíces de la indivi-
dualidad.”
Y allí donde la psicología práctica nos abandona a nuestra pro-
pia suerte, comienza el conocimiento astrológico del ser humano;
para este conocimiento, las condiciones previas son, de entrada,
diferentes de las del conocimiento psicológico práctico, pues no se
refieren directamente al hombre mismo, sino a su horóscopo, del
cual se interpreta, se “lee” la configuración del ser humano. Claro
que, en lo esencial, la constitución del horóscopo se refiere a mu-
chos más elementos que a aquellos dos que caracterizaremos, de
carácter empírico y carácter inteligible. Recordemos que, por de
pronto, son tres los factores fundamentales que participan del levan-
tamiento del horóscopo: el zodíaco, el mundo planetario y la propia
Tierra como superficie de proyección. El carácter del hombre se
“edifica” a su vez, de acuerdo con esto, en base a tres elementos
fundamentales, de los cuales el uno está fundado en el zodíaco, el
otro en la función planetaria y el tercero en la función terráquea.
En el zodíaco se encuentra la idea del ser humano, su figura
ideal, en forma de banda espectral duodècuple, cerrada en círculo,
cuya formación ya hemos estudiado en la primera serie de esta obra,
en lo que atañe a su sentido general.
La distribución geocéntrica de los planetas en las diversas
regiones de este círculo, en el momento de nacer un ser humano,
decide cuáles serán los colores básicos de esta banda espectral que
afluirán al recién nacido, y en qué forma lo harán. Es así que el
zodíaco y los planetas forman la figura del hombre destinado en ese
momento a cobrar forma en la Tierra. Pero es la propia superficie
terráquea de proyección la que brinda a la figura humana irradiada
sobre ella desde las vastedades celestes la posibilidad de visibiliza-
ción, de cobrar forma visible, al captar aquella figura y disponerla
de nuevo de acuerdo a su ser, midiéndola en cierto sentido en una
segunda escala de doce graduaciones que determina la repartición
de la irradiación conjunta de la figura humana de las esferas celestes
en dos grupos de seis regiones cada uno, de seis regiones por
encima y seis regiones por debajo del horizonte, entre las cuales se
180
interpone el macizo del globo terráqueo mismo, como un inmenso
filtro. Sólo de esta segunda transformación de la radiación cósmica,
en la que ya no sólo van incluidas las funciones zodiacales, sino
también la función planetaria, emerge la figura del hombre que nos
es inmediatamente accesible: el hombre en su figura terrestre
visible, en la figura con que aparece en la vida de todos los días.
De lo que acabamos de exponer, resulta en forma inmediata
aquello por lo cual tienen que diferenciarse entre sí el análisis psico-
lógico y el análisis astrológico del carácter. La psicología sólo abar-
ca la fase física final de un proceso formativo que la astrologia trata
de captar en toda su extensión. La astrologia contempla en cierta
medida la historia evolutiva de la sombra proyectada, observa el
“taller” cósmico y pone de manifiesto los elementos que se reúnen
en la caracterización conjunta del ser humano. Y es precisamente
por esto que tiene que llegar a una idea distinta de la naturaleza del
carácter humano. Podrá, acaso, admitir la diferenciación entre ca-
rácter empírico y carácter inteligible, pero con la reserva siguiente:
que ni aun el “carácter inteligible” capta el verdadero “yo” del
hombre. Pues el verdadero “yo” del hombre, que, como reza la ex-
presión de Buddha, “está más allá de los lazos de la maya”, se halla
en lo figura arquetípica de la idea “hombre”, en aquel zodíaco cuyas
radiaciones afluyen al plano terrestre únicamente por el filtro de los
planetas, es decir, en forma alterada, antes de llegar a la Tierra; su-
cede así que aquello que aparece ante nosotros como carácter indi-
vidualmente teñido del individuo humano aislado, representa ya de
por sí cierta modificación del puro germen humano, el cual se halla,
de acuerdo con esto, más allá del horóscopo. De modo que el horós-
copo nos revela la manera especial en que tiene lugar la modifica-
ción del carácter de un individuo, sea en buen o en mal sentido, y no
nos revela el carácter mismo; nos revela tan sólo propiedades de
constancia y valentía; y hasta la tan aguda diferenciación entre la
personalidad y la individualidad, que en lo sucesivo nos prestará
aún valiosos servicios, se refiere únicamente a un límite fluctuante
dentro de un análisis humano, sin duda de mayor alcance que todo
arte diferenciador de índole psicológica, pero que, con todo, queda
encerrado dentro de los límites del mundo de la maya.
181
Resumiendo ahora los resultados a que puede llegar el análisis
astrológico del individuo humano, diremos y retendremos lo si-
guiente: El núcleo del hombre –su núcleo divino– está más allá del
horóscopo y es inasequible al hombre. Su manifestación [embrión
de Dios6] o su fase evolutiva (carácter del individuo) presenta tres
características reconocibles: puede –modificando a continuación la
comparación elegida al comienzo– compararse a un árbol cuyas
raíces están en el zodíaco, cuyo tronco forma el mundo planetario y
cuya copa toca y se combina con la Tierra. El suelo (donde están
sus raíces) se representa por los cuatro elementos (triplicados) del
zodíaco; el tronco, por los nueve7 planetas; la copa o ramificación
terrestre, por las doce correspondencias terrestres de los signos del
zodíaco, las así llamadas “casas”. Son el lugar de verificación del
“yo” del hombre; sólo allí obtiene éste las fuerzas que le permitan
conocerse a sí mismo, que le permitan corregir y continuar su evo-
lución. (Véase la ilustración.)
Ahora entendemos: si queremos entender en forma astrológico-
cósmica qué es lo que los psicólogos llaman carácter del hombre, no
estaremos abarcando algo permanente, invariable, sino que
estaremos captando las posibilidades que le son dadas al hombre,
como una especie de provisiones para el “camino” que recorrerá en
ese “camino”. Y conocemos tales posibilidades con todos sus
atractivos, utilizables y derrochables, con todas sus inhibiciones,
elaborando de este modo la figura viva del hombre orgánico, en el
cual se sitúan 1a “personalidad” y la “individualidad”, como
elementos diversos y, con todo, afines entre sí.
Lo esencial de la captación astrológica del hombre sigue siendo
el hecho de que, precisamente por tener dicha captación que cobrar
conciencia de la imposibilidad de hallar acceso al verdadero “yo”
del hombre, jamás deba caer en el error, tan propio del conocimien-
to psicológico del hombre, de “juzgar” a los seres humanos, de que-
rer decidir moralmente acerco de su naturaleza fundamental.
6
Véase primera serie, tercera conferencia.
7
Contando a Plutón, recientemente descubierto, son diez.
182
El alma humana
es como el agua:
del cielo viene,
al cielo sube,
y nuevamente
baja a la Tierra,
en cambio eterno.
189
Con esto hemos captado la otra faz de la experiencia vernal: la
experiencia de la muerte.
Y de este modo nos enfrentamos con el verdadero misterio del
punto vernal y su significado esotérico. La experiencia de la muerte,
tal y como acabamos de interpretarla, como sentimiento de
expiración en la embriaguez de vida, pero también de expiración en
otro sentido de la palabra: de tener que morir de una culpa mística
frente al yo superior; es la experiencia de la muerte la que, las más
de las veces sólo oscuramente sentida, constituyó el motivo
estimulante de la vida de los pueblos, oculto detrás de los ritos más
horripilantes y a la vez profundos, el centro de los cuales
configuraba siempre la festividad de la primavera, a saber: el
sacrificio humano en la noche del equinoccio vernal.
En su obra Kritische Tage, Sintflut und Eiszeit (Días críticos,
diluvio y período glacial), el genial Rudolf Falb trae una
descripción de tales ritos entre los indios de Centroamérica, en la
que, entre otras cosas, se dice lo siguiente:
190
de este modo a las alturas, anunciando al pueblo la promesa del dios de
esperar todavía un tiempo antes de proceder a la destrucción del mundo, la
promesa de concederle al hombre todavía un nuevo plazo.
“Entonces se elevaba de la multitud reunida una tremenda gritería de
júbilo, que se comunicaba a las masas de gentes más lejanas del lugar de
sacrificio, a las multitudes que llenaban, en la capital y alrededores, todos
los templos, montículos y tejados de las casas particulares, con la mirada
puesta ansiosamente en el monte Huixachta. La hoguera se esparcía, y se
encendían hogueras aun antes del amanecer, en todos los altares y lugares
adecuados del Anáhuac. Los propios sacerdotes en persona llevaban el
fuego hasta el gran templo.
“Las dos semanas siguientes a las de este sacrificio eran de fiesta, de
descanso; las danzas y los juegos no tenían fin. Se renovaba, limpiaba y
desinfectaba todas las casas, se reponía los utensilios, las ropas, los teso-
ros, los dioses domésticos. Todo estaba destinado a simbolizar el renaci-
miento del mundo. La última de estas fiestas se celebró en el año 1506, y
fue más brillante y más pródiga en sacrificios humanos que nunca lo fuera
antes.”
193
la experiencia del punto límite:
194
SEGUNDA CONFERENCIA
Lo eterno femenino nos eleva.
GOETHE
8
“Como resonancia o eco tardío de esta práctica remotísima, y en un pueblo de
gran cultura, el así llamado ver sacrum de los antiguos romanos podría ser inclui-
do en estas consideraciones. Ver sacrum, en realidad, “la primavera ofrendada a
la divinidad” era, en los antiguos pueblos de la península itálica, una ofrenda
destinada a los dioses en épocas adversas, de todo lo obtenido hasta entonces. Se
ofrendaba frutas y animales; a los adolescentes se los expulsaba del país, para
que, bajo la protección del dios Marte –esto es, del dios planetario correspondien-
te a Aries–, buscaran nuevos sitios donde asentarse. La última vez que los roma-
nos festejaron un ver sacrum fue en la segunda guerra púnica, en el año 217.”
(MEYER: Konversationslexikon.)
195
de dicho círculo; se trata del signo de la cruz gamada:
Fig.1 Fig 2.
9
Ver quinta conferencia de la primera serie.
196
en la estructura del zodíaco, después de haber sido fijado el punto
inicial de este círculo. Tratemos, pues, por de pronto, de observar el
zodíaco como mero círculo geométrico, aparte de todas sus relacio-
nes científicas ocultas; en ese caso, la división en doce segmentos
de círculo, cuyo sentido esotérico profundo hemos conocido ya has-
ta cierto punto, surge de la naturaleza geométrica de la circunferen-
cia. Según un teorema geométrico, el radio del círculo puede ser
transportado seis veces como cuerda sobre su periferia. De aquí
surge, por de pronto, la comprensión de la división del círculo, por
naturaleza, en seis segmentos de círculo. La ulterior división en
doce zonas o segmentos y, más allá, la división en veinticuatro, et-
cétera, resulta fácilmente de la bisección de las seis cuerdas, etcéte-
ra. Pero es el número “6” el que queda como medida fundamental
del círculo. Si aplicamos esto al zodíaco, llegamos, por combina-
ción con los cuatro puntos de referencia, inmediatamente a la divi-
sión en doce partes. (Véase figura 3).
Fig. 3
1
Arco AC = = octava
2
1
" AE = = 2ª quinta
3
1
" AB = = 2ª octava
4
1
" EC = = 3ª quinta
6
" AD = 3
= cuarta
Pasando por B y C 4
Fig. 4 " AF = 2
= quinta
Pasando por B y C 3
198
Fig. 5
Fig.6
10
Véase el final de esta segunda serie.
11
Véase el final de la cuarta conferencia, de la primera serie.
202
cada una, no completan totalmente el año… Las dificultades calen-
darias que resultan de esto forman un capítulo especial de la evolu-
ción histórica de los sistemas cronológicos de los diversos pueblos.
Arrojemos ahora una mirada orientadora, general, a la serie de
las doce regiones del zodíaco, partiendo del signo de Aries. Ya he-
mos dicho que en dicha serie se revela una especie de estructuración
espectroscópica del zodíaco. Esta estructuración espectroscópica
contiene, de acuerdo a las doctrinas antiguas, una serie triple de
cuatro signos cada una, la cual, comenzando siempre por la catego-
ría Fuego, pasa por Tierra, Aire y Agua, al avanzarse por el zodíaco
en la dirección del curso del sol. Yéndose en sentido contrario, la
serie es la siguiente: Fuego, Agua, Aire, Tierra.
De modo que jamás podrán sucederse entre sí, ni Fuego y Aire,
ni Agua y Tierra. ¿Cuál es el sentido de este ritmo en el círculo?
Con esta pregunta entramos en una zona de la cual hasta ahora
hablamos sólo en forma muy general, una zona que, en cierto senti-
do, se relaciona nuevamente con el problema del círculo y su núme-
ro –el “6” y su duplo–, la zona del “seis” cósmico, de la “hexíada”
[Sechsheit] o “sexíada” cósmica, o, en fin, de la sex(“6”)ualidad, de
la sexualidad cósmica.
Ya en la Introducción –en la segunda conferencia de la primera
serie– expusimos que todo criterio de revelación es un desdobla-
miento de la unidad arquetípica en sujeto y objeto, siendo este últi-
mo, en realidad, el mismo sujeto que se convierte en apariencia de
sí mismo, que se enfrenta a sí mismo en el acto de la autorrevela-
ción. Es así que, a aquello que originariamente reposaba en sí mis-
mo, le nace su propia apariencia, como consecuencia de un desdo-
blamiento que sólo podrá ser salvado por un tercer factor, esto es,
por la aspiración al restablecimiento de la unidad. Este tercer ele-
mento es el medio por el cual el curso universal es puesto en mar-
cha y conservado, el verdadero espíritu rector del acaecer cósmico,
que se manifiesta al ser humano bajo el triple aspecto de “tiempo”,
“espacio” y “causalidad”. Pero los dos elementos arquetípicos –a
saber, el sujeto en sí y el sujeto visto en el espejo de sí mismo– son
los elementos que hemos de considerar como formas arquetípicas
203
de aquella contraposición, que, en general, se manifiesta de conti-
nuo como “lo masculino” y “lo femenino”.
De aquí en adelante, será “masculino” todo aquello que tienda a
la objetivización, que tienda a llevar hacia afuera una interioridad,
para convertirla, allá afuera, en “realidad”. Y será “femenino” todo
aquello que tienda a recibir en sí este impulso de objetivización,
para, con su ayuda, plasmar el objeto y conferir, a aquel impulso
masculino de voluntad creadora que se testimonia, la materia en que
acuñarse.
Es así que lo femenino se convierte en una especie de reflector
o “resonador” de lo masculino. Sin este resonador femenino, el im-
pulso masculino se perdería en lo infinito, se dilapidaría; sin el im-
pulso masculino, lo femenino no sería más que una espera vacía y
estéril, una mera posibilidad sin posibles, del mismo modo que, sin
el impulso femenino, lo masculino no será más que mero obrar sin
obra. El unísono de lo masculino con lo femenino suscita lo que
llamamos “lo real”, lo delimitado por la forma, la cosa o el “obje-
to”, lo objetivo, lo que configura lo esencial de todo “fenómeno” o
“apariencia” o “aparición” sobre este mundo revelado,
En todo lo que haya llegado a ser objetivo o real, se continúan
los contrastes arquetípicos de “masculino” y “femenino”, y cobran
en la objetividad una especie de tercer sexo, un sexo “neutro”, como
efecto de combinación, igualable a la sombra que se proyecta sobre
una superficie, desde algo situado exteriormente a dicha superficie.
Pues tanto lo masculino arquetípico como lo femenino arquetí-
pico están más allá de la perceptibilidad. .
Si aplicamos lo recién expuesto a aquello que logramos conocer
en el mundo de los fenómenos, este mundo se nos muestra en una
especie de “gradería” de su devenir, en lo cual cada peldaño apare-
ce, en relación con su peldaño inmediatamente inferior, como si
emitiera de sí el impulso de ascensión, esto es, como “masculino”
antes de ser “pisado” desde “abajo”, y como “femenino” al ser
abandonado por la “pisada” en el curso ascensional que ésta sigue
hacia los peldaños de “más arriba”. Si cada una de estas “gradas” no
quiere ser la “última”, tiene que convertirse en “resonador” de un
204
impulso más alto, esto es, tiene que transformarse en “lo femenino”,
para poder “elevar a las alturas”. Es por eso que la fuerza ascensio-
nal que hace su aparición en toda evolución es la faz femenina de
tal evolución, pues representa el componente de repulsión de algo
aún irrealizado, de algo que, viniendo del futuro, quiere comulgar
con lo presente. Es lo que Goethe llama el “eterno femenino”, que
“nos atrae a la altura”.
Lo que acabamos de exponer nos ayudará a comprender una
manera especial de distribuir el espectro zodiacal, que se revela en
la ponderación sexual de sus regiones, según la cual, a un signo
masculino –Fuego o Aire– sigue un signo femenino –Agua o Tie-
rra–, y así sucesivamente, de acuerdo a las dos fases de la oscilación
arquetípica. (Véase figura 7.)
Fig. 7
–
Aries y Libra – – Tauro y Escorpio
Leo y Acuario – – Virgo y Piscis
Sagitario y Géminis Capricornio y Cáncer
– –
Fig. 10 Fig. 11
210
Sattwa (nivelador)
Fig. 12
Fig. 13
211
Examinemos, por de pronto, las cuatro triplicidades (figura 10),
y tratemos –siempre en un sentido general– de explicarnos cómo se
presentan a la conciencia del hombre cuando se las vive
esotéricamente.
La triplicidad terrestre –el elemento Tierra, absolutamente
femenino–, el mundo perceptible o los sentidos, o mundo de
apariencia material. Estamos incorporados a este mundo por nuestro
cuerpo material, sometidos por él o las mismas leyes que obran en
este mundo de la materia, a saber, las leyes físicas y químicas. Del
mismo modo en que tomamos conocimiento inmediato de este
mundo, únicamente por los órganos de los sentidos de nuestro
cuerpo, también es sólo por los órganos de este cuerpo que podemos
influir inmediatamente sobre este mundo, influyendo para ello en
forma mecánica-física, esto es, motora, sobre el curso del devenir,
por medio de la fuerza de nuestros músculos, o de la fuerza química
de nuestra asimilación material y acaso, también, por las
radiaciones físicas del organismo total.
Pero lo fundamental del elemento Tierra es que todo lo que,
provisto del atributo de lo corporal, se da a nosotros, representa el
“sello” último, esto es, la realidad de los impulsos irresistibles, afe-
rrada a la materia y, de ahí, definitiva, independientemente de que
tales impulsos provengan de lo físico, lo psíquico, lo mental o lo
moral. En consecuencia, la realidad fijada a la materia es arquetípi-
camente femenina, o sea, “atada al pasado”, y testimonia la presen-
cia de algo que alguna vez no estuvo en la materia, de algo “incrus-
tado” en la materia, como, por ejemplo, lo son las rocas cretáceas
como incrustación de una vida de otrora en la piedra.
Es por eso que las relaciones fundamentales de espacio, tiempo
y causalidad, tal y como las vivimos en el mundo material, cobran
un color empírico válido únicamente para este mundo, un color de
experiencia que lleva exclusivamente en sí los criterios del aspecto
de “lo pasado”. En el mundo terrestre prepondera el espacio; tiempo
y causalidad son secundarios.
La categoría de espacio o de expansión en el mundo material es
una especie de irresistible pretensión de propiedad, de posesión de
212
cada cuerpo referida a su existencia y, a la vez, una posición de de-
fensa frente a cualquier tentativa de perturbar dicha pretensión.
La expansión es la multiplicación de esta pretensión legal, y, a
la vez, un desafío a la pretensión legal del prójimo.
El espacio es la barrera eterna que separa los cuerpos de los
cuerpos. Toda aproximación o superación del espacio no es más que
un “medir”, o una especie de recuperación de distancias, dentro de
la siempre vana competencia para restablecer lo pasado.
Este “medir” es el que crea el significado de la categoría de
tiempo en el mundo material.
También el tiempo se orienta al pasado. En realidad, de los tres
aspectos del tiempo, en el mundo de los cuerpos –pasado, presente
y futuro–, no hay más que el pasado, y tanto el presente como el
futuro aparecen atados al pasado, es decir que están condicionados
por lo que acaba de cobrar realidad.
El futuro no tiene realidad en el mundo material, pudiendo sólo
ser incluido en este mundo material, en tanto se aguarde de él (del
futuro) la realización de un suceso cualquiera en lo material.
El tiempo en el mundo material es el abismo medido en la
“ojeada retrospectiva” entre la esperanza y su realización en la ma-
teria. ¡Sólo se puede medir el tiempo que ha transcurrido!
También la “causalidad”, que, al igual que el tiempo, no compe-
te inmediatamente al mundo físico, cobra, al ser aplicada al mundo
físico, un carácter puramente retrospectivo; la causalidad tiende a
buscar en el pasado la determinación causal de todos los aconteci-
mientos presentes y futuros, tiende a elaborarse sobre el pasado. Y
de este modo se origina una perspectiva de pasado, pura, específica,
del mundo terrestre; llamémosla perspectiva “histórica”, o también,
perspectiva “cronológica”.
Dentro de esta peculiaridad, sólo esbozada, del mundo terrestre,
aparecen los tres polos del género Rajas, Tamas y Sattwa como tres
impulsos, de los cuales el primero se dirige a la multiplicación de la
realidad en la materia, es decir, de la realización de lo aún no reali-
zado, el segundo se dirige a la conservación y protección de lo ya
213
realizado, y el tercero se dirige a la combinación niveladora, utilita-
ria, de los otros dos impulsos, en el sentido del empleo más adecua-
do de los mismos, como así también de la obtención de una medida
invariable y objetiva de ellos, a los fines de poder dominar todos los
fenómenos reconocibles del mundo material. (Capricornio, Tauro,
Virgo.)
La triplicidad de Agua –todavía perteneciente a la categoría fe-
menina, aunque ya no en forma absoluta ( – –)– se presenta a la
vida esotérica como el mundo de los procesos psíquicos, de las pa-
siones y de los instintos, del dolor y el placer, del odio y el amor; se
manifiesta como el mundo de los anhelos y los temores, de las espe-
ranzas y las desesperaciones. Todo lo mencionado corresponde en
este mundo de Agua a aquello que en el mundo de la materia confi-
gura las realidades de ese mundo de la materia. Pero a dichas reali-
dades no tenemos acceso por nuestro cuerpo físico; no podemos
percibirlas ni con los órganos de los sentidos del cuerpo, ni las po-
demos influir inmediatamente con estos órganos. Y, con todo, di-
chas realidades nos tocan con fuerza vivida en forma inmediata.
También este mundo de Agua tiene sus leyes, en las que esta-
mos incluidos; también estamos incorporados a este mundo por una
especie de cuerpo, que nos pertenece igual que el cuerpo físico, y
que también está sometido, por su parte, a las leyes del mundo psí-
quico exterior.
Llamaremos a esta parte nuestra del mundo de Agua o mundo
psíquico, por el cual nos sentimos delimitados dentro del mundo de
los realidades psíquicas, frente a un, por así decir, “mundo psíquico
exterior” –tómese esto, si se quiere, por de pronto, como simple
construcción–, siguiendo la terminología científica oculta, nuestro
cuerpo astral.
214
Por él nos incorporamos al mundo psíquico. También en el
mundo psíquico se nos presenta una especie de “exterioridad”;
también en este mundo psíquico obran las relaciones fundamentales
de espacio, tiempo y causalidad, sólo que en forma totalmente
distinta. En el mundo de Agua, la categoría de “espacio” no se
determina, como en el mundo físico, como una “yuxtaposición”,
como la yuxtaposición absoluta, según las tres dimensiones del
espacio, sino que aquí, en el mundo psíquico, el espacio es una
forma de “correspondencia”; y la medida de la distancia espacial
dentro del mundo psíquico se establece según el grado de intensidad
de esta correspondencia (responder con), yendo de la más absoluta
indiferencia hasta el rechazo más hostil, o la unión más ardiente.
El grado de nuestra ansiedad o temor, de la in-clinación o decli-
nación, se convierte en medida espacial dentro del mundo psíquico,
y crea la perspectiva espacial psíquica, en virtud de la cual nos pa-
rece cercano y grande lo que nos es “próximo” psíquicamente, y
pequeño, lo que psíquicamente nos es “lejano”. De ahí que en el
espacio psíquico no haya medidas constantes, representables en
formas fijas. Si se intentara traducir esta medida al espacio físico,
obtendríamos un producto obediente a una ley totalmente irracional,
cambiando en todas las dimensiones, “incalculable”, un producto
sin forma constante, que, precisamente como el agua, toma la forma
del recipiente que lo contiene.
En la medida, pues, en que esta medida psíquica se manifiesta
independiente del mundo de las aspiraciones del hombre, la catego-
ría de “espacio” de este mundo va unida al pasado, y toma de los
contenidos psíquicos la ley de sus relaciones, de los contenidos psí-
quicos que extrae el hombre de sus deseos, los cuales representan
justamente aquel “recipiente” invisible, preformado, en que se vuel-
ca la realidad del Agua, el equivalente psíquico de la materia terres-
tre.
También la categoría de “tiempo” es distinta en el mundo de
Agua. Sus tres aspectos, pasado, presente y futuro, concluyen aquí
de manera harto curiosa, se mezclan, en tanto todo acaecer en el
tiempo “psíquico”, por más que en su ocurrencia en el mundo real
215
pueda presentarse en serie –esto es, pasado, presente y futuro–, no
podrá ordenarse “en serie”, sino que, en su totalidad, aparecerá co-
mo algo pasado, pero, dentro de este “pasado”, podrá ser trocado a
voluntad, de modo que en este mundo no existirá un “antes” o un
“después” en sentido físico. La medida del “antes” o del “después”
estará en el grado de esfuerzo psíquico que se emplea para sosegar
las emociones psíquicas o para “librarse” de ellas, para “olvidarlas”
y transformarlas; el analogon de esto sería aquello que en el mundo
físico hemos llamado “superación de la distancia”.
También en el mundo psíquico, al igual que en el físico, el
tiempo sólo es pleno en su aspecto de pasado; pero en el mundo
psíquico dicho pasado es variable, es “borrable”, y de acuerdo con
esto, una vez “borrado”, crea una vista hacia un futuro no unido al
pasado, no pasatista, una perspectiva imposible dentro del mundo
físico.
El aspecto de futuro en el mundo psíquico es la esperanza. ¡En
cambio al mundo físico no tiene esperanza!
La categoría de “causalidad” también presenta una faz distinta
en el mundo de Agua.
Mientras que la causalidad física pasa sobre la cabeza del hom-
bre con sus desconsideradas y férreas leyes, incluyendo dentro de su
inexorable curso al propio ser humano con su acción material, aun-
que con exclusión total de su alma y de su pensar y de su desear, la
causalidad en el mundo psíquico nos muestra al hombre, incluido en
ella, de manera totalmente distinta. Desde luego, también esta cau-
salidad se orienta al pasado, pero no en forma de presentarnos al
hombre como esclavo de ese pasado, sometido al pasado por la
coerción indestructible de la necesidad, sino en una conexión “va-
riable” según el grado de “culpabilidad”, tal y como esa culpabili-
dad se manifieste dentro de nuestro “estar incluidos” en el curso del
acaecer psíquico interior.
De ahí que, mientras en el mundo físico el pasado, de que fluye
toda causalidad, se halla eternamente inmóvil, mientras que allí lo
pasado es para siempre invariable, pues no hay en el mundo físico
ningún tipo de causalidad que, tomada temporalmente, posea fuerza
216
retroactiva, la causalidad psíquica va equipada de tal fuerza, que se
halla en condiciones de borrar el pasado psíquico, de expiar la cul-
pa, o imprimir con esto a la causalidad una dirección que va del
presente ni pasado, una fuerza capaz de quebrar la rigidez del pasa-
do y de ablandar la dura coerción que éste ejerce, capaz de destruir
el pasado, de desmontarlo, o de “perdonarlo”, modificando entonces
el curso de la causalidad, haciendo que la corriente vaya “aguas
arriba”.
En este sentido, también la causalidad psíquica se orienta al pa-
sado, pero el hombre tiene parte esencial en su fuerza; en lugar de la
necesidad inequívoca, desesperanzada, del mundo físico, según la
cual no manifiesta allí la causalidad, en el mundo de Agua dicha
causalidad se manifiesta en la idea de las “infinitas posibilidades”.
Dentro del mundo de Agua, brevemente descrito hasta ahora, vuel-
ven a presentarse los tres modi de lo activo, lo pasivo y lo neutrali-
zador, como disposición constante al aumento de intensidad de la
vida psíquica, en el sentido de la más alta sensibilidad (Cáncer), o
de la elaboración de esta sensibilidad en la más alta energía psíquica
(Escorpio), o, finalmente, como disposición al empleo de la sensibi-
lidad psíquica para el esclarecimiento y la transformación (Piscis).
La tercera triplicidad, o triplicidad de Aire, nos lleva a un te-
rreno que, en contraste con los dos anteriormente descritos, es do-
minado por los impulsos masculinos, es decir, por los impulsos
creadores; se trata del terreno del mundo mental, el mundo de las
ideas y pensamientos, da las formas y formulaciones puras: –.
Tampoco estamos conectados inmediatamente con este mundo
mental, ni por el cuerpo físico ni por el cuerpo psíquico. Los pro-
ductos de este mundo sólo nos son accesibles inmediatamente por
aquello que intuimos dentro de nosotros como sustrato de nuestra
función cognoscitiva, o función mental. Llamémoslo nuestro “cuer-
po mental” o, para emplear el término técnico de las ciencias ocul-
tas, nuestro cuerpo “aéreo”.
Este mundo mental está lleno de aquellas realidades que repre-
sentan para nosotros las figuras arquetípicas de todo lo que en el
mundo físico ha tomado forma material, y que, como tal, es reco-
217
nocible; en dicho mundo mental se elaboran los “recipientes” invi-
sibles, cuyos contornos se hacen visibles cuando se vuelca en ellos
la corriente de la materia. La elaboración de estas formas y sus rela-
ciones recíprocas se hallan sometidas a las leyes del mundo mental,
en el cual estamos incluidos los seres humanos con nuestro cuerpo
mental, del mismo modo en que, con nuestro cuerpo físico, estamos
incluidos en el mundo terrestre, con sus leyes físicas y químicas.
Pero mientras estas leyes se hallan enteramente bajo el aspecto
del pasado o de la necesidad, de la forma femenina de la ley, las
leyes mentales son leyes de las energías creadoras, orientadas al
futuro, que son, de este modo, el modelo de todo lo que en el plano
físico constituye, en su calidad de realidades físicas, reflejo incom-
pleto de tales energías.
En el mundo mental no hay “suceder”, sino “crear”; todo “co-
nocer” es en este mundo un “manifestar”, o un activo “formar” en
sustancia mental.
De ahí que el conocer sea la fuerza activa, el “poder”, la activi-
dad artística creadora.
Es por eso que también las lenguas antiguas tienen una única
raíz lingüística para la idea de “crear”: gen, g-n: gignere, y otra úni-
ca para la idea de “conocer”: gnoscere.
Las relaciones que se originan, por aquellas leyes mentales, en-
tre las realidades mentales, se representan también aquí bajo el as-
pecto triple de “espacio”, “tiempo” y “causalidad”.
En el espacio mental, las figuras mentales no aparecen yuxta-
puestas, como las del espacio físico, ni correspondientes, como las
del espacio psíquico, sino “engranadas”, en lo cual la medida men-
tal del espacio se convierte en medida de la concentración o descen-
tración mental, esto es, de la conjunción o dispersión de las formas
creadas en la mente, en las cuales tienen que ser absorbidas las
realidades del mundo mental para que se hagan “nuestras”.
Estas dos dimensiones espaciales del mundo mental son llama-
das por Kant, en su Crítica del juicio, la “capacidad de generaliza-
ción y de especificación”.
218
Por estas dos funciones fundamentales se conservan las realida-
des del mundo mental en una relación de clasificación, coordinación
y jerarquía recíprocas, por la cual se produce lo que en lo terrestre
se representa por la causalidad activa. Las relaciones causales te-
rrestres son la sombra de las “relaciones espaciales” mentales en la
órbita de Aire.
El proceso mental de conocimiento es, con esto, una constante
producción de formas en las cuales albergamos los contenidos men-
tales; es decir que constituye un verdadero “crear” de la reserva de
la sustancia mental por medio del “recipiente” siempre restablecido.
Pero lo que asegura a estas formas, y a sus relaciones mutuas, per-
sistencia y firmeza, es una especie de coerción interior que posee la
misma fuerza inexorable que la causalidad física. La llamamos “ló-
gica” o fuerza mental creadora.
La fuerza de la lógica mantiene la cohesión del inmenso edifi-
cio de las realidades mentales; por la lógica se produce aquella fir-
meza interior, basada en sí misma, invariable, perdurable, que lla-
mamos verdad. La ley espacial que gobierna esto es la de la “infe-
rencia”, la figura arquetípica de todas las leyes matemáticas.
El esfuerzo mental que debe llevarse a cabo para crear estas for-
mas y para conservarlas, lleva a la categoría de “tiempo” en el plano
mental. Y aquí se presenta algo curioso: el aspecto mental del
“tiempo” se acerca, en su particularidad, a aquello que en la órbita
de lo físico es el “espacio”, esto es, a lo que “separa”, a lo que se
interpone entre las realidades mentales o entre las formas mentales
y a su coordinación total en una única realidad que lo abarque todo
en sí, postergando de ese modo la creación de esta realidad.
De manera que lo que se presenta como “tiempo” en lo mental
es el analogon de lo que en lo físico es el “espacio”; a su vez, el
espacio mental se manifiesta en el mundo exterior de los sentidos
como la suma de las leyes matemáticas que en él se albergan.
En la medida, empero, en que la función mental del tiempo se
halla orientada hacia el futuro, como tarea creadora –sentida inte-
riormente–, o como labor de esfuerzo creador, su objeto se convier-
te en algo que es el comienzo de toda revelación: el mundo antes de
219
su desdoblamiento, la integración del mundo, o el restablecimiento
de las cosas –apokatástasis–, el retorno a la unidad. Y en este tercer
plano de Aire, nos encontramos nuevamente con tres categorías:
223
224
TERCERA CONFERENCIA
“Antes cualquiera que quisiese hacerse grande
entre vosotros, será vuestro servidor;
“Y cualquiera de vosotros que quisiere hacerse
el primero, será siervo de todos.”
Ev. San Marcos, X, 43, 44.
225
Si consideramos, por ejemplo, la primera parte de la tricromía –
la amarilla–, notaremos que algunas partes aisladas del cuadro final,
ya aparecen en ella en su color verdadero, pero otras partes, que
momentáneamente son “amarillas”, mostrarán en el cuadro de con-
junto algún color mixto, como, por ejemplo, anaranjado, verde, cas-
taño, mientras que otras partes del cuadro total faltan totalmente a
primera vista.
No debemos olvidar esto para no caer en el error de considerar
tales caracterizaciones generales de tipos, como definitivas, como
cuadros finales de carácter, error este en que incurren tantos princi-
piantes, que no pueden esperar con paciencia a emplear los conoci-
mientos, todavía muy parciales, estando como están al comienzo del
curso, en la práctica.
De modo que, por de pronto, nos las tenemos que ver con una
caracterización general de esas doce casas del zodíaco. Hoy caracte-
rizaremos, de entre los cuatro tipos de Hombre de Tierra, de Agua,
de Aire y de Fuego, el tipo mencionado en primer término y sus tres
súbditos, esto es, el hombre de Capricornio, el de Tauro y el de Vir-
go.
Y para comenzar de una vez con esto, apoyándonos en la com-
paración, arriba efectuada, con la técnica de la tricromía –en nuestro
caso sería una “tetracromía”–, nos plantearemos la pregunta acadé-
mica de cómo el hombre que, por ejemplo, no llevase puesta más
que la lente “terrestre”, podría darse por y en este mundo.
Tal “lente” no le mostraría las cosas más que en “un solo” co-
lor, el color de su lente. Lo que posea este color le será evidente,
claro, visible; el resto será poco claro, oscuro, débil y esfumado
hasta lo irrecognoscible, poco importante frente a lo que tiene color
“terrestre”, y sólo captable en relación con este último color. Lo
mismo ocurriría con las otras tres categorías.
En otras palabras: sólo lo que posee el color de la “propia” lente
parece ser lo verdaderamente real, el mundo miscible, pero sólo en
base a tal color, y sólo digno de ser vivido por tal color; la vida no
tiene valor más que por los valores que suscite ese color.
226
Si, llegados al final de su vida terrestre, los portadores de esas
cuatro lentes pudieran echar una ojeada retrospectiva sobre lo he-
cho, de modo de poder reconocer qué pareció, a cada uno de ellos lo
principal de esta vida, lo que ya quedó atrás, obtendríamos cuatro
respuestas distintas.
El portador de la lente “terrestre” tendría que reconocer lo si-
guiente: en primera línea, “fue importante en mi vida la manera en
que actué en el mundo exterior; fueron importantes todas las rela-
ciones con lo objetivo de este mundo y, sobre todo, mi obrar y mi
actuar, en tanto por ello haya podido transformar el acaecer mate-
rial; insignificante sería todo lo que no llegó a la realización o que-
dó en intención trunca. Sólo el actuar determina mi lugar en el
mundo. Frente a la importancia de lo que pude lograr con mi actuar,
logrando finalmente dejarlo como legado material, palidecen todas
las valoraciones de la vida, resultan insignificantes todos los senti-
mientos, pensamientos y planes no llevados a cabo”.
El hombre con la lente de “Agua” diría lo siguiente; si tuviese
que resumir su vida, no consideraría que lo principal de su vida fue
lo inmediatamente real del mundo material; todo actuar, y las trans-
formaciones resultantes de ello en el mundo circundante, serían
secundarias frente a las experiencias psíquicas, que ocupan el lugar
primordial para él. No como vivimos nuestra acción, sino como
vivimos nuestros sentimientos es lo principal de su vida. ¿Cómo
soporté y me conduje en el placer y el dolor, y cómo hice gozar y
sufrir a otros? ¿Cómo me he transformado interiormente por el pla-
cer y el dolor? No fueron los bienes materiales los que me hicieron
valiosa la vida, no su posesión, ni tampoco mi rendimiento en lo
material; todas estas realidades palidecen frente al mundo de mis
sentimientos y de mis afectos, que, en mi actual ojeada retrospecti-
va, me resultan tan dulces como los placeres que gocé mucho des-
pués. ¡Sólo por ellos valió la pena vivir esta vida!
Y el hombre de la lente de “Aire” también él ha “actuado” y ha
“sentido”, lo mismo que el hombre de Tierra y el de Agua, pero el
contenido de este actuar y este sentir palidece frente a la importan-
cia que cobró en su vida el “pensar”, palidece frente a la pura felici-
227
dad de aquellas horas en que pudo retraerse en su mundo mental, y
contemplar, desde ese puerto asegurado contra todas las tormentas
de la vida, el actuar y el sentir y, consecuentemente, las alegrías del
ser humano, más o menos como desde la butaca del teatro, para
extraer de este espectáculo su filosofía de la vida; y el poder perma-
necer sin ser molestado en tal actividad filosófica constituye el con-
tenido de su felicidad. La máxima y más pura alegría de la vida va
unida a la actividad mental, a la embriaguez entusiasta del crear o
del conocer recreativo.
Si el Hombre de Aire, llegado al fin de su vida, sacara la con-
clusión de lo que fue su vida terrestre, no preguntaría por resultados
materiales que haya podido dejar en el mundo circundante su exis-
tencia en la Tierra, como tampoco preguntaría por el contenido de
sus placeres y dolores del alma. Lo único que valió la pena vivir fue
el pensar, la búsqueda espiritual –mental–, el conocer, el crear, la
aspiración a la verdad, no importa si equivocada o lograda cabal-
mente.
¿Y el hombre de la lente de “Fuego”? Para él, el mundo sería
ante todo como un inmenso campo de batalla donde desplegar su
fuerza de voluntad. Detrás de todo lo que se manifiesta en el acaecer
terrestre, material, en el dolor y el placer del alma, y detrás de toda
aspiración mental, el Hombre de Fuego vería, como primera y últi-
ma realidad “verdadera”, la dirección fundamental de una voluntad,
frente a cuya claridad palidece todo lo otro.
Los valores supremos, por los cuales vale la pena vivir la vida,
y que a la vez lo justifican a él, solo frente al tribunal de su propia
conciencia, van unidos a su naturaleza moral. El haberse apartado,
fuere por lo que fuere, del mandamiento de la propia voluntad cons-
ciente, es el peor reproche, la acusación más dura que podría formu-
lar contra sí mismo; el haber llevado al triunfo a su voluntad escla-
recida moralmente es su única justificación, la única compensación
por lo arduo de la lucha que le impuso la vida.
Los cuatro tipos ideales de Hombre de Tierra, de Agua, de Aire,
de Fuego, que sólo mencionamos brevemente, no se hallarán jamás
al estado de pureza, pues esto requeriría que en el horóscopo del
228
nacimiento de cada uno de ellos ejerciera influencia astrológica úni-
camente un solo elemento: a pesar de esto, habrá muchos seres hu-
manos en cuya constelación de nacimiento la influencia de una de-
terminada cualidad elemental sea tan preponderante que dicho ser
pudiese reconocerse de inmediato en alguno de los esquemas que
acabamos de trazar.
Por lo demás, se ha intentado varias veces clasificar fuera de la
órbita de la astrología a los hombres según su carácter, y se lo ha
hecho también en cuatro grupos, como lo muestra, por ejemplo, la
teoría de los temperamentos, que, con todo, se refieren más a la di-
versidad de fundamento afectivo de cada uno, tal y como se mani-
fiestan en la vida diaria. De acuerdo a esto, se hace la siguiente cla-
sificación:
230
ciencias humanas según los terrenos de intereses a los que tales
ciencias deben servir, y aquí se hace evidente que, efectivamente,
son esos cuatro campos de trabajo del ser humano los que confieren
la base de división en cuatro que acabamos de mencionar. La Facul-
tad teológica o terreno de la sabiduría de Dios toma su doctrina de
la órbita de Fuego; la Facultad de filosofía toma, como se ve inme-
diatamente, su doctrina de la órbita de Aire; la Facultad de medici-
na, que se ocupa de la curación de los dolores y males, de la órbita
de Agua, y finalmente, la Facultad de derecho, como se echa de ver,
lo mismo que las ciencias sociales y del Estado, de la órbita de Tie-
rra.
Y ahora, permítasenos, también a nosotros, antes de penetrar en
los grupos elementales aislados, caracterizar con cuatro denomina-
ciones lo fundamental de aquellos grupos:
Llamaremos brevemente a los representantes del grupo terres-
tre, los “trabajadores”, trabajadores del agro llamado “Tierra”; son
los que “llevan las cosas a cabo”, los “clásicos” de la vida, o tam-
bién los “realistas”.
A los representantes del grupo “Agua” los llamaremos los “ro-
mánticos de la vida”. Son los visionarios y místicos, como así tam-
bién los grandes amantes y extáticos.
Los hombres de “Aire” serán los “filósofos”, los investigadores
e idealistas.
Los hombres de “Fuego” serán los predicadores, los arrebata-
dos, los héroes y profetas.
Y de este modo llegamos a una especie de clasificación de los
seres humanos en cuatro castas, de manera análoga a lo que hicieron
los antiguos hindúes y chinos, bien que deberemos recordar que los
límites establecidos por esta clasificación jamás son absolutos en la
vida real, sino que, antes bien, cada ser humano viviente representa
una mezcla especial de aquellas cuatro energías individuales; sin
duda, preponderará uno u otro elemento sobre los demás; acaso la
palabra más adecuada a esto sea aquella con que Gautama Buddha
caracterizó el valor de la división por castas:
231
“Del mismo modo en que los cuatro ríos que fluyen al Ganges,
pierden su nombre en cuanto sus aguas se vuelcan en las aguas del
río sagrado, también todos aquellos que creen en Buddha terminan
de ser brahamanes, kschatrias, vaisjas y sutras.”
Y ahora pasemos a explicar las regiones aisladas del zodíaco –
que de ahora en adelante llamaremos brevemente signos del zodía-
co–. Comenzaremos con el signo de
TIERRA
* * *
237
Y a continuación empezaremos a tratar el tema de las referen-
cias principales de los signos zodiacales del grupo Tierra.
CAPRICORNIO, entre los signos terrestres, el signo cardinal,
activo –el signo de la siembra– inspira a la acción y a la meta fir-
memente delimitada, clara, de dicha acción, en el sentido del cum-
plimiento de un deber, de lo cual lo primordial es la realización de
un propósito, superando todo obstáculo que le oponga la resistencia
de la materia. El cumplimiento de tal deber es interpretado como
una especie de misión; dejarlo sin cumplir o serle infiel suscita re-
mordimientos de conciencia. “No hacer nada a medias es propio de
espíritus nobles.” Tal podría ser su lema. De aquí surge, sin más,
aquello que podremos considerar una característica esencial de la
disposición de Capricornio: la tenacidad, la incansabilidad en la
persecución de una meta previamente propuesta. La inflexibilidad
que esto trae aparejada no se refiere, empero, al carácter férreo de la
voluntad, o, más aún, a la misma voluntad, sino, ante lodo, a un
“tener que realizar el hecho”. No es el que yo imponga mi voluntad
sino el que la obra sea llevada a cabo lo que importa. Y ante esto,
tendrá que retroceder todo lo demás, sobre todo, si me lo impide
todo lo proveniente de las esferas de Agua, de Aire, y hasta de Fue-
go. Por eso el hombre, en tanto aparezca como corporización pura
de la radiación de Capricornio, no se inclina a ninguna clase de
concesión interior, pero en cambio se inclina a toda clase de conce-
siones o compromisos exteriores que le posibiliten la realización de
sus propósitos.
El camino recto –la así llamada línea aérea– es en la menor par-
te de los casos el camino “más corto” para el Hombre de Tierra. Del
mismo modo en que, por ejemplo, la hormiga está siempre dis-
puesta a emprender los rodeos más largos, eludiendo los obstáculos
que no pueda superar, para retomar siempre a la dirección origina-
ria, que la llevará a la meta, también vemos al Hombre de Capricor-
nio tomar, en sagaz ponderación de sus propias fuerzas, los rodeos
que, entre todos los caminos, le parecen los más “cortos”. De aquí
extrae aquella cualidad de astucia en la vida práctica, de inteligencia
para perseguir sus objetivos, de aquella inteligencia que se denomi-
238
na “diplomacia”, esto es, el arte de alcanzar por rodeos, tarde o
temprano, aquello que para él constituye la misión más importante a
cumplir en el mundo.
Y este arte especial de tenacidad “elástica” le confiere un grado
de capacidad de resistencia en la lucha por la vida que no podría
darle en medida similar ningún otro signo. La inflexibilidad y la
dureza que se origina con esto se verifica no sólo en la lucha contra
los obstáculos exteriores, sino también contra las resistencias inter-
nas, mostrándose especialmente en la tendencia a reprimir el mo-
mento sentimental que aparece bajo la forma de estados de ánimo,
caprichos, etcétera, y que tanta importancia tiene en el Hombre de
Agua. El Hombre de Capricornio procura evitar la influencia de
tales impulsos sobre su actuar. Los sentimientos deben quedar en la
esfera de lo privado, a nadie le importan, y será su “estilo de vida”
el poder ocultarlos a voluntad. Hasta se puede hablar en este caso de
cierto pudor ascético del alma. Es por eso que el Hombre de Capri-
cornio podría aparecer a menudo como un individuo frío y pobre de
sentimientos, simplemente porque no se muestra fácilmente dis-
puesto a conferir a las cuestiones psíquicas un espacio tan extenso
como, por ejemplo, en el caso del Hombre de Agua. El Hombre de
Capricornio comparte esta cualidad con los demás signos de Tierra,
pero tiene conciencia de ella casi como de un deber a cumplir, el
deber de no dejarse apartar de su línea principal por cosas “tan se-
cundarias”. Y de esto resultan importantes consecuencias, que se
refieren especialmente a su conducta con sus semejantes. Podremos
comprender sin más –y se trata de una característica esencial del
Hombre de Capricornio– que le importe especialmente lograr y
conservar cierta independencia, sobre todo psíquica, tanto en los
propios procesos psíquicos como en los ajenos.
Este deseo de independencia no es expresión de impulso de li-
bertad, como lo veremos en los signos de Fuego, sino que simple-
mente es expresión emanada de un mandamiento práctico. De
acuerdo con esto, podremos ver que el Hombre de Capricornio no
se muestra afecto a dejarse imponer obligaciones que no puedan ser
expresadas claramente en forma de convenio jurídico. Es para él
239
doloroso el no poder alcanzar una cosa por sus propios medios, de
modo de tener que sentirse constantemente en deuda “impagable”.
Clara pacta, boni amici: tal el lema del Hombre de Capricornio. Es
por eso que uno de los signos infaltables del carácter del Hombre de
Capricornio es el de preferir agradecerse a sí mismo todo lo que ha
alcanzado, vale decir, el de sentirse y ser un self made man; es pre-
cisamente por esto que prefiere asumir él solo, sin compartirla con
nadie, la responsabilidad de sus actos. Es con esta conciencia de su
responsabilidad que, a su vez, se fortalece su autoestimación y la
conciencia de su propio valer; y es también en este sentido que
quiere ser estimado por sus semejantes.
En el grado en que se amplía el círculo de su actividad, cuya
expansión constante e intensificación constituyen para él, en su ca-
lidad de modalidad terrestre activa, factores de especial importan-
cia, crece también su deseo de asumir cada vez mayor responsabili-
dad. Y así adquiere la idoneidad especial para convertirse en con-
ductor responsable de todas las empresas que ha puesto en marcha;
se origina de este modo un tipo especial de ambición que podríamos
llamar, en este sentido, “ambición moral”, en tanto esta ambición
aspira a ser medida según el grado de rendimiento “real”, especial-
mente, de rendimiento “útil”. Ello determina una conexión típica,
característica del Hombre de Capricornio, con sus semejantes, co-
nexión que en primera línea se refiere a los hombres que pueda
aquél poner al servicio de su trabajo, el cual trabajo a su vez es em-
prendido en favor de una empresa mayor. Es así que puede aparecer
como “señor” de aquellos de quienes en realidad se siente “servi-
dor”. Y en tanto sea mayor el número de gente que participe de su
trabajo, en esta relación de servicio singular, basada en la reciproci-
dad, el número de gente de la que en realidad dicho Hombre de Ca-
pricornio es el “comandante”, sin sacar de esto más utilidad que la
de lograr la satisfacción de su impulso de actividad en la autoesti-
mación y en la estimación de los demás, se cumple su misión prin-
cipal en la vida, a saber, la de ser un “sembrador” en el agro llama-
do Tierra.
Y en esto se basa el hecho de que el Hombre de Capricornio
240
muestre constantemente la tendencia de ocuparse de algún modo de
una actividad pública, de desempeñar oficios que le permitan
desempeñarse en ese sentido, esto es, gobernar por la servidumbre o
servir por el gobierno. De ahí que haya que mencionar muy espe-
cialmente el hecho de que la sagacidad de vida arriba enunciada y la
disposición diplomática capacitan al Hombre de Capricornio a
desempeñar ante lodo los oficios que le permitan aplicar las men-
cionadas aptitudes. En los casos excepcionales o sobresalientes,
serían tales oficios el del estadista, el del político y el del diplomáti-
co.
Pasando ahora a atender, más que al aspecto exterior de la pro-
fesión, al efecto que producen las disposiciones descritas sobre la
vida del hombre medio, esto es, en sus formas más primitivas, nos
encontramos también con un factor de vida muy característico e
importante, infaltable casi en el Hombre de Capricornio. Se trata de
la concepción de la existencia humana como profesión.
¡Creced y multiplicaos! ¿No suena este antiquísimo manda-
miento como la voz de la conciencia del primitivo, la voz que le
advierte que debe dejar signos perceptibles de su existencia en la
Tierra, y que debe dejarlos en el mundo material, en el que no po-
dría obrar sino comunicado con la posteridad, que tiene su misma
sangre, a la cual posteridad se siente, además, unido por un nítido
sentimiento de responsabilidad por su existencia y por la preocupa-
ción de su evolución ulterior? Es así que surge ante nosotros la figu-
ra del pater familias, del patriarca. Lo que es el patriarca dentro de
su estirpe, es, en el sentido más amplio de la palabra, todo Hombre
de Capricornio dentro de los límites de su actividad.
De lo ya expuesto podemos ver sin más que es totalmente im-
posible al Hombre de Capricornio tomar la vida con “liviandad”,
considerar que la vida es “fácil”, ni aun cuando nade en la riqueza.
Sobre él pesa la dura carga de una responsabilidad: la de tener que
obrar. Es por eso que la tónica de su vida está dada por una grave
seriedad, que parece provenir de una conciencia siempre dispuesta a
la responsabilidad, que se extiende a las consecuencias de sus actos
en tanto estos actos hayan cobrado realidad. Debemos dar impor-
241
tancia especial a este hecho, pues en él se manifiesta una forma típi-
ca de la experiencia responsable, que no encontraremos en las otras
cualidades elementales. No es cosa del Hombre de Capricornio el
imaginar, luego de haber llevado a cabo un acto, cuánto mejor hu-
biera sido no haberlo realizado. Si, empero, llega a esta convicción,
se pondrá de inmediato, y en tanto sea posible, a corregir lo ocurri-
do, claro que sin mostrar inclinación alguna a entregarse a un pro-
longado arrepentimiento.
Hemos evitado hablar, en lo que va de la caracterización gene-
ral de la radiación de Capricornio, de otras características más que
de aquellas que resultan de la combinación de la cualidad de Rajas
con la cualidad terrestre. Lo que describimos de acuerdo a esto de
ningún modo puede contener aún referencia alguna a la manera en
que las energías irradiadas del signo de Capricornio son elaboradas
e incluidas por el individuo humano en la totalidad de su vida. Pero
para darnos ya ahora una idea aproximada de las posibilidades de
variación que puede dar la disposición fundamental recientemente
descrita, de la variedad con que se puede presentar en la vida prácti-
ca, confrontaremos entre sí dos tipos de Hombre de Capricornio,
que, bien es cierto, presentan entrambos enteramente los elementos
mencionados de la radiación de Capricornio, pero que, con todo, se
diferencian entre sí por el grado de evolución a que ha llegado cada
uno de ellos.
Recordemos que al comienzo de esta serie comparamos el cua-
dro de carácter que nos presenta el individuo humano con la sombra
que arroja sobre una superficie un objeto interpuesto en el curso de
los rayos de la luz. Dijimos entonces que la naturaleza de esa som-
bra dependía de la fuente de luz, que debemos considerar constante,
esto es, en nuestro caso actual, el signo de Capricornio, y que de-
pendía además –aquella “sombra”– de la transparencia y, finalmen-
te, de la proximidad terrestre del objeto.
Y son la transparencia y la proximidad a la Tierra las que carac-
terizaremos ahora de “grado de evolución” de aquello que en otro
pasaje caracterizamos en el hombre como su propio “yo”. Si el
hombre todavía no ha despertado en grado intenso a su yo, nos ve-
242
mos frente a un grado evolutivo bajo; por así decir, es en ese caso el
“hijo de la Tierra”, más fuerte en él que lo divino, y el embrión de
Dios está todavía muy lejos de su segundo nacimiento –tal y como
lo describimos en la cuarta conferencia de la primera serie–, más
lejos que en el otro caso. Podemos, pues, muy bien hablar de un tipo
menos y otro más evolucionado de Capricornio.
¿En qué se diferenciarán entre sí estos dos tipos? Hemos cono-
cido dos elementos astrológicos fundamentales que pueden ayude-
mos a captar lo esencial de esta diferencia.
Toda ascensión en lo evolutivo es posible únicamente por la re-
cepción de aquellos impulsos que nos acercan a la comunión con el
universo, preservándonos de este modo del aislamiento y del estan-
camiento en nuestra etapa evolutiva. Toda evolución ascensional
exige, de acuerdo con esto, la constante realización de un sacrificio
evolutivo, sacrificio que consiste en la disposición a abandonar de
continuo y jubilosamente todo apego al peldaño ya alcanzado, para
mantener vivo en nuestra conciencia el hecho de que, estemos don-
de estemos, no somos más que parte de un Todo superior.
Astrológicamente, esto se nos da por dos factores.
El uno consiste en el hecho de que, como dijimos la última vez,
todo signo se enfrenta con su opuesto en una relación de comple-
mento. Y de aquí resulta inmediatamente que la ayuda más podero-
sa que le llega al tipo humano situado bajo la influencia de la radia-
ción de Capricornio en su evolución superior, debe provenir de la
radiación de Cáncer.
Capricornio y Cáncer son, pues, recíprocamente, los auxiliares
más importantes, uno del otro, en la evolución ascensional, y toda-
vía veremos –la próxima vez, al tratar los signos de Agua– qué es lo
que tiene que aprender Capricornio de Cáncer y, viceversa, Cáncer
de Capricornio, para completarse recíprocamente por complementa-
ción.
Pero ya hoy podemos explicar la segunda relación general que
resulta de la idea del propio zodíaco como figura arquetípica del ser
humano, en tanto cada uno de los signos aislados del zodíaco signi-
243
fica un órgano incluido en tal figura humana, órgano cuyo sentido
sólo podrá ser comprendido en su relación de dependencia con el
organismo total.
Como mencionamos vez pasada, Capricornio corresponde a la
“rodilla” del hombre, a la rodilla como la radiación de Capricornio
vivida en forma interiormente corporal. Cuanto más íntima y pro-
fundamente captemos el sentido de esta radiación en relación con la
figura cósmica arquetípica del hombre; tanto más evidente nos re-
sulta lo que, en lo referente al tipo de Capricornio, quieren decir las
caracterizaciones de “superior” e “inferior”.
245
nación del elemento sentimental a la significación de lo real se
transforma en indiferencia, si no en insensibilidad. El sentido fami-
liar lleva a la limitación de todas las obligaciones y responsabilida-
des sociales, reduciéndolas a los pocos miembros del círculo estre-
cho de la familia. La fría ambición y la necesidad de valoración,
combinadas con la actividad incesante, completan el cuadro corres-
pondiente a este tipo que, como oprimido por el peso constante del
deber, llevando a cuestas la carga de su propio ser, lleva, en el fon-
do, la vida miserable de un esclavo que tiene la desgracia de estar al
servicio de sí mismo.
249
La clave para la interpretación del signo de Tauro en sentido
elevado surge en tanto tratamos de captar esotéricamente la fuerza
de persistencia como tal; es así que esta fuerza se convierte en poder
de la memoria, como guardián fiel de lo pasado. La memoria del
hombre es la cámara del tesoro del pasado, y el Hombre de Tauro es
el guardián de esa cámara.
Sin esta cámara, todo aquello que alguna vez fue objeto de ex-
periencia, y que lo será alguna otra vez, se perdería para siempre. El
signo de Tauro es, como decían los antiguos, uno de los “cuatro
vigías del cielo”; así llamaban los antiguos a los cuatro signos de
Tamas. Recordemos ahora nuestra imagen del sembrador, la semilla
y el fruto; al signo de Tauro le corresponde la semilla, con lo cual
nos resulta de pronto evidente que esta “semilla” es a la vez la cá-
mara del tesoro de todo el pasado orgánico de la planta y el guar-
dián que a ésta puso la naturaleza.
La característica, pues, del Hombre de Tauro más evolucionado
es la de cobrar conciencia de esta “guardia” y de esta condición de
“guardián” como de una misión sagrada. A este tipo le está dado el
preocuparse por la conservación de todo lo que ya ha llegado a ser
patrimonio de cultivo. Su misión no es la de tender a lo nuevo, sino
la de conservar lo conquistado y disponerlo para el uso en el mo-
mento oportuno.
En el doble sentido de la palabra “cuidar”, como “cultivar” y
“proteger”, se revela la disposición psíquica fundamental del Hom-
bre de Tauro, a la cual disposición corresponden en igual medida la
tolerancia y la paciencia. Es por eso que a Tauro se lo podría llamar
también el “paciente” y, ya en esta caracterización, hay una referen-
cia al sentido esotérico de este signo. Tauro: “cuidador”, “guar-
dián”, “paciente”.
Tengamos presente, además, que a Tauro corresponde en el or-
ganismo del hombre la región del cuello; esto nos permitirá ver con
claridad que, efectivamente, la garganta puede ser considerada el
guardián de todo lo que tiene que pasar por ella antes de pasar a
formar parte integrante del cuerpo. Pero en la garganta está además
la laringe o el órgano de la voz; y éste también es el guardián de los
250
pulmones. Sin embargo, no es esto lo único que importa. Los órga-
nos de la garganta no sólo vigilan todo lo que tenga que pasar por
ellos al entrar en el cuerpo, sino que también vigilan todo lo que por
ellos “sale” del cuerpo. La laringe es, ante todo, en sentido esotéri-
co, el guardián y el custodio de la palabra sonora.
Del mismo modo en que la memoria es la cámara del tesoro del
pasado, la palabra es la cámara del tesoro de los conocimientos
mentales. La palabra es asistencia del espíritu, atalaya de la mente,
que, por así decir, alberga y custodia el sentido. (“¡Dejar en paz a la
palabra!”, como dice Lutero.)
Pero en la región del cuello humano no sólo encontramos el ór-
gano de la voz; también pertenecen a ella la nuca y los hombros.
Sobre ellos carga el hombre el peso, sobre ellos echa el hombre la
carga que le es propia, como el Atlas de la leyenda antigua, que
carga con la esfera celeste, como guardián del mundo. La carga que
lleva sobre sus hombros el Hombre de Tauro es una especie de esfe-
ra celeste en pequeño, es la masa de tradiciones de la historia cós-
mica del desarrollo humano sobre la Tierra, el patrimonio cultural
de la siembra humana. Es esta la carga que lleva el Hombre de Tau-
ro, cuidándola, entregado a ella en fiel solicitud, del mismo modo
en que la mujer lleva en su cuerpo –esperanzada y paciente– la si-
miente del embrión de Dios llamado “Hombre”. Esto se aclara aún
más si pensamos en el planeta sometido a la radiación de Tauro, os
decir, Venus.
Sin entrar prematuramente en un capítulo posterior de nuestro
curso, que estará dedicado al mundo planetario, entenderemos a
Venus como al representante de todo aquello que llamamos la últi-
ma vez lo “eterno femenino”. Es Venus el planeta que da al hombre
el poder de venerare, esto es, de “venerar”, de mirar en adoración a
las alturas, el único poder por el cual fluyen en el hombre, y lo fe-
cundan, los impulsos del peldaño superior al de su propia evolución.
Con esto llegamos al efecto más alto que puede ejercer la radiación
de Tauro sobre el ser humano, a saber, la fuerza de una entrega es-
peranzada, paciente, a lo más alto y a lo supremo, esto es, en otras
palabras, el aspecto moral de esta radiación.
251
El signo simbólico para esta región del zodíaco nos revela de la
manera más penetrante qué es lo que debemos ver en este alto sen-
tido como misión que le es propia; el semicírculo abierto en la parte
de arriba, colocado sobre el círculo –el símbolo femenino sobre el
círculo masculino–, la posición del que ora y agradece o del que se
convierte en ser femenino en arrebatos de piedad, para aguardar el
impulso creador de lo alto. Si confrontamos ahora el tipo superior
con el tipo inferior del Hombre de Tauro, las cualidades de que aca-
bamos de hablar se transforman en sentido igual a lo que hemos ex-
puesto al referirnos al signo de Capricornio. La “limitación” en todo
sentido de la palabra se convierte en la característica de todas las
variaciones del complejo de Tauro.
La fidelidad del Hombre de Tauro es como la del perro, es de-
pendencia y proviene del sometimiento ancilar de todo su ser al
mandamiento de una tradición que, instituida por él mismo, se con-
vierte en medida de todo aquello que el Hombre de Tauro se permi-
te pensar y hacer. A su lado anda, constantemente invisible, el fan-
tasma de una “autoridad” que se le ha convertido en instancia últi-
ma e inapelable, sobre cuya palabra el Hombre de Tauro podría
prestar juramento. ¡Y la palabra gobierna al sentido, y la letra a la
mente!
252
Y pasamos al signo de VIRGO. Se trata del género neutraliza-
dor o de Sattwa de la calidad terrestre.
La fuerza de la radiación de Virgo no se basa en la siembra, ni
en el cuidado y el cultivo de la simiente, sino en la cosecha, la reco-
lección y empleo del fruto del agro.
Se trata de la preparación del pan o del alimento, para la cual se
llevaron a cabo la siembra y el cultivo.
En principio, la radiación de Virgo también obra en el mundo
de la realidad, de la materialidad terrestre, pero, en atención a las
condiciones físicas de este mundo, dicha radiación corresponde, en
nuestro ecuación: T = F P, al término “T”, esto es, al trabajo, a lo
que llamaremos el efecto útil. Lo útil y la utilidad se convierten,
pues, en contenido fundamental de todo aquello que configura la
vida del tipo de Virgo. Se trata de disponer el proceso de labor del
agro “Tierra”, al cual están dirigidos todos los signos terrestres, de
manera que, con el menor esfuerzo, y tomando lo más posible en
consideración el factor inercia, se alcance el máximo efecto útil
posible. Se produce así la exigencia que modernamente llamamos
racionalización del trabajo; la racionalización de cualquier trabajo,
sea que se refiera a lo físico, sea a lo psíquico, a lo mental y hasta a
lo moral, es elevada a “leitmotiv” del tipo de Virgo, y su primer y
más importante efecto es el de la búsqueda de un plan de trabajo
antes de la asunción de cualquier tarea.
Precaución, previsión o aquello que los latinos llamaban provi-
dentia o prudentia, o sea, inteligencia previsora, tal es lo que la ra-
diación de Virgo comunica al hombre, bajo la forma de una especial
sensibilidad por todo aquello que pueda reportarle utilidad y cau-
sarle algún perjuicio.
La elaboración de esta sagacidad especial hasta convertirla en
un reconocimiento consciente de sí misma lleva consecuentemente
a la fundamentación metódica de todas las aspiraciones orientadas a
lo práctico, convirtiéndolas en “ciencias”, en cuya primera línea
están las ciencias naturales, y luego, muchas otras disciplinas cuyo
objeto es el de acortar el camino que lleve a los conocimientos úti-
les, y el de evitar los perjuicios, el de evitar que sobrevenga cada
253
vez el perjuicio, para que el hombre cobre conciencia de él, y el de
alcanzar, en consecuencia, la inteligencia previa a la producción del
daño.
Pero la misma fundamentación de todas estas ciencias útiles
tiene que realizarse según un plan de racionalización; el contenido
de estas ciencias tiene que responder a un orden planeado, que ase-
gure su fácil apreciación de conjunto. El método de trabajo que re-
sulta de esto lo llamaremos “organización”, o sea, el principio de su
aplicación y de su utilización, el principio de la “economía”.
Para representarnos vivamente la importancia de aquello que
hasta ahora hemos considerado lo esencial del signo de Virgo, co-
menzaremos por volver a pensar en el órgano del cuerpo humano
cuya función esotéricamente experimentada se define como lo esen-
cial de tal radiación de Virgo.
Vale decir: el intestino, la función digestiva. Por esta función, el
pan incorporado al cuerpo como alimento, se transforma de manera
que sus fuerzas puedan comulgar inmediatamente con las fuerzas
vitales del cuerpo humano. El cuerpo humano viviente toma del
alimento consumido aquello que resulte útil, y desecha lo inútil. Lo
que se produce aquí, en la órbita del órgano físico del cuerpo hu-
mano, se convierte en modelo de todo lo que hemos expuesto en
relación a la tarea consciente de Virgo.
El Hombre de Virgo se comporta con respecto al mundo circun-
dante como la región intestinal con respecto al alimento consumido.
Del mismo modo en que éste separa con inequívoca seguridad lo
provechoso de lo perjudicial, procurando que lo perjudicial abando-
ne lo más pronto posible el cuerpo, el Hombre de Virgo posee un
fino sentido por todo lo que pudiera impurificar y perturbar la eco-
nomía más estricta. Y así llegamos a una tercera característica de
Virgo, a saber: la aversión ante lo superfluo, impuro y confuso. Es
aquí donde cobra especial importancia la diferenciación entre lo
“principal” y lo “secundario”.
Tratemos de aplicar lo recién expuesto a las esferas de vida in-
dividuales.
254
La medida más apropiada para juzgar la conducta del Hombre
de Virgo en la vida es la de su actitud fundamental de investigar
todo fenómeno en el sentido de su posible o imposible grado de
asimilación. A esta actitud le es necesaria, ante todo, una previsión
fundamental, extrema, dirigida por el sentimiento instintivo hacia
todo lo que se adecúa a la propia naturaleza y resulta apropiado para
armonizar esta propia naturaleza con la “naturaleza” en general. Lo
“natural” se convierte aquí en hilo conductor de la práctica de la
vida. En un sentido puramente físico, esta actitud lleva al encareci-
miento de toda forma de higiene, y a ocuparse escrupulosa y larga-
mente de las funciones del propio cuerpo.
En lo psíquico, esta actitud higiénica se manifiesta como senti-
do fino por la simpatía y la antipatía, que se sienten casi con nitidez
física. Este sentido es el que impide de antemano que luego se pro-
duzcan los graves desengaños y catástrofes sentimentales de que
está tan llena, por ejemplo, la vida del Hombre de Agua. La previ-
sión del Hombre de Agua se extiende también al terreno de lo psí-
quico. Esto lleva a un retraimiento critico en todo lo concerniente a
la esfera psíquica, retraimiento que suele calificarse de “pudor psí-
quico”, pero que en realidad se podría calificar mejor de “economía
psíquica”.
En la esfera de lo mental también se puede aplicar útilmente el
fundamento de la “asimilación”, para poder entenderse la peculiari-
dad del tipo de Virgo. Se trata en este caso de tener presentes en
forma constante todos los conocimientos que configuran la “des-
pensa” del acervo mental, de tenerlos presentes de manera tal que
en cualquier momento puedan ser aplicados como medida de lo que,
con su ayuda, pueda ser digerido o asimilado en punto a nuevos co-
nocimientos.
También aquí nos hallamos con un baluarte del “sano” entendi-
miento humano, claro que no en el sentido del Hombre de Tauro,
sino en un sentido enteramente higiénico mental; sólo se puede
creer lo que no contraría la nota del propio pensar. La vida mental
del Hombre de Virgo se halla, pues, bajo un autocontrol que cobra
un significado similar al que en lo psíquico revisten las simpatías y
255
antipatías de Virgo.
Finalmente, en lo moral nos encontramos con la misma actitud
de fondo; nada se puede reconocer como “bueno” si, de un modo u
otro, causa algún perjuicio. También la moral tiene su lado econó-
mico; es una especie de compromiso neutralizador entre las preten-
siones de vivir en el grado más alto posible de “bienestar”, cuidando
lo más posible el interés personal del individuo, de acuerdo a su
propia naturaleza. El código moral que resulta de esto tampoco
puede separarse –lo mismo que en Capricornio– del organismo so-
cial, pero no tiene nada que ver con la identidad entre el gobernar y
el servir, sino con un sistema de ayuda recíproca, basado en la de-
pendencia mutua, de acuerdo al principio de una racionalización lo
más amplia posible, cuando no de una racionalización del perjuicio
y la utilidad. Si se lograra encontrar un ordenamiento tal de la vida
en común entre los hombres, que el provecho de cada cual sea, a su
vez, útil a los demás, del mismo modo en que el perjuicio de cada
cual sea a la vez perjuicio de todos, habríamos hallado el ideal de un
orden social en que el principio moral de Virgo celebraría su triunfo
máximo. Se ha llamado a este principio el del “egoísmo bien enten-
dido”. Y con esto hemos llegado al punto en que se separan los ca-
minos del tipo do Virgo altamente evolucionado y del poco evolu-
cionado.
¿En qué conocemos al tipo de Virgo altamente evolucionado?
Si volvemos a partir de la correspondencia orgánica del signo
de Virgo, entenderemos sin más que, aquello que se rinde por la
función intestinal –el empleo del alimento y su asimilación– sirve a
la conservación del organismo total, con inclusión del propio intes-
tino. En tanto el intestino cuida de su propio progreso, cuida a la
vez del progreso de la totalidad del cuerpo del cual forma parte. De
modo que, en tanto el intestino se sirve a sí mismo, sirve a la vez a
la comunidad en la que va incluido.
Hasta aquí, esta exposición coincide con la de más arriba.
Pero el criterio para el tipo de Virgo superior o inferior, como
órgano peculiar de la asimilación, se podrá adquirir fácilmente a
partir del lado esotérico de la función orgánica del intestino. No se
256
trata más que de la transformación alquimista de lo inferior en lo
superior, en cuanto a la elaboración del cuerpo, pero, en la medida
en que el individuo humano aislado que recibe la radiación de Virgo
asume por sí la función intestinal cósmica, se convierte en mediador
de la radiación celeste para la comunidad humana a la que pertene-
ce, y, en tanto cuida de su propia superación en lo evolutivo, cuida a
la vez de la ventaja de todos aquellos con los cuales está comunica-
do. La aspiración a la propia perfección en favor de la redención de
los demás es, entonces, la obra de vida bien entendida, y ser en este
sentido un alquimista es lo que constituye el verdadero oficio del
Hombre de Virgo superiormente evolucionado.
Pero esta perfección tiene que permanecer en una constante re-
lación de dependencia con la labor en el agro llamado “Tierra”, con
el agere, con el obrar, el hacer y el actuar. Y a continuación, permí-
taseme expresar una noción que va unida a lo expuesto en oportu-
nidades anteriores, para de ese modo captar en toda su profundidad
el sentido esotérico del signo de Virgo.
Recordemos que en nuestra primera serie, en la sexta conferen-
cia, decíamos que el fruto más valioso y maduro del agro terrestre,
esto es, del mundo físico, debía ser el fruto que se obtenía con el
agere del ego humano, que debe ser conquistado de nuevo, luego
del pecado de los primeros hombres, trabajando para ello larga y
arduamente, de modo de obtenérselo en su pureza original. El senti-
do de nuestra labor en el reino terrestre es el de redespertar por esa
tarea nuestro verdadero yo, que sólo podemos hallar si renunciamos
a nuestra ansia egoísta de lograr ventajas temporales, si logramos
transformar nuestro yo limitado, de manera que este yo se convierta
en alimento ennoblecedor del prójimo a quien servimos con nuestro
yo.
También aquí vuelve a tratarse de un sacrificio por cuya reali-
zación se eleva el propio oficiante, al elevar a los demás, y se sirve
a sí mismo, al servir a los demás.
Y ahora podemos entender qué significa la “doncella” con las
espigas. No sólo es la segadora profana, que ayuda a recolectar el
cereal, sino que es además el símbolo de la transformación del ser
257
humano, que, en su segundo yo, nace por segunda vez, luego de
haber ofrendado su yo egoísta. El hombre que haya pasado por este
segundo nacimiento, por el cual ha superado la Tierra, se llama por
eso el “Nacido de la Virgen”, el que nació de la Virgen en Bet-
Lechem, es decir, en la casa del pan.
Es por eso que el planeta que sirve de transmisor de fuerzas ba-
jo el signo de Virgo es “Mercurio”, cuya función esencial es la de
mediador entre lo “elevado” y lo “bajo”, el “mediador”.
Más tarde volveremos sobre esto con más extensión.
Y pasemos finalmente a trazar rápidamente el cuadro del tipo
de Virgo poco evolucionado.
Entregado en todo y a cualquier precio a lo útil y conveniente,
precavido hasta la desconfianza más extrema, jamás llega a alcanzar
sus objetivos, de tanto prepararse y tomar medidas para alcanzarlos
“mejor”; ello ocurre porque antepone al propio objetivo el servicio
puesto en lo conveniente. Su vida entera se convierte en una cadena
de pedanterías de todo tipo, de preocupaciones mezquinas, de ela-
boración interminable de sistemas, clasificaciones, estadísticas,
ejercicios, preparativos, pruebas. Sólo al creerse a total seguro de
todo, cuando cree asegurada su existencia física, dirige su interés al
“prójimo”. Pero el “principal” seguirá siendo siempre él mismo.
Sólo la vez próxima, al hablar del Hombre de Agua, podremos
reconocer qué colaboración evolutiva puede llegar al Hombre de
Virgo de parte de la radiación del signo opuesto al suyo, a saber, el
signo de Piscis, del mismo modo que vale esto mismo para las opo-
siciones “Capricornio-Cáncer” o “Tauro-Escorpio”. Tauro y Virgo,
la potencia decisiva, mágica y alquimista, de la calidad terrestre po-
drá ser entendida brevemente por el hecho de ser Capricornio el
signo por el cual el hombre llega a la Tierra, Tauro el signo por el
cual so instala en ella y Virgo el signo por el cual supera y abando-
na la Tierra.
258
CUARTA CONFERENCIA
Y toda planta del campo antes que fuese
en la tierra, y toda hierba del campo antes
que naciese: porque aún no había Jehová
Dios hecho llover sobre la tierra.
GÉNESIS, II, 5
259
la experiencia de nadie, sin que nadie lo percibiese. Pero no es posi-
ble pensar lo mismo en lo referente al mundo de los sentimientos;
no se puede creer en la existencia de procesos psíquicos que no fue-
sen experiencia psíquica particular de nadie. Y con esto, el mundo
de Agua escapa a la esfera de la determinación objetiva.
En la segunda conferencia de esta segunda serie hemos expues-
to algo acerca de lo fundamental de este mundo de Agua. Recorde-
mos, por de pronto, que este mundo de Agua, junto con la calidad
terrestre, corresponde al componente femenino de la radiación total
del zodíaco. De este modo llegamos a un cuadro sencillo y sin em-
bargo bastante singular, en cuanto pensamos en la correspondencia
física entre lo “terrestre” y lo “acuático”. La Tierra y el Agua for-
man conjuntamente una mezcla, un producto mixto que se llama
“barro”.
La Tierra, “fría y seca”, se amasa y se forma con el Agua, “fría
y húmeda”, se convierte en el Golem de la Biblia, del cual fue he-
cho el cuerpo del hombre antes de que le fuera insuflado el hálito de
vida (Aire), el ruach, por Dios12.
De este modo, el Agua es el último puesto de avanzada de la
irradiación divina sobre el mundo de la materia.
El comportamiento entre la Tierra y el Agua podemos, pues, re-
presentarlo simbólicamente por la confrontación de:
–
Tierra – Agua –
– –
12
También en la lengua latina aparece el principio de vida como “hálito”, aunque
con dos géneros: el animus masculino, el “ánimo”, el valor, la voluntad, y al
anima femenina, esto es, el alma vuelta al cuerpo.
260
– – – Tierra
Agua
y crea de este modo, entre estos dos extremos, una relación que se
percibe desde el punto de vista exotérico de la mera observación
psicológica en la conciencia ingenua del hombre, por el hecho de
sospechar en la resistencia de la materia la expresión de una inexo-
rable voluntad natural, en cuya superación se fortalece la propia
voluntad.
De ahí que no sea sólo el agro llamado “Tierra” la escuela ca-
racterística de la evolución del “yo” del hombre, sino que es, por
otra parte, el cuerpo del ser humano, la limitación del “yo”, espa-
cial, incorporada en la materia del mundo exterior, la confirmación
física de su yo y su reflector, la envoltura exteriormente visible de
su mundo interior. De ahí que, entre todos los mundos elementales,
sea el mundo de Tierra el que exija más de la voluntad del hombre,
al exigir que se oponga voluntad a voluntad, y lleve, por esto, a la
penetración más inmediata y activa en este mundo de la materia,
que aparece a la conciencia ingenua del hombre como fruto de una
voluntad natural inexorable y poderosa.
En el mundo de Agua, las cosas son distintas. Este mundo, sus
formas y fenómenos, no están sometidos a las leyes de la materia
física. Pero hoy no es con el estudio del mundo de Agua en general
que nos las tenemos que ver, dado que ya hicimos esto la penúltima
vez, sino que nos ocuparemos de la caracterización de los tipos hu-
manos para los cuales es el mundo de Agua el único escenario sobre
el que se reflejan su ser y su obrar.
De manera que también hoy crearemos la ficción de un ser hu-
mano que sólo vive psíquicamente, la ficción del Hombre de Agua
“puro”.
Acaso nos acerquemos al máximo a la imagen de tal “Hombre
de Agua puro” si recordamos el estado en que nos encontramos to-
dos mientras dormimos y soñamos por la noche, pues en la esfera
de lo onírico es donde vivimos una vida puramente psíquica.
El cuerpo físico ha sido dejado de lado; en nuestra condición de
261
soñantes, ya no tenemos un organismo real y material; nuestro
cuerpo material está acostado en la cama, pero, por cierto, no es el
cuerpo que se atribuye el soñante, sino que éste tiene un cuerpo casi
diríamos aparente, sometido a leyes totalmente distintas de las que
imperan sobre su cuerpo físico. También han sido “dejados de la-
do”, en cierto sentido, el “cuerpo mental” y el “yo”. La vida del
pensamiento ha sido reducida considerablemente y deja de funcio-
nar según las leyes de la estricta lógica. En cambio los recuerdos
cobran de inmediato una plástica realidad de carácter onírico y se
presentan en forma de toda clase de imágenes y figuras simbólicas
que buscan su lugar en el medio onírico ondulante, o que, con bas-
tante frecuencia, nos hablan por boca de seres creados sólo a estos
efectos, apareciendo entonces en esos casos simplemente como pa-
labras y frases que no son nuestras, sino que corresponden a ideas y
opiniones de otros.
Y del mismo modo en que ha sido “despotencializado” nuestro
pensar, también nuestro yo moral pierde realidad; ya no podemos
“querer”, sino que sólo podemos “desear”; a veces la despotenciali-
zación de nuestro yo va tan lejos que, por así decir, vemos nuestros
destinos oníricos desde una atalaya invisible, como si fueran desti-
nos ajenos o, como dice Rudolf Steiner, a menudo en el sueño no
nos vivimos a nosotros mismos en primera, sino en tercera persona.
De modo que el “yo” y el cuerpo faltan en la vida onírica.
No es la voluntad sino la vida de los deseos la que asume en-
tonces la dilección de los episodios oníricos, y es, a la vez, el repre-
sentante de aquello que en el mundo exterior es la ley natural, y en
el mundo interior la ley moral.
Para entender ahora la actitud del Hombre de Agua puro y su
disposición psicológica fundamental con respecto a la vida y sus
problemas en general, será conveniente tomar como punto de parti-
da la vida onírica y su psicología. Acaso –basándonos en los resul-
tados de la investigación del genial onirólogo Sigmund Freud–, po-
damos considerar como la fuerza pulsora del mecanismo onírico
total los impulsos volitivos y los apetitos. El contenido onírico se
agrupa en torno de un elemento fundamental único, a saber: la satis-
262
facción de un deseo. Sólo que no debemos pasar por alto el hecho
de que también el deseo tiene dos formas de expresión: una positiva
y otra negativa; se desea que ocurra o que no ocurra algo.
El deseo y el temor son los dos regisseurs de la vida del Hom-
bre de Agua.
13
Acaso radique en esto mismo el origen de las fábulas de animales.
267
mucho más intensa que los varones, atienden muy especialmente al
cuidado del cabello, pues instintivamente tienen conciencia de la
importancia biológica del crecimiento del pelo para la higiene de la
vida psíquica.
Como sabemos por las investigaciones del investigador de
Stuttgart Gustav Jaeger, el pelo se relaciona estrechamente con la
vida “astral”. Jaeger comprobó que todo proceso de excitación psí-
quica va acompañado de la aparición de sustancias efímeras, finísi-
mas en el cuerpo físico, las cuales no es posible verificar química-
mente pero que se manifiestan al sentido del olfato. Un olfato muy
desarrollado estaría, pues, en condiciones de percibir las pasiones y
los estados de ánimo cambiantes del ser humano14.
Los pelos configuran, como nos enseña Gustav Jaeger, el ór-
gano selectivo de tales “sustancias psíquicas”, y a la vez son órga-
nos astrales de protección, pues poseen la capacidad de acumular
aquellas sustancias psíquicas necesarias a la vida psíquica, como,
por ejemplo, las “sustancias aromáticas” de la satisfacción, del pla-
cer, de la alegría, en fin, aquellas sustancias que Jaeger llama “eufó-
ricas”, y la capacidad de desechar las sustancias “disfóricas”, tales
como las “sustancias aromáticas” de la ira, el odio y el temor, que
influyen desfavorablemente sobre el alma. Las sustancias almace-
nadas dan al pelo su aroma característico, su “personalidad”. Los
seres humanos con aroma eufórico despiertan simpatía; los seres
humanos con aroma disfórico despiertan antipatía. La comparación
arriba expuesta con la alimentación psíquica y la asimilación psí-
quica halla, gracias a Gustav Jaeger, una confirmación casi material.
Y ahora podemos entender muy bien que, con esto, el creci-
miento del pelo y la atracción que de él emana llegan a ser muy
importantes en la vida del Hombre de Agua, mientras que, por
ejemplo, en la vida del hombre mental desempeñan un papel mucho
más secundario; la calva no va unida a falta alguna de vitalidad en
el hombre mental.
Y antes de entrar en la descripción de los signos aislados de la
14
G. JAEGER: Die Entdeckung der Seele (El Descubrimiento del Alma).
268
calidad de Agua, pensemos brevemente y en general en el compor-
tamiento del Hombre de Agua con respecto a las tres restantes zo-
nas de vida: Tierra, Aire y Fuego.
En lo que respecta a su comportamiento con respecto a las
realidades del mundo físico, ya hemos dicho que todos los signos de
Agua huyen lo más posible de tales realidades y tratan de rehuir
todo enfrentamiento con ellas. Tratan de postergar lo más posible el
despertar de su sueño, tratan de seguir siendo niños el mayor tiempo
posible, de “jugar” lo más que puedan.
Pero como esta fuga llega al fin a hacerse imposible, tarde o
temprano se halla una salida que acaso pudiera ser caracterizada con
las palabras que escogió Goethe para titular la confesión de su vida:
Poesía y Verdad (Dichtung und Wahrheit). Poesía y verdad (reali-
dad) no se refieren a una yuxtaposición, sino a una “corres-
pondencia”, de acuerdo a la cual toda poesía es a la vez la verdad
que, para el Hombre de Agua, lleva en sí una realidad más elevada
que la de la mera verdad histórica, que fuera el ideal del Hombre de
Tierra. Es así que, sin necesidad de cobrar conciencia de ello, todo
lo que el Hombre de Agua acepta de la realidad es luego recreado
por éste de manera tal que puede transportarlo a su vida onírica. La
realidad se le convierte en vestidura simbólica del curso de su vida,
y este curso de su vida se le convierte en novela. El mundo de Agua
se convierte en el suelo sobre el cual todo suceso real se convierte
en novela, y dentro de la novela “biográfica”, el mundo exterior
recibe un significado simbólico similar al de las realidades de su
medio onírico. Y del mismo modo que, por ejemplo, el niño cierra
los ojos porque cree que de esa manera no verá nada de “lo otro”, la
política principal del Hombre de Agua es y sigue siendo, antes de
haberse desligado de su mundo, la así llamada “política del aves-
truz”.
No podremos acabar la descripción de las relaciones del Hom-
bre de Agua con el medio físico sin referirnos en pocas palabras al
terreno erótico, que en la vida del Hombre de Agua es distinto que
en el Hombre de Tierra. También aquí cabe aplicar, a los efectos de
la diferenciación, la distinción entre lo clásico y lo romántico.
269
La vida erótica del Hombre de Tierra se halla, como se com-
prenderá, marcadamente sometida al signo de la sensualidad. El
Hombre de Tierra puro es un amante asiduo. Si no logra alcanzar su
objetivo, se consuela, al poco tiempo, como los jóvenes de la anti-
gua Roma, con otra pareja, que le hace olvidar la anterior.
Distinto es el estado de cosas en lo referente al Hombre de
Agua; en su mundo no hay unión del mismo grado de realidad que
en el mundo físico, pues las almas no pueden unirse de la misma
manera que los cuerpos.
Es por eso que el erotismo del Hombre de Agua vive del senti-
miento de la nostalgia constante de lo inalcanzable. ¡Pero! Del
mismo modo en que la realidad física es para él el símbolo de una
verdad situada más allá de esta realidad, y que, a la vez, se trans-
forma igualmente en poesía, el ser humano no es tomado en su for-
ma física, es decir, en su aparición sensible, sino como símbolo de
un fantasma situado más allá de lo sensual, por el cual el Hombre de
Agua entró en el juego del amor. Es así que el Hombre de Agua es
de nacimiento un “pretendiente sensual-extrasensual” de la figura
fantasmal jamás realizable, de una creación amada en inclinación
mística, por el ansia y el padecer de amar en cada mujer y en cada
hombre al custodio de lo inaccesible.
En lo mental, el Hombre de Agua muestra la tendencia a con-
vertir al deseo en censor de sus ideas. La lógica que se origina de
este modo se diferencia en mucho de la lógica del Hombre de Tie-
rra. Mientras éste está siempre dispuesto a someterse a la censura de
la realidad en todo momento, a convertir a la realidad en la piedra
de toque del valor de verdad de sus pensamientos, pudiéndosela,
pues, caracterizar de lógica inductiva, la lógica del Hombre de Agua
no reconoce a la realidad como última instancia para el valor de
verdad de sus ideas. Esta lógica ve, antes bien, en lo real o en lo que
ha llegado a ser real, un caso particular de lo “posible”. ¡Antes de
que algo se convierta en realidad tiene que haber sido posible! Del
seno de las posibilidades pudo haber surgido también una realidad
distinta de la que ha surgido, de modo que en toda realidad lo único
coercitivo como idea es el hecho de haber estado dada necesaria-
270
mente su posibilidad previa.
Por eso la posibilidad es más importante que la realidad. La
necesidad lógica se satisface en cuanto no reconoce la posibilidad
en su raíz; la realidad que de ella surja es cosa secundaria.
En esta lógica se revela un elemento positivo creador: – –
que, desde luego, sólo reviste carácter recreador. A dicha lógica no
le importa el arte de cálculo, sino el del “descubrimiento” de un
estado de cosas, a partir de las condiciones de una regularidad pre-
sentida, de la cual el conocimiento inductivo no representa más que
un caso particular. En tanto a este presentimiento se le confiere un
alto poder cognoscitivo, se convierte en el suelo sobre el que se ele-
van aquellos edificios de ideas que, en forma plástica o simbólica,
aspiran a representar en lo sensible “algo” más allá de lo sensible,
en lo particular algo universal, en lo real el terreno mucho más vas-
to de lo posible.
Y ahora resulta evidente la parte preponderante que tiene en la
vida mental del Hombre de Agua la fantasía, hecho este que, en los
casos extremos, puede llevar a la total desorientación en el mundo
físico.
De entre las ciencias, el Hombre de Agua prefiere aquellas que
dejan margen al “descubrimiento”; es decir, las ciencias que tienen
que ver con la propia vida psíquica, como, por ejemplo, la psicolo-
gía aplicada o el psicoanálisis, etcétera, o las ciencias referidas al
arte, pero no en el sentido de la estética, sino en el sentido de la “in-
terpretación artística”.
Con esto es fácil comprender cuál es la posición del Hombre de
Agua con respecto al arte. No es el cuerpo de la obra de arte, sino el
alma que está “más allá” de dicho cuerpo, lo que le interesa primor-
dialmente, como, por así decir, sustrato místico de todas las posibi-
lidades, “una” de las cuales se materializó en la obra de arte.
278
esta región del zodíaco. Recolectarlas hasta llegar al grado máximo
posible de tensión interna, de modo que las energías psíquicas de
ese modo enriquecidas se condensan, en contraste con Cáncer, en
una especie de depósito de fuerzas, cuya actividad, con todo, en su
calidad de correspondencia con el signo de Escorpio, muestra ras-
gos enteramente negativos.
El proceso que de este modo tiene lugar en la esfera de lo psí-
quico se parece ni proceso de absorción de una bomba. El Hombre
de Escorpio es insaciable en la absorción de energías psíquicas que,
tomadas por él, no hallan, por de pronto, ningún empleo en el mun-
do exterior. Y de esto resultan consecuencias muy importantes, que
nos permiten echar una profunda ojeada en el alma de este tipo hu-
mano.
En su calidad de Hombre de Agua, el Hombre de Escorpio tam-
poco tiene cuerpo físico que pudiera recibir en sí, inmediatamente,
aquella radiación; también el Hombre de Escorpio es, en principio,
extraño al mundo de la realidad. También él tiene que procurarse
una envoltura protectora para la desnudez de su cuerpo psíquico.
También él conquista esta envoltura tomándola de las corrientes
psíquicas que fluyen de la gente que lo rodea. Pero mientras el
Hombre de Cáncer busca en esta gente una especie de protección
psíquica, ofreciendo el aspecto de un ser que implora ayuda, el
Hombre de Escorpio está equipado para apropiarse de las fuerzas
psíquicas de quienes lo rodean y, aun, en cierto sentido, de “enaje-
nar” tales fuerzas, hasta el extremo de llegar a “brindarlas” a quie-
nes se las quitó, como a seres necesitados de protección, inferiores a
él. Pero la fuerza que de esa manera parece emanar del Hombre de
Escorpio es bastante curiosa. Valiéndonos de una imagen, para ca-
racterizar la relación en que se encuentra el Hombre de Escorpio
con respecto a su medio, podríamos hablar del “vampiro” o la “san-
guijuela”15. Pero estas imágenes no llegan al fondo del problema del
Hombre de Escorpio. Si, por de pronto, establecemos las caracterís-
15
Cfr. la descripción del tipo de vamp norteamericana aparecida en lo Neue Freie
Presse del 4/IV/1935, escrita por Louise Maria Mayer.
279
ticas exteriores de sus relaciones con las gentes del medio en que
actúa, tal y como se presentan en la vida del Hombre de Escorpio,
encontraremos a éste rodeado las más de las veces por grupos de
personas que, como conjuradas por un encanto secreto, tuvieron que
llegarse hasta él para dispensarle el alimento psíquico –esto es, de-
jarse expropiar psíquicamente– y, subrayemos esto, sentirse felices
al desempeñar este papel, como si fuesen esas personas las favore-
cidas por tal dispensa, en lugar de ser lo que son efectivamente, esto
es, dispensadores. Es así que tales personas se colocan de entrada en
una relación de dependencia, sin sentir el peso de esta relación.
Las fuerzas que, en virtud de esto, ponen esas personas a dispo-
sición del Hombre de Escorpio regresan a ellas en forma de man-
tener y fortalecer aún más la relación de dependencia, que, desde
luego, es recíproca. Desde el punto de vista físico, se podría hablar
de un sistema de ondas “continuas”, o ver el zodíaco, en cuyo cen-
tro se entroniza la psiquis de Escorpio, como una especie de reflec-
tor gigantesco, por cuya energía radiante acumulada en un punto, se
cargan cada vez de nuevo las superficies reflectoras, para aumentar
constantemente el efecto de conjunto y agotarse finalmente en la
ilusión de un perpetuum mobile presuntivamente psíquico.
La verdadera energía de que se alimenta este proceso de reflejos
es el hambre psíquica que provoca la disposición de Escorpio. Pero,
¿es posible satisfacerse con alimentos que no hacen más que nutrir
el hambre, esto es, que no alimentan el cuerpo?
En los Proverbios de los Padres se habla de un objeto que
cuanto más se le da de comer más hambriento se pone.
La energía más fuerte del Hombre de Escorpio es la fuerza de
su “deseo”, que en él alcanza un grado tan singular de intensidad
que, para caracterizarla de algún modo, tenemos que darle un nom-
bre especial. La llamaremos fuerza volitiva mágica, y de este modo
nos enfrentaremos con el verdadero enigma del carácter de Escor-
pio.
Acaso estemos más próximos a la naturaleza de esta enigmática
fuerza, si partimos de la correspondencia orgánica del signo de Es-
corpio, a saber: el órgano sexual. Lo que hemos llamado “fuerza
280
volitiva mágica” se convierte en la fuerza de atraer a los seres del
sexo opuesto y mantenerlos aferrados, a establecer con ellos una
relación, por así decir, de dependencia sexual, y vivirse de este mo-
do a sí mismo en forma “aumentada”, una vez cobrada la conciencia
de tal poder.
Llamaremos a esta especie de magia la “magia sexual”. Por
analogía con esta magia natural, inconscientemente propia, de todos
los hombres y animales, trataremos de explicar en qué consiste la
esencia de la fuerza de Escorpio como tal, la cual presenta, en el
fondo, una afinidad cósmica más profunda con aquella magia se-
xual. Aquellas fuerzas penetran, efectivamente, muy hondo en lo
cósmico; forman los dos polos de la sexualidad universal, cuyo ori-
gen ha de buscarse en el desdoblamiento arquetípico del “uno” en el
“dos”. Todos los seres llamados a participar de la continua obra de
creación, sólo aciertan a cumplir su misión por medio de tales fuer-
zas. Lo que une entre sí con fuerza inexplicablemente coercitiva a
los animales y a los seres humanos cuando son llamados a la repro-
ducción, es la magia de este poder arquetípico del acto de revela-
ción, del misterio siempre renovado de la vida misma. Ser “aboga-
do” de estas fuerzas es facultad dada a los órganos sexuales de toda
criatura viviente.
Para tener una idea de cómo se manifiesta esta facultad en el
alma animal del ser humano, acaso sea lo más promisorio partir del
animal del cual ha sido tomado el nombre del signo celeste, del
“Escorpio”, esto es, de un “arácnido”.
Y otro arácnido, la “araña”, perteneciente, pues, al mismo géne-
ro del Escorpio, “tiende su red” y, lejos de abandonarla, de “salir de
caza”, se queda a esperar; de pronto, atraídas por algo que ellas mis-
mas no aciertan a explicarse, las moscas quedan enredadas en esta
red, v la araña se limita entonces a acercarse y succionarlas.
Pero no es por esto que elegimos la comparación con la araña.
Si tomamos la tela de araña como símbolo de la fuerza mágica de
"retener una víctima”, y transferimos esto a la vida sexual de la ara-
ña, nos encontramos con algo extrañamente horripilante. Cuando la
araña macho se ha acercado a la araña hembra –atraído hacia ella
281
por un impulso original, ésta, luego del acto “nupcial”, mata a
aquél y lo succiona. Muy pocas veces logra la araña macho salir con
vida de semejante “aventura”.
La traducción de lo animal de este proceso a lo humano ha sido
lograda en forma insuperable por el escritor alemán H. H. Ewers, en
su novela Die Spinne (La Araña), de la colección Die Besessenen
(Los Poseídos). También en otras obras, posteriores a aquélla, se
ocupa el mencionado escritor del enigma de los “arácnidos”, espe-
cialmente del “Escorpión”, cuyo contenido configura, en realidad,
el misterio de la propia sexualidad, y cuya personificación tendría
que dársenos en el ser humano que representase el tipo “puro” de
Escorpio; pero sólo debemos buscar las expresiones de esta fuerza
de la sexualidad en lo enteramente psíquico. Es decir que tenemos
que traducirla de la esfera de lo físico, donde nos es más conocida, a
la esfera de lo puramente psíquico. De esto resultan consecuencias
muy importantes.
Lo que sucede, por de pronto, en lo físico, por la fuerza de la
sexualidad, es la activación de la memoria hereditaria, cuyo sostén
sabemos ya que es Tauro. La “heredad” por la cual los descendien-
tes, en lo físico, son llevados a la esfera de los “antepasados”, es,
por así decir, una sugestión secreta de efecto orgánico que se impar-
te al germen durmiente, el cual, al serle impartida tal heredad, co-
mienza a evolucionar de acuerdo a aquella “sugestión”. La fuerza
que emana del Hombre de Escorpio se parece a aquella fuerza su-
gestiva que se apodera de las almas de los seres que han caído den-
tro de su órbita, y las lleva a una dependencia “hereditaria” –si se
me permite el término– de carácter inconsciente, a un estado de
“mimetismo” impuesto, que las hace asimilarse psíquicamente al
cuadro total16, bajo el cual aparece ante ellas el Hombre de Escor-
pio. Podemos hablar aquí de un mimetismo “activo”, en contraste
con el mimetismo “pasivo” que describiéramos como característica
16
También Ewers ha sabido describir magistralmente este rasgo.
282
del Hombre de Cáncer. El giro “su deseo es para mí como una or-
den” acaso exprese de la mejor manera la forma en que hemos de
imaginar este proceso en el inconsciente, a lo cual ha de agregarse
aún el hecho de que el deseo que aquí se convierte en “orden” tam-
bién permanece las más de las veces en el inconsciente.
De manera que el Hombre de Escorpio posee en alto grado la
capacidad de imprimir su sello característico al círculo sobre el cual
ejerce su dominio. Y ya ahora nos resulta evidente que de aquella
peligrosa fuerza se puede hacer un uso muy diverso, en cuanto se la
reconoce, y que este uso será el factor que permitirá diferenciar
agudamente el tipo altamente evolucionado del tipo poco evolucio-
nado de Escorpio. Para caracterizar el tipo altamente evolucionado
nos sirve el nombre de Adler (águila), que introduce el signo de
Escorpio en la Biblia. Mas para entender esto, confrontaremos pri-
meramente, de acuerdo al carácter sexual de este signo, el Escorpio
masculino y el Escorpio femenino, y lo haremos por el hecho de
que, de acuerda a la signatura fundamental femenina del Hombre de
Agua, los rasgos del tipo menos evolucionado se presentan más
frecuentemente en 1a mujer al estado “puro”, mientras que en el
Hombre de Escorpio altamente evolucionado, se encuentran con
mayor frecuencia en el varón.
De ahí que el modelo del tipo poco evolucionado de este signo
son el del sexo femenino, aun cuando se tratase de un varón, y vice-
versa; en otras palabras, se trata en este caso de mujeres de ambos
“sexos”, es decir, de mujeres masculinas o de hombres femeninos.
Al tipo mencionado en primer término pertenece, ante todo, la
“mujer demoníaca”, tantas veces descrita en la literatura. En medio
de una verdadera corte de almas “esclavas” de él, este personaje se
entroniza; y el servirle es algo así como una distinción especial. De
esto resulta, naturalmente, un exacerbado sentimiento de la propia
personalidad, un goce cándidamente creyente en todo tipo de halago
y “éxito” y, sobre todo, un impulso de “imponerse”, que incluso
puede llegar a grados patológicos. Desde luego, de este afán de te-
ner “éxito” no tarda en producirse una especie de placer de “cace-
ría”, que, en lo erótico, cobra el carácter de deseo insaciable, cuya
283
meta tiende únicamente al aumento del propio sentimiento de pode-
río, es decir que no es propia y concretamente una “meta”. En cuan-
to se obtiene un determinado poder, desaparece el interés que llevó
a conquistarlo, y la atención se vuelve ávida a otro objetivo, aún no
conquistado. Es así que sucede que de este comportamiento se ori-
ginen síntomas de tipo obsesivo, los cuales, en principio, aparecen
en la esfera del juego erótico, y representan exactamente lo contra-
rio de aquello que definimos como lo característico de la naturaleza
de Tauro, esto es: infidelidad, impiedad, ingratitud o –expresándolo
en forma general– falta de memoria moral. La negativa a asumir
cualquier clase de responsabilidad, así fuere en el sentido del Hom-
bre de Tierra, es una característica casi infaltable de la naturaleza
desasosegadamente volitiva del tipo de Escorpio.
285
de la “supervirilidad”, por la cual, y en el sentido traslaticio de la
palabra, se produce, entre el portador de tal fuerza y el destinatario
de la misma, una relación similar a la que media entre la “mujer
demoniaca” y las víctimas por ella esclavizadas, sólo que las fuer-
zas que obran en aquel caso de “supervirilidad” se convierten en
fuerzas conductoras, a las que les está dado inocular al prójimo la
sustancia inyectable –el antídoto constituido por la “etapa superior”
de la evolución, lograda por transformación propia–, formándolo de
este modo, como por el poder ennoblecedor de un mimetismo má-
gico, “a su imagen y semejanza”.
También estas fuerzas poseen en alto grado el don de la fascina-
ción, el don de “atar” al prójimo. Es de ellas que parte la formación
de la figura ideal, que asume el círculo por ella dominado, como im-
pulso evolutivo de efecto orgánico, en cuyo obrar se restablecen
siempre de nuevo, rejuvenecidas, las energías vitales.
Y del mismo modo en que de los órganos sexuales, dentro de la
organización de nuestro cuerpo físico, parten las fuerzas que lo re-
generan siempre de nuevo, es deber del Hombre de Escorpio alta-
mente evolucionado el constituirse en fuente rejuvenecedora de la
humanidad.
La forma en que Tauro y Escorpio se complementan entre sí no
nos parece necesario exponerla ya en detalle.
El planeta correspondiente a Escorpio es Marte.
Sin penetrar prematuramente en las investigaciones sobre el ca-
rácter astrológico de la radiación de Marte, podremos, con todo,
subrayar desde ya que nos encontramos frente a una energía plane-
taria que forma un contraste firmemente delineado con respecto al
principio de Venus, correspondiente a Tauro. Venus era el represen-
tante de lo eterno femenino, de la esperanza humilde y anhelosa del
alma abierta al impulso elevado; Marte, en cambio, es el represen-
tante de las energías activas, que pugnan por salir al exterior, de la
expansión de la esfera de acción.
Examinando los símbolos del planeta Marte y del signo de Es-
corpio (4 y respectivamente), vemos que en ambas figuras hay
286
una especie de punta de flecha, que, en el caso de Escorpio, nos
recuerda, acaso, el “aguijón” del Escorpio, y en el caso de Marte,
nos hace pensar en la “flecha” como instrumento “marcial”, esto es,
“de guerra”. Pero del mismo modo en que el “aguijón” del Escor-
pión puede convertirse, en manos del médico, en la aguja de inyec-
ciones, en la vía de inoculación del suero terapéutico, la flecha de
Marte puede también llegar a ser, en el sentido de Escorpio elevado,
el símbolo de una muerte voluntariamente asumida, impuesta a la
vida de las bajas pasiones, que debe morir en nosotros, para renacer
como amor superior, desinteresado, más allá de los sentidos, “cura-
tivo”.
¿Qué es la lluvia?
El racionalista diría: la lluvia es agua, es H2O. Pero en la con-
cepción de las ciencias chinas del espíritu, la lluvia es algo parecido
a nuestra concepción esotérica del agua, en su calidad de nuncio de
los reinos superiores, vuelto hacia la Tierra. Allá arriba, en las re-
giones que tienen libre acceso a la radiación solar, las gotas de agua
toman en sí esta radiación, y luego, al caer a la Tierra en forma de
lluvia, para ser absorbidas por dicha Tierra, transmiten a los gérme-
nes de vida, que esperan sumidos en el seno de la Tierra, un “salu-
do” del sol. Y, estremeciéndose por este saludo, la vida comienza a
moverse al encuentro del sol.
Y lo que la lluvia es en la órbita del macrocosmos, es la “lágri-
ma” en el microcosmos llamado “Hombre”. La lágrima es nuncio
de la Piedad de Dios, el agua del sufrimiento, por cuya fuerza santi-
ficadora se neutraliza el rigor inexorable de la ley natural, inclemen-
te, férreamente terrestre.
Todas las lágrimas que hayan sido derramadas por dolor y
296
sufrimiento son el agua que, por su fuerza positiva (– –), puede
llevar la gravedad, la pesantez terrestre, hacia “arriba”, arrancándola
al pasado.
Las lágrimas son el agua que fluye hacia las alturas.
297
QUINTA CONFERENCIA
“Y exclama Zeus: El mundo me es ajeno;
ni otoño, caza o feria tengo ya.
¿Quieres vivir conmigo aquí en el cielo?»
Abierto, cuando vengas, estará.”
SCHILLER: Die Teilung der Erde
(La Partición de la Tierra).
299
Fuego
– Aire
– – Agua
– – – Tierra
–
– – –
¿El vacío?
No olvidemos que este “vacío” es metafórico. La esencia de la
forma no puede ser explicada por la materia y sus leyes. Es otro el
tipo de ley que halla el hombre a través de las mallas (de las másca-
ras) de la materia. Este tipo de leyes se comporta, con respecto a la
materia y sus leyes, como la forma de la vasija con respecto al con-
tenido de la misma (el contenido podrá cambiar, pero la forma sigue
siendo la misma), se comporta como el sentido con respecto a la
palabra sonora.
Y es Goethe quien, en forma ingeniosamente graciosa, habla de
esta relación en el Diván oriental-occidental:
302
De modo que el ojo mental, espiritual, ve, “fulgurando en el
ojo”, detrás de lo materia algo que es afín, algo “mental”, “espiri-
tual”, más real, más material, aquello que, si se me permite la ex-
presión, sólo está “ceñido”, “pintado” con el color de la materia
para que cobre perceptibilidad en el mundo de los sentidos.
El ejemplo sin duda más convincente de la relación entre la sus-
tancialidad mental y la sustancialidad material nos lo da, empero, el
mundo orgánico, en el cual se pone de relieve la manera en que las
plantas y los animales no sólo se conservan, aun a pesar de que sus
sustancias materiales se renueven y cambien constantemente, sino
que, precisamente, se mantienen vivos por este cambio. Resulta así
la forma que “viviente evoluciona”, como algo más resistente y
perdurable, como la sustancia en la que hace su aparición.
– Aire
– – – Agua
18
Es por eso que diversas escuelas ocultistas llaman a la parte dal cuerpo mental,
al que son inmediatamente accesibles las formas del mundo de las ideas, cuerpo
“causal”.
310
terna reemplaza, en lo mental, lo que falta de causalidad en los pro-
cesos naturales. Y así como el Hombre de Tierra tendía a dudar has-
ta de su propia existencia antes que de la realidad del mundo exte-
rior, el Hombre de Aire antes desconfiará del testimonio de sus sen-
tidos que de los resultados de su teoría. El lema de Protágoras: “El
hombre es la medida de todas las cosas, de las que son, por serlo, y
de las que no son, por no serlo”, puede contarse en este tipo.
Del recién descrito distanciamiento del hombre con respecto a
la vida real, resulta una casi infaltable torpeza y vacilación en la
iniciación de una empresa, vacilación que determina que casi todos
los Hombres de Aire sean dubitativos, sujetos que “llegan tarde”;
son los Hombres de Aire los que, como los poetas somnolientos de
la Partición de la Tierra de Schiller, se van con las manos vacías
por no haberse podido decidir a hacer nada, a defender su lugar a
brazo partido, o a conquistarlo “mano a mano”.
Antes de abandonar la relación del Hombre de Aire con el
mundo físico, digamos unas palabras acerca de su actitud erótica. El
leitmotiv no lo forman, en este sentido, ni la sensualidad ni la nos-
talgia del alma, ni la unión corporal o psíquica.
El objeto del deseo es aquí algo que los Minnesänger, los anti-
guos trovadores –especialmente Walter von der Vogelweide– lla-
maban Minne (el “amor”), ante cuya majestad se inclinaban reve-
renciosos.
312
La posición del Hombre de Aire con respecto a su propia región
FUE descrita ya de manera suficiente.
Con respecto a las ciencias, el Hombre de Aire es enteramente
metafísico; su aspiración apunta a la que Kant llamó “ciencia pura”,
es decir, a una ciencia cuyos conocimientos obedecen enteramente a
las leyes de la lógica. Pero esto permite reconocer claramente que,
lo que aquí aparece como ciencia, en contraposición con el carácter
empírico de la ciencia del Hombre de Tierra, cobra un carácter mar-
cadamente especulativo y eventualmente constructivo, de modo que
la ciencia que de esta manera se origina es esencialmente afín al
arte.
Toda ciencia basada en suelo de Aire tiene por misión la de in-
vestigar las leyes que representan, a la vez, el plan de construcción
de aquella la máxima obra de arte que los griegos, con admiración
adorativa, llamaban el kósmos (el universo o cosmos), literalmente,
“ornamento”, el “edificio” del mundo.
Del cosmos fluyen a la vez las leyes del arte humano y de la
ciencia de la región de Aire. Todas las ciencias de esta región po-
seen el carácter de “ciencias del espíritu”.
¿Y el arte?
El arte es el experimento adecuado a tales ciencias, experimento
en el verdadero sentido de lo palabra, esto es, tentativa de crear un
cosmos en pequeño y, de este modo, ejercitar la energía creadora –
la capacidad cognoscitiva– en el modelo. En el plano de lo mental,
el arte se convierte en un campo de ejercitación del espíritu hu-
mano, en escuela de sabiduría.
De ahí que el Hombre de Aire no busque en la obra de arte ni la
perfección de la forma ni el romanticismo de un alma dispuesta a
recibir en sí lo más elevado, sino el nuncio espiritual del mundo
más elevado, el nuncio mental que le susurre la palabra de solución,
la fórmula que le abra las puertas del cielo, la puerta que le permita,
luego de haber desechado lo terrestre, penetrar en el cielo como un
huésped, como un creador que, a partir de entonces, pueda entrar y
salir a voluntad por esa puerta.
313
El signo de reconocimiento de este nuncio fue, como ya hemos
visto, la “belleza”.
La belleza se convierte en medida de toda valoración artística.
Y el propio artista se convierte en maestro de una sabiduría que, a
pesar de ser la misma sabiduría a que aspiran las ciencias del espíri-
tu, es de rango más elevado que esta última, o como dijo en una
oportunidad Beethoven de la música:
“La música es revelación elevada, como toda la sabiduría de la
filosofía.” O como dice Schiller en su Oda a los artistas:
326
“Hombres por igual nacidos
son especie nobiliaria.”
HEINE
Desde luego, lo que ha valido ayer puede valer también hoy, pe-
ro no porque haya valido “ayer”; antes bien, por haber sido “redes-
cubierto” hoy. No se trata aquí de proceder como en el Fausto de
Goethe:
327
breve momento en que el bailarín se ha elevado del suelo, reaparece
la gravedad terrestre y el bailarín tiene que “regresar” y volver a
“apoyarse” para el próximo salto, y así sucesivamente. Si no existie-
ra el suelo terrestre, ¿cómo emplearía sus fuerzas? Y así sucede que,
siguiendo con nuestro ejemplo, se forma un estado en que encon-
tramos dos elementos que nos permitirán diferenciar con claridad el
camino hacia arriba del camino hacia abajo, para el Hombre de
Acuario. El uno de entrambos elementos está dado por el hecho de
tener que despegarse continuamente de la Tierra; se trata del camino
de la protesta siempre renovada contra lo gravitación terrestre; el
otro elemento es el de la continua “llegada abajo”, luego de estarse
“arriba”, de haberse gozado de una vasta y libre perspectiva, más
amplia que la que se puede obtener abajo.
Quien recorra el camino de la protesta vivirá en un continuo es-
tado de guerra contra un mundo de enemigos; el mero esfuerzo de
mantener a estos enemigos apartados de sí, consumirá gran parte de
las energías vitales de aquél, concluyendo por imponerle, como úl-
timo refugio, el del ascetismo y la soledad. Y de esta manera vemos
surgir ante nosotros la figura del “excéntrico”, o aun del “cínico” y,
finalmente, la del “misántropo”, que tiene que aislarse, para con-
cluir la última consecuencia trágica del hecho de haber cometido el
grave error de creer que la parte desprendida del todo pudiera algu-
na vez llegar a constituir un todo por sí misma. Pero precisamente
por estar obligado a negar este todo, se imponen a este “misántro-
po” dos profesiones de fe que, antes bien, podrían calificarse de
profesiones de incredulidad y que, ante el forum de la propia con-
ciencia, desempeñan el mismo papel que el del disimulo, arriba ca-
racterizado, ante el forum del mundo circundante.
El tal “excéntrico” es ateo sin convicción e irreligioso sin liber-
tad interior.
Y del mismo modo en que el bailarín que periódicamente “cae”
al suelo podría considerar esta “caída”, este “aterrizaje”, como una
interrupción necesaria de su “vuelo por los aires”, el tipo inferior de
Acuario sólo se entera de la necesidad de tener que salir temporaria-
mente de su exclusividad en la medida en que tal necesidad le per-
328
mita reconocer cuánto mejor, cuánto más perfecta y armónicamente
se está en su celda utópica, donde halla, sin rozamientos ni luchas,
las correspondencias mentales, o los equivalentes inconfesados de
todos los valores, cuyas caricaturas le chocan tanto “allá afuera”, a
él, el “noble”. Siendo “hacia afuera” un misántropo, y despreciando
el mundo, bien que en forma secreta, recibirá, en la sala del trono de
su mundo mental, a todos, amigos y enemigos, en una indestructible
unión espiritual, pues, al fin de cuentas, los ha vuelto a crear a todos
según el plan de su propia mentalidad, como un segundo Prometeo.
La tragedia de este solitario, que, a cualquier precio, aun a costa de
la disensión con Dios y con el mundo, quiere resguardar su “propio
yo”, ha sido descrita con fuerza incomparable por Nikolaus Lenau,
como idea fundamental de su Fausto.
Dice el monje:
Y dice Fausto:
20
Primera serie, segunda conferencia.
336
esta contradicción recíproca significaría el fin del tono. Quien vive
el tono vive la síntesis de dicha contradicción. El tono no es sólo
cúspide de onda y hueco de onda, sino que, además, es ambas cosas
a la vez.
Y bien; si escuchamos el tono, no notamos nada de su naturale-
za dual; pero si nosotros mismos fuésemos ese tono, y nos fuese
dado el poder vivir esta naturaleza dual dentro de nosotros como
vibración espiritual, estaríamos en contacto con lo que configura la
vida espiritual (mental), la vida del Hombre de Géminis. Tendría-
mos dentro de nosotros las dos fases, y la conjunción de ambas ha-
ría que la “vida” fuese un hecho. Lo que vivimos de este modo es la
eterna fuerza motriz de la vida que se revela de continuo en la mate-
ria, la corriente eterna del devenir como hecho trascendental, que
nunca “es” y que sólo se mantiene de la negación de sí mismo, co-
mo las aguas que fluyen constantes en el río, mientras el río es for-
ma y figura únicamente por este “fluir”. “Todo fluye”: tal una de las
fases de esta noción en la filosofía de Heráclito; la otra fase es la del
“antagonismo”, padre de todas las cosas.
El cuadro espiritual (mental) del Hombre do Géminis se aseme-
ja, pues, a una vibración en que se vive, a la vez, la cúspide y el
hueco de la onda. El símbolo venerable, antiguo, de este misterio
del “antagonismo perfecto” en el devenir, es el “caduceo”, la Vara
de Hermes (Mercurio), la vara alrededor de la cual se enlazan dos
serpientes (líneas sinuosas – sinus – seno), dispuestas sus sinuosi-
dades de manera simétrica.
Y ahora, en base a las analogías dadas do le radiación de Gémi-
nis, pasemos a describir el tipo humano que corporiza esta radiación
de Géminis, tomada en su estado puro.
Las primeras características del Hombre de Géminis al estado
puro con que nos encontramos son las siguientes: inquietud interior,
sentimiento de tensión, coerción mental de pensar según términos
antitéticos, una especie de necesidad espiritual de simetría, que lle-
va al Hombre de Géminis a oponer a todo pensamiento su pensa-
miento opuesto, de modo de seguir de continuo caminos antitéticos,
por no poder confiarse exclusivamente a ningún camino aislado. De
337
ahí que para el Hombre de Géminis no haya caminos “en línea rec-
ta”, caminos que están colocados en el medio de dos términos anti-
téticos; la vía que crea el hombre de Libra, abriéndose paso por en-
tre la maleza del mundo circundante, caótico, informe, para hallarse
en condiciones de recorrer este mundo caótico, no es camino para el
Hombre de Géminis, porque el carácter unívoco de esta vía lo re-
chaza. Y entonces prefiere quedar a la deriva, prefiere ser un “es-
céptico”, a quien la duda parece mejor guía que la fe, destructora de
la duda. Sólo la fe, la creencia que naciera de nociones antagónicas,
podría representar el ideal a que aspira el Hombre de Géminis, y si,
de acuerdo a la Biblia, antes será bienvenido al cielo un pecador
arrepentido que noventa y nueve justos que se mantuvieran firmes,
al Hombre de Géminis antes le será bienvenido aquel que, al cabo
de un largo rodeo, haya llegado de la duda a la fe, que el creyente
que se hubiera mantenido firme.
Y de este modo hemos llegado al punto en que se diferencian
entre sí el Hombre de Géminis superior del Hombre de Géminis
poco evolucionado.
Este último ama la duda por la duda misma, es, como el Hom-
bre de Escorpio en lo psíquico, un “juguetón” en lo mental, lo atrae
la aventura mental únicamente por la tensión interior, por someter a
prueba una fuerza mental, sin más objetivo que el de revivirse de
continuo en esa misma fuerza.
El Hombre de Géminis superiormente evolucionado ve cuál es
su meta, la meta que le señala el camino de la verdad por el error,
para llevar a cabo, en lo mental, una obra de redención, cuyas pre-
misas configuran el analogon de la obra de redención del signo de
Piscis; en Piscis, “saber por la piedad”; en Géminis, “creer por el
error”.
Comencemos por estudiar las peculiaridades del Hombre de
Géminis tal y como se dan en relación con las exigencias de la vida
cotidiana.
Sabemos sin más que la tendencia a dudar de todo, antes de que
no fuera medida en la posibilidad opuesta, depara una disposición
agudamente crítica, que se dirige tanto a la opinión ajena como a la
338
propia. Esta crítica siempre dispuesta confiere a la vida un elemento
fuertemente inhibitorio, y lleva, aparte del tiempo que insume y
que, por ello, queda perdido para la actividad práctica, a abandonar
el minino iniciado, para intentar el recorrido de otro camino,
etcétera, etcétera; lleva, en una palabra, a vivir la vida en
fragmentos, empezando muchas cosas y no concluyendo ninguna,
para dejar siempre a salvo la posibilidad de cambiar de rumbo.
Estas tentativas de recorrer muchos caminos, lo más diversos
posible entre sí, crean la curiosa particularidad de la amplia
“orientación” y habilidad en lo mental, amplitud que puede crecer
hasta el grado de la universalidad, asemejándose de este modo a
aquella disposición que, al caracterizar el signo de Piscis,
denominamos “mimetismo moral”. En el signo de Géminis, tal
amplitud se manifestaría en la capacidad de asumir casi todas las
direcciones mentales espirituales, aun las más antagónicas, y cobrar
de este modo una vasta comprensión de los caminos mentales
propios de los tipos humanos diversos. Pero esto encierra un peligro
semejante al que corría el Hombre de Piscis, “a saber, el de caer en
la mediumnidad.
Y es así que puede llegar a una especie de falta mental de carác-
ter que, unida a la capacidad crítica fortalecida por el escepticismo,
lleva a atacar hoy, con los argumentos más terminantes de la discu-
sión, lo que mañana será defendido con los argumentos del an-
tagonista de hoy. Y sucede entonces que también en esto la duda
amenaza con sumir al Hombre de Géminis en una especie de deses-
peración, que concluye por desembocar en el nihilismo o por dege-
nerar en una desorientación absoluta, de modo que lo que otrora
debió haber sido etapa previa a una fe por conquistarse se convierte
ahora en objeto por sí mismo, esto es, en destrucción de todos los
valores.
Ahora que, por más similitud que haya entre la disposición psí-
quica de Piscis y la disposición mental de Géminis, no habrá que
pasar por alto el hecho de que, bajo el signo de Géminis, nos las
tenemos que ver con una cualidad masculina, orientada al futuro,
que, de acuerdo a su naturaleza, debe ser entendida como entera-
339
mente activa, enteramente “no pasiva”. Es por eso que el Hombre
de Géminis en ningún caso podrá quedarse en la mera vivencia inte-
rior de la duda. También él tendrá que “vivenciar” la duda, como
tuvo que “vivenciar” el Hombre de Acuario la obra de arte de su
utopía. El Hombre de Géminis está obligado a exponer a todo el
mundo su escepticismo, para convertir a todo el mundo en compa-
ñero de suerte.
Sucede así que vemos al Hombre de Géminis, tanto al tipo su-
perior como al inferior, rodearse de mucha gente a la que él quiere
llegar a convertir en “buscadores” y “dudadores” como él mismo,
tratando para ello, incansablemente, de demostrar a tal gente que la
presunta seguridad que ella tiene obedece únicamente a una defec-
tuosa autocrítica, y que la credulidad y la superficialidad sustituyen
en ella a aquello que sólo un arduo esfuerzo podrá deparar: la con-
quista de un patrimonio de fe. Y entonces, el lugar del buen Va-
lentín, cuya resignada sabiduría se expresara en aquellas palabras de
“al final nadie sabe nada”, es ocupado por aquel gran antepasado, el
sabio máximo de la antigua Grecia, Sócrates, que se había impues-
to como misión la de demostrar a todos que no sabían nada, del
mismo modo en que tampoco él sabía nada, pero que se diferen-
ciaban de él, en desventaja para ellos, en que ni siquiera sabían –
como sí sabía él– que no saben nada. ¿De modo que también Sócra-
tes era un “dudador”, o aun, un destructivo escéptico?
Recordemos que, en ocasión de hablar, en la segunda conferen-
cia de esta segunda serie, de las características del mundo de Aire,
comprobamos que todo “conocimiento” verdadero es una especie de
“creación”, un “crear” formativo por medio del recipiente que siem-
pre se restablece a sí mismo; es así que el contenido esencial de la
doctrina de Géminis resultará la convicción de que jamás se podrá
prestar o conservar tales recipientes, sino que, de continuo, tendrán
que ser restablecidos de nuevo por cada cual, de manera que no hay
más saber que aquel cuya verdad es creada siempre de nuevo en la
mente, siendo, pues, de esta manera como se rejuvenecerá de conti-
nuo por sí mismo.
Y al reconocer Fausto, el “buscador”, al final de la obra de su
340
vida, que:
341
conducción, cuya virtud fundamental es la de no perder jamás la
paciencia en el “rompecabezas” de su vida por considerar inagota-
bles sus reservas.
La próxima vez complementaremos la descripción de los tres
signos de Aire con el estudio de sus relaciones con los signos de
Fuego, opuestos a ellos. Por hoy cerraremos exponiendo la compro-
bación de que el Hombre de Libra llega al mundo como artista, se
crea en el mundo una patria en calidad de sabio, esto es, como
Hombre de Acuario, y que sólo como Hombre de Géminis podrá
abandonarla, al transformar las fuerzas del conocimiento en la fuer-
za de la fe en Dios.
El planeta que sirve de transmisor de fuerzas al signo de Gé-
minis es Mercurio, al que ya conocimos como señor del signo de
Virgo; aquí, en Géminis, aparece en su cualidad masculina de me-
diador entre lo “alto” y lo “bajo”, adoptando la figura del conductor
Hermes, que dio nombre por primera vez al caduceo.
Lo que logra con su obra podrá ser expresado por una frase del
“oscuro maestro de Éfeso” (Heráclito), cuyas palabras no creemos
actualmente que sean tan oscuras. Heráclito habla de los
“Dos caminos; el camino descendente y el camino ascendente”
(las dos serpientes), que son juntos un solo camino.
342
SEXTA CONFERENCIA
Y apareciósele el Ángel de Jehová en una
llama de fuego en medio de una zarza; y él
miró, y vio que la zarza ardía en fuego, y 1a
zarza no se consumía.
ÉXODO, III, 2
343
mentos, dijimos que
Fuego – – – Tierra
Agua – – – Aire
Lo mismo vale para Fuego y Agua; pero aquí aparecen sólo una
vez cada uno el Sol y la Luna, que no poseen polaridad doble.
“Voluptuoso es el gusano y el
querube está ante Dios.”
355
ARIES. Se trata de la modalidad activa, masculina o cardinal de
Fuego; ya al comienzo de esta segunda serie fue estudiado en razón
de su importancia especial como primer término de la serie de los
signos del zodíaco. Hoy nos dedicaremos al estudio de las caracte-
rísticas humanas del ser representado por la radiación de Aries al
estado puro. La actividad, de la cual es expresión esta radiación de
Aries, depara al Hombre de Aries puro la exigencia de una expan-
sión total de sus impulsos volitivos. El Hombre de Aries se halla de
por vida sometido al poder de un imperativo interior que lo impulsa
a llevar adelante, sin volver la mirada ni mirar a derecha ni izquier-
da, la ley de su propia voluntad, venciendo todos los obstáculos e
imponiendo esta ley a su antagonista. Y como esta voluntad no re-
conoce vallas exteriores –tampoco la barrera de la voluntad ajena–,
la primera y fundamental característica del Hombre de Aries con
que nos encontramos es la de su liberación de toda consideración
con respecto a la naturaleza de tales obstáculos, sean de tipo físico,
mental o moral. Al igual que el instrumento bélico que los romanos
llamaban aries (ariete), el Hombre de Aries quiere “atravesar la
pared con la cabeza”. Es así que, a la característica de la desconsi-
deración e irreflexión, se agrega, en lo atinente a la dirección que a
toda costa hay que seguir, la cualidad de la temeridad, que no pon-
dera el obstáculo antes de atropellarlo.
21
Primera serie, sexta conferencia.
359
considerada el asiento de un órgano mental (los hindúes lo llaman
Shakra del vértice craneano), que, en la cabeza de Buddha, se repre-
senta en forma de corona.
Tal “corona”, la corona de la dignidad humana, es la que deter-
mina que el hombre sea el señor de la Tierra. El cranium, como lla-
maban los antiguos al “cráneo”, se convierte de este modo en el
asiento de esa “corona” del ser humano, que se somete humilde-
mente a la voluntad suprema, brindando a esta voluntad la voluntad
propia.
Sólo por este sacrificio podrá el Hombre de Aries, u hombre
“capital” (caput), convertirse en la “cabeza” de la humanidad, y
transmitir a ésta las órdenes de Dios, constituyéndose de esta suerte
en intérprete del dios supremo, del legislador altísimo.
¿Hace falta todavía que digamos cuál es la característica del
Hombre de Aries inferior?
También éste podrá llevar una “corona”, pero esta corona será
sólo exterior, será una corona artificial, que, lleno de soberbia, se
pondrá sobre la cabeza, enfrentándose obstinado a las estrellas.
El planeta transmisor de las fuerzas de la radiación de Aries es
Marte en su polaridad positiva. En Marte reposa la fuerza de la de-
cisión. También podría llamarse, a esta fuerza, la “fuerza de la es-
pada desenvainada”, del poder capaz de abrir o hacer saltar una ce-
rradura.
Sólo por esta fuerza podrá quebrarse el círculo de la necesidad y
conquistarse la libertad. En la confrontación de las dos polaridades
de Marte, en sus calidades de señor de Aries y de Escorpio, se repite
la conocida oposición entre las energías del deseo y las de la volun-
tad, o de las energías de la espada aún envainada y las de la espada
ya desenvainada, como caracterización de la decisión ya tomada.
Pero ya la palabra “aura” revela algo más que el mero hecho del
“estar en la luz”, llega mucho más allá que todo lo que exotérica-
mente suele despertar la idea de “luz”. Los tres fonemas que confi-
guran esta palabra arcaica: “a”, “u”, “r”, aur(a), señalan una tríada
que se revela en el destello de la luz, una tríada que puede ser pa-
rangonada, en un todo, con la triplicidad del acto de revelación de la
unidad misma, pero que aquí, en la palabra aur, se nos manifiesta
con un sentido especial. “A”, primera letra del abecedario, aleph,
señala el punto de partida de la revelación: “ser = ser arquetípico”.
“R”, último fonema, letra de la mencionada palabra, señala a la pa-
labra resh, el caput latino, la “cabeza”, es decir, el “ser” captado en
la conciencia. “U”, o lo que antiguamente era lo mismo: “V”, señala
la palabra vaf = aguja, aguja capotera, señala la reunión de la con-
ciencia y el ser, en el acto de autocaptación del ser. Este acto triple
del destello de la autorrevelación es el que separa la luz original de
las tinieblas, y esta “luz” brilla a la vez “adentro” y “afuera”; sólo
en esta luz se reconoce lo “exterior” a la vez como “interior”. En el
aur = aura, está toda posibilidad de percepción sensorial, es decir,
toda posibilidad de “interiorización” de algo exterior a nosotros y
que, con todo, puede a la vez hallarse en nosotros, a saber: el miste-
rio de la revelación del mundo. Es por eso que la sílaba “aur” cons-
tituye la raíz común a todo lo que nos aportan los sentidos desde
“allá afuera”. ¿No es, por cierto, bastante curioso el que, por ejem-
plo, los antiguos griegos empleasen para la idea de “ver” la misma
palabra que en alemán se utiliza para expresar la idea de “oír”, esto
es, respectivamente, horán (en griego: “ver”) y hören (en alemán:
“oír”), palabras éstas, entrambas, formadas de la raíz lingüística
común aur? Otro ejemplo: en latín, aura, aurora, referidas a fenó-
menos lumínicos, y, en cambio, auris = oído (oreja) y, nuevamente
en griego, óps = voz, y optikón = lo luminoso (lo óptico), etcétera,
etcétera. Y entre los persas: ahura mazda, ormuzd, el gran ser solar,
362
alude a la fuerza que fluye a la Tierra por el Sol, pero que no es la
luz en sentido físico, sino la revelación de la luz original, la santidad
vivida en la conciencia, en la que, primeramente, se hace visible la
Tierra, y luego, aunque no en último lugar, el Sol, como cuerpo
celeste. El “mundo como fenómeno” refleja lo que vive en nosotros
como santidad de la conciencia.
Es interesante el hecho de que la concepción del acto de ver se
moviera por parte de los platónicos y epicúreos, totalmente dentro
del marco de tal visión de fondo, que reducía la luz exterior y la luz
interior a una raíz común. El ojo emite rayos que se encuentran con
los rayos emitidos por los objetos exteriores y que, luego de este en-
cuentro, retornan al ojo con el sentimiento de estos objetos23.
Tratemos de cobrar conciencia viva e íntima de este “estar su-
mergido en la radiación de la luz original”, para de ese modo captar
lo esencial de aquello que llamamos radiación de Leo, es decir, de
la modalidad de Tamas del signo de Fuego.
Y de esta manera, también el “calor” cobra, captado esotérica-
mente, un significado especial. Si en la luz captábamos lo extensivo
de la revelación del mundo, en el calor vivimos la intensidad de
nuestra coparticipación en la revelación; o de la participación de
nuestro yo en el hecho de la vida universal.
Tratemos de aclarar esto con una imagen que extraeremos de la
investigación natural de carácter exotérico. El calor es, desde el
punto de vista físico, el almacén universal de todas las energías que
actúan en el mundo. De este almacén o depósito fluyen incesante-
mente, en todas direcciones, montones de energía dispuesta a trans-
formarse y a retornar por reflejo, fluyen hacia todas partes del cos-
mos, bañándolo, “calentándolo”, nutriéndolo, como el ardimiento
de un amor que todo lo abarca con igual intimidad. Si, en cambio,
pudiésemos seguir con ojos expertos el curso de esta radiación, y
ver, especialmente, cómo es recibida por los organismos vivientes,
23
LANDOIS: Lehrbuch der Psychologie (Tratado de psicología).
363
asistiríamos a un espectáculo curioso.
Según nos enseña la fisiología, lo exterior del proceso vital or-
gánico se manifiesta como una especie de lenta ustión del sustrato
de vida material, esto es, de las partes integrantes de carácter quími-
co de los cuerpos celulares, cuyo índice de ustión exteriormente
cognoscible está dado precisamente por el “calor de vida”. Si pudié-
semos ver este lento proceso de ustión de las sustancias orgánicas
con una especie de “acelerador”, como los que se usan en la técnica
cinematográfica, contemplaríamos, en lugar de cada uno de los se-
res vivientes, una llamita en la que, en pequeño, se repite el milagro
bíblico de la zarza ardiendo, vale decir, el milagro de que la forma
viviente no se consume en este fuego, sino que, al contrario, es por
este fuego que se revela en su verdadera naturaleza. Si luego obser-
vásemos el mismo proceso, ya no por medio de un acelerador cine-
matográfico, sino por un “retardador” cinematográfico, un retarda-
dor que, desde luego, debería sobrepasar en mucho a los retardado-
res que estamos acostumbrados a ver en el cine, dejaríamos de ser
testigos de un proceso de carácter óptico, para experimentar las aho-
ra muy lentas vibraciones del calor como sonidos y, finalmente,
como números.
Y todos los colores de estas llamas y llamitas, desde el rojo os-
curo hasta el rojo blanco, y todos los matices del sonido, desde el
más grave hasta el más agudo, y todos los grados de temperatura,
desde el frío gélido hasta el ardor más quemante, testimonian la
existencia de una inmensa escala de intensidades de experiencias de
vida, en la inabarcable sinfonía vital del universo, cuyo transmisor
es para nosotros el Sol, como dice Goethe:
364
Hicimos esta disquisición previa para aclarar qué es lo que vi-
bra en la experiencia inmediata, autoafirmativa, de vida, y confi-
gura el carácter de todos los seres humanos que corporiza la radia-
ción de Leo al estado puro.
Y ahora intentaremos dar en pocos trazos la característica
principal del Hombre de Leo. Es propia del Hombre de Leo una
vitalidad extraordinariamente fuerte, enteramente optimista, casi
diríamos elemental, que, en el sentido de la naturaleza de Tamas
del signo de Leo, alcanza un grado tan alto que refleja sus radia-
ciones sobre el mundo circundante como la fuerza mágica de la
naturaleza del Hombre de Escorpio. También el Hombre de Leo
se rodea gustoso de seres humanos sobre quienes pueda reflejar su
alegría de vivir y de amar. Pero sus relaciones con respecto al
mundo circundante son de tipo fundamentalmente distinto de las
relaciones, por ejemplo, de los Hombres de Agua, acerca de los
cuales pudimos establecer que se encuentran en una relación de
marcada dependencia con el mundo que los rodea, o, más aún, que
dependerían enteramente de este mundo. Para el Hombre de Cán-
cer, por ejemplo, el mundo que lo rodea significa una especie de
protección psíquica; para el Hombre de Escorpio, un imprescindi-
ble alimento psíquico; para el Hombre de Piscis, el sustituto de su
falta de orientación interior. En contraste con esto, nos encontra-
mos con la independencia interior del Hombre de Leo, con respec-
to al mundo circundante; en realidad, el Hombre de Leo no necesi-
ta del medio ambiente, pero lo ama porque puede comunicarle
parte de su alegría de vivir, la cual alegría se refleja luego y retor-
na a él, de modo que se solaza en el reflejo de su propia fuerza
vital. “Vivir y dejar vivir” es, por así decir, el lema del Hombre de
Leo. En esto encontramos cierta similitud con el proceso de refle-
jo que comprobamos en el Hombre de Escorpio; pero la diferencia
seguirá siendo siempre la de la independencia psíquica del Hom-
bre de Leo con respecto a los demás.
Y de esto resulta un fuerte sentimiento del propio valer, lo que,
a su vez, trae consigo, como consecuencia, un alto grado de auto-
conciencia y de sentimiento de la importancia de la propia persona-
365
lidad, a lo que se agrega aquello que llamamos lisa y llanamente
“orgullo”. Pero este orgullo no proviene, como por ejemplo, en el
Hombre de Agua, de la idea de ser algo singular, extraordinario; en
realidad, el tal orgullo casi no es cualidad del Hombre de Leo, sino
que se origina en el juicio del mundo circundante; es, por así decir,
la reacción mental con que este mundo circundante acusa recibo de
la independencia interior del Hombre de Leo. Pero, además, la ale-
gría de vivir y el animado color de la actitud total ante la vida que
observa el Hombre de Leo se relacionan con el hecho de que, tem-
pranamente, éste encuentra una táctica de vida que tiende a mante-
ner alejado todo lo que signifique un estorbo para tal alegría de vi-
vir, y a evitar en lo posible los dolores psíquicos propios, o el com-
partir los ajenos. Así como el Hombre de Cáncer se cuida de toda
compañía de la que sospeche que no le es benévola, el Hombre de
Leo elude la compañía de los tristes de temperamento o de los psí-
quicamente deprimidos, o bien trata de paliar de algún modo el des-
agrado que tales personas le causan y causan en los demás. Pero
esto no ocurre del mismo modo en que ocurre, por ejemplo, en el
Hombre de Piscis, vale decir, por participación psíquica con el su-
friente, sino por conservación de la propia alegría. El Hombre de
Leo no puede soportar el sufrimiento ajeno, del mismo modo en que
no puede soportar el sufrimiento propio.
De esto se desprende que, efectivamente, el Hombre de Leo no
es en general un psicólogo demasiado profundo; antes bien, diríase
que es extraño a los problemas psíquicos que, por ejemplo, torturan
tanto al Hombre de Agua. Es por eso que tampoco se destaca el
Hombre de Leo por sus condiciones de “conocedor del hombre”, en
el sentido de aquellos que consideran los conflictos psíquicos que,
en parte inconsciente y en parte conscientemente, se desarrollan en
el interior del ser humano, como el sustrato fundamental del juicio
acerca de los hombres, antes de que tales conflictos lleguen a las
vías del hecho. De acuerdo con su naturaleza de Fuego, el Hombre
de Leo lo único que considera importante para juzgar a los demás es
el resultado final, futuro, de tales desdoblamientos interiores, y en
este sentido, acierta a predecir con asombrosa seguridad cuáles pue-
den llegar a ser tales resultados; ello, porque ve en los demás el su-
366
jeto volitivo, y porque siente que, en todas las decisiones, lo que
importa al final es la fuerza ética de la voluntad. Y del mismo modo
en que el Hombre de Leo no experimenta inclinación alguna a pene-
trar en los conflictos ni psíquicos ni mentales de los demás, sino
que, antes bien, prefiere pasarlos alegremente por alto, tampoco es,
en lo atinente a su propia persona, un caviloso, un ser de “buenos y
malos humores”, de barómetro psíquico inestable. Comparado con
la casi infaltable arbitrariedad del Hombre de Agua, o con la pru-
dencia crítica del Hombre de Aire, el Hombre de Leo aparece ante
los demás como dotado de una bienhechora serenidad. Y esta sere-
nidad, en combinación con la independencia que le es propia con
respecto al medio, le comunica una marcada supremacía en lo mo-
ral, una indiferencia frente a la crítica ajena que lo hace aparecer
valeroso y lleno de grandeza.
Al Hombre de Leo no le gusta quedar en ridículo; pero esto no
significa para él una catástrofe como, por ejemplo, para el Hombre
de Cáncer; el Hombre de Leo pasa por alto el ridículo con su inago-
table buen humor, tanto el ridículo propio como el ajeno.
Ahora será de importancia establecer la diferencia entre el
Hombre de Leo superior y el Hombre de Leo inferior.
Podemos decir tranquilamente que, en este caso, las diferencias,
por enraizar en lo moral del hombre, aparecen exteriormente como
si el Hombre de Leo poco evolucionado fuese una especie de dimi-
nutivo moral del Hombre de Leo superiormente evolucionado, o,
por así decir, una especie de Leo (de “León”) enano, como el gato
es, por ejemplo, la copia reducida del tigre; en suma, un Hombre de
Leo que se ha quedado rezagado en su crecimiento moral interior,
estando, pues, sus grandes cualidades morales potenciales condena-
das a la mutilación.
Si partimos de esta noción, no será difícil dar la característica
del Hombre de Leo inferior.
Rebosando alegría de vivir, autoafirmación, tendencia a eludir
lo sombrío y desagradable, afán de goce, caza de diversiones, unida
a la tendencia a rehuir toda consecuencia grave que pudiere surgir
de los actos propios; en suma, frivolidad en todos los aspectos de la
367
vida.
En lo atinente a sus relaciones con el prójimo, será la compara-
ción con el gato la que nos resulte de extraordinaria utilidad. El ga-
to, como el león, es un animal “real”, al que le importan un ardite
los seres humanos; le gusta que éstos lo acaricien y lo mimen, con-
sumirá grandes cantidades de bondad y de cariño ajenos, pero jamás
se sentirá por ello obligado a gratitud alguna; en cuanto le basta, se
despereza y se manda mudar, como si con esto quisiera demostrar al
hombre cuánto es su real desprecio por tales testimonios de “bajo”
cariño. Pues bien, lo mismo ocurre con el Hombre de Leo poco evo-
lucionado; le encanta que se le demuestre cariño, y tomará de este
cariño la parte “sonriente”, halagadora para su autovaloración. Lue-
go, una vez terminado esto, se mandará mudar sin sentir comprome-
tida ninguna clase de gratitud. Este hecho se manifiesta de manera
muy especial en el terreno de lo erótico. En este terreno, el Hombre
de Leo poco evolucionado muestra la tendencia, una vez satisfecha
su necesidad de goce, no sólo a olvidar a su pareja, sino hasta a des-
preciarla.
Placer de burlarse, de denigrar aquello que escapa a la órbita de
su comprensión; tales las características que a menudo no hacen
más que ocultar el miedo inconfesado de aparecer ante sí mismo
como inferior de los que se cree.
Pero esto no es todo; también aquello que conocimos como fal-
ta de sentimentalidad o aversión a penetrar en las profundidades de
los conflictos psíquicos y mentales, aparece en el Hombre de Leo
poco evolucionado como caricatura, en un estilo de vida que califi-
caríamos de “frivolidad” e “irresponsabilidad”; y faltando, pues, en
este tipo de Leo, el ímpetu vital a lo grande, tal frivolidad, unida a
las ya mencionadas características mezquinas de la naturaleza infe-
rior de Leo, configurará el poco favorable cuadro de un filisteo del
placer de vivir. De modo que el tipo de Leo inferior estará dotado
también de las características de satisfacción consigo mismo y de
autoindulgencia, amén de la tendencia a degradar las naturalezas
más profundas que vivan toda clase de conflictos, burlándose de
ellas con irónica piedad.
368
Muy distinto es el cuadro del Hombre de Leo superior. Todo lo
que conocimos al estudiar la naturaleza del signo fijo de Fuego,
cobra, en el plano superior del tipo de Leo, un significado bien dis-
tinto del que acabamos de ver. El orgullo se convierte en sentimien-
to de la dignidad humana. La mirada de “superioridad” que se echa
sobre los conflictos psíquicos ajenos, y que el propio Hombre de
Leo no acierta a reproducir en su propia interioridad, se convierte en
una especie de contemplación humorística, solícita, con respecto al
sujeto que, en su constitución psíquica, está menos dotado que él
mismo, ni sujeto a quien algo le falta para ser feliz, algo que el
Hombre de Leo superiormente evolucionado le daría de muy buena
gana. Éste quisiera hacer felices a todos los seres desdichados, qui-
siera comunicarles parte de su propia naturaleza solar. Y la “frivoli-
dad” del Hombre de Leo inferior se convierte, en el Hombre de Leo
superior, en una actitud que le enseña a reconocer que el hombre
cuya vida psíquica aún no se ha podido liberar de las pasiones y los
apetitos, tiene que ser redimido, ayudándoselo para ello a salir de la
cárcel en que se ve sumida su voluntad por la exagerada supremacía
de la vida instintiva; y para liberarlo de esto, tratará de infundirle el
ideal de la alegría autoafirmativa de existir. Y, de este modo, se
convierte en consuelo de sus semejantes y, ¿por qué no?, emana de
él una influencia que hace que en su presencia se olviden los sufri-
mientos y se logre, en cambio, un desbordante valor de vivir, como
se le siente al exponerse a los cálidos, luminosos rayos del sol.
Y es así que, considerado a la luz de esta relación, también el
optimismo en la vida cobra una importancia especial, una importan-
cia que podríamos calificar de una especie de confianza en Dios,
que ha llegado a ser orgánica y reviste aun un carácter más o menos
inconsciente. El Hombre de Leo superior está lleno del sentimiento
de que, al fin, todo se orientará hacia el bien, puesto que, a su en-
tender, el triunfo del bien sobre el mal es ley inmutable en el mun-
do. Si se pudiese encerrar la doctrina de vida que surge de esto en
un sistema filosófico, obtendríamos una filosofía que sería una es-
pecie de miembro de unión entre el estoicismo y el epicureísmo.
Del estoicismo extraería el Hombre de Leo la máxima de no consi-
derar jamás los procesos exteriores de la vida como algo que pudie-
369
ra tocar a nuestro verdadero yo, ni en la dicha ni en la desgracia, y
del epicureísmo, extraería la fe en el valor del placer, opuesta al
estoicismo, que desprecia el mundo exterior y sus placeres.
Hemos llamado a Leo el signo del “vencedor”.
El Hombre de Leo, superior e inferior, se solaza en la concien-
cia de fuerza que el triunfo infunde a todo vencedor. Acaso tenga
algo que ver con esto el que el Hombre de Leo estime en tan alto la
fuerza, en la vida; la fuerza lo impresiona, no le gusta la blandura.
Es por eso que se conseguirá muy poco de él si se apela a sus sen-
timientos, y en cambio se obtendrá de él mucho si se atina a captar-
lo en la conciencia de su fuerza y se lo halaga en este sentido.
Volvamos al Hombre de Leo superior y preguntémonos cuál es
en realidad su misión característica en la humanidad, la misión por
la cual hace justicia a su alto grado de evolución; para esto, lo mejor
será partir del órgano que corresponde en el cuerpo humano a la
radiación de Leo, esto es, el corazón.
Del mismo modo en que el sol es el centro de nuestro sistema
planetario, el corazón es el centro vital orgánico de nuestro cuerpo;
del corazón fluyen a todos los órganos –incluido el propio corazón–
las oleadas de sangre. Mientras el corazón late, vive el cuerpo hu-
mano. La detención definitiva del corazón significa la muerte física
del cuerpo. De modo que toda fuerza vital sale del corazón, y desde
siempre se ha “sentido” que el corazón es el verdadero asiento de la
voluntad de vivir, de la voluntad orgánica de vivir, y de la fuerza
vital.
El ritmo de los latidos del corazón repite la ley arquetípica de
todo desdoblamiento en la vida; el latido es la vibración orgánica-
mente transformada, sobre la cual reposa, en su calidad de tercera
manifestación, la triple unidad del acto de la revelación, el aur, y es
en este sentido, referido al AUR, que los antiguos llamaban al reci-
piente cardíaco que inicia la ramificación circulatoria de todo el
cuerpo, la A O (u) R-TA, la “aorta”.
Y esto nos lleva de vuelta al símbolo del sol, donde también ha-
llamos una relación de carácter inmediato con el corazón.
370
Recordemos que el círculo con el punto central significa el pun-
to de partida de la revelación24.
Si ahora contemplamos este círculo vacío, como, por ejemplo,
un huevo que despierta a la vida, el “punto central” pasa a ser la
primera forma de germen del corazón, es decir, un pequeño punto
palpitante, saltarín, que Aristóteles denominó, precisamente, “punto
saliente”, punctum saliens, y que constituye la correspondencia cor-
poral de aquella gran respiración del cosmos que todo lo vuelve a
reunir, o del principio por el cual los millones de células reunidas en
el organismo humano obtienen la unidad que a ellas confluye, uni-
das como unidades “parciales” con los millones de unidades “par-
ciales” restantes, para formar el organismo inmediatamente superior
a ellas, etcétera25.
Es así que, dentro del cuerpo humano, el corazón se convierte
en una especie de gobernador o virrey de la vida orgánica del cuer-
po, como el sol es rey del sistema planetario.
Es por eso que los antiguos llamaban a este órgano cor, koira-
nos, kyrios, cherr, hasta llegar al Herr (“señor”, “dueño”, en ale-
mán) y al Herz = corazón.
Y ahora podemos comprender cuál es el sentido esotérico de tal
dignidad “regia”, que convierte al signo de Leo en el signo regio
kat’ exochén, o en el representante de la máxima dignidad humana.
Y la misión peculiar del Hombre de Leo superior es la de cuidar
de esta dignidad, la de captar con conciencia responsable que de-
pende de la conservación de la dignidad la posibilidad de evolución
superior de la propia humanidad.
Y si Schiller dijo del artista que:
24
Primera serie, quinta conferencia.
25
Primera serie, primera conferencia.
371
“Por eso el rey con el cantor se hermana,
pues ambos viven en la cima humana.”
372
Y bien; en la órbita de Fuego las cosas ocurren de modo similar.
Si en esta esfera de lo “más alto” de la naturaleza humana, en la que
se vive la función del yo del hombre en forma inmediata, también
tiene que ocurrir una neutralización, un equilibrio entre las dos po-
laridades, la de expansión y la de voluntad concéntrica (respectiva-
mente, Aries y Leo), tal equilibrio sólo podrá tener lugar, al igual
que en las tres esferas restantes, por una ley en virtud de la cual la
voluntad se enfrene a sí misma, una ley que se dé a sí misma la pro-
pia voluntad. Claro que esta ley no podrá ser más que de carácter
ético, esto es, que no podrá valer más que para la obtención del cen-
tro de gravedad ético. ¿Y dónde está este centro de gravedad ético?
Subrayemos una vez más lo que mostráramos al comienzo de
nuestra investigación de hoy, es decir que la voluntad es aquella
esfera de nuestra interioridad que a la sazón se reconoce poco en la
conciencia y que, por esto, es confundida a menudo con la vida de
los instintos y los deseos. De manera que, ante todo, habrá que lim-
piar la voluntad de escorias de instintos y deseos. Habrá que llegar a
la separación entre la voluntad pura y aquello que, revistiendo la
engañosa apariencia de nuestra voluntad moral, no es en verdad más
que una “voluntariosidad” extraviada, dominada por instintos e im-
pulsos exacerbados, caída “fuera” del dominio de lo moral, o aún no
madurada para formar parte de tal dominio. Y es así que, dentro de
la naturaleza moral de nuestro ser, se produce un desdoblamiento
similar al que tiene lugar dentro de la naturaleza mental. La duda
mental halla su contrajuego en la duda moral, y la función propia de
la radiación de Sagitario es la de solucionar esta duda, la de llenar
nuestra voluntariosidad, falsificada por la vida instintiva e impulsi-
va, con la voluntad pura, “limpia” de aquellas escorias, redimiendo
de este modo, a aquella “voluntariosidad”, de sí misma, para con-
vertirla en parte de la voluntad “pura”.
Y penetrando más profundamente en el problema así planteado,
partiremos, como hicimos al estudiar el signo de Géminis, de la
figura simbólica de Sagitario. Vemos representado un símbolo que,
de manera análoga al de Géminis, al de los “mellizos”, nos muestra
dos figuras enlazadas entre sí, que, en realidad, representan una sola
373
figura, una sola imagen: la del hombre dual. Pero mientras aquellas
figuras de Géminis se disponían una al lado de la otra como “her-
manos”, en el símbolo de Sagitario las dos figuras se hallan sobre-
puestas, para indicar con esto que, en lugar de la coordinación de
los opuestos, que en Géminis todavía se hallaba en pugna, aquí en
Sagitario uno de entrambos poderes ha triunfado ya sobre el otro.
Este curioso ser de carácter doble que visualiza el signo de Sa-
gitario es la figura del “centauro”; su parte inferior es un animal y
su parte superior es un dios. Y en la mano de este dios vemos el
arco y la flecha preparada para el disparo; por esta figura se dio al
centauro el nombre de Sagitario (“arquero”).
Es de por sí bastante evidente el significado de la oposición en-
tre el animal y el dios, como para que nos detengamos en él; las dos
figuras señalan respectivamente la serie de antepasados terrestres y
celestes del ser humano, las etapas evolutivas animal y divina entre
las cuales se halla, a la sazón, el estadio evolutivo del embrión de
Dios llamado “Hombre”, sobre la Tierra. ¿Y el arco y la flecha?
Pensemos en lo que ocurre cuando se dispara la flecha del arco
tenso. El arco tenso es un símbolo de aquello que, en el sentido de
la investigación física, posee la energía potencial en fuerza acumu-
lada, en el momento en que está por descargarse; la flecha disparada
es, a su vez, el símbolo de la energía puesta en el mundo, vuelta
“actual” por la descarga, vuelta actual in statu nascendi. Lo que
ocurre en este caso se parece al acto de nacer, y es en este sentido
que los antiguos ponían en manos de Artemisa, la diosa del naci-
miento, el arco y la flecha como símbolo de la natura naturans, de
la naturaleza siempre pronta a dar a luz, que los griegos calificaban,
en el mismo sentido, de physis, esto es, de “vejiga” tensa, a punto
de “estallar”. ¿Y no es asombroso que también el dios del sol, Apo-
lo, lleve arco y flecha, Apolo, el genio del Sol, cuyos rayos, como
flechas disparadas, caen constantemente sobre la Tierra, pletóricos
de energía actual, recién nacida?
De modo que la flecha disparada se convierte en símbolo de la
transformación de la energía potencial en energía cinética.
¡Pero! La figura del centauro nos dice mucho más acerca de la
374
índole de esta transformación. Pues las flechas disparadas no salen
“ciegamente” del arco, no salen disparadas del arco tenso por una
“necesidad” falta de miras. ¡Todo lo contrario! Apuntan a una
meta; no es la ciega necesidad la que las dispara, sino el “arque-
ro”, Sagitario, consciente de la meta.
La transformación que se produce de esta suerte no es, pues,
una metamorfosis meramente física, sino que se trata de una meta-
morfosis alquimista, la fuerza propulsora de toda evolución ascen-
sional, la transformación de lo más bajo en lo más alto, del animal
en el dios. Pero, para que esto sea posible, tiene que haber una me-
dida directriz que determine con exactitud lo bajo y lo alto, o la di-
rección “hacia arriba”.
Lo que se expresa con esta exigencia es manifestado con toda
claridad por el órgano que, en el cuerpo humano, corresponde a la
radiación de Sagitario: la cadera.
Las caderas son los órganos del cuerpo por los cuales se pro-
duce la elevación, es decir, por los cuales el hombre “se pone de-
recho”, adopta la posición corporal erecta, que lo diferencia del
animal.
26
Primera serie, segunda conferencia.
376
en la voluntad humana, como miembro de unión conscientemente
responsable, entre el impulso natural y su transformación en tal vo-
luntad humana, sino también como custodio de todos aquellos seres
humanos que todavía no han llegado al plano de evolución a que él
ha llegado.
Si ahora nos ponemos a describir en pocas palabras la misión
del Hombre de Sagitario, no podríamos hacerlo mejor que transcri-
biendo las palabras con que Lao-Tsé, en su vigésimo séptimo afo-
rismo, describe el ordenamiento divino-humano:
377
Es en este suelo que crecen aquellos fanáticos religiosos que
“no tienen amor” (como, por ejemplo, el “Brand” de Ibsen), que
sacrifican el sentido del amor en favor del principio ético.
El Hombre de Sagitario poco evolucionado, inferior, no duda
jamás de que tiene derecho a imponer su ley moral o, al menos a
predicarla a los demás.
Pero como su rigor para con los demás no puede disminuir para
con su propia persona, vemos surgir a menudo un curioso tipo de
Hombre de Sagitario, cuyo representante, sin captar el sentido de la
ley ética, se convierte sin ambages en su despiadado depositario, de
modo que, en lugar de ir madurando, por esta ley, hacia la libertad,
se va convirtiendo cada vez más en esclavo de sus propias máximas.
Tales seres comienzan a vivir ellos mismos según los “principios”
que imparten a los demás, es decir que no reciben de primera mano
las leyes éticas según las cuales regirán su vida, se convierten en
“doctrinarios”, en sujetos que han perdido la intuición ética inme-
diata. Acaso la característica principal de tales sujetos sea la de que
buscan un sustituto de la perdida fuerza de la intuición religiosa, y
lo buscan en la adhesión a aquello que, en la vida práctica, corres-
ponde, por ejemplo, al ritual en el oficio divino, el “ceremonial”, en
el más amplio sentido de la palabra. Se convierten en seres forma-
les, en hombres que atienden primordialmente a la observancia del
ceremonial de las así llamadas “formas convencionales”. El Hom-
bre inferior de Sagitario es un adepto del ritual y de las ceremonias,
que han de servirle de sustitutos de la medida moral interior que ya
no atina a sentir con claridad.
En lo mental, este hecho se refleja en una metamorfosis análo-
ga, que, de la fuerza de fe del Hombre de Sagitario superior, toma la
superstición, y llena con ella todos los quehaceres de la vida; el
Hombre inferior de Sagitario no puede vivir sin la superstición,
pues ésta tiene que sustituirle lo que, en el Hombre superior de Sa-
gitario, es la Fe.
Pero lo que caracteriza a ambos tipos es la exigencia de una ley
que mantenga enhiesta la jerarquización que garantice la idea de la
subordinación y de la superioridad moral. Del mismo modo en que
378
la planta está por encima de la piedra, el animal por encima de la
planta, y el ser humano por encima del animal y todos los demás
reinos inferiores, que él reúne en sí, lo moral debería regir en el
hombre al cuerpo, a las inquietudes psíquicas y a los pensamientos,
lo moral debería ser juez supremo de todo en el hombre. Es así que
el así llamado cuidado del cuerpo se convertiría en ejercitación in-
cansable, como antes fuera conocido en calidad de “deporte” y valo-
rado como tal, y sería tan importante como el enfrenamiento de las
pasiones y de los pensamientos, cuyo valor de verdad –como piedra
de toque– sería examinado ante el foro de la conciencia ética, es
decir que sólo podría ser verdad aquello que no contradijese los
fundamentos éticos. La figura del Hombre superior de Sagitario ya
no necesita de una descripción detallada. Es el Hombre superior de
Sagitario aquel por cuya vida y obra, tanto en lo más grande como
en lo más pequeño, se mantiene de continuo aquel ceremonial en el
mundo que no reviste el carácter de mero formulismo, sino que,
como fuerza viva, señala, a la erguida figura del hombre, el camino
a las alturas, como en el lema de Lao-Tsé. La veneración de aquello
que se reconoce como superior, como más elevado, el “amor al ins-
trumento”, forma el compendio de toda verdadera religiosidad, y es
de esta verdadera religiosidad de lo que está lleno el Hombre supe-
rior de Sagitario, y es esta verdadera religiosidad lo que él lleva a
todas partes, a todos sus semejantes. Esta religiosidad lo hace apto;
no sólo para el sacerdocio, sino hasta para ser profeta, porque, mi-
rando dentro de su fantasía fecundada por la fe y contemplando allí
el ordenamiento jerárquico que tal fe ha establecido, ve de ante-
mano qué es lo que debe ocurrir a los demás, a los que están inclui-
dos en ese ordenamiento. Y de esto se le hace evidente su misión, el
don y el deber de comunicar a los demás su fuerza interior, esa
fuerza que, como un fluido fortalecedor, caerá dentro de las almas
de sus semejantes, o, para decirlo en una palabra, el don y el deber
de “bendecir”, consumando con esto lo que únicamente es capaz de
llevar a cabo el “superador”.
El planeta que transmite la radiación de Sagitario es Júpiter, que
también es señor del signo de Piscis. Sin penetrar en el contenido de
la serie siguiente de esta obra, digamos brevemente que este plane-
379
ta, denominado por los antiguos con el nombre de su dios supremo,
del padre de los dioses y de los hombres, depara toda la ayuda que
puede prestarse al hombre, en su lucha por la ascensión, vale decir,
sobre todo, la fuerza de la bendición, de la bendición que “viene de
arriba”. Pero mientras en Piscis esta fuerza provenía de una especie
de anulación del pasado, aquí en Sagitario proviene de la fe en el
ideal de la futura etapa evolutiva, que, por así decir, tiende desde lo
alto su mano solícita, la tiende benévolamente, a todo aquel que esté
dispuesto a tomarla con fe y con veneración.
380
SÉPTIMA CONFERENCIA
Pues todo en Nada ha de esfumarse
si es que en el Ser quiere quedar.
GOETHE
Y continúa Kant:
391
“Estoy harto de copiar los devaneos del máximo de los fanáticos, o de
continuarlos hasta las descripciones del estado que sobreviene después de
la muerte. Además tengo otros escrúpulos. Pues, por más que un
naturalista coleccione entre sus preparados piezas de animales, no sólo
piezas normales, sino también monstruos de la naturaleza, no por ello
tendrá que dejar de tener cuidado en permitir que las vea todo el mundo.
Pues entre los curiosos podría haber personas embarazadas, en quienes
tales visiones pudieran causar impresiones funestas. Y, dado que entre mis
lectores podría haber algunos que, en punto a impresiones ideales,
estarían, digamos, en estado interesante, sentiría mucho que, por mi culpa,
se enterasen de cosas inconvenientes. Entretanto, habiéndoles advertido de
entrada acerca de este peligro, me desligo de toda responsabilidad al
respecto, y espero que no se me echen en cara los monstruos, que en
virtud de lo expuesto, pudieran haber brotado de sus fértiles fantasías.”
395
El encanto orgulloso, opulento de otrora
en el mundo ya no se aloja.
Caballeros de hierro compiten ahora;
se flagelan el monje y la monja.
Mas si ahora la vida es sombría y grave,
el amor sigue siendo luminoso y suave.”
SCHILLER: Las cuatro edades del mundo
27
Un período de Sotis (período de Sirio) –1460 años– era, por así decir, un
año platónico en pequeño, durante el cual no era, por ejemplo, el punto vernal
sino la fecha calendaria del comienzo de la primavera la que recorría el zodíaco.
396
humanidad, que, en la creencia en el eterno retorno de lo igual, sin
posibilidad de que se interrumpa o rompa este curso cíclico, se en-
reda cada vez más en la materia y su dominio. Y de este modo se
origina el sometimiento dictado por el medio y el terror, impuesto
por la fuerza conservadora de la materia, en la que toda forma con-
cluye por petrificarse, por convertirse en momia de la memoria
cósmica, cuyo representante en la forma aparencial terrestre está
dado por todo lo femenino y maternal. El principio cósmico feme-
nino –la materia– asume el dominio. Se produce la servidumbre
natural, el matriarcado y el sometimiento a todo lo que, al igual que
la materia, aparezca como elemento conservador. Lo corpóreo ejer-
ce su dominio, de modo que, hasta después de la muerte, el cuerpo
del ser humano es conservado –o se trata de conservarlo– en su ma-
terialidad. La pirámide y la momia se convierten en los símbolos de
esta era ante la humanidad posterior a ella.
Otra cosa ocurre en la Era de Aries (2000 antes de Cristo hasta
el nacimiento de Cristo). Domina la radiación de la cabeza. Se trata
de la época de la antigüedad clásica. Diríase, al comienzo de esta
era, que la humanidad intentara, con toda su energía, sublevarse
contra los impulsos de la Era de Tauro. La humanidad parece inspi-
rada: no te dejes dominar por los poderes naturales, sacúdete de
encima el pasado. Despliega tu voluntad (Fuego) y sé indomeñable.
¡Llegado el caso, oponte hasta a los dioses! La voluntad del hombre
se levanta contra los poderes de la naturaleza; aun cuando no pueda
él dominar a la naturaleza, no por eso doblegará ante ella la nuca.
Nace el ideal del “héroe”. La voluntad del ser humano sale infali-
blemente vencedora en todas las circunstancias, aun a costa del de-
rrumbe del cuerpo. La virtud máxima de la Era de Tauro está dada
Esto era consecuencia del hecho de que la cronología egipcia no tenía años bisies-
tos, de manera que sólo al cabo de cada cuatro veces 365 años las estaciones
volvían a caer en la misma fecha. En contraste con el año platónico, el período de
Sotis es un período de tiempo meramente artificial, por así decir, originado en un
error.
397
por la areté griega, es decir, por la “virtud de Ares”, por la “virtud
de Marte”, que configura la imagen del héroe, de lo heroico-
masculino del ser humano. Esta virtud se verifica de la misma ma-
nera frente a los hombres y a los dioses. Desde luego, al hombre le
es imposible defenderse del poder superior de los dioses; pero no
por esto se doblegará ante ellos, pues tiene conciencia del poder de
su voluntad, que lo convierte en el ser más poderoso de la Tierra:
dice Sófocles del hombre que doblega la “cerviz (la nuca) del toro”.
Si prestamos atención a la forma en que se produjo el tránsito
de la Era de Tauro a la Era de Aries, descubriremos un proceso que
se produce con una consecuencia casi de fuerza de ley, en cada trán-
sito de una Era a la que le sigue. Cada Era está llena de ansias de
solución unidas a una protesta especialmente violenta contra el espí-
ritu de época de la Era anterior a ella, del mismo modo en que, por
ejemplo, el hombre, al despertar por la mañana, trata de “sacudirse”
de sí el recuerdo de los sucesos de la noche anterior, o en que el
hombre que de noche se dispone a acostarse para dormir, procura
olvidar lo ocurrido durante el día, para volver a sumergirse en su
mundo interior.
Luego, más o menos al promediar toda Era, vemos que, como
surgiendo de los recuerdos, retornan los impulsos de la Era anterior,
claro que transformados de acuerdo al nuevo espíritu de época, para
incorporarse, bajo esta nueva forma, al proceso de la evolución. Si
seguimos simbólicamente al punto vernal en su precesión por el
zodíaco primario, veremos que, al promediar cada Era, llegará un
punto que, en cierto sentido, corresponde al signo de Libra. Es decir
que, luego de que el “luchador” ha avanzado hasta promediar la
época, sale a relucir el “artista”. Es misión del arte de todo mes
cósmico la de consumar, mirando hacia adelante y hacia atrás, las
nupcias de los impulsos evolutivos masculinos y femeninos. El arte
es el lazo eterno que une los espíritus de época de las Eras cósmi-
cas.
398
Y es de esta manera que vemos retornar el contenido de vida de
la época de Tauro, en forma transformada, en la Era de Aries. Por
de pronto, asistimos a la “resurrección” de la momia; lo que era la
momia para el antiguo Egipto, se convierte, en la antigua Grecia, en
la estatua del hombre viviente. Allí está, erguido, como una espe-
ranza tendida hacia el cielo, una espera puesta en un futuro en que
el hombre, idealizado en tal estatua, ande vivo por la Tierra, el ideal
del hombre “bello y bueno”, en quien se reúnen el poder físico de la
naturaleza y la voluntad ética.
Pero asistimos también a otro renacimiento de la época de Tau-
ro. Nace el drama, el drama fatalista.
Lo que en la Era de Tauro apareciera como poder natural, se
convierte ahora en destino del hombre, destino que no logra destro-
nar la voluntad humana, pero que, a su vez, tampoco puede nada
contra ésta. Hay que aceptar el destino, pero el hombre permanece
intocado por él. (Filosofía estoica.)
Y ahora, pasando nuevamente a la Era de Piscis, veremos obrar
a las mismas leyes. La primera mitad de esta Era está llena de la
protesta contra los ideales de la Era que la precedió. En lugar del
“héroe”, pasa a ocupar el primer plano el “penitente”, el cual, sin
duda, también profesa una especie de heroísmo, pero de un heroís-
mo que no se verifica en la lucha contra enemigos exteriores, sino
que se vuelve contra el enemigo interior, el antagonista que debe ser
individualizado y aniquilado en la liza de la propia alma. También
este “penitente” anda doblegado bajo un peso, pero este peso es el
del alma, es dicho en otras palabras– el cargo de conciencia que
surge del pecado original, del cual sólo podrá librarse desplegándo-
se en una fuerza psíquica que esté llena de resistencia a las tentacio-
nes de los sentidos, de un heroísmo similar al del espíritu de resis-
tencia de la Era anterior, contra el poder del destino.
Esta transformación en lo psíquico, que, en la Era de Aries, apa-
reciera como el espíritu del “héroe”, del héros, se convierte aquí en
la fuerza del “amor”, del éros. No será el poder de la voluntad pro-
pia opuesta a la voluntad ajena, sino la fuerza del amor que perdona
y hasta convierte en amor la hostilidad del antagonista, lo que pase
399
a ser principio ético. De esta transmutación parece tocado, además,
otro recuerdo proveniente de la Era femenina de Tauro: la mujer,
representante, en la Era de Tauro, del poder natural, se convierte, en
la Era de Piscis, en instrumento ennoblecedor de la transformación
del héros (héroe) en éros (amor). La “madre” del culto egipcio anti-
guo pasa a ser la figura ideal de lo eternamente femenino nimbada
de la gloria de la Madre de Dios, la Virgen María.
Pero en la segunda mitad de la Era de Piscis se produce un nue-
vo renacimiento, que esta vez atañe a la Era de Aries y su arte; el
drama fatalista, la tragedia del mundo antiguo celebra su resurrec-
ción; sólo que, en lugar del héroe, del rey o del general de un ejérci-
to, con su destino “histórico”, aparece el hombre común, con sus
dolores y padecimientos, en lucha contra los adversarios de su pro-
pia interioridad, sus pasiones e instintos.
El drama “burgués” celebra su nacimiento, y, con él, despierta
el interés en el más allá de todas las aspiraciones exteriores, en el
“ser humano” vuelto a lo “interior”, en lo eternamente humano. La
momia de la Era de Tauro, renacida en el mundo antiguo como “es-
tatua”, se convierte ahora en la figura ideal del hombre que lucha
por la salvación del alma, y, de este modo, origina una idea de amor
que abarca la totalidad de los seres humanos, la idea de “humani-
dad”, tal y como fuera difundida especialmente por los clásicos
alemanes.
Y es precisamente esta idea la que se refleja en el arte excelso
con que la Era de Piscis corona el legado de las Eras anteriores. La
expresión más ideal de este arte es la de la música instrumental, en
cuyas leyes, florecidas en formas puras y maravillosas, obran con-
juntamente los tonos, como almas en el unísono de amor que tiende
a elevar a una comunidad humana hacia la armoniosa obra de arte
de un invisible templo cósmico, que pasa a ocupar el lugar de la
pirámide de Keops.
Desde ya podemos predecir que los elementos preformados en
este maravilloso y puro arte de la Era de Piscis retornarán a media-
dos de la venidera Era de Acuario en forma de viva experiencia
humana, del mismo modo en que retornaron las momias de Egipto
400
en las estatuas de Grecia, y que luego, al cabo de mil años, retorna-
rán los grandes arquitectos de aquel templo cósmico, como Bach,
Haydn, Mozart, Beethoven, y lo harán como organizadores de la
comunidad humana utópica de la Era de Acuario.
Digamos aún unas palabras sobre esta era de Acuario que llena-
rá los próximos dos mil años. Ya hemos hablado en detalle acerca
de los ideales espirituales (mentales) de este período de vida de la
humanidad, cuya disposición será masculina; hablamos de esto al
estudiar el signo de Acuario. Una vez más, antes de que se cumplan
los ideales utópicos propios de esa Era, la primera parte de la Era de
Acuario mostrará a la humanidad en su protesta contra la doctrina
“piadosa” de la Era de Piscis. Pero no podemos hablar de esto.
No nos guió la intención de penetrar demasiado profundamente
en el espíritu de la historia humana y de las leyes que la rigen. El
examen breve, quizá demasiado breve, que acabamos de hacer tie-
ne, empero, que volver a hacernos cobrar conciencia de que una
gran ley campea en las profundidades del cosmos, a la vez que en
las almas de la humanidad, una ley que finalmente se refleja en la
vida y en el ser de cada individuo humano, una ley que constituye la
noción fundamental del saber astrológico.
Pero esto nos abre una perspectiva hacia distancias inmensas.
Pues del mismo modo en que el curso anual del sol por los doce
signos del zodíaco nos puede parecer el año platónico en pequeño, y
el mes nos puede aparecer como el espacio de tiempo reducido del
mes cósmico de 2000 años de la historia de la humanidad, y el día,
esto es, la duración de una rotación completa de la Tierra alrededor
de su eje, puede parecemos un año platónico aún más reducido,
dentro del cual el “mes” está formado por espacios de tiempo de dos
horas cada uno, y finalmente, una alentada se comporta, de acuerdo
a su duración, con respecto a la duración de un día, como el año
burgués con respecto al platónico28, es decir, en fin, que del mismo
modo en que el ritmo de algo más de 24.000 años se refleja hasta en
28
RUD. S TEINER : El sur humano hace en el curso de un día unas 26.000 alenta-
das, es decir, unas 18 alentadas por minuto.
401
lo más pequeño, los años platónicos también se proyectan hacia
ciclos de tiempo cada vez más grandes, más amplios, hasta que,
finalmente, el más grande de estos ciclos llega a constituir la dura-
ción del “día de Brahma”, al cual sigue la “noche de Brahma”, for-
mando ambos conjuntamente una alentada del universo infinito. Y
este ritmo inconmensurable halla finalmente el camino hacia el in-
dividuo humano por la interposición de las épocas planetarias que,
en órbitas más grandes y más pequeñas, circulan alrededor del Sol.
Y en esta inmensa maquinaria de relojería del cosmos, cada ser hu-
mano tiene destinado su lugar y, por el breve lapso de su residencia
en la Tierra, se halla incluido en la gran rotación y circulación.
Y con esto hemos llegado al punto de partida de esta investiga-
ción del zodíaco y del ser humano.
La serie siguiente a esta que acabamos de exponer, nos mostrará
las pequeñas ruedas de esta maquinaria de relojería (El Mundo pla-
netario en su relación con el Hombre). Por hoy concluiremos, no
sin antes volver a entregarnos bien íntimamente a la idea de que
sólo podrá cumplir su verdadera determinación como ser humano,
aquel que comprenda que toda forma de vida que se oponga a la
armonía con el organismo superior, con el Gran Organismo, cerrán-
dose a la necesidad de sacrificio de lo propio, estará condenada a
sucumbir, pues sólo podrá aspirar a la eternidad aquel que en cual-
quier momento sepa morir para ganar la vida en el sentido más ele-
vado de la palabra, aquel que sepa renunciar al yo aparente, para
alcanzar, para conquistar el verdadero yo, escapado a la muerte en
virtud de su aportación a la obra de sacrificio de la gran unidad.
Resumamos esto una vez más, y hagámoslo escuchando a dos
grandes maestros que sabían de este supremo secreto.
Dice Chuang-Tsé:
402
del eterno morir; si, a pesar de este cuerpo dotado de espíritu que llevo,
sólo sé que nadie me salvará de la sepultura, entonces consumo la vida,
hasta que en la muerte parecerá como si tú y yo hubiéramos ido una única
vez hombro contra hombro, antes de ser separados para siempre. ¿No vale
esto la pena? Tú, en cambio, llevas la mirada a posarse en algo mío, que,
cuando tú lo miras, ya ha desaparecido. Y sin embargo lo buscas como si
aún debiese existir; lo buscas como aquel que en el mercado busca
caballos vendidos. Mira: lo que yo admiro de ti es variable. Lo que tú
admiras de mí es variable. ¿Por qué, pues, apesadumbrado? Si bien mi yo
muere a cada instante, en la transmutación se verifica lo eterno.”
Y dice Goethe:
UNO Y TODO
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INDICE
Prólogo …………………………………………………………… 7
Prefacio …………………………………………………………... 9
PRIMERA SERIE
FUNDAMENTACION GENERAL DE LA ASTROLOGIA
Primera Conferencia Idea general de la “astrología como
ciencia oculta”. ¿Qué es la ciencia ocul-
ta? La ciencia física y la ciencia oculta.
Hombre y universo. El cuerpo humano
y el número como puentes hacia el uni-
verso. Astronomía y astrología. El “yo”
como clave del saber oculto …………... 17
Segunda Conferencia Comunidad de vida entre el hombre y el
cosmos; macrocosmos y microcosmos.
La unidad y el número uno. El dolor y el
sufrimiento como otros tantos puentes
hacia el cosmos. La idea de destino. Ley
natural y ley moral ……………………. 39
Tercera Conferencia El enigma de la “evolución” a la luz de
la ciencia oculta. El zodíaco …………... 63
Cuarta Conferencia Evolución y alquimia. Los cuatro ele-
mentos; sus relaciones con el curso evo-
lutivo del ser humano. El enigma de la
esfinge ………………………………… 81
Quinta Conferencia Números cósmicos y evolución humana.
Los números 4, 7 y 12. Zodíaco y plane-
tas. La periodicidad y la ley del ritmo.
Símbolos planetarios y símbolos numé-
ricos …………………………………… 99
405
Sexta Conferencia Las tres perspectivas cósmicas. La im-
portancia cósmica del momento de na-
cimiento. El hombre entre el cielo y la
Tierra. El problema de la libertad. He-
rencia y evolución propia. El “segundo
nacimiento” …………………………… 123
Séptima Conferencia Las figuras y los signos del zodíaco. La
precesión del punto vernal. El horóscopo
y los aspectos. Eternidad y temporalidad.
El camino hacia el prójimo …………… 147
SEGUNDA SERIE
EL ZODIACO Y EL HOMBRE
Primera Conferencia El problema del carácter. Caracterología
psicológica y astrológica. El zodíaco
como espectro de 1a vida. La
“experiencia zodiacal”. Punto vernal y
sacrificio humano. La vida y la muerte .. 171
Segunda Conferencia División del zodíaco, su estructura; las
doce regiones; los cuatro mundos ele-
mentales ………………………………. 195
Tercera Conferencia Los cuatro tipos humanos …………….. 225
El Hombre de Tierra en general
El Hombre de Capricornio
El Hombre de Tauro
El Hombre de Virgo
Cuarta Conferencia El Hombre de Agua en general ……… 259
El Hombre de Cáncer
El Hombre de Escorpio
El Hombre de Piscis
Quinta Conferencia El Hombre de Aire en general ………… 299
El Hombre de Libra
El Hombre de Acuario
El Hombre de Géminis
406
Sexta Conferencia El Hombre de Fuego en general ………. 343
El Hombre de Aries
El Hombre de Leo
El Hombre de Sagitario
Séptima Conferencia La precesión del punto vernal y la evo-
lución de la humanidad ……………….. 381
407
Tabla de contenidos de la obra
Tomo 1
1a Serie. Fundamentación general de la astrología
409
2ª Serie. El zodíaco y el hombre
Tomo 2
El mundo planetario y el hombre (10 conferencias)
411
Tomo 3
1ª Parte. El Hombre y la Tierra (6 Conferencias)
412
3ª Parte. El Hombre y la Tierra (11 Conferencias)
Tomo 4
1ª Parte. El hombre en el concierto de las estrellas (25 Confe-
rencias)
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