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libro de los cuentos

Con cariño para Alejandro

VERÓNICA
TRABAJO DE INFORMÁTICA

ÍNDICE

1. LOS TRES CERDITOS.............................................................................................

2. LAS TRES HILANDERAS.......................................................................................

3. EL LOBO Y EL HOMBRE.......................................................................................

4. LA NIÑA QUE PISOTEÓ EL PAN........................................................................

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1. LOS TRES CERDITOS

Había una vez tres hermanos cerditos que vivían en el bosque. Como el malvado
lobo siempre los estaba persiguiendo para comérselos dijo un día el mayor:

- Tenemos que hacer una casa para protegernos de lobo. Así podremos escondernos
dentro de ella cada vez que el lobo aparezca por aquí.

A los otros dos les pareció muy buena idea, pero no se ponían de acuerdo respecto a
qué material utilizar. Al final, y para no discutir, decidieron que cada uno la hiciera
de lo que quisiese.

El más pequeño optó por utilizar paja, para no tardar mucho y poder irse a jugar
después.

El mediano prefirió construirla de madera, que era más resistente que la paja y
tampoco le llevaría mucho tiempo hacerla. Pero el mayor pensó que aunque tardara
más que sus hermanos, lo mejor era hacer una casa resistente y fuerte con ladrillos.

- Además así podré hacer una chimenea con la que calentarme en invierno, pensó el
cerdito.

Cuando los tres acabaron sus casas se metieron cada uno en la suya y entonces
apareció por ahí el malvado lobo. Se dirigió a la de paja y llamó a la puerta:

- Anda cerdito se bueno y déjame entrar...

- ¡No! ¡Eso ni pensarlo!

- ¡Pues soplaré y soplaré y la casita derribaré!

Y el lobo empezó a soplar y a estornudar, la débil casa acabó viniéndose abajo. Pero

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el cerdito echó a correr y se refugió en la casa de su hermano mediano, que estaba


hecha de madera.

- Anda cerditos sed buenos y dejarme entrar...

- ¡No! ¡Eso ni pensarlo!, dijeron los dos

- ¡Pues soplaré y soplaré y la casita derribaré!

El lobo empezó a soplar y a estornudar y aunque esta vez tuvo que hacer más
esfuerzos para derribar la casa,
al final la madera acabó
cediendo y los cerditos salieron
corriendo en dirección hacia la
casa de su hermano mayor.

El lobo estaba cada vez más


hambriento así que sopló y
sopló con todas sus fuerzas, pero
esta vez no tenía nada que hacer
porque la casa no se movía ni
siquiera un poco. Dentro los
cerditos celebraban la resistencia de la casa de su hermano y cantaban alegres por
haberse librado del lobo:

- ¿Quién teme al lobo feroz? ¡No, no, no!

Fuera el lobo continuaba soplando en vano, cada vez más enfadado. Hasta que
decidió parar para descansar y entonces reparó en que la casa tenía una chimenea.

- ¡Ja! ¡Pensaban que de mí iban a librarse! ¡Subiré por la chimenea y me los comeré a
los tres!

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Pero los cerditos le oyeron, y para darle su merecido llenaron la chimenea de leña y
pusieron al fuego un gran caldero con agua.

Así cuando el lobo cayó por la chimenea el agua estaba hirviendo y se pegó tal
quemazo que salió gritando de la casa y no volvió a comer cerditos en una larga
temporada.

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2. LAS TRES HILANDERAS

Había una niña muy holgazana que no quería hilar. Su madre perdió la paciencia y la
chica se puso a llorar. En ese momento pasó la Reina, y, al oír los lamentos, entró en
la casa y preguntó a la madre qué pasaba, pues sus gritos se oían desde la calle.
Avergonzada la mujer de tener que pregonar la holgazanería de su hija, respondió a
la Reina:

- No puedo sacarla de la rueca; todo el tiempo se estaría hilando; pero soy pobre y no
puedo comprar tanto lino.

Dijo entonces la Reina:

- No hay nada que me guste tanto como oír hilar. Dejad venir a vuestra hija a palacio
conmigo. Allí podrá hilar cuanto guste.

La madre aceptó y la Reina se llevó a la muchacha. Ya en el palacio, la Reina llevó a


la niña a tres aposentos del piso alto, que estaban llenos hasta el techo de magnífico
lino.

- Vas a hilarme este lino -le dijo-, y cuando hayas terminado te daré por esposo a mi
hijo mayor. Nada me importa que seas pobre; una joven hacendosa lleva consigo su
propia dote.

La muchacha sintió mucha pena, pues era demasiado trabajo. Al quedarse sola, se
echó a llorar y así estuvo tres días sin mover una mano. Al tercer día se presentó la
Reina, y se extrañó al ver que nada había hecho aún; pero la moza se excusó diciendo
que no había podido empezar todavía por la mucha pena que le daba el estar separada
de su madre.

A la Reina se satisfizo la excusa, pero le dijo:

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- Mañana tienes que empezar el trabajo.

Nuevamente sola, la muchacha se asomó a la ventana y vio que se acercaban tres


mujeres. Las tres se detuvieron ante la ventana y, levantando la mirada, preguntaron
a la niña qué le ocurría. Esta les contó lo
que ocurría y las mujeres le ofrecieron
su ayuda:

- Si nos invitas a la boda, sin


avergonzarte de nosotras, nos llamas
primas y nos sientas a tu mesa,
hilaremos para ti todo este lino en un
santiamén.

La niña aceptó y las tres mujeres fueran


a ayudarla. Estas inmediatamente
pusieron manos a la obra. Cada vez que venía la Reina, la muchacha escondía a las
hilanderas y le mostraba el lino hilado.

Cuando estuvo terminado el lino de la primera habitación, pasaron a la segunda, y


después a la tercera, y no tardó en quedar lista toda la labor.

Se despidieron las tres mujeres recordándole a la niña su promesa.

Cuando la doncella mostró a la Reina los cuartos vacíos y la grandísima cantidad de


lino hilado, se fijó enseguida el día para la boda. El novio estaba encantado de tener
una esposa tan hábil y laboriosa.

El día de la fiesta se presentaron las tres mujeres, magníficamente ataviadas, y la


novia salió a recibirlas diciéndoles:

- ¡Bienvenidas, queridas primas!

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- ¡Uf! -exclamó el novio-. ¡Cuidado que son feas tus parientas!

Y, dirigiéndose a la primera, le preguntó:

- ¿Cómo tenéis este pie tan grande?

- De hacer girar el torno -dijo ella-.

Pasó entonces el príncipe a la segunda:

- ¿Y por qué os cuelga tanto este labio?

- De tanto lamer la hebra -contestó la mujer.

Y a la tercera;

- ¿Y cómo tenéis este pulgar tan achatado?

- De tanto torcer el hilo -replicó ella.

Asustado, exclamó el hijo de la Reina:

- Jamás mi linda esposa tocará una rueca.

Y con esto se terminó la pesadilla del hilado.

3. EL LOBO Y EL HOMBRE

Estaba un día la zorra diciéndole al lobo lo magnífica que era la fuerza del hombre.
No había animal que le resistiera, y todos habían de valerse de la astucia para
guardarse de él.

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A todo esto el lobo respondió:

- Como tenga ocasión de encontrarme con un hombre, ¡vaya si arremeteré contra él!

- Puedo ayudarte a encontrarlo -dijo la zorra-. Ven mañana de madrugada y te


mostraré uno.

El lobo se presentó donde había queda con la zorra y está lo acompañó al camino que
todos los días seguía el cazador.

Primero pasó un soldado bastante mayor, que ya no podía luchar.

- ¿Es eso un hombre? -preguntó el lobo.

- No -respondió la zorra-, lo ha sido.

Después se acercó un muchacho, que iba a la escuela.

- ¿Es eso un hombre?

- No, lo será un día.

Finalmente, llegó el cazador y la zorra le dijo al lobo:

- ¿Ves? ¡Eso es un hombre! Tú, atácalo si quieres. Yo prefiero ocultarme en mi


madriguera.

El lobo se precipitó contra el hombre. El cazador, al verlo, dijo:

- ¡Lástima que no lleve la escopeta cargada con balas! -

Y, apuntándole, le disparó una perdigonada en la cara. El lobo arrugó intensamente


el hocico, pero, sin asustarse, siguió derecho al cazador. Este le disparó la segunda

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carga. Reprimiendo su dolor, el animal se arrojó contra el hombre, y entonces éste,


desenvainando su
reluciente cuchillo le
asestó tres o cuatro
cuchilladas. El lobo salió
corriendo, sangrando y
aullando, y fue a buscar a
la zorra.

- Bien, hermano lobo -le


dijo la zorra-, ¿qué tal ha
ido con el hombre?

- ¡Ay! -respondió el lobo-, ¡yo no me imaginaba así la fuerza del hombre!

Primero cogió un palo que llevaba al hombro, sopló en él y me echó algo en la cara
que me produjo un terrible escozor; luego volvió a soplar en el mismo bastón, y me
pareció recibir en el hocico una descarga de rayos y granizo; y cuando ya estaba
junto a él, se sacó del cuerpo una brillante costilla, y me produjo con ella tantas
heridas, que por poco me quedo muerto sobre el terreno.

- ¡Ya estás viendo lo vanidoso que eres! -le dijo la zorra-. Echas el hacha tan lejos,
que luego no puedes ir a buscarla.

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4. LA NIÑA QUE PISOTEÓ EL PAN

Había una vez una niña que pisoteó el pan para no ensuciarse los zapatos y lo pasó
muy mal. Sus padres eran pobres, pero ella era orgullosa y altanera. A medida que
fue creciendo se volvió peor.

-¡Una buena paliza, necesitarías! -le decía su propia madre-. De pequeña me has
pisoteado muchas veces el delantal; mucho me temo que de mayor me pisotees el
corazón.

Y así fue.

Entró a servir en una casa de personas distinguidas, que la trataron como a su propia
hija, con lo que creció aún su arrogancia.

Al cabo de un año su señora le recomendó que visitara a sus padres. Y fue, pero solo
a exhibirse. Quería que viesen lo guapa que se había vuelto. Pero al llegar al pueblo y
ver a las muchachas y los mozos charlando en el estanque, y a su madre descansando
sentada en una piedra la niña dio media vuelta. Se avergonzaba de tener por madre a
aquella tosca mujer ahora que iba tan lindamente vestida. No le molestó haberse
vuelto, sino haberse acicalado para nada.

Transcurrió otro medio año.

-Deberías ir a tu casa a ver a tus padres -volvió a decirle su señora-. Ahí tienes un
pan de trigo; puedes llevárselo. Estarán contentos de verte.

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La chica se puso el mejor vestido y los zapatos nuevos. Caminaba con cuidado para
no ensuciarse el calzado. Pero llegada al punto en que el sendero cruzaba un cenagal
y el agua formaba un gran charco, tiró el pan al suelo, en medio del barro, para poder
apoyar el pie sobre él y no mojarse los zapatos. Y mientras estaba con un pie sobre el
pan y con el otro levantado, se hundió el pan y la muchacha desapareció en el agua.

La chica fue a parar a la mansión de la mujer del pantano, que habita en su fondo,
que es la tía de las elfas La mujer estaba en casa. Precisamente aquel día el diablo y
su abuela estaban de visita. Esta abuela es una bruja muy vieja y perversa.

Al ver a la niña, se caló las gafas y la examinó con atención.

-Esta es una chica que tiene buenas prendas -dijo-. Me gustaría que me la regalaras,
como recuerdo de esta visita.

Y se la dieron, con lo cual la niña fue a parar al infierno. Allí sus ropas aparecían
como recubiertas de una gran mancha de barro; una culebra se le había enroscado en
el pelo y se columpiaba sobre su pescuezo, y de cada pliegue del vestido salía un
sapo, que ladraba como un perrillo asmático. Resultaba muy molesto.

-Cuantos están aquí tienen un aspecto tan horrible como yo-, se dijo para consolarse.

Pero lo peor era el hambre espantosa que la atormentaba. ¿No podía bajarse a coger
un poco del pan que le servía de base? Pues no, pues tenía todo el cuerpo como una
columna de piedra. Solamente podía mover los ojos.

-Como esto se prolongue, no podré resistirlo –dijo-. Pero no había más remedio que
aguantar, y el tormento continuaba.

Cayó entonces sobre su cabeza una lágrima ardiente que fue a parar sobre el pan; y
luego otras lágrimas, y otras muchas. ¿Quién lloraba por ella? ¿No tenía acaso una
madre en la Tierra? Las lágrimas de dolor que una madre derrama por sus hijos,
alcanzan siempre a éstos, pero no los redimen; queman y sólo contribuyen a

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aumentar sus sufrimientos. Y luego aquel hambre insufrible, sin poder llegar al pan
que tenía bajo el pie. Al fin experimentó la sensación de tener consumidas todas las
entrañas y ser como una delgada caña hueca que captaba todos los sonidos. Oía
claramente cuanto sobre ella decían en la Tierra, todas palabras duras y de censura.
Su madre lloraba lágrimas salidas de su afligido corazón, pero exclamaba al mismo
tiempo:

-¡La soberbia trae la caída! Esta fue tu desgracia, hija. ¡Cómo afligiste a tu madre!

Todos los de allá arriba conocían su pecado, sabían que había pisoteado el pan y que
se había hundido y desaparecido. El pastor, que lo había visto todo desde una altura,
lo había contado.

Un día que la roían como de costumbre la ira y el hambre, oyó que pronunciaban su
nombre y contaban su historia a una criaturita inocente, una niña, la cual prorrumpió
en llanto al escuchar la narración sobre aquella niña soberbia y coqueta.

-¿Y nunca más volverá a la Tierra? -preguntó la chiquilla.

Y le respondieron:

-Nunca más.

-Pero, ¿y si pidiese perdón y prometiese no volver a hacerlo?

-Pero es que no quiere pedir perdón -contestaron.

-¡Oh, yo quiero que se arrepienta! -exclamó la pequeña, desconsolada-. Daría toda mi


casa de muñecas a cambio de que pudiese volver.

Aquellas palabras llegaron al corazón de la niña, que sintió un gran alivio. Una niñita
inocente lloraba y rogaba por ella; le pareció tan maravilloso, que también ella habría
llorado.

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En la Tierra iban transcurriendo


los años, pero allá abajo nada
cambiaba. Solo que cada día
llegaban a sus oídos menos
conversaciones acerca de ella.
Una vez distinguió un suspiro:

-Hija -era su madre moribunda-,


¡cuántas penas me has costado!

Y he aquí que la niña oyó otra


vez pronunciar su nombre, y al
mismo tiempo vio que sobre ella centelleaban dos estrellas. Eran dos ojos dulces, que
se cerraban sobre la Tierra. Habían pasado tantos años desde que la niñita había
llorado inconsolable por su suerte de que aquella criaturita se había transformado en
una anciana, a quien Dios se disponía a llamar a su seno. Y en el preciso momento en
que sus pensamientos se desprendían de toda la vida terrena para elevarse al cielo, se
acordó de que, siendo muy niña, había llorado al oír la historia de la niña que tiró el
pan para no ensuciarse los zapatos. Aquel tiempo y aquella impresión se presentaron
con tal intensidad en el alma de la anciana a la hora de la muerte, que, en voz alta,
rezó esta oración:

-Señor, ¡cuántas veces no he pisoteado, como aquella niña, los dones de Tu gracia sin
detenerme a pensarlo! ¡Cuántas veces he pecado de soberbia, y, sin embargo, Tú, en
tu misericordia, no has permitido que me perdiera, sino que me has sostenido! ¡No
me abandones en mi última hora!

Los ojos de la anciana se cerraron, y los ojos de su espíritu se abrieron al mundo de


las cosas ocultas. Y como aquella niña había ocupado sus últimos pensamientos, la
vio. Sus lágrimas y oraciones resonaban como un eco en la hueca envoltura de allá
abajo y se sintió como vencida por aquel amor de que inesperadamente era objeto: un
ángel del Señor lloraba por ella.

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El alma atormentada pasó revista a todas las acciones de su existencia terrena, y la


sacudió un torrente de lágrimas. La invadieron una gran aflicción y tristeza, le
pareció que nunca se abrirían para ella las puertas de la gracia. De repente un rayo de
luz penetró en el infierno y se fundió en la figura petrificada de la niña. Un pajarillo
se elevó volando hacia el mundo de los humanos, pero retrocedió ante el espectáculo
que veía. Sentía vergüenza de sí mismo y de todos los seres vivos, y se apresuró a
buscar un refugio en un agujero oscuro. Se quedó allí sin articular un sonido, pues
carecía de voz. Permaneció inmóvil largo rato antes de poder acostumbrarse a toda
aquella magnificencia y de ser capaz de comprenderla. Sí, era magnífico lo que te
rodeaba. ¡Cuánto amor y cuánta grandeza había en todo lo creado!

Todos estos pensamientos que se agitaban en el pecho del avecilla, habría querido
exteriorizarlos, pero no podía. Aquellas canciones sin palabras fueron creciendo.
Romperían al primer aletazo de una buena acción. Era necesario que esta buena
acción se realizase.

El invierno era riguroso y las aves y demás animales del bosque apenas encontraban
alimento. Nuestro pajarillo salió volando a la carretera y encontró un granito aquí y
otro allí. Descubrió un mendrugo de pan, del cual comió sólo unas miguitas, y fue a
llamar a los demás gorriones hambrientos para que participasen del festín. Después
salió volando hacia las ciudades, y donde quiera que descubría en una ventana migas
de pan comía unas pocas y daba el resto a los demás.

En el curso del invierno, el pájaro había recogido y repartido una cantidad de migas
equivalente en peso al pan que un día pisoteara la niña para no ensuciarse los
zapatos. Y en el momento en que hubo encontrado y dado la última miguita, las alas
pardas de la avecilla se volvieron blancas y se extendieron. Tenía un brillo tan
intenso, que era imposible seguirla, y se perdió de vista. Los niños dijeron que se
había ido al sol.

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