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Cuando el tiempo nos devora.

-“¡Me voy de casa para no tener que matarte!”.


Juan, el pequeño de los hermanos de Ignacio, había derramado
involuntariamente una copa de vino sobre el mantel inmaculado.
Belarmino, el padre de Ignacio, reaccionó como un rayo y dio un
bofetón al niño de apenas siete años.
Era el almuerzo en que se celebraba el cumpleaños de Ignacio.
Dieciocho años. Como casi siempre, en su casa, todas las
celebraciones acababan en tragedia. Era imposible que no existiera
un pequeño incidente en una mesa con ocho hijos, muchos
pequeños. Lo anormal era la reacción airada y desproporcionada
del progenitor
Belarmino arrastraba una tensión interior que le impedía disfrutar de
cualquier instante de la vida. La más pequeña contradicción
provocaba en él una explosión que amenazaba a todos los que le
rodeaban. Era muy infeliz, con un carácter autoritario, que se
manifestaba en ráfagas violentas a la menor contrariedad.
Ignacio se levantó enérgicamente de la mesa volcando la silla hacia
atrás que cayó con estrépito en el suelo. Miró fijamente a su padre
mientras profería su amenaza y el anuncio de que ya no viviría
nunca más en la casa familiar.
Con una aparente calma interior, se dirigió a su cuarto. Hizo una
pequeña maleta con lo imprescindible, cogió sus escasos ahorros
de una pequeña caja de madera y salió de casa, cerrando
suavemente la puerta, ante la contemplación estupefacta de sus
siete hermanos y la congoja de su madre. La mirada de su padre
revelaba un enorme desconcierto. Sorpresa por una situación que

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no esperaba que se pudiera producir nunca. Una rebelión ante sus
propios ojos y los de toda la familia.
Ignacio tomó posesión de su vida. Nunca se arrepintió de esa
decisión que, aunque pareció irreflexiva, llevaba tiempo rumiando
en el subconsciente.
Sesenta años después, en su casa de La Habana, en el día de su
cumpleaños sonrió en silencio. Fue la resolución cardinal que le
permitió gobernar el resto de su vida”.

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Despertó, como cada día, en un salto al vacío. Nada a sus pies. Ni
un punto donde aferrarse. Estaba cayendo, pero no terminaba de
llegar al fondo. Era la eternidad en un suspense infinito,
condensado en un instante. Una angustia imposible de conciliar con
cualquier despertar sosegado. Ni siquiera saber que iba a ocurrir
cada día le aliviaba la ansiedad de esos instantes. Ignacio sabía
que tenía un significado. Pero nunca se molestó en tratar de
interpretarlo.
Tantos años de psicoanálisis habían saciado su curiosidad sobre sí
mismo. Aquellas sesiones con Rómulo Scarfino, en su consultorio
de Palermo. Antes, en Madrid, en el barrio de Salamanca, con Raúl
Sanguino. Horas y horas circulares intentando comprender quién
era de verdad; introspecciones dolorosas por una infancia muy
complicada.
Aprender a vivir con un padre autoritario y represivo del que había
huido justo el día que cumplió 18 años. En realidad, se fue con lo
puesto, para que aquello no acabara en tragedia. Aprendió a
sobrevivir solo, trabajando en lo que iba apareciendo. Al principio,
encuestas de consumo, puerta a puerta.
Tardó mucho tiempo, a través de sesiones con su psicoanalista, en
aceptar que el desencuentro profundo de su infancia con su padre,
era solo la consecuencia de la oscuridad del franquismo, de aquella
España en blanco y negro. De las tormentosas relaciones de su
padre con su padre.

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En las consultas, tumbado de espaldas al psicoanalista, con los ojos
perdidos en los cuadros de la pared de enfrente pasó del llanto de
las primeras sesiones a disfrutar con cada descubrimiento sobre sí
mismo.
Todavía podría describir con minuciosidad los detalles de la
fotografía de Raúl colgada en la pared frente a donde se tumbaba, a
lomos de un dromedario, en uno de sus viajes buscando la
aventura. Raúl era también argentino. Llegó a España escapando
de Argentina en tiempo de los militares.
Había una frase, a modo de conclusión de una sesión de Raúl
Scarfino, que le seguía resonando cuando caía en el absurdo. “Está
multiplicando la realidad por cero”.
Ignacio no podía haberse fiado de un terapeuta que no fuera
argentino. Hay algo en la esencia de los porteños que explica su
capacidad de introducirse en la piel psicoanalista. El dominio
poético de la palabra. Solo es necesaria la conjunción de dos
satélites: que ambos, terapeuta y paciente, sean inteligentes.
Entonces, cuando se envuelven ambos en las palabras sucesivas,
de repente, aparece la luz que explica lo que esconden las tinieblas
del subconsciente.
En Buenos Aires, ciudad en la que había vivido Ignacio, existe un
pacto tácito entre la psicoterapia y los cafés. Si eres porteño, no
eres nadie si no tienes terapeuta. Al contrario de lo que ocurre en
España, donde ir al sicólogo es un déficit social que te señala como
sospechoso de algún grado de demencia. En Buenos Aires es un
requisito imprescindible para ser persona.
Los amigos más íntimos se reúnen en los cafés para preparar la
próxima sesión y después la analizan en otra reunión alrededor de
café, facturas y exprimidos de naranja. Diseñan estrategias para la

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próxima consulta. La psicoterapia se convierte en un instrumento de
empatía social.
Ignacio había pensado muchas veces que con sus minutas había
pagado, por lo menos, la mitad del consultorio de Scarfino y
también una gran parte de la consulta de Raúl. Consideraba que
no había dinero mejor invertido; no fue dinero gastado, fue una
auténtica inversión para amortizar el pasado y convertirlo en futuro.
Tal vez por eso no le tentaba interpretar sus sueños. Se había
resignado, hace tiempo, a esa angustia cotidiana con la que
empezaba cada día. Formaba parte del paisaje, como ducharse o
desayunar café muy cargado.
Despertar era para Ignacio un hastío. Solo porque interrumpía sus
sueños. Lo único que le satisfacía cada día. En realidad, los sueños
eran su verdadera vida. Lo único que le proporcionaba placer y
ganas de vivir. Su refugio, en un mundo de fantasía, como forma de
combatir y sobrevivir a una realidad que hace ya tiempo que no le
interesaba.
El sudor húmedo era también una persistencia cotidiana. Las
sabanas permanentemente empapadas, como si no se secaran
nunca y ese fuera su estadio cotidiano. El ventilador del techo se
limitaba a hacer circular el aire caliente, almacenado durante todo el
día y que la noche no serenaba su intensidad.
Las contraventanas no conseguían detener los rayos de luz que a
esta hora ya se manifestaban insoportables. Se filtraban por grietas
diminutas que el tiempo había urbanizado en las planchas de
madera. No tenía fuerzas para emprender reparaciones en una
casa que se quejaba de los años sin cuidados.
Solo acompañaba el silencio de una ciudad que todavía dormía.

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Mecánicamente, se levantó a orinar. No tenía fuerzas, siquiera, para
bostezar o estirar los brazos. Como un sonámbulo, levantó la tapa
del wáter para sentarse en el inodoro. Desde pequeño se había
acostumbrado a orinar sentado. Su madre le había exigido que ni
una sola gota de orina cayera en el suelo. Nunca había sido un
problema para él, bajarse los pantalones y los calzoncillos para
En el colegio se reían de él. Le decían que era una nena. Para él
para orinar era esencial sentarse en el inodoro. Le permitía
reposadas e instantáneas reflexiones. Ahora, además, nunca tenía
prisa.
Era un instante mágico. Pensó que, si conocieran las ventajas,
muchos hombres adaptarían este ritual. Seguro que habría menos
violencia en el mundo. Si orinar era un alivio, hacerlo sentado
permitía contemplar la realidad cuando los demás se agobian con
acabar cuanto antes. Lo hacía despacio, sin prisas. Luego seguía
sentado unos minutos pensando en las cosas que le aguardaban
cada día.
Despertar para recuperar un cansancio antiguo, impenetrable,
permanente. Un nuevo día sin tareas, obligaciones o compromisos.
Otro día eterno.
Irremediablemente, la noche había terminado otra vez; le obligaba a
depender de un nuevo día. En realidad, el mismo día que se repetía
una y otra vez, con cadencia asonante. Había conseguido
condensar el tiempo en un día intermitente. No tenía vigencia el
calendario.
Reunió fuerzas para abrir las contraventas y el sol estalló en su
rostro. Salió al balcón obsesionado con el aire fresco inexistente.
Una bocanada de calor húmedo, espeso, abigarrado, barroco. Solo
el estupor de la mañana. Por la calle sesenta, esquina a 21,

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discurrían a esa hora algunos vehículos manifiestamente cansados
por su larga vida.

Hace tiempo que Ignacio era un jubilado de toda su existencia. Sin


anhelos, sin tareas pendientes, agarrándose al vacío con que cada
día despertaba, siempre a las siete en punto.
Obedecía simplemente al reloj interior que le ordenaba esa
estabilidad a la que no se atrevía a enfrentarse. Pensó: esto es lo
más parecido a la eternidad que nos amenazaba desde el
catecismo. Vivir instalado en la nada absoluta.
Ignacio encontraba paz y estabilidad en los sueños. Se podría decir
que era feliz mientras dormía. Una felicidad envuelta en espejismos
conscientes. Había aprendido a conducir sus sueños. En los
primeros momentos era capaz de inducir una dirección para
manejar los sueños. Su verdadera vida era en sus sueños. Cada
noche programaba los sueños como si fuera una película que
proyectaba internamente su cerebro. Solo para él.
Quizá era el único universo en que era perseverante, tenaz,
concienzudo. Nunca había conseguido ser meticuloso y constante.
Cuando todavía era capaz de dirigir su vida consciente, no podía
dedicarse durante un rato a una misma tarea.
Cuando se acostaba, tumbado primero sobre la parte derecha de su
cuerpo, acomodaba la cabeza a la primera almohada. Abrazaba con
fuerza la segunda, en la que apoyaba la barbilla ladeada formando
un puente con la que le sustentaba la cabeza. Era un rito
inquebrantable. Luego, se giraba del otro lado y cumplía la logistica
de arropar su cabeza con las almohadas.

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Había construido una realidad paralela sustentada en los
conocimientos de la historia. Lo había ensayado todo despierto,
estableciendo una capacidad ficticia para desplazarse en el tiempo.
La ducha le reconfortó. El agua, escasamente tibia, caía sobre su
rostro suavemente, con una cadencia parsimoniosa, por la escasa
potencia del agua, que caía del depósito en el tejado por la sola
fuerza de la gravedad.
La ducha a ritmo de bolero, lenta suave, sigilosa era el motor
verdadero de la vuelta a la realidad que Ignacio aprovechaba hasta
casi vaciar el tanque del tejado. Luego tendría que conectar el
motor que impulsaba el agua almacenada en el subsuelo. Dos
veces por semana, la cañería de la calle volvía a llenar la cisterna.
Era el suministro que correspondía al municipio Playa de agua de
La Habana.
Ignacio se vistió ligero de ropa. Unos pantalones frescos y una
camisa holgada. Arranco el viejo Volkswagen, el huevito, como se
llamaba popularmente a los viejos escarabajos alemanes. Era un
vehículo muy apreciado, muy caro en el mercado porque casi todos
habían sido siempre particulares y tenían licencia de traspaso, por
lo que se podían vender libremente. Además, la simplicidad de su
mecánica permitía arreglar cualquier averían con un destornillador y
un trozo de alambre.
Enfiló Quinta Avenida, la calle más importante y residencial de La
Habana. Allí se alineaban las embajadas de muchos países, firmas
comerciales cubanas en mansiones que sus habitantes
abandonaron cuando Fidel Castro entró triunfalmente en La
Habana. Los que se fueron los primeros días, dejaron sus casas sin
llevarse más que lo que cabía en unas maletas. Pensaban que

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sería cosa de unas semanas que se restableciera el orden que ellos
consideraban inherente a la Cuba prerrevolucionaria.
Había un sol abrasador a las nueve y media de la mañana. Ni
siquiera corría una suave brisa que hacía respirable algunos días
sofocantes de agosto. Se desvió por delante del Hotel Melía
Habana subiendo por Paseo hasta girar en la calle 21. Luego,
directamente al mercado de 19 y B. Para Ignacio él mejor de La
Habana y, desde luego, él más caro.
Armado con una gran cesta de mimbre subió la pequeña escalera
hasta la sala oscura donde se apilaban los puestos de frutas y
verduras. Al fondo, las carnes, esencialmente de puerco. Nadie les
llamaba cerdos en La Habana.
Había cantidad de mangos y aguacates. Era la época. El aguacate
cubano es único en el mundo. Grande, hasta de veinticinco
centímetros. Una piel tersa, verde brillante, Su carne es
extremadamente mantecosa. Algunas veces, cuando viajaba a
España, Ignacio colocaba media docena de aguacates, todavía sin
madurar, en el fondo de la maleta. Organizaba una cena en Madrid,
con sus amigos más queridos, que tenía su epicentro en los
aguacates ya maduros. Solamente con sal, un chorro de aceite de
oliva virgen y una gota de aceto balsámico de Módena.
Hizo acopio de acelgas, tomates, aunque ya no era la época y
estaban a veinticinco pesos la libra. El cambio del peso estaba
estabilizado hace mucho tiempo en veintitrés por un dólar.
Ignacio se acercó a una tarima de confianza. Ese era el nombre de
los puestos en los mercados. Eligió tomates hasta completar lo que
la pesa romana decía que eran dos libras.
Todo el mundo conocía a Ignacio en el mercado de 19 y B. Pocos
se atrevían a intentar engañarle con el peso, después de los

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escándalos que había organizado cada vez que intentaban sisarle y
alterar el peso de lo que compraba. Su frase era conocida.
- Fíjate bien lo que te voy a decir. Voy a ir a la pesa de
comprobación. Y si aquí no hay dos libras, te lo voy a
devolver y nunca jamás voy a volver a comprarte nada.
De vez en cuando cumplía este ritual para no perder el prestigio del
miedo en los vendedores.
Había un lugar en el mercado con un peso electrónico. El
encargado recibía una propina por realizar la comprobación. Seguro
que esta báscula también estaba trucada. Pero menos que las
romanas de cada tarima. A Ignacio rara vez le salía menos peso
que el pagado, porque casi todos los vendedores habían testado su
furia.
Cuando había fraude registrado en la pesa de comprobación, volvía
agitando su indignación para que todo el mundo pudiera oírla,
devolvía la mercancía, reclamaba su dinero y pronunciaba la
sentencia solemnemente.
-¿nunca más me verás aquí!.
Los compradores volvían su mirada intrigados por la agitación de
Ignacio y tomaban nota de quien robaba en el peso. Ahí radicaba él
poder de intimidación de Ignacio en el mercado de 19 y B.
Ignacio compró dos libras de tomate a veinticinco pesos cada una,
dos hermosos mangos, a seis pesos, acelgas, yuca y piña.
Cargó todo en su cesta de mimbre. Se dio un paseo por las mesas
de carne de cerdo. Las piezas de los animales estaban
desvencijadas y desguazadas encima de unas mesas que habían
sido de marmol blanco. Las moscas hacían de las suyas. El calor
sofocante caía sobre los trozos de carne sin refrigeración alguna. El
precio del puerco era el verdadero indicador del cambio monetario

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en Cuba. Veinte tres pesos, aproximadamente un dólar, la libra. La
pierna entera, para asar despacio, a lo criollo, siempre era la pieza
más cara y donde más estragos podían hacerte al pesarla en la
báscula romana.
Ignacio tenía su propio lugar para comprar carne. Al final de Quinta
Avenida, un pequeño quiosco que tenía el mejor producto y contaba
además con un refrigerador.
Al salir del mercado de 19 y B se dio de bruces con Isabel Jaramillo.
Haciá tiempo que se veían y se dieron un fuerte abrazo. Fueron al
puesto de comida en la calle y pidieron jugo de guayaba. Estaba
dulce y frío. Se reprocharon mutuamente su falta de contacto.
Isabel era chilena. La secretaria más joven en el equipo de Salvador
Allende cuando se produjo el golpe militar de Pinochet en 1973.
Pudo escapar de Chile al refugiarse en la embajada de Canada.
Después de seis meses, consiguió un salvocunducto para salir de
Chile y se dirigió a La Habana.
Era una mujer medio tiempo, como llaman en Cuba a las personas
que ya no son jovenes y no han llegado a ser ancianas. Inteligente,
experta en relaciones internacionales, trabajaba para un instituto
independiente pero vinculado al Ministerio de Relaciones Interiores.
Era reralitavamente alta, enjuta y con una presencia aristocrática
que su sencillez en vestir no podía ocultar. Seguía siendo una mujer
atractiva más que bella. Su sonrisa, sin duda, era su mejor activo.
Se acercó al oído de Ignacio y le susurró.
-Estaba por llamarte. Tenemos que hablar. Están ocurriendo
cosas muy importantes que pueden afectarnos a los dos.
Ignacio disimuló su preocupació por lo que le acababa de decir
Isabel. Sobre todo porque era una mujer con sólidas convicciones
socialistas, perteneciente a la órbita del gobierno y con muy buenos

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contactos con el Partido Comunista Cubano. Algo grave estaba
sucediendo.
Ignacio le dijo
-Esta noche, si te viene bién, paso hacia las ocho por tu casa.
Volvió a arrancar el huevito que había acumulado un calor
insoportable.
Enfiló por 19 hasta llegar a Paseo i luego en 23, giró a la derecha
hasta 13. Allí se encontraba la tienda rusa. Había sido un almacén
de venta para ciudadanos rusos en la época en la que los “huevos
culecos” invadían La Habana, destinados en misión de
colaboración. La tienda sobrevivió a la ruptura con Rusia y ahora
era imposible conocer el estatus de este establecimiento.
Nada más aparcar a cincuenta metros de la puerta de Hierro del
viejo palacete venido a menos, Anastasio, el portero, se le flanqueó
la entrada. Siempre servicial en busca de la propina, se pegaba a
Ignacio cada vez que le veía. Informó a Ignacio como si le diera un
parte de guerra.
-No hay muchas cosas, porque hasta el día quince no llega el
contenedor de Panamá, pero hay cerveza de la que le gusta y
cigarrillos Camel.
Apenas había nadie. Unas mujeres rusas, seguramente casadas
con cubanos, revolvían fardos de ropa de dudosa calidad. A Ignacio
le llamarón la atención montones de bragas de mujer y ajustadores
de colores y tallas imposibles. En el mostrador se organizaban
botellas de Whisky, Ginebra, cartones de cigarrillos y muestras de
las latas de cerveza que había en existencias. También latas de
cangrejo ruso, y bolsas de distintos tipos de pasta de marcas que
para Ignacio eran desconocidas.

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Aguardó pacientemente su turno mientras la encargada anotaba
cuidadosamente en una libreta desvencijada los productos que
había comprado una mujer y que se inventariaban a mano antes de
dárselos reposando en una caja de cartón.
Le llegó su turno a Ignacio y pidió veinticuatro latas de cerveza rusa
Báltica, dos cartones de Camel y dos botellas de ginebra Gordon.
Lo único que Ignacio había detectado que era falsificado eran unas
botellas de Ron Matusalén que no se fabricaban en Cuba desde
que perdió la licencia para operar esa marca de antes de la
Revolución. Ahora las envasaban fraudulentamente con un jarabe
que pretendía ser Ron. La compró una vez y nunca más.
Ignacio compraba regularmente en la tienda rusa a la que siempre
le habían permitido acceder sin problemas, porque se encontraban
productos, como la cerveza rusa, que no había en ningún otro lugar
de La Habana. Además, los precios eran los más bajos de la
ciudad.
Anastasio, servicial como siempre, organizó la compra en varias
cajas de cartón, las cargó en una carretilla y le acompañó hasta él
coche. Ignacio le indicó:
-Tenga cuidado, Anastasio, porque en el lado derecho del
asiento se encuentra la batería. Si tiene sobrepeso se produce
un cortocircuito.
Le dio dos pesos convertibles a Anastasio de propina, antes de que
como siempre le ofreciera tabaco cubano legítimo a muy buen
precio. Todo el Tabaco que se vende en la calle es tan auténtico o
falso como uno quiera creer. Ignacio sonrió. Gracias, Anastasio, ya
sabe que no fumo cigarros.

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Arrancó el coche bajando la calle hacia el malecón, tratando de
esquivar los agujeros en el pavimento que parecían víctimas de una
guerra.
Se reencontró con el Malecón para volver a su casa.
Abrió el portón del garaje y aparcó el coche. Cogió la cesta de
mimbre con las viandas que había comprado. Cargó en viajes
sucedidos con sus tesoros de la tienda rusa. Abrió el viejo
refrigerador, también ruso, desvencijado, que cerraba gracias a un
anclaje añadido, como el de las antiguas botellas de gaseosa. Puso
seis cervezas congelador que ya no tenía puerta, para llevarlas
después a casa de Isabel, Todo el mundo que visitaba su casa le
preguntaba por qué no cambiaba de nevera. Reía y contestaba:
-Sencillamente porque las rusas son las mejores del mundo,
solamente hay que pintarlas con un antioxidante cada dos
años y serán eternas.
Hizó café en una vieja cafetera italiana.
Se sentó en el porche y proceso la breve conversación con Isabel.
Algo gordo estaba pasando para que su vieja amiga le transmitiera
tanta intranquilidad.
Terminó el café, se tumbó en la cama con el ventilador encendido y
las contraventas cerrada, para esperar que el tiempo discurriera
hasta el atardecer. No durmió, pero levitó en un sueño ligero que le
permitía siempre ordenar sus pensamientos.
Isabel vivía en un modesto apartamento, de lo que en Cuba llaman
microbrigada. Detrás de la Plaza de la Revolución, a medio camino
con Nuevo Vedado.
Un edificio construido en régimen de autogestión por quienes
aspiraban a vivir en él. Tercer piso sin ascensor. A la puerta del
apartamento se accedía por un pasillo exterior que daba

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directamente a la calle. A pesar de la hora, él calor seguía siendo
sofocante, con una humedad que presagiaba tormenta que no
terminaba de descargar.
Ignacio llegó jadeando y sudando a la puerta del apartamento, con
una bolsa de plástico, jabita en el lenguaje popular, que contenía la
media docena de cervezas rusas frías. Tocó suavemente la puerta
con los nudillos y oyó los suaves pasos de Isabel que se dirigían a
la puerta.
Isabel era una mujer sustancialmente elegante. Había conseguido
comenzar a envejecer conservando una belleza que se sustentaba
en sus ojos azules. Su mirada hacía impensable recibir una mentira.
Conservaba el porte refinado, casi aristocrático, de su familia de la
burguesía chilena. Hablaba suave; había conservado un deje de
acento chileno que no se había contaminado de la cadencia del
lenguaje del Caribe. Era la oveja negra de su familia, que asistió
estupefacta a su vinculación profesional con Salvador Allende y
después su escapada de las garras de la dictadura a la Cuba
socialista de Fidel Castro.
Ignacio había conectado con ella en su calidad de experta en
economía de los países del Caribe y en conflictos de baja
intensidad.
Isabel le preguntó a Ignacio si quería tomar té. Ignacio blandió las
cervezas frías con un guiño de picardía. Los dos apostaron por la
cerveza que comenzaron a beber directamente de la botell después
de chocar los vidrios como un brindis, también sobrentendido.

-Mejor vamos a beberla en el balcón, -dijo Isabel con un guiño


de complicidad, sabiendo que Ignacio entendería que era una

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alusión a la posibilidad de que en su casa existieran
micrófonos de escucha.
El largo corredor del edificio estaba completamente vacío. Llegaba
nítido el sonido de la televisión que sincronizaba todas las
viviendas, pendientes sus habitantes del capitulo de la novela
brasileña. El único acontecimiento cotidiano que unía a todas las
familias cubana en un rito necesario para la primera conversación
de cada día siguiente.
-Me han llamado del Comité Central. Mañana tengo que estar
a las diez en punto en él despacho de Elías Tejeiro. Me han
dicho que vaya con él ordenador portátil y que no borre nada
de su contenido. Me temo que quieren averiguar por qué me
regalaste un ordenador tan costoso. -Isabel hablaba con una
aparente gran tranquilidad que sin embargo demostraba una
honda preocupación por una cita tan inusual como
preocupante.
-¿Por qué dices que saben que te lo he regalado?, -contestó
Ignacio.
-Lo han dado por hecho. Eso me ha dicho por teléfono el
secretario de Elías Tejero.
-Les preocupa la razón por la que yo te he podido regalar un
ordenador de ese precio. Pero creo que cometeríamos un
error si partiéramos de la base de que no podemos refutar que
sea un regalo. ¿Crees que él problema es que sea un regalo y
no él hecho de que tengas un ordenador nuevo? –Razonó
Ignacio intentando ordenar las ideas y estructurar él problema.

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