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Las hojas del camino

Darío Galván
Capítulo 1

Les juro que todo cuanto van a leer ha ocurrido en verdad.


Pensarán que esto es tan solo una historia inventada pero, se lo vuelvo a repetir, a usted, a
quien sujeta este libro, todo es verdad. ¡Si, sé que es algo muy difícil de creer!
¡Malditos incrédulos! ¡Mentes obtusas incapaces de creer en lo que no entienden o no ven! No
les culpo, han crecido rodeados de historias sobre vampiros, hombres lobos… Historias de monstruos
inventados para asustar a niños y a adultos.
¿Nunca le hablaron de muebles que se mueven solos, de personas que dicen ver a sus abuelos
mirándoles desde la esquina de su habitación? Haga memoria, seguro que conoce a alguien que ha
pasado por algo parecido y que, cuando se lo contó, le hizo pensar que eran solamente embustes,
invenciones. Pudiera ser así, incluso lo más probable es que así sea pero, ¿está seguro de ello? Sin
embargo le prometo que esta historia que he plasmado en este montón de hojas ocurrió de verdad.
Sus protagonistas son de carne y hueso, tan reales como usted o como yo.
Y ahora tengo que hacerle unas preguntas muy importantes antes de seguir: ¿Tiene el valor
necesario para enfrentarte a lo que va a leer? Aún está a tiempo, puede cerrar la novela y dejar que se
pierda en el olvido. Puede esconderla, regalarla e incluso encender una cerilla y ver como cada hoja
de papel se convierte en una bola de fuego. ¿Qué va a hacer? ¿Se arriesga a cruzar el umbral que
separa la cordura de la locura?
Supongo que si aún continúa leyendo mis letras es porque ha tomado la estúpida decisión de
seguir con la lectura. ¿Esto es tan solo un libro, no? ¡Está bien! Pues adelante, a fin de cuentas esta
historia no es esa basura que solía escribir antes, esta es la historia que una bella dama me contó en
una ocasión. Una dama a la que llamaremos, por ejemplo, Claudia.

Por mucho que pise el acelerador nunca conseguirá huir de su pasado. Un pasado tan triste
que hasta el cielo llora por el.
60, 80, 100… La aguja del velocímetro sube demasiado para aquel pavimento tan encharcado.
Pisó un poco más el acelerador, un suicidio en las condiciones en que estaba aquella carretera
pero… Pero no se puede morir aquello que ya está muerto, ¿verdad? Bajó unos centímetros la
ventanilla y encendió un cigarrillo, dejando que en las volutas del humo azulado se dibujase aquella
escena que había ocurrido no hacía tanto tiempo.
Mientras conducía volvió a revivir en su mente aquella noche, fría, oscura y en un principio,
rutinaria.
Aquella detención tenía que ser como cualquier otra, si bien era consciente que en el trabajo
que tenía, ninguna operación era del todo sencilla.
-¿Tiene frío, Capitán?
-¿Tú que crees?
Claudia pasó el dedo por la luna delantera de uno de los coches allí aparcados y comprobó lo
que ya sabía, había helado y la escarcha comenzaba a formarse.
-Lo peor de todo es esta maldita humedad que te cala hasta los huesos. –El Teniente Castro
bostezó. -¿Supongo que usted estará acostumbrada a este clima?
-Una nunca llega a acostumbrarse a esto.
-¿Es usted de por aquí, no? –El Sargento se colocó su chaleco antibalas y miró a la capitana
peleándose con el suyo. –Espere, que la ayudo.
-De por aquí cerca, si. –Comprobó su arma y la devolvió a la funda. –Pero llevo ya muchos
años en Madrid.
-Ya está, lista. Cuando quiera.
-¿Ya ha llegado el juez? –Claudia miró el reloj. –Faltan diez minutos para las cuatro.
-Su Señoría está con los chicos poniéndose su chaleco. –Contestó Castro mientras hacía las
últimas comprobaciones a su equipo.
-Perfecto, a en punto entramos.
Habían elegido aquella noche y aquella hora para pillarles durmiendo. Si la información que
tenían era correcta, su objetivo se alojaba temporalmente en aquella casa bajo un nombre falso. Había
huido a Libia hacía cinco años para que en caso de ser detenido no pudiesen extraditarle. Pero como
todo ser humano tenía un punto débil, su familia. Se sabía que dos o tres veces al año se arriesgaba
viajando hasta España para poder ver a su mujer y a sus tres hijos, aunque nunca habían logrado hasta
entonces averiguar cuando, como y donde.
Varios testigos decían haberle visto en Jorquera en la provincia de Albacete, en Tortajada no
muy lejos de Teruel y, la última vez, en Ledesma allá por tierras salmantinas. No en vano, el rostro
de Emilio Fuentes había salido infinidad de veces en todos los telediarios por sus “negocios”. Al
poco de llegar a España conoció a una mujer de grandes pechos, corazón ardiente y mirada de jade.
Se habían casado hacía casi dos décadas y ella estaba demasiado arraigada a su tierra como para
escapar con su marido a la ciudad de Trípoli. Además, siendo mujer, se le antojó que vivir bajo el
yugo de la ley islámica sería aún peor que acabar en España en una sucia celda, alejada de su marido
y sus hijos. Es por ello que Carmen Fuentes, conocida antes de adoptar el apellido de su marido como
Carmen Álvarez, decidió quedarse con los dos hijos que por aquel entonces tenía el matrimonio a
orillas del Cantábrico. La pequeña Irene sería concebida y dada a luz hacía menos de un año en una
de las escapadas de Emilio Fuentes desde Trípoli hasta los valles fluviales del Tormes.
En el interior de la casa debían de encontrarse el matrimonio, la bebé en su cuna, sus
hermanos Arturo y Benito de 15 y 10 años respectivamente y aquellos dos titanes gemelos que tenían
como guardaespaldas. Si todo iba bien, los siete debían de estar en el séptimo sueño. A lo sumo,
Fernando o Federico Ochoa se encontraría montando guardia.
-¿Ya están todos listos?
-Si, Capitán.
Al principio estar al mando de aquella unidad le había sido difícil por ser mujer. Finalmente
consiguió hacerse respetar, obtener la confianza de los hombres de su equipo y logró que cada
palabra suya fuese dogma para todos ellos.
-Está bien. El equipo uno que proteja al “cerrajero” mientras nos abre la puerta. Los equipos
dos, tres y cuatro, limpiarán todas las habitaciones. El Teniente Castro, el Sargento Alonso y yo a la
cola con el juez y el secretario judicial. ¿Todos preparados? –Los quince guardias asintieron con la
cabeza. -¡Vamos allá!
El “cerrajero”, un Guardia Civil que debía de rondar los dos siglos de vida, tardó menos de un
minuto en hacer sonar ese “clic”. El equipo uno se quedó vigilando los coches oficiales y el
perímetro exterior de la vivienda mientras los otros nueve agentes entraban con sus fusiles apuntando
a cada esquina. Redujeron a Federico Ochoa, quien efectivamente se encontraba montando guardia,
más dormido que despierto, en el sofá del salón. Despertaron a su hermano y a Arturo Fuentes y los
llevaban al comedor en el más absoluto silencio.
La capitana Ortega, seguida por el juez y su secretario, entraron tras Alonso y Castro hasta el
dormitorio donde dormía el matrimonio.
-Si no quiere despertar a sus hijos, levántese despacito, con las manos a la vista en todo
momento, vístase y diríjase al comedor. –Claudia le puso ante los ojos los grilletes al colombiano y
este obedeció tras evitar que su esposa se abalanzase sobre los agentes. –Vamos, no tenemos toda la
noche, señor Fuentes.
-Usted… -El Teniente Castro se dirigió a la mujer. –Tranquilícese y vaya con sus hijos para
que no se asusten.
Dos minutos después, Carmen Fuentes, seguida por dos Guardias Civiles, entraba en la
habitación que compartían Benito y Arturo, con Irene aún dormida en sus brazos. Mientras tanto, su
esposo era puesto de rodillas y esposado por el Sargento Alonso.
-Tiene usted derecho a guardar silencio, a no declarar contra si mismo y a no declarase
culpable. Tiene derecho a designar aboga…
Un ruido sordo y, tras este, Alonso cayó al suelo con los ojos en blanco, mirándola y con la
sangre surgiendo del orificio que la bala le había hecho en la cabeza. Algunos trozos de piel, carne,
sangre y hueso lo salpicaron todo.
Claudia respiró hondo y desapareció aquella imagen de Alonso muerto. Bajó del todo la
ventanilla y tiró el cigarrillo a medio fumar. Cogió el teléfono al segundo timbrazo y, tras leer el
nombre de Agustín en la pantalla, lo apagó y lo dejó otra vez sobre asiento del acompañante.
Doscientos metros más adelante un guardia de tráfico le hizo señales para que se detuviese en
el arcén.
-Buenos días, señora. –El agente le hizo el saludo militar. –Ha cometido usted varias
infracciones. ¿Me permite por favor su permiso de conducir?
-Por supuesto. –Cogió el carné de su bolso y se lo entregó. –Aquí tiene.
-¿Claudia Ortega Benítez? –Leyó el Guardia Civil de tráfico. -¿Acaso es usted…?
-Si, soy yo.
-A sus órdenes Capitán. ¿Por que no me ha dicho que es compañera? Puede continuar,
lamento no haberla reconocido.
-No se preocupe. Y si tiene que denunciarme, hágalo.
-¡No, no! Puede continuar, por favor.
-Muchas gracias, señor…
-Manfredi, soy el Guardia Civil Roberto Manfredi.
-Manfredi, haz el favor de llamarme Claudia si eres tan amable –Arrancó de nuevo el coche. -
Estoy fuera de servicio.
-Lamento mucho lo de Alonso, fuimos juntos a la academia, era un buen tipo.
-Sí, lo era.
-Y lo de ese chico… ¡¡Buff!
-Si no te importa, preferiría no hablar de eso.
-¡Claro, claro! Continúe, por favor.
A ese día no le quedaban más de seis horas de luz así que cogió el desvío hacia la autopista en
dirección norte tras volver a colgar el teléfono sin contestar a la enésima llamada de Agustín.
Con el sol empezando a caer y el estómago rugiendo, paró en la primera gasolinera que se
encontró nada más dejar atrás aquel cartel en el que decía “Principado de Asturias”. Al contrario de
lo que cabía esperarse llovía en toda España menos allí. Claudia descendió del coche, estiró las
piernas y echó un vistazo a su alrededor para disfrutar de aquel verde paisaje y del cielo que
comenzaba a pintarse de tonos anaranjados y rosáceos tras las nubes. La temperatura era ideal,
sobretodo si venías del calor de la capital de España y el aroma a hierba recién cortada la transportó
por unos instantes a aquellos años de la inocencia. Años que quedaron atrás al dejar de ser una niña
de coletas rubias, pantalones rotos y maneras y aficiones de niño. Claudia no pudo evitar reírse al
recordar como en su pueblo durante algún tiempo la tacharon de bollera y de cómo alguna que otra
“amiga” se le insinuase. ¡Nada más lejos de la realidad! No tenía nada en contra de los gays pero a
ella lo que en verdad le gustaban eran los hombres con un punto atractivo o morboso más que los
guapos de catálogo. Y si, para que negarlo, quizá por pura curiosidad o llevada por esa fama de
lesbiana mal impuesta, en dos ocasiones se había acostado con mujeres. La primera una de esas
“amigas” que iban al instituto con ella y que, de cara al público, se mostraban femeninas. La segunda
había sido con una desconocida que se ligó para meterla en su cama como regalo de cumpleaños para
el novio que tenía por entonces. Después de aquello, lo último que supo de estos dos era que se
habían casado, tenían media docena de hijos y regentaban la panadería del pueblo que él heredó de su
familia.
Pagó 70 euros por llenar el depósito y se sentó en la barra de la cafetería a comerse un
bocadillo de tortilla con una cerveza. Una vez saciado su apetito y el del coche, pidió un café para
poder mantenerse despierta el tiempo que le quedaba de viaje. A su lado se sentó un anciano de piel
apergaminada, sonrisa desdentada, aliento a tabaco y brandi y oscuras gafas de sol para cubrir su
ceguera, dedujo ella por los boletos de la O.N.C.E. que puso sobre la barra.
-¿Quiere alguno para el sorteo de mañana? Tengo uno acabado en 15, otro en 7 y otro en 1.
Si, déme uno.
Pagó el boleto de lotería y miró el número, 30421.
-¿Va o viene? –Con un gesto de la mano llamó la atención del camarero y este le sirvió un
vaso de coñac.
-¿Disculpe?
-Su voz no me suena. –Dio un trago a su copa y se relamió los labios. –No es usted de por
aquí.
-Vuelvo a casa. –Su voz se derramó en lágrimas de melancolía.
-Los ciegos tenemos el don de poder ver con los ojos del alma. Usted no vuelve a casa, huye
de algo y espera refugiarse y esconderse de sus miedos, de sus… -Hizo una pausa como si buscase un
aroma que flotase en el aire. –Huye de sus remordimientos y espera que estos no la encuentren a
usted si se esconde en su hogar.
-No va mal encaminado. –De repente se sintió incómoda con las palabras del viejo. -¿Qué se
debe?
-Ha iniciado un peligroso viaje sin vuelta atrás.
-¡Camarero, le he pedido la cuenta! –Alzó un poco más la voz.
-En el viaje encontrará la cura.
-Secundino, no molestes a la señorita. Está usted invitada por aguantar a este pesado.
Le dedicó una triste sonrisa de agradecimiento y se metió en el aseo. Una mujer demasiado
pintarrajeada y con ropas demasiado cortas, ceñidas y llamativas para su exceso de peso, se retocaba
el maquillaje y se arreglaba el pelo. Claudia se lavó la cara y sintió que aquella pre menopáusica la
miraba de reojo.
-¿Todo bien, querida?
-¡No es cosa suya!
-¡¡Pffff!! –Se echó un último vistazo en el espejo y salió de allí. -¡Qué maleducada!
Claudia notó que le estaba dando una crisis de ansiedad. Su visión se redujo a esa sensación
de estar en un oscuro túnel, que su realidad se alargaba y contraía como el fuelle de un acordeón. Su
corazón se desbocó, las manos comenzaron a temblarle y sintió que sus pulmones eran incapaces de
llenarse. Se apoyó sobre el lavamanos, cerró los ojos para evitar los mareos y se concentró en
respirar.
-Inspirar por la nariz. –Resonaron sus pensamientos en el interior de su cabeza. –Expirar por
la boca.
Lentamente consiguió ir recuperando una respiración normal. Sintió su corazón calmándose y
como le invadían unas irresistibles ganas de llorar.
Cerró el grifo, la mano aún le temblaba un poco, sacó del bolsillo su inhalador para el asma y
abrió los ojos. Todo había cambiado, el lugar en el que se encontraba estaba en ruinas, los trozos de
yeso del techo se desprendían como la piel muerta de un reptil que muda, había telarañas por todas
partes y las paredes estaban llenas de mugre, pintura desconchada y hollín. Tal parecía que una
bomba hubieses estallado allí dentro hacía siglos.
Apartó la vista del espejo y miró a su alrededor, comprobando que todo estaba como debía
estar. Volvió a mirar el reflejo y este le devolvió la imagen de unos aseos limpios y cuidados. El
ataque de ansiedad le había jugado una mala pasada a su cerebro.
Salió de allí tras usar el inhalador para el asma y se tropezó con Secundino.
-No lo olvide, Claudia, en el viaje encontrará la cura.
-Está bien, gracias. –Se acercó a la barra a coger sus cosas.
Miró su taza de café, todavía intacta y en el líquido pardusco se dibujaron unas ondas. El
suelo pareció moverse bajo sus pies, la visión se le nubló y tuvo que apoyarse en la barra para no
caerse.
-¿Se encuentra bien? –El orondo camarero salió de detrás de la barra para ayudarla. –Será
mejor si se sienta un poco.
-Sí, será mejor. –Hizo caso a la recomendación y pensó que sería mejor continuar el viaje al
día siguiente. -¿Sabe si hay habitaciones libres?
-Un minuto, por favor. –El hombre llamó por teléfono al pequeño hotel que había al lado de la
cafetería. –Ha tenido suerte, les queda una libre.
-Gracias, señor.
-Eloy, llámame Eloy.
Capítulo 2

Dicen que Claudia nada más nacer abrió los ojos cuanto pudo y en la boca se le dibujó una
mueca de asombro. Dicen que tras eso su primer sonido fue una preciosa risita.
En la habitación del hospital estaban sus cuatro abuelos, pasándosela de uno a otro para poder
cubrirla de besos entre frases de cariño sobre lo menuda y bonita que era. En uno de esos momentos
los fuertes brazos de Andrés la sujetaron temblorosos, con miedo a que se le deshiciese la pequeña
bebé entre los dedos. Los pelos de su barba entrecana le hicieron cosquillas y dijo mirando a su hija,
extenuada sobre la cama, que aquella cosita tan pequeña parecía un copito de nieve.
-¡¡Papá!! –Le riñó. –No empieces con tus ridículos motes.
El resto de los abuelos rieron asintiendo ante lo acertado de ese nombre. Claudia recordaba
haber visto fotografías de aquella época en las que aparecía en brazos de toda su familia. Había una
en concreto en la que su madre la sostenía, con la sonrisa más triste del mundo pintada en su rostro,
en la que se entendía claramente porque su abuelo la llamó copito de nieve. Tenía una piel tan blanca
que a través de ella podían verse todas sus venas. Tenía poco pelo, blanco y suave como el algodón.
Y sus vivarachos ojos eran de un azul claro y transparente, como dos aguamarinas engarzadas en oro
blanco.
¡Si, Claudia era un copito de nieve! Un copo de nieve bello y único, frágil y fuerte al mismo
tiempo.
Tan solo un año después la niña ya podía presumir de ser muy alta, de tener una mirada que se
tornó zafiro, una piel sonrosada y el pelo del color del trigo en Junio. Ya por aquel entonces demostró
ser una niña muy despierta y vivaracha, una pequeña alegre que, aquel 1 de junio de 1982, se quedó
sin madre, pero no sin su sonrisa.
¡No, su madre no murió! Incluso era muy probable que treinta y cinco años después de aquel
día siguiese con vida, aunque… María Cecilia Benítez resultó ser de esas mujeres que tras dar a luz
sufren eso que se conoce como “depresión postparto”. Tampoco fue de extrañar ya que nada más
estrenarse en su papel de madre, con sus diecisiete años recién cumplidos, se vio arrancada de la vera
de su padre y su madre para seguir con un bebé en sus brazos a un marido Guardia Civil cuyo primer
destino fue en Guernica. En ese año fueron treinta las personas asesinadas por ETA, seis de ellos
Guardias Civiles como Mateo. E incluso alguno de ellos en el mismo pueblo donde se fue a vivir el
matrimonio. Treinta personas inocentes que habían perdido la vida inútilmente. Treinta personas que
podían haber sido treinta y una, treinta y dos o treinta y tres si aquella maldita banda terrorista
hubiese asesinado a alguno de ellos tres.
Fue una mañana como otra cualquiera, María se levantó bañada en lágrimas, sin ganas de
hacer nada. Su hija con el pañal lleno de mierda no dejaba de llorar, tenía la casa sucia y en su cabeza
aún resonaban las palabras de su esposo echándole en cara que era una vaga que no se ocupaba ni de
la casa ni de la niña, mientras él se jugaba la vida a diario por cuatro duros. La verdad era que las
pocas veces que la casa y la niña estaban decentes, era porque él se ocupaba de ello o porque habían
recibido la visita de alguno de los cuatro abuelos de Claudia.
Aquel mismo día recibieron la visita de Mercedes y Andrés, los padres de María, quienes se
hicieron cargo de menesteres como aquellos nada más llegar. Limpiaron a la niña y la casa, pero no
lograron hacerlo también con el alma de su hija. María esperó a que llegase la noche y su marido se
marchase a trabajar. Su padre le cantaba a Claudia una nana en su habitación y su madre preparaba la
cena.
Por primera vez en cinco o seis días salió de su dormitorio y se acercó a la cocina. Le contó a
Mercedes sus planes y le pidió ayuda para poder llevarlos a cabo. Quería huir de allí para siempre,
abandonar a su marido y a su hija, dejar atrás una vida que la había arrollado como un tren de
mercancías desbocado.
-¡No puedes hacer eso! –La voz de su padre resonó a su espalda. -Tienes una responsabilidad
como madre y como esposa.
La pequeña Claudia se había dormido al fin y Andrés estaba en la puerta con un cigarro en la
boca. Escuchó a su hija y no creyó lo que oía.
-¡Papá! ¡Ese bastardo me ha robado mi juventud! –María no lloraba, la rabia que tenía se lo
impedía. –Y esa niña… ¡¡La odio!! ¡¡La odio!! ¡¡La odio!! Sé que no debería hacerlo, que es mi hija,
pero la odio tanto como le odio a él. ¡¡Vivo encerrada, con miedo a que me pongan una bomba o me
peguen un tiro en la cabeza tan solo por ser la esposa de un puto Guardia Civil!!
-Hija, no digas eso. –Intervino Mercedes.
-¡Si, sí que lo digo!! Lo digo porque lo siento así.
-Tú tienes tanta culpa como él de lo que os ha ocurrido. –Caminó cojeando hasta encararse a
ella. -¡¡Nadie te obligó a abrirte de piernas!!
Aquellas palabras le afectaron más de lo que quiso aceptar. Le odió, le odió con la misma
intensidad que odiaba a su marido y a Claudia. Les odió a todos, a su madre también por no
defenderla ante lo que acababa de decir su marido.
Sin decir nada más se dio la vuelta y se fue a su dormitorio. Abrió el cajón de la mesita y sacó
el revólver que Mateo llevaba cuando estaba fuera de servicio. Jugó con él en sus manos, lo miró,
apuntó a todas partes mientras pensaba una y otra vez en mil y una ideas, a cada cual más
descabellada que las demás. Se imaginó volándose los sesos, quizá suicidándose lograría escapar de
ese destino que habían escogido para ella sin su consentimiento. Pero no lo hizo, bajó el arma y
comenzó a reír. ¡A fin de cuentas era una egoísta! Para María, si alguien debía de morir no era ella.
Mateo merecía la muerte más que ella, ese sería su castigo. La pena impuesta para su hija sería la de
crecer sin su padre, con una madre que no la amaba. ¿Pero puede acaso una madre no amar a un hijo?
¡No, seguramente eso es imposible! Quizá por eso no pensó en ningún momento en matar a la
pequeña Claudia. ¡Quizá había una esperanza de ser feliz con su hija! ¡Quizá esa esperanza pasaba
primero por matar a su esposo! Podría hacer pasar esa muerte como otra más de las que ETA infligía
a los Guardias Civiles por toda España. Nunca nadie tendría por qué saber la verdad, que había sido
ella quién había asesinado a su esposo. ¿Pero, y sus padres? ¿No sospecharían ellos?
María volvió a salir de la habitación por segunda vez en esa semana. En su rostro no había
odio, ni pena, ni lástima, ni ninguna penosa emoción más que la alegría. La alegría de saber que
dentro de muy poco iba a ser libre. En su rostro solo había una cosa, una alegre locura que Andrés
intuyó al ver el revólver en la mano de su hija. Cuando aquella bala le dio en el pecho, cayó al suelo
y vio a su mujer recibiendo otro disparo.
Si tan solo sus padres la hubiesen apoyado en la decisión de divorciarse de su marido…
Permaneció despierta toda la noche planeando pegarse un tiro a sí misma en el hombro en cuanto su
marido llegase a casa. Le disparó en cuanto abrió la puerta pero falló. El disparo no acabó con la vida
de su esposo y para cuando encontró el valor necesario para volver a dispararle, Mateo ya le había
arrancado el revólver de las manos. Él cayó de rodillas, sin aliento, herido en un costado, sintiendo un
fuego que le corroía las entrañas y el aroma a pólvora y carne quemada. Alzó la cabeza, tiró el arma
lo más lejos que pudo y miró a su mujer. María comenzó a llorar, a dar vueltas sobre sí misma,
desorientada, sin saber qué hacer. ¡Loca, si, loca! ¡Estaba completamente enajenada, desquiciada y
cobarde! Tan cobarde que ni siquiera tuvo el valor de volver a coger ese revólver que tenía a tan solo
un par de metros de sus pies. Lo único que se le ocurrió fue escapar de allí. ¡Huir!
Dicen que crecer sin una madre es muy difícil para una niña. Se dicen tantas tonterías… ¿Para
qué se necesita una madre que no te ama? ¿Para qué se necesita una madre que te ha abandonado
nada más empezar tus primeros pasos por esta vida? Perdió a la mujer que le había dado la vida, pero
eso no significó que se hubiese quedado sin una madre. ¡No, Mateo no volvió a casarse! Eso sí, tuvo
mil y una novias pero ninguna de ellas ejerció como madre más de uno o dos desayunos seguidos.
¡No, la madre que Claudia encontró fue a su abuela Mercedes! Quizá por sentirse culpable de los
pecados cometidos por su propia hija. Quizá por haberse quedado en una misma noche sin María y
sin Andrés. Quizá… ¡Quizá solamente Dios y ella misma sabían la razón!
Claudia creció feliz sin aquella niña que la había dado a luz. ¿Y Por qué no iba a hacerlo? Sin
ella obtuvo el amor de una madre en Mercedes, también en su otra abuela, Soledad y en ese padre
que cada vez que podía se dejaba la piel en ejercer como padre y como madre. Pero de ellos tres, solo
a uno de ellos llamaba mamá, a su abuela Mercedes. Fue en ella donde adquirió todo su sentido
aquella frase que, ya en su adolescencia, escuchó de los labios de Brandon Lee: “Madre es el nombre
que le dan a Dios los labios y los corazones de los niños”. Una frase modificada de la del novelista
William Makepeace Thakeray, una gran verdad.
Aquella noche perdió también a su abuelo. A aquel bruto y cariñoso hombretón se le paró el
corazón cuando su hija se lo partió en dos con una bala del calibre 38 Special. Nadie supo decir si fue
la bala o la tristeza lo primero que hizo que su corazón dejase de latir. Fue ese hombre quién, al dejar
de respirar, logró que todo el mundo la llamase Copito, pese a que nada o casi nada quedaba ya de
aquella bebita blanca como la nieve.
¡Si, Claudia creció feliz! Y no era para menos. Fue siempre una niña muy avispada, lista e
inteligente. Su curiosidad resultó abrumadora y su sed de saberlo todo parecía no poder ser saciada
nunca. Cuando debía aprender a sumar, ella ya sabía sumar y multiplicar. Cuando debía aprender a
restar, Copito ya sabía restar y dividir. Cuando debía aprender a leer, Claudia devoraba cuentos,
cómics y libros y comenzaba a hacer sus pinitos escribiendo pequeños relatos y sencillas poesías.
Tenía un don, un don que hacía que la nota más baja que sacó en un examen fuese un 9,8 sobre 10
por olvidarse de poner la fecha junto a su nombre en la hoja de respuestas. ¿Y entonces, por qué esto
no se veía en sus calificaciones trimestrales? Pues porque era tan sumamente inteligente que no le
hacía falta estudiar. Estaba tan por encima del nivel, que se aburría y no tenía aliciente ninguno en
ponerse a clavar los codos o hacer los deberes que les mandaban para casa. Es por ello que casi nunca
los llevaba hechos, que no abría un libro de texto o que no lograba estar más de media hora en
silencio durante las clases. Fue por esto que, en una ocasión, su tutora quiso hablar con su padre, le
enseñó unos papeles del psicólogo del centro y dijo que el coeficiente intelectual de la niña era tan
alto que no había duda alguna sobre que era superdotada. Y si, era una chica muy lista y avispada,
que cuando escuchó estas palabras supo que más de uno de sus compañeros varones les gustaría que
dijesen lo mismo de ellos, aunque por motivos bien distintos. Y si, era tan inteligente, que en cuanto
vio las reacciones de Mateo y Lucía, supo que serían amantes algún día, salvo que la relación padre
tutora fuese para ellos un tabú insalvable.
Mateo trató de solucionar el problema, le buscó un centro adecuado para la inteligencia de su
hija y, cuando llegó al instituto, no se apartaba de su lado hasta que terminase de hacer los deberes y
repasase lo que le habían enseñado por la mañana, lo que a Copito nunca le llevaba más de veinte o
veinticinco minutos. Veinte o veinticinco minutos en los que Claudia trabajaba con unos temas y
problemas que a Mateo le parecían verdaderos jeroglíficos egipcios.
¡Si, la niña creció feliz! Cuando terminaba sus obligaciones y no llovía, se pasaba las tardes
en el parque que había al lado del polideportivo inventándose historias de terror, de tiros o de
aventuras. Jugaba al futbol con los chicos bajo las miradas reprobatorias de sus compañeras de clase
y, una vez cumplió los trece años, empezó a fumar a escondidas y a mirar a los hombres y a los
chicos como algo más que profesores, amigos o compañeros de partidos y correrías.
¡Si, ella creció feliz! Feliz y buena. Como una niña buena cuyo único pecado era fumar. En
una ocasión, por tratar de impresionar a Javier, el chico cinco años mayor que ella que le regalaba
todos los días dos o tres cigarrillos, le lanzó un par de piedras a una mendiga que tuvo la osadía de
acercarse a ellos para recriminarle que tuviese tan nefasto vicio con tan solo trece años.
-¿¡Y a ti qué coño te importa, bruja de mierda!?
Aquella sin techo, yonqui o ex yonqui probablemente, vivía en una chabola de cartón y
plástico junto al polideportivo. Siempre les observaba jugando, pero nunca hasta aquella tarde había
osado molestarles.
Sin duda Javier fue su primer amor, siempre la trató muy bien, no como la niña que en verdad
era. Era el hermano de Lidia, su mejor amiga y compañera de clase en su antiguo colegio. No era
muy guapo pero si tenía ese punto canalla que a ella tanto le gustaba, sobre todo cuando aparecía en
su moto, en su coche con la ventanilla bajada mientras escuchaba AC/DC a todo volumen o haciendo
oes con el humo de su cigarrillo. Le gustaba su chupa de cuero, que hiciese como que no se daba
cuenta de que todas las amigas de su hermana babeaban por él y como hablaba con ella. No albergaba
esperanza alguna, era cinco años mayor y sabía que para él, Claudia ton solo era la amiga de su
hermana pequeña.
¡Copito creció feliz, si! La niña creció hasta convertirse en una preciosa mujer que logró
matrícula de honor en todas sus asignaturas, que estaba destinada a ser doctora, ingeniera o cualquier
cosa que se propusiese. Creció siendo una niña que soñaba con ser futbolista profesional, que escribía
novela tras novela, ganando varios premios literarios, que cerca de la mayoría de edad hizo sus
pinitos como actriz y que creció con una cámara de fotos pegada a la mano. Unas aficiones por la
fotografía, la literatura y la interpretación con las que aprendió a descubrir la belleza de todo cuanto
la rodeaba. Aprendió a ver la hermosura que se esconde en las pequeñas cosas. Aprendió a ser mujer.
Una mujer de la que se esperaba que alcanzase tantas metas, que lo más obvio es que terminara
desilusionando a todo el mundo. Y así fue. Defraudó las expectativas puestas en ella de todos menos
de una persona, su padre. No eligió estudiar medicina, no se matriculó en ninguna ingeniería y
abandonó su sueño de ser escritora, actriz o futbolista profesional para seguir los pasos de Mateo.
Con dieciocho años recién cumplidos aprobó las oposiciones para ser oficial de la Guardia
Civil. Al cumplir los veintidós años, terminó sus estudios y se convirtió en la Teniente más joven, en
la oficial más joven de la historia. Un título que hasta el día de hoy ninguna otra ha conseguido
arrebatarle aún.
¡Si, Copito creció feliz! Pero sería mentira decir que nunca se acordó de María Benítez.
Nunca habló de ello con nadie, ni siquiera con esa mujer a la que llamaba madre ni con su padre.
Creía que aquella mujer no se merecía ni uno solo de sus pensamientos. Amén de que aquel era un
tema que hacía sufrir enormemente a su abuela Mercedes. Pero no podía evitarlo, cada noche durante
un minuto un borroso recuerdo de esa mujer se colaba en su mente. Un recuerdo que sabía que era
verdad porque había una foto de ello. Una foto del día de su nacimiento, con la piel, los ojos y el pelo
blancos estaba Claudia en los brazos de ella. Desde su primer destino en la Guardia Civil trató,
inútilmente, de usar todos los recursos al alcance de su mano para tratar de localizar a esa mujer que
le dio la vida Deseaba cerrar ese único capitulo pendiente de su vida. Una cuenta aún pendiente a la
que el tiempo acabó uniéndole otras dos o tres más.
Cuatro años después ascendió a Capitán y la pusieron al mando de su actual unidad. Fue allí
donde conoció a ese hombre que logró enamorarla. Hasta entonces había tenido varios novios pero
nunca había llegado a enamorarse de ninguno de ellos. Ya siendo mayor se dio cuenta que lo que
había sentido por Javier, ese chico cinco años mayor que ella, no fue más que la fascinación de una
niña por un hombre mayor, o al menos por el concepto que puede tener una niña de trece años de lo
que es un hombre mayor. Por fin con veintiséis años, ya cerca de cumplir veintisiete, conoció a un
hombre como deseaba toda su vida haber conocido. Le recordaba en muchos aspectos a su padre. O
más bien a la imagen idealizada de una hija por su padre, excepto por esa barba tan sexi de 2 días y el
pendiente de madera que siempre lucía en su oreja izquierda, salvo que vistiera su uniforme. Fue allí
donde conoció al Comandante Aguado, catorce años mayor que ella, de pelo ondulado y moreno, tan
coqueto que debía de colorarse las canas. Agustín era el responsable y jefe de la Unidad Central
Operativa y responsable del Servicio de Información Central. En sus años como Guardia y Sargento
estuvo infiltrado en mil y una operaciones contra el terrorismo, el narcotráfico, la trata de blancas y el
mercado negro de armas. ¡Un puto héroe! Un héroe que había colgado la capa y que siempre decía
que sin la ayuda y el apoyo de sus compañeros, sin sus guardias, nunca hubiese sabido llegar solo ni a
la vuelta de la esquina. El Comandante Aguado era uno de esos que odiaba a los pelotas, rechazaba
de plano los enchufismos y creía que el futuro de la Guardia Civil pasaba por tener hombres
comprometidos, trabajadores y que creyesen y amasen de verdad su trabajo tanto como lo hacía él.
Dicen que nada más morir toda tu vida pasa ante tus ojos. ¿Era eso quizá lo que acababa de
pasarle a Copito? Vio el primer gol que marcó, el primer chico al que besó… Se vio contándole a su
abuela Mercedes, su verdadera madre, que había sangrado “por ahí abajo”, como esta le explicaba
que era la regla y la llevaba a comprarse sus primeras compresas. Se vio también en plena edad del
pavo, su época rebelde en la que sacó ese famoso 9,8, más como castigo de su profesor por su
carácter que por la escusa que este le había dado sobre que se había olvidado poner la fecha. Fue en
aquella época cuando tuvo que ir con su padre a comprarse un nuevo sostén ya que, de la noche a la
mañana, pasó de tener el pecho plano a lucir unas curvas que serían la envidia de muchas y el deseo
de otros y otras tantas. Recordó a ese chico con el que se acostó por primera vez, durante unas
vacaciones con sus abuelos paternos en Benidorm. Era un clon de Javier que se llamaba Roberto, un
chico que vacilaba de haberse acostado con más de cien chicas y que, a la hora de la verdad, se puso
tan nervioso como ella. Dicen que nadie olvida su primera vez. Y debe de ser cierto ya que si no,
Claudia hubiese borrado aquella ridícula experiencia de su cerebro. Se vio también en su primer día
en la academia con los galones de cadete y también en el último, luciendo ya las dos estrellas de seis
puntas de Teniente. Pudo verse realizando su primera detención y después a Alonso cayendo sin vida
a su lado tras ponerle las esposas a Emilio Fuentes. Y por último se vio discutiendo con Agustín,
saliendo llorando de su despacho y conduciendo su coche bajo un aguacero en su huida a casa.
Dicen que nada más morir toda tu vida pasa ante tus ojos. ¿Era acaso eso lo que acababa de
pasarle a ella? Creyó que si, solo eso podía explicar porque toda a su alrededor era blanco y dorado,
porque a su lado flotaban unas nubes que le acariciaban la piel desnuda con tacto sedoso.
El sonido del teléfono móvil la sorprendió. ¡No, no podía estar muerta! Estaba casi segura de
que en el cielo no podía haber teléfonos móviles. Miró la pantalla, era Agustín Aguado otra vez. ¿Es
que ese hombre no se cansaba nunca? Lo dejó sonar hasta que se cortó la llamada y se distrajo
observando aquel lugar. Era una habitación enorme, entera de blanco, con lámparas doradas, muebles
de haya y mármol blanco. Lo que había confundido con nubes, eran en verdad sabanas de seda de
color marfil y unas cortinas del mismo color que se mecían con la cálida brisa que entraba por la
ventana entreabierta.
Era una habitación preciosa, como se imaginaba ella que debían de ser las suites nupciales de
los hoteles de cinco estrellas. Tan solo le faltaban el recién estrenado marido a su lado en aquella
cama tan enorme y la botella de champán refrescándose sobre el sinfonier. Era una habitación como
nunca imagino que la abría en un modesto hotel de un área de servicio. ¿Por qué seguía allí, no?
Tenía hambre, tras darse una ducha bajaría a desayunar y después continuaría con su viaje.
¡Otra grata sorpresa! En aquel aseo había una bañera de hidromasaje en la que poder
remojarse dos, tres o cuatro personas.
-¡¡Esto es perfecto!! –Dijo riendo como lo hubiese hecho aquella niña feliz que un día fue y a
la que todo el mundo llamaba de manera cariñosa, Copito. -¡¡A jugar!! –Cogió el teléfono y espero a
que le contestasen de la recepción. –Sí, hola, buenos días.
-Buenos días, señora. –La grave voz del recepcionista sonó amable, pero cansada. -¿En que
puedo ayudarla?
-¿Suben desayunos a las habitaciones?
-Si, por supuesto.
-¡Perfecto!
Al rato, Claudia se relajaba en una bañera de agua caliente, con unos chorros masajeándole las
zonas precisas de la espalda, el costado y en la entrepierna, haciéndole gemir de placer casi de la
misma manera que el Comandante Aguado había logrado hacerlo. Había disfrutado en el agua de un
pantagruélico surtido de tostadas con varios tipos de mermeladas, fruta, bollos rellenos de chocolate
y café y, en ese momento, fumaba tranquila sintiendo lo chorros contra su rosada piel.
Contra su voluntad tuvo que levantarse y volver a la realidad, debía ponerse en camino y
llamar a su abuela Mercedes para que se tranquilizase. La anciana señora debía de estar esperándola
intranquila y con el corazón en un puño al no tener noticias suyas. Ya debería haber llegado a casa y
aún no había dado señales de vida. Si la abuela supiese utilizar bien ese aparato del demonio que le
regaló ella las últimas navidades, seguro que ya la hubiese llamado medio millar de veces. En su
lugar era Agustín el que la molestaba por enésima vez.
-Lo siento, no quiero hablar. No me llames más, por favor.
-¡Te he enviado un millón de mensajes!
-He deshabilitado los mensajes, no me llega ninguno. Ya te llamaré yo a ti cuando…
-No me cuelgues o…
-¿O que, Agustín? –Estaba empezando a perder la paciencia. -¿O que? ¿Me estás
amenazando?
-¡¡No digas tonterías!! –Ya la última vez que habían hablado había sido a voces y parecía que
en esta ocasión iba a ser más de lo mismo.
-¿Entonces, que coño ibas a decirme?
-Que si me colgabas no podría decirte que llames a Merche.
-Ya sabes que no le gusta que la llamen así.
-Y tú ya sabes que soy al único al que le permite hacerlo. –Era verdad. –Ayer te llame a casa,
a ver si habías llegado. Y esta mañana otra vez. –La voz del Comandante se había ido ablandado. –
Merche está preocupada, llámala.
-Justo ahora estaba pensando en hacerlo.
-Pues llámala, ¡ahora!
-A sus órdenes, mi Comandante. –Ella seguía a la defensiva.
-¿Dónde estás?
-No te importa.
-¿Estás bien?
-No te importa.
-¿Cómo que no me importa? –Volvía a exaltarse un poco. –Llámame cuando llegues, ¿vale?
-No te lo prometo.
-Te quiero.
-Y yo a… -Calló. –Adiós. –Colgó y llamó al teléfono de casa de Mercedes. -¿Mamá?
-¡Hija, ya era hora! ¿Estás bien? –La voz de la abuela a través del teléfono sonaba cansada,
agotada. -¿Qué ha pasado?
-Nada, no te preocupes.
Le llevó algo menos de quince minutos tranquilizar a la viejita. Colgó el teléfono y se vistió.
En la recepción le esperaba sonriente una niña que debía de rondar la veintena de años. Era
una versión joven y delgada de la cotilla del baño de la cafetería de la tarde anterior. Estaba casi
segura de que debía de ser su hija.
-Buenos días, señora. -La saludó con el mismo vozarrón que le había contestado hacía una
hora. -¿Cómo se encuentra?
-Buenos días. Bien, gracias. –Miró el nombre de la placa que llevaba prendido en la camisa. -
¿Fernanda Sánchez? –Pensó. –¡Más bien será Fernando! –Subió la vista hasta la prominente
protuberancia de su cuello y confirmó así su suposición. -¿Pasó ayer algo?
-Sufrió usted un desmayo. Eloy y Asun la trajeron aquí.
-¿Asun?
-Si, mi madre. –Tal y como se imaginó. –Es la cocinera de la cafetería. Llamaron al doctor y
este dijo que se encontraba usted bien, que lo más probable es que hubiese perdido el conocimiento
por una lipotimia. Seguramente por estrés o por el cansancio del viaje. Asun la desnudó y la metió en
la cama, según había dicho el doctor Longoria lo mejor era que usted descansase.
-Tendré que darle las gracias a su madre y al médico. ¿Me preparas la cuenta, por favor?
Abonó la noche de hotel y se dispuso a salir a darle las gracias a Eloy, al doctor y a la
cocinera, a quién le debía también una disculpa por la contestación de la tarde anterior. Hacía calor,
mucho más de lo que recordaba haber pasado nunca en Asturias. En el espejo que había junto a la
puerta que daba al exterior pudo ver como la tela de la ropa empezaba a pegársele a la piel debido al
sudor y la humedad.
Caminó hacia la salida sonriendo, le gustaba la imagen reflejada de si misma, con su 1,72 de
altura y los 60 kilos de ese cuerpo tan bonito que aún conservaba a sus treinta y cinco años. Alargó la
mano para abrir la puerta y sintió una oleada de pánico subiéndole por la garganta que explotó en
forma de arcadas. Su piel se marchitaba rápidamente, la aguja de su reloj se volvió loca, se aceleraba
a la misma velocidad que se aceleraba su envejecimiento. En cuestión de segundos se ve con
cincuenta años, con ochenta, con la edad de una reliquia centenaria a la que se le cae la piel,
desprendiéndose de la carne como el barro seco, dejando a la vista entrañas putrefactas, nidos de
viscosos gusanos y mechones de cabello grisáceo pegados al blanco hueso de su cráneo. Ante ella
todo era como mirar la superficie calma de un lago en el que, poco a poco, sus aguas se van agitando
hasta engullirla, con la sensación de estar cayéndose por la madriguera del conejo blanco por el que
se precipitó aquella Alicia a su particular país de las pesadillas. Un país de verdes paisajes rodeando
una estación de servicio abandonada, cerrada hace milenios. No había surtidores, solo escombros y
hierbajos que crecieron engulléndolo todo a su paso. El asfalto estaba roto y la naturaleza iba
abriéndose camino por entre las grietas que fueron surgiendo. La cafetería tenía los cristales de las
ventanas rotos, la barra hecha añicos y ante ella, Secundino sentado ofreciéndole un boleto con el
número 30421 a un interlocutor que no existe. A su espalda el hotel parecía intacto y, estacionado al
lado de la puerta, su Ford Mustang. Claudia no recordaba haberlo estacionado allí, pero eso no le
importó en aquel instante. Corrió hacia él, abrió el maletero y de allí dentro sacó a su fiel amiga. Hizo
fotos a todo, necesitaba tener pruebas de si aquello era real o aún estaba dormida sufriendo alguna
pesadilla.
Hubo un instante en que parecía haberse hecho de noche. Una bandada de cuervos pasó sobre
ella ocultando el sol, ensordeciéndola con sus graznidos y trayendo un viento polar, un viento de
muerte. Apuntó con el objetivo y les sacó varias fotos mientras descendían en picado y acababan
estrellándose contra el suelo con ruidos sordos y chillidos lastimeros, provocando que se formase una
alfombra de plumas negras y cuerpos sin vida, destrozados y sangrantes que volvieron a la vida y
alzaron el vuelo. Sacó una y mil fotos de todo, de los cuervos muertos, de los cuervos resucitados.
Fotografió también cada rincón, del interior de los edificios. Todo parecía sacado de una pesadilla. El
transexual parecía ser lo único real de toda aquella locura. Ella y el hotel en el que trabajaba, así que
volvió a entrar con la esperanza de que fuese para ella una balsa salvavidas.
-¿Ha olvidado algo?
Claudia no contestó, aspiró el aroma a lavanda del ambiente y se giró con temor de la imagen
que le aguardaba al otro lado del espejo. Pero sus miedos parecían infundados, aquella Claudia que le
sonreía desde la superficie de cristal era ella misma. Pero, ¿por qué coño sonreía?
-Señora, ¿se encuentra bien?
-Si, gracias.
Volvió a salir. Le recibió una brisa cálida y el sonido de un BMW que paraba a repostar. En la
cafetería Asun salía de la cocina con una bandeja llena de bocadillos y Eloy servía un café a alguien.
Todo allí era normal, absolutamente todo. Debía de estar volviéndose loca, el doctor Longoria debía
de tener razón y el estrés le estaba jugando malas pasadas, jugando con su imaginación.
Su subió a su coche, la risa de Copito, la de esa niña feliz en su bañera de hidromasaje, se
había vuelto a esfumar mientras volvía el recuerdo de Alonso, Benito, Castro, Arturo, Emilio,
Carmen, Irene… Disparos, muerte, sangre, Agustín gritando, ella llorando…
Escapó de allí, enfiló en dirección al norte y encendió la radio para tratar de obligarse a
olvidar. Tarareó las canciones de Iron Maiden, lloró sin remedio con la música de Janice Joplin y
tamborileó en el volante al compás de los acordes de la guitarra de Eddie Van Halen, mientras su
coche se perdía por una carretera que no conocía. Giró a derecha e izquierda instintivamente en
varios cruces que había sin señalizar, sin saber si su rumbo era o no el correcto, hasta que llegó a un
pueblo perdido de la mano de Dios desde el que pudo ver, a menos de dos o tres kilómetros, en un
alto, la gasolinera que había abandonado hacía casi una hora.
Un hombre pasaba por allí, Claudia aparcó el coche a su lado y bajó la ventanilla.
-Disculpe, por favor, ¿cómo llego a la autopista?
-Buenos días, Claudia, ¿ya nos deja?
-¿Le conozco?
-Aún no, pero yo a usted si. Soy el doctor Longoria, el medico que ayer…
-Bueno días, Manolo. –Un chico de unos quince años, guiando un rebaño de vacas, saludó al
médico. -¿Ligando con la señora?
-¿Señora? –Se enfadó ella.
-Buenos días, muchacho. ¡Ya sabes que yo ligo con todas! –Con una radiante sonrisa, el
madurito doctor le pidió disculpas con la mirada por el comentario. –Espero que ya se encuentre
bien.
-Señor… -Apagó el motor y se bajó de su Mustang. -¿Podemos hablar un minuto?
-Claro que si. –El doctor Longoria la invitó a entrar en su casa y Claudia se sentó en el sofá
que este le señaló. –Voy a prepararme un café. ¿Quiere uno?
-Se lo agradecería.
Longoria entró en la cocina y la dejó en compañía de un hombre de unos setenta años, sentado
de espaldas a ella, que no dejaba de garabatear sobre un motón de hojas de papel.
-¿Le gusta leer?
-Sí, me encanta.
-Eso está bien.
Sin decir nada más volvió a centrarse en seguir escribiendo. Ella, sintiéndose incómoda,
observó el salón decorado como se hacía a mediados del siglo pasado.
-¿Doctor? –Dijo en alto.
-¿Ha leído “Las hojas del camino”? –Posó la pluma y alzó la cabeza, siempre sin mirarla.
-¿La novela de Darío Galván? Sí, por supuesto que la he leído. ¿Y quién no?
-¿Y le ha gustado?
-Me la he leído media docena de veces. ¿Usted que cree?
-Sin duda alguna esa novela fue mi mejor obra. –Volvió a centrarse en escribir. -Y mi mayor
pesadilla.
-¿Es usted Galván?
-No, yo soy Abelardo Longoria, padre de Manuel.
-Otro loco. –Pensó Claudia.
-Galván fue el mejor amigo de la infancia de mi padre. –El doctor regresó con una bandeja
con tres tazas de café y un plato lleno de trozos de bizcocho. –Murió cuando tan solo tenía diez años.
-¿Un niño de diez años escribió “Las hojas del camino”?
-¡NO, claro que no! –El viejo ceñudo arrugó la hoja de papel. -¡Qué tontería! Esa novela la
escribí yo cuando tan solo tenía treinta años. Y hubiese sido mejor no haberlo hecho nunca.
-¿Es eso cierto?
El hijo del escritor asintió con una sonrisa de oreja a oreja.
-Galván es el pseudónimo que usé como homenaje a mi amigo. –Por fin se giró hacia ella.
-¿Y nunca ha vuelto a escribir nada más?
-Yo casi no veo ya. –Los ojos de Abelardo habían sido pintados por el tiempo con una capa
lechosa por culpa de las cataratas. –Pero la ciega aquí es usted. ¿Qué cree que estaba haciendo ahora
si no?
-Lo… Lo siento.
-No lo sienta. –Se acomodó al lado de ella y cogió la taza de café que su hijo le dio. Aquel
hombre le recordó a Secundino. –Nunca he dejado de escribir aunque, llegar a publicar…
-Ya casi nadie lee, padre.
-Eso no es cierto. Es tan solo que la literatura ha pasado de ser un arte a ser un negocio. Ya no
quieren publicar buena literatura, lo único que quieren es vender libros y hacer películas, sin importar
la calidad de los textos si con ello consiguen llenarse los bolsillos.
-¿De qué quería hablar conmigo, Claudia?
El escritor loco terminó su café, pasó la mano por su frondosa melena plateada y tras emitir
un largo suspiro dejó a un lado el bolígrafo y comenzó a aporrear una vieja Olivetti.
Manuel Longoria y la Capitán hablaron un rato sobre las visiones de ella, sobre la espiral de
desdichas en el último año de la vida de Claudia y lo acontecido la tarde anterior.
No se preocupe, no le pasa nada malo. Tan solo es estrés acumulado, nada que no pueda
solucionar con un buen descanso en su casa. Tómese si lo cree conveniente un año sabático y arregle
sus asuntos con ese tal Agustín. Esa va a ser su mejor medicina.
El doctor recogió las tazas y volvió a la cocina. Abelardo volvió a girarse hacia ella y
comenzó a leer lo que había escrito.
-Bajo la luna de sangre surge una figura que se recorta contra un oscuro horizonte en el que se
alzan grandes olas de plata. El lobo aúlla cuando la bruma baja avanza tragándose todo a su paso. La
luz guía baila como mensaje de paz para aquellos que faenan e ilumina el rostro de aquella sirena de
aliento ardiente ante la que surge un camino brillante. Un sendero luminoso en el que la hija del
difunto Poseidón ve como se abren las puertas del cementerio de los recuerdos perdidos y la cripta de
su padre le muestra unos ojos que no conoce, que nunca ha visto antes y en los que reconoce una
chispa del pasado. La ira inunda el alma de la sirena al descubrir las mentiras de su padre y se hunde
en las aguas bajo una niebla cruel en busca de la verdad, su verdad, la verdad de su vida y de su
historia.
-Es bonito, triste, si, pero bonito.
-No, no lo es. -El viejo loco arruga también esa hoja y la tira a una papelera que ya rebosa con
los restos de otros fallidos intentos. –¡Es una mierda! No he vuelto a escribir nada decente desde “Las
hojas del camino”.
Claudia se levanta sin saber que decir y se acerca a la puerta.
-¿Ya se va?
-Sí, doctor.
-Llámeme Manuel, por favor. –Le ofreció la mano pero ella le besó. –Buen viaje.
-¿Y la autopista?
Capítulo 3

Se levantó saciada tras terminar de cenar y metió los platos sucios en el lavavajillas. Como
siempre, Mercedes preparaba comida para cinco o seis personas cuando en verdad solamente iban a
ser ella y Claudia quienes cenasen. La capitana se hizo el firme propósito de no dejar de hacer
ejercicio si no quería coger veinte kilos en un solo mes. Salió de la cocina y se quedó apoyada en el
quicio de la puerta mirando con ternura a aquella frágil figura que se había quedado dormida frente al
televisor. Mercedes sostenía un rosario azul entre sus manos y el cabello argento cayéndole por el
rostro. En su memoria aún era aquella mujer fuerte, indestructible, llena de vitalidad que subía por las
escaleras, un día si y otro también, los cuatro pisos del edificio. A sus ochenta años aparentaba tener
ciento diez o ciento veinte. En los últimos 365 días el tiempo había hecho en su abuela más daño que
en los 28.835 días anteriores.
Claudia se acercó a ella, la cubrió con la manta que tenía enrollada sobre el regazo, le subió
los pies al sofá y apagó el televisor. Agachándose le besó la frente surcada de arrugas y sintió como,
en la penumbra, ella le sonreía.
-¿Vas a salir?
-¡Oh, siento haberte despertado, mami! Si, me voy a dar un paseo, necesito que me de el aire.
-Y a fumar, ¿verdad?
La abuela se marchó a su cama y ella la observó con una lágrima, que no se atrevía a salir,
prendida en sus ojos y pensó que no debía de quedarle ya mucho tiempo para disfrutar de ella. Los
últimos granos de arena debían de estar cayendo en el reloj particular de su abuela Mercedes. Se
había convertido otra vez en un fantasma negro, una mujer muerta en vida vestida con esos trapos
negros que llevaba tres décadas sin ponerse. La primera vez tras la muerte de su madre, varios años
antes de que Claudia naciese. Un luto que comenzó a aliviar tras la llegada al mundo de Copito y que,
una vez perdió a su marido y su hija María se dio a la fuga, lució con más rigor al teñirse sus ropas de
ese mismo negro que le ahogó el alma durante un lustro más o menos.
Bajó al garaje y miró su vieja moto. Llevaba muchos años sin subirse a ella pero sabía que su
primo Miguel se había encargado todo ese tiempo de hacerle un buen mantenimiento. Pasó la mano
por el asiento, por el depósito y el manillar, sintiendo un cosquilleo que le arrancó una risa nerviosa.
Le encantaba la sensación de ir a horcajadas a lomos de su moto. Una sensación, una bestia ardiente
que había estado hibernando y que acababa de despertarse. Metió su Nikon y el objetivo de la cámara
en una de las alforjas de cuero y se acercó hasta el armario metálico que tenía en el garaje. Sacó su
chupa de cuero, su chaleco lleno de parches donde lucía en la espalda el dibujo de una mujer
pechugona con aletas de pez, cabello rojo y la leyenda “Mad Sirens MC” sobre ella. Cogió también
su casco, se lo colocó y se subió sobre su montura, sintiendo entre sus piernas todo el poder de los
145 caballos del motor de la M1800 nada más arrancarla.
En la calle la luna llena le dio la bienvenida. Ella volvía a ser por unos instantes esa Copito
feliz de cuando tenía veinte años y su única preocupación era disfrutar de la vida. Enfiló en dirección
a la playa, aquel trozo de mar que bañaba un pedazo de costa de tres kilómetros y en cuyo horizonte
siempre hacían noche varios barcos a la espera de poder entrar por la mañana en el puerto de Avilés.
Se bajó de la moto y caminó bajo las farolas del paseo marítimo hacia el Museo de las Anclas de
Salinas. Apuntó con su cámara, hizo una foto y se encendió un cigarrillo buscando otra imagen digna
de ser capturada por su objetivo. A la arena dorada llegaban olas argentadas provocadas por el fuerte
viento que siempre azotaba aquella zona. El agua se deshacía en espumarajos resacosos y la luz del
faro giraba iluminando, con un aspecto de tétrico cuento de hadas, esa ciudad de edificios de lujo,
casas de indianos, magníficos chales y mansiones. Claudia llegó hasta el mirador de La Peñona, una
plataforma de madera anclada en la tierra desde la que parecía que estuviese volando por encima del
Cantábrico. Un mirador situado junto al busto de Philipe Cousteau, un monumento de bronce que
está unido a la roca, creando en ella la sensación de que se trataba de Poseidón asomándose para
observar su magnífico reino.
Allí se perdió en sus pensamientos, viendo las olas romper, siguiendo con la mirada la luz
giratoria del faro, a la gente que paseaba en pareja, que sacaba a sus mascotas y a los que salieron a
correr. Apagó el cigarrillo y encendió otro. No solía fumar tanto nunca pero, ya que la abuela
Mercedes prohibía humos en casa, tenía que hacerlo antes de volver. Poco a poco la gente fue
tomando las calles como si fuese hora punta, como si en vez de las 12 de la noche fuese medio día.
Una actitud extraña, parecía que no se hubiese quedado nadie en su casa, como si todo el mundo se
hubiese puesto de acuerdo en echarse a la calle a la vez por algún motivo. Y seguro que lo había,
seguro que en el telediario dijeron algo que hizo que todos los habitantes de Salinas y alrededores se
congregasen en el paseo marítimo y en el Museo de las Anclas. Seguramente dieron alguna noticia
que ella, que debía de llevar diez u once días sin sentarse a ver la tele, ignoraba.
Volvió la vista hacia la luna, tan brillante, tan hermosa… ¡Si! Seguro que algo tenía que ver
con ella. Claudia se dio cuenta de que no solo brillaba como nunca antes la había visto brillar si no
que, además, era gigantesca. ¿Sería una de esas que llaman Superlunas? Cogió su cámara y empezó a
hacer fotos. Clic, clic, clic… Milímetro a milímetro, una sombra fue cubriendo toda su superficie.
¡Un eclipse! Si, pero no fue un eclipse normal y corriente. Luna llena, luna menguante y… En lugar
de desaparecer, esta volvió a verse con toda claridad pero bañada de escarlata. ¡Una maravilla de la
naturaleza! Clic, clic, clic… Claudia la miraba fascinada, disfrutando de su segundo cigarrillo
cuando, justo en ese instante, el haz de luz del faro se congeló frente a ella, creando un camino de
destellos sobre el mar, iluminándola a ella y al busto de Cousteau. A su mente vinieron las palabras
del loco escritor: “Bajo la luna de sangre surge una figura…” Clic, clic, clic… El faro aúlla con su
sirena, un sonido que lo invade todo durante los dos segundos que tarda la bruma en tragarse todo
durante su avance desde el mar hacia la costa. Clic, clic, clic… De nuevo brama el faro, abriéndose
en la mente de la capitana una ventana a su pasado en la que se ve a si misma con tan solo cuatro o
cinco años.
El lugar continuaba igual, nada había cambiado en treinta años. Aquella escena había ocurrido
en el salón de la casa de Mercedes, una escena borrada de su memoria.
-¿Tiene cosquillas mi niña?
¿Era acaso un recuerdo real o imaginario? Al fondo, apoyado contra una ventana, su padre
torció el gesto. Mateo no se sentía cómodo con lo que veía, eso se notaba. En sus ojos se leía odio,
melancolía e, incluso, los restos moribundos de un amor traicionado. Sentadas en el mismo sofá
donde esa noche se había quedado transpuesta, una versión joven de su abuela y ella, Copito,
sujetando un peluche de color rosa en brazos de una mujer cuyo rostro no reconoció. Una niña de
veinte o veintiún años que era igual a ella. Si era quien pensaba, Mateo debió sufrir día a día al ver
como Claudia crecía convirtiéndose en una copia de esa mujer que tanto daño le había hecho. ¿Era
esa su madre? ¿Había vuelto su madre alguna vez a su vida?
-¿Cómo estás? –Mercedes acariciaba el pelo de María Cecilia. -¡Has adelgazado mucho!
-No te preocupes, mamá, estoy bien. –Se giró hacia el hombre que la estaba fulminando con la
mirada. -¿Y tú, como estás? –Mateo mantuvo el tipo, no contestó y su madre volvió a clavar sus
dedos en la barriga de Claudia y le habla con voz melosa. -¿Eh? ¿Tiene cosquillas mi niña, eh? –La
sangre hierve en las venas de su padre. -¿Las tienes mi amor?
-¡Vete ya! –Mateo se acercó a su mujer y le arrancó a la niña de los brazos. -¡Fuera de esta
casa!
-¡Hijo, por favor! Claudia lloraba, Mercedes se deshacía en llanto también mientras le
suplicaba a su yerno. -¡Delante de Copito no!
-¡No la llaméis así!
-¡Cállate y lárgate de una puta vez! Has perdido todos los derechos a ser madre y a decidir
como hemos de llamarla. –El padre le limpió una lágrima a su suegra. –Si no llamo para que vengan
a detenerla es por usted, Merche. –Era cierto, su abuela solo le había permitido a su yerno que la
llamara Merche antes que Agustín. -¡Únicamente por usted! –Nadie pareció atreverse a decir nada
más, ni siquiera la niña osó romper el silencio que se formó en aquel salón. –Tienes cinco minutos
para marcharte antes de que llame a la patrulla.
Mateo salió con su hija en brazos mientras la luna volvía a su color natural, la luz del faro
volvía a girar y la bruma se disolvía al mismo ritmo que la gente se marchaba y regresaba a sus casas.
¿Por qué nunca le habían contado aquello? ¿Por qué nunca le habían dicho nada? ¿Cuántas
veces más había estado con su madre sin saberlo? En ese mismo instante todo el amor por su padre y
por su abuela se vuelve odio, veneno ahogando sus pensamientos. Mercedes iba a tener que darle
muchas explicaciones, ¡eso seguro!
Volvió hasta donde había dejado su moto, arrojó cabreada la cámara al interior de una de las
alforjas laterales y se subió a ella. La pilotó llevada por una rabia sin control que a punto estuvo de
hacerle caer en dos ocasiones. Tenía que relajarse, se arrancó del rostro una lágrima con el guante de
piel y trató de tranquilizarse y reflexionar. Si seguía así acabaría matándose y al día siguiente su
abuela podría contestarle a todas sus preguntas. Tampoco era necesario despertar a la anciana a la una
de la madrugada.
Aquella noche se le hizo larga, muy larga. Por más que intentó conciliar el sueño le fue
imposible y al final optó por levantarse y trabajar un poco con el ordenador. Un viejo PC que a pesar
de todo, seguía funcionando tras dos años sin que nadie lo encendiese. En la pantalla del ordenador
un Mateo orgulloso vestido con su uniforme la saludó. ¡Cómo le echaba de menos!
Conectó la cámara de fotos al puerto USB del ordenador y, mientras esperaba a que se
volcasen las imágenes al disco duro, hizo un repaso a los tesoros escondidos en los 250 giga bites de
memoria del portátil.
Abrió una carpeta llamada “textos” y buscó un archivo titulado “Encerrado”. Aquella novela
había quedado sin terminar y hablaba de un chico que amanece encerrado en un zulo, sin agua, sin
comida y que, en el transcurso de los capítulos tenía que aprender a sobrevivir. Era una historia
electrizante, dura, muy dura y a la que le había reservado una sorpresa para la parte final. Aquello era
lo que le quedaba por escribir, esa explicación de cómo Andrés Robledo, ansioso por darse a conocer
y ser famoso, se ofreció para ser el protagonista de un reality show. Un programa de televisión del
que nada recordaría ya que antes de empezar se le había borrado la memoria para que en todo
momento creyese que era víctima de un secuestro. “Encerrado” no iba a ser una novela al uso, iba a
ser un relato de terror psicológico cuyo fin último era servir de crítica a todos aquellos que dejaron de
soñar con ser médicos para convertirse en personajillos de reality shows donde mostrar sus
vergüenzas ante toda España. Era algo así como la nueva “Hoguera de las Vanidades” en su versión
de actual.
-“Aciagos tiempos fueron aquellos en que la misión en la vida de los hombres era seguir y
defender a un señor y a sus idearios abstractos. Aciagos tiempos fueron aquellos en que los hombres
llegaron al punto de arrancarle la vida a sus semejantes e incluso dar la propia por el simple capricho
de estos pseudo líderes.” –Comenzó a leer aquel primer capítulo. –“Unos falsos dioses que se creían
por encima de la razón y han gobernado el mundo con puño de hierro desde los albores de la
humanidad. Antaño se enarbolaban banderas, se jaleaba al populacho y se luchaba en cruentas
guerras en nombre de un caudillo, un rey o un líder político que bebía en copa de vino la sangre de
sus súbditos, sentado en su trono de soberbia y presunción. Pero en pleno siglo XXI, creyéndonos
alejados de aquéllas maneras de actuar y pensar, no somos conscientes de que se ha alzado un nuevo
señor. Una nueva deidad que nos dicta que decir, que hacer y que pensar. Y es en el nombre de una
de estas falsas deidades que el destino de Andrés fue acabar allí encerrado.”
Imprimió aquellas primeras páginas y salió a la terraza a leerlo mientras se fumaba otro
cigarrillo, infringiendo con ello la principal prohibición de su abuela Mercedes en aquella casa. Sabía
que al día siguiente la anciana sabría que había fumado allí. Claudia se encogió de hombros y se puso
a leer.
-“Despuntaba el alba en el idus de marzo con el cántico de un solitario gallo resonando en el
lugar. Abrió los ojos con pesadez y la cabeza le martilleó dolorida. A su alrededor todo estaba
borroso, como si estuviese mirando a través de un cristal translucido y lleno de halos. Levantó la
mano estirada y le pareció que era como mirar una mancha amorfa que poco a poco iba tomando
forma. Notaba la boca pastosa y los músculos y las articulaciones entumecidas. Pasó la vista por
cuanto le rodeaba y descubrió que se encontraba en una minúscula estancia vacía que parecía estar
hecha de grandes bloques de frío y áspero hormigón, a excepción del suelo recubierto por baldosas
averdosadas. En cada una de las esquinas, cerca del techo, había un círculo de cristal de unos diez
centímetros, en los que pudo descubrir unas luces rojas parpadeantes. ¡Cámaras sin duda alguna!”
El ordenador sonó con un tímido “plin” para hacerle saber que por fin habían terminado de
volcarse todas las fotos al viejo portátil. Abrió la carpeta y se encontró con más de un millar de
imágenes de paisajes, escenas del ajetreo de la ciudad, todas ellas durante escapadas con Agustín. En
una de ellas se le veía desnudo de cintura para arriba, apoyado en una barandilla mirando el reflejo
del sol y las nubes, de los picos Puig Major y Puig Massanella en la superficie del embalse de Gora
Blau en Mallorca. Con tan solo un par de retoques, aquella instantánea podía pasar por una de
aquellas que se exponían en las más importantes colecciones de fotografía. Aquel había sido un fin de
semana inolvidable. Dos días que nunca olvidaría tanto por todo lo bueno que pasaron como por lo
malo.
Por fin el sueño comenzó a hacer mella en ella. Claudia bostezó un par de veces pero antes de
irse a dormir quiso encontrar las fotos que había tomado aquella mañana en la gasolinera. No iba a
ser difícil encontrarlas, tenían que estar de las últimas, justo antes a las que había tomado tres horas
antes en el mirador de La Peñona de Salinas.
-¿Pero qué…?
Había encontrado las fotos pero sin embargo… En ellas vio al chico de la gasolinera, varios
coches estacionados cerca de su Mustang, en el bar a Eloy y a Asun atendiendo a Secundino y a otra
media docena de clientes. Había medio centenar de imágenes de la vida normal en un área de
servicio. En ninguna de ellas se veía que la vegetación se hubiese adueñado de todo, tampoco las
grietas en el asfalto, ni los edificios a punto de derrumbarse o el manto de cuervos suicidas por el
suelo. ¡Nada! ¡Allí no había nada de eso! Las pruebas que necesitaba para demostrar la veracidad de
todo lo que había visto se habían esfumado. Solamente había una respuesta para eso. Aquella
gasolinera post apocalíptica había sido cierta tan solo en su cabeza. ¿Pero por qué? Por el estrés
según el doctor Longoria. Podía ser, si, claro que podía ser por eso.
Cerró la carpeta con las fotos y abrió el navegador de Internet. Todo el sueño que por fin le
había asaltado se acababa de esfumar. Tecleó a toda prisa en el buscador y leyó por encima los
resultados.
-“Espejismo: Dícese de la ilusión óptica en la que…” -Volvió a escribir y apretó el enter.
–“(Ver y/o escuchar cosas inexistentes) Alucinaciones, depresión psicótica, esquizofrenia, tumor
cerebral…” -Tal y como se imaginó, el resultado no fue nada halagüeño. –“En algunas ocasiones,
haya o no un trastorno mental, un individuo puede percibir su realidad alterada mediante distorsiones
o engaños. Aunque principalmente son indicadores de que se sufre un trastorno mental como una
esquizofrenia o una depresión, puede aparecer también por el consumo de algunas sustancias,
epilepsia, tumores o gran ansiedad o estrés.” ¿Acaso se estaba volviendo loca de verdad?
En la era de la información, con tan solo teclear en el ordenador se puede tener acceso al
conocimiento de todo, excepto en el tema de la medicina. Ella sabía de sobra que, entre las páginas
serias de verdad, proliferaban también millones de ellas en las que si introduces en el buscador los
síntomas de un simple constipado, te auguran enseguida una lenta y dolorosa muerte por epoc, cáncer
de pulmón o tuberculosis, entre muchas otras enfermedades. No era muy fiable creerse que lo que
había visto o creído ver en aquella gasolinera fuese el paso previo a terminar con una camisa de
fuerza en un manicomio. Si Manuel Longoria le había dicho que todo había sido a causa del estrés, lo
más probable es que así fuese.
-¡Quizá sean fantasmas! –Pensó riéndose de si misma. -¡O quizá alucinaciones provocadas
por un escape de algún tipo de gas!
Desde que viese con diez años la película basada en la novela de Stephen King, “Cementerio
de animales”, se aficionó a leer todas sus obras, a bromear, cuando no entendía algo, sobre la
participación de entes paranormales y se juró que nunca tendría un gato en casa. La imagen de
Church en “Pet sematary” le había causado tal aprensión, que la sola visión por la calle de un gato
con el pelaje oscuro era suficiente para que se le erizase el vello.
Realizó otra búsqueda por la red y leyó los resultados.
-“Pueblos fantasmas de Asturias... 627 pueblos deshabitados… Zonas rurales despobladas…
La trágica muerte de todos los habitantes de una aldea de Quirós en 1854…” -Eso último si llamó su
atención. –“En abril de 1854, una vez pasado el temporal de nieve que cada año aislaba el pueblo de
Mengollo, en Quirós (Asturias), se descubrió que todos los lugareños habían fallecido. No hubo ni un
solo superviviente para contar que era lo que allí había ocurrido. Si bien se descartó la hipótesis de la
intervención del maligno por otra más plausible sobre un envenenamiento accidental por el pan dulce
que era costumbre en Semana Santa compartir entre todos los habitantes de Mengollo. Pese a todo,
aún existen teorías que apuntan a una posible posesión demoníaca al panadero, lo que le llevaría a
envenenar la harina con la que se hizo dicho pan.” –Volvió a realizar otra búsqueda. –“En la
actualidad son cuatro los pueblos en Asturias sobre los que recaen sospechas de maldiciones y sobre
los que se han encontrado evidencias capaces de desmontar dichas teorías. Santa Aurelia de
Somerón, Mengollo, Vega de Cienfuegos y Villar de Lloria. Las teorías que más fuerza han cobrado
están, la fuga de gases subterráneos, envenenamientos, fusilamientos en 1938 y una epidemia
localizada de peste negra a principios del siglo XX.” –El sueño regresó, apagó el ordenador y se
levantó para irse de nuevo a la cama antes de que algo volviese a desvelarla por tercera vez. –Ya sigo
mañana.
Bostezando se tapó con la manta, cerró los ojos y durmió intranquila hasta que el canto de un
solitario gallo la despertó al alba. Ya no estaba en la cama en la que se había acostado. Se encontraba
tirada sobre un suelo averdosado y húmedo. Se miró las manos y las vio borrosas. ¡No! Más bien era
como si viese sus manos a través de otras superpuestas sobre las suyas. Como si las viese a través de
las manos traslucidas del espíritu de un hombre. En las esquinas no estaban esos huecos donde, en la
novela que ella había escrito, cuatro cámaras vigilaban lo que ocurría allí dentro pero si pudo ver
como la luz roja flotaba en el aire, pasando de una esquina a otra. ¡No sabía si era sueño o realidad lo
que veía o, por qué no, otra alucinación provocada por el estrés! Lo que sí que tenía claro es de estar
viendo, de estar viviendo la historia de “Encerrado” en primera persona.
Ella, Claudia Ortega, vivía su propio encierro mientras compartía el alma de tinta y papel de
su personaje, Andrés Robledo. Había también una cosa que ella no había escrito, aquello era nuevo.
De algún lado le llegaba la voz de Freddie Mercury cantando su “Too much love will kill you” de
Queen. Le gustaba aquella canción y eso logró tranquilizar a la capitana.
Se puso en pie con dificultad y la rodilla les falló. Un dolor lacerante atravesó de lado a lado
el muslo de su personaje pero para ella era la misma sensación que si se le hubiese dormido. Se miró
la pierna y descubrió una mancha de sangre en donde sabía que Andrés la tendría, aunque la de
Claudia estaba sana y limpia. Cojeando se acercó a la puerta de acero y escuchó lastimeros quejidos
de dolor del desdichado muchacho. Estaba cerrada a cal y canto. Las manos del hombre comprobaron
que ni tenía manilla ni cerradura alguna. Empujaron cuanto pudieron pero la maldita puerta se negó a
ceder. Andrés descargó una patada con todas sus fuerzas y cayó al suelo, arrastrando consigo a la
capitana. Ella también sintió como si los huesos de su pierna se hubieran convertido en un millón de
astillas en ese mismo instante y se clavasen en sus músculos. Ambos lloraron y gritaron incapaces de
soportar semejante suplicio mientras se sujetaban con ambas manos la pierna y se arrastraban por el
suelo hasta un rincón, como si solamente allí pudiesen sentirse seguros.
Andrés sufrió un ataque de claustrofobia al saberse encerrado entre aquellas agobiantes cuatro
paredes pero, para Claudia, resultaba aún peor. No solo era estar encerrado su cuerpo en un
minúsculo zulo, si no también su alma en la de un personaje de novela.
La canción de Queen terminó. Se hizo un silencio donde únicamente se escuchaban la
respiración y los sollozos de Andrés. Diez segundos tras los que la voz de Freddie Mercury volvió a
entonar su “Too much love will kill you”.
El joven muchacho se sentía sucio, sudado y grasiento. Ella también. Ninguno de los dos era
capaz de recordar cómo habían llegado hasta allí, si bien Claudia sabía de sobra los motivos por los
que Andrés estaba encerrado. ¿Pero y ella? Sus corazones se aceleraron, ya ni siquiera esa canción
que tanto le gustaba a la capitana sirvió para hacerle conservar la calma. El pánico inundó cada una
de sus células y parecían incapaces de hacer llegar el oxigeno hasta sus pulmones. Se abalanzaron
contra la puerta de nuevo, trataron de arrancar los barrotes del pequeño ventanuco y golpearon las
paredes inútilmente.
-¡¡Hijos de puta!! –La voz de Andrés explotó surgiendo de la pluma y de la garganta de
Claudia. -¡¡Sacarme de aquí!!
El chico, tal y como ella había escrito, hacía ridículos esfuerzos por escapar de allí, gritando
improperios, insultos y blasfemias hacia sus captores mientras ella, por fin más calmada, se acercó a
mirar por el ventanuco.
-¡Esto no es real! –Se decía a sí misma. –No es más que un sueño, una ilusión.
La música cesa, todo queda en calma mientras observa y por tercera vez los primeros acordes
de aquella canción comenzaron diez segundos después. De nuevo lo veía todo por dos. Por una parte
estaba ese paisaje inventado por ella, en medio de la nada en una vasta pradera cercada por una
alambrada que lindaba con un camino de tierra que iba a morir a una impresionante ciudad que se
alzaba a algo más de cinco o seis kilómetros. Por otra parte, Claudia veía una calle desierta en un
pequeño pueblo que le costó reconocer al principio. Estaba en algún subterráneo que tenía una
pequeña abertura a ras de suelo. No muy lejos estaba su Ford, estacionado justo al lado de la puerta
de una casa que le resultó familiar. ¡La casa del doctor Longoria! Y sin embargo, pese a reconocer el
lugar, en verdad nada estaba ya como lo había visto la mañana anterior. En ese instante era como si la
bomba que arrasó Hiroshima hubiese estallado allí. Los edificios estaban reducidos a retorcidos
esqueletos de vigas de madera y acero, las carreteras estaban llenas de escombros y los restos
putrefactos de los habitantes de aquella aldea estaban diseminados por doquier.
Nuevamente sonaron las últimas notas de la canción y se hizo otra vez el silencio.
-¡¡Sacarme de aquí!! –Andrés había enmudecido y era ella quien suplicaba pese a saber que,
si en verdad estaba reviviendo aquello que ella misma había escrito, si no era una pesadilla u otra
jugarreta de su cabeza, tan solo podía hacer dos cosas, esperar y sobrevivir. -¡Que alguien me ayude!
¡¡Socorro!! –Respiraba agitadamente y creía que iba perder el conocimiento en cualquier momento. –
Por favor, sacarme de aquí. –Otro ataque de ansiedad la invadía. -¡¡Por… -Sus ojos se cerraban y se
sentía caer por un oscuro abismo sin final. -…favor!!
Antes de desmayarse, justo un segundo antes, la misma canción volvió a sonar.
-Too much love will kill you. –Cantaba Freddie. –If you can´t make up your mind…
Capítulo 4

Nada más bajar del avión se subió a su flamante CLK, acarició el volante y aspiró el aroma a
cuero, mezclado con un toque a limón del ambientador. Arrancó el motor, encendió uno de los tres
cigarrillos que se fumaba cada día y puso un CD.
En el lado derecho de la carretera vio un gigantesco cartel anunciando un programa de
televisión en directo de Iker Jiménez, donde él iba hablar del libro que estaba a punto de terminar.
Mark aceleró y en menos de cinco minutos estaba aparcando en el garaje de su casa, junto al
BMW all road de su mujer. Cogió del buzón un par de cartas y abrió la puerta. De la cocina llegaba el
aroma de un suculento lechazo al horno, el plato estrella de su esposa y la voz de Christina Aguilera
junto con la de Victoria, su mujer. A ella le encantaba esa canción, a él le encantaba ver como su
esposa movía las caderas de manera sensual, como arqueaba la espalda echando la cabeza hacia atrás,
con su rubio cabello cayéndole como una cortina áurea, mientras menea el trasero. Era su perdición
verla bailar, desinhibida, sin saber que está siendo observada. Tras dejar las cartas y las llaves sobre
el mueble del hall, caminó sigiloso hacia la cocina para poder, en plan voyeur, disfrutar otra vez del
show de su mujer bailando y cantando al son de “Nasty Naughty boy”.
Mark clavó sus ojos en su mujer quién, vestida únicamente con el sujetador, el tanga y
aquellos zapatos, fregando los platos. Se llevó las manos, llenas de jabón, a su trasero, dejando una
huella de espuma en cada una de sus nalgas.
Semejante espectáculo, ese bailecito tan erótico, tenía que ser algo preparado, no
improvisado. Victoria se sabía observada, solo eso podía explicarlo. Ese show estaba reservado para
él, era parte de su regalo.
Le encantaba ese rasgo caliente y lascivo de la sangre latina. No le extrañaba nada que el
viejo Donovan hubiese sucumbido a los encantos de aquella hija de los sirvientes españoles del
caserón monumental de sus antepasados, en Dallas. No le extrañaba nada haber heredado el mismo
gusto por las mujeres latinas que había tenido su padre.
Mark se acercó a su mujer, el agua y la espuma se derramaron por sus piernas hasta aquellos
preciosos zapatos de charol blancos que le realzaban sus bien torneadas y firmes piernas. Rodeó su
cintura con el brazo y hundió su cara en la rubia melena, aspirando su perfume y llegando a acariciar,
con la punta de su nariz, el cuello caliente de Victoria.
Ella siguió cantando mientras echaba su trasero hacia atrás, rozándose y moviéndose contra la
creciente pasión de la entrepierna de Mark.
Haciéndola girar, la colocó frente a él y clavó sus ojos en la inmensidad azul de la mirada de
su mujer.
-Hola, preciosa.
-Hola, Doctor Donovan. –Su apellido se derretía como un bombón en su boca. –Feliz
aniversario.
-Feliz aniversario, Victoria. –Ella rodeó su cuello con sus brazos y le besó. -¿Me has echado
de menos?
-Mucho. ¿Qué tal el viaje?
-Aburrido.
-Dame un minuto, por favor. –Se apartó de él. –Termino de fregar esto y estoy contigo.
Mark se preparó una taza de café y se apoyó al lado de su mujer para deleitarse con su sinuoso
baile. Le constaba controlar su mano y de vez en cuando se le escapaba algún azote que le ponía
colorada unos segundos las nalgas y después la acariciaba. Dejando la taza humeante, se agachó para
hundir su cara en aquel trasero, a lo que su mujer, riéndose, le recriminó.
-Estate quieto, manos largas.
La calle donde tenían la casa era muy tranquila, no solía haber mucho tráfico y era muy raro
que pasara un camión por allí. Pero ese sonido era inconfundible. El Doctor Donovan cogió la taza,
dio un trago y apartó la cortina de la ventana.
-¿Tenemos vecinos nuevos?
-¡Eso parece! –Victoria se secó las manos y miró a su marido. -¿Qué es eso?
-¿Esto? –Mark sostenía en su mano una caja envuelta en papel de regalo. –Un pequeño
detallito por doce años maravillosos soportándome.
Victoria cogió el paquete y Jacko, el chihuahua de su hija Emma, se encaramaba a su pierna
en busca de una caricia.
-¡Me encanta! –Del interior sacó cinco billetes de avión a París. -¿Disneyland para los niños y
cenita por el Sena para nosotros?
-Así es. –Terminó el café y dejó la taza en el fregadero. –Por cierto, ¿y los niños?
-David está en el parque con mi hermana y Emma está con Charlotte de camino a su clase de
kárate. ¡Tenemos la casa para nosotros solos!
Le encantaba el conjunto que llevaba y ella lo sabía. Era prácticamente igual que el que había
llevado el día de su boda y, para Mark, aquel sujetador, aquel tanga y aquellos zapatos, transportaban
su mente a los recuerdos de su noche de bodas.
-Victoria, ya sabes lo que opino de este conjuntito. –Dijo sonriendo.
-Sí. –Le cogió por la corbata y tiró de él hacia la mesa de la cocina, donde se tumbó
obligándole a él a ponerse encima de ella. –Se perfectamente lo que te pasa entre las piernas cuando
me ves con el puesto.
Victoria le rodeó la cintura con las piernas e hizo que sus entrepiernas se juntasen, tan solo
con unas pocas telas de por medio.
-Now come on, sugar! –Cantó él.
Sus labios se juntaron, las ropas sobraban. Ella le desnudó, él le quitó el sujetador y le apartó
la tela del tanga, mientras se miraban el uno al otro, comiéndose con las miradas y, suavemente,
Mark la penetró hasta el fondo.
Dieron comienzo a ese baile caliente entre ambos, con él saliendo y entrando de su mujer
mientras ella le abraza la espalda, clavándole las uñas y suspirando de gozo en su oído. Victoria se
estremeció cuando Mark se vació dentro de ella y los dos cayeron exhaustos, riéndose y sin dejar de
besarse y acariciarse.
-Feliz aniversario.
-¡Muy buen Feliz aniversario, my love!
Mientras sus dos hijos veían los dibujos en el televisor del comedor durante la cena, Mark
Donovan le contaba lo que había ocurrido en una de las charlas que había impartido el día anterior en
Madrid.
Había tenido lugar en el salón de actos de la Universidad Europea de Madrid. Los asistentes
aguardaban en silencio mientras Mark, desde el escenario, terminaba de prepara un video que les iba
a poner.
-Apaguen las luces, por favor.
Obedecieron y él apretó el botón del play. En la gran pantalla apareció una oficina vacía,
iluminada por las luces de emergencia, con tres mesas, media docena de sillas, ordenadores y papeles
amontonados. La luz del proyector iluminaba tenuemente los rostros somnolientos de los hombres y
mujeres que desde los butacones miraban la pantalla.
En el video, la puerta de la oficina se abrió, un policía encendió la luz y posó una bolsa de
plástico con un cuchillo ensangrentado en su interior. El agente parecía manchado también con
sangre, cosa que no podía decirse del detenido que sus tres compañeros acababan de sentar en una de
las sillas. Estaba esposado con las manos a la espalda, clavaba sus ojos a la cámara y su rostro no
transmitía ningún tipo de emoción. De las cinco personas, ese detenido era el único que no tenía ni
una sola gota de sangre en la ropa, los brazos o la cara.
La grabación no tenía audio, no se podían escuchar las voces de los cuatro agentes, pero por
los gestos de uno de ellos, parecía que estuviesen hablando de haber realizado algún tipo de
reanimación cardiopulmonar y de haber taponado una herida en el cuello, lo que le debía de haber
manchado la zona del pecho de sangre. Este policía, canoso, viejo y con rostro de cansado, salió de la
oficina y volvió unos minutos más tarde con un uniforme limpio y la piel sin restos de sangre. Sus
compañeros, uno a uno, fueron haciendo lo mismo y se sirvieron unos cafés antes de ponerse con el
papeleo que la detención de ese tipo traía consigo.
En ese momento el detenido seguía en silencio, tres de los policías hablaban y había una silla
vacía para ese cuarto que aún debía de estar poniéndose un uniforme limpio y lavándose las manos y
la cara. Uno de esos tres agentes, el más joven y con aspecto de ser el más charlatán, enmudeció de
golpe. Sus compañeros no parecieron percatarse de ello, así como tampoco que el hombre que estaba
esposado había dejado de mirar a la cámara y clavaba su mirada en ese policía que se había quedado
en silencio.
El joven, de manera disimulada, se acercó a la bolsa de pruebas y, sin que ninguno de los
otros dos se diese cuenta de ello, sacó el cuchillo manchado de sangre que comenzaba a resecarse. Se
acercó al más viejo por la espalda y le cortó el cuello de un solo tajo, haciendo que la sangre surgiera
con violencia, cayendo sobre la mesa, el ordenador y los expedientes sin cerrar. Antes de que el otro
policía pudiese reaccionar, el cuchillo voló hasta su pecho, donde se clavó hasta la empuñadura. El
policía joven rodeó la mesa, el viejo cayó a plomo, sin vida y se acercó hasta el segundo que, desde el
suelo, trató de sacar su arma. Aplastándole la muñeca con la bota, se lo impidió, se arrodilló a su lado
y sacó el cuchillo, para volver a hundírselo en el pecho una y otra vez hasta que este dejó de moverse.
Todo ocurrió muy rápido y en silencio. El cuarto policía no se había enterado de nada y,
cuando apareció por la puerta, recibió dos disparos, sin darle tiempo ni a asimilar que era lo que
veían sus ojos.
El policía joven se pone en pie, abre un cajón y saca una manzana. Con el cuchillo manchado
de sangre la cortó en pedazos y se la comió, con parsimonia, mientras paseaba entre los cuerpos
caídos de sus tres amigos y compañeros.
El detenido deja de mirarlo y baja la vista al suelo, tras una fugaz mirada a la cámara. Tras
esto, el policía joven parece volver en sí. La manzana se cae al suelo, el se desploma de rodillas y
busca el pulso en el policía con el cuello cortado, pero no lo encontró. Se arrastró, con los ojos
crispados, con cara de miedo, angustia, desesperación, hasta el otro. Trata de taponar las heridas, pero
son demasiadas y la vida ya se le ha escapado. Su tercer compañero también está en el suelo, no se
acercó a él, como si temiese descubrir que también ha asesinado a otro más.
Se pone en pie, se lleva las manos a la cabeza y grita, desconsoladamente, una y otra vez.
Saca su pistola, su pulso tiembla y el arma parece que se le va a caer. Abre la boca y mete el cañón en
la boca. Llora a mares, cierra los ojos con fuerza y aspira antes de que la bala le atraviese la cabeza,
de parte a parte.
Se desploma, muerto, con los ojos en blanco mirando al hombre sentado, esposado que, tras
levantarse, con asombrosa facilidad pasa los brazos por debajo de las piernas. Se agacha junto al
policía que tiene más cerca, el que ha recibido los dos disparos y rebusca entre sus bolsillos hasta que
da con una diminuta llave plateada. La introduce en la pequeñísima cerradura para quitarse los
grilletes. El policía, agonizante, le coge por la muñeca para tratar evitar que huya y así ganar tiempo
hasta que lleguen más compañeros. De un golpe lo noquea, se quita las argollas de acero y se masajea
las muñecas y se agacha junto al cadáver del policía que se ha suicidado para recuperar el cuchillo
que está a su lado. Utiliza la bolsa de pruebas, no quiere mancharse de sangre. Se pone en pie, se
alisa la camisa, impecable y sale de la oficina como si no hubiese ocurrido nada, no sin antes apagar
la luz y dejarlo todo levemente iluminado por las luces de emergencia.
Un minuto después aparecen más policías, pero el prófugo ya se ha marchado a pie y no se
encuentra cerca.
-Enciendan las luces, por favor.
Le obedecieron y el hombre del escenario se encuentra con cien miradas, que el principio de
las imágenes eran somnolientas, expectantes y con los ojos abiertos de par en par.
El silencio reina en aquel lugar y el conferenciante toma la palabra.
-El agente Mounds falleció una semana después, pero antes de eso tuvo tiempo de contar lo
ocurrido aquella noche. –Cogió una hoja de la mesa donde estaba el ordenador. –En la página 5 de
los documentos que tenían sobre sus asientos, está la traducción y transcripción de la manifestación
que se le tomó. –Se colocó unas gafas y resumió para los oyentes. –La noche del 6 de marzo de 2008,
las dos patrullas que intervinieron, compuestas por el Sargento Johnson, el Agente Boothe, el Agente
Gibson y el Agente Mounds, respectivamente, recibieron la orden de acudir al domicilio sito en la
Avenida Jefferson número 9 de New Hope, por un aviso de una familia que alertaba de que su hijo
quería matarlos. –Antes de seguir miró al centenar de personas que le miraban. –Cuando llegaron, los
cuatro policías se encontraron a la madre con el cuello cortado, tirada en su habitación, sobre una
cama empapada con su sangre y, al padre, sin vida en el suelo del salón, con una puñalada a la altura
del corazón. El hijo de los Smith estaba sentado en el sofá, mirando la tele y, como ustedes han visto
en el video, no estaba herido, no tenía ni una sola gota de sangre manchándole. La apariencia de todo
hacía pensar que Wilburg Smith no se hubiese movido de allí mientras la madre le clavaba el cuchillo
en el corazón al padre y este le cortaba el cuello a su mujer. –De la mesa cogió una segunda hoja. –
En la página 7 pueden ver los resultados lofoscópicos realizados al arma del crimen, encontrada tras
la segunda detención que se le practica a Wilburg Smith. Como se puede apreciar, las únicas huellas
encontradas son las de Carl y Jenna Smith. Tras el análisis del laboratorio de criminalística de la
policía de New Hope, se determina que la sangre hallada en la casa y en el arma, corresponden
también a Carl y Jenna Smith. –Dejó la hoja de nuevo sobre la mesa, junto con otros documentos. –
Volviendo a la declaración del Agente Mounds, este manifestó que en ningún instante, Willburg
Smith dijo nada, ni se mostró en contra de la detención u opuso algún tipo de resistencia. Según las
propias palabras del Agente Mounds, “Willburg Smith parecía ido, en ningún instante dijo ni una sola
palabra ni mostró emoción alguna”. –Dejó el informe y cogió otra hoja. –El sospechoso fue detenido
posteriormente, fue encontrado cenando en el sofá de su casa, con la mancha de sangre de su padre a
su lado y, nuevamente, las características de esta segunda detención fueron exactamente iguales a las
de la primera. En ningún momento trató de defender su inocencia, se reveló u opuso resistencia. En la
página 10, tienen la sentencia del Tribunal Superior del Estado de California según el cual, Willburg
Smith queda absuelto de los asesinatos de Carl Smith, Jenna Smith, Eduard Jonson, David Boothe,
Anthony Gibson Y Simon Mounds. Según arrojan las pruebas, las muertes de Carl y Jenna Smith
sobrevinieron en agresiones del uno contra el otro, las muertes de los Agentes Jonson, Boothe y
Gibson producidas por su compañero Mounds y, la muerte de este último por auto lisis, suicidio.
El rumor y los cuchicheos en el salón de actos iban in crescendo.
-Según el video que acabamos de ver, el señor Smith no ha asesinado a ninguno de esos
cuatro agentes. –Uno de los hombres de los butacones se puso en pie. -Pero me ha parecido entender
que, aun así, la policía de New Hope le detuvo la segunda vez añadiendo a los cargos de haber
asesinado a sus padres, el homicidio de esos cuatro policías. ¿Verdad?
-Así es.
-Está claro que, desde el punto de vista legal, es un claro caso de enajenación transitoria por
parte del Agente…
-Mounds.
-Gracias. –El hombre trataba de buscar una respuesta racional a lo que acaban de ver. –Según
el aviso, los cuatro agentes acudieron por un supuesto intento de homicidio de un hijo hacia sus
padres. Sin embargo, cuando llegan al domicilio, se encuentran con Willburg Smith digamos…
“ausente”, como si no hubiese ocurrido nada a su alrededor y, las pruebas dicen, que no tocó el arma
del crimen, ni participó en las agresiones ya que no tenía sangre encima. Sangre que, por otra parte,
de haber contribuido él al asesinato de alguno o los dos progenitores, le tendría que haber salpicado
en las manos o en la ropa. ¿Es así?
-Así es.
-Las pruebas que aparecen en el atestado, a mi me hacen pensar que…-Se paró unos segundos
a pensar. -¿Quién hizo la llamada? ¿El padre o la madre?
-Jenna Smith.
-Bien… Entonces, la madre planea matar a su marido, llama acusando a su hijo y le clava el
cuchillo en el corazón a Carl Smith. Este hombre se defiende, le quita el cuchillo a su mujer, le corta
el cuello y Jenna Smith cae muerta, desangrándose sobre su cama. Entonces el hombre baja y se
desploma en el salón, frente a su hijo, el cual, impasible, se queda allí mirando el televisor hasta que
llegan los cuatro policías.
-A esa misma conclusión se llegó en el juicio.
-Y luego, según el informe forense de las páginas de la 14 a la 18, ni a Carl ni a Jenna Smith
se le encontró ningún tipo de herida defensiva. Se supone que hubo un forcejeo tras recibir la
puñalada mortal en el corazón el señor Smith, pero no tiene cortes en la mano al tratar de quitarle el
cuchillo a su esposa. Y viceversa, ella tampoco tiene ningún tipo de herida que diga que trató de
defenderse cuando su marido le cortó el cuello. Es más, según el corte, se supone que le fue hecho
por alguien que estaba a su espalda. Supongamos que Willburg Smith. Pero en el cuchillo no están
sus huellas ni está manchado por la sangre de su madre, por lo que hay que descartar su intervención
y suponer que fue el marido quién le cortó el cuello a su mujer por la espalda.
-Se ha adelantado, eso era algo que iba a hacer constar más adelante. Pero si, eso también se
supone que es lo que ocurrió.
-¿Alguna vez se le diagnosticó a Willburg Smith algún tipo de trastorno?
-¡Veo por donde quiere ir! Y la respuesta es que si.
-¿Cuál?
-¿Por qué no me dice cual cree usted que es la verdad de lo ocurrido aquella noche? No se
ciña a las pruebas, deje el sentido común a un lado y dígame que es lo que cree.
-Bien… Pudiese ser que… -Quedó en silencio cavilando sobre que decir. -Lo que yo “creo”
es imposible, más propio de una película de terror que de la vida real.
-Ilústrenos, si es tan amable.
-Solo si me dice usted que tipo de trastorno tiene diagnosticado Willburg Smith.
-Trastorno de apego. –Dijo otro de los asistentes.
-¿Y usted es?
-Inspector Fonteriz, Policía Judicial del Cuerpo Nacional de Policía de Avilés, Asturias.
-Veo, señor…
-Fonteriz.
-Veo, señor Fonteriz, que ha llegado a una deducción correcta. Y usted… -Se giró hacia el
hombre que había hablado por primera vez. -¿Nos va a decir que es lo que cree que pasó en verdad
aquella noche?
-Parece mentira que ni siquiera viéndolo con sus propios ojos sean capaces de creer. –La
mujer de Mark cogió un trozo de pan. –A este mundo incrédulo le cuesta darse cuenta de la verdad.
-A ti también te costó hacerlo. –Mark dio un trago a su copa de vino y se dispuso a tomarse el
postre. –Recuerdo que me tomaste por un loco y llegaste a pensar que me estaba riendo de ti.
-Sí, pero eras demasiado guapo. Y además tu familia tiene mucho dinero. –Se reía de él. –La
loca hubiese sido yo si te hubiese dejado escapar.
-¿Era?
-Sigues siendo guapo, pero cuando te conocí… ¡Uuuummm! –Se mordió el labio inferior y de
nuevo le regaló aquella mirada. Parecía desear volver a tenerle dentro de ella, ser ese trozo de tarta
que Mark se estaba comiendo. -¡Venga, niños! Terminaros la cena y a lavarse los dientes. –Se puso
en pie y comenzó a recoger la mesa. –Hay que ir a la cama, mañana hay colegio.
Charlotte, la institutriz de los niños apareció por la puerta, pero Victoria negó con la cabeza y
la mujer, de belleza de ébano marchita, asintió antes de retirarse a su dormitorio.
-¡Joooo, mamá! -Se quejó Emma. –Espera a que termine este capítulo.
-¡Nooo! Acaba de empezar, no trates de engañarme. –Pasó al lado de su marido y le limpió
con la lengua los restos de nata de sus labios. Cogió a David en brazos y apagó el televisor. -¡Vamos!
Al baño a lavar los dientes.
-¡Está bien! –Claudicó la niña.
-¿Mamá quiere David? –Preguntó el niño.
-Claro que sí, mi bebé. Mamá y papá te queremos mucho. –Emma frunció el ceño, parecía
estar un poco celosa. –Mamá y papá os queremos mucho, a los dos. –Le dio la mano a la niña. -Darle
un beso de buenas noches a papá.
Para cuando Victoria acostó a los niños, Mark terminaba un café y apuraba las últimas caladas
del tercer y último cigarrillo del día.
Unas pocas horas después, con la vejiga a punto de reventar, Mark se levantó para ir al baño y
escuchó unos ruidos extraños que venían de la habitación de su hija. Se asomó para ver qué pasaba,
pero todo parecía normal. Emma dormía con Jacko a su lado, tan profundamente que ninguno de los
dos se inmutó cuando entró en la habitación y se acercó a la ventana. La niña tenía miedo a la
oscuridad y siempre dormía con la persiana levantada para que entrase un poco de luz de la calle.
Donovan miró a través del cristal, los nuevos vecinos tenían luz en el salón, aún estaban despiertos.
En el porche brilló una llama y vio a su vecino encendiéndose un cigarrillo. Este levantó una mano y
le saludó, Mark respondió al gesto y se marchó, no sin antes cerrar las cortinas. Se acercó a la
pequeña, estaba sudando pero no parecía tener fiebre, le dio un beso en la frente y salió entornando la
puerta de esa habitación.
Volvió a su cama, Victoria dormía vestida con ese sugerente camisón y tuvo que vencer la
tentación de despertarla para… Pero eran las tres y media de la madrugada, un poco tarde para
sorprenderla con “Nasty Naughty boy” y tratar de…
Se acostó, la rodeó con el brazo y volvió a quedar dormido.
Cuando abrió los ojos, el reloj de la mesita decía que aún era la cuatro y cuarto y su hija le
zarandeaba con el terror pintado en su cara.
-¿Qué te pasa, cariño?
-Jacko esta… -Sus ojos se humedecieron y la voz apenas era un susurro ahogado. –Esta…
-¿Qué le ha pasado a Jacko, Emma?
-¡Está muerto! –Las lágrimas brotaron y Mark la abrazó. –Jacko está muerto.
-¡Ya voy yo, cariño! –Victoria se había despertado. –Tu mañana tienes que trabajar.
-¿Mamá? –Preguntó el pequeño David desde su cuarto. -¿Ya día?
-No, duérmete. –Se levantó y, cogiendo a su hija de la mano, salió de la habitación. -¡Vamos,
Emma, ya verás cómo solamente está dormidito!
Trató de hacer caso a su mujer y volver a dormirse, pero se había desvelado. Su hija sollozaba
y, por las palabras que le oía a su mujer, parecía que Jacko si había muerto. Era raro que hubiese
fallecido un chihuahua que apenas había dejado de ser un cachorro, pero era de suponer que ese tipo
de cosas podían pasar.
Victoria volvió un rato después y se tumbó a su lado.
-¿Qué ha pasado?
-¿Sigues despierto?
-Si, me he desvelado.
-Jacko ha muerto. Confirmó ella. –Ya sabes la manía que tenía de dormir en la cama con ella.
Emma debió moverse mientras dormía y le tapó con la almohada, aplastándole y ahogándole
-¿Un accidente?
-Si, tienes que ver la almohada, llena de pelos y babas. –Victoria abrazó a su marido y apoyó
su cabeza en la espalda de él. -¡Pobre Jacko!
-Duérmete, cariño.
-Le he cambiado la almohada y he metido a Jacko en una caja en el garaje. –Bostezó. –
Mañana lo llevaré al crematorio. –Besó la nuca de Mark y cerró los ojos. –Buenas noches.
-Buenas noches.
A la mañana siguiente, Victoria freía unos huevos y llenaba un tazón con leche y cereales.
Mark entró en la cocina con su traje nuevo y oliendo a la colonia que ella le había regalado por su
aniversario. Charlotte, la institutriz que vivía con ellos, ayudaba a preparar los desayunos.
-Charlotte, mi marido nos hizo ayer un regalo. Vamos a pasar las navidades en Paris, tú, los
niños, Mark y yo.
-¡Qué bien! –Pese que para ella eso significaba tener que cuidar de Emma Y David, mientras
ellos dos disfrutaban de la ciudad, estaba encantada. -Gracias señor.
-Llámame Mark, te lo he dicho mil veces.
-Charlotte, ve a despertar a los niños y viste a Emma antes del desayuno, por favor.
Victoria sirvió a su marido el café y un par de huevos y se sentó a su lado.
-Hay una cosa que no entiendo.
-¿Y qué es?
-¿Cómo es que Emma no se despertó mientras Jacko se ahogaba?
-No lo sé. Pero el perro debió tratar de salvarse, la almohada estaba rasgada a mordiscos y
arañazos. –Abrió la puerta tras la que estaba el cubo de basura y sacó la almohada para enseñársela. –
Supongo que si despertó a Emma, pero ya era tarde.
-Es muy raro. –No entendía como no se había despertado al sentir a Jacko luchando por su
vida, debió de revolverse como un loco. -¿Y si lo mató ella?
-¿Cómo puedes pensar eso? –Preguntó alarmada y se puso en pie para llevar los cacharros
sucios al fregadero. -¡Te has vuelto loco!
-No digo que lo hiciese a posta. Quizá estaba jugando y se le fue la mano.
-¡Tu hija no es una de esos maníacos que estudias! –Victoria se enfadó por su comentario.
-Lo sé… -Cogió a su mujer de la mano y la acercó a él. –No digo eso, yo…
-Por cierto. –Se dejó abrazar y acarició la cabeza de Mark, no sabía por qué, pero en todo el
tiempo que llevaban juntos, nunca había podido estar enfadado con él más de dos minutos. –Hay que
llamar para que vengan a arreglar otra vez la ventana de Emma. –Cogió el tazón y el plato vacíos de
su marido. –Ayer por la noche volvía a estar abierta y juraría que la cerré al acostarla.
-Cuando fui al baño escuché unos ruidos en su habitación y fui a ver si estaba bien. Emma
estaba dormida y Jacko parecía estarlo también. La ventana estaba cerrada, pero con la persiana
arriba del todo, como siempre.
-¿Crees que Jacko ya estaba muerto?
-Creo que no, pero tampoco lo comprobé.
-Ahora, cállate. –Charlotte volvió a la cocina con David en los brazos y la niña siguiéndoles. –
¡Buenos días, cariño! ¿Has dormido bien?
-Sí. –Emma tenía los ojos húmedos y enrojecidos, como si hubiese estado llorando mientras
dormía. –Mamá, ¿he matado yo a Jacko?
-¿¡Lo ves!? –Victoria miró a su marido con odio por primera vez en su vida. -¡Te ha
escuchado!
-Yo… Yo…
-No, señora, la niña no ha escuchado nada de lo que estuviesen hablando ustedes.
-Está bien. –Se agachó junto a Emma. -¿Por qué dices eso?
-No lo sé. –Se encogió de hombros. –No lo recuerdo bien, pero creo que he soñado que si lo
había matado yo.
-Emma, mi vida. –Mark agarró a su hija y la abrazó. –Tú eres una buena niña y adorabas a tu
perrito. Tú nunca le harías daño a Jacko, ¿a que no, cariño?
-No.
-Tú no has sido. Fue un accidente. Y ahora venga, a desayunar.
-Vale, papá. –Sonrió tristemente.
-Y tú, campeón, ¿Estás bien?
-Sí, papi. –Contestó David.
Mark se puso en pie y, tras salir del baño, cogió su maletín y se fue al garaje a coger su coche.
Victoria le esperaba allí.
-Yo… Siento lo de antes. –Se disculpó ella ofreciéndole las manos. –Te quiero.
-No te disculpes. –Tras abrir la puerta del Mercedes rodeó a su mujer con los brazos. –El
imbécil he sido yo por pensar algo así.
-Que tengas un buen día. –Le dio un beso en los labios y dejó caer su mano hasta el culo de su
marido. -¡Nasty Naughty Boy! –Cantó Victoria.
-Te quiero mucho.
-Yo a ti más.
Capítulo 5

Charlotte Banks se había criado en la casona del padre de Mark Donovan. Era la hija de una
de las sirvientas de la mansión y su futuro era heredar el trabajo de su madre cuando tuviese edad
para hacerlo.
El señor de la hacienda, empresario de notable talento y con brazo de hierro, estaba casado
con la heredera de una importante familia. Los padres de Mary Elisabeth Miller se quedaron sin
dinero pero la sola mención de su apellido aún servía para que se abriesen algunas puertas que a John
Donovan le convenía le fuesen abiertas. En la casa era un tirano, un déspota acostumbrado a dar
órdenes y a ser obedecido al instante. Era un hombre con un apetito voraz, eso sin duda.
Amas de llaves y doncellas pasaban por su lecho ante la ceguera que el dinero y las joyas
producían en su mujer. Como ya he dicho, John Donovan tenía un apetito voraz, sobre todo por todas
las mujeres, menos por la suya. Su perdición aquellas de tono de piel oscuro, de ébano como él solía
decir. Un suculento aperitivo, los cuerpos desnudos de aquellas hijas de los chinos que, casi un siglo
atrás, habían llegado a trabajar para la Union Pacific en la construcción del primer ferrocarril
transcontinental de Estados Unidos. Su deseo más morboso, yacer con irlandesas de cabello rojo
como el fuego. El sumun del placer, disfrutar de los movimientos en la cama de latinas de sangre
ardiente.
Nadie osaba decirle nada, las mujeres, madres e hijas, acababan bajo sus sábanas y los
hombres, padres y maridos, no tenían el valor suficiente para enfrentarse al señor.
Charlotte Banks Brown apenas despuntaba en la adolescencia cuando se convirtió en su
obsesión. Al menos hasta que se cruzó en la vida de John Donovan aquella mujer española.
Cada noche, la niña de quince años de piel oscura y ojos infinitos, se quitaba sus andrajos y se
metía en la cama del señor para escuchar hermosos cumplidos como: “menea tu gordo culo” o “me
encantas esas negras tetitas”. Por aquel entonces sus pechos eran muy pequeños, cosa que cambió en
apenas un par de años, pero que pasó inadvertida para el señor. Por fortuna para ella cuando pasó de
niña a mujer, el señor Donovan parecía haberse olvidado de sus deseos por ella y solo tenía ojos para
esa tal Laura Santos.
Durante el tiempo en que John Donovan, magnate del petróleo, obligó a Charlotte a
complacer todos sus carnales deseos, ella pareció aguantar estoicamente esa sumisión. Pero en verdad
estaba ya harta de soportar tales abusos. Llevada por la fuerza de su joven sangre, se preguntó por
qué pese a que la esclavitud ya no fuese legal, era más importante el dinero de ese bastardo que su
libertad o su derecho a elegir quien sí o quien no podía meterse entre sus piernas. Era tal el asco que
sentía en la cama del señor que cuando cesaron tales obligaciones le fue imposible pensar en yacer
con hombre alguno sin estremecerse algo es sus entrañas hasta hacerla enfermar. Tras tanto tiempo,
mientras su belleza aún no se había marchito y hasta el día de hoy, había conocido a unos pocos
hombres y uno de ellos estuvo a punto de casarse con ella. Pero para Charlotte era imposible dejar
que un hombre estuviese dentro de ella, lo que finalmente la convirtió en una solterona recalcitrante.
De manos de la jovencísima Charlotte Banks y otras descendientes afroamericanas de
aquellos esclavos que cantaban mientras trabajaban en las plantaciones de algodón, nació una sed de
venganza paranormal. Todas ellas eran mujeres que habían sido obligadas a acostarse con él, algunas
a la fuerza y otras con la esperanza de una vida mejor al ser la preferida del señor.
Las tradiciones eran el bien más preciado de sus familias. Unas tradiciones y unas creencias
entre las que se encontraban ciertos… ritos vudú. En aquella religión originaria de África Occidental,
llevada a Estados Unidos por los esclavos traídos de aquellas tierras, encontraron el arma a usar
contra John Donovan. Casi no quedaba nadie que tuviese los conocimientos necesarios sobre esa
vieja religión, pero la creencia era firme y la madre de Charlotte tenía algo que podía ayudarles.
Había quedado huérfana antes de aprender de su madre las artes y los oficios, pero…
La madre de Charlotte no soportó todas aquellas ocasiones en que tuvo que ver a su hija
acudiendo a la llamada de su señor. No pudo soportar la idea de que las tiernas carnes de su hija
fuesen mancilladas por los ardores de ese cerdo. Ella aún conservaba un libro de magia negra que
había heredado de su madre y esta de la suya y que, tras la muerte de esta, había relegado al olvido y
nunca había abierto. Casi se había olvidado de su existencia, pero las ganas de ayudar a Charlotte a
obtener su venganza volvieron a traerlo a su memoria.
Cada noche antes de acostarse, John Donovan pedía que le llevasen a la habitación una
manzanilla. Sus problemas de digestiones pesadas eran conocidos por todos. Y como cada noche, la
joven hija de la sirvienta se la preparaba y subía a la habitación, donde volver a ver al asqueroso
rostro del hombre que la desfloró y el de la mujer que hacía oídos sordos a sus lamentaciones.
¡Maldita cornuda consentida!
La empresa de los Donovan iba viento en popa. Desde hacía unos años habían empezado a
suministrar petróleo a empresas de carburantes de otros países. Uno de sus más recientes clientes era
el presidente de una empresa española que se dedicaba a montar gasolineras de bajo coste. Su
nombre, Alfredo Santos, quién había viajaba asiduamente con su bellísima mujer Amelia Bolaños y
su hija Laura. Desde la primera vez que cruzó su mirada con la de la niña, quedó prendado, borrando
de su memoria todo recuerdo carnal con Charlotte. Debía de tener veinte años por aquel entonces,
más o menos, era la imagen de la inocencia con su vestido blanco, su cabello oscuro, ojos color miel
y piel ligeramente tostada por el sol de Sevilla.
John Donovan ante todo era un hombre de negocios. Si había algo que le gustaba más que las
mujeres, era el dinero y el poder. Un dinero y un poder que se verían seriamente amenazados si
tentaba a la joven Laura. Si se corría la voz de que no respetaba a las mujeres o a las hijas de sus
clientes o de sus socios. ¡No! No podía hacerlo. Tenía que ser fuerte y no caer. Tenía que esforzarse
en olvidarse de las jóvenes carnes de Laura Santos, de sus ojos y de ese aire exótico de la mujer
española y su sangre caliente, latina.
Charlotte iba a aprovecharse de ello. Le obligaría a decidir si arruinar su fortuna o por el
contrario, tener que tomar alguna drástica decisión para evitarlo. En el libro que le había dado su
madre encontró el medio, la clave de cómo conseguirlo. Tan solo necesitaba unas pocas gotas de
sudor de Laura y algunos ingredientes más fáciles de conseguir. Con el calor del verano en Texas y la
fiesta que John Donovan iba a dar en unos pocos días, conseguir esas gotas de sudor no tendría que
ser muy difícil.
Y así fue. Un par de bailes, música country y calor, no necesitó más para conseguirlo que un
pañuelo que ella misma le prestó a la muchacha.
En la primera luna llena mezcló los ingredientes, preparó el brebaje que dejó macerar hasta la
próxima luna nueva. Tan solo tuvo que esperar doce días y obtuvo un líquido, transparente como el
agua y con un ligero aroma a hierbas. Calentado y mezclado con manzanilla, s la sirvió a John
Donovan durante seis días. El efecto no se hizo esperar.
A partir de entonces, cada vez que Alfredo Santos viajaba de España a Estados Unidos, el
padre de Mark organizaba algún tipo de fiesta o cena con la que tener la escusa de volver a ver a
Laura Santos. Si ella no iba a Estados Unidos y se quedaba en España, el humor de esa mala bestia se
volvía insoportable. Su necesidad de verla, tocarla y hablarle era cada vez mayor, su deseo por
meterla en su cama era incontrolable y su control cuando la tenía cerca era prácticamente nulo. Un
control que se esfumó cuando, tras casi un año sin que la muchacha viajase a Estados Unidos, Laura
acudió a otra de esas fiestas que John Donovan organizaba.
Con lo que nadie había contado, ni siquiera la propia Charlotte, era que ella accediese de buen
grado a sus pretensiones. Mientras Alfredo Santos bailaba con su bellísima esposa y Mary Elisabeth
Miller languidecía por el calor, los dos amantes se escabulleron para poder entregarse el uno al otro
en el lecho del matrimonio Donovan. ¿Quién podía pensar que algo así podía ocurrir? Una chica de
veinti pocos accediendo voluntariamente a cumplir los deseos de un hombre treinta años mayor que
ella, prepotente y con sobrepeso, incomprensible. Impensable salvo que en tu mente se haya quedado
gravado ese porte majestuoso, el poder que destilaba su presencia, el aroma a habano, su rostro
atractivo y esa penetrante mirada que parecía verla desnuda sin necesidad de desprenderle ni una sola
prenda.
Pero hubo tres cosas más con las que ni Charlotte ni nadie había contado. La primera, que
esas manzanillas que cada noche pedía el gran magnate no eran para él, sino para su mujer y que el
brebaje que habían producido le había resultado mortal debido al cáncer que la pudría por dentro. Fue
su exceso de testosterona lo que le hizo sucumbir a los encantos de Laura Santos.
Lo segundo, que cuando la noticia del embarazo de Laura llegó a oídos del padre de la
muchacha, este en lugar de poner el grito en el cielo se sintió muy dichoso. Sus ojos brillaron con el
símbolo del dólar y aceptó de buen grado la noticia, habida cuenta de que gracias al reciente
fallecimiento de la mujer de John Donovan… Alfredo Santos aceptó de buen grado la petición de
mano que el magnate del petróleo le hizo y que, sin duda alguna, sería bueno para sus negocios.
Y lo tercero y más inverosímil, que una vez hubo nacido el hijo de los recién casados, Mark,
le nombraron a ella, Charlotte Brown Banks, como su institutriz, despertando en ella ese instinto
maternal que sabía no iba nunca a poder tener con un hijo propio. El pequeño Mark Donovan creció
con el amor de un padre y dos madres, a cada cual más atenta y cariñosa.
Antes de que sus curvas comenzasen a insinuarse, unos pocos años antes de que John
Donovan la metiese a la fuerza bajo sus sábanas, Charlotte había tenido un sueño. En el se veía a sí
misma amamantando a un niño blanco, con un paisaje que distaba un mundo de ese Dallas en el que
había nacido. No había sol, estaba lleno de nubes blancas como el algodón que apenas dejaba
entrever el azul cielo y a su alrededor se veían montes verdes llenos de árboles y prados
interminables. Al norte, unas aguas oscuras de un mar embravecido se estrellaban contra acantilados
y bañaban una hermosa playa de arena grisácea. La niña de piel negra le cantaba a ese niño blanco
canciones de sus antepasados cuando trabajaban en los algodonales, mientras se mecía y le daba de
comer. No era su hijo, eso estaba claro, pero de su pecho manaba la leche con la que le daba de
comer. Se sentía bien, bendecida, feliz podría decirse. Lo más extraño era que el niño parecía tener
cinco o seis años y estaba tapado por una gran manta de plumas blancas como la nieve. El crío la
miró, la manta se desplegó haciendo que Charlotte comprendiera que eran dos alas
impresionantemente bellas y se elevó al cielo, volando hacia el horizonte.
John Donovan, quien no había podido tener hijos con su primera mujer, ya que su vientre
resultó ser un campo yermo y, de quien se decía que debía de tener hijos bastardos diseminados por
toda Dallas y parte de Texas, encontró en su hijo Mark su mayor orgullo y su único heredero. El
nacimiento de ese hijo y el amor de esa chiquilla treinta años menor que él, le cambió la vida y el
carácter, convirtiéndose en un hombre atento. Nunca más volvió a necesitar una concubina en su
lecho.
Su cambio fue tan grande, que su manera de tratar al servicio también cambió por completo.
El resentimiento de muchos de ellos no desapareció, pero al menos se vio mermado de tal manera
que el deseo de venganza de muchos de ellos casi se extinguió. Charlotte Brown cambió su odio por
el padre, por el amor al hijo. Un odio que trató de mitigar a sabiendas de que si destruía a John
Donovan, su hijo Mark nunca se lo perdonaría.
Fue Charlotte la primera persona a la que Mark escuchó hablar del vudú, de hechos y poderes
paranormales, de magia y dones psíquicos, del poder de la sugestión y del cerebro humano. Fue ella
quien le dejó ese libro de aquella religión del África Occidental que le hizo tener curiosidad y avidez
de conocimientos de lo que sería su manera de ganarse el pan.
Mark creció, se convirtió en un apuesto joven de cabello negro y ojos dorados, amielados
como los de su madre. Pero su rostro era el rostro del padre, sus manos, su pose y sus gestos eran
heredados de John Donovan. Por fortuna su forma de ser, excepto quizá su altivez y su porte que
destilaba seguridad, eran de Laura Santos y barnizado por la educación de Charlotte. Las cosas no
podían ir mejor, la sociedad de ambas familias había hecho crecer los ingresos y el dinero parecía
estar asegurado, ser la menor de las preocupaciones. Fue por eso que Roberto, el hermano mayor de
Laura, se hizo cargo de la dirección, asegurándose ser en el futuro el presidente de la compañía en
cuanto el viejo John Donovan se jubilase. Era él quien tenía las ganas y los conocimientos, así como
la ambición necesaria para hacerlo. Mark no deseaba un futuro así para él. Su sueño no era ser un
magnate del petróleo como lo era su padre y, siendo del todo sinceros, tampoco lo necesitaba. Con la
parte de las acciones que el viejo Donovan le había regalado, su futuro económico estaba más que
asegurado, así que su padre finalmente accedió a que su hijo cumpliese sus sueños y que estudiase lo
que él quisiera, siempre y cuando tuviese alguna utilidad para la empresa.
Finalmente se licenció en Medicina para poder especializarse en Neurología y Psiquiatría.
Pero sus inquietudes no terminaron allí y siguió estudiando para tratar de desentrañar todos los
entresijos de la mente humana. Fue ese deseo de saber más lo que le llevó a doctorarse en Psicología
y empezar a estudiar parapsicología. Quería descubrir que había de ciencia, que de verdad y que de
mito o leyenda en todos esos brebajes, ritos y poderes paranormales que habitaban en el grimorio de
Charlotte. Su teoría principal era que la mente humana era lo más poderoso de este universo. Que la
mente humana es capaz de las cosas más maravillosas, increíbles y hasta cierto punto paranormales si
se conseguía aprender a enfocar el uso del cerebro debidamente. La mente humana era capaz de
realizar las cosas más maravillosas, eso era indudable, pero también las más atroces si era usada de
manera equivocada.
Un mito común, atribuido a palabras de Albert Einstein o William James, es que el ser
humano usa el 10% del cerebro, algo que fue desmontado por estudios recientes que aseguran que se
utiliza el100% en cualquier actividad. La teoría de Mark, era que lo importante no era si se usaba el
10 o el 100%, si no el cómo se usa y si se puede adiestrar, educar ese uso. Si un bostezo, una risa o
un llanto se pueden contagiar, si se aprende a hacerlo correctamente se podría manipular la mente
para inducir sueño, miedo u obligar a obedecer órdenes a quien no quiere hacer alguna cosa, sin
necesidad de recurrir a fármacos o drogas.
Con el paso del tiempo, sus estudios e investigaciones le llevaron a viajar por todo el mundo.
Pero fue durante unas vacaciones en la tierra de su madre donde descubrió la que habría de
convertirse en su mayor pasión.
Victoria Suárez era una chica que hacía poco que se había licenciado en Gestión y
Administración de Empresas. Ella vivía en Asturias y se encontraba en Sevilla pasando unos días de
descanso. Fue la casualidad la que hizo que sus caminos se cruzasen. Los quince días que pasaron
juntos, bastaron para que se enamorasen, para que él llegase a ofrecerle trabajo en las oficinas de la
petrolífera de su familia. Aquellos quince días que pasaron juntos bastaron para que Victoria, tentada
por la posibilidad de practicar su oxidado inglés y por supuesto, la posibilidad de ver cada día los
ojos y el trasero de ese loco que creía en cosas un tanto raras, aceptase su oferta.
Su noviazgo fue fugaz. A los seis meses ya estaban viviendo juntos y tan solo un año y medio
después celebraron su boda.
Fueron felices durante ocho años en Dallas, pero ella echaba de menos su casa, a su madre,
pero sobretodo al clima y la forma de ser de la gente. Cada día que pasaba bajo el calor tejano
añoraba más el clima suave del norte de España, de Asturias. Así que tras convencer a su marido, tras
casi ocho años después, Mark se marchó con su esposa a España. El había conseguido trabajo en una
universidad y Victoria se haría cargo de la oficina de retribuciones de la delegación española de la
petrolera de John Donovan y Alfredo Santos.
Charlotte se entristeció, pensó que ya nunca volvería a ver a Mark, que se estaba cumpliendo
esa parte de su sueño en que el ángel desplegaba sus alas y salía volando hacia el horizonte. Si no se
hubiese despertado aquella mañana, aquella preadolescente de ébano hubiese visto en ese sueño
como el ángel se la llevaba con él.
Victoria estaba embarazada y Mark Donovan le pidió que viajase con ellos a España para que
fuese la institutriz de ese hijo que su mujer llevaba en el vientre. Para Mark, si ella le brindaba la
mitad del cariño, cuidados y atenciones que le había dedicado a él, Emma Donovan no podría tener
una institutriz mejor que Charlotte. La anciana accedió, adoraba a Mark y por extensión a su mujer
también, ya que ella le hacía feliz a él. Estaba segura que sentiría lo mismo por sus hijos y que los
trataría como si fuesen sus propios nietos, esos nietos que nunca podría tener.
Cuando nació la niña, hizo sus maletas y voló a España, encontrándose con ese paisaje en el
que no había sol, estaba lleno de nubes blancas como el algodón, de montes verdes y prados
interminables. Era ese paisaje con el que había soñado tantos años atrás, cuando no era más que una
niña.
-Bienvenida, Charlotte.
-Gracias, señor.
-¿Señor? ¿Pero desde cuándo me llamas señor? –Abrazó a la vieja mujer. –Soy yo, Mark,
llámame como siempre has hecho, por mi nombre.
-Pero es que… -Se apartó de él. –Es que ahora es usted el señor.
-Pero sigo siendo el mismo. Llámame Mark, por favor.
Capítulo 6

Mauricio terminaba de darle lustre al reloj al que por enésima vez había tenido que repararle
algo en el mecanismo. Una a una le había ido cambiando cada pieza y en aquella ocasión le había
llegado el turno al áncora y al muelle real.
Nunca había entendido a aquellos que se empeñaban en gastarse cientos de euros en arreglar
una y otra vez un reloj, cuando por una tercera parte de ese dinero podrían comprarse uno nuevo y
mejor.
En su caso, en el que estaba trabajando en ese momento era una reliquia familiar. Mauricio lo
había heredado de su padre y este del suyo y… Se trataba de un reloj de faltriquera de mediados del
siglo XVIII que un antepasado suyo había fabricado basándose en los que, por aquel entonces, estaba
de moda que luciesen las grandes fortunas y que habían hecho traer desde Londres.
Juan Sebastián fue el primer relojero de la familia Lombardero. Comenzó por consejo de su
padre a trabajar como ayudante en la relojería de un anciano viudo sin más familia que media docena
de gatos, un par de perros, ingentes cantidades de tabaco y vino y un cargamento industrial de todo
tipo de medicamentos para todas las enfermedades conocidas y por descubrir.
Mauricio adoraba ese reloj. Había pasado de padres a hijos durante siete generaciones hasta
llegar a él. Era una obra maestra con esfera de porcelana, caja ornada con filigranas doradas y
leontina de oro y níquel. El resto había tenido que ser cambiado o reparado a lo largo del tiempo,
incluido el cristal, el cual se quebró el mismo día en que su padre se lo regaló. Era costumbre que el
padre se lo entregase al hijo el mismo día en que el progenitor se jubilaba y era el descendiente quien
se ponía al frente de la relojería, reconvertida hacía un siglo en taller de joyería.
Mauricio no entendía que nadie arreglase un mismo reloj infinidad de veces pero… Pero en su
caso era una exquisita obra de arte de su familia con casi trescientos años de antigüedad y al que a él,
por su oficio, le saldría prácticamente gratis.
Pasó un paño con alcohol por el cristal y el timbre de la puerta sonó. Mauricio levantó la
cabeza para mirar a través del cristal blindado de la puerta al hombre que acababa de llamar. Por
seguridad, antes de abrir hacia un rápido repaso a todos los que apretaban el botón del timbre. Era un
atractivo caballero de unos cincuenta años muy bien llevados, atlético y con una mirada profunda que
cautivó al instante al relojero.
Apretó el botón escondido bajo el mostrador, justo al lado del botón del pánico y la puerta se
abrió.
-Qué viento más molesto, ¿verdad? –Dijo nada más entrar. –Buenos días.
-Buenos días. –Contestó Mauricio. -¿Qué desea?
-Quería comprar una alianza de compromiso.
-¿Tiene alguna idea de lo que anda buscando?
-Ni idea, la verdad.
-¿Qué tipo de joyas usa ella?
-No usa ningún tipo de joya aunque siempre me habla de que le gusta el oro blanco y que si
no lleva anillos es porque en sus manos los ve raquíticos.
-Bueno, creo que con eso ya podemos empezar a trabajar. –De debajo del mostrador sacó un
muestrario. –Normalmente los anillos de pedida suelen ser aros simples con una gran piedra en
medio. –Le señaló una hilera de ellos que al pobre hombre le parecieron todos iguales. –Por lo que
me dice quizá a ella le gusten más de este tipo. –Sacó uno y se lo entregó. -Se trataba de un cinquillo
de oro blanco con cinco diamantes de talla brillante de medio quilate cada uno. Por la parte de dentro
el cuerpo de la alianza tiene el grosos suficiente para grabarle una fecha o el nombre de dos personas.
-Es bonito.
-Y muy caro, así que otro de los temas a tratar sería el presupuesto con el que usted cuenta.
-Por el dinero no se preocupe.
-Lamentablemente el dinero si es una de las preocupaciones. Muchos de mis clientes se
encaprichan en algunas joyas que están fuera de su alcance. La que tiene en su mano ronda los dos
mil euros y, por ejemplo, estos de aquí van desde los dos mil quinientos a los cinco mil euros. –Sacó
otro muestrario y lo desplegó. –Pero si lo prefiere tengo los mismos modelos pero de oro blanco con
circonitas, los cuales son mucho más económicos.
-Ya le he dicho que el dinero no es problema.
-En ese caso si le gusta algún modelo en concreto le puedo enseñar la misma pieza pero con
diamantes rosas, azules, blancos...
Mientras tanto, Claudia ayudaba a su abuela a entrar en el coche y salieron del hospital sin
saber que decirse la una a la otra. En la mente de la capitana dos ideas se enfrentaban. O Mercedes
era una gran actriz o de verdad hablar de lo de su hija María aún le seguía afectando más de lo que
ambas creían. Fuese como fuese, el hecho fue que, tras pedirle explicaciones por ese recuerdo que le
de ella con cinco o seis años sobre el regazo de su madre, acabaron en urgencias. La anciana había
sufrido por la discusión una angina de pecho y tuvo que quedarse ingresada casi una semana.
Su tía Nélida, la segunda de las cuatro hijas de Mercedes, las esperaba con su marido frente a
la puerta de la casa.
-No hace falta que se marche con vosotros.
-Lo sé, pero hasta que tú no estés del todo bien, me quedo más tranquila si mamá está en mi
casa.
-¡Tía, yo estoy bien!
Mercedes salió del coche de su nieta y tras darle un beso se sentó en el asiento de atrás del de
su hija.
-No, cariño, no lo estás. –Le acarició el rostro con ternura. –Entiendo perfectamente que este
no es el mejor momento de tu vida. Y tú sabes de sobra que así es, no trates de engañarme. Tan solo
compréndeme tú a mí. -Se subió a su coche, su marido lo arrancó y Nélida sacó la cabeza por la
ventanilla. -¿Vendrás esta noche a cenar con nosotros?
-No, tía, no quiero amargaros con mis problemas.
-No sé donde estará tu madre pero, créeme, será mejor si piensas que ella está muerta.
-Mi verdadera madre va ahí sentada, en tu coche. Y vosotros me la estáis arrebatando.
-Adiós, Claudia, ven a cenar con nosotros cuando quieras.
Dando marcha atrás salieron a la carretera y se alejaron dejándola sola. Estaba hundida, en
verdad sabía que le hacían un favor. Lo mejor era estar sola y pensar en sus cosas, salir a flote por si
misma. Nunca fue muy de pedir ayuda o de necesitar de nadie para superar cualquier obstáculo.
Bueno, de nadie menos de su mejor amigo. Si alguien podía ayudarla de verdad era él así que sacó su
teléfono y le llamó para quedar a tomar algo. Un algo que como siempre, lo más probable era que se
alargara toda la noche.
En la joyería de Mauricio, tras media hora mirando infinidad de joyas, el hombre finalmente
se decidió por uno, lo mando grabar y salió con el tras pasar su tarjeta de crédito. Mauricio terminó
después de limpiar el reloj y, tras poner un cartel en la puerta en el que ponía “Vuelvo en 10
minutos”, salió a la calle. Miró el reloj que relucía, aún le quedaban cinco minutos para su cita, lo
guardó en el bolsillo de su chaleco y encendió un cigarrillo después de posarlo en sus labios.
Se puso en camino hacia el bar de Luciano y se paró un segundo a mirar su reflejo en el cristal
de un portal cercano. Se atusó el bigote y se colocó sus gafas de pasta negra y cristales oscuros.
Estaba impecable con su pantalón recto de cachemira, chaleco a juego, camisa aguamarina y corbata
de seda ámbar.
Llegó a la cafetería y antes de entrar echó un rápido vistazo. En el local estaban los
parroquianos de siempre, un par de jubilados que se deleitaban con cada una de las curvas de la mujer
y la hija de Luciano, un aspirante a literato de eterna obra inacabada y Claudia, una amiga con la que
siempre quedaba para charlar cuando ella conseguía hacer una escapada. Él era algo mayor que ella y
su extraña amistad surgió al fijarse ambos en el trasero de un camarero que servía su mesa en una
boda en la que coincidieron. Se habían visto alguna vez por la calle antes de aquello pero nunca
habían cruzado ni una sola palabra pese a que eran, sin saberlo ellos, primos lejanos o primos a la
decimocuarta como solía decir ella.
-¿Puedo sentarme contigo?
-Claro que si, Dandi. –Dio un trago a su copa. -¿Puedo invitarte a algo, guapo?
-Déjame que sea yo quien te invite. –Le hizo una señal a Raquel y le entregó el vaso vacío de
Claudia y un billete de 20 euros. –Pon dos de lo mismo, por favor.
-¿Sabes que tu y yo deberíamos casarnos?
-No creo que yo pudiese hacerte feliz, Copito.
-Sería perfecto para los dos. Tú podrías seguir ocultándote, tu secreto estaría a salvo conmigo
y si algún día te animases a entrar en mi cama, podría darte un hijo.
Ella era la única persona a la que le había confesado su secreto, con excepción de esos
esporádicos amantes que había tenido y que debían de guardar el secreto de manera tan celosa como
él. Se conocían desde hacía años y siempre habían sido el uno el confesor del otro.
-¿Y tú en que saldrías ganando con ese plan?
-Un marido guapo, con estilo y que me ha dado más cariño y compresión en cinco minutos
que todos los demás hombres que han pasado por mi vida.
-Todos menos ese tal Agustín, ¿no?
-De él preferiría no hablar.
-¿Os ha pasado algo? Siempre te he escuchado decir maravillas sobre él. ¡Estaba deseando
que me lo presentaras para ver si lograba robártelo!
-Todo para ti.
La camarera les trajo las consumiciones y se alejo sin decir nada.
-Bueno, pues si ese príncipe azul también te ha salido rana, seguro que acabarás encontrando
a un hombre que te merezca.
-El único hombre que merece la pena es homosexual.
-Gracias, ya lo sabía. –Se puso en pie y dio una calada.
-No te des tantas ínfulas, no me refería a ti, tonto. –Claudia señaló al televisor donde George
Michael cantaba su “Careless Whisper”. –Es guapo, rico, famoso y canta como los ángeles.
-Y está muerto.
-Todos los hombres buenos están muertos, sobre todo el mejor de ellos.
-Bueno, preciosa, yo he de volver al trabajo. ¿Quedamos esta noche?
-Mejor hoy no, primo. –Claudia había acudido a esa cita con él con la intención de salir a
emborracharse con Mauricio pero ni siquiera tras hablar un rato con su amigo logró que le entrasen
ganas de perder la cabeza por una noche. –Te acabaría estropeando la diversión.
-¿Estás bien?
-No, no lo estoy. Pero vete, otro día quedamos y te lo cuento todo.
-Está bien. –Tras ponerse en pie se agachó para darle un casto beso en los labios. –Ya sabes
que me tienes para lo que necesites.
-Sí, lo sé.
Era hora de volver al trabajo, salió del bar y se dirigió a la joyería.
De un trago Claudia vació su copa y pidió otra. Tenía ganas de emborracharse, de obligar a su
cerebro a olvidarse de todo aquello de lo que no quería recordar. Quería viajar a un mundo donde
durante unas horas la muerte de su padre nunca hubiese ocurrido, la detención de Emilio Fuentes se
hubiese realizado sin novedad alguna, donde su abuela Mercedes no hubiese acabado hospitalizada
una semana entera y donde pudiese cuidar de unos hijos en común con el Comandante Aguado.
¿Cuántas copas más necesitaba para lograr eso?
Como si ese hombre supiese que se había permitido el lujo de pensar en él, Agustín la llamó
al teléfono. ¿Cuántos días le había dado como tregua? ¿Dos? ¿Quizá tres? ¡Daba igual, de nuevo a la
carga y su nombre otra vez en la pantalla del teléfono móvil de ella!
-¿Qué tal está Merche?
-Ni un hola, ni un ¿qué tal estás?...
-¡Está bien! –Suspiró él. –Hola, ¿qué tal estás? ¿Qué tal está Merche?
-Eso está mejor. –Su tercera copa la había puesto juguetona. –Hola, yo estoy mejor y mamá
supongo que estará bien. Mi tía Nélida se la ha llevado a su casa.
-¿Te has quedado sola en casa?
-Ni siquiera he pasado por casa. He quedado con otro hombre que se ha marchado y ya llevo
tres copazos.
-Aún quedan hombres con mal gusto.
-También quedan hombres sin tacto alguno.
-¡No empieces!
-No, no te preocupes. Ya te dejo en paz, no te voy a agobiar con mis problemas.
-¡Déjate de tonterías, sal de ese mugriento bar y hablemos cara a cara! No me gusta discutir
por teléfono.
-¿Estás aquí? –Claudia levantó la vista del vaso, miró hacia la ventana y le vio allí de pie,
serio, tan atractivo como lo recordaba y mirándola como si no hubiese visto nada más bello en toda
su vida. -¡Si, estás aquí!
Copito sintió nacer en ella esa felicidad que se negaba a sí misma, su entrepierna reaccionó
humedeciéndose en cuanto sintió el aliento de Agustín en su cuello y se deshizo en mil llantos.
-¡Te he echado muchísimo de menos!
-¡Y yo a ti! –Se apartó de él. -¿Cómo me has encontrado?
-Te conozco demasiado bien.
-No, algunas veces creo que no me conoces ni siquiera un poquito.
-Veo que la tregua se ha acabado. –Agachó la cabeza y tiró de ella hacia un parque donde
poder hablar sin que nadie les pueda escuchar o interrumpir. –Déjame que sea yo el que empiece la
bronca, me hace mucha ilusión.
-Eres un imbécil.
-Aún no me has contado cómo estás
-¿Y cómo quieres que esté después de todo lo que ha pasado?
-Pues la verdad, esperaba que estuvieses un poco mejor.
-Eso es fácil de decir.
-Y es muy sencillo, tan solo tienes que dejar de culparte de todo. Tu padre no…
-Cállate. –Le ordenó suavemente.
-Y Alonso tampoco…
-Te he dicho que te calles. –Su mirada comenzaba a arder y trataba de calmarse para no
montar un espectáculo en plena calle. -¡Todo lo que toco se muere! Lo nuestro, ahora mi abuela…
-Lo que yo siento por ti nunca podrá morir y espero que al revés ocurra lo mismo. Y con
respecto a tu abuela, Merche sigue viva, ¿no?
-Te quiero, Agus. –Se apartó un poco de él y rebuscó en su bolso en busca del tabaco. –Pero
no puedo estar con un hombre que no me comprende.
-¿Qué no te comprendo? Creo que eres tu quien no se comprende a sí misma. No eres capaz
de ver tus propias limitaciones. Ningún ser humano puede evitarlo todo y tú tampoco.
-Mira, nene, cambia ya de discurso. Eso ya está muy visto. Tu recurso es muy manido.
-¡No eres Dios! ¿Puedes entender eso? –Fue tras ella y la cogió del brazo para ponerla frente a
él y obligarla a mirarle. –Solamente Dios puede estar en todas partes. Solo Él podría haber evitado
que ocurriese lo que ocurrió.
-¿Y por qué no lo hizo?
-Mira, guapa, yo no soy cura, no tengo respuesta para eso.
-Tengo un coeficiente intelectual de 147. Debería ser lo suficientemente lista como para haber
previsto todas las opciones. ¿Cómo no pude ver lo que le pasaba a mi padre? ¿Por qué no analicé
todas las posibilidades para poder hacer algo que evitase que ocurriese lo que ocurrió?
-No puedes salvar a todo el mundo, Claudia. La vida es así y estás cosas le pasan a todos, da
igual si son ricos o pobres, listos, muy listos o muy estúpidos…
-Yo era la jefa del operativo. La responsabilidad era mía.
-Sí, era tu responsabilidad pero eso no te convierte en la culpable. Por muy alto que sea tu
coeficiente intelectual nunca podrías haberte imaginado que algo así podría ocurrir.
-Siempre se puede hacer algo para evitar…
-¡Claudia, no te culpes de todo! Ni eres médico para poder saber lo que le iba a ocurrir Mateo,
ni tienes el don de la ubicuidad. Eran tus guardias quienes tendrían que haber verificado aquella
habitación.
-¡No fue culpa de ellos! –No pudo evitar alzar la voz demasiado y un par de personas se
giraron para mirarla. -No se te ocurra culparles a ellos.
-Lamento decirte que si fue culpa de ellos.
-¿Sabes que Gerardo se suicidó por afirmaciones como esas? No soportó el peso de la culpa y
acabó tirándose por la ventana de un cuarto piso.
-¿Y tú sabes que eso tampoco es culpa tuya? ¿Qué nada de lo ocurrido es culpa tuya? –
Claudia estaba fuera de sí. El poco autocontrol que le quedaba se estaba agotando. -¿Lo sabes? –
Agustín la abrazó para tratar de calmarla, pese a lo que ella pensase, aquel hombre la conocía muy
bien. –Y ahora, trata de tranquilizarte.
-Hablar contigo es como hablar con una pared. –Sus músculos se relajaron y se sumergió en
esa cálida sensación de perderse en sus fuertes brazos. –Eres un cabezón, no se por qué te quiero
tanto.
A la hora de la cena Mauricio se presentó en casa de sus padres. Tras un pantagruélico surtido
servido por su madre se sentó al lado de su anciano padre en el sofá del salón.
-Yo me voy a dormir, señores.
-Gracias por todo. Hasta mañana.
Lucía era una estudiante de enfermería de veintidós años venida desde Albacete que se
pagaba los estudios cuidando del anciano señor Lombardero. Su manutención, la cama en la que
dormir y la mesa en la que estudiar se la proporcionaba la madre de Mauricio, la señora Etelvina
Valdés.
Desde hacía un par de años la mente del patriarca había ido perdiendo su lucidez hasta
anclarle a una silla de ruedas frente a un televisor que miraba sin ver. Su enfermedad le había ido
borrando uno a uno todos sus recuerdos, hasta el punto de hacerle confundir de vez en cuando a su
propio hijo con su difunto padre, un compañero de la mili o asustarse al descubrir en él a un
desconocido con malas intenciones en su casa. Necesitaba ayuda para todo. Había que bañarle,
vestirle y una o dos veces al día cambiarle el pañal. Era un bebé de cien kilos y de sesenta años. Pero
de vez en cuando, muy de vez en cuando, tenía momentos de lucidez en los que se valía casi por si
mismo, sabía quién era cada uno de ellos y recordaba hechos ocurridos hacía varias décadas como si
no hubiesen pasado ni cinco minutos.
-¿Padre? –Le llamó.
Mauricio miró a su padre y sabía que ese momento era uno de esos en los que se encontraba
perdido en su propio mundo.
-¿Padre, me oye? –Le cogió la mano y se la acarició con su dedo pulgar. -¿Me oye? ¡Soy
Mauricio, su hijo!
Julio Lombardero parpadeó lentamente como respuesta.
-Soy yo, su hijo. –Su padre le miró y abrió la boca como si quisiese decir algo. -¡Si, dígame!
-Cigarro. –Su voz sonaba rota, como si llevase semanas sin usar las cuerdas vocales. –Un
cigarro, por favor.
A su madre no le gustaba que le diese tabaco, rara vez le daba más de una o dos caladas y
solía terminar quemándole la tapicería del sofá o la alfombra. Pero él, consciente como era de que a
su padre le quedaban muy pocos telediarios, no pensaba negarle nada de lo que desease. Por su parte,
si Julio quería un cigarro, una copa de vino o hacer el pino puente, no iba a ser él quien se lo
impidiese.
Tras encenderle un pitillo se lo tendió y vio como su padre disfrutaba del humo un par de
veces antes de quedarse completamente inmóvil.
-¿Por qué no me cuenta la historia de cómo se salvó de la quiebra la joyería?
Mauricio solía pedirle de vez en cuando que le contase historias pasadas, así obligaba al
enfermo cerebro de su padre a hacer un poco de ejercicio, a ayudarle a recordar y a evitar así que toda
su esencia se fuese diluyendo. Su padre siempre volvía a ser el padre de antaño cuando evocaba
aquellos años pasados de cuando era un chaval joven con toda una vida por delante.
Fue en 1940, Hitler consideró innecesario que se viese involucrada en la segunda guerra
mundial, tal y como Franco había pretendido, ese país que acababa de ver extinguirse los humos de
los bombardeos y los incendios de la más estúpida y fratricida contienda bélica en España. Aquellos
años eran el abono de esa tierra en la que florecían las grandes fortunas de aquellos que eran afines al
régimen.
Pedro de Leal y Agramunt era un señorito catalán de alta alcurnia. El empecinamiento de su
padre y el deseo de uno de los Generales de Franco, no tuvo más remedio que casarse con Doña
Virtudes Varela. Fue en una fastuosa ceremonia oficiada por el mismísimo Cardenal primado Isidro
Gomá, en la que “el tío Paco” tuvo el honor de llevar a la novia al altar. Tras una luna de miel en la
Berlín del Führer, tuvo el honor de convertirse en uno de los tres médicos personales del
Generalísimo. A partir de ese día era algo cotidiano verle por el Ministerio de la guerra en compañía
de Franco. Fue allí donde conoció a la que sería el verdadero amor de su vida, Margarita Nicuesa.
Como todo matrimonio de conveniencia, el día a día en familia era de una felicidad de
atrezzo. Pedro no amaba a su mujer quien para colmo de males tenía el vientre estéril a causa de una
endometriosis crónica que les privaría de lo único que de verdad podría unirles de por vida más allá
de la bendición “hasta que la muerte os separe”, auspiciada por su padrino de bodas. El joven doctor
no era feliz con la vida que tenía, no fue raro que acabase enamorándose de la joven secretaria
personal de Franco.
Margarita Nicuesa era la hija de un Conde que lo había perdido todo tras enviudar y dilapidar
su fortuna en estúpidas apuestas de juego y mujeres de compañía. Aquellas damas venidas de la
Republica Dominicana y Cuba no lograron hacerle olvidar a Carmen Gonder con sus movimientos de
cadera. Nada más cumplir la mayoría de edad, Margarita se fue a vivir a Madrid y no tardó en
conseguir trabajo en el Ministerio de la guerra. Empezó a trabajar allí gracias a la ayuda del General
Yagüe, quién sintió lástima por ella debido a la vieja amistad que un día le unió a su padre.
Las malas lenguas de la época decían que logró el puesto como secretaria personal del
Generalísimo gracias a su buen hacer en las artes amatorias, algo que si bien era incierto, nunca se
molestó en desmentir. ¡Total, nunca iban a creerla! Pero esos chismes no estaban desprovistos del
todo de cierta verdad. Nunca había sido la amante de Franco, si bien si lo fue de otro hombre casado,
muy cercano a él y del que nunca debía haberse quedado prendada.
En los innumerables viajes por todo el territorio nacional, el Generalísimo siempre llevaba
tras él un séquito de lameculos, generalatos y una pareja que lograba pasar inadvertida, su secretaria
y su médico personales. Pasaron tanto tiempo juntos, que al final ocurrió lo inevitable.
Él le decía todos los días que algún día sería legal el divorcio en España. Pedro nunca pudo
imaginarse que aún tendrían que pasar más de cuarenta años para que eso fuese cierto. También
quería tener fe en que la endometriosis de su esposa acabaría llevándosela más pronto que tarde y no
tendrían ya que ocultar su amor.
Uno de esos viajes les llevó a Asturias. Margarita le enseñó los lugares donde creció, el que
había sido su colegio y los terrenos que habían pertenecido al Conde de Nicuesa antes de perderlo
todo.
Allí, Don Pedro de Leal y Agramunt entró en la modesta joyería Lombardero y se gastó una
pequeña fortuna en un anillo. Pero el doctor no lo dudó ni un instante cuando el padre de Julio le dijo
el precio de tan titánico trabajo y le encargó que le hiciese ese anillo para su amada. Le dijo que
quería entregárselo en una íntima petición de mano destinada a una boda que nunca habría de llegar.
El médico le entregó varias joyas viejas de oro, un fajo abultado de billetes de 100 pesetas y un
diseño de la joya que él mismo había sustraído la noche anterior del diario de Margarita.
-Nunca se supo que había encargado hacer y comprado esta joya. Era un secreto que debía de
ser guardado por su bien, el de ella y el de nuestra familia. Pero aún así después de esto mi padre
comenzó a tener a gente importante como clientes, a trabajar para las firmas más prestigiosas del país
y a tener una riqueza que no podríamos gastar ni en diez vidas.
Tras estas palabras su padre volvió a enmudecer. Entre él y su madre acostaron al anciano, le
besó en la frente y salió de la habitación. Abrazó a su madre y se marchó.
Mauricio sacó su reloj, abrió la tapa y comprobó que eran ya las once de la noche. Caminó
calle abajo hasta la ría y entró en un Pub que acababa de abrir para una noche de viernes de música y
alcohol. En la barra le pidió un Gin Tonic al camarero y tarareó el Sweet Dreams de la banda
británica Eurythmics. Al otro lado había un par de hombres de negocios trajeados que estaban
tomándose una copa antes de irse a casa. Uno de ellos siguió con la mirada a una camarera que tenía
más carne a la vista que tapada por sus escuetas ropas. El otro parecía estar comiéndose a su
compañero con los ojos, al menos hasta que sorprendió a Mauricio mirándole con descaro.
Nada más abrirles la puerta, Nélida les sonrió al ver a Agustín cogido de la mano de su
sobrina. Si alguien podía ayudarla a salir de ese bache era ese hombre.
Al principio nadie vio con buenos ojos aquella relación. Él les pareció demasiado mayor para
ella, demasiado hippie con todos esos tatuajes y su pendiente de madera, pese a ser Comandante de la
Guardia Civil y, para rematarlo, demasiado parecido a Mateo. ¿Qué por qué parecerse demasiado a
su padre les pareció un problema? ¡No, no era porque pareciese un clon el uno del otro! Si es cierto
que físicamente se daban un aire excepto por la barba de dos días del Comandante y su pendiente
pero donde eran exactamente iguales era en la obsesión que ambos tenían por su trabajo, lo que
normalmente les hacía dejar en su segundo plano los temas familiares. Además ambos pecaban de
sobreproteger a Claudia. Afortunadamente el tiempo les abrió los ojos. Donde habían visto
demasiado amor por el servicio descubrieron que era por la falta de una mujer en su casa a la que
amar y poner por delante de la Benemérita. Algo que ninguna mujer había logrado hacer con Agustín
hasta que Copito se cruzó en su camino. Lo más probable fuese porque ella era igual de apasionada
que él con sus temas laborales. Se complementaban a la perfección. Y en cuanto a lo que les pareció
que era sobreprotección, resultó ser dependencia, necesidad de verla, tocarla y sentirla para poder
afirmar que ella era real, que no era ni un ángel ni un sueño del que algún día tenía que despertar.
Finalmente no solo vieron aquella relación con buenos ojos, sino que descubrieron que era justo lo
que Claudia necesitaba en su vida.
Su tía les acompañó a la cocina donde su marido leía el periódico y Mercedes pelaba unas
patatas con un culebrón de fondo en el televisor.
-Hola, Merche. –Agustín la abrazó con dulzura y luego le estrechó la mano al marido de
Nélida, a quien todos llamaban “Pajarón”, si bien el Comandante aún no sabía el porque. –Hoy
vamos a cenar todos fuera. Os invito en el restaurante que queráis.
-¿Celebramos algo? –Preguntó la capitana.
-Si, tenemos que celebrar que estamos todos juntos y con salud. –Se acercó a Mercedes y, tras
pedirle que se sentase en una silla, se agachó a su lado y le cogió de las manos. –Merche, quería
pedirte un favor.
-Lo que tu quieras, cariño.
-Quería pedirte que me hicieses el favor de concederme la mano de Claudia.
Mercedes comenzó a llorar emocionada y abrazó al Comandante Aguado bajo la mirada
emocionada de Nélida y el gesto de sorpresa de Copito.
–Por supuesto.
-Y tú, Claudia Ortega, ¿me harías el honor de casarte conmigo? –Se giró hacia ella y le
ofreció una pequeña cajita forrada de terciopelo en el que había un precioso cinquillo de oro blanco
con sus cinco diamantes rosas. –Por favor, dime que si o no me recuperaré nunca de la vergüenza. –
La abuela y el resto sonrieron con el comentario. -¿Y qué, te casas conmigo?
-¡Te odio! ¿Lo sabes? –Cuando el habla le volvió fue incapaz de dejar de sonreír y se dejó
caer de rodillas ante él. -¡Si, claro que me casaré contigo!
Capítulo 7

El sonido de su móvil le despertó como si fuese el tañido de dos enormes campanas


catedralicias alojadas en su abotargado cerebro.
-¿Sigues queriendo que te presente a Agustín?
-Sí, claro.
-Pues entonces quedamos en el restaurante de siempre para comer. ¿A la una y media te viene
bien?
-Perfecto. –Contestó. -Te noto más alegre que ayer.
Tras colgar por fin abrió los ojos y la tímida luz que se colaba por entre las rendijas de la
persiana le cegó y le hizo ver destellos y chispas flotando ante él durante un par de minutos. Parpadeó
con fuerza y se incorporó en aquella cama que conocía demasiado bien. El hostal estaba en silencio,
debía de haber amanecido hacía muy poco y el desconocido que tenía a su lado aún dormía con un
brazo apoyado sobre el vientre de Mauricio.
Se incorporó con cuidado, cogió unos calzoncillos y los desechó al comprobar que no eran los
suyos. Rebuscó en la penumbra hasta que recuperó toda su ropa, tiró dos preservativos usados en una
papelera bajo un escritorio y se vistió tratando de hacer el menor ruido posible. Se miró en el espejo
del lujoso aseo y se arregló el pelo, viendo que las raíces de su flequillo dorado eran de su tono
moreno original, plagado de cabellos nacarados por la edad. Desde allí se movió para poder ver de
nuevo el rostro del adonis que aún dormía e hizo memoria para tratar de recordar cual era su nombre.
Se fijó en el suelo, junto a los pantalones de ese hombre había una cartera. La curiosidad le
pudo, apagó la luz del baño y volvió a la habitación para recogerla y buscar algún documento con el
que tratar de refrescar su memoria y ponerle nombre a ese efebo que aún yacía dormido y desnudo
bajo las sabanas.
Dejó caer la cartera y abandonó aquel hostal. El guapo y maldito desconocido tenía mujer y
dos hijos, según pudo adivinar por las dos fotos que encontró nada más abrir su cartera de piel
marrón. En una de ellas aparecía posando con su traje de novio junto a una mujer de cabello
azabache, ojos color café, vestido de novia de encaje y sonrisa resplandeciente. En la otra también
posaba con ella y con un par de críos que debían de tener unos ocho y nueve años respectivamente.
En ambas fotos encontró un mismo gesto en su rostro. Sus labios se curvaban en una sonrisa si bien
sus ojos se mantenían tristes y taciturnos por el secreto que escondían. ¡Ese atractivo caballero no era
más que otro maldito embustero sin agallas!
De camino a casa se detuvo en el bar de Luciano a desayunar. La hija del dueño tenía cara de
haber pasado la noche en vela. Tras cuatro tazas y dos vasos estrellados contra el suelo, su madre le
hizo el relevo y la mandó a dormir la mona antes de que su padre se diese cuenta de su estado. La
niña movió la cabeza, cogió su bolso y tras dejarle su café desapareció por la puerta. Los dos
madrugadores clientes que estaban apoyados en la barra la observaron salir con su atuendo a lo
Rihanna. Se marchó dejándoles anhelar tocar su cabello teñido de rubio, de saborear ese aroma que
destilaba, mezcla de perfume barato, sudor, tabaco y alcohol. Pero todos sus pesares duraron poco
tiempo. En cuanto doña Sinforosa, madre de la criatura, les pegó dos gritos y meneó su generoso
escote ante ellos, el recuerdo de la fámula de veintipocos se esfumó.
Sintió vergüenza ajena por su manera de comportarse ante las curvas femeninas pero,
enseguida tuvo que fustigarse a sí mismo. Ante la puerta de aquel bar acababa de pasar en su
carísimo coche ese niño de carnes prietas con el que había pasado la noche y no pudo evitar babear
por él mientras le seguía con la mirada hasta que desapareció.
-¡Está casado y con dos hijos! Es un maldito cerdo. –Dijo a voz en cuello. –No es para ti.
Salió a la terraza, se encendió un cigarro y se quedó mirando el humo mientras pensaba otra
vez que fumaba demasiado y haciéndose el firme propósito de cada día de que ese paquete de tabaco
iba a ser el último. Se tomó el café de un trago, dejó dinero sobre la mesa y se levantó para
marcharse.
-Hasta luego, señores.
Se marchó a su casa a vestirse para poder estar a la hora convenida en el restaurante.
Para Claudia y su recién estrenado prometido la noche también fue muy larga y en sus felices
rostros se les notaba el cansancio acumulado. La sobremesa de la cena se alargó demasiado y más se
hubiese alargado de no ser porque la fatiga hizo mella en Mercedes. Tras dejar a su abuela y a sus
tíos en su casa, Agustín y la Capitán se dedicaron a entregarse el uno al otro en una noche de pasión
bajo las sabanas.
A la una de la tarde se subieron al Audi del Comandante Aguado y se pusieron en camino
para reunirse con Mauricio.
-¿Y de verdad me dices que es gay?
-¿No lo notaste cuando compraste la alianza? –Claudia sacó el paquete de tabaco. –Es muy
celoso en lo que se refiere a guardar su secreto. En los años que corren esa actitud me parece una
tontería.
-Te he dicho que no fumes dentro de mi coche. –Le recriminó acariciándole los muslos y ella
accedió guardando los cigarrillos. -¡Hay una pregunta que nunca te he hecho! ¿Por qué llamáis
“Pajarón” al marido de Nélida?
-¿Nunca te lo hemos contado? –Claudia miraba el paisaje con un gesto de melancolía en sus
ojos. –Fue mi padre quien le puso ese apodo.
El A5 de Agustín circulaba monte arriba entre casas de veraneo, algunas fincas con establos y
huertas de acelgas, tomates y patatas. Para él, nacido en tierras amarillas de inmensas llanuras de
suelos secos de cereales y encinas, el paisaje verde de las montañas y las praderas asturianas le
parecía sobresalientemente bello. Podría acostumbrarse a vivir en un sitio así, la única pega, si es que
se le podía poner alguna, era el clima húmedo y lluvioso. Un clima que esos dos días que llevaba allí
les había respetado y había pintado de azul claro un cielo que normalmente era gris y nuboso.
-¿Y piensas contármelo? –Se puso las gafas de sol para proteger sus ojos del fuerte brillo de
ese instante. -¿Eh?
-Al igual que mi padre y mi primo, el “Pajarón” también se llama Mateo. Imagínate el lío que
era llamar a alguno de ellos por su nombre cuando se juntaban en el mismo sitio los tres. Mi padre
era propenso a inventarse motes para todo el mundo.
-A mí nunca me puso uno.
-Que nunca se dirigiese a ti por tu apodo no quiere decir que no tuviese uno para ti también.
Mi padre era muy militar y a fin de cuentas tú eres Comandante y el tan solo un guardia raso.
-La verdad es que le costaba mucho llamarme por mi nombre. –El restaurante se veía por fin
unos trescientos metros más adelante pero, pese a la distancia, el aroma a costillas se notaba ya. -¿Y
cómo me llamaba a mi?
-Tú eras el “Pirata” por…
-Déjame adivinar, por el pendiente, ¿no?
-Y porque habías aparecido para robarle su mayor tesoro, yo.
-¿Y “Pajarón” a santo de qué?
-Por el segundo apellido del tío Mateo, Parajón. Y para colmo mi padre siempre dijo de él que
era un poco pajarraco así que… Pajarraco, Parajón, Parajón, pajarraco… Pues ya sabes, “Pajarón”.
-Ya hemos llegado. –Anunció Agustín y buscó un hueco libre donde aparcar.
Mauricio les esperaba sentado en uno de los taburetes que había en la barra removiendo su
Martini. Miraba el televisor donde daban la noticia sobre la última victoria de Rafa Nadal, con la que
consiguió ser el primer tenista de la historia que gana diez veces el mismo Grand Slam.
-Se está comiendo con los ojos a Nadal. –Le susurró al oído.
-¡No seas homófobo! -Le regañó ella. -Hola, dandi.
-¡Claudia, mi amor! –Metió en la boca una de las aceitunas bañadas en su vermut y miró
sorprendido al atractivo hombre que acompañaba a su amiga. –Y él debe de ser Agustín, ¿verdad?
-Comandante Aguado si no es mucha molestia, por favor. -Respondió este con gesto serio y
ofreciéndole la mano como saludo.
-¡Sí, claro! Lo siento, Comandante. –La sonrisa del relojero se esfumó de su rostro.
-Es broma, Mauricio. –Claudia y Agustín rompieron a reír. –Claro que puedes llamarme
Agustín.
Mauricio se relajó, se puso a reír también y el mecanismo de su cerebro se puso a funcionar.
Antes de decir nada echó un rápido vistazo a la mano izquierda de Copito y adivinó enseguida a que
se debía esa comida.
-Bueno, supongo que he de daros entonces la enhorabuena. ¿Ya tenéis fecha? –Cogió la mano
de su amiga. –Prima, he de decirte que tu prometido tiene muy buen gusto para las alianzas.
-El mérito no es mío. Sin tu asesoramiento me hubiese perdido ante tanto anillo.
-¿No le reconociste? –Preguntó ella.
-Pues no, la verdad, tan solo había visto una o dos fotos de él y no caí en la cuenta. Ya sabes
que no soy muy buen fisonomista. –Los tres se dirigieron hacia la mesa que tenían reservada y una
joven camarera les trajo las cartas del menú. –Pero si hubiera sabido que la alianza era para ti, sin
duda yo hubiese elegido la misma pieza.
-¿Cuánto se gastó aquí el señor generoso en el anillo? –Le entregó la carta a la camarera. –
Para nosotros una parrillada de carnes y entremeses fríos y calientes, por favor.
-Sí, señora.
-Para mí lo mismo. –Dijo Mauricio.
-¿Y bien, cuanto se gastó?
-Lo siento, preciosa. –Mauricio le guiñó un ojo al prometido de su amiga. –Pero esa
información es confidencial y ha de quedar entre mi cliente y yo.
Aquella misma noche Agustín se fue pronto a dormir. Al día siguiente debía volver a su
oficina en Madrid y le esperaba un largo viaje por delante. Mientras tanto una vez Claudia quedó
sola, se desnudó, encendió el agua caliente y se metió bajo el generoso y cálido chorro de la ducha.
Se relajó sintiendo que el agua caliente calmaba todos sus músculos, notando como resbalaba por su
cabello hacia su cuello, hacia sus pechos que se endurecieron y su espalda, para seguir descendiendo
por su vientre, su pubis y sus nalgas hasta caer por sus piernas, no logrando llevarse por el desagüe
todo ese terror que le había encogido el corazón estos últimos meses tras la muerte de su padre y la
de… Claudia lloró, derramó abundantes lágrimas y se dejó caer de rodillas, derrotada, en el interior
de la bañera.
No se había percatado hasta entonces de ello, pero ese episodio había logrado que su alegría
volviese a su vida tan solo por unas pocas horas.
Tras secarse se acercó a mirar a su flamante prometido que dormía profundamente. Pero en su
gesto le pareció descubrir unos pequeños tics, como si estuviese soñando con algo malo. No era de
extrañar que tuviese pesadillas, seguramente cada noche debían acosarle aquellas imágenes de años
pasados en los que tuvo que ver los cadáveres sangrantes de sus compañeros, quienes habían
encontrado la muerte de manos de ETA. Ver aquellos cuerpos sin vida mientras sonríe y brinda
rodeado de esa panda de asesinos si no quiere ser descubierto. Antes de salir se acercó a él y le beso.
A solas en su salón se sirvió una copa de vino y encendió el televisor donde Iker Jiménez
hablaba con los invitados a su programa.
Se encendió un cigarrillo, le dio un trago a su copa de vino y subió un poco el volumen del
televisor. El presentador acaba de volver a aparecer en la pantalla.
-Y tras estas interesantísimas teorías de nuestros invitados, -La cámara hizo un barrido y se
pudo ver a una mujer y dos hombres. –dejamos las catacumbas del cristianismo para hablar del nuevo
libro del Doctor en psicología y parapsicología, Don Mark Donovan Santos. Buenas noches otra vez,
Doctor.
-Buenas noches, Iker. Llámame Mark, por favor.
-Está bien, Mark. –Accedió. –“La sombra del hechizo”, se titulará. ¿Cuánto falta para que lo
podamos disfrutar?
-Yo calculo que en unas cuatro semanas podré entregar el manuscrito a la editorial.
-Háblanos un poco de él, por favor.
-La mente humana es maravillosa. Puede ser usada para guiar o ayudar a otros o a uno mismo.
Se pueden encauzar los pensamientos, emociones, comportamientos o sentimientos de otras personas
o el propio.
-¿Hablamos de hipnosis?
-No, no es hipnosis. Es algo tan sencillo y a la vez tan difícil como usar el grandioso poder de
la mente humana para ayudar o, si es usado por alguien de manera indebida, manipular otras mentes
y comportamientos. Incluso se puede convencer a uno mismo o a otro de que va a morir y que…
-Y que finalmente ocurra.
-Así es. Pero no nos engañemos, eso no quiere decir que no existan los fenómenos
paranormales, tan solo es que hay que aprender a diferenciar cuando algo que somos incapaces de
explicar se trata de entes paranormales, divinos o demoníacos o por el contrario, de hechos
producidos por engaños, sugestiones o el poder de la mente humana.
–“La sombra del hechizo” de Mark Donovan, dentro de poco podremos enterarnos de todos
los secretos que esconde dentro. ¿Podrías adelantarnos algo más?
-Si, podría, pero mejor si esperamos a que lo termine y lo compren los televidentes.
-Muchas gracias, Doctor Donovan.
-Llámame Mark, por favor.
-Bien, Mark, puedo asegurar que estamos ansiosos por leerlo.
-Muchas gracias a ti, Iker.
Capítulo 8

Agustín no logró convencerla para que volviese a Madrid con él, Claudia continuaría de
excedencia un tiempo más. Pese a que la reconciliación con su prometido le había venido muy bien
moralmente, aún necesitaba pensar en todo lo que había pasado ese último año. No, no volvió a
Madrid con él y era cierto que pasados tres días desde que Agustín se había marchado ya le echaba
de menos.
Con la despedida, un hasta pronto, nunca un adiós, el Comandante logró arrancarle una
promesa. Claudia buscaría ayuda psicológica, lo que fuese necesario para mejorar emocionalmente y
tratar de evitar hundirse aún más en el fango de una depresión. Por si acaso omitió aquellos dos días
cualquier referencia a sus visiones, alucinaciones o a lo que fuese eso que le hizo ver cosas que en
verdad no existían. Lo más probable es que fuese cosa del estrés, tal y como el doctor Longoria le
había dicho, no quería preocuparle de más en vano y quiso evitar con ello que acabase llevándola a
rastras a ver a un psiquiatra. ¡¡Ella no estaba loca!! ¿O si?
En eso estaba pensando aquella mañana. Fue por eso que cerca del mediodía decidió volver a
ese pueblo. No sabría explicar el motivo, ni siquiera tenía muy claro que era lo que la empujaba a ir
allí. Si bien era cierto que dentro de ella surgió esa idea, llamémoslo instinto, que le decía que en
aquel lugar había algo que Claudia necesitaba saber y ver.
Hacía sol, mucho sol así que en lugar de ir en coche, buscó en su GPS la localización exacta
de ese pueblo llamado Santa Aurelia de Somerón y se subió a la moto. No sabía cual era el nombre
de aquel sitio pero tras buscar en Internet esos pueblos fantasma en Asturias y sus historias, empezó a
sospechar que Santa Aurelia de Somerón y el pueblo del doctor Longoria era el mismo sitio.
Tras colocarse el casco y los guantes, arrancó el motor de su Intruder y comenzó el viaje. Si
había hecho los cálculos bien, llegaría para la hora de comer.
-¡De la vuelta! –En su cabeza una voz le aconsejaba.
-¿Pero que demonios? –Se preguntó ella.
-¡¡De la vuelta!!
-¡No, continúe! –Otra voz distinta a la anterior se unió. –Busca respuestas, las necesita. ¡Allí
las encontrará!
-¡Dios! Ya incluso escucho voces.
-Cada curva, cada recta la acerca a un destino aterrador. ¿Acaso quiere volverse loca?
-Creo que ya es tarde para eso. –Pensó medio en broma. –Ya estoy loca.
-¡De la vuelta! ¡Vuelva a su casa! ¡Nada ha perdido allí!
-En el viaje encontrará la cura. –En ese instante reconoció las palabras y supo a quien
pertenecía esa segunda voz. ¡Era ese loco vendedor de la O.N.C.E., Secundino! –Ha iniciado un
peligroso viaje sin vuelta atrás. ¡Debe continuar!
-¡Huya! ¡Hu…
-¡¡Silencio!! –Gritó Claudia. -¡Joder, si que me estoy volviendo loca!
-¡Huya! –Abelardo Longoria la conminaba a escapar. –Las hojas del camino están putrefactas
ya para usted y para mí.
-No lo olvide, Claudia, en el viaje encontrará la cura.
No se había dado cuenta hasta ese momento, Secundino el día en que coincidieron en la
cafetería, al igual que en ese instante hablándole directamente a su cabeza, la había llamado por su
nombre, la había llamado Claudia. ¡No recordaba haberle dicho su nombre en ningún momento!
Espoleada por ese detalle aceleró su moto. No había ninguna señal con el nombre del lugar pero,
según su GPS, Santa Aurelia de Somerón estaba en el mapa en el mismo lugar que la aldea donde
vivía Manuel Longoria. En el alto vio la gasolinera, muy probablemente allí estaría Secundino. Pensó
en hablar primero con el doctor, comer algo y después buscar a ese chiflato vendedor de la O.N.C.E.
Aparcó cerca de la casa y llamó a la puerta. El viejo escritor la abrió.
-¿Busca al médico, señorita? –Su visión prácticamente nula hizo que no la reconociese. –Ha
salido para ir a ver a un paciente. Si quiere pasar y esperarle…
-¿Tardará mucho?
-No, no creo. Hace ya una hora que salió.
-¿Se acuerda de mi?
-Pues… -Se ajustó un poco esas gafas de cristales sumamente gruesos y entrecerró sus
lechosos ojos. –Si, ya la recuerdo. Pase, por favor. Iba a prepararme un té. ¿Le apetece uno? ¿O
prefiere café?
-Un té estaría bien, gracias. –Siguió con la mirada al anciano mientras recogía su plato ya
vacío de la mesa donde había otro sin tocar. Su hijo había salido a atender a un paciente sin poder ni
siquiera empezar a comer. -¿Qué tal va con la novela?
-La novela está muerta. –Se fue a la cocina y señaló un motón de folios en blanco sobre su
escritorio. Ella se sentó en el mismo sitio que la otra vez. –Como todo lo que hago.
Miró hacia aquella papelera llena de bolas de papel y cogió una al azar.
“El termómetro marcaba treinta grados, el aire acondicionado de mi oficina estaba estropeado
y el diminuto ventilador que había sobre mi mesa a duras penas lograba mitigar los sofocos que me
daban por culpa de aquel bochornoso día. Hacía menos de una semana que logramos meter entre
rejas a un asesino en serie, lo que hizo que los últimos cinco días los tuviese que pasar sepultado bajo
una avalancha de papeleo e informes. Un trabajo tedioso y aburrido pero tranquilo. Un trabajo que
conseguía levantarme unas cefaleas atroces.”
-La Curiosidad mató al gato, señorita. –Claudia enrojeció al ser descubierta. –No se preocupe,
siga leyendo si quiere. Ya le advierto que eso de ahí es basura. –Posó la taza ante ella y removiendo
el azúcar en la suya se sentó tras la pila de papeles por escribir. –Tan solo eso, basura.
“-¡Las vacaciones se han terminado antes de lo esperado, jefe!
-¿Otro homicidio?
-Una desaparecida.
En ese mismo momento ella miraba sin ver las gruesas paredes de hormigón del cuarto en el
que llevaba horas encerrada.
-Si un día descubro quien coño eres… -La muchacha susurraba a voz en cuello. -…te juro que
te perseguiré hasta el mismísimo infierno.
Se puso en pie y descargó toda su rabia contra la puerta, lanzándose contra ella con todas sus
fuerzas una y otra vez hasta que volvió a derrumbarse en un mar de desesperación lacrimosa.”
Ese relato…
-Yo he escrito algo parecido. –Claudia dio un trago a su té.
-¿Perdón? –El viejo escritor dejó de aporrear su Olivetti y se giró para dirigirle una mirada
casi vacía. -¿Ha dicho algo?
-Se parece a algo que yo he escrito. –Cogió la hoja y leyó en voz alta. –“No sabía por donde,
pero entre las baldosas debía de haber algún hueco por donde desaguaba. Ese día lucía un sol de
justicia pero la lluvia de los últimos días seguía entrando por el diminuto ventanuco de la pared y se
acumulaba en el centro.”
-Basura, eso es tan solo basura.
-Yo he escrito algo parecido, por no decir igual. –Arrugó la hoja la devolvió a la papelera de
donde la había rescatado. –Tan solo que mi protagonista era un chico.
-¿Usted también escribe?
-Como hobby.
-Mejor, la literatura está muerta.
-También soñé en una ocasión con ello. En mi sueño mi protagonista y yo compartíamos
destino.
-¿Acaso cree que la chica de esa historia es usted?
-Yo no he dicho eso.
-Pues olvídelo entonces. Es basura, tan solo basura sin valor alguno, nacida de la mente seca
de un ciego loco.
-Usted ve más de lo que cree.
-Pero tan solo por la edad que me hace más sabio. –Se giró hacia sus papeles, hizo una bola
con la hoja en la que había estado trabajando y la arrojó con las demás a la papelera que rebosaba. –
Basura, ya solo escribo basura.
El cuarto se oscureció o al menos eso le pareció a ella.
-¡Oh no! –Era como volver a visitar aquel oscuro túnel. -¡Otra vez no!
-¿Dice usted algo? –La voz de Abelardo sonó lejana y metálica. -¿Se encuentra bien?
-¡No! -Tenía taquicardias, su pulso temblaba y se estaba ahogando. Se levantó de un salto. -
¿Dónde está el baño?
-Última puerta de la derecha.
-Gracias.
Cerró la puerta tras ella y se mojó la cara. Sacó el inhalador para el asma y sintió como los
bronquios se abrían y el oxigeno llegaba a cada una de sus células. La ansiedad se iba y daba paso a
un llanto que pugnaba por salir.
-¡Claudia! ¿Cómo se encuentra? –La voz de Manuel Longoria le llegaba desde el otro lado de
la puerta. -¿Puedo pasar? –Intentó contestar, pero la voz no salía. -¿Se encuentra bien? –El doctor
intentó entrar pero la puerta no se abrió. -¿Claudia? ¿Por qué se ha encerrado dentro? –No, ella no
había echado el pestillo, debía de haberse atascado, probablemente. -¡Abra la puerta, Claudia! –La
capitana trató de agarrar la manilla de la puerta pero esta parecía alejarse de su mano cuanto más la
estiraba. -¡Abra la puerta, por favor!
Se miró en el espejo. La mujer allí reflejada le guiñó un ojo y apoyó un dedo contra los labios
mandándole callar. Un estremecimiento le subió por todo el cuerpo. Era como estar en el epicentro de
un terremoto. Su vista se nublo y se vio caer de espaldas mientras Manuel lograba por fin abrir la
puerta.
Fundido en negro.
En el ocaso de aquel aciago día de mediados de junio, abrió los ojos con pesadez y la cabeza
le martilleó dolorida. A su alrededor todo estaba borroso, como si estuviese mirando a través de un
cristal translucido y lleno de halos. Levantó la mano estirada y le pareció que era como mirar una
mancha amorfa que poco a poco iba tomando forma. Tenía nauseas y la sensación de bogar en un
pequeño esquife azotado por un violento oleaje. Notaba la boca pastosa y los músculos y las
articulaciones entumecidas. Pasó la vista por cuanto le rodeaba y descubrió que se encontraba en una
minúscula estancia vacía que parecía estar hecha de grandes bloques de frío y áspero hormigón, un
lugar que conocía al haberlo imaginado y después soñado. Pero en aquella ocasión no parecía ser una
nueva pesadilla. En aquella ocasión todo le parecía real, demasiado real.
Se puso en pie con dificultad y la rodilla le falló. Cojeando se acercó a la puerta de acero y
cada paso que daba se le antojaba un suplicio que le arrancaba, desde lo más profundo de su garganta,
lastimeros quejidos de dolor.
Estaba cerrada a cal y canto. Comprobó que no tenía manilla ni cerradura alguna y la maldita
puerta se negó a ceder por mucho que empujase. Descargó una patada contra ella con todas sus
fuerzas y cayó de nuevo al suelo sintiendo como si los músculos y los huesos se hubieran
pulverizando en ese mismo instante.
Su cuerpo estaba bañado en sudor, unas continuas ganas de vomitar la acosaban, pero pese a
ello su estomago rugió enfurecido. Llevaba puesta la misma ropa que cuando se desmayó en el baño
del doctor Longoria. ¿Le habría encerrado él allí? ¿Y por que motivo? ¿Quizá convertir su vida en un
Gran Hermano con la que lograr inspiración para la siguiente novela de su padre? ¡No, no podía ser
eso! Tan solo plantearse esa opción le pareció de lo más absurdo. ¿Pero entonces que hacía allí
encerrada? Sus ropas estaban empapadas, pesaban demasiado y olían a podredumbre. Su pelo
enmarañado, húmedo y grasiento se le pegaba a la cara.
-¿¡Hola!? –El eco hizo que su voz temblorosa llegase a él una docena de veces, pero nadie le
respondió. -¿Hay alguien ahí? –Se puso con dificultad de nuevo en pie. -¿¡Manuel!?
Levantó la vista hasta el techo y su rostro se transformó en una macabra máscara de locura, ira
y desesperación.
-¡¡Hijo de puta!! –Le salían blancos espumarajos por la boca. -¡¡Sácame de aquí!! –Se volvió
hacia las paredes y buscó algún bloque suelto. -¡¡¡Manuel, hijo de puta!!!
Era inútil, parecía imposible escapar de aquella celda.
No, aquello no era un sueño. Aquello era real, muy real. Tenía que serlo o al final se había
vuelto loca, muy loca. ¡LOCA, con mayúsculas y en negrita! Todo cuanto le estaba ocurriendo no
podía ser producto del estrés. ¡O estaba viviendo una pesadilla o aquello era una alucinación de algún
tipo de esquizofrenia o de…!
Trató de respirar profundamente, aspiraba por la nariz y soltaba despacio el aire por la boca.
Permaneció unos minutos con los ojos cerrados tratando de calmar sus miedos. Alzó la vista hacia el
ventanuco. Desde allí pudo ver que se encontraba en algún subterráneo que tenía una pequeña
abertura a ras de suelo. A un centenar de metros estaba aquel pequeño pueblo, una calle desierta por
el que no pasaba nadie a quién pedir ayuda.
Durante más de media hora estuvo mirando. No vio pasar vehículo alguno, tampoco ningún
alma se dignó a pasar por las cercanías.
Sacó su teléfono móvil y por un instante creyó que habían cometido un tremendo error al no
quitárselo, pero descubrió con pesar lo que ya sabía, lo que ella misma había escrito para Andrés
Robledo, que la habían encerrado en una prisión en la que no había cobertura. Marcó con
desesperación el número de la Guardia Civil y el de emergencias, pero resultó ser una empresa del
todo inútil. Cada vez que trataba de llamar a alguien, el auricular del teléfono le respondía con ese
exasperante soniquete.
Miró el resto de sus posesiones y encontró un mechero y una cajetilla de tabaco con diez
cigarrillos. No le serviría para nada, pero al menos fumar la ayudaría a matar el tiempo hasta que el
maldito doctor Longoria se dignase a aparecer por allí. Añoró su cama, el calor de una manta y el
tacto de las caricias de Agustín. ¡Agustín! ¿Por qué no volvió a Madrid con él? ¿Por qué cojones
había tenido que volver a aquel pueblo?
-¿Por qué no me hizo caso? –Recordó aquellas voces que escuchó mientras viajaba. –¿Por qué
no se quedó en su casa?
-Busca respuestas, las necesita. ¡Aquí las encontrará!
¿Esas eran las respuestas que buscaba?
¿Necesitaba aquello para comprender que había perdido la razón? ¿Tanto le habían afectado
todas aquellas muertes? ¿O había algo más que no alcanzaba a vislumbrar?
-En el viaje encontrará la cura. Ha iniciado un peligroso viaje sin vuelta atrás. ¡Debe
continuar!
¿Qué cura? ¿Necesitaba todo aquello?
Se sentó una y mil veces, se puso en pie un millar de ocasiones y miró el reloj otras tantas. El
tiempo parecía no querer correr y para cuando creyó que no podría soportarlo más, la puerta de la
celda se abrió ella sola. Por el hueco descubrió una negrura insondable.
Salió poco a poco, tanteando con las manos hasta que su vista se acomodó y vio unas
pequeñas escaleras. Las subió y de nuevo se encontró con el salón de la casa de Manuel Longoria.
Abelardo parecía dormir pero, sin necesidad de tocarle, supo que estaba muerto. ¿Qué había ocurrido
allí? Todo estaba volcado, las estanterías por el suelo y los libros desparramos. Un candelabro tirado
sobre la mesa y las sillas boca abajo sobre la alfombra. No le pareció posible que aquel viejo hubiese
luchado con tanta pasión contra su propio hijo por defender su marchita vida. ¿Y donde estaba el
doctor? ¿Acaso alguien les había atacado, había asesinado al viejo, encerrado a ella y secuestrado a
Manuel? ¡Aquello no tenía sentido! Cogió el candelabro para usarlo como arma si fuese necesario y
salió a la calle.
Los edificios estaban destruidos, las carreteras llenas de baches y trozos de las paredes de las
casas y los restos putrefactos de los habitantes de aquella aldea estaban diseminados por los suelos.
El suelo comenzó a girar. Se acercó hasta su moto y se agarró a ella, mirando su rostro
borroso en el retrovisor y se hizo el silencio.
-Buenos días, Claudia, ¿ya nos deja?
Se giró hacia él y vio al doctor Longoria con gesto de preocupación en el rostro pero sano y
salvo. No parecía que nadie le hubiese secuestrado ni que se encontrase abatido por el fallecimiento
de su padre o que hubiese en él el más mínimo atisbo de culpa por haberla encerrado.
Claudia no contestó, alzó el candelabro al aire por si necesitaba usarlo y arrancó la moto.
-No se acerque a mí.
-¿Qué le pasa?
Sin decir nada más, ni siquiera sin parar a ponerse el casco o los guantes, salió de allí lo más
rápido que pudo, dejando tras de si a un doctor Longoria que no entendía que era lo que ocurría.
Capítulo 9

-¿Le pasa algo?


El Guardia Civil se había percatado de que algo raro le ocurría a esa mujer a la que le
temblaba el pulso mientras buscaba ese carnet que supuestamente la identificaría como capitana del
benemérito instituto.
No había circulado ni diez kilómetros cuando una patrulla le dio el alto por ir en moto sin
casco.
-Yo… -Por fin apareció la cartera y pudo entregarle su documentación al agente.
-¿Se encuentra bien, Capitán? –Le devolvió su carnet. -¿Por qué circulaba sin casco?
Claudia parecía perdida en sí misma, ahogándose en una mar de mil cábalas que le impedían
articular palabra de una manera coherente.
-¿Cree que habrá consumido algo raro? –La pareja de guardias se había apartado de ella para
hablar.
-No, no me parece que sea eso.
-¿Y entonces?
-Parece que estuviese huyendo de algo. ¡Mírala, está como ausente y no para de temblar!
-Tranquilícese, por favor, Capitán. –El más joven de los dos la cogió por el brazo, temiendo
que fuese a desplomarse en cualquier momento. -Creo que deberíamos llamar a un médico.
-¡No! A un médico no. – El agente dio un paso atrás ante el gesto desquiciado de ella. -¡No
estoy loca! ¿¡De acuerdo!?
-Nadie ha dicho eso. –El orondo Sargento trató de calmarla. -¿De dónde viene?
Claudia miró primero la calva del Sargento y bajó después si mirada hasta hacerla coincidir
con los ojos color ceniza del hombre. Tenía una mirada severa pero limpia, incluso le pareció que era
la mirada de un hombre bueno pero un tanto osco. Copito sonrió tímidamente al descubrir en él el
recuerdo de su abuelo, de ver en él a ese hombre que ya solo vivía en el corazón de Mercedes y en sus
fotos.
-¿Puedo pedirles una cosa?
-Claro que sí, lo que quiera.
Miró después al joven guardia, apuesto y musculoso, con cara de niño bueno que nunca ha
roto un plato.
-No lo dude, puede contar con mi ayuda y la del Sargento Moreno.
-¿Puede contarnos de que se trata?
La presencia de ambos actuó como bálsamo. Logró tranquilizarse un poco y se apoyó en el
asiento de su Intruder para tratar de reorganizar sus pensamientos. ¿Cómo explicar lo que le había
ocurrido sin que creyesen que estaba loca, desquiciada, enajenada, como una puta cabra…? Se
encendió un cigarrillo y le ofreció a los dos guardias, quienes declinaron el ofrecimiento. Claudia se
echó el pelo hacia atrás y miró al suelo. ¿Visiones o realidad? ¿Era Manuel un asesino? ¿Un
secuestrador? No le daba el perfil de ninguna de esas cosas. Si era médico se suponía que era porque
le gustaba ayudar a los demás pero, tras tantos años como Guardia Civil había visto tantas cosas
raras… ¿Era un sádico o un loco? ¿O acaso la loca era ella?
-¿Capitán?
-Sí, lo siento, Sargento. –Quizá no hacía falta contarles toda la verdad. –No sé como
explicárselo, es un operativo secreto. Estoy investigando una serie de homicidios y desapariciones
que se han dado por varias provincias y el rastro… -Carraspeó antes de seguir inventándose una
historia tan fácilmente desmontable. –Bueno, la investigación se encuentra en una vía muerta. Estoy
tratando de seguir unos indicios poco probables, pero es que ya no nos que muchos más hilos de los
que tirar.
-Cuente con nosotros para lo que quiera. ¿Qué podemos hacer para ayudarla?
-Esconderse.
-¿Disculpe?
-Estoy de incógnito, yo soy el cebo. –Dio una calada y miró los labios del Guardia Civil, tan
suculentos, tan parecidos a los de Agustín que le apeteció usar la boca para morderlos en lugar de
para seguir inventándose absurdas patrañas. –Huía porque me asusté. Traté de ir por libre, como si las
estrellas de mi galonera fuesen suficiente para protegerme. –¿La táctica de damisela en apuros
funcionaría? -Me asusté porque, si al final tenía razón, podía terminar asesinada yo también.
-¿Quiere que nos ocultemos sin perderla de vista y estemos atentos por si necesita de nuestra
intervención?
-Eso es, Sargento.
-Y si va de incógnito, ¿por qué lleva su carnet profesional? Si alguien lo viese, su tapadera y
el operativo se irían al traste.
Claudia le sonrió de esa manera que sabía que le borraría de la mente cualquier recelo.
–Eso sería lo ideal pero, cuando una viaja sola y desarmada en asuntos tan peliagudos,
identificarme como Guardia Civil puede ser mi salvavidas.
-O su condena.
-Sí, o mi condena.
-¿A dónde vamos entonces? –Interrumpió el Sargento.
-A Santa Aurelia de Somerón.
-¿Santa Aurelia de Somerón? –Preguntaron ambos.
-No debería ir allí, aquel lugar está maldito.
-Sargento, eso no son más que supercherías y locuras de montañés.
-Aquel lugar ya fue arrasado en una ocasión, Cristian. Y los que sobrevivieron quedaron locos
de remate.
Diez minutos más tarde el coche de los dos Guardias Civiles se ocultaba en medio de un
monte, lo suficientemente lejos para ver sin ser vistos y lo suficientemente cerca para no perderse
detalle de lo que pasase por si era necesaria su ayuda.
-¿Usted se ha creído algo de lo que ha dicho?
-A mi me da igual si es o no es cierto. Es una compañera que necesita ayuda, con eso me
sirve.
-A mi me huele a chamusquina.
-Eso es por este sitio… -Olisqueó el aire y miró las nubes grises del cielo. -…me produce
escalofríos.
-¡Ahí está!
Desde su escondite vieron llegar la moto de la Capitán, esta vez llevando puesto su casco.
Claudia estacionó de nuevo en el mismo sitio y llamó a la puerta. Echó un vistazo a su alrededor,
viendo que las viejas casas estaban intactas, la carretera agrietada pero sin baches, escombros y
cadáveres putrefactos y a un niño de unos diez años acompañando a su abuelo invidente. Como si el
anciano hubiese intuido su presencia, giró la cabeza hacia ella y le dedicó una desdentada sonrisa
como saludo, mientras dejaba que su nieto le ayudase a sentarse en un apolillado banco de madera. El
viejo se caló la boina, se apoyó en su cayado y la voz de Manuel Longoria sonó desde el otro lado.
-¿Si, quien es?
-Doctor, soy yo, Claudia.
-¿Claudia? –Abrió la puerta y la miró ceñudo. -¿Qué es lo que quiere?
-Pedirle disculpas. Lamento mi comportamiento de antes, tan solo es que…
-¿Qué?
-¿Puedo pasar y hablamos en privado? –Usó la misma sonrisa que con el Guardia. -¿De doctor
a paciente?
-Está bien. –Suspiró y abrió por completo. –Pase, pase.
Claudia entró y miró hacia el escritorio vacío de Abelardo.
-¿Y su padre?
-Ha salido a jugar a las cartas con sus amigos.
-Sí, seguro. –Susurró.
-¿Ha dicho algo?
-Nada, tonterías mías.
-¿Qué quería decirme?
-Lo primero pedirle perdón por mi escapada y lo segundo pedirle consejo profesional.
Empiezo a dudar que mis problemas sean solo por simple estrés.
-¡Manolo! –Alguien llamaba de manera histérica desde la calle. -¡Manolo, abre! ¡Corre, corre!
-Un segundo, por favor. –Atendió al hombre que llamaba y volvió a donde estaba ella. –He de
salir un momento, tardaré lo menos posible.
-De acuerdo, le esperaré. ¿Hay algún bar cercano donde tomar un café mientras tanto?
-El más cercano es el de la gasolinera pero, si lo prefiere, puede esperar aquí leyendo alguno
de los libros de mi padre.
-¿No tiene televisor?
-Esa caja tonta embota el cerebro. No tenemos de eso en casa.
-¡Manolo! –El impaciente volvió a llamar a la puerta.
-¿Qué es lo que pasa? –Meneó a su compañero. -¡Despierte, Sargento!
-¿Qué quieres, Cristian? –Miró hacia donde le señalaba el guardia. -¿Y la Capitán?
-No ha salido aún pero el tío que le abrió la puerta se marcha a toda prisa. ¿Qué hacemos,
Sargento?
-Sargento, Sargento, Sargento… Chico, me vas a gastar el empleo. –Se incorporó en su
asiento e hizo crujir su cuello. –Lo primero ir al cuartel a ponernos de paisano y coger mi coche para
volver aquí.
Manuel Longoria la dejó sola y Claudia cogió ese famoso libro escrito por Abelardo Longoria
con el sobrenombre de Galván.
-“Despuntaba el alaba en el idus de marzo cuando despertó de ese sueño ocre de las hojas del
camino.” –Leyó en voz alta.
Devolvió la novela a su sitio y pensó que la verdad era que el doctorcito se había dado prisa en
recogerlo todo, aunque lo más probable era que no hubiese tenido tiempo de deshacerse del cuerpo de
su padre. Seguramente lo habría escondido en algún lugar de la casa y se imaginó donde.
Sobre el escritorio había una hoja a medio escribir, un relato que el pobre anciano no había
tenido tiempo ni de acabar, ni de convertir en una bola de papel encestada en la papelera.
-“El muchacho se asomó con cuidado, sujetaba con fuerza su pistola para evitar que la tiritona
le hiciese dejarla caer. Todo estaba oscuro, no se veía nada, ni siquiera su mano extendida ante sus
ojos. Lo único que había allí era ruido. Quejidos, lamentos, crujidos de huesos, salpicaduras de sangre
y gritos capaces de acojonar al más valiente. ¡Y él no era ese hombre! El valor se le suponía pero, si
supiesen la verdad… -La capitana se sintió sumergida en el relato. –Un nuevo ruido surgió. Era como
un aspa de un ventilador gigante, girando a toda velocidad. O quizá una hélice, no supo identificarlo
bien. Una cuchilla titánica hubiese sido lo más acertado ya que, surgida de la nada, atravesó aquellas
tinieblas, desprendiendo su cabeza del resto del cuerpo, haciéndolo caer, ya sin vida, de rodillas.” –
Devolvió la hoja a su sitio. –Que macabro se volvió, ¡por Dios!
Pero macabro o no, no se merecía lo que le había pasado y para hacerle justicia, lo primero era
encontrar su cuerpo.
-¡Manos a la obra!
-¡Capitán! –La voz de Moreno sonó desde el otro lado de la puerta. -¿Se encuentra usted bien?
Les abrió y se sorprendió al verlos de paisano.
-¿Qué hacéis aquí? –Se apartó para dejarle entrar. –Da igual, me venís de perlas. Registremos
entre los tres la casa y así terminaremos antes.
-¿Y qué buscamos?
Cualquier cosa interesante, armas, fiambres… ¡Yo que sé!
-¿Tiene una orden judicial?
-¿Cristian, verdad?
-Sí, mi Capitán.
-Sabes de sobra que no tengo ninguna orden judicial. No las necesitamos, por ahora. Si
encontramos algo interesante ya la solicitaremos. Así que registrarlo todo primero, pero que nadie
pueda darse cuenta de que lo habéis hecho.
-Sí, Capitán.
-Pero sin una orden…
-¡Déjate de gilipolleces, Cristian! –Claudia empezaba a perder la paciencia con él. –Eso es
solo un trámite. ¿O acaso prefieres que un asesino quede libre?
-Está bien. –Refunfuñó.
Su Sargento le dedicó una mirada capaz de fundir el acero y el apuesto muchacho se puso al
fin manos a la obra.
-Registrad vosotros esta planta. Yo voy a mirar el sótano.
-¿Cómo sabe ella que hay un sótano?
-¡Cristian, cállate y ponte a trabajar!
Los nervios del momento habían logrado hacerle olvidar el dolor de la pierna pero, en cuanto
vio de nuevo aquel pasillo sus recuerdos y el dolor volvieron. Un pasillo oscuro que comenzaba tras
unas pequeñas escaleras y que terminaban en la puerta tras la que debía estar el zulo y,
probablemente, el cuerpo sin vida del anciano escritor.
Bajó los escalones y cruzó la galería hasta entrar en la habitación donde despertó aquella
misma mañana. Allí estaba ese ventanuco, allí los cuatro rincones donde ella buscó un cobijo seco,
alejado de los charcos embarrados que ya no había allí. Tampoco estaba el cuerpo de Abelardo pero,
lo que si había, eran estanterías llenas de latas de comida, medicamentos y paquetes de folios.
Hubiera pensado que, al igual que al recoger el salón, mucha prisa se habría dado en convertir el zulo
en un almacén si no fuese porque aquel lugar estaba lleno de polvo y telarañas.
-¡Mierda! –Volvió al punto de partida y se encontró con el Sargento Moreno y Cristian. -¿Y
vosotros, habéis encontrado algo?
-Nada.
-Lo suponía. –Se dejó caer en el sofá.
-¿Una vía muerta en su investigación?
-Sí. –Alzó la vista hacia el joven guardia y trató inútilmente de sonreírle. –Eso es.
-Será mejor que nos marchemos, Capitán.
-Sí, será lo mejor.
Había llegado la hora de ser sincera. La verdad tenía que ser el primer paso. Cuando Manuel
regresó se lo contó todo, absolutamente todo. Le habló de sus alucinaciones, de su sueño, de haberse
despertado en una celda, de haberse encontrado a Abelardo sin vida, el salón destrozado y el pueblo
arrasado como si una guerra se hubiese librado allí. Le confesó sus miedos, las sospechas que tuvo de
él y el registro sin orden judicial que acababa de hacer. Omitió la ayuda de la patrulla de la Guardia
Civil para que, en caso de que Longoria denunciase lo ocurrido, no les ocurriese nada a ellos.
-Tengo miedo de estar volviéndome loca.
-No se preocupe, la entiendo… -Se puso en pie y miró a Claudia metiendo las manos en los
bolsillos. –Pero le aconsejo como médico que acuda a la consulta de un psiquiatra, no creo que sea
nada grave pero convendría descartar problemas mentales y… -Guardó silencio y bajó la mirada al
suelo antes de continuar hablando. –Y le aconsejo que se haga un escáner para comprobar si hay o no
un tumor cerebral. Para estas cosas no hay otra manera de decirlo, lamento mi falta de delicadeza.
Sigo pensando que su problema viene dado por el estrés. Todas esas muertes a su alrededor… Y
supongo que también por todo lo que tiene que ver y lidiar en su trabajo… Pero sería conveniente
descartar otro tipo de causas más graves, por si acaso. –Se fijó en que ella no paraba de masajearse el
muslo. -¿Cómo tiene la pierna?
-Me duele.
-No me extraña, se dio un buen golpe contra el bidet al desmayarse. Es normal que le duela
pero al menos no tiene nada roto.
La puerta de la calle se abrió y el ciego anciano apareció por ella.
-Ya he vuelto, hijo.
Capítulo 10

Mark se sentía frustrado, hacía tiempo que no encontraba un caso de esos que verdaderamente
le apasionaban. Desde hacía años su trabajo se había reducido a teorizar y plantear hipótesis que no
había tenido manera de demostrar. Hubiese dado lo que fuese por una pista de la que tirar, demostrar
o invalidar de una maldita vez sus teorías y terminar con esa sequía de diez años que llevaba y poder
dejar de conformarse con dar clases en la universidad.
Y eso era lo que estaba haciendo aquel día.
-Asesino en masa, asesino en serie, asesino itinerante… –Mark miró a sus alumnos y cambió
la diapositiva. -La enfermedad mental ha sido un factor asociado a la delincuencia, especialmente a
estos tipos de delincuentes. Ciertos comportamientos pueden ser asociados o indicativos de que el
delincuente padece algún tipo de anormalidad mental. –Se dirigió de nuevo a todos aquellos futuros
psicólogos que le escuchaban casi sin parpadear. –Supongo que si escuchásemos alguna noticia sobre
un hombre que asesina a una docena de personas y se lleva varios miembros de sus víctimas para
crearse su propio monstruo de Frankenstein, no haría falta tener conocimientos ni de psicología, ni de
psiquiatría para comprender que ese sujeto padece algún tipo de trastorno mental, ¿verdad? –Algunas
risas resonaron en el lugar. –Una de las anomalías más frecuentes en los individuos a los que nos
referíamos anteriormente y en determinadas acciones, es la psicopatía.
-¿Los asesinatos de ayer se pueden atribuir entonces a un psicópata? –Alicia alzó la mano
para plantear la pregunta. -¿Sería un asesino en masa?
-No sé a qué asesinatos te refieres.
-¿No se ha enterado? –Peguntó incrédulo otro de los alumnos. –¡Fue aquí al lado, por Dios!
-Ha salido la noticia en todos los telediarios.
-No suelo ver mucho el televisor, la verdad, así que no, no me he enterado de nada.
-Un individuó asesinó ayer a trece personas, entre familiares, amigos y desconocidos y les
prendió fuego después de hacerlo. –Alicia tomó de nuevo la palabra. –Cuando la policía llegó tuvo
que abatirlo.
-Necesitaría tener más datos pero… Por lo que me cuentas, si. Muy probablemente ese
hombre padeciese algún tipo de psicopatía.
-¿Y si era un psicópata, por qué no hizo nunca antes nada parecido, al menos que se sepa,
claro?
-Ya te he dicho que sin más datos no puedo darte una respuesta pero, si me dejáis continuar,
quizá hablemos ahora de alguna de las respuestas que me pedís. –Aguardó un minuto a que los
murmullos se acallasen y continuó. –La psicopatía, como iba diciendo, es una alteración que, a
diferencia de otro tipo de trastornos, no tiene unas características concretas o hace que quién lo
padezca tenga un comportamiento bien definido. En este tipo de casos no es A, B y C, no hay signos
o síntomas que puedan hacer saber a nadie a simple vista quién es un psicópata y quién es una
persona normal. Por desgracia, se suele conocer si alguien padece este tipo de trastorno después de
que haya cometido alguna acción que le delate o, desgraciadamente, después de llevar a cabo algún
tipo de asesinato. –El reloj le indicó a Mark que solo le quedaban cinco minutos para que la clase
terminase. –Pero eso no quiere decir que no tengamos algunas pistas que nos puedan ayudar. Aunque
suene contradictorio a lo que acabo de decir, hay algunas características comunes, como un
comportamiento antisocial, una ausencia de empatía o remordimientos. Aunque claro, eso no quiere
decir que no existan psicópatas que no tengan alguno de este tipo de rasgos. –Tras apretar el teclado
de su ordenador, la imagen proyectada en la pared cambió. –Los psicópatas tienden a no seguir las
normas o leyes que rigen una sociedad. Solamente sienten culpabilidad cuando han infringido algún
código propio y autoimpuesto, una “ley” que ellos han creado para sí mismos. Pero, para hacernos las
cosas aún más difíciles, si alguna de estas personas padecen ese tipo de comportamientos, saben
integrarse entre los demás individuos a la perfección. Tienen conocimientos de las leyes, de los
convencionalismos sociales y tradicionalismos y saben comportarse como si todo esto les rigiese de
la misma manera que al resto de las personas. Sus comportamientos son adaptativos y pueden simular
emociones que en verdad no sienten, lo que hace que puedan pasar inadvertidos y tener un
comportamiento igual al de todos o casi todos de los aquí presentes. –Sus alumnos volvieron a reírse
ante el comentario. –Se puede pasar toda una vida junto a un psicópata y no darse uno cuenta de ello.
Cuando finalizó la clase, el bedel de la universidad se asomó por la puerta para anunciarle que
tenía una visita.
-Dígale a quien sea que me espere en la cafetería “Principado”.
-Como usted quiera, profesor.
Mark salió de la facultad, encendió el primer cigarrillo del día y se acercó al bar donde lo
estaba esperando su visita sorpresa. Esperaba que, quien fuese, no le hiciese perder mucho tiempo y
pudiese tomarse un café tranquilamente y leer las noticias del periódico en busca de eso que Alicia
había dicho en clase.
Parecía imposible pensar que la tarde anterior hubiese vuelto a estar lloviendo a mares y que,
en ese instante, luciese un sol radiante. Si no fuese por los enormes charcos que aún permanecían en
el embaldosado de la Plaza de la Catedral nadie jamás se lo hubiese creído.
Caminó tratando de no pisar los charcos, acarició la cabeza de bronce de La Regenta de Clarín
y siguió por la Calle del Águila hasta la cafetería Principado. Tiró el cigarrillo al suelo, lo pisó y entró
en el bar haciéndole a Marcelo la señal de que quería un cortado. Buscó con la mirada a esa persona
que había ido a verle a la universidad.
Una preciosa mujer con una coleta rubia, chupa de cuero y pantalones ajustados le hizo una
señal y él se acercó a ella.
-Buenos días, profesor Donovan.
-Llámeme Mark, por favor. –Le estrechó la mano que ella le ofrecía. -¿Quién es usted?
-Claudia Ortega.
-Las personas somos algo más que un simple nombre.
-Claudia Ortega, Capitán de la Guardia Civil, pero mis motivos para querer hablar con usted
no son temas oficiales.
-Es una lástima. –Se ilusionó al escuchar que era Guardia Civil, si la benemérita quería algo
de él quizá por fin se encontraba con uno de esos casos que le ayudarían con sus teorías pero,
inmediatamente se llevó un jarro de agua fría. -¿Y en que puedo ayudarla, Claudia Ortega?
-Llámeme Claudia si es tan amable.
Al igual que hiciese el día anterior con Longoria, le contó toda su odisea. Muy respetuoso
guardó silencio hasta que terminó de vaciar su corazón de toda su historia, miedos, dudas… Tan solo
le interrumpió para hacerle un par de preguntas y ella, si había de ser sincera, se sintió como si
estuviese hablando con un amigo, relajada y libre para hablar, sin miedo a que pensase de ella sabe
Dios qué cosas. Mientras le escuchaba, sus ojos y su sonrisa se iba agrandando, haciendo creer a
Claudia que sus palabras eran gratamente acogidas por el profesor Donovan.
Y así era, Mark desde un principio desechó la posibilidad de alucinaciones producidas por
algún tipo de tumor.
-No voy a descartar del todo la posibilidad de algún trastorno. Para ello requeriría pruebas más
a fondo. Dentro de una semana termino las clases y podré ponerme manos a la obra con su caso. Si
está usted de excedencia, supongo que dispondrá de unos días para ello.
-Si, en un principio no habrá ningún problema.
-Muy bien, entonces lo que vamos a hacer es alquilar una casa en ese sitio, en Santa no se
qué…
-Santa Aurelia de Somerón.
-Eso es. Yo iré con mi familia, mi mujer, mis dos hijos y la institutriz de estos. Le aconsejo
que lleve usted a…
-Tutéeme, por favor.
-Solamente si me llama usted Mark. –Tosió y dio un trago a su café. –Te aconsejo que lleves
contigo a algún amigo o familiar. ¿Tienes quién te acompañe? No sería bueno pasar por algo así tú
sola.
-Tengo en mente a dos personas.
-Perfecto.
-¿Y en cuanto a los honorarios?
-Si el sitio es bonito y acogedor, con que te hagas cargo del alquiler me doy por pagado.
-Ningún problema con eso.
-Está bien, en cuanto termine las clases y quedé de vacaciones me pongo en contacto contigo
y concretamos el resto de los detalles. –Pensó en los billetes a Paris que tenía ya comprados. –
Supongo que para la primera quincena de Julio.
-Un par de preguntas más solamente, ¿por qué allí? ¿Por qué no en su consulta?
-Lo primero porque yo no tengo una consulta y lo segundo, porque si se trata de lo que yo
creo, esto es algo que no se arregla ni tumbada en un diván ni tomando pastillitas.
-¿Fantasmas?
-Sería algo un poco más complicado que fantasmas, dráculas o licántropos. Olvida todo
cuanto hayas visto, escuchado o leído de esos temas. Se podría decir que lo principal y más necesario
es una mente abierta, virgen podría decirse. ¡Confía en mí!
-Está bien. –La Capitán se levantó sintiendo cierto alivio. Le entregó una nota con su número
de teléfono y le ofreció la mano para despedirse. –Espero entonces a que me llame.
Mark le hizo otra señal a Marcelo para pedirle otro cortado y la vio salir por la puerta de la
cafetería.
-¿Pensando en echar una canita al aire, profesor? Menuda hembra, de esas son de las que me
receta el médico.
-Pues ten cuidado, una mujer así podría matarte.
-¿Tan loca está? ¡Qué lástima! Con lo buena que está le arreglaba yo la cabeza en la cama, no
en el diván.
-No está loca, es Guardia Civil.
-Pues como está el cuerpo. –Le dejó su café sobre la mesa.
Marcelo era el camarero más educado que existía, profesional y discreto pero, en cuanto veía
unas piernas bonitas perdía el oremus.
Cogió el periódico y lo abrió en busca de la noticia de la que Alicia le había hablado.
No hizo falta buscar mucho, encontró lo que buscaba en un gran titular en la portada y en las
primeras páginas.
Según el periódico, un hombre de cuarenta y siete años, un mendigo que más tarde fue
identificado como Samuel Coto, conocido hacía dos décadas por ser el dueño de uno de los locales
más famosos de la noche ovetense, había asesinado la mañana anterior a trece personas. El relato de
la cronológica de sus crímenes, señalaba que el hombre se había personado en el domicilio de su ex
mujer, donde le clavó un cuchillo en el cuello para evitar que gritase. En el domicilio estaban también
dos de sus cuatro hijos, a los que asesinó cortándoles la carótida a uno de ellos y clavándoselo en el
corazón al otro. Antes de abandonar el que había sido su hogar, provocó un incendio con el estallido
de una bombona de butano, afectando seriamente a la estructura del edificio.
Tras esto se acercó al domicilio de Simón Hernández, ex pareja de Samuel, quien se
encontraba con su actual marido, donde terminó con sus vidas de la misma manera que lo hizo con
sus hijos, con el añadido de haber violado a Simón mientras este se desangraba por el cuello. Antes
de salir, al igual que hizo en el domicilio de su ex mujer, prendió fuego a las cortinas, la cama y el
sofá, el cual se propagó rápidamente por el resto del piso.
Los cinco homicidios y los dos incendios provocados por Samuel Coto, provocó que el 90%
de los efectivos policiales estuviesen ocupados, por lo que no tuvo impedimento alguno para
continuar su ola de terror. Con ello sumó a las víctimas que llevaba otras seis, las de sus otros dos
hijos y la de cuatro jóvenes que habían sido denunciados una semana antes por su asesino, al haberle
producido a este lesiones como fruto de una brutal paliza.
Mark levantó la vista del periódico y se lamentó por no poder hacerle una entrevista para
saber qué demonios le había pasado por la cabeza, que había despertado a la bestia que llevaba
dentro. ¿Se trataba de un psicópata que había logrado reprimir sus instintos hasta ese momento? ¿O
había sido un hombre normal al que la situación le había sobrepasado?
Hubiese pagado lo que fuese por haber tenido la oportunidad de escarbar en su mente,
encontrar cual fue el detonante, el punto de inflexión que le llevó a cometer esos crímenes el día
anterior.
Siguió leyendo y finalmente desechó que esa noticia fuese un caso con tintes paranormales y
perdió todo su interés por él.
Mark dejó el periódico a un lado y miró, a través del ventanal de la cafetería, calle arriba. El
banco donde todo había ocurrido no estaba lejos de allí.
-Fue espantoso, los disparos se escucharon desde aquí. –Le dijo Marcelo. –Dicen que murió a
las cuatro de la tarde en el hospital, justo a la hora en que empezó a llover.
-A diluviar, más bien. –Cogió la taza y le entregó un billete de cinco euros.
-Si, a diluviar. –Marcelo señaló al cielo donde el sol brillaba. –Los ángeles debían de haberse
puesto a llorar en cuanto murió.
-¿De pena o de alegría?
-¿Quién lo sabe? Aunque yo creo que los ángeles nunca lloran de alegría por la muerte de
nadie.
Para él, la existencia de casos paranormales era algo de lo que no tenía duda alguna, pero para
convencer al mundo, incrédulo por naturaleza, necesitaba algo más que palabrería. Necesitaba
pruebas, situaciones demostrables del poder de la mente, de naturalezas capaces de superar el
racionamiento humano basado en lo tangible, lo palpable, lo que la ciencia puede demostrar. Para él,
dos más dos no siempre eran cuatro, algo por lo que se le había tachado de loco, de excéntrico, de
amante de la ciencia ficción y de las noveles de terror baratas. Necesitaba otro caso, solamente uno
más, tan solo una nueva oportunidad.
Mark Donovan necesitaba algo de acción y quizás, solo quizás, esa chica, Claudia, se la
brindase.
Se tomó el café de un trago y miró el reloj. Tenía que volver a la facultad para su clase de
Psicología Diferencial.
Aquella misma tarde, Claudia lo dejó todo preparado. Se gastó una pequeña fortuna en
alquilar una casa lo suficientemente grande para cinco adultos y dos niños y dejó una maleta ya lista.
Con unas pocas frases logró convencer a Mauricio para que fuese con ella a ese… ¿tratamiento? No
tenía muy claro que era lo que Mark tenía pensado que hiciesen allí pero, si el doctor Donovan le dijo
que era aconsejable no pasar por un trance así sola, tenía claro la clase de persona que necesitaría a su
lado. ¿Por qué no Agustín? Necesitaría un amigo, no una pareja. Quería tener a su lado a alguien que
fuese capaz de ayudarla sin empeñarse en ser constantemente su puñetero escudo. Pero, sobre todo,
necesitaba alguien que supiese mantenerse al margen cuando ella se lo pidiese y tenía claro que, si
Agustín iba con ella, no solo no aprobaría ciertos métodos que supuso que Mark querría poner en
práctica y acabaría provocando un conflicto entre ambos. Si, le quería, amaba al Comandante Aguado
pero, en esta aventura ella debía mantenerle al margen.
Después de cenar y ducharse, con tan solo una bata de seda cubriendo su desnudez, encendió
un pitillo y le llamó por teléfono.
-No te imaginas lo grande que me parece esta cama sin ti. –Dobló la rodilla y dejó que le
resbalase la bata por un lado de la pierna. –Nunca me había parecido tan vacía.
-Será mejor que no sigas por ahí, salvo que quieras que secuestre uno de los helicópteros de la
Guardia Civil para ir hasta allí.
-¿Harías eso por mi?
-Claudia, ya sabes que haría cualquier cosa por ti. –Esperó un par de segundos antes de volver
a hablar, haciendo que ella supiese que se preparaba para ir al ataque. –Y tú, ¿harías cualquier cosa
por mí?
-Ya lo he hecho.
-¿Cuándo empiezas?
-A principios del mes que viene. –No quería contarle nada más y evitar que Agustín se
presentase por sorpresa en mitad de sus sesiones con el profesor Donovan, así que trató de cambiar
de tema. –No sé si lo sabes, pero estás hablando con una mujer desnuda.
-Seguro que si cierro los ojos soy capaz de imaginarte sin ropa. ¡¡Uuuummm!!
-¿No preferirías verme?
Colgó el teléfono sin esperar respuesta, hizo una fotografía con el móvil a su reflejo en el
espejo del armario y se la envió por mensaje.
Agustín se deleitó con la imagen de Claudia tumbada sobre su cama, con la bata de seda
blanca entreabierta, dejando al aire sus largas piernas, su vientre y la zona del pecho donde, con la
mano libre, se abría la bata para insinuarse lo más posible sin llegar a enseñar nada. ¡Era una foto
tremendamente sugerente, erótica! Una de esas imágenes que hacen volar la imaginación del que
quiere saber o, en el caso del Comandante, recordar que hay entre esas piernas cruzadas y los cuellos
de la bata.

Claudia: Disfruta de las vistas 

Agustín: Eres preciosa 

Agustín: Que descanses, te quiero 

Claudia: Igualmente 

Después de colgar el teléfono, Mauricio se dejó caer sobre la cama para tratar de desconectar
un poco del día de trabajo y de la tarde cuidando de su padre. Buscó el canal de series nada más
encender el televisor, necesitaba algo que le hiciese reír un poco antes de dormir. Se sirvió una copa
de vino y, tras darle un trago, la dejó sobre la mesilla de noche. Antes de darse cuenta, tras vaciar su
copa en dos ocasiones, quedó dormido.
Como cada noche, su madre entró en su habitación a apagar el televisor donde un cocinerucho
de tres al cuarto mostraba las maravillas de un pelapatatas capaz de pelar, picar y cortar en espirales y
filigranas cualquier tipo de tubérculo, fruta o verdura. Etelvina miró a su hijo y le acarició la cabeza.
Observó la copa vacía, manchada con el carmín rojo que algunas veces Mauricio se ponía en el
escondite de su soledad y se marchó dejando flotar en el aire ese secreto que su hijo guardaba con
celo y que ella, respetuosa con su decisión hacía como que no se daba cuenta.
Mauricio soñó que alrededor de la luna surgieron millones de estrellas que se fueron uniendo
hasta formar un espejo infinito. En su reflejo se vio a sí mismo con siete u ocho años, a su lado a su
padre sentado en su silla de ruedas. El anciano le contaba la historia de Margarita Nicuesa.
“Margarita Nicuesa llegó a vivir más de noventa años. Más de nueve décadas en las que pasó
muchos años, desde que se fue a Madrid, viviendo sola. Nunca se casó, nunca tuvo hijos y el resto de
aquellos que llevaban el mismo apellido que ella, vivían todos a quinientos kilómetros. Según sabían
ellos, la tía Margarita o La Emperatriz, como la llamaban sus sobrinos, había estado a punto de
casarse en una ocasión e incluso se había quedado embarazada y dado a luz una niña que nació
muerta.
Era la pequeña de cinco hermanos y la única chica. Se había educado en un ambiente en el
que sus hermanos y su padre la sobreprotegieron hasta el punto de ocultarle el hecho de que su padre
dilapidaba la fortuna de la familia. Vivió en semejante ignorancia hasta que ya fue tarde y enterarse
de la verdad fue como estrellarse contra un muro de hormigón. Pese a todo, nunca le faltó de nada, lo
que ayudó a que el dinero desapareciese aún más rápidamente. La imagen era muy importante, sobre
todo teniendo en cuenta las grandes familias y el estatus de las que eran habituales todos los Nicuesa.
Aunque eso significase que los hermanos mayores y el padre se quedasen una semana casi sin comer,
ella nunca recibió un no ante todos sus carísimos caprichos, ya fuesen mil y un vestidos, joyas o
cualquier cosa que enmarcase esa imagen de sofisticación y realeza que coronaba Margarita con una
belleza sin parangón.
Había mujeres de su edad que no sabían ni leer ni escribir ella, después del colegio, recibió
clases de piano, equitación y de protocolo.
Entre sus amistades estaban Eugenia Sol, Condesa de Baños, Luís Montesino Estrada y
Espartero, Duque de Morella y Conde de Luchana, así como otros grandes de la época entre los que
se encontraba la mismísima María Cristina Teresa Alejandra, infanta de España. Amistades que, por
supuesto, se esfumaron en cuanto su padre perdió sus tierras, su dinero, su título y su honra.
Pese a todo, una vez aterrizó en la tierra de los demás mortales y fue una más, nunca desistió
de volver a ocupar el sitio que ella creía que le correspondía. Una vez al mes, tras semanas
ahorrando, se ponía sus mejores galas y asistía a la Ópera donde ocupaba su asiento en el palco,
rodeada de aquellos que un día fueron sus amigos. Además de la Ópera, sus grandes aficiones
siguieron siendo ir a misa cada domingo, hacer gala de unos modales exquisitos y mostrarse ante el
mundo sin mácula. Ese fue siempre su mayor orgullo, virtud y talón de Aquiles.
El amor por sus hermanos siempre fue desmedido pero, quizá motivado porque nunca tuvo
hijos propios de los que cuidar, lo que llegó a sentir por sus sobrinos era algo que iba más allá, sobre
todo por uno en concreto. De todos ellos, el hijo mayor de su hermano Alberto fue su predilecto. Fue
para ella como si se tratase de su propio hijo, daba igual lo bien que hiciesen cualquier cosa los
demás, la mayor tontería que hiciese era siempre mucho mejor. Esa ceguera que ella tenía por él, fue
algo de lo que siempre supieron sacar provecho tanto su sobrino como la esposa de este, quién ante
ella se mostraba con unos modales y un saber estar que se esfumaban en cuanto la perdía de vista.
Siempre había sido un soñador y si, por qué negarlo, un irresponsable. Había dejado un
prometedor futuro como funcionario, trabajo que su padre le había conseguido para que pudiese
mantener a su familia, tan solo porque no tenía paciencia ni ganas de empezar desde lo más bajo e ir
ascendiendo. Su creencia de que el futuro estaba en un negocio propio en el que ser él el jefe y no
tener que deslomarse trabajando para que otro se enriqueciese con su sudor, le hizo abandonarlo todo
para montar ese negocio propio que, finalmente, solamente sirvió para llenarle de deudas y de sueños
de una vida mejor que cada vez estaba más lejos de hacerse realidad. Ser el propietario de un negocio
neonato en una tierra que aún conservaba las cicatrices que le había dejado la guerra, resultó ser la
mayor estupidez que pudo cometer.
Margarita confiaba en él, así que con la sola mención de números en rojo en las cuentas de su
sobrino, bastaban para que ella le enviase de manera periódica un dinero que apenas servía para
teñirlos de negro unos pocos días. La solución a todos sus problemas era sencilla. Tan solo bastaba
con convencerla para que se mudase con ellos.
Algo que les resultó más difícil de lo que se pensaban. Hasta que ya no se vio vieja y sola,
necesitada de que alguien cuidase de ella, no accedió a dejar Madrid. Convencieron a La Emperatriz
de que vendiese sus posesiones y cogiese el autobús que la llevaría lejos de los palcos del Teatro
Real, su ricas e importantes amistades y sus sesiones de cartas, cotilleos y té en El Pardo.
En algo menos de una década lograron que Margarita saldara todas sus deudas, les comprase
una casa en el centro de Oviedo y que uno a uno le fuesen dando la espalda los miembros de su
familia.
Para cuando fue consciente de todo lo que había ocurrido, Margarita Nicuesa no tenía ni
familia, ni dinero, ni un hogar propio y se había tenido que mudar a una habitación en una residencia
de ancianos en un alejado pueblecito de la costa murciana.
Con el tiempo, de todos aquellos que ostentaban el apellido Nicuesa, solamente uno de ellos
dio el paso para tratar de reconciliarse con ella. Algunos decían que era por su bondadoso corazón,
para la mujer de Alberto Manuel y algún otro, el motivo era querer figurar en el testamento de la
vieja. No eran, o no querían serlo, conscientes de que para vivir había tenido que empeñar todas esas
joyas que lució con orgullo y le abrieron las puertas de la aristocracia española. O si lo eran, debían
de pensar que Ángel Miguel Nicuesa desconocía que La Emperatriz era casi una indigente.
En una ocasión, Margarita le preguntó por qué la había buscado y había olvidado todo lo
ocurrido.
-Todo el mundo te quería cuando eras la tía rica. –Le contestó él. –Yo te quiero ahora que eres
la tía pobre.
-¿Por qué? –Preguntó el padre de Mauricio a ese tal Ángel Miguel la primera vez que se cruzó
con él.
-Por ella. –Contestó señalando a su mujer, quién se mantuvo en silencio durante todo el relato
de Ángel. –Ella me abrió los ojos.
-No me pareció justo que después de que la dejasen sin nada, tuviese que pasar el resto de los
pocos días que deben de quedarle de vida sola, sin familia y sin nadie que la llame por teléfono
aunque sea una vez al mes. Por muchas equivocaciones que haya cometido alguien en el pasado,
nadie debería vivir y morir solo y abandonado, marginado por su familia.
-¿Dice que ella empeñó todas sus joyas?
-Todas menos una. Un año después de reconciliarse con nosotros, nos envió esta alianza.
-¿Qué saben de Pedro de Leal?
-Poca cosa. Le hacía daño acordarse de él, el amor de su vida. Pero en la familia se dice que
Don Pedro le regaló este anillo cuando le pidió matrimonio y que ella aceptó porque estaba
embarazada. Don Pedro nunca pudo tener hijos con su anterior mujer y dicen que ella falleció sin
llegar a tenerlos. Perdió la vida en un accidente de avión antes de la boda con la tía Margarita y antes
de que su primogénito naciese. El disgusto hizo que diese a luz a una niña que nació muerta, cuando
aún estaba de ocho meses. Según creo, se barajó la hipótesis de que en ese avión también esperaban
que fuese Franco y que un grupo de anarquistas lo saboteó para asesinarle. Pero Franco no iba a
bordo y los únicos que perdieron la vida fueron Don Pedro y el pasaje.
-¿Nada más?
-No, lo siento.”
La voz de su padre contándole esa historia cesó, haciendo con ello que el espejo de estrellas
estallase.
Alguien llamó a su puerta, Mauricio se levantó y, tras limpiarse los restos del pintalabios, la
abrió. Era su madre, serena, feliz podría decirse pese a que hubiese deseado antes ser ella quien no se
hubiese despertado.
-Papá ha muerto. –Adivinó él.
Etelvina le echaría de menos. Amaba, amó y por siempre amaría a Julio Lombardero. Si,
hubiese deseado ser ella quien hubiese fallecido esa noche en lugar de él pero, en el fondo, se
alegraba de que por fin se acababa esa esclavitud de cuidar de un bebé anciano para Mauricio y, si,
también para ella. Fueron años muy duros los de su enfermedad, los del ocaso de aquel hombre. Años
muy duros que tan solo Lucía, la chica que les ayudaba a cuidar de él, consiguió hacer que fuese un
poco más llevaderos.
Mauricio abrazó a su madre, lloró por su padre sin reparos y sintió como ella hacía lo mismo.
Durante más de diez minutos permanecieron así, hasta que la chica apareció por el pasillo para
anunciarles que la ambulancia acababa de marcharse y la funeraria llegaba.
-Gracias, Lucía.
-Llama a tus hermanos. –Etelvina habló sin separase de él. –Yo no tengo fuerzas para hacerlo.
Capítulo 11

Bueno, antes de continuar, tan solo quiero recordarte que aún estás a tiempo. Aún no es
demasiado tarde y, si aceptas un consejo de amigo, hazlo, cierra este libro y olvida que en cierta
ocasión osaste leer alguna de estas páginas.
¡Si, así es! Aún estás a tiempo de continuar con tu vida. ¿Qué te importa a ti lo que les haya
podido ocurrir a Claudia, Mauricio, Mark, Agustín… verdad? Tú tienes tu propia vida, ajena a la de
todos ellos. Puedes seguir como si nada de esto hubiese ocurrido y continuar ajeno a ese extraño
mundo en el que no crees.
¡Venga, cierra el libro de una vez! ¿Acaso crees que estas páginas tan solo son eso, una
novela como otra cualquiera?
Si, ya lo sé, quieres hacerlo pero, tras haber leído tantas páginas, te parece una pérdida de
tiempo tratar de olvidarte de mis palabras. ¡Bueno, allá tú! Yo voy a continuar con este relato que, en
verdad, es un viaje sin retorno a la locura. Y lo voy a hacer dejando a un lado el resto de mis
historias, las cuales han resultado ser tan solo basura. Basura plasmada y convertida en papel y tinta.
Voy a contar este secreto que una vez juré callar por siempre. Un secreto que, una vez sea
revelado, me llevará a la muerte. Pero que más me da, ya soy un viejo, poco tiempo me queda ya de
vida. Tan solo me falta esperar a la muerte con los brazos abiertos tras revelarle al mundo los secretos
de aquel pueblo.
¿Cierras el libro? ¿Sí? ¿No?
Bueno, pues yo continúo y voy a hacerlo hablando de ese hombre al que he llamado, solo para
ti, Mauricio.

Observaba absorto el pasar del tiempo al son de las agujas de su reloj. Cerró la tapa, sujetó la
argolla del extremo de la leontina al botón del medio y guardó el reloj en el bolsillo, sintió como una
lágrima caía por su mejilla hasta estrellarse contra el cristal de la mesa.
Llevaba mucho tiempo imaginándose que ese día iba a llegar. Aún así una vez sucedió no le
sirvió de consuelo. La relación con su padre nunca había sido muy estrecha, Julio Lombardero
siempre le había dispensado un trato muy severo, casi marcial, hasta que logró arrancar de su mente
esas aspiraciones de querer ser de mayor escritor o cantante y le borró de la cabeza todos sus sueños
bohemios. Él le enseñó su oficio, los trucos y las artes de la relojería, orfebrería y gemología de la
misma manera que el abuelo se lo había enseñado a él. Siempre le trató como si no fuese nada más
que un simple peón, el eterno aprendiz, hasta que llegó el día de entregarle ese precioso reloj y
dejarle a solas al frente del más prestigioso taller de joyería de todo el norte de España. A partir de
ese día la relación con su padre mejoró tanto que llegó a decirle alguna vez ese “te quiero, hijo” que
llevaba décadas prisionero en sus labios.
Si, su padre le había querido desde siempre, a él y a sus hermanos. Simplemente no supo
demostrar ese querer. Y Mauricio quería a su padre, por supuesto, si bien nunca fue consciente de
hasta qué punto hasta aquella mañana en que abrió la puerta de su habitación y, con la voz rota, le
dijo a Etelvina, adivinando lo ocurrido, “papá ha muerto”.
Con el dorso de la mano se secó el rastro de esa lágrima al tiempo que sus ojos volvían a
humedecerse con el recuerdo de aquel último adiós.
Había sido un día de esos en el que el cielo se pintaba con un abanico de colores grises y poco
a poco se iba tiñendo de tonos rosados y anaranjados según el sol se iba ocultando por el horizonte. A
la puerta del panteón familiar, el sacerdote, su hermano Ricardo, elevaba una oración. Alrededor del
féretro estaba su madre, pálida, ojerosa y deshecha en llantos, cogiendo la mano a Pilar, la mayor de
sus hijas. Tras ella, su marido el Coronel del Ejército de Tierra, vestido con el uniforme y el pecho
lleno de medallas, escuchaba las palabras de Ricardo rodeado de sus tres hijos. Entre Pilar y Mauricio
luchaba por contener sus lágrimas el viejo Capitán de la Guardia Civil que había llegado esa misma
mañana desde Intxaurrondo, su hermano Abelardo, quién lucía una colección de condecoraciones que
no le iba a la zaga a la de su cuñado el Coronel. Al otro lado, incapaz de apartar las manos de la tapa
del ataúd de su padre y de contener la riada salada que brotaba de sus ojos, estaba Mónica, la pequeña
de los cinco hermanos, la díscola, la cabeza loca que se había marchado de casa con dieciocho años,
embarazada de gemelos, tras los pasos de Tiago. Llevaba años sin volver a España, sin ver a su
familia, cuidando de ocho hijos mientras esperaba que su marido saliese de la cárcel en la que le
habían encerrado por tráfico de drogas y dejar en silla de ruedas a uno de los policías que había
irrumpido en su casa para detenerle, allí en Coímbra.
Mauricio miró a Lucía y al medio centenar de personas que se habían congregado en el
cementerio de la Carriona para darle el último adiós y mostrarle sus respetos al viejo relojero.
-Señor Dios nuestro, te encomendamos el alma de tu queridísimo hijo Julio Lombardero, buen
padre, gran marido, incansable trabajador y amigo afable. –Ricardo estaba terminando su homilía e
hizo una señal a los operarios del cementerio. –Te suplicamos Cristo Jesús, Salvador del mundo, que
le acojas en tu seno y le permitas estar ante la presencia del Padre. Que nuestro querido hermano
alcance a ver la luz de tu rostro y perdona sus pecados. Amén.
Todos los presentes se santiguaron e hicieron una fila para darles el pésame a los familiares.
Antes de terminar el besamanos, Diana se esfumó. Le faltaba el valor suficiente para enfrentarse a las
miradas y las palabras de su madre y sus hermanos. La losa de mármol selló el sagrado lugar donde
reposarían por siempre los restos de su padre. Mauricio cerró la verja que hacía las veces de puerta
del panteón y observó en silencio como, uno a uno, todos aquellos que habían acudido a aquel lugar
se marchaban por aquellas calles flanqueadas por infinidad de cruces, estatuas de santos, vírgenes y
ángeles y monumentos que arañaban el aire en medio de aquel triste océano de silencio, cemento y
muerte.
Lucía les miró, se secó las lágrimas y se dio media vuelta para encaminarse hacia la salida del
recinto.
-¡Espera, por favor! –Mauricio la alcanzó antes de que llegase a la calle y la detuvo. -¿Dónde
vas?
-Este es un momento intimo para ustedes, momento de estar en familia. Yo aquí no pinto nada
ya. –La niña le sonrió y le acarició el rostro. –Yo me voy a la casa, aún he de hacer las maletas.
-¿Nos dejas?
-Sí, aunque si me lo permiten, quisiera quedarme en su casa unos pocos días más hasta que
encuentre otro sitio donde vivir.
-No, no te lo permito. ¡No puedes irte!
-Señor, ya no me necesitan.
-¿Eso crees? –Con la cabeza señaló a su madre que en ese momento se abrazaba a Abelardo,
sin soltar en ni un solo momento la mano de Pilar y haciendo pasar su mirada entre él y Ricardo que
se acercaba a ella. –Mírala, era diez años más joven que mi padre, pero en estos dos días ha
envejecido tanto que aparenta tener más de cien.
-Ese hombre era toda su vida.
-Así es, Lucía. ¿Y ahora a de aprender a vivir sola? –Le ofreció un cigarrillo y ella negó.
-Eso mata, ¿lo sabe?
-De algo hay que morir. –Encendió el cigarro y aspiró el narcótico humo azulado. –Mi madre
necesita alguien a su lado que la ayude y la cuide. Yo solo no me valgo para eso. ¡Te necesito,
quédate con nosotros, por favor!
Mauricio se levantó, le dio un beso de despedida a su madre y cogió su maleta. Antes de salir
miró la foto de su padre, joven y sonriente el día de su boda, encima de aquella mesa de cristal en la
que sus lágrimas habían formado un pequeño charquito y se encaminó en dirección al bar donde
había quedado con Claudia.
La Capitán sacó el paquete de tabaco y una joven camarera, llena de piercings, tatuajes y
rastas, se acercó hasta ella cuando le hizo una señal.
-Otra cerveza tostada, con casera, por favor.
-Ahora mismo.
La camarera y su aliento a marihuana se alejaron, Claudia se puso un cigarrillo en los labios y
lo encendió. Aspiró el humo y se sintió bien.
-Aquí tiene. –La chica le dejó el vaso y la capitana le dio un trago. -¿Desea alguna otra cosa?
-Nada más, muchas gracias. ¿Cuánto es?
-El caballero de aquella mesa le ha invitado.
Miró hacia el hombre. Su imagen denotaba que debía de rondar los cincuenta años, si bien
trataba de aparentar tener muchos menos. Tenía un porte atlético, su pelo entrecano le daba un toque
atractivo y tenía una mirada profunda. Iba enfundado en un impecable traje que debía de costar una
fortuna. ¿Podía ser alguien tan parecido y, a la vez, tan distinto a Agustín como para ponerle los pelos
de punta?
-¡Qué asco de ricos! ¿Es que aquí todo el mundo es millonario? –Pensó. –Muchas gracias,
caballero. –Le dijo al hombre alzando la cerveza.
Claudia supuso que debía de tratarse de uno de esos maduritos que se creen que con una
invitación y mostrando su plumaje, cual pavo real, cualquier mujer había de caer rendida a sus pies.
Pero para la Capitán, aquello no era suficiente para invitarle a sentarse con ella. Estaba acostumbrada
a trabajar y tratar todo los días con hombres de todo tipo y, por supuesto, los de esa clase se cruzaron
en su camino ya innumerables veces. Con otro gesto de agradecimiento dio el asunto por zanjado, se
giró para darle la espalda y clavó su mirada en su Ford. Mauricio debía aparecer en cualquier
momento.
-¿No cree que dos cervezas en veinte minutos son muchas? –El hombre no esperó un gesto de
ella o, también podía ser, quiso intuir en su sonrisa de agradecimiento una señal y se acercó a la mesa
donde estaba sentada. –No le aconsejo que beba más con el estómago vacío. –Señaló la silla vacía
que había a su lado -¿Puedo sentarme?
-Este es un país libre, pero preferiría que no.
-Está bien. -Mostró una sonrisa dulce, pero intuyó en sus ojos una mirada lobuna que no
encajó bien la negativa. –No la molesto más, lo siento.
-No, discúlpeme usted a mí. Es que ahora mismo estoy un poco distraída por culpa de unos
problemillas. –A Claudia no le gustaba ser así de cortante con nadie. –Y es simplemente que necesito
algo de tiempo para mi sola.
Con un gesto de su cabeza, el caballero dio media vuelta. Le había dicho a ese hombre que
necesitaba tiempo para ella sola y a lo lejos apareció Mauricio. Se levantó para reunirse con su
amigo, no sin antes girarse para agradecerle de nuevo la invitación al hombre. Pero este ya se había
esfumado.
-Hola, dandi. –Le dio un abrazo que le pareció balsámico. –Gracias por venir conmigo.
-De nada, preciosa. Me vendrá bien perderme en medio de un monte para desconectar.
-¿Le echas de menos?
-Más de lo que pensaba que lo haría.
-¿Y tú madre?
-Se ha ido a pasar unos días con Ricardo.
Se subieron al Mustang de ella y se encaminaron hacia aquella aldea. Según el mensaje que
había recibido aquella mismísima mañana, Mark y su familia ya deberían estar allí. Y así resultó ser,
el Mercedes de los Donovan estaba aparcado frente a la casa y las persianas y ventanas del piso de
arriba estaban abiertas.
Un cartel al lado de la puerta rezaba, “Palacio de los espejos”, algo que según supo ella tras
buscar por Internet se debía a la esposa del terrateniente de aquellas tierras.
Doña Aurora de Bolaños, reina madrastra de Blancanieves, obsesionada con su belleza y la de
sus hijos, amante de su reflejo limpio en todo aquello que le devolviese la imagen de sí misma, llenó
cada estancia con decenas de espejos, alfombras de Persia, Turquía y Ciudad Real y cuadros pintados
por los mejores artistas de la época.
Claudia aparcó junto al coche de Mark. Mauricio le ayudó con las maletas y entraron en
aquella mansión de indianos. Nada más entrar vieron una enorme pintura de Doña Aurora y sus hijos
y las maletas del profesor Donovan. A ella le pareció demasiado equipaje para una familia que tan
solo pasaría unos cuantos días allí. Más bien parecía que se hubiesen mudado y hubiesen decidido
traer todas sus posesiones. Haciendo un cálculo rápido, era como si cada uno de ellos hubiese traído
consigo tres maletas.
-Valla con la señorona. –Escuchó decir a Mauricio. -¡Era muy guapa, la verdad!
-¿No te parece que está todo demasiado en silencio? –Claudia recelaba. Tras los extraños
sucesos que le habían ocurrido en aquel lugar perdido de la mano de Dios, era normal que viese cosas
extrañas en cada esquina. –Tres adultos y dos niños deberían hacer algo de ruido, ¿no?
-¡Bah! Lo más probable es que hayan salido a comer o a dar un paseo por el pueblo. –
Mauricio se acercó a una de las ventanas y subió la persiana. –Hay que reconocer que este lugar
parece mágico. Es muy bonito, me recuerda a esas fotografías de pueblos de a mediados del siglo
pasado.
La Capitán no le escuchó, se había acercado hasta el salón y se miraba a si misma desde
infinitos ángulos. Reflejada mil veces en el reflejo del reflejo, del reflejo, del reflejo… Era mareante
aquella sensación y se sintió como hipnotizada. Un trance del que logró salir nada más escuchar al
doctor Donovan y a su familia volviendo a la casa.
-Buenos días, Claudia. –La saludó y le presentó a toda su familia. -¿Damos un paseo?
-Sí, claro.
-Lamento decirte que el primer paso será que me entregues tu teléfono móvil.
-No lo he traído, lo he dejado en casa.
-Perfecto, la importancia de que hayas venido con tu amigo Mauricio radica en que él va a ser
lo único que te ancle a tu vida de antes. Aquí vas a estar completamente desconectada, necesitamos
que nada interfiera.
-¿Al menos puedo usar mi cámara? –Ella la levantó y él asintió con la cabeza. –Me gusta la
fotografía, pero también quiero tener pruebas de todo esto.
-Pruebas, siempre las pruebas…
-¿Te molesta?
-A lo que iba, la cámara va a ser lo único tecnológico que te permitiré tener encima. Por
fortuna no hay televisores en la casa, ni Internet, ni cobertura móvil en muchos puntos, así que es
muy probable que tampoco puedas usar el teléfono móvil de tu amigo Mauricio. ¿Por cierto, donde
está? No le he visto.
-Le dejé en el recibidor. –Apuntó hacia la casa y le hizo una fotografía. -Supongo que haya
subido a dejar las maletas en las habitaciones.
-Claudia, lo que vamos a hacer aquí no va a ser sencillo pero, lo más importante, es mantener
la calma en todo momento. –Fuera, en las calles de aquel pueblo, el viento corría suave. ¿Cuántos
habitantes tendría aquella aldea? ¿Quince tal vez? ¿Veinte? –El hecho de sufrir alucinaciones puede
ser motivo suficiente para tener ataques de ansiedad. Lo cual puede llegar a convertirse en un círculo
vicioso. El estrés puede provocar alucinaciones, las alucinaciones pueden producir estrés.
-¿Entonces crees que nada de lo que he visto ha sido real?
-No, aún es demasiado pronto para decir eso. Pero hay que tener en cuenta de que esa es la
más probable de las hipótesis y trato de decirte que es lo que tengo pensado que hagamos aquí y que
haremos en caso de que así fuese. De no serlo, la cosa se complicaría bastante. Si he de ser sincero,
por una parte desearía que se complicase.
-¿Te importa? –Apuntó hacia él y le fotografió. -Te vengo bien para tus estudios, por eso no
me cobras.
-Digamos que sí, que vas a ser mi conejillo de indias, la prueba de que todas mis hipótesis son
ciertas. Pero pongamos los pies en la tierra, lo más probable es que el tuyo sea otro caso más, otro de
tantos y no nos encontremos con nada paranormal o extraño. Si así fuese, si empezases a ver cosas
que los demás no podemos ver, tendremos que ayudarte a diferenciar lo que es real de lo que no. Si
por desgracia estuviésemos ante un caso de alucinaciones producidas por algún tipo de trastorno
psiquiátrico, si esa fuese la causa, tendré que empezar diagnosticar de qué tipo de trastorno se trata,
valorarlo y tratar la causa subyacente. Pudiese ser que tuvieses que tomar medicamentos anti
psicóticos pero, ante todo, realizaremos terapia cognitiva conductual. Ese tipo de terapia vamos a
realizarla si o si. Si se tratase el tuyo de un caso de tumor cerebral, esquizofrenia o fuerzas
paranormales, necesitarás ayuda de este tipo de terapias para sobrellevar la situación.
-¿Sabes lo difícil que es encajar todo esto?
-Sí, lo sé. Me gustaría poder decírtelo de otra manera, pero esta es la única que hay. Recuerda,
ante todo lo más importante es conservar la calma.
-¿De verdad crees en cosas paranormales? ¿Has visto o vivido situaciones que te hagan creer
en ellas? –Claudia se encendió un cigarrillo y continuó caminando al ritmo que Mark iba marcando. –
Soy yo la que está viendo y viviendo cosas de lo más extrañas y me cuesta creer que sea real. –
Apretó el botón de su cámara y capturó la aldea desde todos los ángulos. -Me es más sencillo creer
que me estoy volviendo loca de remate. Fantasmas, demonios… Todo eso me suena a película de
terror barata, la verdad.
-Ya sé que es muy difícil creer en todo aquello que no se ve. Incluso tú que si ves, me
reconoces que te niegas a creer. Para ti son cosas que se contradicen a todo cuanto has oído, vivido o
estudiado. Escuchar de gente que estudia, cree o dice haber vivido o visto fenómenos paranormales,
percepciones extrasensoriales, experiencias extracorpóreas, poltergeist, espiritismo o telequinesis,
para ti debe ser cosa de locos, de chalados, chiflados o de indeseables que desean usar la credulidad
de cuatro palurdos para desplumarles.
-Eso pensé toda mi vida. Ahora trato de tener la mente más abierta, pero es muy difícil.
-Te comprendo, he escuchado esto mismo infinidad de veces. Vivimos en un mundo
incrédulo. Ya no es suficiente ver para creer. Ahora queremos pruebas, datos, algo tangible y
palpable. Y aún así, la mayoría de la gente seguiría sin creer. La mayoría diría que tan solo son
elaborados trucos de ilusionismo o “magia”, efectos ópticos o efectos especiales. Quizá para creer
haya que vivirlo y aún así… ¡Este mundo está falto de fe!
-¿Qué fue lo que hizo que tú tuvieses fe?
-Bueno, ser criado por Charlotte ayudó bastante a ello, la verdad.
-¿La institutriz?
-Sí. –Rió. -¿Por qué hay quien cree en Dios sin verle? ¿Por qué hay quien cree en alienígenas
sin contactar con ellos? ¿Por qué hay quién cree en el horóscopo, en las cartas o los médiums? El ser
humano necesita creer en algo, encontrar explicación a todas aquellas preguntas que ni la ciencia es
capaz de responder. Sin embargo, el ser humano se está deshumanizando, está perdiendo la capacidad
de creer.
-Y ahí entras tú. –El sonido de la cámara volvió a sonar mientras ella lo capturaba todo. -Te
has empeñado en hacer creer a la gente.
-Digamos que mi misión es averiguar qué es lo que hay tras todo aquello a lo que no
encontramos explicación. Averiguar que es “normal” y que no lo es. –Miró al cielo sin dejar de
caminar, este se había cubierto de nubes que amenazaban con descargar. -Hay una leyenda que dice
que en el África Occidental, el chaman de una tribu tenía el poder de matar con la mirada. Este
chamán ejercía de brujo, sanador, juez y verdugo en su comunidad. Todo aquel que quebrantase las
leyes u osase enojarle, se enfrentaría a su juicio y por tanto, si este le declaraba culpable, a su mirada.
-Así que ese chamán tenía poderes como los de Medusa, la Gorgona.
-Más bien como un basilisco. La Gorgona te podía convertir en piedra, un basilisco y este
chamán, matarte. –Mark se paró, miró hacia la casa y vio a lo lejos a su mujer en la ventana hablando
con sus hijos. -Tras años investigando, creí dar con aquella tribu y escuché todo cuanto quisieron
contarme. Mi intérprete, hijo de uno de ellos, que había abandonado la comunidad para ir a vivir a la
civilización, me habló de una viuda, de una madre de seis niños que vivía voluntariamente apartada
del resto, su madre.
-Le pediste que te la presentara, ¿no?
-Así es. Ella me contó que su difunto marido había discutido con el chamán y que los últimos
cuatro días antes de perecer, le había dicho un millar de veces que le había debido ofender durante la
discusión, ya que el brujo le había mirado mal, lo que para él se convirtió en un augurio de muerte. –
Unas pocas gotas comenzaron a caer. -Su marido no llegó nunca a entender que había podido ser lo
que había hecho para merecer la muerte, pero efectivamente al cuarto día murió. La mujer fue a ver
al chamán para preguntarle qué era lo que le había ofendido y este le contestó que nada. Que no había
castigado a su esposo por nada, ya que ningún delito había cometido.
-¿Entonces, que fue lo que pasó?
-Fui a hablar con este hombre y a mí me dijo lo mismo que a ella. Me pareció que fue sincero,
así que la muerte de ese hombre vino a confirmar mis teorías. Todas aquellas personas que habían
fallecido a causa de su mirada y por supuesto ese hombre también, en verdad murieron por sugestión.
Creyeron tanto en su sentencia de muerte, que se autosugestionaron de que iban a perder la vida de
tal manera, que finalmente ese fue su final.
-¿Sugestión?
-Así es. La sugestión puede obrar milagros. Solo se trata de convencer a otros o a uno mismo,
de que algo se puede lograr, por imposible que parezca y se puede hacer realidad. Así es como un
deportista, cansado y a punto de rendirse, puede lograr llegar a la meta o superarse a sí mismo. Así es
como un estudiante, que ve imposible asimilar todo aquello de lo que se va a tener que examinar,
logra estudiar y aprender lo necesario para obtener la meta marcada.
-La mente humana es maravillosa.
-Así es, la mente humana es más que maravillosa. Puede ser usada para guiar o ayudar a otros
o a uno mismo. Se pueden encauzar los pensamientos, emociones, comportamientos o sentimientos
de otras personas o el propio.
-¿Hablamos de hipnosis?
-No, no es hipnosis. Es algo tan sencillo y, a la vez, tan difícil como usar el grandioso poder
de la mente humana para ayudar o, si es usado por alguien de manera indebida, manipular otras
mentes y comportamientos. Incluso se puede convencer a uno mismo o a otro de que va a morir y
que…
-Y que finalmente ocurra.
-Así es. Yo creo en lo paranormal pero si tengo que ser del todo sincero, el 99% de las veces
la explicación es algo racional. Casi siempre suele ser más por algo mental que paranormal. Es mi
trabajo distinguir cuando un caso de esos pertenece a ese 1%.
-¿Y lo mío que crees que es?
-Aunque solo sea por probabilidades, lo tuyo parece ser algo mental pero, algo en mi interior,
en lo que me has contado y en las extrañas vibraciones de este pueblo, me hacen pensar que hay algo
más…
-¿Demoniaco?
-Demoniaco o no, algo que ni la ciencia ni la razón pueden explicar. –Se puso en camino de
nuevo hacia la gran mansión. Las pocas gotas de lluvia que habían caído dieron paso a una tormenta
como no recordaba haber visto en su vida. –Venga, volvamos, seguro que aún no has comido. Será
mejor que descanses para empezar mañana.
Capítulo 12

-Charlotte, por favor, baña a David y ponle un pijama.


-Sí, señora.
Victoria cortaba unas verduras mientras el pescado se terminaba de hacer en el horno. En la
radio hablaban de que aquel día estaba siendo el más lluvioso de los últimos sesenta años y, a fe de
las espesas cortinas de agua que veía por la ventana, así debía de ser. Toda aquella lluvia había hecho
subir los niveles de humedad a máximos históricos, lo que no le venía bien ni a ella ni a Emma para
sus alergias. En la radio hablaron de anécdotas graciosas a causa de las inundaciones. Narraron como
un par de adolescentes que, sin tener en cuenta lo mal que podía sentarles ese detalle a los
propietarios de los bajos comerciales anegados, navegaban por la carretera en una lancha de plástico
y a otro vestido de buzo, con bombonas de oxígeno incluidas.
-¡Algunos están para encerrar! –Dijo Victoria tratando de detener ese goteo incesante de su
nariz. –Maldita alergia.
Echó un vistazo al río que se había formado en las calles y que veía desde aquella ventana. La
riada era abundante y el fuerte viento hacía que las gotas de lluvia se estrellasen con fuerza contra las
paredes y los cristales. Aquello era un espectáculo tan hermoso e impactante como peligroso.
Mark se encontraba con Claudia y había pedido que no se les molestase durante las sesiones.
El único que tenía permiso para estar allí con ellos era aquel extraño hombre llamado Mauricio,
siempre y cuando su presencia fuese silenciosa y sirviese tan solo como calmante para la paciente de
su marido.
La pequeña Emma se acercó a su madre, quien acababa de poner el aceite a calentar y
terminaba de pelar unas patatas.
-¿Cuánto falta para cenar, mamá?
-Poco, cinco minutos. –Cogió unos vasos y se los entregó a su hija. -¿Me ayudas a poner la
mesa?
-Claro, mami.
La niña dejó los vasos sobre la mesa y se acercó a mirar a través de la puerta de cristal que
conectaba la cocina con el jardín trasero. La lluvia arreciaba, el viento soplaba cada vez con más
fuerza y el río formado sobre el asfalto de las calles se enfurecía caprichoso.
-¿Qué miras, cariño? -Emma no contestó, miraba fascinada, como hipnotizada por el poder
desatado de la naturaleza que veía. -¿Cariño? ¿Emma, que miras? –Se acercó a su hija y la hizo girar
para que la mirase. -¿No me oyes?
-Perdona, mamá, estaba mirando…
-Un segundo, ahora vuelvo. -Le dio un beso en la frente y salió al salón a coger el teléfono
que había empezado a sonar. –¿Si?
-Buenas noches, jefa. –La voz de su secretaria sonó desde el otro lado de la línea como si
estuviese eufórica. –He terminado de revisar las facturas que me entregaste el otro día y…
-¿Ahora? –Tenía la cabeza embotada por la alergia y no tenía el cuerpo para facturas, dietas o
lo que fuese. –Estoy de vacaciones, seguro que tú puedes encargarte de todo. Además, es un poco
tarde, ocúpate de tu familia y deja el trabajo para las horas de trabajo.
-Lo sé, pero es que esto no podía dejarlo para mañana.
-Está bien. –Se rindió. -¿De qué se trata?
-Nicolás Gómez ha estado estafando a la empresa con sus dietas. –Se tomo el silencio de
Victoria como una invitación a continuar. –Tras revisar las facturas de hotel, descubrí que hay una
emitida a su nombre en la que coincide el número de habitación con la de Jennifer García. En un
principio pensé que quizá fuesen pareja y compartiesen habitación, pero de ser así tendría que haber
una sola factura, no dos. Luego barajé la posibilidad de que hubiese sido un fallo a la hora de
confeccionar la factura por parte del hotel.
-¿Quién es ese Nicolás?
-Es uno de los ingenieros, viaja a Madrid muy a menudo enviado por la empresa. –Le aclaró
para que entendiese que era normal que esa persona reclamase en varias ocasiones las dietas. –En
otra factura aparece la fecha de entrada dos días antes de que, supuestamente, se haya hospedado allí
y…
-Está bien. Antes de acusar a nadie de estafar a la empresa, hay que averiguar todo lo que se
pueda. –Quería terminar con esa conversación antes de que el dolor de cabeza fuese del todo
insoportable. –Hazme un informe y ya lo miro yo cuando…
-¿Victoria? Te escucho muy mal, ¿sigues ahí?
-¿Me oyes? Aquí la cobertura es pésima. -Victoria noto el olor a aceite quemándose. –¡Te
dejo, lo siento!
Colgó el teléfono, volvió corriendo a la cocina y vio que el aceite estaba quemado y la
humareda hacía el aire del todo irrespirable. Apartó la sartén del fuego tosiendo, sintiendo como si le
ardiesen los ojos y la garganta y fue a abrir la ventana para que ventilase. Notó una corriente de aire
frío que no era normal pese a lo desagradable del tiempo que hacía. Miró a su derecha y vio que la
puerta que daba al jardín trasero estaba abierta y, en el suelo, estaba el pijama y las braguitas de su
hija.
-¿Qué ha pasado? –Preguntó Charlotte con David en sus brazos.
-¡Vete con el niño al salón! .Victoria miró por la puerta pero no vio a la niña. -¡Emma! –Gritó.
No obtuvo respuesta y salió al jardín. No la veía por ninguna parte y la cantidad de agua que
caía y el sol que empezaba a esconderse por el horizonte, hacían que la visibilidad fuese muy mala.
-¿Emma? –Miró por encima del vallado que separaba el jardín de la calle. -¿¡Emma, cariño,
donde estás!? –No la veía por ningún lado y empezó a temer lo peor. -¡No, no, no! ¡¡Joder, no!!
¡Emma, por favor! –Estaba fuera de sí y se dispuso, temblando como una hoja, a saltar la valla, lo
que le estaba costando bastante por la altura de esta y el agua que le golpeaba en la cara. -¡Mierda!
-¡Señora! –La llamó Charlotte. –La niña no puede haber saltado por ahí, si no está en el jardín
tiene que estar en la casa.
-¡Quédate con David!
En la casa no podía estar, daba vueltas en redondo tratando de pensar. Charlotte tenía razón,
Emma era muy pequeña aún para haber podido saltar ella sola aquel vallado. ¡Pero podía haber
saltado alguien y habérsela llevado! Desechó esa idea, era demasiado duro ni siquiera plantearse esa
idea, esa posibilidad. Hizo memoria, tratando de recordar si mientras hablaba por teléfono en el salón
la había visto salir de la cocina para ir al baño, a su habitación u a otro sitio. Pero no, no la había
visto, así que eso terminó de confirmar que en la casa no podía estar. Miraba a su alrededor, casi sin
ver. La imagen del pijama y la ropa interior de Emma allí tirada… ¿Por qué se había desnudado? ¿A
dónde habría ido desnuda? No podía haberse ido a ningún sitio, ni vestida ni desnuda, tenía que estar
en ese jardín, aunque no pudiese verla. O eso o tendría que enfrentarse a la posibilidad de que alguien
se la hubiese llevado. Quizá algún pervertido, un depravado pederasta que le había arrancado la ropa
a su hija para llevársela para… ¡No, no, no! No podía pensar en algo así, tenía que vencer esa
parálisis que parecía empecinarse en mantenerla allí inmóvil bajo aquel aguacero inclemente. Tenía
que ponerse en movimiento. ¡Ya! ¡Tenía que estar en el jardín! ¡Aquel era el único sitio donde podía
estar! ¿Pero, por qué no la veía? ¿Por qué no contestaba la niña cuando la llamaba?
-¿Emma? -Se obligó a moverse por el jardín. -¿Emma, me oyes? –Siguió caminando, tratando
de buscar sitios donde pudiese estar sin ser vista en aquel infinito patio trasero. -¿Dónde estás?
Se acercó a unos arbustos y un par de rosales que tenía. Respiró aliviada al encontrarla allí,
tumbada, mirando al cielo con la mirada perdida, pero viva.
-¿Mamá? –En cuanto los ojos de Victoria se posaron en los de la niña, esta pareció reaccionar,
pero sus ojos… -¿Qué ha pasado, mamá?
-¡Emma, mi vida! –Estrechó a su hija entre sus brazos y la meció como si volviese a ser un
bebé. -¿Qué haces aquí? ¿Te has vuelto loca?
-No sé qué ha pasado, mamá.
-¡Mi niña! –No pudo más y rompió a llorar sin consuelo. -¡Mi niña!
-No se… -Emma parecía no entender nada de lo que ocurría. –No sé qué ha pasado.
-¡Vamos, necesitas un baño caliente! –Entró en la cocina, la niña desnuda con la piel
empapada y Victoria con la ropa chorreando agua. –Las dos necesitamos un baño. –Rió con risa
nerviosa, apartó un mechón de la cara de la niña y le dio un beso. -¿Estás bien?
-Sí.
-Dale la cena a David. –Le dijo a la institutriz. –Y luego lo acuestas, por favor.
-Sí, señora.
Bañó a la niña con cuidado, como si fuese de porcelana y se pudiese romper entre sus dedos.
La miraba allí sentada, mirando al infinito otra vez. Esa mirada de Emma la hacía seguir viéndola
allí, completamente desnuda, tumbada sobre la hierba encharcada, con los brazos y las piernas
abiertas, con cara de… No sabía ni cómo describirlo. Era como si estuviese dormida. ¡No! Como si
hubiese muerto y se hubiese quedado así, con los ojos completamente abiertos, vidriosos, sin vida.
Pero no estaba muerta, su pecho subía y bajaba lentamente, respiraba.
Le enjabonó la cabeza y Emma la giró hacia ella. Su rostro no transmitía ningún tipo de
emoción. En él no había ni miedo, ni alegría, ni tristeza, ni… Era como si el alma de Emma hubiese
abandonado su cuerpo y solo quedase ante Victoria una carcasa de carne y hueso, donde antes había
estado su hija.
-¿Estás bien, cariño?
-Sí.
-¿Por qué saliste al jardín?
-No lo sé.
-¿Por qué te desnudaste?
-No lo sé.
Tras aclararla la secó y la rodeó con sus brazos, incapaz, otra vez, de contener las lágrimas.
-Te estaba llamando. –Su voz era un susurro lastimoso. -¿No me oías?
-Sí.
-¿Y por qué no me contestabas?
-No lo sé.
-¡Reacciona, maldita sea! –Le gritó. -¿Qué demonios te pasó por la cabeza? –La zarandeó
intuyendo que la niña estaba en algún tipo de estado shock, pero incapaz de vislumbrar porque
motivo. -¿Por qué lo hiciste?
-No lo sé.
-¡Charotte! –Llamó. -¡Charlotte!
-Sí, señora.
-Vístela y la metes en su cama. –Victoria estaba fuera de sí.
-¿Sin cenar, señora?
-No tengo hambre. –Contestó la niña.
-Sí, sin cenar.
Victoria se quedó sola y se desnudó. Volvió a encender el agua caliente y se metió bajo el
generoso y cálido chorro. Los nervios parecían haber mitigado el frío que se había apoderado de su
cuerpo. Su mente estaba helada por lo ocurrido y su piel, agradecida, se estremeció al dejar salir fuera
esa gélida temperatura que se había adueñado de su mente y su cuerpo por el viento, por el agua, por
tanto tiempo con el pelo y la ropa empapada y por los nervios de lo ocurrido.
El agua resbaló por su cabello hacia su cuello, hacia sus pechos que se endurecieron y su
espalda, para seguir descendiendo por su vientre, su pubis y sus nalgas hasta caer por sus piernas,
llevándose consigo ese terror que le había encogido el corazón. Victoria lloró, derramó abundantes
lágrimas como nunca en su vida había hecho y se dejó caer de rodillas, derrotada, en el interior de la
bañera.
No se había percatado hasta entonces de ello, pero ese episodio había logrado que su alergia
desapareciese, probablemente arrastrada por el torrente furioso de adrenalina que corría por sus
venas. Tampoco recordó que su marido estaba tan solo dos pisos más arriba en aquella casa. Ni ella
se acordó de ir a buscarle para que la ayudase, ni parecía que él hubiese escuchado nada de lo que
había pasado.
Esa noche iba a costarle mucho conciliar el sueño si no hacía algo para evitarlo.
Después de cenar… Bueno, después de darle un par de bocados a un pescado que no se había
carbonizado en el horno de milagro gracias a Charlotte, se acercó a la habitación de su hija. Claudia y
Mauricio se habían ido a sus habitaciones tras despedirse de ellos. Mark, en su rostro, adivinó una
sombra de que algo había ocurrido, no había duda.
-¿Qué ha pasado?
-Nada, no te preocupes. Luego te lo cuento.
Emma dormía profundamente, pero en su gesto le pareció descubrir unos pequeños tics, como
si estuviese soñando con algo malo. No era de extrañar que tuviese pesadillas, así que la movió
despacio hasta que la niña despertó.
-¿Mamá? ¿Papá?
-Tranquilízate. –Le susurró al oído. –Tenías una pesadilla. –Le dio un beso en la frente y le
acarició la mejilla. –Vuelve a dormirte, cariño.
-Sí, mamá.
La persiana estaba arriba del todo, como a ella le gustaba.
Salió del cuarto de Emma y fue al de David, donde el niño dormía plácidamente.
-Vete a dormir, cariño.
-No puedo, estoy desvelada. Ve tú.
-¿Vas a contarme que ha pasado?
-Mañana, hoy prefiero no hablar de ello.
-Está bien. –Le dio un beso y salió. –Te quiero.
-Y yo a ti.
Quedó sola, se fue al salón y encendió la radio donde Antonio Machín entonaba su “Toda una
vida”. En aquella aldea parecía que no sabían lo que era un televisor y tan solo se lograba sintonizar
una emisora en la que solo sabían hablar del mal tiempo que hacía y poner canciones de las que
debieron bailar sus abuelos o bisabuelos. Se tumbó en el sofá para relajarse, acompañada de la voz
del cantante cubano. Cogió un poco de marihuana de una caja y se lió un cigarrillo. Victoria no
fumaba, apenas bebía si no era una cerveza, una botella de sidra o un vino de vez en cuando, muy de
vez en cuando. Tampoco se drogaba, pero siempre tenía una reserva con un poco de hierba para casos
como aquel.
Un mal vicio de sus años en la universidad. Una insana costumbre que le sirvió para mitigar
sus nervios antes de los exámenes, para sobrellevar los ataques de ansiedad ante pruebas cruciales de
la carrera y que, desgraciadamente, adoptó para tratar de soportar duros momentos como aquel. No le
gustaba la idea de que una Guardia Civil supiese que tenía hierba en algún lugar de la casa así que,
cuando terminó el cigarrillo, se sirvió una copa de vino y fue a buscar el ambientador para tratar de
mitigar el aroma que flotaba en el aire.
Pero no sería solo a ella a quién le costaría dormir aquella noche. Tras varias vueltas en la
cama, Mauricio cogió su teléfono para llamar a su madre. Allí no había cobertura y cuando se resignó
a aceptar que no iba a lograr conciliar el sueño, se levantó y se puso a pasear por toda la casa en
busca de línea o datos.
-Sin cobertura de red. –Leyó. -¡Mierda!
Marcó el número de la iglesia de su hermano y el altavoz le devolvió ese maldito sonido
intermitente.
Su paseo nocturno le llevó hasta la estancia del tercer piso donde aquel mismo día había
estado escuchando las locuras que Claudia le narraba a Mark, la biblioteca. De día era un lugar
precioso pero de noche resultó ser un tanto tétrico. Todas las paredes tenían varias estanterías,
repletas de libros desde el suelo hasta el techo. Y, entre estantería y estantería, se alternaban altos
espejos de cuerpo entero con cuadros de todos los miembros de la familia Bolaños, quienes parecían
seguirle con la mirada según caminaba por allí dentro. En el suelo había una enorme alfombra de
filigranas doradas y figuras rojas que, en la penumbra, parecía un manto de arenas movedizas. Sobre
esta había un escritorio de roble, algo barroco para su gusto, donde Nicanor Bolaños debió leer
durante horas. Tras la mesa, un sillón de piel marrón y enfrente dos butacones muy cómodos donde
se habían sentado aquel día su amiga y él.
Daba miedo aquel sitio, un embrujo que sabía que se rompería en cuanto encendiese la luz, así
que eso fue lo que hizo. El relojero se acercó después uno de los estantes y aspiró su aroma. Papel,
tinta, polvo… Olía a libro viejo, incluso notó un toque a humedad en su olor. Dejó que sus dedos
acariciasen los lomos de algunos ejemplares y se fijó que ninguno de ellos tenía título, tan solo un
nombre. El del autor, supuso Mauricio. Cogió uno al azar y leyó lo que se escondía en sus páginas.
No, el nombre del lomo no era el del su autor sino el de su protagonista. Cogió otro y luego otro y
llegó a la conclusión de que todos ellos tenían varias cosas en común. Todos ellos parecían haber
sido escritos por la misma persona, todos ellos narraban las historias de personas vinculadas de algún
modo a aquella aldea y que, antes o después, se habían alojado en aquella mansión. Y, para colmo,
todos aquellos libros comenzaban más o menos de la misma manera, con frases como: “Quema este
libro, no oses leerlo si no quieres volverte loco” o “Cada palabra que aquí leas es cierta pero,
lamentablemente, cada palabra es una baldosa es tu camino a la locura”.
¿Cuántos libros había allí? ¿Doscientos cincuenta? ¿Trescientos libros quizás? ¿Se contaban
allí las vidas de trescientas personas?
-Alberto Santirso García, Miriam Ruiz Seoane, Miguel Antonio Villar Gómez, Pedro de Leal
y… -Reconoció ese nombre y cogió aquel tomo. -¿Qué hace él en este estante?
Se sentó en el mismo butacón desde el que escuchó a Claudia hablando con el doctor
Donovan y se puso a leer. La historia de ese hombre estaba plagada de secretos y mentiras. Pero, lo
que más le llamó la atención, fue que allí se contaba la historia de amor entre Margarita Nicuesa y él,
se contaba la historia de ese anillo que tantas veces le había contado su padre.
Según ponía en aquellas hojas, Pedro de Leal y Agramunt le había regalado al amor de su
vida un anillo de compromiso adquirido en una modesta joyería venida a menos. El joyero, un
hombre a punto de jubilarse y que temía que su negocio se cerrase en cuanto ya no estuviera él al
frente, había trabajado noche y día, dejándose la salud y la vista, creando una joya diseñada por
Margarita Nicuesa. Aquel encargo salvó la joyería, le dio cierto renombre y Julio Lombardero, tras
relevar a su padre al frente, logró aprovecharlo y hacer que aquel cochambroso local reluciese como
aquel anillo y toda clase de personas importantes empezasen a frecuentarlo.
Mauricio sonreía, en aquel libro mencionaban a su padre y a su abuelo. Tentado estuvo de leer
las últimas páginas para comprobar si él mismo también aparecía como actor de relleno en aquella
película.
El señorito catalán recibió un si por parte de su amada, embarazada de su primogénito ya que,
según las crónicas de la época, nunca pudo tener hijos con su esposa, doña Virtudes Varela y, por lo
visto, falleció sin saber lo que era ser madre.
Supuestamente perdió la vida en un accidente de avión antes de llegar a casarse con
Margarita, quien al conocer la noticia dio de manera prematura a luz a una niña que nació muerta. Su
muerte se produjo supuestamente por un intento fallido por parte de un grupo anarquista de asesinar
al mismísimo Franco, quien se supone que iría también en aquel vuelo. Pero el caudillo no iba a
bordo y quienes perecieron fueron Pedro, el pasaje y un General nazi del que los periódicos poco
pudieron decir.
Poco se supo desde entonces de la enferma viuda, menos aún de esa mujer llamada Margarita,
quién decía de él que había sido un AMOR con mayúsculas. Un amor prohibido, pecaminoso según
algunos pero, para ella santo, puro y limpio como pocos había habido. Fue ella misma la que, cuando
Pedro le dijo que abandonaría a su esposa, le dijo que no sería humano hacer tal cosa. Una
enfermedad llevaba años pudriéndole las entrañas y había sumido su existencia a vivir anclada a una
cama sufriendo terribles dolores mientras se iba consumiendo poco a poco.
Pero antes de que aquel avión cayese convertido en una bola de fuego, Pedro se había ganado la
confianza del Generalísimo y no había sitio donde no fuera Franco sin tener a su lado a su médico
personal, el doctor de Leal. De Pedro surgieron ideas y proyectos que el régimen se planteó y que, en
algunos casos, incluso llevó a cabo. Ideas como un sistema sanitario universal y gratuito para todos
los españoles de bien. Franco comenzó a plantearse la idea de nombrarle Ministro de Salud.
El adulterio era un pecado imperdonable y para Franco, amigo intimo del General Varela,
suegro de Pedro, una traición que ni siquiera con la muerte podría llegar a pagarse. Nadie se enteró
de la aventura extramarital del doctor y nadie se habría enterado de no haber pecado ambos de exceso
de confianza y si, para que negarlo, exceso de felicidad. Ella se había quedado embarazada, la
enfermedad de Virtudes le abrió las puertas a la muerte que estaba llamando a su puerta y todo hacía
pensar que pronto dejarían de existir los obstáculos que les impedían pasar juntos el resto de sus
vidas. Es por ello que, en el tercer mes de embarazo de Margarita, El Generalísimo viajó a Asturias
para asistir allí a unas maniobras militares y como siempre, Pedro y ella con él. Durante esa visita
compró el anillo y en el hotel que una vez fue el hogar de la infancia de Margarita, la casa de su
padre, la llevó a la cafetería, pidió una mesa para dos y cuando el camarero se alejó, Pedro se
arrodilló ante ella y le pidió matrimonio. Por supuesto, Margarita le dijo que sí. Ninguno de los dos
conocía a ninguno de los presentes en aquel lugar, a los sorprendidos testigos de tan peculiar petición
de mano, pero hubo uno que reconoció a Pedro. Esa misma tarde, un periodista llamó por teléfono al
hotel donde Franco, doña Carmen Polo, todo su séquito, Pedro y Margarita estaban alojados y dejó el
recado de que habían visto al futuro Ministro de Salud pidiendo matrimonio a una bella desconocida
que no era Virtudes Varela. Según le constaba al estúpido periodista, esta debía encontrarse postrada
en una cama, retorciéndose de dolores y añorando a su esposo, don Pedro de Leal y Agramunt. Sobra
decir que la noticia nunca vio la luz. Sin embargo, dos días después las portadas de todos los
periódicos se hacían eco del intento fallido por acabar con la vida del Generalísimo y su médico y
amigo, en el que el grupo Anarquista Frente de Liberación Popular asesinó al periodista José maría
Álvarez al arrollarle con un coche en su huida.
Ese grupo anarquista nunca existió fuera de las páginas de los periódicos cada vez que el
régimen quería o necesitaba librarse de alguien. Motivo por el cual se barajó por parte de muchos la
posibilidad de que el mismísimo Franco había mandado asesinar a Pedro en aquel avión. O él o
alguien muy cercano a él. El método elegido, el engaño a la prensa acusando a un grupo anarquista
inexistente de llevar a cabo un atentado contra el avión con destino a Zaragoza en el que viajaría
Franco para ir dirigir unas maniobras militares en San Gregorio, con las que mostrar el poderío de las
fuerzas españolas al mismísimo Hitler y sus generales nazis. Casualmente, dicho atentado tuvo como
víctimas al pasaje del avión, a uno de esos Generales de Hitler y al futuro Ministro de Salud, quien no
hacía mucho tiempo había traicionado la confianza del Generalísimo cuando se supo de su conducta
nada cristiana.
Uno de los hermanos del padre de Pedro de Leal, Camilo de Leal, director de la Delegación
Provincial del Sindicato Vertical en Barcelona y candidato a ocupar un alto cargo como procurador
en las Cortes Españolas, tenía por delante un brillante futuro en el Palacio de la Cortes como
miembro del gobierno de Franco, al menos hasta que un escándalo truncó su carrera política y se lo
llevó a la tumba. Se suponía que era un importante valedor de la moralidad católica, esposo fiel, gran
padre de cinco hijos, cristiano de fe inquebrantable y autor de centenares de discursos y un par de
obras sobre ética, decoro y rectitud. Era un hombre importante y aún así una simple mancha en su
“expediente” logró echar por tierra su buen nombre.
Salida de la nada, una joven alemana de nombre Sofía Schneider, fue recogida en su casa y
fue presentada en sus círculos sociales como sobrina suya. A nadie de la alta sociedad de la época le
pareció muy creíble que esa tal Sofía fuese familia suya si no tenía ningún apellido en común ni con
él ni con su esposa y no se sabía que ninguno de sus hermanos o cuñados fuese el padre de la
muchacha cuarenta años más joven que don Camilo de Leal. Tan solo seis meses después de
acogerla, Sofía dio a luz dos mellizos. El esposo no le dio a escoger a su mujer, metería a la
muchacha en la casa por estar embarazada, presuntamente de él, para evitar escándalos que
igualmente terminaron estallándoles en la cara y por caridad cristiana. Al principio, el poder de aquel
hombre le valió para que todo el mundo, en contra de lo que en realidad pensaban, jurasen y
perjurasen ante tribunales humanos y divinos que tenían el convencimiento y que, por tanto, debía de
ser cierto, que Sofía era sobrina de Camilo de Leal por parte de su mujer. Pero nada más dar a luz, se
encontraron con un niño y una niña, mellizos y muy diferentes, en su hogar. El niño no se parecía a
nadie de su familia y sin embargo la niña era igual que él, así que los rumores se pintaron de certeza,
nadie dudó de la paternidad de Camilo de Leal y aquello tiró por los suelos su buen nombre y su
futuro en el gobierno de Franco. Tras esto, ni su alcurnia ni su apellido, ni tan siquiera su inmenso
poder en la alta sociedad de la época, le sirvió de nada. Todos aquellos que habían mirado para otro
lado, hipócritamente comenzaron a decir que nunca se hubiesen esperado algo así de un hombre
como aquel, que no tenía perdón de Dios y que había mancillado el honor de la chiquilla y de su
familia.
Así es. Sofía Schneider era en verdad la única hija del embajador de Alemania en España
hacía varias décadas. Un hombre de descendencia española, catalana más concretamente, que se
había casado con una española que era prima segunda de la mujer de Camilo de Leal.
La relación entre las mujeres del embajador y la mujer de Camilo de Leal debió de ser muy
estrecha como para acoger a Sofía en su casa. No hay constancia de que las dos familias hayan
coincidido o se hayan visto durante décadas, ni siquiera en bodas o actos oficiales. Pero aún así la
acogen en su domicilio, embarazada y soltera y da a luz a dos hijos de los cuales, la niña,
sospechosamente, se parece a Camilo de Leal, con quien Sofía no tiene ningún lazo de sangre.
El motivo por el que el embajador volvió a Alemania es uno de los secretos mejor guardados.
Se dice que Franco pidió a Hitler que se lo llevase, que le hiciese volver a su país. Su carrera política
se acabó y volvió a su antiguo empleo. El que hubiese sido el director del hospital más prestigioso de
todo Berlín, se vio degradado a ser un médico más en un hospital de tres al cuarto donde atendían a
sus soldados heridos, a enemigos y prisioneros que convenía mantener con vida y a la mismísima
mujer de Peter Schneider, la madre de Sofía.
Con tan solo catorce años, Sofía comenzó a trabajar como enfermera en ese mismo hospital.
Su misión era ayudar a su padre y, ante todo, cuidar y vigilar a su madre por su endometriosis.
La muchacha se volcó en conocer y atender a otros pacientes, sobre todo a hombres jóvenes
que tuviesen lo máximo en común con ella.
Y así fue como, presuntamente, conoció al hijo del banquero más poderoso de toda Alemania.
Y por supuesto, este muchacho de dieciocho años llamado Malak Grynszpan, era judío. Su padre
controlaba una de las mayores fortunas del país y los secretos de los abultados patrimonios de
personajes como Himmler, Goebbls, Hess, Rosenberg y del mismísimo Hitler, lo que le confirió un
gran poder y, hasta cierto punto, cierta inmunidad pese a sus orígenes judíos y su gran nariz sefardí.
Calev Rosenberg poseía mucho dinero, un dinero que el führer necesitaba para financiar sus
campañas militares. Pero también poseía una mente increíble que le llevó a maquinar un entramado
por el cual, si fallecía, todo cuanto hubiese en la caja fuerte de su banco iría a parar a las sucursales
de su banco en Paris, Nueva York y Jerusalén, a donde previamente ya había enviado más de la mitad
de ese dinero de los peces gordos nazis. Si él se moría, Alemania quedaría en la más absoluta de las
ruinas y con ella, también sus personajes más importantes.
Malak era un idealista que quiso seguir el ejemplo de su padre, un impertinente pretencioso
que, escudado tras el poder de Calev, también quiso aportar su granito arena en cuanto poner en jaque
el poder de Hitler y lideró un grupo estudiantil de universitarios en varias protestas frente al
Reichskanzlei. En una de estas manifestaciones, el joven fue herido de gravedad y estuvo a punto de
morir. La prensa fue silenciada, se ocultó este hecho para que el banquero no se enterase y se le
encomendó a Peter Schneider la misión de salvarle la vida.
Para Hitler el muchacho valía mucho más vivo que muerto. Tenerle en su poder era una baza
con la que tratar de chantajear a Calev Rosenberg.
Entonces, la muchacha conoció a Malak, le cuido, se enamoró y quedó embarazada de este.
De descubrirse, aquello sería un escándalo, si, pero sobretodo un peligro para ella y su padre. Si el
führer lo descubría, podría utilizar a Sofía y a aquello que crecía en su vientre, como moneda de
cambio contra Calev, lo que hacía que sus vidas valiesen tan solo el precio que Hitler quisiera
ponerles.
Finalmente, decidió enviarla a España para protegerla a ella y a sus hijos.
Mentiras, mentiras y más mentiras. En la vida de Pedro de Leal no pareció haber más verdad
que el egoísmo. Justo antes de morir confesó la verdad. La verdad de que Peter Schneider y Pedro de
Leal eran la misma persona. Nunca murió en aquel accidente, si bien así se quiso que pareciera.
Virtudes Varela, a las puertas de la muerte logró convencer a su suegra de que la ayudase.
Entre las dos, apelando a su Cristiana conciencia, le hicieron jurar que no volvería a ver a su amante,
que viajarían a Alemania donde había un hospital en el que se decía que se habían logrado grandes
avances y podrían curar el mal que a punto estaba de mandar a esa mujer con la que se había casado
ante los ojos de Dios y Franco. El accedió, no le quedó más remedio. Accedió por temor a que si no,
el padrino de su boda, no solo terminase por matarle a él, sino también a esa preciosa mujer de la que
se había enamorado, Margarita Nicuesa. Accedió porque, como ella misma le había dicho una vez, no
era humano abandonarla en ese estado. Dios no tardaría en llamarla a su vera y su deber como esposo
era estar a su lado, ayudarla y utilizar sus conocimientos de medicina para evitarle una agonía atroz
hasta que la muerte los separase. En la salud y en la enfermedad, así lo había jurado ante el Señor.
Se reunió con el caudillo y entre ambos prepararon un plan. Fingirían su muerte, el
Generalísimo hablaría con su amigo Hitler y este le daría el nombre y el puesto en el hospital de
aquel General Nazi fallecido dos semanas atrás, Peter Schneider. Cuando naciese la hija de Pedro que
crecía en el vientre de Margarita, le harían creer que había nacido sin vida y ya se le había dado
sepultura, si bien viajaría junto con él y Doña Virtudes hacia Alemania con el nombre de Sofía.
El amor que se había sellado con aquella alianza había sido traicionado.
De entre las páginas del libro que Mauricio leía con avidez, aquel anillo cayó al suelo. El
joyero se agachó para recogerlo pero tuvo que apartar la mano tras chamuscarse los dedos. Aquella
joya ardía, era puro fuego. De ella surgió una segunda alhaja, al igual que de una célula surge otra
mediante la mitosis. De estas dos, cuatro y de esas cuatro, ocho. Durante varios segundos se fueron
reproduciendo una y otra vez, hasta formar una especie de cigoto de oro incandescente. El proceso se
repitió y se repitió hasta surgir algo parecido a un feto humano hecho de metal áureo. Del feto, un
bebé. Del bebé una niña, después una adolescente y, finalmente, una muchacha bella y hecha de
ardiente metal, Sofía Schneider. Un metal que desprendía un calor insoportable que hizo que
Mauricio se alejase de ella varios pasos. Dos mil grados, pensó él que debía de ser la temperatura
cuando vio que la figura dorada se tornó roja, como lava incandescente y se derritió cayendo al suelo.
En medio de la biblioteca se había formado un charco de oro líquido, con un brillo cegador y un calor
insoportable que hizo que la alfombra comenzase a arder. Un charco de oro líquido que parecía tener
vida propia ya que, milímetro a milímetro, aquella “cosa” iba acercándose a él, quemando todo a su
paso y convirtiendo aquel paraíso de los libros en un infierno insoportable.
Sofía iba a por él. Mauricio había leído sobre los secretos de su familia y aquella sería su
condena a muerte por ese pecado. Mauricio gimió aterrado al comprender que era lo que pasaba.
Trató de pedir ayuda pero de su garganta apenas surgió un “ayuda” ahogado, un susurro. Cada sonido
del joyero era combustible para ese charco de oro ardiente, su velocidad iba en aumento y estaba ya a
escasos centímetros de ese hombre que se había quedado petrificado en medio de ese océano de papel
y tinta. La sangre por fin volvió a llegar a sus músculos y logró ponerse en movimiento. Corrió
cuanto pudo, tirando entre él y esa cosa todo cuanto tenía cerca. Pero tan solo lograba que Sofía fuese
más rápida, más poderosa y letal al alimentarse de todo eso que él tiraba y ella devoraba con sus
llamas. Logró salir de la biblioteca y a punto estuvo de caer al chocar contra un hombre que no
conocía de nada. Este hombre no tuvo tanta suerte como él y al tropezar acabó tendido en el suelo,
sobre ese líquido dorado, ardiente y brillante que, contra todo pronóstico, no parecía quemarle. El oro
líquido trepó por las piernas y brazos hasta el vientre de aquel desconocido. Ascendió por su pecho y,
cuando este gritó, se introdujo por su boca. El hombre se incorporó, perecía encontrarse
perfectamente.
-¿Estás… -A Mauricio apenas le quedaba voz. -¿Estás bien?
-Sí.
-¿Quién eres?
-Me llamo Alberto Santirso.
-¿De dónde has salido?
-Vivo allí. –Señaló hacia la puerta de la biblioteca.
-¿Qué vives allí?
-Sí, Mauricio. –A ese tal Alfredo se le volvieron los ojos negros y sus manos se convirtieron
en garras. –Y, a partir de hoy, ese será también tu hogar.
Aquellas zarpas de león, de lobo o de cualquier animal salvaje dispuesto a arrancarle la piel a
cuchilladas con sus uñas se alzaron amenazantes y de la boca de Alfredo surgieron espumarajos
sanguinolentos. El joyero caminó hacia atrás, incapaz de apartar la vista de esas manos, esos ojos y
aquel rostro que se iba deformando de la misma manera que lo haría una vela al contacto con su
llama. Mauricio retrocedió aún más, después otro poco y otro poco más hasta entrar de nuevo a la
biblioteca y tropezó contra la butaca donde había estado leyendo el libro sobre Pedro de Leal y cayó
sentado en ella. Alfredo le observaba sin ver, ciego y muerto, comenzando a arder de dentro hacia
afuera hasta quedar completamente consumido por ese oro líquido que había tragado. Sofía volvía a
estar de pie ante Mauricio, brillante y dorada como el sol. De Sofía adulta a Sofía niña, bebé, feto y,
al final, de nuevo ese anillo único, de oro blanco y diamantes que fue tragado por las cenizas de
aquella alfombra que, por arte de magia, tras esto volvió a estar perfectamente.
-Ha sido una pesadilla. –Dijo en alto con su voz normal. –He debido de quedarme dormido.
Miró el libro en sus manos, aún abierto por la parte en que se descubría que Peter Schneider y
Pedro de Leal eran la misma persona y que Sofía, la hija de Pedro y Margarita, estaba viva. Había
leído poco más de la mitad y, según el reloj, eran ya las cinco de la madrugada. Quería seguir
leyendo pero se auto convenció de que lo más prudente era irse a dormir. Ya continuaría leyendo otro
día.
Capítulo 13

La reunión con ese par de idiotas que tenía como Ministro del Interior y Director General, tras
los últimos atentados yihadistas en Europa, había sido del todo ridícula. Un político no podía
exigirles tanto sin dar nada a cambio. Ni siquiera la presencia de su inmediato superior, el General de
Operaciones, había servido de nada. A fin de cuentas el cargo de este era más político que policial. El
único de todos los presentes que había estado de acuerdo con él en todo había sido el Comisario de
Información del Cuerpo Nacional de Policía ya que él también tenía los mismos problemas con el
Ministro y su Director General.
Las plantillas de ambos cuerpos habían descendido a mínimos históricos. Cada año, entre
jubilaciones, ascensos y fallecimientos se perdían del orden de tres mil agentes y la mayor promoción
había sido de doscientos ochenta y cinco alumnos. A la Policía Nacional le pasaba lo mismo así que,
no hacía falta ser Einstein para darse cuenta de que se perdían unos cinco mil cuatrocientos efectivos
al año entre guardias y policías y ya llevaban con esa tónica más de un lustro.
-Las plantillas se reducen y envejecen.
-¿Pero qué tiene que ver eso con haber perdió la pista a El Amrani? –Preguntó el Director
General de la Policía. –No lo entiendo.
-Nuestra principal fuente de información proviene del trabajo diario de las patrullas que se
patean las calles. Ellos identifican, realizan controles y acuden a los avisos de avistamientos de
personas sospechosas. Cada día se topan con terroristas o potenciales terroristas sin saber quiénes
son. Es mi trabajo después buscar sus informes, desechar los que no interesan y buscar coincidencias
o cualquier cosa que nos sea importante. Cuantos menos guardias tenemos en la calle, menos
información recibimos. –Agustín se contenía, le gustaría decirles todo eso más alto y más claro, pero
eso solo podía traerle muchos problemas. –Y para colmo, en unidades de información como las
nuestras, el personal del que disponemos para realizar seguimientos o tratar los datos recibidos se ha
visto mermada en un 50%. Sobre cada uno de mis hombres recae una carga de trabajo de cuatro.
-Me da igual lo que me cuente, Comandante.
-Señor Ministro… -Intervino Francisco, el Comisario de Información. –Nuestros agentes no
tienen el don de la ubicuidad. El Amrani se puede haber escabullido a nuestro lado sin que hayamos
tenido la más mínima oportunidad de verle o echarle el guante.
-No se si no se da cuenta de lo que tratamos de decirle, necesitamos más personal, más
medios, más…
-No hay dinero para eso, Agustín. –El General intercedió.
-¿Eso es lo único que cuenta? ¿El dinero? Si sufrimos otro 11M, ¿qué le diremos a la gente?
¿Qué les diremos a los familiares de los muertos? ¿Que no había dinero? Tengo a veinte hombres
siguiendo a más de una docena de objetivos. Trabajan de sol a sol para poder cubrir el trabajo que
deberían realizar sesenta guardias. De gracias a Dios de que ninguno de ellos se me ha dado de baja.
-Cumplan con su trabajo, Comandante. Cumplan con su trabajo y no tendremos otro 11M.
¿Me ha entendido?
-Sí, señor Ministro. –Se puso en pie y se dirigió hacia la puerta. –Está claro que es usted el
que no me ha entendido a mí. –Le hizo un gesto con la cabeza como despedida a su homologo de la
policía. –O más bien que no me ha querido entender.
-¿A dónde va, Comandante?
-A cumplir las órdenes del Ministro, a realizar mí trabajo, señor Director.
Hastiado de tantos formalismos y cabezas duras, se quitó el uniforme, guardó la pistola en el
cajón de la mesa de su despacho y miró su teléfono móvil antes de vestirse de paisano.
Ni una llamada desde hacía días, ni un triste mensaje… Tampoco parecía que hubiese pasado
desde hacia tiempo por su casa y su abuela no sabía nada de ella. Era como si la tierra se la hubiese
tragado o hubiese vuelto a huir.
Aún era miércoles y hasta el viernes no empezaba las vacaciones de verano. Una mala época
para haber pedido permiso con todo el lío que tenía encima con esa información sobre que varias
células activas, listas y preparadas para cometer un atentado, de radicales islamistas se habían
asentado en España venidas desde Bélgica y Francia y tenía contacto con musulmanes asentados y
nacidos en España. Pero tenía que ir con ella, Claudia le necesitaba por mucho que ella se negase a
reconocerlo.
Ya tenía preparado casi todo el equipaje, tan solo le faltaban los billetes de avión que aquella
tarde iría a recoger a la agencia de viajes para darle una sorpresa a Claudia. New York les esperaba,
un destino del que siempre ella le había dicho que tenía ganas de ir. Tras una semana allí, irían hasta
Los Ángeles, donde alquilarían una par de Harleys para recorrer sobre ellas los la mítica Ruta 66.
Tras esperar dos tonos, la voz de Nélida, la tía de Claudia, contestó.
-No, lo siento, seguimos sin tener noticias de ella.
Lo único que había logrado averiguar era que se había marchado con Mauricio a desconectar
de todo a algún sitio perdido de la mano de Dios. Según le había dicho ella misma, sobre esa fecha
tendría que estar tratándose ya con el psicólogo. De no ser porque su amigo el joyero era
homosexual, se hubiese celado.
-¿Después de hablarle así al Ministro te atreves a pedirme favores?
-Es algo urgente, si no ya sabe que no se lo pediría.
-Tan solo te faltan dos días para empezar unas vacaciones que te pedí que no te cogieras, ¿no
puedes esperar?
-No, mi General, lo siento pero es muy urgente.
-Está bien, Agustín, haz lo que te salga de los… -Escuchó suspirar a su superior a través del
teléfono. -¡Como siempre!
-¿Se ha conseguido convencer a ese idiota de que active la Alerta 5?
-No, continuamos en nivel 4.
-¡¡Manda cojones!!
Media hora más tarde, tras poner en antecedentes al Capitán Málaga de lo que ocurrió en la
junta de seguridad, se puso en camino a la agencia de viajes y después cogió la A-6 en dirección a
Asturias.
-¿Estamos casi seguros de que se prepara un atentado en España y te quitas de en medio?
-Es casi seguro que no lo van a cometer en los próximos treinta días, ¿no te vales por ti mismo
hasta que yo vuelva? ¡Tienes que destetarte!
-¿Tanta prisa es por ella?
-¿Por quien si no, Málaga, por quien si no?
-La policía Belga ha comunicado que han visto a El Amrani en Molenbeek en un Volkswagen
Polo azul con matrícula de París.
-¿Se sabe si se ha reunido con alguien allí?
-No, aún no. Pero creen que es posible que haya viajado para ver al Imán de la mezquita de
Lyon.
-¿Con “El carnicero”? ¿No se supone que estaba en Siria? –Le miró con preocupación. –Si
ese maníaco está metido en esto, la cosa pinta muy mal. ¿Qué hay de los objetivos que tienen
vigilancia?
-Se han repartido por toda España, Barcelona, Madrid, Ceuta… Creemos que El Amrani
viajará hasta Siria para reunirse con alguien en nombre de “El Carnicero” y con todos ellos para
adiestrarse antes de volver a España.
-Bien, da aviso a los Aeropuertos de Barajas y el Prat y a las fronteras de Ceuta y Melilla.
-Necesitamos más gente, Agustín. Nuestros hombres no dan a vasto.
-Cuéntales lo que creas necesario a las unidades de información de la Comandancia, que te
presten personal y medios. Si son vistos que no les detengan pero que nos avisen.
-Ya he mandado una nota informativa a todos los aeropuertos, puertos y puestos fronterizos,
por si no fuesen en avión y se desplazasen en coche o Ferri hasta otro país desde el que volar hasta
Siria.
-¿Ves como no me necesitas aquí? Buen trabajo, Felipe.
Aquella misma mañana, Emma abrió los ojos en su habitación y se giró hacia su izquierda.
Jacko estaba allí con ella y, cuando se percató de que la niña estaba despierta, le lamió la cara con su
diminuta y húmeda lengua.
Emma sentía algo raro. Jacko estaba muerto, pero sin embargo lo veía perfectamente, allí
frente a ella, notando el calor de su aliento y el tacto áspero de su pequeña lengua. ¡Si, ella sentía algo
raro! Siempre había adorado a ese minúsculo perrito pero, en aquel momento, nacía en su interior un
odio mayúsculo, irracional, hacia su chihuahua. Jacko estaba muerto y sin embargo aún podía verlo
ahí, feliz y respirando. Lo veía tan claramente, como clara era también esa sensación, ese deseo de
matarlo.
Se puso de rodillas sobre la cama y cogió al perro por el cuello para aplastarlo contra el
colchón, justo antes de ponerle la almohada encima. Jacko se revolvía, luchaba por su vida con todas
sus fuerzas, clavando sus colmillos contra el relleno y rasgando con sus uñas la funda de la almohada.
Jacko quería vivir, pero en verdad ya estaba muerto. Ella misma lo había matado de esa misma
manera no hacía mucho tiempo. La almohada ahogaba los gritos del perro, nadie le podía oír, pero en
su mente resonaban los lamentos del chihuahua. ¡Ya estaba muerto, no podía volver a morir!
Emma apartó la almohada y vio que el perrillo le miraba asustado, acurrucado contra el
cabecero de madera, mostrándole los dientes a la niña, dispuesto a atacar a la que fue su mejor amiga
si fuese necesario para salvar una vida que ya no le pertenecía. La niña miró la almohada, llena de
pelos y babas, rasgada por sus uñas y su colmillos y después posó su mirada indolente sobre el
chihuahua que temblaba como una hoja, de pies a cabeza, con el rabo entre las piernas. No podía
matarlo, ella no. Quería hacerlo, pero algo dentro de ella se lo impedía. Se debatía entre ese deseo y
la chispa de amor que aún sentía por aquel cachorro. ¡Pero ya estaba muerto! Ni se le podía matar, ni
se le podía amar.
La puerta de la habitación se abrió y Mark apareció tras ella. Emma se abalanzó hacia su
padre, abrazándole y dejando que él le devolviese el gesto y la cubriese de besos.
-Ya pasó. –Le susurraba. –Tranquila, ese perro malo ya no puede hacerte daño. Jacko está
muerto, Emma. –Su padre apareció también allí, empapada del agua de la lluvia que aquella tarde
había caído como un diluvio. -¡No puede hacerte ningún daño!
Emma lloraba, el abrazo de su padre era narcótico, tranquilizador. Solamente en sus brazos se
permitió el lujo de dejar salir las lágrimas.
-¡Jacko! –Escuchó a David y miró hacia su cama. -¡Hola, Jacko!
Su hermano se había subido a su cama y de rodillas, acariciaba al perro que meneaba contento
la cola. La niña hipó sonriendo pero, cuando vio a su hermano coger la almohada, temió lo peor.
-¡No!
David se dejó caer sobre el chihuahua, cubriéndolo completamente con su cuerpo y el
almohadón, ahogándole, presionando con fuerza. Emma trató de soltarse del abrazo de su padre, pero
cuanto más trataba de librarse, más apretaba Mark para evitar que la niña fuese a ayudar al cachorro.
-¡Suéltame, papá, por favor! –Ella luchaba inútilmente. -¡Suéltame!
-No, cariño, solo así podremos evitar que vuelva a hacerte daño.
-¡Jacko! –Reía David. -¡Jacko!
El niño seguía presionando, ahogando al perrillo hasta que este se dejó de mover. Cuando se
levantó, fue a los brazos de su madre.
-Bien hecho, cariño. –Le dijo Victoria al pequeño niño. –Estamos muy orgullosos de ti,
David.
-¡Nooo! –Gritaba Emma. -¡Suéltame papá!
Mark obedeció y la niña se lanzó contra la cama, quitándole la almohada de encima al perrillo
y descubriendo a Jacko muerto, otra vez.
Su respiración se agitó, abrió los ojos y descubrió que todo había sido una pesadilla. Sus
lágrimas caían sin poder y sin querer evitarlo, y salió corriendo hacia la habitación de sus padres.
-¡Papá, papá! –La niña zarandeaba a su padre. -¡Despierta, papá!
Mark abrió los ojos y vio a su hija con el terror pintado en la cara, otra vez.
-¿Qué te pasa, cariño?
-Jacko está… -Su voz apenas era un susurro ahogado. –está…
-Cariño. –Se sentó en la cama y cogió a Emma, sentándola sobre sus piernas. –Jacko está
muerto.
-Sí, está muerto. –La niña temblaba como una hoja. –David lo ha matado.
-¿Qué pasa? –Victoria acababa de despertarse.
-David acaba de matar a Jacko.
-Cariño, Jacko murió hace días. David no le ha hecho nada malo a tu perrito.
-Me parece que Emma ha tenido una pesadilla. –Dijo la mujer bostezando. –Venga, hazle un
hueco. –Se apartó a un lado. –Que duerma con nosotros.
-En una hora tengo que levantarme, voy a ir con Claudia y Mauricio a hacer una ruta por el
pueblo.
La niña se acurrucó entre ellos y quedó dormida en menos de un minuto, con el rostro
tranquilo y sereno, sintiéndose protegida y confiada de que, con ellos dos allí, nada malo podía
ocurrirle.
Una vez pasó esa corta hora de duermevela, Mark, Claudia y Mauricio tomaban un café en la
cafetería de la gasolinera.
-¿Dónde empezó todo?
-La primera vez fue en los baños. –Señaló hacia la puerta del aseo de mujeres. –Estaba aquí
mismo, sentada y comencé a sentirme mal. Entré en el baño para mojarme la cara.
-¿Qué fue lo que viste allí dentro?
-Fue como si… No sé cómo explicarlo, era una imagen post apocalíptica. –Entraron los tres al
aseo bajo las curiosas miradas de Eloy y Asun. –Como ver ese mismo baño en un futuro donde se
hubiese librado una batalla y todo estuviese en ruinas.
-¿La segunda vez?
-Fue al salir del hotel pero… -Recuerdo que al salir del baño, aquel anciano ciego se acercó a
mí y me dijo, “no lo olvide, Claudia, en el viaje encontrará la cura”.
-¿Le habías dicho tú nombre?
-No.
-¿Y cómo supo entonces tu nombre?
-No lo sé.
-Yo no dije su nombre. –El viejo vendedor de la O.N.C.E se puso en pie y se giró hacia ellos
con cara de pocos amigos. –Estoy ciego, no sordo.
-Si, me llamó por mi nombre.
-No, no lo hice. Aún no sabía que se llamaba Claudia.
-Yo estoy segura de que… -El anciano parecía sincero y le hizo dudar. –Juraría que me llamó
por mi nombre.
-¿Qué significa aquella frase? –Intervino Mauricio, incapaz de permanecer ni un segundo más
como un simple observador. -¿Qué significa eso de que en el viaje encontrará la cura?
-Pues eso mismo. Ella parecía estar huyendo de algo, haber iniciado un viaje que quería
recorrer ella sola. Y que en ese viaje encontraría las respuestas que buscaba. Digamos que era una
manera de darle ánimos, que no se rindiese, ya saben… Algo así como que el tiempo lo cura todo o
no hay mal que cien años dure… ¡No lo sé, tan solo era eso, una frase!
-Bueno… -Claudia salió de la cafetería y caminó hacia el hotel. –Allí, en aquel espejo, me mi
vieja, muy vieja, como una momia de mil años vuelta a la vida. Ahora no veo nada raro. ¿Y vosotros?
–Todos miraron hacia donde ella señalaba. –Después salí fuera y nuevamente lo vi todo como en el
baño de la cafetería. –Mark apartó la vista del espejo y, con el rabillo del ojo, le pareció ver a su hija
Emma y al pequeño David a su lado. –Destruido, lleno de vegetación adueñándose de viejos edificios
en ruinas. –Miró Donovan de nuevo al espejo pero sus hijos no estaban allí, tan solo el reflejo de
ellos tres y de la masculina recepcionista. –El suelo estaba agrietado y del cielo una bandada de
cuervos me atacó. Después de eso conocí a Manuel y a su padre y ese viejo escribió unos textos que
se hicieron realidad.
-¿Quieres decir que el padre del doctor tuvo premoniciones? –Mark no era capaz de aparatar
la vista del espejo, ¿había visto allí o no a Emma y a David? –¿Vio tu futuro?
-No, digamos que escribió una serie de cosas y, supongo, mi imaginación hizo el resto.
Escribió sobre una luna de sangre y esa misma noche hubo una luna roja, supongo que lo escucharía
en algún lado y lo utilizó en sus textos.
-Está bien. –Por fin rompió el embrujo y pudo volver a mirar a Claudia. –Vamos a probar una
cosa. –Hizo que se sentara en una silla que no aparentaba ser muy cómoda en el recibidor del hotel y
le señaló otra a Mauricio. –Ahora guarda silencio y escucha mi voz. Relájate y cierra los ojos, matén
la calma. –Mark usaba un tono de voz monocorde y bajo, alargando el final de algunas palabras. –
Inspira por la nariz… Expira por la boca. Eso es, muy bien, otra vez. Nota como tus pulmones se
llenan. Deja que el aire salgo lentamente. Imagina un punto fijo, blanco y brillante en medio de un
negro profundo. Esa será la salida del túnel en el que te encuentras. Camina hasta allí, abandona la
caverna y dime que es lo que ves. Relaja todo tu cuerpo, cuello, espalda, piernas… Camina
tranquila… ¿Has llegado al final del túnel ya?
-Sí.
-¿Qué es lo que ves?
-Nada, no hay nada, solamente luz.
-Mira bien, ¿Dónde estás?
-Es… -Poco a poco el escenario a su alrededor se fue aclarando. –Estoy en un dormitorio.
¡Conozco este sitio! Es la habitación donde…
-¿Qué habitación es esa?
-Aquí es donde…
-¿Si?
-Es donde Alonso y… -Se mareaba, le faltaba el oxigeno. –No, no pued… ¡No!
-Relájate, respira hondo.
-¡Papá! ¡Abuelo! ¡Alon… -Claudia lloraba, se agitaba. –¡Quiero salir de aquí! Quiero… -No
respiraba, se había olvidado de respirar. –Todo se muere, todo a mí alrededor se muere. –Gritaba sin
poder evitarlo, clavando los dedos en el reposabrazos. -¡Yo soy la muerte! ¡Alejaos, alejaos de mí si
no queréis morir!
-Ayúdela, por favor.
-De acuerdo, Claudia, busca una puerta y no dejes de respirar. –Le cogió de las manos y tiró
de ella para ayudarla a ponerse en pie. –Inspira por la nariz… Espira por la boca y abre la puerta.
¿Ya? ¿Ya la has cruzado? –Poco a poco logró que ella fuese respirando con normalidad. -¿Ya estás
de nuevo aquí, con nosotros? –La Capitán asintió con la cabeza. –Bien, ahora abre los ojos. –Se
miraron unos segundos y Claudia seguía llorando. -¿Cómo estás? –Se sentía incapaz de hablar. –
Vamos a dejarlo por ahora, volvamos a la casa.
Tras darles el desayuno a sus hijos, Victoria trataba de tranquilizar a su hija tras ese terrible
sueño en el que, según Emma, el pequeño David había matado a su adorado perrito.
-Tranquila, mi amor, solo ha sido otra pesadilla.
-Lo sé.
-Siéntate un rato con David a ver los dibujos. –Victoria se puso en pie. –Voy a hacer una
cosita y ahora mismo vuelvo. –Besó a su hija en la frente.
Emma puso cara de asco al sentir los labios de su madre, pero obedeció en silencio y se sentó
en el sofá al lado de su hermano para ver los programas infantiles.
Victoria se fue a la cocina y se puso a fregar los vasos y los platos sucios del desayuno. Era
como una flor marchita, ajada, pero a sus ojos seguía siendo la mujer más bella del mundo. ¡Ojos! Se
fijó en sus ojos reflejados en el cromado del grifo, húmedos, rompió a llorar allí sola, en silencio,
para que los niños no la viesen hacerlo. Sintió los espasmos del llanto que pugnaba por salir y se dejó
llevar. Cerró el grifo del agua y posó las manos sobre el mármol blanco de la encimera.
Temía que la niña no superase la muerte de Jacko, que de verdad creyese que su hermano lo
había asesinado y le odiase por ello. De estar allí, Mark le diría que los niños son fuertes, que pronto
se le pasaría.
-Eso espero. –Del salón llegaron ruidos de golpes. –Eso espero. ¿Qué son esos ruidos?
-¡Señora! ¡Señora! –Llamó Charlotte con voz asustada. -¡Venga, por favor!
Victoria corrió hacia el salón y se encontró a la institutriz de pie, con Emma mirando a la nada
abrazada a sus piernas, mirando el cuerpo tumbado de David que sangraba por la cabeza. Charlotte
tenía el terror pintado en su rostro y alternaba la mirada entre el niño, la niña y sus padres, que
parecían incapaces de saber que hacer.
-¿¡Qué ha pasado!? –Preguntó chillando como una loca. -¿¡Qué le ha pasado a David!? –Se
dejó caer a su lado. -¡¡Mi niño!! ¡Despierta, mi amor!
-No se que ha pasado. –Dijo Charlotte. –Yo bajé de hacer las camas y me encontré con David
así.
-Está muerto. –Dijo la niña. –Se ha caído del sofá, se ha dado con la mesa y luego con el
suelo.
-¿¡Está muerto!? –Preguntó Charlotte.
-¡No! –Dijo Victoria. –Aún respira. ¿Qué le has hecho a tu hermano? –Le preguntó fuera de
sí, cogiendo a Emma del brazo. –Charlotte, llama a Mark. ¡¡Ya!!
-¡Yo no le he hecho nada! –Contestó chillando la niña, tratando de zafarse de la mano férrea
de su madre. -¡Ha sido un accidente!
El teléfono del profesor Donovan no funcionaba, pero por suerte él, Claudia y Mauricio no
tardaron en llegar y se llevaron a David a casa del doctor Longoria. Emma se quedó sola en casa con
Charlotte y Mauricio, durante las dos horas que sus padres y Claudia tardaron en volver con su
hermano, despierto y con la cabeza vendada.
Dos horas en las que la mujer de negra piel trató de averiguar qué era lo que había pasado.
-¿Qué has hecho, Emma?
-Nada.
-Mientes. –Charlotte trató de meterse en su cabeza, pero le fue imposible. –Dime que ha
pasado.
-Fue un accidente. Estábamos viendo los dibujos, David se puso a saltar sobre el sofá y se
cayó.
-Se que eso no es verdad. –El tono de voz de la institutriz se volvió hipnótico. –Puedes confiar
en mí.
-Lo sé.
-Cuéntame que pasó.
-Se puso a saltar y cayó.
-No. Inténtalo otra vez.
-Se puso a… -Emma iba perdiendo terreno y sus ojos se ponían en blanco. -Y yo… y yo…
-¿Y tu qué, cariño?
-Y yo…
-Continua, por favor.
-¡Cállate! –Una voz tenebrosa se interpuso entre la niña y Charlotte. –Negra de mierda,
¡cállate!
Ambas escucharon esa voz en sus cabezas.
-Cuéntamelo, Emma, por favor.
-Se puso a saltar… -El gesto de la pequeña se tiñó de una completa falta de empatía. -…se
cayó y se golpeó contra la mesa.
-Está bien.
Mark, Victoria y David volvieron a casa, Claudia y Mauricio les dejaron a solas y se fueron a
comer a la gasolinera para dejar algo de intimidad a la familia Donovan. Los padres de Emma se
debatían entre la preocupación, el miedo y la incertidumbre de que hacer.
Querían creerla, los accidentes así ocurrían muy a menudo, no tenían motivos para dudar de
su palabra. Su hija siempre había sido muy buena, nunca les había mentido y los celos por su
hermano siempre habían sido nulos. David debía de haberse caído de verdad, solo eso podía ser. Su
hija nunca le haría daño al bebé, ¿verdad? Ella siempre había sido una niña feliz y esa Emma que
jugaba en su habitación con sus muñecas, no era una niña feliz.
El resto del día transcurrió con normalidad, como cualquier otro día, salvo por las caras largas
de ellos cinco. Charlotte no se separó de Emma ni un solo minuto hasta que se fueron a dormir,
momento en que fue Mark quien se quedó vigilando a sus dos hijos.
Como médico, sabía que tras un golpe así tenía que observar a David, despertarle cada poco y
comprobar que seguía bien. Como padre no dudó en encargarse de eso.
Cuando todos dormían, la puerta se abrió y Claudia y Mauricio volvieron.
Aquella misma noche las pesadillas de la pequeña Emma siguieron. En aquella ocasión vio a
su padre lleno de sangre por todas partes, la cara, los brazos, la ropa… Un puñal se mantenía clavado
hasta la empuñadura en el corazón de Mark, mientras sus manos crispadas temblaban hacia su hija,
tratando de agarrarla. La niña, con ojos fríos le miraba con desprecio, esbozando un amago de sonrisa
que dejaba entrever sus dientes. La vida se le escapó y su brazo cayó golpeando contra el frío cadáver
de Victoria que, con el cuello cortado, sostenía a David, un bebé asustado que no podía moverse de
allí. Aquella imagen hacía feliz a Emma, pero no era una felicidad completa mientras ese maldito
niño de ojos color miel y el pelo ceniciento siguiese respirando.
Arrancando el cuchillo del pecho de su padre, se acercó hasta David deleitándose con todo lo
que le apetecía hacerle a ese crío que había matado a Jacko y había venido a robarle el cariño de sus
padres. Nunca lo había querido reconocer, pero le odiaba, era algo más profundo que algo tan banal
como los celos. Apuntó al niño y acercó el filo a sus ojos, pero no podía tocarle. David estaba
prisionero del abrazo tenebroso de su madre, no tenía escapatoria, pero aún así no lograba tocarle.
-¡Mátale! –No lo entendía, en su mente resonaba la voz del demonio.
-¡Emma, no lo hagas! –Pero había otra voz, conocida, que trataba de impedírselo. –Es tu
hermano. –Esa voz era la de Charlotte.
-¡Maldición! –Reverberó aquella voz del mismísimo Satanás. -¡Teníamos que haber matado
primero a esa bruja!
-¡Cariño, detente!
-¡Mátale! –Aquella voz se transformó en un susurro serpenteante. –Acaba con él. ¡Quieres
hacerlo!
-¡No! –Intentaba destrozarle el rostro con el filo del cuchillo, pero no podía. –Es sangre de tu
sangre.
-Él mató a Jacko. –Dijo Emma. –Él me ha robado los besos de mi papá y de mi mamá.
La niña alzó la mirada del cuerpo asustado de su hermano y se enfrentó al poder de Charlotte,
quien proyectaba en su mente una barrera invisible que le impedía realizar su deseo, que le impedía
ser feliz.
-¡Detente!
-¡No! –Gritó la niña. -¡¡Noooooo!!
Charlotte se despertó en ese instante. Emma quedó tranquila y por fin tuvo sueños agradables,
mientras que el corazón de su institutriz se había desbocado por completo. Estaba desvelada, se
levantó de la cama para prepararse un vaso de leche caliente, a ver si así podía volver a dormirse un
poco más tranquila.
Charlotte sabía que aquello había sido un sueño, pero no suyo. No sabía cómo, pero se había
metido en la cabeza de Emma y había descubierto sus más oscuros deseos. Porque si, eso eran, no
una simple pesadilla, no. Lo que ella había visto en la cabeza de la niña no fue un sueño, fue más
bien un deseo. Pero no un deseo propio de ella, más bien parecía un deseo inducido por alguien o,
pero que locura, ¿no?, por algo.
Mientras tanto, tras aparcar su coche, Agustín comprobó que efectivamente hacía días que
Claudia no dormía en aquella casa. La nevera estaba vacía, el buzón lleno y el polvo comenzaba a
acumularse sobre los muebles.
Bajó de nuevo a la calle y buscó un restaurante donde cenar antes de irse a dormir. Quería
ponerse cuanto antes a buscar en casa de ella algo que le sirviese para averiguar dónde estaba, pero el
cansancio de aquel día terminó de hacer mella en él en cuanto apagó el motor de su Audi.
Aquellas sabanas olían a ella, a su sudor, a su perfume, a su piel y al aroma afrutado de su
champú. Era lo más parecido a estar con ella en esa cama, pero su ausencia se trasmitía en el frío
hueco de aquella cama y se adueñó de sus sueños en cuanto quedó dormido.
Una extraña sensación invadió a Charlotte, la voz que… No, aquella noche debía pasarla en
vela. Fuese lo que fuese, aquello iba a por Emma o, quizá, no estaba segura, lo que buscaba era la
muerte de David. Quizá ella pudiese impedirlo, quizá Charlotte era la única de todos ellos la que
podía hacer algo por esos dos niños.
No había vuelto a abrir aquel libro desde la muerte de Doña Mary Elisabeth, la difunta esposa
de John Donovan, pero aquella noche decidió rescatarlo del olvido. Cuando el señor, Mark, les dijo
que iban a hacer en aquel lugar tan extraño, lo sacó del escondite donde lo había sepultado durante
tantos años y lo metió en su maleta. Lo abrió, lo posó sobre una mesa iluminada por un flexo y salió a
comprobar que todo siguiese bien.
Los señores estaban dormidos, esa mujer llamada Claudia y su extraño amigo también. Salió
del dormitorio de David tras volver a taparlo y se dirigió a la habitación de Emma. La niña dormía
plácidamente, todo iba bien por el momento. Caminó a oscuras por largo pasillo viéndose reflejada
en los seis espejos que allí había. Era una sensación que no le gustaba nada, no le daba vergüenza
reconocer que le daba miedo. Tenía la impresión de que una de esas Charlottes saldría de su prisión
de cristal para agarrarla por el cuello y tirar de ella para condenarla a su mismo castigo.
De nuevo en su habitación se sentó a leer el grimorio. Recordaba que entre sus páginas había
una letanía de protección, un cántico sudafricano para ahuyentar a los malos espíritus. Se colocó bien
sus viejos anteojos y comenzó a leer en voz baja. Los nervios comenzaron a agarrarse en su estómago
y el recuerdo de aquella voz serpenteante ordenándole a Emma que le quitase la vida a su hermano,
volvió. Necesitaba relajarse y concentrarse así que cerró los ojos y trató de llenar su mente de las
imágenes más relajantes que se le ocurrieron. Aquellas imágenes fueron las que pudo ver a través de
la ventanilla de su primer y único viaje en avión. Allí arriba cruzó por un océano de nubes, blancas y
hermosas, que le recordaron a las vastas llanuras de algodonares de su infancia. Allí arriba, sobre las
nubes y bajo un sol cálido, dejaba atrás todo pesar y el lecho de John Donovan. Allí arriba no existía
el miedo, todo era paz y silencio. Los doscientos pasajeros dormían mientras ella disfrutaba de
aquella estampa tan bucólica.
El cielo se oscureció de golpe. ¡No, aquello no había ocurrido durante aquel vuelo! La voz del
piloto comunicó que estaban pasando por una zona de turbulencias y al lado de su ventanilla cruzó un
relámpago que le erizó el vello. Comenzó a llover con furia y los rayos se sucedieron uno tras otro.
¡No, definitivamente aquello no había ocurrido en el vuelo que le llevó a Asturias desde Estados
Unidos! De nuevo la voz del piloto sonó para dar otro aviso.
-¡Negra! –De nuevo “eso” pero, en esa ocasión no le ordenaba nada a Emma, tan solo se
dirigía directamente a ella. -¡Vas a morir!
Charlotte abrió los ojos y en su cabeza resonó de nuevo esa voz y supo reconocer en ese
instante que era el de una mujer. ¿¡El diablo había escogido para ella la forma de una mujer!? ¿Sería
quizá Doña Mary Elisabeth buscando venganza? Miró a su alrededor y se descubrió a si misma
sentada frente a ese libro mirándola desde el reflejo de uno de los espejos de la habitación. Los rayos
que había visto desde la ventanilla del avión se dibujaron en el cristal del espejo y en las paredes del
cuarto en forma de grietas que crujieron según se iban formando.
-¡Vas a morir! –Nuevas grietas y algunos trozos de pared se desprendieron junto a una fina
lluvia de cemento en polvo. -¡Puta negra, vas a morir!
En la puerta de la habitación se dibujó una figura. Miró hacia ella fijamente y suspiró tratando
de tranquilizarse, era Emma.
-¡Charlotte! Tengo miedo, no puedo dormir.
Las paredes y el espejo estaban bien, no había grietas, todo parecía haber sido producto de su
imaginación.
-Tranquila, cariño, ven conmigo.
Se levantó de la silla y le ofreció sus brazos a la pequeña para tratar de calmarla con un
abrazo. La institutriz dudo unos instantes sobre quien necesitaba más ese abrazo, Emma o ella.
Notó que su piel estaba fría, demasiado fría. La niña tenía el tacto de una persona muerta pero
sin embargo estaba allí mismo, de pie entre sus brazos, apoyando su cabeza contra el gran pecho de
Charlotte, respi… ¡No, no respiraba! La niña no respiraba, no notaba ni su aliento ni el rítmico
movimiento del pecho de Emma. Se apartó de ella, esa cosa no podía ser su querida Emma. ¡No
podía!
-¿Ya no me quieres, Charlotte?
Si, su piel era fría al tacto y su piel, antaño sonrosada, se había tornado violácea, enfermiza.
Su pelo, grasiento y negro como el petróleo, le caía por la cara y los hombros. Se le veían las venas,
incluso hubiese jurado ella que notaba como circulaba la sangre de la niña por unos capilares negros,
abultados y a punto de estallar, como si fuese veneno lo que por ellas pasase. Y sus ojos, sus… Su
mirada transparente, vacía… Unos ojos profundos, ciegos pero que parecían poder verle el alma en
lugar de la carne.
-¿Quién eres tú?
-¿Ya no me quieres, puta de mierda? –Esa voz, ¡esa espantosa voz! –Zorra negra, ¡voy a
matarte! –Su cuerpo creció dos palmos, su piel se llenó de estrías, amenazando con romperse y el
camisón que llevaba puesto se hizo jirones, dejando un amorfo cuerpo desnudo. -¡Te voy a abrir en
canal! –Charlotte se apartó de ella y cayó de espaldas contra el suelo, incapaz de mirar para otro sitio
que no fuese el delicado cuerpo de Emma convirtiéndose en el de una abominación que cada vez
crecía más y más. La columna se combaba y sus vértebras surgían sanguinolentas de la carne
putrefacta de su espalda. -¡Me voy a dar un baño en tus tripas!
-¡Fuera de aquí! –Charlotte cerró los ojos y apretó los puños. -No eres real.
De la garganta de esa cosa surgió algo parecido a una risa mientras su metamorfosis
terminaba. Ya nada quedaba de Emma. Sus mejillas se habían abierto como cortadas con un cuchillo
mal afilado, dejando a la vista una hilera de dientes puntiagudos y una lengua bífida. La boca era
como un surtidor de espumarajos y sangre escarlata que caía al suelo, emitiendo al chocar contra la
madera un siseo al derretirse con sus ácidos. Sus brazos y su vientre era algo parecido a como lo
tendría un lagarto, un cocodrilo o… Era una bestia, un demonio mitad reptil y mitad… No sabría ni
como describirlo, era un cuerpo deforme de niña gigante, cubierto de largos pelos negros entre miles
de calvas que dejaban a la vista aquella piel purpúrea vetada de costras y venas purulentas y de
escamas o algo por el estilo. ¡Y como hedía! Un hedor pútrido de cadáver milenario surgido de las
entrañas del mismísimo infierno.
La institutriz de la niña respiró hondo, abrió los ojos y miró hacia el grimorio tirado bajo la
mesa.
-¡Ese librucho no te librará de mi!
Retrocedió arrastrándose de espaldas hasta tropezar con la pared. No tenía escapatoria, esa
monstruosidad caminaba hacia ella, disfrutando del miedo que provocaba en la desdichada Charlotte.
-¡Emma, por favor!
-Emma no existe. –Abrió las manos y curvó los dedos, tensando los músculos del brazo,
preparándose para abalanzarse sobre su presa. -¡Tú no existes!
De un salto cayó sobre ella, hundiendo sus colmillos en el hombro de Charlotte y abriéndole
el vientre para sentir las vísceras de la mujer derramándose por el suelo.
-¡Mátame! –Suplicó al saber que ya todo era inútil. –Por favor.
-¡No! Aún no. –Se apartó de ella.
Aquel demonio se relamió la sangre de sus garras y de su boca, disfrutando de ver como
Charlotte se iba en una lenta agonía. La vieja cerró los ojos, sus pulmones ya no lograban llenarse de
oxigeno y su corazón se paró. Sin embargo aún podía escuchar y sentir todo cuanto ocurría a su
alrededor.
-Es la hora del festín.
De un paso se agachó y aquella bestia comenzó a devorar las entrañas de la mujer. Pero su sed
y su hambre no se habían saciado.
Charlotte vio como el suelo se abría bajo su cuerpo que, extrañamente aún no se había
derrumbado. Aquella cosa se hundía con ella en el cráter que se había abierto en el suelo,
llevándosela con ella hasta el hades del que se había escapado y todo en aquella habitación volvió a
la normalidad.
Capítulo 14

-¿Alguien sabe donde está Charlotte?


En la mesa del comedor, Mark, Claudia y Mauricio desayunaban.
-Hoy no la he visto, cariño. Supongo que habrá ido a dar un paseo por el pueblo con Emma.
-Está bien. –Victoria se sentó a la mesa con David en brazos. -¿Qué vais a hacer vosotros
hoy?
-Nada, hoy no haremos terapia.
-Mauricio y yo iremos a ver al doctor Longoria y a su padre y después quizá hagamos un poco
de senderismo para hacer algunas fotos.
-Ya lo has oído, cuando vuelva Charlotte puede llevarse también a David y tendremos la casa
para nosotros solos.
-Nasty Naughty boy. –Contestó la señora Donovan tratando de ocultarle su rubor a Claudia y
a Mauricio.
Mientras tanto, tras servirse un café bien cargado, Agustín se sentó frente al ordenador de
Claudia. Abrió el navegador y miró el historial de búsquedas y de páginas de Internet. Pero su
prometida era de esas que dificultan lo más posible la posibilidad de que alguien pudiese violar su
intimidad. Sus búsquedas eliminadas, las cookies eliminadas y la carpeta de archivos temporales
vacia. Si quería averiguar algo tenía que activar el control remoto y dejar que otro hiciese ese trabajo
por él.
-¿Valente? Soy el Comandante Aguado, necesito que me hagas un gran favor. –Le explicó lo
que necesitaba. –Gracias, Roberto.
-De nada, mi Comandante. ¿Puedo echarle una mano en alguna otra cosa?
-No quisiera abusar, pero…
-Lo que sea.
-Entra en la base de datos de los hospitales y clínicas privadas del Principado de Asturias y
mira si les consta alguna consulta o si ha sido ingresada la capitana Ortega.
-¿Off record?
-Off record.
-No problem, esto quedará entre usted y yo.
-Te debo una.
-Y con esta ya van dos.
-Lo sé, rencoroso. Cuando lo tengas todo envíame un correo electrónico.
En la pantalla el cursor del ratón comenzó a moverse solo. Roberto Valente empezó a obrar su
magia y Agustín registró mientras tanto la casa para tratar de encontrar algo que le ayudase a
localizarla.
-Nada, joder.
A la única conclusión que llegó fue que Claudia había salido de viaje. Faltaba una de las
maletas, mucha de su ropa y todos sus útiles de aseo. Bajó al garaje y encontró el pequeño coche de
Merche y la moto de Claudia, pero el hueco del Mustang estaba vacío.
Hasta que le llegase el correo electrónico de su compañero con la información, decidió salir a
comprar algunas cosas.
Los dos amigos, después de desayunar, salieron de la casa y bajaron por un camino
empedrado con campos inmensos de higueras, eucaliptos y maizales. De vez en cuando había alguna
casa, una cuadra o un granero, pero no había ni rastro de vida humana. No vieron ni un alma, al
menos hasta que llegaron a una calle con varios edificios de dos plantas en cuyos bajos había una
panadería, una carnicería, una herrería y la consulta del doctor Longoria adosada al salón de la casa
del médico. En la plaza, junto a una vieja fuente, un anciano desdentado y ciego era guiado por su
nieto, quizá aquel era el único menor de quince años del lugar. Posiblemente porque había ido allí de
vacaciones con su familia. El viejo giró la cabeza hacia ellos como si pudiese verles y les sonrió.
-¿Aquí no comen pescado?
-Cada mañana viene una furgoneta donde compramos el pescado.
Miraron a la señora que les había hablado. Era una mujerona oronda, vestida a la moda de
cincuenta años atrás y que salía de la panadería con varias bolsas llenas de verduras.
-¿Asun? –Preguntó Claudia.
-¿Conoce a mi hermana? Mi nombre es María José.
-¡Ah, disculpe! ¿Son ustedes…
-¿Gemelas? Si, así es.
Si, efectivamente, esa mujer no era Asun. Eran como dos gotas de agua menos en la manera
de vestir, de peinarse y en que, o mucho se equivocaba o, María José era ciega. Eran tan idénticas que
parecían tener también en común esa manía de meterse donde nadie las había invitado.
Eloy saludó a la capitana desde su coche, le abrió la puerta a su esposa y, tras volver a
sentarse al volante, se marchó de allí.
Llamaron a la puerta de la casa del doctor Longoria. Este les invitó a entrar y les pidió que
esperasen en el salón a que terminase de atender a un paciente. El padre no estaba allí, sin embargo si
había sentado frente a ellos un hombre de entre veinticinco y trenita años, apoyado en un bastón
blanco y con unas enormes gafas de sol puestas pese a que allí dentro no hacían falta.
-¿Aquí son todos ciegos? –Le susurró el joyero al oído a su amiga.
-En verdad, de los cuatro gatos que vivimos aquí todo el año más o menos la mitad somos
invidentes.
-Yo no… -Mauricio agachó la cabeza.
-No se preocupe, no me ha ofendido. Es normal que algo así les llame la atención.
-Lo que está claro es que lo compensan con un oído muy agudizado. –Comentó Claudia. -¿Y
a que se debe una cosa así?
-Es largo de contar y mi chico ya sale. –Un joven de más o menos su misma edad salió de la
consulta, le dio un beso en los labios y le cogió del brazo para dirigirse hacia la puerta. -¿Todo bien,
mi amor?
-Si, todo bien.
-Claudia, yo he visto antes al novio de este chico. Le he visto en un sueño que…
-Hola, Claudia. ¿Quién es tu amigo? –Le ofreció la mano al joyero. –Yo soy Manuel
Longoria, el médico del pueblo.
-Mauricio.
-Encantado. –Se sentó al lado de la capitana con gesto de cansancio. –Ya era hora de que te
pasaras a saludar, después de lo de la última vez…
-¿Qué paso la última vez?
-Déjalo, será mejor que no preguntes. –Miró a Manuel con cara de pocos amigos. –He venido
para ver si me puedes responder a algunas preguntas.
-Por supuesto, tu dirás… ¿Cómo Guardia Civil o como Claudia?
-¿Qué es lo que pasa en este pueblo?
-No se a que te refieres.
-Es muy difícil de explicar, sobretodo por que yo no creo en ciertas cosas, pero es la única
explicación que se me ocurre.
-Sigo sin saber de que hablas.
-He venido con un psicólogo y tras varias sesiones no observa ningún tipo de trastorno en mí,
aparte del estrés por los giros que ha dado mi vida este último año. Y esas visiones…
-Ya te dije que el estrés puede producir visiones.
-Si, es cierto. Pero el doctor Donovan ha descartado esa posibilidad. Ni estoy loca, ni tengo
esquizofrenia, ni…
-Te sería más fácil decirme directamente lo que piensas, por favor.
Manuel mantenía la calma, o de verdad no sabía a que se refería o no era la primera situación
similar a la que se enfrentaba.
-En este lugar pasa algo raro. Ya no es solamente que empiece a tener visiones justo el día en
que paso por aquí. Es que algo me trajo a este lugar, cuando ni conocía este sitio ni tenía motivo
alguno para venir. Luego resulta que la mitad de los lugareños son ciegos. Tan solo he visto a tres
mujeres en la zona y una de ellas es invidente y luego… Ese paciente que acaba de salir…
-¿Qué es lo que ocurre con él?
-Su nombre es Alberto, ¿verdad, doctor?
-Si, ¿cómo lo sabe? ¿Le conoce, Mauricio?
-No le había visto en mi vida. Al menos no en persona. Sin embargo soñé la otra noche con él
y le vi morir.
-Pues yo le he visto muy vivo. Es más, acabo de reconocerle y puedo asegurarle que tiene una
salud de hierro.
-¿Le dicen algo los nombre de Miriam Ruiz Seoane, Miguel Antonio Villar Gómez o Pedro
de Leal?
-No, la verdad. –Se giró hacia la capitana empezando a perder la paciencia. -¿Qué es lo que
queréis saber?
-Este pueblo ya fue arrasado en una ocasión, ¿verdad? Y por lo que veo, es como si siguierais
viviendo en aquella época. No hay televisores, no hay teléfonos móviles y vuestras ropas… ¿Qué fue
lo que pasó en este lugar?
A principios del siglo pasado, este pueblo surgió de la nada. El Palacio de los espejos fue la
primera, más grande e importante de cuantas viviendas se construyeron. Los trabajadores de la
empresa de gas, cuatro analfabetos que huían de una vida de granjero, ganadero o minero, llamados
por el dinero del señor Bolaños, edificaron alrededor de su mansión.
-¿Y donde está el edificio de esa empresa?
-Reducido a cenizas.
-¿Qué fue lo que pasó?
-Como ya he dicho, los empleados eran cuatro idiotas, trabajadores, muy buena gente pero sin
estudios y con el don de ser mano de obra barata, al menos en comparación a lo que el terrateniente y
empresario hubiese tenido que pagar a personal cualificado. Pese a todo, los beneficios y el buen
nombre de la empresa iban en asenso hasta que…
-¿Hasta que, que?
-Bueno, un día la esposa de Bolaños acudió junto con su esposo y sus hijos a la planta para
enseñársela a un importante inversor y a la mujer de este cuando se produjo la fuga. Nunca se supo
como empezó, pudo ser una colilla o sabe Dios el que pero la empresa estalló y se incendió. De todos
los trabajadores, el matrimonio Bolaños, sus hijos y sus invitados, tan solo hubo tres supervivientes.
Doña Aurora, el mayor de sus hijos, el médico de la empresa y uno de los peones. En total diez
muertos a los que hubo que añadir otros doce fallecidos a causa de la inhalación del gas y del humo
del incendio. Tras esto, de las cuarenta personas que habitaban la antigua Santa Aurelia de Somerón
solo quedaron media docena. La mayoría de ellos perdieron la vida, un par de ellos se marcharon del
lugar y tan solo seis se quedaron aquí. Como veis, nada sobrenatural, aunque desde entonces
surgieron historias sobre brujas, maldiciones y, tras la ceguera que mi bisabuelo Gerardo, el único
hijo del matrimonio Bolaños que sobrevivió, le vino meses después del accidente, acrecentó la
absurda creencia de que hay una maldición que hace la mitad de los habitantes de ese pueblo acaben
ciegos.
-Hombre, es como para pensarlo.
-Silencio, Mauricio. –Dijo Claudia.
-La culpa de eso está solo en la genética. La mayoría de nosotros somos familia en algún
grado. He oído decir que el señor Bolaños volvió de las Américas casi ciego, aunque eso es algo que
no puedo asegurar.
-¿Qué fue de doña Aurora?
-Se volvió loca. Su hijo trató de cuidarla con la ayuda del doctor de la empresa pero al final…
Cuando él quedó ciego no pudo hacer nada por ella. Al final… En el incendio se quemó, una pequeña
marca en la frente fue suficiente para que la ilustre dama, arruinada, no pudiese aguantar el reflejo
que tenía ante sus adorados espejos. Rompió el de su habitación y con un trozo se llenó la cara de
cicatrices hasta desfigurarse el rostro por completo y que pareciese una macabra máscara de carne
acartonada.
-Creo que deberíamos ir pensando en volver a casa, Copito. –Le dijo el joyero de camino al
Palacio de los espejos. –Yo no creo que sean supercherías. Ni yo mismo me creo lo que te voy a decir
pero… Este pueblo está maldito de verdad. Tus visiones, el sueño donde vi morir al chico ese…
-Si quieres irte no te lo echaré en cara. Pero yo no puedo marcharme, he de llegar al fondo de
todo esto.
Claudia y Mauricio salieron de allí tras despedirse del doctor Longoria y emprendieron
camino hacia la casa.
-¡No, no tienes que hacerlo!
-¡Si, si tengo que hacerlo!
-Vuelve conmigo, por favor.
No puedo, primo. –Se encendió un cigarrillo mientras caminaban. –No se decirte el porque
pero, si acabé en este sitio la primera vez fue por algo. Me niego a pensar que fue una simple
casualidad, algo me trajo aquí.
-Más a mi favor. Si algo quiere hacerte daño tienes que marcharte.
-¿Y si no quieren hacerme daño? ¿Y si lo que quieren es pedirme ayuda?
-No puedes salvar a todo el mundo, Claudia, ¿lo sabes, no?
-Hablas igual que Agustín.
-Porque es cierto, cariño. ¿Tú también piensas que el doctorcito esconde algo?
-Lo se, aunque espero equivocarme y que no haya más de lo que vemos.
-Siempre hay algo más. –Mauricio señaló hacia dos figuras a lo lejos. -¿Es esa Charlotte?
Parece ella con la hija de los Donovan ¿verdad?
-Si, creo que si. –La institutriz les miró. Parecía contrariada al ser descubierta y se alejó tras
enviar a la pequeña con ellos. -¿Qué estarán haciendo allí?
-¡Hola! –La niña llegó hasta ellos y les saludó.
-Hola, Emma.
-Charlotte me ha dicho que vais a morir todos.
Capítulo 15

-Charlotte, acuesta a Emma, por favor.


-Si, señora. –Cogió a la niña de la mano y ambas subieron por la escalera que crujía en cada
escalón que pisaban. –Vamos, Emma, métete en la cama.
-Si, Charlotte.
La tapó con la manta y se sentó a su lado. No hizo falta que la tocase, con solo acercar la boca
a su oído, la pequeña sintió un extraño frío bajándole por el cuello hasta el pecho, alojándose en su
corazón un miedo extrañamente tranquilizador. Emma tenía miedo de Charlotte pero
incomprensiblemente, ese temor le hacía saber que a ella nada le haría.
-Cierra los ojos. –Obedeció apretando los párpados al sentir como la luz parecía extinguirse
alrededor de su institutriz. –Escucha mi voz, cariño.
-¿Quién eres?
-No te entiendo, ¿qué quieres decir?
-Tú no eres Charlotte.
-Si, si que lo soy. –La mano de la mujer se apoyó en su frente, helando cada célula de la niña,
impidiéndole moverse. –Sabes que soy yo, ¿verdad? –Emma trató de decir que si, pese a que no lo
creía, pero no pudo abrir la boca y tan solo logró emitir un sonido afónico. –Y ahora, duérmete
escuchando mi voz. –El pelo corto y rizado de Charlotte creció y se alisó, su negra piel se llenó de
cicatrices y se aclaró, sus ojos negros se volvieron blancos y su vestido se hizo jirones y se llenó de
quemaduras. –Tienes que hacerlo por mí, tienes que librarte de ellos, uno a uno. Te desplazaron,
tuvieron a David sin contar contigo. Ese niño vino a quitártelo todo. Te quitó el cariño de tu padre, el
amor de tu madre… Un solo llanto suyo y corren a auxiliarle aunque para ello tengan que dejarte
sola, abandonarte… Sin embargo yo te sigo queriendo, sigues siendo mi niña y mi amor. Yo te
ayudaré a hacerlo, puedes contar conmigo…
-¡Nooo! –De su boca no salió ningún sonido, sin embargo sus pensamientos se hicieron oír
como si surgiesen del fondo de una cueva oscura. -¡No puedo hacerlo!
-¿No? ¿De verdad piensas que David y tus padres no merecen morir? ¡Mátalos! ¡Mátalos a
todos! ¿Acaso no me quieres? ¿Acaso no confías en Charlotte? –Emma luchaba con todas sus
fuerzas, trataba de abrir los ojos y acabar con esa parálisis que le impedía moverse. -¡Mátalos!
¡MÁTALOS A TODOS!
-¡Aaaaahhhh! –Finalmente logró abrir los párpados. -¡Aaaaahhhh!
Un grito le rompió el alma surgiendo de lo más profundo de su ser al ver a esa “cosa” sentada
a sus pies.
Los padres de la niña aparecieron segundos después, precedidos por el sonido de sus pisadas
al correr.
-¿¡Qué ha pasado!? –Miraron a su hija, pálida y con los ojos abiertos de par en par, con las
pupilas dilatadas y sudando. -¿Estás bien, cariño?
Charlotte se levantó y salió de allí, dejando a la pequeña con Victoria y Mark.
-Tan solo ha tenido una pesadilla. –Cerró la puerta tras ella. –Tan solo eso, señores.
La niña les conteo lo ocurrido y sus padres creyeron que habían sido ciertas las palabras de
Charlotte. Tan solo había tenido una pesadilla. Ninguno de los dos podía, ni creía, que aquella dulce
mujer, que siempre había querido tanto a sus hijos y a ellos mismos, podía intentar obligar a Emma a
matar a David. Para Mark era doblemente impensable, conocía a la institutriz desde su nacimiento,
había sido más que una madre para él. La pesadilla de su hija, tan solo podía servir para darle más
fuerza a su hipótesis. Claudia no estaba loca, Emma tampoco estaba enloqueciendo, en aquel pueblo,
en aquella casa ocurría algo extraño. Era hora de sacar la artillería pesada.
Victoria se quedó aquella noche a dormir con su hija y Mark, tras ver como el pequeño David
descansaba sano y salvo en su cuarto, se cruzó con Mauricio.
-¿Has visto a Charlotte?
-Desde la cena, no.
-¿Dónde está Claudia?
-Se ha ido a dormir.
-¿Te vas a tu habitación tu también?
-Si, quiero leer un poco antes de dormir.
-Buenas noches, Mauricio.
-Buenas noches, Nasty Naughty boy.
-¿Qué has dicho? –Mark se cabreó, no era homófono pero no iba a permitir que ningún marica
pervertido le tirara los tejos. -¿Cómo me has llamado?
-Mark, te he llamado Mark. –El joyero se sorprendió con la reacción de él. –Te he dicho
buenas noches, Mark.
-¡Pe… Perdón! –Se sonrojó y agachó la cabeza. –Me pareció que me habías llamado…
¡Déjalo, olvídalo, perdona!
Mauricio quedó en calzoncillos en la habitación y se miró en un espejo ovalado de cuerpo
entero de esos que giran y detrás había otro espejo que mostraba un reflejo más grande, con un marco
con pequeñas margaritas talladas en su madera oscura. Estaba engordando, el reflejo le mostraba lo
que sus pantalones ya le habían anunciado. Acostumbrado como estaba a sus estrictas dietas, las
comidas que la vieja Charlotte y la señora Donovan preparaban eran demasiado para él. Si Mark se
conservaba así de bien físicamente, debía de pasarse muchas horas en el gimnasio para consumir la
ingente cantidad de calorías de sus platos.
De la mesilla sacó el libro sobre Pedro de Leal y lo puso sobre las piernas mientras cogía un
cigarrillo y lo encendía. Aspiró el humo, posó el pitillo sobre el cenicero de cristal y colocó bien uno
de los cojines en su espalda para ponerse cómodo.
“Una traición como la suya no podía quedar sin castigo. Cuatro décadas viviendo con el
engaño y ciego ante la mentira. Su mujer, milagrosamente, sanó de su mortal enfermedad. La cura,
según ella, el amor de él y de esa hija que crió como suya pese a ser el fruto del engaño de su esposo
entre las sábanas del lecho de Margarita Nicuesa.
Fue engañado, si. Engañado por la mujer con la que se había casado, cierto. Pero no podía
reprochárselo, él había hecho algo mucho peor al enamorarse de otra, ¿o no? ¿Si hay amor hay
pecado? Su madre le dijo que si, Virtudes Varela también le dijo lo mismo pero, Margarita así no lo
veía. Pedro de Leal la mayoría del tiempo tampoco. Su mujer le mintió pero la mentira que más daño
le hizo fue la suya propia. La suya hacia si mismo pero sobretodo, su mentira hacia la mujer que en
verdad amó. La abandonó estando embarazada, le hizo creer que había muerto y, para colmo, le robó
a la hija de ambos. ¡Si, es cierto, su actitud merecía un castigo! Y un castigo fue lo que recibió. Y
como parte de ese castigo, descubrir que su mujer le había engañado en algo más que en eso de que
había estado mortalmente enferma. Doña Virtudes Varela le hizo creer que quería a esa niña que la
cuidó como si fuese hija de ambos y, como no, eso fue lo que su mujer le mostró a todo el mundo.
Pero lo cierto era que Sofía fue el arma con el que castigar a los dos amantes. Primero les separó y
después buscó su destrucción.
Margarita Nicuesa recibió una mañana una carta, supuestamente escrita por Pedro, para
contarle todo, para pedirle perdón y para citarla en un pequeño pueblo del sur de Asturias, lejos de la
mirada de su esposa y de su madre ya más muerta que viva, para poder presentarle a Sofía, su hija.
Mientras Margarita leía esa carta, una preciosa chiquilla caía enferma y cerraba los ojos para siempre
frente a la mujer que decía ser su madre y ante sus dos hijos. El veneno del odio creció y corrió por
las venas de Sofía, consumiéndola, envejeciéndola y convirtiendo su cuerpo, aún vivo, en una cárcel
de piel, carne y hueso donde encerró su madrastra su alma. Cruel cuento de la bella durmiente. Cruel
cuento sin bella, sin príncipe azul y con cien años de sueño inmortal. Virtudes buscaba venganza y
nada le pararía pese a que tendría que sacrificarse ella también y dejaría a esos dos mellizos de dos
años solos en el mundo, sin madre, sin padre, sin abuelos, sin familia.
Mientras Margarita leía aquella carta y Sofía moría en vida, Pedro recibía otra carta en la que
se le contaba toda la verdad y se le citaba junto a Margarita Nicuesa en una pequeña aldea de
Asturias si quería volver a ver con vida a su hija y a sus dos nietos. Y, mientras ocurrían estas tres
cosas, la joven Sofía era tumbada en una cama por doña Virtudes en una de las mil habitaciones de
esa mansión que era conocida por los lugareños como El Palacio de los Espejos.
Una semana después, Margarita se bajó del taxi que la llevó hasta aquel lugar perdido en el
tiempo llamado Santa Aurelia de Somerón y entró en la mansión donde, creía ella, la había citado su
antiguo amante. Creyó que todo era una broma, allí no había nadie más que su reflejo infinitas veces
en los incontables espejos de aquella casa. Eso creyó hasta que, a través de uno de ellos, le vio de pie
tras ella. Se giró pero Pedro no estaba, sin embargo en la superficie de cristal le veía con claridad. Él
miraba hacia donde estaba Margarita, más bien miraba a través del lugar donde ella se encontraba
dado que, lo que él veía no era más que a sí mismo. Estaba nervioso, sabía que era una trampa, algo
tenía preparado Virtudes para él, para Margarita y para Sofía. Él se lo merecía, Margarita quizá
también pero su hija no.
-A Sofía no. –Dijo a voz en cuello. –No le hagas daño a mi hija, por favor.
Temía también por la única mujer a la que había amado en toda su vida pero, al menos,
Margarita aún no había llegado y era muy probable que no lo hiciese. Tal vez no dio crédito a las
palabras de Virtudes, tal vez le pareció demasiado doloroso descubrir todas las mentiras y no se
atrevía a enfrentarse cara a cara a él. En verdad lo temía más él que ella. ¡Por supuesto que Pedro
temía que llegase el momento de ese reencuentro! Pero por otra parte sería capaz de matar por volver
a estar al lado de Margarita. Temía el reencuentro, un reencuentro que sabía que pese a todas las
esperanzas en que ella no acudiese a la cita, se produciría finalmente dado que ¿qué madre no querría
conocer a una hija que creyó muerta durante décadas?
-¡Pedro!
Era la voz de Margarita pero no la veía por ningún lado. Creyó que había sido una invención
de su conciencia castigándole por todo el mal que había hecho, por ser un maldito cobarde que no se
atrevió a enfrentarse a su esposa, su madre, la sociedad de la época y al mismísimo Franco, por la
mujer a la que amaba y la hija de ambos que por aquel entonces estaba a punto de nacer.
Pedro fue, una a una, mirando en cada habitación. Aquel palacio, plagado de espejos, parecía
convertirse a cada paso en un laberinto. Según salía a un pasillo, parecía volver una y otra vez a pasar
ante aquellas mismas puertas, los mismos espejos, los mismos cuadros y por el mismo pasillo que
acababa de abandonar. Ni siquiera le sirvió la idea de salir fuera de la mansión dado que la puerta
principal parecía haberse esfumado.
A través de las ventanas tampoco encontró nada con lo que orientarse. Mirase por la que
mirase, siempre se encontraba ante una infinita pradera verde, un cielo plomizo y centenares de rayos
golpeando contra la tierra y los árboles. Ante el cristal cayó aquella línea de luz cegadora, cargada de
electricidad que le puso el vello de punta y fue a estrellarse contra un grueso roble cercano.
Finalmente logró hallar algo nuevo. Una retorcida escalera de caracol hecha de oxidado acero
que parecía que fuese a desintegrarse bajo sus pies si osaba subir por ella. Y subió, claro que subió. A
cada paso levantó columnas de herrumbre y le arrancó quejidos metálicos. Pero, ¿por fortuna?, la
escalera no cedió. Llegó a lo más alto de la casa y se encontró con la única habitación de todo el
edificio en el que no había ni un solo espejo. Lo único que allí había era una cama de hospital y una
butaca junto a esta. Sobre la cama estaba acostada una mujer de unos cien años, delgada, consumida,
con una blanca melena sobre la almohada y con los ojos vacíos, sin vida, mirando sin ver hacia el
techo. Sentada en la butaca, una mujer escondida en las sombras a la que más bien se le intuía en
lugar de ser vista.
A su espalda la puerta desapareció y se convirtió en algo parecido a un espejo donde, en vez
de ver a esa anciana y a esa mujer en la sombra reflejadas, vio a su hija Sofía, joven, bella y dormida
y a su mujer, Virtudes, con la mirada cargada de odio. Se acercó a la cama, incapaz de creerse que
aquella frágil figura pudiese ser la de su hija. Según se iba acercando pudo descubrir que no era
Virtudes en la sombra quien se encontraba sentada en la butaca. Se trataba en verdad de una sombra,
una tiniebla espesa hecha de odio, resentimiento, ira y deseos de venganza que creció y creció hasta
convertirlo todo en un túnel en el que la luz no era más que una ilusión, la vida no existía y que no
era más que las mismísimas profundidades del Estigia.
Se ahogaba, Pedro se ahogaba y trató de nadar hacia arriba, hacía la superficie donde debían o
al menos así deseaba que fuese, aguardando por él, Sofía y Margarita. Estaba mareado, a punto de
dejarse de llevar cuando logró abrir los ojos, llenar de oxigeno sus pulmones y descubrir que estaba,
otra vez, frente a esa ventana donde un rayo cruzó ante él, le erizó el vello y se estrelló contra aquel
grueso roble cercano. Se giró y se vio a si mismo, no reflejado en un espejo, si no de pie, dándole la
espalda y frente a aquella puerta que, una vez abierta, le llevó a ver la misma escalera roñosa que
parecía que fuese a desplomarse en cualquier momento. Se vio a si mismo subiendo por ella y
abriendo la puerta que había arriba del todo.
-¡No entres! –Gritó. -¡Da la vuelta!”
Pero ese otro Pedro Leal parecía no querer o más bien, no poder escucharle y entró para
descubrir aquella misma cama y aquella misma butaca para, un minuto después lograba abrir sus
pulmones, llenarlo de nuevo de oxigeno mientras, frente a la ventana donde un rayo se estrellaba
contra un roble, dándole la espalda había un hombre con sus mismas ropas y su mismo rostro y, a su
lado, un tercer Pedro mirándoles a los dos y que trataba de escapar escuchando su voz en otros labios
gritándose a sí mismo:
-¡No entres! ¡Da la vuelta!
Mientras tanto, Agustín leía el informe que Valente le había enviado tras hurgar en el
ordenador de Claudia. Ella le había dicho que iba a tratarse con un psicólogo para superar la supuesta
depresión que le había provocado los últimos acontecimientos de su vida. Era normal, tanta muerte a
su alrededor tenía que terminar por pasarle factura. Su padre, el Sargento Alonso… ¿Pero tanto como
para recurrir a ese tal Mark Donovan?
El dossier sobre el doctor le confirmó que era psicólogo, algo que no hubiese llamado la
atención al Comandante pese a sus dos títulos como psiquiatra y parapsicólogo de no ser por eso otro
que Roberto había encontrado. Claudia había buscado información sobre pueblos fantasmas y sobre
las leyendas de sitios como Santa Aurelia de Somerón, Mengollo, Vega de Cienfuegos y Villar de
Lloria. El último lo descartó porque quedaba demasiado alejado de la ruta que ella, supuestamente,
debía de haber tomado en su viaje de Madrid a Asturias. Los otros dos también eran improbables así
que, ¿qué le podría haber llevado a desviarse de la autopista y callejear monte arriba? ¿Repostar,
quizás? De ser así tenía que descartar también a Vega de Cienfuegos ya que la gasolinera más
cercana estaba veinte kilómetros pasado el pueblo.
Pero de todo lo que había encontrado Valente en aquel ordenador, lo que más le había
llamado la atención fue que ella había buscado información sobre tener visiones. Podía ser por estrés,
ató cabos con respecto a lo de los pueblos fantasmas pese a que le sorprendió que ella llegase a
plantearse la posibilidad de haber tenido visiones por haber estado en un pueblo encantado. Lo más
preocupante era que entre todas las posibilidades aparecía aquella maldita palabra, tumor. Deseaba
que fuese por estrés. De no ser así, Claudia estaba perdiendo un tiempo precioso que debía de estar
usando en hacerse pruebas y, si el diagnóstico era que un cáncer le estaba devorando el cerebro y
provocándole alucinaciones, comenzar un tratamiento. Si esa era la respuesta a la gran pregunta, tenía
que encontrarla cuanto antes para que dejase de jugar a los cazafantasmas con ese guaperas de tres al
cuarto de Mark Donovan.
Dejó los papeles y se echó a dormir tras otro infructuoso intento de contactar con su
prometida por teléfono. El día siguiente iba a ser largo salvo que tuviese la suerte de acertar a la
primera y la localizase enseguida.
Emma tardó en lograr tranquilizarse. La imagen de esa cosa ocupando el cuerpo de Charlotte
se había quedado grabada a fuego en su memoria y volvía a verla en cuanto cerraba los ojos. Para
colmo, la impotencia de no lograr que sus padres le creyesen la agitaba y hacía que sus ojos se
desbordasen en mil lágrimas. Quizá Charlotte tenía razón. Si hubiese sido David quien les hubiese
dicho lo de esa espantosa mujer lo más seguro era que le hubiesen creído a la primera. ¡Siempre lo
hacían! Incluso cuando él decía estar jugando con ese amigo inexistente, su papá y su mamá le
seguían el cuento y hacían como si Pipo existiese de verdad. Pipo había sido suyo, había sido su
peluche y él, cuando se lo regaló, no tardó ni dos días en romperlo y, al tercero, en decir que el
conejito estaba allí sobre su cuna.
Emma tardó en tranquilizarse. Que su mamá estuviese allí con ella, vigilándola, mirando
hacia ella como si creyese que estuviese loca y regalándole engañosas palabras cargadas de falsa
dulzura la enfadaba aún más. Pero los niños, niños son y pronto lo superan todo, ¿no? Finalmente,
cuando el reloj anunció el fin de un día y el inicio del siguiente, la pequeña quedó dormida. Se
agitaba en sueños viéndose sobre el cuerpo ensangrentado de su hermano.
-¡Mátale! –Aquella voz se transformó en un susurro serpenteante. –Acaba con él. ¡Quieres
hacerlo!
-¡No! –Intentaba destrozarle el rostro con el filo del cuchillo, pero no podía. –Es sangre de tu
sangre.
-Él mató a Jacko. –Dijo Emma. –Él me ha robado los besos de mi papá y de mi mamá.
Charlotte trataba de impedírselo con una voz y la animaba a hacerlo con otra más oscura.
David tenía marcas hechas por el filo del cuchillo por el pecho y la punta a escasos milímetros de su
rostro.
-¡Mátale! ¡¡¡YA!!!
Y lo hizo, hundió el cuchillo en el cuello del pequeño y le hizo varios cortes por toda la cara,
desfigurándosela en sus sueños, logrando con ello librarse de aquella pesadilla y quedarse tan
tranquila que parecía estar muerta.
-¿Emma?
Victoria comprobó que aún respiraba, se levantó, la arropó y le dio un beso en la frente antes
de marcharse y de enfilar el pasillo por el que tenía que pasar junto a la habitación de David antes de
llegar a la suya. Escuchó un jadeo y se dio la vuelta, al lado de la puerta de Emma estaba la de la
habitación de Claudia y vio que se la había dejado entreabierta y que dentro había una tenue luz
encendida. Se acercó hasta allí al escuchar como de su interior se escuchaban gemidos y el sonido del
somier y los muelles de su cama moviéndose. Mauricio era homosexual, quizá bisexual solo con su
amiga, algo que dudaba. Quizá su pareja había llegado esa noche y Victoria no se había enterado o…
¡No, no podía ser! Desechó la idea y supuso que la opción más probable era que ese tal Agustín se
hubiese presentado allí aquella noche por sorpresa y las prisas y los ardores les llevasen a cometer el
error de no cerrar del todo la puerta.
La curiosidad le picó, ese alma voyeur que le hizo desear meterse en la cama con su Nasty
Naughty boy e imitar a esos dos que, por lo que escuchaba, estaban pasándoselo muy bien.
-¡Oh, Mark!
¡No podía ser! Juraría que acababa de escuchar de los labios de Claudia el nombre de su marido.
Miró por el hueco y lo que vio la dejó helada, como helado se le quedó el corazón...
Capítulo 16

Mauricio encendió otro cigarrillo y continuó leyendo la historia de Pedro de Leal pese a que
el sueño le iba venciendo.
“-¡No entres! ¡Da la vuelta!
Aquel grito se repitió por décima vez y, a través de la ventana, vio como aquel rayo, también
por décima vez, golpeaba el grueso tronco del mismo roble con un estruendo tan potente que no
entendía como el árbol y la casa lograban seguir en pie. Tras un rato saliendo y entrando en mil
habitaciones y otros tantos pasillos, llegó a una enorme habitación vacía, igual que aquella donde
había visto aquella cama con su hija y la butaca, pero vacía, sin nada más que el techo, el suelo y las
paredes desnudas. Al otro lado, una puerta roñosa de metal donde Pedro se vio reflejado. Tras esta
debía haber otra escalera de caracol, supuso al recordar la otra y suponer que eran dos estancias
simétricas, así que se dispuso a atravesar aquella habitación en busca de la salida de aquel laberinto
endiablado.
Fijó su vista en la puerta espejo y corrió hacia ella, temiendo que en cualquier momento
surgiese de las sombras ese diablo oscuro nacido del odio y el rencor de Virtudes. Corrió y corrió
hacia su reflejo, dándose cuenta que cuanto más corría, más parecía crecer y alargarse aquel sitio.
Corrió y corrió hacia su reflejo pero se detuvo a medio camino al descubrir que con cada paso, a ese
Pedro Leal que tenía en frente se le iba oscureciendo el pelo, las arrugas se le borraban e iba
recuperando la atlética constitución de su juventud junto a Margarita.
Se veía joven, feliz. A su lado apareció aquella mujer a la que amó por encima de todas las
cosas pero que trató de olvidar por cobardía. Margarita le miraba, joven y bella, tal y como la
recordaba, embarazada y luciendo el mismo vestido que aquella vez en que le pidió que se casase con
él. En la mano ella lucía la alianza y en sus ojos el amor que sentía por Pedro.
Siguió caminando hacia la puerta mientras su reflejo desaparecía y en el metal se quedaba ella
sola. Estiró la mano y Margarita hizo lo mismo. Las yemas de sus dedos se juntaron en el tacto duro
y frío del metal mientras la imagen de ella encogía, su pelo se teñía de plata, las arrugas se le
marcaban y el cinquillo de oro blanco y diamantes se desvanecía al mismo tiempo que el amor de la
mirada de la anciana. En sus ojos no había odio, ni siquiera rencor, tan solo una pregunta sin
respuesta. No vio amor en ellos y, si al menos hubiese ira, sabría que algún sentimiento quedaba por
él en el corazón de ella. ¡Pero en su rostro no había nada! Y eso era lo que más daño podía hacerle.
Bajó la mano hacia la manilla y abrió la puerta, dejando atrás los reflejos del más allá y
encontrándose, tal y como se había imaginado, con una escalera de caracol oxidada.”
Sobre la cama de la capitana, completamente desnudos, Mark y Claudia sudaban y gemían
excitados, con ella encima botando sobre él, sintiendo “toda” su masculinidad entrando y saliendo de
su caliente cuerpo.
¡Maldito hijo de puta! Lo que las pesadillas de Emma evitaron que buscase en Victoria, lo
había ido a encontrar entre las piernas de otra. ¿Sería la primera vez? ¿Cuántas mujeres más habían
catado lo que era suyo? Quien sabe, quizá profesoras, alumnas, amigas…
Esa “otra”, que como poseída le mordisqueaba el pecho, buscó con las suyas las manos de
Mark que se aferraban a sus nalgas. Esa “otra” y su marido, abandonados al placer, ni se percataron
de esos ojos que les observaban por la abertura de la puerta, ni de ese quejido ahogado por el dolor
que se consumió en la garganta de Victoria.
Dio un paso atrás, en silencio, incapaz de hacer o decir nada, notando como se consumía en su
interior un grito que luchaba por brotar y desgarrar el aire. Un grito que, con el corazón agitado, la
respiración acelerada y el cuerpo temblando de rabia, surgió al chocar su espalda contra algo o contra
alguien.
-¿Por qué gritas?
-Me… -Se giró y se encontró cara a cara con él. -¡Me has asustado!
-¿Estás bien?
-Si. –Victoria miró otra vez por el hueco de la puerta y vio a Claudia dormida tan
profundamente que ni se había enterado del grito que había dado. –Eso creo.
-¿Qué hacías ahí? –Su mujer, más serena, se puso a caminar hacia su habitación. -¿Qué te
pasa?
-Al final va a ser cierto eso de que en este sitio pasa algo raro.
-¿Qué te ha convencido?
-Primero venimos porque Claudia veía cosas raras, después Emma empieza a comportarse de
manera extraña y ahora…
-¿Qué es lo que ha pasado ahora? –Preguntó Mark preocupado.
-Ahora acabo de ver como Claudia te follaba cuando en verdad dormía y tú estabas… Por
cierto, ¿de donde vienes a estas horas?
-De buscar a Charlotte.
-¿Y la has encontrado?
-No, es como si la tierra se la hubiese tragado.
“Pedro llegó abajo, la escalera de caracol se deshizo en silencio convertida en una fina lluvia
de oxido y ante él solo quedó una única salida. Había encontrado la puerta que le permitiría salir de
aquella pesadilla y, quizá, encontrarse con Margarita y poder ir a ver a sus nietos. Que había perdido
para siempre a su mujer y a su hija era un hecho. En su corazón aguardaba escondida esa necesidad
de llorar por Sofía pero no podía hacerlo hasta que hubiese cruzado aquella puerta. Una puerta que
estaba a veinte metros y a la que para llegar tenía que pasar por entre medio centenar de figuras que
giraron sus rostros hacia el suyo. Aquellos seres tenían los ojos y las bocas cosidas, se guiaban por
sus oídos y su olfato. Aquellos seres eran el odio de Virtudes y el miedo de Sofía convertidos en
desnudas figuras que tenían sus rostros y sus cuerpos. Eran Sofía y Virtudes varias docenas de veces
cada una, crispando sus dedos de tal manera que Pedro sabía que serían capaces de arrancarle la
carne si le agarraban. Esos cincuenta y pico seres, como maniquíes malditos y sangrantes se
mantenían inmóviles, olfateando y aguardando a… ¿a qué?
Pedro de Leal sacó unas monedas del bolsillo y las arrojó a su derecha, esperando a que todas
aquellas bestias siguiesen el sonido y se apartasen de su camino. Pero no, no movieron ni un solo
músculo y permanecieron impasibles con sus caras vueltas hacia el lugar donde él estaba. Dio un
paso y luego otro y no hubo reacción alguna entre ellas. Se giró dándoles la espalda, descubrió que la
escalera se había esfumado, lo que significaba que no había más salida o entrada que aquella puerta.
Volvió a girarse hacia ella y se encontró con una de esas cosas, una demoníaca imagen de su mujer,
olisqueándole a menos de un metro. Todas habían avanzado hacia Pedro, buscándole mientras les
había dado la espalda pero, de nuevo frente a ellas, volvieron a ser seres inmóviles que aguardaban.
¿Era una prueba de valor? ¿Debía de caminar siempre hacia adelante sin detenerse? ¡Decidió
probarlo! Pasó lentamente al lado de esa primera figura y esta no se movió. La dejó atrás y miró al
resto, inmóviles aún. Un crujido sonó tras él y se dio la vuelta encontrándose con esa cosa que había
tomado la cara y el cuerpo de Virtudes con la boca abierta, sangrando y con los labios destrozados
por el cordón de bramante con el que habían sido cosidos, mostrando unos dientes negros,
putrefactos, que amenazaban con hundirse en su cuello pero quieta otra vez al tenerle frente a frente.
Sin embargo el resto si avanzó hacia él cuando les dio la espalda y Pedro lo comprendió todo.
¡Podían abalanzarse sobre él todas ellas a la vez, destrozarle con sus manos de uñas afiladas y sus
dientes mellados, terminar con aquello en cuestión de segundos! Pero hubiese resultado demasiado
fácil par él, demasiado rápido. ¡No, aquellas cosas preferían jugar con él, mantenerse quietas si las
miraba y acecharle poco a poco sin ser vistas! ¿Querían jugar?
-¡Pues juguemos! –Dijo Pedro.
Veinte metros le separaban de la puerta, veinte metros que tardó una hora cruzar, tratando
siempre de darles la espalda a esas cosas el menor tiempo posible. Un zarpazo le abrió las carnes de
la espalda y la sangré brotó. Pedro sangraba y sudaba, caminaba con cuidado. Pero no siempre pudo
evitar que le alcanzasen. Las mandíbulas de una de esas cosas iguales que Sofía se cerraron sobre su
brazo, arrancándole un trozo de carne y derribándole al suelo, llorando de dolor, sintiendo como la
herida se infectaba instantáneamente, haciendo que surja de ella un hedor pútrido. Se puso en pie
como pudo viendo de reojo como unos famélicos dedos se cerraban a pocos milímetros de su escaso
cabello. Logró pasar, al final logró pasar entre esas cincuenta bestias y caminó de espaldas a ellas.
Aquellas monstruosidades rugían furiosas al haber perdido a su presa y Pedro buscaba con prisa la
manilla al saber lo que estaba ocurriendo en la mente de esas cosas. Se estaban cansando del
jueguecito y en sus diminutos cerebros iba naciendo ese instinto que les harían abalanzarse sobre él si
no lograba abrir la puerta a tiempo. ¡La encontró! La hizo girar y la abrió viendo como una de esas
Virtudes saltaba y caía, sintiendo como se estrellaba con furia contra esa gruesa puerta de cristal, ese
espejo que, una vez lo atravesó, le condujo a otro sitio igual en el que tan solo había una mujer
abrazada a una mujer joven, dormida entre sus brazos, que resultó ser Sofía.
-¿Margarita?
-¿Eres tú, Pedro?
La anciana elevó la mirada hacia él con los ojos blancos, ciegos y llenos de légrimas,
estirando las manos, desnudas sin esa alianza que Pedro le había regalado tantos años atrás, hacia él.
-Si, soy yo.”
Mauricio leyó aquellas últimas palabras y cerró el libro. Si, finalmente Pedro y Margarita se
habían reencontrado, ¿pero a que precio?
Dejó el libro sobre la mesilla, apagó el cigarrillo y supo que, aunque lo que acababa de leer
parecía un cuento nacido de la pluma de Clive Barker o Stephen King, había ocurrido de verdad en
aquella misma casa donde él estaba. Mauricio tuvo miedo, tenían que marcharse de allí aquella
misma noche, antes de que fuese demasiado tarde. Y lo haría aunque tuviese que llevarse a Claudia a
rastras y gritase que no podía irse, que tenía que haber algún motivo para estar allí. ¡Si, claro que
había un maldito motivo! ¡Encontrar la muerte, la locura o ambas cosas!
Se vistió, se calzó y salió de la habitación para buscar a su amiga y comprendió que había
caído en la trampa. Desde el momento en que se cerró aquella puerta supo que encontraría a Claudia
al otro lado del espejo, no del pasillo, tan solo tenía que encontrar el camino.
-¡Mauricio!
Aquella voz… ¡Le sonaba! Conocía esa voz, la había escuchado antes aunque no recordaba
donde. A través de la ventana del pasillo vio un rayo cruzando y golpeando el tronco de un roble
cercano con tanta furia que parecía que la casa fuese a derrumbarse por la honda expansiva.
-¡Mauricio!
De nuevo aquella voz… ¡Era la de aquel hombre! ¡La de aquel chico con el que había pasado
aquella noche y al que abandonó dormido al descubrir en su cartera aquellas fotos con su mujer y sus
hijos! ¿Cómo se llamaba?
Caminó por entre aquel laberinto de espejos, pasillos y habitaciones, incapaz de encontrar la
puerta de la habitación de Claudia pese a que, se suponía, estaba muy cerca de la suya.
Una y otra vez los mismos cuadros. Una y otra vez la señora de Bolaños mirándole desde sus
lienzos, una y otra vez decenas de Mauricios observándole desde los mismos espejos y, una y otra
vez, atravesaba aquellas mismas puertas pese a que trataba continuamente de avanzar en línea recta.
Abrió una puerta y se asomó con cuidado. Todo estaba oscuro, no se veía nada, ni siquiera su
mano extendida ante sus ojos. Lo único que había allí era ruido. Un sonido como debía de sonar el
infierno. Quejidos, lamentos, crujidos de huesos, salpicaduras de sangre y gritos capaces de acojonar
al más valiente. ¡Y él no era ese hombre! Un nuevo ruido surgió. Era como un aspa de un ventilador
gigante, girando a toda velocidad. O quizá una hélice, no supo identificarlo bien. Una cuchilla
titánica hubiese sido lo más acertado ya que, surgida de la nada, atravesó aquellas tinieblas. A punto
estuvo de desprenderle la cabeza del resto del cuerpo y se imaginó cayendo sin vida, convertido en
un amasijo fláccido de carne y hueso.
Ante él surgió aquella escalera de caracol. Quiso dar la vuelta, volver a su habitación y
echarse a dormir, huir de aquello. Quizá a la mañana siguiente todo hubiese vuelto a la normalidad y
podrían, todos juntos, volver a sus casas para no regresar nunca a aquel maldito lugar. ¡Aunque para
ello tuviese que llevarse a Claudia a rastras por los pelos! Quiso dar la vuelta pero no pudo. Una
bestia con el rostro de Charlotte, deforme, con una hilera de colmillos afilados y los ojos muertos de
un tiburón, con el cuerpo lleno de escamas y largos mechones de pelo enmarañado, oscuro como la
noche, se acercaba hacia él, amenazando con despedazarle salvo que… ¡Si, así era! Supo Mauricio
que la única manera de que esa monstruosidad salida del averno no se abalanzase para desgarrarle la
carne era subir los frágiles peldaños de aquella escalera. Dio la espalda a ese demonio, apoyó la
mano sobre el oxido de la barandilla y subió sin detenerse hasta que llegó a lo más alto de aquella
casa en la que no había ni un solo espejo pero si el altar de una iglesia donde se iba a casar un joven
desconocido el cual esperaba a la novia. Su futura esposa apareció tras Mauricio, cogida del brazo del
padrino que había de entregarla.
No caía en la cuenta de que, pero sabía que había visto alguna vez a esa novia. ¿En una
fotografía? ¡Si, la había visto en una fotografía cogida del brazo de otro hombre del cual supuso que
era su futuro marido! Pero no, ese rostro que no era capaz de recordar aún de la fotografía no era el
de ese otro que esperaba en pie en el altar.
El padrino no tenía cara, era una sombra cargada de algo… No era odio ni ira, era… ¿Pena?
¿Lástima? Sentía dolor por algo, quizá incluso envidia por alguien o…
La novia siguió caminando hacia los brazos de su sonriente y emocionado futuro marido
pasando entre bancos llenos de invitados que fueron surgiendo de la nada a cada paso que ella fue
dando. En cualquier otro enlace se hubiesen escuchado susurros sobre lo bella que estaba la novia
con su vestido, sobre lo felices que deseaban que fuesen en su matrimonio e incluso se hubiesen
escuchado algunos llantos enternecidos. ¡Pero en aquella boda no!
-Mírale, que asco me da. Maricón perdido y se atreve a entrar en una iglesia. –Dijo una mujer
con una pamela enorme sobre un trabajadísimo moño. –Él nunca encontrará una mujer que le haga
feliz.
-¿Qué es lo que he hecho mal? –En la primera hilera de bancos, un hombre en una silla de
ruedas y enganchado a una bombona de oxigeno miraba ceñudo a la mujer y a esa cosa que hacía las
veces de padrino. -¡Que “ese” tenga que llevar a mi hija al altar!
-“Ese”, como tú le llamas, es tu hijo.
-¡Yo no tengo hijo! Ese bujarrón no es hijo mío.
Mauricio se sentía mal, muy mal. No había salido del armario por culpa de personas así. Y si,
también se mantenía oculto en su armario por cobardía, era cierto. Al menos “el padrino” era libre de
ese engaño y había decidido presentar batalla. Si, iba perdiendo su particular guerra pero al menos
tenía alguna opción de vencer. ¡Era más que probable que él se diese por vencedor para con su propia
conciencia y consigo mismo! Mauricio se había negado esa oportunidad de ganar una guerra de la
que había huido. ¿Pero se podía huir de esa guerra? ¿No era su actitud haberse pasado al bando
enemigo? ¿No era él un traidor?
-¡Marica, Mauricio, pervertido! –Algunos presentes se giraron hacia él, convertidos en
muertos en vida, con trozos de carne llenas de gusanos y mechones enmohecidos de cabello. -¡Eres
un maldito mentiroso! ¡Un cobarde sin regaños!
No necesitó explicación alguna, recordó aquellas dos fotos y supo lo que significaba. Era su
hermana, no su mujer. Y los niños… ¡Los niños debían de ser sus sobrinos, no sus hijos!
La sombra de aquel muchacho, al que la última vez que lo vio yacía dormido y desnudo en la
cama de un hostal, crecía y crecía cargado de pena y angustia hasta convertirse en la laguna eterna
del Hades y ahogarle mientras nadaba Mauricio en busca de una última bocanada de oxígeno.
Abrió los ojos y se vio a si mismo ante la escalera de caracol. Mauricio escapó sabiendo lo
que iba a pasar, huyendo de aquella bestia con el rostro deforme de Charlotte que iría tras él cuando
ese otro él pusiese el pie en el primer escalón.
-Despierta, Mark, aquí pasa algo. –Victoria bostezó notando algo raro en el aire. -¡Despierta,
por favor!
-¿Qué es lo que pasa?
No lo sé, despierta.
Capítulo 17

Parte de la noche la pasó encadenando pesadilla tras pesadilla hasta darse por vencido. Su
reloj marcaba las tres y media cuando se despertó y eran casi las cuatro cuando decidió levantarse de
la cama y vestirse. Estaba preocupado por Claudia y algo dentro de él le decía que debía encontrarla
lo antes posible. Abrió el cajón de la mesilla donde guardaba su cartera y miró su pistola dudando si
llevarla consigo o no. A fin de cuantas, ¿para que iba a necesitarla?
-¡Un café y listo para ir en su busca! –El Comandante Aguado buscó en el GPS ese pueblo
llamado Mengollo pero no lo encontró. -¿Dónde te has metido, Claudia?
-¿Qué es lo que pasa?
-No lo sé, despierta.
Mark obedeció y salió de la cama mientras miraba a Victoria tapando su desnudez con una
mínima ropa interior y un kimono de seda azul celeste y cerezos en flor.
El doctor salió de la habitación seguido de su mujer y se dirigieron hacia la habitación de
David. Un ruido extraño a su espalda les hizo girarse. Había venido de la habitación de Mauricio.
¡Algo le pasaba!
-Ve y despierta a Claudia. –Le dijo a Victoria. –Yo voy a ver si está bien.
Mark la vio marcharse y dirigirse a la habitación de la capitana, no sin antes comprobar que
sus dos hijos se encontraban bien y haciéndoselo saber con un gesto. Él sacó del armario del pasillo
su cámara de video, activó el modo noche y comenzó a grabar. Con la otra mano activó un extraño
aparato fabricado por él mismo que era capaz de medir cualquier campo magnético, las extrañas
variaciones en energías y las subidas y bajadas de temperatura.
Sabía que había que darse prisa para comprobar si Mauricio estaba o no estaba bien. Pero
lanzarse a la carrera podía ser un suicidio. Primero había que descubrir que era lo que había allí
dentro. Y para hacerlo se requería paciencia y concentración. Mark miraba la aguja inmóvil, mandó
callar a Victoria y a Claudia cuando notó que se colocaban tras él.
-Esos cuadros me ponen los pelos de punta, os lo juro. –Susurró la Capitán. –Es como si…
-Como si te siguieran con la mirada. –Mark terminó su frase, acercando el medidor a las
paredes donde estaban aquellas pinturas. –Supongo que es por culpa de estos malditos espejos. –La
aguja seguía inmóvil. -¡Aquí no hay nada!
No hubo lecturas ni en el pasillo ni cuando llegaron a la puerta del dormitorio del relojero.
Claudia apoyó la mano sobre la manilla.
-¿Mauricio, estás bien?
La capitana trató de abrir pero la puerta no cedió ni un milímetro. Dentro el relojero corría
cuanto podía, seguido de cerca por un demonio con los rasgos de Charlotte.
-¿Mauricio, estás bien? –La voz de Claudia surgió tras los cristales de los espejos de las
paredes. -¿Mauricio?
Al fondo del pasillo, a través de un gran ventanal de marcos de madera oscura, un rayo volvió
a golpear con toda su furia contra un grueso roble, haciendo que el cielo, la tierra y la casa se
sacudiese de tal manera que los cristales de las ventanas y de los espejos explotaron en pedazos y
salieron en todas direcciones como millones de proyectiles de vidrio. El joyero se dejó caer evitando
así una muerte segura, la bestia que le acechaba aulló al no poder hacer lo mismo y sentir como un
millar de astillas de cristal le atravesaban de parte a parte, perforándole y arrancándole trozos de
carne, abriéndole profundas heridas en el cuello, la cara y los brazos, arrancándole una no vida que la
dejó inmóvil sobre una de la impresionantes alfombras que se tiñeron con su negra sangre.
Mauricio se puso en pie, un gran trozo de espejo se le había clavado en el hombro y sangraba
profusamente. Era un dolor frío, como si un relámpago de hielo le hubiese golpeado y transmitido
por todo su sistema nervioso.
-Gracias, Mauricio.
La voz de Charlotte le devolvió a la realidad. La negra institutriz yacía desnuda, con el cuerpo
destrozado y una sonrisa que le iluminó los ojos hasta ese último segundo en que los cerró para
siempre.
Estaba cansado, cansado de vivir con tantos miedos. Miedo a gritarle al mundo que le
gustaban los hombres, miedo a volverse loco por esos secretos que mantenía ocultos y que aquella
mansión le recordaba. Miedo a morir despedazado y en ese instante, miedo a perder su humanidad, su
alma, miedo a algo peor que perder sus secretos, su cordura o su vida. ¿Si aquellos fantasmas le
apresaban acabaría convertido en un demonio como aquel?
El frío del cristal clavado en su hombro se convirtió en un dolor ardiente, un fuego salido del
mismísimo infierno que solo se podría apagar si se lo arrancaba. Cerró los dedos a su alrededor,
sintiendo como los bordes afilados le abrían pequeñas heridas sangrantes en la palma de la mano, tiró
con todas sus fuerzas, gritando de la misma manera que aquella Charlotte con cuerpo de bestia lo
había hecho al ser herida de muerte. Un sudor frío le empapó la piel y un gran chorro caliente, rojo y
espeso cayó sobre la alfombra junto a ese pedazo de espejo.
Los faros de su coche iluminaron un cartel de madera descolorido donde apenas se podía leer
ya: Mengollo (el pueblo fantasma) y continuó recto por aquella estrecha carretera.
Aparcó junto a un prado y se bajó. Observó la noche sobre el cadáver de una aldea que ya no
existía, un pueblo que según había leído en Internet, desapareció de la faz de la tierra en abril de
1854. Se le atribuyeron a la desgracia miles de hipótesis, leyendas y cuentos sobre posesiones
demoníacas y locuras homicidas pero de todas ellas solo una le parecía a Agustín que fuese plausible.
Según esta, al alba, el párroco responsable de la guardia y custodia de las almas de los lugareños de
Mengollo, a lomos de su caballo y la escopeta a la espalda, realizó una travesía monte arriba durante
más de tres horas. El pueblo estaba compuesto por cuatro casas y un almacén de madera alzado sobre
cuatro pilares o pegollos y rojas tejas, de esos que en Asturias llaman paneras. El anciano cura viajó
con la misión de llevarles noticias de sus familiares y amigos del concejo tras un largo invierno que
les había dejado completamente incomunicados a los 22 habitantes del lugar. 22 habitantes que el
viejo encontró sin vida. Fue en busca de ayuda y de las autoridades para llegar entre todos a la
conclusión de que las muertes habían sido por culpa del típico pan dulce de Semana Santa, hecho con
agua y cereal envenenados ¿accidentalmente? con arsénico. Los 22 cuerpos acabaron en una fosa
común, el pueblo arrasado por el fuego y cubierto por hierbas y helechos que lo sepultaron en el
olvido. Unas hierbas y helechos que se alzaron en las praderas que el Comandante Aguado veía bajo
la luz de la luna y las estrellas.
¡No, Claudia no estaba allí, eso estaba claro! Es más, ni siquiera había ningún allí en el que
estar más que en la memoria de unos pocos que habían escuchado la historia de boca de sus abuelos.
No, Claudia no había acudido allí atraída por esa teoría de que Satán, convertido en una salamandra,
un venenoso reptil, emponzoñó el agua y la escanda con que se había elaborado el pan.
Volvió a subir al coche, jugueteó con el GPS y se puso en marcha otra vez cuando el reloj dio
las cinco y media.
-¿Dónde estás, Claudia, donde estás?
No podía volver a pasarle, no podía perderla de la misma manera que había perdido a su
madre, impotente, sin poder hacer nada por ella. Al menos en esa ocasión, si de nuevo tenía que
volver a jugar ese papel de mero espectador, al menos se le brindaba la oportunidad de tratar de ser
algo más que eso. El cáncer ya le había robado a la primera mujer que amó de verdad cuando tan solo
contaba con quince años. No era justo que le arrebatase también a esa segunda mujer por la que sería
capaz de entregar su vida. Ya se había llevado a su madre pero, a Claudia…
-¡A Claudia, no, joder! ¡A ella, no!
En el salpicadero de su A5 el reloj dio las seis y el velocímetro subió a 150.
-¡Mauricio, abre, por favor! –La Capitán golpeaba la puerta con todas sus fuerzas mientras
Mark trataba de abrirla. -¡Mauricio!
-¿Ha cerrado por dentro? –Preguntó Victoria.
-Estas puertas no se pueden cerrar por dentro, no tienen pestillos.
-¡Mauricio, abre!
-“Algo” la bloquea, “algo” impide que podemos abrirla.
-¿Qué quieres decir con “algo”?
-¡Mauricio, por favor!
-No está solo ahí dentro. Hay “algo” ahí dentro con él.
-¿Mamá? ¿Papá? ¿Qué pasa?
-¡Emma, David! –Los niños se habían despertado finalmente a causa de los gritos y los golpes
de Claudia. –No pasa nada, no os preocupéis. Vamos a la cama.
La herida de su hombro dejó de sangrar y se cerró. Por su mente se pasó una terrible idea
basada en el mito de Prometeo en la que un buitre se alimentaba de su hígado por el día para que en
la noche se le regenerase y pudiese, de esa manera, volver a ser devorado al día siguiente. Y así día
tras día hasta el fin de los tiempos. ¿Era algo parecido lo que le pasaba a él? ¿Toda herida que se
hiciese se curaría prontamente para sentir el dolor en toda su agonía con cada nueva lesión?
¡Se llevaría a su amiga de allí, claro que sí! Lo más inteligente sería hallar la salida de aquella
laberíntica locura y después huir sin mirar atrás, pero… Pero él no podía hacer eso. Aquel lugar
quería a Claudia por algún motivo y solamente él podría llevársela para poder evitarlo. Lo más
probable era que Mark quisiese quedarse porque así podría estudiar qué era lo que allí ocurría,
arriesgando la vida de su amiga si era necesario si con eso conseguía las pruebas que necesitaba para
ser él, solamente él, quien demostrase al mundo la existencia de mundos, fuerzas, entes o poderes de
más allá de la razón. ¡No hay mayor ciego que el que no quiere ver! No se daba cuenta de que el
mundo no está preparado para creer en ciertas cosas y le tacharían de montajista, estafador o sabe
Dios qué. Victoria se debatiría entre quedarse con su marido o huir para salvar a sus hijos pero
tomase la decisión que tomase, no lo haría pensando en llevarse a Claudia y a él con ellos.
Siguió caminando, quieto allí no lograría escapar. Ante él su propia versión de lo que había
leído que le había pasado a Pedro de Leal se le apareció. Llegó a esa segunda habitación vacía con
tan solo una puerta mugrienta de metal pulido donde Mauricio se vio reflejado. El médico personal
de Franco se había visto en aquel mismo espejo, rejuveneciendo, al lado de Margarita, quien le
esperaba al otro lado. ¿Habría alguien aguardando su llegada al otro lado?
La curiosidad fue más poderosa que el temor. Caminó impaciente por saber que le tenía
deparado el reflejo de la puerta. Caminó impaciente con la vista clavada al frente y pronto empezó a
ver los cambios. Ese otro Mauricio a cada paso, fue perdiendo pelo, encaneciéndole el poco que le
fue quedando, engordó, se fue encorvando y tanto sus manos como su rostro se fueron cubriendo de
profundas arrugas y manchas propias de la senectud. Pero nadie aparecía a su lado, nadie le debía de
estar esperando tras el metal de aquella puerta.
¡La imagen cambió por un instante! En el reflejo pudo ver a Mark Donovan haciendo saltar la
puerta de su habitación de una patada y a Claudia entrando en el cuarto, observándolo todo con ojos
enloquecidos.
-¡Mauricio! ¿Pero qué has hecho?
Y desapareció, el reflejo de ese anciano de setenta, ochenta, noventa años, volvió al espejo en
su avance decrépito al ritmo de cada paso que daba. Pensó en volver, quizá así también se viese
rejuvenecer pero… La atracción era demasiado fuerte, su cuerpo no le obedeció y una voz oscura, su
propia voz creyó él, se peleaba consigo misma en un duro debate sobre avanzar o retroceder que le
llevó finalmente a estar frente a una horrenda visión en el metal de aquella puerta.
Mientras tanto, al igual que Mauricio había visto, Mark Donovan asestó la enésima patada
contra la cerradura de la habitación, logrando al fin abrirla de golpe. Claudia casi le derribó al entrar
y asustada, miró la escena ante ella. Su amigo sobre su cama, con los ojos perdidos en un más allá,
sonreía mientras sus ojos lloraban. Al pie de la cama yacía el cadáver de Charlotte sobre un charco de
oscura, casi negra, sangre. Su cuerpo estaba lleno de cortes y puñaladas en el cuello, la cara y los
brazos. Algún tipo de cuchillo le había arrancado la vida a manos de alguien y ese alguien solo podía
ser…
-¡Mauricio! ¿Pero qué has hecho?
-No ha sido él.
-¿Quién si no?
-¿Tú ves algún cuchillo o navaja por algún lado? La cosa que lo ha hecho es la misma que
mantiene a tu amigo encerrado.
La Capitán miró al joyero y pese a que le veía ahí frente a ellos, supo que Mark tenía razón.
Mauricio estaba encerrado en algún sitio, ese que sonreía y lloraba sobre la cama tan solo era su
cuerpo. Su alma, su esencia, su ser, estaban en algún otro lado.
-Mauricio, vuelve, por favor.
Sobre su mesilla había un libro con el nombre de Pedro de Leal en el lomo. Claudia lo cogió y
pensó si el ser que apresaba a su amigo viviría entre las páginas de aquella novela. Pero no, allí
dentro no se hablaba de su amigo. Sería un poco más tarde cuando la capitana pudiese averiguar qué
era lo que le había pasado al relojero, que pesadilla era la que le mantenía cautivo en otro plano
distinto al suyo y, también, al de… Pero eso será algo que podréis leer más adelante, salvo que
vuelva a vosotros la sensatez y cerréis este libro.
No os queda mucho tiempo para hacerlo pero aún no os habéis hundido del todo en vuestra
ciénaga de la locura. ¡Aún!
Aquello envejeció todavía más, adelgazó tanto que se convirtió en un esqueleto cubierto
apenas por piel putrefacta, desdentado, de uñas negras y largas que le devolvía la mirada desde unas
cuencas vacías. No había en él oro, ni rastro de la elegancia en el vestir que llevó a Claudia a llamarle
cariñosamente con el sobrenombre de dandi. Tan solo era un cadáver milenario, sin capa ni guadaña,
que tenía sus facciones consumidas. Pero Mauricio sabía que aquello era él, su propia visión de la
muerte. Un él mismo llegado desde el otro lado del espejo para decirle que había vivido solo, que
estaba solo y que su tiempo llegaba a su fin. Había sido un cobarde que había vivido escondido en el
fondo de su armario y ya nunca podría salir de él.
¡Pero eso no era cierto! ¡¡No podía serlo!! Tras esa puerta le esperaba el resto de su vida, su
libertad, el valor que necesitaba para abrir la puerta de aquella vacía y enorme habitación, la puerta
de su armario.
Ese Mauricio muerto hacía milenios esbozó algo parecido a una sonrisa, si es que los
esqueletos podían sonreír, alzó su mano y les mostró un objeto que sostenía entre sus huesudos
dedos. Era aquel reloj de faltriquera de mediados del siglo XVIII que un antepasado suyo había
fabricado basándose en los que por aquel entonces, estaba de moda que luciesen las grandes fortunas
de la época. Aquella maravillosa obra de arte con esfera de porcelana, caja ornada con filigranas
doradas y leontina de oro y níquel que su padre le había entregado al cederle el control de la joyería
Lombardero. Aquella cosa la sostuvo ante él, lo hizo pendular y lo dejó caer al suelo para hacerlo
añicos de un pisotón.
Al otro lado, una lluvia de fuego cayó sobre Mauricio. Claudia y Mark trataron de apagar el
fuego pero una extraña fuerza, como una barrera invisible, les impidió acercarse mientras, de las
paredes, brotó una risa. Esa voz… Aquella voz era la de Mauricio, esa misma que había escuchado él
en su pelea sobre si avanzar o dar la vuelta. Pero era también una voz de mujer, la voz que Charlotte
había escuchando obligando a Emma a matar a su hermano, la voz de ese ser que la mató, aquella voz
que comenzó a reír cruelmente.
-Primero fue la negra, ahora es mío este maricón también.
Mauricio vio el reloj destrozado, escuchó de nuevo su propia voz peleando contra sí misma,
obligándole a continuar hacia adelante, a abrir aquella puerta y a descubrir que, en verdad, no era su
voz, no era la voz de la razón, era la voz de una mujer salida del infierno que le había engañado.
Capítulo 18

-¡No, no, ahora no!


¿Qué era aquel sitio? Era como… Le recordaba a esa escena de Bruce Lee en su película
Operación Dragón, en la que caminaba el actor chino por una habitación hecha de espejos. Se veía
infinitas veces desde cada ángulo y alcanzó a ver una escurridiza silueta borrosa, neblinosa que le
acosaba pero que en verdad no estaba allí. En aquella escena Bruce Lee caminaba por una zona muy
luminosa por la luz reflejándose por todos lados y en cada espejo. Sin embargo donde él estaba los
espejos parecían engullir la luz y devolvía solamente sombras, tinieblas y oscuridad.
¿Qué era aquel sitio? Los cristales se agrietaron, se convirtieron en polvo y cayeron al suelo
sin hacer nada de ruido, revelando que era lo que se escondía detrás. De uno apareció una mujer
negra con el cuello, la cara y los brazos acribillados por mil cuchillas. De otro un joven poli
toxicómano consumido por toda la mierda que se metía, famélico y frágil hasta tal punto que la piel
se le desprendía con cada roce contra el suelo. Vio también a un anciano lleno de yagas, pústulas y
cubierto de roña, que hedía con intensidad a infección a… ¿podredumbre? Pasó junto a una mujer
obesa que gritaba de dolores al sentir que algo, o muchos algos, la iban devorando desde dentro y se
agachó al ver un par de metros más lejos un rostro que le resultó familiar, si bien no lograba recordar
de que. Lo extraño era ver rasgos familiares en un cuerpo consumido por el fuego, con la boca sin
labios que dejaba sus dientes blancos, blanquísimos, a la vista y sin parpados que le permitiese cerrar
los ojos. Un sonido metálico resonó con fuerza, como una chapa que se roza con otra a gran
velocidad que le devolvió a la realidad.
Paró el coche y se bajó gritando una maldición tras otra, lanzando puñetazos al aire y
apoyándose contra el capó, dando gracias a Dios por estar vivo y comprobar que, de todo lo que
podía haber pasado al final todo quedó en una gran rozadura del lateral de su A5 contra el
quitamiedos de la autopista. El corazón le iba a mil por hora por el susto de despertarse de golpe y
descubrir que al menos, no había acabado estrellado contra algo o contra alguien. Ya no estaba en
aquel laberinto de espejos, ya no había una presencia borrosa acosándole y ya no había nadie allí
carbonizado, ninguno consumido por una lepra drogadicta, ni ninguna asesinada cosida a puñaladas.
No, Agustín estaba de nuevo en la vida real, no en aquel sueño, pesadilla, ¿premonición? Y podía dar
gracias a Dios de haberse despertado y no haberse quedado dormido para siempre, estampado contra
un camión o en el fondo de un barranco.
Tenía sueño, mucho sueño, pero no era momento de echarse a dormir. Tenía que encontrar a
Claudia.
-¡No, no, ahora no! –Encendió un cigarrillo, volvió a mirar aquella enorme marca del
quitamiedos contra su coche y dejó que la brisa le despejase un poco. -¡No te puedes dormir, Aguado,
ahora no!
Miró el reloj, eran ya las siete y era normal que aún fuese de noche pero, en el horizonte, ya
hacía un rato que debía de empezar a verse el brillo de ese sol pugnando por salir. Sin embargo
parecía ser noche cerrada, las dos o las tres de la madrugada más bien por lo oscuro que estaba todo.
-¿Se encuentra bien? –Un furgón paró a su lado.
-Si, si, gracias, no se preocupe.
-¿Quiere que llame a la Guardia Civil? –El aroma del pan recién hecho que llevaba en la parte
de atrás despertó el apetito al Comandante. -¿A una ambulancia, tal vez?
-No, no, gracias, no será necesario.
-¡Como quiera!
El tráfico, escaso pero constante, era típico de las siete, no de las dos. Entonces, ¿por qué no
amanecía? Se subió de nuevo al coche, buscó una cafetería, desayunó con doble dosis de cafeína y
nicotina, engañó un poco más al sueño, ganó un poco de tiempo y cuando en su reloj vio que eran ya
las ocho y cuarto, seguía sin amanecer. El sol se negaba aquella mañana a salir, según el locutor de
radio a consecuencia de 35 incendios que asolaban el Principado de Asturias, los más de cien de
Galicia y otros tantos que ardían en Portugal. El viento arrastraba el humo, tan denso que ni siquiera
la luz del sol ya en su sitio era capaz de traspasarlo. Si, olía a humo, no se veía ningún incendio por
allí cerca pero olía a humo. O al menos eso le pareció cuando a las nueve llegó a es pueblo llamado
Santa Aurelia de Somerón y seguía siendo noche cerrada. El cielo estaba negro, sin luna, sin estrellas
y sin rastro de ese sol que ya debería estar allí, salvo pequeños tonos rojizos que comenzaban a
abrirse paso. Lo que si había era ese olor…
Parecía estar de nuevo en ese salón de espejos que no reflejaban la luz y devolvía solamente
sombras, tinieblas y oscuridad, allí en medio de un monte y un pueblo que parecía perdido en los
años de siglo y pico atrás. ¡Y ese olor! Ese olor a… ¿a fuego? ¡No, a fuego no! ¿A fuego? ¿A carne
quemada? ¿A…?
Bajó las escaleras para realizar el descubrimiento científico del siglo. La teoría de la
relatividad no hablaba solamente del tiempo, también del espacio y por supuesto, no dependía
solamente al estado de movimiento del observador en un espacio-tiempo plano. A Mauricio el tiempo
se le alargaba y contraía, las distancias se le ampliaban y acortaban a razón del plano, del infierno,
laberinto de la locura o lado del espejo en el que se encontrase él y los demonios que le acosasen.
Al igual que le pasase a Pedro de Leal y Agramunt, una vez encontró la salida la escalera de
caracol se deshizo en una diáfana lluvia de herrumbre. Veinte metros, tan solo veinte metros le
separaban de la salida. Dudaba, aquella puerta era la salida de aquella pesadilla para él pero, ¿y para
Claudia? ¿Estaría su amiga al otro lado o permanecería atrapada para siempre en otra realidad distinta
a la suya si lograba salir? Tan cerca y a la vez tan lejos. Treinta o cuarenta metros separaban aquel
recibidor de las habitaciones, millones de kilómetros o de años luz o como demonios se midan las
distancias entre planos, universos o realidades. ¿Era posible estar en el mismo sitio, en el mismo
metro cuadrado, en la misma baldosa y no poder verse, escucharse o tocarse? ¡Si! ¡En aquel laberinto
enajenado, si! No tenía ninguna duda de ello. Las puertas están pensadas y hechas para permitir la
salida y entrada a placer de quien quisiese atravesarla. Pero ¿y aquella? ¿Si salía podría volver a
entrar? Es más, si salía él primero y ella después, por aquella misma puerta, ¿llegarían ambos al
mismo lugar? ¿Acaso aquella puerta tenía un destino distinto para cada persona? Solamente había
una manera de saberlo, ¡cruzándola!
¿Qué era lo que se lo impedía? Nada, ni siquiera había, al menos que él viese, demonio,
monstruo o ente interponiéndose en su camino. Pedro de Leal, aparentemente, lo había tenido más
difícil de lo que a Mauricio se le presentaba. ¿Entonces, por qué no caminaba? ¿Qué era lo que le
impedía moverse? Era sencillo, primero un pie y luego el otro. Ese sencillo gesto y lograría que el
cuerpo le siguiese. Un paso, después otro paso y luego otro más. Así hasta lograr dar veinte o treinta
pasos. ¡Sencillo! ¿Verdad? ¡No, no era para nada sencillo! Algo le impedía hacerlo, algo le había
congelado las piernas y le mantenía anclado a ese sitio al pie de la escalera de caracol que volvió a
alzarse tras él. Tenía otra oportunidad, podía seguir adelante o darse la vuelta y sin embargo era
incapaz de lograr que sus piernas le obedeciesen. ¿Qué fuerza del demonio le impedía tomar aquella
sencilla decisión? Quizá era miedo, vergüenza o… ¡tristeza! Tristeza por si mismo, de la vida llena
de engaños escondidos tras una máscara de lujos y mitigadas sus faltas, sus mentiras, tras un fino
velo y a la vez, tan poderoso, del amor de sus padres y de la amistad de la capitana de la Guardia
Civil.
El reloj dio las nueve. ¿Las nueve ya? Ya debía de haber amanecido. ¿Cuánto llevaba allí
parado? ¿Segundos, horas, días, años? Veinte metros hacia delante o girarse para volver de donde
venía. Distancias cortas que le podían llevar una vida cruzarlas. ¿Espacio-tiempo plano? ¡Y una
mierda! Su espacio y su tiempo cambiaban a capricho pero no a su capricho, sino del de algo o,
alguien, que debía estar pasándoselo en grande a su costa.
Hacía calor, mucho calor. ¿Por qué hacía tanto calor?
-¡Déjalo, no puedes hacer ya nada!
-¿Lo has grabado todo?
-Of course, todo.
Capítulo 19

-Primero fue la negra, ahora es mío este maricón también.


Fue Mauricio quién habló, quien movió los labios, pero aquella no era su voz.
-¡Apágalo! –Gritó Mark tras dejar la cámara grabando sobre el sinfonier. -¡Apágalo!
-¡Eso intento!
La capitana cogió la chaqueta de su amigo de la silla, aquella carísima chaqueta que tanto
adoraba él y trató de apagar el fuego. Pero seguía allí aquella barrera invisible que le impedía
acercarse a Mauricio. Nadie se fijó en la hora, nadie se fijó que faltaban algo menos de cinco minutos
para las nueve de la mañana. Ninguno pudo saber que fuera de aquella mansión aún era de noche.
Ninguno sabía, Claudia tampoco, que Agustín entraba con su A5 en aquella aldea medio vacía. Nadie
se fijó en la hora y nadie supo nada de lo demás porque en ese preciso momento, una lluvia diáfana
cayó sobre él y sobre la cama del relojero. Nadie se fijó en las agujas del reloj, de la noche en el día,
de la llegada del Comandante porque aquel fuego creció y creció rápidamente, mientras Claudia y
Mark eran incapaces de hacer nada por apagarlo.
-¡Aparta! ¡Aparta de ahí!
Claudia se hizo a un lado mientras el doctor Donovan se lanzaba contra aquella especie de
muro invisible, transparente, aquel grueso cristal que no existía pero que pese a eso, les impedía
llegar al relojero, tan solo a medio metro de ellos.
-¡Despierta, Mauricio, despierta! –Claudia chilló tratando de sacar del trance a su amigo. -
¡Por favor, despierta! ¡Joder, despierta de una puta vez, cariño!
Mark se abalanzó inútilmente otra vez, logrando tan solo salir rebotado hacia atrás. El fuego
creció aún más, alimentado por un odio irracional, las llamas devoraron la tela de las sábanas, subió
por la madera del cabecero, trepó por las paredes hasta el techo y comenzó a lamer la piel de los
brazos y la espalda de Mauricio. Claudia miró a Mark tirado en el suelo y comenzó a golpear con
todas sus fuerzas aquella cúpula inexistente, sintiendo que la pierna se resentía y amenazaba con
romperle los huesos y desgarrarle los músculos con cada patada. Mark hizo lo mismo tras volver a
levantarse. ¡Pero era inútil, aquella barrera invisible era inquebrantable y lo único que podían hacer
por él era observar como, sin sentir dolor, sin moverse, como si no sintiese ni el calor ni el fuego
destruyendo su ropa, devorando una a una las capas de su piel, consumiéndole el vello del cuerpo y el
pelo engominado de su cabeza. Mauricio se había convertido en una sonriente bola de fuego,
catatónica. Inmóvil mientras su cuerpo hervía, se consumía, se llenaba de ampollas, de llagas, de
carne que se oscurecía. Se carbonizaba mientras el fuego destruía sus músculos, todo su sistema
nervioso, dejándole sin párpados, sin labios, sin vida.
El fuego acabó con él mientras Claudia y Mark gritaban, luchaban inútilmente, suplicaban y
lloraban sin poder hacer nada por salvarle. Mauricio fue consumido por un fuego que llenó de
gigantescas llamas la cama, la habitación, de humo negro y de un hedor a carne y pelo quemados. Un
hedor que penetraba por sus fosas nasales y se alojaba para siempre dentro de ellos, haciéndose un
hueco en sus mentes. Un hedor a carne quemada, a vello quemado, a carne humana carbonizada.
El fuego fue perdiendo fuerza y el reloj dio las nueve.
Agustín llegó a aquella aldea.
-Santa Aurelia de Somerón. –Leyó el cartel que anunciaba que entraba en el pueblo. -¿Estás
aquí, Claudia?
Parecía un pueblo abandonado. Lo hubiese llegado a creer y se hubiese dado la vuelta para
marcharse de no ser que surgió de la nada un furgón, el mismo que le había preguntado si necesitaba
ayuda tras el accidente. El panadero se detuvo frente a la puerta de una de las casas, el conductor se
bajó, abrió el portón lateral y dejó una bolsa con dos barras de pan a un hombre que salió de aquella
vivienda.
-¿Qué hora es?

115
-Las nueve, doctor.
-Pues parece que fuese aún noche cerrada.
-Es por el humo.
-Las puertas del infierno se han abierto otra vez. –Dijo a voz en cuello.
-¿Ha dicho algo, Manuel?
-¡No, nada! Cosas mías.
-Que tenga un buen día, doctor. –El panadero cogió el dinero que Manuel Longoria le
entregaba. –Si es que hoy hay día y se digna a amanecer de una vez.
-Igualmente, Gerardo.
El doctor vio al panadero regresar a su vehículo y como se acercaba a la panadería que había
cincuenta metros más adelante, donde dejó un saco con un par de docenas de barras de pan y otros
productos. Manuel, antes de entrar a su casa, se fijó en aquel hombre que bajaba de un A5 con un
enorme rascón en el lateral derecho y se acercaba a él.
-Buenos días. –Dijo como saludo el Comandante Aguado.
-Buenos días, caballero. No es usted de por aquí, ¿puedo ayudarle?
A Agustín le pareció ver en su mirada cierto recelo. No debía ser habitual recibir visitas de
extraños en aquel pueblo perdido de la mano de Dios.
-Busco a una persona, quizá pueda usted ayudarme.
-Por supuesto, señor. –El doctor le sonrió al fin. –Es usted Agustín, ¿verdad? –Manuel
Longoria le ofreció la mano mientras el Comandante, sorprendido, hizo un gesto afirmativo con la
cabeza. –Conozco a Claudia.
-¿Sabe donde puedo encontrarla?
-Si, se donde se encuentra. Lo que no puedo asegurarle es que logre encontrarla.
-¿Qué quiere decir?
-Pase, por favor. Creo que antes tenemos que hablar.
Se hizo a un lado y Aguado, sin saber el motivo, sintió que era mejor aceptar aquella
invitación tan extraña. El repartidor del pan le había llamado doctor, así que si su prometida
finalmente si tenía un tumor pudriéndole el cerebro, aquel hombre podría serle de alguna ayuda.
Agustín entró y vio un salón en el que un anciano prácticamente ciego, aporreaba con saña
una máquina de escribir y luego arrancaba la hoja y la acercaba a sus cansados ojos para releer lo
escrito antes de hacer con ella una bola y arrojarla a una papelera.
-¡Basura, ya solo escribo basura!
El fuego que había acabado con Mauricio bajó por las paredes ennegrecidas, la madera
consumida y las telas hechas cenizas de la cama donde yacía ya el cuerpo carbonizado y sin vida del
joyero. El fuego que había acabado con Mauricio bajó al suelo, se extendió por el resto de la
habitación como ríos incandescentes que se ramificaba en todas direcciones y rodeó el cuerpo
acuchillado de Charlotte.
Claudia cogió la cámara de Mark y el libro que había recogido de la mesilla de noche
mientras veía como, inútilmente también, Donovan cogía por las piernas el cadáver de la institutriz y
tiraba de ella. Tiró y tiró viendo como el suelo se agrietaba y se hundía tragándola, haciendo que no
lograse moverla ni un solo milímetro, como si de golpe pesase un par de toneladas y ni el suelo fuese
capaz de aguantar su peso. Tiró y tiró hasta que vio que era imposible evitar librarla de las llamas que
se alzaron alrededor del cuerpo de Charlotte.
-¡Déjalo, no puedes hacer nada!
-¡Fuck! –Dijo casi sin aliento. -¡Shit!
-¿Lo has grabado todo?
-Of course. –Soltó las piernas de la institutriz y salió caminando de espaldas de la habitación.
–Todo. –Cogió la cámara de las manos de Claudia. –Todo.
El fuego se hizo con todo, todo menos con Charlotte. A su alrededor se elevó una columna
ardiente que les echó de allí con furia y que cuando Mark y Claudia salieron, se apagó de golpe, justo
antes de que la puerta se cerrase por si sola con un fuerte estruendo que hizo vibrar las paredes de
toda la casa.

116
-Será mejor marcharse de aquí. –Dijo la capitana.
-Creo que tienes razón. –El profesor Donovan pensó en su mujer y sus hijos. –Pero es una
lástima, ¡joder! ¡No volveré a tener una oportunidad como esta en toda mi vida! He fallado por
segunda vez.
-¿Cómo sacaremos de ahí a Mauricio y Charlotte?
-No creo que eso sea posible. –Intentó sin ganas abrir la puerta y esta por supuesto, no quiso
complacerles. –No va a dejarnos y para cuando podamos abrir ya no quedará nada de ellos.
-Pero…
-¡Olvídalo, Claudia! Ve a hacer las maletas y olvídalo. –Miró el libro que ella sostenía,
recogió del suelo el sensor y estudió las lecturas del aparato. –No lo entiendo. No da ninguna lectura.
¡Eso es imposible!
Agustín miraba incrédulo al doctor Longoria mientras este se iba a la cocina a hacer un poco
más de café.
-Pronto empezarán a llegar mis pacientes.
Tras estas palabras se hizo un silencio incómodo solamente roto por el repiqueteo incesante
de la máquina de escribir que aporreaba el viejo. Al lado de la máquina, un cenicero lleno de colillas
a medio fumar y ceniza, varias tazas de café. A sus pies, la papelera rebosante de bolas de papel que
se esparcían también por el suelo.
-¿Sabe que hay unas cosas que se llaman ordenadores? –El ruido de las teclas se apagó y el
anciano le miró con esos ojos lechosos, medio apagados, con los que intuía más que veía. –Así se
ahorraba tirar tantos papeles.
-¿Perdone? ¿Decía algo?
-Nada, nada, déjelo.
Abelardo Longoria arrancó la hoja que había escrito, enfocó como pudo y comenzó a leer en
voz alta lo que había escrito.
-Estira la mano esperando poder tocarla pero ella es tan solo una sombra, el reflejo de su ser.
No puede hacer otra cosa más que observarla, sin poder ayudarla a escapar de la venganza de la dama
que les acosa desde un lugar donde… Impotente asiste al espectáculo desde su palco acristalado.
Impotente le grita sin que ella pueda escucharle. ¡Pero está ahí al lado! La ve y la escucha pero ella a
él no. ¡Tan cerca y tan inalcanzable! Grita, grita hasta desgañitarse para avisarle de que tras ella, un
demonio hecho de cenizas, envuelto en un velo de humo que apenas deja a la vista un rostro
desfigurado, se alza desde la nada para llevársela con él. Un demonio hecho de odio, con voz de
mujer.
-Es bonito, triste, si, pero bonito.
-¿Sabe? No es la primera vez que escucho esas mismas palabras, pero no nos engañemos, no
lo es. –El viejo loco convierte aquel papel en otra de aquellas bolas, la arroja con sus hermanas a la
papelera y esta cae al suelo. –Es basura, tan solo eso, ¡basura!
Agustín se levantó con un amago triste de sonrisa y se acercó a la puerta.
-¿Ya se va? ¿No quiere otro café?
-Será mejor que me marche. Sus pacientes deben estar a punto de empezar a llegar. –Se paró y
miró a Manuel. –Comprenda que esta es una situación extraña.
-Si, si que lo es.
-Tengo que encontrar a Claudia cuanto antes.
-Ya le he dicho que ella no tiene cáncer, lo suyo ni siquiera es estrés.
-Me niego a creer eso. Ojala fuese cierto, al menos eso de que no tiene cáncer. –Abrió la
puerta y salió. –Voy a por ella y me la llevaré a que la vea un médico.
-Yo soy médico.
-No se ofenda, doctor, pero creo que será mejor llevarla a un hospital.
-Como quiera.
-¿Y como llego a ese edificio?
-¿Al Palacio de los Espejos? –Señaló camino arriba. –No tiene pérdida.

117
Noche cerrada en pleno día. Se subió a su Audi tras mirar de nuevo la marca que le había
dejado el quitamiedos y condujo por el camino hasta aquella enorme mansión de indianos, blanca y
azul, pintada recientemente según parecía y aparcó junto a un impresionante Mercedes y el Mustang
de la capitana. ¿Había alguien allí dentro? Las ventanas estaban cerradas, las persianas arriba del todo
y no se veía ninguna luz en el interior. Eso hubiese sido algo normal a esa hora cualquier otro día
pero en aquella mañana oscura, no se vería nada en el interior de la casa si no se encendía alguna luz.
Y ya era tarde, muy tarde como para que todos durmiesen aún.
Mark conectaba la cámara de video al ordenador portátil, Victoria arropaba a sus hijos y Claudia
terminó de hacer las maletas antes de coger el libro de Pedro de Leal y salir de su dormitorio.

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Capítulo 20

Hacía calor y olía a… ¡Algo se quemaba! Algo vivo, sin duda. Hedía a carne y pelo quemado.
Un olor penetrante que le invadía entrándole por los poros de la piel, no por la nariz, que se alojaba
en su cerebro y le embotaba el conocimiento. Una nube se alzaba lentamente. Primero le flotó a la
altura de los tobillos, como la calima de una laguna, para ir ascendiendo después hasta la cintura y
terminar de cubrirlo todo por encima de su cabeza. Algo o alguien se estaba quemando, provocaba
aquella humareda neblinosa que ocultó de su vista la puerta y la escalera, borrando de su mente
aquella duda sobre si seguir adelante o darse la vuelta y le obligó a vagar sin rumbo por aquella
enorme sala. Era extraño, aquel humo no le hizo toser, no le molestaba ni parecía ser nocivo. Tan
solo le resultó molesto por el olor a carne chamuscada y vello quemado.
Su instinto le decía que no se moviese, que se quedase quieto esperando a que se disipase
aquella rara humareda. No pudo evitar caminar de un lado a otro sin saber a donde se dirigía. Caminó
y caminó durante lo que le parecieron horas y miles de kilómetros hasta encontrar un sendero
luminoso. Del cielo cayeron miles de páginas en blanco y estas se posaron encima del camino.
-Era una luz negra que se tragaba cualquier otro tipo de luz o brillo y que tomaba la forma de
camino a sus pies, conduciéndole hasta una puerta de cristal, limpia y gigantesca, donde volvió a
verse solo, completamente solo. –Leyó Claudia. -La puerta se abrió y se encontró con varios
centenares de personas o más bien, de los lastimosos recuerdos de aquellos extraños que alguna vez
fueron personas. Solamente un rostro le fue conocido, la de esa Charlotte desnuda, cosida a
puñaladas por infinidad de astillas de cristal. Ella le miró con un gesto vacío de vida, de alma y de la
esencia que un día le hizo ser una mujer, un ser humano, una persona. –Miró hacia el portón y
descubrió que cuanto iba leyendo, se iba haciendo realidad. -Del resto no conocía a nadie y sin
embargo, a Mauricio no le fue necesario para saber quien de ellos era Alberto Santirso García, quien
Miriam Ruiz Seoane, quien Miguel Antonio Villar Gómez y quien Pedro de Leal y Agramunt.
La capitana sostuvo aquel libro en sus manos y lo miró con rencor. El llanto se le había
quedado atascado en la garganta y tan solo sentía odio, ira por la pérdida de Charlotte y por la muerte
de su mejor amigo. Miró las maletas que acababa de cerrar y por su mente pasó la idea de romperlo
todo, destrozar aquella casa hasta que solamente quedasen de ella los cimientos, quemar aquel pueblo
y uno a uno quebrar cada espejo, cuadro y tapiz que ornaban aquellas malditas paredes. Quería
convertir Santa Eulalia de Somerón en la nueva Troya, en esa Roma arrasada por su Nerón particular.
Pero tenía que controlarse, respirar hondo y escapar de allí. Tiempo habría más tarde para llorar por
su amigo, por no lograr rescatar su cuerpo sin vida de aquel dormitorio. Tiempo habría más tarde
para desgañitarse a gritos por su muerte y por la de la desdichada Charlotte. Claudia sostenía aquel
libro con el nombre de Pedro de Leal grabado y lo miraba con rencor. Lo sostuvo tras hacer su maleta
y en ese instante lo llevaba en la mano, mientras sus pasos la llevaban a esa estancia del tercer piso
donde Mark había aguantado pacientemente lo que ella creyó que eran locuras, la biblioteca.
Durante el día era un lugar mágico, precioso pero, aquella mañana, con la mortecina luz de un
sol que se negaba a aparecer, resultó ser un cuarto un tanto tétrico. Se deleitó mirando aquellas
paredes forradas de libros desde el suelo hasta el techo, evitando mirar los grandes y lujosos espejos
y las pinturas de los miembros de la familia Bolaños. Caminó por allí con los pasos amortiguados por
la alfombra de áureas filigranas, rodeó el barroco escritorio de roble y se acercó a una de aquellas
imponentes estanterías. Aspiró el olor a polvo, a tinta, papel y humedad, buscó un hueco donde dejar
aquel libro maldito con el nombre de Pedro de Leal y lo dejó entre otros dos donde leyó los nombres
de Alberto Fernández Cortina y Miguel Antonio Villar Gómez. Se giró para marcharse pero no pudo,
le había parecido ver… ¿Podía ser cierto? Volvió a mirar, no lo encontró a la primera pero finalmente
dio con ese volumen en cuyo lomo alguien había impreso el nombre de Mauricio Lombardero. Lo
cogió, temió abrirlo y descubrir que había allí dentro pero, finalmente tras secarse las manos que
empezaban a sudarle y se sentó en el butacón de piel tras el escritorio de Nicanor Bolaños. Se atrevió

119
a comprobar si era pura coincidencia o si ese Mauricio Lombardero era su amigo, el joyero y relojero
amable y bueno que ella había conocido, el dandi.
-¿Qué te pasa?
-No consigo hacer que funcione esta mierda. –Mark conectó otra vez la cámara al ordenador
portátil. -¿Cómo están los niños?
-Bien, duermen. –Victoria se acercó por detrás a su marido y lo abrazó. -¿Y tú?
-Bien, teniendo en cuenta que acabo de ver a un hombre morir asado a la barbacoa y a la
mujer que me crió como a un hijo asesinada a puñaladas, creo que estoy bien. –El contacto de su
mujer sirvió como pistoletazo de salida a los mil llantos en los que Mark comenzó a deshacerse. -¡Y
esta mierda sigue sin funcionar! –Golpeó la cámara. -¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!
-¿Estás seguro de que le distes al rec?
-Victoria, coño, no soy estúpido. ¡Claro que lo hice!
-Es este lugar.
-¿A que te refieres?
-No hay televisores, los móviles no funcionan y ahora te dan fallo la cámara y el ordenador.
Es como si hubiésemos viajado un siglo atrás en el tiempo.
-No se puede viajar en el tiempo, cariño.
-¿Por qué no? A fin de cuentas tampoco deberían existir las maldiciones, los fantasmas son
historias para asustar a los niños y los demonios no pueden escapar del infierno, ¿no? ¿No son esas
creencias las que llevas toda tu vida tratando de invalidar?
Mark se levantó, abrazó a su mujer y se fueron a la cama.
-Descansemos un poco. En cuanto despierten Emma y David nos marchamos de este fucking
town.
-No quiero descansar.
-Tenemos que dormir un poco. –Se tapó con la manta y abrazó a su esposa. –Aunque con toda
esta adrenalina no creo que lo consiga.
-¿Y si te ayudo a quemarla? –Victoria metió su mano bajo el calzoncillo de Mark. -¡Nasty
Naughty boy!
La reacción de él no se hizo esperar, su dureza se hizo evidente bajo las caricias de su mujer y
sin quitarse más ropa que la necesaria, ella se colocó encima de él y le cabalgó con furia, con pasión,
con un deseo y una necesidad que iba más allá del amor. Se amaban, si, pero aquello era necesidad,
cuestión de vida o muerte, de conservar la cordura o dejarse llevar por la locura. Ella encima, sin
caricias, sin besos, tan solo sexo, puro sexo salvaje. Un polvo rápido, diez minutos haciendo sin
descanso, sin para ni un solo segundo, que Mark entrase y saliese de ella y sin decirse ni un te quiero.
Solo había sitio para el deseo, lujuria, miradas encendidas y gemidos callados hasta lograr llegar a un
clímax superlativo en el que estallaron a la vez en un gozo como hacía años que no habían tenido.
Con él aún dentro de ella se dejó caer buscando sus labios, le cogió la cabeza y por fin fluyeron las
palabras.
-Te quiero. –Dijo ella.
-Te amo. –Contestó él.
Se devoraron un minuto, quizá dos, con Victoria cogiéndole la cara, hundiendo su lengua en
la boca de Mark buscando la de él. Había desesperación en cada beso, necesidad el uno del otro. En
el interior de su vientre sintió que Mark recuperaba todo su vigor y ambos comenzaron un segundo
asalto con caricias, besos y esas palabras tan dulces que contrastaban con lo animal de cada envite de
él dentro de ella. Se corrieron ambos por segunda vez y en esa ocasión si, una vez quemada la
adrenalina, Victoria cayó a su lado y ambos lograron dormir.
El reloj dio las once, ellos dormían, Claudia leía y el sol por fin logró vencer al humo del
cielo, dejando que por fin amaneciese en aquel lugar. Ese fenómeno, conocido como dispersión de
Rayleigh, fue perdiendo fuerza, dando paso a un cielo de un color naranja luminoso tras una noche
cerrada en pleno día y después a un azul ceniciento, apagado, en el que parecía que comenzase el
ocaso a las once de la mañana, saltándose el alba y el día que finalmente parecía que quería llegar.

120
¿Y el olor? Hubiese sido normal el olor a humo, a madera quemada pero lo que allí se sentía
era hedor a carne quemada y pelo chamuscado. Aquella situación hubiese alarmado a Mark y a su
familia y a Claudia si no lo hubiesen visto. Aquello le resultaba raro al Comandante Aguado pero sin
embargo, al doctor Longoria no pareció extrañarle, como si no fuese ni la primera, ni tan siquiera la
segunda o la tercera vez que se encontraba en su vida con un fenómeno así.
Agustín llamó a la puerta de aquella preciosa casa de indianos. Esperó unos segundos antes de
volver a golpear la madera de la puerta con los nudillos y al no aparecer nadie para abrirle, apoyó la
oreja para tratar de escuchar algo. ¡Nada! Ni un solo sonido le llegó desde dentro, era como si no
hubiese nadie o estuviesen en algún lugar de la casa tan alejado o dormidos que no fueran capaces de
escuchar los golpes.
-¡Claudia! –Llamó. -¿Claudia, me oyes?
Probó suerte y la puerta no se abrió. Se alejó y volvió a mirar las ventanas en busca de algún
signo de vida en su interior. Rodeó el edificio sin vislumbrar nada y volvió a golpear la puerta.
-¡Claudia! –Sus nudillos contactaron con la plancha de madera y la puerta cedió un par de
centímetros. -¿Hay alguien? –Esa puerta estaba cerrada a cal y canto un minuto antes, de eso estaba
seguro. -¿Hola?
Terminó de abrirla y entró. Lo primero que le llamó la atención fue aquel silencio,
inquietante, molesto incluso. Después se fijó en el enorme retrato de la señora Bolaños con sus hijos
y en el montón de maletas que había bajo ella, catorce en total. Reconoció la de Claudia y se dio
cuenta que había otras dos iguales en las que leyó, tras acercarse a ellas, una etiqueta en la que ponía
Familia Donovan Suárez. Estaban llenas todas ellas, las catorce maletas estaban llenas como si sus
propietarios las hubiesen dejado allí nada más entrar y no las hubiesen vuelto a tocar. Lo más curioso
era que parecían de épocas y estilos distintos, incluso había un bolso enorme de piel marrón y
completamente rígido que parecía tener casi cien años. En este había una solapa, el Comandante la
levantó y descubrió que era propiedad de un tal Pedro de Leal.
-¿Claudia? –Volvió a llamar. -¿Mauricio?
Agustín accedió hasta un salón en el que se vio reflejado mil veces desde todos los ángulos.
Se mareó, parecía ir cayendo en trance hasta que en uno de los espejos vio algo que no estaba allí.
Era Claudia, sentada en un butacón majestuoso, leyendo un libro en medio de la biblioteca más
impresionante que nunca vio.
-¡Joder! –Pensó. -¡Yo también debo estar volviéndome loco!
Al otro lado, una dama vestida con el hábito del más estricto luto caminó hacia él y tras
ofrecerle una mano, con la otra se levantó un velo hecho de humo negro, dejando a la vista un rostro
con profundas cicatrices mal curadas, producidas por garras, metales mal afilados o cristales gruesos.
La dama le mostró un rostro deformado, horrible y capaz de infundir temor en el más valiente, un
rostro que pese a todo no le costó reconocer.
Mauricio aceptó su mano, logrando con ello que el humo se disipase, que el hedor a carne
quemada desapareciese, que la puerta se cerrase tras él y que desde lo más profundo de su mente
surgiesen las voces acusadoras de sus padres, hermanos, amigos y de ese hombre cuyo nombre volvió
a su recuerdo.
-¡Mentiroso!
-¡Cobarde!
-¡Maricón!
-¡Degenerado!
La dama le acogió y Mauricio se percató de un detalle que se le había pasado inadvertido
hasta entonces. Los cientos de personas que allí había, todos tenían un collar y una correa de perro y
a él, otra igual le estaban colocando.
-Mientras su cuerpo yacía carbonizado sobre su lecho en el interior de una habitación que
nunca más podría abrirse, junto al destrozado cuerpo de la institutriz, el alma de Mauricio fue
recibido por ella. –Leyó Claudia. –Aquel sería su castigo por su cobardía, ser otro perro de compañía,
otra mascota sin alma de aquella oscura mujer.

121
La capitana cerró el libro, lo devolvió a la estantería tras vencer la tentación de llevárselo con
ella y salió de la biblioteca para escapar para siempre de aquella casa y aquella aldea, con o sin Mark
y su familia.
El profesor Donovan se levantó de la cama donde dormía Victoria y apagó la cámara y el
ordenador. Lo guardó todo y se fue a despertar a su mujer y a sus hijos para huir de aquella mansión
y de aquel pueblo, con o sin Claudia.

122
Capítulo 21

¿Aún continúas leyendo? ¡Está claro que eres obstinado!


Por lo visto hasta que no consiga convencerte de la veracidad de mis palabras no desistirás de
seguir con la lectura. Mira, si lo que quieres es una prueba, no puedo dártela, lo siento. Vas a tener
que confiar en mí. Estas líneas no son la basura que suelo escribir. Quizá eso no ayude tampoco a que
me creas pero por favor, hazme caso, deja de leer, cierra el libro y olvida lo que aquí te he contado.
¡Todo esto es cierto! No te queda mucho tiempo pero aún puedes hacerlo, quemar estas hojas y
continuar con tu vida como si nada.
¿Qué vas a hacer? ¿Quieres saber más? ¿No te importan las consecuencias? ¡Hazme caso de
una maldita vez! ¡Hazlo antes de que sea demasiado tarde y acabes hundido hasta el cuello en el
lodazal de la sinrazón!
No piensas hacerme caso, ¿no? ¿Vas a continuar con esta tontería tan solo para averiguar qué
es lo que le pasó a ese hombre llamado, solo para ti, Mark Donovan? Pues venga, tú sabrás lo que
haces, yo voy continuar con la tarea que se me encomendó.

Nada más abrir la puerta se encontraron con una habitación que parecía sacada de alguna
película cutre de serie b. A su derecha la ventana estaba abierta con la persiana abajo del todo, rota
por varios sitios y llena de mugre. Justo debajo había un camastro con un colchón, una mesilla sobre
la que reposaban una cartera, unas gafas y unos prismáticos. La mesa que había al otro lado era un
pantagruélico surtido de pastillas de todo tipo, color y tamaño. Ansiolíticos y grageas de cafeína entre
otras cosas, que su propietario debía de engullir con fruición acompañándolas con el contenido del
medio centenar de latas de cerveza vacías que estaban diseminadas por el suelo. Del techo pendía una
bombilla que apenas iluminaba e incontables crucifijos clavados en las carcomidas vigas de madera,
medio podridas por la lluvia. Se podía ver un cielo que comenzaba a oscurecerse y reflejada en el
agua de los cubos que recogían la lluvia de las goteras, una luna llena y azulada. Había trozos de
pintura en las paredes que se habían desprendido y colgaban como tiras de piel muerta, un nido
abandonado en una esquina y manchas de moho y humedad entre los recortes de periódicos y fotos
de Santos, Vírgenes y Jesucristos de la pared de su izquierda. Y en el centro de aquella ¿habitación?,
tumbado boca abajo en el suelo yacía el cuerpo de un hombre con la cabeza reventada de un disparo,
con una pistola en la mano y aspecto desaliñado, pero no sucio. No se trataba de un mendigo,
tampoco de un okupa.
-Llama a la Policía Judicial, al juez, al forense y a la funeraria. –Le dijo Luis a Raúl. –Hay
que salir de aquí y acordonar la zona para que no entre nadie.
Después de que la funeraria retirase el cuerpo, Solís, subinspector de la Policía Judicial,
hablaba por teléfono.
-Sí, esto es raro, muy raro. Todo apunta a que se trata de un suicidio. Pero hay algo que no me
cuadra. –Escuchó un segundo. –Sí, otro suicidio más. Pero ya le digo que hay algo que no me encaja
en todo esto. –Escuchó de nuevo con paciencia a su interlocutor. –No lo sé, Comisario, digamos que
mi intuición. ¿No le parece rara una racha tan larga de suicidios, en tan poco tiempo y en lugares tan
próximos entre sí?
Tras colgar el teléfono se acercó a uno de los agentes y este le hizo un resumen de lo poco que
habían podido averiguar hasta entonces.
-Pese a que le falta media cara, creo que podemos afirmar sin riesgo a equivocarnos de que se
trata del dueño de la documentación encontrada en la habitación. Se llama… -Carraspeó. –Perdón, se
llamaba James Whitman, estadounidense.
-¿Has pedido a alguien que pregunte en la embajada americana, a ver que saben de él?
-Si, por supuesto, no soy tan mal policía como tú te crees. Tena está con eso.

123
-¿Qué sabemos del arma?
-Smith and Wenson, calibre 9 milímetros parabellum. No se encuentra en ninguna de nuestras
bases de datos ni de la Guardia Civil. No es robada, la numeración no ha sido borrada y todo apunta a
que era suya, comprada lo más probable en Estados Unidos y traído desde allí.
-¿Y cómo demonios se las habrá apañado para meter una pistola en España sin que nadie se
diese cuenta?
-Ni idea. –El hombre repasó sus notas. –Los recortes de periódico de la pared son noticias
sobre los últimos cinco suicidios y otras sobre un tal Mark Donovan y su familia.
-¿Quién es ese Mark Donovan?
-Es un vecino de la víctima del último suicidio, Gerardo García, americano también,
psicólogo, psiquiatra, profesor en la universidad de Oviedo y colaborador habitual en el programa de
Iker Jiménez. Otro personaje podrido de dinero.
-¿Algo más?
-He dejado lo mejor para el final. Bajo el camastro hemos encontrado fotocopias de un
informe del F.B.I. sobre…
-¿Del F.B.I.? –Preguntó sorprendido.
-Así es.
-¡Joder! –Suspiró Solís. -¡Está bien! ¿De que trata ese informe?
-Mi ingles no es muy bueno pero parece ser sobre una investigación a un tal Henry
Barrymour, líder de una secta aparentemente involucrada en homicidios, estafas… Pero parece ser
que nunca se pudo demostrar nada y tan solo se tuvieron sospechas, ni una sola prueba. Dentro de la
carpeta hemos encontrado también fotos y planos. Al parecer, esta secta ha llegado también a España
y se ha establecido aquí, a unos doscientos metro de esta casa y…
-Y déjame adivinarlo, los terrenos se ven desde la ventana del cuartucho donde apareció el
cuerpo y los prismáticos eran para ver qué pasaba allí dentro. –Se tomo un segundo para asimilarlo
todo. –Buen trabajo, Álvarez. Me voy a Comisaría y después a casa, en cuanto sepas algo más sobre
James Whitman y esa secta llámame, da igual la hora que sea.
El subinspector Solís condujo hasta llegar a Comisaría y quince minutos más tarde se sentaba
en su despacho para empezar con el papeleo de ese supuesto suicidio. Él sospechaba que ese tal
Whitman no se había quitado la vida por voluntad propia, pero si no encontraba nada que apoyase su
hipótesis, tendría que cerrar el expediente contra su voluntad. Sacó el atestado sobre el fallecimiento
de Gerardo García, el cuarto suicidio de una serie de cinco con el de Whitman. Ya con ese caso tuvo
que cerrarlo también contra su voluntad al no poder demostrar lo contrario. ¿Bastarían los recortes de
periódicos encontrados en el dormitorio de Whitman sobre Gerardo García y los otros tres fallecidos
para que el juez y el comisario le permitiesen investigar esas cinco muertes bajo un prisma distinto?
¿Qué tendrían en común esos cinco suicidios? ¿Qué nexo unía a García con Whitman y con las otras
tres víctimas? ¿Qué papel jugaría en todo aquello ese tal Mark Donovan y su familia? ¿Y esa secta
surgida de la nada?
En un principio las dos cosas en común eran más que evidentes, cinco víctimas de cinco
supuestos suicidios en treinta kilómetros a la redonda y, tanto Henry Barrymour, Mark Donovan y
James Whitman era estadounidenses.
Según su reloj eran las ocho y media de la tarde del noviembre más duro que recordaba. Si
para las diez no tenía nada sólido sobre su mesa se marcharía para casa. Si finalmente todo había sido
un suicidio normal y corriente no pensaba pasarse la noche en vela para nada.
Se acordó de su viejo amigo, el Inspector Fonteriz, un policía bastante peculiar pero con un
instinto infalible, quizá él pudiese ayudarle. A fin de cuentas él había llevado uno de los casos de
suicidio de esos cinco en su comisaría y tenía contactos con la Policía Judicial de la Guardia Civil de
Gijón que había llevado los otros dos, pero esperaría a la mañana siguiente para llamarle. Abrió el
expediente de Gerardo García y sacó la nota de despedida que este había dejado y el informe del
grafólogo. Se disponía a leerlo otra vez en busca de algo que se le pudiese haber escapado, cuando el
teléfono de su despacho sonó.

124
-Subinspector Solís. –Antes de que le contestasen ya había adivinado que aquella noche iba a
ser muy larga. -¿Quién es?
-Soy Tena, te paso una llamada de la embajada estadounidense.
-De acuerdo. –Escuchó a su compañero colgar. -¿Si?
-¿Subinspector Solís?
-Al aparato. ¿Con quién hablo?
-Mi nombre es Dylan Chase, agente especial del F.B.I. destinado en la embajada
estadounidense en Madrid. –El acento sureño de aquel hombre era notable, aunque hablaba castellano
bastante bien. –Tengo entendido que han hallado el cuerpo sin vida de James Whitman. ¿Es así?
-Afirmativo. Y si usted pudiese decirme quien era ese hombre, nos sería de mucha ayuda.
-Según me ha dicho su compañero, creen ustedes que se ha suicidado.
-Aún no puedo asegurárselo, pero en un principio todo apunta a que esa es la hipótesis más
plausible.
-Pero usted no está seguro de que eso sea así, ¿verdad? –Solís no contestó. –Yo tampoco creo
que Whitman se haya quitado la vida voluntariamente. Si bien si es cierto que estaba obsesionado con
Henry Barrymour, creo que antes le pegaría un tiro a ese lunático que a sí mismo.
-Veo que sabe más de este hombre de lo que cabría esperar.
-Así es, y para ser justos, creo que debería contarle su historia.
-Se lo agradecería, agente Chase.
James Whitman había sido un buen agente del F.B.I. Durante mucho tiempo estuvo infiltrado
en la secta “Divine Freedom”, hasta que Barrymour le sorbió el cerebro de tal manera que dejó de
cumplir su misión y le confesó a este quien era y porque estaba allí. Desde ese instante se dedicó a
informar a Barrynour de los pasos que iba a dar el F.B.I. en lugar de al contrario. Whitman no era un
estúpido, no era un hombre fácil de convencer de cualquier cosa sin más de un centenar de pruebas
que demostrasen cualquier teoría. Algo le había hecho Barrymour para lograr convencerle tan solo
con la palabra. Cuando el F.B.I. se enteró de su doble juego, Chase le comunicó que era expulsado y
se hizo cargo de continuar con la investigación. Al principio no pareció importarle, en “Divine
Freedom” había encontrado una nueva familia y su misión sería cumplir y hacer cumplir la ley de
Dios. La investigación de Dylan Chase se complicó bastante al no poder infiltrar a nadie más, pero
finalmente consiguió acercarse a Barrymour, quien cambió su nombre por el de Richard Bryant y
voló en dirección a España, creando una nueva secta a la que llamó “Amanecer Independiente” y
dejando a Whitman tirado y olvidado en Estados Unidos, sin familia, sin trabajo, sin sus nuevos
hermanos y sin la guía de su “maestro”. Se sintió traicionado, defraudado y abandonado por
Barrymour y sus acólitos, así que retomó por su cuenta la investigación y averiguó donde estaban los
viejos miembros de Divine Freedom” y los nuevos hermanos de “Amanecer Independiente”. Viajó
más de nueve mil kilómetros para terminar lo que había empezado, meter entre rejas a Barrymour o
volarle los sesos a Bryant. Se volvió loco, se obsesionó con él y adquirió una Smith and Wenson un
par de semanas antes de abandonar Estados Unidos.
-¿A que se dedicaba esa secta? ¿Qué hicieron para que el F.B.I. les investigase?
-Supongo que a lo mismo que deben de dedicarse ahora. “Divine Freedom” nació como grupo
espiritual y pacífico de ex convictos que se reúnen en torno a un líder espiritual para reencauzar sus
vidas. Eran una comunidad autosuficiente que criaba su propio ganado y cultivaban sus propias
tierras. Sin embargo todo apuntaba a que en verdad se dedicaban a estafar a otros, a promover
conflictos y homicidios por los que recibían unas buenas sumas de dinero. Sicarios, asesinos a sueldo
cuyas víctimas todas parecen haberse suicidado. El trabajo que Whitman había hecho hasta que le
abdujeron mentalmente ayudó a que Barrymour fuese detenido tras algunas indagaciones más de
Chase, pero no había pruebas y tenían tanto poder y dinero que eludieron la cárcel. El testimonio del
ex agente del F.B.I. ayudó a que quedase absuelto. Sin embargo no quisieron arriesgarse a continuar,
a que se cerrase el cerco aún más y no pudiese librarse por segunda vez.
Tras colgar el teléfono le dio a Tena la misión de averiguar todo lo que pudiese sobre ese tal
Rychard Bryant, antes conocido como Henry Barrymour, sobre sus fieles y sobre esa secta y se
marchó a su casa, al día siguiente iría a ver al grafólogo.

125
Lo primero que puedo afirmarle es que la carta ha sido escrita de puño y letra por el fallecido.
Tras compararla con otros documentos, analizar sus rasgos característicos de escritura y firma… -Le
puso ante él una copia de la carta con varias letras a, m, s y b rodeadas por círculos rojos y media
docena de otros papeles a los que le había hecho lo mismo. –puedo concluir sin ningún género de
dudas que no se trata de una falsificación.
-Pero hay muy buenos falsificadores, gente capaz de imitar cualquier letra, cualquier estilo
caligráfico.
-Sí, pero también existen muy buenos grafólogos que finalmente terminan por descubrirlo.
-¿Tan seguro está de sí mismo?
-Los falsificadores sin darse cuenta dejan aspectos propios en sus trabajos. Yo he consultado
con un par de colegas míos y ellos han llegado a las mismas conclusiones que yo. –Hizo una pequeña
pausa y señaló varios puntos a lo largo de la carta de Gerardo García.
-¿A qué se refiere?
-El autor se presenta como apático, desprovisto de cualquier tipo de emoción y como si en esa
carta, en lugar de explicar los motivos de porqué ha decidido suicidarse, estuviese escribiendo algo
que no le motivase escribir.
-¿Cree que alguien le podía estar obligando a escribirla?
-No, sin duda eso queda descartado. La letra es clara, no se ven rasgos de estar pasando miedo
mientras la escribía, de estar asustado por algo. No hay interrupciones y no se nota ningún rasgo de
temblor en la mano a la hora de estar escribiendo. Pero tampoco muestra los rasgos típicos del estado
de ánimo de un suicida. Depresión, tristeza, desesperanza, hartazgo… Es más, tras analizar su letra y
su firma, estoy casi seguro de que la víctima era una persona alegre, extrovertida pero que como
revela el contenido de su carta, guardaba un secreto que le atormentaba. Todo ello se puede descubrir
analizando el tamaño, la dirección, velocidad, forma, precisión, orden, inclinación y continuidad en el
texto. El tamaño nos habla de la autoestima, la dirección del estado de ánimo al escribir, la velocidad
sirve para conocer, hasta cierto punto, el nivel de inteligencia. En la forma estudiamos si es una
persona enérgica o suave, reservado o abierto, su sexualidad, su…
-¿Se puede averiguar la condición sexual de alguien por su manera de escribir?
-Es algo más complejo que todo eso. Pero la grafología nos permite conocer a una persona
más profundamente que tras una entrevista personal de una hora. Quiero que entienda que un solo
rasgo de la escritura no es suficiente para definir una personalidad. Son necesarios los elementos
suficientes de un conjunto de rasgos para poder hacerlo. –Señaló una de las letras que tenía rodeadas
con un círculo rojo. –La forma de escribir las m nos habla de una posición dominante dentro de su
núcleo familiar, las s de que era una persona honesta pero que escondía un secreto.
-Todos tenemos algún secreto.
-Por ponerle otro ejemplo, sus letras a con el trazo inicial cubriendo el resto de la letra, indica
que en realidad era un hombre muy reservado pese a que pareciese lo contrario.
-Todos los que le conocían dijeron que era un hombre muy abierto, extrovertido.
-Muchas veces mostrarse extrovertido es una máscara para tapar la timidez. Era un hombre
prudente, tenía algún miedo o temor, quizá que se descubriese ese secreto que guardaba y por eso se
mostraba de una manera ante los demás, cuando en verdad era más bien introvertido. –El grafólogo
miró a la cara del Subinspector Solís y descubrió en su mirada que aceptaba sus palabras, si bien
estaba claro que no las había entendido todas. –No sé si le he sido de alguna ayuda, espero que sí.
-Sí, me ha sido de gran ayuda. –Solís se puso en pie y le estrechó la mano. –No sabría decirle
aún hasta que punto y si nos servirá para descartar o decantarnos por alguna hipótesis, pero si, nos ha
sido de mucha ayuda.
Ya subido en el coche se dirigió a la casa de Mark Donovan. Había decidido dejar para otro
día la visita a la granja de la secta y a su amo y señor. Quería tener todas las cartas repartidas antes
dar un paso en falso y equivocarse. Sus jefes le habían aconsejado que lo dejase estar, todo apuntaba
a otro suicidio más, como el centenar de ellos que había al cabo de un año, como esos últimos cuatro
de esas últimas dos semanas. Pero su instinto y por supuesto, su conversación con el agente especial
Chase del F.B.I. le decían que debía de seguir rebuscando un poco más. Gerardo García,

126
presuntamente, se había suicidado, el ex agente Whitman también. Si cerraba el caso y luego
aparecía, aparentemente víctima de otro suicidio, Mark Donovan o alguno de sus familiares, nunca
podría perdonárselo a sí mismo. No se puede salvar a todo el mundo por mucho que se intente, no se
pueden evitar todas las desgracias, eso lo sabía. Pero saber que algo podía ocurrir por no hacer nada
para evitarlo, era algo que Solís no llevaba nada bien.
En seguida llegó al domicilio de los Donovan y ante él se alzó aquella impresionante casa de
fachadas revestidas de piedra que le daban un aire clásico precioso, con columnas y suelos de madera
en un porche. En el jardín delantero había varios árboles y una piscina tapada por una lona hasta que
volviese el verano. En medio del jardín, un camino adoquinado que iba desde la puerta de la casa
hasta la de la calle, de donde surgía otro camino asfaltado hasta un enorme portón de lo que debía de
ser el garaje.
-¡Qué asco de ricos! –Masculló para sus adentros.
Llamó al timbre y apareció una mujer de piel negra, ropas tribales africanas y una especie de
turbante a juego en colores anaranjados y negros.
-¿Si, que desea?
Aquella mujerona no aparecía en los recortes de periódicos encontrados en la habitación
donde hallaron el cadáver de James Whitman.
-Buenos días. –Sacó su identificación y se la mostró. –Soy el Subinspector Solís, quería
hablar con el señor Donovan, por favor.
-El señor no se encuentra en casa, está en la universidad y la señora acaba de salir para ir al
médico.
Tras ella apareció una niña que aprendía a andar y que, para no caerse, se sujetó a la pierna de
la mujer.
-¿Y usted es?
-Charlotte Banks, la institutriz de la hija de los señores.
-Está bien, Charlotte. –Solís extrajo una tarjeta y se la entregó a la mujer. –Aquí tiene mi
nombre y mi teléfono. Cuando llegue el señor Donovan dígale que necesito hablar con él, por favor.
Se marchó a esperar la llamada de Mark tomando una cerveza y se topó de bruces con el
Inspector Jefe esperándole en el bar.
-¡En serio, Solís, déjalo ya! –Su voz denotaba cansancio. El Inspector jefe confiaba en él, en
su criterio, solamente tener al jefe encima de él podía hacer que estuviese esperándole para que
terminase con eso y aceptase que la muerte de Whitman era otro caso de suicidio. –Henry Barrymour
nunca salió de Estados Unidos, Rychard Bryant falleció hace un par de años en Madrid y el sumo
maestro de esa panda de locos es un tal Alejandro Iglesias.
-No puede ser. El agente especial Chase me dijo que…
-¡Olvida lo que te dijo!
-¿Y por qué Whitman vino a España? ¿Por qué investigar a Amanecer no se qué? ¿Por qué
morir por algo así?
-Porque estaba loco, tan solo por eso. James Whitman enloqueció y eso le llevó a cometer
esas gilipolleces y a suicidarse después. –El Inspector Jefe Sevillano meneó la cabeza. –Olvídalo.
-¡Una semana! Tan solo una semana. Si en ese tiempo no encuentro nada, te prometo que
dejaré el caso. Admitiré que fue un suicidio y pasaré página.
-¿Cómo demonios le explico yo eso al Comisario, Solís?
-No le digas nada o miéntele. Dile que me ordenaste que parase y yo obedecí. Y si me pilla,
yo diré que tú no sabías nada y que te mentí para poder seguir investigando por mi cuenta.
-Estás loco, ¿lo sabes?
-Sí.
-Una semana, ni un solo día más.
-No te arrepentirás.
-Sí, si me arrepentiré. Si tienes razón me voy a ver en un lío muy gordo y, si no tienes razón,
espero que el Comisario no se entere de que le he mentido y has seguido con este asunto.
Sacó un cigarrillo y salieron del bar para ir a sus oficinas.

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-¡Tena! –Llamó. -¿Tienes algo ya para mi?
-Aún no mucho, ten algo de paciencia.
-¿Paciencia? Tengo paciencia de sobra. –El cuerpo le pidió nicotina otra vez. -¡Lo que no
tengo es tiempo! –Salió a encenderse otro pitillo. –Hoy estoy fumando demasiado. –Se dijo a sí
mismo.
Cuando Mark Donovan llegó a la Comisaría preguntó por el Subinspector Solís y le
acompañaron hasta una puerta donde se encontró con él sentado en los escalones, jugando con un
cigarrillo entre sus dedos y paladeando el humo con calma. Le reconoció enseguida por la fotografía
del periódico y le dedicó una sonrisa. Le había ahorrado otro viajecito hasta su domicilio. Le miró de
arriba abajo, llegando a la conclusión de que el señor Donovan llevaba encima más dinero del que
ganaba él en medio año. El traje debía de estar hecho a medida por Hermenegildo Zegna u otra de
esas exclusivas marcas que usaba la gente podrida de dinero. En su muñeca un reloj de oro puro,
posiblemente un Rolex o un Omega y en sus pies, unos zapatos de piel negra que brillaba como si
fuese un espejo.
-¿Fuma?
-No se lo voy a rechazar, será mi segundo cigarrillo del día.
Se puso en pie y le estrechó la mano.
-¿Le puedo invitar a un café?
-Preferiría tomar el aire, llevo todo el día entre cuatro paredes y rodeado de un montón de
cabezas huecas que inútilmente he tratado de llenar con algo de conocimiento.
El Subinspector asintió, recordando que era profesor de universidad y que tenía dos
doctorados junto a otros estudios. Se puso a caminar, fumando con parsimonia, con Mark Donovan a
su lado.
-¿Le suenan los nombres de James Whitman, Henry Barrymour, Richard Bryant, Alejandro
Iglesias o Gerardo García?
-De nada, ninguno de ellos salvo Gerardo García. Gerardo era mi vecino, se suicidó hace
poco.
-¿Y que puede tener en común con usted, señor Donovan?
-Lo ignoro.
-Whitman se suicidó en una casa a menos de quinientos metros de la suya. Bryant, Barrymour
e Iglesias creemos que son tres identidades secretas para la misma persona. Un maníaco que ha
montado una granja, una secta o algo por el estilo no muy lejos de su domicilio. Y como bien ha
dicho usted, Gerardo García se suicidó y vivía en su misma calle.
-Lo lamento mucho, pero no le entiendo. No se que tienen en común conmigo, no si insinúa
usted que yo tengo algo que ver con esas muertes o con esa secta o… ¿Soy sospechoso de algo? ¿Se
me atribuye algún delito? No entiendo que tiene que ver nada de eso conmigo y porque eso le ha
llevado a presentarse en mi casa buscándome.
-No se preocupe, no es usted sospechoso de nada. De ser así, usted y yo estaríamos teniendo
esta charla en un sitio algo más… íntimo. –El Subinspector se detuvo para mirar la calle por donde
varios críos salieron de un colegio. –Tan solo quiero averiguar el motivo por el que usted y su familia
aparecen en unos recortes de periódico, junto a otros en los que se habla del fallecimiento de Gerardo
García y otros tres suicidios. Whitman, un ex agente del F.B.I. ha aparecido sin vida, por suicidio
supuestamente él también, en un cuartucho donde han aparecido esos recortes de periódico junto a
unos dossiers donde están las investigaciones que este había realizado sobre Barrymour, Iglesias,
Bryant o como quiera hacerse llamar ahora esa persona.
-Pues no sabría que decirle. No se el motivo por el que ese hombre tendría recortes de
periódico sobre mi o mi familia. Lamento no poder ayudarle en ese aspecto. –Mark dio una última
calada al cigarrillo y lo apagó. –Si necesitase ayuda de un psicólogo, psiquiatra, neurólogo o
parapsicólogo, quizá podría ayudarle, pero…
-¿Parapsicólogo? –Álvarez había omitido ese detalle sobre él.
-¡Si! –Suspiró exasperado. –Supongo que no creerá en esas cosas, pero si necesitase algo con
respecto a ese campo, podría ayudarle en algo.

128
-Le puedo asegurar, señor Donovan…
-Llámeme Mark, por favor. –Le cortó.
-Está bien, Mark. Como le iba diciendo, le puedo asegurar que siempre he sido algo incrédulo
sobre esos temas, si bien últimamente me veo obligado a tener algo de fe.
-Me voy, Solís. Si en algún momento necesita de mi colaboración, no dude en llamarme.
-Así lo haré. Sospecho que usted y su familia pueden estar en peligro, así que avíseme si ve
algo raro y tengan mucho cuidado.
-Usted no se cree eso de que todas esas muertes sean por suicidios, ¿no es cierto?
-A esa conclusión ya había llegado usted hace rato.
-¿Y cree que quien ha matado a esas cinco personas va ahora a por mi o a por mi familia?
-Espero equivocarme.
-Yo también, Solís, yo también. –Le volvió a ofrecer la mano para despedirse y él se la
estrechó. –Le prometo que estaré atento. Gracias por avisarme.
En cuanto Donovan se marchó, el Subinspector volvió a entrar en su despacho.
-Tena, ven con lo que tengas. ¡Ya!
El Policía entró con una carpeta llena de documentación y un gesto serio en su rostro que no
era creíble por culpa de la pequeña sonrisilla que se le escapaba.
-Las prisas no son buenas consejeras.
-Cuéntame lo que tengas, por favor. –Señaló la silla frente a su escritorio. –Y siéntate de una
vez, me pones de los nervios ahí de pie.

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Capítulo 22

Estaba tan sumamente exhausto, tan cansado mentalmente que su cerebro no parecía capaz de
engranar las marchas que le ayudarían a ponerse en movimiento. Abrió los ojos y miró a Victoria.
Ella, hermosa sin maquillaje y con el pelo alborotado, natural y sexy tal y como a él le gustaba,
dormía a su lado con un gesto nervioso que hacía que le temblase el labio superior.
La habitación estaba a oscuras pero le molestaba en los ojos la luminosidad de aquella
pequeña franja azul grisácea que se colaba por entre las rendijas de la persiana. Todo le parecía irreal,
Mark se movía por instinto, como si ese cuerpo no le perteneciese, no fuese el suyo, Los parpados se
le caían, era incapaz de mantenerlos abiertos por mucho tiempo pese a no sentirse nada cansado y
estiró la mano para coger el paquete de tabaco.
-El primer cigarrillo del día. –Murmuró.
A su lado sintió que Victoria reaccionaba a su voz y se daba la vuelta para seguir durmiendo.
A ciegas encendió el cigarrillo y dio una calada profunda y larga. El humo inundó sus pulmones y
logró abrir los ojos del todo, escuchando con claridad como los engranajes de su cerebro se ponían en
movimiento con pereza. Tenía que engrasar el mecanismo, lubricar esa maquinaria cerebral que
petardeaba aún con cada inconexo razonamiento.
-¡Samuel Coto!
Ese nombre le vino a la cabeza como si saliese a flote desde la laguna brumosa de su mente.
¿Quién era Samuel Coto? Cuando aplastó la colilla contra el cenicero de cristal la mente le iba aún al
cincuenta por ciento. Al menos era capaz de coordinar para levantarse de la cama e ir a guardar la
cámara y el ordenador antes de ir a despertar a su mujer para huir de aquella mansión y de aquel
pueblo, con o sin Claudia.
Victoria miró a su marido y se esforzó por tratar de sonreírle. Estiró la mano, le acarició la
mejilla con barba de tres días y clavó su vista en la sombra oscura que su esposo tenía bajo los ojos.
-Hola, Nasty Naughty boy. -Le besó y dejó caer la cabeza otra vez sobre la almohada. –Tienes
ojeras.
-Hola, preciosa.
Ella fue a darse una ducha y el profesor Donovan la siguió para ver si colocarse bajo el chorro
de agua caliente terminaba de espabilarle.
-Samuel Coto. –Volvió a pensar. -¿Quién demonios es Samuel Coto?
Y funcionó, el agua caliente cayéndole por la espalda puso su cerebro a trabajar a pleno
rendimiento. Mientras veía a Victoria llenando de espuma su precioso cuerpo de piel tersa, volvió a
él el momento en que escuchó aquel nombre por primera vez.
-¡Smith ha vuelto! –Dijo en voz alta, verdaderamente alarmado. -¡Joder, ha vuelto!
-¿Qué has dicho? –Preguntó Victoria.
-Ha vuelto, Wilburg Smith ha vuelto.
-¿Qué quieres decir?
Samuel Coto fue un mendigo que había asesinado a trece personas el día anterior a aquel en el
que Mark conoció a Claudia. Había acabado con la vida de su ex mujer y con dos de sus hijos, con la
existencia de aquel hombre en cuyos brazos se había refugiado al romperse su matrimonio y del
marido de este. Después fue a buscar a sus otros dos hijos y a esos cuatro chavales que la semana
anterior le habían dado una paliza para asesinarles, justo antes de terminar con su ola sangrienta
abatiendo al vigilante de seguridad y al director del banco que le había embargado todo,
convirtiéndole así en el mendigo que en ese momento era. Y todas esas muertes, todas ella, seguían el
mismo patrón que las del Sargento Jonson, los agentes Mounds, Boothe y Gibson y Carl y Jenna
Smith.
-¿Qué te hace pensar que Wilburg Smith ha vuelto?

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-Tras asesinar a sus trece víctimas, Samuel Coto no escapó de allí. Se quedó en el banco a
esperar la llegada de la Policía y se enfrentó a ellos. Les obligó a que tuviesen que abatirle, abriendo
los ojos y sonriendo para recibir la muerte con sabor a plomo como si se tratase de una bendición. –
Mark cerró el agua y salió de la bañera tras coger la toalla. –¡Piénsalo, cariño! Obligar a la policía a
abatirte, ¿no es otra forma de suicidio?
-No será ni el primero ni el último que tras cometer un crimen se quita la vida.
-¿Por que no se pegó él mismo un tiro? ¿Y por qué no huyó del banco?
-No lo sé, Mark. Cuéntamelo tú, tú eres el psicólogo.
-Pero, Victoria, ¿no te das cuenta? Se quedó allí tras lograr asesinar a los responsables de
perderlo todo. Si hubiese querido suicidarse después de lograrlo, lo hubiese podido hacer sin
problema alguno. Samuel Coto no quería suicidarse, Wilburg Smith le obligó a hacerlo. Le obligó a
asesinar a sus trece víctimas y a esperar después a la policía para que le matasen ellos.
-¿Me estás tratando de decir que ese tal Coto es otra pobre víctima como Gerardo o James
Whitman?
-Si. –Se vistió tras secarse y se deleitó observando el cuerpo desnudo y húmedo de su esposa.
–Eso es lo que estoy tratando de explicarte, Victoria.
-¡Otra vez no, Mark! –Ella salió también de la ducha. –No vuelvas a obsesionarte con lo
mismo otra vez, por favor.
-En el juicio…
-¡En el juicio se demostró que habían sido suicidios! –Contestó ella tratando de no gritar a su
marido. -¡Se demostró que Wilburg Smith y Henry Barrymour no eran la misma persona!
-Pero…
-Aquello le costó la carrera a Solís y casi pierdes tú trabajo en la universidad y el prestigio
que tanto tiempo te logró obtener. –Suspiró. –Ya se que no quieres marcharte de aquí, que escapar de
este pueblo es dejar pasar otra oportunidad como pocas se te pueden presentar. Quizá incluso sea tú
última oportunidad y vas a dejarla pasar por Emma y David.
-También por ti.
-Lo sé. –Victoria bajó el tono y trató de utilizar otro que pareciese como si le estuviese
pidiendo ayuda. –Pero que eso no sea excusa para volver a obsesionarte con Smith y Barrymour.
-Voy a despertar a Emma y a David. –Una impotencia y un cabreo superlativo le invadieron
pero logró ahogarlo. –Es hora de marcharnos.
-Si, será lo mejor.
Mucho de su enfado era porque a su mujer no le faltaba parte de razón. Eso no quería decir
que no estuviese convencido de que Smith había vuelto. Había vuelto, sin duda alguna, su peor
pesadilla había regresado, lo que significaba que pronto, muy pronto, volvería a tenerlo en su vida,
poniéndola en peligro en el mismo tanto por ciento que podía hacer que se cumpliese el objetivo de
su existencia. Mucho de su enfado era por que Victoria había acertado en eso de que dejar pasar la
oportunidad de averiguar que pasaba en aquel pueblo era otro fracaso. Un fracaso en su carrera de la
misma magnitud que lo había sido Wilburg Smith en su día.
-¡Wilburg Smith! –Susurró con una sonrisa triste. –El maldito Wilburg Smith. ¡Ni siquiera te
imaginas las ganas que te tengo, cabrón!
Abrió la puerta de la habitación de sus hijos y la luz que entró desde el pasillo iluminó a la
durmiente Emma y mantuvo a oscuras al pequeño David.
-Venga, chicos. –Abrió un poco la persiana y las partículas de polvo bailaron en el aire por los
haces de luz que entraban por las rendijas. –Hay que levantarse ya. –Se acercó a la cama de su hija y
se sentó a su lado. -¡Arriba, perezosa!
-¡Quiero dormir, papá!
La luminosidad le molestaba y se tapó la cara con la almohada, pintando en ella pequeñas
huellas de sangre.
-¿Has sangrado por la nariz? –Sacó su pañuelo, lo humedeció con saliva y empezó a limpiarla.
–Tienes las manos llenas de sangre.
-No es mía. –Contestó con una voz que no le pertenecía.

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-¡David!
Se levantó de golpe y cogió en brazos a su hijo, aún vivo pero con un tono de piel pálido,
amoratado. Sus escleróticas estaban plagadas de capilares que se rompían, de su boca, su nariz y sus
oídos bajaban unos pequeños hilillos secos de sangre.
-Hijo, ¿estás bien? –Lo apretó contra él y se asustó al sentir lo fría que tenía la piel. -¡Victoria,
ven! –Gritó con todas sus fuerzas. -¡Victoria, ven, joder, corre! ¡Corre!
El pequeño David vomitó sobre el pecho de su padre parte de la cena de ayer mezclada con
casi un litro de sangre. Victoria entró por la puerta y se quedó helada ante la escena. No tanto por
Mark y David, medio muerto, como por esa Emma espectral que se ponía de pie sobre la alfombra,
vestida con su camisón blanco de flores rosas manchadas con sangre negra que parecía brillar sobre
su piel oscurecida, gris y de la que surgía un humo negro que olía a azufre.
-¡Deja a ese bastardo! –La niña posó la mano sobre el brazo de su padre. Sus ojos se
convirtieron en dos pozos profundos y negros, vacíos, sin vida. -¡David es mío! –Mark salió
despedido contra la pared y cayó de bruces sobre el alfombrado suelo. -¡Es mío!
Victoria Y Mark miraron a su hija. Descubrieron en el reflejo de Emma en los espejos a una
dama de ropas caras y quemadas, ropajes de principios del Siglo XX. Tenía el rostro lleno de
cicatrices cubierto por un velo hecho de ese mismo humo que surgía de los poros de la piel de la niña.
Después miraron a David cayendo de espaldas sobre su cama, a cámara lenta, con la respiración
agitada y el oxigeno que con dificultad entraba pero no lograba llenar sus pequeños pulmones
encharcados de sangre.
-¡Emma, no! –Gritó Mark.
-¡Deja a mi hijos! –Victoria se giró hacia uno de los espejos. -¡Déjalos en paz!
La niña cerró su mano en el aire y David comenzó a flotar. Victoria cogió la lámpara que
había sobre el escritorio y lo lanzó contra la imagen de aquella desfigurada mujer que reía con
maldad. El cristal se quebró en mil pedazos, mil astillas de espejo que hirieron las plantas de los pies
del profesor Donovan que se lanzó para coger a su hija que se desplomaba y las manos de Victoria
que cogió a David antes de que se estrellase contra el viejo colchón. Aquella madre abrazó a su hijo,
achuchándolo contra su pecho que se manchó de sangre y rompiendo a llorar de manera
desconsolada.
-¿Aún vive? –Su mujer no pareció escucharle. -¡Victoria, reacciona! ¿Aún vive?
-¡Si! –La voz le salía sin fuerza. –Aún vive.
-¿Qué ha pasado, papá? –Preguntó Emma mirando a su hermano y con los ojos como platos al
descubrir la sangre en sus manos. -¿He hecho daño a David, papá?
-¡No, cariño, no! –Se levantó con ella abrazada a él y tiró de su mujer para hacerla reaccionar
otra vez. –¡Vamos, muévete! Hay que ir a un hospital.
-¡Hay que llamar a una ambulancia! –Sacó su móvil y marcó el número de emergencias. -¡No
funciona! ¡El maldito móvil no funciona! –Lanzó el teléfono con rabia, haciéndose este añicos al
estrellarse contra la pared. -¡Vámonos, vámonos!
-¡Levántate, levántate!
Victoria se puso en pie y ambos escaparon con sus hijos agarrándose a sus cuellos. La madre
lloró aliviada, David aún tenía fuerzas para agarrarse a ella de manera firme. ¡No estaba tan mal
como cabía pensar! No podía estar tan grave, ¿verdad?
No se habían terminado de vestir, ni ellos ni sus hijos, cuando salieron fuera. Hacía frío pero
eso era lo que menos importaba. Se subieron al coche y Mark trató inútilmente de arrancarlo.
-¡Vamos, maldito cacharro! –Golpeó el volante con furia. -¡Arranca, arranca!
-¿Mamá?
-Duérmete, cariño. –Victoria acarició el pelo de su hijo mientras lo acunaba. -¡Te pondrás
bien, te lo prometo! ¡Te pondrás bien, duérmete!
-¡No! Que no se duerma, mejor que no se duerma.
-Papá, ¿he sido yo quien le hizo daño a David?
-No, mi amor. –Volvió a tratar de poner en funcionamiento el motor de su CLK. -¿Por qué lo
preguntas?

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-Soñé que… -Emma lloraba también, todos lloraban. –Soñé…
-¡Esto no funciona! ¡Este maldito cacharro no funciona! –Abrió la puerta de su coche. –A pie,
tendremos que ir andando.
-¿Hasta el hospital?
-¡No! –Salió del Mercedes y volvió a coger a Emma en brazos y ayudó a su mujer a salir. –No
vamos al hospital, tendremos que conformarnos con el doctor Longoria.
-Papá… -Su hija se deshacía en mil llantos abrazándose a él. –Soñé que David… Soñé que
yo…
-Está bien, cariño, no te preocupes. –Le besó en la mejilla. –Luego me lo cuentas, no te
preocupes, tú no le has hecho daño a tú hermanito.
-¡Si! –Gritó Emma endemoniada. -¡Si que fui yo! –De nuevo otra voz surgió de la garganta de
la pequeña. -¡Yo he matado a ese bastardo!
-¡Mark, ayúdame! –David volvió a vomitar sobre su madre, manchándole el escote con una
gran mancha color escarlata. –¡David no respira!

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Capítulo 23

Emma no dormía pero tampoco podía decirse que estuviese despierta. Miró con ojos extraños
a su hermano que soñaba intranquilo, dormido pero agitado en la cama de su izquierda. Quería al
pequeño David y sin embargo le asqueaba tenerle tan cerca. ¿Por qué tenía que tener su misma
sangre y compartir sus mismos apellidos? ¿Por qué el amor que siempre sintió por su hermano se
había convertido en un odio tan visceral?
Emma no dormía pero tampoco podía decirse que estuviese despierta. Y extrañamente, veía
con claridad en su mente a sus padres en el pasillo, al otro lado de la puerta de su habitación,
dirigiéndose hacia allí y girándose al escuchar un ruido extraño que venía del dormitorio de aquel
extraño señor.
-Ve y despierta a Claudia. –Le dijo su papá a su mamá.
Su mamá obedeció mientras su papá sacaba sus extraños cachivaches del armario del pasillo.
Emma empezó a sentir algo extraño. ¡Algo malo le estaba pasando a su institutriz!
-¡Charlotte, no! –Murmuró llorando la pequeñita, sintiéndose mayor, extrañamente mayor. –
No, el pequeñajo eres tú, David. –Pensó mirando a su hermano. –Algo le ha pasado a Charlotte y
seguro que es por tú culpa. ¡Quieres robarme también a Charlotte!
Hacía frío, la temperatura de su cuarto bajó muchísimo, poniéndole los pelos de punta a
Emma mientras David se rebulla intranquilo sobre su colchón. Olía raro, a flores pochas o cómo
algunas veces olió el pañal de David cuando aún lo usaba.
-¿Te has hecho caca, marrano?
El chiquillo seguía dormido y no le contestó.
-¿Mauricio, estás bien?
Emma escuchó a Claudia como si estuviese al otro lado de la puerta y pensó que aquella
mujer se había equivocado.
-¡Mauricio, abre, por favor! –Comenzó a golpear y parecía que en cualquier momento fuese
capaz de arrancarla de su sitio. -¡Mauricio!
-¿Ha cerrado por dentro? –Escuchó preguntar a su mamá.
-Estas puertas no se pueden cerrar por dentro. –Le contestó su papá. -¡Mauricio, por favor!
-¡Teno mieo! –Los gritos y los golpes de los mayores terminaron por despertar a David y este
se metió en la cama de su hermanita. -¿Emma, que pasa?
-No lo se. –Le empujó con asco. -¡Vuelve a tu cama!
-“Algo” la bloquea. –Escucharon decir a su padre. –“Algo” impide que podamos abrirla.
-¿Papá? –Preguntó David.
-¿Qué quieres decir con “algo”? –Dijo su madre.
-¿Mamá? –Preguntó otra vez el niño.
-¡Mauricio, por favor!
-¿Qué pasa, Emma?
-Te he dicho que no lo se. ¡Vuelve a tu cama ya! –La niña se levantó y su hermano la siguió. –
Voy a ver.
-¡No, Emma, teno mieo!
Los golpes y los gritos se sucedían y David parecía estar a punto de echarse a llorar. Pero ella
no, ella era mayor, no una cría como él. Era valiente y su obligación era actuar como protectora,
como hermana mayor aunque aquel criajo consentido no se lo mereciese. Hacer algo por él aunque
estuviese convencida de que sería más justo para el niño y para todos ahogarle con la almohada. Así
podría quedar el cariño de papá y mamá en quién de verdad se lo merecía, ella.
Se acercó a la puerta, la abrió y los dos niños se asomaron. Su padre observaba uno de sus
aparatejos extraños mientras su madre se abrazaba a si misma y se exaltaba con cada nueva patada

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que aquella mujer histérica le daba a la puerta que, al contrario de lo que Emma pensó al principio,
no era la de su habitación.
-¿Mamá? ¿Papá? ¿Qué pasa?
-¡Emma, David! No pasa nada, no os preocupéis. Vamos a la cama.
Su mamá corrió hacia ellos, tenía la piel blanca y los ojos muy grandes. A la chiquilla le hizo
gracia, los ojos de su mamita tiritaban de la misma manera que lo hacía ella cuando tenía mucho frío.
-¿Qué pasa, mamá?
-Nada, venga, meteros en la cama que hace mucho frío. –Cerró la puerta tras ella, se frotó las
manos para calentarlas un poco y miró a sus hijos obedeciéndola. -¿A que huele?
-David se ha hecho caca.
-¡No!
-¿Te has hecho caca, cariño?
-No, mamá.
Y era cierto, el chiquillo estaba limpio. Buscó bajo las camas y no encontró nada de lo que
saliese ese olor. Los arropó y se tumbó junto al niño.
-¿Por qué no te metes es la cama conmigo, mamá?
-Porque David es más pequeño que tú. –Su hijo se abrazó a ella. –Y está más asustado que tú.
Del pasillo llegó un estruendo enorme, como si su papá y aquella mujer hubiesen conseguido
tirar la puerta abajo.
-¡Mauricio! ¿Pero que has hecho?
-¿Cuento? –Preguntó David.
-Si, mamá, por favor, cuéntanos un cuento. Uno de esos que el abuelo te contaba cuando eras
pequeña.
-Vale, está bien. –Apagó la luz. –Este cuento me lo inventé yo para contárselo a mis peluches
cuando era una niña y ahora os lo contaré a vosotros.
-¿Qué cuento es?
-Se titula, “La estatua de sal”.
La mamá acarició la carita de su bebé mientras este cerraba los ojitos y se preparaba para
dejarse guiar por un maravilloso mundo de cuento y fantasía a través de la voz de su madre. Emma,
mientras tanto, apretó los ojos para tratar de dormir pero tan solo logró escuchar a su mamá como un
murmullo de fondo mientras atendía a las palabras de Charlotte que le ofrecía las manos para
abrazarla.
-En un lugar muy, muy lejano, tanto que nadie logró viajar hasta allí… -Comenzó su mamita
su cuento. -…hace mucho, mucho tiempo, vivían dos reyes bondadosos que tras años de oraciones
por fin fueron bendecidos con el nacimiento de una hija a la que le pusieron por nombre Abril, como
el mes en que nació.
-Hola, Emma. –Le dijo Charlotte. –No llores, mi niña.
-No estoy llorando. –Pensó la chiquilla.
-Tú no lloras, pero tú alma si lo hace, niña mía. –La institutriz le acarició el rostro como si le
estuviese secando las lágrimas. –No te preocupes, duerme tranquila. Hoy David desaparecerá y el
amor de papá y mamá volverá a ser solo para ti.
-¡Pero yo no quiero que David se marche!
-Si, si que lo quieres. Yo se que si.
-Primero fue la negra, ahora es mío este maricón también.
-¿Qué ha sido eso, Charlotte?
-No te preocupes, mi niña, son cosas de mayores.
-El día del bautizo de la princesa, todos los reyes, reinas, príncipes y princesas de reinos
cercanos acudieron a la fiesta cargados de regalos. –Su mamá seguía contándoles en voz baja el
cuento. –Todos reían, comían y brindaban, todos menos una persona, su tía Úrsula.
Los párpados le pesaban y continuaron cerrados cuando pudo relajarlos. Respiró con
tranquilidad y escuchó los suaves ronquidos de David que ya volvía a soñar con la estatua de sal, la
princesita Abril, la bruja Úrsula y el chico de las caballerizas llamado Leopoldo. El olor a

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podredumbre se había ido y fue sustituido por otro más fuerte, más penetrante, que terminó por
hacerla caer al fin en los brazos de Morfeo.
-Huele a quemado. –Dijo Emma.
-Querido hermano, mi rey. Os felicito por el nacimiento de vuestra hija.
-¡Apágalo! –Escuchó a lo lejos que gritaba su papá. -¡Apágalo!
-Huele a quemado. –Repitió la niña.
-No te preocupes, mi niña, son cosas de mayores.
-¡Eso intento! –Gritó aquella mujer llamada Claudia.
-Duerme, Emma, mi niña.
-Charlotte…
-Pasaron varios meses, la salud del rey era cada vez más delicada. –Mamá seguía contando
“La estatua de sal”. - La reina parecía cada día más anciana y la princesa continuaba convertida en
estatua de sal.
-Huele a…
-Tranquila, todo está bien.
-…quemado.
-Duérmete, Emma. ¡Ya!
Y Emma se durmió, no sin antes ver en el interior de su cabeza, en el espejo de la habitación,
a su madre narrando el cuento, tumbada en la cama con David, dándole mil besos y abrazándole
como hizo siempre con ella antes de que ese criajo naciese. No sin antes verse a si misma durmiendo
en los brazos de una Charlotte de piel pálida, quemada, de ropajes devorados y ennegrecidos por el
fuego que ocultaba su rostro tras un velo de humo negro.
Y Emma soñó que ese olor a quemado surgía de ella, que ella se convertía en humo. Soñó que
su cuerpo se diluía en el aire, se escapaba del abrazo de su institutriz y ascendía en volutas negras que
bailaban caprichosas al son del réquiem que Charlotte silbaba en honor a David. Soñó que era humo
negro, que envolvía el cuerpo durmiente de su hermano y comenzaba a introducírsele por la boca y la
nariz según iba respirando aquel pequeño bastardo. Soñó, Emma, que su mamá terminaba el
cuento…
-Volvió a besarla mientras una lágrima caía sobre el hombro de la princesa. Una intensa luz lo
bañó todo. Cuando esta se apagó, allí se encontraba la muchacha de coletas y ojos azules como el
cielo nada mas despuntar el alba.
…que se marchaba de la habitación en silencio mientras ella una vez dentro de David, le
inundaba los pulmones, ahogándole. Soñó que viajaba al compás de los latidos del pequeño corazón
de su hermano, por sus venas y arterias, destrozándolas como si el humo que ella era fuesen más bien
mil cuchillas, haciendo que la sangre brotara y llenara su estómago y anegase sus pulmones.
Y Emma soñó que mientras esto ocurría, su mamá se acostaba con su papá como si quisiesen
tener otro niño pero Emma sabría que no lo traerían, que tan solo disfrutaban de ser libres de nuevo.
Soñó que ella era feliz, que su papá se sentía dichoso y tanto Emma como Charlotte reían como
nunca antes se habían reído.
Y la dulce princesa del cuento de mamá ya nunca más sería humo negro. Ya nunca más se
convertiría en una estatua de sal. La dulce niña volvió a ser ella misma durmiendo en su cama
mientras ese maldito niñato que nunca debió nacer, se debatía entre la vida y la muerte.
Y soñó, Emma, soñó que era feliz al fin hasta que se abrió otra vez la puerta de la habitación y
entró la luz del pasillo, iluminándola a ella y manteniendo a oscuras a David.
-Venga, chicos. –Su papá abrió un poco la persiana. –Hay que levantarse ya. –Se acercó a su
cama y se sentó a su lado. -¡Arriba, perezosa!
-¡Quiero dormir, papá!
La luz le molestaba y se cubrió la cara con la almohada.
-¿Has sangrado por la nariz? –Su papá hizo esa cosa tan asquerosa de limpiarla con un
pañuelo lleno de baba caliente pero al menos su atención era para ella, como siempre debió ser, no
para ese incordio llamado David. –Tienes las manos llenas de sangre.
-¿Ves? Sin él, todo el cariño de tu papá y tú mamá será para ti.

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-Así será siempre. –Pensó la niña. -No es mía.
La boca de la que surgieron las palabras era la de Emma pero, esa voz… Aquella voz no era
la de su hija.
-¡David!

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Capítulo 24

-¡¡Deja a mi familia, puta!! –Gritó Victoria.


Surgió un estallido de luz y el niño respiró hondo, volviendo a la vida y Emma recuperó el
control de su cuerpo, su mente y su voz.
Surgió un estallido y el paisaje de su alrededor cambió. ¿Qué había ocurrido en aquel sitio?
Los robles estaban quemados, los arbustos reducidos a cenizas y los edificios arrasados, como si un
millar de bombas hubiesen caído del cielo para reducir a escombros aquel lugar.
-Es como si hubiesen bombardeado el pueblo.
-No. –Dijo Mark. –Estas explosiones han sido subterráneas. –Olisqueó el aire hasta que lo
comprendió. –Ha debido de ser una fuga de gas o una bolsa subterránea de gas que ha reventado.
-No me huele a gas.
-El gas no huele. Se le añade aroma para que podamos detectarlo en caso de fuga. Este gas es
natural, estaba seguramente sin tratar, una trampa invisible.
Pasaron junto algunos cuerpos de hombres y mujeres sin vida diseminados por el suelo y
algunos de ellos aún humeaban por el fuego que les mató. A través de una ventana vieron a media
docena de personas tiradas en el suelo de un salón presidido por un enorme socavón que se había
abierto en el suelo. Uno de ellos aún se movía.
-¡Hay un superviviente! –El profesor Donovan posó a Emma al lado de Victoria que sujetaba
a su hijo aún con un hilo de vida. -¡Hay que ayudarle!
-Mark, ¿y David?
-No podemos abandonar a ese hombre, Victoria. Además, la casa del doctor es aquella, vete
acercándote tú.
-Pero, Mark…
-¡Vete, Victoria, vete! Yo os alcanzaré enseguida.
Mark escaló por un montón de escombros y pasó junto a un Rolls Royce de color rojo que
parecía sacado de una foto de principios del siglo pasado. El coche tenía varios golpes en la chapa
por las piedras que volaron a consecuencia de las explosiones, el cristal roto y en su interior, un
hombre vestido de mayordomo al uso de los años en que se debió de fabricar su coche. No podía
hacer nada por este, estaba muerto. La piedra que rompió el cristal estaba a sus pies, manchada de
sangre y trozos de carne de la mandíbula que le había arrancado. El golpe debía de haberle roto el
cuello y matado en el acto. No, no podía hacer nada por el mayordomo pero por ese otro que luchaba
por tratar de levantarse del suelo de aquel salón, si. Tuvo mucho cuidado de no cortarse con los
cristales del ventanal, apartó un trozo de ladrillo que en cualquier momento podría caérsele encima y
entró en la casa.
-¿Claudia? –Miró el cuerpo devastado por la metralla producida por la explosión y se fijó en
que sus ropajes parecían nuevos, si bien eran de poco más de un siglo atrás. -¿Dónde demonios
estoy? O, más bien, ¿cuándo? –Se puso de rodillas y cogió al hombre que le miró con los ojos
humedecidos, el pelo y el rostro llenos de polvo y sangre reseca que le caía por la comisura de los
labios. -¿Se encuentra bien? -Menuda pregunta, por supuesto que no estaba bien. -¿Qué ha pasado?
-La factoría… -Le vino una arcada y vomitó sangre. –El gas… -Se le cerraban los ojos y la
vida se le escapaba. -¿Y Rosalía? –Y el hombre lloró, lloró con lágrimas que le fueron limpiando la
piel de las mejillas en su caída mientras su corazón dejaba de latir. -¿Cómo están mi mujer y mi…
Victoria corrió hacia la casa que su marido le había señalado con su hijo en brazos y casi
llevando en volandas a Emma. Dentro se oía bastante bullicio y algunos lamentos, así que no le
extrañó que tuviese que llamar tres veces a la puerta para que alguien se la abriese.
No debía tener ni veinte años y ya una responsabilidad tan grande había caído sobre ella. La
enfermera que les recibió llevaba un vestido blanco manchado de sangre y hollín, las mangas

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recogidas, el pelo en un moño del que varios mechones se habían escapado, la piel bañada en sudor y
cara de susto.
-¿Puede ayudar a mi hijo?
-Yo… -Los ojos parecía que fuesen a salirse de sus órbitas. –El doctor ha salido, tendrá que
esperar. –Se apartó para dejar pasar a esa madre con sus dos hijos y aquellas ropas que le resultaban
tan raras. –Entren, entren.
La visión ante Victoria era dantesca. No era de extrañar que la situación sobrepasase a la
jovencísima enfermera. La consulta del doctor de aquel pueblo no estaba preparada para atender a las
personas que había allí dentro y sabía Dios cuantas más que necesitarían de la sabiduría del médico
fuera de aquellos muros. Sobre el suelo había varias personas llenas de quemaduras, contusiones y
cortes. En una silla, una anciana agonizaba ahogada por los humos y sobre una camilla, un niño de la
edad de David, con los ojos vendados, perdía la vida mientras su hermano aparentemente ileso, le
sujetaba la mano.
-Ahí viene el doctor. –Dijo la chica a Victoria que aún no había entrado. -¡Doctor Valdés, ya
no nos quedan ni gasas, ni vendas, ni pomada!
-Corta sábanas y yo me pondré a hacer algún ungüento casero. –El hombre, de algo más de
sesenta años, con barba poblada y blanca, anteojos redondos y gesto amable pero serio, miró al niño
que la mujer que estaba a la puerta de su casa sostenía entre sus brazos. -¿Qué le pasa al chiquillo?
-No lo sé. –Le contestó Victoria desesperada. -¡Se muere! Ayúdele, doctor, por favor.
-Se está desangrando. –Mark por fin llegó hasta ellos. Me temo que deben ser hemorragias
internas.
-¿Producidas por?
-Lo desconozco.
-Está bien, no se queden ahí parados. –El cielo se oscureció de nuevo, la noche en pleno día
regresó por segunda vez aquella mañana. –Pasen den…
Mark, su mujer y Emma miraron al cielo y el anciano médico les imitó. Descubrieron una
bandada de cuervos que pasaban en ese instante por encima de ellos, ocultando el sol e hiriéndoles
los oídos con sus graznidos. Aquellos pájaros trajeron con ellos un viento gélido y como proyectiles
negros se lanzaron en picado. Los cuatro componentes de la familia Donovan llegaron a tiempo para
entrar en la casa mientras las aves se estrellaban en el suelo donde milésimas de segundo antes habían
estado, con un ruido de golpes secos y chillidos lastimeros mientras formaban una alfombra de
plumas negras y cuerpos destrozados y sangrantes. Los cuatro componentes de la familia Donovan
llegaron a tiempo para entrar en la casa mientras algunas de aquellas aves se estrellaban contra el
orondo cuerpo del doctor Valdés, hiriéndole de muerte con sus picos y garras hasta dejarle tirado en
el suelo bajo una mortaja de plumas negras y cuerpos destrozados y sangrantes.
-¡Doctor Valdés! –La enfermera salió para tratar de auxiliarle. -¡Oh, no! ¡Abuelo, por favor!
-¿Qué demonios le ha pasado a esos animales? –Preguntó Mark.
-Es el gas. –La chiquilla acariciaba el rostro de su abuelo mientras sus lágrimas caían sobre el
bigote blanco del doctor. –El gas ha enloquecido a parte de las personas y de los animales. ¿Me
ayudarían a meterlo en la casa, por favor?
El profesor Donovan salió y cogió por debajo de los brazos al doctor para meterlo en su casa.
Pesaba bastante el anciano y les costó tumbarlo en la cama. La muchacha le miró entonces, allí
tumbado con el rostro sereno, de paz, ahogó su llanto y salió de la habitación con Mark dispuesta a
seguir trabajando, así lo habría querido su abuelo. Había muchos heridos que atender, ya tendría
tiempo más tarde para llorar la pérdida. Se sentó en una silla frente a una mesa redonda llena de
sábanas blancas y con una tijera empezó a hacer tiras para fabricar vendajes.
-¿Puede ayudarnos? –Mark cogió a su hijo de los brazos de Victoria sin percatarse del mal
gesto en la cara de Emma ante eso. –Mi hijo…
-Yo no soy médico, lo siento. –Con rabia arrancó un trozo de tela de la sábana. –Apenas llevo
tres meses como enfermera.

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-Pero… -Mark había estudiado medicina pero en ese momento no podía serle de ayuda a su
hijo, tenían que ir a un hospital. -¡El Rolls! ¡Cojamos el Rolls Royce! –Se acordó del coche con su
conductor con el cuello roto. -¡Vamos, rápido!
Fuera de la casa del doctor Valdés, una mujer enloquecida gritaba desesperada. Fuera de la
casa del doctor, la mujer que estaba en casi todos los cuadros de aquella mansión que los lugareños
habían bautizado como El Palacio de los Espejos, la ilustre señora de Bolaños, gritaba llamando a un
tal Lorenzo. Ya no parecía una reina. Parecía más bien una mendiga loca con ropajes caros a los que
el fuego les había robado todo su esplendor. Tenía quemaduras en el cabello, la cara, el cuello y los
brazos, que marchitaban su belleza de manera prematura y los ojos estrábicos mientras gritaba.
-¡Lorenzo! ¿¡Donde está Lorenzo!?
El chico que Victoria había visto sosteniendo la mano de aquel niño que perdió la vida con los
ojos tapados por un vendaje salió fuera.
-Lorenzo ha muerto, madre.
-¡Mientes! –De un manotazo le cruzó la cara y le hizo caer al suelo. -¡Lorenzo!
-Ha muerto, madre. –Repitió el chico poniéndose de pie y sujetándose la pierna que le
sangraba por una herida que las explosiones le habían provocado. –Lorenzo ha muerto.
-¡¡¡No, no, no!!! ¡Eso no es cierto! –Cada vez estaba más fuera de si. –Mientes, Andrés,
mientes.
-No, madre, lo siento. –La señora de Bolaños volvió a golpearle en la cara. –No le miento,
madre, Lorenzo ha muerto.
-¡No! ¡No ha muerto! –Miró al niño que Victoria tenía en sus brazos. -¡Lo tiene esa mujer!
-Ese niño no es Lorenzo, madre.
-¿Qué hace usted con mi Lorenzo? –Se abalanzó hacia ella.
-Este es nuestro hijo David. Mark se colocó entre la señora de Bolaños y su mujer. -¡No se
acerque!
-¡Ese es mi hijo! –Giró sobre si misma sin dejar de gritar. -¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Se están
llevando a mi hijo! ¡Socorro!
-Madre… -Intervino Andrés. –Lorenzo ha muerto, este no es su hijo.
-¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! ¡Se llevan a mi Lorenzo!
-¡Este es mi hijo! –Dijo Victoria al fin, abrazando a David. –Es nuestro hijo.
Surgió otro estallido de luz y se encontraron con que estaban en medio del pueblo, intacto
este, frente a la casa de la que había salido el doctor Manuel Longoria.
-¿Qué le pasa al niño?
-No lo sé. –Le contestó Mark. –Es como si tuviese hemorragias internas y se estuviese
desangrando.
-¡Déjenlo! –Emma habló en susurros pero su voz resonó con fuerza en la mente de aquellos
tres adultos como si estuviese amplificada. –Dejen a Lorenzo.
-No, otra vez no. –Dijo Manuel. –Vete, por favor.
-¿Qué es lo que pasa aquí?
-Es complicado de explicar, Mark.
-¡Dejen al niño!
Emma cayó al suelo sin sentido y Mark la recogió.
-¡Deja en paz a mis hijos! –Sollozó Victoria.
-Olvide al niño, este no es Lorenzo. Yo no soy Andrés y este niño no es Lorenzo.
-Devuélvanme a mi hijo. Solamente así podrá vivir.
-¡Es nuestro hijo! –Gritó Mark cogiendo a su hija y levantándose. -¡Déjanos en paz!
-Si no me lo entregan, morirá. Solamente conmigo estará a salvo. Solo los cuidados de una
madre pueden salvarle.
-¡¡Yo soy su madre!!
-¡No! –Emma abrió los ojos y los tenía en blanco. –Tu solo tienes una hija, yo.
El profesor Donovan trató de sujetar a Emma pero no pudo. La niña tenía una fuerza
sobrehumana y logró desasirse del abrazo de su padre. Aquella misma sensación de impotencia que

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tuvo en el cuarto de Mauricio volvió. Su hija caminaba hacia Victoria. Mark y Manuel Longoria
estaban atrapados en una especie de cúpula invisible e irrompible que les impedía ayudar a Victoria y
a David.
-¡Emma, no! –Mark gritaba. -¡Date la vuelta, cariño, mírame! ¡¡Soy papá!!
-No te acerques, Emma. –Victoria agarró con aún más fuerza a su hijo. -¡Déjanos!
-Yo soy tu única hija.
-Emma, dame a Lorenzo. David no es tu hermano, lo sabes, es mi hijo. –Una figura surgió de
la nada y miró a todo el mundo con su rostro desfigurado por el fuego y las cicatrices de las heridas
que ella misma se había hecho. –Solo conmigo podrá vivir.
-¡Huye, Victoria, huye!
Pero no podía, a su pequeño quizá le quedaban minutos de vida y no podía desperdiciarlos
corriendo.
-Doctor… -Sollozó la mujer. –Mi hijo…
-No es tu hijo, mamá. Yo soy tu única hija.
-Devuélvame a mi hijo, ramera.
-Escape. -Contestó Manuel. -¡Corra!
-Pero, David se muere. ¡Ayúdele!
-Ella no va a permitir que le pase nada al niño. –Las palabras del doctor hicieron que Victoria
viese en el desfigurado rostro de aquel ser que aquello era cierto. -¡Corra, corra!
Y corrió, escapó de allí viendo como Charlotte, Mauricio y dos personas más que no conocía
surgían de una grieta que se abrió en el suelo, elevándose como si estuviesen hechos de gas. Huyó sin
mirar atrás, sin ver como estas cuatro personas se convertían en bestias con piel de lagarto y duro
pelaje negro, con fauces desbordantes de rabiosos espumarajos y garras capaces de partir un grueso
roble en dos. Pero Mark y Manuel si vieron como se perdía en medio de la frondosa arboleda y esos
cuatro demonios salían tras ella mientras la señora de Bolaños se esfumaba convertida en humo
negro, llevándose a Emma con ella.
-¡No, Emma, no!
-No se preocupe, lo le hará daño a los niños.
-¿Y qué hay de mi esposa?
-Recemos para que logre escapar.
-¿Qué recemos? ¡No creo en Dios, doctor!
-¿Puede ser ateo un hombre como usted?
-No, no soy ateo. Dios existe pero no creo en alguien que permite que pasen estas cosas.
-Solamente la fe puede ayudarles en un momento así.
-Parece usted sacerdote, doctor. –Manuel guardó silencio y por fin aquella especie de campo
de fuerza se esfumó. -¿Qué es lo que está pasando en este lugar?
-Ya hablaremos de eso en otro momento, ahora márchese, su mujer le necesita.
-Aquel sería su castigo por su cobardía, ser otro pero de compañía, otra mascota sin alma de
aquella oscura mujer. –Recordó Claudia haber leído.
Buscó a Mark por toda la casa y solamente se encontró con rastros, evidencias de que habían
salido apresuradamente de la casa. Uno de los niños debía de haberse hecho daño o más bien, aquel
sitio le debía de haber hecho daño. Una de las camas estaba llena de sangre. Quería marcharse para
siempre de aquella casa y aquella aldea, con o sin la familia Donovan, pero no podía hacerlo sin
saber que iban a hacer ellos y que había pasado. Esperaría un poco, hasta la noche y si para entonces
no tenía noticias de ellos, volvería a su hogar y a su vida dejando tras de si tan solo una nota. ¿Qué
hacer entonces?
-La información es poder. –Recordó que decía siempre Agustín.
¿Y de donde sacar esa información? Volvió sobre sus pasos, abrió la puerta y se acercó al
estante donde había dejado el libro en el que se hablaba sobre Mauricio.
El Comandante Aguado vio a su prometida entrando en la biblioteca, miró hacia el espejo
donde antes la había visto leyendo pero este tan solo le mostraba su reflejo. Se adentró en la casa,
llena de polvo como si hiciese meses o años que nadie limpiaba o nadie viviese allí. Buscó habitación

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por habitación y cada vez tenía más claro que aquella mansión llevaba mucho tiempo deshabitada,
abandonada. Tuvo que admitir que cada vez creía más en la posibilidad de que lo que le había
contado el doctor Longoria fuese cierto.
Buscó entre aquellas paredes aquella otra casa, aquella que si tenía un huésped, Claudia, ese
otro Palacio que existía al otro lado de los espejos hasta que llegó a una biblioteca por la que parecía
haber pasado un ciclón. Las estanterías estaban tumbadas, los libros tirados por el suelo, rotos. Lo
único que permanecía intacto, pero sucios, eran los retratos de los antiguos dueños de aquel lugar y
un gran espejo donde por fin encontró a Claudia.
La capitana volvió a coger el libro de su amigo y descubrió que había dos páginas más que o
había pasado por alto o antes no estaban.
-Mauricio ya no era él mismo, era una bestia de piel cetrina, escamosa y con grandes fauces
llenas de colmillos que junto a Pedro de Leal, Fernando Beltrán y otras dos personas, convertidos
también en otras tres bestias, salieron tras Victoria para despedazarla en medio del bosque y
arrancarle de los brazos, para entregárselo a su ama, a su hijo David. –Sentía que el oxigeno le
faltaba. ¿En que había convertido aquella mujer a su amigo? –Salieron tras ella mientras Mark y el
doctor Longoria lo veían todo sin ser capaces de hacer nada por ayudarles, ni a ella ni a David.
Cerró el libro y su intuición le hizo adivinar que entre todos aquellos libros encontraría uno
con el nombre de Manuel Longoria. Y así fue, tras quince minutos de búsqueda lo encontró en una
segunda hilera en la balda más alta de aquel estante. El doctor le debía algunas explicaciones pero
antes de ir a pedírselas, quiso leer su historia. Pero lo primero era lo primero, si lo que ponía en el
libro de Mauricio era cierto, Victoria necesitaba ayuda y Claudia no iba a quedarse quieta sin hacer
algo para impedir que le diesen caza las bestias. Ya había habido demasiadas muertes en su vida,
algunas demasiado recientes, no iba a permitir que hubiese otra sin intentar impedirla.

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Capítulo 25

El día había despertado bajo la penumbra de aquellas nubes que habían estado descargando
agua sin parar durante la última semana. En cuanto Victoria salió a correr el sol logró asomarse por
fin. La calidez de sus tímidos rayos parecía llenarla de energías y su cuerpo le pedía que hiciese un
poco de ejercicio. Una vez recuperada del parto y curadas las cicatrices de la cesárea se propuso
volver a recuperar su figura y ese deseo latente de tumbar a su marido en la cama para tirarse sobre él
completamente desnuda.
Comprobó que David siguiese dormido, acababa de darle el pecho y durante dos o tres horas
sabría que el bebé no les daría ningún trabajo. Antes de salir de casa echó un vistazo al jardín y su
entrepierna reaccionó humedeciéndose. Mark, vestido con aquellos vaqueros desgastados y aquella
camiseta que le marcada cada uno de sus músculos despertó en ella ese lívido que había permanecido
hibernando desde que entrase en el último trimestre del embarazo.
-¡Nasty Naughty boy! –Cantó logrando que su marido se girase para mirarla. -¡Camon, bad
boy!
-Shhhh. –Se llevó el dedo índice a los labios, sonriendo.
Victoria se fijó entonces en Charlotte, sentada en una mecedora, leyéndole en inglés un
cuento a Emma.
-¿Te vienes conmigo?
-Me encantaría, pero… -Deslizó su mirada de arriba abajo por el cuerpo de su mujer,
embutido en unas mayas negras y una camiseta licra rosa de tirantes, que no dejaba nada a la
imaginación. –Le prometí a Emma que hoy empezaríamos a construir la casa en el árbol. –Con la
cabeza señaló hacia un viejo roble bajo el que había apoyados varios tablones y su cinturón de
herramientas. –Lo siento.
-Tú te lo pierdes. –Sonrió dándole un beso a Marck y mordiéndose suavemente el labio
inferior.
Tras colocarse los auriculares, cambió los ruidos de la civilización por música y se puso a
correr.
Con el renacimiento del sol la gente pareció animarse y la ciudad resurgió. Un par de ancianos
caminaban por la arena, con los pantalones remangados y el agua del mar llegándoles hasta la mitad
de los gemelos. Un padre y un hijo lanzaban una pelota a su perro y media docena de personas habían
salido a caminar y a hacer deporte.
Victoria corrió paralela a las dunas, unos enormes arenales pintados de verde por la
vegetación que los flanqueaba. Al otro lado de la carretera, el pinar trataba de resucitar con más
fuerza aún del incendio que lo había asolado aquel último verano. Entre aquellos árboles, se escondía
el picadero de gays que no habían salido aún del armario y de otros que buscaban los favores de “el
figura”, un escuálido cuarentón que se las daba de macho y mujeriego pero que por veinte euros se
dejaba hacer de todo. Un coche ascendía por aquel camino entre los pinos, otro bajaba y su vecino
Marcos, salió de él con una sonrisa en la cara. Bajó caminando hacia la carretera para tratar de volver
a su casa sin ser visto.
Su condición era vox populi excepto para su mujer y sus hijos y por supuesto, él aún creía que
ese era un secreto muy bien guardado. Marcos cruzó la carretera en dirección a las dunas y caminó
hacia Victoria, creyendo que ni ella ni nadie habían podido ver de dónde venía.
-Cada día estás más guapa. –Le dijo al cruzarse con ella.
-Y tu cada día eres más zalamero. –Contestó Victoria corriendo en el sitio. -¿Regresas ya del
paseo de cada mañana?
-Así es. Fui hasta el puerto y ahora tengo que ir a casa a prepararme. Hoy vamos a ir a comer
con mi hijo y pasaremos la tarde con los nietos.
-Muy bien, dale un beso de mi parte a tu mujer. –Miró su pulsímetro. –Yo continuo, adiós.

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Marcos Gancedo era una de esas personas que habían nacido con la maldición de tener más
dinero del que podría gastar en tres vidas. Había heredado una empresa de transportes y gracias a su
buen hacer, esta se encontraba en el tercer puesto de las diez que más beneficios obtenían del sector
en España. Se habían expandido por parte de Asia, Latinoamérica y estaban a punto de dar el salto a
los Estados Unidos.
Él era un hombre afable por naturaleza. Siempre tenía una sonrisa en la cara, una buena
palabra en la boca y una familia aparentemente perfecta. Solo Dios sabe que sombras habría dentro
de su gigantesca mansión, si bien una de ellas no lograba permanecer escondida entre sus cuatro
paredes.
Victoria le saludó con la mano a modo de despedida mientras se alejaba corriendo. En cuanto
pudo se desvió hacia la derecha. Seguir de frente implicaba tener que pasar ante una fábrica de zinc y
otra de fertilizantes, la cual hedía a azufre como si se tratase del mismísimo averno. Se adentró en
una zona de praderas y arboledas, subió por una empinada cuesta desde la que disfrutó de unas
preciosas vistas de la ciudad bañada por un mar oscuro, de las dunas y de la frondosa vegetación de
los montes y prados del típico verde vivo asturiano.
El cansancio comenzaba a hacer mella en ella. Aspiró fuerte y se dispuso a volver a casa. Los
cuatro kilómetros que tenía por delante serían cuesta abajo para terminar llaneando. Miró sus
pulsaciones, trotó suavemente en el sitio y trató de recuperar una respiración normal. Aquella
pronunciada pendiente era muy dura pero la satisfacción de subirla sin detenerse hacía que mereciese
la pena haberse enfrentado a ella. Sonrió complacida consigo misma y se puso en camino.
Christina Aguilera dio paso a Lady Gaga y tarareó en su mente al ritmo del Judas de la
neoyorquina. A su lado pasó una ambulancia aullando con su sirena y tras esta un coche de la Policía.
Corrió acompasando cada zancada a su respiración, disfrutando del sol y dejando volar su
imaginación hacia la ducha que iba a darse en cuanto llegase a casa. Mark también estaría sudado
después de construir la casa en el viejo roble y Charlotte se ocuparía de los críos. Un panorama muy
tentador, alentado por el recuerdo de su marido con aquellos pantalones y aquella camiseta. Se vio
con él, dejándole que le enjabonase la espalda, los pechos… Ella le limpiaría a él después,
esmerándose en una zona en la que no dudaba le haría tener una reacción que le llevaría a hacerle el
amor, apoyados contra la pared, bajo los chorros calientes de la ducha. Con renovadas energías
continuó corriendo, deseosa de llegar a casa para arrojarse a los brazos de su marido.
En cuanto llegó a su calle vio de nuevo la ambulancia. Estaba a unos cien metros de su casa,
así que se tranquilizó al pensar que no le había pasado nada a ninguno de los suyos. Bajó el ritmo de
su carrera al pasar al lado, descubriendo que fuese lo que fuese, había sucedido en el palacete indiano
de Marcos. Parecía ser que alguien había fallecido. Así lo demostraba la presencia de la ambulancia,
del coche de la Policía y una furgoneta con un letrero en el que se podía leer: Funerarias Reunidas de
Asturias. De la puerta de la mansión salieron dos hombres trajeados tirando de una camilla sobre la
que había un cuerpo bajo una manta de plástico gris. Y no debía de haber sido una muerte normal,
dedujo tras ver a un par de cámaras de televisión, fotógrafos de los periódicos más importantes del
país y varios agentes de paisano de la Policía Judicial sacando fotografías y buscando indicios de
algo, entre los que estaba el subinspector Solís.
Continuó corriendo hacia su casa y nada más entrar se encontró con Mark mirando el televisor
donde ya se hablaba del fallecimiento de Marcos Gancedo. Charlotte se había llevado a Emma a la
habitación.
-Es algo muy extraño, siempre se les veía felices y unidos, pero no era raro escuchar por las
noches como se gritaban el uno al otro. –Una mujer era entrevistada. –Una amiga que tenemos en
común me dijo que estaban pasando un mal momento y que ella había decidido divorciarse.
-Marcos era homosexual, todos lo sabíamos. No sería extraño que alguno de sus amantes
hubiese querido algo más de él le chantajease o llegase a asesinarle por celos. –Otro de sus vecinos
hablaba a la cámara. –La doble vida que llevaba…
-¿Asesinado? –Dijo Mark. -¿Quién iba a querer matar a Marcos?
-Es absurdo. –Contestó ella.

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-Según manifiestan algunos presentes, han escuchado a un par de agentes que cuchicheaban
sobre una carta de despedida que el empresario podría haber dejado, lo que apunta como hipótesis
principal el suicidio. Entre los vecinos y amigos del fallecido, esa es una posibilidad que descartan. –
La periodista apareció en pantalla y volvía a tomar la palabra. –El hermetismo está impidiendo que
tengamos más detalles de lo acontecido en el interior del domicilio del matrimonio, por lo que no se
puede confirmar esta hipótesis del suicidio que cada vez parece cobrar más fuerza.
-Marcos no se suicidaría. –Dijo convencida Victoria. –Me crucé antes con él y se le veía
contento, como siempre.
-Quizá fuese una pose. –Una inquietante idea comenzó a tomar forma en la cabeza de Mark
-Una persona que tiene pensado suicidarse no hace planes para ir a ver a sus nietos a la hora
de comer.
-¿Eso te dijo? –Sí, sin duda alguna aquello tenía pinta de ser otro de esos extraños “suicidios”
que llevaban meses obsesionando a Solís. –Es raro, la verdad.
-Sí.
-Veo demasiadas similitudes con la muerte de Gerardo.
-Hasta ahora no podemos confirmar ni desmentir nada. –Una preciosa mujer con el rótulo que
decía que se trataba de la portavoz de la Policía Judicial en el faldón de la pantalla, apareció en el
televisor. –Todo parece indicar que el fallecido se encontraba solo en el domicilio cuando ocurrió
todo. –Tras esta mujer, Solís pasó ante las cámaras durante un par de segundos. -En cuanto tengamos
más datos que podamos compartir con la prensa, lo haremos.
-¿Es cierto que dejó una carta de despedida?
-No tengo nada más que decir, lo siento.
Mark y Victoria enmudecieron. Apagaron la televisión y se quedaron mirándose, en silencio,
manteniendo una callada conversación de asentimientos.
-Yo… -Victoria no sabía ni que pensar de lo que acaban de ver. –Yo me voy a dar una ducha.
-Está bien.
Tras quitarse la ropa se miró un rato en el espejo del armario de su habitación. Era consciente
de que no era la mujer más hermosa del mundo, por mucho que Mark se empeñase en repetirle de
que si lo era. Tenía un cuerpo muy bonito, con el vientre bastante plano pese a haber dado a luz
recientemente, piernas bien torneadas, glúteos redondeados, pechos pequeñitos pero desafiantes a la
gravedad y la piel suave y blanca, pero al fin y al cabo eso en verdad no eran más que nimiedades.
Victoria estaría dispuesta a cambiar todo su dinero y su belleza con tal de que ninguno de sus seres
queridos acabase como Marcos o Gerardo.
Suspiró tratando de reírse un poco de lo filosófica que se había puesto ante el reflejo de su
desnudez. Por un instante se había convertido en uno de esos “filósofos de a un euro”, como ella los
denominaba y que realmente no eran más que simples demagogos baratos para los demás y para ellos
mismos.
Se dejó llevar por el momento y cerró los ojos, apoyada contra la pared mientras el agua le
caía por la espalda. Perdió la noción del tiempo y no se enteró de nada, como si se hubiese quedado
dormida de pie bajo el agua sanadora, hasta que sintió a Mark acariciándole con la esponja llena de
gel todo lo largo de su columna. Se giró y clavó sus ojos en los de él. Su marido la conocía de sobra y
sabía que era lo que ella necesitaba en ese momento. La envolvió con sus brazos y permanecieron así
durante un par de minutos, deseando que el instante no se acabase nunca. Pero todo tiene un fin, así
que terminaron de ducharse y tras volver a vestirse, bajaron para preparar la comida.
En el interior de sus vísceras aún estaba ese deseo de que Mark la poseyese otra vez pero en
ese momento, bajo el agua cálida de la ducha, lo que necesitó fue un momento más íntimo. Y él le
había dado lo que ella había necesitado, como siempre. Le dio un prolongado abrazo que significaba
que, pasase lo que pasase, él siempre estaría allí a su lado, sin fallarle ni una sola vez.
Unas cuantas horas más tarde, no muy lejos de allí, un hombre que se hacía llamar Alejandro
Iglesias olisqueó el aire hasta que logró dar con aquella casa de la que salía aquel delicioso
sentimiento de inferioridad. La muerte de Marcos Gancedo le había resultado muy fácil, no había
saciado su hambre y una vez que el sol comenzó a caer, salió en busca de otra presa.

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Ella le engañaba, él no era más que una pusilánime marioneta en sus manos. Se habían casado
enamorados, fueron durante bastante tiempo una pareja envidiable. Ella era la rica heredera de un
famoso empresario y trabajaba para su padre. Él, un chico pobre que había logrado fama y dinero tras
convertirse en el médico de cirugía estética preferido de famosos y otros diversos personajes de
abultadas carteras. Fue en la clínica donde conocería a su esposa y casi una década después, donde le
realizaría una rinoplastia a la presentadora de moda de uno de esos programas de la llamada
telebasura. Las indicaciones del postoperatorio fueron claras. Si las hubiese seguido no le habría
pasado nada. Pero fue una negligente, una necia que una vez metió la pata y se quedó con la nariz
desfigurada. En vez de reconocer su equivocación utilizó de plataforma para difamarle el programa
de televisión que presentaba. Hubiese sido denigrante para ella reconocer que le había quedado la
nariz de aquella forma por quitarse los vendajes antes de tiempo, para volver a la pantalla lo antes
posible.. Hubiese quedado de tonta ante toda la audiencia, así que se las apañó para lograr que otro
médico le arreglase el estropicio y para convencer a todos los cabeza hueca que veían su programa de
que la culpa era de él. Y la audiencia respondió como ella sabía que lo iban a hacer, creyeron sus
palabras y nadie se dignó a escuchar que era lo que él tenía que decir al respecto, ni siquiera su
mujer. ¡Ni siquiera su propio jefe! Su nombre ensuciaba la fama de la clínica y por ello se vio de la
noche a la mañana, sin trabajo y sin puertas a las que llamar para encontrar otro o limpiar su imagen.
Aquello fue el principio del fin. La cuesta abajo por la que comenzó a caer sin remedio. Un
camino que comenzó a recorrer cargado de odio, de deseos de venganza pero que pronto se fueron
diluyendo entre sus distintas emociones de autoinculpaciones.
-¡Papá! –La voz de Bethany volvía a llamarle de manera lastimosa. -¡Papá, ven, por favor!
-¿Estás bien, Beth?
Carlos encendió la luz de la habitación y miró a su hija, llorosa y recubierta de sudor frío,
tumbada en su cama. Se acercó a ella y se sentó a su lado, cogiéndole una de sus manos y
llevándosela a los labios.
-¡Tengo miedo, papá! –La niña a sus doce años tenía ya mirada de adulta, algo que sabía él
que era por todo lo que le había tocado vivir. –Me duelen las piernas. ¡Tengo mucho miedo!
Con apenas seis años, a Bethany le había sido diagnosticado un tumor que le comprimía la
médula espinal. Con apenas seis años, a Bethany le había tocado hacerse a la idea de vivir anclada a
un par de muletas para poder caminar los días buenos y, los malos, a una silla de ruedas. Su
paraplejia no era total, los médicos les dijeron que aún había bastantes posibilidades de que pudiese
volver a caminar. Para ello tan solo tenían que destruir aquel tumor.
Al día siguiente, Beth tendría que ir a recibir otra sesión de quimioterapia. Lo que siempre le
hacía pasar un día con vómitos y le hacía propensa a que cualquier virus que estuviese en cinco
kilómetros a la redonda le atacase y le dejase más muerta que viva. En aquella casa ya se había vuelto
algo normal y duramente natural que la noche anterior a una de sus sesiones de quimioterapia a su
pequeña Bethany le costase dormirse.
-¡Tengo miedo, papá!
-Lo sé, mi amor, lo sé. –Abrazó a Beth acariciándole la cabeza hasta que consiguió que el
sueño le venciese. –Ya lo… -Tragó en seco reprimiendo el llanto. -…sé
Se levantó tras posar la cabeza de su hija sobre la almohada, taparla con la manta y se acercó
hasta un busto sin rostro. Colocó bien la peluca de la niña y tras apagar la luz, salió de la habitación
cerrando la puerta tras él.
Por enésima vez miró el reloj, Susana volvía a llegar tarde, al menos esa vez le había llamado
para comunicárselo. Su mujer, supuestamente, tenía otra de tantas cenas de negocios. Carlos sabía
que aquello era mentira. Susana le engañaba y estaba casi seguro que mientras ella ponía la misma
escusa de siempre, había escuchado la voz de un hombre y el sonido de una cremallera que se bajaba.
Su mujer le había traicionado, cerraba sus negocios a golpe de caderas pero la culpa no era de ella. Si
su mujer le era infiel era única y exclusivamente por su culpa. O al menos, eso se repetía de manera
incansable.
-¿Cómo no va a buscarse otro? -Se dejó caer en el sofá para esperarla. -No la culpo, solo sirvo
para fregar platos.

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-¿Eso te dices a ti mismo?
-¿Quién es? –Preguntó en alto. -¿Quién hay ahí?
-¡Cornudo y consentido! –Volvió a escuchar esa voz dándose cuenta de que no sonaba en el
interior de su casa, si no en el de su cabeza. –En una cosa tienes razón, ¡tú no eres un hombre! Un
hombre lucharía por lo suyo, cogería a su mujer por los pelos y la arrastraría por los suelos. ¡Ese es
su sitio! Un hombre enseñaría a su mujer a respetarle, se haría valer a la fuerza.
-Yo no valgo para nada.
-¡Puto eunuco de mierda! Si luchas por tú hija de la misma manera que luchas por ti mismo,
deberías pegarle un tiro y ahorrarle sufrimientos. ¡Da por muerta a Bethany!
-¡¡No metas a Beth en esto, por favor!!
-¡Por favor! ¡Por favor! –Se burló. –Lo mejor que podría pasarte es que tu mujer te prohibiese
volver a verla, que se la llevase lo más lejos posible de ti. Le ahorrarías morir con el recuerdo de
tener un padre tan patético. ¡Seguramente, Susana busca cada noche a un hombre de verdad, una
persona que pueda protegerla a ella y a Beth!
-Beth! –Dijo Carlos en un susurro, dejando caer la cabeza sobre sus manos, abatido. –No
podría vivir sin ella.
En su mente apareció una habitación muy lujosa de sábanas y cortinas púrpuras. Sobre el
lecho, un efebo musculado, con el rostro de un chico de veinte años embestía con fuerza entre las
piernas de una mujer que jadeaba y chillaba de placer. Un grito ahogado y Susana escondió la cara
contra el cuello del hombre en cuanto notó como le iba llegando el orgasmo.
-¡Puta! –La palabra se deslizó por sus labios sin poder contenerla a tiempo.
Los dos amantes cayeron sobre el colchón, exhaustos, riéndose y mirándose cómplices, como
Carlos y ella hacía siglos que ya no se miraban, mientras recuperaban el aliento.
-¡Eres un cornudo! Se va a quedar con la custodia de Bethany, te va a echar de casa y te vas a
quedar solo y sin dinero. –La voz de aquel hombre que resonaba en el interior de su cabeza se iba
envileciendo. -¿Acaso vas a permitirlo?
-La culpa es mía.
-Me va a dejar sin mi hija, me va a dejar sin nada. Sin familia, sin dinero, sin cojones a
mirarme en el espejo por miedo a descubrir en él a un fracasado.
-¿Y lo voy a consentir?
-¿Y qué puedo hacer?
-¡Matarla!
Durante una hora se fue volviendo cada vez más y más loco. Alejandro Iglesias salió de su
cabeza y se apartó para disfrutar del espectáculo en cuanto un coche se detuvo frente a la casa y
Susana bajaba de él.
Los ojos de Carlos, enrojecidos y vidriosos, se clavaron en la puerta cuando escuchó como se
iba abriendo. Su mujer le miró de arriba a bajo allí plantado, se había sorprendido de su presencia
pero por supuesto, se repuso enseguida.
-Pareces un sucio vagabundo. –Carlos se miró a si mismo unos segundos y no tuvo más
remedio que asentir ante tal evidencia. –Vete a darte una ducha. Me daría asco que te metieses así en
la misma cama que yo.
-¿No piensas darle un beso a tú maridito?
-Solo de pensarlo me dan arcadas. –Pasó a su lado y le miró a los ojos. –Apestas a whisky.
-Tú sin embargo desprendes un delicioso aroma a sexo. -Carlos caminó hacia ella y Susana
dio un paso atrás poniendo cara de repugnancia. –No solo estás casi tan borracha como yo, si no que
además estás bien follada.
-Eso es algo que nunca he podido decir desde que estoy contigo. –Se quitó el abrigo y lo
apoyó sobre el respaldo del sofá. ¿Me estás acusando de algo?
-No, por supuesto. –Carlos sonrió estirando el brazo para acariciarle el rostro. Venga, vamos a
la cama y hagamos el amor.

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-Ja, ja, ja. –Se rió ella con sorna. –Hace demasiado tiempo que ya no se te levanta, eunuco de
mierda. -Apartó la cara para evitar que él le acariciarse los labios. –No se como ibas a hacerme el
amor.
Alejandro Iglesias susurró y su voz en la cabeza de Carlos fue como un estallido.
-¡Mata!
-¡Ya no volverás a engañarme! –Se abalanzó sobre ella y cayó en el suelo sobre su mujer. -
¡Puta!
-¡Suéltame, por favor! –Susana se retorcía cuanto podía bajo su marido, trataba de luchar
inútilmente con él, lo que hizo que Carlos tuviese una erección como hacía mucho tiempo que no
tenía. -¡Déjame!
-¿Notas como me pones? -De un solo golpe le partió el labio. –Dime que me quieres, que no
vas… -Dejó caer mientras hablaba su mano por el cuello de su mujer, bajando por el pecho hasta
meterse bajo el pantalón de ella entre sus piernas. -…a follarte a otro.
-¡Suéltame! –Lloraba Susana. -¡No lo hagas!
-No te vas a llevar a Beth, no me vas a abandonar. –Sus dedos se metieron dentro de ella y
comenzó a entrar y salir. –Dime que me quieres.
-¡Papá! ¡Mamá! –La voz de su hija llegó desde el piso de arriba. -¿Pasa algo?
-¡Es Bethany! –Dijo ella.
-¿Se ha despertado? –Aflojó la presión sobre su mujer y trató de ponerse de pie para ir a ver a
Beth. -¡¡Aaaahhhh!!
Susana había aprovechado ese instante para golpearle con la rodilla lo más fuerte que pudo,
haciendo que Carlos cayese de lado sobre la alfombra. Trató de huir, abrió la puerta y salió a la calle
en busca de ayuda.
-¡Te voy a matar, zorra!
Tras darle una patada en el vientre tiró de ella con todas sus fuerzas, pero nada más pudo
hacer. Dos hombres uniformados cayeron sobre él. Una patrulla que pasaba por allí, en cuanto se
percató de lo que estaba pasando, llegó a tiempo para tirarse sobre Carlos justo antes de que la
arrojase al mar.
Alejandro Iglesias se sintió frustrado, se marchó de allí justo en el momento en que su
marioneta era engrilletado y metido en el coche oficial. Habían evitado que Susana muriese a manos
de su marido y que después él se arrojase de cabeza contra las rocas del acantilado. Su sed no había
sido saciada del todo y deseaba más.
Se alejó en silencio y enseguida llegó a la casa de los Donovan. Saltó la vaya y se acercó
hasta la ventana de la niña. Como siempre, la persiana estaba subida, la ventana cerrada y las cortinas
entreabiertas. Desde allí veía a Emma acostada sobre su cama con la manta a sus pies y solamente
tapada por una sábana de Minnie Mouse mientras dormía.
-Despierta, niña. –Susurró. –Es hora de levantarse.
Emma abrió los ojos y se incorporó pero no estaba despierta. En ese instante era otra
marioneta más en sus manos a la que obligar a hacer lo que el desease con solo mover sus hilos. Si
quería que se tirase desde lo más alto del tejado de la casa, tan solo tenía que decírselo y ella lo haría,
obedecería cada una de sus órdenes sin dudar.
-Duérmete, niña.
Emma se dejó caer de nuevo sobre su cama y Alejandro Iglesias se marchó a su casa, donde
Danae y Nadia dormían abrazadas, completamente desnudas. En el aire aún flotaba el aroma a sexo,
mitad sudor y mitad flujos del trío que habían tenido ellas dos con él hacía un par de horas. Aquello
era un perfume embriagador que inflamó su deseo y le hizo olvidarse de Mark Donovan durante unas
horas.
Danae abrió los ojos, le miró sin pudor, dejándole disfrutar de la belleza de su cuerpo sin
ropa. Sus pechos eran pequeños aún, su mirada de muñeca de porcelana, sus labios de fresa parecían
inocentes pese al pecado que se escondía en ellos. Su piel pálida, sin vello salvo en aquel triángulo
que se formaba entre su vientre y sus piernas. Unas piernas que se abrieron de par en par en cuanto
sintieron las expertas caricias de aquella otra mujer de carnes generosas, con el rostro de Afrodita y la

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entrepierna rasurada. Durante unos minutos dejó que jugasen la una con la otra, observándolas
apoyado en el marco de la puerta.
-¿Me deseas, Danae?
-Si, maestro.
-¿Y tú, Nadia?
-Si, maestro.
-Venid a mí. –Ordenó.
-Si, maestro.

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Capítulo 26

Aquellos árboles parecían tener un alma ávida e insaciable. Se arremolinaban a su alrededor,


abriendo y cerrando caminos a su antojo, alimentándose de la desesperación de aquella madre. Sus
ramas ascendían hasta el cielo formando una red leñosa y sus raíces surgían y se volvían enterrar en
la húmeda tierra. ¡No, aquellos árboles no eran robles normales y corrientes! Sus troncos retorcidos,
con las cortezas duras, nudosas y oscuras que se desprendían como lo hace la carne muerta de un
leproso, se alzaban marcando un sendero que la llevó a pasar varias veces por el mismo sitio. Con
cada nueva vuelta su sensación era más claustrofóbica. Victoria tenía la sensación de que el paso se
iba estrechando, que las paredes de ese muro de madera que formaba aquel robledal, se iban juntando
para dejarle un camino único cada vez más angosto.
Si, aquellos árboles tenían un alma ansiosa por seguir alimentándose de la desesperación de
aquella madre que sosteniendo a su hijo entre sus brazos corría mientras no podía hacer otra cosa más
que ver como la vida del pequeño se iba apagando. La piel de David cada vez estaba más fría, más
violácea. La respiración de Victoria más agitada, más cansada.
-Entrégame a mi hijo. –La voz de aquella mujer parecía surgir del bosque. –Dame a Lorenzo.
Y los gruñidos de aquellas cuatro bestias que la perseguían sonaban cada vez más cerca detrás
de ella.
-Mamá. –David hablaba sin fuerzas. –Tengo sueño.
-Aguanta, mi amor. –Miró hacia todos lados sin tener hacia donde escapar. –No te duermas,
aguanta, por favor.
Había caído en la trampa, no había salida posible. Se encontraban en un pequeño claro,
rodeados de árboles altos y gruesos como torres que se habían juntado hasta formar un círculo
pequeño. Tan solo había una abertura entre dos de los troncos, tan minúsculo que ni siquiera David
podría pasar por él pero desde el que veía la casa. El Palacio de los Espejos estaba ahí al lado, ¡tan
cerca y a la vez tan lejos! Vio abrirse la puerta de la mansión y de ella salió la Capitán.
-¡Claudia! –Gritó Victoria. -¡Socorro! ¡Ayuda!
-¿Dónde estás?
-¡Aquí, en el bosque!
-¡Sigue hablando, no te veo!
Se dejó guiar por los gritos hasta que dio con ella. Los ojos de la capitana la miraron a través
de aquel hueco.
-¡Aquí dentro, Claudia, por favor!
-Ya te veo, ¡espera!
No había sitio por el que poder entrar. ¿Acaso aquellos árboles habían formado una celda a su
voluntad? A Claudia le quiso recordar a aquel zulo sobre el que ella misma y el viejo ciego loco
habían escrito. Ese diminuto calabozo improvisado en el que soñó que estuvieron encerrados ella y
Andrés, su personaje. Una prisión sin salida y con un único vinculo con el exterior, un ventanuco con
barrotes reconvertido en un hueco entre los troncos de dos árboles.
-¡Ayuda!
-¡No puedo entrar! –Claudia se giró hacia la casa y pensó que quizá allí no habría ningún
hacha ni ningún otro tipo de herramienta con el que lograr abrirse camino. –Ahora vuelvo. –Pero
quizá en el pueblo si. –¡Aguanta, Victoria!
-¡¡No te vayas!!
-Vuelvo enseguida, te lo prometo.
Victoria abrazó aún más a David, sintiendo su débil respiración en el cuello y miró hacia el
cielo. Las copas de los árboles se unían formando una cúpula de ramajes y hojas por la que tan solo
un poco de luz lograba colarse. Victoria abrazó aún más a su hijo, deseando tener alas para alzar el
vuelo y poder buscar una salida hacia el cielo.

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Los gruñidos de aquellas bestias se escuchaban demasiado cerca, estaban ahí al lado, tras los
muros del robledal. Podía pensarse que al igual que ella no podía salir, ellos no podrían entrar. Pero
sería absurdo pensar eso, sería tratar de engañarse. Los árboles de manera imperceptible, se habían
movido para lograr encerrarla, también se moverían para dejar entrar a aquellos cuatro demonios.
La capitana bajó por el camino y se topó con Mark. Le contó cual era la situación de su mujer
y ambos bajaron lo más rápido que pudieron en busca de herramientas y ayuda entre los lugareños de
Santa Aurelia de Somerón. Mientras que para Victoria sus peores augurios se estaban cumpliendo.
En silencio, con un movimiento tan lento que lograba escapar al ojo humano, tres de aquellos robles
movieron sus raíces para apartarse, comenzando a abrirse una puerta entre ellos por la que pronto
podrían pasar aquellas bestias. No había escapatoria, tan solo podía intentar alargar lo máximo
posible el momento para tratar de ganar algo de tiempo. Quizá Mark y Claudia pudiesen llegar para
salvarles.
-Abrázame fuerte, cariño. –Le susurró a David.
Sintió los bracitos de su hijo rodeándole el cuello y pidió a Dios que les quedasen a ambos, las
fuerzas suficientes para aguantar. Aquellos árboles no eran de fiar pero quizá, solamente quizá,
lograse encontrar cobijo entre sus ramas. Aquella se le presentaba como su única oportunidad.
Trepó como pudo, era algo que no hacía desde que era una chiquilla de once o doce años y
con su hijo la cosa se le hizo aún más complicada. Quizá solo le llevó cinco minutos, quizá fueron
tres horas pero para cuando logró llegar a lo más alto, cuatro demonios de piel escamosa, largas
cerdas negras y colmillos hechos para desgarrar su carne, lograron acceder al claro para intentar
atraparla. Su marido y Claudia habían vuelto acompañados por el doctor Longoria, armados con
hachas y trataban de llegar hasta ellos. Hubo un detalle que se le había pasado, algo en lo que cayó
una vez había logrado trepar, si ella había logrado subir hasta allí, aquellas cuatro cosas podrían
hacerlo también.
-¡Mark, cuidado! –Escuchó gritar a la Capitán.
Las raíces de los robles habían surgido de la húmeda tierra y atraparon la pierna del profesor
Donovan, subiendo poco a poco hasta la cintura. Mark usó el hacha para tratar de liberarse pero,
tanto él como Claudia, no podían hacer mucho por miedo a arrancarle una pierna al tratar de cortar la
madera. Pronto la capitana y Longoria tendrían el mismo problema que él y mantuvieron su propia
batalla contra el espíritu de aquel robledal que les aprisionaba.
-¡Socorro! –Chillaba Victoria. -¡Socorro!
Manuel Longoria tenía razón. Aquella mujer no iba a dejar que le pasase nada a David, la
señora de Bolaños creía que el crío era ese niño llamado Lorenzo que las explosiones le habían
arrebatado. Solo eso podía explicar que aún siguiese con vida. ¿Pero por cuanto tiempo? Si no eran
sus lesiones las que le matasen, seguramente lo hiciese ese demonio que clavando sus garras en el
tronco, levantaba astillas en la corteza según iba subiendo. ¿Y si le entregaba el niño a esa mujer? ¿Y
si era cierto que solo con ella podría vivir? ¡No, de ninguna manera, era su hijo y lucharía por él!
Además esa bestia había sido enviada por ella. Lo más probable es que, de matar a alguien, la matase
a ella, no a David.
Esa cosa dirigió su mirada hacia el pequeño que ella tenía en sus brazos y a Victoria le
pareció ver como la musculatura de aquel grotesco animal se relajaba. Estaba ya muy cerca de ella y
seguía trepando para salvar la poca distancia que les separaba. Victoria por si acaso, no lo dudó.
Sujetando a su hijo con un brazo y con la otra mano una de las ramas de aquel árbol, cerró los ojos y
descargó con toda su furia una patada al aire. Su pie golpeó contra la cabeza de la bestia y esta cayó
al suelo. Tras incorporarse tomó la forma y el rostro del relojero amigo de Claudia.
-¡Mauricio, ayúdanos! –Suplicó. –Por favor.
-Si, por supuesto.
Se agachó encorvando la espalda, aulló al cielo como un lobo a la luna llena y recuperó la
forma animal para abalanzarse contra los otros tres demonios. El sonido de los zarpazos al golpear y
de los chasquidos de las mandíbulas eran feroces. Los gritos de aquellas cuatro bestias lastimaron los
oídos de Victoria, David y aquellos otros tres desgraciados que ya eran casi tres estatuas de madera.
Los colmillos de uno de los demonios se hundieron en el cuello de Mauricio y su sangre brotó con

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violencia, otro le clavó las garras para sujetarla en las patas traseras, haciéndole caer, mientras el
tercero saltaba hacia el tronco para trepar en pos de Victoria y David. Mauricio luchó, logró zafarse
por unos segundos y consiguió derribar al monstruo que subía por el árbol, pero enseguida fue
reducida otra vez y despedazado por esos dos demonios que también resultaron bastante heridos.
Victoria miró hacia abajo, la bestia volvía a trepar, con las marcas en la espalda del zarpazo
con el que la habían derribado. Se agarraba al tronco, hundiendo sus uñas, haciendo que se
desprendiese aún más la corteza del árbol y abriendo con un golpe, usando sus garras, la carne del
muslo de Victoria. Le miraba con fijación, los músculos del hocico y de sus patas se tensaban,
preparándose para saltar sobre ellos pero, sin motivo aparente, en lugar de hacerlo, se dejó caer al
suelo.
-Dame a mi hijo. –Resonó la voz oscura del bosque. -¡¡Dame, a, mi, hijo!!
-¡¡¡Nooo!!! –Chilló enloquecida. -¡David es mi hijo! ¡¡Es mi hijo, no el tuyo!!
-Entrégame a Lorenzo, solamente conmigo podrá seguir con vida.
David vomitó sangre, salpicándole el rostro y el pecho a su madre. El niño le sonrió con
cariño y quedó dormido, débil y muy frío, pero milagrosamente aún vivo.
La tierra del claro se abrió, de la grieta surgió un potente chorro de gas y tomó la forma de
aquella mujer y de su hija.
-¡Emma! –Dijo casi sin voz. -¡Emma, no!
-Entrégame al niño.
Las ramas de los árboles estrecharon la red leñosa que formaban en torno a las piernas y el
tronco de Victoria, dejándole libres tan solo los brazos y la cabeza, pero aprisionándola de tal manera
que parecía que aquel roble quisiese engullirla.
-Dale a Lorenzo, mamá.
-No, nunca. Este es David, tu hermano.
-Yo no tengo ningún hermano, mamá.
-¡Entrégame a Lorenzo!
-Mamá, dale a su hijo. Tú solo tienes una hija, yo.
-Este es mi hijo. –Pensó Victoria, incapaz de hablar.
Emma subió hasta ellos, elevada en el aire por el gas que surgía del suelo pero, de una manera
tan grácil, que parecía que aquel era su verdadero elemento. Parecía como si hubiese nacido para
estar allí, como si su lugar en la tierra para Emma fuese el aire.
-Entrégame a Lorenzo, mamá.
El Comandante Aguado había salido de la casa tras Claudia pero se encontró con lo que ya se
imaginaba. Allí no había nadie, el lugar parecía desierto. Encontró finalmente a la capitana cuando
volvió a la mansión y miró hacia el bosque a través de uno de los espejos. Desde allí la vio convertida
en una figura de madera que tan solo conservaba parte de su cabeza al aire. A su lado, otras dos
figuras como ella sostenían hachas. Una luz cegadora, cargada de electricidad que le puso el vello de
punta, fue a estrellarse contra el roble que había frente a su prometida, partiéndolo en dos y dejándole
ver lo que ocurría en un pequeño claro en medio de aquel robledal.
Emma subió hasta ella y cogió a David. Victoria no quería soltarlo y se aferró a su hijo con
las pocas fuerzas que le quedaban.
-Solamente conmigo podrá vivir.
-Entrégame al niño, mamá.
Los dedos de su madre cedieron finalmente. Emma sujetó a su hermano y bajó suavemente
hacia el suelo. Una vez en tierra firme entregó el niño a aquella mujer.
-Lorenzo, hijo mío. –El niño dormía y poco a poco fue recuperando el color normal de su piel,
como si sus heridas se estuviesen sanando. –Es hora de volver a casa.
Victoria lloraba con rabia. Lloraba sintiéndose desfallecer mientras veía a su hija caer sin
sentido, a Claudia, Mark y al doctor Longoria tirados, inconscientes pero libres de su prisión de leña,
al otro lado del grueso roble partido en dos y a aquella mujer subiendo por el camino hasta la casa.
Hasta el Palacio de los Espejos.

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Capítulo 27

Ante ella se encendió una cerilla. Mateo Benítez se encendió un cigarrillo y miraba una
fotografía de los años en los que aún era feliz con María Cecilia, su esposa. Una lágrima le cayó por
la mejilla y se fue a estrellar contra el cristal del portarretratos.
-¿Papá? –Llamó con voz infantil.
-¡Copito! –El gigantón posó boca abajo la fotografía y tras dejar el cigarrillo sobre el
cenicero, cogió a su hija en brazos. –Hola, cariño.
-¿Papá, por que lloras?
-Por nada, Copito, no te preocupes.
La oscuridad se fue aclarando y Claudia abrió los ojos. Estaba tumbada en un suelo frío y
húmedo de altos hierbajos frente a un robledal que ya no era como ella recordaba. Mark se
despertaba también, no había rastro del doctor Longoria y Victoria pendía boca abajo, únicamente
sujeta por uno de sus tobillos a las ramas del roble y, con los ojos abiertos, parecía seguir
inconsciente. Claudia miró a su alrededor y tampoco vio ni a la señora Bolaños, ni a David, ni a
Emma.
No les llevó más de cinco minutos lograr descolgarla y otros tantos bajarla hasta la casa de
Manuel.
-¿Qué le pasa?
-Está en shock. –Longoria vendó la herida de la pierna de Victoria. -¡Y no me extraña!
-¿Y qué podemos hacer?
-Eso quizá lo podrías contestar tú mejor que yo. Lo que tiene es mental.
-¿Manuel, que demonios es lo que pasa en este lugar? –Preguntó la Capitán.
No le contestó, evitó durante casi diez minutos abrirse y contar alguno de sus secretos, lo que
logró finalmente sacarles de quicio.
-¡Será mejor que no sepáis nada más!
-Se trata de mis hijos y de mi mujer. ¡No puedes decirme que mejor que no sepa nada más!
-¿Y qué harías si te dijese que esto es el ombligo del puto infierno? –Le contestó gritando el
doctor. -¡No hay nada que se pueda hacer!
-No pienso quedarme de brazos cruzados mientras mi familia es…
-Ha ganado, esa maldita puta ha ganado. Si de verdad quiere hacer algo por su familia, piense
en su mujer. Huya de aquí con ella y sálvense.
-¿Y sus hijos? -Preguntó Claudia.
-No se puede hacer nada por ellos. –Longoria miró a la Capitán tratando de no perder la
calma.
-Siempre hay algo que se pueda hacer.
-¡No! –Gritó y tragó en seco para calmarse. -En esta ocasión no.
-No pienso marcharme sin Emma y David.
-Si de verdad te preocupan tus hijos…
-¿¡Que estás insinuando!?
-Si quieres que vivan, deja las cosas tal y como están.
-No puedo hacer eso. –Dijo Mark.
-Hazme caso, es un consejo de amigo.
-¡Yo no soy tú amigo!
-Márchate, coge a tu mujer y márchate de este lugar.
-Ya te he dicho que no puedo hacer eso.
-Yo tampoco. –Añadió ella.
-Pues vosotros moriréis también. Nada sobrevive en estas tierras. Todo está muerto en este
sitio.

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-¿Y tú, tú también estás muerto?
-¿Yo? Yo debería estar muerto. –Se dejó caer en el sofá del salón tras salir de la habitación
donde estaba Victoria. –Es ella quien me obliga seguir viviendo.
-Manuel, por favor, ¿vas a contarnos que pasa aquí? –Manuel no le contestó. -¿No?
-Déjalo, Claudia. Voy a ir a buscar a mi hijo.
-¡Voy contigo!
-No, quédate y cuida de Victoria, por favor.
-Yo cuidaré de ella, lo prometo. –Longoria miraba al suelo, incapaz de cruzar su mirada con
la de ellos. –Deja que Claudia te acompañe, quizá sea la única manera de…
-¿De qué, doctor? –Preguntó Mark con rabia. -¿La única manera de qué?
-Yo… -Agachó aún más la mirada. -¿No te has preguntado, Claudia, por qué tú precisamente
fuiste atraída a este lugar? ¿Por qué de todas las personas del mundo, fuiste tú la que apareció por
estas tierras?
-¿Qué es lo que pasa en este lugar, doctor? ¿Va a contárnoslo por fin? –Preguntó el profesor
Donovan.
-No es que no quiera explicarlo, es que no puedo. Después de tanto tiempo creo que sigo sin
comprender del todo que es lo que ocurre. –Miró finalmente a la Capitán. –Pero la clave eres tú.
-¿Yo?
-No puedo asegurarlo al 100%. –Se levantó y sacó una fotografía de un cajón. –Pero mucho
me temo que así es.
Claudia cogió la foto que Manuel le entregó y vio en ella a una mujer idéntica a ella. Aquella
imagen debía de tener más de un siglo.
-¿Esa eres tú? –Mark miró intrigado la fotografía.
-No. –Contestó el doctor Longoria.
-Es igual que ella. –Mark recordó haber visto a esa mujer antes, con los mismos ropajes que
lucía en aquella fotografía tan antigua. –Sois como dos gotas de agua
-¿Quién es ella? –Preguntó Claudia.
-No lo sé.
No iban a poder sacarle nada más al doctor, aquello era una empresa inútil. Salieron de su
casa y subieron monte arriba hasta volver a tener ante ellos la casa de los señores Bolaños, el Palacio
de los Espejos, con todas las luces encendidas y con todas las persianas arriba del todo, menos las de
la habitación más alta de todas. Antes de entrar miraron por una de las ventanas y vieron al servicio
de la casa haciendo sus maletas y meneando contrariados sus cabezas.
-Tantos años de leal servicio y nos despide.
-Ha perdido a su marido y al pequeño Lorenzo el mismo día, es normal que quiera estar sola.
-Esa mala pécora lo que ha perdido es la cabeza. –Un hombre con rasgos y acento latino,
pulcramente vestido, reprimía sus deseos de romperlo todo. –Comenzó a perderla desde el momento
en que supo que su marido le era infiel con la señorita Rosalía.
-Rosalía. –Repitió la capitana.
-Y no es para menos, querido. Yo también enloquecería si descubriese que usted ha yacido
con otra hembra y me obligase a recoger en la casa al hijo de ambos. ¡No puede haber nada más
denigrante!
-El muchacho no tiene culpa de ello. –El caballero cerró su maletín y lo colocó al lado de la
puerta. -¿Por cierto, donde está el señorito Andrés?
-He escuchado decir a la aya Carmencita que la señora lo ha encerrado en el sótano y que no
permite que nadie más que ella le vea o le dé de comer.
-Está claro que ha perdido la chaveta. Pobre muchachito, lo va a matar en vida.
-¡¡Ya basta!! –Un grito resonó y las luces se apagaron. El mayordomo y la diminuta cocinera
se esfumaron y los muebles se cubrieron del polvo de décadas de abandono. -¡¡Silencio!!
Y en medio de la sala Emma gritaba con los ojos en blanco. Y sin embargo parecía estar
mirando a su padre y a Claudia a través de la ventana con una cruel sonrisa dibujándose en su rostro.

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-¡¡Emma, Emma!! - Mark corrió hacia la puerta, la golpeó y empujó con todas sus fuerzas,
pero fue inútil. -¡¡Emma, soy yo, papá, ábreme!!
Nada, por mucho que empujase o golpease aquel grueso trozo de madera, ni con la ayuda de
Claudia logró hacerla ceder ni un milímetro.
-Es inútil. –La Capitán miró la fachada apartándose de allí. –Tendremos que buscar otra
manera de entrar.
Rodearon la casa en busca de algún sitio por el que les fuera más sencillo acceder al interior.
Caminaron buscando cualquier hueco, cualquier oportunidad, hasta que se encontraron con algo que
no habían visto ningún otro día de los que llevaban allí.
Era un pequeño ventanuco con barrotes gruesos que les dejaba ver una minúscula estancia
vacía que parecía estar hecha de grandes bloques de frío y áspero hormigón, a excepción del suelo
recubierto por baldosas averdosadas y una gruesa puerta de acero, iluminado de manera tenue por la
poca luz del sol que lograba colarse. En su interior vieron al muchacho que una hora antes, o quizá
varias décadas atrás, sujetó la mano de su hermano Lorenzo hasta que este dejó de respirar.
-¿Andrés Robledo? –Claudia se sorprendió a descubrir allí dentro al personaje de su novela
“Encerrado”.
-No, Andrés Bolaños.
Ella había escrito todo aquello, creyó siempre que había sido fruto de su imaginación. Pero
ver aquello, comprobar que el personaje que ella se había inventado era en realidad un muchacho que
había existido muchos años atrás, era algo que la razón no podía explicarle. ¡Era imposible! Pero no,
no lo era, dentro Andrés Bolaños se desgañitaba y ella lo escuchaba con claridad, aunque él a ella no.
-¡¡Sacarme de aquí!! –Gritaba. -¡Que alguien me ayude! ¡¡Socorro!! –El joven se puso en pie,
se miró la herida sangrante de su pierna y trató de ignorar el dolor al descargar toda su rabia contra la
puerta. –Por favor, sacarme de aquí. -¡¡Por… -El dolor hizo que sus ojos se cerrasen y se sintiese caer
por un oscuro abismo sin final. -…favor!!
-¡¡Ya basta!! –De nuevo aquel grito y el sótano se llenó de cajas polvorientas, Andrés
desapareció y el ventanuco quedó oculto tras altos hierbajos. -¡¡Silencio!! –Ordenaba Emma de
nuevo.
-¿Qué podemos hacer?
-Un segundo. –Claudia miró hacia arriba y después rebuscó unos minutos por el césped hasta
que encontró algo que pudiese servirles. –Voy a necesitar tu ayuda.
El cristal de la ventana del primer piso se quebró en mil pedazos cuando fue atravesado por la
piedra que la capitana había arrojado. Mark ayudó a que se aupase y ella se sujetó como pudo a la
tubería bajante del canalón del tejado y al poyete de la ventana.
-Ten cuidado.
Le fue muy difícil, apenas tenía donde apoyar los pies y le costó bastante entrar por el hueco
entre los afilados cristales que aún se mantenían sujetos al marco de madera. Al final logró entrar con
tan solo un pequeño corte superficial en el brazo derecho y se salvó de perder un ojo contra una de
las aristas de cristal por tan solo un par de centímetros. Cuando por fin pisó el suelo del aseo del
primer piso estaba agotada, empapada en sudor y con una pequeña mancha roja que se iba formando
en la zona del hombro de la manga de su camiseta. Abrió el grifo, escuchó las tuberías quejándose y
bebió cuanto pudo del insignificante chorro que surgió. Aquella agua sabía a tierra y oxido pero, al
menos, sirvió para calmar su sed. Se miró en el espejo, se limpió la cara y salió del baño. Bajó las
escaleras y abrió la puerta de la calle para que Mark entrase. Pero el profesor Donovan no estaba allí.
Bueno, si estaba, pero ni ella era capaz de verle a él, ni Mark la pudo ver cuando el portón del Palacio
de los Espejos se abrió solo ante él. Mark entró, pisó el mismo suelo que la Capitán estaba pisando y
se paró a mirarlo todo.
-¡¡Claudia!! –Gritó.
-¿Mark? –La voz del profesor Donovan le llegó como si estuviesen separados por mil años luz
o varias docenas de años. -¿Dónde estás, Mark?
Caminaron juntos, sin poder verse, sin poder tocarse, tan solo sintiendo una presencia extraña
a su lado. Subieron las escaleras, ambos miraron una a una en cada habitación, buscándose, buscando

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a Emma, a David, a la señora Bolaños… Mark a nadie encontró en toda la casa, pero ella sí. En el
suelo de la biblioteca había un muchacho inconsciente, tirado en el suelo a los pies del estante donde
había libros con los nombres de Pedro de Leal y Agramunt, de Alberto Fernández Cortina, de Miguel
Antonio Villar Gómez…
Claudia se agachó a su lado, le tomó el pulso y se quedó mirándole sin saber porque le era
conocida la cara de aquel joven. Lo más probable era que en verdad no le sonase su rostro, quizá era
tan solo que aquel muchacho tenía los mismos rasgos y las mismas arrugas, el mismo color
amoratado de piel que el resto de los yonquis. Porque aquel chico era una pobre víctima de las
drogas, de eso no tenía duda alguna.
-¿Te encuentras bien? –Le sacudió. -¡Venga, despierta!
-¿Qué… -Abrió los ojos con pesadez y se quedó mirando a la hermosa mujer que tenía
enfrente. -¿Qué coño ha pasado?
-Eso mismo te iba a preguntar yo. –Le ofreció la mano para ayudarle a levantarse. -¿No
recuerdas nada?
-No… -Se cogió la cabeza ignorando la mano de ella, sentía como si le fuese a estallar. –No,
nada más que unas cadenas que…
-¿Cómo te llamas?
-Manuel. –Se apoyó en el suelo para tratar de incorporarse pero las fuerzas le fallaron y cayó
al suelo. –Manuel Longoria.
-¿El doctor Longoria? –Si, por eso le resultaba tan familiar su cara, por eso iba vestido y
peinado al estilo de los yonquis de mediados de los años 80. -¿Eres tú el doctor Longoria?
-¿Yo, doctor? –Se volvió a dejar caer de espaldas y cerró los ojos. Ni en mis mejores sueños.
Dejé la universidad en mi segundo año. ¿Nos conocemos?
-No, me temo que no. –Claudia se levantó y miró al joven Manuel Longoria. -¿Qué decías de
unas cadenas?
No pudo contestarle, Manuel Longoria quedó inconsciente de nuevo. Pero no le hizo falta,
pronto lo descubriría por sí misma. Le llegó un fuerte olor a hueso, a sangre… Un ruido seco y tuvo
que parpadear un par de veces para acostumbrarse a esa mortecina luz que la envolvió de golpe.
Aquella biblioteca se había convertido en una especie de matadero, sala de despiece o torturas o algo
por el estilo. Manuel Longoria ya no estaba en el suelo, pendía sin sentido de un mar de cadenas que
envolvían su cuerpo y colgaban del techo. Los libros de las estanterías fueron estallando uno a uno y
de ellos surgieron otras tantas cadenas que atravesaron el aire hasta estrellarse contra las paredes,
cuadros, espejos y otras estanterías. Claudia se dejó caer para esquivarlas y cuando alzó la vista, se
encontró con Mauricio.
-¡Vete, Claudia! –Su voz sonaba como surgida de un profundo pozo. -¡Huye de aquí!
-¡No puedo!
El Comandante Aguado mientras tanto, lo observaba todo, impotente, condenado solamente a
mirar sin poder intervenir, a verlo todo a través del espejo de aquella misma biblioteca.
-¡Claudia, ven conmigo!
-¡Agustín! ¿Eres tú?
-¡Sí! -¡Le había escuchado, ella le había escuchado! -¡Si, si! ¡Soy yo!
Freddie Mercury comenzó a cantar su “Too much love will kill you”, Mateo Ortega encendió
su cigarrillo con la pequeña Copito sobre sus rodillas y Mauricio se convirtió en Charlotte.
-¡Duérmete, Copito! –Dijo su padre.
-Sí, duérmase, señorita. –Dijo Charlotte.
-¡No, no te duermas! –Gritó Agustín. -¡Ven conmigo!
Y la luz se apagó para la Capitán. Sus parpados se cerraron con pesadez, sin poder hacer nada
para evitarlo, justo en el instante en que Mark entró en aquella misma estancia vacía ante él.
Y allí, con los ojos cerrados, en aquella misma biblioteca, Claudia, de pie, veía con toda
claridad su cuerpo sin sentido tirado sobre la alfombra, a su otro yo en el regazo de su padre, a
Charlotte y a Mauricio en un mismo cuerpo, a Manuel Longoria encadenado en el aire y a… ¡Sí! Y a
la señora Bolaños. Pero Mark, no. Él tan solo veía aquella sala enorme donde solamente había

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estanterías llenas de libros, desde el suelo hasta el techo, una mesa, butacones, altos espejos e
infinidad de pinturas desde las que le observaban todos los miembros de la familia Bolaños.
Capítulo 28

La señora de Bolaños miró a Claudia y una mueca de odio se dibujó en su ajado rostro. Mark
se sentía solo en medio de aquel lugar, vacío para él, si bien la Capitán y doña Aurora de Bolaños si
le veían.
El profesor Donovan se giró al escuchar pasos a su espalda. Emma le daba la mano a su
hermano David y ambos miraban a su padre como si no le reconociesen. El pobre hombre trató de
llamarles pero su voz se había apagado.
-¿Emma, que pasa? –Preguntó el pequeño.
La luz se iba apagando, el crepúsculo llegaba. Un viento suave pero extremadamente gélido
comenzó a entrar por la ventana de la biblioteca que se abrió de par en par.
-Nada, Lorenzo, no pasa nada.
-¿Lorezo? –Preguntó el chiquillo.
Un ruido extraño, como de aleteos, surgió y se hizo cada vez más fuerte. Una bandada de
cuervos entró en tropel por la ventana y describieron un baile tenebroso, dando vueltas sobre la
señora de Bolaños, los dos niños y Mark y Claudia, que lo miraban todo entre sorprendidos y
asustados. Ambos recordaban que había ocurrido la última vez que vieron aquellos cuervos
sobrevolando sobre ellos y, para él, el recuerdo de aquellas aves destrozando el cuerpo del doctor
Valdés, con su barba poblada y blanca, anteojos redondos y gesto amable pero serio, masacrado por
sus picos y las afiladas uñas de sus patas, era demasiado reciente.
-¡Emma, teno mieo!
-No te preocupes.
Los graznidos iban subiendo en volumen y Mark creía enloquecer imaginándose que les
pasase a sus pequeños lo mismo que al desgraciado médico. Miró a sus hijos, desesperado, creyendo
ver en los ojos de David que le había reconocido al fin. Sin embargo quien de verdad le preocupaba
era Emma. Había comprendido que Aurora Bolaños no permitiría que quien ella creía que era su hijo
Lorenzo, perdiese la vida. Pero aún así quizá los animales no la obedeciesen, quizá el niño también
podía convertirse en objetivo de su locura. Aunque, quien verdaderamente era prescindible era la
niña, una marioneta en sus manos, un escudo que usar para evitar que Mark o Victoria tratasen de
hacer algo desesperado con tal de llevarse a los dos niños.
-¿Papá?
David dio un paso hacia su padre pero su hermana le apretó la mano para impedírselo.
-¡No!
-¡Emma, daño!
-¡Emm…! –Mark trató de hablar pero su garganta no parecía responderles. -¡Dav…!
-¡Él no es tú padre! –Replicó la niña interrumpiendo a su padre.
-¡Emma, suéltale! –Parecía que fuese a rompérsele la garganta por el esfuerzo pero, al final,
logró hablar. -¡Suelta a tú hermano!
-¡Papá, quero papá!
-¡No! –De un bofetón trató de callar a su hermano y lo tiró al suelo. –Estate quieto, maldito
niño.
-Emma, soy yo, despierta, joder, despierta.
-¡Papá, quero papá! –El chiquillo sollozaba sin consuelo. -¡Emma mala!
-¡David, soy yo, papá, ven conmigo!
-Tú no eres su padre.
Levantó a su hermano del suelo y le agarró la mano con tanta fuerza, que David creyó que se
la iba a romper.

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-¿Papá? –El pobre niño se acarició la mejilla enrojecida. -¿No papá, Emma?
La bandada de cuervos voló describiendo círculos aún más rápido sobre sus cabezas.
-No, no es tu padre. Tu padre es…
-¡Si, yo soy tu padre, David, ven conmigo, por favor! –Le interrumpió. –¡Emma, suéltale!
Venid los dos conmigo, ¡¡ya!!
-¿No papá, Emma?
-¡Él es mi padre, no el tuyo! –La voz de la niña destilaba odio hacia su hermano. –Mi padre,
solo mío.
El graznido de las aves subió de volumen hasta herirles los oídos y la señora de Bolaños se
materializó ante Mark, sus dos hijos y el subconsciente despierto de Claudia.
-Ven, Lorenzo. Ven con tú madre.
-¡No, maldita bruja! –El profesor Donovan miró desesperado a David. –No la escuches,
David, ven conmigo.
Pero el niño ya no era él mismo. Miró primero a Emma, quien sonrió con una mueca difícil de
desentrañar y después a esa mujer de negros harapos, yagas y quemaduras que le ofrecía las manos.
Manos que el chiquillo aceptó tras soltarse de las de su hermana.
La señora de Bolaños y David desaparecieron fundidos en un abrazo. Los cuervos alzaron aún
más el vuelo, atravesando el techo de la biblioteca, abriendo un boquete hasta lograr destrozar el
tejado de la casa y ascender hasta un cielo donde al sol le debían de quedar un par de minutos de
vida. Subieron y subieron hasta que los perdieron de vida, momento el cual en que se dejaron caer en
picado de nuevo por el orificio que habían creado, lanzándose contra Emma. En ese momento la niña
miraba a su padre con una preciosa sonrisa en los labios.
-Papá, te quiero. –La niña se sentía feliz pues, una vez se hubo librado de David, el amor de
sus padres se le antojaba sería solo para ella. -¡Papá!
Pero su felicidad poco duró… Como proyectiles negros, los cuervos se lanzaron en picado,
estrellándose contra el suelo, con un ruido de golpes secos y chillidos lastimeros formando una
alfombra de plumas negras y cuerpos destrozados y sangrantes, estrellándose contra el pequeño
cuerpecito de Emma, hiriéndola de muerte con sus picos y garras hasta dejarla tirada en el suelo, bajo
una mortaja de plumas negras.
-¡¡Nooo!! –Gritó Mark.
Los dedos de la niña asomaron bajo la manta de plumas y rozaron los de su padre.
-¡Papá, ayúdame!
Y cerró los ojos para nunca más volver a abrirlos.
El profesor Donovan lloró sin consuelo. Había perdido a sus dos hijos y no había podido
hacer nada para evitarlo. Sus lágrimas cayeron al suelo y comenzó a sentir como las tablas de madera
bajo sus pies iban tragándole.
-¡Cuidado, Mark! –Gritó la capitana. –¡Sal de ahí!
-¿Claudia?
El suelo siguió engulléndole como si fuese un mar de lodo. Por mucho que luchase, poco a
poco se iba hundiendo cada vez más. Finalmente fue tragado del todo y se sintió caer. Caía sin
remedio por un pozo oscuro en el que estaba lloviendo. Cayó hasta darse de bruces contra una tierra
encharcada, en un barrizal rodeado de altos robles que no le costó reconocer. No muy lejos de allí
veía esa maldita mansión conocida como el Palacio de los Espejos, sobre su cabeza había un cielo
nocturno, sin luna, sin estrellas y sin nubes, pero del que caía una fuerte cortina de lluvia. Unas pocas
gotas cayeron por la mejilla hasta los labios, mezclándose con sus lágrimas y borrándoselas, haciendo
que notase su suave y salado sabor.
-¿Llueven lágrimas? –Pensó.
Escuchó un ruido tras de si y se giró esperando volver a ver a sus hijos. Pero allí, sentado en
una herrumbrosa silla de metal, le miraba con gesto de sorpresa un hombre que resultó ser Willburg
Smith.
-¿Tú?
Mark, empapado, se puso en pie y se encaró a él.

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-¿Qué es eso que huelo? –Sin mover los labios le habló directamente al cerebro. -¿Tristeza?
¿Miedo? –Un macabro brillo apareció en sus ojos de pupilas dilatadas. -¡Culpabilidad! –Afirmó
convencido.
Willburg Smith rebuscó en su mente, se alimentó de sus frustraciones, sus odios, de todo
cuanto pudiese servirle para destruir a su Némesis.
-¿Qué haces tú aquí?
-He acudido a tu llamada. ¿Aún sigues queriendo desenmascararme? Pues he aquí una nueva
oportunidad.
-Hace tiempo que he superado eso.
-¡Mientes! Ya una vez casi acabo con tu prestigio, a punto estuve de destrozar tu buen
nombre, profesor Donovan. He de reconocer que no lo hiciste mal, por poco logras desenmascararme
y no tardaste mucho en volver a levantarte cuando te dejé tirado en el fango. Quizá esta vez tendré
que matarte, quizá así evitaré que vuelvas alzarte contra mi. Aunque… -Se hizo el silencio durante
unos pocos segundos. Aunque dejarte vivir sin tu familia, sin tus amigos, sin esa fama y sin ese
reconocimiento que tanto ansias sea mayor castigo aún que la propia muerte. Ha sido tu egoísmo lo
que te ha llevado a estar como estás, a ser lo que eres. –Mark trató de replicarle pero sus labios se
vieron cosidos por un fuerte y grueso hilo y la sangre surgió de cada una de las puntadas que le
atravesaban la carne. –Tus ansias te han llevado a perder a tu mujer y a esa pequeña putita que tenías
por hija. –Willburg se levantó y comenzó a caminar alrededor de Mark. –Aquella dulce niñita era un
exquisito bocado. –Describiendo círculos se comportaba como depredador acosando a su presa y su
cuerpo se convirtió en arena mecida por el viento, una tormenta de arena que tomó la forma de una
gigantesca, deforme y grotesca cabeza. –Y, ahora, perderás también a tu hijo. –Smith reía con
crueldad. -¡Y sin tener que hacer yo nada más de lo que ya hice antes! –Mark le miraba con ira, pero
los mismos hilos que le cosieron los labios hirieron en ese momento sus párpados, cerrándoselos e
impidiéndole ver y hablar. Condenándole a tan solo tener que escucharle. –Si, fui yo quién obligó a
Emma a matar a Jacko, fui yo quien metió en su diminuta cabecita la idea de que no podría ser feliz
mientras su hermano siguiese con vida. –La voz de Willburg le llegaba desde todos lados, le
resultaba completamente imposible saber si estaba frente a él, a un lado o a su espalda. –Pero aún
puedes liberarte de tú dolor, de tu culpabilidad. Tan solo has de matar a Victoria. Acabar con esa
débil mujer que ha acabado postrada en una cama, cautiva de su propia mente, inútil y cobarde,
incapaz de hacer nada para ayudarte a salvar a tus hijos. Y después tendrás que ocuparte de… -
Rebuscó en la memoria de Mark. -…de Claudia. Has de matar a esa mujer que te arrastró hasta este
lugar. Esa mujer que, de no haber aparecido en tu vida, te hubiese dejado disfrutando de esa
oportunidad que tuviste para tratar de llevar una existencia feliz. ¡O casi feliz!
La lluvia seguía cayendo como afiladas agujas, frías e inclementes. Las heridas de sus labios y
de sus párpados le palpitaban y unas insoportables arcadas le invadieron.
-¡Voy a matarte! –Logró decirle con la mente. Haciendo tal esfuerzo en ello que le pareció
que la cabeza iba a partírsele en dos del agónico dolor que sintió al hacerlo. –Voy a…
-¡¡No vas a hacer nada!! Al igual que nada pudiste hacer por salvar a Emma.
-No ensucies su… -El esfuerzo al contestarle se convirtió en agonía, en un dolor insufrible. -
…su nombre.
-Nada pudiste hacer por salvarla. –Obligó a Mark a volver a ver a los cuervos alzando el
vuelo y cayendo en picado contra el cuerpecito de su hija y la mirada de esta antes de que las aves la
destrozaran. –Ahora has de vivir con ello. Ese ha de ser tu castigo. ¡Tú te lo has buscado! – Aquel
sádico quedó en silencio, pensando durante unos segundos. -Aunque voy a ser magnánimo contigo.
Voy a darte la muerte que tanto ansías y después me divertiré con tu esposa.
-¡¡Nooo!! –Gritó desgarrando la carne de su boca al abrirla, incapaz de contener toda la rabia
que sentía. -¡¡Nooo!!
-Y por último, acabaré con David.
El dolor que le martirizaba era una agonía física, mental y de toda clase de dolores del alma
que un hombre puede llegar a experimentar.
-Ni siquiera tu pequeño bastardo estará a salvo.

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-¡¡El niño es mío!! –Aquella era la voz de Aurora de Bolaños. –No le harás daño a Lorenzo.
Del barro surgió el cuerpo sin vida de Emma, destrozado por los picos y las garras de los
cuervos, con los ojos en blanco y la piel violácea, cubierta de sangre y plumas negras. La niña se
puso en pie, como un títere movido por hilos invisibles, tocó a su padre y le abrió los ojos antes de
girarse y enfrentarse a Willbrug Smith, desprovisto ya de su poder, convertido ante ella en un ser
humano como otro cualquiera, incapaz de usar su mente para controlarla como antaño había logrado
hacer.

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Capítulo 29

-¿Quiere una copa?


-No, gracias, señor Donovan.
-¿Un café, agua?
-No, no, de verdad. –Solís siguió a Mark por el pasillo, maravillándose de todo cuanto veía en
aquella mansión. –Tiene usted una casa preciosa.
-Muchas gracias. –Le señaló el sofá y él se sentó en el butacón de al lado. -¿En que puedo
ayudarle?
-Le traigo unas fotos para ver si reconoce usted a alguien. –Abrió una carpeta y puso sobre la
mesa unas fotos de varios hombres de más o menos la misma edad. -¿Y bien?
-No conozco a ninguno. –Revisó las fotografías varias veces. –Pero a este último si le tengo
visto alguna vez. Compró una casa por esta zona, a dos calles de la mía, hace unos cinco o seis
meses. No se como se llama, nunca he hablado con él.
-Se llama Alejandro Iglesias, es el sumo maestro de esa secta de lunáticos que tiene sus
terrenos al otro lado de la playa. –Solís cogió otra foto. –Este es Henry Barrymour, en paradero
desconocido desde hace dos años o así, nunca abandonó Estados Unidos pese a que Whitman creyese
que si. Y este del bigote era Rychard Bryant, murió en Madrid al día siguiente de llegar desde
Orlando.
-¿No se suponía que todos ellos eran la misma persona?
-Eso era lo que yo creía también. Pero ya ve que no.
-Un segundo, subinspector. –Volvió a mirar las fotos y las comparó durante unos pocos
segundos. –Yo creo que si son la misma persona. Es cierto que uno tiene la nariz afilada y otro
achatada, pero… Esta mirada la conozco. –Pensó durante bastante rato. –Sin embargo uno tiene los
pómulos prominentes y el resto no. Este es calvo, este tiene melena y este otro el pelo rapado. Y sin
embargo…
-¿Me va a decir algo o va a seguir hablando consigo mismo?
-Discúlpeme, es que… Mire, se que parecen distintos, incluso lo son, sin embargo todos
tienen algo común, ese gesto en la mirada...
-¿Y usted cree que son la misma persona?
-Si, el hecho de que no se parezcan puede ser por un milagro obrado a base de bisturí.
-Si, supongo que esa puede ser una posibilidad pero sinceramente, basar una suposición como
esa tan solo en un gesto en la forma de mirar no ayuda en nada a darle credibilidad a su teoría.
-Yo creía que usted pensaba que no habían sido suicidios, que eran homicidios producidos por
una misma persona.
-Y así era, incluso sigo creyéndolo pero… Pero necesito pruebas que lo confirmen, no que lo
desmientan. Y por ahora solo tengo a tres hombres que creíamos que eran la misma persona y que al
final todo indica que no lo son.
-Y supongo que no pueden cotejar las huellas porque no las tienen y no hay manera de
obtenerlas.
-Así es. –Solís hizo memoria. –Antes ha dicho que conocía esa mirada.
-Este de aquí… -Mark se levantó y sacó una carpeta enorme de cuyo interior sacó un par de
fotografías. –…es Willburg Smith y este otro es él un par de años después cuando le perdí la pista.
-Perdió mucho pelo en ese tiempo. –Cogió ambas fotos. –Es cierto, tiene la misma mirada que
ellos, pero eso no es suficiente como para afirmar de manera categórica que ese tal…
-Smith, Willburg Smith.
-…que ese tal Smith sea la misma persona que Barrymour, Bryant o Iglesias. –Le devolvió las
instantáneas a Mark. -¿Y quien es este hombre?
-Espere, se lo voy a enseñar.

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Del dossier sacó un lápiz USB, lo conectó a su ordenador portátil y se reprodujo un video sin
audio en el que un policía encendía la luz de una oficina y posaba sobre una mesa una bolsa de
plástico con un cuchillo ensangrentado en su interior. Otros tres agentes entraron con un hombre
esposado y le hicieron sentarse en una silla. Todos ellos estaban manchados de sangre, todos menos
el detenido.
-¿Es Willburg Smith el detenido?
-Así es. Ahora calle y observe.
Solís obedeció y no pudo evitar sorprenderse, e incluso sentir algo de miedo e inquietud,
cuando vio como el más joven de los policías cogía el cuchillo de la bolsa de pruebas y asesinaba a
uno de sus compañeros y luego a otro, antes de acabar con el tercero de dos disparos. Después de eso
el agente se suicidó y Willburg Smith, que lo había observado todo sin inmutarse, sin abrir la boca y
sin mover ni un solo músculo, se quitó las esposas, recuperó el cuchillo y se marchó tras apagar las
luces.
-¿Qué ha pasado ahí?
-Dígamelo usted.
-¿Por qué le habían detenido?
Mark, acostumbrado a decirles a sus alumnos aquellas mismas palabras, le contó al
subinspector como habían muerto los padres de Smith mientras él tan solo miraba la tele.
-No entiendo porque le acusaron a él.
-¿De verdad aún no lo entiende? Willburg Smith obligó a sus padres a matarse mutuamente.
Se metió en sus cabezas y los manipuló como si fuesen simples marionetas. Hizo lo mismo con el
agente Mounds y, ahora, esta haciéndolo otra vez. Gerardo García, Marcos Gancedo, James
Whitman… Todos ellos son víctimas de Willburg Smith, Henry Barrymour, Richard Bryant y de,
como ahora se hace llamar, Alejandro Iglesias.
-¿Habla en serio?
-Piénselo, ¿por qué aparecía yo en los papeles que encontraron en casa de Whitman? Yo
colaboré en la investigación de Smith en Estados Unidos, viene a por mí.
-No me joda, Donovan… ¿Control mental, en serio? –Solís se puso en pie. –Admito que todos
esos suicidios me resultaron muy sospechosos, ya le he dicho que yo también creo que detrás de ellos
hay un homicida. Pero le aseguro que la respuesta al misterio es algo que la lógica y la ciencia
pueden explicar, no trucos de magia, hipnosis o posesiones demoníacas.
-Todo eso es cierto.
-¡Y una mierda!
-Tenga. –Le entregó la carpeta con todo lo que tenía sobre Smith. –Estúdielo, pida a la policía
que detuvo a Smith que le envíe sus huellas y cotéjelas con las de Alejandro Iglesias. Así tendrá algo
con lo que empezar.
-¡Está usted obsesionado con él!
-La policía me pidió ayuda y yo se la di. La policía le detuvo y le acusó de los asesinatos de
sus padres y de los cuatro agentes basándose en mis teorías. –Donovan estaba perdiendo la paciencia
y su tono de voz no lograba esconder la ira que empezaba a sentir contra Solís. -Pero en el juicio todo
el mundo llegó a esas mismas conclusiones que llegan los cabezas huecas de mis alumnos, las
mismas a las que debe de haber llegado usted.
-La madre quiso matar al padre. El padre se defiende y mata a la madre. Después, ese policía
sufre un episodio de enajenación transitoria, mata a sus tres compañeros y luego se arrepiente y se
quita la vida por ello. –Mark se mantuvo en silencio mientras escuchaba a Solís. –No convencer a
nadie de sus descabelladas teorías le ha hecho obsesionarse con él. Respeto que usted crea en esas
cosas pero… Pero es de locos, ¡no me joda!
-¿Cree usted en Dios?
-Si, creo, ¿por qué?
-Y sin embargo no es capaz de creer en estas cosas. Se contradice usted a sí mismo,
subinspector. Yo sin embargo no creo en Dios. Se que existe, eso es algo de lo que no tengo duda
alguna. Pero no puedo creer en alguien que permite que pasen cosas como estas.

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-Veo que no va a poder serme usted de ninguna ayuda. –Se acercó a la puerta para marcharse.
–Lamento mucho haber venido.
-Hágame el favor, Solís. –Le tendió de nuevo el dossier sobre Smith. –Estudie esto y déme tan
solo una semana de crédito. Si después de eso sigue sin creer, continua sin darme la razón, le prometo
que no trataré de convencerle de ello.
-Está bien, pero después quiero su ayuda de verdad, sin brujas, meigas o varitas mágicas.
-Se lo prometo.
Le dio la semana que le había pedido y Solís, en contra de su criterio pero sin aceptar teorías
sobrenaturales, finalmente asumió que esa teoría de que Smith, Barrymour, Bryant e Iglesias eran la
misma persona era plausible. ¿Control mental? No, claro que no. Lo que tenía claro es que el
culpable tenía una personalidad muy fuerte. Tanto como para convencer a Mounds y a otros tantos de
que debían asesinar a otras personas y/o quitarse la vida. Tanto como para embaucar a un abnegado
agente del F.B.I. como Whitman de que era una especie de mesías salvador y, tanto, como para
obsesionar a alguien, tan aparentemente culto y cabal como el profesor Donovan, sobre sus
maravillosos poderes mentales.
Y tan solo quince días después, tras otros tres homicidios/suicidios de otras cuatro víctimas,
quedó convencido de que todo cuanto le había dicho Mark era cierto.
Cuando se le detuvo, Smith se las apañó para convencer a uno de los policías de que matase a
su compañero y de que después se pusiese la pistola oficial y apretase el gatillo. Y, durante el juicio,
pese a las declaraciones de Donovan, todo cuanto tenía en su dossier y las coincidencias
dactiloscópicas de la investigación de Solís, juez, fiscal y jurado decidieron que aquellos cuatro
hombres no eran la misma persona y que todas las muertes habían tenido una misma causa, el
suicidio.
Solís perdió toda su credibilidad profesional y cogió el relevo de James Whitman en cuanto a
eso de obsesionarse con Barrymour. Tanto, que comenzó a seguirle por las noches para tratar de
pillarle in fraganti. Y lo logró, evitó que Smith asesinase a otra persona volándole la tapa de los
sesos. Finalmente el subinspector perdió su trabajo, no fue a la cárcel dado que le diagnosticaron una
esquizofrenia paranoide pero, disparar a alguien tan solo por “pillarle” acosando a alguien a través de
una ventana, parado y apoyado contra una farola, hizo que la opinión pública le hiciese un juicio
paralelo que le señalase como asesino en todos los canales de televisión y por parte de toda la
ciudadanía.
Para Mark Donovan la cosa fue un poco mejor. Ya de por si fue suficientemente castigo el no
lograr hacer que la gente creyese sus teorías sobre Whitman. Se le escapaba entre los dedos por
segunda vez. Y, sin embargo, aquella no sería su única condena por ese asunto. No se le permitiría
durante mucho tiempo seguir realizando investigaciones con fondos de la universidad, a punto estuvo
de perder su trabajo como profesor y, su amigo Iker Jiménez, durante un año y pico le vetó a subirse
en su “nave del misterio”.
Cuando el cuerpo de Alejandro Iglesias desapareció del depósito de cadáveres, ni siquiera se
llevó una exhaustiva investigación. Se atribuyó el robo del cuerpo a alguno de los acólitos de su secta
y encontrar, de manera tan conveniente, aquella documentación sobre aquel vuelo privado… Todo el
mundo supuso que, en el vuelo en el que una tal Nadia se había llevado el cuerpo de Danae, quien se
había suicidado tras conocer la muerte de su maestro, se habían llevado el cadáver de Iglesias a
Grecia.
Willburg Smith, Henry Barrymour estaba muerto, ¿o no?

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Capítulo 30

En algún lugar del mundo, Willburg Smith se preparaba para volver a España desde
Venezuela para volver a España a terminar lo que una vez empezó. Sus últimos años en aquel país se
habían convertido en un verdadero paraíso para él. Un hombre con dinero, muerto para la justicia
española, siempre era bien recibido por el gobierno de Nicolás Maduro. En aquellas tierras tan
convulsas no era raro que aparecieran cada día decenas de personas asesinadas o que se habían
quitado la vida ellos mismos, así que sus dones lograron pasar inadvertidos. Tan solo una vez la
policía llamó a su puerta y un par de billetes verdes les convenció de que debían de dejar de hacerse
preguntas con respecto a su persona.
Podía haberse pasado allí el resto de su vida pero, su alma de vampiro, su sed de venganza, le
impulsaba a viajar de nuevo a España para terminar con ese único cabo suelto en su vida, Mark
Donovan. Una vez se hubiese librado de él, nada ni nadie podría detenerle en ningún rincón del
planeta. Cerró su maleta y quedó sumido en un extraño sueño, con los ojos abiertos, en los que se vio
sentado en una herrumbrosa silla de metal.
Estaba en medio de un bosque en algún lugar que no había visto más que una vez en otro de
sus sueños, ese mismo sueño que había tenido hacía algo menos de una semana, en el que vio a toda
la familia Donovan en una extraña casa llena de espejos y con el cual se le despertó esa necesidad de
volver a terminar con Mark. En aquellas tierras el cielo era negro, sin luna, sin estrellas y sin nubes,
pero llovía a mares y el agua tenía un extraño regusto salado. De aquel mismo cielo caía algo más
que agua, también cayó un hombre que se estrelló de bruces contra el embarrado suelo. Un hombre
que reconoció enseguida al escuchar la voz del interior de su mente preguntándose si llovían
lágrimas. Ante él había aparecido Mark Donovan quien, quizá por instinto, desde el suelo miró hacia
atrás y le vio sentado en su oxidado trono.
-¿Tú?
Mark, empapado, se puso en pie y se encaró a él. No le iba a hacer falta volver a España, el
mismísimo Satanás había llevado la presa frente al depredador.
El profesor era un hombre difícil, rebuscar en su mente siempre le había resultado muy difícil,
quizá por eso aún no había conseguido acabar con él y se vio obligado a huir a tierras venezolanas, si
bien en ese instante entró en ella sin ni siquiera querer hacerlo. La cabeza de Donovan se había
abierto por completo ante Willbrug y él no rechazó echar un vistazo para descubrir que había allí
dentro.
-¿Qué es eso que huelo? –Cada una de sus palabras estaba destinada herirle cada una de las
neuronas de Mark. -¿Tristeza? ¿Miedo? –Hurgó un poco más hasta encontrar en medio de su cerebro
la respuesta correcta. -¡Culpabilidad!
Aquella mente era un manjar, había odio, resentimiento pero sobretodo un sentimiento de
culpabilidad, de impotencia al no poder haber hecho nada para salvar a sus hijos y a su mujer.
-¿Qué haces tú aquí?
-He acudido a tú llamada. –Smith sintió como se despertaba un sentimiento dormido en la
cabeza de Donovan. -¿Aún sigues queriendo desenmascararme? Pues he aquí una nueva oportunidad.
-Hace tiempo que he superado eso.
-¡Mientes!
Willburg Smith hablaba sin cesar, buscaba en cada rincón de la mente de su presa cualquier
cosa que le sirviese para destruirle, para obligarle a suplicarle que le matase. Willburg Smith
descubrió en su interior un poder que no sabía que tenía, un poder que se lo otorgaba una mujer
oscura, de ajados y quemados ropajes, con el rostro surcado de yagas y cicatrices. Un poder con el
que acalló las palabras de Mark con un grueso hilo de bramante que le cosió los labios. Como si
fuese una película antigua, vio en su mente las imágenes de todo lo que había pasado en aquellas
extrañas tierras que tenían por nombre Santa Aurelia de Somerón. Se puso en pie y comenzó a

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caminar alrededor de Mark, viendo como Emma perdía la vida, destrozada por unas negras aves,
acosando física y mentalmente a Donovan, convirtiéndose en un depredador que aguarda al momento
perfecto para atacar a su presa. Si, Smith tenía un nuevo poder, un don que le permitía ser un dios, un
ser capaz de todo, quizá incluso se había vuelto inmortal. Tomó la forma de una tormenta de arena,
arena negra, arena gruesa y áspera mecida por un gélido viento que tomó la forma de una deforme y
grotesca cabeza.
-Y ahora, perderás también a tu hijo. –Reía Willburg, reía y disfrutaba cada segundo y se
sabía superior a ese alfeñique que tenía frente a él. Ese miserable hombrecillo que aún osaba mirarle
con ira. Pero pronto dejaría de hacerlo, él tenía el poder para obligarle a cerrar los ojos y lo haría. Los
mismos hilos que sellaron sus labios le cosieron los párpados. –Si, fui yo quien obligó a Emma a
matar a Jacko, fui yo quien metió en su diminuta cabecita la idea de que no podría ser feliz mientras
su hermano siguiese con vida.
En la cabeza de Mark Donovan se sucedían imágenes de sus hijos y de su mujer, pero también
aparecía otra mujer que tenía por nombre Claudia.
Llovía, cada vez más y más fuerte, como agujas de hielo que castigaban el dolorido cuerpo
del profesor. Un dolor que logró despertar sus sentidos, que le hizo empezar a dominar su mente y
cerrarla ante su sucio invasor. Smith se dio cuenta de ello pero no le importó, ya había sacado todo el
jugo de aquella cabeza, tenía todo cuanto necesitaba y sus esfuerzos serían más que en vano.
-¡Voy a matarte! –Su cerebro logró entrar en el de Willbrug Smith, aunque con ello pareciese
que fuese a estallarle. –Voy a…
-¡¡No vas a hacer nada!! Al igual que nada pudiste hacer por salvar a Emma.
-No ensucies su… -Dolía, la cabeza le dolía como nunca antes nada le había dolido. -…su
nombre.
-Nada pudiste hacer por salvarla. –El esfuerzo hecho por Mark le permitió volver a entrar en
su mente y le obligó a ver a los cuervos cayendo en picado contra Emma hasta la muerte. –Ahora has
de vivir con ello. Ese ha de ser tu castigo. ¡Tú te lo has buscado! –Guardó silencio unos segundos
antes de seguir. –Aunque voy a ser magnánimo contigo. –Mark recuperaba el control de su mente, no
iba a obligarle a suplicar su propia destrucción, la única manera de acabar con él era asesinarle,
arrancarle la vida con sus propias manos o mejor aún, usando esas nuevas habilidades que aquella
oscura mujer le había otorgado. –Voy a darte la muerte que tanto ansías y después me divertiré con tu
esposa.
-¡¡Nooo!! –Gritó desgarrando la carne de su boca al abrirla. -¡¡Nooo!!
-Y por último acabaré con David.
En ese momento para Smith fue como si todo el oxigeno del mundo se hubiese consumido
bajo un fuego inclemente. No podía respirar y sus poderes se esfumaron al instante.
-Ni siquiera tu pequeño bastardo estará a salvo.
-¡¡El niño es mío!! –La voz de aquella mujer que le había dado todo ese poder, se lo había
quitado. –No le harás daño a Lorenzo.
Willburg Smith volvía a ser él mismo, ya no era una especie de dios, era un hombre normal y
corriente. Cayó de rodillas ante un pequeño cuerpo que surgía del barro. Emma se levantó con los
ojos en blanco, con la piel violácea, cubierta de sangre y plumas negras y liberó a su padre antes de
girarse para encararse a Smith. Aquella niña no sería rival para él, siempre pudo manipularla y leer en
su mente como si fuese un libro abierto. Aunque en ese momento le resultó imposible acceder a su
mente, le resultó imposible volver a controlarla como siempre había logrado hacer.
Emma le miraba con el rostro incapaz de mostrar ningún tipo de sentimiento, caminaba hacia
Willburg Smith mientras su cuerpo crecía un par de palmos, su piel se llenaba de estrías y el camisón
que llevaba puesto se hizo jirones, dejando su amorfo cuerpo desnudo. Cada vez crecía más y más, su
columna se combaba y sus vértebras surgían sanguinolentas de la carne putrefacta de su espalda. Sus
mejillas se abrieron como cortadas con un cuchillo mal afilado, dejando a la vista una hilera de
dientes puntiagudos y una lengua bífida. La boca era como un surtidor de espumarajos y sangre
escarlata que caía al suelo, emitiendo al chocar contra la madera un siseo al derretirla con sus ácidos.
Un hedor pútrido de cadáver milenario surgido de las entrañas del mismísimo infierno envolvió a

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Willburg Smith y le hizo retroceder ante el avance de esa deforme bestia en que se había convertido
aquella niñita.
Corrió esquivando los árboles, tratando de escapar de aquel animal demoníaco, con dientes y
garras que parecían capaces de desgarrar el acero. Pero sin embargo aquel demonio no se movió,
permaneció en el sitio mirando sin ver como trataba de huir de ella. Aquello era como un juego para
aquella cosa, se sabía ganadora de aquella contienda y parecía permitirse el lujo de darle unos metros
de ventaja. Sin embargo, ya resultó ser demasiado tarde para él cuando por fin se dio cuenta de que
aquellas extrañas tierras se habían convertido en un laberinto sin salida. Para cuando supo aceptar esa
realidad, se encontraba cansado, empapado y, por primera vez en su vida, notando eso que él había
disfrutado haciendo sentir a los demás. Pero sentirlo en sus propias carnes, ser él la víctima no le
proporcionaba ningún placer. Aquello era como si un fuego naciese en su interior, un fuego que se
encendió en el estómago y fue quemándole por dentro los pulmones y el corazón hasta estallar en el
centro de su cerebro. Como si una gigantesca llama circulase por sus venas hasta invadir cada una de
sus células, dejándole sin respiración, haciendo que le invadiesen unas insoportables ganas de llorar,
de gritar, de… ¿Era eso que sentía aquello que los demás llamaban miedo?
-Por favor, no me mates. –Willburg Smith se dejó caer de rodillas. -¡¡Por favor!!
Aquel ser surgió de entre una zona de altos robles, abrió las garras e hizo chasquear las
mandíbulas mientras olisqueaba ese asqueroso hedor a terror que destilaba aquella persona,
convertida en ese instante en un ridículo hombrecillo. Se habían cambiado las tornas, ahora él era la
presa de un depredador más hábil, más violento y desprovisto de sentimientos que el todopoderoso
Willburg Smith. Aquella cosa no perdería el tiempo con ese teatrillo de ponerse a caminar a su
alrededor para infundirle aún más miedo, no lo necesitaba. Tan solo avanzaba hacia donde él le
aguardaba de rodillas, suplicando por su vida, con un solo objetivo, una única misión. Smith, con los
ojos, veía ante él a un demonio, mientras con la mente lo que sentía que estaba delante era tan solo
una niña. En su cabeza veía a Emma, aquella Emma con la que había podido y sabido jugar y con la
que, en ese momento, le sería del todo imposible lograrlo. Veía a aquella niña riéndose, con una
imagen que distaba mucho de ser la de la dulce chiquilla que siempre había sido. Él mismo la había
convertido en aquello, en un ser con esa chispa en los ojos que comenzó a brillar en su mirada en el
momento que la obligó a matar a Jacko, que creció cuando inundó su corazón con un antinatural odio
hacia su propio hermano.
Emma, convertida en bestia, se detuvo ante Willburg y, con un simple golpe, sus garras
cortaron piel, músculos, tendones y hueso con la misma facilidad que un cuchillo se hunde en
mantequilla tibia.
Su cabeza se separó de su cuerpo y, en aquella habitación en algún rincón de Venezuela,
donde Willburg Smith se preparaba para volver a España, aquel hombre caía sin vida, con los ojos
sangrando, perdiendo la vida junto a un pasaporte con su foto, a nombre de un tal Amadeo Carbajo
Coto.
La señora de Bolaños le ordenó a Emma que desapareciese, que volviese a ese lugar donde
debía de aguardar a que volviese a necesitarla, si bien ella no obedeció y se dirigió hacia donde
estaba su padre.
-¡Déjale! –Si la niña iba a arrancarle la vida a Mark, no podía permitirlo, tenía otros planes
para él. Sabía que había castigos peores que la muerte y, para ella, Donovan lo merecía. -¡Vuelve!
Pero aquel ser continuó caminando. Mark la miraba sonriendo. Si alguien iba a quitarle la
vida, tenía que ser ella. Él había aceptado su destino, quizá una vez se hubiese cumplido este podría
volver Emma a su lado para el resto de la eternidad. Aquella cosa grotesca avanzó con el pelo
desprendiéndose, con las escamas haciéndose polvo y siendo barridas por las saladas gotas de lluvia.
Se paró ante su padre y su cuerpo volvió a ser el de aquella risueña niña que un día fue, antes del
Palacio de los espejos, antes de Willburg Smith.
-¡Emma! –Susurró Mark de rodillas ante ella, con los labios destrozados y la boca
ensangrentada. -¡Mi niña!
-¡Papá! –Abrazó a su padre. –No llores, por fin soy libre.

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-¡Niña tonta! –Aurora de Bolaños había perdido todo su poder para controlarla, de la misma
manera que Smith lo había perdido antes. -¡Nada podéis hacer, Lorenzo es mío!
-Aún puedes salvar a David, papá. Aún no es tarde. –Se separó de él, posó los dedos en la
boca de su padre y las heridas de los labios se le curaron. –No te rindas.
Y en ese instante la lluvia cesó. El alma de Emma había dejado de llorar y con ella, el llanto
de los cielos. La luz de la luna surgió y llamó a la niña. Emma obedeció y desapareció convertida en
un polvo blanco entre los brazos de su padre quien, inútilmente, cerró su abrazó para tratar de no
separarse de su hija.
-David no existe. -La señora de Bolaños se marchó también, con más odio y sed de venganza
que nunca, dispuesta a impedir que se cumpliesen las palabras de la niña. -¡Lorenzo es hijo mío!
-¡¡Emma!! –Mark no lloraba, al contrario, una extraña calma y alegría le invadieron. –Adiós,
cariño, adiós.
Era el momento de volver, estaba preparado para enfrentarse a Aurora de Bolaños, a toda la
cohorte de demonios del mismísimo infierno y contra quien fuese con el único fin de salvar al único
hijo que le quedaba y a su mujer. Sin embargo los planes de aquella oscura mujer eran otros. Nunca
le permitiría volver, el alma de Mark quedaría atrapada para siempre en aquel lugar como castigo.
Aquel inhóspito paraje sería su prisión por el resto de la eternidad, la celda en la que mantendría
cautivo su subconsciente, mientras su cuerpo yacería por siempre en el suelo de la biblioteca de
aquella mansión conocida como El Palacio de los Espejos, con los labios marcados por siempre con
las cicatrices de las heridas hechas por un hilo grueso e invisible, con la piel bañada en sudor y con
una mueca de terror pintada en su rostro.
Mark no entendía que era lo que pasaba. O al menos así fue hasta que vio aparecer a lo lejos,
entre los troncos de dos gruesos robles, a Victoria. Fuese lo que fuese aquel lugar, al parecer estaban
solos ellos dos.

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Capítulo 31

He perdido ya la cuenta de las noches que llevo en vela, escribiendo una a una cada página
que has estado leyendo, tejiendo esta trampa en forma de libro para atrapar en ella tu cordura. El
insomnio se ha apoderado de mí, quizá para siempre, quizá… También puede ser que, si logro algún
día terminar de escribir esta historia sin sucumbir yo antes a la locura, pueda volver a dormir, aunque
solamente sea una noche más antes de cerrar los ojos para siempre. ¡Ojala! Aunque dormir en paz
creo que es algo que ya nunca lograré. He dejado atrás aquella época en la que de mi máquina de
escribir solo brotaban páginas llenas de basura. El precio he de pagarlo más adelante, una vez eche la
vista atrás y vea a mi espalda ese sendero hecho de tinta, cuando vea las hojas del camino que he ido
dejando a mi paso.
Quizá si o quizá no. Quizá ahora entiendas el motivo o quizá nunca llegues a comprender el
porqué. Quizás ahora que te has convertido en mi compañero de viaje en esta odisea, ahora que te
estás volviendo tan loco como yo, seas capaz de entender porqué te he elegido a ti.
Es hora de hacerte una confesión, de revelarte que te he estado engañando desde un principio.
Te he hecho creer que esta era la historia de esa mujer a la que había bautizado como Claudia y tú así
lo has creído, ¿verdad? ¡Pero no! ¡No, esta no es su historia! Esta es la historia de otra mujer.
Te lo avisé. ¡No me digas que no te lo dije, que no te advertí sobre lo equivocado de tu
empeño en seguir leyendo este maldito libro! Pudiste haber dejado de leer cuando te lo dije. Podías
haberme demostrado que estaba equivocado cuando te elegí a ti para que me acompañaras en este
viaje. ¡Ahora es tarde! Ahora estás encerrado en este laberinto y ha llegado tu turno de enfrentarte a
ella.

Aurora de Soto se vio arrastrada por sus padres, Don Onofre y Doña Aurelia de Soto, a unas
lejanas tierras allende el mar el primer año del recién estrenado Siglo XX.
Ella había crecido en el seno de una potentada, católica y poderosa familia. Una estirpe de alta
alcurnia, cercana a la familia Real y con importantes negocios en Cuba, Filipinas y Puerto Rico. O al
menos así había sido durante muchos años hasta que los negocios en aquellas tierras acechadas por el
conflicto entre España y los Estados Unidos por el control de estas se fueron a pique. Fueron años
para los negocios de la guerra, de las armas, no para los de la industria textil de Don Onofre de Soto.
Sin nada más que su apellido, Aurora tuvo que dejar atrás una vida de lujos, caros vestidos,
exclusivas joyas, cocineros, criados, clases de piano y paseos a caballo con su pequeña prima
materna, Margarita Nicuesa. Tuvo que dejarlo atrás para irse a vivir a un triste poblacho de Chile,
llamado Santos de Somerón, a unos treinta kilómetros de Santiago.
Aurora de Soto siempre fue bella, muy bella. Tanto, que no existía hombre sobre la faz de la
tierra que no se girase a mirarla y no se quedase prendado de su sonrisa o su mirada esmeralda. Era
preciosa, tanto, que solo había una persona a la que había logrado encandilar más que al resto, a ella
misma. Antes de embarcar con rumbo a las Américas, ya tenía la costumbre de pasarse horas y más
horas ante el espejo, admirando como lucía con sus prendas, disfrutando del brillo de las más
relucientes joyas y realzando su belleza natural con los mejores maquillajes y los peinados más
elaborados. Así que, una vez tuvo que abandonar aquellos lujos, no le quedó más remedio que
afanarse en aprender a ignorar las desastrosas imágenes que le devolvían los espejos. Le resultó
difícil acostumbrarse a no malgastar el maquillaje para que le durase lo máximo posible. Le resultó
muy duro abrir su armario cada día y ver que tan solo dos vestidos habían conseguido salvarse de ser
vendidos, que habían de compartir espacio con ropajes mucho más humildes y hacerse a la idea de
que era muy probable que únicamente podría vestirlos en ocasiones especiales, algo que seguramente
no ocurriría más de una o dos veces al año.
Aurora de Soto tenía por aquel entonces veinte años. Demasiado vieja para continuar siendo
soltera, demasiado joven para enfrentarse a la vida y aprender a hacer algo que nunca antes había

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hecho, trabajar. ¿Qué por qué continuaba siendo soltera? Bueno, dicen que estuvo prometida con el
hijo pequeño de unos condes y que la familia de este rompió el compromiso cuando llegó a sus
aristocráticos oídos que Don Onofre de Soto había empezado a empeñar y a vender sus posesiones
para poder pagar sus deudas.
Desde 1882, la política de inmigración en Chile era llamar a cuantos inmigrantes de la madre
patria quisieran hacer una nueva vida en aquel país. Atraerlos con promesas de tierras gratis, dinero y
un hogar. En un país de cuatro millones de habitantes nativos, miles de españoles como Aurora y su
familia se asentaron allí hasta que fueron casi tres cuartas partes de sus habitantes inmigrantes e hijos
de estos en las primeras décadas del Siglo XX. Se les pagaba el viaje en barco, recibían un
alojamiento por cuatro duros y se les entregaban setenta hectáreas a cada padre de familia, más otras
treinta por cada hijo varón. Un regalo del gobierno chileno, un regalo envenenado. La travesía era
larga y dura y, la recompensa final… Nada era como se había prometido. Las casas se caían a
pedazos y las tierras resultaron baldías, un trabajo solo para hombres curtidos y acostumbrados a
labores así, algo que ni Don Onofre ni sus dos hijos, de 15 y 19 años, resultaron ser. Sin embargo las
manos de Doña Aurelia parecían haber sido concebidas para la agricultura y la ganadería. Aurora, por
el contrario, ni sabía ni quería labrar la tierra, ni servia ni quería servir para cuidar de las vacas, lo
que hizo que su padre invirtiese el poco dinero que había logrado salvar en una tienda de ropa. En fin,
al final de todo cuanto tuvo en su vida anterior, tan solo le quedaron su juventud y su belleza. Si, era
joven y bella, pero pobre y con un futuro que le anclaría de por vida a la parte de atrás de aquel
modesto mostrador. Al menos aquello sería mejor que ayudar a su madre en las faenas de labriega
pero peor, mil veces peor, que el futuro que llevaba soñando para si desde que tenía uso de razón. Lo
peor de todo fue que, además de verse obligada a realizar una actividad tan degradante para ella
como trabajar, tuvo que hacerlo vendiendo prendas de vestir, complementos y vestidos dignos de su
anterior estatus, a las esposas e hijas de otras familias que, como la suya, buscaron fortuna en las
Américas antes de haber perdido la que ya tenían en España.
Fue allí, tras aquel mostrador, donde conoció al guapo y rico Clemente Bolaños, quien
recientemente se había hecho cargo de los negocios y la fortuna familiar tras la muerte de sus padres.
Había acudido allí acompañado de una delicada jovencita de unos dieciséis o dieciocho años. Una
mujer demasiado joven para ser la esposa de aquel apuesto hombre que debía de rondar la treintena
de edad o que hacía poco que los había superado. Quiso ver en él a la persona que podría rescatarla
del naufragio en que se había convertido su existencia en aquellas tierras, sin embargo si aquel
hombre pertenecía a otra mujer eso no sería posible, así que fueron dos semanas difíciles al darse
cuenta de que se había enamorado de él. Dos semanas muy decepcionantes, al menos hasta que
descubrió que esa chiquilla que le acompañaba era su hermana, que aquel hombre había enviudado
cinco años atrás y que Clemente también se había enamorado de ella. Fueron tan solo dos semanas,
dos semanas en la que él buscaba cualquier excusa para ir, día si y día también, hasta aquella tienda
para poder verla. Dos semanas en las que Clemente Bolaños llenó los armarios de su hermana de
vestidos, sombreros y tocados que la siempre hermosa Aurora de Soto les vendía. Tan solo dos
semanas las que tardó él en caer prendado de ella y ella en caer cautiva de sus profundos y oscuros
ojos. Tan solo dos semanas tras las cuales pudo pensar que, todo aquello que se había imaginado que
podría pasarle si se desposase con un hombre como aquel, apuesto, galante y rico, muy rico, podría
hacerse realidad. Clemente Bolaños sería su gran oportunidad, la llave que podría devolverle al lugar
que le correspondía, a ese lugar y estatus del que su padre la había apartado cuando lo perdió todo.
Si, la vida allí se les había prometido fácil pero, con el paso de los años Chile se vio inmersa
en luchas, reivindicaciones y huelgas de masas trabajadoras pidiendo mejores condiciones de vida.
La vida allí se complicaba cada día, tanto que los huelguistas eran ametrallados en los patios de los
colegios. Tanto, que finalmente Don Clemente de Bolaños aceptó volver a España dos años después
de haberse casado con ella.
Se casaron una primavera, con la ceremonia más fastuosa que se había visto en la última
década. Una fiesta digna de reyes. El vestido de Aurora había sido traído expresamente desde la
boutique más prestigiosa de Madrid y las joyas que lució habían sido heredadas de la madre de su
futuro esposo. La novia aguardó al novio en un altar al que se llegaba tras haber paseado por un

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sendero flanqueado por rosales rojos y lirios amarillos, al pie de un cristo hecho en maderas negras y
bajo la atenta mirada de la Virgen de los Ángeles. Les unió el Cardenal Arzobispo de Santiago de
Chile, actuando el padre de ella como padrino y le hermana de él como madrina, con medio millar de
invitados como testigos y un coro de niños huérfanos cantando bajo los techos de aquella
improvisada iglesia, en que se convirtió la mansión de los Bolaños aquel día. Aquella misma noche,
bajo los vapores de los vinos, con la música folclórica chilena y los pasodobles castrenses aún
resonando en sus oídos, concibieron a su primogénito. El cual, cuatro meses después de haber nacido,
viajo con sus padres, Don Clemente y Doña Aurora de Bolaños y con su tía, a la tierra que les había
visto nacer.
Y fue allí, nada más bajarse del barco, que la madre y el niño se fueron a vivir a un pequeño
pueblo extremeño, conocido como Arroyo de la Luz, a vivir con uno de sus tíos y la familia de este,
mientras el marido buscaba unos terrenos donde hallar prosperidad. Había oído hablar el señor
Bolaños de varios lugares con yacimientos de gas y carbón en zonas de León, Logroño, San
Sebastián, Murcia y Asturias, entre muchos otros, así que, durante los siguientes cinco años, su
trabajo consistió en visitar cada uno de esos hasta encontrar el más apropiado y levantar allí su nuevo
imperio, continuando con ello la tradición familiar de los Bolaños desde hacía más de dos siglos.
Fueron cinco años separados, cinco años en los que se veían una semana cada cinco o seis
meses. Fueron cinco años en los que Aurora de Bolaños se afanó en sus labores de alta cuna, de
tienda en tienda donde adquirir los más bellos vestidos que luciría después con orgullo en reuniones y
fiestas y, ante todo, frente a los altos espejos con los que había revestido su dormitorio.
Allí, mientras su madre ejercía de dama de alto postín, Luís Bolaños tuvo que recibir el cariño
que había da darle su madre de manos de su tía. Allí su madre se acercaba a él tan solo para
amamantarle y arroparle por las noches, momento del día en el la Señora de Bolaños le daba ese beso
en la frente que le había dado cada noche desde el día de su nacimiento. Un beso, tan solo un beso
cada día. Resultó tan fácil llevar la cuenta que fueron trescientos sesenta y cinco besos exactos los
que le dio en total. ¡Ni uno más, ni uno menos! Trescientos sesenta y cinco pues, el día de su primer
cumpleaños el niño perdió la vida. Falleció ahogado bajo el almohadón de la cama de su madre
mientras dormía la siesta con ella, tras haberle dado Aurora de Bolaños el pecho por última vez.
Aquella misma noche, cuando Isabel Bolaños se enteró de la muerte de su sobrino, una gruesa soga
se cerró alrededor de su cuello. La tía del pequeño se suicidó llevada por la pena, mientras don
Clemente Bolaños firmaba el contrato de compra de unos terrenos donde levantaría su empresa
gasística.
En ese mismo instante ordenó que se empezasen las obras para que se construyese una
grandiosa casona, al estilo de aquellas de las tierras americanas, con alma de palacete de la nobleza.
Aquel habría de ser su castillo, su palacio pues aquel sería su reino, él sería el rey y ella la reina de
aquel paraje que bautizaría como Santa Aurelia de Somerón en honor a la madre de su mujer y de
aquel otro pueblo donde se encontrarían él y ella por primera vez allí, allende el mar.
Aquel lugar apenas era una aldea, más bien parecía un conjunto de chozas de pastores
abandonadas. Aquellos fueron los techos de los albañiles, al menos hasta que se alzaron unas
modestas casas de planta baja donde se instalaron con sus familias. Así fue como llegó allí el
comercio, la esposa de uno cocía el pan, otra criaba cerdos y gallinas y otra remendaba y
confeccionaba las ropas de los obreros. Otros cuatro años pasaron hasta que Santa Aurelia de
Somerón se convirtió en una pequeña urbe en pleno funcionamiento gracias a la labor de ese ejército
de albañiles que trabajaban de sol a sol por unos honorarios más que generosos. Cinco años pasaron
desde que Clemente Bolaños dejase a su esposa y a su hijo en casa de uno de los tíos de ella hasta
que su gran mansión estuviese a punto de ser terminada, los enseres de sus dueños comenzasen a
llenar todas las habitaciones y se cubriesen las paredes con altos espejos y pinturas del matrimonio.
Tras esos cinco años, las familias que se habían asentado allí para levantar aquel pueblo de la nada,
no quisieron marcharse. Le habían cogido cariño y los obreros, pese a que con ello ganarían la mitad
de dinero, aceptaron la oferta de don Clemente de pasar a formar parte de la plantilla de su empresa
de gas que comenzaría así su andadura.

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Poco a poco aquel lugar pasaría de ser un pueblo de cuatro casas cercanas a una gran mansión
a tener su propio bar, una panificadora, un sastre y un zapatero, sus habitantes cultivaban las tierras y
criaban su propio ganado, se volvieron tan autosuficientes que las comunicaciones con otras personas
de fuera de aquellos lares se redujeron a visitas familiares y las derivadas de los negocios del señor
Bolaños. Lo tenían todo allí, la gran mayoría incluso logró ahorrar bastante dinero pese a lo modesto
de su salario, ¿para que salir fuera de aquel poblado?
Durante esos cinco años, el matrimonio tuvo que acostumbrarse a vivir con el recuerdo de ese
hijo perdido. Durante esos cinco años, el matrimonio tuvo que acostumbrarse a vivir con una mascara
de falsa felicidad que mostrar a sus amistades y socios. Clemente apenas tocaba a su esposa, salvo
cuando tras varios meses lejos de ella regresaba a la casa del tío de Aurora, borracho y mostrando a
todo el mundo una dicha que en realidad no sentía. Él la culpaba en silencio por las muertes de su
hijo y de su hermana. Clemente Bolaños ahogó sus penas durante todo ese tiempo de burdel en
burdel, de cama en cama, de bar en bar, Aurora de Bolaños de fiesta en fiesta y de espejo en espejo.
Pasados esos cinco años, el marido, como regalo de aniversario para su mujer, hizo venir a sus
suegros desde Chile, los acomodó en una de las más grandes habitaciones y la dejó embarazada por
segunda vez, no sin antes prometerle a ella, ante Dios Nuestro Señor, que no volvería a visitar otra
casa de mala reputación y no yacería con otra mujer que no fuese la suya. Una promesa que cumplió
de manera impecable hasta aquella mañana que nada más cantar el gallo, tras regresar de una de las
fiestas a las que el matrimonio solía acudir en Oviedo, el alcohol que corría por la sangre del hombre
le nubló el juicio, le dio a su brazo una extraña fuerza e hizo nacer en él una odio antinatural hacia
esa personita que estaba a punto de nacer. Un odio que estalló con furia y le llevó a moler a palos a su
esposa hasta dejarla inconsciente, sangrando por la boca y entre las piernas.
Tras aquello, la promesa fue rota. Fueron innumerables la cantidad de mujeres que compartieron
lecho con él. Tras aquello, se hizo llegar a Santa Aurelia de Somerón un médico al que se le regaló
una de las mejores viviendas y este se asentó para siempre allí. Tras aquello, el doctor Valdés atendió
a la señora de Bolaños, le curó las heridas, le salvó la vida, la ayudó a dar a luz a un hijo varón que
nació fallecido y le comunicó al esposo que el vientre de su mujer nunca más sería fértil. Tras esto,
perdidos ya dos hijos y con la certeza de que ella no podría ya darle un heredero varón, el deseo de
tenerlo se hizo insoportable en él.

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Capítulo 32

La luz se extinguió en los ojos de Claudia y aún así, fue capaz de verse tirada en el suelo de la
biblioteca. Se miró a sí misma en el regazo de su padre, haciendo que echase de menos aquella época
en la que había sido feliz y la vida era menos complicada. Pero aquella sensación se esfumó pronto,
se sentía observada, notaba sobre ella los ojos de de Charlotte y Mauricio, sentía clavándose en su
espalda la mirada de Manuel Longoria y como puñales que quisiesen atravesarla, los de la señora de
Bolaños.
Había quedado sin sentido y aún así, fue capaz de ver a Mark Donovan entrando en aquella
estancia y girándose al escuchar pasos tras él.
Si hubiese estado consciente quizá podría haber hecho algo para evitarlo. Pero no, tuvo que
conformarse con ser tan solo el testigo del suplicio que sufrió aquel padre que, impotente, no pudo
hacer nada para evitar que perdiese a su hijo David cuando este se marchó con aquella maldita dama
negra. Testigo de cómo tampoco pudo hacer nada para evitar que perdiese a su hija por culpa de las
garras y los picos de aquella bandada de cuervos que la atacaron. Testigo de cómo Mark se perdía a
sí mismo cuando sus lágrimas se estrellaron contra el suelo y este se convirtió en algo parecido a
unas arenas movedizas que se lo tragaron.
-¡Cuidado, Mark! -Gritó la capitana. -¡Sal de ahí!
-¿Claudia?
Si hubiese estado consciente quizá hubiese podido evitar todo aquello, quizá… Sin embargo
él había podido escucharla, de la misma manera que ella había logrado escuchar a Agustín
llamándola desde sabe Dios donde.
-¡Despierta, inútil! –Le dijo a su cuerpo tirado sobre la alfombra. -¡Despiértate, joder!
Una fuerza surgida de su mente la arrastró hacia un túnel oscuro por el que se cayó. Cayó y
cayó hasta que pudo volver a ver algo, tirada en el suelo, con sus verdaderos ojos y sintiendo un dolor
que le nació en los pies y fue subiendo por todo el cuerpo, como si decenas de puñales de hielo la
estuviesen atravesando. Sin embargo aquel dolor le arrancó una sonrisa, aquel dolor le demostró que
todavía seguía viva, completamente viva.
Claudia estiró la mano y la miró como si nunca antes la hubiese visto, como un bebé que
descubre sus deditos y los cierra y los abre sin parar ante sus ojos. Cerró el puño y lo volvió a abrir.
Sintió el tacto suave de aquel manto de plumas negras y lo viscoso de la sangre que se enfriaba. Giró
la cabeza hacia ese pequeño bulto que yacía a su lado y miró los ojos de aquella niña, cerrados ya
para siempre y la piel pálida que empezaba a amoratarse alrededor de ellos. Se puso de rodillas como
pudo, obligando a sus músculos a moverse. Era como tratar de hacer mover algún tipo de maquinaria
oxidada, pero que poco a poco logró hacerla funcionar. Sin embargo su cabeza parecía funcionar a
mil revoluciones por minuto. En ella bullían mil ideas, mil sensaciones que pugnaban por brotar por
una boca incapaz de decir nada. No podía hablar, apenas podía moverse…
Con cuidado se acercó a Emma, logró arrastrase hasta el cuerpo de la niña. Le quitó pluma a
pluma aquel negro manto y observó su cuerpo lleno de heridas, moratones, sangre que empezaba a
secarse y ese gesto de miedo que se le había quedado en los labios. Logró cogerla entre sus brazos y
se puso en pie haciendo chirriar sus rodillas y cada una de sus vértebras. Logró levantarse,
sintiéndose anciana y llevó a Emma hasta la habitación de sus padres. La posó sobre el colchón, la
cubrió con una manta y salió del dormitorio apagando la luz, imaginándose que la niña dormía y
acabaría despertándose a la mañana siguiente. Cerró la puerta tras ella y al fin parecía ser capaz de
moverse con normalidad, si bien su boca seguía sin querer emitir sonido alguno.
-¿Y ahora qué? –Pensó. -¿Qué hago ahora?
Caminó por el pasillo y escuchó como una puerta se abría. El cuarto de Mauricio se había
abierto por fin. Temía lo que se encontraría allí dentro y sin embargo, no pudo evitar esa atracción
que la obligó a entrar. Allí dentro aún olía a carne quemada. Supuso que encontraría el cuerpo de su

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amigo con la ropa, la piel y los músculos carbonizados o reducido a un montón de cenizas, pero no
fue así. Sobre la cama estaban sentados Mauricio y Charlotte, como si la hubiesen estado esperando.
Ambos estaban ilesos o al menos, así quisieron mostrarse ante ella.
Claudia intentó hablar, su boca sin embargo ni siquiera se abrió. En su cabeza se formó una
idea y quiso aferrarse a ella, una idea que su amigo derrumbó hablándole directamente a la mente.
-No, no estamos vivos.
-¡Lo siento! –Sentía ganas de llorar pero sus ojos estaban secos. -¡Lo siento mucho, cariño!
-No es momento para eso. Escucha, no tenemos mucho tiempo. –Claudia asintió, cogió las
manos que su amigo le tendió y sintió todo el afecto que él le tenía. –Tienes que ser fuerte, se le
puede vencer. Nunca pierdas la esperanza, ese es tu mayor poder ante ella. Intentará hacerte daño,
utilizar tus miedos para destrozarte. Pero tú eres más fuerte que ella. A ella solo le guía el odio y la
sed de venganza.
-Pero, ¿de qué se quiere vengar?
Charlotte se puso en pie, acarició el rostro de Claudia y se desvaneció.
-No lo sé, preciosa. –Mauricio se puso en pie también. –Pero te odia. Te odia de una manera
inimaginable.
-No te marches, por favor. –Apretó las manos del relojero y las sintió frías, como si estuviesen
hechas de aire, como si fuesen un viento gélido. –No me dejes.
-No puedo quedarme, lo lamento. –Le sonrió y comenzó a desvanecerse de la misma manera
que lo hizo Charlotte. –Prima, este ya no es mi mundo.
Y desapareció. Se convirtió en una ráfaga de aire, se abrieron las ventanas del dormitorio y se
marchó arrastrando las cenizas del que había sido su cuerpo con él.
Claudia salió también y la puerta se cerró sola de nuevo. Sabía que nunca más volvería a
verle, Mauricio era de esos hombres que no dejaban asuntos pendientes, en el momento en que diese
el paso a ese más allá que le aguardaba sería para no volver. La capitana se miró en uno de los
espejos, consciente que ni siquiera allí le encontraría. Sin embargo, con lo que se encontró fue con
ella misma llevando unos ropajes que parecían ser de las primeras décadas del Siglo pasado. Su
cabello era distinto también, lo llevaba recogido en un moño de esos que recordaba haber visto en
fotos de su abuela cuando era joven. ¿Esa era ella? Si no lo era, al menos lo parecía.
En el reflejo la puerta que se acababa de cerrar, seguía abierta. Sentado en la cama de aquel
dormitorio, un hombre de aspecto cansado se vestía con un perro a sus pies que dormía placidamente.
Extrañamente, supo que se llamaba Rodrigo, como el hijo del guardián de la casa del padre de Aurora
de Soto en Chile. Aquel hombre, con la lujuria prendida en sus labios y un algo triste que no supo
identificar en los ojos, era el mismo que aparecía en varios de los cuadros de la casa, don Clemente
Bolaños. En el reflejo, en las paredes brillaban media docena de velas en sus candelabros y el suelo
estaba cubierto por alfombras arábicas. Sin embargo en el pasillo de la Claudia del Siglo XXI todas
las puertas estaban cerradas, en vez de velas había media docena de apliques con bombillas
amarillentas que parpadeaban y los suelos, de maderas que crujían a su paso, estaban cubiertos por
las marcas del paso del tiempo, polvo y barniz que se iba levantando.
La puerta del fondo, la del dormitorio que debió de pertenecer al matrimonio Bolaños, esa
misma que Mark y Victoria habían ocupado hasta esa misma mañana, se abrió. Aurora de Bolaños
salió por ella, con los pies que no llegaban a tocar el suelo, con su vestido negro, quemado y con sus
llagas y cicatrices en el rostro. Sin embargo en el reflejo del espejo aún era joven, iba vestida con un
camisón que aparentaba ser bastante caro y el rostro sin marca alguna.
-¡Rosalía! –La llamó. -¿Qué haces aquí?
La dama del espejo parecía sorprendida. La imagen cambió y en el reflejo por fin empezó a
ver lo mismo que veía con sus propios ojos en el pasillo.
-¡Rosalía! ¡Maldita furcia! –Esa mujer oscura se acercó a ella y la señaló con un dedo
huesudo y grisáceo. -¡Ese ser que crece en tus entrañas es hijo del pecado!
La Capitán se miró el vientre y descubrió que lo tenía abultado, como si estuviese a punto de
dar a luz. Una visión que se esfumó enseguida, junto con la imagen de esa maldita mujer.

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Agustín era incapaz de apartar la mirada de la superficie pulida de aquel cristal. La imagen de
la señora de Bolaños se marchó, Claudia se puso a caminar y él trató de limpiarlo para ver mejor que
era lo que ocurría. Sin embargo cada vez se veía menos, como si una pátina acuosa se hubiese
formado en aquellos espejos. Como si esa ventana a la dimensión donde estaba atrapada su prometida
se estuviese cerrando. Sin embargo seguía mirando, caminando de un espejo a otro siguiéndola hacia
su habitación.
Ella miró su cámara de fotos sobre su cama, después las maletas que tenía preparadas para
marcharse de allí, consciente de que no podría largarse, al menos aún no. La vio suspirar, dirigirse al
baño y poyarse en el lavabo. Tragó en seco, abrió el grifo y se miró en ese pequeño espejo con marco
dorado que tenía enfrente. Sintió lástima por si misma, una lástima que Agustín sintió como si fuese
él quien se estuviese desgarrando por dentro. Pero pese a todo, seguía pareciéndole la mujer más
fuerte del mundo. La mujer más fuerte y más bella pese a que en ese instante tuviese un aspecto tan
demacrado. Ella trató de arreglar la maraña de pelos en que se había convertido su melena con un
cepillo, se lavó la cara y pasó los dedos por las bolsas y ojeras que tenía bajo los ojos. Solamente
entonces se dio cuenta de lo cansada que estaba, del sudor que bañaba todo su cuerpo y de que
necesitaba darse un largo y cálido baño. Necesitaba cambiarse de ropa y dormir pero sobretodo, el
rugir de su estómago le hizo darse cuenta de que no recordaba cuando había sido la última vez que
había comido algo en condiciones. Agachó la cabeza hacia el lavabo y puso la nuca bajo el chorro
helado de agua para despejarse. Esos pocos momentos de tranquilidad eran narcóticos pero no podía
permitirse el lujo de dormir. ¡Aún no! Levantó la vista hacia el espejo y se sobresaltó al encontrarse
frente a frente con aquella mujer con el rostro surcado de cicatrices. Instintivamente golpeó con el
puño con todas sus fuerzas aquel cristal, abriendo así pequeñas heridas en los nudillos. La superficie
acristalada se agrietó y algunos pedazos cayeron sobre el lavamanos.
La imagen de la señora de Bolaños se esfumó con una sonrisa cargada de mil sentimientos
surgidos del averno y tras ella, Claudia se encontró con los ojos de Agustín. Se miraron un rato,
ambos acariciaron el espejo roto y pese a que no pudieron tocarse, sintieron el uno el calor que
desprendía la mano del otro. Ella no podía hablar, a él las palabras se le atascaron en la garganta. Se
miraron hasta que Claudia se marchó. Hubiese deseado quedarse allí, mirándole hasta lograr volver a
sonreír. Pero quedándose allí de pie, mirando a Agustín a través del espejo, no lograría nada, no
hallaría la salida de ese laberinto donde Aurora de Bolaños la había encerrado. Salió y fue de
habitación en habitación, de salón en salón, pasó por la cocina, el comedor, bajó al desván y subió a
la buhardilla en busca de algo que le sirviese. ¡Cualquier cosa! Pero nada encontró, no sabía por
donde seguir y cual tenía que ser su siguiente paso. Llegó a la biblioteca y respiró hondo, hizo
memoria y a su mente le vinieron aquellas palabras que le habían dicho en la academia.
-Antes de llevar a cabo cualquier acción hay que recabar toda la información posible. –El
Teniente que le había dado las clases la miraba, de la misma manera que la miró el día que dijo
aquello en aquella clase. –Ya saben ustedes lo que se suele decir: “La información es poder” ¿Sabe
usted de quién es esa cita, cadete Villaveirán?
-De Bill Gates, mi Teniente.
-Sam Walton lo dijo mucho antes. –Había dicho ella.
-¿Y quién es ese Walton? –Había preguntado Villaveirán.
-El fundador de WallMart, la mayor empresa minorista del planeta.
Si, la información es poder y de todos los lugares que había en aquella mansión, en el lugar
donde estaba era el único donde podría hallarla. En los estantes del fondo estaban los libros de todas
las víctimas de aquella maldita mujer, Mauricio incluido. Quizá leyendo que les había pasado a ellos
podría averiguar algo del porqué de todo aquel despropósito. Se acercó allí y rebuscó un buen rato
hasta que encontró el del doctor Longoria y el de un tal Clemente Bolaños. Era el único Bolaños que
había en todos aquellos libros, tenía que ser de la familia y saber bastante sobre aquella pesadilla.
Además, si no estaba equivocada, aquel ejemplar parecía ser el más viejo de todos. La capitana se
sentó en el butacón tras el escritorio del hombre que un día fue el marido de Aurora de Bolaños y
comenzó a leer.

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Capítulo 33

El chofer conducía hacia el sol y desde la ventana se veían altas arboledas a ambos lados de
esa carretera empedrada que ascendía monte arriba. Clemente Bolaños sentía la cabeza dándole
vueltas, parecía estar a punto de vomitar. El coche pasó lentamente al lado de la explotación de gas
que él había logrado alzar allí y miró a los obreros que llegaban para hacer el relevo a los que habían
trabajado toda la noche. Apoyada contra su hombro, Aurora dormitaba y le cabeza se le cayó contra
el pecho cuando el Mercedes Benz giró a la derecha por un camino bacheado que les conduciría hacia
Santa Aurelia de Somerón.
Clemente respiró hondo, ahogando de nuevo las ganas de vaciar su estómago contra el suelo
del coche, miró a su esposa, después a esa empresa que habían dejado a su espalda y por último, al
volante que con cuidado hacía girar Paulino. El señor Bolaños tenía poder, un apellido ilustre, dinero,
mucho dinero, era el dueño de aquella factoría y heredero de otras dos del mismo sector, tenía un
coche lujoso, algo raro de ver Oviedo, ciudad de la que venían y, de eso era algo que estaba muy
seguro, el único que había en cuarenta kilómetros a la redonda del poblacho al que estaban llegando.
Al final miró de nuevo a su mujer y la odió con toda su alma.
Tenía todo cuanto podía soñar, todo menos a Luís. Esa maldita mujer lo había matado,
accidentalmente según ella misma le había contado y el resto le habían confirmado. Sin embargo él
temía que la verdad fuese otra muy distinta. Temía que Aurora le hubiese ahogado a propósito. A fin
de cuentas, accidentalmente o a propósito, aquella mujer le había dejado sin su único hijo. Ella le
había dejado sin ese heredero que deseaba y, aunque estuviese embarazada en ese momento, sabía
que esa criatura que llevaba en su vientre no era Luís, nunca lo sería, nunca podría serlo. Esa “cosa”
que ella llevaba en su interior no era hijo suyo, no podía serlo, tenía que ser hijo de la culpa, del
miedo, de la compasión y del deseo de que Luís volviese a la vida. Para él, aquel niño era el hijo del
mismísimo Satanás. Además había matado también a Isabel. Quizá no había colocado ella la soga
alrededor del cuello de su hermana, pero…
Con el canto del gallo el coche se detuvo frente a la puerta de aquella mansión que el magnate
había mandado construir, aquella mansión que había escuchado como algunos la llamaban el Palacio
de los espejos. Paulino descendió y les abrió las puertas, le ofreció la mano para ayudar a doña
Aurora a bajar y les observó entrar en la casa antes de volver al volante y guardar el coche. Coche
que tendría limpiar antes de irse a dormir para dejarlo en perfecto estado de revista, tal y como le
complacía a su señor, preparado para su siguiente uso. Paulino les vio entrar en el Palacio de los
espejos, vio a la señora presurosa, con ganas de llegar a su dormitorio para acostarse y a su esposo
tras ella, arrepintiéndose seguramente de haber seguido bebiendo tras empezar a notar como el
alcohol le soltaba la lengua y le hacía perder la vergüenza.
Lo que ocurrió a continuación fue algo que se mantuvo en secreto durante décadas. Un
secreto guardado con celo por parte de él, ella, los padres de Aurora y que quedó oculto entre
aquellas paredes. Lo que ocurrió a continuación no fue sabido por nadie más durante muchos años,
tan solo hubo conjeturas y suposiciones por parte del doctor y su ayudante pues, hasta varias semanas
después, la señora de la casa no saldría de su habitación y nadie la vería, ni siquiera el servicio de la
casona.
Clemente y su esposa llegaron a sus aposentos, la mujer se desvistió tras el biombo mientras
él se ponía sus ropas para dormir. Estaba amaneciendo, las ventanas dejaban pasar la luz anaranjada y
rojiza del sol al alba y les jugaron una mala pasada. Ante Clemente, sin saber ella lo que estaba
ocurriendo, se reprodujo una escena de sombras chinescas en las que Aurora se convirtió en una
marioneta libidinosa. A través de la tela del biombo pudo ver él a su esposa despojándose de sus
ropas con el pudor que le caracterizaba, sin embargo los movimientos de ella se presentaron ante el
alcohol de se sangre como un baile erótico con un único fin. Un fin inexistente pero que
desgraciadamente para ella, obtuvo los resultados menos deseados y logró encender los ánimos más

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básicos del esposo. Pese a lo abultado de su vientre ella conservaba un cuerpo delicioso y su pecho se
había vuelto exuberante, obsceno y asquerosamente atrayente para él, sabedor como era de que
estaría ya cargado de leche.
El veneno etílico que corría por las venas del señor Bolaños contaminó su juicio, inflamó su
deseo y le proporcionó a su brazo una fuerza antinatural. Odió a su mujer, la odió con la misma
fuerza que la deseó, con el mismo brío que le hacía necesitar poseerla, meterse entre sus piernas.
Odió a su mujer, la odió a ella y a ese asqueroso ser que crecía en su seno. En él surgió esa necesidad
de humillarla, hacerle daño, oírla gritar y suplicar por su vida.
De un manotazo derribó el biombo, partiendo los listones de madera y desgarrando la tela,
sorprendiendo con aquello a su esposa que, con un pequeño grito ahogado, trató de cubrir su
desnudez con el vestido que recogió de encima del butacón que tenía a su lado. Clemente la cogió por
el brazo y la arrastró hasta la cama. Con un fuerte empujón hizo que cayese sobre el lecho, le arrancó
el vestido de las manos y destrozó su ropa interior antes de tumbarse sobre ella, sujetarle las muñecas
con sus manos, convertidas en grilletes de carne y hueso e hizo el amago de intentar abrirle las
piernas con las suyas. Algo eso último que no sería necesario, pues ella ya las había abierto para
dejarse hacer, mostrando toda su sumisión y con los labios sellados para hablarle a su esposo
solamente con los ojos. Unos ojos que se clavaron en los suyos, unos ojos que escondían un algo que
él no supo entender. Estaba muy excitado, no recordaba haber tenido erección semejante desde hacía
mucho tiempo, sin embargo la enorme barriga de ella le dificultó el poder penetrarla pese a que
Aurora no se resistió a ello. Aquella erección había sido porque deseó verla llorar, gritar y suplicar.
Sin embargo su actitud fue todo lo contrario y el resultado fue que su “ánimo” acabó por desinflarse.
El hombre se puso de rodillas sobre la mujer para tratar de que le fuese más fácil entrar en ella, si
bien una vez todo su ímpetu se había ahogado en los ojos de su mujer, no parecía fácil recuperarlo.
Con la mano abierta le golpeó en la cara con el objetivo de obligarla a apartar la mirada,
consiguiendo solamente que comenzase a pitarle el oído donde impactó su golpe y que un hilillo de
sangre le cayese por la mejilla. Si no hubiese sido por esa sordera momentánea que le provocó,
Aurora hubiese tenido que escuchar con claridad los gritos e insultos que de manera tan “cariñosa” le
había dedicado. Unos gritos e insultos que si escucharon Don Onofre y Doña Aurelia de Soto y los
criados que se comenzaban a despertase aquella mañana.
Los usos y maneras de aquellos años impidieron que sus suegros acudieran en el auxilio de su
mujer. Él era su marido, Aurora era suya y podía hacer con ella lo que le viniese en gana. Aurelia
lloró y se tapó los oídos para no escucharles, Onofre cogió su escopeta y salió de la casa para matar
algo de cuatro o dos patas mientras se imaginaba que era a su yerno a quien disparaba.
Estrellar su mano contra la cara de ella no sirvió para hacerle recuperar el vigor, si bien si
notó como el deseo trataba de volver a él y su entrepierna quería volver a alzarse con todo su poderío.
Quizá, solo quizá, si con un golpe había logrado tanto, con muchos más era probable que lograse
hacer que la dureza de su sexo se volviese una realidad. Esa idea se alojó en su mente junto con otras,
la de que quizá, solo quizá, golpe a golpe también lograse hacer que ella háyase su penitencia y
hacerse así merecedora del perdón por la muerte de… y la de… Quizá, solo quizá, golpe a golpe la
criatura de su vientre quedaría bendecida por él y podría hacerse merecedor de ser hijo suyo. Quizá,
sola mente quizá, golpe a golpe lograse arrancarle los gritos, suplicas y llantos que Clemente
necesitaba para lograr penetrarla con furia. Sin embargo Aurora de Bolaños no le dio ese gusto, lo
único en que sucumbió en ese deseo de verla sufrir fue en eso que no dependía de ella, de eso que tan
solo dependía de la biología humana. Golpe a golpe hizo que sangrase por la boca al partirle el labio
y uno de los dientes y muy probablemente, también la mandíbula. Eso creyó él al escuchar aquel
crujido sordo, como de hueso, eso le pareció al ver esa lágrima que se escapó pese a que ella cerró los
ojos, apretándolos con todas sus fuerzas. Con tan solo ese gesto involuntario de ella, él logró volver a
tener la fuerza suficiente entre sus piernas para comenzar a entrar y a salir de su esposa durante los
treinta segundos que tardó en verterse en su interior. Treinta segundos salvajes hasta que terminó y se
dejó caer a su lado, exhausto, borracho y completamente enajenado. Clemente Bolaños quedó
dormido tras aquello y sobre su mismo lecho, su esposa yacía inconsciente y sangrando por la boca y
por entre las piernas.

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Aquel desagradable incidente, por decirlo de manera sutil, fue el principio del fin de aquella
promesa sobre que no volvería a visitar otra casa de mala reputación y que no yacería con otra mujer
que no fuese la suya. Bueno, para ser del todo sincero, la primera parte de aquella promesa nunca la
incumplió, nunca volvió a visitar burdel alguno don Clemente Bolaños. Aquel desagradable
incidente, por decirlo de manera sutil, fue el principio del fin de esa “familia” que ambos habían
intentado construir. Aquella dama que gustaba de mirarse en todos los espejos, de vestir los más
exclusivos vestidos y las mejores joyas, ni siquiera fue capaz de levantarse de la cama para ponerse
su camisón y el reflejo que le devolvían los espejos de su cuarto le dolían a la vista por todas aquellas
contusiones y el feo corte en el labio. Aquella dama se estaba muriendo y no sabían si duraría con
vida lo suficiente para que Paulino volviese al pueblo con ese médico que su señor había hecho
llamar. Pero Aurora resultó ser más fuerte de lo que todos pensaban, más de lo que ella misma creía.
El doctor Valdés llegó al atardecer, acompañado de una joven enfermera y, entre ambos, la
atendieron, limpiaron y curaron sus heridas antes de que el reloj diese las doce campanadas que
anuncian el comienzo de un nuevo día.
-¿Cómo se encuentra mi esposa, doctor?
-Su pronóstico es grave, va a necesitar muchos cuidados. Por ahora hemos conseguido
estabilizarla y su vida ya no parece correr peligro.
-¡Me alegro de escuchar eso!
-A punto a estado de perder a su mujer, señor Bolaños. En un principio, a falta del
instrumental y los aparatos médicos necesarios para corroborarlo, doña Aurora tiene en la mandíbula
una fisura importante, no se le ha roto por completo por la intervención de Dios y solamente se ha
saldado con la pérdida de una de las piezas dentales. Además tiene un tímpano perforado y es muy
probable que pierda algo de audición, si bien también gracias a la intervención Divina no se ha
quedado sorda del todo del oído izquierdo. También parece tener rota una costilla rota y,
lamentándolo profundamente, he de informarle que el hijo que estaban esperando no ha tenido tanta
suerte como su mujer.
-¿Ha fallecido?
-No es este niño el que ha de preocuparle ahora, nada puede hacerse ya por él, sin embargo
para su esposa lo peor está por llegar. Una vez se despierte le tocará dar a luz a una criatura sin vida,
lo cual siempre es dos veces más complicado y doloroso que un alumbramiento normal. Y hemos de
dar gracias a Dios si no fallece ella durante el parto.
-Lo dejo en sus manos, sálvele la vida a mi mujer, doctor.
-Haré todo lo que pueda.
-Se lo agradezco.
Aurora logró abrir los ojos al tercer día y su esposo no estuvo allí para verlo. Ni siquiera
estuvieron a su lado, esperando que volviese en si, sus padres, pues su marido había prohibido la
entrada a aquel dormitorio a cualquiera que no fuese el médico o la enfermera.
El viejo doctor no erró en sus suposiciones, el alumbramiento de aquella criatura sin vida fue
complicado, doloroso e hizo que el dormitorio del matrimonio se convirtiese en el lugar más triste de
aquella aldea, quizá de toda la provincia. El silencio fue roto tan solo por esa mezcla entre gemido y
llanto de Aurora y las palabras, falsamente dulcificadas, del médico y su ayudante. Fue triste, si, muy
triste, doloroso y largo, muy largo. Más doloroso fue aún cuando todo acabó y le pusieron al niño
entre sus brazos para que pudiese despedirse de él. Ella no pudo mirar, el padre ni siquiera se había
dignado en estar allí, la criatura se marchó a una nueva vida sin que nadie le regalase un último adiós.
Aurora no pudo mirar, no, y no era para menos, la sensación de la desdichada al tenerlo en su regazo
fue algo más que horrible. Era como sostener un muñeco de trapo recubierto de piel, caliente y
viscoso, sin vida donde debería haberla, un peso muerto por el que no cabía sentir ese incondicional
amor que debería llenar su corazón.
Para Clemente el dolor fue distinto, intenso pero distinto. Su dolor le hizo jirones el alma y el
juicio. La culpa le aguijoneó sin piedad, hizo que en su mente se repitiese un eco en el que se decía a
si mismo que todo había sido por culpa suya. Y así era, él, solamente él fue el responsable. En ese
instante ni siquiera las vagas excusas sobre la muerte de Luís, sobre que aquel niño no era y nunca

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podría ser ese hijo que había perdido bajo la almohada de Aurora le sirvieron para mitigar esa culpa,
ese dolor que le hacía querer gritar con todas sus fuerzas hasta destrozarse la garganta. Nadie, ni
siquiera la enfermera, el médico o la madre habían visto la cara al niño, él no había estado allí en el
momento del parto y por tanto tampoco llegó a ver el rostro de aquel bebé y sin embargo, en la
cabeza del señor Bolaños se presentó ante el mundo con la carita de Luís. Clemente lloró, lloró como
un niño y buscó consuelo para su desdicha entre las piernas de una preciosa niña de diecisiete años
que se había casado con uno de los trabajadores de la factoría hacía casi un año.
La vio a través de una ventana. La chiquilla estaba sentada en un humilde butacón, con un
bebé que no debía de contar ni con dos meses de vida al que estaba amamantando. Su piel era de un
blanco tan puro y virginal como lo era la luz que surgía de las Vírgenes y los Santos que se
representaban en las ilustraciones de las Santas Escrituras. Su cabello, entre marrón y dorado, le caía
por el cuello por el que los ojos de Clemente se deslizaron antes de llegar a sus hombros y perderse
en ese pecho desnudo, generoso y voluptuoso que la niña le mostraba sin saberlo. Lucía, que así se
llamaba la chiquilla, se lo cubrió antes de sacarse el otro y dejar con ello que su hijo cerrase sus
labios alrededor de ese sensible y sonrosado pezón. Aguardó, aguardó pacientemente con su lúbrica
mirada clavada en aquel pecho hasta que terminó de amamantar a su hijo. Aguardó, aguardó
pacientemente con su lúbrica mirada clavada en aquel pecho hasta que Lucía acostó al bebé en una
cuna de madera que debió ser torpemente construida por el padre al no poder permitirse comprar una
nueva. Clemente entró en la casa sin llamar, sin pedir permiso, sabiéndose el dueño de todo y de
todos. Se acercó a ella creyéndose que todo cuanto pasase allí dentro sería por sus designios. Nunca
pudo imaginarse que el amo y señor se convertiría ante los ojos color miel de la niña en su más
humilde siervo, en un niño indefenso.
Entró en la casa, no dijo nada, no se dignó a dirigirle la palabra a una chiquilla que creía
inferior a él y se acercó hasta la cuna donde ella estaba. Le acarició el rostro y sus miradas se
cruzaron por un segundo que se convirtió en toda una eternidad. A partir de ese instante ni un solo
sonido salió de su boca, si bien el motivo fue bien distinto que el inicial. A partir de ese instante ni un
solo sonido salió de su boca, si bien no fue necesario pues sus gestos y sus ojos lo dijeron todo en
aquella conversación callada.
Lucía descubrió los restos del llanto de aquel hombre marcados aún en sus mejillas y se
compadeció de él. Le rodeó con sus brazos e hizo que Clemente apoyase su cabeza sobre su generoso
y dulce busto. Volvió a llorar el señor Bolaños, nuevas lágrimas le cayeron y humedecieron el
canalillo de la chiquilla, bajando lentamente por su blanca piel, haciendo que la respiración de ambos
se agitase, que el vello de Lucía se erizase y que su pierna se empapase. El poderoso empresario besó
aquel trozo de piel humedecido por el llanto, sintiendo como subía y bajaba, agitado y caliente,
mientras ella hundía sus dedos en su entrecano cabello. La preciosa niña bajó sus ropas y uno de sus
pechos quedó de nuevo a la vista del señor Bolaños. Un pecho salado por sus lágrimas y dulce por
esa única gota que consiguió hacer brotar de aquel joven pezón, dulce por esa única gota que recogió
con la punta de la lengua antes de cerrar sus labios alrededor de la sonrosada aureola de la niña.
Cuando se apartó, sus ojos se volvieron a encontrar y Clemente comenzó a temblar como un
crío asustado, como un principiante en esas lides que se ha de dejar guiar por aquel sendero que le
conduciría hasta la cama de Lucía y de su marido. Ella dejó caer la ropa, desnudándose como lo hace
una rosa a la que se le van cayendo los pétalos. En silencio, al igual que permanecía el señor Bolaños,
le desnudó y le ayudó a tumbarse boca arriba antes de colocarse sobre él y guiarle para que su
miembro, erecto y duro se introdujese en su interior. Lucía empezó a moverse, primero de manera
suave, con la dulzura de una maestra que enseña a un alumno no muy hábil y después más fuerte, con
la desesperación de quien necesitaba contacto semejante desde hacía mucho tiempo. Le enjugó las
lágrimas, posó sus labios sobre su frente y apoyó sus manos sobre los hombros de Clemente cuando
notó que el orgasmo le venía. Sus pechos subían y bajaban al ritmo que lo hacia su cuerpo,
agitándose cada vez más, moviéndose rápidamente y llenándose de leche hasta el punto de que dos
gotas surgieron de cada uno de sus pezones para caer en la boca abierta de él. El señor Bolaños bebió
de ella, primero de un pezón, después del otro, cuando Lucía se agachó, sintiendo ese éxtasis que
estalló en ambos a la vez. Un clímax largo y placentero pero doloroso. Doloroso por la traición a su

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marido cometida por ella. Doloroso por el recuerdo de Luís y de esa otra criatura nacida muerta que
en ese instante volvieron a su cabeza. Como el niño pequeño en que se había convertido en cuánto
cayó en el abismo de la mirada de Lucía, Clemente Bolaños se hizo un ovillo y lloró. Lloró sin
consuelo hasta quedarse dormido.
Cuando despertó, Lucía acunaba a su hijo y él se marchó, avergonzado y manteniendo ese
silencio que se produjo en él en cuanto entró en aquella casa. Se marchó sin decir adiós, incapaz de
mirar a la chiquilla y enfilando por el sendero el camino monte arriba que le había de llevar hasta su
casa, donde el doctor Valdés le esperaba para darle otra fatídica noticia.
-Lamento tener que decirle que es más que probable que su mujer quede incapacitada para
concebir. –El anciano médico hacía su equipaje mientras hablaba con él. –Las heridas que ha sufrido
han sido de una gravedad extrema. Como ya le he dicho en otra ocasión, su esposa ha estado a punto
de perder la vida también y hoy a logrado sobrevivir tan solo por la intermediación de Dios nuestro
Señor.
-¿No puede hacer nada para sanar su vientre?
-Dios solo hay uno y yo no lo soy. Lo lamento mucho pero yo no puedo hacer nada más por
ella, ahora solo su propia fortaleza y el tiempo pueden hacer algo para que el vientre de doña Aurora
vuelva a ser fértil. –Cerró su equipaje y le ofreció su mano a Clemente. –Vuelvo a repetirle que lo
lamento mucho.
-¿A dónde va?
-Me vuelvo a casa. Mi sobrina se quedará un par de semanas más cuidado de su esposa pero
yo he de marcharme.
-No me gusta nada lo que leo en sus mirada, doctor. –El gran hombre no pudo evitar ponerse
a la defensiva. -¿No tiene nada más que decirme?
-Por supuesto que hay muchas más cosas que quisiera decirle, don Clemente. –El dinero que
le había dado como pago por sus servicios permanecía sobre la mesilla de noche. –Pero es su esposa
y no me debo meter en como ha de tratarla usted. Tan solo recalcarle que ahora debe cuidar de ella,
ha punto ha estado de matarla y…
-No fui yo o… -Carraspeó. –Más bien debería de decir que no era yo mismo en ese instante.
-Por desgracia, algunos se piensan que son más hombres por someter a su mujer. Otros más
niñatos se sienten más poderosos por ahogar sus penas en alcohol de calidad y ocultar sus vergüenzas
tras las espesas cortinas de los humos de caros habanos.
-¿Me está juzgando? –No había ira en su voz, más bien bochorno. El poderoso empresario se
había convertido ante el doctor en un mocoso de ocho años que no sabe encajar la reprimenda de un
adulto. –Yo no…
-No me atrevería a hacerlo. –Le cortó severo. –Tan solo me tomo la libertad de darle consejo
como hombre más viejo y, quizá, algo más sabio por los años vividos. Nunca olvide estas palabras:
Compañera te doy, que no sierva.
-No se marche.
-He de volver a casa.
-Yo le daré una aquí, le prometo que no le faltará de nada. Podrá ser el médico de la zona,
atender a los operarios de la factoría y…
-¿Cree que con su dinero puede comprar de todo y a todos?
-Si alguien puede ayudar a que el vientre de mi esposa vuelva a ser fértil, ese es usted.
-Tan solo a Dios le compete otorgarle o no de nuevo esa bendición a su esposa. Hágase
merecedor de ello y quizá se obre el milagro.
-No se marche, por favor.
En ese instante, Clemente Bolaños cayó en la cuenta. Aquel humilde doctor le recordaba a su
padre, no solo físicamente.

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Capítulo 34

-Su manera de hablarle y de reprenderle era como la del viejo Bolaños. –Leyó Claudia en voz
baja. -Tan solo el doctor podría ayudarle a ser mejor persona.
La puerta de la biblioteca se cerró dando un portazo que la asustó. Mientras leía se había
sumergido tanto en la historia de Clemente Bolaños que fue como ser el testigo invisible de lo que
había ocurrido. Mientras leía se había sumergido tanto en la historia de Clemente Bolaños que el
golpe de la puerta al cerrarse fue como si una cuerda se hubiese cerrado en torno a su pecho y alguien
hubiese tirado con furia de ella para devolverle a la realidad.
Se puso en pie, respiró profundamente con los ojos cerrados, tratando de recuperar la calma
tras el susto y posó el libro abierto sobre el escritorio. Caminó hacia la puerta y trató de abrirla. La
manilla se movió, escuchó el resbalón al retraerse y pudo notar que la puerta cedió un par de
centímetros antes de que a Claudia se le escapase de las manos y se cerrase de golpe.
-¿Quién está ahí? –La capitana supuso que alguien trataba de impedirle que la abriese. -¡Abre
la puerta!
Estiró la mano hasta la manilla y volvió a abrirla. De nuevo una fuerza extraña tiró desde el
otro lado y haciéndole daño en los dedos, se la arrancó y la cerró nuevamente de manera violenta.
-¡Déjame salir! –Le pareció escuchar un susurro al otro lado. -¡Joder! ¿¡Quién coño eres!?
Nadie contestó y ella trató de escuchar algo de lo que había al otro lado. Apoyó la oreja y se
mantuvo callada tratando de distinguir que o quién podía estar impidiéndole salir de allí. Ni tras una
vida entera hubiese podido adivinar que eran aquellos sonidos tan extraños. Primero le pareció como
si algo pesado, lo más probable que algo metálico, estuviese siendo arrastrado por el suelo de madera,
quizá golpeando de vez en cuando las paredes mientras se alejaba y se acercaba a ella una y otra vez.
Después le pareció escuchar pasos pesados y lentos y como si alguien estuviese llorando. Su
imaginación se desbordaba y creyó que era una persona que arrastraba una pesada cadena, quizá el
lamento pertenecía a algún niño. Y también podía ser algún tipo de animal pequeño, un perro o un
gato quizá, quejándose mientras se lamía alguna herida. No estaba segura de nada, incluso aguantó la
respiración unos segundos para que el sonido del aire entrando y saliendo de sus pulmones no le
molestase al tratar de reconocer que demonios podía ser el ruido al otro lado.
-¿Hola? –Preguntó Claudia.
Entonces pudo oír esa especie de gemido más alto y más claro pero a pesar de ello, seguía
siendo incapaz de reconocer que era lo que lo había producido. Un golpe fuerte, descargado con toda
la furia del mundo contra la puerta le hizo dar un paso atrás. Se asustó, no fue para menos, el corazón
se le había puesto a mil palpitaciones por minuto e hizo que se le escapase un grito agudo que la dejó
sin aliento. Otro golpe agrietó la madera, las bisagras parecieron aguantar bastante bien pero tras el
tercero y el cuarto, el quinto y el sexto, Claudia empezó a temer que no soportarían tamaños envites
por mucho tiempo más. Con cada golpe la capitana daba otro paso más hacia atrás. Estuvo a punto de
caer al darse contra el butacón sobre el que había estado leyendo antes y siguió retrocediendo hasta
que la pared le impidió seguir alejándose de la puerta. Fuese lo que fuese lo que había al otro lado,
quería echar la puerta abajo y entrar a por ella. Si lo lograba, la Capitán no tendría a mano nada con
que defenderse salvo un millar de libros, unas estanterías, butacones y un escritorio. Nada útil, ella no
tendría fuerzas para levantar ninguno de esos objetos, estaban hechos de madera maciza y debían de
pesar más que ella misma. Sin embargo tenía que haber algo que le sirviese como escudo o como
arma si esa cosa conseguía entrar. ¡Entrar! Si lo que fuese que estuviese en el pasillo quería entrar en
la biblioteca, ¿por qué le impidió antes que pudiera salir? ¿Por qué narices la había encerrado allí
dentro?
El gemido que había escuchado antes fue tomando forma, poco a poco se fue convirtiendo en
la voz de un chico. Un chico que debía tener diez años más o menos. Era una voz infantil, aguda, que
apenas entendía.

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-¡Apártate de ahí! –Una segunda voz gritó al muchacho, una segunda voz que no le costó
reconocer.
¡Discutían, el chico y la señora Bolaños discutían! No entendía que se estaban diciendo el uno
al otro. Tan solo logró reconocer un par de palabras y creyó escuchar tres nombres, Lorenzo, Andrés
y Rosalía.
Otro nuevo golpe logró que una de las bisagras saltase y cayese al suelo con una estela de
herrumbre. Las grietas en la madera se hicieron mayores y algunas astillas volaron hasta caer a los
pies de Claudia.
En el pasillo seguían discutiendo aunque por el tono que usaban, si bien no alcanzó a entender
más de otro par de palabras sueltas, le pareció que el niño suplicaba y la oscura dama le recriminaba
algo.
-… favor… -Sollozaba, el muchacho sollozaba. -¡Madre…
La señora Bolaños estaba ganando ese pulso, la puerta no aguantaría muchos golpes más y el
chiquillo acabaría apartándose para que la que entrase a acabar con Claudia.
Cuando eso ocurriese tenía que poder defenderse, pero… ¿Cómo se destruye un ente venido
del otro lado? Por un instante la capitana se rió de si misma. ¡Fantasmas! Nunca creyó en ellos y le
costaba hacerlo en ese instante, pese a que todo la obligaba a no tener duda alguna sobre su
existencia, algo que chocaba con su mente racional.
-¡Los fantasmas no existen! –Se repitió en voz baja. -¡Los fantasmas no existen!
-¿Entonces que es eso? –Le preguntó otra voz de ella misma directamente a su mente. -¿No
son fantasmas eso?
Claudia se acercó al escritorio y rebuscó en los cajones. No había nada con que defenderse, ni
siquiera era probable que el abrecartas que había encontrado pudiese serle de alguna utilidad.
-¡Los fantasmas no existen! –Se imaginó a si misma intentando apuñalar a la señora de
Bolaños y se vio hendiendo el aire, atravesándola como si fuese una columna de humo negro pero sin
lograr hacerle daño alguno. -¡Los fantasmas no existen!
-¿Estás segura?
En la puerta sonó otra vez el golpe de algo estrellándose contra ella con más fuerza, rabia y
odio que antes. Claudia se irguió sujetando el abrecartas con una mínima e inútil esperanza de que
pusiese servirle para defenderse. En el pasillo las súplicas se callaron, los reproches se silenciaron y
un último golpe lanzó la gruesa puerta de madera contra ella, como una locomotora abalanzándose
contra el escritorio que quiso usar como parapeto. Claudia se cubrió con los brazos, cerró los ojos y
se agachó bajo la mesa, tratando de escuchar como la negra dama entraba en la biblioteca. Silencio,
lo único que sintió allí dentro era aquel maldito silencio. Salió de su escondite y descubrió que la
puerta seguía en su sitio. La bisagra no estaba en el suelo y no había ni grietas ni astillas. La puerta se
abría ante ella con suavidad y Claudia solo vio el rostro de aquel muchacho que le sonrió dulcemente
antes de desaparecer.
-Madre…
-¡Espera! –Le gritó suplicando.
Pero ya no había nadie más allí. ¡Estaba sola! Completamente sola en aquella casona. Ya
nunca más volvería a ver a Mauricio, tampoco a Charlotte. Victoria estaba muerta en vida, Emma
había fallecido y David y Mark habían sido engullidos por una falsa realidad de la que parecía que
nunca podrían escapar. ¡Estaba sola, completamente sola!
La puerta se había abierto y podía salir de allí, escapar de aquel maldito pueblucho. Huir sería
abandonar a su suerte a Mark, David y Victoria, traicionar a Emma, a Charlotte y sobretodo, a
Mauricio. Pero no podía hacer nada por ellos, de nada podía servirles que se quedase allí. Ella se veía
impotente ante aquella situación y había resultado que un experto en aquel tipo de “cosas”, como era
el profesor Donovan tampoco había podido hacer nada.
Tenía que volver a casa, investigar un poco y buscar a alguien que pudiese hacer algo que de
verdad fuese útil. ¡Quizá lo que aquel lugar, aquella casa necesitaba era un exorcismo! ¡Quizá,
entonces, solo la iglesia podía ayudarla! Ardua tarea le esperaba si eso era así. Primero convencer a
alguien del clero de que lo que estaba ocurriendo era real, luego enfrentarse a la burocracia de la

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iglesia y a las agujas inmisericordes de un reloj hasta que el Vaticano, el Papa o quién fuese,
autorizase que alguien fuese hasta Santa Aurelia de Somerón a averiguar que era lo que pasaba allí.
Claudia recogió el libro sobre Clemente Bolaños de encima de la mesa, cogió el de Manuel
Longoria y salió de la biblioteca. Hizo su equipaje, guardó su cámara de fotos y cogió las llaves del
coche. Su estómago rugió, se acercó a la cocina y descubrió que no había nada que llevarse a la boca.
-Da igual, compraré algo por el camino. –Se dijo en voz alta.
-Si, vamos, ven conmigo. –Dijo Agustín al espejo. –Vámonos a casa.
Salió fuera y descubrió que estaba amaneciendo. Se sintió extraña al ver el sol surgiendo entre
las montañas. Por mucho que se esforzase en hacer memoria, era incapaz de recordar si eran las
nueve de la mañana, las dos de la tarde o las tres de la madrugada cuando ella y Mark lograron entrar
en el Palacio de los Espejos y, mucho menos, de saber si había estado leyendo la historia de
Clemente Bolaños durante una hora, un día o una semana. Lo único que sabía, o más bien que
esperaba, era que aquel fuese el alba de su último día en aquel lugar. Buscó su coche pero no lo
encontró y cayó en la cuenta de que tampoco lograba recordar la última vez que lo había visto.
Agustín, mientras tanto, había salido también fuera y se encontró con su coche, el de Mark
Donovan y el de su prometida. Pero ella no estaba allí. ¡Claudia no estaba allí! En los espejos la pudo
ver en el sitio donde se encontraba él en ese instante y sin embargo aquello no era cierto. Ni siquiera
era cierto que estuviese amaneciendo. Por la posición del sol y según le decían las manillas de su
reloj, era un poco más tarde del medio día. El tiempo jugaba con él, Samael y Mephistópheles se
habían convertido en cómplices de la señora de Bolaños y se divertían con Claudia haciendo que para
ella fuese noche en el día, día en la noche y conduciéndola a la locura.
La Capitán no entendía nada, quería escapar de allí para buscar un sacerdote y cada vez estaba
más segura de que acabaría encontrando tan solo una camisa de fuerza y una sala acolchada al otro
lado.
Tras volver a dejar sus cosas en la entrada de la casona se puso en camino y descendió por el
sendero que había de llevarla hasta la plaza del pueblo. Allí, con un poco de suerte, alguien podría
acercarla a algún sitio civilizado donde coger un autobús, un tren o un taxi que le llevaría a la casa de
la abuela Mercedes.
Con el sol naciendo llegó una extraña brisa, cálida y molesta, que le revolvió el cabello e hizo
que naciese en su corazón el convencimiento de que algo malo iba a ocurrir. Una brisa que la
acompañó hasta la casa del doctor Longoria.
Todo estaba cambiado, nada era como recordaba. Los robles cercanos tenían la corteza
ennegrecida, los arbustos habían sido reducidos a cenizas y los edificios eran retorcidos esqueletos de
vigas de madera y acero, con los escombros de sus paredes por el suelo. Había cuerpos de personas
sin vida a su alrededor, algunos incluso aún humeaban y tenían las ropas y la piel castigados por el
fuego. Aquel lugar era igual a aquel que había visto en sus sueños cuando ella estaba con Andrés
Robledo, el personaje de su historia, desde los barrotes del zulo en el que estaban encerrados. Frente
al domicilio de Manuel Longoria había una alfombra de plumas negras y pequeños cuerpos
destrozados y ensangrentados. A través de la puerta reconoció a esa chica de apenas veinte años, con
su vestido blanco manchado de sangre y hollín y el cabello recogido. Era esa enfermera sobre la que
había leído y el cuerpo sin vida que arrastraba al interior de la casa debía de ser el del doctor Valdés.
El anciano medico, con su barba blanca, aún conservaba su gesto amable en el rostro pese a tener el
rostro magullado, ensangrentado y los redondos anteojos colgando de una de sus orejas.
Allí también estaba ella, gritando como una loca, llamando a su hijo Lorenzo. Había perdido
su porte, su belleza y no tenía la majestuosa imagen que mostraban las pinturas que ornaban su
mansión. Llevaba puesto unos ropajes negros, calcinados y en su piel y pelo había marcas recientes
que el fuego le había producido.
-¡Lorenzo! ¿¡Donde está Lorenzo!?
El niño que Había sonreído a Claudia desde el pasillo que daba a la biblioteca salió fuera. No
debía de tener más de diez u once años pero, allí de pie ante Aurora de Bolaños parecía mayor,
mucho mayor.
-Lorenzo ha muerto, madre.

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-¡Mientes! –Con la mano abierta le golpeó el rostro y el sonido fue el mismo que cuando
golpeó la puerta de la biblioteca. -¡Lorenzo!
-Ha muerto, madre. –Repitió el chico.
-¡¡¡No, no, no!!! ¡Eso no es cierto! Mientes, Andrés, mientes.
-No, madre, lo siento. –Otro golpe le cruzó la cara y le surgió sangre del labio. –No le miento,
madre, Lorenzo ha muerto.
-¡No! ¡No ha muerto!
-Señora… –Uno de los sirvientes de la casona salió cojeando de la casa del doctor,
sosteniendo el cuerpo sin vida del pequeño Lorenzo.
-¡¡Nooooo!! –La señora de Bolaños cogió a su hijo y lo abrazó con desesperación. -¡Mi
pequeño! ¡Despierta, por favor!
-Ha muerto, señora, lo lamento mucho.
-No, no ha muerto. –Se puso en pie, se enjugó las lágrimas y miró al hombre y a Andrés con
rabia en los ojos. –Aún respira. –Se lo entregó al sirviente. –Llévelo a su cama, yo iré enseguida.
-Pero, señora…
-Obedece.
-Si, señora.
-Y tú… -Señaló al pequeño muchacho que la miraba asustado. –Ven conmigo.
-¡No, huye! –Claudia corrió hacia ellos y trató de coger al chico por el brazo, pero fue como
tratar de coger el aire.
No la podían ver, parecía imposible que pudieran escucharla y resultó que tampoco pudieron
sentirla. Eran intangibles, ¿producto de su imaginación? O quizá… Quizá el fantasma allí era ella,
quizá hacía tiempo que había muerto o… También todo aquello no era más que un sueño, una
pesadilla o el recuerdo de una vida pasada.
-¡Rosalía! –Alguien gritó con una voz que le resultó extrañamente familiar. -¡Rosalía!
No podía hacer nada, tan solo ser otra vez más el mero espectador de cuanto acontecía en
torno a ella. Les siguió de cerca, la señora de Bolaños llevaba al muchacho casi en volandas hacia la
casona haciendo oídos sordos de las súplicas del chico. Pasaron junto a la puerta y continuaron
rodeando la mansión hasta una trampilla en el suelo que estaba prácticamente oculta por la maleza.
Claudia nunca había visto esas portezuelas en el suelo, lo más probable es que en el siglo XXI las
hierbas y el tiempo hubiesen terminado por esconderlas de la vista del resto del mundo. El muchacho
y la señora bajaron por las escaleras que había bajo ellas y la capitana quiso seguirles. Su instinto
hizo que se detuviese. Esperó allí fuera y su vista se giró instintivamente hacia un hueco a ras del
suelo que había en la fachada de la mansión. Segundos después se encendió una tímida luz y ella se
topo con lo que ya se imaginaba. Aquel hueco tenía unos barrotes y desde allí se podía ver el famoso
zulo de sus pesadillas. La señora de Bolaños sostenía una vela en su mano y con la otra, arrojó al
niño contra el suelo. Andrés se golpeó con fuerza en la pierna y en la cabeza. Quedó al instante sin
sentido sobre las averdosadas baldosas de aquella minúscula estancia hecha con grandes bloques de
algo parecido al hormigón. Aurora de Bolaños salió, corrió dos cerrojos al otro lado de la puerta de
metal y subió los escalones que la llevaron de nuevo al patio trasero del Palacio de los Espejos.
Dentro de la celda no se veía nada, solamente escuchaba la débil respiración del niño que yacía sin
sentido.
No se habían dado cuenta de que el cielo se había ido cubriendo de negros nubarrones y la
lluvia les sorprendió a ambas. Aurora de Bolaños entró en la casa a guarecerse y a velar a Lorenzo
mientras Claudia observaba aquel maldito pueblo que cada vez le urgía más abandonar. Llovía a
mares y sin embargo ella no se mojaba. Aquella agua formaba parte de su espejismo. La capitana
solo tenía una cosa como cierta, aquella brisa que le azotaba el cabello y que descubrió arrastrando
desde lo lejos una espesa cortina de niebla que cubrió las hierbas y los escombros de Santa Aurelia de
Somerón. Aquella especie de bruma fue ascendiendo monte arriba, cada vez estaba más cerca de la
casa de indianos del malogrado matrimonio Bolaños. Ascendía por el monte a ras del suelo, no debía
de cubrir mucho. Claudia calculó que cuando la alcanzase no subiría por encima de sus tobillos. De
manera irracional comenzó a tener miedo. Aquella especie de niebla no era normal, no podía ser

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normal. No le afectaba la lluvia, corría veloz empujada por la brisa y para cuando la Capitán quiso
reaccionar, vio que a menos de veinte metros la bruma la había rodeado y se movía en una sola
dirección, hacia ella. Se acercó rápidamente, muy rápidamente, cercándola. A menos de un par de
metros de donde estaba, la niebla empezó a subir a su alrededor. Fue formando una cúpula neblinosa
que se cerró sobre su cabeza. Había algo raro en el aire encerrado ahí dentro. No olía a nada y
Claudia supo que era gas. ¡Gas! Se mareó, la cabeza comenzó a darle vueltas y sus ojos se cerraron
haciéndola caer en una peligrosa embriaguez.
Cuando abrió los ojos esperaba encontrarse tumbada en el suelo, quizá aún en el interior de
aquella cúpula de humo, de niebla. ¡Pero no! Estaba de pie frente aquella mansión maldita que se
alzaba ante ella, imponente y bella. Parecía nueva, el estado en el que se encontraba era excelente.
Parecía haber viajado al pasado y, probablemente, eso era lo que había ocurrido. ¡Pero eso
debía de ser imposible! ¿No? Lo más probable era que… Quizá seguía en el interior de aquella
cúpula y era su mente la que se había ido de viaje al pasado de mano de los recuerdos de aquella
maldita mujer. ¡Si, aquella era la única respuesta posible!
Donde recordaba haber dejado su Mustang el desgraciado día en que llegó allí, había un Rolls
Royce de principios del siglo XX, de color rojo, en el que un desconocido vestido de mayordomo
cerraba la puerta trasera antes de volver a su asiento al volante.
-Vamos, hija.
Una mujer de mirada severa, con el pelo recogido y luciendo unos pendientes de oro y un
abrigo de pieles se giró hacia ella. Sus rasgos eran indígenas, si bien sus ojos si parecían más
europeos. Aquella dama debía de ser mestiza, pero por su acento intuyó que debía de ser natural de
Chile o Perú.
-¿A que esperas? –El hombre de afilado bigote negro y cabello del mismo color, se dirigió a
ella también mientras le ofrecía el brazo a su esposa para que esta lo tomase. -¡Vamos!
-Si, padre. –Escuchó que surgió de sus labios.
Aquel matrimonio no debía de tener más de cuarenta y dos o cuarenta y tres años. Sin
embargo, las arrugas en sus rostros, las canas que empezaban a asomar en sus cabellos y sus negras
vestiduras, caras y de exquisita confección no obstante, les confería una ancianidad más propia de
alguien que les duplicase en edad.
Obedeciendo a ese hombre al que acababa de llamar padre, les siguió por el empedrado
camino hasta una puerta donde Clemente Bolaños y su sonriente esposa, doña Aurora les esperaban.
No necesitó más de dos segundos de observación para descubrir en ella una negrura en el fondo de
sus ojos que le hizo comprender que el dulce gesto de su rostro era fingido. No necesitó más de dos
segundos de observación para descubrir en él una chispa en el fondo de sus ojos que la desnudaba
con la mirada.
-Sean bienvenidos, señores Benítez. –Le ofreció una mano el señor Bolaños primero al
hombre y después a la mujer. –Permítanme presentarles a mi esposa.
Una vez hechas las presentaciones, pasaron al salón y Claudia supo que aquellas dos personas
eran Don Raimundo Benítez Llano y su esposa, doña Catalina. Nunca había visto una foto suya, sin
embargo supo enseguida que se trataba de sus tatarabuelos. Por tanto, esa muchacha en cuyo cuerpo
ella estaba y que atendía por el nombre de Rosalía Benítez, era su bisabuela.
La historia de aquellas tres personas se había mantenido casi en secreto en su familia. No
había más que un par de fotografías del matrimonio y ninguna de la muchacha en el álbum familiar
de la abuela Mercedes y nadie conservaba pintura alguna de ellos. Lo poco que había escuchado era
que don Raimundo y doña Catalina murieron tras casi veinte años de luto en los que el nombre de su
hija pequeña había quedado vetado de ser mencionado. Por lo visto, doña Catalina había quedado
inútil de cintura para abajo por un accidente y su esposo se encargó de cuidarla hasta que fallecieron
ambos. Nada más se supo, nada más se habló y se consiguió ocultar la existencia de aquella hija de
tal manera que ni siquiera el hecho de que su nombre fuese vetado hizo que picase la curiosidad a las
generaciones que vinieron detrás. Tampoco obtuvo permiso para hablar de ella su abuelo Andrés, el
marido de Mercedes, el hijo de esa mujer cuyo nombre, Rosalía, había escuchado por primera en el

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Palacio de los Espejos. Con un poco de suerte, sería en los dominios de la señora Bolaños donde
averiguaría cual era la historia oculta de su familia.
El matrimonio Bolaños charlaba con los Benítez. Los hombres hablaban de negocios mientras
las mujeres recordaban los nombres de algunas ciudades de Chile y se ponían al día de los chismes
llegados desde la otra punta del mundo. Claudia o más bien, Rosalía, cogió su taza de te y se vio por
primera vez en uno de los espejos de aquel salón. Eran casi como dos gotas de agua. Quizá las únicas
diferencias eran el tono de piel, el color del cabello y la boca, clara herencia de los Ortega ya que los
labios de Claudia eran iguales a los de su padre, Mateo.
Al igual que Raimundo y Catalina ella también iba vestida enteramente de negro, de luto
según la señora de Benítez, quien en ese instante le narraba a su interlocutora como unas fiebres se
habían llevado al esposo y al hijo de Rosalía hacía poco más de un año en el transcurso de uno de sus
últimos viajes de negocios en Chile.
Cuando llegó la hora de la comida se sentó a la vera de su madre. El señor Bolaños presidía la
mesa desde un ángulo en el que él y ella no tenían contacto visual salvo que quisieran tenerlo. Y sin
embargo, entre bocado y bocado, sentía los ojos de aquel hombre posándose sobre su cuello,
descendiendo por su escote y volviendo a subir buscando sus ojos. Unos ojos que se cruzaron durante
menos de un segundo y que lograron encender en ella una sensación que creía olvidada. Claudia, o
más bien Rosalía, no levantaba la mirada de su plato por temor a su mirada, salvo que alguien se
dirigiese a ella.
-Tiene usted una hija muy educada. –Dijo Aurora de Bolaños. –No le costará nada encontrar
otro esposo.
La muchacha giró la cara hacia ella y volvió a sentir el fuego de la mirada del anfitrión.
-Aún estamos guardando luto por nuestro yerno pero esperamos que una vez sea aliviado,
Rosalía encuentre un buen marido que se afane en darnos un nuevo nieto.
-Madre, ya sabe usted que no deseo contraer nupcias con otro varón. –Se miró las muñecas un
instante y tiró de las mangas de su blusa hacia abajo para que no se le viesen las cicatrices. –Juré ser
la esposa de Argelio por siempre y he de esperar al día en el que el Señor se digne a llevarme con mi
esposo.
-Es normal que piense así. El fallecimiento de su esposo y su hijo es muy reciente. –Clemente
se dirigió a ella mirándola directamente, sin disimulo. –Es usted aún muy joven y bella. –La miraba
bebiendo de su copa de vino. –Una dama como usted no puede pasar su vida sin permitirse de nuevo
la oportunidad de ser feliz.
-Muchas gracias, señor Bolaños. –Por primera vez sus ojos se miraban directamente, sin
esconderse. Las manos de Rosalía rompieron a sudar, le temblaban. Su pecho se agitó y Clemente
bajó su mirada un segundo para ver ese busto subiendo y bajando. Sentía calor, la piel parecía arderle
por culpa de un fuego que aquel hombre había encendido entre sus piernas. –Muchas gracias.
La brisa volvió. Le cabello de Rosalía no se movía mientras que el de Claudia comenzó a
mecerse. La brisa volvió y con ella, aquella niebla que se filtró por debajo de las puertas, entró por la
ventana abierta del comedor y avanzó hacia la mesa. Nadie salvo la capitana pareció darse cuenta de
ello, ni siquiera Rosalía, ni siquiera la doncella que caminaba sobre ella tras retirar los platos vacíos
de don Raimundo y doña Catalina.
Aquella alfombra de nubes, o de humo, avanzaba rápidamente, cercándola de nuevo y
ascendiendo hasta volver a formar una cúpula en la que el aire se enrarecía y los sentidos de la
Capitán se diluyeron. Hubo un fogonazo y Claudia volvió a despertarse.
En los espejos del pasillo vio que continuaba en el cuerpo Rosalía y su mente se llenó de los
recuerdos de aquella niña. A través de la ventana comprobó que ya era de noche, sus padres dormían
tras una de aquellas puertas y el matrimonio Bolaños debía de estar haciendo lo mismo tras la del
fondo, el dormitorio que en la realidad de Claudia habían usado Mark y Victoria.
La puerta se abrió y tras ella apareció Clemente. Era mayor para ella, sin embargo se notaba
que se cuidaba y los años no pesaban tanto sobre aquel hombre como sobre sus padres. Estaba
desnudo de cintura para arriba, vestido únicamente con unos calzones largos de color beige y el
escaso vello de sus fuertes brazos y sus marcados pectorales. Parecía que acabase de salir de una

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pantalla de cine. A Claudia le recordó a un galán de película del estilo de Clark Gable o Steve
Maqueen. Un mechón de pelo le caía por la frente mientras el resto permanecía impecable. De nuevo
tenía esa mirada que parecía capaz de ver que se ocultaba bajó su camisón, que la excitaba como solo
Argelio había conseguido hacerlo y una sonrisa llena de picardía en los labios que sujetaban un
cigarrillo apagado. ¡Salvaje! No es que poseyese una belleza sobresaliente, era más que tenía un
atractivo salvaje. Como un cazador o un soldado curtido en mil batallas bajo unos modales y unas
telas exquisitas.
-Buenas noches, Rosalía.
Su voz era hipnótica, el nombre en sus labios sonaba dulce, como un caramelo derritiéndose
en su boca caliente. En ese preciso instante supo que le pertenecía, que el señor Bolaños podría hacer
con ella lo que a él se le antojase. ¡Y él supo leerlo en el temblor de sus manos, el rubor de sus
mejillas y las solapas de su camisón que parecieron abrirse por arte de magia, dejándole entrever un
majestuoso escote!
-Buenas noches.
La muchacha entró en su dormitorio y dejó la puerta abierta. Una parte en su interior no
quería que él entrase tras ella. De hacerlo, aquello sería algo inmoral, algo impropio de una mujer de
su clase y algo que nunca debería llegar a pasar por la cabeza de ninguno de ellos dos. ¡Por Dios! ¡Él
era un hombre casado! Pero por otro lado su corazón latía gritando su nombre, llamándole,
pidiéndole que entrase, que la desnudase e hiciese con ella aquello que solamente le había permitido
hacer a su difunto esposo.
La sangre latina, caliente, que corría por sus venas resultó ser un reclamo para él. Escuchó los
gritos del corazón de Rosalía y cerró la puerta nada más entrar en el dormitorio. Claudia sintió como
su lengua lamía el cuello de Rosalía y sintió asco, sin embargo la muchacha se tuvo que morder los
labios para no chillar de placer en cuanto los de él se cerraron sobre su hombro y sus manos se
hundieron en su cabello. No podía ni moverse, era un pelele en sus manos, Rosalía parecía incapaz de
reaccionar. Clemente buscó su boca y la besó largamente, de manera húmeda y profunda buscando su
lengua para jugar con ella. Aquello fue el detonante, Rosalía despertó y le arañó la espalda mientras
respondía a aquel beso, dejó caer sus manos y buscó los calzones del hombre para quietárselos. ¡Pero
no, allí era él quien marcaba los tiempos! Le apartó las manos y se las colocó en los costados.
-No te muevas. –Clavó su mirada en la de ella. –No te muevas hasta que yo te lo diga.
La dureza de su entrepierna se rozaba contra la humedad de la de ella. Claudia quiso correr,
huir. Pero Rosalía estaba donde deseaba estarlo y la obligaría a ser testigo en primera persona de lo
que allí iba a ocurrir. El señor Bolaños le quitó el camisón y la dejó después completamente desnuda.
Desde ese instante sus ojos no se apartaron ni un instante de los de la muchacha. Ni siquiera mientras
se quitaban el calzón o la tumbaba sobre el lecho. Tampoco mientras le separaba las piernas, le
mordisqueaba uno de los pezones y se colocaba sobre ella.
Rosalía lo deseaba o, más bien, era una necesidad para ella. Notaba su pene contra su pubis y
movió sus caderas para ayudarle a entrar.
-¡Por favor!
-No te muevas. –Con una mano colocó las de ella sobre su cabeza y las sujetó contra el
colchón. –No te muevas hasta que yo te lo diga.
Clemente seguía con sus ojos fijos en los de ella, con su sonrisa imborrable, con todos los
músculos de su cuerpo tensos y dispuesto a entrar en ella.
-¡Por favor!
De un golpe la penetró con furia. Ella sintió un dolor que le resultó placentero, extrañamente e
infinitamente placentero. Un grito se atascó en su garganta y sintió que iba a llorar, a gritar, si él no
empezaba a moverse en su interior.
Claudia, por su parte, sintió que iba a llorar por otros motivos. Aquel hombre estaba dentro de
Rosalía, no de ella y sin embargo se sentía violada. Sintió también que estaba traicionando a Agustín
pues, pese a todo, el placer de Rosalía también circulaba a toda prisa por su sistema nervioso.
Empezó a moverse, con sacudidas cada vez más rápidas y fuertes. Sabía leer en ella, supo
adivinar cuando estaba a punto de irse Rosalía y se detuvo.

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-¡Nooo! –Gimió la muchacha.
-¡Nooo! –Gimió también la Capitán. –Por favor, detente.
Y de nuevo empezó el juego. Primero suavemente y después más rápido para detenerse por
segunda vez justo cuando ella iba a terminar. Clemente volvió a hacerlo tres veces, cuatro y hasta una
quinta vez hasta que se agachó y le susurró al oído.
-¡Ahora, muévete!
Y los dos empezaron el baile, rápidamente, saltándose esos pocos minutos donde iban
despacio para ir acelerando el movimiento de sus pelvis y sus caderas. Él se hundía en ella y volvía a
salir, Rosalía cerró sus piernas en torno a su cintura y trataba de tenerle lo más cerca posible. Se
movieron como animales en celo, sus cuerpos rompieron a sudar, se devoraron con la boca, los ojos y
las manos hasta que él se derramó dentro de ella y Rosalía se dejó ir mordiéndose el puño para no
gritar y despertar a sus padres y a Aurora de Bolaños.
Clemente se levantó, cubrió parcialmente su desnudez y, sin decir nada, salió dejándola sola.
Meses más tarde, don Raimundo y doña Catalina regresaron al pueblo con su hija y una
amenaza de romper toda relación de negocios si no se hacía cargo el señor Bolaños de la criatura que
empezaba crecer en el vientre de Rosalía. Como resultado de aquella noche ella había quedado en
cinta. Clemente accedió, les proporcionó una casa a los padres de la muchacha y ordenó a su esposa y
a dos sirvientes que acondicionasen un dormitorio para ella.
La señora de Bolaños se vio forzada a acoger a aquella niña, embarazada de su marido y bajo
la amenaza de otra paliza si osaba quejarse una sola vez. Aquella muchacha iba a darle a su esposo
ese hijo que él tanto parecía desear, ese hijo que vendría a suplir esos dos que ella no había sabido
proteger.
El odio fue creciendo en su interior y, con el tiempo, se convirtió en costumbre. Le fue
pudriendo las entrañas, macerándose poco a poco, oculto y preparado para hacer que estallase en
cualquier instante. Instante que llegó una mala noche en la que Rosalía y Clemente, aprovechando la
quietud de la madrugada, se entregaron a otra sesión apasionada bajo las sábanas de la muchacha.
Rosalía salió para ir a los aseos y se detuvo al escuchar una puerta abriéndose al otro lado del
pasillo. Miró primero a Clemente que le devolvió la mirada con la lujuria aún prendida en sus labios
y una chispa de tristeza en el fondo de sus ojos y después la puerta del dormitorio que él compartía
con su esposa. Aurora de Bolaños salió por ella y a la joven le pareció el espectro de una mujer
muerta en vida. Se le veía ajada, parecía flotar varios centímetros por encima de las alfombras
arábicas y el brillo de la media docena de velas de las paredes sobre su rostro le hicieron entrever
unas facciones más propias de un demonio que de una mujer.
-¡Rosalía! –La llamó. -¿Qué haces aquí?
Aurora de Bolaños cayó en la cuenta. Su esposo no estaba en su cama y aquella niña de
vientre abultado estaba despierta aún, lo que significaba que…
-¡Rosalía! ¡Maldita furcia! –Se acercó a ella señalándola con el dedo. -¡Ese ser que crece en
tus entrañas es hijo del pecado!
Se abalanzó sobre ella, la tiró al suelo y la abofeteó con saña. De no haber intermediado el
hombre, la desquiciada señora le hubiese hecho a ella las lesiones que Clemente la había provocado a
su esposa durante su segundo embarazo.
A la mañana siguiente Rosalía se fue a vivir a la casa que el señor Bolaños les había
entregado a sus padres. Clemente echó a Raimundo y a Catalina de sus tierras y rompió toda sociedad
con ellos. La niña se convertiría en una desterrada, sin oficio ni beneficio y que compartiría lecho a
partir de entonces con el miedo a que, una vez hubiese dado a luz, ni siquiera su amante la quisiese
ya cerca de él. Sus padres tan solo obtuvieron permiso para ver a su hija dos veces al año. Las dos
únicas veces en que se podía ver el Rolls Royce de color rojo subiendo por la cuesta y deteniéndose
frente a la casa de Rosalía.
¿Por qué de aquel cambio en la actitud del señor Bolaños? ¿Qué habría dicho o hecho Aurora
de Bolaños para lograrlo? La intuición de Claudia encontró las respuestas que Rosalía no había
logrado hallar. ¡El miedo! Tan solo el miedo podía haber logrado obrar tal milagro. El miedo a que
finalmente la matase a ella y, sobretodo, el miedo a que matase a la criatura que crecía en su vientre.

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Echarla de su casa, no volver a yacer con ella le pareció ser la única manera que se le ocurrió para
protegerla sin tener que enviarla de vuelta a la casa de Raimundo y Catalina. El despecho porque ella
le diese el hijo que él deseaba y el odio de ser la cornuda oficial no cesaría a golpes. Repetir la paliza
que le dio en aquella ocasión no haría más que alimentar la ira que crecía en su esposa. Y, era su
esposa, no podía hacer nada por cambiar eso. Repudiarla y unirse a Rosalía mancharía el buen
nombre de su familia. Matarla no era una opción. Por mucho que lo hubiese valorado, él no era
ningún asesino. Tenía que protegerla y tenerla cerca cuando diese a luz.
La señora de Bolaños creyó haber ganado aquella batalla. No era suficiente para sentirse
resarcida de todo cuanto había sufrido, pero al menos su orgullo no se sentía tan lastimado al creerse
que había ganado la guerra. Se sintió vencedora pues, una vez Rosalía había abandonado su hogar, su
esposo pareció volver a ser ante sus ojos aquel hombre del que se había enamorado.
-¡Es mi hijo y tú no tienes que decir nada al respecto!
Con aquella frase le hizo darse cuenta de cuan errada se hallaba. Tras el nacimiento de aquel
varón, ¡su ansiado heredero!, Clemente Bolaños le comunicó a su mujer que el niño viviría con ellos.
Una vez destetado sería presentado ante lo más granado de la sociedad como hijo de Clemente y
Aurora, señores de Bolaños. Y si en algo respetaba su propia vida, como madre de ese pequeño debía
actuar.
No quiso, no le pareció justo pero, en cuanto le pusieron el niño en sus brazos comprendió
que no podía hacer nada. Cada noche, antes de acostarse, rezaba a Dios para que le permitiese
quedarse en cinta, que sanase su vientre. Pero Dios no parecía escucharla. Aceptó interpretar lo mejor
posible su papel. Su esposo parecía haberse olvidado de Rosalía y ella quiso olvidar la traición,
convencerse de que era ella la verdadera madre de aquel niño y tratar de ocultar el recuerdo de
aquella mujer en lo más hondo de su cerebro. Pero fue inútil, por más que lo intentó, tan solo logró
que aquella máscara quedase tatuada en su rostro mientras por dentro iba creciendo aquel odio sin ni
siquiera ser consciente de ello. Si el Señor no le daba ese hijo, quizá Satanás si lo hiciese.
Y mientras tanto, prácticamente olvidada, Rosalía tuvo que ver crecer a su hijo en los brazos
de otra mujer. Tuvo que aceptar que viviría sola, sin más contacto humano que las visitas de sus
padres y de los sirvientes de la casona que le traían cada día algo de dinero, comida y el consejo de su
señor de marcharse y comenzar una nueva vida pues, como el mismo le había dicho, era joven y bella
y una mujer como ella no podía pasar su vida sin permitirse conocer de nuevo la felicidad. En sus
labios en aquella ocasión le habían parecido unas palabras sinceras, sin embargo en ese momento
eran una sucia mentira. No se marchó, nunca se marcharía. Necesitaba quedarse allí para estar lo más
cerca posible de aquel niño al que le habían puesto por nombre Andrés. Tuvo que ver también como,
tras años de cuidados proporcionados por el viejo doctor Valdés, el vientre de la señora volvió a ser
fértil y logró concebir a un niño al que pusieron por nombre Lorenzo.
El nacimiento de esa nueva criatura fue otro motivo más para que Aurora la odiase a ella y a
su hijo. Lorenzo Bolaños era hijo del matrimonio, el verdadero hijo de aquel matrimonio, Andrés no.
-Ha sido un milagro, Lorenzo es hijo de la luz. Dios te ha dado un hijo de este vientre seco,
nos ha bendecido con una obra que solo a otros como Abraham y Sarai o a Elisabet y Zacarías les ha
dado. ¡Andrés es hijo de Satanás! ¡Es hijo del pecado!
Algo había de cierto en sus palabras, una verdad que ocultaba una gran mentira. Lorenzo era
hijo legítimo de Clemente y Aurora y era hijo también de la luz, la luz de Lucifer. Fue concebido tras
meses, años de plegarias no escuchadas por el Padre y atendidas por el Adversario.
-Andrés es el mayor de mis hijos, no lo olvides, mujer.
-El mayor de tus hijos era…
-¡No ensucies su nombre! –Golpeó la mesa y el plato de comida amenazó con volcar. –Tú le
mataste, no lo olvides.
-¿Cómo te atreves? –Vio a su marido cerrando los puños de nuevo y se tragó sus reproches. –
Lorenzo es mi hijo, nuestro verdadero hijo.
Los años siguieron pasando, Rosalía se fue convirtiendo en una sombra. No salía de su casa
salvo las noches sin luna, aprovechando la oscuridad para entrar en aquella casa sin ser vista y poder
ver a su hijo Andrés mientras dormía. Noches como aquellas las pasaba susurrándole al oído,

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acariciándole el pelo. Las pasaba en vela junto a la cama, sin apartarse de su lado hasta la hora en que
Aurora de Bolaños y su esposo se levantaban. Si alguien entraba, Rosalía se escondía bajo la cama
hasta que se marchase. Fueron muchos años y, sin embargo, para ella fueron pocas noches las que
pasó vigilando sus sueños, viéndole crecer, cuidándole cuando estaba enfermo y susurrándole al odio
que ella era su verdadera madre.
No había nada que le doliese más, que saber que ese era el título que se había visto el niño
obligado a darle a esa otra mujer.
En algo más de media hora, Claudia vivió la agonía que sufrió esa madre durante tantos años.
Vio como la casona se fue marchitando al mismo ritmo que lo hizo Rosalía. Ella fue perdiendo peso,
color en su piel y sus cabellos iban escaseando cada día más. Sus dientes amarillearon, sus ropas
caras se convirtieron en las de una pordiosera y sus ojos perdieron toda chispa de lucidez.
Durante años, Rosalía se fue convirtiendo en una sombra. Nadie recordaba haberla visto fuera
de la casa, salvo en esas dos visitas al año que le hacían sus padres. En la última de esas visitas, doña
Catalina de Benítez la ayudó a meterse en la bañera y le limpió la mugre de meses acumulándose
sobre su piel. Tras peinarla y ponerle las ropas limpias que le trajo logró que pareciese un ser vivo
nuevamente.
-Márchense, madre. –Comenzaron a escucharse gritos y explosiones que venían de fuera de la
casa. –Es hora de que se olviden de mí.
-¿Qué es todo ese barullo? –Se escuchó una nueva explosión, esta vez más cerca.
-Yo ya estoy muerta.
Sucedieron otras explosiones, cada vez más y más cerca de la casa.
-No digas eso hija. –Una nueva explosión hizo vibrar la casa. -¿Pero que demonios está
pasando?
-¡Márchense! –Gritó histérica Rosalía. -¡He dicho que se marchen!
La niebla volvió y la cúpula neblinosa se cerró sobre la cabeza de Claudia. Salió del cuerpo de
la muchacha y siguió observando lo que iba a ocurrir sin ser ya la triste protagonista.
-¿Qué son estos estruendos?
El aire estaba enrarecido. Era gas, de eso estaba segura. Sus ojos de fueron cerrando y, antes de
perder el sentido, vio el suelo abriéndose bajo sus pies con violencia. Una explosión subterránea
formó un pequeño cráter en medio del salón y Rosalía y su madre salieron por los aires junto con
trozos de tierra, piedra y madera.

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Capítulo 35

El nudo en el estómago le impidió respirar con normalidad. Sus ojos se humedecieron por la
pena, pero la rabia le impedía dejar que las lágrimas le cayesen por las mejillas.
Miraba aquella casa con el sol empezando a caer a su espalda, dibujando sombras grotescas
sobre su fachada. Quiso verla arder, en aquel desdichado poblacho aquella había sido la única que no
se había visto afectada por el fuego y las explosiones. ¡No le pareció justo! Los nudillos palidecieron
por la fuerza con la que apretó los puños, ya que el fuego no la redujo a cenizas, el deseo de
derribarla a golpes comenzó a arder en su corazón.
Recordaba haberse hecho la pregunta de que endiabladas coincidencias le habían hecho llegar
a esta aquellas tierras olvidadas por Dios y por los hombres. ¿Cual era el motivo por el que ella se
había visto envuelta en toda aquella locura? En ese instante ya tenía claro que no había sido por
deseos del destino. ¡Los hados no tenían nada que ver con eso! Esa maldita mujer la había guiado
hasta allí la primera vez, la curiosidad la condujo de nuevo a aquellos parajes y seguía siendo la
curiosidad la que en ese instante convertía a Claudia en una diminuta polillita atraída por la luz de la
llama que quería consumirla. Había caído en su trampa. Aquella atormentada dama no le permitió
escapar y ya no le dejaría hacerlo. Y en ese instante, una vez empezó a vislumbrar la verdad, la
necesidad de saber todo lo que había ocurrido hizo que ella desease quedarse.
¡No iba a huir! No debía hacerlo, pues suponía ella, solamente ella, Claudia Ortega Benítez,
Capitán de la Guardia Civil, podría romper la maldición que había caído sobre Santa Aurelia de
Somerón y liberar así a todas aquellas almas atormentadas.
Aurora de Bolaños la odiaba y sin embargo ella solamente podía sentir lástima por aquella
mujer. ¿Cómo había logrado escapar su abuelo? ¿Qué había sido de Clemente Bolaños? ¿Era
realmente su bisabuelo el culpable de todo? ¿Habían sido Rosalía y Aurora dos víctimas de su juego?
¡No, no podía marcharse! No quería hacerlo sin obtener algunas respuestas. Tenía que hacer algo por
David, Victoria, Mauricio… Quizá incluso podría hacer algo por Rosalía e incluso por la mismísima
señora de Bolaños.
¿Y que papel jugaban en todo aquello Manuel Longoria, el padre de este y el resto de
habitantes de la aldea?
-¿Y por donde empiezo?
-La información es poder. –Pensó Agustín mirando el espejo donde veía a su prometida.
-La información es poder. –Pensó ella también.
Sintió rabia, no era momento para lágrimas, así que secó los ojos y se dirigió convencida
hacia el centro del poblacho. Llegó hasta la casa de Manuel Longoria, la puerta estaba abierta y el
lugar parecía desierto, más bien abandonado desde hacía décadas.
-¿Doctor Longoria? –Entró en la vivienda del médico y sintió el eco de sus pisadas. -
¿Manuel?
Es salón estaba vacío, tan solo la roña, las latas vacías de comida, las jeringuillas con la
sangre reseca y un libro a medio quemar en el centro de un desierto de polvo grisáceo y enlodado por
la humedad. Claudia miró la portada de aquella ennegrecida y prácticamente reducida a cenizas y
leyó el título, “Las hojas del camino” y el nombre del autor, Darío Galván. Aquella era la obra
maestra del viejo, loco y ciego escritor padre de Manuel Longoria. Aquella era esa chispa de magia
hecha de tinta y papel que Abelardo Longoria había firmado con el nombre del mejor amigo de su
infancia.
Algo cayó al suelo en la cocina y la capitana se acercó a mirar. Un joven, más piel y hueso
que ser humano, con la tez violácea y los dientes putrefactos sujetaba con mano temblorosa una
jeringuilla cuyo contenido vació en sus venas. Pese a la oscuridad del lugar, comprobó que el ruido
que la había atraído había sido producido por una cucharilla quemada que tenía a su lado aquel chico,
que parecía más bien uno de esos zombis de las películas de George A. Romero que un hombre vivo.

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El muchacho cerró los ojos, terminó de apretar el émbolo y la heroína circuló por su torrente
sanguíneo. Dejó caer la cabeza hacia atrás, la mano contra el suelo y la hipodérmica quedó colgando
de su brazo. Claudia no podía verle la cara y sin embargo, supo que tenía sus ojos fijos en ella.
-Fuera. –Susurró. –Por favor.
-¿Manuel? –Preguntó ella. -¿Qué te ha pasado? ¿Qué es lo que ha ocurrido aquí?
-Fuera. –Se puso en pie y a Claudia le pareció verle crecer hasta acabar midiendo el doble que
ella. -¡¡Fuera!!
-¡Esta bien! Está bien, ya me voy.
La espalda del chico se curvó. Sus vértebras crujieron como si estuviesen rompiéndose una a
una. De sus brazos surgió la heroína, teñida de rosa por la sangre y descendió por sus antebrazos,
haciéndole rugir de dolor. La droga parecía ácido, la piel le humeaba, burbujeaba y emitía un siseo
desagradable. El líquido, viscoso, siguió bajando hasta sus manos y comenzó a gotear en el suelo.
Alrededor de Manuel se formó un círculo negro que pareció ir devorando las maderas del suelo según
el charco de ácido iba haciéndose más y más grande. La gelatinosa negrura se ramificó bajo sus pies
y bajo los de la Capitán hasta formar una red que llegó hasta las paredes y subió por ellas.
Las fosas nasales de Claudia comenzaron a picarle, le costó mantener los ojos abiertos y tan
solo logró entrever lo que le estaba ocurriendo al doctor.
-¡¡Fuera!!
El grito hizo vibrar las paredes, a través de la ventana vio caer aquella línea de luz cegadora,
cargada de electricidad que le puso el vello de punta y fue a estrellarse contra un grueso roble
cercano y los cristales de las ventanas estallaron en mil pedazos.
-Manuel…
-¡¡FUERA!!
Ella obedeció, salió de la cocina y de nuevo en el salón, empezó a ver y respirar con algo más
de normalidad. Las lágrimas limpiaron de sus corneas los vapores del ácido y su vista se aclaró lo
suficiente para ver con nitidez como se fue transformando. De su columna surgieron varios brazos
cartilaginosos recubiertos de una dura, gruesa y rugosa piel, terminados en un filo que se hundía en
las maderas del suelo como si fuesen de mantequilla. ¿Pero cuanto medía aquella cosa? Era un
demonio de dos metros y medio o tres metros, con un exoesqueleto recubriendo todo su cuerpo,
entrando y saliendo de entre sus costillas, con una cabeza deforme en la que la cara había perdido
todo atisbo de humanidad y le daba aspecto de insecto gigante.
Rugió como lo debían hacer las bestias de lo más profundo de los infiernos imaginados por
Dante Alighieri, alzó los ocho brazos que le nacieron de la espalda, amenazando con atravesarla con
ellos y la obligó a buscar una salida caminando de espaldas. Aquella “cosa” fue muy rápida. Claudia
logró esquivar el ataque de una de aquellas patas por los pelos y esta acabó estrellándose contra una
puerta llena de carcoma. La atravesó como si fuese de papel, levantando una cortina de polvo de
madera que cayó sobre ella. Por milímetros consiguió evitar ser ensartada cuando otra de esas patas
se hundió contra el suelo justo donde una milésima de segundo antes había estado ella. El tercer
envite le pasó bastante más lejos pues la capitana salió corriendo y logro llegar hasta el baño. Cerró la
puerta, era gruesa y de madera maciza, una buena protección de no ser porque el tiempo había hecho
de las suyas y el viejo pestillo era más un amasijo de herrumbre que otra cosa.
Claudia miró la ventana y sonrió. No era muy grande pero no le pareció que le fuese muy
difícil salir de allí. Por poca resistencia que le ofreciese la puerta, estaba segura que lograría retenerle
al otro lado hasta conseguir escapar antes de que “eso” lograse entrar a por ella. Abrió la ventana de
cristales translucidos y llenos de telarañas y roña y vio lo que antes no pudo ver. Dos gruesos barrotes
impedían la entrada allí a los desconocidos, ladrones y resto de personas no bienvenidas pero
obviamente, también le dificultarían a ella el escapar. No le sería fácil pero quizá podría pasar por
entre los barrotes.
Los ojos de Agustín casi no podían ver nada y sin embargo no apartó su mirada mientras una
de esas ocho patas de mantis atravesaba la plancha de madera tras el tercer golpe y se quedaba
atascada. Le escuchó gruñir cabreado por ello y descargó toda su furia. Furia que debió despertar su
parte racional pues, cuando la puerta se abrió, vio que había hecho girar la manilla con su mano

198
mientras con el hombro daba un empujón que hizo que el pestillo saltase por los aires y acabase en el
suelo frente a Claudia.
-¡Corre, Claudia! –Gritó el Comandante Aguado.
Fue lenta, demasiado lenta. El miedo había adormecido sus reflejos y en ese instante sería
inútil y peligroso tratar de escapar por aquel pequeño hueco. Aquel ser era enorme y le fue difícil
entrar por la puerta, así que la capitana tuvo unos pocos segundos para buscar algo con lo que
defenderse.
La vio yendo hasta el lavamanos, sacando de uno de los cajones del rústico mueble una navaja
de afeitar oxidada y tirándola al suelo. No iba a serle de mucha ayuda aquello contra el sólido y
grueso caparazón que protegía aquel grotesco cuerpo. Alzó la vista maldiciendo, golpeó con los
puños la pared y sus ojos se cruzaron por un instante cuando la capitana miró el espejo. Agustín la
veía a ella y, sin embargo, su prometida lo que vio fue como aquella monstruosidad logró finalmente
entrar y avanzaba hacia ella, lentamente, disfrutando de lo que iba a ocurrir. Se miró a si misma, le
buscaba a él y ya no era capaz de encontrarle en el reflejo del espejo. Mentalmente se dedicó mil
insultos y por un segundo, volvieron a poder verse. Ella tenía sus ojos azules y limpios, él la mirada
perdida viendo sin ver.
-Ayúdame. –Suplicó Claudia pero él ya se había ido. -¡Por favor!
En su lugar volvió a verse a si misma, tras ella apareció Manuel Longoria, acercándose por la
espalda con los ojos bañados en lágrimas y abriendo los brazos de par en par. ¿Había recobrado su
forma? La capitana se giró y descubrió que no, que aquel demonio seguía alzándose frente a ella, con
las piernas, los brazos y aquella especie de patas abriéndose para tapar cualquier hueco por el que
pudiese tratar de escapar. En su rostro de insecto se dibujó una triste sonrisa mientras en sus ojos
surgían esas mismas lágrimas que había visto en Manuel en el reflejo del espejo.
Se acordó del abrecartas que había cogido en la biblioteca y lo sacó. Lo blandió ante ella,
dispuesta a vender cara su vida.
-¡Joder! –Gritó sintiendo la sangre surgir de su hombro. -¡Duele!
Había logrado esquivar la estocada pero aún así, el filo de la pata que se estrelló contra el
espejo le había abierto una herida en el hombro. Esa especie de insecto humanoide emitió un sonido
parecido a una risa, aunque más bien sonó como un enjambre de insectos siendo aplastados, abrió la
boca y la sangre de Claudia goteó en su interior desde la pata con la que le había herido.
Ella trató de usar el abrecartas para clavárselo en alguna zona no protegida por esa especie de
caparazón. Sin embargo no encontró ningún otro sitio vulnerable aparte del abdomen. La herida de su
hombro no le permitió usar todas sus fuerzas y apenas logró abrirle un pequeño corte. El dolor fue
indescriptible y el abrecartas le pesó una tonelada en los dedos que no lograba cerrar alrededor de la
empuñadura. Su única arma cayó al mismo tiempo que descendió aquella pata que esa “cosa” había
elevado por encima de su cabeza y supo que el golpe que iba a recibir sería el último de su vida.
Cerró los ojos y sintió como alguien le rodeaba con los brazos y tiraba de ella. Al igual que
Alicia, había pasado a través del espejo.
-¡Gracias, Agustín! –Dijo.
-Creo que me confundes con otro.
-¿Quién… -Todo se fue poniendo negro y pensó que estaba cogiendo la mala manía de
desmayarse demasiado a menudo. -…eres?
Cuando se despertó sintió un ligero cosquilleo en el hombro donde aquel ser le había hecho el
corte.
-Era una herida muy fea. –Entonces reconoció su voz. –He tenido que desinfectarla y ponerle
ocho puntos.
Olía a podrido, a infección. Le pesaban los párpados y logró abrirlos con pesadez. Estaba
tumbada en una cama, tenía una venda en el hombro manchado con un poco de sangre y alguien le
había puesto una camisa limpia pero que le venía varias tallas grande.
-¿Vic… -Le dolió la garganta al tratar de hablar. -¿Victoria?
La mujer del profesor Donovan yacía en la cama de al lado. Sus ojos abiertos miraban al
infinito, clavados al techo de aquel dormitorio.

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-No te contestará. –La Capitán miró hacia él y se asustó ante lo que vio. –Tan solo he
conseguido que abra los ojos pero no hay mejoría.
-¿Qué te ha pasado?
Su cara, si es que a eso se le podía llamar cara, estaba surcada de profundos arañazos. Un
trozo de la carne del pómulo le colgaba, donde debía estar su ojo tan solo había un amasijo de carne
amorfa, llena de sangre reseca. Su cuerpo también había sido acuchillado, llevaba una camisa hecha
jirones y de cada herida surgía ese hedor infeccioso que había sentido antes.
-¿A mi? ¡Nada! –Manuel Longoria estiró los brazos, amoratados y fríos, muertos y le apartó
el vendaje para ver si había dejado de sangrar. -¿Por qué lo preguntas?
Parpadeó con fuerzas, miró que era lo que el doctor estaba haciendo en su hombro y después
volvió a fijar sus ojos en el rostro de Manuel.
-No, por nada. –Volvía a ser el de siempre, no tenía heridas y parecía vivo, sana y totalmente
vivo. –Me pareció que…
-¿Quieres comer algo?
El hambre que había tenido volvió en ese momento. Desde que saliese de aquella casona con
intención de marcharse a su casa, todo lo que hizo olvidar que estaba hambrienta. Manuel Longoria
le tendió una bandeja con agua, pan, huevos fritos y algo de carne que hizo que su estómago rugiese
con furia.
-Si, gracias.
-Coma. –Le posó la bandeja sobre el regazo cuando Claudia se incorporó. –Me parece que es
hora de confesar.
-Ya era hora. ¿Qué le ha hecho cambiar de idea?
-Si sigues empeñada en dejarte asesinar, al menos debes saber porque vas a hacerlo.
-¡Basura! –La voz del viejo y el sonido de las teclas llegó desde lejos. -¡Tan solo escribo
basura!

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Capítulo 36

La universidad fue más dura de lo que él pensó que sería. Era inteligente y de seguir así
terminaría la carrera de medicina con matrícula de honor y todos los hospitales se pelearían por
contar con sus servicios. Sin embargo cada examen se le presentaba como un desafío insalvable que
al final, era mucho más fácil de lo que creía. De seguir así el estrés iba a acabar con él.
-Necesitas relajarte.
Con aquellas palabras tiraría su futuro por el retrete. La banda sonora de la película de su
fracaso corrió a cargo de Sweetwater y la voz de Nancy Nevins entonando su Why oh why.
Lorena preparaba la “chusta” tras haber calentado el “caballo” en una cucharilla. Se acabó el
porro viendo a la chica desnuda y el humo de la marihuana rodeó sus curvas como si bailase
alrededor de ella. No era precisamente guapa, le sobrarían unos diez o doce kilos y sus modos eran
algo bruscos, casi barriobajeros para una chica de familia importante como era ella. Sin embargo
podía llegar a ser la más dulce del mundo cuando iba colocada o quería demostrar su maestría en las
lides amatorias, algo que ocurría entre tres o cuatro veces al día. Llevaban algo más de un año juntos,
desde un mes antes de que ella le invitase a ir a Woodstocck, donde Manuel probó las drogas por
primera vez.
-¿Falta mucho? –Aplastó el porro contra el cristal del cenicero. –Tengo que estudiar para los
finales.
-No, doc, ya está
El efecto fue inmediato, sintió la heroína mezclándose con su sangre, una extraña paz que le
envolvía y los pechos de Lorena, grandes y surcados de estrías, contra su pierna mientras ella
apretaba el émbolo de la jeringuilla. Su temperatura corporal bajó un par de grados, sin embargo la de
su entrepierna los subió. Lorena tenía otro “pico” listo para ella pero, al ver la erección de Manuel,
pensó que esa era una oportunidad que no debía desaprovechar. Bajó su boca hasta allí y antes de que
él pudiese siquiera pensar en vaciarse contra su lengua, ya se había quedado dormido.
-¡Despierta, hijo de puta! –Le dio un bofetón y su cabeza cayó a un lado. -¡No me dejes así! –
La flaccidez volvió a su entrepierna y la rabia de la muchacha se tornó maliciosa diversión. –Creo
que hoy no vas a estudiar una mierda.
Manuel se había quedado dormido y realizó un viaje por las hojas del camino, aquella novela
que le estaba costando la vida y la vista escribir a su padre con el pseudónimo de Galván.
Soñó con aquel libro, con las palabras que Abelardo iba tecleando con su nueva Olivetti y se
dio cuenta de que aquella historia era la suya. Hoja a hoja iba haciendo su camino, como pétalos que
se marchitaban y caían sobre el sendero que Manuel había elegido.
En su sueño su padre escribió ese chute que Lorena le había preparado. Escribió como aquella
sería la primera de las muchas que vendrían. Su padre lo escribió y, en la vida real, así sería. Tras
aquella primera dosis ya no pudo dejarlo. Fueron muchos años hundido en aquel fango, arenas
movedizas en las que se hundieron sus esperanzas y su futuro. Dejó los estudios, se marchó de casa
con Lorena y buscaron refugio en un pequeño pueblo llamado Santa Aurelia de Somerón. Fueron
muchos años entrando y saliendo de los calabozos de todas las comisarías y cuarteles de Asturias,
robando y mendigando para pagarse su siguiente “viaje”. Fueron muchos años perdiendo peso,
dientes y pelo hasta una fatídica mañana en la que su novia dejó de respirar para siempre.
Habían ocupado una pequeña casa medio en ruinas, abandonada hacía décadas. El destino se
reía de él, todo le indicaba que el último que también había podido llamar hogar a aquel sitio había
sido médico. Aquella mañana se levantó con un “mono” terrible, el “caballo” se les había acabado
hacía una semana y subsistían a base de calmantes y morfina que habían robado de la farmacia de
aquel poblacho y de los medicamentos que hacía casi un siglo habían quedado en los cajones del
consultorio del médico que había vivido allí.

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Necesitaba algo, le temblaba todo el cuerpo y estaba bañado en sudor frío. Lorena era la
encargada de preparar la “mierda” suya de cada día, así que trató de despertarla. Estaba fría y
demasiado rígida. No necesitó hacerle una autopsia para saber que la causa de la muerte era por una
sobredosis.
El “caballo” se les había acabado hacía una semana, sin embargo del brazo de la oronda
muchacha colgaba una “chusta” y, a su lado, había heroína para varios meses.
Quizá si se hubiese hecho la pregunta de donde había salido todo aquel “jaco” no lo habría ni
tocado. Sin embargo el “mono” era tal que lo único en que pudo pensar fue en prepararse y meterse
un “pico” lo antes posible.
Fue a la cocina a buscar una cucharilla, se preparó una dosis y allí mismo emprendió ese
“vuelo” a lomos de aquel “caballo” de pelaje marrón. Un “viaje” que le llevó a una casa que no
conocía, con una gente que no conocía.
Un hombre de barba entrecana miraba con embeleso a su nieta, una preciosa bebé de pelo
rubio y con la piel del color de la nieve que acababa de dormirse.
-Descansa, Copito.
Salió de la habitación de la niña, arrimó la puerta y se encendió un pitillo mientras se acercaba
a la cocina. Allí escuchó a su hija contándole a su madre sus planes para acabar con su marido.
-¡No puedes hacer eso! Tienes una responsabilidad como madre y esposa.
-¡Papá! ¡Ese bastardo me ha robado mi juventud! –La mujer no lloraba, parecía estar más
calmada de lo que pretendía aparentar. –Y esa niña… -Sus padres no podían escuchar su mente,
donde se repetía un nombre: Rosalía. -¡¡La odio!! ¡¡La odio!!
Tras la discusión con sus padres la mujer se marchó a su habitación, cogió el revolver de su
marido y salió con la intención de matar a su hija y a sus padres, también a su marido si este trataba
de impedirlo. Su rostro había cambiado, ya no era María Cecilia Benítez. Su cara, su gesto era el de
otra mujer, el de una dama oscura con yagas y quemaduras por todo el cuerpo y ropajes que hedían a
quemado.
Disparó en el pecho al hombre y después a la mujer. Se dirigió hacia la habitación de la niña y
la voz de la madre sonó por toda la habitación.
-No te dejaré que lo hagas. ¡Es mi hija!
-Rosalía debe morir.
Parecía una loca peleando consigo misma.
-¡¡No, Claudia, no!!
Aurora de Bolaños no contó con el poder que alberga el corazón de una madre y cayó en la
prisión de la mente de aquella mujer.
-Adiós, mi amor.
María besó a su hija, lloró por tener que abandonarla y huir pero, en su interior, se encendió la
llama de la esperanza. Su marido era un buen hombre, cuidaría muy bien de ella. Ambos la odiarían
pero, si con ello Copito crecía sana y feliz, estaba dispuesta a desaparecer de sus vidas.
Ese ser que había tomado el control antes volvió con la intención de asesinar a la niña. Sin
embargo supo que de intentarlo, María sería capaz de volver a detenerla. Clamaba venganza y esperó
sentada en el sofá, con los cadáveres de sus padres a sus pies, luchando en su cabeza sobre si volarse
la tapa de los sesos o esperar a que llegase Mateo y matarle a él. Si no podía deshacerse de ella esa
noche podía dejarla sola en el mundo, indefensa. Si sobrevivía, tendría una eternidad por delante para
acabar con ella. Tan solo tenía que tener un poco de paciencia.
En cuanto Mateo abrió la puerta a la mañana siguiente recibió un disparo en el estómago. El
disparo no acabó con su vida y sacó fuerzas para abalanzarse sobre ella y arrancarle revólver de las
manos. Cayó de rodillas, sin aliento, herido en un costado, sintiendo un fuego que le corroía las
entrañas con una aroma a pólvora y carne quemada. Alzó la cabeza, tiró el arma lo más lejos que
pudo y miró a su mujer que comenzó a llorar, a dar vueltas sobre sí misma, desorientada, sin saber
qué hacer. ¡Loca, si, loca! ¡Estaba completamente enajenada y desquiciada! Lo único que se le
ocurrió a Aurora de Bolaños fue escapar de allí. ¡Huir!

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Antes de salir por la puerta María recobró el control por segunda vez, cerró los ojos de su
padre y respiró aliviada al comprobar que su madre seguía con vida.
-No es así como me contaron que ocurrió.
-Creo que nadie, a excepción de tu madre, supo la verdad.
-Dijeron que todo había sido por una depresión postparto.
-No, no fue así. –El doctor la miraba mientras comía y en su cabeza volvió a revivir aquel día.
–Todo ha sido por culpa de Aurora de Bolaños.
-¿Estás seguro de lo que dices?
-Completamente.
Cuando la vida de Andrés Benítez se acabó, Manuel Longoria abrió los ojos. Le constaba
respirar y sentía el “mono” invadiéndole de nuevo. Se preparó otro “pico” y, antes de metérselo, se
llevó el cuerpo de Lorena a un bosque cercano, oculto en la oscuridad de la noche más negra que
había visto nunca, al menos hasta entonces.
Desde aquel día, cada vez que la heroína corría por sus venas, aquella negra dama se le
aparecía, le señalaba con su huesudo dedo y le llamaba por el nombre de Andrés.
-¡Yo no soy Andrés!
-¡Cállate, no intentes engañarme! –Sus ojos eran puro fuego. -¿Dónde está Rosalía?
-¡No se de quien me estás hablando!
-¿Dónde está Lorenzo?
-¿Quién es Lorenzo?
Abelardo Longoria acudió a la llamada de su hijo. Hizo todo cuanto pudo para que se
desenganchase y tras unos duros años, lo lograron. Manuel volvió a la universidad, acabó sus
estudios de medicina y empezó a trabajar en el hospital.
Allí la volvió a ver. Esa mujer que había visto en su “viaje” disparando contra sus padres y su
marido, que a punto estuvo de acabar con la vida de su propia hija, apareció en urgencias. Parecía una
mendiga, una pordiosera que llevara años malviviendo en las calles y alimentándose de lo poco que
podía salvar de los contenedores de basura.
-¿Qué le ha pasado? –Le preguntó.
La desdichada joven llevaba tiempo observando a su hija, viéndola crecer y sintiéndose
incapaz de acercarse a ella y confesarle quien era. Aquella misma mañana había estado en su chavola
y vio como la niña trataba de hacerse la interesante ante un chico algo mayor que ella y se fumaba
uno de los cigarrillos que el muchacho le dio. Se acercó hasta ellos y le recriminó que en lugar de
estar en clase estuviese en el polideportivo fumando con un chico que quería aprovecharse de ella.
Claudia le tiró un par de piedras. Una falló, pero la otra le golpeó con fuerza en la cadera.
-Nunca he creído en las casualidades, así que cuando tu madre me dijo que se vendría a vivir
aquí… -El doctor quedó unos segundos en silencio tratando de reorganizar sus recuerdos. –Yo
también me vi atraído a este lugar. Una vez puse mis pies en el Palacio de los Espejos, ya nunca me
pude marchar. Caí en su trampa. Piqué como un pardillo. Creí que…
-¿Qué te pasó?
-Digamos que desde entonces vivo en una zona entre la vida y la muerte. Uno de los
monstruos de Aurora de Bolaños me mató, pero antes de que mi alma dejase mi cuerpo, mi padre
volvió a salvarme. Vino a este pueblo y me salvó. Me dio una tercera oportunidad de vivir pero, a
cambio, ni él ni yo podemos abandonar este sitio. La señora de Bolaños es una viuda negra, este
poblacho es su telaraña y nosotros somos sus moscas.
-¿Se le puede vencer?
-Una mosca no puede vencer a una araña.

203
204
Capítulo 37

El paisaje a su alrededor perdió todo color. Aquel lugar se sumió en la oscuridad y todo a su
alrededor fue tragado por un vacío insondable donde no existían ni la luz ni la oscuridad, no se
escuchaba ningún sonido y Mark y Victoria eran incapaces de saber si allí hacía frío o calor. Era
como si al volver a estar juntos, de pronto hubiesen caído en un estado que les hubiese arrebatado los
cinco sentidos. Lo único que podían hacer allí era hablar, pero no con palabras surgidas de sus labios.
Habían dejado atrás sus cuerpos para ser dos almas atrapadas en un limbo desconocido donde nada
existía a parte de esas palabras no dichas.
¿Cuánto tiempo pasaron así? ¿Segundos, minutos, horas?
¡Alguien debía de estar escribiendo a máquina! El sonido de las teclas rompió aquella nada y
las palabras impresas sobre una hoja en blanco que alguien estaba tecleando pudieron ser leídas en
sus mentes.
-El coraje de un padre y una madre todo lo pueden. –Primero fue el sonido y tras esto, aquel
vacío se fue llenando. –Solo si de verdad desean recuperar a su hijo, sus sentidos podrán volver.
¡Lo deseaban, ambos lo deseaban con todas sus fuerzas! Mark creyó aquellas palabras y abrió
los ojos. Los colores fueron apareciendo, su boca emitió un pequeño gruñido y pudo ver a su esposa
flotando en un océano de luz.
-Abre los ojos, cariño. –Logró decir él.
-¡No puedo! –Pensó ella.
-Si, si que puedes.
Ella se dio cuenta de que escuchó la voz de su esposo con los oídos, no con la mente y
también creyó. Obedeció y ambos miraron a su alrededor, descubriendo que se encontraba entre dos
infinitas planchas de cristal
-¿Qué son estas cosas?
-En los reflejos de los espejos se vieron infinitas veces. –Alguien seguía tecleando y la hoja de
papel que apareció bajó sus pies empezó a llenarse de palabras. –Victoria vio su cuerpo, vivo pero sin
su alma dentro, tumbada sobre una cama al lado de otra donde estaba Claudia. Mark tumbado boca
abajo en un suelo recubierto de plumajes negros, cogiendo la mano de su hija.
-¿Emma ha… -Trató de preguntarle ella a su marido. -ha…
-Sí.
-Por mucho que pise el acelerador nunca conseguirá huir de su pasado. Un pasado tan triste
que hasta el cielo llora por el. 60, 80, 100… La aguja del velocímetro sube demasiado para aquel
pavimento tan encharcado. –Los espejos se convirtieron en páginas en blanco. - Pisó un poco más el
acelerador, un suicidio en las condiciones en que estaba aquella carretera pero… Pero no se puede
morir aquello que ya está muerto, ¿verdad? Bajó unos centímetros la ventanilla y encendió un
cigarrillo, dejando que en las volutas del humo azulado se dibujase aquella escena que había ocurrido
no hacía tanto tiempo.
-Tenemos que salir de aquí. –Dijo Mark.
- Mientras conducía volvió a revivir en su mente aquella noche, fría, oscura y en un principio,
rutinaria. Aquella detención tenía que ser como cualquier otra, si bien era consciente que en el trabajo
que tenía, ninguna operación era del todo sencilla. –Siguió escribiendo el narrador.
-Emma… -Victoria no podía hacer otra cosa más que repetir el nombre de su hija, incapaz de
asimilar que la había perdido. –Emma…
-Como todas las historias que acontecieron en este lugar, las hojas del camino han contado
todo cuanto pasó. En ellas podemos leer todas las historias, también la de Andrés Benítez. –Palabras
y más palabras fueron llenando más y más hojas en blanco. –Si tan solo Claudia hubiese buscado la
historia de su abuelo, ella podría haber leído como tras ser encerrado en un diminuto zulo de baldosas
averdosadas… -El sonido de las teclas siguió y apareció una historia que ella conocía, al menos en

205
parte. -Despuntaba el alba en el idus de marzo con el cántico de un solitario gallo resonando en el
lugar. Abrió los ojos con pesadez y la cabeza le martilleó dolorida. A su alrededor todo estaba
borroso, como si estuviese mirando a través de un cristal translucido y lleno de halos. Levantó la
mano estirada y le pareció que era como mirar una mancha amorfa que poco a poco iba tomando
forma. Tenía nauseas y la sensación de bogar en un pequeño esquife azotado por un violento oleaje.
Notaba la boca pastosa y los músculos y las articulaciones entumecidas. Pasó la vista por cuanto le
rodeaba y descubrió que se encontraba en una minúscula estancia vacía que parecía estar hecha de
grandes bloques de frío y áspero hormigón, a excepción del suelo recubierto por baldosas
averdosadas. Se puso en pie con dificultad y la rodilla les falló. Un dolor lacerante atravesó de lado a
lado el muslo, justo en ese sitio donde se había golpeado cuando Aurora de Bolaños le encerró allí.
Se miró la pierna y descubrió una pequeña mancha de sangre. Cojeando se acercó a la puerta de acero
y escuchó sus propios lastimeros quejidos de dolor que surgían de su garganta del desdichado
muchacho con cada paso que daba. Andrés se acercó a la puerta y comprobó que estaba cerrada a cal
y canto. Las manos del chico comprobaron que ni tenía manilla ni cerradura alguna. Empujó cuanto
pudo, pero la maldita puerta se negó a ceder. Andrés descargó una patada con todas sus fuerzas y
cayó al suelo, sintiendo como si los huesos de su pierna se hubieran convertido en un millón de
astillas en ese mismo instante y se clavasen en sus músculos. Sufrió un ataque de claustrofobia al
saberse encerrado entre aquellas agobiantes cuatro paredes. El joven muchacho se sentía sucio,
sudado y grasiento. El pánico inundó cada una de sus células y parecía incapaz de hacer llegar el
oxigeno hasta sus pulmones. Se abalanzó contra la puerta de nuevo, trató de arrancar los barrotes del
pequeño ventanuco y golpeó las paredes inútilmente.
Mark y Victoria leyeron aquellas palabras que el doctor Longoria le narraba a la Capitán. La
verdad sobre Andrés Benítez, antes conocido como Andrés Bolaños, fue revelada.
-¿Pero, tu como sabes todo esto?
-Lo leí. –Sacó de un cajón un libro con el nombre de Andrés en el lomo y comenzó a leérselo
a Claudia. –Aurora de Bolaños había ido a llevarle la comida al muchacho y en una mano portaba
también unas cadenas.
-No volverás a intentar escapar. –Tiró los grilletes a los pies del niño. –Póntelas.
-Déjeme salir, por favor.
Ella hizo oídos sordos, dejó el plato en el suelo, salió y cerró la puerta tras ella. Pasó el resto
de la tarde como habían pasado las de la última semana. Pidiéndole al verdadero padre de su hijo
perdido que se lo devolviese, que permitiese que pudiese abrir los ojos. El cuerpo del pequeño estaba
ya en avanzado estado de descomposición sobre su cama, el hedor había hecho que el servicio de la
casona la hubiese abandonado también, pero para ella aún no era tarde, nunca lo sería mientras la
locura guiase sus pasos.
-Devuélvemelo, por favor.
Pero Satanás no cumple los deseos de los seres humanos, se sirve de ellos, los manipula y usa
a su antojo para lograr sus propios objetivos y cumplir sus propios deseos.
-Mientras él viva, nada se podrá hacer. –Se decía a sí misma con una voz de ultratumba
resonando en su sinrazón. –Solo cuando le haya arrancado la vida obtendré el poder necesario para
vengarme de todos aquellos que nos han hecho daño.
Se puso de rodillas al lado de la cama de Lorenzo y le cogió la mano.
-Obtendré nuestra venganza, hijo mío, recuperaremos todo cuanto hemos perdido. Solo
cuando Andrés haya perecido volverá mi belleza, mi juventud, nuestro estatus y lograré devolverte a
la vida.
-Debes entregarme tu existencia y la vida del muchacho.
-Así sea. –Dijo la oscura dama. –Si con mi vida a tu servicio he de lograrlo, mi vida entera te
daré y la del niño te ofreceré en sacrificio.
Cogió un cuchillo y bajó a la celda de Andrés, dispuesta a acabar con él de una vez por todas.
Salió fuera de la casa, rodeó el jardín hasta la trampilla de madera y bajó los escalones para descubrir
que la puerta estaba abierta.
-¿Pero qué demonios…

206
Del interior salían dos voces distintas. Una era la de Andrés, la segunda de un hombre que
creía muerto.
-Venga, hijo mío. –Pudo oír el ruido de las cadenas golpeando las baldosas del suelo y entró
en el improvisado calabozo. –Levántate.
Aurora de Bolaños creyó que su esposo había muerto tras aquellas explosiones, al menos
durante la última semana no le había vuelto a ver. Y sin embargo allí estaba, tratando de ayudar a
escapar a su hijo. Clemente parecía estar todavía más maltrecho que ella, varias manchas de sangre
manchaban sus destrozadas ropas y tenía una de sus piernas en una postura antinatural. Clemente se
apoyaba en un trozo de madera que usaba como muleta para no caer y ante sus ojos le parecía más
muerto que vivo.
-¡Padre! –Gritó el niño. -¡¡Cuidado!!
Pero fue demasiado tarde, Aurora se había acercado a él por la espalda, sin hacer ruido y,
cuando su marido se giró, le hundió el cuchillo en el corazón.
Ahora sí que estaba muerto. ¡Ya estaba muerto! Incomprensiblemente continuaba en pie,
sostenido por Andrés para no caer pero respirando, aunque con bastante dificultad.
-¡Padre! –Le cogió por la cintura y vio como le sonreía con ojos tristes. -¡Padre, no! ¡No, no,
no!
Los cinco dedos de la mano de la enajenada dama quedaron marcados en la cara del chico.
Cayó, volvió a golpearse en la pierna, en el mismo sitio y se llevó la mano a la mejilla que le ardía
por el golpe. Sentía la cabeza a punto de estallarle y la pierna le palpitaba. La mirada se le había
vuelto borrosa y aún así intuyó en las figuras que se movían ante él que Aurora de Bolaños trataba
inútilmente de sacar el cuchillo del pecho de su esposo. La tristeza de la mirada del hombre se tornó
furiosa cuando vio caer a su hijo. ¡Furiosa no, más bien envilecida! Eran los ojos de un demonio,
como si el príncipe de las tinieblas le hubiese poseído y fuese él quien le mantenía con vida. Por unos
instantes ella así lo creyó, aunque no podía ser así, Satanás le dictaba que debía hacer, no podía
convertirse en su enemigo. Los capilares de los ojos de Clemente estallaron y cubrieron de rojo todo
alrededor de sus iris. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron y se dejó caer sobre ella. La boca
del marido era un manantial de espumarajos sanguinolentos y sus manos se cerraron alrededor del
cuello de su mujer como tenazas de acero. Aurora trató de revolverse, de escapar de debajo de su
esposo, de aspirar ese oxigeno que él impedía que llegase a sus pulmones. La sangre le latía en las
sienes y su vista se fue diluyendo hasta ser incapaz de ver nada. Solamente fue capaz de escuchar los
insultos de Clemente, lejanos, como si le llegasen desde el fondo de una oscura y profunda cueva.
-¡Suéltela, padre! –Escuchó que suplica Andrés. –La ha matado.
Clemente abrió las manos, soltó a su esposa y poco a poco fue volviendo a lo normalidad. A
toda la normalidad que le era posible a un cuerpo que aún se movía pero que ya estaba muerto.
-Tenía que hacerlo, hijo. –Su hijo se puso en pie y le sostuvo de nuevo. –¡Tenía que hacerlo!
-Lo sé, padre. Lo sé.
-Tenía que hacerlo o te habría matado ella a ti.
-Calle, padre. –Le ayudó a sentarse en el suelo. -Debe usted descansar.
-Sería inútil, hijo, yo ya estoy muerto.
-Padre…
-Shhhh… -Se llevó un dedo manchado con su propia sangre a los labios. –Tranquilízate.
-¡Padre! –Los ojos de Andrés se abrieron como platos, con el miedo tatuado en ellos. -¡Oh no,
padre, cuidado!
Clemente miró hacia donde señalaba su hijo y vio a su esposa poniéndose de pie.
-¡No puede ser!
Como volutas de humo negro sus vestiduras quemadas se diluyeron en el aire, sumiendo aquel
diminuto cuarto en la oscuridad más insondable. La señora de Bolaños había palidecido y la blancura
de su piel le hacía brillar con tenebrosa luz propia en medio de aquella negrura.
-Vais a morir aquí los dos. –No solo ella había cambiado, también su voz era otra. –Todos
vais a morir. Todos cuantos habéis osado hacerme daño lo pagareis con la vida. –Aquellas palabras

207
habían sido pronunciadas por el mismísimo portador de la luz. –Ha llegado la hora de haceros pagar
por vuestros pecados.
La que una vez había sido Aurora de Bolaños abrió la boca, aspiró ese humo negro y sus ojos
se tiñeron de ese mismo color.
En algún lado tenía que estar la puerta para huir de ella. Sin embargo esa “cosa” nunca les
dejaría escapar y su padre ni siquiera parecía encontrarse en condiciones de intentarlo.
Clemente se tambaleó al ponerse en pie, cayó de rodillas y de nuevo logró levantarse para
situarse entre su hijo y ella, dispuesto a hacer de escudo humano si fuese necesario. ¡Y lo sería!
Viendo lo que estaba viendo, ¡lo sería!
La oscura dama ya nada tenía del ser humano que había sido. De su vientre, abierto de par en
par, surgieron incontables pequeños insectos que cayeron al suelo y avanzaron hacia ellos,
rodeándoles, acechándoles. ¡Esperando su orden para atacar! Aquellas cosas crecieron y se fueron
transformando en todo tipo de aberraciones. Había cosas de esas en las que Manuel Longoria se había
convertido ante Claudia, había también otras que parecían lagartos con duras cerdas negras
recubriendo parte de sus cuerpos, garras y dientes afilados, monstruosidades de esas en que Mauricio
y Charlotte se habían metamorfoseado y también, se levantaban haciéndose cada vez más grandes,
varias replicas de Aurora de Bolaños con los ojos y los labios cosidos que crispaban sus dedos de
manera que parecían capaces de arrancarle la carne de los huesos a sus víctimas.
-Todos los habitantes de este poblacho están condenados. –Su cuerpo desnudo había perdido
cualquier rastro de su belleza pasada, con el vientre abierto, los pechos caídos, el rostro ajado,
macilento, surcado de yagas, quemaduras y profundas arrugas. La piel de sus pies y sus manos eran
gruesas y duras escamas y terminaban en afiladas y negras uñas ganchudas. –Por sus pecados han de
pagar ellos y todos aquellos cuantos comparten su sangre.
-¡Padre! –Susurró el chico. -¡Tengo miedo!
Clemente parecía mareado, los ojos parecían incapaces de mantenerse abiertos pero seguía
allí, tratando de proteger a su hijo.
Uno de aquellos lagartos abrió sus fauces, su viscosa baba goteó hasta el suelo y emitió un
siseo que les heló la sangre. Una de aquellas mujeres de ojos y bocas cosidas se giró hacia Andrés al
escucharle y una mano cruzó el aire, errando su golpe en el pecho de Clemente por un par de
centímetros.
-Todo ha… -Sus fuerzas estaban a punto de agotarse. –Todo…
Otro de esos seres también atacó al oír estas palabras y le abrió el pecho, arrancándole
grandes trozos de carne pero, a pesar de ello, Clemente seguía interponiéndose entre ellos y Andrés.
Otra bestia agarró al chico y tiró de él.
-Id y acabad con todos. –Les ordenó Aurora. -¡Ahora!
Esa especie de insecto de largas patas soltó al muchacho y tanto este como los demás,
obedecieron y les dejaron solos a ellos tres.
-Todo ha sido culpa… -Clemente caminó hacia ella -…culpa mía. –Aurora, con una fuerza
sobrehumana, le cogió por el cuello y le levantó en vilo mientras la sangre de su esposo seguía
bañando las verdes baldosas del suelo. -¡Lo siento!
-Ya es tarde.
-Aurora… -Se sacó el cuchillo del corazón y trató de clavárselo a ella. -…te quiero. Siempre
te he… –Y Clemente Bolaños se fue.
-Ya es tarde. –Repitió.
El cuchillo le había abierto la piel de uno de sus pechos tan solo un par de centímetros y
cicatrizó rápidamente. Su objetivo había sido su corazón o, al menos, lo que le quedaba de corazón y
había fallado. Las garras se abrieron y Clemente cayó al suelo con un ruido sordo. Andrés lloraba,
sus ojos eran un manantial, entre sus piernas se extendió una mancha oscura y un pequeño charco de
orina se formó bajo sus pies. El esposo aún sostenía el cuchillo entre sus dedos y la dama se lo
arrancó, recuperando su forma humana mientras caminaba hacia el chiquillo dejando en el suelo
huellas de sangre.
-Es tu turno. –Su rostro era la viva imagen de la locura.

208
-¿Madre?
-¡No me llames así, bastardo! Yo no soy tu madre.
-No es con usted, señora de Bolaños, con quien está hablando.
Aquella voz sobresaltó a tan oscura dama y se giró para encontrarse frente a frente con una
pordiosera al umbral de la muerte. Rosalía descargó toda su furia, usando las pocas fuerzas que le
quedaban, para impactar con su puño en la mandíbula de Aurora. El quebrar de los huesos de su
mano fue audible y la boca de Aurora colgaba de manera extraña, se la había partido por el mismo
sitio que años atrás lo hiciese su esposo. Ambas trastabillaron y dieron varios pasos hacia atrás. La
señora de Bolaños tropezó con los pies de Andrés y consiguió mantener el equilibrio cuando Rosalía
le arrebataba el cuchillo de su mano. El filo surcó el aire, cortó piel, músculos y la tráquea de Aurora
hasta que se detuvo al quedar clavado en los huesos del cuello. La sangre surgió a borbotones, negra,
pestilente, derramándose por el suelo con el ruido más asqueroso del mundo.
Aurora cayó de rodillas con las manos en el cuello y después se estrelló de bruces contra las
frías baldosas llenas de sangre y orines.
-¡Madre! –Andrés se lanzó a los brazos de Rosalía, incapaz de dejar de llorar y pálido como la
nieve. -¡Madre!
-¡Vayámonos! –Tosió y se limpio un hilillo rojo que le cayó por la comisura de los labios
hasta la barbilla. –Sal… Salgamos de aquí, hijo mío.
-¿Se encuentra bien, madre?
-No, Andrés, hijo. –Ella era consciente de que las explosiones la habían destrozado por
dentro, incluso ella misma pensó que había fallecido aquel mismo día hasta que una hora antes su
corazón volvió a latir y pudo abrir los ojos. –No estoy nada bien.
Las páginas en blanco, decenas de páginas en blanco se habían ido llenando con miles de
palabras al son de las teclas de una máquina de escribir que Victoria y Mark no eran capaces de ver y
que seguían el dictado de aquella historia que el doctor Longoria le estaba contando a Claudia.
Manuel quedó en silencio y su padre dejó de aporrear su vieja Olivetti. La Capitán le entregó
la bandeja ya vacía, se encendió un cigarrillo y leyó el libro que sostenía entre sus manos, el libro
sobre Clemente Bolaños. Leyó sus últimas hojas y comprobó que en ellas aparecía escrito como el
señor Bolaños, tras varios días atrapado por culpa de los escombros, lograba salir de su factoría.
-Fuera los cadáveres de sus empleados estaban diseminados por los suelos. Los que no habían
muerto por culpa de las explosiones parecía que habían perdido la vida al ser masacrados por los
picos y las uñas de aquellos cuervos que en esos instantes formaban una sanguinolenta alfombra de
plumas negras.
Para el matrimonio Donovan el sonido de la máquina de escribir volvió mientras Claudia leía
aquello en voz alta. Fue así como Mark, Victoria y ella misma descubrieron todo cuanto había
acontecido en la celda donde la señora de Bolaños había encerrado a Andrés.
-Pobre abuelo. –Los ojos de Claudia se humedecieron.
Levantó la vista del libro, la Olivetti se silenció de nuevo y por un segundo, vio a Manuel con
cortes profundos en el cuello, la piel azulada y los ojos surcados de rojas venas. Parpadeó y le volvió
a ver como siempre.
-¿Te puedo hacer una pregunta?
-Sí, claro.
-¿Cómo fue tu muerte?
-Aurora de Bolaños me encerró en la misma celda que encerró a tu abuelo. Tras un par de
semanas allí dentro logre escapar y no tardó en darme caza uno de sus demonios. Aquel ser me cortó
el cuello con sus enormes garras y ella le hizo arder por ello. No recuerdo nada más, tras eso cerré los
ojos y me dejé ir.
-¿Se le puede vencer?
-Eso son dos preguntas. –Contestó tratando de sonreír. –Ya te dije que no, lo lamento. No se
puede morir aquello que ya está muerto.
-Ya he escuchado eso antes.

209
Salió fuera de la casa del médico. Desde lo alto miró hacia la gasolinera y pese a la distancia,
pudo descubrir en ella el cadáver de la factoría de Clemente Bolaños que hacía muchos años había
estado allí.
Se giró para volver al Palacio de los Espejos y se topó con Asun, herida de muerte en el
pecho, dándole la mano a su ciega hermana, María José. A su lado Alberto, tapando sus ojos muertos
con unas oscuras gafas de sol y abrazando a su novio quien al igual que Asun, también parecía un
cadáver reanimado. El anciano desdentado e invidente que era guiado por su nieto también estaban
allí junto con decenas de otras personas que le sonrieron de manera triste, brindándole todo su apoyo
y respeto, dedicándole un adiós que nadie deseaba que llegase.
-En el viaje encontrará la cura, Claudia. –Le dijo Secundino mientras Eloy le rodeaba con su
brazo. –No lo olvide.
-¿Podemos hacer algo por ella? –Preguntó Victoria a Mark.
-No lo sé. Al menos lo intentaremos.

210
Capítulo 38

A vida o muerte, no podía, no debía y no quería huir. Se iba a enfrentar al fantasma de Aurora
de Bolaños hasta acabar con todo aquel despropósito. ¡Fantasmas! Aún le parecía increíble, pese a
estar ella misma buceando por aquella historia de espectros y maldiciones le costaba creer que algo
así pudiese ser posible.
-Está claro, al final me he vuelto loca. –Se dijo a sí misma.
Sin embargo iba a desoír a su sentido común, creerse esa historia de fantasmas y enfrentarse a
ella aún a riesgo de que Manuel Longoria tuviese razón y no se pudiese matar lo que ya está muerto.
¡Lo intentaría, si! Lo intentaría, aunque eso pudiese convertirla a ella en otra de sus víctimas y
terminase sucumbiendo a la locura. Lo intentaría, aunque con ello lograse la señora de Bolaños
cumplir su venganza.
Tan solo tenía una esperanza, si no lograba destruirla deseaba, pedía al Cielo que el fin de
Rosalía y poder quedarse con Lorenzo hiciese que dejase de castigar a todas aquellas almas que había
atormentado y masacrado. ¡Si, su vida y la del pequeño David eran un precio demasiado elevado!
Pero, si con ello la pesadilla terminaba de una maldita vez, estaba dispuesta a servir de sacrificio
humano. A fin de cuentas, ¿qué son dos almas a cambio de las de tantos otros?
En la puerta de la casona había un libro. Estaba sobre el último de los escalones, apoyado
contra la puerta y el viento abría y cerraba su portada. Aquella imagen la recordaba de antes, ya había
leído aquello mismo y se giró a ver si también allí, tras ella, había aparecido un sendero que llegaba
desde la casa de Manuel Longoria, cubierto por centenares de páginas en blanco. Así fue, allí mismo
estaban las hojas del camino, hojas en blanco que se llenarían con miles de palabras. Volvió su vista
hacia el libro, no leyó el título y tampoco buscó el nombre de su autor, no le hizo falta para saber de
qué novela se trataba. De haberlo hecho hubiese descubierto su propio nombre donde debía estar el
de Abelardo Longoria, o mejor dicho Darío Galván.
Lo recogió del suelo y le pareció que era bastante más grueso que aquel otro ejemplar que
había leído hacia años. Incluso le pareció que debía tener el doble de volumen que aquel otro
ejemplar. Al abrirlo pasó sus ojos por aquellas últimas palabras que recordaba haber leído y
descubrió su propia historia tras ella.
-Por mucho que pise el acelerador nunca conseguirá huir de su pasado. Un pasado tan triste
que hasta el cielo llora por el. 60, 80, 100… La aguja del velocímetro sube demasiado para aquel
pavimento tan encharcado. –Buscó después el último capítulo y leyó. -A vida o muerte, no podía, no
debía y no quería huir. Se iba a enfrentar al fantasma de Aurora de Bolaños hasta acabar con todo
aquel despropósito. ¡Fantasmas! Aún le parecía increíble, pese a estar ella misma buceando por
aquella historia de espectros y maldiciones le costaba creer que algo así pudiese ser posible.
Levantó la cabeza y suspiró, aquel pueblo era la puerta al infierno. ¡Solo esa podía ser la
respuesta a todo aquello! Volvió a bajar la vista, leyó esos mismos pensamientos que acababa de
tener sobre si Santa Aurelia de Somerón era la puerta al infierno y se topó tras ellos con decenas de
páginas en blanco. Hojas en blanco como las que había, formando un nuevo camino ante ella, en el
suelo de el recibidor de la casona. Entró en el Palacio de los Espejos, viendo como eso mismo se
imprimía en la primera de las hojas a sus pies.
Una duda le rondó la cabeza. Una duda cuya respuesta intuyó enseguida. ¿Cómo era posible
que nunca hubiese oído hablar de aquel sitio antes de perderse en el? ¿Cómo era posible que lo
ocurrido por aquellos lares no hubiese transcendido? Lo acontecido fue un secreto guardado con celo
por los pocos supervivientes, algo que ni siquiera ellos mismo pudieron creerse que hubiese ocurrido.
Debieron achacarlo a las explosiones, que eran alucinaciones y que, para no ser tachados de locos,
debían de esconder aquel secreto bajo los escombros tras el desastre y maquillarlo para el resto del
mundo en forma de guerra. ¡Sí, eso debió ser! La guerra civil había arrasado centenares de pueblos
como aquel. Quien hubiese visitado Santa Aurelia de Somerón tras aquello habría llegado a la

211
conclusión de que allí debió librarse una cruenta batalla entre nacionales y republicanos. O que sus
habitantes habían perecido bajo el fuego que un escuadrón de bombarderos había soltado desde el
cielo.
La puerta tras ella se cerró de golpe y el ruido le devolvió a la realidad. Las hojas del camino
desaparecieron ante sus ojos para seguir llenándose mientras pasaban a formar parte de ese libro que
soltó y dejó caer sobre el suelo de viejas y descoloridas maderas.
Aurora de Bolaños la miraba desde la puerta que daba al salón. No tenía su vestido quemado,
las yagas de su rostro habían desaparecido y se mostró ante ella tal y como Clemente debió conocerla
tantas décadas atrás. Realmente era bella, muy bella. Iba desnuda y su figura era delicada. Parecía
frágil, una trampa sin duda alguna.
-Esto se acaba hoy, Rosalía. –David dormía en un sofá tras ella. –Es hora de que esto termine.
-A eso vengo. Deja marchar al niño y toma mi vida.
-Nunca me separaré de él. –Su rostro se crispó. -¡¡Es mi hijo!! Lorenzo es hijo mío, ¿lo
entiendes? –La señora de Bolaños se tranquilizó y su gesto volvió a ser amable. –Nunca le dejaré ir.
-Está bien, entonces. –Tratando de ser más valiente de lo que en realidad se sentía dio un paso
adelante. –Acepto sacrificarme, acepto que te quedes con el muchacho. Al menos prométeme que
liberarás a todas esas almas que has torturado.
-No he torturado ningún alma. –La señora le sonreía como se sonríe a una niña traviesa. -Tan
solo han recibido el castigo merecido por el pecado cometido.
-¡Liberales! –Ordenó acercándose un poco más. -¡Liberales, Aurora!
-No. –Continuaba sonriendo, si bien sus ojos querían mostrar otra cosa. –Nunca serán
liberados.
-¿Qué quieres a cambio?
En una ocasión tuvo que hacer de negociadora durante un atraco con rehenes. Algo para lo
que se había preparado a conciencia y que le resultó sencilla cuando se tuvo que enfrentar a ella. Tan
sencilla que se confió demasiado y a punto estuvo de cagarla por un pequeño fallo. En la academia le
habían dicho que tenía que ganarse la confianza del sujeto e hizo todo lo posible aquella mañana por
empatizar con el atracador. Le resultó irónico que un individuo apuntando a la cabeza a tres mujeres,
una de ellas embarazada, a los cuatro trabajadores de la sucursal y a un hombre de mediana edad y a
su anciano padre le estuviese contando sus problemas como si él lo estuviese pasando peor que sus
nueve prisioneros. Le hizo ver que él no era el único con problemas, que tanto ella como las nueve
asustadas personas que tenía allí con él tenían una vida tanto o más complicada que la suya y que
pese a todo había una oportunidad de continuar sin hacer daño a otros. Fue difícil hacerle entender
que él también tenía otras opciones, que estaba en su mano salir de aquella sin un agujero en la
frente. Allí radicó su fallo, querer hacerle entender que podía salir vivo de aquella pese a que lo tenía
todo en contra, fue el motivo por el que casi pierde los nervios y a punto estuvo de disparar a la mujer
embarazada.
Sin embargo la negociación con la señora de Bolaños iba a ser aún peor. Esa batalla no la
tenía ganada de antemano, no tenía varias docenas de pistolas apuntando hacia ella y tampoco a un
par de francotiradores esperando su orden. Tampoco podía jugar la baza de dejarle escapar, la oscura
dama nunca se marcharía de allí. Aquel era su reino particular, ocupaba su trono con su belleza
desnuda y nunca podría llegar a empatizar con ella. ¿Qué cojones podía hacer entonces? ¡Improvisar!
-No hay nada que puedas darme a cambio.
-Te entrego mi vida, ¿acaso eso no es suficiente?
-Tu vida ya no te pertenece, Rosalía.
-Mi nombre es Claudia. –Se hizo el silencio, un silencio incómodo. –¿Qué ganas con esto?
Contéstame, por favor. Dime por qué continuas con esto pese a lograr tu venganza.
-He de saldar mis deudas. Ya has visto de lo que soy capaz, pero mis dones me fueron
entregados y he de pagar el precio por ello. –La fragilidad de su cuerpo cambió. –Y, ahora, enfréntate
a tu destino, Rosalía.
-Puedes luchar, Aurora.

212
-No mancilles mi nombre. -Abrió la boca, aspiró el humo negro que se filtró por las maderas
del suelo y sus ojos se oscurecieron. –Voy a destruirte, voy a borrar tu recuerdo de este misero lugar.
-Aurora, no permitas que él gane. -Su rostro quedó surcado de yagas, quemaduras y profundas
arrugas. –Recuerda que hubo un tiempo en el que fuiste una mujer dulce, sin maldad.
-Ya es tarde para mí. -La piel de sus pies y sus manos se cubrieron con escamas de reptil y sus
uñas se curvaron y afilaron. –Los pecadores han de pagar por sus faltas. –Su vientre se abrió de par
en par, surgieron incontables pequeños insectos que cayeron al suelo y avanzaron hacia ella. –Y
ahora también es tarde para ti.
-¡¡No!! Liberales o te destruiré.
-No se puede matar lo que ya está muerto.
-No eres la primera que me dice algo así.
-No puedes vencerme.
-Te lo juro, o les liberas, aceptas mi vida a cambio o te destruiré.
-No puedo liberarles, él no me lo permitiría.
-Es tu odio lo que te lo impide.
Los espejos se volvieron completamente negros. Los insectos surgidos de la señora de
Bolaños se convirtieron en herrumbrosas cadenas y fueron engullidas por el negro reflejo de los
cristales.
-Ha llegado tu fin, Rosalía.
-Mi nombre es Claudia.
Logró agacharse a tiempo, docenas de cadenas volvieron a través de los espejos y cruzaron el
aire como asesinos proyectiles. Cada eslabón parecía una cuchilla que tuviese vida propia y se fueron
clavando en la carne según se iban enrollando en el vientre, los brazos y el cuello de aquella mujer
convertida en demonio. Violentas llamas se elevaron al otro lado de los cristales de los espejos y
Aurora de Bolaños comenzó a levitar. Se alzaba ante la capitana como la legitima señora de los
avernos. Perséfone, reencarnada en ella, mostró toda su magnificencia ante la insignificante humana
que arrodillada ante ella, osaba plantarle cara.
La temperatura subió más de veinte grados. El fuego no solo se dejaba sentir con su calor
insoportable, también se veía en el brillo furioso y en la superficie de cristal que parecía a punto de
derretirse y que burbujeaba como si hirviese. Millones de demonios se agolparon contra los espejos
esperando que se quebrasen y les permitiesen así pasar al plano de existencia de los vivos. Tan solo
dos espejos no mostraban los dominios del hades que Lucifer dominaba con férreo puño. Desde uno
de ellos la observaban las víctimas de la señora de Bolaños, Charlotte, Mauricio, varios desconocidos
y otros como Emma o el mismísimo Manuel Longoria. Desde el otro los ojos de Agustín miraban
casi sin ver, con los ojos lechosos como los de Secundino o Abelardo Longoria, quienes fueron
apareciendo tras su prometido junto con varios hombres y mujeres que habían perdido también la
vista.
-¡Ven a por mi! –Bramó aquella cosa. –Ven a destruirme si así lo deseas. –Las ferruñosas
concertinas tejieron una red que le cerraron el paso, impidiéndole a Claudia acercarse a ella. -O al
menos, a intentarlo.
Aurora de Bolaños se deshizo convertida en un gas grisáceo que se filtró por las grietas del
suelo.
-¡No huyas de mi! –Claudia la odió. -Eres una cobarde. ¡¡Cobarde!! –Empezó a buscarla, una
por una, en todas las habitaciones de aquella casona conocida como El Palacio de los Espejos. -
¿¡Dónde te has metido!?
Iba con las manos desnudas, nada tenía con que atacarla o defenderse. Pero si fuese necesario,
acabaría con ella usando tan solo sus propias manos.
Subió las escaleras hasta el primer piso y se detuvo al llegar a un largo pasillo flanqueado por
una docena de espejos. Aquel era un pasillo como otro de los tantos que tenía aquella casa, lo único
que tenía de especial era que se trataba del primero con el que se topó. Sabía lo que le podría ocurrir
y trató de avanzar sin perder de vista ninguna de esas planchas de cristales negros. Miró el primero

213
que tenía su derecha, el cristal desprendía un calor infernal, siseaba y parecía vidrio líquido. Miró con
cuidado a través de el y fue como asomarse por una ventana situada a cien metros de altura.
Desde allí arriba pudo ver las llanuras del infierno plagadas de demonios y diablos y como
una de esas cadenas volaba a toda velocidad hacia su cabeza. Logró apartarse a tiempo, la cadena
atravesó aquel espejo y se perdió en el que había enfrente sin llegar a tocarla. Otra cadena la golpeó
en el tobillo, no la vio venir y no pudo hacer nada para evitarla. Le desgarró la pernera del pantalón y
tiró de ella, sin llegar a herirla por un par de milímetros, antes de que, eslabón a eslabón, la puerta a
los infiernos situada frente a esa otra por la que había salido, la engullese. Surgieron otro millar más,
enrollándose la unas en las otras, buscando su presa mientras producían un ruido chirriante al rozar
las cuchillas entre si.
Claudia creyó que aquel estridente sonido terminaría de volverla loca, algo que no estaba muy
lejos de ocurrir de manera natural, sin ese molesto ruido lacerándole el cerebro. Le dolían los oídos y
comenzaron a sangrarle los tímpanos. Trató de levantarse y se puso en cuclillas, con las manos
tapándole los oídos y cerró los ojos con fuerza. El ruido cesó de repente, la Capitán miró el pasillo,
descubriendo que este había vuelto a la normalidad.
-Voy a despedazarte. –La voz de la señora de Bolaños surgió de las paredes. –Ven y
enfréntate a tu destino, Rosalía.
-¡Mi nombre es Claudia! –Gritó levantándose aún más enfurecida si cabe.
Su odio iba creciendo de manera exponencial cuanto más miedo tenía. Y en ese momento
estaba aterrada. No sabía si era su instinto de supervivencia el que la obligaba a intentarlo, a correr
contra esa locomotora que avanzaba hacia ella con la intención de pasarle por encima.
–Tengo que calmarme. –Se dijo. –Tengo que calmarme y tratar de pensar con claridad.
Miró los espejos, después los trozos de pared que no estaban recubiertos por esos cristales y
arrancó una de las lámparas. La usó como maza y caminó golpeando cada uno de los espejos cuando
una cadena estaba a punto de surgir por ellos. No pudieron atravesarlos, las concertinas se quedaron
atrapadas al otro lado. Por un instante temió que cerrar esas puertas a las cadenas la estuviese
abriendo para que pudiesen pasar por ellas esos demonios que allí aguardaban. Sin embargo su
sentido común, o más bien lo poco que aún le quedaba de eso que una vez pudo llamar sentido
común, le decía que acababa de impedir el paso a todo cuanto pudiese salir de allí. Fue quebrándolos
todos hasta que por fin pudo llegar a la biblioteca, donde hizo lo mismo hasta que no dejó más que
uno sin romper.
-¡¡Vamos!! –Gritó. -¡¡Ven a por mi, puta!!
Se situó contra ese único espejo intacto, sujetando la lámpara ya abollada y con la tulipa rota
con el firme propósito de usarla para abrirle la cabeza a esa “cosa” en cuanto surgiese de allí.
No había reflejo, tan solo una insondable negrura en aquel cristal. Por un segundo volvió a ver
a Agustín con sus ojos prácticamente muertos y después aparecieron las llamas otra vez. Miles de
demonios se agolparon y centenares de cadenas volaron hacia ella. Pero ni rastro de la señora de
Bolaños. Las cadenas atravesaron el espejo y golpearon las paredes. Tan solo una de ellas le rozó el
hombro, abriéndole de nuevo la herida. La cuchilla que la hirió se separó del resto de la cadena,
convirtiéndose en uno de los diminutos insectos que había surgido del vientre abierto de la oscura
dama. Esa especie de cucaracha hundió su diminuta cabeza en la carne palpitante de la herida,
tratando de entrar por ella. Sin mirar para ese bicho lo cogió y lo estrujó entre sus dedos mientras a su
espalda ese gas grisáceo surgió del suelo y tomó la forma de Aurora.
-Es hora de morir.
-¡Oh, mierda!
Claudia se dio la vuelta y no tuvo tiempo para escapar. Una de las manos de ese monstruo
caía sin remisión con intención de arrancarle la vida y el alma con un mismo y único golpe. Pedro de
Leal y Agramunt, Charlotte, la pequeña Emma e incluso su propio abuelo la sujetaron.
-¡Corre! –Le dijo Andrés. -¡Corre, Copito!
La Capitán pudo dar un par de pasos hacia atrás. Aurora de Bolaños logró zafarse del abrazo
de sus cuatro captores y se abalanzó sobre ella. Su cerebro reaccionó y echó a correr. Mauricio y
Andrés la sujetaron por las cadenas que le rodeaban los brazos y el cuello, permitiéndole a Claudia

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seguir corriendo. No había por donde escapar, era inútil tratar de salir y sin embargo sus piernas se
movieron con rapidez. Esquivó las cadenas para no cortarse, rodó por el suelo y se levantó para
seguir corriendo. Las cadenas se rompieron y cayeron al suelo, los demonios golpearon el cristal
antes de desaparecer y el Comandante Aguado volvió a surgir en el reflejo. En esta ocasión sujetaba
su pistola y apuntaba a la nada. Aurora de Bolaños había quedado libre y nuevamente se alzaba sobre
Claudia cuando se escuchó el disparo, el espejo se hizo añicos y la bala atravesó la frente de aquella
“cosa”. Claudia se lanzó contra el cristal y comenzó a caer por un vacío de negrura, sintiendo como
perdía el sentido.
-¡No! –Se lamentó. -¡Otra vez, no!
Pudo pasar un minuto, quizá una hora o un día. Finalmente volvió en si y estaba sana y salva.
No estaba ya en la biblioteca, estaba en la entrada de la mansión. La puerta estaba abierta y allí
enfrente, aparcados, estaban su Mustang, el Mercedes de Mark y el Audi de Agustín. Recordaba que
debía de haber media docena de espejos allí y sin embargo, tan solo quedaba uno. Un solo espejo a
través del cual no se vio a si misma, si no la biblioteca donde el cuerpo, aparentemente muerto de
Aurora de Bolaños se encontraba tendido. La oscura dama volvía tener su aspecto normal, volvía a
ser una chiquilla joven, de aspecto inocente y estaba desnuda. Alzó la cabeza, la miró sonriendo y se
le cayó de nuevo contra el suelo cuando la vida se le fue del todo. Aquel rostro con un orificio de
bala ya no era el de Aurora de Bolaños, era el de esa mujer que había visto en fotos y en sueños.
Aquella chiquilla era la mendiga a la que había apedreado cuando tenía trece años, María Cecilia
Benítez.
-¡Mamá! –Susurró.
-¿Claudia? ¿Estás ahí?
La Capitán se giró hacia el rincón en sombras del que había salido aquella voz y encontró allí
a su prometido.
-¿Qué te pasa? –Se arrastró hasta donde estaba Agustín. –Cariño, estoy aquí.
-¡Eres tú, si! –Sus manos le recorrieron el rostro, reconoció sus facciones y sonrió, dejando
que unas pocas lágrimas cayesen de esos ojos que ya nunca podrían volver a ver. -¡¡Eres tú!!
-Si, mi amor, soy yo. –Le abrazó y por fin se permitió ella también el lujo de llorar como una
niña pequeña. -¡Soy yo!
Durante varios minutos permanecieron así, ella creyéndose por fin a salvo y él rodeándola con
sus fuertes brazos, sosteniendo su arma en la mano por si necesitase usarla otra vez para protegerla
pese a que sus ojos no eran capaces más que de discernir una oscuridad salpicada por amorfos
borrones blancos y grises.
-¡Tus ojos! –Se apartaron y Claudia le besó los párpados. –Ha sido por mi culpa.
-No, eso no es verdad, Claudia.
-Si, si que lo ha sido. –Se limpió el llanto con el dorso de la mano. -¡Lo siento!
En el reflejo del espejo estaban los dos y, en un segundo plano, del cuerpo de María Benítez
surgió una sombra negra.
-¡Nunca podrás vencerme! –El cristal se reparó, el orificio donde la bala lo había atravesado
se cerró y las grietas desaparecieron. -¡Voy a matarte, Rosalía! –La sombra tomó la forma de Aurora
de Bolaños y la puerta que daba a la calle se cerró de golpe. -¡Aún no he acabado contigo!
-¡Mierda, no!
-¿Dónde está? –Preguntó Agustín alzando la voz y apuntando hacia todas partes. -¿¡Donde!?
Mark y Victoria no sabían que hacer para ayudar a Claudia.
-¡Quizá no haya nada que podamos hacer!
-Siempre se puede hacer algo. –El profesor Donovan miró hacia arriba. -¿Está nevando?
-No, fíjate. –Su mujer cogió uno de esos grandes copos de nieve. –Son páginas en blanco.
La hojas cayeron al suelo formando otro sendero, Mark cogió uno de los folios que sostenía
Victoria y leyó las palabras que fueron quedando impresas al ritmo de aquella máquina de escribir
que volvió a sonar.
-Y entonces Mark comenzó a recitar su propia historia. –Dijo la voz de un anciano.
-¡Fíjate!

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Cada uno de sus gestos, de sus palabras iban apareciendo sobre las hojas del camino al mismo
tiempo que las cosas acontecían y Donovan supo lo que tenía que hacer.
-La señora de Bolaños aún no había logrado recobrar todo su poder, aún no era tarde. –Mark
comenzó a recitar y sus palabras se escribieron en la hoja que sostenía en sus manos. –Su imagen en
el espejo se emborronó y fue sustituida por la de aquel matrimonio preso en un desierto de hojas en
blanco. –Un espejo apareció frente a ellos y vieron a Claudia y a Agustín abrazados. -¡Claudia,
Claudia! –La llamó. -¿Está David ahí contigo? Claudia, ¿me oyes?

216
Capítulo 39

¡Si, Mark, te oigo! ¿Dónde estás? –Miró hacia el espejo y les vio.
-¿Está David ahí contigo?
-No, lo siento. Creo que se ha quedado al otro lado.
-Claudia, escúchame, aún no se ha acabado. Habéis matado al huésped, Aurora de Bolaños ha
vuelto a quedar atada a su cuerpo hasta que encuentre otro al que poseer. Tienes que encontrar su
cadáver y darle sepultura.
-¿Su cadáver?
-Si, así es. Date prisa, antes de que recupere sus fuerzas y vuelva a ser capaz de hacer daño.
-¡Está bien!
-Encuentra su cuerpo, Claudia y entiérralo. Solamente así se acabará esta pesadilla y quizá
también así liberarás a nuestro hijo.
-Está bien. –Besó a Agustín en la frente y le ayudó a sentarse frente al televisor. –Espérame
aquí.
-No, yo voy contigo.
El Comandante trató de incorporarse pero ella le puso la mano en el pecho.
-Quédate aquí. –Le cogió la cara y se la acarició. –Esto tengo que hacerlo yo. ¡Tú no puedes
ayudarme!
-Está bien, está bien. –Claudia se apartó y él le puso su pistola en la mano. –¡Pero ten
cuidado, por favor!
-Lo tendré. –Cogió la pistola de Agustín y la verificó. –Te lo prometo.
-¡Claudia! ¡Claudia! –Victoria le llamó desde el otro lado. –Salva a mi hijo, por favor.
-Lo haré.
La puerta continuaba cerrada y en el espejo desaparecieron Mark y su mujer. La imagen de
María Cecilia Benítez volvió a surgir y esa sombra negra que se alzaba sobre el cadáver y golpeaba la
superficie de cristal con rabia.
-Sigue, cariño.
-La puerta se abrió. Ni todo el poder del infierno puede vencer a la determinación de unos
padres que luchan por salvar a sus hijos. –Mark recitaba, sus palabras se imprimían en las hojas del
camino y se hacían realidad. –El sol lucía con fuerza, Claudia salió fuera y se cubrió la vista con la
mano para ver mejor.
Y así fue. La Capitán salió en cuanto la puerta se abrió, bajó los escalones y miró a su
alrededor, protegiendo sus ojos con la mano de la luz del sol. Por primera vez supo ver la belleza de
aquel lugar y supo porque Clemente Bolaños eligió aquel sitio para construir su hogar. Cogió un
cigarrillo de la guantera del coche de Agustín, el último que quedaba y lo encendió. Caminó
alrededor de la casa hasta encontrar el ventanuco. Estaba oculto por altos hierbajos y ella se agachó
para poder mirar por el. Allí dentro estaba oscuro y apestaba a polvo, humedad y algo que no supo
que era.
Su teléfono móvil pareció volverse loco en ese instante. Le llegaron varios mensajes de
llamadas perdidas y otros tantos de conversaciones. Era extraño que por fin volviese a funcionar. ¡Si,
por fin había vuelto al maldito Siglo XXI! Lo más raro era que milagrosamente aún le quedaba algo
de batería. Tan solo un 7% pero al menos eso le permitió usar el flash como linterna para tratar de ver
a través de los barrotes.

217
-Nada. No veo nada. –Apagó la luz, miró la pantalla cuando este se apagó y hubiese jurado
que la fecha que aparecía era la de tan solo un día después de que llegase allí. –Esto es imposible,
llevo aquí…
-Venga, hazlo otra vez. –Dijo Victoria a su marido. -¡Ayúdala!
-Y en ese instante Claudia recordó que en el maletero de su coche tenía una barra de hierro
con la que hacía subir y bajar el gato. –Mark seguía narrando. –Fue a por ella y volvió al lugar donde
estaba la trampilla.
Con la ayuda de la barra logró forzar las puertas y abrirlas. Hizo una foto y el flash iluminó
unos pequeños escalones de madera. Bajó por ellos e hizo otra foto para descubrir un pequeño pasillo
que terminaba en aquella puerta abierta que daba al zulo donde Aurora de Bolaños había encerrado a
su abuelo.
Lo cruzó rápidamente, abrió la puerta completamente y entró acompañado de ocho guardias
fuertemente armados. Entraron en un pequeño salón y les pusieron los grilletes a la espalda a
Federico Ochoa y a Arturo Fuentes para llevarles al comedor haciendo el menor ruido posible.
Claudia, el juez, el secretario judicial, Alonso y Castro entraron en el dormitorio donde Emilio y
Carmen Fuentes dormían.
-Si no quiere despertar a sus hijos, levántese despacito, con las manos a la vista en todo
momento, vístase y diríjase al comedor. –Claudia le puso ante los ojos las esposas al colombiano y
este obedeció. –Vamos, no tenemos toda la noche, señor Fuentes.
-Usted… -El Teniente Castro se dirigió a la mujer. –Tranquilícese y vaya con sus hijos para
que no se asusten en caso de que se hayan despertado.
-Al menos me dejarán vestirme primero, ¿no? –La mujer del colombiano se acercó a una silla
donde tenía su ropa. –No me apetece andar en bragas delante de ustedes.
-¡Dese prisa! –Le contestó Claudia.
Bajo los pantalones había un Smith & Wesson de 9 mm. que escondió en su espalda
aprovechando un descuido producido por el pudor de los agentes que la escoltaban. Y después la
condujeron hasta la habitación que compartían Benito y Arturo, con Irene aún dormida en sus brazos.
Mientras tanto, su esposo era puesto de rodillas y esposado por el Sargento Alonso.
-Tiene usted derecho a guardar silencio, a no declarar contra si mismo y a no declarase
culpable. Tiene derecho a designar aboga…
-¡Benito, no! -El hijo pequeño de los Fuentes vio la pistola que escondía su madre y se la
quitó sin que ella pudiese evitarlo. -¡¡Suelta eso!!
Un ruido sordo y tras este, Alonso cayó al suelo con los ojos en blanco mirándola y con la
sangre surgiendo del orificio que la bala le había hecho en la cabeza. Algunos trozos de piel, carne,
sangre y hueso lo salpicaron todo.
El pequeño de los Fuentes, Benito, sujetaba una pistola demasiado grande para él y apuntaba
con ella a todos lados. Encañonó a Claudia, después al juez que se agachó con más miedo que
vergüenza y por último abrió fuego hacia uno de los guardias cuando se dio cuenta de que se
abalanzaba sobre él. Le hirió en el hombro y el agente cayó a su lado. Benito le apoyó el cañón sobre
el casco y sonó un tercer disparo. Castro había matado al niño. La ropa del muchacho se oscureció
con su propia sangre y Carmen Fuentes gritó desesperada.
-¡NOOOOOO! ¡¡¡HIJO DE PUTA!!! –Trató de ponerse en pie y Claudia se lo impidió. –Has
matado a mi hijo. ¡¡MI HIJO!!
La madre lloraba abrazándose a la pequeña Irene. La niña se había despertado y se
desgañitaba. El Teniente Castro se puso blanco, acababa de salvarle la vida a Gerardo, uno de sus
guardias y para ello había tenido que abatir a un niño de tan solo diez años.
-Lo… -Se puso la pistola en la cabeza. –Lo siento.
-¡¡Noooo, Castro, noooo!! –La Capitán soltó a Carmen Fuentes que se arrastró hasta el cuerpo
sin vida de su hijo y lo vio todo como a cámara lenta. -¡Noooo!
Emilio Fuentes estaba lívido, con los ojos clavados en su mujer y su hijo muerto. El hombre
lloraba también, los dos mastodontes lo miraban todo boquiabiertos y el Teniente apretaba el gatillo
de su arma.

218
Al igual que Alonso, cayó con los ojos en blanco, con la sangre surgiendo de su cabeza y
algunos trozos de carne, sangre y hueso salpicaron las paredes mientras Claudia se arrodillaba a su
lado.
-¡Sacarlos a todos de aquí! –Ordenó. -Todos fuera, ¡ahora!
-Mi Capitán…
-¡Fuera he dicho! –Cogió la cabeza de Castro y sintió que aún respiraba. –Y que alguien llame
a un médico.
Se quedó allí sola. Sus guardias se llevaron a los detenidos y el juez esperaba fuera con su
secretario y con ese viejo agente al que llamaban cerrajero. ¡Si, Claudia se había quedado sola en
cuanto Castro dejó de respirar! Alrededor de la capitana tan solo había muerte. Alonso, Benito y
Castro habían perdido la vida y, sin embargo, los ojos de ellos tres se clavaban en los suyos como si
aún estuviesen vivos.
-Todo ha sido por mi culpa. –Dijo ella. –Lo lamento.
-Todo cuanto tocas se muere. –Los labios del niño se movieron, escupieron aquellas palabras
con una voz que no era la suya. –Todos aquellos cuantos se cruzan en tu camino acaban muertos.
-¡Lo sé, lo sé! Yo soy la jefa del operativo, es mi responsabilidad.
-Si, eras la responsable. –Aún sostenía la cabeza de Castro sobre su regazo y este le hablaba
con la voz de Agustín. –Pero eso no te convierte en culpable.
-Podías haberlo evitado. –Aurora de Bolaños le seguía hablando desde el cuerpo de Benito. –
Si tan solo hubieses hecho bien tu trabajo… Si no te hubieses creído Dios, esto no habría ocurrido.
-No le hagas caso, Copito.
-¿Abuelo? –Alonso movía los labios pero de su boca surgió la voz de Andrés Benítez. -¿Eres
tú?
-No la escuches, Copito.
-A tu alrededor solo hay destrucción. Tu misión es la de salvar vidas y sin embargo tan solo
traes contigo la muerte.
-Sabes que no es culpa tuya, cariño. –Dijo Agustín. -No puedes salvar a todo el mundo,
Claudia.
La señora de Bolaños trataba de inducir en ella un sentimiento de profunda incomodidad e
impotencia bombardeándole la mente con imágenes de demonios de la culpa. Ya no solo eran las
muertes de Castro, Alonso, Benito o Gerardo tirándose desde la ventana de un décimo piso. La
oscura mujer hizo que por su mente pasasen, como los flashes de su cámara, las imágenes de su
madre disparando a Mercedes, a Andrés y a Mateo. Vio también a Mauricio consumiéndose por las
llamas, como una bandada de cuervos laceraban el pequeño cuerpo de Emma…
Tenía que luchar. Tomó conciencia de lo ocurrido y quiso hacer algo para repararlo. Quiso
creer las palabras de Agustín y de su abuelo y descubrió la gran mentira que se escondía en las de
aquella mujer. Apartó de ella aquel terrible dolor. Aquel dolor que era enfermedad y cura al mismo
tiempo.
-No puedes salvar a todo el mundo. –Le repitió Agustín. - No es culpa tuya, cariño.
-No, no lo es. –Claudia se lo decía a si misma. –No ha sido culpa mía.
-Si, si lo es. Podría decirse incluso que tu misma los has matado a todos.
-No, Aurora. Aquí la única que lleva la muerte a todo el mundo eres tú. –El comedor de la
casa de los Fuentes se diluía. Claudia hizo una foto y el flash iluminó un diminuto cuartucho de
baldosas averdosadas y paredes de hormigón. –Yo no soy culpable de nada.
-¿Crees eso de verdad? –Volvía a estar en aquel comedor. Benito se había puesto en pie, con
el pecho lleno de sangre y junto a él estaban Emma, Charlotte y Mauricio. –Allí por donde pasas,
todo perece.
-No, todo es culpa tuya. Tan solo culpa tuya. Yo no quería que nadie muriese. Alonso, Castro,
Charlotte… -Les miraba uno a uno y les sonrió con lástima. -…Emma, Mauricio…
-Hola, preciosa.
-Hola, dandi. Lo siento, yo…
-Lucha, cariño.

219
-Lucha, Copito.
-Luche, Capitán. –Dijeron Alonso y Castro con sus propias voces. -¡Luche!
-¡No es culpa mía! –Gritó. -¡Es todo culpa tuya! –El espejismo se rompió. -¡¡¡¡TUYA!!!!
Si, Mark tenía razón, Aurora de Bolaños no había recuperado todas sus fuerzas y había
conseguido ahuyentarla, al menos por unos minutos. Tenía que darse prisa y hacer lo que había ido a
hacer antes de que volviese.
Por primera vez veía aquel zulo ante ella sin ser una visión en su mente. Estaban allí los dos
cuerpos y sabía que era lo que tenía que hacer con ellos. Se le escapó una sonrisilla al recordar las
palabras de Secundino.
-En el viaje encontrará la cura, Claudia.
Aquel maldito y viejo ciego tenía razón. Se sentía liberada, extrañamente liberada.
El más grande de los dos cuerpos yacía boca arriba, era un esqueleto apenas recubierto por
una capa de piel acartonada y grisácea bajo ropajes que se convertían en polvo. Era una especie de
momia con un gran orificio a la altura del corazón. A su lado estaba el cuerpo de su mujer con el
cuello abierto. Su cuerpo era una reliquia centenaria a la que se le había caído la piel,
desprendiéndose de la carne como el barro seco, dejando a la vista entrañas putrefactas, nidos de
viscosos gusanos y mechones de cabello grisáceo pegados al blanco hueso de su cráneo. Una de las
manos de Aurora estaba encima de una de las de Clemente. ¡Que ironía!
-Claudia recordó donde había visto una pala. –El profesor Donovan hablaba y sus palabras se
escribían en aquellas hojas. –La buscó, cavó dos enormes fosas en el jardín delantero y arrastró los
cuerpos del matrimonio Bolaños encima de unas sábanas hasta allí.
El sol se oscureció de golpe. Aquello no le dio buena espina y se giró para ver que era lo que
estaba ocurriendo. Como un geiser surgió un potente chorro negro que llegó hasta el cielo. Un chorro
que se convirtió en miles, quizá millones de cuervos. Las aves descendieron, volaron dibujando
círculos a su alrededor, abriendo y cerrando sus picos, emitiendo sus ensordecedores graznidos y
mirándola.
-¡Oh, no! –Millones de pequeñas Claudias se veían reflejadas en los ojos vacíos de toda vida,
negros como la noche más oscura y brillantes como los fuegos fatuos. -¡Mierda!
Los cuervos se elevaron, subieron y subieron como una enorme flecha negra que quisiese
herir al sol. Pero el sol quedaba demasiado lejos, así que la gravedad la atrajo y como una letal saeta,
se dirigió hacia su corazón.
-¡Estás muerta, Rosalía!
¡Esa voz! ¡Esa maldita voz! Las manos de los condenados surgieron del suelo. Satanás había
enviado a sus demonios a por ella y los dedos de estos se cerraron alrededor de las pierna de la
Capitán. ¡No podía escapar! Las aves siguieron cayendo en picado, directas hacia ella. Sus plumas
eran una lluvia negra, el sudario para Claudia. Sintió el golpe al cerrar los ojos, la pala cayó en el
foso cuando su brazo tropezó contra ella y sintió la tierra llenándole la boca.
-¡Cuidado!
Aquel había sido el grito que escuchó antes de que, como un caballo desbocado, algo la
empujase apartándole de la trayectoria de aquella flecha emplumada. Le dolió el brazo, el pecho le
crujió como si del golpe se le hubiesen roto todas las costillas y escupió la tierra para no ahogarse.
Pero al menos seguía viva.
Abrió los ojos y descubrió que su salvador no podría decir lo mismo. El orondo sargento era
masacrado por los animales y su compañero corrió hacia él. Sacó su pistola y abatió a tres o cuatro
cuervos. Ella sacó la pistola de Agustín y también abrió fuego, haciendo que el resto de aves
huyesen.
-¡¡Moreno, mírame!! –Los ojos color ceniza permanecían abiertos. -¡¡No, no, no!!
-Lo siento.
El Sargento había fallecido y su cuerpo se deshacía como si fuese hecho de polvo y se la
estuviese llevando el viento.
-¿Qué es lo que pasa aquí, Capitán?
-Si te lo contase no me creerías.

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-He visto brazos de zombis saliendo de la tierra. He visto a miles de pájaros asesinando a mi
compañero y como este se desintegraba ante mis propios ojos. –Las plumas de los cuervos caían y al
tocar el suelo, se derretían como si fuesen alargados copos de nieve negra. –Y ahora esto. Le aseguro,
mi Capitán, que estoy dispuesto a creerme cualquier cosa.
-Ayúdame a enterrar estos dos cuerpos. –Le señaló los cadáveres. –Luego te lo explico todo,
si quieres.
-¡Claro que voy a querer!
Al contacto con el sol y el aire no viciado del zulo, los cuerpos del matrimonio Bolaños
parecían haber entrado en un proceso de descomposición acelerado.
-¡Qué peste! –Arrastraron los cuerpos, cada uno a una tumba y Claudia empezó a cubrirlos de
tierra con la pala. -¡Ayúdame, por favor!
El suelo volvió a estremecerse y hubo varias explosiones subterráneas.
-¿Qué está pasando?
-No lo se. –Siguió echando paladas sobre el cuerpo de Aurora y vio como el fornido guardia
volvía a sacar su arma. –Pero no debe de ser nada bueno.
Con cada explosión se abrió un cráter y varias bestias salidas de lo más profundo de los
infiernos surgieron de ellos. Como depredadores acosaron a sus presas y se acercaron a ellos.
-Acoge, Señor, en tu reino a tus hijos para que alcancen la salvación que esperan de tu
misericordia. –Claudia comenzó a orar. Enterrar sus cuerpos no sería suficiente para frenar por
siempre a la señora de Bolaños. –Libra, Señor, a tus siervos de todos sus sufrimientos. Amén. –Había
asistido a demasiados sepelios últimamente y se había aprendido la oración de la ceremonia de
memoria. –Señor Jesús, salvador del mundo. –El guardia disparaba y pronto se quedaría sin
munición. Aquellas cosas no parecían dispuestas a detenerse pese a los disparos. –Te encomendamos
a nuestros hermanos y te rogamos que los recibas en el gozo de tu reino.
-¡Están muy cerca! –Aquellos demonios iban a despedazarlos. -¡Joder, joder!
Una luz limpia y pura se encendió entre ellos y esas “cosas”.
-Continua, Copito. –Mateo y Andrés surgieron de la nada y brillaban como solo los ángeles
deben hacerlo.
-Date prisa, preciosa. –Mauricio se interpuso también entre ellos y aquellos seres. –No
sabemos durante cuanto tiempo podremos pararles.
Acudieron en su ayuda también Charlotte, el doctor Longoria y todas las víctimas de Aurora
de Bolaños. El joven Guardia Civil lo miraba todo boquiabierto y se dejó caer al lado de la capitana
para ayudarla.
-Pues por ellos viniste a la tierra y, aunque hayan pecado en esta vida, jamás negaron al Padre.
-¡Esto es de locos! –Dijo el guardia.
Esos demonios se estrellaban contra la barrera de luz, abriendo las fauces y rugiendo,
haciendo chasquear sus mandíbulas y alzando sus garras.
-Si no que permanecieron en la fe y adoraron fielmente a Dios que hizo todas las cosas.
¡Amén!
-¡Amén!
¡Y la paz se hizo! Luz y oscuridad se extinguieron y la última palada de tierra cubrió los cuerpos
del matrimonio Bolaños.

221
222
Capítulo 40

-Venga, hazlo.
-No creo que sirva de nada. –Mark bajó la vista hacia las hojas en blanco que iban
desapareciendo. –Pero lo intentaré. –Cerró los ojos y siguió hablando como si elevase una plegaria. –
Y aquellos que murieron por la mano de la negra señora volvieron a la vida.
Como una película a la que se le hubiese pegado fuego a su rollo, todo se fue consumiendo.
Primero fueron las hojas del camino, después el paisaje que les rodeaba y finalmente se vieron
rodeados de impenetrables tinieblas. De nuevo fue como si hubiesen dejado de existir, como si una
extraña nada hubiese segado todos sus sentidos y les hubiese llevado hasta un limbo vacío de toda
existencia.
O al menos, así fue hasta que Mark abrió los ojos y descubrió que estaba tumbado boca abajo
sobre el suelo de la biblioteca. A su lado no estaba el cuerpo de Emma así que dejó que la esperanza
le embargase y creyó que había funcionado.
No muy lejos de allí, Victoria también despertó. Se incorporó en la cama y sintió que le dolía
todo el cuerpo. A su mente llegaron las imágenes de Emma y David y por un instante, se permitió el
lujo de soñar despierta con volver a su hogar con ellos y su “Nasty Naughty boy”.
-¡¡Emma, David!! –Mark salió de la biblioteca y los buscó por toda la casa. -¿Dónde estáis?
-¡Mark!
Victoria había entrado en la casa y encontró a su marido, desesperado, yendo de un lado a
otro, como perdido.
-¡No están, Victoria! –Le abrazó con los ojos anegados y sintió que a su mujer le fallaban las
piernas. -¡¡Los hemos perdido!!
-¡No, no! –Victoria cayó de rodillas. –Mis hijos, ¡no! ¡¡David, Emma!!
-¡Papá, mamá!
-¿Emma? ¿Dónde estás?
-El espejo. –Mark señaló el espejo y les vieron. -¡Ahí!
La niña sujetaba entre sus brazos a su hermano. El pequeño David parecía muerto pero tan
solo dormía.
-¡Papá, mamá! –La niña estiró la mano y apoyó los dedos contra el cristal. –Os echo de
menos.
-Y entonces… -La voz le falló. –Y entonces el espejo se convirtió en la puerta que unía
ambos mundos. –Narró Mark con desesperación. –Se con… -Le temblaba todo el cuerpo. –Se
convirtió en una puerta y los niños pasaron al otro lado para irse con sus padres.
Pero no funcionaba así, ¡ya no! La hojas del camino habían desaparecido y la magia que se
encerraba en ellas también. Emma y David permanecían al otro lado del espejo y no hubo más
contacto que el de su madre cuando posó la palma de su mano sobre la zona del cristal donde estaba
la de su hija. Estaba frío, muy frío.
-Por favor, Dios mío, por favor. –Gimió Mark. –¡¡Ayúdanos!!
-Te quiero, hija mía.
-Y yo a ti, mamá.
-¡¡Ayúdanos!! –Suplicó su padre. -¡Quiero recuperar a mi hijos!
-¡Papá! –Le llamó la niña.
-Y el espejo era una puerta –Chilló. –¡¡¡Era una puta puerta!!!
-¡Papá! No se puede volver de la muerte.
-¡Era una puerta! ¡¡Y aquellos que murieron por la mano de la negra señora volvieron a la
vida!!
-¡Mark! –Su mujer le cogió la mano y se la acarició. -¡Déjalo!
-Y el espejo era una… -Su voz era ya un susurro. -…una puerta.

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-Así no va a conseguir nada.
La voz de un hombre les sobresaltó. Mark y Victoria miraron hacia la puerta de aquella
habitación y vieron a un atractivo maduro con los ojos apagados para siempre. Parecía ser una buena
persona pero verle con un candelabro en la mano les dio mala espina.
-¿Quién es usted?
-Un amigo. –Agustín entró palpándolo todo con la mano estirada. -¿Dónde están?
-Frente a usted. –Contestó Victoria.
-Déjeme que lo haga yo. –Mark lo comprendió, supo que había que hacer. –Apartaos, por
favor.
Cogió el candelabro que el Comandante Aguado sostenía y golpeó el cristal. Varias grietas
surgieron y el ruido despertó a David. Emma dejó a su hermano en el suelo y dio un paso hacia atrás.
-Adiós, papá. –Dijo la chiquilla. –Adiós, mamá.
-¡¡No, no te vayas!! –Le suplicó Mark y volvió a golpear con más fuerza. –No te vayas, por
favor.
Un tercer golpe y todos lo vieron al fin. Cada vez que se abría una nueva grieta la imagen del
muchachito se veía más claramente pero la de Emma se difuminaba. ¡Solo podían salvar a uno, a
David! O eso o los perdían a los dos.
-No se puede volver de la muerte. –Susurró Victoria.
-No, mamá, no se puede.
Y se marchó, antes de que la superficie del cristal se hiciese añicos se giró y se perdió por un
oscuro túnel. El niño dio un paso y se refugió entre los brazos de su madre. Mark dejó caer el
candelabro y miró la madera sobre la que estuvo apoyado el espejo.
-Adiós, Emma.

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Epílogo

-Y aquel fue el final de la señora de Bolaños. –Leyó Andrés. –El matrimonio Donovan,
Claudia y Agustín volvieron a sus casas y dejaron tras de si unas tierras desiertas a las que no
pensaban volver. Si, la Capitán había hallado la cura tras aquel viaje, encontró una paz consigo
misma que se debía y aceptó casarse con el Comandante Aguado. La mañana de su boda encontró un
boleto de lotería con el número 30421, el boleto que le había comprado a Secundino y sonrió. Nunca
supo si aquel boleto había resultado premiado pero, lo que era innegable, es que resultó ser
premonitorio. Tan solo un año después de su boda, durante su cena de aniversario, rompió aguas. En
el último minuto de aquel 30 de abril de 2021, su hijo llegó a este mundo.

Andrés cerró el libro, leyó el nombre de Claudia Ortega Benítez en el lomo y se sintió sin
aliento. Entonces entendió porque se había sentido atraído a aquel lugar. Acababa de leer la historia
de su madre, cual había sido ese secreto que la había llevado a la locura. Acababa de leer cual fue la
enfermedad que impidió a todos los médicos encontrar una cura a la ceguera de su padre.
Una cosa estaba clara, tenía que huir de allí antes de que fuese demasiado tarde. Guardó el libro
en su mochila, verificó su pistola y se giró hacia uno de los espejos cuando aquel extraño ruido le
sobresaltó. Una figura oscura, de negros ropajes y quemaduras en el rostro le miraba con el odio
tatuado en sus ojos.

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