Está en la página 1de 4

GAMBOA VACILÓ, sin decidirse a abrir la puerta. Estaba preocupado.

«¿Es por todos estos líos,


pensó, o por la carta?» La había recibido hacía algunas horas: «estoy extrañándote mucho. No
debí hacer este viaje. ¿No te dije que sería mucho mejor que me quedara en Lima? En el avión
no podía contener las náuseas y todo el mundo me miraba y yo me sentía peor. En el
aeropuerto me esperaban Cristina y su marido, que es muy simpático y bueno, ya te contaré.
Me llevaron de inmediato a la casa y llamaron al médico. Dijo que el viaje me había hecho mal,
pero que todo lo demás estaba bien. Sin embargo, como me seguía el dolor de cabeza y el
malestar volvieron a llamarlo y entonces dijo que mejor me internaba en el hospital.

Me tienen en observación. Me han puesto muchas inyecciones, sin almohada y eso me molesta
mucho, tú sabes que me gusta dormir casi sentada. Mi mamá, Cristina y mi cuñado viene a
verme, pero yo quisiera que tú estuvieras aquí, sólo así me sentiría tranquila del todo. Ahora
estoy un poco mejor, pero tengo mucho miedo de perder al bebé. El médico dice que la
primera vez es complicado, pero que todo irá bien. Estoy muy nerviosa y pienso todo el tiempo
en ti. Cuídate mucho, tú.

¿Me estás extrañando, no es verdad? Pero no tanto como yo a ti». Al leerla, había comenzado a
sentirse abatido. Y a media lectura, el capitán se presentó en su cuarto con el rostro
avinagrado, para decirle: «el coronel ya sabe todo. Salió usted con su gusto. Dice el
comandante que saque del calabozo a Fernández y lo lleve a la oficina del coronel. Ahora
mismo».

Gamboa no estaba alarmado, pero sentía una falta total de entusiasmo. No era frecuente en él
dejarse vencer por el desgano. Dobló la carta Y la guardó en su cartera y abrió la puerta.
Alberto lo había visto venir por la rejilla, sin duda, pues lo esperaba en posición de firmes.

El calabozo era más claro que el que ocupaba el Jaguar y Gamboa observó que el pantalón
caqui de Alberto era ridículamente corto: se ajustaba a sus piernas como un buzo de bailarín y
sólo la mitad de los botones de la bragueta estaban abrochados. La camisa, en cambio, era
demasiado ancha: las hombreras colgaban y a la espalda se formaba una gran joroba. —Oiga —
dijo Gamboa—. ¿Dónde se ha cambiado el uniforme de salida?—Aquí mismo, mi teniente.
Tenía el uniforme de diario en mi maletín.

Lo llevo los sábados a mi casa para que lo laven.

Gamboa vio sobre la tarima una esfera blanca, el quepí, y unos puntos luminosos, los botones
de la guerrera. —¿No conoce el reglamento? —dijo, con brusquedad—. Los uniformes de
diario se lavan en el colegio, no se pueden sacar a la calle. ¿Y qué pasa con ese uniforme?
Parece usted un payaso.

El rostro de Alberto se llenó de ansiedad. Con una mano trató de abotonar la parte superior del
pantalón pero, aunque sumía el estómago visiblemente, no lo consiguió. —El pantalón ha
encogido y la camisa ha crecido —dijo Gamboa, con sorna—. ¿Cuál de las dos prendas es
robada?—Las dos, mi teniente.

Gamboa recibió un pequeño impacto: en efecto, el capitán tenía razón, ese cadete lo
consideraba un aliado. —Mierda —dijo, como hablando consigo mismo—. ¿Sabe que a usted
tampoco lo salva ni Cristo? Está más embarrado que cualquiera. Voy a decirle una cosa. Me ha
hecho un flaco servicio viniendo a contarme sus problemas. ¿Por qué no se le ocurrió llamar a
Huarina o a Pitaluga?—No sé, mi teniente —dijo Alberto. Pero añadió, de prisa—: Sólo tengo
confianza en usted. —Yo no soy su amigo —dijo Gamboa—, ni su compinche, ni su protector.
He hecho lo que era mi obligación. Ahora todo está en manos del coronel y del Consejo de
Oficiales. Ya sabrán ellos lo que hacen con usted.

Venga conmigo, el coronel quiere verlo.

Alberto palideció, sus pupilas se dilataron. —¿Tiene miedo? —dijo Gamboa.

Alberto no respondió. Se había cuadrado y pestañeaba. —Venga —dijo Gamboa. Atravesaron la


pista de cemento y Alberto se sorprendió al ver que Gamboa no contestaba el saludo de los
soldados de la guardia. Era la primera vez que entraba a ese edificio. Sólo por el exterior —
altos muros grises y mohosos— se parecía a los otros locales del colegio. Adentro, todo era
distinto. El vestíbulo, con una gruesa alfombra que silenciaba las pisadas, estaba iluminado por
una luz artificial muy fuerte y Alberto cerró los ojos varias veces, cegado. En las paredes había
cuadros; le parecía reconocer, al pasar, a los personajes que ilustraban el libro de historia,
sorprendidos en el instante supremo: Bolognesi disparando el último cartucho, San Martín
enarbolando una bandera, Alfonso Ugarte precipitándose al abismo, el presidente de la
República recibiendo una medalla. Después del vestíbulo, había una sala desierta, grande, muy
iluminada: en las paredes abundaban los trofeos deportivos y los diplomas.

Gamboa fue hacia una esquina. Tomaron el ascensor. El teniente marcó el cuarto piso, sin duda
el último. Alberto pensó que era absurdo no haberse dado cuenta en tres años del número de
pisos que tenía ese edificio. Vedado para los cadetes, monstruo grisáceo y algo satánico porque
allí se elaboraban las listas de consignados y en él tenían sus madrigueras las autoridades del
colegio, el edificio de la administración estaba tan lejos de las cuadras, en el espíritu de los
cadetes, como el palacio arzobispal o la playa de Ancón. —Pase —dijo Gamboa.

Era un corredor estrecho; las paredes relucían. Gamboa empujó una puerta. Alberto vio un
escritorio y tras él, junto a un retrato del coronel, a un hombre vestido de civil. —El coronel lo
espera —dijo éste a Gamboa—. Puede usted pasar, teniente. —Siéntese ahí —dijo Gamboa a
Alberto—. Ya lo llamarán.

Alberto tomó asiento, frente al civil.

tenía un lápiz en las manos y lo movía en el aire como siguiendo unos compases secretos. Era
bajito, de rostro anónimo y bien vestido; el cuello duro parecía incomodarle, a cada instante
movía la cabeza y la nuez se desplazaba bajo la piel de su garganta como un animalito aturdido.
Alberto intentó escuchar lo que ocurría al otro lado, pero no oyó nada. Se abstrajo:

Teresa le sonreía desde el paradero del Colegio Raimondi. La imagen lo asediaba desde que se
llevaron al cabo de la celda vecina. Sólo el rostro de la muchacha aparecía, suspendido ante los
muros pálidos del colegio italiano, al borde de la avenida de Arequipa; no divisaba su cuerpo.
Había pasado horas tratando de recordarla de cuerpo entero. Imaginaba para ella vestidos
elegantes, joyas, peinados exóticos. Un momento se ruborizó: «estoy jugando a vestir a la
muñeca, como las mujeres». Revisó su maletín y sus bolsillos en vano: no tenía papel, no podía
escribirle. Entonces redactó cartas imaginarias, composiciones repletas de imágenes
grandilocuentes, en las que le hablaba del Colegio Militar, el amor, la muerte del Esclavo, el
sentimiento de culpa y el porvenir. De pronto, oyó un timbre. El civil hablaba por teléfono;
asentía, como si su interlocutor pudiera verlo. Colgó el fono delicadamente y se volvió hacia él.
—¿Usted es el cadete Fernández? Pase a la oficina del coronel, por favor.

Avanzó hasta la puerta. Golpeó tres veces con los nudillos. No obtuvo respuesta. Empujó: la
habitación era enorme, estaba alumbrada con tubos fluorescentes, sus ojos se irritaron al
entrar en contacto con esa inesperada atmósfera azul. A diez metros de distancia, vio a tres
oficiales, sentados en unos sillones de cuero. Lanzó una mirada circular: un escritorio de
madera, diplomas, banderines, cuadros, una lámpara de pie. El piso no tenía alfombra: el
encerado relucía y sus botines se deslizaban como sobre hielo.

Caminó muy despacio, temía resbalar. Miraba el suelo, sólo levantó la cabeza al ver que bajo
sus ojos surgía una pierna enfundada en un pantalón caqui y un brazo de sillón. Se cuadró. —
¿Fernández? —dijo la voz que retumbaba bajo el cielo nublado cuando los cadetes
evolucionaban en el estadio, ensayando los ejercicios para las actuaciones, la vocecita silbante
que los mantenía inmóviles en el salón de actos, hablándoles de patriotismo y espíritu de
sacrificio—.

¿Fernández qué?—Fernández Temple, mi coronel. Cadete Alberto Fernández Temple.

El coronel lo observaba; era bruñido y regordete, sus cabellos grises estaban cuidadosamente
aplastados contra el cráneo. —¿Qué es usted del general Temple? —dijo el coronel. Alberto
trataba de adivinar lo que vendría por la voz. Era fría pero no amenazadora. —Nada, mi
coronel. Creo que el general Temple es de los Temple de

Piura. Yo soy de los de Moquegua. —Sí —dijo el coronel—. Es un provinciano. —Se volvió y
Alberto, siguiendo su mirada, descubrió en el otro sillón al comandante Altuna—.

Como yo. Como la mayoría de los jefes del Ejército. Es un hecho, de las provincias salen los
mejores oficiales. A propósito, Altuna, ¿usted de dónde es?—Yo soy limeño, mi coronel. Pero
me siento provinciano. Toda mi familia es de Ancasti.

Alberto trató de localizar a Gamboa, pero no pudo. El teniente ocupaba el sillón cuyo espaldar
tenía al frente: Alberto sólo veía un brazo, la pierna inmóvil y un pie que taconeaba levemente.
—Bueno, cadete Fernández —dijo el coronel; su voz había cobrado cierta gravedad—. Ahora
vamos a hablar de cosas más serias, más actuales. —El coronel, hasta entonces recostado en el
sillón, había avanzado hasta el borde del asiento: su vientre aparecía, bajo su cabeza, como un
ser aparte—.

Vamos a suponer que sí. Quiero decir que no habrá conmovido a toda la oficialidad del colegio
por algo insignificante. Y, en efecto, el parte que ha elevado el teniente Gamboa muestra que el
asunto justifica la intervención, no sólo de los oficiales, sino incluso del Ministerio, de la
justicia. Según veo, usted acusa a un compañero de asesinato.

Tosió brevemente, con alguna elegancia, y calló un momento. —Yo he pensado de inmediato:
un cadete de quinto año no es un niño.

En tres años de Colegio Militar, ha tenido tiempo de sobra para hacerse hombre. Y un hombre,
un ser racional, para acusar a alguien de asesino, debe tener pruebas terminantes, irrefutables.
Salvo que haya perdido el juicio. O que sea un ignorante en materias jurídicas. Un ignorante
que no sabe lo que es un falso testimonio, que no sabe que las calumnias son figuras delictivas
descritas por los códigos y penadas por la ley. He leído el parte atentamente, como lo exigía
este asunto. Y por desdicha, cadete, las pruebas no aparecen por ningún lado. Entonces he
pensado: el cadete es una persona prudente, ha tomado sus precauciones, sólo quiere mostrar
las pruebas en última instancia, a mí en persona, para que yo las exhiba ante el

Consejo. Muy bien, cadete, por eso lo he mandado llamar. Déme usted esas
Bajo los ojos de Alberto, el pie golpeaba el suelo, se levantaba y volvía a caer, implacable. —Mi
coronel —dijo—. Yo, solamente…—Sí, sí —dijo el coronel—. Usted es un hombre, un cadete del
quinto año del Colegio Militar Leoncio Prado. Sabe lo que hace. Vengan esas—Yo ya dije todo lo
que sabía, mi coronel. El Jaguar quería vengarse de

Arana, porque éste acusó…—Después hablaremos de eso —lo interrumpió el coronel—. Las
anécdotas son muy interesantes. Las hipótesis nos demuestran que usted tiene un espíritu
creador, una imaginación cautivante. —Se calló y repitió, complacido—: Cautivante. Ahora
vamos a revisar los documentos. Déme todo el material jurídico necesario. —No tengo
pruebas, mi coronel —reconoció Alberto. Su voz era dócil y temblaba; se mordió el labio para
darse ánimos—. Yo sólo dije lo que sabía. Pero estoy seguro…—¿Cómo? —dijo el coronel, con
un gesto de asombro—. ¿Quiere usted hacerme creer que no tiene pruebas concretas y
fehacientes? Un poco más de seriedad, cadete; éste no es un momento oportuno para hacer
bromas.

¿De veras no tiene un solo documento válido, tangible? Vamos, vamos. —Mi coronel, yo pensé
que mi deber…—¡Ah! —prosiguió el coronel—. ¿Así que se trata de una broma? Me parece
muy bien. Usted tiene derecho a divertirse, por lo demás el humor revela juventud, es muy
saludable. Pero todo tiene un límite. Está en el

Ejército, cadete. No puede reírse de las Fuerzas Armadas, así no más. Y no sólo en el Ejército.
Figúrese que en la vida civil también se pagan caras estas bromas. Si usted quiere acusar a
alguien de asesino, tiene que apoyarse en algo, ¿cómo diré?, suficiente. Eso es, pruebas
suficientes. Y usted no tiene ninguna clase de pruebas, ni suficientes ni insuficientes, y viene
aquí a lanzar una acusación fantástica, gratuita, a echar lodo a un compañero, al colegio que lo
ha formado. No nos haga creer que es usted un topo, cadete. ¿Qué cosa cree que somos
nosotros, ah? ¿Imbéciles, débiles mentales, o qué? ¿Sabe usted que cuatro médicos y una
comisión de peritos en balística comprobaron que el disparo que costó la vida a ese
infortunado cadete salió de su propio fusil? ¿No se le ocurrió pensar que sus superiores, que
tienen más experiencia y más responsabilidad que usted, habían hecho una minuciosa
investigación sobre esa muerte? Alto, no diga nada, déjeme terminar. ¿Se le ocurre que íbamos
a quedarnos muy tranquilos después de ese accidente, que no íbamos a indagar, a averiguar, a
descubrir los errores, las faltas que lo originaron? ¿Usted cree que los galones le caen a uno del
cielo? ¿Cree usted que los tenientes, los capitanes, el mayor, el comandante, yo mismo, somos
una recua de idiotas, para cruzarnos de brazos cuando muere un cadete en esas
circunstancias? Esto es verdaderamente bochornoso, cadete Fernández. Bochornoso por no
decir otra cosa. Piense un instante y respóndame. ¿No es algo bochornoso?—Sí, mi coronel —
dijo Alberto y al instante se sintió aliviado. —Lástima que no haya reflexionado antes —dijo el
coronel—. Lástima que haya sido precisa mi intervención para que usted comprendiera los
alcances de un capricho adolescente. Ahora vamos a hablar de otra cosa, cadete. Porque, sin
saberlo, usted ha puesto en movimiento una máquina infernal. Y la primera víctima será usted
mismo. Tiene mucha imaginación, ¿no es cierto? Acaba de darnos una prueba magistral. Lo
malo es que la historia del asesinato no es la única. Acá yo tengo otros testimonios de su
fantasía, de su inspiración. ¿Quiere pasarnos esos papeles, comandante?

Alberto vio que el comandante Altuna se ponía de pie.

También podría gustarte