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A. Gabriela G. Buenrostro
Uno
Durmió casi dos días consecutivos derribado por una fiebre que no cedía y
cuando despertó lo único que pudo recordar fue su avidez de seguir soñando,
soñándola como cuando la pensaba sin saber en dónde estaría ni cómo, aunque
sintiera que estaba muy cerca de él y le platicara como si ella fuese un ser
omnipresente. Ya no sentía esos penetrantes piquetes en el pecho que la angustia
le producía y que, a veces, lo sofocaban. Estaba solo. A solas con él mismo y con
nadie más, en una soledad sin tiempo ni espacio, sólo flotando. Aún no conseguía
enfocar con claridad su mirada. Frotó sus ojos sin cesar y los apretó fuertemente
hasta que pudo ver todo en su recámara. Con un suspiro hondo, volvió el dolor de
creer que ser como todos cambiaría las cosas, que tendría que renunciar a su
espíritu diferente para no nadar más contra la corriente, para vivir como todo el
mundo vive: resignado a las circunstancias, conforme con lo que vive y tiene
porque, como le decían, para qué cambiar lo que no se puede cambiar, para qué
pelearse con la vida, si el destino de todos ya está escrito, para qué tener sueños
si los sueños son sólo para los locos y para los que tienen dinero para comprarlos.
Todas esas preguntas le parecían tan penosas y cada vez que le zumbaban en los
oídos como si fueran avispas, sentía que el corazón le era aguijoneado una y otra
vez. Lo peor de ser como todos no era convertirse en uno de ellos, sino el gran
vacío y el enorme abandono que representaba dar ese paso: el paso de los
cobardes.
Igualmente le produjo un dolor vivo recordar aquel libro que no hacía mucho
había leído con hambre de encontrarse con él mismo; con el deseo de saber que,
aunque fuera en una historia de ficción, había alguien que, como él, también tenía
sueños y aspiraciones y, no sólo eso, luchaba por ellos. Quería leer o que alguien
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le dijera que lo estaba haciendo bien, que no dejara de lado sus esfuerzos, que ya
le faltaba poco para llegar. El recuerdo lo hizo sonreír con desfachatez.
El médico le había vuelto a repetir que esas fiebres nada tenían que ver con
enfermedad alguna, que su cuerpo simplemente estaba reaccionando a su
tristeza, a la melancolía que encontró más profunda y arraigada. Le había
suministrado un calmante para obligarlo a dormir y que su cerebro descansara un
momento porque no se detenía y estaba ya tan agotado que el simple hecho de
pensar en tener que levantarse una vez más, lo dejaba sin aliento. Quería seguir
dormido y dejar que el tiempo se lo fuera comiendo poco a poco o a trozos. Le
daba igual. Sabía perfectamente bien que el tiempo era despiadado e incapaz de
perdonar y que los peores estragos que puede hacer para quienes se rinden son
las heridas en el alma y en el pensamiento; esas heridas que rasgan la carne y los
huesos con la amargura y la desesperanza.
Ya no era como aquel de hace unos quince años, sin nada en los bolsillos ni
siquiera dignidad, que levantaba las colillas que encontraba en la calle para
fumarlas y calmar su ansiedad, que consideraba un gran banquete un par de
huevos que podía comerse en alguna hora del día y de vez en cuando. En ese
tiempo era un chamaco tan enfermo que daba lástima; no tenía luz en los ojos
salvo sombras de miedo y desconfianza, su porte era más bien desparpajado, sin
gracia, arrastrando con los pasos un gran peso que al menos en el cuerpo no se le
veía. El tiempo y el reencuentro lo transformarían en un ser humano apasionado y
lleno de belleza en el exterior y en el interior, igual que cuando uno es moldeado
por alguna magia inexplicable o, simplemente, como cuando uno se siente y se
sabe amado y deseado. Sin embargo, tampoco en este momento era ya el joven
sonriente y feliz, inundado de proyectos, embelesado con la proximidad del futuro
que, por primera vez, estaba contemplando como algo real y tangible. Era un
hombre flotante.
Quiso levantarse, pero se mareó. Volvió a acostarse y se quedaba dormido a
ratos. Eran sus muertes pequeñas y breves. Se preguntó qué día era, de qué mes.
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Alcanzó a ver su calendario: Era 27 del mes de julio, pero después ya no estuvo
seguro porque preguntó nuevamente qué día era y oyó que contestaron: “Quince”.
A nadie le importan los días ni los meses. Todos siguen viviendo sin una razón;
despiertan porque tienen que despertar; se levantan porque tienen que levantarse
y da lo mismo si es lunes o jueves, un mes u otro.
Estaba más delgado y en los ojos se le estaban formando las bolsas de la
fatiga. Su mirada se estaba volviendo fría, indiferente y apagada. Comía, aunque
no con apetito. Las horas de la madrugada las contaba dando vueltas en la cama
porque no le daba sueño. Había intentado de todo: apagando la televisión,
escuchando música relajante, tomando té, bañándose por las noches con agua
caliente, leche tibia. Nada. No funcionaba nada.
Durante las madrugadas en vela seguía preguntándose si debía abandonar
sus sueños y convicciones, si debía dejar a ése quien era para convertirse en otro
que no quería ser. Después de todo, eran tantos los que le decían que estaba
loco, que era un tonto, que ningún soñador alcanza jamás sus metas. Esos
mismos lo habían engordado tiempo atrás de halagos y mimos porque lo
envidiaban y aún ahora seguían envidiando su don de tocar a la gente y dejar una
profunda huella en sus corazones. Esos nunca supieron quererlo. Nunca lo
quisieron. Sólo lo lastimaron y le dieron la espalda.
Llegó una noche más y durmió de corrido, arrullado por la idea de
desengancharse de ese cuerpo que le pesaba tanto. Sentía que su cuerpo tenía
prisionera a su alma porque su alma era libre o, al menos, quería serlo. Estaba
casi convencido de que todo cuanto importaba en él y de él estaba en su alma, no
en su cuerpo, no en su mente. Quiso morirse para liberar a su alma y verla volar
ligera hasta donde él quería estar y hacer lo que él deseaba hacer. Pensaba en
esa muerte como un desprendimiento, como una jornada que le permitiría llenarse
de esperanza y tomar a todos por sorpresa. Si trataban de impedírselo, él ya
estaría listo para partir e impondría su voluntad. Sintió un alfilerazo agudo en su
cabeza y tuvo conciencia nuevamente de su invalidez. No duró mucho, pero sí lo
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suficiente como para recordarle que nada en su cuerpo había mejorado. Con más
fuerza se aferró a su sueño de morir brevemente, lo suficiente como para poder
nacer o renacer de otra forma, en una vida que le permitiera reconstruir su
rompecabezas de pensamientos y de acciones, en un tiempo que le regresara la
juventud que se le estaba escapando del espíritu. Tengo que irme y habré de
conseguirlo. Nadie podrá impedirlo. Todos moriremos algún día, en algún
momento, en el menos esperado porque eso es la muerte: sorpresa, asombro y
desconcierto. Experimentó alivio y se sintió relajado porque cayó en la cuenta de
que para quedar libre de ese cuerpo que lo mantenía atado era aceptar que
estaba ahí. Ya no lo ignoraría más.
De esta forma fue que consiguió sentarse en la cama y fue a pararse frente a
la ventana de su habitación. Estaba lloviendo. Se asomó para contemplar ese
pequeño espacio rectangular que había sido acondicionado como jardinera. Le
pareció menos encantador que cuando ella aún estaba ahí. Te hacen falta sus
cuidados, le dijo condescendiente a la azalea en uno de los extremos. Miró las
largas y abundantes enredaderas que tapaban la pared. La avenida estaba vacía.
No se oían pasar carros ni el rumor habitual de las mañanas. Sonrió recordando
que las noches eran los únicos momentos en los que no había problema para
meter el carro al garaje porque, durante las tardes, no faltaba el inconsciente
automovilista que estacionaba justo en la entrada. Cuántas veces ella había
tocado incesante la bocina porque le impedían el paso y él casi dejó escapar una
risa sonora pensando en aquel día que, traviesa, desinfló las cuatro llantas de un
carro que llevaba horas parado ahí.
De pronto, se le vino encima el pasado con sus voces y sus ruidos. La lluvia
fresca y el aire frío le estaban devolviendo tantas imágenes que se sintió
abrumado. Oyó el ruido de la puerta del clóset que siempre se atascaba; las
pisadas de ella en zapatos de tacón subiendo por las escaleras. El árbol alto que
está cruzando la calle parece estar lleno de pájaros, los mismos que los
despiertan por las mañanas soleadas. Claramente percibe una luz blanca
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reposada sobre su cama, en el lugar que ella ocupa. Esa luz que, cada día, la
hace verse hermosa como preámbulo para su propio ritual al despertar: se mueve
con lentitud de un lado a otro hasta que queda boca arriba, se frota los ojos y,
antes de abrirlos, sonríe sintiendo sobre ella el aliento de ese hombre que,
agradecido con la vida, tiene el primer gozo de la mañana esperando que ella abra
sus ojos. Y después, lo rodea con sus brazos invitándolo a abrazarse otra vez y de
esta forma se quedan adormilados unos minutos más, sintiendo la piel tibia y
suave cuando él acurruca su cabeza entre el cuello y los hombros de ella.
En la cocina se está alzando el olor a café recién hecho y pone la mesa,
mientras ella corta en cuadritos precisos un par de tiras de tocino para preparar
esos deliciosos huevos revueltos que tanto le gustan, acompañados por un par de
rebanadas tostadas de pan con mantequilla. La larga sobremesa platicando de
todo y de nada a la vez, tomándose de la mano y muy cerquita el uno del otro
como si fueran recién casados, como si nunca quisieran separarse o, en el mejor
de los casos, como si en todo momento su amor los hiciera uno solo.
En el cielo, luces claras rompen la oscuridad de la noche. Regresa de sus
memorias sintiendo la necesidad de saber qué día era. Era jueves. Jueves
veintisiete de julio de cualquier año. ¿Por qué hay tanto movimiento entonces?
¿Por qué tantos hombres que van y vienen cargando cajas rotuladas por puño y
letra de ella? ¿Quiénes son? ¿Y todo ese tiradero en la recámara? Eso que está
ahí, sobre el tocador, es su maquillaje, su perfume y todas esas cajitas son de sus
joyas. El clóset está completamente vacío a excepción de algunos ganchos
metálicos que cuelgan de los tubos. La alfombra está llena de basuritas, de
papeles rotos, de papeles hechos bola. En la sala no encontró muebles ya. Se
veía más grande ahora. Más grande, pero también vacía. Lo único que aún
quedaba por empacar era el enorme florero y su base de hierro forjado, pero cómo
si todavía estaban ahí las flores que le dio la noche anterior, lilis y rosas blancas.
Anoche todos los muebles estaban en su lugar, y la estufa aún estaba caliente y
había trastos en el escurridor, y el refrigerador lleno con leche, verduras, queso,
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jamón... Algo no estaba bien y creyó que era una pesadilla o que la medicina le
hacía ver alucinaciones. Subió afligido a zancadas las escaleras y revisó la
recámara de Marco Uriel. Ya no está su cama ni su ropa ni sus juguetes tampoco.
El cuarto de juegos también está hueco. Alcanzó a ver una caja abierta con la ropa
de ella y, luego, a un hombre fornido y malencarado sellándola con cinta adhesiva.
Oiga, sea cuidadoso. Esa es su ropa y la puede maltratar, le gritó, pero el hombre
no escuchó nada.
Encontró a Alexandra sentada entre la pared y la cama, en su rincón de
reflexiones. Siempre se iba a refugiar ahí cuando necesitaba pensar o escribir o
simplemente llorar. Se hincó frente a ella y buscó en sus ojos una respuesta a lo
que él no estaba entendiendo, pero ella no lo vio. Su zozobra iba en aumento y
deseó con todas sus fuerzas despertar de ese mal sueño porque estaba seguro de
que era un sueño. Oyó su propia voz suplicándole que no se fuera y ella respondía
que no quería irse, pero debía hacerlo. Ella quería decirle cuánto estaba sufriendo,
cuánto le estaba doliendo el dolor de él y su propio dolor, pero no podía, todas sus
palabras se le quedaban atoradas en la garganta y él estaba enmudecido
sintiéndose el más imbécil de los hombres porque no atinaba qué decir o qué
hacer. Tú no puedes irte. Tenme paciencia, por favor. Falta tan poco para que esto
cambie. No te puedes ir ahora que estoy aprendiendo cómo ser para ti. Ella no lo
escuchaba, aunque sí le estaba diciendo algo: “Si tan sólo pudieras ver lo que
estoy sintiendo, lo que estoy pensando, quizá no te quedarías tan intranquilo o
quizá en este mismo momento desearías morirte. Pero no puedo permitir que me
veas así. No puedo flaquear frente a ti. Estoy huyendo no de ti, sino de lo que
siento por ti. Tengo que poner distancia entre tú y yo. Olvidarme de ti. Dejarte
atrás. Perdóname, por favor. Perdóname.” El tampoco podía escucharla. Los dos
se estaban quedando con su propio sufrimiento y su propia desesperanza. Pensó
que todavía le quedaba un poco de tiempo, el suficiente para hablar con ella o al
menos escribirle y no despedirse, mejor comprometerse con una nueva vida, a
darse o a darle un tiempo para ordenar pensamientos y sentimientos, un tiempo
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para hacerle frente al deber y a la responsabilidad. Era preciso que él aclarara sus
pensamientos para no decir nada hiriente, para no hacerse pasar como víctima,
para no ver en esa separación un abandono. Tenía que seguir confiando en su
amor. Tenía que seguir confiando en ella. Tenía que aprender la lección y hacer
de él mismo un hombre fuerte, responsable y comprometido para y con ella. Lo
cierto es que ya no había tiempo y que esas imágenes sólo eran memorias,
ráfagas de recuerdo que terminaron por debilitarlo aún más. No alcanzó a volver a
su cama: cayó al suelo, de un golpe seco, sobre una manta que alguien olvidó en
la recámara y que decía: “Se vende”. No pudo moverse. Sintió como si seres
diminutos lo clavaran sobre la duela fría y fue incapaz de hacer movimiento
alguno. Su cuerpo lo había abandonado tal y como él quería y cerró sus ojos
sintiendo cómo flotaba igual que una pluma en la nada, y cómo iba cayendo hacia
un abismo sombrío y hondo. Y volvió a soñar muchas veces más. Soñó diferentes
cosas. Se soñó sonriente y se soñó solo. Se quiso soñar libre y sólo tuvo la
sensación de estar preso, y sin fuerzas ya, decidió dormir y dormir para ver si en
sueños la encontraba porque despierto sabía bien que ella se había ido.
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qué se quedaba, qué se envolvía y cómo se envolvía. Total, lo importante era
correr a toda prisa y aún así, ella soportó de pie el gran golpe que estaba
recibiendo. No se cayó, pese a que ya hacía meses que se había marchado y
recorría los espacios de su casa como un fantasma. No agachó la mirada tal vez
por orgullo, por fortaleza o porque dejó sembrada la esperanza del regreso. No lo
sabe. No lo quiere saber.
Sebastián siempre fue arrastrando su partida como un pesado lastre que le
abría los ojos a muchos escenarios en donde se representaban diferentes
emociones y sentimientos. Alexandra llegó hasta donde humanamente pudo
soportar a solas. Era momento de irse, de olvidar, de enterrar, de decir adiós.
Creyó que lejos de él, tendría una nueva perspectiva de su propia vida, pero,
también, acallaría la voz destemplada de su conciencia que la estaba culpando de
la situación. Estaba tan atiborrada de pensamientos y tan perdida en ese momento
que nunca se dio cuenta de que se dejó llevar por las opiniones de extraños y
propios que recogía como una niña asustada que extravió el camino.
Todo lo recibía con el anhelo de encontrar en esas opiniones una respuesta.
Necesitaba que fueran otros los que aprobaran su proceder porque no estaba ni
fuerte ni segura de ella misma. Todos opinaron, todos dijeron y, finalmente, esos
todos decidieron por ella. Se fue. Jamás pudo reprocharle su decisión. Sintió
coraje, frustración y hasta impotencia, pero no pudo reprochar lo que también era
su culpa. Y desde entonces se convirtió en la más amarga de sus pesadillas.
Pasaron muchos meses para que ese recuerdo constante dejara de atormentarlo.
Muchos meses para dejar de ser "trotamundos" en la vida y entender que ya no
estaba y que él ya no está.
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amistad y del amor, de sus implicaciones, de sus descabelladas acciones.
Pensaban que era bueno hacer el bien, pero a cambio de recompensas como
reconocimiento y gratitud. Nadie hace nada gratuitamente. Ni siquiera Dios. Para
Carmen, el amor y la amistad eran un medio para hacerse indispensable como el
aire, para sentirse poderosa sobre la gente y sus decisiones. Nadie era capaz de
amar como ella ni nadie era una amiga como ella. Su tiempo lo gastaba rumiando
viejas envidias y acrecentando su obsesión por Sebastián y Alexandra. El teléfono
sonó. Alguien le avisó que Sebastián tuvo un colapso y se estaba muriendo.
Recogió sus revistas de Guitarra Fácil y buscó las llaves de su carro. Se disculpó
con los amigos porque una emergencia se había presentado y, mientras encendía
el motor, dio gracias a Dios porque su tiempo había llegado.
Durante los últimos seis años, Carmen había estado vigilando a Sebastián.
Era una tarea ociosa que ella misma se impuso. Quería saber a cualquier precio
cómo era posible que un hombre mediocre y cobarde –eso era Sebastián para
ella—podía tener todo lo que se proponía, incluyendo el amor de una mujer a
quien no merecía, una mujer que la había atrapado desde aquella cena que les
ofreció en su casa. Aquella noche, Alexandra la deslumbró con su belleza sencilla,
con sus largos cabellos castaños que le cubrían los hombros, con su figura bien
delineada, pero sobre todo, con esa mirada lírica llena de Sebastián. Si tan sólo
alguien fuera capaz de mirarme así, yo daría todo, suspiró. A Sebastián ya lo
conocía. Había asistido religiosamente a las clases de literatura que él impartía en
la universidad muchos años atrás. Al principio simpatizaron. Ella admiraba su
personalidad, su candor y su capacidad para expresarse tan bien usando palabras
poco comunes que creaban pensamientos profundos y bellos. Para él no era difícil
ganarse a la gente ni tener su confianza. Era tan natural, tan original y tan él que
en todo momento estaba rodeado de personas que deseaban confiarle sus
problemas y sus sueños. Eso era. Sebastián era un soñador nato, con un
extraordinario don de hacer soñar a los demás, de venderles los sueños más
imposibles para toda lógica, igual que aquel viejo inmortalizado en El Quijote. En
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todo ese tiempo, Carmen lo estudió cuidadosamente. Absorbía cada gesto, cada
tono en su voz, sus movimientos, su estilo, y quiso imitarlo, copiarlo. Todos los
gustos y aficiones de Sebastián fueron adoptados por ella como propios. Deseaba
para sí misma esa clase de reconocimiento, esa satisfacción de ser necesitada por
tanta gente, ese señorío que experimentaba al ser abordada con tanto gusto.
Quería saber todo lo que Sebastián hacía, a quién veía, a qué hora, en
dónde, a quién llamaba por teléfono, qué escribía, qué leía, en fin, hasta el más
mínimo detalle. Pero Sebastián era muy reservado. Pensaba que entre menos
supieran de él, podría tener control sobre sus acciones y decisiones, sin
influencias ni consejos de nadie, y eso exasperaba a Carmen para quien
Sebastián se había convertido en una muralla impenetrable. El sólo hablaba de
espíritus jóvenes que están luchando por seguir sus sueños y de amistad y, claro,
de amor también. Carmen recordó que Sebastián había dicho a sus alumnos en
una clase que no se parecía a Don Quijote y, mucho menos, lo pretendía imitar.
“Tengo sueños y son esos sueños los que me mantienen comprometido con la
realidad. Todos nosotros estamos buscando un camino. No podemos negar que la
maldad, la injusticia, el crimen y el desamor existen. Yo creo en el mal como un
reto y no como en esa prisión que nos atrapa en el pesimismo y la amargura. El
mal existe, pero la gente no es buena ni mala. Sólo es gente. Gente distinta e
irrepetible. Dentro de cada uno hay un espíritu inquebrantable y ése es el de la fe.
Sé que la estamos perdiendo, pero el mundo suplica por un poco de paz, sin que
los fantasmas del odio y del rencor nos atrapen en su empeño por arrebatarnos
una de nuestras más valiosas capacidades, sino es que la que más, la capacidad
de amar”.
Sebastián no paraba un momento. Siempre parecía ocupado. Leía entre dos
y tres libros a la semana, se iba a visitar cafeterías por la tarde, daba clases de
literatura, preparaba cinco o seis escritos semanalmente y no suspendía sus
pláticas sobre el amor lanzando frases a veces cursis, a veces más dramáticas:
“El hombre es un misterio y el amor es su respuesta, su esperanza y su fe. Ese es
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el sentido final de mi promesa como un hombre que busca el amor, porque el
amor es para siempre en el tiempo y en el espacio, sin muerte ni distancia que lo
destruyan”; “Es preciso que unamos esfuerzos para hacer de este mundo un sitio
mejor. Confiar creer y escuchar. Entender, perdonar y, por ende, amar”; “Todos
somos seres ordinarios tratando de hacer lo extraordinario”; “Amar. Ser poco a
poco, paso a paso. Aceptar el reto que nos lleva por los laberintos de la evocación
y la añoranza. Recordar para olvidar y olvidar para recordar. Guardar silencio para
que nuestras voces hablen”. Era demasiado para Carmen. Al escucharlo se sumía
en una sensación opresora que la dejaba rendida.
Cuando Carmen no podía efectuar sus tareas investigativas, se servía de sus
amigos. Entre más información tuviera sobre Sebastián, por absurda que fuera,
tendría más probabilidades de controlarlo y hasta de acabarlo. No podía haber en
el mundo dos personas iguales y, claro está, Sebastián era quien estaba de sobra.
En un cuaderno viejo tenía escritas todas sus notas. Se refería a él como “el
gusano”.
Una de sus anotaciones más largas parecía una conversación con ella
misma. El día que la escribió, estuvo hablando con una antigua compañera de
escuela de Sebastián y obtuvo información que para ella fue importante: “Hoy
hablé con Flor, una amiga que parece que conoce muy bien al gusano. Me dijo
que él siempre ha sido juguetón, atento y muy educado. Lo recordó llegando a la
escuela, derrapando porque se le hacía tarde, con su inseparable mochila al
hombro y el cabello despeinado. Tenía una sonrisa para todos sus compañeros,
un saludo cordial. Igual que yo, Flor admira su capacidad de caerle bien a la
gente, de escucharla y de aconsejarla, aunque dice que normalmente hacía suyos
los problemas de los amigos y se unía a su dolor y a su confusión. NOTA: Es una
buena estrategia para ganar gente. Dice que siempre ha buscado los sueños más
fantásticos y que atrapa a la gente con su imaginación y su convicción de que no
hay imposibles. Sin embargo, reconoció que todos conocían muy poco de él. Era
un gusano de silencios, de frases inconclusas, de mensajes entre líneas, siempre
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temeroso, aunque sabía hacerle frente a sus miedos con una sonrisa. Según ella
fue su confidente y así se dio cuenta de que el gusano no era feliz y que todo eso
que daba era lo mismo que él pedía a gritos. NOTA: Lo dicho, somos iguales. Dijo
que el gusano quería sentirse amado y protegido y que ella se preguntó muchas
veces por qué le costaba tanto trabajo crecer, por qué quería seguir siendo un
niño y por qué le daba tanto miedo enfrentarse a las nuevas cosas de los adultos.
RESPUESTA: Pues porque le gusta despertar la lástima de las personas para
atraparlas en su red. Flor se mostró desencantada porque el gusano consiguió
hacerlos cómplices de sus ideales y ellos siguieron el camino, pero hubo un
momento que inexplicablemente el gusano los abandonó. NOTA: Seguir
averiguando.”
Carmen trajo a su memoria el momento en el que ella se había sentido
traicionada por Sebastián. En la clase de literatura todos habían planeado hacer
una revista. Muchas horas se ocuparon para hacer el proyecto, discutiendo sobre
las políticas editoriales que tendrían, decidiendo qué tipo de temas incluirían,
quién haría qué. Carmen se sintió atraída por ese sueño y, sin más, se unió al
equipo y fue bien recibida por Sebastián, aunque no como ella esperaba. Ella
quería que Sebastián aplaudiera su participación y la colocara en una situación
importante frente al grupo. Pero no lo hizo.
Cuando todo estaba casi listo, Sebastián decidió dejar en manos de sus
alumnos el proyecto. Consideró que tenían ya las herramientas necesarias para
seguir el camino sin su presencia porque él abrazaba otros intereses. Así que
habló con ellos y todos comprendieron, excepto Carmen. Aquel incidente fue
exagerado por ella y lo llevó a un plano personal. Desde entonces, Sebastián ha
sido para ella un hombre lleno de sueños frustrados, interrumpidos y olvidados.
Ella decía que Sebastián la dejó a la deriva y no le importó que ella se sintiera sin
dirección ni que lo culpara de todos sus tropiezos. “Abandonaste la nave en un
gesto de cobardía y mediocridad y me desilusionaste. Nos decepcionaste a todos
porque nos dimos cuenta de que no eras más que un charlatán, un sofista al que
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poco le importó jugar con las ilusiones ajenas. Mis ilusiones fueron tuyas cuando
sabías compartir, cuando estabas al pie del cañón, pero después, al marcharte, ya
no te pertenecieron y aun así me hiciste añicos escupiéndome a la cara lo poco
que te importé siempre. Yo sí te lo echaré en cara toda mi vida y no voy a
perdonarte que a mí, precisamente a mí, me hayas hecho a un lado”, le habría
dicho por teléfono poco después de que Sebastián dejara la universidad.
Dejaron de verse por mucho tiempo y Carmen ya no pudo jugar más su juego
de detective. Le perdió la pista y en el intermedio consiguió un título en sistemas
computacionales. Llevaba una vida de profesionista satisfecha con un sueldo que
aparentemente le permitía compensar su soledad. El dinero se convirtió en un fin
para ella y con dinero pretendió comprar el respeto y la admiración de las
personas y si ellas no eran suficientemente agradecidas, no dudaba en
reprocharles todo lo que ella había hecho a su favor y cuánto se había sacrificado
en su nombre, además de lo que había gastado en detalles y regalos. Exigía lo
mismo que ella daba y cuando no lo conseguía, estallaba en cólera, aventando
cosas por su departamento, haciendo amenazas y buscando la forma de enredar
sus relaciones porque encontraba un gozo mórbido en ello. Nada más satisfactorio
y regocijante que escuchar los ruegos de las personas pidiéndole perdón por su
egoísmo, su torpeza y su falta de detalles para con ella. Era una mujer que
únicamente se quería a sí misma, materialista, calculadora, una verdadera zorra
en materia de relaciones enfermizas. Su juego siempre era el mismo: aparecer
como un ser humano encantador, preocupado por el dolor ajeno, en busca
permanente de un mundo mejor, detallista y solidaria. Una vez que la gente la
aceptaba y quedaba establecida cierta intimidad y confianza, buscaba cómo vivir
la vida de los otros, hacerse presente en todo momento e inventar situaciones que
le permitieran a ella recibir la atención que exigía tras el disfraz de amiga
incondicional. Como una hábil negociadora, tejía estrategias para hacerse
necesaria. Pero ella no alimentaba el corazón de la gente, sino su vanidad. Su
lengua era una experta lisonjera y astuta halagadora. No había cosa irrealizable
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para ella y era su costumbre dejar claro que el dinero jamás representaba un
problema en su vida.
En el tiempo que siguió, a Sebastián le pasó de todo, pero Carmen no lo
supo y si lo sabía prefirió mantenerse aparte. Sebastián tuvo una pésima racha en
el plano material y sentimental. Una vez tuvo que ser arrancado a la fuerza porque
intentó suicidarse con pastillas y alcohol. Alrededor de su vida se habían creado
rumores acerca de una supuesta adicción a la cocaína y de dedicarse a manejar
jovencitas para ser prostituidas. Otros decían que estaba viviendo con una mujer
mayor que él y que lo tenía como a un príncipe a cambio de favores sexuales.
Muchos más juraban haberlo visto vagando por las calles y pidiendo dinero para
comprarse una botella. Lo cierto es que estaba luchando por sobrevivir y
sobreponerse a una fuerte depresión que lo acechaba. Le llevó mucho tiempo
recuperar su vida.
Carmen no olvidó y, en cuanto pudo, siguió ocupándose de Sebastián. Ahora
que sabía que estaba mal y, aunque no podía verlo en el hospital --ni siquiera
sabía si estaba en un hospital porque a ella solamente le habían dicho que sufrió
un colapso y que se estaba muriendo--, disfrutaba imaginándoselo tendido en una
cama y rodeado seguramente por flores y tarjetas que mandarían sus amigos. Sin
darse cuenta, Sebastián se le fue volviendo protagonista de muchas historias que
ella inventaba porque sólo así “el gusano” sería lo que ella había insistido en
convencer a la gente: un soñador frustrado que no merecía nada bueno de la vida.
El dios de su religión le había hecho por fin justicia y ella tendría libre el camino.
Mientras los recuerdos de Sebastián, aunque falsos, le iban dibujando otra
vez sus rasgos, el cuerpo de Carmen, obeso y desgarbado, abandonaba su propia
historia para llenarse de los alientos de Alexandra y Sebastián. Entre las
deducciones que seguía coleccionando para alimentar su rabia, estaba la certeza
de que ellos dos seguían separados y que cada uno hacía su vida
independientemente. Alexandra prometió regresar para vivir al lado de Sebastián,
pero lo cierto es que ella llevaba lejos varios años y que Sebastián seguía solo.
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¿Habrían decidido terminar? ¿Alexandra se habría convencido de que ese gusano
no era lo que le convenía? ¿Tendría una oportunidad ahora con ella? “Divide y
vencerás”, dijo cínicamente mientras se acomodaba la desordenada y desabrida
cabellera rizada.
Perseguida por su ambición y escondida en su departamento, Carmen
luchaba con escribir la historia de su supuesto romance con Alexandra. Lo más
desconcertante era que, aunque ella decía hablar de amor, esta palabra jamás
figuró en sus páginas. Carmen anotó: “Desde aquella noche en que deseé para mí
misma esa profunda mirada que sólo tenía como dueño al gusano, pensé que
Alexandra y yo podríamos tener una gran amistad que se convertiría en algo más
con el tiempo. Cuando platicaba con ella, podía ver en su actitud cierto
nerviosismo ante mi presencia y sin duda eso era porque yo le despertaba
emociones muy parecidas a las que le motivaba Sebastián, pero tenía miedo de
reconocerlas. Era demasiada la compasión y no-amor que sentía por Sebastián
como para confesarle que alguien más estaba entrando en su corazón y que ese
alguien era precisamente yo. Nunca me quedó duda de que si hubiera sido más
enérgica, Alexandra estaría ahora conmigo, rodeada de todas esas cosas que él
jamás fue capaz de darle. No puedo olvidar aquella noche cuando dimos un paseo
en carro y ella deseaba besarme --¿o lo deseaba yo?--, pero el recuerdo de
Sebastián se lo impidió. Para mí, él sólo ha sido un escollo. El tiempo me ha dado
la razón y el día en el que quedará completamente fuera de mi vida y de la vida de
Alexandra parece que ya llegó. Después de todo, ella y yo pensamos igual en
muchas cosas y sentimos lo mismo. Si el gusano se muere, ya no habrá pretextos
ni obstáculos para que ella y yo podamos hacer realidad nuestra vida. Ahora sí
volverán a repetirse nuestras madrugadas a la luz de una vela platicando de la
vida, de los amaneceres que nos siguen esperando para que seamos testigos de
ellos en un candente abrazo que, seguramente, nos lleve a interminables horas de
pasión desbocada. ¡Cuántas veces estuvimos a punto de dejarnos llevar, pero
aparecía ese maldito gusano en su mente y todo se iba al diablo! Será diferente.
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Alexandra, espera por mí, corazón, ya falta poco para que seas mi mujer y serás
feliz”.
Para Carmen todo era cierto: había hecho un castillo en el aire y decidió vivir
en él convencida de que ella tenía la verdad y todos los demás eran unos
mentirosos.
Desde que Alexandra se fue, Carmen vivía con el temor de que un día
cualquiera ella regresara al lado de Sebastián y fuera enfrentada por los dos para
aclarar todos los dimes y diretes que se suscitaron cuando ella se hizo pasar por
amiga de la pareja. A Sebastián no le tenía miedo ni respeto ni consideración,
pero no era así con Alexandra. Sabía que Sebastián era demasiado respetuoso de
las decisiones y pensamientos de Alexandra y que, por tanto, él nunca la obligaría
a no volverla a ver, pero Alexandra era una mujer íntegra y fuerte, difícil para
ponerla fuera de su perspectiva y ella sí que podría desenmascararla trayendo a la
luz la verdad de los hechos. Era preciso que Carmen volviera a ganarse su
confianza antes de que Alexandra se enterara de los anónimos que había
mandado a Sebastián, aunque no eran anónimos, sino transcripciones de
supuestas pláticas entre Carmen y Alexandra en contra de él. Y si acaso ya lo
sabía, haría lo de siempre: negarlo y con la voz entrecortada decir que son obra
de cualquiera menos de ella. Por si acaso, ya había diseñado un plan intrincado
para quitarse de encima cualquier sospecha en su contra, aunque en realidad lo
que la tenía inquieta era pensar en cómo deshacerse de Sebastián.
Carmen tocaba su guitarra cuando recibió una llamada de Estela, su capricho
imposible y amiga de Sebastián. Vio que eran casi las diez de la noche y el aire le
llevaba a su nariz un olor desagradable de basura acumulada en la cocina y
trastos sucios de una semana atrás. Notó insegura a Estela y se preguntó si acaso
estaba intentado darle alguna noticia sobre Sebastián o si ya había decidido vivir
con ella y terminar con el inútil de su marido para aceptar de brazos abiertos los
lujos que Carmen se jactaba de poderle ofrecer. Quedaron en que se tomarían un
café. Molesta por el tono misterioso en la voz de Estela, se echó agua en la cara y
EL SILENCIO DE LA ESPERA 17
cambió la enorme playera por una camisola de mezclilla que la hacía ver aún más
gorda. La reunión fue en un restaurante que Sebastián había descubierto años
atrás. Estela ya la esperaba en una mesa fumando con nerviosismo. Era una
mujer de baja estatura, de tez morena y de mirada asustadiza. Le advirtió a
Carmen que no podía estar con ella mucho tiempo y que le permitiera hablar sin
interrumpirla como usualmente lo hacía.
--Se trata del gusano, ¿verdad?—preguntó molesta.
Estela dudó un poco antes de hablar:
--Sí, se trata de Sebastián. Sé que está muy mal. Sebastián y yo teníamos
una buena amistad hasta que empezaron tus resentimientos, tu obstinación por
hacerme creer que él era un hipócrita y que se expresaba mal de mí a mis
espaldas. Todo lo complicaste desde que conociste a Alexandra. Y por todo eso
ahora no sé si puedo estar cerca de él, al menos para decirle que sigue siendo mi
amigo y que yo estoy ahí para lo que pueda ofrecérsele.
--Pero si ya te he dicho mil veces que Alexandra no me importa excepto
como una amiga, y que lo único que extraño son esas pláticas que teníamos hasta
entrada la madrugada. Podíamos hablar de todo...
--Sí, ya me lo has dicho—la interrumpió con un tono de fastidio en su voz--.
Nunca has aceptado tus mentiras y hasta hace muy poco pude entender por qué
no querías que nos reuniéramos. Si nos tenías enfrente a los tres, entonces, todo
se iba a saber y tú quedarías al descubierto. No entiendo por qué siempre quisiste
competir con Sebastián, porque intentabas copiarlo en todo y lo peor del caso es
que llegaste a sentirte una copia perfecta de él. Lo único que podías reprocharle
era que no hubiera seguido con el proyecto de la revista, pero nada más. Nunca te
hizo nada.
--¡Claro que me hizo mucho daño! Me quitó tu confianza, me robó la
confianza de Alexandra. Yo he hecho mucho por ustedes dos, me he quedado
llena de deudas por complacerlas, y al único que han reconocido es al gusano.
Con su carita de ángel conseguía todo lo que se le daba gana, ¡sin mover un solo
EL SILENCIO DE LA ESPERA 18
dedo! Y yo, yo que he gastado tanto en darte gusto a ti, en darle gusto a
Alexandra; yo que fui la única que la acompañó durante la mudanza porque él era
una gallina incapaz de estar cuando Alexandra más lo necesitaba... Además, no
es mi culpa que ella siguiera negando que se me insinuó, que ella era la que
quería algo conmigo. Yo no la busqué, Estela. Era ella la que me llamaba, la que
me buscaba a todas horas, la que quería que me quedara a dormir en su casa. Yo
no tengo la culpa de que la gente que me conoce se enamore de mí con tanta
facilidad.
--Como sea. Ya no me interesa seguir hablando de lo mismo. Es un hecho
que no vas a reconocer que todo esto ha sido una invención tuya y que sólo tú lo
crees. Yo sólo quise que nos viéramos porque necesitaba decirte que también sé
lo de las cartas que estuviste enviándole a Sebastián. Sé que lo amenazaste. ¿Por
qué lo haces? Sólo aléjate y déjanos en paz a todos. No quiero volver a verte, ni
que me hables. Ya bastantes problemas me has acarreado con Jorge y con mi
mamá. La única culpable de la situación eres tú y si te quedas sola, es porque tú
lo buscaste.
Carmen sólo pudo preguntar con cara de derrotada:
--¿Qué quieres que haga? Yo voy a hacer lo que tú me pidas para
demostrarte que yo sí quiero que esto se solucione. ¿Quieres que le pida perdón?
Lo hago. ¿Quieres que le diga a Alexandra que soy un alacrán y que he hecho
mucho daño y que todo es mi culpa? También lo hago, pero por favor, no te vayas.
No me dejes. Sólo déjame quererte así. No me importa que tú ames a Jorge, sólo
necesito un poco de tu atención y nada más. Yo te seguiré llevando a todos esos
lugares que tanto te gustan, ya que Jorge no lo hace. Podemos pasar buenos
ratos, sin compromiso, sin promesas. No te vayas.
Estela la dejó en el restaurante y siguió su camino. Mordía sus labios para no
llorar. Estaba temblando, incrédula por la forma en que pudo resistirse a las
explicaciones de Carmen, aunque sabía que esa distancia no duraría mucho
porque siempre terminaba regresando, siempre daba por hecho que ella era la
EL SILENCIO DE LA ESPERA 19
responsable de que entre las dos hubiera tantos problemas y conflictos. Lo cierto
es que Carmen le resultaba indispensable, que no quería estar lejos de ella, pero
igualmente fuertes eran sus sentimientos por su marido. No podía abandonarlo
para irse tras de Carmen y menos estando tan insegura de todo. Sebastián le
había pedido tantas veces que buscara ayuda porque era una codependiente y
eso le estaba arruinando la vida a su amiga. Estela vivía reprochándose a sí
misma tantos titubeos, tantas incoherencias entre lo que le decía su cabeza y lo
que le dictaba su corazón. Carmen le gritó fuera de sí: “Te vas a arrepentir y
volverás a buscarme como siempre lo haces. Yo soy indispensable en tu vida y
sabes que nadie puede darte lo que yo te doy, pero cuando vuelvas, seré yo quien
te haga esperar porque no será cuando tú quieras, sino cuando yo lo diga.”
--Muerto –dijo--. Ese maldito gusano se tiene que morir de una vez. Para
Estela sigue siendo especial y si Alexandra ya sabe que está mal, debe estar
parada de cabeza. Ojalá que se muera ya, que se pudra como lo que es: un
maldito gusano que ha carcomido mi vida entera. ¡Este par de tontas! Una lo
defiende a capa y espada y la otra lo adora como si el imbécil fuera la gran cosa o
qué sé yo. ¡Que se muera y que desaparezca para siempre!
No pudo dormir pensando en verlo muerto, pensando en lo que ocurriría
cuando él desapareciera para siempre. ¿Y si pudiera encontrar una forma de
llevárselo? Era una idea absurda, pero por qué no idear algún plan. Aunque, si
lograba apoderarse de él, ¿a dónde lo llevaría?
Buscó dentro de una caja metálica, que guardaba en el armario, una
fotografía de él. Encontró aquella que tomó durante la cena que les había ofrecido
a Sebastián y a Alexandra. A pesar de su delgadez, Sebastián tenía un rostro
joven y fresco, y esa sonrisa inocente y sincera que a ella misma tantas veces la
había conmovido. Junto a Alexandra, Sebastián se veía radiante, seguro y
gallardo. Sintió rabia al fijarse en la mirada de ambos. Sí, era cierto, eran ojos
tristes, pero había tanto brillo en sus miradas, tanto amor, tanta ilusión y sobre
todo esperanza. Volvió a desear que la mirada de Alexandra fuera solamente para
EL SILENCIO DE LA ESPERA 20
ella. Ella y nadie más tenía que ser la dueña absoluta de esa mirada embriagante
y tan única. Aceptó que era una misión casi imposible separar a ese par de
enamorados y no pudo entender las razones de Sebastián para aceptar que
Alexandra se le fuera y mucho menos comprendía que la dejara irse cuando sabía
perfectamente que se reuniría con el padre de su hijo. ¿Cómo puede haber tanta
mediocridad y cobardía en un hombre? Si ella hubiera estado en su lugar, hubiera
hecho todo para retener a esa mujer tan bella. Le habría puesto el mundo a sus
pies, habría sacado dinero de las piedras para darle una casa a ella y a su hijo. Le
hubiera rogado, suplicado. Vaya, se le hubiera hincado y hasta la hubiera intimado
con quitarse la vida, si se iba. Pero la realidad era tan diferente y Carmen lo sabía.
En su borrosa privacidad sabía que jamás Alexandra había visto en ella más que a
una amiga con quien hablar de muchas cosas, sí, pero especialmente de
Sebastián. Sebastián hace, Sebastián piensa, Sebastián cree, Sebastián es.
Tenía la garganta seca y bebió de la botella de tequila un gran sorbo. Se
limpió con la manga lo que escurrió por la boca. ¡Maldito, gusano!, gritó. Fue a la
cocina por un vaso y vio correr asustada a una cucaracha sobre la tarja. Con el
dedo pulgar la aplastó, pero seguía moviéndose. Vertió sobre una ella un poco de
tequila y le prendió fuego. ¿Y si lo quemo?, dijo en voz alta con una sonrisa aciaga
mientras veía retorcerse al bicho rastrero. Podría rociarlo con combustible y verlo
arder cuando aventara un cerillo. Se arquearía en su cama como un verdadero
gusano. No, es demasiado drástico y peligroso. Quizá fuera mejor dejarlo caer en
un desagüe y cubrirlo con cemento. No, tampoco es buena idea. ¿Cómo me
deshago de ti, maldito gusano, cómo?
Impaciente trató de averiguar en dónde tenían a Sebastián para hacerle una
visita de cortesía. La idea de toparse con él en cualquier momento le quitó el
sueño muchas noches. Tal vez Flor podría darle informes porque Estela no le diría
nada y mucho menos Alexandra. Si Flor no lo sabía, lo único que quedaba por
hacer era preguntar de hospital en hospital.
EL SILENCIO DE LA ESPERA 21
Se quedó dormida en el sillón. Soñó a Sebastián colgando del techo en un
cuarto negro. Estaba desnudo y tan pálido que parecía un muñeco de vinilo. ¿A
quién se le había ocurrido semejante cosa de amarrarlo por sus extremidades y
colgarlo del techo como si fuera una lámpara? ¿Con qué fin? La imagen la
estremeció tanto que pensó que Sebastián flotaba como un ser etéreo o como un
ser diabólico. Sí, eso debía ser: Sebastián pertenece a algún culto religioso
relacionado con el diablo. Ahora entiendo su gran suerte en todo. Tenía razón el
pastor de mi iglesia, un hombre que sin hacer nada, lo tiene todo es producto del
diablo y por eso mis oraciones no eran escuchadas, por eso no podía contra él.
Por primera vez le tuvo miedo a ese gusano. Temblando, subió por una escalera
de aluminio recargada en la pared. Lo examinó durante unos quince minutos y
sintió que había perdido la noción del tiempo. Hay algo en ese cuerpo inerte. Sus
ojos están cerrados, pero ella sentía encima su mirada penetrante. Le
sorprendieron sus manos blancas, de dedos largos y delgados. Parecían muy
suaves, como si hubiera terciopelo en ellas. Se recordó intimidada cuando por vez
primera la mano derecha de Sebastián había estrechado la de ella. Fue un saludo
fuerte, directo. Era su forma de hacer contacto con la gente: un estrechón de
manos y la mirada puesta en los ojos del otro. ¿Quién diablos eres?, le preguntó,
pero sólo recibió silencio. Quiso saber si su sangre se había coagulado ya en las
venas, si existía algún imperceptible movimiento en ese cuerpo de un metro
ochenta y unos setenta kilos. ¿Cómo se le verían el cerebro, el corazón, las
vísceras? ¿Y si sólo estuviera durmiendo un sueño profundo para ver qué hago yo
con él? ¿Será otra de sus trampas para ridiculizarme frente a todos al desmentir
mis palabras? Intentó acariciarlo de los pies a la cabeza, pero un escalofrío la dejó
pasmada. Dios, qué ganas de tocar su cabello, sus cejas pobladas, su nariz fina y
seguir las líneas perfectas de su boca, de sus labios. Estaba excitada y sudorosa.
Cerró los ojos y preguntó a su dios por qué la había elegido. ¿Cuáles son mis
acciones por las que tú me elegiste para salvar a tus dos hijas de este hombre?
¿Qué puede hacer una simple sierva tuya frente al Destino, es decir, frente a tus
EL SILENCIO DE LA ESPERA 22
órdenes? ¿Será que ahora me toca brillar a mí? Siempre estuve a tu sombra,
gusano. Cuidé de ti y de tu mujer, pero nunca lo agradeciste. Para ti sólo fui una
más del montón de aduladores que te revolcaban en tu propia vanidad y me
mirabas con aire de triunfo extinguiendo mis propias aspiraciones de sentirme tan
necesitada y querida como tú lo eras. Yo los vi ese día, se besaban como si fueran
un par de flores arrulladas por el viento. No era el beso arrebatado y pasional que
yo esperaba o que yo imaginaba que sería. Me sorprendió que ustedes dos fueran
capaces de tal ternura. Me di cuenta cómo temblaban tus manos cuando
acariciaste su cara, como si ese rostro te resultara frágil y delicado. Era tu energía
invencible y por esa razón me los quedé a ustedes dos en fotos, me los quedé en
pensamientos y en imaginaciones. Cómo me hubiera gustado saber o, mejor,
verlos en pleno acto. Para Alexandra eras tan perfecto, aunque claro, jamás le dije
a ella todo lo que para ti significaba ni ninguna de esas impresionantes palabras
con las que me la describiste. Yo merecía más de ustedes, gusano. ¡Merecía
mucho más!
Carmen no pudo creer que Sebastián estuviera muerto. Todavía unos días
antes lo vio saliendo en su coche y se enfadó con él por el descuido en el que
estaba. ¿Cómo alguien que era adorado por una mujer tan hermosa podía ser tan
torpe y maltratarse tanto? Esa tarde no lo vio enigmático ni atractivo. Estaba
desaliñado y caminando con pereza. Tenía a su propio mundo sobre hombros.
Sebastián ya había entrado en agonía y era lógico que siguiera la muerte. ¿A qué
hora moriste y cómo moriste? Ya no estás caliente, pero todavía puedes hacerme
daño.
Despertó de aquel extraño sueño cuando escuchó el despertador. Eran las
seis de la mañana. Se preparó una taza de café para despejar la confusión. Dio un
sorbo y el sabor amargo le devolvió su inesperada excitación ante el cuerpo
desnudo de Sebastián. Alguna vez había fantaseado en una noche ociosa con
poseerlo. Ella no creía en el sexo como un acto de amor, sino como una
necesidad, un apetito que debía ser saciado en el momento en que se presentara.
EL SILENCIO DE LA ESPERA 23
Daba igual con quién o con qué. No recordaba si Alexandra alguna vez había
hablado con ella sobre esto porque eran tan pocas cosas las que Alexandra le
contó y tantas las que ella había inventado, que ya no sabía cuál era cierta y cuál
falsa. Trató de imaginar cómo sería Sebastián como amante, si fuese
convencional, tierno, apasionado o le gustarían las cosas extravagantes. Se sintió
ansiosa buscando respuestas. ¿Alexandra sería una mujer satisfecha? ¿Cómo
eran esos dos en la intimidad? ¿Qué pensaban de las relaciones sexuales? Por un
instante lamentó haber despertado, sin poder tenerlo al menos en su sueño. No
era que estuviera enamorada de él, sino que para Carmen todo lo prohibido le
resultaba apetecible y le producía un gozo similar al del clímax sexual; y tanto
Sebastián como Alexandra le habían estado prohibidos siempre y ella los quería
tener, disfrutarlos como artículos muy personales.
Si aquel hombre se moría en cualquier momento, ya no importaría más. Lo
que estaba en juego ahora era su destino. Si se muere o logro tenerlo yo, tendré a
Alexandra en un puño y tendrá que aceptar mis condiciones para que se lo
entregue. ¡Sí, eso mismo! Debo encontrar la manera de adueñarme del moribundo
y veremos a quién le toca perder ahora.
EL SILENCIO DE LA ESPERA 24
Dos
La última vez que Sebastián estuvo en la casa fue una tarde en la que
necesitó rodearse de las cosas de Alexandra porque las fotos y las cartas no le
bastaban. Quería volver a sentir la emoción de manejar hacia allá, cruzando la
larguísima avenida flanqueada por árboles verdes y robustos, mientras el aire le
daba en la cara y escuchaba su estación favorita de radio. El camino le iba
avivando el dolor conforme se acercaba a su destino, pero él no quería detenerse
sólo por el miedo a sufrir. Nadie había visto la casa y pensó que tanto a ella como
a él les vendría bien volverse a ver y no sentirse tan solos.
Al menos alrededor las cosas estaban casi igual, excepto por uno comercios
que acababan de abrir. El mismo silencio nocturno que él recordaba; el árbol en el
que muchas veces se recargó para mirar a Alexandra tras la ventana de la
habitación; la florería donde compraba rosas para ella; el taller mecánico que ya
no estaba funcionando; la estética; la pastelería; la tienda. Las obras de
repavimentación estaban casi terminadas. Era una calle común y corriente,
poblada de tiendas y bullicio, pero era su calle, su espacio, su rumbo. Ahí estaba
esa maravillosa casa con sus portones de aluminio. Ningún carro entorpecía la
entrada del garaje y ya no estaba ese horrible graffiti que quién sabe quién pintaría
sobre la puerta. Quiso ignorar la gran manta con la leyenda “Se vende”, pero no
pudo y un malestar le taladró la cabeza.
La casa parecía desconcertada con su presencia. Lo observaba
cuidadosamente desde cada una de las ventanas que daban a la calle y tras la
mirilla de la puerta principal. Se dio cuenta de que Sebastián llevaba puesta la
misma ropa que usó la primera vez que estuvo ahí: jeans claros, playera de cuello
alto en color negro y una cazadora de gamuza azul petróleo. Así lo conoció y así
recibió sus primeros pasos dentro de ella. Seguían siendo los mismos, quizá un
poco más viejos y deteriorados por el tiempo, pero eran los mismos y le sonrió a
EL SILENCIO DE LA ESPERA 25
su amigo haciendo parpadear la luz blanca que alumbra permanentemente la
entrada. “Hola”, se dirigió a la casa mientras destapaba un vaso con café. “Vine a
tomarme un café contigo porque te extrañaba mucho. Sí, hombre, no te rías de mí.
También se extrañan los lugares y más cuando en ellos se quedó tanto de ti. No
eres mía, pero aprendí a quererte como si lo fueras. ¿Te acuerdas? Siempre te
llamé el palacio porque aquí cobijaste a mi princesa y al pequeño principito. No me
veas de esa forma. No estoy loco. Tal vez un poco cursi, pero no loco. ¿Cómo has
estado? ¿Cómo siguen tus paredes del cuarto de televisión? ¿Se detuvo ya la
filtración de agua que botó el yeso y la pintura? Se me hace que dejaste crecer
tanto las enredaderas para cubrir los primeros rastros de tu vejez, ¿verdad?”. Se
sintió mareado y débil, pero lo repuso la corriente fresca que soplaba. Aferrado al
vaso de café, se dejó calentar las manos heladas por los nervios y toleró con
donaire los recuerdos presentes. “He estado pensando en que hace mucho que
tocaba impermeabilizar tu techo –retomó la conversación--. Con estas lluvias me
preocupa que pudiera dañarse, pero no sé cómo planteárselo a Alexandra. Sabes,
te echa tanto de menos que todo lo que se relaciona contigo le duele mucho y lo
que menos queremos es lastimarla, ¿cierto? No, no se me ha olvidado –contestó
con resignación--. Si no te pregunto por ese jardincito es porque no tengo valor.
Era tu corazón y Alexandra te lo llenó con sus cuidados y sus mimos. Nunca dejó
de regarlo. Había tanto de ella en las flores y en las plantas que te sembró.
¿Todavía late? No resistiría verlo seco. Bueno, a quién queremos engañar: tú, el
jardín y yo hace mucho que estamos secos”.
¿Habría sido una estupidez ir hasta allá? Se sintió inquieto y miró fijamente la
casa entera, pero lo que lo preocupaba más era que había dicho que estaban
secos. ¿Por qué alguien tan joven podría pensar que está seco? De nuevo
devolvió su mirada a la casa y se dio cuenta de que estaba haciendo frío, pero
encontró cierto gusto en sentir el aire despeinando su cabello.
EL SILENCIO DE LA ESPERA 26
--Si te digo que no sé por qué estoy aquí, no me lo vas a creer –le dijo
apenado—y tampoco aprobarías que te mintiera. Qué tonto soy. Claro que sé por
qué vine a verte y no sólo ha sido porque te extraño.
La casa esperó paciente en silencio. Ninguno de los dos tenía prisa ni
presiones para apurar la visita.
--Las noches aquí siguen siendo serenas. Es el único momento en que todos
descansábamos de los autos tocando sin cesar sus bocinas, de los que se
estacionaban en doble fila y causaban verdaderos trastornos. No hay ruidos
molestos. Eso me hacer recordar...
Los dos tenían todo el tiempo del mundo para escucharse. La casa seguía
ahí y él sentía que lo conocía y que podía confiar en ella.
--¡Es tan difícil esta situación! ¡Es insoportable!
Cerró sus manos y se apenó por haber gritado de esta forma. Miró
tímidamente alrededor, pero nadie lo escuchó, y podía sentir la gran paciencia y
simpatía de esa casa que lo estaba escuchando.
--¡Qué historia tan irónica y tan tonta a la vez! ¿Tú piensas lo mismo?
Cuando dije que tú y yo estamos secos, extrañamente pensé en la cita que todos
tenemos con la muerte, incluso las cosas como tú. A lo mejor duran más que
nosotros, pero también se mueren. Yo ya había pensado en la muerte antes
porque estaba desesperado y tan desencantado con lo que pasaba que lo único
que quería era matarme, pero ahora, tengo que confesarte algo: hace semanas
que vengo pensando en la muerte para liberar a mi alma. Imagínate. Si mi alma
queda libre de este cuerpo, podrá viajar a donde quiere ir y sería invisible y, por
tanto, no estorbará a nadie porque nadie, excepto Alexandra, sabría que yo estoy
ahí. El alma es lo que verdaderamente importa en un ser humano, es lo que
trasciende, lo que sobrevive aún cuando el cuerpo se deteriora. Sin alma, no
seríamos nosotros ni seríamos tan diferentes. Yo he deseado toda mi vida vivir
junto a ella y formar una gran familia, pero soy un rebelde por naturaleza y
siempre he ido contra corriente. No es que sea anárquico, pero yo no puedo ser
EL SILENCIO DE LA ESPERA 27
simplemente obediente y asumir o aceptar lo que me pidan, aun cuando sean
cosas que tienen que ver con el deber y la responsabilidad. Es que me parece tan
complicado entender que el deber pueda entorpecer el amor.
Guardó silencio un largo rato y luego levantó su cabeza para seguir
hablando.
--Cada vez que pienso en el tiempo que falta para que podamos estar juntos,
me angustio demasiado. Siento como si alguien dentro de mí quisiera salir
inmediatamente y desgarrar este cuerpo que lo encierra y lo detiene, y cuando eso
pasa se me corta hasta el aire y sólo pienso en correr sin detenerme. Correr a
toda prisa, sin rumbo fijo, hasta que no pueda más y revienten mis pulmones.
Estoy tan cansado de acunar sólo recuerdos y de hacer planes para no llevarlos
acabo y de que me digan que debo aprender a resignarme y a aceptar las cosas
que no pueden cambiarse. Me pregunto si realmente no pueden cambiarse, si no
pueden ser diferentes. ¿De qué depende o de quién depende? No, no me estoy
quejando. Yo la amo profundamente y sólo por amor me es posible explicarme
que yo acepte tan “resignado” sus decisiones, pero es tan duro cuando apuestas
tu vida entera al único gran sueño que has cuidado años enteros y sentir que lo
pierdes todo por un error propio, por una decisión aventurada o porque a Dios se
le dio la gana jugarme una mala pasada otra vez. ¿Te acuerdas de ese día
lluvioso cuando ella y yo jugamos en el jardín? ¿Me puedes recordar cómo sonaba
la lluvia cayendo sobre las hojas crujientes de las enredaderas y todo el piso
brillaba sin escucharse nada más que nuestras risas y el agua? Fue uno de esos
días previos a su partida. Ella pidió que la esperara y prometió volver, y todo se
complicó de pronto y cambiaron las decisiones y nuestros planes. Mi familia me
dijo que ella se iría quizá por mucho tiempo, y yo pensé que sólo querían
molestarme... pero tenían razón: ella se ha ido por mucho tiempo, y yo espero y
ella busca un lugar para nosotros, un lugar en el que, como ella me escribió,
“todos los momentos, las vivencias, el corazón... todo, todo esté guardado en un
EL SILENCIO DE LA ESPERA 28
lugar muy dentro, muy mío, donde nadie puede entrar, donde esté a salvo de todo
y de todos”, pero eso no me consuela.
Sus lágrimas le escurrían pesadas por su cara. Se las limpió y recuperó la
calma.
--Es muy humano necesitar nuestras caricias, nuestro calor. Estar presentes
en la rutina de todos los días, convivir para no seguir con vidas paralelas que sólo
son una cuando logramos comunicarnos. Por eso le dije tantas veces, y tú te
acordarás, que si ella se iba, los dos perderíamos mucho, pero al menos ella
tendría muy cerca el amor de Marco Uriel y yo estaría solo. Es esto lo que me
tiene pensando constantemente en deshacerme de este pesado cuerpo para
quedar libre, para que ella pudiera aceptarme a su lado, sin tronarse los dedos
buscando una solución que, aunque existiera, no la va a dar porque tiene tanto
miedo... Estamos secos. A ti te están vendiendo. Tendrás pronto nuevos dueños a
los que les importará un comino lo que escondes en tus paredes; quizá hasta te
cambien toda la fachada y todo el interior para convertirte en otra casa, con otra
historia y, entonces, tú empezarás a olvidar y te empezarán a olvidar. Los dos
seguiremos postrados en cama con el dolor del olvido y de la desesperación.
Acarició la puerta con mucho cuidado.
--No le tomes a mal que no haya venido a verte ya. Entiende que es lo más
difícil para ella. Tú fuiste su vida, ella te hizo, te pensó, te trazó metro a metro.
Aquí empezó su vida de mujer y su vida de madre; y también empezó la vida en la
que renació a y para ella misma cuando se dio cuenta de que era una mujer
hermosa, que era una mujer que podía ser amada como ella soñaba, que era una
mujer inteligente con sueños y voz propios, no sólo el ama de casa y la madre
ocupada con tareas y obligaciones domésticas. No sé qué le dolió más al dejarte:
si la historia primera o la segunda, o quizá ambas. Ten la certeza de que te quiso y
te quiso mucho. No te va a olvidar. Para mí siempre serás el primer escenario de
esta historia y en tus paredes se quedarán todos los ecos de lo que se vivió ahí
adentro. Encuentros y desencuentros. Tengo que irme ahora. No sé si me atreva a
EL SILENCIO DE LA ESPERA 29
verte otra vez, pero no me olvides porque es posible que alguna vez necesite que
algo me devuelva el recuerdo de lo que solía ser y aquí, en todo tu espacio, sé
que está ese muchacho que llegó una mañana cargado de amor y de sueños,
ansioso por volverse a ver vivo en esos ojos, impaciente por confesar su amor en
un mosaico de canciones y de miradas. Aquí nací. Aquí me descubrí tal y como
soy, y me gusté por primera vez. Fue aquí donde empecé mi larga carrera hacia la
madurez, donde me dieron las lecciones más inolvidables sobre lo que es vivir y lo
que es amar. Aquí nos amamos por vez primera y nos descubrimos desnudos de
cuerpo y alma, y nos besamos en alianza, convencidos de que a este amor nada
lo puede derrumbar. Ella y yo te tenemos en nuestros corazones. Ojalá que tú
también nos guardes en el tuyo con el mismo fervor. Si algún día lo conseguimos y
ella decide estar conmigo, te prometo que vendré a verte para recibir la luz desde
tus ventanas porque, pese a todo y muy a mi pesar, tú fuiste mi hogar y la patria a
la que nunca pude llegar.
Tenía ganas de seguir hablando. Le faltaban cosas por decir y por
desahogar. Pensó en sus pocos amigos, pero con ninguno se sentía a gusto y
decidió hacer algo que hacía mucho no se le ocurría: hablar con su niño.
Sebastián pensaba frecuente en él cuando era niño y un día se sentó a platicar
con él. Quería saber cómo se sentía aquel pequeño, si acaso el adulto lo había
defraudado, si podía entender en lo que se había convertido porque muchos de
sus sueños seguían siendo sueños. Alguna vez creyó que tenía que reconciliarse
con ese niño para poder perdonarse a sí mismo, y es que ese niño estaba tan vivo
aún, tan despierto, tan ávido de conseguir sus ideales; aunque luego peleaban
porque no sabía de responsabilidades y de deberes, ni entendía al amor
condicionado a las circunstancias, ni conocía el miedo a arriesgarse, mucho
menos comprendía que para la gente hubiera tantos imposibles y tanta
insatisfacción en sus vidas.
EL SILENCIO DE LA ESPERA 30
Era un niño que se sorprendía de ser como si el ser fuera una aventura diaria
en su camino. Gozaba la música como vibraciones, como ondas sonoras que
escalaban todo su ser estremeciéndolo y rediseñándolo.
Sebastián niño que no sueña por las noches porque sabe que hay una fuerza
más grande que le hace compañía sigilosamente. Lo consuela y lo fortalece. Esa
fuerza que lo invita un día y otro también a seguir soñando, a seguir sincronizando
su música para escribir sobre el pentagrama de su alma. Sebastián niño para
quien Alexandra era más que sensación y sentimiento; más que sueño y realidad;
más que color y luz, acorde, armonía, nota: un himno de amor.
Le había dicho a Sebastián adulto que, aunque el camino luciera desierto a
veces, no lo caminaba a solas porque alguien los acompañaba en esa jornada, la
más difícil, la más noble, la más añorada. Ella estaba ahí, al frente, esperando y
caminando, se acercaba entonces; alumbraba y calentaba, los está amando
entonces. Los días se suceden unos a otros y van creando tiempo y espacio, pero
el amor también. El amor se multiplica, crece, se desarrolla. No inventa, crea; no
ambiciona, sólo sueña. Ella como meta; ella como mujer; ella como compañera
inseparable.
Para Sebastián niño todo es intenso, todo es vívido y colorido. No hay
matices suaves cuando se trata de emociones. Se es todo de una vez: gozo,
tristeza, sonrisa, abrazo, caricia y piel. Se es todo en una misma exhibición. Sólo
se guarda una que otra sorpresa; sólo guarda y descubre lentamente lo que será
mañana, pero en este mismo presente, en este mismo instante. No es un mañana.
Es ahora, es hoy imperecedero, es hoy vuelto ayer y transformado en mañana,
pero siempre hoy, siempre ahora.
--¿Cuánto ha pasado? –preguntó Sebastián niño--. No sé qué hacer contigo
y, mira, ¿ves cómo me agarro la cabeza? Es porque no sé qué decirte.
--No me hagas caso. Esta nostalgia de mí me tiene un poco desorientado. –
Se le perdió la mirada. –Todo me parece tan diferente ahora.
EL SILENCIO DE LA ESPERA 31
--¿Por qué? Yo todo lo veo igual. A ti te veo igual, aunque más grande, pero
eres el mismo. Todavía piensas, todavía creas, todavía sueñas y esperas. Igual
que yo. Estás creciendo.
--¿Creciendo? ¿Te he decepcionado? –preguntó temeroso.
--No lo sé. ¿Por qué lo preguntas?
--¿Es esto en lo que querías convertirte?
--¿Esto? Yo no veo un “esto”. Veo a una persona. Yo no sabía en qué me iba
a convertir cuando fuera grande. Nadie lo puede saber. Ese es el problema
cuando se crece: siempre se está preocupado por lo que fue y por lo que va a
pasar, y entre lo que ya pasó y lo que puede pasar, se dejan de jugar muchos
juegos divertidos y entretenidos. Los adultos se esclavizan al tiempo, al dinero, al
éxito y se olvidan de disfrutar, de vivir. No veo nada malo en ti. No me has
decepcionado porque lo único que he esperado de ti es que crecieras. Y es lógico
que si ibas a crecer en muchos momentos se impondría la sensatez y la madurez,
y en muchos más reinaría la torpeza y la equivocación.
--¿Qué puede importarle esto a un niño, si sólo sabe ver todo a colores y de
forma fantástica? Yo acepté que se fuera y no te tomé en cuenta. Me atreví a
romper tu sueño más querido. ¿Recuerdas? Tú eras don Quijote.
--¿Y cuál es la diferencia entre tú y yo ahora? Tú sigues siendo un niño.
¿Qué diferencia hay entre aquellos papelitos que yo le mandaba a Alexandra y tus
cartas de ahora? Ninguna. En ambos momentos le estábamos dando el corazón y
la vida. La estábamos amando. Son los escenarios los que cambian, Sebastián;
cambian los colores; cambian las situaciones. Tienes razón, un niño no sabe de
grandes obligaciones, quizá su máxima responsabilidad sea la escuela y uno que
otro quehacer en la casa, pero nada más. Pero eso es solamente lo deseable
porque no siempre es posible. No todos los niños son afortunados ni tampoco
todos los adultos tienen esa suerte. ¿Qué pasa ahora? El amor sigue, pero
estamos conociendo un nuevo color: el dolor. ¿Y qué es dolor? Puede ser una
oportunidad o una fatalidad. Tú y yo hemos sido felices en muchos momentos,
EL SILENCIO DE LA ESPERA 32
aunque nadie sabe qué es la felicidad realmente porque la felicidad tiene muchos
rostros. Sabemos también lo que es el odio, las separaciones, los rompimientos,
las promesas rotas. Somos privilegiados porque en todo momento hemos sabido
muy bien lo que pudimos ser y lo que queríamos ser, y hemos aceptado lo que
somos. Quizá toda esta pena que estás sufriendo esté compensando esos breves
años de felicidad que viviste en plenitud con ella.
--¿Y eso es todo? ¿Eso es la vida?
--No lo sé. Sé, en cambio, que tu vida es un profundo grito de esperanza y
mientras la tengas, tu vida puede ser lo que tú quieras.
--¡Eres tan idealista, por Dios! –le gritó molesto.
--Tú también lo eres, pero lo estás negando porque tus sueños se han
convertido en una pesadilla y el dolor te tiene ciego y mudo. Tu esencia idealista,
tu alma de soñador, están ahí.-- Le sonrió guiñándole un ojo. Sebastián le devolvió
la sonrisa moviendo su cabeza. --¿Te acuerdas que un día te dijeron que, pese a
todo el dolor con el que estabas escribiendo, lo mejor de tus escritos era que
siempre dejabas abierta una ventana por donde entraba un rayo de luz?
--Sí, lo recuerdo. ¿Y eso qué tiene que ver?
--Sólo que estás lleno de esperanza. Mira, abre tu cuaderno. –Le dijo
señalando una mochila. Sebastián lo tomó. –Busca en sus páginas. Te voy a
demostrar lo que te estoy diciendo. Lee esto en voz alta y escucha lo que dices.
--¿Puedo descansar un momento? Descansar para relajar al corazón y dejar
dormir a mi alma porque entonces puedo hablar y puedo recordar todos estos
días, los más maravillosos y también los más eternos de nuestro tiempo... ¿Esto
es lo que quieres que lea?
--Sí. Sigue.
--Nos hemos enfermado. No de gripe, no de nada, sólo de angustia y
estamos tan débiles. Es tanto el miedo, que nos despertamos muchas veces
interrumpiendo nuestro tan desgastado sueño nocturno. Yo me despierto con un
sólo propósito: para verte romper la oscuridad de la noche y cerciorarme de que
EL SILENCIO DE LA ESPERA 33
aún estás respirando; y es que necesito despertar cada noche porque ya no quiero
más esta pesadilla explotando en ruidos, en voces irreconocibles, en gente
extraña y tan ajena a ti y a mí... pesadilla de ilusiones truncas y pesadilla de
esperanza necia. Desde adolescente te convertiste en mi árbol favorito. No sé si
fue que yo te planté o fue acaso que ya te levantabas como un gran árbol y
busqué tu sombra fresca, pero eres mi árbol y yo soy una de tus ramas, quizá la
más quebradiza, la que hace un gran esfuerzo para que no la dejes caer. Tú eres
mi roble y por eso es que las nuevas decisiones me han tumbado como si se
tratara de violentos hachazos que me sacuden, que me rompen y que te rompen a
ti por igual. Jamás frente a aquella despedida de verano nos detuvimos a pensar
en la muerte y es que nunca te he contemplado sino como mi fuerza y mi alegría.
Tu desesperada decisión fue un espadazo del destino y me atravesó con tal
lentitud que me supuse en el centro de un terrible error pasado por el que tendría
que pagar el alto precio, el peor castigo. Por eso ahora, en este momento, te digo
que estoy temblando de miedo y que me está ahogando este llanto que se queda
contenido y no quiere salir... ¡las lágrimas me están estrangulando! –Sebastián
hizo una larga pausa tratando de disolver el nudo que se había hecho en su
garganta. --He abandonado mi refugio y me despojé del disfraz para echarme a
andar a tu lado, para no detener el paso nunca más y estoy caminando por el
largo camino que trazamos en los albores de una primavera colorida, y hay
silencio, y hay tinieblas... está lloviendo y ya no siento la presencia de ángeles ni
de hadas. Esperar la mudanza, el infatigable trajín de cajas llevándose a nosotros
a otra parte, ha sido morir despacio, lentamente como el movimiento de nuestras
manos cuando nos amamos; ha sido gotear sangre por algún siniestro tubo para
morir a pedazos y en pedazos... No ha habido minuto más largo que esperar tu
firma en esos papeles gruesos de dolor: los papeles que encierran nuestros
lamentos, nuestras grandes alas cortadas. Y entonces te pienso para detenerte; te
pienso para sentirte; te pienso para pertenecerte como siempre, como nunca; y te
sé habitante de mi mar que nos envuelve, de su oleaje feroz azotando a los
EL SILENCIO DE LA ESPERA 34
espíritus en una playa que se antoja desierta y profunda. Mar... agua... sigue
lloviendo y te me estrellas en las ventanas de mi habitación empujada por el viento
de invierno. Eres mi esqueleto. Todos y cada uno de mis huesos, mi sangre y
estás en esta alma porque ella contigo es más auténtica... Dime, ¿Dios está riendo
o está llorando? ¿Dios nos está escuchando o también calló nuestras voces?
¿Dios te habla a ti? Me volví a caer. He caído mil veces y mil veces me he muerto,
por eso es que no entiendo cómo sigue viva la mirada y la sonrisa. Pensaba que
nunca me ha gustado caminar sin zapatos porque las piedras, el agua y hasta el
pasto son demasiado severos con mis pies, pero quizá ahora deba descalzarme
para sentir la hierba que habrá de nacer para cubrir mi tumba... Déjame
entregarme a la muerte a tu lado. En los cajones de madera guardo al amor de mi
vida, la ropa que he usado para agradarte y todas las palabras que no te he dicho,
todas las que no te he escrito, todas las que serán de ti en la vejez. Guardo mil y
un rostros tuyos, tus ojos amados y tus besos entregados. Todo lo que hay en
esos cajones son nuestros hijos, patrimonio, alianza y felicidad. De las siete de la
mañana hasta las siete del día siguiente estoy pensando en ti. Te espero desde
hace muchos años. Te pienso en esa cama que nadie comparte conmigo porque
es tuya; te pienso en tu dolor, en tu insomnio, en tu queja y en tu protesta muda
buscando la fortuna de ver amanecer un día más junto a mí. Has firmado ya. ¿Por
qué siento que me has enterrado también? Ya echaste tierra sobre mí y me quedé
en tu tierra. ¿Será que tú te convertirás ahora en mi tierra? En esa tierra que es
aliada del aire, de la noche, de la intemperie cruda... sé que en esa tierra tendré
abrigo y en ella no me tocará la muerte. ¿Enterraste también mi silencio? Te me
fuiste otra vez. El amor de mi vida se ha ido por tercera ocasión. Aquí te espera tu
más humilde y sencilla flor; aquí está tu gracioso pavorreal... te espera tu alma en
mí, pero voy a nuestra habitación para llamarte y, sin confesarlo, te estoy
esperando. Ahora puedo comprender mejor lo que sentías cuando yo,
traviesamente, veía esas estúpidas películas de horror y tú preferías salir de la
habitación. Esta ausencia tuya es otra estúpida película de terror; un interminable
EL SILENCIO DE LA ESPERA 35
mal sueño del que no consigo despertar, aunque mis ojos estén abiertos, aunque
camine por ese túnel oscuro y sin fin. ¡Maldito tiempo que ha venido a sacudir
nuestras horas, nuestros años, nuestro sueño! Amigos leales, hermanos de alma...
amor de mi vida, saca mi cuerpo de esa tumba y rescátame de la muerte.
Enséñame tu corazón y dame tu frente erguida y limpia como cuando aprendí a
amarte. Te amo. Amo tus ojos profundos, amo tu sonrisa de luz, amo tu boca
ansiosa de mí, amo tu mirada de adoración y hasta esas canas que empiezas a
esconder tras los colores de los químicos. ¿No me escuchas? Te estoy llamando.
Estoy tocando a tu puerta para derribarla y gritar: “¡Por favor, sácame de esta
muerte!” Está intacta la taza en la que te servía café todas las mañanas y hasta
los platos en los que compartíamos la comida de cada día. Todo está igual. Todo
ha sobrevivido a tu ausencia. Te lloro, te río y hasta te muero y quiero tenerme
contigo, aunque me muera. Amigos por años y amores por una eternidad. Nací
para ti y has sido ese cariñoso brazo protector del miedo que tuve a ser yo para ti,
para mí, para todos. Te me has ido cuando más falta haces y me has matado un
poco... nos hemos muerto un poco y ahora que no estás, nada en mí estará
completo en ningún sitio y de ninguna forma. Tú le faltabas a mi mundo y hoy se
ha empobrecido mucho más... ¿cómo alcanzarte en ese vuelo fugaz? Mi ángel
guardián en el desasosiego y el peligro; mi luz en los extensos meses de espesa
hambre y miseria... así te guardaba. Así te guardo. Cuando río sé que eres mi
sonrisa; cuando lloro, mis lágrimas tienen tu esencia; cuando como te conviertes
en pan y sal... y sin ti, el destino me mutila y me quedo a medias. Junta tu dolor
con el mío porque sé que estás sufriendo en el más orgulloso de los silencios.
Junta tu dolor y tu amor, este amor eterno y hagamos con él un crucifijo y frente a
él, te ofrezco mi vida en prenda de que volverás... volverás para ser junto a mí
simplemente tú.
--Esperas y el que espera tiene esperanza.
--¿Y de qué me sirve la esperanza?
EL SILENCIO DE LA ESPERA 36
--Quizá sea lo que todavía te mantiene vivo. Quizá sea con lo único que te
quedes. O, tal vez, sea lo único que ella te puede ofrecer.
--Eso fue muy cruel de tu parte.
--Lo único cruel en esta historia es que el miedo es lo que los mantiene
separados y que la esperanza se les está convirtiendo en cobardía. En eso sí
somos diferentes porque para mí no hay imposibles ni decisiones irrevocables. Tú
eres quien tiene que defender como hombre lo que conquistaste como niño. Y yo
seguiré a tu lado siempre porque no puedo dividirme de ti, los dos nos
necesitamos para ser; entre los dos hemos hecho una persona querida. Tú y yo
tenemos los mismos sueños, no importa quién sea el adulto y quién el niño. No
seas cobarde y alcanza tu sueño. ¡Alcánzalo!
Alexandra llevaba varias noches sin dormir bien. El agudo calor la tenía
sudando copiosamente. En diferentes ocasiones se levantó para tomar agua
helada y sentir aunque fuera la tibieza del piso en sus pies descalzos. Desbaratar
todas esas cajas --ochenta y cuatro en total-- la tenía muerta de cansancio y de
muy mal humor. ¿En dónde iba a poner todo eso si faltaba espacio? Tenía ganas
de aventar todo, de quemarlo, de desaparecerlo. Estaba decidida a olvidar, a
empezar de nuevo, a arrancarse del corazón el gran amor que sentía por
Sebastián. “¿Cómo estará?”; “¿Qué estará haciendo?”; “¿Imaginará que yo
también estoy sufriendo o el muy necio y tonto seguirá creyendo que me importó
muy poco su dolor?”. Bebió de un sorbo el vaso con agua y se miró las manos. “Si
pudieras verme mis manos ahora, te echarías a llorar”, dijo en voz alta pensando
en Sebastián. Estaban agrietadas y ásperas por el polvo y el agua. Tuvo que
recortarse sus uñas porque se le rompieron al sacar y acomodar cosas. Se las
acarició y sintió que no eran sus manos, que la caricia provenía de aquellas
manos blancas y suaves de Sebastián y una lágrima le rodó por la mejilla. Sacudió
la cabeza y detuvo sus ojos sobre sus pies demasiado hinchados. Le dolían. Todo
le dolía, especialmente el corazón y se sintió a punto de estallar.
EL SILENCIO DE LA ESPERA 37
En su cabeza sólo hablaban sus pensamientos sobre la condición de
Sebastián. Le puede pasar cualquier cosa, le había dicho un día Estela. Cualquier
cosa. Ella lo sabía. A Sebastián le había destrozado su partida y seguramente
todo lo que no hizo cuando estuvieron juntos, lo haría ahora hasta la más tonta
locura. Pero él la había dejado partir y no escuchó más. Ella quería que hablaran,
que tomaran una decisión juntos, pero Sebastián sólo había dicho: “Te vas a ir,
¿verdad?”. Lo dio por hecho y eso no se lo podía perdonar. “Ahora que pase por lo
que yo sufrí durante este tiempo y si se queda sumido en su depresión y no hace
nada, pues que no lo haga. Qué más da. Ya estoy lejos”, dijo dando un golpe en la
mesa.
“No te preocupes, mujer”, le repetía Carmen cada vez que hablaba con ella.
“Lo único que importa ahora es que tú estés bien y que te tranquilices. Necesitas
estar bien y disfrutar tu nueva vida. Por Sebastián no te preocupes, yo estaré al
pendiente de él. Él es fuerte y ya se le pasará. Tiene que entender que todo en la
vida se paga y más cuando cometemos errores. La única que importa eres tú”. Sin
embargo, cada vez que Carmen intentaba darle consuelo y hacerle creer que todo
marchaba en orden, algo en su interior la hacía desconfiar de ella. Aunque
reconocía que Carmen era su única compañía y desahogo, y que se había portado
muy bien con ella, que siempre estuvo dispuesta a ayudarle en todo lo que
Alexandra necesitara. No, aquellas ideas de no confiar mucho en Carmen eran de
la mente neurótica de Sebastián. “Quería verme sola. Al que se me acercara le
encontraba un pero”. Alexandra se había enojado mucho con Sebastián el día en
que éste le dijo que no le gustaba que Carmen fuera tanto y sin avisar a la casa, y
que buscara llegar cuando él no estaba. Ella le reprochó su actitud y le echó en
cara que él sólo era feliz viéndola sola.
La verdad era que Alexandra estaba muy confundida. ¿En quién podía
confiar realmente? Además, por mucho que lo intentara, no podía ignorar las
insinuaciones que Carmen le hacía constantemente. Todo le estaba provocando
miedo y fastidio, sobre todo ese nuevo lugar al que su desesperación la había
EL SILENCIO DE LA ESPERA 38
llevado. Extrañaba su casa. Echaba de menos a su familia y, aunque le doliera
aceptarlo, no podía dejar de pensar en el amor de su vida. Pero esa ciudad le
mutiló sus sueños, la distanció de su familia y le enfermó su corazón de tristeza y
de hastío. Lo mejor era irse lejos.
Echó un vistazo por el balcón. No se dio cuenta del hermoso amanecer que
tenía enfrente. Miró sin mirar. Ignoró los jardines que rodeaban su nuevo hogar, y
el aire despejado, sin humo. No había ese insoportable ruido de autos y camiones
en sus interminables jornadas. Ni siquiera quiso abrir la ventana. No se sentía
capaz de disfrutar nada porque estaba muerta por dentro. Se pensó a sí misma
como una mujer anhelante, melancólica, incapaz de volver a decir “te amo”. No
regresaría más y ella lo sabía, pero se negaba a aceptar la realidad y se rehusaba
mucho más cuando tomaba conciencia de que ella era la única de quien
dependería la decisión de volver o no. Prometió que dejaría todo atrás y así sería.
Se fue al sillón y se recostó. Se tapó con el enorme coraje que sentía hacia
Sebastián y se sintió extrañamente a salvo. Todo era más fácil entre más enojada
estuviera.
Las últimas dos semanas habían sido un verdadero infierno para ella. No
paraba en todo el día. Sacudir, limpiar, acomodar, volver a revisar qué valía la
pena conservar y qué se iría directo al bote de basura. Colgó su ropa
desenfadadamente porque todo le traía dolorosos recuerdos. Ahí estaban sus
minifaldas y sus largas faldas que tanto le gustaban a Sebastián y por las que
tanto insistió para convencerla de que las usara porque se veía guapísima con
ellas. Sus blusas, sus chalecos, los zapatos de tacón que no volvería a ponerse.
¿Para qué? Ahora sólo sería madre y ama de casa. Le bastarían unos tenis o
unos mocasines, cualquier zapato cómodo que la alejara de su elegante y sensual
personalidad. No estaba ya con ella ese gran tonto que siempre la halagaba y al
que en su mirada le descubría la sinceridad de sus palabras. Nadie le aconsejaría
qué colores usar y cómo combinarlos. Le daba lo mismo usar maquillaje o no;
recogerse la cabellera, dejarla suelta o tomarse el tiempo de peinarla con aire
EL SILENCIO DE LA ESPERA 39
caliente y un cepillo redondo para dejar las puntas coquetamente caídas sobre los
hombros. Renunciaría otra vez a su derecho de ser mujer y no volvería a mirarse
en el espejo.
Al día siguiente intentó levantarse del sofá, pero una pesadez en todo el
cuerpo se lo impidió. Estaba muy hinchada. Sus pies casi no tenían forma. Sus
ojos apenas los podía abrir. Para colmo, tenía fiebre y la garganta le dolía mucho.
Se quedaría acostada todo el día y si podía pasarlo dormitando, mejor aún. Sólo
se levantó para refugiarse en la recámara y cerró todas las ventanas y persianas
porque no quería que el sol entrara, no quería ver nada allá afuera porque
seguramente el hermoso cielo azul volvería a atormentarla con dolor. Se tiró sobre
la cama y vio que en el buró había un papel arrugado. Era una de tantas cartas
que Sebastián le había escrito. Pensó en romperla, pero no pudo. Respiró
profundamente y decidió volverla a leer:
“Sabes, siempre pensé que el futuro era sólo tiempo y que no había qué
temerle. Ahora, de grande, he aprendido que el futuro es una espera azarosa, un
puente de finas y delgadas expectativas que todo ser humano tiene en relación
con muchos ámbitos: laborales, profesionales, económicos, personales. ¿Cómo
se puede vivir al día y no hacer planes? Para mí, hacer planes es parte de la
existencia, de la sorpresa diaria. Claro, con el tiempo vas aprendiendo que los
largos plazos casi siempre se truncan, pero hay términos medianos e inmediatos.
“Puede ser que la nostalgia me haya puesto frente a reflexiones sorpresivas.
Puede ser que simplemente es el tiempo para recapitular una historia y volver a
confirmar propósitos, metas y hasta sueños largamente acariciados. Sé que será
sano para nosotros porque la intención final, más allá de un desahogo y la
búsqueda de consuelo, es volver a crecer, volver a fortalecer nuestra relación. Al
menos, ésa es mi esperanza y me alegra tener la certeza de que la compartes
conmigo.
“Hay momentos tan felices que parece que vivimos en algún lugar mágico,
pero son tan pocos que, cuando se van, los añoras y mueres por volverlos a
EL SILENCIO DE LA ESPERA 40
abrazar buscando una forma, una sola manera para retenerlos. Es lógico que no
quieras dejarlos ir y, más aún, que desees vivirlos cada día y cada hora porque,
sabes, te llenan, te elevan, te plenifican –maravillosa palabra que aprendí de ti--.
“Cada día, amor, proyecto en mi alma nuestra película. La gozo tanto. Tiene
sus partes de comicidad, de drama, de aventura, de acción, de romance y hasta
de música y baile. Hay más escenas que me gustan de las que yo creí. Me hacen
falta, me hacen volar en un éxtasis. Ha valido la pena cada segundo entregado, mi
cielo. Todo ha tenido su razón de ser, hasta los enfados y los silencios.
“En estos días, he escuchado muchas veces que sólo lo que vale la pena en
la vida es lo que más trabajo cuesta. Durante mi vida, he visto que el dolor llega a
endurecer tanto los corazones que todo alrededor es hiel y amargura. Yo no sé
cómo es posible cuantificar el dolor, cómo decir que éste o aquél sufrimiento es
más grande que otro. Tú y yo lo entendimos, por eso prometimos no decirnos otra
vez “tú no tienes idea”.
“Mi dulce niña, ésta es otra carta de sentimientos confinados a esta
habitación, con tu ausencia merodeando por su espacio. El presente suspendido,
como si fuera un sueño o un oasis en medio de una prisión, como si sólo
existieran pasado y futuro. El primero, por los recuerdos acumulados y, el
segundo, como una línea en el tiempo, con sus días sucediéndose uno a otro.
“Sentimientos. Sólo eso. Sentimientos. La tenue luz del anhelo que, al
menos, rompe las tinieblas. Otra vez más sentimientos. A veces son bocanadas
de aire fresco que purifican los pulmones del alma. En otros, golpes y atropellos
que provocan dolor.
“¿Adónde vamos cuando la libertad no llega? Hasta el más mínimo deseo se
vuelve ansiada meta, como el simple y rutinario momento de un despertar
compartido. ¿Por qué los sueños en los que te me vas de las manos? Otra vez el
miedo. Amor, dímelo tú si lo sabes, ¿en dónde está nuestro tiempo? El nuestro.
No el que robamos. No el que le hurtamos a las obligaciones. No el que le quitas a
EL SILENCIO DE LA ESPERA 41
tus horas de sueño para estar conmigo, aunque sea sólo para decirme “buenas
noches”. ¿Qué es lo que el tiempo nos está haciendo?
“Míranos, mi vida. Aquí estamos. Peleando con el destino que llena de
obstáculos el camino. Sabes, no pienso dejar nuestro amor en sus manos. No
nuevamente. No ahora. No. Nunca. No después de habernos redescubierto. Por
favor, tampoco tú se lo permitas. Tampoco tú. Dime, mi cielo, ¿acaso tu decisión
con respecto a ti y a mí depende de que yo te garantice que verdaderamente me
he comprometido contigo? ¿Depende de los resultados que veas en mí? Dime de
qué depende.
“Ay, amor... cuántas veces me he cuestionado si no me equivoqué con tantos
recelos y cuidados, pero es tan sagrada nuestra relación que no he querido
arriesgarla a vivir lo que ya viví.
“Me hacía ilusión empezar contigo desde cero. Vivir a tu lado todo eso que
acompaña una relación. Ya no soy tan joven. ¿Acaso fue una osadía de mi parte
pedirte que te unieras para siempre a mí, sin darte nada más que amor? ¿Hice
algo mal, además de dejarte ir?
“Yo te dije que no te iba a soltar, que siempre apretaría tu mano para no
dejarte caer ni dejarte ir. Mi más grande y acariciada aspiración en la vida es vivir
a tu lado, compartirlo todo, construir una existencia en común. Eso no ha
cambiado desde que hace años quise vivir contigo y ser para y de ti.
“Eres alguien para siempre, amor. No eres eventual ni tampoco asunto del
destino. El destino lo hacemos tú y yo. Y ésta vez no le permitiré a la vida que te
arranque de mí.”
Tonto. ¡Eres un tonto! ¿Por qué no te diste cuenta? ¿Qué te hacía falta para
pedirme que no me fuera? Yo estaba allá por ti. Por nadie más. Eras mi vida, mi
ilusión. Me habías hecho vivir otra vez cosas que pensé que ya estaban muy lejos
de mí. Lo teníamos todo, Sebastián, todo. Pero yo no sé qué querías tú y quizá es
que no éramos importantes para ti, que siempre había otras personas a quienes
les dabas tu tiempo y a nosotros nos lo regateabas. Cuánto tiempo esperando por
EL SILENCIO DE LA ESPERA 42
ti y ahora que ya no estoy, reaccionas y despiertas. ¿Por qué hasta ahora,
caramba? ¿No ves que estoy haciendo un enorme esfuerzo por no saber de ti, por
arrancarte y no pensar más en nosotros? No quiero nada de lo que aquí tengo. Ni
siquiera he querido salir para conocer. No me importa nada, no me importa nadie.
Y si salgo, sé que querré correr hacia ti y que nada me lo va a impedir, y no puedo
hacer eso. Ya tomé una decisión y no puedo estar jugando, aunque eso signifique
que tú y yo nos quedemos a medias y que nunca más sepamos cómo hubiera sido
nuestra vida juntos y para siempre. ¡Dios, estoy tan enojada contigo! Tengo que
hacerlo, Sebastián. Y me importa un carajo lo que pase después. Estoy decidida a
tender tu recuerdo en esta cama y a velarlo porque se morirá. Lo velaré hasta que
todo vuelva a su cauce, hasta que todo esté en calma, porque cualquier noche de
horror es preferible a la maldita incertidumbre de no saber más de ti.
Por la mañana esperó impaciente que Carmen le llamara. No era que
quisiera escucharla, sino que deseaba saber cómo estaba Sebastián, si estaba
comiendo bien, si dormía. En fin, todo lo que Carmen pudiera decirle sobre él era
bien recibido. Era una caliente mañana de verano. Salió de bañarse y notó que su
frente ya estaba perlada por el sudor. Echó una maldición. Se mojó otra vez la
cara y la secó descuidadamente. Desenredó su cabello y pintó una fina línea
oscura en sus ojos. Otro día sin sentido había comenzado.
No le gustaba estar en contacto con Carmen en lugar de con Sebastián. Se
sentía a disgusto con esa situación y pensaba que en cierta forma estaba
engañándolo al ocultarle las verdaderas intenciones de esa mujer, pero Alexandra
necesitaba saber de él y todavía en ese momento su orgullo sólo le permitía
aceptar noticias de Carmen únicamente. Ellos dos siempre se hablaban con la
verdad, aunque no les gustara. No eran deshonestos el uno con el otro y ahora,
por soledad y por sentir que Sebastián era incapaz de llenar el hueco que la
consumía, estaba cometiendo uno de sus peores errores.
Carmen empezó a aparecerse en su casa desde que supo que Alexandra se
iría. No pudo encontrar mejor momento: Alexandra estaba sumamente triste,
EL SILENCIO DE LA ESPERA 43
confundida y herida. Se presentaba sin invitación ni aviso. Cuando menos la
esperaba, Carmen ya estaba tocando el timbre y esperando con ansias que le
abrieran la puerta. Siempre era la misma: desgarbada, sin esmerarse en su
arreglo personal, con amplias camisolas que no conseguían ocultar sus flácidas y
voluminosas carnes, la cara redonda encendida como una manzana, la boca
pequeña y gruesa, el cabello enmarañado detenido por una diadema. Subía los
seis escalones hasta la puerta principal arrastrando los pies y moviendo
pesadamente su cuerpo de un lado a otro. “Estoy aquí porque no quiero que estés
sola. Pídeme lo que necesites”, frases irremediables en su presentación. No se
cansaba de repetir lo mismo. Lo hacía varias veces durante la conversación que,
por supuesto, ella acaparaba hablándole a Alexandra de su infinita solidaridad, de
su comprensión, de su amistad. Quería asegurarse de que Alexandra recibiera el
mensaje cuando preguntaba por Sebastián: “Todavía no llega”, contestaba
Alexandra. “Debería estar aquí y no haciendo quién sabe qué. Lo más importante
ahora es que cuente con tu ayuda, pero, bueno, es típico de él... Claro, no es que
lo juzgue, pero hay que reconocer que a veces la riega”. La mirada de Alexandra
se volvía triste y pensaba para sí misma que, de ser posible, se llevaría también a
Sebastián lo más lejos posible, adonde nadie lo distrajera y pudiera sentirse libre
de tantas cadenas que lo tenían tan estúpidamente atado. Y el enojo aparecía
como una sombra en su cara. ¿Qué le ha hecho falta? ¿Qué es lo que he hecho
mal? Aquí lo ha tenido todo: una casa, una familia que lo espera y siempre sale
corriendo para evitarse los disgustos en su casa. Pues entonces, si sus cadenas
familiares son más importantes que nosotros, que se quede con ellas. Esa
situación que le parecía insostenible ya era lo único que aliviaba su inquietud de
haber tomado o no una buena decisión.
“Quise hablar con él ayer, --la abordó Carmen-- y lo cité para tomarnos un
café. No sé si te dijo. Bueno, eso no importa. Mi intención era sacarle todo lo que
estaba pensando porque lo he visto decaído y pensé que yo podría servirles de
ayuda, porque lo que ustedes necesitan es que alguien interprete lo que están
EL SILENCIO DE LA ESPERA 44
sintiendo. No es posible que después de la comunicación que había entre ustedes,
ahora sólo se miren sin decir nada”. Qué tonta eres, pensó Alexandra. Si tú
pudieras saber que precisamente con la mirada nos decimos todo, sin necesidad
de palabras. Más que la voz, nuestras miradas nos han comunicado siempre,
desde que éramos adolescentes y tú vienes ahora a decirme que necesitamos
ayuda. No, Carmen. Estás mal. Lo que necesitamos sólo podemos darlo nosotros
mismos, nadie más. Y siguió oyéndola.
“Estaba de mal humor o no sé qué diablos le pasaba. Ya ves que de repente
suele ser muy déspota y descortés. Le dije que sabía que eran circunstancias
difíciles y que era lógico que sufriera, pero que podía contar conmigo. Que si para
él era intolerable ayudarte con la mudanza, yo iba a estar contigo y que no tenía
de qué preocuparse. Esperé un buen rato a que me dijera algo, pero sólo jugaba
con su cigarro y sus ojos iban y venían de un lado a otro. Me dio la impresión de
que simplemente no le importa, que está cansado y fastidiado. Es como si tu
partida fuera un alivio para él”. Hizo una pausa para ver con el rabillo de sus ojos
la expresión en la cara de Alexandra, pero ella no dio ninguna señal de molestia,
de desconcierto, de nada. Carmen continuó su reseña: “Finalmente me dijo que no
podía decir nada en ese momento porque todo estaba muy confuso dentro de él.
Que le diera tiempo y quizá después estaría listo para hablar. Pero yo creo que no
lo va a hacer ni después ni nunca. Así que, mujer, creo que sólo tú y yo estamos
en esto. Pero no te preocupes porque conmigo cuentas incondicionalmente. No
importa la hora que sea, sólo tienes que llamarme y yo vendré aquí para lo que
quieras hacer, pero es importante que pienses en cómo van a quedar ustedes y
qué es lo que vas a hacer con Sebastián”.
Alexandra se levantó de la alfombra y se detuvo a contemplar el jardín
trasero desde el ventanal. Muchas veces Sebastián y ella lo observaban mientras
él la rodeaba con sus brazos por la cintura y ella recargaba suavemente su cabeza
en su pecho. Cómo extrañaba esa sensación. Le vendría tan bien un abrazo así
en ese instante que el deseo la hizo suspirar profundamente, como si en el aire
EL SILENCIO DE LA ESPERA 45
estuviera todo su anhelo y quisiera materializarlo. “No sé qué voy a hacer,
Carmen. No tengo cabeza para pensar en nada. No sé qué va a ser de mí mañana
y no puedo decidir a largo plazo porque simplemente no lo sé. Se me está yendo
la vida. Él es lo único que me detenía aquí, pero sola no puedo y no cuento con él.
Estoy tan harta de hacer todo, de renunciar a mis horas de sueño porque trato de
darle todo mi tiempo y además tengo que ver por la casa, por el niño. Son
detestables los fines de semana, siempre a la espera de que se desocupe el señor
y se le dé la gana venir a vernos y puede llegar la noche y el niño y yo nos
quedamos encerrados y aburridos. Tal vez me contradiga, pero así como quisiera
no separarme de él jamás, también deseo con toda mi alma no volverlo a ver, que
cada cual siga su camino, que cada cual haga de su vida lo que quiera. Sé que
está sufriendo y me duele su dolor. No dejo de pensar en su dolor y en lo que le
estoy haciendo, pero también debo pensar en lo que necesita el niño, en lo que
necesito yo, y por mucho que lo ame no estoy dispuesta a esperar a que crezca, a
que madure y se de cuenta de que teníamos un compromiso, de que no estamos
jugando a la casita. Me mata su silencio porque sé que está lleno de preguntas
que no hace por miedo, por dolor. Yo no creo que no le importe que me vaya ni
que se sienta aliviado. Carmen, yo sé que se está muriendo junto conmigo, pero
ya no puedo dar marcha atrás. Ya no puedo”.
--¿Y qué va a pasar con tu casa?--, preguntó Carmen.
--¿La casa? No sé. Supongo que la voy a rentar. Todavía no sé.
--¿El se va a quedar a cargo de ella?
--No sé. –Respondió tajante.
El día en que Alexandra tenía que decidir a quién darle un juego de llaves
para que se hicieran cargo de la casa mientras la rentaban, no tuvo el valor de
dárselas a Sebastián. Sólo extendió su brazo y, sin más, Carmen prácticamente
se las arrebató. ¿Por qué no las tomó Sebastián, si era el más indicado? ¿Sería
verdad lo que Carmen había dicho sobre que a él ya no le importaba nada? Pero
si tantas veces Sebastián había demostrado que esa casa era muy importante
EL SILENCIO DE LA ESPERA 46
para él; bien o mal ahí hicieron gran parte de su vida. Sebastián por su parte sólo
consiguió agachar la cabeza en señal de derrota y se preguntó lo mismo: “¿Por
qué no me las dio a mí? ¿Por qué?”.
Ese “poder” que Alexandra le había dado a Carmen pronto se volvió contra
ella. Todos los recuerdos que habían quedado en esa casa, Carmen los había
deshecho, los había vendido y los había entregado al camión de basura. Se sentía
dueña de ese hermoso lugar y hacía planes para quedarse con él. Llegó a decir
que Sebastián soñaba con poner ahí su oficina y que la planta alta se podía usar
para vivir. Le propuso a Alexandra que fuera a ellos a quienes se la rentaran y a
ella no le parecía mal, pero no se atrevía a preguntárselo a Sebastián. Él, por
supuesto, no estaba de acuerdo. “Es echarle a perder sus planes. El dinero de esa
renta es importante para ella porque así puede cubrir otros muchos gastos que
seguramente va a tener en el nuevo departamento. Yo no puedo
comprometerme”, le explicó a Carmen.
--No seas tonto. Tú y yo podemos pagar la renta. Mira, estos son mis planes:
aquí abajo podemos acondicionarlo como oficina. Podemos poner un biombo para
separar la entrada de la cocina o, incluso, clausuramos esta parte y entramos por
atrás, allá por el comedor. Allá arriba puede ser donde vivamos. Tú te puedes
quedar en la recámara que era de Alexandra y tuya y yo me quedo en el cuarto de
juegos o en el de Marco Uriel. Tu coche y el mío caben perfectamente en el
garaje. Lo importante es que te sigas haciendo presente. Si eres tú quien renta la
casa, ella no podrá dejarte. –Carmen estaba muy emocionada con la idea.
Manoteaba y alzaba la voz para enfatizar su gran ocurrencia, pero para Sebastián
era una locura y algo que no debía hacerle a Alexandra.
--Tú no me entiendes, Carmen. Suena muy bien todo lo que dices, pero ¿no
te parece absurdo que yo pretendiera pagar una renta justo cuando se fue y no
haberlo hecho mientras ella estuvo aquí? Con justa razón me preguntaría que a
qué diablos estamos jugando. ¿Cuánto le vamos a pagar? No podríamos con
EL SILENCIO DE LA ESPERA 47
todos los gastos de la casa y además la renta, y no me parece justo que, por
amistad, ella ceda y reciba un mal pago. No, yo no quiero hacerlo.
--¡Pero qué cobarde eres!
--No es cobardía. Yo no puedo hacerle frente a ese gasto ni jugarle sucio.
--¿Jugarle sucio? ¡Por Dios! Tú sí que estás mal. Por eso la estás perdiendo:
porque no te arriesgas, porque todo lo piensas demasiado y cuando decides
actuar ya es demasiado tarde. Tú pudiste haberla detenido, pero te sentaste en tu
burro y la dejaste ir. Abre tu cerebro, carajo. ¿No te has dado cuenta de que lo
único que ella quiere es que dejes de ser el mandilón de la familia? Mientras tú
sigas así, te puedes ir olvidando de Alexandra.
--Piensa lo que quieras, pero a mí no me involucres en esto. Si se te da la
gana ser tú quien rente esta casa, hazlo, pero no me metas a mí. Estoy siendo
muy claro contigo y te repito: no puedo hacerle frente a ese gasto y, si pudiera,
Carmen, ella no hubiera tenido que irse. Mejor olvídalo. ¿Para qué quieres una
casa tan grande? Tu departamento está de acuerdo a lo que necesitas y si te
empeñas en esto, lo único que vas a conseguir es que Alexandra pierda la
oportunidad de que alguien le pague mejor.
Estaba furioso por el interés desmedido que Carmen mostraba no sólo por
Alexandra, ahora por la casa también. ¿Con qué maldito derecho? ¿Ella qué podía
conocer de todo lo que había encerrado en esas paredes? Pese a que ella
presumía de la gran comunicación que había entre ambas, era una mentira.
Alexandra no hablaba mucho de ella ni de sus sentimientos, más bien se
concretaba a escuchar a Carmen, sus frustrados amores, su vida de víctima de la
gente que abusaba de ella, el desprecio que su propia madre sentía hacia ella, la
pésima relación con sus hermanos, las humillaciones que Estela le hacía pasar
constantemente y sus alardes de tragarse el mundo.
Por un lado, verdaderamente era ilógico que Sebastián pretendiera rentar la
casa. Uno de los motivos que siempre lo tenía inquieto era el no sentirse
autosuficiente. Alexandra se cansó de ofrecerle la casa, de decirle que juntos
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podrían resolver los gastos y necesidades propios de un hogar, pero para él no
bastaba. No quería ser un mantenido ni un abusivo y tampoco podía tomar en
serio el pequeño negocio que decidió establecer. En ese aspecto, y lo reconoció,
era una gran gallina. Prefería tener un sueldo seguro, dinero todas las quincenas,
y no arriesgar a Alexandra y al niño a pasar penurias cuando su “empresa”
marchara mal. Le faltaron arrestos y le sobraron reflexiones porque por desear con
todo su corazón cuidar de Alexandra y mantener viva la relación, no se atrevió a
hacer muchas cosas que pudieron haberlos hecho fuertes, tanto que Alexandra
nunca hubiera pensado en irse. Y por otro lado, él se guardó que estaba buscando
trabajo y que había conseguido una entrevista. Prácticamente era un hecho que
se quedara con el puesto, pero cuando Alexandra le dijo que se iría con Mauricio,
el padre de Marco Uriel, por el bien del niño, Sebastián nunca llegó a la cita y
perdió la oportunidad. ¿Ya para qué?, pensó. Si Alexandra ya no pudo esperarlo,
si ella se había cansado de no ver un cambio en él, algo que le dijera que
realmente deseaba establecerse con ellos, ¿qué caso tenía ir a esa entrevista? Al
diablo con todo. ¡Al diablo contigo, Sebastián!
Carmen seguía al teléfono con Alexandra. Llevaban casi una hora
conversando y a Alexandra le inquietaba que Carmen gastara tanto en llamadas,
pero no podía negar que no se sentía tan sola y tan mal cuando una voz amistosa
la llenaba de preguntas queriendo saber cómo estaba, cómo se sentía, cómo era
allá, cómo estaba el niño. “¿Hice bien en irme, Carmen? ¿No crees que pueda
empezar de nuevo otra vez, ya no como mujer, sólo como madre?”. Alexandra
sabía muy bien que lo único que quería era convencerse de que no se había
equivocado y cambiar el hecho de que ella salió huyendo. Necesitaba escuchar
que hizo lo correcto, aunque ella sabía que su corazón estaba dominado por la
pena. En cambio, Carmen creyó que esas preguntas eran el mejor indicio de que
Alexandra seguía resuelta a dejar todo el pasado atrás, incluyendo a Sebastián.
Sonrió con satisfacción y pensó que todo se estaba dando como ella lo deseaba.
Lo importante ahora era que Alexandra no tuviera tiempo de desvanecer su coraje
EL SILENCIO DE LA ESPERA 49
contra Sebastián y que siguiera dudando de él. Carmen encontraría la forma de
que Alexandra se sintiera plenamente decepcionada del gusano y a la vez,
conseguiría que se enganchara a ella, que Alexandra sintiera la necesidad de
verla, de escucharla. Si lograba, entonces, mantener distanciados a Alexandra y a
Sebastián, le sería mucho más fácil conquistar su corazón, aunque para eso
tuviera que convertirse en una réplica fiel del gusano: Alexandra puede seguir
amando a Sebastián a través de mi voz y mi cuerpo.
Carmen le prometió llamarla más tarde. Ya era un hábito llamar unas ocho
veces al día. Después, llamaba a Sebastián para decirle que acababa de hablar
con Alexandra: “No te preocupes, está muy bien. La oí entusiasmada arreglando
las cosas en el departamento. Sí le pregunté si tú podías hablarle, pero me dijo
que todavía no porque necesita un poco más de tiempo, pues no se siente fuerte
para recibir tu llamada. Oye, pero no te pongas triste. Tiempo al tiempo. Y es que
entiéndela, tiene muchas cosas que hacer y arreglar. De hecho sólo hablamos
unos cinco minutos porque me dijo que estaba ocupada y que tenía muchos
pendientes que ella y Mauricio estaban resolviendo en ese momento porque, creo
que no lo sabes, pero Mauricio pidió hasta vacaciones para estar más tiempo con
ella. Yo la escuché muy bien y contenta, y Mauricio está muy cariñoso y
consentidor”.
Ese era el tipo de cosas que Carmen solía decirle a Sebastián. El se
quedaba callado, apretando los puños. A veces no podía evitar que las lágrimas
se le derramaran y hacía un enorme esfuerzo para que Carmen no lo notara. Si
todo eso era parte del precio que debía pagar por su error, lo pagaría con la frente
en alto, sin protestar ni reclamar. No pediría nada. Se portó como un niño
inmaduro y ahora iba a enfrentar las consecuencias como un hombre íntegro y
sensato, aunque el dolor lo estuviera atormentando.
Alexandra colgó el teléfono y echó a llorar. ¡Qué ganas de escuchar su voz,
de decirle que lo ama y que no puede estar lejos de él ni un momento más!
Deseaba oír esa voz que la llamaba “señora bonita” y que la enamoraba todos los
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días con sus frases dulces y tiernas. Quería oírlo decir que todo iba a estar bien,
que él iría por ella, que lo arriesgaría todo. Y pudo escucharlo con tan sólo pedirlo,
pero fue más fuerte su orgullo y prefirió pasar el resto del día y de los días
siguientes evadiéndose para no pensar en él. Su cabeza se internó en un
torbellino de reflexiones y de recuerdos. Se veía a sí misma como en el interior de
una pantalla con su vida proyectada en tonos grises. Cuándo y cómo pasó qué, y
qué fue lo que realmente pasó. Todo había sido tan rápido, tan impensado. Había
actuado nuevamente obedeciendo a sus impulsos, sin medir nunca las
consecuencias. Así de grande era su miedo, pero a qué o a quién. No era a
Sebastián. No era a su hijo preguntando por su padre. No era a su familia
presionándola. Era el miedo a ella misma; el miedo de haberse descubierto capaz
de volver a sentir y a soñar por mérito propio; de haberse reconocido una mujer
con preparación, que se había matado por conseguir un título con las mejores
calificaciones y que sólo lo colgó en una pared de la casa. Era el miedo a aceptar
que tenía otras necesidades y aspiraciones más allá de su papel de madre y ama
de casa. Sebastián sólo había hecho una pregunta muy lógica: “¿Y tus sueños en
dónde quedan?”. Ella tenía derecho a soñar y no tenía que ser como tantas otras
mujeres que viven a la sombra de los maridos triunfadores que terminan
canjeando sus prioridades porque su ego es más grande que el compromiso con
la familia. Llevaba años luchando por arreglar su matrimonio, por restablecer la
comunicación, por encontrar el motivo que había vuelto a su marido indiferente y
lejano. No fue Sebastián quien cambió las cosas. Ese matrimonio estaba destruido
años antes y ella lo sabía muy bien, pero como una mujer de retos, no se daba por
vencida fácilmente. Tampoco era Sebastián quien le había traído la sensación de
soledad cuando no estaba con ella porque ella llevaba sola muchos años,
sintiéndose relegada por las aspiraciones profesionales de su esposo, sintiéndose
fea e incapacitada para despertar en él cualquier reacción, cualquier toque de
ternura y a cambio recibía regalos o una tarde de compras en algún centro
comercial. La verdad era que su esposo la había hecho sentir inútil, poco
EL SILENCIO DE LA ESPERA 51
inteligente y no a la altura de sus conocimientos. No tenía tacto para hablar con
ella y ella sólo sabía escuchar porque le daba miedo abrir la boca y cometer un
error que, seguramente, le reprocharían con una sonrisa burlona. No había nada
en común entre ellos, excepto el niño y aún así no lograban ponerse de acuerdo
en muchos puntos acerca de cómo educarlo y qué enseñarle. Quizá el acierto –y
también el error—de Sebastián fue precisamente que él la miró más allá de sus
obligaciones de ama de casa y de madre. La miró como la mujer que ella se
negaba a ver frente al espejo y tal vez así fue como los dos habían logrado
empezar a recuperar su propia estima. Sebastián no era un zalamero, pero sí
podía ver en Alexandra sus cualidades, y en su corazón sabía que la jovencita de
la que se había enamorado con toda su alma todavía estaba viva debajo de esa
sobriedad en las ropas de Alexandra, tras esa mirada de mujer asustada, tras
esos ojos que buscaban desesperadamente que alguien fuera capaz de verla
simplemente como una mujer frágil, sin el peso de la etiqueta que su familia le
había puesto haciéndola sentir obligada a no equivocarse en nada. Ella era el
ejemplo de la familia: la esposa perfecta, la hija perfecta, la hermana perfecta, la
madre perfecta, la ama de casa sin par, la que había hecho una casa perfecta. Y
Sebastián lo supo, sin que ella dijera una sola palabra: lo que su familia pensaba
de ella era un gran peso que no la dejaba ser como ella quería ser. Por esas
razones estaba mucho más enojada con Sebastián que nunca. ¿Por qué la
despertó, si la iba a dejar sola? ¿Por qué se comprometió con ella, si la
responsabilidad de una familia le quedaba tan grande y era tan incompetente para
llevarla a cabo? No dudaba del amor que Sebastián le profesaba. Era su única
certeza, pero era tan difícil entender que ese tonto amándola como la amaba
tuviera tan poco valor para lanzarse y hacer una vida juntos, sin esperar a que la
fortuna le sonriera. ¿A qué le temía, si todo estaba dispuesto para que iniciaran su
vida en pareja? No, no puedo entenderlo. No puedo entenderte. No sé si eres un
cobarde, si te importamos muy poco, si sólo querías jugar a la casita o si eres un
grandísimo tonto inmaduro con todos los miedos del mundo encima de ti. ¿Te
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exigí mucho? ¿Y qué esperabas? ¿Por qué alguien tan inteligente como tú ha
tenido tantas cadenas en su vida? ¿Hasta cuándo vas a sentirte libre y descubrir
que no necesitas nada para tenerme a mí y al niño? ¡Qué orgullo tan más estúpido
tienes, Sebastián! Antes tenía los medios y hoy no tengo nada. Antes tú eras
quien no quería o podía estar y sin embargo, yo estaba ahí, tenía donde estar,
donde esperar... Ahora no. Ahora no tengo nada, no tengo dónde estar, dónde
esperar, cómo vivir, cómo salir adelante y, de seguro, ahora estarás desesperado
por estar, por vivir, por hacer... Orgullo estúpido porque no sabes que cada día te
extraño más, que cada día nos haremos más falta, porque cada día te veré más
triste. Me duele pensarte así, y no te quiero hablar porque me sentiré impotente al
escucharte desesperado, al saber que estarás tocando puertas que no se abren,
al saber que ya no disfrutas nada. Si tú supieras que cada día se vuelve más
infierno esta distancia y no sé cómo afrontarlo. No tengo la solución. Las cosas se
complican, los sentimientos se agudizan, el dolor crece... como tú dices, el dolor
es más grande cada día.
El timbre del teléfono la trajo a la realidad y se dio cuenta de que habían
pasado casi tres horas. Otra vez Carmen al otro lado de la línea: “Acabo de
regresar de tu casa y encontré varios planos en uno de los libreros. Además,
dejaste un montón de facturas y papeles y quiero saber qué hago con ellos.
También recogí tus estados de cuenta y hay que pagar las tarjetas.”
Alexandra se vio obligada a resolver todas esas cuentas pendientes con la
ayuda de Carmen. Le mandó un correo electrónico pidiéndole que mandara una
copia de los estados de cuenta por fax y que ella le enviaría el número de depósito
para que pudiera pagar los otros servicios. Le encargaba revisar todo lo que había
dejado y vender algunas cosas que se quedaron en el cuarto de lavado. Fue muy
clara cuando le dio instrucciones de que pidiera la ayuda de Sebastián, pero
Carmen ya sabía qué iba a contestar. Ella no quería que el gusano le estorbara en
nada así que a Alexandra le diría que Sebastián seguía sin dar señales de
importarle un poco la casa y a Sebastián le explicaría que Alexandra estaba un
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poco enojada todavía y que por esa razón decidió que ella se hiciera cargo de
todas esas cosas de la casa. “Divide y vencerás”, dijo triunfante.
Ni esa noche ni durante los días que siguieron Sebastián llamó a la nueva
casa de Alexandra. Carmen le había dicho que no era prudente y que sólo iba a
conseguir molestarla más, que lo mejor era darle tiempo y que ella lo buscaría.
Sebastián no entendía por qué siempre le pasaba lo mismo con Carmen: le daba
la vuelta, lo fregaba y sin saber cómo lo convencía. En el fondo le daba igual, si
Carmen se burlaba de él o no, porque sus burlas jamás podrían compararse a la
desesperación de no poder comunicarse con Alexandra.
EL SILENCIO DE LA ESPERA 54
Miró por la ventana y con la mano limpió el cristal empañado. Alcanzó a ver
algunas luces en la escuela frente a su casa y uno que otro coche que pasaba por
la calle deteniéndose en el tope de la esquina. Se sentía increíblemente aburrida y
sola, sin saber a quién platicarle la inquietud que la estaba absorbiendo. No podía
arrancarse del pensamiento a ninguno de los dos. Lo único que le preocupaba era
saber que Alexandra no la estaba pasando nada bien y que seguía interesada en
Sebastián. Para Carmen era insoportable cada vez que ella preguntaba por el
gusano porque su coraje era grande, pero su amor por él más. Sin embargo,
sentía placer cuando pensaba en la triste figura de Sebastián, su voz apagada,
sus ojos ensombrecidos, siempre con ojeras e indefenso ante cualquier cosa que
Carmen le dijera, incluso sembrarle la duda de una reconciliación entre Alexandra
y el padre de su hijo.
Nicolás, un amigo de ella, fue a visitarla. Se habían conocido en una de sus
reuniones de estudio de la Biblia. Él era un adicto en rehabilitación y muchas
veces le había declarado su amor, pero Carmen lo rechazó las mismas ocasiones.
Le dio mucho gusto su visita porque no sólo tendría con quien hablar, también con
quien desahogar sus apetencias sexuales y, al menos, dormir tranquila esa noche.
La excitación y el gozo les duró apenas unos minutos. Ella recuperó el
aliento.
--Ya deberías irte, Nico—le dijo intentando ser amable--. Estoy muy cansada
y mañana debo madrugar para ir al trabajo. Además necesito darme un baño.
Quiso levantarse de la cama cubriéndose con una sábana, pero Nicolás la
detuvo tomándola con fuerza del brazo. Estaba muy molesto y borracho.
--¿Crees que puedes usarme y botarme cada vez que se te dé la gana? No
soy un estúpido al que manejes a tu antojo. No sólo tú estás cansada, yo también.
Los dos hicimos nuestra parte y lo menos que merezco es que me atiendas toda la
noche.
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--No te enojes. Entiéndeme, por favor. Hoy tuve un mal día –Carmen se
estaba esforzando por disuadirlo sin alterarse, pero no podía más. –Tengo
muchas cosas en la cabeza y no sé qué voy a hacer todavía.
--Ese es tu problema. Siempre piensas que la única que tiene problemas y
malos días eres tú y todos los demás somos unos pobres idiotas que debemos
estar cuando tú lo decides. He tratado de ser tu amigo, de que me cuentes qué te
pasa, pero, dime, ¿qué has hecho con mi amistad y con mi amor? Nada. Sólo me
evades, me mientes, me usas y francamente ya estoy cansándome de ti.
--¿Y qué me reprochas? He sido clara contigo. Te he dicho que no me
interesa tener una relación con nadie y menos contigo porque no estoy para eso.
Hay cosas mucho más importantes en mi vida que involucrarme
sentimentalmente. Además, ¿de qué te quejas? También te diviertes cuando se
supone que yo te uso. Por favor, vete ya. No estoy de ánimo y me siento molida.
--Por eso mismo me quedo. Seguro que encontramos la forma de que ya no
sufras, pero háblame.
--¿Hablarte? Pero si yo no puedo hablar con nadie porque no confío en
ninguno de ustedes, ni en mi familia siquiera. Esto es cosa mía y lo voy a
solucionar yo sola, sin ayuda de ustedes. Lo único que quiero es acabar con todo
esto que me está ahogando.
--Pues entonces te ayudaré a olvidar lo que sea que te esté ocurriendo.
Anda, bebe conmigo –le dijo ofreciéndole un trago de escocés, pero Carmen se
negó a aceptar el trago y le replicó:
--Gracias, Nico, pero no. Lo único que deseo es bañarme.
--De acuerdo, entonces nos bañaremos juntos. Total, una cosa nos puede
llevar a otra.
Carmen se levantó y aventó la sábana que cubría su obeso cuerpo.
--Bien. Tú te lo buscaste y voy a tener que hacer algo que no quería.
Buscó un camisón, se vistió y jaloneó a Nicolás hasta tirarlo de la cama. Lo
obligó a levantarse del suelo y le dio su ropa. Apenas se había puesto los
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calzones, cuando Carmen volvió a empujarlo hasta la puerta del departamento.
Forcejearon. Carmen alcanzó una fotografía que estaba sobre la cómoda de la
entrada y se la enseñó:
--¡Mira esto con mucho cuidado! –gritó.
En la fotografía había cuatro personas: Carmen, Estela, Sebastián y
Alexandra. Sebastián aparecía hincado junto a Alexandra con sus manos tomando
su brazo. Estela estaba de pie con la mano derecha sobre el hombro de Alexandra
y la izquierda en el de Sebastián. Carmen junto a Estela. La única que no sonreía
era Carmen, es más, tenía cara de tedio, mientras que la expresión de Estela lo
confundía un poco. No acertaba si definirla como con un gesto de protección o
como alguien que trata de disimular algún sentimiento de rechazo. Alexandra y
Sebastián parecían estar en otra parte, traspasando la cámara. Los dos sonreían,
aunque sus miradas eran tristes, como si hubieran llorado, como si estuvieran
anhelando algo que no llegaba. Era una pareja muy agradable, y Nicolás se sintió
cautivado por la mirada de Alexandra. Era una mirada profunda y transparente,
con un brillo que no había visto en nadie más, como si sus ojos sonrieran con tal
ternura que, por un momento, deseó conocerla. Después miró detenidamente a
Sebastián. Su cabeza estaba ligeramente inclinada hacia la cara de Alexandra y
vio en sus ojos el orgullo que ese desconocido demostraba al estar junto a la
mujer amada. Quiso poner la foto bajo la lámpara, pero Carmen se lo impidió.
--Dame acá. Ya viste suficiente y no quiero que vayas a maltratarla. Todas
las fotografías son tan frágiles.
--Supongo que esto es la razón de tu mal humor.
--Vaya, pero si no eres tan estúpido como pensé. Sí, estos dos no me dejan
en paz. –Pasó sus dedos cortos y regordetes por la cara de Alexandra,
pretendiendo una caricia. –Cuando conocí a esta mujer, la vida me cambió y todo
se me ha derrumbado desde entonces. Pero resulta que es la prometida de este
infeliz gusano que ves aquí. Este imbécil que siempre me ha despojado de todo lo
que más he querido, también tenía que ser el dueño de esta mujer. No hace
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mucho que la conozco, pero no he dejado de trabajar un solo día para ganarme su
cariño y su confianza. Tarde o temprano este estúpido tendrá que caer y pagarme
todo el mal que me ha hecho y, por supuesto, Alexandra será mi trofeo. –Nicolás
oía a Carmen, pero no daba crédito a lo que estaba diciendo. Se había vuelto loca.
Ese lado no se lo conocía y no le gustaba en lo más mínimo. –Haré lo que sea
para verlo derrotado, para verle el dolor reventándole en las venas. Lo haré que
me suplique, haré que crea que solamente yo puedo conseguir que Alexandra lo
perdone, pero cuando eso ocurra será tarde porque habré ganado. Esta piel, esta
boca, esta mirada... ¡esta mujer! tiene que ser mía y de nadie más. Cuando
Sebastián reaccione y quiera ir por ella, Alexandra ya estará a salvo porque será
para mí.
--¡Tú estás loca! ¿Qué estupideces estás diciendo? Te desconozco. –Los
ojos de Nicolás, redondos y oscuros, estaban desorbitados.
--Bueno, ahora entiendes porque no hablo con nadie. Todos son unos
imbéciles que no entienden nada porque su cerebro no les funciona. ¿Qué me vas
a entender tú, si no eres más que un pobre adicto que vive a expensas de su
hermana? ¿No entiendes que de eso se trata la vida? La nobleza y la honestidad
son para los débiles y el mundo es de quienes tienen las agallas para tragarse a
los mediocres y desaparecerlos. Uno de los más grandiosos poderes de un ser
humano inteligente es reinventarle la vida a los tontos, a los miedosos.
Reinventarla, destruirla, acomodarla, contarla como se te dé la gana. ¿Qué
diferencia hay entre una mentira y otra, entre una historia y otra? Ninguna,
Nicolás, porque al final quién diablos puede saber cuál es la verdad. La verdad es
única y no te da opciones, sin embargo, la mentira te da infinitas posibilidades y
mientras yo crea y esté segura de lo que digo y hago, el mundo se puede ir al
infierno.
--Necesito tomar un poco de agua. Tengo la garganta muy seca.
--No te espantes, querido Nico –le susurró haciéndole una caricia en la barba
crecida. –Por eso hay tanta gente mediocre en el mundo. No saben tomar riesgos
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y se la pasan desbaratando lo que dicen, y yo sí sé sostener lo que digo, sin
importar lo que pase con los otros.
Nicolás sintió que con la decepción se la iba el poco cariño que le quedaba.
Deseó salir de ese departamento de una vez por todas, y no volver a ver a esa
mujer. Tomó su chamarra y él mismo abrió la puerta. Miró con resentimiento a
Carmen y se acercó a ella para susurrarle al oído: “Por mí, te puedes ir en este
mismo momento al infierno”.
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--Sé que ustedes dos son muy amigas y que, de hecho, tú eres la persona
más cercana a ella.
Me miró tratando de ocultar su desconfianza. “No pretendo hacerte sentir
incómoda, pero desgraciadamente tú y yo sabemos que Carmen ha sido una
pieza que sería difícil ignorar en esta historia. Sólo dime lo que tú puedas decir y
que no te comprometa. Con eso me conformaré.”
Aguardé a que se hiciera de valor. La escuché hablar de la buena relación
que había existido entre ellas dos hasta que Carmen conoció a Alexandra y volvió
a ver a Sebastián. Dijo que nunca pudo entender por qué Carmen sentía tanto
odio contra él, si jamás le hizo nada. “Siempre quiso competir con él hasta en las
cosas más absurdas. Si Sebastián estrenaba una chamarra de piel, ella conseguía
una mejor. Si Sebastián compraba un reloj, ella hacía lo mismo. Lo quería imitar
en todo. Cuando Sebastián tuvo el gusto por la fotografía, Carmen buscó la forma
de comprar un equipo y repetirlo. Muchos gestos que eran clásicos en él, ella solía
repetirlos cuando estaba conmigo, como pasarse el dedo por las cejas o su andar.
–Hizo una pausa--. Yo me di cuenta de que Alexandra la había impresionado el
día en que ofreció una cena para ellos dos en su departamento. No me extrañó
que se esmerara tanto en los preparativos porque es detallista y le gusta quedar
bien, pero apenas vio entrar a Alexandra tomada de la mano de Sebastián, la cara
le cambió. Y me lo hizo saber un par de horas más tarde al decirme que si una
mujer la mirara como Alexandra mira a Sebastián, ella sería la mujer más feliz del
mundo, y que era una lástima que yo no fuera capaz de contemplarla de esa
forma.” Calló y buscó nerviosa su vaso de limonada. Estaba ruborizada. Le
pregunté entonces:
--¿Ustedes dos tienen alguna relación sentimental? –pregunté haciendo una
pausa entre cada palabra y con temor a ofenderla.
--No. –Contestó apurada--. En realidad no tenemos nada más que una
amistad un poco conflictiva y desgastante. Ella lo ha intentado, pero no, yo no
puedo. Yo tengo a mi novio, ¿sabes? Y estoy convencida de que lo amo mucho. A
EL SILENCIO DE LA ESPERA 60
ella la quiero porque siempre ha estado a mi lado en el momento que necesito en
quien apoyarme y pasamos muy buenos ratos juntas porque vamos a lugares que
normalmente no frecuento con mi novio y que a mí me encantan. Es que mi novio
no es de dinero, ¿entiendes? Además no le gustan esos lugares porque él prefiere
ahorrar el dinero para otras cosas, y está bien que lo haga, pero yo no puedo
evitar querer ir a restaurantes o de paseo. Siempre lo he hecho. Lo de Carmen es
un poco complicado porque... no sé qué vas a pensar de mí, pero te lo voy a decir.
–Asentí con la cabeza en un gesto de comprensión--. Me ha acarreado muchos
problemas y sé que lo mejor para mí es alejarme de ella definitivamente. Es tan
mentirosa, tan busca pleitos. Tú no sabes todo lo que armó para separar a
Alexandra y a Sebastián y también cortó la posibilidad de que Alexandra y yo
fuéramos amigas, y entre Sebastián y yo consiguió que nuestra amistad de tantos
años se estropeara. Ella es mucho del lema divide y vencerás y eso fue lo que
hizo. A cada uno de nosotros le contó diferentes historias para confrontarnos y
para que todos dudáramos de todos, menos de ella, claro está. A mí me decía que
Sebastián hablaba pestes de mí y que Alexandra me tenía en el peor de los
conceptos. A Sebastián y a Alexandra les decía lo mismo, pero como si yo lo
hubiera dicho. Fue armando situaciones realmente enmarañadas y el coraje que
tiene ahora es que, después de todo lo que hizo, no consiguió separarlos y que,
por el contrario, se unieron más que nunca. Presumía mucho de conocerlos muy
bien a los dos y de haber identificado sus puntos débiles, pero tú debes saber que
a ellos dos no hay manera de derrotarlos porque han logrado una increíble
comunicación, cosa que Carmen no conoce. A mí me prohibió tener trato alguno
con Sebastián y me di cuenta de cuán obsesionada está con él. Todo el tiempo lo
trae a las conversaciones y pregunta enojada si me ha hablado, si lo he visto y me
amenaza diciéndome que el día que eso ocurra, ella simplemente se
desaparecerá de mi vida y nunca sabré de ella. Yo reconozco que he sido muy
tonta y que sabe cómo manejarme. Sebastián siempre me dijo que era una
relación enfermiza y que a la larga sólo me iba a traer graves problemas conmigo
EL SILENCIO DE LA ESPERA 61
misma y con la gente. Pero no sé por qué no puedo alejarme de ella. Cuando creo
que ya estoy decidida, termino extrañándola demasiado y otra vez la busco. Yo sé
muy bien que Sebastián se alejó de mí porque ya estaba fastidiado de las
situaciones que Carmen generaba, aún sin tener la seguridad de que nos
veíamos. Supongo que también lo cansé porque todas las veces que le llamaba
era para contarle que ya había tenido problemas con ella, que me había dicho,
que se había enojado, que él y Alexandra habían salido nuevamente al tema. Y lo
más triste del caso es que yo también estaba harta de que Carmen me manipulara
de esta forma, pero no sé por qué me falta valor para retirarme. En realidad no la
conozco. No sé quién es. Está llena de secretos, de desapariciones misteriosas.
Miente con tanta facilidad que, como me decía Sebastián, es alguien que
construyó castillos en el aire y se quedó a vivir en ellos. Para Carmen todo lo que
dice es verdad y lo sostiene, sin importar que uno tenga en las manos las pruebas
de todo lo contrario y cuando se siente descubierta, entonces, hace un drama, se
enoja y termina siendo una víctima de todos porque nadie la entiende, porque
todos estamos en su contra. No hace mucho que empezó a molestar a Sebastián
constantemente. Primero fueron llamadas telefónicas y anónimas. Supongo que
ponía a alguno de sus amigos a llamarlo. Al principio Sebastián sólo recibía
insultos y palabras groseras, después verdaderas vulgaridades. Con decirte que
un día fue capaz de enviarle una caja de rosas con una rata decapitada en el
interior. Pero él fue muy prudente y se quedó callado. No quiso enfrentarla porque
sabía que eso traería nuevos y más graves problemas. Pensó que lo mejor era
ignorarla y dejarla con el coraje de no haber conseguido que la buscara para
reclamarle. Y siguió molestándolo: otra vez las llamadas y cartas que ella hizo
fingiendo que había una relación entre Alexandra y ella. Sí le daba mucho coraje a
Sebastián y no porque dudara de Alexandra. Nada de eso. Lo que le molestaba
era no poder entender qué afán de ella para fastidiarlo de esa forma. Un día
recibió una carta en donde Carmen supuestamente le decía a Alexandra que tenía
amigos para que le dieran un susto. Lo estaba amenazando. Fue ahí que pensé
EL SILENCIO DE LA ESPERA 62
que Carmen estaba muy enferma, que quizá tenía algún tipo de demencia porque
nada de lo que hacía era de una persona normal. Sebastián estaba temeroso de
que realmente ella fuera capaz de lastimarlo y salía a la calle sin su argolla y su
cruz diciendo que, si lo iban a atacar fingiendo un robo, al menos no le quitarían
esas dos cosas que para él eran tan importantes porque eran el símbolo de su
amor por Alexandra. La última llamada que le hizo fue para decirle que no habría
un solo momento en el que él estuviera en paz, que cada vez que saliera a la calle
podría no regresar más a su casa o terminar en algún hospital.
Estela clavó la mirada sobre la mesa y yo no sabía cómo regresar a la
plática. La vi buscando en su bolsa un pañuelo con el que limpió algunas lágrimas
que se le salían.
--Carmen nos has fastidiado la vida a muchos –rompió en llanto--. Nunca nos
va dejar en paz. Somos su capricho, su juego y Sebastián es su gran obsesión. No
sólo lo odia, sino que lo ve como el camino para llegar a Alexandra a cualquier
precio y yo me siento mal porque no he sabido cómo ayudarlos. No estoy tranquila
desde que sé que lo ha amenazado y me hubiera gustado tanto que los tres la
enfrentáramos para ponerla en su lugar. Sí, quizá yo así conseguiría el valor que
me falta para mandarla al diablo porque también estoy cansada de todo esto.
Ahora que Sebastián está tan mal, me parece que ya es tarde para todo. Sé que
ella está feliz con todo. Es lo que ella esperaba ansiosamente. Lo ha esperado
desde que conoció a Alexandra y se quedaba sin hacer nada, viendo consumirse
las horas en el reloj, con la mente puesta en su venganza. Había veces que
hablaba de Sebastián como si estuviera sufriendo algún delirio, como si estuviera
fuera de sí. Y es que cualquier persona que esté relacionada con ella, termina mal
porque no se necesita tener cuernos y cola para hacer mal. A veces basta con
abrir la boca para dar un golpe brutal.
Tres
EL SILENCIO DE LA ESPERA 63
Una vez Sebastián me dijo:
“Cuando intentas todas las formas de comunicación posibles y se mantiene el
desentendimiento, es porque algo no está funcionando. Ni gritos, manotazos,
lágrimas, voz entrecortada, ni disposición, apertura, ni desangrarte, secarte, ni
súplicas, ruegos, peticiones y una que otra exigencia dan resultado porque no
consigues que los demás entiendan o comprendan qué piensas, cómo piensas, y
por qué piensas así y mucho menos qué estás sintiendo y porqué. Y observas a
todos a tu alrededor para darte cuenta que tienen un mismo ritmo, que siguen un
muy parecido patrón de conducta, que tienen mucha similitud en sus conceptos.
Pero todo eso no lo tiene uno. Se es muy diferente, tanto que hasta parece que no
fuera de este mundo. Entonces terminas pensando en que tanta gente no puede
estar equivocada y que, por lo tanto, el error está en ti y eres tú quien debe hacer
ajustes y cambios para encajar con los demás, por lo que empiezas a adoptar una
conciencia diferente, como si fueras una pieza de ajedrez que tendrá que moverse
según las estrategias de los otros, aunque tú consideres que ese movimiento no
es el más acertado, pero te guardas tu opinión porque sabes que de cualquier
forma te moverán como ellos crean más conveniente. Así que terminas siendo
como todos y no protestas, no discutes ni argumentas. Sólo sigues instrucciones y
resistes porque sabes que si difieres, puedes desatar polémicas, discusiones y
mucha tensión, y como nadie está preparado para tratar con gente diferente por
las razones que sean, entonces tú cedes y te conviertes en uno más para que
todos estén en paz y tranquilos, y te deshaces de tus propias perspectivas,
expectativas, sueños y prioridades para adoptar los de los demás y atenderlos al
pie de la letra. Es como ser un soldado: te mandan a una guerra que no quieres
pelear en nombre de intereses que no son los tuyos, porque lo que importa es su
causa, aunque tú resultes con heridas, regreses sin vida o, simplemente, no
vuelvas a ser quien solías ser. Es el precio de ser diferente y el precio de soñar
sueños que son sólo sueños.”
EL SILENCIO DE LA ESPERA 64
Un par de semanas antes de que inesperadamente cayera enfermo,
Sebastián me permitió echar un chapuzón en sus papeles más personales:
archivos de computadora, hojas de cuaderno escritas de su puño y letra, y muchas
más que conservaba engargoladas. Él decía que eran sus chifladuras de escritor,
sus intentos de atrapar significados, su constancia por contarse a sí mismo a
través de la palabra escrita. Ensayos, cartas, borradores, textos inconclusos, ideas
sueltas, frases que le llegaban de repente, todo estaba en ese montón de papeles
en los que me sumergí sin dudarlo. A veces pecaba de cursi, aunque quién puede
atreverse a calificar esas palabras que nacen cuando se está enamorado, si el
amor es una fuente viva de la que brotan metáforas, descripciones y colores
inimaginables. Se sometía a exámenes íntimos tratando de descifrar por qué era
que un ser humano podía sentir tanto dolor en algún momento de la vida y
escribió: “Creo que hemos sentido dolores tan grandes que nos han hecho desear
desaparecer. Dolores que nos han arrastrado y cuestionado. Dolores como el de
arrodillarte frente a una tumba y sentir cómo bulle en la sangre la impotencia; la
rabia que enloquece, porque sabes que ese ser, al que tanto amas, no volverá a tu
vida. El llanto y el dolor son tan profundos que puedes sentir cómo el corazón se
te hace jirones, cómo se te despedaza. Esa impotencia te hace arder en carne
viva y pataleas en el suelo como si un demonio o la locura invistieran tu cuerpo, y
no acaba, parece un infierno, una pesadilla que te violenta dormido o despierto.
Perder a quien más amas en la vida es como vivir un terrible tormento; saberte
desmembrado parte por parte. Una agonía cruda, lenta. El dolor en mi vida. A
veces menos, a veces más. Lo conozco, aunque no sé de qué tamaño fue. Si era
grande y lo viví así o si, por el contrario, no fue para tanto y lo magnifiqué dentro
de mí. No lo sé. Sé, en cambio, que me dejó frutos buenos y que agradezco su
presencia en mi vida. Como haya sido, grande o pequeño, fundado o sin razón,
causado o encausado, nunca me paralizó. Siempre hubo una reacción para bien o
para mal. Me hizo actuar con valor o con cobardía. Me hizo por igual vulnerable
que distante. Me dio voz y, también, me la quitó. Me dio nuevas formas de ver los
EL SILENCIO DE LA ESPERA 65
sucesos. Me devolvió otra imagen de mí mismo y hasta de la gente. Todo esto
dentro del propio proceso de crecer.”
Irónicamente, Sebastián no dejó de rebelarse contra la resignación y la
conformidad. Detestaba esas palabras y creía que eran para cobardes, sin
embargo, siempre aceptó sumiso cualquier traición, cualquier cambio de planes y
cualquier promesa rota, aunque en su interior ardiera una revolución y su alma se
sublevara. Muchas veces me pregunté cómo era posible que estando tan seguro
de lo que quería en y para su vida, de hacia dónde se dirigía, permitiera que, por
nobleza o estupidez, la gente lo moviera como el viento mueve a una hoja
haciéndolo ver como un hombre endeble, inmaduro y dependiente. No lo era. Yo
lo sabía y él lo sabía, pero los demás no, los demás hablaban por él, decidían por
él, armaban su destino como un enorme mecano. Recuerdo que le decía: “Vamos,
Sebastián, tienes que hablar y decir qué quieres. Si guardas silencio, nadie podrá
adivinar lo que piensas”. Incluso Alexandra luchó pacientemente para que
rompiera todos y cada uno de sus silencios llenos de coraje, llenos de dolor. “No
quiero lastimar a nadie”, solía contestar. Desde niño fue así, con tal de no
contradecir a sus padres, con tal de no herir a los amigos, acataba órdenes y
disposiciones con una obediencia que a mí me desesperaba porque no puedo
concebir la nobleza sin dignidad y muchas veces él la dejó de lado para tener
contentos a todos, excepto a él mismo. Sí, era contradictorio y desconcertante.
Supongo que por eso estaba invadido de dolor que se le volvió frustración o,
quizá, de frustración que con el tiempo se le convirtió en dolor.
Los ojos de Sebastián han sido literalmente las ventanas de su alma y no es
un cliché. Tras esa mirada de profunda tristeza, salta a la vista un hombre noble,
sensible, creativo. Nunca tuvo problema para serle agradable a la gente sin
proponérselo. No sé si eran sus actitudes amables, su educación, su delicadeza
en el trato, su sonrisa sincera, pero él era popular. Fue líder en sus tiempos de
estudiante, mimado por sus maestros, admirado por sus compañeros y muy
querido. La gente se sentía a gusto con él, como si lo conocieran de toda una vida,
EL SILENCIO DE LA ESPERA 66
y con los años fue desarrollando su capacidad y su don de saber escuchar. Todo
el mundo necesita ser escuchado. Eso hacía: escuchaba y guardaba silencio.
Posiblemente se aturdía o se distraía con las confesiones de los otros para no
tener que hablar por él mismo y decir lo que le lastimaba. Alexandra tiene todo el
crédito de su transformación porque, de pronto, Sebastián habló y ya no pudieron
detenerlo. La cadena de sus silencios se fue desbaratando eslabón por eslabón y
Alexandra se convirtió en sus oídos. Nada le escondía, aun cuando a veces
suavizara las cosas. Sebastián desnudó su alma y se la entregó completa a
Alexandra, pero no para recargarse en ella, no para buscar el consuelo, se la dio
con el mismo desprendimiento y significado que un niño puede regalar su dulce
favorito o prestar su juguete especial.
Alexandra tomó entre brazos su alma y la arrulló como si fuera su hijo. Ella
conoció la fuerza en el alma de Sebastián y a menudo la comparaba con una flor o
con un pavorreal; la emocionaba encontrarse con ella, frente a frente, libres y
aprendió que el alma de ese joven tenía sus cualidades, sus propios silencios, sus
anhelos y aspiraciones, sus sueños y sus defectos. Era el niño de Sebastián y
como tal la trataba, sintiendo a su ser estremecerse cuando hacía contacto con
ella. Aquella personalidad enigmática e intrigante que veía en Sebastián, se le
desvaneció en el encuentro más puro entre seres humanos. Nada le era
desconocido en Sebastián, a no ser porque él acostumbraba a sorprenderla todos
los días, como si su corazón fuera un espacio infinito del que nunca se termina de
extraer ni de ver ni de conocer todo. Ese había sido su reto durante años:
conocerse y descubrirse todos los días, cambiar y crecer de la mano,
sorprenderse de ser. Estaban enamorados de sus seres reales más allá de los
ideales que el amor pinta en primera instancia durante la conquista. Los dos
habían grabado sus esencias y todo alrededor les servía para contarse, escribirse,
descifrarse y reinventarse. Las cosas simples y diarias de la vida eran la
compilación de sus significados. “¿El corazón tiene memoria?, le escribió un día a
Alexandra, ¿Qué somos sin memoria? No lo puedo imaginar. Es atemorizante
EL SILENCIO DE LA ESPERA 67
pensar que no pudiera saber quién soy ni quién era. Pensar en el pasado y el
presente internándose en la oscuridad y reprogramar una existencia en blanco. A
veces me asusta pensar en que sólo seamos memoria, en que sólo en la memoria
estén los hilos que nos conectan con los hechos pasados y presentes. Me parece
tan temeraria la idea de que sin memoria, no seamos nada, como si hasta nuestra
identidad fuera un recuerdo simple. Pero la vida es un libro y los libros
permanecen. Los libros nos reviven momentos y sensaciones. ¡Sensaciones! Sí,
en ellas están los significados y, por ende, los recuerdos. ¡El corazón debe tener
memoria! Por eso se me ocurrió pedirte que, si alguna vez la memoria quisiera
abandonarme, no me dejes oscilando entre el olvido y el no me acuerdo. Pensé en
que grabaras en tus ojos el color azul para que cuando lo vea a través de ellos,
piense en el cielo, en los muchos cielos que hemos visto. Guarda ese cielo
nublado y abierto por el centro, ahí donde la luz se asomaba como si un ángel
travieso hubiera roto las nubes y cómplice sonreía por la buenaventura de ese día.
También aquel cielo tenuamente azulado con pincelazos de un rosa encendido en
una fría mañana de invierno cuando el aire frío en la cara era como un ataque de
cosquillas heladas, cuando el único calor que sentía era la tibia mano de un niño
que caminaba junto a mí rumbo a la escuela. O ese cielo que se filtró por una
ventana bañando de luz tu cuerpo tendido sobre la cama esperando mi llegada y,
al sentirme a tu lado, tus ojos se transformaron en un cielo más cercano y bello en
donde mi imagen danzó con el canto de los pájaros madrugadores que jubilosos
nos arrullaron en un segundo sueño de color y de calor. No me dejes olvidar el
sabor del café ni su olor. Su olor que me recuerda mis innumerables tardes
desfilando por una y otra cafetería, con un libro en el regazo, con mi cuaderno y mi
pluma trayendo a mi mesa ausencias que siempre fueron inseparables presencias
en cada momento de mi vida solitaria. Ese olor de mundos aparte, de mundos
mágicos cuando jugaba a cantar para un nutrido público invisible o cuando
muchas madrugadas me sorprendieron con la palabra escrita. Ese mismo e
incomparable olor envolviendo una cálida cocina con sus ruidos propios, con las
EL SILENCIO DE LA ESPERA 68
notas en escalas graves de trastes y de ollas sobre la estufa; con la música del
agua corriendo por la tarja y el radio haciendo compañía. El sabor y su textura que
han sido encuentro y reencuentro. Ese sabor combinado con el propio sabor de un
beso abandonado bajo los primeros rayos de sol. El café, símbolo en nuestra vida;
acepción y sinónimo de amor, de entrega, de franca carcajada en el recuento de
hechos pasados. Café recorriendo el cuerpo en un paseo previo a la entrega
recíproca de los sentidos cuando la fusión de dos bocas conserva su calor y su
aroma para producir otros perfumes y sustancias al momento de amar. Café que
es la esperanza y alimento de la nostalgia; que es, igualmente, caricia firme y
suave en la distancia, umbral del futuro y paso hacia adelante de un sueño
prometido. Guárdame la sensibilidad de mis manos cuando sostienen una copa
de vino blanco y el cosquilleo burbujeante en mis labios. Recógeme la sonrisa
para el momento de beberlo porque esa sonrisa soy yo en un gesto tierno y alegre
y soy yo con mis ilusiones y realidades. Recuérdame que soy capaz de
sorprenderme y de sentir como si todavía viviera mi infancia. No borres esos
rostros jóvenes y viejos que me son queridos. No me escondas el dolor y la
tristeza para que pueda recordar que son necesarios para vivir la alegría y para
valorar lo que tengo. Conserva como un tesoro mi respeto por las palabras. Mi
propósito de ser y de amar con ellas como bandera de mi propia identidad. No me
arranques esa mirada especial que nace en ti. Esa mirada intacta al paso de los
años y que me ha llevado al milagro de perderme en tus ojos. Esa mirada que te
revela y que absorbe su condición que descansa junto a la mía para poder volar,
para poder creer, para poder planear. Y tampoco me borres esos ojos porque son
la puerta hacia mí; la puerta a mi espíritu en donde la única memoria inmortal
seguirá viviendo para sacarme de la oscuridad del olvido.”
Cada vez que Sebastián escribía sus recuerdos y sus sentimientos por
Alexandra, la acción lo acercaba a él también. Él podía pasar horas enteras
repasando la historia, aunque nada escribiera, y cuando lo hacía se sentía ligero,
pero también a veces el peso de sus reminiscencias lo aplastaba. Alexandra era
EL SILENCIO DE LA ESPERA 69
no sólo su amor, sino el camino de su vida y se adentraba, se detenía, se sentaba.
Conforme lo andaba, se iba dejando atrapar por la sorpresa, por la incertidumbre,
pero seguía su paso con el sol sobre su cara, sin buscar sombra. No huía cuando
azotaban largas tormentas y le dio la cara a los truenos y a los rayos. Ni frío ni
calor lo paralizaban.
También era cierto que sus confesiones lo llegaban a aterrar, sobre toco
cuando se veía forzado a resignarse con lo que estaba ocurriéndole. Sus sueños
lo atormentaban y se resistía a dormir hasta que las desveladas hicieron costra en
su organismo y cada noche era más resistente al cansancio que, de seguro,
sentía. Se veía a sí mismo vagando por lugares desconocidos y oscuros buscando
con gran desesperación una salida. Los sobresaltos eran comunes cuando podía
deshacerse de sus pesadillas y terminaba llorando o revisando su cuerpo porque
extrañamente en sus pesadillas era mutilado, herido o perseguido. Soñaba con
armas de fuego disparándose y dándole en las piernas o en las manos; corría
despavorido para escapar de perros feroces que, al final, le arrancaban la piel y la
carne en voraces mordidas. Y a menudo se soñaba perdido, extraviado, en sitios
abandonados, en casonas deshabitadas, en medio de una multitud para quienes
también era un simple extraño, sin nombre ni historia. Quizá era el reflejo de los
laberintos de su mente, de los pensamientos en los que se detenía semanas
enteras hasta que una nueva interrogante lo distraía. Deambulaba por los rincones
de su departamento como sonámbulo, susurraba o gritaba el nombre de
Alexandra y aguardaba como si alguna respuesta fuera a llegar y tocar a su puerta
para alumbrarle la oscuridad de su propio naufragio. Sin embargo, con el nombre
de Alexandra sólo llegaban hermosos capítulos de amor, recuerdos de momentos
inolvidables, punzadas de promesas rotas, culpas de errores pasados, pero
ninguna solución, ninguna respuesta. Llegaba un fulgor de esperanza contra una
oleada de pánico al pensar en el futuro, cuando le avanzaba la soledad y lo
sorprendía cada vez más viejo. Cada vez más viejo, más herido, más solitario...
más cansado. No se trataba de darle carpetazo a la historia y salir a la calle o a
EL SILENCIO DE LA ESPERA 70
donde fuera a buscar el amor, a toparse con alguna otra mujer. El amor lo había
encontrado ya. No era el déficit lo que lo unía a Alexandra ni una pretenciosa y
déspota razón de ser mártir ni víctima, ni llevar al extremo del sacrificio la renuncia
que implica amar. Alexandra era su amor y por amor esperaba. Era la espera lo
que lo mataba, esa espera que, al final del día, suma horas vacías, horas de
evasión, horas de aceptación, horas de reflexión, horas de cualquier cosa menos
de vida. No porque alguien respire significa que está vivo. Antes lo esperaba todo.
Esperaba una vida feliz, una tranquilidad, una paz, una sonrisa, algo bueno. Y
ahora lo seguía esperando, pero a sus esperas se habían añadido otras
emociones, frustraciones, accesos de rabia, reconocimientos de torpeza, de
culpabilidad. Le daba igual si vivía o moría porque para él ya no había diferencias,
porque el cansancio lo tenía contra cuerdas y el alma se le desbarataba riñendo
por ser libre. Sólo a un romántico podía pasarle eso. Se lo dijo su padre, se lo dijo
Carmen, se lo dijeron diferentes personas durante toda la vida: “Los idealistas y
románticos se mueren jodidos y no necesitan que se les caven tumbas porque el
peso de sus sueños es suficiente para enterrarlos”. ¿Pero quién puede saber de la
fuerza y los efectos del amor, sino aquél que ama? Nadie más. Romántico e
idealista. Así era, así había sido. Los sueños y las ilusiones le corrían por las
venas, se le asomaban por sus ojos chispeantes. No me era difícil imaginarlo
como un niño con alas, volando travieso y de vez en cuando dejando caer algún
polvillo mágico para contagiar a los otros de él mismo, de su ingenuidad, de su
nobleza, de su humanidad. Me lo imaginaba por la vida recogiendo los sueños de
otros y disfrutándolos o llorándolos como si fueran suyos, como si en cada sueño
ajeno que fuera transformado en realidad o, por el contrario, se quedara
suspendido en un estado de flotación, él viviera o muriera un poco; y pensé,
entonces, que una forma de entender y de aprehender a la gente es escribiéndola,
construyéndole la historia. Sebastián decía que ése es uno de los privilegios de
escribir: “Puedes vivir dos veces” y, tiempo después agregaría: “Puedes vivir dos
veces, pero también puedes morir dos veces o tres. La gente habla de la vida y la
EL SILENCIO DE LA ESPERA 71
muerte y es tan común esa frase o esas dos palabras juntas, pero no son
antónimos. La muerte no es el opuesto de la vida. El opuesto de la muerte es
nacer, y la vida, por tanto, puede ser tantas cosas. Quizá un camino, quizá la
preparación para morir, aunque nunca se está preparado para morir, pero
tampoco para vivir. Nacemos y crecemos; nos van enseñando y dictando las
reglas del juego a seguir, pero cuántas veces nos preguntamos por el sentido de
la vida, por el significado de uno mismo en esta tierra. Tal vez sea que el corazón
y la mente están en un constante conflicto y que los dictados que recibimos de uno
y de otro pocas veces concuerdan, y la mente casi siempre nos hace huir y para
muchos el huir y el miedo son precisamente los dos elementos que les dan valor
para seguir vivos y no arriesgar. En el miedo es probable que encuentren la fuerza
para avanzar, aunque no me queda claro hacia dónde. No lo sé. Quizá la vida es
tan compleja que necesitamos de muchas cosas para inventarla y hacerla más
placentera o menos complicada. Cuando escribo es porque intento entender mis
circunstancias y las circunstancias de otros; a veces me seduce la posibilidad de
cambiar las historias y darles el final que no ocurrió en la realidad, jugar con el
tiempo, pero todo se vuelve ficción y yo necesito enfrentar el momento de mi vida
real con todo y altibajos, abismos, amaneceres y ocasos. Y es que la vida es una
lucha desde que nacemos y, por ende, nos convertimos en luchadores. Preferiría
conquistarla y no para someterla, sino para conocerla, para integrarme, para
amoldarme a ella en lugar de estar en su contra eternamente. Al final del día,
cuando cesan las palabras, me doy cuenta de que tengo una historia muy
diferente entre mis manos, que el proceso de escribirla me ha devuelto a sus
personajes convertidos en otras personas. Claro, los puedo comprender mucho
mejor y hasta siento que los conocí un poco más, pero siempre me queda la
punzada de una pregunta inevitable: ¿Realmente son ellos o sólo son lo que yo
percibo? Si son lo que yo percibo, podría estar cometiendo una injusticia o algún
exceso de generosidad, pero supongo que los escritores y los que aspiramos a
serlo somos cronistas, pintores, escultores, poetas e incluso inventores de la vida
EL SILENCIO DE LA ESPERA 72
y sus personajes. La gente va y viene. Hay quienes no se van nunca de nuestra
historia y otros que pasan por aquí brevemente, y todos parecen tener una
conexión, todos parecen ser piezas de un enorme rompecabezas que nunca
termina de armarse.”
Mark Twain dijo que “la vida es sueño y los sueños, sueños son”. Pese al
mundo fantástico de posibilidades que nos brinda escribir, las historias y las vidas
no pueden repetirse en papel, no se cuentan tal y como sucedieron porque la
palabra no puede ser irremediablemente leal a los hechos y es que yo no concibo
a los hechos como sucesos fríos que deban ser contados con una objetividad en
la que tampoco creo. ¿Quién puede preciarse de ser objetivo? Pienso que nadie,
pienso que ninguno. Durante el letargo de Sebastián, me fue difícil mirarlo en su
simplicidad humana. Cada vez se aproximaba más a cualquier personaje literario
sobre una historia que se antojaba de ficción real o de realidad ficcionada. Ya no
lo sabía. Contemplé, entonces, la posibilidad de que todos en algún momento
somos creaciones de otras personas de acuerdo a su forma de entendernos y de
mirarnos y hasta de contarnos. Tal vez ese Sebastián tendido sobre una cama era
sólo el personaje inolvidable que Alexandra había creado y quizá ahora ella estaba
frente al dilema de qué hacer con él, como a cualquier escritor le ocurre cuando
sus personajes lo rebasan y lo pierden en un mar de diálogos que van cobrando
una vida propia, justo cuando el personaje deja de platicarse a sí mismo con la voz
ajena y extraña de su autor, para hablar él mismo. Sebastián, como muchos de
nosotros o como todos, se había ido reinventando durante su existencia, se había
dibujado una y otra vez como resultado de vivir porque las circunstancias y los
sucesos nos diseñan, nos cambian, nos transforman y, a lo mejor, el único éxito
real sea conservar intacta la esencia primitiva y seguir siendo diferentes y los
mismos a la vez.
El tiempo me seguía mortificando. No tenía claro si deseaba dejar de
escribirlos, si prefería seguir soñándolo como un niño con alas. Sebastián me
había atrapado a mí también y cuando lo pensaba, perdía fuerzas, me sentía
EL SILENCIO DE LA ESPERA 73
súbitamente ligera y flotaba. Otra vez esa sensación de flotar con lentitud, como si
todo fuera maquinado dentro de una cámara lenta buscando la respuesta a dos
preguntas esenciales: ¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos? ¿Será
esta búsqueda una herencia de nuestra naturaleza pensante?
Durante todo este tiempo, me he preguntado si estoy pensando en todo lo
que debo pensar. Me parece tan falso suponer que todo en nuestra vida sea dolor
y desdicha, problemas y conflictos. Somos un poco de esto y un mucho de anhelo
de felicidad y de ganas. Pero más allá de suposiciones dramáticas, hay una
realidad emocional que está acunada en el corazón y, por igual, en la razón. La
realidad que, como dijo Sebastián, nos hace tener el sueño despierto:
“Al cantarte mis alegrías y llorarte mis dolores, mis palabras quedan en los
pergaminos vivos y mis pensamientos vuelan por el aire para germinar en otros
jardines y hasta en otros desiertos.
“Tengo el sueño despierto de los lazos sin fronteras, de las hogueras
calentando, en un mismo sitio, los cuerpos de aquellos que tienen la misma
sangre y de aquellos en quienes vertemos nuestra sangre para hacernos iguales y
los mismos a la vez. Gente sin bandera ni apellido, mezclada en un círculo de luz
regocijándose en el único linaje válido: el de la nobleza de espíritu, el de la
capacidad de ser amigo-hermano. Qué gran dicha sería que las familias de
quienes se aman profundamente pudieran compartir el contento de una reunión y
entre todos se hicieran fuertes para sostenerse cuando soplan los vientos de la
adversidad. Porque la pena compartida es riqueza del alma puesto que el dolor
nos puede hacer menos ignorantes y más humanos; y quienes se aman ya no
cargarían el agobiante peso de la lejanía y de la indiferencia, y podrían vaciar
libremente su amor en los suyos para ser los nuestros.
“No recuerdo cuándo descubrí que todos podemos enseñar y aprender.
Aprendemos del paso lento de los ancianos que encorvados parecen devolverse a
la tierra de la que están hechos. Sus arrugas son los surcos del Tiempo, callejones
de la memoria, historias sorprendentes y conmovedoras. Son el mañana de
EL SILENCIO DE LA ESPERA 74
nosotros, un espejo del futuro y una oportunidad de mejorar nuestro propio umbral
de adultos mayores. Aprendemos de ellos cómo el tiempo vuelve a redibujarnos
con sus formas caprichosas. Somos los mismos, pero con las carnes, los huesos y
los cabellos de los años montados en el corcel de la vida.
“Por igual aprendemos de los niños aún no viciados por prejuicios. Son
espontaneidad de brazos abiertos, sorpresa y asombro en sus expresiones más
puras. Aprendemos de ellos el simple disfrute de la vida cuando comienzan a
abrazar las primeras responsabilidades que los harán hombres albergando la
esperanza de que la madurez no corrompa su franca inocencia.
“Nunca dejamos de aprender y quizá por mucho las lecciones de la vida son
las más duras, pero igualmente las más enriquecedoras. La vida como el camino
que contiene a todos los caminos y senderos y atajos. La vida como obstáculo y
como reto. La vida como un campo florido que hemos regado con inconsolables
lágrimas como si nuestras esencias fueran agua. Al contacto con el tibio calor del
sol se vaporizan y suben graciosas al cielo hasta que son nubes regordetas y
esponjosas o sólo pincelazos sobre el lienzo azul que nos cubre y nos evoca en la
distancia.
“Cuando mezo a mi alma en los brazos de mis reflexiones, sé que armo para
ti una canción de vida. En sus notas melancólicas te confecciono una larga manta
con estrellas y luna. Planeo una coreografía de colores líquidos y de luces
luminosas en el escenario de la esperanza. Esa aventurera alma mía, caminante
de llanuras. Un alma como red que atrapa mariposas, no tan bellas todas como
reales. Mi alma como ave, a veces de vuelo libre y alto; otras de brinquitos
inquietos dentro de una jaula. Todavía escucha. Los gritos de la indiferencia no la
han ensordecido. También ve con precisión y detalle. Su voz no le ha sido
arrebatada, aunque de repente guarde devoto y temeroso silencio. Esta alma tan
exigente como tu empeño de perfección, llora y llora mucho. Hay noches en las
que sus alaridos me lastiman y es que sólo tengo palabras para descifrar sus
EL SILENCIO DE LA ESPERA 75
sueños y anhelos. Yo la he seguido en su jornada con convicción que no
cuestiona ni debate porque ella mueve las entrañas de mi ser en cuanto siento.
“Tu alma y mi alma calificadas como rebeldes porque han querido escapar de
esa claustrofóbica prisión que las reglas han levantado para tener presos los
deseos y los sentimientos del amor auténtico que nos acarician con sus largas y
espesas lenguas de fuego, mas no quema, puesto que las almas son fuego
también.
“Cuando nada se tiene es cuando más se puede regalar y yo quiero darte mi
nada porque en ti será mi todo. Quiero que mi alma te cante toda la vida porque tú
la conoces, tú la tienes y tú vendrás muy pronto para llevarla a casa y, entonces,
tus pasos serán como chispitas de luz brillando a través de la lluvia cuando el
peso de las palabras que no puedo explicar se vuelven la gracia de tu amor al
amar.”
EL SILENCIO DE LA ESPERA 76
Cuatro
EL SILENCIO DE LA ESPERA 77
conquistador porque, así como podemos endulzar ojos y oídos con nuestras
frases, también es cierto que podemos sorprender, regañar, distanciar y hasta
herir con esas mismas palabras. Con las palabras podemos dar y darnos vida y
lograr que se vuelva sentimiento, sentido sincero y absoluto. A la palabra podemos
darle el poder de todos los sentidos juntos: vista, olfato, oído, tacto, gusto y hasta
el de la intuición o del asombroso desdoblamiento diario que se da en ese afán
osado de estar cerca de alguien. Palabras que, al final, terminan rescatándonos de
la rutina, de la monotonía. Palabras que aligeran el peso de las circunstancias. Las
que nos enamoran y nos descubren siempre diferentes, siempre los mismos.
Palabras que nutren nuestro crecimiento y que van prendidas al vuelo de nuestros
espíritus beligerantes. Palabras que se han vuelto canción, que se han
transformado en lágrima, en risa, en carcajada. Susurros y suspiros. Palabras que
nos dan fuerza, confianza y entereza para seguir andando este camino que, por
voluntad, escogimos. Palabras igualmente de impotencia, de rabia, de
desesperación, más nunca de odio. Palabras desalentadas, más nunca de
renuncia. Palabras ilusionadas, idealistas, más nunca ilusas. Palabras que
construyan retos, metas, sueños. Las palabras que sólo pueden emanar de los
corazones sensibles, vulnerables y libres. Corazones en guerra, pero también en
paz. Corazones melancólicos, pero vueltos esperanza. Palabras que pueden ser
silencio, pero también voz. Palabras que se tornen en energía, en materia, en
espíritu. A veces, cuando nos damos el tiempo y nos sentamos con calma frente a
una hoja y una pluma, o frente a una máquina de escribir o una computadora,
pensando en nosotros mismos como el personaje que nos gustaría contar en una
historia, podemos empezar a entender el para qué y el por qué de tantos años de
oscuridad y de luz, de tantos años de ignorancia y de conocimiento, de tantos
años de silencio y de ruido y, por supuesto, de tantos años de vida. Yo creo que
cuando escribimos sobre nosotros, cuando creamos algún personaje, no sólo lo
estamos contando, también lo estamos reinventando, renaciéndolo. Y cuando nos
EL SILENCIO DE LA ESPERA 78
atrevemos a hacerlo, lo multiplicamos y lo transformamos porque cada vez será
más humano, más persona, más individual y, por ende, más único y auténtico.”
Todos tenemos algo qué contar porque la vida es una sucesión de relatos y
de personajes que van y vienen. Todos podemos escribir. No hay nada que lo
impida. El que uno escriba mejor que otro, es cuestión de mera apreciación y de
intereses puesto que el ser humano es un cuaderno en blanco que se escribe a sí
mismo todos los días y todos los días crea nuevos capítulos, crea su propia novela
y la cuenta como él desea narrarla. Entre la ficción y la realidad no hay más que
un fino hilo en el medio y la verdad y la mentira no son más que cosas que uno
mismo se inventa para poder enfrentar la complejidad de la vida.
Mucho tiempo después, cuando cayó enfermo y nació la inquietud de
contarlo, busqué a Carlos Cárdenas. Había sido su profesor de literatura
hispanoamericana y ahora era el rector de la universidad en donde Sebastián dio
clases. Le llamé para explicarle que estaba escribiendo sobre uno de sus
exalumnos y que deseaba platicar con él al respecto. Primero contestó que estaba
muy ocupado y que no podía atenderme sino hasta tres semanas después de la
llamada y que creía que no me sería de mucha ayuda puesto que había tratado y
conocido a cientos de muchachos. Sin embargo, cuando dije que se trataba de
Sebastián contestó: “¡Sebastián! ¡Claro, Sebastián Hernández! Pobre muchacho.
Usted sabe que está enfermo, ¿verdad? Nadie tiene claro qué fue lo que le pasó.
¿Usted sabe cómo sigue? Espero que mejor. Claro, puede venir a mi oficina y
platicaremos con mucho gusto. Tengo buenos recuerdos de ese muchacho.”
Carlos era un hombre alrededor de los sesenta y cinco años, alto, muy
delgado, de piel traslúcida y una mirada severa en sus intensos ojos verdes. Su
rostro acusaba cansancio y no quedaba un solo cabello oscuro en su cabeza. Me
invitó una taza de té y saqué mi libreta para tomar notas. Recuerdo aquel sombrío
despacho, con el mobiliario de pesada madera y asientos de piel en color vino. En
una de las paredes, de techo a suelo, había un librero con enciclopedias
completas, tomos de pedagogía, filosofía, ética, la obra completa de Shakespeare
EL SILENCIO DE LA ESPERA 79
y de Sor Juana Inés de la Cruz, libros de Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, José
Saramago, Carlos Fuentes y Borges. También había literatura inglesa, rusa y
americana. Un par de repisas llenas de poesía, Whiltman, T.S. Elliot, Neruda,
Gibrán, Sabines. Muchos le hubieran envidiado su colección. Recuerdo también
ese olor especial, mezcla de incienso de lavanda con maple y la litografía
enmarcada de un Quijote llorando. “Es uno de mis personajes favoritos, aunque,
por supuesto, no deja de ser ficción e irrealidad”, me dijo acercándome la taza de
té de frutas secas y una servilleta de tela que olía a viejo. Se sentó y permaneció
recogido en silencio un rato que me pareció eterno e incómodo. Estaba buscando
en su memoria y sus ojos iban de un lado a otro lentamente como si en algún
punto de su despacho o frente a él fuera a encontrar lo que quería decir. Le dio un
sorbo a su té y me miró, aunque en realidad no me estaba mirando a mí. Su
mirada me traspasaba como si yo no estuviera presente. Finalmente sonrió y me
dijo: “Discúlpeme, por favor. Mire, a mí no me gusta hablar de los muchachos que
pasan por aquí porque realmente no tengo el tiempo necesario para conocerlos.
Las ocupaciones y los estudiantes son muchos y es imposible conocerlos a fondo,
pero trataré de ser lo más fiel posible a los recuerdos que tengo de Sebastián y
contarle lo que yo recuerdo.”
Crucé mi pierna y me puse lo más cómoda que pude en esa silla tan dura.
Abrí mi libreta y la dejé en una hoja totalmente en blanco, sólo escribí hasta arriba
y sobre el margen: “Carlos Cárdenas, profesor de literatura de Sebastián. Notas.”
El profesor esperó a tener toda mi atención e inició su relato:
Él era más bien un jovencito tímido e inseguro cuando llegó aquí. No hablaba
mucho y normalmente permanecía aislado de sus compañeros. Para muchos,
Sebastián era un pesado, pero nada más lejano de la verdad. Su timidez lo hacía
parecer antipático. Poco a poco se fue integrando y adaptando y vi en él a un líder
y a un muchacho de trato amable, cálido. Una vez que lo empezabas a tratar era
difícil que no sintieras algo por él. Muy pronto empezó a destacar. Era buen
estudiante, buen compañero, muy respetuoso, pero igualmente travieso y
EL SILENCIO DE LA ESPERA 80
juguetón. A mí en particular me costó mucho trabajo conocerlo un poco, saber
cómo pensaba, saber qué sentía. Era experto en evadir el tema cuando se trataba
de hablar de él mismo y quizá por esa razón siempre estaba tan pendiente de los
problemas de los demás. Sabía escuchar. ¡A mí me escuchó! No sé cómo lo
hacía, pero sin proponérselo uno se sentía con tanta confianza que terminaba
haciéndole confesiones muy íntimas. A veces se me olvidaba que era un
muchacho nada más. Invariablemente pensé que él hubiera sido feliz siendo un
artista o alguien famoso porque no se imagina usted el desfile de muchachos de
otros grupos que iban a visitarlo a su salón. Le confieso que esa situación me
molestó por algún tiempo. Sentía que Sebastián relajaba la conducta y nunca me
detuve a pensar en lo que para él significaba ser tan popular. No, no lo disfrutaba.
Todo lo contrario. Para él era un peso, una carga, algo que no sabía cómo
manejar. Demasiada responsabilidad, diría yo. Lo veía abrumado cuando era
objeto de atenciones y de detalles. Lo veía cabizbajo cuando alguno de sus
compañeros se le acercaba a contarle sus problemas y no sabía qué hacer por
ellos. Él quería arreglarle la vida a todos. Quería encajar, sentirse parte de algo o
de alguien. Nunca supe mucho sobre su familia ni cómo eran sus relaciones.
Imagino que no eran muy buenas porque él se sentía solo e incomprendido. No le
gustaba defraudar a nadie y se paraba de cabeza con tal de darle gusto a todos,
aunque eso representara para él momentos de tensión. Reía mucho. Jugaba
bromas. Siempre tenía a la mano algún detalle o una atención para con los
demás. También tenía su genio y temperamento. ¡Vaya genio que tenía! Lo que
más me angustiaba a mí eran sus días de silencio. Largos días. Desde que
llegaba al salón me daba cuenta cuál era su estado de ánimo. A veces aventaba la
mochila y se quedaba sentado con la mirada en el suelo o, por el contrario, era un
cascabel. Digamos que extremista. Poco a poco fui descubriendo que cuando reía
mucho haciendo una broma tras otra y hablando sarcásticamente era porque se
sentía desalentado, pero era imposible penetrar esa muralla que levantaba entre
él y el mundo. ¿Qué pensaba o qué sentía? ¿Cómo saberlo? De los años que lo
EL SILENCIO DE LA ESPERA 81
tuve bajo mi cuidado, el segundo fue el mejor, al menos por un tiempo.
Definitivamente se había hecho más seguro de sí mismo y se desenvolvía con
libertad por todas partes. En ese segundo año conoció a una muchacha,
Alexandra, y se volvieron inseparables. Yo me sentía muy contento con la relación
entre ellos porque se complementaban muy bien. Creo que se conocieron en un
momento importante en la vida de los dos. Alexandra... sabe, era una chiquilla
muy dulce. Tenía vivo en ella el deseo de ayudar a la gente, de ofrecerse siempre
para ser útil a quienes la rodeaban. Era recatada, pudorosa, siempre pegada a los
estudios, pero le faltaba vivir, le faltaba que alguien le sacara a la niña inquieta y
juguetona, a la niña contenta y libre. Sebastián tuvo algo que ver en su despertar,
aunque fue un despertar muy lento. Yo recuerdo al muchacho llegar a mi oficina y
quedarse parado en la puerta, buscando en el techo el valor para hacerme
preguntas y cuando se sentía valiente y capaz, hubiera visto cómo me interrogaba.
Quería saberlo todo acerca de ella. Me decía: “Profesor, Alexandra es una
muchacha muy buena, pero no sé por qué siento algo que no anda bien. Hay algo
en ella que se parece a la tristeza, como que algo le está molestando o
preocupando. ¿Usted no sabe qué es?”. Alexandra estaba pasando por momentos
muy duros en su familia. Tenían un problema penoso y difícil, pero yo era el
menos indicado para contarlo. Supongo que desde entonces los dos se percibían
más allá de lo que uno se pueda imaginar. Ella también sabía muy bien cuando
algo le pasaba a Sebastián. Se conocieron de una forma muy especial y extraña
en estos tiempos. Creo que ellos no necesitaban hablar para comunicarse. Les
bastaba verse para sentirse. Yo fui de los primeros en saber que Sebastián se
había enamorado. Lógico, ¿cierto? Sin embargo, constantemente tuve mis
reservas acerca de esa relación porque Sebastián me parecía demasiado serio en
sus pensamientos a futuro y para mí eran un par de niños todavía y les faltaba
tanto por vivir aún. Tenía miedo de que el muchacho fuera a tener un arrebato y
cometer una locura. ¿Cómo podré explicárselo? Un día Sebastián, sin más ni más,
me dejó caer de golpe un pensamiento que lo tenía inquieto: “Profesor, yo me
EL SILENCIO DE LA ESPERA 82
quiero casar con Alexandra”. Sonreí. Le dije que iba muy rápido, que faltaba
mucho camino por recorrer y que ese tiempo todavía no había llegado para
ninguno de los dos, que necesitaban conocerse más, tratarse y, sobre todo,
crecer. El tiempo diría si ese matrimonio podría llevarse a cabo o no. Si usted
hubiera visto su mirada en ese momento en que me hizo la confesión. No fue
solamente la mirada de un adolescente enamorado, ni de un adolescente como
cualquier otro que está encontrando el amor o lo más parecido a esto. Estaba
convencido. Sus palabras, una a una, sonaron ciertas, auténticas y decididas. “Ella
es mi amor, profesor. Ella es mi amor”. ¡Cuántas veces le escucharía decir lo
mismo! ¡Cuántas veces me lo dijo lleno de dolor y de desesperación! Fue un grave
error de mi parte y de muchas otras personas, sabe. Ninguno de nosotros supo
guiarlo y lo único que hicimos fue desilusionarlo hasta hacerle creer que Alexandra
no sentía lo mismo y que sólo la iba a asustar con esas ideas descabelladas, que
quizá él no era lo que Alexandra iba a elegir para el resto de su vida y que sería
mejor que la dejara libre para que ella pudiera tomar la decisión porque, de otra
manera, sólo le iba a hacer daño y no era justo que ella fuera lastimada por él. Yo
mismo le dije que el amor para los adolescentes no es más que una ilusión, una
fantasía; que sólo saben idealizar la situación y a la persona, pero que no es amor
a fin de cuentas, que sólo son cosquillas y ansias de juventud y que, a la larga,
esas confusiones sentimentales dañaban a las personas y las llenaban de dudas,
por lo que el supuesto amor se convertía en un grave error. Yo no tenía idea de lo
que para él iban a significar esas palabras hasta que una mañana me llegó a la
escuela con varias heridas en su cara y los nudillos lacerados. Luego de mucho
insistirle, me confesó que, la tarde anterior, en la soledad de su casa, había bebido
y tuvo un arranque de cólera durante el que se golpeó él mismo contra la pared.
Estaba sumido en el peor de los desconciertos. Cambió tanto: indiferente, rebelde,
agresivo y déspota. Justo todo lo que no era. Se alejó de Alexandra, sin darle
ninguna explicación. Ella me preguntaba y me preguntaba, pero otra vez consideré
que yo no debía entrometerme diciendo lo que sabía y lo que pensaba. Sebastián
EL SILENCIO DE LA ESPERA 83
me recriminó mi cobardía en una carta que me escribió tiempo después. Reprochó
mi falta de compromiso real con la gente que yo decía querer. Me decía que no
era suficiente ser maestro y ganarse la confianza de los muchachos, si cuando me
necesitaban huía diciendo que no era mi papel contar nada, que no era mi papel
intervenir ni dar opiniones. Para mí era como un hijo y sé muy bien que en mí vio
al padre que tanto añoraba, y yo le fallé. Y también le fallé a Alexandra cuando
más me necesitó. La abandoné en días turbulentos porque ella siempre me fue
leal, sabe. Nunca dejó de buscarme, de interesarse en mí, de acudir cuando yo la
llamaba. Creo que nunca me lo perdonaron y yo tampoco, por eso puse gran
distancia entre ellos y yo... pero ya no es tiempo de lamentaciones. Ahora ya es
tarde. –Hizo una gran pausa. Un nuevo silencio incómodo se hizo hasta que
retomó su relato--. Yo le insistía. Preguntaba. Cuestionaba. Sólo respondía con
ese pesado y desesperante silencio. Lo regañaba a la menor provocación, intenté
apartarlo de su grupo de amigos pensando que ellos estaban siendo una mala
influencia porque, para colmo, bajaron sus calificaciones y dejaba de entrar a
clases, pero sólo recibía desplantes de su parte. ¡Me retaba! Aproveché un día de
exámenes para que me escribiera lo que le estaba pasando, para que me dijera
por qué estaba así. Furioso escribió y escribió. Me contó lo que había pasado
antes de llegar conmigo, cómo lo habían humillado, cómo le habían hecho creer
que él siempre dañaba a la gente y que era malo. Imagínese decirle a un niño de
doce años que es malo y que lo mejor hubiera sido que no naciera porque era un
engendro del demonio. Me dijo que estaba resentido porque Dios lo había hecho
tan popular porque él no lo había pedido; cómo se había sentido siempre ignorado
por sus padres a quienes nunca pudo recurrir cuando tanto daño le estaban
causando. Me sobrecogió cuando leí que se golpeaba para castigarse y de cómo
estaba bebiendo todas las tardes porque él decía no valer la pena. Volvió a
hablarme de sus sentimientos por Alexandra. Se había enamorado profundamente
de ella y estaba sufriendo porque él no podía ofrecerle algo que la gente
consideraba malo y tonto. Me confesó que por esa misma razón había decidido
EL SILENCIO DE LA ESPERA 84
alejarse de ella, que por eso no quería hablarle, que por eso no quería oír de ella.
Se quería morir. Nunca iba a querer a alguien como la quería a ella y si eso iba a
ser motivo para que lo expulsara o lo recluyera porque era una mala persona, que
lo hiciera de una vez, pero que ya lo dejara en paz, que ya no quería preguntas.
Lo único que pedía era que lo ayudara para que Alexandra no sufriera como él
sabía que estaba sufriendo. “El amor es renuncia, ¿verdad, profesor?”. Así terminó
su carta. Mire usted, Sebastián venía de un colegio en donde se cometían muchos
abusos contra los alumnos. Desgraciadamente él había sido víctima de un grupo
de profesores que lo tenían en la mira y que, más bien, nunca supieron
comprender su forma de ser. Eran profesores con muy poco criterio y ni el más
mínimo índice de cómo tratar a un muchachito, casi un niño. Él quería ser amigo
de todo el mundo, sin importar de qué grupo eran o si eran mayores o menores
que él. Toda su vida había sido un niño simpático, con el ángel de ganarse el
afecto de las personas que lo conocían. Llamaba mucho la atención, pero no
siempre fue bien entendido. Para esos profesores, seguramente dañados en su
humanidad, Sebastián era un niño de malas influencias que merecía estar aislado
para no contaminar a los otros niños. Decían que su liderazgo natural no podía ser
otra cosa que producto del demonio. ¡Imagínese! Mucho tiempo me lo tuvieron en
terapia ocupando sus recreos, sus ratos de distracción. Fue demasiado para esos
profesores el tener a un niño que causaba tales revueltas con su presencia, pero
no era malo. Era inquieto, era muy travieso. Y así fue como lo relegaron de los
demás, lo sentaban a parte en el salón de clases, no le permitían unirse a las
actividades extraescolares, sus amiguitos tenían prohibido hablarle. No sé por qué
no lo expulsaron. Hubiera sido mucho mejor y no hacerle padecer tantas
humillaciones e injusticias. En ese colegio le inculcaron que el amor no era para
un niño como él, le hicieron creer que no valía absolutamente nada y que el único
objetivo de su vida sería dañar a la gente que se le acercara. Decir “te quiero” o
buscar un apapacho eran cosas del demonio, cosas sucias que no eran propias de
un niño. Le hicieron añicos su autoestima. Después de leer su carta, le dije que él
EL SILENCIO DE LA ESPERA 85
era especial y algún día encontraría la forma de lidiar con sus dones y sus
talentos. Él tenía algo importante qué hacer en la vida y yo no podía permitirle que
se destruyera de esa forma. El no era malo. Claro que no. Tenía y tiene un
corazón noble, tierno, lleno de amor. Le supliqué que rectificara su decisión
porque, finalmente, era Alexandra quien debía decidir, pero me contestó con un no
rotundo porque lo único que iba a lograr era confundirla y que, confundida, tomaría
una decisión equivocada. Dijo que ella tenía derecho de conocer a otras personas
y otras cosas y que él no arruinaría su vida con sus estupideces románticas. No
hubo poder humano que lo sacara de ahí ni poder humano que lo convenciera de
que él no era malo. Me hubiera gustado que el psicólogo que trabajaba con
nosotros lo hubiera ayudado, pero Sebastián era tan difícil de convencer cuando
tomaba una decisión. Era tan necio y tan hermético que resultaba
contraproducente insistir. No me vea así. Usted no sabe cuántas veces me he
reprochado todo lo que pude hacer por esos muchachos. Sí, soy un maestro, pero,
tal vez como me dijo Sebastián, se me olvidó cómo enseñarlos a ser felices, cómo
enseñarlos a encontrarse en el amor, cómo ser personas. El amor es el mismo se
sea adolescente o adulto, y yo no supe escucharlos. Era dos jovencitos en la flor
de la vida, tiernos como una planta germinando, con ideales superiores a mi
entendimiento. Mi Alexandra y mi Sebastián... sí, fueron parte de mí, señorita, pero
no supe quererlos, no supe cómo hacerlo. Eran mis muchachos favoritos. Mi pobre
Sebastián era un niño buscando ansioso romper la barrera para hacer una nueva
historia y regalar ese amor que no le cabía en el cuerpo y llenarse de amor que
pedía a gritos. Y mi Alexandra sólo quería sentirse segura de sí misma y querida,
útil para todos, encontrarse a sí misma, saber qué había en la profundidad de su
ser. Los dos con su dulzura, su tacto, sus aspiraciones, sus tristezas y con sus
graves problemas ahogándolos habían enriquecido mi vida, le dieron un sentido a
mis días. Cuánto deben increparme los dos ahora. No estuve con ellos en sus
problemas que vivieron por separado y tampoco estuve con ellos ahora que son
una pareja. No se crea, aún tengo conciencia, aún me retumban sus muestras de
EL SILENCIO DE LA ESPERA 86
afecto sincero y desinteresado y todo eso me mortifica. Los dos, a su manera,
pudieron resistir los embates de sus vidas separadas porque se tenían el uno al
otro en el corazón, aun con la incertidumbre de no saber en dónde estaban ni
cómo estaban. No eran simples recuerdos. Eran imágenes vivas que crecían con
el tiempo, que se seguían tomando de la mano como cuando, cada mañana, se
apretaban sus manos para saludarse con un “buenos días, mi amor”. Sebastián
estuvo perdido por años, en la más completa oscuridad, pero en su sufrimiento
siempre se le aparecía ella; ella que para Sebastián era la muchacha más
adorable y hermosa de este mundo. La única que fue capaz de comprender los
ideales de ese soñador corazón; la única que vivió en carne propia sus
desasosiegos y dolores. Ella era su voz y su espíritu. Mucho tiempo después,
Sebastián volvió aquí. Ya era un hombre. En mi conciencia sé que tuve una
segunda oportunidad de hacer algo por ellos y tampoco hice nada. El primer día
que Sebastián estuvo aquí las heridas le volvieron a sangrar. Sus ojos se le
apagaron mientras recorría todos los rincones, los espacios y se fue envolviendo
de momentos, de ecos, de sombras. El nombre de Alexandra lo tenía en la punta
de su lengua y le aparecía escrito en letras encendidas dentro de sus ojos. ¿Se da
cuenta? ¡Yo también estaba en contacto con ella! ¡Sabía dónde estaba y dónde la
podía encontrar él! ¡Sabía que, de habérmelo propuesto, yo pude haberlos reunido
otra vez y para siempre! Sebastián no estaba comprometido con nadie y aún era
tiempo para que Alexandra se detuviera a pensar si se casaba con el novio que
me presentó o no. Mauricio, así se llamaba él, no me parecía el más indicado para
una mujer como ella. Y que conste que no era que pensara que Sebastián era el
hombre ideal, pero esos dos se seguían amando, aunque ninguno lo dijera, lo
reconociera o, incluso, no lo supiera, además yo siempre vi un problema en que
Mauricio fuera hijo único porque los hijos únicos son personas egoístas,
acaparadoras que no saben compartir, que no saben entregar. Me quedé callado.
Sebastián nunca me perdonó que lo siguiente que le dije de Alexandra fue que se
iba a casar. Hubiera deseado que me gritara, que me echara en cara mi
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desconsideración, qué sé yo, pero no lo hizo. No dijo nada. “Está bien, profesor”,
sólo eso. Me pidió permiso para retirarse y sus ojos estaban a punto de soltar
lágrimas. No sé qué hizo. No sé adónde fue. A Alexandra le insistí en que ella
misma debía entregarle la invitación porque quería dejármela a mí para que fuera
yo quien se la diera a Sebastián. ¿Para qué o por qué insistí? No sé, tal vez
pensaba que al verse la historia podía dar un gran giro o que, al menos, podrían
hablar y dejar en claro lo que había ocurrido. Quizá en ese momento Sebastián se
atreviera a decirle que aún la seguía amando y Alexandra se daría cuenta de que
ella también. No sé. Creo que fue una estupidez de mi parte pedirle semejante
cosa conociendo los antecedentes. Lo segundo que se me ocurrió fue pedirle a
Sebastián que le escribiera una carta en donde le explicara qué había ocurrido y
por qué se fue así. Lo convencí diciéndole que Alexandra tenía derecho de saber
que ella nunca cometió ningún error, que no fue su culpa que él decidiera alejarse.
Se merece una explicación, le dije. Se resistió al principio. ¿Ya para qué?, me
contestaba. Finalmente la hizo y una vez más, yo no entregué nada. Por aquí
debo tenerla. Todavía la guardo, aunque tampoco sé por qué razón. ¡Aquí está!
Mírela.
Estaba escrita en hojas de color amarillo. El papel ya estaba desgastado por
el tiempo y algunas letras casi se habían borrado. Al principio la letra era bastante
legible y, conforme las confesiones se intensificaron, la letra parecía volar para
que nada se le escapara:
“Hoy recibirás mi carta. Estoy en esa pequeña cafetería en la que pasamos
muchas tardes juntos. Han transcurrido años ya. Le he pedido a Dios que me
ayude a escribirte con el corazón para evitar las frases hechas y que no permita
que mis palabras vuelen por el valle de la fantasía. ¿Cómo empezar? Es tanto lo
que he callado. Cada vez son más endebles los motivos que pudiera tener para
seguir viviendo. Después de tantas ilusiones puestas en el futuro, algo sucedió. La
última noticia sobre ti me desarmó. Quise contarte de las cosas buenas que
EL SILENCIO DE LA ESPERA 88
habían ocurrido, hablar de ti y de mí, de nosotros, de aquellos que para mí fueron
nuestros planes. No resultó más y, ahora que estoy aquí, ya no soy el mismo.
“Aturdido por los nuevos viejos recuerdos, intento dar una respuesta a tu
sacudida de interrogantes en aquel último encuentro que me sorprendió en lo de
siempre: el mutismo. Tuve tres opciones: tragar saliva, desconcertarme o ponerme
a llorar. Tomé las tres.
“Me pregunto si el ser persona me concede el derecho de reconocer mis
fallas; si basta con ser humano para vivir en el ocio de los errores porque siempre
me equivoco como tal. ¿Hasta dónde llega el límite de la imperfección y hasta
dónde es posible que sea perdonado? ¿Es humano despertar cada día para ser
un nuevo yo, una nueva identidad que se quiere crear otra vez ignorando lo que
vivió horas atrás o, más aún, negando lo que fue desde el principio de su
existencia? ¿Acaso mis fallas son oportunidades de renacimiento y, al final, son
ellas las que moldean personalidades y personas? ¿Hasta qué punto puedo fallar?
“Dice la Biblia: ‘Del pensar nace la ansiedad del hombre’. Ansiedad que nos
conduce a la duda, a ese terrible titubeo de imágenes que son palabras con
significado, pero de significados que también son palabra. No he de perderte en el
desvarío de mis textos adonde siempre acabo sumido en el más profundo de los
temores.
“Estoy habituado al silencio. Acostumbrado a callar porque así tuvo que ser.
Aprendí a ocultarme a mí mismo como un método de supervivencia frente a los
prejuicios que desconocía a salvo del mundo real porque, ya desde entonces, mi
mundo estaba aquí dentro y mi defensa siempre fue el silencio.
“Surgieron las contradicciones, las paradojas, las ironías, convirtiéndome en
objeto de mis propias sátiras, de mis particulares sarcasmos porque aprendí a
reírme de mí mismo con la risa de los seres más despreciables: los burlones. Todo
se confrontó en mí: altivez, despotismo, humildad, sinceridad. Siempre quise ser
yo mismo, a pesar de los castigos. Huí al desierto de mi lengua para no volver
más. Clausuré mis labios. Mi vida, como el tronco de un roble, soportó
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tempestades y el ansia del viento arrancó una a una mis ramas hasta dejar el
esqueleto, deplorable paisaje de mi existencia. Me pintaron como un cuadro de
desolación, tristeza y abatimiento. Me tiñeron de otoño y la estación se eternizó
egoísta. No conocí la primavera. Me aproximé al invierno de mis años,
despidiéndome de aquellos marzos cuando todo reverdecía: me hice viejo en el
alma y en el espíritu.
“El final tiene continuación. El final significa principio, así como éste significa
el fin. Los dos se necesitan para ser. Es cuestión de orden, cuestión de
disposición divina que la mente humana no puede comprender. El final es lo que
sigue a la hoja en blanco, a ese extenso pergamino vacío que todo hombre lleva
en el portafolio del ser. Se supone que cada página debe ser escrita con vida, con
razón y no con necedad.
“Alguna vez te confié mi conflicto con el Deber y el Amor. Sé que aquél
mucho habla de libertad, pero la libertad extravía a los hombres en uno de los
abismos más profundos y negros: la duda. Ingenuamente había definido a la
libertad como el hacer lo que quieres y querer lo que haces. Si alguno estaba
satisfecho con sus acciones, entonces era libre. Pero surgía una pregunta
inexorable: ¿qué pasa cuando esos actos y verdades pueden poner en peligro a
otros? Llegué a la conclusión de que tanto el Deber como el Amor son sufrimiento,
dolor, incertidumbre. El Amor se me vistió de muerte. Muchas veces el Deber ha
deshumanizado y hechos esclavos a los individuos. ¿En dónde queda, pues, la
libertad?
“Supongo que las reglas se inventaron para establecer una convivencia
aceptable entre los hombres, pero las sociedades son las primeras en violarlas, en
ignorarlas. Estamos en función de ídolos de historieta y nos gobiernan normas
convenencieras, interesadas en ellas mismas porque nosotros les servimos. El
mundo está al revés. Empiezo a creer que la Paz, la Libertad y la Felicidad, no son
más que hadas que la imaginación ha logrado prolongar como el quitapesares
más cruel que puede existir para nosotros mismos. No quise ser sociedad, no
EL SILENCIO DE LA ESPERA 90
quise ser legislador implantando leyes para ti. No era mi derecho prohibirte ni
restringirte.
“Jamás pensé en vivir mi propia guerra. Una guerra que tiene que ver con mis
contradicciones y mis desplantes. Ahora conozco que te tengo sólo como el más
bello y puro recuerdo. Esta historia me despertó a la madrugada de mis opuestos.
Te amo, pero sé que no debo amarte. Te admiro, pero no puedo decírtelo. Te
extraño y te necesito, pero me desprecio por sentirlo.
“Tú lograste que viviera la realidad y en ella había un niño a quien me di el
lujo, en mis sueños más adorados, de planearle sus primeros asomos de destino.
Te habló una vez, te sintió, te escuchó, te sonrió, te miró... ¡te amó!
“Supuse nuestras vidas como el guión de alguna telenovela, cuyo tema
central era el amor, presentado como un instante finito en la existencia de una
pareja, siempre joven, que debe vencer toda clase de rémoras impuestas por los
villanos. Al final, el amor triunfa y, así, su vigencia es elevada como parte de un
final feliz a la eternidad, sin muerte que nos separe. Fui un tonto creyendo que
entre más podía sufrir más posibilidades de éxito habría. Y fue que, sufriendo
hasta el límite, me coloqué en una intersección: amargura, sentimiento de culpa, la
subestimación de mi ser o el olvido y el perdón para medio vivir...
“En este tiempo aprendí que no puedo sustentar mi existencia en nada, si no
encuentro un equilibrio entre la realidad y la ficción. Como tu amigo siempre quise
decirte que eres libre, pero que debes aprender a ser responsable; que la
educación es sinónimo de crecimiento, que la vida es un constante volver a
empezar, que nuestros sueños deben ser transportados al nivel de la conciencia
porque sólo así se gana en la reconstrucción de la individualidad.
“En mi viaje ya no fue necesario seguir creyendo en fantasmas. Deseé
escribirte porque seguían circulando por el aire palabras que se iban. Palabras
escritas en la conciencia del tiempo. Confié en que volverían para ti los momentos
de alegría y que los retendrías hasta que se quedaran. Durante nuestra última
EL SILENCIO DE LA ESPERA 91
conversación intenté decirte que los códigos fallan, que falló el nuestro, pero que
te adoré desde el primer momento en que mis ojos se encontraron con los tuyos.
“No pretendo sanar las heridas, sólo quiero que tengas presente que me
enseñaste la grandeza del más allá y yo sólo te mostré la pequeñez del aquí.
Cuando mis ojos se toparon con tu mirada aquella noche en un lugar lejos de la
ciudad, prometí que te amaría siempre. En mi refugio, te amé en ausencia tanto
como ahora.
“Solía escribirte cartas en las hojas blancas de una mirada inesperada,
ansiosa de ser descubierta por ti. Perdóname los silencios, perdóname las
ausencias indiferentes. Eres el amor de mi vida. Otra vez dos caminos diferentes.
Otra vez lejos. Me fui por amor, mi dulce Alexandra y por amor, hoy, a unas
semanas de tu boda, te deseo que seas feliz”.
El profesor retomó su narración: “Como le dije, Alexandra nunca le llevó la
invitación y yo nunca le di esta carta. Sebastián vio como un acto de crueldad el
que yo le diera el lugar y la fecha de la boda religiosa, pero yo estaba esperando
que algo ocurriera en el último momento. ¡Qué locura la mía! ¿Qué iba a ocurrir?
Nada. Sebastián era incapaz de un escándalo o de impedir la boda. Seguramente
no estaba en mis cabales o, en realidad, fui el peor de los maestros y consejeros.
Sebastián se presentó de una pieza. Buscó el lugar más apartado de la gente,
donde no importunara a nadie con su presencia, donde Alexandra no pudiera
darse cuenta de que ahí estaba, viéndola con una sonrisa triste en su cara de
niño, con los ojos nublados, con el interior hecho pedazos. Estuvo con ella como
tantas otras veces: silenciosamente. Y lo vi partir antes de que los nuevos esposos
salieran a recibir bendiciones y parabienes. Después de ese día, lo consentí
mucho. No puedo negarlo. Estaba sobre él, pendiente de su estado de ánimo,
pendiente de sus silencios. Un día, después de las actividades normales, lo llamé
a mi oficina. Quería platicar con él. Quería saber cómo se sentía. Yo me sentía
triste y desconcertado, y también culpable. Le dije que él tenía que llenar ese
vacío con el cariño de la gente que todavía estaba a su lado; que el tiempo iría
EL SILENCIO DE LA ESPERA 92
curando las heridas y volviendo a poner todo en su sitio. Que yo sabía que era
muy inteligente y sensible, y que su corazón lo guiaría dictándole los pasos a dar y
por dónde ir. Le pedí perdón por las veces que no alcancé a comprenderlo y lo
lastimé con mis conjeturas y juicios. Le dije que no perdiera la esperanza, que
quizá algún día él y Alexandra se encontrarían otra vez y, entonces, tendría el
valor para decirle lo que no había podido. Le pedí que estuviera muy listo, atento
de la gente que se le acercaba porque su corazón era tan vulnerable que podían
hacerle mucho daño. Dicen que polos opuestos se atraen, pero no sé qué tan
diferentes eran el uno del otro. Tenían una relación como simbiótica, una conexión
especial que no se ve siempre, sabe. Estaba al tanto de las dificultades que
ambos estaban padeciendo, cada uno por su lado. Al que tenía más cerca era a
Sebastián, sin embargo estaba tan lejos de mí, tan aislado y distante que parecía
que lo tuviera a kilómetros de distancia. Nada podía hacer por él y, mire, aunque lo
hubiera querido hacer, sé que no me lo hubiese permitido. Era muy orgulloso
como para aceptar que necesitaba ayuda o para decir simplemente que la estaba
pasando mal. En cambio, Alexandra sí solía buscarme y me hablaba de sus
problemas tempranos y es que su matrimonio no marchaba muy bien o, al menos,
no todo lo bien que ella deseaba y necesitaba. Quería consejos y sé que hacía
mucha oración. Siempre la hizo. Como le dije, era una muchacha devota y
religiosa. Quizá también en esos tiempos difíciles yo pude reunirlos otra vez. Los
dos se hubieran hecho mucho bien y si Sebastián no era capaz de darle un
consejo, tendría en él el soporte de ser escuchada y qué mejor que los oídos de
alguien que nos ama profundamente para aliviar todo lo que nos lastima. Sobra
decirle que tampoco hice nada, ¿verdad? Mire, señorita, yo siempre he creído que
cada uno es el responsable de sus actos y que los maestros estamos para
enseñar. Yo no me hice profesor para recolectar afectos ni para involucrarme
porque tengo a tantos muchachos a mi cargo que sería imposible que yo me
relacionara íntimamente con cada uno. ¡Acabaría loco! Sí, usted tiene razón,
siempre hay uno o dos que se vuelven especiales e inolvidables, y probablemente
EL SILENCIO DE LA ESPERA 93
Alexandra y Sebastián me hayan tocado en lo más hondo de mi corazón, pero yo
no soy su padre y tampoco podía ser plenamente su amigo porque la amistad
también genera obligaciones y yo no dispongo del tiempo ni de la energía. Menos
ahora que estoy ya tan viejo y cansado. He sido muy torpe con las palabras y con
las emociones. El único amor que he tenido es a mi vocación y ésta es enseñar.
Así soy yo y ni modo. Si no cambié antes, mucho menos en este momento. Ya es
tarde para mí y mis ideas, como usted dice, están muy arraigadas. Total, como he
dicho toda mi vida, lo que ha de ser será porque uno tiene que aprender a
resignarse y no andar pidiendo lo que no se tiene. La resignación es una de las
principales reglas para el ser humano y ninguno de los dos fueron jamás personas
resignadas. Toda su vida andaban aspirando y ambicionando. Querían cambiar su
entorno y, peor aún, Sebastián pretendía cambiar al mundo. ¡Qué soberbia la
suya! Nadie puede cambiar al mundo ni a la gente. La misión de ellos dos era
posiblemente sufrir las vicisitudes de su entorno, de su ambiente, de sus
relaciones y aceptar con humildad y resignación sus vidas. Mire, todavía
Alexandra fue más dócil y más sensata al aceptar lo que le tocó vivir, pero
Sebastián... Sebastián ha ido contra corriente yo creo que desde que nació y,
discúlpeme si la incomodo, pero el mundo no es para los guerreros, es para los
pacifistas, para los que son lo suficientemente valientes y fuertes como para
entender que todos tenemos ya un destino escrito y que pretender cambiar las
cosas es pura pérdida de tiempo y un atentado contra las leyes naturales. No me
malinterprete. Yo los quise y los quiero mucho, pero hay límites en las relaciones y
yo sólo fui su maestro, no su guía ni su compañero de aventuras. Les di pistas y
señales para que ellos tomaran una decisión y la tomaron: Alexandra decidió
casarse y Sebastián optó por apartarse. Haberles dicho las cosas más claras y
hasta confesarles lo que yo sabía, hubiera sido ir en contra de su libertad de
elección y ése jamás fue mi papel ni lo puede ser ahora. Nunca me gustó hacerle
de redentor porque invariablemente uno acaba crucificado. Las únicas culpas que
he estado dispuesto a cargar son las que yo considere que son mías. Por eso,
EL SILENCIO DE LA ESPERA 94
véame, conservo un trabajo estable, hago lo que debo hacer, me concreto a dar
mis clases y todas las noches puedo dormir tranquilamente porque no tengo la
responsabilidad de ninguna persona, excepto de mí mismo.
¿De verdad un maestro sólo tiene por meta enseñar? ¿Enseñar qué? ¿Un
montón de materias que, a la larga, no sirven para nada a no ser que se quiera
participar en un concurso de conocimientos o jugar “maratón” de inteligencia?
¿Eso es todo lo que un maestro nos hereda: lecciones, tareas y libros?
Cuando abandoné finalmente aquella oficina sobria y muerta, me sentí
aliviada. Ya no tuve esa presión en el pecho que me tenía tan inquieta y deseando
que ese hombre terminara de una vez por todas con su relato. Ese anciano me
hundió en sus propias contradicciones y cobardías. Me quedé sin saber qué es lo
que realmente Alexandra y Sebastián significaron para él. En momentos podría
decirse que los quería y en otros... no lo sé. Si es cierto, como él mismo dijo, que
ellos le enriquecieron la vida, qué egoísta de su parte no haberles correspondido
en la misma forma. Pudo haber hecho tanto por los dos que hasta creo que él tuvo
en sus manos la oportunidad para que aquellos dos hubieran tenido una vida
juntos desde hace mucho tiempo atrás. Otro mediocre asalariado más que no
conoce más vocación que su amor por él mismo. Un hombre así no es capaz de
orientar, dirigir, apoyar, ejemplificar el compromiso. ¿Qué les enseñó? Que están
solos, que él nunca estuvo interesado en sus problemas porque sólo lo movió un
afán de curiosidad, que los caminos son intrincados y que si hay que darse contra
la pared mil veces, uno debe aguantarse porque eso es parte de su destino escrito
con anterioridad, que la amistad es un problema porque genera responsabilidad y
que la única responsabilidad que se debe tener es con uno mismo. Mentiroso y
traidor. Así lo definiría yo. Si el mundo, como él sostiene, es de los resignados,
puedo entender que estemos tan mal y destruyéndonos unos a otros como
animales salvajes. Por eso hay tantos corruptos que mancillan la esencia de los
jóvenes, que les tergiversan sus ideales, sus valores. No los preparan para ser
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hombres, sino para ser pusilánimes conformistas con su vida, tontos dando
tropezones y descalabrándose con los obstáculos que están no para vencerlos o
sortearlos, sino para que uno se de con la cabeza contra ellos y soportar
sumisamente. ¿Ese era el hombre que se supone debía enseñar a tantos
muchachos a pensar, a analizar, a decir y a actuar por ellos mismos para que
descubrieran el tesoro que tienen en sus corazones y que los convierten en seres
humanos únicos e irremplazables? Ese hombre fue quien quiso enseñarle a
Alexandra y a Sebastián que la vida está decretada por las circunstancias y ante
eso sólo cabe la resignación. ¿Ese es el “maestro” que calificó a Sebastián como
un soberbio sólo porque aquél quería cambiar las cosas? Algo debe estar muy mal
desde el momento en que se permite que gente como Carlos Cárdenas se haga
pasar por maestro y, tras el disfraz de cátedra o clase, sólo haga una flagrante
exhibición de sus propias miserias humanas. Todos los conocimientos que puede
haber en un cerebro se pudren cuando no hay un corazón interactuando y ese
maestro es, como muchos más, otro que, por egocentrismo, vende su conciencia.
EL SILENCIO DE LA ESPERA 96
Cinco
Por fin lo tenía tan cerca de ella que lo podía tocar y ver y oler. Consiguió el
cuerpo. Lo robó. Todos estarían frenéticos buscándolo y preguntándose para qué
diablos alguien quería tener el cuerpo de Sebastián. No tenía sueño y ni siquiera
intentaba dormir temiendo que a cualquier hora el gusano se levantara y la
atrapara. Seguía creyendo que él sólo fingía para poner a prueba sus límites, para
ver hasta dónde era capaz de llegar y había llegado a tanto. Cometió la peor de
las locuras y del mismo tamaño de su obsesión y de su odio. ¿Qué estaba
pasando allá afuera? ¿Sebastián sentirá miedo o frío? La camioneta está tan
oscura. ¿Quiénes y cómo lo estarán buscando? ¿Y si nadie se ha percatado de la
ausencia de Sebastián? ¿Podrá ser posible que su desaparición pase
desapercibida? ¡Qué estupideces digo! ¡Por supuesto que han notado su
ausencia! Se mostraba intranquila y no hallaba una forma de aquietar su ansiedad.
Quería verlo, estar con él, pero varias veces se había regresado a medio camino
desde el departamento hacia el garaje donde lo tenía cautivo. Nicolás, que estaba
con ella, le insistió en ponerle aunque fuera unas flores allá dentro y hacerle una
oración. “Estamos robándole la paz a un alma y eso puede ser peligroso, Carmen.
Por favor, aunque sea déjame comprarle unas flores”. Le compró rosas blancas,
pero apenas las había colocado alrededor de él, se tornaron amarillentas hasta
oxidarse y marchitarse por completo. Buscó unas más resistentes y pensó que los
claveles serían una buena opción. Consiguió claveles rojos y blancos, pero
también se le marchitaban en cuestión de minutos. “Esto es un mal augurio,
Carmen. Tú y yo y todos los demás que hicimos esto nos vamos a condenar.”
Exasperada le ordenó callar. Ella también sentía miedo, pero ya estaban hechas
las cosas y ahora debía pensar en qué hacer con ese cuerpo que la seguía
excitando y seduciendo con su impasible imagen muerta. Se encerró en su
recámara para hacer garabatos sobre un montón de hojas de papel que
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desechaba una tras otra. Escribió el nombre de Sebastián y lo cubrió con rayones.
Ardía por dentro consumida por las agruras de su pasión. Corrió al baño
controlando las náuseas y se echó agua en la cara y en el cuello mirándose en el
espejo a través de una luz tenue.
Llegó el amanecer. Nicolás y otros dos fueron a revisar a Sebastián. Todavía
seguía ahí. Uno de ellos se sobresaltó convencido de que Sebastián se había
movido. “¡Tiene abierta la mano derecha! ¡Tiene abierta la mano derecha!”.
Nicolás lo apartó. “¡Contrólate, carajo! ¿Quieres que todo el mundo se dé cuenta
de que lo que tenemos aquí? No tiene la mano derecha abierta, hombre. Así ha
estado desde que lo trajimos. Son ideas tuyas”. Le contaron a Carmen lo sucedido
y ella pensó que podrían ser señales de que ya lo estaban buscando y él lo sentía.
¿Lo sentía? ¡Pero qué tontería tan más grande estoy diciendo! ¡Carajo, ustedes
sólo me ponen nerviosa! Déjense de tarugadas y guardemos la calma porque, si
algo falla, a todos nos va a llevar el diablo.
--¿Qué vamos a hacer con él?—preguntó Nicolás.
--Aún no lo sé. Supongo que deshacernos de él.
--¿Pero cómo, Carmen? ¿Cómo nos vamos a deshacer de alguien que ya no
existe? ¿Lo vamos a enterrar? ¿Lo vamos a quemar?--. Nicolás estaba
desesperado.
--¡Basta, Nicolás! Si vas a seguir así, mejor vete. Ya veré cómo me las
arreglo. Por lo pronto, lo más conveniente será que todos lo vigilemos. Sería
buena idea pasar la noche en algún despoblado o en la carretera. No quiero
levantar sospechas entre los vecinos.
Por la noche manejaron en total silencio porque ninguno atinaba qué decir,
aunque estuvieran azuzados de pensamientos y de preguntas, incluso la misma
Carmen parecía pensativa. Se internaron en un bosque espeso y profundo y
estacionaron la camioneta tras unos árboles, seguros de que quedaba bien
cubierta. Una vez abajo, el frío era intenso; supo entonces que sería muy difícil
resistir el clima hasta el amanecer, pero en tanto no estuviera segura de lo que
EL SILENCIO DE LA ESPERA 98
quería hacer con Sebastián, no había otra opción. Les dijo que estaría allá adentro
con el gusano, vigilándolo y que se quedaran muy cerca de ella.
Tomó por asiento una dona de plástico inflada con aire, próxima a la puerta
trasera. Sentada y envolviéndose con la cobija parecía una gran masa informe de
grasa y de piel. No se atrevía a mirar a Sebastián y cada minuto miraba su reloj.
La una y diez de la mañana. Faltaban muchas horas más para el amanecer y se
sentía rendida por los kilómetros que manejó. Súbitamente aparecieron en su
mente tres mujeres: Estela, Verónica y Alexandra. Las tres tenían algo en común:
su gran capacidad de sacarla de quicio y de romperle el corazón. Por supuesto,
Alexandra era quien le había gustado más que ninguna, aunque en ese momento
no supo si le gustaba toda completa o sólo lo que proyectaba su mirada. Aun
cuando estuviera de mal humor, la mirada de Alexandra siempre era gentil, afable,
brillante y esa mirada le era grata, pero la que ansiaba era ésa que sólo ocurría
cuando Sebastián estaba presente o cuando hablaba de él. Era una mirada de
adoración, de admiración; la luz que reflejaba era diferente, tenía más fuerza y
parecía que le fuera iluminando primero el rostro apiñonado y, después, todo el
cuerpo. Aceptó cínicamente que con todo y esa impresionante mirada, también se
hartó de ella, igual que ocurriera con Estela y con Verónica. De las tres sólo recibí
malos tratos, desconfianza, abuso. Algo debo estar pagando en este mundo que
puras mujeres banales se me acercan. Resultaron un trío de farsantes. La primera
impresión que me dieron fue que tenían mucho qué ofrecer y yo creí que con ellas
podría descubrir mundos nuevos, hacer historias diferentes y vivir una aventura
permanente con sorpresas, pero no, qué va. Las cortaron con la misma tijera y
jamás pudieron estar a la altura ni de mis necesidades ni de mis aspiraciones
porque, una vez que se saben pretendidas, el encanto se les esfuma y se vuelven
mazacotes de aburrimiento y empiezan con sus ideas de estabilidad, de pudor, de
comunicación. Ninguna fue capaz de aventurarse a explorarme porque están
acostumbradas a las relaciones convencionales, a lo que ya está diseñado, a lo
que llaman buenas costumbres. ¡Qué aburrimiento!
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Buscó a través de la ventanilla a sus compañeros y los vio platicando y
fumando alrededor de una hoguera que prendieron. Recorrió con los ojos lo que
alcanzaba a ver del bosque. Era un lugar maravilloso, con el cielo despejado y
libre de contaminación, las estrellas sí se veían desde ahí y entre la luna y las
escasas nubes grisáceas se hacía un movimiento lento. Pronto se acabó el
hechizo del paisaje y, a cambio, sobrevino una fuerte náusea. Se sentía enferma,
sin vitalidad, sin ganas de moverse aterida por el temor y la inquietud. Miró
fugazmente a Sebastián y envidió la pasividad que lo envolvía. Echó un vistazo
nuevamente a su reloj y vio que eran veinticinco minutos después de la una. Sólo
habían pasado quince minutos, no era posible. Se quitó el reloj y lo puso cerca de
su oído. El reloj estaba andando, pero el tiempo parecía estancarse en una
infernal inmovilidad que la desesperaba.
Abandonó la camioneta decidida a dar una caminata. Les encargó estuvieran
pendientes del gusano, que ella no tardaría. No llegó muy lejos. Se detuvo a
escasos metros porque hasta ahí llegaba la luz y no tuvo el valor de internarse
más rompiendo desacertadamente la oscuridad. ¡Qué ganas de tomarme un trago!
Quisiera estar en un bar y pasearme con una copa en la mano a la caza de algún
imbécil que se sienta solo y quiera platicar, aunque... no, qué aburrido escuchar
sus tonterías de siempre. Me hablaría de su trabajo, de su posición económica, de
su deporte favorito, de que su matrimonio es un caos porque se dio cuenta de que
se casó con la mujer equivocada y que los hijos y ella no le han permitido escalar
posiciones ni abrirse nuevos horizontes profesionales, y por eso decidió echarse a
la cama con la secretaria o con la compañera de trabajo con la que no tiene
ningún compromiso y ella sí lo entiende, sí sabe satisfacer sus necesidades, habla
de cosas interesantes porque su mujer, ay, Dios mío, su mujer sólo sabe hablar de
cortinas y de plantas, o de que hace falta comprar nuevos zapatos para los niños.
Por eso mismo Estela y Alexandra la habían desencantado rápidamente. La
primera con el cuento de nunca acabar de que quiero ser mamá, quiero saber qué
se siente estar embarazada y cuidar de un niño, quiero casarme y bla, bla, bla.
“Vamos, Carmen, no puedes seguir así. Tienes que levantarte ya. Has faltado
dos semanas al trabajo y lo más seguro es que te corran y le debes a todo el
mundo. Párate, hombre, ya te preparé algo para que desayunes”, dijo Verónica
quien llevaba varios días cuidando de ella luego de una crisis nerviosa.
“Creo que lo mejor será que vengas. No sabemos cuánto más va a resistir.”
Fueron las últimas palabras de su cuñada avisándole por teléfono que Sebastián
estaba mal. Lo presentía. Todo el día había estado inquieta, con una opresión en
el pecho y Sebastián a toda hora en su cabeza. Con razón no contestó ninguna de
las llamadas que le hizo ni se reportó. Con razón el nudo en la garganta y la
sensibilidad a flor de piel.
Manejó varias horas, sin permitirse sentir cansancio ni sed ni hambre. Quería
llegar. Tenía que llegar a tiempo, antes de que... no, eso ni pensarlo. Se pondría
bien. Ese día el cielo no podía estar más azul ni más despejado. Era como el cielo
de sus sueños, el de su historia de amor. Estaba segura que él la esperaría, que la
estaba esperando. Aceleró con el deseo de acortar la distancia y detener el reloj.
“Buenos días, mi amor”. ¡Qué maravillosa frase! La primera vez que se lo
dijo, el corazón de Sebastián palpitó como si quisiera salirse del pecho, le sudaron
las manos, se mordió los labios. Por fin era el amor de alguien y ese alguien era a
la vez el suyo. Ella llenó todo su espacio, le dio otra perspectiva a su vida. Se
fueron la soledad y los imposibles. Se sintió capaz de conquistar al mundo, de
poder con todo, de aceptar cualquier reto. Le dio fuerza, identidad y valor.
Tuvo que detenerse en una gasolinera para reabastecerse de combustible.
Entró a la tienda que estaba ahí mismo y se bebió una botellita de agua helada.
Volvió a mirar el cielo buscando una señal que aplacara su desasosiego de ir
contra reloj. Ese cielo vasto y sin final había sido escenario de muchos capítulos
de su historia, todo lo que eran y todo lo que han sido. En el amor habían
encontrado la fuerza que amansó sus temores.
Alexandra y Sebastián: palabras sinónimas e ideas afines que escribieron su
vida en una esperanza muy humana: consolidar el amor que durará toda la vida.
Poetas dejándose en sus renglones como herencia a la eternidad. Adversidad y
El silencio del que espera, profundo y baldío. Ese silencio del presente había
traído sus colmillos del pasado para morder los hechos, la historia. Viajó mucho y
sabía que había poco tiempo. Siempre tuvo miedo de lo que podría pasar si
estaba lejos porque cuando uno se siente perdido, se está perdido en donde sea.
¿De qué te serviría mi amor, si no tuvieras a tu hijo? Esa pregunta le daba
fuerza para seguir esperando por ella. Su lugar. Su sueño. A veces suena tan
inmensa la palabra. Nuestro. Nosotros. Tú y yo. Ahora, Sebastián no se atreve
más a darle voz a todos sus silencios porque con alguno podría equivocarse y no
es por miedo al error, sino porque se resiste a creer que lo sabe todo de ella. La
magia y la sorpresa desaparecerían y él no quiere ser su intérprete. Quiere segur
siendo sus oídos y dejarse llenar de sus palabras y de sus secretos. Alexandra no
es un personaje de su literatura. El no la inventó. Ella es real y tiene una voz
propia que no puede recrear; acaso podría aproximarse, pero no dejarían de ser
meras interpretaciones de ella.
Profundamente dormido. Dolorosamente quieto. “A veces juego a que estás
conmigo y te hablo con voz fuerte para saludarte al llegar al departamento o para
platicar contigo en algún recorrido en coche, pero lo que siempre hago es dormir
abrazándote, dormir y velarte y, claro, despertar por las mañanas para darte los
buenos días o despertar durante la noche para cobijarte o para darte un beso en
tu frente. En algunas ocasiones camino de tu mano y me dejo escucharte en tu
propio silencio y me gusta imaginar que apareces al final de cualquier calle o que
bajas de algún automóvil para reunirte conmigo. Tengo muchas canciones en mi
mente y no dejan de sonar. Nuestras canciones, nuestras letras... y es que todo es
bien recibido cuando se trata de ti e, incluso, hay días en los que pareciera que no
te has ido. De repente se escucha el eco de tus tacones subir por la escalera y no