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Relatos breves y otras paranoias

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Diario de una
mujer formal
Nuevo episodio en instagram

mpilona 6 febrero, 2022


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El cochecito
rojo
Vivían muy cerca el uno del otro y
se habían hecho inseparables
desde que tuvieron edad para
salir a jugar solos por las calles
del pueblo.

Después de la escuela o en
verano, jugaban con una pelota de
trapo, iban al arroyo a bañarse y
elucubraban mil fechorías. Los
vecinos cuando los veían
aparecer, Manuel con sus albarcas
y su desaliño y Juan, repeinado y
limpio, se echaban las manos a la
cabeza pensando qué habrían
hecho esa vez. Donde estaba uno,
pronto aparecía el otro y con
ellos, el caos.

Manuel pensaba juegos y


travesuras y Juan lo seguía fiel.
Habían jurado con su sangre ser,
además de primos, amigos para
siempre.

Los padres se encontraban en la


taberna y discutían siempre por
lindes y bestias. Las madres, que
eran hermanas, sumisas y
encerradas en casa, azuzaban sus
oídos cuando volvían, hartas de
miseria y de olvido.

Esa mañana, Manuel sacó a la


calle, por primera vez, sus dos
cochecitos de latón. Uno era rojo
y el otro, azul. Su padre se los
había traído de Argentina, donde
había emigrado para poder
sobrellevar el hambre que le daba
la tierra. Había vuelto al pueblo,
un mes antes, con algún dinero y
más resentimiento que con el que
se fue.

Manuel jugaba en la polvorienta


calle cuando llegó Juan, que lo
ayudó a preparar una carretera
para los coches. Fue a buscar
piedrecitas y ramas y, con
montoncitos de tierra, hizo un
circuito con mucho esmero.
Cuando todo estuvo preparado
quiso su recompensa, que le
prestara el ansiado cochecito rojo.
Manuel no quiso compartir su
tesoro más preciado. Su madre le
había dicho que no se los
prestara a nadie. Ni siquiera a él.
¿Por qué no se iba su padre tres
años a América como había hecho
el suyo y le traía uno?

De las duras palabras pasaron a


los empujones. De los empujones
al llanto de Juan, que entró en su
casa para que lo consolara su
madre.

Horas más tarde, su padre volvió


de la taberna. Escuchó los
lamentos mientras, otra vez,
comía sopa de ajos. Se fue
calentando y con el sopor que da
el alcohol y la tarde, salió a pedir
explicaciones.

Los gritos y los insultos llevaron a


los puñetazos. Sin que nadie
pudiera evitarlo, cada uno entró
en casa y cogió su escopeta de
caza. El pueblo enmudeció para,
más tarde, romper en llantos.

Los niños jugaban cada uno con


un cochecito cuando pasó el
carro con el féretro camino del
cementerio.

mpilona 1 febrero, 2022


como la vida misma, Sin categoría
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Diario de una
mujer formal

Nuevo proyecto

semanal en Instagram

mpilona 31 enero, 2022


como la vida misma, Sin categoría
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Pepón y la
tormenta
Últimamente, Pepón contaba en
el cole que su papá estaba en
Orión y por eso, su mamá y él
vivían ahora con la abuela Maruja
que, para él, era una bruja que le
leía el pensamiento.

El día que metió una rana en


clase, la abuela, al volver él a
casa, comenzó a croar y él se
quedó sin postre una semana. La
mañana que robó una palmera en
la panadería, se le antojó hornear
palmeritas de colores, y tuvo que
estar toda la tarde ayudándola.
Una docena de chocolate negro
para doña Catalina, otra docena
de chocolate blanco para doña
María, y así, para todas las
ancianitas de la calle Molinos.

La abuela Maruja también


predecía los acontecimientos. Hoy
no sales, por si llueve. Y llovía…
Pero lo peor era cuando decía“
hoy no haces eso, por si truena“. Y,
Pepón, que tenía un miedo atroz a
las tormentas, se moría entonces
de miedo porque seguro que
tronaba.

El día de su séptimo cumpleaños


hubo una terrible tormenta que
azotó el valle durante horas. Uno
de los rayos cayó en su tejado.
Entró por la chimenea, recorrió el
salón y se metió en el televisor y
lo hizo pedazos. Los anuncios
salieron disparados y se
estamparon en el techo, y en las
cortinas de flores que había en el
ventanal, y en los restos de su
pastel de cumpleaños. Y su miedo
se desbocó. De nada sirvieron, esa
vez, los cariños ni los abrazos de
su madre para calmarlo.

La abuela Maruja, que era fea,


feísima, pero también, lista,
listísima, propuso cazar su miedo
y encerrarlo para siempre.

Estudió el caso durante un rato y


encontró, según ella, el remedio. A
la hora de la cena con su voz
chillona, le dijo:

-He observado la constelación de


Orión y he seguido el rastro de tu
miedo hasta allí. Lo he olido, sé
dónde se esconde y cómo puedes
vencerlo. Si quieres podemos
cazarlo.

Pepón pensó si no era más seguro


quedarse bien abrigadito en los
brazos de su madre la próxima
vez que les partiera un rayo. Pero
al ver su sonrisa pensó que, por
ella, bien valía la pena intentarlo.

-Deberás salir esta noche. Es luna


llena. Cogerás la senda de la
montaña y al llegar a la cima
verás la fuente de las Estrellas.
Llena este vaso con el agua que
mana de uno de sus chorros,
bebe hasta hartarte, llénalo de
nuevo y vuelve a casa. Pero, te
advierto, debes llegar con medio
vaso lleno.

Peponcete, esto es un cuento, por


lo tanto no será fácil, y tu madre
no podrá ayudarte.

Pepón cogió el vaso de cristal


ámbar de Duralex y salió. Se dejó
guiar por la luna y no tuvo miedo
hasta que tomó el sendero del
Caracol Veloz y, en un recodo del
camino, se topó con un perro
feroz atado a un árbol.

-Pobrecillo….Te suelto si no me
muerdes.

Agradecido, el animal se pegó a él,


y el miedo no se atrevió a
desafiarlo por si le mordía el can.

Al llegar cerca de la gruta de los


Gatos Albinos, un anciano se
calentaba frente a una lumbre.

-Niño, ¿tienes agua?

-No, señor.

-Ve con dios entonces, niño inútil.


He cenado arenques, sabes, y me
muero por un sorbito de agua
fresca. Ese perro, ¿ muerde?

– No. Es dócil, y me ha ayudado


mucho ahuyentando mi miedo
durante buena parte del camino.
Si se puede quedar un rato a
descansar hasta que vuelva, le
traigo agua en ese cántaro, señor
anciano.

Pepón, nada más alejarse, sintió


que los árboles formaban una
selva a su alrededor. Quiso volver
pero el camino se había borrado.
A cantarazos fue abriéndose paso
entre las zarzas y las ramas hasta
que llegó a un claro donde una
hermosa fuente de piedra con
cuatro caños brillaba bajo la luna.
Bebió agua, llenó el cántaro y el
vaso, descansó y emprendió el
regreso. El camino se había
despejado y solo quedaba un
sauce llorón en mitad del
sendero.

-Necesito agua, necesito agua,


agua, agua…Si no me das agua no
te dejo pasar.

Pepón, que había bebido bastante


en la fuente, sintió una necesidad
urgente.

-Gracias, gracias… Aunque no


está muy fresquita el agua, niño.

-La bebí hace rato, se habrá


calentado.

Aliviada la vejiga, Pepón avanzó


unos pasos cuando comenzó a
tronar. Intentó correr pero se
quedó paralizado.

-Cochino, marrano, mal rayo te


parta. Huelo fatal. Ahora todos los
perros vendrán a hacer lo
mismo…

Arrepentido, se volvió y le echó el


agua del vaso en el tronco para
limpiarlo, con tal mala suerte, que
sirvió de conductor al rayo que
caía en ese momento y le
destrozó varias ramas al árbol
quejica.

-No vuelvas por aquí,


sinvergüenza, así no es este
cuento. ¿ A quién se le ha
ocurrido que seas el
protagonista?

-Lo siento, señor árbol, lo siento.


Me he equivocado.

Corrió hasta que tropezó de


nuevo con el viejo.

-Señor mayor, ¿por qué no llueve


a su alrededor?

-Me protegen las piedras mágicas


de la empresa El Rayo. Y, mira,
como me has traído el agua, te
regalo una. Llévala encima de la
cabeza y olvídate de la tormenta.
Tiene dos años de garantía. Y
encima, me siento espléndido y te
dejo rellenar tu vaso con el agua
del cántaro.

Pepón, muy contento con el


regalo, siguió su camino con el
perro a su lado, el vaso en una
mano y la piedra en equilibrio en
la coronilla.

Adiós a las tormentas, gritó al


cielo cuando llegó a su casa y, de
un gran trago, se bebió el agua del
vaso.

mpilona 25 enero, 2022


Cuento Deja un comentario

Dentro y fuera
En la aséptica habitación, un gran
ventanal enmarca una marina. La
acompañante se levanta, estira
los brazos y se deja llevar por la
vida que hay fuera.

Un espolón de rocas anaranjadas


defiende la arena. Playita artificial
de aguas color zafiro. Olas que se
acercan tímidas y se introducen
por las grietas que forman las
piedras.

La máquina a la que está unida la


hace estar inquieta. Sus pitidos
acompasados a ratos la
adormecen, a ratos la desvelan.
Sus brazos asaetados y sus ojos
viejos, la buscan desesperada. La
acompañante sabe que no quiere
que la sorprenda la parca sin
estar acompañada.

-Sigo aquí, no me he ido. Sí, ya


desayuné… Descansa, no
pienses…

Unos niños corren al encuentro


de las ondas y huyen cuando ellas
se les acercan. Las retan, las
invitan a alcanzarlos y se burlan
de ellas. La acompañante sabe
que chillan porque boquean y
aletean los brazos en sus
carreras. Niños que juegan…

En un banco, una joven deja de


mirar el móvil y los contempla un
instante. Vuelve frenética a su
tarea viendo que el agua no se los
lleva.

Los murmullos avanzan por el


pasillo. Carreras y algún sollozo,
sonidos lejanos cuando se abre la
puerta. Sombras verdes, manos
de látex, ojos vivaces, ajustan,
controlan, anotan…alguna sonrisa
triste, de nuevo la soledad, el frío
que da la espera…

-¿Cuándo me voy a casa?

– Pronto. Mañana, seguro…

El espumoso zafiro se riza. Una


suave brisa barre el paseo, mueve
las palmeras y arremolina las
faldas en las piernas de unas
muchachas que pasean muy
alegres cogidas del brazo. Un
perro canelo tira de una mujer
morena mientras un anciano
intenta llegar al banco con
pasitos inseguros. Se sienta y
marca con ritmo el suelo. Su
bastón sube y baja; amenaza y
golpea. La acompañante
tamborilea con los dedos el
cristal de la ventana: ¡Pon, pon,
pompompón! Apoya su frente,
olisquea el vidrio, siente su
frialdad en el rostro.

Se sienta en el sillón. Coge el libro


y lo ojea. No tiene fuerzas ni
ganas de entrar por esa puerta.
No se centra en la historia, las
letras la marean.

-Estoy cansada y tengo sed…

-Shhhh, deja que te moje los


labios. Pronto nos iremos …

-Esta sed me está matando.

El mar es a estas horas gris con


vetas rosáceas y negras. El viento
arrecia mientras el sol se
esconde. El banco, antes vacío,
ahora contempla a unos jóvenes
con sus cervezas. No temen nada.
Ríen, se empujan y se abrazan
ajenos a lo que pasa dentro de
estos muros. La vida sigue en la
calle y la acompañante piensa,
como otras veces, quién estará
naciendo o muriendo en esos
instantes. Y sonríe antes de que
la noche se vea alterada por el
pitito, ahora fijo, de la máquina.
Carreras, órdenes, llantos, la
sacan en volandas.

Fuera se queda la vida, y dentro,


la nada.

mpilona 18 enero, 2022


como la vida misma
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