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Había una vez un pequeño pueblo enclavado entre

montañas. Sus casas de adobe se agrupaban alrededor


de una plaza central, donde un antiguo árbol de ceiba
extendía sus ramas como brazos protectores. Los
habitantes del pueblo eran amables y trabajadores, y
todos se conocían por sus nombres.
Un día, un forastero llegó al pueblo. Era un hombre alto
y delgado, con ojos cansados y una barba descuidada.
Llevaba consigo una mochila desgastada y una mirada
perdida. Los lugareños lo recibieron con curiosidad y le
ofrecieron un lugar para quedarse.
El forastero se instaló en una pequeña cabaña al borde
del bosque. Durante el día, recorría los senderos y
exploraba los alrededores. Por las noches, se sentaba
junto al fuego y contaba historias a los niños del pueblo.
Sus relatos eran mágicos y llenos de aventuras:
dragones que custodiaban tesoros, hadas que
concedían deseos y viajes a tierras lejanas.
Los niños escuchaban con los ojos abiertos de
asombro, y pronto el forastero se convirtió en una figura
querida en el pueblo. Los adultos también disfrutaban
de sus historias, aunque algunos murmuraban que el
forastero era un poco excéntrico.
Un día, mientras caminaba por el bosque, el forastero
encontró una cueva oculta detrás de una cascada. La
entrada estaba cubierta de musgo y apenas visible.
Intrigado, se adentró en la oscuridad y descubrió un
mundo subterráneo lleno de maravillas.
Había estalactitas brillantes que parecían lámparas de
cristal, lagos subterráneos con aguas cristalinas y
extrañas criaturas que nunca había visto antes. El
forastero pasaba horas explorando la cueva y
recopilando historias para compartir con el pueblo.
Un día, mientras estaba en la cueva, encontró un
antiguo libro de cuentos. Sus páginas estaban
amarillentas y llenas de polvo. El forastero lo llevó
consigo y comenzó a leerlo en voz alta en la plaza del
pueblo.
Las historias del libro eran aún más asombrosas que las
suyas propias. Hablaban de héroes valientes, princesas
encantadas y mundos más allá de la imaginación. Los
habitantes del pueblo se reunían alrededor del
forastero, escuchando con admiración mientras las
palabras cobraban vida.
Con el tiempo, el forastero se convirtió en el guardián de
las historias del pueblo. Cada noche, se sentaba bajo el
árbol de ceiba y compartía las leyendas del libro
antiguo. Los niños crecieron con sus cuentos y los
transmitieron a las generaciones futuras.
El forastero nunca reveló su verdadero nombre ni de
dónde venía. Algunos decían que era un mago o un
viajero del tiempo. Pero para los habitantes del pueblo,
era simplemente el Hacedor de Historias, el hombre que
les mostró que la magia existía en todas partes, incluso
en los lugares más inesperados.
Y así, el pequeño pueblo vivió felizmente rodeado de
cuentos y leyendas, gracias al forastero que llegó un día
y cambió sus vidas para siempre. ��

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