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31° CONCURSO LITERARIO

ANTOLOGÍA DE CUENTOS BREVES


Gordon McInally, presidente de Rotary Internacional, estableció
para este año rotario 2023-2024 el lema: “Crea esperanza en el
mundo”. McInally nos insta a restaurar la esperanza a través de
la promoción de la paz para generar cambios duraderos en
todos nosotros. Estamos seguros de que una de las mejores
formas de contribuir con este objetivo es a través de la cultura y
educación de nuestra comunidad.

En nombre del Rotary Club La Falda, felicito a los ganadores y


finalistas de la edición número treinta y uno de nuestro
concurso literario, además de agradecer a todos los autores
que enviaron sus obras para dar el marco apropiado a nuestro
trabajo en ese sentido.

Nuestro fundador Paul Harris dijo: “Más allá de lo que Rotary


signifique para nosotros, el mundo lo conocerá por las obras
que realice”. Creemos firmemente que una de esas obras que
simbolizan nuestro trabajo solidario de voluntariado la
conforman este concurso y la participación de todos ustedes en
esta iniciativa que llevamos adelante desde hace más de tres
décadas

DANIEL GULIZIA
PRESIDENTE 2023-2024
AGRADECIMIENTOS

MUNICIPALIDAD DE LA FALDA
SECRETARÍA DE TURISMO Y DESARROLLO SOCIAL
DIRECCIÓN DE CULTURA
LIAGRE VIAJES
EDICIONES LA COMARCA
Y los socios y Rueda Interna del ROTARY CLUB LA FALDA
LOS JURADOS

Una nueva edición de este concurso nos deja en claro que las
ganas de escribir y narrar son muchas. Tanto como casi
seiscientos textos que llegaron a nuestras manos, y que
supusieron una larga tarea de lectura, relectura y selección. Y
luego de algunas discusiones, una selección más refinada
todavía, hasta llegar a los diez finalistas que componen esta
antología. Nunca es tarea fácil, sobre todo porque cada año
pretendemos superar al anterior en calidad de textos elegidos,
y los participantes nos acompañan en esa tarea. Para este
concurso además, incorporamos una nueva modalidad: que
uno de los jurados sea el ganador de la edición anterior del
premio. Creemos que es una forma de reconocer a los autores
y confiamos en que se convertirá en una tradición más del
concurso.
El trabajo de selección de los diez finalistas estuvo a cargo de
la escritora, poetisa y crítica de cine Lilián Camera; la profesora
de Letras, promotora cultural y poetisa Carolina Contino
Goyenechea y la escritora de novela y cuento y columnista
radial Mónica Sacco, quien además tuvo a su cargo la
coordinación del concurso. Todos los cuentos fueron leídos,
analizados y discutidos, hasta llegar a la selección final.
En esta oportunidad, contamos con la colaboración inestimable
de los jueces de finalistas Elvira Uva, Ana Elizondo, Jorge
Lacuadra y María José Rossetto, además del voto conjunto del
cuerpo de socios y rueda interna del club.
Este año también se otorgó una mención especial.
El Rotary Club de La Falda agradece a todos los jurados su
esfuerzo y dedicación.
ELVIRA UVA
Argentina, nacida en Lanús, provincia de Buenos Aires.
Maestra Normal Nacional y Traductora Pública Nacional.
Profesora de Nivel Medio en las áreas de Lengua y Lenguas
Extranjeras. Miembro del Ateneo del CEDELIJ (Centro de
Investigaciones de Literarura Infantojuvenil). Autora de más de
10 cuentos premiados y seleccionados para diversas
antologías nacionales e internacionales; ensayos; artículos
periodísticos en el suplemento “La mujer”, Diario de bolsillo de
La Voz del Interior. Coordinadora del taller de Animación a la
Escritura del PUAM (Plan Universitario para Adultos Mayores).
Coordinación de talleres de estimulación a la escritura.
Miembro del grupo creador y responsable del Concurso de
Cuento Corto Babel, organizado por la biblioteca popular
“Babel” de La Falda, y jurado del mismo durante más de 10
años. Miembro del jurado del concurso de cuentos “El
hombrecito del azulejo”, organizado por la Fundación Manuel
Mugica Láinez (Cruz Chica, Córdoba), para alumnos de
escuelas primarias.

ANA RAQUEL ELIZONDO


Argentina, nacida en La Falda, provincia de Córdoba. Actriz,
narradora oral. Directora de Cultura de la Municipalidad de La
Falda desde 2019, organiza los Foros de Artistas del municipio,
que dan espacio público a artistas visuales, de las letras, la
música, la danza y el teatro. Se formó en el Seminario de
Teatro Jolie Libois del Teatro Real de Córdoba. Participó de
varias ediciones del Festival de Teatro del Valle de Punilla, que
se llevó a cabo en Villa Giardino (Córdoba), como intérprete y
como parte de la organización del festival. Participa
habitualmente de la organización del Festival del Libro y la
Creatividad de Punilla, que desde hace veintiún años convoca
a escritores, úsicos y actores de todo el país.

JORGE EDUARDO LACUADRA

Argentino, nacido en Santa Fe Capital. A partir de 2002 reside


en Córdoba Capital. Su 1° poemario, “Distancias oceánicas”
(2013) fue publicado por Editorial Luna de Marzo (Argentina).
“El olvido de la luna” (2016) fue publicado por Editorial MRV
(España). Publica el tercer poemario, “El silencio de la rosa”
(2017) por Editorial MRV (España). Junto a La Conspiración de
los Fuleros, grupo de producción literaria independiente de la
ciudad de Santa Fe, edita siete libros colaborativos:
“Conspiración Año Cero” (2017), “Puertas Adentro – Historias
de una Santa Fe Extraña” (2017), Especial de Ciencia Ficción
“Fabulosos Relatos de Otros Mundos” (2018), “Puertas Afuera
– Historias de una Santa Fe Extraña” (2019), “Conspiración
Año Seis” (2021), “En la Niebla - Historias de una Santa Fe
Extraña” (2022) y Especial Mitos y Leyendas "De lobisones,
luces malas y otras yerbas" (2023). Su cuarto poemario, “Una
Ciudad Llamada Silencio” (2022), fue publicado por Editorial
Luna de Marzo (Argentina). Ganador del Primer Premio del 30°
Concurso Literario del Rotary Club La Falda.

MARÍA JOSÉ ROSSETTO

Argentina, nacida en Villa Carlos Paz, Córdoba. Profesora de


Inglés (ENSAC La Falda año 2011) Licenciada en
comunicación social con orientación audiovisual (UNC año
2000). Actualmente se desempeña como profesora en el
Instituto técnico La Falda y en el C.E.N.M.A Cosquín Anexo
Valle Hermoso. Dentro de sus intereses personales, se
encuentran los ecológicos, se dedica al armad ecoladrillos para
construcción. Ha dictado charlas sobre este tema en la
Cooperativa de Agua de La Falda, en el colegio “Nicolás
Avellaneda” y da charlas permanentes sobre el cuidado del
medio ambiente en los cursos que tiene a su cargo en ambas
escuelas.

LILIÁN MARINA CAMERA

Uruguaya, nacida en Montevideo,ROU, reside en CABA.


Licenciada en Recursos Humanos, escribe desde los catorce
años. Tiene publicados tres libros de poesía: “Maut” (en
colaboración con los fotógrafos Daniela Huerta y Leandro
Quintero); “Clausura” y el poemario “Moebius” en colaboración
con Vanesa Aldunate y Liliana Piñeiro. Colaboró con textos
para exposiciones fotográficas de Leandro Quintero en
Alemania, el Reino Unido y ArteBA. También incursionó en la
ciencia ficción con una novela junto a Mónica Sacco. Ha
publicado diversos artículos y ensayos en medios gráficos y en
la web, donde administró el Blog “Meridiana” de narrativa y
poesía. Redactora en la revista “La Otra” (cine, literatura y
pensamiento). Actualmente coordina talleres donde fusiona su
otra gran gran pasión, el cine, con la narrativa

CAROLINA CONTINO GOYENECHEA

Argentina, nacida en Cañada de Gómez, provincia de Santa


Fe, reside en La Falda. Profesora en Letras, promotora
sociocultural, correctora, poeta. Coordinó talleres literarios y
educativos en Argentina y en el exterior (Bolivia, Perú, Italia).
Publicó sus poemas en diversas revistas y antologías
nacionales e internacionales, impresas y digitales, desde el año
2000 (Plaquette Países inocentes, UNdMdP, revistas “Hablar
de poesía”, “La pecera” (Argentina), “ Almiar” (España), “Botella
del náufrago” (Chile), entre otras. Dirigió la obra de cuento-
teatro “La máquina de contar cuentos” (La Falda) y obtuvo
premios en ensayo y microteatro. Publicó el poemario "Hierro
de madera" (2001, Ed. Melusina) y tiene tres libros de poesía
inéditos. Actualmente brinda un laboratorio literario en Huerta
Grande, realiza asesorías y correcciones literarias y correaliza
el programa radial de agenda cultural “La salidera”. Fue elegida
jurado de la edición 2023 del Concurso de cuento corto de la
Biblioteca Popular Babel.

MÓNICA ELISABETH SACCO


Argentina, nacida en CABA, reside en La Falda. Escritora de
novela policial negra y cuento. Profesora y traductora de
inglés (Cambridge Institute), habla además italiano (lengua
paterna que domina) y francés. Ingeniera Química (UBA).
Columnista de Radio Universidad Córdoba AM 580;Radio Mitre
Río Tercero 90.1 y Radio Mitre Córdoba AM810. Coordinó y
dictó talleres de Animación a la Lectura para adultos en la
Biblioteca Popular “Babel” desde 2010 hasta 2022. Participante
y coordinadora de las jornadas de cuento y poesía “Las
Miliuna” en Buenos Aires, en el Café Tortoni, organizadas por
la escritora Teresita Romero. Dramaturga, traductora y
adaptadora de obras teatrales. Finalista del Concurso “EÑE
Revista para Leer” (España). Escritora de novelas policiales,
bloguera literaria y editorialista de medios gráficos
universitarios porteños. Publicó las novelas “La grieta mínima”
(2001, Ed. Argenta Sarlep, CABA) y “La dama es policía- La
Venganza” (Ed. Pentian, Sevilla, España); el libro de cuentos
para adultos “La de Inglés y otros cuentos” (Ediciones La
Comarca Libros, La Falda, Córdoba). Coordina el Concurso
Literario del Rotary Club La Falda desde 2016 a la fecha.
ÍNDICE

LOS POZOS
LA NADADORA
PARPADEO
EL SUEÑO DE LAS ALMENDRAS
HISTORIA INQUIETANTE CON MORALEJA IMPRECISA
EL ESPIRAL
LA SUPERVIVENCIA DEL MÁS BARATO
BLANCO
DONDE HUBO FUEGO
CARMEN CASTRO, VIRGEN HEMISFÉRICA
LOS POZOS- PRIMER PREMIO
Vanesa Celeste Gómez – Rosario, Santa Fe

Ya eran las diez de la mañana y el abuelo aún no entraba a la


casa. A esa hora siempre estaba sentado, tomando mate. La
tía abrió la puerta del patio para ir hasta la pieza del abuelo y
ver si estaba bien. “Si está vivo”, dijo a modo de chiste. Cuando
volvió anunció:
—Se volvió loco.
Nos contó que estaba haciendo un pozo en el patio. Que el
pozo era tan profundo que ya casi lo tapaba a él. Le prohibió
que se acercara y amontonó muebles viejos y basura para que
no pudiéramos pasar.
Fui al patio y miré al abuelo que cavaba. Miré su cabeza. Tenía
puesto un sombrero de paja.
—¿Estás bien? —pregunté.
El abuelo dejó de cavar. Se apoyó sobre la pala y respiró
agitado. Se pasó el dorso del brazo por la cara. Levantó la vista
y me clavó los ojos verdes, desencajados. Parecía asustado.
—No te acerqués —ordenó—. Es peligroso.
Le pregunté si necesitaba que le alcanzara algo, un mate,
agua, unas galletitas.
—Agua —dijo y percibí que tenía la garganta seca.
Le traje una botella de la heladera y él tomó, desesperado. Se
quitó el sombrero y se volcó el agua sobre la cabeza. Me senté
en canastita al borde del pozo.
—¿Qué buscás?—pregunté.
El sombrero le tapaba la mitad de la cara. No podía ver la
expresión del rostro. Vi su boca apretada, como una raya
pálida y horizontal.
—Es peligroso —dijo—. Muy peligroso.

CV Una semana entera pasó el abuelo así, cavando. Llenó el


patio de pozos. Un poco de información le pudimos ir sacando.
“Como con sopapa”, decía la abuela, cada vez que se
acercaba por un plato de comida o agua.
Había viajado a Brasil y ahora era devoto de San La Muerte.
Tenía una estampita con la figura del santo en el bolsillo de la
camisa. Yo le pedía ver de vez en cuando la imagen. El
esqueleto con la guadaña me asustaba. Y me fascinaba. Cada
vez que pedía verlo, el abuelo le daba un sonoro beso a la
estampita y volvía a guardarla en el bolsillo. Le habían
recomendado a un vidente muy conocido de allá. Lo llamaban
Pascualito y le había dicho al abuelo que habían tirado algo en
la casa. En el patio. Que tenía que encontrarlo y quemarlo,
pero sin que nadie lo tocara. Ni siquiera él.
El abuelo sospechaba que había sido una de sus hermanas,
con la que hacía más de diez años que no se dirigían la
palabra. Pero también podía ser la vecina, que —según él—
era bruja. No estaba muy seguro. Lo importante era encontrar
aquello, fuera lo que fuera, y quemarlo diciendo una oración.
Los días pasaban y el abuelo parecía irse desgastando,
poniéndose cada vez más amarillo y cansado.
—¿Sigue cavando el viejo? —era lo primero que decía la tía al
abrir la puerta por las mañanas.
El tío se quedaba de pie, a una distancia prudencial del abuelo,
y desde ahí conversaban. Le comentaba alguna noticia que
había visto en la tele, para luego, con rodeos, sugerirle que
dejara de cavar, que entrara y se diera un baño, que comiera
algo rico. Ya había probado de todo, incluso comprarle vino o
cerveza, y no hubo caso.
Yo me paraba detrás de los muebles y con una caña larga
revolvía la tierra.
—¿Es esto? —preguntaba cada vez que aparecía algo.
—No —respondía el abuelo.
—¿Y esto? —insistía yo.
—No, tiene que estar dentro de una bolsa cerrada —decía el
abuelo.
Me daba pena verlo así. Los ojos verdes perdidos en la tierra
negra, en los gusanos y las lombrices que surgían con cada
una de sus paladas. Busqué una bolsa transparente, de las que
me daban cuando compraba el pan, y por la siesta, cuando
todos dormían, metí dentro de la bolsa tiras de trapos de
colores que la tía guardaba del trabajo y pelos de un cepillo.
Después dejé la bolsa en el último pozo que estaba haciendo el
abuelo.
Esa noche lo vimos encender el fuego en la parrilla.
Ayudándose con la palita del asado quemó la bolsa, de pie,
resoplando, como un toro cansado.
Ya no volvió a cavar.
LA NADADORA – SEGUNDO PREMIO
Marcos Núñez – La Plata, Buenos Aires

El mar, hostil, le borró los tobillos. Sin embargo no sintió tanto


frío como cuando el agua se retiró, descubriendo las huellas
que la arena húmeda había moldeado para ella. Parecía que el
mar la llamaba a aquella hora del día en que la bruma se
suspende sobre el océano y el sol sube detrás. Se había
pasado la última hora mirando el cielorraso desangelado de la
habitación pequeña con manchas de humedad que el sobrio
mobiliario intentaba disimular.
Con el correr de las horas la playa se iría poblando de
cuerpos semidesnudos y monstruosos y ella volvería a su
cuarto hasta pasado el mediodía, cuando se hiciera la hora de
ir a la terminal de ómnibus. No sabía muy bien por qué había
elegido el mar. Tenía, en cambio, más certezas sobre el
porvenir: al otro día volvería a limpiar oficinas en la ciudad.
Acababa de cumplir treinta y nueve años y el tipo que le
dio el empleo la había obligado a tomarse vacaciones. En cinco
años no lo había hecho, se había dedicado silenciosamente a
ordenar las carpetas amarillas, rojas y azules en tres pilas
inmaculadas sobre el escritorio principal, donde suponía debía
sentarse el jefe. Sólo lo había visto una vez y no precisamente
en su despacho sino en el baño. El de Hombres. Se había
metido saltando el balde plástico que acostumbraba a usar
para bloquear el acceso a los sanitarios cuando realizaba las
tareas de limpieza; había meado ruidosamente en un mingitorio
y se había ido sin lavarse las manos. La gente que es
repugnante detrás de un escritorio también lo es cuando no hay
uno cerca.
Nunca le costó ir a contramano de la mayoría. Caminar
con el uniforme por la avenida cuando las oficinas se vaciaban
y en el asfalto se competía por el mejor lugar en segunda fila
frente a las puertas de los colegios. Su uniforme acartonado
resistía los embates del calor y el frío, y absorbía el agua que,
en las ocasiones que llovía, pasaba a través del piloto amarillo
que siempre llevaba dentro de la mochila.
En las oficinas a veces se encontraba con algún
rezagado. Un cincuentón inútil que mecánicamente, cuando la
sentía llegar, apagaba el monitor de la computadora para
intentar ocultar que miraba porno. O la mujer de mirada triste,
una mirada tan triste que la hacía sentir desnuda y
avergonzada. Por lo general la encontraba sentada leyendo
una novela y le daba la sensación de que no se había movido
de allí en todo el día. También, a veces, cruzaba unas palabras
con una mujer muy bella que demoraba el momento de volver a
casa para no encontrarse con los mellizos y entregar las tetas
para que mamaran a su antojo.
Las colillas de los cigarrillos, descartadas impunemente
en cualquier sitio, ya no le daban tanta rabia como al principio.
Ya no se preocupaba por remediar las quemaduras en los
escritorios o sobre el piso de parquet. Un poco de cera y lustre
y a otra cosa. Su padre fumaba. Se lo había contado una vez
su madre. Su madre también le había dicho que su padre se
había convertido en una ola. Cuando tuvo edad para entender,
supo lo que en realidad había pasado. Malvinas, el regreso, el
suicidio. Bah, se convirtió en una ola.
El mar, unánime y perseverante, volvió a llamarla. La
empapó en los pies con una espuma amarronada que le
revolvió el estómago. Sintió subir el jugo amargo de las tripas y
apretó el abdomen; con una arcada contuvo el primer acceso y
el segundo y luego la sensación se apagó. Sintió sed y quiso
beber el agua del mar. Se arrodilló en la arena dura, juntó agua
con ambas manos y se enjugó la cara. Cuando levantó la vista,
el agua salada que corrió desde sus párpados le irritó los ojos.
Aun así distinguió el bulto sobre la superficie plana del mar.
Una deformación profesional: el ojo que busca cosas fuera de
lugar. Se puso de pie y avanzó hasta que el agua le llegó a las
rodillas; entonces el bulto tuvo brazos y los brazos, manos, que
se agitaban lisérgicos como queriendo abrazar una nube.
Siguió corriendo, embistiendo las olas mansas y
luchando con la masa oceánica que, cada vez más espesa,
parecía querer retenerla en la costa. En la carrera, un pozo de
arena la doblegó y quedó sumergida por completo. Temió
desorientarse -bajo el agua los pensamientos atormentan- y no
volver a encontrar el cuerpo que luchaba por no hundirse. Con
brazadas torpes recuperó la vertical y comprobó que iba en
buena dirección. La corriente, pero también su cuerpo, se
volvían por turnos un obstáculo. Cada tanto, el viento le traía
un grito ahogado. Ella sabía que no era una buena nadadora,
pero también sabía que en la situación que la convocaba no se
trataba de nadar sino de llegar.
Para cuando estuvo cerca de la niña ya había dejado de
sentir frío: la sensación no se fue poco a poco sino que de un
momento a otro se apagó. La niña la miró a los ojos y su
cuerpo agotado, macerado, se entregó al de ella. Se dijo que la
niña, en sus circunstancias, no podía darse el lujo de
desconfiar. La arrastró sobre el agua con brazadas pesadas
aunque tenaces. Así remontó la distancia hasta la costa, donde
la dejó tendida boca arriba. Respiraba. Lo notaba en el pecho,
que se inflaba agitado. La observó un rato que le pareció largo,
muy largo, hasta que la niña la buscó con la mirada, primero, y
con el cuerpo, después. La abrazó con fuerza. Como si no
hubiera estado peleando con un océano. Como si no fueran
desconocidas.
Mi padre me espera en la escollera, dijo despegándose
del cuerpo de ella. Mi padre es pescador, agregó. La ropa que
llevaba puesta, mojada, debía pesar casi tanto como ella. Las
olas, dijo finalmente la mujer, las olas podrían haberte
arrastrado contra las piedras. Podrías haber muerto, añadió. Mi
padre dice que mi mamá se convirtió en una ola, dijo la niña y
se detuvo para agarrar un caracol; lo limpió de arena y siguió
andando. Sobre la escollera se recortaba la solitaria figura de
un hombre sosteniendo una caña. Desde que pisaron la
primera roca hasta que se aproximaron, el hombre apenas se
movió.
PARPADEO – TERCER PREMIO
Adrián Alberto Clerc – Totoras, Santa Fe

Desde que tengo uso de la razón convivo con una cualidad


única… Hago que todo lo que me rodea desaparezca. Con un
simple parpadeo logro que el mundo se cubra de luz, silencio y,
lo más importante, la sensación de que mi espíritu se traslada a
los lugares más perfectos que yo pueda imaginar.
Vivo en el barrio “Los pozos”, donde si me hubieran dado la
opción, nunca se me hubiera ocurrido nacer. No sé quién
decide que aparezcamos en tal o cual cuerpo. Creo que mi
madre en realidad es mi abuela y mi hermana mayor la que me
tuvo en la panza. Nadie me lo dijo, pero lo siento muy dentro
mío.
El miércoles apareció el viejo Aníbal diciendo que había
conseguido trabajo y que nos iba a sacar de acá. Escuché esa
promesa tantas veces que ya me entra por una oreja y me sale
por la otra. El jueves vino el concejal Tardivo con sus
camionetas cargadas de bolsones de mercadería, y nos pidió,
como todos los meses, que sonriéramos para sacarnos las
fotos.
De lunes a viernes voy a comer a la escuela que está detrás de
las vías. Marta, la señora que cocina, parece siempre apurada
y como con ganas de llorar. Tiene las manos más gigantes,
hinchadas y coloradas que vi en mi vida.
Cuando tenemos clases de matemáticas me duermo en el
banco, pero me gusta mucho la clase de Lengua. Hay una nota
en mi cuaderno que dice “Felicitaciones por tu pasión por la
lectura”. Me encantan también las historias que nos cuenta la
maestra, porque me hacen imaginar lugares con flores y
pájaros de colores. El otro día nos leyó el cuento de un cacique
de más de cien años que, con su último aliento, en medio de su
selva murió feliz ignorando que el dios que dibujaba aquellas
perfectas líneas en el cielo se llamaba avión. Yo nunca vi un
avión de verdad, pero sí estuve cerca de un helicóptero cuando
se llevaron al hospital a uno de los hermanos Quintana, con un
tiro que le había agujereado el estómago.

Todas las tardes tengo que volver a la casilla de las malditas


gotas frías en invierno y los olores asquerosos en verano. La
nuestra está al inicio de la cortada, apoyada en la del vecino,
que está a la vez pegada a la de todos los demás. A veces
pienso que si una se cae se caerían todas en fila, una sobre la
otra.
Decidí que uno de estos días voy a escaparme, aunque aún no
sé cómo hacerlo ni donde ir. Tal vez tenga suerte y consiga
algún trabajo en el centro. La otra mañana escuché a mi
hermana diciendo que el Chino estaba de cuidacoches, con
zona fija, y que alquilaba una pieza para él solo cerca de la
terminal.
Son las nueve de la noche y ya tomé el mate cocido. Estoy en
el colchón. Me concentro para usar mi poder. Parpadeo…
Camino por un campo lleno de flores amarillas y un arroyo
moja apenas la punta de mis pies descalzos. No se oye nada
más que el sonido del agua y una suave brisa me roza las
mejillas. Alguien aprieta mi brazo firmemente. La brisa es ahora
un aliento con olor a vino. Mi corazón se acelera. Hace frío.
Abro los ojos. Manuel está acostado, en el piso, a mi lado.
Tengo miedo y asco como tantas otras veces.
Parpadeo… El cielo es de un celeste penetrante, apenas
manchado con un punteo de inofensivas nubes. Un monte de
pinos protectores me espera allá adelante, pero de pronto el
paisaje se desvanece por el estallido de los gritos que vienen
de afuera. Son amenazas de muerte mezcladas con los
ladridos del perro que tienen atado los de la casilla del fondo de
la cortada. Ahora escucho la voz chillona de mi madre
insultando como solo ella sabe hacerlo.
Manuel se incorpora. Tiene el caño en la mano. Veo como se
asoma por una de las ventanas y dispara. Parpadeo…Todo
vuelve a desaparecer.
Siento en mi cara un minúsculo rayo de sol que entra por un
agujero en la chapa, que ayer no estaba. Mi hermana y mi
madre están pelando papas. Entonces recuerdo que es sábado
y me levanto pensando que hoy podría ser el día.
EL SUEÑO DE LAS ALMENDRAS - MENCIÓN
Griselda Labbate – Quilmes, Buenos Aires

Estábamos muy de acuerdo en que los médicos de guardia no


servían para nada. Fue ella, la abuela, quien nos abrió los ojos.
Al principio la llevábamos, cuando era un poco más joven; pero
no hacían más que repetir lo mismo de siempre. Y con lo
mismo me refiero a la nada. Ibuprofeno, Sertal, en fin. Siempre
ofreciendo soluciones y no era eso lo que la abuelita
necesitaba. Nosotros tampoco, pero teníamos que hacer como
que sí, qué sé yo. En esos tiempos aún nos asustaban los
gritos, ese llanto, teníamos las manos marcadas con sus uñas
de lo fuerte que nos apretaba. Y a Gabriela le molestaba, decía
que no podía aguantarlo, ¡que la abuela no le dejaba estudiar!
Una desquiciada. Por suerte se fue. Desde ese momento, ya ni
nos gastamos en pensar en médicos. Al final nos dimos cuenta
de que el problema era Gabriela, tan insistente e invasiva.
Cuando no estuvo más, reinó la paz en la casa: solamente
alaridos, llantos y suspiros de dolor. Por la noche no se
detenían en ningún momento los gritos desgarradores de la
abuela. Le dolía mucho ahí, alrededor de aquello. Cada año
era peor. Le quemaba, le apretaba. A ella no le hacían efecto
los analgésicos; era un ser especial. Los vomitaba, así que no
se los dimos más. Cuando empezaba a alzar la voz, los cinco
girábamos alrededor de su cama. Antes de que empezara ya
estábamos parados, porque a fin de cuentas resultaba más
práctico ni sentarnos en todo el día. Podría necesitarnos en
cualquier momento y lo mejor era estar listos. A veces
hablábamos de Gabriela entre susurros. A mí me encantaba
hablar de ella. Ese murmullo era clave para mantener cierto
equilibrio en el hogar: sin él nos hubiésemos vuelto todos locos.
Entre quejido y quejido, nos sentíamos bastante satisfechos
comparando nuestro sacrificio con su egoísmo. ¡Encima que
pudo estudiar! ¿Quién podía estudiar en esa casa? ¡Nadie! Y
no porque no quisiéramos, Dios me libre, estábamos cuidando
a la abuela. Una auténtica perra, indigna de esta familia
(Gabriela, no la abuela). Siempre nos acordábamos, los cinco,
de cuando decía que por estar alrededor de una persona la
familia se había hundido en la inmundicia. Y en eso tenía
razón: por suerte se fue. Al menos nos dejó un tema de
conversación. En honor a la verdad, ya estaban escaseando
los temas. El problema era que, con lo de la abuela, no
podíamos estudiar ni tampoco trabajar. Ni salíamos ya. El
médico dejó de venir cuando lo llamábamos, y no íbamos a la
guardia, lo expliqué más arriba, ¿otra vez lo tengo que
explicar? Dios mío, ni que estuviese hablando con Gabriela.
La cuestión es que ya hacía veinte años que a la abuela le
dolía ahí. Sentía que se le revolvía todo y como si se le
estuviese desgarrando algo adentro, o como si la estuviesen
cortando con una cuchilla o agarrando con una pinza, decía. Es
que la abuela gritaba tanto que no le quedaba ni aire para
explicarnos bien, pobre mujer, dios mío, ¡qué desgracia! Por
suerte, menos Gabriela, nos manteníamos todos juntos,
juntitos, juntísimos. Siempre decíamos, en broma, que éramos
como un Tetris, que estábamos abroquelados. Nos
matábamos. De risa. Ellos me decían que yo venía a
representar al cuadrado, por lo ancha, por lo gorda, y porque
en general no servía para nada. La abuela decía eso, me
acuerdo, cuando le quedaba un poco de aire para hablar, ¡era
admirable, le quedaban ganas de jorobar! Con todo lo que
sufría… ¿Cuánto podría aguantar? Bueno, un día no aguantó
más. No sé si no aguanto más. Había pedido helado. Todas las
noches comía helado, debo decir que nunca había perdido el
apetito. Pedía chocolate y frutilla, frutilla abajo, chocolate
arriba. Siempre te ponen más del gusto que pedís arriba, decía.
Era bicha la vieja. Ella sabía todo. Ese día quise agasajarla y le
traje chocolate con almendras. “¿Estaban bien picadas, no?”
dijo mi mamá cuando llegué de la heladería. Lo dijo bajito,
como en un susurro, obligada; podría imaginar a alguien
apuntándole con un arma en la espalda mientras lo decía. Lo
dijo tan bajito que aproveché y me hice la que no escuché; ya
lo había comprado, no podía devolverlo. Sentí un poco de
vértigo, tal vez… expectativa... no sé, no sé si es la palabra.
Igual no me acuerdo bien, ahora ya está. Ninguno de nosotros
dijo nada. Tampoco quisimos quedarnos con ella mientras
comía el helado, como hacíamos siempre, esperando a que
terminara, viéndola disfrutar. Esta vez nos quedamos los cinco
en la cocina, mi mamá, mis hermanos y yo, en silencio.
Estábamos algo ansiosos. La abuela no gritaba, pero nunca
gritaba cuando comía helado porque le gustaba y cuando a ella
le gustaba algo no lo compartía en modo alguno. Pero tampoco
se estaba ahogando, ni atragantándose con ninguna maldita
almendra. Se escuchaba el CRANCH CRANCH CRANCH; su
dentadura rancia daba batalla. Era imparable la vieja. Las
almendras se pulverizaban, una por una; cedían, con poca
resistencia, a esa fuerza arrolladora. Ella se desarmaba de
placer, parecía que cada almendra le daba un año más de vida.
Me acerqué y la vi relamerse. Quedaba una. La abuela la
levantó con la lengua con la intención de trasladarla a las
puertas de su garganta y morderla, hacerla desaparecer,
empujarla a los rincones más oscuros de su existencia. Pero la
almendra era de las que resistían. Se fue. Vio la oportunidad y
la aprovechó. Burló a esa dentadura poderosa y, sin saber
cómo, se deslizó por el cuerpo de la abuela hasta quedar
exactamente debajo suyo. Como la princesa del cuento, ella
empezó a retorcerse por la incomodidad, bufando con
desesperación: esa almendra sería suya. “¿Te ayudo?” – Fue
una pregunta retórica y ridícula. CLARO que la tenía que
ayudar. Ella miró sin responder, sin asentir, sólo invitándome a
cumplir con mi deber. Corrí a ella y la di vuelta con un empujón
seco. La sábana se cayó y el pañal de la abuela quedó al
descubierto. Su boca, contra el colchón, por primera vez no
podía gritar ni hablar, aunque sí lo hacían sus manos,
buscándome desesperadas desde la pequeñez de esa cama,
aislada del mundo. Si no podía darse vuelta para un lado,
tampoco podría hacerlo sola para el otro, suena obvio, ¿no es
cierto? Bueno, no sé, mamá, no me di cuenta, me embataté,
fue mi culpa, sí, ¿qué quieren que les diga? Es lo que me salió,
como siempre me dicen, no soy una persona de muchas luces.
En los días siguientes al silencio lo cubrimos echándonos la
culpa mutuamente. Vos a mí, yo a vos, yo a ella, ella a vos, al
final era como una obra de teatro de esas que se ensayan para
la escuela, con diálogos breves, acartonados y repetitivos.
Pasó una semana y ya resultaba demasiado aburrido. Al final,
nos la pasábamos con la cantaleta y no nos hacíamos tiempo
para estudiar ni para buscar trabajo. Es impresionante cómo se
pasa el tiempo cuando una está ocupada tratando de buscar un
poco de paz de conciencia, dios mío, ¡será posible en esta
casa! Bueno, había que poner el pecho a las balas. Ya
habíamos visto a mamá merodear alrededor de la cama los
últimos dos días. La abuela había dejado bastante ahuecado el
viejo colchón y mi mamá lo venía probando, tendría que bajar
un poco de peso pero dijo que estaba dispuesta a hacerlo por
la familia. Me dio pena que fuera ella, me sentí un poco egoísta
y desalmada. Pero le tocaba a mi madre, por una cuestión de
justicia y de herencia.
Finalmente, sin que nadie se asombrara ni se escandalizara,
las cosas siguieron su curso natural. Un día nos levantamos y
mi mamá estaba ahí, chiquitita, en el hueco. Yo justo estaba
saliendo a buscar trabajo y mi hermana lista para ir a la
facultad. Miraba en el teléfono qué colectivo se tenía que tomar
y, en ese instante, empezaron los gritos de dolor. No tan
entrenados, pero bastante punzantes. Nos sentimos muy
aliviados: decidimos no llevarla a la guardia. Corrimos los cinco
a su lado, girando alrededor, haciendo cosas frenéticamente,
como un baile ritual. ¿Los cinco, dije? Perdón, los cuatro. Vos,
Gabriela, como la almendra, ya te habías escabullido hacía
mucho tiempo.
HISTORIA INQUIETANTE CON MORALEJA IMPRECISA
Crisólogo Bonavita – Mar del Plata , Buenos Aires

“A unos esclavos, que podríamos ser nosotros, se les


encomienda la tarea de llevar un canasto grande con
manzanas; ofrenda que un patrón envía a otro por intermedio
de ellos. Antes de iniciar el viaje, el obsequiador arroja en la
canasta un papel dirigido al obsequiado mientras dice:
-Cuidar celosamente esta mercancía y no permitir que manos
enemigas atenten contra ella.
En el camino los esclavos, que a su miseria crónica han debido
sumar el hambre ocasionado por el cansancio físico, se atreven
a comer algunas manzanas, creyendo que la abundancia de
las mismas imposibilitará la detección de la infracción.
Al llegar a destino, el patrón obsequiado mira el papel, mira la
canasta y resuelve castigar con látigo severo la conducta
ofensiva de los esclavos. Estos, doloridos y maravillados, no
consiguen explicarse la magia de ese papel que, sin emitir
sonido alguno, ha delatado sus faltas.
Días después, y con las heridas aún no cicatrizadas, los
mismos esclavos son enviados de regreso para que el anterior
obsequiador resulte ahora obsequiado. Esta vez no se trata de
manzanas sino de unas naranjas que, de tan brillantes,
encandilan.
-Llevar la carga dorada- dice el patrón- a quien antes me
honrara con sus manzanas. Procurar, eso sí, que la carga
llegue en el mismo estado en que se encuentra ahora.
Los esclavos, ahora alertados pero igual de hambrientos, se
atreven sin embargo a comerse unas naranjas pero tomando
las precauciones del caso. Ya no serán tan estúpidos, piensan
para sí con estas o con otras palabras, y antes de acometer su
infracción tapan el papel que se ha arrojado al canasto bajo
una gran roca. Y entonces sí, aliviados por su previsora
resolución, devoran algunas naranjas, luego quitan la roca,
recogen el papel y siguen camino.
Al llegar a destino, y en un orden idéntico al que antes
ejecutara el destinatario anterior, el obsequiado mira el papel,
la canasta y, anoticiado además de la reincidencia, ordena
látigo severísimo para los infortunados mandaderos.
Los esclavos, en medio del sufrimiento crudelísimo al que quizá
no sobrevivan, no pueden evitar preguntarse, con estas o con
otras palabras, cómo es que ese maldito papel pudo verlos
comerse las naranjas si ellos lo habían tapado eficientemente
con una roca.”
Juan termina de leer la historia y emite una carcajada.
“Esclavos estúpidos” piensa, con estas o con palabras
parecidas. Luego se levanta y, sin dejar de pensar en lo
afortunado que es por saber leer y escribir, sale de su casa
rumbo a la escuela donde le ha tocado votar en estas nuevas
elecciones.
EL ESPIRAL
Alfio Oscar Federico – Rosario, Santa Fe

Me convertí en un espiral para estar cerca de una mujer.


Mientras ella dormía, yo espantaba a los mosquitos.
Aniquilando sus crueles pretensiones inundaba con mi
presencia toda la habitación. Orgulloso de mi nueva función en
la sociedad me consumía despacio, mirándola. Entraba por sus
poros con mi aroma verde, la acariciaba con mis brazos de
humo. Le murmuraba en sus oídos poemas invisibles, mudos,
perfectos. Mi amor era tal que por momentos creí iluminar su
cuerpo con un brillo dorado.
Al rato lo vi. Un reloj aburridísimo perpetuaba segundos a su
lado, sobre una mesa de luz, muy cerca. Los celos empezaron
a asfixiarme. Nos desafiamos a pelear durante toda la noche, le
escribí insultos en el aire; él con su monotonía me mojaba la
oreja repitiendo tic tac.
A las siete de la mañana, ese maldito envoltorio de plástico
chino la despertó con un irritante sonido. Ella lo tocó y él se
calló, creí que lo acariciaba. Me enfurecí y perdí mi último
ardor.
Ella corrió las sábanas, se puso de pie y desnuda me levantó
del piso. Mis restos descansaban en un plato esculpiendo una
serpiente parecida a un corazón. A través de ellos observé sus
senos pequeños. La felicidad me inundaba indescriptiblemente.
Mientras me llevaba, me imaginaba entrando de su brazo a la
iglesia. No pude contenerme y miré de reojo al despertador
ninguneándolo.
Empecé a marearme y como si fuera un barquito de papel al
borde de una cascada, caí en un cesto de basura. Adentro me
desparramé, descomponiéndome. Como la nube desgraciada
que queda sola en el cielo luego de la tormenta, sin lágrimas
me disolví.
Hubiera sido un mosquito. Ahora tendría su sangre en mi
estómago. Suelo equivocarme muy a menudo.
LA SUPERVIVENCIA DEL MÁS BARATO
Maximiliano Sacristán – Gral. Rodríguez, Buenos Aires

Harto de esperar el colectivo, el oficinista se despegó de la cola


y se acercó al borde de la avenida para detener un taxi. El
cansancio de un día de locos lo empujó a gastar esa plata extra
que se reservaba sólo para los días lluviosos.
Al subir, el taxista le dio las buenas tardes con una voz
metálica, demasiado impersonal le pareció. El oficinista se
acomodó en el asiento trasero y dijo una dirección.
“Comprendido”, le respondió la misma voz y arrancó. “Ahora se
va a largar a parlotear, seguramente para quejarse de lo mal
que marcha la economía o de esta inflación de locos”, pensó el
pasajero. Lo fastidiaba que los taxistas fueran tan charlatanes,
al menos en esa ciudad. Supondrían que darles conversación a
sus huéspedes les amenizaría el viaje, como parte del servicio
de atención al cliente. Él, en cambio, prefería viajar en silencio,
viendo pasar la ciudad por la ventanilla. Sin embargo, este
chofer no arrancó con ninguna perorata sobre el clima o el
fútbol. La sorpresa del pasajero fue completa cuando encontró
un mensaje colgando del apoyacabezas del asiento delantero
que informaba: “Prohibido dialogar con el chofer, su distracción
en la conducción podría ocasionar accidentes de tránsito”. Y
más abajo, a modo de firma, aparecía el código del conductor:
“Ubik Cero Uno”.
Esto al pasajero le pareció el colmo de la descortesía. ¿Así
trataban a sus clientes, con prohibiciones? Qué extraño, se
dijo, que un taxista pidiera silencio por el bien de la salud vial...
No solían ser tan estrictos, ni tan responsables. Éste, incluso,
hasta respetaba las luces amarillas de los semáforos y le cedía
el paso a los peatones. Lo espió con disimulo por el espejito
interior delantero. El conductor tenía una mirada de hielo.
Seguía las circunstancias del tránsito “con la apatía de un
Terminator”, pensó el oficinista, y se rió de su ocurrencia. Pero
se censuró enseguida, temeroso de que desde el otro lado le
cayera un regaño.
Llegaron al final del viaje. Cuando el pasajero le pasó su tarjeta
escuchó el zumbido del brazo robótico que se extendía para
agarrarla. Entonces recordó una nota que había leído en el
diario sobre el lanzamiento al mercado del primer taxista
androide. La liberación de este modelo de taxi, coche y
conductor fusionados en una única mente artificial había
promovido la ira del sindicato de taxistas, que, como ludditas
del siglo XXI, veían en la innovación tecnológica una amenaza
letal para su fuente de trabajo. Por el número que figuraba en
el cartel identificatorio, el oficinista supo que ese era el cibertaxi
inaugural. Ya habría más de cien unidades circulando por la
megalópolis capitalina. “Con razón un taxista callado...”, se dijo
el pasajero con una sonrisa, recuperando su tarjeta de la mano
robótica. Al ver el ticket, lo alegró saber que al ser un servicio
enteramente automatizado el viaje le había costado mucho
más barato de lo esperado.
Y ya se disponía a bajarse, aún extrañado por haber sido
conducido por un androide (tendría algo para contar mañana
en la oficina), cuando un estallido a repetición lo aturdió. En
efecto, una ráfaga de ametralladora había dejado el costado
izquierdo del vehículo como un colador. El cibertaxi cerró la
puerta y se dio a la fuga haciendo chirriar los neumáticos. En
medio de la confusión el pasajero escuchó la voz sensual de
una locutora que por telepatía le decía: “Estimado cliente:
estamos siendo atacados por los caza Ubiks, la mafia
organizada del sindicato de taxistas. En breves momentos nos
pondremos a resguardo. Para su tranquilidad, sepa que este
vehículo ha sido blindado a prueba de balas”.
Por el carril contiguo de la avenida un viejo taxi despintado con
dos choferes de carne y hueso los perseguía a toda velocidad.
A través de la ventanilla del acompañante uno de ellos sacaba
medio cuerpo afuera y disparaba una Uzi pegando alaridos. La
misma voz volvió a resonar en el cerebro del pasajero con su
calma profesional: “Señor cliente: en breves instantes
repeleremos el ataque. Gracias por elegir a Ubik, la compañía
de taxis del mañana”. Acto seguido el oficinista, que se
aferraba al asiento con las uñas, pudo ver cómo por sobre el
capot trasero emergía un pequeño lanzacohetes. El certero
disparo borró a los caza Ubiks en una bola de fuego, que
pronto quedó atrás.
Media hora después el oficinista era devuelto a su domicilio,
todavía pálido pero sano y salvo. Al abrir la puerta para bajar
oyó como un eco el consabido “Disculpe las molestias y que
tenga un buen día”, ¿era la locutora telepática o se lo decía el
ciberchofer? Difícil saberlo, luego de haber vivido en primera
fila otro episodio de la guerra de los taxistas.
Antes de que el coche arrancara, un hombre barbudo y
corpulento apareció de la nada y se apresuró a subir. Bajo su
campera traía un bulto, algo esférico, le pareció ver al oficinista
desde la vereda. Por las dudas, sacó las llaves y se apresuró a
entrar en su casa.
BLANCO
Camila Latorre – Rosario, Santa Fe

Blanco el ambiente. Cada rincón. Blancos los accesorios y


decorativos. Blanco el colchón, las patas de la cama, la
almohada, las sábanas y todo lo necesario para una estadía
con fecha de comienzo, nunca de retiro.
Blanca la puerta, el picaporte, la llave que me dan la
bienvenida. Otra vez.
Blanco el camisón que me esperó este tiempo, mis medias, la
bombacha que me aprieta, la colita que ata mi pelo rebelde.
Encandilada, recorrí con la vista cada parte de la habitación.
Camuflada en la escena pálida, casi no distingo mis bordes de
las cosas quietas, insulsas. Siento que van a devorarme. Esta
vez creo que no es ninguna perturbación aflorando en mi
mundo interno, tengo cierta seguridad sobre ello. Pero no
confío en mí. Estoy nerviosa y plena de dudas. Me concentro.
Las cosas no devoran, no en el mundo externo.
Pongo los ojos en blanco. Tomo conciencia de mi respiración
buscando la calma. Genera el efecto contrario, me agito. Por
consecuencia, mi corazón empieza a latir más veloz. Retumba
en mi pecho, cierro los puños, percibo una gota fría resbalando
desde mi nunca hacia mi espalda. Largo viaje hacia abajo. La
decadencia. Mi lengua se pega al paladar y junto las rodillas
como si pudieran unirse más. Me duelen. Me gusta que duelan.
Se dilatan mis pupilas, jadeo involuntariamente, cierro los
dedos de los pies.
Mi cuerpo, hecho una bolita es la representación exacta de
tantos años de tensión.
Tensión.
Tensión.
En mi mente sólo está mi voz presente. Me cuesta recordar.
¿Cómo llegué hasta este punto irrevocable? Hay mucho en la
piel, veo las marcas. Me pellizco. Me devuelvo a la existencia.
Me arrugo con pensamientos provenientes de una angustia
contenida, arrastrada y corroída. Y cuando duele, lamo la
herida para cicatrizarme y continuar.
Pero anoche no pude. No lo recuerdo, por eso lo sé.
Rompo en llanto. Lo suficientemente tranquilo como para no
gritar, lo suficientemente desesperado como para que el
médico que vigila desde la puerta entreabierta se acerque con
una píldora que me ayude. ¿Ayudarme en qué? Me suelo
preguntar. En sobrevivir, supongo. Sobrevivir para nada.
Nada.
Nada.
Trago sin hacer ruido. Sin preguntas. Debe tener más
información sobre mí. Me conoce más. Eso debe creer. Eso
creo yo.
Me deja a solas, con mi rostro desfigurado. Eso me calma.
Seco mis lágrimas. También quizás me calma la píldora. Yo
creía que mi locura estaba pulida. ¿Lo estuvo alguna vez? De
nuevo dudando de mí.
No suelo tener momentos de intimidad en días de encierro.
Esto debe ser nuevo. Qué lindo estar sola. Yo vivo sola en un
departamento en el centro de la ciudad. En verdad, vivo con
Firu, mi cachorro de manchas marrones. Lo encontré en la
calle un agosto crudo, tiritando bajo un volquete de basura.
Vuelve la ansiedad. ¿Alguien cuidará de él?
Alguien. Quien sea. Que lo cuide. “Pobre perro”, recordé que
decían esos alguien de los que espero algo. Me molestaba. Me
molesta. No importa. Yo me lamo las heridas, Firu me enseñó
eso. Pasamos muchas horas juntos.
Recuerdo aquella vez en la que, leyendo un libro en el comedor
del departamento, levanté la vista y noté un rectángulo verde
en el medio de la habitación. Lejos de asustarme, me maravillé
por presenciar un dibujo tan fuera de tono con el contexto. El
rectángulo comenzó a deambular haciendo ruidito en piso de
madera, como garras que rozan la superficie encerada;
comprendí que era Firu. Mi querida y desalineada mente.
Jugando con mis ojos. Quise ver más, entonces descubrí que
la pintura que colgaba en la pared ahora era un círculo azul y
que la maceta del jazmín era un triángulo amarillo. Sonaba
Fermín desde un octógono celeste y…
Estoy recordando. Esto es nuevo.
Y embelesada en mi país de maravillas, llamé a mi mejor y
única amiga para contarle. Disqué su número. Me lo sabía de
memoria. Tres, cuatro, ocho… No importa ahora.
Pero lo recuerdo. Lo recuerdo muy bien.
-Estás delirando de nuevo. -se limitó a decir. Y me obligó a
tomar la medicación correspondiente para estos episodios.
Me había olvidado. No lo hacía a propósito. El tiempo se me
pasa rápido muchas veces. ¿Será eso mismo lo que me trajo
acá?
Siento nostalgia por esas formas y colores. Recuerdo mirar por
última vez la escena que me había divertido un poco. Recuerdo
mi risa. Recuerdo despedirme. Recuerdo sentir que la pastilla
se desarmaba en mi estómago, cómo mis jugos gástricos la
deshacían. Recuerdo cerrar los ojos y recuerdo la viscosidad
del hocico de Firu despertándome. Recuerdo su rostro juguetón
de nuevo frente a mí. Recuerdo su plato de comida vacío.
Recuerdo mi teléfono, la pantalla que indicaba que había
pasado muchas horas en ese estado de suspensión.
Recuerdo, recuerdo muy bien. Qué bueno. Qué raro.
Ahora todo es blanco.
Blanco.
Blanco.
Desapruebo absolutamente esta habitación. Me desespera.
Tan blanquecina y perfecta como la irrealidad misma. Estoy
enojada. Quieren vencerme y quieren convencerme de que
duerma, de que coma, que por favor me cuide, que ya se me
ven los huesos.
Huesos.
Huesos.
Imposible, apenas pasaron unas horas desde que llegué. No es
posible lo que dicen. Siempre dicen. Las palabras me
enloquecen. No podrán conmigo. Además, me siento mejor,
mucho mejor. Más lúcida. Ahora recuerdo. Recuerdo mucho.
Recuerdo el psiquiatra, su guardapolvo cargado de lapiceras y
sellos. Recuerdo mis manos jóvenes y el suéter lila. Era chica.
Era adolescente. Él me explicaba, ellos siempre explican. Y me
decía con voz pausada y contundente:
-Usted debe obedecer. -mientras me acercaba una cajita con
nombres difíciles.
Las píldoras ayudan, pero me alejan. De mí, de mi interior. Que
es colorido, es divertido.
Mi interior. Claro. Ahora comprendo.
Comprendo, sí, sí, sí. Comprendo. La solución está a mi
alcance.
Descifro la clave. Hay que buscar adentro. Todo aquí bloquea
mi mente, pero no mi cuerpo. Y aquí está mi cuerpo. Escenario
del momento de mayor importancia de mi existencia.
Decidida, comienzo a mordisquearme sin piedad las muñecas
que tan fácilmente llegan a mi boca. Río enloquecida por mi
inteligencia, ¡y yo que me lamía! Trasgredo absolutamente toda
norma, regla y promesa. Me río de nuevo. Me burlo.
Desgarro mi piel, desmenuzo mis texturas, me saboreo.
Levanto la vista, en un microsegundo dudo. ¿Será que no tomé
mis pastillas? No. Esta vez no me permito dudar. Y mucho
menos ahora, que encuentro un torrente de sangre adrenérgico
saliendo de mí. Caliente, viva, salvaje. Soy maravillosa.
Veo rojo. Y no es una alucinación.
Rojo pasión, rojo desenfreno, rojo júbilo, rojo sórdido.
Color.
Color.
DONDE HUBO FUEGO
Ezequiel Caminiti – Rosario, Santa Fe

En el sueño yo agarraba todas las cartas, dibujos y fotos de mi


hijo y las tiraba al viento del quinto piso. Desde ahí observaba
la cadencia con que caían, arremolinándose. Estaba liberado.
También aparecía Paula; armaba un cigarrillo y me susurraba
algo acerca de que eso estaba muy bien, pero que las cosas
de ella se iban a quemar igual. Yo seguía asomado por el
balcón y miraba a Paula fumar tranquilamente, hasta que por la
espalda escuchaba a Teo decir: Papá, ¿no ves que me estoy
quemando? Entonces yo me giraba y lo veía envuelto en
llamas. Fue ahí cuando me desperté.
Aun así, aunque ya tuviera los ojos abiertos y escuchara los
gritos y las sirenas desde abajo, no pensé inmediatamente en ir
a buscar a Teo, porque antes se me ocurrió que tendría que
llamar a Paula para contarle el sueño y decirle que se me iba a
incendiar el departamento y que lo único que podría salvar era
nuestro hijo. Pero a ella no se si le importaría demasiado y
acaso saldría con eso de ya no nuestro, tuyo.
Muchas veces pensaba en llamarla, pero enseguida se me
filtraba la escena de una tarde cualquiera, donde después de
tirarme con desprecio todo el humo del cigarro en la cara, lo
apagó en la biblioteca. Podrías haber hecho un desastre, dije.
En una de las repisas, descansaba una pequeña urna de plata
que tenía más de cien años, herencia familiar. Ella acercó el
cigarrillo a su borde, desafiante, a modo de cenicero. Yo le
apreté la muñeca; el cigarrillo se le cayó de los dedos y rodó
por el parqué. Cuando se soltó, vi que le habían quedado mis
dedos marcados a fuego. Se agachó, levantó la colilla, pitó
largamente hasta reavivarlo y lo arrastró por mis libros.
Después se fue y ya no volví a verla hasta anoche, en el
sueño.
Alcancé a pensar también que el sueño me remitía a algún
otro, ya no mío, sino ajeno. No me costó mucho identificarlo.
En La interpretación de los sueños, Freud transcribe el sueño
de un padre a quien se le aparece su hijo muerto para
protestarle: Padre, ¿no ves que estoy ardiendo? Las mismas
palabras. Claro que en otro contexto. Según explica Freud, el
padre estaba reposando en una habitación contigua a la sala
donde velaban a su niño. Quien debía estar al cuidado del
féretro se durmió, haciendo caer un cirio encima de la mortaja,
y es en ese momento cuando es visitado en sueños por su hijo
muerto. El hombre se despierta sobresaltado, justo a tiempo
para evitar el desastre.
En mi caso, el desastre ya estaba dado. Yo sabía que tenía
que dejar el piso lo antes posible y que había cosas que ya no
podría evitar ni recuperar. Hay un límite de no retorno en las
cosas, como cuando Paula hizo lo que hizo.
Me levanté de la cama y fui hasta la otra habitación. Desde el
exterior penetraban el calor y el humo. Miré el ropero de Teo.
Encima estaban las cajas con las fotos y los dibujos y las
cartas que fui acumulando tantos años: mías y de mis padres,
de Paula, de mi hijo. Sería una pérdida irreparable, pero no
había tiempo para más indecisión. Afuera aturdía el bullicio y
desde el interior mismo al edificio se escuchaban pequeñas
detonaciones que hacían temblar las paredes.
Tomé la urna y me la calcé abajo del brazo. Salí al palier; el
ascensor ya no respondía y desde la escalera trepaban
sombras doradas y crepitantes.
Volví a entrar al departamento y me asomé por el balcón. Sería
una caída de quince o veinte metros. Los bomberos hacían
señas de todo tipo; disparaban sus mangueras hacia los
cimientos, arrastraban lonas y redes, uno hacía equilibrio sobre
la escalera estirada hasta el tercer piso.
Era inútil la urna. Quizá Paula tenía razón cuando decía que mi
vida no podía girar eternamente en pos-en torno-alrededor de
mi hijo. ¿En qué estaba pensando? Qué ridículo era todo
aquello, casi como un chiste de mal gusto, el colmo: salvar de
un incendio solo cenizas.
Metí la mano. Ya sabía del fuego, del agua y del aire. ¿Qué
elemento faltaba? La tierra. El polvo. Pues polvo eres…, y
etcétera. Como el ave fénix. Eso era; no había hecho otra cosa
durante todo este tiempo más que intentar resurgir de las
cenizas y el polvo.
Mejor me quedaba ahí. Sería una especie de cremación
también. Distinta. Hijo, ¿no ves que yo también ardo?
Saqué la mano del recipiente y soplé. Las cenizas se
suspendieron por un rato en una voluta que me recordó al
humo de los cigarrillos armados de Paula, o a una nube de
jejenes en verano. Pero enseguida se disipó y más tarde sería
igual a cualquier otro despojo proveniente del edificio o de los
recuerdos.
Antes de dejar el balcón, observé que los bomberos me
instaban a saltar hacia una lona que habían desplegado. Yo les
sonreí apenas y les solté la urna plateada.
Entré a la habitación y marqué el número de Paula. Mis manos
y uñas grises mancharon el teléfono. Le tenía que contar
muchas cosas. Empezaría por lo que había soñado.
CARMEN CASTRO, VIRGEN HEMISFÉRICA
Marcelo Antonio Gobbo – San Martín de los Andes, Neuquén

Carmen Castro viajó a caballo de Los Ángeles hasta el río Bio


Bio, luego en canoa hasta la desembocadura, en burro hasta
Talcahuano y por fin, hasta San Francisco en un barco que
transportaba trigo y harina, como grumete, disfrazada de varón,
en busca de oro.
Durante todo el viaje, Carmen se hizo llamar Carmelo, cargó
bolsas, deshizo nudos, oteó horizontes, bebió pisco, ron y gin
con sus compañeros, les ganó varias pulseadas, escupió junto
a ellos y hasta orinó de pie dándoles la espalda. Todas las
mañanas simulaba afeitarse con una navaja de la que no se
desprendió en todo el trayecto. A pesar de sus rasgos
delicados, nadie descubrió el engaño.
Al arribar, apenas recibió su paga, tras prometerle a los
marineros que los vería más tarde en la taberna del muelle, se
escurrió entre los carruajes y caballos y se fue caminando
hasta el centro.
Poco antes de llegar a destino, logró forzar la entrada para
ingresar a un establo que estaba cerrado. Allí se quitó la
vestimenta que le había servido de disfraz a lo largo del viaje y
del fondo de su bolsa extrajo el vestido que su única amiga le
había regalado antes de abandonar Chile. Se aseó con el agua
de los bebederos y volvió a la calle luciendo como una dama
conspicua de modales delicadísimos.
Dio con una casa de empeños que también oficiaba de
barbería, joyería y ramos generales. Tras una negociación
reñida aunque respetuosa, le vendió al barbero la joya robada
de la hacienda donde había servido como criada. Él se esmeró
para convencerla de que lo mejor que podía hacer era trabajar
de prostituta en su saloon, pero ella prefirió comprar una mula,
una pistola, municiones, una carpa, una sartén, frijoles y harina.
Al despedirse, él le rogó que le prometiera que volverían a
verse y ella se lo juró formando una cruz con el índice sobre
sus labios, no porque el barbero le agradara, sino porque se
trataba de una promesa que creía que estaba a su alcance
cumplir.
Rumbo a Sacramento, dos hombres la interceptaron para
violarla: cada cual recibió un tiro en la frente, tal como su
padre, a quien había matado por el mismo motivo. Poco
después, un sheriff intentó robarle la mula y la carpa; el cuerpo
sin vida del oficial fue hallado en la orilla del Peticutry, o río San
Joaquín, sin que nadie lamentara su descenso a los infiernos.
Muchos meses más tarde, Carmen regresó a San Francisco.
Su vuelta fue la sensación de la ciudad. Las mujeres, en
especial, quedaban deslumbradas por cómo vestía: toda su
ropa estaba cosida con hilo dorado.
No solo cumplió su promesa, también compró la barbería y el
saloon. El barbero debió conformarse con una suma nada
desdeñable de dólares, ya que ni siquiera pudo besarla.
Carmen se ganó la simpatía de sus meretrices con suma
facilidad: bastó con no repetir nada de aquello que sus
patrones le habían hecho a ella en su tierra natal.
Tres años más tarde, murió de tuberculosis, virgen y con
apenas veintitrés años.
En sus habitaciones del saloon, las prostitutas que habían sido
sus empleadas armaron pequeños altares adornados con
velas, balas de oro y vello púbico arrancado del cadáver, para
rezarle. Decían que Carmen, desde el más allá, las protegía de
la sífilis y a veces también de la gonorrea.
Lo que no sabían —ni podían saber— era que siempre que
ellas encendían una vela, a 9809 kilómetros de distancia un
temblor sacudía al cerro Curamavida, en cuya base una
Carmen de casi quince años había dado sepultura al cadáver
de su progenitor.
Cada día trabajamos desde la Municipalidad de La Falda para aportar
al desarrollo de nuestra comunidad. Desarrollamos y al mismo
tiempo, apoyamos a aquellas instituciones que generen propuestas
creativas sostenibles y sustentables.
El Rotary La Falda es una de esas instituciones comprometida con
nuestra tarea y con la que, año a año, renovamos el compromiso.
Porque estamos seguros de que el trabajo conjunto deriva en sinergia
que beneficia a todos los miembros de nuestra ciudad. Nos complace
celebrar conjuntamente esta 31° edición del Concurso Literario de
Cuento Breve y poner en valor el trabajo realizado.

Ana Raquel Elizondo Lic. Elizabeth Gisela Godino


Directora de Cultura Secretaria de Turismo y
y Educación Desarrollo Económico Local

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